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THOMASN.

BISSON

LA CRISIS DEL SIGLO XII


El poder, la nobleza
y ios orígenes de la gobernación europea

Traducción castellana de
Tom ás Fernández Aúz y B eatriz Eguibar

CRÍTICA
B A R CELO N A
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Título original:
The Crisis ofthe Twelfth Century. Power, Lordship, and the Origins
o f Europea» Government
Princeton University Press

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Ilustración de la cubierta: Getty images
Realización: Átona. S.L.
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© de la traducción: Tomás Fernández Aúz y Beatriz Eguibar
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ISBN: 978-84-9892-071-0
Depósito legal: M-6577-2010
Impreso en España
A los estu d ia n tes y p ro fe so re s de! curso
de E stu d io s H istó rico s B-17,
a todos m is colegas
v en m em o ria d e C arro//
PREFACIO

P odría p a r e c e r a m uchos que el titulo de este libro expresa una


contradicción fla g ra n te. ¡U na crisis «en el siglo xa » ! P ero ¿no es esa
gran época, tan notable p o r su flo re c im ie n to y sus realizaciones en
tantos cam pos d el em peño hum ano, tan señ a la d a p o r el renacer del
conocim iento y la fe , un p erío d o de m aduración y p rogreso? ¿ Y no es
en la gobern a ció n p o lítica donde se concentra especialm ente esa p lé ­
tora de elem entos p o sitivo s? A unque en la célebre obra cuyo eco m e he
aventurado a recoger, C harles H om er H askins prefiriera no insistir en
la g o b ern a ció n com o tal, p rec iso es reconocer que a lo largo de sus
páginas m uestra no obstante que el resurgir de las letras, el derecho y
la historia está estrecham ente ligado al pro g reso institucional y p o líti­
co, vínculo d el que y a había acertado a ofrecernos una dem ostración
clásica en su a n terio r trabajo so b re N o rm a n d ía , 1 Los historiadores
p o sterio res han reca lca d o aún m ás que el buen g o b iern o se cuenta
entre los fa c to r e s que p a rticip a n de ¡a reactivación del siglo XII. H ein-
rich M itteis sostuvo que el «estado fe u d a l» era una estructura p ro g re ­
sista. R. W. Southern escribió acerca de! «surgim iento de instituciones
p o lítica s estables y de la elaboración de un nuevo sistem a jurídico».
Joseph R. S tra yer habla d el « despertar p o lítico » y, en un ensayo de
elegante econom ía, del p roceso de «construcción estatal» que vive la
E d a d M edia central. In clu so alguien que p o n e tanto énfasis en la so ­
ciología de la aristocracia com o K arl B o sl alude a la existencia de un
«estado p erso n a l» .2
N o es necesario refu ta r estos atrevidos p u n to s de vista, que fig u ra n
en obras de im perecedero valor, p a ra advertir sus lim itaciones. Todos
10 LA CR IS IS DEL S IG L O XII

ellos descansaban en unas nociones evolucionistas y íeleológicas de


la historia in stitu cio n a l en virtud de las cuales se hacía difícil co m ­
p ren d er lo que había sucedido en el siglo XII com o no fuera en función
de las ca tegorías que n o sotros m ism os m anejam os en la actualidad.
L os historiadores hablaban del «gobierno» de la Inglaterra norm anda
sin m ayores m a tiza cio n esy aún siguen haciéndolo; les im pacientaba a
tal p u n to la con sta ta ció n de que existían p ru eb a s de m ovim ientos de
resistencia a la a u to rid a d que llegaban a p a sa r p o r alto algunos acon­
tecim ientos pro fu n d a m en te significativos; y se aferraban con el m ayor
aplom o a las fo rm u la cio n es políticas del proceso histórico, p ese a que
sus estudiantes (y los m íos) les abandonaran, seducidos p o r la historia
so cia l y cultural. Q uizá no deba sorprendernos que los defensores de
una nueva historia se desentendieran d el asunto de ¡a gobernación. Es
lógico, p o rq u e reaccionaban contra unos enfoques excesivam ente cen­
trados en las élites, co n tra el m u tila d o r desdén p o r las m ujeres, y a
veces contra la identificación de las instituciones con la clase dirigen­
te. Sin em bargo, los p u n to s de vista que responden a esta influencia
caen a su vez, aunque a su manera, en la parcialidad, y resulta curioso
p erc ib ir lo m ucho q ue han tardado en aplicarse los m étodos ideados
p a ra infundir vida a las sociedades y las culturas pa sa d a s al estudio
histórico del poder.
E l autor de este libro se encontraba entre los reticentes. A l trabajar
en cuestiones relacionadas con ¡a asesoría y la adm inistración fiscal,
m e veía repetidam ente abocado a p e n sa r que, fuesen cuales fuesen las
lim itaciones conceptuales de orden g en era l que p u d iera n a fectar a la
historia tra dicional de las instituciones, los p rofesionales que ¡a cu lti­
van resultaban a m enudo m ás co nvincentes — a mi ju ic io — que los
«nuevos historiadores». E scribían m ejor (asi m e lo parecía), o al m e ­
nos con m ás contundencia. Parecían extra er su fo r ta le za de un p a r ti­
cular conocim iento: el de que h a y algo de ca rá cter indudablem ente
universal en la naturaleza de lo político; aun no contentándose con la
corriente que y o m ism o sigo ni con ninguna otra en concreto, estaban
no obstante fa m ilia riza d o s con el conjunto de los docum entos m edie­
vales. Y so bre todo, p resen ta b a n ¡a ventaja de trabajar en lo que más
interesaba a q uienes vivieron en la p ro p ia E d a d M edia, y en lo que
más interesa a la m ayoría de la gente, esto es: el poder. Em pezó a p a -
recerm e que p o d ía valer la p e n a averiguar cóm o habían vivido y ejer­
cido el p o d e r las p erso n a s de las g en eraciones perten ecientes, com o
PREFACIO II

tan a d ecuadam ente habían m ostrado Southern y Strayer, a una época


en la que habían encontrado su origen toda una serie de m ovim ientos
colectivos nuevos y p o ten cia lm en te transform adores. Y al p la n tea r de
este m odo la cuestión, el siglo Xtt se p resentó a m is ojos con una nueva
luz: com o un p erío d o de tensión y de crisis.
E ste libro trata de reexam inar desde ese ángulo un tem a que y a es
viejo. Lo que he encontrado en las fu e n te s no ha sido el «feu d a lism o »
del que hablaban m is m aestros, es decir, no he visto tanto las hechuras
del p o d e r en la época de los castillos com o el m odo en que hubieron de
encajarlo aquellos so bre quienes se ejercía. Y adem ás, lo que he ido
descu b rien d o no presen ta, ni p o r su efecto en las p erso n a s ni p o r su
form a extern a , el aspecto de lo que com únm ente entendem os p o r g o ­
bernación. S iem p re que se lo ha definido com o un ejercicio del p o d e r
encam inado a la m aterialización de objetivos sociales, la gobernación
ha term inado co n virtién d o se en el (titubeante) extrem o de un relato
que, en el siglo xa, com ienza y se. afianza con las com petencias y obli­
gaciones d el señorío; de un p ro ceso que sólo en su fa s e tardía supera­
rá la violencia, el su frim iento y las a spiraciones de quienes trataban
de convertirse en nobles y las sustituirá p o r el hábito de la ju sticia , ¡a
adm in istra ció n y la p ersu a sió n política. Lo que he escrito no es un
tratado sistem ático, y m enos aún un libro de texto. Es un ensayo que.
estudia la h istoria d el p o d e r hum ano a lo largo del sig lo y p ico que
tarda el señ o río m ed ieva l — la dom inación de la g en te p o r una única o
m uy p o c a s personas, dom inación ejercida en fo rm a s extrem adam ente
variadas— en a lca n za r su m adurez. Según el concepto que y o m ism o
m e he fo rja d o del texto, el libro p u ed e entenderse asim ism o com o una
reflexión so b re los o ríg enes sociales y culturales de la gobernación
europea.3 P ese a esta r abierta en este sentido a la objeción que acom ­
p a ñ a a todo estudio so b re los orígenes, el p ro p ó sito de esta obra a pun­
ta a una nueva com prensión d el concepto m ism o de causa originaria,
y se a tien e a una m o d a lid a d d esc rip tiva de! an á lisis histórico tan
próxim o a los usos actuales y libre de sesgos tendenciosos o de p re su n ­
ciones a nacrónicas com o m e ha sido dado lograr. L a argum entación
que en este texto exp o n d ré se apoyará en abundantes ejem plos, p ero
dista m ucho de p reten d e r una ilustración exhaustiva de lo tratado. Las
sociedades cuyo auge sucedió a! que conocieran los dom inios de Car-
lom agno en el territorio fr a n c o occidental constituyen el núcleo g e o ­
gráfico de este estudio, m ientras que León y Castilla, ju n to con Ingla-
12 LA CR ISIS DHL SIG LO XII

ierra, Lom bardía, Baviera, Sajorna y P olonia delim itan sus flancos.
No obstante, la crónica de los principados y señ ó n o s aparecerá narra­
da de Jornia selectiva y a base, indudablemente, de im presiones —in­
cluso en el caso de las tierras que acabam os de enum erar—. Si a algiin
lector te p a reciera que se ha concedido a C ataluña más espacio del
que merece, lo único que puedo alegar es que la fu e rza de ¡os hechos
m e ha obligado a revisar ese planteam iento. En varios de los extremos
que se expondrán en los últim os capítulos, esa so cied a d resulta ser
prácticam ente la única capaz de proporcionarnos tm testim onio rele­
vante en relación con esta historia de Europa. Ha de adm itirse adem ás
que, p o r su naturaleza, ¡as fu e n te s son más p roclives a responder de
m odo menos concluyente a algunas de m is preguntas que a las de los
historiadores constitucionalistas. El difunto Tim othy R euter lo vio con
claridad al criticar mi artículo sobre «la “revolución fe u d a l" » (Past &
Present, n. ° ¡55, 1997) y reclam ar un m ejor trabajo cronológico y g eo ­
gráfico de la explotación y la violencia señoriales, razón p o r la que en
este libro me he propuesto ofrecerlo. Todo cuanto p u ed o esperar es
que las conclusiones que aquí expongo, al estar m ejor sustentadas,
presten verosim ilitud a aquellas que son de carácter más especulativo,
indeterm inación que deberá ser som etida a prueba en ulteriores inves­
tigaciones.
Presenté la tesis capital de este libro en uno de los cursos que inte­
graron el currículo troncal de la U niversidad de H arvard en ¡988.
Agradezco a los estudiantes de aquel año y a quienes les siguieron en
1990, ¡993, 2001 y 2003, así com o a los y a licenciados que com partie­
ron conm igo las tareas docentes, no sólo ¡a paciencia que m ostraron
con un p ro feso r que en ocasiones parecía com partir su desconcierto,
sino también la em patia con la que participaron en el m odelo que les
proponía, es decir, en el enfoque nuevo de un antiguo tema, y sus útiles
críticas. S i les tengo a todos p o r colegas no es p o r sim ple capricho.
Parte del m aterial del capítulo 2 vio inicialm ente la luz en el núm ero
142 del Past & Present de 1994 y en el Speculum de 1996. Lo he reor­
ganizado en este libro p a ra responder al debate que se suscitó p o s te ­
riorm ente en la p rim era de las dos revistas en los años 1996 y 1997
(números 152 y 155). Q uiero dejar igualm ente constancia de la gra ti­
tud que debo a otros académ icos que han planteado nuevas interro­
gantes a los estudios d el p o d er en la E dad M edia: a P hilippe Buc y
G eoffrey Koziol, que trabajan sobre las ideas y los rituales; a A m y
PRE FACIO 13

Remensnyder, que m e ha ayudado a com prender ¡a ideología dei siglo


xii; a Stephen D. While p o r la severa p ero fru ctífe ra crítica que hace
del enfoque con el que abordo la violencia; y a otros varios autores
que dedican sus esfuerzos al estudio de ¡a nobleza, el derecho, la ju s ti­
cia, la p ro p ied a d y la venganza: estoy pensando en D om inique Barthé-
lemy, P aul Hyams, Chris W ickham y el difunto Patrick Wormald. Si no
he insistido dem asiado en los p untos de vista y ¡os contextos teóricos,
al margen de la sociología del señorío que sugiero, im aginada pero de
ningún m odo carente de fundam ento, no se debe a que no aprecie las
nuevas fo rm a s en que ahora se da sentido a nuestras fuentes. Tampoco
he tratado de sustituir la noción de «renacim iento» con la de «crisis»:
la vastedad del siglo MI, con su exuberante legado de docum entos y
artefactos, excede todo intento de com prensión desde una única p e rs­
pectiva, com o tan bien ha m ostrado Giles C onstable,4
Quiero expresar mi más afectuoso agradecim iento a las fu n d a c io ­
nes A ndrew W. M ellon y Rockefeller. Una estancia en el Centro de es­
tudios que p o see esta ultim a entidad en Bellagio, Italia, m e perm itió
reanudar la redacción de la obra en un período de dificultades p erso ­
nales; y durante las ja s e s finales de la investigación y la elaboración
del m anuscrito conté con el respaldo de una beca M ellon p ara p ro fe­
sores eméritos.
Q uisiera tam bién transm itir mi reconocim iento al decano y a los
estudiantes del college de la Iglesia de Cristo, en Oxford, donde pude
trabajar en el capítulo 5 durante el segundo y el tercer trim estre de
2004 — gracias a las A yudas F ow ler H am ilton a la investigación—.
Otras m uchas fu n d a cio n es e institutos, adem ás de los departam entos
de historia de B erkeley y H arvard (a los que ya he mostrado m i gra ti­
tud en anteriores publicaciones), ju n to con num erosos am igos y cole­
gas, me han proporcionado ayuda en unos estudios que inicié hace y a
m edio siglo.
He contado también con el beneficio de la inquisitiva lectura críti­
ca de! p ro feso r Wickham. He de resaltar antes que nada que ni él ni
ninguno de los que han contribuido a este texto tienen responsabilidad
alguna en los fa llo s que yo haya po d id o com eter. M ichael y M agda
M cC orm ick se han desvivido p o r mí, brindándom e su am istad y sus
conocim ientos académ icos. En el año 2005 fa lleciero n tres personas
m uy cercanas a mí. P ierre Bonnassie, p ro feso r de gran hum anidad
adem ás de p en etrante y lúcido erudito, ha sido siem pre una g ra n fu en -
14 LA CR IS IS DEL SIG LO XII

te de inspiración. E l p ro feso r sir Rees Davies, que tuvo a bien leer y


com entar un borrador p relim in a r de este libro p ese a afectarle y a las
últim as fa se s de su enferm edad. Y mi esposa M argaretta Carrol! Webb
Bisson, que a los cuarenta y tres años me instó en sus últim os m om en­
tos a term inar lo que con tanta paciencia m e había venido anim ando a
hacer. Sin ella no p o d ría haber com enzado este trabajo, v desde luego
me habría sido im posible culminarlo. N uestras hijas y sus esposos han
mostrado conm igo una anim osa paciencia durante el duelo com parti­
do; son m is seres m ás queridos, y no obstante tam bién colegas de los
que m e nutro. A todos ellos m i más profunda gratitud.
NOTACIÓN Y CONVENCIONES

He presentado la docum entación de este libro del modo más conci­


so posible. Sólo se ofrecen citas com pletas en las A breviaturas o en la
B ibliografía, pero no en ambos apartados. La prim era vez que aparece
citado un texto en las notas la inform ación es lo suficientem ente com ­
pleta, de m odo que las posteriores aparecerán abreviadas; adem ás, m u­
chas de las obras se citan únicam ente en form a com pendiada. Los li­
bros y los capítulos pertenecientes a textos m edievales aparecen citados
(como en la nota 10 de la página 658) según el siguiente esquem a: iii.
24, vii. 50, etcétera, a lo que se añadirá entre paréntesis la referencia a
las páginas (en caso de que se detallen) — por ejem plo: iii. 24 (128)— .
El núm ero de volúm enes figura en letras m inúsculas, seguido en la
m ayoría de los casos de una com a y de los núm eros arábigos que indi­
can la página. Por regla general, las abreviaturas «pág.» o «págs.», se
encontrarán en las referencias cruzadas que aludan a fragm entos conte­
nidos en este m ism o libro, o siem pre que lo requiera la necesaria cla­
ridad.
Siendo un libro que aborda el estudio de m uchas regiones geográfi­
cas, no se ha intentado norm alizar la nom enclatura. Los nom bres pro­
pios y los topónim os aparecen en español, según el uso habitual: G re­
gorio, Enrique, Felipe (A ugusto), Pedro (el V enerable); Castilla; pero
tam bién figuran en polaco o italiano, siem pre que ése sea el uso con­
vencional, o tam bién en otras formas m odernas. Los personajes que (a
mi juicio ) sean de orden secundario aparecerán tam bién castellaniza­
dos salvo en los casos en que el idiom a no cuente con ningún equiva­
lente: A m aldo, G odofredo, B em o, G uiberto; sólo unos pocos aparece­
16 LA CRISIS DFL SIG LO XII

rán en latín. Las palabras com o «Paz» o «tregua» llevarán m ayúscula o


no en función de los contextos. No se ofrecen relaciones genealógicas,
ya que habrían supuesto un inm enso aum ento de la longitud de la obra,
aunque podrán encontrarse los años en que reinaron tos personajes
principales en el texto.
ABREVIATURAS

an. anno(-i.s): en el año (o años).


c. circa.
c. (cc.) capitulum(-a): capitulo(s).
col. columna.
J. denarü, deniers: denarios.
ed. edición, edición de.
ep(p) epistolaf-te): epístolas, cartas.
et al. et alii , y otros.
£ libra(-ce)'. libras esterlinas.
MS manuscrito(s).
p .j. piéces jusiijieatives: documentos acreditativos,
rev. texto revisado por.
s. solidus(-i), sou(s): sólido(s).
í. melg. perras chicas de Melgueil (en la Francia meridional).
.s. v. sub verbo', en la entrada correspondiente a.
seculo en el siglo,
t. tt. testis(-es): testigos.
tr. traducción de.
v. (vv.) versos.

AC A rx iu C a p itu la r (A r c h iv o cap itular).


ACF Actes des comícs de Flandre, ¡ 071- 1128, edición de Fernand Ver-
cauteren. Comisión real de historia, Bruselas, 1938.
A CP Recueil des actes des comíes de Provence appartenant c¡ la nuiison
de Barcelone Alphonse 11 et Raim ond Bérenger V (1196-1245),
edición de Fernand Benoít, dos volúmenes, Colección de textos
para contribuirá la Historia de la Provenza..., Monaco, 1925.
18 LA CRISIS DEL SIG LO XII

AD Archives départementales.
AHDE Anuario de Historia del Derecho español.
AHN Archivo histórico nacional, Madrid.
AHR American HistóricaI Review.
AN Archives nacionales, París.
Anuales:
E S. C. Anuales: Economies-sociélés-civilisations,
ASC [Anglo-Saxon chroniclc] Two o f the Saxon chroniclesparallel. wilh
supplemenlary extracts from the others, edición de John Earle, revi­
sada por Charles Plummer, dos volúmenes, Oxford, 1892-1899.
Véase también, en la Bibliografía, la Peterborough chroniclc,
«Barnwell
annals» Londres, Coilege of Atrns, Manuscrito Arundel 10. La obra aparece
citada por infolios y sobre la base de un textoimpreso no original
publicado en Mein., abreviatura que se explícita más adelante.
BEC Bibliothéque de I ’Ecole des Charles.
BEFAR Bibliothéque de l’École fran9aisc fdes Écoles fran^aises] d'Athénes
et de Roine.
BEHE Bibliothéque de l'École des Hautes Etudes.
BL British Library, Londres.
BnF Bibliothéque Nationale de France, París.
BRABLB Boletín de la Real Academia de Buenas Letras de Barcelona.
BRAH Boletín de la Real Academia de Historia.
Briefe Véase MGH.
BrPD Die Briefe des Peirus Damiani, edición de Kurt Reindel, cuatro vo­
lúmenes, MGH, Briefe 4, Munich, 1983-1993.
CAP Constitutiones et acta publica... Véase MGH.
CAS Primera crónica de «Las crónicas anónimas de Sahagún», edición
de Julio Puyol (y Alonso) BRAH, LXXV1, 1929. págs. 7-26, 111-
122, 242-257, 339-356, 395-419, 512-519; LXXVI1, 1921, págs.
51-59, 151-161. Las citas entre paréntesis corresponden a Crónicas
anónimas de Sahagún, edición de Antonio Ubieto Arteta. TM, 75,
Zaragoza, 1987.
C.C Thomas N. Bisson, Conservaron o f coinage: monetaiy exploiia-
tion and its restraint in France, Catalonia, and Aragón (c. A. D.
1000-c. 1225), Oxford, 1979.
CCCM Corpus Christianorum: continuatio medicevalis.
CCr Le carte cremonesi dei secoli vm-Xll: documenti deifondi cremone-
si, edición de Ettore Falconi, cuatro volúmenes. Ministerio de Bie­
nes Culturales y Ambientales. Biblioteca Estatal de Cremona. Fon-
ti e Sussedi I, Cremona, 1979.
ABR EVIATURAS 19

CDFJ Colección diplomática de Fernando l (1037-1065), edición de Pi­


lar Blanco Lozano, León, 1987.
CDHF Chartes et Diplomes relatifs á l'Histoire de Frailee Publiés par les
soins de l’Acadcmie des Inscriptiones et Belles-Lettres.
CD1HF Collection de Documents inédits sur l’Histoire de France (Section
d ’Histoire médiévale ct de Philologie).
CDL Colección documental de! archivo de la catedral de León (775-
1854), edición de Emilio Sáez et a/., diecinueve volúmenes, en cur­
so. Fuentes y estudios de historia leonesa, León, 1987-.
CDLattd Códice diplomático Iándense, edición de Cesare Vignali, tres vo­
lúmenes, Bibliotheca histórica italica cura et studio Societatis
longobaidics historia; studiis promovendis, 2-4, Milán, 1879-
1885.
CDPol Códice diplomático poltroniano (961-1125), edición de Rossella
Rinaldi. Carla Villani, Paolo Golineili. II Mondo medievale. Studi
di Storia e Storiografia. Storia di S. Benedetto Polirone. Sezione
medievale, Bolonia, 1993.
CDS Colección diplomática del monasterio de Sahagún (857-1230),
edición de Marta de la Fuente, cinco volúmenes, Fuentes y Estu­
dios de Historia leonesa, 17, págs. 36-39, León, 1976-1999.
CFMA Les Classiques franjáis du Moyen Áge,
CHFMA Les Classiques de l’Histoire de France au Moyen Age.
CILAS Cambridge Iberian and Latin American Studies.
CMV Cartulaire de Marmoutier pour le Vendómois, edición de Charles
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Vendóme, París, 1983.
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COD Conciliorum cecumenicorum decreta, edición de Joseph Alberigo
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CPA Cartas de población del reino de Aragón de los siglos medievales,
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Font Rius, tres volúmenes, en dos partes. CSIC, Madrid-Barcelona.
1969-1983.
CPT Les constitucions de pan i treva de Catalunya (segles xi-xiil), edi­
ción de Gener Gonzalvo i Bou. Textos jurídicos catalanes. Leyes y
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CRAIBL Comptes-rendus á I 'Académie des Inscriptions & Belles-Lettres.
20 LA CR ISIS DI'l, SIG LO XII

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EFHU Elenchus fontium histories urbana;.
FJID English histórica! documente, edición de David C. Douglas, doce
volúmenes, en curso, Londres, 1953-. Del segundo volumen se cita
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24 LA CRISIS DLL SIG LO XII

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geschichte, germanische (kanonistische, rumanistiche) Abteiliing.
Capítulo 1
INTRODUCCIÓN

La civilización medieval alcanzó la m ayoría de edad, por así decirlo,


como consecuencia de una serie de estruendosos acontecimientos ocurri­
dos en la antesala del siglo xil: la conquista norm anda de Inglaterra (so­
brevenida en 1066, pero seguida de secuelas posteriores); la Querella de
las investiduras (1075-10X5), apaciguada con los concordatos de Francia
(1107), Inglaterra (1 108) y el imperio (1122); y la Primera Cruzada (1095-
1099), inicio de una serie de expediciones a Oriente. No sería difícil am ­
pliar esta lista — a fin de incluir en ella, por ejemplo, la toma de Toledo
por los cristianos (1085), la muerte del rey Guillermo Rufus* (1100) o el
asesinato del conde Carlos el Bueno (1127)— , ya que también de estos
sucesos tomarían cum plida nota, prácticam ente en todas partes, los escri­
banos y m onjes que acostum braban a dar fe de los sucesos en sus archi­
vos. Las impresiones que nosotros mismos m anejamos derivan— a través
de lo consignado en estas fuentes— del interés que ponían los hombres de
la época en el m undo que les rodeaba, un mundo al que veían atreverse a
nuevas empresas, expandirse y crecer. Y podem os decir sin miedo a equi­
vocamos que lo que más debió de im portar a las gentes que tuvieron la
oportunidad de vivir tan notorios acontecimientos fue el doble hecho de
ser testigos del ejercicio del poder y de experimentarlo.

* Se trata de Guillermo 11 de Inglaterra (¡060-1100), llamado Rufus {el Roj


por su rostro pecoso, tercer hijo de Guillermo el Conquistador y Matilde de Flandes.
Desapareció en agosto de t 100, mientras cazaba en la espesura de New Forest, y
poco después apareció su cadáver, lo que dio origen a la controversia de si había sido
asesinado o si había muerto a causa de un accidente de caza. (N. de los t.)
26 LA CRISIS DEL SIG LO XII

Todos esos acontecim ientos participan de lo portentoso. Tanto los


norm andos com o los ingleses sabían la razón de que apareciera en los
cielos una «estrella de larga cabellera»:1era el presagio del más exitoso
em peño dinástico de la época. C rudam ente escandaloso fue el espec­
táculo, una década más tarde, del rey de A lem ania postrado a los pies
de un papa inexorable, pues, ¿no era acaso el m onarca el ungido de
D ios?2 Parte del fervor de estos actores habría de consum irse antes de
que otras cabezas, m ás tem pladas, alcanzaran a idear los com prom isos
que perm itirían separar con nueva precisión conceptual al poder laico
del religioso. Y no debem os olvidar el fenóm eno, m anifiestam ente
trascendental, de las sucesivas oleadas de com batientes que al tom ar la
cruz sobre los hom bros y sacrificarse abnegadam ente a im agen de Cris­
to incitaron a un enjam bre de cronistas a relatar la Prim era Cruzada,
definida com o un «im petuoso m ovim iento [mntio valida]», según re­
cuerda uno de los caballeros participantes, «que recorrió la totalidad de
las regiones francas».1 Eran acontecim ientos capaces de suspender de
asom bro, o de tem or, el ánim o de la gente. M uchos tenían la vaga sen­
sación de que los hechos afectaban a su destino colectivo. A dem ás,
estas circunstancias trajeron al prim er plano a grandes personajes que
inspiraban adm iración. La condesa A dela de C hartres colgó a la cabe­
cera de su cam a un tapiz en el que aparecía representada la conquista
norm anda, inm ortal hazaña de su padre; y habría de instar a su esposo,
el conde Esteban, a reincorporarse a la expedición cruzada que había
abandonado ignom iniosam ente.4 El valor, pese a ser una problem ática
virtud entre los m ortales, no sólo representaba una fuente de poder sino
que term inó convirtiéndose en la apoteosis de ese poder con la exalta­
ción de las proezas de cuantos ganaban batallas o reinos. Los escritores
relataban las andanzas de esos personajes y referían sus em presas, o
sus «hechos» (gesta), cantados a su vez por los trovadores: así ocurre
con G uillerm o el C onquistador, con los condes angevinos, con Boles-
lao III de Polonia — «el B ocatorcida»— , con el Cid, con el príncipe
Luis de F ran c ia ..., con C arlom agno. Al m argen de sus heroicidades
m ilitares, interesaban poco los m edios que hubieran podido em plear
para acceder al poder. El poder tendía a concebirse en térm inos perso­
nalistas y carism áticos. De hecho, quedaba m isteriosam ente vinculado
a quienes lo ejercían, a quienes lo encam aban; se adhería a cuantos in­
dividuos pudieran ser a su vez considerados com o tales «poderes» [po-
testales), y tam bién a otros m ás num erosos que lo com partían o aspira­
I N T R O D U C C IÓ N 27

ban a obtenerlo. En pocas palabras: los «poderosos» daban ejem plo


con su heroism o, para adm iración de las masas.

No era necesario ser un héroe para gobernar en un m undo así defi­


nido. El m archam o que indicaba la pertenencia a la nobleza había pasa­
do a asociarse con una forma de poder m ás concreta, con una cualidad
más sem ejante a la «potencia» {puissance, en francés): con la capaci­
dad de ejercer el m ando y dictar castigos, con las facultades coerciti­
vas. Tanto en térm inos teóricos com o históricos, ése era el poder que
poseían los reyes, y así seguiría siendo hasta el año 1100. Se trataba,
por consiguiente, de un poder oficial, de un atributo de la función regia
entendida según su definición objetiva. Los reyes (y los em peradores)
constituían la cúspide jerárquica de los poderes de la cristiandad. Pero
tam bién los duques y los condes eran «poderes» (o potestates)', y lo
mism o puede decirse de los m arqueses y te n la m ayor parte de las re ­
giones) de los vizcondes. En resum en, el poder estaba en m anos de to­
dos aquellos personajes cuyos atributos y cuya nobleza de sangre (por
regla general) vinieran a perpetuar las élites adm inistrativas y sociales
de la época anterior al prim er milenio. A unque de forma notablem ente
problem ática, los poderes que ejercían los m iem bros de la antigua aris­
tocracia eran poderes de carácter oficial y público, y representaban al
mismo tiem po un patrim onio; adem ás, deberem os co n sid erare n qué
punto del espectro conceptual ha de situarse su acción feudal, cuya ín­
dole es m ás específica, ya que esta cuestión era tan controvertida en la
época que estudiam os com o en la actual. Sin em bargo, lo más habitual
no era analizar el poder, sino experim entarlo. Pese a que la persistencia
de un cierto sentido del orden público pudiera tener alguna relevancia,
incluso en zonas muy sujetas al régim en feudal,5 tam bién podem os
imaginar, por un lado, que los cam pesinos-aparceros y los vasallos de­
bieron de experim entar las voluntades o disposiciones de los m iem bros
encum brados de la nobleza de form as m uy distintas (form as por lo de­
más escasam ente vinculadas a la posición jerárquica), y, por otro, que
difícilm ente cabría pensar que las circunstancias patrim oniales — el
derecho hereditario y la viabilidad económ ica de las propiedades rústi­
cas, así com o las fortunas recibidas de los padres u obtenidas m ediante
las uniones m atrim oniales— pudiesen constituir elem entos m enos cua­
litativam ente determ inantes de su poder o de inferior im portancia. Nos
28 LA CRISIS DHL SIG LO XII

referim os al poder de un gran señor. Porque no es preciso especificar


que los poderes de orden judicial, fiscal, coercitivo y paterno eran, fun­
dam entalm ente, poderes asociados con el señorío.
En este libro, la palabra «señorío» alude de distintos m odos a la
dom inación personal que un individuo podía ejercer sobre otros que
dependían de él, ya se tratase de cam pesinos de condición cuasi servil,
de caballeros o de vasallos en posesión o en busca de una posición so­
cial de élite; la voz denota asim ism o la im portancia o el alcance de di­
cha dependencia (patrim onio, o dom inium ). En tom o al año 1 100, bue­
na parte del ejercicio del poder lícito encontraba su fundam ento en la
potestad señorial.6 Resulta sugerente incluir en esta categoría el dom i­
nio tem poral de los prelados: obispos, abates, priores y dem ás. Todos
ellos eran a m enudo herm anos o sobrinos de m iem bros de las viejas
élites, e integrantes, al igual que ellos, de la nobleza. A dem ás, la in­
fluencia de los m odelos vigentes entre las jerarquías clericales tuvo que
dejarse notar necesariam ente incluso entre los clérigos de m enor alcur­
nia, cuyo núm ero fue creciendo sin cesar con el paso de los años. Con
todo, lo que añade aquí com plejidad a la cuestión es que, por lo gene­
ral, los cargos eclesiásticos de esta época se decidían por elección, y se
hallaban por consiguiente al m argen de una de las tentaciones inheren­
tes a la explotación señorial. Este asunto nos llevará a tratar de averi­
guar en qué m edida los principios clericales de la acción asociativa y la
tom a de decisiones pudieron haber afectado a las estructuras señoriales
prevalecientes en el siglo xn; sin em bargo, (o m ás sensato es com enzar
por adm itir que el reconocim iento de diferencias cualitativas entre los
hom bres ejerció una profunda influencia en la deferencia y las obliga­
ciones que regían las relaciones de los clérigos. R epito por tanto que el
poder se hallaba estrecham ente vinculado a las personas, y que esta
característica regía incluso en el caso de los individuos que, no tenien­
do inconveniente en proclam ar su falta de m éritos — com o tan notoria­
m ente ocurría en el caso del clero— , se veían elevados al desem peño
de cargos relevantes por la gracia de Dios. Por reales que fuesen en
teoría esos cargos, eran los señores (reyes, obispos, condes, etcétera)
quienes encarnaban su ejercicio, y de ellos em anaba la expresión del
poder, un poder que poseía un im pacto em ocional. Y por lo que hace a
los colectivos hum anos, no da la im presión de que por esta época hu­
bieran adquirido ya las características norm ales que relacionam os con
el poder.7 En la época de la Prim era C ruzada podían hallarse en todas
IN TR O D U C C IÓ N 29

partes asociaciones y com unidades. Estas entidades poseían funciones


legales e incluso adm inistrativas, sobre todo en las regiones m ontaño­
sas y en los territorios periféricos, así com o funciones culturales (como
por ejem plo en las herm andades de bebedores) — aunque hay que aña­
dir que si por su extensión estas funciones de índole cultural eran quizá
más am plias, su desem peño resultaba tam bién m ás silencioso— . No
obstante, en los grandes núcleos territoriales de Europa, las personas
que ejercían el poder (lícito) veían a las com unidades, aunque en grado
variable, con ojos recelosos. Sólo las congregaciones de clérigos que
vivían conform e a la regla de su particular orden resultaban plenam en­
te aceptables: esto es, se adm itía el ascendiente de las asociaciones so­
metidas a la autoridad de un señor prelado, o aun el de aquellas capaces
de'ejercer por sí m ism as el señorío, y en el m ejor de los casos se les
reconocía en cierta m edida el ejercicio de algunos derechos, derechos
no obstante diferenciados del poder propiam ente dicho. Y pese a todo,
la adquisición de poder por parte de las com unidades será parte inte­
grante del estudio que tenem os ante nosotros.
Vistas las cosas de este m odo, observam os que era la estabilidad del
sistema la que determ inaba la disposición de los poderes. La gente sabía
qué lugar ocupaba en la jerarquía de la Iglesia o en el linaje de los princi­
pales de un reino, un lugar sólidam ente afianzado en la convicción de
que «no hay autoridad que no provenga de Dios» (Rom anos, 13, 1). Las
órdenes laicas y religiosas siguieron reforzándose m utuam ente aun des­
pués de separarse sus ámbitos jurisdiccionales com o consecuencia de la
reforma gregoriana. Pese a que fueran m uchos los que consideraran que
el poder espiritual era intrínsecamente superior al mundano, a la vista de
todos estaba que la supervivencia de la Iglesia dependía del respaldo y la
protección del laicado. Nadie tenía tam poco la m enor duda — y menos
aún tras la propuesta, aparentem ente radical, del año 1111 en la que se
sugería despojar a las iglesias imperiales de las posesiones recibidas en
virtud de una prerrogativa regia— s de que la Iglesia no constituía sino un
colectivo de terratenientes idéntico al del m undo temporal. Una tenden­
ciosa observación establecía que la sociedad estaba com puesta por tres
estamentos sociales — los que com batían, los que oraban y los que traba­
jaban— . Los cam pesinos, que integraban la m ayoría trabajadora, difícil­
mente habrían llegado a un planteam iento sem ejante.9
Sin em bargo, podían com prenderlo. P oder significaba orden. La
gente ensalzaba el orden en las procesiones, en las asam bleas, en los
30 LA CRISIS DEL SIG LO XII

concejos. Y sin em bargo, en el siglo xn, com o en la Iglesia prim itiva,


los obispos com petían entre si por la obtención de una precedencia vi­
sible.10 No se trataba de disputas políticas, ya que de lo que se ocupa­
ban era de la posición jerárquica, no dei proceso de su consecución.
Algo m uy sim ilar podría decirse de la actitud que m antenían los gran­
des señores, tanto laicos com o espirituales, respecto de sus dom inios:
su interés se centraba en usar, describir y conservar las riquezas que
Dios les había dispensado. El D om esday B ook* era m ás una descriptio
(y constituyó sin duda un logro extraordinario), pero ¿en qué m edida
podem os decir que superaba esa condición? ¿Para qué servía? ¿Se ha­
bría adm itido la introducción de cam bios en el orden que reflejaba? Y
aquí se suscita otra interrogante, todavía m ás pertinente: ¿había gente
con poder que careciera no obstante de una elevada posición social?
¿H abía alguien dispuesto a cam biar el orden existente? Hay un hecho
que es preciso subrayar: la noción de los tres órdenes, al m enos según
la conocem os en la actualidad, perdió su contundencia ideológica en
torno al año 1100. Parece tratarse de una exposición descriptiva, no
polém ica, ya que nadie puso en cuestión el estado de cosas que con ella
se en u n ciaba." El orden que floreció en el siglo xn, fundado en el po­
der de las élites, tenía algo de ideal. Una vez recobrado el im perio, las
m onarquías vieron aum entar tanto su riqueza com o su vigor y prom o­
vieron el surgim iento de teorías e instrum entos de poder m ás refinados.
O esa im presión tenem os. ¿C abe decir que fuera efectivam ente así?
Preguntém onos m ejor si tal era el parecer de quienes vivieron en la
época que nos incum be. ¿Se hallaba este orden de las élites libre del
espectro del desorden?

Pocos habrán podido juzgarlo así. Los lapidarios acontecim ientos


con los que hem os com enzado no fueron únicam ente expresiones de
poder, sino tam bién, aunque de distinta forma, situaciones que pusie­
ron a prueba, am enazaron o incluso violaron el orden social existente.
Constituyeron de hecho otras tantas m anifestaciones de violencia, aun­
que es posible que esto últim o no resultara tan obvio a los ojos de quie­
nes vivieron dichos sucesos com o lo es a los nuestros. Cuando piensan
en los acontecim ientos m ás destacados de su historia, todas las socie­

* Libro del registro catastral realizado en Inglaterra en el año 1086. (N, de los t.)
IN T R ODUCC IÓ N 31

dades evocan los episodios que las desorganizaron: tam bién en nuestro
caso los m agnicidios rivalizan con las guerras en el recuento de hechos
sobresalientes. Lo que H annah A rendt ha descrito com o «arbitrarie­
dad» de la violencia tenía en el siglo XI un carácter de realidad com ún
y corriente todavía m ás m arcado que en nuestros días; y adem ás, para
quienes se hallaban libres del sufrim iento que dicha violencia causaba
resultaba fácil pasar por alto, precisam ente por su vulgaridad, la exis­
tencia de esos hechos violentos, lo que significa que el escaso núm ero
de quienes poseían poder los ignoraban o los infravaloraban, igual que
nosotros, que tam poco los p adecim os.12 En las sociedades de las que
nos ocupam os, el poder se ejercía de forma violenta, de m odo que si las
crueldades que concurren en las conquistas y las cruzadas parecen de
índole epifenom énica, no por ello hay que dejar de considerarlas ex­
presión de una realidad preponderante en la experiencia hum ana. Las
alusiones a la violencia son tan estridentem ente frecuentes en los regis­
tros docum entales de los siglos xi y xn que los historiadores han su­
cum bido a veces a la tentación de reducir su credibilidad y juzgarlas
exageraciones clericales interesadas; se ha llegado a proponer incluso
que, en las fuentes, la palabra violentia pudiera no significar en todos
los casos lo que p arece .13 Sin em bargo, podem os decir sin tem or a
equivocam os que en los siglos xi y xn quienes m ontaban a caballo y
em puñaban las arm as acostum braban a herir o a intim idar de form a
habitual a la gente.
Y no siem pre lo hacían sin un objetivo en m ente. La violencia era
un m edio de doble utilidad, ya que se em pleaba tanto para obtener el
poder com o para ejercerlo. Los jin etes de la A ntigua C ataluña am e­
nazaban y saqueaban a los cam pesinos con la intención de alum brar
señoríos y hacerse acreedores al respeto debido a los caballeros. En
Flandes, el clan de los E rem baldo, tras hacerse con el poder, aunque
no con la resp etab ilid ad , asesinó al conde que, según sus tem ores,
podía aniquilarles. La crisis social subsiguiente no sólo puede com ­
pararse al cruento desplom e de los protectorados regios que tuvo lu­
gar en G alicia (1112-1117) y en Inglaterra (1139-1 150), sino tam bién
a toda una serie de sintom áticos levantam ientos urbanos: los de C am -
brai (1076), Le M ans (1077), Laon (1112) y Santiago de C om postela
(1117). Suele interp retarse, y no injustificadam ente, que estos ú lti­
mos ejem plos constituyeron otras tantas revueltas contra los señores;
sin em bargo, da la im presión de que los alzados sim plem ente equivo-
32 LA CRISIS DHL SIG LO XII

carón su objetivo, pues no atacaron a quienes verdaderam ente osten­


taban el p o d er.14 De este m odo pasam os de la violencia al estrés so­
cial, a situaciones de n o rm alidad presididas por un orden represivo
variablem ente vulnerable a las acom etidas del castillo dom inante o,
de cuando en cuando — aunque rara vez— , al enfurecido em puje de
las gentes som etidas.
Lo que am enazaba m ás profundam ente la existente estructura de
poder era la dinám ica de los cam bios sociales y económ icos, esto es, el
increm ento de la población y la riqueza, así com o la m ultiplicación del
núm ero de individuos provistos de los m edios y la determ inación nece­
sarios para coaccionar a otros. En el viejo m undo en trance de desapa­
rición, habían gobernado los nobles, y la principal característica del
sistem a estribaba en que dichos aristócratas eran poco num erosos. En
el floreciente nuevo m undo de la Prim era Cruzada aum entaba en cam­
bio sin cesar la cifra de castellanos y caballeros que pretendían hacerse
con las potestades asociadas con la aristocracia, y alcanzar asi, inevita­
blem ente, una posición social más elevada. Lo que se observa de forma
casi sistem ática es que tenían más am biciones que recursos, lo que no
sólo les predisponía a em plear su fuerza de coacción contra los propios
cam pesinos que dependían de ellos a fin de garantizarse un patrim onio
suficiente para la desahogada vida de com bates que ansiaban, sino a
utilizarla asim ism o contra las tierras y los labriegos de terceros para
incitar de ese m odo a los hom bres de arm as a buscar las recom pensas
derivadas de entrar a su servicio y de m anifestarles su lealtad. Los
hom bres luchaban para hacerse con un señorío, o tom ar parte en él, y se
habituaron a despreciar a los cam pesinos que se creían obligados a ex­
plotar. La nobleza naciente podía m ostrarse despiadada, pero por ello
m ism o su dom inación se revelaba en ocasiones precaria. ¿Podían los
príncipes frenar a estos hom bres tan sañudos, o incorporarlos a sus
propios planes?
Term inarían haciendo ambas cosas, ya que les concedieron vicaria­
tos, m agistraturas e incluso funciones curiales a cambio de prom esas de
lealtad, sin dejar no obstante de procurar lim itar o som eter a su control,
casi siem pre en vano, la construcción de castillos. El papel de los beli­
cosos «recién llegados» era probablem ente más crucial para la cons­
trucción del gobierno m edieval que los m iem bros de las órdenes cleri­
cales — de quienes tenem os am plia noticia gracias a Orderico Vitalis y
a sus m odernos intérpretes— , ya que a los prim eros aún tenía que incul­
IN TR O D U CC IÓ N 33

cárseles la diferencia entre la fidelidad y la com petencia.15 Y hem os de


decir que se trata de una lección que a los cortesanos de toda condición
les resultó difícil enseñar, y a m enudo, según parece, tam bién ardua de
aprender. Estaban acostum brados a pensar en térm inos de esplendidez
y de generosidad, y habituados igualm ente a disfrutar de linos patrim o­
nios fijos. Con lo que no estaban en m odo alguno fam iliarizados era con
el concepto de «increm ento [increm entum]» ni con sus im plicaciones
económicas. Los hom bres que surtían la mesa de los señores-condes o
que abastecían a sus séquitos debieron de sentir con idéntica frecuencia
la tentación de pasar por alto los defectos de un sistem a consuetudina­
rio del que ellos m ism os se beneficiaban y la de recom endar a sus seño­
res la adopción de un nuevo m étodo de cálculo de prebendas que les
permitiera aprovecharse del crecim iento patrim onial.
Y adem ás, la construcción de nuevos castillos y estructuras gener
un plano de tensiones m ás profundo. Las nuevas nociones de señorío
militar habían arraigado en unas sociedades cuya conversión al cristia­
nismo era m ás im perfecta que en cualquier otra época anterior. Esto
dio lugar a una contradicción que angustió a los personajes del clero
afectos a sus principios, ya que no sólo em pezaron a cuestionar el co­
mercio de características aparentem ente m undanales que se había or­
ganizado en torno a los altares, sino tam bién el com portam iento de los
señores prelados con sus aparceros y vasallos, y sus pretextos. Cuando
el m ovim iento de reform a llegó al extrem o de im pugnar el control que
de form a consuetudinaria había venido ejerciendo el rey en relación
con el nom bram iento de los obispos, los opuestos ideales de estos dos
conceptos divergentes del poder derivaron rápidam ente en un conjunto
de conflictos. La Querella de las investiduras fue el prim er y más céle­
bre incidente de una prolongada crisis de poder. Este desencuentro, que
señala el inicio de un período de tím ida m adurez en los asuntos de Eu­
ropa, tuvo m uchas facetas, como acertadam ente han percibido los his­
toriadores; dos de esos aspectos guardan una notable relación con el
tema de este libro. En prim er lugar, el conflicto fue violento y destruc­
tivo, ya que no sólo socavó la autoridad del m onarca en Alem ania, sino
que hizo padecer al pueblo de Roma el im placable pillaje de los aliados
norm andos del papa. En segundo lugar, los cronistas em pujados a ju s­
tificar las acciones o las reivindicaciones en liza expresarán ideas vin­
culadas con la autoridad, el desem peño de los cargos, la elección, y la
aptitud {o idoneidad), ideas que habrían de difundirse con renovado
34 LA CRISIS DEL SIG LO XII

vigor entre los m iem bros de la Iglesia del siglo xn y que hem os de su­
poner influyeron necesariam ente en todos aquellos que, siendo m uy a
m enudo clérigos a su vez, trabajaban por entonces en los reinos y los
principados laicos que estaban dotándose de nuevas instituciones.16 De
esta «crisis de la Iglesia y el estado», por em plear la habitual aunque
problem ática fórmula, habría de derivarse la organización del gobierno
eclesiástico. ¿Podríam os considerar que esta crisis — que adem ás era,
en notable m edida, una m ism a crisis— tuvo parte en el inicio de los
gobiernos laicos?

V iolencia, desorden, tensión: los problem as que aquejaban a los pode­


res tradicionales en las tierras del O ccidente m edieval eran principal­
m ente consecuencia del crecim iento y el cam bio sociales. De hecho
cabria asim ilar estas crisis a otros tantos «dolores de crecim iento», de
110 ser porque la m etáfora del desarrollo resulta inadecuada. Este joven
organism o se hallaba regido por una confusa y vieja cabeza, debilitada
aún más por los venerables aunque conflictivos puntos de vista que
m antenía en relación con el orden m undial, puntos de vista sobre los
que no se había llegado a una com pleta avenencia tras los arbitrios
con que se había zanjado la Q uerella de las investiduras. El bram ido de
cólera de un señor m onarca podía provocar el asesinato de un arzobis­
po, incluso en una fecha tan avanzada com o la del año 1170 — y a lo
largo de! siguiente cuarto de siglo otros dos arzobispos habrían de su­
frir el m ism o destino que B eckct— . Una vez m ás, volvió a resonar con
fuerza la cuestión de la libertas ecclcsicc, el viejo asunto de los dos
poderes; pero el vínculo que realm ente enlaza las réplicas del terrem o­
to vivido en Inglaterra y C ataluña es la aparición de una angustia nue­
va en relación con la fidelidad, la opresión y los rem edios para salir al
paso de la violencia. Y si al escribir acerca de la tiranía, com o se ha
argum entado con notable verosim ilitud, Juan de Salisbury tenía en
m ente la explotación fiscal a la que había som etido el jo ven Enrique II
a la Iglesia de Inglaterra, entonces su Policraticus m erece ocupar un
lugar destacado en el torrente de quejas contra la violencia prem edita­
da, por no hablar de su fam osa contribución al surgim iento de un nue­
vo género de sátira cortesana. Podría decirse que las am bigüedades de
Juan respecto del tiranicidio traslucen una especie de clerical am ilana-
miento enidito frente al señor-rey al que debía enm endarse la plana.17
IN TR O D U CC IÓ N 35

No obstante, y a pesar de que deba considerarse que el Policraticus es


consiguientem ente un testim onio ideológico de los excesos del gobier­
no de un señor, no debem os olvidar que tam bién nos ayuda a com pren­
der por qué los historiadores no han m ostrado excesivo interés en el
estudio de otros desórdenes y tensiones de esta época — unos desórde­
nes y tensiones distintos de los generados por el choque de estos dos
poderes— . En la exposición filosófica de Juan de Salisbury, las ideas
parecen com parativam ente desconectadas de la polém ica generada a
raíz de la Q uerella de las investiduras y el exilio de Becket. Esta apa­
riencia podría 110 estar enteram ente justificada, pero indudablem ente
afecta a un núm ero muy elevado de textos que abordan la cuestión del
poder en el siglo xn, lo que apunta a una de las dificultades heurísticas
de envergadura a que habrá de enfrentarse esta investigación, esto es, a
la existencia de una cierta discrepancia entre la integridad estructural
de la representación teórica del señorío y el carácter perceptiblem ente
problem ático del señorío según lo conocem os en la práctica.
Todos cuantos reflexionaron acerca del poder m anejaron un con­
junto de nociones fam iliares y se inspiraron en un ám bito analítico in­
tegrado por los discursos m orales del legado bíblico y patrístico, por
los lugares comunes de las conversaciones y la expresión literaria de los
valores m ilitantem ente laicos, y por los nuevos bríos de la teoría del
retomo a los clásicos. Se sostenía el axiom a de que todo poder em ana­
ba de Dios, de que se e jercía con justicia en la tierra para poner rem edio
al pecado y a la m aldad, y para proteger asim ism o a la Iglesia, y de que
las acciones buenas y valientes m erecían rem unerarse con m uestras de
lealtad y honor. La m onarquía y la prelacia eran m inisterios u oficios
realizados en nom bre de Dios; es decir, siem pre y cuando se desem pe­
ñaran efectivam ente en calidad de buenos oficios, dado que la tiranía
representaba una perversión de la deitas que, según se daba por senta­
do, encam aba todo príncipe. La ley, expuesta de igual m odo a la co­
rrupción, aparece característicam ente com o el freno clásico del gober­
nante y constituía para Juan de Salisbury un «don divino».18 Lo que
tenían en com ún todas estas tópicas alusiones — com o ya sucediera con
anterioridad en el caso de las ch a n so m de geste, de las cartas y las
arenga? de los clérigos cultos, y del P olicraticus, por ejem plo— 19 era
la virtual equiparación entre el poder y la dom inatio, o señorío, es de­
cir, la identificación práctica del poder hum ano con la única forma de
poder que se concebía que pudiera poseer Dios. Sin em bargo, estam os
36 LA CRISIS DLL SK¡L.O XII

aquí ante una forma de señorío que responde a un concepto muy elabo­
rado, ya que se trata de una expresión de poder público, de carácter
oficial y utilitarista, en la que no hay ninguna antítesis im plícita entre la
voluntad arbitraria y la determ inación de conseguir una m eta de orden
social. Al definir la tiranía, Juan de Salisbury em plea la fórm ula «seño­
río violento», noción con la que alude a un gobierno voluntarioso o
contrario a la ley.20 M ás aún, toda esta concepción adm inistrativa del
señorío evoca los ecos de una más profunda corriente de adm oniciones
relacionadas con las Escrituras y la patrística: las diferencias que Cristo
establece entre la dom inación y el servicio, junto con la im plícita para­
doja de que los señores han de servir; o la prescripción com parable­
m ente paradójica por la que san Benedicto establece que los abates
deben dejarse aconsejar pero pueden actuar después de acuerdo con su
voluntad; o aún la exposición de orden psicológico que efectúa san
G regorio de la regla pastoral.21 Tam bién procedía de las Escrituras la
heredada doctrina de la rendición de cuentas, que, de m anera sim ilar,
trazaba igualm ente las líneas m aestras de una norm a con la que regular
la adm inistración de los señoríos.
Sería difícil ponderar en exceso la tenacidad con que perduraron
estas ideas en una cultura religiosa que se hallaba no obstante en proce­
so de renovación. Y sin em bargo, es m ucho lo que en ellas parece des­
conectado de las realidades terrenales. Com o habrá de verse claram en­
te, eso es justam ente lo que cabía esperar. Juan de Salisbury, en sublim e
m aridaje con los autores en que se inspira — Cicerón, Am brosio y (se­
gún dice) Plutarco— , sostiene que extrae de los «filósofos» las caracte­
rísticas del tirano que expone en sus reflexiones, aunque la descripción
que nos ofrece se aplicaría sin problem as a cualquier mal señor de un
castillo de su época. El concepto de señorío considerado en esos textos
conserva algunos principios propios del orden público altom edieval,
esto es, nociones carolingias del gobierno y la adm inistración. Al no
existir voluntad alguna de atacar dichos principios ni determ inación
prem editada de superarlos habían perm anecido intactos. Pueden en­
contrarse preservados en su literalidad en la elegía que escribe G alber-
to de Brajas a propósito de la vida y las obras del conde C arlos el B ue­
no — y G alberto era un notario que participaba de las m ás llanas
cotidianidades de 1a vida en F landes— 2J Y sin em bargo, la realidad
subyacente a todos esos lugares com unes debió de haber sido necesa­
riam ente muy distinta, ya que Flandes ardía por los cuatro co stad o s,,,
IN T R ODUCC IÓ N 37

La realidad no consistía sim plem ente en que el poder, las tensiones


y la violencia se experim entaran en un plano personal y de un modo
palpable y físico. A través de la realización de acciones, todos estos
elementos — poder, tensión, violencia— tenían igualm ente una presen­
cia en la m ente de quienes los vivían. En el siglo xn, el poder im plicaba
señorío y nobleza, esto es, el predom inio de un único individuo o {muy
excepcionalm ente) la prim acía de un reducidísim o grupo. Dicho poder
se m aterializaba y percibía en la sum isión, las alianzas, la paternidad,
la am istad y las cerem onias; aunque tam bién en las súplicas, los ju ra ­
mentos, o las prestaciones de testim onio; así com o en la presencia del
señor al que se rendía vasallaje, en sus castillos y en las tierras sujetas
a su jurisdicción (denom inadas distriets en inglés, palabra que rem ite a
la voz latina distringere, que a su vez evoca la capacidad de coacción
de los señores). El poder se advertía m isteriosam ente en los rituales
que celebraban los sacerdotes a fin de dar carta de naturaleza a las pro­
mesas, al establecim iento de vínculos, a la celebración de festividades,
a las consagraciones, a las ordalías y a los repudios. Se dejaba notar en
forma de violencia en los raptos, violaciones, intim idaciones, extorsio­
nes, incendios provocados y asesinatos; y tam bién se encajaba doloro­
samente, al tener que aceptar la gente, por ejem plo, la generalizada in­
suficiencia de protección y justicia. En cam bio, el poder no se sentía, ni
se im aginaba habitualm ente, com o un ejercicio de gobierno.
No hay lección de la historia m edieval que haya sufrido tanto como
ésta a causa del anacronism o conceptual. Son m uchas las generaciones
de eruditos — incluyendo las de los autores que escribieron en los si­
glos xi y xn— que han hablado de un «gobierno» o un «estado» m edie­
vales sin titubeos ni explicaciones de ninguna clase. Y sin duda se trata
de estudiosos excelentes, adem ás. G ran parte de lo que hoy sabem os
acerca de la historia del poder en el siglo xn se debe a los descubri­
mientos de gentes com o Achille Luchaire, L. L, Borrelli de Serres, W.
A. M orris, C. H. 1laskins, H einrich B runner, H einrich M itteis, H, G.
Richardson y G. O. Sayles. Todos ellos reunieron pruebas relacionadas
con los orígenes y las formas de los cargos, las instituciones, las leyes
y las políticas de ese período. G racias a ellos hem os aprendido cóm o se
ejercía y m anifestaba el poder en las cortes de los condados, en la acu­
ñación de m oneda o en la recaudación de im puestos destinada a abonar
38 LA C RISIS D E L SIG L O Xll

el D a n e g e l d * Sin e m barg o, la descripción que han dejado en sus escri­


tos no sólo concibe todos estos elem entos c o m o otros tantos servicios
públicos, c a te g o n z a c ió n que sin d u da les c o n v ie n e en cierto sentido,
sino ta m b ién c o m o instituciones políticas. D a n d o m u e stra s d e m a y o r
prudencia que algunos, Joseph R. Strayer sintetiza su trabajo se ñalando
que, p o r sus m etas, versa sobre «los oríg e n e s m e d ie v a le s del e stad o
m oderno » (el su bray ado es m ío), y a d em ás co nsid e ra qu e la c o n stru c ­
ción estatal no com ienza sino en to m o al año 1100; con todo, tam bién
creía que el feu dalism o constituía una fo rm a de go bierno .24 La m ay oría
de los estudiosos de la historia de las instituciones han h ab lado (y c o n ­
tinúan haciéndo lo ) de la g ob ern a ció n c o m o si todas las socie d a d e s se
rigieran por una institución a la que q u e p a d a r ese n o m b re y c o m o si
s u p ié ra m o s en qu é con siste ésta. N o pare c ían sentir la n e c esid a d de
definir su objeto, un a o m isió n q u iz á e s tim u la d a po r el h e c h o de que
estuvieran fam iliarizados con fuentes e n las q ue aparecen con frecuen­
cia p alabras c o m o adm inistrare, gubernare, regere, regim en, res p u ­
blica o status (y sus derivados). En sem ejan te contexto, resultaba fácil
p asa r a aprop ia rse de co nc e p to s e m a n a d o s del vocab ulario prop io de
los estados m o dern os: adm inistración, p o de r político, partido, « m a q u i­
naria gu bernam ental» , etcétera.
Lo qu e sa b e m o s de la Europa anterio r al año 1150 n o nos permite
utilizar con garantía nin gun a de estas nociones. N i siquiera p u e d e de ­
cirse qu e los clérigos d e te n d e n c ia s y gustos clásicos que disertaban
sobre la adm inistrado o la res p ub lica e stuvieran tratando de extraer
un a definición de la go bern ación a partir d e los c o m p e n d io s de atribu ­
tos del buen go b ie rn o que reunían. Y ta m p o c o h e m o s de e x a g e ra r la
im portancia de su pro pen sión a insuflar laicism o en los objetivos so c ia ­
les: «regios vos m ism o en función de lo que dicten las leyes», rezab a la
e xh orta c ión del arzo b isp o H ild e b e rto al con de del A n je o hacia el año
1123, «y que sea el a m o r el que gobiern e a vuestros súbditos». Y Juan
de Salisbu ry re c a lc ab a la im p o rta n c ia de qu e la Iglesia dele g a ra en
otros el e m pleo de la espad a en el m u n d o .25 Lo q ue estos prelados veían
con toda claridad — y en este sentido estaban p len am ente att courant—
era q u e si la v oluntad ( voluntas ) del p rín c ip e (que p o te n c ia lm e n te le
abría la po sib ilid a d de con vertirse en un tirano) po d ía ser em bridad a

* Nombre con el que se conoce el impuesto que eslablecieron los reyes medie
vales para pagar a los daneses por no realizar saqueos en sus costas. (/V. de los t.)
INTR O D U C C IÓ N 39

por m edio de la ley, entonces resultaba igualm ente factible redefinir su


poder com o un servicio a sus súbditos: lo que se concretaba del modo
más específico (según la exposición de H ildeberto) en ios cam pos de la
justicia, la garantía de unos derechos equitativos, y el auxilio a los afli­
gidos. De hecho, lo que proponían era revertir el desarrollo de la insti­
tución m onárquica y pasar de su versión tradicional al señorío de los
príncipes, esto es, sugerían que se intentara poner en práctica un ideal
de justicia de carácter civil (o incluso «político») y sustituir con él el
modelo de la ju sticia im partida de forma directa y personal por un ha­
cendado. Esta forma de pensar resultaba progresista, com o bien seña­
lara en su día sir R ichard Southern; los estudiosos fam iliarizados con
Cicerón y Séneca «habían iniciado una nueva corriente de teoría políti­
ca, basada en los derechos hum anos y en las necesidades de la pobla­
ción, así com o en la innata dignidad del orden social laico».26 A este
respecto, sus prácticas público-legales resultan m uy sugerentes. El
abate Pedro el V enerable de C luny agradecía al obispo Enrique de
W inchester, en torno al año 1134, que «hubiera dejado a un lado los
muchísimos entuertos de su com unidad [res publica en Inglaterra]» a
fin de visitar la B orgoña.27 Da la im presión de que Pedro piensa que los
señores-príncipes y sus m inistros operan en un orden público, un orden
en el que los gobernantes ejercen su potestad en un territorio. El arzo­
bispo Hildeberto establece la cuestión de m odo aún más concreto, ya
que recom ienda al conde G odofredo que disfrute con la «adm inistra­
ción» y el servicio en la res p u b lica ,28 Desde luego, no cabe dudar de
que, en cierto sentido, el orden público consiguió subsistir en Europa.29
Ahora bien, ¿qué relación guardaban esas im ágenes con la realidad del
poder? ¿Puede decirse que la am edrentada corte de un condado fuese
una institución estatal? ¿E jercía una justicia política el señor-rey que
distribuía favores?
El problem a que plantea asum ir que el poder se experim entara tan­
to en el ám bito público com o en el institucional es que nos im pide ver
las pruebas incóm odas. Pensem os en un ejem plo m ás concreto. A los
señores R ichardson y Sayles, que censuraron severam ente a W illiam
Stubbs por sus fallos, les resultó extrem adam ente difícil m ostrar, sin
duda correctam ente, que la designación por la que se encarga a R ogelio
de Salisbury la supervisión de la justicia constituyó una útil innovación
del rey Enrique I. No obstante, cuando añaden, gratuitam ente, que En­
rique «crea el cargo de juez» para Rogelio y «le confiere ... el título de
40 LA CRISIS m-:i. SIG LO XII

m agistrado jefe», es claro que ellos mismos están yendo más allá de lo
que las pruebas perm iten, y que son víctim a de sus propias ideas pre­
co n ceb id as.10 Lo que los registros m uestran es sim plem ente que se
confía a un com petente clérigo del entorno del señor-rey una im portan­
te función nueva. ¿Tan m agro argum ento es éste? N uestras propias au­
toridades en la m ateria dicen lo siguiente: «Rogelio de Salisbury es un
personaje destacado y poderoso de la historia inglesa».31 Sin em bargo,
carecem os de toda clase de inform ación directa sobre su función, por
no hablar de lo poco que sabem os de su «cargo»; de lo único que tene­
mos noticia es de algunos de sus actos (y aun así de muy pocos). El si­
lencio docum ental puede jugarnos m alas pasadas, pero no debem os
olvidar que es preciso tenerlo en cuenta. Las gentes de los condados
sabían que el obispo R ogelio era un hom bre poderoso, que ejercía el
señorío del rey; ni él m ism o en sus dictám enes judiciales ni las perso­
nas del condado parecen haber puesto gran em peño en utilizar en su
caso otra denom inación que no fuera la de «obispo» — y ése si que era
un título oficial— . Una de las gratas com plejidades de esta investiga­
ción radica en el hecho de que el poder pudiera concebirse — o en cual­
quier caso, pensarse— de formas distintas en función de las situaciones
dadas.
A teniéndonos al concepto de poder quizá quepa albergar m ejores
esperanzas de identificar el desem peño de un cargo cuando las fuentes
nos señalen su existencia. En realidad, la principal objeción que puede
hacerse al estudio de la gobernación m edieval es que subestim a el al­
cance y el significado del cam bio institucional. Pese a que la conducta
de los barones catalanes que se insubordinaron en la década de 1190
parezca sociológicam ente diferente de la de sus antepasados del año
1050, tiene sentido que nos preguntem os si se trató en am bos casos de
un com portam iento político. Si la gobernación y la política son ele­
m entos (de hecho) constantes en los asuntos hum anos, entonces (como
es lógico) han tenido que experim entar cam bios a lo largo de la histo­
ria. No obstante, en ese escenario es posible que los historiadores sien­
tan la fuerte tentación de dar por supuestas la continuidad y el creci­
m iento acum ulativo, poniendo al m ism o tiem po en duda las pruebas
que hablan de desorganización o de transform ación. La form a en que
se concibe actualm ente la anarquía im perante en tiem pos del rey Este­
ban de Blois parece traslucir dicha tentación — adem ás de una cierta
incom odidad con las características propias de ese período— ,32 Es po­
INTR O D U C C IÓ N 41

sible que las gentes que vivieran en esa época no fueran conscientes de
la introducción de novedades procedim entales, y que se sintieran abu­
rridas de padecer tantas crueldades, pero cuando hablan de violencia en
contextos inesperados hem os de prestarles atención. La célebre carta
del arzobispo H ildeberto que hem os citado m ás arriba contiene una
extensa coletilla en la que se aborda el viejo tem a del buen principe
rodeado de m alos m inistros que le prestan flacos servicios. Esle pasaje
resulta tan notable por lo que calla com o por lo que expone. Afirma que
el príncipe deberá rendir cuentas ante Dios, quien habrá de dirigirse a
él diciéndole: «has sido incapaz de reprim ir la rapacidad y las exaccio­
nes de tus [m inistros]» - e l crudo tuorum resulta m uy elocuente— .
Con todo, el texto no llega a sugerir que la responsabilidad terrenal
pudiera ser un rem edio conveniente.’3 Lo im portante no es que el «go­
bierno» al que aquí se exhorta sea de carácter rudim entario, dado que
esto es obvio, sino más bien que el poder en esta res publica se concibe,
incluso en sus m inisterios, com o un ejercicio de señorío personal.
Y pese a que en este m undo turbulento puedan hallarse en los señ
ríos, o asociados a ellos, algunas sociedades y organizaciones políticas
que se adecúen a las prescripciones de este protohum anism o, lo cierto
es que son muy escasas. A ntes del año 1 150, la adm inistración colecti­
va de este género que más cerca está de m ostrar un carácter perm anen­
te es la del papado, institución que cada vez recurre m ás a los m edios
burocráticos del derecho y los legados, y que tam bién ofrece una res­
puesta rutinaria a las dem andas y las súplicas. Sin em bargo, la Iglesia
católica rom ana era una m onarquía electiva fundada en antiguos p re­
ceptos y tradiciones. En este sentido era un vestigio del orden público
pregregoriano, pese a que pueda argum entarse con toda verosim ilitud
que se sirvió de la crisis de desencantam iento del m undo que vivirá el
siglo xn para estim ular las innovaciones adm inistrativas que habrían
de venir después. En cualquier caso, lo que sabemos del papado de esta
época procede de sus propios registros, unos archivos com pilados bajo
un im pulso cada vez más colegiado y de form a crecientem ente están­
dar. En A lem ania e Italia la ju sticia y el padrinazgo im periales nunca
llegaron a perder por com pleto su naturaleza oficial. No ocurría lo m is­
mo en las sociedades laicas de tipo dinástico o feudal, ya que en ellas lo
característico era que los privilegios fueran diseñados por los propios
beneficiarios, que los juicios constituyeran todo un acontecim iento, y
que el intento de organizar algo que pudiera parecerse a un gobierno
42 LA CR ISIS DEL S IG LO XII

requiriera, com o recurso tem poral, la desaparición o la ausencia de los


señores príncipes. O rderico Vitalis nos dice que a pesar de que el conde
al que profesaban lealtad había sido encarcelado en el año 1098, los
barones del condado del M aine celebraban consejo diariam ente y que
en él se debatían y atendían las cuestiones relativas al status de la res
p u b lica .M Y sin em bargo, tam bién aquí la palabrería tendente a confe­
rir visos clásicos al período ha podido distorsionar la realidad (por no
hablar de los efectos producidos por el transcurso de un prolongado
lapso de tiem po). Una cosa era concebir una función de vicegerencia
en un reino en expansión, com o ocurre en el caso de las m agistraturas
inglesas, y otra muy distinta instituir un señorío colectivo y laico — y
no digam os ya una república de barones acéfala— . La agitación que
recorre los reinos de Flandes entre los años 1127 y 1128, episodio en el
que se realizaron precoces esfuerzos por separar el interés general de
los apetitos particulares, podría proporcionamos más ¡nfonnación que los
hechos del año 1098, cuyos testim onios son m enos seguros. En el norte
de Francia la independencia com unal fue notablem ente efím era, y casi
inaudita en cualquier otra región situada al norte de los Alpes.
Fue por tanto en los señoríos, y fundam entalmente en los de loe prín­
cipes y los reyes, donde com enzaron a dejarse percibir por prim era vez
unos principios y unos m ecanism os sim ilares a los de una adm inistra­
ción pública. No deben sobrevalorarse las excepciones que desde luego
puedan contraponerse a esta afirmación. Algunos de los prim itivos go­
biernos com unales de Italia eran característicam ente precarios, hasta el
punto de necesitar ser rescatados por terceros. Tam bién podem os tratar
de detectar en otros lugares la presencia de cortesanos cultos; y en tomo
al año 1200 sus presupuestos políticos les habrían parecido crecien­
tem ente realistas a todos aquellos que tuvieran propiedades que perder
en Cataluña y en las tierras dom inadas por Felipe Augusto, así com o en
Inglaterra. La obligatoriedad de los procesos judiciales com enzaba a
arraigar en esta últim a región. En estos territorios com enzaron a apare­
cer nuevas funciones, prácticas de contabilidad fiscal, y algo sim ilar a
una actividad legisladora. No obstante, todo esto no tenía nada de inevi­
table, ni siquiera en sentido orgánico. Lo que sí resultaba ineludible era
la supervivencia radical, por no decir el triunfo, del señorío personal
— la única aplicación práctica de la nobleza, por entonces más prestigia­
da que nunca— . Los nacidos de buena cuna predom inaban tanto por
razones afectivas35 com o por m otivos funcionales, así que no es de ex­
IN TR O D U C C IÓ N 43

trañar que sus sirvientes trataran de em ularles. Dadas las limitaciones y


ambiciones de orden económ ico y patrim onial, no debió de resultar fácil
redefinir la fidelidad en térm inos im personales a fin de alcanzar metas
públicas. Esta es la razón de que la petición de cuentas a los dirigentes
desem peñara un papel fundamental en la crisis del siglo xn — más aún:
éste es el m otivo de que podam os considerar que dicha responsabilidad
constituye, hablando con toda precisión, la cuestión «crítica»— . Y es
que ése es el punto en el que se m anifestaba del modo más agudo la dis­
paridad entre el im perativo moral y la arbitraria realidad, el vértice en el
que los preceptos bíblicos operaban de m odo m enos efectivo por pare­
cer situados m ás allá de toda esperanza de m aterialización. Y era tam ­
bién en este punto donde la experiencia de la violencia convergía con la
vivencia del poder, ya que la tolerancia de esa violencia — una caracte­
rística predom inante en los señoríos del siglo xn— contribuye a expli­
car otra tolerancia igualm ente específica del período: la que llevaba a no
conceder im portancia a la imprecisión en la concreción de los servicios
prestados a los poderosos.

El problem a que hem os de abordar en este libro pasa por determ i­


nar cóm o y por qué la experiencia del poder pasó a convertirse en la
Europa m edieval en la experiencia de la gobernación. La objetiva vali­
dez de este problem a no depende en modo alguno de trazar una distin­
ción entre el señorío y la gobernanza. La gobernación m edieval surgió,
o revivió, con algunas excepciones, en el ám bito m ism o de los seño­
ríos. Las vías que condujeron a esta transform ación no siem pre fueron
violentas, aunque sí se vieron sem bradas de conflictos, unos conflictos
surgidos de lo que razonablem ente podría considerarse una crisis de
mentalidades dispares. Ese antagonism o no llegó en ningún caso a de­
finirse de forma explícita, y quizá tam poco alcanzara a com prenderse
con claridad, salvo en la versión que lo explicaba com o un choque en­
tre el bien y el mal; y a pesar de que hoy no esté de m oda ocuparse de­
masiado de la m oral del poder, sería terriblem ente engañoso pasarla
por alto en este libro. Aunque, por regla general, los m iem bros del lai-
cado libre aspiraran a encam ar el coraje m ilitar y la dom inación por la
fuerza — es decir, pese a que anhelaran la concreción de los ideales de
la noblesse— , siem pre estaban dispuestos a intentar alcanzar situacio­
nes de paz por tem or a lo que pudiera advenir a sus almas. En el siglo
44 LA CRISIS l)i:i, S ItiL O XII

xn tenem os noticia de la existencia de buenos señores, aunque a veces


éstos tuvieran que definir su poder, como A nsoldo de M aulé, por con­
traste con el de los tiranos.16 Si, en general, los com ponentes del clero
abrazaban los valores de la capacidad, el desem peño de un cargo y la
paz, resultaron estar excesivam ente im plicados en las cuestiones mun­
danas com o para poder ser redim idos por com pleto — com o habrían de
descubrir con pesar los reform istas— . Sobre el arzobispo M anasés I de
Reims recayó repetidam ente la acusación de haberse entregado a prác­
ticas de explotación señorial y de actuar violentam ente contra el abate
y los m onjes de S aint-R ém i.37 Los papas, al igual que los reyes, eran
señores (dom ini), aunque en ninguno se m anifestara el poder señorial
tanto com o en G regorio VII — a quien no resultaba im posible com pa­
rar, con exagerada afirm ación hostil, a un amo brutal que sojuzgara a
sus desam parados siervos— ,5K Sin em bargo, la gente no estaba acos­
tum brada a abstraer principios de sus objetivos inm ediatos; y cuando
en uno de los raros ejem plos en que podem os discernir en la práctica
algo sim ilar a una confrontación ideológica — en la C ataluña de finales
del siglo xn— el desenlace de la pugna se revele extrañam ente pragm á­
tico, ya que se concreta en una victoria — la de los barones adictos al
señorío violento sobre los legisladores— , será una victoria acordada en
nom bre de elevadas nociones, com o la de la paz. En este territorio la
crisis será larga.
Las dificultades del siglo xn se debieron a la existencia de aspira­
ciones encontradas en poblaciones dispares cuya dem ografía había au­
m entado notablem ente: a las aspiraciones al señorío y a la condición de
aristócrata por un lado, y al anhelo de justicia por otro. Los gobiernos y
los estados vinieron a constituir, en cierto sentido, la solución a esas
tensiones. El reconocim iento de las necesidades sociales y la admisión
del rem edio judicial, la creencia en los principios del interés colectivo,
y la sustitución de la explotación por la gestión, son todos ellos ele­
m entos surgidos a raíz de la precaria supervivencia del señorío. Con
todo, los orígenes de la gobernación no podrían constituir el tem a de
nuestro estudio sino de m anera incidental. Dado que, al parecer, las
personas que vivieron en la época que nos incum be no com prendieron
em píricam ente que el gobierno (o el estado) fuese distinto del señorío,
da la im presión de que resultaría igualm ente inútil definir el fenómeno
o insistir en él. Nadie, fuese hom bre o m ujer, llegó a saber nunca en
esta época si se hallaba al fin bajo un gobierno o no. Lo que en este caso
IN TR O D U C C IÓ N 45

resultaba relevante (y de hecho sigue siéndolo) era el devenir, la trans­


formación: la historia de los sucesivos quebrantam ientos, agravios y
respuestas; el relato de los m ovim ientos de pacificación, rem edio y ac­
tividad legisladora; la crónica del inestable ajuste entre la función y el
cargo; la descripción, en lin, del vacilante reconocim iento de la dife­
rencia entre la fidelidad y la com petencia en el servicio m inisterial. Lo
que falta por lo com ún en el siglo xn es la realización de acciones que
tiendan a satisfacer, aunque sólo sea tím idam ente, las expectativas de
los súbditos — ya que ni siquiera en la prom ulgación de las leyes se
observan m ovim ientos en esa dirección— , aunque falten asim ism o ei
reconocimiento de que el desem peño de los cargos ha de ser im perso­
nal y hallarse sujeto a responsabilidad, y la com prensión de que la exis­
tencia de intereses en conflicto os un elem ento legítim o y negociable de
la actividad política. N inguno de estos factores era incom patible con el
señorío. A lgunos de ellos, o incluso todos, llegarían a desarrollarse en
el ámbito de los señoríos, y tam bién en el de las com unidades. De he­
cho, las teorías clásicas v patrísticas del poder que recobrarán vigencia
después del año 1050, y con las que m uchos estaban fam iliarizados,
apuntaban im plícitam ente a la concreción de todos esos elem entos — y
sin em bargo, es posible que su carácter fuese m ás persistentem ente
etéreo de lo que habíam os im aginado— . La diferencia que establece
Max W eber entre la dom inación patrim onial y la burocrática conserva
su utilidad conceptual, entre otras razones por la nada desdeñable de
que este autor sugiere que los tipos de poder que se observan en la épo­
ca no se oponen necesariam ente de m anera absoluta ni form an tam po­
co parte de una secuencia histórica indefectible. Con todo, al recalcar
la importancia de la conducta «política» y del desem peño de un cargo
en todos los tipos de dom inación, W eber parece pasar por alto una rea­
lidad histórica notablem ente característica del siglo x n .39 Y por esa
misma razón, me ha parecido desaconsejable atenerm e aqui a los traba­
jos de los últim os científicos sociales y sus seguidores, que dan a todas
las relaciones de poder el calificativo de «políticas», costum bre que no
sólo descuida la etim ología clásica sino que tam poco es consciente,
como ya he sugerido, de los destacados cainbios que se producen en el
modo en que la sociedad m edieval experim enta el poder.41'
No obstante, un estudio histórico del poder parece irrem ediable­
mente atado al m odernism o. El propio concepto pertenece a las cien­
cias sociales, a pesar de que la voz m edieval potestas se preste a Ínter-
46 LA CRISIS DEL SIG LO XII

pretacíones históricas inm ediatas, incluso las reflexiones de orden


histórico que realiza sobre el poder un autor tan enfrentado a la m oder­
nidad com o M ichel Foucault dejan traslucir una génesis sociológica.41
Las m odernas nociones de clase, cultura, ritual, estados liminares,* al­
fabetización, form ación de la identidad, acción estratégica o proceso
son sólo algunos de los aspectos pertinentes que se aplican a las situacio­
nes históricas que aquí estudiam os. Sin em bargo, y con las excepciones
parciales de la cultura y la alfabetización, los constructos teoréticos
presentan p e r se una m enor utilidad para la presente investigación que
las «prolijas descripciones» y todo cuanto implican — pienso en las que
pueden encontrarse en distintas formas en el libro de Jam es C. Scott
sobre los cam pesinos del sudeste asiático, o en el estudio que Alexan-
der M urray dedica al conocim iento y a la sociedad de la Europa m edie­
val— ,42 En las sociedades de los siglos XI y xn, som etidas al om inoso
peso del poder señorial, las norm as estaban cam biando — se hallaban
inm ersas en un «devenir»— . Y hay al m enos una pauta nueva — la que
caracteriza la actitud de los castellanos y los caballeros de algunas re­
giones— que no se adecúa fácilm ente al m odelo de enem istad hereda­
da que elaboran los antropólogos jurídicos,43 lo que me obliga a ceñir­
me a las pruebas, por problem áticas que sean, aunque sin forzarlas. Lo
que este m odelo sugiere es que la venganza, pese a ser un tem a cons­
tante en las fuentes no literarias — aunque rara vez evidente— , 110 pue­
de explicar por sí sola el hecho de que la experiencia del poder pueda
resultar abrasiva. Una de las consecuencias que se derivan de esto es el
aum ento de la com plejidad del m apa de la cronología cultural (cuya
estructuración podría considerarse, a fin de cuentas, tarea propia del
historiador).
N o podrá haber, p o r consiguiente, nada categórico en el enfoque
con el que he de abordar un tem a que resulta problem ático tanto por su
naturaleza com o por sus transform aciones. Si en la Europa del siglo xn
el sufrim iento de los seres hum anos parece guardar relación con el po­

* T e rm in o acuñado por la antropología para describir el momento en que la p


sición social o el rango jerárquico de una persona que participa en un rito de paso se
halla «1 una «tierra de nadie». 110 habiendo adquirido aún su nueva condición y ha­
biendo ya perdido la anterior. Se trata de un estado en el que el sujeto debe observar
determinadas conductas y mostrar diversos grados de obediencia y humildad. (N. de
los t.)
I N T R O D U C C IÓ N 47

der, ¿qué hem os de pensar, que se debe a la existencia de unas «nor­


mas» o que obedece a un «constructo»? Las pruebas que hablan de
angustia, así com o las que apuntan a episodios de violencia, no parecen
ya de tan sencilla interpretación com o en un tiem po se nos antojaron,44
y sin em bargo, sin ellas es dem asiado lo que perm anece oscuro. Ni si­
quiera en una época tan rem ota com o ésta puede decirse que los des­
provistos de poder carecieran totalm ente de voz. Sus puntos de vista se
convierten en parte del desafio que nos plantea la necesidad de im agi­
nar cóm o podía operar el poder en unas sociedades tan distintas de la
nuestra. De esas sociedades han llegado hasta nosotros algunos vesti­
gios — unas cuantas palabras y artefactos— que nos perm iten interpre­
tarlas de m últiples m aneras. Y han perdurado adem ás en unos registros
que hemos de explicar, no justificar. Cabe albergar la esperanza de que
en esa pervivencia podam os llegar a discernir el modo en que la gente
experim entaba el poder en el siglo xn. Y quizá logrem os incluso expo­
ner las formas en que dicha experiencia fue m odificándose.
Capítulo 2
LA EDAD DEL SEÑORÍO (875-1150)

Supongamos, por ejemplo, que alguien organizara las


ciudades, las provincias, los reinos. ¿Qué otra cosa se ha­
bría procurado de ese modo sino licencia para poseer y
dominar? O pensemos, con un ejemplo más sencillo, que
alguien consigue un caballo: ¿acaso no le otorga esa con­
secución el privilegio de poseerlo, montarlo y hacer con él
lodo cuanto le plazca?
C ardhnai. H um berto (1 0 5 8 )1

Cuando los reform adores religiosos radicales del siglo xi com enza­
ron a cuestionar la legitim idad del poder laico em pezaron tam bién a
sostener un planteam iento más próxim o a la actitud contem poránea
que al pensam iento que prevalecía en su propia época. Pocas gentes de
esos años habrían dudado de que la existencia de los em peradores, los
reyes y otros señores de m enor rango y poder, com o los príncipes, obe­
deciera a las necesidades de brindar protección y hacer ju sticia a sus
súbditos; todos ellos estaban dispuestos a pasar por alto los elem entos
psicológicos del poder real, y todos encontraban asim ism o una recon­
fortante y nada escolástica lógica en los viejos m odos de dar órdenes y
ejercer el mando. Sin em bargo, las críticas se hacían oír con insisten­
cia. Cuando el papa Pascual II propuso que el clero renunciara al dis­
frute de los derechos de regalía en el año 1111, señaló que los obispos
y los abates de algunos lugares de A lem ania «m uestran tanta preocupa­
ción por los asuntos mundano*; que se ven com únm ente obligados a
50 LA CR ISIS DEL SIG LO XII

frecuentar la corte y a prestar servicios m ilitares, cosas todas ellas que


rara vez, por no decir nunca, se llevan a cabo sin saqueos, sacrilegios e
incendios deliberados».2 No deberíam os perm itir que lo que esta de­
nuncia tiene de excesivo oscurezca la insinuación de que el norm al
ejercicio del poder público iba acom pañado de prácticas violentas. En
la época en que se pronunció, este parecer constituía, sin duda, un pun­
to de vista extrem o. Sin em bargo, no era descabellado. No sólo lo ju s ­
tificaban algunas crudas realidades, com o la conquista norm anda de
Kent y del condado de York, o las guerras por el control de la región
del Vexin, sino tam bién, y de modo más notable, unos hábitos de pen­
sam iento que difícilm ente cabria considerar nuevos en el siglo xi.
Esto significa que el concepto m ism o de orden laico había em peza­
do a resultar problem ático. Es bien sabido que los prim eros reform ado­
res consideraban fuente de desorden el hecho de que los poderes laicos
tuvieran prioridad en las elecciones eclesiásticas, pero hay que decir
que la suya era una postura abiertam ente polém ica. Las elecciones de
los obispos, con independencia del modo en que se realizaran, consti­
tuían acontecim ientos públicos, pese a celebrarse en un universo de
funcionarios. Dichos funcionarios podían sufrir abusos, c incluso actos
de violencia, por parte de los señores m itrados, pero el verdadero pro­
blem a radicaba en que el poder laico estaba dem ostrando que cedía con
facilidad a im pulsos obstinadam ente egoístas o dañinos. Hincm aro de
Reim s lo había visto ya en la década de K80 con una claridad rara vez
igualada posteriorm ente, y su punto de vista habría de conservar largo
tiem po un carácter norm ativo. Q uienes «están llam ados a gobernar al
pueblo en nom bre del rey», escribió, «esto es, los duques y los condes
... han de com prender que se les designa para preservar y regir al popu­
lacho, no para dom inarlo y afligirlo; y tam poco han de ju zg ar suyo al
pueblo de Dios, ni som eterlo a su persona para gloria suya, ya que eso
sería ejercer la (irania y un poder impío».-1 En este caso el im perativo
m oral de la adm inistración se define por contraste, por negación; se
trata sin duda de una concesión al pesim ism o surgido de la experiencia
extraída del agotador período de la m onarquía francesa en su conjunto,
un pesim ism o que habría de perdurar, y con m ayores m otivos aún.
H acía ya m ucho tiem po que existían razones para dicho pesim is­
mo: se hallaba justificado desde que las gentes de finales del siglo ix
habían tenido que adaptarse a una vida salpicada de peligros (y a una
vida sin C arlom agno). La presión ejercida por los vecinos hostiles era
LA ED A D DEL S EÑ O RÍO ( 8 7 5 - 1 1 5 0 ) 51

real y constante en todas partes, incluso en aquellas tierras que nunca


se habían hallado sujetas al dom inio de los francos, com o A sturias,
Inglaterra, o las regiones habitadas por los polacos y los bohem ios. Ni
siquiera los territorios del protectorado carolingio estaban a salvo de
los ataques extranjeros o de la angustia que esos estragos generaban.
Los m onjes de Saint-Philibert, tras haberse visto obligados a peregrinar
de refugio en refugio con sus objetos sagrados a causa de los asaltos de
¡os vikingos, hallaron un «lugar de reposo y tranquilidad» en Toum us,
junto al Saona, en el año 875.4
¿Era por tanto la «tranquilidad» una expectativa norm al en el m o­
mento en que com ienza nuestra historia — o su preludio— ? ¿O se trata­
ba más bien de la ilusión que alentaban los inverosím iles y frágiles éxi­
tos alcanzados por un gran rey en el pasado, un pasado que se estaba
esfumando rápidam ente? Estam os aqui ante cuestiones muy discutidas
entre los historiadores. No todos ellos se m ostrarían hoy de acuerdo con
el argumento que lleva a Marc Bloch a afirmar que la reanudación de las
invasiones a lo largo del siglo íx generó una nueva obsesión por la pro­
tección y que ésta tuvo efectos transform adores.5 Da la im presión de
que en las sociedades posrom anas la seguridad de la vida y de la propie­
dad no se encontraba en ningún caso garantizada, y son célebres los
ejemplos del siglo viii que nos perm iten ver que los débiles se encom en­
daban a los fuertes. Sin em bargo, es probable que Bloch estuviera en lo
cierto al sostener que en el siglo IX em pezaba a dar sus prim eros pasos
un nuevo régim en de poder; y hay un punto crítico en el que las fuentes
escritas respaldan absolutam ente al gran historiador de la «sociedad
feudal». Dichas fuentes m uestran que desde finales del siglo íx — y en
casi toda la Europa cristiana— la gente buscaba un señor al que vincu­
larse o som eterse. T anto el modo en que habría de m aterializarse esa
tendencia com o el ritmo de su concreción son problem as irresueltos de
la historia. Y a pesar de que la protección y la capacidad de dar órdenes
fuesen prerrogativas principalm ente regias en el siglo ix, lo que parece
claro es que en lo sucesivo ese estado de cosas habría de verificarse m e­
nos en el ám bito de la práctica que en el de la teoría, ya que a consecuen­
cia de actos de usurpación y rebeldía el poder efectivo habría de quedar
nuevamente en m anos de m ortales m enos encumbrados.
Lo que se produjo a continuación fue un período, o períodos,
marcado(s) por el dom inio de los señores; una edad señorial que, con­
siderada com o expresión de un poder altam ente concentrado, logró
52 LA CRISIS DLL SIG LO XII

perdurar por espacio de tres siglos. En los últim os tiem pos, los historia­
dores se han m ostrado reacios a reconocer que dicho periodo tenga
entidad suficiente com o para ser calificado com o tal, y aducen para ello
varias razones. En prim er lugar, estos académ icos se han habituado a
creer que el señorío es un elem ento constante a lo largo de toda la Edad
Media, dado que se trata de una institución que se rem onta a los tiem ­
pos de la antigüedad bíblica. En segundo lugar, no pueden sustraerse a
señalar que el lapso com prendido entre los años 875 y 1200 es precisa­
m ente la época en que prevalece el feudalism o, según el desacreditado
parecer de todo un conjunto de historiadores ya superados, y se observa
una notable tendencia a conceder a este inoportuno argum ento la fuer­
za de los hechos. Con todo, podría plantearse una tercera objeción, a
saber, que seguram ente las sociedades europeas cam biaron demasiado
en el espacio de tres siglos com o para que resulte adecuado otorgar a
ese lapso tem poral las características propias de un período provisto de
una m ínim a hom ogeneidad. Ú nicam ente la tercera de estas im pugna­
ciones es digna de atención. La extensión tem poral de la experiencia
hum ana es variable. Después del siglo ix, el señorío alcanzó una signi­
ficación política que jam ás había poseído con anterioridad. El señorío
y el feudalism o6 son cosas com pletam ente distintas, extrem o que quizá
hayan pasado por alto algunos de los críticos radicales del feudalism o.
Y los cam bios sociales que sin duda m arcaron la era del señorío cons­
tituyen en realidad la esencia m ism a del período, com o veremos.

E l A N T IG U O ORD EN

Lo que m enos cam bió, dado que constituía uno de los elem entos
que venían m anteniéndose desde la alta Edad M edia, fue el sólido con­
senso existente en relación con el poder y con las norm as ju stas que
debían regirlo. Podían caer asesinados condes o reyes, e incluso obis­
pos, y quizá se produjeran derrotas catastróficas capaces de provocar
vuelcos dinásticos y de desbaratar las tradiciones culturales, pero no
por ello variaban las estructuras en que se sostenían la prelacia, la dig­
nidad real y el señorío de los principes. En este sentido se expresan,
generación tras generación, los textos que nos es dado leer sobre los
hechos públicos de los poderosos, y lo m ism o cabe decir de los docu­
m entos que nos hablan de sus deliberaciones, juicios y conflictos. En
I A I . D A i ) 1)11. S H Ñ O R Í O (8 7 5 -1 1 5 0 ) 53

Inglaterra, ios diplom as regios se elaboraban por lo com ún, desde los
tiempos del rey Alfredo el G rande hasta los de Edgar el Pacífico (esto
es, de 871 a 975), en acontecim ientos cerem oniales a los que asistían
los prelados, los potentados y los altos funcionarios de la corte (thegns).
El hecho de que en tales ocasiones se requiriera la solem ne rúbrica y a
menudo incluso la consignación del consentim iento expreso de estos
personajes sugiere que la form a de gobierno de la A ntigua Inglaterra
empleaba formas cuasi «estatales».7 En León, la costum bre cerem onial
de la glorificada m onarquía visigoda se m antuvo a lo largo del siglo x,
época en la que la crónica de Sam piro recoge la existencia de regios
ejércitos {no siem pre victoriosos) y de grandes cortes. En esta región,
así como en los incipientes principados de los Pirineos, prevalecieron
los conceptos rom anos de la función pública, el servicio, el pacto y la
obligación. En todas estas regiones hispánicas, el derecho visigodo
mantuvo la protección de la propiedad; en todos ellos los reyes y sus
agentes adm inistraron justicia al pueblo, hasta el punto de que sus tri­
bunales recibían en audiencia a los cam pesinos.8
En otros lugares se hace más difícil discernir este tipo de regím e­
nes, aunque en Italia puedan encontrarse ejem plos notablem ente equi­
valentes. Las nacientes form as de gobierno de B ohem ia y Polonia
—regiones en donde las com unidades 110 debían nada a los precedentes
romanos— tuvieron que ser bastante parecidas. En estas tierras eslavas
recién convertidas, los prelados cristianos se aliaron espontáneam ente
con los príncipes protectores que m ovilizaban a las poblaciones som e­
tidas a fin de acom eter em peños públicos.9 Sin em bargo, en los territo­
rios francos del norte, tanto al este com o al oeste, las m anifestaciones
del antiguo orden público resultan en cierto sentido aún más llam ati­
vas, ya que en estas regiones las tradiciones vinculadas a la archivística
regia preservaron el registro de los acontecim ientos dinásticos y sus
disposiciones, a m enudo enm arcados en el contexto de solem nes con­
cilios y asam bleas consagrados a tratar cuestiones relacionadas con la
seguridad territorial. En A lem ania y la prim itiva Francia de los Cape-
tos se observa claram ente que la colaboración entre los reyes y los
obispos, así com o la preocupación por la rectitud de la Iglesia, facilita­
ron el surgim iento de una teocracia basada en la autoridad imperial y
en la tradición de los sínodos eclesiásticos,10 Más aún, estos regím enes
pasaron a form ar parte del orden oficial. Las norm ativas rom anas que
regulaban la responsabilidad del servicio público 110 llegaron a dero­
54 LA CR ISIS DEL SIG LO Xll

garse en ningún caso, m ientras que, por su parte, los preceptos que es­
tableciera G regorio M agno en relación con las com petencias de los
cargos clericales se difundieron am pliam ente a través de la cultura m o­
nástica benedictina. Se pensaba que el poder se hallaba vinculado al
cargo, aunque nunca debió de resultar fácil rem unerar con im parciali­
dad los servicios.
D ifícilm ente podría considerarse que las m onarquías de la Europa
del siglo xi rigiesen unas sociedades «sin estado». En ninguna de ellas
faltaron nunca unas norm as de ju sticia im puestas. En todas partes la
gente acataba lo que dictaban los soberanos y las leyes; los clérigos de
Polonia e Italia contem plaban con horror la posibilidad de una ausencia
de rex y lex.n Y aunque había razones para esa ansiedad, no debernos
confundir las deficiencias de los reyes con las de la ley y el orden, y
adem ás tam poco puede decirse que los m onarcas fallaran en todas par­
tes. En Inglaterra, la nueva legislación prom ulgada con vistas a la pro­
tección de la vida y la propiedad reveló ser fundam ental para lograr un
consenso en la esfera pública, consenso que se m antendría hasta el año
1066 y que en algunos aspectos perduraría por espacio aún m ayor una
vez instalados en Inglaterra los conquistadores norm andos, dado que
éstos afirm aban haber conferido un nuevo rum bo a esa legislación.12
En los antiguos territorios francos, el alto clero se unió a los potentados
para restaurar los am paros perdidos: en la A quitania — desde finales
del siglo X— m ediante la organización de un m ovim iento en favor de
la paz que gozó de am plia difusión, y en A lem ania a partir de los turbu­
lentos tiem pos de Enrique IV, después del año 1080.13 En las regiones
m editerráneas, los ju eces y los letrados abogaban m ás en favor de las
leyes que de los gobernantes y prom ovían más la posesión de autoridad
que el ejercicio del poder; algo m uy sim ilar puede decirse de los scabi-
ni de Flandes o de los fabricantes de m oneda de Inglaterra.* Ninguno
de estos regím enes de función norm ativa logró dom inar efectivam ente
el orden interno de su espacio de poder pasado el siglo x, y desde luego
todos estuvieron lejos de m onopolizarlo. No obstante, las im perfeccio­
nes del orden social no quitan m érito alguno a la tenacidad conceptual
con que todos estos agentes trataron de modificarlo. Y tam poco hemos

* Scabino es la palabra italiana utilizada en el medievo para designar al juez: l


monederos de la antigua Inglaterra reclamaban en esta época la posesión de ciertos
derechos y prerrogativas legales. (N. de los i )
LA E DAD DEL SE Ñ O R ÍO ( 8 7 5 - 1 1 5 0 ) 55

de pensar que se tratara de lina idea puram ente circunscrita al ám bito


clerical. Todo el m undo, incluso los cam pesinos y los desposeídos, sa­
bían que los reyes y sus com ités poseían la autoridad necesaria para
prom ulgar decretos y ejercer la coacción.
El orden m onárquico rara vez fue un orden centralizado. Una de las
características m ás am pliam ente difundidas era la propia de la vida
asociativa de las aldeas y los valles, com unidades naturales de interés
que sin duda debieron de haber operado frecuentem ente de form a autó­
noma a fin de determ inar los portazgos y los derechos colectivos en los
bosques y las praderas dedicadas al pastoreo. Todos estos elem entos
son casi invisibles para nosotros, y por regla general sólo han quedado
consignados por escrito en los casos en que su puesta en m archa se
produjo com o consecuencia de las presiones ejercidas por los reyes u
otros poderes.14 Es algo que sucedió a m enudo en los reinos cristianos
de España, y sólo en ellos consiguió el concejo hacerse un hueco en la
protocolaria liturgia de los litigios. Por ejem plo, el conciiium d eN ájera
(en La Rioja), tras personarse com o testigo en una transacción de tie­
rras realizada en 1048. vendió, dos años más tarde, unos terrenos co­
munales a un m onje de Leire. En este últim o caso, queda constancia de
que «nosotros los vecinos» vendem os y escrituram os la operación,
además de invocar la autoridad de «todo el concejo», que vuelve a dar
fe del acuerdo.15 N orm alm ente, ni las peripecias vitales de estas com u­
nidades ni su capacidad de autorregulación quedaban consignadas por
escrito, y tam poco da la im presión de que las com unidades urbanas
contaran con una identidad que no fuera la de índole oral. Los «hechos
m unicipales» (gesta m unicipalia) ocurridos a lo largo del período tar-
doantiguo habían desaparecido, aunque es posible que perduraran al­
gunos procedim ientos propios del asociacionism o público redactados
en el im personal estilo de las sentencias escritas de Italia, la M arca
hispánica y León. En relación con la seguridad y las obligaciones ju d i­
ciales y tributarias, las com unidades de interés surgidas para organizar
los asuntos agrícolas y pastoriles m ostraban un carácter m enos artifi­
cial que el de las creadas por los prim eros reyes m edievales, fundam en­
talmente en In g laterra.16 Y sin em bargo, tam bién aquí el poder de to­
mar decisiones se plasm a habitualm ente en formas no escritas, formas
cuyo im pacto podría subestim arse fácilm ente. T odos estos poderes
transformaron calladam ente los hábitats rurales en las m ism as décadas
— en tom o al año 1030 aproxim adam ente, al m enos en O ccitania— 17
56 LA CR ISIS DLL SIG LO XII

en que las fuerzas coercitivas lograban subvertir la disposición del or­


den social heredado.
Para concretar la expresión de sus acciones, la com unidad local se
constituía prácticam ente en una asam blea, según revela la utilización
de térm inos com o «concejo», «vista» y «ciento».* Con todo, la identi­
dad conceptual debió de haber sido en todos los casos frágil, ya que
siem pre que nos lo perm iten las fuentes vem os que en la ocupación de
cargos predom inan las personas de acom odada posición económ ica y
el peso de las influencias, lo que significa que los poderes colectivos
quedaban supeditados a la dom inación ejercida por unos cuantos indi­
viduos poderosos. Esta es la razón de que el idealizado igualitarism o de
la vida com unal apenas tuviera repercusión alguna en las instituciona­
lizadas asam bleas de la baja Edad M edia. Ni siquiera los «parlam en­
tos» de las com unas italianas hicieron mucho más que despertar pare­
cidas resonancias. Podem os juzgar sin peligro que los cam pesinos y los
pastores concebían algunas nociones elem entales sobre los rasgos que
debían de caracterizar a un poder justo; y se ha argum entado que, en
caso de darse la excepcional circunstancia de que surgieran intereses
en una región no controlada por ningún rey, com o en la Sajonia del si­
glo vm, era posible constituir una representación de aldeas.18 M uy bien
pudiera suceder que lo que se observa en los valles pirenaicos del siglo
xii se hubiera producido com o consecuencia de una acción colectiva no
consignada por escrito .19 Las asam bleas del antiguo orden que nos son
conocidas, pese a perm itim os vislum brar ocasionalm ente el contenido
de algún discurso judicial, nos hablan más del orden público que del
político.
El antiguo orden era un orden público. No es preciso que im agine­
m os dicho orden com o algo jurídicam ente diferenciado de la esfera
privada (aunque en térm inos conceptuales la distinción entre lo público
y lo privado — con estas m ism as palabras— no llegara a perderse en la
Edad M edia). Sin em bargo, en las fórm ulas burocráticas que se em ­

* A unq ue no tenga nada q ue ver con ¡a barcelonesa institución de gobierno m


dieval del C onsejo de Ciento (C on.w ü cle C ent, 1249-1716), e m p le am o s aquí la voz
«ciento» para traducir el térm ino inglés Im nilred, que en este caso alude a la división
administrativa de los c ond ado s en distritos (llam ados así porque origin ariam ente las
comarcas accedían a esa categoría en caso de constar de un m ín im o de cien familias o
de poder m antener grupos a rm a d os integrados por cien hom bres). (N. d e los I.)
LA 1-DAL) DI L SE Ñ O R ÍO ( 8 7 5 - 1 1 5 0 ) 57

plean en las cláusulas de delim itación de lindes del M editerráneo, la


expresión «vía pública» (v ía p u b lica ) se diferencia habitualm ente de
los caminos pertenecientes a propiedades y terrenos privados, y lo m is­
mo puede decirse sin duda alguna en todos los casos en que aparezca
mencionada alguna alusión a las «vías públicas». Q uienes se sientan
seducidos por la teoría m odernista no debieran olvidar que Jürgen Ha-
bermas, que opina que «lo público» carece de significado autónom o en
la «sociedad feudal», nunca ha leído un sólo cartulario m edieval. Lo
cierto es que lo que él llam a «sociedad feudal» es un concepto que re­
sulta problem ático precisam ente por abarcar tam bién la «esfera públi­
ca» — o por ocupar de hecho el espacio propio de ésta— ,2ULos escriba­
nos flam encos anotaban la palabra «públicam ente» para referirse al
hecho de que se diera legítim a publicidad a las transacciones; en el
Mediterráneo, las funciones notariales contaban con la sanción de un
conjunto de leyes escritas; y en todas partes la pervivencia de unos
procedim ientos sujetos al em pleo de fórm ulas fijas indica que se con­
servaban los vestigios de una cultura que no ignoraba la responsabili­
dad pública. Com o con toda razón ha subrayado Karl Ferdínand Wer-
ner, «la cosa pública no llegó nunca a desaparecer». Y los cronistas
cultos de los siglos XI y xn no dejaron en ningún m om ento de aludir a
h res p u b lica .2'
La prueba decisiva estribaba en si los gobernantes tenían o no capa­
cidad para brindar protección a sus pueblos y m antener la paz. Y es que
en realidad apenas im portaba otra cosa. La justicia adquirió un carácter
abstracto y se convirtió en un eficaz atributo (durante un tiem po), sobre
todo en los casos de desposesión y de violencia, es decir, se transform ó
en un apéndice para la defensa y la paz. L1 antiguo orden, concebido
como una zona pasiva regida por una autoridad consagrada, no era ni
constitucional ni político (al m enos no en el sentido m oderno); no po­
día ni prom over ni evitar que se estableciera un concreto tipo de víncu­
los: el que las distintas facciones de potentados trababan a fin de encau­
zar sus intereses de padrinazgo o la procura de ventajas dinásticas,
vínculos que tanto hoy com o entonces han de descansar necesariam en­
te en una persuasión basada en principios. De los servicios de carácter
útil (que no fueran los relacionados con el ejército), sólo quedó en la
mayoría de los territorios el de la acuñación de m oneda, actividad que
por regla general se desarrollaba de form a pública, aunque en la prácti­
ca fuera de orden fundam entalm ente fiscal, salvo probablem ente en
58 LA CR ISIS DEL SIG L O XII

Inglaterra. En torno al siglo xi, la acuñación de m oneda, tanto en el


plano im perial com o en el de las distintas m onarquías, se m ezcló con
los intereses de los príncipes y los prelados a quienes se encom endara
la tarea (y los beneficios) de la m aneta.22 Sin em bargo, las únicas cues­
tiones en que los gobernantes com partían las preocupaciones de la so­
ciedad eran las vinculadas con la defensa y la paz.
De hecho, puede argum entarse que la am enaza extem a de los vikin­
gos, los m agiares y los m usulm anes contribuyó a preservar el orden
público y a m antener invariables sus condiciones. El territorio de In­
glaterra se forjó en los contraataques dirigidos en el siglo x contra las
tierras en las que regían las leyes im puestas por los vikingos, en un
proceso que term inó desem bocando en algo parecido a una recauda­
ción pública de im puestos y que garantizó que las conquistas, fueran
internas o exteriores, no pudieran tener sino un carácter total. Algo si­
m ilar estaba sucediendo en León y Navarra, donde los reyes, los baro­
nes y los m iem bros de la Iglesia se m antuvieron cohesionados debido
en parte a la peligrosa proxim idad de las fronteras con el m undo islám i­
co. Con todo, lo que resulta sorprendente es que en todas partes el apa­
ciguam iento de las presiones externas parezca haber estim ulado o con­
firm ado m uy poco el antiguo orden de los poderes públicos. A los
cam pesinos libres y otros propietarios de las tierras francas occidenta­
les de fines del siglo x y principios del xi debió de resultarles m ás difí­
cil que nunca lograr que se les hiciera justicia en los tribunales conda­
les.23 La defensa reem plazaba el m antenim iento de la paz interna,
aunque difícilm ente cabría considerar que los poderes públicos tuvie­
ran más éxito en esto último.
En esta época, el concepto de orden adquirió carácter ilusorio. Dejó
de corresponderse con la experiencia real del poder. Pero se mantuvo
en tanto que norm a, no dejó nunca de existir com o aspiración, y se ve­
ría un día restaurado en lo esencial. Su persistencia en el ám bito de la
cultura literaria puede detectarse va en las com unidades m onásticas y
catedralicias que dom inaban el latín clásico y en los decretos de los
concilios cristianos; para autores com o B urcardo de W orm s, Ivo de
C hartres, G raciano, L am berto de H ersfeld, S uger de S aint-D enis y
Juan de Salisbury, las responsabilidades públicas de los reyes, prínci­
pes, obispos y abates eran de evidencia axiom ática. C uando el rey Al­
fonso VII de León convocó en la Palencia del año 1129 un consejo al
que asistieron sus prelados, junto con «condes y príncipes y personas
LA ED A D DEL S E Ñ O R ÍO ( 8 7 5 - 1 1 5 0 ) 59

de potestad territorial», a fin de ratificar un program a de seguridad


frente a la violencia, estaba m ovilizando literalm ente la «hacienda de
la Santa M adre Iglesia y de todo el reino».24 Estas m anifestaciones de
orden público, que en esta época cuentan con num erosos testim onios,
eran tanto el cauce de expresión del concepto tradicional de goberna­
ción com o los heraldos de una nueva noción de estado. N adie habría
podido sospechar que el orden público como tal tendría que ser resca­
tado en el siglo xi¡. Y sin em bargo, necesitaba desesperadam ente que
alguien lo respaldara.

L a PROCURA DEL SE Ñ O R ÍO Y LA N O B LE ZA

Por esa época, tanto el significado del orden público como el de las
realidades del poder habían experim entado una profunda transform a­
ción. Esto m ism o se exponía antiguam ente diciendo que el feudalism o
acabó por destruir al estado. Si supiéram os en qué consistía el «feuda­
lismo», quizá conviniésem os en que esta afirmación resulta aceptable,
pero el auténtico problem a de esta desacreditada form a de explicar la
situación radica en el hecho de que las propias instituciones asociadas
con el concepto de feudalism o, según aparecen en los escritos de dis­
tinguidos académ icos — pienso en térm inos com o los de señorío, vasa­
llaje y feudo— , eran en su origen elem entos d e , y factores p a r a , la
sustentación del régim en m ism o que supuestam ente habrían acabado
por subvertir.25 Desde luego, es posible que este tipo de cosas cam bia­
sen con el tiem po. Este es uno de esos casos en que resulta posible en­
contrar opiniones favorables a dos posturas contrapuestas. El rey
Atelstan de Inglaterra pensaba que se atendía m ejor a la justicia si los
hombres se som etían a un señor; y difícilm ente cabría considerar sub­
versivo que los reyes y los obispos m antuviesen económ icam ente a los
caballeros, com o ocurrirá en Reim s hacia el año 935 y en las ciudades
lombardas una generación m ás tard e.26 En la M arca hispánica, así
como en la Italia im perial, la tenencia condicional de tierras — frecuen­
temente denom inadas «feudos»— era de índole fiscal, naturaleza que
conservaría durante m ucho tiempo; es decir, se trataba de concesiones
otorgadas a cam bio de la prestación de un servicio adm inistrativo de
carácter público. Los vizcondados y los «honores» de la A quitania de
principios del siglo xi podrían describirse com o tenencias condiciona­
60 1 A CRISIS DLL SIG LO XII

les.27 Las relaciones de señorío y dependencia m odificaron callada­


m ente el viejo régim en de la propiedad doíada de garantías públicas,
quizá de m odo más profundo en las tierras septentrionales, pero pro­
gresivam ente en todas partes.
Si pudiéram os saber ias causas de esta transform ación, alcanzaría­
mos a determ inar con m ayor exactitud cuándo se produjo. La dificultad
estriba en que nuestras fuentes m uestran un desfase respecto de las
realidades a las que (im perfectam ente) apuntan. C uando Burcardo de
W orm s define a! fin el estatuto legal del laicado en tom o al año 1020,
habla de «quienes presiden, com o los em peradores, reyes y príncipes»
y de «quienes se hallan sujetos a su ¡mperiurn».2í) Esta es una perfecta
descripción del antiguo orden público y del poder oficial. Sin embargo,
da la im presión de que los cargos de esos notables tienen ya por esta
época un carácter más próxim o de lo cerem onial que de lo administra­
tivo. En los concilios y tribunales del siglo x se conservan algunos
vestigios de docum entación oficial, ya que ni siquiera han llegado has­
ta nosotros restos de ias acciones que se realizaban rutinariam ente por
delegación.30 Esta situación apenas resulta m ejor que la que nos obliga
a conjeturar que los m ayordom os y los adm inistradores de las tierras
sujetas a un régim en fiscal o constituidas en heredad tenían la obliga­
ción de dar cuenta de sus servicios a los reyes, los condes, los obispos
o los m onjes;3' y es poco probable que las funciones de im portancia
superior a las anteriores, que tendían a adquirir carácter hereditario
— las de los senescales o los cham belanes, por ejem plo— , conservasen
esa sujeción y se viesen abocadas a la exigencia de responsabilidades.
Este tipo de personas com partían el poder patrim onial y se hallaban
expuestas a la constante tentación de apropiárselo.
No hay duda de que esta conducta no era una novedad en el siglo x.
Sabem os que los condes carolingios tendían a pasar por alto ia distin­
ción entre los ingresos derivados del ejercicio de un cargo y los debidos
a rentas de propiedad, una tendencia que resulta com prensible en las
sociedades agrarias, ya que en ellas solía haber escasez de m onedas
acuñadas. Y es más, los derechos públicos ya se identificaban por en­
tonces — de hecho, venía haciéndose desde el período tardío del im pe­
rio rom ano— con el patrim onio regio. Sin em bargo, los registros del
siglo IX nos perm iten observar que se entendía perfectam ente bien la
diferencia entre los títulos regios de índole fiscal y los derivados de
la propiedad, ya que era frecuente tener que defender a los primeros de la
1..A 1.1 ) A D 1)1:1. S L Ñ O R Í Ü (8 7 5 -1 1 5 0 ) 61

amenaza de usurpación de los segundos. Esta distinción se diluirá en


épocas posteriores. Los últim os reyes carolingios lucharán denodada­
mente por preservarla, pero sin éxito. En el año 877, C arlos el Calvo se
aseguró el respaldo de su expedición final perm itiendo que tanto los
hijos de los condes com o los de los vasallos del rey heredaran la tenen­
cia de sus padres, una norm ativa que de hecho difum inó las diferencias
entre las tenencias m otivadas en causas fiscales (o públicas) y las deri­
vadas de un acta de propiedad. Y cuando posteriorm ente su hijo Luis II
de Francia, el Tartam udo, trató de aplicar los antiguos privilegios para
poder disponer de los beneficios, se vio obligado a desistir ante el le­
vantamiento de los potentados.3- En las generaciones siguientes, el ca­
rácter hereditario de los condados y los honores a ellos vinculados pasó
a ser cosa norm al en m uchas regiones, aunque no en todas partes: en
Alemania, A ragón y Navarra hubo resistencias a ese cam bio hasta fina­
les del siglo xi, y en León e Inglaterra en períodos incluso posteriores.
Sin em bargo, incluso en esos territorios lo que determ inó el desenlace
de la cuestión fueron los im perativos del señorío regio, no los de la
gobernación. Nadie renunciaba al relum brón de los altos cargos, pero
el poder se vinculaba ahora a la tenencia de fincas arrendadas y a la
posesión de tierras en régim en de cuasi propiedad. Sin dejar de consti­
tuir una esfera de orden público, los reinos habían quedado convertidos
en una red de señoríos partícipes de la riqueza patrim onial.
La búsqueda de este lipo de fortuna constituirá una fuerza dinám ica
en los siglos posteriores a la era carolingia. Resulta fácil concebir este
período en térm inos económ icos, y ésta es la razón de que los historia­
dores hayan interpretado con tanta frecuencia que la feudalización vino
a suponer un fenóm eno de carácter com petitivo, cuando no de índole
cuasi m ercantil — es decir, un esfuerzo encam inado a acum ular feu­
dos— ; y éste es tam bién el m otivo de que en época reciente un acadé­
mico haya optado por resaltar la faceta por la que las tenencias condi­
cionales se vinculan con la propiedad.13 Lo que habitualm ente se ha
pasado por alto es que las tenencias de todo tipo, incluyendo las deriva­
das de la concesión de derechos fiscales, no sólo im plicaban una parti­
cipación en la riqueza de un señorío mayor, sino que constituían inva­
riablemente señoríos por derecho propio. Y es precisam ente el señorío
lo que más nos aproxim a a la experiencia vital del poder en los siglos
posteriores a C arlom agno. Esto no se debe a que la razón de ser de to­
dos los señoríos estribara en la im posición de una fuerza coercitiva
62 LA CR IS IS DEL S IG LO XII

personal; buena parte de la sociedad terrateniente, com o siem pre ha


sucedido en todas las épocas, estaba sin duda integrada por propieta­
rios que ejercían su poder de fonna im personal. No obstante, hay bue­
nas razones para suponer que la m ayor parte de los nuevos señoríos que
se m ultiplicaron con el crecim iento dem ográfico de los siglos X y XI
nacieron con la doble intención de disponer de poder sobre la gente y
de m ovilizar riquezas, ya fuese por m edio de la explotación de los be­
neficios que perm itían los arrendam ientos o de la im posición de adua­
nas protectoras o judiciales, y, en todo caso, lo que im pulsaba a estos
señoríos de reciente creación era la aspiración a una más elevada posi­
ción social, lograda p o r m edio del m ando y la coerción.
La im portancia del señorío reside en el hecho de que las realidades
hum anas del poder eran inseparables de él — esto es. la capacidad de
m ando, el hom enaje, la petición de cuentas, la coerción y la violen­
cia— . Pocos habrán envidiado a las gentes que no contaran un señor en
la época que nos ocupa. Si los pastores y pequeños propietarios de los
valles pirenaicos apenas tuvieron contacto con el p o d e r— y de hecho
ellos m ism os no poseían ninguno— , hay que decir que se hallaban ex­
puestos, al igual que la m ayoría de los cam pesinos, a las devastadoras
incursiones que podían efectuar las fuerzas arm adas de cualquier señor
y que podían borrarles del mapa. En torno al siglo x, el señorio parecía
tan natural com o venerable. Se basaba en una teología de la desigual­
dad arraigada en una antigua cultura de dom inación del paterfam ilias,
de sum isión a la autoridad y de servidum bre. Ya en los Salm os, con sus
cantos de dócil plegaria a Dios nuestro Señor, se encontraba expresado
claram ente el fundam ento necesario para poder concebirlo en términos
personales y afectivos; y en esos m ism os textos quedaba igualmente
claro, com o se observa en el Evangelio según san Juan (1 5 ,1 5 ), que un
fam iliar señorío sobre los «am igos» resultaba preferible a la sujeción
del siervo, dado que éste «no sabe lo que hace su amo». Ya el señorío
de la Antigüedad, com o la m orada de Dios, poseía num erosas m ansio­
nes, m ansiones que iban desde el ám bito político — com o en la divina
dom inación territorial y nacional (Salm os, 102, 22)— al arbitrario y
penoso som etim iento de los esclavos que aparecen m encionados en los
Evangelios y en el derecho rom ano.
Lo que contaba en la Edad M edia era que tendían a confundirse
entre sí las distintas m odalidades de señorío — fundam entalm ente la de
carácter protector (o fam iliar) con la de corte arbitrario— . Esto ocurría
LA E D A D DEL S EÑ O RÍO ( 8 7 5 - 1 1 5 0 ) 63

a pesar de que, desde época muy tem prana, el señorío se asim ilara al
desempeño de un cargo público. A partir del siglo iv, el título de em pe­
rador quedó «personalizado y abiertam ente vinculado a una dinastía»:
un cronista habla de «nuestro señor Flavio», y añade que «todo el pue­
blo se hallaba en situación de inferioridad ante el amo [dominus], pala­
bra con la que se alude al jefe de una casa y al dueño de los esclavos».
De este m odo, en torno al siglo vi, san B enedicto se referirá al abad
diciendo que se le daban «los nom bres de señor y abate, porque se cree
que actúa en representación de C risto».34 Estas nociones del señorío
promovían la hum ildad com o virtud colectiva expresada en form a de
sumisión, virtud que, en un acto célebre, vino a recalcar el papa G rego­
rio M agno al adoptar el título de «siervo de los siervos de Dios». Sin
embargo, la experiencia de las hordas guerreras tribales dio pie a una
tradición que com prendía de m odo distinto el poder vinculado con los
lazos afectivos. En este caso, la dinám ica descansaba en el hecho de
que los seguidores de un jefe, pese a estar im buidos de am bición y co­
dicia, participaban de una relación que venía a desem bocar en las vir­
tudes asociativas de la largueza y la lealtad. Este tipo de conducta soli­
daria, que se m ostró de forma a un tiem po m anifiesta y aborrecible en
los estragos de los vikingos después del año 850 aproxim adam ente,
hizo surgir tam bién ideas de honor y fidelidad com o las que aparecen
expresadas en los «cantares» de M aldon y Roldán.
Por consiguiente, hacia el siglo IX podem os decir que la experiencia
del señorío se vivía en am plias zonas y de m odos diversos. Los histo­
riadores distinguen acertadam ente entre el paternalism o eclesiástico, la
explotación patrim onial (seigneitrie, concepto que con frecuencia se
considera inexistente en Inglaterra), el señorío de dom inación feudal
de los vasallos, etcétera. No resulta difícil com prender por qué los se­
ñores sobrados de patrim onio podían recibir con los brazos abiertos los
servicios de todos aquellos que anduvieran en busca de respaldo para la
materialización de sus hazañas y su am bición. Lo que no se com prende
tan bien — y quizá incluso se m alinterprete— es que el señorío em pe­
zaba por entonces a convertirse en una realidad cada vez más sobresa­
liente, y que su avance se producía a expensas de toda una serie de
vínculos con las cortes y los ejércitos regios. En opinión de un hagió-
grafo flamenco que escribe en torno al año 900, parece que la m ayoría
de los hombres de cierta posición (la palabra que él em plea es «noble­
za») se habian supeditado a unos am os a los que tenían obligación de
64 LA CR ISIS DLL SIG LO XII

seguir — y a los que, es m ás, nuestro cronista llam a «queridos seño­


res», dando a entender así que el carácter de esos lazos era de orden
afectivo— , con lo que no quedaban sino unos pocos individuos con el
suficiente patrim onio como para evitar verse obligados a encom endar­
se a alguien y no tener que responder sino ante las eventuales «sancio­
nes públicas».35 A proxim adam ente por la m ism a época, y según san
Odón de Cluny, que redacta sus escritos una generación después, los
príncipes habían em pezado a aprovecharse del perturbado «estado de
la república» para im poner su señorío a los «vasallos del rey», uno de
los cuales era el conde G erardo de Aurillac, que parece haber resistido
la presión a la que se le quiso som eter. ’6 De este m odo, en las tierras
francas occidentales com ienza a verse una doble dinám ica en la que los
individuos dotados de m enor poder buscan la rem uneración de sus ser­
vicios m ientras los potentados, por su parte, se esfuerzan en reorgani­
zar el poder territorial im poniendo lazos de lealtad a una élite subordi­
nada. Pese a que las pruebas de estos procesos — que se efectúan ai
m argen del orden jurisdiccional— sean muy inadecuadas, parece razo­
nablem ente claro que se estaban m ultiplicando los señoríos de todo
tam año y condición. El obispo Raterio de V erona (fallecido en el año
974) lam entaba la nueva e insistente recurrencia del apelativo sénior,
ya que eso parecía venir a justificar la aceptación del predom inio de
unos hom bres sobre otros, algo contrario a las afirm aciones patrísticas
de la igualdad ante Dios. Dios había dictam inado que los hom bres ejer­
ciesen un dom inio sobre los anim ales, no unos sobre otros; y sin em­
bargo, los acontecim ientos habían evolucionado de tal m odo que ahora
la gente suponía que la dom inación del m ism o Dios se ajustaba a las
form as de sojuzgam iento de los propios hom bres, asum iendo así un
com portam iento m arcado por la envidia de los beneficios ajenos, la
avidez de poder y posesiones, y el engrandecim iento derivado del libre
curso de la codicia y la am bición.37
No debería sorprendernos que el obispo Raterio juzgue con tan mo-
ralizadora severidad el señorío laico. En su época, los pequeños seño­
res y los castellanos de Italia, Lotaringia y las tierras francas occidenta­
les se m ostraban cada vez m ás proclives a la prom oción personal y la
violencia. Raterio tam bién fustigará la insidiosa pugna por la obtención
de señoríos que observa entre los canónigos de V erona.3s Sin em bargo,
no puede decirse en modo alguno que rechazara la realidad del señorío,
que em anaba de Dios. Exhortaba a los señores a disciplinar a sus sier­
i \ i. d a d d í:i. s h ñ o r í o ( 8 7 5 - 1 1 5 0 ) 65

vos por m edio de la paciencia, no de la cólera, e instaba a los criados a


mostrarse leaim ente sum isos. Sus cartas nos m uestran que acostum bra­
ba a interactuar con los señores prelados y los señores príncipes, y que
se dirigía a ellos con la obsequiosa retórica característica de la hum il­
dad clerical; dichas cartas suponen un interesante contraste con la nada
señorial fam iliaridad de vocación clásica que se m anifiesta un siglo
antes en las de Lupo de Ferrieres, w En todo el cuerpo clerical se gene­
ralizará a lo largo de las generaciones anteriores a la Q uerella de las
investiduras un discurso respetuoso en el que se plasm a una sum isa
disposición de servicio, un discurso que se verá alentado adem ás por la
ininterrumpida tradición de predom inio del clero en los concilios. Los
obispos y los sacerdotes que supervisaban el com portam iento moral
vigente en el creciente núm ero de parroquias y altares habían sido edu­
cados en m edio de la liturgia propia de los m onasterios y las catedrales
—unos ritos cerem oniales extraídos de los salm os, los evangelios y las
epístolas, textos todos ellos dedicados a a la b a ra Dios nuestro señor— ,
y encontraban en las parábolas una prefiguración conceptual de las fun­
ciones señoriales y de las m ayordom ías.
Estas ideas, que gozaban de una am plia difusión y de un profundo
arraigo, se reflejaban en las actitudes y los procedim ientos característi­
cos de la dem anda de favores y la prestación de servicios. Al elevar una
súplica a un gran señor a fin de que éste les concediera la m erced solici­
tada, las personas escenificaban su sum isión— es decir, venían práctica­
mente a representarla al m odo teatral— . «Postrado a nuestros pies y
envuelto en lágrim as», escribía en el año 971 el papa Juan XIII, el conde
Borrell de Barcelona «nos rogaba» que concediésem os la condición de
villa al obispado de Vic.4ü Una generación más tarde, el conde Bucardo
de Vendóm e se esforzará en convencer al abate M aiolo de Cluny de que
asuma la tarea de reform ar la vida m onástica en Saint-M aur. «U na y
otra vez se postró a los pies del santo varón», dice la crónica, «solicitan­
do que se aceptara la inclinación [ajfectus en latín] de su deseo. A bru­
mado por las m uchas preces del venerable conde», M aiolo accederá a
concederle lo pedido. Unos dem andaban favores, otros un dictam en; y
el señor prelado o el señor príncipe actuaban o reaccionaban con interés
—aunque tam bién con pasividad— . El señor, de la clase que fuera, es­
taba facultado para m ostrarse obstinado, pero el ritual que hacía visible
esta m odalidad de señorío vinculado al ejercicio de un cargo era la ex ­
presión de la rectitud de una cultura cuasi bíblica.41
66 LA CR ISIS DHL S IG LO XII

No todos los señoríos estaban a la altura de la dignidad de esta ex ­


periencia, com o verem os. No obstante, esta realidad difícilm ente podrá
restar valor a la suposición que aquí nos ha llevado a considerar que
dicha conducta poseía un carácter norm ativo capital en las sociedades
cada vez m ás populosas de los siglos xi y xn. Es probable que el m ode­
lo del gracioso señorío m erecedor de una hum ilde o reverencial actitud
de sum isión influenciara la construcción de una clientela de vasallos en
los m ás elevados peldaños de la jerarquía aristocrática, com o sin duda
ocurrió en el caso de las congregaciones de benedictinos reform ados.
«La esencia del rito de hom enaje», escribe F.-L. Ganshof, «era la total
entrega personal (traditio) de un individuo, que de este modo se ponía
en m anos de otro».42 Debió de ocurrir necesariam ente con gran fre­
cuencia que, para hacerlo, los vasallos se arrodillaran ante los señores,
com o vem os en las lám inas que se han conservado en el L ib e r/e n d o ­
nan m aior de C ataluña. Pero tam bién debieron de repetir ese m ism o
gesto los cam pesinos, aunque sepam os m ucho m enos de las form as en
que éstos pudieran haber efectuado ese acto de respeto en fechas ante­
riores a las postrim erías del siglo xn. época en que el fenóm eno del
hom enaje servil, com o se aprecia en la región de la Tolosa francesa,
presenta todo el aspecto de ser un préstam o cultural que se realiza a
im itación de lo observado en las capas sociales superiores.43 Aun así,
podem os sospechar que la sum isión gestual guardaba relación con la
experiencia cristiana de la oración, ya que por medio de ella se prom o­
vía en el conjunto de la sociedad una actitud de hum ildad derivada de
la dependencia. Es posible que esto dificultara en algunos casos la pro­
m oción personal de los señores. Y es que a pesar de que el moralista
Pedro el C antor (fallecido en el año 1197) afirm ara im plícitam ente que
los postulantes debían arrodillarse ante los tiranos — esto es, ante cual­
quiera— , lo cierto es que, en general las reflexiones que hace acerca de
los rezos resultan interesantes porque nos m uestran que la virtud de la
hum ildad, tan plausible ante Dios y sus siervos oficiales, podía m en­
guar frente a personas de m enor rango al entrar en juego m otivaciones
m enos ele v a d a s44
Esta es la razón de que los nuevos y pequeños señoríos sean im por­
tantes para com prender la historia del poder en el siglo y pico que va de
los años anteriores al 1100 a un período que se extiende ligeram ente
después del 1200. Esta proliferación de señoríos es uno de los aspectos
de la expansión dem ográfica y de la inm ensa m ultiplicación de los cas­
LA FDAD DEL SEÑORÍO ( 8 7 5 - 1 1 5 0 ) 67

tillos, y no hay duda de que llegaron a ser m ás num erosos que los nue­
vos centros de m ando presentes en las com unidades que se hallaban en
proceso de expansión. C onsiderados com o protectorados, debieron de
resultar aceptablem ente funcionales, aunque es m enos frecuente tener
noticia de la existencia de buenos señoríos que de señoríos problem áti­
cos. ¿Y qué sucedió con las obligaciones públicas de los arrendatarios
libres de los nuevos patrim onios m onásticos, com o los de! M onte
Saint-M ichel o Cluny? Aún es m uy poco lo que sabem os acerca del
incremento del núm ero de señoríos laicos benévolos. José Ángel G ar­
cía de Cortázar dice que la difusión de la palabra sénior entre las tierras
de C ataluña y G alicia vino a cubrir com o un m anto la totalidad de la
España cristiana 45 Lo m ism o puede decirse de la O ccitania posterior al
año 970 aproxim adam ente. La voz sénior no sólo hace referencia a la
dominación m ilitar o personal, sino que tam bién designa a los indivi­
duos de m ás edad en el seno de los grupos fam iliares o ascéticos, así
como a los delegados del poder regio. Los m onjes de C luny, junto con
los de otros m onasterios benedictinos eran séniores', en Polonia, se de­
cía que el duque B oleslao I había dado a sus obispos la consideración
de «señores» (dom ini).4ñ En Navarra y Aragón, a partir de finales del si­
glo x, acabó dándose la denom inación de sennores a los asistentes del
rey, nom bre que poco después pasaría a convertirse en un apelativo
utilizado para denotar el disfrute de una posición de élite. El hecho de
que en tom o al año 1060 los caballeros de la región de V endóm e aso­
ciaran su nom bre a los topónim os de la com arca indica el surgim iento
de nuevas reivindicaciones de señorío basadas en elem entos que no se
limitaban a la posesión de propiedades rústicas.47
¿Podem os afirm ar que la gente vivía contenta hallándose som etida
a sus señores; es decir, sujeta a aquellos de quienes no ha quedado
constancia de pesar? Si pensam os en prim er lugar en las m asas cam pe­
sinas, ¿no cabe entender que el am paro de un señor suponía habitual­
mente para ellos un «buen trato»; protección frente a las fuerzas dañi­
nas de un m undo en descom posición a cam bio de servicios y pagos
consuetudinarios? No hay duda de que m uchos señores desem peñaban
un papel positivo; y en el caso de los hom bres que habían tenido la for­
tuna de poder em puñar las anuas o de haber sido ordenados, aún parece
más probable que su fidelidad sirviera para garantizarles com o contra­
partida el favor de aquellos señores que tuvieran propiedades o conce­
siones que ofrecer. Esos hom bres, los dom inados, expresan un gran
68 L A C R IS IS D L L S IG L O X II

número de quejas — y conocen innumerables conflictos— , aunque son


comparativamente pocos ios lamentos que, motivados por el compor­
tamiento de los señores, hayan llegado hasta nosotros en forma escrita.
Entre los amargos recuerdos del obispo Roberto Bloet se cuenta uno
que le lleva a observar que el rey Enrique I de Inglaterra «no elogia
sino a quienes desea aniquilar por completo», lo que hace pensar que
ese estado de cosas debió de constituir un tema familiar en las cortes de
los señores príncipes.48 Nunca llegaremos a saber si las inmensas lagu­
nas que existen en los archivos que se han conservado nos ocultan toda
una serie de experiencias normales del poder, experiencias que se con­
trapondrían a las que s í resulta posible documentar. Este problema re­
correrá una y otra vez el debate aquí expuesto. Sin embargo, dos consi­
deraciones se muestran desde el principio contrarias a toda tentación
que pueda inducimos a suponer que los casos que nunca nos será dado
conocer en relación con los modos de dominación pudieran haber sido
siquiera mínimamente más benignos que los que han quedado debida­
mente consignados por escrito. En primer lugar, el número de campe­
sinos era notablem ente superior al de caballeros en este turbulento
mundo poscarolingio, lo que significa que había mucha más gente sus­
ceptible de ser explotada que personas en la situación opuesta. Y en
segundo lugar, el modelo de señorío que predomina en todo ei período
que abarca este libro responde a lo que podría denominarse el modelo
«servil». En términos conceptuales, el señorio se asociaba con la domi­
nación de un conjunto de siervos, un sometimiento arbitrario que debia
sufrirse pacientemente y que d e s d e l u e g o no estaba pensado para gene­
rar disfrute. En 1075, el papa G r e g o r i o V I I trató de distanciarse perso­
nalmente de un lugar común al exhortar al duque Géza de Hungría a
mostrar una leal obediencia diciéndole que la sumisión al señorío papal
era similar al de los «hijos», no al de los siervos (serví).49

Obiigación, violencia y desorganización

Lo que hacía que esta idea fuese vox pop u li era el hecho de que en
los siglos x y xi la vivencia humana del poder viniera abrumadoramen­
te determinada por la experiencia de los terratenientes en su trato con la
creciente población de campesinos y urbanitas desprovistos de todo
bien, salvo el de su fuerza de trabajo. Y estamos hablando de señoríos
LA I DA!) DLL SliÑOKIO ( 8 7 5 - 1 1 5 0 ) 69

que también se incrementaban, aunque se parecieran muy poco a los


antiguos señoríos integrados por reyes, príncipes y obispos. La prolife­
ración de castillos, caballeros y tenencias condicionales — por cierto,
también en manos de caballeros- adquirió en muchas partes de Fran­
cia y del Mediterráneo las dimensiones de un fenómeno explosivo. Lo
que había comenzado con la simple colocación de guarniciones en los
viejos castillos de algunas regiones vulnerables a los ataques externos,
como la Provenza o la Lotaringia, se amplificó en todos aquellos luga­
res en que las antiguas aristocracias perdieron el control de la construc­
ción de baluartes. «La característica original del siglo X», escribe Ro-
bert Fossier, «radica en el modo en que Europa acabó erizándose de
f o r t a l e z a s . y pese a que la colaboración entre los arqueólogos y los
historiadores en este campo sea aún reciente, se observa ya con clari­
dad que las nuevas fortificaciones se multiplicaron en oleadas que, pro­
cedentes del sur, fueron ascendiendo hacia el norte. En la Provenza se
erigieron más de un centenar de castillos en el siglo que media entre el
año 930 y el 1030, y en el Macizo Central francés se edificaron más de
ciento cincuenta en el medio siglo posterior al año 970.51 En el Anjeo y
en Normandía la fecha en la que comienza esta propagación — aunque
menos frenética— se sitúa en torno al año 1030; en Inglaterra y en
Sajonia (que no obstante experimentan un crecimiento distinto) el ini­
cio se fija después del año 1066; y en León se observa con posteriori­
dad al año 1 109. Cada uno de estos castillos, por no decir cada uno de
los feudos que dependían de él, constituía un señorío, o (en el caso de
los castillos) un conjunto de señoríos. En Cataluña, el propietario de un
castillo y el arrendatario {casita) eran por lo com ún personas diferen­
tes, cada una de ellas investida de derechos particulares.52 No todos los
castellanos eran advenedizos, y sin embargo muchos, incluso aquellos
que realizaban, aunque en forma residual, las labores propias de una
jurisdicción pública, sintieron la tentación de generalizar su dominio
sobre el personal que dependía de ellos (o se vieron obligados a hacer­
lo), tuvieran éstos la posición social que fuera. Por consiguiente, las
primeras transformaciones del hábitat rural se vieron seguidas de la
militarización del poder, ya que éste quedó en manos de un creciente
número de jinetes armados, hombres que se veían forzados, debido a su
reciente y precaria solidaridad — fundamentalmente en las zonas acci­
dentadas de incipiente fortificación, pero también en los alrededores de
los castillos urbanos colindantes con fértiles extensiones de tierras pa­
70 LA CR ISIS DEL S IG LO XII

trimoniales— , a imponer por el temor su nuevo dominio a los cam pe­


sinos y a extender a los trueques rurales este gobierno basado en la in­
timidación.
N o debe subestimarse el impacto de este fenómeno, al que se ha
dado el nombre de «revolución feudal». Por más problemático que re­
sulte el concepto, alude sin la menor ambigüedad a la enorme y dem os­
trable multiplicación de señores y feudos laicos (fe u d a ,fe v a ), prolifera­
ción que se produce entre los años 950 y 1 150. Tarde o temprano, este
cambio habría de transformar el mapa del poder prácticamente en todas
partes. Sometió a miles de campesinos al señorío de unos amos caren­
tes de título nobiliario, muchos de los cuales trataron de imponerles
obligaciones serviles; y para miles de personas más — las asentadas en
las viejas heredades pertenecientes a la antigua aristocracia y a la Igle­
sia— la proximidad de unos caballeros desprovistos de riquezas y resi­
dentes en amenazadores castillos demostró ser una dura hipoteca. Des­
de luego, no todo resultaría desabrido o violento en esta época de
crecimiento cuando remitieran ¡as incursiones externas. Estaba sur­
giendo, como veremos, un nuevo mundo fundado en un orden público
aristocrático. No obstante, tan engañoso sería minimizar el problema
del desorden como exagerarlo, aunque es claro que los que vivieron en
esa época lo percibieron así, como tal desbarajuste. Las realidades ele­
mentales del poder en la era del señorío se resumen con un par de tra­
zos: hombres armados en los castillos o en sus inmediaciones — y en
cantidades crecientes en ambos casos— , y abundantes tentaciones de
obligar a los sometidos mediante el uso de la fuerza.
Pero examinemos los pormenores de esta exposición de los hechos.
Dos son los problemas de interpretación que se han presentado: en pri­
mer término, el de determinar si podemos aceptar o no que la violencia
motivada por la ambición y conducente al empleo de vias coercitivas
— y que con tanta frecuencia aparece en las fuentes escritas— constitu­
ye una representación plausible de «lo que sucedió»; y en segundo lu­
gar, el de decidir si el hecho de que las pruebas indiquen que los siglos
x y XI estuvieron presididos por la «violencia» y el «desorden» viene
efectivamente a señalar la aparición de un cambio histórico rupturista
o puede llegar a considerarse incluso indicio de una transformación
revolucionaria.51 Resultaría útil tener presentes ambos problemas, sin
confundirlos. Lo que parece más allá de toda discusión es que la gente
que vivía en los núcleos territoriales del antiguo reino franco occiden­
LA E DAD DEL S EÑ O RÍO ( 8 7 5 - 1 1 5 0 ) 71

tal a finales del siglo x hablaba de la violencia, la coerción y el desor­


den como de otros tantos azotes manifiestos y deplorables. «Mientras
la justicia duerme en el corazón de los reyes y los príncipes», escribe el
cronista de la abadía de Mouzon refiriéndose a las condiciones en que
se encontraba la diócesis de Reims en la década de 970, «los hombres
fuertes se levantan contra [el arzobispo ... y] comienzan, cada uno se­
gún sus medios, a engrandecerse por su cuenta».54 En el año 987, el
célebre m aestro y abate Gerberto de Aurillac lo expresará de este
modo: «Es una gran temeridad ocuparse en estos días de los asuntos
públicos. Porque no hay duda alguna de que en esta esfera quedan con­
fundidas las leyes divinas y las humanas debido a la enorme codicia y
depravada demasía de los hombres y a que sólo dan carta de legitimi­
dad a cuanto por su rapacidad y su fuerza logran arrancar corno bestias
salvajes».55
En estos testimonios, lo que define al viejo orden del poder es su
quebrantamiento. Ser expulsado de la abadía en la que uno se hallaba,
como creía Gerberto que acababa de ocurrirle, o de las tierras que uno
trabajaba, no era un acto de simple violencia, sino una violación de las
normas. Y en los textos, los transgresores aparecen presentados como
señores obsesionados con el engrandecim iento personal, además de
provistos del suficiente poder coercitivo como para imponer su volun­
tad. Acostumbraban a infringir las leyes: asi se afirma explícitamente
de los «tiranos» de Borgoña tras la muerte de Ricardo el Justiciero en
el año 921, al tiempo que se evoca la ausencia de un «rey» o un «juez
dispuesto a oponerse, con sanciones de auténtica justicia, a la maldad
de los hombres im píos».56 Horrorizados por los saqueos de los vikin­
gos, los sarracenos y los rebeldes carentes de cualquier título nobilia­
rio, los cronistas exponen un panorama de agravios explícitamente vin­
culados al orden y al recurso legal, o a su fracaso. Sus excesos retóricos
difícilmente podrian ocultar el hecho de que en las tierras francas se
tuviera la impresión de que el orden y la justicia regios se hallaban en
proceso de descomposición.
En las denuncias de intención moralizante queda menos claro lo
que se entiende por experiencia humana del poder. Esto se debe a que
los medios violentos empleados por los transgresores eran una práctica
corriente, habitual: como el recurso a la fuerza bruta adoptaba formas
que ya habían impregnado notablemente la vida social, esa práctica de
la violencia llegó a considerarse parte integrante del antiguo orden. La
72 L A C R IS IS D H L S IG L O X II

guerra era violenta por definición, no sólo por los choques armados o
las tomas de las ciudades o plazas, sino especialmente por las requisas,
las exigencias de abastecimiento de víveres y forraje para hombres y
caballos, y la devastación de los territorios enemigos. En el año 945,
los aliados normandos del rey Luis IV de Francia atacaron al duque
Hugo el Grande en el condado de Vermandois, asolando las cosechas,
apoderándose de las aldeas o entregándolas a las llamas, y violentando
las iglesias; en el año 947 un caballero saqueó los villorrios arzobispa­
les de Reims partiendo de su cuartel general, sito en un castillo recién
construido junto al Marne.57 Del mismo modo, la violencia era también
normal en las rencillas de sangre, un sistema de venganzas consuetudi­
narias que hundía sus raíces en el derecho hereditario y en los lazos
familiares. La única esperanza de las autoridades públicas estribaba en
lograr encauzar de algún modo esas enemistades a fin de limitar el pe­
ligro que podían representar para terceras personas inocentes. Como
escribe Marc Bloc, «los odios mortales que engendraban los vínculos,
de parentesco se cuentan sin duda entre las principales causas de aquel
generalizado desorden».511La costumbre de tomar venganza obedecía a
una dinámica o lógica propia: si se desataba no podía estimular sino
una serie de impulsos tan destructivos y calamitosos como los que aca­
so hubieran dado lugar en su día a la pendencia. Sin embargo, la vio­
lencia podía adoptar formas distintas: por ejemplo las de la coerción, la
exacción fiscal o la extorsión. No todas estas conductas opresivas vio­
laban las normas sociales. Da la impresión de que las costumbres e in­
cluso los rescates relacionados con la organización militar franca co­
existieron con prácticas muy duras, aunque legales, pese a que
estuviera claro que los clérigos y la población desarm ada necesitaba
protección frente a los excesos de los ejércitos.
En cualquier caso, tanto los hábitos bélicos como las costumbres
vengativas alimentaban las modalidades de violencia predominantes
— la confiscación, la intimidación, la agresión física, el incendio pro­
vocado o la exacción forzosa— . La gente tomó buena nota de lo ocurri­
do en el año 972, fecha en la que una falange m usulm ana apresó al
abate Maiolo de Cluny y pidió un rescate a cambio de su libertad: aque­
llo constituía una peligrosa lección para una sociedad repleta de caba­
lleros pobres.59 Y hay un intemporal patetismo en la representación
bordada en el Tapiz de Bayeux, en el que una mujer y un niño huyen de
una casa a la que unos fornidos miembros de la partida normanda pren­
i .a I'.d a d i m -i . s e ñ o r í o (875-1150) 73

den fuego con antorchas.''" Sin embargo, las habituales brutalidades de


la guerra y la venganza no pudieron haber reorganizado por sí solas el
orden social, ni en las tierras francas ni en ningún otro lugar. Lo más
importante es el modo en que las prácticas violentas terminaron por
afectar a las relaciones de señorío y dependencia. Y es que en este as­
pecto la violencia adquirió un doble aspecto, a un tiempo instrumental
y cotidiano.
Del siglo x nos han llegado relatos de individuos laicos armados
que usurpan las pequeñas propiedades de los cam pesinos a fin de
agrandar sus señoríos o incluso para crearlos. Sin duda habría buenos
señores que brindarían protección a los lugareños dedicados al desbro­
ce de nuevos campos; y sin embargo, de una biografía redactada en
torno al año 940 en la que se representa al conde Gerardo de Aurillac
con aureola de santo por cuidar de sus aparceros y no oprimir a otros
podemos colegir que la mayoría de los señores de la A uvem ia se co m ­
portaban de forma distinta.bl Esos señores contaban en ocasiones con
séquitos de hom bres armados cuya conducta aparece asociada — ya
desde el siglo ix—- a prácticas de «violencia» (i’io/enlia): eran hombres
que tenían parte en los despojos de que se incautaba el señor y que a su
vez aspiraban a poseer feudos o señoríos propios. En este sentido la
«violencia» aparece asociada con los espacios fortificados. En Con­
ques, en la región de Rouergue, los monjes recordaban que el conde
Raimundo 111 (961-1010) había insistido, contra la voluntad del claus­
tro, en fortificar el precipicio suspendido sobre sus cabezas declarando
para ello que su intención estribaba en «imponer su señorío y someter
por su violencia [violentia sita] a todos cuantos descuidaran rendirle la
debida pleitesía»/12 Es razonable preguntarse si esas fueron realm ente
las palabras del conde Raimundo, porque ¿qué señor principal se ha­
bría tomado la molestia de admitir que el propósito de un castillo era
otro que el de la defensa de la región? ¿Y qué señor de segundo orden
se habría atrevido a hablar con tanta franqueza? En muchas regiones de
las tierras francas occidentales los señoríos laicos que no practicaban la
«violencia» — es decir, que no contaban con un castillo— se convirtie­
ron en un elemento anómalo a principios del siglo xi. Más aún, el ca­
rácter práctico del poderío asentado en las fortificaciones influyó deci­
sivamente en la antigua institución de la defensa jurídica laica. Los
monasterios con propiedades extensas o aisladas no tenían más rem e­
dio que terciar en los conflictos generados por la violencia, aun tenien­
74 LA CRISIS DEL SIG LO XII

do esa actitud un potencial coste para ellos. Ya en tiempos de Abón (c.


995) se tiene la impresión de que los letrados actúan violentamente,
como «señores» (dom ini).63
La abrasiva autoafirmación de los castellanos y caballeros se con­
virtió casi en un método de ejercer señorío. Tanto la administración de
los castillos como las relaciones sociales que se desarrollaban en ellos
alimentaban la violencia. Aun en el caso de que las posesiones de un
señor bastaran para mantenerle, el sostenimiento de sus caballeros de­
bió de haberse revelado crónicamente inadecuado. Es por tanto m ani­
fiesto que el espectáculo de unos campesinos prósperos debia de resul­
tar insufrible, y que la competencia por mejorar la explotación de unas
tierras que no obstante escaseaban cada vez más tuvo que convertirse
por fuerza en un factor generador de violencia, aunque también motivo
de iniciativas de colaboración. Y para aquellos que eludieran sus res­
ponsabilidades podía resultar peligroso mezclarse en exceso con los
campesinos. Armados, pretenciosos y pobres, los caballeros se aferra­
ban a sus herméticos recintos pétreos y a sus charlas sobre anuas, ges­
tas, monturas, ataques y súplicas, prefiriendo centrar más sus conversa­
ciones en estratagemas c incautaciones que en ingresos o formas de
administración. La petición de rescates constituyó desde un principio
una de las aplicaciones prácticas de las mazmorras, y de ello nos pro­
porcionan ejemplos notables los golpes maestros de los vikingos y los
sarracenos, hasta terminar transformándose en una técnica tanto seño­
rial com o militar, fácilmente convertible en ganancias m ediante el
chantaje económico.
El ejercicio de un señorío marcado por este tipo de vida era personal
y afectivo: esto es. belicoso y agresivo, pero inestable. Y tendió adquirir
un carácter administrativo en la medida en que comenzó a reivindicar la
facultad de practicar la potestad pública (bam nim ) que durante mucho
tiempo se había venido asociando con los castillos francos. Y no obstan­
te, dado que eran pocos los baluartes de reciente construcción que po­
seían tan honrosa genealogía, lo característico es que el señorío banal (o
seigneurie batíale) obtuviera sus rendimientos de la caprichosa manipu­
lación de las personas carentes de poder. No ha llegado hasta nosotros
prueba de ninguna clase que pueda mostrarnos que la élite castellana
concibiera su señorío en términos normativos, ya que ninguno de sus
miembros ha dejado catastro alguno de sus fincas, y tampoco el menor
rastro de una contabilidad. Todo ocurre como si los siervos compartie­
LA E D A D DEL S H Ñ O R ÍO ( 8 7 5 - 1 1 5 0 ) 75

ran con ellos su actitud depredadora, y cabe pensar que, por su parte, las
correrías venían a reforzar la cáustica inm ediatez de la do m inació n per­
sonal. En térm in os sociales, el objetivo consistía en la procura de un
m ayor rango. U n ic a m e n te los señ ores po dían a c c e d er a la condición
aristocrática, y sólo los nobles podían gobernar: es decir, sólo a ellos les
estaba p erm itido ejercer el p od er de a d m inistrar ju sticia y de dar ó rd e ­
nes, el p o d e r que daba pie a la presun ció n de una elev ad a cuna. Sin
embargo, d os eran las dificultades que se alzaban y torcían esta a sp ira­
ción. Las crecientes m asas de jinetes arm ad os habían hecho todo cuanto
estaba en su m ano para evitar que se les tom ara por campesinos, N e ce ­
sitaban criados, personal depend ien te y suplicantes; debían d o m in a r y
mostrarse protectores. Tenían que reproducir todos los signos de la su ­
premacía del a m o sobre sus esclavos. ¿A caso no eran los rústicos tan
libres co m o ellos m ism os — de no hallarse sojuzgad os— ? Y todo esto
resultaba aún m á s difícil porque existían m uchas probabilidades de que
los cam pesin os adivinaran sus pretensiones, eventualidad qu e tal vez
pueda co ntribuir a explicar los p roleg óm eno s de la T reg ua de D ios d e ­
clarada en el Roselión en la década de 1020.64 A dem ás, los caballeros
compartían con los señores investidos de p od eres regios una segunda
responsabilidad: la de qu e el ejercicio de la au toridad judicial (al m a r ­
gen de la de ám bito local) hubiera e m p ezado a perder todo el ascend ien­
te público que un día poseyera y se estuviera convirtiendo en u n pretex­
to para la e xacción de dinero . N a d a revela tan c la ra m e n te la nueva
difusión del señorío afectivo co m o la aparición de «costum bres» (c o n -
suetudines) a finales del siglo x: esto es, el surgim iento de d em a n d a s
respaldadas m ás po r la existencia de precedentes que por una concesión
regia. En to m o al año 1005, en el co ndado de V end óm e, tanto las co s­
tumbres patrim oniales c o m o las fiscales tenían carácter pecuniario; no
hay signos de qu e los tribunales generaran ingresos, ún ic a m e nte tene­
mos noticia de la existencia del «vicariato» co m o conjunto de «multas»
con las que salir al paso de las transgresiones delictivas. Ni siquiera la
residual co nservación de los pro c e d im ie n to s públicos pudo desviar el
gran m ovim iento de arrastre que conducía al señorío, es decir, que ten­
día a la instauración de un a m oda lid a d de poder patrim onial afectivo de
índole no política y arraigada en la voluntad en lugar de en el consenso.
Se dice que el con de G uillerm o V de Poitiers declaró a Hugo, seño r de
Lusiñán: «vos m e pertenecéis ... y haréis mi voluntad».65 ¿H abría exigi­
do menos a sus c am pesinos cualquiera de estos dos señores?
76 LA CR ISIS DLL S IG LO XII

En resumen, parece más allá de toda duda razonable que la multi­


plicación de los señores laicos, de los caballeros y de los castillos se vio
característicamente acompañada de la práctica de una violencia coerci­
tiva. Por mucho que haya que relativizar estas nociones a fin de com­
pensar las exageraciones y las tergiversaciones interesadas de los mon­
jes y los litigantes, una enorme masa de docum entos probatorios
atestiguan que a partir del año 1150 el señorío fue de índole abrasiva
durante muchas generaciones. ¿Constituyó este fenómeno, en sus ini­
cios, un acontecimiento rupturista, supuso una fractura con el pasado?
¿Cabe considerar incluso, como hemos sugerido más arriba, que vinie­
ra a representar una verdadera «revolución feudal»? A la luz de los re­
cientes debates, tiene uno la impresión de que hoy es posible proponer
mejores respuestas a estas preguntas. Si em pleamos el término «feu­
dal» en sentido metafórico, y si lo definimos de modo que haga refe­
rencia a los feudos, entonces el paso de una situación definida por un
ocasional recurso a la tenencia condicional de tierras pertenecientes al
erario público a otra provista de las características de la Francia recién
distribuida en feudos que observamos a finales del siglo xi constituye,
en efecto, una transformación tan descomunal como la que, en ese mis­
mo sentido, tendrá lugar con el surgimiento de la revolución industrial
en los siglos xvni y XIX. Las nuevas sociedades que vieron la luz, en
regiones cuya extensión superaba con mucho los límites de Francia, así
como el nuevo orden en que pasa a concretarse ahora el poder, forma­
rán la materia que nutra los últimos capítulos. Sin embargo, lo esencial
de las revoluciones se fragua en sus orígenes; han de producirse como
consecuencia de la instigación de individuos subversivos, por no decir
incendiarios; y en el caso que nos ocupa los orígenes de esta (cuasi)
revolución resultan sospechosamente oscuros. Y no sólo eso: quizá
también desordenados, pues el auge de los belicosos señoríos de nue­
vos castellanos en las tierras francas occidentales no fue sin duda más
que la manifestación de una omnipresente y generalizada implantación
de señoríos. Con independencia de la fuerza descriptiva que pueda po­
seer (y es mucho lo que aún ha de decirse sobre el particular), la metá­
fora de la revolución carece de contundencia explicativa.
No obstante, presentar argumentos contra este planteamiento rup­
turista es ya harina de otro costal. Es cierto que a lo largo de los siglos
x y XI no hubo interrupciones en la experiencia del p o d e r — aunque a
veces esa vivencia fuera la de un poder desfalleciente— . Sin embargo,
la i:n ,\n d i -i. s ü ñ o r í o (875-1150) 77

dicha verdad, o pero gru llad a, no nos lleva d e m a sia d o lejos. T o d o en la


historia se ve ininterrum pido. M ás pertinente es el hecho de que desde
el siglo ix en ad elan te haya constantes pruebas del ejercicio de la v io ­
lencia. C on todo, si in d a g a m o s en las fuentes p ara tratar de averigu ar
cuándo y dón de se observa que los c o n tem p o rá n eo s de los hechos fue­
ron conscientes — o co braron conciencia— de q u e se e staba practican­
do una violencia que subvertía el orden social, ve re m o s que surgen dos
respuestas sugerentes. En p rim e r lugar, las e lo c u e n te s d e n u n c ia s de
una generalizada situación de desorden (según lo que nos refieren tanto
el cronista de M o u z o n c o m o G erb erto de Aurillac, citados m á s arriba)
parecen c o in c id ir no sólo con la crisis d in ástica del año 9K7 — en el
transcurso d e la cual los p o ten tado s de la época apartarán bruscam ente
al carolingio C arlo s de Lorena, que aspiraba al trono, fa voreciendo así
el acceso al p o d e r del príncipe H u go C a p e to — ,6(’ sino tam bién con un
conjunto de a c o n te c im ie n to s y sig no s de a gitació n ob se rv ab le s en las
tierras francas carolingias, ya en su período tardío. En segundo lugar, la
más amplia perspectiva histórica de que disfrutaron los m onjes que vi­
vieron en el siglo xn les llevará a co nside ra r que las g e n eracion es que
habían o perado a partir del año 900 a p ro x im a d a m e n te habían constitui­
do un punto de inflexión rupturista que m arcaba la separación entre una
antigua era de p ropietario s libres y de p a trim o n io s protegido s po r un
lado y una é p oca n uev a de señorío y recon stru cción por otro.67 Es p o si­
ble conciliar estas dos perspectivas, ya que en am bas la generación del
cambio de m ilen io (o las situadas entre los años 975 y 1025) actúa en
un m o m e n to crítico en el que ya no resulta posible seguir contenien do
el desorden.
Y será ju s to entonces, en las tierras francas occidentales, cuan do la
antiguas autoridades y sus escribanos c o m ien cen a reflejar en sus textos
el nuevo acontecim iento de la violencia señorial. Las «costum bres» e m ­
piezan a aparecer en registros de todo tipo con posterioridad al año 900,
sin duda d ebido a que las im posiciones que los señores que reivind ica­
ban el derecho a ejercer el m ando obligaban a a su m ir a sus arrendatarios
proliferaban por entonces sin m ás respaldo que el de la fuerza o los p re ­
cedentes. Sin duda, esas exigencias debían de ven ir p ro du ciénd ose ya
desde fechas anteriores a las de los prim eros do cu m e ntos de que dispo ­
nemos sobre las costum bres, pero en esas circunstancias no hay m o d o
de ju stific a r la ex p lo sió n de a lu sio n e s d o c u m e n ta le s. Y ello p orqu e
exactam ente al m is m o tiem po — la p rim e ra serie de concilios progra-
78 LA CRISIS DEL SIG LO XII

máticos se produce entre los años 989 a 10 14— la paz entre las gentes
carentes de armas y el clero quedó sometida al arbitrio de los decretos
religiosos. Instituida por vez primera en el Poitou y en Occitania, la
«Paz de Dios» constituía con toda claridad una reacción contra la vio­
lencia, quizá incluso la prueba de que existía la percepción colectiva de
que ese fenómeno violento estaba empeorando. Y también exactamente
en ese mismo momento, toda una serie de amanuenses de menor dedi­
cación profesional a su labor que sus antecesores, pero más realistas,
comienza a modificar el vocabulario utilizado para categorizar al poder:
se empieza a emplear la palabra miles en el nada clásico sentido de «ji­
nete», junto con un equivalente muy evocador y casi vernáculo: caba-
llarius; y por su parte, la voz dom inus, hasta entonces reservada a Dios,
a los reyes y a los obispos, y más tarde aplicada asimismo a los condes,
comienza a usarse para designar a los dueños de los castillos. También
se hicieron corrientes otras palabras relacionadas con el poder señorial:
potestas, dom m ium , mandam entum (poder, señorío, mando). En modo
alguno ha de considerarse que el nuevo vocabulario de la función seño­
rial fuese siempre de carácter peyorativo, aunque exactamente al mismo
tiempo, una vez más, empezamos a oír hablar de «malos usos» (malee
consuetudinal) * En el Concilio de Le Puy. celebrado en torno al año
994, se denuncian ya dichos malos usos, y posteriormente figurarán de
manera habitual en el sur, y más tarde, después del año 1000, se obser­
varán también en la Champaña, en la Picardía y en la región de Mácon.
Todos estos acontecimientos concurrentes indican que el caballero es el
nuevo tema causante de ansiedad. Los más tempranos ejemplos conoci­
dos de juram ento escrito con vistas al mantenimiento de la paz, como
los que se firmaban en los concilios, o como el célebre Juramento de
Beauvais (c. 1023), exponen con detalle todo el programa de violencia
señorial ai que era preciso renunciar. Con un lenguaje muy gráfico, se
obliga al caballero a prometer que no habrá de irrumpir en los santuarios
con la excusa de tener que hacerlo para proporcionar amparo a alguien,
que no incendiará ni demolerá ninguna vivienda sin buenos motivos
para tal acción, y que no destruirá los molinos ni se incautará del grano
que pueda encontrar en ellos.68

* Es el nom bre que se d aba a las cargas de c ará cte r p erson al (c o n cre ta d as gen
ralm en te en form a d e p re stac io n e s de se rv icio s) que im pusieron los señ o res a los
cam p esin o s, p o r a ñ ad id u ra al pago de las ren tas por las tierras. {N. de los I.)
LA ED A D D E L S E Ñ O R ÍO ( 8 7 5 - 11 5 0 ) 79

Y eso no es todo. La multiplicación de los signos que anuncian


surgimiento de un nuevo poder capaz de actuar enérgicamente y de la
existencia de reacciones que se oponían a él se corresponde con los te­
mores de que la legitimidad de las obligaciones acabara convirtiéndose
en una crisis de lealtad. ¿Dejarían de ser sancionados en el ámbito del
orden público los hombres a quienes se encomendara el disfrute de las
tenencias condicionales? En tom o al año 990, los observadores de los
asuntos regios y eclesiásticos de las tierras francas septentrionales aca­
baron obsesionándose con cuestiones como las de la fe (fides), la fide­
lidad y la traición. Las cartas de Gerberto de Aurillac están repletas de
expresiones de angustia por la constatación del contraste entre su pro­
pia lealtad y la mala fe de otros.69 El relato que hace su protegido, Ri-
querio de Reims, de la entonces reciente historia franca expone una
incesante serie de sórdidas traiciones, algunas de ellas resultado de los
adornos que él mismo introduce en las sobrias narraciones de su prede­
cesor Flodoardo.70 Los prelados cuya fidelidad había resultado crucial
para prom over a Hugo Capeto a la dignidad real no habrían de hacer
más tarde oídos sordos a las acusaciones de traición dinástica; les ho­
rrorizarán las muy sonadas traiciones — ocurridas ambas en el año
991— del castillo de Melun a Odón de Blois y del obispo Adalberto de
Laon al carolingio Carlos de Lorena. Según Riquerio, los miembros de
la guarnición de Melun, al verse capturados, afirmaron que no eran
traidores al rey, sino «hombres fieles» (fideles) a su señor castellano.
Por su parte, las crónicas también sostienen que el conde Odón adujo
que él no era ningún traidor, ya que, según afirmaba, su disputa no le
había enfrentado al rey, sino a un «camarada caballero» (refiriéndose
con ello al rey castellano de Melun).71 En estos casos, la tensión entre
el antiguo orden público y el nuevo régimen de vasallaje estalla en un
conflicto manifiesto: prueba — si alguna se necesitaba— de que los que
vivieron en esa época conocieron dicho dilema. Impregnado de la ideo­
logía teocrática carolingia, es posible que Riquerio haya exagerado la
distinción entre la lealtad pública y la personal. Lo que resulta induda­
ble es que a finales del siglo x se estaban sometiendo a debate en las
tierras francas del norte las opciones que podían considerarse permisi­
bles para los hombres a quienes se hubiera confiado alguna solemne
encomienda. El ascenso al poder del gran duque Hugo, que contaba
con grandes acúmulos de castillos y poseía vasallos propios, no pudo
sino estimular la reorganización de las lealtades en los niveles jerárqui-
80 L A C R IS IS D E L S IG L O X II

eos inferiores y acentuado el problema de los compromisos de fideli­


dad múltiples o contraídos con anterioridad, un problema agravado por
la creciente tentación de considerar preferibles los nuevos beneficios a
los antiguos señoríos.
Hay pruebas aún más contundentes que sugieren que efectivamente
estaban sucediendo estas cosas, pruebas que adoptan la forma de tres
grandilocuentes testimonios: el capítulo que trata de «la lealtad del
rey» en los Cánones de Abón de Fleury, la célebre carta sobre la lealtad
que escribiera Fuiberto de C h am es al duque Guillermo V de Aquitania
en tom o al año 1020, y el Acuerdo (C onvenías) al que llegan, aproxi­
madamente por la misma época, el propio príncipe Guillermo y el cas­
tellano de Lusiñán. Abón describe (a mediados de la década de 990) la
elección de los reyes como un medio justo para garantizar la «concor­
dia del todo el reino», y a continuación insiste encarecidamente en el
derecho que asiste al «ordenado rey» a exigir «que se preste ante él ju ­
ramento de lealtad a su persona, de modo que no salte la discordia en
parte alguna de su reino», y prosigue con la enumeración de los horro­
res que aguardan a los pérfidos que no observen la debida lealtad a los
reyes. Incluso este monje, dedicado a evocar retóricamente el antiguo
orden, parece abrumado por las iitquietudes que recorren su época, ma-
yoritariamente relacionadas con la fidelidad. Este capítulo de Abón nos
ayuda a comprender el testimonio de Gerberto de Aurillac, quien sos­
tiene que Hugo Capeto realizó un especial esfuerzo para asegurarse de
que las declaraciones de lealtad de los prelados y los príncipes tuvieran
efectiva consistencia.72 Lo que estaba e n ju e g o era una cuestión de so­
lidaridad pública.
En el caso del obispo Fuiberto vemos más claramente que las pre­
bendas y las recompensas estaban enlodando las aguas de la buena fe.
Un «hombre leal», escribe (a petición del duque Guillermo), no sólo
«ha de abstenerse de cuanto es malo [sino también] hacer lo que es
bueno» si ha de ser «merecedor de sus propiedades [casamentum]».
Este término, que evidentemente es aquí sinónimo de «beneficio», su­
giere que la argumentación de Fuiberto no sólo iba dirigida a los poten­
tados, sino también a los caballeros. Es la misma palabra que ya había
aplicado en el año 1008 a las propiedades de Ios-caballeros vasallos
suyos de Vendóme y Chantes: la emplea en unas cartas que constitu­
yen el más temprano ejemplo conocido por el ^ue un señor trata de
definir la sustancia de la lealtad de los caballeros (de rango más bajo).73
LA [DAD D L L S E Ñ O R ÍO (875-1 150) 81

En torno al año 1020, Fulberto se había hecho célebre por haberse con­
vertido en una autoridad preocupada por esas cuestiones, y, si nos ate­
nemos a todo lo que aparece consignado a lo largo del C onventus, po­
demos ver en los intrigantes detalles que caracterizan al señorío, al
vasallaje, a la deslealtad y a la violencia en la Aquitania qué era lo que
Guillermo (por esta época conde del Poitou) necesitaba del obispo. Su
problema era que Hugo, señor de Lusíñán, no podía contentarse con
una fidelidad que determinaba su sometimiento pero dejaba al conde
las manos libres para modificar cuantos acuerdos pudieran repercutir
en los intereses de Hugo sin consultarle. Cuando Hugo pagó al conde
con la misma moneda, como si su armada y ambiciosa clientela le hu­
biese dado derecho a reclamar de su señor el conde la m isma buena fe,
estallaron los conflictos, resumidos en una serie de incautaciones y
asolamientos efectuados como venganza y justificados en la supuesta
violación de la buena voluntad y de los compromisos jurados relativos
a! control o la herencia de los castillos y los señoríos. Todo lo que que­
da de orden público en este caso es el persistente reconocimiento de
que los pleitos han de dirimirse de forma abierta y en función de los
procedimientos establecidos; el contenido del C onventus se reduce
prácticamente a la enumeración de los cargos, ya que en su día era pre­
ciso hacerlos constar por escrito para iniciar los procedimientos ju d i­
ciales, al menos en los territorios meridionales. El conde-duque, por su
parte, pese a conservar parte de su prestigio público, no puede ya ejer­
cer el mando de forma oficial, sino únicamente negociar con unos se­
ñores que son dueños de un menor número de fortalezas, y hacerlo so­
bre la base de unos lazos de fidelidad mutua y personal cuyas prebendas,
obligaciones y reglas asociadas aún no han terminado de quedar por
esas fechas plenamente establecidas.74

La noción que actualmente tenemos de la existencia de una crisis


milenarista en las tierras francas occidentales — la primera de la serie
de crisis sociales que habrán de producirse en los siglos xi y xn— pro­
cede de los testimonios de quienes la vivieron. ¿Podríamos decir que
las gentes de otros lugares no se vieron afectadas? Desde luego, la cri­
sis dinástica franca tuvo efectos desagradables en la Marca hispánica,
donde el fracaso del rey, que no había conseguido defender Barcelona
cuando la ciudad se vio sometida al pillaje de los musulmanes en el año
82 LA CR ISIS DEL S IG LO XII

985, sería recordado como un acontecimiento crucial, y donde durante


algún tiempo tras el año 987 los escribientes no se mostrarán seguros
de quién es el m onarca que ejerce el mando. No obstante, en esta re­
gión la violencia surgida a consecuencia de la multiplicación del núme­
ro de caballeros y castillos quedaría pospuesta por espacio de otra ge­
neración. La razón de que así friera tiene importantes implicaciones en
nuestra comprensión de la crisis milenarista ocurrida en las tierras fran­
cas, ya que en los últimos tiempos se ha mostrado que en el condado de
Barcelona la justicia pública logró pervivir mucho mejor que en las
regiones situadas más al norte.75 La ruptura, cuando al fin se produjo,
se desarrolló con una violencia que no conoce equivalentes.
En la Italia de ese período (c. 1050), la prolongada crisis de cambio
social que se padecía por entonces aún seguía desgranando sus efectos,
aunque en ella no influyera el paso de la dinastía sajona a la salia. Lo
que podem os observar aquí con retrospectiva claridad es que el proce­
so de reasentamiento en tom o a los castillos (o incastellam ento, según
la moderna terminología al uso), un proceso iniciado en el siglo x, ha­
bía puesto fin a las libertades del viejo régimen, cuyo fundamento se
hallaba en la adecuada protección de la propiedad rural. A principios
del siglo xi comenzó a reproducirse en Italia, en las tierras de la Iglesia
y con características idénticas a las de las regiones francas, un nuevo y
belicoso señorío — ¿no había sido eso acaso lo que percibiera el obispo
Raterio?— . La militarización de la protección, tanto en los patrimonios
laicos como en los clericales, fue aquí, com o ya ocurriera en las tierras
francas, un proceso a un tiempo «feudal» y abrasivo. También en este
país se le ha dado al proceso el nombre de «revolución feudal», entre
otras razones por la nada desdeñable de que el nuevo régimen logró
alcanzar una precoz madurez en gran parte de Italia. Ya en el año 1037
la dependencia quedó convertida en una posición social privilegiada,
dado que en esa fecha los caballeros obtuvieron del emperador Conra­
do II autorización para conferir carácter hereditario a los beneficios que
sus señores les hubieran otorgado en forma de tierras o propiedades
pertenecientes en su día al «patrimonio público» (es decir, imperial).76
Se entiende, y con razón, que la concesión de esc estatuto señala el
reconocimiento legal de un régimen feudal. Es el primero de ese tipo
de estatutos en toda Europa, y no ilustra simplemente el progreso de las
élites dependientes que perseguían aupar su posición social, también es
muestra de la concreción de un feudalismo fundado en los beneficios
LA EDAD D E L S E Ñ O R ÍO (875-1 150) 83

fiscales, un feudalismo como el que ya se derrumbara con la desapari­


ción del poder regio franco. La persistencia de las súplicas (placita) del
antiguo orden público — audiencias que quedaban consignadas por es­
crito y en las que las tenencias condicionales eran fácilmente asimila­
das a las propiedades amparadas por la protección legal— muestra que,
en Italia, esta clase de feudalismo no puede considerarse en modo algu­
no artificial. Con todo, hacia e! año 1100, o poco después, las discre­
pancias surgidas en esta convergencia empezaron a crear una nueva
jurisprudencia en relación con los feudos.77
El régimen de los feudos tiene importancia para nosotros, incluso
en el caso de Italia, porque prueba la difusión del señorío y la depen­
dencia. Esta última situación había sido en su origen producto de las
concesiones de derechos fiscales efectuadas por los reyes anteriores, y
una de sus consecuencias consistió en que los obispos y los abates que­
daron convertidos en vulnerables actores condenados a competir por la
obtención de los servicios de los distintos grupos de hombres armados
que se habían ido creando. En Milán, el arzobispo y los potentados ur­
banos (capitanei) acabaron compartiendo el poder patrimonial que se
había constituido con los restos de los antiguos derechos que un día
tuvieran los condes. Para estos prelados, el señorío espiritual no debió
de ser lo primero, como parece desprenderse del caso de la ciudad ita­
liana de Asti, donde el patrimonio episcopal incluía en el año 1041
treinta y siete castillos.7X Hay registros de todo tipo que dejan patente
que el crecimiento de la población y la riqueza determinó que surgiera
la tentación de imponer las costumbres por la fuerza. En un notable
«inventario de ruindades» que ha llegado hasta nosotros puede entre­
verse cómo se concretaban estas imposiciones en la campiña, un inven­
tario en el que, en torno al año 1040, los canónigos de Reggio afirma­
ban que su preboste

se h abía pa sad o , c o n tr a la v o lu n t a d del o b is p o T e u z o , al b a n d o de los h i ­


jos de G a n d o lfo . Y de este m o d o , p a ra q u e le c o n s e r v a ra n sin riesgo entre
sus filas a fin d e utiliz arle c o n tra el o b is p o , [el p reb o s te] les c e d ió el c a s ti­
llo y las tierras d e R ivalta. co n tr a la v o lu n ta d d el o b is p o y los can ó n ig o s .
A p artir de a q u e l d ía sus p e r s e c u c io n e s fu ero n inc esan tes,

y los canónigos se vieron expulsados de su propia heredad. En el des­


ordenado periodo que siguió, varios individuos abusaron de los arren­
84 L A C R IS IS D L L S IG L O X II

datarios, se incautaron de casas y realizaron todo tipo de acciones si­


milares, En este caso,-un señorío existente queda trastornado por la
deslealtad de un siervo de la iglesia y las cosas empeoran al intervenir
terceras personas que se disputan los restos.79
Otros dos casos nos acercan ¿lún más al modo en que la gente expe­
rimentaba la actuación de estos señoríos en estado naciente. En tomo al
periodo comprendido entre los años 1090 y 1092, los habitantes del
pueblo de Valdiserchio, cerca de Pisa, trataron de hallar alivio a toda
una serie de «malos usos». A tal fin solicitaron a los cónsules, obispos y
demás notables de Pisa que les defendiesen de algunos longubardi—es
decir, de los caballeros locales— que intentaban someterles. Algo muy
similar había ocurrido muchos años antes en Casciavola, como expresa­
rían más tarde (c. 1100) las gentes del lugar en sus quejas a la Iglesia y a
los cónsules de Pisa, descontento que dejarían consignado en un nuevo
y notable memorando de singular lucidez y carácter. Lo que en él se
dice es que todos ellos habían sido hombres libres y gozado de propie­
dades, que únicamente habían estado sometidos a los caballeros caste­
llanos de San Casciano por sus arriendos en los terrenos del castillo y
para realizar labores de guardia. Tras experimentar la situación unos
cuantos bandazos a peor, al aumentárseles las obligaciones, los aldea­
nos creyeron haber salido del apuro al quedar el castillo destruido, pero
descubrieron muy a su pesar que se habían convertido en víctimas de los
caballeros, que ahora volvían a encontrarse, una vez más, en situación
precaria. Así las cosas, apelaron a la condesa Beatriz (lo que significa
que lo hicieron antes del año 1076), obtuvieron un fallo favorable, pero
no consiguieron sino que sus atormentadores se entregaran a una nueva
y opresiva campaña de sometimiento, ya que empezaron a atacar sus
viviendas, a violar a sus esposas y a apoderarse de sus cosechas y pro­
piedades. Pese a que quepa poner en entredicho lo afirmado en este do­
cumento por tratarse posiblemente de una exageración tendenciosa, este
memorando ha permitido que llegue hasta nosotros un registro auténti­
co de los sentimientos que despertaba una crucial contingencia de po­
der: la de la relación entre el antiguo orden y el nuevo señorío. «Des­
pués», concluye el escrito, «perdida la eficacia de todos los poderes, y
muerta y enterrada la justicia en nuestras tierras, [los caballeros] comen­
zaron a infligimos toda suerte de males, [actuando] com o paganos o
sarracenos». En este caso se hace explícita la suposición de que los pre­
tenciosos hombres que iban en pos del señorío eran poco menos que
LA L O A D D L L S H Ñ O R ÍO (875-1 150) 85

infieles infiltrados en la comunidad. Estamos aquí ante lina analogía de


acuciante significado, incluso en el corazón de la cristiandad.80
La proliferación de señoríos coercitivos (o «banales») es un fenó­
meno del que, antes o después, habremos de tener amplio testimonio en
toda Europa: se trata en todos los casos de una experiencia en la que el
poder se vive como un elemento de ruptura más o menos marcada con
el antiguo orden — en función de las circunstancias locales— , de un
proceso que apunta a la materialización de todo un conjunto de trans­
formaciones sociales diversamente relacionadas entre sí y que en tomo
al siglo XII pasan por distintas fases. Si quizá no pueda decirse que para
esa época la entera realidad del poder se redujera únicamente a esto, lo
que sí puede argumentarse es que probablemente constituyera su trama
fundamental, una trama que explica lo que el cardenal Humberto y el
papa Pascual 11 tenían en mente en los textos epigráficos que hemos
citado más arriba. Ha de añadirse además que dicha trama está inextri­
cablemente unida a las ansias de nobleza que acompañaban el ascenso
de los señoríos. Fue necesario que los señores príncipes sujetaran bien
a sus aliados y castillos para que se preservara una c ieñ a m edida de
orden público, y no por una disposición a la rebeldía surgida de un ren­
cor hacia la autoridad central, sino porque en todas partes los castella­
nos y los vicarios trataban de agrandar al m áxim o sus señoríos a expen­
sas de sus funciones. En posteriores capítulos examinaremos en otros
contextos algunas de las crisis que se produjeron com o consecuencia
de esta situación. Lo importante aquí es reconocer la tendencia de los
acontecimientos y las coyunturas, razón por la que incluyo el siguiente
esquema, que podría considerarse como una cronología virtual del po­
der.81
La más destacada, brutalmente perturbadora y menos problemática
desde el punto de vista conceptual de todas estas transformaciones es la
que tiene lugar entre los años 1020 y 1060 en los territorios del este de
los Pirineos que poco después habrían de ser conocidos con el nombre
de Cataluña. El hecho de que los condes de Barcelona no consiguieran
dirigir contra los musulmanes la opresiva fuerza del creciente número de
castellanos y caballeros presentes en sus tierras generó un terrible des­
plome de la justicia pública y dio lugar a la imposición de un nuevo
orden fundado en el ejercicio de la coerción señorial sobre los am e­
drentados campesinos. Siendo «tierra de castillos» su significación li­
teral — su nombre mismo deriva de la voz vernácula casita, con la que
86 LA C RISIS DEL SIG LO XII

se designaba al dueño de un castillo— , Cataluña tuvo la buena fortuna


de que el conde local conservara el control de los suficientes baluartes
públicos como para evitar la monarquía absoluta. En torno al año 1060
— fecha en la que el conde Ramón Berenguer 1 (1035-1076) logró res­
taurar el orden— se produce una concatenación de acontecimientos
que posee un gran interés comparativo. El éxito que (en último térmi­
no) obtiene este personaje principal es equivalente al conseguido por el
duque Guillermo (1035-1087) en Normandía y probablemente supere
al que alcanza en Polonia el duque Casimiro I el Restaurador (1034-
1058). Estos dos últimos aristócratas sofocaron sendas subversiones
del orden público, ambas muy peligrosas, por los mismos años en que
tenían lugar los episodios de agitación de Barcelona. En Normandía,
los vizcondes estuvieron muy cerca de poder imponer un nuevo régi­
m en de señoríos banales. Y en Polonia, la situación, que presenta el
aspecto de ser un período de caudillismo predador, notablemente simi­
lar al del condado de Barcelona, condujo en la década de 1030 a la in­
surrección de los castillos y a la proliferación de nuevos señoríos. Aun­
que sólo la conozcamos gracias a una crónica de principios del siglo
x i i , la crisis polaca vino acompañada de una reacción contra el cristia­

nismo, que por entonces era una imposición reciente, pero la violencia
de los hombres que pugnaban por alzarse con el poder a expensas del
antiguo orden resulta meridianamente transparente.82
La fecha en que los dominadores de la zona de los Pirineos restau­
raron el orden principesco — lo conseguirían en torno al año 1060—
resultó anunciar una era de rupturas en otros lugares. Dichas rupturas
se hallaron frecuentemente ligadas con crisis dinásticas, como en el
Anjeo (1060-1067) y en Flandes ( 1070-1071). En estas tierras, la pro­
liferación de costumbres violentas en la creciente multiplicidad de cas-
tellanías no constituía ninguna novedad, y en ellas habría de ponerse
fin al desorden social gracias a la intervención de una serie de condes
competentes. En dos nuevas situaciones que se producirán por esos
mismos años podemos alcanzar a ver aquello que quizá hubiera queda­
do oscurecido por las ocultas complejidades de esta sucesión de gober­
nantes. En Inglaterra, la muerte de Eduardo el C onfesor (1042-1066)
abrió una etapa de disputas sucesorias y dio paso a la conquista nor­
manda; poco después, en Navarra, un rey de rara incompetencia perde­
ría a tal punto contacto con la aristocracia que seria asesinado en el año
1076 por los miembros de su propia nobleza.8-1
LA ED A D DEL SE Ñ O R ÍO ( 8 7 5 - 1 1 5 0 ) 87

En ambos casos se observa la multiplicación de nuevos señoríos,


todos ellos de índole característicamente belicosa. Los barones y caba­
lleros del rey Guillermo trataron con dureza los viejos patrimonios m o ­
násticos de Inglaterra, sobre todo en Abingdon y Ely — especialmente
con posterioridad al año 1070, fecha en la que el propio señor-rey mos­
trará a menudo una escasa disposición a limitar la violencia que ejer­
cían sus subordinados— . Sabemos esto gracias a algunos memorandos
del siglo xn comparables a los que ya hemos examinado en el caso de
Italia, puesto que en ellos no sólo se hacen alusiones similares a la de­
sorganización de los patrimonios eclesiásticos durante la era de las in­
vasiones vikingas, sino que se lamentan fundamentalmente los perjui­
cios sufridos a lo largo de los años inmediatamente posteriores a la
conquista, entre el 1066 y el 1067, período en el que se produjo una
vasta proliferación de señoríos norm andos.84 En Navarra, la crisis del
año 1072 vendría a enmascarar los cambios estructurales que ya habían
empezado a producirse y que guardan cierto parecido con los verifica­
dos en la Inglaterra posterior a la conquista normanda. En aquellos lu­
gares en que los potentados pertenecientes a las élites fueron los encar­
gados de ejercer claramente, desde las aldeas (vi lite), las «posiciones
de autoridad» (tenencias, honores), los reyes perdieron prácticamente
en todos los casos el control de las mismas, de modo que las com unida­
des campesinas quedaron sometidas al nuevo señorío practicado por el
creciente número de caballeros dedicados a imponer nuevas costum ­
bres de mando y de súplica, de modo muy similar a lo sucedido en Ita­
lia y en Cataluña.
En Alemania, región que hasta mediados de siglo contaba quizá
con la más estable y antigua monarquía de Europa, ia muerte de Enri­
que III (1039-1056) fue una señal que no sólo dio comienzo a un perío­
do de inquietud entre los aristócratas sino que terminaría fraguando
hasta convertirse en una resistencia de facciones destinada a estallar en
abierto conflicto en la década de 1070. El temor a que se extendiera la
costumbre de heredar íntegramente los. grandes patrimonios era tal vez
la principal causa de la agitación, circunstancia que es en sí misma sig­
no de la interesada insistencia en que el señorío remunerado difería del
servicio a un superior. Ni los castellanos del rey que se dirigían apresu­
radamente hacia Sajonia ni los de los rebeldes consiguieron evitar que
los caballeros trataran de mantenerse por sus propios medios o de im ­
poner su ley a los campesinos. Los castillos, junto con los castellanos y
88 LA C R IS IS D K L SIG LO XII

los caballeros, se multiplicaron y difundieron por los territorios alema­


nes, obligando a los señores reyes que accedieron posteriormente al
poder a explotar sus propias haciendas patrimoniales para reconstruir
el poderío regio.85
En España podemos encontrar un ejemplo aún mejor de desorgani­
zación de la dinastia monárquica. La antigua monarquía de León se
mantuvo firme hasta después del año 1100, ya que los peligros y bene­
ficios derivados de la frontera con los moros le permitieron conservar
la cohesión de sus señoríos de élite y el apoyo de la Iglesia. Sin embar­
go, al fallecer Alfonso VI en el año 1109, el equilibrio de fuerzas se
vino abajo, sumiendo al noroeste de la península en una enorme crisis
de poder. Una vez reconocida su incompatibilidad, la reina Urraca
(1 1 0 9 -1126) y su rebelde esposo Alfonso 1 de Aragón (1104-1134) se
convirtieron en sendos imanes para los desafectos y los ambiciosos,
entre cuyos séquitos ju rado s crecieron dependencias y lealtades de
todo tipo, algunas incluso de carácter pretencioso, pues, como vere­
mos, las gentes de Sahagún estaban dispuestas a someterse a cualquie­
ra que pudiese prestarles ayuda. Estando la apurada situación tan próxi­
ma a la anarquía eran pocas las esperanzas de que las múltiples
profesiones de vasallaje, fidelidad o servicio lograsen perdurar. Y sin
embargo, de todas las factorías rupturistas de señoríos que aquí anali­
zamos, ninguna habría de revelarse tan dem ostrablem ente fecunda
como ésta en la producción de señoríos feudales y jerarquías de depen­
dencia. Dado que las tenencias condicionales comenzaron a proliferar,
a menudo como consecuencia del decomiso de las propiedades del cle­
ro, los horrorizados obispos reunidos en Burgos en el año 1117 estipu­
laron con explícita claridad la preocupación que les hacían sentir los
feudos, ya que según se afirma en el texto de Fidel Fita que citamos en
nota, les inquietaba «el fe o d u m , al que en España dan el nombre de
prestim onium ».86
Lo que sucedió en Inglaterra fue muy distinto. En este territorio,
Guillermo el Conquistador, tras haber sido sometido a duras pruebas
en su tierra natal a lo largo de la década de 1040, logró imponer un re­
gio señorío basado no sólo en unas baronías concebidas en términos de
homenaje y fidelidad, sino también en el reconocimiento de que era
posible delegar parte de los poderes públicos en las comunidades loca­
les. El rey Enrique I (1100-1135) rigió con consumada pericia una tie­
rra de gran riqueza dominada por dependientes que competían por ha­
L A I D A D 1)1-1. S E Ñ O R Í O ( 8 7 5 - 1 1 5 0 ) 89

cerse con su padrin azg o. Sin e m bargo , tam bién en este caso se produjo
una crisis dinástica de c o n se c u e n cias rupturistas, una crisis que ilum i­
nó con cruda luz las lim itacio nes h u m a n a s de los incipientes señoríos
pequeños. El intento por el que E nrique trató de g arantizarse la s u c e ­
sión en la persona de su hija M atilde, im po n ie n d o a los baro nes el c o m ­
promiso j u r a d o de a ce p ta rla c o m o h e re d e ra, d e s e n c a d e n a r ía g ra v e s
problemas c u a n d o se re c o n o c ie se la leg itim idad de la reiv in dicació n
dinástica de su sobrino E steban de Blois. El conflicto sub sig uien te no
fue muy distinto al que había vivido Esp añ a una g e ne ra ción antes. Las
facciones de c o n ju ra d o s fueron in capaces de se g u ir c o n tro la n d o a los
caballeros, que no tuv iero n más rem ed io qu e vivir a costa de los arre n ­
datarios clientelares de las iglesias y los seño res laicos rivales; los n u e ­
vos señoríos creciero n po r todas partes, c o m o hong os — y a lgunos de
ellos contaban incluso con fortificaciones de reciente co n stru cc ió n — .

Cuando los traidores vieron que [Esteban] era un hombre moderado,


afable y bueno, y que no hacía justicia, se dedicaron a perpetrar toda cla­
se de horrores. Le habían rendido homenaje y jurado lealtad, pero no
cumplieron ninguna de sus promesas ... Y es que todos los grandes hom­
bres habían construido sus castillos y los habían defendido contra él [el
rey], cubriendo toda la tierra de fortalezas. Afligieron a las desdichadas
gentes de la comarca obligándoles a laborar en los baluartes [es decir, a
levantarlos a base de trabajos forzados]; y una vez que los castillos estu­
vieron en pie, los llenaron de hombres diabólicos y malvados ... [pues se
dedicaban a confiscar propiedades, a exigir rescates y a encarcelar y tor­
turar a los lugareños]... No tengo palabras ... para referir todas las atroci­
dades y acciones crueles con que martirizaron a los desgraciados habitan­
tes de estas tierras. Esta situación duró los diecisiete inviernos que ocupó
Esteban el trono, y las cosas no hicieron más que empeorar. Exigían im­
puestos a las aldeas cada dos por tres, y los llamaban «tenseries» [en rea­
lidad se trataba de un chantaje económico a cambio de «protección» ... a
lo que hay que añadir sus incautaciones, incendios y saqueos] ... así que
la tierra quedó totalmente arruinada a consecuencia de estos hechos
Además, decían abiertamente que Cristo aprobaba sus acciones.87

Esto es lo que e scrib e un m o n je de P e terb o ro u g h , en una célebre


crónica cu yo con tenido se relativiza por lo general, y a qu e se considera
que se trata de un a ex a g eració n interesada. Y de hecho, es algo p are c i­
do. Sin e m b a rg o , y p ese a ello, c o n stitu y e a s im ism o un d o c u m e n to
90 LA CR IS IS DEL S IG LO XII

impresionantemente informativo que quizá no haya sido plenamente


estudiado. No es el único documento de un testigo presencial de hechos
violentos, ya sea en la Inglaterra de esta época o, abriendo un tanto más
el foco, en la Europa del siglo xn. Además, lo que dice sobre las incau­
taciones, los saqueos, las intimidaciones y las extorsiones económicas
no representa únicamente una descripción concreta de carácter categó­
ricamente posible (aunque no resulte verosímil en el plano cuantitati­
vo), es también perfectamente coherente con lo que se apunta en otros
registros. De momento bastará con otro ejemplo. Sabemos que en tomo
al año 1105, un laborioso administrador monástico comenzó a desbro­
zar unos nuevos terrenos en la región de la Beauce, no lejos de París, y
que en ellos instaló a ochenta aparceros. Sin embargo, no consiguió
sino atraer a unos «malvados» que

al ve r qu e el lug ar p ro s p e ra b a , c o m e n z a r o n a im p o n e r su a u to r id a d y a
p la n te a r e x ig e n c ia s. A lg u n o s d e ellos a m e n a z a r o n co n c o b ra r s e un trib u ­
to en forraje, m ie n tr a s q u e o tr o s p id ie ro n q u e se les p a g a ra co n aves, y
o tro s in ás d e m a n d a r o n d in e r o a c a m b i o de p ro te c c ió n [tutamentum], e x ­
torsión a la q u e la g e n te dio el n o m b r e d e tensam eniwn.m

Con sólo recordar que, del año 1 137 en adelante, Inglaterra estuvo
plagada de caballeros sin fortuna venidos del otro lado del Canal de la
Mancha reconoceremos que lo que dicho territorio estaba padeciendo
por entonces era, entre otras cosas, una particular versión del incipiente
fenómeno de los señoríos coercitivos que ya se habían materializado en
las tierras francas. Las personas que vivieron en esa época veian la si­
tuación con la suficiente claridad como para condensarla en una misma
idea de coacción, y para ello emplearon las palabras tenserie (del fran­
cés hablado) y tensam entum (según la forma empleada por los cléri­
gos). En el contexto de impulsos rupturistas que se vivía por esos años,
la crisis del reinado de Esteban fue el último episodio de este género, el
trance que puso fin a la serie de bretes similares que venían producién­
dose desde el siglo x, aunque en modo alguno suponga la última crisis
de poder que conozca el siglo xn. Desde la conquista normanda habían
venido multiplicándose los señoríos — incluyendo los marcados por la
relación entre un señor feudal y sus vasallos— , de modo que el permi-
sivo desorden que reinó en tiempos de Esteban — una época en la que
resulta característico que la creación de nuevos señoríos se verificara a
LA F.DAD DEL SEÑ O RÍO ( 8 7 5 - 1 1 5 0 ) 91

expensas de la desposesión del cam pesinado— constituyó en reali­


dad una reacción contra la señorial rectitud y el puño de hierro de Enri­
que I; una reacción motivada por la desesperación, pero que estaba
condenada a quedar desbaratada en poco tiempo.
No obstante, la «revolución feudal», considerada estrictamente
como la simple multiplicación de feudos, caballeros, castillos y seño­
ríos coercitivos, había tenido un recorrido notablemente largo. Si la
entendemos en cambio en función del significado que tuvo en la expe­
riencia humana del poder aún tendremos más cosas que decir sobre el
particular en los próximos capítulos. Y juzgada en relación con las cri­
sis dinásticas, es importante reconocer que los desórdenes no se limita­
ron a la imposición de señoríos. Buena parte de la violencia que deplo­
raban los coetáneos de la Inglaterra de Esteban era ejercida por ejércitos
mal controlados, un fenómeno que se repetiría a finales del siglo xu en
las regiones de Francia sujetas a una débil dominación. No obstante, el
ansia de hacerse con un señorío, ansia que corroía a los hombres de los
nuevos estratos sociales — pues perseguían dicha condición como un
medio con el que obtener licencia para exigir prebendas— , es lo que
constituye el meollo de todo este movimiento. Al menos en dos casos
—el de Polonia en la década de 1030 y el de León y Galicia en la de
1110— tenemos noticias de que se produjeron levantamientos contra
señores ya afianzados en su nueva posición, lo que quizá constituya
otro signo de la existencia de resentimientos contra unos usos que, se­
gún se decía, eran notablemente severos. En tom o al siglo xu, la vio­
lencia y la coerción se habían convertido en conductas tan normales
que apenas provocaban ya repercusión alguna, pese a que continuaran
denunciándose como elementos injustos y rupturistas allí donde pudie­
ran ser presentados como una novedad — como ocurría, por ejemplo,
en las heredades fiscales de Barcelona hacia el año 1150— . El abate
Pedro de Cluny. en un texto redactado en torno al año 1 127, considera
voxpopuli que los señores laicos dominaban a sus campesinos con gran
rudeza, fueran hom bres o mujeres, y que no se contentaban con las
rentas de costumbre, sino que cada vez exigían más, hasta el punto de
llegara saquearlos.89
Con el crecimiento y la promoción de los nuevos patrimonios, así
como con la proliferación en la m ayoría de las sociedades que hemos
venido mencionando hasta el momento de las dependencias vinculadas
a la existencia de feudos y al fenómeno del vasallaje, los señoríos lo­
92 LA CRISIS DI-I. SKI LO XII

graron una nueva capacidad de prescindir de los focos de actuación


oficiales. El carácter de este proceso no fue — y nunca se insistirá lo
suficiente en este extrem o— intrínsecamente despiadado. En todas
partes, el poder personal sobre la gente se expandió de forma benévola.
Además, hemos de decir que resultaba tanto más probable que así fuese
si quienes lo ejercían eran los príncipes, los vicarios, los barones, los
obispos, los abates y los priores, cuyo poder se beneficiaba en todos los
casos del impulso proporcionado por el crecimiento económico y de­
mográfico. Sin embargo, y también prácticamente en todas partes, la
tentación de acumular riquezas y de disfrutar de oportunidades espoleó
una dinámica de autopromoción característica en la que la violencia
coercitiva terminó convirtiéndose en un instrumento habitual.
No es difícil comprender por que. La violencia, tanto en sus aspectos
personales como en la práctica, constituía una flexible arma de guerra,
de modo que los saqueos que, según sabemos gracias a los textos, se
produjeron en Pomerania, en la Toscana, en los caminos que recoman
los peregrinos que se dirigían a Compostela, o en la Inglaterra del rey
Esteban de Blois, suponen en realidad un fenómeno en el que participa­
ban tanto las bandas armadas como los señoríos. Se trata de un compor­
tamiento particularmente asociado con la posición social. Había habido
un tiempo en el que se esperaba que cualquier hombre libre estuviese
dispuesto a combatir, un tiempo en que de hecho la libertad de esos
hombres dependía en realidad del cumplimiento de esa obligación; y
quizá pudo no haber existido nunca una época en que los imperativos de
la venganza acabaran por adquirir carácter de privilegio exclusivo. Sin
embargo, en los siglos XI y xn, la mayoría de los enfrentamientos y las
acciones coercitivas eran obra de hombres que se presentaban a caballo,
y dado que la libertad para poder empuñar las amias, combatir y ejercer
el mando le elevaba a uno por encima de las masas incompetentes, ter­
minó considerándose que la fuerza (en este caso la violentia, en un sen­
tido particular) constituía un atributo que añadía distinción a la persona.
Dos fueron las circunstancias que contribuyeron a esta situación. La li­
bertad que tenían las familias pertenecientes a la élite para combatir y
cazar, derivada en último término de sus vínculos con los reyes o sus
descendientes, quedó transformada en un envidiable símbolo de noble­
za, mientras que la inmensamente numerosa clase de los hombres de
armas que luchaban por alcanzar la libertad que procuraba la condición
aristocrática, creyó conveniente apoyarse, como medio para conseguir-
I . A l- .D A D D H L S E Ñ O R I O (875-1 150) 93

M apa 1. La « r e v o l u c i ó n f e u d a l» : n ú c l e o s t e r r i t o r i a l e s y v í a s d e e x p a n s i ó n .
Este m apa resu lta tan p ro b lem ático com o el co n ce p to que ilustra. T odo lo que
sabemos, a unque g racias a una ingente can tid ad de m ateriales p ro b a to rio s, es que los
castillos no co n tro lad o s por los p rin cip es b rotaban en g ru p o s, en especial en las re ­
giones m o n tañ o sas, ad em ás, en re la ció n con ellos se observa la p resencia de un c re ­
ciente núm ero de cab allero s, así com o un e je rcic io de la v io len cia p au la tin a m e n te
más frecuente, p ro c eso que. del siglo IX en adelante, se pro lo n g ará p o r e sp acio de
muchas generaciones. Pese a que la g e o g rafía se preste a la teoría de la difusión, q u i­
zá ilustrada p o r los casos de Sajonia e In g laterra, el reliev e sugiere igualm ente que el
fenómeno tuvo tan to c ará cte r sísm ico com o rev o lu cio n ario . Q u iz á p u d iéra m o s a s i­
milarlo a un en ca d en a m ie n to de eru p cio n es p ro d u cid o a lo largo de las líneas de falla
de los príncipes de p o d e r debilitado, c o m o se o b serv a e n la B org o ñ a y e n las tierras
altas de C ataluña E ste proceso, que c o in cid e con la m u ltip lic ac ió n de los feudos, se
corresponde casi punto por punto, en cu an to a su ex ten sió n territo ria l, con las zonas
en que estuvo vigente el p oder c aro lin g io en el siglo l \ .
Este m ap a trata de in d icar, siq u iera sea de form a m uy e sq u em ática, las p rin c ip a ­
les m esetas y zonas m o n ta ñ o sa s re la cio n a d as con los siste m a s lluviales, y su g e rir que
a m enudo los señ o río s o p re siv o s debieron de su rg ir en to rn o a castillo s de c o n stru c ­
ción relativam ente reciente y situados en zonas altas. M ás tiene aún de boceto la im ­
presión de que los señ o río s ex p lo ta d o re s aso ciad o s con la p resen cia de intercesores,
sobre todo en re g io n e s com o F landes y la L otaringia, en d o n d e la Iglesia p o seía v a s­
tas p ropiedades rú stic a s — y quizá tam b ién en L o m b a rd ía y B av iera— , d ebían de
formar parte del m ism o fenóm eno.
94 LA CRISIS DEL S IG LO XII

lo, en una particular cultura de la violencia. Ésta es la razón de que los


caballeros, los intercesores y los alguaciles* se mostraran tan dispuestos
a imponerse dañinamente a los campesinos, ya que de ese modo refor­
zaban la falta de libertad de éstos y exhibían su propia superioridad. Así,
la caballería, estigmatizada por los primeros acuerdos de paz, se presen­
ta bajo el aspecto de una deshonrosa cultura de la violencia empeñada
en la procura de una esquiva posición social, una cultura que, andando
el tiempo, sería utilizada por la Iglesia — una vez refundida su ideología
de guerra y utilizada en favor de la causa de Cristo— . Y serían esos re­
mozados caballeros de Cristo los que indujeran a la alta aristocracia a
aferrarse a esa nueva cultura de las armas y la destreza ecuestre gracias
a la cual la caballería quedaría convertida en el siglo xn en un elemento
de ritual relevancia para la nobleza.90
Si el señorío pasó a transformarse en un elemento esencial para esta
nueva caballería respetable, no por ello dejó de resultar problemático
para aquellos que, ya bien avanzado el siglo X II, se impusieron por la
fuerza a los campesinos, ya perteneciesen a sus tierras o a las ajenas.
Sin embargo, las mismas expresiones de desaprobación dan fe de ia
persistencia del señorío opresivo — que tendía a justificarse a sí mis­
m o— . A la célebre observación de Pedro el Venerable que hemos cita­
do más arriba podría contraponerse la imagen de moralización negati­
va que se ha conservado en las instrucciones que en el año 1118
dirigirá a su hijo un arrepentido caballero en su lecho de muerte:

M u e s tra a tus h o m b r e s la lealtad q u e les d eb es y d o m ín a le s n o como


tiran o sino c o m o a m a b l e p atró n ... N o s a q u e e s ... C u íd a t e de lo q u e legíti­
m a m e n te es tuyo, p e ro no te a p o d e re s d e la p r o p ie d a d d e o tro s por la
fu erza ... H o n ra a los sie rv o s d e D io s ... N u n c a inten tes p riv a rle s de sus
p o s e s io n e s ni d e sus ren ta s, y ta m p o c o p e rm ita s q u e tus h o m b r e s les tra­
ten co n v io le n c ia .01

Esto parece un compendio de buenos consejos, un tipo de discurso


al que sin duda debieron atenerse en muchas ocasiones los caballeros.
Y ello por la siguiente razón, que es preciso plantear: ¿por qué motivo

* T engase en cu en ta, en lo sucesivo, que los alg u aciles ejercían funciones d


ad m in istració n en los do m an io s señ o riales, razón p o r la que en o c asio n e s — cuando
su desem p eñ o sea m ás e c o n ó m ico que p o lítico — los d e n o m in a re m o s administrado­
res. ( N de los I.)
LA L: D AD DHL S E Ñ O R ÍO ( 8 7 5 - 1 1 5 0 ) 95

habrían de querer los señores de toda clase, incluso los peores, coartar
o abusar de unos campesinos que en realidad constituían su patrimonio
productivo? La respuesta ha de ser que no debemos confundir el conse­
jo de un arrepentido con el cálculo económico, cálculo del que la élite
caballeresca del siglo xn apenas nos ha dejado más pruebas que la ge­
neración del cambio de milenio. Lo que los hombres armados y de
menor rango anhelaban en su mayor parte era el incremento de su posi­
ción social, la adquisición del derecho a asociarse con la nobleza libre,
y esto implicaba aumentar la distancia entre ellos mismos y los campe­
sinos. Sin embargo, parece obvio que, ejercida por encima de un cierto
máximo tolerable, la coerción no podía ser la forma de instituir un se­
ñorío duradero, y es muy probable que tanto los castellanos como los
intercesores aprendieran muy pronto a mitigar sus exigencias. Puede
que, por regla general, fuera poco lo que tuvieran que perder al m os­
trarse cautos, ya que además de los «malos» o «nuevos usos» — que
aparecen mencionados por primera vez en las tierras francas occiden­
tales en tom o al año 990 y que con posterioridad a esa fecha quedarán
ampliamente confirmados hasta después de 1150— em pezam os a oír
hablar, hacia mediados del siglo X i , de la imposición de nuevas exac­
ciones a los campesinos, exacciones a las que por lo común se dará el
nombre de «tallas» (tallia, folia, questa, etcétera). Estos tributos tenían
por definición un carácter arbitrario, y es posible que en muchas oca­
siones comenzaran como «malos usos». En cualquier caso, todo el
mundo debió de compartir un mismo interés: el de sustituir una cobran­
za aleatoria por una imposición periódica.92 La conmutación de la talla
encontrará un hueco en los últimos capítulos; lo importante aquí es que
los malos usos y la talla son en todo caso un signo más de la generali­
zada difusión del señorío en toda Europa.
Y aunque no se extendieron sólo los malos señoríos, para com pren­
der cómo se vivía el poder en el siglo xn deberemos asumir las pruebas
que demuestran la perpetración de pillajes y familiarizam os con los
saqueadores, así como con las incautaciones violentas, los actos de
despojamiento por la fuerza y las rapiñas en las tierras y propiedades de
la Iglesia, ya que esto es lo que los cronistas clericales y los escribanos
evocan o reflejan en muchas partes de Europa. No sin razón se m ues­
tran escépticos los historiadores ante este tipo de materiales probato­
rios. Tanto a los prelados como a los monjes les interesaba quejarse de
las exacciones que les imponían los señores laicos; y dado que los cam ­
96 L A C R IS IS D H L S IG L O X II

pesinos — ávidos de poder presentar con tintes violentos cualquier de­


manda que no se ajustara a las costumbres— procuraban que sus car­
gas se mantuvieran en una cantidad fija, pese a vivir en una época de
crecimiento económico, es claro que las tensiones estructurales tendían
a justificar la presión señorial
Con todo, rechazar todas estas pruebas no sólo parece pusilánime
sino equivocado. La violencia que esos escritos alegan, pese a resultar
en ocasiones exagerada, rara vez es producto de una mera invención. Y
además, lo que se afirma sobre el particular cuenta con elementos de
otro tipo que vienen a reforzarlo. La gente tenía noticia de la existencia
de señores opresivos en el siglo x n , sabían quiénes eran; podían incluso
enumerar con detalle sus nombres — Roberto de Belléme y Amaldo de
Perella, entre otros m uchos— y sus fechorías. El lugar que todos ellos
ocupan en la historia del poder no tiene nada de ficticio. El culto Juan
de Salisbury pensaba en este tipo de hombres al decir en sus escritos
que la tiranía es una conducta intencionada y no legítima; más aún, por
una desgraciada coincidencia él mismo iba a ser testigo del expolio de
las propiedades del arzobispo Tomás üecket, despojado de sus bienes
por los caballeros que le asesinaron en la catedral de Cantorbery en el
año 1170.94 La pretensión del señor dominante, que reivindicaba el de­
recho a confiscar las posesiones de los prelados fallecidos, se había
convertido en una costumbre arbitraria de los señoríos, un uso que en el
siglo xn provocó quejas y denuncias en toda la Europa cristiana. El
señorío deliberadamente explotador, incluyendo el adicto a la violen­
cia, terminó convirtiéndose en una institución, pese a que estuviese
desacreditado. Y si obtuvo respaldo ideológico del antiguo orden en el
que había ido infiltrándose fue precisamente en la medida en que logró
asemejarse al señorío basado en la dominación de los siervos en una
época en que la servidumbre agraria había desaparecido de la Euro­
pa occidental. ¿Acaso no había amonestado el Apóstol a los siervos
(serví), instándoles a someterse a los señores con gran temor, «y no
sólo a los buenos y gentiles sino también a los perversos»? ¿Con qué
criterio había que trazar la línea entre la depravación aceptable a los
ojos del clero en nombre del buen orden y la que ellos mismos denun­
ciaban a fin de promover la causa de la paz? Acosados por el malestar
de los arrendatarios de Laon, los señores locales debieron de recibir
agradecidos el contenido del sermón que pronunció en 1112 el obispo,
basándose en las Epístolas de Pedro, sermón en el que el prelado insis­
LA LIJAD DLL S EÑ O RÍO ( 8 7 5 - 1 1 5 0 ) 97

tía en la necesidad de sufrir pacientemente a los amos «duros y codicio­


sos». Y quizá no fuese casual que lino de esos señores, Tomás de Mar-
le, instaurara un reino de terror rural singularmente feroz durante los
años siguientes.113 Este tipo de ideas gozaron de amplia difusión a lo
largo de las generaciones en que las nuevas formas de servidumbre
comenzaron a adquirir carácter consuetudinario. Con exageración te-
niblemente irónica, el rey Enrique IV denunció al papa Gregorio Vil
por haber «pisoteado» a los prelados y los sacerdotes ordenados «como
si fuesen siervos desconocedores del alcance y los límites de la potes­
tad de sus señores».'H'
Nunca había parecido el poder tan personal, tan abrumador, tan
ominoso como en las dos generaciones anteriores al año 1150. No se
trataba simplemente de que estallasen episodios de violencia en la pe­
riferia de los señoríos ya establecidos, aunque este fenómeno formara
parte del proceso: lo que deberemos indagar es en qué medida puede
decirse que los propios señoríos principescos se vieran inmunes frente
alas costumbres violentas. Al menos uno de los que asistieron a estos
hechos recuerda que en el Clermont del año 1095 el papa Urbano II
había sugerido que era mejor ejercer la violencia contra los infieles de
Tierra Santa que emplearla para agredir a los cristianos de Francia. En
los últimos tiempos, en Alem ania — aunque también en otros luga­
res— , había hombres armados y a caballo por todas partes; hombres
capaces de coaccionar a los campesinos o de apoderarse de sus tierras,
y entre ellos había también algunos que ejercían el poder propio del
señorío o que aspiraban a hacerlo. Rodeados de gran alboroto en las
cercanías de las torres y los fosos, com o ocurrió con aquel «grande y
terrible» estrépito con el que el obispo Gerardo II fortificó sus iglesias
en Cambrai en torno al año 1U80,y7 no era ya posible confundir a aque­
llos hombres con caballeros pobres (o carentes de libertad) o con cria­
dos domésticos; enfundados en su cota de mallas y erguidos sobre sus
monturas, debía de resultar muchas veces difícil distinguirlos de los
señores de noble cuna. Y eso era justamente lo que pretendían.

L as culturas d ll s e ñ o r ío

Para esta época, el señorío había dejado de constituir una novedad,


ya que había pasado a ser tenido por un aspecto más del antiguo orden.
98 LA CR ISIS DEL SIG LO XII

Y sin embargo había diferencias. Nunca se habían contabilizado tantos


señores. Nunca se habían mostrado los depositarios del poder oficial
tan tolerantes con la usurpación del dominio en el ámbito público, tan
dispuestos a compartir con otros sus señoriales rangos o encomiendas.
El mando podía arrebatarse o imponerse, podía incluso, desde el punto
de vista del antiguo orden, ejercerse de forma abusiva — pero a muchos
debió de parecerles que el señorío constituía una razonable recompen­
sa por la lealtad y por los servicios prestados— . No había habido nunca
— y esto en sentido a un tiempo cualitativo y cuantitativo— tanto seño­
río. Impregnaba la totalidad de las facetas de la acción en aquellas zo­
nas habitadas de Europa cuya población de colonos era (relativamente)
densa. Sin llegar a borrar la noción oficial de! poder, la utilizaba para
sus fines, o bien la debilitaba o la transformaba. Esta es la razón de que.
en su aspecto formal, los juram entos que se exigían a los reyes en el
mom ento de su coronación tendieran a quedar fijados en los usos vi­
gentes en el siglo x, pese a que como tales expresiones rituales dichos
usos no se pronunciaran en ceremonias registradas corno tales.98 Exis­
tía una particular propensión a reevaluar los cargos eclesiásticos y a
conferirles carácter de patrimonio mercantil; y a pesar de que se hacían
los pertinentes esfuerzos para distinguir en el poder episcopal una face­
ta pastoral y una vertiente temporal, es imposible creer que prelados
como Manasés I de Reims (1070-1080) o Ranulfo Flambard de Dur-
hain (1099-1128), ambos acusados de conducta explotadora, prestaran
atención a semejantes sutilezas.99 Los vizcondes normandos y los vidá-
mes* de la Picardía se aferraban al ejercicio de los poderes judiciales,
como tratando de conservar una vacilante ilusión de respetabilidad,
pero en cualquier caso las gentes se dirigían a ellos intimidados y en
actitud deferente. En las tierras del Mediterráneo, donde estaban empe­
zando a promulgarse nuevas leyes relativas a las fidelidades y a los
feudos (esto es, nuevas normas de señorío), las escribanías públicas se
mantuvieron a lo largo de todo el siglo xn en calidad de función con­
suetudinaria: todo tipo de gentes, humildes y encumbradas, acudían a
los sacerdotes o a los monjes a fin de que éstos redactaran las actas
obligatorias que debían certificar las ventas, los acuerdos o las cesiones
de legados; en algunos lugares apenas quedó otra cosa que una mínima

* Oficiales encargados de ejercer los poderes temporales (militares y de just


cia) de un señor eclesiástico. {N. de los I.)
LA fcDAD DEL S E Ñ O R ÍO ( 8 7 5 - 1 15 0 ) 99

com petencia de lectoescritura fo rm ularia con la que m o v e r los e n g r a ­


najes de la leg itim a autoridad p ú b lic a .100 N o pu ede decirse que se h u ­
bieran p reservado las funciones públicas carolingias o visigodas, pero
si las p ersonas — el co nd e, el vicario, el s c a b in u s , el ju d e x , el sa io —
que rev in dicaban para si los restos del prestigio de que éstas d isfruta­
ran; es decir, pervivía el individuo, no la función: se conservaba el se­
ñor. M iro iudex: esta o rg u llo sa rú bric a c a m p e a lla m a tiv a m e n te en
muchos p erg a m in o s catalanes del siglo x n . 101 ¿Q u é significaba ese e p í­
teto para el firm ante, y c ó m o lo interpretaban qu ienes solicitaban sus
servicios?
Las formas en que la gente e x p e rim e n ta b a el p o de r — o los m o d o s
en que lo ejercía, im aginaba, festejaba o resp on día a él— atestiguan la
preponderancia del señorío. Se fraguó así una cultura del p oder, con
su$ características facetas de expresión, justificación y expectativa del
mismo. Incluso quie ne s no se h allaban so m e tid o s a n ingún s e ñ o r sa ­
bían quién tenía poder, d ado qu e las reiv in d ic a c io n es p or las qu e un
gran núm ero de indiv id uo s aspiraban a ju z g a r o c o a c c io n a r no tenían
fiada de privado. De hecho, los señoríos daban lugar a ia form ación de
com unidades. A d ife re n c ia de las tra d ic io n a le s c o m u n id a d e s laicas
de las aldeas, los valles y — en Inglaterra— los cientos y los condados,
muchos de los que se c oaligaban en los siglos xi y xn lo hacían frecuen­
temente c o m o reacció n c o ntra los su p u e sto s e x c e so s de los señores.
Con todo, hasta los notables de las c iud ades septentrionales qu e se aso ­
ciaban en « c o m u n a s» — sem ejantes en este aspecto a los capitanei de
las primitivas c iudades lom bardas— con sideraban im posible seguir re­
chazando el prop io p o de r p atrim onial al que ellos m ism o s aspiraban.
Lo que los « co n se je ro s» del norte y los có nsu les de las po blacio nes
mediterráneas d e se a b a n era no con vertirse en víctim as de las in cauta­
ciones e im posiciones arbitrarias de ningún señ or externo — ésas co n s­
tituían al m e n o s sus p rincip ales inten ciones, a u n q u e en a lg u n a rara
ocasión a m b ic io n a ra n m u c h o m á s — . C u ltiv a b a n las libertades y los
(buenos) usos, no la libertad ni (m e n o s aún) la igualdad. Lo caracterís­
tico era que los m agistrad os u rbano s pugnaran por lograr señoríos pro­
pios, así que las solidaridades co legiadas que les unían — c o m o puede
observarse en la T o lo s a francesa a finales del siglo x n — g uard a b a n
cierto parecido con las que vinculaban entre sí a los v a sa llo s .102
Los señores, o los aspirantes a serlo — esto es, todos aq uellos que
podían dar órdenes y llevar a efecto sus im po sicio nes— , se esforzaban
100 I A C R I S I S l ) l :.l. S I G L O X II

por consolidar sus dominios, como si se tratase de propiedades. Con- ¡


ducta que siguieron incluso los más grandes. En sus últimos años, Gui- ■!
llermo el Conquistador se mantuvo drásticamente alerta frente a las
amenazas noruegas. Todos los nuevos señores perseguían la conserva­
ción del orden interno, lo que suponía que todos procuraban una misma
cosa: la justicia de Luis VI ( I 108-1137) en la Isla de Francia no fue
sino la expresión de un dominio asediado. Esto equivale a decir que
todos ansiaban la nobles.se. Los poderosos que carecían de la condición
aristocrática que permitía un dominio digno de tal nombre debían lu­
char por conseguirla o verse reducidos a una situación de dependencia.
Aún no es hora de preguntarnos si los señores príncipes y los señores
castellanos se proponían o no concretar algún otro objetivo más ambi­
cioso, y menos aún si podían plantearse metas comunes o «políticas».
Algunos señores y (o) sus siervos trataron de hecho de objetivar sus
metas racionalmente, como veremos. Su excentricidad e ingenio resul­
tan de un gran interés histórico. Sin embargo, hemos de aproximamos
a estas gentes en su hábitat original. Cuanto hemos logrado saber de
ese floreciente y vigoroso mundo de coacciones elementales — un
mundo de fosos, torres y compromisos solemnemente jurados en estan­
cias cargadas de humo e iluminadas con la vacilante luz de las velas—
sugiere que el poder era habitualmente ejercido, y padecido, como ma­
nifestación, y emanación, de las clases nobles. De algunas de las obras
escritas después del año 1050 y fruto de la imaginación épica podemos
inferir en cierto modo qué aspecto pudo haber tenido ese mundo. Sin
embargo, el elitismo de ese planteamiento encontraba justificación en
una cultura aún más amplia, la de la fe cristiana, muy relacionada con
la experiencia del poder.
El señorío laico contaba con el respaldo divino, aunque quizá con
menor firmeza de la que se ha supuesto. Las criticas de los papas y los
abates, ya mencionadas, no se limitaban a los señoríos categóricamente
malos. La observación por la que Cristo señalaba a los apóstoles que
«los jefes de las naciones las dominan com o señores absolutos, y los
grandes las oprimen con su poder», había sido el preámbulo de la ex­
hortación por la que les instaba a asumir un mejor modo de tratar a los
hombres. Los padres de la Iglesia consideraban que la desigualdad y
la sujeción constituían un lamentable remedio para el pecado; y entre
los reformadores del siglo xi se hablaba de desempeñar con humildad
las funciones ministeriales de la Iglesia. No obstante, el parecer que
LA H D A D D H L S H Ñ O R ÍO (875-1 150) 101

habitualmente se sostenía en relación con el poder, y que lo concebía


como algo em anado de Dios, no podia sino anim ar a los poderosos a
juzgar ejemplar el señorío divino, y a justificar con él el hecho de que
ellos mismos impusieran un sometimiento refugiado en la plegaria a
■todos aquellos a quienes de ese modo hacían ganar seguridad y liber­
tad. La «libertad» {¡iberias) era un atributo de la dependencia de Dios.
. «Ya vivamos va muramos, del Señor somos», había dicho san Pablo.
En eso consistía la lección del Cristo sentado en un trono que aparece
labrado en los pórticos de los monasterios — por ejemplo en Conques,
Moissac y Saint-Gilles , todos ellos del siglo xn; una lección que en
ningún lugar contiene una intención tan directa como en Autun, donde
el gran artista Gisleberto esculpirá, en torno al año 1130, un Cristo de
serena actitud juzgadora que se aparece tanto frente a ios agitados con­
denados como ante los benditos y los vivos concentrados en el rezo.l(,í
El supremo ejemplo para el señorío humano en tom o al año 1 100
procedía del Dios juez, que actúa conforme a su excelsa voluntad y que
sin embargo administra su clemencia. Del gran rey Enrique II, empera­
dor del sacro imperio romano, se dice en el poema épico alemán (aun­
que escrito en latín) Ritoiüieh: «¿Acaso no pareces actuar justamente a
nuestros ojos como Dios / Indulgentemente bien dispuesto incluso ha­
cia los pecadores que no solicitan tu misericordia? ... / Pues únicamen­
te tú eres nuestro sostén al faltar Cristo)).11'6 Los rituales de petición,
juicio y gracia no sólo preservaron las nociones tardoantiguas relativas
a la autoridad y a la deferencia imperial sino que reprodujeron igual­
mente las formas litúrgicas de la suplicación. No es de extrañar que los
señores principes reivindicaran, antes que cualquier otra cosa, la potes­
tad de administrar justicia, ya que de este modo creían ejercer el poder
de Dios; como tampoco resulta sorprendente que la descripción típica
del vasallaje fuese la de un sometimiento ritual a los señores.1117 Este
tipo de señorío exigía, bien la sumisión, bien la sujeción, ya que, en
todo caso, rechazaba la disensión. Citando la Primera epístola de san
Pedro — «temed a Dios, honrad al rey»— ,* Orderico Vitalis refiere con
sus propias palabras la triste historia del conde Copsi, cuya inconmovi­
ble lealtad al rey Guillermo hizo que sus vasallos se alzaran en una re­
belión en la que resultó muerto. «Y de ese modo, con su muerte, el cé­

* Primera epístola de san Pedro, 2, 17, (T rad u c ció n española de Pedro N úñez,
op. cil, [jV . de ¡os t. ] )
102 LA CR ISIS DEL SIG LO XII

lebre hom bre afirmó que la majestad de su señor ha de ser siempre


preciosa para los súbditos leales.»108
Por regla general, la majestad señorial se atribuía a los reyes y a los
principes. Entre los años 1047 y 1064 su sostenimiento podía llegar a
requerir, por ejemplo, la comprometida vigilancia de uno de los condes
de Namur, como se observa en este fragmento:

Y así, p ara q u e se p re s e rv a ra su justicia, u n a v e z al añ o, o c u a n d o él


así lo o rd e n e , h ace q u e u n o d e su s sierv o s m o n t e en u n g ra n c a b a llo y ca­
b a lg u e , p o rta n d o u n a lanza, d e s d e el lim ite de la p o b la c ió n h a sta la ciina.
Y si halla cu a lq u i e r o b s tá c u lo q ue le e n to r p e z c a el paso, ya sea en altura o
en a n c h u ra , m a n d a r á q u e lo d e rr ib e n [deicitur] p o r la au to rid a d del rey, o
lo re m e d ia r á m e d i a n te re d e n c ió n g ra c i o s a m e n te c o n c e d id a p o r la m a g n a ­
n im id a d d el c o n d e . 109

Si los señores príncipes brindaban protección a las iglesias y a los


monasterios, así como a los huérfanos, a las viudas y a los afligidos, o
si entregaban limosnas a los pobres, se debía justam ente a esa regia
altura de miras que profesaban; es decir, se atenían a los teocráticos
deberes que se les habían venido asignando desde el siglo ix. Los seño­
res de rango inferior rara vez podían ir más allá de la simple pretensión
de realizar tan prestigiosas funciones. La majestad era ensalzada en las
grandes ocasiones festivas, como las que dejaron consignadas los cro­
nistas y aparecen descritas con todo lujo de detalles en las chansons de
geste del siglo xn. De este modo, por ejemplo, en la escena primera del
Coronem enz Loo'is, en la que un Carlomagno ya anciano dispone todo
lo necesario para la sucesión de su hijo en una «buena corte ... como las
que ya no volverán a verse», hay catorce condes montando guardia en
el palacio, por no mencionar que la ceremonia cuenta con la asistencia
de dieciocho arzobispos y de otros tantos obispos, además de veintiséis
abates y «cuatro testas coronadas».

L a s p o b res g en te s allí a c u d ía n en b u sc a d e ju s tic ia ,


Y n a d ie p le ite a b a en tales o c a s io n e s sin u n a b u e n a c au sa .
P u e s allí se d esh a c ía n entuertos...

Sin embargo, continúa el poema, desde aquellos años la justicia se


ha venido abajo. «Dios es un señor [prodome], que nos gobierna y sos­
tiene», así que los malvados no se alzarán de «su hediondo cenagal». El
LA ED A D D E L S E Ñ O R ÍO (875-1 150) 103

papa celebró misa, dice el cantar, y nunca se había oído ninguna tan
hermosa en Francia como la que tuvo lugar en ese «gran acontecimien­
to». La concentración de señorío de ordenación divina en la regia ad­
ministración de justicia, inamoviblemente atributiva, contrasta aguda­
mente con la tensión dinámica de la acción iniciada en su festiva corte:
piénsese por ejemplo en la infidelidad de A m éis de Orleáns, vengada
por Guillermo Shortnose, quien se verá obligado a suspender la prom e­
sa de defender al niño rey al tener que prestar urgente servicio al papa
contra los m usulm anes.110 Y esa acción puede servir aquí para evocar
una aprobación del poder señorial muy distinta, es decir, de orden cul­
tural.
En la alta Edad Media los hombres libres se habían acostumbrado a
considerar que los señores actuaban como proveedores. Los señores
belicosos se aseguraban el apoyo de un buen número de seguidores
mediante promesas y recompensas, ya que su señorío equivalía al h e­
cho mismo de contar con partidarios. Los reyes que actuaban como
jefes militares, que am asaban y repartían riquezas, eran recordados
tanto por las proezas que les hablan permitido conseguir sus tesoros
como por su generosidad. Esta tradición no sólo se perpetuó en los ho­
menajes y juram entos que proliferaron después del siglo ix, y en los
cantares que exponían los honrosos hechos y la liberalidad de los seño­
res, también se conservó en los testimonios de lealtad de los vasallos y
en los dramas en que se escenifican la traición, las privaciones y la gue­
rra. De hecho, si el homenaje creaba lazos de sumisión y de dependen­
cia personal, o incluso vínculos de sujeción, los juram entos tendían a
generar ataduras reciprocas, pese a que también viniesen a confirmar
una determinada situación de sumisión. De este modo, en el episodio
que hemos referido más arriba, Copsi fue incapaz de conseguir de sus
seguidores el mismo grado de fidelidad que él mismo manifestó profe­
sar a su señor-rey. Hubo polémica, desacuerdo, y por último rebelión.
Esta dinámica también podía desembocar en resultados positivos. Un
autor que da continuación a los M ím eles o f Saint Benedict nos ha deja­
do escrito lo siguiente: «un cierto noble llamado Godofrcdo, hombre
muy poderoso, señor del castillo denominado de Scmur», sufrió la des­
gracia de perder la memoria. «Al conocer la noticia, todos sus clientes,
que habían hecho m uchas cosas en devoto servicio a su señor», se
inquietaron, así que tomaron la decisión — todos los «ilustres hombres
que por afinidad, amistad o beneficio parecían unidos a él»— de reco­
104 I.A C R IS IS D L L S IG L O X II

mendarle que apelase a los santos de Cluny y de otros templos de la


Borgoña. Al fracasar este remedio, recordaron las «grandes cosas» que
había hecho san Benedicto en Perrecy, y de este modo, lord Godofredo
recobró felizmente la salud.111
Con independencia de lo que pensemos de este resultado, dos son
los elementos que llaman aquí la atención: la solidaridad entre el señor
y el personal que dependía de él, y la diversidad de ese mismo perso­
nal. El señorío de Godofredo era la expresión de una sumisión basada
en el afecto y en la lealtad, sentimientos que parecen compartir tanto
sus parientes como sus amistades, sus siervos y sus vasallos feudales.
Entre estos últimos arrendatarios unidos por el vínculo feudal, y quizá
también entre los campesinos, se manifiesta un interés común: el de
preservar el poder del señor aquejado por una dolencia. La posición
social y el consenso iban más allá de las prerrogativas; los dependien­
tes compartían los recursos del señorío, sus tareas, sus hábitos. O me­
jor, asi es como procedían algunos de esos dependientes, ya que es
obvio que los intereses asociativos hacían que se compartiera el seño­
río tanto en materia de producción como de restricción. Se trataba de la
solidaridad propia de unos «hombres ilustres». De hecho, este tipo de so­
lidaridades en el señorío se apreciarán con mayor nitidez en el siglo xn,
cuando las órdenes de los señores más acaudalados queden consigna­
das por escrito. Entre los años 1 153 y 1 173, Rogelio de Clare, conde de
Hertford, solicitará a «todos sus barones y hombres leales» que atien­
dan las necesidades y se ocupen de los derechos de los monjes de Stoke
en su ausencia.112
El hecho de pertenecer al séquito de un señor, situación que en el
pasado había significado que se era un hombre libre, había pasado a
constituir señal de nobleza o a indicar que se aspiraba a ella. El señor
laico precisaba de compañeros para materializar su poder, necesitaba
comensales que compartieran su mesa, y debía ser visto tanto en com­
pañía de sus hombres de armas como de sus sirvientes. Si un individuo
tenía la capacidad de dar órdenes y de pedir que se realizaran acciones
por él se debía a que él mismo estaba libre de la carga del mando. Sin
embargo, en torno al año 1 100 la dinámica de la camaradería entre las
élites comenzó a experimentar cambios que acabarían modificando la
escala de valores del señorío. En la mayoría de las regiones, la caballe­
ría estaba adquiriendo la suficiente respetabilidad com o para influir en
las ceremonias del señorío aristocrático. Si los caballeros deseaban en­
la i:i),\n d e l s e ñ o r ío ( 8 7 5 - 1 1 5 0 ) 105

salzar su vocación por la espada, ¿cómo podrían resignarse a ser menos


sus señores? Por consiguiente, el hecho de ser considerado «caballero»
(miles) (o «barón» o «vasallo del vasallo») pasó a convertirse en una
especie de derecho al señorío, es decir, a implicar la presunción de ser
uno de los miembros tic ese buen orden en el que el señorío y la servi­
dumbre no llegaban a contundirse.11' Más aún, se adquirió la costum­
bre de conceder a los vasallos unos honores o de instalarles en unos
feudos que representaban algo más que una simple participación en
el señorío, con lo que se activó el potencial de arrendamiento hasta el
punto de generarse derechos consuetudinarios y de crearse así, de un
plumazo, un interés en el señorío capaz de establecer límites a su p o ­
der. En este caso, una vez más, las compartidas aspiraciones de la élite
habrían de configurar lo que terminaría convirtiéndose en una cultura
virtual del poder, una cultura que vendría a insistir nuevamente en el
prestigio familiar, en el patrimonio, en la herencia y en el conocimiento
del derecho consuetudinario. Con la posible excepción de Alemania,
son pocas las noticias que tenemos de esta situación en torno a! año
1100, fecha en la que incluso en las tierras sujetas al dominio anglonor-
mando seguía siendo problemático el traspaso hereditario de las baro­
nías;114 y del mismo modo, apenas se recoge este estado de cosas en las
primeras chansons de geste. El consejo continuó conservando un ca­
rácter más semejante al de una obligación moral que al de un precepto
jurídico, dado que constituía más bien un elemental imperativo de re­
putación señorial y de sumisa solidaridad.
Por mucho que pudiesen haber afectado al ejercicio del poder, las
aspiraciones sociales y las figuraciones asociadas con la divinidad no
constituían elementos determinantes del señorío. Nadia hablaba de
un «señorío regio» o «feudal» como tal, y menos aún se lo etiquetaba con
el rótulo de «divino» ni nada parecido. Un señor obispo o un rey tenían
la potestad de juzgar a sus vasallos, a los campesinos que dependieran
de ellos o a un conjunto de subditos libres con tierras arrendadas; lo
que no les resultaba fácil hacer era mantener los lazos de cuasi dom és­
tica socialización que establecían con todos cuantos descaran dominar
a través de sus celebraciones y sus cortes. La confianza pasó así a con­
vertirse en un factor decisivo. En la década de 1060, el nuevo abate de
la casa normanda de Saint-Evroult perdió tierras a manos de los caba­
lleros de los alrededores, que se las usurparon, debido a que apenas
sabía nada de sus posesiones y a que no confiaba en lo que quisieran
106 LA C R IS IS D E L S IG LO XII

decirle quienes tenía cerca para informarle.115 ¿Cómo pudo preservarse


entonces la cohesión de los señoríos basados en el vasallaje una vez
que éstos comenzaron a expandirse? En los señoríos agrarios el dilema
se dejó sentir con fuerza, ya que su estructura, pese a todas las tenden­
cias proclives a un benevolente paternalismo, estaba en realidad deshu­
manizada. Al margen de la realización de las funciones serviles de ca­
rácter doméstico, los campesinos no solían frecuentar la casa solariega
del señor, y no podían pretender en modo alguno ninguna familiaridad
con aquel al que llamaban amo, no amigo — ya fuese éste un obispo, un
conde o un castellano— ; tampoco tenían posibilidad de participar en
los caballerescos y ministeriales festejos del poder. Únicamente los se­
ñores monjes, dice Pedro el Venerable, sin duda con cierta razón, se
abstenían de gobernar a sus rústicos «como a hombres y mujeres a su
servicio y velaban por ellos, en cambio, como si de hermanos y herma­
nas se tratase».116 La mayoría de los labriegos no podía esperar otra
cosa que la sujeción, el yugo o la explotación a manos de los interme­
diarios. De este modo, pudo quizá eliminarse parte de la intimidatoria
presencia de los señores, pero con un coste m uy elevado para los de­
pendientes tratados con dureza, que seguramente serían la inmensa ma­
yoría y que deberían contentarse con pagar para asegurarse de no per­
der sus arriendos. ¿Qué lugar ocupaban en la cultura del señorío el
alguacil del señor, el senescal del monasterio y el preboste o el magis­
trado condal (,sh eriff) del rey?
Todavía no nos es posible abordar en toda su extensión esta inlerro-
gante. En los primeros estadios de la madurez del señorío, la prestación
de servicios 110 se había convertido aún en una ocupación bien organi­
zada. Lo que aquí importa es que la dominación del gran número de
dependientes implicaba la existencia de una heredad objetivamente de­
finida, así como una experiencia del mando vivida en un plano subjeti­
vo. El señor debía ser honrado «en todos los lugares de su imperio»;
debían dirigírsele peticiones «al am paro del señorío [ejercido por la
emperatriz]»; y las exigencias de su señorío (fuera éste regentado por
un hombre o una mujer) debían materializarse aun cuando, inevitable­
mente, tuviese que ausentarse.117 Sin embargo, sus dominios y potesta­
des, por definidos y extensos que fuesen, debieron de haber sido tan
variopintos como los propios elementos del señorío: villas, casas, juris­
dicciones, derechos de caza, portazgos y tributos de todo tipo. William
Mendel Newm an ha mostrado hasta qué punto es desesperado el inten­
LA EDAD DEL S E Ñ O R ÍO ( 8 7 5 - 1 1 5 0 ) 107

to de cartografiar el ámbito de ios primitivos dominios y potestades de


los reyes Capetos, ya que constituían un disparatado tejido de dere­
chos, rentas y arriendos en constante cambio. Se distinguía así entre el
«poder» y los «dominios», una distinción justificada por el hecho de
que la palabra dom inium termine por referirse en el siglo XI no sólo a
las tierras que el señor posee, sino a las que controla por su propia
mano.118 Y sin embargo, desde el punto de vista práctico, cuando las
iglesias buscaban confirmar su abundancia, tanto material como espiri­
tual, o cuando los señores príncipes realizaban donaciones a los m o­
nasterios, tendían todos ellos a organizar su poder de forma íntegra, y
al hacerlo revelaban concebir el señorío en términos de dominio, de
patrimonio, y objetivar de este modo los tangibles aspectos de! señorío
que más íntimo parecido guardaban con la propiedad. Cuando el viz­
conde Aimerico í de Narbóna ofrezca a su hijo Ramón Berenguer III el
Grande, conde de Barcelona, el señorío de Saint-Pons-de-Thomiéres
en el año 1103. resumirá así la pía donación:

todos a lo d io s y to d o el p o d e r [potestalem] y el dominium de tod os los


an ted ich os h o n o re s [de B ize. en el d e p a r t a m e n t o del A u d e ] ... a saber,
con las a ld ea s, c o n los castillos, con las casas, c o n los trib u n a le s ... y con
todos los feu d atario s y v ic a r io s de a m b o s sexo s, j u n t o c o n las alg uac ilías
y (os h o m b r e s y m u je re s n a tu rale s del lugar, así c o m o los tr ibutos, h o s p i­
talidades y ren tas o b te n id a s p o r las g a ra n tía s y tallas, y to d as las a c c i o ­
nes, ju s tic ia s, usos, d e v e n g o s de tránsito, p o rta z g o s , d e re c h o s de c a z a . . . " 9

Aquí se hace explícita la distinción entre el poder (coercitivo) y el


dominio, y sin embargo se enumeran todos los privilegios a fin de des­
cribir un señorío cuyas características podían ser más o menos feudales
o estar más o menos sujetas a vasallaje, y todo ello de formas que no
necesariamente tenían por qué ser de dominio público. Ya en el año
1071 las rentas devengadas a causa de los litigios, los servicios de pro­
tección y los arriendos aparecerán todas mezcladas en el «convenio de
explotación» (expletam ) que Guillermo Falcut; acuerde pagar a la con­
desa Almodis por el alguacilazgo (baiulia) de Cervera (Antigua Cata­
luña); en Osor, la condesa fallará los litigios en el dom inium , salvo en
la tercera parte de los que no se deban a casos de homicidio o adulterio,
pleitos que su alguacil juzgará por ella.130 Los alguaciles que se encar­
gaban de la recaudación de los protectorados del señor (baiulia, bailia)
108 L A C R IS IS D lil. S IG L O X II

recababan el gravamen de individuos que les eran subalternos por defi­


nición, actuando en este sentido a semejanza de los señores, como pro­
yecciones de la familia del señor. «Mis sirvientes», «mis alguaciles»,
dice en una ocasión el conde Fulco del Anjeo, apodado el Pendenciero,
en registros fechados en los años 1067 y 1090.121 En el año 1121, el
señor Guillermo V alude a «mi alguacil Lamberto» al establecer las
providencias necesarias pata su esposa y disponer las rentas de Mont-
pellier, donde no podía encomendarse ni a judíos ni a sarracenos la
baüia o la dominatio. En 1160, el conde Raimundo IV de Tolosa esta­
blecerá límites para la recaudación de los derechos de tránsito que pue­
dan establecer, como el mismo dice, «mis alguaciles en todas mis tie­
rras».122 El poder poseía carácter unívoco por ser personal, incluso en
el caso de que fuera delegado. Se trataba de un poder que, en la mayo­
ría de las ocasiones recibía un espaldarazo aprobador de Dios, de las
costumbres de las élites y de la necesidad práctica.

Los atributos del poder señorial expresaban diversamente la tradi­


ción, la situación y la posición social. Consideremos un instante lo que
implica decir que los poderosos actuaban (o que se esperaba que actua­
sen) a instancias de su sola voluntad, clemencia y gracia. Semejante
conducta, manifiesta en los rituales de súplica para la obtención de un
trato benévolo o para 1a concesión de un favor, suponía el elemento en
que se sustentaba la venerable noción de la monarquía ministerial: una
justicia teocrática oficial acompañada de una teología en la que la hu­
manidad estaba llamada a desempeñar un papel más amplio en el dra­
ma de la salvación. Las representaciones y los rituales de la majestad y
el enjuiciamiento de las acciones humanas perpetuaban esta asimila­
ción cultural, confirmando al mismo tiempo la convicción de algunos
de los protagonistas, persuadidos de haber sido bendecidos y de haber
nacido asimismo para el mando. Sin embargo, la imagen de tal domina­
ción, con independencia de cuál fuese su relación con la «realidad»,
resultaba ambivalente. El Señor que disponía los asuntos humanos era
un señor misericordioso que sin duda condenaba a los malvados pero
que desde luego salvaba al creciente número de pecadores arrepenti­
dos. ¿Era esto algo justo y compasivo -o simplemente benigno, por lo
menos— ? Los señores príncipes a quienes se imploraba clemencia
eran poderosos, ya que su voluntad (voluntas) no conocía más límite
1A l- D A l) D I. L S E Ñ O R ÍO ( 8 7 5 - 1 1 5 0 ) 109

que el de la conciencia. ¿Puede considerarse compasivo o justo a un


rey que pedía compensaciones materiales a cambio de su misericordia,
como Enrique II de Inglaterra? No hay duda de que este tipo de pregun­
tas habrían interesado a los protagonistas de este libro.123 Sin embargo,
lo cierto es que los registros escritos de súplica y clemencia parecen ser
expresión de la construcción clerical del poder omnímodo. Serán los
prelados, o sus amanuenses, quienes pongan en boca del rey Felipe I de
Francia un ¡cónico lenguaje de deferencia que rara vez se encuentra en
los cartularios de su contemporáneo, Guillermo el Conquistador. Esta­
mos aquí en presencia de una cultura de atribución de poder que varía
por su incidencia y su cronología y que no indica necesariamente que
nos hallemos ante una experiencia común; de hecho podernos afirmar
incluso lo contrario, es decir, que se trata de un dato que indica necesa­
riamente que no nos encontramos ante una experiencia de ese tipo.124
En tom o al año I 100 se consideraba pecaminoso que un señor go­
bernara ejerciendo una voluntad no templada por la misericordia o la
gracia. La censura se basaba fundamentalmente en cuestiones morales,
en el señalamiento de un mal en un universo dominado por el bien y su
contrario. En todas partes denunciaban las gentes a los «tiranos» y a los
malos señores, como \ eremos. Pedro Abelardo dejó escritos en los que
declaraba moralmente reprensible la «mala voluntad», y en un determi­
nado contexto lógico postulará la existencia de una predisposición ge­
nética al ejercicio de un poder injusto, subrayando que la tiranía del
padre se repite en el hijo.125 Flugo de Poitiers hablaba de una «fuerza
tiránica».126 Incluso la nueva idea de ofrecer activa resistencia a la tira­
nía parece haberse justificado en un principio — esto es, en tomo al año
1140— como remedio contra la maldad. Antes de la década de 1150
apenas se insistía en el hecho de que el poder arbitrario pudiera ser al
mismo tiempo ilegal, ésa es la fecha en que Juan de Salisbury define
la tiranía como una «dominación violenta» que se desentiende de la
ley.127 Medio siglo antes eran pocos los elementos específicamente le­
gales de que se rodeaba d señorío. No se encontraban todavía demasia­
dos letrados al servicio de los príncipes — aunque con la única posible
salvedad de la Italia septentrional, donde podían discernirse ya los pri­
meros esbozos de una jurisprudencia feudal— . La práctica jurídica co­
tidiana no era sino un proceder conservado del antiguo orden público,
apenas distinto en muchos casos de la simple costumbre. Los concep­
tos de infracción legal y de derecho — en el sentido en que ambas n o ­
110 LA CR IS IS DEL S IG LO XII

ciones establecen una diferenciación entre lo que pertenece al ámbito


de lo penal y está por tanto sujeto a castigo y lo situado en la esfera de
la penitencia y es por tanto de índole moral— pueden hallarse en todas
partes, en los legajos en que se consignan las prácticas y en los proce­
sos jurídicos. En las sociedades en que la difusión de los poderes bana­
les estaba dando pie a la creación de señoríos que no pretendían atribu­
tos de majestad, la costumbre constituía una constricción nueva, y en
ocasiones dudosa. Este tipo de dominaciones moldeaban las costum­
bres a la medida de sus objetivos, hasta el punto de llegar a justificar las
prácticas arbitrarias de ¡as antiguas aristocracias. El mejor ejemplo de
este estado de cosas es el bien comprobado hábito de expoliar a las
iglesias viudas.I2S El ius spolii hundía sus raíces en la tradicional opo­
sición a la tendencia de los prelados (no casados) a favorecer a sus pa­
rientes en la disposición de las propiedades clericales; la práctica con­
taba con una larga historia de explotación por parte de las autoridades
francas, que se acogían a esta costumbre con el pretexto de proteger
otros intereses. Por consiguiente, no era un abuso nuevo del señorío
banal, y dado que requería y recompensaba la colaboración de hombres
armados no era posible juzgarla un azote exclusivamente debido a la
acción del príncipe. El papa León IX describe profusamente esta prác­
tica en el año 1050, además de dar instrucciones al clero de Auch para
que excomulgue a quienes sigan esa «perversa y muy execrable cos­
tumbre de algunas gentes; a saber, que al fallecer el obispo, irrumpen
en la sede episcopal hostiliter. saquean sus efectos personales, incen­
dian las casas de sus aparceros», y arrasan los viñedos con bestial sal­
vajism o.129 La sanción de la excomunión quedó así convertida en un
elemento esencial de la legislación conciliar, que con notable pruden­
cia tenía por moralmentc responsables a todos los causantes de tales
estragos. No obstante, se trataba de una costumbre a la que se adherían
los señores de más elevado rango, como confesarían, al renunciar a
ella, primero el conde Raimundo IV de Tolosa (o de Saint-Gilles) en el
año 1084 y poco tiempo después el conde Guillermo II deN evers, otor­
gando así inmunidad a las iglesias episcopales de Béziers y Auxerre,
respectivamente.130 Con todo, y dado que se trataba de un emolumento
del servicio de los condes notablemente lucrativo, no resultaría nada
fácil desarraigarlo. Y lo mismo puede decirse de otras prácticas coerci­
tivas, como la de la opción a un derecho preferente de compra y la del
embargo.
LA ED AD D E L S E Ñ O R ÍO (875- 1I 50) 1 11

Y es que la socialización del señorío laico no podía estimular sin


todo un conjunto de ritos y empeños encaminados en último término a
la recompensa colectiva, lo que a su vez tendía a producir unas culturas
de poder de carácter cortesano. Parece probable que los concejos aca­
baran convirtiéndose en un atributo del señorío y que su afianzamiento
como práctica guardase fundamentalmente relación con las virtudes
asociativas, es decir, que sirviese para lograr consensos vinculados con
la índole prudencial del acto mismo de consultar, consensos más nutri­
dos por los preceptos bíblicos y por la experiencia clerical que por
cualquier imperativo heredado tendente a limitar el poder. Sin embar­
go, el crecimiento económico y la honda raíz de las fortunas patrimo­
niales contribuían a encauzar por otros derroteros los coloquios cole­
giados dedicados a tratar temas de señorío compartido, temas como el
de la justificación de la posesión o la intención de poseer, derivándose
así a cuestiones vinculadas con definiciones jurídicas. En Inglaterra,
las costumbres por las que se regía la transmisión del legado patrimo­
nial se encuentran en los orígenes de la consulta entre barones.131 El
concejo era una faceta integrada en una más amplia esfera de valores
relacionada con la condición aristocrática — el honor, la fidelidad, la
generosidad, el coraje-—, una esfera que, de no existir, habría hecho
que la majestad resultara socialmente inútil. Los hijos de los señores
laicos aprendían a manejar amias y caballos, y también era caracterís­
tico que se les instruyese en la práctica de la caza — al menos en los
estratos superiores de la aristocracia— . Antes de su escandalosa elec­
ción al obispado de Laon en el año 1107, Gualdrico había sido uno de
los compañeros de la corte de¡ rey Enrique I. «Se deleitaba», afirma
Guiberto de Nogent, «charlando de combates, perros y halcones, según
le habían enseñado los ingleses».132 Dichos placeres tenían un lado
ominoso. Describir el bosque como un coto privado de los señores sig­
nificaba delimitar otro ámbito más para el ejercicio de un poder coerci­
tivo sobre la gente, ámbito que comenzó a ser blanco de las críticas en
el siglo xn. Juan de Salisbury veía ciertos aspectos cinegéticos en la
tiranía.133
¿Podemos decir que la cultura del señorío clerical fuese muy distin­
ta? El archidiácono Enrique de Huntingdon entendía que las desgracias
que abrumaron a Roberto Bloet de Lincoln constituían el destino habi­
tual de las «gentes del mundo», pero admitía que él mismo había admi­
rado inicialmente al obispo a causa de su «magnificencia», así como
112 L A C R IS IS D L L S IG L O X II

por el hecho de hallarse rodeado de «hermosos caballeros, jóvenes no-


bies y costosas monturas», a todo lo cual añade el rutilante esplendor
de sus ropajes y de su mesa. «Todo el mundo se mostraba deferente con
él ... y por todos era considerado como un padre y un dios.»134 Y Ro­
berto no era el único personaje de este tipo. Con todo, no había muchos
prelados que se comportaran de ese modo, ya que pocos disfrutaban de
los medios con que contaban los favoritos de los reyes normandos.
Hasta donde nos es dado saber, el señorío de los obispos y los abates no
había asumido aún, por regla general, formas vinculadas al asociacio-
nismo o a la celebración. El trato que daban los prelados a sus vasallos
y campesinos era muy similar al que les reservaban los señores laicos,
ya que se aseguraban de contar con el juram ento de lealtad de los cas­
tellanos y explotaban sus potestades jurisdiccionales (o permitían que
los letrados lo hicieran en su nombre). Poca gente debió de considerar
ventajoso el cultivo de la relación social con tales señores. Y es que,
con independencia de cuáles pudieran haber sido sus preferencias, o
incluso sus responsabilidades cuando, como a menudo sucedía, debían
tratar con casas de caballeros, la única forma que tenían de granjearse
el respeto de sus contemporáneos era atenerse a un señorío de corte
pastoral poco apropiado para la procura de metas cortesanas; debieron
de ejercer un señorío oficial conceptualmente emparentado con esa for­
midable dignidad real que proyectaban en los textos sus amanuenses, e
igualmente generadora de ritos de deferencia.Ií5 Los intereses de aque­
llos que procuraban obtener el favor de los señores — concretado en la
concesión de feudos, gajes o amparos— parece haberse concentrado
cada vez más en las cortes o en las recepciones señoriales de todo tipo,
lo que significa que los críticos -—y los descontentos— terminaron por
contemplar con cinismo el «comportamiento cortesano» (curalitas). El
desdén que muestra Juan de Salisbury por la adulación y la preocupa­
ción por esa clase de «pequeñeces» (miga1) es prueba suficiente de que
los grandes señores valoraban la afabilidad y el capricho, y de que los
cultivaban.136
El señorío humano, como el divino, venía a ser una casa de muchas
puertas. Ahora empezamos a comprender las limitaciones de la categó­
rica contundencia con que denuncia el abate Pedro al señorío laico.
Todos aquellos sobre los que podía ejercerse la coacción, esto es, los
campesinos y los individuos carentes de libertad, eran también suscep­
tibles de sufrir abusos. Quienes no estaban expuestos a ese exceso
i .a i- .H A n d i : i . s i t ñ o r í o (875-1150) 11 3

—los vasallos y los caballeros del señor— eran, en términos afectivos,


más parecidos a aliados que a sirvientes; y si hablamos de aliados en­
tiéndase que es con vistas a la dominación de las masas. Y lo mismo
puede decirse de los ministros de Dios al servicio de un señor laico — o
ésa era al menos su a s p ira c ió n - -. ¿Quién, por tanto, en esta cultura,
quedaba fuera del orden establecido?
Capitulo 3

LA DOMINACIÓN DE LOS SEÑORES (1050-


1150): LA EXPERIENCIA DEL PODER

Para la m a y o ría de los e u ro pe o s qu e v iv ie ro n e n el siglo que c o ­


mienza en to m o al año 1050 la ex perien cia m ás m a rc a d a del p o d e r era
la vinculada con el señorío. Fu e sen cuales fu esen sus d e m á s lazos y
compromisos, ia prim acía personal y la d eferen cia eran insistentes rea­
lidades de sus vidas, u n a s realidades que creaban o p on ían a p ru e ba sus
lealtades y que en las so ciedades reestructuradas incidían en la acción
oficial. O d ic h o con otras palabras: la d o m in a c ió n y la d e p e n d e n c ia
adoptaban las form as codificadas de la identidad cultural. A h o ra bien,
¿podemos decir q u e el señorío tuviera ya una historia? ¿Es posible de-
construir el fe n ó m e n o al m o d o de esa ex p e rie n c ia co n c a te n a d a d e lo
que llam am os «historia política» y qu e tan fam iliar resulta a nuestros
ojos?
Puede afirm arse co n toda seg uridad que, en efecto, tuvo tal historia.
Si pensamos q ue los reinos eran señoríos, e ntonces las respectivas his­
torias c on ve nc ion a les de los reino s de A lem ania, Francia y las dem ás
regiones nos pare c e rá n u na respuesta suficiente a estas cuestiones. Sin
embargo, debería estar ya claro qu e una historia del p od e r que se limite
a enumerar los h ech os de los seño res-reyes de Francia en u n a época en
que varios príncipes superab an en p o de r al m o n a rc a se halla inevitable
y tristemente ab o c a d a a ser u n a historia incom p leta. Y tanto m á s al
constatar las incontab les m íc rohistorias de los p e q u e ñ o s señoríos lai­
cos con que d e b e ría m o s c o m p ila r d ich as n a rra c io n e s — su p o n ie n d o
que nos fuera d a d o c o n o c e r todo ese in m e n so m o sa ic o — . Pocos de
116 l.A C R IS IS m i. S K i l . O X II

esos señoríos han logrado encontrar historiador hasta la fecha, si ex­


ceptuamos el caso de las más importantes familias de advenedizos,
como las de los Coucy, los Monteada o los Montmorency, todas ellas
rebosantes de ambición y deseosas de encumbramiento nobiliario.1Lo
que resulta indudable es que a finales del siglo XI y principios del xn las
masas de dependientes y súbditos consideraban gobernantes tanto a los
príncipes como a los reyes. Era una época en que los duques y los con­
des podían albergar la esperanza de convertirse a su vez en reyes, bien
emulando la dinástica conquista de Inglaterra que había llevado a cabo
el duque Guillermo, bien embarcándose en las aventuras militares que
se desarrollaban en las fronteras de la Europa cristiana. Se trataba asi­
mismo de una edad en que los príncipes sin corona aspiraban al presti­
gio regio sin temor a quedar luego sometidos a los monarcas vecinos.
Si los condes de Aragón y Portugal lograron alzarse con la dignidad
real, el duque de Polonia - en torno al año 1 100— y el conde de Bar
celona — medio siglo más tarde— , ambos en buena posición para in­
tentar hacer lo mismo, no reivindicarán tal elevación. Esta situación
comenzó a cambiar en el siglo xn. Resulta sintomático constatar que si
la Primera Cruzada (1096-1099) fue una empresa de príncipes, la Se­
gunda (1 1417-1149) estuvo encabezada por señores-reyes. ¿En qué cir­
cunstancias se hallaban esos gobernantes? ¿Cuáles fueron sus naturale­
zas, sus objetivos, sus medios y sus logros? En las páginas que siguen
no podemos esbozar siquiera un intento de respuesta sistemática a e'stas
cuestiones — y mucho menos tratar de ofrecer una explicación comple­
ta— , ya que eso implicaría apartarnos de los muy incompletos docu­
mentos del poder; documentos que aportan la prueba, por lo que res­
pecta a este libro, de las intenciones, los impactos y las reacciones
humanas que hemos de rastrear selectivamente a lo largo de tres o cua­
tro generaciones.
No resulta fácil imaginar la amalgama que formaban entonces las
tierras europeas con los o jos con que debieron verlas quienes las gober­
naron a finales del siglo x¡. Una densa malla de condados y castellanías
cubría la campiña; ningún reino, ni siquiera el de Inglaterra, tenía lími­
tes sólidos ni bien definidos; ningún señor laico se atrevía a pasar por
alto el poder de su vecino, y pocos podían realmente ocuparse de otra
cosa. Quizá el más ilustrativo documento que nos deje constancia de
una empresa ambiciosa sea el R egisier del papa Gregorio VII (1073-
1085), que recurre a seductores y atentos discursos para dirigirse a los
LA DO M IN A CIÓ N Dl-i LOS S L Ñ O R L S ( I 0 5 0 - I 150) 117

señores-reyes, a los prelados y a las autoridades de rango secundario.


