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Peñaranda, Teorías de Justificación de La Pena
Peñaranda, Teorías de Justificación de La Pena
LECCIÓN 8
LA PENA: NOCIONES GENERALES
Son muchos los intentos que se han realizado para establecer los criterios
con los que quepa definir en qué consiste propiamente una pena.
Uno de los más conocidos es el que realizó el filósofo del Derecho británico H. L. A.
Hart, que definió «el caso central o standard de «pena» sobre la base de cinco elemen-
tos: 1) Tiene que entrañar dolor u otras consecuencias normalmente consideradas no
placenteras. 2) Tiene que aplicarse por una violación de normas jurídicas. 3) Tiene
que ser aplicado a un culpable, real o supuesto, por la violación cometida. 4) Tiene
que ser infligido de manera intencional por seres humanos distintos del culpable. 5)
Tiene que ser impuesto y administrado por una autoridad constituida por el sistema
jurídico en contra del cual se ha cometido la violación» (H.L.A. Hart, «Introducción a
los principios de la pena», trad. de J. Betegón, en J. Betegón/J.R. de Páramo, Derecho y
moral. Ensayos analíticos, Barcelona, 1990, p. 165).
ción del hecho con tal consecuencia: esa relación tiene también un contenido
simbólico de desaprobación (o reproche) del hecho delictivo al que se refiere.
Esta relación simbólica entre el delito y la pena viene siendo destacada por un
sector cada vez más amplio de autores, que insiste en lo que se ha dado en llamar
la «función expresiva del castigo». Este es el caso, muy principalmente, del filósofo
norteamericano Joel Feinberg, quien –en una obra que lleva precisamente ese títu-
lo («The Expressive Function of Punishment», en «Doing and Deserving», Princeton,
1970, p. 96)– sostuvo que «la pena es un dispositivo convencional para la expresión de
actitudes de resentimiento e indignación y de juicios de desaprobación y reprobación
por parte de la propia autoridad que ejerce la potestad punitiva o de aquellos «en
cuyo nombre» es infligido el castigo». En esta línea se han pronunciado, entre otros
muchos, Carlos S. Nino, Manuel Cobo del Rosal y Tomás S. Vives Antón y Gonzalo
Rodríguez Mourullo.
3. V. Lección 3, III.2.2.
administrativos, laborales, etc.). Por ello el art. 34.2 CP establece que «no se re-
putarán penas (…) las multas y demás correcciones que, en uso de atribuciones
gubernativas y disciplinarias, se impongan a los subordinados o administrados».
4. V. Lección 3, IV.3.
5. V. Lección 11.
6. V. Lección 11, I.1.2.
Para quien sostenga una concepción de la pena que no sea absoluta7, la pena
encuentra un fundamento adicional en la necesidad de prevenir la comisión de
otros delitos, como garantía del pacífico disfrute de los derechos reconocidos
por el ordenamiento jurídico y de la propia subsistencia del orden social (de la
«amarga necesidad» que tiene el Estado de recurrir a ella «en una comunidad
de seres imperfectos como son los seres humanos», habló como fundamento
de la pena el Proyecto Alternativo de Código Penal alemán de 1969).
7. Sobre las teorías absolutas de la pena (también llamadas teorías retributivas o de la retri-
bución) v. el apartado II.1 de este Capítulo.
Cabe recordar las rotundas palabras de Ferrajoli a este respecto: «El abolicionismo
penal –cualquiera que sean los intentos libertarios y humanitarios que puedan ani-
marlo– se configura, en consecuencia, como una utopía regresiva que presenta, sobre
el presupuesto ilusorio de una sociedad buena o de un Estado bueno, modelos de
hechos desregulados o autorregulados de vigilancia y/o punición, con relación a los
cuales es el Derecho Penal –tal como ha sido fatigosamente concebido con su comple-
jo sistema de garantías por el pensamiento jurídico iluminista– el que constituye, his-
tórica y axiológicamente, una alternativa progresista» [L. Ferrajoli, «El Derecho Penal
mínimo» (trad. de R. Bergalli), Poder y control, n.º 0-1986, p. 43].
En la obra de Hugo Grocio «De iure belli ac pacis» (1625) aparecen clara-
mente delineadas, en términos antitéticos, las dos perspectivas desde las que
se puede plantear la cuestión de la función y la justificación del castigo: se
castiga porque se ha delinquido («punitur, quia peccatum est») o para que no
se cometan delitos en el futuro («aut ne peccetur»). Esta contraposición viene,
desde entonces, comúnmente a señalar la diferencia entre las teorías absolutas,
que –según se suele decir– miran exclusivamente hacia el pasado, al hecho ya
cometido, y las teorías relativas, que miran hacia el futuro, a la prevención de
los delitos que en adelante se pudieran cometer.
