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Bisson La Crisis Del Siglo Xiipdf Compress
Bisson La Crisis Del Siglo Xiipdf Compress
BISSON
Traducción castellana de
Tom ás Fernández Aúz y B eatriz Eguibar
CRÍTICA
B A R CELO N A
Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del
copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o
parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la
reprografla y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella
mediante alquiler o préstamo públicos.
Título original:
The Crisis ofthe Twelfth Century. Power, Lordship, and the Origins
o f Europea» Government
Princeton University Press
Diseño de la cubierta: J a i m e F e r n á n d e z
Ilustración de la cubierta: Getty images
Realización: Átona. S.L.
Fotocomposición: gama si
ierra, Lom bardía, Baviera, Sajorna y P olonia delim itan sus flancos.
No obstante, la crónica de los principados y señ ó n o s aparecerá narra
da de Jornia selectiva y a base, indudablemente, de im presiones —in
cluso en el caso de las tierras que acabam os de enum erar—. Si a algiin
lector te p a reciera que se ha concedido a C ataluña más espacio del
que merece, lo único que puedo alegar es que la fu e rza de ¡os hechos
m e ha obligado a revisar ese planteam iento. En varios de los extremos
que se expondrán en los últim os capítulos, esa so cied a d resulta ser
prácticam ente la única capaz de proporcionarnos tm testim onio rele
vante en relación con esta historia de Europa. Ha de adm itirse adem ás
que, p o r su naturaleza, ¡as fu e n te s son más p roclives a responder de
m odo menos concluyente a algunas de m is preguntas que a las de los
historiadores constitucionalistas. El difunto Tim othy R euter lo vio con
claridad al criticar mi artículo sobre «la “revolución fe u d a l" » (Past &
Present, n. ° ¡55, 1997) y reclam ar un m ejor trabajo cronológico y g eo
gráfico de la explotación y la violencia señoriales, razón p o r la que en
este libro me he propuesto ofrecerlo. Todo cuanto p u ed o esperar es
que las conclusiones que aquí expongo, al estar m ejor sustentadas,
presten verosim ilitud a aquellas que son de carácter más especulativo,
indeterm inación que deberá ser som etida a prueba en ulteriores inves
tigaciones.
Presenté la tesis capital de este libro en uno de los cursos que inte
graron el currículo troncal de la U niversidad de H arvard en ¡988.
Agradezco a los estudiantes de aquel año y a quienes les siguieron en
1990, ¡993, 2001 y 2003, así com o a los y a licenciados que com partie
ron conm igo las tareas docentes, no sólo ¡a paciencia que m ostraron
con un p ro feso r que en ocasiones parecía com partir su desconcierto,
sino también la em patia con la que participaron en el m odelo que les
proponía, es decir, en el enfoque nuevo de un antiguo tema, y sus útiles
críticas. S i les tengo a todos p o r colegas no es p o r sim ple capricho.
Parte del m aterial del capítulo 2 vio inicialm ente la luz en el núm ero
142 del Past & Present de 1994 y en el Speculum de 1996. Lo he reor
ganizado en este libro p a ra responder al debate que se suscitó p o s te
riorm ente en la p rim era de las dos revistas en los años 1996 y 1997
(números 152 y 155). Q uiero dejar igualm ente constancia de la gra ti
tud que debo a otros académ icos que han planteado nuevas interro
gantes a los estudios d el p o d er en la E dad M edia: a P hilippe Buc y
G eoffrey Koziol, que trabajan sobre las ideas y los rituales; a A m y
PRE FACIO 13
AD Archives départementales.
AHDE Anuario de Historia del Derecho español.
AHN Archivo histórico nacional, Madrid.
AHR American HistóricaI Review.
AN Archives nacionales, París.
Anuales:
E S. C. Anuales: Economies-sociélés-civilisations,
ASC [Anglo-Saxon chroniclc] Two o f the Saxon chroniclesparallel. wilh
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Véase también, en la Bibliografía, la Peterborough chroniclc,
«Barnwell
annals» Londres, Coilege of Atrns, Manuscrito Arundel 10. La obra aparece
citada por infolios y sobre la base de un textoimpreso no original
publicado en Mein., abreviatura que se explícita más adelante.