Ningún papa había reclamado nunca para sí tan vasto dominio espiri­
tual sobre la base de tan exiguos recursos materiales; de todos los hom ­
bres poderosos de la época, el era el único que podía pensar seriamente
en atribuirse la le. la obediencia y la estabilidad en todas esas tierras. Y
además perdía muy poco tiempo en regir tales cuestiones. Desde los
primeros m om entos de su pontificado (es decir, desde abril del año
1073), Gregorio se dedicó a exhortar a los caballeros franceses — a los
que empujaba a combatir a los musulmanes en España a condición de
que reconocieran su suprema autoridad como pontífice—. Menos de un
año después apremiaría a los reyes de León y Navarra pidiéndoles que
'«aceptasen el orden v los ritos de la Iglesia de Roma ... como ya [ha­
bían] hecho los demás reinos de! oeste y del norte».2 Pese a que sem e­
jantes metas debieron de parecer necesariamente el producto de una
mente visionaria, todas ellas habrían de satisfacerse en cierta medida
más adelante — y de hecho, comparadas con las épicas fantasías de un
rey de ilimitadas ansias conquistadoras venían a ser la encamación de
la sobriedad misma- . F.l C'arlomagno que describe el poeta del Cantar
de Roldán tiene su patria en la «dulce Francia», aunque domina p ue­
blos que se extienden desde Escocia, Irlanda e Inglaterra hasta Baviera,
la Aquitania, la P roven/a y la Lombardía; y también dice que Aix-la-
Chapelle (Aquisgrán) es el «meillor sied de France» para juzgar el caso
de la traición de Canelón. Además, Carlomagno hace campañas milita­
res en España — o «cavaleades», aunque le separe de esos territorios
tan peligrosa distancia a beneficio de los barones leales que reciben
de él el vasto patrimonio que se extiende desde el M ar del Norte hasta
los Pirineos.3
Estas son las visiones que sugiere la autoridad en un mundo cristia­
no que empezaba a cobrar conciencia de sus fronteras. Y muy distintas
serán las visiones, por cierto, en función del punto de vista: así diver­
gen tan notablemente la de la mirada administrativa y la de la evoca­
ción fantasiosa. A m bas coincidieron grosso modo durante un tiempo,
en la época en que los trovadores del siglo xu nos hablan de un «señor
papa» que establece una combativa alianza con el rey destinada a res­
taurar el patrimonio italiano de Pedro.4 Sin embargo, la cultura cortesa­
na de la épica primitiva no constituye sino una frágil indicación para el
conocimiento de las inquietas élites — los «Borguignuns / E Peitevins
e Normans e Bretuns»" - cuyas expediciones, motivadas en su aspira­
118 LA C R ISIS D E L SIG L O Xll

ción al señorío, habrían de reorg a n izar las fronteras europeas. Los can­
tares de estos b a rd o s e n sa lz a b a n el ideal de la lealtad en el vasallaje,
aun que tam b ién nos han dejado constancia de la a n sie d a d que provoca­
ban las cuestion es vincu lad as con las herencias — asunto capital para el
d o m in io señorial en el siglo x n — , pese a que, al m ism o tiem p o, apenas
nos digan n ada acerca de los (dem ás) m edios de a lcan zar o de ejercer el
poder. D ic h o s c a n ta re s se b a s a n en las tra d ic io n e s de la monarquía
franca que ellas m ism a s glosan, pero sólo recogen m u y débilm ente los
hechos relacionado s co n los asentam ien to s n o rm a n d o s de Italia o con
las a m b ic ion e s de los caballeros de habla a le m a n a de las tierras eslavas
occidentales. Las culturas de estas últim as sociedades son aú n más di­
fíciles de discernir en las fuentes literarias, signo de que su transplante
fue m á s c om pleto. E s p añ a co nservó su carácter de frontera visionaria
el tiem p o suficiente c o m o para dar lugar a que en las tierras francófo­
nas se c rease la m itolog ía de un p o de r fund a do en las baronías.6

E l p apado

La actitud papal de G reg orio VII c onstituye en c am bio u n a cuestión


m u y distinta, pues si h e m o s de calificarla de vision aria se debe única­
m ente a su p asm o sa audacia. España no era sino u no de los puntos que
ab a rc a b a el e n tero círcu lo de su plan de acción En su p rim e r año de
pontificado, el papa G rego rio se im plicó asim ism o en los asuntos ecle­
siásticos de A u c h , L yon. C h a rtre s, R e im s y L in c o ln .7 Escribió una
epístola pastoral a la Iglesia de C artago, entabló contactos con el empe­
ra d o r M iguel VII de C on stantin op la, e x h o rtó al d u q u e V ratislao II de
B o h e m ia a fin de que prestase apo y o a sus legados en su litigio con el
sim on íaco o bispo de Praga, se co m u n ic ó d is cretam ente con el rey En­
rique IV, pidió al a rz o b is p o L anfranc qu e to m a se m e d id a s contra el
c o n tu m a z obispo Arfast, y envió las prim eras de las m u c h a s cartas que
habría de m a n d a r a lo largo de su pontificado a los reyes de Inglaterra,
A ra g ó n y L e ó n.8 N o hay indicio a lgun o de neglig encia en todos estos
contactos con lejanos d ig natarios, c o n tac to s que hab rían de dar pie a
intensas neg ociacio nes. Sin em b a rg o , en lugares m ás próx im os al pa­
trim onio de Pedro surgieron u rgentes p reocupaciones. A un así, el papa
G regorio c o m e n za rá a ocu p a rse tam bién de estas cuestiones desde los ;
prim ero s días de septiem bre del año 1073, fecha en la que se trasladará
LA D O M IN A C IÓ N DE LOS SEÑO RES ( 1 0 5 0 - 1 1 5 0 ) 119

a Capua por espacio de varias semanas. Tratará de promover un enten­


dimiento con el abate Hugo de Cluny, con ias condesas Beatriz y M a­
tilde, con la emperatriz Inés de Poitou, y cou el duque Rodolfo de Sua-
bia a fin de que no permitieran la simonía de los obispos lombardos.9 Y
tras notificar su elección como papa al príncipe Guisulfo de Salerno
(entre otros), Gregorio exigirá a los príncipes del Benevento y Capua
que juren fidelidad a la Iglesia de R om a y consignen por escrito su
compromiso con ella.10 No menos atento a los problemas surgidos en
Milán, Gregorio decide explicar a Erlembaldo Cotta, cabecilla del m o­
vimiento de la potaría, que si perdía terreno en Capua era debido a que
los normandos seguían amenazando la seguridad de «la cosa pública y
de la santa Iglesia».11
Lo que aparece consignado en el R egister del papa Gregorio Vil
son las cartas y los memorandos de sus actos oficiales. Ningún otro de
los documentos que se conservan de esta época (en la Europa latina)
resulta tan completo — o, a decir verdad, ningún otro recoge en modo
alguno una información comparable— . ' 2 De no haber sido así, la na­
rrativa relacionada con el poder que se elabora en torno al año 1100
habría resultado muy distinta. Gregorio, a diferencia de la mayoría de
los señores príncipes de su época, se sentía elegido para su misión; es
decir, se consideraba designado para ejercer ias funciones que su pre­
decesor, de voluntad reformadora, y él mismo, como parte de un linaje
de clérigos clericales, habían establecido. Esto venía a significar, como
muestran sus misivas, que asumía responsabilidades muy bien defini­
das — las vinculadas por ejemplo con los programas de los legados en
Francia y en Bohemia, o con la oposición a ¡a simonía y al matrimonio
de los clérigos, o aun con la conformidad litúrgica, entre otras c o s a s - -
y que estaba dispuesto a emprender acciones en esas esferas así com o a
responder pasivamente y a confirmar las iniciativas de otros. Por la fe­
cha de las cartas y la ubicación de la que parten puede detectarse una
cierta concentración de su actividad. Así sucede, por ejemplo, con las
que escribe en septiembre de 1073 en Capua, o con sus intervenciones
en los sínodos celebrados en la cuaresma de 1075 y años posteriores,13
loque quizá sugiera que sus movimientos pudieron haber sido más re­
sueltos de lo que cabe deducir de las cancillerías laicas que habremos
de examinar más adelante. Menos conjetural es la inferencia de que
Gregorio debió de trabajar desde el principio con asesores y escribanos
¿ clericales que compartían su causa y cuyos debates y consensos, basa-
1 2 0 LA n t is is irn . SIGLO XII

d o s en !a e x p e rie n c ia y en la c o n v ic c ió n , ven ían a co n stitu ir una cultun


de la acc ió n oficial. .%
M á s p ro b le m á tic o resu lta d e te rm in a r si se tratab a d e una culturad^
m a rc a d o c a rá c te r b u ro c rá tic o o no. U n a de las ironías del célebre epi¿
sodio h istó rico de la elección del arch id iá c o n o H ild e b ra n d o comopapjñ
estrib a en el h ech o de q u e resu ltase e le g id o d e m a n e r a irregular tan!
sólo u n o s añ o s d esp u és de q ue un c o n ju n to de c ard e n ales de ideasafia
nes a las de G re g o rio h u b ie ra n llegado a un a c u e rd o para reformarew
p r o c e d im ie n to de la ele c c ió n de los pon tífices a fin d e g a r a n t i z a r á
«o rd en ad a » p ro m o c ió n al solio de un « h o m b re ad e c u a d o » — eufemi»
m o co n el q u e se pretendía restaurar el cargo del o b isp o de Roma—
P oco s d eb iero n d u d a r de la id o n e id ad d e H ild e b ra n d o , p ero debido a
las urgencias del m o m en to , las influencias y el en tu sia sm o prepondera­
ron so b re la d elib eració n . El h e c h o de q u e el p ro p io p ap a Gregorio ;
c o m p re n d ie s e y la m en ta se este e x tre m o no es el ú n ic o signo de que!
p en sab a que su p o d er arraigaba en el c o n sen so entre los cristianos. No
ob stan te, no hab ía n ad a im p erso n al en sus re iv in d ic a c io n e s y actos.
G re g o rio VII se m o stra b a p ro fu n d a m e n te co h ib id o en sus manifesta­
ciones exhortatorias. Se identificaba de forma visceral con san Pedro,
de cuy o p o d er era interm ediario — y el p o d er de Pedro era paternalista
y s eñ o rial— . En n o v ie m b re de 1074, G reg o rio im p u so al arzobispo
H an nó n de C olonia una acción disciplinaria «en n o m b re de san Pedro,
nuestro co m ún padre y s e ñ o r» .15 En abril de 1075 redacta un escrito en
el que insta al pueblo de B o h em ia a escuchar el eco de las palabras del
bendito Pedro en las exh o rta cio n es de¡ p a p a .16 D esde luego, el poder
v ic a n a l del papa — frecu en tem e n te se hacía llam ar « v icario de Pe­
dro»— , al igual que el de otros actores terrenales del siglo xi, era vir-
tualm en te el de su declarado s e ñ o r .17 Y un seño río d eleg ad o de este
tipo tenía sin duda un carácter funcionarial, aun que no fuese exacta­
mente im personal. A sem ejanza de otros prelados cristianos, Gregorio
VII se había visto elevado por su señor a su egregio cargo. Se concebía
a sí m ism o com o un servidor que invocaba, tanto por convicción como
por fórm ula, su escaso valor personal y que realizaba protestas de hu­
mildad cuando se le acusaba de actuar m ovido por la a m b ic ió n .18
Y aun así se le daba el trato de « señ o r-p ap a» .19 Tal denominación
constituía un apelativo honorífico idéntico al que el propio papa Grego­
rio aplicaba a sus venerados predecesores en la cátedra de Pedro. Del
m ism o m odo se le consideraba tam bién «señor» del clero y de los es-
la o o M iN .-u io n d i : lo s s i : ñ o r i :s (10 50 -115 0) 121

|jjiJ)anos que le ro d e a b a n ; de hecho, asi se alud e a su p erso na en los


|rotocolos de los sínodos c u a re sm a les .20 C o n su im personal lenguaje,
fetos protocolos parecen presentar la acción oficial c o m o algo em ana-
oo de una cerem on io sa expresión del p o de r de Pedro. En esos textos se
¿ice que el papa ha «celeb rado el sínodo», un poco al m o d o en que un
príncipe laico podía reunir su corte de Pentecostés; y en el año 1078, en
¡Borden por la que G re g o rio dicta q u e se deje c o n sta n c ia de la form a
Ejginal de las p r o m u lg a c io n e s — esto es, las d e p o sicio n es de varios
chispos italianos, la con firm ación de la e x co m u n ió n del a rzobispo G ui-
¡redo de Narbona. etcétera . se conservará la prim era persona del plu-
talal mencionar la decisió n del papa. Es posible que en dichas a s a m ­
bleas, com o quizá le ocurriera tam bién en otras im portantes situaciones,
grregorio tuviera la se n sa c ió n de estar e je rc ie nd o el p o d e r divino. La
Apasionada invocación que hace de san Pedro en las pro m u lg acion es de
'excomunión d ictadas contra E nrique IV es un ejem plo que hace perfec­
tamente al caso .21 M ejor ilustración p u e d e hallarse aún en el D icta tu s
papcc (1075), c u y o capítulo 23 m uestra lo difícil qu e resulta c o m p r e n ­
der el poder papal en térm inos o bjetiv am ente funcionariales. Y es que
proclamar que «el r o m a n o pontífice, en caso de ser ord e n a d o c a n ó n ica ­
mente, adquiere indu dablem ente co ndición de santo por los m éritos de
san Pedro» equivale a sugerir que los papas actuab an m ediante un p o ­
der sobrenatural infuso. ¿P odría decirse que ese p o de r era funcionarial
por su m ism a índole, de m a nera a n álo ga a lo qu e sucedía en el caso de
ios reyes co n sa g ra d o s? ¿O d e b e ría ser c o n sid e ra d o c o m o una e m a n a ­
ción derivada de la reputación adquirida, m ás allá de todas las n orm as
y definiciones del cargo? Un e rudito ha a rg u m e n ta d o en favor de este
último parecer, ya que ve en el capítulo 23 del D icta tu s, así c o m o en la
famosa justificación de la potestad para destitu ir prelados que el propio
Gregorio proclam ará en m arzo de 1OS 1, la pretensión de estar actuando
al amparo de una santidad subjetiva que no era susceptible de ser s o m e ­
tida a un análisis o bjetiv o o a n alítico 22 M uy bien p ud ie ra ser así, pero
resulta difícil creer que los g re g o ria n o s ac tu ase n siem pre, o habitual-
mente siquiera, sin c o n c ie n c ia de e sta r a te n ié n d o se a una c o ndu c ta
pautada. Si G r e g o rio se siente o b ligado a justifica r sus a c cio nes fun ­
dándolas en m o tiv o s qu e e fe ctiv a m e n te p a re c en e x tra ñ o s a nuestros
ojos, pero que en su día resultaban funcionales y pertinentes, es d ebido
a la circunstancia de ha b e r insistido tanto en la vicaria naturaleza d e su
poder al decidir las extre m as m e d id a s recientem en te adoptadas contra
122 LA CR ISIS DEL S IG LO XII

el rey de Alemania. Ésta era la conducta oficial, al menos en la medida


en que Gregorio parece no haber tendido a interpretar, por convicción
y temperamento, que la encomienda de Pedro constituyera un señorío
espiritual en sí mismo.
Con todo, no hay duda de que las circunstancias debieron de termi­
nar imponiéndole tal interpretación — y no sólo a él, sino también a
otros— . Tan pronto como accedió al cargo, Gregorio trató de asegurar­
se la colaboración de algunos aliados en las campañas que habría de
emprender contra la simonía y el matrimonio del clero. Dichos aliados
eran los «fieles», esto es, los ficieles Petri: principalmente, el abate de
Cluny, las condesas Beatriz y Matilde, el conde Rodolfo de Suabia, y
alguno más — ¡as gentes con las que podía contar, ya jurasen o no adhe­
rirse a su causa— ,2;i La solidaridad que le profesaban estas personas era
de carácter familiar, incluso por su compromiso afectivo. Al dirigirse a
las mujeres de este puñado de incondicionales, Gregorio las llama sus
hermanas espirituales. Además, las intenciones que les mueven a esta­
blecer vínculos de cooperación con él — fácilmente detectables en las
cartas que han llegado hasta nosotros— no andan lejos del tipo de per­
suasión que podríamos considerar propio de la conducta política. Esfor­
zadamente. Gregorio tratará de hacer extensiva a otros esta cohesión
cuasi familiar, como puede apreciarse tanto en las misivas que manda a
los príncipes cristianos como en sus emplazamientos a los sínodos. El
abate Hugo debía exhortar a todos «cuantos aman a san Pedro, si real­
mente desean ser hijos y caballeros [suyos], a fin de que no den en amar
más a los príncipes seglares que a él».24 En octubre del año 1079 el papa
Gregorio se dirigirá en un escrito de alcance general a «los fieles [con
que cuenta] san Pedro» en Alemania con el propósito de estimular en
ellos la entereza frente a las presentes adversidades.25 Y no debemos
suponer que el papa se contentara con suponer que un acuerdo fundado
en una cierta afinidad fuese suficiente para garantizar la lealtad. La fide­
lidad implicaba servicio, y un servicio preferiblemente activo.
Éste es sin duda uno de los significados de los pactos y sumisiones
de vasallaje que Gregorio VII habría de imponer a los príncipes nor­
mandos y a todos aquellos poderes similares, tanto laicos como religio­
sos, a ios que lograra persuadir. En este sentido al menos, parece haber
actuado plenamente dentro del planteamiento correspondiente a un se­
ñorío de corte afectivo y personal. El docum ento del juram ento que
impuso al príncipe Ricardo de C'apua (el día 14 de septiembre de 1073)
LA D O M IN A C IÓ N DE LO S S E Ñ O R E S (10 50 -115 0) 123

alude al papa G regorio en tono fam iliar y le llam a «m i señor», hacien­


do igu a lm e nte re fe re n cia a las o blig a c io n es de c on sejo y a y u d a que
Ricardo se c o m p ro m e te a prestar al papa en sus asuntos, así c o m o a la
observancia de fidelidad a la «Iglesia de R o m a » dentro de la general
lealtad im perial. En ju n io del año 1080, R o berto G uisc a rd realizará un
juramento de lealtad que em p le a térm inos sustan cialm cn te sim ilares.26
Sin e m barg o, difícilm en te puede pensarse que esos ju ra m e n to s p u d ie ­
ran crear unos lazos de solidarid ad sem ejantes a los del vasallaje. Se
trataba de ju ra m e n to s cuya pauta se ajustaba a la de otros ya efectuados
anteriormente po r los príncipes n o rm a n d o s ante los papas N ic olás II y
Alejandro 11, y venían a constituir pactos o c on co rd atos de corte m u y
parecido al qu e establecieran en agosto de 1073 el papa G regorio VII y
e! príncipe L andulfo VI del B en ev e n to .27 Es más, tuvieron el efecto de
insinuar el po der apostólico en el pérfido terreno de los señoríos terri­
toriales, un terreno en el que tanto por sus prec ed e n tes c o m o po r sus
perspectivas resultaba difícil c o n c e b ir g randes esperanzas. El propio
papa León IX h abía sido capturad o p o r los n o rm a n d o s en el desastre
de Civitate (o currido en ju n io de 1053). G reg orio VII forcejeó d u ra n ­
te años con R ob erto G u isc a rd antes de lograr im p o n e r un señorío que
acabaría fracasando catastróficam ente en el año 1084, fecha en la que el
ejército de R oberto, tras expulsar al antipapa imperial, saqueó tan terri­
blemente la ciudad de R o m a que logró desacreditar la cau sa g re g o ria ­
na. El hecho de que el papa G regorio hubiera tenido que huir de R o m a
en com p añ ía de sus « p ro te c to re s» n o r m a n d o s venía a s u p o n e r una
amarga burla tras sus p retensiones de un señorío terrenal.28
D eberem os e x a m in a r si este tipo de acon te c im ie n to s eran a n o rm a ­
les o no en la e x p erie n cia del poder. L o cierto, sin e m b a rg o , es que
Gregorio había con ocid o días m ejores. Sus r eivindicaciones arraigaban
en una interpretación funcional del p o de r de Pedro, una interpretación
según la cual todo el poder m u n d a n o debía de considerarse d e rivado o
subalterno. Su p r o p u esta de e n c ab e za r una e xp e dic ió n de ayuda a los
cristianos de u ltram a r se había fundado en esta c o n ce p c ió n .21* Y lo m is­
mo podem os decir de su aspiración a la so beranía en H ung ría y A ra ­
gón, o de la reivindicación po r la que se m ostrará llam ado a ejercer el
«poder» de Pedro en Francia y en Inglaterra en el (vano ) llam am iento
que lance al rey G u ille rm o en d e m a n d a de s u m isa fidelidad .30 Sería
probablemente un e rro r insistir en la e x iste n c ia de un p e n sa m ie n to
«feudal» en los m ensa je s exho rtato rio s dirigidos a los grandes prínci-
124 L A C R IS IS D in . S I G L O X II

pes. Lo que obviamente perseguía el papa era un vínculo de fidelidad,


y en ocasiones de manera muy explícita; Gregorio comprendía la natu­
raleza de la tenencia ventajosa; pero no solía asimilar los reinos a los
feudos. En algunas ocasiones reclamaba potestad sobre esos reinos en
tanto que patrimonio de Pedro, como en el caso en que dio en afirmar
que si el rey de Hungría llegara a aceptar que sus tierras constituían un
«beneficio» obtenido de Enrique IV estaría menguando las propieda­
des de Pedro, lo que, por emplear las palabras que utilizaría el propio
Gregorio pocos meses más tarde, equivaldría a reducir al rey mismo al
rango de «reyezuelo».11 Sin embargo, el vocabulario de la sumisión
condicional muestra matices distintos a lo largo del Register, como ha
mostrado claramente Pietro Zerbi; se diría que Gregorio Vil estaba
dispuesto a solicitar apremiantemente dicha sumisión a todas las partes
que se personaran ante él. Eso es al menos lo que parece suceder cuan­
do se dijo que el príncipe Yaropolk de Kiev había solicitado recibir su
reino «como un don de Pedro ... y de vuestras propias manos».32 Las
cuasi feudales pretensiones señoriales que sostenía el papa en relación
con los príncipes no eran en modo alguno distintas, desde el punto de
vista categoría!, de las reivindicaciones pastorales que informaban la
noción gregoriana de una Iglesia indivisa. El papa lanzó un llamamien­
to de ayuda militar al rey Svend II de Dinamarca como muestra de leal
sumisión al «universal gobierno que se nos ha confiado».33 La fidelidad
no implicaba únicamente subordinación, sino también solidaridad con
las causas pontificias.34
Los hábitos de la acción pontificia que tan claramente aparecen de­
lineados en el Register de Gregorio VII encontrarán continuación en la
práctica de sus sucesores. Las actas de los sínodos y de los consistorios
continuaban proyectando una imagen del papa en la que se exaltaba o
santificaba su poder, y muy a menudo, como antes, sin llegar a diferen­
ciar ese poder de la aspiración que 1c movía a reclamar la fidelidad de
los señoríos terrenales. Lo que ya parece más dudoso es que el cuasi
feudal señorío de Gregorio VII se prolongara realmente hasta la época
del incidente de Besanzón, ocurrido en el año 1 157, cuando el papa
Adriano IV asocia la corona imperial con una donación de «benefi­
cios» otorgada por el pontífice al emperador. No obstante, está claro
que los clérigos pertenecientes a la curia apenas encontraban dificultad
alguna en distinguir los dominios espirituales de Pedro de sus ámbitos
materiales. Los elementos esenciales de los derechos señoriales del
LA D O M IN A C IÓ N DI L O S S L Ñ O R L S (1 0 5 0 - 1 1 5 0 ) 125

papa habían arraigado ya con anterioridad al año 1 ! 92, fecha en la que


se redacta el Líber censttum a lin de dejarlos consignados por escrito.
Lo que marcó el siglo xu fue la multiplicación de los círculos de servi­
dores del papa: así observamos un aumento del número de cardenales,
en tanto que individuos investidos de privilegios y de la facultad de
participar en el señorío pontifical, de clérigos y amanuenses interesa­
dos en mantenerse gracias a los derechos señoriales, de letrados exper­
tos en derecho canónico atareados en definir progresivamente las con­
tingencias de l as prerrogativas papales, y de funcionarios implicados
en el protocolo ceremonial. Walter Ullmann ha demostrado las impli­
caciones monárquicas de la práctica litúrgica. Además de sei consagra­
dos, los papas eran coronados, ocasionales actos simbólicos que dieron
pie a! D íctalas 8: «Que únicamente él [el papa] tiene derecho a usar las
insignias imperiales»."5 En e l año 1 179, las cosas eran ya de tal modo
que el obispo Rufino, hombre versado en el derecho canónico, encon­
tró razonable comparar la asamblea del papa, rodeado de sus cardena­
les, obispos y abates, con la de un rey ante su pueblo.36
Estos círculos de interés se superponían en la corte papal, una corte
que era el centro de todos los alegatos, peticiones, padrinazgos y adu­
laciones de una cultura fundada en la celebración y con la que pocos
reyes (laicos) habrían podido rivalizar. En dicha corte podían verse
todas las potestades, tanto divinas com o humanas, hasta el punto de
que a mediados de siglo eran muchos los que creían que podían com ­
prarse las benéficas intermediaciones del «siervo de Dios». El autor de
la célebre parodia del clero y la Biblia titulada «El Evangelio de M ar­
cos (de plata)»* escribe una sátira nada halagüeña sobre los ujieres y
los cardenales, así como sobre el «señor-papa», mientras que si nos
atenemos a la sobria crónica de Juan de Salisbury lo que deducimos es
más bien la existencia de un régimen de señorío cortesano en el que la
talla y la influencia personales resultaban más importantes que la fe en

* E ste t e x t o se a t r i b u y e a los « g o l i a r d o s » , el t é r m i n o c o n el q u e se d e s i g n a b a e
la E d a d M e d i a a ios c l é r i g o s d e v i d a i r r e g u l a r y a los e s t u d i a n t e s d e s c a r r i a d o s ( y a los
que en E s p a ñ a se l l a m a r á m á s t a r d e « s o p i s t a s » , d a n d o o r i g e n ¡t las t u n a s u n i v e r s i t a ­
rias). E s t o s g r u p o s d e « i n c o n f o n n i s t a s » a c o s t u m b r a b a n a e s c r i b i r le tr illa s i n f a m a n t e s
contra los p o d e r o s o s y el b o a t o d e la Ig l e s i a y a l g u n o s de su s m i e m b r o s . El n o m b r e
p ro ced e d el f r a n c é s a n t i g u o golúirci, q u e p a r e c e s e r a su v e z u n a t r a n s f o r m a c i ó n d el
bajo latín g e m Golice. en a l u s i ó n al g i g a n t e G o l i a t , i d e n t i f i c a d o ya e n la B i b l i a c o n el
d em o n io . (N. de los r. )
126 L A C R IS IS D E L S IG L O X II

las emanaciones de la santidad.37 Y dado que los objetivos impersona­


les parecían depender cada vez más de un creciente respeto por la com­
petencia en materias de gestión y derecho, la cultura del poder terminó
admitiendo un ámbito progresivamente mayor para el ejercicio de las
oportunidades propias del padrinazgo y el favoritismo. El papado reve­
la, mejor que cualquier otra institución del siglo xii, una permanente
confusión entre la acción oficial y la afectiva.

Los RE IN O S DEL M E D I T E R R A N E O O C C ID E N T A L

Pese a todos los esfuerzos de los papas reformistas, que se interesa­


ron grandemente en las tierras francas meridionales y en los reinos his­
pánicos, la experiencia del poder fue en todas estas tierras un fenómeno
de carácter provincial. En España, la gente se aferraba a sus reyes (y
reinas); más aún, de hecho, que a los reinos. Estos últimos eran dema­
siado pequeños para tener alguna relevancia, al menos hasta que dos o
más de ellos empezaron a reunirse para formar uno solo. En los Piri­
neos y en sus inmediaciones, desde el valle del Ebro hasta el Ródano,
se encontraban los condes y los vizcondes en cuyas manos habían ve­
nido a quedar los vestigios del poderío de los reyes francos. Era la suya
una frontera de segundo orden, una frontera que miraba a la lucrativa
divisoria morisca, aunque en el siglo xn dejara de sufrir las consecuen­
cias de las incursiones musulmanas. Algunos principados, como los
vizcondados del B cam y de Narbona, consiguieron hacerse con una
cierta autonomía; otros, entre los que destaca notablemente el condado
de Barcelona, consolidaron un señorío territorial a expensas de otros
condados de menor entidad; y la mayoría juzgaron conveniente aliarse
con los grandes príncipes en las guerras santas. El duque Guillermo IX
de Aquitania (séptimo conde de Poitiers, 1071-1126) logró forjarse su
más que envidiable reputación luchando en las campañas que termina­
rían instaurando en Aragón una m onarquía territorial cristiana. Fun­
dándose en el derecho de su esposa, trató en vano de consolidar el do­
minio de la Tolosa francesa, cuyos condes habían sido, por su parte,
adelantados cruzados a Jerusalén. Sin embargo, en tiempos de Alfonso
Jordán (1112-1148) Tolosa quedó sumida en una rivalidad dinástica
que la enfrentó a Barcelona por la obtención de la hegemonía en el sur
de Francia. Durante un tiempo, la Provenza se convirtió en el principa­
LA D O M IN A C IÓ N D H L O S S E Ñ O R E S ( 1 0 5 0 - 11 5 0 ) 127

do más codiciado de Europa por su crucial importancia estratégica, y


en el año 1112 no sólo quedaría convertido en un anexo dinástico de
Barcelona sino que estuvo a punto de no sobrevivir a las severas pre­
tensiones de dominación que más tarde habrían de protagonizar la re­
gión de Tolosa y los emperadores de la casa Hohenstaufen.

León y Castilla

España era la gran frontera europea. Las gentes situadas al norte de


los Pirineos — príncipes, caballeros, monjes y peregrinos— llegaron a
concebir la idea de que el manifiesto destino de los cristianos consistía
en socorrer a sus correligionarios en su lucha contra los musulmanes.
Los papas, sobre todo Urbano II (1088-1099) y sus sucesores, siempre
ávidos de ampliar su dominación espiritual, espolearon las intervencio­
nes militares, unas intervenciones que concebían como otras tantas
obras piadosas y que juzgaban debían gozar de los mismos incentivos
y amparos que las que merecían los cruzados. Esta situación, estimula­
da por la presión musulmana — como los contraataques almorávides
posteriores al año 1080, y las expediciones de saqueo, que llegaron in­
cluso hasta Barcelona— , favoreció a los príncipes cristianos de las tie­
rras españolas. Los condes de Barcelona y los reyes de Aragón, Nava­
rra y León, por nom brar únicamente a los m ás destacados, podían
contar con la alianza de los grandes señores que se comprometían a
participar en las pugnas a cambio de poder beneficiarse con los despo­
jos de la conquista. A finales del siglo xi, el gobernante de mayor peso
era Alfonso VI de León y Castilla (1072-1109), quien, al apoderarse de
Toledo en el año 1085, consolidaría el papel de la monarquía en la Es­
paña cristiana pese a provocar los ataques de los almorávides Su hija
Urraca se casó con un noble borgoñón llamado Enrique al que se le
concedió el título de conde de Portugal en 1093; su hijo Alfonso VII
(que reinaría entre los años 1126 y 1157) estaba llamado a convertirse
en el mayor gobernante español de la época, tan importante que su pre­
tensión de hegemonía terminaría cristalizando en un título imperial que
desaparecería con su muerte. El tormentoso matrimonio de su madre
con Alfonso I de Aragón, conocido como «el Batallador» (1104-1134),
coincidió con los levantamientos que ya hemos mencionado, aunque
no los precipitara.18
128 L A C R IS IS D L L S K JL O X II

La toma de Toledo en el año 1085 resultó ser una falsa esperanza,


ya que las nuevas incursiones de los fanáticos musulmanes amenaza­
ron los asentamientos rurales de la cuenca del Duero y retardaron du­
rante mucho tiempo el destino expansionista de la m onarquía cristiana.
La gente proporcionaba habitación o dinero a sus reyes cuando se ha­
llaban en combate, preservando de este modo un orden de poder regio
que pudo haber impedido la formación de señoríos. En un notable caso
ocurrido en el año 1050, los aldeanos de Alvarios se opusieron a la re­
quisitoria de doña Marina, que les exigía sus servicios; y sólo logró
imponerse sosteniendo que «esos ... lugareños se hallaban sometidos al
poder del rey».3<J No obstante, el señorío logró difundirse con el creci­
miento de la riqueza patrimonial y la tendencia de los labriegos a huir
de la sujeción del campo. En torno al año 1093, empieza a ser posible
afirmar que los caballeros de la región — que en sus estratos más altos
«reciben el nombre de infanzones en lenguaje popular»— son «nobles
por su cuna o su poder».40 La aristocracia formada por los «conducto­
res» (c/uces), los «compañeros» (com ités) y los prelados ejercía ios po­
deres derivados de las concesiones regias. Sin embargo, los nuevos
usos del señorío surgieron con la procura de una posición social, bús­
queda que con mucha frecuencia entró en conflicto con las tradiciones
de derecho asociativo que tan notorio papel vinieron a desempeñar en
los reinos cristianos de la península. Y a los reyes les resultaba difícil
defender la autonomía campesina dada la necesidad que tenían de re­
compensar a los prelados y a ¡os magnates que les servían.
El poder del rey siguió siendo el de un garante del orden justo, Ha­
bría de ser «en el reinado de Fernando» (esto es, de Femando I de León
y Castilla, rey entre 1037 y 1065), o en e¡ de Alfonso IV, cuando se re­
solvieran las disputas o se aprobaran las transmisiones.41 Ya en el año
1040 se describirá a Femando I con esta frase: «nuestro señor el empe­
rador príncipe Femando, soberano en su reino».42 No debe omitirse ni
exagerarse aquí la ideología imperialista, pues, aunque persistiera du­
rante mucho tiempo, sus consecuencias prácticas se retrasarán notable­
mente y serán efímeras.43 El orden justo era el orden regio. Había otros
individuos con poder, pero el rey reinaba (regnans); es más, reinaba
pese a que normalmente actuase de común acuerdo con la reina.
La acción regia quedaba envuelta en las tradicionales formas de la
reverencia y la legalidad. Los solemnes cartularios y «testamentos»
que los escribanos clericales redactaban con su mejor letra gótica se
LA D O M IN A C IO N D L L O S S I- Ñ O R R S (1 0 5 0 - 1 1 5 0 ) 129

mantuvieron incluso bien entrado ya el siglo xil.44 Las promulgaciones


diplomáticas que el rey y la reina consignaban por escrito son instru­
mentos que evocan el clima en el que se desenvolvían sus graciosas
dispensas. Y sin embargo, es comparativamente poco lo que esos docu­
mentos pueden decirnos acerca de cuestiones como las de la deferen­
cia, la súplica y la concesión compasiva. Los privilegios otorgados a
las iglesias sugieren que el estilo de los reyes leoneses no se imponía
tanto por medio de grandes gestos como a través del ejercicio de sus
atributos.45 Los cartularios hacen referencia a la capacidad de mando
del rey al emplear el término visigodo iussia; algunos reyes aparecen
identificados con la potestad dispositiva de cursar órdenes escritas: per
huías nostre preceptionis screnissim um iuxsionem (1049), y otras fór­
mulas similares.46 El epíteto serenissim us aparece de forma frecuente e
ininterrumpida y se emplea en contextos que parecen resaltar la talla
del rey; no obstante, también figura en un privilegio concedido a la
sede de León en el año 1043. privilegio en el que se adjudica al p rin ­
ceps Fernando la etiqueta de «exiguus famulus uester» («su pequeño
servidor»), fraseología formularia cuya insistencia en la humildad tam­
bién se encuentra de manera recurrente.47
Los cartularios no constituían la única forma de decisión consigna­
da por escrito. En León serán las formularias noticias de disputas, así
como las actas de las sesiones celebradas ante los jueces o los notables
—en ocasiones en el concilium de vecinos— , lo que dará fe de la per-
vivencia de una justicia fundada en el derecho. Muchos de esos casos
llegaban al rey o la reina; otros eran tramitados en solemnes tribunales
que ampliaban para la ocasión el número de sus miembros.48 Los car­
tularios nos proporcionan una imagen más cercana de estos gobernan­
tes. En ellos los vemos hablar o actuar por propio impulso, pese a que
los amanuenses distorsionen sus voces y sus afirmaciones, una distor­
sión debida por igual al triple factor de su alfabetización, de escribir de
puño y letra, y de recurrir a fórmulas estereotipadas — todo lo cual deja
traslucir una rústica cultura clerical en la que no se percibe ninguna
influencia de las reformas y la religión que se desarrollan en el extran­
jero— . En estos documentos se constata que, por sus expresiones, lo
que dicen las autoridades comienza a mostrar un sello más propio de
señores que de funcionarios. Y sin embargo, los cartularios no señalan
el inicio de ninguna desviación respecto del orden regio. Al contrario,
las promulgaciones públicas de mayor resonancia del siglo xn se reali­
130 L A C R I S I S D E L S I G L O XII

zan precisamente en forma de cartulario, y el caso más notable es el de


los estatutos de Alfonso VI 49
Más aún, los cartularios debían su solemnidad a la activa implica­
ción de los notables del reino en su elaboración. Es característico que
aparezcan los nombres de los obispos, los abates, los condes y los pa­
rientes del rey, además de los de otros personajes carentes de título, y
muy a menudo van seguidos de la anotación confirmo tras las rúbricas
notariales dispuestas en columnas. No se trataba de una mera formali­
dad, ya que son muchos los elementos que muestran que en el siglo xi
seguía precediéndose habitualmente a dar lectura en voz alta al cartu­
lario, una vez terminado, ante una congregación formada por susfirma-
tores y un conjunto de testigos. Estos últimos no eran los miembros de
palatium ni de la curia propiamente dichos, sino más bien potextates,
parientes, o funcionarios de pleno derecho, partícipes, cada uno de
ellos, del poder regio, no integrantes de un séquito ni consejeros. Ac­
tuaban como fedatarios, demostrando así su lealtad y su apoyo al rey;
su presencia implicaba adhesión al consenso impuesto, y su colabora­
ción era de carácter procedimental, no político. Y tampoco cabía espe­
rar que el escribano influyera en un rito colectivo de promulgación, ya
que no ostentaba cargo alguno, aunque en ocasiones fuera él misino
uno de los beneficiarios. Los mandatos del rey (iussio) se redactaban
normalmente poco después de haber sido expresados, dado que siem­
pre había un escribiente a mano en alguna iglesia local, alguien que
conociera el protocolo de la diplomática regia. No hay duda de que
solía ser mucho lo que se disimulaba con este modo de proceder, a un
tiempo ceremonioso y pasivo; además, era frecuente que los cartularios
fuesen acuerdos tendentes a zanjar intereses divergentes. Este era sin
duda el caso de los grandes cartularios redactados con el propósito de
regular algunas de las materias importantes que preocupaban a la so­
ciedad: así ocurre por ejemplo con las concesiones que se dictan en
noviembre de 1072, por las que quedarán abolidos los usos violentos;
con la confirmación de que habrán de celebrarse juicios para garantizar
la integridad de las herencias en diversas categorías de señorío (1089);
o con la reglamentación de los procedimientos para zanjar los litigios
que enfrentaban a cristianos y judíos.50 En todos estos casos nos llega
noticia de la asistencia, del consejo, e incluso del consentimiento de los
notables de la comarca, aunque en ninguno de ellos se dé a la asamblea
allí congregada nombre y categoría de tal. Cabe suponer que tras ¡a
LA D O M I N A C I Ó N D E L O S S E Ñ O R E S ( 1 0 5 0 - 1 1 5 0 ) 131

ceremonial fachada del consenso diplomático se escondía una «verda­


dera» interacción de poderes; sin embargo, no puede decirse que quien
lo ejerciera fuese la persona que aparecía a la vista de todos como rey
de León.
Es decir, no lo era a nuestros ojos. Los súbditos del rey — el clero,
el campesinado, los habitantes de las distintas poblaciones y sus seño­
res— tenían de estos instrumentos de influencia, coerción y defensa un
conocimiento que supera lo que hoy nos es dado probar. Ellos escucha­
ban las hablillas que rodeaban al inquieto séquito que recorría pesada­
mente la distancia que separa León de Sahagún, de Oviedo, de Santia­
go, e incluso de Toledo, para regresar después, invariablemente, a León
-"-ciudad que se había convertido prácticamente en urbe capitalina des­
de que en el año 1063 se trasladaran a ella los restos de san Isidoro de
Sevilla, con gran pompa regia— . Desde este centro de poder en donde
se concentraban tanto potentados com o sirvientes irradiaba el padri­
nazgo y la influencia del rey; aquí tenía el monarca su «palacio».51 No
obstante, para decir qué disposición mostraban hacia el rey los notables
que rubricaban conjuntamente con él los documentos necesitaríamos
saber en qué medida le debían favores y privilegios, y no es éste un
dato fácil de averiguar. Y ello porque de los rituales de sumisión en el
noroeste de España — tierras sobre cuya evolución histórica existe por
lo demás abundante docum entación— han quedado específicamente
pocos registros.
El juramento que prestaban los súbditos en la época visigoda había
desaparecido, y no era habitual consignar por escrito los términos de la
sumisión personal al rey. Sin embargo, no hay duda de que la pervíven-
cia del antiguo orden del reino debía de implicar una obligación de
lealtad sancionada por una ley escrita. Las alusiones al rey, concebido
como «señor natural», indican que en el creciente número de señoríos
por entonces existente se reservaba un lugar primordial a la m onar­
quía.52 Con todo, nadie concebía que la relación del orden público con
las tenencias personales pudiese resultar conflictiva. Como puede apre­
ciarse en las gestas de Rodrigo Díaz de Vivar (el Cid Campeador), la
dinámica de esta situación favorecía la cohesión de un grupo de élite al
servicio del señor-rey; y todo parece indicar que en la década de 1080
comenzó a difundirse entre los miembros de la aristocracia una nueva
forma de deferencia, menos oficial y más propensa a las injusticias. La
gente tendía a hablar más de «ostentar» una cuota de poder personal
132 LA CRI SIS DEL S I GL O XII

que de «poseerla», del mismo modo que hablaba más de tenencias que
de condados. El homenaje fue imponiéndose poco a poco como uno
más de los rituales tácitos de dependencia. Y es m uy posible que e!
feudo, habiendo llegado a España como parte del bagaje conceptual de
los monjes y los caballeros borgoñones, comenzara a verse como algo
distinto a un «préstamo».5’ Resultaba así más fácil juzgar sorprendente
que la lealtad y sus recompensas materiales no tuviesen carácter here­
ditario.
No está claro en qué medida afectó esta tendencia a los estratos je­
rárquicamente inferiores de los sirvientes regios y patrimoniales. El
m aior dom ns (al que también se conocía con otra palabra, una voz de
probable procedencia francesa: seniskalk — senescal— ) y los sayones
eran de origen visigodo, aunque estos últimos habían terminado con­
virtiéndose en empleados de la justicia encargados de ejecutar las dis­
posiciones de su señor, de velar por el cumplimiento de las citaciones y
de recaudar los tributos. Junto con el administrador de las propiedades
inmuebles (el m aiorim ts, merino, o también «merino mayor» en espa­
ñol), el cargo de todos estos funcionarios mencionados figuraba en una
ley escrita y todavía en vigor en esa época. Sus competencias se corres­
pondían con las necesidades reales de un régimen de justicia y protec­
ción de car ácter público. Pese a todo surgen interrogantes. Como prue­
ba del concepto oficial de esta clase de servicios apenas nos ha llegado
otra cosa que el nombre de los cargos. Son muchos los legajos que no
consignan alusión alguna a los posibles nombramientos, y que no men­
cionan los actos jurados de lealtad en el desempeño de las diversas
funciones ni han dejado rastro de los protocolos de comprobación de
las capacidades para el cargo. Las instituciones de Coyanza (1055),
pese a recopilar el Fuero de León (1017) en lo tocante a los derechos
normativos de los sayones, los condes y los m erinos, advierten a este
último tipo de autoridades que han de «gobernar a las gentes sometidas
a sus personas con justicia, [y] no oprimir injustamente a los débiles».54
No menos elocuente resulta la constante imprecisión de los términos.
Ya el derecho gótico daba por supuesto que podía adjudicarse el nom­
bre de juez a cualquier autoridad, y al mismo tiempo era frecuente con­
fundir las categorías de las distintas potestates de los siglos x y xi. Con
la palabra merino podía aludirse a un particular tipo de servidor del rey,
aunque también se empleaba para designar a los funcionarios de la ciu­
dad o de la región; esta autoridad pública era, a su modo, un compañero
LA D O M I N A C I O N DL L O S SLÍ ÑORI - S ( 1050-1 150) 133

del monarca, con el que sin duda tendría a menudo relaciones encontra­
das, dado que nadie 1c acuciaba para establecer una distinción adminis­
trativa entre la corte y el traspaís. En el año 1093, Alfonso VI favoreció
a su anterior m aior c/onuis Pelayo Vellítiz, «el más leal y apreciado de
mis hombres», y a su esposa Mayor, con el solemne privilegio de con­
servar con pleno derecho e inmunidad la totalidad del señorío adquiri­
do en Villa Santi, que además quedaba de ese modo convertido en pro­
piedad hereditaria. La fidelidad iba acompañada de una competencia
en todos los ámbitos, como puede vislumbrarse en una rúbrica del m e­
rino Pelayo Domínguez, que firma un documento en calidad de «equo-
nomus de todas las tierras [del rey]».55 El cargo se asociaba al padri­
nazgo señorial. Las funciones empezaban a convertirse en tenencias en
sí mismas, síntoma de que el orden del reino se hallaba sujeto a presio­
nes patrimoniales tendentes a la promoción de los señoríos.
Los «hombres perversos» que aparecen mencionados en los prime­
ros años del reinado de f em ando 1 (1037-1046)5f’ eran rebeldes, profa­
nadores de iglesias o asesinos, la clase de malhechores que alteraban
normalmente el orden del reino, y la violencia que ejercían se resolvía
por medios legales. Sin embargo, también empezaban a conocerse en
España los malos usos asociados a la violencia. Cuando el rey Fernan­
do visitó Sahagún en el año 1049, y Com postela en 1065, tuvo que
juzgar a varios de sus sirvientes, sobre los que pesaban acusaciones de
brutalidad. Y cuando Alfonso VI se alzó con el poder indiscutido en el
año 1072, se enteró de que los sayones del reino tenían la costumbre de
participar en episodios de violencia retributiva en casos de homicidios
o asaltos furtivos. En tales ocasiones se dedicaban a saquear y a devas­
tar las aldeas vecinas, exigiendo pagos compensatorios por el homici­
dio cometido, y a veces llegaban incluso a doblar las multas impuestas,
que recaían sobre todos los lugareños, inocentes o no.’’7
El rey actuó en esta reclamación, y al hacerlo deja definidos a nues­
tros ojos los objetivos del poder regio en León. Según ya había queda­
do atestiguado en los concilios de León (1 017) y Coyanza (1055), el
rey operaba com o un prom otor del cristianismo y un garante de las
propiedades — tanto las de las iglesias como las de los individuos— .
La reacción de Alfonso se producirá en un momento críticamente opor­
tuno, ya que no sólo tendrá lugar en el inicio mismo de su ejercicio
como soberano, sino que guardará relación con su propia experiencia
personal, dado que había logrado sobrevivir a la violencia al superar el
134 L A C R I S I S D H L S I G L O XII

asesinato de su hermano m ayor Sancho, ocurrido, de forma inquietan­


temente conveniente, pocas semanas antes de su ascenso al trono, y al
salir indemne de la insurrección «de caballeros, condes y otros hom ­
bres depravados» que, según un registro posterior, se habían dedicada
a «oprimir a las iglesias y a las gentes del Señor tras el fallecimiento del
rey Fem ando».58 Los potentados de varios reinos, acostumbrados a re­
gatear prebendas con el rey a cambio de su lealtad, habían explotado la
sucesión que, dividida entre los dos hermanos, Sancho y Alfonso, les
había sido impuesta en el año 1065. Y en noviembre de 1072, cuando
convoque a todos los prelados y magnates — incluyendo a los de Gali­
cia y Portugal— a un concilio en León, Alfonso tendrá en mente la
aplicación de una solución violenta. Los dos documentos que nos han
hecho llegar algunos de los detalles de ese gran acontecimiento son
estatutos que, en forma de cartularios, establecen dictámenes contra la
violencia consuetudinaria. El 17 de noviembre, el rey interviene como
juez, junto a su hermana Urraca, para atender el clam or de los peregri­
nos y los viajeros que solicitan la abolición de un portazgo, así como la
desaparición del expolio al que se les venía sometiendo, so pretexto de
ese mismo derecho de tránsito, en el castillo de Santa María de Auta-
res, en pleno camino de Santiago. Se trató de una concesión piadosa, a
fin de dar gracias a Dios por haber permitido recuperar el poder a Al­
fonso «sin derramamiento de sangre [y] sin devastación», acto pío pre­
sentado además como un beneficio concedido no sólo a los españoles,
sino incluso a las gentes de Italia, Francia y Alemania. En una segunda
cédula (fechada el 19 de noviembre), el rey abolió el «uso» que habían
venido practicando los sayones, dedicados a saquear las aldeas incapa­
ces de señalar al asesino buscado. A partir de ese momento, la multa
por asesinato pasó a aplicarse únicamente a los campesinos hallados
sospechosos bajo juram ento y tras una ordalía de agua hirviente.59
Estos grandes estatutos-cartulario, registros de carácter general que
giran en torno a la preceptiva palabra constituere, se cuentan entre las
primeras promulgaciones conocidas de una legislación regia preocupa­
da por los excesos de los señores. Porque a eso se reducían estos usos
de triste recuerdo. No nos engañamos en modo alguno al pensar que la
cómoda y lucrativa rapacidad de los jinetes armados suponía un abuso
peculiarmente propio de los servidores regios. Resulta notable que es­
tas quejas se explotaran en un oportuno acto de ensalzamiento del po­
der. Difícilmente podía tratarse de un momento apto para presionar y
LA D O M I N A C I O N D E L O S S E Ñ O R E S ( 1 0 5 0 - 1 1 5 0 ) 135

tratar de conseguir nuevos beneficios, aun suponiendo que se hubiera


tenido la visión de hacerlo; los condes y los servidores regios, además
de diez obispos de León, Galicia y Portugal, así com o un gran núm e­
ro de clérigos, confirmaron en masa los cartularios. Los esfuerzos del
rey se encaminaban por entonces a crear una nueva solidaridad entre
los barones de tres reinos diferentes. A este fin, el mejor instrumento de
que disponía era el encabezamiento de la agresión organizada contra
las taifas musulmanas, elemento que Alfonso habría de explotar a con­
ciencia.
Las presiones interiores no habían desaparecido. Mientras las dispu­
tas por los señoríos seguían ventilándose en actos formalmente j u d i­
ciales, el acta de uno de esos juicios, celebrado en el año 1093, relata
que el obispo de León había perdido el poder local «a causa de la vio­
lencia de los caballeros [violentia m ilitum ]».60 Por esta época em peza­
ba a denom inarse milites a los infanzones,61 así que no podemos saber
con seguridad en qué momento comienza a afectar a la experiencia ru­
ral del poder en estas tierras la multiplicación de los caballeros france­
ses en los caminos que se dirigían a León y Santiago (de hecho ni si­
quiera nos es dado conocer si llegó a producirse tal influencia o no). Lo
que parece claro es que la lealtad y los métodos de los castellanos em ­
pezaban a resultar cada vez más problemáticos. En torno al año 1105,
el obispo Diego Gelmírcz de Compostela se quejó al conde Raimundo
de Galicia de que los castellanos de San Pelayo de Luto no sólo estaban
cobrando portazgos sino desvalijando además a los viajeros, en lo que
venía a constituir una reedición de los viejos usos, a causa en esta oca­
sión de los desmanes provocados por otro castillo.62

A los pies ele los Pirineos

«De esta hora en adelante, yo, Gaucehno, hijo de Ermetrudis, no


tomaré de Ermengarda, hija de Rangarde, la ciudad de Béziers ni las
torres, m uros y fortificaciones que allí se encuentran hoy o puedan
construirse en lo sucesivo, y tampoco tomaré objetos de esos lugares ni
irrumpiré en ellos ni engañaré a Ermengarda fingiendo lo contrario. Y
si hubiere algún hombre o mujer, u hombres o mujeres, que se apode­
raren de ellos o de allí sacaren cosas, [Gaucelino] será considerado
colaborador...» Así juraba, alrededor del año 1076, un caballero de
136 LA C R I S I S D L L S I G L O XII

Béziers ante Erm engarda de Carcasona (vizcondesa entre los años


1067 y 1 105), con palabras que recuerdan a las del juram ento que pro­
nunciara en torno al año 1063 el conde Rogelio III en relación con la
ciudad de Carcasona.
Día 13 de octubre de 1 122: el conde Ponce Hugo de Ampunas,
«hijo de la difunta Sancha, mujer», jura al conde Ramón Berenguer III
y a su hijo Ramón «fidelidad ... de esta hora en adelante ... por vuestras
vidas y personas y por todo el honor que ahora merecéis o que en lo
sucesivo podáis adquirir con mi consejo, que no tomaré nada vuestro ...
ni nadie lo hará por mí, sino que [habré de ser vuestro] leal colaborador
... mientras viva. Por Dios y estos santos [evangelios]». Estamos aquí
ante unas palabras prácticamente idénticas a las que ya empleara Ponce I,
abuelo de Ponce Hugo de Ampurias. para jurar lealtad ante Ramón
Berenguer 1 entre los años 1053 y 1071.
Situémonos ahora en 1134, en la vigilia de Pentecostés: «Yo, Ga-
rín, no habré de tomar el castillo de Randón de vos, obispo Guillermo
[de Mende] ni destruiré las fortificaciones que allí hay o que pudiere
haber en adelante ni os engañaré ... Y si algún hombre o mujer llegase
a apresaros, no haré yo las paces ni me asociaré con él o ella .. . y si [así
se me] solicita restituiré [el castillo] ... por estos santos evangelios».
Otro ejemplo, en este caso sin fecha, aunque el texto se sitúe alrede­
dor del año 1143: «Sabed vos, Raimundo, arzobispo de Arles, que yo,
Alfonso, conde de Tolosa, duque de Narbona y marqués de la Proven-
za, juro por vuestra vida, vuestros miembros y vuestra persona y ante la
iglesia y claustro de Arles y el castillo de Sello y el castillo de San
A m an d o , que no he de tomar nada vuestro ... con la ayuda de Dios y de
estos santos evangelios de Dios...».6’
Sacram enta, sacratnenz, sagrement[a!]s'. juram entos y más jura­
mentos, en torrencial, amontonada, rebosante e inabarcable profusión;
del valle del Ebro al Gévaudan — lo que observamos en todos los casos
es un universo de encomiendas por escrito a los señores (así como a
otros personajes), es decir, una cultura escrita de la lealtad— . Productos
destinados a recoger el más solemne momento en el ritual de reconoci­
miento del poder de un individuo, compuestos evidentemente para bur­
lar el olvido, los «escritos de lealtad» sufrieron no obstante los efectos
de una desconcertante negligencia. Una inmensa cantidad de legajos de
este tipo aparecen sin fechar, circunstancia que no puede significar inva­
riablemente que hubiesen sido redactados para conmemorar acontecí-
L A D O M I N A C I Ó N DL L O S S E Ñ O R H S ( 1 0 5 0 - 1 1 5 0 ) 137

míentos ficticios. Además, se puso tan poco cuidado en su conservación


que por fuerza hemos de suponer que en los territorios pirenaicos, a!
igual que en otros lugares, se debieron de deteriorar muy pronto abun­
dantes cantidades de estos juramentos escritos. La causa de que hayan
llegado hasta nosotros en tan notable número — sólo tres grandes cartu­
larios meridionales contienen más de mil cien copias de estos legajos, a
lo que hay que añadir varios cientos de docum entos originales— se
debe en parte al creciente interés que parecen poner algunos señoríos
principescos en dejar constancia prescriptiva de su poder.w
Con todo, la inusitada pervivencia de estos juram entos en el vasto
mundo pirenaico no resulta totalmente ilusoria. Es sin duda indicio de
la singular importancia de los compromisos específicos que empezaron
a adquirirse en las recién nacidas sociedades feudales de la región. La
lealtad, com o ha mostrado Pierre Bonnassie, demostró ser un instru­
mento capaz de adaptarse con flexibilidad a las necesidades de una
concreta definición de la seguridad.65 Ha de añadirse, sin embargo, que
en el juramento normalizado se conservan algunos vestigios de los an­
tiguos usos de lealtad pública en que dicho juram ento encuentra su ori­
gen. No se trata simplemente de que algunas de las fórmulas — como la
que reza: «de esta hora en adelante» (de ista hora in antea)— derivaran
de los juramentos de fidelidad francos; lo más notable, puesto que más
revelador de la existencia de implicaciones políticas, es otra cosa: el
hecho de que las estructuras territoriales del condado, así como las del
obispado, se reservaran en dichos juram entos a los condes de Barcelo­
na que podían garantizar un respaldo afectivo personal al poder públi­
co.66 Sería un error juzgar que la preponderancia documental de los
juramentos mediterráneos venga a constituir una prueba de que el se­
ñorío pudo haber socavado las impersonales leyes del orden regio — y
mucho menos de que pudiese haberlas desplazado— . Lo que los ju ra ­
mentos y convenciones sugieren es justam ente lo que de forma explíci­
ta se afirma en los Usatges de B arcelona: que los usos del señorío se
habían desarrollado hasta el punto de sustituir al derecho gótico en
aquellos puntos en que éste no establecía una norma específica.67 En
las sociedades pirenaicas de los siglos xi y xn los objetivos y los m e­
dios de la gobernación señorial no manifiestan poseer nada que pueda
considerarse de carácter categóricamente «privado».
Es cierto que no había reyes a los que aferrarse — o a los que te­
mer— . En el año 110X se sintió agudamente la necesidad de un m onar­
138 L A C R I S I S D E L S I G L O XII

ca cuando el conde Ramón B crenguer III acudió en vano al rey de


Francia, Luis VI el Gordo, solicitándole ayuda para repeler la invasión
alm orávidc que estaba aterrorizando a los habitantes de los asenta­
mientos, incluso en zonas tan vitales com o las regiones interiores de
Barcelona; el éxito que logra, sin respaldo alguno, Ramón Berenguer
— y que viene a reiterar una hazaña histórica de sus antepasados— ,
junto con las impresionantes contraofensivas que lanzará en Valencia
y Mallorca, conseguirá confirmar su aspiración a las fidelidades re­
gias.68 Los antiguos condados de las tierras altas catalanas — Urgel.
Cerdaña, Besalú, Rosellón— no sufrieron estos agitados episodios,
gracias a Ramón, a diferencia de las gentes de Carcasona, Narbona,
Montpellicr, Tolosa y el Rouergue, que si hubieron de padecerlos ya
que sus señores-condes gozaron de la galante oportunidad de elegir
entre poner su reputación e n ju e g o con un combate en España o ador­
narla con la lucha en Tierra Santa. Y en cuanto al rey de Aragón, pocos
habían olvidado por entonces que perteneciera a una generación que en
principio no estaba destinada a alcanzar el poder. Ningún rey de Fran­
cia se dignó a visitar la región meridional antes de Luis VII el Joven,
que viajó a Santiago de Compostela en el año 1154.69 No obstante, to­
das estas sociedades eran comunidades de carácter totalmente regio, y
sus señores-príncipes garantes por igual de las tradiciones visigodas y
francas. Los cartularios condales de Barcelona y Besalú invocaban la
regia p o tes/a s del derecho godo.7" Y en todas partes, los escribanos
fechaban los documentos en función del año de reinado de los sobera­
nos francos, o bien lo hacían por referencia al rey (Capeto) en el poder.
Esta práctica vino a distinguir los territorios de lengua catalana y occi-
tana de los de las regiones de España, donde el poder existente — esto
es, el listado de los arrendatarios de élite— era lo que determinaba la
validez, y no la cronología. La larga frontera de diferencias en la forma
de redactar los protocolos en las distintas escribanías se rompe en las
inmediaciones de la Tolosa francesa, donde los cartularios se refieren
en ocasiones al conde y al obispo en tanto que autoridades locales, ade­
más de mencionar, claro está, al monarca principal.71
Las pretensiones y temores de la antigua élite — condes, vizcondes,
obispos— resaltan a una brillante luz en las célebres acusaciones (c.
1059) del vizconde Berenguer de Narbona, quien sostiene que el arzo­
bispo Guifredo había arruinado la prelacia que le habían costeado sus
padres siendo niño. Este oportuno llamamiento a los clérigos de men­
LA D O M I N A C I Ó N DE LOS S E Ñ O R E S ( 1 0 5 0 - 1 1 5 0 ) 139

talidad reformista difícilmente podría ocultar la subyacente disputa pa­


trimonial que enfrentaba a dos grandes linajes: el de la casa condal de
Cerdaña y el de la vizcondai de Narbona. La protesta alude a la conven­
ción original (¿c. 11137) en la que habían quedado zanjados los intere­
ses en conflicto por medio del doble requisito del pago de cien mil só­
lidos por la «elección» de Guifredo y del juram ento que obligaba al
elegido (¡de diez años de edad en ese momento!) a respetar el compro­
miso de no agredir a la familia del vizconde. También se alude en el
documento al hecho de que el padre del vizconde debiera compartir
el pago (donum ) de la mencionada cantidad con el conde de Rodez. El
vizcondado de Narbona constituía una estructura fiscal pública además
de patrimonial, al ser una dependencia del ducado de Gocia.72 En este
círculo elitista venían a apiñarse ahora nuevas familias: los señores de
Montpellier, los condes de Melgueil, los señores de Monteada... Sin
embargo, no hay rastros visibles de que se les opusiera ninguna resis­
tencia, puesto que en los éxitos de Barcelona y Tolosa (tal como se
produjeron) había intervenido decisivamente el apoyo de unas cuantas
familias ambiciosas y leales, precisamente aquellas familias que sólo
poseían un castillo, o unos pocos como mucho. Tampoco nos es posi­
ble detectar pruebas de que los señores condes insistiesen demasiado
—al menos no en Occitania— en administrar ellos mismos la justicia
en los casos vinculados con la seguridad pública o con la paz. No ha
llegado hasta nosotros ningún acto de justicia público, a diferencia de
lo que sucede en España, aunque la constatación de que existen escritos
de queja parece sugerir la observancia de algún tipo de formalidad pro­
cesal en los casos de clam or o querim om a. En Occitania desaparecen
los jueces (ju d ic e s), ya que en esta región los amanuenses registran de
forma variable los procesos y los juicios, además de subrayar la presen­
cia de individuos notables o nobles: lo que hacían en general era dejar
consignación escrita de las sentencias, no de los trámites de la jurisdic­
ción oficial. Las iniciativas regias como las de Alfonso VI, ya en el año
1Ü72, encuentran paralelismos en el condado de Barcelona, una vez
acrecentadas sus dimensiones, como veremos, pero aún tardarían m u­
cho en empezar a verse en Occitania.
En esta región, la combinación de la fachada del orden regio y las
necesidades económicas del señorío competitivo dará como resultado
una violencia manifiesta. Los afectados por ella podían recurrir a los
tribunales, o mejor dicho a los potentados {potentes), los cuales alenta­
140 L A C R I S I S 1)1:1. SICiL O XII

ban la celebración de unas vistas a las que en ocasiones (aunque no re­


sulte nada frecuente) se daba el nombre de curia, pero ¿quién podía or­
denar la ejecución de un fallo si éste les era favorable? En el año 1078
los monjes de Conques se presentaron ante el conde de Rodez queján­
dose de haber sido injustamente despojados de sus bienes en una distan­
te hacienda. El caso había sido visto en varios «litigios», y recientemen­
te en un jud iciu m celebrado ante el obispo de Béziers y «otros nobles»,
aunque los acusados habían impugnado el fallo emitido.73 Las decisio­
nes normativas basadas en Ja testificación, la aportación de pruebas o la
jurisprudencia dieron paso al arbitrio, cuyos memorandos, no sujetos a
un formulismo explícito, nos sitúan en posiciones próximas a las de un
conflicto de poder. Guillermo V de Montpellier había llegado a un
acuerdo, tras haber «invadido el honor de san Pedro [de Maguelone]» y
realizado algunas «fechorías» que le habían costado el feudo como con­
secuencia del fallo emitido por los obispos, el clero y los notables laicos,
accediendo a prestar un solemne juramento de lealtad al obispo Godo-
fredo de Maguelone y aviniéndose asimismo a responder a la dura pre­
gunta que éste le planteara: «¿Reconocéis que recibís mejor prebenda
de mí y de san Pedro que de [cualquier] otro señor y admitís que sois
antes servidor mío y de san Pedro que de [ningún] otro amo?». «Lo re­
conozco», replicaría Guillermo.74 De entre el variable abanico de resar­
cimientos que era factible obtener mediante el arrepentimiento la recu*
peración de un buen feudo era una de las mejores posibilidades que
podían ofrecérsele a alguien. En el año 1053, unos verdugos que se ne- *'
garon a ceder a los canónigos de Béziers 1a donación que una iglesia
había entregado a sus familias tuvieron que avenirse finalmente, tras
tortuosos esfuerzos, y en un «juicio de verdad», a entregar el bien en
disputa a cambio de trescientos sólidos. Los monjes de Lézat saldrían
mejor parados en el año 1137, ya que no sólo conseguirían que Rogelio
de Tersac renunciara a los diezmos y primicias de Maillan a cambio
únicamente de seis perras chicas de Morlaas, sino que además le obliga­
rían a reconocer que aquel precio era «injusto» por abusivo. ¡En esa
época podían forzarle a uno a reconocer que la dominación de las igle­
sias por parte del señorío laico constituía una violación de la Iglesia de
Cristo — como sucede en una restitución dictada a fin de poner remedio
a la «violencia» perpetrada «por los caballeros laicos» en un alodio de
Le Mas d ’Azil en el año 1083- - sin que eso le obligara a dejar de recau­
dar los tributos que hubiera decidido imponer!75
L A D O MI N A C I ON l i l i L O S S E Ñ O R K S ( 1 0 5 0 - 1 1 5 0 ) 141

Después del año I OSO no es infrecuente observar que proiiferan las


restituciones piadosas,7,1 y sin embargo, percibimos igualmente que
Dios apenas lograba mejores resultados frente a las incautaciones y las
exacciones de nuevo cuño que sus ministros terrenales. En Occitania la
violencia presenta un carácter un tanto más insidioso, más insistente de
lo que cabe deducir de los recursos y los convenios escritos. En las
tierras semiáridas y en las zonas montañosas, los señoríos dependían
de forma más marcada que en otros lugares de la hospitalidad de la
gente, de los instrumentos a .su alcance y de la justicia. El alojamiento
obligatorio (alberga) que había de proporcionarse tanto a los caballe­
ros como a sus animales debía de conseguirse en todos los casos de
forma autoritaria: lo cierto es que era fácil que se exigiese por la fuerza,
habitual que se sufriese en silencio, y frecuente que se denunciara por
abusiva.77 Decir, com o en la comarca de Aspiran, que sólo el obispo de
Béziers podía recaudar impuestos a voluntad (tolla, quista) equivalía a
afirmar que en esa región la potestad de ejercer un señorío coercitivo
recaía únicamente sobre su persona.7S Por estas fechas empezamos a
oír hablar de protectorados (sulvetats) en las tierras de Lézat y de Co-
rfiinges, así como de «malos usos» e incluso de «malos señoríos».79 En
el año 11 1 1, el conde Rogelio 11 de Foix expresó la opinión de que «no
ha[bía] que enumerar» los «malos usos» sino más bien «examinarlos y
abolirlos». Lo cierto es que da la impresión de que se trata de una deter­
minación ambigua, ya que unas veces se cumple y otras no: tras renun­
ciar a la «violencia y la rapacidad» que tanto él como su padre habían
hecho gravitar de modo reiterado sobre las gentes y los monjes de Pa-
miers, este saqueador arrepentido obtendría como recompensa la cus­
todia del castillo de Pamiers. Para su hijo Rogelio 111, esa aceptación
terminaría convirtiéndose en la década de 1120 en una invitación al
ejercicio de nuevas opresiones.so
¿Podemos afirmar que existía una tendencia perceptible, una crono­
logía de la violencia en esta experiencia de un poder oneroso? No con­
tamos con prueba alguna que nos indique que las personas que lo vivie­
ron en la época así lo consideraran, lo cual constituye una de las razones
por las que los historiadores han debatido acerca de la naturaleza y la
extensión de la feudalización en la Francia m eridional.K1 Lo que sí po­
demos decir es que la violencia que se ejercía desde los castillos, y de
la que el Rouergue de principios del siglo XI nos ha dejado bastantes
testimonios, parece haberse generalizado en fechas posteriores, lo que
142 L A C R I S I S D E L S I G L O XII

en el Gévaudan provocó la adopción de medidas paliativas en tom o a


los años 1050 y 1110, así como en el valle del alto Garona, en 1139.82
No hubo una crisis general, dado que las brutalidades no guardaban
relación con episodios de deslealtad ni con la desorganización de la
justicia, com o había ocurrido en los condados sujetos al dominio de
R am ón Berenguer I. En Occitania, el problema creciente consistía en
que el número de caballeros, por respetable que fuese su obediencia,
estaba multiplicándose por encima de las posibilidades prácticas del
mantenimiento del orden. De ahí que se hagan tan visibles los proble­
mas con la alberga y que se insista en los daños causados a viva fuerza
por los señores en conflicto — incluso por algunos grandes señores— ,
como constatamos que sucede en Narbona en tom o al año 1050 y en
Montpellier en la década de 1120.81 Es posible que en los condados
costeros la violencia procediera fundamentalmente de los ejércitos en
guerra, aunque al parecer fue tolerablemente normal. Con algo más de
virulencia debió de estallar en cambio en todo el contorno de las regio­
nes montañosas, desde el Macizo Central hasta el Ariége. Una curiosa
«paz», la llamada p a z de M ende, cuyas cláusulas se retocaron, según
parece, en torno al año 1100, menciona que el obispo Raimundo (1031 -
105 1) y un tal Ricardo, posiblemente vizconde de Millau, nombraron
doce «jueces» (,iudiciarii) para que velaran «por la estabilidad y la ob­
servancia de la paz». Estos jueces tenían la misión de «juzgar las pen­
dencias», probablemente las que podían causar los robos de caballos,
delito del que se ocuparía más tarde un concejo reunido en torno al año
1110, a raíz de lo estipulado en la paz de M ende.84 Da la impresión de
que las autoridades oficiales hubieran tratado de este modo de reactivar
la justicia pública y de aceptar al mismo tiempo la realidad de que, al
parecer, lo único que permitía albergar la esperanza de garantizar el
mantenimiento de la paz era la presencia de un gran número de poten­
tados en un territorio (o territorios). Estamos aquí, por tanto, ante la
desesperada iniciativa de un orden condal próximo al desplome.

Las t i e r r a s im p e r i a l e s

Quizá sea éste el territorio de Europa en el que más se venerara a los


reyes, aunque es posible que lo reverenciado fuese más bien la cultura y
la pompa ceremonial que se expresaba a su través, como observamos en
LA D O M I N A C I Ó N D E L O S S E Ñ O R E S ( 1 0 5 0 - 1 1 5 0 ) 143

las tierras situadas entre ios Apeninos toscanos y el río Danubio. Si las
tradiciones de la monarquía lombarda estaban desapareciendo en el siglo
XI, los reyes de la dinastía sajona habían renovado los hábitos de con­
quista francos e institucionalizado al mismo tiempo la aspiración alema­
na a la corona imperial. Cuando los habitantes de Pavía encontraron en el
fallecimiento del rey Enrique II de Alemania (1024) una excusa para
echar abajo el antiguo palacio de la ciudad, provocaron la ira de Conrado
II (1024-1039), que declaró que la «casa del rey» no era propiedad de
quienes la habían destruido y que los agresores no tenían por tanto dere­
cho a demolerla: «aunque el rey muera, el reino permanece».85 Todos
cuantos vivían en la ruta principal que partiendo de Bamberga o Ratisbo-
na, al otro lado del paso del Brennero, cruzaba la Lombardía, considera­
ban que esta monarquía era una deslumbrante teocracia, y las muestras
de subordinación de cuantos se aproximaban al señor-príncipe — situado
a medio camino entre lo divino y lo humano— consolidaban más aún los
esplendores de su exhibición simbólica. Tras hacerse fácilmente con el
dominio en Baviera. donde un duque tenía teórica preferencia para optar
aun vasto señorío, los reyes salios (1024-1125) poseyeron también auto­
ridad en la Lombardía, región sobre la que ejercerían un poder efectivo
tras las coronaciones imperiales de Conrado II en 1927 y de Enrique III
en 1046 (rey de Alemania entre 1028 y 1 0 5 3 ,y re y d e Italia entre 1039 y
1056). Los miembros de la dinastía salia rebasaron notablemente este
eje, ya que ejercerían el poder, ambulatoriamente, en Franconia, Turin-
gia, Sajonia, Borgona y Lotaringia. Hacia el sur llegaron hasta la Tosca-
na, aunque rara vez alcanzaran zonas más meridionales. Coronados en
Roma, acostumbraban a celebrar los días señalados en Utrecht. Y pese a
que sería un error no advertir su influencia en lejanas empresas, podemos
suponer razonablemente que debieron ser las gentes de las ciudades y las
iglesias situadas en las inmediaciones de los Alpes las que más intensa­
mente experimentaran el poder de estos gobernantes.S(l
En el año 1050. Enrique III de Alemania era con mucho el rey más
poderoso de Europa. El hecho de que su hijo Enrique IV (1056-1106)
lograra superar los obstáculos de su prematuro acceso al trono se debió
en buena medida al prestigio de su padre. Los reyes de esta dinastía se
consagraron en las tareas de gobierno. Los escribanos y los analistas mo­
násticos hablan sin esfuerzo de la «gobernación del reino» (regni guber-
nacula) o de que el monarca se ocupa de dirigir los «asuntos laicos»
(negocia secularia). Todos ellos dan por hecho que los reyes prestaban
144 L A C R I S I S D H L S I G L O XII

atención a la «situación del reino» (status regni) y consignan una y otra


vez los acontecimientos festivos de las cortes regias, en ocasiones con
todo lujo de detalles. Esta costumbre de la consignación de datos por
parte de los amanuenses era un vestigio heredado de la época carolingia,
y resulta particularmente visible en Alemania, donde se mantendrá hasta
bien entrado en siglo xii. Los cronistas de los monasterios únicamente se
ocupaban de los asuntos regios en función de la cadencia litúrgica del
año cristiano; no podían referir más peripecias regias que las que llega­
ban a sus oídos por boca de quienes las habían oído referir, o a través de
lo que les contaban las personas que rodeaban al monarca, a la reina y a
su familia; y sólo podían escuchar esos comentarios en los actos festivos
y públicos del rey — o al menos era en esas ocasiones cuando más posi­
bilidades tenían de conocerlos— . Cuestión distinta es la del margen de
maniobra que pudiera quedar para un debate bien organizado en las
asambleas principescas, pero antes de la rebelión sajona el reino de los
salios fue prácticamente, a su manera, una «república» integrada por el
rey y los príncipes.*7
La solemnidad oficial del poder regio halló expresión en un conser­
vadurismo diplomático y escrito que no conoce equivalente Y al recibir
súplicas solicitándole un beneficio o una concesión, Enrique III, al igual
que sus predecesores, actuaba sin trabas visibles. En los cartularios re­
dactados de acuerdo con las fórmulas alemanas, quienes le acompañan
o ayudan en sus funciones ceremoniales o en el ejercicio del poder que­
dan más o menos ocultos, y en este sentido apenas se observa cambio
alguno al alcanzar Enrique IV la mayoría de edad.ss Sin embargo, la
naturaleza de las prerrogativas regias no podía depender de esa prueba.
La intervención afectiva vinculada a la mediación de la emperatriz con­
sorte Inés de Poitou en los actos de su marido o de su hijo debió de de­
jarse notar incluso en la concesión de los diplomas de gracia. Más aún,
la ceremonial clemencia del señorío regio se aprecia de forma muy evi­
dente tanto en los procedimientos asociados con las muestras de defe­
rencia de la corte imperial como en los de las cortes de León y Francia.
En junio del año 1052, el emperador Enrique III actuó en Zurich a peti­
ción del obispo Guido de Volterra y a instancias de la emperatriz y el
canciller, que habían «intervenido» a fin de colocar en ese puesto a los
arrendatarios clericales, todos ellos sometidos a lajurisdicción del obis­
po.89 Podrían multiplicarse los ejemplos de edta índole.90 Enrique IV
estaba más dispuesto que su padre a confiar en la presencia o a remitirse
L A D O M I N A C I Ó N 1)1; I O S SI - Ñ O R l-.S ( 1 0 5 0 - 1 1 5 0 ) 145

al consejo de los obispos, los condes u otros notables, pero el protocolo


de la autorización de las decisiones no experimentó cambio alguno.
Pueden realizarse observaciones similares respecto de la diplomática
italiana de los reyes salios. Sin embargo, una de las formas heredadas de
la acción regia en Italia era el placitum , por el que el rey (o el em pera­
dor) y sus funcionarios administraban justicia ateniéndose a las leyes
aplicables. Los registros documentales de los p ia d la que han llegado
hasta nosotros, por lo que hace a la totalidad del período que abarcamos
en el presente estudio, nos permiten asistir a hurtadillas a las conversa­
ciones de la gente, en las que debaten acerca de sus derechos y sus recla­
maciones. En mayo del año 1055, el emperador Enrique III preside en
Roncaglia una reunión en la que intervienen tres obispos, doce «jueces
del palacio sagrado» y otros personajes. La asamblea se ha reunido para
escuchar el alegato de un tal Gandolfo, a quien el obispo Guido de Luni,
junto con Azo, el letrado de su iglesia, insta a renunciar a la demanda
interpuesta — y por la que Gandolfo reclamaba una tercera parte del
castillo de A gh ino lfo- . Las declaraciones legales de ambas partes en
litigio aparecen citadas en forma literal; Gandolfo abdicó de su derecho
con un gesto, arrojando una vara que el propio emperador recogió en
señal de que la iglesia y el obispo quedaban de ese modo sujetos a su
imperial acción en caso de que se quebrantara el fallo.91 En otro caso, la
entonación misma del alegato de un obispo — «Oh, Señor, mi señor
emperador, cuán a menudo he apelado a vos...»— , junto con el hecho de
que el emperador interrogue a los jueces según los dictados de la ley,
nos transmiten el clima que debió de reinar en ese tribunal.92 No todos
los «alegatos» se celebraban en presencia del emperador. De hecho, la
mayoría se hacían en su ausencia. No obstante, los legajos en que han
quedado registrados nos permiten algunos vislumbres del impacto hu­
mano del poder augusto, pese a que también prueben la tenaz perviven-
cia del orden público en esta región mediterránea.
En las comarcas alemanas e italianas, el señor-rey intervenía en to­
das paites en virtud de su título regio. En los diplomas se le denomina
rey (rex) desde el día de su ascenso al trono, e im perator a partir del
momento en que es coronado como tal. Por derecho de linaje y elección,
el rey quedaba facultado para actuar de forma oficial, dispensando pro­
tección y justicia de acuerdo con el precepto carolingio. Sus ministros y
sirvientes — el canciller, el vicecanciller, los ministeriales— eran con­
siderados como funcionarios responsables de la res publica pese a que a
146 L A C R I S I S DF. L S I G L O XII

veces cedieran a la tentación de vivir a costa de la «propiedad pública»


que se hallaba a disposición del rey.03 Un documento llega a hablar de
«ministerios del reino».94 Sin embargo, la revocación de las leyes y los
cargos no dependía del monarca, ya que ambos elementos participaban
en cierta medida de los atributos propios de las costumbres. Para aten­
der las necesidades de los desplazamientos de los reyes salios existían
normas públicas que obligaban a las fincas, a las aldeas y a los palacios,
como los de Pavía y Ratisbona, a prestar servicios y a ofrecer sustento.
Y tampoco había nada específicamente regio, y menos aún imperial, en
las leyes territoriales que el soberano emperador estaba llamado a de­
fender. En Italia, las personas vivían en función de leyes o costumbres
romanas, lombardas o francas, y a ellas se atenían en sus transacciones
y juicios. Tanto los condes como los obispos, así como el rey o los co­
misionados en que él delegara, podían presidir los tribunales jurídicos.
En las regiones alemanas, los duques y los condes no eran excesivamen­
te propensos a verse a sí mismos como diputados regios.95 Es cierto que
a los obispos investidos en su dignidad por el propio rey, o que recibían
de sus manos el título de condes, se los consideraba funcionarios públi­
cos. Sin embargo, su fidelidad debió de venir determinada por factores
ligados a la alianza y a la amistad, esto es, más por compromisos de ca­
rácter personal que público.91' El rey los controlaba concediéndoles — o
negándoles— su gratia.91
Y es que su gobernante era el señor-rey. Su insistencia en la lealta
y en el servicio contrastaba con la principesca solidaridad que llevaba
aparejado el concepto predominante de gobierno regio. No es de extra­
ñar que el soberano se viese obligado a presionar para ejercer el domi­
nio en ámbitos no directamente relacionados con su reinado, tan grati­
ficantes para sus partidarios y los m iem bros de su séquito; en este
sentido cabe decir que el hecho de no poder prestar toda la atención
precisa a sus fronteras orientales no fue el menor de los problemas de
Enrique IV. La lucha por acceder al rey o por lograr sus favores o su
padrinazgo era incesante. Esta pugna puede observarse parcialmente
en los diplomas de Enrique IV, una vez alcanzada su emancipación —y
aún se aprecia mejor en las crónicas adversas de la década de 1070—.
Lo que conseguía el favor del rey era la prestación de servicios: del
tipo, por ejemplo, de los que los reyes salios recompensarán mediante
la concesión de señoríos en régimen de beneficio o de propiedad. No es
difícil conjeturar que dichas concesiones — en especial las otorgadas a
LA D O M I N A C I Ó N DE LOS S E Ñ O R E S ( 1 0 5 0 - 1 1 5 0 ) 147

individuos laicos— debían de ser bastante más numerosas de lo que


índica el volum en de documentos que ha llegado hasta nosotros. Del
conjunto de esos documentos, los que hoy podernos consultar muestran
la interacción del gobernante con personajes centrados en la consolida­
ción de intereses locales y reunidos en extensos grupos de sirvientes
arracimados de diversas formas en las regiones por las que debía discu­
rrir la comitiva regia.1)8 Es más, esos documentos señalan que las carac­
terísticas del concepto de un señorío funcionarial en el ejercicio del
poder regio no debieron de ser particularmente específicas de A lem a­
nia, aunque algunos de sus aspectos sí pudieran haber sido más pronun­
ciados en las tierras imperiales que en otros lugares. El motivo que
empujó explícitamente al rey Enrique III a otorgar en el año 1048 a
Swiggert su condición de caballero al servicio del monarca fue inducir
a otros a prestarle lealmente sus servicios con la esperanza de parejas
recompensas.1,9 Y lo que hacía que esa lealtad constituyese una alterna­
tiva válida para los caballeros de Alemania era el hecho de saber que
podían servir a un tiempo ai reino y al señor-rey. Enrique IV conside­
raba que los hombres a los que había otorgado una encomienda y em ­
plazado a prestar un servicio militar se hallaban vinculados, tanto pú­
blica como privadamente, a sus señores.100 La determinación de si este
soberano mantenía o no este m ismo parecer en relación con los privile­
gios que le concedía el señorío regio, según alegaban sus enemigos,
nos obligará a profundizar algo más en la materia. Desde luego, Enri­
que heredó una austera noción de aquello en lo que venía a parar el
responsable ejercicio del poder, como cabe deducir del relato en el que
Fmtolfo refiere que al casarse Enrique III con Inés de Poitou y hacerla
ungir en 1044 en una ceremonia «regia», despidió con las manos vacías
a una vasta m uchedumbre de trovadores y bufones.101

Baviera

Baviera es la región en que estos reyes se hicieron más fuertes, el


lugar en el que disfrutaron de la constante lealtad de los nobles y las
iglesias. Y sin embargo, no era ésta una comarca de la corona, sino un
ducado histórico con venerables reivindicaciones al ejercicio de la au­
tonomía. En el siglo XI, los habitantes de la región, provistos del con­
suetudinario «derecho de los bávaros», formaban una sociedad próspe-
148 l . A C R I S I S D L L S I G L O XII

ra, acostumbrada a que los reyes la designaran como infantazgo de SO


prole. El ducado perduró como título anexo, conservando sus tierras#
palacios, pero parece que las funciones de los condados quedaron redqf
cidas a un mero vestigio de sus antiguos cometidos, al atribuírselo^
únicamente el papel de testigos de las transacciones. Este espacióle*
gional mantuvo en la práctica una condición similar a la de un proted
torado de carácter cuasi público, aunque no lo conservara intacto."]
tom o al año 1052, el abate Sigfndo de Tegem see suplicó la ciernen!
imperial de Enrique III para poner fin a los desmanes de los coni
Enrique y Papo, «que debieran ser nuestros defensores [pero] se come
portan como los más rapaces asaltantes de nuestro grano».102 4Í|
Aquí la norma contrasta con la (supuesta) realidad. Desde luego,'TÍS
hay duda de que hubo casos en que la práctica se apartó de las normal
oficiales. Sin embargo, son también muchos los elementos quesugie?
ren que el orden jurisdiccional conservó cierta vitalidad, como muestra
el hecho de que los administradores de las tierras clericales y el cre­
ciente número de m in isteria les siguieran ejerciendo unas funciones/
servicio que sólo cabe asociar, aunque sea con reservas, al desempei®
de otros tantos cargos. La relación entre la posición social y la presl
ción de servicios nos ayuda a com prender cómo pudo haber sido'láj
experiencia del poder que vivieron las masas de Baviera. Una cosa era]
contemplar el paso de la procesión imperial, o quedar incorporado
servicio de las familias de potentados, y ptra muy distinta ver cuestiaj
nada la propia libertad — es decir, tener que sufrir un aristócrata laci
cunstancia de ver en peligro" la exención de las obligaciones serviles de’
que venía gozando— . Eso fue lo que le sucedió a los descendientes dé:
una dama llamada Guntpirch que se había casado con un siervo de Fri«j
singa en torno al año 972, ya que habrían de recurrir a un considerable
número de pleitos y litigios para obtener al fin reconocimiento firnu
(hacia el año 1050) de que su posición social les permitía beneficiarte
de los servicios prestados al clero, la cámara y la corte.103 S
Estamos ante una sociedad en la que el poder que implica el disfni|
te de una cierta libertad, por circunscrita que sea, encontrará expresiór*
ritual. Los individuos que podían actuar eran precisamente aqueltó
investidos del «poder» de hacerlo, como muestra el Traditionsbüchá
de las iglesias bávaras. Hacia mediados del siglo xi, el noble Minifi

* Véase el Glosario. {N. de /m /.)


LA DOMINACIÓN' DI-: Í.OS .SEÑORES ( 1050- 1I 50) 149

Jji’eriñcó «con el poder de su m a n o » la tra nsa c ción de venta d e la mitad


/</eJa bodega del castillo de B ozen — m ita d d e la q u e él m ism o era p r o ­
l e t a r i o — a los m onjes de T e g e n í s e e . 1114 E ste g esto, q u e lle v ab a siglos
.produciéndose, ju n to con su e x p r e s ió n verbal, ig u a lm e n te sujeta a fór-
JjBulas, persistió d eb id o a que e n el se c o n c e n tr a b a la s o le m n id a d de la
•■ion que presenciaban los asistentes, c o n lo q u e se d a b a s ig n ific a d o
ral al acto, siquiera tem p o ra lm e n te , a n te s d e q u e d a r tra n sc rito . T a m -
ífl form ulistas, y no obstante, in d ic a t iv o s , s o n los te m o r e s q u e alg u -
.expresaba 11 en relación con las « p e r s o n a s p o d e r o s a s » , o d ic lio d e
era todavía m á s a b stra c ta , los m i e d o s q u e s e g ú n se d i c e i n s p i r a b a
ejercicio de un « p o d e r p erv e rso » ca p a z d e q u e b r a n t a r las li b e r t a d e s
'os acuerdos e s ta b le c id o s . 105 E n e s ta c u l t u r a s e h a l l a b a p r o f u n d a m e n -
arraigada de forma ta c ita la id ea d e q u e si la le y confería p o d e r , el
'erno refren a d o p o r la le y resultaba amenazante. Y sin embargo, se
ísiste poco en la ¡ey c o m o tal; no se registran nuevas ediciones de las
jejas leyes h á varas, c u y a s forman procedim entales estipulaban algu-
>s arcaicos p r o to c o lo s para ¡a interacción de la s personas libres. Las
Costumbres e x iste n te s venían a ratificar las je ra rq u ías sociales y el ran-
{gode las p erson as qu e participaban del po d er protector d e l cond ad o y
iglesia. Y c u a n d o las p ro p ie d a d e s de los p o te n ta d o s co m e n z a ro n a
e expuestas a los e le c to s d e la v o lu n tad d e l rey, co m o sucedería en
(;4écada d e 1070, un p e r í o d o m a rc a d o p o r las re v u e lta s sajo nas, la
ion del a m p a r o leg a l p a s ó a lener un s ig nificado d if e re n te .106
¡fe Las fu e n te s, i n c o m p l e t a s y f o r m u lis ta s , n o dejan del todo claro
Ómoera la v iv e n c ia c o tid ia n a d e l poder en B av iera. Los condes apare-
m m e n c i o n a d o s en la p e r ife r ia e s c r ita d e las dispensas regias o d e las
lla m e n ta c io n e s c le r i c a l e s ; rara v e z s e encuentran alusiones a ellos en
’p r o p ia s p r o m u l g a c i o n e s , y a sean de carácter oficial o patrimo-
107 C o n t o d o , p u e d e a p r e c i a r s e e n e s ta r e g i ó n , al igual que en otros
res, algo p a r e c i d o a u n a t r a n s m i s i ó n d e l poder oficial, ya que la
zncia d e la s c o s t u m b r e s e n las normas hereditarias y el interés de
m ilia s p o r c o n s o l i d a r lo s patrimonios o incrementarlos mediante
s e c a c i ó n d e l o a d q u i r i d o t e n d í a a redefinir el poder en los térmi-
) p io s d e l s e ñ o r í o .
rutó de un proceso gradual. En el sig lo XI el n ú m e r o de señ o res
de crecer, pero, según parece, las cifras d e ese a u m e n to se co-
iieron con el desarrollo d e m o g r á f ic o , a s í q u e en e s te c a s o no
considerar que los hábitos del s e ñ o r í o y la s u je c ió n p u d ie r a n
150 L A C R I S I S D E L S I G L O XII

haber debilitado los de la acción oficial. Los condados, las tierras admi­
nistradas y las funciones ministeriales se mantuvieron, aunque al con­
signar por escrito los servicios prestados, la gente reconocía que algu­
nos nobles con arriendos o encom iendas se com portaban como
propietarios. El ejercicio de un señorío sobre una serie de individuos
que al mismo tiempo adquirían derechos de tenencia se desarrolló muy
pronto, como en otras tierras occidentales alemanas, aunque sin que
eso significara que el señorío tuviera que renunciar a la expectativa de
poder solicitar servicios.10S Nadie se preocupó de establecer distincio­
nes entre la posición oficial del conde Pilgrim y el interés patrimonial
cuando «su caballero Rodolfo» tomó posesión de la hacienda de Mau-
ggen a fin de donársela como gesto piadoso a los canónigos de Frisinga
(1053-1078).109 No hay duda de que los caballeros se multiplicaron,
pero lo más común es que, al mencionarlos, nuestras fuentes tiendan
más a describirlos com o dependientes con derecho a una compensa­
ción que a pintarlos como señores usurpadores o de conducta opresora,
La persistencia de la autoridad regia o ducal evitó que los castillos
y los caballeros no dependientes de una gratificación proliferaran tan
profusamente como en las tierras francas occidentales. Se siguió consi­
derando que la violencia constituía una violación del orden ducal, has­
ta el punto de que ese extremo se incorporó a las leyes escritas como
epígrafe específicamente designado así {De violentia), por no señalar el
hecho de que también se abordara la violencia en los distintos aparta­
dos dedicados al robo, el incendio provocado y el em bargo.110 Los pre­
lados esperaban que el señor-rey protegiese sus propiedades de la usur­
pación, m ientras que los cam pesinos temían principalm ente los
expolios causados por las incursiones de los jinetes venidos de Bohe­
mia, o incluso los estragos de los propios ejércitos reales.111 No hay
nada en el Tradiiionsbücher que sugiera que la violencia de ios peque­
ños señores o de las enemistades heredadas se considerara normal o
novedosa. Se trata de una cuestión que vale la pena sopesar, ya que en
los diplomas de traspaso de tierras112 la vigilancia contra la usurpación
había tenido un carácter formulista y habria de revivir después del año
1100. Entre los años 1126 y 1129, aproximadamente, se declaró que un
funcionario ministerial llamado Gottschalk había «oprimido» a cuatro
campesinos reduciéndoles «a la servidumbre mediante la violencia» y
una «injusta sujeción» de la que estaban dispensados.113 En el siglo xi,
el sometimiento a la «condición servil» era una de las sanciones que se
L A D O M I N A C I Ó N DIS L O S S E Ñ O R B S ( 1 0 5 0 - 1 1 5 0 ) 15 1

im ponían h abitualm ente para c on segu ir que se realizaran las o blig acio ­
nes estipuladas, ya que en esta época, según Philippe D ollinger, el se ­
ñorío agrícola a c o stu m b ra b a a ser benigno. Se seguía m a n c o m u n a n d o
el g istu m para evitar las tenencias individuales, y todavía no se cobra­
ban habitu alm ente las ta lla s.iM Es posible que el señorío opresivo fue­
se poco c o m ú n en la Baviera anterior al siglo x n , é p o c a en la que se
hará visible en to dos los estam entos sociales. En Ratisbona, en vísperas
de la Seg u n d a C ru zad a, ei arrepentim ien to dio lugar a dos ilustrativas
renuncias c o m o m ínim o. U n c aballero lla m a do S ig ardo de P adering
devolvió a los m o n je s de San E m erano una granja que había usu rpado
«injustam ente»; el obisp o E nrique, p o r su parte, d ispensó al abate del
«mal uso y la injusta e x a cció n» de veinte libras en c u m p lim ie n to de
una de las cláusulas de u n acuerdo p o r el q ue el abate se había c o m p r o ­
metido a c o m p e n sa r a los caballeros episcopales qu e participaran en la
c ruzada.115 Sin e m b argo , no p o d e m o s d e sc a rta r la posib ilid ad de que
ios registros realizados p o r las iglesias bávaras durante los siglos X y
xi, unos registros no tablem ente formulistas, ocultaran buena parte de la
información relativa a los incidentes y los pro ced im ientos relacionados
con las prácticas señoriales que tan c o m ú n m e n te se o bserv an en otras
regiones. Y si hay razones para c ree r que la p erv iv en cia del d u ca d o y
de sus leyes consigu ió favorecer que los ca m p esin os de Baviera d isfru ­
taran de unas m ejores c o ndiciones de vida que los d e otros lugares, no
es m enos cierto que p rá c tic a m en te no sa b e m o s na d a de los señoríos
laicos que se desarrollaron en esa zona a lo largo del siglo XI.

Lombardia

En el añ o 1043, el legado y canciller del rey, A dalgerio, o rdenó que


los caballeros, los vasallos de las baronías y las gentes de la diócesis y
el condado de C re m o n a debían a ten d e r los e m p la z a m ie n to s jud iciales
que dictara el obispo. Estipuló la im posición de una m ulta de dos libras
— pagadera, en la mitad de su im porte, al gabinete del rey, y al obispo
en su otra m ita d — a todos aq uellos qu e no acudiesen a las citaciones.
Determinó a sim ism o que todos los lugareños deb ían prestar ayu da al
obispo en caso de que éste se viera o b ligado a reducir por la fuerza a un
recusante. En sus conclusio nes, A d alg erio constata con tono de fatiga
que «en nin gu na [otra] diócesis» había topado con quejas sim ilares, ya
152 L A C R I S I S D L L S I G L O XII

que la de Cremona era la única en la que se había dado el caso de que


un obispo no pudiese impartir justicia.116
Aquí cambia el escenario. En el valle del Po y en las márgenes de la
Toscana la importancia del poderío del rey se basaba en el doble hecho
de que se tratara de un poder distante y de que se le considerara un
hombre venerable. En el asunto de Cremona, se observa claramente
que el promotor del impulso regio es el obispo, quien necesitaba el es­
paldarazo debido a que estaba desenvolviéndose en un microcosmos
conflictivo de agitados intereses que no resultaban fáciles de domeñar.
Se trataba de un tipo de situación que habría de favorecer manifiesta­
mente los intereses imperiales durante numerosas generaciones. El ele­
mento característico del mandato del legado estriba en la circunstancia
de que se dirija en general «a todos los caballeros, vasallos de las baro­
nías y gentes todas que habitan en la diócesis de Cremona y su condado
... así com o a todos los ciudadanos, de toda suerte y condición». El
hecho de que el legado regio reivindique sujurisdicción sobre todos los
habitantes del condado y de la ciudad equivale a una reafirmación del
forzoso señorío episcopal que impusiera Conrado 11 en el año 1037
— oponiéndose al proceder de ese modo a los intereses de los caballe­
ros y los comerciantes que habían contado hasta entonces con la ayuda
de los jinetes armados para promover su propia autonomía— . La orden
del año 1043 es uno de los incidentes que salpican la larga historia de
conflictos de la Cremona del siglo x i.117
La dinámica de la atribución de poder a las autoridades locales po­
see una particular importancia en la Lombardía. Sin embargo, tanto en
las turbulentas ciudades como en los castillos y las aldeas de las llanu­
ras el poder se hallaba también sujeto a prácticas rutinarias y a factores
de desorganización, y es en esos lugares donde se percibe mejor la per­
sistencia de las normas que informaban las leyes y el orden regios.
Volvemos a constatar aquí que la habitual experiencia de un poder be­
nigno se asociaba con el traspaso y la protección de las posesiones,
como podemos comprobar no sólo en los textos en que se consigna la
ininterrumpida práctica italiana de los plácito sino también en las for­
mulistas crónicas de investidura que se han conservado en las iglesias
lombardas. Durante las semanas del año 1043 que dedicó a respaldar la
forma en que impartía justicia el obispo de Cremona, el missus regio
Adalgerio presidió también algunas audiencias en Pavía, en Asti, en
Marengo y en Como. En estas poblaciones consolidó el poder de varias
L A D O M I N A C I Ó N IJli L O S S H Ñ O R H S ( 1050-1 150) 153

monjas y obispos, así como el de un abate, dado que las posesiones de


todos ellos se habían visto amenazadas o habían topado con la abierta
oposición de los lugareños,lls Estos casos muestran que dichos prela­
dos aprovecharon la presencia del legado del rey para consolidar el
amparo de las leyes y las escrituras. Era habitual que esos juicios con­
taran con la sanción de un edicto real, bandos que podían proclamarse
incluso en ausencia del monarca y que conferían a esas ocasiones una
aureola de solemnidad propia de la antigua Lombardía, dado que a
ellas asistían — según ha quedado meticulosamente consignado por es­
crito— los jueces, los funcionarios y los vasallos, así como otros perso­
najes. Una vez que los jueces palatinos de Pavía se hubieron dispersado
progresivamente por las distintas localidades, lo que nos encontramos
es una sociedad de jueces (jutiiees, p u la tin i, causidici). El orden públi­
co era, en palabras de un legajo del año 1061, «un orden legal» (ordo
Iegis).UÍ>No hay duda de que la palabrería formulista del informe escri­
to oculta los cambios o las variaciones de procedimiento, pero lo cierto
es que en el siglo inmediatamente posterior al año 1050 se hace difícil
discernir ningún tipo de novedad en las alternativas y las estrategias de
quienes recurrían a este venerable ritual marcado por la concesión de
cédulas y el pronunciamiento de juramentos. Y es que en estos casos la
autoridad no emanaba tanto del rey y de sus delegados — y ni siquiera
de los prelados y los magnates que a m enudo atendían los pleitos y
cuyo señorío confería prestigio a tales acontecimientos— como de la
eminente reunión de jueces, juristas y notarios a quienes la ley y las
costumbres confiaban el proceso, ya que las constricciones se estima­
ban perentorias en sí m ism as.12(1
Los informes públicos de reconocimiento y transmisión de la pro­
piedad confirman esta idea de una acción legal sostenida y ejecutada en
elementos pasivos. Estas acciones legales podían realizarse en forma
judicial. En abril del año 1079. el conde Giselberto de Bérgamo presi­
dió un «juicio» en el que tres jueces — Redulfo, el legis doctor, y otros
dos potentados— atestiguaron que la queja que había planteado el
obispo de Cremona, denunciando las intrusiones de un tal Rusticello de
Cologna, respondía a la verdad. Los tres letrados dieron al conde ins­
trucciones de que concediera al obispo los derechos en liza, cosa que el
aristócrata hizo ritualmente, con la vara en la m an o.121 Más común re­
sultaba otorgar los derechos agrícolas no sujetos a disputa a fin de crear
señoríos y tenencias mediante rituales de los que nos ha llegado un
154 L A C R I S I S D E L S I G L O XII

pormenorizado testimonio. Así ocurrió en el castillo de Alfiano en abril


del año 1103 y también en el baluarte de Bagnolo en noviembre de
1117.122 De los datos que nos han llegado de dichos actos, así como de
los de innumerables registros de venta, legación y dote, cuyas descrip­
ciones — relacionadas con el lugar, las palabras empleadas en el ritual
y los asistentes al acontecimiento— tienden a ser más bien reducidas,
podemos deducir los incidentes cotidianos que salpicaban la propiedad
y el trabajo en las campiñas lombardas.
Más aún, es en esos registros de actividad notarial — lina actividad
en la que hay que incluir la presentación de súplicas— donde los seño­
ríos jerárquicam ente inferiores al ejercido por el rey nos han dejado
huellas de sus intereses y hábitos. Los condes y los obispos atienden un
gran número de pleitos, aunque es posible que la cifra aumente aún
más a partir del año 1050. También aquí la figura de los condes laicos
aparece (como tal) oscurecida, y si algo sabemos de ellos se debe prin­
cipalmente a la información que nos ha llegado a través de sus actos
patrimoniales. De los obispos tenemos más datos, pero difícilmente
podríamos considerar menos oscuras sus rutinas señoriales. No había
poder alguno en toda la Lombardía, ya fuera laico o religioso, que pu­
diese alardear de un señorío tan extenso como el que poseyeron el mar­
qués Bonifacio de Toscana (fallecido en el año 1052) y sus descendien­
tes. Su esposa, la condesa Beatriz de Lorena (fallecida en el año 1076)
y su hija, la condesa Matilde (10 5 2 -1 1 15) lograron gran autonomía y
prestigio, tanto en el ejercicio de las facultades delegadas en ellas por
el rey como en el disfrute de sus propiedades. Señores de los Apeninos
y generosam ente distinguidos con un buen núm ero de prerrogativas
imperiales, los miembros de esta familia tenían su sede dinástica en el
castillo de C anossa y concentraban sus dominios y tenencias en los
condados de Reggio, Módena y Mantua.
La figura de la condesa Matilde y su papel político crecieron aupa­
dos por las circunstancias en lo que constituye un caso que pocos prín­
cipes de la época podrían igualar. Ferviente partidaria de la causa papal
de la reforma, se casó en primeras nupcias con la intención de consoli­
dar la herencia dinástica toscana y lotaringia que confluía en ella, y en
segundas nupcias para apoyar a la coalición contraria a Enrique IV
— aunque terminara abandonando a sus dos esposos— . Ya debía de ser
una imponente dama al fallecer su madre y su primer marido en los tu­
multuosos meses previos al acto penitencial por el que el rey hubo de
LA D O M I N A C I Ó N DE L O S SEÑORF. S ( 1 0 5 0 - 1 1 5 0 ) 155

someterse a Gregorio VII y que se celebró en el propio castillo de Matil­


de y en su presencia. Habría de ser, sin embargo, su entrega a la causa y
el proyecto gregorianos, junto a la tenaz resistencia que ofreció a Enri­
que IV en los terribles años posteriores a 1080, lo que creara la imagen
de una señora-princesa que andando el tiempo sería recordada como la
más destacada gobernante laica italiana de la época. Fueron tiempos de
épicas luchas. Privada de su derecho imperial, Matilde perdió la lealtad
de sus vasallos en todas partes y fue expulsada de los castillos que po­
seía en la Toscana. La imprecisión de las alusiones de los cronistas hace
que nos resulte difícil averiguar cómo alcanzó a reconstruir su señorío
militar, pero los diplomas judiciales y los privilegios que vendrá a con­
ceder después del año 1080 aproximadamente mostrarán que en los
condados que había heredado siguió actuando como una señora-prince­
sa atenta a las necesidades del orden local — actuación que se hace espe­
cialmente notable en las regiones de Reggio y de Mantua— . Matilde dio
muestras de sensibilidad en sus acciones, unas acciones que fueron sur­
giendo en el transcurso de los peregrinajes que acostumbraba a realizar
por sus dominios y que hallaban motivo en las cuitas que le referían los
siervos de sus tierras patrimoniales — casi enteramente ocultas a nues­
tros ojos— , o en las súplicas que le llegaban y que en ocasiones han
quedado registradas en otras tantas ceremonias.123
La carrera de Matilde ilustra bien la confusión entre los atributos
públicos y los patrimoniales que tan característica resulta de las tierras
imperiales. No hay duda de que la princesa, que presidía litigios o res­
pondía a las demandas rodeada de jueces, condes y partidarios que le
habían jurado lealtad, debía de tener muy presente su condición de au­
toridad semioficial. Y sin embargo, como ocurre en otros lugares, lo
que prueban los registros es que participa en acontecimientos particu­
lares — alocuciones, decisiones y solemnidades festivas— , no en actos
de los que se haya guardado memoria institucional. En septiembre del
año 1104 la condesa respondió a un ruego personal del abate de Poliro-
ne en presencia del vicario pontificio, el juez Adegario de Nonantola,
de un jurista de Panzano, y de otros «hombres leales» a M atilde.124 En
un diploma de 1114, la condesa habla de «tratar con nuestros fid eles
ciertas materias», decisión que toma tras recibir una súplica del obispo
de Mantua.125 Matilde era una señora-princesa que sustentaba su auto­
ridad en la implicación afectiva de sus servidores, los cuales no sólo la
ayudaban, sino que se aseguraban de que dispusiera de alojamiento en
156 I.A C R I S I S DGL S I G L O XII

su itinerante existencia y atendían a la manutención de sus castilli


haciendas. Tam bién contó con el com prom iso de sus vasallos
que frecuentemente se da ese nombre: vas si) * Sabía cómo rodearse-,ij
servidores fieles mediante la concesión de «beneficios» o «feudos^
unos «vasallos» cuyas tenencias se hallaban precisamente condicioní
das a la prestación de servicios.12'’ i os ¡teleles de su entorno, comda|
devoto Arduino de Palude, debieron de dejar constancia tanto de$j
posesiones patrimoniales como de sus obligaciones en una serie de,d|
cumentos que no se conservaron con el debido esmero. Es p o s ib le s
la causa de que haya llegado hasta nosotros una lista de los castillo^
parroquias que regía el padre de Matilde, lista elaborada por el obl¡
de Reggio, sea consecuencia de que el obispo debió de sentirse a:
zado por el expansionismo señorial del marqués; en cualquier casó]
es precisamente el motivo de la queja que expresa en tomo al año»]
el obispo Ubaldo de M an tua.127
Es posib le que la condesa M atilde no albergara la ambició^j¡j|
agrandar su vasta herencia. Su problem a consistió en cóm o dispotfel
de ella. Profundam ente influenciada por ¡os ideales gregorianos, asignQ
m u y pronto su patrim onio alodial a la Iglesia de R om a — en los años
1077 y 1078— y conñrm ó la donación en el año 1 10 2 .m Sin embargo,
dado que sus vulnerables comisiones imperiales no consiguieron llegar
a un arreglo con Enrique IV, debió de haber existido un constante sen­
timiento favorable al acuerdo con los parientes salios de Matilde. No
sabemos con claridad hasta qué punto logró ella invertir esa deriva al
prometer en el año 1111 la transmisión de su legado alodial a Enrique
V, y esta ignorancia contribuye a fomentar las confusiones que rodean
a lo que terminaría convirtiéndose en la gran causa de la Italia del siglo
xii. De lo que no hay duda es de que el compromiso que la llevó a res­
paldar toda su vida el proyecto gregoriano provocó resentimientos en
algunas poblaciones; de hecho, Matilde no recuperaría la lealtad de
Mantua sino después del pacto que logró establecer, ya al final de su
vida, con Enrique V .129
El señorío de Matilde, cuya estatura política creció indudablemente
al superar la condesa los primeros y difíciles años de su ejercicio, aca-

* S e traía en r e a l i d a d d e lo s v a s a l l o s d e los v a s a l l o s , a r r e n d a t a r i o s c u y o rango


es, p o r lo g e n e r a l , i n m e d i a t a m e n t e i n f e r i o r al d e tm b a r ó n . V é a s e la e n t r a d a vassus
vassiirtnn e n el G l o s a r i o . (N. iltj las i. )
LA D O M I N A C I ÓN DI. L O S S E Ñ O R E S ( 1 0 5 0 - 1 1 5 0 ) 157

■^resultando carismático. Alguien que la conoció y lloró su pérdida


¡npsidera que la posteridad habría de ju zgar «increíble» lo admirable
■ e h a b ía sido la condesa. Y al recordar que los príncipes, los condes,
Wspotentados y los caballeros a los que «gobernaba» (gubernabat) se
m eab a n de hinojos ante ella en los concejos, donde Matilde se mostra-
Bjí$<<notablemente astuta» y «afable con todos», esa m ism a persona
P¡te*también que «[la condesa] honraba grandemente a los alguaciles
K s u castillo, no soportaba a los ladrones, [y] gobernaba a sus campe-
pHfaa» 130 Sin querer sacar de estas palabras más conclusiones de las
■atinentes, creo probable que Matilde se opusiera a una dominación
■Bptadora de los campesinos y los habitantes de los pueblos. Tenía
H j p i a sobrada de esas prácticas. En el año 1090 ya había renunciado
■ISÍantua, junto con el duque Giielfo II de Baviera, a las exacciones
■Ktrarias y el forzoso ofrecimiento de posada a los nobles.131 Cuando
Rebate de Polirone se quejó de que el senescal de la condesa había
Bpfanado el templo de la ínsula de Zeneure (en 1101), Matilde dio los
Esos necesarios, fundándose en «las razones y testimonios» recibidos,
ífl&ra confirmar la concesión por la que su padre había eximido a la aba­
día de la obligación de alojar a los aristócratas.132 Este tipo de conce­
siones se multiplicaría en los años subsiguientes. En todas partes caían
sobre los agentes de los distintos dominios de la condesa acusaciones
por la comisión de excesos, por sus «malos e injustos usos», unos usos
que, según alegan los hombres de Monticelli en el año 1114, «nunca
habían sido impuestos a sus predecesores». No siendo persona de la
que resultara fácil aprovecharse, Matilde ordenó muy a menudo que se
investigaran esos cargos y ofreció remedio a los demandantes limitan­
do las atribuciones de sus propios apoderados.133

El hecho de que los reyes alemanes conservaran ciertos poderes en


Italia durante los difíciles tiempos que caracterizaron los períodos an­
terior y posterior al año I 100 es prueba de la solidez histórica de sus
reivindicaciones. Ni Gregorio VII ni Matilde ni Pascual II pudieron
debilitar una posición que debía mucho a las rivalidades cívicas y re­
gionales, máxime cuando las circunstancias de Alemania, que repre­
sentaban una amenaza más profunda, terminarían obligando a los últi­
mos reyes salios a considerar que sus intereses italianos iban bastante
más allá del simple derecho a la corona imperial. En la década de 1090,
158 LA C R I S I S D E L S I G L O XII

Enrique IV pasaría muchos meses en un castillo próximo a Verona. En­


rique V (1106-1125) realizó oportunos viajes a fin de consolidar tanto
el título imperial como su derecho a suceder a Matilde en el disfrute de
los derechos y tierras que poseyera la condesa. Demostró además una
gran sagacidad en las negociaciones que habrían de culm inar en el
Concordato de Worms (de septiembre de 1122), porque el acuerdo de­
finitivo (¡por no hablar del firmado en febrero de 1111, que resultó fa­
llido e insostenible!)134 garantizaba sustancialmente la influencia del
rey en las elecciones episcopales. Sin embargo, debieron de ser mu­
chos los que consideraran que estos acontecimientos venían a ser algo
así como las esperadas réplicas de un terremoto apaciguado largo tiem­
po atrás. Italia constituía un refugio en el que los reyes y sus seguidores
alemanes tenían tiempo de meditar pausadamente acerca de la situa­
ción del reino alemán, por cuya dominación habían combatido ardua­
mente. Sajonia era una causa problemática además de un feudo históri­
c o .135 En el próxim o capítulo exam inarem os la crisis que allí se
padeció, un aprieto que vendrá a prefigurar distintos aspectos de otras
crisis de poder que habrán de producirse en otros lugares a lo largo del
siglo xn (y con las que tiene puntos de semejanza). El surgimiento de
estas dificultades se deberá a circunstancias específicamente alemanas.
Los hábitos rutinarios de la acción regia no experimentaron ningún
cambio hasta finales del período salió (1125) y persistirían sin varia­
ción cierto tiempo después. En los distintos diplomas, cartas y relatos
de que disponemos podemos encontrar información relativa al conjun­
to de las estructuras características del ejercicio de la majestad pública
tradicional, todas ellas imponentes: el poder de ordenar y de dictar pe­
nas (bannuni), la capacidad de asentir graciosamente a las súplicas en
dem anda de alguna deferencia, la personificación del orden público
en las citaciones judiciales sustentadas en causas de infidelidad como la
traición, etcétera...136 No es preciso suponer que la hostil crónica de
Lamberto de Hersfeld tuviera un carácter oficial para comprender el
modo en que sus anales, así como los redactados por otros, mantienen
la tradición consistente en conmemorar los acontecimientos itinerantes
de carácter público y festivo.137 La Iglesia alemana era la Iglesia del
rey, un extremo que los reformistas comprendieron a la perfección. Sin
embargo, el señor-rey del que nos hablan las cartas y los relatos — esto
es, un monarca ocupado en guerrear— es también más que visible en
los cartularios, los cuales siguen registrando con entusiasmo la acción
LA D O M I N A C I Ó N D E LOS S E Ñ O R E S ( 1 0 5 0 - 1 1 5 0 ) 159

regia y por tanto ocultan, como en el pasado, las cuestiones patrimonia­


les que se resolvían eficazmente en las disposiciones escritas. Quizá
sea sólo en los cartularios destinados a afianzar y a recompensar la leal
prestación de servicios donde puedan entreverse las iniciativas que
adopta el rey, aunque incluso en estos textos se pregunta uno hasta qué
punto se implicaba personalmente Enrique IV en la negociación coti­
diana vinculada con el servicio y ei mantenimiento. El número de los
diplomas que llegan hasta nosotros declina después del año 1086. En­
rique V se hallaba más atareado en su esfera de ocupaciones que los
reyes anteriores, pero el hecho de que, incluso en su caso, el promedio
de diplomas conservados apenas supere la cifra de diez documentos
anuales difícilmente podría sugerir que el señorío regio tuviera que
hacer frente en su época a urgentes necesidades o dem andas.138
La justicia y la promoción de la Iglesia: éstos fueron los inquebran­
tables objetivos declarados de Enrique IV y de su hijo.139 Sin embargo,
el juego de poder que rodea a los reyes, así como \a fam iliar i tas de sus
cortesanos, tienden a distorsionar, o incluso a transformar, estas metas.
La influencia de algunos potentados, com o el arzobispo Hannón de
Colonia, se magnificará durante la regencia de Inés de Poitou por la
minoría de edad de Enrique IV, tras el enérgico reinado de Enrique III.
Es muy plausible que al proponerse temerariamente abandonar a su
esposa Berta de Saboya en el año 1069, Enrique IV estuviera reaccio­
nando a un conjunto de tediosas imposiciones.140 Sin embargo, el ver­
dadero cambio no puede haber estribado tanto en el hecho de que el rey
rechazara someterse a un concejo como en la comprensible determina­
ción que le animaba a elegir personalmente a los hombres que debían
rodearle. Apenas hay dato alguno que nos indique que este Enrique
fuera propenso a realizar actos despóticos — si entendemos que en rea­
lidad se trató, antes que de actos de esa naturaleza, de errores de cálcu­
lo— ; la impresión que se obtiene es más bien la de que se acostumbró
a una modalidad de toma de decisiones basada en elementos de carác­
ter asociativo, costumbre que hizo parecer aún más bruscas algunas de
sus más drásticas proclamas. Es poco probable que fuese únicamente
suya la decisión de dar continuidad al objetivo de su padre, consistente
en ampliar y fortalecer sus dominios en Sajonia. Esta empresa adquiri­
ría notoriedad en los años posteriores al episodio por el que el arzobis­
po Adalberto de Hamburgo-Brem en se vio obligado a abandonar los
círculos en que se movía el joven rey (1066), un acontecimiento espec­
160 L A C R I S I S D L L S I G L O XII

tacular que muestra parcialmente el poder que llegaba a ejercer el con­


senso de las élites; y cuando en e! año 1072 el analista de Niederaltaich
se queje de que el rey Enrique muestra una recién estrenada predilec­
ción por los hombres de escasa entidad, anteponiéndolos a los «pode­
rosos» en la gestión de sus asuntos, todo parece indicar que está pen­
sando en el agresivo proyecto concebido para Turingia y Sajonia así
como en los m inisteriales que lo estaban poniendo en práctica. De lo
que no hay duda es de que tenía en mente la amenaza que suponía para
la paz la exclusión de los p o ten tes, refiriéndose con esto a la actitud de
los duques de Suabia y Carintia, que se habían negado a acudir a la
llamada del rey al ser emplazados por éste.MI
Estamos aquí ante una lucha de poder que habría de servir de lec­
ción y de escarmiento general. Sólo el acceso al trono de Conrado III
de Staufer en el año 1138 lograría resolver la situación, aunque trans­
formándola en un conflicto dinástico.

F rancia

Todos los habitantes de las tierras situadas entre los valles del Mosa
y el Loira sabían quién era el rey. Sin embargo, le necesitaban menos
que los del sur y era fácil que, en los legajos, los escribanos omitieran
referirse a su año de reinado al consignar la fecha. Esa región constituía
el país de los «francos» — es decir, el territorio de los que hablaban (lo
que hoy llamamos) francés— ; y aunque esos francos franceses se ha­
llaban sujetos, como siempre, a un rey, cuando buscaban protección y
justicia se dirigían a señores de menor rango: a condes, a vizcondes,
a castellanos e incluso a caballeros, así como a obispos, a abates y a
priores. El poder era aún más difuso que en Occitania, y los vínculos
de solidaridad entre los señoríos coercitivos mostraban un carácter más
diverso y complejo. En un clima benigno que favorecía la expansión y
la prosperidad de las sociedades campesinas eran más los elementos en
juego: más personas y mayores riquezas, en una zona cuyas tasas de
crecimiento probablemente superaran ya en el año 1050 las de las re­
giones meridionales. A medida que fue disminuyendo el temor a las
incursiones devastadoras, las esferas de identidad consuetudinaria for­
jadas en la acción provincial se vieron confirmadas: los francos se con­
sideraban a sí mismos angevinos, borgoñones, normandos, flamencos,
LA D O M I N A ! I ON DI LOS S L Ñ O R L S ( 1050-1 150) 161

etcétera. Se trataba, sin embargo, de pueblos dinásticos, y sus aspira­


ciones se hallaban vinculadas a los proyectos de unos príncipes cuyos
territorios se habían visto constantemente amenazados, que combatían
para fraguar señoríos y alianzas lejos de sus fronteras, y que terminaron
por incorporar a Inglaterra al mundo de habla francesa, sometiéndola a
la más abrumadora dominación de la época; se trataba en suma de pue­
blos que compartían una cultura del señorío que, pese a su gran disper­
sión y fraccionamiento, se hallaba mas próxima a la homogeneidad que
la de las gentes del Mediterráneo.

El Anjeo *

¿ Q u ién es so n e s o s que tan (ieram en te c o m b a ten ? L o s a n g e v in o s.


¿ Q u ié n e s so n los q u e v e n c e n a lo s e n e m ig o s ? L o s a n g e v in o s .
¿ Q u ié n e s los que p erd o n a n a lo s ven cid os'.’ L o s a n g e v in o s.
E n v id ia d , m as n o n e g u é is a lo s ilu str e s a n g e v in o s.
M akb o d iü d l R iín n k s 142

Notablemente sintomática fue la experiencia vivida en el Anjeo,


donde los condes, ambiciosos y agresivos, lograron forjar un reino pro­
pio. Se trata de una peripecia con la que ya estamos familiarizados,
debido a que parte de ella nos ha sido referida personalmente por uno
de los condes en cuestión y a que en el siglo xn los admiradores de sus
asombrosos éxitos dinásticos añadieron nuevos detalles al relato. Si los
historiadores de nuestros días no siempre han sabido sustraerse a los
presupuestos que confieren a esta región un destino imperial, siempre
han valorado la fuerza y la fama de la dominación angevina. En parte
alguna, salvo en Inglaterra, se ha reflexionado tanto sobre el poder
como en el valle del Loira, en ningún otro lugar se lo ha admirado en
medida comparable ni otorgado tal dignidad clásica. Pocos clérigos de
otras regiones mostrarán preocuparse tanto por los procedimientos del
derecho y la reparación; los cartularios angevinos contienen a menudo
relatos en los que se detalla cómo llegan a zanjarse las disputas. En
ningún otro espacio de Europa se observa tan precoz dominio expansi­
vo como en el Anjeo.
Ésta es la razón de que la narración de los hechos de esta zona se
inicie con el milenio. ¿Quién de cuantos le sucedan podrá igualar el
162 LA C R I S I S D E L S I G L O XI I

poder coactivo de un Fulco de Nerra (987-1040)? Amo y señor de un


condado carolingio señaladamente vulnerable, trató de expandir sus
límites sin descanso ni piedad, saliendo para ello victorioso de las gran­
des batallas que hubo de librar en la Bretaña francesa y en Turena, y
construyendo o apoderándose de numerosos castillos situados cerca de
las antiguas fronteras o más allá de ellas. Esos castdlos actuaban carac­
terísticamente como centros del señorío condal, y muchos de ellos se­
guían siéndolo todavía en el siglo xn, motivo por el cual ha resultado
fácil que los historiadores atribuyeran el fundamento de la «goberna­
ción» angevina a las «operaciones militares de Fulco de Nerra».143 Se
trataba no obstante de unos frágiles cimientos, ya que descansaban en
un conjunto de alianzas de vasallaje con señoríos singularmente agre­
sivos, alianzas que se debilitarían después del año 1050 y que tendrían
que restablecerse ex novo en el siglo xn. Más aún, la división del lega­
do patrimonial vino a conmover la solidaridad heredada de los condes
y los castellanos; y la incapacidad del sobrino de Godofredo Martel,*
Fulco del Anjeo, apodado el Pendenciero (conde entre los años 1068 y
1109), para reeditar la liberalidad militar de su abuelo, junto con la
falta de salvaguardas consuetudinarias que pudieran frenar la facultad
del señor-conde para reapoderarsc de los castillos, animó a los castella­
nos angevinos a reivindicar el derecho a disfrutar a su vez de prerroga­
tivas señoriales. Entre ios años 1068 y 1071 empezaremos a oír hablar
del señorío de Montreuil-Bellay, y sabremos del de M alicom e en tomo
al año 1091. Y hay que señalar que lo que los vuelve notorios es justa­
mente el hecho de que se transgredan los usos.144
En el Anjeo de Fulco el Pendenciero y de sus sucesores, la gente
pensaba que los condes debían ocuparse de este tipo de cuestiones. En
tiempos de su abuelo, en cambio, la cosa no estaba tan clara. Sin duda,
Fulco de Nerra logró conservar algunos aspectos del orden carolingio.
Com o era conde y también juez, celebraba audiencia en los salones de
sus castillos rodeado de sirvientes, de vicarios y de hombres que disfru­
taban de tenencias en usufructo; la lealtad que todos sus acólitos le

* Se trata de G odofredo lí del A njeo, conde entre los años 1040 y 1060, y apo
dado Marte! («M artillo»), No debe confundirse con otro G odofredo Martel (Godo­
fredo IV del A njeo) del que se hablará más adelante, fallecid o en el año 1106, posi­
blem ente asesinado por su padre Fulco IV el Pendenciero (al haberse rebelado
G odofredo IV contra las políticas de su antecesor). (N. de los i )
LA D O M I N A C I Ó N D E LOS S E Ñ O R E S ( 1 0 5 0 - 1 1 5 0 ) 163

profesaban tenía un cierto carácter funcional, o incluso oficial; la pro­


tección que brindaba a las iglesias, por problemática que resultase, era
una realidad. Y sin embargo, según todas las crónicas, Fulco de Nerra
fue un señor brutal. Cerca del 20 por 100 de las actas consignadas por
escrito que han llegado hasta nosotros guardan relación con el ejercicio
de actos violentos y con la solución buscada para ponerles fin; se trata,
en la mayoría de los casos, de una violencia ejercida por el propio Ful­
co o por alguno de sus servidores y vasallos: quebrantamiento de los
usos, profanación de iglesias, exacciones de nuevo cuño... Sus impul­
sivos actos de solemne penitencia servían a un tiempo para ocuitar y
revelar la propensión del conde a ejercer el poder arbitrariamente; los
monjes y clérigos de Angers y Saint-Florent que preservaron su m em o­
ria tenían mucho que agradecerle. Más aún, en la década de 990 las
propias «costumbres» (consuetudines) eran una novedad en el Anjeo,
al igual que en otros lugares; no tenían un carácter necesariamente vio­
lento, aunque presuponían la existencia de una nueva sanción para las
obligaciones que ahora no encontraban ya justificación en la ley o en el
orden regio. ¿Acaso no había sido el propio Fulco, viéndose en la nece­
sidad de com placer a los ambiciosos caballeros, tan castellano como
conde? ¿No había sido ése su ejemplo y su legado? La verdadera lec­
ción que extraemos de la proliferación de las costumbres es que los
poderes del señorío no podían quedar ya reservados únicamente a las
autoridades regias. El conde, como muy bien ha señalado Olivier Gui-
llot, no parece haberse percatado de lo que significaba someterse per­
sonalmente — o permitir que lo hicieran los escribanos de las iglesias
agraviadas— a las ominosas nuevas normas de! poder consuetudinario:
en el siglo xi el señorío quedaría prácticamente equiparado al ejercicio
de las costum bres.145
Godofredo II Martel (1040-1060) fue el primero en prever la reno­
vación del orden territorial en el Anjeo. No sólo culminaría la conquis­
ta de la Turena que había iniciado su padre, sino que sería también el
primero de su linaje en proponerse como medida política la represión
de las costumbres violentas. No hay duda de que en el «tribunal gene­
ral» que se celebró en Angers en el año 1040 — pese a que de él tenga­
mos únicamente noticia a través de una cédula resolutiva dictada para
Saint-Florent— se logró el consenso de los señores eclesiásticos, can­
sados de elevar súplicas por separado, y repetidamente, con motivo de
los «expolios ... las malévolas invasiones y los malos usos [que se ex­
164 L A C R I S I S D L L S I G L O XII

tendían por] las tierras de los santos». Y en efecto, este acto vino a ser
una confirmación territorial de las inmunidades, ya que vinculó la vio­
lencia ejercida en las cabalgadas de algunos grupos de hombres arma­
dos — como las que, según se denunció, habían sufrido las vecinas tie­
rras del Anjeo y el Poitou a lo largo de la década de 1040— con los
excesos de determinados señores y agentes condales laicos.14(1 Con
todo, la medida habría de revelarse iristemente prematura. Los condes
posteriores tuvieron que enderezar incesantemente los entuertos que se
causaban a los señoríos monásticos; y lo que es peor, al menos dos de
los sobrinos de Godofredo II Martel, Godofredo y Fulco de Nevers,
conde de Vendóme (conocido como Fulco el Ganso, o el Idiota), fue­
ron a su vez destacados quebrantadores de la paz. El primero, al que se
adjudicó el apelativo de «nuevo Nerón», se enemistó de distintas ma­
neras con personas y comunidades a la que más tarde habría de perse­
guir, com o haría con Berengario de Tours, con los monjes de Mar-
moutier y con el arzobispo de Tours. En el caso de la furiosa campaña
de Fulco el Ganso por las tierras monásticas de Vendóme, contamos
con los fragmentos de una carta de agravios escrita por los monjes a la
condesa viuda Inés, carta que es uno de los primeros testimonios exis­
tentes de una práctica violenta en la Europa medieval.147 Es posible que
otro sobrino, también llamado Fulco.* sucesor de Godofredo II en el
Anjeo, no tuviera un comportamiento mucho mejor. Orderico Vitalis le
recuerda como a una persona que observó de forma notablemente ne­
gligente la paz del Anjeo, y alega que acostumbraba a mostrarse indul­
gente con los ladrones de cuyo botín se hubiera beneficiado a concien­
cia. Orderico había albergado la esperanza de un m ejor señorío al
quedar el poder en manos del llorado hijo de este Fulco, Godofredo IV
Martel (fallecido en el año 1 106), dado que inició las luchas necesarias
para recuperar la dominación del señorío condal sobre los castillos.148
Fulco V (1 109-1 129) perseveraría en este objetivo, seguido de su hijo,
Godofredo Plantagenet (1129-1151).149
Incompleta y con frecuencia ineficaz, la dominación de los condes
no dejó por ello de resultar imponente, incluso en tiempos tan revuel­
tos. La consolidación del poder en Tours o en las regiones limítrofes,
en Vendóme y por último en Maine, compensaría con creces la pérdida

* S e trata, n u e v a m e n t e , d e F u l c o IV. el P e n d e n c i e r o , d e l q u e y a se lia hablad


a n te s , s o b r i n o d e G o d o f r e d o 11 y p a d r e d e G o d o f r e d o IV. {N. ele los i.)
LA D O M IN A C IO N D F LOS SLÑ O R LS (10 5 0 -1 150) 165

de Saintes en el año 1062. Los deslinos de los condes angevinos se


encontraban en el norte. La lealtad a los reyes promovió una tradición
de prestigio palaciego que sólo se vería menguada en 1092 a conse­
cuencia del escándalo del rapto de la esposa de Fulco el Pendenciero
por parte del rey Felipe 1 de Francia. La reputación de la familia quedó
no obstante confirmada cuando Godofredo Plantagenet se casó con la
emperatriz Matilde de Inglaterra, lo que dio com o resultado una serie
de acontecimientos que completarían la victoria dinástica sobre la casa
de Blois, aunque a costa de la paz con los Capelos. También dignifica­
ría el renombre del linaje el hecho de que Fulco V fuese elegido rey de
Jerusalén.15u
La gente mostraba deferencia a esta clase de poder. Los beneficia­
rios del clero describieron a Godofredo II Martel y a su sobrino Fulco
el Pendenciero con términos como augusto, justo o condescendiente.
En el año 1093, los canónigos de Saint-M aunce de Angers se enco­
mendaron a la «serenidad» del conde Fulco para suplicarle que tuviera
a bien conceder que las actividades comerciales, tanto en metálico
como en especias, quedaran circunscritas al recinto de la catedral. En el
año 1109 esta misma comunidad le adularía con todo descaro diciendo
de él que gracias a su señorío se había pacificado la región y promovido
la prosperidad de las gentes.151 Sin embargo, los diplomas y las cróni­
cas distorsionan las realidades de la acción condal. Por regla general,
distan mucho de ser legajos destinados a la consignación de las deci­
siones, y los documentos menos solemnes servían para elaborar la lista
de las personas asistentes a determinados acontecimientos (pasados),
ya se tratara de testigos presenciales o de otro tipo de personajes. Inclu­
so los privilegios que aluden a la celebración de una ceremonia o una
reunión carecen por lo común de fuerza dispositiva, mientras que en las
escrituras de menor entidad, los pergaminos no se encuentran habitual­
mente entre los objetos simbólicos depositados en los altares; es más,
era habitual que los clérigos que desearan dejar constancia de los per­
sonajes que se hallaran presentes en un determinado acto omitieran
consignar la fecha del acontecimiento. De las actividades laicas se ha
escrito por fuerza bastante menos, y casi todo lo que haya podido con­
fiarse a la pluma se ha perdido. No obstante, los cartularios de que dis­
ponemos, en los que principalmente se enumeran los privilegios y se
menciona el modo de resolución de las disputas — y que están escritos
además por amanuenses pertenecientes a grupos clericales con intere­
166 L A C R I S I S D E L S I G L O XII

ses de parte en el asunto— , bastan para mostrar que los condes se ha­
llaban muy atareados respondiendo a las quejas, las propuestas y los
apremios que se les hacían llegar. En torno al año 1118, se dijo que
Fulco V se había detenido en el castillo de Loches a fin de «despachar
sus asuntos».152 Debían de rodearle muchas personas, dispuestas a par­
ticipar en esta manifestación de su señorío.
Dichas personas formaban círculos superpuestos integrados por
miembros de la familia, por comitivas de barones, por administradores
de fincas y propiedades rústicas, así como por criados dom ésticos.15-1
Antes de la época de Fulco V, la mujer del conde rara vez interviene
com o actor vinculado a las actividades del marido. Ya en tiempos de
este conde empieza a llamarse «condesa» a su consorte, y también es
frecuente que se señale su presencia; los hijos también acostumbraban
a encontrarse cerca de este círculo principal. Todos cuantos figuraban
en presencia del conde se hallaban unidos a él por vínculos de lealtad,
al menos los barones y los más encumbrados cortesanos, y todos ellos
le rendían un vasallaje personal compensado con la administración de
sus respectivos feudos. Y en cuanto a los potentados, los escribanos no
consignan sino su posición social, único elemento que parece interesar­
les. Y a pesar de que dichos amanuenses acostumbraran a dar fe de la
intervención personal de las figuras relevantes, a veces mencionan
— en especial en tiempos de Fulco V— la presencia colectiva de perso­
najes con capacidad de decisión: se trata del consilium , integrado por los
barones.154 Los hombres a los que se denomina senescales o condesta­
bles formaban parte de este grupo de barones; no hay duda de que ellos,
junto con los capellanes, tenían una relación más estrecha con el conde
que la que pudiera corresponder a los demás barones. Los capellanes
redactaban cartularios y es posible que uno de ellos terminara convir­
tiéndose en el primero en ostentar el cargo de «canciller del conde», ya
en la década de 1080: sin embargo, no hay nada que nos indique que el
registro de los actos condales se considerara un empeño de carácter
oficial, ni siquiera en una fecha tan tardía como la del año 1 150.155 El
hecho de que los funcionarios de segundo rango dieran fe de las pro­
mulgaciones — es decir, los chambelanes, los cillereros, los cocineros,
los cazadores, los guardabosques, etcétera— sugiere que la circunstan­
cia de hallarse al servicio del señor-conde favorecía en cierta medida el
disfrute de una visibilidad social privilegiada. La aparición, a finales
del siglo xi, de las grandes funciones curiales tiene sin duda relación
LA D O M I N A C I Ó N D t L O S S E Ñ O R E S ( 1 0 5 0 - 1 1 5 0 ) 167

con la difusión del señorío en la sociedad condal, así como con el he­
cho de que la nueva insistencia que surja se centre en la posesión de
privilegios en lugar de la solidaridad de los barones. Al dejar de contar
con la posibilidad de confiara los castellanos los ingresos señoriales,
los condes empezaron a encomendar cada vez más esa tarea a los pre­
bostes (prcepositi), quienes se dedicaban a supervisar a los antiguos
vicarios y a explotar el domanio condal.
Esta es la razón de que los prebostes angevinos aparezcan de modo
tan prominente en los registros de la acción condal. Es posible que en
tiempos de Fulco de Nerra actuaran como supervisores del séquito;
además, los servicios que comenzaron a prestar a los condes a partir de
esa época sugiere que siguieron ejerciendo su función incluso después
de haber pasado a identificarse con los cargos locales.15fi Estos prebos­
tes eran señores ambiciosos de rango inferior que trataban de medrar al
amparo del poder y la compañía del señor conde, o que incluso intenta­
ban, como los caballeros, que el conde los ennobleciera. Eran persona­
jes próximos a los condes. Fulco el Pendenciero recompensó a un pre­
boste de Angers que le había salvado la vida en el asedio de La Fleche
(en el año 1076) cediéndole una pesquera.157 Sin embargo, no desem ­
peñaban cometidos que los asemejaran demasiado a los funcionarios;
tanto su rendición de cuentas como sus promesas e incluso su selección
parecen haber planteado problemas a los condes. En torno a! año 1050,
un tal Sanctus, sobrino de un preboste, solicitó la prepositura del casti­
llo de Loches; el conde Godofredo tasó su precio en trescientos sólidos,
¡aunque más tarde renunciaría a percibir esa cantidad a cambio de que
Sanctus prometiera dejar de inquietar a los monjes de Ronceray por
una cuestión relacionada con un m olino!158 La prepositura adquiere ya
en este caso la apariencia de una explotación, de una tenencia, como
sucede con el vicariato del Mediodía francés; una vez en posesión de
ese cargo, no era fácil que el servidor condal se aviniese a dejarlo. En
Vendóme, el prebostazgo tuvo carácter hereditario desde el principio;
y es posible que ocurriera lo mismo en Angers, donde nos consta que a
principios del siglo xt los prebostes Berno y Godofredo eran padre e
hijo.159 Si a partir de esa época dichos cargos pasaron a constituir cesio­
nes de por vida, como supone Halphen, es probable que tendieran a ser
de índole patrimonial. El obispo de Angers se opuso a esta tenden­
cia,160pero no hay signo alguno de que los condes hicieran otro tanto. De
igual modo, el vicariato parece haber terminado convirtiéndose en una
168 LA C R I S I S D L L S I G L O XII

tenencia privilegiada, aunque en este caso se trate de un puesto de valor


relativamente menguante a lo largo del siglo xn; sin embargo, los vo-
y e rs , así como los villici que explotaban el domanio estrictamente se­
ñorial del conde, resultan en esta época menos visibles — y tienen me­
nos notoriedad— que los prebostes. En una fábula sobre el buen
señorío escrita en torno al año 1 170, Juan de Marmoutier recoge una
alegación que reza como sigue: «los prebostes, los villici y otros minis­
tros de nuestro señor el conde...»; sin embargo, los prebostes (sobre
todo ellos) fueron hallados culpables de numerosos casos de violencia
desleal.161
Y sin duda hubo buenos motivos para esa acusación. En el siglo X
los condes de! Anjeo tuvieron que escuchar, al menos en tres ocasio­
nes, los cargos vertidos contra sus propios prebostes, a los que se acu­
saba de invadir las propiedades clericales, lo que hizo que los mismos
condes tuvieran que juzgarlos y fallar sentencias adversas.162 En tomo
al año 1074, un tal Roberto el Alguacil, preboste de Angers, consiguió
sacar mejor tajada de su agresión a los monjes de La Trinité, en Vendó­
me: tras haber causado problemas en el priorato de Eviére, consiguió
que le pagaran una buena suma por dejar de provocarlos. No obstante,
es posible que aquel comportamiento estuviese profundamente arrai­
gado en su carácter, ya que uno o dos años después moriría tras recibir
una tremenda tunda a base de palos y piedras.163 Otro preboste de mala
reputación, un tal Amalarico que ejercía su cargo en Baugé, se hizo
acreedor al calificativo de Fue mulum («malhechor»); otro de quien
también tenemos noticia es Gualterio Fácil m ulum , ex preboste de Lo­
ches, que testificó en torno al año 1115 que los monjes del Oratorio
pagaban cien sólidos anuales al preboste del castillo, «inducidos no por
la costumbre, sino por la violencia». Y tampoco puede decirse que este
tipo de prestaciones obtenidas por medio del abuso se atajaran pronto.
Los prebostes de Beaufort provocaron las protestas de cuatro casas re­
ligiosas diferentes entre los años 1120 y 1 140.!M

Beneficios «inducidos no por la costumbre, sino por la violencia».


No hay duda de que en el Anjeo el señorío se imponía y se ejercía de
forma coactiva, posiblemente más que en otros lugares, aunque tam­
bién puede que no fuera así. Lo que resulta indudable es que los regis­
tros angevinos, de carácter discursivo y locuaz, nos dicen más de las
LA D O M I N A C I Ó N DI- L O S S l i ÑO R I - S ( 1 0 5 0 - 1 1 5 0 ) 169

particulares circunstancias de la violencia que los de cualquier otra so­


ciedad situada al norte de los Pirineos, Y lo que es más, también reve­
lan la existencia de algunas parcelas de dominación en las que el uso
deliberado de la tuerza parece haberse convertido en una expresión
habitual del poder y en las que es posible que la violencia no resultara
fácil de distinguir de la costumbre, Sin embargo, también revelan toda
una gama de significados asociados con la coerción, lo que nos permite
comprender que en el Anjeo la justicia se hallaba íntimamente conta­
minada de violencia.
Esto no quiere decir que la gente pensara que se estuvieran que­
brantando las leyes. En esta floreciente sociedad nueva, hacía tiempo
que habían desaparecido los preceptos de reparación imperiales, m ien­
tras que, por su parte, las costumbres de cada región, pese a ser muy
precoces en el Anjeo, no habían desarrollado aún una jurisprudencia
capaz de garantizar la segu nd ad.1''5 Tampoco hemos de pensar que, en
virtud de esta situación, la gente acudiese a los tribunales propiamente
dichos, y menos aún que recurriese a los prelados a fin de instarles a
imponer una pacificación de los territorios. Sin embargo, al resistir la
imposición arbitraria de unas nuevas costumbres y al sostener la auto­
ridad del conde (y del vizconde) en defensa de las antiguas inmunida­
des, los monjes y los canónigos (y seguramente también muchas perso­
nas laicas de las que no nos ha llegado noticia alguna) contribuyeron a
preservar una fachada de aparente orden público. En el siglo xn se re­
cordará el notable poder de Fulco de Nerra y se afirmará que el señor
había actuado como consumado protector de las propiedades de Saint-
Florent.166 Sin embargo, estos testimonios se refieren a una protección
personal, a una alianza: lo que esto implica es que la gente apelaba al
señor-conde — en un caso nos han llegado incluso las irritadas palabras
de Godofredo Martel, que se queja de haber perdido más tierras a causa
de los desbordamientos del Loira que a manos del rey de Francia— ; y
aunque se mencione con frecuencia la «corte condal» {curia com itis,
mea curia), en realidad 110 se trataba sino de una reunión a d hoc de
notables o de personas informadas, algunas de las cuales podían ser
designadas «jueces» [judices) por el conde. Los amanuenses, que care­
cen prácticamente de toda terminología para la diplomática judicial,
refieren fielmente los procesos: indicia, pacificaciones, ante notables,
in curia... — desde el punto de vista conceptual todas las nociones an­
teriores son indistintas-— . Ul7 Se dice que Fulco el Pendenciero pronun­
170 LA C R I S I S D E L S I G L O XII

ció en algún momento, después del año 1069, estas palabras: «He veni­
do al lugar de Saint-Maur, donde he logrado reconciliar [pacificavi] a
Eudes de Blaison y a su hijo con Godofredo, hijo de Fulquerio»; esto es
todo cuanto sabemos de esta disputa, ya que su consignación por escri­
to es meramente fortuita, pues sólo se cita de pasada en la noticia de
satisfacción otorgada a Saint-Maur en su queja de que los servidores
del conde habían impuesto nuevas costumbres que afectaban a su piara
de L ’Orme Saintc-Marie.168
La violencia está casi siempre presente. Es cierto que buena parte
de lo que esos escríbanos clericales entienden por violentia apenas tie­
ne importancia. Las quejas de escasa importancia debían de dejar im­
pasible al conde, al vizconde o al obispo, y es muy probable que la
mayoría de ellas ni siquiera llegaran a sus oídos. Únicamente tenemos
noticia de estas acusaciones menores cuando se encuentran asociadas a
alegaciones de más peso: los perreros se dejan caer con demasiada fre­
cuencia por el refectorio de los monjes de La Trinité a las horas en que
se sirven las comidas, o el vuyer de Montreuil-Bcllay no para de plan­
tear exigencias y de proferir am en a zas.160 Más perniciosos eran los
abusos de poder — o mejor, dado que incluso el último de los criados
propendía a explotarlo, la simulación del señorío— . Apoderarse de las
propiedades de una persona (d istrm gere) por el hecho de que ésta hu­
biese desobedecido una orden o hecho caso omiso a un emplazamiento
emanado de un poder banal era un licito ejercicio de la violencia, una
coerción normal. Godofredo el Barbado trató de limitar esta práctica a
los pleitos vicariales de las tierras de Samt-Florent; sin embargo, en
tomo al año 1080, se presentó cuenta detallada de una gran cantidad de
embargos injustificados, acusándose del atropello a un recaudador de
impuestos llamado Calvino que ejercía su cometido en Montreuil-Be-
llay. Cuando cerca de medio siglo después, los arrendatarios de Saint-
Aubín en Le Chillón se negaran a servir a un caballero de la localidad,
rehusando participar en sus expediciones de combate, este se apoderó
de sus propiedades, aunque luego se arrepintiera y zanjara públicamen­
te sus diferencias con los m onjes.170 En el Anjeo, la incautación era una
práctica muy arraigada del ejercicio del señorío. Sin embargo, también
las usurpaciones {preda, depredationes) podían realizarse sin excusa
alguna, es decir, podían constituir robos indisimulados, incluso del tipo
particularmente destructivo que en las tierras pirenaicas se asociaba
con las cabalgadas de los grupos de hombres armados.
L A D O M I N A C I Ó N D E L O S S B Ñ O R E S ( 1 0 5 0 - I 15 0 ) 171

Y es que también existía una esfera de violencia opresiva. En torno


año 1080, el señor de Montreuil-Bellay arrebató unas propiedades a los
hombres de Saint-Aubin, en el municipio de Méron, «sin mediar multa o
causa alguna», y después les exigió sesenta libras esterlinas si querían
recuperarlas.171 En la década de 1120 el preboste de Beaufort y los guar­
dabosques de La Vallée interrumpieron el trabajo de los arrendatarios de
ese mismo establecimiento, les exigieron que ampliaran el desbroce de
unas tierras, se apoderaron de su ganado y les obligaron después a pagar­
les una compensación para devolverles los animales.172 La petición de
rescates era una práctica frecuente, una fácil prolongación de las potesta­
des judiciales. La resistencia a las demandas podía enfurecer a un explo­
tador y hacer que éste, a su vez, animara a sus «hombres» a tomar cuanto
quisieran de los aldeanos y de sus bienes. Tenemos noticias de que a
mediados del siglo xi se asolaron las tierras de los alrededores de Sau-
mur, así como las de Vendóme; sabemos incluso que llegaron a abando­
narse algunas fincas cultivadas. La violencia podía causar también gran­
des, pesares, como se aduce que sucedió en Méron en torno al año 1080.
El voyer amenazó con matar a los monjes que le ofrecieran resistencia.
Uno de los servidores monásticos murió a consecuencia de una terrible
paliza, y a otro lo apalearon para después robarle.173
Por los datos que hem os podido conocer, la violencia en el Anjeo
era obra de individuos seglares, y lo más característico es que sus auto­
res fueran funcionarios de segundo orden de alguna autoridad laica y
sus administradores, sin mencionar que el lugar en el que perpetraban
sus acciones se situaba por lo general en el interior de las fincas ecle­
siásticas o en sus lindes. Esto sugiere que los domanios clericales se
vieron comparativa, y quizá llamativamente, libres de las duras cos­
tumbres que acompañaron a la difusión de los señoríos laicos. No re­
sulta difícil imaginar que los campesinos prósperos de Saint-Aubin y
Saint-Florent constituyesen una presa tentadora para los prebostes y
los alguaciles de los condes. Sin embargo, parece poco probable que los
arrendatarios del conde y de los señores castellanos recibieran un trato
mucho más amable. Todo lo que podemos suponer es que los señores
más importantes, tras tener establecidas, desde mucho tiempo atrás,
pesadas obligaciones, debieron de enfrentarse al problema de conse­
guir el máximo beneficio de sus propiedades sin poner en peligro sus
ingresos a causa de un exceso de constricciones e impuestos. ¿Significa
el testimonio del ex preboste Gualterio que, durante su experiencia en
172 L A C RI S I S D L L S I G L O XII

el ejercicio del cargo, la costumbre era normal? ¿Quería dar a entender


que los usos se apartaban (por lo común) de la violencia? ¿Eran única­
mente los monjes los que dieron en llamarle F acit m alum 1. Más tarde
llegaría a insinuarse que los prebostes y los alguaciles del conde Godo-
í’redo Plantagenet ejercían una interesada opresión en sus propias tie­
rras.174 La violencia fue algo normal en la realidad de la dominación
angevina porque las circunstancias continuaron favoreciendo largo
tiempo que todo aquel que se hallase en posición de hacerlo pudiese
imponer nuevas costumbres. El incipiente señorío, lejos de ser un fenó­
meno periférico, fue un elemento central de esta experiencia. Esa es la
razón de que la microhistoria de Méron, pese a todas sus limitaciones,
resulte ilustrativa.
Méron era un domanio de Sainl-Aubin limítrofe con el de Mon-
treuil-Bellay, un castillo erigido por Fulco de Nerra, pero más tarde
pasaría a formar pai te de las tierras de una ambiciosa familia que se
aplicaba a la tarea de crear un nuevo señorío. Su primer conde, el más
agresivo, fue Reinaldo, personaje aliado con el rey Felipe I, quien ter­
minaría nombrándole tesorero de Saint-Martin de Tours y más tarde
arzobispo de Reims. En torno al año 10X0, Reinaldo fue acusado de
numerosas y distintas opresiones contra los arrendatarios de Saint-Au-
bin, y por lo que podemos saber gracias al informe cuasi novelado que
se ha conservado en el cartulario de ese establecimiento religioso, re­
sulta casi inevitable revivir el terror de los aldeanos angevinos, obliga­
dos a laborar penosamente a la sombra de un nuevo señorío castellano.
El voyer de Reinaldo había estado embargando las propiedades de los
arrendatarios de Méron sin esperar a que el prior de los monjes exami­
nase la procedencia o la improcedencia de los cargos. El castellano
había usurpado los derechos de los aparceros a utilizar para sus hogares
la leña que ellos mismos recogían en un bosquecillo cercano; había
convertido un servicio realizado voluntariamente en un prado situado
en las inmediaciones del castillo en una «costumbre obligatoria»; su
recaudador de impuestos, Calvino, había extorsionado dinero en repe­
tidas ocasiones con diversos pretextos; y cuando el voyer observó que
la gente se resistía a sus demandas de suministro de grano se comportó
brutalmente con los sirvientes del monasterio (como se ha señalado
más arriba). El voyer Bandín y sus hombres irrumpieron en el edificio
del monasterio, mataron a las ocas de los campesinos, destrozaron sus
viñedos, decidieron imponer a los hombres que se casaran con las mu­
LA D O M I N ' . U I ON l)!: L O S S H Ñ O R K S ( i 0 5 0 - 1 1 5 0 ) 173

jeres de Méron prácticas ajenas a las costumbres aceptadas, etcétera.


La lista de los quebrantamientos es realmente larga, y muchas de esas
transgresiones aparecen descritas como «robos» (latroanium ). Las ac­
ciones se atribuyen a los voyers de Montreuil, que habrían agredido a
las gentes de Saints «con el consentimiento y la aprobación del señor
de Montreuil, e incluso a instancias de su voluntad y m andato».175
No es preciso acudir a defender a Reinaldo sobre la base de que el
clamor popular pudiera obedecer a razones sesgadas, ya que él mismo,
junto con su sobrino Berlai admitió la veracidad de las acusaciones en
una gran cédula de renuncia que fue leida públicamente «en presencia
de la corte», ¡aunque obtuvo unas ciento treinta y cinco libras esterlinas
en dinero contante y especias por hacerlo! Sus privilegios establecen
claramente que el poder vicaria] había constituido el principal resorte
de su encumbramiento, ya que se les permitió quedar absueltos — «en
virtud de la antigua costum bre»-— de seis acusaciones: incautación,
incendio provocado, derramamiento de sangre, robo, lepus (es decir,
caza de liebres) y cobro de portazgos.p0 La castellanía floreció bajo el
mandato de Berlai. quien fácilmente se vio inducido — «por consejo de
algunos malvados», según un documento— a violar los nuevos privile­
gios de Méron. De este modo consiguió extorsionar quinientas libras a
los arrendatarios libres, además de destrozar las acequias y un molino
de los monjes y de gravar el vino con impuestos contrarios a la costum­
bre. El obispo contribuyó a reparar el primero de estos abusos, no sin
pagar otro cuantioso soborno. No sabemos que se apelara a Fulco el
Pendenciero en todos esos años (1087-1109), aunque parece haberse
reconocido la soberanía del conde sobre Montreuil. Sin embargo, Ber­
lai se insubordinó en tiempos de Fulco V, quien asediará y se apodera­
rá del castillo en el año 1124. En esa fecha instaló a sus propios caste­
llanos, dejando a Berlai únicamente con el señorío.177
Esta soberanía restaurada, que continuó dando muestras de inesta­
bilidad, terminaría quedando desbaratada cuando Fulco partiese para
Tierra Santa en el año 1 129. En esa época, el hijo de Berlai, Gerardo,
aliado con Lisiardo de Sablé y otros barones angevinos, provocó las
represalias del conde Godofredo, que se apoderó de varios castillos y
asoló algunas propiedades de Amboise. Esta violencia al servicio del
orden condal podría contribuir a explicar por qué Gerardo Berlai no
sólo volvió a practicar un señorío opresivo m uy semejante al que ya
ejerciera su padre durante los primeros años de su dominación, sino
174 L A C R I S I S D E L S I G L O XII

que además terminaría por convertirse en uno de los más notables «ti­
ranos» de su época. Una vez más sería el pueblo de Méron el que su­
friera las consecuencias: Gerardo extorsionaba a sus dominados ocho
sólidos semanales, exigía la entrega de rescates y pagos por «falsas
súplicas a su corte», e ideaba formas deshonestas de cobrar a los mon­
jes por permitirles recoger la cosecha llegado el momento. Los méto­
dos parecen más sencillos que los utilizados en el pasado, y de más
descarada eficacia. Frente a este tipo de violencia, un castellano decidi­
do podía muy bien concebir la esperanza de convertir su ejercicio en
una fuente de provecho habitual; y por lo que sabemos, Gerardo logró
perpetuar esa clase de dominación durante algunos años. No obstante, su
mal señorío iba más allá de estos abusos. «En unión de un gran número
de hombres fuertes, inficionados con el veneno de su malicia», Gerardo
saqueó la campiña de las inmediaciones, asolando toda la llanura que
se extiende desde Angers hasta Loudun, pasando por Saumur. «Era el
más cruel de los hombres», escribe el memorialista de Saint-Aubin,
«serpentino por su astucia y perfidia, canino ... lobuno ... bovino ...
leonino ... neroniano...».I7fí
Tal vez quepa deducir de tan exaltada retórica que, en su domina­
ción, Gerardo Berlai se excedió más allá de lo que cabría considerar una
explotación tolerable de sus propias tierras y que terminó perpetrando
una lucrativa violencia contra gentes ajenas a sus propiedades, en espe­
cial contra los comerciantes y los viajeros que recorrían los caminos.
Por habituales que fuesen sus portazgos, parece haber ¡levado al extre­
mo el desafío al orden principesco que le permitía el hecho de controlar
un castillo, al menos para lo que era norma corriente en una dominación
de esta clase. Es posible que otras inquietas familias tuvieran ambicio­
nes similares, y hubo algunas alianzas, pero su causa 110 alcanzó a defi­
nir un territorio de interés para los barones en el Anjeo. Gerardo extrajo
el máximo provecho de la posibilidad de contar con el favor del rey,
posibilidad que había heredado de su padre. Y la extraña consecuencia
de su comportamiento fue que Luis Vil, beneficiario a su vez de pasadas
campañas regias contra los castellanos, se alió con él durante el terrible
asedio que terminaría saldándose con su captura. La reacción contra
este estado de cosas tardó en producirse. No hubo en el Anjeo ningún
movimiento de promoción de la paz; en la región había una elevada to­
lerancia a la violencia, incluso en las tierras condales. Gerardo parece
haber hecho caso omiso de una excomunión episcopal dictada contra él
LA D O M I N A C I Ó N D E L O S S E Ñ O R E S ( 1 0 5 0 - 1 1 5 0 ) 175

en el año 1129. El conde Godofrcdo actuó de forma deliberada, constru­


yendo dos castillos en la vulnerable ruta que unía Loudun con Mon-
treuil, y otros dos en el camino de Saumur a Angers. La fase final de la
«campaña de Montreuil» coincidió con el deterioro de las relaciones
con el rey, y acabó concretándose en el arduo asedio de un castillo al
que Gerardo, convertido ya por estas fechas en senescal del Poitou a
sueldo del monarca, había dotado de formidables defensas. El castillo
cayó en mayo de 1151, y Gerardo y sus compinches «salieron huyendo
de él como serpientes de una cueva» para terminar siendo conducidos al
cautiverio en Angers. En una ceremonia triunfal celebrada en la casa
capitular de Saint-Aubin el 10 de junio de 11 51. el conde Godofredo y
sus hijos Godofredo y Guillermo, a instancias de sus barones, declara­
ron «radicalmente anulados» los malos usos de M cron.179

Flandes

Al igual que los del Anjeo, también los condes de Flandes eran po­
derosos señores príncipes. Su poder mostraba manifiestas característi­
cas regias, debido a que les venía de Judíth de Francia, bisnieta de
Carlomagno, y a que había sido consolidado de forma programática,
según la fórmula carolingia, ya en tiempos de Arnulfo 1, conde de Flan-
des (918-965). Los sucesivos condes de años posteriores — de los que
nos ocuparemos aquí— mantuvieron en todos los casos estrechos víncu­
los con los reyes de Francia: un comportamiento que seguiría incluso
Carlos el Bueno (conde de Flandes entre los años 1119 y 1127), que era
hijo del rey Canuto IV de Dinamarca y que en el año 1125 parece haber
sido, al menos para algunos, candidato a suceder a Enrique V en el tro­
no del imperio.180 Como ya sucediera en Barcelona y en el Anjeo, la
posesión del condado se vio trastocada durante el tercer cuarto del si­
glo xi, período en el que Roberto, hermano de Balduino VI, al ver que
éste no dejaba más que dos hijos menores de edad para sucederle,*
sentirá la tentación de usurpar el poder con escandalosa violencia. R o­

* E! mayor de los cuales. A m oldo 111, llam ado el D esdichado, morirá adem ás
un año después que el padre, en 1071 (teniendo sólo dieciséis), mientras combate
contra su tío Roberto — que se hace asi con el condado — al pie del M onte C assel. (N.
de los t.)
176 L A C R I S I S D L L S I G L O XII

berto I (llamado «el Frisón», conde de Flandes entre 1071 y 1093) ha­
lló pronto el modo de justificarse; uno de los cronistas que escriben
sobre él recuerda, ya en el siglo xn, que «rigió Flandes con gran paz y
ejerció un gran poder», y añade que expulsó a «todos los saqueadores y
ladrones de sus tierras, de modo que en ninguna región pudo hallarse
mayor paz y seguridad que en la suya».m Am enazada en tiempos de
Roberto II (1987-1111), un ilustre cruzado, y de Balduino VII (1111-
1119), y sujeta además a terribles conm ociones tras el asesinato de
Carlos el Bueno, el 2 de marzo de 1127, la paz condal quedaría restau­
rada, viéndose seguida por un ejemplar régimen principesco.
Los actos de esos condes, que otorgaban potestades, concedían in­
munidad, brindaban protección y administraban justicia, habrían de ser
conmemorados. Sus diplomas y sus cartas, que llegan hasta nosotros en
número creciente después del año 1050 aproximadamente, resultan no­
tablemente imponentes. Redactadas de diversos modos por los escriba­
nos de las casas religiosas que los han conservado, asocian el poder del
conde con «la gracia de Dios», y la categorizan c o m o principatus, co-
m itatus, m onarchia o regnum ; se adjudican al conde diversas denomi­
naciones: mcirchio, princeps o consu!, además de comes. «Que el poder
del príncipe aplaste cuanto invente la contumacia de los malvados»,
sostiene la arenga contenida en un diploma del año 1090 y dirigida a la
iglesia de P halem pin,ls2 y se trata además de un sentimiento caracterís­
tico, La gente se acercaba a estos señores condes con deferencia y les
exponía sus súplicas con humildad, lo que venía a confirmar la impre­
sión general de su condescendiente gentileza, imagen que cultivaban
los amanuenses de los monasterios, educados en la cultura teocrática
de Saint-Omer, Arras y Gante. No hay duda de que los condes compar­
tían con el clero la idea de que su dominación poseía un carácter oficial.
Sin embargo, la revelación del poder condal que se realiza en esta
cultura escrita resulta equívoca e incompleta. Pese a toda su solemni­
dad, el vocabulario que se emplea en los cartularios es subjetivo y con­
serva en todo mom ento una apariencia de dominancia señorial. Ro­
berto II habla de «mi vasallo terrateniente», refiriéndose al noble
Enguerrando, señor del castillo de Lillcrs, al confirmar que este último
ha fundado Mam en el año 1093 ; y los documentos utilizarán las expre­
siones «mis barones» o «mis príncipes» al aludir tanto a Enguerrando
como a sus sucesores. Según Hariulfo, los barones flamencos habían
contraído con Roberto I una deuda de gratitud por «ocuparse de todos
L A D O M I N A C I O N DI-, L O S S L Ñ Ü R L S ( 1 0 5 0 - ! 1 5 0 ) 177

con paternal afecto».1''5 No obstante, los cartularios recogen muy poco


del discurso coloquial que aparece reflejado en los documentos diplo­
máticos angevinos o incluso occitanos, es decir, apenas transmiten la
sensación de que esté ejerciéndose la voluntas condal. Nos indican que
Roberto I y sus tres sucesores tendieron más a actuar con responsabili­
dad que con intención de afirmar su propia posición; dejan que seamos
nosotros quienes debamos imaginar los modos que emplearon los con­
des para imponer fidelidad a los castellanos que habían cimentado una
dominación territorial que sólo cederá en importancia ante la que lleve
a cabo el ducado de Normandía. Los cartularios dejan traslucir parte de
esta cohesión lograda por los barones, y en ellos se deja constancia de
las ocasiones festivas, de las reuniones de los tribunales y de las con­
sultas; sin embargo, la dominación señorial que garantizaba este estado
de cosas, unida a los gestos rituales de sumisión de los vasallos (como
los que de forma excepcional revelará Galberto de Brujas), quedan en
la mayoría de los casos fuera de lo consignado. La paz instituida por los
barones dependía del miedo al conde, según Germán de Tournai; este
autor consideraba un mal augurio que en el año 1111 el joven Balduino
Vil no hubiese exigido a sus barones la jura de un compromiso con la
paz, contentándose con su «promesa». Esto debió de representar un
alejamiento de los usos en vigor, ya que todo nos induce a suponer que
los confiados señores-condes, que tan dispuestos se muestran a asociar­
se con sus aliados barones en los reconocimientos y sentencias que han
quedado registrados, debieron de haber insistido necesariamente en la
servidumbre de los castellanos, elemento del que efectivamente tene­
mos constancia, y que constituye de hecho una de las características
más sorprendentes de la diplomática condal flamenca. En esta solidari­
dad curial que se observa en la intersección de las culturas escrita y
oral, los condes tenían la posibilidad de actuar de modo decisivo, mien­
tras que a los castellanos debió de parecerles por regla general más
beneficioso participar de la dominación que ejercían los condes en las
tierras productivas — tierras que se hallaban en plena croissance— que
dedicarse a usurpar los poderes regios. De hecho, en torno al año 1100
terminaron dependiendo de los condes de Flandes incluso algunas au­
toridades condales de importancia marginal, como las de Saint-Pol,
Ponthieu y Ghisnes, que a su vez debían igualmente su condición a un
poder heredado en virtud del éxito logrado por sus respectivos antepa­
sados en la usurpación de otras tantas potestades administrativas.
178 L A C R I S I S D E L S I G L O XII

Dicho esto, hemos de añadir que tanto los condes como los escriba­
nos insistían m enos en el señorío que en el servicio y en los títulos.
Esto no significa que se hubiera establecido una distinción consciente
entre el señorío y el ejercicio de un cargo. Al contrario, en los usos
cuasi escriturarios de los amanuenses, la dominación condal se verifica
por medio de un conjunto de cargos: así es como el conde Roberto II.
título que menciona «entre otros de los cargos [officia] que se me han
dispensado», trató de mejorar la situación de San Donaciano en el año
1 101. En 1093, su padre había dado a los monjes de Ham autorización
para recaudar cien sólidos anuales, «cometido que dejo a cargo de mi
dispénsalor Simón» en Saint-O m er.184 El cargo era esencial para esta
esfera de poder, contigua a la del orden público tradicional.185 Se trata
además de una esfera arraigada en la lealtad y en la consanguinidad.
Después del año 1100, aproximadamente, la condesa Clemencia actua­
ría a menudo de común acuerdo con su marido, y normalmente aparece
mencionada como su «esposa»; tanto ella como sus hijos asistían a las
sesiones y respondían y consentían sin pretender estatuir con ello el
tipo de señorío compartido que se observa habitualmcnte en las tierras
m editerráneas.186 Un grupo de carácter específicamente ministerial
— el compuesto por el senescal (al que frecuentemente se denomina
dapifer), el mayordomo, los chambelanes y el condestable, todos ellos
acompañantes del conde— empieza a adquirir visibilidad a finales del
siglo XI, al delegarse en hombres dependientes de ellos las tareas de
índole inherentemente servil que hasta entonces les habían correspon­
dido.187
Al igual que en otros lugares, los funcionarios domésticos ofrecían
noblesse y fidelidad, como habían hecho los castellanos y los adminis­
tradores que participaban de las rentas de la justicia y de la protección
condal. Muchos de ellos debieron de haber sido vasallos. La tarea asig­
nada a Ingelberto -—su fe o d a le m inisterium — consistía en recaudar,
acompañado por un monje, el impuesto de capitación municipal a los
siervos de Saint-V aast.188 Los prebostes y canónigos del clero, fre­
cuentemente los radicados en Brujas, así como los notarios que se en­
cargaban de la recaudación y de la contabilidad fiscales, poseían para el
conde un carácter más claramente funcional; y si en esta región oímos
hablar de ellos en términos más sugerentes que los empleados en otros
lugares — como ocurre en el caso de From oldus inbreviator en una
donación fiscal realizada a Bourbourg en el año 1104— , tampoco pue- v
LA D O M I N A C I Ó N D E L O S S E Ñ O R E S ( 1 0 5 0 - 1 ! 5 0 )

de decirse que se los mencione demasiado. Los amanuenses flamencos


preferían identificar a los miembros del séquito condal y a los que pres­
taban testimonio en términos funcionales, y no como dependientes so­
metidos a juramento; únicamente en algún caso excepcional creen ne­
cesario especificar los escribanos, por ejemplo, que O nulfus dapifer era
el «senescal del conde».1X9 Tanto la función desempeñada como e! ni­
vel de dependencia eran los elementos que definían la calidad de un
personaje, su mayor o menor grado de nobleza, y con todo ello se justi­
ficaba la asociación del conde con ellos. Los servidores de rango infe­
rior lo comprendían así y se limitaban a observar. Sin embargo, Erem-
baldo, castellano de Brujas, era de ascendencia servil. De este modo
fue tomando forma una sociedad basada en el servicio y cuyo centro,
ocupado por la figura del conde, se desplazaba con él de un castillo o de
un domanio a otro; y dado que el trabajo de todos los hombres del con­
de se ejercía en el ámbito local — el «senescal del conde» podía identi­
ficarse con el apelativo «senescal de Aire» (dapifer Arie)— , la lista de
los rubricantes y los testigos aparece consignada, por lo general, sin
grandes diferenciaciones.190
No se observa ninguna rutina de dominación. Si se redactaban car­
tularios, o incluso si se multiplicaba su número en las ocasiones cere­
moniales, se debía a que se consideraba conveniente la publicidad, o a
que se buscaba la aprobación general, 110 a que los condes limitaran el
acceso a su círculo inmediato ni a que abordaran los problemas desde
una perspectiva administrativa. Pese a que parece que el preboste de
San Donaciano de Brajas fue nombrado canciller del conde en el año
1089, no hay prueba alguna de que posteriormente ejerciera su función
con ánimo de sistematizar la toma de decisiones o de conmemorarlas.
Tanto él como el conde continuaron confiando en los escribanos loca­
les familiarizados con los privilegios de épocas pasadas. Podría decirse
que los cartularios flamencos conmemoran individualmente cada oca­
sión, pero no que mantengan una crónica concatenada de la sucesión de
acontecimientos que rem em oran.191 Lo más que podemos detectar es
una cierta propensión a insertar referencias a otros registros relaciona­
dos con ellos, fundamentalmente de carácter fiscal, a fin de completar
el inventario de los derechos designados.193 En eso debió de consistir la
tarea del canciller, pues en el año 1089 (¿o quizá algún tiempo des­
pués?) el cancellarius fue nombrado recaudador (exactor) de las rentas
condales en todo el «principado de Flandes», encargándosele asim is­
180 L A C R I S I S L>LL S I G L O XII

mo la supervisión de la actividad de los notarios y los capellanes del


conde «así como [el control] de todos los escribientes que se hallaren al
servicio de la corte condal».191
No es improbable que ya antes del año 1 100 se concibiera el entor­
no del conde en términos de «corte» (curia). Sin embargo, el uso que
aquí hemos citado no es común en los cartularios anteriores al año
1127. La primera vez que aparece el término de forma inequívoca se
produce en el año 1113, fecha en la que Lithnot, «ministro de nuestra
corte», devuelve el control de su feudo para que el conde Balduino VII
pueda entregarlo en prenda a Saint-Trond. Otra ocasión en la que tam­
bién figura la palabra es aquella en la que los «capellanes de la corte de
Balduino» firman la concesión de un privilegio a Ypres, en el año
1 1 16.194 El significado habitual de la voz curia es el de una asamblea
reunida con fines festivos; y en este sentido se trata de un uso que no
sólo aparece de forma precoz en Flandes sino que ilustra asimismo la
ambigüedad conceptual que ya habíamos visto asociada con las funcio­
nes condales. Ya en la década de 1080 encontramos que las alusiones a
la curia del conde son, bien una manifestación posesiva de su señorío,
bien una expresión de la identidad territorial flamenca. Una carta de
donación a beneficio de los canónigos de Cassel del año 1085 alude al
beneplácito que otorgan a la transacción la esposa y los hijos del conde
Roberto, junto con «toda la corte de los flamencos». Por otro lado, ex­
presiones como «mi corte» o la «corte del conde» empiezan a aparecer
a partir del año 1089, si admitimos que el diploma entregado a San
Donaciano es auténtico, y desde luego figuran — ya sin ningún género
de dudas— en los documentos que llevan fecha del año 1102 o poste­
rior.11-’5 En la Epifanía de 1093, en Brujas, Roberto II toma las disposi­
ciones necesarias para la protección de la iglesia de Watten, ocasión en
la que se registra la siguiente frase: «ante la corte en pleno ... en presen­
cia de los grandes hombres de la región...». Se incluye el nombre de
veintiséis de esos grandes hombres, entre los cuales figura un mayor­
domo, un condestable, un senescal, un castellano, el preboste Bertulfo,
el capellán, distintos notarios, «y muchos otros de nuestros más insig­
nes hom bres».196 Lo que llama aquí la atención no es únicamente la
confusión del escribano entre la referencia de carácter objetivo y la de
naturaleza posesiva, ya que este diploma nos ofrece también un buen
ejemplo de la combinación de una convocatoria de índole festiva con
una asamblea rutinaria. La cómoda palabra curia se presta a quedar
L A D O M I N A C I Ó N !)L L O S S L Ñ O R L S ( 1 0 5 0 - 1 1 5 0 ) 181

asociada a la actividad condal de distintas formas. En el condado de


Flandes, las cortes eran ceremonias concebidas para celebrar la asisten­
cia del conde, y unas son más completas y solemnes que otras.
A principios del siglo xn, el ejercicio del poder condal comenzó a
mostrar tímidas características asociativas. No hay duda de que esto se
debe en parte al culto que rendían los amanuenses a las formalidades
procedimentales, pero los cartularios hablan en nombre del conde. En
el año 1115, en Saint-Vaast, estando, dice el conde, «reunida mi corte
en el gabinete del abale», tanto este último corno los monjes, expresa­
ron una «grave queja» por el com portam iento de los panaderos de
Arras, y así se hizo constar «en nuestra audiencia». Una vez oída la
acusación, «pues era mi deber atender diligentemente a la Iglesia, con­
sulté la cuestión con los échevim * que se hallaban presentes, así como
con los más notables y más fidedignos hombres de la ciudad». Se aten­
dió a su testimonio, favorable a los monjes, y «toda la corte manifestó
en voz alta su aprobación», tras lo cual el conde ordenó (precepi) que
se impusieran a los panaderos las correspondientes obligaciones.197 En
el año 1120, Carlos el Bueno conñó la resolución de una queja del aba­
te de Saint-Pierre de Gante «al buen juicio de mis barones, como exige
la cuestión, para que la sometan a debate».|t,K
Lo importante en este caso no estriba en el hecho de que los barones
tuvieran la obligación tic celebrar consejo y ju zgar en virtud de sus te­
nencias. Esa obligación se aplicaba en todas partes y rara vez aparece
mencionada: los amanuenses flamencos no la consideraban interesan­
te. Sin embargo, en Flandes podemos ver, con m ayor claridad que en
otros lugares, que los condes, al invocar la solidaridad de los barones
en cuestiones problemáticas relacionadas con sus tenencias, sometían
aprueba — e incluso a una segunda prueba— cada caso, permitiendo
así en la práctica que el derecho consuetudinario se formulara en las
cortes de los barones. En el año 1102, Everardo de Tournai vio recha­
zada la reclamación por la que planteaba poder aspirar legítimamente a
un determinado conjunto de ediiieios del señorío de San Donaciano, y
ello «no sólo por el derecho eclesiástico, sino en virtud incluso de las
leyes de toda mi corte [ la de Roberto II]». En el año l i l i vuelve a apa­
recer una mención a la «ley de mi corte» en relación con las regulacio­

* E s d ecir, los re g i d o r e s ; el m i s m o s i g n i f i c a d o p a r e c e t e n e r la v o z scabiones q u e


figura en la p á g i n a s i g u i e n t e ( V. de ¡os I )
182 L A C R I S I S D E L S I G L O XI!

nes que había establecido en Saint-Amand el conde Roberto, regula­


ciones vinculadas con el suministro de alimentos. Y en el caso del año
1120 que ya hemos mencionado, en el que un hombre de Gante llama­
do Everwacker se ve obligado a responder a la acusación de haberse
incautado de las tierras pertenecientes a los monjes de Saint-Pierre, ios
barones «emitieron su fallo de acuerdo a las costumbres generales
constituidas desde antiguo en la corte de los reyes francos y de los con­
des de los habitantes de Flandes».199
En pocas palabras: la justicia era en Flandes prudente porque des­
cansaba en la costum bre — es decir, en la reputación de la costum­
bre— . Lithnot devolvió su feudo legaliter a fin de permitir que el con­
de Balduino dispusiera de él para otros menesteres. Los barones
aconsejaron a este mismo conde que consultase a los scabiones en re­
lación con los derechos de tránsito de Saint-Vaast. Sin embargo, una
costumbre podía invalidar otra, como sucederá en el año 1120 en el ya
citado caso de Gante, en el que observamos que la persistente cólera
del hombre que se había visto despojado de sus tierras obligó al conde
Carlos a llegar a un arreglo y a enmendar su dictamen a fin de permitir
que Everwacker siguiera vinculado al abate en el sentido de recibir de
él una compensación anual.200 Los avatares de la posición social, de la
situación patrimonial, se hacen así patentes. Sin embargo, sería un
error concluir que la justicia tuviese un carácter programático en este
señorío. De hecho, en una fecha tan tardía como la del período de go­
bernación de Carlos el Bueno, período en el que se observa por primera
vez la multiplicación de los juicios curiales, no existe diplomática judi­
cial. Los escribanos redactaban cartularios en los que registraban los
acuerdos alcanzados o los fallos emitidos, pero no se celebran indicia
propiamente dichos: y tampoco podemos decir que sus cartularios co­
rrespondan a lo que pudiéramos llamar registros de un tribunal. Más
aún, con anterioridad al año 1111, aproximadamente, no tenemos noti­
cia de verdaderos in d icia sino de forma muy excepcional, y ello con
independencia de cómo quedaran consignados. De las cuatro décadas
anteriores a esa fecha, sólo dos juicios llegarán hasta nosotros, y en
épocas posteriores tampoco serán muy numerosos. Por fortuna, pode­
mos deducir de otros registros que los cartularios son menos elocuentes
que el conjunto de los relatos vinculados con la justicia condal.
L A D O M I N A C I Ó N DH L O S S E Ñ O R E S ( 1 0 5 0 - 1 150) 183

De Carlos el B uen o se afirma que reprobó al ab ate de Saint-Bertin


por haberse presentad o en B ergues Saint W ín n o c , en la corte reunida
con m otivo de ¡a Epifanía, cuando debiera de haber estado celebrando ¡a
misa festiva con sus monjes. C u an do el abale explicó qu e se hallaba allí
porque tenía que e xp on e r un agravio, el conde C arlos replicó: «¿Y por
qué no m e lo ha hecho saber por su criado? Pues vuestro deber consiste
en orar por mí, y el mío, en efecto, proteger y defender a las iglesias».201
Esta invocación de la doctrina política carolingia apunta a la e x is ­
tencia de tensiones m ás profundas, tensiones tendentes a un ejercicio
más enérgico de la ju sticia perentoria. El conde, al saber que un caballe­
ro se había apoderado de las tierras de unos monjes que la habían e x p lo ­
tado tranquilam ente durante más de sesenta años, le c on den ó ipso f a d o .
Y tras señalar que el padre del caballero había m a nte nido silencio res-
* pecto de aquella situación. Carlos lanzó sobre el encausado la am enaza
de que, si volvía a tener noticia de alguna queja, estaba dispuesto a apli-
carle.el m ism o castigo que ya había em p le a do antes el con de Balduino
ycon otro caballero delincuente: q u e m a rle vivo. Es G e rm á n de Tournai
quien nos inform a de este caso, autor que, com o sabem os, tam bién es el
responsable de los p o rm e n o re s del caso anterior, así c o m o relator de
otros incidentes com parables. El conde B alduino devolvió a un a pobre
viuda la vaca que le habían robado, y para resolver su caso dejó a un
lado otros asuntos acuciantes que debía atender con un grupo de p o te n ­
tados. Sin e m bargo, la tradición que ha preservado G e rm á n de Tournai
nos habla de unos seño res-con des que inspiran un saludable temor. La
crónica en que nos refiere que un caballero fue arrojado con todas sus
armas a un caldero de agua hirviente ante una m ultitud c o ngre ga d a en
Brujas resulta tan horrenda c o m o indeleble. «Tan gran terror invadió a
cuantos se hallaban presentes que en adelante nadie volvió a jactarse en
todo Flandes de haberse a poderado de nada.»202
Se ponía a la violencia un rem ed io de carácter su m a ria m e n te justo.
Nadie albergab a la ex pe c tativa de que los co nd es esperaran a recabar
pruebas: nunca lo hacían si la injusticia resultaba manifiesta. Y es que
los barones habían ju r a d o m a n te n e r la p a z del conde, si no en el año
1111, fecha en la qu e se dijo que B ald uino había om itid o im p o n e r un
juramento a sus vasallos al a c c e d e r al poder, sí al m e n o s en m a y o de
1114, fecha en la que finalm ente se verificó el ju ra m e n to de to m a de
posesión «en una solem ne reunión de la corte en S a in t-O m e r» .203 Otra
anécdota que refiere G e rm á n e v oca qu e en esos años existía un clim a
184 LA C RI SI S D L L S I G L O XII

de inquietud por la seguridad. Fin una ocasión, diez caballeros robaron


a un mercader que se dirigía al mercado de Thourout, a lo que el conde
respondió mandándoles prender y encarcelar rápidamente. Sus parien­
tes suplicaron clemencia: rogaban a Balduino que obligase a los caba­
lleros a pagar una multa en dinero o en caballos, pero que no les ahor­
case, La reacción de Balduino consistió en idear un método para que
los caballeros se colgaran a sí mismos, lo que una vez más suscita la
siguiente exclamación de Germán: «¡Feliz pudiera considerarse Flan-
des de haber merecido mucho antes tal príncipe!».204
El primero de esos príncipes había sido Roberto el Fnsón. Y lo sa­
bemos no sólo porque Germán sostenga que se había comportado como
el guardián de «la paz y la seguridad», sino también por la información
incidental de que el conde Roberto encargara al castellano de Brujas
llevar un registro escrito de las matanzas ocurridas en esa ciudad y sus
alrededores en el año 1084.205 Sin embargo, no está claro que Roberto I
hiciera especial hincapié en la paz — com o parte de su plan de ac­
ción— . Los únicos estatutos que se impusieron en Flandes en su época
fueron obra de un sínodo celebrado en Soissons y encabezado por el
arzobispo Reinaldo de Reims ( 1083-1093), personaje que no es otro
(dicho sea de paso) que el antiguo y cruel señor de Montreuil-Bellay,
de quien ya hemos hablado; y dichos estatutos dispusieron que las que­
jas debían dirigirse al obispo o al archidiácono. Más aún, el propio
Roberto I habría de transgredir la paz. Tras ser acusado de apoderarse
de las propiedades de los clérigos fallecidos, el papa Urbano II le re­
probaría en el año 1092; aunque en vano, al parecer, puesto que sus
vasallos y sus servidores continuaron perpetrando usurpaciones vio­
lentas. Unicamente al recibir esos estatutos su espaldarazo definitivo
en una ceremonia celebrada en julio de 1099 en Saint-Omer descubri­
remos a un conde Roberto II activamente implicado en su observancia,
aunque ni siquiera entonces lo estuviese hasta el punto de que podamos
probar, basándonos en dicha actitud, el rumbo que hizo adoptar a esa
paz. Los juram entos que se imponían a los «señores de los castillos y a
las ciudades» debían pronunciarse en presencia del obispo.206 Es posi­
ble que el conde no asumiera plenamente las dimensiones de su protec­
torado sino después del año 1100.
La paz revestía un carácter crítico para este orden debido a que
Flandes era una región violenta. En un notable estudio basado en fuen­
tes fundamentalmente liagiográticas, Menri Platelle llega a la conclu­
la d om ina ción di: los slñorls {1050-1150) 185

sión de que se trataba de una zona llamativamente violenta, en especial


en las costas, donde este autor detecta que se practican de íorma ininte­
rrumpida toda una serie de costumbres brutales a lo largo de un gran
número de generaciones. P huelle piensa asimismo que la violencia en­
cuentra su raíz en el hecho de que el régimen señorial fuera impuesto
tardíamente.-07 Seguramente está en lo cierto. Buena parte de la violen­
cia que aparece consignada por escrito, tanto en los cartularios como en
las crónicas, se presenta en forma de incautaciones arbitrarias, de usur­
paciones de tierras a los clérigos y de pagos opresivos por el rescate de
propiedades - como los que en otros lugares serán síntoma del abuso
o la ambición de los señores o de quienes aspiran a serlo— ,2m Las no­
ticias que nos hablan de episodios de insubordinación entre los barones
son menos abundantes en Flandes que en Cataluña o en el Anjeo; no
obstante, cuando el castellano l-’verardo de Tournai se rebeló contra
Roberto 1. se dijo que se había apoderado de «muchos hombres, tanto
ricos como pobres», y que les había obligado a pagar un rescate si que­
rían salvar su propia vida. Hugo de fnchy arrasó la aldea de Feuchy,
incendiando y saqueando cuanto encontró a su paso y llevándose con­
sigo a muchos desdichados varones.12W
Estos ejemplos sugieren que, en Flandes, los perpetradores de la
violencia coercitiva eran muy a menudo bandas de hombres armados,
y que, por su forma, debieron de asemejarse más a incidentes de guerra
que a abusos señoriales. Teodorico. «hombre noble y notablemente po­
deroso» se hallaba en guerra con el conde Balduino de Mons, cuando,
«un buen día, habiendo reunido un considerable ejército, irrumpió vio­
lentamente en sus tierras [de Balduino] e hizo gran botín en ellas»,
llegó a quemar incluso dos conventos de monjas en los que el conde
había colocado algunos «caballeros hostiles».210 Sin embargo, no de­
beríamos forzar en exceso la distinción entre la hostilidad y la dom ina­
ción. Es muy posible que los señores de Flandes sintieran antes la ten­
tación de oprimir a los campesinos de otros hombres que a los suyos
propios, y que prefirieran apoderarse de sus riquezas. Frustrados por el
hecho de que no conseguían el apoyo del papa en una disputa surgida a
causa de unos derechos funerarios en Tournai, los canónigos de la ciu­
dad contrataron a unos mercenarios a fin de acosar a los monjes de
Saint-Martin. Los así contratados para servirles (servientes) pasaron
una tarde merodeando por los alrededores de la granja que tenían los
monjes en Duissenpierre v la saquearon.211 Éstos eran los medios que
186 L A C R I S I S D E L S I G L O XII

empicaban los hombres que buscaban la seguridad de la posición seño­


rial, las vías a las que recurrían los caballeros, como con tanta frecuen­
cia constatamos en los relatos de Germán de Tournai, pero también los
métodos de los miembros del séquito y los sirvientes de los condes y
los prelados. Las acusaciones que se hacían contra los hombres del
conde llegaban a sus oídos, y sin duda éste tendría noticia de más casos
de los que han llegado hasta nosotros a través de los registros conserva­
dos. Los miembros del clero corriente trataban de disciplinar a sus pro­
pios prebostes y administradores, pero era frecuente que tuviesen que
apelar a los condes. Los diplomas en los que se hace constar una rela­
ción de protección están repletos de afirmaciones que señalan que se
consideraba notablemente probable que un agente de segundo orden
cometiese algún acto de violencia (infestado es el término que se utili­
za habitualmente).212
La mejor prueba de la práctica de una violencia ministerial nos la
suministra Saint-Amand. Entre los años 1095 y 1097, aproximadamen­
te, un tal Anselmo, que ejercía la advocatura de Neuville y de otras
poblaciones de la comarca de Saint-Amand, exigió tributos forzosos a
los campesinos, arrancó rescates a otros arrendatarios, y «causó otros
muchos males». En un primer momento, el abate Hugo, junto con algu­
nos monjes, razonó con él y le pidió que desistiera de su actitud, obte­
niendo en penitencia su renuncia a tales actos; sin embargo, Anselmo
volvió poco después a las andadas. La siguiente iniciativa de los mon­
jes consistió en apelar al conde Roberto II, que falló a su favor, aunque
sólo consiguieron que Anselmo volviese a reincidir, y con «mayor ma­
licia aún», ya que se dedicó a construir molinos que contravenían los
derechos de Saint-Amand. El único recurso que le quedaba ya al abate
era proceder a excomulgar al infractor, una pena extrema que podía
volverse terrible si el castigado se exponía al influjo de las reliquias del
santo.* Esa excomunión era un acto de imperioso señorío que provocó
una enmienda más solemne: Anselmo se postró descalzo ante las reli­
quias, pronunció un voto de renuncia a la violencia con el crucifijo en
la mano y, «envuelto en lágrimas, suplicó misericordia y absolución».
De este modo, «cediendo a su llanto y a sus peticiones», el abate le

* L a superstición popular s u p o n í a que, en caso de ultrajar al sanio o de perjud


car al m onasterio a él encom endado, el co n ta d o con las reliquias podía ser nefasto.
(N. de ¡os t.)
LA D O M I N A C I Ó N D E LOS S E Ñ O R E S ( 10 5 0 - 1 15 0 ) 187

absolvió con la condición de que, reunidos públicamente los aldeanos


y los monjes, se aviniera a reconocer el injusto carácter de sus exaccio­
nes e instara a su hi jo a desistir igualmente de seguir imponiéndolas. Ni
siquiera con esto se consiguió poner fin al asunto. Dado que Anselmo
había cedido parte de sus atribuciones como administrador a un tal Ra­
miro, el único modo de que los monjes lograran atajar las devastacio­
nes que estaba causando esc hombre en las aldeas de los contornos
consistió en ofrecer una compensación a Ramiro para recuperar el de­
recho al ejercicio de la obligación; al principio se mostraron titubean­
tes, pero después decidieron pagar — ciento veinte marcos de plata, lo
que no era una suma pequeña, entregados, una vez más, en una solem ­
ne ceremonia— ; por último, en unas alambicadas cláusulas finales, se­
guidas de una larga lista de garantías juradas concebidas para amarrar
el cumplimiento de los términos estipulados, los monjes intentaron
blindar lo más posible su precaria victoria.213
Lo inusitado en este caso, como siempre en estas notas eclesiásti­
cas, es que el administrador hubiese abrigado tan serias esperanzas de
preservar parte de su poder. Una vez que quedó demostrado que la ex­
comunión ponia a dura prueba al señorío, la abadía de Saint-Amand
estaba llamada a prevalecer en esta pugna, aunque fuera tras una agita­
da componenda. Temor, empleo final de amenazas, arreglo in extrem is:
ésta debía de ser la experiencia del poder, incluso en una tierra en la
que confluían la autoridad principesca y la paz en vigor. No parecía ser
una cuestión relacionada con el ejercicio de un cargo ni con la presta­
ción de un servicio: nos lo revela la estipulación de que el hijo de A n­
selmo tuviera que jurar, junto con su padre, en el acuerdo final. Esta
administración era un señorío hereditario.
Lo mismo puede decirse del prebostazgo de Saint-Amand — pero
en este caso podem os observar que las cosas no siempre habían sido
así— . Entre los años 1 I 19 y 1121, aproximadamente, el abate Bovo II
señalaba en una compilación de cartularios entonces recientemente ini­
ciada que, en el pasado, las gentes de Saint-Amand se hallaban libres
de sujeción al señorío de todo preboste laico. El abate y los monjes
designaban a un m inisterialis a fin de que se encargara de llevar sus
asuntos; más tarde, si recaía sobre éste una serie de acusaciones, el
abate y sus arrendatarios le juzgaban; y en caso necesario le sustituían
a voluntad. La situación cambió, prosigue diciendo el abate Bovo, al
quedar la abadía sometida a los condes de Flandes y nombrar el abate
188 LA C R I S I S Dl - L S I G L O XII

Malbodio (1018-1062} a su hermano Alano para la administración de


sus asuntos mundanales. Alano fue asesinado, tras lo cual el abate eli­
gió a su otro hermano, Germán, para la misma tarea, quizá obligado ya
a una elección que en el siglo xu se circunscribía únicamente a decidir
qué lujo debía suceder al padre — o mejor dicho: heredarle— . También
esta función había terminado conv irtiéndose en un señorío — y en un
señorío riguroso— . Transcurrido algún tiempo después del año 1076,
el abate Foucart-Lambert declaró contra el preboste Germán, quien se
vio obligado a renunciar a todo un conjunto de malas prácticas (tortita-
diñes) en la población de Saint-Amand. El principal de sus desmanes
era la «exacción forzada» (violenta pre.x), o lo que en otros lugares se
conoce comúnmente como talla. Sin embargo, podemos apreciar, por
lo que se afirma en otros acuerdos, que el preboste había estado explo­
tando todas las ocasiones de lucro posibles, invadiendo el campo de
intervención propio del cillerero, exigiendo la prestación de servicios,
así como una parte de los beneficios derivados de todas las transaccio­
nes comerciales, etcétera. Según los términos del acuerdo, el preboste
quedó obligado a mantener sus promesas, exponiéndose, en caso con-,
trano, a un castigo consistente en la pérdida de sus ganancias junto con
la destitución de sus funciones (m inisterio). Sin embargo, no podía
arrumbarse tan fácilmente la lógica de la necesidad señorial. Germán
persistió en su conducta arbitraria hasta que un nuevo abate, Bovo I
— antecesor del que redacta el documento— , dio en reclamar el cum­
plimiento de los términos estipulados en el anterior acuerdo y exigió
que el infractor se aviniese a una nueva renuncia pública. El tira y aflo­
ja aún habría de continuar durante mucho tiempo.214

LOS RK1NOS DHL NORTK

Entre los distintos y venerables principados que acabamos de exa­


minar vivían gentes dominadas por señores llamados a reducir a Flan-
des y al Anjeo a meras provincias de reinos de mucho mayor tamaño.
La idea de un destino providencial gravita con tanta fuerza en nuestras
percepciones que llega a oscurecer las realidades que vinieron a marcar
las postrimerías del siglo xi, época en que las ambiciones de los nobles
y los caballeros, o en que las inquietudes de los campesinos y los mer­
caderes, apenas debieron de resultar muy diferentes en Normandía o en
LA D O M I N A C I O N l ) L L O S S L Ñ O R I - S ( 1 0 5 0 - I 1 5 0 ) 189

la Isla de Francia de las que experimentaran sus equivalentes de otras


comarcas del norte de Francia. También aquí son perceptibles las nor­
mas del señorío castellano y la violencia de los caballeros, circunstan­
cias sobre las que arrojan de hecho una brillante luz los monjes histo­
riadores Orderieo Vitalis y Suger de Saint-Denis. Lo que sí plantea
algunas diferencias en la experiencia del poder que se tiene en estas
regiones — y de modo sobresaliente en Normandía (por no hablar de
Inglaterra)— es el hecho de que el duque Guillermo conquistara Ingla­
terra entre los años 1066 y 1985, ya que este acontecimiento no sólo
dio en crear un principado de tamaño y características inmensamente
superiores, sino que también obligó a los señores reyes de Francia a
hacer frente a las responsabilidades de un señorío territorial virtual­
mente circunscrito a la Isla de Francia. Tras ser movilizados por el
Conquistador y sus hijos, los normandos quedaron convertidos en una
potencia formidable, así que a partir del año 10X7 la región se dedicó a
presionar y a hostigar a las comarcas vecinas a fin de lograr primero la
expansión del Vexín normando y de obligar más tarde a Luis VI y a sus
aliados a entrar en un conflicto que habría de convertirse en años pos­
teriores en una despiadada rivalidad dinástica.215
Pero las cosas no habían adquirido aún ese cariz en el siglo XI. La
cuestión a la que debían enfrentarse entonces los dominadores dinásti­
cos de las regiones septentrionales era la de cómo someter, pacificar o
explotara los principados vecinos. La forma más segura de lograrlo era
por medio de los matrimonios mixtos, aunque siempre con la salvedad
de que nacieran hijos de los enlaces concertados, a fin de evitar así la
interrupción de la línea dinástica o la intrusión de extraños. Los nor­
mandos y los Capetos lograron responder satisfactoriamente a este reto
por espacio de dos generaciones, aunque no sin vivir en ocasiones más
de una situación apurada. Flandes era uno de los elementos centrales en
sus cálculos, lo que acredita la reputación de que habían conseguido
rodearse los condes Balduino IV (988-1037) y Balduino V (1037-
1067). El duque Guillermo contrajo matrimonio con Matilde de Flan-
des, hija de este último, por los mismos años en que los cortesanos de
Felipe I, recién nacido por entonces, decidían que el padre de Matilde
debía encargarse de la tutela de Felipe y actuar como corregente.* La

* P u e s t o que la c o m p a r t í a c o n A n a d e K i e v (c. 1 0 2 4- 10 7 5 ) , e s p o s a d e linrique


de F ra n cia. (N. de los t. )
190 L A C R I S I S D E L S I G L O XII

fecunda unión con un m ando de manifiesta fidelidad constituyó un ac­


tivo nada despreciable que vino a desempeñar un importante papel en
la gestación del poder dinástico de los normandos. En el año 1063, Ro­
berto el Frisón, hermano de Matilde, se casó con la viuda del conde de
Holanda, cuya hija Berta (hijastra de Roberto), se unió a su vez con el
joven rey Felipe, probablemente en el año 1072. Sin embargo, la alian­
za flamenca había quedado desbaratada tras la violenta captura de Flan-
des por parte de Roberto en el año 1070, fecha en la que ei rey se había
asociado espontáneamente con Araulfo, hijo del difunto conde Baldui-
no VI de Flandes y destinado a sucederle, aunque moriría en la batalla
de Cassel, en 1071. El matrimonio de Felipe con Berta formó parte de
un acuerdo con su padrastro, el nuevo conde de Flandes. No debió de
ser un matrimonio nada cómodo, pues si Matilde únicamente se aparta­
ba de los ámbitos del poder ducal y regio obligada por sus frecuentes
partos, la reina Berta rara vez acompañaba a su marido en sus regias
promulgaciones, no dando a luz al futuro Luis VI sino tras toda una
serie de años marcados por la inquieta espera y las oraciones. Tras traer
posteriormente al mundo a una hija (y quizá también a otro hijo), se vio
repudiada por Felipe, que se unió a Bertrada de Montfort. esposa del
conde Fulco el Pendenciero, lo que desencadenó un escándalo que tras­
tornó tanto los lazos dinásticos con los flamencos como los vínculos
con ¡os angevinos. Tal era la fragilidad de dichos lazos; no obstante, lo
cierto es que el príncipe Luis logró sortear las dificultades y hacer valer
su origen casi flamenco, ya que, de hecho, su mismo nombre da fe del
prestigio carolingio que se asociaba con la rama flamenca.216
En estas tierras septentrionales el poder se manifestaba principal­
mente en los hechos de la soberanía regia, entre los que cabe destacar
las alianzas y los matrimonios, las tornadizas solidaridades que presi­
dían la ambición y los intereses de los barones — una volubilidad que
en modo alguno resultaba fácil de controlar— , y el ejercicio de las po­
testades personales de los señores-reyes. Es posible que en ningún tra­
mo de la historia medieval com parable a éste pueda observarse una
influencia tan notable del carácter principesco como en el medio siglo
que media entre los años 1060 y 1110. Los historiadores no muestran
duda alguna respecto de las consecuencias que tuvo la determinación
— y el temple— del Conquistador, y tampoco vacilan al ponderar las
repercusiones de la diversidad temperamental de sus hijos. La mayor
debilidad de Felipe I residía claramente en su carácter. De ahí que fue­
LA D O M I N A C I O N D E L O S S E Ñ O R E S ( 1 0 5 0 - 1 1 5 0 ) 191

ra necesaria la intervención de dos prelados de profunda energía y vi­


sión personales — Anselmo de Cantorbery e Ivo de Chartres— : ellos
ayudarian a sus señores a capear los temporales provocados por los
papas reformistas y sus aliados clericales.
Con todo, los señores-reyes de Francia c Inglaterra, como también
sucede en el caso de otras monarquías de finales del siglo xi, distaron
mucho de monopolizar el poder. Al unirse a Bertrada de Montfort, Fe­
lipe I estaba lanzando un desafío a la región del Anjeo, ya que su ac­
ción venía a poner en tela de juicio la lealtad de la pequeña aristocracia
militar de la Isla de Francia. La solidaridad efectiva en el seno de la
corte de los Capetos, así como en su entorno inmediato, pasó a ser una
solidaridad entre castellanos, y la supresión de algunos de ellos — lo
suficientemente fuertes y arrogantes como para desafiar a los más ve­
nerables protectorados regios— exigiría de Luis VI el empleo de toda
su capacidad batalladora. De manera similar, tanto en Inglaterra como
en Normandía. donde la acumulación de castillos por parte de los caba­
lleros victoriosos y leales había creado algunas temibles baronías, las
circunstancias vinieron a favorecer la multiplicación de los señoríos
presididos por la coerción. Sólo un mapa en el que se detallara la ubi­
cación de los castillos y las torres, diferenciando entre los antiguos y
los nuevos, podría darnos una impresión fehaciente de lo que eran las
realidades del poder y del señorío en las tierras que Orderico y Suger
conocieron.
Pese a todo su aparente poderío, tanto los reyes normandos como
los Capetos padecieron las limitaciones que les impusieron en cada
caso las circunstancias. A lo largo de la década de 1070 habría de m o­
derarse la euforia que habían provocado en Guillermo el Conquistador
los éxitos conseguidos — aunque más que un declive de la euforia casi
podría decirse que el monarca vio incluso invertido el signo de su suer­
te— . Con gran agudeza, Orderico Vitalis distinguió un punto de in­
flexión en tom o al año 1077, tras la ejecución del conde W altheof.217
Ha sido precisa la investigación de un estudioso moderno, el profesor
J.-Fr. Lemarignier, para dejar patente que ese mismo año fue crucial
para el destino de Felipe I, ya que en lo sucesivo hubo de arreglárselas
sin el respaldo de sus prelados.218 El poder ducal normando no resultó
amenazador para Francia en tanto no quedó asociado con los recursos
de Inglaterra, sobre todo después de la batalla de Tinchebrai (1106),
aunque la situación ya había empezado a gestarse hacia el año 1097,
192 1 A C R IS IS O H . SK il.O X ll

lecha en la que Guillermo el Rojo ataca Mantés y Chaumont. Suger


describe estos encontronazos, quizá de un modo no enteramente ten­
dencioso, como un combate en el que se enfrentan un rey rico y bien
preparado, que cuenta además con la posibilidad de derrochar las ri­
quezas de Inglaterra, y un joven e inexperto príncipe Luis, carente de
recursos, que sólo a fuerza de caballeresca gallardía consigue prevale­
cer.219 Los franceses comandados por Felipe I no podían contar con
una solidaridad tan dinámica como la que era capaz de reunir el Con­
quistador, ya que les resultaba imposible alardear de un éxito tan épico
como el suyo. Además, habían quedado expuestos a la violenta reac­
ción adversa provocada tras la unión adúltera del rey con Bertrada de
Montfort. En uno y otro reino, los nuevos monarcas aplicaron nuevas
energías a los problemas heredados, adentrándose así en el siglo xn y
definiendo un concepto más amplio del señorío regio.

La F rancia de los Capelos

Cuando el infante Felipe fue proclamado rey en la catedral de Reims,


el domingo de Pentecostés del año 1059, uno de los documentos que
registra el «orden» de prelación en la ceremonia subraya la primacía
histórica del arzobispo en el ritual. Se hallaba presente el rey Enrique I
(1031 -1060), que sin duda se había encargado de organizar el aconteci­
miento; habría de ser, sin embargo, el arzobispo Gervasio quien «se
girara hacia» el m uchacho «antes de la epístola» y administrara las
profesiones de fe, justicia y defensa de la Iglesia; a continuación, el
propio arzobispo, «tomando el báculo de Saint-Remi, explicó tranquila
y sosegadamente que la elección y consagración del rey era una potes­
tad que recaía especialmente sobre el [es decir, sobre el arzobispo]» en
su condición de sucesor de san Remigio, que había bautizado y ungido
a Clodoveo. «Después, con la aprobación de su padre Enrique, le de­
claró a él [Felipe] rey.» Sólo entonces se invitó a los prelados, condes,
vizcondes, caballeros y «gentes de distinta dignidad y condición» a
ratificar la designación, «proclamándolo [con estas palabras:] “aproba­
mos, y deseamos, ¡hágase!”».2:u
El objetivo de este texto, como se aprecia claramente al final, no
consistía simplemente en confirmar el privilegio electoral de Reims,
sino sobre todo en negar cualquier obligación consuetudinaria relacio­
LA D O M I N A C I O N ' DI- L O S S l - Ñ O R L S ( 1 0 5 0 - 1 1 5 0 } 193

nada con el deber de proporcionar comida y alojamiento a los asisten­


tes. De carácter oficialmente eclesiástico en cierto sentido, como ates­
tigua la «profesión» de fe del niño rey, la dignidad real se concedía a
través del ritual, no mediante el registro escrito — pues la narrativa de
que disponemos, según ha llegado hasta nosotros, es manifiestamente
descriptiva, y no constitutiva se trata en realidad de una expresión
del señorío de los prelados, aigo lógico en un territorio en el que la le­
yenda de la fundación de la monarquía favorecía tan patentemente a la
sede eclesiástica de Reims y en el que los señoríos patrimoniales esta­
ban atravesando una fase de crecimiento m arcada por su recíproca
competencia. El viejo rey podría haber pedido explicaciones por la ten­
denciosa exposición del arzobispo, ya que el texto carecía de la fuerza
de los «preceptos» escritos con los que el rey electo confirmaba las
posesiones de Saint-Remi. Pero el rito de la elección era evidentemen­
te una reivindicación que el obispo hacia de su derecho al poder, y no
hay duda de que se reconocía su carácter episcopal, puesto que así figu­
rará en las subsiguientes a n im es francesas que vengan a regular la co­
ronación de los reyes. Lo que sucedió en la siguiente ceremonia de
entronización, la de Luis VI en el año 1 108, confirma estos extremos.
La presidía el arzobispo de Sens, para consternación del arzobispo
Raúl le Vert de Reims. cuya propia elección irregular había estado a
punto de obtener la aprobación del rey Felipe; por otro lado, para justi­
ficar que la coronación se efectuara en Orleáns (el 3 de agosto) y salva­
guardar al mismo tiempo los derechos de Reims se requeriría además
la discreta intervención del obispo Ivo de Chartres. Vemos aquí, una
vez más, que el cargo simbolizado en la «espada ... con la que casti­
gar a los malhechores», así como en el bastón de mando y en el cetro
«para el amparo de las iglesias y los pobres»— es eclesiástico, aunque
los obispos de Sens y de Chartres hubieran usurpado el derecho de
Reims. Y también observamos, una vez más, que los registros parecen
diferir un tanto de lo que sería propio esperar en unos documentos es­
pecíficamente oficiales. Entre esos documentos cabe incluir en primer
lugar una carta circular del obispo Ivo en la que el prelado disculpa que
se celebre una coronación irregular en un momento de la máxima ur­
gencia para el reino, y en segundo lugar la recopilación de recuerdos
que elaboran Hugo de Fleury y Suger. No hay signo alguno de que se
hubiera instituido ya un orden fijo o escrito para la coronación. Como
ha mostrado Elizabeth Brown, la imprecisión de la práctica ritual se
194 L A C R I S I S D E L S I G L O XII

prolongó hasta la década de 1130, fecha en que la coronación de Luis


Vil en Burdeos dará ocasión, con toda probabilidad, a la composición
de un ordo que hiciera explícita referencia a las gentes de las tierras
francas occidentales.221 Únicamente un cierto grado de reconciliación
entre los intereses de las líneas dinásticas y los de las jerarquías de la
Iglesia en materia de designación de reyes podía haber convertido a
esta primitiva monarquía capeta en un desempeño marcado por parti­
das, protocolos y documentos.
Se trató no obstante de una función de trascendente dignidad. Tanto
la «profesión de fe» del año 1059 como las ordines muestran insisten-
temente las características propias de una solemnidad regia similar a la
que recorre los diplomas que han llegado hasta nosotros. Dichos docu­
mentos constituyen sendas conmemoraciones de una exaltada acción
oficial — como puede verse explícitamente en las arengee de los privi­
legios, e implícitamente tanto en su contenido como en su proceso— .
En un acta del año 1071 en la que el monarca favorece a la iglesia de
Laon, se señala que el joven rey afirma que no ha de permitirse que el
«mando supremo» en el ejercicio de) poder (im perium ) que le ha sido
encomendado vaya a la zaga de su dignidad.222 Un preámbulo del año
1077 alude al imperativo «de que la talla y la majestad regias» mejoren
la «situación del reino» en materia de costumbres y leyes, cuidando a!
mismo tiempo del clero como compensación por sus plegarias.223 Esta
percepción cuasi carolingia figura en uno de los últimos diplomas de
Felipe que cuentan con la rúbrica de algún obispo, con independencia
de cuál pudiera ser en los demás casos el número de prelados firmantes.
Sin embargo, no se observará en lo sucesivo ninguna mengua concep­
tual en lo tocante a la hegemonía regia, ya que los escribanos de Luís
VI estaban tan dispuestos como sus predecesores a invocar la «majes­
tad» del rey en tanto que «autoridad» pública (auctoritas) cuya acción
se entiende invariablemente justificada, incluso cuando ha de imponer
castigos a los perpetradores de delitos catalogados como traición.224
Las alusiones a la «gobernación del reino» (regni gubernaculá) y a su
«administración» hacen pensar en una noción ciceroniana del orden
público (republicano).225
La majestad implicaba humildad en la experiencia del poder regio.
La gente recurría constantemente a estos reyes. Los diplomas nos los
muestran dedicados a responder a las súplicas que les iban llegando
conforme recorrían los castillos y los palacios de la Isla de Francia. «Ei
LA D O MI NAC IÓN DE LOS SE ÑORES ( 1 0 5 0 - 1 1 5 0 ) 195

conde Guido de Ponthieu vino a nuestra presencia aduciendo que noso­


tros [el rey Felipe, en el año 1075 o 1076] debíamos confirmar, por la
autoridad de nuestra majestad, cierta donación que él mismo había he­
cho ... a los monjes de Cluny» en su condado.226 En tomo al año 1120
el abate Tomás de Morigny solicitará «con urgente vehemencia de la
serenidad de [vuestra] excelencia» que él (Luis VI) confirme las dona-
ciones hechas por Felipe I a los monjes.227 Las peticiones que aparecen
descritas de este modo — y en las que resulta característico el empleo
de la expresión a d iitp resenciam — eran con toda segundad de carácter
fonnulista, al menos en el sentido de que, por lo común, las rogaciones
debían de haber precedido necesariamente, en algún acto celebrado en
otro lugar, a la aquiescencia regia que después vendrá a registrar el di­
ploma. Lo cierto es que era efectivamente posible abordar al rey con la
debida deferencia, aunque no hay duda de que estaría protegido por los
funcionarios que le acompañaban. La respuesta informal que pudiera
dar el rey queda en buena medida oculta a nuestros ojos, pero la densi­
dad del formulismo de los cartularios que se han conservado en las
iglesias, redactados muy a m enudo en el propio lugar del acto, no al­
canza a impedir que vislumbremos los acontecimientos habituales de
una promulgación ceremonial. Al igual que en otros lugares, también
en la Isla de Francia el hccho de que las personas que asistían al acto
«confirmaran» lo explícitamente mencionado en la consulta confería
mayor efectividad a! diploma. En el año 1086, cuando el abate Eusta­
quio de la iglesia del Santo Padre de Chartres aprovechó la presencia
del rey Felipe para consolidar la corroboración de la donación realiza­
da por un matrimonio de la localidad, la petición, que el rey juzgó justa,
«junto con nuestros leales allí presentes», recibió aprobación «pública,
ante la puerta de san Vicente, en eí castillo de Dreux», siendo asimismo
confirmada por la rúbrica del rey y sus «principales [prim ates nos-
fri]».228 No está claro si esto conllevó o no la lectura ceremonial del
diploma, como sucede en León en tiempos de Alfonso VI, y quizá se
trate de una hipótesis poco probable, pero no había nada arbitrario en la
expresión escrita de la voluntad del rey. Además de pretenciosa y cere­
moniosa, la acción regia era de carácter pasivo, o reactivo; daba expre­
sión al poder de su autoridad, aunque estaba desprovista de todo propó­
sito activo de índole política o legislativa. El modo más correcto de
comprender el sentido de las «políticas» regias que distinguían anti­
guamente los historiadores — en relación con la Iglesia o las ciuda­
196 L A C RI SI S DI-I. S I G L O XII

des— consiste en interpretar que se trataba más bien de imperativos, e


incluso de coerciones, que la realidad fáctica de su propio señorío ter­
minaba imponiendo a estos soberanos.
Felipe 1 y su nieto fueron antes que nada señores reyes — y única­
mente eso— . La retórica oficial de los diplomas que redactan apenas
logra ocultar la naturaleza intensamente afectiva de su liderazgo. To­
dos cuantos elevaban sus peticiones al rey lo hacían sin duda en virtud
de su función pública; sin embargo, los gestos de deferencia tan carac­
terísticos de la diplomática capeta no podían ser una mera fórmula. Ei
hecho de «suplicar el perdón y el favor» del monarca, por utilizar las
palabras de Geoffrey Kozíol, constituía, en un entorno regio, un meca­
nismo de poder que ya en la década de 1030 había comenzado a gene­
rar redes de señorío y dependencia para cuyo funcionamiento se reque­
ría el favor personal del rey. Esto no significa, ni mucho menos, que el
padrinazgo y el favoritismo fuesen cosas nuevas; lo que sí resultaba
nuevo en Francia era la activa implicación del señor-rey, implicación
vinculada al hecho de que hubiera perdido otras atribuciones más am­
plias y profundas, situación que traía aparejada la existencia de una
pequeña aristocracia que se hallaba, por consiguiente, al margen de la
disciplina monárquica relacionada con la coerción pública. Este es el
motivo de que resulte sintomática la transformación formal de los di­
plomas regios, como bien esclarece Lemarignier. Y ello porque si el
señor-rey no podía ya imponer su voluntad con la simple utilización de
su monograma, y si además se veía abandonado por los más relevantes
potentados que habían representado el orden carolingio, es obvio que
no le quedaba más remedio que someter a individuos de m enor rango
m ediante encom iendas personales y aceptar además que actuasen
como garantes de su poder.22''
Entre los que lograron prosperar en medio de esa concatenación de
circunstancias se encuentran los funcionarios que servían a los reyes: el
canciller, el senescal (o ci clapiíer*), el chambelán, el condestable y el
mayordomo. Hubo un tiempo en que se puso de moda considerar que
en este cortejo de sirvientes encontraban su origen los «servicios públi-

* V oz rela tivam ente am b igua que p ued e traducirse com o «senescal» o «mayo
dom o», pe ro que en este caso se refiere p roba b le m e nte al trinchante m ayo r del rey,
esto es, al e n ca rg ad o de supe rvisa r la cocina, cortar las viandas, se rvir la copa y hacer
la salva o cata de la comida. (.V. de tos /.}
LA D O M I N A C I Ó N DI : L O S S H Ñ O R L S ( 1 0 5 0 - 1 1 5 0 ) 197

eos», y que ellos fueron convirtiéndose poco a poco en los heraldos de


la administración central. Hay sin embargo muy pocos elementos que
puedan mostrar que llegaran en algún momento a desempeñar las mis­
mas funciones que sus equivalentes de la era carolingia, según queda
acreditado en el Order of the Palace de Hincmaro. En el siglo xi, lo que
se observa es la presencia de un conjunto de familias locales afincadas
en la Isla de Francia y dedicadas a explotar el favor de los señores reyes
mediante el expediente tle asegurarse una participación en su señorío;
y al proceder de este modo prosperaron a tal punto que a finales del
reinado de Felipe 1 empezaron a reivindicar, ya que con su mera reunión
quedaba sin más constituido e lp u ta im m , transformándose así este gru­
po en garantía suficiente de las promulgaciones regias, a pesar incluso
de que otros magnates mas ilustres optaran por mantener las distancias,
o bien se vieran exclüiidos. I:n tiempos de Luis VI, la familia Garlande
se las arregló de este modo para desplazar a los Rochelort y a los Sen-
lis, asegurándose en consecuencia de que el ejercicio de la mayoría de
las funciones curiales recayera definitivamente en su linaje. Dichas
funciones pudieron consistir quizá en la colecta de los ingresos deven­
gados por el desempeño de las distintas responsabilidades públicas.
Las personas que componían el entorno del rey comprendieron ense­
guida qué cargos tenían peso en la nueva organización, según podemos
apreciar en primer lugar en los diplomas redactados en el año 11 1 5 a
instancias de Guillermo de Garlande; en segundo lugar en una larga
serie de otorgamientos efectuados a la iglesia de la Santa Cruz de Or-
leáns y en los que se nos indica que el canciller Esteban de Garlande
asumió, además del cargo anterior, el de deán; y en último término in­
cluso en el empeño con que Pedro Abelardo procurará obtener el favor
del rey en torno al año I 122.-''u
Se hallaban asimismo cerca del rey los prebostes (p n e p o siti), que
tenían a su cargo la custodia de las rentas regias y el ejercicio de la ju s ­
ticia en el ámbito local. Da la impresión de que esos agentes, cuyos
cometidos prácticamente se limitaban en un principio a los propios de
los miembros de la corte, fueron instalándose paulatinamente en las
ciudades, en las pequeñas poblaciones y en los domanios — como ocu­
rrirá en Orleáns y en Ltampes— , y que terminaron recibiendo del rey
toda una serie de directrices escritas que señalan la aparición de un
concepto de servicio administrativo novedosamente objetivo. Esta im­
presión confirma la raíz de una antigua discrepancia entre los historia­
198 L A C R I S I S D E L S I G L O XII

dores, discrepancia que Ies ha llevado a discutir si cabría considerar o


no que los prebostes son de hecho los precursores de la monarquía ad­
ministrativa. Lo que se ha pasado en gran medida por alto es la circuns­
tancia de que la proliferación de prebostes, y desde luego no sólo de los
vinculados a la función regia, vino a coincidir con la multiplicación de
los castillos no sujetos al control de los monarcas (o de los príncipes).
Los castillos en los que delegaba el orden regio habían empezado a
desaparecer de la memoria: los reyes necesitaban «supervisores» (prce-
p o siti) más fiables que los castellanos. Los prebostes procedían, al
igual que los funcionarios de la casa real, de la pequeña aristocracia
regional, con la que competían por la obtención de una mayor riqueza
patrimonial, aunque es posible que se vieran en desventaja por su me­
nor acceso al soberano. Los prebostes se cuentan entre los hombres que
juraban lealtad al monarca (fidele.s); y no puede ser casual que carezca­
mos de pruebas que indiquen que alguna vez tuvieran que rendir cuen­
tas de sus servicios.2-11
Luis VI alcanzó la mayoría de edad y vio aum entar su poder, un
poder con el que creció al mismo tiempo que el de sus prebostes y su
séquito, sentándose así las bases de una sociedad caracterizada por la
proliferación de señoríos. Uno de los sintonías de esta evolución es la
multiplicación de alusiones a la talla (tallia, tolla, y en francés, laille).
Hace mucho tiempo que se tiene clara noción de que esa «entalladura»
o mella, recaudada en metálico o en especie, era un impuesto de origen
y naturaleza arbitrarios. La primera vez que aparece mencionada en la
Isla de Francia o en sus inmediaciones se la equipara en ocasiones con
los «usos» o «malos usos», e incluso con el ejercicio de la «violencia».
Entre los años 1101 y 1 106, aproximadamente. Felipe 1 prohibió a su
preboste de París que exigiera «tallas o realizara cualquier otra exac­
ción violenta» entre las gentes de Bagneux. En e! año 1114, Luis VI
eximió a! priorato de Saint-Eloi de la imposición de la «talla o cual­
quier otro mal uso».2''2 Sin embargo, la idea de una justificación de este
impuesto debió de haber estado presente desde un principio. Incluso
los más mezquinos señores debieron de encontrar más sencillo utilizar
un pretexto para exigir tributos a los campesinos que hacerlo sin expli­
cación alguna. Cuando Raher de Exarto renunció al cobro de la talla en
el monasterio de Saint-Pére de Chartres, que formaba parte de su patri­
monio, prometió no volver a exigirlo «a menos que resulte de utilidad
para esas tierras, y aun así únicamente con el consentimiento del monje
LA DO MI N AC IÓ N DE LOS SE ÑOR ES ( 1 0 5 0 - 1 1 5 0 ) 199

de nuestra confianza que se hallare allí a cargo de las cosas».231 En dis­


tintas ocasiones, el rey Luis VI conservaría, cedería e incluso aboliría
sus propios derechos a la talla; y las tallas motivadas pronto se multi­
plicaron en esta región.234
La arbitrariedad de la talla es una indicación de que en torno al año
1100 la vida señorial en la Isla de Francia se regía por una escala de va­
lores fundada en la explotación. Sin embargo, la disposición de ios ca­
balleros a la realización de acciones coercitivas 110 debe confundirse
con la feudalización, un aspecto de la realidad igualmente activo en este
contexto. Era característico, aunque 110 siempre se produjera de esta for­
ma, que dicha feudalización se concretara en un conjunto de señoríos y
de dependencias feudales; y lo que aquí importa no estriba tanto en co­
nocer los detalles del modo en que se lograba manejar el inmenso núme­
ro235 de feudos {feudo) com o en estudiar la sociabilidad afectiva del
enfeudamiento y de la obligación. En torno al año 1110, el abate Boso
de Fleury volvió a convertir «en feudo» la mitad de unas tierras alodia­
les, entregándoselas al disgustado hijo de un converso y donante tardío,
quien, «en consecuencia, rindió homenaje [al abate] y le juró fidelidad».
La explicación de que el ritual de juramento aparezca destacado de for­
ma tan prominente en este escenario quizá radique en el hecho de que el
mencionado monasterio había tenido poco antes experiencias adversas
relacionadas con otras concesiones de feudos, que no sólo habían resul­
tado ruinosas, sino que habían sido denunciadas ante el rey y éste las
había anulado.236 El problema de los feudos estribaba en que sus arren­
datarios tendían a apropiarse de ellos o a pasar por alto los derechos de
recuperación. En Chálons-sur-Mame, el rey Luis prohibió todo esfuer­
zo destinado a instituir un «derecho feudal» (ju sfeo d a le) en las tenen­
cias derivadas del patrimonio que el propio rey hubiera transmitido a la
Iglesia.237 A semejanza en esto de los pequeños señores, también Luis
luchó por conservar un poder discrecional sobre los feudos. Un cortesa­
no como Enrique el Lorenés tenía motivos para agradecer al rey no sólo
el privilegio de conservar sus feudos sino el de poder transmitirlos ade­
más a sus descendientes en virtud de un derecho hereditario otorgado
por el monarca.238 Existe la posibilidad, como veremos, de que Luis VI
llegase a concebir la idea de una jerarquía feudal cuya figura culminante
fuese el propio soberano,239 pero este hecho tuvo que haber guardado
muy poca relación — si alguna llegó a tener— con el modo en que ejer­
ció el poder hasta el año 1120.
200 l.A CRISIS D l l S I G L O XII

El rey y sus hombres se implicaban en cuestiones de orden local y


atendían temas jurídicos de todo tipo. Cuando los prebostes de las in­
mediaciones de Chartres sufrieron la cólera del obispo Ivo, en tomo al
año 1112, informaron del caso al rey, quien ordenó que el obispo cejase
en su actitud y desistiera de sus propósitos. ívo había recabado el apo­
yo del papa en un pleito que había surgido a raíz de una queja provoca­
da por una imposición lograda por medio de la usurpación de propieda­
des a los clérigos arrendatarios. Se da la circunstancia de que tenemos
la carta que el preboste Fulco dirigirá al rey, carta que comunica al mo­
narca que la orden dictada «no [ha] conseguido sino que las cosas pre­
senten para nosotros peor cariz que antes». Y ello porque, según viene
a decir, el obispo ha cancelado una audiencia que nos tenía concedida
y después ha convencido al cardenal legado Cono de que debía prohi­
bir dicho encuentro, amenazándonos con apelar a Roma. «Y por eso,
habiendo suplicado vuestra ayuda y buscado refugio en vuestro conse­
jo, nos vemos ahora agraviados.» Lo que en este caso llama la atención
es el emocional tono de reproche, extremo que virtualmente viene a
confirmar el obispo Ivo, quien afirma de los prebostes «engañaban al
rey» en este asunto.240 En este caso, como tan a menudo sucede, el po­
der toma posiciones estratégicas al servicio de fines encontrados: la
preservación de la inmunidad clerical y la jurisdicción del señorío re­
gio.
Con todo, las actas de las partes enfrentadas en la Isla de Francia,
notablemente visibles — como en otros lugares— en los registros escri­
tos,241 nos proporcionan muy poca información sobre la normal expe­
riencia del poder a principios del siglo xn. Dada la falta de pruebas, no
podemos sino imaginar qué podía presentar a los ojos de la mayoría de
la gente las características propias de una justicia y una protección
reactivas, pero es muy posible que distara mucho de constituir una
agradable rutina en las comarcas regidas por el señor de un castillo o un
preboste. La prohibición en Bagneux del uso de la fuerza en las exac­
ciones, de la que ya hemos hablado antes, tuvo su origen en una súplica
que los lugareños habían elevado a las autoridades para denunciar al
preboste. Lo que debieron de experimentar las masas fueron segura­
mente los cáusticos y coercitivos aspectos del dominio y de la sumi­
sión. Cuando Ivo de Chartres insiste en que no tiene intención de in­
fringir el «derecho de los prebostes» de esa población, lo que se
propone es establecer una clara diferencia entre sus imposiciones con­
I. A D O M I N A C I Ó N D l ;, L O S S H Ñ O R I - S ( 1 0 5 0 - 1 1 5 0 ) 201

suetudinarias y lo que el califica de «coacciones y vejaciones ilícitas a


los pobres».242 Es muy improbable que los prebostes reconociesen
cualquier distingo de esta clase.
Y es que al aproximarse el siglo xil, el ejercicio del poder por parte
de los prebostes, al igual que el emanado de los castellanos y del con­
junto de los señores laicos recién encumbrados, tenía mala reputación.
No hay duda de que hacía ya mucho tiempo que venía dándose esa si­
tuación, pero hay signos claros de que en la Isla de Francia los malos
usos respondían con frecuencia a costum bres de nueva imposición.
Más aún, las quejas relacionadas con la aplicación de una violencia
coercitiva pueden asociarse con la creación o la expansión de señoríos
y poblados. Estas circunstancias de la novedad y la expansión van de la
mano. En el ano 1073 se decía que las tierras próximas a Etainpes ha­
bían quedado abandonadas como consecuencia de la «agitación» {in-
quietudo) causada por los sirvientes del rey. Las cuentas patrimoniales
de unas propiedades situadas, también en este caso, cerca de Étampes
—propiedades recientemente organizadas con motivo de la naciente
instalación de un establecimiento monacal en Morigny— , nos revelan
con todo detalle en qué consistió esa «agitación» — de hecho, los regis­
tros del siguiente medio siglo atestiguarán con frecuencia la violencia
con que se producen los desplazamientos forzosos con los que se conse­
guía dejar las tierras desocupadas— . Un grupo de malos vecinos había
estado entrometiéndose por la fuerza en los asuntos de los campesinos
aparceros, imponiéndoles todo un conjunto de nuevas exigencias, entre
las que cabe destacar la extorsión de dinero a cambio de «protección»
(,tensamentum). Gracias a la energía de un fiel senescal, que repelió a
los advenedizos que trataban de procurarse un nuevo señorío (no sin
verse obligado a compensarles ), los monjes lograron zafarse de la am e­
naza que se cernía sobre esa temprana etapa de su vida comunal, y no
sin razón la recordarán mas adelante en sus documentos.243
En toda la Isla de Francia los castellanos y los caballeros, en su afán
de obtener un señorío, trataban de imponer como costumbre la condi­
ción servil. Parece que en torno al año 1100 cobró nuevos bríos uno de
sus inveterados usos, el de la ya antigua imposibilidad de testificar con­
tra los hombres libres. En los primeros años de su reinado, Luis VI re­
cibió varias apelaciones de las iglesias parisinas en defensa de sus sier­
vos; y en una serie de diplomas notablemente solemnes, reafirmado por
el consejo de varios potentados de gran peso, el rey decretó que los
202 L A C R I S I S D E L S I G L O XII

siervos de Notre-Dame y de Sainte-Geneviéve debían tener los mismos


derechos procesales que los hombres libres.244 Estos decretos, y otros
que habrían de seguirles, no debieron de resultar tranquilizadores para
los pequeños señores que trataban de imponer a los campesinos una
dominación de carácter cuasi servil. No obstante, lo que el joven rey
promulgaba eran privilegios, no leyes, es decir, la forma de su respues­
ta era una derivación natural de las súplicas que le llegaban; además, se
observa un tipo de respuesta muy similar en otro caso: el de la atención
que prestará Luis a un problema de dimensiones muy superiores, un
problema que es de hecho la circunstancia definitoria de su reino: la
usurpación de los señoríos regios y eclesiásticos por parte (fundamen­
talmente) de los castellanos.
La resolución de este desafio a lo largo del primer cuarto del siglo
xn es uno de los episodios m ás célebres de esta época. Se trata sin em­
bargo de un acontecimiento que adquirirá celebridad no sólo en virtud
de las consideraciones retrospectivas a que da lugar el análisis de lo
que habrá de suceder en la década de 1140, sino en atención al hecho
de que en él se prefiguran unas perspectivas de poder que aún no hemos
abordado. Lo que hemos de retener aquí es que en tiempos de Luis VI
(1108-1137) la dominación señorial coexistió sin solución de continui­
dad con las distintas modalidades de poder principesco— modalidades
de las que ya hemos visto algún ejemplo en la Lombardía, el Anjeo y
otros lugares— . Los diplomas de Luis traslucen la afectiva solemnidad
de la autoridad regia, es cierto; y sin embargo, en su altiva magnificen­
cia, estos docum entos emplean términos muy similares a los que ya
empleara el conde Balduino VII de Flandes. Orderico Vitalis. al retro­
traerse mentalmente a las circunstancias de esta época, nos referirá re­
latos de dominación principesca tanto en Flandes como en Normandía,
además de en Francia. Y apenas dice nada que indique que considerara
que el poder regio perteneciera a una categoría superior.245
Luis VI tardaría años en comprender esta idea. Sus sentencias — las
mismas que emite característicamente en favor de las iglesias— permi­
ten el espejismo de una eficaz protección pública; sus solemnes tribu­
nales y convenciones traicionan su necesidad de alianzas.246 Enfrenta­
do en una serie de guerras intermitentes con el duque normando y rey
de Inglaterra Enrique 1 en las fronteras de Normandía, todo parece in­
dicar que nunca fue tan buen general en la batalla como proclama Su-
ger ni tan malo como sugieren las crónicas anglosajonas. Sufrió, sin
LA D O M I N A C I Ó N DE LOS S E Ñ O R E S ( 1 0 5 0 - 1 1 5 0 ) 203

embargo, terribles reveses militares en sus primeros años, dado que fue
expulsado de París durante un tiempo en el año 1111 y que hubo de en­
cajar la rotunda derrota que le infligiera el rey Enrique en Brémule, en
el año 1119. Además, las luchas que se agitaban en el seno de las pe­
queñas aristocracias regionales, que pugnaban por acceder al rey, con­
virtieron el entorno del monarca en un foco de disputas, lo que determi­
nó que la realidad del poder pareciera más propensa al espectáculo que
digna de ser temida. Con todo, la experiencia del poder resultó sin duda
absorbente, no sólo para quienes, como Pedro Abelardo, precisaban del
respaldo del rey, sino también para las muchas personas que debieron
de sentirse consternadas por el impresionante ascenso y caída en el
servicio al rey de la familia Garlando.247 Lo que preocupaba a este so­
berano no era la gobernación, sino las ansias de encumbramiento de
que se veía rodeado, dado que tanto los cortesanos como los prebostes
pugnaban por igual en pos del rango y el señorío. Luis VI recompensa­
ba este apetito de ensalzamiento, como ha de hacer un señor príncipe.
Pero también lo desbarató en más de una ocasión.

La Inglaterra n o rm a n d a

Los desafíos a que hubieron de enfrentarse Guillermo el Conquista­


dor primero y sus hijos después pertenecían a órdenes distintos. El du­
que Guillermo ya había plantado cara a sus vizcondes en la década de
1040, al derrotar a una coalición de potentados rebeldes en Val-és-
Dunes en el año 1047 e imponer la Tregua de Dios como elemento con
el que limitar aún más la violencia de los aristócratas. Estos aconteci­
mientos le ayudaron en parte a recuperar el poder condal en las ciuda­
des normandas y a frenar el crecimiento de los incipientes linajes do­
minantes de los castillos. La paz ducal de la década de 1050, pese a ser
un tanto más precaria que el orden vigente en los principados vecinos,
hallaba arraigo en el reactivado vigor del poder público basado en el
mando y la coerción. Con todo, al examinar los diplomas y las crónicas
tiene uno la sensación de que su dinámica encontraba fundamento en
unos comportamientos de lealtad afectiva nacidos de la alianza con el
señor-conde de los normandos y de 1a sumisión a sus dictados, senti­
mientos cuyo mantenimiento terminaría exigiendo precisamente una
hazaña tan señorial como la de la conquista de Inglaterra.248
204 LA C R I S I S L>r-L SU ¡ L O XII

No podemos proceder aquí a un pleno estudio de los cimientos nor­


mandos en que se fundó el poder regio anglonormando. Dos son los
extremos que resultan aquí relevantes para la historia inglesa (e incluso
la británica): en primer lugar, que por mucho que los normandos logra­
ran imponer su poder señorial al otro lado del Canal de la Mancha, los
éxitos que lograron en las tierras conquistadas sólo despertaron ecos
amortiguados en Normandía, donde los estragos de la violencia fueron
notablemente comunes a lo largo del siglo xn. Y en segundo lugar, que
el problema a que hubo de hacer frente Guillermo el Conquistador en
Inglaterra fue el de imponerse en un antiguo reino que no sólo era de
tamaño muy superior al de su terruño de origen, sino que invitaba jus­
tamente — por el modo en que se había constituido históricamente— al
mismo tipo de disidencia que había afligido tanto a las monarquías de
las tierras francas occidentales como a las anglosajonas, aunque no
exactamente de igual forma. Los compañeros de armas de Guillermo
estaban más que dispuestos a hacer suyas las ambiciones de Godwin de
Wessex; sin embargo, no era posible conseguir que se avinieran sin
poner en peligro la integridad del antiguo gobierno local inglés. Al
frustrar esta tendencia, Guillermo provocó la conciliación de las insti­
tuciones francas y neustrias del condado con sus equivalentes inglesas
del condado y el ciento; y habría de revelarse poco menos que imposi­
ble lograr que los magnates de la conquista se contentaran con una u
otra de ambas fórmulas.249
Al igual que en León, Alemania y Francia, la solemnidad de los
diplomas revela parte de los objetivos y pretensiones de la monarquía
normanda. En el año 1069, Guillermo — «victorioso basileus de los
ingleses»— confirmó al obispo Leofrico de Exeter que se les habían
concedido unas rectorías a ios canónigos de Saint Peter. El pergamino
original muestra toda la pompa que caracteriza a los diplomas anglo­
sajones (y también a los primeros documentos ducales normandos), así
que aparece repleto de letras mayúsculas, y cuenta asimismo con las
rúbricas personales del rey, la reina (Matilde) y los potentados, junto
con una descripción en inglés antiguo de los límites de las propiedades
cedidas. Sin embargo, no se dice nada de ninguna demanda, a menos
que entendamos que hay una alusión implícita a ella en la parte en la
que se da al obispo el tratamiento de «mi fid c h s [de Guillermo]». Tam­
poco puede decirse que este registro, en la forma en que ha llegado
hasta nosotros, sea característico de la diplomática de las concesiones
LA D O M I N A C I O N DI; L O S S H Ñ O R H S ( 1 0 5 0 - 1 1 5 0 ) 205

del Conquistador, que no sólo presentaba variaciones y solía carecer de


formulismos, sino que también acostumbraba a mostrarse contaminada
de elementos de procedimiento propiamente anglosajones. Dados sus
precarios comienzos, el rey Guillermo deseaba ser aceptado en las pe­
queñas localidades, lo que 1c llevó a permitir que sus mandatos y sen­
tencias se redactaran en forma de escritos de fluido y conciso estilo,
tanto en inglés antiguo como en latín (y en ocasiones en ambas lenguas
simultáneamente); de este modo, de entre las aproximadamente ciento
sesenta actas (cicla) auténticas que se lian conservado de Guillermo el
Conquistador, únicamente dieciocho son diplomas. Con independencia
de lo que pueda esconder la verbosidad que emplean, ninguno de eilos
apunta a la existencia de una sola rutina particular de rogación, audien­
cia o graciosa respuesta públicas. Lo que florece en tiempos de los re­
yes normandos es más bien la antigua tradición inglesa del mandato
escrito, ya que los documentos de esta época cuentan con elementos de
autenticación similares a los de los cartularios y es característico que se
hallen desprovistos de toda solemnidad formulista; los registros en los
que se deja constancia de las decisiones o los juicios muestran distintas
formas de consentimiento o acreditación,250
El de Guillermo fue un reino de ritos públicos desde el principio, un
régimen monárquico basado en su reivindicación del derecho dinástico
a suceder a Eduardo el Confesor, un derecho ruidosamente proclamado
como tal y en cuya aceptación se insistió también notablemente. Las
preguntas que formulan los prelados que presiden la asamblea de auto­
ridades inglesas y normandas convocada en el año 1066 con motivo de
la coronación celebrada en Westminster parecen haber constituido una
novedad en los ritos de entronización ingleses,251 como también suce­
dería, y de similar forma lisonjera, en la carta de elevación al trono de
Enrique 1 (en el año I 100), cuyas fórmulas quedaron prácticamente
renovadas en su totalidad al acceder a la dignidad regia el rey Esteban
de Blois (en 1135). Los festivos atavíos de aparato que lucieron en su
coronación tanto Guillermo I como Guillermo el Rojo fueron, de modo
igualmente característico, sendas manifestaciones de autoridad públi­
ca, y no es menos importante el hecho de que expresaran a un tiempo
su señorío y su regia preeminencia.252
Los primeros reyes normandos tenían que asegurarse no sólo de
disfmtar de una clara visibilidad, sino de contar con una obediencia de
alcance general, y ello por un motivo que no conoce paralelismos en
206 L A C R I S I S D E L S I G L O XII

los demás reinos que aquí examinamos. En Inglaterra no dejaron de


operar en ningún momento las comunidades de obligación tradiciona­
les, al menos en los ámbitos de la segundad y la justicia; y dado que el
Conquistador no podía desear que sus caballeros impusieran un seño­
río local desentendiéndose de los propietarios instituidos por el orden
consuetudinario, no perdió tiempo redactando escritos para los hom­
bres de los condados. Los documentos de los primeros años de su rei­
nado que han llegado hasta nosotros no consisten tanto en actos estipu­
lados por escrito como en notificaciones (¿no escritas?) de la adopción
de decisiones — por lo general confirmaciones de la jurisdicción ecle­
siástica— . Redactados al principio en inglés antiguo, y multiplicándo­
se más tarde los fraseos latinos, estos textos debieron de hacer sin duda
las veces de otras tantas corroboraciones de la vigencia y validez del
derecho local a ojos de las iglesias que los conservaban — por ejem­
plo las de San Pedro de Bath y Edm undo de Bury en torno al año
106 7— .253 Los cientos empiezan a aparecer en los catastros del Domes-
day B ook después del año 1085, al devenir necesarios como institucio­
nes confirmadoras de las tenencias y del ejercicio de los derechos, es
decir, al contribuir a la estabilidad social; por otro lado, un buen núme­
ro de pruebas posteriores vienen a demostrar que los cientos se lucie­
ron responsables de la seguridad de los hombres de habla francesa, y
además, los magistrados, e incluso el rey, los movilizaban con distintos
propósitos.254
La Inglaterra normanda estaba constituida por un conjunto de insti­
tuciones y funciones públicas que venían a lubricar, por así decirlo, los
mandatos del rey. La gente era consciente de este orden consuetudina­
rio, tenía unas plausibles expectativas de justicia, e intercambiaba (y
acumulaba) monedas acuñadas, ya que se habían convertido en un ac­
tivo social garantizado. Tenían plena conciencia del espectáculo de
permanente discordia en que se enzarzaban los arzobispos, siempre en
busca de la primacía (jerárquica) en la Iglesia cristiana, una Iglesia que
en la época de Lanfranco había sido reorganizada hasta incluir las re­
giones de Gales y Escocia.255 Con independencia de la incoherencia
que pueda achacársele, el tratado anónimo conocido como «Leyes de
Enrique 1» prueba que tanto en los tribunales populares como en los
regios y los señoriales se invocaban el derecho y la costumbre, elemen­
tos que, aun de forma muy diversa, expresaban las antiguas prácticas
inglesas y la innovación normanda.256
LA D O M I N A C I Ó N Dl l L O S S E Ñ O R E S ( 1 0 5 0 - 1 1 5 0 ) 207

Con todo, este orden público y oficial se hallaba recorrido de arriba


abajo por la acción de los señoríos. No resulta fácil comprender en qué
medida dicha situación pudo haber debido sus características a la llega­
da de los normandos, y se hace imposible creer que el Conquistador
hubiera pretendido transform ar el ejercicio de la dignidad regia que
aspiraba a heredar. Lo que está claro es que actuó como señor-rey des­
de el principio, dado que no sólo se rodeó de un gran número de perso­
nas a las que él m ismo había convertido en dependientes fieles sino
que, como se sabe, trató de confirmar el vasallaje de sus potentados y
del personal que dependía de él imponiéndoles tanto el rito del hom e­
naje como un juram ento de fidelidad en la asamblea celebrada eí 1 de
agosto del año 1086 con motivo del primer día de cosecha.* Pese a que
difícilmente pueda considerarse una prueba, este acontecimiento cons­
tituye un síntoma de que los normandos estaban procediendo a una
generalizada feudalización de Inglaterra. En el D om esday Book, que es
el resultado de un registro catastral que se ordenó elaborar ese mismo
año, se describe Inglaterra como un conjunto de tenencias, conjunto en
el que se incluyen las del señor-rey, distribuidas en burgos y condados;
y a pesar de que muchas de esas tenencias no eran feudos, estrictamen­
te hablando, casi todas ellas eran propiedades vinculadas por lazos de
dependencia afectiva con el señor-rey y con otros grandes señores.257
En esta Inglaterra recién feudalizada, lo importante en la experien­
cia del poder era el señorío, bastante más que los feudos. Y dicha expe­
riencia resultaba más importante que las fachadas de la tradicional ac­
ción comunal. Dos ejemplos permitirán quizá ilustrarlo. Poco después
de la conquista, el rey Guillermo concedió el condado de York a su
hermanastro, el obispo Odón de Bayeux. Se trató de una prudente con­
cesión de autoridad realizada a modo de movimiento defensivo, ya que
en esa época el Conquistador, obligado a ausentarse de unas tierras
fronterizas que de ese modo quedaban expuestas al peligro, no tenía
más remedio que confiar el poder a sus potentados m ás fieles. Y cabe

* Disson habla aquí del L a m m a s-tid e duy, una fiesta asociada, c o m o se ha d i ­


cho, con el inicio de la c osecha cuyo no m b re procede p rob ablem en te de la voz
hlafmcfs.se. un térm ino del inglés antiguo que en el actual equivaldría a loaf-m ass,
es decir «misa de hogaza», deb ido a que los asistentes acudían a la iglesia en acción
de gracias portando un pan de trigo a m a sa d o con las prim icias del c am po. («V. de
los r.)
208 LA C R I S I S Dl-L S I G L O XII

argumentar además que ese comportamiento era en todo caso más jui­
cioso que el de tratar de dar nueva vida a las agrupaciones de condados,
como las que habían organizado y dominado el conde Godwin de Wes-
sex y sus hijos en tiempos de Eduardo el Confesor. No hay duda alguna
de que este Odón, obispo y conde simultáneamente, ejerció el poder
oficial, va que él presidía los pleitos y movilizaba los tribunales del
condado; fue un admirado potentado en los círculos regios; y más tarde
habría de recordársele como a un príncipe dotado de gran poder y de
carácter altivo, «como un segundo rey de Inglaterra».258 Y lo que se
aprecia claramente en todas las fuentes es que su «poder» (m agnapo-
tentia) era el de un señor dedicado a tratar de conseguir personal de­
pendiente y controlarlo, así como a buscar los medios precisos para
recompensarles por sus servicios. Nada m ás llegar a Inglaterra para
hacerse cargo del arzobispado de Cantorbery, Lanfranco descubrió que
el conde Odón y sus hombres habían estado usurpando parte de las
tierras de la Iglesia que debía administrar el propio Lanfranco. No hay
duda de que durante el inquieto pontificado del arzobispo Stigand se
habían producido negligencias, pero en el sonado juicio celebrado en
Penenden Heath en el año 1072 se vio claramente que Odón había crea­
do tenencias para sus caballeros a expensas de las tierras eclesiásticas.
Nadie pretendía alegar que Odón se hubiese extralimitado en el ejerci­
cio de las facultades de su cargo (como tales), únicamente se adujo que
al tratar de afianzarse en el señorío había violado distintos derechos y
que debía proceder a la restitución de las tierras de las que se había
apoderado, como determinaría finalmente la sentencia, contraria a sus
a r g u m e n to s .'0
No todos los compañeros de armas del Conquistador, y quizá ni si­
quiera la mayoría de ellos, crearon nuevos señoríos por la fuerza. Es
una lástima que los barones, que no disputaban entre sí, no hayan deja­
do documentos, ya que su sociabilidad es el elemento que más nos
acerca a una experiencia alterada del poder en la Inglaterra normanda.
En este sentido, el Domesciay Book apenas nos brinda ayuda alguna,
puesto que en la descripción de los patrimonios de la época, que apare­
cen consignados con incomparable lujo de detalles — pensemos, por
ejemplo en sus alusiones a los c/ominia, las divisiones territoriales de
los condados, las encomiendas y vasallajes, las casas solariegas y las
tenencias— , se aferra tenazmente a una representación normativa del
señorío, una representación en la que los siervos, los villanos, los caba­
LA D O M I N A C I ON DI- L O S S R Ñ O R F . S ( 1 0 5 0 - 1 1 5 0 ) 209

lleros y los grandes hacendados poseen obligaciones y derechos, pero


prácticamente no encuentran nada que decirse unos a otros. En este
documento, los antiguos señoríos basados en la propiedad personal
(dom inium ) aparecen inextricablemente m ezclados con los nuevos,
fundados en la prestación de servicios; nos vemos por tanto reducidos
a no poder hacer otra cosa sino imaginar que los hombres libres de
Suffolk vasallos del hijo de Roberto Wimarc tenían más relación con
este último que con el abate de Bury, que les administraba directamen­
te desde la división territorial.260
Un segundo ejemplo, o grupo de ejemplos, nos dará una visión más
amplia de la relación que guardaba el señorío basado en la dominación
personal con la experiencia del poder en la Inglaterra normanda. En
una fecha que no conocemos con seguridad, el rey Guillermo el Rojo
(1087-1100) concedió una granja sujeta a renta y situada en el ciento de
Nonnancros al abate y a los monjes de Thorney, con el acuerdo de que
abonaran las cantidades acordadas al magistrado de Huntingdon.261 En
el año 1101, Enrique i expresó el siguiente deseo: que «todos mis baro­
nes y condes sepan» que he confirmado, dijo, que la abadía de Saint
Martin de Battle posee un tribunal.262 En junio de 1 107, el rey Enrique
envía desde C'irencesier una carta al obispo y cabildo de Bayeux en la
que le comunica que el sacerdote Godofredo ha obtenido fallo favora­
ble al probar la reivindicación planteada a la iglesia de Saint-Sauveur
en la plaza de Caen «en mi corte y ante mis obispos y mi clero».26-1 En
1113, o quizá al año siguiente, el rey confirió la magistratura del con­
dado de Worcester a Gualterio de Beauchamp, concediéndosela como
si se tratase de un feudo e imponiéndole leal obediencia al obispo y a
los barones del condado.264 Y en el año 1 127. el rey Enrique cursó a
todos los barones que poseyesen tierras en los cientos del obispo de Ely
una directriz según la cual debian acudir a los litigios del tribunal obis­
pal del ciento al recibir la citación del alguacil del obispo, como en el
pasado.265 El interés de estos ejemplos no estriba en argumentar que los
cientos y las magistraturas fueran otra cosa que funciones públicas.
Hay pruebas que sugieren que Enrique I organizó la red de magistrados
y el control de los condados con el objetivo de preservar tanto los dere­
chos regios com o los comunales.266 Sin embargo, da la impresión de
que la antigua gobernación inglesa, al menos según ha llegado hasta
nosotros, quedó nuevamente sujeta al señorío después del año 1066. El
motivo de la confrontación que se hizo patente en Penenden Eleath ra­
210 L A C R I S I S D E L S I G L O XII

dicaba en los derechos patrimoniales, no en las atribuciones del cargo


del encausado; el fallo favorable al arzobispo Lanfranco no encontró
más límite que el impuesto por los derechos reales relativos a la utiliza­
ción de las vías públicas. Y en tomo al ano 1115, fecha en la que vere­
mos a un jurista anónim o esforzarse en consignar por escrito las «le­
yes» del reino, observarem os que dicho jurista no parece sentir la
necesidad de distinguir entre los poderes de los señores y los de los
funcionarios (como tales), dado que se limita a enum erar sin más el
ámbito de sus respectivas jurisdicciones: condados, cientos, soc.s*
diezmos y (agotados ya los sustantivos) el ámbito de garantía de los
señores. En otro pasaje, este mismo jurista argumenta implícitamente
que los hombres sujetos a los señores no tenían por qué estar en los
diezmos contemplados en los tribunales de los cientos.267 Todo el de­
bate relacionado con la jurisdicción confirma que los señores contaban
normalmente con tribunales y que también resultaba normal, en todo el
perímetro de los cientos y los condados, que se establecieran acuerdos
entre pares en relación con las lindes, hasta el punto de sugerir una dis­
tinción histórica entre los tribunales de las casas solariegas y los de los
señores; no obstante, en todos estos tribunales podía darse audiencia a
los pleitos a ellos remitidos, y todos ellos tenían igualmente la facultad
de aplicar las costumbres pertinentes al caso.
Estaría bien, por consiguiente, no exagerar la tensión que sin duda
existía en la Inglaterra normanda entre el poder de los cargos públicos
y el de los propietarios. Nadie consideraba anómalo que continuara
siendo incumbencia del señor-rey velar por el orden público, pese a que
todo el mundo pudiera ver perfectamente que el Conquistador tenía la
costumbre de recompensar a quienes, siendo amigos, combatieran ade­
más junto a él, con grandes arrendamientos de base patrimonial obliga­
dos a satisfacer costumbres y servicios de nueva creación. En la Europa
continental no se había materializado aún nada parecido a este orden
feudal (público) que acababa de imponerse en Inglaterra, pese a que del
otro lado del Canal de la Mancha las cargas que debía afrontar la socie­
dad de explotación m utua regida por los barones no difirieran sino por
sus dimensiones. No obstante, los empeños públicos de Guillermo el

+ Un tipo de divisió n a dm inistrativa local de la antigua Inglaterra que llevaba


apareja do el d e rec h o a e jercer en ella los d erech os feudales o de señorío. En inglés
actual el term ino es soke. (N. de las /.)
LA D O M I N A C I Ó N DE LOS S E Ñ O R E S ( 1 0 5 0 - 1 1 5 0 ) 211

Conquistador y sus hijos exigieron un entendimiento colectivo que se


hizo posible debido a que todos los implicados se hallaban expuestos a
peligros comunes y a que existía la tentación de imponer unas exigen­
cias excesivas; en cualquier caso, hemos de señalar que esta entente
general se sostenía además mediante alianzas con la Iglesia.
La Carta de las libertades, que carece de todo precedente, ilumina el
conjunto de estos hechos. En ella, tras su precipitada coronación, el 5
de agosto del año 1100, Enrique I trata de apaciguar al país, agitado por
el azaroso período anterior. El único sentido en el que podría conside­
rarse popular esta Carta deriva del hecho de que se enviaran múltiples
copias a los condados, aunque los límites que traza a las exigencias
fiscales tuvieron que haber complacido necesariamente a los arrendata­
rios de los señores y a los «fieles» al rey sobre quienes gravitaban di­
chas cargas. El documento prometía lo siguiente: 1) una «Iglesia li­
bre»; 2) la abolición de los «malos usos que han oprimido injustamente
al reino de Inglaterra»; y 3) el establecimiento de medidas «justas y
legítimas» para aliviar las cantidades pagaderas por los derechos de
sucesión de las tenencias condicionales; por si fuera poco, el escrito
continuaba desgranando toda una serie de concesiones relacionadas
con las dotes, la acuñación de monedas, el aprovechamiento de los bos­
ques (pertenecientes al rev), la justicia y el derecho.268
Esta célebre declaración de intenciones constituye a primera vista
un repudio del señorío normando. Podría objetarse quizá que su objeti­
vo explícito radicaba en disociar la imagen del nuevo rey de los exce­
sos de su rapaz y difunto hermano; sin embargo, no se agotaban ahí sus
metas. La renuncia al m onetagium com m une, que era «desconocida en
tiempos del rey Eduardo», se proponía abolir una imposición de Gui­
llermo el Conquistador. Debían restaurarse por tanto las «leyes del rey
Eduardo», enmendadas posteriormente por Guillermo I, Y si interpre­
tamos la carta de coronación de Enrique a la luz de los relatos retros­
pectivos que tenemos, descubriremos que la experiencia habitual del
poder en tiempos de los primeros reyes normandos adquiere de pronto
claros y poco halagüeños visos.
La violencia constituía un componente normal de esa experiencia:
las brutalidades derivaban de las situaciones de conflicto y despose­
sión. así como de los señoríos coercitivos. Ordcrico Vitalis, que escribe
en tomo al año 1115 J o expresa de forma memorable:
212 L A C R I S I S D I ' L S I G L O XII

E n t r e t a n t o , los i n g l e s e s s u f r i e r o n la o p r e s i ó n d e l y u g o n o r m a n d o y de
los o r g u l l o s o s s e ñ o r e s q u e los a f li g í a n e i g n o r a b a n lo s m a n d a t o s d e l rey.
L o s p e q u e ñ o s s e ñ o r e s q u e g u a r d a b a n los c a s t i l l o s s e d e d i c a b a n a p e r t u r ­
b a r a lo s i n d í g e n a s , f u e s e n d e a lta o b a ja c o n d i c i ó n . Y es q u e t a n to el
o b i s p o O d ó n c o m o G u i l l e r m o F i t z O s b e r n , v i c a r i o s del r e y , s e h a ll a b a n
t a n h e n c h i d o s d e s o b e r b i a q u e n o se h a b r í a n d i g n a d o a d a r a u d i e n c i a r a ­
z o n a b l e a las s ú p l i c a s d e los i n g le s e s ni a h a c e r le s f a v o r c o n im p a rc ia lid a d .
Y e s q u e p o r f u e r z a p r o t e g í a n a s u s h o m b r e s a r m a d o s , q u e se e n tr e g a b a n
a sa q u e o s a b u siv o s y a ra piñas en d ia b lad a s, d e sc a rg a n d o violentam ente
s u c ó l e r a s o b r e c u a n t o s s e q u e j a r a n d e los c r u e l e s e n t u e r t o s q u e sufrían.
Y d e e s t e m o d o lo s i n g l e s e s , h a b i e n d o p e r d i d o s u l ib e r t a d , l a n z a b a n v e ­
h e m e n te s g e m id o s y c o n s p ir a b a n una y otra v e z p a ra sa c u d irs e d e encim a
t a n i n t o l e r a b l e y d e s u s a d o y u g o . 2'’''

Resulta posible verificar todos y cada uno de los extremos de esta


descripción. Sabernos, o así ha quedado consignado, que Guillermo el
Conquistador impuso a Inglaterra una paz sujeta a disciplina por la que
se prohibieron desde el principio los saqueos, se puso freno a los caba­
lleros, se nombraron jueces para mantener el orden — incluso en de­
nuncias contrarias a dichos caballeros- y se proscribieron el robo, la
usurpación de la propiedad y otros delitos.270 Lo cierto es que había
mandatos, y por consiguiente posibilidad de desobedecerlos. Al morir,
se elogió al rey Guillermo tanto por su probidad como por «el buen
orden que había mantenido en sus tierras».271
Sin embargo, como es bien sabido, el retrato psicológico de Gui­
llermo el Conquistador es de carácter mixto 272 El problema al que trato
de apuntar con ello no es tanto el de que tendiese a ceder a accesos de
violenta ira cuando se le contrariaba, como se aprecia notablemente en
la expedición de castigo que realizará en el condado de York, sino más
bien a otra cuestión, la que estriba en la circunstancia de que Guillermo
fuera humanamente incapaz de hacer cumplir su voluntad en una socie­
dad vencida y sujeta a la dominación de varios miles de caballeros y
barones de habla francesa. Com o señala Orderico en otro lugar, los
castillos constituían una novedad en Inglaterra.273 La frenética cons­
trucción de nuevos baluartes, como observamos que ocurre en Lincoln
y Oxford, junto con la requisa de los antiguos fuertes urbanos, fue una
medida prudencial que subvirtió desde el primer momento la paz de la
conquista, ya que vino a confirmar los rapaces instintos de los castella­
nos y los caballeros que carecían de recursos patrimoniales y rivaliza­
L A D O M I N A C I Ó N D l ;. L O S SH Ñ O R L ' S ( I 0 5 0 - 1 1 5 0 ) 213

ban no obstante con los campesinos de las comarcas conquistadas, a los


que se obligaba a trabajar en las fortificaciones y a sufragar los gastos
generados. El pasaje en el que Orderico afirma que los «pequeños se­
ñores» de los castillos «se dedicaban a perturbar» a los lugareños apa­
rece confirmado en incontables documentos. Los hombres armados,
sumidos en la estrechez, trataban afanosamente de hacerse con un se­
ñorío, y para ello imponían nuevas costumbres y se apoderaban de tie­
rras de yugada* y de caseríos siempre que podían. Los monjes de Ram-
sey recordaban haber perdido las tierras recibidas en donación «a causa
de la violencia de los hombres fuertes» que se habían abatido sobre
ellos tras la conquista.2 1 iín Abingdon, al igual que en Ramsey, obser­
vamos que el Conquistador somete el patrimonio monástico al dominio
de unos caballeros, con cáusticos resultados.275 No hay duda de que se
hicieron algunos esfuerzos para estimular una pacífica transferencia de
tierras y lograr así que éstas pasasen de las manos de los derrotados o
los muertos a las de los caballeros normandos; sin embargo, en los dos
años que siguieron a la batalla de Hastings, la agitación provocó un
levantamiento, la airada reacción del señor-rey, y una nueva y más es­
table fase de hosca aceptación del régimen normando. Sólo después del
año 1068, aproxim adam ente, com enzarán a aparecer en escena los
miembros del cortejo real, principalmente Odón de Bayeux, junto con
los diversos magistrados de los condados. En York, un magistrado sa­
queó las provisiones del arzobispo, no consiguiendo sino provocar una
indignada y valiente apelación al rey, que puso remedio al agravio.276
Ahora bien, si, como parece probable, los señores y los altos funciona­
rios nativos de la corte adquirieron la costumbre de depositar sus obje­
tos de valor en los establecimientos religiosos, a fin de ponerlos a buen
recaudo, no resulta sorprendente que el rey Guillermo ordenara regis­
trar los monasterios y confiscar los tesoros. Se trató de un empeño vio­
lentamente perturbador, como atestiguan no sólo la nada velada alu­
sión de la A nglo-Saxon C hronicle al hecho de que el rey «saque[ara]
todos los monasterios de Inglaterra», sino también el relato de los sa­
crilegos y violentos comisos que llevó a cabo en Abingdon el magistra­
do Froger.277 El barón normando Picot, que era el magistrado del con­

* El térm ino « y u ga da» traduce aquí la voz hiele, una m edida agraria de superf
cie usada desde el siglo vil en Inglaterra y que eq uiv a le a la cantidad de tierra que
puede arar u n a y unta en un día. (.V. J e los t.)
214 LA C R I S I S D E L S I G L O XII

dado de Cambridge, se hizo tristemente célebre por su propensión a


incautarse de propiedades y a actuar opresivamente en las tierras del
obispo de Ely; y a su rapaz subordinado Gervasio, según los monjes, le
infligió un justo castigo la m ismísim a santa Etelreda.278 En una re­
flexión retrospectiva sobre los años que le había tocado vivir, y en un
pasaje en el que parece expresar su opinión personal, Enrique de Hun-
tingdon describe enérgicamente la situación de conjunto: «Los magis­
trados y los jueces ¡ocales, cuya función consistía en administrar justi­
cia y en dictar sentencia, se comportaban de modo más terrible que los
ladrones y los saqueadores, mostrándose más salvajes que el más feroz
de los bárbaros».279 Y en cuanto al conde Odón, es probable que el ele­
mento más característico de su conducta se encontrara más en los abu­
sos que cometia que en las atribuciones que reclamara para él Guiller­
mo de Poitiers. Andando el tiempo, su propio hermano el rey terminaría
acusándole de oprimir a las iglesias y de fomentar la deslealtad, orde­
nando finalmente su encarcelamiento.280
Orderico Vitalis no era el único cronista de la época que opinaba
que los normandos habían privado a los ingleses de su libertad, redu­
ciéndoles a la esclaviUid, De ese mismo parecer se muestra Frutolfo de
Michelsberg, que redacta su crónica en una tierra en la que los sajones
lamentaban haber sufrido la misma suerte. Y también se expresa en
similares términos Enrique de Fhintingdon, quien sostendrá lo siguien­
te: «Y es que Dios había elegido a los normandos para aniquilar a los
ingleses, pues El había visto que aventajaban a todos los demás pue­
blos por su ejemplar salvajismo».281 Resulta fácil — y de hecho está de
m oda— vincular estas exageraciones con las alusiones a la violencia
que viene a confirmar Orderico Vitalis con el comentario que acaba­
mos de citar más arriba. David Knowles insiste en que, pese a todas las
lamentaciones que les aquejarán a lo largo del siglo XII, fueron pocas
las pérdidas que hubieron de encajar los monasterios ingleses, ya que
en la mayoría de los casos consiguieron que se les compensara oportu­
namente. Su argumentación encuentra respaldo en el üo m esd a y Book,
y aún contaría con mayores apoyos si pudiésemos saber con seguridad
que las alegaciones que aquí hemos expuesto, y en las que se nos habla
del quebrantamiento de! orden, no son un comentario característico de
la época.282 No obstante, si tratamos de imaginar la historia de los mon­
jes y de sus arrendatarios, evidentemente expuestos al peligro en las
incendiarias circunstancias que registran todas las narrativas, y una vez
LA D O M I N A C I Ó N D E LOS S E Ñ O R E S ( 1 0 5 0 - 1 1 5 0 ) 215

desechados los anacrónicos términos valorativos que hablan de inhu­


manas y prolongadas agresiones a la integridad colectiva, lo que surge
ante nuestros ojos es una escena muy distinta. En el siglo xi, la palabra
esclavitud se utilizaba como meláfora para expresar una dependencia
radical; es decir, se empleaba para describir la experiencia del señorío
que tenía la gente corriente. Se obligaba al pueblo llano a construir
castillos, como ocurre en Huntingdon y en Lincoln, y se destruían sus
casas: se les gravaba con fuertes impuestos y se les embargaba a fin de
que realizasen trabajos pesados.283 Lo que atestiguan las crónicas ha de
interpretarse sin duda como una muestra característica de la experien­
cia del poder, pero no debe elevarse a la categoría de prueba de que los
normandos introdujeran un nuevo señorío de naturaleza cáustica.
En la época de Guillermo el Rojo las nuevas costumbres ya habían
logrado arraigar. La violencia que llevó aparejada el catastro del Du-
mesday B ook debió de parecer a quienes la sufrieron una imposición
inás tolerable que las represalias y las cargas fiscales del Conquistador,
y sin embargo, las fuentes de que disponemos lo presentan como un
instrumento de intromisión en el humano decoro carente de todo prece­
dente.3fi4 En tiempos de Guillermo 11 el Rojo persistieron las prácticas
de la prestación forzosa de servicios, de los incesantes gravámenes tri­
butarios y del normal ejercicio de la violencia por parte de los castillos.
Orderico Vitalis recuerda que Guillermo II no protegió a los campesi­
nos de los desmanes de ¡os caballeros, ya que permitió que los partida­
rios de dichos caballeros asolaran a placer las tenencias cuya explota­
ción resultara fructífera.2X? La práctica más llamativamente arbitraria de
este rey consistió en retener para sí los patrimonios de las iglesias que
quedaban vacías. Pocos son no obstante los elementos de la caprichosa
dominación de Guillermo el Rojo que puedan considerarse nuevos, a
excepción, quizá, de su incapacidad para consolidar la lealtad del clero,
gracias a la cual había logrado su padre preservar su reputación.280 La
utilidad dada a la zona de New Forest en la que Guillermo el Rojo mori­
ría durante una partida de caza a consecuencia de un flechazo sería una
emanación de otra de las imposiciones de Guillermo el Conquistador, y
supondría además una onerosa y acerba carga para los lugareños p o ­
bres, carga que por lo demás se m antendría en épocas posteriores
— convertida ya en un (mal) uso— por orden explícita de Enrique l.287
216 L A C R I S I S D L L S I G L O XII

Si Enrique hubiera gobernado bien en su día, seguramente hoy ten­


dríamos pruebas de ello. Lo que le importaba era el ejercicio de un
poder personal — y a perfeccionar la práctica de ese tipo de poder se
dedicó tan pronto como se vio libre del estorbo que le habían supues­
to su padre y su hermano, ahora fallecidos, lo que sin duda debió de
haber despertado las envidias de los señores príncipes en todas par­
tes— . Dicho poder se fundaba en primer lugar en la corrección puniti­
va de los extravíos, llegando Enrique a desheredar incluso a los trans­
gresores, esto es, a cuantos le hubiesen sido desleales; en segundo
lugar, se basaba en el cultivo de la fidelidad de todos aquellos con quie­
nes se hubiera complacido en compartir los beneficios de su señorío
— en este sentido, y por razones prácticas, terminaría organizando un
círculo íntimo y curial de auxiliares de confianza y un círculo extemo
de arrendatarios mayores— ; y sólo en tercer lugar se sostenía su fuerza
en la gestión de los condados y los cientos.2ss Ésta fue la fórmula de su
temprano éxito: procedió al brutal desbaratamiento de la aspiración de
su hermano mayor,* que reivindicaba el ducado de Nonnandía, y con­
siguió, no sin sobresaltos, detener al rebelde Roberto de Belléme; no
obstante, esta actuación tendió — y tiende todavía— a dejar en la som­
bra dos de los riesgos implícitos en la situación: 1) la creciente tensión
entre las viejas estructuras asociativas de seguridad y justicia por un
lado y los intereses patrimoniales de la élite normanda por otro; y 2) el
inconmovible interés de los barones anglonormandos en el futuro di­
nástico del señorío regio del que dependía su propia posición social.
El primero de estos problemas debió de haber sido manifiesto a lo
largo del período inicial del reinado de Enrique. La calidad de la acuña­
ción de moneda había comenzado a deteriorarse, dado que los inexper­
tos normandos habían sucedido en las cecas a los monederos anglo­
sajones. Tanto en los tribunales de los condados como en los de los
cientos, los magistrados se apropiaban de las ganancias, y sin duda se
aprovechaban también de los procedimientos rutinarios en curso. El
entorno del rey no dejaba de someter poco menos que a un saqueo sis­
temático a las distintas comarcas por las que acertaba a pasar el señor-
rey, una infamia que exacerbaba la incompatibilidad entre el orden lo­

* Se trata de Roberto II de N o rm a n d ía (c. 1051-1 134), du que de esa región ent


1087 y I 10(i, a d em ás d e prete ndie nte al t r o n o de Inglaterra. Participó e n la Primera
Cruzada. (/V, í/c ¡o s !.)
i a d o m in a c ió n d i; [.o s s i -.ñ o r h s ( 1 0 5 0 - 1 150) 217

cal y el señorío, d e m a s ia d o proclive a los excesos. La respuesta q ue dio


el rey Enrique a estos p ro blem as —a plicand o m e d id a s para re m e d ia r­
los entre, probablem ente, los año s 1 108 y II 10— 2W es uno de los p ri­
meros hitos que señalan que se com ien z a a re c o n o c er que la d o m in a ­
ción señorial ad ole ce de un fallo estructural, un defecto que por otra
parte e m pieza a h acerse patente en m u ch a s partes de Europa. El interés
de los barones en el derecho dinástico, hab id a cuen ta de la insistencia
del señor-rey en v incular el pad rin azg o a la fidelidad, era un p ro blem a
carente de rem edio. E stando en la cim a de su poder, E nrique I hubo de
sufrir en el año I 120 la cruel perdida de su heredero,* al n a u fra g a r el
W hiteShip. A partir de esa fecha, su d o m in io sólo se vería igualado por
su desesperación.