Tal contraposición es en realidad mucho más antigua. Ya Séneca en «De ira» (41
d.C.) se había hecho eco de ella, tomando claramente partido por la segunda posi-
ción: «el hombre prudente castiga, no porque se ha delinquido, sino para que no se
delinca; el pasado es irrevocable, el porvenir se previene». Séneca atribuye la idea a
Platón, quien, no obstante, en el Diálogo que lleva por título Protágoras (380 a.C.), la
pone a su vez en boca de este sofista (490-420 a.C.), en su disputa con Sócrates acerca
de si la virtud podría ser adquirida por medio del aprendizaje. «¿No es cierto, que
respecto á los defectos que nos son naturales ó que nos vienen de la fortuna, nadie se
irrita contra nosotros, nadie nos los advierte, nadie nos reprende, en una palabra, no
se nos castiga para que seamos distintos de lo que somos? […]. No sucede lo mismo
con todas las demás cosas que pasan en verdad por fruto de la aplicación y del estu-
dio. Cuando se encuentra alguno que no las tiene ó que tiene los vicios contrarios á
estas virtudes que debería tener, todo el mundo se irrita contra él; se le advierte, se le
corrige y se le castiga […]. Es esto tan cierto, Sócrates, que si quieres tomar el trabajo
de examinar lo que significa esta expresión: castigar á los malos, la fuerza que tiene
y el fin que nos proponemos con este castigo; esto sólo basta para probarte que los
hombres todos están persuadidos de que la virtud puede ser adquirida. Porque nadie
castiga á un hombre malo sólo porque ha sido malo, á no ser que se trate de alguna
bestia feroz que castigue para saciar su crueldad. Pero el que castiga con razón, castiga,
no por las faltas pasadas, porque ya no es posible que lo que ya ha sucedido deje de
suceder, sino por las faltas que puedan sobrevenir, para que el culpable no reincida y
sirva de ejemplo á los demás su castigo. Todo hombre que se propone este objeto, está
necesariamente persuadido de que la virtud puede ser enseñada, porque sólo castiga
respecto al porvenir» («Protágoras», en Platón, Obras completas, edición de Patricio
de Azcárate, tomo 2, Madrid, 1871, pp. 35 s.)
Hay que tener en cuenta, sin embargo, que la contraposición entre el «quia
peccatum est» y el «ne peccetur» no sólo es innecesaria, sino además inadecuada,
porque es posible –y además razonable– pensar que se castiga a la vez porque se
ha delinquido y para que no se delinca: como, entre otros muchos, ha señalado
Hassemer, lo primero afecta al concepto y al fundamento de la pena y lo segundo
a sus concretas finalidades preventivas. Esta contraposición es útil, no obstante,
para marcar con más nitidez la distinción entre aquellas doctrinas acerca de
la pena que se denominan retributivas o absolutas (por no asignarle ninguna
función o finalidad que vaya más allá del propio castigo) y las que se llaman
relativas o preventivas (por atribuirle la misión de evitar o prevenir la comisión
de futuros delitos).
Aunque con una fundamentación «más jurídica» (según observa Mir Puig),
también se suele considerar como retributiva y absoluta la teoría propuesta por
Hegel, para quien la pena se justifica como el medio por el que se ha de resta-
blecer la vigencia del Derecho, en cuanto expresión de la «voluntad general»,
cuando es puesta en cuestión por la «voluntad especial» del delincuente al
cometer el delito. De acuerdo con su método dialéctico, la intacta vigencia del
ordenamiento jurídico constituye la posición inicial o «tesis», la negación de la
misma por el delito es su «antítesis» y, mediante la negación de esa negación,
que tiene lugar con la imposición de la pena a quien culpablemente cometió
ese hecho delictivo, se alcanza como «síntesis» el restablecimiento de la vigencia
efectiva del Derecho.
Esta definición del modo de existir y de operar el delito y la pena como sucesi-
vos momentos de un discurso en el que lo afirmado inicialmente por el Derecho
es negado o contradicho después por el delito y éste luego negado o rebatido
a su vez por el castigo, con el resultado final de la confirmación o reafirmación
del orden jurídico, sitúa la cuestión de la pena en un plano de la comunicación
normativa o simbólica, antes que en el de sus efectos empíricos (por ejemplo de
intimidación, aseguramiento, rehabilitación o resocialización, etc.)
Sin embargo, como también señala Nino, «las teorías absolutas presentan
un inconveniente que ha hecho que, en sus términos más estrictos sólo hayan
sido defendidas muy ocasionalmente en la doctrina jurídico-penal. Este in-
conveniente se resume en la idea, propia de esta concepción y que muy pocos
estaríamos dispuestos a compartir, de que la suma de dos males da como re-
sultado un bien».
Este defecto es tan grave que no puede sorprender la limitada acogida que
han tenido los planteamientos puramente retributivos en la doctrina y la praxis
jurídico-penales. Por lo demás, habría que distinguir, como propuso Hart, dos
aspectos que muchas veces se confunden en la idea de retribución: de una par-
te, la «retribución como fin justificativo del castigo», que por el inconveniente
ya señalado no puede ser acogida; y, de otra, la «retribución en la distribución»
como criterio para resolver la cuestión de quién (y por qué) puede ser legíti-
mamente castigado. La única solución correcta para dicha cuestión es la que
le dio Hart: sólo puede ser castigado «un transgresor, por una transgresión»
(cometida por él de forma responsable); pero no es necesaria la idea de retri-
bución (y, menos aún, como fin justificativo del castigo) para asumir un criterio
tan razonable de adjudicación de responsabilidad.
medidas que sean necesarias para hacer totalmente imposible que aquéllas
tengan lugar. Tales medidas comprenden en primer término la coacción física,
tanto para impedir por la fuerza tales lesiones, antes de que se cometan, como
para imponer la restitución o reparación de los derechos lesionados, una vez
se produzcan. Esta fuerza física, sin embargo, no es suficiente, pues el Estado
no puede impedir de tal modo todas las lesiones posibles y la reparación o
restitución sólo es idónea para aquellas lesiones de derechos que tengan por
objeto bienes sustituibles, lo que no siempre es el caso. Para que el Estado
pueda cumplir por completo su función protectora se tiene pues que añadir
a la coacción física una fuerza de otra naturaleza, que se anticipe a aquellas
lesiones. Esta fuerza es lo que Feuerbach denomina la «coacción psicológica».