BEC Bibliothéque de I ’Ecole des Charles.
BEFAR Bibliothéque de l’École fran9aisc fdes Écoles fran^aises] d'Athénes
et de Roine.
BEHE Bibliothéque de l'École des Hautes Etudes.
BL British Library, Londres.
BnF Bibliothéque Nationale de France, París.
BRABLB Boletín de la Real Academia de Buenas Letras de Barcelona.
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Briefe Véase MGH.
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de Julio Puyol (y Alonso) BRAH, LXXV1, 1929. págs. 7-26, 111-
122, 242-257, 339-356, 395-419, 512-519; LXXVI1, 1921, págs.
51-59, 151-161. Las citas entre paréntesis corresponden a Crónicas
anónimas de Sahagún, edición de Antonio Ubieto Arteta. TM, 75,
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ABR EVIATURAS 21
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RJS Rerum italicamm scriptores ab cuino ceras christiance quingentési
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geschichte, germanische (kanonistische, rumanistiche) Abteiliing.
Capítulo 1
INTRODUCCIÓN
* Libro del registro catastral realizado en Inglaterra en el año 1086. (N, de los t.)
IN T R ODUCC IÓ N 31
dades evocan los episodios que las desorganizaron: tam bién en nuestro
caso los m agnicidios rivalizan con las guerras en el recuento de hechos
sobresalientes. Lo que H annah A rendt ha descrito com o «arbitrarie
dad» de la violencia tenía en el siglo XI un carácter de realidad com ún
y corriente todavía m ás m arcado que en nuestros días; y adem ás, para
quienes se hallaban libres del sufrim iento que dicha violencia causaba
resultaba fácil pasar por alto, precisam ente por su vulgaridad, la exis
tencia de esos hechos violentos, lo que significa que el escaso núm ero
de quienes poseían poder los ignoraban o los infravaloraban, igual que
nosotros, que tam poco los p adecim os.12 En las sociedades de las que
nos ocupam os, el poder se ejercía de forma violenta, de m odo que si las
crueldades que concurren en las conquistas y las cruzadas parecen de
índole epifenom énica, no por ello hay que dejar de considerarlas ex
presión de una realidad preponderante en la experiencia hum ana. Las
alusiones a la violencia son tan estridentem ente frecuentes en los regis
tros docum entales de los siglos xi y xn que los historiadores han su
cum bido a veces a la tentación de reducir su credibilidad y juzgarlas
exageraciones clericales interesadas; se ha llegado a proponer incluso
que, en las fuentes, la palabra violentia pudiera no significar en todos
los casos lo que p arece .13 Sin em bargo, podem os decir sin tem or a
equivocam os que en los siglos xi y xn quienes m ontaban a caballo y
em puñaban las arm as acostum braban a herir o a intim idar de form a
habitual a la gente.
Y no siem pre lo hacían sin un objetivo en m ente. La violencia era
un m edio de doble utilidad, ya que se em pleaba tanto para obtener el
poder com o para ejercerlo. Los jin etes de la A ntigua C ataluña am e
nazaban y saqueaban a los cam pesinos con la intención de alum brar
señoríos y hacerse acreedores al respeto debido a los caballeros. En
Flandes, el clan de los E rem baldo, tras hacerse con el poder, aunque
no con la resp etab ilid ad , asesinó al conde que, según sus tem ores,
podía aniquilarles. La crisis social subsiguiente no sólo puede com
pararse al cruento desplom e de los protectorados regios que tuvo lu
gar en G alicia (1112-1117) y en Inglaterra (1139-1 150), sino tam bién
a toda una serie de sintom áticos levantam ientos urbanos: los de C am -
brai (1076), Le M ans (1077), Laon (1112) y Santiago de C om postela
(1117). Suele interp retarse, y no injustificadam ente, que estos ú lti
mos ejem plos constituyeron otras tantas revueltas contra los señores;
sin em bargo, da la im presión de que los alzados sim plem ente equivo-
32 LA CRISIS DHL SIG LO XII
vigor entre los m iem bros de la Iglesia del siglo xn y que hem os de su
poner influyeron necesariam ente en todos aquellos que, siendo m uy a
m enudo clérigos a su vez, trabajaban por entonces en los reinos y los
principados laicos que estaban dotándose de nuevas instituciones.16 De
esta «crisis de la Iglesia y el estado», por em plear la habitual aunque
problem ática fórmula, habría de derivarse la organización del gobierno
eclesiástico. ¿Podríam os considerar que esta crisis — que adem ás era,
en notable m edida, una m ism a crisis— tuvo parte en el inicio de los
gobiernos laicos?