* G uillerm o III, duque «.le N om iandía, llam ado G uillerm o Adelin (1103-1120
hijo mayor de Enrique y M atilde de Escocia. (N. de los i.)
Capítulo 4
CRISIS DE PODER (1060-1150)

Interpretada en sentido cronológico ascendente, la historia del po­


der en la Europa de principios del siglo xn no tiene un final claramente
delimitado. La integra todo un conjunto de peripecias regionales que,
por la propia dinámica interna implícita en su devenir, escalonan su
degradación en un periodo que se extiende desde el año 1105 al 1150.
Se trata de episodios dinásticos, y en algunos casos del comienzo ex
novo de una o más historias nacionales, cada una de ellas con una raí-
son d 'éíre propia. En todo caso, ahora debemos someter a crítica la
tesis de la ininterrumpida historia europea que este análisis viene a
quebrantar a fin de comprender las aspiraciones, limitaciones y respon­
sabilidades que compartía el ejercicio de la gobernación señorial en los
umbrales de las crisis que habrían de transformarla.
Las crisis del siglo Xll (que se extienden incluso un poco más allá de
él) no tienen nada de sincrónico. Llamamos crisis en realidad a las cir­
cunstancias experimentadas por las distintas sociedades que entraron
en contacto en esta época de comunicaciones cada vez más rápidas, de
peregrinaciones y de cruzadas. No obstante, y a pesar del incremento
de las relaciones, estas perturbaciones — en los casos en que nos ha
quedado algún género de constancia documental— dejan traslucir que
nos hallamos aún en regiones dominadas por un provincianismo esca­
samente diplomático capaz de ofenderse por nimiedades. Aun así, difí­
cilmente cabría considerar anacrónico imaginar lo que sin duda debían
de contemplar los viajeros europeos al abandonar sus terruños, como,
por ejemplo, el autor del P ilgrim s' guide, que contrapone el belicoso
vigor de los habitantes del Poiíou con la permisiva inseguridad de las
220 L A C R I S I S l >m S I G L O XII

regiones v ascas;1 y tampoco lo sería sugerir que la violencia civil,


como la que estallará en Milán o en Laon, apenas debía de resultar me­
nos sonada para quienes residían en el ámbito local que los fenómenos
regionales de malas prácticas señoriales que se registran en la Isla de
Francia, o que la rápida proliferación de castillos ilícitos en la Inglate­
rra de Esteban de Blois. A lo que se habían familiarizado en todas par­
tes las sociedades europeas era a una nueva experiencia del señorío y
de la dependencia; una experiencia de intensidad igualmente nueva y
de carácter transformador que imponía nuevas obligaciones a las gran­
des familias que aspiraban a gobernar en dichas sociedades.

U na m a d u r e z in t r a n q u il a

Por todas estas razones no es de extrañar que los documentos de


conmemoración de los poderes principescos escritos (en su mayoría)
después del año 1060 parezcan recorridos por lugares comunes. Su
tema característico son los éxitos épicos, como observamos en los rela­
tos de la conquista normanda que nos han legado los dos Guillermos
(de Poitiers y de Jumiéges) o en las cartas en que Fulco el Pendenciero
deja constancia escrita de su linaje dinástico. Estos textos, junto con
otros que también habremos de mencionar, nos recordarán que en el
siglo xn los problemas no emanaban tanto de la decadencia de los po­
deres de los príncipes como de sus tribulaciones. En este sentido, los
señores reyes no fueron más afortunados que los duques y los condes.
Más aún, su responsabilidad puede contribuir a explicar la característi­
ca inseguridad de la expresión normativa del derecho principesco. La
impresión que se tiene, desde el punto de vista de un estudio de ámbito
europeo sobre el incipiente siglo xn, es que las manifestaciones de or­
gullo resultaron precarias y tropezaron con muchos obstáculos.

D ifictihades diiicísticas

Una de las cosas que observa el modesto clérigo que en tom o al año
1113 decide referir las hazañas de los príncipes de los polacos es el muy
elevado número de gobernantes cuyas proezas, pese a ser dignas de
conm em oración, habían sido no obstante «mantenidas en silencio».
C R I S I S 1) 1-. P O D K R ( 1 0 6 0 - 1 1 5 0 ) 221

Consciente del «espacioso universo de las tierras del inundo», se pro­


pone no caer en el mismo error, al menos en lo tocante a Polonia.- A un­
que efectivamente no supiera nada de los textos conmemorativos escri­
tos en las regiones occidentales de su propia patria — aceptando con
ello su palabra sobre el particular— , no hay duda de que debía de tener
alguna idea de lo que se decía en las cortes principescas. Y ello porque
su crónica de los primeros príncipes polacos se asemeja, en no menos
de tres cuestiones sustanciales, al singular y personal relato que había
compuesto en el año 1096 Fulco el Pendenciero del Anjeo acerca de los
condes que le habían precedido. En primer lugar, ambos textos introdu­
cen episodios de heroísmo épico acaecidos un siglo antes: los corres­
pondientes a las gestas realizadas por Boleslao I el Bravo en Polonia
(992-1025) y por Fulco de N e n a en el Anjeo (987-1040). En segundo
lugar, vemos que ambos relatos presentan las distintas conquistas de los
pueblos paganos a manos de los príncipes cristianos como otros tantos
momentos cruciales de la fundación de un poder legítimo — conquistas
que se producirán antes en el Anjeo que en Polonia— . Y en tercer y
más significativo lugar, lu que ambos autores nos ofrecen es una infor­
mación que no sólo se ocupa de la sucesión dinástica — constituyendo
una y otra obra, en este sentido, una especie de genealogías comenta­
das— , sino también de las disputas surgidas a raíz de los derechos su­
cesorios, incluidas las que tropiezan con estallidos de violencia.3
Antes de volver sobre este último punto, resultará útil señalar algu­
nas pruebas que, en relación con este examen, nos hablan de otras con­
memoraciones dinásticas, ya que se da el caso de que la mayoría de los
textos comparables que han llegado hasta nosotros muestran las mis­
mas tres características que acabamos de mencionar — me refiero a tex­
tos compuestos antes del año 1160 y en los que también se aborden
cuestiones vinculadas con la sucesión dinástica— . Aún hemos de remi­
timos aquí a otras dos piezas documentales más: las genealogías de
Flandes compiladas a principios del siglo xn en los establecimientos
religiosos de Saint-Omer, y las Gesta com itum Barcinonenstum («Ges­
tas de los condes de Barcelona», G cB ), cuya redacción se iniciará en
tomo al año 1152 y finalizará (en un primer momento) una década más
tarde.4 De estos cuatro textos, los del Anjeo y Flandes no requieren
añadir comentario alguno, al margen del extremo que hemos dejado en
suspenso más arriba: y es que, pese a proporcionarnos información
acerca de la dominación señorial, apenas agregan nada nuevo a lo que
222 L A C R I S I S D E L S I G L O XII

ya se ha dicho sobre sus regiones. En cambio, la mayoría de los datos


que conocemos sobre la Polonia anterior al año 1110 provienen de los
anónimos Deeds o f the princes o f the P oles (GpP): y en el caso de Bar­
celona, la escasez de las fuentes narrativas convierte a las Gesta comi-
tum en un precioso com plem ento de los registros archivísticos, que
aportan muy poca información sobre los objetivos dinásticos.
Estas dos historias (en el doble sentido de crónica y de fábula)
muestran curiosas analogías. A lo largo de las generaciones que se su­
ceden después del año 1060, tanto el principado de Polonia como el de
Barcelona verán surgir vecinos poderosos junto a sus fronteras, veci­
nos con Jos que rivalizarán por la obtención de posiciones ventajosas
en las hostilidades que los enfrentarán con los pueblos infieles. En am­
bos territorios, el control de los caballeros empeñados en entregarse al
saqueo y aumentar su riqueza patrimonial resultó decisivo para garan­
tizar el éxito de los señores príncipes, a quienes se consideraba decha­
dos de nobleza. Una interpretación inversa de los hechos que las Gesta
nos refieren de un caballero, sin duda el que más notable éxito cosecha­
rá en la región, nos proporciona una curiosa prueba de esta circunstan­
cia. En las comarcas musulmanas del interior de la zona que se extien­
de entre Zaragoza y Valencia, un caballero llamado Rodrigo Díaz,
conocido como el Cid (fallecido en el año 1099), logró hacerse con un
señorío principesco (y por ello casaría a su hija nada menos que con
Ramón Berenguer III), poniendo precio a los servicios prestados al rey
Alfonso VI y a otros príncipes, tanto cristianos como musulmanes, en
la lucha que (por regla general, aunque no exclusivamente) le había
enfrentado a los almorávides.5
En la España pirenaica, el conde Ramón Berenguer III (1096-1131)
se distinguió por reanudar las campañas contra los musulmanes, sobre
todo en la isla de Mallorca — entre los años 1114 y 1115— , y por rei­
vindicar la dominación cristiana de Tarragona. Además, consolidó há­
bilmente la sucesión de su propio hijo mayor al frente de los condados
de Besalú y de Cerdaña, con lo que conseguiría reinstaurar claramente
el principado que había desaparecido en el siglo x, víctima de la frag­
mentación. Estas y otras proezas anunciaban ya las hazañas de su hijo,
el conde Ramón Berenguer IV (1131-1162), empresas que en opinión
de un impresionado monje de Ripoll fueron aún mayores. Lo que esta­
blecen meridianamente las Gesta com itum Barcinonensium , así como
otros muchos documentos, es que el señorío principesco en el acrecido
CRI SIS DE P O D E R { 1 0 6 0 - 1 1 5 0 ) 223

condado de Barcelona estaba constituido por una inestable estructura


de alianzas militares con barones y caballeros que seguían participando
de los beneficios que generaban los antiguos patrimonios condales y
que también intervenían en las nuevas agresiones.6
Algo muy similar puede decirse de la Polonia de tiempos de Boles-
lao III (apodado el Bocatorcida, 1102-1 138), de quien incluso sabemos
bastante menos. En palabras de su panegirista, Bolcslao III fue con­
cebido milagrosam ente y se le considera el monarca que devolvió a
Polonia «su prístino estado». Noble modélico entre todos los señores
príncipes, Boleslao renovaría las agresivas campañas contra los prusia­
nos, los pomeranos y los bohemios, organizando al mismo tiempo la de­
fensa contra Alemania. Envuelto en las rivalidades de poder que le
enfrentaron a su hermano mayor, Zbigniew, Boleslao terminaría recu­
rriendo a la brutalidad, lo que podría explicar que las Gesta principum
Poíonontm se interrumpan en el año 1113, fecha en la que aún le que­
daban al duque veinticinco años de reinado.

Esto nos coloca de nuevo frente a los aspectos más oscuros de la


literatura conmemorativa. Prácticamente todos esos textos señalan
la inherente inestabilidad del poder dinástico. Y lo hacen así en virtud
de su misma existencia. Y es que a pesar del gran entusiasmo con el
que sus autores abordan las épicas hazañas de sus mecenas principes­
cos, es característico que resten importancia a los períodos más difíci­
les, aunque sin llegar a ocultarlos por completo. A todas las grandes
familias les aterraba la idea de sufrir la desgracia de una sucesión in­
cierta o disputada, y sus arrendatarios provinciales participaban de esc
mismo espanto en no m enor medida. ¿Quién podría no envidiar la bue­
na fortuna de los reyes Capctos, que, generación tras generación, deja­
ron como herederos a unos hijos crecidos y preparados para el puesto,
hasta bien entrado el siglo x m ?7 En Francia, los avatares de la suerte
contribuirían a crear la ilusión de que existe un poder regio cada vez
más consolidado, además de ininterrumpido.
Y es que las cosas fueron muy distintas en la mayoría de los princi
pados. En el Anjeo, el conde Fulco el Pendenciero recuerda en su cró­
nica condal que, al morir su padre sin heredero, él mismo (Fulco), ju n ­
to con su hermano mayor Godofredo el Barbado, asumieron el honor
de la sucesión, y que tras años de violencia, Fulco acabó derrotando y
224 LA C R I S I S D L L S K i l . O XII

encerrando en prisión a su hermano. Y a pesar de que omita consignar


claramente que había sido su rival Godofredo quien fuera designado
heredero del título condal, su descripción concuerda con otras pruebas
que indican que su difunto tío había favorecido a tal punto al sobrino
más joven que en la práctica vino a incitar a Fulco a apoderarse por sus
propios medios de la herencia.x
Estas tentaciones, propias de un hermano codicioso, actuaron de
diferente modo en Flandes, región en la que líoberto I el Frisón usurpó
el poder condal a su sobrino Amulfo III, más joven que él pero desig­
nado no obstante sucesor. El inexperto A m ulfo moriría después en la
batalla de Cassel, en el año 1071. en un vano intento de recuperar su
herencia. El recuerdo de este acontecimiento resulta comprensible­
mente problemático en las genealogías flamencas, dado que Roberto
demostró ser un conde muy enérgico; además, tras sucederle su hijo y
su nieto, se produciría una segunda ruptura de la principal línea dinás­
tica en el año 1 I 19.9 Lo que constituyó un trance doloroso en la década
de 1970, y pudo recordarse con detalle después de transcurrido medio
siglo, fue la traición que permitió a Roberto I hacerse con el poder.
Había jurad o no causar el menor daño a su herm ano Balduino VI
(1067-1070), juram ento con el que no sólo se había comprometido ante
su padre, sino también ante su propio hermano.10
En Polonia, incluso la propia supervivencia de los hijos menores de
edad en el seno de la familia ducal podía provocar intereses disidentes,
dado que el contexto estaba presidido por una aristocracia turbulenta:
ocurrió por primera vez en torno al año 1079, fecha en la que Boleslao
II es expulsado de sus tierras; más tarde se repetiría en 1100, cuando el
hermano pequeño de Ladislao Hermann (fallecido en el año 1102),
frustrado por las acciones de su hermanastro Zbigniew, mayor que él,
recurriera al cruel castigo al que ya hemos aludido.11
La crónica que mejor refleja las luchas intestinas por la consecu­
ción del patrimonio dinástico es posiblemente la que se encuentra en
las Gesta com itum Barcinonensiitm , donde se rememoran, unos sesen­
ta años después de ocurridos los hechos, los pormenores de la sucesión
del conde Ramón Berenguer I ( 1035-1076):

E n t o n c e s R a m ó n B e r e n g u e r . el « v i e j o » , e n g e n d r ó a P e d r o R a m ó n , a
Berenguer Ramón y a Ramón Berenguer, conde de Barcelona, Los dos
p r i m e r o s s e c o m p o r t a r o n c o m o u n a c a m a d a d e v í b o r a s , las c u a l e s , una
C R I S I S DI- P O D E R ( 1 0 6 0 - 1 1 5 0 ) 225

v e z t r a í d a s al m u n d o , m a t a n t r a n q u i l a m e n t e a s u s m a d r e s : y e s q u e el p r i ­
m e r o , e s d e c i r , P e d i o R a m ó n , a s e s i n ó a su m a d r a s t r a A l m o d i s , a sí q u e
P e d r o m u r i ó c o m o p e n i t e n t e e n E s p a ñ a y s i n d e s c e n d e n c i a ; y el s e g u n d o ,
e sto e s, B e r e n g u e r R a m ó n , e l i m i n ó t r a i c i o n e r a m e n t e a s u h e r m a n o R a ­
m ó n B e r e n g u e r e n el l u g a r l l a m a d o P e r x a .. .

Observamos aquí, una vez más, la prevalencia del fratricida. La le­


gitimidad del acceso al poder de Berenguer Ramón II (1082-1096) es­
tuvo siempre bajo sospecha v si permaneció en el cargo fue con el so­
breentendido de que sería su sobrino quien habría de sucederle, aunque
también él fallecería sin hijos mientras, según nos dicen las G esta, se
dirigía a Jerusalcn como peregrino penitente.12
La causa de que casi todas las genealogías principescas incluyan
episodios de sucesiones violentas o disputadas se debe manifiestamen­
te al hecho de que el poder dinástico constituía, en esencia, un patrimo­
nio señorial. En este tipo de señorío las costumbres sucesorias se vie­
ron permanentem ente envueltas en la duda. Y puede afirmarse sin
temor a la exageración que esta circunstancia contribuyó en gran m edi­
da al predominio de la ansiedad y a la génesis de diferentes crisis. Si
tomamos el período comprendido entre los años 1060 y 1140 y recopi­
lamos la información contenida en fuentes de todo género, podríamos
trazar del siguiente modo, siquiera sea de manera incompleta, el perfil
del escenario europeo:

1060-1068: Anjeo. Dos sobrinos suceden al conde Godofredo Mar­


tel, uno de los cuales se alza con el poder mediante el uso de la violen­
cia (Fragmcntum, 237).; 1
1062-1089: Maine. Disputa sucesoria para heredar al conde Heri-
berto II, fallecido sin descendencia. Conquista normanda (1063); R o­
berto, designado para hacerse con el título condal es expulsado en un
primer momento, y aunque luego recuperará su posición volverá a per­
derla en el año 1089 ( véase Orderieo Vitalis, según la referencia citada
más adelante, en la nota 16).
1067-1070: Carcasona. Disputada sucesión al conde Rogelio, muer­
to sin descendencia, lo que da lugar a que se «vendan» los derechos su­
cesorios al conde Ramón Berenguer I y a la condesa Almodis de Barce­
lona, lo que probablemente reavive su aspiración al poder dinástico en
ese condado (Cheyette, Spetuhtm , LXIII, 1988, págs. 826-864).
226 L A C R I S I S D E L S I G L O XII

1070: Flandes. Roberto I usurpa el poder condal, tras haber sido


muerto en 1071 su sobrino, desposeído del título (Genealógica, MGHSS,
IX, págs. 306-321; Germ án de Tournai, Liher. SS. XIV, págs. 279-
280).
1071: Barcelona. Asesinato de la condesa Almodis a manos de su
hijastro Pedro Ramón ( GcB, capítulo 4, pág. 7).
1076: Navarra. Traicionero asesinato del rey Sancho IV como re­
sultado de una conspiración organizada por sus hermanos y por terce­
ras personas. A consecuencia de esta muerte, Sancho Ramírez de Ara­
gón se apoderará del reino (Larrea. N avarre, págs. 355-360).
1079: Polonia. Se ejecuta al obispo Estanislao y Boleslao II es de­
puesto (G pP, ii. 27-29).
1082: Barcelona. Berenguer Ramón II asesina a su hermano el con­
de Ramón Berenguer II, a quien le sucederá su sobrino Ramón Beren­
guer III {GcB, capítulo 4, pág. 7).
1087: Normandía e Inglaterra. Agitada sucesión al duque de Nor­
mandía y rey de Inglaterra Guillermo I. Roberto II de Normandía here­
dará el ducado y Guillermo el Rojo la corona; Enrique (que terminará
siendo rey de Inglaterra a la muerte de su hermano Guillermo) recibe
una cantidad en metálico (OV, viii, IV, págs. 110-150).
1090: Maine. Levantamiento de los potentados, que expulsan a los
castellanos y nombran a un «nuevo príncipe», Hugo de Arezzo (OV,
viii, II, IV, pág. 192).
1093-1106: Alemania. Revueltas de Conrado y Enrique contra su
padre Enrique IV (Weinfurter, Salían Centurv. pág. 160).
1097-1112: Polonia. Rivalidad entre Boleslao III y su hermanastro
m ayor Zbigniew, no legitimado para acceder al ducado, enfrentamien­
to que precedió a la muerte de su padre, Ladislao I Hermán, y que se
prolongaría tras ella (ocurrida en el año 1102). La pugna terminaría con
el apresamiento de Zbigniew, a quien su hermano dejaría ciego a modo
de escarmiento {GpP, ii. 4, 7, 8. 16-24. 32, 35. 36-41. 50: iii).
1100-1 106: Inglaterra y Normandía. Muerte (en extrañas circuns­
tancias) de Guillermo el Rojo, al que sucede Enrique I. que excluye a
Roberto II de Normandía, lo que hace estallar un conflicto entre ambos
y desemboca en la destitución de Roberto, que pierde el poder ducal
(OV, x. 14-16, V. págs. 282-300).
1109-1120: León y Galicia. Urraca sucede a su padre Alfonso VI
de León, lo que provoca una inestabilidad que se agrava a causa de su
CRI SIS DE P O D E R ( 1 0 6 0 - 1 1 5 0 ) 227

problemático segundo matrimonio, que la había unido a Alfonso I de


Aragón, conocido como el Batallador (HC, i., págs. 47-48 [85-87]).
1115: Toscana. Fallece sin heredero la condesa Matilde y se genera
de este modo una persistente inquietud por la sucesión, que lleva apa­
rejado el control de las tierras que forman el patrimonio de la corona
condal («Notse», M G H SS, xxx-, pág. 975).
1120-1127: Inglaterra y Normandía. La muerte de Guillermo Ade-
lin en el «naufragio del White S h ip » arrebata a su padre Enrique I el
único heredero varón legitimo. La situación empuja al rey a preferir a
su hija, la emperatriz Matilde, a su sobrino Guillermo Cliton (1126), y
a obligar a sus barones a jurar fidelidad a Matilde (1127) (OV, xii. 26,
VI, págs. 294-306; P eterborough ehronicle, 48 [año 1127]).
1125: Alemania. Enrique V muere sin dejar descendencia legítima.
Los príncipes «eligen» a Lotario II de Sajonia, decisión a la que se re­
sistirá su sobrino (y nieto de Enrique V), Federico II de Suabia (Otón
de Frisinga, G esta F riderici, i., págs. 16-18).
1127: Flandes. El conde Carlos I de Flandes, conocido com o el
Bueno, muere asesinado. Esto da lugar a una crisis y a un conflicto por
la sucesión (Galberto de Brujas, De multro ... Karoli).
1135: Inglaterra. Al morir Enrique 1, su sobrino Esteban de Blois se
hace con el poder, quebrantando los juram entos de lealtad a Matilde
{GS, capítulos 1-3, etcétera).
1138: Alemania. Fallece Lotario sin hijos varones. Los príncipes
electores «designan» a Conrado II de Suabia, rechazando la plausible
aspiración al trono del nieto de Lotario, Enrique 11 de Sajorna y X de
Baviera, llamado el Soberbio (Otón de Frisinga, G esta F riderici, i.,
pág. 23).

¿Cómo hemos de considerar este compendio de conmociones dinás­


ticas, medio vacío o medio lleno de problemas? Puede decirse que a lo
largo del siglo posterior al año 1060 casi todas las casas principescas de
Europa experimentaron alguna crisis sucesoria. En la lista que acabamos
de exponer figuran prácticamente al completo las regiones que hemos
ido examinando en los capítulos anteriores. En todas partes, los méritos
para ocupar el poder corrían por las venas de la descendencia legítima de
los señores principes, lo que determinaba que resultara insufrible el es­
pectáculo de la designación de un sucesor al que pudiera tacharse de in­
digno o que suscitara reservas. A la vista de tan gran cantidad de material
228 I A C R I S I S [)F,L S I G L O XII

probatorio relativo a la Europa continental no debe sorprendemos que el


derecho hereditario, por no hablar del de primogenitura, se desarrollara
con tanta lentitud entre las élites anglonormandas.14 Además, las clases
principescas de las regiones septentrionales formaban una sociedad uni­
da por lazos familiares y culturales ¿Acaso no era la hermana del malo­
grado Baldmno VI de Flandes madre de los hijos de Guillermo el Con­
quistador? Este era sin duda el tipo de conversación que recorría las
cortes de los nobles a finales del siglo xi, y los espectáculos a que daban
lugar todas estas situaciones contribuirían también, en todas paites, a
amedrentar a las masas populares. El príncipe Luis VI de Francia, pese a
formar parte del círculo íntimo del rey Enrique I de Inglaterra entre los
años 1100 y 1 101, se convirtió en víctima de las peligrosas intrigas de su
madrastra Bertrada de Montfort. que pretendía favorecer a sus propios
hijos.15 Y al regresar a Inglaterra para hacer frente a sus propias dificul­
tades, la emperatriz Matilde tenía ya buena noticia de los problemas di­
násticos alemanes, y pudo así eludirlos.
En su momento examinaremos de qué forma terminarán participan­
do estas inquietudes dinásticas en los aprietos de las distintas regiones.
Lo que a estas alturas se observa ya claramente es que la seguridad de
los jóvenes señores-príncipes dependía tanto de la buena voluntad
de los barones con los que se hallaran aliados como de su capacidad para
recompensarles por su fidelidad. En caso de no poder satisfacer estos
requisitos, como sucedería en Navarra en tomo al año 1075 y en Polo­
nia y Alemania en fechas posteriores, las inquietudes dinásticas podían
desembocar en una rebelión. Y sin embargo, pese a tener todas las ca­
racterísticas propias de una dominación afectiva, las circunstancias de
la sucesión dinástica tocaban invariablemente el nervio del interés pú­
blico o social que quedaba expuesto cada vez que un señor príncipe
fallecía sin dejar un sucesor claro. En el condado de Maine, unos cuan­
tos barones, concertados con un grupo de hombres de Le Mans, afirma­
ron servir a este interés al morir Heriberto II; y esta iniciativa habría de
renovarse en ocasiones posteriores, fundamentalmente en el año 1098,
fecha en la que, hallándose ausente el conde (pues se encontraba en la
cárcel), los barones de Maine se reunieron para deliberar acerca de
la situación en que quedaba la res publica. 16 De entre las de este tipo, la
ocasión más señalada se produjo en Flandes tras el asesinato de Carlos
el Bueno en I 127.1"1No cabe duda de que, en todas las deliberaciones
que pudieran celebrar los barones al ver vacante el puesto del príncipe,
c r i s i s di-: p o d i . r ( 1 0 6 0 - 1 1 5 0 ) 229

la argumentación debía do girar sistemáticamente en torno a esta pre­


tendida intención de actuar en favor de! interés público. De hecho, es
bien sabido que en las elecciones imperiales de los años 1125 y 1138
quedará registrada documentalmente la celebración de conversaciones
de esa índole, indicándose que en este caso la iniciativa partía de los
potentados alemanes. Sin embargo, como ya sucediera en los concilios
papales de estos mismos años, parece probable que los elementos d o ­
minantes en las consultas posteriores al fallecimiento de un personaje
principal fuesen, tanto aquí como en cualquier otro lugar, los intereses
familiares y patrimoniales.1*

Realizaciones desordenadas

La pervivencia conceptual del interés público en la era de los seño­


ríos posee también significado desde otro punto de vista de alcance
europeo. Y por un motivo en modo alguno desdeñable: el de la conm e­
moración de las proezas de los reyes, los duques y los condes, una
conmemoración con la que estos señores intentaban definir el orden y
la seguridad en unas sociedades a las que se les habían quedado peque­
ñas las normas heredadas en relación con los derechos y las obligacio­
nes. Si recordamos las palabras que se atribuyen al conde Ramón Be-
renguer 1, los Usatges de Barcelona lo expresan del siguiente modo:
puesto que «el derecho godo no puede observarse en ... [algunos] casos
y negocios de esta tierra, y por consiguiente ... muchas quejas y alega­
ciones» quedan sin zanjar, él y la condesa Almodis juzgan útil, tras la
debida deliberación y consejo, imponer nuevos usos susceptibles de
cubrir satisfactoriamente las nuevas contingencias. Se observa con in­
controvertible claridad que los U sarles constituían la expresión nor­
mativa de una sociedad feudal que en torno al año 1060 había quedado
ya radicalmente transform ada.[l) ¿Podemos decir que sean únicos en su
género? De ningún modo, l odos los docum entos análogos que han
salido a la luz (sin necesidad de grandes pesquisas) no sólo confirman
que existen más pruebas del entonces reciente surgimiento de otros
regímenes de señorío y dependencia, sino que destacan asimismo una
limitación característica en el dominio ejercido por los principales.
De los años 1060 a 1 150 conocemos no menos de cinco textos jurí­
dicos del tipo aquí descrito: a saber, los propios (Jsatges, de cuya pri­
230 LA C R I S I S D L L S I G L O XII

mera versión (c. 1068) no han llegado hasta nosotros más que los ves­
tigios contenidos en un escrito del año 1150 aproximadamente; las
C onsuetudines et justicie de Normandia (c . 1091, aunque seguramente
contengan elementos anteriores a la conquista de Inglaterra); el más
antiguo legajo de las llamadas C onsuetudines feu d o ru m , obra de un
grupo de juristas anónimos de la Lombardía (que redactan el documen­
to a principios del siglo xn); los Fors de Bigorra (c. 1112); y las «Leyes
de Enrique I» (Leges H enrici p rim i, c. 1116).:0 Todos estos textos res­
ponden al problema de la superposición de un nuevo orden al viejo. Es
algo, cabe argumentar, que se aprecia claramente, como mínimo, en las
C onsuetudines normandas, que se han conservado en un documento
que conm em ora los derechos ducales al ejercicio de la justicia y el
mando, así como a la organización de la seguridad. Pese a que algunos
de sus artículos aludan a prácticas anteriores al año 1066 — lo que re­
sulta muy verosímil— , la impresión de conjunto que nos permite obte­
ner este texto apunta a una sociedad en la que las lealtades de los baro­
nes se integran plenamente en un orden público sujeto al control del
duque. Y en cuanto a los primitivos tratados lombardos, hemos de de­
cir que constituyen una exposición comparativamente elaborada de un
régimen de feudos que ya se hallaba operativo en torno al año 1100.
Muy distinta es la escena que ponen ante nuestros ojos los Fors de
Bigorra, que parecen ser, asom brosamente, resultado de un acuerdo
impuesto por los integrantes de un grupo de prelados gregorianos em­
papados de ideología visigoda al conde Bernardo Centulle. El interés
del «clero y el pueblo» (aunque por «pueblo» debamos entender aquí a
los nobiles) en las sucesiones condales queda clara y explícitamente
expresado; y el conjunto del texto, que contiene unos cuarenta y tres
artículos, prescribe que el conde ha de tener el control de los castillos y
supervisar la lealtad de sus acólitos, aunque lo hace con tanta reserva
que termina por asimilar el ejercicio de su poder con la asunción de una
delegación del pueblo. Para este conde, la seguridad significa conser­
var la potestad de determinar, en virtud del «derecho de la región», a
quién deba denominarse conde, aunque no puede en cambio decidir a
quién se haya de aplicar el apelativo de señor-conde. Lo que aquí obser­
vamos una vez más es que la dominación pública se entrelaza con la
organización del orden en el mismo ámbito, aunque en términos que
son prácticamente opuestos a los que veíamos en N orm andia.21 Poco
más ha de decirse aquí respecto de las Leges H enrici, que, al igual que
CRI SIS D E P O D E R ( 1 0 6 0 - I I 5 0 ) 231

los demás textos mencionados, es un trabajo anónimo concebido para


mostrar (en este caso) que a principios del siglo xu el antiguo derecho
inglés y las nuevas leyes normandas operaban conjuntamente.
Dos son los extremos críticos que han de tenerse presentes en rela­
ción con todos estos documentos. En primer lugar, todo lo que los une
es su propósito común, ya que la totalidad de ellos da testimonio de la
jurisprudencia vigente en un momento en que el poder vive una fase de
transición. El íntegro conjunto de estos legajos presenta de modo muy
diverso una misma circunstancia de cambio; y lo hace de hecho de for­
ma tan diferente que consigue recordarnos que lo que proporcionaba
impulso a ias culturas jurídicas de la Lombardía, Cataluña c Inglaterra,
pese a su reciente obsesión con las cuestiones vinculadas a ios feudos,
era la pervivencia de tres tradiciones de derecho distintas. Más aún, no
está nada claro qué es lo que nos lleva a vincular entre sí, y de manera
tan categórica, los distintos documentos que componen este pequeño
grupo de textos. ¿Por qué no incluir, por ejemplo, las «Leyes de Gui-
Henno el Conquistador», en las que se reúnen preceptos de distintas
fechas? ¿O por qué no incorporar también los estatutos de los concilios
de Lillebonne (1080), Burgos ( I I 17) o Cerdaña (1 I 18); por no hablar
de unos cuantos cartularios y estatutos específicos, como los que prohi­
bieron las confiscaciones en León (en el año 1072) o los del duelo ju d i­
cial a favor de la aplicación de procedimientos jurados a los burgueses
de Ypres (en el año 1116)?22 Todas estas promulgaciones poseían fuer­
za normativa y abordaban los problemas sociales de forma cuasi legis­
lativa.
En segundo lugar, lo que distingue a estos textos jurídicos es el he­
cho de que, en la forma en que han llegado hasta nosotros, se proponen
dirigirse al entero conjunto de sus respectivas sociedades sin pretender
en cambio poseer rango de ley. Para ver esto claramente, lo único que
necesitamos es considerar la constitución del año 1037 en la que el
emperador Conrado II regula la disposición de feudos en la Lombardía,
movimiento que le lleva por lo demás a tomar el partido de los caballe­
ros y vasallos de baja categoría jerárquica.23 Esta es la excepción que
confirma la regla. En la Italia anterior al año 1050, la gente aún podía
albergar razonablemente la esperanza de que su emperador legislara en
función del cambio social; y aunque sus regulaciones causaran conster­
nación entre los miembros de la vieja clase dirigente, también recono­
cían que la feudalización era una realidad, y así lo harán constar dos
222 L A C RI SI S OLI Sl l ' i l . O XII

generaciones más tarde los letrados que se dispongan a redactar sus


comentarios. Las primitivas Consaetitciines je u d o ru m no tenían en
modo alguno carácter oficial; y ¡as C onsuetudines normandas del año
1091 no fueron otra cosa más que una aide-m ém oire para los cortesa­
nos de Guillermo el Rojo. Y en cuanto a las Leges H e n ric ip rim i, pese
a constituir un tratado extenso y erudito que en absoluto se desentiende
de las realidades documentadas, también carecen del sello que podría
conferirles rango oficial.
Aunque de distinto modo, podemos decir lo mismo de los Usatges
y los Fors. Existen buenas razones para creer que de hecho fueron los
condes de Barcelona quienes impulsaron por primera vez la promulga­
ción de los Usatges en torno al año 1068, y que e! texto tenía rango de
ley. Sin embargo, no nos ha llegado ese primer texto. La única razón de
que no se haya conservado ha de radicar, como establece claramente
Pierre Bonnassie, en la circunstancia de que las concesiones que efec­
tuaba al orden integrado por feudos y vasallos no resultaban ya acepta­
bles a ojos de los cortesanos de Ramón Berenguer IV, quien, en tomo
al año 1150, ordenará redactar unos nuevos Usatges en los que se reco­
ge el espíritu de una nueva ideología de soberanía. Pese a que acabaran
con la versión original, estos mismos cortesanos consideraron oportu­
no fingir que los Usatges revisados eran obra del gran conde y la con­
desa, recordados por haber restaurado el orden público un siglo antes;
y los Usatges, en la versión que ha llegado hasta nosotros, muestran un
gran número de elementos propios de la nueva sociedad de señorío y
dependencia que había surgido en el condado de Barcelona en esa épo­
ca. Por lo demás, no hay nada en el texto que se ha conservado que
pruebe que fuera promulgado públicamente en su día, aunque la falsa
atribución a unos príncipes de un período anterior— que parece haber
engañado al monje de Ripoll que redactó las Gesta cornitum Barcino-
nensiitm— sugiera lo contrario.
El caso de los F ors de B¡gorra es distinto a todos los demás. Aquí
nos encontramos frente a un texto que pretende haber sido promulgado
en nombre del conde Bernardo III (fallecido en el año 1112 aproxima­
damente). Sin embargo, se dice que fueron los prelados y los «grandes
nobles» de la región quienes proporcionaron el impulso necesario para
esa promulgación, aunque «con la general aprobación de todo el clero
y del pueblo»; y no hay signo alguno de que el conde o sus sucesores
hubieran impuesto los Fors: lo único que sabemos es que se limitaron
c r i s i s d i ; I’o d i . ’r ( 1 0 6 0 - 1 1 5 0 ) 233

a permitir que fuese copiado (en algún momento) junto con otros docu­
mentos condales.25
En resumen, estas compilaciones de costum bres sociales son un
conjunto de registros de carácter no oficial. Carecían de la fuerza de ley
que sí poseía la constitución imperial del año 1037, aunque parece pro­
bable que los primeros L 'saiye s, fechados en torno al año 1068 aproxi­
madamente, tuvieran en su día un propósito semejante y ejercieran im­
pacto similar. Sin embargo, la averiguación de su carácter «oficial» es
seguramente errar el sentido de la comprobación. Todavía en tiempos
de Enrique III y de Luis IX aparecían libros de leyes en los que no se
observa ninguna mención al fallo de los tribunales, y aún habría de
transcurrir un siglo antes de que los gobernantes ordenaran pública­
mente la compilación de las costumbres.26 Sin embargo, la tarea legis­
lativa se reactivó a finales del siglo Xli — pese a que todavía no ocurrie­
ra lo mismo con la imposición de las prácticas consuetudinarias— . Lo
que resulta importante en el siglo que precede al año 1150 es el hecho
deque el señorío y las tenencias condicionales se estuvieran codifican­
do en formas consuetudinarias de carácter no legislativo, formas que
tenían poco que ver con los poderes principescos, aunque mucho con la
riqueza, la propiedad y la diferenciación de las posiciones sociales.
Lo que aquí observamos son los efectos de un impulso emanado de
los príncipes, un impulso al que no es posible dar sentido en términos
administrativos. En cada uno de los entornos de los diferentes prínci­
pes sabemos de la existencia — aunque se trate de un saber ciertamente
endeble— de hombres que. en la sombra, servían con lealtad a sus se­
ñores sin atenerse a los preceptos de la ley o de las fórmulas.27 No se
trataba todavía de juristas, salvo posiblemente en la corte de la condesa
Matilde; y sin embargo, las cuestiones relacionadas con el padrinazgo,
la transmisión de herencias y la concesión de privilegios debieron de
familiarizarles sin duda con quienes elevaban súplicas o presentaban
alegaciones, y algunos de ellos debieron de sentir seguramente la ten­
tación de concretar por escrito lo que precisaban consultar o conocer de
forma habitual — o quizá, más que por tentación, la consignación escri­
ta fuera consecuencia de que se les hubiera invitado a realizarla— .
Esos hombres se enfrentaban a reivindicaciones de jerarquía social o
de exención de cargas, peticiones que habían surgido a raíz de la m ul­
tiplicación de los caballeros y los vasallos de los barones que reclama­
ban la concesión de privilegios en virtud de los pactos de homenaje y
234 L A C R I S I S D E L S I G L O XII

vasallaje. M utatis m utandis, el derecho consuetudinario vinculado con


la posición social figura en todos los textos que han llegado hasta noso­
tros, pese a que en los de Norm andía e Inglaterra se presente fuerte­
mente subordinado al señorío regio y ducal.28
Por consiguiente, estas costumbres eran otras tantas expresiones
— tentativas y problemáticas— de las sociétés féodales en las que sur­
gían, y difícilmente cabría considerarlas más uniformes que esas mis­
mas sociedades. Y probablemente tampoco fueran más estables. En la
década de 1060, todavía se elevaban en Barcelona, por así decirlo, las
columnas de humo provocadas por los violentos choques de la revolu­
ción feudal. Entre los años I 100 y 1 120 aproximadamente, la Lombar-
día, que ya se había visto sacudida por las tormentas de la década de
1030, se vio inmersa en una crisis todavía peor a consecuencia de los
conflictos de orden civil que estallaron en Milán. Y las costumbres de
Normandía y B¡gorra, junto con las Leges de Inglaterra, reflejan que
estas regiones vivieron m omentos críticos que exigieron componendas
entre los regímenes fundados en el orden público y los señoríos dinás­
ticos. De nada serviría clasificar estos impulsos en la categoría de las
iniciativas inmaduras o incompletas. Antes bien, se trataba de aconte­
cimientos de sum a importancia, de m omentos álgidos del cambio so­
cial; estamos ante grandes realizaciones, como lo son por ejemplo las
gestas que se conm em oran en las actas, y de hecho ante realizaciones
que eran al mismo tiempo expresión de situaciones angustiadas. De un
modo u otro, todos estos documentos vinieron a señalar la resolución
de las crisis de poder que habían experimentado las regiones en que se
redactaron: primero en Barcelona y en la Lombardía, después en Nor­
mandía, ya en la década de 1040, y por fin. aunque más oscuramente,
en Bigorra durante los años inmediatamente posteriores al 1100. Ade­
más, los trastornos que provocaron estas crisis cuentan con testimonios
más amplios e ininterrumpidos de lo que jam ás llegaríamos a sospe­
char tomando como base un puñado de compilaciones normativas.

L a Ig l e s i a

En el año 1049 el papa León IX com enzó a desafiar, e incluso a


destituir, a los obispos y abates que, tras ser acusados de haber compra­
do su cargo, hubiesen sido hallados culpables. En la década de 1050, -
CRISIS DF. POOI-R ( 1 0 6 0 - 1 1 5 0 ) 235

los c a rde na les-ob ispo s Pedro D am ián y H u m b e r to de Silva C andida


debatieron acerca de la v alidez qu e pudieran tener los sacram en to s que
hubieran a dm inistrado los sacerdotes sim oníacos. En el sínodo rom ano
de abril del año 1059, el papa N ico lás II d ecretó un nu ev o «orden de
elección» por el que el pontífice debía ser elegido de entre los cardena-
les-obispos y el clero: adem ás, fue tam bién en esta ocasió n c u a ndo se
prohibió po r p rim era vez que el laicado se im plicara en las iglesias.
Todas estas m edidas, y fun da m e n ta lm en te la prim era y la última, eran
contrarias a las co stu m b re s y el parecer del rey de A lem ania; por c o n ­
siguiente, c u a n d o el papa G re g orio V II de sa u to riz ó las investiduras
episcopales dictadas por E n riq ue IV y sus predecesores, lo que se pro ­
dujo fue una lucha entre pap as y e m perad ores que llegó a adquirir p ro ­
porciones épicas entre los años 1075 y 1085. y que volvería a re c ru ­
decerse en tie m p o s de Pascual II y E n riq u e V ( 1 1 1 1 -1 1 1 8 ), T ras
convertirse en una p u g n a po r la s u p re m a c ía m u n d a n a l, y ello en un
reino teóricam ente cristiano, qu ed ó poco a poco reducida a la llam ada
Querella de las investiduras, a lo que había sido po r tanto su punto de
arranque, y term inaría zan ján do se al alcanzarse un ac u e rd o sobre esta
materia en el C o n c o rd a to de W o rm s, firm ado en el año 1 122.29
No es preciso em ba rc a rse aquí en ningún nuevo ex am en de la Q u e ­
rella de las investiduras (c o m o tal). Se trata de la más célebre crisis de
poder del siglo XII, y aun de cierto tiem po después. La qu e ya no es tan
conocida es otra circunstancia: la qu e la c onvierte tam bién en la p rim e ­
ra crisis de una é p o c a atravesad a po r un m o v im ie n to refo rm ista — del
que surgirá dicha q u e re lla — e stre c h a m en te relacio nad o con el m o d o
en que experim entaba el m und o laico la p resencia de unos p od eres si­
multáneamente pe rtu rba do re s y v u ln erab les, p o d e re s que ejercían su
influencia en unas sociedades que (por lo que sa b e m o s de ellas) no eran
tanto «laicas» c o m o su perficialm ente sacras. Los intereses y las res­
ponsabilidades clericales teñirán todos los e scenarios regionales qu e se
evoquen en lo sucesivo, y m agnificarán la totalidad de las crisis locales
que se produzcan. Los F nrs de Bigorra m uestran unas im prontas que
reflejan la ideología clerical visigoda que p ro m o v ía n los prelados ga s­
cones. Sínodo tras sínodo, los obispos plantearon c o nstantem ente q u e ­
jas relacionadas con la violencia qu e sufrían a m a n o s del laicado; y
sobre ellos recayeron a su vez distintas d enuncias, pero en esta ocasión
por transgresiones qu e no eran ya laicas ni clericales, sino sim p lem en te
■impropias. En A rezzo, el orden del poder local qu edó en teram ente tras-
236 LA C R I S I S D L L S I G L O XII

tocado a partir del momento en que, a fuerza de atropellos reformistas,


se expulsó, a finales del siglo xi, a los inútiles «custodios» del cabildo^
arrebatándoseles sus patrimonios consuetudinarios.51' El hecho deque
un creciente número de sacerdotes y monjes con escrúpulos deseaba
liberar sus acciones de las ataduras mundanas resulta muy sintomática
La evolución que hemos de rastrear con toda la precisión — sea ést^
mucha o poca— que estas nociones admitan es la que lleva a la IglesiáJ
entendida como conjunto de clérigos, de la inquietud a la crisis. Dag
eran las cuestiones que en torno al año 1050 empezaban a verconcl^j
ridad los clérigos sensibles: que la contaminación del ámbito espiritysj
por las cosas del mundo constituía una amenaza para la misteriosa efi­
cacia del poder de Dios; y que (en correspondencia con lo anterior)^!
señorío patrimonial, incluso estando en manos del clero — o especial­
mente en ese caso— , se convertía en algo problemático o corrupto^
Difícilmente cabría considerar que dicha contaminación fuese algíj
nuevo, desde luego, puesto que hacía ya mucho tiempo que se obsefiyaí
ba patentemente en los prelados y los papas que, siendo partidarios
la reforma, se habían revelado incapaces de distinguir entre las faceta
religiosa y temporal del poder. Lo que sí constituía una novedad era;lfl
reactivación de la insistencia en la pureza. En el sínodo celebrado ag
Reims en el año 1049 podemos observar a un prudente pontífice decfl
dido a conceder la mayor importancia a esa descontaminación, precisé
mente por conocer a los obispos por experiencia propia. Es lo que s |
desprende claramente de que ¡es exigiera una confesión de inocencia’
personal al conminatorio resplandor de las reliquias de san Remigio,
descalificando o poniendo así en cuarentena a los culpables. Tras haber
tratado de defender al obispo de Langres, manifiestamente corrupto, el
arzobispo de Besanzón tuvo que admitir que el santo le había dejado
sin habla.31
Todo esto vino a constituir un agitado preludio de la serie de juicios
y decretos que habrían de venir y que no iban a quedarse en la simple
censura de la simonía. Sabedor de que el matrimonio clerical estaba
muy extendido en Francia, el papa León se contentó con posponer el
asunto mientras atendía a los informes que le indicaban la existencia de
otros puntos débiles en la disciplina y la moral. El plan de acción mues­
tra claramente — y no sólo tenemos noticia de su contenido a través del
informe incluido en el sermón inaugural del diácono de Pedro, sino que
también lo conocem os gracias a los decretos del sínodo— que para
c r i s i s ni ' . i'ODHit ( 1 0 6 0 - 1 1 5 0 ) 237

estos prelados la elección y la conducta del clero, las creencias y cos­


tumbres sexuales del iaicado, asi como la integridad del patrimonio
clerical, eran todos ellos elementos a incluir en un exhaustivo progra­
ma de instrucción cristiana. '2
H^En consonancia con esta actitud, tanto la inmoralidad como la in­
justicia de la violencia continuaron siendo objeto de la censara del ele­
gía lo largo de todo el siglo xn, como también había venido ocurriendo
[épocas pasadas. Los reformadores cristianos nos ofrecen así vividos
¡timonios de las duras realidades resultantes de la multiplicación de
Jpríos. En el año 1049 se acusó al obispo Hugo de Langres de la más
jjipropia de las acciones armadas, así como de una serie de homici-
S, extorsiones y lastimosas colaboraciones con ciertos «satélites»,
R i e n d o ejercido de este modo una «tiranía sobre el clero» a él enco­
mendado.33 Pese a ello, el sínodo dedicó sus principales invectivas a
nbatir la violencia de los señores laicos, no limitándose para ello a la
ja insistencia (sobre todo) en que las elecciones eclesiásticas queda-
ten manos «del clero y el pueblo», sino entregándose a una notable
ríe de elocuentes prohibiciones: nadie salvo los obispos y sus sirvien-
jpodrían solicitar pagos en los terrenos de las parroquias, el clero no
jja portar armas y gozaría de inmunidad frente a posibles confisca­
res al transitar por ios caminos, y no menos importante, se añadía,
iie deberá causar problemas a las gentes sencillas \paiiperes homi-
s] rapiñando sus bienes o incautándose de ellos».3-4
?%|;-La violencia — pues no se agotan aquí las pruebas de que dispone­
mos— fue una de las preocupaciones capitales del sínodo de Reims.
Habría de seguir siendo la idea rectora en todos los concilios que se
celebraran hasta el año 1122 (e incluso en fechas posteriores), y en
modo alguno hay que pensar que fuese únicamente el hilo conductor de
los sínodos centrados en la paz.35 Más aún, la inquietud por las incau­
taciones arbitrarias terminaría plasm ándose en el surgimiento de un
nuevo y más concreto significado: el relacionado con el expolio de las
posesiones de los clérigos al fallecer y dejar las tierras y bienes de
las iglesias sin custodia. Ya en el año 1050, en un escrito compuesto
para el sínodo de Pascua de ese año y expresándose en nombre del papa
León IX, Pedro Damián había protestado contra la «perversa» y «exe­
crable costumbre de algunas gentes» que se dedican a saquear las casas
y los efectos de los obispos fallecidos.16 En el Concilio de Letrán de
abril de 1059 figura una prohibición relativa a este mismo tipo de vio­
238 LA C R I S I S DEL. S I G L O XII

lencia, referida en este caso a la perpetración de acciones similares con


posterioridad a la muerte de los papas o los obispos, a lo que se añade
una cláusula que arroja alguna luz sobre la antigüedad de este tipo de
conductas. La especificación en la que se estipula que las atribuciones
(facúltales) de un prelado debían preservarse «intactas» recuerda los
decretos que promulgaba la Iglesia primitiva con la intención de prote­
gerse del interés de los cargos laicos o las autoridades públicas en las
propiedades eclesiásticas.37 El cambio experimentado en tomo al siglo
XI radica en el hecho de que el oportunismo hubiera dado paso a la cos­
tumbre. Los reform adores hicieron hincapié tanto en la costumbre
como en su perversidad, y ya hemos visto que en las regiones galas e
hispánicas, el abuso — pues así se los catalogó— dio en asociarse con
la proliferación de los señoríos laicos y con la necesidad de recompen­
sar a los caballeros. Y lo m ismo puede decirse de la usurpación o la
incautación de las tierras y las rentas eclesiásticas, excesos que los re­
formadores denunciaban de igual modo, aunque de forma menos cate­
górica, y que también estigmatizaban los concilios.38
El predominio de estos «abusos» en el discurso reformista indica la
existencia de un sintomático clima de opinión. En los años posteriores
al 1050, la Iglesia fue. según el parecer de algunos, víctima de una serie
de voraces y depravados apetitos. «El mundo entero no es en la actua­
lidad», escribe Pedro Damián al papa Alejandro II en el año 1063.
«sino gula, avaricia y lujuria».39 Con independencia de los excesos en
que pueda incurrir esta encendida retórica, dos puntos resaltan con cla­
ridad. En primer iugar, Pedro es un autor que tiende habitualmente a la
indignación y a emplear un verbo apremiante. En este caso, como tan a
menudo ocurre en sus escritos, parece referirse a una situación cuyas
condiciones acaban de revelarse muy negativas o han empeorado muy
recientemente.™ En segundo lugar, esta carta evoca, con su expresiva
vehemencia, la más específica denuncia de Pedro, particularmente hos­
til con las ambiciones de orden no espiritual que atraen como un señue­
lo a los prelados y a los clérigos que entran al servicio de los príncipes
laicos, tentados siempre por las esperanzas de promoción a algún ele­
vado cargo religioso. No estamos aquí por tanto ante una simple crítica
de la simonía, sino en presencia de una perspicaz indagación en las
principales motivaciones que provocaban ese estado de cosas. Lo que
deseaban los hombres ambiciosos, tanto en el seno del clero como en el
ámbito mundano, eran los honores asociados a la preponderancia y la
C R I S I S DE P O D E R ( 1 0 6 0 - 1 1 5 0 ) 239

nobleza. «Abandonan las iglesias», había dejado escrito Pedro en tomo


al año 1060, «pese a codiciar desordenadamente una posición en ellas;
a fin de ejercer una tiranía sobre el ciudadano, si así cabe expresarlo,
desdeñan actuar como buenos conciudadanos; [y no contentos con eso]
rehuyen la vocación de servicio [militiam] con el propósito de encum ­
brarse por encima de los caballeros [mi¡itihas}»:il
Vemos aquí, y de forma característica una vez más, que Pedro Da­
mián presta atención a la intrusión del señorío en la adjudicación de
cargos y en su ejercicio práctico. También otros se fijarán en esto mis­
mo. Los concilios vendrán a poner en cuestión primero y a prohibir
después la concesión de feudos integrados por tierras arrebatadas al
patrimonio de Dios.42 Sin embargo, el señorío p er se no se cuestionaba.
Procedentes de las familias o círculos de los príncipes lotaringios o
toscanos, los papas reformistas podían imaginar que la lealtad de los
aliados laicos venía a fortalecer su poder sin menoscabo para la justi­
cia; ni siquiera la desastrosa derrota que sufriera León IX en Civitate
(en el año 1053) lograría que el papa Gregorio VII se apartara del rum ­
bo emprendido, un rumbo que también habría de convertirle en víctima
de los normandos. El papa Nicolás II (1059-1061) explotó el ascen­
diente señorial que le era dado ejercer sobre Ricardo de C apua para
consolidar su poder terrenal en Roma. Nadie planteó entonces que de­
bieran definirse las empresas mundanas de modo que quedasen clara­
mente diferenciadas de las facetas sacramentales propias de los cargos
eclesiásticos.
De este modo surgió en la década de 1050 una inquietud nueva vin­
culada a la implicación laica en la designación de dignatarios eclesiás­
ticos, y no porque esa intervención constituyese un rito «feudal», sino
porque algunos reformistas, y fundamentalmente el cardenal Hum ber­
to, se negaron a concebir los nombramientos de la Iglesia en términos
que no fueran los estrictamente religiosos. Una vez tomada por H um ­
berto la decisión de impugnar la validez sacramental de las ordenacio­
nes efectuadas por los prelados hallados culpables de simonía, quedaba
abierta una peligrosa vía nueva de reforma doctrinaria. Sus disputas
con Pedro Damián crearon un partido de radicales que acabaría triun­
fando en el año 1073, al salir elegido papa Gregorio VIL
El punto de vista que defendían estos nuevos doctrinarios se apoya­
ba en el argumento de que en un mundo cristiano los gobernantes lai­
cos no estaban cualificados para designar, y mucho menos nombrar, a
240 LA C R I S I S o r í . S I G L O XII

los miembros de la jerarquía de la Iglesia, listo significaba llevar mu­


cho más lejos la presión ejercida por quienes ya antes se habían enfren­
tado audazmente a los obispos simoníacos, pero habría de ser la cam­
paña instigada por León IX la que terminara dando la razón a la retórica
de Humberto, cada vez más intransigente. Al insistir en el intolerable
«desorden» que introducía en la sociedad cristiana la escandalosa in­
fluencia de las autoridades laicas en las elecciones clericales, el propio
Humberto dejó expedito el camino para la reforma de alcance más
práctico que habría de conocer la época. En el año 1059 quedaría insti­
tuido un «nuevo» y «justo orden de elección» de los papas que dejaba
la iniciativa en manos de los cardenales obispos, reservando al clero
llano y al laicado únicamente un derecho: el de comunicar su parecer
en caso de ser consultados. Andando el tiempo, esta situación termina­
ría convirtiéndose en un principio norma! del derecho canónico. Sin
embargo, en el año 1059 la disposición vino acompañada de una prohi­
bición por la que se impedía que los poderes laicos participasen en la
investidura de los cargos eclesiásticos, y es posible que esa disposición
animase a manifestarse a algunas de las voces de los círculos próximos
al papa que persistían en la acerba denuncia de un estado de cosas que
ponía en peligro las almas de los cristianos, en caso de verse sometidas
al ministerio de un sacerdote indigno.4-'
Es probable que a nuestros ojos la confrontación que se produjo en
la década de 1050 entre Humberto y Pedro Damián presente un aspecto
más tormentoso que a los de sus coetáneos, sobre todo en Italia. Se
trató de una disputa regional en la que los clérigos cultos trataron de
modificar los puntos de vista de quienes se movían en los círculos
próximos al pontífice. Sin embargo, puso de relieve la pobreza concep­
tual del pensamiento teocrático, tan llamativamente tolerante, al pare­
cer, con la corrupción y la incompetencia del clero. Además, la inflexi­
ble insistencia del cardenal Hum berto en el sagrado carácter de la
condición clerical obligó a la monarquía tradicional a adoptar una pos­
tura defensiva de la que nunca conseguiría recuperarse por completo.
La vehemente indignación con la que tanto Humberto como Pedro de­
nunciaron los abusos de las órdenes religiosas, unida al hecho de ha­
llarse ambos muy familiarizados con las historias de los países situados
al otro lado de los Alpes, determinó que su empeño viniera a presagiar
el ímpetu de una polémica que terminaría transformando el debate so­
bre el poder. Y si en el año 1058 se produjo, como supone Gerd Te-
C RI SI S Di- l ' Ü D L R ( 1 0 6 0 - 1 1 5 0 ) 241

llenbach, algo parecido a «una gran revolución» al tenerse en cuenta


por primera vez las consecuencias prácticas de la crítica del cardenal
Humberto, ¿no cabe decir acaso que este prelado había forzado el sur­
gimiento de la primera crisis del mundo nuevo que estaba gestándo­
se^44

La de «crisis» no era una palabra común en los usos verbales de la


época. Sin embargo, en torno al año 1060. los cristianos informados
podían haber tenido algún barrunto del desarrollo de los acontecimien­
tos. A la elección del obispo Anselmo de Lúea al solio pontificio— al
que accedería con el nombre de Alejandro 11 ( 10 6 1- 1073)— le seguiría
un mes después la del obispo Cadalo de Pariría — que adoptaría el nom ­
bre de Honorio II—-.* Lsta cismática designación muestra hasta qué
punto llegaban a influir las alianzas laicas en las opiniones religiosas,
dado que las familias romanas amenazadas por la asociación del papa
con la potencia normanda habían formado parte del grupo de partida­
rios que, en unión del círculo de obispos monárquicos, había elegido al
antipapa. El cardenal Humberto había fallecido, y et papa Alejandro, a
quien pronto confirmaría en su cargo incluso el joven rey Enrique IV
de Alemania, sacó adelante su programa de reformas sin llevar a sus
últimas y extremas consecuencias la prohibición de la simonía y el
concubinato.
Todo esto se vería transformado con la elevación al poder del refor­
mista radical Hildebrando Aldobrandeschi** en abril del año 1073. Pon­
tífice implicado personalmente en la reforma electoral del clero, se vio
obligado a negar en repetidas ocasiones que la tumultuosa aclamación
popular que le había permitido imponer su candidatura frente a la de
los demás cardenales-obispos invalidara su poder en la cátedra de Pe­
dro.45 Y sería él quien obligara a los obispos renuentes a aceptar las
cuestiones relativas a la simonía y al celibato de los clérigos, acepta­
ción que conseguiría mediante la renovación de las exigencias de aca­
tamiento de las disposiciones reformistas en los concilios de Francia y

* N o d e b e c o n f u n d i r s e a C a d a l o , a n t i p a p a H o n o r i o II, c o n L a m b e r t o S c a n n a
becchi, c a r d e n a l d e O s t i a , q u e e j e r c e r á el p o n t i f i c a d o c o n e s e m i s m o n o m b r e m á s d e
medio siglo d e s p u é s ( 1 1 2 4 - 1 ! 30). (,V. de los t.)
** E s d e c ir , el p a p a G r e g o r i o V I I (r. 1 0 2 0 - 1 0 8 5 ) , (/V. de los !.)
242 L A C R I S I S D E L S I G L O XII

Alemania de los años 1074 y 1075 — y es más, sería él también quien


planteara un nuevo desafío a los gobernantes laicos al prohibir por
completo la intervención del laicado en las investiduras clericales— .
Estas demandas suscitaron un vendaval de protestas prácticamente en
todas partes. En un sínodo celebrado en Erfurt en octubre del año 1074,
el clero rechazó de plano el requerimiento del arzobispo Sigfrido, quien
planteaba una disyuntiva irreconciliable entre el matrimonio y el altar,
llegando a producirse conatos de violencia. Dos meses más tarde, en
Passau, el obispo Altmann plantó cara a un clero igualmente hostil, y
hubo de capitular. Las cosas no les fueron mejor a los legados del papa
en Francia, ya que en esta región estallaron episodios de violencia en
los sínodos de Poitiers (durante el verano del año 1074), episodios que
se repetirían poco después en París y en Ruán.46 El furibundo rechazo
de los decretos de los legados sobre el matrimonio debe incluirse entre
las experiencias del poder más características de la Europa de finales
del siglo xi. Pese a no ser un señor del todo m alo,47 eran muchos los
que juzgaban que el papa solía quebrantar las costumbres, y sus pro­
veedores necesitaron que se les protegiera de la ira de los clérigos
reunidos en asamblea y sus familias. Y a lo largo del año siguiente, la
crisis estalló con virulencia a la vista de todos.
Enrique IV, que al principio había tratado con deferencia al papa
Gregorio, adoptó una postura agresiva tras la victoria que obtuvo sobre
los sajones en junio del año 1075. Asociándose con los cortesanos ex­
comulgados, el rey se limitó simplemente a ignorar los intereses papa­
les y designó a un diácono local. Tedaldo, quien ocuparía el arzobispa­
do de Milán. Gregorio reprochó esta conducta al monarca y aludió a
sus ilícitas alianzas, amenazando con excomulgarle. Sin embargo, en
enero del año 1076, al reunirse Enrique en asamblea con los obispos
alemanes en Worms, la moderación quedaría a un lado. En una serie de
vehementes y destempladas cartas, el rey ordenará a «Hildebrando,
que ya no es un papa, sino un falso monje ... que abandone» el trono
papal, pues ha sido hallado culpable de los cargos de usurpación del
poder, sometimiento tiránico de la Iglesia, y escandalosa afrenta a los
derechos de un soberano ya ungido. Pese a revelar meridianamente las
estratagemas de un gobernante impetuoso, la enfebrecida génesis de
estas cartas aún habría de quedar eclipsada por la misiva conjunta que
redactarían los obispos alemanes allí presentes. Tras pretender que no
habían visto recompensada la inmensa paciencia que habían mostrado
CRI SIS DE P O D E R ( I 060- 1 150) 243

con el «hermano Hildebrando», le acusaban de promover «innovacio­


nes profanas», de fomentar el desorden, y de actuar con arrogante y ti­
ránica imperiosidad. La respuesta pública del papa Gregorio llegaría
un mes más tarde, en presencia del clero reunido en el sínodo cuares­
mal de Roma. Invocando la potestad que. derivada de la cátedra de
Pedro, le permitía hacer y deshacer mediante la simple impetración al
santo, declaró nulo el poder de Enrique y liberó a todos los súbditos del
soberano — «a todos los cristianos»— de sus juramentos de fidelidad a
Enrique.48
El factor clave — llegadas ¡as cosas al extremo de haber empezado
a difundirse toda suerte de peregrinas demandas, en un ejercicio propa­
gandístico sin precedentes en la reciente historia de la época— fue el
hecho de que Enrique IV tuviera enemigos en Alemania dispuestos a
explotar ¡a circunstancia de que el papa hubiese absuelto a los vasallos
del rey de sus votos de lealtad. Esta declaración pontificia fue de hecho
la más asombrosa afirmación de poder arbitrario de todo el siglo xi,
puesto que además de contrariar brutalmente todas las costumbres
existentes, como pronto habrían de señalar los críticos favorables al
bando regio, sumía a las masas populares en un estado de escrupulosa
inquietud por la suerte de sus almas. Enrique, por su parte, dándose
cuenta de que había ido demasiado lejos, se vería obligado a dar mar­
cha atrás en el transcurso del año 1076. Y cuando se llegó al acuerdo de
que el papa Gregorio se entrevistase con Enrique en Alemania, el esce­
nario quedó dispuesto para el segundo y más moderado golpe de efecto
del rey: su sigilosa aparición como penitente frente al castillo de Ca-
nossa. en la región de Emilia, en enero de 1077, seguido de su esposa y
de su hijo, mascarada con la que al menos quería asegurarse la absolu­
ción que el papa Gregorio no podría negarle.4y
Este episodio fue el más llamativo choque de poderes — en el sen­
tido medieval, esto es, en su acepción de autoridades, o potestates— de
toda la Edad Media. Fue el símbolo de unas concepciones profunda­
mente encontradas del orden justo, concepciones en cuyo enfrenta­
miento no se vislumbraba aún ningún horizonte, ya fuera de resolución
o de avenencia. O ésa es la impresión que se desprende del conjunto de
apresurados debates que tuvieron lugar, y que en su mayor parte que­
dan fuera del alcance de este libro. Con esto no pretendo sugerir que las
reivindicaciones ideológicas estuvieran por encima de las pugnas de
poder — y lo cierto es que en ocasiones constituyeron la esencia de
244 L A C R I S I S D L L S I G L O XII

aquellas acaloradas polémicas , pero sí que se desarrollaron más a


modo de consecuencia que de elemenlos desencadenantes de la crisis.
El hecho de que Gregorio Vil se considerase capacitado para deponer
a un rey era sin duda lina cuestión relevante para todos cuantos vivían
aquellos acontecimientos, y no sólo para las testas coronadas. No obs­
tante, podemos decir que las implicaciones teológicas y funcionales de
la supremacía del sucesor de Pedro, o el impacto subversivo de seme­
jante programa en una monarquía teocrática de orden consuetudinario,
pese a que no pasaran desapercibidos a los ojos de los observadores
comprometidos de la época, constituyen en buena medida un descubri­
miento de la moderna exégesis erudita, cuyas perspectivas históricas
apenas son compartidas por un puñado de los autores polemistas que
intervinieron en el debate m ismo.50 La confrontación que tiene lugar en
Canossa refleja parte de la energía emocional que destilaba la convic­
ción del cardenal Humberto de que se había llegado a un desorden in­
famante que superaba todo cuanto la costumbre pudiese tolerar. Y la
m isma insistencia doctrinaria en un orden justo recorre las afirmacio­
nes del papa Gregorio, entre las que destaca, pues no reviste desde
luego escasa importancia, su reivindicación de que el Señor prefiere la
verdad antes que la tradición.51 Sin embargo, la posición de los partida­
rios del rey, por exagerada que fuese en el hiperbólico fariseísmo de
Worms (enero de 1076) no contaba con m enor arraigo que el plantea­
miento gregoriano, y ésta es la razón de que los obispos, puestos en la
picota sínodo tras sínodo, se vieran sometidos a un fortísimo desafío.
La irritación que muestran es un indicador que nos señala el impacto
inmediato que pudo ejercer en cada momento la confrontación entre el
rey y el papa, una confrontación capaz de «conmocionar al mundo».52
Era imposible que la cólera a d hominem que vino a presidir el desa­
rrollo de este conflicto se prolongara m ucho tiempo, dada la im­
plicación de hombres inteligentes que anhelaban que se les persuadie­
ra, tanto en materia de los derechos en liza como en lo tocante a los
precedentes que pudieran existir. No obstante, en las hablillas de las
comunidades religiosas subsistió una inquina soterrada, posiblemente
ininteriumpida desde que surgieran los primeros conatos de impugna­
ción de la ordenación de sacerdotes por parte de los prelados hallados
culpables de simonía, una rabia que dejaría huella en la verbosidad del
mismísimo Gregorio, pero que se escuchará más nítidamente en las
polémicas de sus detractores.5’ En el plazo corto, la violencia se mantu­
C R I S I S 1) 1. I ' OD H R ( IÜ60-I 150) 245

vo: así lo indican las elecciones de las distintas facciones, en un caso de


antirreyes y en el otro d e un antipapa; la segunda destitución de Enri­
que IV, en el año 1OSO; la amarga victoria de este último, al conseguir
expulsar de Roma a Gregorio en 1084; el subsiguiente y desesperado
llamamiento de Gregorio a los normandos en el año 1085, de desastro­
sas consecuencias... Tanto en los contextos conflictivos como en los
relacionados con el ejercicio del poder, Gregorio Vil se comportó
siempre como un señor príncipe, así que difícilmente puede juzgarse
accidental que en la carta que dirija en el año 1081 al obispo Germán de
Metz, en la que justifica la destitución de Enrique IV, el papa exponga
el excéntrico planteamiento d e que el carácter del poder laico en gene­
ral — una obra del demonio, lo denomina él— puede deducirse del que
ejerce su adversario. Y esta misma asociación de ideas, aplicada ahora
en sentido inverso, llevará a Wcnrico de Tréveris a asimilar el poder
gregoriano al de un arbitrario señorío ejercido sobre el campesinado.5-4
A medida que la crisis personal entre ambos gobernantes vaya ce­
diendo en intensidad, el objetivo de la reforma comenzará a dispersarse
cada vez más. Los legados aplicarán el program a gregoriano en las
provincias, revelándose así el fervor de quienes se habían formado en
los círculos presididos por una recta indignación, pero también la tena­
cidad de los episcopados de las diversas regiones, que se mantuvieron
firmes en sus tradicionales compromisos con los poderes laicos. En los
reinos escandinavos, al igual que en León y Castilla, el problema prin­
cipal estribaba en consolidar una primacía fiable en las ciudades. Gre­
gorio VII manifestaba la opinión de que los reyes de Dinamarca y N o ­
ruega se habían dejado influir más fácilmente que G uillerm o el
Conquistador en Inglaterra y Normandía, regiones en donde las espe­
ranzas más fundadas de lograr reformar la elección de los clérigos des­
cansaban en las ambiciones de los arzobispos Lanfranco y Anselmo,
que ansiaban erigir en Cantorbery una primacía arzobispal reformada y
tan libre de toda dominación como resultara posible, con independen­
cia de que dicha dominación fuera papal o regia. Los compromisos al­
canzados con Pascua! II en Francia (1106) e Inglaterra (1107), compro­
misos por los que Felipe I y Enrique I renunciarían a la potestad de
nombrar a los altos cargos de la Iglesia, esto es, a los provistos de anillo
y báculo, pero no a los ritos de señorío patrimonial a los que tenían
derecho, fueron obra de un pequeño grupo de prelados, principalmente
de Ivo de Chartres, para quien la buena voluntad del señor-rey revestía
246 L A C R I S I S D E L S I G L O XII

la misma importancia que la reforma moral. Con todo, el hecho de que


en el norte de Francia haya una abundante documentación que atesti­
güe la restitución de iglesias podría constituir una indicación de los
apremios y m egos conciliares.55
En las tierras hispánicas, los papas reformistas anduvieron más cer­
ca de imponer ¡a dominación de Roma que en los grandes reinos sep­
tentrionales. Ya el papa Alejandro II había imaginado que las regiones
reconquistadas a los m usulm anes podrían convertirse en tenencias
pontificias, y en tiempos de Gregorio Vil las legaciones fueron logran­
do que se aceptara cada vez más la liturgia romana, liturgia que termi­
naría imponiéndose a la visigoda. Y debieron de producirse además
algunos recortes en el programa conciliar de reformas morales, ya que
sabernos por el concilio de Besalú (1077) que el conde de esa localidad
colaboró en la destitución de los abates simoníacos; a lo que hay que
añadir que también tenemos noticia de que en posteriores concilios se
abordaron cuestiones relacionadas con la disciplina moral de los cléri­
gos.5'’
Sin embargo, habría de ser en el sur de Francia donde el programa
de reformas ejerciera un impacto más perturbador, un impacto que pre­
cipitaría el desencadenamiento de una crisis de poder comparable a la
que se había vivido en Alemania. Sobrevino muy pronto y de forma
súbita, pues a pesar de que el arzobispo Guifredo de Narbona, que rio
se había dejado ver en Reims en el año 1049, encabezara el movimien­
to de confirmación de la Tregua en el año 1054, los concilios celebra­
dos en Tolosa en los años 1056 y 1061 fueron obra de los legados y en
ellos se escucharon rotundas e inauditas condenas de la simonía y del
matrimonio clerical. Más aún. la agitación alcanzó un nervio muy sen­
sible. Quedó repentinamente claro que las voces que exigían la enaje­
nación de propiedades de la Iglesia iban a ser seriamente tenidas en
cuenta, ya que no sólo incidían en una región en la que los señoríos de
la antigua élite contaban entre sus posesiones con parroquias y entre
sus privilegios con el derecho al diezmo de las primicias de distintos
conjuntos de tierras, sino que lo hacían asimismo en un momento en
que el propio arzobispo Guifredo había incurrido en la censura del
papa. Poco después de esos concilios, las donaciones a Saint-Victor, en
Marsella, y a otras abadías fueron las primeras indicaciones de un ges­
to de penitencia. Guifredo se hallaba en una posición difícil, ya que, a
juzgar por la reclamación que había efectuado en su contra el vizconde
CRI SIS DE P O D E R (1060-1150) 247

Berenguer (c. 1059), el dom tm que sus padres, pertenecientes a la no­


bleza, le habían entregado al acceder al cargo de arzobispo debía de
presentar visos de una flagrante sim onía.'7 No sabemos, sin embargo,
qué desenlace tuvo la demanda del vizconde, y no hay duda de que en
la década de 1960 la campaña papal provocó las protestas de los obis­
pos meridionales, que no querían que se les arrebatara la iniciativa para
reformar la vida capitular y la observancia de sus reglas.
En la década de 1970, la campaña de Roma, promovida ahora por
Gregorio, cobraría nuevos bríos, cosa que lograría no sólo gracias a la
celebración de varios concilios presididos por los legados Am ado de
Oloron y Hugo de Saint-Die, dos exaltados doctrinarios, sino también
al hecho de que en ellos no dudara en emplear, en palabras de Paul
Ourliac, bien «la persuasión [bien] la amenaza». Además, la renovada
insistencia en la perversidad de las investiduras laicas conmocionó a
las más altas instancias de la sociedad occitana, como ya ocurriera en
Alemania. El arzobispo Guifredo, tras recuperar (según afirmaba) un
ingente patrimonio señorial situado en Narbona y sus inmediaciones,
falleció excomulgado en el año 1079. Gregorio Vil no se había enfure­
cido menos con los obispos simoníacos de Occitania que con los de
otros lugares; sus legados en la zona pedían en sus discursos que se les
confirieran los «poderes» necesarios para liberar a las iglesias y a los
diezmos de sus señoríos, y su mensaje llegó a oídos de los condes de
Tolosa, de los vizcondes de esa misma plaza, y de los de Béziers, ade­
más de a los de otros señores de m enor entidad. Sus piadosas restitu­
ciones indican la fuerza de la ideología gregoriana; sin embargo, el
comercio con iglesias y diezmos que se observa en torno al año 1100
sugiere que, por esa época al menos, la pujanza de la doctrina estaba
dando paso a la eficacia de la inercia.58
Al igual que en otros lugares, el señorío de Occitania reveló no ser
simplemente uno de los problemas subsistentes en el seno de la Iglesia
sino también la mejor esperanza de poder llegar a una solución de com ­
promiso. Los reformadores podrían objetar que los prelados comercia­
ran con las cuestiones espirituales, pero difícilmente podían oponerse a
que dominaran el patrimonio clerical. Aunque la ambición y el nepotis­
mo, por no decir nada del matrimonio de los clérigos, resultaran impo­
sibles de abolir, los reformistas conservaban al menos la esperanza de
limitar la influencia laica en la promoción del clero, así que, andando el
tiempo, las investiduras laicas terminarían convirtiéndose en la cues­
248 LA C R I S I S D L L S I G L O XII

tión de más crítica relevancia en la vida religiosa. Aun así, sería nece­
sario que un papa se mostrase dispuesto a insistir una vez más en la
abolición de este ritual para poner de manifiesto lo muy inextricable­
mente unida que se hallaba en realidad la Iglesia a las pasiones del
mundo. En una secreta negociación, cuya seguridad, como era enton­
ces característico, corrió a cargo de hombres que habían jurado lealtad
a sus protegidos y que podían portar armas, negociación en la que el
rey Enrique V acordó con el papa Pascual 11 renunciar a la posibilidad
de que las autoridades laicas disfrutasen de la potestad de designar pre­
lados — a cambio del apoyo de la Iglesia en la obtención de la corona
imperial— , los obispos se vieron obligados a desistir de todos sus de­
rechos al cobro de rentas, a-excepción de los diezmos, los devengos
pastoriles y las donaciones privadas; y más tarde, cuando el papa orde­
nara leer en voz alta tan asombroso programa ante la solemne asamblea
reunida en San Pedro de Roma el 12 de febrero del año 1111, el texto
fue recibido con un abucheo generalizado que terminó en un espec­
táculo de tumultuosa violencia. Entonces, al negarse Pascual a respaldar
la aspiración de Enrique al título imperial, este se retractó de su renun­
cia a las investiduras eclesiásticas, y apresó y encarceló al papa y a los
cardenales. El precio que el rey puso a su rescate, en abril del año 1111,
fue que el papa se comprometiera a garantizar mediante la concesión
de un privilegio que el monarca habría de conservar el derecho a nom­
brar prelados que ya poseyesen anillo y báculo (esto es, después de su
elección canónica), eximiéndole además de toda ulterior excomunión,
y prometiendo coronarle emperador.^1'
La nueva crisis de poder que estallará en el año 1111 será un fenó­
meno deudor de las distintas tácticas y componendas en juego, no de
una irritación visceral. No es inverosímil pensar que Enrique V no fue­
se sincero al adquirir los compromisos de febrero de 1111 y que nego­
ciase por tanto con mala fe. Es prácticamente seguro que Pascual II
— que sale derrotado en su intento de imponer unas elecciones clerica­
les incondicionalmente libres, tanto en Francia como en Inglaterra—
calculara mal sus posibilidades de éxito en las circunstancias que atra­
vesaba el imperio, aún menos favorables que las que debía encarar él
mismo. Al final, su sucesor, Calixto II, recuperaría una pequeña parte
del terreno perdido con el acuerdo alcanzado en el año 1122 y conocido
con el nom bre de Concordato de Worms. Para esa fecha, la opinión
culta había dejado ya de insistir en que ei poder de los prelados debía
C R IS IS 1)1. J’O D F R ( 1060-1 1 5 0 ) 249

ser expresión de la unidad (espiritual) del altar y el patrimonio, lo que


dejaba la puerta abierta a un nuevo y más elaborado reconocimiento
del lugar que debían ocupar los obispos en las monarquías cristianas.60
Por consiguiente, y en la medida en que el impulso promotor de las
crisis de la Iglesia se debía a las presiones del señorío, sus consecuen­
cias distaron m ucho de colm ar las expectativas que habían previsto
León IX, el cardenal Humberto y Gregorio VIL El fenómeno del seño­
río clerical — consistente en el ejercicio del poder sobre los patrim o­
nios y los bienes temporales— se hallaba demasiado arraigado en la
Iglesia mundana, una Iglesia agraviada y que sólo en fechas muy re­
cientes había iniciado un movimiento de autocrítica. Y a pesar de que
esta experiencia apunte al fracaso de los ideales radicales y a la necesi­
dad de asumir las inevitables soluciones de compromiso, también nos
recuerda un estado de cosas al que podríamos considerar semejante a
una «campaña propagandística» de restitución. En los prósperos dom a­
mos que comienzan a pro!iterar en todas partes, de la Toscana al Mar
.del Norte, se producen quejas por las incautaciones de tierras que m e­
noscaban las propiedades de los monjes y los canónigos, y que merman
asimismo sus respectivos patrimonios. Los culpables de tales acciones
acabarían mal parados en los primitivos m iníenla, aunque en el siglo
XI! se decía que algunos de ellos podrían haberse redimido gracias a las
oraciones dirigidas a la Virgen María.61 En los concilios, las quejas
eran incesantes, dándose el caso de que dichas lamentaciones llegaron
a asociarse, como ocurriera en el celebrado en Reims en el año 1049,
con acusaciones de inmoralidad y simonía.
Lo que aquí reviste importancia es el hecho de que lo característico
fuera consignar por escrito este tipo de infracciones una vez que se les
hallaba solución, o precisamente por habérseles puesto remedio, «Consi­
derando el mal que esiaba causándoles, y la injusticia» de mis acciones
contra los monjes de Psalniodie, decía el conde Raimundo IV deTolosa
en 1094, «me he arrepentido grandemente de tales pecados», y por con­
siguiente renuncio, viene a afirmar, a gran parte de mi jurisdicción sobre
las tierras del m onasterio/’2 En el año 1097, un tal Guillermo de Assé
devolvió a los monjes de San Nicolás de Angers «la iglesia de Assé, que
se hallaba en mis manos no sin pecado».63 El obispo Hildeberto de Le
Mans fue ensalzado por haber recuperado para el domamo capitular
«muchas iglesias arrebatadas ..a nuestra congregación por la violencia
de los laicos».64 Tanto en el norte como en el sur, los ejemplos de este
250 LA C R I S I S D E L S I G L O XII

tipo de renuncias explícitamente motivadas en un acto de penitencia pa­


recen responder a la campaña en favor de la reforma que habían empren­
dido los legados. Sin embargo, en los domanios meridionales al menos,
no siempre resulta fácil distinguir el sentimiento de culpa de los gestos
de caridad. Muchas de las donaciones efectuadas a la comuna de Lézat
con posterioridad al año 1056 parecen provenir de propiedades familia­
res y de nuevas dotaciones, y 110 hay referencias a la usurpación/’5 Jean-
Franfois Lem angmer ha mostrado que la disposición de los propietarios
laicos a ceder las iglesias que se hallaban en su poder guardaba relación
con el auge de las fundaciones piadosas que se observa en el siglo xi,
época en que los monjes, tanto reformadores como reformados, estimu­
laron 1a restitución del patrimonio monástico; además, Lcmarignier se­
ñala la existencia de una reacción favorable al señorío de los obispos,
reacción que se habría iniciado durante el pontificado de Urbano II
(1088-1099).66 En el gran concilio celebrado en Reims en octubre del
año 1119 estalló la sospecha de que los monasterios disfrutaban de exce­
sivos privilegios. En este concilio, el papa Calixto II escuchó la denuncia
del obispo de Mácon, quien clamaba por los abusos cometidos en Cluny,
aunque no consiguió sino provocar la lúcida refutación del abate Pons y
un clamor generalizado que sostenía lo contrario/’7
No hay duda de que la restitución de bienes a las iglesias específi­
cas, o al menos las devoluciones fruto del arrepentimiento, contribuye­
ron a mitigar las crisis de la Iglesia en su conjunto. Y ello porque el
abuso que venían a remediar, pese a que en realidad resulte muy dífícil
considerarlo nuevo, había presentado ya todos los visos de constituir
un síntoma de crisis en torno al año 1060. Pedro Damián denunció la
existencia de «hombres violentos» que se entregaban a la incautación
de iglesias y que acostumbraban a «invadir las propiedades sagradas»,
cosa que reprobaba como uno de los «males que se alzan insolente­
mente en nuestros tiem pos»/’8 Con todo, y pese a que con toda seguri­
dad habría aprobado las restituciones piadosas, no hay duda de que
también se habría planteado interrogantes al conocer la más que enér­
gica forma en que los prelados habían puesto los cimientos de su seño­
río mundano a lo largo de la generación anterior. Se decía que durante
el período en que se dedicó a incrementar el patrimonio de Santiago en
Galicia, el obispo Diego Gelmírcz había «liberado» tierras que se ha­
llaban en manos de distintos caballeros/'9 por muy característico que
fuera en su época este ejercicio de poder, como veremos, difícilmente
CRI SIS DE P O D E R ( 1060- 1150) 251

puede decirse que resultara modélico en términos de una correcta prác­


tica de la prelacia espiritual. La dominación teocrática nunca lograría
recobrarse del golpe que le supuso la Querella de las investiduras. Casi
debiéramos decir que los señoríos clericales jam ás habían gozado de
mejor salud, o que las ambiciones, como pronto habría de señalar Ber­
nardo de Claraval, nunca se habían revelado tan deplorables.70

U nas sociedades altera d as

En todas partes, el lema de los reformadores — libertas ecclesice—


era un desdoro para los señoríos patrimoniales. Sin embargo, los acon­
tecimientos del año l i l i probarían que, a diferencia de la simonía, la
aludida libertad guardaba escasa relación con las realidades del poder
local. La época que aquí estudiamos fue un período de libre iniciativa
en la consolidación de las costumbres, tanto en los campos de cultivo
como en los viñedos y los mercados; lo que la mayoría de las personas
experimentaban, o padecían, no eran los excesos de los señoríos, sino
los de los señores, y éstos venían a constituir el problema; además, di­
fícilmente puede considerarse accidental que las pruebas que nos ha­
blan de la existencia de poderes que suscitaban contestación o moles­
tias procedan de distintas regiones situadas en cualquiera de los puntos
de la cristiandad latina, regiones en donde hay elementos que indican
que estaba aumentando la demografía y la riqueza.

La revuelta sajona y sus consecuencias (¡073-1125)

En Alemania la crisis de la Iglesia chocó con otra crisis, ésta de


poder. Cuando el rey Enrique IV renovó la campaña que ya emprendie­
ra su padre para reconstruir el poder regio en Turingia y en la vecina
Sajonia, suscitó unas suspicacias que habrían de convertirse, en torno
al año 1070, en una seria resistencia. La de Sajonia era una sociedad
prácticamente independiente cuyo campesinado, mayoritariainente li­
bre, sólo se hallaba sujeto de manera nominal al duque y a los demás
nobles, con el añadido de que la índole de los protectorados de estos
aristócratas continuó siendo de naturaleza fundamentalmente pública.
Enrique decidió explotar los dominios fiscales que poseía en los límites
252 I.A C R I S I S D E L S I G L O XII

de los montes Harz, y para ello construyó nuevos castillos — bastantes


más, al parecer, de los que se necesitaban para atender a sus objeti­
vos— . El hecho de que permitiera que los encargados de erigir las for­
talezas obligaran a los campesinos a realizar los trabajos de construc­
ción le llevó a situar en esas plazas fuertes a caballeros leales y a
m inisteriales procedentes de los dominios que ya tenía consolidados,
principalmente Suabia. Uno de esos castillos, el amenazador baluarte
de Harzburgo, se edificó cerca del accesible palacio de Goslar, y se
hallaba acondicionado para poder dar alojamiento al propio rey.71
Lo que resulta notable en esta situación es que las masas de campe­
sinos sajones, así como los potentados, que, a su váz, también contaban
con buenas fortificaciones, interpretaran esta iniciativa regia como una
provocación. Los cabecillas de la aristocracia, como el margrave Dei y
Otón de Northeim reclutaron fácilmente para su causa a hombres de
menor posición que se habían visto perjudicados en sus derechos co­
munes y que también habían visto limitados los beneficios que hasta
entonces habían venido recibiendo en materia de servicios y pagos. No
obstante, esta alianza se revelaría muy frágil debido a las ambiciones
de los hombres de mayor rango jerárquico, que deseaban hacerse con
un señorío, y a la inestable disposición de las masas populares. En una
serie de conversaciones con los cabecillas sajones, Enrique IV supo
jug ar hábilmente con los contrapuestos intereses en liza, y ésta es la
razón de que en algún momento del año 1074, y al sentirse traiciona­
dos, los campesinos, congregados en una horda justiciera, optaran por
saquear el castillo de Harzburgo y terminaran profanando el nuevo
mausoleo dinástico del rey. Este ultraje no consiguió sino fortalecer
aún más la determinación de Enrique, que de este modo, al comprobar
que no conseguía someter al ducado de Sajorna como tal, decidió do­
minar a sus habitantes, logrando además reconciliarse con algunos de
sus enemigos. El 9 de junio del año 1075, en Langensalza, junto al río
Unstrut, Enrique forzó el desenlace en una sangrienta batalla marcada
por la matanza de miles de campesinos y la huida de la élite de los jine­
tes sajones. En la implacable persecución subsiguiente, el victorioso
rey hizo prisioneros a muchos cabecillas sajones y obligó a un ingente
número de enemigos de toda condición a un humillante ritual de some­
timiento (cerca de Espira, el 25 de octubre del año 1075).12
Estas eran las circunstancias en que se hallaba Enrique IV al atraer­
se la censura papal que terminaría incitándole a plantear, ayudado por
c r is is i)H P o o t R { 1 0 6 0 - 1 1 5 0 ) 253

sus obispos, loda una serie de desorbitad as d e nu nc ia s contra G regorio


VIL Los dos conflictos en que se hallaba inm erso el rey conv ergiero n
en el año 1077, fecha en qu e los m agn ates sajones, resentidos, d e c id ie ­
ron elegir antirrey, mov idos p o r un im p ulso que p o sib le m e n te no fuera
nuevo, a Rodolfo de R heinfeklen (duque de Suabia). A n d a n d o el tie m ­
po su oposición a E nrique iría d e b ilitá n d o se , p ero au n así h abría de
persistir incluso tras su muerte, horas de sp u é s de la batalla de Elster, ya
que incluso sus m ás débiles su cesores tratarían de hacerse con la co ro ­
na. Para el año 1085, E nriq ue había recup erado ya el control de la m a ­
yoría de los o b isp a d o s y llegado a un a rre g lo en Sajon ia, do n d e los
potentados habían p e rdido el resp a ld o de la g e n te .73 N o o bstante, las
aspiraciones de libertad p o p u la r que hab ía n caracterizado al perío do no
desaparecieron, así que en el año 1112, al entrar E nrique V en conflicto
con el a rzo bisp o A d a lb e rto de M a g u n c ia a raíz de u n a usu rp ación de
254 LA C R IS IS D E L SIG L O X II

las tierras regias, la latente disidencia que aún alentaba en Sajonia vol­
vió a provocar un estallido. Sin embargo, en esta ocasión el poder de
los príncipes era demasiado sólido para que resultara posible desalojar­
les o ganarles para la causa regia, siquiera a viva fuerza, así que al de­
rrotar Lotario III de Supplinburg a Enrique V en la batalla de Welfes-
holz, en el año 1115, Enrique tuvo que renunciar a Sajonia — y de
hecho a Alem ania— . Tras confiar el poder a sus sobrinos Conrado y
Federico de Hohenstaufcn, enzarzados por entonces en distintas luchas
entre sí. viendo que el papa renovaba su edicto de excomunión contra
él a causa de la disputa de las investiduras, y para evitar una nueva
alianza entre sus rivales y los reformistas alemanes, Enrique V se vio
obligado a capitular y a ceder el poder a la fuerza colectiva de un con­
junto de príncipes cuya coalición habría resultado impensable en el año
1050- Y por si esta realidad precisara de alguna prueba, los sólidos ar­
gumentos de legitimidad dinástica que favorecían la candidatura al tro­
no de Conrado de Hohcnstaufen fueron incapaces de impedir que en el
año 1125 los príncipes eligieran rey de Alem ania al adalid sajón, el
victorioso Lotario de Supplinburg.74

La elección de un príncipe sajón, aun no siendo exactamente un


triunfo rebelde ni el fin de la disidencia provincial, marcó la derrota del
programa regio de consolidación que emprendiera en su día el rey En­
rique III y en el que también su hijo Enrique IV se había afanado sin
descanso. Varias generaciones de historiadores han considerado que el
revés sufrido por esta monarquía — una monarquía fuerte— constituye
un acontecimiento decisivo de la historia de Alemania, y que en modo
alguno resultó positivo (en términos generales) para el bien público.
Dado el clamor de «libertad» y los gritos de «tiranía» que proliferan
desde el primer momento en las fuentes, no es difícil interpretar la «cri­
sis de la Alemania medieval», como la ha llamado Karl Lcyser, desde
una óptica republicana.7-5
No está fuera de nuestro alcance reconstruir el significado que este
episodio pudo haber tenido en la época en que se produjo. En sus co­
mienzos, los observadores clericales expusieron brillantemente la ín­
dole de la revuelta sajona. Entre esos estudiosos se cuentan, entre otros,
Lamberto de Hersfeld y Bruno el Sajón. Pese a que la mayoría de ellos
se decanten irremediablemente por uno u otro partido, sus relatos han
CRISI S DE PO D ER ( 10 6 0 - 1 1 5 0 ) 255

sabido preservar parcialmente los rumores que circundaban al poder


— su tono y su em oción— , cosa que pocos testimonios de la época nos
ofrecen. «Bendito y muy bendito se habría considerado [Enrique IV] »,
escribirá Bruno en su crónica de las guerras sajonas, «en caso de haber
construido esos castillos para enfrentarse a los paganos».76 El analista
de Niederaltaich habla abiertamente de que el rey Enrique había perdi­
do la fe en los potentados que habían decidido no acudir a sus llama­
mientos.77 El sesgo que manifiestan los cronistas, cuyo planteamiento
no sólo es contrario a los reyes salios sino que a menudo les induce a
esgrimir argumentos vehementem ente a d hom inem , constituye en sí
mismo un indicador del imperioso temperamento del joven Enrique.
La gente conocía ya su carácter al emanciparse de la tutela de su madre
Inés de Poitou y del arzobispo Hannón 11 de Colonia en la década de
1060 Poco después forzaría la celebración de un juicio amañado con­
tra Otón de Northeim, cuya huida y posterior desposeimiento haría sal­
tar la chispa de una nueva y brutal fase del conflicto. La biografía anó­
nima de Enrique IV, que expone los hechos desde la más sobria
perspectiva de un rey batallador y ya entrado en años, tiende a confir­
mar y a enm endar el discurso contrario, relacionado en este caso con
las asambleas, las campañas y los acontecimientos cruciales.78
Los propios sajones consideraron en el año 1073 que el mayor de
los agravios sufridos había sido la construcción de los castillos. Montes
onmes, escribirá Lamberto en referencia al despliegue de fortalezas de
Enrique: «coronó», dice, «todas las cumbres de los montes y colinas de
Sajonia y de Turingia con castillos magníficamente defendidos, e im ­
puso en ellos una guarnición fiel a sus designios».79 Otras fuentes80
corroboran esta afirmación, así que podemos aceptarla como una aser­
ción sustancialmente cierta; sin embargo, la gran verdad que desatien­
den la mayoría de los documentos con que contamos es la de que los
magnates sajones habían estado fortificando sus propias tierras, que el
joven rey ya había atacado a algunos desafiantes señores sajones acan­
tonados en sus castillos, y que si el monarca quería preservar la «paz y
la justicia» en Sajonia, así com o en sus otros ducados, no tenía más
remedio que dejar clara su contundente presencia en la región. Ese ob­
jetivo, de más amplio alcance, que el rey debía materializar lejos de la
protección de sus últimos reductos fiscales, se observará con claridad
en los últimos años del reinado de Enrique IV. ¿Hemos de pensar que
se hallaba en su mente desde un principio?81
256 L A C R I S I S D L L S I G L O XII

Es m uy p robable qu e en efecto lo estuviera, c u a n d o m en os en for­


m a de concepto. Sin em b a rg o , es casi seguro que después del año 1070
a p r o x im a d a m e n te las re a lid a d e s del p o d e r tra sto rn a ra n el proyecto.
Para c o m p re n d e rlo h e m o s de e x a m in a r con m ás detenim iento tanto las
form as de la acción c o m o las causas que generaro n resentim iento du­
ran te las sucesivas crisis de los años 1070 a 1073, y preguntarnos por
qué, y con qué objetivo, adquirieron los castillos un protagonism o tan
manifiesto. Al releer los textos a esta luz se c o m p re n d e claram ente que
la violencia y el seño río — y quizá en ese m ism o o rd e n — fueron ele­
m entos fu ndam entales en el m o do en que se ex pe rim e n tó el poder a lo
largo de la crisis plan teada p o r la revuelta sajona.
Para entend erlo sólo tenem os que rep asar lo qu e ha dejado consig­
n ad o el cron ista B runo, tanto respecto de los g ra v a m in a * que se hicie­
ron recaer sobre los cabecillas sajones c o m o en relación con el discurso
que pron unc ia rá O tón de N o rth e im en ju lio del año 1073. Los castillos
do tados de n uevas g u arn icio nes, fuera cual fuese su propósito declara­
do, constituían otros tantos e lem en to s ge n era do res de violencia, y esto
in evitablem en te. C o m o establecen con nitidez, e independientemente,
los textos que han llegado hasta nosotros, la c on struc c ión de los casti­
llos hab ía ex ig id o la coo p e ra c ió n forzosa del c a m p e s in a d o de las co­
m arcas colin dantes.82 N o es im p ro b ab le que algu no s de aquellos traba­
ja d o re s recibieran un pago o alguna otra form a de rem uneración, pero
no existe el más m ín im o signo de que Enrique IV tratara de mitigar el
riguroso im pacto de aquellas co n stru cc io n e s m ilitares que hurtaban los
d erecho s de toda una serie de señoríos ajenos y m e n o sc a b a b a n sus pri­
vilegios forestales. Sea co m o fuere, se trataba de una edificación extra­
ña a las c o stu m b re s vig en te s que a d e m ás se realizaba a beneficio de
unos h o m b re s a rm a d o s llegados de reg io n e s distintas, y al solo fin de
inc re m e n ta r tanto la seg urid ad c o m o las v e n ta jas del m o narca. Por si
fuera poco, los sajones c o m p re n d ie ro n c la ra m e n te q u e aquellas obras
no eran sino el inicio de una coerción que habría de ir en aumento. La
propia pre sen c ia de caballeros y m in iste ria le s en las guarniciones de
los baluartes co nstituía ya un elem ento opresivo, hab id a cuenta de los
m e d io s en que se su ste n ta b a n .50’ Los n u e v o s castillos situ ado s en las
fron te ra s sajo n a s c re a ro n , c o m o en c u a lq u ie r otro lugar, diferentes

* A rgum entación o fundam ento principal de la acusación que se im puta a un reo


o una de las partes de un litigio. (.V. de ¡as t )
crisis Dr. p o d i - r ( 1 0 6 0 - 1 1 5 0 ) 257

«distritos», esto es, literalmente, zonas de coerción. Por decirlo con las
palabras de Lamberto:

Q u i e n e s se h a l l a b a n e n l o s a n t e d i c h o s c a s t i l l o s h i c i e r o n g r a v i t a r d u ­
r a m e n t e s u d o m i n i o j i n n n in c h a i ii ] s o b r e lo s h a b i t a n t e s d e S a j o n i a y T u -
r ingia . E n i n c u r s i o n e s d i u r n a s se i n c a u t a b a n d e c u a n t o h a l l a b a n a su p a s o ,
ya f u e r a e n a l d e a s o c a m p i ñ a s , g r a v a r o n c o n i n s o p o r t a b l e s t r i b u t o s e i m ­
p u e s t o s los b o s q u e s y lo s c u l t i v o s , y e n m u c h a s o c a s i o n e s se l l e v a r o n r e ­
b a ñ o s e n t e r o s c o n el p r e t e x t o d e e x i g i r el d i e z m o . * 4

Y esto no es todo. Más adelante, Lamberto acusa a los caballero


castellanos de violar a unas mujeres y al rey de rechazar las súplicas
populares con el fundamento de que los naturales de la región no esta­
ban al corriente del pago de los diezmos. Muchos de esos pormenores
—en particular la incautación de propiedades y el abuso de las m uje­
res— figurarán también en el belicoso discurso que pronuncie el duque
Otón de Northeím ante sus aliados sajones.
Estas acusaciones, dado que nos llegan a través de una retórica de
facción, son sin duda excesivas. El número de nuevos castillos era me­
nor de lo que estas afirmaciones sugieren implícitamente,86 y no se dice
una sola palabra acerca de la conducta que observaban los castellanos
de los distritos recién creados por la élite sajona. Sin embargo, la ira
que hizo saltar a los campesinos y les incitó a asaltar el castillo de
Harzburgo encontraba sólidos fundamentos en una realidad estructural
marcada por el coercitivo poderío fortificado que atestiguan de forma
generalizada los textos que han llegado hasta nosotros, por no hablar de
los datos arqueológicos.s' Sin duda, la explosiva proliferación de nue­
vos castillos que se produce en tiempos de Enrique IV fue un elemento
determinante de este período histórico alemán, com o han reconocido
hace ya tiempo los h i s t o r i a d o r e s . P e r o si los medios empleados para
consolidar su posición fueron precisamente esos castillos, no podemos
acusar a Enrique —y en este sentido, tampoco a los magnates sajo­
nes— de haber ideado arteramente una retorcida tecnología de poder.
Si en todos los cerros del sureste de Sajonia estaban levantándose cas­
tillos es sin duda porque en la década de 1070 empezaban a verse ba­
luartes en todos los altozanos de la cristiandad occidental que resulta­
ran aptos para la fortificación. Este hecho, el de que la agresión que los
sajones dieron en considerar deplorable fuese en cierto modo un m ovi­
258 LA C R IS IS DHL SIG L O X II

miento social, se revela posible a la luz de las circunstancias que hicie­


ron venir de la Aquitania a Inés, la madre del rey Enrique, acompañada
por un séquito de habla francesa, lo que debió de disgustar al abate de
Gorzc; y también se apoya en este otro dato: el de que los ministeriales
suabos en quienes Enrique confiaba debían de saber, sin ningún género
de dudas, que en la Borgoña y en Auverma estaban multiplicándose
igualmente los castillos.89
Difícilmente puede pensarse que este tipo de poder coercitivo fun­
dado en el control de baluartes fuese incompatible con el cumplimiento
del derecho público. Seguramente, Enrique IV habría impuesto un sis­
tema de protección y justicia a los sajones en caso de haber estado éstos
dispuestos a aceptar su concepto de la restauración del orden regio. En
las fuentes de uno y de otro lado de esta enconada divergencia resuena
la clásica retórica del orden republicano. Más aún. para organizar la
oposición generalizada, los cabecillas sajones recurrieron a una argu­
mentación ideológica basada en la apelación a la «libertad» provincial,
una apelación de carácter tendencioso, y probablemente falaz, que muy
bien pudo deber parte de su eficacia al residual recuerdo de los movi­
mientos que, tres siglos antes, habían desencadenado la resistencia
contra la sujeción franca. Al parecer, el planteamiento de su revuelta
quedó argumentalmente articulado — y desde luego así fue como se
puso en escena— mediante un discurso de nueva factura en el que se
insistía en los derechos colectivos frente a la tiranía. En la década de
1070, los sajones constituían, según un autor, «una comunidad política
madura».'90 Puede que así fuese, pero sólo si tenemos en cuenta un ele­
mento que por regla general lia solido omitirse.
Al denunciar la supuesta tiranía del rey, los nobles sajones pasaban
por alto el hecho del señorío del monarca — y el suyo propio— . O me­
jor, dado que sus cronistas rara vez aluden al señorío como tal, lo que
hacían era confundir la tiranía con el señorío.
La acusación de que Enrique IV trataba de imponer una dominación
tiránica a los habitantes de Sajonia y Turingia resulta abrumadora, e in­
cluso obsesiva, en los relatos de los partidarios de la revuelta. El rey,
escribe Bruno, organizó un sometimiento tributario mediante la cons­
trucción de unos castillos en cuya erección se había obligado a efectuar
«trabajos serviles» a unos «hombres libres».91 Lo que el rey deseaba,
añade Lamberto de Hcrsfeld, era reducir «a la servidumbre a todos los
sajones y turingios».92 Desde una perspectiva más amplia, el cronista de
C R IS IS D E PO D LR ( 1 0 6 0 - 1 1 5 0 ) 259

Saint Disibod dice exactamente lo mismo, pero añade que al descubrir


el rey lo difícil que iba a resultarle alcanzar su objetivo, propuso, delibe­
radamente, abrir brecha en su adversario despojando a los príncipes de
sus honores para, finalmente, «someter a las demás gentes de la provin­
cia a su autoridad [dom inium\».9y Los alcores fortificados proyectaban
una oscura sombra.94 Y se insiste en el contraste entre la libertad y la
servidumbre para subrayar los honores de la dependencia: en Goslar, en
junio del año 1073, el rey Enrique hizo esperar en vano a los represen­
tantes sajones, «como si se tratara de indignos siervos», con lo que, se­
gún Lamberto, los conjurados resolvieron sacudirse el «yugo de tan ab­
yecta dominación».95 El señorío, concebido en dichos términos tanto en
estos textos como en otros, resulta indistinguible de la «tiranía», una
palabra que se repite constantemente en este contexto.96
Lo que observamos es lo que la gente decía por entonces de Enri­
que IV. Y al parecer a sus espaldas, ya que la acusación de que preten­
diera reducir a la servidumbre a un pueblo libre no quedará expresada
sino en forma velada en las quejas que se elevan al monarca.97 ¿Se tra­
taba de una acusación hipócrita además de exagerada? Es poco proba­
ble que los castellanos del rey fuesen los primeros en imponer en Sajo-
nia un señorío explotador basado en el control de baluartes encaramados
a las eminencias del terreno. En todas partes se observa, invariable­
mente, la misma vehemencia en la acusación — circunstancia que guar­
da relación con el contenido— . El hecho de que el rey pudiera haberse
propuesto imponer una rigurosa dominación señorial, rayana en la tira­
nía, con independencia de lo que eso signifique, no es más que una
opinión casi invisible en los documentos que han llegado hasta noso­
tros. Quizá sea Bruno el que mejor exprese, pese a aferrarse a la exage­
ración, el temor que realmente provocaba la renovada presión que vino
a ejercer Enrique en la Sajonia del año 1076, es decir, el miedo a que el
rey, «al objeto de ser él el único señor de todos, no deseara la presencia
de ningún [otro] señor en su reíno».% Ésta es una exageración caracte­
rística, propia de un resentimiento muy arraigado. Las recientes inves­
tigaciones han establecido claramente que la raíz de la causa de la re­
vuelta sajona se encuentra tanto en las desposesiones — del mismo tipo
que las que conociera fugazmente Magnus I de Sajorna, de la dinastía
Billung, en el año 1073— como en los peligros que se cernían sobre los
títulos de p rop iedad ." Se sostenía que los señores no tenían potestad
para impugnar la posesión fundada en las costumbres, ni siquiera el
260 I.A C'RtSIS DI-.L S K iL O X II

señor-rey, así que los sajones tuvieron la sensación de que el monarca


estaba cuestionando dicha propiedad por vías similares a las que em­
pleaban sus castellanos, que habían generado situaciones de servidum­
bre al plantear a unos hombres libres unas exigencias que resultaban
ajenas a lo establecido por las prácticas consuetudinarias.
¿Podemos tener la segundad de que en esta materia se equivoca­
ban? No hay rey de finales del siglo xi que haya promovido más que
Enrique IV, deliberadamente o no, el ejercicio del señorío coercitivo
sobre el campesinado. En la mayoría de las regiones, el nuevo señorío
basado en los castillos encontraba impulso en el empeño de medro per­
sonal de los caballeros, decididos a incrementar su patrimonio, y eso
creó un problema, el de las castellanías, al que pocos príncipes, de nin­
guna región, se habían enfrentado hasta entonces. En Alemania, Enri­
que se vio obligado a confiar en los recién edificados castillos y en sus
guarniciones para contrarrestar la expansión de los señoríos de los
príncipes sajones; y dado que, irremediablemente, cualquier acción de
ese género estaba abocada a ser vista como un acto de opresión, es pro­
bable que el discurso hostil que ha llegado hasta nosotros exagerara la
violencia ejercida por los castillos regios y sus moradores. En la gene­
ral lamentación por los trabajos forzosos y las incautaciones se nombra
a muy pocos m inisteriales o «malos» caballeros, circunstancia que
contrasta con lo constatable en otras sociedades en las que también
existen problemas. Con todo, lo que termina determinando que este
conjunto de nuevos castillos caiga en una acerba contradicción es el
hecho de que el rey tuviera la determinación de imponer su señorío a
una sociedad reacia a aceptarlo.

Podemos hallar una prueba parcial que confirma este planteamiento


en uno de los principales objetivos que se propondrá Enrique en sus
últimos años de reinado: la imposición de la paz en Alemania. No es
casual que en los últimos años del siglo XI recorriera esta región un
«movimiento por la paz» — movimiento que hemos de considerar no
obstante más como una forma de respuesta que como una expresión de
ideología— . A medida que fue suavizándose la crisis causada por la
discrepancia sajona, se permitió que el problema de los castillos y la
violencia de los señoríos competitivos, junto con el de las incautacio­
nes, alterara la realidad cotidiana del poder.100
C R I S I S D I : l’O I ) l : R ( 1 0 6 0 - 1 150) 261

Com o ya oc u rrie ra en las tierras fran cas occid en tales dos g e n e r a ­


ciones antes, dicha realidad se p lasm a de fo rm a manifiesta tanto en las
pruebas n o rm ativ as de p ro hibición c o m o en los discursos relacionados
con los a c o n te c im ie n to s y las quejas. La p az (p a x ) era de carácter
«eclesiástico», razó n por la cual o b se rv a re m o s que, en A le m a n ia , la
iniciativa partirá de los o b isp os en tre los años 1082 y 1083; el clero
reunido en C olon ia en abril de 1083 aludirá al h e c h o de que las dificul­
tades por las que atraviesa la Iglesia son nuevas, lo que las asocia im ­
plícitamente con las crisis q u e aquí h e m o s e x a m in a d o , y a c o n tin u a ­
ción pasará a proscribir p o rm e n o riz a d am e n tc la práctica de la violencia
física.1ü1 La p az era asim ism o « pública», y actu aba a un tie m p o com o
concepto y c o m o artificio, ya q u e se la c o n c e b ía c o m o un ele m e n to
destinado a c o m p le m e n ta r, no a sustituir, los p ro cedim ien to s de la j u s ­
ticia pública. El rey Enrique, para quien el significado de la paz se re su ­
mía necesariam ente — en la d é c a d a de 1080— en la consecu ción de un
arreglo con sus en e m ig os de S ajonia y otros lugares, p u so serio coto al
desorden en los concilio s de B a m b e rg a (10 99 ) y M ag u n c ia (I 103).11)2
Y la paz era, por últim o, de Índole concreta — se trataba de «esta» o de
; «aquella» p a z — , según las palabras que dejó escritas el a rzobispo Si-
guíno de Co lonia en el año 1083, refiriéndose con ello a los c o m p ro m i­
sos solemnes, a so ciado s po r lo general a una d e cla ració n ju ra d a , con
que los firmantes de dichos acu erdo s se co m p ro m e tía n a c u m p lir en sus
más m ínimos detalles los decretos en v ig o r.103
Ya fuera en form a de un acta de paz, o d e una p az pactada en época
de tregua, lo p ro hibido era siem p re la v iolencia fisica: los golpes c o r­
porales infligidos con palos o espadas, las m atanzas, los incendios p ro ­
vocados y las a g re s io n e s .ltM Este c onjunto de pro hibiciones se asem eja
a una norm ativa que viene a n e g a r el ejercicio del tipo de violencia que
Bruno y L am b erto co n d e n a b a n ; no obstante, p ese a q u e estos decretos
posean pocos vín c u lo s con la rev uelta sajona, en tiem p os de E n riq ue
IV no faltan p rueb as qu e nos indiquen la existencia de transgresiones a
lo estipulado en dicho s d o c u m e n to s de paz. A lgu no s de esos q u eb ra n ­
tamientos g uardan relación no sólo con la violencia ejercida en el trans­
curso de las e n e m ista d e s h ered ad as, sino ta m b ié n co n lo que parece
considerarse u n a a g re sió n d e s m a n d a d a al e n e m ig o h e rid o y con las
acciones e x c e siv a m e n te severas de los clérigos. Se podía abatir al a d ­
versario siem p re que se estuviera luchando con él frente a frente, pero
no perseguirle (M agun cia, año 1103), cláusula que parece ser una ver-
262 LA C R IS IS D E L SIG L O X II

sión suavizada del juram ento que estipulaba (¿^Maguncia, año 1085?)
que durante e! período de tiempo decretado en un edicto de paz «nadie
podía causar daño al contrincante».10 - Sin embargo, no hay razón para
suponer que las enemistades heredadas constituyesen un elemento nue­
vo en la experiencia del poder que se tenía en las tierras alemanas, y
tampoco hay motivos para pensar que el sufrimiento que causaba hu­
biese empeorado.
Con el señorío las cosas eran diferentes. Lo que se observa en este
ámbito es que se repiten y multiplican todos los problem as que ya
causara la revuelta sajona, complicaciones a las que hemos de sumar
al menos una de las dificultades generadas por la Querella de las in­
vestiduras, dado que se trataba, más o menos, de las mismas contrarie­
dades. Se decía que en el año 1079, al encomendar en vasallaje el du­
cado de Suabia a Federico de Hohenstaufen, Enrique IV se había
mostrado profundam ente desolado por el hecho de que en los últimos
tiempos se hubiera dado en descuidar todo lo relacionado con la leal­
tad. En un notable pasaje en el que consigna sus recuerdos, Otón de
Frisinga afirma implícitamente que el problem a no estribaba única­
mente en que se descuidaran e incumplieran los juram entos públicos,
sino en que se traicionara a los señores en general,IW En Lieja, ciudad
en la que en torno al año 1 104 un ambicioso archidiácono trató de im­
poner nuevas costum bres a los monjes de Saint-Hubert, un sagaz y
desalentado observador atribuye el debilitamiento de las instituciones
judiciales a la «disputa entre el clero y la realeza», llegando a la con­
clusión de que «en lugar de la razón, dominaba la voluntad [ciomina-
batur vo luntas]».101 La arbitrariedad de los señoríos agrarios, por la­
mentable que fuera, resultaba en cambio aceptable; a semejanza de lo
que hacían los profesores con sus alumnos, los señores podían golpear
a quienes dependían de ellos sin transgredir las estipulaciones de los
documentos de p az .lus No obstante, en relación con este último com­
portam iento surge la cuestión de la posición jerárquica. Lo que los
amos, incluso los que hubieran recibido poco antes su encomienda,
podían hacer con los campesinos debía de resultar más difícil de reali­
zar en las ciudades, sobre todo en las prósperas de la región de Re-
nania. Los problem as que surgieron en Worms. donde las masas ex­
pulsaron al obispo Adalberto y a sus caballeros para dar la bienvenida
al rey a finales del año 1073, contribuyeron a que en Colonia se produ­
jeran acciones de peor desenlace. Pocos meses después, cuando el ar­
C R IS IS D E PO D ER ( 1 0 6 0 - 1 1 5 0 ) 263

zobispo Hannón 11. un señor-príncipe de tem peram ento nada fácil,


tratara de requisar altaneram ente en Colonia un barco mercante, el
populacho se alzaría enfurecido. En una serie de discursos incendia­
rios, el hijo del armador denunció a Hannón por su «insolencia y seve­
ridad», jugando así con las emociones populares, agitándolas — según
dice con indignación Lamberto-— «como una hoja que se viera arras­
trada por el viento». Expulsado de la ciudad — ¿o quizá, en un acto de
imprudencia, le permitieran escapar los rebeldes?— , el obispo m ovi­
lizó una «gran fuerza» en las inmediaciones. Los alzados capitularon
inmediatamente, mostrándose arrepentidos y ofreciendo incluso com ­
pensaciones: sin embargo, al quedar claro que Hannón iba a dejar que
sus caballeros irrumpieran en la urbe, muchos comerciantes huyeron
en busca de la protección del rey. La despiadada represalia que se pro­
dujo a continuación barrió casas y propiedades, y los hombres de Han­
nón arrancaron los ojos a algunos de los rebeldes y mataron a otros,
dejando aquella «importante y principesca» ciudad en la más sombría
«desolación». Los actos de violencia de los am otinados se hallaban
motivados, concede Lamberto, pero nadie se alza impunemente, aña­
de, contra un gran señor.log
La experiencia vivida en la Baja Lorena nos permite com prender
que la agitación que se produce en Alemania guarda cierta relación con
el hecho de que los señoríos proliferaran más allá de lo razonable. En el
año 1079, el conde Arnulfo de Chiny atacó al obispo Enrique de Lieja,
que se hallaba de camino a Roma, y exigió con todo descaro que éste,
cautivo, pronunciara un juramento de renuncia a los bienes que le ha­
bían sido robados en el asalto.un En torno al año 1082, se dijo que una
serie de «ávidos caballeros» que operaban en las cercanías de Lieja se
habían convertido en «salteadores públicos».111 Una década más tarde,
el obispo Otberto de Lieja compró el castillo de Couvin «para fomentar
la paz, porque los malhechores de la comarca se dedicaban a alterar el
orden de la diócesis a base de incautaciones, saqueos y otros deli­
tos».112 En el año 1095 atacaría el castillo de Clermont para poner fin a
los pillajes que sufrían los bateleros del Mosa; y al hacerse este mismo
obispo con el control de una tercera fortaleza, la de Bouillon, en el año
1096, se despertará la sospecha de que Otberto. a quien para entonces
ya consideraba un «sendo obispo» el papa Urbano II, no fuera sino otro
matón m ás.113 Con todo, seguiría siendo, hasta el final, partidario de
Enrique IV, quien en sus últimos meses asistiría al malestar que causa­
264 LA C R IS IS D LL SIG L O X II

ba en Colonia y Lieja la rebeldía de su hijo,* un malestar que ha de


considerarse como un intento de explotar la situación por parte de las
facciones encabezadas por los burgueses, igualmente deseosos de ha­
cerse a su vez con un señorío.114
Entre los más notables transgresores de la paz se encontraban los
administradores designados para hacerla cumplir. En el año 1081, el
subadministrador Alberico de Chauvency «amenazó a la fam ilia ecle­
siástica de Saínt-Hubert» con imponer «servicios ajenos a las costum­
bres» así como «violentas exacciones». Al llegar su «inclemencia» a
oídos del abate, un senescal que conocía las costumbres agrícolas testi­
ficó contra Alberico y éste hubo de aceptar la sentencia de una «audien­
cia pública» que falló en contra de sus pretensiones — y este desenlace
constituye sin duda un elemento indicador del conflicto que enfrentaba
a las distintas culturas del poder en este contexto espaciotemporal de
crisis— , 115 Alberico debía de ser un peeecillo de poca monta en el agi­
tado copo de señores advenedizos que se dedicaban a usurpar el patri­
monio de los clérigos. Al final, el propio emperador Enrique [V se da­
ría por enterado, y en junio del año 1099, en Bamberga, trató de impedir
que los administradores designaran sustitutos no sólo «para saqueara
las gentes y a las iglesias», sino para coartar a quienes de ellos depen­
dían, inculcando de este modo en los administradores una cierta noción
de profesionalidad en su trabajo.111.
Con todo, lo que evoca la realidad del modo en que se vivía el ejer­
cicio del poder de los señores vuelve a ser un compendio de supuestos
abusos, y no la normativa en sí. El cronista que nos informa de los por­
menores de la «paz» de Bamberga añade que «los principes, que no
estaban dispuestos a prescindir de sus batallones de caballeros», hicie­
ron desde el principio caso omiso del requerimiento del emperador, y
volvieron a actuar según sus antiguos hábitos. Este es el punto en que
el programa de paz converge con la rebeldía larvada. En el año 1104, al
ser traicionado Enrique IV por su segundo hijo coronado, Alemania se
encontró más cerca de reconocer el orden principesco que ya se le ha­
bía propuesto por primera vez una generación antes, y a partir de ahí
crecería la amplia aceptación de un orden basado en un señorío cuyos
puntales eran la explotación y las fortificaciones. A los ojos del biógra-

* R] fu tu ro rin ríq u e V' (a u n q u e casi q u in c e a ñ o s a m e s ta m b ié n se h a b ía reb elad

c o n tra él su p rim o g é n ito v a ró n , C o n ra d o ), (.Y, de los t.)


C R IS IS Di- l’ODHR ( 1 0 6 0 - 1 1 5 0 ) 265

fodel rey, que escribe poco después del fallecimiento del viejo em pe­
rador en el año 1 106, la acción no se resume únicamente en una des­
lealtad personal, es también una infidelidad a los planteamientos que se
habían venido manteniendo hasta entonces. Y tanto la elocuencia con
que defiende sus argumentos como el fulminante sarcasmo que infor­
ma la crónica que dedica a la Paz de Munich (1103) y a sus consecuen­
cias convierten a este texto en la más relevante reflexión de la época
sobre la vasta crisis del siglo xn. Gracias a su hinchada y tendenciosa
retórica accedemos justam ente a la parte del relato que Bruno y Lam­
berto habían dejado de lado: la que nos refiere el empeño que en su día
pusieran los nobles en conservar su séquito y la incapacidad en que se
vieron para impedir que sus propios caballeros - - c a re n te s de tierras
pero no por ello menos ambiciosos— se dedicaran a medrar entregán­
dose a una destructiva violencia. No es de extrañar que se sintieran
molestos con el decreto de Maguncia, que según exclama el cronista
«¡concedió a los miserables y a los pobres tanto beneficio como perjui­
cio causara a los perversos y a los poderosos!». Y en cuanto a todos
aquellos que habían dado un pésimo empleo a sus propiedades, cedién­
doselas a sus caballeros a fin de aumentar el número de sus seguidores
armados, se vieron — al recaer sobre ellos la «licencia para saquear»—
«reducidos a trabajar duramente, sumidos en la pobreza, depauperadas
sus despensas por la penuria y el hambre. Aquel que en su día cabalga­
ra sobre un fogoso corcel no tenía más remedio que arreglárselas ahora
con un tosco caballo de tiro». La «falta» del em perador — y la ironía
evoca aquí sin duda las palabras que debían de emplear sus partidarios
en sus discursos— había consistido en prohibir los delitos, en restaurar
la paz y la justicia, y en reabrir los caminos, los bosques y los ríos, con­
virtiéndolos en vías seguras. «Devolved a sus campos a cuantos habéis
levantado en armas [y] restringid el número de caballeros adictos en
función de vuestros recursos.» Y tras exhortar de este modo a los em­
pobrecidos magnates, a los que se insta a observar un comportamiento
más beneficioso para todos, el capítulo termina con un sentido anhelo,
expresado en forma de salvedad: «pero de nada sirve todo esto; es
como invitar al asno a [tañer] la lira. Los malos usos rara vez logran
eliminarse, admitiendo que alguna vez haya podido hacerse».117
¿Expresan estas últimas palabras un juicio digno de confianza? Los
señoríos que proliferaban por doquier en Alemania eran producto de la
costumbre: o mejor dicho, como ya ocurriera en buena parte de las tie­
266 LA C R IS IS D E L SIG L O X II

rras francas occidentales, no sólo de la implantación de unos nuevos


usos, sino también de la pobreza del creciente número de caballeros
obligados por su situación a rapiñar en cualquier punto en el que relum­
brara la abundancia o a mendigar la prosperidad, llamando a todas las
puertas, sin dejar de saquear los domarnos de sus enemigos. Dadas las
circunstancias de su ascenso al trono. Enrique V no se hallaba en situa­
ción de reanudar la empresa pacificadora de su padre. Al contrario, su
única opción consistía en permitir que los principes fortificaran sus
señorios, dado que le era más necesaria su fidelidad que el bienestar de
sus arrendatarios. Los hermanos Hohenstaufen, Federico y Conrado,
en quienes Enrique depositaría su confianza tras el desastre de Welfes-
holz, estaban organizando en cada caso un señorío que les convertía
prácticamente en soberanos, y lo mismo puede decirse de su adversa­
rio, el arzobispo Adalberto de Maguncia; y habría de ser la victoria de
otro príncipe de superlativo poder, el duque Lotario de Supplinburg, lo
que pusiera fin al renovado intento del em perador por recuperar las
tierras sajonas de la corona. Y sería Federico de Hohenstaufen (1105-
1 147) quien lograra precisamente en la región de la Alta Rcnania el
objetivo que tan esquivo les había sido en Sajonia a los reyes salios, ya
que consiguió som eter los caseríos y lugares (vicinia), fortaleza por
fortaleza; o por utilizar un dicho de la época: «llevando prendido a la
cola de su caballo un nuevo castillo cada dia».118
El éxito obtenido en último término por la revuelta sajona vino a
ratificar sus asombrosas consecuencias: un nuevo orden regio de seño-
res-príncipes — «cabezas del reino», como se llamaban a sí mismos—
que pretendían actuar en favor del pueblo, investidos con poderes re­
gios e independientes del re y .119 Este nuevo régimen se hallaba más
cerca que nunca de constituir un verdadero orden feudal, y en él la te­
nencia de regalía concedidas «por el cetro» era un privdegio que reci­
bían los obispos de manos del señor-rey antes de la consagración. El
hecho de que este ritual se viera normalmente acompañado de actos de
homenaje y de juram entos de lealtad, junto con la no menos importante
circunstancia de que las regalía se consideraran una tenencia condicio­
nal, sugiere que en los pueblos de habla germana empezaba a distin­
guirse ahora entre el «derecho feudal» y el «derecho público».120
Por consiguiente, para Enrique V la «paz» acabó por ser sinónimo
del establecimiento de acuerdos con los poderes rivales, es decir, con la
Iglesia y los príncipes, arreglos a los que hubo de llegar tras perder el
C R IS IS DE PO D ER ( 1 0 6 0 - 1 1 5 0 ) 267

combate encaminado a preservar la monarquía teocrática. Para las masas


populares, los esfuerzos de Enrique por consolidar sus derechos regios
sobre los clérigos y sus derechos fiscales en Sajonia resultaban menos
interesantes que nunca, y en modo alguno les parecían cuestiones rele­
vantes. Todos los señoríos llevaban aparejada la prestación de servicios
consuetudinarios y la imposición de exacciones económicas. Lo más que
podemos decir es que, en los años anteriores al 1116, la presencia del rey
y emperador supuso un cierto freno en la actividad de las comitivas ar­
madas que constituían el principal elemento de la experiencia popular
del poder El exacto significado de esa experiencia se desprende de las
páginas que dedica el abate Ekkehard a los nuevos episodios de disiden­
cia y los estallidos de violencia que se producirán en el año 1123. No se
trataba simplemente de que «en todas partes hubiera ladrones que se [hi­
cieran] llamar caballeros»: en torno a Worms las gentes maltratadas
creían ver a jinetes armados que «se reunían, ora aquí como en una corte,
ora allá como una horda de combatientes, para terminar regresando, en
tomo a la hora nona a algún cerro del que parecían haber salido». Fue
preciso que un intrépido testigo de aquel prodigio se animara a certificar
lo que ocurría para comprender que se trataba de «las almas de los caba­
lleros muertos recientemente». Las ánimas en pena le habían confesado
que «las armas, los pertrechos y los caballos, que en un primer momento
habían sido instrumento de pecado, eran ahora motivo de tormento, pues
casi todo cuanto veis sobre nosotros está ardiendo, pese a que [las llamas
sean] invisibles a los ojos de la carne».121
Hay dos espléndidos pasajes de este tipo en la crónica de Ekkehard,
y éste es el segundo. En am bos describe Ekkehard los horrores que
obsesionaban a la población alemana después del año 1116, fecha en la
que Enrique V partió a Italia para hacerse con la herencia de Matilde.
Podemos interpretar sin peligro algunos de dichos párrafos. Escritos
con vehemencia y proclives a las grandes generalizaciones, se los pue­
de tildar de exagerados, pero desde luego no se los podrá tener por in­
venciones. pues además de las verdades simbolizadas en estas visiones
del año 1123, los relatos (incluyendo el de esta aparición fantasmagó­
rica) contienen descripciones concretas, y hacen referencia a conductas
y circunstancias que aparecen explícitamente documentadas desde los
primeros días de la revuelta sajona. Según leemos en esos textos, al
ausentarse el rey, la calma de la década anterior llegó rápidamente a su
fin. «Todo el mundo comenzó a hacer lo que le venía en gana, no lo que
268 L A C R IS IS DHL SIG L O X II

era justo.» Los primeros síntomas fueron el expolio de los campos del
enemigo y la extorsión a sus campesinos, víctimas de los conflictos en
curso que enfrentaban a los príncipes Hohenstaufen con los sajones y
con el arzobispo Adalberto. Después surgieron brotes de violencia
oportunista realizados por ladrones que «surgían de todas partes, y a
quienes no importaba nada ni el momento ni la persona, por así decirlo,
[y que se dedicaron] afanosamente a usurpar, agredir y matar, sin hacer
nada útil por sus víctimas». Y al final, las recíprocas matanzas en que
caían los caballeros de los bandos contrarios se vieron seguidas de
levantamientos en varias poblaciones, «se construyeron castillos en
lugares vedados por la costumbre», otros quedaron destruidos, se opri­
mió de forma generalizada a los pobres y a los peregrinos, se confisca­
ron tierras y propiedades para exigir luego un rescate...: «resultaría te­
dioso», exclama Ekkehard, «referir todos los desmanes». La «paz de
Dios» se desmoronó, junto con los pactos jurados, así que en todas
partes «se devastaron campos, fueron pasto de la rapiña las aldeas, y
varios pueblos y regiones se vieron reducidas prácticamente al abando­
no», sin que el clero pudiese celebrar los oficios religiosos. La breve
crónica del año 1123 que nos ofrece Ekkehard transmite la misma im­
presión.122
La crisis sajona se había saldado con un generalizado desplome del
orden público en Alemania. Desde luego, algo de ese orden subsistía
—o de sus procedimientos judiciales cuando menos— , pero ahora no
sólo se observaba la intromisión de nuevas costumbres y señoríos, tam­
bién comenzaron a perder fuerza y significado los antiguos títulos, y
además la multiplicación de séquitos y baluartes comenzó a transfor­
mar la experiencia del poder. Los príncipes de Lotaringia, que en su día
habían gobernado un reino, pasaron a recibir ahora la consideración de
duques de Limburgo o de Lovaina.123 Un sinnúmero de hombres libres
ligados por vínculos de fidelidad con los primeros reyes salios queda­
ron ahora subordinados mediante nuevas dependencias personales a
señores de todo tipo. ¿Lograron salir airosos estos señoríos? Desde lue­
go, no hay duda de que eran funcionales, al menos en cierto sentido.
Sin embargo, la más elocuente prueba con que contamos en este aspec­
to es con frecuencia el silencio, así que dado el gran número de docu­
mentos que nos hablan de los problemas que experimentaron las rela­
ciones de d ependencia en esta época — problem as que también
afectaron a algunos de los señoríos a que nos estamos refiriendo— , se
C R IS IS OH I’ODI-R ( 1 0 6 0 - 1 1 5 0 ) 269

hace preciso aguzar mucho el oído para saber algo sobre el particular.
Un observador local escribe en el año 1 112 lo siguiente: «en Colonia se
elevó una conjura en favor de la libertad».124 Y no se nos dice nada
más. Sin embargo, el amortiguado tañido de esta campana resulta fami­
liar en el contexto en que nos estamos desenvolviendo, y de hecho tam­
bién repicaban campanas en otros puntos.

La F ra n c ia ca stellan a fe. 1100-1137)

En una de sus primeras campañas (la del año 1102), el príncipe Luis
de Francia capitaneó un ejército de élite en el choque militar con Ebal-
do, señor de Roucy. Según el abate Suger, que escribe una generación
más tarde, la secuencia de los hechos es como sigue: 1) la «noble igle­
sia» de Reims había sido atacada y saqueada, junto con sus dependen­
cias, a causa de la «tiranía» del «tumultuoso barón Ebaldo» y su hijo
Guiscardo; 2) las «hazañas militares» (m ilitia ) de Ebaldo se habían
ido incrementando al mismo ritmo que su «maldad» (malitia): ¿acaso no
había encabezado en una ocasión un «muy grande ejército ... como sólo a
un rey corresponde mandar» y marchado con él a batallar a España?;
3) a oídos del rey Felipe I de Francia había llegado un centenar de que­
jas «de hombre tan malvado», y a su hijo Luis «se le habían planteado
ya otras dos o tres», así que el príncipe decidió movilizar sus fuerzas.
Las dos siguientes observaciones de Suger son más complejas: 4) en
una campaña que se prolongó por espacio de dos meses el príncipe
Luis logró tomarse venganza por los ultrajes infligidos a las iglesias,
devastando y pillando las tierras de los «tiranos» a sangre y fuego.
«¡Cuán esplendorosa gesta!», comentará Suger, «este saqueo de los
saqueadores, esta tortura, igual e incluso peor, de los torturadores». Y
pese a todo esto, 5) la campaña de Luis difícilmente merecerá el califi­
cativo de triunfa!. Viéndose enfrentado a unas «distinguidas huestes»
que contaban además con el refuerzo de los aliados lotaringios de Ebal­
do, el príncipe Luis trató de lograr un acuerdo de paz, se vio en la nece­
sidad de hacer frente en otro lugar a nuevos «problemas», y al final no
consiguió de Ebaldo más que la solemne promesa de que «habría paz
para las iglesias».I2S
Estos cinco extremos podrían contribuir tal vez a evocar un escena­
rio de notable agitación en el principado capeto de Francia. Las quejas
270 L A C R IS IS D FL SIG L O X II

de Reims, que habían provocado la acción del joven Luis, distaban


mucho de ser algo excepcional. Sabemos que a oídos de Luis VI llega­
rían, tanto antes como después de su coronación en el año 1108, alega­
ciones de «malos usos» o de episodios de violencia procedentes de
unos veintisiete lugares diferentes. Y dado que además sabemos que,
antes del año 1100, su padre también había sido el destinatario de otro
gran número de quejas de este tipo, la alusión de Suger al «centenar»
de expresiones de descontento que se le hacen llegar al rey, sólo desde
Reims — afirmación con la que pretende resaltar el contraste entre el
aletargamiento de Felipe y la resuelta determinación de su hijo— , no
puede considerarse totalmente exagerada.126 Si hemos tenido conoci­
miento de muchas de esas quejas es gracias a las sentencias de un tribu­
nal o a las actas de algún juicio, pero lo que aumentará la sensación de
inquietud que esas protestas generan es la circunstancia de que muy a
menudo los acusados no respondan a los emplazamientos regios, unida
al hecho de que en otros casos se desentiendan del fallo adverso que
pudiera haberse dictado contra ellos.127 En cualquier caso, tanto en su
época de príncipe como en su etapa de rey. Luis se mostrará dispuesto
a imponer o a hacer cumplir los fallos, y ésta es la razón de que haya
llegado hasta nosotros noticia de que Luis realizara unas veinticinco
campañas entre los años 1101 y 1132, y de que a lo largo de su reinado
capturara o asediara unos veintitrés castillos.128 Las quejas, conflictos
y asedios proceden de todos los rincones de los dominios de los Cape-
tos, y en algunos lugares los lamentos se elevarán al rey en más de una
ocasión. Por su fecha, la mayor parte de estos testimonios quedan com­
prendidos en el período anterior al año 1120, lo cual no sólo constituye
una indicación indudable de que los señores-reyes lograron remediar
con cierto éxito las mencionadas injusticias, sino también de la consi­
guiente índole de la experiencia del poder predominante en el seno de
esta sociedad.
A lo que hubo de enfrentarse Luis VI fue al constante clamor de un
conjunto de perturbaciones locales provocadas por las aspiraciones al
señorío que proliferaban en unas aldeas y pueblos de creciente patri­
monio: llamamientos relacionados con ciertas «costumbres» (consue-
tudines) o incluso con «usos» explícitamente «malos» (malee, pra-
vcc).129 De acuerdo con el vocabulario acusatorio de los amanuenses y
los cronistas monásticos que nos informan, los culpables de estas prác­
ticas aparecen categorizados como «tiranos», y entre ellos destacan los
C R IS IS DE PO D ER ( 1 0 6 0 - 1 1 5 0 ) 271

nombres de Ebaldo de Roucy o Tomás de M arle.130 No obstante, lo


más frecuente es que se acuse de estos mismos abusos a individuos de
menor rango jerárquico, a personas que trataban de crear o acrecentar
pequeños señoríos, y sobre todo, como es bien sabido, a los prebostes y
sirvientes de los propios señores-reyes. En tom o al año 1109, se acusó
al alcalde de la población de Fleury de imponer «malos usos» a los
arrendatarios monásticos y de «someter a sus sirvientes y a los prime­
ros ediles de las aldeas de los alrededores, obligándoles a profesarle
lealtad y a rendirle hom enaje».131 Ya en el año 1065 empieza a obser­
varse la constante mención de lo que dio en llamarse una «infestación
de prebostes», expresión que se convertirá en algo habitual en la retóri­
ca utilizada para manifestar ¡as quejas hasta el año 1119. A partir de
esta fecha, esa expresión resonará en toda la región de Chartres junto a
la acusación, también recurrente, de que la gente abandonaba sus pro­
piedades debido a la «adopción de malos usos y a la infestación de
hombres m alos».132 En la cédula en la que Luis VI establece, sin duda
antes del año 1110, una «comunidad» en Mantés, quedan perfectamen­
te claras las implicaciones de estas fechorías. Tras referirse a la «exce­
siva opresión de los pobres», el señor-rey exige en primer lugar que
«todo el mundo que resida en la comunidad sea considerado legalmen­
te libre y exento de toda talla, de toda incautación injusta y de todo
préstamo [forzoso], así como de toda exacción que faltare a la razón,
sea quien sea el hombre que la impusiere».133
En esta enumeración de entuertos podía verse reflejado cualquier
agitador, con independencia de cuál pudiera ser su rango social. Al
añadirse a los motivos de queja la prueba de la existencia de un reme­
dio normativo observamos la aparición de un constante y extendido
fenómeno de m ezquinas coerciones. Sin embargo, el problem a fue
peor para el rey Luis, ya que lo agravaron los verdaderos «tiranos», los
hombres malos que poseían castillos y ejercían un poder banal, como
Ebaldo de Roucy, o aquellos que aspiraban a ese mismo grado de n o ­
bleza, como León de Meung. En el año 1103, al usurpar este último la
parte que el obispo de Orleáns poseía en el castillo que regentaba con­
juntamente con él, el príncipe Luis se deshizo de él con ejemplar vio­
lencia y prontitud.134 La mayoría de sus adversarios se mostraron más
correosos, por los motivos que alega Suger al exponer (en el punto 2
mencionado más arriba) sus comentarios sobre el séquito de Ebaldo. Y
es que el hecho de que Luis VI movilizara unas tropas de caballeros
272 I A C R IS IS í'l l S IG L O X II

que a veces contaban con el refuerzo que les brindaban sus aliados ba­
rones, significaba tomar partido en conflictos de orden local, es decir,
le obligaba a lanzar a sus propios caballeros contra unos castellanos
cuya mala fama no les impedía contar con sus propios aliados. La deli­
cada situación en que le pusiera Ebaldo de Roucy (véase el punto 5) no
era la primera circunstancia de ese género ni habría de ser la última. La
campaña emprendida en el año 1101 contra Bouchard de Montmoren-
cy, que había quebrantado los derechos del señorío de Saint-Denis, casi
se viene abajo al chocar con una coalición de castellanos aliados, dos
de los cuales terminarían perdiendo sus castillos a manos del príncipe
en ulteriores encontronazos.135 Los célebres adversarios que se enfren­
tarían al rey Luis, ya en su madurez — su hermanastro Felipe, Hugo de
Puiset y Tomás de Marle— , contaron en todos los casos con el respal­
do de partidas de caballeros que les habían jurado lealtad y que se re­
partían los dominios de todo un conjunto de castillos.136 Además, Luis
sólo podía responder en especie. Sus campañas — y Suger no pretende
afirmar nada distinto— fueron valerosos actos de desquite. La devasta­
ción de las tierras de M ontmorency en el año 1101 se produjo como
consecuencia de una campaña de explícita venganza: incendios, ham­
brunas y espadas como vía para la «paz» (p a ca vil).u l ¿Y cómo hemos
de interpretar la entusiasmada ironía que muestra Suger al relatar el
saqueo a que se ven sometidos los saqueadores a consecuencia de la
cruel venganza que se había tomado el príncipe un año antes cerca de
Reims? Si nos recuerda a las burlonas reflexiones de fingido horror en
que se explaya eí biógrafo del rey salió Enrique IV al referir los apuros
que pasaron los caballeros alemanes en tiempos de la pacificación del
año I 103, es porque, sin duda, los sentimientos de Suger debían de ser
muy similares.!i8
En sus hazañas de coraje y venganza se revela el verdadero sem­
blante de Luis VI. Y en los lisonjeros epítetos que dedica Suger tanto al
príncipe como a sus enemigos percibimos que el abate cronista com­
partía esta misma escala de valores. No sólo habla de las «gestas» (ges­
ta) de Luis, sino que es probable que sintiera prácticamente la misma
propensión que los miembros de la corte capeta a ver muy escasas dife­
rencias entre el valor caballeresco y la sagrada misión de procurar am­
paro a las iglesias y a los débiles,1-’,J No obstante, este último es el obje­
tivo que consignan tanto los diplomas com o los escritos del abate
Suger, el objetivo que ambos designan como propósito explícito de las
C R IS IS DI- PO D ER ( 1 0 6 0 - 1 1 5 0 ) 273

; campañas emprendidas para remediar los abusos.140 Y es probable que


Luis VI terminara compartiendo la ideología clerical de paz, dado que
■ sabemos que en una de las coyunturas críticas de su reinado — aquella
en la que logrará apresar por primera vez a Hugo de Puiset y destruir su
castillo— no sólo optará por movilizar a los obispos a fin de que éstos
: den muestras de que respaldan la campaña sino que también decidirá
señalar el triunfal desenlace mediante la promulgación de un verdadero
!" estatuto de privilegio general. Con este documento se declaraba que las
t «posesiones de las iglesias y los monasterios» quedaban bajo «el am-
í paro del rey», debiendo verse por tanto «libres de toda opresión y oca­
sión injusta». A lo que el rey añade que un estado de ese tipo precisaba
• de la acción conjunta del «derecho real» y la «sagrada autoridad de los
¡n obispos».141 Este privilegio no sólo coincidió con un acontecimiento
crucial de la historia de la región de Chartres, sino también con la noti­
cia de que las gentes de Laon habían constituido una comuna jurada
r propia.

! Gracias a la incomparable crónica que escribe casi por la misma


¡ época el abate Guiberto de Nogent sabemos que esta última circunstan­
cia constituyó un acontecimiento perturbador. En realidad, el de la co­
muna vino a ser un incidente relativamente benigno en una cadena de
catástrofes que Guiberto presenta al modo de una tragedia teatral. Lo
primero que se produjo t'ue la elección de un tal Gualterio (G aiterías,
' Waldricits) como obispo de Laon, probablemente en el año 1107. La
designación resultaba doblemente problemática: en primer lugar, por­
que Gualterio, a quien se consideraba rico, era un cortesano del rey
Enrique I de Inglaterra carente de formación eclesiástica; en segundo
lugar, porque, tras dos nom bram ientos insostenibles, el prestigioso
Maestro Anselmo, del cabildo catedralicio, se opuso públicamente a
Gualterio, a lo que hay que añadir la disconformidad privada de otros
clérigos, entre ellos el propio Guiberto. Con ejemplar integridad, G ui­
berto refiere que él mismo había acompañado a Gualterio, que sufraga­
ba sus gastos, ante el papa Pascual II, quien se encontraba en ese m o ­
mento en Langres. El papa hizo varias preguntas com prom etidas
respecto a la elección del obispo, no recibiendo como respuesta sino un
montón de buenas palabras, y finalmente aprobó la decisión, seducido
por la expectativa de embolsarse algún dinero, tras com probar que
274 L A C R IS IS D E L S IG L O X II

Gualterio ya había ofrecido una cantidad a los acompañantes del papa


y que éstos lo habían aceptado.142
Pasado un tiempo, el obispo Gualterio se enemistó con un hombre
m uy destacado que respondía por Gerardo y que era castellano de las
monjas de Saint-Jean. Como la disputa se agriara, Gualterio se unió a
unos conspiradores y entre todos tramaron matar a Gerardo mientras él
propio Gualterio partía para Rom a (aunque no con intención de ir en
busca del apóstol, como confía Guiberto en sus oraciones a Dios). Ge­
rardo fue asesinado mientras oraba en la iglesia catedral de Santa Ma­
ría el 13 de enero del año 1111. Dos caballeros se habían unido a los
archidiáconos en la comisión del crimen, y la noticia del suceso se di­
fundió instantáneamente. El preboste del rey instó a los arrendatarios
de la corona y a los aparceros de Saint-Jean a atacar las viviendas de los
conspiradores, que fueron expulsados de la ciudad.141
Al tener noticia de los hechos, el rey Luis sospechó inmediatamen­
te que el obispo Gualterio había sido cómplice del crimen, así que or­
denó saquear el palacio episcopal de Laon. Gualterio regresó a la ciu­
dad, no sin apuros, e inmediatamente empeoró las cosas al excomulgar
a quienes habían atacado a los conspiradores. Y como después se au­
sentara a fin de recaudar dinero en Inglaterra, unos cuantos notables de
Laon juzgaron que una forma más fácil de alcanzar ese mismo objetivo
de lucro podía consistir en ofrecerse a vender su aprobación para crear
una com una jurada. «Ahora bien, una “com una”», explica Guiberto,
«— ¡nuevo y perverso nom bre!— funciona de este modo: todos han de
pagar la deuda de servidumbre que se abona de forma consuetudinaria
una vez al año como impuesto de capitación, y si alguien quebranta la
ley, habrá de pagar una multa estipulada legalmente, pero todas las
demás rentas que la costumbre obliga a satisfacer a los siervos quedan
por completo abolidas». Los lugareños, en consecuencia, viendo que
podían aprovechar la ocasión para sacarse a sí mismos, y con ventaja,
de la situación, pagaron el soborno a los codiciosos pretendientes, que
acto seguido juraron actuar de buena fe y de ese modo iniciaron una
«conjuración» de «clérigos, notables y gentes del común». Al regresar
de Inglaterra (convertido en un hombre rico), el obispo Gualterio se
mostró manifiestamente indignado con la constitución de la comuna,
aunque cambió rápidamente de parecer al recibir una compensación
económica. Hasta et mismísimo rey, añade Guiberto, sería sobornado a
fin de lograr que aprobara la com una.144
C R I S I S DF: PODF.R ( 1 0 6 0 - 1 1 5 0 ) 275

La consecuencia fue que los señores, incluyendo sin duda al obis­


po, terminaron dándose cuenta de que sus arrendatarios no estaban ya
dispuestos a pagar los tributos ni las rentas de costumbre. Gualterio
trató de manipular en su beneficio la acuñación de moneda, maltrató a
uno de sus administradores rurales, y al final invitó con todo descaro al
monarca, animándole a visitar Laon durante la Semana Santa del año
1112, con intención de invalidar la comuna. Esto provocó una verdade­
ra crisis de poder acompañada de un estallido de violencia. Según pa­
rece, el rey Luis habría sucumbido a nuevos sobornos y, tras unirse al
obispo en el proyecto de anulación de los juramentos, abandonaría rá­
pidamente la población — en un asombroso aparte. Guiberto describirá
a Luis con los rasgos de un monarca competente que habría cometido
un momentáneo error de juicio— . El orden social se derrumbó enton­
ces en una serie de tumultuosos atropellos, y los poderosos aún caerían
en la temeridad de exigir que se les pagara por anular la conjuración
por la que ya habían cobrado en un principio; y para remate se tramó
una nueva conspiración, esta vez destinada a asesinar al obispo. Sacado
a rastras del escondrijo de la iglesia en que se había refugiado, Gualte­
rio fue puesto en manos de un sirviente de mala fama, célebre por su
brutalidad como recaudador de impuestos, para a continuación ser sal­
vajemente despedazado por una turba enfurecida. Se produjeron nue­
vas muertes y muchos de los habitantes huyeron, aunque aun alcanza­
mos a vislumbrar fugazmente el intento de pacificación del Maestro
Anselmo, que trata de recuperar la cordura asegurándose de que el
obispo muerto reciba decente sepultura.145
Guiberto señala claramente que este brote de violencia dejó a Laon
a merced del rey. Entre las secuelas del episodio, el clero, que no tenía
culpa alguna en lo sucedido, invitó (o permitió) que el rey Luis impu­
siera un nuevo obispo; y al fallecer éste al poco tiempo, se designó,
mediante una elección correctamente celebrada en la que no hubo si­
monía, a un tal Bartolomé de Jur. Sin embargo, este feliz giro de los
acontecimientos iba a quedar pronto alterado, ya que los conspiradores
responsables de todo el problema — que temían la venganza del rey—
solicitaron a Tomás de Marley (tristemente conocido desde hacía ya
mucho tiempo en la región) que les protegiera de las acciones de la
corona. De esta forma, la crisis de Laon terminaría por convertirse, en
la Pascua de Resurrección dei año 1112, en un episodio regional de
enconadas enemistades familiares, ya que Tom ás mantenía un largo
276 LA C R IS IS DHL SIG L O X II

conflicto con su padre, Enguerrando, quien se abatió con sus huestes


sobre ia semidesierta población y la saqueó. Pero no habrían de parar
ahí las cosas, «pues además de haberse asesinado a varios sacerdotes, a
un obispo y a un archidiácono [¿olvida aquí Guíberto al castellano víc­
tima de Gualterio?], todavía habría de morir, recientemente asesinada
por su propio siervo, Raisinda, la abadesa de Saint-Jean, una mujer
muy capaz procedente de una distinguida familia, benefactora de la
Iglesia y nacida en Laon...». Tras esta muerte, Laon asistiría a nuevas
matanzas y conmociones. Nuestro informante sostiene implícitamente
que el pago de rescates se había convertido en una institución local:
Pero es hora ya de despedim os de Guíberto de Nogent, aunque no sin
dejarle que pronuncie unas últimas palabras: «Durante esta crisis que
vivió la ciudad, según hemos relatado, el rey que la había provocado
con su avaricia no volvió a dejarse ver por las inmediaciones. Más aún,
el preboste regio, sabedor del mal que se había causado, y tras enviar
por delante a su concubina y a sus hijos, abandonó [Laon] pocas horas
antes de que la latente revuelta se apoderara de la población. Y aún no
se habría alejado cinco o seis kilómetros cuando se giró para contem­
plarla envuelta en llamas».146

¿Estamos aquí ante un final teatralizado, urdido para redondear el


relato? Si la célebre narración de los acontecimientos «funestos» (ma-
lum) de Laon que nos ha dejado Guiberto de Nogent ocupa un espacio
privilegiado en este libro se debe a que nos indica, de modo más direc­
to y completo que ningún otro texto, cómo era la experiencia del poder
en una región histórica de Francia en tiempos de Luis VI. La crónica
constituye un enérgico correctivo de las afirmaciones de Suger. En la
región de Laon, la gobernación regia no constituía más que un vestigio,
un débil residuo de lo que un día fuera ese protectorado de la monar­
quía que tan primorosamente aparece evocado en las estampas del pre­
boste Ivo: al principio, el propio preboste del rey, en un gesto de impo­
tencia, incita al saqueo de las viviendas de los asesinos de Gerardo a
modo de venganza; y al final le vemos huir de la ciudad que debía regir,
convertido en espectador pasivo del incendio de la población. Y todas
las demás funciones del orden público quedaron igualmente desbarata­
das — la advocación de Saint-Jean y el obispado— en un torrente de
acontecimientos sucesivos que en las páginas de Guiberto parecen ve-
C R I S I S 1)1 l ’O D H R ( 1 0 6 0 - 1 1 5 0 ) 277

BÍr quizá a ocultar lo que debiera haber sido la « n orm a l» experiencia de


la justicia y la rec aud ació n de im puestos. No obstante, lo que sin duda
transmite G uiberto, con increíble claridad, es el m o d o en que transcu­
rría la vida en Laon no sólo u n tes de los asesinato s y entre u n o y otro
estallido de violen cia, sino ta m b ié n d esp ués. N o s v e m o s aquí en un
escenario d o m in a d o po r un co njunto de señoríos banales de vocación
invasora d ed icado s a c o m p e tir entre sí para tratar de hacerse tanto con
una parte de los ingresos m ercantiles com o con una porció n de la p r o ­
ducción a g r íc o la .147 La gente usu rpaba bienes y pedía rescate po r ellos;
y también se aliaba con otros para forzar la sum isión de terceros y b e ­
neficiarse de la situación. Guiberto se encoleriza al co n o c er la m a n ip u ­
lación fraudulenta de la a cuñación, una infracción que relatará en todos
sus pormenores antes de concluir: « N u n c a hu bo pillaje ni acción hostil
ni incendio p rovo c a do que cau sara m á s graves perjuicios a esta p ro v in ­
cia desde que se levantaran los m u ro s ro m a n o s que protegen a la a nti­
gua y respetada casa d e m o n ed a de la c i u d a d » .148 T ras el a sesinato de
Gerardo, G u ib e rto se d ed icó a p r o n u n c ia r s e rm o n e s s o b re la ira de
Dios, una cólera que se había m anifestado, decía, «cuando co n m utuas
provocaciones los seño res se levantaro n contra los b urg u e se s y éstos
contra aquéllos, [o] c u a n d o con indecorosa ho stilidad los ho m b re s del
abate se e nfurecieron con los p artid arios del o bispo» y v ice v e rsa .149
Dado el d esprecio que sentía p or G ualterio y T o m á s de M arle, re­
sulta notable la instintiva inquina que e m p u ja rá a G u ib e rto a detestar la
comuna. Y con todo, él m ism o p ertenecía a su clase social, pu esto que
era señor de cam p e sin o s, así que no podía ju z g a r sino que el ju ra m e n to
de renuncia a las o b lig a cio n e s serviles equiv alía a una subv ersión del
orden social. La actitud de G u ib e rto habría de p re v a le c er d urante m u ­
cho tiempo, lo que significa que las c o m u n a s que proliferaron en su día
se hallaron sujetas a m utación desde el principio. U n a cosa era abolir
las «exacciones a bu sivas» , c o m o hab ía h e c h o el rey al o to rg a r fuero
legítimo a la « c o m u n id a d » de M antés, y otra m u y distinta que las p o ­
blaciones locales se arrogaran la facultad de c on ferir form as n uevas a
la vida pública. Y según G uiberto, las « c a la m id a d e s » de Laon, a g ra v a­
das por las riñas de C ou cy, pronto habrían de extenderse a A m iens, por
voluntad de Dios. En el año 1113, los h ab itantes de esta po blación se
confabularon con el o bispo p ara h a ce r frente al c o n d e E ng uerran do ,
con la particularidad de que el hijo del propio E ng uerrand o, T o m á s de
Marle, h abría de unirse durante un tiem p o a la c onspiración. U n a vez
278 LA C R IS IS D E L SIG L O X II

más, hay rumores de que el rey se deja sobornar, y cuando finalmente


haga acto de presencia (en el año 1115) y se decida a prestar apoyo a
los lugareños se verá atrapado en un largo y tal vez inútil asedio.150

El regreso dei señor-rey a la región de Laon en el año 1115, tras ha­


ber sido condenado Tomás de Marle en el concilio celebrado unas se­
manas antes en Beauvais, se producirá en respuesta a las múltiples que­
jas de tipo similar a las que acabamos de conocer, unas quejas que
surgieron por toda la Isla de Francia. Fia llegado el momento de pregun­
tamos cómo cabe interpretar estos problemas de principios del siglo Xli.
Estoy de acuerdo en que difícilmente puede considerarse que el asunto
se redujera a un enfrentamiento entre el soberano y los caballeros, y
m ucho menos a una animadversión del monarca contra las órdenes de
caballería (chevalerie).151 Cabe argumentar que Luis VI era él mismo
un castellano, aunque portase la corona; y ya hemos visto que su res­
puesta a la violencia aparece teñida, como mínimo, por algún que otro
elemento de venganza. Por consiguiente, ¿qué grado de verdad subyace
a toda esta retórica indignada? ¿No estarnos acaso frente a una crisis
societal de poder? No hay nadie en la época que así lo afirme, ni nada
que se le parezca — ni siquiera haciendo las salvedades pertinentes para
entender el modo en que podía presentarse entonces el fenómeno que
hoy conocemos con esta moderna expresión— . Se tenía claramente asu­
mido que lo que faltaba en tom o al año 1100 era la determinación de
aplicar la justicia a los malhechores y «tiranos», y que lo que Felipe I no
había tenido posibilidad de hacer, podría materializarlo — como efecti­
vamente ocurriría— su hijo Luis.152 A diferencia de Alemania, que al
inicio del siglo xn se encontró en varios momentos al borde de una anar­
quía acéfala, Francia contaba con sus reyes (pese a que no deba insistir-
se demasiado en la importancia de esta divergencia), de modo que no
cabe el equívoco de interpretar su historia a la manera del abate Suger,
esto es, como una reactivación m onárquica.153
Sin embargo, la verdad — entendiendo por esto toda la verdad (o la
más ajustada a los hechos)— es sin duda distinta. Luis VI no se encontra­
ba en situación de poder imponer una justicia absoluta, y tampoco lo
pretendía. Todo cuanto podía hacer era combatir la injusticia aquí y
allá, y esto en todas partes; es decir, debía enfrentarse a lo que ¿/juzga­
ra «injusto» o «nocivo» — aunque en unión del clero, que ahora mam-
C R I S I S D E P O D E R ( 1 0 6 0 - 1 15 0 ) 279

festaba una m ovilización y un interés nu evo s en la integridad p atrim o ­


nial y la « p a z » — . En el año 1118, el rey Luis p ro clam ó que la función
de «la regia m ajestad [consistía] en reprim ir y aniquilar la opresiva in­
solencia de los h om b res m a lo s » .154 A lg uno s de estos «peligros» llega­
ron a a m e n a z a r al propio rey de Francia, ya que los a busos egoístas de
los prebostes y otros servidores del rey pro v o c a b a n p ro blem as con m u ­
cha frecuencia. N o obstante, gran parte de la « m a ld a d » que deploran
los autores clericales era obra de p e q u e ñ o s señores qu e poseían ca sti­
llos y aspiraban a una posición social honorable.
H e m o s de ad m itir, en este sen tid o , dos e x tr e m o s d ife re n te s. En
primer lugar, no d e b e m o s in te rp re ta r qu e S u g e r se p ro p o n g a afirm ar
que Luis V i h u b ie ra p u e sto fin a los m alos u so s en los d o m a m o s de
Saint-Denis o en los de otro s e s tab lecim ientos religiosos, de hecho ni
siquiera h em os de c o nsid e ra r q ue sostenga que el rey lograra te rm ina r
con los e x p o lio s de H u go de Pu iset o T o m á s de M arle. Lo q u e las
pruebas de la regia acción re m e d ia do ra vienen a s e ñ alar es el f e n ó m e ­
no m ism o de la v iolen cia — de las n u e v a s im p o sic io n e s, in c a u ta c io ­
nes, rescates, etc é te ra — . es decir, su existencia, no (n e c e sa riam e n te )
su final. Fueron pre c isa s re p e tida s in c u rsio n e s para librar a la región
de Chartres de H u go de Puiset; y T o m á s de M arle and aría c o m etien d o
fechorías hasta el año 1132. M ás aún, la inep titu d de L uis VI en la
crisis de L ao n d eb iera disipar toda tentación que pud iera incitarnos a
sobrevalorar los éx itos del se ñ o r-re y — y m e n o s se n tid o tend rá aún
suponer q u e las c aste lla n ía s y los se ñ o río s q u e S u g e r no m e n c io n a
fuesen re m a n so s de p a z — , 155 C o n sus cédulas, d ic tá m e n e s y c a m p a ­
ñas, el rey Luis im p u so el orden regio — ¿ p e ro d u ra n te cu á n to tie m ­
po?— , y sin em b a rg o , todos estos d o c u m e n to s co n stitu y en otros tan­
tos e le m e n to s c re íb le s que a te s tig u a n el su frim ie n to v iv id o en esa
época en el p rin c ip a d o de Francia.
En se gundo lugar, po r lim itada que fuera su respuesta o sus éxitos
en la práctica, da la im presión de que las acciones de Luis VI vinieron
a trastocar gravem ente la trayectoria que aca b a b a de iniciar el p o d e r en
los señoríos b anales fortificados de la Isla de Francia. En dicha región,
fueron p re c isa m e n te estos señ ores qu ie n es p a d e c ie ro n una auténtica
crisis a principios del siglo xil. Y ello p orque una vez que Felipe I y su
hijo decidieron e xp lo tar sus d o m inios patrim on iales se convirtieron in­
mediatamente en fo rm ida b le s c o m p e tid o re s de los pro p io s linajes c a ­
ballerescos — los M ontfort, los M ontlh éry, los G arlande, los Senlis o
280 LA C R IS IS D L L SIG LO X II

los Coucy, por no alargar la lista— con los que se aliaban, con los que
establecían vínculos matrimoniales, a los que reclutaban para sus con­
tiendas, y contra los que en ocasiones se enfrentaban.156 Dado el creci­
miento demográfico y el aumento de la riqueza, no bastaba con un cas­
tillo para garantizar la seguridad de estas familias; para considerar la
tenencia de dos o más fortalezas era inevitable contar con la ayuda del
tipo de comenderos que caían habitualmente en la tentación de coac­
cionar y usurpar bienes, y éste era un dilema al que debían enfrentarse
tanto el rey Luis como Tomás de Marle. Lo que los castellanos no po­
dían hacer — no con la m isma facilidad que el rey de Francia— , por
m uy devotos que se mostraran en sus fundaciones y amparos, era cola­
borar con los obispos en la procura de la paz, e incluso el mismo Luis
VI tardaría bastante en explotar este recurso.
Resulta tentador descartar sin más los testimonios interesados de
Guiberto y de Suger, así como lo que nos refieren los diplomas, desen­
tendemos de todo cuanto nos dicen sobre la violencia de los «hombres
malos» que les rodeaban por todas partes. Pero hemos de resistir con
firmeza ese impulso. Los defectos de las pruebas que nos aportan no se
deben tanto a la mendacidad como a una cierta exageración tendencio­
sa; uno de los méritos de estos escritos, por problemáticos que resulten,
estriba en la indignada moralización de los motivos y de los aconteci­
mientos. El mal era una realidad tangible en este microcosmos de po­
deres coercitivos y fortificados, y no hay duda de que el clero compar­
tía con las masas de gentes obligadas a trabajar con gran dureza esta
noción de lo perverso — si es que no lo habían aprendido precisamente
de ellas— . La consideración que se hace Guiberto, tras una primera
reflexión, respecto del asesinato del obispo Gualterio es que «el mal
[causado] ... no emanaba únicamente de él, sino que procedía de la
gravísima iniquidad de otros, [que] provenía de hecho del populacho
en pleno. Y es que en punto alguno de toda Francia», añade, «se han
producido crímenes como los acaecidos entre las gentes de Laon».157
Quizá tengamos la impresión de hallamos aquí ante una exageración
de orden subjetivo, pero, aun limitando su alcance a los crímenes más
llamativos, las fuentes de que disponemos confirman esta afirmación,
una afirmación que además encuentra justificación en otros ejemplos
de violencia. Suger culpa de la traición que se produce en La Roche
Guyon al propio castillo de la localidad: «ese baluarte que hombres y
dioses detestan por igual».15* Con todo, el caso de Montlhéry sería aún
c'k i s i s oí-: podiír (1060-1150) 281

peor, hasta el punto do que el viejo rey Felipe le diría en una ocasión a
su hijo (en presencia de Suger): «esta torre casi ha conseguido hacerme
envejecer», para a continuación deplorar su «traición e iniquidad». La
infidelidad, que transform aba prim ero al leal en desleal, terminaba
convirtiéndolo en traidor.154
Una vez más, la reilicada malicia puede suscitar suspicacias, pero
Suger prosigue con su planteamiento y deja finalmente sentado un ex­
tremo por completo verosímil. La razón por la que el viejo rey se rego­
cija al ponerse Montlhéry en sus manos — debido al matrimonio de la
heredera del señorío, Isabel de Montlhéry, con su hijo Felipe, conde de
Mantés—- estriba en el hecho de que este castillo, regido por «hombres
infieles» que atacaban a los comerciantes que cubrían la distancia entre
París y Orleáns, tenía una importancia crítica para la pacificación de la
Isla de Francia, comarca que se hallaba en sus m ism as coordenadas
geográficas. Los castillos constituían otras tantas palancas de poder
coercitivo para los hombres que residían en ellos. En Montlhéry, añade
Suger, «se reunían pérfidos hombres venidos de todas partes, tanto de
lejanas zonas como de puntos cercanos», así que «no se perpetraba en
todo el reino una sola maldad sin su consentimiento o ayuda».160 C o m ­
probamos una vez más que la manifiesta exageración apenas resta fuer­
za alguna al contundente recuerdo que expresa Suger. Sabemos por
otras fuentes que en la práctica solía identificarse al castillo de
Montlhéry con los caballeros que en él se cobijaban, con independen­
cia de quién fuese su señor; además se afirmará lo mismo de Corbeil
—Suger dice de él que se trata de un «castillo bendecido con la presen­
cia de una antigua nobleza de muchos caballeros»— y de Sainte-Sé-
vére, en la región del Berry.1"1 Y es más, si Montlhéry dominaba el
corredor situado entre París y Orleáns, Le Puiset controlaba las fértiles
comarcas agrícolas de la región de Chartres. y Montaigu las que cir­
cundaban Laon. Estos eran los hábitats naturales de los señoríos terri­
toriales, variantes recientes de los antiguospagi, y en ellos los grandes
señores, como Hugo de Puiset y Tomás de Marle, parecieron tener a su
alcance el disfrute de poderes poco menos que condales hasta que, a
consecuencia de las crisis que ellos mismos habían provocado, se vie­
ron obligados a conformarse con un poder menor.
En opinión de los amanuenses y de los autores monásticos que nos
informan, lanto ellos com o los de su m ism a clase eran otros tantos
«tiranos» y «malos h o m bres».'52 El origen de esos epítetos y expresio­
282 L A C R I S I S D E L S I G L O XII

nes sólo p u e d e ser p o p u la r y clerical, aun te n iendo en c u e n ta que obe­


decieran a ob jetivo s retóricos y «estratégicos». P e d ro A b ela rd o habla
de «tiranos» que actúan en virtud de una v o lu n ta s falible, n o de l a po-
testas divina; d e n u n cia la habitual tiranía que represen tan las exaccio­
nes y las u su rp a c io n e s qu e im p o n e n a sus a rren d a tario s los príncipes
laicos; y llega a calificar in cluso a a lg u n o s castillos con la expresión
«fortificaciones tir á n ic a s » .161 U na b u e n a parte de estas m anifestacio ­
nes h acen p e n s a r en una e sp ecie de pug ilato retórico. Existe un salto
co nceptual entre los tristem en te célebres asesinato s de Laon y la cre­
ciente d e m a n d a de n ue v o s « uso s» qu e ex igían en to da s partes los se­
ñ ores de los c a m p e sin o s. En la hom ilía que dirig irá a sus fieles tras la
m uerte del castellano G e ra rd o , G u ib e rto opina q ue «en todas partes se
h ablará del lugar, del c rim e n y de la v e rg ü e n z a (v ividos en L a o n ]» .164
C o n todo, nuestros in fo rm a n te s c o n sid e ra n q u e la v io le n c ia infamante
c on stituy e un síntom a. En la in d ig na c ión qu e dejan traslu cir se percibe
u n a estridencia nu eva, c irc u n sta n cia qu e se ñ a la una p ertu rb a c ió n más
h o n d a que la d e r iv a d a d e la e x p e rie n c ia o r d in a ria de la su c esión de
e n e m ista d e s h e re d ita rias , los a s e d io s y la d e v a s ta c ió n de las tierras
en e m ig a s. H u g o de Puiset y T o m á s de M a rle n o e ran sim ple s rivales
que c om p itieran p o r alzarse con la h e g em o n ía del p o d e r publico, como
el d u q u e y m á s tarde rey E nrique I o el c o n d e T e o b a ld o ; eran agitado­
res públicos. La de sc rip c ió n que se nos da de ellos los pinta con tonos
m á s s o m b río s q u e los a p lic a d o s a los m a lo s se ñ o re s, en parte como
c o n s e c u e n c ia de la utilización de un a palabrería hiperbó lica, pero so­
bre todo d e b id o a las ho rrorizadas e n u m e ra c io n e s de los actos de vio­
lencia c om e tido s, actos que se especifican lo suficiente co m o para que
lo g re m o s s in g u la riz a rlo s. P o r el m o m e n to b a sta rá co n d e c ir que la
m o tiv a c ió n que im p ulsaba a 1 lu go era la a m b ic ió n dinástica, de modo
qu e «pese a que fuesen p o co s los qu e [le] ap reciaban , eran sin embar­
g o m u c h o s los que le servían». Por su parte. T o m á s de M arley, que se
e sfo rzab a igu a lm e n te p o r alzarse con un señ orío territorial, se muestra
c ara c terístic a m e n te p roclive a intem pestivas exp lo sio n e s de cólera, de
m o d o que sus m u e stra s de v io le n c ia y sus cru e ld a d e s resultan tan ex­
c e siv a s c o m o n o r m a l e s . 165 D e sd e el p u n to de vista de esta alterada
so c ie d a d en la que pro life ra n los se ñ orío s, e sto s señ ores castellanos
r e s u lta n p e rs o n a je s d e sc o lla n te s. El n ú m e r o de p e rtu rb a c io n e s que
p ro v o c a ro n b a s tó p ara e s p o le a r el su rg im ie n to de u n a nu eva alianza
en tre el rey y el clero, coo p e ra c ió n qu e no sólo se m a n te n d ría entre los
C R IS IS D E PO D ER ( 1 0 6 0 - 1 1 5 0 ) 283

años 1111 y 1115, sino que vendrá asimismo a constituir una reacción
que por sí sola indica la existencia de una alarma, cuando no de una
crisis. Otra prueba de «tiranía» radicaba en la incautación de tierras de
la Iglesia — un problema que, no siendo nuevo, causará preocupación
en los concilios que se celebren en el conjunto de Francia entre los
años 1095 y 1119— ; con todo, los decretos y estipulaciones más ur­
gentes sobre el particular se formularán en Beauvais en 1 114, y en
Reims en 1119.166
De aquí se sigue que la crisis que causen los castellanos en Francia
se mantendrá a pesar de que algunos de ellos sufran reveses. Ni Hugo
de Puiset ni Tomás de Marlc habrían de ser aplastados; de hecho, sus
señoríos sobrevivieron a Luis VI, y en modo alguno puede decirse que
se comportaran de forma totalmente complaciente. La suya es una mi-
crohistoria del poder semioculta en los documentos que nos han dejado
sus dominadores. Al actuar como protector y juez y no mostrarse exce­
sivamente ansioso por apoderarse de los castillos, el rey Luis socavó la
insolencia, cuando no los hábitos opresivos, de los castellanos. No te­
nemos noticia de que la corona hiciera esfuerzo alguno por someterlos
y convertirlos en vasallos dependientes, y tampoco es posible interpre­
tar que los célebres viajes a Auvernia de los años 1122 y 1126 fueran
mucho más que una prolongación de su campaña de justicia reparado­
ra.Kl7 La responsabilidad de la perturbación de la situación francesa en
tiempos de Luis VI debe atribuirse a las crecientes penalidades surgi­
das al contagiarse a la generalidad de los castillos el hábito de un seño­
río de índole explotadora, así como al adquirir éste un carácter usual.
Los hombres educados en el manejo de las armas y en la práctica de la
caza, como el obispo Gualterio, tenían por costumbre dedicarse a la
procura del poder y a la mejora de su posición social en sus respectivos
ámbitos locales, arrogándose el ejercicio de un señorío banal, o actuan­
do como si en efecto Ies correspondiese asumirlo, lo que les llevaba a
embarcarse en una búsqueda angustiosa y arriesgada — cuyo principal
síntoma era la traición— que en ocasiones se convertía en detonante de
un estallido de obstinada violencia coercitiva. En esta sociedad la tira­
nía no constituía una entelequia ni una exageración, sino una circuns­
tancia perfectamente real. Y su ejercicio no debe confundirse con nin­
guna rebelión.168
284 LA C R IS IS D L L S IG L O X II

P r o b le m a s en la r u ta d e lo s p e r e g r in o s ( I I 09- I I 3 6 )

D e s e a b a n re in a r , p e r o c o n la t r a i c i ó n ;
A n s i a b a n el m a n d o , p e r o lo c o n s e g u í a n m e d i a n t e la violencia.
Historia Composlellana, i. 114. 15

Sería un error suponer que los problemas existentes en España vi­


nieran a constituir una réplica exacta de los que se manifestaban en
Francia. Como veremos, guardan mayor parecido con los que tienen
lugar en la Alem ania de esa misma época. Sin embargo, a principios
del siglo xn las poblaciones estratégicamente situadas a lo largo del
Camino de Santiago para dar acogida a los peregrinos se hallaban re­
pletas de franceses, muchos de los cuales debieron de sentir la irresisti­
ble tentación de com parar ambos escenarios — y eso es prácticamente
lo que vino a hacer al menos uno de ello s - . El canónigo Gerardo, au­
tor que escribe acerca de uno de los momentos más desesperados del
levantamiento comunal ocurrido en Compostela en el año 1116, admi­
te que «tenía miedo, y [que] habría deseado ver[s]e de nuevo en Beau-
vais».'6'’ Gerardo había venido de Francia para servir al obispo Diego
Gelmírez (1100-1 ¡40), y había vivido en la comunidad catedralicia de
Santiago durante al menos una década antes de ascender al puesto de
cronista del arzobispo (c. 1120). El texto que elaborará en esos años es
comparable en todo al de Suger, y en algunos aspectos lo supera; ade­
más, las palabras en las que alude a la situación que se vivía en Galicia
— palabras que acabamos de citar en el encabezamiento de este aparta­
do— implican una cierta comparación con Francia, y quizá también
más de una diferencia. No obstante, si tenemos la idea de que el relato
del poder es distinto en España no se deberá únicamente a los capítulos
que incluya Gerardo en la H istoria C om postellana, sino también a lo
que nos referirán las Crónicas anónim as de Sahagún (pese a las limita­
ciones de este último texto). Gracias a estos escritos170 — y no son
nuestras únicas fuentes— podemos reconstruir los acontecimientos de
un tournant crucial en la historia del señorío y la realeza en la zona de
Galicia y León.
Los historiadores modernos no han dudado en hablar de un período
de «crisis» en esas sociedades, y seguramente es razonable que lo ha­
gan.171 En esta región, las perturbaciones son tan palpables como en la
Alemania salía, y los cronistas se muestran terriblemente horrorizados
C R IS IS 1)F POOl-R ( 1 0 6 0 - 1 1 5 0 ) 285

por la situación — más incluso que en otros lugares— . De hecho, resul­


tará útil comenzar con la exposición de sus descripciones, no sólo por­
que de este modo podremos valorar si se ajustan o no a los detalles de
las pruebas de que disponemos, sino también porque de ellas obtendre­
mos el argumento de m ayor peso para esclarecer los hechos de esta
historia local. Los notorios levantamientos de Sahagún y C’ompostela
constituyeron, como pudieron apreciar quienes los vivieron en su día,
unos incidentes de amplia repercusión que causarían un persistente
desorden.

En uno de los sermones que pronuncie en Burgos en junio del año


1113, el obispo Diego Gelmírez pasará revista al esplendor de la Espa­
ña gobernada por el difunto rey Alfonso VI, un período en el que «flo­
rece» la Iglesia, en que se somete a los moros y en que «prosperan las
leyes, los derechos, la paz [y] sobre todo la justicia». Nada más falle­
cer, en tiempos ya de la reina Urraca y su hijo, «estalla inmediatamente
la discordia. Se quebrantan flagrantemente los derechos eclesiásticos,
y los duques, príncipes y potentados todos de España se ven reducidos
a la impotencia [por ejemplo como protectores]. La antigua virtud se
halla totalmente desaparecida». Y a pesar de que tanto la reina como su
hijo tienen un inalienable derecho a la corona, el resto de nosotros, dice
el cronista, «tras salir triunfantes ... nos vemos ahora dominados por
unos pocos».172 El escrito anónimo de Sahagún lo expresa en términos
aún más contundentes, y considera que la infausta unión («maldita có­
pula», dice el original) de Urraca y Alfonso de Aragón es lo que «oca­
siona todos los males que surgen en España», las matanzas generaliza­
das, seguidas de «robos [y ] adulterios»; y por si fuera poco, a todo esto
se añadirá el hecho de que «casi todas las leyes y las virtudes eclesiás­
ticas se vieran sujetas al menoscabo y la degradación».173 En otro pá-
nafo, este mismo autor ensalza la «paz y la seguridad» vividas en tiem­
pos «del rey don Alfonso, a quien Dios tenga en su gloria», un período
en el que «no fue preciso amurallar ninguna aldea ni lugar», en el que
jóvenes y viejos podían descansar y danzar igualmente en p az .174 Y sin
embargo, en otro capítulo se dice que las vejaciones sufridas por los
burgueses de las distintas comarcas «no sólo afligieron a la iglesia de
Sahagún, sino incluso, como ya hemos dicho, a toda esta parte de Espa­
ña en que vivim os»,1"’"
286 L A C R I S I S D E L S I G L O XII

M apa 3. La rula de los peregrinos.

Tal era el d e s o rd e n p ro v o c a d o p o r el frac a so dinástico. En esté


c áustico m u n d o de n o b le s en ciern es que a m b ic io n a b a n un señorío se
p re c is a b a u n h ere d e ro varón, o c aso de no tenerlo , u n consorte bien
a m arra d o p ara la hija. C u a n d o sólo le q u e d a b a n dos años de vida por
d elan te (esto es, en el v e ra n o de 1107), el en ve je c id o re y Alfonso VI,
debía d e c o n sid e rar asegurada la sucesión ante c ualq uier eventualidad;
y sin em b a rg o , en el m o m e n to m ism o en el que L uis VI pasaba a ocu­
p a r el lugar de su pad re en Francia, las e sp eranzas de A lfo nso se vieron
C R IS IS D E PO D ER ( 1 0 6 0 - 1 1 5 0 ) 287

frustradas: su hijo político Raim undo de Borgoña fallecía, y a esta


muerte le seguiría otra, la de su propio hijo Sancho Alfónsez, caído
frente a los almorávides en la batalla de Uclés. Alfonso vivió sus últi­
mos días sabiendo que su hija Urraca habría de sucederle, aunque fuera
—o precisamente por serlo— madre y esposa (en segundas nupcias) de
dos formidables rivales varones. Al final, su nuevo marido, Alfonso de
Aragón, y su hijo, Alfonso Raimúndez, se convertirán en polo de atrac­
ción para todos los elementos desafectos y ambiciosos de la España
cristiana. Los recién casados, que al ser primos segundos habían con­
traído matrimonio con la oposición del clero, no se llevaban bien, en
parte, quizá, a causa de las ambiciones de Alfonso el Batallador. En el
año 1110. éste comenzaría a engatusar a distintos aliados de la región
comprendida entre Castilla y Galicia, y sus repetidas ofensivas, reali­
zadas al principio en unión de su mujer y más tarde con el apoyo de los
habitantes de Sahagún, explicarán buena parte de la violencia que de­
ploran los cronistas. El problema al que debía hacer frente Urraca con­
sistía en que, al casarse, había perdido su derecho original a la sucesión
en Galicia, circunstancia que no podía sino animar a los barones que
favorecían a su hijo Alfonso y que lo proclamaban defensor de sus pri­
vilegios frente a un invasor foráneo. El tutor del joven Alfonso era Pe­
dro Froilaz de Traba, que no se hallaba en buenos términos con los
obispos de Compostela, cuyos domanios había invadido mucho tiempo
atrás la familia Traba. Además, una de las circunstancias que parece
haber contribuido a la desorganización del consenso entre las élites
estriba en el hecho de que en torno al año 1111 — mientras el «Batalla­
dor» rey de Aragón se enzarzaba en disputas de gratuita brutalidad con
su esposa durante su campaña conjunta— * el obispo Diego empezara
a dar, aunque con cautela, algunos peligrosos pasos tendentes al reco­
nocimiento del joven Alfonso como rey de Galicia.176
Coronado en Santiago de Compostela en septiembre del año 1111,
Alfonso Raimúndez alcanzaría la mayoría de edad durante la disputa
dinástica subsiguiente, obteniendo con ello el reconocimiento de sus
derechos por parte de su madre, y, finalmente, el respaldo de los poten­
tados situados fuera de Galicia, que le apoyaron para frenar las vastas
ambiciones de Alfonso de Aragón. Y en cuanto a Urraca, que por su

* Las crónicas castellanas dicen que el rey p e g a b a a U rraca «con m a n o s y pies»


{N. de los I.)
28S LA C R IS IS D L L SIG L O X II

matrimonio había planteado un desafío a la Iglesia y se hallaba unida a


un marido malhum orado, cruel y quizá inestable desde un principio ,
— aunque hemos de añadir que tampoco ella está libre de culpa en este a
asunto, y que desde luego carecía de recursos— , hubo de luchar y ca­
pear el tumultuoso reinado que le tocó vivir a fin de consolidar en la ;
persona de su hijo (Alfonso VII, rey entre los años 1126 y 1157) el
poder que muy pocos de sus súbditos consideraban que pudiera ser
ejercido por una mujer. «Reinó tiránicamente y con argucias femeninas
[m iliebriter]», opinará un cronista, que añade a continuación que «ter­
minaría sus infelices días» al dar a luz a un niño nacido de una relación ¡
adúltera.177 ;
No hay duda de que esta propensión a la calumnia evoca una de las
actitudes predominantes en su época. Carente de todo valor en cual­
quier otro aspecto, esta tendencia contrasta marcadamente con la in- ;
gente cantidad de pruebas que nos hablan de los padecimientos que
hubo de sufrir la gente, pues no es posible que quienes nos las refieren
las consideraran una consecuencia de su condición «femenina», sino :
únicamente una espantosa consecuencia de la muerte de su padre. A los
ojos de aquellos con quienes contendía por la obtención del poder (su
hijo, su marido aragonés, e incluso en ocasiones el obispo Gelmírez),
no cabía imputar a Urraca el grueso de la responsabilidad en dichas
calamidades — dado que de hecho no la consideraban agente causal— .
Todos ellos eran «tiranos», no exactamente en el mismo sentido en que
se aplicaba ese término a los barones díscolos de Francia, sino en el de
que se hacían odiar por su tendencia a movilizar unos ejércitos cuyos
actos apenas lograban controlar.1?!i
La violencia que se padecía no era únicamente la que ejercían sin
freno alguno las tropas que atravesaban aquellas tierras, tan ajenas
como prósperas. Sin embargo, lo que resultó ser contagioso y termina­
ría por convertirse en una de las características que compartían los ca­
balleros decididos a dominar a la gente — y no sólo en Galicia sino en
cualquier otro lugar de Europa— fue simplemente su hábito de condu­
cirse de un modo desdeñosamente cruel. H1 obispo Diego, por ejemplo,
lanzó sobre Pedro Froilaz la acusación de saquear a los arrendatarios
del obispado «según la costumbre militar», y hay otras pruebas que
sostienen el fatigado comentario del canónigo Gerardo, quien mantie­
ne que el ejercicio del «mando» implicaba la comisión de actos de
«violencia».179 Se dice que Alfonso de Aragón, al enterarse de que
C R IS IS DK PO D ER ( 1 0 6 0 - 1 1 5 0 ) 289

«unos cuantos moros e infieles» de su ejército, entregado al saqueo,


habían penetrado por la fuerza en un establecimiento religioso y viola-
do a unas monjas ante el altar había replicado: «M e importa un ardite lo
¿ que mi ejército y mis soldados puedan hacer».180 No obstante, respecto
i: al desorden general, lo que a Gerardo le conmocionaba tanto como el
sufrimiento de los campesinos, los comerciantes o los peregrinos (y lo
que quizá aflija aún más a otros cronistas), era la inconstancia de los
• príncipes y los señores que les gobernaban.
| . Los casos de traición eran numerosísimos. En una célebre ocasión
' (ocurrida en el año 1 1 11). en que Pedro Froilaz — que se encontraba a
: la sazón asediado junto a su esposa y su pupilo en la remota fortaleza
jj de Cástrelo de Miño— se dispuso a consolidar en Galicia un consenso
k favorable a la coronación de Alfonso Raimúndez, los barones que se
oponían a este arreglo convencieron al obispo Diego de que les ayuda-
raa asegurarse de que se alcanzara un acuerdo. Tras una serie de nego­
ciaciones presididas por una gran perfidia, y en las que hubo constantes
rumores de traición, unos hombres que habían jurado lealtad al obispo
surgieron de entre los congregados en el preciso instante en que se es­
tablecía el acuerdo y apresaron al prelado, Mayor de Froilaz, y al infan-
. te—pese a la desesperada oposición de Pedro Froilaz— . El canónigo
Gerardo habría de ver en este episodio una dura moraleja, agravada aún
más por el pillaje de los efectos religiosos del obispo — no es de extra­
ñar que Gerardo acabara asociando la traición con la violencia— . No
obstante, la situación encontrará finalmente arreglo gracias al pacto por
el que Diego se avendrá a acordar con Pedro la coronación de Alfonso
Raimúndez, lo que equivalía a castigar con una dolorosa puya a los
traidores.181 El cabecilla de esta conspiración, Pedro Arias, que hacía
ya mucho tiempo que había quebrantado el ju ram ento por el que se
había ligado a Urraca y a su hijo en el año 1 107, no se contentó en
modo alguno con limitarse a traicionar al obispo Diego. De manera si­
milar, y respecto a la agitación que se vivía en Sahagún, el anónimo de
esa localidad sostiene que la ciudad fue liberada y puesta en manos
de la facción de Alfonso de Aragón, liberación que se produjo como
consecuencia de la traición del señor abate.182 En todas partes, la ten­
sión provocada por las recompensas y las derrotas pervirtió el sagrado
carácter de los juramentos. Gerardo acabó vilipendiando la traición de
que había tenido noticia, considerándola un defecto étnico. «¿Quién
podrá luchar contra los hábitos de todos estos gallegos? Son amigos de
290 LA C R IS IS D E L S IG L O X II

la fortuna, les interesa el éxito y quedan aplastados por la adversidad.


Un simple soplo de aire les empuja a cambiar de dirección; tienen por
suprema libertad la ligereza de mudar de amo y mostrarse rebeldes a
sus señores. Persiguen la riqueza, no la justicia.» Y continúa diciendo
que sólo afirman cuanto halaga los oídos de los poderosos, aunque no
reparen luego en dejar en la estacada a sus señores. Notables en el «arte
de la adulación», remata, cultivan «el perjurio y la traición».181
Una vez más, la verdad parece filtrarse por las rendijas de tan exa­
gerada retórica. Gerardo admite también lo siguiente; «Sin embargo,
he querido decir estas cosas con el debido respeto a las buenas gentes
de Galicia».184 El relato de Sahagún, igualmente vehemente, nos refie­
re un episodio comparable (aunque diste mucho de ser idéntico). Y en
la medida en que los burgueses y los campesinos podían quebrantar
tanto como los caballeros los juram entos que hacían, cabe concluir que
este asunto de la traición, que es un tema recurrente en nuestras fuen­
tes, constituye una indicación de que en las tierras de la reina Urraca
existía una crisis de señorío generalizada. En un sínodo celebrado en
León en octubre del año 1114 se condenaría tanto a los traidores como
a los «perjuros manifiestos», consignándose la censura en unos capítu­
los que Diego Gelmírez habría de adoptar en el sínodo que él mismo
reuniera pocas semanas más tarde.185
Aquí, como ya ocurriera anteriormente en Francia y en los Pirineos
orientales, alcanzamos a vislumbrar la aparición de una novedad: la del
señorío banal. En los respectivos séquitos de los protagonistas dinásti­
cos se multiplican los caballeros, caballeros que caerán inevitablemen­
te en la tentación de explotar los bienes de que se incauta el poder pú­
blico y de aprovechar sus beneficios. Puede verse un signo revelador de
este estado de cosas en las crónicas que nos refieren las pretensiones de
los rebeldes. Es cierto que si nos ha llegado noticia de estas afirmacio­
nes es únicamente gracias a lo que nos han transmitido los textos de
unos cronistas hostiles a dichos rebeldes. Sin embargo, cuando las dos
fuentes principales de que disponemos consignan en repetidas ocasio­
nes que los conspiradores deseaban gobernar «como reyes», todo pare­
ce indicar que se limitan a reflejar en sus escritos los retazos de un ru­
m or verosímil. De los campesinos de los alrededores de Sahagún se
decía que, en caso de que algún noble decidiera favorecerles, mostra­
ban inmediatamente el «deseo de convertirlo en su rey y señor».186 En
este rústico discurso del poder la monarquía conservó un carácter ñor-
C R IS IS D E PO D ER ( 1 0 6 0 - 1 1 5 0 ) 291

mativo. Pese a que en los últimos tiempos los señores se habían com ­
portado como miembros de la realeza, o habían ejercido algún tipo de
dominación en el ámbito agrario, las tumultuosas circunstancias de los
enfrentados ejércitos principescos que competían por el poder, permi­
tieron a los señores y a los caballeros exigir precios cada vez más altos
por sus servicios, no aviniéndose a prestarlos sino a cambio de las re­
compensas que sólo los «poderes» públicos tenían posibilidad de ofre­
cer.

Lo que observamos es que a principios del siglo xn difunden abun­


dantemente a lo largo de la ruta que recorren los peregrinos que se diri­
gen a Santiago diversos impulsos, sean de índole desafiante o se encuen­
tren vinculados a maniobras de conspiración, deslealtad y pretenciosa
ambición: así ocurrirá en Lugo, .Carrión, Burgos y Palencia entre los
años 1110 y 1117, así como eft Sahagún y Santiago de Com postela.187
De los relatos de desorganización dinástica que hemos seleccionado
más arriba se desprende que dichos impulsos atestiguan que en lo suce­
sivo se produce de manera ininterrumpida una amplia desorganización
social, como han mostrado claramente los historiadores modernos. En
los casos mejor documentados de alzamiento contra los señores — los
de Sahagún y Compostela— es posible discernir algunos rasgos distin­
tivos de esta cultura del poder.

Sahagún. Los problemas que estallan en tom o a Sahagún en el año


1111 habrían de prolongarse hasta 1117, fecha en la que Urraca resul­
tará finalmente vencedora en la cruda lucha mantenida por la lealtad de
los habitantes de la población. Los lugareños se vieron obligados a re­
nunciar a la ventajosa alianza que habían establecido con ei rey Alfon­
so de Aragón, que había tratado de asegurarse el control de Sahagún
con sus caballeros y sus vicarios aragoneses, dado que la plaza ocupaba
una posición estratégica en León. El fracaso de este empeño se debió
en parte a la ingeniosa resistencia de Urraca y a la creciente fortaleza de
su posición tras aliarse con su joven hijo; sin embargo, también se de­
bía, y en igual o mayor medida, a la índole de la dominación que el
«Batallador» Alfonso trataba de imponer. Un monje de Sahagún cerca­
no a los abates asediados refiere estos acontecimientos, junto con otros
292 LA C R IS IS DHL S IG L O X II

muchos pormenores relacionados con la experiencia del poder, en un


texto que no ha llegado hasta nosotros sino en una versión castellana
redactada varios siglos más tarde. Pese a que resulte problemática, no
sólo por su transmisión, sino también por el hecho de que no diga nada
acerca de la cronología de los levantamientos, las negociaciones y los
acuerdos, esta primera «Crónica anónima de Sahagún» nos permite co­
nocer no obstante con incomparable detalle las circunstancias de una
sociedad rebelde.188
Sahagún constituía un destacado trofeo, tanto para su señor aba­
te como para los reyes. No sólo se trataba de un prestigioso centro be­
nedictino asociado a la regla de Cluny, rebosante de comerciantes y
peregrinos, también era el mausoleo recientemente consagrado de sus
benefactores, Alfonso VI y Constanza de B orgoña — los padres de
Urraca— . La cédula que ellos emitieron en el año 1085 vino a consti­
tuir prácticamente la carta fundacional del señorío abacial de Sahagún,
aunque su dominación habría de ser rechazada pocos años más tarde.
Este privilegio había conseguido al abad las mismas ventajas que acos­
tumbraban a obtener los castellanos con su propia actividad, lo que
significa que su ejercicio estaba normalmente asociado al uso de la -
violencia: su disfrute llevaba aparejado el empleo de poderes regios, la
exigencia de una modesta exacción de impuestos anual a los propieta­
rios, y los rendimientos derivados de la justicia. Disfrazado como una
concesión de prácticas consuetudinarias (Joros) al pueblo, la cláusula
que reza «no tendréis más señor que el abate y los monjes» invitaba a
una segunda interpretación.1X9 Los intereses urbanos crecieron rápida­
mente de la mano del señorío hasta el año 1109, aunque no sin que se
produjeran roces ni se necesitaran acomodos; también se observan sig­
nos de la actividad del abate Diego, tanto en el ámbito rural como en el
urbano.190
Con la secuencia de acontecimientos que se inicia tras el falleci­
miento del anciano rey Alfonso VI y que se continúa con el desgracia­
do matrimonio de su hija y los primeros signos de la brutalidad del
marido comenzarán a producirse cambios en todo este panorama. No
hay duda de que en el año 1110 estalló una violenta revuelta en los al­
rededores de Sahagún. El texto anónimo que nos sirve aquí de guía
habla de que los «campesinos, los trabajadores y las gentes sencillas»
se unieron en una «hermandad» para conspirar contra sus señores, ne­
gándose a realizar pagos y a prestar servicios, forzando a otros a adhe­
C R IS IS Dr. PO D ER ( 1 0 6 0 - 1 1 5 0 ) 293

rirse a su asociación, atacando a los «vicarios» y a otros actores socia­


les, irrumpiendo en los «palacios» regios y en las «casas» nobles, y
llegando incluso a dar muerte a los judíos. Esta rebelión, pese a que, al
parecer, quedara en nada por falta de aliados, reveló la debilidad del
señorío que ejercía el abate. En una ocasión en que fue a visitar un do-
manio rural hubo de enfrentarse a los conspiradores, y al regresar a la
ciudad descubrió que le habían cerrado las puertas, así que no tuvo más
remedio que huir a León.11)1 Entonces una facción de burgueses se alió
con Alfonso de Aragón, cuyos caballeros y seguidores de campaña ha­
bían terminado convirtiéndose en saqueadores de mala fama en una
tierra hostil. Un competente monje llamado Domingo sucedió al abate
Diego en el mal defendido señorío del convento, situación que aún
habría de empeorar al enviar Alfonso de Aragón a dos caballeros a Sa-
hagún — que al parecer se hallaba ahora bien fortificada— , en teoría
para defender a sus aliados, aunque en realidad para aumentar su patri­
monio apoderándose de las aldeas, empeño en el que estaba dispuesto
a emplear toda la fuerza que fuera necesaria. En torno al año 1112, los
burgueses se envalentonaron, decidiéndose incluso a granjearse nuevas
enemistades al exigir conformidad a su colectivo, agredir a cuantos se
resistieran, aunque fueran monjes, y proponer que los principales seño­
res se vieran obligados a jurar a la primera ocasión el mantenimiento de
las nuevas costumbres que tuviera a bien concebir la ciudad.192
Tras la Pascua de Resurrección del año 1112 — el mismo día en que
fue asesinado el obispo Gualterio— , el rey Alfonso expulsó de Saha­
gún al abate Domingo, colocó al frente del señorío monástico a otro de
los caballeros compinchados con él, Sanchianes, y veló por que se dis­
tribuyeran pedazos de tierra a los caballeros aragoneses. Es más, el rey
invitó a su hermano Ramiro — el cronista dice que era un «monje falso
y malo»— a venir a Sahagún para que «se enseñorease de los m on ­
jes».193 Y lo que es peor, la conspiración urbana se extendió ahora a
Burgos y a C am ó n, con lo que los propios habitantes de esas poblacio­
nes se dedicaron a devastar lo que hasta entonces había sido un «deli­
cioso vergel», mientras el abate desposeído partía en busca de la reina
al lejano A ragó n.194 De este modo, en torno al año 1113 las gentes de
Sahagún, ciudad emplazada en una codiciada zona objeto de las am bi­
ciones aragonesas, se convirtieron en presa de los ejércitos en conflicto.
Desde esa fecha hasta el año 1117 resultará aún más difícil que an­
tes discernir el curso que sigan los acontecimientos locales. Es posible
294 LA C R IS IS D E L SIG L O X II

que el propio cronista se desanimara o perdiera el rumbo, ya que a par­


tir de entonces parece entrar a explicaren detalle los actos de violencia
perpetrados por los conspiradores entre los años 1112 y 1113, explica­
ciones a las que añade algunos pormenores correspondientes a un pe­
ríodo posterior, pese a que se muestre inseguro respecto a la fecha de
regreso del abate Domingo y de su nueva expulsión de Sahagún. En el
año 1114, durante su ausencia, «todos los burgueses» entraron en tro­
pel en la sala capitular y trataron en vano de asegurarse de que los
monjes se adhirieran a su «carta» de nuevas costumbres. En una fecha
tan avanzada como la del año 1115. el rey Alfonso se presentó e impu­
so a los lugareños el yugo de otro aliado notable, un aliado al que en­
cargó que velara por la sujeción de la ciudad a su dominio. Sin embar­
go, m ás tarde la reacción conseguiría afianzarse, y los burgueses
perderían el apoyo de las gentes de las que habían abusado. Muchos
eran ahora los que juzgaban que el abate y la reina eran sus protectores;
y cuando el abate Domingo regresó de Roma con unos privilegios pa­
pales que condenaban el levantamiento, comenzó a verse en el hori­
zonte la perspectiva de la restauración del orden anterior.

Un punto destaca con claridad en este relato en el que se nos expo­


nen los detalles de un conflicto local. En Sahagún había mucha gente
ansiosa por invalidar el señorío del abate. Lo que no resulta tan fácil es
comprender por qué, dado que, como es lógico, el texto anónimo en
que nos basamos no dice nada de los excesos que pudiera haber come­
tido en el ejercicio del poder. Es probable que la dominación monásti­
ca, recrecida después del año 1085, supusiera un marcado contraste
con la relajada supervisión regia a la que había venido a sustituir, y es
casi seguro que el abate había rebasado los límites establecidos por los
derechos de la cédula fundacional de su señorío al recabar impuestos,
tanto de los mercados como de los mercaderes y los peregrinos. En
cualquier caso, ejercía un señorío nuevo en una sociedad en la que
abundaban los hombres ávidos, no sólo de personal dependiente sino
de participar en cuanto éstos produjeran.
El capítulo 19 del escrito anónimo nos ofrece un brillante vislum­
bre de este estado de cosas. La efímera conjura rural iba dirigida contra
los «señores» y el personal que les permitía actuar, es decir, contra los
alcaldes, los vicarios, los mayordom os y los faqedores. Todo cuanto Sé
C R IS IS D E PO D ER ( 1 0 6 0 - 1 1 5 0 ) 295

dice de sus actos — sea en relación con los servicios, los pagos, los
mercados, las alquerías, el pan o el vino— indica que no sólo nos halla­
mos ante unos señoríos nuevos proclives a realizar exacciones más
fuertes — sin que el señorío del abate sea excepción en esto— , sino
frente al surgimiento de una nueva productividad encaminada a soste­
nerlos. No es de extrañar que los cabecillas aragoneses pensaran en
acantonar a sus caballeros en esas tierras de labor. En repetidas ocasio­
nes se menciona con nostalgia su anterior fertilidad y prosperidad.19í
Pese a iodo, parece que lo que vino a provocar la agitación no fue
tanto la presencia de señoríos como la conducta de los señores. Se su­
pone que los burgueses de Sahagún, al rechazar el señorío de la reina y
apelar a los caballeros aragoneses para garantizar la protección de la
ciudad, habrían exclamado: «¿Quién dice que el abate y los monjes han
de señorear a tan nobles barones y tan grandes burgueses? ¿Quién dice
que deban de poseer tan grandes tierras, campos, viñedos y huer­
tos?». Poseer tierras y viñedos equivalía a ejercer un dominio sobre
las personas, y existen razones para creer que las halagadoras palabras
que acabamos de citar simplemente responden a la actitud de los rebel­
des. Esto explicaría por qué no se nos dice nada del surgimiento de una
comuna como tal, pese a que se observe en cierta medida un consenso
tendente a sustituir la cédula señorial del abate por las «leyes y las cos­
tumbres» propias de los rebeldes — y a pesar de que quizá contribuya
también a aclarar por qué muchos de los aliados urbanos de los conspi­
radores terminaron por abandonarles— . Algunos de los insurgentes
debían de ser esas «personas de muy baja extracción» — herreros y
zapateros— que, según se dice, acabaron uniéndose a los «ricos y, si se
quiere, nobles burgueses» en uno de los levantamientos dirigidos con­
tra el abate y los monjes. El desprecio al señorío monástico era un ele­
mento común en los corrillos de las facciones integradas por quienes
aspiraban a hacerse con un señorío, facciones que difundían esas habli­
llas con la intención de explotar el elemento inmediato que más simili­
tudes presentaba con un interés compartido: la reducción del pago que
exigían los monasterios en materia de rentas, derechos de tránsito y
gravámenes de m ercado.197
De esta preocupación por el señorío se deducen algunas cuestiones
menos sobresalientes pero igualmente importantes. El anónimo de Sa­
hagún se muestra vivamente atento al problema de la fidelidad ministe­
rial. Tiene mucho que decir acerca de los vicarios, tanto de los que
296 L A C R IS IS Di-L SIG LO X II

obedecían a los abates y a la reina como de los que servían a Alfonso de


Aragón. Estos vicarios, junto con los candileros sin título, ilustran el
empleo de la fuerza coercitiva, ya que constituían una especie de poli­
cía montada, provista de privilegios y encargada de explotar y embar­
gar a los dependientes: se trataba, a todas luces, de un temible cuerpo
de intermediarios de los señoríos de élite que no sólo actuaba de mane­
ra abrasiva, sino que rara vez se veía en situación de tener que rendir
cuentas de sus actos. En el texto que aquí seguimos, los vicarios no
aparecen prácticamente nunca como víctimas — únicamente de los del
abate se dice que lo fueran (en una ocasión)— , y es casi seguro que los
delegados que había nombrado Alfonso de Aragón ejercían poderes de
índole vicarial (o banal).198 Era cosa bien sabida que de estos hombres
se decía — aunque también se afirmara de los rebeldes— que se rego­
deaban en la violencia, una violencia que aparece descrita con horripi­
lantes detalles en unas páginas que no sólo constituyen la faceta más
asombrosa del anónimo registro de nuestro cronista sino que plantean
asimismo un notable problema de interpretación.
Lo que en él resalta constantemente es lo que podríamos llamar la
«violencia normal» de una revuelta: el saqueo de las tierras de labor, el
pillaje de las casas, etcétera. A esto se dedicaban los ejércitos y, si he­
mos de dar crédito al anónimo, también los insurgentes, fueran de alta
o baja extracción, hallaron la forma de hacer lo m ismo — contando
además con la ayuda de al i ados— Sin embargo, después del año
1112 — o lo que es lo mismo, a partir del capítulo 40 del relato anóni­
mo en que nos basamos— , las alusiones del autor al conjunto de ejem­
plos de la belicosidad habitual quedan oscurecidas por la mención de
numerosos actos de violencia inducidos por la cólera o el afán de ven­
ganza — y no hay que descartar que en ello estriben los motivos que le
impulsan a escribir, ya que una vez que le venga a la mente el recuerdo
del terrible rostro de la violencia, el monje de Sahagún no dejará ya de
referir brutalidades en una serie de digresiones de obsesivo detallis-
m o — ,2(J0 Buena parte de estos actos guardan relación con los odiados
caballeros que Alfonso el «Batallador» envía para dominar tanto a la
abadía como a la población. Pelayo García era un «noble caballero,
aunque muy cruel y desprovisto de piedad o clemencia». Giraldo, que
se presentó en la zona en el año 1114, mostraba aún más desagradable
catadura: «torpe en cuanto hacía, y de determinación b r u t a l ... [teníaun
aspecto] espantoso», y lo que es peor, dice el cronista, «por su corazón
C R IS IS DE PO D ER ( 1 0 6 0 - 1 1 5 0 ) 297

;■ y empeño ... Giraldo el Diablo se le llamaba». Se decía que se mostra­


ba implacable con los prisioneros indigentes, que eran incapaces de
pagar para librarse de los penosos castigos e incluso torturas a que les
; sometía.201
No obstante, eran muchos los burgueses que actuaban como cóm-
: plices de las brutalidades asociadas con esta situación de precario con­
trol social. Pese a que nuestro texto anónimo recuerde muchos de los
sucesos del reino del terror instaurado por Giraldo, el relato que hace
de las atrocidades cada vez peores que se producen entre los años 1112
. y 1113 es plural e impersonal. Se afirma que se abusaba físicamente de
los prisioneros, a los que se torturaba hasta extremos de grotesca inde­
cencia, y a los que en ocasiones se dejaba morir de hambre. Algunos
pagaban un rescate, ya que «en realidad muchos de los que así [se veían
acosados] eran nobles y caballeros», pero ni siquiera era posible tener
siempre la seguridad de conseguir com prar la liberación. A lo que el
cronista añade que «otros eran personas de mediana posición, o incluso
. gentes ricas, y [que] muchos de los que torturaban fallecían».202
Resulta difícil confiar plenamente en un relato de tan extremada y
sostenida violencia, aunque es imposible rechazarlo. Las mismas notas
de escándalo, y por una conducta muy similar, resuenan en los docu­
mentos que nos han llegado de la Alemania y la Francia de la época,
como ya hemos visto, y tampoco será ésta la última vez que tengamos
noticia de episodios semejantes. Tanto en los alrededores de Sahagún
como en otras partes, la fuerza y la simulación convergen al multipli­
carse el número de hombres armados que actúan al margen de los lími­
tes establecidos en el antiguo orden público, generándose así una situa-
: ción de prosperidad muy vulnerable, tanto en el ámbito agrario como
i en el comercial. La rápida y al parecer incruenta supresión de la disi-
, dencía que consiguen los señoríos m onásticos es, a su manera, una
prueba de que la propensión a atropellar a los m ezquinos,203 por inhu­
mana que fuera, no estaba totalmente injustificada en la bullente calde­
ra de esta pugna por el poder.

!• Compostela. El levantamiento de Coinpostela hunde sus raíces en


la natural tensión existente entre la reina Urraca y el obispo Diego Gel-
mírez. Ambos reclamaban para sí el señorío del territorio de Galicia, y
~ ya antes del año 1116 había habido signos de que los barones se sentían
298 L A C R IS IS DF.L SIG L O X ll

molestos ante los esfuerzos que hacía el obispo por dominar y pacificar
la zona. Aun así, había personas que se sentían más seguras sujetas a su
señorío y bajo el control del joven Alfonso Raimúndez que enfrentados
al albur de los planes de la reina, decidida a movilizar su reino contra
los aragoneses. En el transcurso de una negociación con Diego sembra­
da de traiciones, Urraca perdió la confianza del obispo y hubo de en­
frentarse a la formidable alianza constituida por su hijo, coronado por
el prelado, y el propio Diego. Llegados a este punto, las crecientes ve­
leidades de todas las partes en liza darían al traste con la frágil paz que
las había frenado hasta entonces. La reina instó a una facción de habi­
tantes de la ciudad, en cuyas filas se encontraban varios canónigos y
sacerdotes disidentes, a ofrecer resistencia al obispo, cuyo señorío que­
daría seriamente dañado en el año 1 1 !6.204 Al tratar Diego de explotar
su adquisición del busto de plata repujada de Santiago, una facción ra­
dical de la oposición se negó a mezclar los poderes religiosos con los
temporales. Sumado a otras provocaciones, esto hizo que los rebeldes
se enemistaran a un tiempo con la reina y con el obispo. Durante ia
primavera del año 1117 se vieron virtualmente asediados en uno de los
campanarios de la catedral. Sin embargo, Urraca, traicionada a un
tiempo por la gente y por su cautivo, sufrirá vejaciones físicas en un
lugar retirado, no lejos de la torre que poco antes ella misma hubiera
tenido cercada, mientras que Diego, en un episodio que parece reflejar
el de la malhadada huida del obispo Gualterio de la catedral de Laon,
logrará eludir por los pelos a sus captores.205
En las horas que siguen, los rebeldes perderán el control de la turba
que habían espoleado, y sin embargo todavía intentarán conseguir que
la reina consienta en llegar a un acuerdo a expensas del obispo. El ca­
nónigo Gerardo conocía bien las deliberaciones que se producían en el
seno de la hermandad a la que se habían adherido algunos de los hom­
bres desleales a Diego. El hecho de que no lograran apresar al obispo
resultaría decisivo, ya que una vez que Urraca y él se vieron a salvo
fuera de la ciudad, los rebeldes tendrían que arrostrar a un ejército que,
tras haber cobrado nuevos bríos, conseguiría estimular la reacción y
someter a la ciudad. En vista de la violencia desatada — algunos nota­
bles habían sido asesinados, entre otros el hermano del propio Diego y
varios funcionarios, sin contar las humillaciones y abusos sufridos por
la misma Urraca— , la reina exigió venganza, pero Diego se salió con
la suya llegando a una com ponenda que ya tenía premeditada y que
C R IS IS D E PO D ER ( 1 0 6 0 - 1 1 5 0 } 299

pasaba por la abolición de la hermandad, la asunción de una indemni­


zación relativamente grande de mil cien marcos de plata, y la restitu­
ción de las propiedades incautadas. Los cabecillas de la revuelta fueron
expulsados y se les confiscaron los bienes, lo que no dejaría de provo­
car consecuencias en el futuro, una de las cuales guardará relación con
el casi simultáneo desenlace del levantamiento de Sahagún.206
Esta revuelta se parece más a los alzamientos comunales de Francia
que a la agitación registrada en Sahagún. El juram ento desempeñó un
papel central, y se observa un empeño asociativo en los esfuerzos por
lograr unos ingresos para el episcopado, en la determinación de forta­
lecer y hacer valer la lealtad colectiva. Sin embargo, la crónica de G e­
rardo, pese a todos los excesos en que cae debido a su partidismo, seña­
la de forma muy verosímil — y de hecho casi se diría que no puede
callarlo— que el deseo de los rebeldes consistia en hacerse con el seño­
río del obispo. Los hombres pérfidos, vendrá a decir, no desbaratan los
señoríos, cambian a los señores — como vemos en Galicia— . Es del
todo probable que en ¡os momentos de más impetuosa determinación
asociativa más de uno alcanzara a ver la contradicción implícita en esta
conducta, pero en ningún caso deja traslucir en lo más mínimo nuestra
fuente, claramente posicionada en favor de uno de los bandos, las du­
das que pudieran haber surgido ai respecto.
Pese a que pasara por instantes peligrosos, no estamos ante una re­
bellón desesperada. No se detecta el salvajismo que puede observarse
en el levantamiento de Sahagún, quizá porque sus cabecillas tuvieron
menos tentaciones de explotar al campesinado. Andando el tiempo, los
expulsados de la ciudad habrían de causar al obispo nuevos quebrade­
ros de cabeza; y lo que acaso resulte más instructivo: Diego, que logró
que la sede de Santiago, con él a la cabeza, alcanzara rango de arzobis­
pado en el año 1120, fue blanco de nuevos descontentos en el año 1127.
y también en 1136, fecha en la que vivirá una situación más grave. Dos
veces más habrían de desafiar los notables y el clero de la urbe de Com-
postela al anciano prelado, hasta el punto de que en el año 1136 llega­
ron a privarle de su señorío y a expulsarle ignominiosamente de la ciu­
dad. Estos últimos acontecimientos confirman nuestra interpretación
de lo ocurrido en los años I I 16 y 1117, es decir, refrendan la idea de
que lo que motivaba a los rebeldes de esta ciudad de peregrinos era la
realidad de un señor obispo que gravaba fuertemente las rentas y el
comercio urbanos, el espectáculo de un arribista de enorme ambición,
300 LA C R IS IS D L L SIG LO X II

vanidad e ingenio que estaba decidido a explotar el poder religioso y a


ponerlo al servicio de un señorío de orden completamente mundanal.207

Estas disputas surgidas en dos tramos de la ruta de los peregrinos


han planteado grandes dificultades a quienes se han esforzado porcate-
gorizarlas. Consideradas en un primer momento revueltas de carácter
«comunal» o «antifeudal», hoy nos es dado comprenderlas más a modo
de sendas consecuencias que de iniciativas de carácter eficiente.208 Se
trataba de las dificultades iniciales, nacientes, de unas sociedades en las
que el señorío, la dependencia y la fragilidad de la lealtad resultaban .
aún más nuevas y amenazantes que en la Francia posterior al año 1100.
En España, el viejo orden público se asentaba en un pasado más recien­
te. Resulta sintomático que en el año 1110, según cuenta el monje de
Sahagún, al pasar Alfonso de Aragón por Astorga tras abandonar Gali­
cia, los «condes y nobles» se presentaran en armas ante él «y le advir­
tieran de que, si apreciaba su vida, no saliera del camino público ni
penetrase en ningún castillo ni baluarte» de los allí reunidos.209 Lo que
sucedió en Sahagún no respondió a una lucha de clases, y tampoco
puede decirse que las solidaridades observadas en Compostela — ni
siquiera en el caso de la «hermandad» (g erm a n ita s) mencionada—
fueran otra cosa que alianzas vacilantes. La monarquía se mantuvo in­
cluso en su declive: ¿no se dice acaso de los conspiradores de la sala
capitular que, en todos los aspectos, ejercían el poder «como si fueran
reyes»? Quizá no sea accidental que las identidades y metas de los ca­
becillas resulten oscuras, tanto en Compostela como en Sahagún, Lo
que se registra son «crisis» estructurales de poder repletas de tentacio­
nes y peligros. Si estamos ante «sociedades feudales», entonces los le­
vantamientos, lejos de ser «antifeudales», eran precisamente revueltas
«feudales» o «pro feudales».210 Tanto la opresión com o la supresión,
así como el feudo,211 eran realidades que se palpaban en el ambiente.
Al igual que en otros lugares, también aquí la experiencia del señorío
tiene algo de abrasivo o cáustico. En el año 1116, al dirigirse a Com­
postela, la reina Urraca se tomó un tiempo para «adoptar enérgicas
medidas y doblegar la arrogancia» del castellano Menendo Núñez, que
se dedicaba por entonces a saquear la comarca.212
c r i s is n i: p o d e r ( 1 0 6 0 - 1 1 5 0 ) 301

Flandes: E l a se sin a to de C arlos e l B u en o ( 1 127-1128)

, Qué locura, oh siervos, os ha empujado a esto?


C o m o ju d a s h a b é is tra ic io n a d o a v u e stro señ o r.
A m onk’s «sad song»2l}

El día 2 de m a rz o de 1 127, hallánd ose solo, re cogido en oración en


su capilla-fortaleza de San D o n ac ia n o de Brujas, el con de C arlos I de
Flandes fue bruta lm e n te asesinado. Su v e rd u g o había sid o un tal Bor-
siard, a u n q u e no ob sta nte , estaba lejos de ha b e r a c tu a d o en solitario.
Era un so brin o de Bertulfo, el p reboste del co n d e, uno de los m u c hos
«sobrinos» del e njam bre de d e scendien tes de E rem baldo, antiguo c a s ­
tellano de B ru ja s (c. 1067-c. 1089). P o c o s du d a ro n , d esd e el prim er
momento, de la c o m p lic id a d del clan de E re m b a ld o en el suceso. Su
crimen, cu y a notoried ad sólo resulta c o m p a ra b le a la que alcanzará el
asesinato de T o m á s Becket en el año 1170 — y q uizá ni siquiera esta
muerte p u e d a eq u ip a rá rse le — . c on stitu yó el de to n a n te de la m ás tu ­
multuosa crisis de p od er del siglo XI!. S um ió a la sociedad flam enca en
un aterrador desord en m a rc a d o p o r las re p re sa lia s y las luchas entre
rivales, ya qu e todos ellos p retendían con solid arse c o m o sucesores del
conde Carlos.214
Con todo, debería estar claro a estas alturas que, por perturbadoras
que fuesen sus co n sec u e n c ias, se trató, en su día, de una crisis « n o r ­
mal». C o m o ya su ced iera en M ain e (en el año 1062), C arc a so n a (en
1067), L eón (en 1109) y la T o sc a n a (en 1115), la m u e rte de u n señor-
príncipe que no dejara hered ero b astaba para que un extranjero se c o n ­
siderara con derech o a au parse al poder. En el año 1125, los flam encos
todavía co m p artían esta inquietud con los ingleses y los alem anes; y de
hecho la crisis inglesa no sólo no se había re s u e lto aún, sino qu e se
vería recrudecida al im p o n e r el rey Enrique 1 un ju r a m e n to a sus b a ro ­
nes por el qu e éstos se obligaban a reco n o c e r el derecho regio de su hija
Matilde — pocas se m an as antes del asesinato del conde C arlos— . Con
todo, sólo la perspectiv a de la historia nos perm ite a p reciar que la crisis
dinástica que p ad e c e rá Flandes había preced id o en realidad a la m uerte
del señor-conde Carlos.
Y ello p o rq u e las g e n te s q u e vivieron los a c o n te c im ie n to s de la
época, si h e m o s de creer en su palabra, e x p e rim e n ta ro n de m uy d iv e r­
sas formas el suceso, a un qu e po r una vez su d esesperación, reflejada en
302 LA C R IS IS D E L S IG L O X II

un gran núm ero de crónicas, nos aproxime de hecho al modo en que


realmente debieron de vivir el poder que sobre ellos se ejercía. Lo que
se aprecia en sus lamentaciones es el absoluto hon or provocado por un
crimen que únicamente los lectores de cierta edad podrán representarse
con fidelidad si recuerdan el 22 de noviembre de 1963. El asesinato de
Carlos de Flandes es el magnicidio del Kennedy del siglo xn, es decir,
la traicionera eliminación de un gobernante joven, competente y popu­
lar en la flor de la vida. Con todo, no hay paralelismo moderno que
pueda darnos idea de la envergadura de la conmoción que sintieron los
flamencos en marzo de 1127. «Durante la segunda semana de la cua­
resma», escribe un monje de Gante, «estando el conde Carlos arrodilla­
do ante el altar, fue muerto por sus sirvientes. Le sucedió Guillermo,
hijo del conde Roberto de Normandía». Et analista muestra menos fa­
cundia respecto a lo que sucede en 1 128: «El conde Guillermo ha
muerto. Le sucede Teodorico».215
En estas pocas palabras el monje resume tanto la crisis como el
crimen que la desencadena; y al decir que la resume me refiero a que se
trata de un episodio que un tal Galberto, un notario de Brujas que vivió
todo el período de agitación, referirá en ciento setenta y cinco emocio­
nantes páginas. Pese a ello, la narración que hace Galberto del asesina­
to no sólo es sustancialmente la m isma que la del monje cronista, es
también idéntica en lo tocante a su fuerza emocional, Y eso es lo que
debe subrayarse, ya que únicamente de ese modo podemos figuramos
la realidad de un pasado tan profundamente diferente al nuestro. El
horror de marzo de 1127 no se debió simplemente al hecho de que el
llorado señor-conde fuera un buen príncipe, no estribó tan sólo en la
circunstancia de que su asesinato constituyese una ultrajante violación
de un lugar sagrado. Al margen de estos elementos hay algo más que se
aprecia claramente hasta en la escueta nota del monje de Gante: ¡el
conde Carlos de Flandes había sido asesinado p o r sus «sirvientes»] No
se había tratado de un mero quebrantamiento de la ley y el orden públi­
co, sino de algo que iba a sacudir el orden social, a asestar un mazazo a
la jerarquía de poder y a las posiciones ordenadas por Dios.216
Por ello resulta lícito distinguir, con los afligidos flamencos, entre la
desgracia de una crisis dinástica y la infamia de una deslealtad homici^
da. Se trataba de dislocaciones sistémicas que ocurrían tanto por encima
como por debajo del estrato social integrado por la nobleza mediana,
dislocaciones que unos padecían y que otros ansiaban. La primera preo--
C R IS IS D E PO D ER ( 1 0 6 0 - 1 1 5 0 ) 303

cupación de los ultrajados consistía en identificar, acorralar, apresar y


castigara los «traidores» (pues así los llamaban, tradiíores). Y dado que
su necesidad de contar con una fuerza capaz de llevar a cabo estas accio­
nes coincidía con el deseo de restaurar el orden público, el relato de la
justa venganza se mezcla con el de la sucesión. Y en el momento en que
esa convergencia se produjo — Galberto tenía ya muy avanzado su dia­
rio de los acontecimientos antes de ponerse a pensar en términos histó­
ricos— ambos relatos habían comenzado ya a eclipsar la narración de la
génesis de una crisis provocada por un asesinato.217
Apenas necesitaremos dedicar más tiempo a los sucesos de esta
crisis, que han adquirido fama entre los lectores modernos gracias al
incomparable diario de Galberto, que el que le consagra el monje de
Gante. Una vez asegurada la custodia del venerado cadáver del conde
y después de que los afrentados habitantes de Brujas hubieron consoli­
dado las alianzas precisas para seguir la pista de los asesinos, el interés
de los implicados pasó a centrarse en la sucesión (entre mayo y junio
del año 1127). El rey Luis VI maniobró con circunspección — ¿quizá
tuviera presente el com portamiento superficial que él mismo había
mostrado durante la crisis de Laon?— y logró que se reconociera como
nuevo conde a Guillermo Cliton, nieto de Matilde de Flandes y de Gui­
llermo el Conquistador.218 Esto iba a frustrar las ambiciones de Guiller­
mo de Ypres y Teodonco de Alsacia, ya que ambos habían reivindica­
do tener ascendientes en la familia del conde, pero la ventaja inicial
con que contaba Guillermo Cliton quedaría desbaratada al desperdi­
ciarla él mismo con su comportamiento. Tras entrar en conflicto con
Teodorico. el conde Guillermo será mortalmente herido el 27 de julio
de 1128 en Aalst, durante una escaramuza, falleciendo poco después y
dejando la vía expedita a Teodorico, que accederá así a suceder a Car­
los de Flandes.219
Considerado como eslabón de una crisis de poder, el asesinato de
Carlos el Bueno y sus secuelas manifiestan dos características profun­
damente novedosas. Ninguna de esas características sería fruto del m o­
mento, sino que iría desarrollándose y revelándose a medida que evo­
lucionaran los acontecim ientos; y por una vez se tratará de una
auténtica revelación. En primer lugar, quedó desvelado — a causa de su
desmedida ambición— que los culpables del crimen, esto es, el clan de
Erembaldo, formaban una vasta familia de inmensa riqueza patrim o­
nial. Debido a los servicios que prestaban a los condes de Flandes ha­
304 LA C R IS IS D L L S IG L O X ü

bían estado prosperando desde la década de 1070, época en la que, se­


gún se dice, el castellano Erembaldo decidió asumir tareas fiscales en
el palacio de Brujas.-20 La generación de sus hijos, entre los que desta­
ca principalmente el preboste Bertulfo, se había enriquecido a tal pun­
to, gracias a las prebendas patrimoniales, que había logrado rodearse
de un séquito propio. En una sene de brillantes trazos, diriase que to­
mados del natural, Galberto refiere los altaneros modales que emplea
Bertulfo en presencia de los recién llegados, y pese a que la animadver­
sión que muestra el notario hacia los miembros del clan distorsione su
descripción, la crónica que nos deja de los métodos que empleaba y de
su cohesión, se ajusta a lo que sabemos a través de otras muchas prue­
bas.-21 En tiempos de Bertulfo, la camarilla de Erembaldo constituía
una fuerza unida por vínculos afectivos, y no sólo muestra las caracte­
rísticas propias de un señorío sino también las de una fa m ilia , ya que
estaba integrada por todo un conjunto de sobrinos y hermanos (Bor-
siard, Isaac, Desiderio Hackett) educados en las reglas y las artes de la
caballería, así como por amigos y sirvientes; y si no es posible mostrar
que se hubieran conjurado para conspirar en guipo, no hay duda de que
el cemento que mantenia unidas las relaciones de dependencia funda­
das en la obtención de beneficios patrimoniales era el establecimiento
de lealtades juradas, y en algunos casos incluso en la instauración de
lazos de vasallaje.222 El clan de los Erembaldo, que contaba con aliados
que no eran parientes consanguíneos, fue un señorío por completo ca­
racterístico de la época. Lo que sabemos de 1a simonía de Bertulfo con­
cuerda con las ambiciones que deploraban los reformadores de la gene­
ración anterior. El comportamiento de aquellas personas era tolerable,
aunque no fuese del todo respetable, y los nombres que se asoman fu­
gazmente a los documentos nos permiten vislumbrar su desempeño en
una sociedad de fuertes movimientos ascendentes.223
Lo que les incitó a constituir grupos cohesionados y desafiantes fue
la acusación de no pertenecer a la clase de los hombres libres. No se
trataba de una situación que pudiera considerarse nueva en el año 1127,
pero adquiriría un significado inquietante al negarse un hidalgo libre a
desafiar en combate singular a otro caballero, un hombre llamado Ro­
berto de Creques, casado con una sobrina del preboste Bertulfo. Es po­
sible que el conde empeorara las cosas al someter al clan de los Erem­
baldo a una investigación judicial cuyo resultado fue la revelación de su
condición servil. El comentario que realiza Galberto nos aporta una pis-
C R ISIS DF. PO D ER ( 1 0 6 0 - 1 1 5 0 ) 305

taque nos permite entrever lo que estaba enjuego. En primer lugar, nos
dice que el despechado caballero (Roberto) quedó sumamente afligido
al enterarse de que el matrimonio que, según sus propias suposiciones,
debía contribuir a hacerle «más líbre» (liberior) resultaba tener efectos
inversos. ¿Acaso no venía a ser esto en la práctica — ya fuera en el áni­
mo del caballero o en el de Galberto— una forma de equiparar la liber­
tad con el poder y la riqueza? Galberto prosigue con la exposición de la
«arrogante» y jactanciosa insistencia de Bertulfo en la libertad de su
familia. Y una vez que el conde, quizá característicamente franco en su
rectitud, hubo revelado su intención de volver a someter a su disciplina
a unos sirvientes excesivamente poderosos comenzará a madurar la
conspiración que desembocará en su ase sinato.-4
En modo alguno puede decirse que el clan de los Erembaldo fuera
el único linaje de la época empeñado en adquirir poder a medida que
iba abriéndose paso. En Francia, los caballeros de la familia Garlande
habían logrado dominar a tal punto las funciones vinculadas a la casa
real que desencadenaron una crisis el mismo año en que se materializó
la confabulación flamenca. Cuando la sobrina de Esteban de Garlande
contrajo matrimonio con Am aury IV de Montfort y Esteban trató de
transferirle, a manera de dote, sus derechos de propiedad de la senesca­
lía, el rey Luis VI reaccionó rápidamente y le despidió, confiscándole
sus arriendos y apoderándose de su fortaleza de Livry. Este escarmien­
to, insólito entre las filas de los favoritos del rey, había estado hasta
entonces reservado a los malos castellanos; y por lo poco que sabemos
de este incidente, da la impresión de que Luis habría actuado a impul­
sos de la lección que había aprendido recientemente a raíz de las desas­
trosas consecuencias de las ambiciones de Bertulfo en Flandes. Pode­
mos fechar la desgracia del senescal Esi
año 1127. La analogía es de hondo calac
igual que la de Erembaldo, había traficai
provocado en Francia distintas enemistac
nadas de asesinatos; el infortunio del sei < 3
a culminar con la violenta proscripción d< 2- “ 8
también en este caso comprobamos que B
o •O ap-t-
Luis VI acostumbraba a recordar los sei 5' ° 5 ,
Xi ft '¡¡■pos
1 Jy condes,
que le profesaban los caballeros ambicios c ¿Ccho), P ergam ino
tían asesinatos ni se veían reducidos a u donación a los
.e su crónica. (© Junta
modo, Esteban de Garlande lograría recu;
,chos reservados,
306 LA C R IS IS D E L S IG L O X II

1132, pero no seguiría ascendiendo.225 En Inglaterra, el auge — y caí­


da— de una «dinastía» episcopal en tiempos de Rogelio de Salisbury
(1102-1139) resultará totalmente incom parable con estos aconteci­
mientos, como enseguida hemos de ver.22t:
La segunda novedad de la crisis flamenca guarda relación con el
modo en que termina zanjándose. Lo maravilloso de la crónica de Gal-
berto es que asiste como testigo a todo el proceso y que describe el en­
granaje de fuerzas humanas que entran en juego en ausencia de un «se­
ñorío natural».227 Por una vez, quedan aquí al descubierto los intereses
que tanto los agraviados como los fugitivos iban desplegando al tejer
dificultosamente una red de aliados y al ir modificándose las metas que
consideraban convenientes. No es que el vacío de poder fuese nuevo
como tal, ya que alcanza a entreverse en Maine antes del año 1100, y en
más de una ocasión — de hecho era uno de los gajes del oficio, dado
que en todas partes se hallaban las dinastías expuestas al peligro de
fracasar— . Sin embargo, sólo en Flandes contamos con un Galberto, y
es posible que en torno a la década de 1120 este escenario de manifies­
ta prosperidad urbana hubiera facilitado las estrategias de colaboración
que tan novedosas parecen en las páginas de Galberto.
En una serie de artículos escritos hace medio siglo y que todavía
conservan toda su vigencia. Jan Dhondt nos hace ver con claridad que
debemos evitar la tentación de situar los orígenes de la conducta políti­
ca en la crisis flamenca.228 Las «potencias» (puissances) que este autor
distingue muestran muy diversos estados de «solidez», y quizá lo más
característico sea que, por regla general, resulten frágiles. El elemento
más destacado era la po lentia que poseía el príncipe en conjunción con
los barones, los caballeros, los comerciantes y las poblaciones que de­
pendían de él. La vitalidad de este señorío era una función inherente a
su capacidad de establecer vínculos de lealtad, con lo que a la muerte
del señor-conde se desataba una dinámica asociativa nueva. La solida­
ridad que se manifiesta principalmente en las concretas preferencias de
las poblaciones por este o aquel aspirante al principado parece en cam­
bio más coherente: los habitantes de Brujas respaldan a Teodorico (hijo
de la condesa de Holanda), las gentes de Oudenarde favorecerán a Bal­
duino IV de Henao, las de Gante a Teodorico de Alsacia, y así sucesi­
vamente. Con todo, la cohesión de estas fidelidades encontraba su
arraigo en las com unidades locales, algunas de las cuales se habían
constituido en comunas formadas por miembros que se asociaban me­
C R IS IS DE PO D ER ( 1 0 6 0 - 1 1 5 0 ) 307

diante la prestación de un juramento, aunque hay que destacar antes


que nada que ninguna de ellas resultó excesivamente duradera y que
todas tendieron a dividirse en facciones encontradas. Unicamente en
una o dos ocasiones tenemos noticia de que se produjeran alianzas en­
tre ciudades, y en ningún caso hay datos que hablen de una unión prác­
tica entre todas ellas, a imagen de Flandes. Y menos aún puede decirse
que el clero flamenco fuera una «potencia» como tal, aunque Galberto
hable explícitamente del encarnizado interés que puso la comunidad de
San Donaciano — como medida de autoprotección— en asegurarse la
posesión del sepulcro del conde Carlos.229
De aquí se sigue que, de todas las que hemos examinado, la solida­
ridad que mayor cohesión y vigor muestra es la vinculada con el linaje
y, en concreto, la del clan de los Erembaldo. Sus enemigos, es decir, los
miembros de la familia Stratcn, se vieron obligados a forjar desespera­
damente lazos de cohesión propios, y la alianza que terminarán esta­
bleciendo con el castellano de Diksmuide. señor de Woumen, señalará
la existencia de una larvada confrontación de fuerzas en el seno del
propio señorío, una confrontación que el conde Carlos no tuvo en sus
manos controlar. El desbaratamiento de estos lazos de solidaridad tras
el asesinato de Carlos es uno de los temas que aborda Galberto.230
El valor que pueda tener (hoy) en términos conceptuales el operar
de estas solidaridades basadas en intereses coyunturales es el mismo
que pudo haber tenido en aquella época en la práctica: el de un conjun­
to de vínculos alimentados por la existencia del propio señorío. En este
sentido, el asesinato de Carlos el Bueno vino a precipitar (o a agravar)
una crisis de señorío, y no constituye ningún género de experimento
político. Un cronista ha señalado que el conde Guillermo accedió a
suceder a Carlos «gracias a la elección de los príncipes y a la conniven­
cia del rey Luis».231 Y como ha mostrado la elección alemana del año
1125, la presencia del conde Carlos entre bastidores convertía la «soli­
daridad» principesca en un castillo de naipes levantado en una ventosa
antesala: no hacía más que enmascarar las propias disensiones, creando
nuevos pactos de fidelidad, igualmente vulnerables. El poder señorial
que ejercía el conde sobre sus vasallos, un elemento al que Dhondt
denomina la «solidaridad principesca», era más sólido, y el escrito de
Galberto, que recoge los homenajes y juram entos de lealtad que se
ofrecerán a Guillermo Cliton entre los días 6 y 8 de abril del año 1127,
arroja una asombrosa luz sobre su significado ritual.232 Con todo, la
308 LA C R IS IS D LL SIG L O X II

solidaridad que mostraron al conde los sucesivos castellanos y arrenda­


tarios vinculados a él por ceremonias de homenaje y fidelidad parece
haber sido bastante endeble — y esto en el mejor de los escenarios— , y
en ningún caso existe noticia de la constitución de comunidad alguna.
Para estos señores, que estaban perfectamente dispuestos a dejarse so­
bornar, resultaba muy conveniente servir al conde — aunque difícil­
mente podamos considerar que esa actitud respondiera a algún tipo de
interés colectivo, y menos aún juzgarla una obligación de carácter cua­
si público— . Los barones se presentarían en el cerco impuesto a Brujas
acompañados de sus propios partidarios armados.233
En cambio, el señorío ejercido sobre los conspiradores y los depen­
dientes ligados al príncipe por declaraciones juradas parecía más confor­
me a sus intereses. Lo que había enriquecido a la familia de los Erembal-
do había sido su lealtad, y lo que terminó desatando un perturbador
episodio de horror sería precisamente la quiebra de esa fidelidad.234 El
17 de marzo del año 1127, el castellano Hackett, al implorar clemencia
ante los hombres que le tenían,cercado, admitió que la afinidad que
sentía en virtud de sus «lazos de sangre» determinaba que le resultara
conflictivo reconocer la culpabilidad de los asesinas; sería inmediata­
mente rebatido por Gualterio, uno de sus caballeros, que desafió a Hac­
kett y a los sitiadores llamándoles hombres «sin fe [ni] ley», a lo que
otros muchos de los que integraban el cerco respondieron con la renun­
cia ritual al homenaje y lealtad que hasta ese momento les unía a los
sitiados.235 Galberto se explaya en una serie de reflexiones relaciona­
das con la ironía de la situación, dado que, tras violar el santuario de
San Donaciano, «los mismos siervos que traicionaran, con impudicia y
fraude, al más digno cónsul de la región, se veían ahora encerrados con
su señor [esto es, asediados en compañía de su cadáver], aunque este
confinamiento junto a su noble cónsul contrariara su voluntad».236 El
terror y el peligro estimuló el reforzamiento de los vínculos familiares
que un día prosperaran en una relación de leal dependencia; no tenían
nada que ofrecer a un grupo de partidarios que se desmoronaba.

Lo que había comenzado como una crisis nacida de la desorganiza­


ción señorial iba a terminar con una crisis derivada de la renovación del
señorío. ¿Serían los habitantes de las poblaciones de Flandes capaces
de ver, o al menos de sospechar, que Guillermo Cliton 110 se parecía en
C R IS IS DI- PO D ER ( 1060-1 150) 309

nada a Carlos el Bueno? Los lugareños alegaban que el conde Guiller­


mo, o sus castellanos, habían impuesto nuevas exacciones, o que les
habían maltratado de alguna otra forma. Si en las promulgaciones de
Carlos que han llegado hasta nosotros observamos que el conde había
estado zanjando disputas y confirmando derechos, resulta sorprendente
que el conde Guillermo, por el contrario, se viera instado desde el prin­
cipio a confirmar o a conceder nuevos usos urbanos. Las cartas que
otorgará a Aardenburg y a Saint-Omer (en abril del año 1127) responde­
rán principalmente a los temores provocados por el surgimiento de un
conjunto de demandas arbitrarias;-’’7 y cuando los burgueses de Saint-
Omer y Gante se rebelaran en oleadas sucesivas en febrero de 1128, el
agravio se debería en ambos casos al hecho de que, según se decía,
el conde Guillermo hubiera impuesto a esas ciudades la aceptación de
unos castellanos de comportamiento brutal.238 Aunque esto sea todo
cuanto dice Galberto acerca del señorío arbitrario, basta para recordar­
nos que la violencia no se hallaba nunca lejos de las capas superficiales
del poder, ni siquiera en una región tan firmemente sujeta al dominio
señorial como ésta.239
El rey Luis VI será el más destacado de todos los señores príncipes
que susciten una respuesta asociativa en Flandes. Convocará en dos
ocasiones a los potentados de la región: una primera vez en marzo del
año 1127 a fin de impulsar la elección de Guillermo Cliton, y después,
de nuevo, un año después, en un inútil esfuerzo por rescatar a su alia­
do, cuya posición se estaba yendo a pique.240 Sin embargo, estas inter­
venciones apenas contribuirían en nada a promover la cohesión terri­
torial. Los agolpam ientos más eficaces surgirían del contacto, de las
acciones efectuadas hombro con hombro durante el asedio y la perse­
cución de los traidores, así como del descontento generado por el con­
de Guillermo. La elección de Guillermo Cliton había respondido a un
cálculo estratégico del rey. que pretendía hacer con ello un m ovim ien­
to más en el vasto conflicto que le enfrentaba a Enrique I, aunque difí­
cilmente se podría haber pedido más de lo que Luis ofrecía: ayudar a
la élite flamenca a elegir a un conde adecuado a fin de remediar los
verdaderos peligros de la región, que además se iban agravando. F ue­
ran cuales fuesen las sospechas que vinieran a recaer posteriormente
sobre su intervención en Flandes,241 en marzo de 1127 actuaría con la
intención de garantizar la sucesión, no para reivindicarla corno dere­
cho propio.
310 L A C R IS IS D E L SIG L O X II

La crisis flamenca de los años 1127 a 1128 fue una crisis de seño­
río, no una crisis política. Los compromisos asociativos carecían de la
solemnidad de los vínculos personales; la deslealtad constituía un acto
de traición, y los textos insisten en calificar de ese modo — es decir,
como «traidores»— a los asesinos. La facilidad con que los hombres de
rango secundario renunciaron a la lealtad debida a sus señores durante
el cerco impuesto a la ciudad de Brujas debió de revelarse contagiosa.
Cuando surgieran disputas relacionadas con la jurisdicción de los deli­
tos, los hombres de Brujas se apresurarían a reivindicar su derecho a
juzgarlos, llegando a darse el caso, según nos dice Galberto, de que en
un mom ento de acaloram iento pretendieron desentenderse de cual­
quiera que intentara ejercer un señorío sobre ellos.242 Es muy probable
que las concesiones que efectúen los tribunales urbanos de Brujas y
Saint-Omer en abril del año i 127 vinieran provocadas por las incauta­
ciones que se habían realizado en nombre del conde o del rey en un
periodo en el que la urgencia del momento instaba a la independen­
cia,243 No obstante, las cartas no dejaban de ser concesiones. Al verse
contestado el señorío de Guillermo y debilitarse el aura mítica de la
dominación Carolina, los aspirantes a una posición señorial encontra­
ron seguidores fácilmente. «Resultaba asombroso», observará Galber­
to de Brujas en marzo de 1 128, «que Flandes pudiera aceptar tantos
señores al mismo tiempo, desde el muchacho de M ons [Balduino de
Henao] y A m oldo [el sobrino del conde Carlos] hasta el que ahora
aguarda en Gante [Teodorico], y ese opresor conde nuestro [Guiller­
mo]»,244 ¡Pasmoso, ciertamente!

Inglaterra (1135-1154): «Estando Cristo y sus santos dormidos»

¿Eran las cosas muy distintas en Inglaterra? Sólo unos pocos años
más tarde, el abate Gilberto de Gloucester llegaría a exclamar: «sufri­
mos la opresión de tantos reyes como baluartes»; y Guillermo de New-
burgh se hará eco de esta misma idea: «Había tantos reyes, o mejor, ti­
ranos, como señores de castillos».245 ¿Podemos decir, a fin de cuentas,
que las cosas fueran realmente distintas en p a rte alguna? En la Borgo-
ña, Pedro el Venerable lamentaba en el año 1138 el estado en que se
encontraba una tierra «sin rey ni príncipe», mientras que a Orderico
Vitalis, que escribe entre los años 1133 a 1135, la Normandía del du­
C R IS IS DE PO D ER ( 1 0 6 0 - 1 1 5 0 ) 311

que Roberto fl se le antojaba un «Israel sin monarca ni duque».246 La


proliferación de situaciones de dominación basadas en el control de
una o varias fortalezas se había convertido en la tercera década del si­
glo Xii en un fenómeno general. Y era además una de las consecuencias
de las distintas crisis, como hemos visto, aunque su dimensión no se
detenga ahí. Los castellanos de la Francia de los Capetos no necesita­
ban de ninguna disputa sucesoria para reafirmarse en sus ambiciones.
Y tampoco en Inglaterra precisaban de ninguna situación similar,
cabe argumentar aquí. Es cierto que el reinado de Esteban fue conse­
cuencia de una crisis dinástica — una más, y no menor, de las que aquí
estudiamos— , y que podríamos atribuir la alterada experiencia del po­
der que se vive después del año 1135 — en la medida en que las encon­
tradas reivindicaciones de las tornadizas lealtades desencadenaron una
violencia de orden bélico- - a la muerte del legítimo heredero varón del
rey Enrique I, así como a la imposibilidad de poner de acuerdo a los
barones respecto al reconocimiento dinástico de Matilde. En diciembre
del año 1135. al invadir Inglaterra Esteban de Blois, su primera e inme­
diata medida consistirá en desafiar a los barones y prelados que habían
jurado respaldar a Matilde. De este modo, el pretendiente prometió
—muy posiblemente para justificar que se hubiera apoderado de la co ­
rona y del tesoro— gobernar como un buen señor-rey; presionó a los
barones disidentes; socavó la posición de los obispos barones, princi­
palmente de Rogelio de Salisbury, así como la de otros nobles que d e­
bían mucho al difunto rey; y se enfrentó a la invasión angevina de los
legitimistas partidarios de Matilde. Así fue como logró prevalecer poco
a poco en el conflicto «dinástico», gracias en parte a la insufrible y alta­
nera afectación con que ejercía ia dominación Matilde. Sin embargo, al
final, Esteban se avendría a reconocer al hijo de Matilde, Enrique II
Plantagenet, como legítimo sucesor al trono anglonormando.247
Este relato de los acontecimientos es muy conocido. El reinado de
Esteban es uno de los temas predilectos de los historiadores. Hay quien
ha argumentado que. a pesar de las pruebas en contrario, Esteban d o ­
minó, y de hecho gobernó, a lo largo de todo su reinado, y que las ta­
reas rutinarias del fisco y los condados se mantuvieron, pese a la desor­
ganización. Con todo, pocos autores han dudado — y dos o tres han
insistido en ello recientemente— de que las célebres lamentaciones de
desorden que se observan en los documentos de la época tengan cierta
base y se apoyen en datos reales de la experiencia histórica.248 Y tan
312 LA C R IS IS D L L SIG LO X II

pronto como abordamos este tema desde el punto de vista de la historia


continental de Europa podem os apreciar que la diferencia entre la
«anarquía» (concepto que nace, por lo que hace a este caso, en la pro­
pia época que viene a calificar, como hoy sabemos) de los tiempos de
Esteban y los «desórdenes» de otros lugares radica principalmente en
la abundancia de testimonios coetáneos.
Ya hemos citado más arriba (en la página 89) ei más famoso de esos
testimonios, un texto elegiaco posterior al reinado de Esteban cuyo au­
tor es el antiguo erudito inglés de Peterborough. Cabe argumentar que
se trata de la consumada expresión medieval de una «revolución feu­
dal». Lo que aquí importa es que la indignada denuncia que hace de los
episodios de violencia de los perjuros, la edificación de baluartes sin
permiso, la prestación obligada de servicios (destinados precisamente,
entre otras cosas, a la construcción de castillos), la exigencia de pagos,
las extorsiones y la comisión de actos de crueldad, aparece reiterada en
otros muchos documentos ingleses. El mon je de Peterborough se basa
en uno o varios de esos textos, principalmente en el de Guillermo de
Malmesbury, autor que escribe en el año 1142; de hecho, la percepción
de este último, que habla de la «aspereza de la guerra» en 1140 — de la
multiplicación de castillos, de las incautaciones efectuadas con vistas a
la exigencia de un rescate, de los saqueos— figura en otras crónicas
antiguas, como la de Juan de Worcester, el autor anónimo de las Gesta
Stephani, o la de Orderico Vitalis.-49
Estos relatos adquieren un significado añadido si los abordamos
desde una perspectiva comparada. En ellos resuena la expresión de la
consternación continental ante las crisis de poder, acompañadas de vio­
lencia, que acaban de vivirse, en los años inmediatamente anteriores,
en Sajonia, León y Normandía. Los autores ingleses pudieron así gene­
ralizar (y exagerar) igual que sus mejores colegas, como Egiardo de
Aura, y referir sucesos muy similares, debido a que estaban experimen­
tando la misma gran crisis, la crisis provocada por la multiplicación de
caballeros y castillos. De hecho, en Inglaterra, la peor parte de dicha
crisis había venido de fuera. Guillermo de M alm esbury deploraba el
influjo de una serie de «caballeros de toda condición y de hombres pro­
vistos de armas ligeras, procedentes fundamentalmente de Flandes y de
la Bretaña [francesa] ... hombres del más rapaz y violento tipo...». No
es ninguna casualidad que la extorsión de dinero a cambio de «protec­
ción», un azote de la época que se extendía prácticamente por todos los
crisis di: po d e r (1060-1150) 313

rincones de la Europa latina, se presentara en Inglaterra embozado bajo


ropajes franceses, dado que la voz que se asocia con dicha práctica es
/enserie (= te n sa m e n tu m ).2-0
Tanto en Inglaterra como en otros lugares, la construcción de casti­
llos, las incautaciones, los encarcelamientos ordenados para exigir un
rescate y las extorsiones económicas se convirtieron en prácticas nor­
males después del año 1137. Siendo realidades conocidas en amplias
zonas y unánimemente deploradas no iban a olvidarse fácilmente. En
Inglaterra, lo característico de la indignación generalizada es que sus
ecos se prolongaron largo tiempo, reflejados en el recuerdo de la crisis,
una vez pasada. Sin duda este estado de cosas tuvo algo que ver con la
determinación de Enrique II (1154-1189). decidido a promover su im a­
gen de restaurador, pero los recurrentes relatos de la violencia vivida
en los espantosos días pretéritos tiene todos los visos de ser producto
de una auténtica tradición local. En la década de 1170, un monje de
Beverley refiere el episodio en el que un potentado, Roberto de Stute-
ville, encarcela al hijo de un hombre de Lincoln para pedir un rescate,
y el monje Reinaldo de Dnrham recuerda que el señor de los caballeros
deNottingham les había incitado a saquear el patrimonio de Saint Cuth-
bert y a robar el ganado de la propiedad; además, ambos autores se
explayan en sendas digresiones en las que explican, con cierta exten­
sión, que las cosas se desarrollaron de manera muy parecida durante el
reinado de Esteban de Blois.-51
Los lamentos que proliferan en Inglaterra guardan una peculiar re­
lación con las tradiciones de desorden que caracterizan a Normandía.
Pese a que Orderico Vitalis escriba incansablemente acerca de los pro­
blemas de la «desdichada Normandía»,252 se aferrará obstinadamente a
la creencia de que la violencia generada por los barones y los castella­
nos normandos era producto del desorden y la rebelión. En varias oca­
siones se dice que Enrique I logra restaurar la «paz» en Normandía
—en los años 1107. 1119, 1124 y 1128— , aunque también se insista en
que dicha paz desapareció al fallecer el rey en el año 1135.253 Esta
creencia, pese a que posiblemente no fuera del todo errónea, resulta sin
duda engañosa. Y ello porque Orderico subraya igualmente que en au­
sencia del duque, y también rey, Enrique, los normandos se vieron rei­
teradamente sumidos en una serie de episodios de violencia autodes-
tructiva. Durante la Semana Santa del año 1105 Enrique se presentó en
Carentan y descubrió que en una iglesia sometida a asedio había un
314 L A C R IS IS D E L SIG L O X II

gran núm ero de enseres arrancados a los cam pesinos. En el año 1119,
Hugo de G oum ay. en un acto de indudable traición al señor-duque que
le habia arm ado caballero, consiguió el respaldo de no m enos de die­
ciocho castellanos para plantarle cara, en lo que parece más una acción
de agresivo engrandecim iento señorial que una rebelión. La actuación
de G alerano de B eaum ont en el año 1124, caracterizada por una gran
profusión de actos de brutalidad gratuita contra los cam pesinos, mues­
tra la m ism a apariencia .254 Por consiguiente, las digresiones en que Or-
derico V italis lam enta la situación se refieren en su m ayor parte a los
regím enes que encabezaron Roberto (de 1087 a 1097 y de 1101 a 1106)
y Esteban después del año 1135. Y esto es lo que resulta engañoso, ya
que el constante supuesto tácito de esta gran crónica es que ni siquiera
Enrique I consiguió dom inar a los norm andos tras la m uerte de Guiller­
m o el C o n q u istad o r .255 Rara vez dejaron de oponerse a Enrique ios
vizcondados y las castellanías que com petían con él por la obtención
del poder local, y tam poco el control de las iglesias era plenamente
seguro; y es que lo que O rderico viene virtualm ente a probar es que
hubo m uchos barones y castellanos — no sólo en N orm andía y en Fran­
cia sino en otras provincias septentrionales, salvo la de Flandes— que
en su lucha por la obtención y la consolidación de patrim onios y seño­
ríos estaban dispuestos a desafiar a los señores-príncipes para garanti­
zar sus fines. El duque y rey Enrique al que Orderico V italis dirige sus
elogios es el que regresa para rescatar a los oprim idos y pacificar la
región, no el que se ausenta. Y a pesar de que H ollister da seguramente
en la diana al detectar que en N orm andía hay grandes barones que se
solidarizan con Enrique y le prestan su apoyo — lo que convierte la
derrota de Roberto de Bellém e en el año 1112 en un acontecimiento
crítico de su reinado— , se trata no obstante, com o con toda razón ha
indicado Stenton, de una «obediencia forzosa » .256

Al final, la voz de O rderico deja traslucir el hastío que le inspira la


guerra. El relato en el que lam enta el desbaratam iento de la paz en
tiem pos de Esteban está salpicado de constantes episodios de fragor
militar, de recurrentes narraciones en que vem os el abrasivo ir y venir
de facciones arm adas y de ejércitos de brutal com portam iento, la cruel
táctica del saqueo de los arrendatarios del enemigo. Así recuerda Orde-
rico V italis su pasada vida en N orm andía, aunque no establezca ningu­
C R IS IS D E PO D ER (1060-1 150 ) 315

na distinción explícita entre la violencia debida a los excesos de! seño-


do y la provocada por la guerra. Al exagerar los m éritos del protectorado
del rey Enrique, pasa por alto la persistente am bición de los potentados
regionales .257 Había un gran núm ero de hom bres dispuestos a probar
suerte alli donde R oberto de Bellém e y G alerano de M eulan habían
fracasado (aunque sólo en último térm ino, y es posible que sus prim e­
ros años de éxito resultaran tan ejem plarizantes com o su derrota final),
pese a que sea poco lo que ha llegado hasta nosotros y pueda confirm ar
la existencia de ese planteam iento .258 No obstante, uno de los cronistas
percibió con m ayor claridad que los dem ás las im plicaciones que tenía
la existencia de una crisis sucesoria en el ejercicio y la experiencia del
poder en Inglaterra.
Este cronista es el autor de las Gesta Stephani, m uy probablem ente
el obispo Roberto de Bath, y lo que este narrador com prendió fue que
el conflicto entre lealtades encontradas constituía un estado de cosas
que invitaba a los am biciosos a ensanchar y a consolidar sus respecti­
vos señoríos. La resistencia que ofrecían a Esteban, en quien podían
reconocer algunas de sus propias características, no constituía un sim ­
ple levantamiento m otivado por su depravación, ya que tam bién hay en
esa insurgencia elem entos que nos hablan de una m otivación basada en
otras iniciativas, iniciativas que no por desafortunadas hem os de consi­
derar descabelladas. Siquiera sea a regañadientes, el texto de ias Gesta
deja traslucir una cierta adm iración al describir el inm enso señorío que
poseía en G ales Ricardo Fitz G ilbert, un señorío que contaba con un
gran número de vasallos y castillos. Tam bién se expresa en esta crónica
una especie de pesar por la suerte de M iles de B eaucham p, castellano
de Bedford, que se vio incitado por las dem andas del rey — el autor
viene a afirm ar im plícitam ente que dichas dem andas no habían sido
precisamente diplom áticas— a «robar desvergonzadam ente a los luga­
reños y a sus vecinos, a quienes anteriorm ente había respetado, pues
habían sido dependientes suyos » .259
Lo que en este caso resulta m ás im presionante es el trato severa­
mente realista con que el cronista aborda la descripción de los barones
enfrentados a Esteban, cuyos estilos y m étodos aparecen porm enoriza­
dos con profusión de m atices. Payn Fitz John y M iles de G loucester
habian prosperado gracias a Enrique I, y habían conseguido organizar
señoríos fronterizos a lo largo del curso del río Sevem m ediante la ex­
plotación de los instrum entosjudiciales y la im posición de servicios de
316 LA C R IS IS D E L SIG L O X II

prestación obligatoria. El inm oderado caballero Roberto de Bampton


(población situada al norte del condado de Devon) trató de dominar la
com arca m ediante el ejercicio de una violenta coerción, para la cual
em pleaba su castillo com o base de operaciones. No obstante, en este
caso nos es dado saber, por una vez, que fue juzgado y condenado le­
galm ente y que perdió su castillo. El rey Esteban se había visto obliga­
do a contener a G uillerm o Fitz Odo, «un hom bre de rico patrimonio
que vivía m uy frugalm ente en tiem pos de paz, sin tom ar jam ás provi­
sión alguna de sus vecinos según lo dictacjp por los usos», pero que
después, al surgir conflictos en el reino, se unió a los dem ás en la re­
vuelta .260 En el relato de los flam encos Enrique de C aldret y su herma­
no Rafael, que realizaron furiosas correrías opresivas en el condado de
G loucester tenem os la oportunidad de conocer un m odelo que nos ex­
plica cóm o vivían los soldados de fortuna cuando se dedicaban a em­
plear la violencia al servicio de un nuevo señorío. Para consolidar el
control de los castillos «im pusieron a todos el yugo de la más espantosa
servidum bre, obligándoles a realizar trabajos forzados de diversa índo­
le, adem ás de exigirles otros m uchos tipos de exacción» y perpetrando
robos, saqueos y m atanzas .261
No es posible pensar que esta m odalidad de «mal señorío» pudiera
haber sido universal en la Inglaterra del rey Esteban, y tam poco se su­
giere que lo fueran en las Gesta Stephani, ni siquiera de form a implíci­
ta. Sin em bargo, este últim o texto es uno de los testim onios que confir­
m an las lam entaciones que expresa el erudito de Peterborough en
relación con las exacciones forzosas y la extorsión económ ica a cam­
bio de «protección», circunstancias que se constata tuvieron lugar en
am plias zonas y que m uy bien pudieron haber estado asociadas con la
acción de caballeros extranjeros. De m anera sim ilar, esta asociación
aparece tam bién de form a explícita en el capítulo que las propias Gesta
dedican a la expresión de lam entaciones de carácter general, capítulo
que posee el interés añadido de definir una verdadera tipología de las
dom inaciones m ilitares. La m ás destacada era la producida por los
ejércitos enfrentados que se hallaban de paso en una determ inada re­
gión, ya que su presencia desbarataba inevitablem ente los equilibrios
económ icos de los señoríos existentes, Godofredo de M andeville, tras
ser desposeído de la T o n e de Londres y de otros castillos, no se hizo
notar menos que Roberto de G loucester o M atilde, se dedicaba a reunir
a grupos de caballeros «en [actos de] lealtad y hom enaje», así como a
í CRISIS D E PO D E R (1 0 6 0 -1 150) 317

«salteadores» v enido s d e todas partes y, no c o n te n to con ejercer g ra ­


cias a su ap oyo una destructiva d o m in a c ió n am b u la n te en la región in­
glesa de los Fens, sa q u e ó C a m b rid g e , p ro fa n ó iglesias y convirtió la
abadía de R ainsey en «un castillo para su uso personal». Y tam bién hay
que señalar el celoso expansionism o señorial de los barones rebeldes que
convertirían la insurgencia - p i é n s e s e por ejem p lo en las acciones de
Guillermo de M o h u n en el año 1139— en un pretexto para realizar in­
cursiones po r las tierras del interior partiendo de sus bases de o p eracio ­
nes costeras, donde poseían alg un a fortaleza, ob ligando a los lugareños
* a someterse m e d ia n te el e m p le o de una fuerza im p lacable. El m ás in-
tratable de estos p oten tado s fue B alduino de Redvers, que acostum bra-
í ba a operar en Exeter en el año 1 136 y que en el m o m e n to de la verdad,
al tener cerca al rey Esteban, parece h a b er perdido la cabeza. E n pocas
palabras, con c isa s e interesan tes, las G esta no s dicen que B a ld u in o
adoptó n uevos aires de arrogancia, afectando ser un pacificador ro d e a ­
do de caballeros y e xigiendo sum isión a su «seño río» (d o m in iu m ) tanto
de los habitantes de los pueblos c o m o de los de las aldeas. Se dedicó así
a a provisionar el castillo c o m o si se tratara de su prop ia fortaleza y a
colmar de am e n az as a todos aquellos qu e rehusaran ceder a su « p re su n ­
ción».262 El peor de los azotes fue el de «la salvaje turb am ulta de b á r ­
baros» — expresión con la que el autor alude a los «d espiadados m e rc e ­
narios» que « p u lu lab a n po r Inglaterra», se m e ja n te s en n ú m e ro a una
«manada»— , y que se a b a la n z ab an «sob re los castillos que prolifera-
ban por todas p arte » .M
«Los castillos qu e proliferaban p o r todas partes.» La existencia de
tan gran cantidad de baluartes resultó d e te rm in a n te en la exp erien cia
del poder que vivieron las gen tes de la época, «esta n d o C risto y sus
santos dorm idos». « P o r toda Inglaterra se m ultiplicaron los castillos»,
escribirá G u ille rm o de M a lm e s b u ry al re c o rd a r la situa c ió n del año
1140, fecha en la que aún resonaban cercanos los ecos de la alarm a, y
cada uno de ellos, añade, se entregará «a la d efensa de su prop io terri­
torio, o de hecho , p o r decirlo con m a y o r fran qu eza, al pillaje de [la
comarca]».2'’4 Sería difícil decir m ás sucintam ente lo q u e tam bién re c o ­
gen de m odo m u y concreto todas las d em ás fuentes. A un qu e es cierto
que los posterio res anales de P e te rb o ro u g h e x o n e ra rán a los castillos
como tales y atribuirán la v iolencia de los trabajos forzados al conjunto
«de h o m b re s d ia b ó lic o s y m a lv a d o s» qu e h a b ía n sido instalado s en
esas fortalezas po r los m ag n a te s rebeldes.2'’5 Pese a que los relatos ha-
318 L A C R IS IS D E L SIG L O X II

gan referencia a más de setenta castillos, m encionándolos por su nom­


b re ,266 el elem ento que m ayor im portancia reviste en relación con la
crisis es el del grupo de alusiones a la cifra literalm ente incontable de
fortines de nom bre desconocido. Por grandes que fueran sus deficien­
cias, los m onjes cronistas no eran tan insensibles com o para suponer
que bastara con m encionar los viejos fuertes públicos, com o los de
Exeter o W inchester. No es de extrañar que no se dignaran a mencionar
al resto: los «hom bres diabólicos», faltos de buenos m odales, habían
sido incapaces de invitar a los m onjes al festín; y si, todavía hoy, resul­
ta im posible averiguar el núm ero de nuevos castillos que surgían por
todas partes — ¿cabe estim ar que la cifra final oscilase entre las veinti­
siete y las cuarenta fortificaciones?— se debe al triple hecho de que se
trataba de fortalezas erigidas apresuradam ente, de que eran de carácter
efím ero y de que se hallaban expuestas a los efectos de la destructiva
justicia de Enrique l l .267 ¿R ealm ente se m ultiplicaban los castillos «por
toda Inglaterra»? Este es un tipo de exageración que tiene visos de ve­
rosim ilitud. No hay un solo cronista que estuviera en disposición de
conocer las dim ensiones que pudiera haber alcanzado la construcción
de castillos de vocación depredadora; sin em bargo, y a juzgar por lo
que indican las G esta Stephani, cuyo autor conocía bien el sur y el su­
roeste de Inglaterra, la violencia se concentró principalm ente en el con­
dado de G loucester (sobre todo a lo largo del río Sevem ), así como en
Devon, C om ualles y algunas zonas de la franja interior de la costa me­
ridional. Sólo se registrará una violencia ligeram ente inferior en la co­
m arca delim itada por las regiones de H erford, O xford, Winchester y
Exeter, donde el problem a fundam ental era el de la lealtad de los casti­
llos existentes. El arresto de los obispos que se produjo en el año 1139
vino m otivado por el m alestar provocado por la am enazadora implan­
tación de castillos episcopales en buena parte del centro de Inglaterra.
Las pruebas que nos hablan de la situación existente en Durham y en
York señalan que, en esas regiones, la violencia generada por los casti­
llos llegó a adquirir carácter de verdadera rutina, dado que en ellas se
considera que dichos problem as constituían un elem ento característico
del reinado de E steban .268
La guerra, unida a la pérdida de control sobre los castellanos y a los
actos de las facciones caballerescas, term inó convirtiéndose en una cri­
sis nacional de poder, una crisis que a su modo venía a constituir uná
m uestra de la subsistencia de la antigua Inglaterra en tiem pos de la do­
C R IS IS D E PO D ER (1 0 6 0 - 1 1 5 0 ) 319

minación norm anda. Ésta es la razón de que los castillos fueran entida­
des padecidas y tem idas en tantos lugares, y es tam bién el m otivo de
que los castillos vengan a constituir necesariam ente hoy un elem ento
tan central en nuestra percepción histórica de la crisis com o en la inm e­
diata carga de pesadum bre que infligían entonces a los trabajadores de
las inm ediaciones — es decir, a la m ayoría de la gente— . Ha de quedar
claro, no obstante, que no se agota en esto la historia del poder en la
Inglaterra de Esteban. Seguram ente la vida institucional continuó su
curso, aunque de forma desordenada. Hemos podido saber que los aba­
tes de Battle y Peterborough lucharon por preservar y garantizar la con­
tinuidad de sus com unidades .269 Las cédulas y actas principescas nos
informan acerca de las distintas interacciones a que daba lugar el patro­
cinio que ejercían tanto el rey com o las élites y por el cual com petían,
como siem pre, los grupos sociales privilegiados .270 La posibilidad de
acceder al señor-rey y la prerrogativa de poder contar con su favor para
la obtención de cargos tenía un precio, com o habrían de descubrir los
obispos, entre ellos el propio Enrique de W inchester; y el hecho de que
las concesiones de Esteban no siem pre lograran satisfacer a los anti­
guos sirvientes, com o le sucedió a M iles de B eaucham p en B edford y
a Godofredo Talbot en Hereford, debió de contribuir sin duda al abra­
sivo contexto de la vida local. Lo que sabem os de las tareas rutinarias
de los condados y los cientos — que posiblem ente fueran más preten­
ciosos que antes— ha llegado principalm ente hasta nosotros a través de
las cesiones y las exenciones que nos indican el funcionam iento de los
señoríos y el intercam bio de favores .271 Por otro lado, el silencio de
la documentación fiscal escrita, con independencia de lo que pueda
significar, resulta ensordecedor .272
Y aún queda una cosa más. No debem os pasar por alto las recurren­
tes alusiones a la requisa y la fortificación de las iglesias inglesas. Estos
datos constituyen un precioso indicador de una incóm oda realidad que
únicamente podem os recrear con la im aginación: la dinám ica del poder
que se ponía en m archa cuando grupos de extranjeros a caballo batían
en tropel las com arcas tras haber perdido sus castillos para después
abatirse sobre unos em plazam ientos habitados — en los que reinaba el
resentimiento de otras incursiones— en busca de un refugio público y
de piedras con las que levantar otra fortaleza .273 Una vez más constata­
mos que una región, en este caso Inglaterra, viene a experim entar con
■este mal sueño lo que los europeos ya habían vivido en otras partes. Y
320 LA C R IS IS DHL SIG LO X II

el espectáculo de unos hom bres arm ados que se ven obligados a coac­
cionar a los lugareños a fin de que éstos les presten asilo resulta sinto­
m áticam ente irónico.