Feuerbach explica así la forma en que esa coacción psicológica puede operar: «To-
das las infracciones tienen su origen psicológico en la inclinación de los sentidos, en
cuanto que la concupiscencia del hombre es la que le impulsa a cometer la acción,
por el placer que encuentra en ella o de ella deriva. Este impulso sensual puede ser
suprimido si todos saben que a su hecho habrá de seguir ineludiblemente un mal
mayor que el desagrado que surge de la insatisfacción de su impulso […]. Para que
se funde la convicción general en la necesaria vinculación entre esos males y las lesio-
nes correspondientes, es preciso: I. Que una ley establezca tales males como necesaria
consecuencia del hecho (conminación legal). [… ] II. Que se dé también esa relación
causal en la realidad, para lo cual, tan pronto como la contravención haya tenido lu-
gar, deberá ser infligido el mal que la Ley a ella conecta (ejecución) […]. El mal que
el Estado conmina mediante una Ley –y que, en virtud de ésta, ha de infligir– es la
pena estatal (poena forensis). El fundamento general de su necesidad y de su existencia
(tanto en la ley, como en cuanto a su ejercicio) es la necesidad del mantenimiento
de la libertad recíproca de todos a través de la supresión del impulso sensual de co-
meter lesiones de derechos […] I. El fin de la conminación de la pena en la Ley es
la intimidación de todos, como posibles causantes de la lesión de derechos. II. El fin
de la inflicción de la misma es fundamentar la eficacia de la conminación legal, en la
medida en que sin aquélla esta conminación sería vacua (ineficaz). Puesto que la Ley
debe intimidar a todos los ciudadanos y la ejecución debe dar eficacia a la Ley, el fin
mediato de la inflicción de la pena (su fin último) es también la mera intimidación
de los ciudadanos en virtud de la Ley […]. La pena estatal en cuanto tal no tiene por
fin ni fundamento jurídico: I. ni la prevención contra las futuras contravenciones de
un único infractor, pues ésta no es pena y no existe ningún fundamento jurídico para
tal anticipación [sc. del castigo]; II. ni la retribución moral, pues ésta pertenece a un
orden moral, no jurídico y es físicamente imposible; ni la intimidación inmediata de
otros por los padecimientos del mal infligido al malhechor, porque para ello no hay
ningún derecho; III. ni la enmienda moral, pues éste es el fin de la corrección («Zü-
chtigung»), pero no el de la pena» [Anselm von Feuerbach, Lehrbuch des gemeinen
in Deutschland gültigen peinlichen Rechts (1.ª ed., Giessen, 1801; 14.ª ed., a cargo de
C.J.A. Mittermaier, 1847), §§ 13-18].
tar todos los delitos y éstos tienen siempre su origen en el mundo psíquico de
quien se dispone a cometerlos (tratando de satisfacer con ellos determinados
impulsos), el cumplimiento de aquel deber del Estado se podría llevar a efecto
también en ese mismo plano psicológico, generando un motivo contrario a
la comisión del delito que sea más poderoso que tales impulsos y pueda por
tanto contrarrestarlos: eso es lo que sucederá siempre que a la amenaza con un
mal sensible mayor que la satisfacción pretendida se una la certeza de que ese
mal será en efecto ejecutado si se lleva a cabo la transgresión. La ejecución de
la pena solo es, pues, un mal necesario para confirmar la seriedad de aquella
amenaza y hacerla eficaz.
Según Bentham: «El dolor y el placer son las fuentes principales de la acción hu-
mana. Cuando un hombre percibe o supone que la consecuencia de un acto será el
dolor, es movido con cierta fuerza a apartarse, como sea, de la comisión de ese acto.
Si la magnitud aparente o, más bien, el valor de ese dolor es mayor que la magnitud
aparente o el valor del placer o del bien que espera como consecuencia del acto, será
absolutamente prevenido de realizarlo. El perjuicio que se habría seguido del acto,
si éste se hubiese realizado, habrá sido prevenido por ese medio. […] La prevención
general se efectúa por el anuncio de la pena y por su aplicación, que, de acuerdo
con la expresión común, sirve como ejemplo. El castigo sufrido por el delincuente
presenta un ejemplo a todos los demás de lo que ellos mismos habrán de sufrir si se
hacen culpables del mismo delito.– La prevención general debería ser el fin principal
del castigo, en tanto que es su verdadera justificación. Si consideramos la comisión de
un delito como un hecho aislado que nunca habría de volver a ocurrir la pena sería
inútil. Únicamente vendría a añadir un mal a otro mal. Pero cuando consideramos
que un crimen que queda sin castigo deja abierta la senda del crimen no sólo al mismo
delincuente, sino también a todos aquellos que puedan tener los mismos motivos y
oportunidades para incurrir en él, percibimos que la pena infligida a un individuo se
convierte en fuente de seguridad para todos. Esa pena, que en sí misma considerada
se presentaba ante cualquier sentimiento generoso como baja y repugnante, se eleva
al primer rango de los beneficios cuando es mirada no como un acto de ira o vengan-
za en contra de un individuo culpable o desafortunado que se ha abandonado a sus
malas inclinaciones sino como un sacrificio indispensable para la seguridad común»
[J. Bentham, The Rationale of Punishment, (edición inglesa de 1830 a partir de ma-
nuscritos fechados en torno a 1775), Libro I, Cap. 3 («Of the Ends of Punishment»)].
Las aplicaciones del análisis económico del Derecho realizadas al campo del Dere-
cho Penal, a partir del estudio pionero de Gary Becker (1968), por Richard Posner, A.
