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Egeo: En buena hora Medea llama a mi puerta suplicando mi ayuda.

Sin duda es sabia y


sus conocimientos bien podrían acabar con todos los reinos de la tierra, más conoce que
por sí sola no siempre puede obtener sus metas y que yo, tal y como un peón, he
aparecido en hora recta para lograr llevarlas a buen puerto. Más, de esa sabiduría yo me
he de servir y, tal y como vaticinó el oráculo, poder de una vez mi prole engendrar,
aunque sea a costa de proteger, a la que con rabia irrefrenable pone en jaque la casa de
mi huésped.

Jasón, a ti te pregunto, por qué, entre todas las hermosas flores que habitan esta tierra,
decidiste ser desleal e impío con aquella cuyas espinas podrían dañar a los mismos
dioses. Solo por un lecho real pones en peligro todo lo obtenido. Acaso tus hijos no
significan nada para ti. Acaso un simple trozo de oro sobre tu cabeza es más costoso que
tu legado. Pobre infeliz, lo que daría yo por poder despojarme de esta corona helénica,
si con ello consiguiera besar las mejillas de aquellos que, por naturaleza, deberían de
haber sido el mayor orgullo de cuantos tesoros pudiera obtener en esta vida. Porque lo
único valioso que podemos de ella, portador del vellocino, es la prole que manifieste y
prosiga con la historia que marcamos y dejamos al marchar al Hades, desprovistos ya de
la luz de Dionisio.

Ahora me toca partir hacia Atenas, mi tierra, donde un asiento de hierro espera para
poder servirme de regia prisión. Allí aguardaré la llegada de la regicida, feliz y
flamante, tras su reciente victoria sobre esta tierra, que ahora pisan mis pies. Más
lagrimas no derramaré por ti, Creonte, tú mismo marcaste tu propio destino, sirviendo a
la vez como mano ejecutora de tu hija, al creer poder engañar a la más mortal de tus
huéspedes.

Adiós, Corinto, llama de la belleza y heroicidad helénica. Adiós.

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