¿ U N A EDAD T IR Á N IC A ?

Y sie n d o el d e m o n io , p o r la vileza de su perversidad,


a m a n te del p o d er, d e s e r to r y a s altan te de la justicia,
v e m o s que, p o r re s p e to a s e m e ja n te s cualidades,
d a n los g ra n d e s h o m b r e s en imitarle.
H j l d i í u i - r l'O DL L a V a r d i n , S erm o 3 2 m

Y así se desarrollaron las crisis. No todas han sido estudiadas, y


tam poco habían quedado zanjadas en torno al año 1150. En Italia, las
am biciones de las grandes fam ilias de M ilán contribuyeron a generar
un conflicto violento que term inó con la destrucción de las poblaciones
de Como y Lodi (entre 1118 y I I 27). En el año 1125 se produjo en la
Francia m eridional un levantam iento de caballeros que vino a conmo­
cionar el incipiente dom inio de los Trencavel en Carcasona. En Alema­
nia, las agitadas elecciones de los años 1125 y 1 138 vendrán a señalar
el atípico éxito de ¡as clientelas de potentados, que lograrían evitar que
se produjeran sucesiones de orden puram ente dinástico a sus expensas.
Y cuando la dinastía norm anda de Sicilia consiga el reconocimiento
papal con la coronación de Rogelio II (en 1130) se verá materializado
una vez m ás el ideal de la am bición principesca .275 En las tierras medi­
terráneas al m enos, la m ultiplicación de los señoríos locales juega un
papel en las tensiones, aunque éstas no estén tan vinculadas a las rei­
vindicaciones dinásticas com o en el norte; con todo, da la impresión de
que en todas partes las presiones del señorío expansionista, junto con la
relativa pobreza de los caballeros que reclutaban las distintas faccio­
nes, term inaron por reorganizar las com unidades urbanas y rurales por
m edios tan cáusticos como en Francia, la Lorena o S ajonia .276
De hecho, a principios del siglo xn las «crisis» de las «sociedades
perturbadas» revelarán ser un elem ento de norm alidad apenas inferior
a las rutinas de transacción y justicia que venían precisam ente a desba­
ratar. Por eso en la A lem ania posterior a! año 1103 se catalogará la
violencia que ejercen los m agnates y los caballeros com o un «mal
1. E! rey Felipe I de F rancia ro d ead o de su séq u ito , c o m p u e sto por o b isp o s y condes,
además de por ei se ñ o r c aste lla n o de V tontlhéry (á n g u lo in ferio r derech o ). P ergam ino
iluminado de finales del siylo \ i en el que a p arece re p re se n tad a la d o n ació n a los
canónigos de S a in t-M arlin -d es-C liam p s en una a n tig u a co p ia de su crónica. ( € ' Junta
directiva de la B ib lio tec a N acio n al britán ica. T odos los d erech o s reserv ad o s,
Manuscritos a d ic io n ales, 1 1662. infolio 5v.)
2. T ap iz de B aycux, c. 1080. U na m u je r y un niño luiycn de una casa a la que prenden fuego
u nos c ab allero s n o rm an d o s cu el o toño del año 1066. Los b o rd ad o s se re aliz a ro n en lom o a
1080. (F o to g rafía de Erie L essing: A rt R esourcc. N ueva Y ork.)

Enfrente'. L ám ina 3.

A rriba: C astillo de O xford, visto p o r su cara oeste. C o n stru id o en el año 1171 p o r el barón
n o rm an d o R oberto de O yly. la m o ta que puede o b se rv arse (es decir, la estru ctu ra en fonna de?
m on tícu lo ) c o n serv a un a sp ecto m uy sim ila r a la original. En esta época se constm yeroii muebtir
castillo s sobre e m in e n cias n atu rales del terre n o a las que a m enudo se da el nom bre d e puigo
p u y en las co m a rca s m erid io n ales. (F o to g rafía del autor.) :

A bajo. D esde este á n gulo, en el que se nos m u estra la fachada sur, lo que vem os no es la torreff
el alc áz a r o rig in a l, sino sim p le m en te el perfil del aspecto que deb ió de h a b er tenido en su día lá;
estru ctu ra p rim ig e n ia erig id a sobre el m ontículo. F1 castillo de O x fo rd se ha utilizado como
prisión estatal hasta época m uy reciente; hoy ha sido ren o v ad o y c o n v ertid o en m useo y hotel.‘i
(F o to g rafía del autor.)
4. F.nrique IV de A lem an ia flanquead» por sus lujos E nrique (V ) y C onrado. B ajo ellos j
v erse las figuras de tres a b ates de S aint E m nicram . ( E v an g e lio s de Saint R m m eram , man
208, infolio 2v, de la cated ral de C raco v ia; re p ro d u c id o con p e rm iso d e la institución,)
La condesa M atild e de T o sc an a . tam b ién conocida c o m o M atilde de Canossa. Ilum inación
1 año 1115 a p ro x im ad a m en te que se e n cu e n tra en un a n tig u o m an u scrito de D o n iz o en el que
recoge la biografía de M atild e ( I ila M a th ild is c e le b é rr im a p r in c ip is Ita lia -...). (M a n u sc rito
tino del V aticano 492 2 , infolio 7v. R ep ro d u cid o con p e rm iso de la B iblioteca A p o stó lica
aticana.)
6 Tímpano tic la portada tic la iglesia tic la Santa Fu tic C onques. en la provincia tic Rouergtie (<.. I 1 3 0 -1 135). luí la parto superior, a la diestra de
Cristo so representa el bendito orden de! Paraíso, contrapuesto al demoniaco desorden que figura a su izquierda (esto es, a la derecha del
o b serv ad o r), l ai los relieves inferiores vemos a Cristo saliendo al encuentro de las almas de los resucitados y acogiéndolos en la beatitud de su
contem plación mientras a su i / q u ierda las bestiales quijadas vioI Infierno devoran a los c o n d e n a d o s . (V a n n i-A r t R o s o u rc e, Nueva Y o r k . )
7 j í f i h ’ i i i • fur iM jr ’ fíp f^ fft» , ¿ n j r !•<•; i* il
¡í-yt *~*tTf**\4?'*’*rtt*r~ t**«'i *^\»*fc7 c
. r t i ’^T*«W M <Srf*':Xv^rSW v7j-,Hn*r»vwiíM * . j r C X -^ <

■JL»«*. . ¿ ¡ ¿ f e tu*s. s f c , ¿ u ' ; _ .E ; ^ , ¡ t r n . * « * • '


» .« » .. S-vrfc-; irv lll. t ^ m , ' — 1-1

7A. Rúbrica autógrafa del «jucv M iro» (M iro Índex) e sta m p a d a cu un d o cu m en to de d onacion
al rey Alfonso II de A ragón, conde do B arcelona. I I texto lleva fcclia de 13 de o ctubre de 117K.
(Ministerio de C ultura. A rch iv o d e la C o ro n a do A rag ó n , C a n cille ría de p erg am in o s de A lfonso
II de Aragón, conde de B arcelo n a. 249. R epro d u cid o con p e rm iso de la institución.)

’li 1:1 deán Ram ón de C aldas jum o al rey A lfonso II de A ragón (1 de C a ta lu ñ a ). en la m iniatura
iuío aparece en el frontispicio del / /V> J in n in i/ v " /\ («I ib ro d e l señ o r-rey » ) - que m ucho
después será dado a la im prenta con el titu lo de l.íbrr h ’m h iv m m tim r i L F\ f ) . t Jhsérvese la
posición central que ocupa el p e rgam ino que se e n cu e n tra entre las dos figuras hum anas. Los
demás pergaminos rep resen tad o s resultan legibles. \ cu a lgunos caso s se conservan todax ia los
originales. {L-n el frontispicio de las f'.-lC . I. — Fis< ¡ii m x-oim ls <>¡ ( \ita lim ia u m b r tlic i\n tv
(mmt-kinj’s (i I M- I 2 I . U podrá e ncontrarse una repro d u cció n en colorete esta m in ia tu ra . )
t.Mitiisterio de C ultura. A rc h iv o de la ( 'o ro n a de A ragón. C an cillería. R egistro. !. folio Ir.
Reproducido con perm iso tic la institución. I___________________________________________________
8 A. El conde de
Barcelona, Alfonso I d¿j
C ataluña y II de Aragói^
dirige a ¡os prelados, los j
m agnates, los caballero^
los habitantes de las j
poblaciones de Cataluña!
una gran carta de paz
im puesta que se rubrican!
en B arbastro (¡en Aragón
en noviem bre del año 11$
D e las m uchas cartas den
•í y de tregua que se firmen!
C ataluña entre los años
1172 y 1214, ésta será la
única cuyo Origina! logrej
conservarse. (Ministerio^
w -f-- Cultura, Archivo de la *
C orona de Aragón, *
■'iV-Jvaja**'. Cancillería, pergaminos d
v ... V.i
A lfonso II de Aragón,
: M|l.
conde de Barcelona. 639.:
■¡
Reproducido con permiso
de la institución.) -i

&B. C arta M agna, ju n io de 1215. ' i; .


Este es uno de los cuatro originales
que han perdurado, ya que los
dem ás no han llegado hasta nosotros
sino en copias m uy deterioradas
— todas las cuales se encuentran
asim ism o en la B iblioteca N acional
británica, salvo algunas q ue integran
las colecciones de L incoln y
S alisbury— . (B Junta directiva de la
B iblioteca N acional británica.
T odos los derechos reservados,
M iimiscritos, Cott. Aug. !!. 33.)
r
í CR ISIS DO I’ODKR ( 1060-1 1 5 0 ) 321

ji-aiso».277 Ahora bien, no hay duda de que las rutinas de carácter benigno
desempeñan un papel relevante en la experiencia que se tenia com ún­
mente del poder. En todas partes, las reivindicaciones jurisdiccionales
eran la expresión de una percepción residual: la que llevaba a añorar un
orden ligado a procedim ientos y concebido com o rem edio de m ales,
aunque por lo dem ás no nos sea dado conocer, en gran parte, si dicho
orden venía o no a efectuarse en la práctica de m anera satisfactoria.
tjfHoy sabemos con claridad que las constricciones consuetudinarias, in­
clu y en d o entre ellas la práctica del padrinazgo, subvertían (y frenaban)
la acción de los tribunales y el desarrollo de los juicios; no podem os
r hacer otra cosa m ás que tratar de adivinar con qué grado de eficacia,
y con qué alcance, respondían las jurisdicciones públicas o populares
—que no llevaban un registro propiam ente dicho de sus actividades—
a las necesidades de la gente .278 No obstante, hay al m enos un testim o­
nio de las alteradas sociedades de este periodo respecto al cual no es
necesario entrar en conjeturas. En todas partes, la gente no sólo señala-
ba la presencia de «m alos señores», «m alos señoríos» y situaciones de
«tiranía», sino que acostum braba a convertir dichos asuntos en tema de
conversación.
¡. En los últim os tiem pos los historiadores han denunciado de m odo
muy enérgico esta evidencia, al igual que la de la violencia — de la que
podría decirse que forma parte— ,27t) Con todo, dicha evidencia es ino­
cente de toda acusación que pueda hacérsele, salvo de una, de poca
importancia: la de ser exagerada. ¿H em os de creer realm ente, por un
lado, que m urieran «de ham bre m uchos m iles [de personas]» en las
mazmorras de los «hom bres m alvados» que gobernaban los nuevos
castillos de la Inglaterra de Esteban? ¿O que los «diablos» de dichos
baluartes no fueran sino los castellanos y caballeros que los regían ? 280
: -Y por otro lado, buena parte de los actos de brutalidad que se atribuyen
a individuos que el cronista de Peterborough deja en el anonim ato apa­
r e c e n en cam bio im putados a hom bres perfectam ente identificados tan-
río en las Gesta Stephani com o en otros relatos de la crisis inglesa. Y lo
jf íque confiere credibilidad a estas pruebas es el hecho de que se corres­
p o n d a n con los registros que nos han llegado de tierras continentales
c;'ínuy alejadas del m undo anglonorm ando. Es más, todo parece indicar
^que en tom o a m ediados de siglo la violencia ejercida por algunos po­
te n ta d o s com enzó a resultar tristem ente patente en m uchos lugares.
jpCuando Enrique de H untingdon rem em ore la fortuna y el destino de
322 LA C R IS IS D E L SIG L O X II

una serie de hom bres laicos poderosos, el prim er ejem plo que traerá a
colación será el del barón francés Tom ás de M arle, quien, por lo que
sabem os, jam ás puso el pie en Inglaterra. Lo que el cronista había oído
decir acerca de Tom ás — y que sin duda debió de sacar de las habladu­
rías en que se había entretenido el clero de los concilios pretéritos,
com o el de B eauvais (celebrado en el año 1114), en el que se había
condenado a Tom ás— guardaba relación con el exceso de crueldad con
que acostum braba a tratar a sus prisioneros y con el hecho de que se
hubiera incautado de tierras eclesiásticas. D esde un planteam iento de
censura moral sim ilar, Juan de Salisbury enum erará algunos de los po­
tentados que habían aterrorizado a los ingleses en tiem pos de Esteban:
m enciona p or ejem plo al propio hijo del m onarca, Eustacio, que su­
puestam ente se había apoderado de unas tierras de la Iglesia a fin de
costear el salario de sus caballeros; y a los duques G odofredo de Man-
deviile, Milo de Hereford, Ranulfo de Chester, A lano de Bretaña, Si­
món de Senlis y G ilberto de Clare. Todo esto lleva a Juan a plantearse
la siguiente interrogante: «¿D ónde paran ahora [todos ellos], converti­
dos ya, de condes del reino, en enem igos públicos ? » .281
A quellos hom bres, dice Juan, eran «tiranos» (tiranni). Se trata de
un epíteto que difícilm ente podríam os considerar nuevo, habida cuenta
de que Pedro A belardo lo había em pleado ya con cierta exactitud, y de
que constan tam bién algunas apariciones anteriores en las que el térmi­
no m uestra poseer un notable vigor polém ico, El papa Gregorio VIÍ
había llam ado «tiranos» a los reyes Felipe l y Enrique IV, lo que con­
tribuye a explicar por qué se ha supuesto que, en su crónica, Juan de
Salisbury tiene en m ente la actuación de unos m alos reyes .2S2 Sin em­
bargo, no hay ningún elem ento técnico en el uso de este término tan
em ocional, ya que a m enudo viene a constituir un circunloquio con el
que referirse al ejercicio de un poder violento o coercitivo cuya men­
ción habría tenido idéntica fuerza retórica. Lo que Orderico Vitalis es­
cribe acerca de Hugo de A vranches (fallecido en el año 1101) y Rober­
to de B ellém e (fallecido en el año 1132 aproxim adam ente) nos los
pinta com o dos m onstruos violentos de com portam iento muy similar al
de Tom ás de M arle. aunque únicam ente en una ocasión aluda de pasa­
da a la «tiranía» de R o berto .283 No obstante, sería difícil considerar
erróneo referirse a la época en que vivieron O rderico y Abelardo, casi
exactam ente coetáneos, com o a una edad tiránica, ya que no hay nin­
gún otro concepto de la época que, siendo de uso notablem ente gene­
CRISIS D E PO D ER ( 1 0 6 0 - 1 1 5 0 ) 323

ralizado, resum a tan adecuadam ente la experiencia del poder que pre­
dominaba en esos años y que resonará en los lam entos, súplicas y
renuncias de los textos norm ativos
En este sentido, Enrique de H untingdon y Juan de Salisbury sinteti­
zan lo esencial de un período transitorio m ejor de lo que puedan haber
llegado a sospechar jam ás. Lo que dice Enrique respecto de Tom ás de
Marle es que pertenecía a la categoría de aquellos que habían alcanza­
do la «dicha de un gran apellido». «Con todo, en nuestra época», añade
agriamente, «nadie consigue un nom bre relevante com o no sea perpe­
trando los más graves crím enes » .284 El com entario que realiza Juan en
este mismo contexto es más perspicaz: se pregunta por qué habría de
querer nadie som eter al pueblo de Dios al yugo de la servidum bre, a
menos quizá de que «apeteciera el poder \potenliam appeíuní] con
tanto ahínco que no reparara (para conseguirlo] en provocar los tor­
mentos de la desdicha». La «voluntad de un tirano» consiste en «dom i­
nar» {dom inan), no en gobernar (regere), ya que gobernar es asum ir el
«peso de un cargo», cosa que no agrada al tirano .285 No todas las nue­
vas dominaciones de principios del siglo xn — ni siquiera la m ayoría—
se ajustan a estas definiciones. Y es que hasta donde nos es dado saber,
el avasallador hom bre de iniciativa que vendía sus servicios de protec­
ción a los arrendatarios de M origny en torno al año 1100 se habría
conformado con algún m odesto agrandam iento de su pequeño seño­
río.286 Pero al m encionar los nom bres de los barones más agresivos de
las últimas guerras de Inglaterra, Juan de Salisbury evocará la actitud
de toda una clase de grandes señores, todos ellos em peñados en la ob­
tención de «un gran nom bre».
Tuvieron que haber sido necesariam ente conocidos en am plias zo­
nas. Entre esos grandes nom bres figuran personajes com o Hugo de
Puiset y el architirano Tom ás de M arle en Francia; o Sanchianes, un
arribista que aprovecharía la violencia organizada de Alfonso de A ra­
gón en el León de la reina Urraca, y a quien pronto habría de aventajar
en fechorías G iraldo «el Diablo», especializado en rondar los patrim o­
nios de Sahagún; o Em icho, un conde de R enania que trató de am pliar
sus dominios m ediante el em pleo del terror y la violencia entre los años
1099 y 1100; o R oberto, el abate sim oníaco de Saint-Pierre-sur-D ive
que en el año 1106 «construyó un castillo en el m onasterio y reunió una
familia de caballeros, convirtiendo de este modo el tem plo de Dios en
¡lina cueva de ladrones»; o aun el flam enco Bertulfo, cuya dinastía fa­
324 l-A C R IS IS DL-X SIG L O X II

m iliar term inaría derrum bándose en el año 1127.287 O tro flamenco, Ro­
berto Fitz H ubert, superó en crueldad y actos blasfem os ^ muchos de
estos advenedizos en tiem pos del rey Esteban. Tras haberse apoderado
de la localidad de D evizes y alardeado de que pronto habría de dominar
la región com prendida entre W inchester y Londres, se dijo que había
puesto precio a la libertad de los cautivos, am enazando con exponerlos
de inhum ana m anera a la vista pública, a lo que cual se añadió que ha­
bía aprobado que en su tierra natal se diera m uerte en la hoguera a
ochenta m onjes y que tenía bien m erecido que lo capturaran y ejecuta­
ran espectacularm ente en la horca, frente a los m uros de su castillo .288
Sin em bargo, la lista de hom bres que construyeron y acum ularon forta­
lezas sin dejar de recurrir al ten o r y a la intim idación com o medio para
procurarse un gran señorío es mucho más larga de lo que hemos dejado
entrever aquí, sobre todo en Inglaterra, donde las G esta Stephani men­
cionan a no m enos de veinte potentados (sin contar a M atilde ni a su
herm anastro R oberto) cuyas características se corresponden con las
que los m oralistas determ inan com o propias del tirano. Suger, más in­
teresado en la fidelidad que en el poder, escribirá desde otro punto de
vista sobre las m alas castellanías, y parece probable que los espacios
fortificados de la Isla de Francia, m ás restringidos, supusieran un límite
natural para las am biciones de los M ontm orency y los Rochefort, si es
que no frenaron incluso las de los señores de C oucy y Le Puiset.
Las supuestas iniquidades de los grandes hom bres son importantes
para la experiencia del poder porque coinciden con las de los «malos
señores» de m enor entidad — cuya notoriedad era m uy inferior— , es
decir, con las de todos aquellos que, en todas panes, pretendían llegar
a ser señores. Com o los «hom bres perversos» de C om piégne que, en
tom o al año 1060, edificaron una torre en las tierras exentas de obliga­
ción tributaria de Saint-C orneille; o com o los que «invadieron» la dió­
cesis de Frisinga y trataron de convertir en siervos al sacerdote Emost
y a su herm ano, ejerciendo sobre ellos una «dom inación tiránica ».289
En los antiguos dom anios fiscales de C ataluña es posible reconstruir
—sobre la base de los m em oriales escritos en que han quedado recogi­
das las quejas rem itidas al conde (y a los sucesivos condes-reyes) de
B arcelona desde el año 1150 aproxim adam ente— una verdadera gale­
ría de retratos de los despiadados aspirantes al señorío de la región. Por
no detenerse a m encionar sino a dos de sus atorm entadores, los indig­
nados cam pesinos se centrarán en R aim undo de R ibas, especializado
C R IS IS 1)1: PODUR ( 1 0 6 0 - 1 1 5 0 ) 325

en una intim idación dirigida a satisfacer su codicia, y en B erenguer de


Bleda, que oprim ía a los aldeanos de Fontrubí y sejactaba de ello. A de­
más, un escribano anónim o superará todos los dem ás relatos con su
descripción de A rnaldo de P a e lla , un «pequeño tirano de los cam pos a
él encomendados», sitos en C aldas de M alavella y Llagostera. En su
ansia de distanciarse de sus (¡colegas!) cam pesinos, A m aldo se revela­
ría como un cruel m anipulador de la justicia y la reputación ajena, un
señalado especulador que se daba la gran vida con un señorío sim ulado
que compartía con un conjunto de fieles com pinches. Com o ejem plo de
un incipiente ejercicio de sociabilidad basada en una dom inación lo­
grada m ediante el ensalzam iento propio, este caso no tiene parangón
en la Europa del siglo xn. Y el hecho de que estas pruebas hayan llega­
do hasta nosotros señala que a m ediados de siglo se produce un cam ­
bio, como verem os; un cam bio en las pruebas, querem os decir, no en
las conductas .290
El espectro de la servidum bre se cierne sobre este m undo en el que
prosperan los señoríos, al m enos por lo que hace a las referencias retó­
ricas: de hecho se trata de una cuestión que no dependía tanto de la
costumbre (y m enos aún de la ley) com o de los presupuestos m orales y
sociales que m anejaban quienes tenían necesidad de servidores. Y por
lo demás, la experiencia del poder guarda con la noción de «m aldad»
una relación que plantea al m enos un nuevo problem a — aunque este
término de m aldad, al igual que el de «tiranía», revele tener un carácter
poco m arcado y esquivo en las fuentes (y aunque se trate asim ism o,
debe quedar bien claro, de un concepto del siglo xn, no de una noción
actual)— . Y ello porque los hom bres «m alos» (perversi, p ra v i) podían
suscitar adm iración, o llegar a provocarla. La gente se sentía fascinada
por los individuos que levantaban un edificio de poder. A lgunos en
cambio parecieron m alos hasta el final, com o Tom ás de M arle, m ien­
tras que a otros se los ju zg ab a reprensibles, o violentos, aunque se p en­
sara que únicam ente ejercían esa violencia en caso necesario. Es posi­
ble que Ranulfo Flam bard fuera dem asiado astuto para causar una gran
■aflicción a la gente que oprim ía, aunque por la labor que realizó al per­
m itir que el rey G uillerm o 11 se beneficiara de las vacantes episcopales
fue acusado de «crueldad», de «rapacidad» y de prácticas fiscales
'«opresivas». Lo que contaba en este caso era la am bición, puesto que,
como habría de preguntarse de form a m em orable G uillerm o de M al-
.piesbury, ¿quién sino Flam bard podía «incurrir en el odio de terceros
326 LA C R IS IS D E L SIG L O X II

sin dejar por ello de com placer a su señor [rey ] » ? 291 ¿Q uién era en tal
caso el «mal señor»? Recom pensado con la sede episcopal de Durham,
la contribución de A m ulfo Flam bard a su iglesia no se limitó a las sim­
ples m uestras de una cierta m aldad innata. Había «m edrado» gracias al
favor del rey. Y sin em bargo, no acababa allí la cosa. Tras su muerte, el
prior de Saint C uthbert de D urham se aseguró de que el m onarca se
aviniera a rem ediar los «entuertos y actos de violencia que el obispo
R anulfo había com etido contra [la congregación] a lo largo de su
vida » .292
Otro clérigo anglonorm ando de hum ildes orígenes que también
procuró hacerse un «gran nom bre» fue Rogelio, que se aupó al cargo
de «juez» en tiem pos de Enrique 1, aunque la tendencia de sus contem­
poráneos, para desconcierto de los historiadores, no fuera tanto la de
pregonar su figura en razón de su ingenio fiscal com o la de comentar
sus am biciones de gran señor. No obstante, es posible que quienes le
conocieron com prendieran m ejor que nosotros la situación y cayeran
en la cuenta de que su pericia técnica en el ám bito tributario no venía a
ser sino el m edio de asegurarse las satisfacciones derivadas de un ma­
nifiesto poder ligado a lazos afectivos. Las facetas que m ejor conoce­
mos de la biografía de Rogelio son las que guardan relación con el in­
menso señorío que llegó a disfrutar en su calidad de obispo de Salisbury,
con la actitud cuasi dinástica que adoptó al asegurarse de que sus sobri­
nos A lejandro y N igelo le sucedieran en el obispado, y con la pasión
que le inspiraba la constaicción de castillos, pasión que terminaría por
volverle vulnerable. Al igual que Flam bard, R ogelio fue acusado de
violentos abusos, pero el cargo que habría de precipitar su caída en el
año 1139, al presentarse contra él en los parciales concejos del rey Es­
teban, fue sin duda el de su com portam iento dom inante: en concreto el
ejercido por su séquito de hom bres arm ados, que tam bién constituían
la piedra angular de su seguridad .293
Karl Leyser ha equiparado acertadam ente el nepotism o del obispo
R ogelio con el que practicaba el preboste Bertulfo en Flandes; no obs­
tante, si tenem os en cuenta los elem entos m ilitares de este tipo de seño­
río clerical, descubrirem os que su carrera presenta una analogía aún
m ás m arcada con la de los señoríos episcopales del continente europeo.
En Galicia, Diego G elm írez (c. 1068-1140), exacto contemporáneo de
Rogelio, habría de convertirse en un señor de rango principesco que
sabría rodearse de castillos y de caballeros que le habíanjurado lealtad
CR ISIS DE PODE R ( 1 0 6 0 - 1 1 5 0 ) 327

como forma de asegurarse e! control m etropolitano de la sede episco­


pal de Santiago de C om postela. M uy bien podríam os considerar que el
éxito de Diego G elm írez es el m ayor de todos cuantos alcanzaran a lo­
grar nunca cualquiera de estos señores prelados. En Alem ania, dos ar­
zobispos tocayos — A dalberto de Brem en ( 1043-1072) y A dalberto de
Maguncia (1109-1137)— tam bién conseguirían convertir el favor del
rey en un m ayor poder territorial para sí m ism os. Los defectos que se
atribuyen a estos prelados no eran los de una diabólica iniquidad, aun­
que todos cuantos estuvieron som etidos a ellos conocieron de cerca la
violencia y la coerción y se quejaron de sus torcidas am biciones. A de­
más de desentenderse de las reform as canónicas, los dos arzobispos
constituyen uno de los más destacados ejem plos de la predisposición al
ejercicio de un señorío m ilitar de carácter principesco .294
El hecho de que el tipo de señores prelados dedicados a la depreda­
ción que acabam os de m encionar consiguiera sobrevivir a las distintas
crisis de poder no puede considerarse accidental. Se supone que el
«mal señorío» de principios del siglo xn no era tanto una causa com o
un síntoma, aunque conociera m om entos de apogeo y (sin duda) de
debilitamiento, o crestas y hondonadas, com o las rom pientes de un mar
embravecido. Pocos habrían de m ostrarse tan capaces de atajar algunos
de los efectos de las experiencias de esta clase, o de saborear sus im á­
genes más desagradables, com o dos m onjes que, pese a vivir en tiem ­
pos, lugares y culturas ascéticas muy alejadas entre sí, escribieron pol­
los mismos años (entre 1123 y 1133) acerca del mal señorío. Al «pri­
mer continuador» de Peterborough le faltó tiem po para denunciar a un
tal Enrique de Poitou, abate de la región im puesto por el rey Enrique, y
una vez destituido éste en el año 1133 no encontraría ya ningún otro
tema sobre el que escribir. Sin em bargo, ju sto en ese m om ento, un mal
castellano de la Francia m eridional llam ado Poncio de Léras m ostraba
por sus recientes trapacerías un arrepentim iento tan profundo que ter­
minaría desem bocando en una com pleta conversión ascética y en la
redacción, en torno al año 1160, de un relato sobre la fundación de
la Orden del C íster que nos inform a de las fechorías que él m ism o ha­
bía perpetrado.
De entre todos cuantos lucharon por hacerse con el poder en esta
época, pocos son los que pueden equipararse a Enrique de Poitou. De
■él se decía que estaba em parentado tanto con el rey Enrique I com o con
el duque Guillerm o IX, y sin duda debía de hallarse bien relacionado.
328 LA C R IS IS D LL SIG LO X II

Fue obispo de Soissons en la década de 1080, y posteriorm ente monje,


prior de C luny y prior de Souvigny, para term inar siendo abate de
S aint-Jean-d’Angély en torno ai año 1103. Pasó el resto de su vida tra­
tando de m ejorar su posición, sin abandonar la abadía. A lrededor del
año 1109 participó en una tem eraria pugna, con traiciones y puñaladas
por la espalda, en el arzobispado de Besanzón, com o parte de la con­
tienda por la sede de Saintes (¿1111-1113?), antes de que Inglaterra
entrara en sus planes. Una vez en Gran Bretaña, Enrique revelaría ser
un agresivo legado antes de conseguir que el rey le designara (en 1127)
abate de Peterborough, donde, según el indignado cronista, «se com­
portó exactam ente igual que los zánganos en una colm ena». Tras sa­
quear los m uebles, «no hizo ni dejó nada bueno [en la comunidad]».
Enrique se aferró a su puesto en Peterborough, prom etiendo vanamen­
te entregar Saint-Jean, hasta que en el año 1132, cansado de oír hablar
de él, el rey Enrique le obligó a dejar la congregación. En estos térmi­
nos se expresarán sobre su persona los monjes, en un escrito de quejas
en el que incluirán algunos datos históricos — ¡y no deja de resultar
curioso que se anim aran a realizar algunas indagaciones sobre la proce­
dencia de sem ejante charlatán!— . Este texto es posiblem ente la res­
puesta más m arcadam ente vehem ente al com portam iento de los tiranos
ávidos de poder que nos haya legado la Inglaterra norm anda. Uno de
los extrem os que resultan más llam ativos en este docum ento es la des­
cripción que en él se hace de las excusas y pretensiones del abale Enri­
que, a lo que hay que sum ar las m ordaces censuras que éstas provoca­
ron. M ás aún, a lo largo de este escrito podem os asom arnos a las
razones que explican por qué la reputación que rodearía al abate Enri­
que en Inglaterra habría de ceñirse tan estrictam ente a las críticas de un
establecim iento religioso afectado por su com portam iento, razones que
no se deben sino al hecho de que en la época en que se em barca en su
últim a pillería Enrique era ya lo suficientem ente astuto y experimenta­
do com o para lim itar sus am biciones al patrim onio de Peterborough .295
La experiencia de Poncio de Leras, la que tuvo él m ism o pero tam­
bién la que tuvieron sus víctim as, fue distinta. U nicam ente la hondura
de su conversión religiosa, así com o el carácter perm anente de la mis­
ma, que le convertiría en el piadoso fundador de una nueva congrega­
ción — algo que habría carecido de todo atractivo para un hombre in­
quieto com o Enrique de Poitou— . nos perm ite vislum brar aquí la
ansiedad que debía de presidir ¡a vida de los cam pesinos que escruta­
C R IS IS 1)K PODHR ( 1 0 6 0 - 1 1 5 0 ) 329

ban con aprensión la cima de las colinas. Poncio se hizo adulto en torno
al año 1 1 2 0 , y pese a ser dueño de un castillo «inexpugnable», se sintió
seducido por los «deseos m undanos» y com enzó a am enazar a sus ve­
cinos, así com o a usurparles tierras y a oprim irles. Engañó a algunas
personas, y «a otras las violentaba recurriendo a la fuerza de sus hom ­
bres armados, sin dejar en ningún m om ento de apoderarse de los bienes
de todos cuantos podía», dando incesante rienda suelta a su codicia. Y
aunque este relato parezca algo estereotipado — lo que en m odo alguno
le resta verosim ilitud . la narración que se expone a renglón seguido,
y que nos habla de la penitente abnegación del castellano, resulta más
interesante. Se dice que Poncio convocó a gentes de toda condición, no
sólo con la intención de vender todo cuanto poseía, siguiendo los dicta­
dos de M ateo, 19, 21 y ofreciendo sus propiedades a los pobres, a las
iglesias, a los peregrinos, a las viudas y dem ás, no sólo con vistas a
devolver todo cuanto «había tom ado por la fuerza», sino tam bién con
ánimo de organizar un proceso judicial, durante la segunda sem ana de
la Pascua de Resurrección, en el que todas las personas a las que hubie­
ra perjudicado pudiesen apelar a él en calidad de ju e z y fiscal, y encar­
gándose tam bién ó! m ismo de su propia defensa (!). En una ocasión en
que un pastor, no saliendo de su asom bro, perm aneciera en pie sin atre­
verse a elevar ninguna acusación, dispuesto incluso a agradecer a su
«señor» los pequeños favores concedidos, Poncio se vería obligado a
insistir en que él m ism o era, de hecho, el culpable, el autor del robo.
«Yo cometí ese acto», dijo Poncio, «lo hice yo, en com pañía de mis
vasallos y com pinches. Por eso te ruego que m e perdones, para que
pueda restituirte lo que te he robado » .296

«¡En com pañía de mis vasallos y com pinches!» Hay algo en estas
palabras que parece alejarse del estereotipo clerical que trata de distor­
sionarlas y convertirlas en una parábola del arrepentim iento. Los p e­
queños señoríos coercitivos eran en esa época la realidad de poder pre-
. dominante, incluso en las sociedades regionales que lograron verse
libres de los problem as derivados de las crisis dinásticas. Si la tiranía
, ejercida por el abate Enrique en Peterborough resultó ser de corta dura­
c ió n se debió a que no pudo contar con la solidaridad de un conjunto de
í comenderos leales. Los m edios con los que contaba para hacerse con el
i-poder, estigm atizados ya m ucho tiem po atrás por los reform adores,
L
330 LA C R IS IS D E L SIG L O X II

eran tan inseguros com o el favor de un señor príncipe, según tuvieron


clara oportunidad de conocer Esteban de G arlande y R anulfo Flam­
bard. Sin em bargo, en estos años, tanto el m edro del nuevo poder como
la consolidación de las riquezas recién adquiridas dependían de la po­
sibilidad de contar o no con un séquito de hom bres arm ados y fieles. El
fenóm eno siguió siendo perturbador, pero en cam bio dejó de constituir
un elem ento revolucionario: en todas partes perduraban algunas de las
antiguas unidades del poder público — por ejem plo, en los vizcondados
de Lom bardía y N orm andía, en las adm inistraciones de las tierras de
lengua alem ana, y en los vicariatos del Poitou— , pese a que también
dichas unidades hubieran de asum ir nuevas funciones consuetudina­
rias; adem ás, el valor patrim onial de los antiguos cargos hacía que re­
sultase tentador apoderarse de sus recursos o atacar a quienes los ejer­
cían para suplantarlos. Si el tem or a las depredaciones belicosas será
uno de los factores que se cuenten entre las inquietudes populares,
com o sin duda debía de ser el caso, la experiencia del poder en los con­
flictos locales debió de resultar todavía m ás perturbadora de lo que
sospecham os. ¿N o era ésta acaso una m ás de las consecuencias de la
m ultiplicación de los señoríos? Las crisis de poder eran consecuencia
de una m ezcla constituida por las constricciones derivadas de la cos­
tum bre, la posición social y la riqueza. Y si ya eran pocos los señores-
príncipes con capacidad para dom inar durante largos períodos esas
constricciones, los caballeros que vendían su valor y su lealtad no po­
dían aspirar más que a una nobleza — que rara vez alcanzaban— ; una
nobleza basada en el ejercicio de una superioridad social y en la presta­
ción de servicios por parte de las gentes dom inadas. La aspiración a la
condición aristocrática era una antesala fría y barrida por malsanas co­
rrientes: de hecho, se constituyó en un señorío dinám ico e inestable que
atraía, en núm ero creciente, a oportunistas de toda suerte.
Capítulo 5

RESOLUCIÓN: LAS INTRUSIONES DE LOS


GOBERNANTES (1150-1215)

En el año 1152, el «concejo com ún de la ciudad de Tolosa y sus


alrededores» im puso una ordenanza (stabilim entum ) pensada para es­
clarecer las relaciones entre los habitantes de la población y sus veci­
nos extramuros. El propósito concreto consistía en poner a la gente a
resguardo de las incautaciones arbitrarias y protegerlas de cualquier
«daño» (inalum ). Así descrita, podría considerarse que esta regulación
venía a rem ediar de nuevos m odos una antigua queja. M edio siglo más
tarde, cuando los capitouls de la Tolosa francesa com enzaran a reunir
documentos probatorios en los que apoyar su ascenso al poder cívico,
el único precedente escrito que hallarían sería el de esta prescripción.
Con todo, lo que en ella se describe es el orden de poderes locales exis­
tente, un orden por el que se re se ñ aba únicam ente a los acreedores la
facultad de realizar incautaciones con el fin de saldar una deuda, o por
el que se estipulaba que, en caso de que los tolosanos sufrieran heridas
causadas por gentes que residieran extram uros, serían los señores de
los castillos o las aldeas sobre los que recayera la sospecha de la agre­
sión quienes deberían zan jar la disputa, de m odo que sólo podrían dic­
tarse m andam ientos de incautación de bienes m uebles en caso de que
no pudiera llevarse a cabo dicho proceso (rectuin), etcétera. Y lo que de
aquí se desprende es que la pequeña violencia de la que se habla en los
primeros artículos de la antigua regulación com unal de Tolosa no sólo
era algo normal, sino tam bién una am enaza (igualm ente norm al) para
la paz local .1
332 I.A C R IS IS D E L SIG L O X II

A ñnales del siglo xii , este tipo de regím enes debió de haber pasgj
do tolerable prácticam ente en todos los puntos de la Europa latís
sin em bargo, ése sería justam ente el régim en al que tuviera que en
tarse pocos años después el rey Enrique II de Inglaterra; y cabe (
m entar que habría de ser precisam ente la rutinaria violencia de.!g
cautaciones y las desposesiones lo que en el sur de Francia ter
confiriendo nuevas fuerzas al m ovim iento de paz, un movimienti
que m uy pronto se contagiaría León, renovándose y adquiriendo^
vas form as en todos los reinos ibéricos a partir de la década de
Tolosa no viviría la crisis del ano 1152, y tam poco habría de pade
Inglaterra en la década de 1 160, aunque en estos dos lugares pre
nase, com o sucederá prácticam ente en todas partes, la precariedadjtó
propiedad y en todos ellos se vieran las gentes forzadas a asum ifí|
la prosperidad pacífica no era en esos años más que un esquivo sufi
Adem ás, había signos de que algunas personas comenzaban a reaoi
nar contra un recurso excesivam ente fácil a la violencia. Y auní}
hicieran de forma no sólo callada y oscura, sino desconectada (fe
«acontecim ientos críticos» y sin establecer vínculos visibles y re
eos, este hecho indica, por un lado, que esas personas no concebís
que la violencia fuese un sim ple factor lam entable o causante de t
den, y, por otro, que al m enos algunos de ellos empezaban a hac
cosas de m anera distinta.
Aun así, el violento contexto de la vida cotidiana, pese a suop
va fam iliaridad, no era obstáculo para las ilusiones que alimenti
las masas. En el apogeo del siglo xn, la noción de poder equivalía^
idea de grandeza, la notoria grandeza de la hazaña y el espectáculo
proezas de Federico Barbarroja, ya en sus prim eros años comoy
futuro em perador, así com o las del conde-príncipe Ramón Ber
IV, conm em oradas en relatos de retórica triunfalista, resuenan-i
estela de chascos que dejará tras de sí la fallida Segunda Cruzad
sentó mi historia a su alteza», escribe el obispo Otón a Barbarti)|
sobrino, en el año 1157, aunque en realidad hubiera sido este4}|
quien le sugiriera la crónica, enum erándole las gestas y muesti
poder y señorío que debía consignar .2 A lgunos de esos acontecí
tos presentaban un aspecto m em orable incluso en las representa!^
rutinarias de las festividades anuales propias de los padrinazgos?!
rosos, festividades en las que tanto los cantores de gestas comoíjl
m anceros hallaban recom pensa e inspiración; me refiero por ejéljl
RESO LU C IÓ N : L A S IN T R U S IO N E S oh LO S (¡O H H R N A N T ES 333

fgran corte de W urzburgo en la que B arbarroja contrajo m atrim onio


)n Beatriz de Borgoña (en 1156); a la de Huesca (en 1162), en la que
¡(confirmaría la unión dinástica de C ataluña y Aragón; o a la prodigio-
|(lieta de M aguncia (1 184) en la que había de celebrarse, tras la caída
fcl duque Enrique el León, lo que posiblem ente pueda considerarse el
!$yor éxito real ocurrido en tierras alem anas desde los tiem pos de
m om agno .3 Un ingente núm ero de personas contem plaban asom bra-
¡Saquellos espectáculos - cam pesinos, m ercaderes, peregrinos y tra­
badores pobres dependientes de la generosidad cortesana y de las li-
fenas clericales— ; todos ellos sentían así la pequeñez de su baja
fiácción, rodeados del brillo de la pom pa aristocrática, todos p e r d ­
ían con los cinco sentidos el poder de sus superiores.
jfc'A medida que fue pasando el tiem po, las desdichas dinásticas,
límente conspicuas, fueron contrarrestando el brillo de estos acon-
lientos. El fructífero enlace entre Enrique del A njeo y Leonor de
ílitania (1152), tras haber estim ulado en un prim er m om ento la cele-
nción de unos suntuosos esponsales, term inaría agriándose al rebe-
|ge:‘sus hijos en la década de 1170, rebelión a la que seguiría una
tostante disidencia interna. En los reinos anglonorm andos, com o ya
Urriera en Polonia un siglo antes, el principio del condom inio fami-
RÉresultó difícil de m aterializar en la práctica. En peor accidente aún
liria de verse envuelto el im perio en el año 1197, fecha en que la pre-
Itura muerte de Enrique VI (1190-1 197) dejó el poder en m anos de
ífljo, de sólo tres años de edad, dando pie a un largo período de con-
jtos. Los reinos de España, Francia e Inglaterra se vieron libres de
jiejante infortunio, o casi, hasta el año 1250. Y en Italia, la m engua-
presencia im perial tras la Paz de C onstanza (1183) lanzaría a los
Soríos urbanos a una com petencia recíproca igualm ente precaria .4
lúdelas reflexiones habituales que m uchos se hacían, posiblem ente
Coladora en un gran núm ero de casos, era que los poderosos de este
||d o se veían así atados a una incesante y tornadiza rueda de la for-

tfinales del siglo xil los apuros dinásticos se vieron superados por
asformación de distintas circunstancias, com o la población, la ri-
Py los apegos religiosos, lo que generó nuevas perspectivas de
és:y de acción, dando asim ism o lugar a nuevos desafíos. Todos los
Ssos originales del siglo guardan relación con la experiencia popu-
Sfcpoder. El señorío papal, inm ensam ente fortalecido, extendía su
334 LA C R IS IS DHL SIG L O X II

poder hasta lejanas localidades por m edio de jueces delegados que im­
ponían y hacían cum plir unas norm as de conducta cristiana cuyo alcan­
ce carecía de todo precedente. El poder de la cátedra de san Pedro co­
m enzó en cam bio a perder parte de su absolutism o señorial en las
ciudades, com o se observa en Lyon o en Bolonia, donde al parecer al­
gunos individuos laicos, m olestos con la perversión clerical, comenza­
rían a estim ular com prom isos poco ortodoxos en m ateria de fe y de
m oral. Y cuando un dem agogo de talento com o A m oldo de Brescia
decidió explotar esta veta de disidencia, en Roma, los más grandes go­
bernantes del m undo no encontraron problem a alguno para ponerse de
acuerdo en ap lastarle/’ La herejía parecía doblem ente am enazadora: en
unos casos por servir de instrum ento con el que engatusar y educar en
el m iedo, y en otros porque avivaba el im pulso de atacar al infiel. Entre
los años 1146 y 1209 se organizaron nada m enos que cuatro grandes
cruzadas, y todas ellas habrían de poner a prueba tanto el ingenio de sus
prom otores com o los m edios económ icos de los súbditos de éstos .7
No tan visibles com o estas m anifestaciones, aunque difícilmente
podam os considerarlas m enos cargadas de consecuencias, fueron las
nuevas tendencias perceptibles en las m etas, los recursos, las leyes, la
erudición, la explotación patrim onial y la experiencia asociativa de los
señores. Si dichas tendencias se observan en todas las em presas de la
época, y en todos sus aspectos — aunque resulten m enos evidentes,
com o siem pre, en los señoríos de pequeña entidad— , las novedades
que iban a traer consigo estaban llam adas a ejercer su m ás importante
efecto en la dom inación de los príncipes y los reyes. La gente que había
estudiado y aprendido, bien a pensar conceptualm ente, bien a manejar
los núm eros, se concentraba en unos entornos de poder que pronto pa­
sarían a denom inarse «cortes» {curia). En todas partes se reconocía y
se hacía frente a las dificultades inherentes y heredadas del señorío: la
insubordinación y la violencia de los castellanos y los administradores,
sobreañadida a la desesperación o la avaricia de los caballeros — sin
olvidar una rendición de cuentas prescriptiva pero escasam ente funcio­
nal, basada en la confianza personal— . En los arriendos vinculados a
una prestación de servicios com enzaría a hacerse más difícil preservar
los beneficios derivados de su explotación, y más fácil distinguir entre
una atribución de derechos de orden afectivo y una relación de servicio
m eram ente funcional. A dem ás, los intereses en liza, definidos con toda
deferencia com o derechos y obligaciones de pago y de prestación de
r e s o l u c ió n : l a s in t r u s io n e s d e l o s g o b e r n a n tes 335

servicios, sufrirían tantas presiones y se m ultiplicarían a tal punto en


las sociedades de la época, inm ersas en un acelerado proceso de creci­
miento, que inevitablem ente habría de prom overse una redefinición
asociativa de dichos intereses. Las conversaciones de los hom bres cuya
presencia era requerida en las grandes cortes com enzarán a m ostrar un
tono y una significación diferentes.
No resulta fácil averiguar cóm o o cuándo se produjeron dichos
cambios. B uena parte de la historia del poder de finales del siglo xn
guarda relación con los señoríos de orden dinástico y consuetudinario.
Sin embargo, no hay duda de que las inestabilidades derivadas del he­
cho de que se hubiera puesto un gran núm ero de dom inaciones y servi­
cios en manos de una im portante cantidad de aspirantes al poder que no
rendían cuentas ante nadie debieron de suponer una considerable pre­
sión e inducir la necesidad de aliviar esas dom inaciones. D esde este
punto de vista, hay tres cam bios o ajustes que no presentan un cariz
meramente reactivo, sino que supondrán una transform ación favora­
ble; la justicia y la rendición de cuentas — dos aspectos que en este con­
texto constituyen prácticam ente un único asunto— ; la existencia de
nuevas protestas por la conducta oficial; y el reconocim iento de que se
estaba contribuyendo a un objetivo social por parte de aquellos que ser­
vían a los señores principes y a las com unidades urbanas.

Pr o spe r id a d y crisis d e los g r a n d e s s e ñ o r ío s

Ninguno de estos cam bios vendría a em pañar la excelencia norm a­


tiva del señorío. Se vio con m ayor claridad que nunca que tanto a los
hombres com o a las m ujeres se les atribuía por nacim iento la función
de regir los grandes señoríos inherentes a la condición aristocrática, y
esto hizo que a los advenedizos que trataban de forjarse ex novo una
posición de poder y dom inar a la gente les resultara más difícil que
antes lograrlo por m edios respetables. R ogelio II de Sicilia (1102-
1154), él m ism o descendiente de la m ás exitosa im plantación señorial
de la época, luchó para lim itar las pretensiones de sus pares de rango
principesco. A finales del siglo xn prosperarán los señores de baja po­
sición jerárquica pero dotados de notables poderes, com o los adm inis­
tradores, los m inisteriales y los jueces. M arcuardo de G rum bach, de­
signado podestá de M ilán por el em perador en el año 1164, se hizo rico
336 L A C R IS IS D L L S IG L O X II

gracias a los nuevos im puestos con que gravó a los ciudadanos. En


Flandes, el adm inistrador Gualterio de Tournai, que se había unido en
m atrim onio con la hija del castellano local, «am plió las posesiones de
su heredad, y tras fundar m uchas aldeas nuevas, se instaló en ella y la
enriqueció».s No obstante, para los castellanos y los segundones de
herencia lim itada cada vez se hizo m ás problem ático atenerse a esta
nobleza de acción.
Los m ás consum ados titulares de señoríos aristocráticos siguieron
siendo los reyes (y las reinas). Los m onarcas de la Europa latina gober­
narían en conjunto en unos quince reinos, núm ero que posteriormente
se vería aum entado en otros dos — el de Sicilia a partir del año 1132, y
el de Portugal desde el año 1140— , aunque tam bién perdiera un inte­
grante, al desaparecer el título regio de Polonia. Los acontecimientos
vitales que tenían lugar en el seno de las fam ilias reales constituían las
noticias de m ayor relieve de la época, com o ya se ha señalado, debido
por un lado a que en sus cerem oniales se proyectaban tanto las ambi­
ciones de la nobleza expansionista com o los ideales de las masas, y a
que, por otro, se producían m atrim onios m ixtos entre m iem bros de los
distintos linajes aristocráticos encum brados. Los prim eros monarcas
de Sicilia y Portugal eran descendientes (respectivam ente) de reyes
norm andos y de duques borgoñones. Luis VII de Francia (1 137-1180)
se casó con Constanza de Castilla; y su hija, M argarita de Francia, se
uniría al rey Bela de H ungría tras la m uerte de su prim er marido, el
príncipe Enrique Plantagenet. Es bien sabido que en tom o a la década
de 1170 se hizo patente que los padres de este últim o — Enrique II de
Inglaterra y Leonor de A quitania— habían concebido la idea de que
sus hijos pudiera llegar a unir buena parte de Europa en un imperio di­
nástico form ado a base de enlaces m atrim oniales. Tales vínculos eran
algo m ás que un m ero resplandor superficial, ya que conseguían poner
en contacto, en distintas regiones, a los m iem bros más expertos de sus
respectivos séquitos.
No obstante, y dejando a un lado al célebre Tom ás Brow n de Ingla­
terra y Sicilia, de quien nos ocuparem os en breve con m ás detalle, re­
sulta difícil ver que hubiese en los señoríos regios de finales del siglo
xn gentes u objetivos susceptibles de ser com partidos con algún prove­
cho. Todos esos señoríos se hallaban ligados a costum bres patrim onia­
les que resultaba difícil hacer encajar, y m ás aún cam biar. Entre los
años 1152 y I 162 ninguno de esos reinos — salvo los de Sicilia e Ingla-
R ES O LU C IÓ N : LA S IN T R U SIO N E S D L LO S G O tíliRN A N TH S 337

térra (¿a partir del año 1155?)— contaría con cargos que asum ieran la
tarea de llevar un registro de los acontecim ientos, pese a que durante
esa década subieran a! trono ¡os nuevos soberanos de A lem ania, Ingla­
terra, Sicilia, León, C astilla y C ataluña-A ragón. Más aún, todos los
señores-reyes, sin excepción, seguirían celebrando ciclos de audien­
cias ceremoniales, concesiones y asentam ientos, y form aba parte de la
rutina archivística levantar acta de todas esas iniciativas — y sus bene­
ficiarios solían tener la costum bre de conservarlos— . Los diplom as y
cartularios nos señalan en qué dirección se orientaba el favor del seño-
no del gobernante y en qué puntos ejercía éste su autoridad, adem ás de
indicamos qué otros señoríos servían al suyo — y con frecuencia ésa es
toda la inform ación que nos aportan dichos docum entos— . M uchos de
los instrumentos legales de Enrique II carecen de fecha. En este tipo de
señoríos el poder aún podía ejercerse de viva voz o por m edio de con­
cesiones. Y por otro lado, las cédulas del rey Enrique son bastante más
numerosas (por lo que sabem os) que las de Federico Barbarroja, que sí
están fechadas y que constituyen otros tantos m odelos de expresión
imperial, además de llevar invariablem ente la im pronta de una notable
carga id e o ló g ic a .E s ta com paración se halla grávida, com o verem os,
de un inesperado significado. M enos fácil resulta ya am pliar ahora la
comparación y hacerla extensiva a los registros existentes de Luis VII
de Francia, Fernando II de León (1157-1188), A lfonso VIII de Castilla
(1158-1214), A lfonso 11 de A ragón (y I de C ataluña; 1162-1196), y
Guillermo I (1154-1 166) y II (1166-1 189) de Sicilia. Lo que podem os
decir sin tem or a equivocarnos, tom ando com o base las ediciones de
que disponemos, es que estos señores-reyes hacían uso de sus cancille­
rías y escribanías de un m odo m uy sim ilar al que ya caracterizara la
conducta de los gobernantes anglononnandos y alem anes; lo que signi­
fica que tam bién ellos se verían abocados a fundar, confirm ar y regu­
lar.10
Los señores-reyes contaban con el beneficio de dos aspectos cultu­
rales del poder que les estaban reservados. En prim er lugar, en sus ritos
de consagración venía a escenificarse prácticam ente ante los ojos de las
i masas— com o sucederá por ejem plo en las coronaciones de Federico 1
y Alfonso II de A ragón (y I de C ataluña)— la condición de los reyes
como mediadores del poder divino. Se trataba en todos los casos, según
nos recuerdan constantem ente tanto las ordines del im perio com o las
de Francia, Inglaterra y Sicilia, de un poder oficial, lo que quiere decir
338 L A C R IS IS D E L S IG L O X II

que no constituían tanto una especie de arriendo regio del señorío divi­
no com o una ejecución del poder de D ios . 11 De aquí se sigue, en segun­
do lugar, otra conclusión: la de que el señorío regio acostum braba a
recurrir a sus propios m edios de legitim ación consuetudinarios, consis­
tentes en la expresión afectiva y la ostentación. En m ayor o m enor me­
dida, los señores reyes de León, C ataluña, A ragón, Francia, Inglaterra,
A lem ania y Sicilia afirm aban dom inar a sus arrendatarios por medio
del hom enaje y la lealtad, sobre todo a aquellos que regían un feudo.
En la prim era Dieta de R oncaglia (1 154). Federico B arbarroja confir­
m aría las costum bres italianas relativas a los feudos, unas costumbres
que aseguraban a los señores el disfrute de los servicios feudales .12 De
form a m enos concreta, aunque más elocuente, el señorío basado en el
vasallaje feudal se prestaba a reclam aciones de precedencia y jerar­
quía. Sabem os que el abate Suger estim uló la difusión de este concep­
to, un concepto que no podía sino halagar al señor-rey; y la tenue reali­
dad que asociaba con esa idea puede observarse en toda la Europa
latina. En España. A lfonso VII de León y C astilla (1126-1157) había
fundam entado su aspiración al im perium (nada m enos que) en la no­
ción de ser él el señor suprem o de todos los dem ás reyes y príncipes de
la península. La fragilidad de sem ejante aserto se haría patente tras su
fallecim iento, en un m om ento en el que el reactivado imperialismo de
Barbarroja estaba a punto de poner en pie una versión más verosímil de
la jerarq u ía feudal, versión que habría de convertirse en moneda co­
rriente con su hijo, el em perador Enrique VI (1190-1197).13
Puede discernirse una expresión m ás realista del señorío feudal en
la experiencia de las élites aristocráticas de rango secundario. Su histo­
ria no es una historia escrita, sino una historia com parativa de regiones
com o Castilla. Occitania, Sajorna e Inglaterra, una historia que quizá
pueda m ejorar un día nuestra com prensión de lo que convencional­
m ente recibe el nom bre de historia «política». H abría de ser en la alta
aristocracia, tras el año 1150, donde la experiencia del poder experi­
m entara cam bios m ás críticos. Sin em bargo, no es algo que las rutinas
de la prosperidad dejaran traslucir con claridad inm ediata. De Gautier
de Tournai se dijo que «jam ás se habría atrevido a oponerse a su señor»
(el conde de H enao ) .14 De los condes y los duques, así com o de los re­
yes, los obispos y los papas se esperaba obtener favor y remedio, ex­
pectativa que se veía facilitada en caso de contar con intercesores, per­
sonajes que proliferaban en las cortes de los grandes, ya que su número
R ES O LU C IÓ N : L A S IN T R U SIO N ES D E LO S G O B E R N A N T E S 339

parece sujeto a un incesante crecim iento. En el cuerpo social, las testas


no coronadas se com portaban igual que los reyes, pues no en vano al­
gunos de ellos habían llevado el título de príncipes antes de recibir la
corona. Y pese a que el duque de Borgoña o el conde de C hester disfru­
taran de m enos favores en las cortes regias que los señores de Lara o
los condes de la Cham paña y Flandes, no por ello dejaban de ser pres­
tigiosos garantes del orden público en sus respectivas tierras. Jam ás
habian hecho gala de tantas am biciones los pequeños condes flam en­
cos y castellanos, y nunca habían sido tan feudales sus poderes señoria­
les.15 Ningún príncipe estuvo tan cerca de forjar un reino en el interior
de otro reino com o E nrique el León en Sajonia; y ninguno cayó tan
estrepitosamente en desgracia com o él, que sería condenado por com ­
portarse como un vasallo contum az y despojado de sus títulos en el año
1180.16
Con todo, tanto su condición de reyes en potencia corno su sem e­
janza con los m onarcas parece haber constituido una carga para los
señores-príncipes. N unca cultivarían una ideología del poder basada en
la noción de su propia independencia, y los apologistas que canten sus
gestas se contentarán con aludir a los preceptos bíblicos de la obliga­
ción monárquica que se encuentran en la liturgia de los actos de consa­
gración, y con reivindicar el linaje regio de los personajes que alaban.
Incluso en la actualidad hay algunos catalanes que lam entan que R a­
món Berenguer IV no se hiciera llam ar rey al casarse con la heredera
del reino de A ragón; lo cierto es que sus siervos catalanes si que utili­
zarán esa palabra al referirse a él, tanto en el condado de Barcelona
como en A ragón, y que lo único que se erigió en obstáculo para la
adopción de esa denom inación fue el orgullo de las generaciones que
vendrían a disfrutar posteriorm ente del título condal, según figuraba en
Jas venerables costum bres de C ataluña. De m anera sim ilar, en N or-
mandía, el título ducal habría de sobrevivir a las norm as consuetudina­
rias, normas que los reyes Capetos, con gran astucia, evitarían derogar
tras la conquista del ducado en el año 1204. En Sicilia, donde ya desde
el principio se dijo que el gobernante local dom inaba m ás sobre las
tierras que sobre las personas, el ducatus de A pulía y el principatus de
Capua se perpetuaron con título regio después del año 1135.17
La costumbre contribuyó tam bién de otro modo a reducir las am bi­
ciones de los señores-príncipes. En torno al año 1150 se observará
prácticamente en todas partes una práctica: la dictada por la convenien­
340 L A C R IS IS DHL S IG L O X II

cia de ceder riqueza patrim onial a cam bio de la lealtad y los servicios
prestados por los caballeros nobles y sus seguidores. En algunas regio­
nes este tipo de relaciones term inarían haciendo las veces de alianzas
virtuales, y en esos casos los teóricam ente subordinados se resistirán a
aceptar la dependencia que llevaba im plícitam ente aparejada la leal­
ta d .18 Sin em bargo, en todas partes la creciente sensibilidad a la posi­
ción social de las personas, junto con la atención a los atributos cere­
m oniales del juram ento de fidelidad, anim arán a los señores a insistir
en su superioridad. Buena parte de dicha superioridad dependía de las :
interacciones derivadas del respeto m utuo, y dado que esa actitud es
difícil de detectar en los textos escritos, siquiera sea entre líneas, resul­
taba aconsejable entonces (al igual que ahora), utilizar con mucho cui­
dado la palabra «vasallo». Este térm ino denotaba una posición social
entendida de diversas m aneras, a m enudo asum idas de forma tácita. En
tom o al año 1151, el conde Ram ón B erenguer IV suscribió varias de .
las cédulas del rey A lfonso VII, rubricándolas en calidad de «vasallo *
del em perador», y unos cuantos años después, el rey Fem ando II de
León habría de llam ar abiertam ente «vasallo» al conde Armengol VII
de Urgel. En am bos casos, la condición de vasallo quedaba equiparada
al ejercicio de una gobernación principesca .19 En un tratado hrmadoen s
el año 1162, Ram ón B erenguer IV aceptará el feudo {feoditm) de la J
Provenza y prom eterá rendir hom enaje y ju rar lealtad a Federico Bar- í
barraja sin que se defina en paite alguna la naturaleza de la dependen­
cia así co n traíd a .20 Podem os decir sin riesgo de com eter un error que
los señores-príncipes estaban más que dispuestos a definir la alianza en
térm inos de dependencia cuando se trataba de vincular a su persona a
hom bres y a m ujeres de rango inferior, m ientras que en caso contrario,
es decir, al relacionarse con los señores-reyes, trataban de preservar su
propia condición aristocrática. Una de las pocas cosas que superaban
las ansias de nobleza eran los im pulsos tendentes a clasificar a las per­
sonas, esto es, a diferenciar los distintos privilegios asociados con la
posición social . - 1 Sin em bargo, la dinám ica de las costum bres vincula-
das con el arriendo operaba en todas partes y tendía a subrayar la no­
bleza de la lealtad, situación que determ inaba que a los príncipes les}
resultara más fácil aceptar una dependencia honorífica (junto con las'
donaciones asociadas a ella). El conde B alduino V de Henao, en un
acto en el que viene a responder, «en relación con su herencia», a las
citaciones con las que Federico B arbarroja llevaba tiem po emplazán- i
r e so l u c ió n : LAS in t r u sio n e s d f lo s g o b e r n a n t e s 341

dolé y que le instaban a presentarse en la corte de M aguncia (el día de


Pentecostés del año 1 184), verá halagado su orgullo al constatar que se
le reconoce docum entalm ente com o uno de los príncipes im periales
más acaudalados de la época.”
Por todo ello, sería un error suponer que se tem iera entrar en una
relación de vasallaje con los señores reyes. La condición de vasallo
constituía una honorable posición social para todo aquel que pudiera
'conseguirla. En el pequeño reino de Aragón se esperaba que todos los
-hombres libres rindieran hom enaje y juraran lealtad al rey, en lo que
suponía una directa experiencia de poder afectivo de carácter quizá tan­
to más notable cuanto que los reyes pirenaicos no se m ostraron nunca
proclives a alardear de su realeza .-3 Lo que sí suscitaba preocupación en
las cortes principescas era el espectáculo de unos reyes em peñados
en redefinir según su propio esquem a los arriendos y las relaciones de
lealtad a fin de convertir la precedencia en dom inación. No se trataba
de una preocupación totalm ente nueva. De hecho, en Inglaterra era una
causa perdida, ya que en esta región los reyes norm andos habían trata­
do de conservar la lealtad de los subarrendadores im portantes y de p ro­
hibir, como ya hicieran en Norm andía, la construcción de nuevas forta­
lezas. Pero tam bién en Inglaterra habría de estrem ecerse esta estructura
de vasallaje feudal, tan prem atura desde el punto de vista paneuropeo,
con los conflictos que m arcarían el reinado de Esteban, posponiéndose
de este m odo, com o tam bién sucedería en otros lugares, la definitiva
subordinación de los barones al señor-rey. Hacía ya m ucho tiem po que
los señores príncipes m editerráneos habían estipulado que el «poder»
de los castillos debía quedar en m anos de «hom bres fieles» y subarren­
dados, lo que venía a significar que se reservaban el derecho de recupe­
rar los baluartes, siquiera durante breves espacios de tiem po, en caso
de reclamarlos; y después del año 1 100 se extendió por todas partes el
principio de señorío predilecto, es decir, el del «feudo ligio».* Es posi­
ble que la política feudal castellana de más coherente m aterialización
fuera la practicada en la O ccitam a de los Trencavel durante las genera­
ciones anteriores a la cruzada albigense, ya que dicha política vino a

* Relación en la que el Feudatario se hallaba m u y estrecham ente so m e tido al


señor y no p odia establecer ningú n otro vínculo de .subordinación similar, d iferen­
ciándose así del va sallaje en general, que pe rm itía el estab lecim iento de lazos con
‘d istintos señores. (A/. d e los t )
342 LA C R IS IS D E L SIG L O X II

convertirse en esta com arca en la característica m ás destacada de una


cultura de la lealtad que term inaría im pregnando todos los aspectos
sociales .24
D ifícilm ente cabría considerar sorprendente, en estas circunstan­
cias, descubrir que hubiera señores príncipes que dictasen reglas para
que la reivindicación por la que reclam aban tener derecho al dominio
provincial se convirtiera en norm a. Los docum entos que han llegado
hasta nosotros, que indudablem ente no son en absoluto los primeros de
este tipo, cuentan con precedentes conocidos: las listas de caballeros y
feudos dependientes de los señores de rango secundario y de las igle­
sias. Más extensas por todos conceptos que dichas listas fueron las in­
dagaciones im puestas por el rey R ogelio II de Sicilia y el conde Enri­
que de Troyes en los años 1150 y 1172, respectivam ente. Los clérigos
de este últim o dejaron consignadas las obligaciones de unos mil nove­
cientos señores y caballeros de la C ham paña, confirm ando de este
m odo el señorío del conde y su condición de suprem o señor de los feu­
dos y castillos de la región. En una de las entradas de la crónica de
G isleberto de M ons, escrita en torno al año 1196, hay un apunte que
parece registrar un poder condal sim ilar, ya que habla de las «lealtades
y garantías de todos los castillos y fortificaciones del conjunto del con­
dado y del señorío de H enao » .25
De naturaleza bastante distinta, pese a tener efectos semejantes,
fueron las em presas que acom etieron los reyes R ogelio II de Sicilia (en
el año 1150 y fechas posteriores) y Enrique II de Inglaterra (en 1166).
Pese a que el prim ero de esos em peños no haya quedado registrado
sino en un texto que apenas es otra cosa que un inform e de las obliga­
ciones m ilitares debidas en A pulia y Capua, no por ello deja de resultar
útil para dar expresión concreta a la base feudal de poder coercitivo que
pocos años m ás tarde habría de ponerse en práctica en Inglaterra. Lo
que el rey Enrique exigía era que los arrendatarios de más alto rango y
responsabilidad le inform aran del núm ero y tipo de caballeros a los que
habían concedido feudos en sus tierras antes y después del fallecimien­
to de su abuelo (ocurrido en el año 1135). N ada puede m ostrar mejor el
carácter enfáticam ente público de este feudalism o anglonorm ando ba­
sado explícitam ente en un conjunto de «enfeudam ientos» (feffamenta),'
unos antiguos y otros m ás recientes, que el hecho de que el ejercicio del
m ando en el ám bito del conjunto de i reino se realizara por medio de
una serie de m agistrados condales. Con todo, la dependencia afectiva-
reso lu c ió n : las intrusiones de los g o b er n a n te s 343

persistía. Los inform es escritos que rem itían estos responsables (cono­
cidos como «Cartas de los barones», o cartee baromtm) revelan parcial­
mente el tem or y la deferencia con la que hasta los m ás grandes arren­
datarios se avenían a cum plir con cuanto se les exigía, ya que m uchos
de ellos se dirigirán a Enrique con el apelativo de «am adísim o señor»,
o aludirán a la gracia del m onarca al confirm ar su tenencia .26
Dejando a un lado el caso de Sicilia e Inglaterra, no se observa que
estén los reinos europeos próxim os a realizar este m ism o tipo de m ani­
festaciones. Los príncipes de la C ham paña, B aviera o U rgel todavía
podían seguir reivindicando un cierto grado de independencia, y a tal
punto que sus expectativas superaban las esperanzas que pudieran con­
cebir la m ayoría de los barones ingleses, por principescos que fuesen
los planes internos de estos últim os. No es im posible que el conde En­
rique el Liberal tuviera noticia de la existencia de las Cartee baronum
al ordenar un estudio propio seis años más tarde. No obstante, los po­
tentados de todas las regiones estaban recibiendo de los señores-reyes
presiones que nunca antes habían experim entado. Ya en el año 1124 el
rey Luis VI había reivindicado poseer derecho de señorío en la Aquita-
nia, y es casi seguro que su rigurosa intervención en la crisis de suce­
sión flamenca, desatada tres años antes, instigara el proceso ideológico
de independencia que ya hem os m encionado. Pocos años después, R o­
gelio II se anexionaría con gran resolución las regiones de A pulia y
Capua, lo que no constituyó una provocación para sus habitantes lom ­
bardos, que llevaban ya m ucho tiem po dom inados, sino más bien para
los papas y los em peradores. La reacción más espectacular de todas se
produjo tras el m atrim onio de Leonor de A quitania con Enrique del
Anjeo en el año 1152, enlace que tendría com o resultado la potencial
consolidación de la inm ensa herencia de Leonor, a la que venían aña­
dirse ahora las regiones del Anjeo, M aine y N orm andia. C onm ociona­
dos por este golpe, los Capetos se vieron obligados a aplazar hasta la
generación siguiente sus aspiraciones al suprem o señorío del conjunto
de Francia. Desde este punto de vista, la Paz de Soissons, que juraron
mantener los grandes m agnates del reino en vista de los em plazam ien­
tos cursados por el rey Luis VII en el año 1155, tiene todo el aspecto de
ser una m edida reactiva. Entretanto, el escenario de confrontación en
que se hallaban inm ersas las élites dedicadas a ejercer presión se tras­
ladó a Alemania, m ientras que el em perador Federico, tras frenar en el
año 1157 — en un célebre incidente ocurrido en B esanzón— la preten­
344 LA C R IS IS D E L SIG L O X II

sión del papa, que aspiraba a constituirse en señor feudal, pasó a traba­
ja r para im poner su propio señorío a los príncipes alem anes .27
En esos años, el potencial teórico de la costum bre feudal como ins-
trum ento de obtención de poder para los señores-reyes alcanzó un asom­
broso grado de efectividad. Desde el inicio de su reinado, Federico Bar-
barroja (1152-1190) se vio obligado a confiar en la lealtad de las nuevas
ramas principescas y com pensar así la notable reducción de su dominio
fiscal. Sin embargo, no estaba del todo claro qué m étodo de obligación
hacía cum plir las exigencias asociadas a esa lealtad, aunque los prínci­
pes que se beneficiaban de los éxitos y de la buena voluntad de Federico
debieron de tener m uy pocas razones para oponerse a las implicaciones
relacionadas con la consideración feudal de sus derechos. No obstante,
cuando se hizo recaer sobre Enrique el León la acusación de haberse
desentendido de la obligación de prestar sus servicios en la campaña
italiana del año 1 174, el em perador actuó de acuerdo con las exigencias
de procedim iento estipuladas en el Landrecht,* que determ inaban que
la responsabilidad de ju zgar a Enrique recaía en sus pares suabos. Dos
veces trataría Federico de asegurarse de que Enrique aceptara este pro­
cedim iento, aunque sin éxito. Entonces, al ver que no conseguía nada,
volvió las tom as contra su formidable adversario y convocó un tribunal
de príncipes alem anes, que finalm ente se reuniría en W urzburgo, en
señal de hom enaje y gesto de lealtad, en enero del año 1180. Ni siquiera
entonces puede decirse en m odo alguno que los cargos, planteados per­
sonalm ente por el m ism ísim o em perador, respondieran a una relación
«feudal», ya que distaba mucho de estar claro que las obligaciones de
hom enaje, lealtad y arriendo dependiente constituyeran una alternativa
válida al viejo derecho público. No obstante, lo que el tribunal debía
juzg ar era si Enrique el León había violado no sólo los derechos de los
potentados y las iglesias, com o alegaban los cargos levantados en su
contra, sino si no habría hecho gala adem ás de un traicionero desdén
hacia el em perador, según atestiguaba fundam entalm ente (aunque no
fuera ésta la única prueba) la circunstancia de que no hubiese atendido a
los tres em plazam ientos que se le habían dirigido «en atención al dere­
cho feudal [.vw¿ iare feodali]»', por todo ello, Enrique quedaría despoja­
do de sus «beneficios» im periales, entre los que figuraba el dominio de
los ducados de Baviera, W estfalia y Angaria (o Sajonia ).28

* D e r e c h o c o m ú n . ( .Y. de los: t . )
R ES O LU C IÓ N : L A S IN T R U SIO N E S DI- LO S G O B E R N A N T E S 345
i

Lo que conferiría fuerza a esta decisión, y consum aría la caída de


"Enrique el León, seria el entendim iento entre el em perador y un cierto
número de príncipes que se sabían m ás am enazados por Enrique que
,-por Federico. No era posible defender un orden principesco encam ado
en una dinastía extrem adam ente poderosa que, adem ás, había dado
í muestras de aspirar a la condición regia en el norte de Alem ania. Para
hacer cum plir la sentencia sería preciso invadir los dom inios sajones de
Enrique, en una cam paña que no sólo vendría a confirm ar el fallo del
tribunal, sino que serviría para consolidar la lealtad com o arrendatarios
del nuevo grupo de potentados a los que se habían concedido los feu-
> dos de Enrique, A lem ania quedó así desprovista de sus antiguos princi­
pados, de los que apenas quedaba ya nada. Sus dirigentes lograron co­
hesionarse en torno a una incipiente costum bre que parecía proteger los
arriendos y las herencias sin excesivo coste, ya que en esta zona no
llegaron a conocerse los am paros e incidentes que si tuvieron influen­
cia en las regiones occidentales. Y B arbarroja, por su parte, sólo tenía
í que justificar ante sus nuevos aliados las causas y expediciones que
requerían de su colaboración .29
Convertido ahora en rey indiscutido de A lem ania, así com o de la
v Borgoña e Italia (aunque con algunos reveses en este últim o caso), B ar­
barroja había logrado alcanzar al fin la cum bre del poder im perial. En
i tanto que señorío, este poder halló consum ada expresión en una espec-
■ tacular cerem onia cortesana celebrada en M aguncia el día de Pentecos­
tés del año 1184, cerem onia con la que se vino a festejar que Enrique
y Federico, los hijos del em perador, iban a ser arm ados caballeros.
La ocasión, equivalente literal de una m oderna exposición universal
> . con miles de hom bres pertenecientes a los séquitos de sus respecti-
vos principes y m agnates, venidos «de todo el orbe rom ano», y reuni-
í- dos en edificios tem porales— , venía a constituir al m ism o tiem po 1a
representación de una vida dom éstica de ensueño, presidida por una
?»' sumisión honorífica en la que reyes y duques actuaban com o despense­
ros, coperos, cham belanes y m ariscales. Lo que no significa que, en
' tanto que m anifestación cultural, esta escenificación fantástica difiriera
ú realmente de los objetivos regios. Lejos de insistir en el ejercicio del
poder oficial y de librar guerras im periales, com o se pensaba hace algu-
? nos años, B arbarroja se hallaba por esta época dedicado a sacar adelan-
i .te una política dinástica concebida para co n so lid arla suprem acía patri*
; monial de los H ohenstaufen sobre los güelfos y otros com petidores. Y
346 L A C R IS IS D E L SIG L O X II

uno de sus planes — en modo alguno el m enos im portante, pese a resul­


tar atípico— pasaba por prom eter al príncipe Enrique con Constanza
de Sicilia, cosa que no sólo lograría en el año 1184, sino que terminaría
dando sus frutos, dado que C onstanza heredaría inesperadam ente Sici­
lia (en 1189) y se convertiría (en el año 1193) en m adre del verdadero
sucesor de B arbarroja.* El hijo del em perador, Enrique VI (1190-
1197), m oriría joven, seguido por su esposa un año después, y el matri­
m onio dejaría todos sus reinos a su descendiente, Federico, cuyo tu­
m ultuoso reinado (1212-1250) se vería precedido por una serie de
conflictos civiles. La nueva solidaridad partidaria de la m onarquía feu­
dal de los H ohenstaufen se encontró con el desafío de una reacción
partisana favorable a los güelfos. La consecuencia negativa del intento
por el que Barbarroja había tratado de restaurar la sucesión dinástica se
concretaría en lo accidentado de su prem atura sucesión; por consi­
guiente, cuando en el año 1201 el papa Inocencio III decidiera apoyar
a Otón de Brunsw ick, hijo de Enrique el León, se pondría sobre la mesa
una situación que vendría a exponer la fragilidad de la sum isión de los
príncipes alem anes. Federico II de Sicilia, hijo de Enrique VI, siguió
tratando de sacar adelante su program a saho-italo-siciliano, aun a costa
de efectuar concesiones que term inarían confirm ando la existencia, en
la A lem ania m edieval posterior, de la heredad de príncipes que virtual­
m ente había creado su abuelo .30
En Francia, el rey Felipe Augusto (1180-1223) se dispuso a hacerlo
m ismo que había intentado lograr Barbarroja y obtuvo resultados más
duraderos. No le resultó fácil, ya que su rival era un príncipe coronado
que además poseía vastos dom inios en una región vecina que se extendía
desde el Canal de la M ancha hasta los Pirineos, En tiempos de Luis VII,
los hom enajes de los duques y los condes, frecuentemente celebrados en
regiones fronterizas, habían tendido a definir una situación marcada más
por las alianzas que por la sumisión. Lo que condujo a un ejercicio de
regio señorío de redoblada intensidad fue el hecho de que al conjunto de
sucesiones problem áticas a los distintos condados se sum ara la insumi­
sión del rey Juan sin Tierra, que se negó a atender los llamamientos por
los que el rey Felipe le instaba a presentarse en su corte. En el año 1192
se exigieron indemnizaciones inm ensam ente gravosas, com o si se tratara

* Es decir, de Federico II H oh e nsta u fe n, e m p e ra d o r al que se conocería com


síupor mitndi. (N. de los t ,)
reso lu c ió n : las intrusiones de los g o b er n a n te s 347

de feudos, a los herederos o aspirantes al control de diversas regiones,


empezando por la de Flandes — y todo ello a cambio de garantizar que el
rey permitiera efectivamente el legado de esas posesiones a sus respecti­
vos herederos— . Ésta es sin duda la razón de que Felipe ya hubiese dado
pasos para redefinir los condados y los ducados, convirtiéndolos en feu­
dos, y de que hubiese instado asimismo a sus «hombres leales», como los
obispos, a no limitarse a prestarle juram ento de fidelidad, sino a rendirle
también homenaje. Sin embargo, sólo la práctica y !a existencia de pre­
cedentes podía transform ar estas disposiciones en una costum bre de los
príncipes, así que el señor-rey hubo de negociar, y en algunos casos al­
canzar. una solución de com prom iso. Los condes de Tolosa y Borgoña
parecen haber opuesto resistencia al em peño regio destinado a convertir
sus posesiones en otros tantos feudos. Por su parte, el condado de Barce­
lona — donde los am anuenses habían recibido instrucciones en el año
1180 de no seguir consignando la fecha de redacción de los cartularios en
función del año de reinado del monarca francés— se hallaba lo suficien­
temente lejos, y contaba con prestigio bastante, com o para consolidar
una plena independencia a finales del siglo xn.
Por consiguiente, el acto por el que se desheredará al rey y duque
Juan sin Tierra (1 199-1216), tras el ju icio al que había sido som etido
en el año 120 2 ante una corte de pares, resultará plenam ente com para­
ble al que dos décadas antes había despojado de sus prerrogativas a
Enrique el León. Sin em bargo, los fundam entos del fallo de 1202 eran
estrictamente feudales, puesto que Juan había reconocido el señorío de
Felipe y la jurisdicción de éste en varios feudos heredados de sus pose­
siones francesas antes de que Hugo de La M arche, arrendatario de
Juan, elevara una súplica a Felipe, señor del inglés. Juan había perjudi­
cado a Hugo al casarse con Isabel de Angulem a, prom etida de Hugo. El
grave error de Juan, al hacer caso om iso de los em plazam ientos de Fe­
lipe, se convirtió en la excusa con la que iniciar la conquista de unos
principados que de otro m odo habrían podido perdurar durante largo
tiempo. No obstante, la m onarquía feudal que Felipe A ugusto vino a
crearen la práctica, pese a que en algunas de las regiones de sus vastos
territorios apenas fuese otra cosa que una soberanía feudal, puso fin a la
independencia de los príncipes, al m enos en la form a en que había v e­
nido cultivándose ésta en Flandes y el A njeo .31
348 LA C R IS IS D LL S IG L O X II

«M onarquía feudal»: ¿podem os considerar que sea éste el término


correcto? Pocos estudiosos, si alguno hay, lo han rechazado nunca,
dado que tan perfectam ente parece expresar lo que en apariencia suce­
de en tom o al año 1200. Si Federico B arbarroja se había negado a de­
pender del papa com o arrendatario en el año 1157, el rey Juan se mos­
trará en cam bio totalm ente dispuesto a aceptar dicha sum isión en 1213,
hasta el punto de adm itir, entre las condiciones im puestas para firmarla
paz con el papa Inocencio III, que sus «reinos» rindieran homenaje y
juraran lealtad al pontífice. Después del año 1150, los reyes y príncipes
europeos em pezarían a tratar de m axim izar en todas partes los privile­
gios asociados a sus señoríos, para ¡o cual com enzarían a reivindicar
para sí la capacidad de influir en las sucesiones de los linajes poseedo­
res de grandes patrim onios o el derecho a beneficiarse de esos legados.
A tal fin no sólo argum entaron que la profesión de fidelidad implicaba
el hom enaje de los vasallos, sino que pusieron especial cuidado en ins­
tar a los arrendatarios dependientes a crear obligaciones consuetudina­
rias, obligaciones en las que los señores tenia derecho a insistir. Sobre
esas bases habría de justificar Felipe A ugusto su invasión de Norman-
día, al presentarla com o la ejecución de un fallo judicial vinculado a la
costum bre feudal. A unque de otras m aneras, tam bién Alfonso VII de
León y C astilla (fallecido en el año 1157), Alfonso II de Aragón (y I de
C ataluña), así com o Enrique II de Inglaterra, el em perador Federico
B arbarroja y el propio Felipe A ugusto de Francia, se afanarían delibe­
radam ente en lograr que la costum bre feudal contribuyera a sus propios
fines, y al proceder de ese m odo lo que hicieron en la práctica fue esta­
blecer com o norm a en cada uno de sus reinos el tipo de servicio y de
lealtad vinculadas a los arriendos que ya hacía m ucho tiem po se habían
im plantado en el conjunto de Inglaterra .32
Con todo, no podem os decir que la m onarquía feudal, en tanto que
institución distinta del señorío, viniese a constituirse en ningún mo­
m ento en norm a jurídica, y m ucho m enos que se tratase de una pauta
lógica. C onsiderada com o práctica, tenía algo de doctrinaria, como se
observa en la noción, cada vez más extendida, de que los señores-reyes
no debían dom inar a hom bres de rango inferior .33 No pasó de ser un
estilo de actuación, cuando no sim plem ente un ideal, arraigado en los
aspectos sentim entales y tradicionales de la ética de la lealtad. Al mar­
gen del contenido en la peculiar Carta M agna, ninguno de los compen­
dios de costum bres del siglo xüi, e incluso de años posteriores, daría en
reso lu c ió n : LAS i n t r u s i o n e s d e l o s g o b e r n a n t e s 349

. determinar que la dom inación regia de los feudos viniese a constituir


un fin norm ativo en sí mismo. Por otro lado, resultaba fácil com paginar
la administración de los vasallos, los feudos y las obligaciones de los
amendos con la introducción de nuevas técnicas de poder. La «m onar­
quía feudal» conservaría así su condición de sim ple instrum ento del
poder, y si logró perdurar fue únicam ente en la m edida en que contri­
buyó a fom entar la reactivación de determ inados objetivos, com o los
■de la defensa pública, la recaudación de im puestos y la organización de
cruzadas.

La «paz imperfecta»

Sería claram ente erróneo im aginar que los grandes personajes de


finales del siglo xn no conocieron sino episodios de éxito y felicidad.
Sólo entre los m onarcas, las crisis de poder adquirían va dim ensiones
espectaculares y, adem ás, no eran en m odo alguno efímeras. Con todo,
hemos de decir que. salvo unas cuantas excepciones — com o la crisis
que desem bocará en la redacción de la C arta M agna (y que aún no he­
mos examinado) o la derivada de los fallos judiciales contrarios a Enri­
que el León y Juan sin Tierra (que sí hem os m encionado más arriba)— ,
la atención que tan prolijam ente han dedicado los eruditos a estos pe­
ríodos problem áticos resulta desproporcionada si tenem os en cuenta su
verdadera im portancia histórica. El enfrentam iento que protagonizarán
el papa y el em perador en B esanzón (en el año 1157), pese al interés
ideológico (y jurídico) que sin duda tiene, sería un reflejo intrascenden­
te de unas pretensiones obsoletas y fútiles. El levantam iento de los hi­
jos de Enrique 11 de Plantagenet en la década de 1170 no vino a consti­
tuir sino una ruidosa repetición de la serie de conflictos dinásticos
anteriores, que no habían causado dem asiadas alteraciones en la socie­
dad. Los reñidos episodios de violencia que surgirán entre los cortesa­
nos de Sicilia después del año 1160 aproxim adam ente tendrán escasa
repercusión entre los m iem bros de las clases trabajadoras. Y pese a que
los historiadores m odernos especializados en el estudio del im perio
juzguen acertadam ente que el período de m inoría de edad de Federico
II supuso un lapso de tiem po crítico para A lem ania, el punto de vista de
estos académ icos responde en cierta m edida a una visión «política»
elitista que se halla distorsionada por efecto del anacronism o regio .14
350 LA C R IS IS D E L S IG L O X II

Aun teniendo en cuenta que las crisis de poder capaces de afectara


sociedades enteras fueron m enos num erosas después del año 1150 que
antes de esa fecha, la verdad (o al m enos lo que m ás se aproxim a a ella)
parece consistir en que todas esas crisis se vieron acom pañadas, en
m uchos lugares, por presiones derivadas tanto del poder explotador de
los señoríos com o de las am biciones m ilitares — el m ismo tipo de pre­
siones que ya antes habían causado conm oción en regiones com o las de
Sajonia, León o Inglaterra, entre otras— . Puede que el extrem o rele­
vante en este caso no resulte obvio para los lectores educados en las
teorías de la dem olición del «feudalism o» — y para hacer justicia a sus
fuentes, hem os de decir que realm ente no tiene nada que ver con el
feudalism o— . Con lo que guarda relación es con la experiencia del
poder. Com o ya señalara el abate Esteban de Cluny en torno al año
1 165, «los castellanos y caballeros de la región se batían unos con
otros, pero únicam ente las iglesias sufrían sus m aldades y sus locuras,
sólo los pobres notaban sus efectos [solípauperes sentium ] » .35 El aba­
te Esteban de C luny tiene en m ente la región de la B orgoña cuando
escribe, y sin em bargo, apenas cabe dudar de que en su época el estilo
de persuasión que seguía predom inando en muy am plias zonas fuera de
carácter cáustico. Esta persistencia no se correspondía con los nuevos
im pulsos del poder ni con los instrum entos que éste m anejaba ahora,
unos instrum entos que a su vez se ajustaban a la m udable expresión de
las form as de dom inación estim uladas por el ansia de autopromoción.
Con todo, se trataba de algo más que de una sim ple coincidencia. Pese
a que todavía fuesen pocas las personas que abordaran la realidad de la
violencia y la coerción, ya había algunos individuos que hacían recaer
la responsabilidad de dicha situación sobre los hom bros de los señores-
reyes .16
Las regiones en que este fenóm eno ha quedado m ejor registrado
son las de Francia. C ataluña y la Lorena, circunstancia que muy posi­
blem ente no sea accidental. Se trataba de zonas en las que se habían
m anifestado los rasgos m ás sobresalientes de la llam ada «revolución
feudal»; si en algún lugar puede decirse que haya subsistido un espíritu
caballeresco fundado en la salvaguarda de los intereses propios de ese
grupo social es sin duda aquí. Los canónigos de Toul parecen haber
com prendido este extrem o con el devenir histórico, ya que en tomo ai
año 1151, en un asom broso m em orando en el que dirigen un llama­
m iento al arzobispo de Tréveris, vienen a explicar que el conde Reinal­
R E S O LU C IÓ N ; L A S IN T R U SIO N ES DE LO S G O B E R N A N T E S 351

do II de Bar (1150-1170) se dedicaba a practicar un señorío violento y


a apoderarse de propiedades situadas en sus tierras, ajustándose de ese
modo a la pauta de una «tiranía» hereditaria que venía perpetrando sus
desmanes ¡desde el siglo x! El docum ento expone explícitam ente un
caso de «usurpación» en el que se habían violado las prerrogativas se­
ñoriales de la Iglesia, im poniéndose posteriorm ente nuevas exacciones
tributarias, así com o la obligada prestación de servicios en los castillos
del conde. A unque tendencioso, el inform e parece una descripción fia­
ble de la agresiva expansión de un antiguo señorío público .37
No se trata, sin duda, sino del relato parcial de un suceso local, y es
además la única parte que ha llegado hasta nosotros. Cabe im aginar
razonablemente que en las anteriores generaciones, los arrendatarios
de Saint-Mihiel estuvieran m ás dispuestos a aceptar unos usos que ha­
bían term inado por considerarse una costum bre señorial de carácter
explotador. Con todo, aunque rechazáram os el relato de Toul por con­
siderarlo incluso ficticio, no por ello dejaría el docum ento de resultar
útil como ilustración de dos puntos fundam entales: 1 ) que un señorío
ásperamente explotador era capaz de perturbar la vida de un gran nú­
mero de personas, aun en el caso de responder a la costum bre; y 2 ) que
en una fecha tan tardía com o la del año 1150 los individuos pertene­
cientes a la antigua élite social podían contagiarse de los hábitos agre­
sivos o las am biciones de los caballeros carentes de tierras.
Éstas eran las realidades reinantes de hecho en gran parte del con­
junto de Francia; unas realidades tan tristem ente notorias en aquella
época como oscuras en la nuestra. A continuación nos detendrem os a
contemplar varías escenas concretas, escenas cuyo relato no tiende úni­
camente a confirm ar lo consignado en Saint-M ihiel, sino tam bién a
resaltar la durabilidad de un viejo régim en de poder.

La Aquitania: Príncipes de m ala reputación. En el año 1137, inm e­


diatamente después de haber regresado de Burdeos, adonde había via­
jado en luna de miel, llegarían al recién coronado Luis V il las «sollo­
zantes quejas» de los m onjes de La Réole. Los clérigos alegaban que,
desde la partida de Luis, sus señores «vecinos», violando los juram en­
tos que un día hicieran al príncipe, habían perpetrado contra ellos actos
de violencia cada vez peores. El vizconde de Bezeaum es, no contento
con haber apresado a varios m onjes y solicitado un rescate por su liber-
352 LA C R IS IS D LL SIG L O X II

tad, se había atrevido — «en la peor acción que jam ás realizara»— k;


extorsionar económ icam ente a un próspero sirviente del monasterio^
a incautarse de dos iglesias y una aldea. Un tal R am ón W ilelm se habí»!
apoderado de dos fincas que los m onjes habían recibido del rey. Otrás
«vecinos nuestros», proseguían los clérigos, «han im puesto derechos
de tránsito ajenos a nuestras costum bres» y fundado una ciudad abaciál
«contrariando vuestra prohibición». La protesta, tal com o ha Uegadó
hasta nosotros, queda interrum pida e incom pleta, aunque no sin dejar
constancia de una alegación en la que los m onjes explican que el viz­
conde y su herm ano se habían apoderado del señorío monástico de
Saint-Eyrard, forzando a la gente a reasentarse en un nuevo castillo de
las inm ediaciones, im poniendo portazgos para acceder a la plaza del
m ercado — circunstancia que había dejado «desolada a la población»—
y obligando «violentam ente» a dos de «nuestros convecinos» a pagar
un rescate .38 *
Q uedan aquí claram ente expuestos todos los elem entos de una pe­
queña tiranía regional: observam os la presencia de señores locales, uno
de ellos de rango principesco y dueño de un castillo; vemos también lá
práctica de incautaciones, im posiciones y abusos encam inados a que
dichos señores puedan crear o am pliar sus señoríos; y contemplamos
asim ism o la explícita violencia que deploran los denunciantes, una vio­
lencia producida justam ente en ausencia del señor-rey, protector de los
afectados. No conocem os el resultado de esta súplica. Luis VII se vería
muy pronto atrapado en las intrigas de su propia corte, embarcándose
en una serie de acciones a d h y c durante un tiempo: preferiría favorecer
a Raúl de V erm andois antes que a Suger, por ejem plo; y encumbraría
de tal m odo a su buen amigo C’adurco que se ganaría la enemistad del
papa Inocencio II, entre otras cosas. Kn una de sus obras, Marcel Pacaut
ha catalogado com o poiitique de grandeur et d iIlusión las acciones de
Luis V il ,39 aunque si los encontronazos de la gran corte señorial se an­
tojaban absorbentes para el rey Luis, no hay duda de que las preocupa­
ciones de varios centenares de los súbditos del m onarca en la región de
Burdeos resultaban muy distintas. Y no eran los únicos.
En otras quejas elevadas a Luis VII pueden apreciarse los duros
contornos de otros señoríos explotadores de carácter muy similar. Ese
tipo de señoríos se repartían por todo el reino. En dichos textos los prín­
cipes aparecen estigm atizados: así ocurriría durante m uchos años con
los condes de A uvem ia y los vizcondes de Polignac; con los sucesivos
R ES O LU C IO N : L A S IN T R U S IO N E S DI-, LO S G O B E R N A N T E S 353

iCondes de N evers; y con los condes de Rodez, M ontferrand, M acón y


jpYoyes, entre otros. Q uizá los m ás notablem ente violentos de todos
’ellos fueran los vizcondes de Polignac. ya que habrían de dedicarse
¡durante décadas, con algunas breves pausas en las que jurarían enm en­
darse, a saq u eara los arrendatarios y a los viajeros, recurriendo además
iala imposición de exigencias arbitrarias y a la usurpación de bienes: es
Mecir, no sólo com eterían los actos de violencia que se asociaban carac­
terísticamente con el ejercicio del señorío, sino que entrarían en la diná­
mica de las enem istades hereditarias.'4" Las protestas señalan asim ism o
la comisión de brutalidades de guerra, brutalidades cuyo núm ero quizá
muestre una cierta tendencia a aum entar. Según han quedado consigna­
dos—tanto en docum entos de acusación com o en cédulas de renuncia,
rilo necesariamente incom pletos— , los actos de depredación tienden a
^sugerir la im agen de una violencia propia del enfrentam iento entre dis­
tintos ejércitos. Tam bién em pezam os a oír hablar de los ro u tiers* de
ríos estragos causados por «los alem anes, a quienes ellos denom inan
?brabanzones». y a sospechar que, en térm inos muy generales, el víncu-
Joafectivo que les unía a los caballeros desposeídos de tierras estaba
comenzando a convertirse en un problem a para los príncipes de rango
secundario.4* No obstante, eran los señores quienes tenían la encom ien­
da de proteger a sus arrendados. Por consiguiente, resulta llam ativo
descubrir que en fecha tan tardía com o la de I 170, el biógrafo del se-
¡fior-rey considerara un axiom a que sin protección regia «los m ás fuer­
tes habrían de oprim ir en exceso a los desvalidos » .42 Cuando en el año
1173, el obispo Aldeberto 111 de M ende trate desaientadam ente de con­
solidar la abolición de «los portazgos y rapiñas ... [exigidos] injusta­
mente» en esos cam inos, no sólo lo hará después de que se hubieran
condenado ya en repetidas ocasiones las confiscaciones a los peregri­
nos y a los m ercaderes que recorrían los cam inos en dirección a Le Puy
(leyéndose adem ás cédulas de renuncia a tales acciones), sino igual­
mente después de que el rey Luis hubiera organizado en dos ocasiones
previas otras tantas expediciones punitivas a la Auvernia. Adm itiendo
el fracaso de sus iniciativas, A ldeberto dirigió una am arga carta al rey
en la que denunciaba que el obispo (Pedro) de Le Puy y el vizconde
(Poncio) de Polignac se habían puesto cínicam ente de acuerdo para re­
partirse el producto de los saqueos por los que el prim ero había exco­

* Es decir, las b a n d as de m erc en a rios salteadores de cam inos. [N. d e los i. )


354 L A C R I S I S D H L S I G L O XII

mulgado en una ocasión al segundo, «y de este m odo se había estable­


cido entre am bos una paz fingida [umbra pacis]».4}

E l Anjeo: La tiranía de Gerardo Berlai. En el Anjeo resultaba más


difícil ejercer un señorío opresivo, pero no im posible. En tom o al año
1150, época en la que G erardo Berlai conspiraría contra el conde Go-
dofredo IV (1126-1151), este últim o lograría sofocar la revuelta, en­
carcelar al rebelde y apoderarse de su castillo de M ontreuil. Éste es uno
de los tiranos a los que se le consiguieron parar efectivam ente los
pies.44 Q ueda todavía por ver si el hecho de que este individuo termina­
ra mal constituye en realidad el inicio de un cam bio de tendencia, ya
que lo que en un principio había presentado el aspecto de una rebelión
resultaría ser en últim o térm ino una iniquidad susceptible de provocar
en el príncipe una nueva forma de indignación. Es sugerente especular
con la posibilidad de que Luis VII, aliado de G erardo, no hubiera esta­
do al tanto del asunto. D esde luego, no hay duda de que sabía menos
del tipo de señorío que ejercía G erardo que los m onjes y arrendatarios
de Saint-A ubin. Y al final se descubriría que el prisionero había perpe­
trado acciones peores que la de la propia conspiración — circunstancia
que la narrativa de los hechos escenificaría com o una revelación mila­
grosa que el m ism ísim o santo patrón del establecim iento religioso ha­
bría tenido a bien revelar al conde G odofredo— . Descrito como un in­
dividuo que «no era bueno con nadie» y com o alguien que no temía «ni
a Dios ni a los hom bres», G erardo había afligido, «entre otras [victi­
m as]», a los m onjes, causándoles heridas, apoderándose de sus propie­
dades y saqueándoles, ultrajes a los que vino a añadir el de la encarce­
lación de los lugareños, a quienes secuestraba para pedir luego un ■
rescate por ellos. Los m onjes habían recurrido en vano al obispo de Le
Mans, y posteriorm ente se habían dirigido al conde, aunque no habían ■
conseguido sino que el «tirano» le asediara en su castillo. De este ■
m odo, «no teniendo nadie» (según decian) a quien acudir en busca de ?
«protección», los m onjes, desalentados, decidieron «ceder una parte -
[de sus propiedades] a fin de no perderlo todo». A ccedieron a pagar un
tributo a G erardo ¡y, m ás aún, a hacerlo según los térm inos estipulados v
en un cartulario redactado por él, en el que figuraban los sellos del aba- ^
te, el conde y el opresor m ismo! M ás tarde, al atacar G erardo al conde,
se producirán los acontecim ientos que ya hem os relatado. Con un aña- i
r e s o l u c ió n : la s in t r u s io n e s d e lo s g o b e r n a n t e s 355

dido: una vez c o n v e n c id o de que la deslealtad no era el único delito


cometido por su prisionero, G o d o fre d o se enfureció, exigió que le e n ­
señaran el q uiró g ra fo * de G e ra rd o , y atend ió la sú plica del prior de
Saint-Aubin, que d eseab a recuperar p ara la iglesia el d o c u m e n to con el
que su a to rm e n ta d o r había tratado de «c onvertir en un d erecho» la pri­
vación de «libertad [de los m o njes]», co n se g u id a «m ed ia n te el ejerci­
cio de una violencia tiránica», Y así fue c o m o, al final, el con de G o d o ­
fredo p u d o escenificar un v e rd a d e ro acto « triunfa l» de victoria: al
devolver el injurioso d o c u m e n to a los m onjes conduciría a su p risio n e ­
ro, cargado de cadenas, por la ciudad de Le M ans, cuyos habitantes le
vitoreaban c o m o a su libertador, para dirigirse d espu és a la sala c ap itu ­
lar, re fe rirá los m o n je s las visiones que había tenido, y ante los ojos de
todos, con gran solem n id ad, h acer ped azo s el p e rg a m in o y arrojarlo al
fuego.45
Esto es lo q u e nos indica una crónica por c o m p le to partidaria qu e al
menos tiene la virtud de probar que este drástico ritual del m al señorío
causaba una p ro fu n d a im p re sió n en la im a g in a ció n d e la época. No
obstante, otros textos con firm arán lo sustan cial de este relato: entre
ellos cabe d e sta c a r el lapidario d ip lo m a (fe ch a d o en A n g ers el 1 1 de
junio de 1151) con el que el c o nd e G o d o fre d o aludirá a la «intolerable
cnieldad» de G e ra rd o Berlai, anulará las « c o stu m b re s y ex ac c io n es»
que este últim o habia im puesto com o g ra v a m e n al p a trim onio de Mé-
ron, y confirm ará los antiguos privilegios de Saint-A ubin. D ejando a
un lado la ironía que su po ne la existencia de un m al señorío refrendado
por un cartulario, todavía nos queda por e x a m in a r u n detalle so rp re n ­
dente. El jo v e n d uqu e E nrique fue testigo de la redacción del cartulario
fechado en ju n io del año 115 l.46 M e n o s de un año d esp ués se casaría
con Leonor de A quitania, y antes de qu e hu bieran transcurrido cuatro
años se había c on vertid o ya en rey de Inglaterra. Su nuev o reino se h a ­
llaba repleto de fortalezas regidas p or barones, a un qu e según se decía,
algunos castillos todavía se hallaban en m ano s de caballeros extran je­
ros, La primera p ro c la m ac ió n pública de E nrique, en el acto cortesano
celebrado en B e r m o n d se y en la N a v id a d del año 1154, consistiría en

* Documento que se copiaba por duplicado en un mism o pergam ino con un es


pacio en el medio en el que figuraba la palabra chirographum por la que se cortaba en
: dos el escrito, dándose una copia a cada una de las partes intei vinicntes en lo firm a­
do. (N. de los i.)
356 L A C R I S I S D L L S I G L O XII |

e x p u lsa r a los flam enco s y en o rd e n a r la d estru c c ió n de los castillos-;


«construidos para s a q u e a r a los pobres». De hecho, los barones que se ;
som eterían al m o n a rc a en el año 1155, incluso aquellos a los que Enri-^
que ya conocía, hab ían tenido un c o m p o rta m ie n to relativamente simi- ¡
lar al de G e ra rdo Berlai.47 ■;j

Un obispo d esp ó tico (?): A l d eb erlo d e M en d e (3151-1187). Entor- '!


no al año 1170 un clérigo anó nim o de la localidad de M end e escribiríaáí
un resum en elogioso de las gestas de su obispo, n a d a m ás y nada menosi
qu e el m ism ísim o prelado que había a ctuado c o m o intermediario del ?
señor-rey en A u v e m ia . Se trata de un texto a so m b ro so , puesto que sia |
lo que se dice e x p lícita m e n te s u m a m o s lo qu e alc a n z a a leerse entre
líneas obse rv a re m o s que no sólo nos inform a de las norm as eclesiástir
cas de paz que, según creía el autor, se esforzaba en instituir en su dió- :
cesis el obispo A ldeberto — circunscrita fu n d a m e n ta lm e n te a la región *
del G é v a u d a n — , sino que nos transm ite a sim ism o parte d e la indigna? ^
ción que el prelado había desp ertado en lodos aquellos que insistían en ■
c on seg uir un tipo d e p o d e r totalm ente diferente'. Y esto no es todo, ya
que este texto a n ó n im o no logra o c u lta r q u e al p e rte n e c e r el propio.^
A ld e b e rto a la p e q u e ñ a élite castellana — y al entrar él m ism o en con- *
flicto (en el ejercicio de.su activ ism o episcop al) con su propio herma-
no, el s e ñ o r c a ste lla n o de T o u rn e l— hay algo equ ív o c o , cuando no
claram ente desleal, en su co n d u c ta.4*
El relato n o s refiere la historia de un s e ñ o r-o b isp o dedicado a la
c o n stru c ció n de un p a trim o n io eclesiástico prop io . A ldeberto mandó
levantar una m u ra lla en to m o a la « ciud ad de M ende, que [antes fuera]
un a rústica aldea». Se con cen tró en librar a su catedral de los señoríos
fortificados d e cuatro p o te n ta d o s — entre los q u e se contaba el conde
de B a rc e lo n a— , qu e p o r todas p artes so m e tía n a a b u so s físicos a esa
iglesia. Pese a qu e el p o d e r del conde tuviera un pleno carácter público,
se d ecía que el obisp o le h abía c o m p ra d o sus d erecho s, «tanto losjust
tos c o m o los injustos». El p relado se de shiz o de los «m alos usos» que \
hab ía n p e rm itid o q u e los ca b a lle ro s de la c iu d a d dispu sie ra n de un ;
«p rin c ip e de las c ocin as» en casa del obispo. R e c u p e ró el control de |
una aldea qu e se hab ía n apro p ia d o los castellanos de Planiol, volvió a ;
to m a r bajo su m a n d o un señorío del qu e se hab ía n incautado los vica- ;
rios del se ñ o r de D o ulan , ad quirió tres castillos y m a n d ó construir un I
f
í resolución : las in tru sio n es di- los GORHRNANT HS 357

cuarto, y reclam ó las rentas que venían desviando a sus propias arcas
un ciudadano y un castellano. Tras censurar en vano el com portam ien­
t o de Ricardo de Pene, que gravaba con im puestos injustos a los arren­
datarios de Saint-Privat, y las prácticas de los m alos castellanos de La
/Garde-Guérin. que saqueaban y daban palizas a los viajeros que pasa­
b a n por delante de su cubil —ya que lo que tenían no era un caxtrum,
SSégún reza la crónica, sino una spelunca— ,Ai) obligó a am bos a acatar
'.¡las normas, valiéndose para ello de un ejército armado.
En todas estas iniciativas, el obispo A ldeberto debió de contar sin
íjduda con el apoyo de las m asas populares. A los derrotados castellanos
f de La Garde les llegaría el «día del ajuste de cuentas» en una celebra­
c ió n pública en la que los m alhechores «renunciaron a sus malas cos­
tumbres» m ediante el pronunciam iento de sendos y solem nes juram en­
tos en presencia de los caballeros y sus hijos, del personal dependiente
gjjfaem], y de las gentes del lugar, jóvenes y viejos, es decir, «ante los
^ojos de todo el pu eb lo » ,'0 No obstante, otras de las gestas del obispo
¿fiarán lugar a distintos problem as (aunque de m odo diferente). Cuando
íglprelado reivindicara tener derecho a cobrar un diezm o sobre las ren­
cas devengadas por las m inas de plata de la región (m ostrándose sin
em bargo lo suficientem ente astuto com o para som eter tam bién este
í'ásunto a la consideración de una asam blea), la gente — «que no se sen-
Mía nada contenta con los beneficios» que estaba obteniendo el obis-
■po— rechazaría la pretensión, evidentem ente sobre la base de que
'aquel cobro formaba parte de los derechos reales, y consultaría el asun­
to con el conde de B arcelona, quien se m anifestaría de acuerdo con
ellos y prohibiría la im posición. Pese a todo, el obispo A ldeberto deci­
d iría recaudar el gravam en, cuya sum a ascendía a cuatrocientos marcos
■de plata anuales (una sum a enorm e ).51
- Lo hizo convencido de ser él quien ejercía ahora el poder regio del
monarca de Francia. Y de hecho, no hay duda de que las gentes del Gé-
vaudan debían de conocer que A ldeberto se había presentado en París
|$ n el año 1161 para explicar al rey Luis V il todo cuanto estaba hacien­
d o en su diócesis — com o m uestra de lealtad a su señor-rey— , y que
ísfcabía regresado con la recom pensa buscada bajo el brazo: la llam ada
^ b u la de oro» por la que el rey Luis V il había concedido a A ldeberto y
í a sus sucesores, en presencia de «todos sus barones», el arriendo del
¡Obispado de M ende, junto con la capacidad de «hacer ju sticia con la
^espada m aterial » .52
358 L A C R IS IS D E L SIG LO X II

Al producirse en el período m ism o en que A ldeberto se esforzaba


en lograr la paz — ¿o era el poder acaso lo que trataba de alcanzar?— ,
este golpe de efecto debió de causar consternación en los castillos del
G évaudan. Pese a que el texto anónim o que aquí seguim os no consiga
abordar sino en térm inos m orales toda oposición al obispo, com o se
observa en los com entarios que ofrece en relación con el rechazo de las
atenciones pastorales del prelado, la conclusión a la que llega no deja
de ser realista: «y es que a partir del día en que sus súbditos se entera­
ron de que el obispo había sido investido de poderes regios, nutrieron
su corazón de odio hacia su persona y com enzaron a causar problemas
al señor obispo » .51 Lo que queda sin una explicación explícita son los
m otivos de la escisión entre los cam pesinos arrendatarios y sus amos,
ya que no es posible que los prim eros se hubieran opuesto a Aldeberto
en m ateria de jurisdicción. Tanto en el G évaudan com o en otros luga­
res, el único m om ento en el que conseguim os vislum brar la generaliza­
da experiencia del señorío explotador son las cerem onias de renuncia
que han quedado registradas. Sin em bargo, el obispo apostó por reor­
ganizar el señorío público, y reforzó su iniciativa con una campaña
personal destinada a im poner la paz en los castillos — una campaña que
habría de generar m ucho m alestar— . Siendo una em presa realizada en
la década de 1150, se cuenta entre los prim eros em peños de esta índole
que se efectúan en toda Europa. No es de extrañar que Luis VII termine
pidiendo ayuda al obispo Aldeberto en A uvem ia .54 Con todo, su empu­
je era aún prem aturo y por ello sus esfuerzos resultarán en gran medida
fútiles, dado que el poder que prevalecía en todas estas tierras pertene­
cía a un orden distinto.

El hecho de que fuera este tipo de poder el que predom inara en


otras tierras europeas hasta el año 1180, o incluso en períodos posterio­
res, resulta tan difícil de negar com o arduo de probar. Ni León ni Cas­
tilla ni Sicilia nos han legado ningún archivo epistolar de quejas com- -
parable al que ha podido conservarse de Luis VII, pero resulta imposible
decir si este hecho apunta o no a la existencia de unos regímenes de
señorío rural de carácter m ás benigno. En todas partes se sufría en si-"
iencio el yugo im puesto por los señoríos fortificados, aunque también
en todas partes surjan quejas relacionadas con sus prácticas. Sea como
fuere, pudiera darse el caso de que este tipo de dom inaciones explota—
r e s o l u c ió n : la s in t r u s io n e s d e lo s g o b e r n a n t e s 359

Mapa 4. Z o n a s e n las que r e i n a lin a p a z c o n c e p t u a l m e n t e distinta.


* Ampliaciones norm ativas de la paz y la tregua a la Rcnania alem ana (década de
1090-año 1106) y a la España cristiana (década de 1120).
** De carácter puram ente conceptual, esta noción se aplica a la totalidad de la Euro­
pa cristiana. Los autores que se hacen eco de dicho concepto tenían en m ente las zo­
nas de habla francesa, inglesa e italiana, y quizá pensaran especialm ente en las co ­
marcas relacionadas con las guerras que enfrentarían, después del año 11Í0. a los
monarcas Capctos con los de la dinastía Plantagcnet. Las «im perfecciones» no aluden
sino a las im plicaciones de sus nociones morales.
360 LA C R IS IS D L L SIG L O X II

doras de nuevo cuño se adaptara mal a las condiciones reinantes de


unas tierras tan llanas com o las de España, caracterizadas además por
la difusión del m inifundism o.
En la Toscana, los condes Guidi eran proclives a apropiarse de tie­
rras y a violar los usos a fin de extender sus señoríos, aunque desde
luego sus desm anes no alcancen las dim ensiones de los perpetrados por
los vizcondes de Polignac. En estos accidentados terrenos, similares a
los del sur de Francia, los m onjes necesitaban protectores, y es posible
que durante un cierto intervalo de tiem po, al no haber dominación ex­
terna, la com unidad de P iataglia se viera a merced de los «malhecho­
res». Los estragos que causaron los Guidi en torno al año 1160 han
quedado consignados en un detallado inventario que recoge las protes­
tas dirigidas al obispo (Jerónim o) de A rezzo (en su calidad de vicario
im perial), dicho inventario no sólo es com parable, por su naturaleza y
su alcance, a otros m em orandos de queja (exactam ente) coetáneos que
nos llegan desde el condado de Barcelona, sino que tam bién establece
claram ente que las incautaciones y las exigencias constituian un instru­
mento para la forja de señoríos rurales. Lo más destacado en este texto
es la om nipresencia de la coerción. Incluso las m ujeres, atemorizadas,
corrían el riesgo de que les robaran el pan a m edio hornear. Los habi­
tantes de C orezzo y Frassineta sufrieron invasiones e intimidaciones.
Un tal O rlandino violentó la casa de Pedro de F regina .55
A oídos de Federico Barbarroja llegaban en esos años, y de todos los
rincones de su imperio, quejas relacionadas con la com isión de actos de
injusticia y violencia .56 De algunas de esas protestas nos ocuparemos
más adelante. En este m ism o contexto se aprecia el surgim iento de una
verdadera crisis de poder en Cataluña, y aunque un tanto menor, lo mis­
mo puede decirse de la crisis que conocerá Inglaterra. Sin embargo,
parece com o si a finales del siglo XI! la violencia de los nuevos señoríos
estuviese em pezando a remitir, al menos en las tierras imperiales.

U na justic ia v in c u l a d a a la r k s p o n s a b il id a d

Con todo, la paz im perfecta, por utilizar la expresión del obispo


A ldeberto. siguió constituyendo una situación norm al en la mayor par­
te de Europa. Fueran cuales fuesen las iniquidades o las flaquezas de
los señores príncipes, fuese cual fuese la violencia que ocasionalmente
reso lu c ió n : las intrusiones de los g o b e r n a n t e s 361

viniese a cernirse sobre las costum bres de venganza que se practicaban


5 en las calles intram uros o en la cam piña, el elem ento que causaba una
t aflicción m ás sostenida y difusa era el com portam iento de aquellos
agentes o personas provistas de una encom ienda de servicio a los gran­
des señores, con independencia de cuál fuera el rango de estos últim os,
t Tomás de M onm outh afirm ará en Inglaterra que el m agistrado local
i resultaba tan aterrador como un señor con un castillo .57 Y aproxim ada­
mente por esa m ism a época, el em perador Federico reaccionaría contra
la violencia que ejercían los adm inistradores en A ugsburgo y Tegern-
see.5S En la C ham paña, las porm enorizadas quejas que expresara un tal
R. en relación con los entuertos causados por Teobaldo — «nuestro ad­
ministrador, o m ejor dicho, nuestro opresor»— llegarían a oídos del
abate de S ain t-D cn is,- En todas partes, las alegaciones relacionadas
l con la existencia de vicarios propensos a utilizar prácticas abusivas o
severas se producían de forma tan constante y continua que en el año
1159, Juan de Salisbury no tendría m ás rem edio que denunciar a quie­
ta nes así se com portaban tachándolos, en térm inos clásicam ente genéri-
eos. de «recaudadores de im puestos {¡mhlicani]». Eran peores que la-
l drones, decía, puesto que el ladrón sentía al m enos una cierta punzada
de culpabilidad al com eter el d elito .60 En esta m ateria, no obstante,
, dada su inclinación a ofrecer reflexiones sobre los personajes de los
que habla, Juan de Salisbury no sólo tenderá a pasar por alto los acon-
! tecimientos concurrentes que podían respaldar su denuncia, sino tam ­
bién algunos tem pranos signos de que estaba poniéndose rem edio a la
i situación. Basándonos en dos notables escenas podrem os ilustrar el he-
; cho de que este tipo de circunstancias se hallaban vinculadas con la
i; forma en que se experim entaba el poder en la época.
La prim era de esas escenas tiene lugar en Italia, donde, tras el ase-
dio y la destrucción de M ilán en el año 1162, Federico Barbarroja ha­
bría de ver a su m erced a un conjunto de poblaciones anteriorm ente
aliadas con esa gran urbe com ercial. La situación resultaba anormal, ya
que el em perador tenia interés en recom pensar a sus partidarios con los
•. regalía procedentes de las localidades conquistadas, pero debía hacer-
I lo sin poner en peligro la lealtad de sus habitantes. En esta ocasión, sin
embargo, decidiría entregarse a una dom inación de tipo explotador, y
• en el caso de una de las plazas — la de la Plasencia italiana— , tenem os
, información exacta respecto a lo que dicha dom inación im plicaba.
I Además de verse forzados a aceptar unas rigurosas condiciones de so­
362 LA C R ISIS D E L SIG L O X II

m etim iento, entre las que figuraba la obligación de abonar una indem­
nización de seis mil m arcos de plata, los ciudadanos quedaron bajo el
m ando de una serie de potentados alem anes, de entre los cuales destaca
por su notoriedad un tal A m oldo de Dorstadt. C onocido coloquialm en­
te con el apodo de B arbavaria. A m oldo ejercería el cargo de padestá
entre los años 1162 y 1164, y más tarde sería objeto de una investiga­
ción jurada relacionada con el régim en que había im puesto durante su
m andato. Unos sesenta y siete hom bres y m ujeres declararon que a
pesar de que algunos de los pagos que habían entregado a los recauda­
dores de A m oldo (m issi) eran cuotas correspondientes al abono de una
m ulta colectiva (estim u m ), otras m uchas cantidades les habían sido
arrancadas contra su voluntad. Lo que aquí se nos ofrece es una imagen
de resentim iento colectivo relacionada con las prácticas de un señorío
(regio) en acción. Aquí vem os al «señor A m oldo», pues así se le llama,
y a sus agentes, dedicados a explotar la adm inistración de justicia en su
propio beneficio, dado que venden la designación de «cargos» (offitia)
com o si les correspondiera a ellos adjudicar a terceros las funciones
vinculadas con la venta al por m enor de partidas de vino o las asociadas
con la elaboración de vasijas de barro. A esto hay que añadirle la cir­
cunstancia de que tam bién im pusieran portazgos en los m ercados y sus
accesos, por no m encionar el hecho de que tuvieran la costum bre de
incautarse de propiedades ajenas y de exigir contribuciones sin propó­
sito expreso. Tetavillana Scorpianus. tras soportar que se le requisaran
las tierras, hallándose ella (?) ausente de Pavía, lograría recuperarlas
m ediante el pago de la im portante cantidad de treinta y cinco sólidos.
«Del m ism o modo, por el m iedo que me inspiraba [el señor Amoldo],
y para que no m e causara ningún daño, le envié tres libras. Y movida
por el m ism o m iedo, [aunque en este caso] con la intención de que me
ayudaran, hice llegar a [otros] cinco hom bres, a través de mi mensaje­
ro, una sum a que ascendía en total a cuarenta y cinco sólidos .»61
Estam os aquí ante una tiranía cívica respaldada por la autoridad.
A m oldo tenía a sus hom bres siem pre dispuestos a presionar a la gente.
Y lo cierto es que les presionaban duram ente, llegando sus exigencias
a m uchos lugares del contado, sin que haya el m enor signo de ninguna
reprim enda venicia de instancias superiores. De hecho. A m oldo con­
servaría en todo m om ento el favor del em perador. Ahora bien, si lo que
tenem os aquí es el ejem plo de una política deliberadam ente alterada a
fin de m aterializar la dom inación im perial, una política concebida para
reso lu c ió n : las intrusiones de los g o b er n a n te s 363

explotar a las poblaciones prósperas y sojuzgar su rebeldía, la huella


que ha dejado dicha intención en esta averiguación jurada, verosím il­
mente iniciada en los círculos clericales, constituye una representación
válida del tipo exacto de señorío opresivo que tan com únm ente se de­
nuncia en otros lugares. El hecho de que fuera posible im poner esta
conducta com o «política pública» — de m odo no m uy distinto a lo su­
cedido durante el reciente episodio, ya referido, en el que un barón an-
gevino había tratado de dotar a su mal señorío del respaldo de una cé­
dula legal— no puede sino venir a reforzar la apariencia de norm alidad
de lo que en el caso italiano podríam os denom inar un «señorío tem i­
ble». Hem os de recalcar aquí ía faceta señorial, ya que las acciones del
podestá contaban con respaldo legal, al em anar de un funcionario im ­
perial Se trataba adem ás de una faceta vinculada afectivam ente tanto a
la persona de A m oldo com o a las de sus com pinches, com o habría de
descubrir m uy a su pesar Tetavillana. El señorío ejercido por A m oldo
y sus secuaces adquiría aún m ayor fortaleza extram uros, ya que tene­
mos constancia de que en ese ám bito un tal G erardo Enurardo y su so­
brino se verían obligados a ceder la tercera parte de sus derechos sobre
los campesinos y a ju rar lealtad a A m oldo a fin de poder contar con al
menos una porción de sus rentas consuetudinarias. Tam bién extram u­
ros, se nos dice en ese m ism o docum ento, tendrán que «entregar [unos
lugareños] cinco sólidos a Alberto Paucaterra y a su gente [soch], pues­
to que dom inaban a los aldeanos y Ies em bargaban las cosechas». Y
con la esperanza de garantizarse el apoyo de A m oldo en un alegato
judicial, Lanfranco Prelopanis cedió su alodio — es decir, la propiedad
total de sus tierras— y aceptó que se le volvieran a confiar, pero ahora
sometidas a un régim en feudal, «con lo que hubo de jurarle fidelidad [a
Amoldo ] » / ’2
En el condado de B arcelona puede observarse un segundo escena­
rio de descontento en el que intervendrán algunos sirvientes del prínci­
pe. En esta región se anim ará a los cam pesinos som etidos al señor-
conde Ramón B erenguer ÍV y a su hijo, A lfonso II de Aragón y I de
Cataluña (1162-1196) — durante un lapso de tiem po que se extenderá
desde el año I 150 aproxim adam ente hasta el 1190— , a testificar en
relación con el com portam iento de los vicarios y los alguaciles que se
Ies imponían. Los m em orandos de queja que de aquí resulten, de los
cuales ha perdurado un centenar con inform ación relativa al siglo xn
(aunque rebasen ligeram ente el año 1200 y estén aún inéditos en su
364 LA C R ISIS Dr.L SIG L O X II

m ayoría), contienen pruebas que nos hablan del modo en que se vivía
el poder en la Europa latina con anterioridad al año 1250 más o menos,
pruebas que no encuentran equivalente alguno en nuestro ám bito .63
Lo que aquí se revela presenta a prim era vista un aspecto inverso al
de la situación lom barda, esto es, el de una tiranía rural no respaldada
por ninguna autoridad. Tras una lectura más atenta, el contraste se de~
bilita, aunque sin llegar a desaparecer. Al igual que Barbarroja en la
década de 1150, lo que Ram ón B erenguer IV se proponía era consoli-j
dar sus conquistas. De hecho, term inaría revelándose como un con-'
quistador más eficaz que el em perador, ya que las tom as de Lérida y
Tortosa {1148-1149), pese a verse atravesadas por episodios de agita­
ción, dem ostrarían ser definitivas. El problem a al que hubo de enfren­
tarse se encontraba en los dom am os rurales que dejaba atrás, al otro
lado de la nueva frontera: sus dificultades se centrarían en hallar la for­
ma de consolidar los alguacilazgos confiados a sus com pañeros de ar­
m as y a sus acreedores, am bos súbitam ente conscientes de los benefi­
cios que ofrecía la nueva linde y al m ism o tiem po m ás difíciles de
m anejar para un señor-conde que acababa de ensanchar sus horizontes.
Ya en el año 1151, Ram ón B erenguer IV había ordenado efectuar un
catastro de los viejos dom am os catalanes, lo que podría significar que
estaba al tanto del descontento rural, puesto que los m em orandos de
queja más antiguos que se han conservado parecen ser de fecha ante­
rior a los cartularios catastrales del año 1151, pudiéndose demostrar en
el caso de otros docum entos sim ilares su relación con los anteriores .64
Tanto los cartularios descriptivos com o los m em orandos hacen refe­
rencia al patrim onio rural, principalm ente al de los dom anios próximos
a Gerona, B arcelona y Vic, junto con otros situados en el valle de Ri­
bas, en el Penedés y en las tierras que se adentraban en la nueva fronte­
ra occidental.
Los m em orandos de queja nos aproxim an, de hecho, a los senti­
m ientos de los trabajadores som etidos al poder de los castellanos, los
vicarios y los alguaciles a quienes se confiaba el ejercicio de la jurisdic­
ción del señor-conde, la recaudación de sus rentas, o simplemente el
m antenim iento del orden. G uillerm o de San M artín era un ambicioso
castellano de trayectoria ascendente a quien se encargaría, en tomo al
año 1150, que «irrum piera» en las aldeas que poseía el conde en Gavá,
San C lem ente y V iladecans (cuyo nom bre significa «villa de los pe­
rros»), Según se dice, G uillerm o y sus escuderos requisaron grano, se
reso lu c ió n : i as intrusiones dp los g o b e r n a n t e s 365

apoderaron de varios asnos y obligaron a los cam pesinos a realizar tra­


bajos pesados a modo de prestación de servicios. D iosdado era un cas­
tellano de Tarrasa que se apropiaba de los bienes de la gente y que, se­
gún se decía, se entretenía después dándoles palizas. En el que quizá
sea uno de los m ás extraordinarios m em orandos que hayan llegado
nunca hasta nosotros se nos refiere, con fecha que tam bién ronda la
época del deslinde catastral de los alguacilazgos (1 15 I ), el relato de un
tal A m aldo de P erd ía, a quien se juzga un pretencioso tirano de las al­
deas de Caldas de M alavella y de Llagostera. D edicado a plantear a los
campesinos exigencias ajenas a las costum bres establecidas y descui­
dando prestar él m ism o los servicios debidos al conde, A rnaldo se en­
tregó a una vida señorial caracterizada por un ostentoso consum o y por
su afición a apropiarse de los pagos judiciales, a expulsar a los alguaci­
les (del conde) y a constituir una clientela propia integrada por hom ­
bres vinculados a el por los favores que les concedía, lo que supuso un
«gran insulto» tanto para el conde com o para los lugareños. Sigue a
esta descripción, junto con otros m uchos datos interesantes por cuanto
confirman el poco halagüeño perfil personal de A rnaldo, una larga y
pormenorizada lista con las incautaciones y los pagos obligatorios que
hubieron de soportar los hom bres, las m ujeres y los clérigos de la re­
gión. En los m últiples archivos de queja que nos han llegado de Fontru-
bí, una localidad situada al oeste de Barcelona, y que abarcan un perío­
do com prendido entre los años 1 162 y 1 165, se nos inform a de las
andanzas de un vicario llam ado B erenguer de Bleda que, en com pañia
de sus castellanos, no sólo se dedicaba a apropiarse de los bienes de los
vecinos y a gravarles con im puestos contrarios a las costum bres, sino
que tam bién ideaba formas de incom odarles — y todo ello por no m en­
cionar que en una ocasión llegó a desalojar escandalosam ente de su
casa a un próspero aldeano— . En el valle de Ribas, en e! período com ­
prendido aproxim adam ente entre los años 1162 y 1 170, se nos dice que
un despiadado vicario llam ado Ram ón vivía a costa de los aldeanos
dependientes de su castillo, exigiéndoles dinero o anim ales con todos
los pretextos im aginables ."5 Se afirm a tam bién que las gentes de C al­
das se vieron obligadas a huir de sus casas, y que m ás tarde harían lo
mismo las de A rgensola. Fn Fontrubí se dejaron oír exaltados clam ores
colectivos contra las injusticias, lo que constituye un m aterial probato­
rio que nos perm ite acercarnos m ás que el de cualquier otro lugar al
modo en que la gente experim entaba el poder en el siglo xu. Además,
366 LA C R IS IS D BL S IG L O X II

com o alegarán en ocasiones los propios cam pesinos, el relato de la


opresión dista m ucho de quedar reducido a la violencia que sus protes­
tas exponen porm enorizadam ente ,66 ya que lo que refieren estos labrie­
gos no sólo apunta a los distintos regím enes, sino tam bién a quienes
quebrantaban el orden vigente.
¿Por qué se invitaba a los cam pesinos a plantear tales acusaciones,
y quién les inducíá a hacerlo? La iniciativa sólo podía proceder del se­
ñor-conde, cuyos escribanos se encargarán de redactar los pergaminos
originales que han llegado hasta nosotros. Es muy probable que reco­
gieran los testim onios orales de las juntas locales, com o las que perm i­
tirían elaborar los cartularios catastrales del año 1151. Y tam bién es
posible discernir los vestigios de un cuestionario, o de un orden prem e­
ditado de las preguntas, al igual que en Plasencia. Sin em bargo, a dife­
rencia de la indagación efectuada en esta plaza italiana, queda categó­
ricam ente claro que tanto el propósito de los am anuenses catalanes
com o el de sus testigos consistía en todos los casos en hacer justicia.
«Sepa el señor-rey», exclam aba la gente de Ribas, «que las cosas que
hem os referido son ciertas ... ¡y que habrem os de confirm arlas ante su
corte som etiéndonos a un juicio o a un juram ento ...!» 67
¿E staba haciéndose ju stic ia en C ataluña? A unque no tenga una
respuesta clara, se trata de una pregunta crucial para esta región. Todo
cuanto sabem os con seguridad es que en la prim era clasificación de
docum entos que se efectúe en torno al año 1190 se considerará perti­
nente conservar los m em orandos de queja, posiblem ente por no guar­
dar relación con ninguna de las decisiones judiciales (,iudicia) enton­
ces en curso. En realidad se hace difícil ver qué otra form a de juzgar
dichas quejas podía haber existido, com o no fuera la del compromiso
o la redacción de una cédula. Y ello porque las quejas no registradas
de los condados y las castellanías laicas que escapaban al control regio
debieron de ser por fuerza igualm ente num erosas y continuas, como
verem os.

La fid e lid a d com o rendición de cuentas (1075-1150)

Lo que ha de subrayarse en relación con estos escenarios — tanto el


catalán com o el lom bardo— es que la m odalidad de poder que en ellos
se nos describe (y tam bién la que se alega) es, una y otra vez, la propia
resolución : la s in tru sio n es de lo s g o b e rn a n te s 367

del señorío. Por eso se dice que el «señor Amoldo» obligaba a la gente
de Plasencia y sus alrededores a someterse a su poder, o que les forzaba
aprestar solemnes juramentos de lealtad feudal, o ann que se dedicaba
a crear dependencias feudales a expensas de los derechos de propiedad
de los habitantes de la zona. La mayoría de los individuos sobre los que
termine recayendo alguna acusación en los dom am os de Barcelona
—Amaldo de Perella, Berenguer d e Bleda, Ramón de Ribas y algunos
otros— realizaban el mismo tipo de acciones. Con independencia de
los resentimientos que pudieran provocar, ejercían su poder en otros
tantos señoríos de nuevo cuño y notable vitalidad que se sustentaban, al
igual que otros de índole menos coercitiva, en las ambiciones de hom ­
bres y caballeros de rango inferior. En gran parte de Europa, el señorío
como forma de poder viable — y distinta de la ejercida por la m onar­
quía— llegaría a su apogeo en el tercer cuarto del siglo xti. Con todo,
lo cierto es que todavía es preciso separar esta afirmación de la proble­
mática ironía en que se halla envuelta.
Consideremos una vez más la situación de los sujetos a los que de­
nuncian las poblaciones explotadas: ¿no se trata acaso de cargos dedi­
cados a ejercer el poder público de que se hallaban investidos los en­
cumbrados gobernantes que los habían designado? Es decir, ¿no
estamos entonces frente a funcionarios, y no ante señores? ¿No residía
el remedio a sus transgresiones en una mejora de los mecanismos de
rendición de cuentas? Los traidores eran conducidos ante la justicia,
pero la cuestión es que rara vez se juzgaba que la conducta de estos
vicarios fuese una traición o se asemejase a ella Como m ucho podía
considerárseles quebrantadores de la lealtad jurada. ¿Qué remedio po­
dían haber esperado sus victimas en este mundo regido por lazos de
dependencia afectiva?
Dos textos procedentes de la Europa septentrional podrán quizá
ilustrar la pertinencia de estas preguntas. Por la fecha de su redacción,
el primero de ellos se sitúa en tomo al año 1180, pero en él se rem em o­
ran las hazañas del conde Godofredo el Hermoso del Anjeo (fallecido
en el año 1151). Se trata de una fábula en la que se habla de un buen
señorío, y su narrador es el monje Juan de Marmoutier. El conde, tras
extraviarse en el bosque, topa con un campesino a quien él mismo in­
duce, percatándose de que no le ha reconocido, a explayarse sobre su
reputación. A juzgar por las palabras del labriego, el conde sale mucho
mejor parado que sus agentes, a quienes se describe, por el contrario.
368 L A C R IS IS D 1 :L S I G L O X II

como a enemigos del pueblo. Se dice que se dedican a requisar propie­


dades a los campesinos, a comprarles bienes con ventaja, a incautarse
de sus tierras y a exigirles toda clase de cosas, como por ejemplo resca­
tes. Al llegar la estación de las cosechas, los prebostes «se dirigen a las
aldeas, donde, tras obligar a los campesinos a reunirse, les imponen,
mediante nuevas leyes — o mejor, nuevas violencias— , un gravamen
sobre el grano recogido». Por si fuera poco, se sacan asimismo de la
m anga falsas acusaciones y citaciones judiciales no menos fingidas,
aprietos que los lugareños sólo pueden eludir mediante el pago de una
cantidad. Al final, la identidad del conde quedará a! descubierto, el
campesino que acaba de actuar como informante recibirá su recompen­
sa, y en una animada escena final, e! señor mandará convocar tanto a
los prebostes causantes del agravio como a sus acreedores. Se organiza
prácticamente un juicio en el que el conde, «diligentemente dispuesto
a escuchar el caso de cada cual, se informa de este modo de la deuda
que ha de satisfacerse a los circunstantes». El drama sube de tono al
exclamar el conde: «¡Creía estar manteniendo la paz, y hete aquí que
descubro esta gran zozobra \¡urbat¡o}\». Los prebostes confiesan su
culpa, se les ordena que restituyan todo aquello de lo que se han apro­
piado indebidamente, y el buen conde, no contento con mandar a sus
agentes que juren estar dispuestos a devolver lo ilícitamente acumula­
do, les obliga a abandonar su cargo.h!<
Pese al marcado carácter literario del relato, no podemos descartar­
lo por considerarlo una mera caricatura. No sólo respalda de forma
verosímil lo que se afirma en una ingente cantidad de testimonios simi­
lares, entre los cuales figuran algunos relacionados con los valores a los
que se adhería predominantemente el poder en el Anjeo ,60 también pro­
porciona información explícita sobre la rendición de cuentas de los
agentes del poder. En realidad, podría decirse que el relato responde a
la pregunta de cómo pudieron surgir los memorandos de queja catala­
nes, ya que sugiere, en primer lugar, que de hecho podía ser un señor-
príncipe quien se encargara de atender y zanjar la lista detallada de las
acusaciones que pudieran recaer sobre los infractores, y en segundo
lugar, que dicha audiencia podía efectuarse en un juicio ante la corte,
un juicio exactamente igual al que habían tratado de obtener los cam­
pesinos de Ribas. Juan de Marmoutier, autor que tam bién está muy
versado en los clásicos, nos ofrece así lo que echábamos en falta en
Juan de Salisbury: un planteamiento perspicaz — uno de los primeros
R E S O L U C IÓ N : l a s I N' l R U SlO N IiS DI LOS (iO H l-R N A N T ES 369

con que contamos— de la relación funcional existente entre el señor de


un territorio y sus agentes.
Menos agudas, aunque más sintomáticas, resultan las reflexiones
de otro monje. Guimann de Saint-Vaast recibió en el año 1 170 el man­
dato de poner nuevamente en orden el gran cúmulo de legajos fiscales
de su monasterio. Basándose en un catastro carolingio fechado en el
año 866 (!), Guimann descubrió, o decidió, que Saint-Vaast había per­
dido patrimonio debido a la «negligencia de los alcaldes» y la «perfidia
de ios senescales y los hombres laicos» a quienes se había encargado la
custodia de los domamos. Guimann aseguró al abate que había hecho
todo lo humanamente posible por reunir los antiguos títulos de propie­
dad y poner al día los docum entos de control fiscal, preservando al
mismo tiempo intacto el antiguo estudio catastral, en vista de lo cual
instaba a que se concediera a la nueva compilación de cartularios que
acababa de realizar, aun ajustando en la medida necesaria los entonces
vigentes registros del patrimonio, la venerable inmutabilidad asociada
con las listas de los elegidos de Dios.7"
Guimann se hallaba comprensiblemente preocupado por el conte­
nido de los legajos que tenía ante si. Albergaba fundadas sospechas
respecto a lo que implícitamente venían a revelar sobre los servicios
prestados a la abadía en el pasado. Sin embargo, apenas mostrará más
interés que el monje de M arm outieren los procedimientos de rendición
de cuentas a que se hallaban sometidos los agentes. Para ambos auto­
res, lo importante es la lealtad, no la competencia; una lealtad que, de
hecho, es susceptible (como la traición) de ser llevada ajuicio. No hay
aquí la menor señal de una verificación escrita, ningún signo de que se
efectuaran controles o auditorías periódicos. Cuando el conde pide a
sus prebostes que le indiquen las sumas de dinero que él mismo posee,
éstos pueden responderle de forma oral; y si le llega al conde un infor­
me negativo de sus prebostes, ios convoca y acto seguido les pide
cuentas oralmente. Puede que se agazape aquí una cierta noción ele­
mental de servicio administrativo, pero en todo caso se halla unida a
vínculos de fidelidad, no a la responsabilidad del cargo. Además, la
prueba definitiva de la lealtad ele un sirviente viene dada por su reputa­
ción, por lo que de él digan los rumores. La rendición de cuentas no es
de carácter administrativo, sino moral, y guarda relación con la aplica­
ción de remedios y con los emplazamientos judiciales, produciéndose
sólo de forma ocasiona!
370 LA CRISIS DEL S I GLO XI!

Este estado de cosas se hallaba firmemente arraigado en la cultura


bíblica, lo que no implica afirmar que la influencia de las Escrituras
resultase decisiva, ya que podemos tener la seguridad de que, no por
ampliamente reiteradas, dejaban de desconocerse las parábolas neotes-
tamentarias relativas a la buena gobernación. Con todo, no cabe consi­
derar accidental que el acto de rendición de cuentas, del tipo que fuese,
aparezca representado habitualmente en la Vulgata latina: reddere ra-
tionem (rendir cuentas, o dar razón de algo ).71 Estas palabras evocan la
celebración de un juicio, o de varios juicios, y de toda clase, incluyen­
do el Juicio Final. En torno al tercer cuarto del siglo xn, el Juicio Final,
pese a que difícilmente pudiera considerarse dotado de una iconografía
original, poseía una enérgica potencia simbólica com o amenaza, máxi­
me en unas tierras marcadas por las peregrinaciones y por las dos pri­
meras cruzadas. Los grandes tallistas del Macizo Central francés y la
Borgoña así lo habían representado y expuesto ya, como expresión de
un temible poder, en una posición dominante: la que aparece en los
tímpanos de las iglesias. En Conques, por ejemplo, en la región de
Rouergue. los condenados y los elegidos se retuercen de dolor y se re­
gocijan respectivamente en función de los veredictos del Cristo panto-
crátor .72 Como si se tratara de otras tantas películas de terror que se
estrenaran (por así decirlo) en todo el sur de Francia, la novedad de
estos tímpanos alegóricos vino a coincidir con la atribución de una im­
portancia nueva a la compunción. Hildeberto de Le Mans había predi-
cho un segundo advenimiento de Dios en el que el Creador habría de
juzgar a distintas personas, y por distintas razones. Pedro Abelardo,
por su parte, había considerado de muy buen criterio la alegoría del
administrador infiel (Evangelio según san Lucas, 16, 1-15), donde se
equipara el perverso amor al dinero — el cuito al becerro de oro— con
la reticencia a entregar las limosnas que es incumbencia de los cristia­
nos ofrecer com o administradores de D ios .73 Este eco de los asuntos
religiosos posee una doble importancia, tanto cronológica como con­
ceptual, ya que la rendición de cuentas es un tema — el primero de los
tres asuntos troncales de este libro— que nos obliga a remontamos
unas dos generaciones atrás a fin de comprender los mimbres que es­
tructuran el último período del siglo xn.
El concepto de auditoría no se diferenciaba del de juicio. Es cierto
que en tom o al ario 1178 Ricardo Fitz Nigel no encontraría dificultad
alguna en establecer dicha distinción, pese a que hable de que los re­
reso lu c ió n : las intrusiones de los g o b er n a n te s 371

presentantes condales de la corona (sh eriffs) eran juzgados (iudican-


tur) ante la Hacienda pública .74 M ás próximo a la creencia popular se
hallaba un clérigo catalán de Orgañá que por esta misma época escribi­
rá varias homilías en las que sostiene que «en el Juicio Final habremos
de dar razón [redre radó]» de nuestras pecaminosas palabras .75 Y era
justamente esa forma de pensar la que contribuía a definir la sujeción
de los funcionarios públicos a un proceso de rendición de cuentas,
como el que se deriva de la Regla de los monjes escrita por san Benito
y La regla p a sto ra l de san Gregorio. El abate Martín debía de tener sin
duda en mente este último texto (al menos) al encargar al monje Gui-
mann que reformase los archivos patrimoniales de Saint-Vaast.

El carácter prescriptivo de la rendición de cuentas. La práctica de


la responsabilidad en los domamos fiscales se hallaba más o menos en
consonancia, como ya sucediera en el pasado — y a lo largo de varios
siglos— , con estas ideas bíblicas, patrísticas y monásticas (a las que
también se adherían los barones). La fábula que nos ha llegado del A n­
jeo nos muestra la forma en que operaban; puede que el relato sea apó­
crifo o que haya sido adornado, pero no es ninguna parodia. A lo largo
de los siglos XI y Xli, el sometimiento de los administradores o los al­
guaciles a una auditoría, aun siendo ésta de carácter ocasional o infor­
mal, debió de haber constituido la norma, tanto en las tierras vincula­
das a los m onasterios como en las dependientes de los obispos, así
como en las de los príncipes. Y es que para poder efectuar dichas audi­
torías — y lo mismo ocurría aunque éstas no se celebrasen— , el único
instrumento escrito capaz de posibilitar la rendición de cuentas debía
de ser el estudio catastral o el deslinde de los domanios, es decir, la
descripción estática, o sincrónica, de los arrendatarios dependientes de
un señor, junto con la mención de ¡a riqueza y las obligaciones de esos
mismos arrendatarios. Este es, por ejemplo, el comienzo de uno de los
cartularios catastrales cié los domanios condales de Cataluña (fechado
el 2 de abril del año 1151):

Por la presente se conmemoran todas las honores y usos que el conde


de Barcelona tiene en Caldas de Malavella y en sus límites. El conde po­
see de hecho ciento quince quintas en esta honor. Y le salen en rentas de
esta honor ciento sesenta y nueve cerdos y medio, y ochenta y ocho pares
372 LA CRISIS m : i . S1GI.O XII

de pollos, y sesenta y una arrobas d e piensos a modo de provisión, y éste


es el feudo del vicario ... y e! conde recibe en toda esta honor distintas
tasas y una cuarta parte del diezmo... [etcétera].76

Estamos aquí ante la esencia m isma de una rendición de cuentas


prescriptiva o vinculada a la costumbre, ya que responde a la pregunta:
¿qué tengo (o debiera tener)? «Cuánto dinero tengo», pregunta el con:
de del Anjeo. «Señor», dice el preboste, «mil sólidos de vuestras rentas
tenéis a vuestra disposición » .77 Es decir, estamos ante un inventario, no
frente al activo cómputo de un balance contable o un beneficio. Y cuan­
do el monje Guimann descubra el catastro carolingio de Saint-Vaast, se
mostrará ansioso por conservarlo intacto.
¿Resulta extraño que nos ocupemos de una actividad como la de la
simple rendición de cuentas? ¿No son acaso los polípticos y catastros
de la Europa medieval las fuentes mismas de la historia, tanto social
como económica? Desde luego que lo son, pero, en este caso, y sin que
sirva de precedente, es posible que los árboles no nos hayan dejado ver
el bosque. Y es que lo pasmosamente cierto parece ser que los acadé­
micos que estudian la historia de las instituciones nunca hayan sopesan­
do la posibilidad de que la rendición de cuentas pudiera haber adoptado
alguna vez semejante forma, y de que por consiguiente pudiera haber
cambiado de objetivo a lo largo de la Edad Media. Dicho de otro modo:'
sorprende que 110 hayan ponderado la eventualidad de que, al ordenar
Carlomagno a sus sirvientes que levantaran inventario de sus propieda­
des, en torno al año 800, lo que hacía guardaba tanta relación con 1a
rendición de cuentas como las iniciativas por las que los barones del
fisco inglés darán en ordenar, cuatro siglos más tarde, que se deje cons­
tancia — por escrito y en sendos rollos de pergamino— de los registros
anuales de ingresos y gastos. De hecho, hay sólidas razones para creer
que quienes vivieron en la Edad Media consideraban que los estudios
catastrales de los dom am os fiscales de los siglos posteriores al vm
— que han llegado hasta nosotros en número muy abundante— eran en,,,
realidad registros contables y rendiciones de cuentas, razón por la que
los denominan brevia, descriptiones, radones, polipticos y demás, lo 1
que también se aplica al D om esday Book. :;i
Una de esas razones radica en el hecho de que los catastros de las *
tierras monásticas del Flandes del siglo x se denominaran ratio{nes)\ y !
es que ésa es justamente la palabra latina que ya empleara san Jerónimoí j
r eso lu c ió n : l a s in t r u s i o n e s l)E l o s g o b e r n a n t e s 373

para verter la voz griega con la que se designa la noción de cuenta d o ­


gos) en las parábolas del Nuevo Testamento. En el siglo Xíl, en Flan-
des, se seguirá utilizando el vocablo vatio para aludir precisamente al
tipo de registros periódicos de ingresos y gastos que todo historiador
considera documentos contables. La segunda razón es de orden dife­
rente: si entendemos que los señores se interesaban principalmente en
comprobar la fidelidad de sus dependientes, y que los exactos asientos
. del debe y el haber de sus libros de cuentas les importaban menos, se
hace difícil imaginar que necesitaran cualquier otro tipo de documento
escrito. Debieron ser muchos los mercenarios que recibieran su paga
sin que la operación quedara registrada en parte alguna. Y a los ojos de
las masas populares, los catastros mostraban un inventario de las exis­
tencias disponibles: y el administrador presentaba — o no— las excu­
sas pertinentes. ¿Qué más podía necesitarse?
Basta con señalar aquí la montaña de legajos que han llegado hasta
nosotros para probar que. a lo largo de todo el período que estudiamos
' en esta obra, será normal que persista el carácter preseriptivo de la ren­
dición de cuentas. «Este es un inventario [breviaritim] de las tierras de
í SanColombano [de Bobbio], En la corte de Saint Martin ... [documen­
to fechado en el siglo x. o quizá el xi]». En el mismo texto se especifi-
' can tos «beneficios» correspondientes.7x «Sigue aquí una descripción
de las tierras de la abadía de Peterborough, en el condado de Lincoln. I )
Walcot, camino de Threekingham, dos yugadas y media se explotan en
régimen de heredad solariega y otras dos yugadas y inedia en régimen
de servidumbre feudal ... [r. 1083-10X7].» 7g «Si alguien quiere saber
cuántos campesinos debería tener la abadía de Saint-Jean [de Sorde], en
. §en-Cric, y qué es lo que debe dar cada uno, aquí encontrará noticia
plena sobre el particular. La casa [Lu casan] de Doat de La Barrere tie-
‘ ne obligación de entregar diez hogazas de pan, dos concte de grano, una
gallina... [1150-1167].»s0 A veces se efectuaban auditorías, como la del
’ administrador gascón al que se emplaza (a finales del siglo xi) «a rendir
rcuentas de ciertas materias deslealmente [infideliter] gestionadas por
él».81 Un siglo más tarde, César de Heisterbach afirmará de unos cuan-
| tos sirvientes de Ulrecht que, movidos por la envidia, se habían presen-
|tado ante el obispo para contarle el chisme de que un administrador
^encargado de gestionar un patrimonio local lo estaba haciendo de for­
mina nonfideliter. «os aconsejarnos», dijeron, «que hagáis cuentas con
|é l ».83 La impresión que se saca es más bien la de que resultaba poco
374 LA CRI SI S DEL S I GLO XII

probable que los señores que confiaban en sus sirvientes — y la fábula


del Anjeo apunta en la misma dirección— vinieran a poner luego exce­
sivo énfasis en someterlos regularmente a una auditoría. La rendición
de cuentas era el remedio con el que se salía al paso de las conductas
reprochables o ilegales. Se hace así más fácil com prender por qué la
cantidad de fragmentos escritos de asientos contables anteriores al año
110 0 es tan notablemente inferior a los de épocas posteriores.
En la Europa altomedieval, la mayoría de los señores consideraban
que sus patrimonios constituían otros tantos activos fijos. Y si rendían
cuentas de alguna actividad lo hacían en consonancia con esa noción.
Los estudios catastrales escritos presentan el aspecto de un adornado
relicario o de un libro de evangelios. Su contenido refleja con exactitud
la situación patrimonial abordada y da cuenta de ella en un sentido re-
prcsentacional similar al de dichas obras. Se trata de una rendición de
cuentas prescriptiva y vinculada a la costumbre que permitía compro­
bar la fidelidad de los sirvientes (senescales, administradores o alguaci­
les). Además, en caso de hallarse su amo lejos cfel terruño, no resultaba
difícil que los mandaderos tendieran a imaginarse en situación señorial,
olvidando, o no queriendo ver, la realidad de su vínculo de lealtad y
gestión. Ya hemos visto cómo se comportaban algunos de ellos.

Prim eros pasos hacia la rendición de cuentas de la administración


púb lica (¡085-1200)

Uno de los problemas a que hubieron de enfrentarse tanto Ramón


Berenguer IV en tom o al año 1150 como Federico Barbarroja una déca­
da más tarde guarda relación con el hecho de que ninguno de los dos
contara con instrumentos de rendición de cuentas adecuados a sus nece­
sidades. Los cartularios o los tratados prescribían la índole y la cantidad
de las regalía, aunque no hasta el punto de guiar o limitar a los recauda-: ;
dores que recorrían las calles o los domicilios de las ciudades lombarr
das; además, el señor emperador no disponía de ningún catastro útil, y
menos aún oficial, que le informara del estado general en que se halla­
ban los domanios alemanes que era incumbencia suya reorganizar .33 La'
única contabilidad fiscal de esta época que se ha conservado en los ar­
chivos regios es un memorando carente de fecha en el que se detallan '/
las obligaciones de las ciudades en materia de prestación de servicios en^i
r eso lu c ió n : las intrusiones de los g o b er n a n te s 375

las campañas imperiales; los autores de la última edición crítica de este


texto lo sitúan cronológicamente en los primeros meses del reinado de
Federico Barbarroja (es decir, aproxim adam ente en el año 1 152 o
1153).84 Para el conde-príncipe de Barcelona la solución consistió en
reactivar el régimen prescriptivo heredado, decisión que puede apre­
ciarse en un bien conservado rollo de pergamino del año 1151 que con­
tiene los cartularios catastrales destinados a los alguacilazgos. Ambos
gobernantes iban a remolque de los tiempos. Y a pesar de que uno y otro
se vieran confrontados a las limitaciones impuestas por un servicio des­
leal, ninguno se había visto hasta entonces en la obligación de tener que
hacer frente a presiones económicas propiamente dichas.

La dinám ica del crecim iento fiscal (c. 1090-1160). Distinta era la
situación en las tierras que bordeaban el Canal de la Mancha y el Mar
del Norte. En esta zona hacía ya mucho tiempo que se habían manifes­
tado las limitaciones propias de una rendición de cuentas de carácter
prescriptivo, pese a que la celebridad y la originalidad de los personajes,
los acontecimientos y las ideas las hubieran oscurecido. Se trata de una
región cuya característica p'flncipal. en tomo al año 1 1 0 0 , era la presen­
cia de un conjunto de sociedades en proceso de expansión: las aldeas
crecían y se multiplicaban; las poblaciones prosperaban — por ejemplo
las de Ruán. Brujas y Winchester— ; se construían iglesias; y en todas
partes se observa que el número de hombres y caballos va en aumento.
Con todo, tanto en virtud de su sensibilidad como de los imperativos por
los que se regía y las técnicas que usaba, se trataba al mismo tiempo de
un mundo ya viejo. Ésta es la razón de que Eadmero de Cantorbery alu­
diera, con paradójico tono exclamativo, a los «extraños y nuevos cam­
bios que estamos contem plando » .85 Los señores esperaban lealtad de
sus sirvientes, y entre ellos los había tanto buenos como malos; sin em ­
bargo, la competencia en la gestión de los asuntos seguía contando m e­
nos que la fidelidad. Y será justamente en los lugares más prósperos,
boyantes y turbulentos donde empecemos a tener noticia de la presencia
de hombres que manejan domamos y rentas — de individuos de una
nueva clase que hacen las cosas de modo diferente— . El problema con­
siste en comprender qué era exactamente lo que estaban haciendo.
Fijémonos por ejemplo en Ranulfo Flambard. Ambicioso y sin es­
crúpulos — se trata quizá del arribista de más portentoso éxito de toda la
ijtiglaterra normanda— , inició su carrera en las décadas de 1080 y 1090,
376 LA CRISIS DLL SI GLO XII

haciéndose cargo de las rentas de su señor-rey. Hasta donde nos es d á |


saber, no modificó el modo en que rendían cuentas los magistrados,Jg
inventó ninguna técnica nueva, y no se preocupó en lo más mínimo é
llevar una teneduría de cuentas. Lo que sin duda hizo fue disponerla
cosas para que Guillermo el Rojo pudiera beneficiarse a placer de lai
propiedades eclesiásticas que quedaban huérfanas al fallecer los clé$
gos. Y es probable que hiciera algo todavía más interesante. Según pai$
ce, Flambard copió del D om csduy Book algunas estimaciones relaciona
das con el valor de unas propiedades de la región central de Inglaterra]
después realizó mediciones experimentales con la idea de multiplicarlo!
arriendos fiscales a los que poder gravar con impuestos. Las pruebas qiu
tenemos son problemáticas, pero sostienen la hipótesis de que Flambard
que se daba perfecta cuenta de que el valor de dichas tierras iba en au
mentó, decidiera imponerles nuevas tasaciones catastrales con vistas i
modificar la base impositiva. Orderico Vitalis habla igualmente de un¡
«nueva tributación», y añade que mediante ese conjunto de medicione
Flambard comenzó a «oprimir brutalmente a los súbditos del rey». No¡
viene así a la mente la P eterborough chronicle, que en los apuntes co­
rrespondientes al período comprendido entre los años 1094 y 1105, con­
dena implacablemente la rapacidad fiscal de los hombres del rey .86
No es difícil imaginar lo beneficioso que resultaba para el señor-rej
esta m odalidad de gestión basada no sólo en una relación de ordei
afectivo sino igualmente en la lealtad. Los nuevos hombres que ahojj
trabajaban para él producían cada vez más ingresos: ¿quién era él pan
preocuparse en exceso por la forma en que los hubieran conseguido
para inquietarse por las cuestiones vinculadas con la rendición de cuen­
tas en una época de tan embriagadora bonanza? Debió de generarse no
obstante un cierto desasosiego entre quienes se hallaban al servicio d?
Guillermo el Rojo, por no hablar de la amargura que debió de experi­
mentarse en las localidades explotadas, entre las que cabe destacarla
de Keyston (en el condado de Huntingdon), sobre cuyo magistrado,
Eustacio, recayeron varias acusaciones relacionadas con incautaciones
indebidas .S7 Los exámenes catastrales efectuados en el año 1085 dieron
lugar a un torrente de quejas por desahucios y usurpaciones, así que*
debieron de ser muchas las personas que tuvieran conocimiento de la-
discrepancia entre los abultados ingresos de los magistrados condales
y el total de obligaciones y derechos que habían quedado fijados en el
ü o niesd a y Book y otros estudios catastrales.ss
reso lu ció n : i as intrusiones de los g o b e r n a n t e s 377

3fv La estructura de las averiguaciones y deslindes efectuados en el


fiomesdav Book no viene sino a confirmar que, en Inglaterra, este pro-
llema se dejó sentir ya en la década de 1080 — es decir, antes que en
Cualquier otro lugar de Luí opa- .El propio D om esday Book no es sólo
él más completo de los catastros medievales, es también atípico en su
género, y ello en un aspecto crucial. Su propósito era dar cuenta de los
íambios ocurridos, y para ello ordenará su formulario en función de la
cronología de las estimaciones: ya se hubieran producido «en tiempos
del rey Eduardo [TRE]». cuando el rey Guillermo concediera las [tie-
|fes], o en el presente.N'; Dadas las características de las circunstancias
imperantes en los últimos años de la dominación de Guillermo el Con­
quistador, cabe argumentar que se tratara de un recurso promocional,
pero no es verosímil que a hombres com o Ranulfo Flambard se les es­
caparan las implicaciones económicas de semejante procedimiento. El
Vomesday B ook vino a constituir la relación fiscal del orden público de
un territorio conquistado y reorganizado en señoríos y dependencias.
Su inadecuado carácter como crónica, así com o su falta de engarce con
¡Jos antiguos dispositivos ingleses de estimación catastral pública de­
bieron de resultar patentes casi de inmediato.yu
Si centramos ahora nuestra atención en Francia, deberemos distin­
guidos situaciones. En la década de 1 120, en Cluny, el abate Pedro el
Venerable se propuso reunir las dispersas piezas de un señorío patri-
¡gionial gravemente descuidado durante la época de bonanza asociada
éon la dependencia del oro español. Tras consultar a unos «frailes in­
formados» y recabar de ese modo datos relativos a la crisis económica,
iededicó a reorganizar el patrimonio de los deanatos de responsabili­
dad mensual (m esa tica ). Con el tiempo, este sistema precisó de algu­
nos ajustes. Tenemos noticia de que hubieron de redactarse una segun­
da y una tercera series de ordenanzas y de que en ellas se introdujeron
modificaciones en las responsabilidades funcionales y se reorganiza­
ron los recursos. Com o medida de prudencia económica, por ejemplo,
se decidió dedicar el deanato de Mazille, consagrado hasta entonces a
la producción de avena, a la manutención de comitivas de jinetes. Pese
jfelas posibles mejoras -aunque entre ellas no se mencione en ningún
icaso la realización de revisiones de cuentas— , ninguna de aquellas
Codificaciones consiguió evitar que el abate se viera abrumado por
pesadas deudas en la década de 1 140. De ahí que el abate Pedro y los
monjes, aprovechando que Enrique de W inchester se m ostraba dis­
378 LA CRISI S DEL S I GLO XII

puesto a entregar donaciones al establecimiento en el que se había edu


cado — tanto en metálico como en especie y todas ellas sacadas de si
propio peculio— , encomendaran a este mismo Enrique, por entonce;
obispo, una nueva tarea; la de llevar a cabo una reforma fiscal .91
Enrique ordenó entonces evaluar el patrim onio m onástico d<
Cluny, adoptando así un proceder muy similar, cabe suponer, al que yí
había seguido en Glastonbury cerca de treinta años antes .^2 Los resul­
tados que obtuvo en Cluny, probablem ente en el año 1155, pueder
consultarse en un notable registro al que él mismo da el nombre (segur
parece) de constitucio expense de Cluny. Com o implica el empleo de
esta denominación (y como también muestra su contenido), el legaje
constituye una relación fiscal de carácter prescriptivo. Responde a las
importantes preguntas de qué poseían los monjes y dónde. Cuatro sor
los extremos que destacan en el documento. En primer lugar, la dispo­
sición del contenido presenta un aspecto desusado y antiguo, hasta el
punto de asemejarse a un políptico carolingio, debido a que se halla
claramente organizado por deatiatos y a que establece resúmenes o re­
capitulaciones de las rentas consuetudinarias asociadas a cada uno de
ellos. En segundo lugar hay que señalar que el documento presenta los
signos propios de una respuesta adaptativa flexible. Recoge los cam­
bios que se producen a lo largo del tiempo, al igual que el Domesday
B ook; hace referencia a la existencia de ingresos variables debidos a
los cambios estacionales; y menciona la existencia de incrementos sin
que aparentem ente se percate de las dificultades que ello plantea en
relación con los fines de una tasación prescriptiva. Lo más notable,
como ya subrayara Georges Duby hace medio siglo, es que parece in­
vitar a una más intensa explotación del domanio inmediato, dado que
se indica repetidamente que las recapitulaciones aluden exclusivamen­
te a los beneficios (lu c r a d o ) obtenidos en él, En tercer lugar, y como es
lógico, el objetivo de esta «constitución» no radica tanto en valorar el
total de los bienes del señorío de Cluny como en fijar el rendimiento
mínimo de los activos consuetudinarios, aunque sin fijar límite alguno
a las recaudaciones extraídas del domanio inmediato. El modo en que
se efectuaban estas últimas no aparece en modo alguno explícito, pese,
a resultar crucial. ¿Radicaba en esto acaso el desafío que Enrique plan­
teaba a los monjes? En todo caso — y éste es el cuarto punto— , parece
claro que, en ausencia de exámenes de cuentas, la inspección de Enrk
que no pudo haber servido sino para verificar las recaudaciones obteni­
reso lu c ió n : l a s i n t r u s io n e s df. l o s g o b e r n a n t e s 379

das por las aparcerías, molinos y pesquerías consuetudinarias, así como


el montante de otros rendimientos similares. Uno de los apuntes relati­
vos al deanato de Malay, en el que se dice que «en este año se recogie­
ron doscientos paríais de trigo, doscientos de cebada, y dos carrats de
vino», sugiere que esas operaciones de recaudación podían confundir­
se oportunamente con efectivos exámenes de cuentas .93
El relato que nos ha dejado de Saint-Denis el abate Suger muestra de
modo aún más explícito lo que por entonces sucedia en los domamos
fiscales. Recoge información relativa a un período que comienza en tor­
no al año 1110, o que quizá se inicie incluso en una fecha anterior. En
tomo al año 1145, Suger escribirá una relación (es la palabra más apro­
piada) de los servicios que él mismo había prestado a los monjes, prime­
ro como preboste en los domanios locales, y más tarde (a partir del año
1122) como abate. Este texto es, por su apariencia, un documento autén­
ticamente nuevo en la historia de la rendición de cuentas. A petición de
la asamblea de monjes, Suger pasará revista a la condición en que se
encuentran los domanios del establecimiento de Saint-Denis en una es­
pecie de catastro narrado que no sólo nos indica las aldeas que eran
prósperas, sino también que todas ellas lo eran ya antes de que él inicia­
ra su examen. Suger no se muestra en modo alguno modesto. Lo que
nos ha dejado es una relación de energías emprendedoras, una verdade­
ra letanía en la que se suceden las palabras latinas augmentare e incre-
mentum. En Saint-Denis, el propio Suger logra aumentar las rentas, ha­
ciéndolas pasar de doce libras esterlinas a veinte, lo que significa «en
consecuencia», por emplear sus palabras, «un aumento de ocho libras
esterlinas» (o, por usar las nuestras, un incremento del 67 por 100). En
Tremblay, el conde de Dammartin había impuesto el cobro de una talla
arbitraria y Suger logró que diera marcha atrás sobornándole con un
feudo pecuniario de diez libras a cambio de su homenaje y consiguien­
do además un aumento de noventa medidas en las rentas de grano que
percibía la abadía. En Argenteuil, Suger afirma haber duplicado las an­
tiguas rentas, elevándolas a cuarenta libras esterlinas, a lo que añade que
«el rendimiento en grano, que solía ser de seis medidas, ha pasado a
quedar ahora en quince». En el caso de algunos domanios, Suger en­
cuentra muchas más cosas que exponer: en unas ocasiones hace hinca-
. pié en el crecimiento, y en varios domanios el increm entum es el único
- elemento que figura en la relación. Así sucede «en Sannois, [con un]
^incremento de cuatro libras en la nueva renta, y de cien sólidos en la
380 I.A CRISIS DHL S I GLO XI!

antigua». Otro tanto ocurre en Montigny, donde las cifras se sitúan en


cincuenta y en diez sólidos, respectivamente; además, en este caso, se
omite, por superfina, la palabra increm entum ? 4
Lo que aquí sucede resulta de gran interés. La novedad procedi-
mental no se agota en lo meramente formal: afecta a la entera concep­
ción del control fiscal. Para restaurar el señorío de la abadía, Suger re­
curre al expediente de tomar en sus propias manos las riendas de la
misma. Este acto arbitrario tiene el efecto de eximirle a él de la vindi­
cación fiscal y de trasladarla a los castellanos, administradores y pre­
bostes locales a los que el abate ha llamado a rendir cuentas o con los
que ha establecido negociaciones. Suger nos indica cómo opera este
expediente. En Le Tremblay convierte una castellanía arbitraria en una
dependencia feudal, garantizando de este modo que Saint-Denis reciba
unos ingresos crecientes. En Toury será el propio Suger quien se encar­
gue de asumir el prebostazgo, esforzándose en liberar al domanio de
las demandas que hacen recaer sobre la propiedad los castellanos de Le
Puiset y ordenando realizar por escrito un nuevo estudio catastral .95
En el siglo Xll se observan en todas partes signos de esta abrasiva y
casi judicial práctica al examinar las cuentas de los monasterios que
prosperan. La de Suger es la singular voz de un preboste medieval que
terminará convirtiéndose en un gran hombre y en un escritor de presti­
gio. Con todo, no puede decirse que se hallara solo en su empeño. Esto
es lo que dice Bernardo Bou, que en su día fuera administrador del
conde Ramón Berenguer IV de Barcelona, al dirigirse, en torno al año
1165, a la corte del hijo y sucesor de Ramón:

Y o, B e rn a rd o B o u d e G e ro n a, p o r c a rid a d y m e r c e d de mi difunto
s e ñ o r c o n d e ... he p ro c u r a d o en to d o m o m e n to s u bienestar, así como el
p r o v e c h o y el m e d r o de G e ro n a y P alafru gell [ a d e m á s de otros lugares],
c o m o q u e d a aqu í infrascrito y c o n s ig n a d o , sin im p o n e r n in g ú n nuevo uso
en d ic h a s p laza s, p o r la g racia de Dios. En p r i m e r lu gar, el día en que
c o m p r é los d e re c h o s del a lg u a c ila z g o de G e ro n a , el ad m in is tra d o r ... no
d a b a al s e ñ o r c o n d e sino la su m a de o c h o c ie n to s só lid o s p o r los portaz­
g os y ad u a n a s, m ie n tr a s que yo he v en id o e n tr e g a n d o an ualm en te a mi
s e ñ o r mil q u in ie n to s sólid os en co n c e p to de esos m i s m o s cán o n e s y dere­
c h o s de tránsito. En la é p o c a anterior, el s e ñ o r c o n d e re cib ía únicamente
c in c o m e d id a s y m e d i a de trigo c o m o c a n tid a d a p e rc ib ir p o r la tasa de
d eslin des, p e ro yo le he e stad o p ro p o r c io n a n d o siete... [etcétera].
RESOLUC IÓN: 1 AS I NTRUS I ONE S DI- I OS G O B E R N A N T E S 381

Bernardo afirma haber incrementado en todas partes las rentas anti-


r guas. Subraya su logro con Lina mezcla de orgullo y pesar, y al final se
ve en la obligación de señalar a un administrador rival, al que acusa de
í tratar de ocultar ¡os éxitos que él mismo (Bernardo) ha obtenido .96
; Los gobernantes y sus cortesanos comenzaron a hacer Frente a sus
¿agentes, llam ándoles a declarar en calidad de acusados, com o haría
| t-según lo que refiere su biógrafo— el conde del Anjeo. Y precisa-
|imente aquí puede decirse que hay dos relatos que convergen, puesto
fe que la crónica de Bernardo Bou puede vincularse de hecho con la rela-
rción de quejas de Caldas y Llagostera que ya hemos mencionado.
Cuando observamos por primera vez la existencia de magistrados que
rinden cuentas en Inglaterra, o de prebostes que hacen lo propio en
Francia, o de notarios en flandes, o aun de administradores en Catalu-
fia, en todos los casos, donde quiera que dirijamos la mirada, a medida
t que va disipándose la bruma de nuestro desconocimiento, lo que ve-
£• mos es que los encargados de rendir cuentas en los domamos fiscales
son siempre individuos acusados ante la justicia. La rendición de cuen-
!(tas en caso de crecimiento económico sigue constituyendo un modo de
^■remediar un mal. a imagen de la rendición de cuentas vinculada con la
salvación del alma; y como en breve habrá de quedar patente, se da el
•r caso de que a principios del siglo xn estas dos esferas culturales apare-
■ cen vinculadas por una curiosa coincidencia.
Sin embargo, los señores gobernantes de la época trabajaban som e­
tidos a una grave desventaja, dado que tanto ellos como sus sirvientes
seguían confiando en un conjunto de datos registrados en relaciones
catastrales o en inventarios que quedaban desfasados en el momento
; mismo de ser fijados por escrito. Hoy se considera altamente improba­
ble que la situación de Sicilia la situara por delante de otras regiones en
materia de rendición de cuentas, como se ha llegado a pensar en alguna
%ocasión. Y ello porque a juzgar por los archivos fiscales que han llegá­
is do hasta nosotros, los registros del cfiwan* no diferían, por su concepto.

* O diván, cu yo sentido p ropio (legajo o libro) term ina exte nd ién dose h asta se­
ñalar el registro provincia! de las p ag as del ejército Fue establecido p o r los árabes en
la época de A b d e rram á n I. en la segunda m itad del siglo vm. Más tarde su significado
se generalizará hasta de no ta r toda teneduría de c u entas y finalmente cualquier alto
organismo o co nsejo de gobierno en varios países islámicos. Es el origen e tim ológi­
co de ¡a palabra esp año la « a du ana » c o m o control de cuentas y bienes. (,V. d e los i.)
382 LA CRISI S DEL S I GLO XII

de los catastros y listas fiscales que se conocen en todos los demás lu­
gares de la Europa latina .97 Y si había algo que la contabilidad pres-
criptiva no fuera capaz de hacer de forma adecuada era justamente eso:
mantener sus cuentas al día en relación con el crecimiento fiscal: si era
preciso proceder a una revisión del estudio catastral (o peor aún, si de­
venía imperativo volver a redactarlo) tras la aparición de cualquier
nuevo arrendatario, de toda nueva granja o de cada nuevo portazgo,
entonces se resquebrajaba la entera idea de la lealtad a un domanio in­
mutable. El D om esday Book debió de haber servido al menos para dar
por aprendida una amarga lección poco después de haber sido elabora­
do: la de que no sólo no resultaba posible utilizarlo para examinar las
cuentas con los administradores, sino que tampoco era posible re s c ri­
birlo .98 Tam bién esto fue materia de crisis en el siglo xn, una crisis
prolongada cuya causa residiría en la falta de perspectiva y de técnica
y que obligaría a su vez a imponer nuevas estratagemas a los hombres
que se escondían tras las fachadas cortesanas; de hecho, la situación era
tan compleja que, en la década de 1170, Ricardo Fitz Nigel no logrará
identificarla m ejor de lo que lo había hecho el m onje Guimann de
Saint-Vaast. No era posible seguir pasando por alto el crecimiento eco­
nómico. Pronto se difundió la comprensión de que para mantener una
extensa propiedad era necesario explotar con beneficio los domamos,
es decir, gestionarlos y no limitarse simplemente a vivir de ellos, y con
ello se comprendió al mismo tiempo que para obtener beneficios de los
señoríos era preciso tener la capacidad de calcular las ganancias me­
diante la realización de periódicos exámenes de cuentas.

Los com ienzos de una nueva técnica fe. 1110-1 175). Esta capaci­
dad exigía nada menos que la adopción de una actitud nueva respecto a
los domanios patrimoniales, además de la elaboración de una técnica
igualmente innovadora en materia de contabilidad. Lo que unió dicha
actitud con la técnica fue la comprensión de que la lealtad no implicaba
siempre un desempeño competente. De este modo comienza a verse
despuntar, a lo largo del siglo xn, un nuevo tipo de contabilidad escrita,
ya que aparecerán registros concebidos más para probar que para pres­
cribir, unos registros que en todo mom ento llevan literalmente la cuen­
ta de los balances vivos de ingresos y de gastos.
resolución: la s intrusiones de lo s g o b e rn a n te s 383

Inglaterra: Los p ip e rolis y el fisco

Los primeros documentos de este nuevo tipo son posiblemente los


llamados p ip e rolls ingleses, y desde luego no hay duda de que se trata
de los más célebres. En ellos se llevaba anualmente y por escrito la
contabilidad de los ingresos de los condados, según los apuntes efec­
tuados tras examinar los cortesanos de los señores-reyes las cuentas de
los magistrados locales el día de San Miguel (esto es, el 29 de septiem­
bre). Consistentes en una sen e de tiras de pergamino unidas por un
extremo y enrolladas en forma de tubo, estos documentos han conse­
guido conservarse extraordinariamente bien, hasta el punto de que con­
tamos con una serie ininterrumpida de textos que abarca desde el año
1155 hasta el siglo XIX, lo que la convierte en el mayor catálogo de re­
gistros fiscales del mundo. No obstante, tienen su origen en el reinado
de Enrique I, y el examen del único rollo de pergamino que se ha con­
servado de esa época (perteneciente al año que va de 1 129 a 1130)
permite apreciar claramente que ya entonces era resultado de un por­
menorizado estudio pericial realizado mediante la cooperación de dis­
tintos miembros de la corte regia. En torno al año 1127, el propio rey
identificaba a sus «barones y a su Hacienda» como fuente de dicho
examen, y existen sólidas razones para fijar en torno al año 1 1 1 0 la fe­
cha en que la Hacienda pública puede considerarse ya el organismo
oficial encargado de todo examen de c u en tas."
Como en todos los demás lugares, la auditoría contable que efec­
tuaba este organismo era de carácter judicial. Esto no sólo significaba
que el magistrado condal (sheriff) buscaba quedar exonerado de toda
sospecha por las cuentas de ese año, sino asimismo que trataba de con­
seguir que la responsabilidad por la imposición de obligaciones ajenas
a las normas, la existencia de disputas o la ocurrencia de episodios de
■violencia no viniese a recaer únicamente sobre sus hombros sino tam­
bién sobre los de quienes venían a controlarle. Es probable que ya en
tomo al período comprendido entre los años 1108 y 1 1 1 0 la violencia
de quienes aportaban las cantidades devengadas al señor-rey hubiera
dado pie al establecimiento de algún tipo de regulación de la casa real.
: La decisión de someter las auditorias a normas basadas en el modelo
del tablero de ajedrez, muy posiblemente adoptada por el obispo R oge­
l i o de Salisbury, podría guardar relación con esta reforma. El protegido
^ del hijo del obispo, Fitz Nigel, había oído decir que el modelo de la
384 LA CRISIS DLL S I GLO XII

Hacienda inglesa había sido calcado del normando, extremo que no


resulta inconcebible dada la difusión de que gozaba el ajedrez entre las
élites occidentales del siglo XII. Sin embargo, en los demás aspectos la
Hacienda normanda no produce documentos escritos en fecha tan tem­
prana, así que la analogía más interesante es la que nos remite al ábaco.
Resulta muy sugerente que el monje Turchil, autor que escribe— pro­
bablemente antes del año 1117— acerca de este artilugio concebido
para contar, conociera al magistrado condal Hugo de Buckland .100
Por lo que nos es dado saber, los rollos de pergamino ingleses cons­
tituían una novedad a principios del siglo xn. Desde el año 1129 en
adelante el máxim o magistrado condal inglés rendirá cuentas por el
grueso de lo recaudado en concepto de rentas, a lo cual sumará lo obte­
nido por otras cobranzas relacionadas con sus gastos, y el resultado
será un balance contable que indudablemente se hallará sometido a
variaciones anuales. Es cierto que en los pergaminos se anotan unos
ingresos fijos, y que dichos documentos no dejan de tener por tanto el
carácter de los registros propios de una contabilidad prescnptiva, pero
la esencia de la auditoría radica en la consignación de unas cuentas
variables y en la inclusión de obligaciones e ingresos derivados de la
recaudación . 101 ¿Cómo se llegó a este estado de cosas?
Hace casi un siglo, R. L. Poole argumentaba que la aparición de la
Hacienda pública, tanto en el aspecto conceptual como en el institucio­
nal, había supuesto «una revolución en la metodología del examen de
cuentas». Poole subraya la idoneidad del ábaco com o elemento capaz
de allanar las dificultades aritméticas inherentes a la contabilidad, lo
que equivale a sugerir que el conocimiento de los rudimentos matemá­
ticos y la alfabetización había empezado a convertirse en el nuevo re­
quisito previo exigido para la prestación de un servicio fiscal. Los eru­
ditos posteriores han cuestionado esta interpretación, pese a insistir en
el obvio objetivo de mejorar las capacidades contables. «La meta últi­
ma de la corte», escribe Judith Green, «consistía en asegurarse de que
los funcionarios de las instituciones financieras desempeñaran de for­
ma cabal todas sus obligaciones, y en imponer sanciones a quienes no
lo hicieran correctamente».lo: Todos estos puntos de vista, incluyendo
el de Poole, pueden considerarse hoy aceptables, aunque dentro de
ciertos límites. La plena verificación de la eficacia de los servicios fis­
cales sí que habría venido a señalar una verdadera revolución en mate­
ria de contabilidad, pero desde luego semejante logro no se habría pro­
r e s o l u c ió n : la s in t r u s io n e s d e lo s g o b e r n a n t e s 385

ducido por el hecho de que el tablero de ajedrez perm itiera un m e jo r


rendimiento aritmético. Lo que h em os de tener presente es que el abaco
era un d ispositivo para contar, no para llevar una contabilidad. No es
posible explica r la existencia de los rollos de p e rg a m in o ingleses m e ­
diante el sim ple exped ien te de indicar qu e había surgido una hacienda
pública. Es necesario preg un tarno s qué razón podía im pulsar a la gente
a desear un au m e n to de la sim p lic id a d y la p recisión de sus cuentas:
difícilmente podrá e scap ársele la respuesta a todo aquel que haya trata­
do de e fe c tu a r su m a s o m u ltip lic a c io n e s con n ú m e ro s rom ano s. N o
obstante, h em o s de pregu ntarn os tam bién por qué los funcionarios re­
gios com e n z a ro n a registrar los ingresos del m o narca, a soc iá ndo lo s a
los gastos a fin de obtener sum as o balances de recaudaciones, pagos y
deudas.
En el caso de Inglaterra todas estas p regu ntas quedan sin respuesta,
y quizá q u e p a decir incluso que — en cierta m e d id a — ni siquiera han
llegado a form u larse las interrogantes necesarias. Los pro b le m a s surgi­
dos con los m ag istrados c ond ales en tiem pos de G uillerm o el Rojo s u ­
mados al doble hech o de que el D u m e sd a y B o u k estuviese organizado
en función de los señoríos (adem ás de estar c o m p ila d o po r cientos) y
de que el p rim e r lugar en el qu e se d iera en p re se rva rlo y con sultarlo
fuera la secretaría de 1lacienda de W inchester, a la profu sión de in v e n ­
tarios y listas (de carácter pre scriptivo) válidas tanto para fines im posi­
tivos com o para el control de los señoríos, y a la absoluta falta de toda
clase de registro que p udiera revelar la práctica de auditorías contables,
son todos ellos e le m e n to s (y el ú ltim o sólo tiene significado en unión
de los d em ás) que, to m a d o s en co njunto, apuntan a un hecho: el de que
tras la c o n q u ista n o r m a n d a se p ro d u jo una su b v e rsió n de la antigua
contabilidad escrita inglesa. No todo se perdió, sin duda. Las listas a n ­
glosajonas en las qu e se e n u m e ra n p r o p ie d a d e s o libros in cluy e n en
ocasiones re c a pitu la cio ne s o d e claraciones de objetos de valor, lo que
constituye invariablem ente un indicio de que la c o ntabilidad prescrip-
tiva podía llegar a ser suficiente. Baste en u m e ra r aquí unos ejemplos: el
Geld Roll, un rollo de p e rg a m in o en el que se c o n sig n a n los antiguos
tributos del c o n d a d o de N o rth a m p to n , h ace re fe ren cia tanto a pagos
como a p o se sio n e s; en la g u arda de u n o s eva n g e lio s p osteriores a la
conquista n o rm a n d a se ha con se rv a d o una lista de d e se m b o lso s reali­
zados p o r la iglesia de W o rce ste r en favo r del rey G u ille rm o I; y está
claro que los rollos de p e rg am in os que figuran en el D o m esd a y de Exon
386 LA CRISI S DHL S I GLO XII

(en los que se registran en latín otros antiguos tributos) fueron concebi­
dos para servir de apoyo a las labores de recaudación . 103 Y no todo ha
llegado hasta nosotros, ya que se ha supuesto que a finales del siglo Xii
se adoptó de forma rutinaria la costumbre de destruir en inmensas can­
tidades todo tipo de mandatos judiciales, listas y m em orandos , 104 aun­
que al menos podamos estar seguros, por lo que hace a esta época, de la
clase de documentos que se han perdido, habida cuenta de que no todo
se hizo desaparecer. Distinto es el caso de las generaciones posteriores
a la conquista, ya que en el período que éstas abarcan no se encuentra
entre los diversos legajos fiscales que se han conservado el menor ras­
tro de ninguna auditoría escrita. En los primeros tiempos de la Inglate­
rra normanda, la lealtad se vio sometida a prueba, ya que el deterioro
del ideal del desempeño burocrático debió de atribuirse muchas veces
a los magistrados condales, a los jueces locales y a los fabricantes de
moneda. En este sentido, el Domesdciy B onk vino a constituir más un
problema que una solución .105 Si se observa la contabilidad fiscal des­
de una perspectiva europea, se tiene la impresión de que la revolución
que produjo la aparición de la Hacienda pública no fue tanto de orden
tecnológico como conceptual.

Flandes: La Grote B r ie fy sus orígenes

La última afirmación resulta posible porque eso es, de hecho, lo que


encontramos en el continente europeo. De ser cierto, como hoy supo­
nen razonablemente los historiadores, que la nueva contabilidad de la
Hacienda pública se remonta aproximadamente a un lapso de tiempo
comprendido entre los años 1108 y 1 1 1 0 llegaremos a la conclusión de
que no podemos tener la seguridad de que la invención inglesa fuera
efectivamente la primera en su género. En primer lugar, porque es alta­
mente probable que por las mismas fechas se estableciera en Norman-
día la institución de las auditorías contables de la Hacienda pública,
habida cuenta de que dicha actividad, considerada como operación
funcional, aparece citada en el año 1130.106 No obstante, no ha llegado
hasta nosotros ninguno de ¡os más antiguos documentos que hubiera
podido producir. En segundo lugar, existe un notable aunque problemá­
tico conjunto de pruebas que señala que también en Flandes se llevaba
una contabilidad fiscal pública, igualmente a principios del siglo xn, y
reso lu c ió n : las in tr u sio n es d e los g o b e r n a n t e s 387

posiblemente también en una fecha anterior al año 1100, Con todo, el


primer ejemplo conocido de una contabilidad fiscal flamenca com para­
ble a la del rollo de pergamino 31 de Enrique 1 — es decir, un registro
escrito que pm eba la celebración de una auditoría contable— lleva fe­
cha del año 1187. Este pergamino es el denominado de la Grote B r ie f
esto es, literalmente, la «gran contabilidad», y se trata en realidad de un
documento en el que se ha dejado constancia de los pagos y las cargas
imputables registradas en los domanios condales de Flandcs, Reconsti­
tuida a partir de pergaminos dispersos que un día estuvieron cosidos
unos a otros, la Grote B rief trata de relacionar los ingresos y los gastos,
al igual que los rollos de pergamino ingleses, con una serie de obliga­
ciones económicas fijas. Ordena los saldos deudores en función de las
distintas localidades, y no hace intento alguno de hallar el total asocia­
do al conjunto de los domanios fiscalizados. Com o sucede en el caso
del rollo de pergamino inglés del año 1130, la G rote B r ie f de 1187 po­
see ya una regularidad formal que apunta a una práctica rutinaria, Y
hay otro punto más de semejanza, puesto que también la primera con­
signación de una auditoría contable compleja que se ha conservado en
Flandes resulta ser única, aunque sin duda por accidente (al menos en
este caso): el siguiente rollo de pergamino de la región que logre con­
servarse hasta nuestros días pertenece ya al año 1255.107
¿Cuándo y cómo comienza a efectuarse esta contabilidad flam en­
ca? Nos vemos nuevamente sumidos en la oscuridad, seguramente de­
bido a que en este caso, una vez más, las personas de carácter creativo
comenzaban a apartarse tanto de la tradición como de las formas escri­
tas habituales. No obstante, los vestigios que se han conservado en
Flandes resultan atractivos y curiosos. En una célebre cédula fechada
el 31 de octubre del año 1089, el conde Roberto 1 concedió importantes
privilegios fiscales a los canónigos de San Donaciano de Brujas. Su
preboste, señala m ás adelante el conde en su declaración, debía por
t i t o quedar a cargo «de todos los ingresos del principado de Flandes»;
se esperaba de él que actuase, prosigue, como ((nuestro canciller», ade­
más de como «perceptor y recaudador»; y se le exigía que se ocupara
asimismo de la «supervisión de la totalidad de [las] notarías y capella­
nías del conjunto del clero que sirve en la corte condal».I0S
Estas palabras parecen señalar la fundación de un tipo de auditoría
contable de índole probatoria. De hecho, resulta tentador suponer que
la Grote B r ie f del año 1187, en la que se señala que las notarías de
388 LA CRISI S DLL S I GLO XII

FJandes son responsables de ¡os ingresos Jocaies, fue compuesta:s á |


ía base de un Redeninge* con el preboste-canciller en Ja forma que^ql
se proyecta . 109 Dado eí actual estado de nuestros conocimientos no
posible rechazar sin más esa impresión. Podría simplemente darse ol
caso de que el de Flandes fuese el primer principado que adoptase una
práctica de contabilidad nueva, basada en revisiones periódicas. Sin
embargo, toda conclusión de ese género ha de enfrentarse a dos obje­
ciones. En primer lugar, hay que decir que se ha puesto seriamente en
duda la autenticidad de la cédula del conde Roberto. Uno de los ele­
mentos sospechosos es precisamente el de la cláusula relacionada con
las funciones del preboste, funciones que cabría considerar anacróni­
cas. En segundo lugar, y aun en el caso de que los eminentes defenso­
res de la totalidad del texto estén en lo cierto, la cédula, según ha llega­
do hasta nosotros, no expresa explícitamente en qué consiste la labor
fiscal encomendada al m agistcnum del preboste y los notarios. ¿A qué
tareas se dedicaban en la década de 1990? Todo cuanto podemos decir
sin temor a equivocarnos, teniendo en cuenta todas estas dificultades,
es que el primero en dar fe de la realización de una revisión probatoria
de los ingresos condales flamencos es Galberto de Brujas, que mencio­
na este extremo en la consignación escrita que él m ismo hace de la
crisis de los años 1127 y 1128. Tras señalar en primer lugar las brevia
et notationes «de los ingresos del conde», Galberto afirma que en mayo
del año 1128 el conde Guillermo Cliton tuvo que convocar a un notario
informado para que ante él «compareciesen los tenedores de los libros
contables de las fincas y las rentas a íin de rendir cuentas [rationem ...
redditvrí] de sus obligaciones » . 1"1 Esto no puede referirse más que al
procedimiento propio de una auditoría. Es la más antigua prueba de
este tipo que puede encontrarse en parte alguna en todo el siglo xn. En
Flandes, esta nueva práctica parece haberse originado en o antes de la
época de Carlos el Bueno (11 19-1127), y por tanto quizá surgiera en el
mismo período en que se crea también la naciente Flacienda inglesa.
Hay todavía un destello más en la oscuridad anterior a la era de
Carlos el Bueno, un destello que resulta muy incitador. En tomo al año
1117, el monje Lamberto de Saint-Omer se hallaba atareado en la ela­
boración de una obra enciclopédica titulada L íber floridas cuando, sú­
bitamente, quedó sin existencias de pergamino. Esto le llevó a arreglár-

* Cálculo. Véase el Glosario. (.Y. de /uv t. )


RESOLUCI ÓN: LAN I NTRUS I ONE S DE LOS G O B E R N A N T E S 389

Blas con unos legajos fiscales desechados en los que aparecían


(bnsignados los ingresos de las propiedades condales. Los cosió a otras
pininas de pergamino en blanco e hizo cuanto pudo por borrar las lí-
líeas de texto de los docum entos inservibles. Afortunadamente para
nosotros, no demostró excesiva pericia en su afán de borrar dichas lí­
neas. Exactamente en el medio, donde el documento se pliega, algunas
jlelas antiguas marcas escritas lograron escapar al rascador, y por ello
resulta posible leerlas hoy en el original de Lamberto . " 1
Ahora bien, dado que sabemos que Lamberto escribió esos folios
entorno al año 1118, las cuentas fiscales que utilizó para continuar su
trabajo han de ser anteriores; y si imaginamos que el legajo desechado
andaba tirado por ahí o se había visto sustituido por otro, podría haber
sido redactado en una fecha tan temprana como la del año 1 100 , poco
más o menos. En todo caso, no hay la menor duda de que se trata de un
documento ñscal. Esto es todo cuanto ha quedado de él:

R A T IO D E C V R T 1 U U S (.'O M IT IS ; G A L L I N E E T O V...

d cap ccce

Ratio significa literalmente «cuenta». ¿Pero de qué tipo? En Flan-


des, la palabra ratio era la que se usaba tradicionalmente para designar
los catastros, ya que había venido empleándose desde la época carolin-
gia; además, esa misma voz era la que se aplicaba en el siglo xn a los
registros modificados de las auditorías contables. De este modo, cada
una de las cuarenta y pico cuentas que com ponen la G rate B r ie f de
1187 recibe el nombre de ratio. No podría haber prueba más clara de
una continuidad funcional en las prácticas contables, pese a que en el
siglo xn la contabilidad recibiera, en términos conceptuales, una nueva
orientación que la encaminaría al examen del crecimiento económico.
El libro de cuentas que logró perdurar hasta que un monje amanuense
lo mutilara, pese a que no se aprecie elemento probatorio alguno en lo
poquísimo que se ha conservado de él, p o d ría no obstante ser el regis­
tro de un balance contable puntual. Es decir, quizá formara parte de un
tipo de contabilidad del que podría prescindirse más fácilmente que de
un catastro. El Flandes anterior al año 1187 no nos ha dejado más que
otra de esas cuentas: se trata de la consignación que hace del fo d erm o lt
(un impuesto recogido con fines de mantenimiento) un recaudador lo­
390 LA CRISI S DE L S I GLO XII

cal de Saint-Winoksbergen en el año I 140. 112 Como en el caso de Lam­


berto de Saint-Omer, no queda sino añadir que dicho recaudador ha
terminado actuando, sin saberlo, a modo de intermediario cultural. Lo
que el funcionario estaba escribiendo sobre unas desgastadas y semi-
borradas cuentas fiscales era el primer ejemplar conocido de un célebre
tratado sobre las cuentas exigibles en materia de redención religiosa:
nada menos que el Cttr D eus homo de san Anselmo,

Sicilia: ¿una reserva pluricultural?

En la Sicilia norm anda puede hallarse un destacado ejemplo de


fructificación cultural de las prácticas contables. Si existe algún lugar
en el que podamos esperar hallar alguna prueba de inventiva fiscal es
sin duda éste. Maestre Tomás Brown era un célebre refugiado político
a quien se le concedió, en tomo al año 1160. un puesto de prestigio en
la Hacienda pública inglesa — de hecho, debía su reputación a la expe­
riencia adquirida en Sicilia al servicio del rey— . Así se afirma en el
D ialogue o f the E xchequer, y dado que este testimonio implica una
cierta familiaridad con los registros escritos, los estudiosos modernos
se han maravillado ante la riqueza que dejan traslucir los legajos fisca­
les sicilianos y el supuesto refinamiento «administrativo» del que vie­
nen a dar fe . 11 ? No obstante hay que decir que, en medida sorprendente,
las pruebas relativas a este tesoro consisten en realidad en alusiones a
registros perdidos. Lo que sabemos con seguridad, y también por algu­
nas inferencias, es que la contabilidad prescriptiva de los domanios fis­
cales y patrimoniales es el resultado del trabajo efectuado por maestres
griegos y musulmanes con anterioridad a las conquistas normandas del
siglo XI. Y lo que sabemos con mayor claridad aún. gracias al trabajo de
Jeremy Johns, es que en tiempos del duque, y más tarde rey, Rogelio II
( I I 02-1154) y sus sucesores la práctica de una gestión fiscal fundada en
el conocimiento de la situación local y en la consignación de las propie­
dades y arriendos existentes lograría mantener sólidamente su vigencia! =
Esto vino señalado por sucesivas reactivaciones de la consignación d¿--
datos por parte de todo un conjunto de contables griegos y árabes, razón ¡
por la cual la gente adquirió la costumbre de considerar, en los últimos.,
años del siglo, que los notarios del diw an regio eran todos griegos,-
«sarracenos» o latinos. Sin embargo, desde que Jorge de Antioquía,;:
reso lu c ió n : las intrusiones de los g o b e r n a n t e s 391

ejerciera su ascendiente en la década de 1130, los dominios regios ha­


bían quedado bajo la influencia de las prácticas fatimíes, y este es el
motivo de que los legajos de contabilidad regia que han llegado hasta
nosotros se hallen redactados principalmente en árabe .11*4
Entre todas las características que distinguen este espacio medite­
rráneo, dos son los puntos que destacan por su interés comparativo. En
primer lugar, el hecho de que únicamente se hayan conservado los re­
gistros de contabilidad prescriptiva, unido a la circunstancia de que al
hacerse referencia a documentos fiscales hoy perdidos no se aluda a
legajos de ningún otro género, hace que tengamos la impresión de que
et régimen fiscal vigente en Sicilia era terriblemente conservador, poí­
no decir arcaico. ¿Se trata de una ilusión? Según Johns, «las cuentas de
ingresos y gastos» acompañan a otros registros que «han desaparecido
sin dejar rastro y de forma prácticamente total » . 115 N o obstante, lo que
hoy sabemos acerca de los registros del diwati no sugiere que el enfo­
que conceptual hubiera podido sufrir a lo largo del siglo xn una trans­
formación comparable a la que según atestiguan los datos sí que se
produjo en Inglaterra y Flandes. Uno de los cambios que se observan
en tomo al año 1145 en la práctica contable guarda menos relación con
la lealtad o las flaquezas de los gestores locales que con la reforma del
registro de las propiedades y los arrendatarios. A juzgar por la impre­
sionante ja r á 'id a que dio lugar, el diwan — tras la reorganización ex­
perimentada en tiempos de los reyes Guillermo I (1154-1166) y G u i­
llermo II ( 1 166-1189)— tendía bastante más a concebir el «control» en
términos legales que económicos.
En segundo lugar, y asumiendo que la hipótesis sea correcta, este
estado de cosas únicamente podría hallarse vinculado a una estructura
de poder notablemente característica de Sicilia. Si los registros de per­
sonas y lindes que constituían uno de los capítulos fundamentales de la
contabilidad del siglo xn resultaban efectivamente venerables se debía
a que se trataba de elementos integrados en un orden fiscal y patrimo­
nial de tipo neoclásico. El hecho de que fuera posible reorganizar di­
chos registros en tiempos de Rogelio II es un factor que indica la difun­
dida vitalidad — ¿y quizá también venalidad?— de dicho orden, un
orden en el que el afán de los gestores económicos por alcanzar una
elevada posición social no se satisfacía, por regla general, a expensas
;de los campesinos. En este régimen de corte casi clásico es práctica­
mente seguro que se exigiera rendir cuentas a los agentes económicos,
392 LA CRISI S DLL S I GLO XII

y quizá incluso por escrito. l:n su brillante historia de Rogelio II, el


abate Alejandro de Telese no sólo ensalza la devoción que muestra el
biografiado por los asuntos públicos y la justicia sino que también hace
hincapié en su compromiso con una adecuada teneduría contable. En
materia de «gravámenes públicos», Rogelio quería estar al corriente
tanto de los p a g o s efectuados como de las deudas sobrevenidas, y es
probable que por «gravámenes públicos» debamos entender tanto la
contabilidad de las rentas como la de los impuestos. Y si unimos esta
afirmación con la expresión bíblica sub cirographorum ratiociniis,
apenas cabe dudar de que el experimentado príncipe que ascendería al
trono en el año 1130 no sólo se interesaba en el cómputo de recauda­
ciones y gastos sino también en la contabilidad de propiedades. Acos­
tumbraba a insistir, escribe Alejandro, en que todas las cuestiones fis­
cales se consignasen por escrito y con precisión . 116
Si de aquí puede deducirse que la experiencia de los funcionarios
en la gestión patrimonial se hallaba más hondamente arraigada en el
conjunto de Sicilia que en las tierras situadas al norte y al oeste de la
isla, entonces el elemento de remedio contra la violencia debió de ha­
ber desempeñado en Sicilia un papel menos relevante que en otros lu­
gares. Los registros del cliwan refieren en ocasiones episodios de dispu^
ta causados por problemas con las lindes y la aparición de brotes locales ■
de violencia, pero difícilmente podría decirse que su intensidad pue­
da haber afectado decisivamente a los asuntos contables. En Capua
las quejas por el comportamiento de los administradores y los jueces
— nos referimos a quejas que puedan compararse por su entidad a las
de Lombardía y Cataluña— no se multiplicarán sino después del año
1150. 117 Pese a que a partir de la década de 1160 resulte comparable en
un determinado aspecto a la Hacienda pública inglesa, la contabilidad
siciliana que concibió Rogelio II se vio animada por una vida burocrá­
tica propia. Aunque hemos de añadir que su impulso se debía menos,
según parece, a razones de eficacia o de coerción económica que al '
deseo de proyectar la imagen propia de una augusta monarquía .118

Cataluña: de la explotación a la intermediación

No es posible explicar sin más los elementos distintivos de la expe­


riencia siciliana en función de su ubicación en el Mediterráneo. Y elle
resoluc ió n : l a s i n t r u s i o n e s d i: l o s g o b e r n a n t e s 393

porque Cataluña posee una historia igualmente propia, diferente de la


de Sicilia; y se trata, de hecho, de una historia única en la Europa latina.
En esta región, y sólo en ella, podemos hallar el rastro de la evolución
que conduce de la contabilidad de índole prescriptiva a la de carácter
probatorio, una evolución que en otros lugares sólo puede inferirse.
Podemos observar cómo se desarrolla ante nuestros propios ojos, y
apreciar que se produce a una velocidad vertiginosa; y por si fuera
poco, podemos fechar el período de cambio y situarlo con toda exacti­
tud entre los años 1 155 y I 160.
Las cosas comienzan en este caso con la contabilidad prescriptiva
del año 1151, puesto que el estudio catastral (del que ya hemos habla­
do) que efectúa el caballero Beltrán de Castellet en nombre del señor-
conde de Barcelona supone un intento de introducción de elementos de
un orden nuevo en el control de su antiguo patrimonio. Se registran así
unos dieciséis alguacilazgos o conjuntos de domamos en todos los lu­
gares de lo que más tarde acabará denominándose la Antigua Cataluña,
dedicándose una carta a cada uno de ellos; de hecho, Beltrán y sus es­
cribanos se dedican a recoger la información relativa a las obligaciones
y las rentas en las asambleas de los alguaciles y los notables locales. Al
final, un amanuense terminó copiando las cartas obtenidas por ese m é­
todo, cartas cuyos originales se han perdido, salvo en un caso, el de un
rollo de pergamino que en cierto modo se parece a la colección de ra­
im es reunidas en la Grote B riefd cl año 1 1K7.
Estas cartas catastrales debieron de considerarse pronto insuficien­
tes. En el estado en que han llegado hasta nosotros parecen contener
muy pocas anotaciones, y a veces ninguna, lo que sin duda significa
que fueron sustituidas por nuevos estudios de deslindes y catastros.
Estos legajos, a su v e/, en lo que es una conjetura sin riesgo alguno,
debieron de ser copiados en unos registros — los más antiguos registros
conocidos de la corona de Aragón— que aparecen mencionados en la
década de 1 180, pero que hoy se han perdido. A partir de mediados de
la década de 1150 empiezan a componerse listas de ingresos y desem­
bolsos, seguidas, entre los años 1157 y 1158, por tres consignaciones
contables anómalas relativas a los alguacilazgos. La primera de ellas,
dedicada a un domanio situado en la nueva frontera de Estopiñán, co-
litienza del siguiente modo: «Esto es un memorando [Hec es! memoria]
tiel diezmo del mijo...». Durante unas cuantas líneas, el texto se expre-
fia en forma prescriptiva: «de Miravet tres fa[neques]... de Estopiñán
394 LA CRISI S DEL S I GLO XII

seis fa ..., de primicias frutales doce almuds...»; después, tras un espacio


en blanco, el registro se transforma en una lista de recaudaciones del
molino y de diversos gastos. En un hueco que sigue a los apuntes de
carácter prescriptivo, un segundo am anuense consigna los totales
de ios anteriores conceptos; y algo más abajo, del mismo puño y letra,
figuran escritos los totales de las recaudaciones y del primer grujió de
gastos. Un segundo conjunto de asientos contables de la misma época,
e igualmente relativo a Estopiñán, enum era las cantidades de grano
obtenidas de los arrendatarios junto con los gastos de mantenimiento y
compra de simiente, y concluye con la exposición de lo que ha recibido
(el alguacil) G . Agela y de lo que «debe aportar en [concepto de] renta»
por el mijo, los diezmos, y las ganancias del m olino . 119
Podría decirse que estos registros mezclan el planteamiento pres­
criptivo con el probatorio. No es preciso, sin embargo, hablar de una
contaminación de las formas, ya que está claro que a los amanuenses
les resultaba fácil combinar las consignaciones de rendimiento con las
auditorias contables. No podemos saber qué tipos de apunte contable
tenían a su disposición los escribanos que trabajaban en torno al año
1157. Lo que resulta llamativo es que ya en el año 1158 encontremos
noticia escrita de una auditoría efectuada en los alguacilazgos de Mo­
lió, Prats de Molió y Ribas, y que ésta tenga exactamente la misma
forma contable (com putavit) que habría de adquirir carácter de fórmula
en tom o a la década de 1170. Con todo, puede demostrarse que el do­
cumento de la década de 1150 es de índole tentativa, y que los experi­
mentos no habrían de quedar ahí. El autor de los asientos contables del
año 1158 era el mismo hombre que había anotado los memorandos hí­
bridos de Estopiñán: Ponce, el escribano del conde; y sería también él
quien añadiera, diez meses más tarde, en el corazón de los domanios de
la Antigua Cataluña y una vez redactado el com putavit, las anotaciones
prescriptivas que aluden a los valores, las posesiones y las obligaciones
impagadas de Molió y Ribas. «Hay veintidós molinos en Prats, por
cada uno de los cuales se pagan tres sólidos», y así sucesivamente. A
esto le sigue — y una vez más (con toda probabilidad) de puño y letra
del mismo Ponce— un tercer apunte contable relativo a Estopiñán, eti
este caso evidentemente atribuible al ciclo anual del período compren­
dido entre 1158 y 1159: «Hemos tenido este año en Estopiñán cinco
cafisses de cebada y seis cafisses de trigo...». A este apunte le sigue la
enumeración de una serie de cartas de pago, sólo que esta vez se hallan
r e s o l u c ió n : la s in t r u s io n e s d e lo s g o b e r n a n t e s 395

ordenadas en fu nción de una p auta nueva. Esta lista parece ser la m ás


antigua cu en ta de n a tu ra le z a to ta lm en te pro batoria que existe en los
domaníos catalanes, pese a que incluso en este caso la actitud del escri­
bano contable p are zc a ser la de alguien que se d edica a revisar la v alo­
ración patrim on ial de un d o m an io . C on todo, los días de la auditoría
contable habían llegado. A partir del otoñ o del año 1160 no se conserva
en los archivos m ás que un único p e rg a m in o en el que figuran no m e ­
nos de cuatro apuntes relativos a otras tantas a uditorías realizadas s u c e­
sivamente en Tluiir, V ilafranca de C onflent (d o n d e se efectúan dos) y
Llagostera (d o n d e la auditoría tiene lugar una sem an a después). A toda
esta actividad co ntable le sigue otro registro en el qu e se deja c o n stan ­
cia de la v en ta de un a lg uacilazgo (p ro b a b le m e n te el de L lago stera) a
dos hombres de la localidad por veintiséis m o d ii o m edidas de g r a n o .'20
Este p e rg a m in o resulta m u y esclarccedor, ya q u e el contable que
realiza el e m p la z a m ie n to p ara la celebración de la a uditoría no es otro
que Beltrán de Castellet, el pro pio caballero del séquito señorial que
una década antes llevara a ca b o el e stud io catastral de los d o m a n io s
condales. El al m e n o s había visto lo que se necesitaba. N o hay d uda de
que la e x p e rim e n ta ció n c o n tin u ó hasta la é p oca del rey A lfo n so I de
Cataluña. En torno al año 1165, la pre oc u pa c ió n de sus cortesano s re ­
gentes podrá ob se rv arse en la c o n tabilidad del servicio que le p ro p o r­
ciona el alguacil B ernardo Bou de G erona. Su testim o nio tiene la im ­
portancia de revelar el interés e co nóm ico de una contabilidad m ejorada,
interés que seg u ra m e n te debió de fu n d a m en ta r el c o njunto de la labor
fiscal durante la d é c a d a de 1150. Con todo, no qu e d a claro c ó m o habrá
de llevarse en lo sucesiv o esta nueva contabilidad iniciada por Beltrán
y Ponce. Sin duda, los m ie m b ro s del séquito de A lfo nso debían de to ­
mar dinero en p ré sta m o , o freciend o c o m o garantía el seg uro resp ald o
de los ingresos fiscales, y es prob ab le que los alguaciles de los que oí­
mos hablar desp ués del año 1178 c o m e n z a ran su carrera c o m o a c re e ­
dores del c ond e-rey. E ntre los añ os 1179 y 1213 se llevaron a cabo
periódicas auditorías contables de carácter probatorio para controlar a
los alguaciles de los d o m a m o s c ondales de B arcelona, y éstas son, d e s­
pués de las inglesas, las rutinas de c ontabilidad regia m e jo r d o c u m e n ­
tadas de toda la E uro pa latina de la ép oca; en realidad son las únicas
, bien d ocum entadas.121
De manera m uy sim ilar a lo que y a sucediera en Inglaterra con los
;,magistrados con dales, se m a n te n d rá n las d e m a n d a s (p o r llamarlas de
396 LA CRISI S DLL S I GLO XII

algún modo) contra los alguaciles. En el siglo xn, la nueva contabilidad


es de carácter judicial, probablemente en todas partes, aunque en un
determinado aspecto lo sea muy especialmente en Cataluña. Y ello
porque es únicamente en esta región donde el historiador tiene posibi­
lidad de examinar los registros y com prender las vías por las que la
presunta delincuencia de los agentes locales terminará sometiéndose a
un nuevo tipo de juicio. No es casual que los primeros com puta recuer­
den por su forma a los mem orandos de queja, ya que prácticamente
vienen a constituir (por así decirlo ) un desarrollo de los mismos que
terminará superándolos. De lo que se trataba era de distinguir entre las
acusaciones contra los encausados y las acusaciones derivadas, y a esto
se añadía el examen de la convergencia entre los intereses populares y
ios regios. El escribano Ponce estaba al tanto de todo, dado que había
sido él el encargado de consignar por escrito los episodios de violencia
que supuestamente habían afligido a Guillermo de Santmartí; y tam­
bién había sido él el encargado de proceder al registro de los apuntes
contables de Estopiñán, Molió y Ribas. Además, en los dos últimos
casos al menos, cabe pensar que los alguaciles o los administradores
mencionados en las primitivas relaciones contables no eran sino granu­
jas acusados por los campesinos.

Durante el tercer cuarto del siglo xn se observarán signos, práctica­


mente en todas partes, que indiquen la aparición de una nueva contabi­
lidad, más inquisitiva y flexible. Puede que en las ciudades toscanas y
lombardas se conservara algo parecido a un conjunto de auditorías de
los ingresos públicos. No obstante, cuando dicha práctica comience a
observarse claramente, como sucede en Pisa — aunque no antes de la
década de 1160— , parecerá tan novedosa como el programa consular
en el que figura .122 No es posible que en la mayoría de los lugares y
señoríos hubiera quedado claro por entonces que en una economía
próspera era preciso realizar auditorías contables a los funcionarios lo­
cales a fin de consolidar el poder de los señores. El sistema catalán en­
tró en declive después del año 1213, como veremos; y en Francia, don­
de los monjes de Saint-Denis y Clunv estaban sin duda al tanto de las
implicaciones de la idea de croissanee, no hay pruebas que indiquen el
inicio de ningún cambio hasta después del año 1200. Dichos monjes no
vieron necesidad alguna de revisar su método prescriptivo. En la Ale­
reso lu c ió n : las intrusiones de los g o b e r n a n t e s 397

mania de los Hohenstaufen se aprecia notablemente la actividad del


personal de la curia, aunque el único documento escrito del siglo xn
que se ha conservado y que puede dar fe de su trabajo es una lista pres-
criptiva de obligaciones públicas que resulta imposible techar con se­
guridad. Lo m ismo sucede en España, en cuyos archivos, rebosantes
por la intensa actividad de los señores-reyes, no se encuentra nada — a
semejanza de lo que ocurre en Francia y en Alemania— que venga a
probar una alteración del compromiso con el servicio patrimonial.
Prácticamente en todas partes la lealtad y las obligaciones vincula­
das al arrendamiento seguían siendo importantes, y quizá se las conta­
bilizara más que al propio dinero. Esta es la razón de que la recauda­
ción de impuestos con la que se vino a prestar apoyo a las cruzadas
constituyera un acontecimiento trascendente y ofensivo. No es casual
que la financiación de la Tercera Cruzada coincidiera con la aparición
de nuevas iniciativas contables. Y esto no es todo. Desde el punto de
vista matemático, la contabilidad seguía siendo prescriptiva, es decir,
se ocupaba más de enumerar y de materializar valores, tanto en efecti­
vo como en especie, que de consignar o generar beneficios. Los seño­
res continuaban realizando catastros de sus tierras e inventarios de sus
derechos, aunque la sustancia de dichas listas cambiase conforme se
modificara la posición social de su personal dependiente .12 ' Sin em bar­
go, lo que no cambiaría, en las cuentas fiscales de todo tipo, sería la
utilización de los números romanos. Pese a que se tiene amplia cons­
tancia del uso de cifras arábigas en torno al año 120 0 , no aparecen en
ninguno de los registros catalanes e ingleses, que son con mucho las
más completas pruebas de actividad contable en el período que abarca
este libro, y aún tardarán mucho tiempo en aparecer .121

C o a c c ió n , c o m p r o m is o y a d m in is t r a c ió n

El predominio de los señoríos fundados en la explotación planteaba


otro problema a los contables, y no sólo a ellos. ¿Cómo iba un preboste
o un alguacil a reconocer, y no digamos ya a consignar fehacientemen­
te, los ingresos obtenidos por unos gravámenes no consentidos? ¿Y a
quién pertenecían dichos ingresos, caso de no considerar que se trataba
sin más de una de las formas en que el señor remuneraba a sus sirvien­
tes? ¿Eran legítimos'? De lo que podem os estar seguros es de que no
398 LA CRISI S DEL S I GLO XII

debía de resultar fácil tenerlos por oficiales. Y si un preboste, un algua­


cil o un ministro respondían únicamente de su lealtad, ¿cabe concluir
que los deberes de su cargo se redujeran a mostrarla? ¿Se trataba de un
servicio «oficial», en cualquiera de los sentidos posibles?
Podemos decir que en estas interrogantes convergen dos cuestiones
y que esa convergencia constituye una fase característica de la historia
del poder en el siglo x i i . La primera cuestión nos remite a la naturaleza
y la extensión del señorío arbitrario. Y a estas alturas ya debería estar
claro que este fenómeno del señorío arbitrario estaba más extendido
que el del «mal señorío». Si los «malos señores» se hacían notar en esta
permisiva época se debía no sólo a que se comportaran notablemente
peor que la m ayoría de los señores — siéndolo ellos m ism os— sino
también a que constituían otros tantos ejemplos de exceso en un modo
de dominación por entonces habitual. La segunda cuestión radica en
determinar si esta práctica del señorío, con su propensión egoísta a la
superioridad afectiva, era o no compatible con lo que Pierre Bourdieu
ha denom inado «estrategias de oficialización » . 125 ¿Hemos de pensar
que el cómputo de la lealtad era en último término una práctica contra­
dictoria?

Cartas de fra n q u icia : unas cuantas lecciones pertinentes

Hemos de presentar ahora otro tipo de prueba documental. Las


«cartas de libertades», como a m enudo dan en llamarse, se hicieron
célebres gracias a los trabajos de Henri Pirenne, que las consideraba el
punto de acceso al elaborado mundo de la prosperidad urbana. Pese a
los muchos matices que hayan podido hacerse a sus trabajos, el hecho
de que esta interpretación venga conservando su vigencia por espacio
de un siglo parece situarla al margen de toda controversia. Sir James
Holt ha mostrado que un determinado tipo de cartas de este género lo­
graría dar expresión normativa a las nuevas estructuras del poder aso­
ciativo, explicando asimismo el modo en que consiguieron hacerlo .126
Mediante otra clase de cartas se crearán las comunas juradas de Francia
e Italia, o se reconocerá su legitimidad. Una tercera categoría de cartas
servirá para estimular el interés de posibles pobladores, o para atraer­
los: de hecho, las cartas de la península ibérica que se denominan car­
tas de población y de fueros constituirán un subconjunto notable de las
R E S OL UC I Ó N: LAS I NTRUS I ONE S DE LOS G O B E R N A N T E S 399

cartas de este último tipo. Puede decirse que las cartas, fueran de la
clase que fueran, venían a constituir algo así como instrumentos de
señorío. Tanto si eran el resultado de una petición como si derivaban de
un impulso o de un conjunto de debates previos —-en lo que quizá fuese
el caso más frecuente— . todas ellas proyectaban normativamente las
consecuencias de las confrontaciones locales. Se multiplicarían de for­
ma generalizada con posterioridad al año 1050, aunque lo que aquí re­
sulta relevante es el doble hecho de que de los muchos centenares de
cartas de privilegio que dieron en concederse hasta el año 1225 aproxi­
madamente, una importante cantidad esté fechada en los primeros tres
cuartos del siglo xn, y de que, consideradas globalmente, constituyan
el primer impulso perceptible de reacción cultural contraria a la institu­
ción del señorío explotador. Al definir el privilegio en términos colec­
tivos y limitar la concesión de las prerrogativas más voluntariosa o ar­
bitrariamente egoístas, las cartas contribuirían a prom over intereses
como los de la segundad, la justicia o la libertad, los mismos intereses
cuya garantía exigirá una mayor competencia profesional de los agen­
tes en quienes se delegue esa función. De este modo terminarían por
crear los primeros funcionarios de servicio urbano.
Afirmarlo así es, desde luego, una exageración, pero lo hacemos en
interés de la claridad. (Es también el momento de señalar que un análi­
sis estrictamente weberiano del incipiente poder burocrático pasaría
por alto la realidad histórica, ya que no hay signo alguno de que los
europeos del siglo xn juzgaran que el señorío y el funcionariado cons­
tituyesen dos categorías opuestas — lo único que percibían, por así de­
cirlo, era que siempre que ambos desempeños se presentaran juntos
resultaban recíprocamente perjudiciales— . Com o ya hemos visto, los
reformadores gregorianos tenían una cierta noción de la corruptibilidad
asociada al ejercicio de un cargo público ; 127 y en el siglo xn nadie tenía
la más mínima duda de que los señores, fuese cual fuese su posición
social, ejercían «cargos» (ojficia) de p o d er .128 Con todo, en tom o al
período comprendido entre los años 1125 y 1138, un señor-obispo lo­
cal, Ulgerio del Anjeo, no tendría inconveniente alguno en preguntar al
preboste de Sammai^olles si su p re p o s itu r a constituía una tenencia
hereditaria o se trataba de un privilegio concedido por gracia del obis­
po.129 Podrían citarse innumerables ejemplos del mismo tenor.)
Será la simple promulgación de las cartas lo que contribuya a crear
a los mencionados funcionarios al establecer límites al señorío — o,
400 LA CRISIS DLL S I GLO XII

para ser más exactos, a! poner freno a la normal arbitrariedad por la que
se regían dichos señoríos— . Esta verdad se aplica incluso a los más
célebres especímenes del género — aun en el caso de que fuesen cartas
muy poco características— : esto es lo que sucede, por ejemplo, con la
«carta de coronación» concedida por Enrique I a los ingleses en agosto
del año 1100. En ese texto se menciona, ya en el encabezamiento del
primer artículo, la «opresión» de las «exacciones injustas»; de hecho,
esta alusión figura antes incluso que la estimulante promesa de crea­
ción de una «Iglesia libre». Por si fuera poco, el m ismo artículo repite
en dos ocasiones las palabras «malos usos», y a continuación dicta que
quedan, «por la presente, abolidos». Las exigencias arbitrarias de dine­
ro no son los únicos «malos usos» a los que se renuncia, pero sí son los
primeros abusos mencionados, lo que en nuestro caso suscita la si­
guiente interrogante: ¿quién perdía más como consecuencia de esta
concesión, el señor-rey o sus funcionarios ? 130
Tanto el hecho como la pregunta resultan hondamente pertinentes.
Son incontables las cartas que sitúan en el frontispicio de sus concesio­
nes la renuncia a la exacción de tributos arbitrarios, y muchas más aún
las que incorporan dicha prerrogativa en algún punto de su cuerpo do­
cumental. Con todo, lo cierto es que son realmente muy pocas las que
se plantean alguna pregunta relativa al impacto de los privilegios con­
cedidos. En el año 1099, al proponerse atraer pobladores a la región
dominada por su castillo fronterizo de Barbastro, el rey Pedro l de Ara­
gón prometería liberar a los colonos de toda exacción que no fuera la
compuesta por la décima parte «para Dios» (además de las primicias)
y una novena parte para sí . 131 En el año 1110, al autorizar la creación de
una comuna en Mantés, el rey Luis VI de Francia declararía que de ese
modo se proponía poner remedio «a la abusiva opresión de los pobres»,
y a continuación especifica, como primera medida, que la totalidad de
cuantos residan en la comunidad habrán de verse «libres y exentos del
pago de la talla, de cualquier incautación injusta, así como de las credi-
tio y de cualquier exacción que supere lo razonable » . 132 Podemos su­
poner, sin temor a equivocarnos, que ningún rey tenía demasiado que
perder al decidir renunciar a los gravám enes arbitrarios. No serían
ellos, sino sus agentes locales, los m erinos en Aragón y los prebostes
en Francia, quienes se verían perjudicados por las cartas. Y desde lue­
go, éstas no afectaban únicamente a dichos hombres, ya que las comu­
nidades locales de interés se hallaban libres de las exacciones de otros
reso lu c ió n : l a s i n t r u s i o n e s d i -; l o s g o b e r n a n t e s 401

amos, así como de los impuestos de los señores-reyes .133 En el odio que
expresa Guiberto de Nogent hacia algunas com unas en torno al año
1115 se percibe parto del resentimiento acumulado por los afectados.
En el año 1140, Luis VII recuerda tanto al alcalde como a las gentes de
Reims que si les ha concedido la carta de constitución en comuna (to­
stando como modelo la anteriormente otorgada a Laon) no es para in­
vitarles a violar los derechos consuetudinarios de las iglesias locales. E
incluso en un período tan tardío com o el de principios del siglo xm,
Jacobo de Vitry se permite tronar contra la «confusión» de las «violen­
tas y pestilentes comunidades» resueltas a «oprimir a los caballeros» y
a apoderarse de su jurisdicción. En esta hastiada exageración resuena
él persistente resentimiento que había producido en los señores de bajo
Tango la amarga derrota de las cartas . 134
Aunque de modo incidental, las cartas de fuero nos hablan por tanto
de la crisis que vivieron estos señores menores, aunque también, no lo
olvidemos, de los medios con los que se hacían con el poder y lo ejer­
cían. La renuncia o la anulación de los gravámenes arbitrarios y de las
incautaciones despóticas vino a señalar (en el mejor de los casos) el fin
de los episodios locales de señorío coercitivo. Más aún, si sumamos a
esto las súplicas y las quejas, así como la renuncia penitencial al cobro
de la talla y al ejercicio de otros «malos usos», lo que observamos es
que la incidencia de las cartas de privilegio, tanto en el espacio como
en el tiempo, tiende a confirmar que el lugar en el que mayor prosperi­
dad conocieron los señoríos banales o arbitrarios fue el ámbito de las
antiguas tierras francas occidentales situadas entre los valles del Ebro
y el Rin. Las colecciones de registros impresos que se han elaborado
permiten acceder fácilmente al contenido de más de quinientas cartas
de concesión de privilegios asociativos pertenecientes a todas estas re­
giones. La mayoría de ellas son otorgamientos efectuados con vistas a
la creación de ciudades, y sus fechas no sólo se ciñen al siglo xn, sino
que se prolongarán ligeramente a períodos algo posteriores. También
en este caso logrará «despegar» en las comarcas rurales de finales del
siglo xn la idea de una ampliación de privilegios. La carta regia de Lo-
rris (según el texto de su segunda promulgación, de 1155) se converti­
ría en el modelo a seguir para unas ochenta y cinco aldeas de la Isla de
Francia; la carta de Prisches (1158) se aplicaría a unas cuarenta pobla­
ciones de Henao, la Cham paña y el condado de Vermandois. Por su
parte, la carta de Beaumont-en-Argonne (1182), promulgada por el ar­
402 LA CRISI S DEL S I GLO XII

zobispo Guillermo de Reims, dio lugar a no menos de quinientas cartas


distintas, sirviendo para la constitución de em plazam ientos en la
Champaña, la Borgoña, la Lorena y otras com arcas . 135 Y a pesar de que
en esta materia no es posible hablar con una precisión categórica, dado
que la idea misma de precisión era ajena a quienes redactaban y orga­
nizaban los registros de la época, podemos decir lo siguiente: 1 ) que en
Alemania, Inglaterra y la fachada atlántica de Francia hubo menos en­
cartaciones, y que éstas se produjeron por lo general en fechas poste­
riores; 2) que su número debió de ser probablemente similar en León y
Castilla, aunque su naturaleza fuese significativamente diferente; y 3)
que las cartas rurales, con frecuencia idénticas a las «urbanas» en cuan­
to al carácter de la comunidad que se proponían crear, se multiplicarían
enormemente a lo largo del siglo xm, fundamentalmente en Occitania
y en Saboya, aunque también en 1a Lorena y la Picardía. En Italia se
empieza a oír hablar de «comunidades rurales» después del año 1100
aproximadamente, y lo mismo sucede en la Toscana y la región de Pa-
dua, según consta en am bos casos en registros que por regla general
son menos característicos que las cartas de fuero . 136
En todas partes las cartas apuntan a la asunción de compromisos con
los señores, compromisos relativos a la potestad de éstos para brindar
protección, imponer gravámenes, e incautarse de propiedades o embar­
garlas. En este libro no podemos sino tocar de pasada este extenso cam­
po de estudio, que dista mucho de conocerse a fondo . 137 En cualquier
caso podemos extraer de él dos lecciones: una relativa al remedio de las
imposiciones arbitrarias, y otra vinculada a la reafirmación de la acción
oficial en las distintas localidades. En ambos aspectos las cartas de fue­
ro, que no constituyen en modo alguno la única prueba, contribuyen a
delimitar una serie de zonas de sociabilidad variable en donde las pre­
siones ejercidas por los diversos señoríos tuvieron que ser necesaria­
mente diferentes. Al oeste del valle del Ebro, región en la que el papel
protector de la monarquía apenas se hallaba sometido a cuestionamien-
to alguno, la persistencia de las comunidades consuetudinarias no sólo
invitaría a definir la existencia de derechos colectivos en los primeros
fueros, también vendría a mostrar en la práctica la coherencia de los
concejos. Con todo, la seguridad de la vida y las posesiones es lo prime­
ro que se estipulará en las cartas, incluso en esta región, una región en la
que las cartas habían empezado a promulgarse en fechas tan tempranas
como las de cualquier otra — según quedará reflejado en las concesiones
R E S O L U C IÓ N : LA S IN T R U SIO N E S Olí LOS G O B E R N A N TES 403

que realice la reina U rraca en el año 1109 — .138 Las nuevas presiones
del señorío, que se harán patentes en los problem as surgidos en Galicia
y en to m o a S ahagún , se reflejarán en las u lteriores cartas de p o b la ­
ción.139 En la Toscana, do nde la am e n a z a de las ciudades desnaturaliza­
rá los intereses agrarios, los señores ded icad os ai ejercicio de la o p re ­
sión podían d esap arecer sin m ás tras las quejas de los aldeanos, ya que
los sucesores de éstos se convertirían en cónsules (es decir, en funciona­
rios). C om o en b uen a parte de Italia, tam bién aquí la rem odefación de
las c om unidades rurales tradicionales vendría a c oincidir c on el in cre­
mento de las presiones señoriales, un fenóm eno generalizado incluso en
aquellos lugares en que no constituía el único im pulso capaz de p r o m o ­
ver la organización a so ciativ a.140 H asta en A lem ania, donde las necesi­
dades mercantiles term inarían m oldeando las cartas de libertad, el é n fa ­
sis en la paz y la seg uridad constituirá una constante indicación de la
permisiva violencia ejercida p o r los señores, o m e jo r dicho, será una
señal de lo necesaria que era la protección. D e este m o do , el d uq ue C o n ­
rado de Z áh rin ger, que debía los p o deres que ejercía en la región de
Brisgovia al reconocim iento de unos com plejo s derechos de adm inistra­
ción, prom etería en Friburgo, en el año 1120, «paz y seguridad en los
caminos a todos aquellos que se dirijan al mercado [de mi r eg ió n]».141 Y
en los casos en qu e junto co n las c o stu m bre s se im po nía un señorío,
como sucederá en el año 1159 cuan do el arzobispo W ic h m an n otorgue
a los colonos las leyes de M ag d e b u rg o — en G rossw u sterw itz— , el h e ­
cho de que se consigne que los pobladores estarán exentos de la obliga­
ción de realizar trabajos fo rzad os en los castillos (b u rg w e re ) sugiere
que en A lem ania persistía un clim a c o a c tiv o .142 En Inglaterra, p o r el
contrario, los ciudadanos de Beverley recibirían en el año 1130 aproxi­
madamente, ju n to con la carta fundacional de su burgo, un escrito que
les dejaba libres { lib e n ef q u ie ti) del p a g o de portazgos, a lo que vino a
unirse un h a n s-h u s — pero no con sta que precisaran librarse de otras
Sujeciones— . Por su parte, en las costum bres de N ew castle, a las que se
atribuye una fecha situada en to m o a ese m ism o período, la única alu­
sión a la violencia se encuentra en un párrafo en el que se concede libre
licencia para em bargar a la gente, siem pre que no se trate de los habitan­
tes del burgo, añadiéndose que, en caso de tener que em b a rg a r a p erso ­
gas del pueblo deberá contarse con el perm iso del ju e z local.143
: En Francia — es decir, en el an tigu o y a m p lio reino franco que se
extendía hasta la frontera m u s u lm a n a — la violencia de los caballeros,
404 LA CRISI S DLL S I GLO XII

los castellanos, los administradores y los creadores de señoríos banales


sería lo que actuase com o causa detonante para la promulgación de
cartas de privilegio (y lo que les daría contenido). Las cartas de Barbas-
tro y Mantés que ya hemos mencionado no serían por tanto sino dos de
las muchas cartas comparables que habrían de promulgarse entre los
años 1075 y 1140 aproximadamente, cartas que, a su manera, prueban
la aparición de una nueva e insufrible experiencia del poder. Estamos
aquí ante un relato que puede estudiarse carta por carta, teniendo buen
cuidado de no pasar por alto el sentido de las concesiones ni su particu­
lar verbosidad. En el año 1077, al fundar una «ciudad en mi población,
llamada Jaca», el rey Sancho Ramírez proclamará renunciar a «todos
los malos fueros que habéis tenido hasta ahora » . 144 En tomo al período
comprendido entre los años 1089 y 1090, el conde Guillermo RamónI
de Cerdaña (1068-1095) concederá la carta a una población literalmen­
te denominada «villa libre» (villa libera, la actual Vilafranca de Con^
flent), calificándola como un lugar «carente de servidumbres», es decir,
exento de las arbitrarias exacciones que se practicaban habitualmen­
te . 145 No es casualidad que la palabra «talla» (tallia, tallagium) se des­
lice en estas concesiones, dado que se trata de una voz nueva asociada
desde un principio con las exacciones contrarias a las costumbres, así
como con el apremio y la violencia . 146 Equiparada en ocasiones con los
llamados «malos usos » , 147 la tallia venía a constituir un sinónimo
aproximado de las palabras taita, fo rc ia y quest(i)a, términos de uso
más común en las regiones m editerráneas .148
La talla como instrumento al servicio del señorío posee una faceta
que aún no ha sido estudiada. Lo que se aprecia claramente, tanto en las
cartas como en las quejas, es que, entendida como un abuso generador
de resentimientos — pues en esa forma se nos da a conocer inicialmen­
te a nosotros— , la imposición de la talla constituyó una práctica obsti­
nada y duradera. Todavía se hallaba notablemente difundida, pese a
que se hubiera mitigado un tanto, en el siglo xm — época en la que se
promulgaron ingentes cantidades de nuevas cartas— . 14y Da la impre­
sión de que el rey Luis VI la hubiera considerado un abuso al que era
preciso poner remedio. El monarca aludirá explícitamente a ella en la
carta que conceda a Mantés; es frecuente que este rey dicte exenciones
para los campesinos asentados en tierras del clero (exenciones que evi­
dentemente les liberaban de las incautaciones que realizaban los pro­
pios hombres del soberano); y fue también él el primero en promulgar
reso lu c ió n : i .a s i n t r u s i o n e s d e l o s g o b e r n a n t e s 405

la carta de privilegios de Lorris, en la que se consigna explícitamente la


inmunidad de la villa respecto al pago de la talla .150 La región en la que
se encuentra esta población era tristemente célebre por el opresivo se­
ñorío que en ella se ejercía. Con todo, el verdadero significado de estas
famosas «libertades» estriba más bien en el hecho de que la influencia
que llegarán a tener en la difusión de este tipo de privilegios se produz­
ca en su mayor parte después del año 1155, al renovar Luis VII su pro­
mulgación inicial; y. de hecho, su decisión de renovar las cartas será
consecuencia de los llamamientos que le habían dirigido los lugareños
de los dom am os concernidos, incluyendo a los señores .151 Incluso en
una fecha tan tardía como la de! año 1 186, las gentes de Saint-Denis
(nada menos) se verían obligadas a suplicar a su señor abate Hugo a fin
de que éste les liberara de las «costumbres de la talla y de los traslados
de las causas judiciales a tribunales de superior instancia, aunque de
hecho [solicitaban también verse libres] de toda rapiña». Al proceder
de ese modo nos facilitan un inusual vislumbre de la psicología colec­
tiva del miedo, un miedo generado por una «odiosa costumbre» que no
estimulaba en modo alguno el comercio con otras comarcas, ya que
además de quitar de la cabeza a los posibles mercaderes foráneos la
idea de acercarse al burgo, animaba a los lugareños a abandonar sus
hogares para no regresar. Ante la súplica, el abate abolió todas las tallas
y las exacciones forzosas, con la condición de que los habitantes de la
población pagaran un impuesto anual de ciento veintitrés libras parisi­
nas. Para proceder al cálculo de este gravamen, el abate y los ciudada­
nos tenían que elegir a diez hombres de buena reputación. Y a su vez,
dichos delegados tenían que dar garantía, bajo juramento, de efectuar
«fielmente» la tasación pedida . 152

En los um brales de una adm inistración pública

Nos encontramos aquí con los ingredientes precisos para el inicio


de una conducta funcionarial guiada por un objetivo social. Es cierto
que en la carta a la que nos referíamos no se afirman los motivos del
abate, así que la única inferencia segura que podem os hacer es que se
trataba de un señor necesitado de dinero. Sin embargo, resulta tan p a ­
tente que el nuevo acuerdo que establece con los lugareños constituye
un compromiso alcanzado para satisfacer los intereses de ambas partes
406 LA CRISI S DEL S I GLO XII

que por fuerza hemos de pensar que tuvo que haber sido ser fruto de un
conjunto de negociaciones en las que se abordaran los requisitos «úti­
les tanto para nosotros como para ellos» (por emplear las palabras del
propio abate); es decir, tuvo que haber sido resultado de unas negocia­
ciones relacionadas con circunstancias no directamente vinculadas con
su señorío.
Aunque estos acontecimientos puedan parecer propios de la época
por la fecha en que tienen lugar, lo cierto es que en el norte de Francia
se producirán con notable retraso. Y es que si el cobro de la talla había
tenido su origen en una exacción arbitraria, quizás en la rutinaria incau­
tación de las cosechas — práctica habitual de los séquitos señoriales
armados— , no hay que olvidar que se trató asimismo de una costumbre
contestada desde el principio. Esto se aprecia no sólo en las alusiones
peyorativas que aparecen en los registros, sino también en los indicios
que nos hablan de episodios de resistencia local o de actos por los que
se viene a cuestionar la finalidad o la justificación misma del impuesto.
Pero retomemos ahora el examen de un acontecimiento que ya hemos
estudiado: el que se produce cuando Raherio de Esarlo renuncia, en
tom o al añol 10 0 , al derecho al cobro de la talla que compartía con los
canónigos de Chartres. En dicha ocasión, Raherio establecerá una re­
serva en su renuncia, reserva que estipulará que, en caso de contingen­
cia extraordinaria, podrá imponer un gravam en por «el bien de esta
tierra», circunstancia que requería no obstante el consentimiento del
m onje que se hallara al frente del monasterio, quien adquirirá en el
m ismo docum ento el derecho a com partir los ingresos obtenidos .153
También tenemos noticia de que, en tomo a esta misma época, e igual­
mente por esa zona, se consideraba permisible que un caballero cobra­
se la talla en distintos casos: por ejemplo si se le casaba una hija legíti­
ma, si deseaba adquirir un castillo, si necesitaba reunir una determinada
suma para pagar un rescate y librarse de un cautiverio, etcétera .154 Y
cuando el rey Felipe 1 prohíba al preboste de Bagneux que exija «el
traslado de una causa judicial o realice exacciones ... violentamente»,
¿no hemos de colegir acaso que lo hace para permitir la implantación
de unos impuestos aceptables ? 155 Podemos imaginar, sin miedo a incu­
rrir en ningún error, que hasta las peores tallas contaron con el auxilio
de alguna justificación; más aún. eran muchos los señores que conse­
guían que la práctica de la talla se convirtiese en sus domaníos en un
elemento consuetudinario m ás . 156
reso lu c ió n : las intrusiones de los g o b e r n a n t e s 407

Con todo esto se nos olvida hablar de la talla. Resultaba más senci­
llo proceder a una recaudación arbitraria entre los campesinos que en­
tre los habitantes de una población, pero en ningún caso se asumían
responsabilidades por efectuarla. La relación de superioridad no era
negociable, y se trataba además, necesariamente, de una relación extra­
oficial. Con todo, los ingresos obtenidos mediante el ejercicio de una
coacción armada debieron de haber sido por fuerza lo suficientemente
problemáticos como para estimular un tipo de compromisos capaz de
permitir que los señores que deseaban convertir sus pretensiones y su
violencia en ingresos consuetudinarios fijos lograran conservar el co­
bro de la talla. En lom o al año 1110, tanto la talla como la violencia fi­
gurarán al frente de la carta comunal de Mantés. En Laon, el debate
sobre la talla debió de com enzar alrededor del año 1 1 1 2 , fecha en la
que la gente conseguiría consolidar su prim era carta comunal, pero
como es obvio los problemas derivados de una coyuntura violenta da­
rían pie a iniciativas más radicales en años posteriores. En el año 1128,
y a pesar de su evidente originalidad, la disposición que dictaba que
todo hombre que no hubiera satisfecho la talla debería pagar en lo su­
cesivo cuatro denarios en unos plazos predeterminados quedó eclipsa­
da por el reconocimiento de que el alcalde, auxiliado por un conjunto
de hombres juramentados (jurati), era ahora el encargado de mantener
el orden en Laon. No menos de diecisiete de los treinta y tres artículos
de esta «institución de paz» sugieren que. entre otras, las realidades
predominantes eran las de las incautaciones y las afrentas no reparadas
mediante una venganza . 157 La justicia relativa a todas las cuestiones no
incorporadas de forma natural a la jurisdicción de otros señores, inclu­
yendo al rey y al obispo, pasaban ahora a manos del alcalde y de los
hombres que habían jurado ayudarle. Y aunque parezca ocioso especi­
ficarlo, es casi seguro que tanto ellos como sus asesores debían de tener
algo que decir en relación con el cobro de la talla, recién transformada
en un impuesto consuetudinario .158
¿Podemos decir que la regulación de los gravámenes y de la justicia
por estas vías hubiera adquirido la importancia suficiente como para
inducir la creación de nuevas responsabilidades de poder? .Se hace di­
fícil pensar que la gente de la época pudiera haberlo considerado así.
Los alcaldes debieron de ser algo así com o unos capataces de aldea
{villici) de patente autoridad, ya que su propia denominación (m ajor)
. indica precisamente preeminencia. En todas estas cartas lo que hace el
408 LA CRISI S DLL S I GLO XII

señor-rey es más confirmar que instituir. La figura del alcalde y de los


hombres vinculados a su cargo por un juramento surgirá en unas comu­
nidades de circunstancia en que las venganzas y el señorío ya habían
comenzado a perder peso. Estas autoridades establecieron acuerdos en
los que aún no se especificaba nada en relación con la elección de los
cargos, la capacitación de los mismos o las responsabilidades que les
incumbían. Y si ahora examinamos nuevamente el pacto alcanzado en
Saint-Denis en el año 1186 y lo comparamos con las primeras cartas de
privilegio, veremos confirmada la impresión de que ya desde entonces
venía operando una suerte de inercia conceptual. En este aspecto, como
en todo el problema que plantea el tipo y la naturaleza de los cargos, las
pruebas que nos hablan del establecimiento de compromisos jurados
resultan decisivas.
Para empezar, el juram ento del año 1 186 es un juram ento de leal­
tad. Es el abate, y no los hombres juram entados de Saint-Denis, a los
que simplemente consulta, quien designa a sus asesores; y a lo que les
obliga el juram ento que pronuncian es a efectuar «lealmente» (fideli-
ter) la recaudación. Pese a que puedan haber sido elegidos en razón de
su experiencia o su pericia, no hay en el documento ninguna indicación
en este sentido, lo que sugiere que el juram ento tenía un sesgo de sumi­
sión al señor abate.15y Podríamos decir por tanto que en este texto todo
se desarrolla prácticamente como de costumbre. En el año 1089 el al­
calde de una aldea sujeta a Saint-Martin-des-Champs (en París) debía
ju rar fidelidad al prior y a los monjes, comprometiéndose a entregara
cada uno de ellos la mitad de los ingresos obtenidos. A principios del
siglo xn, unos cuantos aldeanos dependientes de la abadía del Santo
Padre de Chartres contaron con la ayuda de un hornero obligado ajurar
que no habría de comportarse deslealmente con las ganancias, las cua­
les habían de revertir a la iglesia y a los feligreses.I6U En ocasiones se
expone de forma explícita el significado social de este tipo de ritos. En
el año 1118, los siete hombres que representaban a Cremona en el liti­
gio por el que la ciudad venía a reclamar su derecho a una parte del
castillo de Soncino se vieron en la necesidad de mostrar lealtad a la
«comunidad» integrada por los pobladores, y a mostrarla además en el
mismo sentido en que pudiera hacerlo «un vasallo hacia su señor ».161
En el año 1 148, al conceder una aldea a los monjes de Saint-Troud, el
conde Teodorico de Flandes dejó estipulado que los villicus tenían la
obligación de rendir homenaje al abate y jurarle lealtad .162 En todos
reso lu c ió n : las intrusiones de los g o b er n a n te s 409

estos casos, el compromiso obligaba a una prestación de servicios más


o menos análoga a la que realizaban los caballeros que poseían una te­
nencia militar, vínculo que se concebía más en términos de lealtad que
de competencia funcional. «Nuestro preboste», declara Luis VI en su
paréage con el obispo de París (en 1 I 36), deberá mostrar «fidelidad» a
dicho prelado; y a su vez, el preboste del obispo tendrá que correspon­
der con una conducta leal al rey .163 Se trataba de un pacto de confianza,
no de un com prom iso de rendición de cuentas.
No debiera por tanto sorprendernos que las primeras obligaciones
comunales conocidas presentaran el aspecto de otros tantos juram en­
tos de fidelidad. A ju zg ar por sus établissem ents (concedidos por pri­
mera vez antes del año I 180), las gentes de San Quintín vivían rodea­
dos de una red de juram entos — «reservando su Jeuié a Dios, al santo
[patrón de la villa] y al conde y la condesa»— cuyo carácter no era
tanto mutuo como múltiple. Los juram entos de seguridad «comunes»
(quemune), a d hoc, eran similares a los com prom isos jurados que se
realizaban en las regiones mediterráneas para el desempeño de ciertas
fiinciortes. 164 Dicho parecido debía de ser consecuencia del hecho de
que muy a m enudo el juram ento comunal era tan poco específico que
con gran frecuencia se optaba por omitirlo, o por consignarlo de forma
no explícita — como se observa en la carta de M oyon (promulgada
entre los años 1108 y 1 I 12)— . Linos años más tarde, en la de Soissons,
el juramento de la comuna (com m uniam ju r e n t) se convertiría a tal
punto en una prueba de lealtad que todos aquellos que no hubieran j u ­
rado se verían en una situación peligrosa . 165 Hay que decir no obstante
que es cierto que a los ojos de señores-obispos los juram entos de fide­
lidad «a la com unidad», o a la paz, com o sucede en Valenciennes y
Laon, comenzarán pronto a resultar sospechosos, de manera que (por
regla general) dichos clérigos empezarán a equiparar la lealtad a los
objetivos de orden utilitario con otros tantos actos de deslealtad hacia
sus personas . 166 De este modo nos llegarán las primeras noticias de
que, en Italia, se están pronunciando ju ram ento s « contra los obis­
pos» .167 Resultó muy fácil asimilar los juram entos de las comunas de
Compostela (1116) y Brujas (1127), así como los de otras localidades
de Italia y Francia, a sendas conspiraciones, así que este solo hecho
contribuye a explicar por qué la definición objetiva de las metas socia­
les propuestas tardó tanto en cuajar como contenido defendible de los
juramentos. Y tampoco quedaba siempre claro en qué consistía el inte­
410 LA CRISI S DEL S I GLO XII

rés general. Podemos apreciarlo, por ejemplo, en el año 1159, fecha en


la que los m inisteriales de Utrecht se opondrían al obispo «en defensa
de su derecho», recurriendo para ello a una «m uy sólida conjura­
ción » . 168 El modelo de los com prom isos basados en la lealtad siguió
considerándose más respetable, aunque la realidad lo sometiera a pre­
siones cada vez más fuertes. Cabría argumentar que el hecho de traba­
ja r en proyectos utilitarios que servían por igual a los intereses de los
señores y a los de las com unidades vino a constituir para los alcaldes,
los cónsules y los scabini una especie de «leal» liberación de sus debe­
res. No obstante, no había nada parecido a una teoría del servicio fim-
cionarial a la que poder echar mano. Lo más cerca que llegamos a estar
del reconocimiento de la existencia de un desajuste conceptual se ma­
nifestará en la recurrente preocupación que llevará a algunas poblacio­
nes a redefinir las funciones de servicio en términos no feudales ni
hereditarios. Y esto presenta más el aspecto de una pragmática deter­
minación de ponerse en el peor de los casos que el de un planteamiento
que hubiera dado en afirmar que las tareas funcionariales debieran rea­
lizarse mediante actos de nombramiento o estar sujetas a una rendición
de cuentas.

Frente a las torres de N uestra Señora. Dado el argumento expuesto en


las líneas inmediatamente anteriores — argumento que sostiene que los
agentes patrimoniales eran personas que perseguían la obtención de un
poder personal y no estaban obligadas a rendir cuentas— , sería útil
agregar aquí un ejemplo más, en este caso un ejemplo cuyo desenlace
resulta diferentemente pertinente. En tom o al año 1 150, el obispo Gos-
lin de Chartres recibió de sus canónigos una serie de quejas relaciona­
das con la mala conducta de sus prebostes, de los alguaciles [servien­
tes) subordinados a ellos, y de los alcaldes de las aldeas. Estas quejas
aparecen consignadas en dos cartularios sin fecha. El que según la hi­
pótesis más probable es el más antiguo nos habla de los «muchos y
penosos abusos que los alcaldes de las aldeas y los alguaciles que les
auxilian han cometido para quebranto de los campesinos». El obispo
tomó nota de esta queja, señalando que ya le había sido presentada a su
predecesor, y exigió que los juram entos efectuados por los alcaldes y
los campesinos quedaran sometidos a una renovación bianual. No hay
aquí ninguna referencia directa a los prebostes capitulares, que debían :
R E S O L U C IO N : LAS IN T RU SIO N E S DE LOS G O B E R N A N T E S 4 11

de distar m ucho de hallarse libres de toda culpa . 169 Ésta debe de ser la
razón de que una nueva petición, realizada en este caso por los canóni­
gos, indujera al obispo Goslin a comprometerse a una gestión patrimo­
nial en un segundo cartulario — en el que aparecerá consignada la que
parece ser una solución distinta— . En este segundo documento, las
alegaciones, por com pleto familiares, figuran dispuestas a modo de
explicación concebida para justificar la adopción de un remedio esta­
tutario. Los alguaciles de los prebostes, que en ocasiones disponían de
caballos y recorrían las diferentes regiones, no sólo se dedicaban a
imponer a los campesinos la obligación de proporcionarles alimento y
cobijo, sino a realizar demandas que los obispos Ivo y Godofredo, así
como el papa Pascual II, ya habían prohibido mucho tiempo atrás (ex­
tremo que queda al fin clarificado). Los prebostes inquietaban a los
arrendatarios con emplazamientos y otras solicitudes, hasta conseguir
que se les pagaran determinadas cantidades de dinero. Tergiversaban
las buenas y acendradas costumbres de la Iglesia, ya que exigían com ­
pensaciones económicas a los sucesores de los alcaldes fallecidos. Y
todos los prebostes insistían, sin tener derecho a hacerlo, en poseer
casa propia en la sede del prebostazgo.
En esta ocasión, la respuesta del obispo consistió en convertir la
audiencia en un acuerdo aceptable para los prebostes, para a continua­
ción afirmar en primera persona que decretaba (statuim os), con el asen­
timiento de éstos y el consejo de su séquito, la abolición de todas y
cada una de las transgresiones que se habían alegado. Lo que aquí ve­
mos es que, al no limitarse a reiterar sin más las alegaciones, la prohi­
bición de la materia misma que había dado lugar a las quejas las am pli­
fica con la intención de mostrar que el obispo se proponía suprimir el
señorío que reclamaban sus prebostes . 170
¿Equivalía esto a convertirles en funcionarios? Pensar así podría
llevamos a una conclusión precipitada. No se dice nada en absoluto de
su responsabilidad en la función. Y lo que todavía resulta más descon­
certante, en el estatuto del obispo no hay m ención alguna de que los
prebostes debieran ju rar su cargo, aunque dicha práctica contase con
buenos precedentes .171 ¿Quiere esto decir que se resistían a hacerlo?
¿ 0 quizá resulta más verosímil pensar que se haya perdido toda cons­
tancia de los juram entos, o sim plem ente que no se acostum brara a
consignarlos por escrito? Sea como fuere, los juram entos escritos que
figuran en el primer cartulario tienen un interés especia!. En el «jura­
412 LA CRISIS DLL S I GLO XII

mentó de los alcaldes» se renuncia pormenorizadamente a las incauta­


ciones y a las exacciones de todo tipo, incluyendo la obligación de
aportar compensaciones económicas al preboste y de tener que sufrir
ei maltrato de los alguaciles del prebostazgo en el proceso de recauda­
ción de los gravámenes dictados por sus superiores. Más aún, el jura­
mento define explícitamente la responsabilidad que tienen los prebos­
tes «de reunir y pagar [sus] ingresos» por las rentas vencidas, que
debían hacerse pagaderas quince días después, en la tesorería de No-
tre-D am e .172
Esta detallada orientación del servicio, y sobre todo la prescriptiva
definición de la obligación de rendir cuentas, es un elemento nuevo en
Francia. Con todo, difícilmente podría afirmarse que inaugure la auto­
nomía del servicio funcionarial, y ello por tres razones: en primer lu­
gar, porque su propósito explícito consiste en certificar la lealtad a los
«señores» (dom ini) del alcalde, es decir, a los canónigos; en segundo
lugar, porque aparece expresado en la tradicional forma de un juramen­
to de lealtad ; 173 y en tercer lugar, porque todo cuanto se jura respecto a
la gestión de los ingresos es la observancia de una fidelidad personal
— «y en adelante deberé seros fiel» --. Además, el señorial sello de
todo el proceso se confirma con la alusión — de otro modo inexplica­
ble— a un «juramento de los campesinos», que también ha de produ­
cirse, según lo estipulado, en el cabildo. Dicho juram ento consistía en
sustancia en la adquisición ante los canónigos, con la ayuda de Dios «y
de estos santos [Evangelios]», del compromiso de no confabularse con
los alcaldes y los alguaciles en la comisión de sus fechorías .174 A su
manera, se trata por tanto de un nuevo juram ento de fidelidad.