Mitchell Polinsky, Steven M. Shavell o Isaac Ehrlich, entre otros autores, constituyen
en efecto una continuación del pensamiento de Bentham. Como ha señalado Silva
Sánchez, «el análisis económico del Derecho Penal sostiene que los destinatarios de
éste son sujetos racionales, que, también en su actuación delictiva, obran siguiendo
consideraciones de eficiencia, esto es, calculando los costes y beneficios que cada ac-
ción les reporta […]. En particular, un sujeto cometerá un hecho delictivo sólo si la
sanción esperada es inferior a los beneficios privados esperados de la comisión del
acto. Tal descripción responde a la teoría (criminológica, en nuestro caso) del com-
portamiento racional, o del «rational choice»: en otros términos, de la imagen del
hombre como «homme machine» u «homo œconomicus», opuesto a un «homo socio-
logicus». […] Este modelo, además, permite sostener, frente a lo que otras concepcio-
nes defienden, que entre el sujeto delincuente y el no delincuente no hay diferencias
estructurales (no hay un sujeto «normal» y un sujeto «desviado»), sino que ambos ope-
ran siguiendo idénticos principios. Son, en definitiva, factores situacionales, o de con-
fluencia de motivaciones favorables y contrarias, los que dan lugar o no a la comisión
del hecho delictivo» (J. M.ª Silva Sánchez, «Eficiencia y Derecho Penal», en Anuario de
Derecho Penal y Ciencias Penales, 1996, pp. 98 s.).
Según Gimbernat Ordeig, «de la misma manera que la conciencia, el Súper-Yo del
niño» se forma mediante el castigo por el comportamiento prohibido y con el pre-
mio por él deseado, «así también la Sociedad tiene que acudir a la amenaza con una
pena para conseguir –creando miedos que luego son introyectados de generación en
generación mediante el proceso educativo– que se respeten en los posible las normas
elementales e imprescindibles de convivencia humana». Ese paralelismo le sirve, por
lo demás, para negar que la imposición de la pena haya de tener como fundamento
un reproche de culpabilidad por el hecho cometido (lo que considera inviable por
la indemostrabilidad del libre albedrío en que dicho reproche se basaría a su vez [E.
Gimbernat Ordeig, «¿Tiene un futuro la dogmática jurídico-penal?», en «Estudios de
Derecho Penal», Madrid, 1990 (3.ª ed.), pp. 146 ss.].
En resumen, cabe decir que las teorías que asignan a la pena, exclusiva o
prioritariamente, un propósito de intimidación general no pueden ser acogidas,
entre otras razones, porque no se corresponden con la configuración de los
sistemas penales vigentes, ni ofrecen una configuración alternativa que pueda
parecer más razonable, y, ante todo, porque, a causa del trato puramente ins-
trumental que dan a los destinatarios de la pena, resultan también normativa-
mente inaceptables.
B) La prevención orientada a la estabilización de la vigencia de las normas esen-
ciales para la pervivencia del sistema jurídico o prevención general «positiva»
Las posibilidades de las teorías de la prevención general no se agotan, sin
embargo, en la intimidación. Según las teorías de la prevención general positiva,
los efectos de la pena en la sociedad no consisten sólo, ni principalmente en la
intimidación general; su función es, por tanto, demasiado sutil y compleja para
que pueda ser descrita adecuadamente con el tosco mecanismo de la coacción
psicológica.
Las teorías (en plural, porque, como veremos, se presentan en distintas
modalidades) de la prevención general positiva suelen tomar como punto de
partida el hecho de que la pena estatal no opera aisladamente, sino en un con-
texto más amplio: el de los medios de control social, entre los que –aparte de
las normas y las sanciones jurídicas y, en particular, las penales– juegan también
un importante papel otras instituciones, normas y sanciones sociales. Común
a todas esas sanciones, sean meramente sociales o jurídicas, es que constituyen
formas de reacción frente a la conducta contraria a la norma correspondiente
y que con ellas se pretende garantizar «contrafácticamente» (esto es, a pesar
del hecho de su infracción en el caso concreto) el mantenimiento de dicha
norma como pauta de comportamiento hacia el futuro. Si a la violación de la
norma no sigue una respuesta adecuada su vigencia quedará en entredicho,
con lo que aumentará el peligro de que la conducta infractora se repita y se
generalice y de que se reduzca correlativamente la confianza de todos en que
Tales recelos explican el original punto de vista de Mir Puig, que considera ade-
cuado atribuir a la prevención general positiva sólo una función limitadora y no funda-
mentadora de la pena: «Esta vertiente de afirmación positiva de la prevención general
podría resultar cuestionable si se concibiese en términos tales que permitiesen ampliar
la injerencia del Derecho Penal a la esfera de la actitud interna del ciudadano. Sin
embargo, también puede entenderse como una forma de limitar la tendencia de una
prevención general puramente intimidatoria a caer en un terror penal, por la vía de
una progresiva agravación de la amenaza penal. Este es el camino correcto. Y, así, exi-
gir que la prevención general no sólo se intente por el miedo a la pena, sino también
por una razonable afirmación del Derecho en un Estado social y democrático de Dere-
cho, supondrá tener que limitar la prevención general por una serie de principios que
deben restringir el Derecho Penal en aquel modelo de Estado. Entre tales principios
cuenta la exigencia de proporcionalidad entre delito y pena» [S. Mir Puig, Derecho
Penal. Parte General, Barcelona (Reppertor), 2011 (9.ª ed.), 3/21]. Están de acuerdo
con este punto de vista otros importantes penalistas españoles, como son, entre otros,
Pérez Manzano y Cobo del Rosal y Vives Antón.
Mientras que otras teorías preventivas se ven afectadas con carácter general
por la crítica de que someten al autor actual o potencial del delito a un trato
incompatible con su dignidad como personas, al menos para las versiones me-
nos instrumentales de las teorías de la prevención general positiva, la cualidad
del autor como un sujeto al que se reconoce autonomía y razón es condición
necesaria para poder imponerle una pena: sólo quien de esa forma actúa en
contra del Derecho pone efectivamente en cuestión la vigencia de la norma
y hace necesaria una reacción punitiva. Además, las teorías de la prevención
general positiva contienen también en sí mismas una cierta tendencia, que falta
por completo en otras concepciones preventivas, a que la reacción penal guarde
proporción con el perjuicio social ocasionado por el delito.