aquí ante una forma de señorío que responde a un concepto muy elabo
rado, ya que se trata de una expresión de poder público, de carácter
oficial y utilitarista, en la que no hay ninguna antítesis im plícita entre la
voluntad arbitraria y la determ inación de conseguir una m eta de orden
social. Al definir la tiranía, Juan de Salisbury em plea la fórm ula «seño
río violento», noción con la que alude a un gobierno voluntarioso o
contrario a la ley.20 M ás aún, toda esta concepción adm inistrativa del
señorío evoca los ecos de una más profunda corriente de adm oniciones
relacionadas con las Escrituras y la patrística: las diferencias que Cristo
establece entre la dom inación y el servicio, junto con la im plícita para
doja de que los señores han de servir; o la prescripción com parable
m ente paradójica por la que san Benedicto establece que los abates
deben dejarse aconsejar pero pueden actuar después de acuerdo con su
voluntad; o aún la exposición de orden psicológico que efectúa san
G regorio de la regla pastoral.21 Tam bién procedía de las Escrituras la
heredada doctrina de la rendición de cuentas, que, de m anera sim ilar,
trazaba igualm ente las líneas m aestras de una norm a con la que regular
la adm inistración de los señoríos.
Sería difícil ponderar en exceso la tenacidad con que perduraron
estas ideas en una cultura religiosa que se hallaba no obstante en proce
so de renovación. Y sin em bargo, es m ucho lo que en ellas parece des
conectado de las realidades terrenales. Com o habrá de verse claram en
te, eso es justam ente lo que cabía esperar. Juan de Salisbury, en sublim e
m aridaje con los autores en que se inspira — Cicerón, Am brosio y (se
gún dice) Plutarco— , sostiene que extrae de los «filósofos» las caracte
rísticas del tirano que expone en sus reflexiones, aunque la descripción
que nos ofrece se aplicaría sin problem as a cualquier mal señor de un
castillo de su época. El concepto de señorío considerado en esos textos
conserva algunos principios propios del orden público altom edieval,
esto es, nociones carolingias del gobierno y la adm inistración. Al no
existir voluntad alguna de atacar dichos principios ni determ inación
prem editada de superarlos habían perm anecido intactos. Pueden en
contrarse preservados en su literalidad en la elegía que escribe G alber-
to de Brajas a propósito de la vida y las obras del conde C arlos el B ue
no — y G alberto era un notario que participaba de las m ás llanas
cotidianidades de 1a vida en F landes— 2J Y sin em bargo, la realidad
subyacente a todos esos lugares com unes debió de haber sido necesa
riam ente muy distinta, ya que Flandes ardía por los cuatro co stad o s,,,
IN T R ODUCC IÓ N 37
* Nombre con el que se conoce el impuesto que eslablecieron los reyes medie
vales para pagar a los daneses por no realizar saqueos en sus costas. (/V. de los t.)