No hay duda de que pueden entresacarse relatos similares de los


archivos de las viejas iglesias de otros muchos lugares, en particular
en las regiones m editerráneas . 175 Lo que estos textos sugieren es que
rara vez se hacen constar por escrito las normales tentaciones que pu­
dieran surgir en los entornos patrimoniales. Y también vienen a seña­
lar que el cargo de alcalde (m ajoria) se entendía com o una función,
tanto en el pasado como en el futuro. A juzgar por dichos juramentos
escritos (al menos en la forma en que han llegado hasta nosotros), se­
ría sin em bargo en las ciudades — más que en la cam piña— donde
recibiría nuevo cauce esa experiencia asociativa. Lo que eso sugiere
resolución : I AS I NTRUS I ONE S DI: LOS gobernantes 4!3

es que e! modelo de una realización de serv icios basada en la fidelidad


personal, pese a su constante presencia, va quedando progresivamente
desnaturalizado al prestarse cada vez más atención a los aspectos más
concretos del interés público. En la H istoria Compostellcma se ha con­
servado un ilustrativo conjunto de juram entos antiguos. En el año
1102, el juram en to que prestan los canónigos ante el obispo Diego
Gelmírez se ajusta al modelo original (de raíz franca), fundado en la
lealtad.176 Sin embargo, dos décadas más tarde, este prelado, ocupado
en luchar contra Alfonso 1 de Aragón — y convertido ya en legado y
arzobispo— , se encontraría «prometiendo ante una asamblea reunida
en Compostela que el senescal de la ciudad tendría la obligación de
jurar que, al adm inistrar justicia, no habría de desviarle de ella ni el
amor ni el odio m el dinero...». De hecho, ese m ism o ju ram ento se
impondría también a los jueces, incluyéndose además en la fórmula
jurada la preservación de los «buenos usos de la ciudad » . 177 En el j u ­
ramento que prestaron los jueces de Brujas el 27 de marzo del año
1127 se observa una atención más específica al interés público. En
dicho documento, los jueces se comprometen a elegir como conde de
Flandes a alguien que defienda la región, ayude a los pobres y «trabaje
por la común prosperidad del territorio».17s En esta ocasión, el ejerci­
cio del cargo al servicio del rey quedará convertido en una función
rayana en el imperativo cívico.
En Italia, los juram entos no admiten más explicación que la que les
brinda su particular contexto. Por esta época, los notables de las ciuda­
des italianas actuaban en forma de consorcio, unas veces con la ayuda
de cónsules electos y otras sin ellos. Está claro que el concepto mismo de
cónsul apunta al ejercicio de una autoridad funeionarial y pública,
como en el derecho romano. No obstante, estaríamos muy lejos de dar
en la diana si supusiéramos que los primitivos organismos consulares
italianos, como los que hubo en Milán o Genova antes del año 1100, o
los que se verían más tarde en Pisa y Mantua, se hallaban más cerca de
constituirse en algo parecido a un cuerpo funeionarial que losjuramen-
tados de las comunas septentrionales. Dada la ubicuidad del juramento
de fidelidad, no nos resulta posible conocer con m ayor seguridad el
contenido de los juram entos inaugurales de Italia y el sur de Francia
que el de los de Noyon o Laon. Lo que vemos en los primeros juram en­
tos de los cónsules, según se presentan a nuestros ojos, es el trabajo que
éstos tenían encomendado d ese m p e ñ ar— así sucederá por ejemplo en
414 LA CRISI S DEL S I GLO XII

el juram ento de Génova (pronunciado en el año 1143) y en el de Pisa


(que tendrá lugar un año más tarde)— . Lo que parece presentar por su
forma el aspecto de un juram ento incoativo quedará consignado como
una simple promesa: la que obliga al cónsul, en cada caso, a cumplir y
a hacer cumplir los estatutos que se enumeran en la primera parte del
docum ento . 179 En Pisa, antes incluso de que se registren los primeros
juram entos conocidos por los que se acepta el cargo, el consulatus apa­
rece mencionado con las características de una función que no se de­
sempeña en propiedad; además, en la década de 1160 figurará explíci­
tamente en los juram entos una referencia a la «función del consulado».
En tomo al año 1162, la totalidad del complejo formado por las respon­
sabilidades cívicas habrá quedado convertido en un compromiso jura­
do que todos los cónsules deberán pronunciar al asum ir el cargo: se
tratará en realidad de un refrendo a un programa de acción anual que
adopta la forma escrita de un juram ento .'80
Entre los distintos registros que terminarán pareciéndose al jura­
mento de un cargo hay uno que procede de la Provenza y que se cuen­
ta entre los más antiguos. Fue probablemente el arzobispo Raimundo
I de Arles (1142-1160) quien, en ios últimos años de su pontificado,
viniera a reform ar lo que él da en llamar el «buen consulado [de la
ciudad], legal y comunal». Incluido en un cartulario de costumbres
que carece de fecha, esta promulgación presenta todo eS aspecto de un
texto fundacional, y de hecho será copiado muy pronto — y volverá a
serlo posteriormente en numerosas ocasiones— . Según lo que aquí se
prescribe, el consulatus de Arles concierne tanto a la totalidad del po­
pulacho que ju ra como a los cónsules, constituidos en un organismo
de doce hom bres integrado por cuatro caballeros, cuatro burgueses,
dos hombres del mercado y otros dos del nuevo burgo. En este caso
resulta característico que el remedio a la violencia constituya la prin­
cipal preocupación; además, el cartulario parece redefinir las jurisdic­
ciones a fin de no incomodar el señorío de terceras personas. Con todo,
el señor-arzobispo intentará por todos los medios no tener que darse
por enterado de la existencia de insignes malhechores. Los cónsules
electos debían de estar facultados para valorar y ejecutar sentencias.
Tenía que designarles un conjunto de electores que hubiera jurado
nom brar a los hombres «más adecuados ... para gobernar la ciudad»
— elección que no obstante se realizaba tras la pertinente consulta con-,
el arzobispo— . Por su parte, los nuevos cónsules estaban obligados;?
r e s o l u c ió n : la s in t r u s io n e s d e lo s g o b e r n a n t e s 415

jurar, y lo hacían de a c u erd o con u n a fó rm u la q u e les exigía, te x tu a l­


mente, « re g ir y g o b e rn a r» en fu nc ión del m e jo r p a re c e r que pud iera
hallarse, sin a b a n d o n a r sus puestos en tanto no fu esen reem plazados.
Para za njar las disp utas internas debían p u lsa r la o p inión del c o n su la ­
do en pleno y del a r z o b is p o .iX1
El c a rtulario y el ju ram ento de Arles señ alan el c o m ie n z o de una
nueva fase en la historia del poder. La lealtad debida a los señores que
ejercían su d o m in io en la vida p úb lica pasa a darse por su puesta o a
omitirse, c u a n d o no a m b a s cosas. Se d escribe y d etalla la « g o b e r n a ­
ción» (es la p alabra u tilizada) e n una serie de cláusulas que p arecen
tener un carácter crucial. Cierto es que las garras de los señores locales
que reivindican que se les rindan honores se ciernen a m e n a z a d o r a m e n ­
te sobre el proceso. A un así, lo que ob serv am o s en estos lugares es que,
por una vez, el o rde n p úblico o cu pa el prim e r plano. ¿Podría venir esto
a señalar la influencia en Arles de algún g rupo de estudiosos del d e re ­
cho rom ano? Cierto tam b ién que en Arles no se ha c o nse rv a d o prueba
escrita alguna de las rutinas de g obierno qu e se in stituyeron, c o n toda
probabilidad, en la d écada de 1 150, es decir, de las prácticas a las que
el cartulario de esta ciudad alude con las expresiones p u b lic a co n silia
y negocia. A parte de éstos, pocos c o nsulad os o c o m u n as de finales del
siglo xn lograrían un re c o n o c im ie n to de a u to n o m ía sem ejante. U no de
los lugares en que term in aría la m e ntá nd ose esta circu nstan cia seria la
localidad de Sain t-A n to nin, en la región de R ou erg ue, a la que le fue
otorgada, en to m o al año 1143, una carta que sin duda debió de suscitar
entusiasmo y qu e ap arece escrita en lengua vernácula. En ella se e x i ­
mía a la p ob la c ió n de «ese mal uso al qu e se d e n o m in a q u e sta », así
como de los otros m u c h o s a busos q ue p erp etrab an el v iz c on de y señor
Isam y sus herm anos. Lo que se o m itía era pre c isa m e n te lo qu e el car­
tulario de Arles ex p o n ía c la ra m e n te en relación con la elección y los
cargos de los doce cónsules; and a n d o el tiem po, cuan do dos o tres ge ­
neraciones m ás tarde alguien procediera a una nueva redacción del c a r­
tulario, esta vez en latín — y al p a re c e r sim u la n d o que se trataba del
original— , se añadirían nu e v o s artículos, y en ellos se incluirían e x a c ­
tamente los elem entos que antes se habían p a sa d o p o r a lto .182 M ientras
tanto, las incom petencias y los excesos del p o de r señorial com enzaro n
a hacerse p atentes en otros círculos. En los re gistros de los C apetos
aparecen algunos ju r a m e n to s de prebostes r e g io s .183 En Inglaterra, ¡os
altos funcionarios ju diciales y los alguaciles d esign ad os para gestionar
416 LA CRISIS IJI-L S IG LO XII

lo estipulado en el Acta jurídica de los bosques* (1184) debían jura^


atenerse a sus m andatos .184 En las monarquías europeas, la prestación
de servicios, largo tiempo basada en las lealtades personales, parece
estar más próxima a asumir, aunque con muy lento avance, las caracte}
rísticas propias de una condición iuncionarial ligada a la rendición de:
cuentas.

Lo que sin duda consiguieron las cartas fue el rechazo — y unre7


chazo generalizado— del señorío arbitrario. Se convierten por tanto en
una ventana que nos permite entrever, pese a hallarse velada por la
bruma, un conjunto de debates no registrados por escrito y relativos a
la co necta disposición de otros recursos materiales. Y a pesar de que
en esos debates se fomente la creación de nuevas convergenciasde in­
terés — verdaderas encarnaciones de los gobiernos locales— , no apare­
ce en ellos, en principio, nada que tienda a prom over el rechazo, y
menos aún la renuncia, al viejo dominio oficial por el que el rey, el
conde, el obispo y los dem ás señores habían terminado colaborando
con los agentes locales en la renovación de los poderes públicos sub­
vertidos por el señorío. Podemos decir que las cartas hicieron algo más
que cubrir con un velo las luchas que las habían originado, puesto que
no hay duda de que las suprimieron. Sin embargo, no es posible seguir
m anteniendo que los protogobiernos del siglo xn fueran obra de una
bourgeoisie revolucionaria. Si los célebres levantamientos de Laon,
Compostela y Brujas (donde a fin de cuentas eso fue lo que se produjo:
un alzamiento) han merecido un estudio que los sitúa en su contexto,
hay otros episodios de agitación igualmente llamativos — fundamen­
talmente los de Le Mans, Milán y Vézelay— que apenas han sido men-

* A cta regia por !íi que se re serva el u so exclusivo de ciertos bosques al esparci­
m ie nto de ios reyes y los m ie m b r o s de la alta nobleza — los cuales los utilizaban por
lo general para dedicarse a la caza —. Serían los no rm an d o s quienes introdujeran la
c o stu m b re en Inglaterra en el siglo xi. Su aplicació n alcanzará el m áxim o apogeo
entre los siglos xu y xm, a unque se m anten drá hasta m edia do s del xvil. Quedaban
som etidas a esta «ley forestal» no sólo las zonas arboladas, sino tam bién las prade­
ras, las aldeas, las p oblacio nes y los c am p o s de cultivo de una determ inada zona. Las
penas que se im ponían a un plebeyo que cazara los ve n ado s del rey podían ser muy
severas: Knríque II de Inglaterra dicta p o r ejem plo, en la ley de 1 184, que se deberá
cegar a los transgresore s. (N. de los 1.)
R E S O LU C IO N : l AS IN TR U S IO N E S DE LOS G O B E R N A N T E S 417

donados. Sus desarrollos no son tan distintos. En la inmensa mayoría


de los lugares, este tipo de convulsiones com enzaron a evitarse tan
pronto como los obispos y los condes comprendieron el interés de re­
nunciar a los elementos de crónica arbitrariedad de sus respectivos se­
ñoríos, aunque sin dejar por ello de aferrarse a los beneficios derivados
de su jurisdicción y de los mercados.
Esta es la razón de que, en la Tolosa francesa, el «concejo común»
de notables gobierne con el parecer del conde Raimundo V (este con­
cejo podía estar integrado por una o varias personas, y además había
iniciado sus tareas legislativas ya en el año 1152, lo que resulta llama­
tivamente excepcional para la ép oca).1SÍ Cierto que una generación
más tarde, los cónsules tratarían de sacudirse el yugo impuesto por el
mismo señorío del conde, ya entrado en años. Aun así mantendrían,
incluso en el apogeo del poder autónomo que llegarían a ejercer, la re­
lación de lealtad mutua que les unía al conde. En enero del año 1189 se
llegó en la iglesia de Saint-Pierre-des-Cuisines a un acuerdo por el que
el conde y los cónsules en un acto en el que Raimundo proclamaba
ser su «buen señor»— se prestaban recíproco juram ento de fidelidad,
haciéndolo adem ás en los específicos términos de gobierno que en
otros lugares se asignaban a los consulados . 1146 Es más, a los condes
tolosanos de esa época, más preocupados en resaltar su identidad y su
nombre que los lazos de la solidaridad oficial, les encantaba la confor­
table condición señorial, ya que es patente que ellos mismos la ansia­
ban. 1S7 El conde Raimundo VI (1194-1222) pondría el listón todavía
más alto en Nimes, ya que en esa ciudad prom ulgará en el año 1198
una regulación del consulado urbano que vendrá a constituir un rutilan­
te modelo de precocidad de la iniciativa cívica, además de un ejemplo
de tenacidad por parte del viejo señorío público.Ix,s Por esta época, las
ciudades italianas empezarían a buscar el apoyo de señores externos
—los podestci— para mantener el orden. En el juram ento que pronun­
cie en Pisa, entre los años I2Ü6 y 1207, el podesüi Gerardo Cortevec-
chia podrá apreciarse que la presión derivada del anhelo de pacificar
tanto las disputas entre distintas facciones como las enemistades here­
ditarias comienza a trastornar los intereses del orden cívico, reciente­
mente reactivados.ls<) Hay todo un conjunto de urgencias de tipo muy
similar que contribuyen a explicar que la dominación condal no sólo se
verá restaurada en Tolosa durante las cruzadas albigenses, sino tam ­
bién después de ellas . 11,0
418 L A C R IS IS D E L S I G L O XII

Lo qu e resulta llam ativo en esta tendencia es q u e tanto en la década


de 1140 c o m o en fechas posteriores G é n o v a y Pisa y a h u b ie ra n conoci­
do la exp eriencia de un go bierno co m un al, es decir, sorp re n d e que con­
taran ya co n instituciones m ás o m e n o s a u tó n o m a s qu e no sólo se dedi­
caban a la consecución de metas colectivas, sino que a d e m á s establecían
re gistros escritos de sus actividades. Los c ó n su le s de e stas ciudades
eran p o r tanto fu ncion arios en el se ntido m ás ha bitual, esto es, el de
ag en tes de un servicio público: su trabajo ha q u e d a d o con sig n a d o en
las afirm aciones de c o m p ro m iso (b re v i) que ellos m is m o s realizaban y
p o r las que se ligaban a la ciudad, no a los señores — situación que no
se encu entra p rác tic a m en te en ningún otro lugar— . Iyi D e sp u é s del año
1150, a p ro x im a d a m e n te, e m p e z ó a p o d e r disponerse, en cientos de lu­
gares situados tanto en el norte c o m o en el sur de Europa, d e ayudantes
ju ra m e n ta d o s, de sca b in i (funcionarios c uyo cargo constituía una adap­
tación del co n cebido en la época carolingia), de ju e c e s, de alcaldes y de
figuras sim ilares. De to d o s esto s lugares son m u y p o c o s los que nos
han dejado alguna pru e b a , siquiera sea m ín im a, de las rutinas de traba­
j o q u e venían a practicar. La c o s tu m b re d e r e c la m a r que las alcaldías
rurales fu esen co n sid era d a s c o m o una p ro p ie d ad hereditaria continuó
m a n te n ié n d o s e .192
P o r consig uiente, la tendencia a la creación de funcionariados sólo
resulta v isible en un m a rc o m á s am plio: el de la narrativa del señorío,
u n a institución d o ta d a de su s prop ias creden ciales para el desempeño
d e labores sociales. La crono lo gía y la d in á m ic a del p o d e r parece obe­
d ec e r a derivas m ás acc id e n tale s q u e in tencionadas, y d e b e r más a si­
tua c io n e s d e d esfase q u e a p ro c eso s de p ro g re sió n paulatina'. No hay
d ud a de que q uie ne s vivieron en esta época pu dieron percibir los cam-._
bios. Sin e m b a rg o , d e lo que hablaban, im agino, era de la violencia y
de las form as de pon erle rem edio, así c o m o de los tornadizos y proble­
m áticos usos de la lealtad ju rad a .

Las labo r es del po der

Estas p re o c u p a c io n es tardaron en desaparecer. Los m ás importan­


tes se ñ o res-rey es r e c ib ie ro n g ra n d e s a g a sa jo s d e b id o justam en te a la
violencia qu e sufrían sus súbditos, d ado que, al d isp o n e r ya de los méW
dios p a ra su p rim irla , c o se c h a ro n e n un p rin c ip io enc e n d id o s vítores
R E S O LU C IÓ N : LAS IN TR U S IO N E S DE LOS G O B E R N A N T E S 419

por ponerle efectivamente coto. Y si Enrique II había com enzado a


afianzar su poder con el asalto a los castellanos que lo desafiaban en el
Anjeo e Inglaterra, Felipe Augusto de Francia haría otro tanto al em ­
prender decisivas campañas contra los barones del Berry y la Borgo-
ña .191 Dichas campañas, al igual que las que llevaría a cabo unos cuan­
tos años más tarde Alfonso 1 en la alta Cataluña — aunque con menos
éxito— , no fueron simples empresas expansionistas, sino em peños
cuya naturaleza se prestaba claramente a la lisonja, y ésta es la razón de
que en los escritos del monje occitano Rigord, que canta las hazañas
del rey Felipe Augusto después del año 1196, resuenen a menudo ecos
que recuerdan las formas que ya empleara Suger un siglo antes. No
obstante, a finales del siglo xn la propia tradición de la conmemoración
heroica se hallaba a su vez sumida en la confusión. Y a pesar de que los
relatos de los éxitos regios y militares den fácil acomodo a las proezas
dinásticas y a las gestas de las cruzadas que tan llamativamente v en­
drían a colorear con nuevos tonos el mapa del poder entre el año 1170,
aproximadamente, y la fecha de la batalla de Bouvines (1214), hay
otros hechos que estaban llamados a dejar perplejos a sus autores; unos
hechos que a su vez vendrán determinados por lo que a nuestros ojos
parece constituir otro conjunto de cambios de carácter igualmente tras­
cendental: los ocurridos entre bambalinas mientras en el escenario se
representaban los grandes actos de conflicto y sumisión, con su corola­
rio de tratados .194
El relato de dichos cambios nos refiere las peripecias de unos seño­
res-príncipes que com ienzan a utilizar el poder que tienen. Esto no
quiere decir que anteriormente sus vidas, manifiestamente aristocráti­
cas, estuviesen desprovistas de todo objetivo social. Es evidente que no
era así. Los juramentos que realizaban al asumir un cargo les imponían
el deber de proteger y de administrar justicia, y ellos desempeñaban
esos menesteres con variable éxito, según fuesen su naturaleza perso­
nal y sus circunstancias. No obstante, la pasiva respuesta que normal­
mente daban a quienes suplicaban su indulgencia o su favor no fragua­
rá, por lo que nos es dado observar, en ninguna propensión a la rutina,
mientras que. por su parte, las nuevas tendencias que impulsaban la
; rendición de cuentas irán surgiendo calladamente en los mal documen-
; tados experimentos de los servidores patrimoniales. La gestión delega­
ba de la justicia regia, com o la ejercida por Rogelio de Salisbury en
.tiempos de Enrique I de Inglaterra, no constituía un «cargo» designado
420 LA CRISIS DLL SIG LO XII

como tal, y tampoco implicaba la realización de registros escritos pro­


piamente dichos.
Esto habría de cambiar a lo largo del reinado de Enrique II. Sin em­
bargo, es improbable que la difusión del concepto oficial de la función
pública, manifestado por primera vez en las cartas de franquicia y en
las ciudades mediterráneas, ejerciera una gran influencia en las monar­
quías, fueran de la región que fueran. Lo que importaba a los soberanos
era la experiencia que vivían los notables y los clérigos que les servían
y narraban sus hazañas; notables y clérigos a quienes los mismos mo­
narcas elevaban a la dignidad del cargo que mejor les conviniera. Ade­
más, considerados en su conjunto, los registros escritos que efectuaban
acabarían marcados por una nueva concepción del poder, una concep­
ción que aún carece de estatuto oficial y de documentación propia. Para
apreciar estos extremos, por veladamente que sea, es preciso prestar
atención a un conjunto de pruebas muy dispares relacionadas con las
distintas coyunturas circunstanciales que se dan en los diversos reinos
de Europa. En tres de esos casos — que examinarem os a continua­
ción— , las pruebas señalan la existencia de un cambio al que podemos
considerar significativo, cuando no prácticamente irreversible. Una
cuarta coyuntura, que en esta ocasión afecta a la Iglesia católica roma­
na, nos habla de la existencia de un señorío totalmente atípico (puesto
que es electivo), un señorío que comienza a recomponer su condición
natural de administración religiosa.

Cataluña

En los reinos mediterráneos, las declaraciones normativas de las


sesiones jurídicas, así como los Uxatges redactados en tom o a los años
1140 y 1150, redefinirán unos regímenes públicos marcados por un
orden prescriptivo. No obstante, en los diplomas y cartularios que se
han conservado en estas zonas se encuentra muy poca información que
muestre que los señores-reyes de Sicilia y del condado de Barcelona
hubieran comenzado a pasar de una situación definida por una actitud
de pasividad reactiva a otra en ia que predominara la dominación deci­
dida. Y lo mismo ocurrirá en los (demás) reinos hispánicos y en los
condados de la Tolosa francesa y la Provenza. Con todo, las sugerentes
pruebas de otra clase que nos ha dejado la región de Cataluña no sólo
R E S O LU C IO N : I AS IN TR U S IO N E S DE LOS G O B E R N A N T E S 421

1 aguantan la comparación con los docum entos que nos hablan de la


existencia de nuevos impulsos en los reinos septentrionales, también
pueden vincularse en algunos aspectos con las empresas de similar
creatividad que se observarán en otras partes de España y en el sur de
Francia.
■ Según el autor que da continuación a las Gesta com itum Barcm o-
i nensutm , Alfonso II do Aragón (y 1 de Cataluña) «gobernó toda su vida
: el reino con mano firme». Sin embargo, esta afirmación procede de un
texto que no es sino la crónica aislada de un gran señorío. Y cuando en
el año 1194 el mismo señor-rey convoque a otros monarcas españoles,
instándoles a unirse a él en una campaña contra los musulmanes, será
poco lo que consiga: apenas una peregrinación a Compostela. Sin em-
' bargo, en torno al año 1212, cuando su hijo Pedro II de Aragón (Pedro
I de Cataluña, 1 196-1213) participe valientemente en el triunfo cristia-
1 no de Las Navas de Tolosa, las dimensiones y el potencial de su reino
—que se extendía desde el Lbro hasta el Ródano— apenas desmerece-
. rán a los de Inglaterra o Francia . 195 En este sentido, las «gestas» que
f realizó pasarían casi desapercibidas a ojos de los cronistas.
Dichas gestas pueden reconstruirse sobre la problemática base de
los datos que podemos obtener en los registros judiciales y de gestión
fiscal de la década de I 150 que han llegado hasta nosotros. Lo que es-
í tos documentos muestran es que en torno al período comprendido entre
los años 1175 y 1180, puco después de que el rey Alfonso alcanzara la
mayoría de edad, la multiplicación y la acumulación de títulos de dere­
cho a la tutela de un castillo, asi como los convenios y los juramentos,
habían llegado a un punto en el que todo el sistema quedaba reducido a
una contraproducente confusión. Uno de los grandes grupos de perga­
minos que nos hablan de estas circunstancias fue empeñado en el esta-
: blecimiento de un prestamista judío, dado que su valor como garantía
subsidiaria superaba evidentemente el que pudieran tener en virtud de
su utilidad legal. El hecho de que en el año 1178 el notario Guillermo
de Bassa rescate los documentos empeñados, junto con el proceso que
con sumo éxito emprenderá el señor-rey contra el castellano Pedro de
í Llusá (y que le permitirá recuperar dos castillos), vendrá a m arcar no
í sólo la fundación de un importante archivo público europeo, sino que
í determinará incluso el inicio de un nuevo rumbo en las prácticas de
i consignación escrita de las peripecias señoriales. Las primeras marcas
ü de clasificación que se observen en el lomo de los legajos (como puede
422 LA CRISIS DFX SIG LO XII

verse en los originales que han llegado hasta nosotros) pertenecerán a


esta época. Más aún, de finales de la década de 1170 hasta por lo menos
el año 1194 Guillermo de Bassa trabajará con otro notario, Ramón de
Caldas, en la nueva rutina del oficio. Dicha rutina consistía ahora en
realizar auditorias contables a los administradores de los domamos fis­
cales del conde; además, esta actividad coincidirá en el caso del notario
Ramón con el compromiso por el que éste se obligue a llevar un regis­
tro documental de los castillos, asumiendo la tarea de clasificarlos y
transcribirlos en «dos volúmenes» a los que se dará (en un principio) el
nombre de Líber dotn 'mi regis («Libro del señor-rey » ) .196
El orgullo con el que Ramón de Caldas dedicará la obra a «su» se­
ñor-rey Alfonso no sólo nos indica que es consciente del papel que el
mismo desempeña en un servicio notarial que ahora es tenido en mejor
concepto que antes, sino que viene a señalar también la correspondien­
te magnitud del logro del rey. que había conseguido consolidar su po­
der en unas tierras muy extensas y dispersas, compuestas por conda­
dos, feudos y castillos. Además, el «Libro del señor-rey» exponía dicho
logro con singular precisión. El prólogo, que evoca las enormes canti­
dades de mohosos pergaminos amontonados por todas partes con que
hubo de bregar su autor, señala que en los últimos tiempos se había
procedido a clasificarlos por regiones y a consignarlos en nuevas co­
pias a fin de permitir una consulta más sencilla. Además, dicho prólogo
aparece perfectamente ilustrado por una miniatura inicial que sin duda
debió de concebir el propio Ramón de Caldas al terminare! compendio
en torno al año 1192, aunque la ejecución misma quedara diferida du­
rante algún tiempo. Lo que dicha ilustración muestra, con una icono­
grafía de llamativa originalidad, es al compilador Ramón, quien, vesti­
do con sus ropas de deán, sostiene un pergamino frente al rey para que
éste, sentado, lo examine atentamente; junto a Ramón puede verse tra­
bajar asimismo a un copista. «¿Creéis que debemos incluir este docu­
mento?», parece preguntar el deán. No obstante, Adam Kosto ha seña­
lado con gran perspicacia que esa primera impresión podría no ser del
todo cierta. Ni el deán ni el rey figuran bien centrados en ese canónico
entorno de escribanías y escribanos; de hecho, el rey presenta un aspec­
to tan marginal como el del amanuense. Lo que se encuentra exacta- .
mente en el centro es un único y legible (!) pergamino, el que Ramón
sujeta en la mano, junto con otros diez pergaminos desordenadamente "
apilados bajo él, imagen que viene obviam ente a sugerir las inútiles-
R E S O L U C IÓ N : LAS IN T R U SIO N ES DE LOS G O B E R N A N T E S 423

m ontañas de legajos que ahora a c ab a b an de reorganizarse. U n p e r g a ­


mino entre m uchos, el control de las p o sesio nes y el registro fehaciente
de todo ello: eso es lo que expresa la m iniatura. Lo que transm ite no es
tanto un c o n ju n to de p a la b ra s e x plícitas c o m o un elo c ue nte gesto:
«Aquí, señor-rey, reside vuestro p o d e r » .197
¿ P o d e m o s decir que las p alabras e im ágen es de R am ón de C aldas
señalen ta m b ié n el c o m ie n z o de una alfabetización en las prácticas de
gobierno? D os son las razones que nos inducen a p e n sa r que así es. En
primer lugar, R a m ó n dice e x p líc ita m e n te que su c o m p ila c ió n tiene
como objetivo con tribuir a la «felicidad de los súbditos» (esto es, que
con ella se p rop one a y ud ar al rey en su servicio) y estipular a un tiem po
los derechos de «vu estros ho m b re s» y ios del propio rey; adem ás, un
estudio del c ontenido y las rúbricas del LíberJeudorum m aior m uestra
que, en sus p ág in as, la re orga n iz ac ió n de los an tigu os registros no se
limita en m o d o a lguno a una m era recopilación de re súm e n es de d e re ­
chos regios cuestionados. La iconografía presente en el p ergam ino, la
situación del deán en él, y el hecho de que el rey aparezca representado
sin exaltaciones respalda este a rgu m en to . Y e n se g u n d o lugar, la m i ­
niatura que figura en el frontispicio del registro e fectu ado por R am ón
nos ofrece una clave aún m ás im portan te qu e señala que, en el co n c e p ­
to del p od e r que tenían tan to el rey c o m o el deán, la ju stic ia venía a
ocupar un lugar central.
Estas razo nes abren ante nu e stro s ojos una p e rsp e ctiv a histórica
más amplia. El p e rg am in o que R a m ó n sostiene en la m ano resulta ser
un «proceso ju d ic ia l» (iu d ic iw n ), y es fácil identificarlo p o r las p a la ­
bras que en él p u e d e n leerse. Se trata de un c o m p e n d io de decisiones
que carece de fecha y qu e no obstante aparece co piado en el registro de
Ramón; su c o n te n id o alu de a u nas d e te rm in a c io n es que, to m a d as en
tomo al año 1157, g u a rd a n relació n con las sup uestas fechorías del
barón catalán G alcerán de Sales. Es el único proceso judicial que ap a ­
rece representado en la m iniatura, ya que los d em ás p e rg a m in o s que
pueden verse en la im a g e n son ju ra m e n to s , c o n v e n io s y cartularios,
como los que de h e c h o integran el grueso del L íb e r fe u d o r u m m a io r. 198
Además, este d o c u m e n to es el único proceso jud ic ia l escrito (en forma
de iudicium ) de un tribunal de R a m ó n B e re n g u e r IV, y el único ta m ­
bién que se incluye en el registro, pese a que los c om piladores tuvieran
noticia de otros o c h o c o m o m ínim o. ¿ P u dieron h a b e r percib id o ta m ­
bién — de! m ism o m o d o que no ha e sc a p a d o a la atenta m irada de los
424 LA CR ISIS DHL SIG LO XII

eruditos modernos— que de todos aquellos registros, sólo el


so judicial representado en el centro de su frontispicio alude
mente a los Usatges de Barcelona ?,w
Lo que este vinculo significa es que la nueva campaña d
condal emprendida con posterioridad a la conquista de las taifas
Tortosa en 1148 y de Lérida en 1149 habría de asociarse con la redac*
ción de un código de carácter manifiestamente regio. Recordemos que
aproximadamente por la misma época el conde Ramón Berenguer IVr
había imciado una indagación para tratar de averiguar los motivos de
las quejas que había recibido y que implicaban a sus propios servidores
patrimoniales, acusaciones que al parecer debían juzgarse ante su «cor­
te» (cuna). Y los juicios que se han conservado de esos añ o s— conjun­
tos, en su mayor parte, de acuerdos alcanzados entre las grandes igle­
sias por un lado y los nobles y el conde por otro, o de pactos cruzados
entre todos ellos— resultan notables en dos aspectos. En primer lugar,
porque son decisiones de los tribunales del señor-conde o de sus «jue­
ces», no del conde mismo; y en segundo lugar, porque nos muestran a
un conde que actúa tanto en favor de la defensa como de la acusación
en función de los distintos casos. Siempre que resultara imposible in­
vocar alguna ley escrita se precisaba el concurso de los testimonios
orales o el auxilio de los cartularios .200
En estas comprometidas situaciones, hasta los campesinos apela­
ban al orden público. La legislación, los jueces, la rendición de cuen­
tas: todos estos elementos vinieron a producir una renovación en las
tierras de lengua catalana; no hay aquí ninguna invención. Con todo,
podemos tener la seguridad de que algunos de los partidarios y notarios
del señor-conde estaban insuflando un nuevo espíritu al servicio que
prestaban; y además da la impresión de que la inesperada muerte de
Ramón Berenguer IV, ocurrida en agosto del año 1162, vino a trastor­
nar un prometedor nuevo acuerdo entre las familias castellanas y el
propio conde. Lo que necesariamente hubo de perdurar al pasar el po­
der, siquiera nominalmente, a su sucesor, el joven Alfonso — que por
entonces tenía cinco años de edad— , fue un entorno integrado por no­
tables y llamado igualmente curia, entorno que, en la práctica, vino a
gobernar durante la siguiente década los dos reinos que había recibido
como legado el muchacho. En el año 1166, estos notables tuvieron la
desacertada idea de apoderarse de la Provenza, ya que esto habría de
provocar conflictos con la Tolosa francesa, conflictos que, andando el
resolución : l a s i n t r u s i o n e s d i -: l o s g o b l u n a n i f s 425

|mpo, sólo sería posible encauzar gracias a los sensatos acuerdos a


pe llegaría el joven rey con Castilla .201
Comparativamente célebre, esta peripecia dinástica casi parece no
fenir al caso. De los acontecimientos que se produjeron hasta el año
1175, ¿cuáles contribuyeron a sustentar los nuevos impulsos de la ju s ­
ticia territorial? A falta de pruebas que nos muestren que efectivamente
se produjo alguna actividad, la respuesta ha de estar necesariamente
constituida, al menos en parte, por conjeturas, dado que carecemos de
material escrito por los amanuenses. Sigue habiendo procesos judicia­
les, aunque adoptan distintas formas escritas y ya no hacen hincapié en
la autonomía de la corte. Los Usatges se pierden de vista, como si ape­
gas se dispusiera ya de las competencias necesarias para obligar a los
castellanos a observar los legítimos requerimientos asociados con el
'ejercicio del «poder» en los castillos y con su prestación de servicios.
Y da la impresión de que en esos años las reivindicaciones de los gran­
des señoríos debieron de encontrar resistencia en el entorno regio,
como si se hubiese perdido parte del novedoso ímpetu de la década de
1150.202
Las labores asociadas con el poder vinieron a recaer en los cortesa­
nos alfabetizados, entre los cuales destacan principalmente Ponce el
Amanuense (fallecido en el año 1168), Ramón de Caldas (fallecido en
el año 1199) y su hermano Bernardo. Todos ellos eran clérigos que
ascendían peldaños en el favor del rey tanto por su competencia como
por su fidelidad, sobre todo en el caso de los hermanos Ramón y Ber­
nardo, que ejercieron su oficio en el cabildo catedralicio de Barcelona.
Es muy posible que la lealtad fuera lo más importante, como tantas
veces ocurre a lo largo del siglo xn, puesto que Ramón y Bernardo eran
hijos de Porcell, el administrador condal de Caldas, cargo que también
había ejercido otro Porcell, quien muy bien pudiera haber sido a su vez
el sucesor de su padre en la administración. Lstos hombres crecieron en
los mismos círculos que tantas quejas habían venido suscitando entre
los campesinos desde la década de 1140. Al menos uno de ellos, Ponce,
se dedicó a escribir crónicas experimentales en la década de 1150; en
tomo al año 1173, los hermanos Ramón y Bernardo de Caldas se cuen­
tan en el número de los que decidieron implicarse en la elaboración de
un sistema nuevo con el que efectuar auditorías fiscales a los adminis­
tradores; y entre los años 1 178 y 1194, Ramón de Caldas y Guillermo
de Bassa pasarán prácticamente a dirigir el nuevo sistema de rendición
426 LA CRISI S DEL S I GLO XII

fiscal de cuentas, aunque sin dejar de realizar ellos mismos las audito­
rías ni ponerlas por escrito. Su actividad se convirtió en una operación
tan rutinaria como la de la Hacienda inglesa. Los contables del señor-
rey se reunían con los administradores a fin de establecer los saldos en
curso del debe y el haber, y los asientos han quedado registrados en qui­
rógrafos originales de pergamino, uno por cada una de las partes inter-
vinientes. La rutina de trabajo implicaba otra innovación más, una in­
novación seguramente encaminada a remediar el principal fallo de los
antiguos métodos prescriptivos. Los escribanos creaban registros de
información fiscal que servían como elemento de contraste para verifi­
car los resultados de las auditorías. No es casual que comenzaran a re­
dactarse en el m ismo año en que los desafíos de los castellanos más
poderosos vinieron a estimular nuevamente el descuido de la conserva­
ción de archivos. Los contables conservaban las copias del monarca (y
sin duda también los registros), así como todos los cartularios y conve­
nios que pudiera necesitar el señor-rey, Ramón de Caldas sería la figu­
ra clave en ambos em peños .20-1
No hay ninguna señal de que las personas que vivieron en la época
percibieran de algún modo las reformas contables, y menos aún de que
aplaudieran las nuevas costumbres que se les imponían o de que las
recibieran con malestar. Los servicios que prestaban Ramón de Caldas
y sus colegas concernían manifiestamente al interés público, puesto
que venían a minar eficazmente el poder de los administradores y de
los vicarios, aunque no se haya conservado ese parecer en las pruebas
escritas que han llegado hasta nosotros — ya que, de hecho, ni siquiera
se trasluce en los casos en que los autores consignan su propia opi­
nión— . Su trabajo se ajustaba a la tradición mediterránea del incre­
mento patrimonial por medio de una mejor teneduría de libros conve­
nientemente aireada como tal. El orgullo que muestra Ramón de Caldas
en el año 1192 al terminar su compendio ya había sido anticipadamen­
te entrevisto cerca de treinta años antes en el prefacio que había escrito
un canónigo llamado Bernardo para una inmensa compilación de los
privilegios propios de Santiago de Com postela — compilación que
también en este caso aparece iluminada, aunque de forma más tradicio­
nal— , Los grandes cartularios del vizcondado de Béziers (1186-1 188)
y de los señores de la dinastía de Guillermo de Montpellier (c. 1202,
cartulario este último que también cuenta con un prefacio) resultan
comparables en todos los aspectos — tanto por el impulso que los ani^'
resolución : las intrusiones de los g o b e r n a n t es 427

ma como por su objetivo— al L íberfeudorum m aior, cuyo trabajo pre­


paratorio podía muy bien haberse conocido en Occitania .204
La contribución que con esto hicieron los amanuenses de la corte al
poder de su señor-rey resultó ser una solución viable para los retos de la
década de 1 160, ya que gracias a sus registros se supo cómo movilizar
recursos patrimoniales y también cómo consolidar los títulos asociados
a los castillos y a la lealtad de los castellanos. A los ojos de todo el
mundo, Ramón de Caldas y Guillermo de Bassa presentaban el aspecto
de unos administradores, semejantes en términos generales a los fun­
cionarios de un gobierno territorial incipiente. Sin embargo, sus fun­
ciones apenas parecen haber disfrutado de un grado de «oficialidad»
superior al de un cocinero. No poseían (ni llegaron a obtener) ningún
título oficial, y no recibirían ningún obispado como recompensa. Más
aún, es probable que su trabajo generara discrepancias entre los m iem ­
bros del séquito del señor-rey. Lo habitual había venido siendo que los
acreedores pagaran de su propio peculio los alguacilazgos que com pra­
ban, y dado que la mayoría de los alguaciles (o la mayoría de los admi­
nistradores) ejercían sus funciones a modo de tenencias condicionales,
hay que pensar que seguramente algunos de los que figuran en las pri­
meras auditorías debían de ser acreedores .205 Permanece muy oscura a
nuestros ojos la opinión que pudiera merecerles a los escribanos exper­
tos las persistentes alegaciones contra los vicarios y los alguaciles, nin­
guno de los cuales, que sepamos, fue llamado en caso alguno a ju i­
cio.206 Junto con algunos otros am anuenses de Barcelona, ha de
atribuirse a Ramón de Caldas el mérito de haber conservado tanto los
memorandos de queja como los procesos judiciales, textos que en su
discrepancia con la incoherencia funcional del ejercicio del poder vie­
nen a ser apasionados y silenciosos testigos de la situación. Más aún, al
aferrarse a los convenios, juram entos y cartularios, estos amanuenses
habrán asistido consternados a la creciente oposición de los castellanos
y los barones a la paz del señor-rey. Se trataba, como veremos, de una
paz programática que dejaba a un lado todo argumento serio que insis­
tiera en que los Usatges fueran el fundamento del orden público.
Todo lo anterior determina que los textos curiales de los am anuen­
ses estuvieran vinculados a los señoríos patrimoniales de los príncipes,
y también explica que permanecieran asociados a ellos. Al fallecer R a­
món de Caldas y Guillermo de Bassa (los dos morirían en torno al año
1200), lo que se constata es que las auditorías fiscales pasarán a reali­
428 LA CRISIS DHL S IG LO XII

zarse de forma intermitente y balbuceante, ya en tiempos de Pedro II


de Aragón (Pedro I de Cataluña). Hacia el año 1204, los templarios de
la localidad de Palau-solitá se harán cargo de la teneduría de libros,
contabilidad que pronto degenerará en un conjunto de asientos desti­
nados a consignar los imprudentes empréstitos que endeudan cada vez
más al nuevo rey. No vuelve a oírse una sola palabra de los registros
fiscales, que por su contenido prescriptivo podrían haber quedado des­
fasados ya en el año 1200. En tiempos de Jaime I de Aragón (1213-
1276), la regularidad de la rendición de cuentas se pierde por comple­
to, y sólo logrará restaurarse tras la conquista de Valencia en la década
de 1240.207

Estas transformaciones internas no agotan el relato del poder en los


condados que terminarían conociéndose con el nombre de Catatonía a
finales del siglo xn. Sin embargo, nos servirán en este capítulo para
precavemos frente a todo posible argumento que presuma la existencia
de un cambio progresivo. Con su obsesiva lealtad, es posible que los
amanuenses del rey no previeran el potencial que tenían los nuevos
instrumentos de poder que habían ideado. Los procesos judiciales em­
prendidos a lo largo de la década de 1150 — con su minucia en la des­
cripción de los detalles relativos a los procedimientos de alegación,
refutación y toma informada de decisiones— vinieron a señalar el punto
álgido de un orden de carácter cuasi legislativo al que habría de oponer­
se una feroz resistencia en las baronías, las castellanías y los vizconda-
dos de las tierras altas. La justicia territorial, pese a todas las iniciativas
tendentes a recrear delegaciones de poder sujetas a procesos de rendi­
ción de cuentas, aún habría de seguir siendo una esquiva realidad por
espacio de otro siglo más.

Inglaterra

¿Eran muy distintas las cosas en Inglaterra? No planteamos a la li­


gera esta interrogante, y tampoco puede decirse que la respuesta resul­
te tan sencilla como parece a primera vista. El rey Enrique II y sus hijos
(así como su nieto) presidieron, com o es bien sabido, un régimen de
justicia único y experimental. Gran parte de dicho régimen lograría
R E S O LU C IO N : LAS IN TR U S IO N E S DE LOS G O B E R N A N T E S 429

sobrevivir a las turbulencias vividas en tiempos del rey Juan sin Tierra
(1199-1216) y terminaría constituyendo los cimientos de la goberna­
ción regia en e! siglo xin. Para entonces, cientos de familias inglesas y
miles de personas habían puesto a prueba sus reivindicaciones y dere­
chos por medios d i s t i n t o s a los coercitivos, dado que ahora existían
vías procesales. Con t o d o , tampoco puede decirse que la singularidad
insular se limitara a esto, ya que la antigua pervivencia de ias viejas
instituciones locales inglesas ya había despertado antes una generaliza­
da expectativa de orden público, una expectativa que nunca llegaría a
quedar silenciada. A pesar de todo esto, sin embargo, la sociedad ingle­
sa que Enrique Plantagenet proclamaría tener derecho a dirigir a finales
del año 1! 54 difícilmente podría considerarse más «gobernada», o m e­
nos sometida, que el turbulento Anjeo de donde había salido.
Para el año 1178 Enrique habrá contribuido en gran medida a cam ­
biar este panorama. Por eso un clérigo próximo a la corte regia llamado
Rogelio de Howden resumirá como sigue el modo en que el rey había
venido ejerciendo el poder en esos años: «Y permaneciendo en Inglate­
rra, el señor-rey interpeló a los jueces que él mismo había designado en
Inglaterra, preguntándoles si habían tratado a las gentes del reino con la
moderación que exige la decencia». Y al enterarse de que una «excesiva
multitud» de magistrados «oprimía abiertamente» a las personas, el rey
solicitó el «consejo de unos hombres competentes» y decidió reducir el
número de jueces, que de ese modo pasó de dieciocho a cinco,

a s a b e r , d o s c l é r i g o s y d o s l a i c o s , t o d o s e l e g i d o s d e e n t r e los m i e m b r o s
d e su e n t o r n o p e r s o n a l [/'ui)iilici\. Y d e c r e t ó q u e e s o s c i n c o [ h o m b r e s ]
a t e n d i e r a n las s ú p l i c a s [ d a n to r e s ] del r e i n o e h i c i e r a n j u s t i c i a ; y [ a ñ a d i ó ]
q u e n o d e b í a n a b a n d o n a r la c o r le , s i n o p e r m a n e c e r e n e lla p a r a j u z g a r los
litig io s p o p u l a r e s , a fin d e p o d e r p r e s e n t a r el c a s o , si v i n i e r a a s u r g i r c u a l ­
q u i e r c i r c u n s t a n c i a c a p a z d e i m p e d i r u n a r r e g l o , a n t e el t r i b u n a l del r e y y
p o d e r d e e s t e m o d o d e c i d i r lo q u e él m i s m o y los m á s p r u d e n t e s h o m b r e s
del r e i n o c o n s i d e r a r a n j u s t o . :,MÍ

Como si de un faro enclavado en el abrupto litoral de las experien­


cias angevinas se tratara, esta célebre prueba arroja luz tanto sobre el
pasado com o sobre el futuro. Y es que el hecho de que el señor-rey
«permaneciera» en Inglaterra revelará tener carácter premonitorio,
dado que las anteriores visitas de este príncipe de habla francesa (en los
años 1154-1155, 1157, 1163-1166, 1170-1171, 1174, 1175-1176) ha­
430 L A C R I S I S D E L S I G L O XII

bían sido testigos del atento compromiso de Enrique con el poder. En


el año 1178 se reunirá con los jueces designados y no sólo se enfrentará
a ellos sino que, para verificar su éxito, recurrirá a la noción de interés
público — esto es, al argumento de la satisfacción de la gente— . Reali­
zadas las comprobaciones, descubrirá que el sistema falla, se asesorará
e impondrá la creación de un cuerpo judicial que habrá de estar integra­
do en lo sucesivo por un m enor número de magistrados, los cuales de­
berán trabajar además en la corte regia. Estamos aquí, como bien supo­
ne Frederick William Maitland, en los inicios de una curia regis con
capacidad de gobernar .209 De un modo muy similar al de Cataluña, la
justicia revela ser una pieza capital en la redefinición del señorío dili­
gente. Tanto en Inglaterra como en Cataluña, las quejas (clam ores) de
la gente obligarán al príncipe a aguzar el ingenio — y en los mismos
años— . Con todo, la semejanza es meramente superficial, ya que sólo
en Inglaterra tenemos el privilegio de entrever el desarrollo de un pro­
ceso de experimentación con el sistema judicial que puede compararse
con el que ponen en marcha los notarios catalanes al perfeccionar la
gestión patrimonial en las décadas de 1 150 y 1160.
Los clam ores que se dejan oír en el año 1178 no guardan excesiva
semejanza con los que brotan del campesinado catalán. Los ingleses ya
contaban con jueces, el problema es que sus emplazamientos estaban
revelándose inadecuados o perturbadores; las quejas iban dirigidas a
denunciar un comportamiento utilitarista del poder que amenazaba con
devenir arbitrario, aunque de un modo nuevo. Con todo, los jueces son
también uno de los elementos que integran parte de la respuesta del
señor-rey a unas alegaciones de injusticia que se remontan a los co­
mienzos de su reinado. Lo mismo podría decirse de las palabras de su
cronista, palabras que, según es lógico pensar, debían de reproducir en
su literalidad la pregunta formulada por el rey, que había preguntado a
los jueces «si trataban a las gentes del reino con la moderación que
exige la decencia [a7 bene et m odeste tractaverunt hom ines regni]».
Resulta difícil decir si Enrique Plantagenet abrazó el concepto de
utilidad pública comparativamente pronto o si lo hizo con gran entu­
siasmo, ya que ni él ni sus cronistas insistirán en estos extremos — aun­
que se hallaba rodeado de cortesanos alfabetizados que sí estaban fami­
liarizados con ellos— .21° Desde el principio, su intención restauradora
fue la propia de un buen señor príncipe dispuesto a confirmar las bue­
nas leyes antiguas (y a renunciar a las malas), decidido a respaldar los
r e s o l u c ió n : l a s in t r u s io n e s d e l o s g o b e r n a n t e s 431

títulos patrimoniales y empeñado en «renovar la paz». Con todo, su


más urgente y temprana gesta consistió en consolidar los castillos, lo
que nos indica que es probable que su intención — que conocemos por
haberla expresado en las asambleas inaugurales de diciembre del año
1154— fuera ya una respuesta empática a las súplicas y a los clamores.
De ser así, el rey Enrique podría haberse visto empujado por la expe­
riencia práctica a este ejercicio de señorío administrativo. No obstante,
aun suponiendo que le irritara más la infidelidad que la violencia, Enri­
que I dedicaría m ucho tiempo a presionar a su sucesor, Esteban de
Blois, a fin de obligarle a destruir los nuevos castillos que estaban im­
poniendo malos usos. Por si fuera poco, ya bien avanzado su reinado,
lanzaría también una campaña contra los señoríos fortificados, dado
que no estaba dispuesto a aguantar mucho tiempo más la intransigencia
de los barones, y tampoco la de los castellanos interesados. Las rendi­
ciones de Hugo Bigod y Guillermo de Blois, ocurridas en el año 1157,
no habrían de ser un hecho aislado .211
Menos amenazadores (para el rey), aunque capaces de provocar una
perturbación más honda y generalizada, eran los pequeños actos de vio­
lencia que se producían en la campiña inglesa: usurpaciones, incauta­
ciones, desposesiones... La directiva que muy al principio de su reinado
promulgará Enrique para librar a Inglaterra de los caballeros flamencos
pnieba que comprendió que la situación era consecuencia de un desor­
den heredado .212 Las quejas contra la pequeña violencia debieron de
haber sido en la Inglaterra de esta época tan numerosas como en Fran­
cia o Cataluña, aunque hayan quedado registradas de distinto modo, ya
que normalmente no se han conservado sino en los escritos en los que
el señor-rey emitía sus respuestas judiciales. En la primavera del año
1155 (probablemente) Enrique ordenaría al magistrado condal de Lin­
coln que devolviera las tierras de Threckingham al abate de Ramsey, Se
trataba de una tierra «de la que [el abate] había sido despojado injusta­
mente y sin juicio, y si vos no la retomáis, mis jueces lo harán por vos,
de manera que no vuelva a oír ninguna nueva queja sobre ello motivada
poruña carencia de justicia » .213 En los casos judiciales de los años 1155
a 1157 — casos relacionados con los monjes de Abingdon y Athel-
ney— , Enrique y sus cortesanos ordenarán a los magistrados condales
de Oxford y Berk que determinen si los clérigos habían sido despojados
injustamente o no de sus propiedades .214 Los funcionarios y los proce­
dimientos existían ya. y lo único que se necesitaba era activarlos. Sin
432 L A CR ISIS D L L S I G L O XII

embargo, es difícil pensar que el joven monarca se sintiera satisfecho


con el orden que reinaba en Inglaterra, es decir, con el orden cuya ges­
tión encomendaba a sus mandaderos. En el año 1159 se oyó decir que
había bandidos que se ponían de acuerdo con algunos viajeros y que
éstos, disfrazados de monjes, conducían a sus víctimas hasta un lugar
convenido, donde los forajidos les tendían una emboscada .215 Por esta
época, Enrique había empezado a tener noticia de que los clérigos re­
clamaban que se les concediera inmunidad en caso de cometer actos
violentos. En el Anjeo y la Aquitania las cosas no marchaban mejor,
dado que en estas regiones apenas quedaba ya la m enor pretensión de
justicia pública; por otra paite, cuanto más acudía Enrique a sus casti­
llos de la Europa continental — en calidad de rey de Inglaterra y duque
de Normandía y Aquitania— tanto más debía confiar, en Inglaterra, en
las personas que allí debían sustituirle .216 Por consiguiente, una vez
más — como ya ocurriera medio siglo antes— , los hombres que movían
los hilos entre bastidores debieron de sentir la tentación de experimen­
tar con los instrumentos de poder que tenían a su disposición, y sin
duda no faltarían elementos que les animaran a caer en ella.
En tom o a la década de 1160, si no antes, su labor pasaría a ser ex­
presión de las distintas respuestas dadas a las quejas por el rey Enrique,
unas quejas que tanto él com o sus jueces no podían considerar sino
como otros tantos signos de insufrible desorden. Del examen de los
escritos judiciales que han llegado hasta nosotros — principalmente
gracias a recopilaciones eclesiásticas— se deduce claramente que las
apelaciones a la justicia pertenecían por su tipo a cuestiones de orden
jurídico y a asuntos relacionados con la posición social, la propiedad v
cosas similares. Y dado que todas estas cuestiones habrían de quedar
muy pronto codificadas, se obtiene la impresión de que las necesidades
procesales, al tener que hacer frente a los múltiples casos de ausencia
del rey, terminaron por estimular la puesta a punto de nuevos remedios
con los que administrar justicia. Al parecer, dichos remedios no figura­
ban en las proclamaciones legislativas, ya que bastaba con que los jue­
ces se pusieran de acuerdo en las reformas de la palabrería jurídica con
la que se instituían por un lado los procesos dirimidos mediante el
utrum — procesos que aparecen mencionados por primera vez en las
C onstituciones de C larendon del año 1 164 (la noción de utrum podía
aludir tanto al abono de unos honorarios laicos como al pago de una
limosna)— , y con la que se zanjaban, por otro, aquellos que requerían
re so lu c ió n : i a s in tru sio n e s de lo s g o b e rn a n te s 433

el uso de la novedosa herramienta de la desposesión, que pese a no


venir citada en el A cta tic Clarcndon (del año 1166) se halla evidente­
mente relacionada con ella. Los documentos escritos que acabamos de
mencionar, pese a ser distintos por su génesis y por su naturaleza, guar­
dan relación tanto con la jurisdicción — son la prueba de que en Ingla­
terra los tribunales de justicia habían arraigado mejor que en otras re­
giones— como con el remedio utilizado para paliar la comisión de
delitos y la violencia.21' Y a pesar de que a primera vista pueda parecer
que las C onstituciones no tienen relación alguna con el orden público,
lo cierto es que, de hecho, la disputa vinculada con la responsabilidad
de los «clérigos delincuentes» distaba mucho de ser una disquisición
abstracta Dicha polémica surgió poco después de que Tomás Becket
fuera elevado a la dignidad arzobispal (en el año 1 1 62), ya que lo ocu­
rrido entonces indujo a creer al señor-rey que si el canciller que él m is­
mo favoreciera un día podía mostrarse a un tiempo desleal e ingrato, lo
mismo debía esperar de los clérigos de su nueva orden, que podrían
revelarse por consiguiente tan culpables de la perpetración de crímenes
violentos o de violaciones como los individuos laicos. En el Concilio
de Westminster (celebrado en octubre del año 1163) se había alegado
que los archidiáconos no estaban ejerciendo el poder «con la modestia
propia de un prelado, sitio con tiranía, alterando la vida de los legos con
calumnias y la de los clérigos con exacciones indebidas » .218 Para con­
solidar estos esfuerzos tendentes a la organización de una justicia ad­
ministrativa era preciso contar con una presencia enérgica; no obstante,
si en Inglaterra la respuesta del rey Enrique al fácil y habitual recurso a
la violencia se había situado ya en esta nueva fase, no ocurría lo mismo
en las tierras que este mismo monarca poseía en la Aquitania. Enrique
habría de pasar los siguientes cuatro años en esa región, dedicado a un
ejercicio más elemental del poder, ocupándose personalmente de go­
bernar la Normandia y haciendo frente a un rey de Francia cuya auda­
cia había aumentado en el año 1165 a raíz del nacimiento de su hijo y
heredero. Con todo, su principal desvelo consistió en subyugar los cas­
tillos y las baronías que se interponían en su avance hacia una comple­
ta dominación territorial.-,l)
Esos cuatro años habrían de convertirse para él en un período de
pruebas durante el cual tendría oportunidad de comprobar la eficacia de
todo un conjunto de iniciativas más sutiles y rigurosas en la aplicación
del poder regio. Tras regresar a Inglaterra en la primavera del año 1170
434 L A C R I S I S D E L S I G L O XII

— y sobrevivir a una peligrosa tormenta que se desató durante la trave­


sía del Canal de la M ancha— , Enrique exigiría que los magistrados
condales, así como otros personajes investidos de poder, le rindieran
cuentas, preocupándose además de solicitar informes sobre ellos a ter­
ceras personas. Quería saber qué habían recaudado de sus arrendata­
rios, desde su último viaje a Normandía. los señores de todo tipo — es
decir, buscaba conocer tanto la exacta naturaleza de lo obtenido como
su cantidad— . Impuesta en un consejo celebrado en Londres y convo­
cado tanto para analizar «las condiciones del reino» como para trazar
los planes pertinentes con los que organizar la coronación del joven
Enrique, dicha orden debió de haber supuesto una conmoción de fuerza
aterradora. Gervasio de Cantorbery la calificará de «asombrosa», mien­
tras que Rogelio de Howden, por su parte, sostendrá que el señor-rey
había «depuesto a casi todos los magistrados» condales. Y al establecer
el breve plazo de nueve semanas para la entrega de una respuesta por
escrito, no hay duda de que la medida debió de regocijar a las masas y
alarmar como nunca a sus am os .220
La llamada «Investigación de los magistrados» (Inquesl ofSheriffs),
pese a que en ocasiones se la subestime, es probablemente una de las
medidas más sintomáticas de cuantas adoptara Enrique II a lo largo de su
reinado. Nos encontramos aquí ante un señor-rey que actúa con una
especie de furor vengativo (le viene a uno a la memoria la actitud de
Enrique I de Inglaterra frente a los fabricantes de moneda), pero aquí la
vehemencia persigue la instauración de un nuevo orden. La oscura expe­
rimentación con distintos procedimientos jurídicos sumariales dará paso
a una interacción con los cortesanos abiertamente decidida, interacción
con la que se pretenderá ampliar la estructura de la rendición de cuentas
existente. Con independencia de lo que finalmente sucediera — y pese a
que no haya duda de que Howden exagera (aunque lo cierto es que en el
año 1170 fueron destituidos no menos de diecisiete magistrados conda­
les o más)— , Enrique II lanzó a las granjas del condado el mensaje de
que el simple pago de las deudas u obligaciones no constituía ya prueba
suficiente de fidelidad, dado el constante volumen de quejas que le llega­
ba. Los elementos más sobresalientes de los artículos de la «Investiga­
ción de los magistrados» — y sin duda también en los agravios recogidos
en ellos— eran las incautaciones, las exacciones y los embargos (injus­
tificados). Roberto de Torigni resumirá la situación diciendo que el rey
decidía así «reprender» a «los magistrados condales de Inglaterra que ,
r e s o l u c ió n : la s in t r u s io n e s d e l o s g o b e r n a n t e s 435

habían afligido [a la gente] con exacciones y saqueos». No obstante, da


la impresión de que esos magistrados no venían a constituir sino una
categoría de grandes señores facultados para oprimir a sus gobernados.
Y no sólo se sometería a la misma investigación a los prelados, los baro­
nes y los caballeros: de los fragmentos escritos que han llegado hasta
nosotros y que corresponden a las respuestas enviadas al monarca se
deduce asimismo que los hombres del señor-rey se proponían fiscalizar
igualmente «la explotación económica del país y las formas en que ésta
se realice, sea en interés de quien sea, y con independencia de que su
objeto sea justo o injusto».:;i
La justicia y la violencia que saldrían a la luz con esta pesquisa han
de interpretarse en un amplio marco espaciotemporal. La «Investiga­
ción de los magistrados» expone, mejor que cualquier otro texto de la
Europa latina, lo problemática que era la experiencia del poder en la
década de 1170, así como el frágil equilibrio entre los habituales impul­
sos de dominación y la renovada disciplina impuesta al servicio funcio-
narial y a la rendición de cuentas. Obligado a dar una respuesta medita­
da, el señor Enrique hará lo que el conde Ramón Berenguer IV había
hecho dos décadas antes en su viejo reino pirenaico. En ambas regiones
—y así seguía sucediendo en la Cataluña de la década que acabamos de
mencionar— , las iniciativas que adopten los príncipes para hacer frente
a las levantiscas reclamaciones a los poderes públicos presentarán el
aspecto de otras tantas innovaciones institucionales; la supresión de la
violencia, pese a no ser ya el único impulso que movilice los intereses
colectivos, seguirá constituyendo un objetivo elemental.
Sin embargo, la indagación del año 1170 fue bastante más que una
reacción nacida de la constatación de un estado de desorden. Vino a
reiterar con gran énfasis las iniciativas anteriores, y ello en dos extre­
mos que habían sido motivo de queja: la insatisfacción con la conducta
de los magistrados condales, y la confianza depositada en los barones
errantes, que debían hacer llegar la justicia del rey a las localidades
más pequeñas. Ya entre los años 1159 y 1164 se había depuesto a un
gran número de magistrados condales; y ello en una época en que se
decía que la violencia ilegítima había alcanzado sus máximas cotas. En
el año 1166, el A cta de C larendon definirá un nuevo procedimiento de
acusación pública contra quienes quebranten el orden social, procedi­
miento que debían llevar a efecto un conjunto de jueces itinerantes; y
en un aspecto, el de la requisa y disposición de las propiedades de los
436 LA CRISIS D L L S I G L O XII

pródigos, la «Investigación de los magistrados» hará una referencia


explícita a la assisa de Clarendune. Además, la «Investigación de los
magistrados» describe los mecanismos y los emolumentos debidos a
los jueces, así como a los propios servicios jurídicos, como otras tantas
funciones del poder regio. La marcada antipatía que destilan estos do­
cumentos hacia todas las perversiones del derecho y los sobornos ten­
dentes a trastocar la conducta ministerial sugiere que ya por entonces
empezaba a concebirse que dichas funciones poseían un carácter «fun-
cionarial» — por utilizar un término de nuestra época, no de la suya—.
Las asambleas de los cientos y los condados se movilizaban a instan­
cias del monarca. El interés de Enrique II por saber lo que la gente po­
seía o pagaba se debía sin duda a que había concebido — y seguiría
haciéndolo— proyectos que le exigían poder imponer él mismo, a su
vez, gravámenes sobre las riquezas declaradas.
Lo que observamos en Inglaterra, por consiguiente, es que después
de la década de 1170 la pasividad del señorío regio quedará transfor­
mada. La nueva implicación del monarca no es de índole plenamente
legislativa, aunque su carácter siga siendo judicial — carácter que tam­
bién poseen, y de forma muy similar, las prácticas de la Barcelona de
esta misma época— . Lo que distingue a Inglaterra es la experiencia de
una pericia procesal que comienza a proliferar oscuramente, al margen
de los cambios de la Hacienda pública, y movida únicamente a impul­
sos del imperativo de la utilidad. Teniendo ahora que responder en ra­
zón de las costumbres — es decir, no valiéndole ya el simple recurso a
su graciosa voluntad— , Enrique (o más habiUialmente sus funciona­
rios judiciales o sus jueces) tratará de poner orden en las quejas y las
súplicas que le llegan, encauzándolas; y al verse tan imperativamente
presionados a proporcionar una respuesta, tanto Enrique como sus res­
ponsables delegados se verán obligados a innovar. Las declaraciones o
las órdenes son — o más exactamente pueden ser— puestas por escrito;
los nuevos mandatos judiciales se convierten en prácticas consuetudi­
narias antes de quedar fijados en fórmulas precisas: casi podríamos
decir que vienen a constituir una especie de «escritura no escrita».* En
tom o al año I i 76, el A cta de N ortham pton hará referencia a un nuevo

* El a u t o r hace aquí u n j u e g o de palabras, ya que la voz im w ritten que Bis


e m p le a en la ex presió n itm vrílten n r itin g si g n i f i c a pro p iam en te «consuetudinario» o
«tácito». (,V. ile los l. )
re so lu c ió n : la s in tru sio n e s d i; l o s g o b e r n a n t e s 437

tipo de desposesión y dirá de ella que se trata de un remedio ya acepta­


do anteriormente que sin embargo viene a cobrar nueva pertinencia en
razón de la reciente rebelión de los hijos del rey. ¡Otra vez la violencia!
Y sería justam ente esta medida la que terminara multiplicando a tal
punto el número de jueces que sería preciso proceder a la reforma del
año 1178, reforma con la que se pondrá fin a una notable fase de inven­
tiva procesal.
Las innovaciones de este período van más allá de cuanto hayamos
conocido en cualquiera de las m onarquías de la Europa continental.
Otra circunstancia peculiar de Inglaterra, quizá la más notable de todas,
viene a probar que esas novedades no fueron accidentales. El empeño
que empujaba al rey a extender el alcance de la dominación territorial
responsable exigía que un conjunto de hombres cercanos al señor-rey
colaboraran con el poder, y que el monarca acudiera, mientras se efec­
tuaba dicha labor, a inform arse de lo que estaba sucediendo. Podemos
situar prácticamente el comienzo de estas intervenciones y reconoci­
mientos regios en los primeros años de la década de 1 170, momento en
el que un cronista da inicio al relato de los hechos de Enrique II y con­
signa como fecha de la obra no una cifra fijada a partir del instante de la
Creación, el nacimiento de Cristo, o la conquista de Inglaterra por los
normandos — ni siquiera optará por apuntar un año contado a partir de
la emblemática lecha de 1 154 (correspondiente a la coronación de En­
rique II)— : elegirá iniciar su cálculo a partir de la Navidad del año
1170 (o 1169, según nuestro cómputo). Ésa había sido la fecha de
arranque de un tumultuoso año. el de la gran «Investigación de los m a­
gistrados», examen que había venido precedido por una terrible tor­
menta y al que seguiría el asesinato de Tom ás Becket. Partiendo de
esos acontecimientos, el autor de la crónica — que prácticamente con
toda certeza debía de ser el amanuense laico Rogelio de Howden—
compondría un relato casi de actualidad en el que prestará detallada
atención al poder regio. Ls posible incluso que hubiera trabajado para
el rey en la fecha de la «Investigación», ya que desde luego no hay
duda alguna de que entre los años 1174 y 1175 estaba efectivamente a
su servicio. Esta vinculación con el rey en I 170 explicaría que en la
convencional crónica que habrá de redactar - - s i n duda más tarde— in­
cluyera cartas y registros de la década de 1 160.2-J
Howden reorienta el tradicional discurso sobre el poder dinástico
centrándose de forma novedosa en los objetivos y las órdenes del se­
438 LA C R I S I S D E L S I G L O XII

ñor-rey. Gracias a las copias que él mismo realice de dichos documen­


tos podrán llegar hasta nosotros las actas de Clarendon (1166) y Nor-
thampton (1176), junto con las que se ocupan de la regulación del uso
y la transmisión de armas (1181) y del control jurídico de los bosques
(1184), además de los documentos relativos a la «Investigación de los
magistrados» (1 170). En 1180 se dará en Oxford el visto bueno al texto
de una importante acta sobre la acuñación de moneda, pero Howden
no lo consignará entre los demás documentos — y no será el único, ya
que lo mismo sucederá al parecer con todos los demás compiladores— ;
si sabemos que dicho texto imponía una nueva m oneda y distinguía
legalmente las operaciones de la acuñación y el intercambio de dinero
es gracias a las alusiones fiscales y a algunas pruebas de orden numis­
m ático .225 Howden debió de haber tenido en sus manos los textos de
los años 1166 y 1170, o al menos debió de haber podido acceder a ellos
al comenzar su relato, ya que éste arranca con un amplio resumen de la
«Investigación de los magistrados»; además, solía incluir en sus pro­
pios textos pasajes de estos documentos normativos como si se tratara
de los datos mismos a los que ha de dedicar su atención — aunque lo
cierto es que se trata de unos «hechos» (gesta) a los que hace referencia
un copista anterior— .22° Que sepamos, no existe todavía ninguna otra
obra que venga a recopilar este tipo de docum entos pensados para
divulgar órdenes, aunque haya ejemplares de trabajo que muy bien
pudieran datar de la época de Howden y haber salido de los mismos
círculos a los que él pertenecía. No hay mención alguna a ningún «ar­
chivo» como tai. Howden no es inequívocamente archivista, como Ra­
món de Caldas, sino más bien una especie de instructor encargado de
duplicar las directivas escritas a fin de que queden disponibles para uso
local. Como también sucede en el caso de otros autores que incluyen en
sus textos material relacionado con los requerimientos judiciales— por
ejemplo, el monje Gervasio y el cronista (o cronistas) de la abadía de la
pequeña población de Battle, en el Sussex oriental — ,227 el impulso que
le lleva a concretar su empeño es de carácter público, aunque no plena­
mente funcionarial. Algunas de las actas a que nos referimos han logra­
do conservarse gracias a la intervención de un clérigo cuya identidad
sigue resultando hoy problemática.
Y esto no es todo. Se da la circunstancia de que Howden no era e
modo alguno el único oscuro amanuense (a nuestros ojos) que trabaja­
ba en el entorno del señor-rey, y no era fácil disimular el interés huma-
R E S O L U C I O N : L A S I N T R U S I O N E S DF. L O S G O B E R N A N T E S 439

no que d esp ertaban sus co m pe te n c ias, ni siquiera en un con tex to prc-


b urocrático c o m o éste. P or los m is m o s añ os (1 1 7 7 - 1 1 8 9 ) en que
H owden nos presenta a un Enrique II e ntregado a la ené rg ic a dirección
de distintos equipos de jueces en carg ado s de hacer frente a las c recien­
tes d em a n d a s de justicia regia, dos h om bres fam iliarizados con las la­
bores de este c uerpo darán en escribir s endos libros de a som brosa ori­
ginalidad: el D ia lo g u e o ftlie E x c h e q u e r (1 1 7 7 -1 1 7 9 ) y el T reatise on
ihc law s a n d cu sto m s q f t h e K in g d o m o fE n g la n d (1 187-1 189). A m b o s
textos son obras de un experto y en h on or a la verdad es preciso decir
que el tem a que com p arten es ju s ta m e n te el de un ex pe rim e n ta d o c o n o ­
cimiento de! poder. El D ia lo g u e es obra de R icardo Fitz Nigel, tesorero
de la H a c ie n d a púb lica inglesa (c. 1160-1198) y más tarde o bispo de
Londres. El Trea tise o n (he law s lleva la firma de un tal Glanvill, a u n ­
que ho y n a d ie co n s id e ra qu e su au to r p u e d a h a b e r sido R a n ulfo de
Glanvill (juez entre los años 1180 y 1 189), así que la identidad del ju ez
que lo redactó (pues sin duda se trataba de alguien c o n esa profesión)
sigue estand o en entredicho. Pero esto no es todo, y a qu e los c o n o c i­
mientos qu e p oseían estos autores en m ateria de contabilidad y ju stic ia
se producen en el seno de una esfera m ediad ora, la de una cultura c o r­
tesana de la que nos ha llegado un com e n tario algo m e n o s técnico, pero
más h um ano — y bastante m e n o s o p tim ista — gracias p re c isam e n te a
un tercer libro, el titulado O n c o u r tie r s ’ trifles, de Gualterio Map. G u a l­
terio era un a m a n u e n se laico c o n sa g ra d o al servicio del rey de sd e el
año 1173 a p r o x im a d a m e n te , fecha en la que ejerció p e rso n a lm e n te
el cargo de j u e z real. D a d a esta trayectoria, G ualterio c onocía de pri­
mera m ano los im portantes cam bios que estaba e x p erim entan do la vida
en el señorío regio. Las an écdotas que c o m ie n z a a recop ilar entre los
años 1181 y I 182 describ en a los e m p le a d o s de la ad m in istra c ió n de
justicia y de la H acienda pú blica co m o a otros tantos m iem bro s de una
«corte» inescrutable, y tan proclives a las intrigas propias de un a sórdi­
da ambición c o m o a los roccs de una útil c o m p e te n c ia.228
En la form a en que ha llegado hasta nosotros, el c on junto de regis­
tros norm ativos — cop iad o s en su m a y o r parte p or R o gelio de H o w ­
den— pertenece a un período co m p ren d id o entre los años 1166 y 1181,
época que m a rc a rá el período de m a y o r im plicación de E nrique II de
Inglaterra con la o rg an ización del orden interno de su reino. D ic h o s
textos obligan a los a m a n u e n se s del rey, así com o a los ju e c e s y a los
magistrados condales — aun confirm and o a los barones de la H a c ie n d a
440 L A C R I S I S D L L S I G L O XI!

pública— , a hacer cumplir toda una serie de directrices prescriptivas


que abarcan buena parte de la vida inglesa: el mantenimiento de lapa#
y el orden en las localidades, la aplicación de nuevos remedios a lá£
quejas comunes, la supervisión de la acuñación de moneda, el control
de las obligaciones militares, y la vigilancia de los bosques. En este
contexto resulta difícil discernir las medidas que pudieran haberse
adoptado con vistas a la conservación de archivos, pero no deberíamos
minimizarlas. Los escribanos se habían puesto a reunir de nuevo las
actas legales y las listas normativas, ya que no todas se habían perdido
— como se desprende del hecho de que fueran sustituidas en el siglo
Xin— . Más aún, la probable circunstancia de que precisamente a partir
de la década de 1170 la Hacienda pública com enzara a recibir tanto
rollos de pergamino con listas de multas como copias de mandatos ju­
diciales (icontrabrevia) confirma la percepción que tenían dichos ama*
nuenses de que los nuevos poderes %e hallaban más coordinados en
esos años. Lo que aquí se precisaba no era ya una alfabetización, sino
la capacidad de llevar los registros de un nuevo trabajo rutinario. Como
ya resaltara Nicholas Vincent. en el siglo xn la presencia de suplican­
tes, pleiteadores, vendedores y demás obligó a los distintos amanuen­
ses a redactar, desarrollar y destruir innumerables documentos de ca­
racterísticas similares, todos ellos relacionados con los registros
existentes .229 Y una de las novedades de los años en que Rogelio de
Howden, Ricardo Fitz Nigel y el autor apellidado Glanvill eran los
principales encargados de realizar todas estas labores fue la creciente
presión por la que se instaba a los involucrados a coordinar el desboca­
do crecimiento de especialidades en que estaba subdividiéndose la
prestación de servicios necesitados de un experto. No obstante, quizá
convenga evitar dar por supuesto ningún extremo relacionado con la
naturaleza de las tareas que se realizaban a instancias de! canciller, es
decir, por iniciativa de la persona a la que hoy llamaríamos el secreta­
rio de Hacienda. El Tesoro público era de hecho una institución similar
a un departamento burocrático. Las rutinas por las que procedía a re­
clutar personal, junto con los protocolos de que nos da noticia el Dialo­
g u e , bastan para probarlo. Hubo dos jueces sucesivos — Ricardo de
Lucy (1154-1179) y Ranulfo de Glanvill (1180-1189)— que se hicie­
ron notar tanto por su competencia como por su lealtad. Sin embargo,
Tomás Becket (1154-1162) había sido canciller del reino, o habría de
convertirse a todos los efectos en una figura ocupada de sus mismas
R E S O L U C IO N : L A S IN T R U S IO N E S DE LO S G O BERN A N TES 441

labores, y apenas hay signo alguno de que se esperara — o se perm i­


tiera— que sus poco descollantes sucesores innovaran. Después de
íBecket, la cancillería permanecería vacante por espacio de más de una
década. Bastaría con que Godofredo Ridel, personaje carente de título
nobiliario, continuara desempeñando, junto con otros expertos am a­
nuenses, una función de servicio vinculada a la justicia y a la teneduría
de cuentas; por su parte, los cancilleres Rafael (1 173-1 182) y Godofre­
do (hijo bastardo del rcv. I 1X2-1 189) tenían las miras puestas en una
promoción eclesiástica. Nunca llegó a escribirse un «Diálogo de la
Cancillería» .2311
Con todo, los cambios más significativos habían tenido lugar en
trabajos realizados fuera de la Hacienda pública inglesa. Enrique 11
había presidido una remodelación de las prerrogativas judiciales de su
poder señorial. Así es como irrumpe, de forma generalizada e incluso
brutal, lo que podríamos denominar «gobierno», un concepto cultural-
.mente distinto al de señorío. El punto de vista que nos ofrece el examen
de la curia que efectúa Gualterio Map, un punto de vista predominante,
no sólo es de carácter territorial sino que guarda relación con el reino
en un sentido que se acerca más a la objetividad de lo que podría espe­
rarse en los dominios de Enrique, ya se tratase de los recibidos por he­
rencia ancestral o de los adquiridos por él .2,1 La paz fundada en la po­
sesión comienza a operar en contra de los interesados poderes de los
señores de rango inferior .232 La justicia del señor-rey asume la nueva
realidad pese a que cada vez sean más las órdenes que, en nombre del
rey, se dicten, redacten y lleven a efecto a sus espaldas. Los hombres
que, en las localidades, habían jurado declarar o tomar decisiones de
acuerdo con lo estipulado en las actas de Ciarendon y Northampton
comenzaban a trabajar con un objetivo social .233 Persiste no obstante el
poder de la presencia afectiva, y no siempre para bien. El rey Enrique
apenas haría nada para frenar esta conducta, y menos aún tratándose de
su propio comportamiento; es bien sabido que su hijo Ricardo explota­
rá esta circunstancia en su beneficio .234 Tam poco podem os suponer
que estos señores-reyes vieran la más mínima discrepancia entre el se­
ñorío y el gobierno. Y si ellos 110 la veían, menos aún la detectaban sus
sirvientes, para quienes la naturaleza del poder regio apenas tenía sen­
tido alguno al margen de los contextos propios de la legalidad y los
procedimientos consuetudinarios. Además, las «razones» aducidas
para la promulgación de las nuevas leyes distaban mucho de ser trans­
442 LA C R I S I S D L L S I G L O XII

parentes. Los hombres que habían jurado su cargo en las distintas loca­
lidades sentenciaban a los sospechosos a superar ordalías de comba­
te .235 Dando muestras de notable valentía, Ricardo Fitz Nigel se atrevió
a escribir que, en relación con los bosques, el señor-rey se reservaba el
ejercicio de un poder arbitrario que venía a contradecir el «derecho
consuetudinario » .236 Esta imprecisión conceptual podria contribuir a
explicar por qué las actas de Enrique II, según se han conservado, ape­
nas animaban a los barones y a los amanuenses a considerar que los
trabajos que se íes encargaba realizar podían constituir una especie de
ejercicio funcionarial, del mismo modo que tampoco les instaban a
prever los problemas de gestión que habría de conllevar su cumpli­
miento. Lo cierto es que la información que estos textos nos proporcio­
nan respecto a las formas de la función pública en la Inglaterra de los
Plantagenet es inferior incluso a la que nos ha llegado de la Italia de
esos mismos años. Y como ya sucediera en la Tolosa francesa, se nece­
sitaría una generación para que las autoridades lograran hacer frente a
las confusiones ci cadas por los cartularios perdidos, los mandatos judi­
ciales traspapelados y los am ontonam ientos inútiles de pergaminos.
Una de las formas en que las funciones ideadas a d hoc — por ejemplo
la supervisión de los acuerdos en la corte del m onarca— acabarían
convirtiéndose en labores funcionariales en tiempos de Enrique II y sus
hijos procede de la solución inglesa consistente en enrollar los perga­
minos de los registros relacionados con los temas jurídicos, de procedi­
miento y de decisión .217 Y en julio del año 1189, cuando Ricardo venga
a suceder a su padre, el proceso aún no habrá culminado.
El principal elemento que impidió la «razón» de la eficiencia a lo
largo del reinado de Ricardo I de Inglaterra (llamado «Corazón de
León», 1189-1199) fue el resurgir del señorío funcionarial. Según un
monje llamado Ricardo, «Guillermo Longchamp, que había sido can­
ciller del conde de los habitantes del Poitou ... tuvo la sensación, una
vez que el conde hubo sido coronado rey, de que su función se había
visto aumentada en la misma medida en que los reinos superan a los
condados». Aún más notable es el hecho de que el arzobispo Huberto
Walter, que sucedería a Longchamp en la labor de juez (1194-1198) y
que llegaría a acceder al cargo de canciller en tiempos de Juan sin Tie­
rra (11 99-1205), siguiera en su vida personal la conducta de un especu­
lador mundano, circunstancia que se dejaría notar en el ejercicio de sus
múltiples funciones. Hombre de confianza y competente sustituto de
R ESO LU CIÓN ; l a s i n t r u s i o n e s d e l o s g o b e r n a n t e s 443

un señor-rey que rara vez paraba en Inglaterra, Walter sería en gran


medida responsable de los cambios precisos para la consolidación de
las innovaciones procesales iniciadas en tiempos de Enrique II. Sin
embargo, no vio nada malo — ¿o quizá debiéramos decir que tal era su
forma de ser?— ni en enriquecerse con el ejercicio de la justicia pri­
mero ni en seguir haciéndolo más tarde mediante el control de los se­
llos que tenía encomendados ni en colmar su fortuna gracias a la potes­
tad que le confería su condición de arzobispo para intervenir en los
casos de usurpación patrimonial.2™
Tanto en tiempos de Ricardo como de Juan estas tentaciones esta­
ban a la orden del día. Los episodios de enriquecimiento personal sur­
gen aquí porque sus protagonistas, con independencia de lo encumbra­
dos que estuvieran, se asociaban con los cortesanos más modestos si
los mecanismos de justicia y economía a que éstos tenían acceso p o ­
dían resultar decisivos en la monarquía burocrática que se avecinaba.
El rey Ricardo com enzó su andadura como un menesteroso cruzado
que vendía el ejercicio de su poder y los privilegios de su posición tan­
to a individuos que aspiraban a conseguir el puesto de magistrados
condales como a las ciudades y a las ciñes cortesanas. Rogelio de How­
den, que, como siempre, es el observador más atento, lo expresará
enérgicamente: «A sus ojos [es decir, a los de Ricardo] todo estaba en
venta, esto es, los poderes, los señoríos, los condados, los castillos, las
aldeas, las tierras, y todo lo demás». Una vez más. la historia de la go­
bernación se verá oculta por la del señorío y la dependencia. En el año
1189, tras quedar destituidos el juez y «casi todos los magistrados con­
dales» de una región, Howden empleará la voz bailliw para aludir a
la función delegada que ejercían, un término equívoco que evoca con la
misma facilidad tanto el poder explotador como ei desempeño de un
cargo. Ricardo consideró más importante aplacar los ímpetus de su
hermano Juan — concediéndole un inmenso incremento de los señoríos
sujetos a su control en Inglaterra— que maximizar sus propios dom a­
nios patrimoniales. La rebelión que terminaría estallando durante la
primera ausencia prolongada de Ricardo — partido a la cruzada y he­
cho prisionero— demostraría que dicho proceder constituía un error y
confirmaría así la opinión mavoritaria .2-19
Sin embargo, Ricardo tenía la intención de ejercer un dominio no
desprovisto de objetivos sociales. El señor-rey que en el año 1190 ven­
dría prácticamente a promulgar la constitución legal de una nueva es­
1
444 L A C R I S I S Di-.L S I G L O X II

tructura de mando y un renovado mareo de obligaciones y remedios


para su flota de cruzados demostraría ser igualmente idóneo para otros
menesteres, como el de tratar con firmeza a los agitadores antisemitas
de Londres que habían provocado altercados en la ciudad poco después
de su acceso al trono o el de ocuparse posteriormente, con gran previ­
sión y cuidado, de las designaciones de m agistrados condales y de
obispos .240 En el año 1 194, tras librarle el emperador Enrique IV de su
cautiverio y quedar sometidos los castillos de Juan, Ricardo quedaría
en situación de pasar una breve temporada en Inglaterra y tendría opor­
tunidad de confiar el reino a su nuevo juez Huberto Walter. No obstan­
te, habría de ser el propio Ricardo quien presidiera en Nottingham un
concejo que, por sus características, presenta todo el aspecto de ser una
sesión ejecutiva dedicada al establecimiento de políticas de gobierno,
ya que en él se decidirá iniciar una nueva ronda de designaciones de
magistrados condales, entablar un proceso judicial contra Juan, organi­
zar la financiación de una campaña en Normandia, y determinar si re­
sultaba prudente — dado que había que convencer al rey— realizar o
no una nueva coronación en W inchester .241 Se adoptarían asimismo
otras dos medidas más — aunque habrían de ser terceras personas las
encargadas de ponerlas en práctica— , medidas cuya inspiración proce­
de sin duda de Ricardo: la imposición del pago de un derecho de trán­
sito en las ciudades portuarias, y la promulgación, en agosto del año
1194, de un acertado decreto por el que se otorgaba a cinco ciudades de
la región central de Inglaterra la licencia necesaria para la celebración
de una serie de torneos — disposición que se proponía tanto el perfec­
cionamiento de las destrezas de ios jinetes ingleses (que debían enfren­
tarse a los caballeros franceses en distintos conflictos) como la recau­
dación de dinero en efectivo — ,242 Por esos años Huberto Walter ya
había asumido plenamente el ejercicio de sus cargos. El sería el encar­
gado de promulgar una «forma» para la inspección regia de las propie­
dades de los vasallos (en el verano del año 1194) — documento que
presenta el máximo interés, ya que dice cosas determinantes respecto a
los objetivos que perseguía el señor-rey con estas acciones— y un
«edicto real» con el que se establecería la paz de 1195. La form a del
año 1194 dispone que un jurado de acusación compuesto por una re­
presentación de caballeros deberá ocuparse de los «casos [pertenecien­
tes a la jurisdicción] de la corona», entre los que quedan incluidos los
reconocimientos y las defensas jurídicas puestas en marcha por un
r e s o l u c i ó n : i .a s i n t r u s i o n e s d k l . o s g o b e r n a n t e s 445

mandato judicial del rey relacionado con los guardas, la reversión de


propiedades al estado y otros derechos reales, el enjuiciamiento de los
falsificadores, y los actos de violencia contra los judíos; buena parte del
proceso por el que se reunía y cotejaba la información sobre estas cues­
tiones, así como gran parte del necesario para proceder a la estimación
de los valores en liza, debía quedar consignado por escrito. En el año
1197, según consta en la lecha, se revisará un acta forestal, así como
otra relacionada con el control de pesas y m edidas .243
Éstos son los aspectos externos de la historia de una resolutiva ruti­
na judicial, al menos los aspectos que más a fondo podemos investigar
en esta época. El problema que se nos presenta consiste en cómo dar
sentido al fragmentario conjunto de piezas conservado, es decir, en
saber en qué momento dejan dichas piezas de ser accidentales. En este
sentido, y respecto a !a justicia del rey, tenemos por ejemplo un rollo de
pergamino en el que se enumera a las personas que se presentaron en la
v«gran acta» celebrada para determinar ciertos derechos de propiedad.
No está nada claro qué utilidad había de dársele a dicho rollo, un rollo
que según lo que en él aparece rubricado lleva fecha del año 1190 y que
se redacta «tras la coronación de Ricardo » .2*44 En otro rollo, abreviado
de un modo que viene a señalar que se trata de una práctica recurrente
y que está fechado en el otoño de 1194, se conservan los resúmenes de
un conjunto de defensas judiciales del condado de Wilt, y concuerda
notablemente con VAj o n n u á e una inspección judicial de las propieda­
des de los vasallos del rey redactada varios meses antes .245 Es posible
que al menos los registros de dichas inspecciones de propiedades co­
menzaran a efectuarse en los últimos años del reinado de Ricardo con
una regularidad tal que la capacidad de organizar medios adecuados
para conservarlos y consultarlos se viera desbordada.
Sin embargo, el problema al que debían hacer frente los amanuen­
ses del rey era el de la utilidad fiscal. ¿Cómo podían saber quienes tra­
bajaban en la Hacienda pública inglesa qué pagos o qué promesas de
otorgamientos de valor se habían hecho al señor-rey — al margen, claro
está, de las que figuraran en las cuentas de los magistrados condales— ?
Esta sola cuestión implica ya que las rutinas de trabajo habían adquiri-
■do para entonces un determinado grado de complejidad institucional y
que esa complejidad venía a superar la capacidad de los auditores cata-
. lañes de cuentas de las décadas de 1180 y 1190; o lo que es lo mismo,
al menos en este sentido, habrían venido igualmente a desbordar los
446 L A C R I S I S D E L S I G L O XII

medios y las competencias de los auditores ingleses de la década de


1950. Ya entre los años 1166 y 1167, y claramente vinculados con el
A cia de Clarendon, los rollos de pergamino llamados pipe roüs mues­
tran un conjunto de anotaciones de «súplicas» {piadla ) que implícita­
mente nos indican que se transfería información sobre los juicios a la
Hacienda pública.24ft Copiados en serie sobre un conjunto de tiras de
pergamino (dado que esta operación difería del registro de las respon­
sabilidades del magistrado condal — un registro a caballo entre lo ana­
lítico y lo formulista— ), estas consignaciones escritas podrían tener
como objetivo la búsqueda de una constancia documental de las deudas
debidas al señor-rey o de las cargas o concesiones que el monarca esta­
ba obligado a pagar. Los rollos más refinadamente trabajados son los
que derivan de una evolución de los legajos del primer tipo, y los pri­
meros vestigios de este tipo de textos datan del año 1175; los originales
del segundo tipo acabarían convirtiéndose en lo que daría en llamarse,
ya en el año 1203. los «pergaminos cerrados». Un conjunto de necesi­
dades de acceso a la información — todas ellas relacionadas entre sí—
explican la existencia de los rollos que contienen los «cartularios antir
guos», los cuales quedarían constituidos en una serie más o menos
homogénea en tiempos de Ricardo. Esas mismas necesidades dan tam­
bién razón del papel de los memorandos, de los que se han conservado
distintos ejemplares, el más antiguo de los cuales (fechado en el día de
San Miguel del año 1199) alude a varios m em oranda de épocas ante­
riores .247
El tema que impulsa esta proliferación de registros documentales
era el de la justicia, puesto que la identidad ocupacional de los escriba­
nos del rey tenía un carácter más difuso incluso que la de los amanuen­
ses de la corte, que por entonces tenía su sede en Westminster. Casi
todo lo que los escribientes pasaban a los documentos formaba parte de
la vasta contabilidad que por entonces se hallaba en pleno período de "M
gestación; se trataba de una justicia más amplia y de mayor resonancia
que la que había prevalecido en tiempos de Enrique I. La determina--\
ción de la propiedad feudal o de los títulos de nobleza ijits). la resolu­
ción de las disputas y la reconciliación de las animosidades, el recuento =
de los elementos que pudieran tender a escaparse de la memoria: todo
esto podía quedar ahora registrado en documentos — es decir, su cons^ í
tancia no se limitaba ya a los meros escritos de promulgación— . Y a
pesar de que los acuerdos por los que se establecía la paz no necesaria­
r e s o l u c ió n : l a s in t r u s io n e s d e l o s g o b e r n a n t e s 447

mente representaran una gran pre oc u pa c ió n para los ju e c e s, la institu­


ción que se ocupaba de centrar la atención en el registro de los p ro y e c ­
tos en cu rso era el tribunal de la H a c ie n d a pública. N o ob stante, la
m ayor parte de los p rim itiv o s p e r g a m in o s d e stin a d o s a re c o g e r este
tipo de info rm ación se ha perdido, lo que sugiere que en el W estm ins-
ter de la d écada de 1180 a p en as había a u m e n ta d o la pericia en la cu sto ­
dia y la clasificación de los pergam ino s, o al m enos tiende a indicar que
no debia de haber superad o prá c tic a m en te en nada a las com peten cias
dem ostradas p o r esa m ism a época en Barcelona.
En la últim a d écada del siglo Xll se p roducen tres a con tecim ientos
que evo can los dilem as pro pios de esta experiencia interna de la curia
(¡nnerkitrialische). En torno al año 1190, los escrib an os al servicio del
rey Ricardo co m e n z a ro n a fechar sus cartas y cartularios con una nueva
voluntad de precisión. H. G. R ichardson estaba sin d u da en lo cierto al
atribuir este cam b io a la influencia de la d iplom ática papal, así c o m o a
la erudición jurídica de G uillerm o L o n g c h a m p ;24* h e m o s de sospechar,
sin em bargo, al m a rg e n de esto, q u e el a m o n to n a m ie n to de g randes
cantidades de p e rg am in o s sin fechar debía de se r cau sa de un a im p o ­
tente e irritante confusión. Y entonces, el 15 de julio del año 1195, hete
aquí que tiene lugar la m ás rara y b ienvenida de las m utaciones, la que
conduce a una tím ida innovación en los registros. Al calificar el c o n te ­
nido de un acu erdo redactado en W estm in ster, en la corte del «señor-
rey» — un acuerd o por el que se venía a c o n so lid a r el arrien do feudal
de un tal G u ille rm o H e ñ i d , quien lo tenía de T e o b a ld o W alter (que
resulta ser el h e rm an o del arzobispo que ya c o n o c e m o s)— , un clérigo
anota lo siguiente: «éste es el prim er quiróg rafo que se hace en la corte
del señor-rey en forma de tres quirógrafos», según lo m a n d a d o (con ti­
núa) por el arzo bispo H uberto W alter y los barones presentes, «a fin de
que pueda hacerse, con este formato, un registro ... que habrá de g u a r­
darse en el tesoro...». De este m o d o , los h o m b re s del rey h ab rá n de
conservar en lo su cesivo , el «pie» (jjes) de la e x p re sió n escrita del
acuerdo, esto es, la tercera copia, la que se halla debajo de las otras dos
(siendo las dos prim eras para las partes interesadas); así, en caso de que
la cuestión c o nsig nada dé lugar a ulteriores litigios, los sirvientes del
monarca podrán recurrir a él. c o m o explica qu e debe hacerse el texto
deGlanvill.249
Pese a que la co m o didad no juegue aquí ningún papel, da la im pre­
sión de que este acontecim iento viene a constituir la prim era m en ción
448 I.A C R I S I S D L L S IG LO XII

en la que se reconoce la utilidad de llevar un archivo de los acuerdos


judiciales establecidos. El hecho de que se tuvieran a mano otras copias i
anteriores a ésta (cosa que sabemos porque han llegado hasta nosotros)'
nos permite inferir que a partir de esta fecha comenzó a parecer aconse­
jable disponer, a cualquier precio, de terceros ejemplares, unos terceros ¡
ejemplares que no se enrollaban. Y esta inferencia (caso de estar justifi­
cada) parecería implicar a su vez. por un lado, que el señor-rey podía
haber dado en juzgar útil que se facilitara la tarea de las gentes que plei­
teaban en su reino posibilitándoles la consulta de sus propios compro-,
misos; y, por otro, que de hecho este proceder debía de ser parte del
servicio público que pagaban los notables con ocasión de sus litigios.
Con todo, poco después de que el rey Juan acceda al trono en la
primavera del año 1199 se producirá un tercer acontecimiento sintomá­
tico, acontecimiento que probablem ente pueda atribuirse a Huberto
Walter, recién designado canciller: me refiero a la decisión por la que
se estipula que, en lo sucesivo, deberán guardarse enrolladas (para su
conservación) copias de los cartularios, así como de determinados ti­
pos de cartas, de los m andatos judiciales en los que se ordene el pago
(.liberóte) de ciertas deudas, y de las notificaciones de imposición de
multas y de entrega de ofrendas. Difícilmente cabría dudar de que estos
registros se revelaran útiles en el desempeño de las tareas de lá justicia
y las finanzas; con todo, la novedad que aquí se observa estriba en el
hecho de que los escribanos que redactan la¿ concesiones otorgadas
por el rey y sus directrices deban conservar los registros que ellos'mis-
mos elaboran para poder consultarlos más tarde. Al afirmar todo esto,
quizá estemos exagerando el grado de autoafirmación que recorría los
tribunales de derecho privado ingleses (como tales tribunales), pero lo
cierto es que el único punto temporal a partir del cual observamos que
todo el sistema judicial, sea lo que sea lo que los historiadores entien­
dan por ello, empieza a satisfacer uno de los requisitos de la condición
funcionarial — la de llevar un archivo— es el que marca el año 1199. Y
lo que sabemos del rey Juan, que en su calidad de señor-príncipe había
realizado su labor con la ayuda de un canciller y de unos jueces desig­
nados por él mismo, sugiere que las mejoras introducidas en el control
de los registros escritos en su nombre debieron de contribuir a determi­
nar que hubiera que pujar duramente para obtener sus favores .250
R E S O L U C I O N : L A S I N T K U S I O N L S D i; L O S G O B E R N A N T E S 449

Llevad unos las cargas de los otros


y satisfaréis así la ley de la Hacienda pública.
Memoranda, rollo I, JijaN^51

¿Estamos aquí ante el irónico com en tario que algún fatigado a m a­


nuense garabatea sobre la lisia de asuntos irresueltos que él m ism o aca­
ba de consign ar en las cuentas que realiza la H acien da pública inglesa
el día de San M iguel del año 1 199? Esta vez no había de recaer Inglate­
rra en sus m alos hábitos. El rey Juan, con in de p en de n c ia de sus fallos
ene! ejercicio del poder, no llegó en ningún caso a perder el interés por
la labor que realizaban sus am an uenses, y n un ca socavó la autoridad de
aquellos en quienes consideró op ortu no d elegar el m ando. La evidente
satisfacción que siente con el tira y afloja de los casos, las d e m and as,
los arbitrios y los o fre cim ien to s contribu iría a c o n so lid a r los nuevo s
remedios del d ere c h o co nsu etu d in ario y de la reform a del proceso de
rendición de cuentas de los m agistrado s condales. Sean viejos o n u e ­
vos, los rollos ex isten tes en tie m p o s del rey Juan sin T ierra no dejan
duda alguna de que, a pesar de qu e el seño r-rey se beneficiase de esta
mecánica, el im p u lso que con dujo a su proliferación no pro cedía sino
de su función m ism a, d ado que las o bligaciones que era preciso hacer
cumplir con ellos q ue da b a n c o m p en s a d a s por los intereses privados a
los que con tribuían. Bajo la rúbrica que e n c a b e z a este apartado, los
magistrados c ondales tratan de neg ar su responsabilidad en las cargas
que puedan d e ja r im p a g a d a s los h om b re s de otros con d a d o s — c o m o
sucede en el c aso de un c a b a lle ro de G la s to n b u ry lla m ad o R ob erto
Malerbe, que debía veinte sólid os po r h a b e r pre sta d o falso te stim o ­
nio— ; en esta ocasión, dirá el m ag istrado condal de W ilt, el m ontante
debido habrá de cargarse a Som erset. La lista de las co m m u n ia m e m o ­
randa en la que aparece la obligato riedad de este pago no sólo lleva la
rúbrica pertinente sino que m uestra que la ju stic ia del señorío co m ie n ­
za a adquirir un carácter cada vez m ás territorial y público.252
A las perso nas que vivieron en la época que aquí estu diam o s parece
haberles cau sa d o m e n o s a so m b ro que a los historiadores m od erno s la
proliferación de todos estos rem edios, p ro cedim ientos y registros. Esto
no debe so rp ren d e rn o s, p u e s fu e ra n cuales fuesen las im p licacio nes
que pudieran tener estos acontecim ientos en la gob ernació n de Inglate­
rra no venían a represen tar en esencia otra cosa que la transform ación
450 LA CR ISIS DHL SIG LO XII

del señorío regio. Hay dos grandes libros que han logrado desbrozar
unos cuantos senderos que nos permiten adentrarnos en la espesura de
esta maleza histórica — el de J. E. A. Jolliffe, del año 1955, y el de S. F.
C. Milsom, publicado en 1976— ,253 pero el denso bosque de la vastísi­
m a documentación en que se internaron en su exploración tiene todavía
secretos que revelar. Lo que a estas alturas parece ya claro es que los
reyes angevinos no tenían noción de estar promoviendo una nueva for­
ma de poder. Deseaban que sus servidores, fueran de alto o bajo rango,
desempeñaran su labor de forma no sólo competente sino también su­
jeta a una leal rendición de cuentas. Terminaron por comprender que
en una sociedad en pleno proceso de crecimiento los arrendamientos de
los magistrados condales resultaban inadecuados — y que incluso ¡o
eran también los viejos patrimonios en general— . Por esta razón deci­
dieron concebir nuevos instrumentos fiscales y distintas vías de tribu­
tación, innovaciones ambas cuya relación con las obligaciones propias
de los arrendamientos y con la prestación de servicios públicos se reve­
laría problemática desde un principio. Además, en sus bien asesoradas
actas promoverían un tipo de rendición de cuentas que terminaría por
quebrar los grilletes de la venerable justicia de la Hacienda pública.
Con todo, y a pesar de que evidentemente se resistieran a quienes recla­
maban la posesión legal de sus funciones delegadas, no habrían de ha­
cer esfuerzo alguno por imponerles el tipo de j uramentos que podrían
haber indicado que se disponía ya del concepto de funcionariado. No
habría ninguna nueva ideología del poder que viniera a desbancar la
tradicional noción de la dignidad monárquica, com o puede apreciarse
en los juramentos que prestará Ricardo I al acceder al trono .254 Y a pe­
sar de que el incipiente derecho consuetudinario ofreciera ventajas
concretas, quedó abierta la cuestión de si cabía esperar que los magis­
trados condales, al igual que los jueces, hicieran algo más que «tratara
las gentes del reino con la moderación que exige la decencia».

Francia

En la primavera del año 1184, el rey Felipe II de Francia (llamado '


también Felipe Augusto, 1179-1223) escribirá en una carta dirigida al j
papa Lucio III que hay «hombres poderosos que nos acometen [apro :
vechándose de] nuestra juventud [la del rey] y que se afanan en pertur:
r e s o l u c ió n : la s in t r u s io n e s d e lo s g o b e r n a n t e s 451

bar los prim ero s p a so s de nuestro reinado». H ay en estas palabras un


cierto tinte clerical, d ad o que en realidad las había redactado en n o m ­
bre del j o v e n rey el abate y experto en d e re c h o c a n ó n ic o Esteban de
Tournai. El objeto de la m is iv a consistía en re sp o n d e r a una petición
del pontífice, q u e había solicitado los servicios del a rzobispo G uiller­
mo de R eim s (con ocido c o m o G u illerm o de las Blancas M anos). Este
último seguía de cerca el ejercicio del p o d er qu e por entonces iniciaba
Felipe. T ío m a te rn o del m on arca. G u ille rm o había intervenido en el
conflicto que había puesto a los habitantes de la C h a m p a ñ a contra los
de Flandes, un e n fren tam ien to qu e term in aría d eriva nd o en una e n ig ­
mática am enaza: la que llevaría al rey a a segurar que estaba dispuesto
a divorciarse de Isabel de H enao. Es p robable qu e Felipe tuviera en
mente esta «crisis» (d isc rim e n ) al escribir al p a p a .255
Al igual que en Inglaterra y en Cataluña, resulta fácil segu ir el hilo
del relato del p od e r de los C apeto s o bservando las experiencias c o rte­
sanas y dinásticas de los m iem b ro s de la élite. Fuera cual fuese el papel
que d e se m p e ñ a ra en p ro m o v e r las causas que h abrían de perm itir que
Felipe II con sigu iera c on solid ar sus nuevos d om inios — a expensas de
Flandes— . el a rzobisp o G u ille rm o estaba llam ado a se g uir sien do el
mentor preferido del soberano; al partir a la T ercera C ruzada en el año
1190, Felipe les confiaría, a él y a su herm ana, la reina m ad re A d ela de
Champaña, el seño río de Francia. N o obstante, Felipe, que ya había
conocido el éxito en varias de sus em p resas dinásticas, re g re sa d a m uy
pronto a Francia para no volverla a a b an d o n a r nunca más. La estrategia
por la que term inaría c o nsigu iend o qu e la costum bre feudal se volviera
en contra de R icardo I de Inglaterra y su herm an o Juan constituirá una
parte nada desd e ña ble de su d espliegue de p o d e r.25(' D u ran te el resto de
su largo reinado llegaría a d o m in a r tanto a sus co rte sa no s c o m o a los
pueblos a los que había logrado someter. En el año 1185 no designaría
sucesor alguno para el cargo de prim e r canciller (o c u p a d o po r una p e r­
sona con título nobiliario), y al m orir T e o b a ld o V de Blois, en el año
1191, permitiría qu e decayera la senescalía del reino.257
Esto significa que en Francia, c o m o ocurría en todas partes, tanto
los sirvientes carentes de título aristocrático com o los clérigos trabaja­
ban en estrecho co ntacto con el p o d e r regio. Los cronistas franceses no
se mostrarán más interesados q ue sus colegas de Inglaterra o A lem ania
en los instrum en to s de que p u d ie ra n d otarse dicho s sirvientes p ara
atenderá su labor. D e hecho, durante algú n tiem po ni siquiera el propio
452 L A C R I S I S D L L S I G L O XII

Felipe habría de interesarse en esa cuestión, dado qu e al continuar la


regia tarea de su padre se vería atrapado por los asuntos pendientes de
la ju stic ia protectora. Las p rim eras «gestas» que incitaron al monje Ri-
gord a escribir sobre el rey fueron las e xpediciones punitivas que reali­
zó contra quien es ejercían la violencia en las tierras del clero. Entre
a quellos « h om b res p o de rosos» que «perturb an ... nuestro reino», por
e m p le a r sus palabras, se c o nta ba n sin duda los señores castellanos de
C haren to n y Beaujeu, estigm atizados a m b o s c o m o autores de «tiráni-*
eos» agravios, y perdedores, ta m bié n los dos, de las decisivas campa­
ñas que habrían de zanjarse con la firma de sendos acuerdos de acepta­
ción de las co ndiciones regias Y no se trataba d e u n sim ple interés de
adolescente. La intervención regia en la B o rg o ñ a había comenzado en
tie m p o s de Luis V il, y al ser el rey Felipe invitado a interceder en la
guerra de V ergy ( 1 18 5 - 1 186). la v iolencia de los rapaces ejércitos ter­
m inaría s um á n dose a la de los castellanos «tiránicos», constituyéndose
así en te m a de agravio p re d o m in a n te en las q u e jas que apelaban a la
potestad rem ediadora del seño r-rey.25K Felipe sabía ya c ó m o apoderar­
se de los castillos rebeldes, así que se dedicó a hacerlo, principalmente
po r razones estratégicas.254 Su incansable receptividad , pues nunca se
neg aba a atender las quejas, acabaría po r definir una zo na de protección
regia, una zona que, al hallarse en constante crecim iento, habría de re­
ba sar no tablem ente los límites de la Isla de Francia; todo ello sin dejar
de lanzar ataqu es contra los castillos su pu e sta m e nte «tiránicos» repar­
tidos p o r su reino.2(,tl Al igual que en todas las d em ás regiones europeas
en las que se observa este m ism o proceso, esta supresión regia (o públi­
ca) de los señoríos fortificados estaba llam ada a ser uno de los requisi­
tos p revios con los q u e inau gu rar un ejercicio del p o d e r monárquico
libre de la com p etencia de los señores.
Este p re d o m in io sin trabas de la c o ro n a h a b ría de retrasarse en
Francia, no porque el rey fuese débil, sino porque la am bición de Felipe
pasaba por am p lia r el proyecto de su a buelo y hacerlo extensivo al rei­
no que le habían legado los reyes carolingios — un proyecto de dimen­
siones inm ensam ente superiores que sólo F ederico Barbarroja lograría
im itar a finales del siglo xn — . El jo v e n Felipe ÍI tenía los suficientes
recursos p atrim on iales c o m o para entablar ju ic io s, lanzar campañas y
prom u lg ar decretos sin cuidarse de los m ed io s em pleados; y únicamen­
te al ca m biar la situación en la década de 1190 e m p ez a rían las deficien­
cias de la vieja contabilidad prescriptiva — he re da d a del abate Suger—
RF.S O U JC 1Ó N : LAS INTKUSIONIiS 1) 1: LOS CiOül-RNANTF.S 453

a resultar un lastre c a p a / de poner en m archa las transformaciones


técnicas con las que ya hacía tiempo que se habían venido familiarizan­
do los amanuenses de varios territorios vecinos.
No obstante, hay motivos para pensar que el joven Felipe había dis­
currido desde el principio de acuerdo con las líneas propias de un empe­
ño fúncionarial. Tenemos casi la certeza de que en el juram ento que
pronunció con motivo de su coronación debía de figurar alguna alusión
a la defensa del clero y las iglesias; el ámbito de gobierno que a sus ojos
requería de una urgente fiscalización contable era el de la justicia. A un­
que las primeras medidas que adoptara en el cambiante entorno de su
vida itinerante se produjeran en respuesta a las súplicas y las quejas que
le iban llegando — como ocurrirá, por ejemplo, con el edicto del año
1182 por el que se expulsa del reino a los judíos— , también es posible
observar que todas esas medidas presentan, sin excepción, la apariencia
de ser otras tantas decisiones rotundas emanadas de una convicción per­
sonal. De hecho, tienen el aspecto de ser declaraciones de prudente or­
ganización política y administrativa, ya que en el caso del decreto que
acabamos de mencionar no hay signo alguno de que el monarca pudiera
carecer del respaldo de los prelados y los barones, ya que éstos sabían
que el endeudamiento con los judíos había crecido lo suficiente como
para suscitar la intervención de un influenciable señor-rey cristiano .-61
El edicto — por cierto, de fecha incluso anterior— en el que Felipe arre­
mete contra la blasfemia y el juego en la corte regia refleja una inmadu­
ra beatería, actitud que le había sido inculcada en la familia de su pa­
dre.262 Pueden discernirse los inicios de un creciente sentido de la
utilidad social no sólo en el decreto contra los judíos, por extraña que
parezca esta ley a nuestros ojos, dado que tuvo consecuencias percepti­
bles en el mercado de los bienes inmuebles, sino también, y en estado
puro, en la decisión que lleva al rey Felipe a adoquinar las enlodadas
calles de París. Según lo que nos dice Rigord en su crónica, en el año
1185 el soberano Felipe se hallaba en el «pabellón real» ocupado en
resolver los «asuntos del reino», asuntos que le hacían llegar terceras
personas (en eso debía consistir la rutina habitual del poder monárqui­
co), cuando un fuerte hedor le convirtió inmediatamente en juez y parte
de la situación. Aun así, la directriz para el empedrado de las calles se
adoptaría tras consultar con los habitantes y el preboste de la ciudad .261
Pero la adopción de medidas para lo que cabría llamar «servicios
locales» no se limitaría al perímetro de París. Ya en el año 1181, el j o ­
454 LA CR ISIS DLL SIG LO XII

ven rey Felipe había respondido a una petición que le habían hecho
llegar las gentes de Montlhéry y había abolido, por ser «contraria a la
razón», la abusiva costumbre que permitía a los caballeros de los casti­
llos circundantes confiscar la siega primaveral de heno en determina­
dos campos. Pese a que terminara favoreciendo a las comunas urbanas,
Felipe se negaría a consentir que los burgueses de Soissons incluyeran
la torre (del rey) en el interior de las defensas de la ciudad; además, en
el año 1199 reprimiría a la comuna de Étampes basándose en que algu­
nos hombres juramentados habían usurpado los derechos del clero y de
los caballeros .264
No podemos detenernos aquí a examinar los tanteos con que avan­
zaban ni los obstáculos con que tropezaban tanto Felipe II de Francia
como sus sirvientes en su búsqueda de un concepto objetivo de la fina­
lidad pública. En un reino regido por actores que la pasaban por alto,
era fácil que la distinción entre la dominación y el gobierno, bien iden­
tificada ya por las gentes que la experimentaban en la época, quedara
oscurecida .265 Los cortesanos y los escribientes, que no trabajaban por
lo común a la vista del rey, debieron de haber tenido la sensación de
colaborar en la prestación de un servicio despersonalizado, como el
que se realizaba en Wcstminster, un tipo de servicio que probablemen­
te debió de ser más difícil de inculcar a los prebostes encargados de la
gestión patrimonial y de la justicia local. No sabemos de nadie que
perteneciendo a los círculos del poder capeto haya pregonado dichas
ideas, aunque habrá al menos un acontecimiento público — el de la
asamblea celebrada en París en la primavera del año 1190, reunión en
la que Felipe tomaría las disposiciones necesarias para la custodia de
Francia durante el tiempo que le mantuviese ausente su partida a la
cruzada— en cuyo preámbulo se perciban claramente los ecos de una
ideología de servicio funcionarial basada en el derecho romano: «Es
función regia subvenir por todos los medios a las necesidades de los
súbditos y preferir la utilidad pública a su interés privado». Con todo,
incluso este texto — el registro normativo más impactante de esta épo­
ca y de este género que se haya conservado en toda Europa— muestra
signos de ambigüedad conceptual. Según Rigord es un «testamento» y.
al mismo tiempo una «ordenanza», y además la transcripción de este
autor es la única copia del documento que ha llegado hasta nosotros. Y
por si fuera poco, se afirma en él que el reino pertenece al rey (regnum
noster), que los «funcionarios» son hombres suyos (baillivi nosiri), y
R ESO LU CIÓN : l a s i n t r u s i o n e s d e l o s g o b e r n a n t e s 455

que la justificación con la qu e se alude (de pasada) al inconveniente de


que el m o n a rc a se halle ausente del reino ha de encontrarse en un voto
personal del propio Felipe — v oto qu e le oblig aba a « p e re g rin a r» — .
Llega asi el m o m e n to de resaltar, po r añ ad id ura, que la ideología v in ­
culada con una m o n a rq u ía de ca rá c ter púb lico y oficial pa rec e haber
tenido un a lim itada acep tación en la Francia de Felipe. El testam ento
del año 1 190 se pre se rv a rá ú n ic a m e n te en una crónica, cosa qu e ta m ­
bién su cede con todos los edictos anteriores de este m ism o soberano.
Por con sig uien te, al igual que en Inglaterra, no p o d e m o s a rg u m e n ta r
todavía qu e exista en Francia una práctica archivística de carácter ofi­
cial o legislativo.266
Con todo, la im presión de n ov edad que se d e sp rende del ejercicio
del poder regio en F rancia no puede ser falsa. Para e sclarecer este e x ­
tremo sería útil an a liz a r las tres cu estio nes que e n u m e ra m o s a c o n ti­
nuación: 1) ¿ C ó m o se las arreglaban los cortesanos de Felipe p ara lle­
var el con tro l d e sus p o s e s io n e s y c o n c e s io n e s ? 2) ¿ Q u é e x ig ía o
esperaba este seño r-rey de los sirvientes por él m ism o d e sig n a d o s? Y
3) ¿En qué co ntribu yen a explicar estos ex trem o s la nueva contabilidad
fiscal que v e m o s e m e rg e r por p rim era vez en el añ o 1202?
1) La c a ncillería que heredó Felipe II de F rancia ape n a s era otra
cosa que una función d e n o m in a d a form alm ente de ese m odo (c a n c e ila -
ría). Sus beneficiarios todavía tenían la facultad de redactar por sí m is­
mos sus propios privilegios, una práctica que no obstante se hallaba en
declive, desd e luego; sin e m barg o, incluso al te rm in a r im po n ie n d o en
la práctica los esc rib a no s del rey un m o delo de con sig n a c ió n del poder
regio en las c oncesiones y en las órdenes escritas, el signo m á s cara c te ­
rístico de auten ticidad se hallaba en la e n u m e ra c ió n de los cortesano s
con título nobiliario — a l m a rg en del propio canciller— . N unca habría
de ser tan notoria la «cancillería» c o m o a lo largo de los m u c h o s años
en que tuvo un valor nulo — época e n que las cartas se c o n cedían inclu­
so en situación de c a n c e lla ria v a ca n te— . Sin em b arg o, no había f u n ­
ción curial que pu diera haber despertado m a y o r interés en Felipe, p u e s­
to que los a n ó n im o s a m a n u e n se s (se ha detectado la particip ación de
diecisiete escrib an os distintos) que redactaban sus sentencias, c o n c e ­
siones y m a n da tos eran garantía de su inim itable voluntad, d ad o que
los protocolos tendían a ad qu irir una form a fija, p ese a que los e sc rib ie ­
ran distintas m an os. Frangoise G asparri los llam a «petits fonctionnai-
res»: hom bres que obedecían órdenes; ¿pero órdenes de q uié n? 267
456 LA CRISIS DLL SIG LO XII

Con anterioridad al año 1185, el último canciller visiblemente cora-


prometido con su función había sido Hugo de Champfleuri, obispo de*
Soissons (1 159-1175), personaje que terminaría retirándose a la abadí^
de Saint-Victor. Una vez allí, según parece, ordenó que se copiara un
gran conjunto de cartas pertenecientes a la correspondencia de Luis
VII; y dado que los escritos se clasificaron en función de los destinata-:.
rios y los autores, el manuscrito resultante guarda cierta relación con ,
los registros realizados por los amanuenses de Felipe a principios de ■
12 12. 268 Sin embargo, la utilización de dichas copias debió de haber
causado una notable perplejidad en la década de 1180: al multiplicarse
los borradores y los originales duplicados, al comprobarse que la «can­
cillería» quedaba vacante, y al abrirse las sacas de documentos y ver
desparramarse los montones de legajos que debía arrastrar consigo la
itinerante comitiva del rey. La fecha de los escritos se detiene en un
momento preciso: el 5 de julio del año 1194, esto es, el día en que las
fuerzas móviles del rey Ricardo consiguieron dar alcance a la vulnera­
ble retaguardia de Felipe en Fréteval, saqueando los carros de la impe­
dimenta, provocando grandes daños en el tesoro de la casa real, y apo­
derándose de los registros escritos o destruyéndolos. Con el tiempo,
este episodio habría de tener peores consecuencias que las de un revés
más en una campaña estival va de por sí marcada por una suerte cam­
biante en el plano militar: lo primero que debió de provocar consterna­
ción debió de ser la pérdida de varias pruebas documentales compro­
m etedoras en las que se revelaba que Felipe y Juan contaban con
apoyos para combatir a Ricardo. ’Í,,J Y si a alguien se le había ocurrido
advertir al rey del riesgo que implicaba acarrear una colección de docu­
mentos compuesta, siquiera parcialmente, por pergaminos que no con­
taran con duplicado alguno, está claro que a partir de ahora iba a tener­
se en cuenta su sugerencia. Un puñado de legajos con información
potencialmente delicada consiguieron salvarse del desastre, aunque no
sepamos si se debió a que se hallaban entre las pertenencias personales
de Felipe, o a que se hubiera tenido ya en este caso la precaución de
contar con textos de repuesto. De lo que no cabe duda es de que los ar­
chivos regios a los que más tarde se daría el nombre de írésordes char­
les tendrían su origen en el percance ocurrido en Fréteval en el año
1194, siendo guardados en lo sucesivo en el palacio real de París. Ade­
más, se confiaría al chambelán de la casa del rey, Gualterio (el joven),
la tarea de reescribir el texto de los documentos perdidos .270
r e so l u c ió n : i a s i n t r u s i o n e s d e i .o s g o b e r n a n t e s 457

No debió de resultar nada sencillo, y desde luego tampoco consi­


guió completarse todo lo perdido (fuera cual fuese la naturaleza de la
colección portátil destruida o arrebatada). Respecto a este trabajo de
recuperación parcial hay dos extremos que parecen claros. En primer
lugar, debió de haber sido poco menos que imposible reproducir los
archivos fiscales. En los registros consignados en el año 1204 y en fe­
chas posteriores 110 se encuentra asiento contable de tipo alguno cuya
fecha sea anterior al año 1200. Al parecer, el único éxito que logró
Gualterio fue el de recuperar los cartularios anteriores al año 1194, de
los cuales unos treinta y cuatro fueron a parar a los nuevos archivos
mientras que en el trésor des charles se han conservado (según una de
las varias estimaciones) otros veintiocho originales pertenecientes a la
Francia de Felipe .271 Y en segundo lugar, no hemos de exagerar el ca­
rácter oficial de este tipo de tareas. Lo que se perdió en Fréteval fue el
lustre de la corona y unas cuantas piezas de mobiliario, además de un
cierto número de pruebas documentales relacionadas con los señoríos
feudales y patrimoniales de Felipe. El chambelán Gualterio era hijo de
un sirviente que gozaba del favor del rey y que tenía estrecha relación
con él, y probablemente se tratara de una persona más fiel que com pe­
tente. Los nuevos m ecanismos de control surgidos en París quizá se
hubieran iniciado ya anteriormente, como consecuencia de las formali­
dades que debían aplicarse a la contabilidad pública en cumplimiento
de lo estipulado en el año 1 190. En alguna fecha posterior al año I 194,
la incesante rutina arcluvística de los amanuenses debió sin duda de
terminar eclipsando las tarcas de recuperación de los legajos perdidos.
Y en torno a la primavera del año 1204 se producirá un hecho que
apunta a la realización de una empresa cuasi burocrática, ya que en esa
fecha se iniciará un (nuevo) archivo de copias que habrá de mantener
ocupados a varios escribientes. Es más, a partir del año 1201, la apari­
ción de Guérin, un miem bro de la Orden de los Hospitalarios que
«otorgaba» cartas en la cancillería (todavía vacante), vino a anunciar el
ascenso de un nuevo tipo de sirviente, dotado de notables com peten­
cias (aunque no especializado aún en la tarea), cuya autoridad y rango
no cedería en importancia sino ante el propio rey .272
2) Y en cuanto a lo que el señor-rey pudiera esperar de sus sirvien­
tes, lo primero que hemos de entender es que la ordenanza del año 1190
se limita estrictamente a organizar la rendición de cuentas del personal
que no tuviera con el rey una relación de carácter explícitamente oficial
458 LA CR IS IS DEL SIG LO XII

— y en este sentido no concuerda con la declaración preliminar del pro­


pio Felipe— . N o hay ninguna especificación relativa a la designación
de la reina viuda y del arzobispo; y no oímos hablar de juramentos de
ninguna clase — no sólo en el caso de la reina y el arzobispo, sino tam­
bién en los de los prebostes y los alguaciles— , por no mencionar que
tampoco se dice nada de las subastas en las que se vendían los prebos­
tazgos (prévótés) en enfiteusis. Lo que sí sabemos por otras fuentes es
que la gestión de los derechos en algunos patrimonios regios, como los
de Lorris o Montargis, así como en muchas de las poblaciones de la
época, de Bourges a Laon, se hallaba en manos de unos sesenta y dos
prebostes, lo que indica que en los últimos años del período se produjo
una considerable expansión de los domamos; también sabemos que el
cargo de alguacil — confiado por lo general a hombres de mayor peso
procedentes del entorno del rey— había sido instituido en época muy
reciente. La ordenanza presenta a los alguaciles como a una especie de
supervisores virtuales de los prebostes, aunque no está claro si se trata
o no de la primera vez. que se les asigna esa función .273
La ordenanza del año 1190 representó sin duda una innovación en
distintos aspectos relevantes, aspectos que ordenaré a continuación
en función de su importancia. Disponía que cuatro hombres de cada
localidad (seis en París) aconsejaran a los prebostes en los «asuntos
propios de la ciudad». Exigía a los alguaciles que celebraran reuniones
mensuales, denominadas a.ssisia, a fin de zanjar los casos pendientes de
la justicia regia {riostrajustitia). Convirtió el ejercicio de la prerrogati­
va real de administrar justicia en un encuentro de una « jomada en Pa­
rís» celebrado tres veces ai año, ocasión en la que los regentes* debían
«oír los agravios [clamores] de las gentes del reino». Ese día también
debían hacer acto de presencia los alguaciles, a fin de rendir cuentas de
los «negocios de nuestras tierras». Y por último, el rey ordenaba que
todos los ingresos del reino fuesen conducidos a París y entregados en
un punto concreto en tres plazos que el documento fija como sigue: en
Saint-Remi (el 1 de octubre), el día de la Purificación y el dia de Pente­
costés; además, las sumas debían pagarse a unas personas concretas,
nom brándose registrador de todas esas operaciones al amanuense
A dán .274

* Recuérdese que entre finales del verano del año 1190 y diciembre de 11
Felipe, partido a las cruzadas, se hallará ausente de París. (N. de los I.)
r e so l u c ió n : la s in t r u sio n e s d e lo s g o b e r n a n t e s 459

Hasta donde nos es dado saber (incluyendo los datos que nos apor­
tan los registros del año 1194). es posible que una o más de esas direc­
trices ya se hubieran intentado aplicar con anterioridad, antes de ser
finalmente impuestas en junio de 1190. Felipe debía de estar sin duda
al tanto de las iniciativas angevinas en materia de justicia curial e itine­
rante. dado que conocía personalmente a Enrique II y a sus hijos. Tanto
este último como sus cortesanos debían de haber com probado ya el
interés de consultar a los personajes locales en relación con los asuntos
públicos o en cuestiones vinculadas con las assises normandas. Felipe
estaba intentando recuperar el control de su patrimonio a fin de salvar
el abismo que mediaba entre los prebostes encargados de la explota-
ción de sus posesiones y los hombres de su corte. Para ello nombraría
alguaciles a algunos de los miembros de esta última y les encargaría no
sólo que actuasen como mediadores y supervisores, sino también que
hicieran llegar la justicia del rey a las localidades pequeñas. Lo cierto
es que el mandamiento judicial que les permitía realizar dichas tarcas
no sólo sería efectivamente promulgado sino que lograría perdurar,
como se aprecia en algunos casos juzgados en Etampes (en el año
1192) y en Orleáns (en 1203). Además, el hecho de que se recurriera a
las investigaciones juradas para hacer justicia — algo carente de prece­
dentes hasta entonces— parece em anar de la m isma norm a .275 Pode­
mos decir que, por todos conceptos, esta ordenanza-testamento define
un señorío regio que no sólo aparece dotado de metas más objetivas
que en épocas pretéritas, sino que se muestra más atento a los intereses
asociativos y posee además un carácter menos egoístamentc subjetivo.
Con todo, da 1a impresión de que estas tendencias pudieran ser el
resultado de una insistencia más decidida en la justicia reparadora. La
ordenanza de 1190 debería interpretarse a la luz de la persistente exis­
tencia de «quejas» (clam ores) como las que aparecen en los más desta­
cados capítulos deí texto, ya que ésa era justamente la experiencia del
poder que predominaba en la época. Tanto en Francia como en otros
lugares, los culpables que se señalaban en dichas lamentaciones se­
guían siendo los propios funcionarios a quienes se otorgaba.no sólo la
potestad de frenar las usurpaciones de los señores acantonados en for­
tificaciones, sino también la facultad de gravar a la población con im­
puestos y la responsabilidad de defenderles de los abusos. En tomo a la
década de 1150, a juzgar por algunas de las cartas que recopilará Hugo
de Champfleuri, las probabilidades de que surgieran protestas contra
460 LA CRISIS DLL SIG LO XII -M
I
los prebostes eran ¡as mismas de que se escucharan quejas por el com- <
portamiento de los vicarios en el sur de Francia o por la conducta de los
magistrados condales en Inglaterra. Entre los años 1165 y 1166, el aba­
te Rogelio de Saint-Euverte (monasterio situado en Orleáns) suplicaría
a Luis VII de Francia que aliviara la situación causada por la «plaga» ■j
que representaban, decía, «vuestros prebostes » .276 La capacidad de los i
prebostes en general para perturbar la tranquilidad resultaba casi indis- ■:*
tinguible de su recurso a la violencia, una violencia interesada y sin
justificación. Así las cosas, el rey de Francia terminaría tomando la -
decisión en el año 1190, como ya sucediera-en Inglaterra dos décadas
antes, de que se le informara, incluso-hallando^ él ausente, de todos
los cargos que pudieran imputarse tanto a los prebostes como a los al­
guaciles. Para denunciar el comportamiento de estos últimos había que
recurrir a la reina y al arzobispo en las reuniones cuatrimestrales desig­
nadas en la ordenanza del año 1190; allí podían plantearse las acusa­
ciones relacionadas con las prácticas violentas, las conductas venales o
la incompetencia, y los informes que se redactaban a instancias de los
acusadores — así como los cursados por las denuncias en que los algua­
ciles inculpaban a los prebostes— eran enviados al rey Felipe. Fuer#
cual fuese la eficacia que pudieran tener estas medidas, difícilmente
puede considerárselas un instrumento destinado a mejorar la informa­
ción del rey sobre la gestión de su patrimonio. Por regla general, Felipe
II se dirigía a «sus» prebostes, e incluso a sus alguaciles, en términos
impersonales; aun así, las cartas de protección que promulga (y que
envía a sus prebostes a fin de instarles a cumplir las leyes — incluso en
una fecha tan tardía como la del año 120 0 — ) vienen a presuponer que
siguen inclinados a cometer actos de coerción o violencia ilegítimos .277
3) Y sin embargo, será precisamente a lo largo de la década crític
en la que Felipe II abandone Francia para regresar después y poner en
marcha costosas guerras con los duques de Normandía y reyes de In­
glaterra Ricardo y Juan cuando el soberano francés emprenda la tarea
de mejorar la contabilidad fiscal de su reino, en plena fase de expan­
sión. Es casi seguro que esto se produjo en parte por la sospecha de que
los prebostes no estaban comportándose lealmente, ya que la primera
vez que topemos con un escrito en el que se deje constancia de la reali­
zación de una auditoría fiscal — en un documento de los años 1202 a
1203— veremos que si los prebostes participan en él es en calidad de
contables demandados y deseosos de quedar exonerados de sus enfi-
RE S O L U C IO N : I AS IN TR U S IO N E S DE LOS G O B E R N A N T E S 461

teusis, cobranzas, pagos y gastos. Es más, lo que se observa en este


^documento es que los alguaciles han de rendir cuentas de su actuación
&en el desempeño de una amplia gama de funciones que, en número
^creciente, invaden progresiv amente las competencias de los antiguos
■(e inflexibles) p rev a le s,-’s Los alguaciles, repito, son sin duda alguna
i. anteriores a la ordenanza de 1 190; y resultaría verosímil, aunque carez­
ca m o s de pruebas, asociar el nuevo ímpetu proporcionado a esos fun-
<cionarios curiales — iniciado quizá en torno al año 1185— con una re­
forma de la contabilidad fiscal,
i Lo que está claro es que debió de producirse necesariamente algo
similar a una reforma, porque el célebre primer exercice en el que, por
loque sabemos, se fiscalizan las cuentas del reino en tres cuatrimestres
(en el año 120 2 a 1203) no se parece a ningún otro registro fiscal fran­
cés conocido o conservado de fecha anterior. Durante mucho tiempo se
ha supuesto sencillamente que las fiscalizaciones previas (de este tipo)
• se habían perdido; y desde que hemos tenido noticia — a través de un
cronista que pertenece casi a esa misma época— de que en el ataque de
Fréteval se confiscaron o destruyeron las «contabilidades» del reino (o
más exactamente, los libros de cuentas: libelli co m p u to n im ),279 dicha
asunción dominante ha quedado a un tiempo reforzada y alimentada
por todo un conjunto de pruebas negativas. No obstante, este plantea-
: miento es insostenible. Los archivos capetos anteriores a la década de
1190 no aportan prueba alguna de que se realizaran auditorías fiscales
del tipo que cada v e / se observa con mayor frecuencia en Inglaterra,
. Normandía, Flandes y Cataluña. En esas tierras, y quizá también en
Sicilia y en el imperio, la vieja contabilidad prescriptiva de los activos
" patrimoniales se vio superada por una nueva práctica consistente en
exigir a los contables que aportaran pruebas fehacientes de su buen
hacer en materia de cobranzas, gastos y balances contables; sin embar­
go, en la Francia de los primeros años de Felipe Augusto aún no se
había tenido esa experiencia. La explicación más probable para esta
demora en la aplicación de los procedimientos contables en Francia ha
de ser necesariamente de índole económica. En el año 1190, lo que es­
peraba conseguir Felipe al prescribir que los prebostes y los alguaciles
rindieran cuentas de su gestión mientras él se hallara ausente en la cru­
zada era que abonaran los ingresos recaudados en París, de manera que
el señor-rey tuviera a su alcance al menos una parte de los mismos
siempre que así lo precisara y requiriera .280 Y si esa expectativa hubie­
462 LA CR ISIS DEL SIG LO XII

ra sido por entonces normal, los dominios reales franceses habrían al­
canzado una situación de prosperidad antes de que estallaran las gue­
rras angevinas y de que la cruzada se convirtiera en un factor de grave
merma de los recursos. Ya a mediados de la década de 1 180 Felipe se
había visto obligado a renegociar los arriendos, haciendo para ello res­
ponsables a las comunas de sus propios p révó tés-, y hay asimismo otros
signos que indican que el señorío de Felipe, de inmensa extensión, em­
pezaba a poner en el increm entum el mismo interés que ya pusieran en
su día Suger y Bernardo Bou.2SI
Por consiguiente no sería descabellado suponer que el joven Felipe,
que no sólo era plenamente consciente de la mala reputación de los pre­
bostes sino que estaba aprendiendo rápidamente a interesarse por los
suministros, pudiera haber animado tanto a sus propios escribanos como
a los de sus senescales a iniciar algunos experimentos de carácter conta­
ble. Está ciaro que los hombres de Compiégne ya habían sido emplaza­
dos en otro lugar a «rendir cuentas» de los ingresos regios, una práctica
ajena al derecho consuetudinario a la que el rey se mostrará dispuesto a
renunciar en la carta que dicte en el año 1186. Y en la ordenanza de
1190, volverá a ser la convocatoria por la que el rey inste a otras pobla­
ciones a rendir cuenta pública de su gestión lo que nos llame la atención,
dado que justamente en esto radica la auténtica innovación regia .283
¿Acaso no se constituye esta misma ordenanza en el origen de una
nueva forma de rendir cuentas? La disposición por la que los prebos­
tes y los alguaciles quedan obligados a llevar sus ingresos a París en
plazos prefijados y por la que se estipula que un escribiente del rey
habrá de dejar constancia escrita de dichas entregas presenta un aspec­
to estimulantemente similar al de los archivos contables del período
comprendido entre los años 1202 y 1203. Inspeccionados más de cerca­
no obstante, surgen algunas dudas, dado que todo lo que se muestra
claramente en este texto es que el concepto de esa clase de rendición
de cuentas se había materializado ya en el año 1190 (o antes). La escueta
prescripción contenida en el documento de 1190 difiere en determina­
dos aspectos de los legajos contables archivados en el año 1202. Dicha
prescripción no habla de arriendos, cartas de pago y desembolsos, sino,
que se limita a ofrecer la lista que, establecida por el recaudador, seña­
la los pagos fiscales a efectuar y a designar un lugar específico para la '
entrega. ¿Se limitaban el rey o su amanuense a generalizar sin más en
el documento de 1190, desentendiéndose de la verdadera experiencia
R E S O L U C IÓ N : LAS IN T R U SIO N E S DE L O S G O B E R N A N T E S 463

Viñeta publicada el 16 de noviembre de 1980. en los días en que se celebraba una con­
ferencia internacional para conmem orar que ocho siglos antes había ascendido al trono
el rey Felipe Augusto. (M organ, Le Monde, reproducido con permiso del diario.)

de la rendición de cuentas en lo s p r é v ó té s ? H ay adem ás u n a dificultad


añadida, ya q u e no se ha c o n se rv a d o rastro a lgun o de nin gu na re n d i­
ción de cuentas anterior al año 1202 que se ajuste al m o delo im p lanta­
do en 11 90. Pod em o s im ag in ar qu e en Fréteval se perdieran, com o sin
duda ocurrió, u no o dos rollos de p e rg a m in o , pero resulta m ás difícil
comprender p o r qué no sabem os nada de ningún tipo de rollo después
del año 1194, ju sto después d e q u e hu biera co m e n z a d o a darse form a al
trésor des charles.
464 LA CRISIS DLL SIGLO XII

La clave para explicar los nuevos métodos contables que se mani­


festarán por primera vez en el año 120 2 reside en la obvia circunstancia
de que en Fréteval se perdieron algunos documentos. Ninguna de las
diversas fuentes narrativas con que contamos contradice a las demás en
este aspecto. Guillermo el Bretón aludirá en distintas obras a la existen­
cia de «libros de cuentas del fisco», asi como a «escritos de tributos»
(scripta tributorum) y a obligaciones fiscales. Nadie habla de rollos de
pergamino ni de ningún otro tipo de asiento contable de carácter proba­
torio. Todas las alusiones, ju n to con alguna otra, que aparecen en los
pasajes notablemente concretos de la Philippide dan fe — sin dejar lu­
gar a dudas— de la poco menos que catastrófica pérdida de documen­
tos de contabilidad prescriptiva relativos a los dom anios del señor-
rey .2íi3 Conservados por lo común en registros escritos (libelli) similares
a los que se crearon para llevar las cuentas de los domanios condales de
Barcelona, estos legajos venían a enumerar tanto las obligaciones fis­
cales como las vinculadas a los arriendos, y esto principalmente en los
antiguos patrimonios de los reyes Capetos. El reto a que hubieron de
enfrentarse Gualterio el Joven y sus colegas consistió en recuperar esa-
información para que pudieran utilizarla los amanuenses contables, ya
fueran itinerantes o residieran en París. Si la contabilidad centralizada
que habría de practicarse, según tendremos constancia, unos años más
tarde se hallaba ya en vigor, la perturbación causada por las pérdidas
habría sido mínima, porque la consignación de los arriendos, los acti­
vos y los gastos fijos en el encabezamiento de los rollos de pergamino
(con independencia del momento en que se produjera) habría venido a
transferir de ja c to los valores prescriptivos de la rendición de cuentas a
la nueva y más flexible forma de auditoría escrita.
Ya se produjera antes del mes de julio del año 1194 o se materiali­
zara — como parece más probable— a consecuencia de las pérdidas
documentales de Fréteval, dicha transferencia no debió de resultar sen­
cilla. Debió de requerir que se coordinaran de alguna forma los pré-
vótés, aunque éstos no sólo se hallaban en distintas manos sino también
en diferentes fases de actualización contable .284 No obstante, una vez
efectuada, la mencionada transferencia debió de hacer innecesaria la
sustitución de ios registros perdidos. Ésta es sin duda la razón de que,
con pocas excepciones, los únicos estudios catastrales incorporados al
Registro A fueran los relativos a los domanios recién adquiridos en la
periferia de los antiguos p rév ó té s.-ss La conclusión que hemos de ex­
RE S O LU C IO N : LAS INTR USIO NES DE LOS G O B E R N A N T E S 465

traer de todo esto no es una falacia lógica de tipo p o st hoc erg o p ro p íer
hoc.* Lo que se observa es más bien que un proceso de cambio provoca­
do por el crecimiento económico y acompañado de una cierta disposi­
ción a redefinir la administración en términos funcionariales terminaría
dando lugar en el señorío regio de Francia al nuevo tipo de contabilidad
marcado por las auditorías periódicas que ya había sido puesto en mar­
cha anteriormente en otros lugares .-146
Las cuentas del año fiscal 12 0 3 -1204 se conservaron en la Chambre
des Comptes, y si lograron escapar al incendio que destruyó esos archi­
vos en el año 1737 fue sólo gracias a la detallada copia que había reali­
zado el auditor del rey, Nicolás Brussel, una década antes. Hoy no po­
demos sino realizar conjeturas respecto al lugar que pudiera haber
ocupado este documento, entre otros textos fiscales, en la restitución
•emprendida por Gualterio el Joven. Sin embargo, este trabajo se conti­
nuó en la cancillería o cerca de ella, puesto que los catastros del año
1207, en los que se registran no menos de treinta y tres domanios — al­
gunos de ellos consolidados poco antes en Normandía, otros en las
tierras (periféricas) del norte, y un tercer grupo recuperado de 1a dote
de la difunta reina Adela— , se copiaron en el Registro A. Según pare­
ce, fueron los p révótés los que solicitaron estas cuentas — pues eso es
en realidad lo que son, y consignadas además en la antigua forma pres­
criptiva— , las cuales se redactaron primero en forma resumida aunque
análoga, hasta constituir finalmente una colección en París. Algunas de
ellas, o incluso la mayoría, habían quedado ya obsoletas cuando, quizá
con la simple intención de deshacerse de aquellos grupos de pergami­
nos cuyo contenido no estuviese ya en vigor, un mismo experto decidió
transcribirlas en una serie de folios consecutivos. La información que
contenían había sido integrada, en forma de arriendos, en un conjunto
de nuevos cálculos como los que figuran en el rollo del año 12 0 2 en el
que se detalla la situación de algunos lugares del Vexin normando que
habían quedado en manos de Felipe II de Francia en el año 1195 o en
fechas posteriores, así como el estado de las cuentas de Amiens, Com-
piégne y M ontdidier.:s'

* Falacia clásica, llamada también «correlación coincidente» o «causa falsa»


pues supone — y ése es justam ente el significado de la expresión latina— que si un
acontecimiento sigue a otro es que el segundo es consecuencia del primero, lo que no
es necesariamente así. (;Y, de los t.)
466 LA C R I S I S D E L S I G L O XII

La form a prob atoria qu e m ue stra n dichos apuntes contables em pe­


zaba a ser de uso corriente, com o pu ed e constatarse en las auditorías de
la c asa del ch a m b e lán E u des que realizará el h e rm ano G uérin en el año
1206, a uditorías en las que el clérigo e n u m e ra rá los objetos de valor y
las co branzas en joyas. Los apu ntes co rrespo ndien tes a estas auditorías
q uedarían transcritos en lo qu e term inaría co nv irtién do se en el primer
c a h ier del R egistro A; se trata de hech o de las a n otacion es m ás intere­
santes, ya que vie ne n p recedidas po r una d ec laración n o rm ativa en la
que se establece la lista de las jo y a s qu e poseían los m a y o rd o m o s y los
cocineros, seguida de una confirm ación, anulada, p o r la que se da fe de
que el ch a m b e lá n había recibido alhajas del señ or-rey.288 C o n todo, la
solem nidad de estas auditorías no viene tanto a resaltar la preocupación
del m o n a rc a p o r las labores c on ta b le s c o m o su interés p o r tener una
idea fehaciente de sus riquezas y saberlas controladas, un interés bien
se c u n d a d o en este caso por el h e rm a n o G uérin. D ura nte las dos déca­
das qu e se pa ran los a c o n te c im ie n to s de F réteval de los de Bouvines
(1214), el d inero y las ob ligaciones m ilitares serán el elem ento priori­
tario en todos los tipos de cuentas. La co nsig nación de los valores tota­
les de un d e te rm in a d o p atrim o nio se conv ertirá en u n a práctica común.
E s m á s, c o m o ya o curriera en C a ta lu ña , y po r eso s m is m o s años, las
a u dito ría s d e 1202 serían p uestas, p a ra su custod ia, en m an os de ios
te m p la rio s, c u y a o rd e n re c ib ía y distrib u ía c a n tid a d e s en efectivo.
A u n q u e frágil, la c o ntabilidad p asó a form ar parte del esfuerzo bélico.
La P risia se rv ie n tu m , u n registro estab lecid o p o r p rim e ra vez en el año
1194 y c o n c e b id o c o m o u n a lista n o rm ativ a de los c u p o s de lacayos
q u e se im ponían c o m o a po rtació n obligatoria a las co m unidades, sería
re o rg a n iz a d a u n a d é c a d a m á s tarde en form a de cu e n ta probatoria y
transcrita c o m o tal e n el R e gistro A .:8Í N o h a lleg ado hasta nosotros
n in g ú n asiento en el qu e conste la a c u ñació n de m o ned a: ésta es una de
las razones q u e d e te rm in a n que los m o d e rn o s e m p e ñ o s encaminados a
realizar u n a estim ació n de las riqu ezas del rey Felipe A u g u sto resulten
proble m á tic os, p o r b u e n a q u e sea la intención qu e los anim a. Al propio
Felipe tam bién le hu b iera g u sta d o c o n o c e r esa cifra. Pero no era fácil
saberla, pu esto qu e los servicios con qu e c o n ta b a se hallaban dispersos.
P o r lo q u e con sta en un o s c ua ntos d o c u m e n to s fragm entarios que han
logrado co nservarse (fechados, re sp e c tiv a m en te en el d ía de la Cande­
laria del añ o 1213 y en el d e T o d o s los Santos del añ o 1221), da la im­
presión de que sus escribanos estaban tratand o de p resentar los cobros
R E S O L U C IÓ N : la s in t r u sio n e s d e lo s g o b e r n a n t e s 467

y los balances de un modo que resultara más fácil de comprender que


el de la contabilidad domanial que se practicaba en París; quizá en un
formato comparable al de unas cuentas anuales.29l)

A principios del año 1206, alguien próximo al soberano redactaría


el borrador de un m em orando con las mismas palabras que debió de
haber empleado el mensajero enviado ante el conde Raúl de Eu para
convencerle de que aceptase un nombramiento como representante del
rey en el Poitou. «El rey me envía», comienza el discurso, «porque
sabe que vos sois uno de los barones más poderosos del Poitou y [que
sois persona] capaz de conocer y gestionar sus asuntos en las tierras del
Poitou». La gentil adulación da paso a los términos de la designación:
el rey quisiera entregaros su domanio del Poitou por espacio de cinco
años, junto con el dinero, los caballeros y los alguaciles necesarios
«para entablar una guerra» (contra el rey Juan sin Tierra), pero exige
que vos le entreguéis vuestras tieiT as y castillos de Normandía — a fin
de «garantizar» los servicios que vos mismo habréis de prestarle— y
que ordenéis a vuestros hombres que «le muestren lealtad». El rey se
compromete, prosigue el escrito, a volver a poner vuestras tierras en
manos de vuestra esposa e hijos, según la costumbre normanda, en
caso de que fallecieseis. Le gustaría conversar con vos sobre todo esto,
pero podría buscar a otro si no le quedase más remedio. «Y es que las
tierras del Poitou se hallan tan lejos de su persona que no le resulta po­
sible desplazarse hasta ellas o atenderlas como la región requiere. »MI
Estas palabras nos acercan notablemente a Felipe Augusto, y en
ellas resuena el timbre mismo de su discurso político. Además, ilustran
tres aspectos del despliegue de poder en su reino. En primer lugar, el
rey había terminado por establecer un modo de dominación que por lo
general guardaba relación con la gestión, no con la explotación. Al
decir «sus asuntos [negocia .wo]» en el Poitou, el cronista se refiere al
orden, a la justicia y a la aceptación del poder regio; la existencia de
dichos «asuntos» implicaba un interés territorial que 110 sólo pasaba
por solicitar la aceptable presencia de un barón de la comarca (puesto
que Raúl era de Lusiñán), sino que requería que el delegado estuviera
familiarizado con la empresa a concretar. Esta m ism a actitud de estar
bregando con «asuntos» o negocios propios vendrá a informar el modo
en que Felipe trabaje con las ciudades. Antes de revisar las costumbres
468 LA CRISIS DHL SIG LO XII

vigentes en Amiens y en Arras, o de imponer otras nuevas, necesitaba


saber las concesiones que se habían realizado o confirmado en Laons y
en Soissons; no había sido un accidente que la recopilación de las car­
tas comunales fuese la primera preocupación de quienes se habían ocu­
pado de compilar el Registro A.29- Y en cuanto a la propuesta efectuada
a Raúl de Eu no parece que éste respondiera favorablemente a la suge­
rencia de partir al Poitou, y, por lo que sabemos, tampoco conseguiría
el rey hallar a ningún otro noble dispuesto a servirle como senescal en
una tierra que todavía distaba mucho de haberse avenido a la domina­
ción capeta .293
En segundo lugar, el revés que se ve obligado a encajar Felipe en
esta materia es un buen ejemplo del dilema que terminarían causándole
sus grandes conquistas y sus vastas ambiciones. Allí donde le resultaba
imposible gobernar directamente, podía permitir el retomo a las cos­
tumbres feudales, aunque únicamente en aquellas regiones en que pu­
diera ofrecer una protección creíble. Y pese a que no estuviera en posi­
ción de exigir vasallaje a Raúl, Felipe trataría no obstante de obligara
los hombres de ese barón mediante unos lazos de lealtad capaces de
actuar a modo de garantía, en una iniciativa que pronto habría de con­
vertirse en una de sus prácticas predilectas. A partir de 1200, y sobre
todo después del año 1209, los amanuenses habrían de redactar y con­
servar montañas de pergaminos, unos pergaminos en los que se consig­
nará el compromiso personal o el juram ento de una ingente cantidad de
personas vinculadas al señor-rey por acuerdos y sentencias escritas.29''
El establecimiento de este tipo de lazos constituía un instrumento des­
tinado a prom over una solidaridad vinculada al ejercicio de un poder
afectivo, una solidaridad muy similar a la que pudiera animar a los pro­
pósitos de índole utilitarista, como los propios de las comunas — aun­
que las metas de este último tipo de solidaridad guardaran fundamen­
talmente relación con las costum bres propias del señorío y con la
dependencia— . Por consiguiente, la sujeción de los hombres mediante
el establecimiento de vínculos habría de ser una de las preocupaciones
más constantes de Felipe, y así demuestra entenderlo uno de sus escri­
banos al establecer la lista de «sus» hombres, feudos y castillos. Los
amanuenses debieron de contentarse sin duda con transcribir la consigr
nación escrita de los homenajes de los potentados que habitaban en
regiones distantes: nada menos, por ejemplo, que el del conde del Péri-
gord, que vinculaba al rey con la región entera, o los de los obispos de
R E S O L U C I Ó N : L A S I N T R U S I O N E S DF. L O S G O B E R N A N T E S 469

Limoges y C a h o rs .295 listas partes que se v in culab an al m o n a rc a p o ­


dían co m porta rse c o m o a lia do s a m isto so s del sob eran o, pero difícil­
mente se a v en ían a ac tua r c o m o a d m in istra d o re s — y ése era precisa­
mente el papel que Felipe d eseaba que d ese m p e ñ a ran los senescales de
sus distintos territorios Para los señores, fueran de la clase que fue­
ran, tenía se ntido a cep tar una d e p en d e n c ia v inculada al vasallaje, sobre
todo tras la c o n q u ista de la N o rm an d ía ; sus cartas de e n c o m ie n d a , en
las que se registra la incesante celebración de rituales de re c o n o c im ie n ­
to, terminarían in u n d a n d o los recién crea d os a r c h i v o s . L a n e g o c ia ­
ción sobre el Poitou no sólo vino a constituir una p roye c c ión del solíci­
to utilitarism o que ya h abía m o s tra d o F elip e en su trato c o n los
parisinos, traicionaba a sim ism o el h echo de que el ejercicio del señorío
regio le ataba en último té rm ino las m anos.
Y en tercer y últim o lugar, no d e b e ría m o s p a s a r p o r alto la doble
circunstancia de que la petición de ay ud a que lanza Felipe en relación
con el Poitou se efectuara a través de un interm ediario a n ó n im o y de
que sólo se haya c on serv ad o (en el R egistro A) gracias a un pergam ino
(realmente) ex tra ñ o que quizá hubiera sido d ese c h a d o po r obsoleto. En
sus últimos años, el «aug usto Felipe», c o m o m u c h o s le llam aban a h o ­
ra, ejercía su d om in io en un reino m uc h o m ás extenso que al principio,
puesto que h abía logrado acrecentarlo en o rm e m e n te — m u c h o m ás que
cualquier otro rey capelo anterior— , Con todo, sería un error co nside ­
rar que su po der igualaba a su aureola. El m ism o , en su labor diaria, se
afanaba m ás en o b te n er o en afianzar victorias que en go be rna r, sin
dejar en ning ún caso de favorecer a cuan to s hacian posibles esos é x i­
tos. Al a lim e n ta r las e x p ec ta tiv as y r e c o m p e n s a r la c o m p e te n c ia, se
aseguraba una duradera y leal prestación de servicios. Y lo conseguía
casi sin querer, se siente uno tentado a p ensar; y de h echo de eso se
trataba. Felipe creía q ue siem pre habría alguien dispuesto a as u m ir una
tarea exigente, c o m o la que acab ab a de pro p o n erle a Raúl, en caso de
que su p rim er elegido se negara, y no tenía e m p a c h o en declararlo. Da
la impresión de que el rey se sabía ro d ea d o del suficiente n ú m e ro de
hombres c o m p ro m e tid o s con sus objetivos — con la p az de las iglesias,
con la cruzada, con la m o vilizació n de una fuerza a rm a d a en las fronte­
ras hostiles, con la ca m p a ñ a de B o u v in e s— , esto es, de u na cantidad de
súbditos leales c a p a z de perm itirle un tipo de d o m in a c ió n qu e apenas
difiriera c o n c e p tu a lm e n te de las d o m in a c io n e s pretéritas. Fueron las
tendencias que le im p u sie ro n las circ u n sta n cias , y v iceversa, lo que
470 LA CR ISIS DLL SIG LO XII

terminaría modificando este parecer, haciéndolo además de un modo


que pocos de los dependientes de Felipe, fuera cual fuese su rango,
habrían juzgado inevitable. Tanto en las iglesias como en las comuni­
dades laicas se volvía a hablar del orden, de la capacitación, de las de­
signaciones, y de lo absurdo que era despojar de sus bienes a los obis­
pos de las iglesias regias que fallecían; se hablaba igualmente de
generalizar la inmunidad frente a la arbitraria imposición de la talla,
de lo útil que resultaba dejar el enjuiciamiento de los delitos penales al
cuidado exclusivo de una justicia regia cuyo radio de acción crecía in­
cesantemente, así com o de lo interesante que era favorecer una rendi­
ción de cuentas de carácter cuasi funeionarial .297 Pese a lo mucho que
se parezca a las prácticas cívicas de la Italia de medio siglo antes, es
posible que una disposición incluida en la carta otorgada a Péronne en
el año 1207, disposición que venía a establecer que se auditaran las
cuentas de los magistrados cesantes, debiera parte de su inspiración a
las ideas surgidas en los círculos próximos al rey Felipe.29* La subver­
sión del orden público había sido más honda en Francia que en Inglate­
rra. Con todo, también en Francia comenzarán a apreciarse los prime­
ros signos de un «derecho consuetudinario » .299

La Iglesia católica rom ana

En torno al año 1200 se había difundido notablemente la idea de


que el poder pudiera desplegarse activam ente para la materializa­
ción de metas objetivamente definidas, o incluso con vistas a la conse­
cución de logros oficiales. Esta idea, ya común en los registros urba­
nos, deviene perceptible en los diplomas regios de todos los reinos de
la cristiandad .500 Lo que ya resulta más difícil es hallar rastros que ven­
gan a probar la presencia de métodos o técnicas alteradas entre el per­
sonal que servía a los señores reyes situados al oeste del valle del Ebro
o al este del Ródano. Basta con situar a Rogelio de Howden y a Rigord
entre los cronistas de Castilla o del imperio para comprender lo mucho
que se distinguían los primeros por la atención prestada a las noveda­
des en materia de justicia y de regulación normativa .301 Se distinguían
por esto, sí, pero también, y en idéntica medida, por su laconismo, dado
que los gestores de los señoríos regios de Inglaterra y Francia apenas se
mostraban menos reacios que los de otros lugares en cuanto a realizar
r e so l u c ió n : la s in t r u sio n e s d e l o s g o b e r n a n t e s 471

'escritos prescriptivos formalmente reglamentarios, del mismo modo


que tampoco reprimían, al hacerlo, su determinación de preservar los
beneficios que se les hubieran conferido.
Pudiera tenerse la impresión de que la Iglesia de Roma constituía una
fexcepción respecto de estas observaciones. Los papas y los cardenales
llevaban actuando como un gobierno desde la década de 1130, si no an­
tes, entregándose a 1a dobie tarea de sacar adelante sus objetivos de refor­
ma y de reivindicar las potestades espirituales del magisterio universal
ordinario de la Iglesia.* La insistencia colegiada en la consecución y el
mantenimiento de una paz programática habría de convertirse en una
fecunda influencia en la construcción de los estados laicos. Y sin embar­
go, como ha observado Colin Morris, «el plan de acción de los negocios
papales venia dictado, en el conjunto de la cristiandad, por los intereses
de parte».’0- En este sentido, ios pontífices eran como señores-reyes y
señores-príncipes, dado que respondían a las súplicas, aunque carecieran
de recursos económicos suficientes para garantizar lina supervisión inde­
pendiente. y menos aún imparcial, de los casos que les remitían las gen­
tes por cuyas almas decían velar. En tomo a la década de 1120, el acceso
a la curia se realizaba por vías que, si no eran abiertamente venales, sí
que se hallaban desde luego sometidas precisamente a esa parcialidad de
intereses que cabía esperar encontrar en los privilegiados círculos de las
élites y los señoríos de los que salían los propios papas. Sería sin duda un
error identificar el señorío con un corrupto ejercicio del poder oficial,
puesto que en este contexto, la idea misma de «corrupción» podría cons­
tituir un anacronismo conceptual. Con todo, quizá resulte igualmente
enóneo pasar por alto un factor que era esencial a la expresión del poder
afectivo, esto es, a la clase de poder que ejercían los individuos consagra­
dos en unas sociedades en las que el poder directo sobre las personas re­
vestía la máxima importancia .?(13 Y al igual que los reinos, el papado
continuaría siendo un señorío a medida que fuera modernizándose, aun­
que lo hiciera a un ritmo característicamente propio.
Lo que hemos descrito más arriba como intrusiones del gobierno
presenta en otros lugares el aspecto de precoces penetraciones, también
del gobierno, en la Santa Sede, es decir, manifestaciones del interés por
los recursos y los mecanismos del poder, un interés que abarcará la to­
talidad del siglo xil. Ya en el año 1087 el cardenal Deodato había rcuni-
472 LA CRISIS DLL SIG LO XII

do textos destinados a aportar pruebas que pudieran sustentar las pose­


siones de la Iglesia de Roma — ya fuesen de orden espiritual o patri­
monial— , así como su señorío sobre la comunidad laica, los prelados y
las distintas iglesias — por no hablar de sus reivindicaciones contrarias
al imperio— . Gran parte de este contenido seguía siendo útil. En el año
1187, el cardenal Albino tomaría de la C oüection o fea n o n s varios car­
tularios y privilegios, así como todo un conjunto de juramentos, a fin de
utilizarlos en nuevas compilaciones sin introducir en ellos ningún cam­
bio sustancial, y lo mismo haría el chambelán Cencío en el año 1192.
Sus trabajos se inspiraron igualmente en un estudio de derecho político
(líber politicits) escrito por un canónigo llamado Benedicto en torno a
los años 1140-1 143, así como en las nuevas biografías de los papas
Adriano IV (1154-1159) y Alejandro III (1159-1181). Hacia el año 1190,
aproximadamente, no sólo habían pasado a depositarse en la curia o
cámara papal los registros (hoy perdidos) de los papas de la época, smo
también todo un conjunto de compilaciones de carácter utilitario en el
que se recogía una miscelánea de textos y pruebas relacionadas con las
tareas y los objetivos de los pontífices .304
Aun así, este conjunto de documentos no alcanzaba a satisfacer las
necesidades de los escribanos pontificios. En el año 1 192, según Cen­
cío Savelli, su compilador, se emprendería la elaboración de! B o o ko f
R en d a s (L íber censuum). El objetivo de la obra consistía en hallar re­
medio a las lagunas y los inconvenientes de los «memorandos» exis­
tentes. Cencio sostenía que a pesar de los esfuerzos iniciados en tiem­
pos del papa Eugenio III (1 145-1 153), la «Iglesia de Roma había
padecido no pocos daños y pérdidas» en relación con «los derechos y
propiedades de san Pedro» sobre iglesias, ciudades, castillos, aldeas e
incluso reyes y principes, todos los cuales «habrán de comportarse
como tales pagadores [censuales] y abonar cuanto deben » .305 Pese a
que estas palabras basten para describir cabalmente su objetivo, el Lí­
ber censuum constituía una iniciativa nueva. Cencio había efectuado
las indagaciones necesarias para ampliar el alcance de los derechos
prescriptivos de la Iglesia más allá de los templos italianos y de los
barrios de Roma sometidos a la autoridad del papa como obispo de la
ciudad. De ese modo quedaban ahora incluidos en los domanios de san
Pedro, y en este orden, Hungría, Polonia, Alemania, Borgoña, Francia,
Gascuña, España (que comenzaba en la provincia de Tarragona), In­
glaterra, Gales, Dacia, Noruega, Suecia, Escocia, Irlanda, Cerdeña y
r eso l u c ió n : i a s in t r u s io n e s d i; l o s g o b e r n a n t e s 473

las tierras de üu trem er. No se establece ninguna diferenciación con­


ceptual entre las entradas pertenecientes a las distintas regiones de Ita­
lia y el resto — y menos aún entre sus diversos patrimonios— . El papa
aparece así como un señor protector de toda Europa, un señor que re­
clama que se le efectúen pagos en reconocimiento de su autoridad y en
virtud de sus «derechos y propiedades», pagos que afectan a un doma-
nio que ahora se desentiende del estatuto jurídico original de las igle­
sias. Por presuntuosa que parezca esta iniciativa, la dinámica visión de
Cencio terminará encontrando confirmación, puesto que el registro que
él crea se convertirá de hecho en un texto constantemente actualizado,
al que se le irían añadiendo nuevas entradas 110 sólo durante su pontifi­
cado (con el nombre de Honorio III — 1216-1227— ) sino también m u­
cho después de él.m
Según la concepción original del texto, que inicialmente era una
lista de las iglesias y las personas que aportaban alguna contribución
económica al pontífice, el Líber censtttnn recuerda a los grandes cartu­
larios laicos que se elaboraban en los Pirineos por esta misma época.
En los respectivos prólogos de los documentos de ambas zonas resuena
el mismo imperativo de reorganización de los archivos; es posible que
Ramón de Caldas redactara su escrito el mismo año (1192) en que C en­
cio compone el s u y o .'ir No obstante, el contenido del Líber censmim
superaría muy pronto sus declaradas intenciones fiscales. Tanto el pro­
pio Cencio como sus sucesores en el cargo de camarlengo vendrían a
añadir nuevos elementos a la fiscalización provincial (tal era el nombre
con que se la conocía), elementos que en unos casos procederían de
colecciones anteriores, principalmente las M irabüia urbis Romee y los
cartularios de Deodato, y que en otros se deberían, como hemos dicho,
a aportaciones originales del mismo Cencio. De este modo el registro
terminaría pareciéndose notablemente a los cartularios principescos y,
de hecho, dada su dinámica receptividad, comenzaría a mostrar gran­
des semejanzas con el llamado Registro A parisino, compuesto una
década más tarde. Fuera cual fuese la intención de Cencio, el Líber
censuum, según la moderna deconstrucción de los eruditos actuales,
vendría a dar fe de que el concepto del poder papal aceptaba con él al­
gunos ajustes, aunque difícilmente quepa considerar que haya introdu­
cido una nueva concepción de ese poder .308
Menos original resulta ser el esquema fiscal al que se ajusta el d o ­
cumento, Lejos de constituir una renovación de las finanzas papales, se
474 LA C R I S I S D E L S I G L O XII

ha a rg u m e n ta d o en alg u n a o c asión que lo que C e n c io vino a efectuar


fue la c o n tabilid ad prescriptiv a y a c tu alizad a (a un qu e incom pleta) de
las fuentes d e ingresos pontificias. N o hay d u da de qu e la lista así ela­
borada, revisad a y a m p lia d a p o r él, tuvo qu e facilitar la detección de
los p a g o s fraudulentos, c o m o pretendía C encio; sin em barg o, el resul­
tado no g u a rd a b a y a m ás s em e ja n z a con un c ó m p u to corriente que la
qu e pu dieran tener los nuevo s arch iv os catalanes de la d écad a de 1180
— a buen seguro utilizados p ara ios m ism o s fines que el recién redacta­
do en R o m a — , o que la de los c atastros C a p eto s p e rd id o s en el año
1194. C o n m eno s m o tiv o aún h e m o s de c o n sid e ra r que el Líber cen-
su u m fuera un presup uesto , pu esto que no llegaría a culm inarse el es­
fuerzo necesario p ara m a n te n e r al día la con signación de las obligacio­
nes, y p o rq u e tam p o c o se harán c u a d rar en él las diferencias surgidas
p o r el e m p le o de d iv ersas m o n ed a s en distintas épo c a s.309
Y en c ua n to al resto del Líber, h e m o s de d ec ir q u e describe la
obras pontificias sin definirlas. Los aspectos c e re m o n ia les habían ga­
nado en im p ortan cia desde que los papas regresaran del exilio, y ahora
dich os asp e cto s q u e d a b a n a rticu lados en un « o rd e n» de observancia
litúrgica m á s vasto que g u a rd a b a relación con las o bligaciones y los
pagos de la c á m a ra apostólica. Las M irabília a puntan a la experiencia
p ública práctica adquirida en contacto con los suplicantes y los peregri­
nos, y lo m ism o ocurre con las p ruebas, ahora recicladas, que nos ha­
blan de las ex igencias de lealtad y de pago de los p a p a s.310 Todos estos
elem entos constitu ían oíros tantos instrum en to s de referencia para los
servidores pontificios que se enca rg a b an de los asun to s asociados con
las c e rem o nias, el a p ro v isio n a m ie n to y los viajes. A d em ás, su inedia^ ■
ción no sólo se había e specializado hasta el p unto de excluir el tipo de .
redacción legal que tras brotar de la curia había term inado expandién-
dose fuera de ella en la d é c a d a de i 120, sino que había hallado una es-
p ectacu lar c u lm in a c ió n con la C oncordia discordantium canonum de^jj
G ra c ia n o (c. 1140 o antes) y e m p e z a ría a m o stra r las características"^
propias de una n ueva industria erudita en torno a la década de 1170.311
Sería en esas tareas para-pontificales — b astante m ás centradas en
la org anizació n de las n orm as del p a p ad o así c o m o en el establecimien-*
to de sus leyes y en la resolución de sus disputas q ue en la actualización
de su con tabilidad— do nd e la Iglesia de R o m a lograría retomar
de sus o bjetiv os oficiales, ya en la se g u n d a m ita d del siglo. Por
época, la m ay oría de los papas eran ju rista s conscientes de
R E S O LU C IÓ N : LAS IN TR U S IO N E S D E LOS G O B E R N A N T E S 475

ción elemental que precisaban los hombres que debían trabajar en los
puestos que establecían los recién compilados cánones; y sabían asi­
mismo que una sociedad sujeta a un marcado proceso de cambio nece­
sitaba mantener actualizada la compilación de las normas canónicas
hecha por Graciano. Las decretales — esto es, las respuestas escritas
que ofrecían los pontífices a los litigantes y los jueces en aquellos pun­
tos jurídicos o consuetudinarios que resultaran problem áticos— se
multiplicaron, en especial las de Alejandro III, hasta el punto de que se
haría preciso codificar a su vez toda esa nueva masa de documentos.
Ya en el año 1190, la «Primera compilación» de Bernardo de Pavía
—concebida para administrar justicia «en honor a Dios y de la santa
Iglesia de Roma, y para com odidad de los estudiantes»— vendría a
coincidir prácticamente en el tiempo con la empresa de Cencio en la
cámara apostólica.312 Los papas asumían las labores propias de un
obispo al estimular la presentación de recursos judiciales, unos recur­
sos que pasaban por lo común a manos de jueces delegados elegidos
de entre los prelados locales, ya que eran esos jueces los encargados de
juzgar los casos y de emitir un fallo. La responsabilidad de actuar como
juez delegado recayó en repetidas ocasiones en la persona del obispo
Rogelio de Worcester (1164-1179). Los elementos que se tenían co­
múnmente en cuenta al proceder al interrogatorio sumarial coincidían
muchas veces con el estudio de los casos que realizaban los jueces iti­
nerantes de Inglaterra y N orm andía.313
Pese a representar un ingenioso despliegue de sus medios, difícil­
mente cabría considerar que la nueva justicia del papado constituyese
un sistema administrativo, y menos aún una organización centralizada.
También en este caso el punto central era el de la rendición de cuentas.
«Juzgad con justicia» decía Bernardo de Pavía para exhortar a los jue-
;í ces, «...teniendo en vuestros corazones a Aquel que asiste a cada cual
~ según sus obras».314 Las nuevas normas canónicas surgían de casos
- que se hallaban tan distantes desde el punto de vista geográfico como
; los de los estudios fiscales provinciales del año 1192. Es más, ni los
papas ni los cardenales sacerdotes habrían de limitarse a tomar en con-
L-r sideración la experiencia de los jueces y los litigantes sino que habrían
^ detener también en cuenta la que habrían de transmitirles los prelados,
gí los coadjutores, los mon jes y los fieles que intervinieran en los grandes
U concilios de Letrán de los años 1179 y 1215. En dichos concilios, la
■^autoridad de la cátedra de Pedro conocería una exaltación superior a la
476 LA CR ISIS IJIil S IG L O XII

que hubiera podido lograr cualquier otro señor-principe en sus asam­


bleas de homenaje; y era en ese tipo de ocasiones cuando quedaban
expuestas en toda su magnitud las contradicciones entre el cargo y el
señorío pontificios. Aún no se había olvidado el escandaloso juego de
influencias afectivas que había intervenido en la elevación al solio de
Inocencio II, y ahora resultaba que se establecía en el concilio de 1179
que en adelante habría de bastar con una mayoría compuesta por las
dos terceras partes de los cardenales para elegir a uno de ellos y elevar­
lo al «cargo apostólico». El canon número cuatro determinaba la re­
ducción de los séquitos a caballo de tos prelados que acudieran de visi­
ta a alguna localidad de provincias — ¡los arzobispos, por ejemplo, no
podían contar con una comitiva que superara los cuarenta o cincuenta
jinetes!— , y «tampoco debían viajar acompañados de perros de caza y
halcones» ni exigir comidas suntuosas. Fuera cual fuese el sentido que
pudiera haber tenido en el pasado este antiquísimo mandato, el signifi­
cado que preponderó en los círculos del papado alejandrino está claro;
los prelados eran funcionarios, no señores, y debían comportarse en
consonancia con esa condición. Tampoco deben «los obispos atreverse
a afligir a sus arrendatarios con tallas o exacciones», continúa el texto,
lo que también se aplica a los archidiáconos, que no han de oprimir al
clero; además, el documento contrapone explícitamente la prelacia de
carácter explotador a la de índole pastoral.315 Son innumerables las de­
cretales que se fundan en el presupuesto de que el servicio prestado a la
Iglesia por sus jerarquías es de naturaleza funeionarial.316 El hecho de
que todos estos textos fueran acompañados de recomendaciones relati­
vas a la conducta funeionarial, conviniéndose así en su piedra de toque
y en su consignación escrita, pudo haber constituido un avance progre­
sista en la labor de los jueces delegados. Habría que esperar al pontifi­
cado de Inocencio III para que se exigiera en estos documentos que los
escribanos auxiliares pusieran por escrito la totalidad de las fases que
habia de cubrir la justicia delegada.317

No es probable que el papa Inocencio III (1198-1216) considerara


que la gobernación pudiese constituir un fin en sí misma, pero no hay
duda de que deseaba promover los servicios funcionariales. Lo que se
observa, como también sucede en Francia y en todos los demás reinos
de que tenemos noticia, es que hay un creciente número de escribientes
í RE S O L U C IO N : I.AS INTR USIO NE S DE LOS G O B E R N A N T E S 477
jr

. expertos dedicados a las labores que terminarían alumbrando los pri­


meros archivos papales conservados. Las cartas del papa Inocencio III
saturan dichos archivos, y en ellas se da insistente rienda suelta — por
¡i ejemplo al arremeter contra Felipe Augusto por haber celebrado un
enlace matrimonial que en un mundo cristiano no había forma de con­
siderar no vinculante- -* a una retórica de supremacía papal que habrá
de recorrer el conjunto de sus decretales.3IK Por una vez, la ideología
vino a aventajar al poder regio que constituye el tema de este libro.
No obstante, hay un punto en el que los papas se hallaban mejor
k situados que los señores-reyes de la época para exigir un ejercicio del
| poder material que superara los límites conceptuales del señorío. Los
s concilios III y IV de Letrán no sólo darían en regular los procedimien-
l- tos y las conductas a seguir, también promoverían algo parecido a lo
que nosotros llamaríamos medidas políticas. Si los señores y las ciuda­
des actuaban en función de objetivos colectivos — de lo que da fe la
escena que se produce en el año 1202 en la Tolosa francesa, donde los
cónsules, no contentos con juzgar necesaria la creación de un archivo
en el que consignar su poder, se propondrían la conquista de la campi­
ña vecina— , también los papas y los cardenales habrían de alcanzar
;■ posiciones de consenso sobre asuntos de envergadura aún mayor, asun-
í tos que llevaban igualmente aparejado un desafío mancomunado. Ha-
{ bía además algunas causas, como la de la herejía, que no podían brotar
de ningún acuerdo de facción, que no era posible inventar; lo único que
, podía hacerse era denunciarlas cuando la lógica social que las sustenta­
ba lograba arraigar y crear un consenso en las provincias, promoviendo
así un cambio social. Ya en el Concilio de Letrán del año 1179 había
supuesto un reto la herejía, y por eso se abordará esta cuestión en el
canon final de dicho concilio. Para el concilio siguiente, el del año
1215, la herejía había pasado a ser el desalío más importante, superior
a todos los demás, y en los cánones uno a tres, dedicados a esta materia,
se evocará la teología trinitaria ortodoxa que recorre el conjunto de la

* El que le había unido en agosto de 1 193 con Isa m bu r de D inam arca, a la que
repudió in m ed iatam ente y de la que se separaría tres años después, tras decretar una
asamblea de barones y obispos aliñes la nulidad del casam iento. El papa Inocencio
no reconocería esa nulidad y lanzaría repetidos llam am iento s al m o n arc a instándole
a reinstaurar a Isam bur en el trono, con lo que se iniciaría una ro cam b olesca situa­
ción de bigam ia que term inaría trág icam ente con la m uerte de la segunda espo sa de
Felipe, Inés de M erano, justo después de d a r a luz a un heredero. {N. de los t.)
478 LA CR ISIS DEL S IG LO XII

junta ecuménica. De manera similar, cabría suponer que lo que termi­


naría obligando a Inocencio III a reconocer las órdenes mendicantes de
Francisco de Asís y de Domingo de Caleruega sería la concatenación
de un conjunto de irresistibles circunstancias, ya que la causa de ambos
místicos constituía en la práctica un desafío que más le valía encabezar,
si no quería asumir el riesgo de verse arrastrado por su empuje.319
Esta ampliación de los imperativos sociales constituirá un fenóme­
no generalizado en toda Europa, Los síntomas que la anuncian, cuya
fecha de aparición es imposible de establecer con precisión, se obser­
van ya de forma bien patente después del año 1150. Y empezamos a
adivinar por qué. La inadecuación de la contabilidad prescriptiva en
unos domanios que se hallaban en plena fase de expansión, así como el
contagioso malestar generado por la arbitraria imposición fiscal, esta­
ban llamadas a actuar como nuevas circunstancias apremiantes. Sin
embargo, son más los elementos que intervienen en la transformación,
ya que aún hemos de averiguar cómo es posible que pueblos enteros
llegaran a engarzar con el poder. ¿Podía compararse el derecho dinás­
tico de los monarcas con la percepción pontificia de la ortodoxia cris­
tiana? Más visibles aún en los grandes y bien documentados planes de
Inocencio III que en los de los reinos laicos, los principados y las ciu­
dades, los intereses en liza — que empezaban a presentar el aspecto de
causas (políticas o religiosas)— tenían una característica común: el
coste de su materialización era muy superior a los límites aceptables de
las ayudas consuetudinarias, los pagos debidos y las rentas. A finales
del siglo XII nada venía a sobresaltar tanto los señoríos de todo tipo
como el incremento de los gravámenes públicos. ¿Acaso no debía con­
siderarse que todo nuevo gravam en constituía un mal uso? Esta cir­
cunstancia se hallaba igualmente vinculada con el predominio de los
señoríos arbitrarios, que se revelarían incapaces de resistir la tentación
de recurrir a la «razón» de alcanzar objetivos sociales y que verían en
ella un pretexto idóneo para insistir en su derecho consuetudinario a
imponer tributos y a ejercer coerciones. En todas partes, será en las
ciudades donde se aprecie de forma más clara esta confrontación, ya
que sus estatutos impulsarán los objetivos colectivos, fueran cuales
fuesen las concesiones que hubieran de hacerse a los señores. «La pes­
ca es pública», leemos en las costumbres de Montpellier del año 1204; i
lo que nos lleva a preguntarnos si el papa, enfrascado en sus diversos *
frentes de combate, podría haber dicho lo mismo de la herejía o de las
RE S O L U C IÓ N : LAS IN TR U S IO N E S DE LOS G O B E R N A N T E S 479

cruzadas. De hecho, la carta de Montpellicr va más allá que la mayoría


de las promulgaciones de su época en cuanto a definir un verdadero
condominio de poder administrativo. Se estipula explícitamente que el
alguacil del señor-rey (Pedro 1 de Barcelona — II de Aragón— ) ha de
rendir cuentas «ante aquel a quien designe el señor», y se añade que los
demás alguaciles locales también responden ante él; un conjunto de
«hombres buenos y prudentes» de la población, elegidos por designa­
ción directa, está llamado a servir en la corte del señor, aunque no sin
haber jurado antes negarse a aceptar cualquier clase de soborno; y entre
otras muchas cosas que también se afirman, tanto el alguacil como los
hombres enviados a la corte quedan facultados para su tarea mediante
un solemne com prom iso realizado ante el señor de Montpellier, un
compromiso que no es ya un juraijjento de lealtad, sino un juram ento
funcionarial específica y concretamente detallado. Y sin embargo, por
muy cabalmente fie! que sea al derecho'rom ano en sus disposiciones
legales, y pese a haber sido promulgada prácticamente ante «todo el
pueblo de Montpellier» reunido en un «común coloquio», esta carta de
pública gobernación está repleta de señales vestigiales que indican re­
celo. Y no se trata únicamente del simple resto de una suspicacia preté­
rita: en el capítulo sesenta de la carta, el señor de Montpellier renuncia­
rá, de forma explícita y absoluta, a todo «traslado de una causa judicial
aun tribunal de superior instancia, al cobro de impuestos, a la exigen­
cia de donaciones forzosas o a cualquier exacción obligada».
¿No estaban acaso los grandes magnates exentos de esta dinámica,
dada su residual faceta pública y oficial? En absoluto. Con todo, habría
de ser en las crisis de finales del siglo xn cuando los avatares de la g o ­
bernación pasaran a actuar como tenaces precursores del estado.
Capítulo 6

CONMEMORAR Y PERSUADIR (1160-1225)

Jacobo de Vitry se puso en camino hacia Tierra Santa tras haber


sido consagrado obispo de San Juan de Acre. Una vez embarcado en
Génova, a primeros de octubre de 1216, dedicaría el tiempo de la nave­
gación a describir vividamente las experiencias que habia tenido en
Italia en su búsqueda de aliados. Su enemigo era el diablo, y además
había perdido casi todas sus «armas» — «esto es, principalmente mis
libros», afirmará é! m ism o— , además de otras posesiones, al vadear un
noque bajaba muy crecido. Había estado predicando contra los herejes
en Milán, donde los H um üiati le habían causado una honda impresión.
En Perusa, ciudad en la que acababa de morir Inocencio III, tuvo oca­
sión de contemplar cómo unos ladrones despojaban de todos sus ropa­
jes al cadáver del papa, l .n esta m isma población acudirá Jacobo a la
consagración del nuevo pontífice y conseguirá que Honorio III confir­
me su nombramiento como obispo. A este respecto añade que Honorio
le trató «con amabilidad y fam iliariter», y que no sólo se mostró fácil
en el trato, sino también solícito a sus requerimientos. Con todo, el
papa se negaria a acceder a una de sus últimas peticiones: no cedería al
obispo y predicador un «poder especial» que le permitiera defender a
los cruzados franceses de los «opresivos» impuestos que sufrían, como
les había prometido Jacobo. Por lo que éste había oído decir, eran m u­
chos los que m aniobraban en tom o al papa con la esperanza de ver
colmada su aspiración de acceder a la «legación» francesa. Obligado a
demorarse más tiempo del que hubiera querido en la curia, Jacobo de
Vitry descubrirá que a todos sus miembros les preocupaban las cosas
del mundo — lo que significa que se atareaban en cuestiones relaciona­
482 LA CR ISIS DEL SIG LO XII

das con «reyes y reinos, con litigios y disputas, y con tanto afán que
apenas les quedaba después tiempo alguno para hablar de las cuestio­
nes espirituales»— . Lo que vio y oyó acerca de los «Hermanos Meno­
res» no sólo le proporcionó gran consuelo sino que le animó a escribir,
gracias a lo cual podemos hoy contar con una de las primeras y mejores
crónicas de la recién fundada orden de los franciscanos, cuyos miem­
bros empezaban a dispersarse en esa época por las tierras situadas más
allá de la Toscana y ¡a Lombardía. Por fin. tras todas esas peripecias, a
últimos de septiembre, llegaría Jacobo a Genova, donde dispuso todo
lo necesario para embarcar rumbo a Acre. Y a pesar de que unos geno-
veses le confiscaran los caballos para realizar con ellos un ataque mili­
tar contra un castillo vecino — diciéndole además que se trataba de una
costumbre local— , el obispo Jacobo aprovecharía su ausencia para in­
ducir a sus esposas e hijos a abrazar la cruz, voto al que (según afirma
él mismo) habrían de sumarse a su regreso los ciudadanos que habían
partido a la batalla.1
Amenas, detalladas y repletas de información, las cartas de Jacobo
de Vitry tienen la virtud de transmitir al lector las fragancias y los soni­
dos de la época. No menciona siquiera al emperador Federico II Ho-
henstaufen, quien se hallaba por entonces en la flor de su formidable
mayoría de edad; tampoco habla de Felipe Augusto, quien por esos
años no vivía más que para un único reto: el de la herejía; se desenten­
derá igualmente de la tutela del todavía niño Jaime I de Aragón —a
cargo de los caballeros templarios fieles al papa— , y aún se ocupará
menos del rey Juan sin Tierra, que moría por las fechas mismas en que
el obispo se preparaba para embarcar; y sin embargo, éstos eran los
señores-reyes, suyos eran los «reinos» (regna), de los que tan diligen­
temente se ocupaban, com o acababa de descubrir Jacobo, los integran­
tes de la corte papal.2 Nunca había parecido tan urgente la defensa de la
fe a ojos de los cristianos; y si el obispo Jacobo tampoco se detiene a
comentar nada del IV concilio de Letrán, es porque todo cuanto le inte­
resaba parecía resonar estrepitosamente en la cargada atmósfera de la
empresa religiosa iniciada por el gran papa cuyo abandonado cadáver
constituirá la más sobrecogedora imagen de las cartas. La gente mur­
muraba que si la mayoría de los prelados se comportaban como «perros
mudos, [que] no pueden ladrar» (Isaías, 56, 10), el Señor Dios deseaba
salvar a todas las almas «antes del fin del mundo», sirviéndose para
ello de «hombres sencillos y pobres», como los frailes.3 Pese a su mar-t.
C O N M E M O R A R Y P E R S U A D I R (11 6 0 - 1 2 2 5 ) 483

cada estructura bíblica, las cartas no sólo m u e stra n un estilo coloquial


y directo sino que poseen u n a fuerza narrativa que transm ite una sen sa­
ción nueva. El a utor hace gala de una solícita atención liacia el papel de
las m ujeres, alg o s e ñ a la d a m e n te c a ra c terístic o de Ja c o b o de Vitry,
como ta m b ié n lo es su inteligente im plicación en los detalles del viaje.
Al escribir de sde el pu nto de vista de un soldado cristiano e n z a rz a ­
do en u n co m b a te con el diablo, su cu a d e rn o de bitácora tiene el interés
añadido de e v o c a r la e x p eriencia del p ode r de una form a sin to m á tic a ­
mente novedosa. Ja c o b o habla de la co rte papal c o m o de u n a esfera de
orden material, no c o m o de un ám b ito de índole patrim onial. Lo c o n c i­
be com o un lugar d e dic ad o a los debates sobre los asun to s públicos, a
temas relacion ado s con las m edidas p olíticas pertinentes (según había
quedado re c ientem en te cod ificado en el IV con cilio de Letrán). Y p ese
a que esa situ a c ió n fa v o re c iera las a m b ic io n e s de los p re la d o s que
aconsejaban al papa, lo que el obispo de A c re refiere es la existencia de
una cierta p redispo sició n a escucharle en los círculos papales, c o m o si
sus integrantes estuv ieran de se o so s de dejarse c o n v encer; y da incluso
la impresión, aun ten iend o en cu enta qu e en su narración Jacobo tienda
a presentar de sí m ism o el perfil m ás halag ad or posible, de que la resis­
tencia de H on orio III a d a r su beneplácito al e n tu sia sm a d o ofre c im ie n ­
to por el que n uestro a u to r se m uestra d isp uesto a e n cargarse en so lita­
rio del r e c lu ta m ie n to de los h o m b r e s n e c e sa rio s p a ra la c ru z a d a en
Francia 110 b ro ta de un e m p e c in a m ie n to o btuso, sino q u e con stitu y e
una respuesta razonable. A d e m á s, al d escribir la incipiente co stum bre
franciscana de celeb rar reuniones periódicas, Ja c o b o d estacará ex plíci­
tamente el asp e cto festivo y el c o n se n so c o n stitu tiv o que reinaba en
dichas asam bleas. «Y ello po rq ue los h om b re s de esta co nvicció n [los
Hennanos M e no re s] se cong re g a n u na vez al año, y con gran p rov ech o
suyo se reúnen en un lugar d e te rm in a do para regocijarse en el Señor y
agasajarse, y con el consejo de sus santos v aron es e labo ran y p ro m u l­
gan sus s a g ra d a s c o n s titu c io n e s» a fin de qu e el p a p a las confirme.
Unicamente en un punto re la cio n a d o con el habitual ejercicio del p o ­
der habrá de p u lsa r Ja c o b o de Vitry un a nota d iscordan te que evocará
viejas costum bres. ¿Q u é p re te n d e afirm ar al c o n s ig n a r p o r escrito el
temor que siente p o r los cru z a d o s fra n c e se s a los q u e d eseab a d e fe n ­
der, pues, según dice, «casi en todas partes se hallan o prim ido s [o p p ri-
muniur] por las tallas y otras exacciones, en carceladas en m uc h os lu­
gares sus p e r s o n a s» ? 4 N o s v em o s aquí, una v ez m ás, ante la retórica
484 LA CR ISIS DHL SIG LO XII jji

del mal señorío, cuyas prácticas 110 parecen en m odo alguno superadas .
a principios del siglo xm, aunque en este caso es casi seguro que las |
afirmaciones de Jacobo deben de venir dictadas por una motivación
distinta: la de las argucias estratégicas de este devoto predicador de la ■
cruzada. En una época en la que se multiplicaban de nuevo las deman­
das relacionadas con el patrimonio, y en la que incluso los impuestos
destinados a la cruzada podían ser considerados arbitrarios, el hecho :
de que los cruzados ausentes tuvieran la certeza de poder contar con>
que la Iglesia brindara protección a sus dom anios resultaba tan perti-1
nente como siempre.5 ■
Sería erróneo sugerir que Jacobo de Vitry nos proporcione un testi- ^
monio suficiente de las actividades realizadas por el poder en su épocaí"?
Jacobo es simplemente un buen narrador, un notario cuyo testimonios
aún nos parecerá mejor si además de por su primera carta le juzgamos3
también por sus narraciones y sus sermones,6 pese a que sea tan ajeno
a todo cuanto supere los intereses de los cristianos cultos como la ma­
yoría de los demás autores que nos han legado sus escritos, Robert;
Moore ha mostrado perfectamente que las presiones tendentes a conse­
guir la conformidad de los cristianos habrían de crecer de forma nota­
ble en las décadas situadas en tom o al año 1200.7 Entre los herejes, los |
agnósticos y los judíos, las palabras de los sacerdotes y los predicado- '
res debieron de ejercer muchas veces el mismo efecto que ios golpes o ;
las amenazas de los caballeros, ya que también ellas venían a constituir í
una forma de intimidación moral basada en el miedo. La exigencia ■
planteada en el año 1215, por la que no sólo se obligaba a los judíos á >
vestir ropas distintivas sino que se les prohibía asimismo ocupar «car­
gos públicos», debió por fuerza de animar a muchos a considerar que é l :
cristianismo triunfante constituía un orden legítimo.8 Un orden coerci­
tivo justo, subrayaría Jacobo de Vitry, y así se inculcaría también a
toda una serie de sucesivas hordas de caballeros. No obstante, lo que
aquí ocurre es que, más allá del perímetro de certidumbre de los solda­
dos y los sacerdotes, se pierde de vista la experiencia del poder, oculta
en el oscuro pasado de los herejes, los infieles, los campesinos y lo s ,
pastores — muchos de los cuales sólo eran nominalmente cristianos—.
Resulta característico además que no exista constancia documental al- '
guna de los lazos familiares y de amistad que unían a todas estas gentes
(al menos con anterioridad al año 1225, aproximadamente), unas gen­
tes sometidas a las nuevas coacciones de un régimen cristiano de muy 7
C O N M E M O R A R Y PER S U A D IR ( 1 160 - 1 2 2 5 ) 485

‘ estrechas miras que no obstante contaba con e! impulso de las doctrinas


canónicas y los decretos conciliares pontificios.
, • Por incompletas o tendenciosas que podamos considerar las fuentes
r latinas cristianas, sin duda revelan lo que podríamos denominar la nor­
mal percepción del orden público imperante, un orden que no presenta
solución de continuidad alguna con el pasado. Todas las personas que
[¿vivieron en la época -—y mejor que nadie los judíos de las zarandeadas
^comunidades de Inglaterra y de la Francia capeta— sabían de primera
mano cómo se comportaban esos señores-reyes que tanto encandilaron
: alos papas Inocencio III. Honorio III y Gregorio IX (1227-1241). Tres
batallas decisivas habían reorganizado ele fa c ía las relaciones de estos
■grandes señores: la de Las Navas de Tolosa (1212), que no sólo vendría
"aconsolidar las reivindicaciones de los reyes castellano-leoneses, que
afirmaban su derecho a dominar la España cristiana, sino que realmen­
t e terminaría invitando al papa a encabezar las inminentes cruzadas que
estaban a punto de librarse fuera de Europa; la de Muret (1213), en la
que quedaría definitivamente arrumbada la perspectiva de un poder di­
nástico catalán a ambos lados de los Pirineos; y la de Bouvines (12 14),
; que abriría las puertas a la dominación capeta de las sociedades de len-
*gua francesa. Teniendo esto en cuenta puede entenderse fácilmente que
•r Federico II se revolviera contra las tendencias que se oponían a que
‘ dominara a un tiempo Sicilia y Alemania. El coste de la corona sicilia­
na no se saldaría simplemente con la implacable hostilidad de los suce­
sivos papas sino que conllevaría asimismo el virtual abandono de Ale­
mania a los príncipes de la región. Y ello porque para estos últimos,
dicha posibilidad resultaba tan natural como grata, dado que venía a
suponer el restablecimiento de la supremacía de que habían disfrutado
antes de la instauración de los Hohenstaufen.
A principios del siglo xm, tanto en el conjunto de las regiones como
en cualquiera de los distintos niveles jerárquicos, el señorío patrimo­
nial continuaría desempeñando un papel decisivo tanto en la actitud de
las personas frente al poder como en la forma en que éstas lo experi­
mentaban. Con todo, eran pocos los señores que podían prosperar en el
nuevo contexto sin someterse ni aliarse con las diferentes comunidades
—circunstancia que afectaba particularmente a los más principales
Esto habría de convertirse en uno de los elementos clave de una trans­
formación crucial. En Italia, donde las com unas habían prosperado
arrancando libertades a los obispos y a los emperadores, ésta habría de
486 LA CR ISIS DEL SIG LO XII

ser la época que marcara el primer florecimiento de la figura delpodes-


tá : los señores recurrían a él tanto para que mediara en sus ambiciones
como para proteger y explotar los bienes que poseían algunas comuni­
dades desamparadas. En los últimos años del período aquí estudiado, la
Liga Lombarda lograría renacer de sus cenizas y se levantaría contra
un em perador a cuyas ordenadas fuerzas militares ni siquiera Milán
lograría resistir; con todo, pese a su reactivación, el poder de la Liga
habría de revelarse muy precario, pues estaba basado en extrañas alian­
zas, como la que vincularía a los coaligados con el tirano Ezzelino de
Romano, vínculo que determinaría que los intereses de la Liga tuvieran
un carácter cada vez más efímero y que sus apoyos (como el de Ezzeli-
no) no pretendieran sino explotarlos en beneficio propio, mostrándose
incluso dispuestos a traicionarlos.4 En otros lugares, la alianza daría
lugar al gradual establecimiento de vínculos de fidelidad, o a formas de
compromiso que sencillamente determinaban mejor los límites de la
obligación recíproca, creando así un extravagante mosaico de depen­
dencias instituidas de manera muy variopinta — las de los aldeanos en
Aragón o las de los caballeros y los burgueses en Inglaterra— , depen­
dencias cuyos propósitos oscilaban entre la defensa de las costumbres
y el descubrimiento de intereses comunes. Al parecer, poco antes del
año 1221, resultaba tan fácil no someter a la consideración de un juez
la incomparecencia de los cónsules de las aldeas del valle del bajo Ga-
rona tras haber sido emplazados a presentarse en la corte principesca
de la región del Agenais que no ha quedado rastro alguno de estos in­
cumplimientos en los registros.10 Con todo, fue una época difícil para
los señores que no poseyeran más que un castillo y que carecieran de
un linaje dinástico o de una posición consuetudinaria. Además, tam­
bién les afectaba el aumento de los costes de los enfrentamientos. Las
grandes campañas, como las que em prendiera Felipe Augusto en la
década de 1 180 — o como la que habría de movilizarse en Génova a
finales del verano de 1216— , habían reducido en todas partes el núme­
ro de señores castellanos con posibilidades de engrandecer sus domi­
nios o de usurpar tierras ajenas. Este fenómeno, vinculado con los éxi­
tos derivados de la dom inación de los príncipes o los soberanos,
adquiriría un carácter general en torno al período comprendido entre
los años 1175 y 1225.
En este capítulo continuamos la exposición de una crónica del po­
der en la que las actividades de los señores-reyes adquirirán presencia
C O N M E M O R A R Y PER S U A D IR ( 1 1 6 0 - 1 2 2 5 ) 487

preponderante debido a que las reivindicaciones y las pretensiones de


los castellanos seguirán siendo insistentes y a que la rendición de cuen­
tas de los agentes y de los servidores de los señores no había dejado de
resultar problemática. Nuestro siguiente punto de atención se centrará
en el examen de los distintos conceptos que tenía la gente del poder,
seguido del análisis de las pruebas que nos hablan de la intensificación
de la violencia, de los renovados esfuerzos contrarios, esto es, tenden­
tes a la pacificación, y de la incipiente politización de la paz y otras
«causas». Los reyes, los príncipes e incluso los potentados urbanos
consideraron necesario implicarse a fondo en la relación con sus súbdi­
tos, dado que cada vez les resultaba más difícil persistir en el ejercicio
del señorío arbitrario, una práctica que habían heredado de la época de
los castillos; además, estas nuevas circunstancias contribuirán a expli­
car las crisis de poder que habrán de desatarse en Cataluña e Inglaterra
y que se revelarán a un tiempo características y premonitorias. Por pa­
sos graduales, casi imperceptibles, descubriremos que el compromiso
con las gentes, com prom iso que comenzará asociándose con la cele­
bración de asambleas, terminará dando pie a un proceso de identifica­
ción con ellas, dado que dichas asambleas estaban llamadas a dar ex­
presión a unos intereses que ya no era incumbencia exclusiva del señor
principe debatir. La posición jerárquica y la persuasión empezarán a
competir no sólo con el señorío laudatorio sino también con la rendi­
ción de cuentas, con el desempeño de los cargos, y con la aceptación de
las metas sociales.

L a s C U L T U R A S DEL PODE R

Los señores laicos provistos de patrimonios y ambiciones tendieron


a convertirse en piezas del engranaje dispuesto para el ejercicio del
poder público. Poco a poco fueron viendose integrados en una cultura
basada en la dependencia funcional, en el servicio y en la fidelidad. Si
los castellanos del año 1100, aproximadamente, podían albergar razo­
nables esperanzas de hacer suyos los valores del señorío aristocrático,
lo más probable es que los llamados a sucederles cosa de un siglo des­
pués tendieran más bien a sentirse como miembros del séquito de los
príncipes. Con mayor insistencia aun de la que en su dia mostrara Feli­
pe Augusto, el joven Federico II habría de imponer en todas las com ar­
488 LA CRISIS DLL SIG LO XII

cas del Regrw el dominio de sus propios castellanos leales; ya en los


estatutos de Capua (del año 1220) aparecen sujetos dichos castellanos
a algo similar a una rendición de cuentas oficial.11 Las reflexiones so­
bre el poder pasaron de centrarse en los ideales del valor, las grandes
proezas y la generosidad a preocuparse del mando, la gestión y la com­
petencia en el cargo; pasando por una fase de interés en las tornadizas
realidades que habrían de inducir tanto a la consolidación de la justicia
y los mecanismos de protección como a la elaboración de diferentes
teorías sobre el particular. Del año 1140 en adelante habría de multipli­
carse el número de personas al servicio de quienes poseían medios pú­
blicos y concebían propósitos colectivos; y lo que vendría a influir de
manera determinante en el cambio aquí considerado sería el doble he­
cho de que sus patrones — notables como el arzobispo Teobaldo y el
rey Enrique II de Inglaterra— estuvieran familiarizados por un lado
con los nuevos mecanismos de la justicia y de la economía que hemos
examinado en el capítulo anterior, y de que se mostraran dispuestos por
otro a favorecer a los hombres cultos, aun en el caso de que no vieran
interés alguno en difundir e.l talento y la pericia que ellos mismos fo­
mentaban con esa actitud. De hecho, los escribanos laicos «utilizaban»
a los patrones para conseguir promociones eclesiásticas: así lo harían
Juan de Salisbury, Gualterio Map y Gerardo de Gales, por no mencio­
nar sino a tres de esos autores. Estos nombres son muy conocidos entre
los historiadores modernos, y con razón, pues las competencias que
exhiben vienen a constituir otros tantos síntomas de la existencia de
nuevos y señalados impulsos en el ejercicio del poder.12 Sin embargo,
en la época en que vivieron debió de haber sin duda otras personas más
célebres y de más amplia fama que pensaran de forma muy diferente
acerca del poder. El examen de algunos ejemplos que nos hablen de su
manera de entenderlo nos ayudará a tener una mejor perspectiva de las
novedades conceptuales surgidas a finales del siglo xn.

Cantos de fid elid a d

Guillermo de Cabestany era un caballero de un castillo catalán que


escribía trovas de amor y añoranza a principios del siglo xm, y que muy
probablemente también las cantaba. Además, en el año 1212, es decir,
en tiempos de su señor-rey, Pedro I de Barcelona (Pedro II de Aragón),
C O N M E M O R A R Y PER S U A D IR ( 1160- 1 225) 489

es muy posible que Guillermo combatiera también a los almohades.


: Unos siete u ocho de sus cantares habrían de adquirir muy pronto la
suficiente fama como para merecer que se los copiara en las antologías
í de tan novedosas prácticas, junto con una biografía condensada del
; caballero trovador compuesta antes de que se disipara todo recuerdo de
su vida y de que las copias ulteriores vinieran a añadir adornos y am-
I pliaciones a su particular historia.13
I No debe exagerarse la fama alcanzada por este «inventor» o «halla-
| dor» (¡robador) de rimas E s uno de los cuatrocientos sesenta trovado-
i res que han logrado hacernos llegar sus composiciones a través de los
c cancioneros copiados en los siglos XII! y xiv. No obstante, aunque la
celebridad de Guillermo de Cabestany fuese inferior a la de los trova­
dores más ensalzados de su época, puede decirse que en su región estu-
; vo a la cabeza de los «de segunda fila», y que sus canciones fueron co-
’ piadas en más de una ocasión — puede que ya en la década de 1220— ,
lo que significa que su arte debió de serle necesariamente reconocido
¡ incluso en vida. Según vienen a indicamos sus propias canciones, así
s. como la explícita afirmación de su biógrafo sobre el particular, era
j¡ hombre aficionado a los castillos. Su am or es (a juzgar por lo que él
dice) el mejor «que existe de Le Puy a Lérida», y los méritos de su
; «dama» son, añade, un «elevado torreón» — com o los que se elevan
■ hacia el suroeste en la cima de todos los pt/ig, desde el Puy (en-Velay)
hasta el río Ebro— . Y cuando su vecino, el barón Ramón de Castellros-
selló, se entere de que su propia esposa, Saurimonda, era objeto de los
desvelos de Guillermo, decidirá asesinar a su rival, y después — si lo
que sigue no es fruto de una completa invención— dará de comer a su
mujer el corazón asado de la víctima. Y cuando Saurimonda tenga n o ­
ticia de lo que le habían servido en el plato, dirá: «Señor, me habéis
dado tan buena carne que nunca jam ás comeré de otra», y dicho esto,
i perseguida por el barón, se suicidará arrojándose por un balcón.14
La «leyenda del corazón comido» pertenece al m ismo estrato de
memoria mitológica que el relato que refiere la desdicha de Pedro Vi­
dal, un trovador de mayor tama, a quien el esposo engañado — pertene-
: cíente asimismo a una clase social alta— terminará cortando la lengua
i (en este caso la dama en disputa era una señora de Saint-Gilles).15 Es-
; tos hombres y mujeres habrían de adquirir gran notoriedad en los casti-
: líos. La cultura de este círculo de baluartes era una cultura caracteriza-
; da por no poner freno a las habladurías, pues resultaba corriente que se
490 LA CRISIS DEL SIGLO XII

empleara la metáfora del amor, o del amor como poder, para hacer burla
de la gente y de sus defectos, aunque la mayoría de las chanzas giraran
en tomo al poder; no obstante, era también frecuente tomar a guasa las
dos cosas, es decir, tanto el amor como el poder, todo ello en el marco
de un constante paradigma de dependencia y lealtad, cualidades ambas
acompañadas de cantos a la liberalidad del señorío. «E car vos am, domp-
na» escribe Guillermo de Cabestany, «tan finamen / Que d ’autr’amar
no-rn do n’ Amors poder » . 16 Estos sentimientos habrían encontrado bue­
na acogida en gran parte de la Europa de finales del siglo xn; quizá, de
hecho, en todos aquellos lugares en que las cortes señoriales atrajeran
— o al menos no vetaran — a los poetas y músicos, o jo g la rs. Se dice
que Am aldo Daniel (cuya actividad poética se desarrollará aproxima­
damente entre los años 1180 y 1 2 1 0 ), trovador procedente de un casti-
1 lito de la región del Périgord, alcanzó gran fama en la corte del prínci-
pe Ricardo Corazón de León, y que asistió a la coronación de Felipe
Augusto de Francia en el año 1180.17 También podemos encontrar otro
notable indicador de la amplitud y difusión de esta imaginativa cultura
en una obra en verso titulada «Enseñanza» (Ensenham en). Se trata de
un poema en el que un trovador catalán, el barón Gerardo de Cabrera,
fingirá regañar a su juglar Cabra — en tomo a un período comprendido
entre los años 1150 y 1155— por ignorar todo un conjunto de textos
literarios, entre los que cabe destacar la presencia de no menos de quin­
ce chansons de geste. De este modo, la obra se convierte en un verda­
dero catálogo de romances, héroes y trovadores, entre los que figuran
Raúl de Cambrai, Gerardo del Rosellón, y los trovadores Godofredo
Rudel y Marcabrú, venidos del norte de los Pirineos.IK
El significado que puedan tener estos entretenimientos cortesanos
respecto de la experiencia del poder resulta algo más problemático de
lo que parece a primera vista. Salvo raras excepciones, los trovadores
no son para nosotros sino simples nombres, dado que sus obras sólo se
han conservado a través de copias que contienen distintas versiones
— unas versiones que además de ser de calidad variable se realizaron
en períodos m uy posteriores al de su com posición— . Con todo, no ¿¡
empezó a reconocerse que dicha transmisión a base de copias consti- •;
tuía un elemento de pervivencia cultural sino en el período que aborda­
mos en este capítulo, período en el que algunos trovadores, como Pe-
dro Vidal, se proclamarán fieles al ideal del chant e solatz ,19 Ya entre ••••
los años 1200 y 1210, aproximadamente, Ramón Vidal de Besalú es­
CONMEMORAR Y PERSUADIR ( 1 1 6 0 - 1 2 2 5 ) 491

cribiría una gramática de provenzal (provenga/), Las rasos de trabar,


con e! propósito de asegurar una buena práctica de la composición
poética y de enseñar a los principiantes los secretos de un lenguaje ar­
tificial distinto del habla cotidiana (p a rla d u ra ). Posiblemente no es
casual que este escritor sea catalán. El primer lugar donde se produjo
un aumento del número de trov adores fue la Aquitania, y ésta es la ra­
zón de que su artificiosa lengua se asociara en un primer momento con
Limoges (liinousin). Sin embargo, los catalanes no sólo tuvieron que
aprender esta lengua sino que se vieron en la necesidad de buscar pro­
fesores, y al hacerlo debieron de ponerse forzosamente en contacto
tanto con estos aspirantes a trovadores como con los cantores a ¡os que
admiraban .20
Esto significa que la cultura de los castillos no se circunscribió en
modo alguno a Cataluña. Alfonso II, rey de Aragón y conde de Barce­
lona — él m ismo iniciado en la trova— , recibiría con los brazos abier­
tos tanto a los trovadores de la zona com o a los de regiones más leja­
nas. El hecho de que se valiera de esta creativa clientela para ampliar
sus objetivos en el sur de Francia, como argumentará en su día Martín
de Riquer, resulta problemático, dado que si dejamos a un lado el he­
cho de que se ganara la aprobación de un gran número de trovadores no
hay nada que sugiera que Alfonso tratara de conseguir popularidad o
tuviera en mente un móvil político. No fue más que el transmisor de un
discurso centrado en el amor cortés, en el servicio público y en los sen­
timientos de benevolencia, un discurso recurrente que se olvidaba y se
ponía de moda alternativamente y que llevaba como bagaje una lengua
transpirenaica de señorío y fidelidad .21 Esta era la situación general,
por así decirlo, incluso en el caso de personalidades malhumoradas y
_agresivas como las de Guillermo de Berguedá y Beltrán de Born. trova­
dores ambos que compusieron ajustándose a este patrón .22 No hay duda
de que captaron la tensión existente entre la lealtad debida y el ejercicio
de un poder arbitrario. Y serán precisamente estos dos trovadores tan
atípicos los que más de cerca nos permitan contemplar la vida cotidia­
na del poder en los castillos.
Ambos fueron castellanos activamente vinculados con el señorío
de sus respectivos baluartes. Propensos a em plear un tono menos de­
ferente que el de los cantantes nacidos en familias de peleteros y m er­
caderes, envueltos en una endiablada realidad de acusaciones y despo­
seimientos, dados a expresar sin reservas sus peores sospechas, sus
492 I.A CRISIS DLL SIGLO XII

sirven tes* nos transmitirán las emociones — ira, júbilo, desdén— con
un lenguaje coloquial. A principios de la década de 1170, Guillermo de
Berguedá se jactaba de haber engañado a todos los maridos de los cas­
tillos vecinos .-3 En el año 1 183, Beltrán de Bom mostraría abiertamen­
te su regocijo al comprobar que Enrique II de Inglaterra le devolvía su
castillo natal de Hautefort, aunque el único motivo del gesto del monar­
ca había sido ratificar el desalojo del hermano de Beltrán a instancias de
este último. Para hacerse con este castillo — en lo que había sido un
incidente más de la rebelión de los barones en la que Beltrán participa­
ba— , el príncipe Ricardo Corazón de León había contado con la ayuda
del rey Alfonso II de Aragón, quien de este modo se ganaría el mordaz
desprecio del trovador .24 Sin embargo, Guillermo de Berguedá supera­
ría a Beltrán de Bom en su elogio de la violencia, dado que además de
ensalzarla él mismo la practicaba. Tras asesinar a su enemigo el vizcon­
de de Cardona, Ramón Folc, en el año 1 176, se vería obligado a partir
para un prolongado exilio. Y en el transcurso de dicho ostracismo pare­
ce haber conocido a Beltrán de Born, con quien además habría inter­
cambiado canciones. Y a diferencia de este último, que se haría religio­
so, participaría en las cruzadas y terminaría ingresando en un convento,
Guillermo no abandonaría sus emponzoñadas cantigas sino una vez de
regreso en sus castillos, muriendo — asesinado por un don nadie, como
no dejaría de recordarse— mientras participaba en una rebelión contra
el señor-rey que había sufrido las calumnias de ambos poetas .25
Los ecos que resuenan en las rimas de estos trovadores nos traen,
aunque algo distorsionado, el rumor del grosero parloteo de los casti­
llos. El poder es de orden moral, no político; la gente es juzgada en
virtud de su posición, no de sus pensamientos. Las invectivas no se li­
mitarán a esto, desde luego, pero la irónica intención con que Guiller­
mo de Berguedá fingirá proponerse no ofender a Ponce de Mataplana
al vilipendiarle, sino únicamente abrir una vía de desahogo a su «natu­
ral deseo», actúa en realidad como tapadera retórica con la que dar ex­
presión a la vilania de las palabras de la víctima, contrapuestas de este
modo a la «ingeniosa y forjada c o rtesía » de las suyas propias .26 En esta
cultura las palabras son como dardos. Cabe argumentar que en muchas
ocasiones estos virtuosos verbales se limitaban a expresar lugares co­
munes marcados por el desprecio o la envidia; y que sea cual sea el

* S erv en iesio s, p o em as satíricos. V éase el G losario. (N. de tos t.)


CONMEMORAR V t’ F.RSUADIR ( 1 1 6 0 - 1 2 2 5 ) 493

sesgo que adopte la letra del cantar, sus versos vienen a ser una especie
de remedo del modo en que hablaba la gente de su entorno. De este
modo, para advertir de los negativos efectos derivados de una desacer­
tada indulgencia para con los campesinos, Beltrán de Born dará rienda
suelta a su desprecio .:7
Si ya resulta difícil captar estos prejuicios en otros trovadores, más
difícil se hace aún escuchar las voces reales de la gente de la época que
se enmascaran tras las rimas. No obstante, el énfasis que domina en las
composiciones y que además de hablar del amor y de la fidelidad será
compartido por los vengativos colegas de Beltrán no sólo emanará de
los castillos, sino que surgirá asimismo de la tradición que venga a ins­
taurar el genio de Guillermo IX de Aquitania (1071-1126), una tradi­
ción todavía viva aunque en esta época se encuentre ya en su tercera
generación .28 El Ensenham cn de Gerardo de Cabrera, que también era
señor de varios castillos, constituye una clara muestra de que este estilo
se extendió m uy pronto a la región de los Pirineos. Y en la siguiente
generación serán también los señores castellanos quienes se encarguen
de continuar la trova, señores como Guillermo de Berguedá, Ponce de
la Guardia, Hugo de Mataplana y Guillermo de Cabestany. Los prime­
ros trovadores catalanes conocidos eran todos dueños de castillos
—salvo uno o dos— . y de hecho, hasta donde nos es dado saber, parti­
cipaban de forma activa en los señoríos de sus respectivas fortalezas.
Pese a que muchos de los trovadores de la Provenza, la Aquitania y
Occitania — regiones donde el número de tañedores es m uy superior—
parecen haber crecido en entornos castellanos, serán muy pocos, que
sepamos, los que lleven una vida de activa búsqueda del poder coerci­
tivo y militar — como hiciera por ejemplo Beltrán de Born— . De he­
cho, el conde Raimundo VI de Tolosa (1194-1222) desheredará al tro­
vador Ademara el Negro. Ramón de Miraval, «un pobre caballero de
las C arcasses* no poseía más que una cuarta parte del castillo de M i­
raval, ¡[en el que habitaban] menos de cuarenta personas!». Ninguno
de los trovadores de estas tierras rehuyó ni rechazó nunca la dom ina­
ción caballeresca en la que había sido educado, ni siquiera los nacidos
de padres mercaderes (como Pedro Vidal o Fulco de Marsella) o atié­
sanos (es el caso de Bernardo de Ventadom y de Guillermo Figueira ).29

* R egión francesa del L an g u ed o c-R o selló n que tiene en C arcaso n a su centro


económ ico. (N. J e los i )
494 LA CRISIS DEL SIGLO XII

Por todo ello, la perspectiva cultural no resuelve el problema de los


castillos, ya que nos deja en el mismo punto de partida. Una de las ra­
zones que pudieron haber inducido a un castellano a abandonar su ba­
luarte — o a contentarse con una sola «elevada fortaleza»— quizá se
encuentre en el hecho de que después del año 1160 el coste derivado de
la consolidación de los múltiples domanios de un castillo empezaría a
revelarse prohibitivo. Desacreditar a Beltrán de Born por considerarlo
un pretencioso fanfarrón es por tanto marrar el golpe .30 La circunstan­
cia de que careciera de los recursos necesarios para hacerse un hueco
en la corte de los Plantagenet podría parecer un simple revés para sus
ambiciones personales, pero a los ojos de otros señores aquitanos dota­
dos de un menor ingenio la situación habría hablado por sí sola. Esta es
la razón que explica lo importantes que resultan la arrogancia y las
exageradas vulgaridades en sus rimas. Y es que por muy absurdas o
tergiversadoras que pudieran parecer, dan la impresión de traicionar la
existencia de una vena de desesperación en esta cultura del poder. ¿Es­
taba uno condenado en esta época a ser señor de un castillo ajeno'!
Todavía no, al menos no en las tierras altas de Cataluña, por lo que
parece. En esta región abundaban los castillos regentados por trovado­
res, dado que se trata de una comarca en la que el hecho de cantar con
ingenio venía a ser una especie de proclamación de poder. Si hay algún
sitio en el que se manifieste la inherente ambigüedad de los cantos de
lealtad es éste: en los cantares concebidos en honor de Marquesa, nieta
del conde de Urgel - -aliado con Alfonso II, conde de Barcelona y rey
de Aragón, a fin de lograr la paz— y esposa de Ponce II de Cabrera,
hijo rebelde a su vez de un trovador favorecido por Guillermo de Ber-
guedá. En las coplas dedicadas a Marquesa, el interés por el linaje ha­
bría de tropezar con una incipiente ideología, pese a que ésta careciera
todavía de la más leve expresión cultural propia. Las últimas canciones
de Guillermo de Bcrguedá, mordaces como siempre y grávidas de unas
segundas intenciones que aún es preciso estudiar, juegan tanto con el
obsesivo sentido del honor que embarga al autor como con los rencores
que él mismo alimenta. Guillermo cultivaría la amistad de otros trova­
dores, más entregados al arte del rimador de Berguedá, según parece,
que ansiosos por los desafíos que debía encarar en esa época el señorío
de Guillermo .31
CONMEMORAR Y PERSUADIR ( 1 1 6 0 - 1 2 2 5 ) 495

A los trovadores que se implicaban en este tipo de actividades no se


les hubiera pasado siquiera por la cabeza la idea de que pudieran perte­
necer a una cultura meridional. No cabe pensar que Arnaldo Daniel
fuera el único que visitara las cortes septentrionales — y desde luego
los temas y los relatos de carácter épico y romántico tampoco ¡es resul­
taban desconocidos— . Con notable prudencia, las modernas investiga­
ciones han evitado establecer una geografía de categórica rotundidad,
limitándose a discernir únicamente unas cuantas preferencias formales
y temáticas entre los trouveres, incluso en el caso de los que parecen
haberse visto influidos por los trovadores del sur, com o el Castellano
de Coucy o Gace Brulé. En íaS regiones dei norte encontramos a unos
compositores dotados de una sensibilidad más rica en matices y capa­
ces de establecer también una mejor distinción entre los relatos y las
opiniones: estamos ante unos autores de subjetividad más sutil, aun
cuando los ecos que evoquen sean occitanos, com o se aprecia en los
versos con los que se abre una de las obras de Conon de Béthune:
«Chanfon legiere a entendre / Ferai, que bien m ’est mestiers / Ke chas-
cuns le puist aprendre ...» .32
¿Fidelidad y señorío de los castillos? Pues sí, en efecto, de eso se
trataba sin duda, aunque de algún modo la silueta de los cantores se
difuminara en la distancia. Ni siquiera la paradigmática metáfora del
vasallaje, pese a su constante presencia en estas tierras de arriendos
consuetudinarios y condicionados, ha logrado perdurar sin m enosca­
bos, ya que tiende a desviarse hacia el campo semántico de la urbani­
dad.31 Tanto en Francia cqmo en la Champaña y la Picardía la sociabi­
lidad empezaba a ganar terreno a la sensibilidad. Y aunque entra dentro
de lo concebible pensar que Juan Bodel (c. 1165-1210) fuera un «escri­
tor profesional de Arras » ,34 también hemos de añadir que debió de ha­
ber diferido notablemente de los trovadores de la época. De hecho,
dado que en las grandes cortes del norte la composición cortesana y el
ingenio lírico estaban dando paso a la vindicación de ideas, está claro
que las «culturas» que aquí estamos examinando terminarían por riva­
lizar con los «discursos» pensados para difundir nociones tendencio­
sas. A esto contribuiría, más palpablemente en el norte que en el sur, el
creciente descrédito de la rima como medio con el que lograr una (au­
téntica) persuasión. La ansiedad que vino a provocar en las élites dinás­
ticas la expansiva dominación capeta — a pesar de no constituir ningu­
na novedad en tiempos de Felipe Augusto y de presentar una cierta
496 I.A CRISIS ULE. SIGLO XII

analogía con las fracasadas luchas que habían librado los castellanos
durante los años de auge de los cantos de fidelidad— terminaría adop­
tando una forma discursiva nueva en los relatos compuestos en prosa
vernácula, com o ha demostrado Gabrielle Spiegel. Pese al importante
impulso del padrinazgo laico y su presumible estímulo para la alfabeti­
zación seglar, se trató, prácticamente en todos los casos, de una cultura
clerical, cultura que es preciso por tanto distinguir de la que es propia
de los compositores de poem as .35

H ablillas cortesanas

Estas formas de pensamiento y de expresión fueron desembocando


en distintas clases de culturas de poder, todas ellas de carácter erudito
o docto e índole generalmente diferente. Lo que estaba haciendo Gual­
terio Map al fingir que se hallaba perdido en la «corte» misma que él
conocia bien era dar expresión a uno de los sentimientos que experi­
mentaban con frecuencia los cortesanos, ya qüe sus frustraciones no
eran totalmente distintas de las de los trovadores, aunque se hallaran
fundadas en otras obligaciones y gozaran de nuevas expectativas de
materialización. Sus ideas, expresadas antes por medio de argumentos
que de representaciones líricas, procedían de las distintas escuelas de
gramática, retórica y dialéctica, lo que no implica negar las metas re­
creativas a que tienden no sólo los escritos conmemorativos de Gualte­
rio Map y Gervasio de Tilbury sino también ¡as cartas de Pedro de
Blois. Com o en el caso de los trovadores, la aproximación de estos
autores al poder se hallaba trufada de envidias y desdenes, característi­
cas que se aprecian no tanto en la temática p e r se como en la vehemen­
cia que les m ueve .36
Aunque a finales del siglo xn sería difícil considerar una novedad
los valores y los discursos cortesanos ,37 lo cierto es que no habrían de
encontrar expresión propia sino a partir de la década de 1150. Fue en­
tonces cuando comenzaron a adquirir importancia el tono, los temas y
el lenguaje — es decir, los lugares comunes— de una sociabilidad del
poder recién organizada, una sociabilidad del poder que terminaría por
reestructurar la actitud competitiva de quienes ansiaban hacerse con un
señorío clerical. La cronología del poder que hem os sugerido en este
libro viene a respaldar el conocido punto de vista de que las cortes prin-
CONMEMORAR V PERSUADIR ( 1 1 6 0 - 1 2 2 5 ) 497

i cipescas resultaban muy tentadoras para los clérigos cultos y ambicio­


sos. Juan de Salisbury. que había conocido la corte papal de Eugenio
III (1145-1153) y las carencias asociadas al desempeño de la servidum­
bre regia en tiempos de Tomás Becket, daría en reflexionar filosófica­
mente sobre el poder en su Policraticus ( 1 159), y sería nombrado obis­
po de Chartres en 1 176. Aun así, se había visto marginado al quedar
r vacante la sede episcopal inglesa, sin duda debido a su devoción por
- Becket; y por otra parte, sus coetáneos más jóvenes — Pedro de Blois y
Gerardo de Gales— no tendrían más solución que hacerse a la idea de
- que la elaboración de sus cartas y sus libros no habría de remediar la
frustración prácticamente completa de sus ambiciones.3fi Es bien sabi­
do que estos testigos de la vida en los círculos de los servidores corte-
; sanos acostumbraban a mostrarse muy críticos con aquellos a quienes
. conocían o envidiaban; pero, ¿qué ideas preconcebidas o qué elemen­
tos originales habrían de aportar a sus críticas? ¿Constituía la corte un
foco de nuevas vivencias del poder? ¿O lo que ofrecía era más bien una
experiencia alternativa del señorío?
Lo más probable es que se tratara fundamentalmente de una forma
de experimentar el poder. La «corte» (curia) sería el trampolín del que
se serviría Gualterio Map para dejar volar la imaginación alegórica y
■ redactar la historia comentada que llena sus páginas, aunque lo cierto
es que no conseguiría eludir la pesadez conceptual de una realidad ob-
sesiva: la de las cotidianas vivencias de los «cortesanos» (c u ria les)}9
¡ En cualquier caso, el resultado presentaba un aspecto novedoso. Pedro
| de Blois hablaba de que los cortesanos servían al rey «ahora» u «hoy»,
; como si sus vanos deseos y su engreimiento constituyesen una deplora­
ble innovación: «no logro comprender», escribiría, «cómo pueden so­
portar los cortesanos las vejaciones que durante tanto tiempo han esta­
do afligiendo a los servidores de las escuelas y castillos » .40 A Gualterio
Map la corte se le antojaba una manifestación de «modernidad» dege­
nerada, y en sus escritos da a entender que los cortesanos hablaban so-
! bre todo de las novedades de carácter más siniestro, como el surgi-
¡f" miento de los herejes .41 De lo que no hay duda es de que dichas
|i novedades constituían las «noticias» de la época. Sería difícil conside-
rar un defecto el hecho de que las cortes dieran expresión a las preocu-
£ paciones morales predominantes en esos años, pero lo cierto es que, en
| su condición de tales, las cortes no tenían la m enor posibilidad de en-
^ cauzar esos asuntos, dado que los cortesanos tampoco daban muestras
498 LA CRISIS DEL SIGLO XII

de ninguna implicación política, ya fuera con intención de favorecer


tales causas o de condenarlas. La única causa que les interesaba era la
suya propia. «Llevado por la ambición, me sumergí por completo en
las olas del mundo», recordaba Pedro de Blois. «Y supe que la vida
cortesana es letal para el espíritu .» 42 Más tarde, Pedro se sentiría obli­
gado a admitir que su crítica de la vida cortesana había ido demasiado
lejos. «De hecho, confieso que la tarea de atender al señor-rey posee un
carácter sagrado ... Tampoco condeno la vida de los cortesanos, quie­
nes, sin renunciar a la oración ni a la contemplación, se implican a pe­
sar de todo en la resolución de los asuntos relacionados con la utilidad
pública y realizan con frecuencia buenas obras de salvación .»43
Estamos aquí ante unos elogios hechos a regañadientes (y de pasa­
da), ya que son las palabras de un cortesano frustrado — lo que es vir­
tualmente el único tipo de informador con que contamos— . La corte
carecía de toda capacidad de transmitir poder, salvo en su calidad de
puente para acceder a quienes sí lo poseían o anhelaban: es decir, resul­
taba útil a los hom bres ambiciosos y experim entados que buscaban
obtener el favor del señor príncipe y acrecentar su señorío patrimonial.
Como ya hemos dicho, la corte no era una delegación. Al perpetuar la
competencia por el padrinazgo de los grandes del remo contribuía a
fomentar un juego de intereses que difícilmente cabría considerar nue­
vo. ¿Tiene sentido ju zg ar que la relevancia de la corte fuera (a fin de
cuentas) mucho más allá de la que pudiera corresponder a un caldo de
cultivo de unas hablillas y unos cotilleos que, al difundir fuera de sus
círculos, adquirían peso por manifestarse procedentes de la corte mis­
ma? La corte era fuente de su propio decoro, de una curialitas específi­
camente suya, según Gerardo de Gales, que recuerda una conversación
en la que había hablado «satis curialiter y con gran elegancia» al prín­
cipe Rhys durante una sesión celebrada en Hereford en el año 1184.44
Con todo, no hay duda de que su experiencia del poder sí que ma­
nifiesta algunas diferencias respecto de las de otros autores. Por pri­
mera vez se detectan en sus divagaciones, tras pasar por el tamiz del -
discurso imaginativo y epistolar que tanto cultivaban estos desilusio- ;
nados m iem bros del séquito señorial, algunos lugares comunes reía- .;
cionados con los principios del orden y el señorío. El hecho de que
Gualterio M ap se sintiera desconcertado al entrar en contacto con la
«corte» sugiere que a sus ojos el señor-rey, tocado por la mano de
Dios, seguía siendo la institución norm ativa en la que encarnaba el
C O N M E M O R A R Y P E R S UADI R ( 1 1 6 0 - 1 2 2 5 ) 499

poder humano. No hay duda de que todos los cortesanos compartían


este punto de vista, un punto de vista que según ha quedado consigna­
do en las cartas de Pedro de Blois se hallaba por lo demás notablem en­
te emparentado con el discurso ideológico, como admiten las propias
habladurías de la corte. No obstante, en la cultura cortesana el señorío
era una institución problemática, no sólo por ser conceptualmente in­
distinguible del desempeño de la función señorial, sino sobre todo por
resultar característicamente opresivo hasta en sus más mínimas m ani­
festaciones, frecuentemente corruptas. En un texto en el que se m ues­
tra indignado con un qfficialis del obispo de Chartres. Pedro dice te­
mer que sucumba tanto ai «apetito de dominación [dom inandi libido]»
como a las tentaciones asociadas a esos cargos de servicio a las jera r­
quías de la Iglesia, tentaciones que podrían inducirle a practicar la
violencia y a incautarse de propiedades. En otra carta, Pedro justifica­
rá su decisión de abandonar el estudio del derecho para abrazar el de
la teología con la denuncia de que el ejercicio de la abogacía se redu­
cía a una práctica opresiva alejada de la exigencia jurídica romana pol­
la que el letrado debía prestar gratuitamente sus servicios a los m eno­
res de edad, o a las viudas, a fin de que sus conocimientos redundaran
«en beneficio de la república » .45
Buena parte de los rumores cortesanos asociados con el desempeño
de funcionarios indignos guardan relación con la Iglesia, institución
pródiga en crear círculos de individuos característicamente interesados
en el medro personal. Con todo, los cortesanos que nos informan con­
cebían en medida similar que el señorío consistía en la prestación de un
servicio, hasta el punto de que parecen pasar por alto la diferencia entre
el ejercicio de un cargo y la realidad del poder afectivo. Es fácil que se
refieran a sus propios dom inados con el nombre de «clientes», o que
hablen de los lazos entre el clero y su personal dependiente como de
otros tantos vínculos de fidelidad ju ra d a .46 Pese a que en el entorno
de los señores príncipes, un entorno marcado por torpes maniobras de ex­
plotación, los clérigos se sintieran incómodos — o al menos en ese aire
molesto venía a encontrar justam ente la inescrutable curia su perfecto
camuflaje— , apenas encontrarán nada que decir de los señoríos laicos
de menor entidad, si omitimos el torrente de categóricas invectivas con
el que denunciarán su violencia .47 Tan erróneo sería ignorar este pasa­
jero interés del clero en el señorío arbitrario como sobrevalorarlo — in­
terés que de hecho se les inculcará en las escuelas de gramática, como
500 LA CRISIS DLL SIGLO XII

veremos— . Sus ecos se escuchan en todos los escritos cortesanos qúe*


han llegado hasta nosotros.
Quizá anduviera más próximo a los acontecimientos corrientes el
interés de los cortesanos en el servicio patrimonial a los señores. Este
es el contexto en el que se producirán toda una serie de indignadas cen­
suras por las conductas desabridas, los comportamientos aflictivos y
las «exacciones tiránicas». El hecho de haber retratado a Enrique II
como a un admirable señor-rey permitirá que Pedro de Blois le hable
en otra ocasión nada menos que de las atrocidades cometidas por los
magistrados condales y los guardabosques, las mismas que llevarían a
promulgar los decretos de los años 1166 y 1 176. La carta en donde las
menciona resulta esclarecedora, ya que al apelar a un gobernante al que
no podía exigirse estar al tanto de los desmanes que pudieran causar
sus servidores en cualquiera de sus «vastas regiones», Pedro da mues­
tras de no conocer la nueva rendición de cuentas a que se hallan ahora
característicamente sujetos los cortesanos ,48 C om o ya ocurriera en el
caso del monje Nigelo, incluso en los momentos en los que, manifes­
tando poseer algún conocimiento de las tasaciones locales y del incre-
m entum económico, opta por reprender a los clérigos que se acercan
más a la Iglesia en busca de riquezas que movidos por una necesidad
espiritual, el contexto en el que se desenvuelve Pedro es el propio de la
fidelidad religiosa. Pedro juzgaba inaceptable que los obispos ingleses
sirvieran a un tiempo en la corte del rey y en la Hacienda pública, como
si hubieran sido «ordenados más para servir al fisco que a los misterios
de la Iglesia de Cristo » .49 Mejor dispuestos a deplorar la injusticia que
a lamentar la incompetencia, los cortesanos ocasionales tenían más de
sermoneadores que de denunciantes de las frecuentes malas prácticas.
El poder residía en los grandes señoríos y se fundaba en una leal pres­
tación de servicios, com o ocurría en las antiguas monarquías hebreas
(según se suponía entonces), monarquías que exigían una actitud de
vigilancia y exhortación. Este poder se concretaba en un funcionariado
en la misma medida en que poseía un carácter público, y ésta es la ra­
zón de que, a fin de cuentas, los cortesanos estuvieran familiarizados
con un concepto de servicio cuya naturaleza difería, al menos en el
plano retórico, del tipo de poder que, caracterizado por la afición al
autoenvanecimiento, se asociaba tan comúnmente con el señorío. Era
frecuente que hicieran juegos de palabras con los vocablos prceesse y
prodesse, que significan respectivamente «dominar» y «servir con pro­
CONMEMORAR Y PERSUADIR ( 1 1 6 0 - 1 2 2 5 ) 501

vecho», asociación verba! aprendida una vez más en las escuelas de


gramática .50
En este discurso se establece una constante dicotomía entre el po­
der explotador y el servicio túncionarial. Este planteamiento formaba
parte de las «charlas» habituales, repito, y su intención era, en el mejor
de los casos, servir de consejo útil — un consejo rara vez perentorio
aunque característicamente interesado, que, en ocasiones, degeneraba
en calumnia— . Pedro de Blois consideraba que el hecho de que con­
versaran o intercambiaran consejos de forma desmedida o imprudente
constituía «un vicio corriente de los cortesanos » .51 Ahora bien, como
ya sabemos, dichos cortesanos vivían en una cultura para-curial de sir­
vientes y cazafortunas en donde las interrogantes que hubieran podido
plantearse los príncipes en el pasado se veían ahora desplazadas por
ecos más o menos formulistas. Difícilmente podría considerarse que
esta experiencia fuese una experiencia del señorío, y menos aún que
resultase viable, dado que la coherencia de la fidelidad y la dependen­
cia colectivas había desaparecido. Todo lo que quedaba era una frágil
cultura asociativa, al menos en la Francia y la Inglaterra de los Planta-
genet. ¿Podemos decir que se tratara de una cultura circunscrita exclu­
sivamente a estas tierras?
Afirmarlo sería ceder a un improcedente deseo de concreción. Han
llegado hasta nosotros libros que hablan de la conducta observable en
la cortes de los reinos de Sicilia, del imperio y de Castilla. Sin embar­
go, ninguna de esas obras se parece demasiado a las mencionadas más
arriba. La H isiory o flh c tyrants q fS ic ily (escrita antes del año 1189 y
firmada con seudónimo) es una malintencionada exposición de las si­
tuaciones vividas en una corte regia supuestamente desgarrada por las
conspiraciones.5- La obra de Gervasio de Tilbury titulada O tia ¡mpe-
nalia (compuesta entre los años 1 2 1 1 y 1215) consta de un conjunto de
relatos de acontecimientos y prodigios compilados para entretener al
emperador Otón IV,5'' y en el año 1218 el canciller castellano Diego
García redactaría un texto al que daría el título de Planeta y que ven­
dría a ser una especie de prolija y abstracta meditación teológico-analí-
tica sobre el conocido tema de Christus v in c ií... r e g n a t... imperat. Su
largo prólogo epistolar, dedicado al arzobispo de Toledo, Rodrigo Ji­
ménez de Rada, está repleto de hablillas infamantes, fustiga a los pre­
lados por sus ambiciones de riqueza mundana, caricaturiza a todos los
pueblos de Europa, y ofrece numerosas pistas que nos permiten com ­
502 LA CRISIS DLL SIGLO XII

prender que las charlas de la corte (curialitas), «carentes de toda rusti­


cidad», eran el manantial del que manaba este torrente .54
Estos libros son una prueba más de que el poder, sus arbitrios y sus
engaños, vertebraban profundamente las hablillas de las cortes princi­
pescas de todas las regiones. Sin embargo, es difícil sacar de aquí la
conclusión de que esta «cultura» fuera la misma que la que pudiera reinar
en las cortes de los Plantagenet, y más difícil aún asegurar que las nuevas
exigencias del servicio cortesano estuvieran extendiéndose uniforme­
mente por Europa. Al contrario, lo que llama la atención aquí son las
muy diversas formas que emplean los autores que conocían de cerca el
poder de los príncipes para expresar sus percepciones, una diversidad
expresiva que se conserva aun dejando a un lado el caso de Pedro de
Eboli: su Líber adhonorem Augusti (1195-1197), dedicado al emperador
Enrique VI, contiene pormenorizadas descripciones de los cortesanos,
pese a que sus páginas se hallen impregnadas de una ideología obsequio­
s a .55 De entre los escritores aquí mencionados, únicamente Gualterio
Map se hallaba tímidamente implicado en la «corte», aunque Juan de
Salisbury, Pedro de Blois y Gerardo de Gales compartan sus irónicas^
críticas hasta el punto de constituir una especie de circulo de cronistas de
Enrique II Plantagenet.5'’ Es posible que el tipo de originalidad que culti­
vaban les hubiera sido transferida por contagio de otros autores, dado
que ya antes del año 1183 Gervasio de Tilbury había escrito un libro (hoy
perdido) para entretener al joven rey Enrique, mientras que Diego García
había estudiado teología en París antes de escribir Planeta.1'1 Sm embar­
go, no hay nada en esta cultura literaria que nos permita hablar de un
género específico. De entre las obras que acabamos de enumerar, no hay
dos que posean la misma forma o intención (salvo quizá las compuestas '
por Gervasio); lo que sí tienen en común es la familiaridad con la que
abordan los temas de conversación que más se escuchaban en la periferia
de la servidumbre cortesana, la ambición, la injusticia, la violencia... Es
posible que, al ser recordadas, las palabras exactas tuvieran un aire más
ingenioso o menos dolido que en el momento mismo de haber sido pro­
feridas. Con todo, es m uy probable que el conjunto de la experiencia
tendiera a inducir a los autores a calibrar mejor su discurso. Pedro de
Blois consideraba interesante que los hombres que ocupaban el poder
supieran distinguir entre la adulación y el elogio .58
Los cortesanos no se hallaban en una posición adecuada para juzgar
con plena perspectiva su actitud. Al cultivar los elementos contingen- ^
CONMEMORAR Y PERSUADIR ( 1 1 6 0 - 1 2 2 5 ) 503

tes (y decepcionantes) de su propia experiencia, todo cuanto escribie­


ron acerca del poder iba más dirigido a otros que a sí mismos. Y lo que
explica que las mejores definiciones del dilema en que se hallaban su­
midos los cortesanos proceda de los juristas y de los teólogos es el h e­
cho de que, en su mayoría, el resto de los integrantes de la corte pudie­
ran ver con toda claridad que nuestros cronistas no ocupaban posiciones
particularmente elevadas. Ya antes del año 1160, Rufino (y Graciano)
habían estudiado analíticamente el concepto de cu ría lis. distinguiendo
los diversos tipos de servicio en función de su carácter más o menos
problemático para los hombres que habían recibido las órdenes religio­
sas 59 Una generación más tarde, Hugo de Pisa (obispo de Ferrara) ha­
bría de perfeccionar esta taxonomía, catalogando a los caballeros (m i­
lites) en la categoría de los «funcionarios» de la corte (es decir, la
categoría de los officiales) y los bufones (ystriones), pese a establecer
una más estricta diferencia entre las funciones que la corte consideraba
«respetables» y las que se sabían manchadas de sangre .60 Y en torno al
año 1210, Roberto de Courson se basará en el análisis de este jurista,
aunque sin dejar por ello de reunir pruebas propias, para elaborar una
clasificación de los miembros de la corte que permitía elevar a los cu­
riales a distintas prelacias -a u n q u e sus argumentos más persuasivos
los dirigiera precisamente a plantear exigencias que vinieran a dificul­
tar esa misma promoción - 61 A todos estos autores les preocupaban
las consecuencias prácticas de una restricción de los servicios clerica­
les fundada en argumentos morales, lo que quizá constituya un signo
de que veían tanto elementos útiles com o peligros en el ejercicio de un
poder encomendado. Con todo, no les correspondía a ellos exponer los
relativos méritos de las necesidades fiscales, judiciales, y domésticas.

Sermones eruditos

Y es que en realidad se dedicaban a otra cosa. Serían estos escrito


res, junto con distintas personas cultas — lectores, profesores y estu­
diantes— , los que terminaran por fijar un nuevo m odelo de consenso
basado en la autoridad precisa para disciplinar a los cristianos. Una vez
descubierto, con el naufragio de la carrera de Abelardo, cómo había de
procederse para cuestionar los asuntos sin socavar las doctrinas surgi­
das de las escrituras y del derecho canónico, los clérigos novicios e
504 LA CRISIS DHL SIGLO XII

instruidos sintieron la tentación de establecer vínculos con aquellos


maestros que manifestaran un pensamiento similar al suyo. Esta peda­
gogía no se centraba tanto en el análisis de las creencias controvertidas
— a diferencia de lo que ocurría en la época de san Anselmo— como en
las cuestiones de teología y derecho que habían venido acumulándose
recientemente debido a que ahora empezaba a poder accederse no sólo
a las fuentes escritas sino también a los manuales monográficos, aun­
que resultara difícil procurárselos. Característicamente útiles para los
sacerdotes y los confesores, estos planteamientos terminaban aplicán­
dose a menudo a cuestiones emanadas de la cotidiana experiencia de la
justicia y el poder principesco. Podemos entenderlas en términos ana­
líticos — esto es, en la forma en que debían de escucharse en los deba­
tes— , pero lo cierto es que no se trataba tanto de «cuestiones polémi­
cas» com o de formulaciones académicas sometidas a un paulatino
proceso de ajuste y mejora. Roberto de Courson perfecciona o amplía
en repetidas ocasiones los pronunciamientos de Pedro el Cantor, como
se observa por ejemplo en el caso de las limosnas devotas procedentes
de prácticas usurarias o de beneficios obtenidos de manera ilegítima.
Esta cuestión constituía uno de los elementos cruciales de la teología
moralizadora, ya que al desplegar toda una serie de buenas intenciones
venía a añadir complejidad tanto a la práctica de la penitencia como a
la labor teórica .62
¿Qué alcance tiene nuestra afirmación de que esta actividad cons­
tituía una cultura? Los cortesanos — que por su posición se halla­
ban más próximos al ejercicio del poder— encontraban un terreno co­
mún en el espectáculo de la corte, un espectáculo estrechamente ligado
a sus esperanzas y rencores. Los moralistas no se relacionaban con el
poder más que de forma circunstancial, y aun así tenían la costumbre
de poner en tela de juicio el lugar en e! que se desenvolvían, dado que
se hallaban inmersos en un universo religioso. Al proceder de este
modo promovían las conversaciones académicas y los debates, esto es,
fomentaban el mismo tipo de atmósfera polémica que ya habían cono­
cido los cortesanos en su paso por las escuelas; con todo, la mejor ex­
presión de la cultura académica del poder se encuentra en otros escri­
tos, aquellos que son más sistemáticos que la mera constatación de los
jugueteos y los recuerdos de las cortes principescas. Quienes los escri­
bían, leían y escuchaban eran seguram ente más num erosos que los
m iem bros del «círculo» de clérigos que John W. Baldwin detecta a
CONMl-Mí )UAR V PKRSUADIR ( 1 1 6 0 - 1 2 2 5 ) 505

modo de satélites en la órbita de Pedro el Cantor. No obstante, se trata-


; ba prácticamente de una cultura erudita circunscrita al área de París,
■ por lejos que pueda haber llegado el efecto de su irradiación al espar­
cirla por distintas regiones los prelados que participaron en el 111 con­
cilio de Letrán (en el año 1179) o los que tenían noticia de sus estatu­
tos.63 Era además una cultura de conversos, aunque no deba ponderarse
en exceso la importancia de su número ni el efecto de la devoción que
¿ éstos mostraban a finales de! siglo xn. La herejía y el descreimiento
acompañaban a la nueva teología penitencial, al menos lo suficiente
como para explicar que los textos y los sermones sigan haciendo hinca­
pié, y de forma muy persistente, en el pecado, la salvación y la verdad
sacramental .04
Queda claro, por consiguiente, que los elementos del poder que
i abordaban los maestros eran normalmente los relacionados con sus ca­
rencias, abusos y defectos. Si a Dios competía la labor de instituirlo, al
hombre incumbía la tarea de explotarlo con todas las trampas y errores
del pecado original. Alano de Lille, Simón de Tournai, Pedro el Cantor
y los discípulos de este último, así como sus coetáneos menos cultos,
pensaban menos en el gobierno que en el poder. No se perfilaba en el
: horizonte ninguna revolución civil ni curial que pudiera venir a reme­
diar los fallos de los rapaces agentes del poder o de los prelados codi­
ciosos. En los círculos de sus jerarquías de ordenados no se tenía la
menor duda de que el poder de Dios era algo bueno. Basándose en las
enseñanzas de Juan Escoto Erígena, Alano de Lille definiría las jerar-
; quías mundanas como «el señorío de naturaleza divina legitimado por
el orden, el conocimiento y la acción». Sin «orden», añadía, el señorío
es «insensato» (o «temerario», tem erarium ), pero fracasaría en ausen­
cia de cualquiera de estos atributos .65 Podía resultar extremadamente
problemático decidir si la incumbencia de Dios no estribaría acaso más
en sufrir el poder que en instituirlo.
Lo que resalta Alano de Lille no es tanto el triunfo de Dios com o la
crueldad de un prolongado conflicto. A eso venían a reducirse las cui­
tas teológicas tanto pasadas como presentes. Al predicar el evangelio
un Domingo de Ramos, Alano urgirá a quienes le atienden con esta
frase: lte in castello q u o d contra vos est, pasando a continuación a
comparar el misterio de la Encarnación con la edificación de un castillo
frente a la perversa fortaleza erigida por el demonio en la persona de
Eva después de que los Angeles Caídos hubieran entregado el baluarte
506 LA CRISIS DEL SIGLO XII

del mismísimo Dios. Esta situación había venido a perturbar un orden


de carácter casi cívico en el que los caballeros protegían a las gentes en
los empeños de provecho, pero para las gentes que escuchaban a Alano
el mensaje evocaba un episodio de infidelidad y de violencia .60 El in­
gles Rafael Niger, que posiblemente hubiera tenido oportunidad de oír
los discursos de Alano en las escuelas, establecería el mismo argumen­
to, aunque de manera más sutil, en tom o al año 1187. En un texto en el
que diserta sobre los peligros de la cruzada, describe los «vicios de la
condición militar», centrándose en el hecho de que al actuar «mediante
la violencia y el poder coercitivo», en lugar de a través del acuerdo, el
hombre armado inflige a lo más elevado de su ser tanto daño como a
sus enemigos. Provisto de buenas armas y pertrechos, no constituía un
modelo de conducta aceptable ni para el clero ni para el pueblo; ade­
más, en los torneos desaparece, dice, toda decencia, pues en ellos la
codicia y el encono de las justas producen «mucha m aldad » .67
Todos los maestros hablaban o pensaban de esta forma. No siem­
pre, desde luego, pero la percepción que tenían del mal — así como de
las arbitrariedades y de la violencia— venía a ser, por decirlo en térmi­
nos actuales, su posición de base, es decir, aquella con la que se aproxi­
maban, por defecto, al conocimiento. Sus preceptos, que se correspon­
dían con los de una teología enfocada a la redención de los apuros que
afligían a los pecadores, se desprendían fácilmente de las realidades
dominantes en la época. Era m uy recordada por ejemplo la peripecia
vivida por Alano de Lille al irrumpir unos caballeros en el aula en la
que impartía clase en Montpellicr y urgirle a expresar lo que pensaba
de la nobleza, ocasión en la que el interpelado había conseguido reba­
tirles astutamente en un debate. Tras dejar sentado que resultaba muy
frecuente que los caballeros se apoderaran de las propiedades de los
campesinos, les hizo ver que «la m ayor muestra posible de hidalguía
cortesana» estribaba en la generosidad, y les exigió a cambio que defi­
nieran allí mismo en qué consistía, según ellos, la «máxima rustici­
dad». Y comoquiera que los caballeros no lograban ponerse de acuerdo -
sobre este particular, el maestro Alano señaló que, puesto que ¡o que
andaban buscando era forzosamente lo contrario de la liberalidad, ca-’ -^
bía deducir que el comportamiento «más rústico» imaginable (¿o sería
quizá más adecuado decir «rústico» que «zafio»?) no podía ser otro que
el que se materializaba en la confiscación de bienes a los campesinos y
en la comisión de abusos en sus personas .68
C O N M E M O R A R Y P E R S U A D I R (1 1 6 0 - 1 2 2 5 ) 507

Éste era un parecer de general aceptación, co m o sabemos. A un así,


Pedro el C antor no tiene e m pacho en escribir com o si la circunstancia de
que los caballeros trocaran su condición de protectores por la de «ladro­
nes e infractores» constituyera un fen óm eno de la época.69 ¿Podría ser
ésa la razón de que la rapiña, que en sí m ism a no suponía ningún azote
nuevo, adquiriera en este período una m a y o r im portancia a los ojos de
los maestros?70 Lo que veían perfectam ente era que existían grandes p ro ­
babilidades de que las lim osnas que acostum braban a dar los señores y
los caballeros estuvieran contam inadas por proceder de riquezas adquiri­
das ilegítimamente, con lo que quedaban sujetas a una reparación peni­
tencial. Este planteam iento im plicaba exp on er las severas censuras de
Hildeberto de Lavardin y Esteban de G ran d m o n t.71 y no digam os las de
otros clérigos, a una m ás profunda investigación, una investigación d e s­
tinada a buscar elem entos de fraude o de colaboración deliberada. Pedro
el Cantor, por ejem plo, descubría sistem áticam ente síntom as de rapiña
cada vez qu e un conjunto de tentaciones o de presiones encubiertas am e ­
nazaban con subvertir la justicia. C o m o ya hiciera el cronista del Anjeo,
también Pedro urdiría una com edia, en este caso la de un prelado que
convocaba a sus agentes in extrem is y les exigía que confesaran bajo j u ­
ramento «los excesos, las injurias y las atrocidades» perpetradas en el
desempeño de sus cargos.72 Sin em bargo, lo que el arg um ento original
del maestro sostenía era que del hecho de que los infractores c om partie­
ran la culpa así expuesta a la luz pública se seguía que el prelado ago ni­
zante no podía realizar una c onfesión com pleta a m enos que obligara a
rendir cuentas a sus servidores. El prelado compartía, inevitablemente, la
falta de sus subordinados. Y si Pedro el C antor había de centrarse en es­
tudiar los actos de rapacidad relacionados con la donación de bienes, con
el soborno y con el otorgam iento de poderes, Roberto de C ou rso n habría
de dedicar, entre los años 1210 y 1213, un libro entero de su su m m a a las
penitencias vinculadas con las acciones de rapiña.73
A hondando en los debates desarrollados a lo largo del cuarto de si­
glo anterior, el m aestro Roberto definirá la rapiña co m o el acto de «usur­
pación violenta o de d espo jam iento de sus pertenencias que sufre una
persona, o el m e no scab o de un h o no r o de una dignidad que se infligen
aun sujeto, ya los poseyera éste de fa c to en el m o m e n to de la agresión o
formaran parte de su inm ediata expectativa. Existen m u c h a s clases de
saqueo», escribirá Roberto: por ejem plo el «de los bienes m ueb les e n ­
contrados en una propiedad inmueble, presentes y futuros»... — volve-
508 LA CRISIS I)HI. SIGLO XII

mos a percibir aquí la sensibilidad del cronista ante los apuros que afli­
gen a los débiles en un mundo dominado por individuos codiciosos que
se dedican a despojarles: «unos mediante la violencia, otros recurriendo
a la imposición de un mal uso, otros sirviéndose del fraude, y otros más
valiéndose de la calumnia»— . Tras afirmar que ya ha examinado las
clases de rapiña que «pudieran dar la impresión de no ser violentas»
— esto es, la usura, la simonía y las transacciones fraudulentas— , Ro­
berto propone abordar el análisis de la rapiña coercitiva que acostum­
bran a realizar los príncipes y los prelados, deteniéndose sobre todo en
las «costumbres injustas de los reinos», como los portazgos y las incau­
taciones de pecios. No contento con esto, Roberto disecciona este tipo
de rapacidad a fin de exponer de manera clara la responsabilidad que
tienen en ella los cortesanos que «sugieren a los príncipes y a los prela­
dos que impongan tallas y exacciones», así como la que incumbe tanto
a los que alaban esas medidas como a los que las censuran. Y para que
el arrepentimiento de todas estas personas pueda considerarse «válido»,
añade, los culpables deberán devolver necesariamente todo aquello de
lo que se hayan apoderado, hasta el último pedazo de tierra .74
Podría juzgarse que estas opiniones vienen a constituir el marco de
dos de las más características preocupaciones de los maestros de teolo­
gía. Una de ellas era la de que la responsabilidad moral derivada del
ejercicio del poder coercitivo había adquirido un carácter tan contagio­
so en la sociedad de la época que la inveterada costumbre de culpara
los sirvientes de toda fechoría había empezado a convertirse en un pro­
blema. La superación del espectro que suponía la amenaza de los «ma­
los» señores de segunda fila se materializará en el norte de Francia e
Inglaterra mediante el empleo de una fuerza arbitraria: la que permitirá
imponerse en la región a los señores reyes, lo que no sólo pondrá en
peligro la suerte de sus almas, sino también la de los hombres que se
hallan a su servicio. ¿Cóm o podían aceptar los caballeros una paga
manifiestamente procedente de la usura o la rapiña? El impulso tenden­
te a establecer elementos de responsabilidad por la comisión de actos
de violencia armada dejaría al descubierto a los grandes potentados de
la sociedad, estimulando las comparaciones con los dirigentes hebreos.
Así fue com o surgió, aunque no fuera ésta la única razón, el interés
académico por el estudio de los reinos bíblicos .75 Sin embargo, esta
casuística resultaría muy oportuna. Roberto de Courson dice que los
reyes y los príncipes de la época podían imitar en ocasiones el compor­
C O N M E M O R A R V PERSUADIR ( 11 6 0 -1 2 2 5 ) 509

tamiento de los castellanos y d edicarse a im p o n e r m alos usos a las g e n ­


tes a las que d o m in a b a n .7t> Por otra parte, lo que vendría a despertar la
segunda pre o c u p ac ió n seria el increm ento de la riqueza, ya que a fin de
hallar la lógica de los m a lo s usos, los m aestros de teología e m p re n d ie­
ron un nu e v o y p o rm e n o riz a d o e x a m e n de la actividad im positiva, la
forma de rapiña m ás g e n eralizad a de to d a s.77
¿Podía a brigarse alg un a esp e ra n za de re m e d io si la rapiña era un
«vicio de la con d ició n m ilitar»? Y en c aso afirm ativo, ¿en interés de
quién habría de procederse a tal rem ed io — en el de los sufridos c a m p e ­
sinos o en el de la salvación del alm a de los caballero s— ? A ojos de los
maestros de la época, esta d isy u n tiv a habría p resentad o el aspecto de
un falso dilem a, ya que según su parecer la restitución de lo arrebatado
a los c am pesino s, fuese cual fuese su valor, era la única salida q u e te ­
nían los caballeros y los príncipes. ¿C a b e decir que la lección dada por
Alano de Lille a los c ab allero s que habían irrum pido en su aula fuera
otra cosa que un d eliberad o insulto? C o n todo, se percibe que los m a e s ­
tros de te o lo gía e m p e z a b a n a m o s tra r un interés nuevo , tan to en el
bienestar social com o en la co nd e n a c ió n de las a lm as. F ijé m ono s en el
asunto de las tallas. Los m a e stro s em p le a b a n las palabras ta llia y exac-
tio de m a n e ra im precisa, pese a sa be r q u e la p rim e ra al m e n o s hacía
alusión a g ra v á m e n es no aceptados. A d e la n tá n d o se a R oberto de C our-
son, Pedro el C a n to r c o n sid e ra b a que la im p osic ión de la talla c o n sti­
tuía un acto de rapiña, y la asociaba con el robo, las «exaccion es» y las
«extorsiones» e c o n ó m ic a s .?s Sin e m b a rg o , el e c o de estos té rm inos
preocupaba a los m aestros. A lano de Lille se sentiría en un a ocasió n
obligado a tild ar de « v io le n ta s» a las « e x a c c io n e s » , c o m o si la voz
exactio con serv ara una cierta resonancia p ositiva o am b ig u a e n el uso
corriente.™ Y Pedro el C a n to r se to m aría infinitas m olestias p a ra dejar
sentado que la noción de «exacció n» debía definirse co m o una «v io le n ­
ta e im po rtun a e x to rsió n » .so significado que en to do c aso parece c o ­
rresponderse con el que en esa época deb ía efe c tiva m ente de po seer en
la práctica en todas partes.
La definición de la talla re su lta b a m ás p ro blem ática. En todas las
regiones de la E u ro p a septentrio nal, y q u iz á e sp e c ia lm e n te en los do-
manios y ciudades eclesiásticas, se hicieron esfuerzos tendentes a j u s ­
tificar el cob ro de la talla. Y c u a n d o n o se insistía en esta dirección se
optaba p o r im p o n e r nuevos gra v á m e n e s qu e n o se vieran afectad os por
la ecuación por la que se ig ualab a a una m a la p ráctica todo c u a nto no
510 LA CRISIS DLL SIGLO XII

perteneciera al marco consuetudinario. Ahora bien, dado que toda nue­


va exacción podía juzgarse ilegítima, los valores prevalecientes termi­
narían por dar lugar a un dilema cuyo carácter era a un tiempo práctico
y conceptual. Además, aunque el maestro Roberto denunciara que la
imposición de la talla era injusta, sería él quien dedicara algunas re­
flexiones a las excusas de quienes se resistían a cumplir las sanciones
impuestas a m odo de penitencia. Y es que se daba la circunstancia
de que existían siervos — como los de Sicilia (según pensaba Rober­
to)— que pertenecían tan enteramente a sus am os que en su caso la
imposición de la talla no constituía un abuso. Además había también
gravámenes ajenos a las costumbres que podían ser excusados, cuando
no justificados — com o los que imponían los señores y los prelados—
en razón de circunstancias como la hambruna o la necesidad. Más aún,
había caballeros (y «damas») que protestaban porque al no haber em­
padronamiento (censas) y no recibir por tanto rentas de las aldeas so­
metidas a ellos, su único medio de vida era la talla. Buena parte de los
argumentos de Roberto en relación con estas alegaciones dependían
del contexto, como si algunas de las excusas estuvieran consiguiendo
cierta credibilidad — las que presentaban, claro está, los poderosos—.
Roberto podía mostrarse muy mordaz en sus comentarios sobre la talla.
Cuando dicho gravamen implicaba la apropiación de los bienes de los
campesinos aparceros (pauperes) de aquellas iglesias regentadas por
prelados que estaban obligados a protegerles, no dudaba en reprenderá
los clérigos por no haber sabido resistir las «tiranías de los príncipes»
que intentaban gravar con impuestos los domanios del clero — fuera
cual fuese el objetivo que se propusieran alcanzar con dichos cobros—.
Presionados por las exigencias de los señores, que ¡es instaban a procu­
rarles un subsidio para la guerra, los abates y los obispos podían verse
obligados a «violentar» a sus dependientes «a fin de pagar al exactor».
Y si de la práctica del mal nada bueno puede esperarse, concluía el
maestro, de aquí se sigue que la rapiña no es forma de restaurar la paz
de la Iglesia .81 Sin embargo, cuando la cuestión se centraba en determi­
nar si el cobro de la talla podía considerarse justificado en algún caso o
si debía condenarse en toda circunstancia, Roberto señala que en el
decreto denominado Cum apostolus y promulgado el año 1179, el papa
Alejandro 111 había permitido justificar la imposición de una «modera­
da ayuda a la candad» en razón de determinadas «necesidades» y «cau­
sas razonables». Este planteamiento había conducido a distinguir entre
CONMEMORAR Y PERSUADIR ( 1 1 6 0 - 1 2 2 5 ) 511

«la imposición de tallas mediante la violencia ... [que] en ningún caso


pueden autorizarse» y la percepción «de tallas de pretendido efecto
benigno, y que en opinión de algunos serían lícitas». Impacientado por
estos distingos. Roberto no se mostraría dispuesto a aceptar sino que
las ayudas entregadas graciosamente no constituían una forma de talla,
reiterando que «toda talla es una forma de rapiña » .82
Estamos aquí ante un curioso caso de nominalismo exagerado. Se­
guramente tanto Roberto de Courson como sus colegas, es decir, el
resto de los maestros de teología penitencial, consideraban que la talla
podía confundirse con la imposición fiscal. Sin embargo, al no existir
un vocabulario de la función pública propiamente dicho, no les era
posible hablar de imposición fiscal sino recurriendo a formas de expre­
sión no técnicas que eran no obstante de uso común — ayudas, costum­
bres, subvenciones— . términos que por lo menos tenían el mérito de
corresponderse con las indefinidas categorías conceptuales de la vida
cotidiana. La distinción entre la esfera pública del poder y su equiva­
lente ámbito privado no estaba más clara a los ojos de estos hombres
que a los de sus predecesores; pero dado que los señoríos que conocían
se hallaban a caballo entre una y otra esfera, lo que tenían que decir
acerca del orden público venía ser lo mismo que ya habían dicho res­
pecto del señorío. Sabían que el señorío feudal era una realidad de su
época y que en ocasiones resultaba deplorable. Uno de los más sor­
prendentes ejemplos de rapiña que ofrece Courson es el de un conquís-
lador señor-rey que se apoderará de un reino para beneficiar a sus caba­
lleros, los cuales quedarán a cargo de otros tantos feudos en él; y a sus
ojos, la antigua cuestión de la fidelidad jurada a un príncipe sobre el
que recayera la censura de la Iglesia también resultará análogamente
apremiante 83 No es casual que estos ejemplos de grandes señoríos
apunten asimismo a algunos lugares comunes relacionados con el or­
den público: bien a una situación de necesidad del reino, bien a su de­
fensa, bien a la obligación de brindar protección a la Iglesia. En otros
contextos, Roberto nos habla del juram ento por el que el rey se com ­
promete a vengar las injusticias, o aborda los temas de las guerras ju s ­
tas, de la lealtad de los súbditos (diferenciada de la sujeción ligada al
vasallaje), del precio equitativo de las cosas y del amparo a los merca­
deres que han de transitar por caminos peligrosos .84 Roberto reserva
además un lugar m uy especial en el debate a la pública necesidad de
una acuñación estable de moneda acompañada de soluciones prácticas
512 LA CRISIS DLL SIGLO XII

para los problemas monetarios que plantean las rentas consuetudina­


rias y la concesión de créditos.
Lo que resulta difícil de encontrar en esta cultura académica, sin
duda debido a que no plantea ninguna cuestión moral, y quizá también
por alguna otra razón, son todas las nociones normales vinculadas con
las prestaciones sociales de carácter colectivo, del mismo modo que
tampoco se encuentra ninguna predisposición a definir en el plano teó­
rico los incipientes objetivos de los poderes públicos y cívicos. ¿Acaso
no eran estos mismos maestros de moral aspirantes a señores al crear
lazos afectivos con unos seguidores unidos a ellos por vínculos de leal­
tad intelectual ? 86 ¿Tenían acaso la capacidad de pensar el poder de ma­
nera impersonal? Alano de Lille definiría con la palabra «régimen»
(regim en) el poder de quienes «gobernaban con justicia a sus súbdi­
tos», y contrastaría esa situación con la propia de la «tiranía», una si­
tuación que él vinculaba, respectivamente, con dos tipos de señoríos
diferentes: los de carácter utilitario y los de índole dominante .87 Con
todo, pese a que ni Roberto ni sus colegas especifiquen cuáles son los
requisitos de un señorío utilitario — por no hablar de que ni siquiera
definen explícitamente en qué consiste la gobernación— , se aprecia
una nueva resonancia en las reflexiones que realizan de pasada sobre el
poder y la justicia. Roberto de Courson propone la redención de un
amplio abanico de males, abanico que abarca desde el problema que
plantean los caballeros que imponen malos usos hasta la angustia de
quienes han de vivir bajo su yugo. Y el método para esa redención po­
dría consistir, según él mismo sugiere, en la institución de «unos cuan­
tos servicios públicos comunes, como una casa en la que se acoja a los
pobres de los ciudadanos [.v/c], o unos pastos públicos, o un acueducto,
o algo de este tipo». Estas últimas palabras — aut aliquid consimile—
poseen un alcance emocional además de conceptual. Según Roberto,
las masas sometidas (subditi) constituían un status, una franja social
vulnerable a los malos usos; y esta condición o estatus — es el «estado»
lo que despunta aquí, como veremos— , pese a que difícilmente suscite
la compasión de los maestros, nos ofrece la rara oportunidad de vis­
lumbrar una dinámica social que de otro modo habría quedado oscure­
cida por la analítica serenidad que recorre los trabajos de nuestros doc­
tores m orales .88
Esta actitud de oposición a la arbitrariedad del poder (señorial) en
favor de la salvación del alma de los príncipes estaba condenada a ser
CONMEMORAR Y PhRSCADIR (1 1 6 0 - 1 2 2 5 ) 513

vista como una forma de connivencia con los campesinos y los labrie­
gos, en especial con aquellos que empezaban a disponer, cada vez más,
de unos medios visiblemente mejores para responder a los recaudado­
res de impuestos. Con todo, los maestros de moral, que no albergaban
la menor duda de que algunas personas eran propiedad de sus señores,
tampoco eran más democráticos que los caballeros a los que fustiga­
ban, Encerrados en la misma envoltura protectora en la que se ampara­
ban los demás señores, los maestros se limitaban simplemente a mani­
festar una distinta forma de pensar sobre la cultura de las armas y el
dinero. Además, resultaba difícil estigmatizar la rapiña y el cobro de la
talla sin endosar a dicha violencia el rótulo de opresora, juzgándola,
eso sí, tan dañina para los «pobres» como para las expectativas espiri­
tuales de sus caballerescos atormentadores.M
En pocas palabras, la postura moralizante de los maestros teólogos
les empujaba a sostener una problemática defensa de la paz y la seguri­
dad de las masas trabajadoras. Difícilmente podría ser de otra manera,
dado lo m ucho que prevalecía la violencia, tanto de tiñes coercitivos
como recreativos, y la cáustica naturaleza de la existencia. Es difícil
discernir en sus escritos si los maestros parisinos de moral se vieron o
no arrastrados a un renovado debate ideológico, como sugiere Georges
Duby, pero lo que sí parece claro es que Pedro el Cantor y Esteban
Langton tendían a escribir con el fin de hacer más amplios y profundos
los círculos de consulta y acción colectiva de sus contemporáneos .90 Se
tiene asimismo la impresión de que dicha actividad venía a añadirse a
las que componían la biografía más sonada de sus autores, aunque no
por ello haya escapado, dada su importancia histórica, a la aguda vista
de los modernos estudiosos de la teología penitencial.