En la segunda mitad del siglo XIX, por ejemplo, el gran penalista italiano Frances-
co Carrara (1805-1888) consideraba que el «fin de la pena no es que se haga justicia;
ni que el ofendido sea vengado; ni que sea resarcido el daño por él padecido; ni que el
delincuente expíe su delito; ni que se obtenga su enmienda. Todas estas cosas –decía
Carrara– pueden ser consecuencias accesorias de la pena y pueden ser algunas de ellas
deseadas; pero la pena sería también incriticable aunque todos estos resultados falta-
sen». A su juicio, «el fin primario de la pena es el restablecimiento del orden externo
de la sociedad» dañado por el delito. El delito, más allá del daño material causado
a un individuo particular, provoca un daño de otra naturaleza, «un daño mediato o
reflejo» sobre el orden social, que es lo que explica el «carácter político», esto es, pú-
blico, de todas las infracciones punibles, y lo que legitima la intervención del Derecho
Penal. Este «daño intelectual» o «moral» consiste, según Carrara, en que «por una
ofensa causada a la seguridad de uno solo, todos los demás sufran por la disminución
de la confianza en la propia seguridad». La función de la pena sería, pues, reparar
aquel daño mediato, restaurando «el orden conmovido por el delito», lo que entra-
ñaría, entre otras cosas, un refuerzo de los bien dispuestos hacia el Derecho y una
advertencia a los mal inclinados, que en ningún caso habría que confundir «ni con el
concepto de la enmienda, ni con el de la intimidación», ya que «una cosa es inducir al
culpable a no volver a delinquir y otra pretender hacerlo interiormente bueno. Y una
cosa es recordar a los mal inclinados que la ley ejecuta sus amenazas y otra difundir
el temor en los ánimos». [F. Carrara, Programma del Corso di diritto criminale, Parte
generale I, (1.ª ed. de 1859, 11.ª ed. de 1924), §§ 118 s., 613 ss.]. Por si hubiese alguna
duda sobre la orientación político-criminal de Carrara, basta recordar las palabras de
Norberto Bobbio: «la gran tradición del pensamiento ilustrado y liberal […] en el
campo del Derecho Penal va de Beccaria a Francesco Carrara».
Más importante es, sin duda, el reproche efectuado, entre otros, por Luzón
Peña, Mir Puig, Pérez Manzano o Silva Sánchez de que esta concepción de la
pena no respetaría en definitiva la autonomía de los individuos y podría llegar
a producir una intervención más intensa en su fuero interno que la que tiene
lugar por medio de la intimidación. Hay que hacer notar, sin embargo, que
este reproche sólo está en realidad justificado contra aquellas versiones de la
prevención general positiva que orientan la pena a la misión de ejercitar a los
ciudadanos en el ejercicio de fidelidad al Derecho o que, de cualquier otro
modo, le asignan la función de generar en los ciudadanos una actitud de aca-
tamiento interno de las normas; esto es, contra las teorías socio-pedagógicas
de la prevención general positiva.
Contra las teorías de la prevención general positiva se ha hecho valer, por
otra parte, la ausencia de una base empírica que las sustente.
la sociedad y contribuir, con ello, a un orden social en el que las cargas de esa
cooperación se distribuyan equitativamente sólo es posible si se combinan ade-
cuadamente la perspectiva fáctica y la normativa. El punto de partida habría de
ser, por razones de principio, que la norma penal no se dirige tanto a producir
una intimidación general como a señalar y poner a todos de manifiesto el grave
desvalor que comporta el correspondiente hecho delictivo. Pero que, con ello,
la correspondiente norma penal anuncia también un mal a quien infrinja lo
que prescribe, es algo tan evidente que no puede ser seriamente discutido. Por
lo tanto se ha de ver asimismo en la conminación e imposición de la pena un
elemento de desincentivación, de desaliento del hecho negativamente desva-
lorado, aunque subordinado a aquella dimensión más simbólica o expresiva.
Ambos aspectos tienen que ser por lo tanto integrados armónicamente en la
definición de la función de la pena: de este modo, dicha función podría con-
sistir en garantizar la vigencia de las normas dispuestas para proteger los bienes
jurídicos esenciales asignando consecuencias negativas a su infractor como un
motivo complementario para su cumplimiento.
Este punto de vista no sólo es coherente con algunas de las mejores apor-
taciones de la filosofía moral y política contemporáneas desde Rawls hasta
Habermas, sino también «realista», en cuanto que parece estar confirmado por
los resultados obtenidos en investigaciones empíricas relativamente recientes,
que han sido desarrolladas en el campo de la economía del comportamiento,
de la psicología y de la neurociencia.
del propio bienestar, sino a una lógica distinta, la «lógica de la reciprocidad»: una reci-
procidad que puede ser «positiva», impulsándoles a ser amables con quienes les tratan
gentilmente, o «negativa», disponiéndoles a tomar represalias, incluso costosas para
ellos, con quienes estiman que les han tratado de una forma injusta. Los experimentos
realizados demuestran, no obstante, que no todos los individuos se atienen sin embar-
go a esa lógica de la reciprocidad. Algunos están inclinados a comportarse siempre
de forma egoísta y a aprovecharse de quienes lo hagan altruistamente: por lo tanto,
no sólo existe el homo reciprocans, sino también el homo œconomicus. Los experimentos
efectuados indican en cualquier caso que la existencia (o meramente el hecho de que
haya que contar con la existencia) de individuos reciprocadores, dispuestos a castigar
la falta de cooperación (defección), modifica el comportamiento de los puramente
egoístas, generando en su interacción con éstos resultados que difieren de los que
cabría predecir con el modelo tradicional del homo œconomicus. Y, a la inversa, la exis-
tencia de individuos puramente egoístas (o la creencia de que eso es lo que sucede)
favorece a su vez que los sujetos reciprocadores se comporten también egoístamente y
dejen de cooperar.