INTR O D U C C IÓ N 39
m agistrado jefe», es claro que ellos mismos están yendo más allá de lo
que las pruebas perm iten, y que son víctim a de sus propias ideas pre
co n ceb id as.10 Lo que los registros m uestran es sim plem ente que se
confía a un com petente clérigo del entorno del señor-rey una im portan
te función nueva. ¿Tan m agro argum ento es éste? N uestras propias au
toridades en la m ateria dicen lo siguiente: «Rogelio de Salisbury es un
personaje destacado y poderoso de la historia inglesa».31 Sin em bargo,
carecem os de toda clase de inform ación directa sobre su función, por
no hablar de lo poco que sabem os de su «cargo»; de lo único que tene
mos noticia es de algunos de sus actos (y aun así de muy pocos). El si
lencio docum ental puede jugarnos m alas pasadas, pero no debem os
olvidar que es preciso tenerlo en cuenta. Las gentes de los condados
sabían que el obispo R ogelio era un hom bre poderoso, que ejercía el
señorío del rey; ni él m ism o en sus dictám enes judiciales ni las perso
nas del condado parecen haber puesto gran em peño en utilizar en su
caso otra denom inación que no fuera la de «obispo» — y ése si que era
un título oficial— . Una de las gratas com plejidades de esta investiga
ción radica en el hecho de que el poder pudiera concebirse — o en cual
quier caso, pensarse— de formas distintas en función de las situaciones
dadas.
A teniéndonos al concepto de poder quizá quepa albergar m ejores
esperanzas de identificar el desem peño de un cargo cuando las fuentes
nos señalen su existencia. En realidad, la principal objeción que puede
hacerse al estudio de la gobernación m edieval es que subestim a el al
cance y el significado del cam bio institucional. Pese a que la conducta
de los barones catalanes que se insubordinaron en la década de 1190
parezca sociológicam ente diferente de la de sus antepasados del año
1050, tiene sentido que nos preguntem os si se trató en am bos casos de
un com portam iento político. Si la gobernación y la política son ele
m entos (de hecho) constantes en los asuntos hum anos, entonces (como
es lógico) han tenido que experim entar cam bios a lo largo de la histo
ria. No obstante, en ese escenario es posible que los historiadores sien
tan la fuerte tentación de dar por supuestas la continuidad y el creci
m iento acum ulativo, poniendo al m ism o tiem po en duda las pruebas
que hablan de desorganización o de transform ación. La form a en que
se concibe actualm ente la anarquía im perante en tiem pos del rey Este
ban de Blois parece traslucir dicha tentación — adem ás de una cierta
incom odidad con las características propias de ese período— ,32 Es po
INTR O D U C C IÓ N 41
sible que las gentes que vivieran en esa época no fueran conscientes de
la introducción de novedades procedim entales, y que se sintieran abu
rridas de padecer tantas crueldades, pero cuando hablan de violencia en
contextos inesperados hem os de prestarles atención. La célebre carta
del arzobispo H ildeberto que hem os citado m ás arriba contiene una
extensa coletilla en la que se aborda el viejo tem a del buen principe
rodeado de m alos m inistros que le prestan flacos servicios. Esle pasaje
resulta tan notable por lo que calla com o por lo que expone. Afirma que
el príncipe deberá rendir cuentas ante Dios, quien habrá de dirigirse a
él diciéndole: «has sido incapaz de reprim ir la rapacidad y las exaccio
nes de tus [m inistros]» - e l crudo tuorum resulta m uy elocuente— .
Con todo, el texto no llega a sugerir que la responsabilidad terrenal
pudiera ser un rem edio conveniente.’3 Lo im portante no es que el «go
bierno» al que aquí se exhorta sea de carácter rudim entario, dado que
esto es obvio, sino más bien que el poder en esta res publica se concibe,
incluso en sus m inisterios, com o un ejercicio de señorío personal.