Al actuar como reflexivos acompañantes de los poderosos de la épo­


ca, los maestros de moral de finales del siglo xn adaptaron una forma de
persuasión académica a las necesidades de la Iglesia romana. Aplicarían
el uso de la razón a unos señoríos cuyos arrendatarios eran, además de
vasallos, hombres vinculados a su señor mediante un juramento. Según
Alano de Lille, los señores del mundo «que gobiernan razonablemente
a sus súbditos pertenecen», dice, a un principesco orden angélico .91 Los
moralistas denunciarían con gran énfasis los expolios, ya que éstos
constituían la prueba más crudamente infamante de la arbitrariaprctees-
514 LA CRISIS DEL SIGLO X II

se señorial .92 De manera similar, algunos conceptos, como los de admi­


nistración, cargo, compromiso jurado y rendición de cuentas, quedarían
incluidos en el conjunto de zonas problemáticas de la volición moral
que los maestros habian detectado .93 Sus «doctrinas sociales», como ha
dado en conocérselas, vendrían a actualizar la cartografía de dichas zo­
nas, pero no a suplantarlas. Se trataba de una cultura académica experta
en desenmascarar los defectos morales del señorío, una cultura que, a
pesar de estar atenta a los motivos y a las ambiciones que impulsaban el
comercio, la circulación del dinero y el crédito, y de conocer asimismo
el impacto moral de todas estas actividades, carecía 110 obstante de la
visión suficiente para explicitar con detalle los elementos que habría
sido preciso exigir a la sociedad de la época para inducirla a rechazar la
rapiña y la imposición de tallas. Eran (desde luego) hombres de su épo­
ca, capaces de reparar pero no de construir, y más versados en la Biblia
y en los padres de la Iglesia que en derecho. No eran, además, sospecho­
sos de intentar promover una particular causa política. En la corte del
rey se recordaba que Pedro el Cantor, en una conversación con el propio
Felipe Augusto, había manifestado la opinión de que si los prelados de
la época eran menos proclives a servir a los fieles que los de períodos
anteriores se debía a que se había introducido entre ellos un consejero
indeseable — el diablo— y a que éste se había afanado en imponer sus
valores en las elecciones clericales, valores entre los que cabía incluir la
propia «ansia de dominio » .94 Recodemos la afirmación de Alano de Li-
lle — «gobernar razonablemente a los súbditos»— : se trata de un aserto
que deja en el aire una pregunta: ¿pueden los seres humanos aprender a
realizar la labor de los ángeles?

C om petencia profesional: dos aspectos

Se hace difícil señalar a nadie que pudiera haber pensado en la posi­


bilidad de semejante cosa, por no hablar de alguien a quien se le hubiera
podido pasar por la imaginación la idea de intentarlo. Fuesen cuales
fuesen sus diferencias, los trovadores, los cortesanos y los moralistas
tenían mucho en común. Compartían los mismos supuestos en lo tocan­
te a los orígenes y la naturaleza del poder; comprendían que los hom­
bres, por ser falibles, eran proclives a caer en conductas sórdidas y bru­
tales. conductas que se revelaban obra del mismo diablo; y aceptaban
CONMEMORAR Y PERSUADIR ( 1 1 6 0 - 1 2 2 5 ) 515

plenamente que la existencia de señoríos buenos y malos constituían


cosas m uy propias de este mundo. Ese mundo seguía siendo, incluso
después del año 12 0 0 , un lugar dominado por fuerzas y constricciones
cáusticas que ejercían su tiranía tanto en el ámbito moral como en el fí­
sico. Esteban Langton predicaba que, por su sólido afianzamiento, tanto
la gula como la abstinencia eran como dos castillos, pero que sólo este
último se hallaba bajo asedio .95
Y aunque entre las personas dedicadas a entretener, servir o predica
fueran pocas las que consideraran que el poder en sí resultase algo pro­
blemático, empezaba a haber otras, con diferente orientación, a las que
se recurría cada vez, más por razones que escapaban por completo al
control de sus maestros. Atrapados por las presiones que un conjunto de
fuerzas convergentes venían a ejercer sobre sus personas, también ellos
percibían, como los maestros y los cortesanos con los que se habían
formado, que las críticas morales a la imposición arbitraria de graváme­
nes llevaba tiempo coincidiendo — desde el año 1185 aproximadamen­
te— con el incremento de las ambiciones principescas. No pudo habér­
seles pasado por alto que las costumbres, por así decirlo, se aliaban con
dichas censuras; y dado que la costumbre no permitía el aumento de la
riqueza — lo que constituía otra presión coincidente más— , el conflicto
entre la costumbre y la necesidad provocaba en los debates cortesanos y
escolásticos una tensión que atraía la atención de los hombres con ini­
ciativa. Y es que había personas que encontraban satisfactorio el reto
que planteaban los tecnicismos, personas en quienes la competencia
profesional terminaría rivalizando con ia lealtad en tanto que mérito
para poder formar parte del conjunto de servidores de los poderosos.
Esas personas e ra n p eriti de un nuevo tipo, es decir, «expertos». Este­
ban Langton es un buen ejemplo de la asociación de los conocimientos
teológicos y los cortesanos, puesto que al actuar como mediador entre el
rey Juan por un lado, y los barones y los clérigos ingleses que presiona­
ban al monarca a fin de obtener concesiones por otro, pudo constatar en
primera persona los esfuerzos que realizaban estos últimos para que su
causa quedara registrada en los documentos y se convirtiera así en pre­
cedente válido .96 Sin embargo, no será éste el primero ni el mejor ejem­
plo de un fenómeno cultural que comienza a percibirse en la década de
1160 y en el que pueden distinguirse dos facetas.
516 LA CRISIS DLL SKII O XII

C onocimiento teórico. La fase que primero se detecta, y la más pro­


longada, fue la de la multiplicación de los letrados. No hay duda de que
la existencia de hombres versados en leyes no era cosa nueva. En el sur
de Francia, la enseñanza del derecho romano, surgida al calor de la in­
fluencia de la Universidad de Bolonia, florecería después del año 1120
y por espacio de una generación, aunque sin consolidar excesivamente
su ascendiente en el campo de las aplicaciones prácticas. En una oca­
sión, el próspero caballero Berengario de Puisserguier decidió desafiar
a su señora la vizcondesa Ermengarda con la ayuda de un abogado que,
citando el Código, sostenía que tanto los esclavos como las mujeres
eran jurídicamente incapaces. Y si las alegaciones de Berengario caye­
ron en saco roto fue porque el rey Luis VII acertó a citar varias normas
consuetudinarias que establecían lo contrario .97 Pese a su gran precoci­
dad, los juristas meridionales tardarían aún bastante tiempo en apoyar
el surgimiento de una nueva jurisprudencia basada en el derecho cañó
nico ,98 así que a medida que la experiencia fundada en la jurispruden­
cia consuetudinaria comenzó a dar paso a la familiaridad con los dos
códigos legales eruditos, el significado de la competencia legal iría
poco a poco modificándose. Los letrados podían conocer la obra de
Graciano, de cuya C oncordia discordantium canom tm empezó a po­
derse disponer en la década de 1140, o ignorarla, pero únicamente los
estudiosos que estuvieran habituados a manejar los cánones y las de­
cretales reunidas en las monumentales distinctiones y caasce de su pri­
mera y segunda partes podían albergar la esperanza de interpretar y
aplicar los nuevos estatutos conciliares de los tribunales episcopales
recientemente puestos en marcha. La situación se vio complicada aún
más por la acelerada multiplicación de las decretales, especialmente en
tiempos del papa Alejandro III, así como por el impresionante aumento
de las comisiones que rendían cuentas a los jueces delegados del pontí­
fice. Todo esto trajo consigo el cultivo de una erudita competencia pro­
fesional — una erudición consistente en el dominio de los textos nor­
mativos y en la comprensión de los tecnicismos asociados a ellos—, un
tipo de conocimientos que inevitablemente había de surgir en vista de
la gran proliferación de los pleitos legales."
Sería un error suponer que el impulso de este crecimiento numérico
procediera de un reconocimiento de la competencia profesional en ma­
teria de tribunales eclesiásticos. Los juristas versados en el estudio de
los decretos y de las decretales eran, al igual que los cortesanos, un
CONMEMORAR Y PERSUADIR (I 1 6 0 -1 2 2 5 ) 517

, grupo egoístamente centrado en sus propios intereses. Sus ambiciones


r' guardaban escasa relación con los ideales visionarios, fueran del tipo
j que fuesen. Con todo, es indudable que se entendía que sus interpreta­
ciones se oponían a la violencia del repudio marital y a la arbitrariedad
f de la desposesión y del desheredamiento. Por consiguiente, su actitud
f favorecía la existencia de salvaguardas procedimentales en la justicia;
l de hecho, favorecía dichas salvaguardas en una justicia específica: la
. pontificia, lo que 110 podía sino suscitar la envidia de los grandes seño-
[ res y los príncipes laicos. Sin embargo, en el ámbito jurídico, la compe-
\ tencia profesional no sólo se medía en función de la experiencia, sino
^ también de la erudición. L1 obispo Bartolomé de Exeter (1161-1184)
í. resultaría nombrado juez delegado una y otra vez, hasta completar cer-
: ca de setenta reelecciones, la mayoría de ellas siendo ya un hombre de
' avanzada edad; sería durante el largo período de su actividad laboral
cuando el tribunal pontificio comenzara a valorar de manera particular
. la experiencia local y la competencia profesional al decidir, en todas
^ partes, a quien convenía asignar los casos. Uno de los problemas polé-
\, micos que no habremos de examinar aquí es el que plantea el hecho de
f que en Inglaterra el número de casos atendidos por las jurisdicciones
delegadas fuese tan notablemente superior al de otras regiones; con
í todo, del examen que hemos realizado de otras culturas se desprende
, que la circunstancia de que se formaran letrados en Bolonia, Montpe-
; llier y París vino a determinar que éstos se relacionaran con los exper­
tos en teología que tan frecuentemente estudiaban o ejercían en la Eu-
■ ropa noroccidental, lo que explica a su vez que en esta zona se
mencione con tanta frecuencia a los versados en leyes. Pedro de Blois
personifica la convergencia de las culturas teológica y legal, y, hasta
i donde nos es dado saber, lo que menos despertaba en él la tentación de
las ambiciones cortesanas eran precisamente los tecnicismos legales
contrarios a un florido uso del estilo.1™
Dicho esto, puede que el lector siga preguntándose si la expresión
«competencia profesional» es realmente el concepto más adecuado para
comprender el papel que desempeñaron el derecho y los letrados en la
remodelación del poder después del año 1160. Desde luego, no hay
duda de que estos hombres tuvieron una cierta influencia: eran persona­
jes cuya cultura libresca debía de encontrar buena acogida en los entor­
nos principescos, en las cancillerías y en los tribunales dedicados al
ejercicio de la función judicial. Los procedimientos consuetudinarios
518 LA CRISIS DEL SIGLO XII

desprovistos de toda justificación intelectual quedaban sometidos a la


lógica subyacente al derecho mercantil romano o al nuevo derecho ca­
nónico del matrimonio. Algo similar ocurriría con la incipiente jurispru­
dencia de los feudos en Italia, donde en torno a la década de 1150 los
especialistas en derecho romano ya habían empezado a hacerle un hue­
co tanto en sus enseñanzas como en sus dictámenes . 101 Su labor vendría
a coincidir con una más honda implicación con los dictados del derecho
romano, un aumento de implicación que por entonces — en tomo al año
1200— sólo era posible en Italia y que tendió durante un tiempo a mar­
ginar a los peritos franceses en las dos ramas jurídicas (la consuetudina­
ria y la de la tradición romana). Lo que más le importaba al poder prin­
cipesco, y más aún por su relación con la reorganización de la vida
asociativa en regiones como las de la Lombardía. Aragón, Flandes e
Inglaterra, era el impacto que la nueva erudición legal pudiera tener en
el ejercicio del mando, la fuerza de coerción y la justicia. Al final, el
antagonismo entre una lógica legal y otra, como hemos visto en el caso
del cuestionamiento de la capacidad jurídica de la vizcondesa Ermcn-
garda, revelaría no tener nada de inaudito en esos años, pero dejaría de
tener importancia tan pronto como empezaran a ponerse a prueba las
posibilidades de adaptar las normas y los procedimientos consuetudina­
rios a la tradición de equidad y racionalidad del derecho (romano). Los
juristas que conocían bien las dos ramas del derecho definirían con ma­
yor nitidez tanto los conceptos predominantes de comunidad, como los
relativos a los derechos individuales, a los de los colectivos y a los dis­
tintos intereses en liza, así como las bases necesarias para la toma de
decisiones relacionadas con la deliberación y el consentimiento. En este
caso no estamos tanto ante una cuestión de competencia profesional
como frente a un factor ideológico, puesto que lo que esta situación
vendría a fomentar sería una aproximación intelectual al poder, e inclu­
so, aunque en potencia, una crítica culta al señorío. Una vez más obser­
vamos aquí que los dictámenes de los juristas resultaban compatibles
con los de los moralistas, algunos de cuyos principios — como el que
expresa Roberto de Courson sobre el carácter inadmisible de la imposi­
ción de tallas— estaban inspirados en el nuevo derecho canónico. La
mayoría de las ideas mencionadas anteriormente surgen a finales del
sigio xn, al mismo tiempo que un conjunto de recientes y tímidas comu­
nidades, pero en Europa la plenitud de su impacto habría de aguardar
aún a que transcurrieran varias generaciones .102 J
CONMEMORAR Y PERSUADIR ( 1 1 6 0 - 1 2 2 5 ) 519

Aun así, la mayoría de la gente debió de considerar que los hombres


de leyes cultos eran en realidad expertos. ¿Acaso no se dedicaban a una
«ciencia lucrativa», por emplear las desdeñosas palabras de los teólo­
gos — entre otros el propio Gerardo de Gales, que durante un cierto
tiempo había estado enseñando derecho canónico en París— ? Lo que
preocupaba a algunos doctores era que el derecho pasara a convertirse
en una opción más atractiva que las letras puras y la teología como for­
mación útil para la prestación de servicios en la corte . 103 Habrían de ser
los papas, sin embargo, ya fuese de modo directo o indirecto, quienes
dieran ocupación a los letrados — al menos tanto como los príncipes— .
Este hecho resulta fundamental para comprender el papel que vendría
a desempañar la cultura legal en la experiencia del poder a partir del
año 1160 aproximadamente. Lo que resulta notable en el caso del papa
Alejandro III y sus sucesores es el hecho de que ellos mismos fuesen
juristas. A diferencia de otros señores príncipes del siglo xn, los papas
podían aportar su propio conocimiento de la jurisprudencia al intere­
sarse en un problema concreto — y así sucederá por ejemplo con A le­
jandro III, que se ocupará de la cuestión del derecho hereditario rela­
cionado con las prebendas obtenidas por el testador, o con Inocencio
III, que tomará parte en el examen de las elecciones clericales — , 104 y
crear de este modo los precedentes, o incluso estipular marcos de ac­
ción que pudieran, en buena lógica, atar las manos de sus sucesores u
orientar sus juicios. Ya emanaran del propio papa o de sus asesores, las
decretales por las que se nombraba a los jueces delegados solían seña­
lar explícitamente la concreta ley eclesiástica que resultaba de aplica­
ción al caso . 105 Es más, dado que el papa Alejandro no haría esfuerzo
alguno por codificar o conferir rango legal a sus declaraciones, era fre­
cuente, al parecer, que actuara como asesor jurídico de los obispos que
se dirigían a él con algún problema legal, como Rogelio de Worcester.
Y habida cuenta de que no tenia sentido solicitar su parecer si se duda­
ba de su competencia en la materia (en ambos sentidos de la palabra),*
y menos aún en una época en que las complejidades de la determína-

* El a u to r a lu d e a q u í a! d o b le s ig n if ic a d o d e la p a la b ra in g le sa com petence. n
recogido p o r el D R A E en su e q u iv a le n c ia e s p a ñ o la . El d o b le s ig n ific a d o e s p u e s , p o r
un lado, el q u e , a p lic a d o a u n a p e r s o n a , la d e fin e c o m o id ó n e a o c a p a z d e d e s e m p e ­
ñar una d e te r m in a d a ta re a , y el q u e , p o r o tro , r e m ite al h e c h o d e q u e d ic h o in d iv id u o
esté le g a lm e n te fa c u lta d o p a ra e je r c e r u n a a c tiv id a d d a d a . (N. de Ios i.)
520 LA CRISIS DLL SIGLO XII

ción legal de la propiedad habían com enzado a superar la capacidad


resolutoria de las normas aplicables — circunstancia que constituye la
dinámica que caracteriza a la actividad legisladora en tiempos de Ale­
jandro III— , nos encontraremos ante la situación que terminaría dando
lugar a otra novedad cultural más: la de la proliferación de las anóni­
mas colecciones de decretales pontificias.
De no ser por una señalada verdad, el pormenorizado estudio que
nos ha llevado a examinar este aspecto poco conocido de la historia del
derecho canónico — aspecto por lo demás notablemente problemáti­
co— pudiera parecer una digresión innecesaria. En esta ocasión, y por
una vez en lo que llevamos de libro, las pruebas nos permiten echar un
vistazo a la realidad de una sociedad desgobernada que empezaba a
reclamar prematuramente un tipo de justicia que ningún señorío de la
Europa cristiana se hallaba aún en condiciones de proporcionar. Esta
demanda de principios y de precedentes prácticos, al producirse en un
conjunto de poblaciones saturadas de arrendamientos, alegaciones y
responsabilidades morales mal comprendidas por una jurisprudencia
que se hallaba a su vez en pleno proceso de transformación, venía a
exceder con mucho las posibilidades de la oferta. A medida que el cre­
ciente goteo de apelaciones a Roma fue convirtiéndose en una verdade­
ra riada de pleitos en tiempos de Alejandro III, la proliferación de de­
cretales relacionadas con casos similares com enzó a generar, en el
ámbito local, no sólo la necesidad de saber por qué vías terminaba la
multiplicación de casos y sentencias por implicar la creación de nuevas
normas, sino la necesidad de averiguar si aquellos nuevos casos reque­
rían, bien la presentación de alegaciones también nuevas ante Roma,
bien una renovada ronda de consultas. Para atender a esta necesidad se
compilaron numerosas decretales y decisiones escritas, tarea que fue
encomendada a expertos juristas próximos a los jueces delegados con
acceso a tan frágiles legajos. Es posible que el doctor David de Londres
— a quien en cierto modo cabria considerar uno de estos compilado­
res— fuese el encargado de copiar las cartas enviadas por el papa al
obispo Rogelio de Worcester, ya que la transcripción realizada por él
terminaría integrando una compilación de este tipo de copias, compila­
ción que hoy se conserva en Portugal. Estas compilaciones, que no
obedecían a ningún encargo específico, comenzarían a multiplicarse a
partir de la década de 1160, ya que los jueces designados ad hoc no
acostumbraban a llevar archivos en estos años, los mismos en que las
CONMEMORAR Y PERSUADIR ( 1 1 6 0 - 1 2 2 5 ) 521

declaraciones periciales del papa empezaban a crear leyes nuevas en


campos y temas que superaban el alcance de los textos de Graciano.
Los compiladores de tiempos del papa Alejandro — anónimos en la
mayoría de los casos, como suele ser característico de todos los innova­
dores del siglo xii— introducirían un elemento de competencia profe­
sional de índole culta y técnica en la desesperada labor de seguir el rit­
mo de prom ulgaciones de un señor papa proclive al activismo. Su
trabajo echaría los cimientos de la serie de compilaciones que habrían
de producirse después del año 1 190, todas ellas mejor clasificadas y
provistas de un aval oficial. Toda esta tarea de ordenación culminaría
en el L íber exira del año 1234. Conocido también con el nombre de
Decretales de G regorio IX, la compilación de este libro, a cargo del
jurista catalán Raimundo de Peñafort elevaría a su máximo grado de
madurez la convergencia del ingenio provincial con la dirección curial,
convergencia que había sido una de las principales consecuciones del
papa Inocencio III . 111(1

Conocim iento práctico. En aquella cultura de conocimiento en ex­


pansión, el reconocimiento de la competencia profesional surgiría de
forma casi insensible. En modo alguno circunscrita a los opacos esce­
narios de la justicia impartida por los magistrados delegados del papa,
podemos hallar el rastro de esa competencia profesional en los «trata­
dos del orden judicial» ! ordines indiciara), unos tratados que com en­
zarían a aparecer a finales del siglo xii como manuales con los que
orientarse en los procedimientos a seguir ante los tribunales . 107 La no­
ción figurará también en algunos tratados de derecho de la época, de
entre los cuales el firmado por Glanvill (y redactado entre los años
1188-1 189) es el más notable. Queda aquí admirablemente expuesto el
experto conocimiento profesional que tenían del derecho consuetudi­
nario inglés los jueces de aquellos tiempos. El hecho de elaborar una
legislación jurídica a base de dictar un mandato judicial tras otro, por
así decirlo, equivalía a dar palpables muestras de seguridad en la efica­
cia de los precedentes y de las formalidades escrilas, y esa seguridad en
ambos elementos - - s e g ú n la exhibían estos magistrados— era ju s ta ­
mente lo que había venido echándose en falta últimamente en el de­
sempeño de los jueces delegados del papa. Sin embargo, lo que resulta
interesante en este caso es lo claramente que se aprecia la transición
522 LA CRISIS DEL SIGLO XII

por la que el experto que conoce su materia termina componiendo un


texto que refleja una competencia profesional que hoy consideraríamos
deudora del know -how . Los autores vienen a expresarse como sigue:
las quejas dirigidas al rey en relación con los feudos o las tenencias li­
bres — en caso de que el asunto del pleito pertenezca legítimamente a
la jurisdicción del monarca— se inician con un mandato judicial en el
que se consignan los emplazamientos a las partes, se continúan al com­
parecer ante el juez la persona citada (o al dejar de hacerlo), y en caso
de que el emplazado no se presente..., etcétera. Así es como se aplica la
justicia regia; se trata de un proceso complejo y técnico; éstos son los
pasos sucesivos a cumplimentar, los formularios que el letrado necesi­
tará para realizar su com etido ...108
Ahora bien, buena parte de estas instrucciones para saber cómo ha­
cer las cosas eran una simple actualización de procedimientos más an­
tiguos. aunque igualmente técnicos, procedimientos desfasados que por
esos años ya pocos necesitaban o recordaban. No hay duda de que se
compartieron, o difundieron, las competencias profesionales que apare­
cen consignadas en la obra de Cdanvill; en torno al año 1190, los letra­
dos necesitaban saber qué efectos tenían los mandatos judiciales de los
tribunales ingleses, así que el tratado de Glanvill fue muy pronto copia­
do en numerosas ocasiones, llegando incluso a ser revisado. No obstan­
te, hay pocos elementos en el texto — de carácter insistentemente nor­
mativo y didáctico— que vengan a sugerir la existencia de una cultura
común de la técnica legal. Sólo en su elocuente prólogo sobre el poder
del rey, que guarda cierto parecido con el que figura en el Dialogue of
the E xchequer, pueden percibirse de soslayo unas cuantas pinceladas
de la ideología monárquica que en esos años predominaba de manera
generalizada entre los servidores del soberano .109 Lo que mejor revela
el impacto cultural que ejercieron estas nuevas técnicas son las pruebas
que nos hablan de la introducción de una gestión fiscal. Para compro­
barlo, será útil fijamos una vez más en Barcelona (recordando al mismo
tiempo que no existe ningún otro lugar en el que podamos centrar el
examen si lo que buscamos son pruebas de esta misma índole), antes de
abordar el estudio del incomparable testimonio del Dialogue.
En Cataluña, la fase crítica de la invención fiscal viene a situarse a
lo largo de la década de 1150. Da la impresión de que Beltrán de Cas-
tellet, Ponce el Am anuense y uno o dos autores más se dedicaron a
colaborar a la m anera de un equipo com prom etido en la mejora del
CONMEMORAR Y PERSUADIR ( 1 1 6 0 - 1 2 2 5 ) 523

valor del patrimonio del señor conde, m erm ado tras una serie de de­
sembolsos y conquistas militares. No obstante, sólo entre los años 1175
y 1178, aproximadamente, comenzará a apreciarse una cierta aparien­
cia de regularidad en la realización de auditorías contables a los admi­
nistradores. Durante los treinta años siguientes, un grupo de cortesanos
reales aparentemente organizado por los escribanos Ramón de Caldas
y Guillermo de Bassa — a quienes sucederían, ya en tiempos del rey
Pedro II de Aragón, conde de Barcelona (1196-1213), los templarios
de Palau-solitá— , habría de pedir cuentas periódicamente a los vica­
rios y a los administradores a fin de que éstos respondieran de los in­
gresos obtenidos en los domanios fiscales de Cataluña .110
Lo más probable es que todos ellos adquirieran sus conocimientos
técnicos con la práctica. Es algo que se observa claramente en los re­
gistros que realizaron; además, dado que algunos de estos hombres ha­
bían recibido formación de amanuenses, se aprecia en su trabajo la ca­
racterística im pronta de la cultura notarial. D ifícilm ente podría
considerarse que se dedicaran exclusivamente a la tarea fiscal. La faci­
lidad con la que se explayan sobre los formularios necesarios para rea­
lizar las ventas y las asambleas, o para depositar bienes como garantía
de una transacción, es prácticamente la misma que muestran al tratar de
las cuentas (com putum , com putavit) que cualquiera de ellos podia ela­
borar para establecer el saldo resultante de los ingresos y los gastos
declarados en el curso de las auditorías. Los propios administradores,
incluyendo en su número a los judíos de Gerona, Barcelona y Lérida,
podían actuar como asesores siempre que no se hallaran afanados en
justificar sus propias actividades contables. Este trabajo, en el que se
interactuaba con m em orandos y cartularios, precisaba de una buena
formación de letras (y también de números), aunque esto no implique
afirmar que los escribanos y los administradores fueran cultos. Según
parece, ninguno de ellos debió de asistir a las escuelas en que impartían
clases los maestros señalados, ni siquiera Ramón de Caldas, deán de la
catedral de Barcelona .111
Por consiguiente, parecería razonable preguntarse si estos funcio­
narios catalanes llegaron a tener conciencia de haber adquirido una tí­
mida capacitación fiscal. Com o va vimos en el capítulo anterior, sus
labores fiscales formaban parte de la concienzuda reforma de los m o­
dos de dominación patrimonial de sus señores. Con todo, los contables
y auditores de que tenemos constancia constituían un grupo bien cohe­
524 LA CRISIS DLL SIGLO XII

sionado, incluso en los casos en que se veían obligados a proceder a


una supervisión fiscal; todos ellos se conocían, y en cierta medida po­
dían actuar indistintamente como tenedores de cuentas o auditores.
Dado que transferían su función administrativa por intervalos de rendi­
ción de cuentas — una rendición de cuentas que se efectuaba Se forma
periódica— , es claro que preferían la administración al crédito, una
preferencia que pudo haber dado lugar a una problemática inversión de
las prácticas imperantes. Además, idearon un nuevo medio de compro­
bar las cuentas en curso, método que consistía en contrastar sus resul­
tados con los (preceptivos) apuntes contables de los domanios del con­
de de Barcelona y rey de Aragón. Es poco probable que estos registros,
que no habrían de perdurar por mucho tiempo, y que posiblemente se
perdieran durante la guerra librada en Valencia por Jaime I el Conquis­
tador, se llevaran con la intención de incluir en ellos las efímeras canti­
dades de las cuentas en curso, cuyos originales han llegado hasta noso­
tros en muchos casos. Lo cierto es que, por iniciativa de estos escribanos
de la corte, se encuadernaron o envolvieron en sacos unos cien de estos
pergaminos, o quizá más, añadiéndoles a continuación en el lomo una
etiqueta que aún hoy resulta fácilmente legible . 112
En resumen, las pruebas indican que se procedió a organizar la con­
tabilidad y que la entrega en la labor vino a compensar la mínima espe-
cialización de quienes la efectuaban. Un pequeño grupo de escribanos
de la corte y de hombres con iniciativa dedicaría su atención a las tran­
sacciones de venta y contabilidad periódica de las explotaciones loca­
les a fin de perpetuar, cuando no mejorar al mismo tiempo, una moda­
lidad de servicio patrimonial que, salvo por el hecho de consignarse
por escrito — y se trata de una salvedad de enorme trascendencia— ,
pudo haber gozado de amplia difusión en la Europa del año 1200
aproximadamente . 113 Si entre los años 1203 y 1204 el obispo Wolfger
de Passau decidió hacer que sus gastos de viaje fueran registrados con
toda concisión en un conjunto de apuntes contables cuyo tipo es exac­
tamente igual - según ha quedado atestiguado— al de los que se ha­
bían empleado medio siglo antes para llevar las cuentas del conde de
Barcelona, ¿cómo dudar de que sus sirvientes llevaran asimismo la
contabilidad de sus dom anios ? 1 !4 Lo que Ramón de Caldas y sus cole­
gas habían estado organizando era una incipiente cultura de la compe­
tencia técnica que habría de perdurar en tiempos del rey Pedro II de
Aragón, conde de Barcelona, una cultura que únicamente habría de
CONMEMORAR Y PKRSUADIR (1 1 6 0 -1 2 2 5 ) 525

verse alterada por unas nuevas exigencias fiscales que terminarían de­
sembocando en la asunción de enormes préstamos y en la imposición
de más gravámenes, Se iniciaba así la era de los recaudadores de fon­
dos, mientras, por otra parte, y en circunstancias que aún han de ser
examinadas, un tal Guillermo Durfort venía a ocupar el puesto de Ra­
món de C aldas .115
No debiéramos tener la impresión de que en el siglo xn fuera escaso
el número de personas que además de tener relaciones con el poder
poseyera competencias de orden práctico: y para confirmarlo hemos de
fijamos una vez más en el caso de Inglaterra. El D ialogue o f the Exche-
quer, elaborado por Ricardo Fitz Nigel entre los años 1177 y 1179,
resulta de tan deslumbrante interés en este contexto que habremos de
tener presente el peligro de falsear, siquiera mínimamente, las conclu­
siones de cualquier comparación implícita entre el círculo de quienes
rodean a Ricardo en Inglaterra y el de sus colegas continentales. La
complejidad del escenario catalán era menor, así que Ramón de Caldas
no tuvo necesidad de redactar un manual similar; sin embargo, también
hay que decir que, a su manera, Ramón se hallaba más atareado incluso
que Ricardo el Tesorero* (y, al parecer, por los mismos años en que se
compuso el Dialogue). Ramón describió con claridad su proyecto, con­
sistente en reorganizar los archivos condales, y da muestras de haber
comprendido los mecanismos propios de una contabilidad administra­
tiva .116 La verdadera incógnita estriba en averiguar por qué no se ha
conservado nada parecido a esta descripción en la mayoría de las res­
tantes regiones continentales. Y la respuesta ha de consistir sin duda en
que prácticamente en todas partes había logrado persistir, com o ya
ocurriera en la Francia capeta, un tipo de gestión patrim oniale de ca­
rácter tradicional, gestión que en dichas regiones se conservaba todavía
en una fecha tan avanzada como la de la década de 1190. En estos regí­
menes prescriptivos sólo se consignaban por escrito las inspecciones
fiscales, en rollos de pergamino y en registros que no sólo quedaban
constantemente desfasados sino que se hallaban expuestos a desapare -

* E s d e c ir, el p r o p io R ic a rd o l itz N ig e l (c. 1 1 3 0 -1 1 9 8 ): en e fe c to , el re d a c to


del D ialogue oj the Exehcquer, h ijo n a tu ra l d e N ig e lo d e E ly — ta m b ié n te s o re ro del
rey (e n e s te c a s o d e E n riq u e 1 d e I n g la te rr a ) — , se ria r e c o m e n d a d o p o r su p a d re p a ra
el c a rg o d e L o rd T re a s u r c r, f u n c ió n q u e d e s e m p e ñ a r ía d u ra n te c u a r e n ta a ñ o s , y a al
se rv ic io d e E n riq u e II. (.V. de los !.)
5 26 LA CRISIS DEL SIGLO XII

cer en un incendio, o a consecuencia de un descuido, o de cualquier acto


de violencia. El carácter del registro de los activos contables en curso
era absolutamente efímero, no ya porque en la inmensa mayoría de las
ocasiones no se fijaran en documentos escritos, sino porque incluso en
ese caso resultaban muy frágiles. Las «culturas» que acabamos de exa­
minar debieron de constituir por fuerza, como se observa en Normandía
y en Flandes, una excepción regional, al menos en aquellos territorios
en los que sabemos con seguridad que las anotaciones contables termi­
naron perdiéndose .117 En este contexto, el experimento catalán resulta
muy llamativo: constituye un síntoma de las nuevas necesidades que
acuciaban a los príncipes, y aun así resulta, por sus características, pro­
fundamente vulnerable a los persistentes hábitos de una explotación en
precario.
En Inglaterra, Fitz Nigel oyó decir que la contabilidad — se refiere
aquí a los balances contables— era una actividad que ya se realizaba
con anterioridad a la conquista norm anda . 118 La práctica que describe,
elaborada en gran parte en tiempos de los reyes normandos e interrum­
pida después del año 1139, lograría reactivarse con posterioridad al
año 1154. El D ialogue es un relato de esta reanudación de la actividad,
un relato reorganizado para dar a la rendición de cuentas a que se halla­
ban ahora sometidos los magistrados condales la justificación propia
de una costumbre intemporal. Es un texto escrito por el experimentado
y culto hijo del obispo Nigelo de Ely, a quien Enrique II había decidido
encomendar en torno al año 1155 la recuperación de los documentos
relacionados con los ingresos regios y patrimoniales. Humanamente
erudita, dotada de una gran fuerza descriptiva y analítica, no es sólo
una obra maestra del «renacimiento» que conocerá la época, es tam­
bién un acabado manual en el que se exponen los conocimientos técni­
cos del siglo xn.
Concebido en su expresión formal como el relato de un maestro que
enseña a su discípulo, el D ialogue o f the Exchequer disecciona la insti­
tución que estudia corno pudiera hacerlo un perito mecánico con un
artilugio autopropulsado a fin de mostrar su funcionamiento. Y lo que
hace aún más pertinente esta analogía es que el orgullo fundado en el
conocimiento de los complejos entresijos de un mecanismo construido
por el hombre resulta perceptible desde el principio. Diseñado (¿o de­
biéramos decir construido?) al objeto de consolidar los derechos de los
individuos y los ingresos que venían a acrecentar legítimamente las
CONMEMORAR Y PERSUADIR ( 1 1 6 0 - 1 2 2 5 ) 527

arcas del rey, «e! tesoro público se rige por unas normas propias, [y] no
por casualidad, sino por la voluntad deliberada de algunos hombres
notables» .119 Existe una «ciencia de la Hacienda pública» que es preci­
so dominar a fin de lograr que opere. Ricardo pone en boca del maestro
una promesa: la de que no habrá de explicar a su pupilo «sutilezas, sino
cosas útiles» (no se precisa de un profesor teórico en este taller m ecá­
nico). Con todo, el D ialogue está lleno de detalles difíciles, muchos de
ellos de carácter notablemente técnico, como sucede por ejemplo con
los debates sobre las enumeraciones y las proporciones, el aquilata-
micnto de las cuestiones, los desbroces de terreno y el estudio de la
fo re sta .'2® Y la m odesta erudición de la obra tampoco excluye por
completo la sofisticación conceptual: la propia expresión «Hacienda
pública» (.scaccarium ) alude simultáneamente a un acontecimiento y al
tablero de ajedrez . 121
La faceta cortesana de la Hacienda pública inglesa encarna la utili­
dad funcional que algunas personas de la época echaban a faltar en los
servicios principescos. Era un lugar en el que los clérigos no tenían por
qué temer por su vocación. Los emplazamientos que se dictan desde la
institución congregan a un conjunto de funcionarios que presiden, juz­
gan y reconsideran los casos; estos funcionarios se relacionan con
hombres de mejor posición social que la suya (aunque lo más frecuente
es que sea inferior) y que, a su vez, resultan tan imprescindibles como
los propios funcionarios — como ocurriría, por abundar en el símil, con
los medidores y los tomillos de una máquina— . De este modo, el m aes­
tro señala implícitamente que todos los negocios quedarían interrumpi­
dos si el amanuense del canciller del tesoro no se hallara presente desde
«el primero al último de los apuntes contables » . 122 Con todo, si la ratio
es el principio impulsor de esta cooperación entre distintos funciona­
rios, 123 hay ocasiones en las que ha de transigirse en la aplicación de
sus principios. No se le oculta al alumno que el privilegio contamina el
orden funcionarial. El maestro manifiesta la turbación que le produce
como autor del D ialogue el hecho de verse obligado a justificar que los
barones de la Hacienda pública se hallen exentos de todo pago en las
tierras de que disfrutan; y además, con lúcida paciencia, expone la chi­
rriante anomalía del derecho forestal, que no se administra con absolu­
ta justicia, sino en función de la voluntad del rey .124
Con todo, la dinámica procedimental que predomina en la Hacien­
da pública guarda relación con la coordinación funcional de las com pe­
528 LA CRISIS DLL SICiLO XII

tencias. Lo que se observa con claridad (aunque el discípulo no haga


ninguna pregunta) es que los elementos que definen dichas «competen­
cias» son, a partes iguales, la experiencia y la habilidad, De hecho,
terminará observándose que cuanto más menuda sea la tarea — como
las de hacer las hendiduras en la tarja* o preparar los pergaminos—
tanto mayor será la pericia que deba poseerse. Ahora bien, ¿podría de­
cirse que los personajes más importantes de la Hacienda pública disfru­
tan de su cargo en un régimen asimilable al de una tenencia —-o mejor
dicho, de varias— ? Desde luego, no hay duda de que desempeñaban
cargos en el habitual sentido de ejercer una función otorgada o asocia­
da al disfrute de privilegios: es el caso del tesorero (esto es, el propio
Ricardo) y del canciller. Sin embargo, las funciones del obispo de Win­
chester y de Tomás Brown no pueden describirse sino por referencia a
sus propias personas. De Brown se dice que tenía «fe y discreción», es
decir, las dos cualidades en que viene a fijarse un señor príncipe para
asignar un cometido a un bien recomendado barón. Al urgírsele a ex­
plicar por qué el rey Enrique 11 se había inmiscuido en el procedimien­
to establecido a.fin de hallar un hueco en la plantilla para un hombre
como Brown, el maestro no consigue añadir más que una cosa: que
Brown gozaba de reputación por haber ocupado un puesto muy desta­
cado en la corte regia de Sicilia ¡25 En pocas palabras, la imponente
«dignidad y capacitación práctica»121’ que se exhibía en la Hacienda
pública debía mucho al interés y el favor del señor-rey, y no demasiado
a que se implicara personalmente en cuestiones de técnica fiscal. Estas
cualidades de la Hacienda emanaban de las tradiciones que sus miem­
bros se pasaban de generación en generación, así como del cuasi ge­
nealógico pundonor que el tesoro ponía en su propio pasado.
Concluimos por consiguiente que ni siquiera en Inglaterra se halla­
ban las cañeras basadas en la competencia profesional completamente
libres de los vínculos propios de la lealtad Al carecer de feudos pro­
pios, no cabe pensar que la Hacienda constituyera un señorío, aunque
las relaciones sociales que vinieran a establecerse en ella siguieran
siendo las de unos magnates investidos de la obligación y el privilegio
de servir al señor-rey en un nuevo marco de rendición de cuentas vin­
culado a la justicia y el servicio. Es probable que Fitz Nigel exagere su
grado de cohesión. ¡Qué no daríamos por poder contar con una «secre­

* C a ñ a o p a lo en el q u e se lle v a b a n las cu e rn a s p o r m e d io d e m u e sc a s. (TV. de los t.)


CON MI-MORAR Y PERSUADIR. ( 1 I 60-1 2 2 5 ) 529

ta historia» de la Hacienda pública de la época! Con todo, no han de


minimizarse los logros que según afirma el D ialogue se habían conse­
guido en la institución. Las personas competentes, incluyendo a los
técnicos expertos en contabilidad escrita, trabajaban con orgullo en fa­
vor de un interés social manifiestamente más amplio que el del señorío
regio con cuyos atavíos se adornaba. Los privilegios que hemos m en­
cionado se juzgan en el D ialogue tan embarazosos como anómalos.
Con el tiempo, es decir, llegados ya los primeros años del reinado de
Enrique III, la vanidad y la precisión en la consignación de propiedades
irán trocándose en una rigidez que terminará por suscitar la aparición
de perturbaciones y reformas (aunque rara vez acabe generándolas ) .127
Sin embargo, parece claro que se había logrado algo parecido al profe­
sionalismo, dado que entre los años 1 1 58 y 1180 aproximadamente la
restaurada Hacienda pública crearía la primera institución asociativa
de gobernación territorial de Europa.

Las personas que integraban esas culturas contribuían a sus propios


intereses, además de servir a los de las cortes principescas, las iglesias
y las poblaciones a las que eran atraídos. Actuaban como fuente de
viejos valores y no aspiraban a mostrarse originales, actitud que obser­
varán incluso los técnicos encargados de las labores judiciales y fisca­
les. Con todo, es posible que esta afirmación resulte excesivamente
general. Si nuestra tarea consiste en imaginar lo que podían p e n sa re s-
tos hombres dotados de notable inteligencia y habilidad al realizar su
trabajo, puede que unas cuantas precisiones más acerca de alguna de
estas culturas nos ayuden en el empeño.
Los letrados versados en derecho romano no eran simples eruditos
y expertos; dados los conocimientos que tenían de un recurso singular­
mente relevante, mantenían una especial relación con los círculos de
poder de todo tipo. Los comentarios que realizan acerca del Código, el
Digesto y las Instituías de Justiniano expresan en buena parte un tipo
de instrucciones procedimentales similares a las del texto firmado por
Glanvill, pese a que no especifiquen en qué jurisdicciones habrán de
aplicarse las normas rom anas .1- 8 El interés de los doctores de Bolonia
en el derecho romano se ceñía exclusivamente a la competencia con
sus colegas académicos, motivación que llegaría a inducirles a definir
distintos enfoques filosóficos con el solo propósito de que resultaran
530 LA CRISIS DLL SIGLO XII

atractivos para los estudiantes, enfoques que terminarían dando lugar a


las divergentes doctrinas de Bulgarus (fallecido en el año 1165, aproxi­
madamente) y Martinus (¿fallecido en el año 1166?). Estos eruditos,
junto con los seguidores con que contaban en el sur de Francia — prin­
cipalmente los autores de la Sum m a Trecensis y de las Exceptiones
Petri— , eran hombres que dominaban a un tiempo el conocimiento
teórico y el conocimiento práctico. El «Pedro» de las Exceptiones, a
quien recientemente se ha identificado de forma convincente con un tal
Pedro de Cabannes, era un técnico culto rodeado de aficionados que
figura tanto en los textos de Arles de los años 1150a 1158 como en los
que tratan de esta localidad, y que entraría primero al servicio del arzo­
bispo y más tarde al del conde de la Provenza. Sin embargo, no puede
decirse que las cortes de quienes consideraban útil el conocimiento del
derecho romano rebosaran de hombres que lo dom inaran . 129
Y ello porque ninguna corte les era propia, por así decirlo. No s
hallaban en siUiación de imponerse a los gestores de las jurisdicciones
consuetudinarias o eclesiásticas. Sin embargo, se hallaban más próxi­
mos a las realidades de la vida cotidiana que cualquier otro servidor
principesco de la época, y estaban acostumbrados a inteipretar las expe­
riencias comunes — el matrimonio, la legación de bienes, la propiedad,
el robo, los privilegios y las desventajas— en los mismos términos, y
muy a menudo con las mismas palabras, que se empleaban en el habla
com ente o en la representación notarial. Les parecía obvio, aunque téc­
nicamente complicado, que el señorío se hallase constituido (en cierto
sentido) a la manera de un derecho de propiedad, o que las libertades
resultaran tan problemáticas como deseables, «Todo cuanto el siervo
[.servus] adquiera pertenece a su señor», escribe Pedro de Cabannes, «y
por tanto no puede legarlo a su continuador » . 110 El maestro Rogelio
alude a la dificultad, cuyos ecos son seguramente propios de la época,
que plantea la existencia de hombres apegados a la gleba (un término
romano): ¿había que considerarlos libres, o meramente libres de la obe­
diencia a un señor ? 131 En un compendio de derecho romano, otro co­
mentarista sostiene que, «de entre las cosas humanamente sujetas a la
ley, unas son públicas», como los ríos y las costas, «otras son comuna­
les, como el mercado...», otras más son personales, y otras en fin son de
propiedad impersonal, «como los animales salvajes y los peces » .132 Al
definir de manera objetiva el conjunto de las obligaciones, y explicitar
que la justicia posee carácter público, los glosadores estaban expresan­
C O N M E M O R A R Y P E R S U A D I R (1 1 6 0 - 1 2 2 5 ) 531

do el presupuesto, g ra v e m e n te trastocado, de que el orden público era


un orden justo. M ás aún, éste era precisam ente el p arecer de los notarios
que habían introducido una nueva regularidad f o n n u lista en el registro
de todos los m ovim ientos, su m a m e n te corrientes, de la vida del sur de
Francia e Italia, una vida ya por e ntonces s u m a m e n te a se n ta d a .1-13 N o
había necesidad de v olver a im p on er el ord en im perial rom ano, pese a
que Barbarroja se afanase en hacerlo con la ayuda de algunos expertos;
ni siquiera resultaba necesario que los profesores insistieran más en el
derecho ro m an o que en las norm as consuetud in arias.134 Lo que Justinia-
no había logrado codificar era un consenso generalizado sobre el d ere­
cho y ¡a razón, un consenso qu e al v olver a ser utilizado, y gozar más
tarde de nueva difusión, en t o m a a los años 1140 y 1175, estaría llam a­
do a predom in ar en toda la Europa latina. Éste era u no de los sentidos de
la voz cequitas, com o re sa lta ríah fen to M artinus y sus discípulos com o
los prim itivos com en taristas fra n c e se s .135 «La equ id ad es una reunión
de cosas en las que todo deviene equivalente, en el sentido de que liti­
gios iguales requieren la aplicación de norm as ig ua les.»13fl La ley, e n se ­
ñaban los doctores, es m ás am plia que el derecho.

La p a c if ic a c i ó n

Alano de Lille distinguía tres clases de paz: la paz del m u ndo , la de


designio h um a n o, y la de la vida etem a. Para él, al igual que para otros
autores, la p rim e ra no c onstituía más que una «paz im perfecta», una
paz ilusoria, «escurridiza»; una «paz exterior», opuesta tanto a la «paz
interior» d e riv ad a del rigo r m oral co m o a la paz de Dios. Uno deb ía
esforzarse p o r a lc a n z a r estas últim as sin d e ja r po r ello de pisotear la
primera. De este m o do, si la p az im perfecta c onstituía una n o rm a d e ­
plorable, incluso para la p otestad de un príncipe, la «paz de la c o n c ie n ­
cia» era un enc om ia ble c a m p o de batalla en el que c ontendían las v irtu ­
des y los vicios, un escenario para la d inám ica procura de una apacible
benevolencia.137
Los ecos del fun c io na m ie nto de esta teología hom ilética resuenan
en la sociedad qu e nos describe Alano. D espu és del año 1150, la paz se
extendía por todas las regiones, o dicho de otro m odo, para aju sta m o s
a las nociones que m a neja A lan o, lo que se ex pandía era el rechazo de
la realidad im perfecta. E n ju n io del año 1155, Luis VII c o nsiguió que
532 LA CRISIS DHL SIGLO XII

los barones de Francia confirmaran bajo juram ento la «paz de todo el


reino » , 138 Es probable que la idea de semejante iniciativa hubiera sur­
gido en el sur de Francia, región por la que el rey había estado viajando
en los últimos tiempos y en la que se encontraba poco antes de que los
habitantes de Narbona y de Burdeos se hubieran reunido con sus obis­
pos y magnates a fin de imponer unos nuevos estatutos de paz. Es posi­
ble que la asamblea celebrada en Mimizan (en la comarca de Burdeos)
el día de la Asunción del año 1148 (o 1149) fuera la ocasión para decla­
rar en la Gascuña una paz cuyos estatutos no han salido a la luz sino en
época muy reciente. El texto estipulaba que en ambas provincias ios
templarios debían recibir, como sostén material de la paz, un tributo
por los bueyes; y en la forma impuesta por el arzobispo Amaldo I de
Narbona, esta práctica habría de convertirse en un privilegio, privilegio
que confirmaría el papa Adriano IV, y que más tarde respaldaría tam­
bién Alejandro III, y en más de una ocasión — la última confirmación
se produciría, fallecido ya este pontífice, en una fecha tan tardía como
la del año 1190— . Sin embargo, tanto el estatuto como el privilegio
lograrían arraigar, de modo que a partir del año 1148 aproximadamen­
te — y hasta el 1195— se promulgarían disposiciones de paz práctica­
mente en todos los países y diócesis comprendidas entre los Pirineos y
los Alpes. En el año ! 173, e! conde de Barcelona y rey de Aragón, Al­
fonso II, insuflaría nueva vida a la paz del Rosellón — gracias a un re­
querimiento regio promulgado poco antes y que se extendería rápida­
mente a la totalidad de sus condados de habla catalana — ,139 Además,
en el año 1179, el III concilio de Eetrán, pese a reiterar las antiguas
norm as relativas al'establecim iento de treguas, vendría a añadir un
m andamiento explícitamente «innovador»: el de que el clero, los co­
merciantes y los campesinos se vieran exentos de nuevas exacciones .140
Dichos estatutos vienen a señalar el inicio de una nueva fase en la
historia de la paz medieval. Con todo, esta afirmación está lejos de re­
sultar obvia. Sean normativos o presci íptivos, no es posible vincular los
textos con causas específicas o ultrajes conocidos — salvo en un caso— .
Desde el punto de vista verbal, e incluso conceptual, pertenecen aúna
tradición que se remonta al siglo x. Es más, dado que constituyen la
prueba de la violencia a la que tratan de poner coto, lo que hacen es
apuntar a un hecho: el de que en las regiones en que se había originado
la Paz de Dios — esto es, en las accidentadas comarcas que se extienden
desde el alto Loira al valle del Ebro— la justicia territorial no hacía otra
CONMEMORAR Y PERSUADIR ( I 1 6 0 -1 2 2 5 ) 533

cosa más que fracasar constantemente. Difícilmente podría considerar­


se que los actos de violencia se circunscribieran exclusivamente a los
caminos y a los campos, como nos recuerda la paz de Soissons (año
1155), una paz que constituye una excepción en sí misma, ya que se
trata de una paz jurada. Las apelaciones que se elevarán al rey Luis Vil,
así como a su sucesor y a otros príncipes de las regiones septentrionales
—apelaciones que se multiplicarán a partir de la década de 1160— ,
podrían interpretarse como una consecuencia de este acontecim ien­
to.141 De hecho, el único modo de comprender hasta qué punto consti­
tuyen una novedad los estatutos de la región mediterránea es analizar­
los en el marco de las amplias perspectivas de paz que comenzarán a
observarse en la segunda mitad del siglo. En Inglaterra se reactivará
con el A cta de C larendon (del año 1166) una tradición totalmente dife­
rente pero igualmente venerable: la de la paz del rey, reactivación que
más tarde quedaría reafirmada con el «edicto real» de Huberto Walter,
promulgado en el año 1 195.142 En el imperio, Federico Barbarroja re­
novaría con el edicto de Roncaba (del año 1158) la Landfrieden, un
acta de seguridad pública que se remontaba al período de agitación vi­
vido a finales del siglo Xi.14’' En ambos casos, la paz pública se había
convertido en una faceta de la justicia regia, una justicia que en los ám ­
bitos locales de Inglaterra era preciso hacer respetar y que en Alemania
había pasado a ser una alternativa preceptiva a la violencia. Compara­
das con estas iniciativas, las resoluciones papales parecían retrógradas.
Como ya ocurriera en los concilios de Letrán de los años 1123 y 1139,
el de 1179 se ocuparía de la Tregua de Dios y vendría a reiterar las vie­
jas medidas encaminadas al cumplimiento de sus estipulaciones. Ade­
más, parece probable que Alejandro III hubiese oído alguna queja de
los prelados a cuyo cargo corría la adopción de providencias más expe­
ditivas, dado que se decidió a añadir un capítulo — adecuadamente con­
siderado nuevo— al que contenía los pormenores relativos a la treugee.
«Introducimos la novedad», dice el texto, de exigir que los sacerdotes,
los monjes, los peregrinos, los comerciantes y los campesinos que ocu­
pan los caminos y los campos — así como los animales en que transpor­
tan la simiente— disfruten de seguridad y no hayan de padecer ninguna
«nueva exacción de portazgos sin la autorización de los reyes y el con­
sentimiento de los príncipes » . 144 Nos hallamos aquí ante un decreto que
viene a respaldar a los poderes públicos y que no reserva al clero más
poder de sanción que el de la excomunión.
534 LA CRISIS DEL SIGLO XII

Dichos poderes públicos tenían precedentes. Ya en el siglo XI los


papas venían a confirmar las iniciativas locales, aunque sin llegar a
proclamarlas; y de hecho los decretos promulgados en Letrán a lo largo
del siglo xn emanan de la proclamación del año 1095. Por consiguien­
te, la novedad del año 1179 no reside tanto en una redefinición de la
paz programática como en la adopción de medidas de corrección regio­
nales. Al año siguiente, el papa Alejandro se contentaría con elogiar al
duque Casimiro II de Polonia por haber renunciado a la costumbre de
despojar de sus bienes a los prelados fallecidos y a sus iglesias .145 De
ahí que, fuera cual fuese su intención — y apenas le quedaban unos
meses de vida— , Alejandro III dirigiera la convergencia y la difusión
de dos tradiciones de violencia conocidas desde antiguo, aunque nor­
mativamente diferenciadas en las tierras del oeste de Europa: la tradi­
ción de las brutalidades que acostumbraban a sufrir los campesinos a
manos de sus señores y la tradición de las padecidas por las comunida­
des clericales.
Como consecuencia de una especie de inercia conceptual, el expo­
lio no figuraba en la Paz de Dios. En los últimos años del siglo xn se­
guiría siendo una práctica sujeta a numerosos ataques, y muy bien po­
dría considerársela un elemento integrante del general desorden que
los papas estaban tratando de remediar ante la perspectiva de una nue­
va cruzada . 146 Sin embargo, los estrategas papales tardarían mucho en
reconocer que la pacificación de los combatientes dinásticos podía lle­
var aparejado un peligro: el de liberar de la disciplina asociada al man­
do de las unidades de élite a unos caballeros y a unos mercenarios cuyo
número se había multiplicado notablemente. Entre los años 1150 y
1160, aproximadamente, su violencia tendría el efecto de una erupción
que hubiera venido a reventar el solidificado estrato superficial de la
brutalidad consuetudinaria de los castellanos. Achille Luchaire se
equivocaba (doblemente) al calificar de habitual «el bandidaje de la
clase feudal [féodalité ] » ,147 ya que no hay nada en los registros anterio­
res que respalde las indignadas denuncias que tanto abundarán en los
relatos locales de finales del siglo xn, en los que se habla de las incur­
siones de hordas de hombres armados dedicados a vivir del saqueo. La
violencia del Gévaudan, a la que habia decidido encararse en la década
de 1160 el excéntrico obispo Aldeberto, no era la simple violencia de­
rivada de la imposición de un conjunto de demandas arbitrarias a los
campesinos, ni la asociada con los robos a los viajeros que tuvieran la
CONMEMORAR Y PERSUADIR (1 1 6 0 -1 2 2 5 ) 5 35

mala fortuna de pasar junto a un castillo habitado por malhechores, ya


que habia problemas mayores — por esa razón optaría Aldeberto por
fortificar su «aldea rural» de Mende: para poder resistir los ataques de
los grupos de gascones, aragoneses y «alemanes» de comportamiento
«desleal » — , 148 Y en fechas posteriores se multiplicarán las alusiones a
otros grupos, como los «brabanzones» y los coterelli. Ya en el año
1171, Federico I y Luis VII acordarían no ajom alar a «estos hombres
malvados», decisión que difícilmente habrá suavizado el azote. Y en
tomo al año 1180. Gualterio Map escribiría que el número de los «bra­
banzones» que se habían abierto camino como «ladrones» había creci­
do de tal modo «que se asentaban sin ser inquietados o vagabundeaban
por las provincias y los reinos, odiados por Dios y por los hom bres » . 149
Esos individuos, a quienes se tenía por quebra'ntadores de la paz,
terminarían por convertirse en objetivo de algunas iniciativas locales.
Según cuenta Rigord en su crónica, los coterelli del Berry fueron halla­
dos culpables de los mismos delitos que los malos señores y los caste­
llanos: raptaban a la gente para pedir luego un rescate, propinaban pa­
lizas a los hombres, violaban a las viudas y despojaban de sus bienes a
las iglesias . 150 Este será además el contexto en el que este cronista de
Felipe Augusto, de origen meridional, ambiente el relato de un pobre
carpintero de Le Puv-en-Velay . 151 Y la respuesta que terminará dando
este artesano a la violencia local que se ejercía en el M acizo Central
francés adquirirá una súbita celebridad. Es el único incidente que pode­
mos asociar con la proliferación de las disposiciones de paz que hemos
venido mencionando, y resulta profundamente ilustrativo para el estu­
dioso del poder.

Los encapuchados de Velay

De este episodio han llegado hasta nosotros no menos de siete u


ocho crónicas de la época, lo que constituye una prueba incontestable
dei impacto que tuvo en su día el relato que vamos a referir .152 Es más,
dichas crónicas son lo suficientemente independientes unas de otras,
así que sólo es preciso ceñirse a lo que tienen en común, o a aquello en
loque menos difieren, para reconstruir el probable curso de los aconte­
cimientos. Aproximadamente el día de San Andrés del año 1182 (es
decir, el 30 de noviembre), un humilde carpintero apellidado Durand se
5 36 LA CRISIS OLI. SIGLO XII

presentó ante el obispo Pedro de Le Puy instándole a que hiciese algo


«para reformar la paz». Desairado por el prelado, Durand encontraría
no obstante a muchos lugareños dispuestos a apoyarle, y de ellos más
de cuatrocientos jurarían atenerse a lo estipulado en un primer pacto de
paz que se acordaría poco después de la Navidad. AS llegar la Pascua, el
creciente número de seguidores de Durand, que superaba ya las cinco
mil personas, resultaba ya incontable. Esto es al menos lo que podemos
decir basándonos en el prior del Lemosín, Godofredo de Vigeois, quien
elaborará su escrito antes de que hubiera transcurrido un año del inicio
de los acontecimientos. Nuestro cronista prosigue diciendo que Durand
«instituyó unas disposiciones [institnit instituía] de paz». Dichas dis­
posiciones incluían un código de vestimenta uniforme, la prestación de
un solemne juram ento precedido de la confesión de los pecados, el
pago anual de seis denarios en Pentecostés «en [¿o “ a”?] la herman­
dad», una contribución de un poyes* a depositar en un receptáculo de
plomo, y un compromiso por el que los hombres que hubieran prestado
juram ento debían estar dispuestos a luchar cuando se les emplazara a
hacerlo. Los canónigos y los monjes que hubiesen jurado lealtad a!
pacto quedaban exentos de combatir a condición de que rezasen. Pro­
vistos de unas llamativas capas blancas recubiertas por unos retazos de
paño que colgaban por delante y por detrás de sus hábitos y que guarda­
ban notable semejanza con el manto de lana que llevaban los arzobis­
pos, los cofrades conjurados constituían una fuerza moral visible,
cuando no una formación clerical capaz de rivalizar con las ya asenta­
das. Pendiente del pecho ¡levaban una imagen de la Virgen y el Niño
rodeados por la siguiente inscripción circular: A gm is Dei, qui toilis
peccata mundi. dona nobis pacem . El obispo terminaría confirmando
las disposiciones de Durand en una asamblea festiva celebrada el día de
la Asunción (1 5 de agosto) del año 1 183. Por esa época se unieron nu­
merosos caballeros a la causa, a instancias de «príncipes, obispos, aba­
tes, monjes, clérigos y mujeres sin marido»; pocos días después, el
asalto al castillo de Dun-sur-Auron, en la región francesa de Cher(Co?-
tellim -d u n u m ) se saldaría con la muerte de un «príncipe de los ladro­
nes», junto con la matanza de muchos centenares de coterelli.[5i
Resulta difícil reconstruir los sucesos que se sucedieron a continua­
ción, ya que ninguna de las otras fuentes se hallaba tan próxima (sea en

* Moneda de p o r o valor. V é a s e el G lo s a rio . (.V Je los t.)


CONMEMORAR V PERSUADIR ( 1 1 6 0 -1 2 2 5 ) 537

el tiempo o en el espacio) como la de Godofredo, que no volverá a es­


cribir nada más sobre el particular. Sin embargo, Roberto de Torigni y
Rigord, que compondrán sus crónicas en la década de 1180, confirma­
rán en buena medida el relato del primer año de vida de la hermandad,
y situarán a) mismo tiempo a los encapuchados en un contexto más
amplio. Ambos hablan de Durand como de una persona que extraía su
motivación de la milagrosa aparición de la Virgen María, mientras que
Rigord, tras señalar las atrocidades que habían incitado a obrar al pobre
carpintero, juzgará que tanto él como su movimiento eran una acción
de Dios encaminada a aliviar los padecimientos provocados por la gue­
rra que libraban por esa época el rey de Aragón y el conde de Tolosa . 154
Roberto de Auxerre, que con toda probabilidad debió de elaborar la
primera redacción de los anales correspondientes a los años 1183 y
1184 precisamente por esas fechas, será el primero que describa las
campañas de los encapuchados, y será también el prim ero en dejar
constancia escrita del estallido de una reacción generalizada contra
esta abigarrada fuerza compuesta {en su mayor parte) por hombres de
baja extracción social que pretendían independizarse de los señores. Su
irrupción en «Francia» (esto es, en las regiones situadas al norte de
Velay) y su «insolente» negativa a someterse a sus superiores se salda­
ría con la «aniquilación» de sus huestes a manos de los príncipes fran­
ceses. A unque admita que habían em pezado con buen pie, Roberto
pensaba que ¡os encapuchados habían caído en poder del «ángel de
Satán» .155
Otros textos expresarán en términos mucho más contundentes esta
desaprobación. Sus autores sabían que los encapuchados luchaban por
una causa clara, y sabían asimismo que eran muchas las regiones del
conjunto de Francia que se habían visto infestadas de hombres violen­
tos y desesperados — de ro u crg a ís* de aragoneses, de gascones, de
brabanzones, etcétera- hombres de aspecto y lengua diferente (es d e ­
cir, diferente «de la nuestra», dirán las crónicas), todos ellos m ercena­
rios.150 Sin embargo, ninguno de estos autores podrá seguir hallando
argumentos con los que justificar una asociación de hom bres de tan
manifiesto carácter subversivo para los señores. En opinión de Guiot
de Provins, Durand era un impostor corrupto; y en el texto que conoce­
mos como «Anónimo de Laon» se le tiene por un hombre sencillo en­

* E s to es, h a b ita n te s d e la re g ió n d e R o u e rg u c . (N de los 1.)


538 LA CRISIS DHL SIGLO XII

gañado por un malévolo canónigo que se había disfrazado para apare-


cérsele bajo el aspecto de la Virgen. Con rotunda insistencia, el «Anó­
nimo» menciona de pasada todos los puntos conocidos a través de los
demás textos, distorsionándolos de manera implacable, excepto en un
único caso, un caso que nos conducirá al auténtico meollo del asunto.
Según sostiene, los encapuchados no habían sido desde un principio
sino un hatajo de locos. Para su autor, la asamblea constituyente del día
de la Asunción (15 de agosto) del año 1 183, lejos de haber supuesto la
ratificación de una gran iniciativa, no había sido más que un desenfre­
nado extravío del peor y más mundanal género, un puro desbordamien­
to mercantil, pues la fétida superchería con la que vino a engatusarse a
Durand no brotaba sino de una verrionda e infecta disipación materia­
lista. A renglón seguido se ofrece un relato de la prestación de jura­
mentos, en el que los compromisos adquiridos y las expresiones piado­
sas son expuestos a una luz que los hace parecer sospechosamente
heterodoxos. El juram ento de los cofrades no saldrá mejor parado: de
él se dice que venía a asociar a los «príncipes» con una caterva de caba­
lleros bandoleros, conjurados de este modo como enemigos de la paz.
Y la tasa impuesta, que en la narración de Godofredo de Vigeois se
elevaba a unos verosímiles seis denarios, aparece en esta versión mul­
tiplicada por dos y convertida en doce, lo que terminaría por permitir a
los conjurados amasar (según lo que pretende el autor) un caudal inno­
blemente reunido mediante abusos ¡que pronto alcanzaría la suma de
cuatrocientas mil libras ! 157
¿Estamos aquí ante una simple retórica pretenciosa? Lo cierto es
que en su conclusión, el relato pulsa una cuerda diferente, en dos frases
separadas por una confusa crónica en la que se enumeran los éxitos
militares de los encapuchados. Éstas son las frases a que me refiero:
«En todas partes temblaban los príncipes, que no se atrevían a imponer
una sola medida injusta a sus respectivos pueblos, ni se resolvían a
exigirles exacción o imposición de clase alguna, salvo las vinculadas
con las rentas consuetudinarias ... [y pudiendo así jactarse de tales éxi­
tos], la insensata indiscreción [de los encapuchados] empujó a estos
fatuos e indisciplinados individuos a ordenar a condes y a vizcondes,
así como a otros príncipes, que trataran a sus súbditos con mayor gen­
tileza de la acostumbrada, si no querían provocar su indignación » .138
CONMEMORAR V PbRSUADIR (1 1 6 0 -1 2 2 5 ) 539

He aquí expuesto el centro neurálgico mismo de un torpe conglo­


merado de sociedades fortificadas al que difícilmente cabe considerar
todavía esbozo precursor de lo que será Francia. Los encapuchados
defensores de la «paz» parecen amenazar aquí nada menos que a la
mismísima institución del señorío. ¡Menudo ultraje que los príncipes
se vean obligados a ceñirse únicamente al cobro de imposiciones justas
o consuetudinarias! Con su perniciosa solidaridad, escribe el cronista
de los obispos de Auxerre, los encapuchados «no sentían temor alguno
ante los más encumbrados potentados, ni les mostraban la menor reve­
rencia». olvidando que su servidumbre era la justa consecuencia del
pecado que había conducido a esas gentes a perder su primigenia liber­
tad. Al capturar a un puñado de encapuchados en la aldea de Gy — que
formaba parte de su patrimonio— , el obispo de Auxerre, Flugo de No-
yers, y sus caballeros los habían reducido deliberadamente a la más
elemental pobreza, para que «aprendieran que los siervos no han de
alzarse contra sus señores » . 159 La norma del poder, incluso en unas
tierras de castillos y príncipes no sometidas a la dominación de ningún
rey. era el señorío, lo que implica tanto la prioridad de la superioridad
afectiva como la del poderío armado — o, en otras palabras, la superio­
ridad de la nobleza— . Y de acuerdo con esta faceta del relato, por lo
demás plausible, cuando los encapuchados vieran — en la lástima que
inspiran a un arzobispo de Sens, por ejemplo— , que no podrían salir
triunfantes de su enfrentamiento con los señores establecidos, pese a
haber recurrido a la violencia, el movimiento iniciado por Durand que­
daría abocado al desmoronamiento.
¿Estaban los am edrentados magnates en lo cierto respecto de los
encapuchados? ¿Habían perdido las gentes que participaban del im­
pulso rebelde la fe en los señores locales? No podrá haber cuestión
más fundamental en este libro. Y dado que podernos tener la seguridad
de que los alzados inspiraban miedo, nos hallam os en situación de
responder que al menos algunos encapuchados debieron de haber aca­
riciado necesariamente la idea de «ajustar las cuentas» a los señores.
Y ello porque es casi seguro que a partir del mom ento en que se pacta­
ron las disposiciones de Durand, debió de haberse establecido alguna
distinción entre la violencia que practicaban los coterelli y los braban-
zones y la ejercida por los señores. El hecho de que algunos potenta­
dos se enrolaran m uy pronto en las filas de los encapuchados sólo
puede haber hallado fundamento en esta consideración. Una vez desa­
540 LA CRISIS DLL. SIGLO XII

parecida dicha distinción, la causa por la que luchaban desaparecía


igualmente.
Fueran cuales fuesen sus temores, no cabe duda de que quienes
criticaban a los encapuchados se equivocaban al menos en una cosa: en
la raÍ 2 que atribuían al propósito inicial. Godofredo de Vigeois lo com­
prenderá acertadamente al describir, con honesta verosimilitud, la gé­
nesis de un pacto original destinado a comprometer una acción concer­
tada. En las generaciones anteriores, este tipo de imtiativas no habían
sido extraordinarias, aunque era característico que se revelaran efíme­
ras, o, en cualquier caso, que no quedara constancia alguna de ellas
—como ocurrirá con la organización de los servicios urbanos— . No ha
quedado ningún vestigio escrito de las «disposiciones de paz» de Du-
rand, y hasta es posible que nunca hubieran sido fijadas de esta forma,
pero por lo que sabemos de ellas eran decididamente racionales y de
intención social: basta recordar la existencia de un juramento solemne,
sin duda vinculado al compromiso de acudir al combate en caso de ser
convocado a tal fin, la aplicación de unas tasas pecuniarias o el empleo
de un uniforme.
La presencia de los encapuchados de Velay es ilustrativa de un fe­
nómeno más amplio que podríamos asimilar a una paz organizada .160
La primitiva Paz de Dios había recurrido a un despliegue de reliquias a
fin de suscitar un arrepentimiento en los violentos, modalidad de paci­
ficación afectiva que en el Gévaudan habría de mantenerse a lo largo
del siglo x n .161 Sin embargo, no sería éste el método que empleara en
un principio el obispo Aldeberto, como tampoco habría de ser el que
utilizara Durand unos años más tarde. Resulta sintomático que para
desacreditar a los encapuchados de Velay se tramara una falsa apari­
ción de la Virgen en Le Puy. Lo relevante en relación con el plantea­
miento social al que hemos aludido más arriba es que se corresponde
con lo habitual en otras disposiciones de paz promulgadas en tiempos
de Durand. El hecho de que el prior Godofredo de Vigeois utilice la
propia palabra institutum ya resulta familiar, puesto que ya en el año
1155 se había denominado institutio a la paz de Narbona, y son muchas
las diferentes disposiciones fechadas entre los años 1148 y 1226, y es­
tablecidas en las regiones que se extienden desde el valle del Ebro has­
ta los Alpes provenzales, que muestran que los señoríos en manos de
príncipes y castellanos competían por imponer sus particulares dispo­
siciones de paz, ya que éstas se habían convertido en una modalidad de
CONMEMORAR Y PERSUADIR { 1 1 6 0 -1 2 2 5 ) 541

poder útil para hacer cumplir normas y costumbres. Era habitual con­
cebir mecanismos específicos para el buen funcionamiento de este tipo
de paz: juram entos capaces de garantizarla, ejércitos para velar por su
vigencia, gravámenes para sostener dichas tropas o para entregar com ­
pensaciones económicas a las víctimas de la violencia, etcétera...; de
hecho, se llegó incluso a designar funcionarios para controlar su obser­
vancia (después del año 12 0 0 ).11,2
Todo esto constituía una novedad en tiempos de Durand. Desde
luego, ya se habían consignado antes por escrito disposiciones simila­
res para acompañar a los pactos de paz santificada, y existían incluso
precedentes de juram entos y de ejércitos cid hoc, sin embargo, en las
primitivas estipulaciones de paz no se habían determinado de forma
tajante estas obligaciones. Sólo al surgir entre los años 1140 y 1160
aproximadamente el nuevo azote de ios caballeros sin arraigo com en­
zarían a reorganizarse las disposiciones de paz de formas específica­
mente funcionales. No puede por tanto sorprendemos que la paz gasco­
na recientemente sellada en torno al año 1 148— sea la primera en la
que se concrete tanto la creación de un ejército destinado a poner rem e­
dio a los quebrantamientos de la paz como la institución de un subsidio
económico. Si los antiguos juramentos se habían efectuado de un modo
pasivamente negativo, como se observa en los juramentos de fidelidad,
por ejemplo, en los juram entos n u e v o s — es decir, en los que aparecen,
pongamos por caso, en los estatutos de Elne (1 156) y de Tarascón
(1226)— se incluirán compromisos positivos que contribuyan a la efi­
cacia de las fuerzas de paz v a sufragar la tasa estipulada .163
Es más, las circunstancias tendieron a ampliar el alcance de la paz.
En los condados pirenaicos se había determinado claramente que una
de las principales materias de preocupación giraba en torno a la seguri­
dad de las propiedades rurales. En dicha región, la paz se conocía con
el nombre de «paz de las bestias» (pax bestiarum ; bovaticum ), y en la
provincia de Narbona se aplicaba una denominación idéntica. Además,
en esta misma zona se confirmaría una antigua disposición dictada para
incluir la acuñación de moneda entre los amparos estipulados en la
paz .164 Sin embargo, el cambio m ás significativo que se registra en
la elaboración de disposiciones de paz con posterioridad al año 1150
será de otro tipo, notablemente más problemático.
Uno de los activos de los encapuchados consistía en el hecho de
que su impulso se hallara cimentado en la devoción penitencial. Guiot
542 LA CRISIS DEL SIGLO XII

de Provins consideraba que los seguidores de Durand no habían forma­


do sino una nueva y molesta orden religiosa. Sin embargo, muy pronto
habría de cernerse un peligro mucho más grave sobre los encapucha­
dos, ya que al poco de su constitución comenzaría a asociárseles con la
herejía. En un juram ento del obispo Gaucelmo de Lodéve que data de
la década de 1160 no sólo se renuncia a hacer cabalas — igual que ha­
bían renunciado a andarse con contemplaciones los sectarios de Ve-
lay— sino que también se meterá en un mismo saco a los malhechores
y a los herejes .165 En los D eeds o f the hishops o f A uxerre se dice que
los hombres de paz ponían en peligro la unidad de la fe .166 Y las noti­
cias que llegaban a la Santa Sede respecto de la existencia de sospecho­
sos extravíos de la práctica católica — en especial tras los sobresaltos
vividos en la década de 1160 mientras el papa Alejandro se encontraba
en Francia— pesaban más en el ánimo de la Iglesia que la inquietud
por los padecimientos humanos. Lo que terminaría conociéndose como
el «negocio de la paz y la fe» (negotium pctcis etfid ei) no sólo vendría
a exacerbar las tensiones religiosas locales, sino que tendería a debili­
tar asimismo los esfuerzos tendentes a suprimir los estragos causados
por los caballeros sin paga, por no hablar de lo poco que contribuyó a
mitigar la arbitrariedad predominante en los señoríos. De hecho, cuan­
do el papa Inocencio III ponga todas sus energías en promover la cru­
zada y en combatir a los herejes ninguno de estos problemas habría
quedado aún resuelto. Tras la matanza de centenares de personas ocu­
rrida en Béziers en octubre de 1209 es muy posible que no hubiese ya
nadie en todo el sur de Francia que viera con buenos ojos aquel nego­
tium pa cis etfidei. sobre todo teniendo en cuenta que en los años poste­
riores, la degollina de Béziers habría de verse seguida por intolerantes
y opresivos actos de violencia . 167
Sugerir que un esfuerzo pueda resultar fútil no implica, desde lue­
go, negar el esfuerzo mismp; de hecho ni siquiera arroja una sombra de
duda sobre su impacto. Lo que implica es repetir que los decretos pro­
mulgados en Letrán en el año 1179 se aplicaron en toda la Europa lati­
na; que en el año 1180 un. gran príncipe territorial prohibiría en Polonia
el expolio de las iglesias que quedaran vacías, una medida única en su
género que pronto sería confirmada por Alejandro III; y que en la dé­
cada de 1190 un cardenal legado con larga experiencia en los reinos
de España terminaría ascendiendo al solio pontificio con el nombre de
Celestino III . 168 Con todo, sería un error concluir que los papas que
CONMEMORAR Y PERSUADIR (1 1 6 0 -1 2 2 5 ) 543

poseían estudios jurídicos estuviesen resueltos a pacificar la Europa de


la época, una Europa que pasaba por un período de agitación. Pese a io
muy familiarizados que estaban con los territorios turbulentos (la Tos-
cana, o el Lacio, por ejemplo), apenas harían nada que demostrara que
eran conscientes de la «paz imperfecta» y de los tormentos que ésta
conllevaba. Vivos en su reacción a los estridentes chillidos de aquellos
a quienes consideraban dignos de la ayuda divina, ansiosos por sabo­
tear todo aquello que pudiera desviar la atención de las cruzadas, trata­
rían de mediar de manera intermitente en los conflictos surgidos entre
ios Capetos y los Plantagenet. Además, la supresión de las bandas de
los caballeros violentos resultaba para ellos igualmente útil (aunque
también fútil). Lo que no estaban dispuestos a hacer, y de hecho nunca
lo intentaron, fue alinearse con las masas que sufrían y plantar cara a
sus amos. Apenas cabe dudar de que la reacción que llevó a las élites a
combatir a los encapuchados de Velay suscitara las simpatías de los
sucesores de Alejandro III.
De aquí se sigue que la pacificación fue un fenómeno de carácter
local o regional. Y respecto al alcance geográfico de este estado de co­
sas no hay motivo alguno para litigar. Las disposiciones y los estatutos
de paz — tanto por lo que hace a los que aquí hemos citado como a los
que hemos omitido— se aplicaban a vastas extensiones de Europa en
las que no sólo se consideraba útil la prescripción de solemnes fórmu­
las tendentes a imponer límites a la violencia, sino que incluso se esti­
mulaba la realización de acciones coercitivas que pudieran servir de
remedio. La forma en que se aplicaran en la práctica este tipo de nor­
mas escapa en gran medida a nuestro análisis, dado que el estableci­
miento de la paz no era un proceso burocrático: se trataba más bien de
un conjunto de estrategias a d hoc, no de una verdadera acción de g o ­
bierno. Aun así, no parece arriesgado concluir que la paz que así se
organizaba iba algo más allá del simple establecimiento de un orden
pacífico, y más allá también de una justicia basada en la observancia
del derecho o en la mera represión de las enemistades o las luchas he­
reditarias. ¿Se trataba por tanto de promover la disuasión de la violen­
cia o de cambiar de idea — no eran éstos los límites de las disposiciones
de paz— ? He aquí otra pregunta critica. Y la prueba que nos puede
ayudar a responderla, aunque problemática, difícilmente podría consi­
derarse equívoca. Según varias de las crónicas que han llegado hasta
nosotros, los encapuchados concibieron una cultura penitencial de paz.
544 LA CRISIS DI!I. SIGLO XII

En los turbulentos montes de la Antigua Cataluña, el predicador de


Orgaña hablaba tanto del amor como de la resignación (entre los años
11 80 y 1200 aproximadamente), y para él la caridad (caritad) consistía
en la abstinencia de m a l.m En el siglo xn no podia haberse olvidado
que resultaba posible ablandar el corazón de los malhechores expo­
niéndolo a la imponente presencia de alguna santa reliquia. Aunque
fueran pocos los que terminaran por fundar monasterios, como Poncio
de Léras , 170 también debió de haber otros que renunciaran a la mala
vida, en un acto de contrición que quizá no haya quedado registrado,
¿Acaso no constituía la vergüenza, entre otros, uno de los factores que
motivaban la pacificación? Es posible que las pruebas que mejor nos lo
pudieran confirmar estén aún por descubrir, pero esta escena ya nos
resulta familiar. ¿Podía haber sufrido el mal castellano de La Garde-
Guérin (c. 1166-1168) peor destino que el de verse arrastrado ante «el
populacho en pleno» de Mende, punición que se le infligió a fin de que
renunciara a sus malas costumbres ? 1' 1
Sin embargo, después del año I 160, aproximadamente, la justicia
principesca dejaría atrás el fenómeno sacramental de la paz. Las dispo­
siciones del sur de Francia coincidirían en el tiempo con el Acta de
C larendon y con la «Investigación de los magistrados» en Inglaterra
(1166, 1170), con la imposición de una paz territorial regia en Cataluña
(definida por primera vez como tal en términos geográficos entre los
años 1173 y 1214), y con la promulgación de los estatutos, ya ple­
namente laicos, que en relación con la violencia dictarían simultá­
neamente los señores reyes de Aragón y León en el año 1188. Con todo,
incluso en estas manifestaciones estaba llamada a desempeñar un papel
nada desdeñable la compasión — esto es, la comprensión afectiva del
sufrimiento hum ano— . En Cataluña, Ja prioridad de los memorandos
en los que se recogen las quejas de los campesinos sugiere que la nueva
paz estatutaria reaccionaba con interés a la experiencia del poder. Más
aún, la adhesión jurada de los barones y los caballeros vendría a aportar
un manifiesto elemento de escrúpulo religioso al reconocimiento de
dicha paz; y los estatutos de León también contaban con el refrendo
de un acto jurad o . 172
Por más local e inconexo que fuese el consenso, la represión de la
violencia en la Europa de finales del siglo xn consistía, de hecho, en
algo muy similar a una pacificación. Los motivos religiosos continua­
ban actuando, no sólo por el papel que todavía desempeñaba el arre­
CONMEMORAR V PERSUADIR ( 1 160-1 22 5 ) 545

pentimiento de los hombres violentos ni porque siguiesen escuchándo­


se, aquí y allá, los sufrimientos de las gentes afectadas por la violencia,
sino también porque los estatutos de paz, llegados ya a una fase de m a­
durez, se hallaban impregnados de la bíblica ideología del señorío. En
la paz de Urgel (rubricada en mayo del año 1187) las propias invoca­
ciones de paz que conocían los catequistas instruidos por Alano de Li-
lle reflejan las palabras que el libro de los Proverbios dedica a la divina
majestad de la Sabiduría por la cual «los reyes reinan » . 173 Sin embargo,
no puede afirmarse que la Iglesia como tal hubiese concebido una polí­
tica de paz. Las medidas políticas, fuesen de la clase que fuesen, eran
todavía muy escasas en la Europa ¡atina del año 1200.

L a p o lit iz a c ió n d e l p o d er

El 29 de diciembre de 1 170 cuatro caballeros violaron el santuario


de la catedral de Cantorbery, sujetaron al obispo y le mataron traspa­
sándole repetidas veces con la espada. Tras abandonar el cadáver du­
rante un tiempo, regresaron después para saquear las habitaciones del
prelado asesinado, haciéndose con un botín de dinero, objetos precio­
sos, hábitos litúrgicos y mobiliario de todo tipo. Los afligidos feligre­
ses de la localidad, conmocionados y llenos de temor, se apartaron ho­
rrorizados . 174
El asesinato de Tomás Becket alcanzó una notoriedad instantánea.
Los relatos que hablaban de que se producían milagros en su tumba
condujeron a su canonización ya en el año I 173. Por toda Europa co­
menzó a extenderse la costumbre de consagrar capillas y prioratos en
su nombre, difundiéndose por todas partes las representaciones gráfi­
cas de su martirio. Desde aquel momento, y hasta la fecha, aquel acto
de desposeimiento con violencia será constantemente recordado como
el delito m á s atroz de la Europa del siglo xi i . ,7-s No obstante, el asesina­
to en sí no constituyó un acontecimiento tan memorable, dado que los
asesinatos — me refiero aquí a los asesinatos efectuados con la inten­
ción de proceder después al pillaje de los bienes del muerto— eran una
arraigada costumbre de aquellos años. Pese a que figure referido con
detalle en las memorias de los escandalizados autores de la época, no se
encuentra por ninguna parte en la obra de Eliot titulada precisamente
así, A sesinato en ¡a catedral. Con todo, en la experiencia humana de
546 LA CRISIS DEL SIGI.O XII

aquellos años el saqueo iba de la mano del asesinato — y es preciso


añadir que había testigos de todas clases, tanto célebres como descono­
cidos, por no m encionar siquiera el gran número de personas de toda
clase y condición, hasta de los más alejados rincones, que, tras enterar­
se de lo sucedido a Tomás Becket, podían albergar razonablemente la
esperanza de invocar sus santas virtudes— . Y ello porque el homicidio
era profundamente sintomático de un tipo de poder cuya esencia giraba
en torno al pillaje. ¿Acaso no se habían reunido los brutales caballeros
autores del delito en el castillo de Saltwood, donde, a escasa distancia
de Cantorbery, Ranulfo de Broc habría de encarnar la figura misma del
castellano rapaz? Es más, en los últimos tiempos se le había recordado
a Enrique II que el expolio de los prelados fallecidos era un «mal uso»
que se practicaba en los más recónditos rincones de muchos reinos, in­
cluyendo el de Inglaterra. El rey, como hemos observado, no era a su
vez un castellano tan malo como los que a m enudo se veía obligado a
combatir — lejos de ello— . Pero tampoco era ningún ideólogo, y por
no serlo llegaría al extremo de negarse a ajustar su conducta a los ele­
vados principios que tan reiteradamente viniera a subrayar Becket. Y
éste, por su parte, había estado a punto de convencer a los obispos del
rey de que era posible defender el argumento de la «libertad de la Igle­
sia». Por consiguiente, sobre ambos hombres se cernía la amenaza de
una insistencia en la obediencia unida además a la posibilidad de que la
desatención a dicha obediencia pudiese implicar deslcaltad — entendi­
da aquí como quebrantamiento de un juram ento solemne— , o peor aún,
traición. Este asesinato en la catedral constituía no obstante una nueva
fractura de la paz, la misma paz del señor-rey que Becket había procu­
rado alcanzar en dos ocasiones en los meses anteriores, aunque al final
le fuera fatalmente imposible obtener el beneplácito del monarca.176
El conflicto que desembocaría en el asesinato fue en realidad una
crisis de señorío. La cuestión giraba prim ordialm ente en tomo a las
costumbres, los derechos y la lealtad (personal) — aunque también la
motivaran la sospecha y la desconfianza— ; y había tenido su origen en
una arbitraria acción deliberada del señor-rey. En la década de 1160,
difícilmente podía haber sorprendido a nadie que el rey Enrique II ejer­
ciera su papel de gran señor. Lo que resulta decisivo comprenderes
que Tomás Becket hacía lo mismo. Tanto uno como otro eran piezas de
un orden ideológico: éste es un elemento incuestionable. Ninguno de *;
ellos veía la menor discrepancia entre su compromiso público y la do*^
CO NM EM O RA R Y PERSUADIR ( 1 1 6 0 - 1 2 2 5 ) 547

minación personal que ejercía. Ya en los tiempos en que estuvo al ser­


vicio del arzobispo Teobaido, ia afición de Becket a la caza y su gusto
por la pomposa adulación le habían rodeado de la aureola propia de
quien aspira a convertirse en un señor noble. Además, sus biógrafos
dejan fuera de toda duda que el arzobispo Becket no abandonaba en
ningún mom ento sus modales cuasi aristocráticos. Al igual que el se­
ñor-rey, contaba con un personal dependiente propio, unido a éi por
vínculos de homenaje y de lealtad feudal, y esto no sólo en su etapa de
canciller, sino también más tarde, siendo ya arzobispo. Y uno de los
factores que vendrían a determinar de forma crucial su posición en el
conflicto guardaba relación con el hecho de que considerara que los
obispos sufragáneos fueran hombres «suyos», por haberle jurado leal­
tad personal.177
Si alguna vez ha habido un conflicto medieval que haya pedido a
gritos una «solución política», sin duda es éste. Dado que la actividad
de las cortes laicas estaba creciendo visiblemente, debieron de ser muy
pocos los que se llamaran a engaño cuando Enrique II trató de alcanzar
un acuerdo con los obispos ingleses acerca de los límites consueUidina-
rios que separaban la jurisdicción laica de la clerical. Sin embargo, se
había mostrado imprudente — e impolítico, debiéramos decir (¿por ser
la acción, precisamente, no política?)— al soltar sin preámbulo alguno
ante los prelados y los barones reunidos con él en la asamblea celebra­
da en Clarendon en enero del año 1164 un deseo: el de que las costum ­
bres asociadas con dicha jurisdicción quedasen consignadas por escrito
y recibieran la aprobación jurada de los grandes de la nación. Becket se
había alineado con los obispos al oponerse a esa forma de aprobación,
ya que planteaba serios problemas en materia de compromiso, costum­
bre y derecho canónico; más tarde, sin embargo, sometido a fortísimas
presiones por parte del rey, había terminado por dar su brazo a torcer.
Es más, del mismo modo que, al parecer, el rey Enrique no había hecho
el menor esfuerzo para explicar a los obispos por qué juzgaba necesa­
rio am anar mejor su propuesta sobre las costumbres, también se dijo
que Becket no se había molestado, ni en la asamblea m isma ni entre
bastidores, en exponer a los obispos los motivos de su propio cambio
de parecer, ya obedeciera éste a razones prácticas o al dictado del ins­
tinto. «No se dignó a escuchar su parecer ni tuvo a bien informarles»,
escribe W. L. Warren; «su capitulación fue tan impetuosa y obcecada
como su resistencia». Y lo que es peor, aquella actitud determinaría
548 LA CRISIS DLL SIGLO XII

que el arzobispo Becket quedara expuesto a los enconados recelos que


el rey albergaba respecto a su lealtad. Y al saber que el prelado se había
arrepentido de haber jurado defender las Constituciones, Enrique ma­
niobró hábilmente a fin de imponer con dureza su regio señorío. La
elevación al monarca de una súplica en la que se expresaban quejas
contra el arzobispo se convertiría así en la ocasión idónea para empla­
zar a Becket y exigirle que justificara la posición que mantenía en rela­
ción con uno de sus arrendatarios, lo que más tarde (en noviembre de
1164) desembocaría en una condena a Becket, al haber respondido éste
de forma imprudente a las citaciones. Tras subrayar la solemne afecti­
vidad del vínculo del que supuest^piente se habría desentendido Bec­
ket, los obispos y los barones no se limitaron a aludir sin más a su jura­
mento de fidelidad sino que se refirieron también al «lazo de homenaje
feudatario». La sentencia determinó la contumacia de Becket, y éste
quedó advertido de que iba a perder sus tierras y señoríos,178
Fue una victoria pírrica para el monarca. El problema no se limita­
ba únicamente al hecho de que los obispos y los barones se sintieran
inseguros de su propio fallo, sino que en realidad venía a sumarse a otra
circunstancia adversa: la de que era muy probable que la predecible
apelación de Becket al papa consiguiera aplazar toda posible ejecución
de la sentencia. La ocasión que se había buscado para celebrar el juicio
había sido la celebración de un concilio en Northampton, reunión que
se había distinguido menos por su liderazgo que por una suma de poses
afectadas. Y si los biógrafos de Becket no habían encontrado demasia­
das cosas que decir del concilio congregado en Clarendon, ahora ten­
drían ocasión de llevar un verdadero diario del de Northampton. Para
ser justos con Becket, la única forma en que podría haber conseguido
que los obispos se unieran a su causa habría consistido justamente en
prever lo arbitraria que iba a ser la condena impuesta por el señor-rey.
Sin embargo, la razonable protesta que expresará posteriormente, basa­
da en el hecho de que la supuesta infracción por él cometida no era sino
de carácter leve, descansaría en una simple enumeración de los privile­
gios de Cantorbery, inventario que tenía muy pocas probabilidades de
lograr el favor de los obispos. Por su parte, el rey tampoco conseguiría
que los prelados le fueran más propicios. En lugar de confortar a los
hombres que le habían ofrecido la sentencia que había solicitado, Enri­
que lanzó nuevas acusaciones contra Becket, lo que no era sino un sig­
no más de la actitud señorial que estaba adoptando. Com o dictaban las
CONMEMORAR Y PERSUADIR ( 1 16 0 - 12 2 5 ) 549

costumbres, el sob e ra n o había cultivado la am istad de a lgunos aliados


en el ep isc o p a d o sin llegar a constitu ir un g rupo de incondicionales y
menos aún a fijar una política que los o bispos p udieran respaldar, salvo
r: dos o tres de ellos a lo s u m o . 171'
El rey E nriq ue o rd en ó que sus obispo s y baro nes se reunieran, pero
: no para persuadirles, sino para escuchar sus aplausos, m ientras, día tras
día, se afanaba en ap ortar nu ev os cargos c ontra Becket. La apática per-
plejidad de dicho s h o m b re s había qu ed a d o p le n am e n te de manifiesto
cuando, durante la prim era jornada, al solicitarles el rey que p ron unc ia ­
ran la sentencia, se m a n c o m u n a ro n largo tie m p o para rechazar la obli­
gación. Los barones se m o straron m á s que dispuestos a dejar que Hie­
ran los o b isp o s q u ie n e s la d ictaran, m ientras que éstos, po r su parte,
replicaron que si pa rtic ip a ba n en aquel «juicio laico» no lo hacían en
calidad de obispos, sino de barones. Al final, el rey c o nv enció al a n c ia ­
no obispo E n riqu e de W in c h e s te r y logró hacerle decir lo que todo el
mundo sabía que habían a c o rd a d o los d e m á s obispos. Y c u and o, el úl­
timo día de las d eliberaciones, el rey E n riqu e supo p o r boca de los reu­
nidos que el a rzob isp o Becket les había repren dido por atreverse a so ­
meterle a j u i c i o en un proceso laico, a p e la n d o al pa p a y d e n u n c ia n d o
ante él la postura episcopal, el so be ra no les exigió, c o m p re n sib le m e n ­
te, que dictaran, ju n to con los barones, una sentencia aún m ás c o n d e n a ­
toria. Esta vez los obispos culparon a B ecket de haberles colocado en la
insostenible situación de tener que d e s o b e d e c e r a sus sup eriores, ya
fuera al arzobispo o al señor-rey. Tras alcanzar un acuerdo con el m o ­
narca, se m ostraro n dispuestos a ap elar a R om a en contra de su arzob is­
po, y éste, llegada la hora de la verdad, no sólo llegaría a negarse a e s­
cuchar el veredicto y a solicitar esa m ism a n och e el sa lv ocon ducto del
rey, sino q u e se daría a la fuga antes de que d espun tara el d ía .liiU De este
modo, la crisis se pro lo ng aría hasta eternizarse, caracterizándose tanto
por la paciencia de a m b a s partes c o m o por su com ú n intransigencia, y
a consecuencia de ello se instalaría una «pa z im perfecta», a un qu e en
esta ocasión el d esenlace habría de se r violento.
Lo que G u ille rm o F itz step h e n y H eriberto d e B o sh a m revelan en
sus relatos, casi únicos en su género en todo el siglo xil, no es tanto el
fracaso de la «acción política» c o m o su inam ov ib le irrelevancia. Ya en
N orthampton se había m ostrado T o m á s B ecket d ispuesto a argum en tar
en favor de la «lib ertad de la Iglesia», y en tal sen tido ab o garía cada
vez con m ás v e h e m e n c ia durante su exilio en Francia. Al final, c o m o es
550 LA CRISIS DEL SIGLO XII

bien sabido, sostuvo que dicha libertad no admitía cortapisas. Se trata­


ba de un derecho, no de algo que dependiera de la voluntad de adoptar
o no una u otra medida política. Además, se puso a buscar aliados, pro­
cediendo en esto de un modo muy similar a lo que era costumbre entre
todos los señores principes. Podría decirse de este modo que, en algu­
nos momentos, su «caso» pasó a convertirse en una «causa», aunque
no haya signo alguno de que la juzgara negociable. Y en cuanto al rey
Enrique, su cólera se vería frenada, como siempre, por la reconsidera­
ción de sus potenciales consecuencias; sin embargo, a sus ojos, el que­
brantamiento del voto de obediencia habría de adquirir las proporcio­
nes de una ofensa absoluta. Y con una actitud que resultaba a un tiempo
natural e irónica, aquel era un absoluto que el arzobispo — condenado
ya a un destino fatal— podía entender.1X1

Si los principales personajes de esta épica disputa se revelaron in­


capaces de aceptar que sus causas fuesen negociables, el motivo hay
que buscarlo en el hecho de que hubiesen nacido y crecido en una cul­
tura de señorío y nobleza cuyo predominio no sólo estaba muy arraiga­
do en el siglo xn sino que era asimismo muy extenso. Desde luego no
se debía a que en la década de 1160 resultase impensable sostener un
«punto de vista político» como los que habrían de resultar comunes en
los siglos posteriores. A diferencia de los moralistas que se harían oír
algunos años más tarde, Tomás Becket no veía conflicto alguno entre
praeese y p ro d esse j* 2 ni él ni su gran adversario tenían la menor duda
de que el poder se orientara legítimamente al atender las necesidades
sociales de la gente. Seguramente debían de suponer, al igual que otros
señores-príncipes, que no se limitaban a dominar a sus inferiores, sino
que en realidad les «gobernaban». Se aferraban a la suposición de que
existia un orden público expuesto a los desafíos y los quebrantamientos
de terceros. En un escrito redactado después del año 1165 en el que
viene a respaldar las posiciones del arzobispo Becket, Juan de Salis-
bury dirá en más de una ocasión que el régimen del rey Enrique es un
«poder público».IS3
Con independencia de lo que esto pueda implicar respecto de los
sentimientos que pudiera inspirar a Juan su señor-rey, lo que deja traslu­
cir es una cierta pobreza conceptual: Juan no dispone de una palabra
para designar la idea de la «gobernación», y de hecho prácticamente no-
CONMEMORAR Y PERSUADIR ( 1 1 6 0 - 1 2 2 5 ) 551

cuenta con ningún eufemismo con el que suplir esa carencia. De lo que
escribe es del poder, de sus modalidades, de sus excesos y de sus limita­
ciones. Elabora su crónica en un estado de ánimo poco menos que de
permanente desencanto, y elogia la «constitución política de los anti­
guos», constitución que contrapone a los inmoderados excesos de los
señores de su propia época, más aficionados a las monterías que a la
administración .184 En una ocasión dirá de la res publica que es una «or­
ganización política [/jolisi] mundana» — una de las escasas alusiones a
lo «político», en cualquiera de sus formas lingüísticas— . I8;i Por otro
lado, los ideólogos del orden público, los abogados, tampoco mostrarán
una inventiva muy superior. Con todo, cabe citar al menos a uno de
ellos, alguien que en virtud de su familiaridad con la ética ciceroniana
puede confirmar que en realidad la noción clásica de organización polí­
tica flotaba ya en el ambiente. Un jurista anónimo del sur de Francia que
escribe en tomo al año 1130 definirá las «[cosas] políticas [politice]» en
relación con la prudencia, antes de llegar virtualmente a la conclusión de
que, en realidad, lo que informa el orden social, o la «cosa pública» (res
publica), son las cuatro virtudes cardinales. «Las virtudes politicas»,
escribe, «incumben a aquellos a quienes se encomienda la gobernación
de la cosa p ú b lica... Las [cosas] políticas incumben al hombre porque es
un animal social». Y «si la paz social se adquiere por las armas, sólo
mediante las leyes puede preservarse » . 186 Juan de Salisbury compartía
este mismo punto de vista, puesto que su concepción orgánica de la so­
ciedad implicaba otro tanto. Sin embargo, la propia metáfora, unida a la
fijación obsesiva con la que Juan se centra en el poder, le impedirá ver
la conveniencia de catcgorizar como gobierno al poder encaminado a la
consecución del orden público, y tampoco le dejará apreciar en el «go­
bierno político» otra cosa que una tautología. No obstante, los cambios
de interés de la época, según los hemos venido refiriendo en este libro,
tampoco habían de escapársele por completo. Sabía que existían cargos
funcionariales, y es característico que se muestre consciente de que su
ejercicio daba lugar a abusos, sin embargo, no conseguiría comprender
que esas formas de abuso eran un elemento integrado en los mecanismos
de su propia sociedad . 187 Lo que se le ocultaba era la «politización» de
las metas y de los intereses. Y para poder comprender con más claridad
este extremo será preciso que ampliemos nuestra perspectiva.
Rara vez se ha cuestionado que el poder en la Europa medieval haya
sido nunca otra cosa que un poder «político». De este modo, suele de­
552 LA C RISIS DLL SIGLO XII

cirse que todas las sociedades poseen alguna forma de gobierno, por
rudimentaria que pueda ser, y que todos los gobiernos son de naturaleza
política. Joseph R. Strayer ha sostenido que el feudalismo fue un «go­
bierno reducido a la mínima expresión», una forma «de realizar ciertas
acciones políticas esenciales».lss Lo que este autor tenía en mente era la
justicia, y desde luego, existe una perspectiva desde la cual puede con­
siderarse de carácter político a todo poder que persiga su propia legiti­
mación y se erija por tanto en árbitro jurídico de aquellos a quienes so­
mete. Susan Reynolds hace referencia a la «colectividad política» y a
las «unidades politicas» que sirven de marco para que las gentes de la
Edad Media puedan asumir una identidad objetiva . 1*59 En estos senti­
dos, todos ellos muy amplios, sería absurdo negar que las sociedades
medievales poseyeran una historia política ininterrumpida. Más aún,
desde esta perspectiva la gobernación puede considerarse un continuo
conceptual. Al enfrentarse a las rupturas dinásticas, como en Maine
(año 1098), Alemania (1125) y Flandes (1127), los cronistas solían re­
ferirse a los asuntos públicos que quedaban en manos de los potentados
(o a otras cuestiones similares) como si esos «representantes namrales»
de las organizaciones políticas territoriales tuviesen un plan de acción
distinto al del antiguo señorío principesco. En torno al año 1131, el
obispo Hildeberto hablará de la aclm inistratio de! conde Godofredo al
exhortarle a trabajar de forma constante al servicio de la gente .190
Sin embargo, esta comprensión de la acción «política» y la «gober­
nación» es menos inocente de lo que pudiera parecer. No sólo lleva a
confundir el gobierno con el orden público —-error que ningún campe­
sino inteligente habria cometido en el siglo xil — , también tiende a
identificar la conducta política con los acontecimientos dinásticos, con
las sentencias judiciales, con las guerras y con el cobro de impuestos.
Oscurece el problema del cambio histórico, y al mismo tiempo perpe­
túa el anacronismo conceptual. Se excluye así la posibilidad misma de
comprender los fallos judiciales o la exacción de impuestos como una
práctica propia de grupos familiares o camarillas de amigos y propieta­
rios. ¡Pensemos en las «historias politicas» de Francia y de otras regio­
nes europeas en las que se explican los acontecimientos del ámbito
«político», pero no sus m odalidades ! 191 Las formas de hacer las cosas
evolucionan — de hecho se transforman incluso las formas de hablar— .
Si optamos en cambio por considerar que todo ejercicio del poder po­
see carácter político, corremos el peligro — como le ocurre a Juan de
c o n m e m o r a r y p e r s u a d ir ( 1 1 6 0 - 1 2 2 5 ) 553

Salisbury, quien al menos tenía mejor excusa que nosotros— de pasar


por alto algunos cambios casi imperceptibles de la vida asociativa del
siglo XI! que dan la impresión de haber sido, con la perspectiva del tiem­
po, fundamentales en la génesis de los estados europeos. Y ello por
dos razones. En primer lugar, porque la propia idea de una conducta
política parece haber sido una novedad en el siglo xm, pese a proceder
de la reactivación de la teoría social aristotélica así como de los pre­
ceptos utilitaristas del derecho y las letras romanas. La doctrina que
sostenía que el pueblo interactuaba socialm ente para obtener fines
mundanales legítimos correspondía evidentemente a realidades p ro ­
pias de la vida laica de la época; y si concebimos esas realidades en
términos «políticos», entonces dicha palabra parece denotar algo nue­
vo en la historia del poder. Hsto no significa que estemos argumentan­
do que la acción asociativa careciera de precedentes, sino más bien que
el florecimiento de las em presas colectivas en las poblaciones y las
propiedades rústicas vino a constituir (pese a todo) una destacada no­
vedad en el siglo x n .
Y en segundo lugar, no basta con que los historiadores dejen cons
tancia de la fundación de comunidades urbanas, instituciones adminis­
trativas y propiedades rústicas, han de indagar asimismo en las formas
de interacción que caracterizan las relaciones de la gente en dichas ins­
tancias y espacios nuevos. Si en todas las épocas los funcionarios han
ofrecido resistencia a la rendición de cuentas, las estrategias concebi­
das para explotar el poder ejercido por delegación parecen traicionar
prácticamente en todas partes la existencia de una generalizada am bi­
ción tendente a la consecución de un señorío aristocrático .192 ¿Tene­
mos hoy acaso la más mínima idea de en qué medida fueron respetados
o transgredidos en su día los primeros juram entos pronunciados con
ocasión de la toma de posesión de un cargo, como los examinados en el
capítulo 5 — y en qué grado, en caso de que en efecto lo fuesen— ?
¿Sabemos si fueron quebrantados? ¿Qué es de hecho lo que sabemos
con seguridad respecto de las actitudes predominantes en las incipien­
tes burocracias europeas?
Todas estas razones y cuestiones no deben impedirnos necesaria­
mente abordar el siglo xn desde una óptica «política». Simplemente
sugieren que la investigación de las circunstancias «societales» nos
proporcionará una mayor información acerca de cómo se ejercía la au­
toridad y la coerción sobre unas personas que diferían notablemente de
554 LA CRISIS DEL SIGLO XII

nosotros? Lo que se percibe en los registros que nos han dejado es la


práctica del poder, de un poder coercitivo. Podemos llamar «poderes»
a quienes lo poseían, y así lo hará Juan de Salisbury al referirse a Enri­
que II. 193 Al escribir acerca de los p o u vo irs, los eruditos franceses de
hace una generación utilizaban una voz muy próxima a la que encon­
traban en las fuentes; además, la distinción conceptual que ellos esta­
blecen entre el término pouvoirs y la voz puissances resulta útil, ya que
evoca una realidad problemática del siglo xn. Las «fuerzas» (puissan-
ces) que Jan Dhont discierne en la crisis flamenca de los años 1127 a
1128 vienen a prefigurar las de los poderes colectivos que más tarde
darán forma a las politizadas sociedades de las propiedades rústicas .194
¿Qué implicaciones podría tener para una causa como la de dichas so­
ciedades el hecho de sobrevivir a la aceptación de un nuevo conde? Ya
había por entonces más causas duraderas, pese a que medio siglo más
tarde Tomás Becket no lograra imponer la suya. Ya en la Cerdaña del
año 11 18 la estabilidad de la acuñación de moneda era producto de un
consenso regional, y al mismo tiempo la exención de las exacciones
contrarias a las costumbres terminaría convirtiéndose a lo largo del si­
glo xn, si no en una causa de amplitud europea, si al menos en un mo­
vimiento de esas mismas dimensiones . 195
Todas estas cuestiones se consideraban materia propia del derecho.
Desde luego, había que forcejear muchas veces para hacer valer ios
derechos o las reclamaciones, pero las negociaciones conducentes a
otros tantos acuerdos entre los habitantes de las ciudades y sus señores
príncipes — como observamos en Laon en el año 1128 o en Augsburgo
en 1152— rara vez quedarán consignadas en las cartas resultantes .196
Esto significa que la mayor parte de las fervientes solidaridades de que
tenemos noticia indirecta no nos resultan accesibles debido al esfuerzo
diplomático que tendía a ocultarlas. Ahora bien, es justamente este es­
tado de cosas el que nos permite observar la presencia de un agudo
contraste: el que presupone el hecho de que aun no apareciendo sino
muy raramente la palabra o el concepto de lo «político» en los textos
anteriores al año 120 0 , se constate en cambio una llamativa profusión
de alusiones a las conjuras y a las conspiraciones en todo tipo de regis­
tros .197 No hay la m enor duda de que es frecuente que estas palabras
(coniuratio y conspirare) aparezcan erróneamente asociadas con de­
terminadas iniciativas de paz. Es casi seguro que el término mismo de
p a x adquirió un nuevo significado debido a la necesidad de hallar una
CONMEMORAR Y PERSUADIR ( 1 1 6 0 - 1 2 2 5 ) 555

solución conceptual capaz de abarcar los nuevos sentidos. Sin embar­


go, lo que prevalecerá en el siglo xn será la acepción peyorativa de la
voz «conspiración», entendiendo por ella la reacción normativa de los
señores principes, que se sentían víctimas de un desafío ilegítimo.
La carencia que se deja notar con anterioridad al siglo xn es la vin­
culada a !a falta de una concepción norm al del poder asociativo (esto
es, del poder político, por expresarlo en términos aristotélicos), un po­
der de raíz afianzada en la práctica y distinto del señorío. Las com uni­
dades naturales de los valles y las aldeas, en los casos en que lograron
perdurar, estaban demasiado alejadas o eran excesivamente débiles (o.
como ocurría con muchas de ellas, se hallaban emplazadas a demasia­
da altura) para poder imponer su modelo de sociabilidad como tal. Lo
que Max W eber incorporaría más tarde a su teoría de la dominación
patrimonial sería en realidad la modalidad de poder predominante en
las sociedades poscarolingias; y el señorío, que encontraba respaldo en
la lealtad y legitimidad en la protección, constituía antes una estructura
de carácter social y de relaciones interpersonales que una estructura de
orden conductual. En términos sociológicos se trataba de un sistema
personal y afectivo de naturaleza no política . 198 El consejo y (sobre
todo) el consentimiento no eran funciones políticas sino estrategias
para consolidar e imponer la voluntad del señor; elementos con los que
crear solidaridades afectivas — característicamente celebradas median­
te ceremonias y rituales— tanto en los señoríos regios como en los
principados, e incluso en los señoríos eclesiásticos. De manera similar,
el problema histórico radica en com prender las vías que determinan
que esta modalidad de poder señorial, tan prevaleciente en la época,
empiece a perder su carácter pasivamente afectivo; es decir, la cuestión
consiste en estudiar no sólo cóm o el poder señorial va adquiriendo
poco a poco un carácter cada vez más institucionalizado, según parece
haber sucedido con la rendición de cuentas y el desempeño de los car­
gos, sino también la manera en que empieza a florar un nuevo tipo de
discurso en las cortes, en las causas judiciales, en las consultaciones y
en las conferencias. Se tratará de un discurso menos ceremonioso y
deferente y m ás centrado en los problemas en sí, un discurso en el que
finalmente se conseguirán armonizar los intereses en liza, entendidos
en tanto que elementos distintos de los derechos. Considerados en con­
junto, podemos caracterizar la esencia de estos cambios asociándolos
con un proceso de «politización».
556 LA CRISIS Dl-L SIGLO XII

Hay razones para creer que este fenómeno adquirió un carácter ge­
neralizado en torno al año 1200. Y si rara vez han advertido los histo­
riadores este extremo se debe a que las pruebas no son nada satisfacto­
rias. En todo caso, no debe confundirse aquí la «politización» con lo
que ha dado en llamarse la «invención del estado » . 199 Es posible que ¡a
Querella de las investiduras viniera ahora a estimular más el recurso a
las «normas verbalizadas» que a las costumbres, así como el reconoci­
miento de que el poder reside antes en las leyes que en una «emanación
del carácter»; en todo caso, el clero habría de difundir ampliamente
este nuevo estado de cosas. La H istoria pontificalis es una obra com­
puesta por un clérigo cortesano que transcribe las experiencias que él
mismo recoge como «oyente» de la recientemente intensificada vida
institucional, una vida que hundía sus raíces en la argumentación rela­
cionada con los derechos, con el desempeño de los cargos y con las
reclamaciones. A fin de asegurarse el control de este tipo de factores, el
clero adquirió una indudable competencia en el arte de hacer amigos,
así como en el de ejercer con tino su influencia .200 Los registros de los
jueces delegados del papa muestran patentemente que las jurisdiccio­
nes eclesiásticas promovieron la existencia de un conjunto de esferas
discursivas de carácter racional y regido por norm as .201 Sin embargo,
no hay en todo esto nada que nos muestre que el discurso político hu­
biera comenzado a convertirse en algo común,
Y ello porque en realidad el clero y los letrados cristianos vivían
un mundo cuyo carácter era principalmente señorial. Eran hijos y her­
manos de barones y de caballeros; y estaban asimismo más que fami­
liarizados con los imperativos del señorío, así que no abandonarían
fácilmente el hábito señorial de la consultación aprobatoria. Los encar­
gados de celebrar los sínodos eran obispos y legados a los que no sólo
se les mostraba el respeto que acostumbraba a reservarse a los señores
sino que se les daba además el trato correspondiente. Preocupados por
las peticiones legítimas y por las injusticias, los prelados que participa­
ban en dichas asambleas podían proceder sin prisas — dado que nadie
les apremiaba— a dar a sus inquietudes la forma de otras tantas causas
sociales dignas de ser sometidas a un debate y una regulación indepen­
dientes. Por consiguiente, da la impresión de que ni la adhesión formal
a las normas escritas ni la precisión del discurso curial, presumible­
mente agudizada, vinieron a acelerar la politización del poder — ni si­
quiera en la Iglesia— . En el año 1215 se promulgaron las constitucio­
C'ONMKMORAR Y PERSUADIR ( 1 1 6 0 - 1 2 2 5 ) 557

nes del IV concilio de Letrán, presentadas no sólo como el programa


del señor-pontífice, sino concebidas además para ocultar las objeciones
que pudieran haber surgido en el transcurso de su redacción; única­
mente en el caso de los decretos dogmáticos sobre !a Trinidad y contra
las doctrinas de los herejes se dignaría Inocencio I l l a requerir la apro­
bación de la asam blea .2'0
Y los registros del poder laico todavía sugieren menos que la inte
racción en las convenciones, los tribunales y las asambleas no estuvie­
se vinculada, en torno al año 12 0 0 , con la deferencia, la ceremonia o
los procedimientos jurídicos. Por regla genera!, los cartularios y los
diplomas de los señores-reyes de Castilla, León, Sicilia y el imperio no
aludirán a la corte ( c u n a ) sino como espacio de ejercicio del poder o de
impartición de la justicia, dejando que sean los cronistas quienes hagan
referencia — y se extiendan en ocasiones sobre el particular— a las
grandes cortes europeas notables por el número y la importancia de
quienes se daban cita en ellas .2113 Es cierto que en Inglaterra los cronis­
tas comenzaron a explayarse algo más al referir las elecciones y los
tratados, lo que sugiere que empezaban a reconocerse, siquiera sea par­
cialmente, los intereses asociativos vinculados con las decisiones del
señor-rey. Las elecciones abaciales celebradas en Bury-Saint-Edmunds
en los años 1182 y 1 2 1 1 son casos famosos y pertinentes a este efecto,
y por otra parte las cuestiones locales en liza podrán apreciarse en los
procesos de sucesión de otras muchas iglesias. Con todo, lo que resulta
característico, como ya sucediera en el debate conciliar celebrado en
agosto del año 1184 en relación con una elección en Cantorbery, es que
lo que se dirima sean cuestiones relacionadas con derechos, no con
medidas políticas .204 De hecho, lo que hemos señalado respecto de los
estatutos de los concilios de Letrán se apreciará de modo aún más ca­
racterístico en los registros laicos. Redactados unas veces por los seño­
res-principes — o para ellos— y otras como descripción de su activi­
dad, son registros que norm alm ente encubren todo cuanto pueda
resultar contrario a la aprobación del plan de acción del señor por m e­
dios ligados a la práctica de la deferencia. En los casos en que esto re­
sulta imposible, es fácil que la conducta y los discursos adversos sean
condenados por conspirativos .205
Cuanto más lee uno esos registros, más crece en su interior la suspi­
cacia. ¡No hay duda de que es m uchísimo lo que se ha quedado en el
tintero! ¿Cómo hemos de interpretar los compromisos de las comunas
558 LA CRISIS DEL SIGLO XII

italianas con la causa de los güelfos, como sucede en Brescia, o con la


de los gibelinos, como en el caso de Pisa? Sin embargo, lo que cultiva­
ban los poderes implicados — es mejor que nosotros no les llamemos
«partes», ya que ellos mismos no se reconocían dicha condición— no
era una alianza con la causa de esas plazas (como tal), sino el estableci­
miento de un vínculo con las propias com unas .200 Los cronistas cívicos
de Génova y de Pisa se mostraban tan reacios corno los príncipes en lo
tocante a identificar a las palom as y a los halcones presentes en los
concilios y los «parlamentos» en los que se tomaban de forma rutinaria
decisiones relacionadas con el empleo de fuerzas y riquezas colectivas.
Los elementos que a nuestros ojos presentan el aspecto de ser las autén­
ticas cuestiones en liza en la Génova del año I 165 aproximadamente
— esto es, el desafío que suponía la autoprom oción de los oligarcas
locales y la destructiva violencia de las enemistades generacionales
que los enfrentaban— debieron sin duda de suprimirse en los debates
consulares. Los propios señores-cónsules debían de estar implicados.
Cuando los sospechosos esfuerzos que realicen para imponerse como
hombres de paz en la década de 1 1 80 se desmoronen y den lugar a un
conflicto letal, acordarán aplicar una estrategia nueva. Su primer po-
deslá, el «señor M ancgoldo de Brescia», era, literalmente, un «poder»
(potestas) venido de fuera. Y a pesar de que tanto él como sus suceso­
res no habrían de enfrentarse a pocos problemas cívicos — como los
planteados por la defensa y la agresión, la acuñación de moneda o la
construcción de edificios— , es poco lo que, habiendo quedado consig­
nado en los gruesos registros consulares que redactarán los continua­
dores de la obra de Caffaro, venga a revelamos por qué vías alcanzaron
finalmente un consenso los genoveses. Com o también sucederá en To-
losa en tom o al año 120 0 , el carácter de la gobernación era más bien
programático, y se trataba de una actividad no politizada .207
Esto es al menos lo que sugieren los registros. No aparece nada es­
crito sobre los cambios de posición o de voto, lo que simplemente po­
dría significar que no existía una fórmula diplomática que permitiera
dejarlos consignados. No hay duda de que en las ciudades consulares
italianas del siglo xn debía de hablarse de derechos e intereses. Sin em­
bargo, los palpables cambios de régimen que se observarán tanto en la
Génova posterior al año 1190 como en la Tolosa francesa de una déca­
da más tarde tienen todo el aspecto de ser una consecuencia de la acción
de un conjunto de facciones surgidas antes de alianzas afectivas que de
CONMEMORAR Y PERSUADIR ( 1 1 6 0 - 1 2 2 5 ) 559

compromisos sujetos a principios. En otras circunstancias, los registros


quizá nos hubieran transmitido más información. Si ya hacía mucho
tiempo que los cabecillas cruzados se habían visto en la necesidad de
plantear debates a fin de llegar a un consenso sobre la forma, los medios
y las tácticas a emplear, a finales del siglo xn los grandes problemas de
la movilización y los costes militares vendrían a imprimir una nueva
urgencia a la toma de decisiones. La promoción de la Cuarta Cruzada
vino acompañada de una rara interacción explícita enlre los señores-
barones y los caballeros, incapaces de salir airosos por sus propios m e­
dios. Godofredo de Villchardouin nos ha dejado un texto en el que se
describe la asamblea que se celebrará en Soissons en el año 1200 para
decidir cuándo y de qué lugar debía partir la expedición. Más tarde es­
cribirá asimismo acerca de la asamblea reunida en C’ompiégne, donde
no sólo «se hallaban presentes todos los condes y barones que habían
abrazado la Cruz [sino que] se dieron y aceptaron muchos consejos».
En esa misma asamblea se alcanzaría igualmente un acuerdo para en­
viar mensajeros a negociar las cuestiones logísticas .208 A continuación
Viilehardouin refiere que el dogo de Venecia recurrió a una inteligente
persuasión a fin de lograr que su gran! conseil aprobara el pacto pro­
puesto por los barones franceses: «Y tanto les mimó — primero a cien,
luego a doscientos y finalmente a mil— que todo el mundo le otorgó su
confianza y [la moción] fue aprobada » .209 El propio Viilehardouin ac­
tuaría como mensajero y regresaría a fin de presentar la oferta venecia­
na a los barones congregados en Soissons. Tras instarles a aceptar que
Bonifacio de Montferrat viniese a ocupar el lugar dejado vacante por el
fallecido conde Teobaldo, Viilehardouin referirá que «se dijeron m u­
chas palabras en un sentido u otro, pero al finalizar la polémica, todos
se pusieron de acuerdo, tanto los grandes como los humildes » .210
Queda así claro que la originalidad de estas narraciones de implica­
ción polémica en las que se habla de la toma de decisiones estriba en el
punto de vista singularmente objetivo de Viilehardouin. Las crónicas
que escribirá de las asambleas posteriores — en las que se tratan las
disensiones surgidas tras el asedio de Zadar (ocurrido en noviembre del
año 12 0 2 ), se aborda el consentimiento del ejército a ¡os acuerdos al­
canzados por los barones con el emperador griego (en enero de 1203),
y se pormenoriza la elección de Balduino IX como emperador latino
(en la primavera del año 1204)— expresan de forma tan vivida las cir­
cunstancias, que tiene uno la impresión de que Viilehardouin se dedica
560 LA CRISIS DF.L SIGLO XII

a consignar de manera rutinaria un tipo de conducta social que la ma­


yoría de los escribanos y cronistas acostumbraban a pasar por alto .211
Con todo, no es posible que la consulta en materias relacionadas con
los tornadizos intereses de los hombres, tanto grandes como humildes,
fuera ya por entonces una práctica tan frecuente. Los apuros de los ba­
rones que participaban en la cruzada, y que se hallaban sometidos a
fuertes penurias económicas, tampoco eran una situación cotidiana. Y
debido justamente a todos los testimonios que nos proporciona respec­
to a los debates, las decisiones y las medidas adoptadas, Villehardouin
está lejos de albergar duda alguna respecto de la preponderancia del
señorío y la nobleza en su experiencia .212
Esta seguiría siendo la tónica dominante en tom o al año 1200. En
las cortes de Pamiers (celebradas en el año 1212), en las que Simón de
Montfort consultaría a los prelados y a los barones antes de ordenar la
colonización legal del bajo Languedoc, se designaría una comisión
compuesta por miembros del clero, por distintos caballeros del norte y
el sur, y por un grupo de burgueses, a fin de acometer los debates nece­
sarios y elaborar un borrador del acuerdo. ¡Qué aspecto tan precoz­
mente moderno presenta esta iniciativa! Y sin embargo, estas cuestio­
nes de gobierno pendientes quedarán ocultas en la diplomática señorial
del imperioso estatuto de Montfort. Los integrantes de la comisión ac­
tuaron como asesores, dedicándose a ponderar las cuestiones relacio­
nadas con el derecho y las costum bres .213

La crisis de C ataluña (1173-1205)

Todas estas tendencias, incluyendo la de esta indolente diplomáti­


ca, se manifestarán en un episodio cuyas raíces se afianzan en el con­
junto de situaciones históricas que abordamos en este libro. No hay
lugar en Europa en el que pueda verse con más claridad que en Catalu­
ña la contradicción procedimental entre una toma de decisiones de ca­
rácter ceremonial y una oposición nacida del compromiso o de un acto
espontáneo. En el año 1173, el conde de Barcelona y rey de Aragón
Alfonso II, procediendo de común acuerdo con el arzobispo de Tarra­
gona, daría en poner nuevamente en marcha el antiguo plan de acción
de la Paz y la Tregua de Dios. En esta ocasión se exigió a los barones y
a los castellanos que observaran todo un conjunto de prohibiciones ge­
CON MI MORAR Y PERSUADIR (1 1 6 0 - 1 2 2 5 ) 561

nerales relacionadas con ki práctica de la violencia. Al carecer de ins­


trumentos explícitamente concebidos para velar por su cumplimiento,
dichos estatutos dejaban traslucir la debilidad de las viejas sanciones
religiosas. De este modo, a finales de la década de 1 170, el conde y rey
Alfonso decidió instituir una jurisdicción vicaria, es decir, regia, para
remediarlo; y en agosto del año I 188 trataría de promulgar una versión
mucho más rigurosa de la paz y la tregua del año 1173. Lo que sucedió
en el año 1188 iba a provocar una turbulenta crisis de poder .214
La adecuada comprensión de esta situación exige que recordemos
brevemente las circunstancias. Los campesinos de los domamos fisca­
les de Barcelona habían expresado serias quejas por el duro comporta­
miento de los vicarios y los alguaciles de la región. En dichas quejas
alegaban que se manipulaba la justicia y el préstamo a fin de explotar­
les, e incluso de afligirles, y que esta práctica estaba convirtiéndose tam­
bién en parte de las costumbres que se aplicaban en los domamos de los
barones — domanios de los que no nos ha llegado ningún memorando
escrito— . No menos acuciante resultaba la presión derivada del control
que los príncipes ejercían sobre los castillos, una presión denunciada
en los tribunales de Urge! y de Barcelona en la década de 1170, consi­
guiéndose, en función de las demandas, que — en aplicación de los
Usatges de Barcelona— se devolviera el «poder» sobre los castillos . - 15
Además, estas cuestiones no podían sino enconarse, habida cuenta de
que, com o telón de fondo, se había producido un aparatoso brote de
insolente delincuencia entre los aristócratas. ¡Y bien podem os decir
que los arzobispos no tenían motivos para sentirse más seguros en C a­
taluña que en Inglaterra! Resulta sorprendentemente sintomático que
Alfonso II de Aragón, conde de Barcelona, alcanzara la m ayoría de
edad justo después de que su propio mentor, el prelado metropolitano
Hugo de Cervelló (1163-1171), fuera asesinado. Toda la Europa cris­
tiana se hallaba por esas fechas conmocionada tras el crimen perpetra­
do en la persona de Tomás Becket, cuyo culto había llegado inmediata­
mente a Cataluña.2U' Sin embargo, en este caso las cosas habían sido
diferentes. No se organizó ningún culto en lom o a la figura del arzobis­
po Hugo, y dos décadas más tarde tampoco se elevaría a la categoría de
mártir al arzobispo Berenguer de Vilademuls (11 74-1 194) tras su ase­
sinato. Estos dos crímenes fueron sendos actos de venganza, y al m e­
nos el primero de ellos se produciría como consecuencia de las frustra­
das ambiciones del arzobispo a un gran señorío. En cuanto al segundo,
562 LA CRISIS Dni. SIGLO XII

es p osible qu e tuviera otra e x p lic a c ió n .217 Y a ju z g a r po r el asesinato


del vizcon de R a m ó n Fole en el año 1176, tam p oco puede decirse que la
re nov a c ió n de la paz fuese un elem ento capaz de a tem p e rar la brutali­
dad de los señores d e los castillos. Su asesino, el castellano y trovador
G u ille rm o de B erguedá, no ac eptaba un solo ren glón de la p az del rey,
y eran m uch os los que co m p a rtía n su punto de vista en los condados y
los vizco nd ado s de las tierras altas.218
A los ojos de p erson as c o m o éstas, la p a z presentab a ahora un as­
pecto p ro fu n d a m e n te am enazador. H abían transcurrido ya dos décadas
de sd e que su señ o r-p rin cip e hubiera c a p ita n e ad o a los barones en las
lucrativas ca m p a ñ a s c ontra los m u sulm anes. Pocos po dían suponer que
la c on quista de la P ro venza tras la m uerte del conde R a m ó n Berenguer
III en el año 1166 pudiera term in ar c onvirtiéndose en una frontera ofre­
cida c o m o c o m p e n sa c ió n ; y tam p o c o puede decirse q u e el asentamien­
to dinástico ocurrido c o m o c o n se c u e n cia del m a trim o n io entre el con­
de y rey A lfon so con S a ncha de Castilla en el año 1174 hubiera ejercido
efectos visibles en lo que hoy po dríam os llam ar la historia profunda del
p o d e r en C a ta lu ñ a .219 Y si los regentes del infante no p o d ía n seguir
im pon iend o la disciplina social de los J s a tg e s , dad o el persistente flujo
de q uejas de los c a m p e sin o s y la reticencia de los b aron es, reacios a
dejarse sujetar con ju ra m e n to s solem nes, difícilm ente po día darse im­
portancia a la circunstancia de que p e rm an e c iera intacto el derecho de
los m a g n a te s a m atarse un o s a o tros.220 La corte debió de filtrar el ru­
m o r de que se avec in a b a un rég im e n todavía peor, ya que apenas cabe
d u d a r de que el a rzo bisp o H ugo, sobre el q u e se cern ía ya un destino
fatal, fuera el prim ero en sug erir la idea de que era p reciso renovar los
antiguos d o c u m e n to s de paz y tregua p roce d ie n d o a una nueva redac­
ción de los U satges, a los que, s egú n ese p la nteam iento, se daría esta
vez fo rm a de estatuto. El h ech o de qu e en C a ta lu ñ a se hubiera tenido
noticia de este p r o y e cto — si e fe c tiv a m e n te se tu v o — contribuiría a
explicar p o r q u é el conde y rey A lfo nso , ju n to con sus cortesanos, entre
los que cabe m e n c io n a r al ob isp o de B arcelona, G u ille rm o de Torroja
(11 46-1 171 ), y a u nos cuan to s partidarios catalanes, optaría por pasar
m ás de do s años ininterrum pidos en A ragón antes de trasladarse nueva­
m en te a G erona en abril del año 1171,221 ¿ F u e esto lo qu e dio comienzo
a la crisis? D e ser así, el asesinato de H ug o de C ervelló, pocas semanas
antes de qu e regresara el soberano, h abría v enido a causar la primera
víctim a de este difícil período. Al p ro v o c a r u n a fuerte reacción de re-
CONMEMORAR Y PERSUADIR ( ¡ 1 6 0 - 1 2 2 5 ) 563

pulsa pública, que vendría prácticamente a coincidir con la concesión


penitencial que el rey Enrique II realizara a la Iglesia en Inglaterra ,222
esta ofensa permitiría que el nuevo arzobispo (y legado papal) — que
en esos años no era otro que el mismísimo Guillermo de Torroja (1171-
1174— urgiera a Alfonso con renovada determinación.
Es muy posible que lo que sucediera a continuación fuese una con­
secuencia del fallecimiento (de muerte natural) del conde Guinardo II
del Rosellón* en julio de 1172. En un testamento fechado en la época
de su fatal enfermedad, este príncipe que moriría sin descendencia, no
sólo lega su condado ai señor-rey, sino que aparece retratado como un
señor de hábitos explotadores con muchos abusos sobre la conciencia.
Pocos días después de su muerte, el rey Alfonso se presentaría en Per-
piñán para garantizarse el homenaje y la fidelidad de los hombres libres
de la ciudad, así como la lealtad de los barones (m ilitares) del Rose-
llón. Pocos meses más tarde, regresaría para imponer una nueva carta
de paz y de tregua. En la solemne arenga consignada en el documento,
adornada con la enumeración de todos sus títulos (entre ¡os que ahora
figuraba el de «conde del Rosellón»), Alfonso aludirá al «interés públi­
co de toda nuestra región», lanzando al mismo tiempo un llamamiento
al «debate [tractatus] y la deliberación», tanto con el arzobispo y lega­
do pontificio Guillermo, como con los obispos de Barcelona y Elna, así
como con «todos los barones del condado del Rosellón y con gran nú­
mero de potentados y barones de mi corte». A lo cual añadiría que, con
el «consentimiento y designio de todos los antedichos», deseaba que
las disposiciones que dictaba «instituyesen» la paz y la tregua y «extir­
par la perversa audacia de los ladrones y los hombres violentos». Al
final, Alfonso dejará constancia de que él mismo jura respetar la «tre­
gua y la paz anteriormente mencionadas», y el texto (según ha llegado
hasta nosotros) se cierra con una lista de los trece barones del R ose­
llón.223
Con independencia del impacto local que pudiera haber ejercido en
su día, este acontecimiento habría de retumbar en los montes circun­
dantes. Tan sólo unas pocas semanas después, Alfonso II de Aragón,
conde de Barcelona, habría de imponer prácticamente la m isma carta a
todas las tierras de habla catalana que se hallaban bajo su dominio, in­
cluyendo el Rosellón. Esa carta, en la que empleará, con los cambios

* En otras fuentes figura com o G e rard o II del R osellón. (N. de los t.)
564 LA CRISIS df-:l SIGLO XII

pertinentes, la misma arenga, contiene dos o tres anomalías sospecho­


sas. En la fecha no consta más que el año, como si el mes y el día hubie­
ran quedado en blanco tras haber dejado el hueco pertinente en un per­
gamino preparado al efecto. Y el fugar al que se vincula su promulgación
no es una ciudad, sino (con toda probabilidad) la diminuta aldea de
Fondarella, en la árida llanura que se extiende al este de Lérida. En la
lista que figura al final del documento únicamente aparecen señalados
once barones, pese a que en este caso se diga explícitamente que ha­
bían prestado juram ento junto con el rey .” 4
El problema que plantean estas grandes cartas, con independencia
de cómo las interpretemos nosotros, es que constituían enfáticas pro­
mulgaciones de gobierno. Se las concebía con la finalidad de permitir
que su promotor se entrometiera en los asuntos de todas las tierras en
las que debía ejercer su protección y arbitrar justicia. No deben confun­
dirse con las anteriores versiones de las disposiciones de paz, aunque
no menos de diez de las quince disposiciones de Perpiñán deriven de la
tregua et p a x de Toulouges (1062-1066),225 docum ento del que los
hombres del conde y rey Alfonso conservarían un ejemplar. Práctica­
mente todas las disposiciones de Perpiñán encuentran un precedente en
los textos de los señoríos principescos en los que se estipula la colabo­
ración de los obispos; ninguno de dichos textos incluye la arenga? del
rey que aparece en el documento del año 1173, y cuyo más próximo
pariente ha de verse en los Usatges regios promulgados en tomo al año
11 50. Además, en los nuevos estatutos, los objetivos asociativos apare­
cen vinculados al ámbito territorial sm la menor concesión de inmuni­
dad a los barones .226
Si consideramos el conjunto de estos nuevos estatutos, dos son los
extremos que se hacen patentes. En primer lugar, que casi todas las dispo­
siciones comunes a ambos habrán suscitado la oposición de los castella­
nos necesitados y de los pequeños príncipes de las tierras altas catalanas.
Ya se tralara de las prácticas de abuso con intimidación a los frailes, a las
monjas o a los campesinos (capítulos 2 .4, 6 ), de pequeñas incautaciones,
de pillajes o de invasiones de los domanios clericales (1,3, 5, 7, 9-13), o
aun de los cómodos saqueos de las iglesias fortificadas (¡2 !), prácticamen­
te todos los hábitos asociados con el ejercicio del señorío y el enfrenta­
miento militar se verán atacados en esos estatutos, unos estatutos que pre­
tenden haber sido promulgados con su consentimiento .227 Y en segundo
lugar, hay signos de que, a pesar de haberse tomado nota de ella, ladiscre-
c o n m e m o r a r y p e r s u a d ir ( 1 1 6 0 - 1 2 2 5 ) 565

pancia de los barones seria finalmente pasada por alto. En la carta de


Fondarella se omitió una cláusula por la que se debía prohibir la destruc­
ción o el incendio de las viviendas de los campesinos .228 Por otro lado,
este último texto contiene, además de tres artículos nuevos, un párrafo
en el que excluye de «esta paz» a todos aquellos que «traicionen a sus se­
ñores».221'1
¿Qué expectativas podían albergar los autores de estas programáti­
cas cartas estatutarias? Hay una indicación en la que aún no hemos
profundizado: la lista de los nom bres añadidos com o apéndice a los
ejemplares de cada uno de los textos. El obstáculo al que aquí nos en­
frentamos estriba en que hoy sólo podemos trabajar con copias. En la
carta de Perpiñán, los nombres incluidos al final figuran en forma de
una enumeración simple, sin ninguna fioritura; en la de Fondarella se
indica explícitamente que cada uno de los barones consignados se ha
unido al señor-rey en el juramento prestado por éste, extremo que apa­
rece registrado de forma clara en ambos docum entos .230 No hay duda
de que en ambas asambleas se pronunciaron juram entos destinados a
conferir solidez a la paz firmada; y tampoco hay duda de que uno de los
copistas omitió simplemente las palabras «[nosotros], que esto j u r a ­
mos» en la carta de Perpiñán. En realidad, es casi seguro que la inten­
ción original consistía en distribuir copias de las cartas por toda Cata­
luña a fin de conseguir la adhesión jurada de los barones y de los
caballeros de todas las comarcas.
Este objetivo debió sin duda de quedar frustrado. La paz instituida
en el año 1173 se halla envuelta en un ominoso silencio, un silencio
roto por estallidos de violencia y por muestras de desacuerdo. En el año
1176, el asesinato de Ramón Folc III de Cardona, que había jurado
junto al señor-rey en Fondarella, privaría a Alfonso de uno de los pocos
aliados con que aún contaba en las tierras altas. Una vez regresado de
su exilio en la década de 1 180, el asesino, Guillermo de Berguedá, aña­
diría a su enemistad con el rey la animadversión de sus vecinos; con
todo la bronca invectiva que lanzara habría de espolear una creciente
disidencia regional. ¿Acaso no había dado Pedro de Llusá un mal ejem­
plo a los vizcondes y a los castellanos al someterse al señor-rey cuando
éste le instó en el año 1 180 a poner en sus manos el poder de sus casti­
llos? 231 Entre los años 1173 y 1186, hallándose atareado en la consoli­
dación de la fidelidad de los castillos y los aliados con que contaba en
sus dominios del litoral, Alfonso perdería contacto con el vizconde de
566 LA CRISIS DEL SIGLO XII

Cabrera y Ager, así como con el de Castellbó y sus respectivos depen­


dientes .232 Existen buenas razones para poner en duda que estos hom­
bres se hubieran mostrado conformes con la paz instituida. En el perío­
do com prendido entre los anos 1178-1188 conoceremos al menos los
nombres de tres nobles a los que explícitamente se acusa de la presunta
violación de las disposiciones de paz en Urgel y en la Cerdaña, entre
los que figura el de Arnaldo de Castellbó .2'3 Alfonso optaría por no
forzar las cosas, pero al seguirles el juego lo que perseguía era introdu­
cir una cuña entre sus máximos adversarios y sus aliados, a fin de sepa­
rarlos. En el año 1 186, al apalabrar la liberación de Ponce III de Cabre­
ra de la prisión de Castilla en la que había sido recluido, Alfonso
impondría un acuerdo por el que el vizconde quedaba obligado a ceder
el control de varios castillos .234 En 1 190, Alfonso se aliaría con el con­
de y obispo de Urgel para combatir a Arnaldo, vizconde de Castellbó,
y a un poderoso acólito .235 Con todo, el señor-rey se vería obligado a
esperar hasta el año 1 194 para conseguir llegar a un pleno entendi­
miento con su más poderoso aliado principesco, el conde Armengol
VIII de Urgel (l 184-¿ 1209?). y poder contar con él para suprimir esta
resistencia e imponer nuevos asentamientos en un «pleno de la corte»
celebrado en Poblet en agosto del año 1 194.236
Por esos años, la lucha por la paz, pese a que todavía estuviera muy
lejos de haberse acabado, había empezado a dar muestras de politiza­
ción. El problema no estribaba tanto en la nueva ideología monárquica
— que aún no se había desarrollado— como en las consecuencias prác­
ticas de los estatutos del año 1 173. Sus autores no habían adoptado
ninguna disposición realista para velar por su cumplimiento. Se había
determinado que las alegaciones relacionadas con los quebrantamien­
tos de lo estipulado quedaran en el ámbito jurisdiccional del obispo
(véase Fondarella. capítulos 1 y 4, aunque también venga a sostenerse
implícitamente en otros apartados), o, alternativamente, que fueran
juzgados conjuntamente entre el obispo y el rey o su administrador
(capítulos 2, 9, 10, 14 y 16).237 No es posible que estas medidas supu­
sieran un serio elemento de disuasión para los señores-barones dedica­
dos a prácticas opresivas. Esto hizo que se decidiera re fo rm ar— quizá
calladamente en el entorno del rey, ya que no ha llegado hasta nosotros
ningún registro que lo atestigüe— el viejo vicariato laico y que se op­
tara por confiar la gestión de la paz a unos vicarios que respondían ante
el rey. Por lo que puede leerse en los estatutos revisados del año 1188,
CONMEMORAR Y PERSUADIR (1 1 6 0 - 1 2 2 5 ) 567

esta reforma concedería a los vicarios y a los obispos la potestad de


convocar a los propietarios y de instarles a acudir a la diócesis para
combatir a los malhechores recalcitrantes .238 La adopción de una nueva
medida vendrá a probar prácticamente que la que acabamos de mencio­
nar debió de dictarse antes del año 1188 (tanto en Cataluña como en el
Gévaudan). En los estatutos revisados se incluyó asimismo una prom e­
sa del señor-rey por la que éste se comprometía a no nombrar en lo su­
cesivo sino a vicarios catalanes .239 Esta disposición no sólo deja traslu­
cir una queja explícita de los barones, tam bién arroja una muy
bienvenida luz con la que se aclaran un tanto los esfuerzos que dio en
realizar el rey Alfonso II de Aragón por apaciguar a los insubordinados
magnates de los Pirineos. Y es que hemos de tener en cuenta que en el
año 1183, Alfonso había designado a un caballero aragonés llamado
Pedro Jiménez y le había encargado que se ocupara del patrimonio re­
gio en la Cerdaña. De hecho, dos años más tarde, cuando pasara a con­
vertirse en feudatario del rey en el señorío del valle de Querol, Pedro
debía de ser ya un aliado intimidante. En agosto del año ! 188, este vi­
cario, transformado ya en magnate, firmaría la concesión de una licen­
cia regia a Guillermo de So a fin de que éste pudiese construir un casti­
llo en la comarca del Capcir .240
Este último movimiento formaba parte de un plan concebido por el
señor-rey para rodear a sus adversarios mediante el fortalecimiento de
su poder en los valles del Tet y del Segre. El problema del proyecto era
que el conde Armengol VIÍL suegro del díscolo Ponce, no había dado
su consentimiento a los estatutos de Fondarella (una localidad situada
en la frontera de Urgel), y por supuesto no los había jurado. Al parecer
si se había negado a ambas cosas no había sido porque le molestara su
contenido, sino porque exigía para sí la misma consideración regia que
se daba a Alfonso. De este modo, en el año 1187 actuaría de forma sin­
gularmente apropiada y coherente con dicha aspiración al promulgar
una carta propia de «tregua y paz», redactada de modo que su señorío
sobre el vizconde Ponce III quedara reafirmado. Esta gran carta nos
invita a compararla en todos sus aspectos con los estatutos regios.
Adopta el formato de la carta lubricada en Fondarella, aunque en modo
alguno pueda decirse que se trate de una copia de dicho documento.
Armengol invoca más cabalmente la teología de la paz que el modelo
en el que se inspira, y menciona haber realizado consultas con «mis
potentados», así como con el arzobispo Berenguer y el obispo Arnaldo
568 LA CRISIS DLL SIGLO XII

de Urgel. Es la primera carta de este tipo que sugiere un remedio arma­


do contra «todo aquel que quebrante la paz y se niegue a enmendar su
conducta». En ella se afirma además que su aprobación se realizó me­
diante los juramentos de los presentes, primero en Agramunt, la capital
meridional de Urgel, y después en Castelló de Farfanya, ya en los do­
manios del vizcondado de Ager, donde Ponce utilizaría la fórmula
«ante vos, mi señor E»* al jurar que habría de observar lo estipulado en
el acta de paz. Se decía que ambos príncipes habían exigido que sus
seguidores confirmaran lo rubricado mediante un juramento, así que al
final del pergamino se deja constancia de la que es, con mucho, la más
larga lista de nombres que pueda encontrarse en cualquiera de estos
documentos de paz. Se trata principalmente de los nombres de los se­
guidores que ambos tenían en las baronías- de Ager y de Urgel, cuyos
titulares debieron de estampar la firma en un pergamino original que
todavía se conservaba cuando se elaboró, entre los años 1190 y 1200,
la copia más antigua que ha logrado llegar hasta nosotros ,241
Ahora se comprenderá la enorme pertinencia de este último detalle.
En agosto del año 1188, el conde y rey Alfonso convocará a sus poten­
tados en Gerona a fin de renovar la paz. La única versión medieval que
se ha conservado del texto resultante comienza como lo haría una copia
del de Fondarella, pero después comienzan a surgir las diferencias.
Nada menos que once de sus veintitrés capítulos son originales; y aun­
que la circunstancia de que el documento prescriba la creación de un
ejército coercitivo como remedio de los posibles quebrantamientos
añada dureza a un programa ya de por sí muy riguroso, los últimos cua­
tro capítulos (20 a 23) presentan el aspecto de otras tantas concesiones
a los barones. En dichos apartados se incluyen, entre otras cosas, ga­
rantías de que «este estatuto» no debe en modo alguno derogar el
« usatge escrito» relativo al control de los castillos; de que el rey no
habrá de imponer en lo sucesivo ningún impuesto, ni por el bovaíge
(bovaje o bouaticum , sinónimo de la «paz de las bestias») ni por la
«paz constituida», y ello en ninguna de las comarcas de Cataluña; a lo
que se añade que todos los vicarios que designe tendrán que ser catala­
nes .242 Al modo de una gran carta, como otras del mismo estilo, el texto
aludirá a una consultación celebrada en Gerona (con el arzobispo Be-

* La «!->> c o rre sp o n d e a E n n en g o l, según la grafía catalan a del n o m b re que ca


tellan iza en A rm engol. [N. de los t.)
CON MI-; \ K IRAK V PERSUADIR ( 1 1 6 0 - 1 2 2 5 ) 569

renguer y unos cuantos potentados locales cuyos nombres no aparecen


mencionados); además, el documento concluirá con un protocolo rela­
tivo a Vilafranca del Penedés, en el que se da noticia de que el rey ha
prestado un juram ento que le obliga a respetar los estatutos, y que él
mismo los ha rubricado siendo la suya la única firma que lleva es­
tampada el documento, en marcado contraste con el pergamino del año
1187— . t,Cómo explicar esta anomalía?
Lo que sucedió, con luda seguridad, es que la tensión provocada
por un agrio debate había dado al traste con la práctica diplomática del
ensalzamiento del poder. Podemos reconstruir la escena como sigue.
No sólo los vizcondes rebeldes se sentían molestos por la creación de
esos nuevos ejércitos que. para hacer cumplir las disposiciones de paz,
se ponían ahora a las órdenes de los vicarios, había también un gran
número de barones catalanes que compartían su mismo malestar. Se
opusieron por ello a esta innovación, tan contraria a las costumbres, y
da la impresión de que también les indignaban las recientes reivindica­
ciones por las que se venía a reclamar el control de los castillos, extre­
mo que no podía justificarse en los Usatges. Además, todos ellos se
mostrarían contrarios a los esfuerzos destinados a exigir un impuesto
con el que subvenir a los gastos de la paz (empeño del que, por lo de­
más, no sabemos prácticamente nada ).243 Casi puede escucharse la pro­
testa que les había llevado a objetar la designación del vicario arago­
nés, Pedro Jiménez. Y en cuanto al rey Alfonso, no hay duda de que
tanto él como el arzobispo debieron de tratar de disuadir a los barones,
aunque sin éxito. Basaron sus argumentos en la justicia, la equidad y el
«interés común», pero en vano .244 Tras ver el borrador presentado en
Gerona, nadie se mostró dispuesto a jurar. Por consiguiente, da la im­
presión de que se preparó un borrador revisado, de que en él se incluye­
ron unos cuantos capítulos nuevos, pensados para salir al paso de las
objeciones de los barones, y de que el texto final se presentó, cierto
tiempo después, a la consideración del rey. A partir de ese momento,
todo lo que el monarca podía hacer, no teniendo la posibilidad de con­
vocar una asamblea inmediata, fue jurar, rubricar de su puño y letra lo
pactado, y difundir el documento allá por donde pasara. Cabe imaginar
que el texto original contara con el respaldo de algunos notables, pero
a la luz de lo que sucedería después, parece más probable que alguno
de los canónigos de Gerona terminara quedándoselo y que un siglo más
tarde alguien lo copiara.24?
570 LA CRISIS DEL SIGLO XII

La «paz constituida», que, según lo definido en los estatutos, había


pasado a convertirse en la primera disposición de gobierno territorial
de Cataluña, quedaría así sumida en una profunda crisis, y lo peor esta­
ba aún por llegar. El propio rey Alfonso lo expresaría tristemente en el
año 1192 con estas palabras:

C r e e m o s q u e to d o s s a b r é is s in d u d a el la r g o tie m p o q u e lle v a b a insti­


tu id a la p a z y la tr e g u a p r o m u lg a d a p o r n u e s tr o s ilu s tr e s p r e d e c e s o re s en
el c o n d a d o d e B a r c e lo n a c u a n d o [ n o s o tr o s e s ta b le c im o s ] las n u e v a s pa­
c e s ... c o n el c o m ú n a s e n tim ie n to d e n u e s tr o s m á s g r a n d e s n o ta b le s y p o ­
te n ta d o s , p e r o [ta m b ié n s a b r é is q u e ] d e b id o a su e x c e s iv a a g re s iv id a d y
v e h e m e n c ia te r m in a m o s p r o v o c a n d o su a b o lic ió n e n u n a g r a n c o rte reu­
n id a e n B a r c e lo n a ,

Tendenciosas palabras que hablan de una tumultuosa asamblea de


la que no ha quedado nada a lo que podamos denominar propiamente
un registro. Y sin embargo, este comentario es lo suficientemente claro
como para dem ostrar que, después del año 1188, los barones habían
comenzado a coordinar sus acciones de oposición, dejando a su señor-
rey desamparado. En noviembre del año 1192, no quedándole apenas
otra cosa que la dignidad que él mismo se atribuía, Alfonso convocaría
una vez más a los hombres de Cataluña a fin de que aprobaran el texto
de una carta más breve y reformada que él presentaba como la esencia
del antiguo programa. En dicho texto no sólo se estipulaban amparos y
prohibiciones, sino que se consignaba asimismo la controvertida dis­
posición que abría la puerta a la constitución del ejercito vicario del
episcopado. Y todo ello en una carta redactada en un pergamino cuyo
original, por una vez, se ha podido conservar. No se trasluce en él la
m enor intención de lograr una adhesión jurada. Con todo, la carta dará
cabida, a fin de cuentas, a dos sorpresas: en primer lugar, por haber sido
promulgada en Aragón (concretamente en Barbastro, localidad situada
fuera de los límites de Cataluña y marcadamente al oeste de su costado
continental), y en segundo lugar, por dirigirse a los catalanes en un
tono nuevo, ya que apela tanto a los «hombres buenos de las ciudades
y pueblos» como a los «prelados y magnates» (de Cataluña). ¿Acaso el
clima de opinión era en Cataluña excesivamente hostil como para ad­
mitir que se celebrara una reunión en esc territorio? Esgrimido no como
arma sino como manifestación palpable de algo parecido a una medida
CONMEMORAR Y PERSUADIR ( 1 1 6 0 - 1 2 2 5 ) 571

política, este diploma regio — y únicamente éste— ha logrado llegar


hasta nosotros .246
La hora de la verdad había sonado, pero sólo para marchitarse casi
inmediatamente. Sometiendo al señorío regio a una terrible prueba, la
paz había sido politizada. No era ya posible garantizar una adhesión a
la paz como la que procuraban anteriormente los juramentos de lealtad.
Se había reducido la paz — y elevado el señorío consuetudinario— al
rango de causa negociable. Ambos elementos quedaban ahora sujetos
a! albur del debate y la persuasión. O al menos eso fue lo que ocurrió en
las tierras del mismo conde-rey Alfonso, ya que en mayo del año 1189,
probablemente mucho antes de la estridente asamblea de Barcelona, el
conde Ponce Hugo 111 de Ampurias habría de imponer un estatuto pro­
pio de «tregua y paz» con el apoyo del obispo de Gerona. Estructurado
de la misma manera que los estatutos de Urgel en los que se exponía el
programa del año 1 173, aunque sin las enérgicas cláusulas de 1188,
esta carta nos ofrece una pista más que bienvenida: la de que el conde-
rey se estaba dedicando a realizar una «campaña» destinada a persuadir
a casi todos los obispos catalanes de que (hoy) tenemos noticia a fin de
lograr que se mostraran favorables a la paz constituida .247
Las expectativas que sin duda tenia Alfonso II de Aragón al proce­
der a estos llamamientos pasaban por suscitar un consenso, no un deba­
te. Cabe suponer que sus escribanos, que no poseían más formulario
diplomático que el destinado a consignar una aprobación elogiosa, de­
bieron de optar por no dejar constancia de una asamblea histórica cuyo
control no se hallaba ya en manos del rey. Seguramente se había pre­
visto la posibilidad de que surgieran problemas. Dada la educación re­
cibida, el conde y rey Alfonso, había desarrollado el mismo parecer
que sus arzobispos. Y cuando, al alcanzar la mayoría de edad, dejara de
compartir la escala de valores de sus barones, basada en la explotación,
acabaría sustituyendo la concepción política centrada en el orden terri­
torial por la tradicional dinámica de la agresión expansionista. Eso es
'o que pretendía expresar al estipular que sus estatutos tendrían vigen­
cia en todas sus tierras, desdo la linde de Lérida hasta la de Salces. Esto
equivalía a afirmar que se proponía ejercer su dominio en todos los lu­
gares de Cataluña sin preocuparse por los grandes señoríos públicos
que quedaban fuera de sus dominios — como los de Urgel, Ampurias y
otros vizcondados— .2-4S A medida que la paz comenzara a parecerse a
una disposición política, los barones empezarían a suspirar por la reali­
572 LA CRISIS OLI SIGLO XII

zación de campañas similares a las que habían enriquecido asuspaSH


y a manifestar un amargo resentimiento hacia un señor-rey resuélra
suprimir las costumbres que les permitían luchar para hacer rentatjjjsj
sus propios señoríos. Y el rey, por su parte, debió de comprender mny:
pronto al menos una cosa: que era necesario conseguir mediante la peí*
suasión nuevos partidarios para su causa, Es posible que las palabras
«debate y deliberación» que aparecen en las cartas de los años I ] 73 y
1188 no respondieran simplemente a una mera fórmula .249 El arzobis­
po, cuando no el propio rey, debieron de verse obligados a proponerla
firma de unas nuevas instituciones de paz a los hombres reunidos en la
asamblea, que sin duda debían de haber replicado a las pretensiones del
monarca y expresado alguna objeción. Y en torno al año 1177, cuando
Alfonso tratara de persuadir a los habitantes de Ix y de Perpiñán de que
trasladaran sus domicilios a otro terreno a fin de poder defender mejor
sus asentamientos, sus amanuenses encontraron la manera de ampliar
el protocolo en el que solía registrarse la exposición de motivos a fin de
recoger el debate allí suscitado. Estas curiosas cartas resultan intere­
santes porque muestran que el conde-rey Alfonso, recién pergeñadas
sus iniciativas de paz, tuvo que remitirse al argumento del interés pú­
blico. Es más, en el debate cjue él mismo impulsaría en Perpiñán, se
mostraría dispuesto a dejar constancia de que los habitantes de las loca­
lidades de la comarca le habían convencido de que debía abandonar el
plan de trasladar el emplazamiento de sus casas. Los lugareños consi­
guieron asimismo que Alfonso confirmara sus costumbres, aunque a
costa de concederle seis mil perras chicas de Melgueil. De este modo,
lo que en Andorra o Italia habría sido seguramente presentado como un
acuerdo, cobraría aqui vigencia en el marco formal de una carta otorga­
da por un señor-príncipe sensible a los «ruegos de su pueblo » .250
Este último detalle tiene más importancia de lo que pudiera parecer.
Aunque Alfonso juzgara adecuado proceder mediante la persuasión,
tampoco tenía intención de exagerar. Una vez puesto de manifiesto el
error de los barones, cuya causa era manifiestamente retrógrada, ¿qué
más podía hacer aparte de granjearse de otro modo la lealtad de los lu­
gareños? Incitar a los campesinos a levantarse contra sus amos resulta­
ba impensable. La costumbre era el elemento prevaleciente, y ésta po­
dría ser una de las razones que explican que los Usatges desaparecieran
de escena a finales del siglo xn, Y al suceder Pedro II de Aragón (1196-
1213) a Alfonso, el nuevo monarca y conde de Barcelona renovaría la
CONMEMORAR Y PERSUADIR ( 1 1 6 0 - 1 2 2 5 ) 57 3

la tregua en una serio cíe grandes reu nion es cortesan as (ce le bra ­
r e n Barcelona en los a ñ o s 1198 y 1200, en C e rv e ra en 1202, y en
•üigcerdá en 1207) c o m o si n a d a h ub ie ra c a m b ia d o . Al igual que en
odas las ocasiones anteriores, salvo en la de B a rb a stro del añ o 1192,
ios únicos d o c u m e n to s que n os p erm ite n ten er a lg u n a n oticia de los
acontecimientos son unas cua n ta s copias tardías, y a que lo s originales
perdidos guardan un im penetrable silencio.-51
Una v e z m ás, estas grandes cartas (en la f o rm a en que h a n llegado
hasta nosotros) ocultan tanta in fo rm ació n c o m o la que revelan. El rey
Pedro II dejaría de u tilizar el ejército d e stin a d o a h a c e r c u m p lir las
cláusulas de la paz y la tregua, y tras in troducir un elem ento de am paro
para los habitantes de la región en el año 1198, term inaría incluyéndolo
en la carta de B arcelo na (ru bricad a en ju n io del año 1200), carta que
'tomará c o m o m o delo las del año 1173.252 D a la im presión, por tanto, de
que la disidencia de los b aron es se m antuvo. De hecho, estallaría abier­
tamente en el año 1202, co n m a y o r v e h e m e n c ia que nunca. Según un
registro m utilad o de du d o sa pro c e d en c ia, el señor-rey, a seso rado pol­
los arzobispos de T arragona y N arbona, así c o m o p or un gran nú m e ro
de m agnates, realizaría dos concesiones: en p rim e r lugar, aceptaría no
poner bajo su prote cc ión a h om b re a lgu no sin c o n ta r prim ero con el
consentimiento del señ or del protegido; y en seg u n d o lugar, se avenía
a que en caso de q u e «los se ñ o re s m a ltratasen a sus cam p esin os, o les
incautaran sus pro pied ades, no tuvieran que respon der en m o d o alguno
ante el rey si ellos m ism o s no habían a ceptado prev iam en te ser los c o ­
menderos del m o n a rc a » .25’
De m o d o que esto es con lo que nos enco ntram o s: ¡el n e p lu s ultra
del mal señorío! N o h a lla re m o s en n in g u n a otra parte, ni en toda la
Europa m e d ie v a l, a nadie qu e p ro c u re leg islar tan le g ítim a m e n te un
régimen c o stu m b rista rec o n o c id a m en te injusto. No es posible explicar
este fenó m eno . C o m o ha m o strad o Paul F reedm an, los « m a lo s usos»
de esta región {m als usas) estaban por entonces a pun to de asegurarse
la legitim idad de una p ráctica tolerada. Los catalanes de la época llega­
rán a h a b la r del « d e re c h o al a b u so » (Jus m a ltra cta n cli).254 Lo que sí
puede explicarse en c am b io es lo que a nuestros ojos presenta el a s p e c ­
to de una cínica bravata. La p ro c u ra del señorío había sido durante ge ­
neraciones una b ú s q u e d a de! e n c u m b ra m ie n to aristocrático. En todas
partes, y desde luego no con m e n o s intensidad en C ataluña, este estado
de cosas había v e n id o fo m e n ta n d o una actitud de m e n o s p re c io hacia
574 LA CRISIS DEL SIGLO XII

los campesinos. Considerados un mero instrumento para la práctica del


señorío, se juzgaba que no valía la pena concederles los amparos que se
dispensaban a los hombres libres .255 Esta es la razón de que los seño­
res-reyes catalanes nunca dieran una respuesta plena a los memorandos
de queja que les llegaban de la campiña; y también es el motivo que
explica que fueran incapaces de movilizar a los campesinos cuando los
pactos de paz entraban en crisis. Con todo, considerada como baza de
los barones, la dominación explotadora debió de haber sido un elemen­
to extrem adam ente vulnerable, ya que los propios individuos que la
practicaban se avergonzaban de hacerlo, sumiéndose así en un conta­
gioso silencio que no ha hecho más que oscurecer el papel formativo
que pudiera haber tenido en la experiencia política catalana.
De hecho, en tom o al año 1202, el conflicto vinculado con las car­
tas de paz habría de quedar en un segundo plano, eclipsado por las in­
quietudes fiscales. La imposibilidad de reclutar a los campesinos para
fines militares no sólo había dañado a los señores-reyes, sino también
a sus barones. Tanto en Aragón como en Cataluña serían incapaces de
imponer gravám enes a sus propiedades patrimoniales, a diferencia
de lo que hacían los príncipes de las regiones situadas más al norte.
Y cuando Alfonso II de Aragón viera en la paz del año 1173 la opor­
tunidad de imponer una carga fiscal de carácter general en Cataluña
— iniciativa que necesariamente debió de haber precisado también de
alguna explicación en Fondarella— , es más que probable que las resis­
tencias que sin duda encontró no se ciñeran exclusivamente a los baro­
nes de las tierras altas. Fue lo que dio en llamarse el bovaje (bouati-
cu m . bovatge en C ataluña), un im puesto nuevo en todas partes,
excepto en la Cerdaña, donde ya en el año 1118 había existido un olvi­
dado precedente. Con todo, Alfonso se vería obligado a renunciar al
cobro de este gravamen en el año 1 188.256 En tiempos de Alfonso em­
pezaron a suscitarse asimismo cuestiones relacionadas con los intereses
asociativos, como el hábito cada vez más frecuente de acuñar moneda
— según se observa por ejemplo en Jaca (en Aragón) y en Barcelona—,
hábito que, al menos en una ocasión, trataría el rey de manipular en su
beneficio. Haciendo caso omiso de la renuncia de su padre Alfonso, el
conde de Barcelona y rey de Aragón Pedro II impondría de nuevo
el cobro del bovatge al acceder al trono; y en el año 1197 exigiría la
«redención de las acuñaciones» a cambio de confirmar las costumbres
de V ic .257
CONMEMORAR Y PERSUADIR ( 1 1 6 0 - 1 2 2 5 ) 575

Los crecientes apuros economicos vinieron a complicar la crisis


existente al multiplicar el número de personas que se resistían al cobro
de gravámenes. Ni el bovatge ni los impuestos en metálico formaban
parte de los elementos consuetudinarios, pese a que ambas prácticas
contaran con precedentes; y el hecho de que los señores-reyes no trata­
ran de justificar su cobro sobre la base de las costumbres, sino en la
existencia de una situación de necesidad constituye un indicio de que
estaba surgiendo un nuevo enfoque conceptual. Pese a que la lógica
implícita en el hecho de empeñar la propia palabra y prometer atenerse
a un pacto a fin de conservar la estabilidad de la acuñación de moneda
y conseguir así atender a las «apremiantes carencias» militares pudiera
no parecer una actitud plenamente convincente, el conde de Barcelona,
Pedro II de Aragón, no sólo procedería de ese modo en el año 1197,
sino que volvería a hacerlo en el año 1 2 1 2 , y probablemente aún recu­
rriera a este expediente en otra ocasión m ás .258 Apenas cabe dudar de
que este gobernante, característicamente falto de previsión, debió de
verse, con mayor frecuencia que su padre, en la necesidad de explicar
sus acciones — y esto cada vez que pretendía proceder al cobro de un
gravamen— . Además, sabemos que las gentes de Cataluña obligarían
al señor-rey a dar marcha atrás al menos en una ocasión, dejando a un
lado otras dos: las vinculadas con las solemnes cortes de Barcelona y
de Cervera. anteriormente mencionadas.
De hecho, en esta oportunidad un escribano del rey se atrevería, por
una vez, a redactar sus documentos sin atenerse a los formularios tradi-
cionalmente asociados con los actos de celebración. En una carta des­
provista de fiorituras retóricas y fechada en marzo del año 1205, este
amanuense dejará constancia de lo manifestado por el señor-rey — que
confiesa haber recaudado nuevos impuestos en Cataluña— , y tomará
asimismo nota de la promesa por la que el monarca asegurará al clero,
a los barones, a los caballeros y a los «hombres buenos de Cataluña»,
que está dispuesto a desistir del cobro de tales gravámenes, no conser­
vando en sus propios domanios más que los viejos impuestos consue­
tudinarios y los portazgos. También prometería que los vicarios ha­
brían de ser en todos los casos caballeros catalanes, elegidos «con el
consejo de los más grandes y avisados hombres», unos hombres a los
que exigiría además, mediante juram ento, que «trataran con legitimi­
dad a la región», y a los que pediría que se comprometieran a observar
sus derechos y costumbres. Por último, el rey empeñaría su palabra y
576 LA CRISIS DLL SIGLO XII

manifestaría que la acuñación de moneda seguiría efectuándose sin al­


teraciones mientras él viviese, asegurando asimismo que desistía de
exigir rescate alguno porMa^cuñación o por la paz .259
Estos compromisos hacen que el documento presente el aspecto de
ser una gran carta destinada a Cataluña. En primer lugar, contó (¿o
quizá estuvo sólo a punto de lograrlo?) con el refrendo jurado de dos de
los barones del rey. Por otro lado, su sustancia puede considerarse la
representación del enfrentamiento entre el rey Pedro y sus potentados.
Basta este texto para probar que las crisis surgidas en tomo a los docu­
mentos de paz y a los impuestos han confluido hasta formar un único
problema, y que transcurrida apenas la primera mitad del tumultuoso
reinado de Pedro, los barones serían quienes ocuparan las posiciones
de fuerza. Es más, el documento apunta a la existencia de una modera­
da actividad negociadora, ya que si los vicarios no sólo debían realizar
ahora un juram ento al ocupar un cargo, sino que tenían que hablar ca­
talán, no cabe sacar más que una conclusión: que las concesiones del
año 1188, validadas o no, habían resultado útiles .-60
Con todo, no hay signo alguno de que esta carta magna llegara si­
quiera a promulgarse, y menos aún a llevarse a la práctica. Es muy po­
sible que implicara, aunque no llegase a abonarse, el pago de una tasa:
lo cierto es que el señor-rey necesitaba dinero, puesto que acababa de
regresar de sus anteriores y maltrechas empresas en el sur de Francia y
que había realizado planes para acometer la conquista de Mallorca. En
noviembre del año 1205 no sólo impondría un impuesto en metálico en
Aragón y en Cataluña, sino que en el año 1209 devaluaría la aleación
de las m onedas acuñadas en Barcelona. Adquiriría además enormes
deudas, y esto le empujaría en la práctica a abandonar la nueva conta­
bilidad patrimonial. Gravó los domamos eclesiásticos, lo que hizo que
el clero se opusiera a sus planes, obligándole finalmente a llegar a un
acuerdo en una asamblea celebrada en Lérida en marzo del año 1211,
asamblea en la que concedería, por separado, cartas a las distintas igle­
sias. En esas cartas, el rey garantizaba a los clérigos que no habrían de
sufrir perjuicio por su causa.2bi
De este modo, la compleja crisis iría apaciguándose, pero el rey
apenas conservaría otro poder que el derivado de su capacidad para
tomar iniciativas ceremoniales. Pese a que desatendiera la demanda
por la que el clero le solicitaba abolir los malos usos, Pedro y sus suce­
sores habrían de conservar la jurisdicción vicarial de la paz, unajuris-
CONMEMORAR Y PERSUADIR (1 1 6 0 - 1 2 2 5 ) 577

dicción que estaba llamada a convertirse además en el fundamento de!


orden público en la Cataluña medieval de períodos posteriores. Tras un
cuarto de siglo marcado por una serie de turbias confrontaciones, am­
bos bandos habían terminado por converger. Las necesidades de una y
otra parte empezaban a transformarse en cuestiones negociables, y a
veces éstas llegaban a dirimirse incluso en asambleas, unas asambleas
que iban a constituir, por primera vez, un foco de atención en sí mis­
mas.

La crisis de la Carta M agna (1212-1215)

En ninguna otra parte de Europa puede hallarse una aristocracia


más dispuesta que ésta a defender el ejercicio de tan desvergonzado
señorío de explotación inhumana. Las circunstancias que perduraron
en Cataluña no pueden explicarse sino como resultado de la suma de un
compromiso tácito y de la inercia moral de unos prelados y unos papas
preocupados por la herejía y la cruzada. Sin embargo, no deberíamos
pasar por alto el hecho de que la servidumbre de rem enea termine en­
dureciéndose y convirtiéndose en costumbre justam ente a lo largo del
mismo período en el que, en Inglaterra, las masas de campesinos de­
pendientes, privados de acceso a la justicia del señor-rey, se vean tam­
bién abocadas a una condición legal por la que se convierten en indivi­
duos carentes de libertad. Se trata por tanto de servidumbres diferentes,
sí, pero no conviene exagerar la diferencia. Pese a que los catalanes
conservaran un cruel vestigio de lo que un día fueran sus brutales lu­
chas por el poder, en la mayoría de las regiones, y también en Inglate­
rra, las pretensiones del señorío rural comenzarían a dulcificarse con el
tiempo .262
Por consiguiente, resulta extrem adam ente irónico que la mayoría
de las llamativas crisis de poder que conozca la época terminen trans­
formándose, no en el mal señorío de un castellano o un barón, sino
nada menos que en el mal señorío de un rey. La crisis de la Carta M ag­
na, pese a que no pueda decirse en m odo alguno que fuera una crisis
compleja, jam ás se habría producido de no haber sido por la arbitraria
y en ocasiones brutal conducta del rey Juan sin Tierra (1199-1216).
Juan se pasaba el tiempo zafándose de un embrollo tras otro. Al final,
la propia Carta M agna del año 1215 vendría a contribuir a su astuta
578 LA CRISIS DEL SIGLO XII

estrategia. Sin em bargo , ya en torno al añ o 1210, al ten e r qu e asum ir la


p é rd id a d e N o rm a n d ía — un a p é rd id a que el rey no c o n se g u iría ven­
gar— y d ejar a ¡a Iglesia inglesa so m e tid a a u n c o sto so interdicto, la
autoridad de Juan caería en picado en la m ism a m e d id a en qu e se hacía
cada v ez más patente su hábito de recurrir a la práctica de una coerciti­
va violencia. T o d o el m u n d o sabía qu e — p o r u n a obstinada determina­
ción del rey— M a tild e de B raose y su hijo habían sido c o nd en ado s a
m orir de h a m b re en u n a m a z m o rra de W in d so r d e b id o a los impagos
del m a rid o de M a tild e y a su su p u e sta con tu m a c ia . Lo q u e quizá no
supiera to do el m u n d o — o no to do el m u n d o se atreviera a decir— era
qu e un c ro n is ta (p o c o fiable) h a b ía d icho, co n fla gra nte descorte­
sía, que M atilde, « dando m uestras de fe m e n in a insolencia», había con­
tado a los h om b re s del rey un chism e: el de que estaba al tanto de lo que
le había sucedido a A rturo de B retañ a.263 P o r co nsiguiente, vem os anu­
darse, en este a c o n te c im ie n to , las d os pe o res a tro c id a d e s cometidas
d urante el to rm en to so rein ado de Juan.*
Sin e m bargo, n in g u n o de los dos h ech os resulta característico. Las
prácticas opresivas de Ju a n consistían , c o m o en el caso d e los malos
señores de inferior rango, en e ntregarse a a ctividades coercitivas y de
explotación, pero no en matar. Fueron los abusos urdido s en las cortes,
ju n to c on los d e sm e d id o s ejercicios de m an ip u la c ió n de las obligacio­
nes consuetudinarias, los que indujeron a sus v íctim as a conversar y a
c o m p a ra r sus respectivas experiencias. En el año 1205, N icolás de Stu-
teville se vio su m id o en una de se sp e ra d a situación de endeudamiento
al obligársele a p a g a r la astro n ó m ica cantidad de diez mil marcos para
transm itir el d erech o a la sucesión de sus tierras. Y al año siguiente,
c u an do Rogelio de C'ressi se viese injustam en te de spo se íd o por haber
contraído m a trim o nio sin el perm iso de su protector, se vería forzado a
a bo nar una m ulta de mil doscientos m arcos «para granjearse la benevo­
lencia [del se ñ o r-rey ]» .264 En los rollos de p e rg a m in o de la corte y la
H aciend a púb lica figura un sin n ú m e ro de episod io s de este tipo. Mu­
chos de los barones que habían ju ra d o lealtad a Juan dejarían de confiar
en él. G racias a las in ve stig a c io n e s de J. E. A. Jollife y de sir James

* Arturo de Bretaña era el hijo postumo de G odofredo II de Bretaña, cuarto hi


varón de Enrique II de Inglaterra. Designado sucesor al trono por Ricardo Corazón de
León, sería asesinado por orden de su tío, Juan sin Tierra; de ahí que en la atroz muer­
te de Matilde converjan dos de las acciones más crueles del rey Juan. (N. de los I.)
CONMEMORAR Y PERSUADIR ( 1 1 6 0 - 1 2 2 5 ) 579

Holt p o d e m o s o b servar c ó m o y en qué m o m e n to com ienzan a m ostrar­


se desafectas las víctim as de sem ejan te trato. Sin em bargo, los autores
modernos, al tender tan fácilm en te a pe n sa r que lo que hacían Juan y
sus p o te n ta d o s v en ía en re a lid a d a r e s p o n d e r a un c o m p o rta m ie n to
«político», dan p or sentadas varias c uestiones: la de c ó m o pudo h a b e r­
se p ro d u c id o la tra n sfo rm a c ió n de esa c o nd uc ta con el transcurso del
tiempo; la de si las a lusiones a las alianzas, las facciones y la c o n sp ira­
ción pueden o no resistir la prueba de una diferenciación herm enéutica;
y la de si en la crisis inglesa cabe o no ap reciar algo sim ilar a una po li­
tización.265
Lo que p e rm an ece en la oscu rid ad es el p roceso m ism o po r el que
se llega a ese e stado de cosas. En la incom parable profusión de fórm u­
las retóricas qu e nos han dejado las protestas, sentencias, cuentas fisca­
les y relatos de la época, son pocas las pistas que vengan a indicarnos
que los h o m b re s desco nten to s, incluido el p ro p io rey, dieran en p e n ­
sar que lo que estaban h aciendo p udiera ser otra cosa que lo que el s e ­
ñorío y la lealtad ex ig ía de ellos. N o o bsta nte, es el m ism o profesor
Holt quien señala que lo que estaban haciendo Juan de L acy y Gilberto
Fitz Reinfrey al som eterse al rey Juan en enero del año 1216 no se cir­
cunscribía sim p lem en te a la adquisición de la obligación de renovar sus
lazos de lealtad personal con Juan, sino que im plicaba asim ism o otro
compromiso: el de renunciar a toda form a de adhesión, no sólo a los
«enemigos del rey», sino tam bién a la «carta de libertades» que acaba­
ban de arran car al m onarca; y cuando hablam os de renovar su lealtad,
nos referimos a la lealtad a una «causa», a un « program a político».266
Y dado qu e el rey y el papa habían rec h a z ad o su e m p resa po r j u z
garla una c o nspiración , te n e m o s razo nes para c re e r que los barones
rebeldes habían ide a do un a form a de c on sp ira c ió n n u e v a co nsistente
en subordinar sus derechos personales a un interés colectivo, en lo que
de hecho venía a representar una m an io b ra sub versiv a para el señorío
monárquico.
La e x p eriencia de la Iglesia inglesa nos indica de qué m o d o pudo
haber ev o lu c io n a d o esta form a de pensar. Si T o m á s Becket fue inca­
paz de separar su causa de los derecho s perso nales que le asistían, la
noción de «libertad de la Iglesia» estaba llam ada a reco brar en cam bio
nuevos bríos al sufrir el acoso de las e xacciones eco n ó m ic as im puestas
por Ricardo y Juan. Los pro pios reyes v en drían a instigar, sin p reten ­
derlo, este cam bio. Al im poner su criterio a los colectivos en las convo-
580 LA CRISIS DI l SIGLO XII

caciones, invitarían a los afectados a plantear preguntas o a ofrecer re­


sistencia mediante la liierza del número — o incluso de los principios— .
Hay en este sentido un ejemplo pertinente relacionado con las intermi­
nables guerras que librara el rey Ricardo en Francia. En diciembre del
año 1197, en un «coloquio general» celebrado en Oxford y en el que
estaban llamados a participar todos los potentados ingleses, el arzobis­
po y juez Huberto Walter expondría de manera particularmente apre­
miante los desesperados «apuros» que atenazaban al rey. En el trans­
curso de ese coloquio, Huberto lograría una cierta aquiescencia a su
propuesta, consistente en dar los pasos necesarios para organizar en
Francia lina fuerza integrada por trescientos caballeros. Sin embargo,
el obispo Hugo de Lincoln planteó varias objeciones, afirmando que la
prestación de servicios fuera de Inglaterra constituía una práctica ajena
a lo establecido por los hábitos consuetudinarios. Al respaldar también
el obispo Heriberto de Salisbury el planteamiento de esta oposición,
fundada en principios, el arzobispo Huberto disolvió furioso la asam­
blea, con la consecuencia de que el señor-rey terminaría ordenando que
se confiscaran las tierras de Salisbury .267
No ha llegado hasta nosotros ningún registro de esta reunión. De
modo muy parecido a lo que ya sucediera en Barcelona en el año 1190,
tampoco en esta ocasión la expresión de las posturas encontradas daría
paso a una conciliación que pudiera armonizarlas, de manera que se
dejó que prevaleciera únicamente el despecho. Sin embargo, el biógra­
fo de san Hugo nos permite reconstruir la.confrontación del año 1197
con un verosímil grado de detalle. Encolerizado por la respuesta de los
obispos, y no contando sino con la tímida aquiescencia de Ricardo de
Londres, parece que, al margen de su perorata inicial, Huberto Walter
no hizo el menor esfuerzo por persuadir a los circunstantes. El venera­
ble Hugo, cuyo carisma ascético tenia ev identemente mucho más peso
que su argumentación sobre la prestación de servicios ajenos a las cos­
tumbres — dado que el razonamiento era de hecho erróneo— , le había
robado protagonismo. Con independencia de cuáles fueran los aconte­
cimientos que se produjeran después en la asamblea, tanto el arzobispo
Huberto como el rey prefirieron dominar a conceder, lo que significa
que no aceptaron someter a examen ni la pretensión de que se eximiera
a los asistentes de la prestación de servicios consuetudinarios colecti­
vos, ni la petición de esa prestación en concreto, fundada en la exposi­
ción de las diíicultades económicas del monarca. Es posible que la
C O N M E M O R A R Y PKRSIJ ADIR (1 1 6 0 - 1 2 2 5 ) 581

cuestión del derecho consuetudinario tropezara con el escollo de la


confusa respuesta emocional que plausiblemente debieron de suscitar
las alegaciones del obispo H ugo .268
Con todo, Huberto Walter saldría mejor parado en el año 1201, al
producirse una confrontación similar. El rey Juan se había reunido en
York con un grupo de sacerdotes cistercienses y les había pedido que
comprometieran la voluntad de la orden religiosa y se avinieran a con­
tribuir al pago de un impuesto general sobre los labrantíos creado para
sufragar las cantidades de la compensación debida a Felipe Augusto
por haber penetrado en los grandes feudos de Francia. Al argumentar
los prelados que debía de eximírseles de dicha exacción, comentar que
deseaban posponer su respuesta en tanto no contaran con el parecer de
los abates ausentes, y señalar que debían disponer antes del «consejo y
el consentimiento» del cabildo general de la abadía del Císter, Juan
montó en cólera y ordenó a «sus magistrados condales» que trataran
tanto a los monjes como a los arrendatarios cistercienses con la brutali­
dad que acostumbraba a aplicarse a los forajidos. En ese momento in­
tervino el arzobispo Huberto, reprendió al rey por haberse dejado lle­
var por la ira, y ofreció pagar, ((en nombre de la orden [cisterciense]»,
una multa de mil marcos a cambio de la confirmación de sus cartas.
Juan se negó, partió con gran enojo a Francia, y al regresar en septiem­
bre ordenó al primer guardabosques del reino que exigiera a los monjes
cistercienses la retirada de sus animales de los bosques regios, so pena
de verse privados de ellos. Así las cosas, los abates volvieron a apelar a
Huberto Walter, quien consiguió que el rey se aviniera a escuchar sus
súplicas en una reunión personal que debía celebrarse en Lincoln. Lle­
gado el día del encuentro, y al negarse el rey, en un arranque tempera­
mental, a dirigir la palabra a los abates, el arzobispo accedió a mediar.
En el emotivo acto de reconciliación que se produjo a continuación, el
señor-rey prometió expresarles su rendida reverencia, mientras los
abates, por su parte, se postraban rostro en tierra como muestra de sen­
tido agradecimiento. El episodio habría de costarles, claro está, los mil
marcos que anteriormente habían prom etido .269
Ésta es la versión que se da habitualmente de este encuentro. Es
claro que la dinámica que aquí se observa es la que corresponde a un
rey caprichoso al que preocupa más hacer concesiones desde el poder
que convencer a los grandes arrendatarios de que tienen la obligación
de auxiliarle en atención a las reglas de la lealtad. No obstante, una vez
582 LA CRISIS DEL SIGLO XII

más, la cuestión no se reduce a esto. Sea de memoria o por la informa­


ción obtenida de testigos presenciales, el cronista nos explica la forma
en que conversaron los abates, y comenta los argumentos que expusie­
ron, respaldados en la fuerza del consenso y el número. En primer lu­
gar, surgió la cuestión táctica de elegir el lugar en el que reunirse con el
rey: ¿dónde era mejor hacerlo, en la ciudad de Lincoln (opción que
terminarían prudentemente por escoger) o en algún campo exterior a la
urbe? Después se desencadenaría una discusión, pues aunque algunos
prelados pensaban que era preciso mantenerse firmemente opuestos a
cualquier pago que pudiera exigírseles por la clemencia del monarca,
otros sugerían que lo mejor era «aplacarlo», lo que suscitaría otra inte­
rrogante más: la de si podían hacer frente o no a un pago superior a los
mil marcos que habían ofrecido en un principio por la confirmación de
sus cartas. De este modo, y a base de tanteos, los abates comenzaron a
llegar al acuerdo de que debían emplear pragmáticamente la fuerza de
su número, dado que no suponían que Juan estuviera dispuesto a con­
trarrestar los argumentos que ellos manifestaran con una exposición
razonada de su posición. Siendo su señor, 110 podía causarles ningún
perjuicio, a menos que transgrediera lo que ellos consideraban sus cos­
tumbres. Sin embargo, la forma en que se presentan los razonamientos
nos permite el raro vislumbre de una controversia sujeta a distintos
pareceres en la que efectivamente se expondrán varios puntos de vista.
No obstante, Juan no había terminado de saldar las cuentas con los
abates cistercienses. En 1210 los emplazó a acudir a York, solicitándo­
les que le entregaran en metálico la ayuda económica pedida a fin de
recuperar y defender Normandía. «Sin embargo, todos ellos contestaron
a una», escribirá el autor que continúa la crónica de Guillermo de Ncw-
burgh, que no tenían «en sus manos» cantidad alguna en efectivo, con lo
que nada le podían entregar, a lo que añadirían además que tampoco
deseaban poseerla, al no ser ellos mismos sino simples custodios y ad­
ministradores de las limosnas que les confiaban los fieles para la realiza­
ción de obras piadosas. Juan volvió a montar en cólera. Prohibió a los
monjes que celebraran el cabildo general, ordenó a sus magistrados con­
dales, así como a sus jueces y guardabosques que les negaran toda justi­
cia, y anuló las cartas de privilegio de los clérigos cistercienses .-70
La expresión en la que se dice que los abates contestaron a una voce
sugiere que los monjes cistercienses se habían dado cuenta de que po­
dían hacer casi inexpugnable su posición manifestándose de forma
CONMEMORAR Y PERSUADIR ( 1 1 6 0 - 1 2 2 5 ) 583

unánime. La inevitable respuesta de Juan era el enojo, ya que carecía


de recursos políticos para ei caso. Pese a que cabía argumentar que la
recuperación de las tierras dinásticas era una causa pública, Juan no se
había planteado así las cosas. Los abates, por el contrario, no sólo esta­
ban unidos, también se atenían a la bien estudiada doctrina que se pro­
fesaba por entonces en las facultades de París. Aun no teniendo con­
ciencia de serlo, se trataba de una doctrina muy oportuna, ya que el
hecho de argumentar que los prelados eran los custodios de un patri­
monio reunido para la realización de obras de caridad equivalía a sub­
rayar el significado funcional del desempeño de 1111 cargo, significado
que el rey Juan, al igual que la m ayoría de los príncipes de la época,
conocía tanto como descuidaba. Uno de aquellos profesores parisinos
era Esteban Langton, cuyas lecciones sobre las propiedades del clero
muy bien podían haber llegado a oídos de los monjes cistercicnses .271
Difícilmente cabría considerar ingenuo al rey Juan en materia de
pleitos y consentimientos. La determinación que mostraría para tratar
de reconquistar Normandía se revelaría tan constante como desconcer­
tante su incapacidad para defenderla. Antes de transcurrido un año del
triunfo capeto ya empezaría a mostrar deseos de convencer a sus segui­
dores «de ¡a grandeza de nuestras arduas empresas y de la común pros­
peridad de nuestro reino». Sin embargo, cuando el inmenso ejército
reunido en junio del año 1205 se desbandara, reduciendo la iniciativa a
la nada, la opinión de las élites quedaría escindida, constituyéndose así
una divergencia que en lo sucesivo habría de impedir el consenso du­
rante muchos años .272 La mayor parte del peso de la campaña del año
1214 habría de recaer en los aliados extranjeros. Los inflexibles abates
gozaban de grandes simpatías; de hecho, en el año 1207 los obispos ya
habían previsto este factor favorable a su postura. Tras la disputada
elección de Esteban Langton al arzobispado de Cantorbery, Inglaterra
se vio abrumada por los pleitos, y de ellos el que enfrentaba a Juan con
los abates cistercienscs era potencialmente el más interesante. Juan de­
dicaría buena parte de su reinado a cursar emplazamientos. Sus convo­
caciones eran verdaderos modelos del tipo de argumentación basado
en la necesidad y la utilidad pública, y no hay duda de que había perso­
nas que empezaban a cansarse de la insistencia con la que muchos de
los convocados sostenían que debía eximírseles de todo pago en aten­
ción a las prácticas consuetudinarias. Sin embargo, el hecho de que el
señorío de Juan se hallara bajo sospecha iba a convertirse en un obs­
584 LA CRISIS DHL SIGLO XII

táculo para el ejercicio de la prudencia social. En septiembre de 1209,


recién llegado de una expedición a Escocia, además de excomulgado y
acosado por las preocupaciones que le causaban ias potencias extranje­
ras, Juan lanzaria a los hombres libres de Inglaterra el llamamiento más
general posible, convocándoles en Marlborough y celebrando con ellos
lo que sin duda debió de ser una asamblea tensa, ya que en ella el mo­
narca exigiría a los asistentes que le rindieran homenaje y le profesaran
lealtad. El rey Juan se nutría de juram entos — ya había empezado a
desconfiar de algunos barones del norte— , y a partir del año 12 10 co­
m enzó a confiar cada vez más su suerte a las garantías de lealtad perso­
nal. Difícilmente cabe decir que se tratara de una conducta tiránica, ya
que nunca llegaría a depender tanto de sus avalistas como Felipe Au­
gusto, y tampoco daría en ningún caso en organizar un «poder de los
castillos» de carácter consuetudinario, a diferencia de lo que ocurrirá
en algunas regiones mediterráneas, donde sí existirá ese tipo de poder.
Sin embargo, la circunstancia de que tuviera que confiar en seguidores
y en aliados jurados terminaría por alimentar en Juan las sospechas que
le inspiraban unos hombres poderosos a los que rara vez veía. Y es
posible que la única causa no temporal que impulsara la crisis de la
Carta Magna fuera el creciente malestar de estos últimos, que descon­
fiaban de Juan .271
El problema que obligaría al monarca inglés a relacionarse con sus
magnates se inició en el año 1212. Habiendo tenido noticia de que se
tramaba una conjura contra él, el soberano anuló la campaña de castigo
que había emprendido en Gales, despidió a sus soldados, y mandó lla­
mar a algunos potentados que le inspiraban sospechas, exigiéndoles
rehenes para efectuar una investigación sobre su lealtad. En ios meses
que siguieron, Juan tomaría conciencia de la crisis, que pese a haber
sido contenida continuaba siendo peligrosa, ya que aún no estaba re­
suelta. Actuó con firmeza y consolidó los castillos del norte, aunque
sólo para comprender que su intento de arreglo con el papa iba a coin­
cidir en Inglaterra con una soterrada situación de descontento que de­
saprobaba su actuación. Se abre así un período marcado por aconteci­
mientos sintomáticos como la profecía de un ermitaño del condado de
York, que había vaticinado la inminente muerte del rey; la congrega­
ción de un enorme ejército con el que defender a Inglaterra de la inva­
sión francesa que se preparaba con el estímulo del papa; y la aparición
de un cambio de actitud en Juan, Pese a que se hubiera apoderado de un
CONMEMORAR V Pl-RSUADIR ( 1 1 6 0 - 1 2 2 5 } 585

conjunto de castillos sospechosos al salir a la luz la conspiración que


pretendía atentar contra su vida, y aunque hubiera comenzado a exigir
a los prelados una afirmación escrita de que las incautaciones que aca­
baba de realizar habían sido en realidad donaciones efectuadas por
ellos con toda libertad ai monarca, había «empezado a actuar [no obs­
tante] con mayor gentileza con la gente». En los condados septentrio­
nales reduciría las exacciones forestales, simulando al mismo tiempo
responder a las quejas que sostenían que los magistrados condales se
dedicaban a extorsionar un dinero que jam ás llegaba a la Hacienda pú­
blica. Durante el verano del año 1213, tras someterse a las condiciones
impuestas por el papa y producirse la consagración del obispo Esteban,
éste impulso cobraría nuevo vigor, concretándose en una promesa de
reforma de alcance más general .274
Juan había aceptado los términos que el pontífice le planteara, y
éste levantaría finalmente sus sanciones en 1213. De este modo, Juan
lograba salir de un peligroso aprieto. Al conceder al papa el señorío
feudal sobre sus reinos. Juan quitaba a sus adversarios un importante
motivo de queja y reducía sus opciones .275 Ahora podía reanudar sin
riesgo los preparativos necesarios para recuperar sus posesiones en tie­
rras francesas, Las concesiones del verano de 1213 debieron de coinci­
dir con su absolución - - ocurrida el 20 de julio— , o quizá tuvieran lu­
gar inmediatamente después. En todo caso, debieron de realizarse sin
duda en un momento en el que Juan había renovado ya su juram ento de
coronación.27b No es preciso que demos crédito al improbable relato
que sostiene que Esteban Langton sacó a relucir en dicha ceremonia la
carta de libertades del año 1 1 00 a fin de comprobar que la dinámica del
poder estaba cambiando. Muy cerca, aunque de manera larvada y en la
sombra, estaba em pezando a cobrar forma una oposición en potencia
que hacía confluir los intereses del clero y del laicado. Juan se estaba
dedicando a distribuir promesas antes de saber siquiera que existían
quejas convergentes .2"7 una apuesta que no podría arrojar dividendos a
menos de que obtuviera una victoria en Francia.
La causa de Juan no era en modo alguno desdeñable, y los descon­
tentos tampoco se habían agrupado solidariamente todavía. Al menos
doce de los futuros rebeldes se harían a la m ar con el rey, embarcándo­
se en el Poitou en febrero del año 1214.278 Pese a todo, Juan había fra­
casado en el intento de asegurarse la fidelidad de los barones de las re­
giones Septentrionales, dado que habia procurado obtenerla primero
586 LA CRISIS DEL SIGLO XII

por la fuerza — al solicitar unánimemente esos mismos notables que se


les eximiera del pago de tributos y que se abolieran los derechos del
monarca— , y dado también que se había empeñado después en concre­
tarla en una reunión celebrada en Wallingford el 1 de noviembre del año
1213, reunión en la que el legado Nicolás y el arzobispo Esteban actua­
rían como mediadores. Fuera cual fuese el acuerdo al que llegara en esa
ocasión, la confirmación de lo pactado quedaría a expensas de que se
reconocieran las «antiguas libertades» de los hombres del norte, condi­
ción de la que el rey se desentendería más tarde. Derivados de toda una
serie de sucesivas confrontaciones armadas y acuerdos de paz (concre­
tados en ceremonias de carácter familiar), dichos pactos vendrían a pre­
sagiar las desconfiadas relaciones que mantendrían seis meses después
los grandes ejércitos de ambas partes. Ésta es posiblemente la razón de
que, en el apunte inmediatamente posterior, el cronista de Coggeshall
afirme que «casi todos los barones de Inglaterra se reunieron para defen­
der tanto la libertad de la Iglesia como la de todo el reino » .279
Fuera cual fuese el acuerdo alcanzado en Wallingford, había de
quedar muy pronto en agua de borrajas. En el plazo de pocos días, o
incluso de unas cuantas horas, Juan decidió tomar un nuevo rumbo: iba
a convertir la gran asamblea laica que debía reunirse en Oxford el 15 de
noviembre en una confrontación sin precedentes entre sus caballeros
armados y los inermes barones. Resulta difícil adivinar cómo pensaba
casar esta amenazadora demostración de fuerza con la voluntad de per­
suasión, y desde luego tiene todo el aspecto de ser otro de los impetuo­
sos arranques de Juan. No volverá a oírse hablar de una asamblea cuyo
carácter habría sido aún más histórico que el de los restantes y aislados
emplazamientos a los caballeros del condado, emplazamientos que nos
hablan de una determinada intención; y aunque tenga sentido pensar
que algunas de las cuestiones de la llamada «Carta desconocida» se
remonten a la reunión de Wallingford, da la impresión de que las con­
versaciones en las que dichos temas terminarán asociándose con los ya
expuestos en la carta de libertades de Enrique I debieron de producirse
a principios del año 1215.280
Por esa época, el rey se hallaba absorto en la renovada crisis que
había provocado el fracaso de Bouvines, localidad en la que Felipe Au­
gusto había derrotado, el 27 de julio de 1214. a los aliados continentales
de Juan, con lo que el plan concebido para recuperar Normandía queda­
ría definitivamente desbaratado. En octubre de 1214, ya de vuelta en
CONMEMORAR Y PERSUADIR ( 1 1 6 0 * 1 2 2 5 ) 587

Inglaterra, Juan hubo de enfrentarse a una resistencia generalizada que


no le dejaba más salida que la negociación o la guerra. «De Bouvines a
Runnymede», escribirá Holt, «no había más que un corto trecho, direc­
to e inevitable » .281 Al rey em pezó a resultarle más difícil que nunca
reunir el escuage* solicitado para la campaña del Poitevin: el día de
San Miguel del año 1214, los contables dejarán enormes espacios en
blanco en sus libros de cuentas — de hecho, en 1219, el condado de
York aún seguía pagando los atrasos — ,282 Juan procuraría conservar a
los partidarios que aún le quedaban en otros lugares, y llegaría a obte­
ner incluso el apoyo de terceros, necesitados de su favor. No obstante,
ahora había hombres desafectos tanto en los condados del sur como en
los del este. Fue entonces cuando se conocieron los términos de un liti­
gio colectivo que dos cronistas fiables atribuirán a los barones del nor­
te: lo que se aducía en los motivos del pleito era que el hecho de exigir
que se realizara una prestación de servicio fuera de Inglaterra constituía
una demanda ajena a las prácticas consuetudinarias, argumento que
justificaba que los barones se resistieran al pago del impuesto com pen­
satorio (es decir, del escuage); a esto se añadía que la Iglesia y el reino
en general estaban sufriendo las consecuencias de los malos usos, y que
la situación reclamaba una reforma. Además, por estos anos había sali­
do ya a la luz la primera carta de Enrique, rubricada en el año 1100. y
los disidentes comenzaban ya a esgrimirla (aunque anacrónicamente) a
la manera de un venerable icono del buen señorío regio .281
Lo que sucedería a lo largo de los seis meses anteriores a la prom ul­
gación de la Carta Magna (cuyas deliberaciones tendrán lugar, junto
con su sanción definitiva, entre los días 15 y 19 de junio del año 1215)
ha quedado bastante bien recogido documentalmente. A esta luz, el
hecho de que el 21 de noviembre del año anterior Juan hubiera conce­
dido al clero el derecho a elegir libremente a sus jerarquías parece un
esfuerzo encaminado a evitar la defección de un buen número de cléri­
gos .284 De haber sido así, sería lo más cerca que habría estado el rey de
una abierta definición política de su litigio con los prelados. Se hallaba

* E n p r in c ip io , el fe u d a ta rio e s ta b a o b lig a d o a a c o m p a ñ a r a su se ñ o r a la g u e rra


Sin e m b a rg o , c o n el tie m p o e s ta c o s tu m b r e se s u s titu y ó p o r un p a g o e u m e tá lic o
que v e n ía a s u s titu ir la fu n c ió n e s c u d e ril del v a s a llo (y d e a h í el n o m b re d e la ta s a , q u e
deriva d el latín m e d ie v a l s c u ta g iim t, p r o c e d e n te a su v e z d el latín c lá s ic o xcntum .
« escu d o » ). (/V. de /o.í i. )
588 LA CRISIS DLL SIGLO XII

por tanto momentáneamente a la defensiva cuando, tras ía Navidad del


año 1214, los barones le invitaron a reunirse con ellos en Londres afín
de hacerle algunas peticiones, entre las que probablemente figurara la
de que confirmase la carta de Enrique 1. Al solicitar el monarca que le
permitieran aplazar su respuesta hasta las octavas de Pascua (esto es,
hasta el 26 de abril), hubo barones que manifestaron que estaba preva­
ricando, además, como ambas partes habían implicado al papa en sus
reivindicaciones, Juan se hallaba en bucyia posición para dar al traste
con el pleito de los barones. El 4 de marzo del año 1215, Juan abrazaría
la cruz como cruzado confeso, estratagema calculada para descolocar
legalmente toda exhibición de fuerza que pudieran realizar los barones
disidentes (y el clero ).285 Quince días más tarde, Inocencio III decidiría
enviar dos cartas independientes, una dirigida a los barones y otra al
rey, y dejar claro a los primeros que si estaba en lo cierto al pensar que
habían empezado a «conspirar y a conjurarse» contra su señor-rey, de­
bían desistir de su empeño y exponer al monarca, «no con violencia,
sino con reverencia», toda petición razonable que pudiera inquietarles
La otra misiva recomendaba a Juan que tratase con amabilidad a los
barones, aunque le aseguraba que, en su calidad de cruzado y hombre
juramentado en favor de la causa pontificia, tenía la ley enteramente de
su parte .2*6
Es casi seguro que el llamamiento por el que se solicitaba a Juan
que confirmase la carta de Enrique determinara que el rey decidiese
insistir en la renovación de los lazos de lealtad jurada que obligaban a
sus barones. A finales de la primavera, las demandas de estos últimos
habían quedado estipuladas en una serie de artículos de nueva redac­
ción que le fueron presentados al rey en un mom ento marcado por la
creciente amenaza de una oposición armada. El 17 de mayo, al tomar
Londres los barones, la dinámica del poder experimentaría un vuelco
en su favor: el número de hombres que, habiendo sido hasta entonces
leales a Juan, se decidirían a abandonarle comenzaría a multiplicarse, y
el monarca se vería obligado a buscar un arreglo a fin de evitar un con­
flicto violento. Llegadas las cosas a este punto, da la impresión de que
¡as respectivas posturas de las panes — desafiante una e insistente otra
(sobre la base de ciertos principios) en la prestación de servicios y en la
fidelidad— empezarán a presentar el aspecto de una confrontación po­
lítica, es decir, a constituir prácticamente dos conjuntos de argumentos
favorables cada uno a una causa opuesta a la contraria. En las conver­
CONMEMORAR Y PERSUADIR (1 1 6 0 - 1 2 2 5 ) 589

saciones mantenidas en la localidad de Staines, o cerca de ella, en torno


a los días 10 u 11 de junio de 1215 seguiría intentándose llegar a un
acomodo, lo que parece probar que el objetivo de la reunión celebrada
en Runnymede el 15 de junio consistía en ratificar la sustancia (o los
detalles) de los anteriores acuerdos .2*7 Es muy probable que el cronista
de Barnwell no anduviera muy descaminado al sostener que la Carta
Magna había venido a ser poco menos que una concesión arrancada a
regañadientes a un rey reacio que no esperaba sino un momento propi­
cio para deshacerse de ella. Sin embargo, la actitud de Juan al estampar
su rúbrica no sería de irremediable mala fe: hubo un banquete en el que
tanto él como sus adversarios com erían y brindarían juntos, y en el
que Juan recibiría el homenaje y la expresión de lealtad de los presen­
tes. En ese mismo festín Juan devolvería algunos castillos y ordenaría
que se enviaran copias de la carta a los condados y a las iglesias.-Si< Se
trataba no obstante de un frágil consenso, habida cuenta de las expecta­
tivas del soberano. Apenas se necesitarían más embates que el de la
noticia de que el papa rechazaba enfáticamente la Carta (el 24 de agos­
to de 1215) para reactivar la crisis. Inglaterra quedó sumida en una si­
tuación de guerra civil intermitente que perduraría hasta la muerte del
rey Juan, sobrevenida un año después.2W
No es preciso entrar en los detalles de esta parte del episodio. El
desarrollo de la crisis, recrudecida, habría de verse sometido a los im­
perativos de la naturaleza (los fallecimientos de Inocencio 111 y de
Juan, ocurridos, respectivamente, los días 16 y 18 o 19 de octubre de
1216), del oportunismo (la irrupción del príncipe Luis, que continuaba
reclamando obstinadamente el trono de Inglaterra), y de los problemas
asociados a la sucesión dinástica (tras desinflarse el acuerdo por el que
debía elegirse rey al infante Enrique, hijo de Juan).* Holt ha expuesto
claramente que las imprecisiones de la Carta Magna impidieron o tras­
tocaron su aplicación en el ámbito local y fomentaron al mismo tiempo
!a aparición de nuevos recelos, y ha explicado también que ambos ban­
dos terminarían por desentenderse del docum ento .290 Dada la experien­

* E n riq u e d e W i n u l i c s t c r . q u e a la m u e rte de su p a d re te n ía n u e v e a ñ o s d e e d a d
no s u c e d e r ía a J u a n d ir e c ta m e n te , sin o a tra v é s d e la r e g e n c ia d e G u ille r m o el M a ris ­
c a l, q u ie n te n d r ía q u e d e r ro ta r a lo s b a r o n e s re b e ld e s , q u e c o n te s ta b a n el d e r e c h o de
E n riq u e , y al p r ín c ip e L u is d e F ra n c ia , a n te s d e c o n s o lid a r el tro n o de s u p ro te g id o .
(N. de los í.)
590 LA CRISIS DEL SIGLO XII

cia formativa europea, en la que cabe incluir los incipientes impulsos


de la acción asociativa, dos son los acontecimientos que destacan en
estos dos meses. En primer lugar, al irse volviendo cada vez más pro­
blemática la lealtad de los condados, muchos de los barones disidentes
tomarían ¡a iniciativa de organizar, «en aquella parte del reino que pa­
recía haberles correspondido», algo parecido a un gobierno fundado en
los principios contenidos en la Carta: así lo harían Godofredo de Man-
deville en Essex, Roberto Fitz Walter en el condado de Northampton,
y así sucesivamente. «Cada uno de ellos habría de actuar, en la provin­
cia que le habia sido asignada, como juez, y cuidar además del mante­
nimiento de la paz entre las gentes de la provincia.» En este caso, es
clara la connotación pública de la palabra «paz» (pax)\ unida a otros
indicadores, señala en la dirección de una justicia concebida al modo
de una necesidad social, como ya ocurriera en 1215 con los «llamados
magistrados condales de la paz» del rey Juan, o con la institución de los
«hombres de paz» (p a cia rii) en las ciudades del sur de Francia en tomo
al período comprendido entre los años 1200 a 1225. En todos estos
casos, se entiende que los derechos constituían una entidad colectiva,
como si precisaran de custodia oficial .291
En segundo lugar, dado que habían perdido toda esperanza de que
el rey se atuviera a lo rubricado, y quizá antes incluso de saber que el
papa había condenado la Carta, los barones rebeldes se propondrían
consolidar — como requisito previo para la «elección» de un nuevo
«señor [rey]»— e¡ «consenso común [al que se había llegado] en todo
el reino». Difícilmente cabe considerar nueva la contingencia de que,
al ver vacante una posición de señorío, los barones sintieran la necesi­
dad de tomar la iniciativa. Los barones del norte ya se habían visto en
esa misma situación en 1212, pero el caso del año 1215 parecería venir
a señalar un palpable avance en la dirección de una concepción admi­
nistrativa del poder interino de los barones .292

Al recordar estos acontecimientos, el cronista de Bamwell los enu­


mera como si se tratara de sucesos consecutivos, y seguramente no es
casual. A los ojos del lector actual, y me incluyo, la crisis de la Carta
Magna presenta todo el aspecto de haber sido el resultado de una con­
fluencia por la que la progresiva y lenta maduración de la experiencia
societal y jurisdiccional vino a sumarse a una crisis de poder de rápido
C O N M E M O R A R Y P ER S UADI R ( 1 1 6 0 - 1 2 2 5 ) 591

desenvolvimiento. Resulta comprensible que sir James Holt vea aquí,


en el ámbito de las jerarquías laicas y eclesiásticas, el surgimiento de
un «pensamiento político», del imperio de la ley y de los derechos de
los sujetos .293 Quienes tuvieron la oportunidad de experimentar la épo­
ca en sus propias carnes debieron de considerar más bien que se trataba
de una crisis de señorío. Y es claro que el papa Inocencio III era paten­
temente de la misma opinión. En las influyentes cartas que escribiera
en el año 1215 aludirá en repetidas ocasiones al hecho de que, en Ingla­
terra, la dominación de los caballeros se hallaba sometida a desafíos,
amenazas y quebrantos.29J Desde luego, no hay duda de que su punto
de vista era tendencioso, pero si lo unimos al hecho de que insistiera
tan asiduamente en la afirmación por la que el rey Juan daba en soste­
ner que la prestación de servicios feudales constituía un derecho (inne­
gociable) del señor, comprenderemos que fue más que suficiente para
echar abajo el amago de paz de Runnymede. Los puntos débiles de
Juan no eran tanto los de la incompetencia como los de la afectividad:
habrían de ser fundamentalmente sus defectos personales los que de­
terminaran la pérdida de la confianza de los hombres sujetos a él por un
vínculo de vasallaje. En varías de las circunstancias críticas que hubo
de vivir, lo que Juan trataría desesperadamente de recobrar sería justa­
mente el homenaje y la lealtad de esos hombres; por otro lado, su
arriesgado argumento de que, en virtud de la sumisión de sus vasallos,
él tenía derecho a los servicios o al dinero que considerara justo exigir­
les, a menos que un tribunal diera en probar lo contrario, no venía a
constituir en realidad sino la invocación doctrinaria de un derecho feu­
dal de mayor calado aún que el de las exenciones consuetudinarias que
solicitaban los abates y los barones de las regiones septentrionales. En
todos los apartados de la Carta Magna — sea en los relativos a la Igle­
sia, eti los relacionados con los abusos del derecho feudal, en los vincu­
lados con la aplicación de la justicia, o en los asociados al com porta­
miento de los agentes del poder— hay innumerables capítulos que nos
hablan de que el objetivo del documento estriba en conferir una forma
nueva al señorío regio, no en sustituirlo por otra forma de gobierno .295
Este extremo no habría de pasársele por alto a Juan, quien no obstante
lo juzgaría tácticamente desaconsejable, aun antes de saber que el papa
le autorizaba a ignorar las cláusulas de la Carta.
Y en cuanto a los barones disidentes y el clero, lo que deseaban
negociar eran las concesiones de gracia del señor-rey. Una sorprenden­
592 LA CRISIS DLL SIGLO XII

te cláusula de seguridad concedía a los barones el derecho a conferir a


veinticinco de ellos el poder necesario para obligar a Juan a cumplir sus
promesas, hasta el punto de aprobar incluso la adopción de las duras
medidas de coerción que caracterizaban por entonces a los señoríos
explotadores de todas las regiones de l a Europa del siglo X II. Y si es
cierto que esos mismos veinticinco barones electos habrian de verse
efectivamente obligados a tomar iniciativas extraordinarias a lo largo
del verano de 1215, la verdad es que ni el capítulo 61 ni ninguna otra
disposición de la Carta Magna preveía l a existencia de un gobierno de
barones como tal .296 Por el contrario, los juzgados provinciales de paz
que menciona un cronista debieron de instituirse a partir de los grandes
señoríos honoríficos de los potentados que los habían puesto en mar­
cha, Lejos de pretender lograr forma alguna de deconstrucción revolu­
cionaria del señorío, los disidentes que elaboraron la Carta Magna no
dirigirían sino alabanzas a las formas de dominación que sustentaban
su propio modo de vida, procurando, eso sí, poner las condiciones para
contar con un señor-rey mejor.
El episodio entero está plagado de ironías. Nos encontramos frente a
un mal señor-rey a quien el señor-papa exonera de toda responsabilidad,
un papa que habría de ser, además, el pontífice medieval que más cerca
estuviera de gobernar de facto al conjunto de la Iglesia. Espoleado por
una compulsiva concepción de la actividad cruzada que le empujaba a
considerar innecesario dar una respuesta concreta a las peticiones de los
barones, Inocencio III se creería en la obligación de rescatar al mismo
rey que poco después del año 1206 había venido prácticamente a sa­
quear los bienes de la Iglesia inglesa. Tanto el rey como el papa habrían
de desempeñar en esta crisis el papel de grandes señores, y no repararían
en manipular cínicamente tanto la costumbre feudal que gozaba de ge­
neral reconocimiento en las regiones septentrionales como el derecho
canónico que protegía las tierras de los cruzados. Sin embargo, la verda­
dera función de ambos potentados, cada uno en sus respectivos domi­
nios, se hallaba más cerca de la de un gobernador — más desde luego
que la ejercida por cualquiera de ¡os adversarios laicos de Juan— , y de
hecho casi podríamos decir que los dos actuaban como burócratas dedi­
cados a dirigir a las masas desde sus cancillerías y a esgrimir hábilmen­
te en su favor los principios del interés común.
Con todo, Juan se mostraría menos diestro que los barones (o que el
propio papa) en lo tocante a la promoción de sus intereses. Y es que
CONMEMORAR V I’HRSUADIR (1 1 6 0 - 1 2 2 5 ) 593

pese a toda la regia pompa de que se rodeaba para captar aliados, Juan
se revelaría incapaz — salvo quiza en algunos m omentos de su último
año de vida (es decir, entre finales de 1215 y principios de 1216) — de
conseguir que la monarquía se convirtiera en una causa similar a la que
los barones terminarían esbozando en la Carta 291 Y también hay que
tener en cuenta que el hecho de que el papa clamara contra sus «cons­
piraciones» no sólo dejaba traslucir la inherente ceguera del señorío a
la politización de los debates, sino también las propias limitaciones de
Inocencio, incapaz de imaginar qué podía estar empujando a conspirar
a tan distantes pelmazos. Lo más probable es que lo que trataran de
conseguir los afrentados barones, junto con Esteban Langton y otros
miembros del clero, fuera hallar el modo de legitimar su resistencia, y
que lo hicieran en una sene de reuniones de las que no tenemos ningu­
na constancia documental. El hecho de que los cronistas se limiten a
señalar casi de pasada que se estaban realizando esfuerzos para lograr
que las demandas resultaran convincentes parece probar que los disi­
dentes no consiguieron entrever ningún recurso conceptual conducente
a ese fin, lo que significa que los argumentos expuestos a una voce, por
ejemplo, o la referencia que se hace en la Carta a la «libertad de la Igle­
sia y de todo el reino» como elementos para justificar la petición de una
confederación y diferenciar la demanda de una conspiración, no alcan­
zarían a persuadir a los interesados.-l,s Las partes de las que habla el
cronista de Barnwell no pueden entenderse sino como «bandos» o
«grupos de partidarios»: difícilmente cabría pensar que pudiera tratarse
de «partidos».2yy Lo que sí debió de cundir sin duda abundantemente
fueron las muestras de «politiqueo», en el moderno sentido de la pala­
bra; y sin embargo, lo que todavía mantiene viva la esperanza de lograr
dar a la crisis de la Carta Magna el sentido histórico de una crisis de
poder es justamente la postergación de ese significado. Nos viene así a
la mente el éxito que en último término acompañaría a Juan en su de­
terminación de quebrar la solidaridad de sus adversarios. Y pese a todo,
también aquí vuelven una vez más las fuentes a mostrarse reacias a la
expresión de la más mínima novedad. Las circunstancias empujaron a
los rebeldes a elaborar una definición propia del poder que a punto es­
tuvo de constituir una ciara redefinición. Los capítulos 12 y 14 de la
Carta, que al prescribir un «concejo común» podrían dar la impresión
de haber formulado una definición práctica del interés colectivo, desa­
parecerían sigilosamente de las reformulaciones que experimentara el
594 LA CRISIS DEL SIGLO XII

documento en el año 1216 y fechas posteriores. Aun así, como rápida­


mente vendría a demostrarse con el paso del tiempo, la insistente reali­
dad de la asignación de un papel consultivo a ese «concejo común» —
un papel concebido además para favorecer el interés general de la
sociedad inglesa— terminaría por prevalecer sobre las reticencias con­
suetudinarias.

Los ESTADOS y LOS E S T A M E N T O S D EL PO D E R

Consideradas com o crisis de señorío, las conmociones vividas en


Inglaterra y en Cataluña debieron de presentar a los ojos de muchos el
aspecto de sendas pequeneces provincianas. En ambas regiones habían
predominado los malos señores, aunque la situación no habría de pro­
longarse durante demasiado tiempo. De hecho, los acontecimientos
m ismos que dan pie a los momentáneos éxitos de dichos señores reve­
lan la existencia de un adverso mar de fondo generado por unos intere­
ses societales que ya no era posible seguir suprimiendo. Para la mayo­
ría de los europeos de la época, la peor conmoción debió de haber sido
sin duda la provocada por la crisis del señorío regio vivida en Alemania
(entre los años 1197 y 1212), crisis que suscitaría un recrudecimiento
de la violencia ejercida por los castillos y que daria lugar a un episodio
de brutalidad mucho peor que cualquiera de los que pudieran haber
desatado los barones catalanes o ingleses. Burcardo de Ursberg lo ex­
plicará de este modo: «La discordia, madre y nodriza de todos los ma­
les, no aceptaba que se la aplacase». Y el cronista de Colonia sostendrá
que «los hombres malvados, [incitados] com o lobos hambrientos, se
dedicarían a saquear a las masas indigentes » .300 Volvemos a ser testi­
gos aquí del endémico aprieto de todos los interregnos, un apuro que ya
previera Enrique VI al tratar, con escaso éxito, de abolir la costumbre
que permitía a los príncipes elegir al rey de A lem ania ;301 de hecho, al
morir Enrique en agosto de 1197 sería imposible conciliar las encontra­
das reivindicaciones de quienes aspiraban a hacerse con el trono de
Felipe de Suabia (fallecido en el año 1208) o con la corona de Otón
de Brunswick (que moriría en el año 1218).
Lo que distingue a esta crisis de otras parecidas no es tanto la politi­
zación de los asuntos como la tediosa persistencia de la cáustica moda­
lidad de ejercicio del poder que tanto caracteriza al siglo xn. Enrique VI
C O N M E M O R A R Y P ER S UADI R ( 1 1 6 0 - 1 2 2 5 ) 595

y sus litigantes sucesores, pese a que sin duda debieron de intentar re­
currir ocasionalmente a la persuasión, tenderían más a organizar séqui­
tos que litigios a su alrededor. En aquellos casos en que resulta posible
entrever los detalles de los enfrentamientos, como sucederá en la corte
de Wurzburgo el 3 1 de marzo del año 1196, la ocultación en los regis­
tros de todo elemento de los debates vendrá a mostrar que la elabora­
ción de una alternativa o la consolidación de dos o más posiciones en­
contradas, como ya sucediera en Cataluña, era una práctica que carecía
todavía de un lugar reconocido en la toma de decisiones de los reyes o
de los emperadores .302 Los intereses que estaban en juego en el imperio
—y en esto su peripecia se asemeja a la que se despliega prácticamente
en todas partes— eran también los que empujaban al señor príncipe a
tratar de imponerse siempre en su foro predilecto. Y lo que sugieren las
pruebas es que la represión de la violencia era el más sobresaliente de
esos intereses. Difícilmente podrá considerarse que éste fuera el único
polo de atención en una era sacudida por la Tercera y la Cuarta cruza­
das, y menos aún cabrá juzgar que se trate de un elemento que haya
resultado atractivo a los ojos de los historiadores modernos. Con todo,
puede perfectamente argumentarse que se trata de la preocupación más
reveladora de los gobernantes, que además de procurar gobernar se
esforzaban al mismo tiempo por dominar.

Las distintas situaciones de anos reinos turbulentos

Pasada la Navidad del año 1186, habiéndose reunido en Nuremberg


con sus magnates y actuando con su consejo y su consentimiento, Fe­
derico Barbarroja decidiría prohibir los «ultrajes de los incendiarios»
en una solemne ordenanza concebida para suprimir ese azote, fuera
cual fuese el disfraz bajo el que pretendiera ampararse. Concebidos
para completar la paz existente, y en clara respuesta al temor que inspi­
raban las bandas de hombres armados cuyas acciones se habían recru­
decido en los últimos tiempos, estos estatutos muestran que una de las
cuestiones que podían empujar a las élites alemanas a concordar con el
emperador era la idea de que los señores y los castellanos debían asu­
mir la responsabilidad del comportamiento de sus encomenderos .303
Consideradas las cosas desde un punto de vista más amplio, lo cier­
to es que esta actitud no era más que el principio, un principio que au­
596 LA CRISIS D l;l. SKil.O XII

guraba nuevos cambios. Un año después, el rey Alfonso II de Aragón


habría de promulgar sus «constituciones» en una solemne reunión cor­
tesana celebrada en Huesca, Dichas constituciones estipulaban que to­
dos aquellos que alteraran el orden público y la paz de la campiña, así
como quienes les protegieran, no sólo habían de quedar estigmatizados
sino que serían perseguidos. Este documento venía así a proporcionar
un amparo de mayor alcance que el de la ordenanza alemana, aunque
sólo se hiciera cumplir a medias. Sin embargo, también aquí se aborda­
rá la cuestión de la violencia asociada con la aplicación de los embar­
gos procesales .304 Poco después, exactamente seis meses más tarde (es
decir, enjillió del año 1188), se dictarían los famosos «decretos» en los
que el rey Alfonso IX de León no sólo prometería preservar los «bue­
nos usos» y consultar a su gente en cuestiones relacionadas con la gue­
rra, la paz y la justicia, sino que vendría a exigir asimismo la más es­
tricta conform idad con las regias costum bres de la justicia — unas
costumbres reguladas por los «jueces y los alcaldes»— . Lo que aquí se
trata de controlar, de forma totalmente explícita, son los embargos ex-
trajudiciales y los actos de venganza, hasta el punto de dar carta de
naturaleza al pretexto de que una acción coercitiva no constituía un
ejercicio «violento » .305 En esa misma ocasión, Alfonso IX abordaría
igualmente las quejas que venían planteando sus súbditos (a los que
aquí se da el nombre de «vasallos») en relación con las fechorías per­
petradas por todo tipo de malhechores: ladrones, saqueadores (algunos
de ellos llegaban a fingir incluso que la incautación de bienes a ¡a que
procedían se hacía en cumplimiento de un embargo), y abusadores de­
dicados a tratar de dom inar a sus vecinos .306 De hecho, no habrían de
pasar sino unas cuantas semanas antes de que el mismo rey que en ene­
ro había promulgado en Aragón las constituciones de Huesca se propu­
siera reorganizar la paz y la tregua de Cataluña de la convulsa manera
que hemos examinado anteriormente .307
Pero esto no es todo. En el año I 192, el rey Sancho VI de Navarra
(1 1 5 0 -1 194), contando con la aprobación de los caballeros y los no­
bles, establecería lo que él vino a presentar como un conjunto de san­
ciones consuetudinarias aplicables a todos aquellos que realizaran ata­
ques o tomaran represalias sin atenerse a las normas de la notificación
pública .308 Y en el año 1195, no habiendo transcurrido aún una década
desde que se promulgara la ordenanza de Nuremberg, el juez Huberto
Walter dictará una orden bastante especial — que sólo en parte encuen-
c q n n ü - a io r a k y p e r s u a d ir ( 1 1 6 0 - 1 2 2 5 ) 597

ira precedente en el A cia de C larendon del año 1166— por la que se


hace responsables de la paz jurada en Inglaterra — y en realidad ju d i­
cialmente procesablcs- a todos los ingleses libres. Se les prohibía ro­
bar o ayudar a los ladrones, instándoles además a que hicieran lo posi­
ble para que se los pudiera capturar, lo que incluía la obligación de salir
en su persecución si se daba el grito de «¡al ladrón!», so pena de ser
ellos mismos juzgados por malhechores. Se les obligaba a jurar adhe­
sión a dichos compromisos, definidos como paite de la «paz del señor-
rey», ante unos caballeros específicamente nombrados para tal fin .309
Si enumeramos aquí, todas juntas, estas medidas de prohibición no
se debe a que formaran parte de una concertación previa, lo que es muy
improbable, ni a que constituyeran una serie de medidas estrechamente
emparentadas , ’ 10 sino a que, tomadas en conjunto, dan fe del inicio de
una concreta fase de la formación política europea. Es cierto que difí­
cilmente podría decirse que esta persistencia de las prácticas violentas
asociadas con los embargos, los robos y los incendios provocados fuese
algo nuevo, pese a los mecanismos de justicia puestos en marcha en el
ámbito local — y menos aún en Inglaterra— . Además, las promulgacio­
nes realizadas entre los años 1186 y 1195 contaban con distintos prece­
dentes, por ejemplo los de las paces y las treguas estatutarias que se
promulgarán tanto en Alemania como en las tierras pirenaicas. De he­
cho, aunque por distintas razones, ni Sicilia ni Francia quedarán sujetas
a estos m andam ientos judiciales. A juzg ar por los epítetos que se le
dedican, Guillermo II de Sicilia (l 166-1 189) fue un monarca demasia­
do exitoso y popular como para tener que hacer frente a ninguna de es­
tas necesidades. En Francia, sin embargo, las cosas serían diferentes.
Aquí la cuestión estriba en saber por que Felipe Augusto no llegaría a
renovar la paz de Soissons (del año 1 I 55), documento en el que su pa­
dre había logrado el consenso del clero y los barones «a fin de reprimir
la vehemencia de los hombres malvados y limitar la violencia de los
ladrones » .311 Esta paz jurada habría de mantenerse en vigor por espacio
de diez años, y no sabemos que se hiciera ningún intento de prolongar­
la. Con todo, hay razones para creer que la violencia de los «hombres
malvados» suponía para el rey Felipe un reto muy similar al que repre­
sentaba para otros monarcas — como los de España y Alemania— , con
la única salvedad de que Felipe optaría simplemente por enfrentarse de
distinto modo al desafío. Es posible que la lección aprendida en el año
1155 consistiera en que Francia, considerada en términos generales, era
598 LA CRISIS DEL SIGLO XII

un territorio demasiado grande para poderlo gobernar sobre la sola base


de los juram entos de los príncipes. En el año 1190, Felipe ordenará a
sus prebostes y a sus alguaciles que brinden protección a los monjes y
las monjas de vanas casas situadas en el domanio regio, instándoles a
que frenen para ello las «incursiones de los hombres m alvados » .112 Y
esos privilegios serían inmediatamente anteriores a la ordenanza testa­
mentaria promulgada a finales de la primavera del año 1190, ordenanza
por la cual, el señor-rey, más preocupado por la gestión que por la vio­
lencia, vendría no obstante a idear formas con las que poner remedio a
las fechorías de los alguaciles y los prebostes. Y hay otro aspecto por el
que esta célebre ordenanza vendrá a apuntar también a la misma nove­
dad que comparte con los estatutos promulgados contra la violencia:
me refiero a sus alusiones a la «utilidad» y a la «situación del reino ».313
Pero nos estamos adelantando a nuestro propio relato. Lo que de­
muestran los estatutos relativos a la seguridad es que los señores-prín­
cipes y sus amanuenses estaban enrolando poco a poco a sus súbditos
en la principesca causa de las leyes y el orden colectivo. Hay preceden­
tes que ilustran que no era ésta una causa popular. En el año 1155, el
documento de Soissons nos permite escuchar casi la perentoria voz de
Luis VII: «Reunido el concejo en pleno y ante todos dictamos, por real
decreto, que habremos de atenemos inquebrantablemente a esta paz; y
si hubiere alguien que violare la paz así decretada, haremos que el peso
de la ley recaiga sobre él en la máxima medida posible » .314 En noviem­
bre del año 1158, en Roncaglia. una de las imposiciones escritas del
emperador Federico será justam ente una paz jurada a la que se conferi­
rá además el aval de los jueces imperiales .315 Y en una ocasión en la
que el infante Alfonso II de Aragón se dejará ver en lina reunión festi­
va, la celebrada en Zaragoza el 11 de noviembre del año 1164, los pre­
lados y los barones del consejo de magnates regente le harán denunciar
«las perversidades de los hombres malos de mi tierra y [mostrarse dis­
puesto] a remediar las muchas transgresiones que se perpetran diaria­
mente en mis dominios»; hecho esto, Alfonso impondría su «poder» en
los castillos de los barones, reafirmaría todas las «paces y treguas» fir­
madas, y prohibiría el saqueo y el latrocinio, todo ello con el respaldo
de los juramentos que se avendrían a prestar la totalidad de los hombres
presentes, y no de manera colectiva, sino tras solicitarles el infante, una
a una, su adhesión jurada, en un acto claramente deliberado, que sin
embargo no quedará todavía plasmado en una lista de firmantes .316
CONMEMORAR Y PERSUADIR (1 1 6 0 - 1 2 2 5 ) 599

En estas pomposas manifestaciones observamos que tres importan­


tes señores-reyes se dedicarán a imponer una paz que hasta entonces
promovía principalmente la Iglesia, lo que no sólo significa que se ha­
llaban dispuestos a hacer suya una causa que antes era eclesiástica sino
que, al hacerlo, pretenden asegurarse de que las personas que la refren­
den juren solemnemente y se comprometan a observarla, unas personas
que forman a este efecto unas asambleas plenanas quizá más determi­
nadas (como verem os) que ninguna de las anteriores. Se trataba de
unos juramentos que no sólo expresaban el consentimiento de quienes
los hacían, sino también el compromiso por el que se obligaban a reali­
zar lo estipulado, así que podemos decir que eran juramentos surgidos
del consenso emocional propio de las ocasiones no provistas de un de­
sarrollo definido. Con todo, la violencia persistiría, y al parecer en to­
das partes, ya se tratara de los pequeños actos de violencia del gran
número de castillos edificados en los últimos tiempos — castillos a los
que en muchos casos aún no se había devuelto una función defensiva o
delegada— , de la violencia generada por los embargos, o de la provo­
cada por unas bandas de caballeros escasamente disciplinados. Entre
los años 1 166 y 1176, aproximadamente, y a pesar de que empezaba ya
a sondearse la posibilidad de organizar colectivamente otros intereses,
llegaría a los oídos de Enrique II el incesante clamor del clero, que pe­
día que se atajaran las incautaciones y los saqueos; ese mismo clamor
había obtenido también c! respaldo del rey en Cataluña, aunque no, al
parecer, en Aragón (no al menos después del año 1164); y en torno a la
década de 1180, se escucharía ya de forma irresistible en Alemania,
Aragón, León y Navarra. Basta con examinar más de cerca las fórmu­
las estatutarias para percibir el sentido de la nueva campaña.
En su ordenanza contra los incendiarios (dictada el 29 de diciembre
del año 1186 en Nuremberg), Barbarroja no sólo había proclamado
actuar «en presencia de sus príncipes [así como] con su consejo y con­
sentimiento», también habia puesto un gran énfasis retórico en la obli­
gación imperial «de procurar la general tranquilidad de las gentes de
sus provincias » .317 Más problemáticas son las «constituciones» de ene­
ro del año 1188, promulgadas, según se dice, por el rey Alfonso II en
Huesca «ante los barones, los caballeros y muchas gentes del reino de
Aragón, y en presencia asimismo de muchos hombres sabios». Difícil­
mente cabe dudar de que estas medidas fueran de hecho medidas im­
puestas: sabemos que en esta misma ocasión el rey Alfonso había cele­
600 LA CRISIS DHL SIGLO XII

brado además una «solemne reunión de su corte» en Huesca. No


obstante, en esos consejos no se dejará constancia sino de la mezquina
jurisprudencia de los merinos del rey, mientras que se pasará en silen­
cio el poder de los castillos. De su lectura se saca la impresión de que el
programa del año 1164 podría haber sido ignorado u olvidado, extremo
que es bastante probable. El «poder» de los reyes, entendido en este
caso como su «capacidad» para recuperar castillos, debía de ser una
costumbre catalana desconocida en Aragón. De este modo, y por lo que
sabemos, es posible que los barones aragoneses plantaran cara a su se­
ñor-rey, como harían poco después los magnates catalanes, a finales de
ese m ismo año. La única copia que lia llegado hasta nosotros de estas
«constituciones» aparece incompleta; en ellas no se afirma que recibie­
ran la aquiescencia de las gentes reunidas para su promulgación; y cabe
imaginar plausiblemente que los originales de las constituciones de
Huesca desaparecieran muy pronto, como también ocurrirá en Catalu­
ña. Aun así, perdura la sólida impresión de que la alambicada rúbrica
con la que se inician estos documentos es un indicador que nos habla
de que el rey tenía la intención de conseguir que las gentes de Aragón
se avinieran a regirse por un original estatuto de seguridad .318 Más os­
cura es todavía, y por tanto esquiva a toda conjetura, la situación que se
observa en Navarra. Todo cuanto sabemos es que, al exigir la formali­
dad de la renuncia (diffidation), Sancho VI tenía la intención de insti­
tuir o de confirmar una costumbre y que por ello había tratado de redu­
cir, con la aprobación de sus caballeros y «otros nobles», la violencia
provocada por la ira y las represalias. Quizá quepa ver otra indicación
de su compromiso con la gente en el hecho de que Sancho VI (conoci­
do como Sancho el Sabio) se hubiera interesado antes en los incipien­
tes fueros de Navarra .319
Las leyes de León ( 1 188-1 194) muestran claramente lo que tienen
en común todas estas promulgaciones. Una vez analizada la exposición
crítica de José María Fernández Catón, podem os reconocer en estos
registros un indicador profundamente revelador de las intenciones re­
gias en las postrimerías del siglo xn. En este caso único tenemos la
valoración que hace el propio señor-rey tanto del programa concebido
para atajar la violencia como de sus carencias. A finales del año 1194,
o poco después, Alfonso IX enviaría copias de sus estatutos de 1188 y
1194 al obispo de Orense, instándole a vigilar su observancia. Entre
otras cosas, así reza su carta de encomienda:
CONMEMORAR Y PERSUADIR ( ! 1 6 0 - 1 2 2 5 ) 601

Si por medio del cumplimiento de nuestros decretos empieza a refor­


marse la situación de nuestro reino, así también vemos declinar conside­
rablemente. con su negligencia, esa situación, que decae de su anterior
estado de pleno acatamiento. Por tanto, habiendo confirmado los estatu­
tos mediante un juramento común, y tras cercioramos primero de contar
con el consejo y la deliberación de los prelados y los jueces, así como con
el consentimiento de lodos nuestros príncipes, y habiendo restaurado,
una vez más, la debida validez que antiguamente se observara por la es­
tricta aplicación de la fuerza, con el mismo rigor deseamos ordenar a to­
dos que la observen in\ iolablemente.32U

Tres son los extremos que es preciso considerar aquí. En primer


Jugar, la naturaleza de la preocupación del rey. En segundo lugar, su
identificación de la violencia y el desorden con la «situación del reino
[status regni]». Y en tercer lugar, la evidente suposición de que esa
perturbada situación del reino no es un problema que incumba única­
mente al señor-rey, sino también a los hombres a quienes ha consultado.
1) Es prácticamente indudable que Alfonso IX tenía en mente la
violencia imperante en I.eón y en Galicia, violencia que había motiva­
do los estatutos de los años 1 188 y I 194. Tampoco cabe dudar de que
fueran precisamente esos últimos estatutos los que el rey habría de en­
viar al obispo. Esos dos estatutos se ocupan exclusivamente de hallar
remedio a la violencia, y no han llegado hasta nosotros —junto con la
caita de encom ienda- - sino a través de una copia perteneciente casi a
la misma época y que se conserva en la catedral de Orense. Es más, el
primero de esos estatutos, que registra el parecer del rey en primera
persona del singular, contiene en su preámbulo un amplio relato de los
problemas que se intentan atajar. «Al llegar a León», dice Alfonso,
«supe tanto por los quejosos como por otros de mis vasallos que mi
reino estaba padeciendo gran perturbación por causa de los malhecho­
res que deliberadamente pervertían la situación del reino». Algunos de
esos malhechores se apoderaban de propiedades ajenas movidos por el
odio. Otros asaltaban a las personas con el pretexto de que se trataba de
siervos, y les despojaban de sus bienes. Y otros más se limitaban a ro­
bar, ya fuera en secreto o abiertamente. Los había que se incautaban de
propiedades, como si estuvieran sujetas a un litigio. Y había también
quien se apropiaba alegremente del agua, la comida y el forraje de sus
vecinos o sus arrendatarios, o que prefería incluso recurrir a la fuerza
602 LA CRISIS DEL SIGLO XII

para arrebatar sus posesiones a los viajeros. Cuanto más fácil pareciera
oprimir a los hombres de humilde posición, con tanta mayor vehemen­
cia trataban de aprovecharse los m alvados .321
Esto significa que incluso España conoció casos de iniquidades si­
milares a las que tan bien docum entadas aparecen en otras regiones
europeas. La violencia provocada por la codicia o la tentación, la deri­
vada de una precipitada venganza, o de un procedimiento judicial, o
aun (y lo subrayo) de la aspiración al señorío...: tenemos ejemplos de
todos los casos posibles. Los cortesanos y los juristas del señor-rey
habrían de añadir precisión a las generalidades que enumera aquí el
monarca, en particular en el estatuto del año 1194, de mayor longitud.
A ese registro (según ha llegado hasta nosotros) vendrán a sumarse
varias regulaciones que muestran que los hombres del rey trataron de
convocar a los saqueadores y a ios ladrones, levantando además una
lista de sus nombres y fechorías .322 De aquí se sigue una conclusión,
que quizá convenga resaltar: el elemento más importante que determi­
na el compromiso de Alfonso IX, tanto en el año 1188 como en fechas
posteriores, es el de la violencia interna del reino, y en todas sus for­
mas. Esta era la causa que el monarca había hecho suya, la misma que
presentara en las grandes reuniones cortesanas celebradas en León en
julio del año 1188 y en septiembre de 1194, reuniones que darían como
resultado dos estatutos perfectamente oportunos. Lo que no se aprecia
claramente en la diplomática regia es si la supresión de la violencia
topó o no con alguna oposición en dichas asambleas.
Con todo, difícilmente cabría considerar sorprendente que los obis­
pos y los potentados laicos expresaran ideas propias al reunirse en
asamblea con el rey. Y ello porque en uno de los grandes aconteci­
mientos cortesanos ocurridos en León — probablemente el de julio del
año 1188, en el que promulgaría su primer estatuto (aunque no lo sepa­
mos con toda segundad)— , el rey Alfonso pactaría unos célebres de­
creta, los mismos que han logrado conservarse a través de una serie de
problemáticas copias del siglo xvi. Al menos tres de sus diecisiete ca­
pítulos son manifiestas concesiones. En primer lugar, el señor-rey, tras
aludir al hecho de que la «corte» está compuesta por obispos, potenta­
dos y «ciudadanos electos procedentes de todas las ciudades» del rei­
no, promete observar sus «buenos usos». «Prometo además», por em­
plear las palabras del propio rey, que «no habré de entablar guerra ni
establecer paz o pacto alguno [placitum] sin el consejo de los obispos,
CONMEMORAR Y PERSUADIR ( 1 1 6 0 - 1 2 2 5 ) 603

los nobles y los hombres buenos, por cuyo parecer habré de regirme»
(capítulo 4). Y a continuación ordena que no se emplace a nadie a acu­
dir a juicio «en mi corte o en los tribunales de León sino por causas»
contempladas en sus costumbres (capítulo 16). Sin embargo, esto es
todo cuanto dan de sí estas cláusulas. Salvo por el interés en las cos­
tumbres, resulta imposible discernir en ellas un programa constitucio­
nal. Es probable que el conocido capítulo 4 fuera obra tanto del sobera­
no como de sus magnates. De hecho, es muy posible que la única
confrontación a que dieran lugar estos «decretos» fuera la relacionada
con los ocho capítulos pensados para suprimir las violencias derivadas
de la cólera de los poderosos y de los procedimientos sesgados. Según
ha llegado hasta nosotros, esta gran carta presenta el aspecto de ser un
artificio precipitado, y es probable que la causa resida en ia reacción
que habrían tenido los amanuenses del rey en una sesión anterior; reac­
ción debida a la necesidad de conciliar las dos funciones o impulsos
que recorrían la gran reunión cortesana que el recién coronado m onar­
ca reclamaba para sí .321
2) Respecto a la «situación del reino», hemos de decir que no s
trata sólo de una noción vinculada con el amenazado status regni que
se mencionaba en la encomienda regia de los años 1194-1195; esa mis­
ma expresión figuraba también en el estatuto de julio del año 1188, en
el que el señor-rey sostenía que los malhechores habían pervertido la
«situación del reino » .324 Lo relevante aquí no es la novedad de la fór­
mula latina, sino el contexto. Difícilmente puede considerarse que la
idea de un status regni fuera algo nuevo en el año 1188. Se trata de una
expresión de la que existen amplios testimonios en el siglo xn, así que
es un indicador constante, aunque débil, de la continuidad conceptual
del orden público. Según el uso que le dan los amanuenses, los cronis­
tas y los escribas, la voz status alude a la existencia de unas condicio­
nes de vulnerabilidad — como las que afectaban a la Iglesia, según los
textos de Burcardo de Worms o Diego Gehnírez— , es decir, a la nece­
sidad de una defensa .323 En los años 1154 y 1158, en Roncaglia, Fede­
rico I hablará de la «situación de los individuos», y de su «dignidad»,
indicando asimismo que se trataba de extremos que requerían su aten­
ción. Conocedores de las fuentes del derecho romano, sus amanuenses
debían de saber perfectamente que el «derecho público es lo que in­
cumbe a la situación de la república » .32(1 En las fuentes hispanas, la
expresión status regni se encuentra de forma tan constante en los con­
604 LA CRISIS DLL SIGLO XII

textos relacionados con las asambleas que cabe pensar que pudiera ser
el reflejo de una noción de orden público que todavía perdurara enton­
ces y cuyo origen pudiera remontarse a los reyes visigodos .327
Con todo, es posible que ninguno de los usos de la locución status
regni anteriores al año 1188 fuera tan conceptualmente adecuado como
para venir a reforzar una oportuna circunstancia: la de un señor-princi­
pe empeñado en instar a la asamblea de sus gentes a definir la condi­
ción del reino y a entenderla como una causa debatible. Aquí es donde
puede percibirse la politización, que es la palabra que yo empleo para
describir un fenómeno para el que no existía término en la época; y
puede percibírsela tanto en la necesidad circunstancial — y totalmente
histórica— que tenían los señores y los prelados poderosos de materia­
lizar sus nada consuetudinarias formas de interés común, como en la
necesidad que les empujaba a empezar a relacionar sus respectivas he­
rencias con unos privilegios colectivos con los que, como grupo, po­
dían inducir la aparición de cambios en la situación del reino.
3) En realidad, en el año 1 188 todo el interés del status regni resid
en su pertinencia para el empeño que empujaba al rey a enrolar a las
gentes de León en su causa reformadora. Y como ya estaba sucediendo
en Aragón y en Cataluña — y además ese mismo año— , parecía inútil
im poner severas sanciones a la violencia sin tratar de disuadir a los
violentos. No obstante, también en estos lugares resulta difícil discer­
nir, com o en Inglaterra, los intereses de los disidentes — por no hablar
de los de los «conspiradores»— . y aun más difícil imaginar qué ele­
mentos podían motivar a las gentes habitualm ente excluidas de las
asambleas. La circunstancia de que poseamos los «artículos» de los
barones ingleses (1214-1215) parece una anomalía que hemos de agra­
decer a Esteban Langton .328 Y volviendo al caso español: ¿quién había
tenido la idea de obligar a Alfonso IX a consultar las cuestiones relati­
vas a la guerra, la paz y los pactos? ¿Acaso no eran también todas estas
materias otros tantos elementos de interés en los que otros además de él
podían reclamar intervenir? Todo cuanto podem os inferir sin temor a
equivocarnos es que el rey estaba dispuesto a permitir que estas causas
se convirtieran en restricciones consuetudinarias. El registro de una
sentencia dictada en el transcurso de una «reunión plenaria de la corte»
celebrada en Benavente en el año 1 202 parece confirmar que el monar­
ca se atuvo efectivamente a lo estipulado en dicho concejo; y resulta
que será en esa misma asamblea donde tengamos por primera vez noti­
c o n m h m o ra r y p e rs u a d ir ( 1 1 6 0 - 1 2 2 5 ) 605

cia de un asunto cuya resolución tuvo que haber exigido necesariamen­


te la celebración de un debate — lo que significa que los más interesa­
dos en que se produjera dicho contraste de pareceres debieron de ser
los caballeros y los habitantes de la localidad, dado que eran ellos quie­
nes debían valorar el coste que habría de suponerles la promesa del
señor-rey, que acababa de anunciarles su decisión de mantener estable
la aleación de las acuñaciones — 324 En el año 1204 aparecerán, en un
nuevo estatuto de prohibición de la violencia, algunos signos de interés
para los lugareños; un registro fragmentario fechado en el año 1207
parece mostrar una respuesta de Alfonso VIII (de Castilla) al concejo
de Toledo en la que aborda unas cuantas cuestiones concretas relacio­
nadas con los precios - de hecho, es posible que este registro sea lo
único que quede de unas cortes generales cuyo contenido nos es por
lo demás desconocido— ; y en el año 1208, en una gran junta general
a la que asistirían los obispos, los barones y los diputados de la ciudad,
los mitrados de León conseguirían procurarse una garantía regia que
les permitiría transmitir íntegramente a sus herederos las propiedades
del clero .330
Con todo, da la impresión de que Alfonso IX hubiera llegado a la
conclusión de que el coste de instar a sus súbditos a prestar apoyo a su
causa (o causas), y de hacerlo además en concejos en los que se congre­
gaba un gran número de súbditos, era demasiado elevado (con inde­
pendencia de lo que pudiera venir a significar este alto coste ).331 Si lo
afirmamos así es porque después del año 1208 no tendremos ya noticia
de ninguna otra reunión plenaria o corte, situación que Alfonso ha­
bría de mantener ya a lo largo de todo cuanto le quedara de reinado. De
manera similar, en Castilla, donde Alfonso VIII convocará juntas m ul­
titudinarias tanto en 1187 como en 1188, también este rey parece arre­
glárselas para gobernar después de esas fechas sin necesidad de ningu­
na asamblea, y ello a lo largo del cuarto de siglo que aún le quedaba de
reinado .332 Resulta prácticamente indudable que en la periferia de estas
asambleas iban fraguando los intereses de los barones, el clero y los
habitantes de las poblaciones próximas. Lo que no podemos afirmar es
que ya por entonces se privilegiaran las cuestiones relativas a la heren­
cia, la fiscalidad, la acuñación o los derechos del clero. El único interés
politizado será, incluso en Cataluña, el escasamente honroso de los
malos señores-barones, interés que lograrán sacar adelante en gran m e ­
dida al renunciar a él en tiempos de Jaime I (1213-1276).
606 LA CRISIS DEL SIGLO XII

Por tendenciosos e inevitables que sean, los estatutos de Benavente


(1202), Lugo (1204) y León (1208) dejan claro que Alfonso IX puso
gran em peño en hacer suyas todas las causas en litigio.’33 Hay otro
elemento que muestra que ahora los dos Alfonsos consideraban que las
ciudades de sus respectivos domanios constituían una parte esencial
del estatus de sus reinos. La ju nta general que celebrara Alfonso VIII
en San Esteban de Gormaz en mayo de 1187 a fin de concertar los es­
ponsales de su hija Berenguela con el príncipe Conrado de Rotembur-
go no sólo había de congregar al primado de Toledo, a otros tres obis­
pos y a doce magnates laicos, sino también a los notables (maiores) de
unas cincuenta ciudades y pequeñas poblaciones; un año más tarde, en
Seligenstadt, quedaría constancia de la adhesión jurada que todos esos
grandes personajes habrían de prestarle a raíz del acuerdo sellado en
esa urbe.334 Dado que tanto en Castilla como en Suabia se hacían cons­
tar importantes concesiones de tierras en las cláusulas de otorgamiento,
la presencia de estos altos dignatarios podría compararse a la asistencia
con que solían contar los acontecimientos de los interregnos, unos
acontecimientos en los que la situación del reino quedaba en manos de!
pueblo. Es muy posible que, una generación más tarde, sea justamente
esta misma circunstancia la que explique la presencia de «los más des­
tacados hombres de las ciudades» en la gran junta general que celebra­
rá en noviembre del año 1219, en Burgos, Fernando 111 (1217-1252) a
fin de festejar que se le armaba caballero y se unía en matrimonio con
Beatriz de Suabia.335

Un gran señorío de consenso

Una de las lecciones que nos ofrecen las pruebas halladas en los
reinos de España podría ser la de que durante un período de varios
años, que se prolongará hasta el siglo xiii , la situación del reino — esto
es, las condiciones en que se encontraban las personas y las cosas, in­
cluyendo los propios dominios del rey— habría de verse sometida a un
lento proceso de politización. Ahora bien, ¿quiénes sino unos cuantos
— y por motivos sospechosos, cuando no claramente sesgados— po­
drían haber deseado que las cosas fueran de otro modo? En el período
com prendido entre los años 1200 y 1225, y prácticamente en todas
partes, la experiencia consuetudinaria de un poder consagrado acabaría
CONMEMORAR Y PERSUADIR (1 1 6 0 - 1 2 2 5 ) 607

por favorecer más que nunca a los señoríos regios, aunque el papel de
los reyes no consistía en suscitar debates, sino en proclamar sus resul­
tados. Los grandes actos de los años 1 188 y 1 189 que llevaron a los
soberanos cristianos a tomar la cruz fueron acontecimientos religiosos,
no políticos: el diezmo de Saladino vino a ser en la práctica una especie
de nueva exacción, en este caso destinada al Señor.336 Además, Inocen­
cio III tampoco albergaba deseo alguno de que la cruzada terminara
convirtiéndose en una causa susceptible de debate en los reinos cristia­
nos; lo que había que hacer en el IV concilio de Letrán era no sólo
predicar en su favor y promoverla — de hecho resultaba preferible no
tener que defenderla— . sino dejar bien claro que se trataba de una cau­
sa pontificia; ésa fue la forma elegida por Inocencio para comprobar el
estado de la situación en la cristiandad.337 Tras la Cuarta Cruzada, que
los barones, faltos de fondos, desviarían a Bizancio, serían muchos los
que se preguntaran a quién sino a los señores reyes podría confiarse la
capitanía de las expediciones armadas a Tierra Santa. O a cualquier
otro sitio, dicho sea de paso.
En Francia, la violencia no debió de generar a Felipe Augusto tan­
tas presiones en materia de seguridad como a los reyes peninsulares, y
menos aún después de Bouvines. Con todo, iniciaría su reinado supri­
miendo a los magnates de mala reputación, y al parecer, nada habría de
causarle tanta satisfacción en todos sus años de monarca, dado que no
había medida que extendiera de mejor modo los consolidados límites
de su dominación. Todavía en el año 1210 darían lugar a sonadas c am ­
pañas regias las quejas por las obras de fortificación ilícitas que estaba
efectuando el conde Guido de Auvernia en la linde bretona y por los
ataques de este m ismo señor a las iglesias de la región. La segunda de
esas campañas, que culminaría en el año 1213 el capitán real Guido de
Dampierre, pondría fin a la autonomía del condado de Auvernia. Al
haber financiado la campaña con dineros procedentes del tesoro real, el
señor-rey insistió en añadir el condado a sus dominios.338 Ahora bien,
si contemplamos el problema desde una perspectiva más amplia y tene­
mos en cuenta que, en esta situación, las élites de rango inferior preten­
dían hacerse con un señorío de mayor entidad y rivalizar de este modo
con el poder de la aristocracia dinástica, se obtiene la impresión de que
Felipe Augusto vino a encontraren dicha circunstancia la oportunidad
de desplegar un medio más con el que frenar esa tendencia. Entre los
años 1213 y 1223 le veremos dictar más de catorce leyes en las que
608 LA CRISIS DLL SIGLO XII

confirmará o impondrá acuerdos en los que se obliga a los señores de


escaso rango a renunciar a los derechos que venían reivindicando a las
tierras del clero, o a ceder el control de sus castillos. Por no mencionar
más que un ejemplo, en el año 1219 el señor-rey pondría fin a la larga
disputa que había enfrentado a Ponce de Montlaur con el obispo de Le
Puy. Decretaría para ello que ambos implicados compartieran los in­
gresos derivados de un portazgo impuesto en el punto en el que la vía
pública confluía con el ramal de acceso al castillo del obispo en Char-
bonnier; y que únicamente el obispo pudiera fortificar dicho baluarte (o
autorizar la construcción de cualquier otro en su domanio); cláusulas a
las que añadiría una declaración: la de que Ponce había rendido home­
naje ligio al rey y jurado prestarle un «leal servicio» en otros seis casti­
llos.339 El objetivo del señor-rey queda aquí eficazmente satisfecho, y
lo mismo ocurrirá en otros asentamientos de este tipo dispersos poruña
zona cada vez más amplia en la que irán multiplicándose las muestras
de lealtad; y en cuanto a su contenido, dicho objetivo consistía princi­
palmente en desalentar la comisión de abusos por parte de los castella­
nos carentes de título nobiliario, confirmando no obstante sus seño­
ríos.■wu
Felipe Augusto no contribuiría demasiado a promover los intereses
colectivos, salvo los que pudieran llevar aparejados sus propios pro­
yectos, fundamentalmente la Tercera Cruzada y las guerras contra Ri­
cardo y Juan. El éxito que obtuvo en su enfrentamiento con este último,
junto con la astucia que demostraría al explotar su posición en Nor­
mandía y conseguir beneficiar por igual tanto a los normandos como a
los franceses acabaría simplemente por desbaratar toda oposición po­
tencial. En el año 1207, los canónigos de Reims aceptarían la obliga­
ción de servir al rey «siempre que [éste] les emplazara, según [era]
costumbre en el reino de Francia y en loda la cristiandad [a fin de ga­
rantizar] la defensa de la corona y el reino ... al igual que los demás
cabildos de Francia».341 En el plano conceptual, la situación de este
reino se definía tanto en términos territoriales como públicos, y su rea­
lidad iba algo más allá del hecho de que se manifestara en el consenso
que mantenía unidos a los barones, un consenso que hundía sus raíces
en el norte y el este del Loira. El rey Felipe consideraba que Tolosa era
«una de las mayores baronías de nuestro reino», pese a que su conde,
Raimundo VI, nunca le hubiera prestado el servicio militar que él le
exigía.342
CONMEMORAR Y PERSUADIR ( 1 1 6 0 - 1 2 2 5 ) 609

En todas partes resulta uniformemente invisible todo interés en la


sociedad que no sea el de verificar la observancia de lo impuesto. El
hecho de que los asesores y los amanuenses del rey clasificaran a los
arrendatarios en función de su posición social nos proporciona escasa
ayuda. Felipe Augusto trataba a las ciudades como a otros tantos seño­
ríos, juzgando que cuanto mejor fortificadas estuviesen más firmemente
habrían de contribuir a los objetivos que se trazaran sus habitantes o él
mismo: en este sentido sus cartas son en todos los casos formas de esti­
pulación local enfocadas a la prestación de servicios, al cobro de im­
puestos y a la impartieión de justicia. No se ha conservado el menor
rastro de ninguna iniciativa colectiva urbana, salvo quizá en la mención
de una «gran carta» perdida en la que el rey aceptará suavizar las obliga­
ciones locales, gesto que por lo demás sólo sabemos que se hiciera en
Auxerre.343 Aunque es posible que se dirigiera de manera colectiva a las
comunas, no tenemos noticia de que el rey Felipe tuviera costumbre de
convocarlas.34-4 Y en cuanto a los barones, lo que se aprecia es que la
consecución de sus metas era uno de los principales motivos que les
animaban a prestar servicio y acompañamiento al rey. Eran sus aliados,
aunque no siempre resultara fácil mantenerlos en el redil, y no hay duda
de que debían de recibir con frecuencia cartas del monarca — dirigidas
incluso a título individual — .345 Los intereses de los barones se distin­
guían de los del clero, como se observa en una indagación relativa a los
derechos de padrinazgo sobre las iglesias de Normandia. En lina carta
anómala fechada el 13 de noviembre de 1205, veintidós barones, enca­
bezados por el conde Reinaldo de Boulogne, aunque entre su número
figuraran también algunos notables normandos, dejarán constancia de
su aceptación de las prácticas del pasado, y en su conclusión se mostra­
rán amistosamente dispuestos — en vista de que se hallan ausentes algu­
nos de los citados y de que a los presentes les falla la memoria en algu­
nas cuestiones— a seguir trabajando y a convocar una nueva reunión.-346
El alto clero tenía más experiencia en la procura de sus intereses
que el resto de los estamentos, al haber adquirido práctica a través de
las audiencias y los debates sinodales. En el año 1207, el rey actuaría a
petición de los obispos normandos, instituyendo un procedimiento de
avenencia para aquellos casos en que el padrinazgo diera lugar a dispu­
tas.347 Con todo, en los dos casos normandos que acabamos de citar
salta a la vista una cierta preocupación por conseguir la unanimidad. Y
volvemos a tener claramente esta misma impresión en los registros de
610 LA CRISIS DEL SIGLO XII

una insigne junta general celebrada en Melun en el año 1216, fecha en


la que el señor-rey presidiría un juicio por el que se desestimará la ape­
lación que había planteado Erardo de Brienne en relación con la suce­
sión al señorío de la Champaña. Se trataba de un caso en el que los de­
rechos iban en la misma dirección que las medidas políticas, y será una
de las primeras ocasiones en las que se dé a los grandes prelados y a los
barones asistentes al juicio el nombre de «pares»; además, cuando el
obispo Manasés de Orleáns tenga la «temeridad» de «oponerse al dic­
tamen de los pares de Francia» se le procesará públicamente en presen­
cia del rey y de esos mismos pares.34S
Esto es cuanto cabe decir de la oposición que el monarca pudiera
haber encontrado en su propia corte. No obstante, flotaba en el ambien­
te un aire de novedad, según sabemos gracias a un registro de muy
singular interés. En abril del año 1220. Felipe Augusto enviaría una
reclamación por escrito a un sínodo de legados papales que se celebra­
ba por entonces en París, y a continuación, sin esperar una respuesta,
decidiría proclam ar públicam ente que los alguaciles y los prebostes
debían anular todas aquellas relaciones mercantiles en cuyas transac­
ciones hubieran desempeñado algún papel los juramentos. En una carta
dirigida a los obispos de la provincia de Reims, el arzobispo Pierre de
Sens explicará que esa m edida resultaba perjudicial para la «Iglesia
galicana», y que, tras consultar a sus consejeros, había solicitado al rey
que revocara dicho estatuto y aguardase la respuesta de los prelados, a
quienes debería recurrir en lo sucesivo. A «esto nos replicó», escribiría
más adelante el arzobispo, «que no podría darnos ninguna respuesta en
tanto no hubiese consultado con sus barones, a los que acababa de con­
vocar a un parlamento [parlamentum]».M9
Esta es la primera vez que observamos que el rey de Francia apare­
ce implicado en algo parecido a una negociación política. Hemos de
subrayar dos extremos llamativos de la carta del arzobispo. En primer
lugar, resulta llamativo el hecho de que reproduzca con detalle los di­
mes y diretes relacionados con los divergentes planteamientos con que
se enfocan en esta ocasión las costumbres y las medidas políticas. Difí­
cilmente cabría decir que estos debates fuesen nuevos en el año 1220
— dado que tanto el análisis de las crónicas en que se nos refieren de
manera narrativa los pormenores de los tratados y las elecciones como
el examen de los preámbulos de las cartas nos permiten imaginar, sin
miedo a equivocamos, cómo debieron de desarrollarse— :150 con todo,
CONMEMORAR Y PERSUADIR (1 1 6 0 - 1 2 2 5 ) 611

parece oportuno recordar aquí cómo se vivían esas controversias. En


segundo lugar, este documento no sólo contiene la más antigua alusión
conocida a un «parlamento»* que haya quedado registrada en una
fuente diplomática francesa; también establece explícitamente que en
dicha reunión debía abordarse un asunto susceptible de ser sometido a
debate. Y es que ése es seguramente el uso que tiene la palabra parla-
mentum en el vocabulario de un prelado que algunos años antes había
enseñado teología al futuro Inocencio III y que gozaba de la confianza
de Felipe Augusto, ya que hacia mucho tiempo que ambos se conocían.
La carta de este arzobispo aparece redactada con la terminología propia
del derecho canónico, y al hablar del asunto el mitrado indicará que
está afectando negativamente a la «situación de la Iglesia» y que «per­
judica a la Iglesia galicana».351 Y ya en la ordenanza testamentaria del
año 1190 se había aludido justamente a unas cuestiones de esta índole
diciendo que se trataba de «asuntos relacionados con la situación del
reino» de Francia.351
Aun cuando empiece a observarse la aparición de nuevos impulsos
en los debates que mantienen las élites y en los consensos que alcan­
zan. el poder sigue encontrando su fundamento en las leyes y en el de­
recho (o en su ausencia). No se había elaborado aún una sola teoría,
viene a señalar Gavin Langmuir, que «concediera un lugar legítimo a
los intereses enfrentados».353 En la práctica, no obstante, sí que se les
hacía un hueco, y si es frecuente observar que los intereses rivales ter­
minaban reduciéndose a lo que en términos m odernos llamaríamos
cuestiones de derecho, lo cierto es que en Francia la experiencia rela­
cionada con la presentación de argumentos y la toma de decisiones es­
taba cambiando — como en todas partes (aunque quizá las transforma­
ciones francesas sean un tanto su i géneris)— . A Felipe Augusto le
bastaba con poder influir en sus obispos y barones predilectos, ejer­
ciendo así sobre sus más veteranos colaboradores (y a lo largo de buena
parte de su reinado) una dominación afectiva ajena en gran medida a
toda traba burocrática. Al menos en una ocasión hablará de la «regia y
pública autoridad de todos los eclesiásticos y príncipes del reino»,
como si se tratara de una situación en la que se compartiera el poder

* T engase en cu en ta que, en el sentido general de la época, la acepción de la vo


«parlamento» es aquí la de una asa m b lea de los g randes de Francia d estin ad a a tratar
asuntos relevantes. (.V. de los (.)
612 I.A CRISIS DKI. SKil.O XII

establecido. No obstante, estam os en este caso ante un uso excepcional


de la noción, y no hay que olvidar que aparece en una «constitución»
redactada para confirm ar que no habrán de ocasionarse perjuicios
(1189) ni al arzobispo ni a las gentes de Reitns que habían aceptado la
reciente im posición de gravám enes para sufragar la cruzada .354 Los
am anuenses de Felipe no utilizan ninguna plantilla fija para consignar
los requerim ientos adoptados. De las más de treinta y cinco ordenan­
zas, constituciones o «determ inaciones» del rem ado de Felipe, sólo
tres han llegado hasta nosotros en un docum ento original, y de las co­
pias restantes, únicam ente cinco resultan suficientem ente fiables. Sólo
cuatro figuran en los registros, y en ellos no aparece ninguna rúbrica
específica (ni siquiera en una fecha tan tardía com o la del año 1220). Si
ha podido conservarse la ordenanza-testam ento de Felipe, redactada en
junio del año 1190, se debe quizá a la sola circunstancia de que Rigord
se tom ara la m olestia de conservar una copia (aunq^p no sepamos si lo
era del docum ento original) al partir a las cruzadas con la com itiva re­
gia. No sabem os si Felipe esperaba que se cum plieran las órdenes que
había establecido en relación con los judíos, las fortificaciones y las
dotes, ya que apenas ha quedado texto alguno que pueda probárnoslo.
De un edicto dirigido a los caballeros norm andos que se habían pasado
al bando de Juan no se ha conservado nada, salvo un difuso recuer­
do.3” Aun así, los textos norm ativos que sí se han preservado parecen
m ostrar que lo que se consideraba im portante registrar eran las órdenes
relacionadas con la naturaleza de las asam bleas y los reglam entos. En
algunos casos hem os llegado a conocer estos extrem os gracias a unas
cuantas indagaciones realizadas tras la conquista de Norm andía, como
sucede con el stabilim entum relativo a los derechos sobre el clero nor­
m ando (del año 1205), y a un escrito (denom inado scriptum defoagio)
que viene a determ inar cóm o han de calcularse, de acuerdo con las cos­
tum bres, los gravám enes en m etálico norm andos .356
Este últim o texto, que salvo por su nombre, es en todos los aspectos
un estatuto, aparece copiado en el Registro E (de 1220) junto con una
constitución ducal de! año 1318 relativa a las sucesiones a las baronías
y a los feudos de lo que hoy es la Bretaña francesa .357 Lo que era preci­
so establecer tanto en los dom anios regios com o en las baronías conti­
guas eran las costum bres y los derechos consuetudinarios, así que no es
casual que entre las ordenanzas reales que se han conservado figuren
los registros de algunas asam bleas im portantes relacionadas con los
CONMEMORAR Y PERSUADIR ( 1 1 6 0 - 1 2 2 5 ) 613

arriendos feudales y las propiedades de los judíos — asam bleas en las


que verem os actuar a Felipe Augusto en conjunción con sus barones, y
a éstos investidos de sus atributos principescos— . Es más, habiendo
alcanzado ya, prácticam ente, dicha condición principesca, el propio
Felipe se encargará del tesoro norm ando, cuyos experim entados conta­
bles habían procedido ya a com pilar las costum bres provinciales, ba­
sándose en la m em oria y en los conocim ientos adquiridos con la prác­
tica. De hecho, los sucesores de estos escribanos habrían de reunir, en
torno al año 1 2 2 0 , la prim era colección de estatutos del rey, así com o
una versión revisada de las costum bres norm andas, fundándose en esta
ocasión en los archivos ducales. Entre las causas que hiciera suyas el
señor-rey no siem pre habían de figurar las costum bres, pero com o se
aprecia por vez prim era en las com pilaciones norm andas, sí que cons­
tituirían un beneficio añadido para su im agen de m onarca protector .358
El consenso alcanzado mientras Felipe ejerció su señorío posee otra
peculiaridad. No tenía por qué guardar necesariam ente relación con la
celebración de asam bleas. Sus cronistas rara vez harán referencia a
la «corte» (y m enos aún a «su corte»), salvo en textos de carácter es­
trictam ente procesal, textos en los que a m enudo se señala la ausencia
del m onarca. De lo que en cam bio sí darán fe en repetidas ocasiones
será de las convocaciones (los escribanos utilizan la voz convocare, en
cualquiera de sus formas) o de la asistencia de algunos m agnates a re­
uniones o a «concejos» (así com o a «grandes concejos») en los que
resulta tan habitual disim ular los debates com o resaltar la adhesión ge­
neral a los objetivos del rey .359 No tenem os constancia de que se redac­
taran diplom as o convocaciones, com o en C ataluña, excepto en un
caso: el de los em plazam ientos escritos, casi todos ellos perdidos .160
Los escribientes del rey Felipe debían de estar sin duda fam iliarizados
con la doctrina escolástica del interés social equitativo, esto es, con lo
que Roberto de C ourson llam aba la «íntegra condición de los súbdi­
tos » .361 Con todo, es poco probable que estos com piladores, que se li­
m itaron a reunir un conjunto de docum entos en los que se dejaba cons­
tancia escrita de la dom inación que ejercían sus señores, consideraran
que una asam blea del pueblo pudiese constituir la encam ación de dicha
condición, y tam poco les correspondía a ellos insistir en las nuevas
ideologías de la necesidad pública y del destino de los Capetos. Y al
igual que sus biógrafos, el propio Felipe se contentaría con dejar que
sus triunfos hablasen por sí solos .362
614 LA CRISIS DEL SIGLO XII

Pasos hacia unos estam entos regulados por p rácticas asociativas

A principios de su reinado, Felipe A ugusto aprovechó un vacío di­


nástico en el condado de N evers para afianzar el proyecto de casar a la
heredera Inés I de Nevers con Pedro de Courtenay, primo del monarca.
En el año 1188. Pedro e Inés anunciarán, en un acto celebrado en la ciu­
dad abacial de Corbigny y «contando con el consejo y el consentimiento
de los obispos, los abates y los barones», la emisión de una nueva acu­
ñación de m oneda basada en una aleación com puesta por una tercera
parte de plata de ley cuyo valor se establecía en dieciséis sólidos con
ocho denarios del marco de Troyes. Am bos juraron m antener a «perpe­
tuidad» el patrón de plata de esa m oneda, y poner los m edios para que
sus sucesores hicieran lo mismo. Tam bién tomaron m edidas para procu­
rar rem edios en caso de que alguien viniera a falsear la aleación, e igual­
m ente para que los cam bistas y los expertos en valorar la pureza y el
peso de las m onedas supervisaran la adecuación de las piezas. A todo
esto añadirían adem ás la siguiente cláusula: «para la perpetuidad de esta
emisión de m oneda y para el viaje a Jerusalén, es voluntad de las perso­
nas de la Iglesia y de los barones de nuestras tierras que recaudemos en
todas las casas que cuenten con un habitante y un hogar, en este año
solam ente, doce peniques, y ello en todas las ciudades, castillos, burgos
y aldeas en que tengan curso legal las m onedas acuñadas por nosotros».
Las iglesias y los barones debían recibir una garantía escrita en la que se
les aseguraba que su graciosa aceptación de este gravam en no habría de
servir de precedente. Todos estos com prom isos aparecen registrados en
una carta que lleva los sellos de Pedro II e Inés de N evers .361
Resulta difícil saber cuál es en este caso el elem ento más imperio­
so: si el de atajar la m ala reputación de Pedro de C ourtenay — que tenía
fam a de violento, en particular en relación con la explotación de sus
prerrogativas m onetarias— , o el de prom over la cam paña que estaba
realizando el rey a fin de recaudar dinero para la cruzada. De lo que no
hay duda es de que poco tiem po después de tom ar la cruz y de reorga­
nizar el diezm o de la cruzada (en m arzo del año 1188), el rey Felipe
habría de confirm ar la carta de Corbigny, aunque pertinentem ente revi­
sada. A penas cabe duda alguna de que am bos acontecim ientos están
relacionados: la confirm ación regia se conservaría en Auxerre, y lo
cierto es que el obispo y los canónigos de esta localidad habían expre­
sado am argas quejas acerca de los condes de N evers .164 En dichas que­
CONMEMORAR Y PERSUADIR (1 1 6 0 - 1 2 2 5 ) 615

jas vuelve a sonar el eco del año 1188. La carta de Corbigny, pese a no
tener ni m ucho menos la significación de ios estatutos peninsulares que
se prom ulgarán por esos m ism os meses, es testigo de que la im posición
de gravám enes públicos com ienza a converger con la acuñación de
moneda y de que am bas em piezan a tener la consideración de activida­
des de interés social; circunstancia que viene a anunciar el surgim iento
de un nuevo m odelo de poder asociativo.
Después del año 1 150, la inherente inestabilidad de las acuñaciones
empezó a convertirse en un quebradero de cabeza cada vez peor para
los señores-príncipes. Los intercam bios m ercantiles habían com enza­
do a expandirse, las cuotas consuetudinarias de los cam pesinos arren­
datarios tenían por lo com ún un carácter fijo, y en am bos escenarios
existía la constante sospecha de que las m onedas que circulaban eran
falsas — se trataba por lo general de peniques devaluados elaborados
con una aleación que contenía m enos de la m itad de plata— . Nada po­
dría ilustrar m ejor el predom inio del señorío acaparador, práctica que
existía incluso entre las más altas cabezas principescas — dado que,
con pocas excepciones, ellos eran los únicos que disfnitaban del dere­
cho de acuñación— , que el hecho de que los beneficios de la em isión
de m oneda hubieran dejado de ser un ingreso por el que hubiera que
rendir cuentas públicas. La propia palabra «señorío» (senioraticum ,
seigneuriage) term inaría aludiendo a la participación del señor en los
beneficios m onetarios. En realidad, tanto la acuñación (m oneta) como
el intercam bio de plata o de m onedas inservibles de la que ésta se nu­
tría constituían sendas prerrogativas arbitrarias del señorío, m ás o m e­
nos rentables en función (fundam entalm ente) de la relación que m antu­
viera el p rín cip e p ro p ietario del derecho con los operarios que
cambiaban, fundían, aleaban y troquelaban las piezas. «Cuando él lo
desee», se proclam aba en nom bre del conde de Nam ur, la acuñación
«se m antendrá estable; y cuando él lo tenga a bien se cam biará». El
fuero de Jaca atribuirá esta m ism a capacidad al rey de A ragón .365 A de­
más — de no hacerse con manifiesta prem editación— , no resultaba fá­
cil ocultar durante m ucho tiem po las consecuencias de la m anipulación
de las aleaciones de las m onedas, consistentes, por lo general, en deva­
luaciones subrepticias, aunque en ocasiones tam bién se les añadieran
distintos m etales para aum entar su peso. Las prim eras m uestras de una
resistencia sostenida y colectiva a las prácticas del señorío arbitrario
guardarán justam ente relación con la acuñación de moneda.
616 LA CRISIS DHL SIGLO XII

Las m anifestaciones de esa resistencia adoptarán dos formas, y am­


bas se hallan bien ilustradas en la carta de Corbigny. La prim era de ellas
se plasm aría en un im puesto com pensatorio, com o el que hallam os en
N orm andía poco tiem po antes del año 1100, fecha en la que el duque
parece haberse avenido a renunciar a su derecho de alterar la propor­
ción de m etales valiosos en la acuñación a cam bio de im poner un gra­
vam en periódico a sus súbditos. A principios del siglo xn, dicho im­
puesto pasaría a convertirse en un cobro trienal de doce denarios por
hogar. En tiem pos de Luis VI y de su lujo, Luis VII, em pezarían a apa­
recer tributos com pensatorios sim ilares en la Isla de Francia, primero
en Orleáns, después en Etampes y finalm ente en París. En los dos pri­
m eros casos se expondrá explícitam ente el com prom iso jurado del se­
ñor-rey por el que éste vendrá a quedar obligado a m antener estables las
acuñaciones. En una serie de prom esas sim ilares, no.asociadas por lo
dem ás con el establecim iento de com pensaciones fiscales, figurará asi­
m ismo una confirm ación jurada que tendrá lugar entre los años 1164 y
1187 y que se realizará en los condados de Blois, Troyes, Barcelona y
la Borgoña. Además, en Alemania, Federico I im pondrá en las ciudades
de Basilea (en el año 1 154) y de Aquisgrán (en 1166) sendas confirma­
ciones de acuñación, aunque en este caso no vayan acom pañadas de
ningún juram ento. Por consiguiente, da la impresión de que la promesa
principesca por un lado y el com prom iso del pueblo por otro no eran
más que dos elem entos independientes, negociados por separado y con
resultados variables. De hecho, aun está m ás claro que la confirmación
jurada de la posibilidad de disfrutar del beneficio de la acuñación era un
privilegio que se concedía (entre otros) en respuesta a las peticiones
realizadas por los habitantes de las ciudades, y en este sentido resulta
totalm ente com parable con las súplicas en las que se solicitaba la apli­
cación de rem edios para atajar la violencia. Ya en la Cerdaña del año
11 18 se asim ilaba la acuñación estable a la Paz de Dios; y parece que,
desde la época del I concilio de Letrán, cuando menos, se juzgaba que
las alteraciones en el peso y en la aleación de las m onedas eran delitos
equiparables al de falsificación, lo que significa que se las catalogaba
entre los distintos tipos de fraude y, por consiguiente, de violencia .366
En la m edida en que el gravam en por el derecho de acuñación cons­
tituía una com pensación, está claro que su naturaleza resultaba ambi­
valente. Com o la acuñación era un instrum ento de interés público, et
derecho principesco a la fabricación de m oneda y a los beneficios den-
CONMEMORAR Y i'KRSUADIR ( I 1 6 0 - 1 2 2 5 ) 617

vados de ella se revelaba inexpugnable. Con todo, las alteraciones arbi­


trarías en los valores de la aleación provocaban una indignación de ín­
dole exactam ente igual a la que generaban los señores al im poner la
aceptación de unos malos usos De ahí el inflexible rostro de la confir­
mación: se trataba característicam ente de un voto por el que el señor se
com prom etía a no alterar nunca, o nunca más, los valores de la alea­
ción. un voto que no contem plaba en m odo alguno, ni siquiera m ínim a­
mente, las circunstancias económ icas que a veces exigen, en todas las
sociedades históricas, el ajuste de los patrones m onetarios. Con todo,
tam poco se detenía aquí la anom alía, ya que en torno a la década de
1180, justo en el m om ento en que precisaban im poner nuevos gravá­
menes para atender a los gastos de la cruzada, los señores-reyes de
Francia e Inglaterra habrían de topar con la resistencia de sus arrenda­
tarios, quienes, com o es lógico, consideraban que estas «nuevas exac­
ciones» constituían una violación de las costum bres. Por esos años ha­
cía ya tiem po que los im puestos en m etálico de N orm andia y la Isla de
Francia habían dejado de pretender contribuir a toda forma de utilidad
pública; los tributos que se exigían en O rleáns y en París recibían el
nom bre de tallas consuetudinarias. Aun así, todos estos im puestos
constituían una im portante fuente de ingresos para Felipe A ugusto,
igual que había venido siéndolo, desde el año 1204, o incluso antes, el
fo u a g e norm ando, que se revelaría crucial en un reinado en el que las
exacciones destinadas a las cruzadas (que adem ás term inarían siendo
otras tantas expediciones desastrosas) habrían de suponer un ejem plo
tan malo para el interés público que nadie se atrevería a repetirlas .567
Estas circunstancias nos perm iten, si no explicar por com pleto la
carta de Corbigny, sí al m enos deconstruirla. El hecho de que se enm ar­
que en la tradición de «conservar la acuñación» la convierte en un do­
cum ento superado. En Francia e Inglaterra la atención estaba pasando
ya a centrarse en cuestiones relacionadas con la rentabilidad técnica de
las cecas, así com o en su im pacto económ ico. En la prim avera del año
1188, período que vino adem ás a coincidir con la form ulación de que­
jas vinculadas con el dinero en Nevers, y teniendo m uy presente en el
ánim o la urgente necesidad de recaudar efectivo para las cruzadas, de­
bió de haber sin duda grupos de prelados que pensaran en aprovechar
la sim ación para exigir un subsidio con el que «sufragar los gastos del
viaje a Jerusalén». uniendo así la financiación de la cruzada con un
pacto sobre la acuñación que hallara respaldo en la costum bre. Y lo que
618 LA CRISIS DEL SIGLO XII

presta apoyo a esta hipótesis es el hecho de que esa m ism a idea se le


había ocurrido ya al señor-rey. En una asom brosa carta fechada en el
año 1183, Felipe A ugusto establecerá con sus arrendatarios de Orleáns
y de las aldeas patrim oniales vecinas un contrato por el que se com pro­
mete a renunciar al arbitrario cobro de la talla de vino y grano a cambio
de un pago anual de dos peniques por m edida de uno y otro producto.
En el docum ento del pacto se afirm aba explícitam ente que tras cada
período de recaudación bianual el im porte de la nueva estim ación ven­
dría a igualarse con el de la antigua talla, m ientras que el tercer año se
adquiriría el derecho a la «estabilidad del dinero». Las gentes que vi­
vían fuera de las zonas que se beneficiaban de este privilegio debían
seguir pagando el im puesto trienal en m etálico, según la acostum brada
tasa de dos denarios por el vino y la cosecha invernal de grano, y de un
denario por las m ieses del verano .368 Por consiguiente, lo que en reali­
dad sucede es que, a cambio de abandonar los malos usos de la talla, se
triplica el im puesto en m etálico, aunque sea la única im posición con
una cierta pretensión de utilidad pública. Esta costum bre aún habría de
contribuir a racionalizar de otro m odo la im posición fiscal, ya que al
constituir un plantel de servidores regios y de burgueses designados
para recaudar la «talla de grano y vino», el rey se adelantaba a la prác­
tica del diezm o de S aladm e .369
El gravam en que se im puso a los hogares de N evers no tenía de
exacción en m etálico m ás que el nom bre. Al igual que el diezm o de
Saladino, y a diferencia tanto del foiiage com o de la talla del pan y del
vino, se trataba de una im posición a d hoc para la cruzada, y como iba
acom pañado de la reserva de no causar perjuicio a los paganos en una
m ism a recaudación, podem os concluir que los habitantes de Nevers
consiguieron consolidar el privilegio de la acuñación a precio de saldo.
Tras aligerar una últim a vez los bolsillos de los habitantes del antiguo
condado, la carta del año 1188 no habría de encontrar continuación en
las regiones septentrionales, ya que en ellas la explotación del privile­
gio de la acuñación dejaría de tentar a los príncipes, habida cuenta de
que ahora las cecas les proporcionaban unos beneficios aceptables tras
haberlas dejado en m anos de distintos fabricantes de m oneda, todos
ellos som etidos a una especial regulación. Lo im portante en este caso
eran los subsidios de carácter casi público que estas cartas venían a
prefigurar, y si en Francia se había perdido el viejo im pulso utilitarista
que tendía a preservar el im puesto en m etálico por considerarlo prácti­
CONMEMORAR Y PERSUADIR ( 1 1 6 0 - 1 2 2 5 ) 619

camente una costum bre propia de los (grandes) señoríos, tam bién en
Inglaterra el antiguo Danegeld, que había sobrevivido a la conquista
norm anda, daría paso a la im posición de unas «dádivas» y «ayudas»
que, pese a conservar ese nom bre en tiem pos de Enrique 11, pasarían a
denom inarse «tallas» al acceder al trono R icardo y Juan. Los reyes
angevinos esperaban que la gente aceptara de buen grado algunas de
esas exacciones (adem ás de confiar, claro está, en que las pagaran),
pero las reiteradas im posiciones term inarían creando un larvado m ales­
tar que finalm ente desem bocaría en la disposición del año 1215, por la
que vino a fijarse una distinción entre las ayudas consuetudinarias (des­
tinadas al pago de rescates, al sufragio de las cerem onias asociadas al
nom bram iento de ¡os caballeros, y a los desem bolsos provocados por
el m atrim onio de los hijos de los señores) y todos los dem ás cobros,
sujetos en virtud de esa orden a la celebración de un «concejo co ­
mún » .370 Hoy resultaría inútil sostener que la C arta M agna diera en
distinguir de! m ism o modo entre los im puestos «feudales» y los no
feudales. Tocios los escuagcs y las contribuciones eran im posiciones de
un señor-rey. La novedad que se aprecia en el capítulo 12 (de 1215) es
que rocías ellas requerían del consentim iento de quienes debían abonar­
las. Es m ás, tanto en Inglaterra com o en Francia, podía falsearse o disi­
mularse con un nuevo nom bre la verdadera intención de los llam a­
mientos destinados a recaudar dinero o a solicitar la prestación de
servicios a fin de facilitar la conform idad de la gente. En el caso del
rescate que hubo que pagarse por el rey R icardo en el año 1193, la
inaudita dem anda de cicn mil libras obligaría a los regentes y a los re­
caudadores a justificar la exigencia de un pago superior a la costum bre,
para lo cual recurrirían a argum entos de necesidad pública .371
D ifícilm ente puede considerarse que las asam bleas celebradas en
Geddington, París y Corbigny ante la inm inente perspectiva de la T er­
cera C ruzada 372 fueran los únicos acontecim ientos prem onitorios de la
época; ni siquiera habrían de ser los únicos que se produjeran en el año
1188, com o ya hem os visto. Sin em bargo, a principios del siglo xill los
señores-reyes de las regiones del norte, y desde luego tam bién Juan, se
mostraban ya m uy cautelosos antes de convocar a sus arrendatarios a
fin de obtener su consentim iento, y es m uy posible que a algunos de
ellos les pareciera excesivo que la C arta M agna les exigiera solicitarlo
(1215, capítulo 14). En Inglaterra, habrá que esperar al reinado de En­
rique III (1216-1272) para observar en los fragm entarios registros del
LA CRISIS DHL SIGLO XII

entorno del rey algo parecido a un debate sobre los fines y los medios
fiscales .373 Y por esa época, el fenóm eno llevaba ya produciéndose una
generación en las tierras m editerráneas.