Un penalista norteamericano, Dan M. Kahan, tomando nota de estas investigacio-
nes, ha expuesto, irónicamente, algunas de las implicaciones que podrían tener para
el Derecho Penal en los siguientes términos: «Una relativamente pequeña fracción de
la población (integrada, quizás, por aquellos que se han formado en la teoría econó-
mica neoclásica) está constituida por decididos free-riders, que eluden su cooperación
sin importarles lo que cualquier otro haga; y otra pequeña fracción (quizás aquellos
que han leído demasiada filosofía moral kantiana) se compone de decididos coope-
radores, que contribuyen en todo caso. Pero la mayor parte de los individuos son re-
ciprocadores, que condicionan su cooperación a la disposición de otros a contribuir.
Precisando aún más las cosas, algunos reciprocadores son relativamente intolerantes:
dejan de cooperar tan pronto como observan que cualquier otro «viaja gratis». Otros
son relativamente tolerantes y continúan contribuyendo incluso frente a aquellos en
los que han visto un modesto grado de defección. Y la gran mayoría –llamémosles «re-
ciprocadores neutrales”– ocupan todo el espacio intermedio» [The Logic of Reciprocity:
Trust, Collective Action, and Law, 102 Michigan Law Review (2003), 71 ss., p. 78]. En
estas condiciones, según Kahan, las sanciones dispuestas para favorecer la cooperación
no tienen que ser medidas únicamente por sus efectos coercitivos directos sobre los
defectores, sino también por lo que se comunica con ellas a quienes están en principio
dispuestos a cooperar, produciendo efectos diferenciados según las características de
sus destinatarios: un efecto coercitivo directo respecto de los decididos free-riders, el
de calmar a los reciprocadores más intolerantes, no fácilmente dispuestos a conceder
su perdón, y el de evitar la confusión y desmoralización de los reciprocadores neutra-
les y de los más tolerantes. Pueden compararse estas conclusiones de Kahan con aqué-
llas (reproducidas más arriba) a las que había llegado Carrara un siglo y medio antes.
En dos artículos publicados en 2003 (The Nature of Human Atruism) y 2004 (Third-Party
Punishments and Social Norms) en las influyentes revistas Nature y Evolution and Human
Behavior Ernst Fehr y Urs Fischbacher han expuesto los resultados de otros estudios
empíricos muy sofisticados que apuntan en la misma dirección. En los últimos años se
han multiplicado las publicaciones científicas sobre estas cuestiones, que se han con-
vertido en tema de moda.
Puesto que «la pena no se impone al hecho sino a su autor», von Liszt
consideraba erróneo que su magnitud se determine atendiendo al tipo de
delito cometido y no al tipo de delincuente: la pregunta correcta no es,
pues, a su juicio, «¿qué pena merecen el hurto, la violación, el asesinato, el
falso testimonio?», sino «¿qué pena merecen este ladrón, este asesino, este
testigo falso, este autor de abusos deshonestos?» Desde este punto de vista, el
«merecimiento» y la justicia de la pena sólo dependen de su necesidad para
una protección eficaz de los bienes jurídicos: «la pena correcta, es decir, la
justa –dice von Liszt– es la pena necesaria». Y esa necesidad se establece con
arreglo a criterios de prevención especial, por su adecuación para producir
los efectos de protección de bienes jurídicos que puede lograr en relación
con los distintos tipos de autores.
Tales efectos podrían ser de tres clases: a) de corrección, implantando o for-
taleciendo en el delincuente motivos altruistas, prosociales; b) de intimidación
especial, ofreciéndole los motivos que le faltan para disuadirle de la comisión de
delitos y ajustarse a lo que la sociedad le exige; y c) de neutralización o inocui-
zación transitoria o permanente del delincuente, expulsándolo de la sociedad
o aislándolo dentro de ella. Y a cada uno de estos tipos de efectos corresponde,
según Von Liszt, una categoría de delincuente distinta:
Estas ideas fueron expuestas por Franz von Liszt en su famoso Programa de Mar-
burgo de 1882, que llevaba por título, «La idea de fin en el Derecho Penal». En él
trató de formular una nueva concepción de la pena con la pretensión de que, a pesar
de su radical apartamiento de las doctrinas anteriores, pudiese ser también aceptada
por los partidarios de las distintas escuelas. El comprensivo trato que su concepción
de la pena todavía recibe en buena parte de la doctrina actual, favorecido sin duda
por la (exagerada) vinculación que, bajo el lema de un «retorno a von Liszt», se ha
establecido entre sus ideas y algunas modernas corrientes de pensamiento que tien-
den a revitalizar la prevención especial en la forma de la resocialización o reinserción
sociales no debe hacer olvidar la crudeza de su planteamiento, especialmente en lo
relativo al tratamiento de los «delincuentes incorregibles». Basten algunas muestras de
ello. Según von Liszt, «el combate enérgico contra la reincidencia es una de las tareas
más importantes del presente», pues «tal como un miembro enfermo envenena todo
el organismo, de la misma manera el cáncer de la reincidencia opera con creciente
profundidad en nuestra vida social. […] Se trata, aunque sea de un miembro, del más
importante y peligroso en aquella cadena de síntomas de enfermedades sociales, que
nosotros solemos reunir en la denominación global de proletariado. Mendigos y vaga-
bundos, prostituidos de ambos sexos y alcohólicos, rufianes y demimondaines, en el
sentido más amplio, degenerados espirituales y corporales, todos ellos conforman el
ejército de enemigos fundamentales del orden social, en cuyas tropas más distinguidas
reconocen filas estos delincuentes. […] La sociedad debe protegerse de los irrecupe-
rables, y como no podemos decapitar ni ahorcar, y como no nos es dado deportar, no
nos queda otra cosa que la privación de libertad de por vida (en su caso, por tiempo
indeterminado). […] La «eliminación de la peligrosidad» me la figuro de la siguiente
manera. El Código penal debería determinar […] que una tercera condena por uno
de los delitos mencionados más arriba [hurtos, robos, estafas, abusos sexuales, etc.] lle-
varía a una reclusión por tiempo indeterminado. La pena se cumpliría en comunidad
en recintos especiales (presidios). Ella consistiría en una «servidumbre penal» bajo la
más severa obligación de trabajo y la mayor explotación posible de la fuerza de trabajo
[…]. No se precisaría perder toda esperanza de una vuelta a la sociedad. Los errores
de los jueces son siempre posibles. Pero la esperanza debiera ser lejana, y la liberación,
muy excepcional […]» [F. Von Liszt, «La idea de fin en el Derecho Penal (programa
de Marburgo de 1882)», trad. de Enrique Aimone Gibson, México, 1994, pp. 115-122].