Y pese a que en este m undo turbulento puedan hallarse en los señ
ríos, o asociados a ellos, algunas sociedades y organizaciones políticas
que se adecúen a las prescripciones de este protohum anism o, lo cierto
es que son muy escasas. A ntes del año 1 150, la adm inistración colecti
va de este género que más cerca está de m ostrar un carácter perm anen
te es la del papado, institución que cada vez recurre m ás a los m edios
burocráticos del derecho y los legados, y que tam bién ofrece una res
puesta rutinaria a las dem andas y las súplicas. Sin em bargo, la Iglesia
católica rom ana era una m onarquía electiva fundada en antiguos p re
ceptos y tradiciones. En este sentido era un vestigio del orden público
pregregoriano, pese a que pueda argum entarse con toda verosim ilitud
que se sirvió de la crisis de desencantam iento del m undo que vivirá el
siglo xn para estim ular las innovaciones adm inistrativas que habrían
de venir después. En cualquier caso, lo que sabemos del papado de esta
época procede de sus propios registros, unos archivos com pilados bajo
un im pulso cada vez más colegiado y de form a crecientem ente están
dar. En A lem ania e Italia la ju sticia y el padrinazgo im periales nunca
llegaron a perder por com pleto su naturaleza oficial. No ocurría lo m is
mo en las sociedades laicas de tipo dinástico o feudal, ya que en ellas lo
característico era que los privilegios fueran diseñados por los propios
beneficiarios, que los juicios constituyeran todo un acontecim iento, y
que el intento de organizar algo que pudiera parecerse a un gobierno
42 LA CR ISIS DEL S IG LO XII
Cuando los reform adores religiosos radicales del siglo xi com enza
ron a cuestionar la legitim idad del poder laico em pezaron tam bién a
sostener un planteam iento más próxim o a la actitud contem poránea
que al pensam iento que prevalecía en su propia época. Pocas gentes de
esos años habrían dudado de que la existencia de los em peradores, los
reyes y otros señores de m enor rango y poder, com o los príncipes, obe
deciera a las necesidades de brindar protección y hacer ju sticia a sus
súbditos; todos ellos estaban dispuestos a pasar por alto los elem entos
psicológicos del poder real, y todos encontraban asim ism o una recon
fortante y nada escolástica lógica en los viejos m odos de dar órdenes y
ejercer el mando. Sin em bargo, las críticas se hacían oír con insisten
cia. Cuando el papa Pascual II propuso que el clero renunciara al dis
frute de los derechos de regalía en el año 1111, señaló que los obispos
y los abates de algunos lugares de A lem ania «m uestran tanta preocupa
ción por los asuntos mundano*; que se ven com únm ente obligados a
50 LA CR ISIS DEL SIG LO XII
perdurar por espacio de tres siglos. En los últim os tiem pos, los historia
dores se han m ostrado reacios a reconocer que dicho periodo tenga
entidad suficiente com o para ser calificado com o tal, y aducen para ello
varias razones. En prim er lugar, estos académ icos se han habituado a
creer que el señorío es un elem ento constante a lo largo de toda la Edad
Media, dado que se trata de una institución que se rem onta a los tiem
pos de la antigüedad bíblica. En segundo lugar, no pueden sustraerse a
señalar que el lapso com prendido entre los años 875 y 1200 es precisa
m ente la época en que prevalece el feudalism o, según el desacreditado
parecer de todo un conjunto de historiadores ya superados, y se observa
una notable tendencia a conceder a este inoportuno argum ento la fuer
za de los hechos. Con todo, podría plantearse una tercera objeción, a
saber, que seguram ente las sociedades europeas cam biaron demasiado
en el espacio de tres siglos com o para que resulte adecuado otorgar a
ese lapso tem poral las características propias de un período provisto de
una m ínim a hom ogeneidad. Ú nicam ente la tercera de estas im pugna
ciones es digna de atención. La extensión tem poral de la experiencia
hum ana es variable. Después del siglo ix, el señorío alcanzó una signi
ficación política que jam ás había poseído con anterioridad. El señorío
y el feudalism o6 son cosas com pletam ente distintas, extrem o que quizá
hayan pasado por alto algunos de los críticos radicales del feudalism o.
Y los cam bios sociales que sin duda m arcaron la era del señorío cons
tituyen en realidad la esencia m ism a del período, com o veremos.
E l A N T IG U O ORD EN
Lo que m enos cam bió, dado que constituía uno de los elem entos
que venían m anteniéndose desde la alta Edad M edia, fue el sólido con
senso existente en relación con el poder y con las norm as ju stas que
debían regirlo. Podían caer asesinados condes o reyes, e incluso obis
pos, y quizá se produjeran derrotas catastróficas capaces de provocar
vuelcos dinásticos y de desbaratar las tradiciones culturales, pero no
por ello variaban las estructuras en que se sostenían la prelacia, la dig
nidad real y el señorío de los principes. En este sentido se expresan,
generación tras generación, los textos que nos es dado leer sobre los
hechos públicos de los poderosos, y lo m ism o cabe decir de los docu
m entos que nos hablan de sus deliberaciones, juicios y conflictos. En
I A I . D A i ) 1)11. S H Ñ O R Í O (8 7 5 -1 1 5 0 ) 53
Inglaterra, ios diplom as regios se elaboraban por lo com ún, desde los
tiempos del rey Alfredo el G rande hasta los de Edgar el Pacífico (esto
es, de 871 a 975), en acontecim ientos cerem oniales a los que asistían
los prelados, los potentados y los altos funcionarios de la corte (thegns).