Las operaciones del poder, la com unidad y el consentim iento fue­


ron m ás precoces en el sur, y se experim entarán asim ism o en un con­
junto de m anifestaciones de cam bio social más com plejas. El problema
de averiguar cóm o llegan a politizarse las causas se vuelve aquí más
accesible, lo que suscita nuevas interrogantes. ¿Cóm o llega el personal
beneficiario de los intereses atestiguados a crecer hasta el punto de que
se haga preciso dar expresión a los negocios públicos regionales en
unas asam bleas recién identificadas con esas mismas personas e intere­
ses? ¿Cóm o y por qué se supera la fase de las cerem onias de ensalza­
m iento del señor y se sustituyen por actos de persuasión m ediante los
recién reform ados instrum entos de poder que ahora existían en el ám­
bito de los gobiernos principescos?
Para em pezar, la confirm ación de la acuñación seguiría constitu­
yendo un acto corriente tanto en el sur de Francia com o en Cataluña y
España, pese a retroceder a estados residuales en todas las demás regio­
nes. H abiéndose originado com o uno m ás de los elem entos de la paz
regional, dicha confirmación habría de persistir no obstante con las dis­
posiciones de paz y de tregua: en la Cerdaña se conservaría a partir del
año 1118, fecha en la que el prim er pago conocido que se realiza para
consolidar el privilegio de la acuñación en el sur term inará transfor­
m ándose sin m ás en una com pra de la paz de los cam pesinos, de su
ganado y de sus arados; en León se m antendrá desde una fecha ligera­
m ente anterior al año 1202; y en Quercy perdurará a partir de la misma
época, poco más o menos. En estas regiones la segundad se había con­
vertido en motivo de quejas colectivas, lo que desem bocaría en la im­
posición de m edidas rem ediadoras en el siglo xn. Y es posible que la
causa de que los docum entos que registran los esfuerzos encaminados
a recaudar un tributo supuestam ente contrario a las costum bres en el
año 1188 no aludan a un «im puesto en m etálico», sino a la «tasa del
ganado» (bovaticum ), estribe en el hecho de que, en opinión de los ca­
talanes, la paz resultaba m ás controvertida que la acuñación, mucho
más estable. Sin em bargo, al acceder al poder en el año 1196, Pedro II
de Aragón, conde de Barcelona, tratará de explotar en su beneficio los
CONMEMORAR V PERSUADIR (1 1 6 0 - 1 2 2 5 ) 621

privilegios de acuñación ele Barcelona. Tras confirm ar en un principio,


y bajo ju ram ento, la devaluada acuñación de su padre, decidirá más
tarde im poner una «redención de su acuñación», aunque procurando al
mismo tiem po que el papa le absuelva por haber procedido a ju rar de
forma tan im prudente. '" ; La resistencia al rescate de la acuñación debía
sin duda de figurar entre los agravios de los barones catalanes que en el
año 120 2 reivindicaron el privilegio de abusar de los cam pesinos, ya
que en el borrador de la carta del año 1205 se incluirá una prom esa por
la que el rey no sólo se obliga a no introducir m ientras viva ningún
cambio en la acuñación de Barcelona, sino que renuncia asim ism o a la
«redención» de la acuñación y a la disposición de paz.37í
Pero ya había pasado la época en que podía sostenerse una com po­
nenda de este tipo. Los harones tenían m uy poco que ganar, y el rey
mucho que perder si renunciaba a estos pretextos para la im posición de
gravám enes. De este modo, lo que al parecer decidió Pedro II fue vol­
ver a em plear la estrategia del año 1197 — es decir, pasar a justificar el
cobro de un im puesto en m etálico aludiendo a la necesidad pública— ,
aunque en este caso insistiera con m ás fuerza que nunca en su argu­
mento. Los acontecim ientos del año 1205 siguen siendo oscuros, a pe­
sar de que hayan salido recientem ente a la luz los registros que em plea­
ra Zurita. Lo más probable es que al final se descartara el borrador de la
carta, desechándose quizá en una «corte general» celebrada en Huesca
y de la cual no ha llegado hasta nosotros ningún docum ento relevante.
Todo cuanto conocem os es que, de algún m odo, el rey logró obtener el
consentim iento de unos cuantos notables y que procedió así a recaudar
el m onetaticum en sus dom inios. Lo que sí sabem os con seguridad es
que Pedro habría de em plear el argum ento de la necesidad pública para
exigir nuevos tributos: una tasa a los hogares carente de todo preceden­
te e im puesta en el año 1207 a los arrendatarios eclesiásticos a fin de
atender a la am ortización de las deudas, y un nuevo bovaticum en 1 2 1 1 ,
justificado sobre la base de la proyectada cam paña contra los alm oha­
des y aprobada por «todos los barones y caballeros» de C ataluña.37*’
Estos acontecim ientos no sólo m uestran que la exención consuetudina­
ria colectiva estaba em pezando a interesar a los prelados catalanes,
com o ya había ocurrido antes con los abates cistercienses ingleses,
tam bién indican que el m onarca estaba viéndose obligado a negociar
con el clero (y los barones) en tanto que fuerzas descollantes de la so­
ciedad. Es m ás, revelan asim ism o que las peticiones de dinero que
622 LA CRISIS DEL SIGLO X ll

efectuaba el rey para sostener las cam pañas contra los m usulm anes
estaban em pezando a fatig ara la gente, incluso com o alegatos especia­
les destinados a justificar el cobro de unos im puestos consuetudinarios
exigidos a intervalos ajenos a la costum bre.
C on el com ienzo del siglo xm, casi todas las pruebas docum entales
que se conservan nos m uestran que una de las consecuencias del au­
m ento de las necesidades económ icas de los príncipes — necesidades
que superaban los ingresos que obtenían por sus arriendos— fue la
politización de los intereses en la acuñación y la paz. En ju lio del año
1205, el conde Raim undo IV de T o lo saju ró m antener m ientras viviera
la acuñación relativam ente sólida (septena) de sus dom inios. Esta de­
claración parece un tanto arcaica a prim era vista, ya que se trata de una
prom esa realizada a las iglesias, a los cónsules y a! pueblo de Tolosa en
el claustro del barrio de la D aurade, y adem ás no se hace m ención en
ella a ninguna com pensación. Sin em bargo, habían sido los cónsules
electos quienes habían ordenado ese acto de juram ento, y tam bién se­
rían ellos quienes m andaran copiarlo en el cartulario que ellos mismos
habían iniciado esc año. Siendo prueba de su interés en una moneda
fuerte — ¿acaso no eran tam bién ellos señores?— , este episodio se pro­
ducirá a consecuencia de una iniciativa suya fundada en argumentos de
bienestar público .177 Pocos años después en Cahors, las tom as habrían
de invertirse. En esta localidad, un señor-obispo que disponía de una
acuñación com parativam ente baja trataría de aum entar su calidad, aun­
que no conseguiría sino provocar una oleada de protestas de los baro­
nes de Q uercy y los burgueses de Cahors, los cuales volverían a impo­
ner de hecho la antigua aleación m onetaria, cobrando por ella diez mil
sólidos a los habitantes de Cahors. En otros lugares ya se ha abordado
el estudio de las desconcertantes pulsiones económ icas que operan en
este caso; los elem entos que aquí nos interesan son los que vienen a
probar que el obispo se estaba enfrentando a la divergente idea que se
hacían sus feligreses y sus arrendatarios de cuáles pudieran ser los in­
tereses m onetarios más beneficiosos para ellos .378

E l despuntar del hábito del consenso parlam entario

Desde la perspectiva de nuestro estudio, queda aún por reexaminar


la corte plenaria que convocara el rey A lfonso IX en m arzo del año
CONMEMORAR Y PERSUADIR (1 1 6 0 - 1 2 2 5 ) 623

5. Panoram a del despuntar del hábito del consenso parlam entario (c. 1150-c. 1230).
El m apa indica los puntos en que se celebraron asam bleas notables. Con el se
ilustra la am pliación de los intereses societales en el poder.

1202 en B e n avente. La im p o rta n cia de este n u e v o análisis se de b e a


que el registro que nos da noticia del a con tecim iento no es u n a sim ple
e nu m eració n dip lo m á tic a de las d e c isio n e s a d o p ta d a s, es tam bién, y
por p rim e ra vez, u n in fo rm e virtual de la a sa m b le a c o m o tal. D e sd e
luego, no h ay du da de qu e ya en el a ñ o 1188 este m ism o rey había alu ­
dido a la « c e le b ra ció n de u n a corte en L eón» al dec re ta r la p ro m e s a
m ism a p o r la que se c o m p ro m e tía a reunir la ju n ta de 1202. Sin e m b a r­
go, en el añ o 1202 hay otra c o sa qu e q u e d a clara. Sólo e nto nces dirá el
624 LA CRISIS DLL SKiLO XII

rey explícitam ente que m uchos de los presentes se hallan allí en cali­
dad de «obispos», a lo que añade que son «mis vasallos» y que «m u­
chos de ellos han llegado de todas y cada una de las ciudades de mi
reino», a fin de reunirse en una «corte plenaria». Es m ás, el monarca
sostiene que los estatutos y los dictám enes salen directam ente «de esta
corte». Una de esas decisiones consistió en «vender la acuñación» a sus
gentes por espacio de siete años, y adem ás a la elevada tasa de un mo-
rabetino por vivienda. Esto significa que el rey renunciaba a su derecho
a m odificar los valores de la acuñación durante ese plazo a cam bio de
un gravam en conceptualm ente idéntico al «rescate» de la acuñación
catalana .379 El plazo de siete años volverá a señalarse una generación
más tarde, tanto en León como en Aragón, en una época en que la de­
term inación de un periodo de acuñación estable había pasado ya a con­
vertirse en una norm a consuetudinaria de la tributación pública de esta
región. A dem ás, tam bién por esta m ism a época se apropiarán las cortes
de la costum bre de la acuñación, que pasará a ser una práctica consue­
tudinaria regulada por consenso parlam entario .-™0
¿C óm o llegaron las asam bleas com o tales — es decir, entendidas
com o entidades diferenciadas de la actividad de un grupo de personas
reunidas— a contribuir de m anera tan decisiva al ejercicio del poder?
Esta es la últim a gran pregunta y debem os planteársela a unas gentes a
las que sería difícil considerar inventoras del gobierno parlamentario.
Para responderla habrem os de desviarnos lo suficiente de la historia de
los intereses y los gravám enes com o para com prender que las personas
de la época que nos ocupa se daban efectivam ente cuenta de la impor­
tancia de las asam bleas, aunque se tratara de reuniones com prensible­
m ente desvinculadas del futuro. Sabían, por ejem plo, que las grandes
dietas de R oncaglia (celebradas en los años 1154 y 1158) habían sido
acontecim ientos m em orables a los que habían asistido los prelados y
los barones, así com o los delegados de las ciudades, a fin de imponer
un acuerdo im perial a Italia .381 Igualm ente famosa en la Europa septen­
trional, aunque tuviera un carácter totalm ente diferente, fue la gran cor­
te reunida en M aguncia en el año 1184, un verdadero acto de ensalza­
m iento de la aristocracia im perial .382 El «parlam ento» convocado en el
año 1212 por Sim ón de M ontfort en Pam iers vendrá a diferenciarse no
obstante de cualquiera de estas asam bleas, aunque su carácter no fuera
m enos com prom etido en su m om ento. Aun teniendo debidam ente en
cuenta las circunstancias, cabría clasificar este acontecim iento en el
CONMHMOKAK Y PERSUADIR { 1 1 6 0 - 1 2 2 5 ) 625

mismo grupo que los estatutos de seguridad dictados en las décadas de


1180 y 1190. El objetivo explícito de Sim ón de M ontfort consistía en
suprimir la herejía y en «erradicar la m aldad de los ladrones y los m al­
hechores». A unque los historiadores parecen haberlo pasado por alto,
este últim o objetivo poseía un carácter muy concreto, ya que iba dirigi­
do a atajar la violencia ejercida desde los castillos .3S3 La tarea de con­
cebir un conjunto de costum bres aceptables con las que regir los arren­
dam ientos y la transm isión hereditaria de las tierras conquistadas se
confiaría a un com ité form ado por una asam blea de prelados y barones;
además, el hecho de que las alusiones de la época em pleen las expre­
siones pa rlem en y coHot/uiiim generala al referirse a dicha asam blea
indica que ya entonces se tenía clara conciencia de que esas reuniones
eran un escenario dispuesto para la celebración de charlas o debates.
Con todo, el diplom a que pasa por ser el registro del acontecim iento no
contiene el m enor signo de que existiera un m ínim o grado de autono­
mía deliberativa.
Lo que sugieren estos ejem plos es que hasta las convocaciones más
excepcionales y espectaculares eran prácticam ente instrum entos de po­
der de los señores que las realizaban. No obstante, no es ésta una afir­
mación que pueda hacerse de todas las asam bleas celebradas hasta el
año 1225. aproxim adam ente. Sería un error pasar por alto las juntas de
las com unidades autónom as o las de las incipientes organizaciones po­
líticas urbanas; lo cierto es que am bos tipos de reunión tienen un hueco
en la evolución del poder asociativo. Sin em bargo, lo poco que sabe­
mos de las asam bleas europeas se halla abrum adoram ente oscurecido
por el descollante papel del señorío. Esta es la razón de que, en todas
partes — aunque quizá de m anera especial en el im perio germ ánico y
en el sur de Europa— . los autores de textos narrativos em pleen bastan­
te más la palabra curia t corte) que cualquier otra forma lingüística para
referirse al ensalzam iento y a la consultación. Se trataba de una palabra
dotada de una subyugadora capacidad sem ántica. Podía aludir a una
corte de justicia; a un séquito formado por asesores, sirvientes y fam i­
liares; a la celebración de una festividad (Navidad, Pentecostés); a una
ocasión propicia, a m enudo asociada con un día festivo, com o los actos
por los que se arm aba caballeros a los nobles o se verificaba un enlace
m atrim onial; o a una audiencia de «negocios (negoiia)».m En eso con­
sistían, casi exclusivam ente, las ocasiones de sociabilidad del señorío.
De lo que se ocupaba la corte invariablem ente era de la justicia del se­
626 LA CRISIS DEL SIGLO XII

ñor, de su entorno inm ediato o de sus asuntos. Y había en ella algo


obsesivam ente autoritario. «En ese año [ 1170] el señor reunió su corte
en W indsor. en la solem nidad de Pascua .» 385 El arzobispo Enrique de
R eim s escribirá al rey Luis VII una carta en la que le referirá lo si­
guiente acerca de un caballero bien relacionado: «está dispuesto a
aceptar la sentencia de vuestra corte [c. 1170]».386
Com o en toda convocación destinada a obtener el consentim iento
de los asistentes, el poder del señor príncipe en la curia podía m anifes­
tarse en ocasiones de m anera arbitraria. Con todo, se trataba de un po­
der ritual, y por consiguiente de la expresión de una m utua m uestra del
com ún encum bram iento social que com partían los m iem bros de la élite
y de su actitud de recíproca deferencia. Uno de los presupuestos axio­
m áticos de la cultura latina era el de que las cortes constituían una
«celebración» (en los dos sentidos de la palabra: curiam celebravit.
curia celebns)', adem ás, no hay duda de que la actividad ritual propia
de este ensalzam iento se encuentra en la base de los procedim ientos
parlam entarios .387 La afirm ación de que las lim itaciones rituales im­
puestas a los debates de la curia tuvieran alguna relación con la cada
vez más frecuente aparición de térm inos com o consitium, caüoquium o
p a rlem en t no pasa de ser una conjetura razonable. Sin em bargo, to­
m ando com o base las pruebas que ya hem os presentado, queda claro
que antes del año 120 0 se producían debates en las asam bleas, fueran
del tipo que fueran, aunque esté bastante m enos claro en qué medida
podía estar ya em pezando a considerarse que dichas juntas constituye­
ran una encam ación de las distintas situaciones de interés presentes en
el seno de la sociedad, o incluso de los intereses vinculados con la si­
tuación del propio reino, com o se observará de m anera precoz en León.
Aquí es donde la profusión y el carácter plenario de las cortes y las
convocaciones nos obligan a hacer frente a una insistente cuestión. ¿En
qué consistía la novedad de las grandes asam bleas? ¿Cuándo y por qué
se introdujeron esas novedades? A lgunos de los m ás espectaculares
acontecim ientos del siglo xn — por ejem plo la coronación imperial de
A lfonso VII en León, ocurrida en mayo del año 1135, o el gran «conci­
lio» convocado por el duque C asim iro II de Polonia en L^czyca en el
año 1180— 388 serán justam ente los m enos novedosos en cuanto a la
representación de las élites de sus respectivos remos. El único criterio
de que disponían las personas que vivían en esa época para decir que
algunas de aquellas «cortes» tenían carácter «plenario», «general», o
C O N M E M O R A R Y P E R S U A D IR (1 1 6 0 -1 2 2 5 ) 627

«solemne» era el sim ple sentido com ún, y tam poco podem os decir que
estos calificativos apunten necesariam ente a alguna novedad que sólo
nosotros seam os capaces de ver .389 En ocasiones, la única noticia que
tenernos de una asam blea es la m ención de las personas que asistieron
a ella, o de las que aportaron su consejo y dieron su consentim iento.
Con todo, las fuentes sí que siguen evocando la persistencia del orden
público en los espacios históricam ente definidos. Eas asam bleas cele­
bradas en C orbigny y León en el año 1188 hablan de los dom inios de
los príncipes, al igual que ya se hiciera en otras reuniones, com o la
también convocada en León en 1135 y la de L^czyca del año (1180),
con la salvedad de que en las dos prim eras se abordarán, respectiva­
mente, los tem as correspondientes a un condado y un reino. Sin em bar­
go, por lo que hace a lo que consta en los registros, am bas asam bleas
responden al m odelo del acontecim iento principesco. En cualquier
caso, a la segunda asistirían, en calidad de hom bres «elegidos» (eíecti),
personas de distintas ciudades .390 ¿Q ué significado tiene esto?
Sin duda es algo que im plicaba continuidad. Existen precedentes
que m uestran que ya antes se em plazaba a los lugareños a acudir a las
convocaciones, incluso en España. Con todo, es muy notable que tam ­
bién haya quedado constancia de esto m ism o en las regiones pirenai­
cas. Dichos precedentes resultan im portantes por derecho propio, pero
además dirigen nuestra atención a la rara experiencia de unas com uni­
dades obligadas a bregar con las estrecheces económ icas de los señores
príncipes. En un precario y cerrado m undo de pastores, cam pesinos y
humildes com erciantes, los «poderes» de la sociedad m antenían estre­
chos vínculos con la gente. Si el conde de Nevers no podía relacionarse
sino con sus barones y caballeros, todos ellos poseedores de algún cas­
tillo, el obispo y el conde de Urgel vivian en íntim o contacto con una
m ultitud de hom bres libres carentes de toda fortificación. En el año
1162, y con la intención de zanjar una disputa con las gentes de A ndo­
rra, ambos personajes, prelado y aristócrata, harían que sus respectivos
señoríos — o lo que en esa región se estilase— recibieran el reconoci­
miento ritual de un acto de rendición de hom enaje y de profesión de
fidelidad. Se m encionan los nom bres de treinta y seis hom bres que rea­
lizaron el acto de sum isión, y se indica que cada grupo de seis indivi­
duos lo efectuaba en representación de una aldea, con lo que eran tam ­
bién seis las localidades allí personadas; adem ás, se añade, los hom bres
designados actuaban tam bién en nom bre de «todos los [m iem bros] de
628 LA CRISIS DLL SIGLO XII

nuestra parroquia, así com o de todo el valle de A ndorra». No hay en


todo el siglo xn ningún testim onio que pueda equipararse a esta expo­
sición de una disposición representativa tan específicam ente concebi­
da. Otra cosa que resulta igualm ente extraordinaria es el hecho de que
se diga que el acuerdo escrito — que incluye una detallada enum era­
ción de las concesiones efectuadas por el señor-obispo y el señor-con­
de— se realice en nom bre de todo el valle — «nosotros, gentes todas
del valle de A ndorra»— , ya que esta circunstancia convierte al docu­
m ento en un texto precursor de una conducta parlam entaria autocons-
ciente .391 Se trató sin duda de un acontecim iento m uy elocuente en es­
tas oscuras sociedades m ontañesas. M enos de tres años después,
cuando los cortesanos del infante A lfonso — entre los que figuraba el
obispo G uillerm o de Barcelona, que tam bién había asistido al acto de
conciliación de A ndorra— organizaran una asam blea con los grandes
de Aragón a fin de prom ulgar un regio program a de paz y seguridad, se
unirían a los barones allí congregados los notables de las seis ciudades
y poblaciones m encionadas anteriorm ente, m anifestando bajo ju ra ­
m ento, y junto a ellos, su lealtad al m onarca .3’12
Sería no obstante un error ver en esla experiencia de poder un rasgo
progresista. Es posible que podam os considerarlo ingenioso, pero en el
siglo xn resulta difícil encontrar casos en los que la gente decida con­
certarse para dar solución a uno o m ás problem as patentes. Lo que se
estaba tratando de hacer en Andorra y en Aragón era im plicar a la gen­
te — cuanta m ás m ejor— en los actos de poder, y adem ás se prefería
establecer con esas personas el vínculo propio de los arrendatarios ju ­
ram entados. En el año 1176, cuando el obispo y los canónigos de Urgel
alcancen un nuevo acuerdo con los andorranos, se enum erarán por ex­
tenso los nom bres de los varones de las aldeas, pese a que no se afirme
que se tratara de delegados .393 En este caso observam os, una vez más,
que las gentes de A ndorra, aun com o arrendatarios, hablan y actúan en
su propio nom bre, com o si en esos solem nes instantes prevaleciera por
encim a de todo su identidad asociativa. Los habitantes de las regiones
m ontañosas de Europa actuaban habitualm ente de form a colectiva, y
muy a m enudo, no cabe duda, lo hacían para ofrecer resistencia a los
abusos de los señores, pese a que antes del siglo xm rara vez tengamos
constancia escrita de tales disposiciones. En el año 1187, los «vecinos»
(hesiaus) de los valles de Ossau y Aspe, situados am bos en la región
central de los Pirineos, redactarían una paz (patz) totalm ente com para­
CONMEMORAR Y PERSUADIR ( 1 1 6 0 - 1 2 2 5 ) 629

ble en sustancia a las grandes cartas de seguridad de los territorios lim í­


trofes .394 El tipo de identidad asociativa que en este docum ento se
muestra — la identidad asociativa es una noción defendible tanto en el
ámbito m oral com o en el plano de los argum entos objetivos— es pre­
cisam ente el que los señores príncipes trataban de consolidar en sus
respectivas cortes por esos m ism os años. Con todo, convocar a una
asam blea a los aldeanos y a los lugareños no equivalía a concederles
una can a propiam ente dicha. No se trataba tanto de hom bres «con inte­
reses» com o de poseedores de un cierto poder local, individuos en todo
caso a los que el obispo, el conde, o el m ism o rey quería tener com o
aliados. Carlos Estepa lia m ostrado que los lugareños «elegidos» que
asistieron a las cortes de León (en 1188) y de Benavente (en 1202) te­
nían probablem ente un bajo rango m ilitar, y que sería difícil encontrar
un criterio jurídico que perm itiera juzgarlos urbanos .395 Para los gober­
nantes, contar con la lealtad de las poblaciones significaba som eter a
sus «cabecillas», por em plear los térm inos propios del año 1164; y no
es casual que en toda esta región del O ccidente m editerráneo se convo­
cara a los notables de las aldeas y de los pueblos vecinos, junto con los
barones y los caballeros, con la intención no sólo de dejar constancia
de sus nom bres y de sus vínculos familiares en las listas confeccionadas
al efecto — com o sucederá, una vez más, en el U rgel del año 1188— ,
sino de hacerles dar m uestras de sum isión en un acLo de hom enaje y
fidelidad.3% ¿Cabe im aginar que pudiera haberse instado a los notables
de la Lom bardía y la Toscana a acudir a la dieta de R oncaglia del año
1158 con un propósito m ás aprem iante que éste 9
Y a partir de la década de 1 170, en el sur de Francia, este nacien
modo de representación habría de abrir, por espacio de linas dos gene­
raciones. una nueva y poco conocida senda en la historia del poder, una
senda que no se observa en ningún otro lugar de Europa. Nos encontra­
mos así frente a un núcleo territorial form ado por castillos depravados
que se extendía desde la región de Burdeos hasta lo más recóndito del
M acizo C entral francés, una zona en donde los príncipes locales se
m ostraban débiles, habían sido debilitados o ejercían su poder desde la
distancia; y una zona tam bién en la que los obispos y los condes se de­
dicaban a continuar las luchas por las que un día com batieran el obispo
A ldeberto y el pobre carpintero de Le P uy .397 En esta ocasión en cam ­
bio, el em peño, que requería dinero y com batientes, iba a transform ar­
se en lina cam paña, y term inaría im poniendo la principesca causa de la
630 LA CRISIS DEL SIGLO XII

paz a los cam pesinos y a los habitantes de las pequeñas poblaciones de


la com arca, que suspiraban por ella. Sus ocasionales asam bleas estaban
llam adas a convertirse en una verdadera costum bre en el Agenais, aun­
que desde luego se tratará, por su forma, de un uso principesco, ya que
obligaría a los cónsules de las aldeas a acudir ante el príncipe cuando
eran em plazados a una de esas reuniones, y a im putar a las arcas locales
los gastos derivados de su com parecencia. Llegarían a verse forzados
incluso a luchar, si se les dem ostraba que el príncipe tenía necesidad de
ayuda, aunque el privilegio con que contaban tanto las aldeas asociadas
de la zona com o la ciudad de Agen todavía conservara su vigencia; y
ello porque, en el siglo xm, la asam blea, una vez instituida — posible­
m ente en tiem pos del duque R icardo (1169-1189)— , habría de asumir
poderes autónom os en tanto que «corte general del A genais » .398
No había nada que pudiera com pararse con esto en parte alguna. El
valle del curso bajo del C arona constituía una zona accesible y próspe­
ra, situación que provocaría una singular intervención del conde de
Tolosa en las costum bres regionales. Con todo, tam bién en el Agenais
afirmarán los obispos (de Agen) m antener la paz con la ayuda de hom­
bres arm ados y de un conjunto de gravám enes com pensatorios; y en
esta región, com o en todas las dem ás, los obispos se verán unas veces
obligados a com partir este privilegio con los príncipes laicos y otras a
defenderlo de sus ataques (cuando no am bas cosas). Es m ás, en no me­
nos de cuatro diócesis — aunque posiblem ente fueran cinco— , la asig­
nación o la m ovilización de hom bres y dineros correrá a cargo de las
asam bleas, unas asam bleas que al parecer deliberaban de m anera inva­
riable sobre unas causas cuya responsabilidad entendían v aceptaban
m ancom unadam ente las gentes así reunidas, lo que significa que no se
limitaban a considerarla sin m ás una pretensión interesada del obispo.
Esto im plica que no hem os de considerar que los notables que se reu­
nieron en Rodez en torno al año 1168, así com o en Albi en el año 1191.
fueran m enos «representativos» de la situación de sus respectivos con­
dados que los integrantes de la asam blea del A genais y sus delegados.
Sin em bargo, poco m ás puede decirse de las diócesis anteriores. Es
posible que en la región de R ouergue. así com o en las de Albi y del
V ivares, la procura asociativa de la paz llegara pronto a su fin. Todo
cuanto sabem os es que enseguida se im pondría un gravam en para sos­
tener la paz (co m p em u m ) y que en poco tiem po dicha tasa acabaría
convertida en una carga consuetudinaria cuyo cobro se prolongaría
CONMEMORAR Y PERSUADIR (I 160-1225) 631

mucho después de que el argum ento de subvenir con ella a una necesi­
dad social hubiera perdido todo sentido .399
Será por lo dem ás en el Q uercy y en el G évaudan donde los obis­
pos, presionados por los sucesivos condes de Tolosa — y por el senes­
cal del rey en el G évaudan (a partir del año 1229)— , se encargarán del
m antenim iento de la paz. com o tan notablem ente había hecho en la
década de 1160 el obispo Aldeberto. G racias a las indagaciones regias
realizadas en tom o al año 1250 y a las averiguaciones posteriores rela­
cionadas con el derecho a efectuar convocaciones y a im poner gravá­
menes, podem os reconstruir la paz a través de los recuerdos de quienes
participaron en la asam blea en que ésta se dictó, lo que nos perm ite
incluso observar su funcionam iento; observación que nos llevará a
concluir que esta paz parece asem ejarse a una institución casi guberna­
mental. En am bas regiones se exigían a las gentes pagos «para la paz»;
en el Q uercy se hará de forma explícita, «con la autoridad del obispo y
el consentim iento de los barones y de las grandes poblaciones», a lo
que se añade que «después se [darían] indem nizaciones y se [pagarían]
salarios a los que debían prestar un servicio m ilitar » .400 Según parece,
los «hom bres de paz» (p a cia rii) se designaban, tanto en una com o en
otra región, en las asam bleas. Se dice que en el G évaudan estos hom ­
bres atendían a las quejas, enviaban apercibim ientos a los infractores
de los térm inos de la paz, y m ovilizaban efectivos m ilitares en caso
necesario .401 En el Q uercy, los sacerdotes recaudaban un dinero que
luego era enviado a las tesorerías de C ahors y de Figeac. Y dado que en
esa diócesis se requería una negociación independiente para la procla­
mación de todas y cada una de las paces, vem os que eran los barones
— así corno las poblaciones del Q uercy— los que conservaban el con­
trol de los im puestos necesarios para sufragar la paz .402 Si en el G évau­
dan la principal disputa giraba en torno a la cuestión de si el obispo
tenía o no derecho a realizar convocaciones y a im poner gravám enes
— hasta el punto de que en esta región descubrim os la anotación, clara­
mente anóm ala, de que un barón había rendido hom enaje y dado m ues­
tras de lealtad a un obispo en reconocim iento de sus reg a lía — ,403 en el
Quercy lo m ás im portante será la causa asociativa de la paz. Tenem os
constancia de que al m enos una de las asam bleas realizadas en esta
zona — y con representación de las «grandes poblaciones»— tuvo lu­
gar antes del año 120 0 , y lo sabem os gracias a un testim onio que viene
a constituir la prueba explícita m ás antigua que ha llegado hasta noso­
632 I A CRISIS DHL SIGLO XII

tros de la existencia de delegaciones representativas m últiples en el sur


de F rancia .404
Pese a todo esto, es la corte general del A genais la que m ejor ilustra
la tendencia que m ostraban por entonces las asam bleas, una tendencia
que las inducía a convertirse en verdaderas fuentes norm ativas. En el
año 1232, al confirm ar que habría de m antener de por vida las caracte­
rísticas de su acuñación a cambio de un im puesto de doce peniques por
hogar, el obispo G erardo de Agen se verá en la necesidad de contar no
sólo con la aprobación del señor conde de Tolosa, sino tam bién con el
beneplácito de «los barones, los caballeros, los burgueses fborzes] y la
cort general d 'A g en es »,4ü5 Y tam poco puede decirse que las prácticas
asociativas se agotaran en esto, ya que a pesar de que este interés en la
acuñación term inase por adquirir carácter consuetudinario, los barones
del A genais habrían de tratar de invadir, en el año 1270, las competen­
cias jurídicas del conde m ediante la institución de cuatro cortes genera­
les cada año a fin de ponerse de acuerdo sin necesidad de una convoca­
ción oficial .406
No debe sorprendernos que las asam bleas pudieran ctisponer de po­
der o de autonom ía, ni que pretendieran tenerlos (y que así lo sostuvie­
ran algunas personas). Cuando Gualterio M ap com para la corte con el
infierno, o cuando G erardo de G ales se dedica a hacer juegos de pala­
bras relacionados con las preocupaciones cortesanas (curia curarum
genetrix), lo que am bos vienen a sostener im plícitam ente es que hasta
los señores-reyes pueden term inar perdiendo el control de aquello que
ellos m ism os alum bran .407 No obstante, las cortes que ellos convoca­
ban operaban de distinta forma, puesto que en ellas hallaban cabida
otras experiencias, com o las de sum isión, deferencia y alianza, aunque
se trate de experiencias que los am anuenses rara vez se dignen a trans­
m itim os. En todas las regiones de Europa, los escribanos que redactan
las cartas y los diplom as se interesan más en la rutilante contundencia
de las decisiones o de las intenciones que por el proceso mismo que
conduce a ellas, y todavía se interesan m enos en los debates, que por lo
general debieron de despertar bastantes recelos. En todas las comarcas
de Europa, salvo en una, m ostrarán los cronistas la m ism a reticencia,
negándose a dar cuenta estenográfica de los actos a los que asistan,
quizá por m iedo a que se les tuviera después por fabuladores .408 La
excepción a la que me acabo de referir es Inglaterra, y nos corresponde
ahora preguntarnos por qué. ¿Es la com parativa facundia de las fuentes
C O N M V M t r n \ k Y V l-.R SU ADIR (1 1 6 0 - 1 2 2 5 ) 633

narrativas inglesas lo que nos perm ite vislum brar las conversaciones
que se producen dentro y fuera de las asam bleas? O por plantear la in­
terrogante a la inversa, ¿podría suceder que la propia excepcionalidad
de la persistencia de los docum entos que nos hablan de la experiencia
dialéctica inglesa, de forma acaso ininterrum pida desde los tiempos
anteriores a la conquista norm anda, sea lo que explique la profusión de
escritos históricos que constatam os en los dom inios de los reyes de la
casa Plantagenet, profusión que no encuentra equivalente en ninguna
otra región de Europa? Fn las crónicas de las abadías de Battle y Bury-
Saint-Edm unds casi pueden escucharse las voces de quienes intercam ­
bian argum entos en el tira y afloja de las peticiones y el surgim iento de
conflictos .409 Con Rogelio de Howden. el lector llega a percibir de cer­
ca las intenciones que abriga el m onarca en m ateria de justicia y de
gestión; en Francia, sólo los escritos de R igord — cuya obra sobre las
consultaciones es m ucho m enos volum inosa— pueden com pararse en
este aspecto con las crónicas inglesas .410 Ricardo de Devizes nos habla
de una serie de asam bleas integradas por barones en las que la reina
viuda Leonor de A quitania tratará de refrenar al conde Juan en el año
1191; y más tarde, en un com entario de fuerte carga sarcástica — «todo
el m undo ventilaría allí sus diferencias»— , relatará la vana convoca­
ción que dará en realizar el arzobispo G ualterio en defensa de los inte­
reses del desacreditado canciller G uillerm o de Longcham p .411
Según los registros, en Inglaterra las asam bleas se sucedían rápida­
m ente unas a otras: vem os destilar así los festivales de las cortes del
señor-rey, celebrados anualm ente y en los que en m uchas ocasiones se
producían escenas en las que los barones hacían proclam aciones y da­
ban su consentim iento; convocaciones denom inadas «concejos» (con-
cilium ), o volioquium (nom bre que se repite cada vez con m ayor fre­
cuencia), aunque en m uchos casos no se les adjudique ninguna etiqueta
específica. Pese a que correm os el riesgo de com eter m uchos errores si
tratamos de averiguar en qué consistían estas asam bleas basándonos en
su denom inación, lo que sí parece confirm arse es que muy a m enudo
los concejos y los coloquios trataban de cuestiones susceptibles de ser
sometidas a debate, cuestiones sim ilares a las que según se describirá
más tarde, a partir de la década de 1230. se ocupaban al parecer los
«parlam entos». A) igual que en las dem ás regiones, tam bién en Ingla­
terra se em plea la palabra «celebrar» para significar que se llevaban a
cabo cortes y asam bleas; y lo que sí ocurre con más frecuencia en In­
634 LA CRISIS DLL SIGLO XII

glaterra es que resulta algo más fácil discernir en esas reuniones un in­
tercam bio de opiniones y de discrepancias .412
Con todo, no hay signo alguno — al m enos no antes del año 1215—
de que se celebraran asam bleas que no fueran otras tantas convocacio­
nes a d hoc realizadas bien por em plazam iento regio, bien a instancias
del clero o los barones, aunque esto último se efectuara con frecuencia
muy inferior. (Las cortes de los condados o las reuniones de los miem­
bros de las casas reales son harina de otro costal, y tam bién los sínodos
eclesiásticos, que se regulan de acuerdo con el derecho canónico.) En
los capítulos 12 y 14 de la Carta M agna (1215) figuran unos párrafos
que parecen reivindicar por prim era vez que se conceda carácter con­
suetudinario a una asam blea laica organizada por o para los barones
rebeldes .413 El hecho de que dicha cláusula desaparezca de las ulterio­
res redacciones del docum ento nos recuerda que a algunos nobles de­
bió de parecerles una violación de los derechos del señorío regio; no
obstante, la circunstancia de que a pesar de ello se diera carta de natu­
raleza a la práctica sugiere que ésta presentaba ventajas a las que empe­
zaba a resultar difícil oponerse, com o por ejem plo la obtención, en una
asam blea del reino convocada form alm ente, del consentim iento gene­
ral a una exacción fiscal extraordinaria. Habrían de pasar aún muchos
años antes de que estas asam bleas com enzaran a presentar atributos de
carácter consuetudinario. Y cuando al fin term inaron por asumirlos,
hacía ya tiem po que la identificación de los barones con el reino había
conferido a la posición del soberano un interés especial y bien diferen­
ciado, de m odo que, en lo sucesivo, el «negocio del rey y del reino»
habría de exigir una gestión política. Y ya desde los prim eros años del
reinado de Enrique III — cuando las irrefrenables am biciones de los
castellanos vinieran a sum arse al reciente y contagioso m alestar por la
presencia de extranjeros entre los asesores del m onarca— comenzaría
a revelarse un potencial de resistencia política que term inaría por hallar
expresión en la convocación de grandes concilios y parlam entos .414
N ada de lo an terior resulta visible en el im perio. Al alcanzar la
m ayoría de edad. Federico II H ohenstaufen com enzó a convocar gran­
des cortes, unas cortes cuyos registros llevarán una y otra vez su im­
pronta, pese a que en ellos se m uestre una característica afinidad con
el derecho feudal, el desem peño de cargos y la autoridad regia. En las
C onstituciones de M elfi (123 l ), el em perador estipulará la necesidad
de celebrar una «corte general» para dar audiencia y tom ar disposicio­
CONMEMORAR Y PERSUADIR (1 1 6 0 - 1 2 2 5 ) 635

nes relacionadas con las quejas de los súbditos, corte que debía reunir­
se dos veces al año en las poblaciones sicilianas que el docum ento
señala. C om puesto tanto por ciudadanos representativos com o por
m iem bros del clero y de la nobleza, este organism o vendría a prefigu­
rar, siquiera superficialm ente, la reform a de la corte que m ás tarde
habría de proponerse en el Agenais; sin em bargo, la de Federico sería
una corte im puesta concebida para dar poder a los jueces im peria­
les .415 Ni en Sicilia ni en A lem ania habrían de tener los príncipes ex­
cesiva influencia — aunque por razones diferentes— sobre un gober­
nante que podía arreglárselas sin ellos; ésta es la razón de que en parte
alguna florezca tanto la autonom ía principesca com o en la A lem ania
de m ediados del siglo xiil 416 En Italia, los «parlam entos» com unales
—un vestigio del poder popular consuetudinario— em pezarían a per­
der su autonom ía en torno al año 1200 .417 En Hungría, la Bula de Oro
(1222) del rey A ndrés 11 (1205-1235) vendría a insuflar nueva vida a
una corte festiva que el señor-rey celebraba anualm ente en Székesfe-
hérvár el día de San Esteban (es decir, el 20 de agosto). Com o ya suce­
diera con la C arta M agna inglesa, este acontecim iento dará en señalar
el establecim iento de un acuerdo entre el rey y los barones, aunque a
lo que verdaderam ente se asem eje la situación derivada de este acuer­
do sea al estado de cosas vigente en la Sicilia im perial, ya que la asam ­
blea consuetudinaria que se instituya term inará pareciéndose m ás a
una gran corte abierta a las peticiones de los dem andantes que a un
organismo político .41s
A principios del siglo xnt. no hay ningún otro sitio en donde se ob­
serve de forma tan patente com o en Aragón y en Cataluña la potencial
voluntad de celebración de unas consultaciones plcnarías. En am bas
regiones, los infantes habrían de dejar en m anos de sus respectivos re­
gentes, en tanto ellos no accedieran al poder, una causa heredada (la
paz) y una ventaja problem ática (la acuñación), circunstancias que los
tutores regios sabrían explotar convenientem ente. Esta situación, unida
a la creciente riqueza de que disponían los barones, las iglesias y las
poblaciones, determ inaría que las grandes convocaciones resultaran a
un tiempo im perativas y recurrentes. Era por tanto habitual que las ciu­
dades y los pueblos quedaran de este modo representados junto con los
prelados y los barones: en las asam bleas celebradas en Lérida en los
años 1214 y 1218 habría asi personajes venidos de am bas regiones; en
las reuniones de los años 1221, 1223,1228 y 1236 se personarían nota­
636 LA CRISIS DL;I. SKil.O XII

bles de Aragón; y en las de los años 12! 7, 1218, 1225 y 1228 acudirían
tam bién de C ataluña .419 Jaim e el C onquistador, que apenas tenía seis
años al verificarse la prim era de estas reuniones (la celebrada en Lérida
en 1214), recordará m ás tarde que se le había dado el nom bre de Cort y
que había sido convocada, «en nuestro nom bre», tanto por los templa­
rios regentes com o por otros altos personajes, entre los que figuraban
obispos, abates y nobles (rics hóm ens) de las dos regiones, así como
individuos encum brados de las distintas ciudades. Tam bién recordará
que en ella, sus tíos Ferran y Sancho, que aparecían y desaparecían
constantem ente de la escena política, se habían dedicado, «cada uno
por su lado», a ejercer presiones para conseguir que se les nombrara
«reyes», y que al final todos los circunstantes le ju rarían fidelidad
m ientras el arzobispo le sostenía en brazos .420 A lo que asistim os aquí
es a un ensalzam iento de la m onarquía y a un acto de solidaridad jura­
da, o lo que es lo mismo a la celebración de una corte bi-regional en el
año 1214, una corte que se verifica en un lugar igualm ente bi-regional
(Lérida, o Lleida) y que contribuirá a perpetuar las tradiciones de segu­
ridad colectiva que habrán de persistir en la Corona de Aragón.
La propia repetición de las convocaciones regias en am bas regiones
habría de dar pie a la aparición de un personal cada vez más experi­
m entado y sentaría las bases de un procedim iento consuetudinario que
virtualm ente conferiría poder a los hom bres congregados en dichas
asambleas. Por lo que sabem os gracias a distintos docum entos, algunos
de los notables de las poblaciones aragonesas representadas en la «cor­
te general» celebrada en D aroca en febrero del año 1228 ya habían
asistido a ju n tas anteriores del remo de A ragón .421 En diciem bre del
año 1228 — fecha en la que el rey Jaim e I ejercería triunfalm ente su
influencia en la gran corte que se reunió en B arcelona para com partir
los riesgos y los beneficios de la inm inente conquista de M allorca— se
desarrolló un procedim iento foral llam ado a convertirse en un elemen­
to fijo de la práctica parlam entaria: me refiero a la secuencia formada
por las propuestas exhortatorias, las respuestas a d h o c de los delegados
del clero, de los barones y de los representantes de las distintas pobla­
ciones, la celebración de un debate entre los m iem bros de estos esta­
m entos, y la obtención de un acuerdo público .422
Si conocem os todos estos extrem os se debe en gran parte, por una
vez, a que disponem os de las palabras del propio rey. R eunido en la
«corte general» de Barcelona con los m iem bros de los tres estam entos
CONMEMORAR Y I’HRSUADIR (1 1 6 0 - 1 2 2 5 ) 637

que acabam os de m encionar, Jaim e rem em ora en su Libro de los h e­


chos — basándose en la ya larga experiencia que tenía de lo que acos­
tumbraba a suceder en sus convocaciones (y que le perm itía conocer lo
frecuentes que eran las discrepancias en este tipo de juntas)— que en
esta ocasión (año 1228) las respuestas a su em otiva y devota propuesta
habían sido cálidas y favorables, dándose adem ás la circunstancia de
que las m ociones habían sido defendidas por personas de su confianza:
ante el clero lo había hecho e! m ism o arzobispo que, siendo niño, le
sostuviera en brazos en Lérida; ante los nobles había hablado G uiller­
mo de M onteada; y el encargado de dirigirse a los representantes de las
poblaciones había sido B erenguer G erardo de B arcelona ,423 Aun así,
era poco lo que el rey alcanzaba a saber — ni siquiera en una ocasión
tan propicia com o ésta de los debates que habían precedido a las
ofertas de servicio, y m enos es todavía, lógicam ente, lo que sabemos
nosotros. Al fin y al cabo el registro de estas grandes asam bleas plena-
rias sigue siendo un diplom a en el que se ensalza al señor-rey y se esta­
blece la confirm ación de la acuñación con el im puesto (o el rescate)
asociado en Aragón, o los estatutos jurados de paz y de tregua en C ata­
luña. Lo único que podem os inferir es que si los catalanes se opusieron
al im puesto en m etálico por considerarlo contrario a la costum bre
(oposición que probablem ente se concretara en V ilafranca del Pene-
des en el año 1 2 1 8 ), los aragoneses por su parte habrían de rechazar la
paz (posiblem ente en Lérida en 1218, o quizá incluso en 1214), Lo
novedoso en este caso es que la solem nidad de estas ocasiones derive
ahora de la corte m ism a. En el diplom a redactado en febrero del año
1228 — y en térm inos adem ás muy im personales— vendría a identifi­
carse prácticam ente la lealtad jurada ante el infante A lfonso con la
«corte general» en la que dicho juram ento se había producido .424 Diez
meses más tarde, en vísperas de la cam paña balear se m encionaría ex­
plícitam ente la «situación del reino» en los decretos reales, añadiéndo­
se adem ás la coletilla: «con la aprobación de la corte general» 425 Todo
sucede com o si el rey 110 pudiera seguir im poniendo gravám enes o
cam pañas sin el consentim iento de la asam blea, aunque en ocasiones
Jaim e tratara de hacerlo. Sin em bargo, entre los años 1228 y 1236 se
pondrían en m archa todos los atributos de las C ortes de A ragón y de
Cataluña.
638 LA CRISIS DEL SIGLO XII

En uno de sus relatos m oralizantes, Jacobo de Vitry vendría a ridi­


culizar a «las insensatas gentes que se regocijan cuando les nacen hijos
a sus señores. Y es que resulta ya tan excesivo el núm ero de señores
que no ha lugar ver en esto una causa de alegría». Era com o el dios sol
Febo. proseguía, que se había unido en m atrim onio con otro disco solar
y asistido al subsiguiente lam ento de la Tierra, que de la alegría de los
esponsales, había pasado a la queja de que si la sequía provocada por
un único sol ya resultaba perniciosa, la sum a del calor de dos no podía
sino em peorarla .426
No debem os dar crédito a todo lo que se le ocurre afirmar a este
obstinado predicador y pensar que el señorío fuera efectivam ente un
azote com o el que aquí viene a sugerirse. Sólo un estudio sistem ático de
la ju sticia en los nuevos gobiernos principescos podría m ostrar si la
incidencia de un señorío explotador desentendido de las costum bres se
redujo o no a lo largo del siglo xin. Sin em bargo, en lo tocante al «co­
pioso» {pluralitas) núm ero de señores, sí que podem os tener a Jacobo
de Vitry por un testigo tan apto com o cualquier otro, aunque teniendo
en cuenta que su experiencia se lim ita al ám bito de Francia. Además,
tam bién debem os tom ar nota de lo que dice de los señores en relación
con las am biciones que les m ovían, pues también esto lo ve claramente.
Lo que los barones catalanes, así com o los caballeros y los habitantes
de las poblaciones de esta m ism a región que se apiñaban en los barcos
de Jaim e el C onquistador en el año 1229 ansiaban obtener de la campa­
ña de M allorca era en unos casos un prim er patrim onio, y en otros nue­
vas riquezas que sum ar a las antiguas. En Hungría, León c Inglaterra las
clases caballerescas de rango señorial secundario em pezarían a llamar
¡a atención de los príncipes. En A lem ania y en Francia, si no en todos
los dem ás lugares, la división de las herencias patrim oniales contribui­
ría a sostener económ icam ente a los descendientes no prim ogénitos de
dichos señoríos, unos señoríos que no habrían de dejar más huella que
la de sus docum entos de gestión y sus cartas ejecutorias.
A unque la persuasión hubiera logrado abrirse paso en este mundo
de torreones y de hom bres arm ados, la experiencia del poder seguía
siendo incóm oda. Tanto para nosotros, podríam os decir, como para las
personas que hubieron de vivirla en su día, aunque en nuestro caso la
incom odidad sea de orden conceptual. ¡Qué difícil nos resulta desem­
barazam os de los prejuicios que albergam os en m ateria de fiscalidad
pública, relaciones de clase, política y derecho al tratar de hallar el sen­
CONMEMORAR Y PERSUADIR ( 1 1 6 0 - 1 2 2 5 ) 639

tido que puedan haber tenido las cosas para la generación del año 12 0 0 !
Y si no hem os optado por encabezar con estas nociones los apartados
que hem os desgranado hasta aquí ha sido porque se trata de concep­
tos que habrían desconcertado a unas gentes agobiadas por cuestiones
más directas, com o las de la lealtad, la costum bre, la violencia, la paz,
la acuñación y los derechos. A dem ás, si a nosotros nos corresponde
discernir los antecedentes de la gobernación en la cruda m ateria prim a
de las pruebas que han llegado hasta nosotros y que nos hablan de esta­
dos, de haciendas, de consentim iento y de tím idas identidades asociati­
vas, esto no significa que tengam os carta blanca para pasar por alto los
contextos no parlam entarios de la época. Al final Jacobo de Vitry tenía
razón en una cosa. ¿A qué alguacil o m agistrado condal em peñado en
conseguir una buena posición social o un m ás sólido patrim onio le ha­
bría preocupado la existencia de unos ocasionales días dedicados a la
rendición de cuentas? En Cataluña, la nueva contabilidad fiscal term i­
naría desm oronándose bajo el peso de las deudas en que incurriera el
conde de Barcelona, Pedro II de Aragón. Y al tratar de dom inar Italia,
el em perador Federico II habría de perm itir que los m agnates y los
obispos alem anes consolidaran sus señoríos. Todo esto significa que la
narrativa que nos habla del poder en torno al año 1200 no es sim ple­
mente un relato relacionado con la paz, el desem peño de una función,
el descontento y el ejercicio de la política en unos estados, reinos o
ciudades de vacilante situación. Com o tam bién ocurre con los síntomas
de reactivación del orden público, todos estos elem entos m antenían
con la cultura predom inante del poder unos lazos excesivam ente Inti­
mos com o para representar ninguna am enaza para ella. Pocas personas
de la época habrían tratado de rebatir la opinión del erudito V icente de
Cracovia, quien sostenía que el m ejor m odo de garantizar el funciona­
miento de las «adm inistraciones públicas» y de consolidar los «am pa­
ros de la república» era m antener la preem inencia de la prim ogenitu-
ra .427 Con todo, los litigios, una vez som etidos a juicio, habrían de
revelarse persistentes, y la com petencia en una determ inada función,
una vez com prendido su interés, insidiosa. Y lo que así se confirma,
como m ínim o, es que el tem or a las posibles «conspiraciones» surgidas
al calor de las pugnas provocadas por la voluntad de m ostrar esa com ­
petencia profesional constituía en el m ejor de los casos un sim ple con­
tratiempo. Se trataba de hecho de tem ores relacionados con el poder,
ya que la gobernación había dejado de ser invasiva.
Capítulo 7
EPÍLOGO

Hay dos célebres observaciones que abarcan el período que hemos


examinado en este libro y que aluden al pequeño castillo de M ontlhéry,
un castillo que dom inaba el cam ino que unía la ciudad de París con la
comuna de Etam pes. Se dice que el rey Felipe había considerado de­
plorable la «traicionera m aldad» de los caballeros de dicho baluarte,
siempre dispuestos a perturbar «su paz y su tranquilidad». Y se recor­
daba asim ism o que Luis IX (1226-1270), en un com plejo sím il moral
en el que había venido a oponer los peligros de la frontera del Poitevin
con el sosiego de la Isla de Francia, había observado que no seria nin­
guna gran hazaña defender la fortaleza de M ontlhéry, «dado que se
encuentra en el corazón de Francia y en una tierra pacífica » . 1
D esde el año 1100 aproxim adam ente circula sobre el castillo de
M ontlhéry lina historia de poder fam iliar que llega hasta la persona del
rey Luis IX, conocido com o san Luis. Los señores-reyes de Francia
habrían de im poner progresivam ente una dom inación pública a los se­
ñoríos y a los principados, extendiéndola a fortalezas cada vez más
distantes de París. Se teje de este m odo una narrativa de continuidad
que da la im presión de tener muy poco que ver con ninguna crisis. C la­
ro que podría escribirse un relato m uy sim ilar sobre Sicilia, los reinos
de la península ibérica y las regiones de N orm andía e Inglaterra, sin
que a lo largo del siglo xn ni en años posteriores vengan a alterar de
m anera sustancial este paradigm a los rasgos característicos de A lem a­
nia ni la peculiar experiencia de los países eslavos de la Europa oriental
— determ inada p or las am biciones dinásticas de sus respectivos baro­
nes— . En todas partes, los grandes poderes principescos se aplicarían
642 LA CRISIS DEL SIGLO XI)

a la tarea de subordinar a los hom bres provistos de las armas, la volun­


tad y los castillos necesarios para som eter con su coerción a la gente.
Pese a que su valor histórico no se hava alterado, esta descripción
de la evolución del poder dista m ucho de exponer toda la verdad. El
problem a no estriba en la continuidad, ya que la totalidad de la historia
es un continuo. Y el asunto tam poco se reduce a la sim ple exposición
del m odo en que las clases populares «vivieran» el poder, ya que si
atendem os a los grandes núm eros hay que decir que las m asas som eti­
das del siglo XII no sólo lograron perdurar casi invariablem ente, sino
que rara vez habrían de rebelarse. No obstante, el sufrim iento de los
cam pesinos y los lugareños, bien docum entado en algunos lugares y
altam ente probable en gran parte de Europa, no es sólo uno de los ele­
m entos centrales de la ininterrum pida historia del poder, es tam bién la
clave para com prender cuáles fueron las continuidades del siglo xn que
se vieron más característicam ente perturbadas. De no haber sido por
dicha continuidad, la época no habría conocido crisis alguna.
¿En qué consistió entonces la «crisis» del siglo xu? Para responder
a esta pregunta se han explorado dos continuidades norm ales de poder:
la de la persistencia conceptual del orden público y la de la tenaz im­
plantación de unos señoríos de naturaleza coercitiva y consuetudinaria.
Habría de ser justam ente la violación de la prim era de esas norm as en
los siglos x y xi — y no por prim era vez, desde luego, aunque quizá sí
con una nueva capacidad de alteración— lo que diese lugar a la segun­
da. La generalización a gran escala del señorío no sólo constituyó un
fenóm eno nuevo prácticam ente en todas partes, sino que rápidamente
adquiriría un carácter consuetudinario en la totalidad de las regiones
aquí consideradas. Y lo que es más. en torno al año 1 100, lo que empe­
zaría a m ostrar dicha índole consuetudinaria serían ya sus formas coer­
citivas o violentas. Pese a que fueran muy pocos los que vieran y refi­
rieran esta situación de forma clara y explícita — entre ellos el perspicaz
biógrafo del rey Enrique IV y uno de los grandes abates de Cluny— , lo
cierto es que su testim onio contará con la constante confirm ación de
todo un conjunto de pistas, insinuaciones y quejas procedentes de ca­
si todos los rincones de Europa. Y todos estos elem entos, no lo olvide­
mos, son pruebas de una m odalidad de señorío coercitivo que no contó
en ningún m om ento con la válvula de escape de una expresión culta
propia. Aun así. y a pesar de su cortedad lingüística, las norm as por las
que se rija ese señorío tendrán un carácter virtualm ente tan ubicuo
EPÍLOGO 643

como el de las venganzas consuetudinarias, unas venganzas que no


sólo vendrán a constituir un factor m ás de la m anifiesta continuidad de
la violencia, sino que resultarán tan patentem ente inveteradas y persis­
tentes com o el propio orden público. N otablem ente más expresiva que
el nuevo señorío, la venganza será con frecuencia uno de los elem entos
determ inantes de las crisis de poder, y no sólo en la que conozca Flan-
des, pese a que apenas quepa dudar de que, com o desencadenante, re­
sulte en sí m ism a discutible.
Lo que vendría a im pulsar las crisis del siglo xn no serían sim ple­
mente los designios de los poderosos y sus accidentes dinásticos, en un
contexto m arcado adem ás por el crecim iento de la dem ografía y la ri­
queza, sino sobre todo las nuevas costum bres del señorío coercitivo,
esto es, el apetito de encum bram iento social unido al ejercicio del po­
der banal y al deseo de poseer castillos. ¿Qué m ejor forma de justificar
la superioridad propia que alardear de una dom inación sobre la gente?
Esta dinám ica explica — no por sí sola, sino en sustancia— la violen­
cia y los quebrantos de que se quejaban los m onjes de Inglaterra (y de
otros lugares), así com o los cam pesinos de C ataluña (y tam bién de
otras regiones). Los actos de violencia asociados con la «m utación » 2
societal que se producirá en el transcurso de un m ilenio y pico se h a ­
bían asentado en tom o a los años 1050-1100 hasta constituir una dislo­
cación de carácter generalizadam ente «norm al», una dislocación m ar­
cada por la existencia de señoríos proclives a imponerse por la fuerza, ya
estuviesen integrados por conjuntos de caballeros vinculados a algún
castillo o por adm inistradores o defensores de los dom anios patrim o­
niales. Y es de hecho este señorío de naturaleza consuetudinariam ente
coercitiva — que viene a constituir una nueva continuidad aparente­
mente enfrentada a la de! orden público— lo que nos anim a a conside­
rar que las recurrentes crisis de poder que hemos venido analizando a
lo largo de esta obra no son sino otros tantos síntom as de una inestable
confrontación de fuerzas que, en justicia, cabe ju zg ar expresión de una
única y prolongada crisis cuyo desarrollo habría de abarcar la totalidad
del siglo xn.
Un testigo de singular im portancia nos sugiere que en realidad nos
liemos estado ocupando aquí de una crisis estructural. El doctor Vicen­
te de Cracovia, tras estudiar en las escuelas de Francia, regresaría a su
patria en tom o a los años 1175 y 1178, período en el que trabaría rela­
ción con el duque Casim iro II (fallecido en el año 1194). Vicente asis­
644 LA CRISIS DLL SKiLO XII

tiría adem ás al concilio que convocarían en L^czyca, en el año 1180,


los duques y los obispos de la región, actuando en él com o registrador
de sus actas. De acuerdo con su crónica, los obispos polacos prohibie­
ron entonces tres tipos de violencia, dictando la aplicación de sancio­
nes eclesiásticas en caso de transgresión: 1 ) la apropiación del grano de
los «pobres» m ediante el uso de la fuerza o el em pleo de artim añas; 2 )
la im posición de trabajos serviles (angaria) y la obligatoriedad de faci­
litar m edios de transporte a los señores — excepto en el caso de hallarse
éstos expuestos a la acción de alguna fuerza hostil— ; y (como ya he­
m os visto) 3) el expolio de los prelados fallecidos, expolio que acos­
tum braban a practicar los príncipes y otros m agnates, así com o sus
agentes. Estas prohibiciones apenas precisan de ningún otro com enta­
rio. Sugieren que en Polonia, al igual que en otras m uchas regiones, era
norm al que se ejerciese un señorío explotador centrado en abusar de
los campesinos. Con todo, el testimonio de Vicente va algo más allá. El
texto que redacta deja claro que Lcjczyca fue el escenario de una agria
discrepancia entre los barones, y que la im posición de frenos al señorío
laico no era en m odo alguno el único problem a que resultaba preciso
atajar. El concilio había venido prácticam ente a confirm ar la acepta­
ción del derecho de los principes de Cracovia a la transm isión heredi­
taria del ducado, pese a que el duque Casim iro, en virtud del decreto de
su padre, no fuera más que un pretendiente ilegítim o a los ojos de su
herm ano m ayor, M iecislao, así com o a los de m uchos otros. «Y por eso
se elevaría un clam or de voces y crecería el tum ulto de la sedición entre
los potentados», confía V icente al pergam ino. «Y esto era lo que ellos
m ism os decían: ¡ved que precisam ente ha sucedido lo que nos tem ía­
mos!» Y lo que pretendían decir con esta exclam ación, explica Vicen­
te, era que el hecho de enfrentar a un herm ano con otro equivalía a pe­
dir a un cuervo que se negara a sacarle los ojos a otro: éste es pues,
venían a decir, «el más evidente peligro que correm os ... [la esencia de]
nuestra crisis [discrimen]'»? Y aquí Vicente, con su vocabulario clási­
co, vendrá a utilizar la propia palabra «crisis» en el contexto que preci­
sam ente encaja m ejor con el m oderno concepto de crisis: el que hace
referencia a los aprietos que vivía p or entonces Polonia en relación con
la sucesión de sus príncipes.
¿Se sigue de esto que Vicente m ezcla una crisis con otra? Desde
luego que no. De la sobria intensidad de su texto no podem os inferir
con seguridad que se propusiera distinguir entre las perturbaciones
h p íl o g o 645

causadas por el mal señorío y las provocadas por la sucesión. Como


m ínim o, lo que nos está indicando es sim plem ente cuál de las dos res­
ponsabilidades del poder se consideraba más im portante en el siglo xn.
Lo que él denom inará «crisis» era en realidad un padecim iento consus­
tancial a los grandes señoríos, a ju zg ar por los ejem plos que nos llegan
de Navarra, Barcelona. M aine y Flandes.^ G ervasio de Tilbury escribi­
rá que resulta deplorable que las costum bres vinculadas con la sucesión
de los príncipes vengan prácticam ente a incitar el ascenso al señorío
(dominaíio) de individuos incom petentes o insensatos."
Lo que Vicente no echó de ver, o lo que al menos no señala, es que
el conflicto entre la consuetudinaria violencia señorial y las nuevas
fuerzas que em pezaban a m ovilizarse en su contra había alcanzado asi­
mismo una fase crítica. No obstante, es muy posible que lo supiera, al
menos en cierta m edida, ya que este prelado no sólo estaba fam iliariza­
do con el vocabulario académ ico francés relativo al poder sino que
m antendría contacto con A lejandro 111, y ju stam ente durante el perío­
do en el que este papa com enzara a dejar la paz en m anos de las inicia­
tivas regionales. El testim onio que nos brinda Vicente de Cracovia so­
bre las prohibiciones dictadas en LQCzyea rivalizará con el que nos
ofrezca Alfonso IX una década más tarde; en cualquier caso am bas
fuentes nos proporcionan una prueba irrefutable del extendido y carac­
terístico ejercicio del señorío explotador. Podríam os considerar que el
concilio polaco del año 1 ISO viene a ser el prim er ejem plo de la larga
serie de asam bleas que se sucederán entre los años 1185 y 1195 y en las
que los señores-reyes europeos habrán de abordar — por prim era vez en
serio— la violencia ejercida por los señoríos y los caballeros no m ovi­
lizados en ningún em peño bélico. Esta actitud equivale a reconocer que
en todas partes existía una crisis (en el sentido m oderno) más proñinda
y prolongada de lo que habitualm ente suele suponerse, una crisis ca­
racterizada por la m ultiplicación de los castillos y m arcada por el he­
cho de que dichos baluartes se hallaran en manos de individuos ávidos
de encum bram iento y poder. No todos los señores de esas fortalezas
habrían de desafiar la autoridad de los príncipes, pero en casi todas las
regiones de Europa habrá un buen núm ero de ellos que sí vengan a
desbaratar los objetivos de la alta justicia. Serán muy pocos los caste­
llanos o los adm inistradores de dom anios que gocen de popularidad.
La m ayoría de los historiadores ha tendido a considerar tan fútil su em ­
puje que no ha juzgado necesario ocuparse de él; sin em bargo, no hay
646 LA CRISIS DHL SIGLO XII

duda de que el caso histórico de Cataluña sugiere lo contrario .6 Mucho


después del año 1200 se verían todavía los reyes de Francia y de Ale­
m ania en la necesidad de organizar cam pañas contra los castillos regi­
dos por los m alos señores.
Aun así, la crisis de los castellanos difícilm ente se habría hecho
acreedora a un examen específico de no ser por la vasta porción de so­
ciología señorial que viene a ilustrar. El mero estudio de las aspiracio­
nes al poder difícilm ente nos habría perm itido escudriñar, ni siquiera
con vaguedad, las prácticas asociadas con la prestación de servicios.
Ésta es la razón de que el espectáculo de los vicarios dedicados a abu­
sar de los habitantes de los pequeños pueblos italianos — o el de los
m agistrados condales ingleses enfrasepdos en sus m ercadeos con las
tierras que se les encom endaban o con las que quedaban a su cargo al
revertir al señor los feudos carentes de herederos legales— quizá no
pueda considerarse sin más un ejercicio de corrupción. Y tam bién con­
tribuye a explicar por qué la aplicación de las nuevas técnicas de con­
tabilidad — unas técnicas que estaban experim entando un evidente
avance— al control de los prebostes y de los alguaciles habría de reve­
larse insuficiente para transform arlos en funcionarios. La corrupción
consiste en un ejercicio abusivo del gobierno, prem isa que apenas se
daba en el siglo xn. No es com ún que los cortesanos cultos, y menos
aún sus señores, hablen de que el ejercicio del poder se realizara en su
época con la deliberada intención de propiciar el bien com ún. Y aun­
que no debían de ser m uchos los príncipes y los prelados dispuestos a
desm entir que tal fuera su propósito, tiene uno la im presión de que los
doctores parisinos acertaban al criticar duram ente la vieja distinción
entre servir y dom inar.
A finales del siglo XII, el señorío seguía siendo la expresión norma­
tiva del poder hum ano. El despliegue de riqueza patrim onial con el que
se recom pensaba a los com batientes y a los servidores alcanzaría su
apogeo a lo largo de este período, lo que en algunas regiones vendría a
equivaler por todos conceptos — salvo por el nom bre— a la práctica de
un «feudalism o» (esto es. un «-ism o» de feudos): en las tierras en las
que proliferaron los trovadores constituiría a un tiempo un régimen de
feudos y una cultura de la lealtad (y por tanto de la traición); en Nor­
m andía, Flandes, Inglaterra y Alem ania sería en cam bio la mudadiza
m ateria prim a en que vinieran a codificarse las costum bres. Lejos de
subvertir el señorío y la dependencia, las interm itentes intrusiones de la
EPÍLOGO 647

com petencia profesional y la rendición de cuentas habrían de contri­


buir, siquiera tím idam ente, a apuntalarlos. Los privilegios y las funcio­
nes colectivas term inarían por saturar los im perativos del servicio afec­
tivo y la lealtad, hasta el punto — lo que no deja de resultar irónico— de
exigir la creación, en las com unas italianas, de unos «poderes» exter­
nos capaces de recuperar una voluntad de concreción de metas cívicas.

Pero todavía hemos de centrar m ejor el foco. H ablar de la crisis del


siglo xn no debe llevarnos a m agnificar sin más el dilem a de los caste­
llanos y las desdichas de las fam ilias dinásticas. Y tam poco hemos de
perm itir que la verdad de esta faceta de la historia desplace de algún
modo otras realidades com o las del renacer que tam bién caracterizan al
período, o las de la reform a y el crecim iento social y económico. Estos
bien conocidos acontecim ientos definen con razón la época. Con todo,
el concepto de crisis, por indefinido que resulte su uso m oderno (al
menos en el ám bito no m édico ),7 posee una resonancia m etafórica ca­
paz de evocar el significado hum ano de una experiencia del poder no
menos histórica que los cam bios de m entalidad, de creencia y de rique­
za; se trata adem ás de una experiencia problem ática en la que las masas
difícilm ente logran, en el m ejor de los casos, que se les haga justicia, en
la que los castillos ejercen la violencia de forma habitual, y en la que el
padecim iento de los cam pesinos y los trabajadores se presenta bajo
el aspecto de una generalizada norm alidad. D urante un brevísim o ins­
tante verem os a un poco convencional conde de Flandes asum ir la tarca
de gobernar a sus gentes, aunque ofendiendo fatalmente a quienes poco
después habrían de asesinarle — se le recordará con el apelativo de
«Carlos el B ueno»— . Una generación más tarde un príncipe conquis­
tador de Barcelona tratará de prestar oídos a las quejas de sus cam pesi­
nos. cuyas angustiadas voces no sólo lograrán llegar hasta nosotros
sino tam bién dar contenido a un archivo del sufrim iento que resulta
prácticam ente único en su género. En C ataluña, la gobernación — es
decir, la im posición de la paz, entendida com o em peño y política seño­
rial— habría de provocar una violenta crisis de poder en la que el triun­
fo de la gobernanza distaría m ucho de hallarse asegurado, al m enos
hasta una fecha tan avanzada com o la del año 1213.
Y si la gobernación surge com o reacción contraria al señorío explo­
tador y al ejercicio de la violencia en C ataluña, en otras regiones suce­
648 LA CRISIS DEL SIGLO XII

derá prácticam ente lo mismo. Casi en toda Europa pueden encontrarse


ejem plos que ilustran el crucial enfrentam iento entre la justicia del se-
ñor-príncipe y los privilegios de los barones y los castellanos. Sin em­
bargo, en ningún otro lugar se parecerá la experiencia a lo vivido en
Cataluña. U nicam ente en esta zona habría de rebasar el señorío explo­
tador los límites del siglo xn, aunque la violencia de los castillos persis­
ta, si no en la com arca de la Isla de Francia, sí al m enos en algunas de
las regiones m eridionales galas. La paz de Soissons (1155) habría de
ser la últim a que se sellara en Francia con estas características. En In­
glaterra, la «Investigación de los m agistrados» (efectuada en el año
1170) vendrá a coincidir con la realización de nuevos esfuerzos ten­
dentes a consolidar la reputación y los ingresos de la corte del monarca.
Con todo, en am bas regiones habría de ser en este tercer cuarto del si­
glo xn cuando las incesantes alegaciones de desposeim iento e incauta­
ción incitaran a los señores-reyes de uno y otro reino a tom ar buena
nota, e incluso nuevas m edidas, respecto de lo que estaba sucediendo.
En Inglaterra, las «actas» de los años 1166 y 1176 constituirán verda­
deros m anifiestos de pacificación concebidos en am bos casos para re­
ducir los pequeños actos de violencia y garantizar la observancia de un
orden legítim o. El «derecho consuetudinario» que se nos m uestra con
incom parable claridad en el texto firmado por G lanvill no era del todo
nuevo; con todo, lo que en ese texto se nos refiere acerca de la compe­
tencia profesional en la aplicación de los procedim ientos precisos vie­
ne a coincidir prácticam ente con un nuevo conjunto de pruebas que nos
indica que se realizaban tareas oficiales para el rey y que los cronistas
hablaban en sus relatos de la existencia de dicha actividad.
El incipiente reconocim iento de los intereses asociativos sería tam­
bién una reacción a la violencia T anto en C ataluña com o en los reinos
hispánicos, la paz misma fue la prim era causa política perceptible, y se
suponía que la labor de los señores-reyes consistía en im ponerla. El
cobro de gravám enes para las cruzadas habría de ser otra de las nuevas
causas señoriales, aunque aquí lo característico sería que el em peño se
viese contam inado, tanto en el norte com o en el sur, por la confirma­
ción de la acuñación. Lo que resultaría im posible de sostener durante
m ucho tiem po habría de ser la afirm ación de que dichas imposiciones
se hicieran para perm itir la m aterialización de metas públicas — como
los im puestos para la observancia de la paz que se exigirían en Catalu­
ña y en el Quercy, por ejem plo— . Y dado que se consideraba que cons-
ü p íl ü g o 649

titulan una violación de las costum bres, el derecho señorial se veria


obligado a aceptar la celebración de debates. Tanto en Francia com o en
el imperio, la sem iprofesionalización de la justicia y de las finanzas aún
habría de dem orarse una generación más. En León, el rey Alfonso IX
trataría de identificar la estabilidad m onetaria y la supresión de la vio­
lencia con la «situación del reino», lo que constituye una precoz indi­
cación de que el ejercicio responsable de la dom inación podría consi­
derarse ya un esbozo del poder del estado, o una form a de gobierno. La
com prensión del consentim iento en estos térm inos, pese a no poseer
carácter explícito en otras regiones, estaba ya muy extendida en tom o
a los años 1200-1225. Se trata además de una com prensión que, salvo
en el sur de Francia y en la Lom bardía, no debía prácticam ente nada a
las doctrinas legales del derecho rom ano y del derecho canónico. Y es
que, en realidad, lo más sorprendente de los registros del poder es el
hecho de que tanto la diplom ática de las cortes principescas com o sus
conversaciones sigan siendo, con persistente coherencia, las propias de
los señoríos mal regidos. Podía haber cargos y personas que los desem ­
peñaran, incluso podían ponerse en m archa sistem as de contabilidad,
pero la fidelidad continuaba siendo la clave del éxito profesional. El
hermano G uérin, G uillerm o M arshall y C encío (que por estos años se
había convertido ya en el papa Honorio III) eran hom bres com petentes
y experim entados; sin em bargo, apenas serían otra cosa que un perso­
nal especializado para unos gobiernos encorsetados por la fidelidad
cortesana. Ram ón de Caldas, quizá algo más original que ellos, se aho­
rraría al m enos asistir al desbaratam iento de los sistem as de servicio
adm inistrativo que él m ism o había creado, desorganizados por las exi­
gencias de un señor-rey notablem ente derrochador.
Lo que observam os, por tanto, es que el cam bio progresivo se
ve com pensado por las transform aciones derivadas de este conjunto
de bandazos reactivos, reveses y actitudes com placientes. Todo lo cual,
bien m editado, viene a parecerse bastante a lo que cabría esperar
de este célebre período de la «Edad M edia». Las sociedades del año
110 0 , pese a ser continuadoras de las que les habían antecedido en el
período altom edieval, se verían no obstante perturbadas, deform adas
incluso, por el hecho de que los estratos de la nueva élite — com puestos
principalm ente por individuos llam ados a plantear, por su beligerante
ambición, un incorregible desafío al viejo orden público— lograran
establecer su dom inio en un contexto de crecim iento dem ográfico ge­
650 LA CRISIS DEL SIGLO XI!

neralizado. El m undo del año 1225 seguía siendo un m undo de caballos


y de castillos, de cam pesinos y de caballeros, igual que el siglo xi. Des­
de luego, ahora había bastante más gente, lo que sin duda resultaba más
que perceptible en las pequeñas y m edianas poblaciones. En Alemania,
Francia e Inglaterra, la reconstrucción de las catedrales vino a consti­
tuir una m anifestación tanto de la nueva riqueza y los reactivados bríos
em prendedores com o de la «paz im perfecta». Era una época en la que
resultaba difícil encontrar una form a de gobernación que no se redujese
al ejercicio de un señorío, y esto incluso en la m ayoría de las poblacio­
nes. C om o m ucho, podem os quizá sospechar que la insistencia en los
derechos patrim oniales estaba dando paso, siquiera fuese a regañadien­
tes, al reconocim iento del interés colectivo. Los castellanos y los malos
señores de la Antigua C ataluña ya habían señalado el rum bo a seguir,
aunque los barones de la Carta M agna encontraron una m ejor causa. La
gente em pezó a hablar en las asam bleas — com enzó incluso a repli­
car— y aprendió a defender argum entalm ente un planteam iento. Se
avecinaba una nueva forma de convocación, una convocación en la que
los gobernantes no podrían explotar tan fácilm ente sus ventajas. La
novedad de esas convocaciones no residía tanto en quién las hubiese
organizado ni en cóm o se llegara a ellas sino en el propósito al que ser­
vían, ya que eran m enos una representación de la élite que la expresión
de un incipiente ascendiente societal, de un com ienzo de la influencia
del estado.
H ablar con tanta reserva de los «orígenes del gobierno europeo»
podría acabar siendo sum am ente fastidioso. No obstante, es raro que
los com ienzos de los grandes acontecim ientos de la historia no se
m uestren problem áticos. Y lo que hem os descubierto en el presente
caso es que la propia expresión que acabam os de m encionar, por esti­
m ulante que resulte para nosotros, se habría revelado totalm ente caren­
te de sentido a los ojos de quienes vivieron en la época que nos ocupa.
En el siglo xn no se poseía una definición de lo que nosotros llamamos
«gobernación», y tam poco se entreveía en qué pudiera consistir. De lo
que sí se tenía conocim iento era del poder. Y sólo al insistir nosotros en
ese poder, com o de hecho hacían ellos, conseguirem os dejar claro que
si de algún m om ento de la historia puede decirse que la gobernación
em pezara a constituir una solución y no un problem a fue efectivamente
del que vivieron los pueblos europeos del siglo xn. De ahí la importan­
cia que tienen en el estudio de su historia no sólo la justicia y el dere­
EPÍLOGO 651

cho, sino tam bién el desem peño de los cargos, la rendición de cuentas,
la com petencia profesional, la utilidad social y una persuasión ceñida a
los principios del interés colectivo; de ahí la relevancia de unos elo­
cuentes m ovim ientos que, llegados de una época distante, habrán de
tener un bien conocido destino m oderno. Quiero pensar que el hecho
de reflexionar sobre su significado histórico (original) sigue constitu­
yendo en la actualidad un ejercicio de cierta repercusión, com o ha su­
cedido en el curso académ ico del que se ha nutrido este libro. Las cul­
turas explican el poder, nos ayudan a com prenderlo. Y quizá no haya
muchos com o el nuestro.

Pese a todos los costurones y lam entos que lo recorrían, el sur de


Francia fue un escenario histórico notablem ente ajetreado en las postri­
merías del período que aquí hem os abordado. La Iglesia de Roma esta­
ba dispuesta a exigir la observancia de su ortodoxia, pese a que el rey
Luis VIH (1223-1226) viniera a im poner en la práctica una adm inistra­
ción cuasi colonial. A m edida que fueran llegando, com o con cuenta­
gotas, los caballeros que gozaban del favor de los señores y el personal
m inisterial venido de las regiones del norte, los m iem bros de la vieja
élite, viendo peligrar sus respectivas cuotas de poder, se aferrarían a
ellas con más fuerza. La gente corriente tam bién se aferraba, aunque en
este caso a sus esperanzas y a los hábitos de sus olvidadas vidas. Y así
seguirían las cosas hasta que, años después, im pulsado por el arrepen­
timiento, Luis IX se propusiera rescatar sus voces de aquel estado de
relegación. D ecidiría para ello enviar a frailes y a caballeros por las
comarcas, y encargarles que se interesaran en la vida de sus súbditos. Y
por lo que alcanzaron a saber, no todo parecía desprovisto de esperan­
za, ni se m antenía com pletam ente inalterado. C om enzaba a fraguar
algo parecido a una gobernación. Y cuando un caballero se quejó de las
incautaciones arbitrarias que realizaba uno de los alguaciles regios, el
senescal ordenaría que se efectuara un inventario, y una vez elaborado
se procedería a la restitución. Más característico resulta sin em bargo el
caso de un pobre aldeano llam ado Durand, que dijo a los indagadores
que un alguacil de su localidad (Langlade, no lejos de Nimes) le había
tratado tan m al que al final pensó que no le quedaba m ás rem edio que
huir. A esto añadía que, al intentar m archarse, el alguacil le intim idó
cogiendo una pella de excrem entos y m etiéndosela por la fuerza en la
652 LA CRISIS DEL SIGLO XII

boca. Y según lo referido por D urand, el propio agredido dirigiría erj


todos los casos, com o respuesta al alguacil, las m ism as palabras, yatí
fuera al producirse las prim eras am enazas, ya fuera la segunda vez,,¡(Jj
sufrir la brutal «opresión», aunque en esta ocasión pronunciándola^!
«de rodillas» frente al agresor y a la vista de todos los demás alde
Así fue com o expresó su queja: «¡Podéis hacerlo, siendo, como so i|
señor y alguacil de la ald ea !» .8
¿Señor y alguacil? ¿Seguía siendo norm al esta confusión conce
tual en la sociedad de Durand? ¿No viene a resum irse en esto la persi|
tente crisis del siglo xn? La incapacidad de los agentes del poder pa
ejercer su dom inio de modo responsable, para com portarse como sifg
vientes en lugar de com o amos, habría de constituir el notorio legadcji
que dieran en transm itir a los siguientes períodos de la Europa medie?:
val. La justicia, el derecho, la rendición de cuentas, el desempeñóle}!
los cargos y la designación para los m ism os, la percepción y los débil
tes de las causas: todos estos factores, de los que únicam ente los primeé
ros dos o tres se habían convertido ya en funciones consignadaspóg
escrito, esperaban entre bastidores la llegada de tiem pos más propicios;
para su desarrollo. ¡Qué poco sabem os de la hum ana experiencia dej
poder! Con todo, las pruebas están ahí, por problem áticas que puedani
parecer. Al final es la im agen de Durand la que prevalece: la imborrá|
ble estam pa de un ignorante cam pesino del Languedoc — «pobre, sinS
pie y arrodillado», tales son las palabras del escribano— incapaz dé
im aginar un m undo m ejor que aquel que le había tocado en suerte, uU
m undo dom inado por el señorío arbitrario, el único m undo que hpb$
conocido. En él se com partía una cultura basada m enos en los derechos!
que en el poder: el despiadado y desdeñoso poder en el que tan f&cilji
mente se había enviscado su atorm entador. «¡Podéis hacerlo!», pues
vuestro es el poder. A nosotros nos toca ponem os en su lugar.
NOTAS

P r e f a c io

1. C. H. Haskins. The renaissance o f the twelfth Century, Cambridge,


Massachusetts, 1928; Norman institutions, Cambridge, Massachusetts,
1918.
2. Heinrich Mittcis, Der Stuut des hohen Mittelalters. Gnmdlinien ei-
ner vergleichenden l'erfassungsgeschichte des Lehnszeitalters, novena edi­
ción, Weimar, 1974 (1940); R. W. Southern, The making o f the Middle Ages,
Londres, 1953, pág. 88 (hay traducción castellana: La formación de la Edad
Media, traducción de Fernando Vela, Alianza, Madrid, 1984); J, R, Strayer,
On the medieval origins ofthe modern State, Princeton, 1970 (hay traducción
castellana: Sobre los orígenes medievales del Estado moderno, traducción de
Horacio Vázquez Rial, Ariel, Barcelona. 1986), K.arl Bosl, «Die alte deutsche
Freiheit. Geschichtliche Grundlagen des modernen deutschen Staates», y
otros ensayos, todos ellos en Friihformen der Gesellschaft im mittelalterli-
chen Europa. Ausgewahlte Baitriige zu einer Striiktiiranaly.se der mittelalter-
lichen Welt, Munich, 1964.
3. El contenido de los conceptos de señorío y gobernación se explícita
con más detalle en el capítulo I .
4. The reformation ofthe twelfth Century, Cambridge, 1996.

C a p í t u l o 1: I n t r o d u c c i ó n

1. «Worcester Chronicle» (D), ASC 1, pág, 195; The Bayeux Tapesíry.


edición de L uden Musset, traducción inglesa de Richard Rex, Woodbridge,
2005, escenas 31 y 33, págs, 176-179.
654 LA CRISIS DEL SIGLO XII

2. Das Register Gregors VIL IV. 12. edición de Erich Gaspar, dos volú­
menes, Berlín, 1920-1923, págs. 1 y 311-314 (traducción de BrianTiemey, The
crisis o f church á State, 1050-1300, Englewood Cliffs, 1964. págs. 62-63).
3. Gesta Francorum, edición de Rosalind Hill, Oxford, 1972, pág. 1.
4. R. H. C. Davis, King Stephen 1135-1 !54, tercera edición, Londres,
1990.
5. Véase el capítulo 3.
6 . David Crouch, en The hirth ofnobility. Constructing anstocracy ín
Englandand France 900-1300, Harlow, 2005, aborda de modo muy distinto
la cuestión del poder de las élites. Como en el caso de otros muchos términos,
las referencias con las que aquí aludo a los «nobles» (o a la «nobleza») con-
cuerdan por lo común —en el sentido no técnico de «élite» o de «aristocra­
cia»— con el uso que se hace de esos mismos vocablos en las fuentes.
7. Para un punto de vista que en términos generales puede considerar­
se opuesto, véase Susan Reynolds, Kingdoms and communities in western
Europe, 900-1300, Oxford, 1984.
8 . Véase Colin Monis. The papal monarchy. The western churchfrom
1050 to 1250. Oxford. 1989. pág. 159.
9. Georges Duby, Les trois ordres ou I imaginaire du féodulisme, Pa­
rís, 1978; traducción inglesa de Arthur Goldhammer, The three orders...,
Chicago, 1980. (Hay traducción castellana: Los tres órdenes o lo imaginario
delfeudalismo, traducción de Arturo Firpo, Taurus, Madrid. 1992.)
10. Véase por ejemplo Hugo el Cantor, The history o f the church of
York, 1066-1127, edición de Charles Johnson, texto revisado por Martin Brett
et al., Oxford, 1990, pág. 22.
11. Véase Duby, Trois ordres (Three orders), op. cit., Eclipse.
12. Véase Hannah Arendt, Crises o f the repuhlic..., Nueva York, 1972,
pág. 110. (Hay traducción castellana: Crisis de ¡a República, traducción de
Guillermo Solana, Taurus, Madrid, 1999.)
13. Véase Stephen D. Whitc, «The “feudal revolution”: Comment 2»,
Past & Present, n.° 152. 1996, págs. 209-214.
14. Véase el capítulo 4.
15. OV, xi. 2 (VI, pág. 16). Para una visión de carácter general, véase
Ralph V. Turner, Men raised from the dust. Administrative sen-ice and
upwardmobility in Angevin England, Filadelfia, 1988.
16. Véase Gerd Tellenbach, Church, statc and Christian society at the
time o f the Investiture Contest, traducción inglesa de R. F. Bennett, Oxford,
1940; y Morris, Papal Monarchy, capítulos 4, 5 y 7-9.
17. Jan Van Laarhoven. «Thou shalt not slay a tyrant! The so-called
theory of John of Salisbury», The world o f John o f Salisbury, edición de Mi-
chael Wilks, Oxford, 1984, págs. 319-341.
NOTAS ' CA P ÍT U L O 1 655

18. Policraticus, iv. 1-2, edición de C. C. J. Webb, dos volúmenes.


Oxford, 1909, 1, págs. 235-237. (Hay traducción castellana: Policraticus, tra­
ducción de José Palacios Royán, Servicio de Publicaciones e Intercambio
Científico de la Universidad, Málaga, 2008.)
19. Véase por ejemplo Le couronnement de Louis ... liradas 1-10, Er-
nest Langlois (comp.), segunda edición. París, 1966. págs. 1-6; LPV, 1, n.° 97.
Juan de Salisbury, Policraticus, op. cit.. iii. 10,1, pág. 205; iv. I, 4. 6 (I, págs.
235-237. 244, 250-257); v. 7 (I, págs. 307-315); vi. 1 (II, págs. 2-8). No obs­
tante, Juan rara vez emplea las palabras dominatio o dominus, que evocan a
su parecer las resonancias propias de un poder intencionado similar al que él
no puede atribuir con seguridad sino a Dios.
20. Policraticus, op. cit., viii. 17 (II, págs. 345-346): «F.st ergo tirannus,
ut eum philosophi depinxerunt, qui uiolenta dominatione populutn premit,
sicut qui legibus regit princeps est».
21. Mateo. 23, 10-11; Juan, 25, 15; The Rule o f Saint Bcncdict. edición
y traducción inglesa de Justin McCann, Londres, 1952, capítulos 3 y 63 (o 25
y 143); Gregorio Magno. Regulapastoralis, primera y segunda partes, PL,
LXXVI1, págs. 13-20. (Hay traducción castellana: La regla pastoral, compi­
lación y traducción de José Rico Pavés y Alejandro Holgado Ramírez, Ciu­
dad Nueva, Madrid, 2001.)
22. Mateo. 18,23; 25, 19; Lucas, 16, 2.
23. Galberto de Brujas, De mu!tro, traditione, et occisione gloriosi Ka-
roli comitis Flandríarum, capítulos 1-12, edición de Henri Pirenne, Histoire
du meurtre de Charles le Bou. comte de Flandre (1127-1128) par Galbert de
Bruges..., París, 1891, págs. 1-22; véase también la edición de Jcff Rider del
texto de Galberto. Turnhout, 1994, págs. 2-33, y la traducción de James Bru­
ce Ross que se encuentra en The murder o f Charles the Good, edición revisa­
da, Nueva York, 1967, págs. 81-114.
24. Medieval origins o f the modern State; véase también el Feudalism
deStrayer, Princeton, 1965, pág. 13.
25. Véase Ven. Hildeberti epistolie, PL, CLXXI, pág. 182; Juan de Sa­
lisbury, Policraticus, op. cit., iv. 3 (1,239).
26. Véase The making o f the Middle Ages, pág. 95.
27. LPV, I,n.° 59.
28. PL, CLXXI, págs. 181-183 (citado parcialmente en Southern, pág.
95).
29. Este es el tema al que Alan Harding dedica su principal atención en
Medieval law and the foundations o f the State, Oxford, 2002.
30. Véase H. G. Richardson y G O. Sayles, The governance o f medioe­
val Englandfrom the Conques! to Magna Carta, Edimburgo, 1963, pág. 157;
véanse también las páginas 157 a 168; y compárese lo afirmado en estas obras
656 LA CRISIS DHL SIGLO XII

con lo que dice Judith Green en The government o f England itnder Henry /,
Cambridge, 1986, capítulo 3.
31. Véase Richardson y Sayles, The governance, pág. 165,
32. Véase The anarchy ofKing Stephen ’y reign, Edmund King (comp.),
Oxford, 1994, y King Stephen’s reign (J 135-1!54), Paul Dalton y Graeme
White (comps.), Woodbridge, 200§.
33. PL, CLXXI, pág. 183.
34. OV,x. 8 (V,pág. 240). : . *
35. Esto es, por efecto de una implicación o influencia tanto personal
como emocional. Para más información sobre este concepto, véase el glosario.
36. Véase OV, v. 19 (111, pág. 194), según se debate también en la pági­
na 94.
37. Véase C. Stephen Jaegei, «Courtliness and social change», en Cul­
tures of power. Lorciship, status, andprocess in the twelfth-century Europe,
T, N Bisson (comp.), Filadelfia, 1995, págs. 297-299.
38. El.texto correspondiente a esta apreciación aparece citado más aba­
jo en otro contexto: véase la página 261. ^
39. Véase Economy and society: an outlíne o f inte/pretive sociology,
edición de Guenlher Roth, Claus Wittich, dds volúmenes, Berkeley, 1978,
volumen I, págs. 215, 221, 237, 241, 252; y volumen 11, capítiíld^. (Hay tra
ducción castellana: Economía y sociedad. Esbozo de sociología comprensiva,
edición de Johannes Winckelmann, traducción de José Medina'fcchavarría,
Juan Roura Parella, Eugenio Imaz, Eduardo García Máynez y José Ferrater
Mora, FCE, México, 1979 [ 1922],)
40. Véase por ejemplo William lan Milter, Hnmiliation and othcr es-
says on honor, social discomfort, and vial unce, lthaca, Nueva York, 1993;
Stephen D. White, «The discourse of ¡nheritance in twelfth-century France:
altemative models of the fief in “Raoul de Cambrai”», Law and government
in medieval England and Normandy..., George Garnett y John Hudson,
(comps.), Cambridge, 1994, capíuilo 6; Thomas Ertman, Birth o f the Levia-
than; building states and regimes in medieval and early modern Eitrope,
Cambridge, 1997; y Esther Pascua Echegaray, Guerra y pacto en el siglo xn.
La consolidación de un sistema de reinos en Europa Occidental, Madrid,
1996. Todas estas obras, junto con la de Harding titulada Medieval law and
the state, 2002 , constituyen otras tantas contribuciones valiosas al estudio del
poder desde perspectivas diferentes a la mía.
41. A este objeto, véase el texto de Michel Foucault titulado «Truth and
juridical forms» (1973), en Power, edición de James D. Faubion, traducción
inglesa de Robert Hurley et al., Londres, 1994, págs. 1-89. (Hay traducción
castellana: La verdad y las formas jurídicas, traducción de Enrique Lynch,
Gedisa, Barcelona, 1980.)
NOTAS ' CA P ÍT U L O 2 657

42. Véase James C. Scott, The mural economy ofthepeasant Rekellion


and subsistente i» Souiheasi Asia, New Ha ven. 1976; y Alexander Murray.
Reason andsociety in ¡he Muidle Ages, Oxford. 1978. (Hay traducción caste­
llana: Razón y sociedad en la Edad Media, traducción de Joaquín Fernández
Bemaldo Quirós, Taurus. Madrid, 1982.)
43. Así ocurre por ejemplo con el artículo de Max Glucknian titulado
«The peace in ihe feud», Past & Presen!, n.“ 8, 1955, págs. 1-14, y con otras
muchas de las obras que han seguido a ésta; véanse también los escritos de
Barthélemy que se citan en la siguiente nota.
44. Es lo que sucede aparentemente en las prestigiosas obras de S. D.
White y D. Barthélemy, de las cuales no citaré a continuación sino algunas a
modo de ejemplo: Stephen D. White, «Repenser la violence: de 2000 á 1000»,
Médiévales, XXXVII, 1999. págs. 99-113; Dominique Barthélemy, Cheva-
liers et mímeles. La violence el le sacre dans la société Jeodale, París, 2004.
(Hay traducción castellana: Caballeros y milagros. Violencia y sacralidad en
la sociedadfeudal, traducción de Fermín Miranda García, Servicio de Publi­
caciones de la Universidad, Valencia, 2005.)

C apítulo 2: La lo a d dh. si:\!orio (875-1150)

1. Humberti cardinales lihri IIIadversas amoniacos, ni. 2, edición de


FrederickThaner. MGH. Ldl, tres volúmenes, Berlín, 1891-1897,1, pág. 199.
2. JL 6289; CAP, 1, n.° 90.
3. Hincmaro, Ad episcopos regia admonitio altera, PL, CXXV, pág.
1015.
4. Mímeles de Saint-Philibert, capítulo 1; Cbronique de Tournus, capí­
tulos 16 a 25 - ambas obras se encuentran en la compilada por René Poupar-
din y titulada Monuments de / ’bistoire des abbayes de Saint-Phihbert..., Pa­
rís, 1905, págs. 23-25 y 81-87— ; véase también el Recueil des actes de
Charles II le Cham e, m i de Frunce..., edición de Georges Tessier, tres volú­
menes, París, 1943-1955.11, n." 378.
5. Para una panorámica de orden general, véase La société féodale,
dos volúmenes, París, 1939-1940; traducción inglesa de L. A. Manyon, Feu­
dal society, Chicago, 1961, i, i, primera parte. (Hay traducción castellana:
La sociedad feudal, traducción de Eduardo Ripoll Perelló, Akal, Madrid,
2002.)
6 . Para la diferenciación entre estos términos, véase más arriba la pá­
gina 38, así como la página 756 del Glosario.
7. Véase el Cartulanum saxonicum..., edición de Walter de Gray Birch,
tres volúmenes, Londres, 1885-1893, II. 111; junto con F. M. Stenton, The
658 LA CRISIS DEL SIGLO XII

Latín chartcrs o f the Anglo-Saxon period, Oxford, 1955, págs. 53-54, y capí-
tulo 3; y James Campbell, The Anglo-Saxon state, Londres, 2000, capítulo 1.
8 . Véase Sampiro. Su crónica y la monarquía leonesa en el siglo X,
edición de Justo Pérez de Urbel, Madrid, 1952, págs. 289-305, y 322 y sigs.;
véase también Pierre Bonnassie, La Catalogue du milieu dit xc á ¡afin du Xf
siécle..., dos volúmenes, Tolosa, Francia, 1975-1976, í, capitulo 2 (hay tra­
ducción castellana: Cataluña mil años atrás. (Siglos x-xt), traducción de Ro­
drigo Rivera, Edicions 62. Barcelona, 1988); Juan José Larrea, La Navarre
du tve ait xne siécle..., París, 1998. capítulos 1 y 4 a 9 .
9. Die Chronik der Bohmen des Cosmos von Prag, edición de Ber-
thold Bretholz, Berlín, 1923, i-ii, págs. 1-159; GpP, i, págs. 2-108.
10. Véase Riquerio de Saint-Rémy, Histoire de France (888-995), iii.
2, 90, 91, iv. 5-8, 10, 11,51; edición de Robert Latouche, dos volúmenes,
París, 1930, II, págs. 8-10, 114-116. 150-154. 158-162, 230-234; Mansi,
XVIII, págs. 263-266; Die Chronik des Bischofs Thietmar von Merseburg.
edición de Robert Holtzmann, Berlín. 1935. iii. 24, vii. 50,54 (128,460,466;
traducción inglesa de David A. Warner, Ottnnian Germany..., 2001. págs.
146,242,346).
11. Tictmaro de Merseburgo, vi. 9 (284; Ottonian Germany, págs. 243-
244); Landulphi Senioris Mediolanensis historiai iihri quatuor, edición de
Alessandro Cutolo, Bolonia, 1942, ii. 22 (58); GpP, ii. 42 (194).
12. Véase Patrick Wormald, The making o f English law: K ingAlfredtu
the twelfth centiiry, I, Oxford, 1999, capítulos 3-10.
13. Hartmut Hoffmann, Gottesfriede und Treuga Dei, Stuttgart, 1964;
The Peace ofGod..., edición de Thomas Head y Richard Landes, Ithaca, Nue­
va York, 1992.
14. Véase por ejemplo Roland Viadcr, L ’A ndorre du txe aitXive siécle.
Montagne, féodalité et communautcs, Tolosa, Francia. 2003. capítulo 3.
15. Documentación medieval de Leire (siglos IXa xn), edición de Angel
J. Martín Duque, Pamplona. 1983. n.os 43 y 46.
16. Véase C’. J. Wickham, Commumty andclicutele in twelfth-centuiy
Tuscany..., Oxford, 1998; Larrea, Navarro, capítulo 4; Pascual Martínez So-
pena, La Tierra de Campos occidental: poblamiento, poder y comunidad del
siglo x al xiit, Valladolid, 1985, págs. 109-118, 505-508; Die Gesetze der
Angelsachsen, edición de Félix Liebermann, tres volúmenes. Halle, 1903-
1916,1, págs. 150-195.
17. Monique Bourin-Derruau, Villages médiévaux en bas-Languedoc:
genése d ’une sociabilité (.V'-XHr siécle), dos volúmenes, París, 1987,1.
18. Véanse las páginas 562 y 568; véase también Alien Bass, «Early
Germanic experíence and the origins of representation», Parliaments, Estafes
andRepresentation, XV, 1995,1-II.
NOTAS ' CAPÍTULO 2 659

19. Véanse las páginas 627 a 630.


20. Aunque esa «esfera pública» no responda, desde luego, al moderni­
zado sentido que le da Habermas en The estructural transformaron o f the
public sphere..., traducción inglesa de Thomas Burger, Cambridge, Massa-
chusetts, 1991. Para el parecer citado, véanse las páginas 6 y 7. (Hay traduc­
ción castellana: Historia y crítica de la opinión pública. La transformación
estructural de la vida pública, traducción de Antoni Doménech, Gustavo
Gilí, Barcelona, 2007.)
21. Histoire de Frailee. Les origines..., París, 1984, pág. 498.
22. Peter Spufford, «Coinage and currency», The Cambridge economic
histmy ofEitrope, III, M. M. Postan et a i (comps.), Cambridge, 1965, págs.
579-586. (Hay traducción castellana: Historia económica de Europa, siete
volúmenes, traducción de José Miguel Miro Martínez, Revista de Derecho
Privado, Madrid, 1967.)
23. Véase J.-Fr. Lemarignier, «La dislocation du “pagus" et le problé-
me des “consuetudmes" (xc-xie siécles)», en Mélanges d'histoire du moyen
age dédiés a ¡a mémoire de Louis Halphen, París, 1951, págs. 401-410.
24. HC, iii..'7. 1, 3 (428,430).
25. Véase P. L. Ganshof, Feudalism, traducción inglesa de Philip Grier-
son, tercera edición inglesa, Nueva York, 1964(1944), obra en la que se enu­
mera la antigua literatura estándar (hay traducción castellana: El feudalismo,
traducción de Luis G. de Valdeavellano, Barcelona, Ariel, 1985); véase tam­
bién Strayer, Medieval origins, págs. 14-15.
26. Véanse Les anuales de Flodourd, edición de Philippe Lauer, París,
1905, pág. 61; Ordinance o f Grately, edición de Liebermann, Gesetze, I, pág.
150; y Hagen Keller, Adelsherrschaft undstádtiscbe Gesellschaft in Oberita-
lien 9. bis 12. Jahrhundert, Tubinga, 1979, capitulo 6 .
27. Elisabeth Magnou-Nortier, «Note sur le sens du motfevum en Septi-
mame et dans la Marche d ’Espagne á la fin du xc et au début du XF siécle»,
Anuales du Midi, LXXVI, 1964. págs. 141-152; Bonnassie, Catalogue, 1, págs.
209-211; Ademari C.abamensis chronicon, íii. 34,35,41,57; edición de Pasca-
leBourgain el a i, Tumhout, 1999, págs. 155-158, 161-163, 178-179; Franfois
Menant, Canipagnes lombardes du moyen age..., Roma, 1993, capítulo 7.
28. Véase por ejemplo Petrus de Marca, Marca hispánico..., París,
1688, columna 919: la asamblea de la consagración de Ripoll en el año 1977
determinó lo siguiente: «ut nullus Comes, Pontifex, judex publicus, vel aliqua
dominatio in prasdictis rebus habeat potestatem causas distringendi...»; com­
párese también con lo que se señala en la columna 1297. (Hay traducción
castellana: Marca Hispánico marca hispánico .sive limes hispamcus, hoc est,
geographica et histórica descriptio catalonice, ruscinonis et circumjacentium
populorum, Base, Barcelona, 1998.)
660 LA CRISIS DHL SIGLO XII |

29. Véanse los Decreta XV, PL, CXL, 895. ■?


30. Así sucede por ejemplo con los documentos del sínodo de Ingel- f
heim (año 948), CAP, I, n.ÜS5-7. ■l .1
31. Véase por ejemplo Philippe Dollinger, L ’évohuion des classes ru- :¡
rales en Baviére..., París, 1949, pág. 245. ¡¡ :*
32. Capitularía regitm Francorum, edición de Alfred Boretius y Víctor^
Krause, dos volúmenes, Hanover, 1883-1897, II, n.° 281; véase también eln.í.JÍ
273; Anuales Je Saint-Bertin, edición de Félix Grat el a l, París, 1964, págH
218.
33. Susan Reynolds, Fiefs and vassals. The medieval evidence reinter~ ’
preted, Oxford, 1994 ^
34. Wemer, Origines, pág. 234; Rule o f Saint Benedict, edición de Mc^-i)
Cann, capítulo 2, pág. 17.
35. Cita tomada de Ganshof, Feudalism^ pág. 23. 1, j
36. Véase Odón de Cluny, Vita Geraldieomitis AuriliacenSis, capítulo- *
32, PL, CXXXIII, págs. 660-661, traducción inglesa de G. Sitwell, St. Odoo f ;
Cluny, Londres, 1958, pág. 121. ■ <"!■
37. Ratherii Veronensis prieloquiorum libri VI, edición de P. L. D. :
Reid, Tumhout, 1984, iv. 15(119).
38. Die Briefe des Bischofs Ralher von Verana, edición de Fritz Wei-'í
gle, Munich, 1949, n.° 16, págs. 76-77.
39. Prceloquia, i. 10. 22-29 (22-31); Briefe, n * 2-7, 16, 18, 19. Compá­
rese también con lo que señala la Correspondance de Lupo de Ferriéres, edi­
ción de Léon Levillain, dos volúmenes, París, 1927.
40. Diplomatari de la catedral de Vic..., edición de Eduard Junyent i
Subirá, Vic, 1980-1996, n.“ 405.
41. Eudes de Saínt-Maur, Vie de Bouchard le Vénérable..., edición de
Charles Bourel de la Ronciére, París, 1892, capítulo 3, pág. 10. Para una in­
formación de orden más general, véase Gerd Althoff, Die Macht der Rituale.
Symbolik und Herrschaft im Mittekilter, Darmstadt, 2003, capítulo 3.
42. Feudalism, pág. 74. -:j
43. Véase Paul Ourliac, «L’hommage serví le dans la région toulousái-/;.
ne», Mélanges... Louis Halphen, 1951, págs. 551 -556.;'
44. Véase LFM, I, láminas ív, ix, xi, xiii, xv-xvii; y Pedro el Cantor,
citado por Richard C. Trexler en The Chrisiian ai prayer..., Binghamton,
1987, págs. 92,47.
45. La sociedad rural en la España medieval, Siglo XXI, Madrid, 1988,-:
pág. 47.
46. Recueil des charles de l'abbaye de Cluny..., edición de Auguste ;•
Bernard, revisada por Alexandre Bruel, seis volúmenes, París, 1876-1903, iv, i'
n.os 2993, 3124; véase también GpP, i. 9 (48).
NOTAS ' CAPÍTULO 2 661

47. Dominíque Barthelemy, La soeiété dans le comté de Vendóme de


Van mil au xi\* siécle, París. 1993, pág. 773. Véase también GpP, i. 9 (48);
Documentos reates navarro-aragoneses hasta el año 1004, edición de Anto­
nio Ubieto Arteta, Zaragoza. 1986. n."s 54, 64, 65, 75.
48. Cita tomada de R. W. Southern, «K.ing Henry I», Medieval hitma-
nism andother studies, Oxford, 1970, pág. 225.
49. Register, ii. 63 (I, 218). También guarda relación con el argumento
' aquí expuesto el Cartulaire de I ’abhaye de Saint Jean de Sarde, edición de
Paul Raymond, París, 1873. n.“ 58.
50. Robert Fossier. «Rural economy and country lite», NCMH, 111,
1999, pág. 47.
51. Véase J.-P. Poly, 1.a Provenas et la soeiété féodale (879-1166)...,
París, 1976, págs. 126-129; Christian Lauranson-Rosaz, L'Auvergne et ses
marges... du i w au AT siécle. Le Puy, 1987, pág. 371.
52. Bonnassie, Catalogue, II, págs. 696-698, 75 1-752.
53. Estas y otras cuestiones relacionadas con ellas se estudian bajo un
epígrafe común — «The "feudal revolution”»— en Past <4 Present, n.os 142
(T. N. Bisson, 1994), 152 (D. Barthelemy y S. D. White, 1996) y 155 (T.
Reuter y C. Wickham; conclusión a cargo de T. N. Bisson, 1997). No es
preciso volver a exponer aquí, en un libro sobre el siglo xn que ya es de por
sí bastante «largo», el debate como tal; lo importante para lo que nos ocupa
es la prueba (pese a ser muy temprana) de la existencia de un señorío explo­
tador que no sólo tiende al uso de la violencia sino que es ya del mismo tipo
que más tarde habrá de perdurar, y durante mucho tiempo, después del año
1000. Pese a que los críticos han mostrado que en las tierras francas occiden­
tales la violencia tuvo un carácter más continuado y problemático de lo que
yo mismo he argumentado en los anteriores escritos, me atengo a la posición
que en ellos he expresado, a saber, que considero irrefutables las pmebas que
hablan de un cambio mpturista entre los años 970 y 1030, aproximadamente.
En ¡os capítulos que siguen, abordo otras grandes cuestiones, como las rela­
tivas a la naturaleza, geografía y cronología del poder en la producción del
cambio social (Reuter, Wickham), capítulos en los que subrayaré la influen­
cia que ejercieron los señoríos sobre el pueblo llano.
54. Chronique ou livre de fbndatinn du monastére de Mouzon..., edi­
ción y traducción de Michel Bur, París, 1989, i. 7 (152).
55. Die Briefsammlung Gerberts von Reims, edición de Fntz Weigle,
Weimar, 1966, n.“ 92.
56. Véase Adso, M iranda SS. Waldeberti et Eustasii abbatum..., capí­
tulo 13, PL, CXXXVI1, pág. 695.
57. Flodoardo, Anuales, págs. 96, 106.
58. Soeiété féodale, I, pág. 199 (Feudal societv, pág. 128).
662 LA CRISIS DEL SIGLO X ll

59. Véase Lucy M. Smith, The early histoiy ofthe monastery o f Cluny,
Londres, 1920, págs. 134-136; Bloch, Société féodale, I, pág. 16 (Feudal so-
ciety, pág. 7)
60. Bayeux Tapestry, edición de Musset, escenas 46-47 (págs. 216-
218). Véase también la lámina 2 de esta misma obra.
61. Odón de Cluny, Vita Geraldi, i. 8, PL, CXXXIII, pág. 647 (traduc­
ción de Sitwell, pág. 101).
62. Véase el Liber miraculorum sánete Fiáis, ii. 5, edición de Luca Ro-
bertini, Espoleto, 1994, pág. 165. Para información sobre el concepto de vio-
lentia, véase también La chronique de Nantes..., edición de René Merlet, Pa­
rís, 1896, capítulo 10, págs. 29-30.
63. Abón de Fleury, Collectio canonum, capítulo 2, PL, CXXXIX,
págs. 476-477.
64. Véase Bonnassie, Catalogne, 11, págs. 656-660; y para información
sobre las problemáticas pruebas que hablan de una agitación campesina en Ñor-
tnandía en tomo al año 996, véase también Mathieu Amoux, «Classe agricole.
pouvoir seigneurial et autorité ducale ... la Normandie féodale d ’aprcs le té-
moignage des chroniqueurs...», Le Moyen Age, XCV11I, 1992, págs. 45-55.
65. Las usanzas de Vendóme pueden consultarse en Bourel de la Ron-
ciére (Eudes), Vie de Bouchard, págs. 33-38; véase también «Conventum Ín­
ter Guillelmum Aquitanorum comes et Hugonem Chiliarchum», edición de
Jane Martindale, EHR LXXXIV, 1969, pág. 543: «...quod meus tu es ad face-
re meam voluntatem».
66. Para una información de orden general sobre este episodio véase Le
roi de France et son royaume autour de Pan mil, Michel Parisse y Xavier
Barral i Altet, (comps.). París, 1992; junto con Dominique Barthélemy, L ’an
mil et lapaix de D ieu... París, 1999. (Hay traducción castellana: El ario mily
¡a paz de Dios. La Iglesia y la sociedad actual, traducción de María Josefa
Molina Rueda y Beatriz Molina Rueda, Servicio de Publicaciones de la Uni­
versidad, Valencia, 2005.)
67. Véase Pierre Toubert, Les structures du Latium médiéval..., dos volú­
menes, Roma, 1973,1, págs. 330-331; y Menant, que en Campagnes lombardes,
págs. 409-416,580-601, sitúa la fecha del cambio unos pocos años más tarde.
68 . Juramento impreso por Christian Pfister, Eludes sur le régne de Ro-
bert le Pieux (996-1031), París, 1885, págs. Ix-lxi. Para una información de
orden general, véase Lemarignier, «Dislocation du “pagus”»; Duby, Trois
ordres, op. cit.. págs. 183-205 (Three orders, capítulo 13); J.-P. Poly y Eric
Boumazel, La muiation féodale..., tercera edición, París, 2004, capítulos 1-5
(traducción inglesa de Caroline Higgit, The feudal transformation..., Nueva
York, 1990). (Hay traducción castellana: El cambio feudal, traducción de
Montserrat Rubio Lois, Labor, Barcelona. 1983.)
NOTAS ■ CAPÍTULO 2 663

69. Briefsammlung Gerberts. n.os 1, 11, 16, 20, 22, 26, 27, 31, 54, 79,
89,91, 117, 120, 122, 125. 130, 163, 185 y 187; véase también JL 3914.
70. Véase por ejemplo Riquerio, Histoire, i. 64, 1, pág. 122; junto con
los Anuales, pág. 53; Riquerio, ii. 5, I, págs. 132-134, y Flodoardo. op. cit.,
pág. 64; en cualquier caso, consúltense ambas obras passim.
71. Véase Riquerio, iv. 47. 78, 80 (volumen II, págs. 216-218, 274-
278); y Ferdinand Lot, Eludes sur le régne de Hugues Capel et la fin da
siéele, París, 1903, págs. 159-163.
72. Abón, Cánones. IV. PL, CXXXIX, 478; Briefsammlung Gerberts,
n.05 107 y 112.
73. The letters andpoems o f Fulbert o f Chartres, edición de Frederick
Behrends. Oxford, 1976, n (K51, 9, 10.
74. Véase «Convcntum». EHR LXXXIV, págs. 541-548, en la nueva
edición y traducción de George Beech. Yves Chauvin y Georges Pon, Le con-
ventinn (vers 1030): un précurseur aquitain des premieres épopées, Ginebra,
1995. (En BnF manuscritos latinos 5927, págs. 265-280, no encuentro justifi­
cación para interpretar que la ortografía de la palabra haya de ser «conuen-
tum», dado que, en los pasajes en que figura mencionada, dicha voz tiene a mis
ojos todo el aspecto de ser un acusativo. En las cartas de Gerberto de Aurillac
el vocablo es convenías, véase el Briefsammlung, índice, pág. 273.) Véase
también Georges Duby, Le moyen age de Hugues Capel á Jeanne d'Are 987-
¡460, París, 1987, págs. 108-110. El mediodía francés nos ha dejado asimismo
documentos comparables a los que aquí hemos enumerado, y en ellos se habla
igualmente de las formas que adoptan los procedimientos legales; véase HL V,
págs. 496-502. y Bonnassie. Catalogue, II, págs. 615, 638.
75. Pierre Bonnassie, «Sur la genése de la féodalité catalane; nouvelles
approches», IIfeudalesimo nell'alto medioeveo..., dos volúmenes, Espoleto,
2000, II, págs. 569-606.
76. CCr, I, n,p 168. Para una información de orden general, véase
Tuubert, Latium, I, págs. 330-338; Aldo A. Settia, Castelli e villaggi
nell 'Italia padana: popolamenlo. potere e sicurezzafra ix e Allí seco/o, Nápo-
les, 1984, capítulos 3-8; y Mcnant, Campagnes lombardes, págs. 580-671.
77. Véase Iplaciti del «Regnum Italice», edición de Cesare Manaresi.
cinco volúmenes, Roma. 1953-1960, iv, v; UrkMat, n.os55-56 (1099-1100),
junto con otras muchas citas en las que se habla de «feudos» y de «preben­
das»; Menant, págs, 594-601; Philip Jones, The Italian cih>-state..., Oxford,
¡997, págs. 120-130; compárese también con lo que señala Reynolds en F ief
and vassals, págs. 199-240.
78. Véase Giovanni Tabacco, The struggleforpower in medieval Italv.
Struetures o f political rule, traducción inglesa de Rosalind Brown Jensen.
Cambridge, 1989, pág. ¡61.
664 LA CRISIS OKI SIGLO XII

79. El texto puede encontrarse en Bruno Andreolli y Massimo Monta-


nari, L 'azienda curíense in Italia..., Bolonia, 1983, págs. 205-212.
80. Ruggiero D’Amico, «Note su alcuni rapporti tía cittá e campagna
nel contado di Pisa...», Bollettino slorieo pisano, XXXIX, 1970, págs. 28-29;
véase también Wickham, Community and dientele, pág. 221.
81. Véase el innovador trabajo de Pierre Bonnassie titulado «Frotn the
Rhóne to Galicia: origins and modalities of the feudal order», 1980, tomado
de From s/avery tofeiulalism in south-westeni Europe, traducción inglesa de
Jean Birrell, Cambridge, 1991, capítulo 3. (Hay traducción castellana: Del
esclavismo ai feudalismo en Europa occidental, traducción de Juan Antonio
Vivanco Gefaell, Crítica, Barcelona, 1993.)
82. Véase Bonnassie, Catalogue, I; D. C. Douglas, William the Con-
queror. The Norman impact upon England, Londres, 1964, capítulos 3, 4;
GpP, i. 19, págs. 78-82.
83. Douglas, William the Conqueror, capítulos 7; 8; y Larrea, Navarre,
capítulos 9, 10; para los hechos del Anjeo y Flandes, véanse las páginas 161a
188. -
84. Véase por ejemplo Edward Miller, The abbey and bishopric of
Ely..., Cambridge, 1951, págs. 65-74; y Jenniter Ann Paxton, «Chronicle and
community in twelfth-century England.», en preparación.
85. Stefan Weinfurter, H errsduft undReich der Salier..., Sigmaringen,
1991, traducción inglesa de Barbara M. Bowlus, con el título de The Salian
certtury..., Filadelfia, 1999, capítulos 7, 8 . Para información sobre esta misma
cuestión, véanse las páginas 254 a 269.
86. CAS, capílulo 19, pág. 22; «Concilio nacional de Burgos, 18 de fe­
brero de 1117», edición de Fidel Fita, BRAH, XLVI1I, 1906, págs. 394-398; y
véase en general Bernard F. Reilly, The Kingdom o f León-Castilla under
King Alfonso VI (1065-1109), Princeton, 1988. (Hay traducción castellana: El
reino de León y Castilla bajo el rey Alfonso VI (1065-1109), traducción de
Gaspar Otálora Otálora, Instituto Provincial de Investigaciones y Estudios
Toledanos, Toledo, 1989.) Para mayor información sobre el particular, véan­
se las páginas 284-300.
87. Véase The Peterhorough chronicle 1070-1154, edición de Cecily
Clark, segunda edición, Oxford, 1970, págs. 55-57 (año 1137; la traducción
procede de los English históricaI documents (EHD) II2, págs. 210-211, aun­
que yo me aparte aquí un tanto del texto vertido en esa obra); para más infor­
mación sobre este asunto, véanse las páginas 310a 320.
88 . Véase La chronique de Morignv, edición de Léon Mirot, segunda
edición, París, 1912, i. 2, págs. 5-6.
89. LPV, I, n.° 28, pág. 86; y véanse también los documentos que se ci­
tan y estudian en TV.
NOTAS ' CAPÍTULO 2 665

90. Véase Jean Flori. L ’essor de la chevcüerie, \T -xir siécles, Ginebra,


1986; y Crouch, Birlh of nobility, capítulos 2-6.
91. OV, v. 19, III, pág. 194.
92. A pesar de lo que alirma Cari Stephenson en «The origin and nalure
ofthe taille», RBPH, v, 1926. pags. 801-870 (reimpreso en 1954), la primiti­
va historia de este impuesto sigue siendo oscura. Stephenson, quizá con ra­
zón, no ve ningún especial significado en las primeras alusiones ipso nomine
a la tallia, que él asocia con otras exacciones; no obstante, un estudio provi­
sional de las primeras menciones de voces como las de tallia, quista, tolla,
etcétera, me da que pensar. Compárese también este planteamiento con lo que
se señala en CSPCh, 11, pág. 340; y véase también Marc Bloch, Les caracte­
res originaitx de Thistoire ntrale fránjense, nueva edición, dos volúmenes,
París, 1955-1956, I, págs. 85-86 (traducción inglesa de Janet Sondheimer,
French rural hisloiy.... Berkelev, 1966, págs. 82-83) (hay traducción castella­
na: La historia rural francesa. Caracteres originales, traducción de Alejan­
dro Pérez, Critica, Barcelona, 1978); y Georges Duby, L 'econorme ntrale et
la vie des campagnes clans I ’Occident médiéval, dos volúmenes, París, 1962,
II, págs. 453-454 (traducción inglesa de Cynthia Postan, Rural economy and
counliy lije..., Londres, 1968, pág. 225) (hay traducción castellana: Econo­
mía rural y vida campesino en d occidente medieval, traducción de Jaime
Torras Elias, Altaya, Barcelona, 1999).
93. Véase por eiemplo, Barthélemy, Chevaliers et miníeles; véase tam­
bién Constance Bouchard, <<Strong ofbody, brave and noble»: chivalry and
sociely in medieval Frunce, Ithaca, Nueva York, 1998.
94. Policr., iv. I, 1, pág. 235; The letters oJJohn o f Salisbury, edición
y traducción inglesa de \V. J. Millor et a i, dos volúmenes, Oxford, 1976,
1979, II, n.u 305: véanse también las citas que se hallan recogidas en la pági­
na 322.
95. Véase Guiberto de Nogent, Autobiographie [De vita sita, sive mo­
nodia], edición y traducción francesa de E.-R. Labande, París, 1981, iii. 10,
págs. 358, 360; véase también la misma obra, traducida por Paul J. Archam-
bault, A m o n ks conjession: the memoirs of Guibert oj Nogent, 1996, págs.
164-165. Para información sobre Tomás de Marle, véase este mismo texto:
Monodia1, iii. il, 14, págs. 362-372,396-412; o Memoirs, págs. 166-173, 181-
190; véase también Suger. Vie de Lotiis VI, edición de Henri Waquet, París,
1929, capítulo 24, págs. 172-178; traducción inglesa de Richard Cusimanoy
John Moorhead, The deeds o f Loáis the Fat, Washington, 1992, págs. 106-
109; existen también otras fuentes.
96. Die Briefe Heinrichs IV, edición de Cari Erdmann, Stuttgart, 1978,
(1937), n.° 12,27, iii 1076: «...rectores sánete ecclesie, videlicet archiepisco-
pos episcopos presbíteros, non modo non tangere, sicut christos domini, ti-
666 LA CRISIS DEL SIGLO XII

muisti, quin sicut servos nescientes quid faciat domnus forum, sub pedibus
tuis calcasti» (la traducción inglesa se encuentra en Tiemey, Crisis, n.° 30.
59).
97. Gesta pantificutn Cameracensium, continuado, edición de L. C.
Bethmann, MGHSS, Vil, 1846, pág. 499, capítulo 5.
98. Véase Janet L. Nelson, «The rites of the Conqueror», Política and
ritual in early medieval Europe, Londres. 1986, capítulo 17. Véase también
Richardson y Sayles, Governance o f medieval England, págs. 136-138; y
Southern, Making ofthe Middle Ages, págs. 92-94; compárese también con lo
que señala P. E. Schramm en A histoiy o f the English coronation, traducción
inglesa de L. G. W. Legg, Oxford, 1937, capítulos 2, 3.
99. Véase Jaeger, «Courtliness», págs. 297-299; y Southern. Medieval
hnmanism, capítulo 10 .
100. Urban and rural communitics in medieval Frunce: Provencc and
Languedoc, 1000-1500, Kathryn Reycrson y John Drendel (cornos.), Lcvden.
1998; FAC, 1, págs. 156-158.
101. Véase por ejemplo, ACA, Cancillería, pergaminos de Alfonso II
de Aragón, conde de Barcelona, n.os 249, 278. Véase también la lámina 7A de
la presente obra.
102. Todos estos extremos quedarán ilustrados en las páginas 397 a
418.
103. Mateo, 20, 25 (la traducción castellana es de Manuel Revuelta, en
Biblia de Jerusalén, Bilbao, Desclée de Brouwer, 1976). Véase Philippe Buc,
«Principes gentium dominantur eorunr. princely power between legitimacy
and illegitimacy in twelfth-century exegesis», en Cultures o f power, capítulo
13.
104. Romanos, 14, 8 (traducción castellana de Antonio María Artola,
op. cit.); véase también Tellenbach, Church, state, and Christian societ}’,
págs. 2-42.
105. Véase Denis Grivot, George Zamecki, Gislebertus, sculptor ofAu-
tun, Londres, 1961, capítulo 2, junto con sus láminas; véase también Jean-
Claude Bonne, «Depicted gesture. named gesture; postures of the Christ on
the Autun tympanum», Histoiy andAnthropology. I, 1984, págs. 77-93. Véa­
se la lámina 6.
106. Ruodlieb. Faksirnile-Ausgabe der Codex latinus Monacensis
19486..., dos volúmenes, Wiesbaden, 1974-1985,1, II, fragmento 4, versos
146 a 154. (Hay traducción castellana: Cantar de Ruodlieb, traducción de
David Hernández de la Fuente, Celeste Ediciones, Madrid, 2002.)
107. Véase Regesto delta chiesa di Tivoli, edición de Luigi Bruzza, ;
Bolonia, 1983 (Roma, 1880), lámina iv; LFM, I. láminas 4, 9 y 17; II, lámi­
nas, 5, 10 y 14; y Geoffrey Koziol, Begging pardon and favor: ritual and
NOTAS ■ CAPÍTULO 2 667

political arder in early medieval France, Ithaca, Nueva York, 1992, págs.
1-108.
108. OV. iv (II, págs. 206-208); compárese también con lo que se seña­
la en WP, ii. 48 (págs. 184-186),
109. Actes des comtes de Nanrur de la premiére race, 946-1196, edi­
ción de Félix Rousseau, Bruselas, 1936, pág. 89.
110. Couronnement de Louis, tiradas 1-9, edición de Langlois, 1-5 (tra­
ducción inglesa de Joan M. Ferrante, GuiUaume d ’Orange: four twelfth-cen-
tw yepics, Nueva York, 1974, págs. 63-67),
111. MSB, viii. 42, pág. 346. Véase también Walter Schlesinger, «Herrs-
chaft und Gefolgschaft in der germanisch-deutschen Verfassungsgeschich-
te», HisforischeZeitschrift. CLXXVI, 1953, págs. 225-275 (traducción ingle­
sa de Fredric Cheyette, Lordship and community in medieval Europe, Nueva
York, 1968, págs. 64-99).
112. F. M. Stenton. The first century o f English feudalism, 1066-
1166..., segunda edición, Oxford, 1961 (1932), pág. 76; apéndice, pág. 19; y
capitulo 3.
113. A principios del siglo xn. era habitual que la posibilidad de esa
confusión inspirara frecuentes temores: véase por ejemplo, Hildeberto de La-
vardin, Sermones, págs. 23, 35, 37, PL. CLXXI, págs. 443, 516-517, 533;
OV. viii. 26 (IV, pág. 320). Véase también Benjamín Amold, Princes and
territories in medieval Germany, Cambridge, 1991, capítulo 1 .
114. Véase J. C. Holt. «Politics and property in early medieval En-
gland». Pasi & Present. n.° 57, 1972, págs. 3-52.
115. OV, iii (II, págs. 96-98). Orderico era plenamente consciente de
este problema: véase también iv (II, pág. 262), donde se habla de los «sabios
clérigos» de la casa de Rogelio de Montgomery.
116. LPV. I. n."28. pág. 87. Véase también Boleslao I (apodado «C lvo-
biy» [= el Bravo], 992-1025): «Suos quoque rústicos non ut dominus in anga-
riain coercebat. sed ut pius pater quiete eos vivere pennittebat».
117. Salmos, 102. 22 (traducción castellana de Manuel Revuelta, op.
di.)', Die Tegernseer Briefsaminlung (Frounnmd), edición de Karl Strecker,
Munich, 1978, n.° 1.
118. Véase Le dómame royal sous les premiers capétiens (987-1180),
París, 1937, págs. 3-5; y John Van Engen, «Sacred sanctions for lordship»,
Cultures ofpower. pág. 216.
119. HL, v, n."417, págs, 785-787. Parte de toda esta farragosa palabre­
ría figura sospechosamente en la carta de fundación de Saint-Pons (ibid., n."
67, pág. 175) y pretende remontarse al año 936, así que es probable que fue­
ran los propios beneficiarios quienes redactaran la descripción. Véase tam­
bién el n.° 77 (pág. 191, abril del año 942).
668 LA CRISIS DHL SIGLO XII

120. FAC, II, n." 139.


121. «Le cartulaire de Saint-Maur sur Loire», edición de Paul Marche-
gay, Archives d ’Anjou. Recueil de documents et mémoires inédits sur ceíte
province..., tres volúmenes, Angers, 1843-1854,1, n .05 38,64, págs. 381,405;
véase también el n.° 37, pág. 380.
122. HL, V, n.° 474, pág. 893; n.ü 634, iii, pág. 1234.
123. Véase por ejemplo, HC, ii. 62. 2, pág. 344, donde se cita a san
Agustín.
124. Para información sobre las nociones de clemencia, justicia y salva­
ción, véase Hildeberto, Sermo, II, PL, CLXXI, págs. 390-39!; Koziol, Beggin
pardo n, págs. 215-217; y Southern, Making ofthe Middle Ages, págs. 95-97,
236-238. Véase también, J. E. A. Jolliffe. Angevin kingship, segunda edición,
Londres, 1963, capítulos 1-5; R A P hl, n.lis 98, 99, 110, 152; Regesta regum
Anglo-normannorum. The acta ofWilIiam 1. edición de David Bates, Oxford,
1998, n.“ 28-31.
125. Dialéctica, ii. 1, edición de L. M. Rijk, segunda edición, Assen,
1970, pág. 168.
126. Hugo del Poitou, Chroniqite de Fabbaye de Vézelay, ii, en MV,
pág. 419.
127. Policraticus, op. cit., vii. 17(11, pág. 161).
128. Véase en general Fritz Prochnow, Das Spolienrecht ttnd die Tes-
tierjdhigkeil der Geistlichen im Abendland bis zuni 13. Jahrhundert, Berlín,
1919; «Spolienrecht», Lexikon des Mittelahers, VII, 1995, págs. 2 .131-2.132.
(La denominación «viudas» hace referencia, como se indica más adelante, al
hecho de que los bienes que los clérigos pudieran poseer en las iglesias que­
daban sin legatarios al fallecer éstos, puesto que no tenían la posibilidad de
transmitirlas a sus descendientes directos.)
129. BrPD, 1, rr.° 35.
130. HL, v, n ° 359, págs. 685-687; Les gestes des évéques d ’A uxerre,
edición de Guy Lobrichon et ai., dos volúmenes, París, 2002-2006, II, pág. 61.
131. Véase Stenton, First century, capítulo 3; junto con John Hudson.
Lamí, law, an d lordship in Anglo-NormandEngland, Oxford, 1994, capítulo 6.
132. Monodiie, iii. 4, pág. 294; Memoirs, pág. 135.
133. Policr., viii. 20, II, pág. 373.
134. HH, viii, págs. 586-588.
135. Véase LPV, I, n.° 58; véase también II, pág. 339.
136. Policr. i-iii y passim.
NOTAS ■ CAPÍTULO 3 669

C a p í t u l o 3: L a d o m in a c ió n ni: los señ or es (1050-1150):


La ex per ien c ia d l l po dk k

1. Véase Dominique Barthelemy, Les- deux ages de la seigneuríe bá­


ñale. Pouvoir el soeiété dans la ierre des sires de Caney..., París, 1984; véase
también John C. Shideler, A medieval Catahm noble family: the Monteadas,
1000-1230, Berkeley, 1983; y Brigitte Bedos, La chátellerie de Montmoreney
des origines á ¡36R..., Pontoise, 1981.
2. Register Gregors Vil (texto que citaré en su paginación continua,
pese a constar de dos volúmenes), 1, i., págs. 7,64.
3. La Chaman de Ralaitd, edición de F. Whitehead, segunda edición,
Oxford, 1946, versos 16, 109, 116. 702, 706, 710,739, 757,2322-2337, 3706.
(Hay traducción castellana: 1-2 Cantar de Roldan, traducción de Juan Victo-
rio, Cátedra, Madrid, 1989.)
4. Cotironnemenl de 1.ouis, tirada 18 (págs. 13-16).
5. Chanson de Roland. versos 3701-3702, pág. 108.
6 . Véase en general. Roben Bartlett, The making oj'Eitrope. Conques!,
colonization and cultural change, 950-1350, Princeton, 1993, capítulos 1, 2.
(Hay traducción castellana: La formación de Europa. Conquista, coloniza­
ción v cambio cultural, 950-i 350, traducción de Ana Rodríguez López, Ser­
vicio de Publicaciones de la Universidad, Valencia, 2003.) Las tierras de
Oriente Próximo en que operaron los cruzados generaron una mitología simi­
lar—tanto en las narrativas históricas como literarias— que, en lo fundamen­
tal, ha de omitirse aquí.
7. Register, i. 13, 32. 34.36, 52, 55,76.
8 . Ibid., i. 17, 18, 22,29a, 31,63,64, 70.
9. Ibid., i. 11, 14, 19,20, 25,40.
10. Ibid., i. 2, 18a, 21a.
11. Ibid., i. 25; véase también 26, 28. Lapataria (cuyos miembros reci­
bieron el nombre de palarini) era una secta se reformistas radicales.
12. Desde luego, ni siquiera puede considerarse que el Domesday Book
constituya una excepción. La magnitud de los objetivos de Gregorio contras­
ta fuertemente con la exigüidad del patrimonio papal, del que prácticamente
no se dice nada en el Register.
13. Ibid., i. 19-25; ii. 66-68, 69-76.
14. CAP, I, págs. 539-541.
15. Reg., ii. 25, cita tomada de Walter Ullmann, The growth o f papal
government..., tercera edición, Londres, 1970, pág. 277. No obstante, Ull­
mann malinterpreta la expresión pater et dominas, que se refiere a Pedro, no
a su vicario. Para otros ejemplos en los que se aprecia la implícita identifica­
ción de Gregorio con Pedro, véase Reg., i. 19; 40, 72.
670 LA CRISIS DEL SIGLO XII

16. Reg., ii. 72.


17. Ibid., i. 68, 72; vii. 23; y para información sobre elvicariato de Pe­
dro, véase Ullmann, Papal government, pág 280.
18. Reg., iii. 10a.
19. Ibid., i. 29; vii. 14a.
20. Véase por ejemplo, ibid.. iii. 10a; v. 14a.
21. Ibid., iii. 6, y 10a (pág. 270): «Beatc Petreapostolorum princeps,
inclina, quesumus, pias aures tuas nobis et audi me servum tuum, quem
ab infantia nutristi et usque ad hunc diem de manu iniquorum liberasti, qui
me pro tua fidelitate oderunt et odiunt...». Véase también vii. 14a (año
1080).
22. Ibid., ii. 55a; viii. 21; Fredric C'heyette, «The invention of the state»,
Essays on medieval civilization, B. K. Lackner y K. R. Philp (comps.), Alis­
tín, 1978, págs. 162-168.
23. Reg., i. II, 14. 19.
24. Ibid., ii. 49.
25. ¡bid., vii. 3; véase también viii. 7, 9; ii. 37.
26. Ibid., i. 21a; viii. la.
27. ¡bid., i. 18a.
28. Véase Morris, Papal monarchy, págs. 87, 93, 120, 136, 139-140.
29. Reg., ii. 31.
30. Ibid., ii. 13, 70; i. 63; viii.20:vii. 25.
31. ¡bid., ii. 13, 70.
32. ¡bid., ii. 74.
33. Ibid., ii. 51; véase también i. 15,46.
34. Véase en general. Karl Jordán, «Das Eindringen des Lehnswesen
in das Rechtsleben der rómischen Kurie», Archiv für Urkundcnforschwig,
XII, 1931, págs. 44-48; Piero Zerbi, «II termine “fidelitas” nelle lettere di
Gregorio VII», Studi Gregoriani, III, 1948, págs. 129-148; junto con Ull­
mann, Papal government, págs. 299-309; y Bartlett, Making o f Europe,
págs. 243-250.
35. Regis/er, ii. 55a; véase también Ulmann. Papal government, capítu­
lo 10 .
36. Morris, Papal monarchy, pág. 205.
37. Parodistische Texte. Beispieíe zur lateinischen Parodie im Mittelal-
ter, edición de Paul Lehmann. Munich, 1923, n.° la (traducción inglesa de
Haskíns, en Renaissance, pág. 185); véase también Juan de Salisbury, Histo­
ria pontificalis, capítulos 29-45, edición y traducción inglesa de Marjorie
Chibnall, Londres, 1956, págs. 61-88.
38. Véase Hilda Grassotti, «El estado», en Los reinos cristianos en los
siglos xi y xn ..., Reyna Pastor et al. (comps), dos volúmenes, Madrid. 1992,
NOTAS ' CAPÍTULO 3 671

II, págs. 13-186; véase también Reilly, Kingdom o f León-Castilla imder King
Alfonso VJ; ídem, The kingdom o f León-Castilla under Queen Urraca, 1109-
1126, Princeton, 1982.
39. Documentos para la historia de las instituciones de León y Castilla
(siglos x-xtn), edición de Eduardo de Hinojosa, Madrid, 1919, n.p 14,
40. CDL, IV, n.° 1279. Sobre los bene nati, véase Hinojosa, Documen­
tos, n.os 5, 13; y Carlos Estepa Diez, Estructura social de la ciudad de León
(siglos xbxtu), León, 1977, págs. 256-258.
41. Documentos, n ° 14; CDL, IV, n.° 1172.
42. CDL, IV, n.° 984.
43. Véase Claudio Sane hez-Albornoz. España. Un enigma histórico,
tercera edición, dos volúmenes, Buenos Aires, 1971, II. págs. 373-386; véase
también la página 296.
44. Véase Reinos cristianos, II, págs. 46-47; Pilar Blanco Lozano,
CDF1, págs. 10-29; «Die Urkunden Kaiser Alfons VII. von Spanien», Peter
Rassow (comp.), Archiv fur Urkundenforschung, X, 1928, págs, 327-414.
45. Véase por ejemplo, CDL, IV, n.° 1007 (1043).
46. CDF1, n .05 39, 51, 53 y 71; CDL. IV, n.c 122J. Véase también el
número 1282 (1094): en cuya rúbrica puede leerse lo siguiente: «Lucius cle-
ricus iussionem regis qui notuit».
47. CDF1, n.° 20; véanse también los números 48, 63 y 72; junto con
CDL, IV, n.°" 1048, 1116.
48. CDL, IV, n.° 1085 (ante el rey y la reina); n.°* 1057, 1093; Docu­
mentos, n.os 14, 26 (ante el rey); CDL, IV. n.os 1106 y 1122 (ante la reina).
Véanse también los números 1029, 1159, 120 2 , 1228, 1249, 1272, 1289.
1322.
49. CDL, IV, n.os 1256. 1293; véase también CDF1, n.05 46, 73.
50. CDL, IV, n,os 1182, 1183, 1244, 1256.
51. Véase por ejemplo, Reilly, Alfonso VI, capítulos 6 y 8, sobre todo
las páginas 148 a 160,
52. Véanse las Leges Visigothorum, ii. 1.7, edición de Karl Zeumer,
Hanover-Lcipzig, 1902, págs. 52-54; la Chronica Adefonsi imperatoris, i. 8,
edición de Antonio Maya Sánchez; y la Chronica hispana sceculi xn, edición
deEinma Falque Rey c ta l, Tumhout, 1990, pág. 153.
53. Esta equivalencia aparece señalada en los decretos de Burgos, pág.
1117: «feodum, quod in ispania prestimonium vocant . », edición de Fita,
«Concilio nacional de Burgos» {BILiH, XLVIII), pág. 395 (página 397 del
facsímil).
54. Véase CDL, IV. n.« 1048, 1195, 1213, 1217, 1221, 1316; y Estepa
Diez, Estructura social de León, págs. 446-455; y Luis G(arcía) de Valdeave-
llano. Curso de historia de las instituciones españolas..., tercera edición, Ma­
672 L A C R I S I S D H L S I G L O XII

drid, 1973, págs. 488-490, 500-505. Véase también Alfonso García Gallo;
«El concilio de Coyanza...», AHDE, XX, 1950, pág. 298.
55. CDL, IV, n.° 1217.
56. CDF1, n.° 31 (se trata de una cédula problemática transmitida a
través de copias posteriores).
57. Véase García Gallo, «Concilio de Coyanza», pág. 298; junto con
Antonio López Ferreiro, Historia de la santa A. M. iglesia de Santiago de
Composlela, once volúmenes, Santiago, 1898-1911, II, ap. 233, capítulo 5;
véase también CDL, IV, n.° 1182.
58. ES, XL, págs. 417-422 (ap. 28).
59. CDL, IV, n.01 1182, 1183. Véase Ramón Menéndez Pidal, La Espa­
ña del Cid, séptima edición, dos volúmenes, Madrid, 1969,1, págs. 190-192,
autor que se muestra excesivamente escéptico respecto a la sinceridad de Al­
fonso VI, pese a que sin duda acierte al sospechar que Urraca había tenido
algo que ver en el asesinato de Sancho; véase también Reilly, Alfonso VI,
págs. 68-72.
60. Documentos, edición de Hinojosa, n.u 27.
61. Véase ES, XXXVI, ap. 45; véase también HC, i. 31, pág. 60.
62. HC, i. 24, pág. 52; A. G. Biggs, Diego Gehnirez.first archbishop o f
Compostela, Washington, 1949, págs. 60-61.
63. Primera cita: HL, V, n." 324i; compárese también con lo que se se­
ñala en el número 266; segunda cita: LFM, II, n." 520; y véase también, por
ejemplo, el número 519; tercera cita: Les plus aneiennes charles en langue
proveníale..., edición de Clovis Bmnel, París. 1926, n.“ 26; cuarta cita: HL,
V, n.° 557.
64. Véase el «Cartulaire des Trencavel», Sociedad arqueológica de
Montpellier, manuscrito 10; Liber instrumeiuoriim memorialiam, Cartulaire
des Chnllems de Montpellier, edición de Alexandre Germain, Montpellier,
1884-1886; y el «Liber feudorum maior», edición de Francisco Miquel Ro-
sell (= LFM).
65. Catalogne, II, págs. 742-743
66. Véase por ejemplo, LFM, I. n," 150: compárese también con lo que
señala Santiago Sobrequés en Els grans comtes de Barcelona, Barcelona,
1961, pág. 79.
67. Usatges de Barcelona.... edición de Joan Bastardas, Barcelona,
1984, (JS. 1-2 (notación antigua: 1-3).
68. CPC, I, n.'«45 y 46.
69. Cosa que constituyó un acontecimiento memorable: «& hoc fuit
tempore quo rex Francie venit in partibus istis», HL, V, n.° 629.
70. Véase ACA, Cancillería, pergaminos R, B., III, 20, 104 dupl. (LFM,
II, n.u 506).
NOTAS ■C A PÍT U L O 3 673

71. HL, V, n." 513; Cartulaire de l'ubbaye de Lézat, edición de Paul


Ourliac, Anne-Marie Magnou. dos volúmenes, París, 19X4-1987,1, n.us 456,
629,919 («dominante Anfusso, comité Tholosa»), y 929.
72. Véase HL, V, n." 251; junto con Elisabeth Magnou-Nortier, La so-
ciété laíque et Féglise chuts la pmvince ecclésiastiqae de Ncirbonne..., Tolo-
sa, Francia, 1974, págs. 463-468.
73. Véase HL, V, n.“ 333; compárese también con lo que señala Jean
Dunbabin en Frunce in the makiitg H43-1 ISO, segunda edición, Oxford, 2000,
págs. 214-215.
74. Cartuluire des Guillems ele Montpellier, n.° 42 (= 1IL, V, n.“ 377 [718])
75. HL, V, n.u 236; véase también el número 371 (armo 1083); Car!.
Lézat, I, n." 253; HL, V, n.“ 355.
76. Véase por ejemplo. HL, V , n.os 360, 402, 404 y 420.
77. Ibid., n.J 438; ( ’art. Lézat, I, n.üs 269 y 668; véase también el núme­
ro 14; II, n.° 1715; véase asimismo HL, V, n.Ui 333, 387, 503 iv. En el año
1121, Rogelio II de Foix renunció a su derecho de alberga en las heredades
de Lézat: Cari. Lézat, I, n " 919.
78. HL, V, n.° 531 (anuo 1135).
79. Can. Lézat, I, n.,l; 288, 44, 53: «malum dominium» (año 1150);
véase también Paul Ourliac. «Les sauvetés du Comminges...», en Recueil de
¡'Académie de Legisla!ion, XVIII, 1947, págs. 23-147; HL, V, n.®444.
80. HL, V ,n.us43Ky 503 i.
81. Véase Bonnassie, From slaverv to feudal¡sm, op. cit., págs. 104-
106; y Claudie Duhamel-Amado, L 'arislocralie languedocienne du ait xn1'
siécle, dos volúmenes, Tolosa, Francia, 2001-2007,1.
82. Véase Bonnassie. From slavery tu feudal ¡sin, op. cit., capítu­
lo 4; Les Miníeles de Saint-Privat..., edición de Clovis Brunel, París, 1912,
págs. 20-21, 38; «Vita, Inventio et Miracula Sanetae Enimise», edición de
Clovis Brunel. Analecta Bollandicma, LVII, 1939, págs. 281-284; véase tam­
bién el Breve de paz de Mende, citado más adelante, en la nota 84; y HL, V,
n.° 540.
83. HL, V, n.“ 251, 491.
84. AN, J. 30 4 . 11.“ 1 12, edición de Clovis Brunel, «Les juges de la paix
en Gévaudan...», BEC, CIX. 1951, págs. 32-41.
85. Véase Wipon de Borgoña, Gesta Chuonradi 11, edición de Harry
Bresslau, tercera edición, I lanover-Leipzig, 1915, pág. 30.
86. Véase en general. DDC2, DDH3 y DDH4, junto con Carlrichard
Brühl, Fodrunt, gistum. serviiiitm regis. Stadien zu den wirtschuftUchen
Grundlagen des Kónigtums..., dos volúmenes, Colonia, 1968, I, págs. 453-
577; y Herwig Wolfram, ContadII, 990-1039..., traducción inglesa de Deni-
se A. Kaiser, University Park, 2006.
674 L A C R I S I S D E L S I G L O XII

87. V é a s e p o r e je m p lo , T i e t m a r o d e M e r s e b u r g o , Chronik , vii-viii,


págs. 3 9 6 -5 3 3 ; Ottonian Germany, págs. 3 0 6 -3 8 5 ; y W ip o n d e B o rg o ñ a, ca­
p ítu lo 25, págs. 4 3 -4 4 ; así c o m o los Afínales Altahenses maiores. ed ic ió n de
E d m u n d v o n O e fele , H a n o v e r, 1891, pág. 48.
88. DDH3,n.°* 120, 138, 192, 199, 325; D D H 4, 1, n .os 25, 94, 97, 100.
89. DDH3, n.° 291.
90. V é a se p o r e je m p lo , ibid., n.° 352; DDH4, n.os 2, 104, 126.
91. DDH3, n.° 339.
92. Ibid.. n.° 188.
93. W ip o n d e B o rg o ñ a , Gesta , c a p ít u lo 7, p ág. 30; DDC2 , ti." 244;
v é a n s e t a m b ié n los Lamperti anuales, e d ic ió n de O s w a l d u s H o ld cr-E g g e r,
H a n o v e r, 1894, pág. 88.
94. TrSEm, n." 805 (1141).
95. V é a s e p o r e je m p lo , T i e t m a r o de M e r s e b u r g o , vii. 30 (pág. 434:
Ottonian Germany, págs. 3 2 7 -3 2 8 ) : L a m b e r to , Annales. pág. 81 (comuetudo
de p re c e d e n c ia de 1062).
96. DDH2, n.° 226; DDH3, n."s 2 7 9 -2 8 1 ; W ip o n d e B o rg o ñ a , capítulo
1, pág . 10.
97. V é a s e T i m o t h y R e u te r, « T h e “ im p e r i a l c h u r c h s y s t e m ” o f the
O tto n ian a n d S alian rulers: a re c o n s id e ra tio n » , Journal o f Ecclesiastica! His-
tory , X X X I I I , 1982, pág. 3 5 6 (r e e d ita d o en Medieval politics and modera
menlalities , J a n e t L. N e ls o n (c o m p .), C a m b rid g e , 2 0 0 6 . pág. 334).
98. DDH4, n .os 4 5, 74, 198, 211. V é a s e ta m b ié n An. Altah ., 35 (1044).
99. DDII3, n." 210.
100. L a m b e r to , Annales, pág, 157.
101. Frutolfi et Ekkehardi chronica.... e d ic ió n d e F r a n z - J o s c f Schmale
e Irene S c h m a le -O tt. D a rm s ta d t. 1972, págs. 62 -64 .
102. Tegernseer Briefsammhtng, n.° 124. V é a se ta m b ié n W ilh e lm Stór-
m er, « B a y e m u n d d e r b a y e ri s c h e H e r z o g im 11. Ja h r h u n d e rt...» , Die Salier
und das Reich, S te f a n W e in f u r t e r (c o m p ). c u a tr o v o lú m e n e s , S igm aringa,
1 9 9 1 , 1, págs. 5 0 3 -5 2 9 ; y T, R e u te r, Germany in the early Middle Ages, 800-
1056, L o n d res, 1991, c a p itu lo 7.
103. TrFr, 1 1, n.° 1458a.
104. TrT. n.° 65; v éase ta m b ié n el n ú m e r o 78, y TrP, n.° 118.
105. TrSEm, n.os 651. 753.
106. L a m b e r to , Annale;?, pág. 150.
107. TrP, n,os 117, 181, 2 8 5 , 4 3 5 , 4 4 5 . 4 8 3 , 54 6; c o m p á r e s e también
co n lo q u e se señ ala en el n ú m e r o 850; v é a se a s i m i s m o TrSEm. n . as 195 y 952.
108. TrP. n .05 1 3 , 3 1 . 8 9 - 9 1 , 117, 181. 184; v é a se ta m b ié n TrSEm. n.us
191, 196; Trfr, II, n .os 1400, 1418, 1536, 1672; c o m p á r e s e a s i m i s m o con lo
q u e se señ ala e n el n ú m e r o 1389; DDH3, n .as 2 0 , 6 9 , 102, 2 39; An. Altah., 40;
NOTAS ' C A PÍT U L O 3 675

L am b erto , Anuales, pag. 227; D olling er, Cías,fes rurales, págs. 45 -4 7; y H an s


K. Sc h u lzc , Adelsherrschaft undLandesherrschaft...,Graz, 1963, págs. 1-22.
109. Trfr, II, n.u 1617.
110. V é a s e Lex tíaiw ariom m ..., e d ic ió n d e F.rnst v o n S c h w in d , H ano -
ver, 1926, e p íg ra fe s 9 a 13.
111. V é a s e Tegernseer Briefsammlung , n.° 68; W ip o n d e B o rg o ñ a ,
Gesta, c a p ítu lo 2 6; y L a m b e rto , Armales, pág. 127 (c. 1071).
112. TrSEm. n.os 15. 19; TrP, n.° 73c.
113. V é a se TrSEm. n." 778; v é a n se ta m b ié n los n ú m e r o s 7 54 , 810, 821,
824, 846; j u n t o co n TrT n.° 171.
114. TrT, n . os 75, 15 i; D o llin g e r, Classes rurales , pág s. 19 5-201; y
1 8 8 -2 0 4 ,2 3 4 - 2 6 3 .
115. V é a s e TrSEm. n .‘* 8 3 0 , 831. V é a n s e ta m b ié n los n ú m e r o s 790,
7 9 2 ,7 9 4 ,8 0 1 8 6 3 ,8 6 5 .8 8 5 .
116. CCr. I,n .t’ 182: « h a n c p e n a m p o s u im u s q u ia in nullo episcopatu tantas
lamentaciones invenimus, n n d e episcopus legem n eq uaq uam facere potnisset».
117. V é a se en g eneral, K eller, Adelsherrschaft in Oheritalien : M en an t,
Campagnes lombardes; y T a b a c c o , Power in medieval ¡taív, c a p ítu lo s 5 y 6,
junto con el A p én d ice.
1 18. V é a s e CCr, I. n 182; Placiti del «Regnum ítalice», III, n.os (356),
357-359. R u d o l f H ü b n c r m u e s tra q u e d ich as a c c io n e s se e m p r e n d ie r o n tanto
con el fin d e d e lim ita r la j u r is d i c c ió n del o b is p o c o m o d e co nfirm arla: v éase
su artícu lo titu lad o « G e ric l it s u r k u n d e n ... Z w e i te A b th c ilu n g . D ie G e ric h t-
su rk un den au s Italien bis zu m Jahre 1150», en ZRG Genn. Abt., X IV : 2, 1893,
n.° 1339 (c. 1044): se trata de una directiva q u e p e rm ite qu e las g en tes d e V e-
rona n o te n g a n o b li g a c ió n d e a te n d e r a los e m p l a z a m i e n to s ju d i c i a l e s del
obispo de C re m o n a .
119. V é a se PSVV, n.° x. V é a se ta m b ié n C h a r le s M . R a d d in g , The ori-
gins o f medieval jurisprudence: Pavia and Bologna, 851-1150', N e w H a v e n ,
1988, c apítulo s 3-5; y C hris W ic k h a m , « Ju stice in the k i n g d o m o f Italy in the
eleventh c e n tu r y » , La giustizia n ell 'alto medioevo (secoli IX-X), d os v o lú m e ­
nes, E spo leto , 1 9 9 7 , 1, págs. 179-250.
120. V é a s e p o r e je m p lo , Placiti , v, n.os 4 6 7 , 4 6 9 - 4 7 1 , 48 4; F. M. Fio-
rentiní. Memorie della gran contessa Malilda, s e g u n d a edición, L u cca, 1756,
Documenti, págs. 1 7 2 - 1 7 4 , 2 4 8 - 2 4 9 , H iibner, n .M 1528, 1555.
121. CCr, 11, n ° 224.
122. Ibid,, n.° 24 9; CDLaud. I, n.° 71.
123. V é a s e CDPol, n ° 59 (1 1 0 4 ); y G in a F aso li. « N o te sulla feu da litá
canossiana», Studi Matildici. M ó d e n a , 1964, pág . 75. V é a s e en gen eral, Ipo-
teri dei Canossa. da Reggio Emilia all 'Europa..., P a o lo G o lin e l ü (c o m p .),
Bolonia, 1994.
676 LA C R I S I S D L L S l t i l . O XII

124. UrkMat, n " 8 3 .


125. Ibid., n .° 1 3 1 .
126. Ibid., n .os 113, 138; c o m p á r e s e ta m b ié n co n ¡o q u e se señala en el
n ú m e r o 151.
127. Le cartedegli archivi reggitini (1051-1060 }, ed ició n de P. Torelli,
F. S. G a tta , R e g g io - E m il ia , 1938, n.u 9; UrkM at , n.° 4 2 ; V ito F u m a g a lli,
« M a n t o v a al te m p o di M a tild e di C a n o ssa » , Sanl-Anselmo, Mantova e la ¡olía
p er le investiture..., ed ició n de P a o lo G o linelli, B o lo n ia, 1987, pág. 162.
128. UrkMat , D e p . 3 7 (41 5), 73.
129. V é ase D o n i? o , Vita Mathildis..., ii. 19; ed ició n d e Luigi Sim eoni,
B olo nia, 1940, págs. 9 8 -1 0 0 ; F u m a g a lli, « M a n t u a al te m p o di M a tild e di C a ­
n o ss a » , pág. 164. El p a d re de M a tild e, B o n ifa c io III d e T o s c a n a , tam bién
h ab ía ten id o p ro b le m a s en M an tua.
130. «Nota; de M athild a co m itissa», edición de P. E. S c h ra m m , MGHSS,
x x x 2, 1929, pág. 975.
131. UrkMat, n " 43.
132. CDPol, n." 55 ( UrkMat, n." 66). ■'
133. V é a s e UrkMat, n." 132; v é ase ta m b ié n CDPol, n.os 55, 87 {Urk­
Mat, n.05 66, 137).
134. P a ra in f o r m a c ió n so b r e los h e c h o s p e rtin e n te s al caso, v éase la
pág ina 248.
135. V é a se DDH4, II, n.ü i 413, 4 2 4 , 4 4 7 , 45 1, 452; v éase ta m b ié n Horst
F u h rm a n n , Germany in the high Micklle Ages, c. 1050-1200, tr a d u c c ió n in­
glesa de T. R eu ter, C a m b rid g e , 1986. pág. 69; CAP, 1, n .P5 83 -1 01 , 107, 108;
y W e in f u rte r, Herrschaft and Reich der Salier, págs. 147-155 {Salían Cen-
tw y, pág s. 1 70-179).
136. V é a se DDH4, II, n.°' 18, 26, 63, 100, 103, 1 12, 2 22 , 353; v éase
tam b ién An. Altah., pág. 79; Annales Weissenbargenses, e d ic ió n de O sw ald u s
H o ld e r- E g g e r , L am pen i annales, pág. 56; y L am b e rto , Annales, pág. 80.
137. V é a n s e p o r e je m p lo , los an a le s c o rr e s p o n d ie n te s al perío d o c o m ­
p re n d id o entre 1042 y 1073, en L a m b e r to , págs. 58-1 72.
138. D D H 4 , 1, II; y I, págs. \ : \ - \ \ . Dic Kaiserurkunden des ,v., XI. itnd
xn. Jahrhunderts..., e d ic ió n d e K arl F ried ric h S tu m p f - B r e n t a n o , ln nsb ru ck ,
1865, n.os 3 0 1 6 -3 2 2 6 .
139. D D H 4 , 1, n .us 94, 99, 100, 171. 180. 47 4; CAP, I, n.°- 103-108.
140. F u h rm a n n , Germany, pág. 61.
141. V é a se L am b erto , Annales, págs. 1 0 0 -1 0 2 ;/ín . Weiss., pág. 53; /!//.
Altah., pág. 84; c o m p á r e s e ta m b ié n co n lo q u e se señ ala en Brunos Buch vom
Sachsenkrieg (Saxoniciim bellam), e d ic i ó n d e H a n s - E b e r h a r d L o h m a n n ,
Stuttgart, 1980 (1 937), c a p ítu lo 10, pág. 19,
142. De nnnnnentis verborum , PL. C L X X I , pág. 1688.
NOTAS ■ C A PÍT U L O 3 677

143. V é a se S o u th e rn . Mu/ring o fth e Muidle Ages, pág. 85; v é a s e t a m ­


bién K a te N o rg a te , EngUmd under the Angevin Kwgs. dos v o lú m e n e s , L o n ­
dres, 1887, 1, c a p ítu lo s 5-11: I.o uis H a lp h e n , Le conité d'Anjou ait a t sié d e ,
París, 1906, págs. 1-2.
144. C S A A , 1. n."s 220, 3 17. 3 25 ; O liv i e r G u illo t, Le comte d'Anjou et
non entourage ait AT sicclc. d o s v o lú m e n e s , París, 1972,1, pág. 460.
145. V é a s e H a lp h e n . Comía d'Anjou , C a tá l o g o de las actas, n.0i 7-64;
Guillot, Comte d'Anjou , 1, pág. 37 2; ídem, « A d m in is tra tio n et g o u v e m e m e n t
dans les états du c o m te d ’A n jo u au m ilieu d u xi- siécle», Histoire comparée
de ¡‘administration (llA'~xn/t‘ s.).... M u n ic h , 1980, págs. 31 1-332, d o c u m e n t o
a c red ita tiv o 4 (1 05 1 ). B e rn a rd S. B a c h r a c h , e n Fulk Nerra, the neo-Roman
cónsul, 987-1040..., B e rk ele y , 1993, e x p o n e un p la n t e a m i e n to dif erente.
146. A D M a in e -e t-L o ire , H 1840, n.LI5; G u illo t, Comte d'Anjou, I, 373;
II, n.“ C 8 0 ; Chronica de gestis cónsul uní Andegavorum , e d ic ió n d e L o u is
H alp h en y R en e P o u p a rd in . París, 1913, pág. 59.
147. V é a s e H a lp h e n , Comte d ’A njou, págs. 138-141; v é a se ta m b ié n
CTV, 1, n.u 173; c o m p á r e s e a s i m i s m o c o n lo q u e se se ñ a la en B a rth c le m y ,
Société de Vendóme, págs. 3 9 6 -3 9 9 .
148. V é a s e O V , xi. 16 (V I, págs. 74-76 ).
149. J o s é p h e C h a r t r o u , /. 'Anjou de 1109ñ 1151. Foukjue de Jérusalem
et Geojfroi PUmtagenet. París, 19 2 8 , c a p ítu lo 2.
150. V é a se H a lp h e n . Comte d'Anjotr, G u illo t, Comte d'Anjou , I. págs.
3 9-101; y C h a rtro u , L ’Aijou, c a p ítu lo s 1 y 2.
151. V é a se C.V.-l. n." 57; v é a s e ta m b ié n el n ú m e r o 93: « ...F u lc o piissi-
inus A n d e c a v o r u m c o m e s ... su b c u ju s p acifico d o m i n a t u g e n s in su a terra
valdc a u g m e n t a ta est...». V éa se ig u a lm e n te el « C artu laire de S a in t-M a u r sur
L oire», n.° 23; y K ozio l. Beggingpardon , p á g s. 53. 24 9-2 5 0 .
] 52. Chartrou, /. ‘Anjou, documento acreditativo 16.
153. V éase por ejem plo, C.V.-L n.ús 22, 27, 57, 91; véase tam bién CSAA , 1,
n.“ 4 , 8 ; «Cart. Saint-M aur», n.0i 2 3 , 2 6 , 3 7 , 6 1 ; CMV, n.° 65; «C halíes angevines
des o n z ié m e et d ou zicm e siécles», edición d e Paul M arch eg ay, BEC, X X X V I,
1875, págs. 421 -422, n,'124: y Chartrou, L 'Anjou, do cum ento acreditativo 33.
154. V é a n s e las « ( 'h a r t e s a n g e v in e s » , p ág s. 3 9 5 -3 9 6 , n." 7; pág . 4 0 5 ,
n.° 13; pág s. 4 2 1 - 4 2 2 , n." 24; v é a se ta m b ié n C h a rtr o u , L 'Anjou, d o c u m e n t o
acre dita tivo 33.
155. V é a s e H a lp h e n , Comte d'Anjou, pág. 193; y C h a rtro u , L'Anjoit,
págs. 108-113.
156. V é a s e CNA. n . 1' 22. 27; H a lp h e n , Comté d'Anjou , d o c u m e n t o
acred itativ o 5; CMV, n." 65; G u illo t, « A d m in i s t ra ti o n » , d o c u m e n t o a c re d ita ­
tivo 2; « C art. S a in t-M a u r » , n . " 17, 46; CTV, 1, n.° 245; y C h artro u , L 'Anjou,
d o c u m e n t o a c re d itativ o 4.3,
678 L A C R I S I S D E L S I G L O XII

157. H a lp h e n , Comté d ’A njou, C a tá lo g o d e las actas, n .0 233.


158. V é a s e el C a r tu l a r i o d e R o n c e r a y , c ita d o p o r L o u is H a lp h e n en
« P ré v ó ts et v o y e rs d u x ie siécle. R é g io n a n g e v in e » , en A travers I ’histoire du
moyen áge, París, 1950 (19 0 2 ), pág. 222.
159. V é a se CSAA , I, n.° 5; j u n t o co n H a lp h e n , « P ré v ó ts et v o y ers » , pág.
221.
160. V é a s e CNA, n.° 180. V é a s e ta m b ié n A D I n d r e -e t- L o ire , H 303,
ed ició n de J a c q u e s B o u ssard , Le comté d'Anjou sous Henri Plantagenét eíses
fiis (¡¡51-1204), París, 1938, d o c u m e n t o a c re d ita tiv o I, p ágs. 171-172.
161. V é a se la Historia Gaufredi ducis Normannorum et comitis Ande-
gavorum , ed ic ió n de L o uis H a lp h e n , R en é P o u p a rd in , Chroniques des comtes
d 'Anjou, pág . 185.
162. CSAA, I, n.° 5; CNA, n .u 56; y H a lp h e n , « P ré v ó ts et v o y ers » , pág.
224.
163. CTV, I, n.° 246; y H a lp h e n , « P ré v ó ts et v o y ers » , págs. 21 9-22 0.
164. V é a s e H a lp h e n , « P ré v ó ts et v o y ers » , n ota d e la p á g in a 20 7 y p á g i­
n a 213; j u n t o con C h a rtro u , L ’A njou , pág. 118 y d o c u m e n t o a c re d itativ o 13.
P u e d e c o n su lta rs e u n a p e rs p e c tiv a d istinta en H e n k T e u n is , Socialjus/ice in
Anjou in the eleventh century , H ilv e r su m . 2 00 6.
165. V é a se G u illo t, Comte d ’A njou, 1, p ágs, 3 7 2 -3 7 5 .
166. « C h a ll e s a n g e v in e s» , págs. 4 2 6 -4 2 7 , n.° 28.
167. V éase CSAA, 1, n.” 178; v éase tam bién el n ú m e ro 89; CMV, i, n.° 117;
«C hartes angevines», pág. 387, n.° 3; págs. 39 6-397, n.° 8; y CNA, n.os 53, 94.
168. « C art. S a in t-M a u r » , n.° 38.
169 CTV, 1, n.” 173; y CSAA, I, n.° 220.
170. V éan se las « C h a rtes an g e v in e s» . págs. 4 2 9-4 3 0 , n.° 29. Respecto a
la n o ció n y la práctic a del distringere, v éase tam b ié n G uillot, «A dm inistra-
tion», d o c u m en to s acreditativos 1 y 2; CNA, n.° 53; CSAA, I, n.05 22 0 (259), 221.
171. CSAA, I, n.“ 220.
172. « C h a rte s a n g e v in e s » , págs. 4 2 9 - 4 3 0 , n.° 28.
173. Chronica de gestis consulum Andegavorum, pág. 59; « C h arte s an­
g ev in e s » , págs. 4 2 9 -4 3 0 , n.° 2 9; G u illo t, « A d m in is tra tio n » , d o c u m e n t o acre­
d itativ o 2; CTV, I, n." 173; CSAA, i, n .° 2 2 0 .
174. Ju a n de M a r m o u tie r, Historia Gaufredi, pág. 185.
175. CSAA, I, n.° 220.
176. Ibid., n.° 221.
177. Ibid., n .t,s 22 2. 22 3, 2 3 3 , 2 35 ; v é a s e ta m b ié n C h a r tr o u , L ’Anjou,
pág. 28.
178. V éa sc la Chronica ve! senrto de rapinis ...a G¡raudo de Mosterio-
lo exactis, e d ic ió n d e E m ile M a bille, Chroniques des églises d'Anjou, París,
1869, págs. 8 3-90 ; j u n t o co n la Historia Gaufredi, págs. 21 5-2 2 3 .
NOTAS ' C A PÍT U L O 3 679

179. V é a s e CSAA, 11, n .u 864. P ara m ás in f o rm a c ió n so b re el particular,


v éanse las p á g in a s 3 5 4 a 356.
180. V é a se G a lb e rto de B ru ja s. De mullvo..., c a p ítu lo 4; v éase tam bién
J. B. Ross. Murcler, no ta de la p á g in a 90.
181. V é a se Herimanni líber de restauratione monasterii simcti Marlini
Tornacensis, e d ic ió n de G e o r g W aitz , MGHSS, X IV , H a n o v e r, 1883, c ap ítu ­
los 14, 17 (28 0, 282).
182. ACF, n.° 10.
183. Ibid., n.05 1 3 , 2 2 , 2 3 , 6 8 , 7 9 . 120; Vita sane!i Arnulfi episcopí Sues-
sionensis..., ii. 19, PL, C L X X 1 V , pág. 1416.
184. ACF, ti.05 26, 13.
185. Diplóm ala bélgica ante anrtum inillesimum centesimmn scriptn,
edición de M. G y s s e lin g y A. C. F. K o ch, s e g u n d a parte. B ru selas, 1 9 5 0 , 1, n."
156.
186. V é a n s e las ACF, n .os 20, 21, 23, 3 3 - 3 7 , 3 9 , 4 2 , 4 6 , 47, v éan se t a m ­
bién los n ú m e r o s 54 a 56, 58 y 63.
187. V é a s e C h a rle s V e rlin d e n . Robcrt Ier le Frisan, comte de Flandre.
Elude d ’hi.stoirepolitique. A m b e re s -P a rís . 1935, págs. 138-142; y R a y m o n d
M onier, Les institutions centrales du comté de Flandre de la fin du ixv siécle
á 1384, P arís, 1943, págs. 45-47.
188. V é a n se las.-íC/'-, n.° 108 (añ o 1122). V éa se tam b ié n H en ri Platel le.
La ju stice seigneuriale de l 'abbaye de Saint Amand..., L o v a in a -P a rís . 1965,
d o c u m e n to ac re d ita tiv o 2, p ágs. 4 18-419.
189. ACF, n.os 13, 1 9 , 2 2 . 2 3 , 3 3 .
190. ACF, n .” 13; L rn est W a rlo p , The Flenii.sh nohility befare 1300,
trad ucc ión in g le sa d e J. B. R o ss, c u a tro v o lú m e n e s , La H ay a, 1974, I, págs.
113-117.
191. V é a se por e je m p lo , ACF, n.115 47, 52, 69.
192. V c a s c ibid., n.° 7 (a ñ o i 087); « ...H e c a u te m su n t p e rtin e n t ia ad
prep ositu ram : de s u p ra d ic tis V o rsla re n sis e cclesia c u m ó m n i b u s no ve t e ñ e et
veteris, c u m o b la tio n ib u s su is et m a n s u n i terre et d e c im a tio de H a sle th et ad-
vocatio de fam ilia sán ete M arie. preter p e n s u m , qui est fratrum ». V é a n se ta m ­
bién los n ú m e r o s 5, 6. 9, 66, 73, 101 y 114.
193. Ibid., n " 9; p u e d e e n c o n trarse otra ed ició n en Diplómala bélgica, 1,
n.° 170; a m b a s e d ic i o n e s a p a r e c e n en v e rs ió n facsím il. L o s c o m p ila d o r e s
(V ercauteren, G y s s e lin g y K o c h ), j u n t o con to d as las a u to rid a d e s m o dernas,
salvo una, h an d ic ta m in a d o q ue este céleb re d ip lo m a es auténtico. A u n q u e no
estoy to ta lm e n te s e g u r o de q u e se e q u iv o q u e n , ten g o las suficien tes d u d as
como p ara c o n s id e ra r p oc o a c o n se ja b le b a s a r cu alq u ier a rg u m en tació n o c r o ­
nología in stitucional en la fecha a sig n a d a a este legajo. C o m o ha m o s tra d o O.
O ppcrm unn: « D ie u n e c h tc U rk u n d e des G ra fe n R o b e rt II von F lan d e rn fu er S.
680 L A C R I S I S DHL S I G L O XII

D o n a tie n zu B ru e g g e v o n 1089...» (« los d o c u m e n t o s a d u lte ra d o s del conde


R o b erto II de F lan des relativos a San D o n a c ia n o de B a ij a s y fec h a d o s en el
añ o 1089»), RBPIJ, X V I, 1937, págs. 178-182, el su p u e s to origin al muestra
ap arien cias, tanto internas co m o e x le m a s, que d e te rm in a n que su red acción se
a s e m e je a la qu e es p ro p ia de los d o c u m e n t o s del siglo xn. L o ú n ico q ue sus
críticos han m o s tra d o es q ue los rasg os pa leograficos en c u e stió n se observan
ya en textos de finales del siglo xi, El h ech o de q ue V e rc a u te r e n hay a refutado
los a rg u m e n to s de O p p e rm a n n , en el sen tid o de q ue el d ip lo m a c on tra dic e a
G a lb erto e n c u an to a la cro n o lo g ía d e los p reb oste s de San D o n a c ia n o , resulta
p o c o c o n v in c e n te ; y, p o r mi parte, d e b o a ñ a d ir q u e la c lá u s u la dispositiva
— « P re p o s itu m san e e ju s d e m ecclesie, q u ic u m q u e sit, can ce llariu m n ostrum et
o m n i u m sue cessorutn no stro ru m , su s c e p to re m etiam et e x a c to re m de ó m nibus
r e d itib u s p r i n c ip a t u s F la n d r ie , p e r p e t u o c o n s t it u im o s , e iq u e m a g is te riu m
m e o m m n o ta r io ru m et c a p e lla n o ru m et o m n i u m c le ric o ru m in cu ria comitis
serv ientiu m , p otestativ e c o n c e d i m u s » — m e p arece an acrón ica.
194. ACF, n .05 61, 79. E ste uso d e b ió de h a b e r sid o m u y c o m ú n con
p o s t e r io r id a d al a ñ o 1120; v é a s e el Líber de restauraiione d e G e r m á n de
T o u m a i , cap ítu lo 27, pág. 285.
195. A C F , n.° 6: «et u n iv e r sa F lan d ren siu rn cu ria» ; v é a n se tam b ié n los
n ú m e r o s 9, 26 y 27.
196 Ibid., n ° 12.
197. Ibid., n.° 69.
198. Ibid., n.° 95; v é a s e ta m b ié n el n ú m e r o 120.
199. Ibid., n.us 26, 50, 95.
200. Ibid., n.'11 61, 52, 95.
201. V é a se el Líber de restauraiione, c a p ítu lo 27, pág. 285.
202. Ibid., c a pítu los 22 y 23 (2 83 -2 84 ).
203. V é a n s e l a s / J C f , n .u 64: «ea scilicel die q u a ab ipso c o m ité cunctis-
qu e p ro c e r ib u s F land rie, p a x c o n firm a ta est s a c r a m e n tis» . V é a s e tam b ié n el
n ú m e r o 65.
204. Líber de restauraiione , c a p í t u l o 2 4 (2 8 4 ) .
205. H ariulfo, Vita Anntlfi, ii. págs. 1 9 - 2 0 ( 1 4 1 6 - 1 4 1 7 ) .
206. Sacrosanta concilio..., e d ic ió n de Ph. L a b b e y G a b rie l C ossart,
diecisiete v o lú m e n e s, París, 1 6 7 1 -1 67 2, XII, págs. 9 6 1 -9 6 2 , 80 1-80 4.
207. H en ri Platelle, « L a v io le n c e et ses r e m e d e s en F la n d re au xic sié-
cle», Sacris Erudiri, X X , 1971, págs. 108-1 ! 4,
208. ACF, n.os 13 (44), 17, 19, 24 (?), 50, 68, 81, 82, 85, 92, 100, 106,
107, 1 1 9 (2 7 4 ) .
209. V é a s e el Líber de restauraiione. c a p itu lo 66 (3 05 ); v éase tam bién
Le registre de Lam ben évéqite d'Arras {1093-11 ¡5). e d ic ió n d e C la ire Giof-
d a n e n g o , París, 20 07 , F2 330.
NOTAS ■C A P ÍT U LO 3 681

210, Líber de restaunníone. capítulo 56 (298).


211 Ibid., capítulo 89 (317).
212. ACF, n.us50, 55. SI, 85, 89,99, 107,119; Diplómala bélgica, I,n.°
171.
213. Véase Platelle, Jttslice de Saint-Amand, documento acreditativo 4,
págs. 421-426. Véase también A. Bocquillet, «Les prévóts laiques de Saint-
Amand du xic au xivL'siécle», tíulletin de la Société des Eludes de la Province
de Cambrai, XXVI, 1926. págs, 161-187.
214. Véase Platelle. Justice, documentos acreditativos 2, 3, págs. 418-
421. Véanse también las páginas 71 a 74.
215. Véase OV y Suger, l ie de Louis VI le Gros, edición de Henri
Waquet, París, 1929, obra que seguimos en las páginas 229 a 243; y véase
también, para una panorámica de orden general, Augustin Fliche, Le regué
de í ’hihppe roí de Frunce (1060-1108), París, 1912; junto con Douglas,
WiUiam the Comjueror, y John le Patourel, The Norman empire, Oxford,
1976.
216. Véase Dunbabin, Frunce in the making, segunda edición, págs.
207-212; Fliche, Philippe /", págs. 36-46; y Andrew W. Lewis, Roya!suce­
sión in Capetian Frunce.... Cambridge, Massachusetts, 1981, págs. 46-52.
217. OV, iv. II, pág. 350.
218. J.-Fi, Lemarigmer, Legouvernement royal ciuxpremiers temps ca-
pétiens (987-1108), París, 1965, capítulo 3.
219. Suger, Vie de Louis VI, capítulo 1.
220. Véanse las Ordines coronationis Francia;..., edición de Richard
A. Jackson, dos volúmenes. Filadelfia, 1995-2000,1, págs. 217-232.
221. Elizabeth Brosvn, «Franks, Burgtmdians, and Ac/uitanians» and
the roya! coronation ceremony ¡n Frunce. Filadelfia, 1992, capítulo 1.
222. R A P hl, n.1' 61. Véase la lámina I .
223. Ibid., n." 86, compárese también con lo que se señala en el número 87.
224. RAL6. I, n.os 135. 170, 173, 177, 186, 189, 191, 231, y II, n.° 280.
225. Ibid., I, n.‘» 142. 163, 182, y II, n.1’ 342.
226. RAPhl, n." 79.
227. RAL6, 1, n " 173.
228. RAPhl. n " \ IX.
229. Véase Lemarignier, Goitvernement roya!, capítulo 2.
230. Véase por ejemplo, R A L 6,1, n.os 102, 103, 111; véase también, en
general, Eric Bournazel, Le gouvernement capétien au xn<■'siécle, 1108-
1180..., París, 1975, capítulo 2.
231. RAPhl, n.1’ 153; R A L 6.1, n.ns 100, 195; II, n.“ 321. Véase también
Henri Gravier, Essai sur les prévóts rovaitx du ,\T au X/¡A' siécle, París, 1904,
capítulo 1; junto con Lemarignier. Gouvernement roya!, págs. 157-163.
682 LA C R I S I S D E L S I G L O XII

232. Véase R AP hl, n.° 153; RAL6, I, n .° 96; junto con II, n.u 340 (año
1133). Véase en general, R A P hl, n.° 114; CSPCh, II. págs. 483-484; y RAL6,
I, n.os 150, 156.
233. CSPCh, II, pág. 340.
234. Véase RA L6,1, n .°540, 60, 109, 150, 192; II, n.os 284, 382; CSPCh,
II, págs, 483-484; y véase también André Chédeville, Chartres et ses cam-
pagnes (x t -xhf s.), París. 1973, pág. 297.
235. Véase el Líber testamentorum sancti Martim de Campís..., París,
1904, n .05 18, 19, 56, 58, 60 (mi/itis fevumY RAPhl, n.° 127; junto con RAL6,
I, n.os 27, 32 ífeoda militum); CSPCh. II, pág. 312, donde se dice, a propósito
de un grupo de molinos (molendinaria de Ponte), lo siguiente: «quam feoda-
litersuam esse debere» (años 1119-1128). Podrían multiplicarse las citas.
236. Véase el R A L 6,1, n.us 44, 27.
237. Ibid., n.t,79.
238. Ibid.. n.ns 65, 73.
239. Lemarignicr, Gouvernement royal, págs. 173-176.
240. Véase el R AL6,1, n.° 100; II, ap. 2, n.°9; junto con el Cartulaire de
Notre-Dame de Chartres..., edición de E. de Lépinois y L. Merlet, tres volú­
menes, Chartres, 1862-1865,1, n°34.
241. RAL6, E n “ 12, 16, 28, 66 , 95, etcétera.
242. Ibid.. II, ap. 2. n.“ 9, pág. 460.
243. Véanse el RAPhl, n.° 64; y el RAL6, I, n.“ 15 y 54; II, n.° 266;
véase también la Chronique de Morigny, i. 2, págs. 5-6, citada más arriba, en
la página 90.
244. Véase el R A L 6,1, n .05 22, 29; y véase también Olivier Guillot, «La
participation au duel judiciaire de témoins de condition serve dans l’Ile-de-
Francc du xie siécle...». Droit privé et institutions regionales. Eludes... Jean
Yver, París, 1976, nota de la página 347 y páginas 357-360.
245. Véase OV, xi. 34-37 (VI, págs. 154-166).
246. Véase el R A L6.1, n.c,s 12, 16, 32, 46, 66, 75, 86, 132; véase también
Achille Luchaire, Louis VI le Gros. Annales..., París, 1890, n.os 28,73, 78,87,92.
247. Véase Robert-Henri Bautier, «Paris au temps d ’Abélard», Abélard
en son temps..., París. 1981, págs. 40-71; junto con Boumazel, Gouvernement
capétien au x if siécle, capítulo 3.
248. Véase el Recueil des actes des ducs de Normandie de 911 á 1066,
edición de Marie Fauroux, Caen, 1961; véase también David Bates, Norman-
dy befare ¡066, Londres, 1982, capítulo 4.
249. Véase Douglas, William the Conqueror, y James Campbell, The
Anglo-Saxon statc, capítulo 1.
250. RRAN, I, págs. xi-xii, y lista de pleitos; Acta o f William /, introduc­
ción, n.° 138.
N OTAS • CA PÍTU LO 3 683

251. Véanse las WP. ii. 30, pág. 150; y la ASC, D (1066); véase también
Nelson, «Rites of the Conqueror».
252. Green, Government o f England under Hemy /, págs. 20-21.
253. Acta o f William I. n,os 1 1, 34.
254. Véanse los Engiish lawsuits from William I to Richard 1, edición
de R. C. Van Caenegem, dos volúmenes, Londres, 1990, I. n.os 21-131;
RRAN, II. n.°687; véase también Green, Government, págs. I 11-112.
255. Margaret T. Gibson, Lanfranc o f Bec, Oxford, 1978, pág. 121 y
capítulo 6 .
256. Véanse las Leges Henriciprimi, edición y traducción inglesa de L.
J. Downer, Oxford, 1972. Para mayor información sobre este texto, véase
Wormald, The making o f Engiish law, págs. 411-414. 465-476.
257 Véase la Pelerborough chronicle, pág, 9; véase también F. M.
Stenton. First centurv o f Engiish feudalism..., segunda edición, capítulo 1;
junto con F. W. Maitland, Domesday Book and beyond. Three essays in the
early lii.stoiy o f England. nueva edición, Cambridge, 1987 (1897), «Essai I».
258. Véase OV, iv (II, págs. 196, 264).
259. Los textos pertinentes al caso se hallan reunidos en Engiish law-
suits. I. n.” 5. Véase también Alan Cooper. «Extraordinary privilege: the trial
of Penenden Heath and the Domesday Inquest», EHR, CXV1, 2001, págs.
1167-1192.
260. Maitland, DBB, pág. 104.
261. RRAN. I. Apéndice lxxxi, n.° 453; = EHD. IR n.° 41.
262. RRAN, II. n." 530.
263. Ib id., n." 819.
264. Véase Ibid.. n.° 1034. Compárese también con lo que señala Wi­
lliam Morris en The medieval Engiish sheriff'to 1300. Manchester, 1927, pág.
46: «Se designaba al magistrado por un'período de tiempo no especificado, y
la tendencia de la época consistía eft dar a los cargos el mismo tratamiento
que a los feudos»,
265. Véase la RRAN, II, n,° 1503; véase también el número 1865.
266. Véase Morris, The medieval Engiish sheriff, capítulos 3 y 4; así
como Judith A. Green, Engiish sheñffs to I ¡54, Londres, 1990.
267. Véanse las Leges Henrici primi. en especial los capítulos 6- 8, 11,
32,51-53,57.
268. Gesetze der Angelsachen. 1. pág. 52 (el texto puede consultarse
también en SC, págs. 117-119; la traducción inglesa se encuentra en EHD, II2,
n.° 19).
269. OV. iv. II. pág. 202.
270. Véanse las WP. ii. 2 (pág. 102); 34 (págs. 158-160); OV, iv. II,
pág. 192; véase también Gesetze, I, pág. 486 [EHD, II2, n.° 18).
684 I.A C R I S I S DHL S k i ! . O XI!

271. ,4SC,E (año 1087).


272. Ibid., véase también OV, vii. 15 (iv, págs. 80-94); junto con De
obitn IVillelmt, edición y traducción de Elisabeth M. C. Van Houts, The Ges­
ta Normannorum ducum oj'William ofJumiéges. Ordeñe Viralis, and Roben
ofTorigni, dos volúmenes, Oxford, 1992-1995, II, págs. 184-190.
273. OV, iv, II, pág, 218.
274. Líber benefactorum eeclesice Rameseiensis, edición de W. Dunn
Macray, Chronicon abbatice Rurneseiensis.... Londres, 1886, capítulo 79,
pág. 144.
275. Véase Ibid., capítulos 80, 89, 90, 105-107 (146, 152-154, 171-
176); véase también la Historia ecclesie Abbendonensis..., edición de John
Hudson, dos volúmenes, Oxford, 2002-2007, ii. págs. 1-8 (II, págs. 2-14).
276. English lawsniis, I, n." I (años 1066-1069).
277. ASC, DE (año 1070); JW, 111, 10 (año 1070); Hisl. Abbendon., i.
144(1, págs. 224-228).
278. Líber Eliensis, edición de E. O. Blake, Londres, 1962, ii. 131-132
(210-213).
279. HH, vi. 38, pág. 402.
280. WP, n. 37 (166); OV, iv (II, pág. 266), vii, 8 (IV, págs. 40-44).
281. Véase la Fmlolfi ehranica, 78 (x); HH, vi. Pág. 402. Véase tam­
bién OV, iv, pág. 206.
282. David Knowles, The monastic arder in England..., Cambridge,
1950, págs. 116-119. (Hay traducción castellana: El monacato cristiano,
Guadarrama, Barcelona, 1970.)
283. DB (Domesday Book), infolios 205, 336c.
284. ASC, E (1085); otras fuentes aparecen citadas en útiles traduccio­
nes que reúnen los textos pertinentes: véase E!ID. II2, n.us 198,202,215, 217.
285. OV, viii. 8, IV, pág. 178,
286. Véase en general, De iniusta vexacione Willelmi episcopiprimíper
Willelmum regem fHíum Willelmi maguí regis, edición de H. S. Oifler et al.
Chronologv, conquest and eonfiiet in medieval England, Cambridge, 1997,
págs. 73-100; y Frank Barlow, WUliam Rufas, Londres, 1983, págs, 175-213.
287. Cédula del año 1100, capítulo 10: véase también Douglas, William
the Conqueror, págs. 371-373.
288. En OV, xi, VI, págs. 8-183, puede discernirse parte del sentido de
estas prioridades; de hecho, Guillermo de Malmesbury no contradice en Ges­
ta Regarn, v. págs. 393-449 (I, 715-801), lo que afirma Orderico. Véase tam­
bién C. W. Hollister, Henry I (texto recopilado postumamente por Amanda
Clark Frost), New Haven, 2001, capítulos 3-5.
289. Véase la Eadmeri historia navorum in Angiia, edición de Martin
Rule, Londres, 1884, págs, 192-193 (iv); junto con SC, pág. 122. Véase tam­
NOTAS ' C A PÍT U L O 4 6S5

bién W. L. Warren, The governance o f Norman and Angevin England 1086-


1272, Stanford, 1987, pág. 72; y Judith A. Green, Henry I King o f England
andduke o f Nornumdy, Cambridge, 2006, capítulo 5 (obra en la que se indica
que la reforma fue más profunda de lo que he indicado hasta el momento).

C a p í t u l o 4: C risis di- poní k (1Ü60-! 150)

1. Le Guide du ¡¡¿'¡crin de Saint-Jacques de Compostelle, edición de


Jeanne Vielliard, quinta edición, París, 1984, capítulo 7, págs. 16-32.
2. GpP, i, pág. 10.
3. Véanse las GpP: junto con los Frugmentum historia' Andegavensis,
edición de Louis Halphen y Rene Poupardin, en Chroniques des caniles
d ’A njou et des seigneurs d'Amboise, París, 1913, págs. 232-238. Véase en
general, T. N. Qisson, «Princely nobility in an age of ambition (c. 1050-
1150)», Nobles and nobility in medieval Turupe..., Anne J, Duggan (comp.),
Woodbndge, 2000, págs. 101-113.
4. Véase la Genealogía' comitum Flandrice, edición de L. C. Beth-
mann, MGHSS, IX, Hanover, 1851, págs. 305-322; véanse también las GcB.
5. Véase la Historia Roderici, edición de Emma Falque Rey et a!.,
Chronica hispana sceculi \¡¡, Turnhout, 1990, págs. 47-98. Respecto a los
problemas que plantea la datación (¿es correcta la fecha anterior al año
1125?), véase Richard Fletcher, The worid o fE l Cid. Chronicles o f the Spa-
nish reconques!, Simón Bailón y Richard Fletcher (comps.), Manchester,
2000, págs. 90-98.
6 . Véanse las GcB, primera redacción, capítulos 4, 5, págs. 6-9. Véan­
se también los cartularios y convenciones de Ramón Berenguer III en LFM,
según lo indicado en el apartado II, págs. 395-406; y FAC, I, capítulo 2.
7. ¿Cabe pensar que en torno al año 1101 Bertrada de Montfort se
contara entre esos envidiosos? Véase la página 228.
8 . Fragmentum, 237; Guillot, Comte d'Anjou, 1, págs. 102-111.
9. Genealogía' comitum Flandrice, págs. 306, 307, 308, 310, 320-321;
Lamberto de Hersfeld, Anuales, págs. 120-123.
10. Galberto de Brujas, De mu/tro Karoli, capitulo 69; Herimanni lih
de restauratione monasterii Sancti Martini Tornacensis, capítulos 12. 13,
págs. 279-280.
II GpP, i. 27, iii.
12. GcB, capítulo 4, pág. 7.
13. En la realización del objetivo propuesto únicamente citaremos aquí
las fuentes principales o más adecuadas.
14. Véase Holt, «Politics and property in early medieval England».
686 LA C R I S I S D E L S I G L O XII

15. OV, xí. 9, VI, págs. 50-52. Al igual que ya les sucediera a Achille
Luchaire y a Maurice Prou antes que a mí, me resulta imposible compartir el
parecer de Marjorie Chibnall, quien sospecha que este relato «tiene todos los
visos de una invención épica».
16. OV, iii, II, págs. 116-118; iv, II, págs. 306-308; vii. 10, IV,
págs. 46-48; viii. 10-11, IV, págs. 182-198; x. 8, 10, V, págs. 228-232, 252-
254.
17. Galberto de Brujas, De multro.
18. Véase Otón de Frisinga, Gesta Frideríci I. imperatoria, edición de
Georg Waitz y Bernard von Simson, tercera edición, Hanover, 1912, i. 17,
pág. 31; traducción inglesa de C. C. Mierow, Deeds, Nueva York, 1966, pág.
48. En el año 1125, el arzobispo Adalberto se impuso a los príncipes y logró
que se eligiera a Lotario de Sajonia «plus familiaris rei, quantum in ipso erat,
quam communi cómodo consulens».
19. Véanse los Usatges de Barcelona, págs. 2 (Us. 3) y 50; véase tam­
bién Bonnassie, Catalogne, II, págs. 711-733.
20. Véanse los Usatges, edición de Bastardas; junto con las Consuetu-
dines et iusticie, edición de C. H. Haskins, Norman institutions, Cambridge.
Massachusetts, 1918, págs. 277-284; las Consuetndinesfeudorum, I; la Com­
pila tío antiqua, edición de KarI Lehinann, Gotinga, 1892, págs. 8-38 —reim­
presa por Karl August Eckhardt, Aalen, 1971, págs. 32-62— ; los Fors de Bi-
gorre, edición de Xavier Ravier y Benoit Cúrsente en Le cartulaire de Bigorre
(,\T-Xllle siécle), París, 2005, n." 61; y las Leges Henrici Primi.
21. Cartulaire de Bigorre, n.° 61. Acepto en lo fundamental la interpre­
tación que hace Paul Ourliac en el artículo titulado «Les fors de Bigorre»,
1992, publicado en, Ídem, Les pays de Garonne vers I ’an mil. La soeiété et le
droit, Tolosa, Francia, 1993, págs. 219-235.
22. Véanse las SC, págs. 97-99; LTC, I, n.° 22; junto con el «Concilio
nacional de Burgos (18 febrero 1117)», págs. 394-398; LFM, II, n.n 691;
CDL, IV, n.n 1183; y las n.° 79.
23. DDC2, n.ü 244. Véase en general, Tabacco, Struggle fo r power,
págs. 208-214.
24. Véanse las GcB, capítulo 4, pág. 7; Bonnassie, Catalogne, II, págs.
718-728; y véase también la página 333.
25. Véase el Cartulaire de Bigorre, n." 61; véase también la introduc­
ción, págs. xxii-xxiii.
26. John Gilissen, La coutume, Tumhout, 1982, págs. 50-58.
27. Piénsese, por ejemplo, en Ranulfo Flambard en la Inglaterra de Gui­
llermo el Rojo; véase también la página 375.
28. Véanse las Consuetndines et iusticie, edición de Haskins, capítulos
8, 10, pág. 283; Leges Henrici primi, capítulo 27,
NOTAS ' CA PÍT UL O 4 687

29. Para mayor información sobre estos célebres acontecimientos, véa­


se en genera! I. S. Robinson, «Reform and the cliurch, 1073-1122», NCMH,
IV, 1, capítulo 9; Friedrich Kempf, The church in the age offeudcilism, tra­
ducción inglesa de Ansehn Biggs, Londres, 1980, capítulos 42-54; y Uta-
Renata Blumenthal, The !n ves ti ture Conflict. Church and monarchy from the
ninth to the twelfth century, Filadelfia. 1988 (1982).
30. Véase Ourliac, «Fors de Bígorre»; Charles Joseph Hefele, Histoire
des concites d'aprés les documents originaux. traducción francesa de Henri
Leclercq, once volúmenes, París, 1907-1952, IV2, págs. 995-1204; Jean-Pie-
rre Delumeau, Arezzo, espace et sociétés..., dos volúmenes, Roma, 1996,1,
capítulo 6; y William Noilh, «...Property, conflict, and public piety in eleven-
th-century Arezzo», Conflict in medieval Europe..., edición de Warren C.
Brovvny Piotr Górecki, Aidershot, 2003, págs. 109-130.
31. Véase Anselmo, Historia dedicationis ecclesice S. Remigii apudRe­
inos. PL, CXLII, págs. 1415-1440; Southern, Making o fth e Middle Ages,
págs. 125-127; JL 4174; y Hefcte-Leclerq, Concites. IV2, págs. 1011-1126.
Véase también Amy G. Remensnyder, «Pollution, purity, and peace: an as-
pect of social reform between the late tcnth century and 1076», The Peace o f
God..., edición de Thomas Head y Richard Landes, Ithaca, Nueva York,
1992, págs. 280-307.
32. Véase Anselmo, Historia, págs. 1430-1440; y JL, pág. 4176.
33. Historia, pág. 1434. En este mismo sínodo, el obispo Ivo de Séez
recibió un castigo por haber quemado su propia iglesia; sin embargo, afirmó
en su defensa que con ese expediente había tratado de evitar que unos malhe­
chores perpetraran peores crímenes: véanse las Gesta Normannorum ducum,
vii. 15 (II. págs. 116-118),
34. Historia, pág. 1437.
35. Hefelc-Leclcrq. Conciles, IVe, págs. 1029-1289; V1, págs, 13-746;
The councils o f Urhan //. volumen I, Decreta Claromontensia, edición de
Robert Somerville, Amsterdam, 1972, págs. 73, 78, 81, 82, 106.
36. BrPD, 1, n.” 35; compárese también con lo que se señala en el núme­
ro 20 .
37. Véanse las CAP. II, n.° 384, pág. 547; véase también David Ganz,
«The ideology of sharing: apostolic community and ecclcsiastical property in
the early middle ages», Property andpower in the early Middle Ages, edición
de Wendy Davics y Paul Fouracre, Cambridge, 1995, pág. 29.
38. Véanse más arriba las páginas 133 y 134, y 140 a 141; véase tam­
bién Burcliard. Decreto, iii. 166-169, pág. 706.
39. BrPD. III, n.n 96, pág. 57: palabras que se hacen eco de la afirma­
ción contenida en Juan, 2, 16.
40. Ibid. n ." ^ . 40; II. n.os65, 87, 88, 96; III, n 120, 140.
688 LA C R I S I S D LL S I G L O XII

41. Ibid., II, n.u 69.


42. Véase Anselmo, Historia, pág. 143 1; véase también Hefele-Leclercq,
Concites, 1V: , págs. ! 1 11-1113 (Narbona, año 1054); V1, pág. 307 y n.° 3;
Register Gregors VII, vi. 5b.
43. Véase Humberto, Adversas simoniacos, Ldl, I, págs. 95-253; Pedro
Damián, Libergratissimns (año 1052). BrPD, I, n .0 40; y Tellenbach, Church,
State, and Chrisiian societv at ¡he time ofthe Investiture CantesI, págs. 108-
112 .
44. Tellenbach, Investiture Contest, pág. 111. Los ulteriores escritos
polémicos se hallan reunidos en LdL\yen I. S. Robinson, Auihority and resís­
tam e in ¡he Investí ture Contest. The polémica! literature ofthe ¡ate eleventh
Centmy, Manchester, 1978.
45. Véase Reg., i. 3; iii. 10a; junto con Die Briefe Heinrichs IV, edición
de Cari Erdmann, Suittgart, 1978 (1937), n.,,b 10-13; y Briefsammlungen der
Zei! Heinrichs IV, edición de Cari Erdmann y Norbeil Fickermann, Munich,
1977 (1950), n." 20. Véase en general, I !. E. J. Cowdrey, Pope Gregoiy VII,
1073-1085, Oxford, 1998.
46. Véase Hefele-Leclercq, Concites, V1, págs. 13-114.
47. Aunque Wenrico de Trévens, por citar sólo un ejemplo, parece ha­
ber oído opiniones contrarias: véase la Epístola, Ldl, I, pág. 289, y desde
luego ésa es la principal acusación que liarán recaer sobre él los obispos reu­
nidos en Worms en enero del año 1076.
48. Briefe Heinrichs IV, n.us 10-13: Briefsammlungen, n.° 20; Reg., iii.
10a; Hefele-Leclercq, Concites, V1, págs. 151-200; Kempf, Church, págs.
367-374, 380-382; Morris, Papal monarchy, págs. 109-118.
49. Reg., iv. 12; Lamberto, Annales, año 1077, págs. 290-298; Harald
Zimmermann, Dcr Canossagang van Hw7: Wirkungen and WirkÜchkeit,
Maguncia, 1975; Morris, Papal monarchy. págs. 114-118.
50. Véase en general, Tellenbach, Investiture Contest: junto con Walter
Ullmann, Papalgovernment.
51 Véase The Epístola; vagantes oj'Pope Gregory VII, edición y tra­
ducción inglesa de H. E. J. Cowdrey, Oxford. 1972, n.°67 (JL 5277).
52. Erutolfo, Chronica, año 1076, edición de Schmale y Schmaie-Ott,
pág. 84.
53. Véase por ejemplo, en el Reg., viii. 21, la carta dirigida al obispo Ger­
mán de Metz, lechada en marzo del año 1OS 1; véase también Wenrico de Tré-
veris, Epístola, Ldl, 1, pág. 289. Sería interesante y útil realizar un estudio de la
cólera a lo largo de la Querella de las investiduras; para un enfoque de carácter
normativo, véase Cierd Althoff, «Ira regis: prolegomena to a history of royal
anger», Anger's past: The social uses ufan emotion in the Middle Ages, edición
de Harbara H. Rosenwein, Ithaca, Nueva York, 1998, págs. 59-74.
N O T A S ■C A P Í T U L O 4 689

54. Véanse las citas de la nota anterior.


55. Véase H. E. J. Cowdrey. «The üregorian reform in the Anglo-Nor-
man lands and in Scandinavia», Siudi Gregoriani, XIII, 1989, págs. 321-352,
Alfons Becker, Sludien zuni Invesliturproblein in Frankreieh..., Saarbrücken,
1955; y J.-Fr. Lemarignier, Hisioire des institutionsfran^aises cni mayen age,
F. Lot y Robert Favvtier (comps ), tres volúmenes, París, 1957-1962, III, págs.
78-139.
56. Véase Odilo Fngels. «Papsttum, Reconquista und spanisehes Lan-
deskonzil im Hochmiltelalter». Annuarium historia', conci/iorum, I, 1969,
págs. 37-49, 241-287: junto con Richard Fletcher, The episcopate in the
Kingdoni ofLcón in the tweifih ceniuiy, Oxford, 1978, págs. 24-26.
57. Véase más arriba la página 138.
58. BnK, manuscrito latino 10936, infolio 2r; Magnou-Nortier, Provin-
ee de Narbonne, págs. 447-518; Paul Ourliac, «La reforme grégoriennc á
Toulouse: le concite de 1079», 1979, Poys de Garonne vers I un mil, 1993.
págs. 5 1-64, y 52; y Jacqueline Caille, «Origine et développement de la seig-
neurie temporelle de l’archevéque dans la ville et le terroirde Narbonne (ixe-
XIle siécles)», Narbonne Archéologie et hisioire, tres volúmenes, Montpe­
llier, 1973, II, págs. 22-30.
59. Véanse las (A P . I. n.'” 83-101; y Glauco Maria Cantarella, Pasqua-
le II e i! sito tempo, Nápoles. 1997; Morris, Papal monarehy, capítulo 7.
60. CAP, n.l,s 107, IOS: y S. A. Chodorow, «Ecelesiastical politics and
the ending of the Investitme Conflict», Speculum, XLVI, 1971, págs. 613-
640.
61. Véanse los MSB. v. 7, 13; vi. 3. 16; viii. 6, 8 , 15, 35, 36, 48; ix. 1;
junto con los Miníenla Mínela’ i'irginis Mame, edición de Elise F. Dexter,
Madison, 1927.
62. HL, v, n.° 387.
63. Cita tomada de Lemarignier, Hisioire des insiitutions fran^aises,
III. pág. 108.
64. Aetus poniijieum Cenomannis in urbe degentium, edición de G.
Busson y A. Ledru, Le Mans, 1901, pág. 420.
65. Véase Ourliac. «Reforme grégorienne á Toulouse», págs. 54-55.
66 . Hisioire des insiitutions franeaises, III, págs. 107-111.
67. OV, xii. 2 1 (vi, págs. 268-272).
68 . BrPD, II, n .'1 87. pág. 509; véase también I, n." 20.
69. HC, i. 22, págs. 50-51.
70. De consideratione..., iii. 5; edición de Jean Leclercq et a i. Sanen
Bernardi opera, nueve volúmenes, Roma, 1957-1977, III, págs. 434.
71. Véase Lamberto. Anuales, años 1070-1075, págs. 111-250; Bruno,
Saehsenkrieg; y para todo este apartado, véase también, en general, Gerold
690 L A C R I S I S D E L S I G L O XII

Meyer von Knonau, Jahrbücher des deutschen Reiches linter Heinrich IV.
und Heinrich V., siete volúmenes, Leipzig 1890-1909; I. S. Robinson,H eniy
IV o f Germany. 1056-1106, Cambridge, 1999; y Gerd Althoff, Heinrich IV,
edición dirigida por Peter Herde, Darmstadt, 2006, capítulos 3-6.
72. Véase Lamberto, Anuales, años 1073-1075, págs. 140-239; junto
con Bruno, capítulos 1-56; y el Carmen de bello saxonico, edición de Oswald
Holder-Egger, Hanover, 1889.
73. Véase Robinson, Hemy IV, capítulos 4-6.
74. Véase Geoffrey Barraclough, The origins o f modera Germany, se­
gunda edición, Oxford, 1947, capítulos 5. 6 ; junto con Weinfurter, Herrschaft
(Salían century), capítulo 8.
75. Karl Leyser, «The crisis of medieval Germany», PBA, LXIX, 1983,
págs. 409-443. De entre los historiadores de las generaciones anteriores me
remito a Wilhelm von Giesebrccht, Karl Hainpc y J. W. Thompson.
76. Sachsenkrieg. capítulo 16.
77. Annales Altahenses, año 1072, pág. 84.
78. Ibid., años 1067-1073, págs. 72-86; Lamberto, Annales, años 1066-
1073, págs. 100-163; Vita Heinrici IV. imperatoris, edición de Wilhelm Eber-
hard, Hanover, 1990 (1899).
79. Lamberto, Annales, año 1073. págs. 140-141.
80. Véanse los Annales Altahenses. año 1073, pág. 85; véase también
Bruno, Sachsenkrieg, capítulo 16.
81. Eso es al menos lo que sostiene Weinfurter en Herrschaft, pág. 118
(Salían century, págs. 134-135).
82. Véase Bruno el Sajón. Sachsenkrieg. capítulo 25; y Lamberto, An­
uales, año 1073, págs. 146-147.
83. Annales Altahenses, año 1073, pág. 85; «Sed quia in vicino ipsarum
urbium praedia pauca vel nulla liabebat, illi, qui civitates custodiebant, pro­
per inopiam victualium praedas semper facícbant de substanciis provincia-
limn».
84. Véase Lamberto, Annales, año 1073, pág. 146.
85. Véase Ibid., y compárese también con lo que se señala en \os Anna­
les Altahenses, pág. 85; y en Bruno el Sajón, op. cit., capítulo, 25.
86. Leyser, «Crisis», pág. 424 (Communications ... Gregorian revolu-
tion, págs. 33-34).
87. Véase, además de los escritos de Lamberto y Bruno, de ios Annales
Altahenses y del Carmen de bello saxonico, la Chronica de Fintolfo, años
1073-1075, págs. 82-84; así como la obra de Wolf-Dieter Steinmetz, Geschi-
chte undArcháologie der Harzburg unter Saliera, Staufern und Welfen 1065-
1254, Bad Harzburg, 2001.
88. Véase por ejemplo, Barraclough, Origins, págs, 135-144.
NOTAS ■ C A PÍT U L O 4 691

89. Véase Carmen, ii I. 4; iii 1. 62; Bruno, Sachsenkrieg, capítulos 36,


37; junto con los Anuales Altahenses, año 1073, pág. 85. Lamberto señala con
frecuencia el violento comportamiento de los caballeros del rey: véase por
ejemplo, Annales, años 1070-1073, págs. 112, 11 6 ,127, 170-171. Véase tam­
bién Southern, Making o f the Middle Ages, pág. 76.
90. Karl Leyscr. «Crisis», nota de la página 412, y páginas 420 a 421
(Gregorian revolución, nota de la página 24 y páginas 30 a 31); cita tomada
de la página 420 (30). Véase también Lamberto, Anuales, años 1070, pág.
115; 1073. págs. 152-153, 157, 161-162, 165-166; y la Vita HeinriciIV, capí­
tulos 2 y 3.
91. Sachsenkrieg, capítulos 16, 24-25, 30, 42.
92. Véanse los Anuales, año 1073, pág. 147; véase también el año
1075, pág. 236.
93. Annales sancti Disibodi, edición de Georg Waitz, Hanover, 1861,
pág. 6 .
94. Véase Lamberto, Anuales, año 1076, págs. 259, 272.
95. Ibid., año 1073, pág. 150.
96. Ibid., año 1073, pág. 141; véase también Bruno Sachsenkrieg, ca­
pítulo 56.
97. Lamberto, Anuales, año 1073, pág. 152; junto con Bruno, capítu­
los 18,26.
98. Véase Sachsenkrieg, capítulo 60. Sobre esta cuestión, véase tam­
bién J. W. Thompson, Feudal Germany, Chicago, 1928, pág. 194, que se
propone distinguir entre «rey absoluto» y «tirano».
99. Véase Leyser, «Crisis», págs. 423-443 (Gregorian revolution,
págs. 33-49).
100. Véanse más arriba las páginas 77 y 141-142; véase también, en
general, Robinson, líenry IV. capítulos 7-9; y Elmar Wadle, «Heinrich IV.
und die deutsche Friedensbewegung», Investitur und Reichsverfassttng, Josef
Fleckenstein (comp.), Sigmaringa, 1973, págs. 141-173,
101. Véase Lamberto, Annales, año 1049, pág. 62; y año 1076, pág.
274.
102. Véase Bernoldo de Saint Blasien, Chronicon, edición de G. H,
Pertz, Hanover, 1844, pág. 457 (PazdeUlm); y Frutolfo, Chrontca, año 1099,
pág. 118; CAP, I, n.° 74.
103. Véanse las CAP, 1, n."424, capítulo 4; n.°427, capítulo 1; n.“429,
capítulo 11: véase también Bernoldo, Chronicon, pág. 457.
104. CAP, 1, n.° 424, capítulo 2, año 1083; n.° 426 {finales del siglo xi);
n.c429 (año 1094: Wadle. «Friedensbewegung», págs. 147-148).
105. CAP, I, n.°s 74, 426.
106. Vcase Otón de Frisinga, Gesta Friderici I. (Deeds), i.8.
692 L A C R I S I S DHL S I G L O XII

107. La chronique de Saint-Huhert dite Cantatorium, edición de Karl


Hanquet, Bruselas, 1906, capítulo 94, págs. 242-244.
108. CAP, ], n.u 420, capítulo 2; n." 424, capítulo 9.
109. Véase Lamberto, Anuales, año 1074, págs. 185-193. Respecto a
las duras penas impuestas, este autor comenta lo siguiente (en la página 192):
«sed gravior morbus acriorí indigebat antidoto».
110. Register Gregors Vil, vii. 13.
111. Cantatorium, capítulo 43.
1 12. Ibid., capítulo 73; Cartulaire de ¡a commune de Couvin, edición de
Stanislas Bormans, Namur, 1875, n.° 1.
113. Cantatorium, capítulos 82, 91 y 96.
114. Wolfgang Peters, «Coniuratio jacta est pro libértate. Zuden co-
niurationes in Mainz, Kóln und Liittich in den Jahren 1105/06», Rheinische
Vierteljahrsblátter, LI, 1987, págs. 303-312
115. Cantatorium, capítulo 41: «Ilute publice coinprobationi inter-
lúe runt...».
I 16. Véase Frutolfo, Chronica, pág. 11 8, es Robinson quien cita este
diploma en Henry IV, págs. 313-314.
117. Véase la Vita Heinñei IV, capítulo 8 . Me he basado aquí, con algu­
nas leves modificaciones, en las traducciones inglesas de T. E. Mommsen y
Karl Morrison que pueden hallarse en Imperial Uves and ¡eíters ofthe eleven-
th century, Nueva York, 1962, págs. 120-121.
118. Otón de Fnsinga, Gesta Friderici (Deeds), i. 12. •
119. Véase el Consiliitm de Wurzburgo, CAP, 1, n.° 106.
120. Cantatorium, capítulo 5, pág.¥?, Concordato de Wonjis (añoj 122),
capítulo 2, según lo consignado en CAP, 1, n ."5 107-108; véase también el nú­
mero 445; y Weintúrter, Herrschaft, pág. 155 (Salían century, pág. 179).
121. Véase Ekkehard de Aura, Chronica, año 1123, pág. 362; véase
también Jean-Claude Schmitt, Les revenants. Les vivants et les morís dans la
société médiévale, París, 1992 (traducción inglesa de Teresa Lavender Fagan,
Ghosts in the Muidle Ages..., Chicago, 1998, capítulo 5).
122. Véase Ekkehard, año 1116, págs. 324, 326; véase también el año
1123. pág. 362.
123. Véase Peters, «Coniuratio». pág. 311; Matthias Werner, «Der
Herzog von Lothringen in salischer Zeit», Dic Salier und das Reich, I, págs.
424-473.
124. Chronica regia Coloniensis..., edición de Georg Waitz, Hanover,
1880, pág. 52.
125. Véase Suger, Vie / Vita} de Louis 17 le Gros (Deeds), capítulo 5.
12(>. Extraigo las cifras que aquí ofrezco de la Vita de Suger y de R.AL6.
A través de distintas fuentes tenemos noticia de otras acusaciones relaciona­
NI VI AS • C A P Í T U L O 4 693

das con el ejercicio de un perverso señorío, acusaciones que posiblemente no


llegaran a oídos de los señores-reyes: así sucede por ejemplo en el castillo de
Beaugency: véase Germán de I aon, De miracuits S. Maricv Laudunensis..., i.
5, PL, CLVI, págs. 968-969.
127. Véase Suger, lita (Deeds), capítulos 2, 3, 5, 18, 19,25.
128. ¡bid., capítulos 2-8. II. 12, 15, 17-19, 21, 22, 24, 25,29, 31; junto
con Auclaritim Laiidiinense (continuación de Sigiberto de Gembloux), edi­
ción de L. C. Bethmann, MC1HSS, VI, 1844, pág. 446.
129. Véase Suger. I V/«, capítulos 2,31; R A L 6,1, n.os 12, 16,21,27,30,
46, 50, 52, 59, 64, 88. 90, 96. 105. 109. I 1 1, 124, 146, 162, 167, 173, 185,
195, 197, 239; 11, n - 266. 373, 376, 388. 405, 413.
130. Suger, capítulos 5. 7. IG, 14, 19, 24, 29; OV, xi, 34 (VI, pág. 156).
131. RAL6, I, n."27.
132. Véase el RAPltl, n.“ 20; R.4L6, 1, n.° 146. Véase también RAPhl,
n.os 52, 61, 64, 77, 114, 145, 153; junto con el RAL6, J, n.u' 21, 36, 96, 135,
156.
133. RAL6, I, n.” 47.
134. Suger, Vita, capitulo 6 ; compárese también con lo que se señala en
el capítulo 5.
135. ¡bid., capítulo 2.
136. íbid., capítulos 18. 19.24,31.
137. ¡bid., capítulo 2.
138. Ibid., capítulo 5; compárese también con lo que se señala en la Vilo
Heinrici IV, capítulo 8 .
139. Véase Suger, l ita, prólogo y capítulos 1, 2. 5, 19, etcétera. Véase
también Dominique Barthélemy, «Quelques réflexions sur Louis VI, Suger et
la chevalerie», Líber lar^itorius: Eludes d histoire médíévale offertes á Fie­
rre Toubert..., Ginebra. 2003, págs. 435-453.
140. Véase por ejemplo, Suger, Vita, capítulo 2; RA L6,1, n.,,s 29, 135.
141. Véase Suger, capitulo 19; y RAL6, I. n.u 58: «Non enim res huma­
ne aliter tute et incólumes esse possunt, nisi cum in unum conveniunt ad ea-
rum defensionem el jus regium et auctoritas sacíala pontifieum». La noticia
de que Pascual 11 y Enrique V habían establecido un conjunto de pactos debía
de haber llegado a Francia poco antes de que se redactaran estas palabras. En
un panegírico anónimo compuesto aproximadamente por esta misma época
(1111) se elogia a Luis VI por haber impedido que la «dulce Francia» se con­
virtiera en «una tierra baldía, pasto de los ladrones» — es decir, por haberla
rescatado de la situación en que la dejara su padre— , edición de Jan M. Zio-
lkowski, Bridget K. Balint. et a l, A gurland... Latín verse from tweljíh-cen-
tury France..., Cambridge, Massachusetts, 2007, págs. 94-115 (véase tam­
bién el verso 81).
694 L A C R I S I S D H L S I G L O XII

142. Véase Guiberto de Nogent, Monodia; (Memoirs), iii. 1-4. Véase


también Jay Rubenstein, Guibert o f Nogent. Por/rail o f a medieval mirtd,
Nueva York-Londres, 2002, págs. 101-110.
143. Guiberto de Nogent, iii. 5.
144. Ibid., iii. 6-7.
145. Ibid., iii. 7-10.
146. Ibid., iii. 11-13.
147. Véase fundamentalmente Barthélemy, Deux ages de la seigneurie
banale. Pouvair et société dans la Ierre des sires de Coucy, págs. 76-80.
148. Véase Guiberto, Monodia:, iii. 7 (pág. 326; Memoirs, pág. 149).
149. Ibid., iii. 6.
150. Véase el R A L 6,1, n." 47; compárese también con lo que se señala
en los números 54 (Compiégne), 61 (Noyon), 62 (Laon) y 85 (Amiens); de
estas dos últimas poblaciones tenemos noticia a través de Guiberto. Véase
también Guiberto de Nogent, Monodia;, iii. 13-14: junto con Suger, Fila, ca­
pítulo 24.
151. Véase Barthélemy, «Quelques réflexions». págs. 435-437.
152. OV,xi. 34-36 (VI, págs. 154-162).
153. Véanse los ensayos de Andrcw W. Lewis, Ene Bournazel y Mi-
che! Bur en Abbot Suger and Saint-Denis. A simposium. edición de Paula
Lieber Gerson, Nueva York, 1986, págs. 49-75.
154. R A L 6.1, n.° 135.
155. Como, por ejemplo, los de Beaugenev y Tremblay, dos lugares
agitados: véase Germán de Laon. De miraculis. i. 5 (págs. 968-969); y Suger,
Gesta [Z. ’oeuvre administratif], edición de Franfoise Gasparri, CEuvres, dos
volúmenes, París, 1996-2001,1. i. 2.
156. Véase en general, Boumazel, Gouvememenl capétien auXiF siécle.
157. Guiberto, Monodias, iii. 11, págs. 372-374; Memoirs, págs. 171-
173.
158. Véase Suger, Vita, capitulo 17.
159. Ibid., capítulo 8 . Unicamente en un mundo tan marcado por este
tipo de vínculos afectivos condicionales podía haberse establecido semejante
distinción.
1 6 0 . Ibid.
161. Véase ibid.. capítulos 8 , 12, 15; y véase también R,4Ph2,1, n.°29.
162. Véase Suger, Vita, capítulos 5, 7, 10, 14, 19, 24, 29; OV, xi. 34
(VI, págs. 154, 156).
163. Citas tomadas de T. N. Bisson. «L'cxpéricnce du pouvoir chez
Pierre Abélard...», Pierre Abéiard. Colloque International de Nantes, edición
de Jean Jolivet y Henri Habrías, Rennes, 2003, págs. 93, 103-105 (y para una
información de carácter más general, véanse también las páginas 91 a 108).
NOTAS ‘ C A PÍT U L O 4 695

164. Monodia, iii. 6 , pág. 308; Memoirs, pág. 141.


165. Sugcr, Vita, capítulos 19-22 (para información sobre Hugo); y ca­
pítulos 7, 24, 31 (para datos relacionados con Tomás).
166. Véase ibid., capítulos 19,24; junto con Hefele-Leclercq, Concites,
V1, págs. 388-592; y en cuanto a los textos de 1114, véase Robert Somerville.
«The council ofBeauvais, 1114», Traditio, XXIV, 1968, págs. 493-503.
167. Véase Suger, Vita, capítulos, 29, 31; y compárese también con lo
que señala Lemarignier en Gouvernement royal, págs. 165-176.
168. Para un punto de vista opuesto, véase OV, xi. 34 (VI, pág. 154). El
comentario que realiza el propio Orderico en VI, pág. 156, sugiere que la pa­
labra rehallare no expresa adecuadamente el carácter de la situación.
169. HC, i. 109. 4.
170. Para mayor información sobre el particular, véase Bemard F. Rei­
lly, «The Historia Compostelana: the genesis and composition of a twelfth-
century Spanish Gesta», Speculum, XLIX, 1969, págs. 78-85; junto con Fer­
nando López Alsina, La ciudad de Santiago de Compostela en la alta Edad
Media, Santiago, 1988, págs. 46-93; Ana María Barrero, «Los fueros de Sa­
hagún», AHDE, XL1I, 1972, págs, 407-413; y la obra crítica (en preparación)
de Charles García. Véase la página 291.
171. Véase Reyna Pastor de Togneri, Conflictos sociales y estanca­
miento económico en la España medieval, Barcelona, 1973, págs. 22-23;
Bonnassie, Slavery tofetidalism. op. cit., págs. 123-124; y Reilly, Kingdom o f
León-Castilla under Quecn Urraca, capítulo 2. Véase también Carlos Estepa
Diez, «Sobre las revueltas burguesas en el siglo xi¡ en el reino de León», Ar­
chivos Leoneses, XXVIII, 1974, pág. 295; así como Reyna Pastor, Resisten­
cias y luchas campesinas en la época del crecimiento y consolidación de la
formación feudal. Castilla)' León, siglos x-xui, tercera edición, Madrid, 1993.
páginas 13a 16 y capítulo 4; Ermelindo Pórtela y María del Carmen Pallares,
«Revueltas feudales en el Camino de Santiago. Compostela y Sahagún», Las
peregrinaciones a Santiago de Compostela..., Oviedo, 1993, págs. 313-333;
y H. Salvador Martínez, La rebelión de los burgos. Crisis de estado y coyun­
tura social, Madrid, 1992.
172. HC, 1.86.2.
173. CAS, capítulo 19 (22). En este caso, y de modo excepcional, las
cifras entre paréntesis señalan los capítulos de la edición de Ubieto Arteta
(colección «Textos medievales», n.° 75, 1987).
174. CAS, capítulo 40 (43).
175. Ibid., capítulo 53 (56).
176. Véase ibid., capítulo 18 (20); y véase también, en general, Gordon
Biggs, Diego Getmirez, first archbishop o f Compostela, capitulo 3; junto con
Bemard F. Reilly, Quecn Urraca, capítulo 2; y R. A. Fletcher, Saint James ’s
696 LA C R I S I S D L L S I G L O XII

latapult. The lije and limes o f Diego Ge/mire: o f Santiago de Compostela,


Oxford, 198 i, capítulo 6 .
177. Chronicon Compostelhmum, edición de Henrique Flórez, ES, XX
obra publicada en el año 1765, pág. 61 i .
. 78. HC, i. 64. 3; CAS, capítulo 20 (231
179. Véase la HC, i. 31. 8 ; 114. 8 ; y véase también el punto i. 95; junto
_on ES, XXXVI, ap. 45; y XXXIV, ap. 46.
180. CAS, capítulo 18 (20).
181. HC, i. 48-61.
182. CAS, capítulo 28 (31).
183. HC, 1.108. 3.
184. ¡bid.
185. Mansi, XXI, pág. 113; HC. i . 101.
186. Véanse las CAS, capítulo 19 (22): «a tal como aqueste deseauan
que fuesse su rrei e señor»; véase también la HC, i. 113. 2 y 114. 3. Consúlte­
se asimismo el punto i. 114. 15, citado más arriba, en la página 284.
187. Véanse las CAS, capítulo 28 (31); véase también Pastor, Conflictos
sociales, págs. 29-32; junto con Estepa, «Revueltas burguesas», págs. 291-
295.
188. CAS, capítulos 18-75 (20-78); y Barrero, «Fueros de Sahagún»,
págs. 407-413.
189. CDS, III, n.° 823.
190. Ibid., n.us 830,911,914, 915, 974,977, 1015, 1064, 1065, etcétera.
Véase también Romualdo Escalona, Historia del Real Monasterio de Saha­
gún, Madrid, 1782 (reimpreso en facsímil en 1982), págs. 80-103.
191. CAS, capítulo 19 (22).
192. Ibid., capítulos 23, 24 (26, 27).
193. Ibid., capítulo 27 (30).
194. Ibid., capítulo 28 (3 1). Ubieto Arteta considera que la identidad de
Sanchianes se corresponde con la persona del barón aragonés Sancho Juanes,
véase el capítulo 31 (nota del capítulo 54)
195. Ibid., capítulo 19 (22); véanse también los capítulos 28 y 33 (31 y
36).
196. Ibid., capítulo 33 (36).
197. Ibid., capítulos 35 (38), 51, (54), 34 (37). Es posible que también
haya pesado la existencia en León de una tradición de privilegios asociativos
(el fuero).
198. Ibid., capítulos 19 (22), 24 (27), 27 (30), 28 (31), 30 (33), 33 (36),
39 (42).
199. Ibid., capítulos 19 (22), 24 (27).
200. Ibid., capítulos 40-49 (43-52), 66 (69).
NOTAS ' C APÍTULO 4 697

201. Ib id , capítulos 23 (26). 56 (59). Téngase en cuenta que otro Giral­


do, el vizconde Guerau I de Ager (c. 1068-1131) sirvió a Alfonso en Saha-
gún: véase el capítulo 23 (26. nota de la página 47).
202. Ibid., capítulo 45 (48); véanse también otras citas de este tipo en la
nota 199.
203. Ibid., capítulo 4<S (5 I ).
204. UC, i. III. 1.2.
205. Ibid., i. 112-114.
206. Ibid., i. 114. X. 13; 115. 116; ii. 53. 6; Fletcher, Saint James ’s cata-
pidt, págs. 185-189.
207. HC, iii. 46-47; Flctcher, pags. 189-191.
208. Véase Luis Vázquez de Parj>a, «La revolución comunalde Com-
postela en los años 11 16 y II 17», AHDE, XVI, 1945, págs. 685-703; y Este­
pa, «Revueltas burguesas»; véase también Portella y Pallares, «Revueltas
feudales».
209. CAS. capítulo 2 1 (24). Intimidado, el rey designó a dos de los cir­
cunstantes para que le mostrasen la forma de salir de allí.
210. Como bien han observado Portella y Pallares, pág. 33.
211. Véase más arriba la página 132.
212. HC, i. 107. 1.
2 13. Edición de Henri Pironne, Histoire du nwurtre deCharles le Bou.
comte de Flandre (112 7-112S¡, par Galben de Bruges suivie des poésies la­
tines contemporaines, París, 1891, pág. 188.
214. Véase Gualterio de Tliérouanne, Vita Karoli vomitis..., edición de
R. Kópke, Hanover, 1856, capítulos 1, 25; junto con Galberto de Brujas (a
quien citaremos basándonos en extractos de capítulos procedentes de edicio­
nes de Pirenne y JeffRider. así como de la traducción de J. B. Ross, véase la
Bibliografía), capítulos 15, 12; y Germán de Toumai, Líber de restaura!ione,
capítulos 28-30; véase también, en general, Warlop, Flemish nobility, I, capí­
tulo 4.
215. Annales Bknulinienses, edición de Philip Grierson, Les annales de
Saint-Pierre de Gandetde Saint-Amand, Bruselas, 1937, pág. 39. Véase tam­
bién Galbeno, capítulos 1-16; Gualterio de Thérouanne, capítulos 26-27; y el
Líber de restauratione, capítulos 28-29.
216. Véase Galberto; junto con Gualterio de Thérouanne, Vita Kainli;
Annales Blandinienses, pág. 39; y el Liberde restauratione, capítulo 30, cuyo
autor subraya la violencia del alentado; véanse también los poemas y epita­
fios que aparecen en la edición de Pirenne, op. cil., págs. 177-191.
217. Véase Galberto, capítulos 15-67, 72-85; y Pirenne, Histoire du
meurtre, pág. x. Véase también Ross, Galbert o f Bruges..., págs. 63-75.
2 18. Véase Galberto, capítulos 47 a 53; y Walter, capítulos 44-48.
698 L A C R I S I S D E L S I G L O XII

219. Galberto, capítulos 88-122; y Walter, capítulos 48-49.


220. Hanulfo, VitaArnidfi.ú. 19, págs. 1416-1417.
221. Véase Galberto, capítulos 13 y 71 (este último contiene informa­
ción sobre el depravado comportamiento de Erembaldo); véase también War-
lop, Flemish nobility, I, capítulo 4.
222. Véase Galberto, capítulo 13; y Walter, capítulo 14.
223. Galberto, capítulos 7-13, 15-21, 25, 30, 36-39, 46, 48, 57, 71, 73,
80, 84, 92; y Walter, capítulos 11, 14-19; ACF, págs. Iii, liv, lxxxii; n.rs 25,
33. 76, etcétera.
224. Galberto, capítulos 7, 8, 25; y Walter, capítulos 14-15.
225. Véase Suger, Vita, capítulo 31; véase también la La chronique de
Morigny, edición de Léon Mirot, op. cit., ii. 12, págs. 43-47; así como Lu-
chaire, Louis VI, n.os 399, 426, 505, 519 (junto con el índice relacionado con
Esteban de Garlande); y Boumazei, Gouvernement capétien, páginas 35 a 40,
112 y capítulo 3.
226. Véase Edvvard J. Kealey, Roger o f Salisbury viceroy o f England.
Berkeley, 1972, en especial las páginas 272 a 276; véanse también las páginas
284 y 285.
227. Como el que había ejercido el conde Carlos; véase el prólogo del
texto de Galberto: «naturalis noster dominus et princeps».
228. Véase Jan Dhondt, «Les “solidarités” medievales. Une société en
transition: la Flandre en 1127-1128», Anuales: E. S. C. XII, 1957, págs. 529-
560; e idem, «“Ordrcs’’ ou “puissances”, L’exemple des états de Flandre»,
Anuales, V, 1950, págs. 289-305.
229. Véase Galberto, capítulos 22-25; y Dhondt, «“Solidarités”», págs.
537-545.
230. Galberto, capítulos 7-11. 16-92; y Walter, capítulos 14-26,40-42.
231. [Sigiberti Gemblacensis] Continuado Prcemonstratensis, edición
de L. C. Bcthmann, MGHSS, VI. 1844. pág. 450. Para información sobre el
rey en tanto que señor de los barones flamencos, véase también Galberto, ca­
pítulos 47, 59, 60.
232. Véase Galberto, capítulos 55 y 56; y véase también el capítulo
104.
233. Véase ibid., capítulo 31; y Walter, capítulos 33, 36.
234. Según Germán de Toumai, esa ruptura se había producido mucho
antes de marzo del año 1127; véase el Liber de restauratione, capítulo 29.
235. Véase Galberto, capítulo 38.
236. Ibid., capítulo 43.
237. Ibid., capítulos 5 5 , 66; y es casi seguro que los motivos que subya-
cen a la concesión de la carta de Brujas sean muy similares, como puede
verse en el capítulo 55.
NOTAS ' C A PÍT U L O 4 6 99

238. Ibid., capítulos 94, 95. Lille se había rebelado en agosto del año
1127; véase el capítulo 93; y poco después los habitantes de Brujas habrían de
entrar en conflicto con el conde Guillermo: capítulo 88.
239. Véanse más arriba las páginas 184 y 185.
240. Véase Galberto, capítulos 47, 106; y Walter, capítulo 44; junto con
el Liber de restauratione, capítulo 32.
241. Véase la página 343.
242. Véase Galberto, capítulo 59.
243. Ibid., capítulos 59, 66 ; ACF, n.c 127.
244. Galberto, capítulo 96: y se insiste en el mismoasunto en los capí­
tulos 99 y 121.
245. The letters andcharters o f Gilberí Folio/..., edición de Z N. Brooke,
Adrián Morey y C. N. L. Brooke, Cambridge, 1967, n.° 26; Guillermo de
Newburgh, Historia rertim AngHcarum, i. 22; edición de Richard Howlett,
Chronides o f the reigns ofStephen, Henry II, and Richard /, cuatro volúme­
nes. Londres, 1884-1889.1. pág. 69.
246. LPV, I, n.° 21; OV, viii. 15 (IV. pág. 228).
247. Para información sobre el reinado de Esteban, véase David
Crouch, The reign ofKing Stephen, 1135-1 ¡54, Harlow, 2000; y The anarchy
ofKing Stephen ’s reign, edición de Edmund King, Oxford, 1994.
248. Véase, además de Crouch, Donald Matthew, King Stephen, Lon­
dres. 2002, y sobre todo Anarchy, de Edmund King, (comp.), páginas 1 a 6
(King) y capítulo 1 (C. W. Hollister).
249. Para una buena recopilación de las pruebas, véase Edmund King,
«The anarchy ofK ing Stephen's reign», TRHS, quinta serie, XXXIV, 1984,
págs. 133-153; y Robcrt Bartlett, England under the Norman and Angevin
Kings, 1075-1225, Oxford, 2000, págs. 283-286 Véase también HN, capítulo
483; JW, III, págs. 216-218; GS, capítulo 78 (y passim): y OV, xiii. 19 (VI,
págs. 450. 452)."
250. Véanse más arriba las páginas 89 y 90; junto con HN, capítulo 463;
para información sobre el tensamentum, véase la Chronique de Morigny, i. 2
(6): RAL6,1. n.° 124; II. n°409; PUE. II, n.° 36; RRAN, III, n.° 233; C-&S, i: 2,
pág. 823. Véase también J. II. Round, Geoffrey de Mandeville. A study o f the
anarchy, Londres, 1892, págs. 414-416; y Flach, Origines de l'ancienne
France, I. págs. 402-405. Para un completo debate, véase T. N. Bisson, «The
lure of Stephen’s England: /enserie, Flemings, and a crisis of circumstance».
King Stephen ’s reign, Dalton y White (comps.), 2008, págs. 171-181.
251. Véase [Guillermo Ketell], Alia miracula [5. Jahanrtis episcopt]...,
edición de James Raine, The historietas o f the church ofYork and its archbi-
shops, tres volúmenes, Londres, 1879-1894, I, págs. 302-303; Reinaldo de
Durham, ...Libellus de admirandis beati Cuthberti virtutibus, edición de Ja­
700 LA C R I S I S n i I. S I G L O XII

mes Raine, Londres, 1835, capítulo 67, y véanse también los capítulos 49 y
50 (agradezco a R. Bartlett estas referencias); para información sobre la expe­
riencia que se vive en la población de Selby. sometida a las acciones de un
mal castillo, véase Bartlett, England, págs. 284-285.
252. OV, xi. II, x iii. 32 (VI, págs. 60, 492).
253. Ibid., xi. II, págs. 21-23; xii. 30. págs. 45-46; xiii. 19 (VI, págs. 60,
92-98, 346-356, 368-380, 448-452).
254. Véase ibid., xi. II, xii. 3. 39 (VI, págs. 60-62, 190-192, 346-348);
junto con David Crouch, The Beaumom iwins..., Cambridge, 1986, págs. 17-18.
255. Y en realidad tampoco lo sostiene así Orderico en los hexámetros
del panegírico que dedica a Enrique: xiii. 19 (VI, págs. 450-452). Véanse los
lamentos anteriores en (OV), viii. 1, 4. 9, 12 (IV, págs. 112-114, 146-148,
178, 198); x. 17 (V, 300); xi. 23 (VI, pág. 98).
256. Respecto a la desmandada violencia que brotará en ausencia del
monarca, véase OV, xi. II, 16, 22 (VI, págs, 60, 74. 96), etcétera. Véase tam­
bién viii. 2 (IV, pág. 132); C. W. Hollister, «Henry I and the Anglo-Norman
magnates», en Monarchy, magnates, and institutions in the Anglo-Norman
world, Londres, 1986, capítulo 10; y Stenton, First Centuiy, pág. 257.
257. OV, viii. 8 (IV, pág. 178); xii. 39 (VI, págs. 346’ 348); xiii. 19 (VI,
pág. 452): «Tollere quisque cupit iam passim res alienas, / Rebus in iniustis
en quisque relaxat habenas»; xiii. 32 (VI, págs. 492, 494).
258. Véase en general Le Patourel, Norman Empire, págs. 77, 84-85 y
293; y Crouch, Beaumont twins, capítulo I .
259. GS, capítulos 9, 23. En la JW {Chronicle o f John o f Worcester)
aparecen consignados los ataques dirigidos contra Exeter y Bedford, aunque
no se mencionen los señoríos rebeldes establecidos en la región: véase III,
págs. 218, 234-236.
260. Véanse las GS, capítulo 12: véanse también los capítulos 42 y 44,
así como el 14 y el 38.
261 Ibid., capítulo 96; véanse también ¡as Letters ofGilbert Foliot, n.“
27, Para información general, véase Crouch, Reign ofK ing Stephen, págs.
112, 150 y 152 a 154, donde se habla de los objetivos de los barones.
262. Véanse las GS, capítulo 78; véanse también los capítulos 37, 38,
82, 83, 15-19; y para información sobre Matilde, véanse los capítulos 58-
[59]; junto con Roberto de Gloucester, capítulo 75.
263. Ibid., capítulo 78.
264. HN, capítulo 483; Stenton, First Centary, págs. 203-204.
265. Peterbonmgh chronicle, año 1 137, págs. 55-57.
266. Para información sobre este particular, véase JW, HN, GS, HH y ASC.
267. Véase Charles Coulson, «The eastles of the anarchy», en Anarchy,
capítulo 2 y página 70.
NO I A S ' CAPÍ TULO 4 701

26b!. Vcanso ¡as GS. prácticamente la totalidad del texto. Respecto a los
obispos, véanse los capítulos 34 a 36, 46 y 47. Véanse también «The miracles
of St Bega», The register oj ihe priory oj St Bees, edición de James Wilson,
Londres, 1915, págs. 512-515: Historia monasterii Selebiensis, en The Coucher
Book ofSeiby, edición de J. T. Fovvler, dos volúmenes, York. 1891-1893, i. 4,
5, 13; véanse también las citas mencionadas más arriba, en la nota 251.
269. Véase The chroniclc ofBattle Abbey, edición y traducción de Elea-
nor Searlc, Oxford, 1980. págs. 140-152; Peterborough chroniclc, año 1137.
270. Véase RRAN, III. tu* 543. 672, 675, 870 y passim, Historia eccle-
sie Abbenilonensis. II, n.° 264C.
271. Véanse los elementos que en relación con los cientos y los conda­
dos se enumeran en RRAX. 111, pág. 420,421.
272. Véase H. A. Cronne, The reign o f Stephen 1135-54. Anarchv in
England, Londres, 1970, capítulo 8 ; R. H. C. Davis, King Stephen, tercera
edición, Londres, 1990. págs. 82-88; junto con Crouch, Reign o f King Ste­
phen, págs. 327-329; y Mattliew, King Stephen, págs. 133-137, 216-219.
273. Letlers ofG ilbert Foliar, n.u> I, 2, 5; JW, III, 272; HN, capítulo
468; HH, x. 22, pág. 744; US. capítulos 43, 53, 65, 74, 83. Compárese tam­
bién con lo que señala I’ierre Honnassie en «Les sagreres catalanes...»,
L ’environnement des églises..., M. Fixot y E. Zadora-Rio, París, 1994, págs.
68-94.
274. Sermones de tcinpore, PL. CLXX1, págs. 501-502.
275. Véase Tabacco. Strnggle ja r power, págs. 192-193, 237; G. A.
Loud, Church andsocictv in the Norman principality ofCapua. ¡058-1197,
Oxford, 1985, capítulos 3, 4; 1IL. v, n." 489i; Héléne Débax, La féodalité
¡anguedocienne xr-xn•' siécles. Serments. hommages etftefs dans le Langue-
doc des TrencaveI, Tolosa. Francia, 2003, págs. 72-85; y Otón de Frisinga,
Gesta Friderici {Deeds). i. 15-23.
276. Véase Wickham, Comnmnity and clientele in twelfth-centmy Tus-
eanv, capítulos 4, 5; Larrea, Navarre, capítulos 8-11; y Martínez Sopeña,
Tierra de Campos occidental, págs. 181 -566.
277. Véanse más arriba las páginas 264 a 265.
278. Las Leges Henrici Primi son casi la única guía con que contamos
para conocer las normas de procedimiento local en esta época. Véase también
Chris Wickham, Courts and conflict in twelfth-centurv Tuscany, Oxford,
2003.
279. Véase Dominiquc Barthélemy, «La mutation féodale a-t-elle eu
lieu? Note critique», Anuales: E. S. C., 1992, págs. 767-777; junto con «De­
bate: the “feudal revohition”», comentarios de Barthélemy y Stephen White,
Past & Present, n,° 152, 1997, págs. 196-223; Conflict in medieval Europe,
Brown y Górecki (comps.j: y Matthew, King Stephen, capítulo 6 .
702 L A C R I S I S D E L S I G L O XII

280. Pelerborough chronicle, año 1137, págs. 55-56.


281. Juan de Salisbury, Policraticus, op. cit., viii. 21, II, págs. 394-396.
282. Véase el Register Gregors VII, ii. 5, I, pág. 33, iv. 12, pág. 313;
véase también Richard y Mary Rouse. «John of Salisbury and the doctrine of
tyrannicide», Speculum, XLII, 1967, págs. 693-709.
283. OV, iv, II. págs. 260-262; viii. 2, 24, IV, págs. 132, 296-300.
284. HH. viii. 10. págs. 600-602.
285. Policraticus, op. cit., v ii. 22, II, págs. 396-397.
286. Véanse más arriba las páginas 90 y 201.
287. Véanse más arriba las páginas 97 y 273 a 283; para información
sobre Emiclio, véase Ekkehard, Chronica, I, pág. 146: y respecto al abate
Roberto, véase OV, xi. 14, VI, págs. 72, 74.
288. HN, capítulos 479,485; GS, i. 43, 50, 52 (págs. 92, 104-108).
289. RAPhl, n.° 125; TrFr. II, n.° 1535.
290. ACA. Cancillería, pergaminos añadidos al inventario 3433, 3217,
3409, 3141.3288; véase también T. N. Bisson. T V(TormenteJ voiccs. Power,
crisis, and humanitv in rural Catalania, 1140-!200), págs. 80-94, 166-169.
291. Véase ¡Villelmi Malmesbiriensis monachi de gestis pontificum An-
glorum libn quinqué, edición de N. E. S. A. Hamilton, Londres, 1870. iii. 134
(274); junto con OV, viii. 8 (iv. págs. 170-178); Pelerborough chronicle, año
1100, págs. 27-29; y HH, viii. 15, pág. 612.
292. Véase la RRAN, II, n.° 1574. Véase también J. O. Prestwich, «The
career of Ranulf Flambard», Anglo-Norman Durham, 1093-1 ¡93, David Ro­
llasen eí a/. (comps ), Woodbridge, 1994, págs. 299-310.
293. HN, capítulos 469-475; OV, xiii. 40 (VI, págs. 530, 532); GS, i.
35-36,46; HH, viii. 15, pág. 610: «Rogcrus, uir Magnus in secularibus»; véa­
se también, en general. Kealey. Roger ofSalisbw y, capítulos 2, 5-7.
294. HC, i. 15, 20, 33, 117; ii. 23, 25; iii. 119; véase en general, Flet-
cher, Saint James ’s catapult, capítulos 5 y 9. Véase también Adam de Bre-
men, ...Gesta Hammaburgensis eedesice pontificum, recopilación de Bem-
hard Schmeidler, tercera edición, Hanover, 1917, iii, págs. 142-226; Mainier
Urkundenbuch, Darmstadt, 1932, n.° 451, págs. 358-359; y Ekkehard. Chro­
nica, iv, pág. 348.
295. Vcase la Pelerborough chronicle, años 1123-1132, págs. 43, 48-
50, 52-54. Véase también Cecily Clark, «“This ecclesiastical adventurer”:
Henry of Saint- Jean d'Angély», EHR, LXXXIV. 1969, págs. 548-560. Enri­
que no fue el único monje de Cluny en auparse al poder en la Inglaterra de la
década de 1120. y tampoco hubo un solo Enrique; además, la relación de En­
rique de Blois con su tocayo suscita algunas preguntas.
296. Chronique de Si ¡vanes, edición de P.-A. Verlaguet, Cartulaire de
l'abbayedeSilvanés, Rodez, 1910, n.c 470: «...Ego, inqmtPontius, illudfeci,
NOTAS ■CAPÍTULO 5 703

per satellites el cómplices meos totum egi...». Véase también Constable. Re-
formation o f the twelfth century, págs. 81 y 237, junto con el capítulo 3.