El ideal resocializador terminó por llegar también, aunque fuese con retraso,
a nuestro país, en el que obtuvo su más alta consagración en 1978, en el art. 25.2
CE, y un año después, en el art. 1 LOGP. Esta tardía recepción se produjo en
España precisamente cuando la resocialización había entrado ya en crisis, al no
confirmarse todas las esperanzas que se habían puesto en que el «tratamiento»
penitenciario pudiese conducir a una significativa reducción de la reincidencia.
9. V. Lección 3, IV.2.
Aunque con la exigencia de que el autor haya cometido ya un hecho delictivo an-
tes de proceder con la pena a conjurar su peligrosidad von Liszt decía atenerse a la
idea de Hegel de que la pena es un derecho del delincuente al que con su imposición
se «honra como ser racional», las posiciones de ambos no podían ser más opuestas.
Para Hegel (§ 100 de sus Principios de la Filosofía del Derecho) esa consideración del
delincuente como ser racional sólo tiene lugar cuando el concepto y la medida de la
pena encuentran su fundamento objetivamente en el hecho delictivo y subjetivamente
en la voluntad de su autor y no cuando éste es tratado «como un animal dañino al que
hay que hacer inofensivo, o si se toma como finalidad de la pena la intimidación o la
corrección». Con una formulación extraña, que ha provocado más de una chanza, lo
que Hegel enunció no fue el derecho del delincuente a ser penado, sino su derecho
a no ser sometido con la pena a un trato puramente instrumental (esto es, el derecho
a no ser inocuizado, intimidado o corregido y a no ser sometido coactivamente o de
un modo encubierto a cualquier disciplina o manipulación dirigidas a modificar sus
disposiciones y actitudes internas o la estructura de su personalidad).
riesgos entre individuo y sociedad. (…) Por el contrario, parece que se admite
la idea de que la constatación de una seria peligrosidad subsistente tras el cum-
plimiento de la condena debería dar lugar a alguna fórmula de aseguramiento
cognitivo adicional».
11. V. Lección 4, V.
ser en todo caso mantenido. Respetando este límite, la pena se dirige principal-
mente a cumplir finalidades de prevención general, que podrían ser concretadas
atendiendo a los distintos momentos en los que la pena despliega sus efectos:
La STC 119/1996, de 8 de julio, da buena muestra del eclecticismo que inspira esta
jurisprudencia, en la que no falta ni siquiera la mención a posibles fines retributivos.
Según dicha sentencia, el art. 25.2 CE ni siquiera habría resuelto «la cuestión referida
al mayor o menor ajustamiento de los posibles fines de la pena al sistema de valores
de la Constitución ni, desde luego, de entre los posibles –prevención especial; retribu-
ción, reinserción, etc.– ha optado por una concreta función de la pena en el Derecho
Penal». De este modo, «el legislador, al establecer las penas, carece, obviamente, de la
guía de una tabla precisa que relacione unívocamente medios y objetivos, y ha de aten-
der no sólo al fin esencial y directo de protección al que responde la norma, sino tam-
bién a otros fines legítimos que puede perseguir con la pena y a las diversas formas en
que la misma opera y que podrían catalogarse como sus funciones o fines inmediatos:
a las diversas formas en que la conminación abstracta de la pena y su aplicación influ-
yen en el comportamiento de los destinatarios de la norma –intimidación, eliminación
de la venganza privada, consolidación de las convicciones éticas generales, refuerzo
del sentimiento de fidelidad al ordenamiento, resocialización, etc.– y que se clasifican
doctrinalmente bajo las denominaciones de prevención general y de prevención espe-
cial. Estos efectos de la pena dependen a su vez de factores tales como la gravedad del
comportamiento que se pretende disuadir, las posibilidades fácticas de su detección y
sanción, y las percepciones sociales relativas a la adecuación entre delito y pena».
En este sentido ha señalado Mir Puig que «nuestro modelo de Estado acon-
seja decidir la alternativa básica de retribución o prevención en favor de una
prevención limitada que permita combinar la necesidad de proteger a la sociedad
no sólo con las garantías que ofrecía la retribución, sino también con las que
ofrecen otros principios limitadores. Sólo una prevención así limitada podrá
desplegar un efecto positivo de afirmación del Derecho propio de un Estado
social y democrático de Derecho, y sólo así podrán conciliarse las exigencias
antitéticas de la retribución, la prevención general y la prevención especial en
un concepto superior de prevención general positiva».