El hecho de que en tales ocasiones se requiriera la solem ne rúbrica y a
menudo incluso la consignación del consentim iento expreso de estos
personajes sugiere que la form a de gobierno de la A ntigua Inglaterra
empleaba formas cuasi «estatales».7 En León, la costum bre cerem onial
de la glorificada m onarquía visigoda se m antuvo a lo largo del siglo x,
época en la que la crónica de Sam piro recoge la existencia de regios
ejércitos {no siem pre victoriosos) y de grandes cortes. En esta región,
así como en los incipientes principados de los Pirineos, prevalecieron
los conceptos rom anos de la función pública, el servicio, el pacto y la
obligación. En todas estas regiones hispánicas, el derecho visigodo
mantuvo la protección de la propiedad; en todos ellos los reyes y sus
agentes adm inistraron justicia al pueblo, hasta el punto de que sus tri
bunales recibían en audiencia a los cam pesinos.8
En otros lugares se hace más difícil discernir este tipo de regím e
nes, aunque en Italia puedan encontrarse ejem plos notablem ente equi
valentes. Las nacientes form as de gobierno de B ohem ia y Polonia
—regiones en donde las com unidades 110 debían nada a los precedentes
romanos— tuvieron que ser bastante parecidas. En estas tierras eslavas
recién convertidas, los prelados cristianos se aliaron espontáneam ente
con los príncipes protectores que m ovilizaban a las poblaciones som e
tidas a fin de acom eter em peños públicos.9 Sin em bargo, en los territo
rios francos del norte, tanto al este com o al oeste, las m anifestaciones
del antiguo orden público resultan en cierto sentido aún más llam ati
vas, ya que en estas regiones las tradiciones vinculadas a la archivística
regia preservaron el registro de los acontecim ientos dinásticos y sus
disposiciones, a m enudo enm arcados en el contexto de solem nes con
cilios y asam bleas consagrados a tratar cuestiones relacionadas con la
seguridad territorial. En A lem ania y la prim itiva Francia de los Cape-
tos se observa claram ente que la colaboración entre los reyes y los
obispos, así com o la preocupación por la rectitud de la Iglesia, facilita
ron el surgim iento de una teocracia basada en la autoridad imperial y
en la tradición de los sínodos eclesiásticos,10 Más aún, estos regím enes
pasaron a form ar parte del orden oficial. Las norm ativas rom anas que
regulaban la responsabilidad del servicio público 110 llegaron a dero
54 LA CR ISIS DEL SIG LO Xll
garse en ningún caso, m ientras que, por su parte, los preceptos que es
tableciera G regorio M agno en relación con las com petencias de los
cargos clericales se difundieron am pliam ente a través de la cultura m o
nástica benedictina. Se pensaba que el poder se hallaba vinculado al
cargo, aunque nunca debió de resultar fácil rem unerar con im parciali
dad los servicios.