C a p ít u lo 5: R e s o l u c ió n : L a s in t r u s io n e s de los
GOBERNANTES (1150-1215)

1. Véase la HL, V, n " 595; y véase también Roger Limouzin-Lamothc,


La commune de Toidou.se,.., Tolosa, Francia, 1932, págs. 7-14, 261-271,
2. Véase Otón de Fnsinga, Gesta Friderici, págs. 1-5 {Deeds, págs. 17-
20); véase también GcB.
?. Otón, Gesta {Deeds), ii. 48; LFM, I, n.c 494; junto con Die Chronik
[Chronica] Ottos von St. Blasien, edición de Franz-Josef Schmale, Darms-
tadt. 1998, capítulo 26.
4. CAP, I, n.os 293-295.
5. Véase Gualterio Map, De nugis curialium, edición y traducción de
M. R James, reverendo C. N. L. Brooke y R. A. B. Mynors, Oxford, 1983, i.
1-5; junto con Pedro de Eboli, Líber adhqnovan Angustí sive de rebus Sícu-
lis.... edición de Theo Kólzer y Mariis Stthli, revisión y traducción alemana
de Gereon Becht-Jordcns. Sigmarmga, 1994, folios 146-147.
6. Véase G. W. Greenaway, Arnold o f Brescia, Cambridge, 1931. ca­
pítulos 6-9; y Robert L. Benson, «Political renovado', two models from Ro­
mán antiquity», Rcnaissance and renewcil in the twelfth century, edición de
R. L. Benson, Giles Constable, Cambridge, Massachusetts, 1982, págs. 341 -
350.
7. Véase Jonatluin Riley-Smith, «The crusades, 1095-1198», NCMH
IV', págs. 534-563; junto con Norman Houslcy y Bernard Hamilton en ibid.,
v, págs. 569-572,164-168; o Christopher Tyerman, G od’s war: A new histoiy
of the crusades, Cambridge, Massachusetts, 2006, capítulos 9-18. (Hay tra­
ducción castellana: Las guerras de Dios. Una nueva historia de las Cruzadas,
traducción de Cecilia Belza Palomar, Beatriz Eguibar, Tomás Fernández
Aúz, Gonzalo García y Risa Salieras, Crítica, Barcelona, 2007.)
8. Véase Hubcrt Houbcn, Roger 11 ofSicily..., traducción inglesa de G.
A. Loud, Cambridge, 2002, capítulos 2 y 3; Peter Munz, Frederick Barbaros-
sa..„ Londres, 1969, págs. 274-275; y Gislcberto de Mons, Chronicon Hano-
niense, capítulo 43.
9. Compárese lo que se señala en DDFrl con las Acta ofH em y 11 and
Richard 1. edición de J. C. Holt y Richard Mortimer, 1986-1996; véase tam­
bién Karl Leyser, «Frederick Barbarossa and the Hohenstaufen polity», 1988,
en Ídem, The Gregorian revolution and beyond, edición de Timothy Reuter,
Londres, 1994, págs. 118-122.
7 04 L A C R I S I S D L L S I G L O XII

10. A falta de nuevas o mejores obras sobre el particular, véase, respec­


tivamente: Achille Luchaire, Eludes sur les cides de Louis Vil, París, 1885,
Catálogo analítico (798 piezas); Regesta de Fernando II, edición de Julio
González, Madrid, 1943,623 piezas (¡sin numerar!); Julio González, El reino
de Castilla en la época de Alfonso VIII, tres volúmenes, Madrid, 1960, ii.
documentos i 145-1190 (563 piezas); Alfonso II, rey de Aragón, conde de
Barcelona y marqués de Provenía. Documentos (1162-1196), edición de Ana
Isabel Sánchez Casabón, Zaragoza, 1995, 726 piezas (no obstante, esta edi­
ción pasa por alto la mayor parte del cenienar largo de cuentas fiscales de este
reino, que han sido publicadas en las FAC - F is c a l accoimts o f Catatonía
imcler the early count-kings (1151-1213)— ). Para información sobre el reino
de Sicilia, véase Guillelmi I. regís diplómala, edición de Horst Enzensberger,
Colonia, 1996,94 piezas. No he abordado la tarea de contar los registros exis­
tentes de Guillermo II,
11. Véase Schramm, English corona/ion, capítulos 2, 3; junto con
Reinhard Elze, «The ordo for the coronation of King Roger II of Sicily: an
example o f dating from intemal evidencc», en Coronations: medieval and
early modern monarchic ritual, János M. Bak (comp.), Berkeley, 1990, págs.
170-178.
12. DDFrl, I, n.° 91.
13. Véase Lemarignier, Gouvernement royal, págs. 175-176; así como
la Chronicjiie de Robert de Torigni..., edición de Léopold Delisle, dos volú­
menes, Ruán, 1872,1, pág. 282; y Bernard F. Reilly, The Kingdom o f León-
Castilla under King Alfonso VII, 1126-115?, Filadelfia, 1998, págs. 234-238.
14. Véase Gisleberto de Mons, Chronicon Ilanoniense, capítulo 43.
15. A juzgar por lo que dice el autor de Lamherti Ardensis historia co-
mitum Ghisnensium, edición de Johann Heller, MGHSS, XXIV, 1879, págs.
550-642.
16. Véase la Historia Welforum, edición y traducción de Erich Konig,
segunda edición, Siginaringa, 1978; junto con Simón Doubleday, The Lara
family: crown and nobilitv in medieval Spain, Cambridge, Massachusetts,
2001, capítulo 1 (hay traducción castellana: Los Lara. Nobleza y monarquía
en la España medieval, traducción de Salustiano Masó, Ediciones Turner,
Madrid, 2004); Shideler, The Monteadas: Theodore Evergates, Feudal socie-
ty in the hailliage o f Troves under the ccnmts oj Campagne. 1 ¡52-1284, Bal­
timore, 1975; y KarI Jordán, Henrv the I.ion: a hiographv, traducción inglesa
deP. S. Falla, Oxford, 1986.
17. Véanse las FAC, II, n.° 156; junto con Josepli R. Strayer, The admi-
nistration ofNormandv under Saint Louis, Cambridge, Massachusetts, 1932,
capitulo 2; Houben, Roger II o f Sicily, pág. 132. Cuando utilizo el término
«príncipe» (o «señor-príncipe»), en consonancia con la costumbre de la épo­
NOTAS ' CAPÍTULO 5 705

ca, me refiero (siempre en función del contexto) tanto a los reyes como a los
duques, los condes y los vizcondes.
18. Véase J.-Fr. Leirmngnier, Rechcrches sur I ’hommage en marche et
les froniiéres [codales, l.ille. 1945; LFM, 1, n.',s 14, 27-45 (aunque la perti­
nencia de la información sea variable); y véase en general, Adam Kosto, Ma-
king agreements in medieval Catatonía. Power, arder, and the writen word,
1000-1200, Cambridge, 2002, capítulo 5.
19. LFM, I, n." 3 1; González. Alfonso VIII, J1, n.os 6, 8, 10, 11, 13; José
Luis Martín Rodríguez, «Un vasallo de Alfonso el Casto en el reino de León:
Armengol VII, conde de Urgel», VII Congreso de Historia ele la Corona de
Aragón, 1962, tres volúmenes, Barcelona, 1964, II, págs. 223-233.
20. DDFrl, II, n.” 37S.
2 1 . Véase en general. Libellus de diversis ordinibus..., edición de Giles
Constable y Bemard Smith. Oxford, 1972; junto con los Usatges de Barcelo­
na; y Le Tres anden Coittnmier de Nonnandie, edición de Emest-Joseph Tar-
dif, Ruán, 1881.
22. Véase Gislebcrto de Mons, Chronicon Hanoniense, capítulo 109,
págs. 154-163.
23. DI, IV. n os 24. 25. 1 59.
24. Consuetndines et iusticie’, Stenton, English feudalism; Charles
Coulson, Castles in medieval society..., Oxford, 2003; y Débax, Féodalité
languedocienne.
25. Véase el Catalogas baronum, edición de Evelyn Jamison, Roma,
1972; junto con los Docnments retatifs au comté de Champagne et de Brie,
1172-1361, edición de A. Longnon, tres volúmenes, Paris, 1901-1914,1; véa­
se también Gislebcrto de Mons, Chronicon Hanoniense, capítulo 43.
26. Véase Cal. baronum, cuyo compilador (Jamison) resalta con razón
el carácter de obligación feudal pública a la que aquí nos referimos; véase
también «Carla- baronum », The Red Book ofihe Exchequer, edición de Hu-
bert Hall, tres volúmenes. Londres, 1896,1, págs. 186-445.
27. Véase Suger, Vita (Deeds), capítulos 29, 30; véase también Houben,
Roger 11, capitulo 2; W. L. Warren, H enryll, Berkeley, 1973, primera paite;
y Fuhrmann, Germany in the high rniddle ages, capítulo 5.
28. Véanse los D D F rl, III, n.os 795-797; y las CAP, I, n.u 279; véase
también Otón de Saint Blasien, Chronica, capítulo 24.
29. Véase Fuhrmann. Germany, págs. 167-171; y Leyser, «Frederick
Barbarossa», págs. 135-140,
30. Véase Otón de Saint Blasien, Chronica, capítulo 26; véase también
Die Cronik des propstes Burchard von Ursberg, edición de Oswald Holder-
Egger y Bemhard von Simson, segunda edición, Hanover-Leipzig, 1916,
págs. 56-57.
706 LA CRISIS DEL SIGLO XII

31- Véase T. N. Bisson, «The problem of feudal monarchy: Aragón,


Catalonia and France», Speculum. LUI, 1978, págs. 460-478 {MFrPN, ca­
pítulo 12); junto con John W. Baldwín, The govermnent o f Philip Augustus...,
Berkeley, 1986, traducción francesa de Béatricc Bonne, Phüippe-Augus-
tc..., París, 1991, capítulos 1 ,5, 9; Jacques Boussard, Le gouvernement d Henri
IIPlantagenét, París, 1956, págs. 280-282; y J. C. Holt, Magna Carla, segun­
da edición, Cambridge, 1992 (1965), capítulos 2-6 (capítulos 2-5 de la prime­
ra edición).
32. Véase Bisson, «Problem of feudal monarchy»; y Reilly, Alfonso
VII, págs. 234-238.
33. Véase Louis Halphen, «La place de la royauté dans le systémc féo-
dal», A travers l 'histoire du moyen age..., París, págs. 266-274.
34. Véase Fuhrmann, Germarty, págs. 145-147; y Bartlett, England.,
págs. 54-57; véase también La historia o Liber de regno di Ugo Falcando...,
edición de Giovanni Battista Siragusa, Roma, 1897, junto con el interesante
comentario que aparece en la magnífica versión inserta en The histoiy ofthe
tyrants ofSicily by «Hugo Falcandus», 1154-1J69. traducción de Graham A.
Loud y Thomas Wiedemann, Manchester, 1998.
35. HF, XVI, pág. 130, n." 398.
36. Ibid., págs. 87 (n.° 266) y 130 (n.° 399).
37. Véase la Chronique et charles de 1’abbaye de Saint-Mihiel, edición
de André Lesort, París, 1909-1912, n.° 99. Véase también Marcel Grosdidicr
de Matons, Le comté de Bar des origines au traite de Bruges..., París, 1922,
págs. 159-178; y respecto a la tiranía hereditaria que refiere Pedro Abelardo,
véanse las citas que aparecen en Bisson, «L’expérience du pouvoir chez Pic-
rre Abélard», págs. 104-105.
38. «Cartulaire du prieuré de Saint-Pierre de la Réole». edición de Ch.
Grellet-Balguerie, Archives historiques de la Gironde, V. 1864. págs. 173-
174 (n.° 137).
39. Louis VII et son royanme. París, 1964, capítulo 2.
40. En relación con los condes y los vizcondes de la Auvernia, véase
Étienne Baluze, Histoire généalogique de la maison d ’Auvergne..., dos volú­
menes. París, 1708,1, págs. 59-67; II, págs. 57-69; HF, XV, pág. 707 (n.° 11);
XVI, págs. 43-48, 110 (n ° 339), III (n.« 340-342), 146 (n.° 442), 161 (n.°
476); junto con De glorioso rege Ludovico, Ludovici filio, edición de Augus-
te Molimer, Vie de Louis le Groa par Suger suivie de I 'histoire de Louis VIL
París, 1887, capítulo 22; HL, III. págs. 824-826; y VI, págs. 8-9, capítulo 6.
Véase también, en relación con Troyes: HF, XVI, pág. 119 (n.° 366); en rela­
ción con Nevers: HF, XVI, págs. 182-183 (n.° 81); Hugo del Poitou, Chroni­
que de Vézelay, ii, MV, pág. 419, 427, 431, 433-434, 440; y la Breve histoire
des premiers eomtes de Nevers, MV, pág. 239; en relación con la Borgoña:
NOTAS ■ CAPÍTULO 5 707

HF, XVI, pág. 131 (n .05 399, 401); y Georges Duby, La société aux ,\T el xue
siécles dans ¡a región máconnaise. París, 1953, tercera parte, capítulo 2. Véa­
se también HF, XVI, págs. 57 (n.° 188) y 92 (n.° 283).
41. HF, XVI, pág. 130 (n." 398); Chronicon breve de gestis Aldeberti,
edición de Clovis Brunel. Les Mit ades de Sainl-Privai.... París. 1912, capítu­
lo 2 (n.° 126).
42. De glorioso rege Ludovico, capítulo 22.
43. HF, XVI, pág. 161 (n.° 476).
44. Vcanse más arriba las páginas 173 a 175
45. Véase Juan de Marmoutier, Historia Gaufredi, págs. 215-223; véa­
se también, Chronica ve!seim o de rapinis, págs. 83-90. Todos los analistas
regionales recogen la caída de Montreuil; véase en general, Chartrou, L ’Anjou
de 1109 á 1151, capítulo 4.
46. RAH2, I, n.° 18* (RRAN. III, n." 19). Véase también CSAA, II, pág.
339 (n.° 865).
47. Véase Gervasio de Cantorbery. The chronicle o f the reigns o f Ste­
phen, Henryll, and Richard L... edición de William Stubbs, dos volúmenes,
Londres, 1879,1, págs. 154-161.
48. Véase el Chronicon breve de gestis Aldeberti, págs. 126-134.
49. «[Aquello] no era un castillo, sino una cueva», asegura el texto ha­
ciéndose eco de los evangelios sinópticos, en los que se habla de una «cueva
de ladrones».
50. Véase el Chronicon breve, capítulo 15.
51. ¡bid., capítulo 8.
52. Véase ibid., capítulo 16; y respecto al texto, véase LTC, I, n.° 168
{HL, V, n.° 642).
53. Véase el Chronicon breve, capítulo 17; y en cuanto a las palabras
del obispo, véase el HF, XVI. págs. 160-161 (n .05 474-476).
54. Véase HF. XVI, págs. 43-44 (n.os 140, 141); y págs. 160-161 (n .05
474-476).
55. Véase el Regesto di Camaldoli, edición de Luigi Schiaparelli et al.,
cuatro volúmenes, Roma, 1907-1922, II, n.° 1193; junto con Wickham,
Courts and conflict in Tuscanv, capítulo 5; y en cuanto al escenario en que se
desarrollan los hechos, véase ídem, «La signoria mrale in Toscana», Stmtture
e trasformazioni deüa signoria rurale..., Gerhard Dilcher y Cinzío Violante
(comps.), Bolonia. 1996. págs, 343-409.
56. DDFrl, I, n,cs 60, 160, 166-168, 178; compárese también con loque
se señala en II, n.° 222.
57. Véase The Ufe and miracles o f Sí William ofNorwich,,,, edición de
Augustus Jessopp y M. R, James, Cambridge, 1896, i. 8, 16,
58. DDFrl, I, n.1,s 147, 160.
708 LA CRISIS DLL SIGLO XII

59. HF, XVI, pág. 170 (n.° 500).


60. Policniticus, op. cil., vi. 1 (II, págs. 3-4).
61. Véase el Archivio di S. Antonino di Piacenza, original del siglo xn,
edición de Ferdinando Gtiterbock, «Alia vigilia del la Lega Lombarda. II des­
potismo dei vicari imperiali a Piacenza», A r c h iv io storico italiano, XCV: 1,
1937, págs. 188-217; XCV: 2, 1937, págs. 64-77.
62. Véase ibid., XCV: 2 («Documemi»), págs. 69, 71; y en cuanto a los
contextos, véase Piero Castignoli, Storia di Piacenza, seis volúmenes, Pia­
cenza, 1984-2003, II, págs. 146-151.
63. Presento algunas de esas pruebas en el capítulo 1 de mi libro titulado
TV(Tormented voices. Power, crisis, and hwnanity in rural Calalonia, 1140-
¡200)\ ahí, en las páginas 165 a 171, aparecen consignados los textos, toma­
dos de originales inéditos.
64. FAC, U, n.u 1.
65. ACA, Cancillería, pergaminos no inventariados números 3451,
3275, 3409, 3141, 3288, 3433, 3217; Ramón Berenguer IV, pergamino no
inventariado número 2501.
66. ACA, pergaminos no inventariados de Ramón Berenguer IV núme­
ros 2501, 3145 y 3409.
67. ACA, pergamino no inventariado número 3433.
68 . Véase Juan de Marmoutier, Historia Gaufredi, págs. 183-191.
69. Véanse más arriba las páginas 168 a 175.
70. Véase el Cartulaire de l'abbaye de Saint-Vaast d'Arras..., edición
de Eugéne van Drival, Arras, 1875, págs. 3-8,
71. Véase Sigiberto de Gembloux, Chronica, año 1062, edición de
L. C. Bethmann, Hanover, 1844, pág. 360: junto con OV, v. 3 (III, pág. 14);
Landolfo el Mayor (Landolfo de Milán), llistoriae Mediolanensis,
ni. 5 (pág. 88 ); y Juan de Salisbury. Policraticus, op. cit., vii. 21 (II,
pág. 197).
72. Véase más arriba la lámina 6; Rouergue t oman. Jean-Claude Fau
(comp.), tercera edición, Zodiaque, 1990, láminas 12-13; véase también Gri-
vot y Zarnecki, Gislebertus, Lámina B. Hn los tímpanos de los templos de
Beaulieu y Saint-Martin (Saint-Gilles) también figuran sendas representacio­
nes del Juicio Final.
73. PL, CLXXI, pág. 350; Abelardo, Sermo 30, PL, CLXXVIII, págs.
564-566.
74. Dia/ogus de scaccario..., edición y traducción inglesa de Charles
Johnson, edición corregida, Oxford, 1983, i. 4 (pág. 15); ii. 1, 4, 7 (págs. 69,
84-85, 87).
75. Homiiies d'Organyá, edición trilingüe en castellano, catalán, e in­
glés de Amadeu-J. Soberanas et a i, Barcelona, 2001, págs. 99-100.
NOTAS ’ CAPÍTULO 5 709

76. FAC, II, n.° ICi. (La voz honor, femenina en este taso, tiene aquí el
significado antiguo de «heredad» o «patrimonio».)
77. Véase la Historia üaufredi, pág. 188 .
78. Inventari altomedievah di ¡erre, coloni e redditi, edición de Andrea
Castagnetti et al., Roma, 1979, n." 8 : 4, págs. 176192.
79. Véase David Rolle, «The descriptio terrarum of Peterborough
abbey», Bulletin o fth e Instílate o f Historien! Research, LXV, 1992, págs.
15-16.
80. Cartulaire de Saint Jean de Sarde, n.u 143.
81. MSB, viii. 22 (pags. 310-312).
82. Véase el Dialogas miraculontm, xii. 23, edición de Josephus Stran-
ge, Ccesarii Heisterbaccnsis..., dos volúmenes, Colonia, 1851, II, págs. 332-
335. Véase también la Chronicle ofBattle, pág. 108.
83. DDFrl, n.us 88, 94. 1 19; y II, n.°' 224, 229-243.
84. Véase Das Tafelgiiierverzeichnis des romischcn Künigs (MS. Bonn
S. 1559), edición de Carlrichard Briihl y Theo Kolzer, Colonia-Viena, 1979.
85. The Ufe ofSt Ansebn..., edición de R. W. Southern, Londres, 1962,1.
86. Véase OV, viii. 8 (IV, págs. 170-174); junto con la Peterborough
chronicle, años 1094-1 105: y R, W. Southern, «Ranulf Flambard», Medieval
humanism and oíher studies, Oxford, 1970, capítulo 10.
87. DB (Domesday Book), infolio 208 (condado de Huntingdon).
88 . Para información sobre los condados de Huntingdon, Lincoln y
York, véase DB, véase también Historia eeclesie Abbendonensis, ii. 4 (II,
pág. 4); BL (British Library), manuscrito Cotton Tib. A xiii, infolio 39, edi­
ción de Thomas Hearne. Hemi/tgi chartularium eeclesie Wigorniensis, dos
volúmenes, Oxford, 1723. 1, págs. 83-84; y BL manuscrito Cotton Vesp. B,
xxiv, infolios 57v-62, edición de H. B. Clarke, «The early surveys of Eves-
ham abbey.,.», tesis doctoral, Birmingham, págs. 246-270 — trabajo que no
he podido consultar— ; etcétera.
89. SC [Select charléis ... o f Engiish constitutional history...], pág. 101.
90. Véase el Dialogas, i . 4 ( 14); ii. 14-16 (págs. 61-64); junto con Regi-
nald L. Poole, The exchequer ni the twelfth Century..., Oxford, 1912, págs.
27-31, 36. Para otros planteamientos, véanse los Domesday Studies..., J. C.
Holt (comp.), Woodbridge. 1987: así como el texto de David Roffe titulado
Domesday. The inquest and the book, Oxford, 2000; y las obras que se citan
más adelante.
91. Charles de C'lttnv, v, n.d 4132; véase también Georges Duby, «Le
budget de l’abbaye de Cluny entre 1080 et 1 155. Économie domaniale et
économie monétaíre», Aúnales; E. S. C , VII, 1952, págs. 155-171
92. Véase N. E. Staey, «Henry of Blois and the lordship of Glaston-
bury», EHR, CXIV, 1999, págs. 1-33.
710 LA CRISIS DEL SIGLO XII

93. Charles de Cluny, V, n.° 4143.


94. Véanse las Gesta Suggerii abbatis. edición y traducción de Francoí-
se Gasparri, Suger, aeuvres, i. 1-30 (I, págs. 54-110). En la obra que él mismo
traduce, titulada Abbot Suger on the abbey churc.h nfSaint-Denis, segunda edi­
ción, Princeton, 1979, Erwin Panofsky omite la mayor parte de este material.
95. Gesta Suggerii, capítulo 2, págs. 60, 62. y capítulo 18, págs. 82-88.
96. FAC, II, n ° 18.
97. Compárese con lo que señala C. H. Haskins en The Normana in
European history. Boston, 1915, págs. 22, 226.228-229; véase también Doris
May Stenton, «England: Henry II», Cambridge medieval history, V, 1926,
pág. 574. Véase la página 390.
98. Difícilmente podría decirse que los conocidos intentos de nueva
redacción vengan a probar lo contrario. Véase por ejemplo, The Lincolnshire
Domesday andLindsey Survey, C. W. Fostcr y T. Longley (comps.), Lincoln,
1921; así como el HerefordDomesday, circa 1 160-1170.... V. H. Galbraithy
James Tait (comps ), Londres, 1950.
99. Véase RRAN, II. n." 1538, Véase en general, Poole, Exchequer,
junto con Mark Hagger, «A pipe roll for 25 Henry I», EHR, CXXII, 2007,
págs. 133-140, donde se habla de un fragmento recientemente hallado y per­
teneciente al año 1126.
100. Véase el Dialogas, i. 4, pág. 14: así como Poole, Exchequer, capí­
tulo 7; véase también C. H. Haskins, «The abacus and the exchequer», Stu-
dies in the history of medieval Science, Cambridge. Massachusetts, 1924,
págs. 327-335; Green. Government under H em y I. capítulos 3-5. Para infor­
mación sobre la agitación del año 1108. véase Eadmero, Historia novorum in
Angha. IV, págs. 192-193: y Guillermo de Malmesbury, Gesta regum Anglo-
rum, V. 411, edición de R. A. B. Mynors et al., 2 volúmenes, Oxford, 1998-
1999,1, pág. 742. Para el estudio de las influencias y la derivación del modelo
normando, véase el Dialogus, i. 4, pág. 14; junto con Pierre Bonnassie, «Des-
criptions of fortresses in the Book of Miracles of Sainte-Foy of Conques»,
From slaven’ to feudahsm, op. cit., págs. 142-143; y para información sobre
Hugo de Buckland, véase Poole, Exchequer, págs. 46-50.
101. Magmis rotulus scaccarii, 31 H em y 1, edición de Joseph Hunter,
Londres, 1833.
102. Véase Poole, Exchequer, pág. 40; véase también Richardson y Say-
les, Governance, págs. 279-282; junto con Green, Government, pág. 40.
103. Véanse las Ánglo-Saxon charters, edición y traducción de A. J.
Robertson, segunda edición, Cambridge, 1956, págs. 230-236, 242 y 493;
Exeter, Biblioteca deí deán y el cabildo, manuscrito 3500, folios 1-12; y para
un adecuado examen general de los documentos, véase H. B. Clarke, «The
Domesday sateliites», en Domesday Book. A reassessment, edición de Peter
NOTAS • CAPÍ TULO 5 711

Sawyer, Londres, 1985, capítulo 4. Véase también James Campbell. «The


significance of the Anglo-Norman State in the admmistrative history of wes­
tern Europe», reimpreso en (ídem) Essays in Anglo-Saxon hislory, Londres,
1986, pág. 174. Para un buen ejemplo de un estudio catastral en el que no
aparecen cuentas detalladas y el pertinente análisis de las dificultades que
esto plantea, véase BL, manuscrito Cotton. Vesp. B xxiv, folios 57v-62 (la
edición de Clarke del texto denominado «Evesham K..» aparece citada en
«The Domesday satcllitcs». págs. 62-63).
104. Véase Nicholas Vincent, «Why 1199? Bureaucracy and enrolmcnt
under John and his contemporaries», English governmenl in the íhirteenth
century, Adrián Jobson (comp.), Woodbridge, 2004, págs. 29, 33, 44-48.
105. Véase también M. T. Clanchy, From memo/y lo wrilten record.
England 1066-1307, segunda edición, Oxford, 1993, págs. 32-35.
106. Véase RRAN, II, n.° 1584; véase también Richardson y Sayles,
Governance, págs. 165-166.
107. Le cumple general de 1187, connu sous le nom de «Gros Brief»...,
edición de Adriaan Verhulst y Maurits Gysseling, Bruselas, 1962.
108. Véanse las ACF. n." 9; y en cuanto a la problemática naturaleza de
esta cédula, véase más arriba la nota de la página 179.
109. Así lo suponen los autores de la edición crítica de la Groie Brief
(citados en la nota 107).
110. De multro, capítulos 35 y 112. Este último capítulo dice en parte lo
siguiente: «...comes Wilelmus precipiens notario suo Basilio ut ad se festina-
ret, eo quod in presentiam suam berquarii et custodes curtium et reddituum
suorum rationem debitorum suorum reddituri venissent».
111. Lamberü S. Áudomari canonici Liberfloridas, edición de Albert
Derolez, Gante. 1968, folio 147v, pág. 298.
112. «Het Fragment van een grafelijke Rekening van Vlaanderen uit
1140», edición de Egied I. Strubbe, Mededelingen van de Koninklijke Vlaam-
se Academie voor Wetensehappen, Klasse der Letteren..., XII: 9, Bruselas,
1950, págs. 25-26.
113. Véase Haskins. Normans, págs. 226-229; junto con David Abula-
fia, «The crown and the economy under Roger II and his successors», Dum-
barton Oaks Papers, XXXVII, 1983, pág. 2; y Houben, Roger II, págs. 147-
159.
114. Véase Pedro de Éboli, Líber ad honorem Augusti, folio lOlr; y
Jeremy Johns, Arabic adminíslration in Norman Sicily. The roya! diwan,
Cambridge. 2002 , capítulos 4-10.
115. Arabic administra!ion, op. cit., pág. 144.
116. Alexandri Telesini abatísystoria Rogerii regis Sici/ie..., edición de
Ludovica De Nava, Roma. 1991, iv. 3, pág. 82.
712 LA CRISIS DI-I. S IliLO XII

117. Véase Johns, Arabic administration. op. cit., págs. 103, 108, 132,
150, 170-171, 190, 250; véase también Loud, Church andsociety in Capua,
págs. 21 y 189.
118. En Arabia adminisíration, Johns expone un interesante razona­
miento en favor de esta tesis.
119. Véanse las FAC, 11, n.l,s 5 y 6 .
120. Ibid., n.“ 7 ,9 y 10.
121. Ibid., n.JS 8, 11 -18, y véanse también, para el período comprendido
entre los años 1179 y 1213, los n.os 34 y 138.
122. Véase 1 brevi dei consoli del conume di Pisa degli anni 1162 e
I ¡64..., edición de Ottavio Banti, Roma, 1997, pág. 51, capítulo 7 (año 1162);
págs. 82-83, capítulo 17 (año 1164). Véase también la página 369,
123. Véase Robert Fossier, Polvptiqnes et censiers, Tumhout, 1978;
así como P. D. A. Harvey, Manaría! records, edición revisada, Londres,
1999.
124. Véase Murray, Reason and society, op. cit., págs. 166-174; y para
la obtención de ejemplos, véanse las Survevs o f the estales o f Glastonbury
abbeyc. I ¡35-1201, edición deN. E. Stacy, Oxford-Nueva York, 2001; junto
con las FAC, I, pág. 152; y II,passim.
125. Véase Pierre Bourdieu, üutline ofa theory nfpractice, traducción
inglesa de Richard Nice, Cambridge, 1977, pág. 40.
126. Henri Pirenne, Medieval citics. Their origins and the reviva! of
trade, traducción inglesa de Frank D Halsey, Princeton, 1925 (hay traduc­
ción castellana: Las ciudades en la Edad Media, traducción de Francisco Cal­
vo Serraller, Alianza, Madrid, 2007), véase también Holt, Magna Carta, se­
gunda edición, capítulos 1-3.
127. Véanse más arriba las páginas 197-203. Respecto a las ideas gre­
gorianas véase por ejemplo, De ordimwdo pontífice audor Gallicus, edición
de Ernestus Diimmler, Ldl, I, pág. 14; véase también Pedro Damián, Líber
gratissimus, capítulo 4, BrPD, I, n.ü 40, pág. 396; junto con Humberto, Ad-
versus simoniacos, iii. 9, Ldl, I, pág. 208; y Lamberto de Hersfeld, Annales,
año 1071, págs. 126-128.
128. Véase Hildeberto, Moralis philosophia, Questio, I, capítulo 42,
PL, CLXXI, 1038; CCr, II, n.u 282; HC, iii. 33. 2; así como Germán de Tour-
nai, Liber de restauraiione, capítulo 38, pag. 290; FUE, II, n.° 19; Actas de
las sesiones jurídicas de Rogelio II, i. 25-26, edición de G. M. Monti, «II testo
e la storia esterna delle assise normarme». Studi di storia e di diretto in onore
di Cario Calisse, tres volúmenes, Milán, 1940,1, págs. 326-327, i. 8 ; DDFrl,
II (véase el índice, página 715); y Juan de Salisbury, Policraticus, op. cit., v.
4, 1, pág. 290, texto en el que el autor describe la tirannia como una práctica
virtualmente oficial, VIII. 17, II, págs. 345-358; véase también Adán de Per-
ÑUTAS ■ CAPÍTULO 5 713

seigne, Lettres, I, edición de .lean Bouvei, París, 1960, n." 14, capítulos 148 y
152; y TrFr, II, n 0 1569. págs. 1196-1199.
129. CNA, n .0 I SO.
130. SC, págs. 117-1 19.
131. CPA, n.1' 15.
132. RAL6, 1,11 “ 47.
133. ¡bid., II, n .“ 3X0: «gravamina ... quae a dominis suis patiebantur».
134. Véase Guiberto. Monodia;, iii. 7, pág. 320; Memoirs, pág. 167;
véase también el R ecudí de tex tes d'histoire nrbaine frangaise des origi­
nes..., A.-M. Lemasson ut al., (comps.), Arras, 1996, n.os 33, 90.
135. Respecto a Lorris, véase Maurice Prou, «Les coutumes de Lorris
et leur propagation aux x il et xm1' siécles», NRHDFE, VIH, 1884; para infor­
mación sobre Prisches, véase Leo Verriesl, «La fameuse charte-loi de Pris-
ches», RBPH, II, 1923. págs. 327-349; sobre Beaumont, véase LTC, I, n u
314. Véase también La charle de Beaumont et les franchises municipales
entre Loire et Rhin..., Nancy. 1988.
136. Esta estimación aproximada (véase la siguiente nota) está basada
en colecciones documentales que aparecen citadas en las notas que siguen.
Véase también Robert Fossier, Enfatice de l ’Europe Xl -Xiie siécles. Aspeas
économiques et sociaux, dos volúmenes, París, 1982, 1, segunda parte, capí­
tulo 2 (hay traducción castellana: La infancia de Europa, traducción de
Montserrat Rubio Lois. Labor. Barcelona, 1984); y Wickham, Community
andclientele in twelfth-centun’ Tuscany, capítulos 7, 8 .
137. Nadie ha establecido todavía el número total de cartas conserva­
das, sea cual sea la definición que se quiera adoptar para la voz «carta». Com­
párese lo anterior con lo que señala Geoiges Duby en L écouomie rumie, II,
págs. 477-491 —Rural ecnnomy, págs. 242-252 (véase la reseña de la traduc­
ción castellana al final de la nota 92 de la página 66).
138. Véase el Diploma/ario de la reina Urraca de Castilla y León,
1109-1126, edición de Cristina Monteide Albiac, Zaragoza, 1996, n.üs 1-3;
junto con la Colección de fueros municipales y cartas pueblas..., edición de
Tomás Muñoz y Romero, Madrid, 1847, págs 96-98. La colección de Muñoz
sigue siendo fundamental.
139. Véanse por ejemplo los Documentos de Hinojosa, n.° 40.
140. Véase Wickham, Community, pág. 221; y para una noción de ca­
rácter general véanse las páginas 209 a 231. Véase asimismo Jean-Mane Mar­
tin, La Pouille du IT au xir siécle, Roma, 1993, págs. 301 a 328 y 748 a 768;
Martin habla (en la página 768) de la «brutalidad de las transformaciones»,
pero no dice nada de la experiencia del poder que prevalecía en la época.
141. Quellensammlung zur Friihgeschiclue der deutschen Stadt (bis
1250), edición de Bemhard Dicstelkamp, Leyden, 1967, n.u 55; Theodor Ma-
714 LA CRISIS DEL SIGLO XII

yer, «The State of the dukes of Zahringen», traducción inglesa de Godofredo


Barraclough, Medioeval Germany, 911-1250..., dos volúmenes, Oxford,
1938, II, págs. 189-191.
142. Quellensanimlung, n.° 72, articulo 4.
143. SC, págs. 130-134.
144. CPA, n."2.
145. CPC, V, n.°41.
146. «...quod vulgo dicitur tal lia». Cartulaire de Quimperlé, folio 34v,
cita tomada de Flach, Ancienne France, I, pág. 392; «exactio ... que vulgo
tallia vocatur», CSPCh, II, págs. 433-434 (la cita pertenece a una fecha ante­
rior al año 1 1 1 1 ); y en cuanto a la tallea que «obtenían por extorsión los fun­
cionarios regios», véase el RAL6, II, n.° 340, pág: 1 133.
147. R A L 6,1, n." 96; Cartulaire de Sauxillauges, edición de Henry Do-
niol, Clermont, 1864, n ° 949; De oorkouden der graven van Vlaanderen (juli
1128-september 1191), edición de Thérése de Hemptinne et al., Bruselas,
1988. II. I, n°9 6 .
148. Véase el RAPhl, n.,is 114, 133; véase también el Recueüdes char­
tes de I ’abbaye de La Grasse, edición de Elisabeth Magnou-Nortier et al., dos
volúmenes, París, 1996,1, n.° 138; junto con ACA, Cancillería, pergamino R.
B. III, 39; CPA, n.° 117; CPC. I1, n.“s 42, 65, 76; HL, V, n.™ 515i, 531; y los
Cartulaires des Templiers de Do uzeas, edición de Pierre Gérard y Elisabeth
Magnou, París, 1965, A, n.os 116, 203. Véase también, en general, Duby,
L ’économie rum ie (Rural economy), op c.it., iii. 2. 2.
149. Véase Ch.-E. Perrin,«Chartes de Franchise et rapports de droits en
Lorraine», Le Mnven Age, XL, 1946, págs. 11-42; junto con lasChartes de
coutume en Picardie: XtP-XUf siécle, edición de Robert Fossier, París, 1974;
y Ruth Mariotte-Lobcr, Ville et seigneurie. Les chartes de franchises des
comtes de Savoie.fin xne siécle-1343. Annecy, 1973, págs. 53-56.
150. Véase el R A L 6,1, n .05 96. 104, 109, 150, 156, 195; véase también
Prou, «Coutumes de Lorris», artículo 9, pág. 448.
151. Véase Prou, «Coutumes de Lorris», págs. 148-155,267-270,303-318.
152. GXa, VII, inst., 75, cita tomada, con modificaciones, del trabajo de
Cari Stephenson titulado «The origin and nature of the taille», 1926, reimpre­
so en idem, Medioeval instiíutions..., Bryce Lyon (comp.), Ithaca, Nueva
York, 1954, págs. 41-42.
153. Véase CSPCh, II, pág. 340, n.° 110. Véase también RAPhl, n.°
\\A \R A L 6 ,1, n ,05 96, 109.
154. CSPCh, II, pág. 484.
155. RA Phl, n.° 153.
156. Véase por ejemplo, CS.4A, I, n.° 120; RAL6, II, n.°382;//¿, V, n.°531.
157. RAL6, II, n.° 211.
NOTAS ' CAPÍTULO 5 715

158. Ibid., F,n.°47; ii, n."277.


159. GXa, VII, insl.. pág. 75.
160. Líber testamentorum, n.° 75; CSPCh, II, págs. 307-308.
161. CCr, II, n." 273; compárese también con lo que se señala en el nú­
mero 296.
162. Oorkonden der graven, II. I. n.° 95.
163. RAL6, II, n .0 381.
164. Véase el texto de Arthur Giry titulado Elude sur les originesde la
commune de Saint-Quenti», San Quintín, Francia, 1887, págs. 68-78,
165. RAL6, II, n." 244, articulo 16.
166. Recuei! de íexfes d'histoire urbainefrangaise..., op. cit., n.os 26, 28.
167. Véase la Chronica monasterií Casinensis, edición de Hartmut
Hoffmann, Hanover, 1980, iv. 35 (página 500, año l i l i ) .
168. Recuei! de textes d'histoire urbaine néerlandaise des origines au
milieu du xuf siécle, C. Van de Kieft (comp.), Leyden, 1967, n.° 25.
169. Véase el Cartulaire de Notre-Dame de Charires, I, n.° 58.
170. Véase ibid., n." 57. Las intervenciones de Ivo y Pascual II (11 14)
se encuentran en los números 33 y 34 (JL 4741; segunda edición 6403).
171. En el texto titulado Un manuscrit chartrain du xT siécle..., edición de
Rene Merlet y Alexandre Clerval, Chartres 1893, págs. 188-189, figura la renun­
cia jurada de un preboste a los «malos usos» (c. 1070). Véase también la página
191, donde figura otro de estos juramentos (pronunciado en tomo al año 1100).
172. Cartulaire de Notre-Dame de Chartres, I, n.° 58.
173. Ibid., «Hoc audiatis, domini, quod ab hac hora inantea a rusticis
mee majorie non exigam,,. [etcétera]».
174. Ibid.
175. fin la obra de Robert F. Berkhofer III titulada. D ar o f reckoning.
Power and accountability in medieval France, Filadelfia, 2004, podrán ha­
llarse nuevas pruebas relativas a las regiones septentrionales.
176. Vcase la HC, i. 20. 4, págs. 47-48. Véase también ii. 39, pág. 283;
y 59. 2, págs. 337-338.
177. Ibid., ii. 68 . 2, págs. 365-366.
178. Véase Galberto de Brujas, De mitllro, capítulo 51.
179. Statuta consuiatus ¡anuensis, edición de G. B. F. Raggio, Monu­
mento historiespatrice..., ii: I, Turín, 1838, columnas 241 a 252 y capítulo 73.
Ottavio Banú expone un punto de vista diferente: véase la nota de la página 9
de su Brevi di Pisa.
180. Brevi di Pisa, apéndice 7, págs. 116-117; véase también la página 91,
así corno la totalidad de los textos de los brevi contenidos en las páginas 43 a 101.
181. Véase el Cartulaire de Trinquetaille, edición de P.-A. Amargier.
Aix-en-Provence, 1972, n.° 308, aunque no sea el mejor de los textos que han
716 LA CRISIS Di-I. SIGLO XII

llegado hasta nosotros. En Aviñón se instituyó muy pronto un programa simi­


lar. Véase también André Gouron, «Sur les plus anciennes rédactions coutu-
miéres du Midi: les “chartes” consulaires d' Arles et d’Avignon», Armales du
Midi, CIX, 1997, págs. 189-200.
182. Véase «La coutume origínale de Saint-Antonin [Tam-et-Garonne]
(1140-1144)», Robert Latouche, Bulletinphilologique et historique (iusqu'á
1715) du Comité des Travuux historiques et sciemifiques, 1920, págs. 257-
262; LTC, 1, n.° 86. Respecto a la posible presencia de juristas en Arles, véase
la página 530.
183. Véase por ejemplo, HF, XVI, pág. 155,n.” 464.
184. GrH, I, págs. 323-324.
185. Véase el Curlitlaire du Bourg, n.° 4, edición de Limouzin-Lamo-
the, Commune de Toulouse, págs. 266-269.
186. Ibid., n.“ 8, Commune, págs. 275-276. Véase también John Hiñe
Mundy, Liberty and política! power in Toulouse. 1050-1230, Nueva York,
1954, capítulos 4 a 6 .
187. T. N. Bisson, «Pouvoir et consuls á Toulouse (1 150-1205)», Les
sociétés meridionales á l ’áge féodal... Hommage tr Pierre Bonnassie, Héléne
Débax (comp.), Tolosa, Francia, 1999, págs. 197-202.
188. LTC, I, n."483.
189. Brevi de Pisa, ap. 10, pág. 122.
190. Véase Laurent Macé, Les comtes de Toulouse et leur eníowage,
Xir-XHF siécies..., Tolosa, Francia, 2000, tercera parte.
191. Véanse los Statuta consulatus lamtensís, columnas, 241 a 252;
junto con los Brevi di Pisa, págs. 43-101; y para mayor información, véanse
las páginas 556 a 558.
192. Véase por ejemplo el CSPCh, II, pág. 718 (año 1281).
193. Véase Rigord, Gesta Philippi Angustí, edición de H. Frani^ois De-
laborde, CEuvres de Rigord et de Guillaume le Bretón, historiens de Philippe-
Auguste, dos volúmenes, París, 1882-1885,1, capítulos 7, 8 y 34 a 35.
194. Además de los textos de Rigord y de Guillermo el Bretón, véase
también la primera redacción de las GcB, capítulos I a II; junto con la Chro-
nica latina regnm Castellce, edición de L Charo Brea, Chronica hispana sce-
citli xill, Tumhout, 1997, capítulos 6 a 50; y Roderici Ximenii de Rada histo­
ria de rebus Híspanla', edición de Juán Fernández Valverde, Tumhout, 1987,
vi. 3, 4; vií. 1-36; viii. 1-12.
195. GcB, primera versión, capítulos 9 y 10.
196. Para información sobre todos estos extremos, véanse las FAC, I;
véase también Anscari M. Mundo, «El pacte de Cazóla del 1179 i el “Líber
feudorum maior”. Notes paleográfiques i diplomatiques», Jaime I y su época,
tres volúmenes, Zaragoza, 1979-19,82, II, Comunicaciones, I, págs. 119-129;
NOTAS • C A PÍT U L O 5 717

véase también Adam Kosio, «The "Liher feudorum mciior" of the counts of
Barcelona: the cartulary as an expression of power», Journal o f Medieval
Histoiy, XXVII, 2001, págs. 1 -2 2 . Los registros de los años 1178 y 1180 son
los siguientes: ACA, Cancillería, pergamino R. B. IV pág. 258; y LFM, i, n"
225. El Liher domini regís terminaría siendo denominado, bastantes años más
tarde, Liher feudorum maior, y con ese nombre pasaría a la imprenta; de ahí
que en las citas aparezca aquí con las iniciales LFM.
197. ACA, Cancillería, Registro, I, folio I; el documento aparece repro­
ducido en la lámina 7 y en el frontispicio de las FAC, I. Véase también Ros­
to, «Liherfeudorum maior», pág. 20. Gracias al estudio de unas inscripcio­
nes, Mundo ha identificado al copista mayor: se trataría de Ramón de Sitges,
véase el «El pacte de Cazóla...», op. cil., págs. 122-128.
198. Véase el «líber secundus», folio 10 (= LFM, II, n.° 51 1 ). El origi­
nal se ha conservado: véase ACA, pergamino R. B. IV, sin fecha (impreso
(también) en DI, IV, n." 146). Remito una vez más a la Lámina 7B.
199. Adam J. Rosto. «The limited impact ofthe Usatges de Barcelona
in twelfth-century Catalonia», Traditio, LV1, 2001, págs. 64-65.
200. Véase ACA, C ancillería, pergaminos añadidos al inventario 3433
y 3217; compárese también con lo que se señala en el pergamino 3409; para
una información de carácter general, véase TV, capítulos 1 y 3.
201. Véanse las GcB (primera versión), capítulo 9; junto con Ferran
Soldevila, Historia de Catalunya, segunda edición, Barcelona, 1963, capitulo
9. (Hay traducción castellana: Historia de Cataluña, traducción de Nuria Sa­
les, Alianza, Madrid, 1982.)
202. Alfonso I I ... documentos, n - 10, 18, 23, 27, 33, 36, 40, 45, 52, 53,
59,60,63,65,74.
203. Véanse las FAC. 1y II. En id. loe., I, págs. 234-250, se identifica a
los amanuenses y a los contables. Puede encontrarse un estudio completo
sobre Ramón de Caldas en T. N. Bisson, «Ramón de Caldes (c. 1 135-1199):
deán of Barcelona and king’s minister», Law, church and society: essays in
honor ofStephan Kuttner, Kenneth Penmngton y Robert Somerville (comps.),
Filadelfia, 1977, págs. 2S1-292.
204. Véase el Tumbo A de la catedral de Santiago. Estudio y edición,
Manuel Lucas Álvarcz (comp.), Santiago, 1998, págs. 47-48, junto con el
examen que hace José María Fernández Catón en las páginas 30 a 39 del im­
portante conjunto de obras críticas. Véase también Héléne Débax, «Le cartu­
laire des Trencavel (Liher instrwnentorum vicecomitalium)», Les cartulaires,
edición de Olivier Guyotjeannin et cil, París, 1993, págs. 291-299; y el Liher
instrumentorum memorialium. Cartulaire des Guillems de Montpellier, edi­
ción de Alexandre Germain, Montpellier, 1884-1886.
205. FAC, II, n .05 1,31,33, 35,45,49.
718 LA CRISIS DEL SIGLO XII

206. En TV, págs. 165-171, se registran dieciséis de esos memorandos


de queja; en ese mismo libro aparecen citados otros memorandos, pero no
conozco ninguna lista que los enumere de forma exhaustiva.
207. Véanse las/vlC , II,n."s 102-108; así como T. N. Bisson, «Thefi-
nances of the young James 1(1213-1228)», en Ídem. MFrPN, capítulo 19.
208. <7/7/. I, págs. 207-208.
209. P&M, I, págs. 153-154.
210. Véanse por ejemplo las Letters and charters o f Gilbert Foliot, n.°
125.
211. Véase HH, x. 38, pág. 772; SC, págs. 151-152, 158; véase también
Graeme J. White, Restoration and reform, 1153-1165..., Cambridge, 2000.
págs. 4-8; y Warren, Henry' //, págs. 66-68 .
212. Warren, pág. 59.
213. R. C. Van Caenegem, Roya! writs in Englandfrom the Conquest to
GlanviU..., Londres, 1959, n." 90.
214. The acta o f King Henry II, 1154-1 ¡89, edición de Nicholas Vin-
cent et al. (en preparación), n,® 5, 6 .
215. Chronique de Roberl de Tongni, II. Continuado Beccensis, pág.
173.
216. Véase Boussard, Gouvernement d'Henri ¡I. págs. 285-338. 427-
435, autor que sin duda sobrevalora el éxito logrado en Francia por Enrique.
217. Van Caenegem, Royal writs. págs. 195-346. 405-515; SC, págs,
163-167,170-173.
218. C&S, l2, pág. 851.
219. Warren, H em y 11, págs. 100-110.
220. Véanse las Grli, I, págs. 3-5; véase también Gervasio de Cantor-
bery, Chronicle, I, págs. 216-219.
221. Cita tomada de Warren, Henry 11, pág. 289. Véase también Julia
Boorman, «The sheriffs of Henry II and the significancc of 1170», Law and
government in medieval England and Normandy..., George Gamett y John
Hudson (comps.), Cambridge, 1994, págs. 255-275; SC, pág. 176; junto con
Roberto de Torigni, Chronique, II, pág. 17; y el Red Book o f the Exchequer,
II, págs. cclxii-cclxxxiv.
222. Véase Boorman, «Sheriffs», págs. 258-259; SC, págs. 170-173,
175-178; véase también la página 177 y el capítulo 8 .
223. GrH, I, págs. 108-111.
224. Véase ibid., junto con la introducción de Stubbs; véase también J. C.
Holt, «The assizes of Henry II: the texts», Thestudy ofmedieval records. Essays
in honour ofKathleen Major, D. A. Bullough y R. L. Storey (comps ), Oxford.
1971, págs. 85-92; y la Chronica magistri Rogen de Houedene. edición de Wi­
lliam Stubbs, cuatro volúmenes, Londres, 1868-1871,1. págs. 215-282.
NOTAS ' C A PÍT U L O 5 719

225. Véase D F. Alien, A catalogue ofEnglish coins in the British Mu-


seuni: the cross andcrosslet t}>pe o f H em y 11, Londres, 1951, págs. Ixxxviii-
xcv; junto con Gilbert Stack. «A lost law of Henry II: the Assize of Oxford
and monctary reform», The Haskins Society Journal, XVI, 2005, págs. 95-
103.
226. GrH, I, págs. 4-5, 108, 278; y Rogelio de Howden, Chronica, II,
pág. 245; para información relacionada con el texto que escribe Rogelio sobre
el Acta de Clarendon, véanse también las páginas 248 a 252.
227. Véase Antonia Gransden, Histórical writing in England, c. 55-c.
¡307. Londres, 1996, págs. 253-259, 277-278. (La localidad de Battle debe su
nombre a que en sus inmediaciones tuvo lugar la célebre batalla de Hastings
[14 de octubre de 1066], choque que marcará el inicio de la conquista nor­
manda de Inglaterra.)
228. Vcase Gualterio Map, De tuigis cuñafium, i. I, v. 7. Véase también
Ricardo Fitz Nigcl. Dialogas de scaccario\ Tractatus de legibus..., edición
revisada de G. D. G. Hall, Oxford, 1993 (1965).
229. Véase Vincent, «Why 1199? Bureaucracy and enrolment under
John», pág. 29; véase también la página 25, así como la página 86 del trabajo
de Holt, titulado «Assiz.es of Henry II».
230. Así lo ha señalado Vincent en «Why 11997», pág. 17. Véase tam­
bién T. F. Tout, Chap/ers in the administrativa history o f medioeval En­
gland..., seis volúmenes, Manchester, 1920-1933,1, págs. 132-134; junto con
Clanchy, Memory, capítulo 2.
2 3 1. Gualterio Map. De migis, i. I, v. 6.
232. S. F, C, Milsom, The legal framework o f English feudalism...,
Cambridge, 1976, capítulos 1-3.
233. " SC, págs. 170. 179, 180 y capítulo 5.
234. The chronicle oj Richard o f Devizes..., edición de John T. Apple-
by, Londres. 1963, págs. 4-5; John Gil¡ingham,RichardI, New Haven, 1999,
págs. 114-116.
235. Véase Paul R. Hyams, «Tria! by ordeal: the key to proof in the
early common law», On the laws and customs o f England. Essays in honor o f
Samuel E. Thorne, Chape! Hill, 1981, págs. 90-126.
236. Dialogus, i. II. págs. 59-60.
237. Vcase en general, Clanchy, Memory to writlen record, págs. 57-
68; Vincent, «Why 1199?», págs. 20-34.
238. Véase la Chronicle o f Richard o f Devizes, pág. 4; junto con Roge­
lio de Howden, Chronica, III, pág. 240: «Eboracensis archiepiscopus
[Geoffrey] ohtinnit vicecomitatum Eboracensem et ita Jachis esl regis ser-
viens etprcecipitavit se in potentias regias»', IV, pág. 35; véase también C. R.
Chenev, Hubert Walter, Londres, 1967, págs. 49-50, 92-114, 178-179.
720 LA CRISIS DEL SIGLO XII

239. Véanse las SC, págs. 260-262, junto con las GrH, II, pág. 90; véase
también Gillingham, RichardI, págs. 113-122, 239-244, 269-270.
240. GrH, II, págs. 110-111; véase también Rogelio de Hovvden, Chro­
nica, IV, págs. 5-6; junto con William Alfred Morris, The medieval English
sheriffto 1300, Manchester, 1927, pág. 138; v Gillingham, RichardI, pág.
270."
2 4 1. Véase Rogelio de Hovvden, Chronica, III, págs. 240-242.
242. Véase Gillingham, Richard 1, págs. 277-279; William Stubbs, in­
troducción a The histórica1 Works o f Master Ralph de Duelo..., dos volúme­
nes, Londres, 1876, II, págs. lxxx-lxxxi; y Guillermo de Newburgh, Historia
rertim Anglicarum, edición de Richard Howlett, Chronicles..., II, Londres,
1884, v. 4.
243. Véase Rogelio de Howden, Chronica, III, págs. 262-267, 299-300
(= SC, págs. 252-258); IV, págs. 63-66.
244. Curia regis rolls... o f Richard l and John, edición de C. T Flower,
siete volúmenes, Londres, 1922-1935,1, págs. 1-14 (rollo número 12).
245. Véanse los Three rolls ofthe king ’x court..., edición de F. W. Mait-
land, Londres, 1891, págs. 65-118.
246. The great rol! o f the pipe for the twelfth year o f the reign o f King
Henrv the Second..., Londres, 1884, págs. 7-10,14-15,46-49, 57-58, etcétera.
247. Véase en general, H, G. Richardson, introducción a The memoran­
da rol! fo r the Michaelmas term o f the first vear ofthe reign o f King John
(1199-1200)..., Londres, 1943, págs. xiii-xcviij; véase también Vincent,
«Why 1199?», págs. 17-48, trabajo en el que se realiza una importante revi­
sión de los planteamientos habituales.
248. Memoranda rol!... (1199-1200), págs. Ix-lxii.
249. Véase Feet o f fines ... A. D. 1182 lo A. D. i 196, Londres, 1894,
pág. 21; Glanvill, v iii, págs. 94-103; P&M, I, pág. 169; II, pág. 97; véase tam­
bién Clanchy, Memoiy, págs. 68-73; Vincent, «Why 1199?», págs. 30-43.
250. Holt, Magna Carta, pág. 180; Vincent, «Why 1199?», págs.
30-43.
251. Cita tomada de la edición de Richardson, pág. 32.
252. Ibid., pág. 33; The great rol/ o fth e pipe fo r the first year o f the
reign o f King John..., edición de Doris .VI. Stenton, Londres, 1933, págs. 176,
235 y 241.
253. Y cuyos títulos son, respectivamente, Angevin kingship, segunda
edición, Londres, 1963, y The legal framework o f English feudülism, Confe­
rencias Maitland, Cambridge, 1972.
254. GrH, II, págs. 81-82.
255. RAPh2,1, n." 109.
256. Véanse más arriba las páginas 346 a 347.
0

NOTAS ' CAPÍTULO 5 721

257. Véase Baldvvm. Government o f Philip Augustas, págs. 31-35 (tra­


ducido al francés con el titulo Philippe Auguste el son gouvernement, págs.
56-51). (La reseña completa se encuentra en la Bibliografía.)
258. Véase Rigord. capítulos 7 y 8 ; junto con Duby, La soeiété ...
máconnaise, 1953, págs. 535-551.
259. Como haría en la región de Berry: véase Rigord, capítulo 5 1.
260. Véase RAPhl. I, n.'’' 235, 253, 337, 425; junto con Rigord, capítu­
lo 137; y Guillermo el Bretón. Gesta Philippi Angustí, edición de H.-Fr. De-
laborde, CEuvres..., !. cc. 150, 156.
261. Véase Rigord. capítulos 15 y 19; y RAPh2,1, n.ns 12-16—véanse
también los números 62,90, 94,95,99, 133,134, etcétera— ; y Gavin 1. Lang-
muir, «“Judei nostri" and the beginning of Capetian legislation», Traditio,
XVI, 1960, págs. 209-210. f
262. Rigord, capítulo 5.
263. Ibid., capítulo 37; véanse también las citas de la nota 260.
264. RAPhl, I, n."” 29 (para información sobre Montlhéry) y 44; II, n.°
616. Respecto a Etampes. véase también la obra de Ch. Petit Dutaillis, Les
comunesfran^aises..., París, 1947, págs. 143-144 (traducción inglesa de Joan
Vickers, The French communes in the Middle Ages, Amsterdam, 1978, págs.
87-88.
265. Véase el juego de palabras a que se prestan las voces prodesse y
preesse en el Dialogue entre Felipe Augusto y Pedro el Cantor, edición de
Léopold Delisle, «Etienne de Gallardon, elere de la ehancellerie de Philippe-
Auguste, chanoine de Bourges», BEC, LX, 1899, pág. 24. Esta distinción era
un lugar común en las distintas culturas clericales: véanse las Charles de
Clunv, IV, n.us 3030, 31 II; junto con Actas pontif. Cenomannis, págs. 456; y
John Baldwin, «Philippe Auguste, Fierre le Chantre et Etienne de Gallar-
don...», CRAIBL, París, 2000, nota de la página 450.
266. RAPhl, I, n.“ 345. Si al escribir su crónica, Rigord se basa en la
copia de la corte, debió de tenerla necesariamente a mano después de que se
perdieran los registros de Fréteval en el año 1194. En el reconstituido archivo
que aparece en el Registro A no figura ningún otro ejemplar. Para informa­
ción sobre las ordenanzas de fechas anteriores, véase Rigord, capítulos 5, 15,
37, 47 y 58.
267. Véanse en general los RAPhl, I y 11; Frangoise Gaspan i, L ’écriture
des actes de Lotus VI, Loáis Vil et Philippe Auguste, Ginebra-París, 1973,
capítulo 4; la cita pertenece a la página 78.
268. Biblioteca Vaticana, manuscrito Reg. lat. 179, impreso en sus as­
pectos más sustanciales por André Duchesne en Historia•>Francorum scrip-
tores..., cinco volúmenes, París, 1636-1649, IV, págs. 557-762. Véase tam­
bién Fran<;oise Gasparri, «Manuscript monastique ou registre de chancelle-
722 LA CRISIS D E L SIGLO XII

rie? Á propos d'un recueil épistolaire de l’abbaye de Saint-Victor», Journal


des Savants, 1976, págs. 131-140.
269. Véase Rogelio de Howden, C/irónica, 111. págs. 255-256.
270. Véase, además de Howden, Guillermo el Bretón, Philippide,
IV, versos 530-582 (edición de Delaborde. II, págs. 118-121); véase tam­
bién Teulet, LTC, I, págs. v-xxiv; y Baldwtn. The govemment o f Philip Au­
gustas..., págs. 405-412 (traducción francesa, PhUippe-Auguste..., págs. 510-
518).
271. Les registres de Philippe Auguste. edición de John W. Baldwin,
París, 1992, págs. 21 -24; véase también Baldwin. Government, pág. 410 (pág.
516 de la traducción francesa).
272. Véase Baldwin, Government, págs. 412-418 (págs. 518-525 de la
traducción francesa); véase también Léopold Delisle, introducción al Catalo­
gue des actes de Philippe-Augustc.... París. 1856. págs. vi-xxx; Fran^oise
Gasparri, «Note sur le Registrurn veterius: le plus ancien registre de la chan-
cellerie de Philippc-Auguste», Mélanges de I 'Eco/e fram;aise de Rome,
LXXXIII, 1971, págs 363-388.
273. Véase el RAPI>2, I, n.” 345 (cita procedente de Rigord, capítulo
70); véase también Baldwin, Government, págs. 44-45, 125-128 y 1-55-158
(págs. 71-72, 172-176 y 210-212 de la traducción francesa). Aunque es cos­
tumbre que los eruditos ingleses utilicen el francés para referirse tanto al pre­
boste como al alguacil —y hablen por tanto deprévót y de bailli— , presumi­
blemente para distinguirlos de otros funcionarios patrimoniales denominados
prepositus y ba(i)!Iivus en los registros que han llegado hasta nosotros, me ha
parecido que, en el contexto de este libro, resultaba aconsejable evitar una
distinción que en el siglo XII pasaba casi desapercibida.
274. R AP h2.1, n.° 345.
275. Baldwin, Government, pág. 137 (pág. 185 de la traducción france­
sa); véanse también los Registres, págs. 37-180.
276. Véase la Histories Francorum scriptores, edición de Duchesne,
IV, pág. 669; véanse también las páginas 666 y 679.
277. Véase el RAPh2. II, n ” 615; véanse también los números 518. 533,
541,567, 727, 833.
278. Véase Le premier Budget de la monarchie frangaise. Le compte
general de ¡202-1203, Ferdinand Lot y Robert Fawtier (comps.). París,
1932.
279. Guillermo el Bretón, Gesta, capítulo 74, pág. 197.
280. RAPh2,1, n." 345 (419, versos 15 a 23).
281. Ib id., n." 116; II, n.“s 642, 706; véanse más arriba las páginas 379 a
380.
282. ¡bid., I, n.os 168, 345.
NOTAS ' C A PÍT U L O 5 723

283. Véase Howden, Chronica, III, págs. 255-256; Guillermo el Bre­


tón, Gesta, capítulo 74 (197); junto con la Philippide iv, versos 530-582 (De-
laborde, II, págs. 118-121).
284. En R.APh2, III, n.° 1030 (1028) se sugiere que esto era efectiva­
mente lo que sucedía.
285. Véanse los Registres, principalmente las páginas 183 a 264.
286. Para la comparación cutre los procedimientos de la nueva contabi­
lidad capeta y los seguidos en Flandes, Normandía e Inglaterra, véase Bald-
win, Government, págs. 144-152 (págs. 195-204 de la traducción francesa).
287. Registro A. folios 86r-89r (facsímil de la edición de Léopold De-
lisie, Le premier registre Je Philippe-Auguste..., París, 1883, reeditado en
Baldwin, Registres, págs. 207-228.
288. Registro A, folios 5vr, 4v, 12rv (Registres, págs. 229-237).
289. Véase el documento publicado por Edouard Audouin en su Essai
sur l ’arméeroyaleau tempsdePhilippeAuguste, Paris, 1913, págs. 123-129;
Registro A. folio 91 v (Registres, págs. 259-262); junto con el comentario que
aparece en T. N. Bisson, «Les comptes des domaines au temps de Philippe-
Auguste: essai comparatií», La Frunce de Philippe Auguste..., París, 1982,
pág. 526.
290. Para una visión global, véase Lot, Compte genera!, págs. 15-27.
53, 104-110. 113-139: v éase también Baldwin, Government, págs. 163-175
(págs. 219-233 de la traducción francesa); y Bisson, «Comptes des domai­
nes», págs. 521-538.
291. Registro A, folio 96r (RAPh2. II, n." 926).
292. Registro A, folios 1 lr-26v.
293. Véase Baldwin, Government, pág. 239 (pág. 308 de la traducción
francesa).
294. Véanse las LTC. i. n.os 562-571, 581-587,666-673; en los números
879 a 1590 se ofrece una visión más general. Véanse también los Registres,
págs. 385-437.
295. Véase el RAPh2. II. n.l« 799, 856; III, n.° 1206.
296. Véanse las LTC. 1. n,os 448-450,473-474, 504; junto con el RAPh2,
III, n.os 959, 960, 971, 975. 989. 995. 996 y 1001.
297. RAPh2, I. n."- 40. 59, 73; II. n.<™637, 727; III, n.« 977 (y 1067,
capítulo 23), 1000, 1052 y 1060.
298. Ibid.. 111, n." 977.
299. Ibid., II, n." 727, y esto en el muy pertinente contexto de la recla­
mación por ia que el rey afirmaba su aspiración a percibir derechos reales en
las iglesias de todo su territorio. Por regla genera!, Felipe respondía a las igle­
sias individualizadamente. ya que cada una de ellas se regia por un derecho
propio.
724 LA C R I S I S D L L S I G L O XII

300. Véanse por ejemplo, entre los innumerables textos posibles, las
LTC, I, n.“ 935; junto con los Documentos 1191-1217 recogidos por Julio
González (comp.), en Castilla en la época de Alfonso VIII, III, n.°s 732, 809;
DDFrl, I, n.us 41, 43, 52.
301. Además de Howden y Rigord, citados más arriba, véase la Chronica
latina regum Castelke\ así como Rodrigo Jiménez de Rada, De rebus Hispanie,
vii-ix. (Hay traducción castellana: Crónica latina de los reyes de Castilla, tra­
ducción de Luis Charlo Brea, Servicio de Publicaciones de la Universidad, Cá­
diz, 1984 [1217-1239]; e Historia de los hechos de España, traducción de Juan
Fernández Valverde, Alianza, Madrid, 1989.)
302. Papal monarchy, pág. 217; y para información sobre la paz ponti­
ficia, véase el capítulo 6.
303. Véase por ejemplo la Peterborough chronicle, año 1123 (págs. 42-
45); Hugo el Cantor, History o f the clnirch ofYork, págs. 90-222; junto con
Juan de Salisbury, Historia pontificalis, capítulos 21, 40, 42.
304. Véase Paul Fabre, Elude sur le Liber censuum de l église roma me,
París, 1892; Thérése Montecchi Palazzi, «Censius camerarius et la formation
du “Liber censuum” de 1192», Mélanges de 1’École frcmqaise de Rome: Mo­
ren Age, Temps modernes. XCVI, 1984, págs. 49-93.
305. Véase el LC, I, págs. 1-5; este pasaje aparece reimpreso en un tex­
to más accesible, el «Cencius camerarius» de Montecchi Palazzi, págs. 83-84.
306. LC, I, págs. 5-240.
307. Véase el LFM, I, págs. 1-2; junto con el Cartulaire des Guillems
{Liber instrumentorum), págs. 1-4.
308. Véase el LC, I, junto con el resumen analítico que realiza Montec­
chi Palazzi, págs. 84-88.
309. Véanse más arriba las páginas 426, 457; junto con FAC, I, págs.
100- 301; y Toubert, Stnictures du Latium medieval, II, págs. 1064-1068.
310. LC, I, n.os 31-164.
311. Véase Morris, Papal monarchy, págs. 182-188, 400-403; junto
con André Gouron, «Une école ou des écoles? Sur les canonistes franjáis
(vers 1150-vers 1210», Proceedings ofthe sixth 'International conference o f
medieval canon law..., Stephan Kuttner y Kenneth Pennington (comps.),
Ciudad del Vaticano, 1985, págs. 223-240.
312. Quinqué compilaciones antiqiue..., edición de .•Fmilius Friedberg,
Leipzig, 1882,1.
313. Véase la Compilado 1, pág. 23, Compilationes antiqua, pág. 9;
véase también, para un panorama de orden general, Jane E. Sayers, Papal
judges delegóte in ¡he province o f Canlerhurv 1198-1254, Oxford, 1971, ca­
pítulo 1 (y página 10 ).
314. Comp. I, Compilationes antiqua’, I.
NOTAS ' C A PÍT U L O 6 725

315. COD, págs. 21 1-214 (concilio del año 1179, cánones I y 4); com­
párese también con lo que se señala en las Papal decretáis relating lo the
dioeese o f Lincoln in the twelfth Century, edición de Walter Holtzmann y hnc
W. Kemp, Hereford, 1954, n.',s 13, 15.
316. Véanse las Decretáis o f Lincoln, n.n,> 1, 3, 4, 13, 16, 20, 21; junto
con las Compilationes antiqiuv, paxsim.
317. Véase Kemp, Decretáis o f Lincoln, pág. xxx.
318. Die Register Innoeenz' III, edición de Othmar Hageneder y
Antón Haidacher, diez ( .’) volúmenes publicados hasta la fecha, Graz-Colo-
nia, 1964-, I, n."s 4. 171; véase también Morris, Papa! monarehy, págs. 426-
433.
3 19. Véase Mundy, Toiilouse, capítulos 6 y 10; véase más arriba la pá­
gina 289; junto con los COD, págs. 224-225 (concilio del año 1179, capítulo
27), y 230-235 (concilio del año 1215, capítulos 1-4); véase también Morris,
Papa! monarehy, págs. 444-445.
320. Véanse las LTC. I, n." 721, véase también el capítulo 51; «Piscado
est publica».

C apítulo 6 : Conmemorar y pursuadir ( 1160-1225)

1. Lettres de Jaiques de Vitry (1160/1170-1240) évéque de Saint-


Jean-d'Acre, edición de R. B. C. Huygens, Leyden, 1960, n." I, págs.71-78.
2. Ibid., pág. 75. versos 103-107.
3. Ibid., pág. 76, versos 132-135; y pág. 73, versos 61-65.
4. Ibid., págs. 74-75 y 76, versos 124-128; y pág. 74, versos 83-90.
5. Aunque en la práctica quizá pueda considerarse también una ga­
rantía nueva: véase Jumes A. Brundage, Medieval canon law and the crusa-
der, Madison, 1969, págs. 12-14, y capítulo 6 .
6 . The Historia oeeidentalis ofJacqites de Vitry..., John Frederick
Hinnebusch (comp ), Friburgo, 1972; y Die Exempla aus den Sermones feria­
les et communes des Jakoh ron Vitry, edición de Joseph Greven, Fleidelberg,
1914.
7. R. I. Moore, The fonnation o f a persecuting society..., segunda
edición, Malden, 2007. (Hay traducción castellana: La formación de una so­
ciedad represora, traducción de Enrique Gavilán, Crítica, Barcelona, 1989.)
8. Véanse los COD, págs. 266-267, capítulos 68-69.
9. Véase Ph. Jones, hallan city-state, págs. 408-419, 628-631. (Ezze-
lino se aliaría primero con la Liga Lombarda [en 1226] para después cambiar
de bando y unirse en un pacto [en 1232] con Federico II, de quien recibiría un
privilegio de protección especial.)
726 L A C R I S I S D E L S I G L O XII

10. Véanse las páginas 630 a 632.


11. Ryccardi de Sánelo Germano notani chronica, edición de C. A.
Garufi, Bolonia, 1938, págs, 89, 92 (capítulos 7 y 19) y 109.
12. Los textos más debatidos en esta materia son los de Egbert Türk,
Nugae curialium. Le régne d'Henri II Plantagenét (1145-1189) et Téthique
politique, Ginebra, 1977; Tumer, Men raisedfrom the dust\ y Martin Aurell,
L ’empire des Plantagenét, 1154-1224, Perrin, 2003.
13. Les chansons de Guilhein de Cabcstanh, edición de Arthur Láng-
fors, París, 1924.
14. Ibid., I. 4-5. versos 29 a 34; y páginas 31 a 33; véanse también los
capítulos de Miriam Cabré y Sylvia Huot en The troubadows: an introduc-
tion, Simón Gaunt y Sarah Kay (comps.), Cambridge, 1999, págs. 134, 274.
15. Véase Pedro Vidal, Poesie, edición de D ’Arco Silvio Avalle, dos
volúmenes, Milán, 1960,1, págs. 9-11.
16. Chansons. VI. 3, versos 15-16; «Y pues os amo. señora, tan leal­
mente, / Amor no me da poder para amar a otra...». (Hay traducción castella­
na: Martín de Riquer, Los trovadores. Historia literaria y textos, Ariel, Bar­
celona, 1983.)
17. Biographies des trouhadours.... Jean Boutiére et al. (comps.), París,
1964, n." 9 (A, B).
18. Véase «“L’Ensenhamen” de Guiraut de Cabrera», Martín de Riquer
(comp.), Les chansons de geste fran^aises, traducción francesa de Irénée Clu-
zel, segunda edición. París, sin fecha (1957). págs. 342-351.
19. Poesie, XXIV. 3, verso 19 (II, pág. 192).
20. The Razos de trobar o f Raiman Vidal and associated te.xts, edición
de J. H. Marshall, Londres. 1972, págs. 1-25. Véanse también Lespoesies de!
trohador Guillem de Berguedá..., edición de Martín de Riquer, Barcelona,
1996, págs. 9, 63.
21. Véase Martín de Riquer. «La littérature provenfale á la cour
d’Alphonse II d'Aragón», Cahiers de Civilisation tnédiévale, II, 1959. págs. 177-
201; junto con las Poesies de Guillem de Berguedá; y The poems ofthe troubci-
dour Bertrán de Born, edición de William D. Paden et a i, Berkeley, 1986.
22. La canción más copiada de Guillermo de Berguedá trata, en abstrac­
to, de su amada señora; véanse las Poesies, XXVI; así como los Poems of
Bertrán de Born, n.ní 4 y 5.
23. Poesies, IV.
24. Poems, n."5 17,19,21,22.
25. Véase Riquer, introducción a Poesies: véase también 78 (Vida), y
I-XXXI; así como los Poems o f Bertrán de Born, n.cs 36-47.
26. Poesies, XI. I (182).
27. Poems, n .°2 8 .2 ,3 (321).
NOTAS ■CA PÍT U L O 6 727

28. Véanse en general, Les chansons de Guillaume IX..., recopiladas


por Alfred Jeanroy, segunda edición, París, 1927; junto con Thesongs ofJau-
fré Rudel, edición de Rupert T. Pickens, Toronto, 1978; Pedro Vidal, Poesie\
y Le troubadour Folquet de Marseille.... edición de Stanislaw Stroriski, Cra­
covia, 1910.
29. Véanse las Biographies, n.os 1, 87, junto con la recopilación com­
pleta; véase también el texto de Simón Gaunt y Sarah Kay titulado Trouba-
dours, capítulo 5. Para información sobre los trovadores catalanes, véase Is-
tván Frank, «Pons de la Guardia, troubadour catalan du X¡ic siécle», BRABLB,
XXII. 1949. págs. 229-327.
30. Véase Warren. Henry ¡I, págs. 577-579, autor que más adelante
comprenderá lo inútil de ese descrédito; compárese también con lo que seña­
la Gillingham en RichardI págs. 74-77.
3 !. Véanse las Poesies de GuiUem de Berguedá, XXIII; véanse también
las páginas 59 y 63, junto con los números XI a XXXI. Para una información
más detallada, véanse más abajo las páginas 499 a 514.
32. Véanse Les chansons de Canon de Béthune, edición de Axel
Wallenskóld, París, 1968,1.1: «Compondré una canción de fácil comprensión
/ pues quiero que todos la conozcan»; y para una comparación de orden gene­
ral. véanse también las Songs ofthe trouhadours andtrouvéres. An anthulogy
ofpoems andmelodies, edición de Samuel N. Rosenberg et al., Nueva York,
1998.
33. Como se observa cu las Chansons de Conon, VI. 4, verso 25; véase
también Juan Bodel, Le jen de Saint Nicolás, edición de Alfred Jeanroy, Pa­
rís, 1925, versos 190, 312 y 1294; junto con Juan Renart, Le Román de la
Rose on de Guillaume de Dole, edición de Félix Lecoy, París, 1979, versos 78
y 2976. (Hay traducción castellana: Historia de ¡a rosa o del caballero Gui­
llermo de Dole, traducción de Fernando Carmona, Servicio de Publicaciones
de la Universidad, Murcia, 1992.)
34. Songs, pág. 265.
35. Véase en general Gabrielle M. Spicgel, Romancing thepast. The
rise o f vernacular prose historiography in thirteenth-centvry France, Berke-
ley. 1999; junto con John W. Ualdwin, The language ofsex. Five voices from
northern France arotind 1200. Chicago, 1994.
36. Véase Gualterio Map. De nugis curialium, i. I (pág. 2), V. 7 (págs.
498, 500). Para una información de orden general, véase Türk, Ntigcc curia­
lium: y Aurell, L ’Empirc des Plantagenét.
37. Véase C. S. Jacger, The origins o f courtliness: civilizing trends and
thefomiation ofcourüy ideáis. 939-1210, Filadelfia, 1985.
38. Para una mayor información sobre el telón de fondo sobre el que se
recortan sus respectivas biografías, véase Christopher Brooke, «John of Sa-
728 L A C R I S I S D L L S K i L O XII

lisbury and his world», The world o f John o f Salisbury, Michael Wilks
(comp.), Oxford, 1984, págs. 1-20; véase también R. W. Southern, «Peter of
Blois: a twelfth-century humanist?», en su obra titulada Medieval huma-
nism..., capítulo 7 (la severidad con que juzga Southern el carácter de Pedro
apenas ha influido en la opinión que yo mismo me he forjado de sus recuer­
dos); junto con F. M. Povvicke, «Gerald of Wales», The Chrixiian life in the
Middle Ages..., Oxford, 1935, págs. 107-129.
39. De nugis, i-iii, págs. 2-278.
40. Pen i Blesertsis episfolie, PL, CCVII, epístolas 14 y 25.
41. De nugis, i. 30, págs. 120, 122.
42. Pedro de Blois, epístola 14.
43. Epístola 150.
44. Gerardo de Cíales, De rebus a se gestis, i. 6, 9, edición de J. S.
Brewer, Giraldi Cambrensis opera, ocho volúmenes, Londres, 1861-1891,1,
págs. 38,58. Véanse también esos mismos capítulos en The autohiographv o f
Gerald o f ¡Vales, traducción inglesa de H. L. Butler, nueva edición, 2005.
45. Epístolas 25 y 26.
46. Juan de Salisbury, Policraiicus, up, eir., i, prólogo (1, 16); véase
también Gerardo de Gales, De rebits a segestis, i. 6 (pág. 37).
47. Pedro de Blois, epístolas i 6 y 147.
48. Epístolas 66 y 95.
49. Nigelo de Longchamp, Tractatus contra curiales ei officiales coléri­
cos, edición de A. Boutemy, París, 1959, págs. 168-169, 190.
50. Véanse las citas mencionadas más arriba, en la nota 265 de la pági­
na 721; véase también Pedro de Blois, epístolas 120. 134 y 233; junto con The
laíer leíte n o f Peter o f Blois, edición de Elizabeth Revell, Oxford, 1993, n.°
43, verso 9; Gerardo de Gales, De rebus a se genis, ii. 14 (pág. 69); e idem,
Gemina ecclesiastica, ii. 34, edición de Brewer, Giraldi Cambrensis opera,
II, pág. 33.
51. Epístola 150.
52. Véase [Hugo Falcando], Historia o Líber de regno Sicilie, obra que
debe consultarse junto con el comentario que ofrece Graham A. Loud en su
traducción (realizada en colaboración con Tilomas YViedemann, Manchester,
1998).
53. Edición de S. F. Banks y J. W. Binns, Oxford, 2002.
54. Véase Diego García, Planeta, edición de Manuel Alonso, Madrid,
1943, págs. 164, 185-203. Agradezco a Janna Wasilewski que me haya suge­
rido este texto.
55 Véase la edición de Kolzer y Stahli, 1994.
56. Además de las citas señaladas más arriba, véase Juan de Salisbury,
Policrutieus, op. cit., vii, 16, 24 (II, págs. 157-159, 216-217); junto con Gual­
NOTAS ' C A PÍT U L O 6 729

terio Map, De nugis, i. 10 (pág. 12), iii. I (pág. 210), iv. 2 (pág. 284); Nigelo,
Tractatus, págs. 173-176. 192, 198-200; y Gerardo de Cíales, De rebus a se
gestis, ii. 8 (Opera, I. pág. 57), iii. 5 (pág. 99) y 7 (pág. 104).
57. ü tia imperialia. pag. xxvii; Planeta, págs. 80-83.
58. Epístola 77. Opinión que seguramente debían de compartir, aunque
con distintos matices, los novadores.
59. Die Summa decretarían des Magister Rufimis, edición de Heinricli
Singer, Paderbom, 1902, hasta D. 51, págs. 133-135.
60. Los términos citados proceden de John W. Baldwin, Masters. prin-
ces and merchants. The social views o) Peter the Chantar & his circle, dos
volúmenes. Pnnceton. 1 9 7 0 . II. nota 25 de la página 118; véase también
el volumen 1, págs. 1 7 8 - 1 7 9 .
61. BnF, manuscrito latino 14524. folios 179ra-180ra, citado parcial­
mente en John W. Baldwin II, nota 28 de la página I 19.
62. Véase BnF. manuscrito latino 14524 (Summa de Roberto de Cour-
son), xi ¡4 (folio 54vb); junto con Pedro e! Cantor, Verbum adbreviatum,
edición de Monique Boutry, Turnhout, 2004, i. 44 (págs. 295-299), ii. 16
(págs. 661-663); para información sobre el tema que abordamos en este apar­
tado véase también Baldwin, Masters, 1, págs. 279, 303, 307-311; así como el
conjunto del libro.
63. Véase en general. !. S. Robinson, «The papacy, 1122-1198», en
NCMH, IV: 2, págs/329-343.
64. La enumeración de textos que figura a continuación ha sido extraída
principalmente de Alano de Lille [= Alanus de Insulis], Liber pcenitentialis,
edición de Jean Longére, dos volúmenes, Lovaina, 1965; Summa de arte p r e ­
dicatorio, PL, ccx, págs. 109-198: ...Textes inódits. edición de M.-Th.
d’Alvemy, París, 1965; Les disputationes de Simón de Tournai..., edición de
Joseph Warichez, Lovaina. 1932; Pedro el Cantor, Summa de sacrcimentis et
anima; consilis, edición de Jean-Albert Dugauquier, cinco volúmenes, Lovai­
na, 1954-1967; Verbum adbreviatum, obra citada en la nota 62, a lo que aña­
dimos la «versión corta» de esta misma obra en PL, ccv. págs. 21 -370; Rober­
to de Courson, «Summa de sacramentis», BnF, manuscrito latino 14524,
edición parcial de Georges Lefévre publicada con el título de Le traité «de
usura» de Robert de Cou¡\on, Lille, 1902; y Vincent L. Kennedy, «Robert
Courson on penance», Mediceval Studies, Vil, 1945, págs. 291-336; Roberto
de Flamborough, Liber pa-nitentialis, edición de J. J. Francis Firth, Toronto,
1971; Esteban Langton, L'ommentary on the Book oj Chronicles, Avrom Salt-
man (comp.), Ramat Gan. 1978; Selectedsermons ojStephen Langton, edi­
ción de PhylHs B. Roberts, Toronto, 1980; y Tomás de Chobham, Summa
confessorum, edición de F. Broomñeld, Lovaina, 1968.
65. Véase Hierarchia Alani, en Alain de Lille. Textes inédits, pág. 223.
730 L A C R I S I S D E L S I G L O XII

66. Texles inédits, págs. 246-249: «Id al castillo que se alza allí [frente
a vosotros]». Es muy posible que Alano esté aquí ampliando las ideas que
expone Jerónimo de Estridón en su interpretación de Mateo, 21,2.
67. Vcase Rodolfo Niger, De re militan et triplici via peregrinationis
lerosolimitane [ I 187/88), edición de Ludwíg Schmugge, Berlín, 1977, iv.
49-50, pág. 222
68. Este episodio pertenece a una tradición de la que Esteban de Borbón
se hará eco en dos ocasiones: véanse sus Anecdotes historiques... edición de
Albert Lecoy de la Marche, París, 1877, iv. 293 (pág. 246), 426 (págs. 370-
371).
69. De oratione et speciebus Ulitis, edición de Richard C. Trexler, The
Christian al prayer. An illustrated prayer manual attributcd to Pe/er the
Chanler..., 1987, pág. 226.
70. Véanse por ejemplo los Sermons o f Stephen Langlon, ii. 19 (pág
48); y Tomás de Chobham, Summa, Q. II, pág. 306. De hecho, la rapiña figu­
ra prácticamente en todos los textos que aparecen citados en la nota 64.
71. Véase Hildeberto, Senno 25, PL, CLXXI, págs. 461-462; junto con
el Líber de doctrina, edición de Jean Becquct, Scriptores orduns Grandimon-
tensis, Tumhout, 1968, ci, págs. 48-49.
72. Verbnm adbreviatum, edición de Boutry, i. 18, pág. 171.
73. BnF, manuscrito latino 14524 (a partir de ahora aparecerá citado
como «Summa»), folios 63vb-69ra.
74. Véase la «Summa», xv. I, folios 63vb-64ra (parcialmente citados en
Baldwin, Masters, II, pág. 171.
75. Véase la cita de la página 73; y véase en general, Philippe Buc,
L ’ambigüité du iivre: prince, pouvoir, et petiple dans les commentaires de la
Bible au moyen age, París, 1994, segunda y tercera partes.
76. «Summa», xv. 1-3, folios 63vb-65ra.
77. Véase Pedro el Cantor, Verbum adbreviatum, i. 17 (pág. 139); junto
con la Summa, ii. 75 (II, pág. 14), 129 (pág. 272); y Baldwin, Masters, \, págs.
215-220.
78. Véase el Verbum adbreviatum, i. 17 (pág. 139); y la Summa, ii. 75
(II, pág. 14); véase también De oratione, edición de Trexler, pág. 226.
79. Liberpoen., ii. 11 (II, pág. 53).
80. Verbum adbreviatum, i. 45 (pág. 309).
81. «Summa», xv. 13 (folio 66va).
82. «Summa», xv. 14 (folio 66va).
83.«Summa», xv. 2-3 (folios 63vb-64ra);iv (folio 29rv).
84. «Summa», xv. 18 (folio 67rb), iv.12 (folio 29 rv), x. 11 (folio 49ra),
i. 30 (folio 1 Ira), iv. 4 (folio 27rab). x. 15 (folio 50ra), xv. 4 (folios 64rb-
65ra).
NOTAS ' C A PÍT U L O 6 731

85. Véase Baldwin, Masters, I, págs. 241-244, T. N. Bisson, C'onserva-


tion o f coinage..., Oxford, 1979 —a partir de ahora abreviado con las siglas
CC—, págs. 172-183.
86. Duby lo afirmará con toda contundencia en Trois ordres, pág. 372
(traducido al inglés con el título de Three orders, pág. 309) —(véase la reseña
de la traducción castellana en la nota 9 de la página 654)— : «Se instauró una
nueva forma de dominación, la de los doctores, que subyugaban a sus oyentes
con su saber y sus palabras».
87. Véase la Uierarchict Alani, pág. 233. Entre los «demonios» de la
tiranía se incluirán aquellos «qui suis subditis potius preesse quam prodesse
volunt»,
88. «Summa». xv. 6 (folio 65vb).
89. Véase Alano de Lille. Liherpoen., i. 28 (11, pág, 34); junto con Pe­
dro el Cantor. Summa, ii. 129 (11, pág. 272); y Roberto de Courson, «Sum­
ma». xv. 6 (folios 65rb-65va), 13 (folio 66va).
90. Véase Duby, Trois ordres, op. cit.. págs. 384-386 (traducido al in­
glés con el título de Three orders. págs. 320-321); véase también Buc,
L 'ainbigu'ité du livre, págs. 3 12-408.
91. Sermo m die sancti Michaelis, en Textes inédits. pág. 2 5 1; «De hoc
ordine erunt qui subditos rationabiliter regunt».
92. Véase Pedro el Cantor. Summa, ii. 124 (II, pág. 253); junto con el
Verbum adbreviatum. i. 54 (págs. 361-372); ii. 36 (págs. 739-743); y Roberto
de Courson. «Summa», i. 30 (folio 1Ira), 33 (folio 12rb); x. 11 (folio 49ra).
93. Para información sobre el concepto de cargo, véase Alano de Lille,
Sermo in die sane!i Michaelis. en Textes inédits. pág. 251; y Pedro el Cantor,
Verbum adbreviatum. i. 17 (págs. 149-150), 18 (pág. 161), 49 (págs. 329-330),
50 (pág. 335); véase también la versión corta, PL, ccv, capitulo 54 (págs. 165-
168); Summa. ii. 81 (52), Para información sobre la noción de administración,
véanse las Disputa/iones de Simón de Tournai, iv. 2 (pág. 28); Pedro el Cantor,
Verbum adbreviatum, i. 21 (pág. 184); la versión corta, PL, ccv, capítulo 22
(págs. 81-82); el capítulo 25 (págs. 95-96); y Roberto de Courson, «Summa»,
xv. 9 (folios 65vb-66ra), 18 (folios 67rb-67va). Para información sobre los
juramentos, véase Alano de Lille, De poen. i. 82-85 (II, págs. 90-91); Pedro el
Cantor, Summa, ii, 76 (II, 20-22), 122 (págs. 246-247); Verbum adbreviatum
(versión corta). PL. ccv, capitulo 127 (págs. 322-323); Roberto de Courson,
«Summa», iv. 4 (folio 27rab), 12 (folios 29rab-29va); y Esteban Langton,
«Questiones», Saint John’s College, Cambridge, manuscrito 57, folios 235v-
236v, n.° 91. Y para información relacionada con la rendición de cuentas, véa­
se Pedro el Cantor, Verbum adbreviatum, ii. 36 (pág. 741).
94. Véase más arriba, en la nota 265 de la página 721, la cita correspon­
diente.
732 I.A C R I S I S D H L S I G L O XII

95. Sermons,ü. 16 (pág. 45).


96. Véase F. M. Powicke, Stephen Lcmgtim,,., Oxford, 1928, págs.
113-116; junto con Holt, Magna Cana, págs. 222-226, 280-282.
97. Véase el HF, XV), págs. 88-92, n,os 271-281 (sobre todo el número
280); en cuanto a los contextos, véase André Gouron, «L’entourage de Louis
VII face aux droits savants: Gerardo de Bourgcs et son ordo», BEC, CXLVI.
1988, págs. 25-28; y Cheyette, Ermengard, págs. 213-216.
98. Gouron, «Canonistes franjáis (vers 1150-vers 1210)», págs. 230-
234.
99. Véase en general, Stephan Kuttner, «The revival of jurispruden-
ee», Renaissance and renewal in the twelfth Century, Robert L. Benson y
Giles Constable (com ps), Cambridge, Massachusetts, 1982, págs. 299-323;
Walther Holtzmann, Studies in the collections o f twelfth-century decretáis...,
edición de C R. Cheney y Mary G. Chenev, Ciudad del Vaticano, 1979; véa­
se también Peter Landau, «Die Entstehung der systematischen Dekretalsam-
mlungen und die europaische Kanonistie des 12. Jahrhunderts», ZRG Kan
A b t XCVI, 1979, págs. 120-148; y para información sobre Graciano, véase
Anders Winroth, The making oj'Gratian ’s Decretum, Cambridge, 2000.
100. Adrián Morey, Bartholomew o f Exeter, bishop and canonisi...,
Cambridge, 1937, capítulo 4; Sayers, Papal judges delegóte, capítulo 1;
Southern, «Peter ofBlois», págs. 107-109.
101. Véase la Compilatio antiqua, edición de Lehmann, Consuetudines
feudorum, págs. 1-38; y véase también, para una información de orden gene­
ral, Johannes Fried, Die Entstehung des Juristenstandes im 12. Jahrhundert,
Colonia, 1974; junto con Peter Classen, «Richterstand und Rechtswissens-
chaft in italieníschen Kommunen des 12. Jahrhunderts», Studium und Ge-
sellschaft im Mittelalter, Stuttgart, 1983, págs, 27-126; y Reynolds, Fiefs and
vassals, págs. 215-240,
102. Véase Roberto de Courson, «Summa», xv. 14 (folio 66va). Véase
también André Gouron, «L’inaliénabilité du domaine public: á l’origine du
principe», CRAIBL, 2001, pág. 8 18; y para una información de orden general,
véase Brian Tiemey, Foundations ofthe conciliar theory. The contribution of
the medieval canonists from Gratian to the Greut Schism, nueva edición,
Leyden-Nueva York, 1998, segunda parte.
103. Véase Baldwin, Masters, 1, págs. 84-86,
104. JL, 12254 — Mary G. Cheney, Roger, bishop ofWorcester, 1164-
1179, Oxford, 1980, apéndice ii, n." 61— ; Comp 3 (i. 6), edición de Fried-
berg, Quinqué compilaciones anticpuV, págs. 106-107.
105. Véase Morey, Bartholomew, pág. 51.
106. Véase Charles Duggan, Twelfth-century decretal collections and
their importance in English history, Londres, 1963, capítulos 3-5; junto con
VOTAS • C A PÍT U L O 6 733

Sayers, Papaljudges delególe. págs. 25-54; Cheney, Roger, capítulo 4, y


págs. 206-208; y G. Le Bras et al., L 'age classiijiie 1140-1378. Sources et
théories du droit [conviene precisar que se trata de un estudio del derecho
eclesiástico], París, 1965, págs. 222-243.
107. Véase por ejemplo, Piü¡, Tancredi, Gratice libri de iudicioram or-
dine, edición de Fridericus Bergmann, Gotinga, 1842; y véase también, para
una información de carácter general, Linda Fowler-Magerl, Ordines iudiciarii
and Libelli de ordine iudiciorum {from the middle ofthe twelfth to the end of
the fifteenth century), Turnhout, 1994.
108. Glanvill. i. 5 -12 (págs. 5-8).
109. Ibid., 1-2; compárese asimismo con lo que se señala en ei Dialo­
gas, págs. 1-3; véanse también las notas 225 a 228 en la página 719.
110. Véanse más arriba las páginas 392 a 396.
111. FAC, I, págs. 156-157; y II passim.
112. Ibid., I, capítulo 3: II, pág. 424, la inscripción indica la palabra lí­
ber.
113. Para información sobre las especulaciones relacionadas con las
causas que pudieron haberle dado origen en Inglaterra, véase el Dialogas, i. 7
(pág. 40).
1 14. Edición de Hedwig Heger, Das Lebenszeugnis Walthers von der
Vogelweide. Die Reiscrechmmgen des Passauer Bischofs Wolfger von F.rla,
Viena, 1970, págs. 77-146; compárese también con lo que se señala en las
FAC, II, n.“ 4.
115. Véanse las FAC, I, capítulo 4, y véanse también más abajo, las
páginas 572 a 575.
116. LFM 1, págs. 1-2; Bisson, «Ramón de Caldes», págs. 283-288
(MFrPN, págs. 190-198).
117. Véanse los Pipe rolls ofthe exchequer ofNurmandy fo r the reign
ofH enry 11, 1 ¡80 and 1184, edición de Vincent Moss, Londres, 2004, hay
nuevos volúmenes en preparación; véase también la Ciros brief págs. 77-
138.
118. Dialogas, i. 1-4 (7-14). Puede encontrarse un manual de compe­
tencia técnica cortesana, original y de carácter muy distinto, en la obra de
Andrés el Capellán titulada De amare, edición de Graziano Ruffini, Milán,
1980. (Hay traducción castellana: De amare. Tratado sobre el amor, traduc­
ción de Inés Creixell Vidal-Quadras, Sirmio, Barcelona, 1990.)
119. Dialogas, páginas 3 y 5.
120. Ibid., i. 5 (págs. 25, 30), 6 (págs. 36-38), 7 (págs. 41-43), 11-13
(págs. 56-61); ii. 11 (pág. 104).
121. Ibid., i. 1 (págs. 6-7).
122. Ibid., i, 6 (págs. .33-34).
734 L A C R I S I S D E L S I G L O XII

123. /bid., prefacio, 3: «scarrarium suis legibus ... cuius ratio si serue-
tur...»; compárese también con lo que se señala en i. 11 (pág. 59): «forestarum
ratio».
124. ¡bid., i. 8 (págs. 45. 47), 11-13 (págs. 59-61).
125. ¡bid.. i. 5 (págs. 26-27), 6 (págs. 35-36).
126. ¡bid., prólogo (pág. 5); ii. 4 (pág. 84). 28 (pág. 127).
127. Véase Robert C. Stacey. Politics, policy. andfinance urtder Henry
Il¡ 1216-1245, Oxford, 1987, págs. 8-9; y D. A. Carpenter, The minority o f
Henry ¡II, Londres, 1990, págs. 109-112
128. Véase por ejemplo, Summa Trecensis, iii. 1-6, edición de Hermann
Fitting, Summa Codicis des lrnerius, Berlín, 1894, págs. 46-52; Placentini
summa «Cum essem Mantue» sitie de accionum uarietatibus. edición de Gus-
tav Pescatore, Grcifswald, 1897.
129. Véase Fried, Entstehung des Juristenstandes, capítulo 2: véase
también André Gouron, La Science du droit dans le Midi de la France au
Mayen Age, Londres, 1984, en especial los capítulos 1. 3, 7-9. 14: respecto a
la identificación del autor de las Exceptiones Petri. véase Gouron, «Pétrus
“démasqué”», Revue d ’Hisloire de Droit, LXXXII, 2004, págs. 577-588.
130. Véanse las Exceptiones Petri, i. 21. edición de C. G. Mor, dos vo­
lúmenes, Scritli giuridici preirneriani, I, págs. 3, 10, Milán, 1935-1980. 11,
pág. 68; compárese también con lo que se señala en Brachylogus, i. 3. 5, 8. 3.
edición de Eduardus Bócking, Berlín, 1829. págs. 7, 11.
131. Rogerii qucesíianes super Institutis, iii, edición de Hermann Kanto-
rowicz,Sludies in the glossators o f the Román !aw..., Cambridge, 1938, pág. 279.
132. Brachylogus, ii. 1. 10-13 (págs. 3 1-32).
133. Véase por ejemplo el Formularium tabellionum di ¡rnerio..., edi­
ción de G. B. Palmieri, Appunti e documenti per Ia sloria dei giossatori, 1,
Bolonia, 1892; y respecto a los notariados, véase André Gouron, «Diffusion
des consulats méridionaux et expansión du droit romain...», BEC, CXXI.
1963, págs. 54-67.
134. Hermann Lange, Romisches Recht im Mitteialter, 1. Munich, 1997,
págs. 77-79.
135. Véase la Velus collecíio, edición de Gustav Haenel. Dissensiones
domitiorum..., Leipzig. 1834, págs. 1-70; junto con Kantorowicz, Sludies,
págs. 86-88; las Exceptiones Petri, prólogo, edición de Mor, Scrittigiuridici.
II, págs. 47-48; y el Brachylogus, i. i. 3, 3 (I, págs. 6-7).
136. Véase La Summa Institutionum «Justiniam est in hoc opere», edi­
ción de Pierre Legendre, Francfort, 1973, i, 1, pág. 23.
137. Summa de arleprcedicatoria. i. 22, PL. CCX, págs. 155-157.
138. Documentos impresos por André Duchesne, Historia; Francorum
scriptores, IV, págs. 583-584.
NOTAS ' C A P Í T U L O 6 735

139. Véase, además del escrito de T. N. Bisson titulado «The organized


peace in Southern France and Catalonia (c. 1140-1223)», en laAHR, LXXXII,
1977, págs. 296-297 (MFrPN, págs. 221-222), véase el Cartulaire de la ca-
thédra/e de Dax..., edición y traducción francesa de Georges Pon y Jcan Ca-
banot, Dax, 2004, n.l>142, donde se hace referencia a los trabajos de Frédéric
Boutoulle.
140. COD. pág. 222, capítulos 21 -22.
141 Véase el HF, XVI, págs, 130-131, n.os 399. 401; y véase también
Rigord. capítulos 23, 34-35 (I, págs. 36, 51-52); junto con las Gestes des
evéqttes d'Auxerre, II, págs. 115-121; Platelle, Justice seigneuriale de Saint-
Amand, págs. 43 1-433.
142. SC. págs. 170-1 73. 257-258.
143 DDFrl, II, n .0 241.
144. COD, 193, capítulo 15; 199. capitulo 12; 222, capítulos 21-22; y
para un comentario canónico, vcase Hoffmann, Gottesfriede, págs. 231-240.
145. Véase Vicente Kadlubek, Chronica Polonorum, iv. 8-9, edición de
Marian Plezia, Cracovia, 1994, págs. 147-150; Alexandri H¡ ... epístola? et
privilegia, PL, CC, n.° 1512 (1304-1305). Sobre esto mismo, véase también
la página 644.
146 I. S. Robinson. en la NCMH, IV: I, pág. 419.
147. La société franqaise ati temps de Philippe-Auguste, París, 1909,
pág. 17; la cita pertenece a mi traducción.
148. Véaseel Chronicon breve degestís Aldeberti, capítulo 2, pág. 126.
149. Véase Roberto de Torigni, Chronique, II, págs. 42-43, 50-51, 81-
82; véanse también las CAP. I, n.° 237; junto con Gualterio Map, De nugis,
i. 29.
150. Gesta, capítulos 23-24 Véanse también las GrH, II, pág. 120.
151. Rigord, capítulos 23-25.
152. Los textos que vamos a emplear aquí son los de Godofredo de Vi-
geoís, Roberto de Torigni, Rigord, Gervasio de Cantorbery y Roberto de
Auxerre. junto con las Gestaponfificum Autissiodorensium, el «Anónimo de
Laon» y los escritos de Guiot de Provins. Duby ofrece hoy un perspicaz co­
mentario en sus Trois ordres, págs. 393-402 (traducido al inglés con el título
de Three orders, págs. 327-336 [para la traducción castellana véase la nota 9
de la página 654]),
153. Véase Godofredo de Vigeois, Chronica, edición de Philippe Lab-
be, Nova bibliotheca manuscriptorum..., dos volúmenes, París, 1657,11, pág.
339, capítulo 22 (lectura que debe realizarse junto con el texto corregido que
figura en HF, XVIII, pág. 219).
154. Roberto de Torigni. Chronique, II, pág. 126; Rigord, capítulos 23-
24, págs. 36-37.
736 L A C R I S I S DHL S I G L O XII

155. Véase Roberto de Auxerre, Chronicon, edición de O. Holder-Eg-


ger, MGHS'S, XXVI, págs. 247-248.
156. Véase Gervasio de Cantorbery, Chronicle, I, págs. 300-302; véan­
se también las Gestes des évéques d ‘Auxerre, II, págs. 179-183; así como las
citas que figuran en la siguiente nota.
157. Véase Guiot de Provins, L¿i Bible, en Les mivres de Guiot dePro-
vins..., edición de John Orr, Manehester, 1915, versos 1927-1988 (págs. 70-
71); véase también el Anónimo de Laon, edición de Alexander Cartellieri y
W olf Stechele, Chronicon universale Anonymi Laudunensis..., Leipzig,
1909, págs. 37-40.
158. Chronicon, pág. 39.
159. Gestes, II, págs. 181, 183.
160. Si no me equivoco, este concepto tiene su origen en el artículo que
yo mismo escribí en el ano 1977 («The organized peace...», AHR, LXXXII);
lo ha hecho suyo Alan Harding, que lo utiliza en su Medieval law and the
foimdations o f the state, 2002, capítulo 4, obra en la que esta noción cumple
una función similar a la que desempeña en mi ensayo, aunque no tiene en
cuenta el límite cronológico que implica, situado entre los años 1140 y 1160
aproximadamente.
161. Les Miracles de Saint-Privut..., págs. 8, 38, 54, 105.
162. Papsturkunden fitr Templer und Johanniter..., edición de Rudolf
Hiestand, Gotinga, 1972, n.u 27; véase también BnF, Colección Moreau 68,
folios 1-2, 4-5v; junto con HL, VIH, preuves, n.° 6 (págs. 275-276); CPT, n.°
14; y el Cartulaire de ¡’église collégiale Saint-Scurin de Bordeaux, edición
de J.-A. Brutails, Burdeos, 1897, n." 24; ACP, n.u 102, articulo 28. Puede en­
contrarse un debate más pormenorizado en Bisson, «Organized peace».
163. Véase el Cartulaire de la cathcdrale de Dax. n.° 142; junto con
BnF, Moreau 68, folios 1-2; y el ACP, n.“ 102.
164. LFM, II, n.u 691; CC, págs. 50-64.
165. Véase el Cartulaire de Béziers (Livre noir), edición de J. Rouquet-
te, París, 1918, n°223.
166 Gestes, II, págs. 179, 181
167. Véase M.-H. Vicaire, «“ L’aflaire de paix et de foi” du Midi de la
France», Paix de Dieu el guerre sainte en Languedoc au XüF siécle, Tolosa,
Francia, 1969, págs. 102-127; véase también Bernard Hamilton, en l&NCMH,
v, 1999, capítulo 6 ,
168. V. Pfaff, «Papst Coelestin III », Z R G Kan. Abt., XLVII, 1961,
págs. 109-128.
169. Homilies d ’Organyá, pág. 42,
170. Véase más arriba la página 328.
171. Chronicon breve, capítulo 15 (pag. 133).
NOTAS ' CA PÍT ULO 6 737

172. TV, págs. 104-1 1 I : CPT. n.os 14-2 I; Julio González, Alfonso IX,
dos volúmenes, Madrid, 1944, II,n.lls 11, 12.
173. CPT, n." 16; Proverbios. 8. 15.
174. Véase Guillermo Fitzstephen, Vita sancti '¡'hornee..., capítulos 136-
145, Materials, III, págs. 135- i 46; junto con Heriberto de Bosham, Vita.sanc­
ti Thonue..., vi. 1-16; Materials. 111. págs. 491-514; y Juan de Salisbury, Let-
ters, edición de W. J. Millor ct al., dos volúmenes, Oxford,
175. Véase el frontispicio de esta obra. Véase también, en términos ge­
nerales, Warren, Henry II. págs. 509-519; así como Frank Barlow, Thomas
Becket, Berkeley, 1986, capítulo 12.
176. Véase Fitzstephcn. Vita sancti Thonuv, capítulos 97, 107, 125,
128, 132 (págs. 100. 108-1 1 1. 126, 129-132); véase también Heriberto de
Bosham, Vita sancti Thonuv. iv. 26 (págs. 418-422).
177. Véase Fitzstephcn, capítulos 10-12 (págs. 20-22), 18 (pág. 29), 53
(pág. 63), 63 (pág. 72), 66 (pág. 74). 122 (pág. 124), 125 (págs. 126-127);
véase también Heriberto de Bosham, iii. 15 (págs. 227-228), 19 (pág. 251), 20
(pág. 254), 25, (pág. 275); y v. 7 (págs. 478-479).
178. Warren, Henry 11, págs. 473-488; cita tomada de la página 474.
Las Constituciones de Clarendon se encuentran en las SC, págs. 163-167.
Para una clara distinción entre la fidelidad y el homenaje, véase Fitzstephen,
capítulo 40 (pág. 52).
179. Véase Fitzstephen. capítulos 38-61 (págs. 49-70); véase también
Heriberto de Bosham, iii. 32-38 (págs, 296-312).
180. Fitzstephen, capítulos 40-54 (págs. 52-64).
181. Ibicl., capítulo 107 (págs. 108-111); David Kiiowles, «Arehbishop
Thomas Becket: a character study», PBA, XXXV, 1949, págs. 198-205.
182. Fitzstephen, capítulo 53 (pág. 64).
183. Véase The correspondence o f Thomas Becket archbishop qf'Can-
terbury (1162-1170), edición de Anne J. Duggan, dos volúmenes, Oxford,
2000,1, r>-“ 7; junto con las Lctters ofJohn o f Salisbwy, II, n.us 246, 262, 300.
184. Policraticus, v. 1 (1, pág. 281), 5 (pág. 298); y passim.
185. Véanse las Letters. II, n " 288; véase también Policraticus, i. 3 (I,
pág. 20); vii. 23 (II, pág. 20*■>).
186. Summa «Justinumi cst in hoc opere», i. I (pág. 23); véase también
la página 2 1 .
187. Policraticus, v. 4, 11, 12, 16 (I, págs. 290, 330, 334, 354).
188. Véase Joseph R. Slrayer. Medieval statecraft and the perspectives
ofhistoiy, Princeton, 1971. págs. 63, 65, 77.
189. «Government and community», NCMH, IV: I, págs. 86-87.
190. Véase OV, x. 18 (V, págs. 304-306); junto con Otón de Frisinga,
Gesta, i. 17; y Galberto de Brujas, De multro', y PL, CLXXI, pág. 282.
738 L A C R I S I S D E L S I G L O XI I

191. Este extremo se aprecia de forma particularmente acusada en rela­


ción con las antiguas historias nacionales que figuran en obras escritas en
colaboración, como la que compondrán Georg Waítz y Gustave Glotz para la
vieja Cambridge medieval history, J. B. Bnry (comp.), 1912-1936; véanse los
capítulos elaborados por Corbett, Halphen, Powicke y Petit-Dutaillis; sin em­
bargo, también se apreciará en la MCMH, iv. 2.
192. Véase por ejemplo la página 651. Cabe argumentar que en las
ciudades italianas anteriores al año 1200 pueden hallarse algunas excepcio­
nes.
193. Letters, n." 246; compárese también con lo que se señala en los n.us
262, 300, 304.
194. Véase Duby, Sociélé máconnaise; De Toulouse á Trípoli, Lapuis-
sance íoulousaine au XHCsiécle, Tolosa, Francia, 1989, págs. 15. 70; véase
también Dhont, «“Ordrcs” ou “puissances”».
195. LFM, II, n.° 691; y véase en general, CC, capítulos 4 y 5. Respecto
a la renuncia a las exacciones, véanse más arriba las páginas 398 a 405.
196. Véase por ejemplo, RAL6, II, n.° 277; junto con la Quellen-
sammhmg der deutschen Stadi, n.u 65. Para información sobre los notables
episodios de agitación vividos en Reims en el año 1167, véase Juan de Salis­
bury, Letters, II, n.c 223.
197. Únicamente es posible citar aquí una minúscula fracción de los
ejemplos posibles: véase por ejemplo, HC, i. 72 (págs. 111 -1 12), ii. 53 (págs.
321-322); Guiberto de Nogent. Monodias, iii. 5 (pág. 302; Memoirs, pág.
138), 7 (pág. 320; Mem., pág. 146), Juan de Salisbury, Policraticus, vi. 25 (II,
págs. 75-77); Oberti cancellarii annales..., edición de L. T. Belgrano, Annali
genovesi di C-affaro e d e ' suoi continuatori..., cinco volúmenes, Roma, 1890-
1901,1, págs. 2 19-220; JL, 4978; Mansi, XXII, págs. 949-950.
198. Véase Max Weber, Economy and socicty, primera parte, I. capítu­
lo 3; II, capítulos 9 y 10. (Hay traducción castellana: Economía y sociedad
Esbozo de sociología comprensiva, traducción de Johann Joachim Winekel-
marm, FCE, Madrid, 2002 [1922].)
199. Cheyette. «Invention of the S t a t e » .
200. Véase Colin Morris, The Discoveiy o f the individual 1050-1200,
Londres, 1972, pág. 104.
2 0 1. Véanse las Decretales inédita; sceculi at/, edición de Walther Holtz-
niann et al., Ciudad del Vaticano, 1982, n.os 7, 12, 2 8 ,43a, 46, 53, 82; Letters
o f John o f Salisbury, I, n.os 4, 53, 70, 71, 83; The letters o f Arnulf o f Lisieux,
edición de Frank Barlow, Londres, 1939. ti.05 65, 77, 78, 91. Véase también
Mary G. Cheney, Roger, bishop ofWorcester, capítulo 2. Estas pruebas resul­
tan problemáticas hasta un punto que aún no ha sido bien investigado. ¿Hemos
de pensar que las actas de los tribunales laicos eran muy diferentes?
NOTAS ' CA PÍT ULO 6 739

202. COD, págs. 230-271; «A new eyewitness account of the Fourth


Lateran Council», Stephan Kuttner y Antonio Garcia y García (comps.), Tra-
dilio, XX, 1964, págs. 127-128. Véase también lo dicho en las páginas 606-
613.
203. Entre un incontable número de ejemplos, véase la Regesta de Fer­
nando II. Selección diplomática, n.°5 54 y 57; junto con González. Reino de
Alfonso VIII, [lí, n.os 573 y 574; Chronica latina regum Castada?, capítulo 1 I,
pág. 44; Chronica regia Colnniensis, págs. 130, 133, 147, 154; DDFr2,1, n.os
11,21, 26; y CAP, II. n.° 52.
204. Véase Rafael de Diceto, Ymagines historiarían, edición de Stubbs.
Histórical Works, 11, 23; véanse también las páginas 12 a 13 y 14. Respecto a
la elección de Cantorbery, véase también GrH, I, págs. 319-321, Y para infor­
mación sobre Bury, véase The chronicle ofJoceün o/Brakelond..., edición y
traducción de H. E, Butler. Londres, 1949: así como The chronicle o f the
election o f Hugh abbot ofB a iy St. Ednmnds.... edición y traducción de R. M.
Thompson. Oxford. 1974
205. Véase OV, viii. 23. IV. pág. 284; Chronicle o f Richard ofDevizes,
págs. 20-21, 33-34. 45. 48-4<J; CPT. n .05 14-17, véanse también las páginas
560-577.
206. Véase en general. Jones. Italian cih-state, págs. 288-423.
207. Otohoni serihee annales..., en Annali genovesi di Caffaro, II, págs.
3-66; Ogerii pañis annales. en ibid., II, págs. 67-1 17; Mundy, Toidouse, ca­
pítulos 5 y 6 .
208. Véase Villehardouin, La conqnéte de Constantinople, edición de
Edmond Paral, dos volúmenes, París. 1961. capítulo 11, págs. 1, 14.
209. Ibid.. capítulos 15-25 (I, págs. 18-26); capítulo 25 (página 26):
«Ensi les mist. puis c.. puis .ce., puis .m., tant que tuit le creanterent et
locrcnt».
210. Ibid., capítulo 42 (I. pág. 42). Véase también Roberto de Clari, La
conqnéte de Constantinople. edición de Philippe Lauer, París, 1927. capítulos
3-5 (4-6).
211. Villehardouin. op. cit.. capítulos 80-87 (I, págs. 81-85, 87-89), 91-
99(1, págs. 91-100), 256-261 (II, págs. 60-68).
212. Bonifacio de Montferrat fue elegido para llevar «la seingneurie de
l’ost», véase el capítulo 41 (I. pág. 42); véase también el capítulo 44 (I, pág.
44). En estos textos se da a los capitanes militares el tratamiento de señores, y
se deja claro que la gente se dirigía a ellos en esos mismos términos; véanse
los capítulos 16. 20.41, 59, etcétera (1, págs. 18, 22, 42. 61, etcétera).
213. HL, VIII, n.ü 165.
214. Véanse las CPT, n.ns 14-18, cuyo contenido analizamos en las si­
guientes secciones.
740 L A C R I S I S D L L S I G L O XII

215. ACA, Cancillería, Alfonso II de Aragón, conde de Barcelona, pág.


144; LFM, I, n." 225.
216. Véase el frontispicio: el fresco en él reproducido — que data de fi­
nales del siglo xil— es una de las primeras y más gráficas representaciones
del martirio de santo Tomás de Cantorberv. Se conserva en la iglesia de Santa
María de Tarrasa. Véase también Catalogue romane, edición de Eduard Jun-
yent, dos volúmenes, Zodiaque, 1960-1961, 11, págs. 194-195.
217. Para una explicación relacionada con la guerra de los barones, que
habría de librarse entre los años 1190 y 11 ')4. véase lo resumido en la página
556.
218. Véase Emilio Morera y Llauradó, Tarragona christiana..., dos vo­
lúmenes, Tarragona, 1897-1901,1, capítulos 16 y 17;Miquel Coll i Alentom,
La 1legenda de Guillern Ramón de Monteada, Barcelona, ¡958; Riquer,
Poesies [de] Guillem de Berguedá, pág. 19; junto con su Vida, pág. 78.
219. Véanse las FAC, I, págs. 79-86; junto con ACA, pergamino de
Alfonso II de Aragón, conde de Barcelona, p á g . 146, edición de Sánchez Ca-
sabon, Alfonso ¡1... documentos, n." 161.
220. CPT, n.os 14-18; ACA, pergamino de Alfonso II de Aragón, conde
de Barcelona, pág. 86; Sánchez Casabon, Alfonso I I ... documentos, n.° 59.
221. Véase Jaime Caruana, «Itinerario de Alfonso II de Aragón», Estu­
dios de Edad Media de la Corona de Aragón, VII, 1962,págs. 104-126.
222. Véase Morera, Tarragona christiana, 1, págs. 474-476; y para ma­
yor información sobre la indignación del papa, véase JL, 1 1895, págs. 12133-
12136.
223. LFM, II, n.us 792, 793; CPT, n." 14.
224. CPT, n ” 15.
225. Compárese con lo que se señala en LFM, II, n .'1 708.
226. CPT, n.,,s 3 -15; Usatges de Barcelona, 9-13.
227. CPT, n.° 15; compárese también con lo que se señala en el núme­
ro 14.
228. Ibid., n." 14, capítulo 18.
229. Ibid., n.° 15, capítulos 13-15.
230. Ibid., n.Ui 14, 15. Uno de los primeros copistas del número 15 ano­
ta bajo cada rúbrica esta aclaración: «qui hec iuramos».
231. LFM, I, n." 225.
232. Véase Caruana, «Itinerario», págs. 138-232; Armand de Fluviá,
FJs primitins eomtats i vescomtats de Catalunya..., Barcelona, 1989, págs.
122, 128, 147, 158-159, 169; Viader, L ’A ndorre, págs. 1 17-124; y Th. N.
Bísson, «The war ofthe two Amaus: a memorial of the broken peace in Cer-
danya ( 1188)», Misce!. tama en homenatge al P. Agustí Altisent, Tarragona,
11>91, págs. 95-107.
NOTAS ■CA PÍT UL O 6 741

233. AC'A. pergamino de Alfonso 1J de Aragón, conde de Barcelona,


pág. 303, recogido en las FAC. II, n “ 38; pergamino añadido al inventario
3465, Bisson (comp.), en «War of the two Arnaus», págs. 103-104.
234. ACA, pergamino de Alfonso 11 de Aragón, conde de Barcelona,
pág. 412; recogido en Alfonso I I ... documentos, n.“ 423.
235. ACA, pergamino de Alfonso II de Aragón, conde de Barcelona,
pág. 547, recogido en Charles Baudon de Mony, Relations potinques des
comtes de Foi.x avec la Calalogncjusqu 'au comniencement du XIVKsiécle, dos
volúmenes, París, 1896, II. n.u 23.
236. Baudon de Mony. Relations politiques, 11, n.os 24, 2 5 ,LFM, 1, n.us
412-414.
237. CPT, n.u 15.
238. ¡bid., n" 17, capitulo 16.
239. Capítulo 23. Para información sobre el ejército que llegó a reunir
el obispo en el Gévaudan. véase más arriba la página 357.
240. Véanse las FAC, II, n.l“ 45, 47, 60; véanse también Los documen­
tos del Pilar, siglo xu, edición de Luis Rubio, Zaragoza, 1971, n.° 199; junto
con ACA, archivos monacales, Sant Lloren^ del Munt, pág. 353; Archivo
histórico provincial, Zaragoza, Mijar, II. 52. 1, agosto de 1188.
241. Véanse las CPT. n." 16; y para información sobre el contexto en el
que se redacta el documento, véase Gener Gonzalvo i Bou, «La pau i treva de
l’any 118 7 peral cornial d ’lirgell i vescomtatd'Áger», ¡lerda, XLVIII, 1990,
págs. 157-170.
242. Véase todo lo que se dice en el número 17 de las CPT, así como los
capítulos 20-23.
243. Para información sobre estas disposiciones, estipuladas para sufra­
gar un hovatge entre los años 1174 y 1175, véanse las FAC, II, n.° 27; respec­
to al control de los castillos, compárese con lo que se señala en los Usatges de
Barcelona, capítulo 26, pág. 30,
244. CPT. n.° 17, arenga, pág. 94.
245. Archivo capitular, Gerona, «Llibre veid», folios 206v-208v.
246. CPT, n.° 18, Véase la Lámina SA.
247. Edición de Stephen P. Bensch, «Three peaces of Empúries (1189-
1220)», Anuario de Estudios medievales, XXVI, 1996, págs. 592-595.
248. Véanse las arenga' recogidas en las CPT, n.0í 15 (correspondiente
a la de Fondarella, del año I 173) y 18; compárese también con lo que se seña­
la en el número 19 (con información relativa al año 1198): «per totam Catha-
lomam, videlicet a Salsis usqtie Uerdam».
249. «. super hoc tractatus et deliberaciones cum [apud]», ibid, n.us 14,
15, 17.
250. Privilegias et titres relatijs au.x franchises ... de Roussillon, edición
742 L A C R I S í S D E L . SI GLO XI I

de Bernard Alart, Perpiñán. 1874. pág. 160; CPC I1, n." 154 (págs. 216-217);
II, págs. 443-444, 523-524.
251. CPT, n.os 19-22. Véase también Kosto, «Limited impact of the
[Jsatges de Barcelona».
252. CPT, n.05 19, 20.
253. ¡bid., n.° 21.
254 Véase Paul H. Freedman. The origins qfpeasant servitude in me­
dieval Catatonía, Cambridge, 1991. capítulos 3. 4.
255. Esla actitud se observa con toda nitidez en los memorandos que se
examinan en TV: con todo el mejor texto para la comprensión de este extremo
quizá sea el que se encuentra en ACA. cancillería, tanto en el pergamino aña­
dido al inventario 3451 (Gavá. etcétera) como en el pergamino R. B. IV,
igualmente añadido al inventario 2501 (Caldas de Malavella y Llagostera).
256. CTT,n.us 15, 17; véanse también las FAC, II, n.u 27.
257. Véanse las FAC, II, n.° 105; ACA, pergamino de Pedro II de Ara­
gón, pág. 26, edición de Bisson. «Sur les origines du monedatge: quelqucs
textes inédits», Anuales du Midi, LXXXV, 1973, págs. 99-100, MFrPN,
págs. 333-334. Véase también Pcre Orti Gost. «La primera articulación del
estado feudal en Cataluña a través de un impuesto: el bovaje (ss. xii-xm)»,
Hispania, LXI, 20 0 1, págs. 967-998.
258. Véase ACA. pergamino de Pedro II de Aragón, pág. 26 (véase la
nota anterior); AHN, Clero, Poblet, pág. 2019: junto con las FAC. n.° 136.
259. Véase el Archivo diocesano. Gerona, Cartulario «Cnrlcsmany»,
folio 65, edición de T. N. Bisson, «An “Unknown Charter” for Catalonia
(1205)», Album Elemér Málvusz.... Bruselas. 1976. págs. 75-76, MFrPN.
págs. 2 1 1 -2 1 2 .
260. «An “Unknown Charter”». pág. 76: «Promito etiam quod non ins-
títuani in ipsa térra aliquos uicarios nisi milites et de ipsa tena et cum consilio
magnatum et sapicntum illius terre. Qui uicarii iurent ut legaliter tractent te-
rram et communem iusticiam et ius et consuetudinem terre bene scruent...».
261. Véanse las FAC, I, Introducción, capítulo 4.
262. Véase Freedman, Peasant servitude in medieval Catalonia: junto
con Paul R. Hyams, King, lords andpeasanls in medieval England, Oxford,
1980. La remenea (redención) es el nombre de la costumbre catalana que
exigía que los siervos hubiesen de efectuar costosos pagos para lograr su ma­
numisión.
263. Véase Rogelio de Wendovcr. Flowers o f history..., edición de
Henry G. Hewlett, tres volúmenes. Londres. 1886-1889, II, págs. 48-49. 57.
Véase también «Bamwell annals», folio 61 rb (Mein., II. pág. 202); y compá­
rese asimismo con lo que se señala en Histoire des ducs de Nonnandie....
edición de Francisque Michel, París, 1840. págs. 114-115.
NOTAS ' CA PÍTULO 6 743

264. Véase J. C. Holt. The northerners. A study in the reign o f King


John, Oxford, 1961, pág, 27; Jollife, Angevin kingship, segunda edición,
págs. 72-73. Véase también King John: new interpretations, edición de D. S.
Church, Woodbridge, 1999,
265. Para información sobre el uso que habitualmente hace Holt de es­
tas nociones, véase su Northerners, pág. 94; véase también Magna Carla,
segunda edición, pág. 188; no obstante, consúltese asimismo el párrafo si­
guiente.
266. Northerners, pág. 1. Lo que sabemos de los dos individuos enreda­
dos en este aprieto sugiere que lo que Juan se proponía en último término
—dado que por todos conceptos cabe considerarle tan obstinado como resi­
liente— no era disuadir a sus adversarios, sino imponerles su voluntad.
267. Véase Rogelio de Howden, Chronica, IV, pág. 40; junto con Mag­
na vita sancti Hugonis, iv. 5, edición de Decima L. Douie y David Hugh
Farmer, dos volúmenes, Oxford, 1985, II, págs. 98-102.
268. Magna vita. v. 5 (II, págs. 98-100); y para información sobre las
fuentes y el contexto, véase el volumen I, págs. xlii-xlv,
269. Véase Radulphi de Coggeshall chronicon Anglicamim, edición de
Joscph Stevenson, Londres, 1875, págs. 102-110; junto con Sidney Painter,
The reign o f King John, Baltimore, 1949, págs. 155-156; y Jolliffe, Angevin
kingship, págs. 100-103.
270. Véase la Continuaría chronici Willelmi de Novoburgi, edición de
Richard Howlett, Chronicles, 11, págs. 510-511; véase también «Barnwell
annals», folios 60vb-61ra {Mein., pág. 201); junto con Coggeshall, pág. 163.
271. Véase Roberto de Courson. «Summa», xv. 13. 16, BnF, manuscri­
to latino 14524, folio 66vab; junto con Esteban Langton, «Questiones», Saint
Johif s, Cambridge, manuscrito C7 (o 57, según la antigua nomenclatura),
folios 195rab-196va.
272. .SC, pág. 277; A. L. Poole, From Domesday Book to Magna Carta,
segunda edición. Oxford. 1955, págs. 440-441.
273. Véase Gervasio de Cantorbery, Chronicle, II, pág. 104; Wendo-
vci, II, pág. 51; y los «Barnwell annals», folio 60v (Mem., pág. 200); véanse
también los Anuales monasterii de IVaverleia..., edición de Henry Richards
Luard. Anuales monastici. cuatro volúmenes, Londres, 1864-1869. II, pág.
262; junto con Holt, Magna Carta, págs. 193-195.
274. Coggeshall. págs. 165-168; «Barnwell annals», folios 62rb-65va
{Mem., págs. 206-215); Holt, Northerners, págs, 79-89.
275. «Barnwell annals», folios 63rb-64ra {Mein., págs. 209-211).
276. Ibid., folio 65rb (Mem., 213).
277. Holt, Northerners. pág. 93; Magna Carta, págs. 224-225.
278. Véase Painter, King John, págs. 213-280.
744 i. A C R I S I S D H L S I G L O XII

279. Coggeshall, pág. 167; Annales prioratus de Dnnslaplia,.., edición


de Henry Richards Luard, Annales monastici, III, pág. 40; SC, págs. 281-282;
Holt, Northerners, págs. 95-96.
280. SC, pág. 282; Holt, Magna Caria, págs. 418-428. La actividad
que desarrolle el rey en relación con la asamblea de Wallingford nos mostra­
rá que el legado consiguió aplacar los arrebatos de Juan, véase Rotuli littera-
rum patentium..., edición de T. DuíTus Hardy, Londres, 1835, 105ab.
281. Northerners, pág. 100.
282. Ibid., pág. 101.
283. Cnggeshall, pág. 170; «Barnwell annals», folio 66rb (Mem., págs.
217-218).
284. SC, págs. 283-284.
285. «Barnwell annals», folio 66va (Mem., págs. 218-219).
286. Selecled letters o f Pope Irmocent III concerning England (¡198-
1216), edición de C. R. Cheney y W. H. Semple, Londres, 1953, n.° 74.
287. Véase Holt, Magna Carta, págs. 231-249; y respecto a los artícu­
los de los barones, véanse las páginas 429 a 440.
288. «Barnwell annals», folio 68 (Mem., págs. 221-222); pueden en­
contrarse textos útiles para el estudio de la Carta Magna en SC, págs. 292-
302; así como en Holt, Magna Carta, págs. 448-472 (donde se hallará asimis­
mo una traducción moderna).
289. Véanse las Selevied letters, n."' 82 y 83; junto con los «Barnwell
annals», folios 69-72 (Mem., págs. 222-232); y Coggeshall, págs. 173-184.
290. Magna Carta, capítulos 10 y 1 1.
291. Véanse los «Barnwell annals», folio 68va {Mem., pág. 224); y en
cuanto a lospaciani del Mediodía francés, véase Bisson, «Organized peace»,
págs. 306-307 (MFrPN, págs. 231-232).
292. V é a n s e los « B a rn w e ll a n n a ls » . folios 6 2 v a y 6 8 v a (Mem., págs.
207, 224); ju n t o co n los Annales de Dimstaplia, pág. 33.
293. Magna Carta, pág. 188.
294. Selected letters, n.us 74, 78, 80, 82, 83. Aunque el pontífice se re­
fiera explícitamente al dominium papal, el señorío que, según dice Inocencio,
se ha visto burlado es el del rey ¡señorío cuya realidad se manifiesta en la
lealtad feudal que el monarca debe al papa como vasallo suyo),
295. Magna Carta ( 1215); capítulos 1; 2-8, 37, 43; 17-22, 38-40; 9, 24,
2 8,31,38,44,50.
296. Ibid, capítulo 61; Holt, Magna Carla, págs. 347-377.
297. Véanse los «Barnwell annals», folios 69ra-70vb (Mem., págs. 226-
231); compárese también con lo que se señala en el folio 63rb (Mem., pág.
209), aña 1213.
298. Coggeshall, pág. 167.
NOTAS CAPÍTULO 6 745

299. «Barnvvell atináis», folio 66vab (Mem., II, págs. 218-220).


300. Vcase la Chronik des propales Burchurd, págs. 79-80; junio con
la Chronica regia Coloniensis, págs. 160, 224. Véase también Burcardo,
pág, 96.
301. Véanse los A/muIcs Marbaccnses, edición de Franz-Josef Sehma-
le, Die Chronik Otros von Si. Blas ien and die Marbaeher Annalen, Darms-
tadt, 1998, pág. 196, véase también Gervasio de Tilbury, Olía imperiedia, ii.
19, pág. 462.
302. Véanse los Anuales Marbaeenses, pág. 196; junto con la Chronica
regia Coloniensis, pág. 159; y Barraclough, Origina o f mciclern Germany,
segunda edición, págs. 200-203.
303. Véanse las CAP. I, n." 318, y en especial los capítulos 1,7,11,14,16.
304. Zaragoza, Facultad de Derecho, manuscrito 225, folio 21 rv, edi­
ción de José María Ramos y Loscertales, «Documentos para la historia
del derecho español». AUDI'.. I. 1924, págs. 398-400; Cartulario de San­
ta Cruz de la Sema, edición de Antonio Ubieto Arteta, Valencia, 1966,
n.u 44.
305. Edición de José María Fernández Catón, La curia regia de León de
1188 vana «decreta'» y constitución. León, 1993, págs. 98-117, capítulos 5, 8,
12, 13.
306. Ibid., págs. 138-139.
307. CPT. n.° 17; y véanse más arriba las páginas 568 a 571.
308. «Documentos para la historia de las instituciones navarras», edi­
ción de J. M, Lacarra, AI IDE. XI, 1934, págs. 496-497.
309. SC, págs. 257-258.
310. Felipe de Suabia (en el año 1207) y Otón IV (en 1208) celebrarían
reuniones en sus respectiv as cortes para promulgar edictos de paz: véase la
Chronica regia Coloniensis, pág. 224; véase también Otón de Saint Blasien,
capítulo 50, pág. 150.
311. Historia' Francorum scriptores, edición de Duchesne, IV, págs.
583-584.
312. RAPh2, I, n."s 337. 340; compárese también con lo que se señala en
el número 330.
313. Véase Rigord, Gesta. capitulo 70, I, págs. 100-105.
314. Edición de Duchesne, IV, pág. 583.
315. Véanse los DDFrí, 11, n.os 229-243; véase también Burcardo de
Ursberg, Chronik, págs. 30-31
316. DI, VIII, n.“ 10.
317. CAP, Ln."318.
318. Véase la nota 3 I de la página 706.
319. «...cum conuini assensu militum et aliorum nobilium genere qui
746 L A C R I S I S D E L S I G L O XII

sunt de meo regno, statuo et confirmo ¡n forum ... Si quis nobilis ... non diffi-
diet illum...», edición de Lacarra, «Documentos», págs. 496-497; Fueros de­
rivados de Jaca. I Estella-San Sebastián, edición de José María Lacarra.
Pamplona, 1969, págs. 59-61.
320. Fernández Catón, Curia Regia, págs. 144-148; cita tomada de la
página 132.
321. Orense. Archivo de la Catedral. Privilegios, I, pág. 51; véase tam­
bién la edición de Fernández Catón, Curia Regia, págs. 133, 138-139, 144-
148; facsímil, lámina XV.
322. Ibid.. págs. 147-148. capítulos 14-16.
323. Véase ibid., págs. 98-117; véase también el capítulo 1, donde se
encontrarán ediciones más antiguas.
324. Ibid.. págs. 138-139. Carlos Estepa Diez ha cuestionado la auten­
ticidad de estos registros, al menos en la forma en que han llegado hasta no­
sotros: véase su trabajo titulado «Curia y Cortes en el reino de León», en Las
Cortes de Castilla y León en la Edad Media, dos volúmenes, Valladolid,
1988,1, pág. 96; sin embargo, a la luz de la crítica de Fernández Catón, sus
argumentos resultan poco convincentes.
325. Véase Burcardo. Decreta, i 33 (PL. CXL, pág. 558); HC. iii. 14
{pág. 441); 24 (pág. 458). Véanse también los Anuales Altahenses. pág. 53:
OV, x, 19 (v, pág. 3 14); junto con Gilberto Foliot. Letters, n.° 143; el Dialo­
gue o f the Exchequer, 2; i. 5, 7 (págs. 27, 40); y Rigord, xi. (pág, 23). Consúl­
tese asimismo Harding, Law and the foundations ofthe state, sobre todo los
debates que se enumeran en la página 389.
326. D D F rl, I, n.° 91; II, n.° 242; Rahewin, Gesta Friderici imperato-
ris. iv. 4 (pág. 236); Brachylogus, i, I (pág. 2).
327. Véase por ejemplo la Regesta de Femando II, n.° 41. un privilegio
destinado a la Orden de Santiago (del año 1181).
328. Holt, Magna Carta, págs. 285-291 y 432-440.
329. Cortes de los antiguos reinos de León y de Castilla, cinco volúme­
nes, Madrid, 1861-19 0 3 ,1, págs. 43-44.
330. Véase González, Alfonso IX. II. n.ns 192, 221; Francisco Hernán­
dez, «Las Cortes de Toledo de 1207», Las Cortes de Castilla y León en la
Edad Media, I, págs. 219-263.
331. Véanse las páginas 620 a 635.
332. Evelyn S. Procter, Curia and Cortes in León and Castile 1072-
1295, Cambridge, 1980, capítulos 2 y 3; junto con Gonzalo Martínez Diez,
«Curia y Cortes en el reino de Castilla», Las Cortes de Castilla v León en la
Edad Media, I, págs. 140-142; y González, Alfonso VIII, II, n." 471.
333. Cortes de los antiguos reinos de León y de Castilla, I, págs. 43-44;
González, Alfonso IX, n.us 192, 221.
NOTAS ' CAPÍTULO 6 747

334. Véase González. Alfonso VIH, II, n.os 471 y 499; y Peter Rassow, Der
Prinzgemahl. Ein Pactum matrimoniale aus demJahre 1188, Weimar, 1950.
335. Cita tomada de Martínez Diez, «Curia y Cortes», pág. 146.
336. GrH, II, pág. 30; Rigord, capítulo 56, págs. 83-84.
337. «New eyewitness account of the Fourth Lateran Council». págs.
123-129.
338. Guillermo el Bretón, Gesta PhiUppi Augusli, capítulos 150-15 t y
156; Chronica Albrici monachi Trium fontium. edición de Paul Scheffcr-Boi-
chorst, MGHSS, XXIII, 1874, pág. 891. Una rama secundaria del señorío
hereditario conservaría sus derechos.
339. RAPh2, IV, n.° 1612.
340. Vcase también ibid., n.° 1491 (compárese asimismo con lo que
señala Guy Devailly en Le Berry du x1’ siécle au mi/ieu du xi//c', París, 1973.
págs. 433-434; n.051415, 1497, 1499, 1534 (cotéjese igualmente con lo que se
indica en el número 1532). 1566. 1618, 1629, 1638, 1660, 1696 (véase del
mismo modo el número 1697), 1733, 1758; VI, n.° 79*.
341. LTC, I, n.‘‘ #21bis.
342. RAPI¡2, III, n." 1021. Véase también IV, n.” 1440, donde se habla
de un castillo situado en «marchia Francie ét Campanie».
343. Ihid., 11, n.“ 628; compárese también con lo que se señala en V,
pág. 183, n.° 13.
344. Ibid., V, pág. 191, n.° 23.
345. Ibid., III,n .0 1015; VI. n.°s 71 *, 88 *.
346. LTC. I,n.°785.
347. Ibid., n.° 828; RAPh2, III, n.° 992. Véase también IV, n.° 1757,
donde se podrá examinar una carta de amparo general concedida a las sedes
cistei cienses (y fechada entre los años 1 2 2 1 y 12 2 2 ).
348. R A P hl. IV. n.0- 1436, 1488.
349. Ihid., V. págs. 192-195, n.° 25. Los compiladores (véase la nota
que aparece en la página 192 del RAPhl) han omitido la cita que hace Gavin
Langmuir de este texto en «Politics and parliaments in the early thirteenth
century», Eludes sur l'histoire des assemblées d ’éíats, París, 1966, pág. 59,
sacada a su vez de una fuente secundaria.
350. Langmuir, «Politics», págs. 50, 55.
351. Véase el Register Im ocenz ' ¡11., I, n.° 478; junto conBaldwin,
Masters, I, pág. 46; II, págs. 36-37. Para información sobre el contexto en el
que se promulgarán dos leves en particular, véase Gaines Post, Studies in
medieval lega! thought..., Princeton, 1964.
352. Rigord, capítulo 70, pág. 102.
353. «Politics», pág. 49.
354. RA Ph2,1, n.° 252
74X L A C R I S I S D H L S I G L O Xl l

355. Ibid., V, págs. 184-185, n.u 15.


356. Véanse las LTC, I, n.° 785; junto con los Registres de Philippe
Auguste. págs. 556-557, n." 9.
357. Registres, págs. 555-557, n,os 8 y 9.
358. Véase Le Tres anden Coitlumier de Normandie, edición de Emest-
Josepli Tardif, Coutumiers de Normandie, dos volúmenes, Ruán, 1881-1903,
i. 15, 16,31,48 (1, 15-18,27,39): pese a que aquí sólo enumeremos éstos, hay
otros muchos capítulos igualmente asociados con la violencia. Véase también
Baldwin, Government, págs. 225-230, Ph-Aitg., págs. 291-298.
359. Véase en general, Rigord, Guillermo el Bretón y RAPhl. Respecto
a la voz convocare, véase Rigord, capítulos 41, 43, 70, 108, 131, 140, 144;
junto con Guillermo el Bretón, capitulo 165; para información Sobre el térmi­
no curia, véase Rigord, capítulos 35, 48, 50: RAPh2, VI, n.us 22*, 68 *, 69*
(donde pueden estudiarse algunas ilustraciones que muestran en qué consistía
un dictamen).
360. Era frecuente que quienes los hubieran leído se dedicaran más
tarde a citarlos o a imitarlos en textos ulteriores: véanse por ejemplo los
Récits d'im ménestrei de Reims au treizieme siécle, edición de Natalis de
Wailly, París, 1876, capítulo 252; junto con RAPhl, VI, n.os 25*, 26*, 75*.
131*.
361. «Summa», xv. 6, BnF, manuscrito latino 14524, folio 65rb (citado
por Baldwin en Masters, II, nota de la página 174).
362. Véase Elizabeth A. R. Brown, «La notion de la légitimité et la
prophétie á la cour de Philippe Augusto', ¡.a Frunce de Philippe Auguste...,
París, 1982, págs. 82, 96.
363. AD Niévre 2G 11, n.u 1, documento actualmente desaparecido;
edición de Maurice Prou, «Recueil de documents relatifs á l’histoire monétai-
re», Revue numismatique, tercera serie, XIV, 1896, págs. 287-288; reimpreso
en C’C, págs. 201-202.
364. Véase el R A P hl, I, n .05 228, 229 v 237; compárese también con lo
que se señala en el número 184; véanse también las Gestes des évéques
d'Auxerre, II, págs 165-169.
365. A cíes des comtes de Nainitr, pág. 89, capítulo 4; El Fuero de Jaca,
edición de Mauricio Molho, Zaragoza. 1964. pág. 156. Véase en general,
Bisson, CC, capítulo 1.
366. CC, capítulos 2, 3 y págs. 50-64, 126-135; véase también DDFrI.
I,n “ 67; Il,n.° 503.
367. CC, págs. 36-44, 144-165; y para información sobre la rentabili­
dad, véase Baldwin, Government, pags. 158-160 (Ph.-Aug., págs. 212-215).
368. RAPhl, I, n ü 84; el facsímil del original se encuentra en CC, lámi­
na 6 ; véanse también las páginas 35-36.
NOTAS ’ CA PÍT UL O 6 749

369. RAPh2. I, n." 84: compárese también con lo que se señala en el


número 123.
370. Véase en general, (i. L. Harriss, King, parliament, and public fi-
rtanee in medieval England ta 1369, Oxford, 1975, capitulo 1.
371. Véase Howden, III, pág. 225; Guillermo de Newburgh, iv. 38 (I,
pág. 399).
372. GrH, ii, pág. 33: Rigord, capítulo 57; CC, pág. 202.
373. Véase Staeey. Politws, capítulo 1; Carpenter, Minority o f Henry
III, capítulos 3-9.
374. ACA. Cancillería. Bulas, Legajo 3, n."4. Respecto a Inocencio III,
véase la edición de Bisson, CC, págs. 203-204; véanse también las páginas
86-87, junto con el capítulo 4.
375. «“Unknown Charter” for Catalonia», págs. 75-76 (.MFrPN, págs.
211- 2 1 2 ).
376. ACA, Cancillería, pergaminos de Pedro II de Aragón, conde de
Barcelona, págs. 265-268; A l’, Vic, cajón 37 (Privilegios y estatutos iv), n.“
68; Archivo diocesano, Gerona. «Caries Many», folios 51-52 (año 1207); y
respecto al año 1211, véase ACA, pergaminos de Pedro II de Aragón, conde
de Barcelona, pág. 385, así como otros muchos privilegios fechados el 21 de
marzo de 1211. En su importante escrito titulado «La primera articulación del
estado feudal en Cataluña», citado más arriba en la nota 257 de la página 742,
Pere Orti i Gost ha revisado el estudio que yo mismo he realizado sobre las
prácticas fiscales catalanas existentes en tiempos de Pedro II, y lo ha hecho
sobre la base de unos registros del bovaticum que llevaban mucho tiempo
perdidos. Sin embargo, el bovaje del año 1211 no seria el primer impuesto
general que encontrara justificación en un objetivo público distinto al de la
paz, como este autor sostiene (en la página 983); este tipo de justificaciones
ya se habían intentado en el año 1196, si es que no se habían empleado ya en
la década de 1170 (véase más arriba la página 569).
377. Edición tomada del cartulario del bourg, folio 91 rv, por Limouzin-
Lamothe, Commune de Toulouse. págs. 403-404.
378. Véase Guillermo de Lacroix, Series & acia episcoporum Ccidtir-
censium..., Cahors, 1617. pág. 87; véase también BnF, Manuscritos. Doat,
exviki, folios 7-8v; y para información sobre los contextos entonces vigentes
en Tolosa y en Cahors, véase CC, págs. 104-112.
379. Cortes de los antiguos reinos de León v de Castilla, I, págs. 43-44
(González, Alfonso IX. II, n." 167). Uno de los firmantes del documento que
deja constancia de esta junta general escribe lo siguiente; «Judicium regis
Alfonsi et aliorum regni sui».
380. Véase Procter, Curia and Corles, págs. 54-56, 82-84, 186-190,
261-263 — aunque con esta corrección (página 261): el decreto de Monzón
750 L A C R I S I S D E L S I G L O XI I

(del año 1236) no estipula explícitamente un plazo de siete años— . (Hay tra­
ducción castellana: Curia y corles en Castilla y León 1072-1295, Cátedra.
Madrid, 1988.)
381. Vcase Otón de Frisinga, Gesta, ii, 12; iv, 1-10 (Rahewin); véase
también Burcardo de Ursberg, Chronicon, págs. 30-32; junto con D D Frl, II,
n.os 238-243.
382. Véase Otón de Saint Blasien, Chronik, capítulo 26; junto con Bur­
cardo de Ursberg, Chronicon, pág. 57; Chr. regia Colon, pág. 133; Gislcberto
de Mons, Chronique, capítulo 109, págs. 154-163; etcétera. Véase también
Josef Fleckenstein, «Friedrich Barbarossa und das Rittertum. Zur Bcdeutung
der grossen Mainzer Hoftage von 1184 und 1188», Festschrift fiir Hermann
Heimpel..., tres volúmenes, Gotinga, 1972, II, págs. 1023-1041.
383. Véase 11L, VIII, n.° 165, junto con los capítulos 2 y 8 . Entre las
obras históricas que participan de este olvido conviene citar la de Thomas N.
Bisson, Assemb/ies and representation in Languedoc in the thirteenth cen-
tury, Princeton, 1964. págs. 43-48. Para una información de orden general,
véase Timotby Reuter, «Assembly politíes in western Europc from the cighth
century to the twelfth», 2001, Medieval pohtics and modera mentahties, ca­
pítulo 1 1 .
384. Existen incontables ejemplos que lo atestiguan: para los de carác­
ter imperial, véase TrSEm, n.° 877 (año 1156); junto con los Otoboni anuales,
pág. 65 (año 1162); y los Annales Marbacenses, pág. 174, 196. 224 (años
1187, 1196, 1215); para los actos destinados a armar a nuevos caballeros,
véase Bernardo Itier, Chronique, edición de Jean-Loup Lemaítre, París, 1998,
párrafos 95, 126 (años 1167, 1205); y para información sobre las celebracio­
nes matrimoniales, véase: Chronica latina regum Castellce, capítulo 40, págs.
83-84 (año 1222).
385. GrH, I, 4; véase también la página 131.
386. HF, XVI, pág. 152, n.°456; véase también la página 160, número 473.
387. Así sucede por ejemplo con la misa iniciática del Espíritu Santo,
con la proclamación de intenciones, etcétera. La palabra celebróte se encuen­
tra por doquier, no sólo en cualquiera de sus formas sino en fuentes de toda
clase: véase por ejemplo, GpP, iii. 25, pág. 280; Rigord, capítulo 57; HL,
VIII, n.° 49; CAP, I, n.° 328; Annales de Wintonia, pág. 74; y la Chronica la­
tina regum Castellce, capítulos 33, 40,44 (págs. 76, 84, 87), Véase en general,
Gerd Althoff, Family, friends and followers. Poliücal and social bonds in
medieval Europe, traducción inglesa de Christopher Carrol 1. Cambridge,
2004, págs. 142-144.
388. Véase la Chronica Adefonsi imperatoris, i. 69-72 (págs, 181-184);
junto con Vicente Kadhibck, Chronica Polononim, iv, 9 (págs. 148-150): y la
carta de Alejandro III al duque Casimiro, PL, CC, n." 1512,
NOTAS • CA PÍ T UL O 6 751

389. Véase por ejemplo el Cartulaire de Dax, n.° 12 (1167-1177); junto


con Goscclíno de Brakelond. Chronicle, pág. 44.
390. Fernández Catón, Cuna regia, pág. 98.
391. Véanse los Privilegis i ordinacions de les valLs pirinenques, edi­
ción de Ferrán VallsTaberner, tres volúmenes, Barcelona, 1915-1920, III, n.°
3. Véase también Viador, L ’Andorre, págs. 338-343, autor que argumenta
que en este caso no estamos ante un acto de homenaje y lealtad vinculado con
la sumisión propia del vasallaje.
392. Di, VIII, n.u 10.
393. Privilegis, III, n."4.
394. Cartulaires de la ralléc d'Ossau, edición de Pierre Tucoo-Chala,
Zaragoza, 1970, A, n.° 1.
395. Véase Estepa Diez, «Curia y Cortes», págs. 78-79. Esta interpreta­
ción, pese a que posiblemente no pueda revelarse taxativa, desbanca realmen­
te los anteriores argumentos sobre los orígenes de la representación urbana en
España.
396. Véase ACA, pergamino de Alfonso II de Aragón, conde de Barce­
lona. págs. 470.472; junto con Pedro II de Aragón, págs. 238-240; y Thomas
N. Bisson, «Poder escrit i successió al comtat d'Urgell (1188-1212)», Acta
histórica et archaeologica mediaevalia, XX-XXI, 1999-2000, págs. 187-
201. Véase también ACA, pergamino R. B. IV, pág. 268; y Alfonso II de
Aragón, conde de Barcelona, pág. 81, edición de Pierre Tucoo-Chala, Le vi-
comté de Béarn.... Burdeos. 1961, págs. 147-150.
397. Véanse más arriba las páginas 356 a 358 y 535 a 538.
398. Véanse Les coutumes de I 'Agenais. Paul Ourliac y Monique Gilíes
(comps.), dos volúmenes, Montpellier-París, 1976-1981.1, pág. 140, capítu­
los 70, 71; véase también la Introducción, págs. 3-7. Véanse las citas integras
en T. N. Bisson, «An early provincial assembly: the general court of Agenais
in the thirteenth century», Speculwn, XXXVI, 1961, págs. 254-281 (MFrPN,
capítulo 1); véase asimismo Nicholas Vincent, «The Plantagenets and the
Agenais, 1154-1216», en preparación,
399. HF, XV, págs. 886-887; GXa, I, inst. 6 ; Bisson, Asscmbhes in
Languedoc, págs. 106-111. págs. 132-133.
400. AN. J. 896,33, t. 1. cuyo contenido será confirmado posteriormen­
te (impreso por Edmond Albe. Cahors: inventaire raisonné & analytique des
archives municipales... [xur-xvr1.•>.], tres volúmenes [Cahors 1915-1926], I,
\Premier?partie...], págs. 46-47, 49),
401. Véanse los AN. J. 894, 9, i. 4, junto con el Mémoire rela/ifaupa-
réage de i 307 conclu entre l evéque Guillaume Durand II et le roí Philippe-
le-Bel. Mende, 1896, págs. 223-224; véase también tt. 6 , págs. 42, 49, así
como J. 896, 33, tt. 4, 6, 9
752 L A C R I S I S D L L S I G L O XII

402. AN, J. 896, 33, / . l l , Cahors, págs. 47-49.


403. Véanse los «Documents linguistiques du Gévaudan», edición de
Clovis Brunel, BEC, LXXVII, 1916. pág. 23: «eu, W. de Castelnou sobre-
digs, per la reconoisensa de la sobredicha regalia, taz homenesc e jure fedel-
tat...».
404. AN, J. 896, 33, l. 1, Cahors, pág. 46.
405. AD, Lot-et-Garonne, noticia G. 2. 1, citada en Speculum, X X X VI,
1961, nota 129 de las páginas 275 y 276 (MFrPN, págs. 24-25).
406. AN, J. 1031, 11, citada en Specultnn, XXX VI, nota 97 de la página
269 (MFrPN, pág. 18).
407. Véase Gualterio Map, De nngis. i. 1-2 (págs. 2-8); junto con el
primer prefacio de Gerardo de Gales al Librum deprincipis instnicfione, edi­
ción de G. F. Warner, Giraldi Cambrensis opera, VIH, 1891, págs. Ivii-lviii.
408. Las crónicas de los debates que aparecen en los textos literarios,
tan problemáticas como estimulantes, constituyen un vastísimo tema que
cabe considerar diferente. Baste citar aquí dos escritos que dan buen ejemplo
de ello: el de Chrétien de Troyes titulado Erec el Enide, edición de Mario
Roques, París, 1978, versos 311-341. 1 171-1237, 5493-5620, 6411-6510;
compárese también con lo que se señala en los versos 6799 y sigs. (hay tra­
ducción castellana: Erec y Enid, traducción de Carlos Alvar el a i , Siruela,
Madrid, 1993 [c. 1170]J; y el de Raoid de Canibrai, edición de Sarah Kay,
Oxford, 1992, capítulos 9, 29-34.
409. Véase por ejemplo, Chronicle of Battle Abbey, págs. 186-188; jun­
to con Goscelino de Brakelond, págs. 3-4, 2 1-23. 28.
4 10. Véanse en general las GrH, obra que considero aceptable atribuir
a Howden; véase también la Chronica Rogeri de tlouedene, 1I-IV; junto con
Rigord, Gesta Philippi Angustí.
411. Chronicle, págs. 61 -63.
412. Véase por ejemplo, para acontecimientos denominados «festi­
vos»: Gervasio de Cantorbery, 1, pág. 160; GrH. 1, págs. 131, 133; Roberto
de Torigni, II, págs. 117, 125; y Wendover, I, pág. 242; para acontecimientos
calificados como conciliimi: GrH, 1, págs. 92-93; Ricardo de Devizes, pág.
52; Howden, III, pág. 240; y los Anuales de Wavcrleia, pág. 258; para los
considerados consilium: GrH, I, págs. 302, 311, 336; II, pág. 6 ; y Howden,
III, págs. 236, 240-242; para los llamados collocpiium: Howden, III, pág. 242;
yGuillerm ode Newburgh, Historia, V. 17(11, pág. 461); para los que reciben
el nombre de tractatus: Annales de H'intonia, pág. 74; y para los no incluidos
en ninguna de las anteriores categorías: GrH, I, págs. 167, 286; y Devizes,
pág. 61.
413. Véanse las SC, págs. 294-295; o bien Holt, Magna Carta, pág.
454.
NOTAS ' C APÍ TUL O 6 753

414. Véanse las SC, págs. 321-322; junto con J. E. A. Jolliffe, The cons­
tituí ¡onal history o f medieval England..., tercera edición, Londres, 1954,
págs. 263-276; David Carpenter, The struggle fo r mustery. Britain 1066-
1284, Londres, 2003, capítulo 10.
415. Véase Die Kunstitntionen Friedrichs ¡1. Jiir das Konigreich S ki-
lien, edición de Wolfgang SUirner, Hanover, 1996, E 2 (págs. 458-460).
416. David Abulatia, Frederick ¡I: a medieval emperor, Londres, 1988,
tercera parte.
417. Jones, Italiati city-state, págs. 406-407.
418. The laws o f the medieval kingdom o f Hungary, edición y traduc­
ción inglesa de János VI. Bak et a/., Idyllwild, California, 1999, págs. 32-35,
95-101; véase también el capitulo I I (pág. 33), donde se habla de una dispo­
sición que más tarde sería renovada.
419. Para información sobre la presencia de personas de ambas regio­
nes, véanse las CPT. n.ü 23, así como las citas incluidas en la siguiente nota;
véase también la Colección diplomática del cancelo de Zaragoza, edición de
Ángel Canellas López, Zaragoza, 1972, n.° 48; respecto a la asistencia de per­
sonajes de Aragón, véase la Colección diplomática del concejo de Zaragoza,
n.m 49, 52; junto con «A general court of Aragón (Daroca, February 1228)»,
edición de T. N. Bisson. El IR, XCI1. 1977, págs. 117-122 (MFrPN, págs. 41-
46); para datos relacionados con la concurrencia de notables de Cataluña,
véanse los Documentos de Jaime 1 de Aragón, edición de Ambrosio Huid
Miranda y María de los Desamparados Gabanes Pecourt, cinco volúmenes
publicados hasta la fecha, Valencia, 1976-1988,1, n.u 5 y CPT, n.os 24-26.
420. Véanse las CPT. n.° 23; junto con ACA, pergamino no inventaria­
do número 3131 (véase el comentario incluido en esta misma nota); y Jaime
1, Llibre dels feits, capítulo 1 I, edición de Ferran Soldevilla, Les Quatre grans
cróniques, Barcelona, 1971, pág. 7. (Hay traducción castellana: Libro de los
hechos, traducción de Julia Butiñá Jiménez, Madrid, Gredos, 2003.) El per-
gamt no inventariado número 3131 es una lista realizada en la época y en ella
se enumeran los nombres de todos aquellos que habían «jurado fidelidad al
señor-rey Jaime», esta relación viene a equivaler a las listas que se confeccio­
naban anteriormente para mencionar a quienes juraban un acta de paz, o bien
se comprometían ante el conde o el rey (véanse también más arriba las pági­
nas 563 a 573). Los estatutos no han llegado hasta nosotros sino a través de
copias posteriores.
421. Véanse las notas de la página 112 del artículo de Bisson titulado
«General court of Aragón» (MFrPN, pág. 36).
422. CPT, n.° 26; Documentos de Jaime I, 1, n.° 112; Llibre delsjeits,
capítulos 47-54. (Véase más arriba, en la nota 420, la reseña de la traducción
castellana.)
754 L A C R I S I S D H L S I G L O XI I

423. Llibre deis feits, capítulos 47-54.


424. «General court of Aragón», pág. 117 (MFrPN, pág. 41).
425. Documentos de Jaime ¡, 1. n.° 112: «cognoscentes veraciter quod
status regni nostri provisione sollicita Samper debet iij melius reforman, ut
per statuta salubria ... prout necessitas postulat, utilitatis senciant incrementa,
in generali curia Barchinone ... statuimus ea, que inferius...».
426. Die Exempta des Jacob von Vitry.... edición de Goswin Frenken,
Munich, 1914, pág. 64, n.° 142,
427. Chronica, ii. 28. 6 (pág. 74).

C a p ít u l o 7: E p ílo g o

1. Véase Suger, Vita, capítulo 8; junto con Juan de Joinville, Vie de


Saint Louis, edición de Jacques Monfrin, París, 1995, capítulo 48.
2. Esto es lo que argumentan Poly y Bournazel en Mutation féodale,
primera edición, 1980, junto con otros autores; es cuestión que suscita ade­
más numerosos debates. (Hay traducción castellana: El cambio feudal, tra­
ducción de Montserrat Rubio Lois, Labor, Barcelona, 1983.)
3. Chronica Polonorum, iv. 8-9 (págs. 147-150); y véase más arriba
la página 534.
4. Según lo que hemos indicado más arriba, en las páginas 225 a 229.
5. Otia, i. 20 (pág. 126).
6 . Esta crisis hallará su resolución en la reactivación de un señorío
monárquico de carácter agresivo y lucrativo —el que se instaurará en tiempos
de Jaime I el Conquistador— , tema que supera la esfera de análisis que nos
hemos fijado en este libro.
7. Véase en general, Frantisek Graus, «The crisis of the Middle Ages
and the Hussites», 1969, traducción inglesa de James Heaney, The reforma-
tion in medieval perspective, Stcven Ozment (comp.), Chicago, 1971, págs.
77-103; y Randolph Starn, «Historians and “crisis”», Past & Presen!, n.° 52,
1971, págs. 5-22.
8 . AN, J. 1033, n.° 13, folio 24a; J. 899, folio 141a, edición de Au­
guste Molinier, HL, Vil, Enquéteurs royaux, 88 (n.“ 81), págs. 148-149.
GLOSARIO

adiitpresentiam «en presencia de».


administración advocatura protectorado laico de las tierras de la Iglesia.
afectivo relación personal, de implicación humana.
alberga obligación de proporcionar alojamiento a hombres y animales.
almnd(s) medida de capacidad de áridos.
arenga(-ce) fioritura(s) verbales de introducción a un discurso.
assisa corte consuetudinaria de Normandía.
busileus epiteto imperial.
bovaticum (bovatge) bovaje, impuesto sobre e! ganado vacuno, a veces
también se llama así al gravamen para el mantenimiento de la paz.
burgueses habitantes de las pequeñas poblaciones, gentes de los burgos.
caballarius jinete.
cafis(es) medida de capacidad.
canccllarius canciller, superior jerárquico de los escribanos.
chanson de geste cantar de gesta.
condlium concejo, población, nombre dado a las comunidades locales en España.
coniuratio grupo de conjurados, conspiración.
consilium consejo.
consuetudines costumbres.
consul(-es) funcionarios, a menudo electos, de las pequeñas poblaciones;
término que emplean los estudiosos del derecho romano para referirse a
la potestad de los príncipes.
contado región administrativa que rodea a una población pequeña o mediana.
coterelli combatientes mercenarios, bandidos.
credilio petición de dinero prestado.
curia corte, junta, asamblea.
diwan diván; registro administrativo (en este caso en Sicilia).
756 L A C R I S I S D L L S K i L O XII

dominium domanio, señorío, propiedad.


échevins véase scahini.
Facií malitm nombre dado «al que hace el mal».
faqedores sirvientes.
fanecal(-ques) medida(s) para árido(s).
feodale ministerium «función feudal».
feudal perteneciente o relativo a los arriendos condicionados (fundamen­
talmente denominados feudos — funda
feu dalism o régimen formado por los feudos, junto con los señoríos y de­
pendencias que llevaban aparejados,
feudo (feudiuti, fevum , feodum ) arriendo condicional, usufructo temporal
de una propiedad cedida por un señor.
fidelis(-es) persona(s) leal(es), individuo unido por un juramento de home­
naje y/o fidelidad a su señor.
fouage (foagium) impuesto en metálico normando. Véase también mone-
íagium.
fuero(s) nombre dado a las normas consuetudinarias en algunas regiones
de España.
gertnanitas hermandad.
gistum gite, cobijo, hospitalidad.
gravamina ofensas, perjuicios.
imperium poder del emperador.
inbreviator persona que deja constancia escrita de algo y lo registra.
¡nfa(n)zones individuos pertenecientes a las élites españolas de segundo
orden, caballeros.
investidura acto ritual de encomienda, por ejemplo de iglesias o feudos.
ja r a ’id nombre dado a los registros en Sicilia.
ju d k iu m juicio, sentencia.
Landrecht derecho común, aplicable a las tierras.
libertas eccleshe «libertad de la Iglesia».
legis doctor doctor en leyes.
maior domus mayordomo, corregidor de palacio, máxima autoridad entre
los sirvientes de una casa principesca.
marchio marqués, señor príncipe de una marca territorial (es decir, de una
región fronteriza).
m arco voz que en este libro se refiere principalmente a una unidad moneta­
ria, cuyo valor se sitúa por lo común en trece sólidos y cuatro denarios, es
decir, en las dos terceras partes de una libra,
m erino nombre de un tipo de agente del rey en España,
m ezquinos gente malvada, denominación empleada en España para aludir
a los campesinos sometidos.
GLOSARIO 757

miles equivale por regla general a «caballero»; su significado clásico es el


de combatiente u hombre de amias.
ministeriales sirvientes: en las regiones de habla alemana poseen un rango
privilegiado,
m isericordia concesión graciosa del perdón por parte de un señor,
modius medida para áridos,
monetagium, monetuticum impuesto recaudado como compensación por
la estabilidad de la acuñación. Véase tambiénfaitage.
morabetino moneda de oro almorávide cuyo valor se estima a menudo en
siete sólidos.
ordines procedimientos rituales escritos o litúrgicos,
p atrim onial perteneciente o relativo al poder económico y social o al lega­
do propio de un señorío.
placitum(-a) litigio(s), proceso(s), tribunal(es).
podestá (potestas) nombre que se daba en la Italia comunal a un señor veni­
do de otro lugar para hacerse cargo del ejercicio del poder en la ciudad
por petición expresa de sus habitantes.
pótestas(-tes) poder propiamente dicho, o persona que lo posee. En las re­
giones mediterráneas (aunque ocasionalmente también en otras) designa
i específicamente el derecho del señor a recuperar un castillo a voluntad.
Véase también podestá.
poyes perra chica (dciwrins) de Le Puy (en Velay).
praeesse / prodesse dominar servir.
preboste (privpositus) agente patrimonial; el significado literal es: «el que
antecede [a otro en importancia jerárquica]».
prévóté (prepositura) poder delegado o distrito regido por un preboste (prévót).
príncipe (princeps) autoridad pública: vizconde, conde, duque o rey.
Redeninge cálculo,
regalía poderes obtenidos por concesión del rey, solían hallarse caracterís­
ticamente en manos de los prelados cristianos, aunque también reivindi­
caran su ejercicio, siquiera parcial, algunas poblaciones italianas.
remenea (servidumbre de) «servidumbre de redención»: práctica que se lle­
vaba a cabo en Cataluña y que implicaba la compra de la libertad del siervo.
res publica «cosa pública», orden público; sólo puede asumirse su signifi­
cado de «república» si se entiende ésta en el sentido neoclásico.
routiers hombres armados que asaltaban los caminos.
roza desbroce de tierras.
sacramentiim('U), sagrementids juramentos escritos que se efectuaban en
Cataluña y el sur de Francia.
saio, sayo(nes) agente(s) local(es) que ejercían sus funciones en distintas
regiones españolas.
758 LA C R I S I S D H L S I G L O XII

scabini, scabiones jueces locales, magistrados —en francés échevins—;


presentes sobre todo en la región de Flandes y en el norte de Francia.
señorío banal ejercicio coercitivo de la capacidad de mando; derechos de­
rivados de dicha capacidad.
septena acuñación realizada en Tolosa, Francia (siete doceavos de plata
fina).
sirventes serventesio: poema satírico sobre el poder.
soc jurisdicción.
stabilimentum ordenanza (établíssement en francés).
(tallia, taille, etcétera) talla: impuesto arbitrario, es decir, no consentido.
thegn miembro del séquito rea!, alto funcionario de la corte, dignatario,
sobre todo entre los antiguos reyes ingleses.
Traditionsbücher colección de registros patrimoniales.
trouvéres trovadores, poetas provenzales que cantaban por regla general en
lengua de oc.
vassus vassorum vasallo de vasallos; en Italia y el norte de Francia, individuo
de bajo rango sobre e! que recae la encomienda de un señor.
voluntas voluntad, decisión.
voyer funcionario patrimonial de rango secundario,
yugada medida agraria equivalente a la cantidad de tierra que puede arai
una yunta en un día; impuesto que pesaba sobre estas unidades de cultivo
BIBLIOGRAFÍA

Hemos omitido aquí las obras que aparecen citadas por extenso en las
Abreviaturas (páginas 17-24). Los nombres de las poblaciones en que se rea­
liza la publicación figuran en castellano siempre que el uso haya consagrado
formas propias (por ejemplo. Bruselas, Milán, Burdeos). Las fechas entre
paréntesis hacen referencia a ediciones príncipe.

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gamino no inventariado número 2501; Alfonso II de Aragón, conde de
Barcelona, págs. 81, 86, 144, 146, 249, 278, 470, 472; Pedro II de Ara­
gón, conde de Barcelona, págs. 26,238-240,265-268, 356, 385; pergami­
nos no inventariados números 3131, 3141. 3145, 3217, 3275,3288,3409,
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INDICE ANALITICO

Cuando así se cree necesario, en correspondencia con el discurso de esta


obra, añadimos las correspondencias de algunos términos en latín.

Aardemburg, 309 Adán, amanuense, 458


ábaco, utilización del, 384 Adegario de Nonantola, juez, 155
Abelardo, Pedro, 109. 197, 203, 282. Adela de Champaña, reina madre, 451,
322, 503 465
Abingdon, 213,431 Adela de Chartres. condesa, 26
Abón de Fleury, 74 Ademaro el Negro. Ramón de Miraval,
Cánones, 80 trovador, 493
Acta de Ciarendon, 433. 435, 438, administración pública, umbrales de
441,446,533,544,597 la, 405-408
Acia de Northampton, 436-437, 438. Adriano IV, papa, 124, 472, 532
441 Agela, G , aluacil, 394
Acta jurídica de los bosques (1184), Agen, asamblea de, 630
416 Agenais, región del, 486, 635
Adalberto, arzobispo de Bromen, 327 barones del, 632
Adalberto, arzobispo de Hamburgo- Ager, vizcondado de, 568
Bremen, 159 Aghinolfo, castillo de, 145
Adalberto, arzobispo de Maguncia, agnósticos, 484
253-254,266, 268,327 Agramunt, juramentos en, 568
Adalberto, obispo de Laon, 79 Aimerico I, vizconde de Narbona, 107
Adalberto, obispo de Worms, 262 ajedrez, difusión del. 384, 385
Adalgerio, legado y canciller del rey, Alano, hermano del abate Malbodio,
151 188
816 LA C R I S I S Di I S l ü l . O XII

Alano de Bretaña, duque, 322 Alfonso VIII, rey de Castilla, 337, 605,
Alano de Lille, 505-506, 509, 512, 606
513,514,531,545 Alfonso IX de León, rey, 596, 600-
Alberico de Chauvency, 264 602, 622-623, 649
Albi, reunión de notables en (I 191), promulgación dé los decreta, 602-
630 604, 645
Albino, cardenal, 472 Alfonso de Raimúndez, hijo de Urraca,
alcaldes, 407-408 287
juramento de los, 412 véase también Alfonso VII
Aldeberto III, obispo de Mende, 353, Alfonso Jordán, 126
356-358, 534-535, 540, 629 Alfredo el Grande, rey, 53
Alejandro, abate de Telese, 392 alguaciles, 94, 107-108, 410-41 1,461,
Alejandro 11, papa, 123, 238, 241, 652
246 Almodis, condesa de Barcelona, 107,
Alejandro III, papa, 472, 475, 516, 225
519-520, 532, 534, 542,645 asesinato de, 226
Cum a poslotu s, 510 almohades, luchas contra los, 489, 621
Alemania, 4 1, 49, 472 almorávides, 127, 138,222
carta de liberación de trabajos forza­ alojamiento obligatorio (alberga),
dos en castillos, 403 141, 142, 157
crisis del señorío regio (1197-1212), Altmann, obispo de Passau, 242
594 Amado de Oloron, obispo, 247
herencia de condados en, 61 Amalarico, preboste, 168
ruptura dinástica en (1125), 552 amanuenses, 169-170, 178, 179,427,
alfabetización, 46, 384 439, 446, 457, 468, 603, 609, 612
Alfiano, castillo de, 154 Amaury IV de Montfort, 305
Alfonso 1 el Batallador, rey de Aragón, Ambrosio, 36
88, 127, 227, 285, 287, 291, 293, Annens, 277, 468
296, 300, 323,413,419 Ampurias, condado de, 571
Alfonso II de Aragón y I de Cataluña, Ana de Kiev, esposa de Enrique I de
337, 348, 363, 395, 421, 491, 492, Francia, 189 n.
494, 532, 560, 567, 569-571, 574. Andorra, 572, 627-628
596, 598, 599 Andrés II, rey de Hungría, 635
Alfonso IV el Monje, rey de León, Angers, 163, 167
128 angevinas, guerras, 462
Alfonso VI el Bravo, rey de Castilla y angevinos, condes, 26
de León, 88, 127, 133, 195, 222, Anglo-Saxon Chronicle, 2 13
285-287,292 Anjeo, 161 - 175
estatutos de, 130 crisis dinástica en, 86
Alfonso VII, el Emperador, rey de tiranía de Gerardo Berlai, 354-356
Castilla y León, 58, 127, 288-289, Anjeo, conde de, 38
338, 340, 348,626 «Anónimo de Laon», texto, 537-538
INDIO- ANALÍTICO 817

Anselmo, arzobispo, 245 Amulfo III, conde de Flandes, 224


Anselmo, en la a d v o c a itim de Neuvi- Amulfo, hijo de Balduino VI de Flan-
lle, 186-187 des, 190
Anselmo, Maestro, 274, 275 Amulfo de Chiny, conde, 263
Anselmo, san, 504 Arras, 176,181, 468
Citr Deas homo, 390 Arturo de Bretaña, 578 y n.
Anselmo de Caniorbery, prelado, 191 Aspe, redacción de una paz en el valle
Anselmo de Luca, véase Alejandro 11, de, 628-629
papa Aspiran, comarca de, 141
Ansoldo de Maulé, 44 Asti, 152
Apulia, ducado de, 339, 342 Asturias, 51
Aquisgrán, acuñaciones de moneda en, Atelstan, rey de Inglaterra, 59
616 Athelney, abadía de, 431
Aquitania, 54,59,8 1, 35 I-354.433,493 Auch, 118
trovadores en. 491 auditorías, 370, 371, 373, 3X9, 395-
Aragón, reino de, 123, 126. 138, 393 396
herencia de condados en. 61 contables, 523
señores en, 67 fiscales, 425, 427-428, 460
unión dinástica con Cataluña, 333 Autun, 101
Arduino de Palude, 156 Auvemia, castillos en, 258
Arendt, Hannah, 3 1 Auvernia, condado de, 607
Arezzo, 235-236 Auvemia, condes de, 352, 353, 356
Arfast, obispo, 1 18 Auvemia, señores de la, 73
aristocracia, composición de la, 1 28 Anxerre, 110, 609
Arles, 530
consuhitus de, 414, 41 5 Bagncux, exacciones violentas en.
armas, regulación del liso y la transmi­ 198, 200
sión de, 438 Bagnolo, baluarte de, 154
Armengol VIII, conde de Cruel. 566, Balduino VI, conde de Flandes, 175,
567 224,228
Arnaldo, obispo de Urgel, 567-568 Balduino VII, conde de Flandes, 176,
Amaldo, vizconde de Castellbó, 566 177, 180, 183-184, 202
Arnaldo 1de Narbona, arzobispo, 532 Balduino IV, conde de Henao, 189,
Amaldo Daniel, trovador. 491). 495 306,310
Arnaldo de Perella, tirano, 96, 325, Balduino V, conde de Henao, 189, 340
365,367 Balduino IX, emperador latino, 559
Améis de Orleáns, 103 Balduino de Mons, conde de Flandes,
Amoldo de Brescia, 334 185
Amoldo de Dorstadt, 362-363 Balduino de Redvers, 317
Amoldo III el Desdichado, conde de Baldwin, John W„ 504-505
Flandes, 175 n. Barbastro, carta de, 570
Amulfo I, conde de Flandes, 175 Barbastro, castillo fronterizo de, 400
818 L A C R I S I S D E L S I G L O XII

Barcelona, condado de, 81-82, 116, Berenguer de Bleda, tirano, 325, 365,
126, 127. 139, 175. 223. 226, 339, 367
347. 360, 363,464 Berenguer de Narbona. vizconde, 138.
corte general en (1228), 636 246-247
heredades fiscales de, 91 Berenguer de Vilademuls, arzobispo.
y el privilegio de acuñaciones, 616. 561. 567
620-621 Berenguer Gerardo de Barcelona, 637
Barcelona, condes de, 85, 137, 356 Berenguer Ramón II, conde de Barce­
Barnwell, cronista de, 590, 593 lona. 225. 226
Bartolomé de Exeter, obispo, 517 Bergues Saint Winnoc, 183
Bartolomé de Jur, 275 Bcrlai, conde del Anjeo. 173
Basilea, acuñaciones de moneda en, 616 Bernardo Bou. alguacil, 380-381. 395,
Battle, abadía de, 3 19, 633 462
Baviera, ducado de, 143,147-151,343. Bernardo de Caldas. 425
344 Bernardo de Claraval. 251
Bearn, vizcondado del, 126 Bernardo d e Pavía: «Primera compila­
Beatriz de Borgoña, esposa de de Fe­ ción». 475
derico Barbarroja. 333 Bernardo de Vcntadorn. artesano, 493
Beatriz de Lorena, condesa, 84, 119, Bernardo III, conde de Bigorra, 232
122, 154 Berry. barón de!, 419
Beatriz de Suabia, esposa de Fernan­ Berry. coterclli del, 535
do 111, 606 Berta, esposa de Felipe I de Francia,
Beaufort, prebostes de. 168 190
Beaujeu, señor castellano de. 452 Berta de Saboya, esposa de Enrique
Beaumont-en-Argonne, carta de (1182). IV. 150
401-402 Bertrada de Montfort, 190-191, 192,
Beauvais, Juramento de. 78 228
Bcla, rey de Hungría, 336 Bertulfo. preboste de Carlos el Bueno.
Beltrán de Born, trovador, 491-494 180. 301, 304-305. 323-324, 326
Beltrán de Casteliet. 393. 395, 522 Besalú. condado de, 138, 222
Benavente, reunión plcnaria de la corte Besanzón. arzobispo de, 236, 328
en (1202). 604, 622-623.629 Bezeaumes, vizconde de, 351
estatutos de, 606 Béziers, vizcondado de. 110. 135-136,
benedictina, cultura monástica, 54 426
Benedicto, canónigo, 472 matanzas de (1209), 542
Benedicto, san, 36, 63 obispo de, 140
Benevento, príncipe del, 119 Biblia, 514
Benito, san: Regla de los monjes, 371 Isaias. 482
Berengario de Puisserguier, 516 Romanos, 29
Berengario de Tours, 164 Salmos, 62
Berenguela, hija de Alfonso VIH de Vulgata latina, 370
Castilla, 606 Bigorra. 230, 232. 234
ÍNDICE ANALÍTICO 819

Billung, dinastía, 259 Brujas, 178, 375


Bizancio, desvío de la Cuarta Cruzada cerco de. 308,310
hacia. 607 juramento de la comuna de, 409
Bloch, Marc, historiador, 5 1. 72 levantamiento en, 416
Bloet de Lincoln, Roberto, 68, 111 Brunner, Heinrich, 37
Blois, condado de, 616 Bruno el Sajón, cronista. 254-255,
Bohemia, 53 256,261.265
Boleslao 1 el Bravo, duque de Polonia, Brussel, Nicolás, auditor, 465
67, 221 Bucardo de Vendóme, conde, 65
Boleslao II, duque de Polonia, 224, Bucardo de Worms, 58, 60, 603
226 Bulgams, 530
Boleslao 111 el Bocatorcida, duque de Burcardo de Ursberg, 594
Polonia, 26, 223, 226 Burgos, 291
Bolonia, 334 junta general (1219) en, 606
Universidad de, 516 Bury-Saint-Edmunds, abadía de,
Bonifacio, marqués de Toscana, 154 633
Bonifacio de Montferrat. 559 elecciones abaciales en, 557
Bonnassie, Pierre, historiador, 137,
232 caballeros, 46, 88, 94
Borelli de Serres, L. L., 37 en Inglaterra, 90
Borgoña, 39, 143,310,419,472 número de, 68, 69
castillos en, 258 respetabilidad de los, 104-105
estabilidad de las acuñaciones en, violencia de los, 135, 543
616 Cadurco, 352
«tiranos» de, 71 Caffaro, 558
Borgoña, duque de, 339 Cahors. 469
Boirell. conde de Barcelona, 65 burgueses de, 622
Borsiard, asesino de Carlos el Bueno, Caldas de Malavella, 325, 365, 371,
301,304 381
Boso de Flcury, abate. 199 Calixto II, papa, 248, 250
Bouchard de Montmorency, 272 Calvino, recaudador de impuestos,
Bouillon, castillo de, 263 170, 172
Bourbourg, 178 Cambrai
Bourdieu, Pierre, 398 fortificación de iglesias en, 97
Bouvines. batalla de (1214), 419. 469, levantamiento en (1076), 31
485, 586 Cambridge, condado de, 213-214
Bovo, abate de Saint-Amand, 187 saqueo de, 3 17
brabanzones, violencia de los, 535, 539 campesinos, 56, 58, 68
Brescia, 558 aparceros, 510
Bretaña francesa, 162 cuotas consuetudinarias de los, 615
feudos de la, 612 quejas de los, en Cataluña, 544,561,
Brown, Elizabeth, 193-194 574, 643
820 LA CRISIS DLL SIGLO XII

cancioneros de trovadores, 489 Castellano de Coucy, trovador, 495


Canossa, castillo de, 154, 243 Castelló de Farfanva, juramentos en,
Cantar de Roldan, 117 568
cantares de los bardos, 118 castillos
Cantorbery, catedral de, 96 construcción de, 32, 33, 66-67, 69
saqueo de la catedral de (1170), 545 episcopales en Inglaterra, 318-319
Canuto IV, rey de Dinamarca, 175 reasentamiento en torno a los, 82,
Capetos, dinastía de los, 53, 107, 165, 85,87
189, 191, 223, 270, 311, 339, 343, y la revuelta sajona, 255-257
415,543,613 Cástrelo de Miño, fortaleza de, 289
Capua, principado de, 339, 342, 392 Cataluña, 31, 34, 44, 324, 350, 522-
estatutos de, 488 523
Capua, príncipe de, 119 castillos en, 69
Carcasona, 136, 138,301 contabilidad fiscal de, 639
cargos (officia) de poder, 399,408 crisis de (1173-1205), 560-577, 594
Caritma, duque de, 160 crisis de poder en, 487
Carlomagno, 26, 50, 61, 117, 333, 372 de la explotación ¡f la intermedia­
Carlos de Lorena, 77, 79 ción, 392-396
Carlos el Bueno, conde, 25, 36, 181, domanios condales de, 371-372
182-183 impuesto del bovatge, 574
Carlos el Calvo, rey carolingio, 61 intereses de los barones en, 605
Carlos 1 el Bueno, conde de Flandes, labores del poder en, 420-428
175, 176, 183,228, 388 Líber feudorum maior de, 66
asesinato de, 227, 301 -310, 647 quejas de los campesinos en, 544,
carolingios, condes, 60 561, 574, 643
Carrión, 291 servidumbre de remenea, 577
Carta Magna inglesa trovadores en, 489-491
crisis de la (1212-1215), 577-594 unión dinástica con Aragón, 333
redacción de la, 348, 349, 634 catastros, 366, 371,373
y la recaudación de impuestos, 6 19 Celestino III, papa, 542
«cartas a los barones», 343 Cencio Savelli, chambelán, 472-474
«cartas de libertades», 398-404, 420 Book o f Renders (Líber censuum),
cartularios, escritos, 128-129, 138, 472,473,474
144, 158, 177, 179-180,337,446 Centulle, Bernardo, conde, 230
catastrales, 366, 371, 374-375 Cerdaña, condado de la, 138, 139,222
C'asciavola, 84 acuñación de moneda en, 554, 616,
Casimiro I el Restaurador, duque de 620
Polonia, 86 Cerdcña, 472
Casimiro II, duque de Polonia, 534. César de Heisterbach, 373
626, 643-644 Chálons-sur-Marne, 199
Cassel, batalla de (1071), 190, 224 Champaña, 78, 343, 361,401, 495
Cassel, canónigos de, 180 sucesión al señorío de la, 610
ÍNDiClí A N A L Í T I C O 821

Champaña, conde de, 339 LetráiM 1059), 237-238


chansons de geste, 35, 102. 490 Letrán III (1179), 475, 477, 505,
Charenton, señor castellano de, 452 532, 533, 542
Chartres, 118, 200 Letrán IV (1215), 475, 477, 482,
Chaumont, ataque a, 192 483, 557,607
Chester, conde de, 339 Lí!lebonne(1080), 231
Cicerón, 36, 39 Maguncia (1 103), 261
Císter, Orden del, 581 Northampton, 548
disputas en Inglaterra con la monar­ Reims (1119), 250
quía, 581-583, 621 Tolosa (1056 y 1061), 246
fundación de la, 327 Westminster (1163), 433
Cívitate, derrota de León IX en ( 1053), condominio familiar, principio del, 333
239 conductores (¿luces), 128
Clemencia, condesa de Mandes, 178 Cono, cardenal legado, 200
clérigos, 28, 29 Conon de Bethune, trovador, 495
«goliardos», 125 n. Conques, en Rouergue, 73
Clermont, castillo de, 263 monasterio de, 101, 140
Clodoveo, rey franco, 192 Conrado de Hohenstaufen, 254, 266,
Cluny, abadía de, 67, 1 95. 1 96 268
abusos cometidos en, 250 Conrado de Rotemburgo, 606
patrimonio monástico de, 378 Conrado II de Suabia, emperador, 82,
regla de, 292 143, 152,226.227,231
Coggeshall, cronista de, 586 Conrado III de Stauer, 160
CoUection ofcanons, 472 Conrado de Zahringer, duque, 403
Cominges, 141 consenso parlamentario, hábito del,
communia memoranda, lista de las, 449 622-639
Como, 152 Constanza, Paz de (11 83), 333
destrucción de, 320 Constanza de Borgoña, 292
compañeros (c o m ité s ), 128 Constanza de Castilla, esposa de Luis
comunas juradas, 398 VII de Francia, 336
comunidades, 45. 53 Constanza de Sicilia, esposa de Enri­
Concilios que VI, 346
Bamberga (1099), 261, 264 Constituciones de Clarendon, 432-
Beauvais (1114), 322 433
Besalú (1077), 246 Constituciones de Meifi (1231), 634
Burgos (1117), 231 Consuetudines el justicie de Norman-
Cerdaña (1118), 23 1 día, 230, 232
Clarendon (1164), 547, 548 Consuetudines feudonim de Lombar-
Clermont (1095), 97 día, 230,232
Coyanza (1055), 132, !33 cónsules, 414-415,4! 7-418
Le Puy, 78 contabilidad, registros de, 372, 383-
León (1017), 133, 134 395,426,524,526
822 LA CRISIS DHL SIGLO XII

más inquistiva y flexible, 396-397 Danegeld, impuesto del, 38


nuevas técnicas de. 646 Daroca, corte general en (1228), 636
prescriptiva, 393, 474. 478 Deecls ofthe Bishops ofAuxerre, 542
Copsi, conde, 101. 103 IJeeds o f the Princess o f ¡he Potes,
Corbigny, ciudad abacial de, 614 anónimo, 222
asamblea general en, 627 Dei, margrave. 252
carta de, 615, 617 demografía: crecimiento en los siglos
corte papal, 125 X y XI, 62
cortc real {curia regís), 430 Dcodato, cardenal, 471 -472, 473
cortesanos alfabetizados, 425, 430 derecho
costumbres», aparición de, 75 canónico, 125,503,519.611
coterelli, violencia de los, 535, 536, colectivo en los bosques y praderas,
539 55
Cotta. Erlembaldo, 119 dinástico, 216-217
Coucy, familia de los, 116, 280 godo, 138
Couvin, castillo de, 263 hereditario, 72
Cracovia, 643-644 político (líberpoliticus), 472
Cremona, diócesis y condado de, 151- visigodo, 53
152 Devon, condado de, 316
crisis sociales, 8 ! Díaz de Vivar, Rodrigo (el Cid Cam­
Crónicas anónimas de Sahagún. 284, peador). 26, 131, 222
295-297 Diego García, canciller castellano:
Cruzada Planeta, 501, 502
albigense, 341,417 Diego Gelmírez, obispo de Composte-
Primera (1095-1099). 25. 26, 28, la, 135, 250, 284, 288, 297-298,
32, 116 326-327.413,603
Segunda (1147-1149), 116, 151, diezmos eclesiásticos, 357
332 de la cruzada, 614
Tercera, 397. 451, 595, 608, 619 de Saladillo, 607, 618
Cuarta, 559, 595, 607 Dígesto, 529
cruzadas, 219, 334, 462, 479, 542 Diksmuíde, señor de Woumen, 307
impuestos destinados a las, 484, Diosdado, castellano de Tarrasa, 365
617,618 diplomas, 337
organización de, 349 diwan, registros del, 3 1-392
sufragio de, 612, 614 Dollinger, Philippe, 151
culturas del poder, 487-488 Domesday Book, 30. 206-207, 208,
cantos de fidelidad, 488-496 214, 215, 372, 376-378, 382, 385-
hablillas cortesanas. 496-503 386
sermones eruditos. 503-514 Domingo de C'aleruega, orden mendi­
cante de, 478
Dacia, 472 Domingo, abate de Sahagún, 293-294
Dammartin, conde de, 379 Domínguez, Pelayo, merino, 133
ÍNDIC E A NA LÍT ICO 823

dominium, concepto de. 107 89.91, 111. 192,202-203,209,211,


Doulan, señor de. 356 215-216, 226. 245, 273, 327, 400.
Duby. Georges. 378. 5 ! 3 419,431-434. 588
Dun-sur-Auron, castillo de, 536 entronización, 205, 211
Durand, carpintero de Langlade, 535- muerte de su hijo Guillermo, 217,
537.539-542.629.651-652 227,311,314
Durham, sede episcopal de, 326 Enrique II Plantagenct. rey de Ingla­
terra, 34, 109, 311, 313, 318, 332,
Eadmero de C antorbery, 375 336, 337. 342, 348-349, 419-420,
Ebaldo. señor de Roucy, 269. 271-272 428-429, 437, 439. 441. 459. 488,
échevins, regidores, 181, 182 492. 500. 502, 526, 528, 546-547.
Edgar el Pacífico, 53 550,554,563,599
Edmundo de Bury, 206. 209 adopción de la «Investigación de los
Eduardo el Confesor, 86. 205 magistrados», 434
Egiardo de Aura. 3 12 Enrique III. rey de Inglaterra, 529,
Egucrrando. conde. 277 619-620,634
Ekkehard, crónicas de, 267-268 Enrique IV, rey de Inglaterra, 97
Eliot, T. S.: Asesina/o en la catedral, Enrique II de Sajonia y X de Baviera,
545 227
Elne, estatuto de (1156), 541 Enrique II del Anjeo, 333, 343. 355
Elster. batalla de, 253 Enrique Plantagenel. príncipe, hijo de
F.ly. obispo de. 209, 2 14 Enrique II, 336
emperador, título de, 63 Enrique, arzobispo de Reims. 626
Engucrrando, señor de Lillers, 176 Enrique, conde, 148
Enrique II, emperador del Sacro Impe­ Enrique, conde de Portugal. 127
rio romano. 101, 143 Enrique, obispo de Lieja. 263
Enrique 111. rey de Alemania, 87. 143- Enrique de Caldret. 316
145, 147-148. 159,233.254 Enrique de Huntíngdon, archidiácono,
Enrique IV. emperador y rey de Ale­ 111,214,321,323
mania. 54. 118. 121. 143, 144. 146, Enrique de Poitou, abate. 327-328
154-155. 156. 158-160, 226. 322, Enrique de Troyes, conde, 342
444 Enrique de Winchester, obispo. 39.
disputas con el papado, 235, 241, 319.377-378,528,549,589
242-245. 252-253 Enrique el León, duque de Sajonia,
y la revuelta sajona. 251-252, 254, 333, 339.344-345, 347, 349
255-256, 263-264 Enrique el Liberal, 343
Enrique V. rey. 156, 158-159. 175, Enrique el Lorenés, cortesano, 199
226, 227. 235. 248, 253-254, 264- Erardo de Brienne. 610
267 Erembaldo, castellano de Brujas, 179,
Enrique VI, emperador V rey de Ale­ 301, 304
mania. 333, 338, 346, 594-595 Erembaldo, clan de los, en Flandes, 31,
Enrique I, rey de Inglaterra, 39, 68, 88- 307,308
824 LA CRISIS DEL SIGLO XII

Erfiirt, sínodo de (1074), 242 Federico II Fiohenstaufen, emperador,


Ennengarda de Carcasona, vizconde­ hijo de Enrique VI, 346 y n., 349,
sa, 135-136,516,518 482,485.487,634, 635
Escocia, 472 Constituciones de Melfi (1213), 634
escribanos, 128-129, 130, 138, 163, Federico ele Hohenstaufen, duque de
182,426, 440,446,457,603 Suabia, 227, 254, 262, 266, 268
de la corte, 524 Felipe 1, rey de Francia, 109, 165, 172,
pontificios, 472 189. 190-191, 194-196, 245, 269,
España, 472 279, 322,406
Essex, condado de, 590 coronación de, 192
Estanislao, obispo de Polonia, 226 Felipe 11 Augusto, rey de Francia, 42,
Esteban, abate de Cluny, 350 346-347, 348, 419, 450-459, 466-
Esteban de Blois, rey de Inglaterra, 40, 470, 482, 486, 487, 514, 535, 581,
89, 90-92, 205, 220, 311,313,314. 584,597,611,639,641
316-319,321,324, 431 coronación de, 490
Esteban de Chartres, conde, 26 Inocencio III contra el matrimonio
Esteban de Garlande, senescal, 305,330 de, 477 y n.
Esteban de Grandmont, 507 ordenanzartestamento
i
de, 612-613' '
Esteban de Toumai, 451 recaudación de impuestos, 6 17-618
Esteban Langton, 513-514, 583, 585, supresión de los magnates de mala
593, 604 reputación, 607-608
Estepa, Carlos, 629 victoria en la batalla de Bouvines,
Estopiñán, nueva frontera de, 393-394 5 8 6

Etampes, comuna de, 641 Felipe de Suabia, 594


Etelreda, santa, 214 Felipe, conde de Mantés, 281
Eudes, chambelán, 466 Fernández Catón, José Maria, 600
Eudes de Blaison, 170 Fernando I el Magno, rey de León y de
Eugenio HI, papa, 472,497 Castilla, 128, 133
Eustacio, magistrado, 376 Fernando II, rey de León, 337, 340
Eustaquio, abate de Chartres, 195 Fernando III, rey de Castilla y León,
Evangelio según san Juan, 62 606
Everardo de Toumai, 181, 185 Ferrari, abate, tío de Jaime 1, 636
explotación patrimonial, 63 feudalismo, 52, 57, 59, 82-83, 646
Ezzelino de Romano, tirano, 486 jurisprudencia del, 83
fúteles, 1 98
Federico 1Barbarroja, emperador, 332, Fita, Fidel, 88
337, 343-345, 348, 360, 361, 374- Flandes, 3 1, 36, 42175-188
375,452, 531,533,535, 595,599 crisis dinástica en, 86
y la Dieta de Roncaglia (1 154), 338, ruptura dinástica en (1127), 552
598, 603 scabini de, 54
y la estabilidad de las acuñaciones, Fleche, asedio de La (1076), 167
616 Flodoardo, 79
ÍND1CH ANALÍTICO 825

Fondarella, estatutos de. 564, 565, 566, Gace Brulé, trovador, 495
567,574 Galberto de Brujas, notario, 36, 177,
Fontrubí, 365 227, 302-310, 388
Fots de Bigorra, 230, 232, 235 Galcerán de Sales, barón, 423
Fossier, Robert, historiador, 69 Galerano de Beaumont, 314
Foucart-Lambert, abate, 188 Galerano de Meulan, 315
Foucault, Michel, 46 Gales, 472
Francia, 42, 160-175, 450-470, 472 Galicia, 3 1, 297
comunasjuradas en, 398, 400 levantamientos contra señores, 91
expulsión de los judíos ( 1182), 453 Canción, traición de, 117
extensión de la feudalización en. Ganshof, F.-L., 66
141 Gante, 176, 182
promulgación de cartas de privile­ rebellón de burgueses en, 309
gio, 403-404 García de Cortázar, José Ángel, 67
Trésordes Chartes, 457, 463 Garde-Guérin, La, 357, 544
violencia en, 607 Garlande, familia, 197, 203, 279, 305
véase Iamblen Capetos, dinastía de Carona, valle del, 142, 630
los Gascuña, 472
franciscanos orden de los, 478. 482,483 Gasparri, Frant;oise, 455
Francisco de Asís, orden mendicante Gaucelmo de Lodéve, obispo, 542
de, 478 Gautier de Tournai, 338
Franconia, 143 Ciénova, 558
francos, 5 1 cónsules en, 418
tierras de los, 160 juramento de (1143), 414
franquicia, cartas de, 398-399 Gerardo II, obispo de Cambrai, 97
Freedman, Paul, 573 Gerardo, canónigo, asesinato de, 274,
Fréteval, batalla de (1 193). pérdidas 277,289,298
documentales de, 463-464, 466 Gerardo, obispo de Agen, 632
Frisinga, diócesis de, 150, 324 Gerardo Berlai, conde del Anjeo, 173-
Froger, magistrado de Abingdon, 213 174, 354-357
Frutolfo de Michelsberg, cronista, 214 Gerardo Cortevecchia, podestá, 417
Fuiberto de Cliartres, obispo, 80-81 Gerardo de Aurillac, conde, 64, 73, 77,
Fulco IV el Pendenciero. 162, 164, 79
167, 173, 190. 220, 221. 223-224 Gerardo de Cabrera, trovador, 490
Fulco V de Anjeo, 164, 173 rey de Je- Ensenhamen, 490, 493
rusalén, 165-166, 173 Gerardo de Gales, 488, 497, 498, 502,
Fulco de Marsella, 493 519,632
Fulco de Nerra, 162-163, 167. 169, Gerardo del Rosellón, 490
172,221 Gerardo Enurardo, 363
Fulco de Nevers, 164 Gerberto de Aurillac, abate, 7 1
Fulco del Anjeo, conde, 108 Germán, hermano del abate Malbodio,
Fulco el Ganso, 164 188
826 LA CRISIS DEL SIGLO XII

Germán, obispo de Metz. 245 Godofredo Plantagenet, conde de An­


Germán de Toumai, 177, 183, 186, 226 jeo, 164-165, 173-175
Gervasio, arzobispo de Reims. 192 Godofredo Ridel, 441
Gervasio de Cantorbery, 434 Godofredo Rudel, trovador, 490
Gervasio de Tilbury. 496, 502. 645 Godofredo Talbot, 319
Olía imperialia, 501 Godwin de Essex. 204, 08
Gesta comitum Barcinonensium, 22 1 - Gorze, abate de, 258
222, 224, 421 Goslar, palacio de. 252, 259
Gesta principum Polonorum, 223 Goslin de Chartres. obispo, 410-411
Gesta Stephani, 312. 315. 316, 317. Graciano, 58, 52 í
318,321,324 Concordia discordantium canonum,
Gévaudan, región del, 63 1 474-475, 516
Géza, duque de Hungría, 68 Green, Judith, 384
Chines. 177 Gregorio I Magno, papa, 54. 63
gibelinos, causa de los, 558 Gregorio Vil, san, papa, 36.44, 68, 97,
Gilberto, abate de Gloucester, 310 116-121, 123, 124. 155, 157, 235,
Gilberto de Clare, duque. 322 239, 247, 249. 322
Gilberto Fitz Reinfrey, 579 disputas con Enrique IV. 242-245,
Giraldo el Diablo, 296-297. 323 253
Giselberto, conde de Bérgamo, 153 Dictatus papee. 121
Gisleberto de Mons. 342 La regla pastoral, 371
Gisleberto, escultor, 101 Register. 116, 119, 124
Glanvill: Treatise on he Laws and Cus- Gregorio IX, papa, 485
toms o f the Kingdom o f England. (¡rote Brief. pergamino de la, 386-387,
439, 521,522,648 389, 393
Gloucestyer, condado de. 3 16 Gualdrico, 111
Gocia, ducado de. 139 Gualterino de Toumai. administrador,
Godofredo, hijo bastardo de Enrique 336
11,441 Gualterio de Beauchamp. 209
Godofredo, obispo, 411 Gualterio el Joven, chambelán francés,
Godofredo de Maguelonc, obispo, 140 456, 457, 464, 465
Godofredo de Mandevillo, duque, 316, Gualterio Map, 441, 488, 496, 497-
322, 590 498, 502, 535, 632
Godofredo de Vigeois. prior de Lemo- On Courtiei's ' Trifles, 439
sín, 536-538, 540 Gualterio, obispo de Laon, 273-274
Godofredo de Villehardouin, 559-560 asesinato de, 275, 276, 293, 298
Godofredo el Barbado, 170, 223 Gualterio, preboste de Loches. 168,171
Godofredo el Hermoso del Anjeo, 367 Güelfo 11, duque de Baviera, 157
Godofredo II Martel del Anjeo, 162 y güelfos, causa de los, 558
n„ 163, 164, 165, 169, 225 Guérin, hospitalario, 457, 649
Godofredo IV del Anjeo (Godofredo Guiberto de Nogent, abate, 111, 273,
Martel), 162 n., 164, 354-355 276-277.280,282, 401
ÍNDICE A NA LÍT IC O X27

Guidi, condes de la Toscana, 360 Guillermo de Garlande. 197


Guido de Auvemia. conde. 607 Guillermo de Jumiéges, cronista, 220
Guido de Dampierre, capitán real. 607 Guillermo de Longehamp, 442, 447,
Guido de Luni, obispo, 145 633
Guido de Ponthieu, conde. 195 Guillermo de Malmesbury, 312, 317.
Guido de Volterra, obispo, 144 327
Guifredo de Narbona, arzobispo, 121. Guillermo de Mohun, 317
138,246,247 Guillermo de Monteada, 637
Guillermo 1 el Conquistador, duque de Guillermo de Montpellier, 426
Normandía y rey de Inglaterra. 26, Guillermo de Newburgh, 310, 582
87,88, 100, 109, 123, 189, 191.203- Guillermo de Poitiers, cronista, 214. 220
205.208,210-211,212.226,245.377 Guillermo de Reims, arzobispo, 4 51
Guillermo II el Rojo, rey de Inglaterra, Guillermo de San Martín, 364
2 5 ,192,205,209, 2 15. 232, 376,385 Guillermo de Santmartí, 364, 396
muerte de, 226 Guillermo de So, 567
Guillermo I, rey de Sicilia. 337, 391 Guillermo de Torroja, obispo de Bar­
Guillermo II, rey de Sicilia. 337. 391. celona, 562-563
597 Guillermo de Ypres. 303
Guillermo IX, duque de Aquitania, sép­ Guillermo Durfort, 525
timo conde de Poitiers, 126.327,493 Guillermo el Bretón, 464
Guillermo III, duque de Normandía Guillermo el Mariscal, regente, 589 n.
(Guillermo Adelin), 217 y n. Guillermo Falcui;, 107
Guillermo II, conde de Nevers. 110 Guillermo Figueira, artesano, 493
Guillermo V, conde de Poitiers, 75 Guillermo Fitz Odo, 316
Guillermo V, duque de Aquitania, 80, Guillermo Fitz Osbem, vicario del rey,
86 212
Guillermo V, señor de Montpellier, Guillermo Fitzstephen, 549
108. 140 Guillermo Marshall, 649
Guillermo, arzobispo de Reims, 402 Guillermo Ramón I, conde de Cerda-
Guillermo, obispo de Barcelona, 628 ña, 404
Guillermo Cliton, conde de Flandes. Guillot, Olivier, 163
227. 302, 303, 307-310, 388 Guimann de Saint-Vaast, monje, 369,
Guillermo de Asse, 249 371.372
Guillermo de Bassa, notario, 421-422, Guinardo II, conde del Rosellón, 563
425,427,523 Guiot de Provins, 537, 542
Guillermo de Berguedá, trovador, 491- Guiscardo, hijo de Ebaldo, 269
492, 493, 562, 565 Guisulfo de Salerno, príncipe, 119
Guillermo de Blois, 431
Guillermo de Cabestany. caballero tro­ Habennas. Jürgcn, 57
vador. 488-489. 493 Hacienda pública, 383-386, 436, 439-
cantares de, 489, 490 440, 527-529, 585
y la leyenda del corazón comido, 489 inglesa, 390. 449, 527
828 LA CRISIS DLL SIGLO XI!

Hackett, Desiderio, 304, 308 Hugo de Arezzo, 226


Ham, monjes de, 178 Hugo de Avranches, 322
Hannón II, arzobispo de Colonia, 120, Hugo de Buckland, magistrado condal,
159,255,263 384
Hariulfo, 176 Hugo de Cervelló, arzobispo, 561, 562
Harzburgo, castillo de, 252, 257 Hugo de Champfleuri, obispo de Sois­
Haskins, C. H., 37 sons, 456, 459
Hastings, batalla de, 213 Hugo de Cluny, abate, 119, 122
Hautefort, castillo de, 492 I lugo de Fleury, cronista, 193
Henao, condado de, 338, 401 Hugo de Gournay, 3 14
herejes, 484,497 Hugo de Inchy, 185
herejías, 477, 478, 505 Hugo de La Marche, 347
lleriberto de Bosham, 549 1lugo de Langres, obispo, 237
Heriberto II, conde de Maine, 225, 228 Hugo de Lincoln, obispo, 580-581
Heriberto, obispo de Salisbury, 580 Hugo de Mataplana, 493
Hertford, Rogelio de Clare, conde de, Hugo de Noyers, obispo de Auxerre,
104 539
Hildeberto de Lavardin, 507 ¡ lugo de Pisa, obispo de Ferrara, 503
Sermo,320 Hugo de Poitiers, 109
Hildeberto, arzobispo, 38-39,41 Hugo de Puiset, 272-273, 279, 281,
Hildeberto, obispo de Le Mans, 249, 283, £23
370, 552 Hugo de Saint-Die, obispo, 247
Hildebrando Aldobrandeschi, 241 Hugo el Grande, duque, 72
véase también Gregorio Vil, papa Humberto de Silva Candida, cardenal-
Hincmaro de Reims, 50 obispo, 49, 85, 235, 239-241, 244,
Order o f the Palote, 197 249
Historia Compostelkma, 284, 413 Hungría, 123,472 Bula de Oro (1222)
Historiapontijicalis, 556 en, 635
Histoiy o f the Tyrants ofSicily, 501 Huntingdon, castillo de, 215
Hohenstaufen, casa, 127,345,397,485 Huntingdon, condado de, 376
Holt, sir James, 398, 578-579, 591
Honorio II, amipapa (obispo Cadalo de Iglesia católica romana, 29, 34, 41, 94,
Pama), 241 117.156, 234-241,420,470-479,651
Honorio III, papa, 473, 481, 485, 649 liturgia romana y visigoda, 246
Hospitalarios, Orden de los, 457 titiras y propiedades de la, 95, 283
Huberto VValter, arzobispo, 442, 444, véase también concilios; papado
533,580-581,596 Iglesia de C'artago, 118
Huesca, constituciones de, 596,599-600 Iglesia de Inglaterra, 34
Hugo, abate de Saint-Denis, 405 Iglesia primitiva, 30, 238
Hugo, señor de Lusiñán, 75, 81 impuestos, recaudación de, 58,141,349
Hugo Bigod, 431 del bovaje en Cataluña, 574
Hugo Capelo, principe, 77, 79 destinados a la cruzada, 484
ÍNDICE ANALÍTICO 829

destinados a las cruzadas, 484, 617, intercesores, 94


618 Irlanda, 472
escuage o compensatorio en Inglate­ Isabel de Angulema, 347
rra, 587 Isabel de Henao, esposa de Felipe Au­
Jouage normando, 617, 6 ! 8 gusto, 45 i
para sostener la pa/ Uompensum), Isabel de Montlhéry, 281
630 Isambur de Dinamarca, 477 n.
por el derecho de acuñación, 616 Isla de Francia, 189, 191, 194, 197,
tasa del ganado ( ¡ w v u i i c u m ) , 620, 200-201,220,279,324, 401
621 impuestos compensatorios en, 616
Inés de Merano, segunda esposa de Fe­ Italia, 41,53,572
lipe Augusto, 477 n. asentamientos normandos de, 118
Inés de Poitou, emperatriz consorte, clérigos de, 54
madre de Enrique IV, I 19. 144, 147, comunas juradas de, 398,485
159, 255, 258 comunidades rurales, 402,403
Inés I de Nevers, 614 crisis de cambio social, 82
Inglaterra, 3 1, 34, 5 1, 3 10-320, 472 figura del podesta en, 417, 486
conquista normanda (1066) de, 25, «parlamentos» comunales, 56, 635
54,90 Ivo, obispo de Chartres, 58, 191, 193,
liberación del pago de portazgos, 403 200, 245-246,411
labores de poder en, 428-448
crisis de poder en, 4X7 Jaca, fuero de, 615
«Investigación de los magistrados», Jacobo de Vitry, obispo de San Juan de
434-436, 437, 544, 648 Acre, 401,481
guerra civil, 589 cartas de, 482-484, 638, 639
«artículos» de los barones ingleses Jaime I el Conquistador, rey de Aragón
(1214-1215), 604 y conde de Barcelona, 428, 482,
imposición de tallas en, 619 524, 605
normanda, 203-217 campaña de Mallorca, 638
legislación en, 54 y la convocatoria de cortes genera­
herencia de condados en, 61 les, 636, 637
castillos en, 69 Libro de los hechos, 637
caballeros en, 90 Jan Dhont, 306, 307, 554
Inocencio II, papa, 352, 476 Jeremy Johns, 390-391
Inocencio III, papa, 346, 348. 476, 485, Jerónimo, obispo de Arezzo, 360
519, 521,542,557, 591.607, 611 Jerónimo, san, 372-373
contra Felipe Augusto por su matri­ Jerusalén, peregrinaciones a, 225
monio, 477 véase también cruzadas
muerte en Perusa, 481, 482, 589 Jiménez de Rada, Rodrigo, arzobispo
reconocimiento de ordenes mendi­ de Toledo, 501
cantes, 478 joglars, 490
y la Carta Magna, 591 -592 Jolliffe, J. E. A., 450, 578
830 L A C R I S I S D E L S I G L O XII

Jorge de Antíoquia, 390 investigaciones juradas para haccr,


Juan XIII, papa, 65 459
Juan Bodel, trovador, 495 judicium, celebración de un. 140
Juan de Lacy, 579 vinculada a la responsabilidad. 360-
Juan de Marmoutier, monje, 168, 367, 366
368-369 y los registros documentales, 446-
Juan de Salisbury, 34-36, 38, 58, 96, 447
109. 111, 112. 125, 322-323, 361, Justiniano. 531
368, 488, 497, 502, 550-551, 552- Instituías, 529
553,554
obispo de Chartres, 497 Kent, conquista normanda de, 50
Policratus, 497 Knowles, David, 214
Juan de Worcester, 312 Kosto. Adam. 422
Juan Escoto Erígena, 505 Koziol, Geoffrey. 196
Juan sin Tierra, rey de Inglaterra, 346.
348, 349, 429, 442. 444. 449, 451. Lacio, violencia en, 543
467,482, 577-578, 608 Ladislao I Hcrmann, de Polonia, 224,
como cruzado confeso, 588 226
disputas con los cistercicnses, 581- Lamberto de Hersfeld. cronista. 58,
583 158. 254. 255, 257. 258-259, 261.
exigencia de lealtad en la asamblea 263, 265
de Marlborough, 584 Lamberto de Saint-Omer, monje, 388,
muerte de, 589 390
y la Carta Magna, 590-593 Liberfloridus, 388-389
judicial, proceso (iudicium), 423 Landfricden, acta de seguridad, 533
judíos, 523, 612 Lctndrecht, derecho común, 344
expulsión de Francia (1182), 453 Landulfo VI, príncipe del Benevento.
prohibición de ocupar cargos públi­ 123
cos, 484 Lanfranco. arzobispo de Cantorbery.
Judíth de Francia, bisnieta de Carlo­ 118.208.210,245
magno, 175 Langensalza, en Sajonia, 252
juramentos, 135-137,419,541 Langmuir, Gavin, 611
contra los obispos, 409 Langres, obispo de, 236
de fidelidad de los recaudadores. Languedoc, 652
408,412 colonización legal del, 560
de jueces, 413 Laon, 220, 468
de los alcaldes, 411-412 levantamiento en ( 1 1 12 ), 3 1 , 41 6
de prebostes regios, 4 15 obispado de, 111, 194
de senescales, 413 palacio episcopal de, 274
jurídicos, textos, 230-231 Lara. señores de, 339
justicia, 57 Le Mans, levantamiento en (1077),
apelaciones a la, 432 31
ÍNDICE ANALÍTICO 831

Leges Henríeí priini («Leyes de Enri­ Limoges, 469


que IU»), 230, 232 trovadores en, 491
Lcire, monasterio de, 55 Lincoln, castillo de, 215
Lemarignier, Jean-Franpois, 191, 196, Lincoln, condado de, 118, 373, 431,
250 581-582
Lcofrico, obispo de Exeter, 204 Lisardode Sable, 173
León de Meung, 271 liturgia romana, 246
León, 53 Livry, fortaleza de, 305
estatutos de (1208), 606 Llagostera, 325, 365. 381, 395
asamblea general en, 600, 627. 629 Loches, castillo de, 166, 167
León, reino de. 55. 58, 88, 117. 129 Lodi, destrucción de, 320
herencia de condados en. 6 1 Loira, valle del, 161
levantamientos contra señores, 9 1 Lombardía, 143, 154,234,330
leyes de (1 188-1194), 600 Londres. Torre de, 316
prohibición de confiscaciones, 231 Lorena, 350, 402
León IX, papa, 110, 123, 234, 236, Baja, 263
237,239-240,249 Lotaringia, 64, 69, 143
Leonor de Aquitania, esposa de Enri­ Lotario II de Sajonia, 227
que del Anjeo, 333, 336, 343, 355 Lotario III de Supplinburg, rey de Ale­
Leonor de Aquitania, reina viuda, 633 mania, 254. 266
Lérida Lovaina, duque de, 268
asambleas en (1214 y 1218). 635, Lucas, Evangelio de san, 370
637 Luchaire, Achille, 37, 534
conquista de la taifa de (1149), 424 Lucio III, papa. 450
toma de, 364 Lugo, 291
leyes estatutos de ( 1204), 606
de León (1188-1194), 600 Luis II el Tartamudo, rey de Francia.
promulgación de, 45 61
y la corrupción, 35 Luis IV, rey de Francia. 72
y las deficiencias de los reyes. 54 Luis VI el Gordo, rey de Francia, 100,
Leyes de Guillermo el Conquistador, 138, 189, 190, 191, 197, 198-199,
231 201-202, 228, 274-275, 278-279,
Leyser, Karl, 254, 326 303,305,343,404,409,616
Lézat, 141 autorización de comunas, 400
monjes de. 140 como príncipe, 269
Liber censuttm, 125 entronización de, 193,270
Líber domíni regís. 422 Luis Vil el Joven, rey de Francia, 138,
Líber feudorum maíor, 423, 427 174, 336, 337, 343, 351-352, 354,
libertas ecc!es¡cc, 34 358, 401, 452, 516, 531-532, 535,
Lieja, 262 598,616, 626
Liga Lombarda, 486 apelaciones a, 533
Límburgo, duque de, 268 coronación de, 194
832 LA C R I S I S D L L SK' . LO XII

y las carias de libertades, 405 Murengo, 152


Luis VIII, rey de Francia, 651 Margarita de Francia, hija de Luis VII,
Luis IX, rey de Francia, san Luis, 233, 336
641,651 Marmoutier, monjes de, 164
Lupo de Pon ieres, 65 Marquesa, nieta del conde de Urgel,
I-yon, 118,334 494
Martinus, 530, 531
Macón, condes de, 353 Mas d’Azil, Le, 140
Macón, obispo de, 250 Mateo, Evangelio de, 329
Mácon, región de, 78 Matilde de Braose, 578
Magdeburgo, leyes de, 403 Matilde de Flandes, condesa, 119, 122,
magiares, 58 154-156, 189,227
magistrado condal {sheriff), 383, 43 1- Matilde de Inglaterra, emperatriz, hija
434 de Enrique I, 165, 227, 311
«Investigación de los magistrados», Mayor de Froilaz, 289
434-436,437,544 Mazille, deanato de, 377
Magnas I de Sajonia, 259 Mediterráneo occidental, reinos del,
Maguncia, decreto de, 261-262, 265 126-142
Maguncia, dieta de (1184), 333, 624 Melgueil, condes de, 139
Maine, condado del, 42,226, 228, 301 Melun, castillo de, 79
ruptura dinástica en (1098), 552 Melun, junta general de (1216), 610
Maiolo de Cluny, abate, 65, 72 Mende, muralla en torno a, 356
Maitland, Frederick William, 430 Maulé, paz de, 142
Malay, deanato de, 379 Menendo Núñez, 300
Malbodio, abate, 187-188 merinos, 400
Maldon, cantar de, 63 merino mayor, 132
Mallorca, reino de, 138 Méron, en el Anjeo, 172-173, 174,175
campaña contra los musulmanes en, Miecislao, hermano de Casimiro II de
222, 576, 636 Cracovia, 644
Manases I, arzobispo de Reims, 44, 98 Miguel VII, emperador de Constanti-
Manases, obispo de Orleans, 610 nopla, 118
Manegoldo de Brescia, 558 Milán. 83, 220
Mans, Le, 228 asedio y destrucción de ( 1162), 361
levantamiento en, 4 16 conflictos civiles en, 234, 416
Mames, ataque a, 192 Humiliuñ de, 481
Mantés, carta comunal de, 407 Miles de Beauchamp, 315,319
Mantua, condado de, 154, 155 Miles de Gloucester, 315
Marbodio de Rennes, 161 Mi lo de Hereford, duque, 322
Marca hispánica, 55, 59, 81 Milsom, S. F. C., 450
Marcabrú, trovador, 490 Mimizan, asamblea de, 532
iVIare nardo de Grumbach, podestá de Minio, noble, 148-149
Milán, 335-336 Mirabiiia urbis Roirne, 473-474
ín d ic e a n a l ít ic o 833

Miracles o f Saint Bewiüc!, 103 Murray, Alexander, 46


Miraval, castillo de, 493 musulmanes, 58, 81
Mitteis, Heinrich, 37 en España, 117
Módena, condado de, 154 Mutanlis mutcmdis, 234
Moissac, monasterio de. 101
Molió, alguacilazgo de. 394 Nájera, concitium de, 55
monarquía Namur, conde de, 615
feudal, 348-349 Narbona, paz de (1155), 540
mandatos del rey ( iussio), 130 Narbona, provincia de, 541
promulgaciones diplomáticas de la, Narbona, vizcondado de, 126, 138,
128-129 139
súbditos de la, 131-132 Navarra, reino de, 58, 117, 228
moneda, acuñación de, 57-58, 60, 541, crisis dinástica en, 86, 87, 226, 600
554, 574 herencia de condados en, 61
acta sobre, 438 señores en, 67
en Nevers, 614,' 618 Navas de Tolosa, batalla de Las (1212),
promesas de estabilidad de las, 421,485
616 «negocio de la paz y la fe», 542
sospecha de monedas falsas, 615 Nevers, condado de
maneta, tarea de la, 58 condes de, 353, 627
Monteada, familia de los. 1 16 privilegio de acuñación de moneda
señores de, 139 en, 614, 618
Montferran, condes de. 353 vacio dinástico en, 614
Montfort, familia de los. 279 Newman, William Mendel, 106-107
Monticelli, 157 Nicolás de Stuteville, 578
Montlhéry, familia de los, 279, 280- Nicolás II, papa, 123,235,239
281 Niederaltaich, 160
castillo de, 642 Nigelo, monje, 500
Montmorency, familia de los, 1 16, 324 Nigelo de FJy, obispo, 526
Montpellier, 138, 139 N imes, consulado urbano de, 417
carta de, 478-479 nobleza, 32, 43. 63
Montreuil, castillo de, 354 Normandía, ducado de, 177, 188,330
Montreuil-Bellay. señorío de, 162, impuesto compensatorio en, 616
170, 171, 172, 175, 184 invasión de, 348
Morris, Colin, 471 reconquista de, 582, 583, 586
Morris, W. A., 37 normandos, 189
Mouzon, abadía de, 71 conquistadores, 50, 54
Mouzon, cronista de, 77 Northampton, condado de, 385, 590
Moyon, carta de, 409 Noruega, 472
mujeres, en las cartas de Jacobo de Vi- Nuremberg, ordenanza de, 595, 596,
try, 483 599
Muret, batalla de (1213), 485
834 L A C R I S I S D E L S I G L O XII

obligaciones de pago, 334-335 consagración y coronación de los,


fiscales, 464 125
Occitania, 55. 67, 78, 139, 160, 247, decretales, o respuestas escritas,
341,402.493 475,477
violencia en, 141 domamos del, 472-473
Odón de Blois, 79 y las herejías, 477
Odón de Cluny, san, 64 Papo, conde, 148
Odón, obispo de Bayeux, 207-208, 212 Paris
oración, experiencia cristiana de la. adoquinado de las calles de, 453
66 todos los ingresos del reino llevga-
orden público, 58-59 dos a, 459
aristocrático, 70 parlamentum, 611
ordenanzas, 331 Pascual 11, papa, 49, 85, 157, 235,245,
Orderico Vitalis, monje historiador, 248,273.411
32, 42, 101, 164, 189, 191, 202, pastores, 56, 484
211-213, 214-215, 225, 310, 312, pataria, movimiento de la, 119
313-314,322,376 patrimonio episcopal, 83
Orense, obispo de, 600 Paucatcrra, Alberto, 363
Orgañá, homilías de, 371, 544 Pavía, 143, 146
Orme Sainte-Marie, L \ 170 Payn Fitz John, 315
Ossau, redacción de una paz en el valle paz. clases de, 531-532
de, 628-629 «Paz de Dios», 78, 532-534, 540, 560,
Otberto, obispo de Lieja, 263 616
Otón IV, emperador, 501 «paz de las bestias», 541
Otón, obispo, 332 Pedro. Epístolas de, 96, 101
Otón de Brunswick, hijo de Enrique el Pedro, obispo de Le Puy, 353
León, 346, 594 Pedro I. rey de Aragón, 400
Otón de Frisinga, 262 Pedro II de Aragón y I de Cataluña,
Otón de Northeim, 252, 255, 256-257 421, 428, 479, 488. 523, 524, 572-
Ourliac, Paul, 247 573.574-576,620-621.639
Pedro II de C’ourtenay, conde de Ne-
Pacaut, Marcel, 352 vers. 614
pacificación, 531 -545 Pedro Arias, 289
Palau-solitá, templarios de, 523 Pedro Damián, cardenal-obispo, 235,
Palencia, 291 237. 238-239, 250
Pamiers, castillo de, 141 Pedro de Blois, cartas de, 496, 497,
Pamiers, cortes de (1212), 560 498-501,502,517
Panzano, 155 Pedro de Cabañiles, 530
papado, corte del, 125-126 Pedro de Eboli: Liber ad honorem Au-
finanzas dei, 473-474 gusti, 502
papas Pedro de Fregina, 360
antipapas, 241-242 Pedro de Le Puy, obispo, 536
ÍNDICE ANALÍTICO 835

Pedro de Llusá, 421. 565 Poblet, monasterio de, 566


Pedro el Cantor, 66, 504-505, 507, poder, politización del, 545-594
509, 513-514 Poitiers, sínodos de. 242
Pedro el Venerable, abale de Cluny, Poitou, 78,219, 467-469
39,94. 106. 112,310, 377 Policraticus, 34-35
Pedro Froilaz de Traba, 287. 288-289 Polignac, vizcondes de, 352. 353, 360
Pedro Jiménez, caballero, 567. 569 Polirone, abate de. 155. 157
Pedro Ramón, hijastro de Almodis, politización del poder, 545-594
226 Polonia, duque de, 116
Pedro Vidal, trovador, 489. 490, 493 Polonia. 53,86, 221-222,472
Pelayo García, noble, 296 clérigos de, 54
peregrinaciones, 2 19 prohibición de expolio de iglesias,
problemas en la ruta de los peregri­ 542
nos, 284-294 Pomerania, 92
Pcrigord, conde del, 468 Ponce I. conde de Ampunas, 136
Perpiñán, 572 Ponce II. vizconde de Cabrera, 494
disposiciones de. 564. 565 Ponce III, vizconde de Cabrera, 566,
Perusa, muerte de Inocencio III en, 481 567
Peterborough chronicle, 376 Ponce Hugo III, conde de Ampurias,
Peterborough, 89 136,571
abadía de. 89,319, 328. 373 Ponce de la Guardia, 493
erudito de. 312, 321 Ponce de Mataplana, 492
Phalempin, iglesia de, 176 Ponce de Montlaur, 608
Picardía, 78,402, 495 Ponce el Amanuense, 425, 522
Pico!, barón normando, 213-214 Poncio, vizconde de Polignac. 353
Pierrc, arzobispo de Sens. 610-611 Poncio de Leras, 327, 328-329, 544
Pilgrim, conde, 150 Ponthieu, 177
pipe ralis. documentos, 383, 446 Poole, R. L„ 384
Pirenne. Henri, 399 Porcell, administrador condal, 425
Pirineos Prataglia, comunidad de, 360
pastores en los, 62 Prats de Molió, alguacilazgo de, 394
principados de los, 53 prebostes, 167-168, 178. 198, 200,
Pisa, 84 397-398,400,410,458,465
auditorías en, 396 Prelopanis, Lanfranco, 363
causa de los gibelinos en, 558 Prisches, carta de (1158), 401
cónsules en, 418 Prisia servientum, registro francés,
juramento de (1144), 414 466
Plantagenet. corte de los, 494, 502, propiedad persona) (dominium), 208-
543, 633 209
Plasencia, 366, 367 protectorados (salvetats), 1 4 1
Platelle, Henri, 184-185 Provenza, castillos en, 69
Plutarco, 36 Provenza, conde de la, 530
836 L A C R I S I S D L L S I G L O XII

Provenza, principado de, 126-127, Ramón de Caldas, notario, 422-423,


340,493 425, 426-427, 438, 473, 523, 524-
Psalmodie, monjes de, 249 525, 649
Ramón de Castellrosselló, barón, 489
quejas (clamores), 430-431,459 Ramón de Ribas, 366, 367
Quercy, 648 Ramón Folc, vizconde de Cardona,
acuñación de moneda en, 620, 622, 492, 562, 565
631 Ramón Vidal de Besalú, trovador, 490
impuestos para sufragar la paz en el, Las rasos de trabar, 491
631 Ramón Wilelm, 352
Querella de las investiduras, 25, 33, Ramsey, 213
34,35,65,235,251,262,556 abate de, 431
monjes de, 213
Rafael, canciller, 441 Ranulfo de Broc, 546
Rafael de Caldret, 316 Ranulfo de Chester, duque, 322
Rafael Niger, 506 Ranulfo de Glanvill, 439,440
Raherio de Esarlo, 406 Ranulfo Flambard, obispo de Duham,
Raimundo 1 de Arles, arzobispo, 414 98, 325-326, 330, 375-376, 377
Raimundo 111, conde, 73 Raterio de Verona, obispo, 64, 82
Raimundo IV, conde de Tolosa, 108, i ratio, 389-390, 527
110,249 Ratisbona, 146, 15,1
Raimundo V, conde de Tolosa, 417 Raúl de Cambrai,'49Q
Raimundo VI, conde de Tolosa, 417, Raúl de F-u, conde, 467-469
493,608,622 Raúl de Vennandois, 352
Raimundo de Borgoña, 287 Raúl le Vert, arzobispo de Reims, 193
Raimundo de Galicia, conde, 135 recaudador (exactor), 179-180, 525
Raimundo de Peñafort: Decretales de juramento de fidelización, 408
Gregorio IX, 521 Redulfo, !egis doctor, 153
Raimundo de Ribas, 324 Reggio, condado de, 154, 155
Raisinda, abadesa de Saint-Jean, 276 Regio, canónigos de, 83
Ramón Berenguer 1, conde de Barcelo­ Reims, 118
na, 86, 136, 142,224-225,229 catedral de, 192
Ramón Berenguer II, conde de Barce­ diócesis de, 71
lona, 226 imposición de gravámenes en, 612
Ramón Berenguer III el Grande, conde sínodo de, 237
de Barcelona, 107, 136, 138, 222, Reinaldo, conde, 172-173
226, 562 Reinaldo II, conde de Bar, 350-351
Ramón Berenguer IV, conde de Barce­ Reinaldo de Boulogne, conde, 609
lona, 222,232 Reinaldo de Durham, monje, 313
Ramón Berenguer IV, conde-príncipe Reinaldo de Reims, 184
de Barcelona, 332, 339-340, 363- Remigio, san, 192
364, 374, 423-424, 435 reliquias de san, 236
INDICL ANAL ÍTIC O 837

rendición de cuentas, 410, 462-463, Roberto II, duque de Normandía, 216 y


524 n., 226, 310-311
carácter prescriptivo de la, 37 1-374, Roberto, abate de Saint-Pierre-sur-Di-
375 ve, 323
de la administración pública, prime­ Roberto, obispo de Bath, 315
ros pasos hacia la, 374-375 Roberto de Auxerre, 537
fidelidad como, 366-371 Roberto de Bampton, 3 16
Réole, monjes de La, 351 Roberto de Belléme, 96, 314-315, 322
res publica, 39, 41, 42, 57. 228, 551 Roberto de Courson, 503, 504, 507-
revolución feudal, 70, 76, 82, 91, 93 512, 518,613
revolución industrial, 76 Roberto de Croques, 304
revuelta sajona (1073-1 125), 251-269 Roberto de Gloucester, 316
Reynolds, Susan, 552 Roberto de Stuteville, 313
Rhys, príncipe, 498 Roberto de Torigni, 434, 537
Ribas, valle de, 365-366, 368 Roberto el Alguacil, preboste de An-
Ricardo 1 Corazón de León, rey de In­ gers, 168
glaterra, 441, 442-445, 450, 456, Roberto Fitz Hubert, 324
460, 490,492, 525, 580, 608 Roberto Fitz Walter, 590
pago del rescate de (1193), 619 Roberto Guiscard, 123
Ricardo, príncipe de Capua. 122 Roberto Malerbe, 449
Ricardo, vizconde de Millau, 142 Roberto Wimarc, 209
Ricardo de Capua, 239 Rochefort, familia de, 324
Ricardo de Devizes, 633 Rodez, conde de, 139, 140, 353
Ricardo de Lucy, 440 Rodez, reunión de notables en (1168),
Ricardo de Peire, 357 630
Ricardo el Justiciero, 71 Rodolfo de Rheinfelden, duque de
Ricardo Fitz Gilbert, 315, 440 Suabia, 253
Ricardo FitzNigel, 526 Rodolfo de Suabia, conde, 122
Dialogue o f the Exchequer, 390, Rodolfo, duque de Suabia, 119
439, 440, 522,525, 526-529 Rogelio II, rey de Sicilia, 320, 335,
Richardson, H. G,, 37, 39. 447 342,343,390,392
Rigord, monje occitano, 41 9, 452,453, Rogelio II, conde de Foix, 141
454,470, 535,537,612,633 Rogelio III, conde de Foix, 136, 141
Ripoll, monasterio de, 222 Rogelio, conde de Carcasona, 225
Riqueiro de Reims, 79 Rogelio, obispo anglonormando, 326
Riquer, Martín de, historiador, 491 Rogelio de Cressi, 578
Robert Moore, 484 Rogelio de Howden, clérigo, 429,434,
Roberto 1 el Frisón, conde de Flandes, 437-438, 439, 440, 443, 470, 633
hermano de Balduino VI, 175-177, Rogelio de Saint-Euverte, abate, 460
184-185, 190,224,226,387 Rogelio de Salisbury, obispo, 39-40,
Roberto II, conde de Flandes, 176, 306,311,383,419
178, 180, 184 Rogelio de Tersac, 140
838 L A C R I S I S D H L S I G L O XII

Rogelio de Worcester, obispo, 475, Saint-Maur, monasterio de, 65, 170


519,520 Saint-Maurice de Angers, monasterio
Roldan, cantar de, 63 de, 165
Roma, 33, 472 Saint-Michel, Monte, patrimonio mo­
saqueo de, 123 nástico de, 67
Roncaglia, Dieta de (1154). 338, 598, Saint-Mihiel, arrendatarios de, 351
603,624, 629 Saint-Omer, 176, 178,221
Roncalia, edicto de (1158), 533 rebelión de burgueses en, 309
Ronceray, monjes de, 167 Saint-Pére de Chartres, monasterio de,
Rosellón, condado del, 138 198
paz del, 532 Saint-Philibert, monasterio de, 51
Tregua de Dios en el, 75 Saint-Piei re, monjes de, 182
Rouergue, 138 Saint-Pierre de Gante, abate de, 181
rontiers, salteadores de caminos, 353 Saint-Picrre-des-Cuisines, iglesia de,
Ruán, 375 417
Rufino, obispo, 125, 503 Saint-Pol, 177
Runnyrnede, paz de, 591 Saint-Pons-de-Thomiéres, señorío de.
Ruodlieb, poema épico alemán, 101 107
Rusticellode Cologna, 153 Saint-Privat, arrendatarios de, 357
Saint-Rémi, monasterio de, 44
Saboya, 402 Saint-Saveur, iglesia de. en Caen, 209
Sahagún, levantamiento de ( l i l i ­ Saint-Troud, abadía de, 180, 408
lí 17), 285, 290, 291-297, 299 Saint-Vaast, abadía de. 178, 181, 369,
Saint Disibod, 259 371
Saint Martin de Battle, abadía de, 209 Saint-Victor, abadia de, 246, 456
Saint Peter, canónigos de. 204 Sajonia, ducado de, 56. 143, 344
Saint-Amand, abadía de, 182, 186-188 castillos en. 69
Saint-Antonin. carta de (1143), 415 dinastía. 82
Saint-Aubin, en Le Chillón, 170-171, revuelta sajona (1073-1125), 251-
174, 354 254
Saint-Bertín, abate de, 183 Saladino, diezmo de, 607, 618
Saint-Denis, abadía de, 361, 379-380, salia, dinastía, 82, 158
396 Sampiro. crónica de, 53
Saint-Eloi, priorato de, 198 San Donaciano de Brujas, capilla-for­
Saint-Evroult, casa normanda de, 105 taleza de, 178, 179, 180, 301. 307,
Saint-Eyrard, señorío monástico de, 352 387-388
Saint-Florent, 163, 169, 171 San Emerano, monjes de. 151
Saint-Gilles, monasterio de, 101 San Esteban de Gormaz, junta general
Saint-Jean de Sorde, abadía de, 373 en (1187), 606
Saint-Jean-d’Angély, abadía de, 328 San Juan de Acre, 481
Saint-Martin, 185 San Nicolás de Angers, monasterio de,
Saint-Martin de Tours, 172 249
índice analítico 839

San Pedro, basílica de, en Roma, 248 levantamientos contra, 91


San Pedro de Barth. 206 patrimonial, 485
Sancha de Castilla, esposa de Alfonso prosperidad y crisis de ios grandes,
11,562 335-360
Sanchiancs. abate de Sahagún. 293, 323 Shortnose, Guillermo, 103
Sancho IV, rey de Navarra, 226 Sicilia, 335-336,390-393,485,635,641
Sancho VI el Sabio, rey de Navarra. Sigardo de Padering. 151
596. 600 Sigfndo, arzobispo, 242
Sancho, hermano mayor de Alfonso Sigfrido de Tegemsee, abate, 148
VI, 134 Síguino, arzobispo de Colonia, 261
Sancho, tio de Jaime I, 636 Simón de Montfort, 560, 624-625
Sancho Alfónscz, lujo de Alfonso VI. Simón de Senlis, duque, 322
2X7 Simón de Tournai, 505
Sancho Ramírez de Aragón, 226, 404 sínodos eclesiásticos, 53
Santa Cruz de Orleáns. iglesia de la, Soissons, 184, 468
197 Paz de (1155). 343. 533, 597, 598.
Santa María de Autares, castillo de, 134 648
Santa Sede. 542 Southern, sir Richard, 39
Santiago de Compostela, 138 Spiegel. Gabrielle, 496
juramento de la comuna, 409 status regni, idea de un, 603-604
levantamiento comunal (1116), 31, Stigand, arzobispo. 208
284, 297,416 Straten, familia, 307
peregrinos a, 92, 284 Strayer, Joseph R., 38, 552
Santiago, Camino de. 284 Stubbs, William, 39
sarracenos, ataques de los. 71, 74, 84 Suabia, 252, 606
Saumur, 171 Suabia, duque de, 160
Saurimonda, amante de Guillermo de Suecia, 472
Cabestany, 489 Suger de Saint-Denis, monje historia­
Sayles, G. O,, 37. 39 dor, 58, 189, 191, 192. 193, 202,
sayones. 132, 134 269-270, 272, 276, 279, 280, 324.
Scott, James C , 46 379,419,452,462
Séneca, 39 supervisores, de los reyes, 198
senescales, 132. 179 súplicas {plácito), 83
Senlis, familia de los, 279 Svend II, rey de Dinamarca. 124
Scns, arzobispo de, 193.539
señoríos, 36, 45, 52 taifas musulmanas, 135
aristocráticos, 487 talla
culturas del, 97-113 como instrumento del señorío, 404-
derechos de acuñación de monedas 405,406,407, 509
y, 615 consuetudinarias en París y Orleáns.
difusión de los, 128, 642 617
importancia de los, 62-63 del pan y del vino, 618
840 L A C R I S I S D H L S I G L O XII

en Inglaterra, 619 Toulouges, tregua et pax de (1062-


Tarascón, estatuto de (1226), 541 1066), 564
Tedaldo, arzobispo de Milán, 242 Toumel, señor castellano de, 356
Tellenbach, Gerd, 240-241 Toumus, 5 1
templarios, caballeros, 428, 482, 523, Tours, arzobispo de, 164
532 Traba, familia, 287
Teobaldo, arzobispo, 488, 547 Trencavcl, familia de Carcasona, 320,
Teobaldo V de Blois, 451 341
Teobaldo Walter, 447 Treveris, arzobispo de, 350
teocracia, 53 tribunales condales, 58
Teodorico de Alsacía, 303, 306 tribunales eclesiásticos, 516
Teodorico de Flandes, conde, 408 trovadores, 26, 489-495
terratenientes, 68 Troyes, condado de, 616
Tetavillana Scorpianus, 362-363 Troyes, condes de, 353
Teuzo, obispo, 83 Turchil, monje, 384
Thomey, 209 Turena, 162
Thuir, 395 conquista de la, 163
Tierra Santa, 173.481,607 Turingia, 143, 251
véase también cruzadas
Tinchebrai, batalla de (1106), 191 Ubaldo de Mantua, obispo, 156
tiranos, 322-325, 365-366 IJclés, batalla de, 287
Toledo, concejo de, 605 Ulgerio del Anjeo, 399
Toledo, conquista de (1085), 25, 127, Uümann, Walter, 125
128 Urbano H, papa, 97, 127, 184,250,263
Tolosa francesa, condado de la, 66, 99, Urge!, condado de, 138, 343, 571, 627
126, 138,331,477, 558 Urgel, paz de (1 187), 545
acuñación de la septena en, 622 Urraca, hija de Alfonso VI, reina de
concejo común de, 417 León, 88, 127, 226-227, 285, 287-
Tomás Becket, arzobispo, 34, 35, 96, 288, 297-298,323,403
301, 433, 440-441, 497, 547-550 Usalges de Barcelona, 137, 229-230,
asesinato de, 437, 545-546 232, 233, 421, 424, 425, 427, 561,
Tomás Brown, 336, 390, 528 564, 569, 572
Tomás de Marle, 97, 271, 272, 275- Utreclu, 373
276, 277, 278, 279, 280, 281-283,
322-323, 325 Valencia, reino de, 138
Tomás de Monmouth, 361 conquista de ( 1240), 428
Tomás de Morigny, abate, 195 vasallaje, 118
Tortosa, conquista de la taifa de Velay. encapuchados de, 535-545
(1148), 364,424 Veüitiz, Pelayo, maior dormís, 133
Toscana, 92,227, 301,360 Vendóme, condado de, 67, 75, 164, 171
violencia en, 543 Venecia, dogo de, 559
Ton!, canónigos de, 350, 35 1 Vergy, guerra de (1185-1186), 452
ÍNDICE ANALÍTICO 841

Vermandois, condado de. 72. condado Watten, iglesia de, 180


de, 401 Weber. Max, 45, 555
Verona, 64 Welfesholz, batalla de (1115), 254,
Vexin normando, región del, 50, 189. 266
465 Wenrico de Tréveris, 245
Vézelay, levantamiento en, 416 Werner, Karl Ferdinand, 57
vía pública, 57 Westfalia, ducado de, 344
Vic, obispado de. 65 Wiehmann, arzobispo, 403
Vicente de Cracovia, erudito, 639, Wilt, condado de, 445, 449
643-645 Winchester, 375. 385
vikingos, 51, 58, 63. 71. 74 Wolfger de Passau, obispo, 524
Vilafranca de Confien! Worcester, condado de, 209
auditoría en, 395 Worms, Concordato de (1122), 158,
como «villa libre» de servidumbre, 235, 248
404 Wurzburgo, corte de, 333, 344, 595
Vilafranca del Penedés. 569, 637
Vincent, Nicholas, 440 Yaropolk, príncipe de Kiev, 124
violencia, 72 York, condado de, 207, 2 12, 587
en el Anjeo, 168-175 conquista normanda de, 50
en Flandes, 184-186 Ypres, 180, 231
en las relaciones de señorío y depen­
dencia, 73, 77, 91 Zadar, asedio de (1202), 559
y el sínodo de Reims, 237 Zbignievv, hermano de Boleslao III,
Vratislao II, duque de Bohemia, I 18 223
Zcncure, templo de la ínsula de, 157
Waltheof, conde, 191 Zerbi, Pietro, 124
Warren, W. L., 548 Zurita, Jerónimo de, 621
LISTA DE ILUSTRACIONES

Láminas

1. El rey Felipe I de Francia a c o m p a ñ a d o de su séquito.


2. T a p iz de B ayeux. U n a m u je r y un niño huy e n de un a casa in ce n ­
diada, c. 1080.
3. Castillo de O xford, visto de sde dos ángulos.
4. Enrique IV de A le m an ia con sus hijos E nrique y C on rad o y unos
abates.
5. La co ndesa M atilde de Toscana.
6. T ím p a n o de la iglesia de Santa Fe de C onques, en Roucrgue.
7A. Miro índex. Firm a autóg rafa de M iro, el ju e z que suscribe un
acta de donació n al rey A lfonso I, 13 de o ctubre de 1178.
7B. E sta m p a del frontispicio del L íb e r dom in'i re g is («L ib ro del
seño r rey»), c. 1195-1205.
8A. Carta de la paz im puesta a los catalanes en no vie m bre de 1192
po r el conde, y m ás tarde rey, A lfo nso I de C ataluña y II de Aragón.
8B. C arta M a g n a de los ingleses, ju n io de 1215.

Viñeta
(pág. 463)

U n rey (entiéndase Felipe A ug usto ) con calculadora electrónica.


ÍNDICE DE MAPAS

1. La «rev olució n feudal»: núcleos territoriales y vías


de e x p a n s i ó n ........................................................................................... 93
2. La revuelta s a j o n a ................................................................................ 253
3. La ruta de los p e r e g r i n o s .................................................................... 286
4. Z o n a s en las que reina un a p a 2 c o n ce p tu a lm en te distinta . . . . 359
5. P a n o ra m a del d e sp u n tar del hábito del con sen so
parlam entario (c. 1150-c. 1 2 3 0 ) ........................................................ 623
ÍNDICE

P refacio .......................................................................................................... 9
Notación y convenciones .......................................................................... 15
Abreviaturas.................................................................................................. 17

C apítulo 1
I n t r o d u c c i ó n .............................................................................................. 25

C ap ítulo 2
L a edad del. s e ñ o r ío ( 8 7 5 - 1 1 5 0 ) ......................................................... 49
El antiguo orden ........................................................................................... 52
La procura del señorío v ia nobleza ...................................................... 59
O bligación, violencia y d e s o r g a n iz a c ió n ....................................... 68
Las culturas del señorío ............................................................................ 97

C apítulo 3
L a dominación de los señores (1050-1150): la experiencia
D E L P O D E R ................................................................................................... 115
El papado ....................................................................................................... 118
Los reinos del Mediterráneo occidental............................................... 126
León y C a s t i l l a ........................................................................................ 127
A los pies de los P i r i n e o s ..................................................................... 135
Las tierras im periales ............................................................................... 142
B a v ie r a ....................................................................................................... 147
L o m b a r d í a ................................................................................................ 151
846 L A C R I S I S D E L S I G L O XII

Francia ............................................................................................................ 160


El A n j e o ..................................................................................................... 161
F la n d e s ........................................................................................................ 175
Los reinos del n o r te .................................................................................... 188
La Francia de los C a p e t o s .................................................................. 192
La Inglaterra n o n n a n d a ....................................................................... 203

C apítulo 4
C risis de poder ( 1 0 6 0 - 1 1 5 0 ) .................................................................. 219
Una madurez intranquila .......................................................................... 220
Dificultades d i n á s t i c a s ..................................... , .................................. 220
R ealizaciones d e s o rd e n a d a s ................................................................ 229
La Iglesia ........................................................................................................ 234
Unas sociedades alteradas....................................................................... 251
La revuelta sajona y sus consecu en cias (1073-1 125)............... 251
La F rancia castellana (c. 1 1 0 0 - 1 1 3 7 )............................................... 269
Pro blem as e n la ruta de los peregrino s ( 1 1 0 9 - 1 1 3 6 ) ................. 284
Flandes: El asesinato de Carlos el B ueno (1 1 2 7 - 1 1 2 8 ) ............ 301
Inglaterra (1 135-1 154): « E stand o Cristo y sus santos
d o r m i d o s » ........................................................................................... 310
¿ Una edad tiránica? ................................................................................. 320

Capítulo 5
R esolución : L as intrusiones de los gobernantes ( 1 150-1215) . 331
Prosperidad y crisis de tos grandes señoríos ..................................... 335
La «paz im p e rfe c ta » ............................................................................... 349
Una justicia vinculada a la responsabilidad ..................................... 360
La fidelidad com o rendición de cuentas ( 1 0 7 5 - 115 0 ) ............... 366
Prim eros pasos h acia la rendición de cuentas de la
ad m inistración pública ( 1 0 8 5 - 1 2 0 0 ) .......................................... 374
Coacción, compromiso y administración ............................................ 397
Cartas de franquicia: unas cuantas lecciones p e rtin e n te s .......... 398
En los um bra le s de una ad m inistración p ú b l i c a ........................... 405
Las labores del poder ................................................................................. 418
C a ta lu ñ a ..................................................................................................... 420
I n g l a t e r r a ................................................................................................... 428
F r a n c i a ....................................................................................................... 450
La Iglesia católica r o m a n a ................................................................... 470
ÍNDICE 84 7

C apítu lo 6
C o n m em o r a r y persuadir ( 1 1 6 0 - 1 2 2 5 ) ............................................ 481
L as cultu ra s d e l p o d e r .............................................................................. 487
C antos de fidelidad................................................................................. 488
Hablillas c o r te s a n a s ............................................................................... 496
Serm ones e r u d i t o s ................................................................................. 503
C o m petencia profesional: dos a s p e c t o s .......................................... 514
La p a c ific a c ió n ............................................................................................. 531
Los e ncapuchados de V e l a y ................................................................ 535
La p o litiza c ió n d el p o d e r .......................................................................... 545
La crisis de Cataluña (1 1 7 3 - 1 2 0 5 ) .................................................... 560
La crisis de la Carla M agna ( 1 2 1 2 -1 2 1 5 )....................................... 577
L o s esta d o s y ¡os esta m en to s d e l p o d e r ............................................... 594
Las distintas situaciones de unos reinos t u r b u l e n t o s ................. 595
Un gran señorío de c o n s e n s o ............................................................. 606
Pasos hacia u nos estam entos regu lad os p o r prácticas
a s o c i a t i v a s ........................................................................................... 614
El d esp un tar del hábito del con sen so p a r l a m e n t a r i o ................. 622

Capítulo 7
E p í l o g o .......................................................................................................... 641

N o t a s ............................................................................................................... 653
G lo s a r io .......................................................................................................... 755
B ib lio g r a fía .................................................................................................. 759
In d ice a n a l í t i c o ........................................................................................... 815
L ista d e ilu s tr a c io n e s ................................................................................. 843
In d ice de m a p a s ............ .............................................................................. 844

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