Las reformas introducidas por las LLOO 7 y 11/2003, han supuesto en este
sentido «un radical cambio de rumbo» (Feijoo Sánchez). Impulsadas por lo que
se ha dado en llamar la «ideología de la seguridad» estas reformas apuntan un
programa de profunda transformación del Derecho Penal español en el que las
penas van asumiendo cada vez más las funciones de medidas de seguridad respec-
to de delincuentes imputables con respecto a los que se supone o se presume su
peligrosidad (sobre este fenómeno han llamado la atención también, entre otros,
Díez Ripollés y Silva Sánchez/Felip i Saborit/Robles Planas/Pastor Muñoz). Sig-
nos de ello son p. ej. el nuevo tratamiento de la reincidencia cualificada (art. 66,
circ. 5.ª CP), el endurecimiento de las condiciones para el acceso al tercer grado
y a la libertad condicional y el agravamiento de los máximos de cumplimiento de
las penas en los arts. 36, 76, 78, 90 y 91 CP. Ese programa ha dado un paso más
con la reforma introducida por la LO 5/2010 que estableció por primera vez en
el art. 106 CP la «libertad vigilada», –una sanción que, con independencia de
cuestión nominal de su calificación como pena o como «medida de seguridad»
de cumplimiento posterior a la pena– supone un complemento de ésta por
motivos de prevención especial negativa. Esta tendencia hacia la conversión del
Derecho Penal español en un Derecho penal de la seguridad ha recibido un
último y radical impulso en la LO 1/2015 de reforma del Código Penal, que no
Las penas que nuestro vigente Código Penal establece, pueden ser clasifica-
das atendiendo a distintos criterios:
previstas por sí mismas en los preceptos del Código penal y de las leyes penales
especiales en los que se describen y sancionan los distintos delitos. Las penas
accesorias son aquellas que determinadas disposiciones generales prevén que
se impongan junto a una pena principal, a la que acompañan complementando
sus efectos punitivos.
LECTURAS RECOMENDADAS
COBO DEL ROSAL, M. y VIVES ANTÓN, T. S.; Derecho Penal. Parte General, Valencia
(Tirant lo Blanch), 1999 (5.ª ed.), pp. 795 a 824.
HIRSCH, A. von; Censurar y castigar, trad. de E. Larrauri, Madrid (Trotta), 1998,
especialmente capítulos: 1. Introducción (pp. 23 a 29), y 2. Censura y pro-
porcionalidad (pp. 31 a 47).
JAKOBS, G.; «La pena como reparación del daño», en AA.VV., Dogmática y cri-
minología. Homenaje de los grandes tratadistas a Alfonso Reyes Echandía, Bogotá
2005, pp. 339 ss.
MIR PUIG, S.; Derecho Penal. Parte general, Barcelona (Reppertor), 2011 (9.ª ed.),
pp. 73 a 99.
RODRÍGUEZ MOURULLO, G.; Delito y pena en la jurisprudencia constitucional, Madrid
(Civitas), 2002, pp. 95 a 121.
SILVA SÁNCHEZ, J. M.; «El retorno de la inocuización», en ARROYO ZAPATERO
y BERDUGO DE LA TORRE (Dirs.), Homenaje al Dr. Marino Barbero Santos «in
memoriam», Cuenca 2001, vol. 1, pp. 699 a 710.
CUESTIONES
1. ¿Cuáles son las notas definitorias del concepto de pena? ¿Es una
pena la expulsión del territorio español de ciudadanos extranjeros, pre-
vista en sustitución de penas de prisión de duración superior a un año en
el art. 89 CP?
2. ¿En qué sentido dice el art. 34.1 CP que «no se reputarán penas» la
detención y prisión preventiva? ¿En qué sentido lo dice el art. 34.2 respecto
de las multas y demás sanciones administrativas?
3. ¿Cuál es el fundamento de la pena? ¿Por qué se dice que la pena
«mira al pasado» o que «mira al futuro»? ¿Son incompatibles esas dos
perspectivas?
4. ¿Asignan alguna función a la pena las teorías absolutas o retributi-
vas? ¿Puede explicar brevemente en qué consisten estas teorías y mencio-
nar a alguno de sus partidarios? ¿Qué ventajas presentan? ¿Tienen algún
inconveniente?
5. ¿Por qué se llaman «relativas» las teorías preventivas? ¿Qué clases
de teorías relativas conoce?
6. ¿Puede explicar en síntesis qué fines asignan a la pena las teorías de
la prevención general negativa? ¿Puede citar alguna concepción de la pena
que encaje en esa rúbrica? ¿Qué ventajas e inconvenientes cabe atribuir a
estas teorías?
7. ¿En qué sentido se afirma que pueden ser «positivas» la prevención
general o especial? ¿Qué fin asignan a la pena las teorías de la prevención
general positiva? ¿Qué modalidades de estas teorías conoce? ¿Cabe hacer
a todas ellas los mismos reproches? ¿Ofrecen todas las mismas ventajas?
8. ¿En qué consisten las teorías de la prevención especial? ¿Cuáles son
sus posibles contenidos? ¿Son todos ellos igualmente legítimos? ¿Qué dicen
nuestra Constitución y nuestras leyes expresamente de la prevención especial?
9. ¿Qué son las teorías mixtas o de la unión? ¿Puede explicar las razo-
nes de su éxito? ¿Podría poner algún ejemplo de una concepción pura de
la pena (esto es, una concepción de la pena que no sea mixta)? ¿Qué pro-
blemas plantean las teorías mixtas de la pena? ¿Cómo se podrían resolver?
¿Puede explicar qué concepción de la pena acoge nuestro Derecho vigente?
10. ¿Qué clases de penas distingue nuestro Código Penal en atención
a la naturaleza del bien o derecho al que afectan? ¿Y en razón de los sujetos
por ellas afectados? ¿Cómo se clasifican las penas en función de su grave-
dad? ¿Qué consecuencias tiene esta clasificación de la penas? ¿Qué son las
penas principales? ¿Y las accesorias? ¿Puede definir qué es una pena única
y qué son las penas cumulativas y alternativas? ¿En qué se diferencia una
pena alternativa de una pena sustitutiva?