D ifícilm ente podría considerarse que las m onarquías de la Europa
del siglo xi rigiesen unas sociedades «sin estado». En ninguna de ellas
faltaron nunca unas norm as de ju sticia im puestas. En todas partes la
gente acataba lo que dictaban los soberanos y las leyes; los clérigos de
Polonia e Italia contem plaban con horror la posibilidad de una ausencia
de rex y lex.n Y aunque había razones para esa ansiedad, no debernos
confundir las deficiencias de los reyes con las de la ley y el orden, y
adem ás tam poco puede decirse que los m onarcas fallaran en todas par
tes. En Inglaterra, la nueva legislación prom ulgada con vistas a la pro
tección de la vida y la propiedad reveló ser fundam ental para lograr un
consenso en la esfera pública, consenso que se m antendría hasta el año
1066 y que en algunos aspectos perduraría por espacio aún m ayor una
vez instalados en Inglaterra los conquistadores norm andos, dado que
éstos afirm aban haber conferido un nuevo rum bo a esa legislación.12
En los antiguos territorios francos, el alto clero se unió a los potentados
para restaurar los am paros perdidos: en la A quitania — desde finales
del siglo X— m ediante la organización de un m ovim iento en favor de
la paz que gozó de am plia difusión, y en A lem ania a partir de los turbu
lentos tiem pos de Enrique IV, después del año 1080.13 En las regiones
m editerráneas, los ju eces y los letrados abogaban m ás en favor de las
leyes que de los gobernantes y prom ovían más la posesión de autoridad
que el ejercicio del poder; algo m uy sim ilar puede decirse de los scabi-
ni de Flandes o de los fabricantes de m oneda de Inglaterra.* Ninguno
de estos regím enes de función norm ativa logró dom inar efectivam ente
el orden interno de su espacio de poder pasado el siglo x, y desde luego
todos estuvieron lejos de m onopolizarlo. No obstante, las im perfeccio
nes del orden social no quitan m érito alguno a la tenacidad conceptual
con que todos estos agentes trataron de modificarlo. Y tam poco hemos
L a PROCURA DEL SE Ñ O R ÍO Y LA N O B LE ZA
Por esa época, tanto el significado del orden público como el de las
realidades del poder habían experim entado una profunda transform a
ción. Esto m ism o se exponía antiguam ente diciendo que el feudalism o
acabó por destruir al estado. Si supiéram os en qué consistía el «feuda
lismo», quizá conviniésem os en que esta afirmación resulta aceptable,
pero el auténtico problem a de esta desacreditada form a de explicar la
situación radica en el hecho de que las propias instituciones asociadas
con el concepto de feudalism o, según aparecen en los escritos de dis
tinguidos académ icos — pienso en térm inos com o los de señorío, vasa
llaje y feudo— , eran en su origen elem entos d e , y factores p a r a , la
sustentación del régim en m ism o que supuestam ente habrían acabado
por subvertir.25 Desde luego, es posible que este tipo de cosas cam bia
sen con el tiem po. Este es uno de esos casos en que resulta posible en
contrar opiniones favorables a dos posturas contrapuestas. El rey
Atelstan de Inglaterra pensaba que se atendía m ejor a la justicia si los
hombres se som etían a un señor; y difícilm ente cabría considerar sub
versivo que los reyes y los obispos m antuviesen económ icam ente a los
caballeros, com o ocurrirá en Reim s hacia el año 935 y en las ciudades
lombardas una generación m ás tard e.26 En la M arca hispánica, así
como en la Italia im perial, la tenencia condicional de tierras — frecuen
temente denom inadas «feudos»— era de índole fiscal, naturaleza que
conservaría durante m ucho tiempo; es decir, se trataba de concesiones
otorgadas a cam bio de la prestación de un servicio adm inistrativo de
carácter público. Los vizcondados y los «honores» de la A quitania de
principios del siglo xi podrían describirse com o tenencias condiciona
60 1 A CRISIS DLL SIG LO XII
a pesar de que, desde época muy tem prana, el señorío se asim ilara al
desempeño de un cargo público. A partir del siglo iv, el título de em pe
rador quedó «personalizado y abiertam ente vinculado a una dinastía»:
un cronista habla de «nuestro señor Flavio», y añade que «todo el pue
blo se hallaba en situación de inferioridad ante el amo [dominus], pala
bra con la que se alude al jefe de una casa y al dueño de los esclavos».
De este m odo, en torno al siglo vi, san B enedicto se referirá al abad
diciendo que se le daban «los nom bres de señor y abate, porque se cree
que actúa en representación de C risto».34 Estas nociones del señorío
promovían la hum ildad com o virtud colectiva expresada en form a de
sumisión, virtud que, en un acto célebre, vino a recalcar el papa G rego
rio M agno al adoptar el título de «siervo de los siervos de Dios». Sin
embargo, la experiencia de las hordas guerreras tribales dio pie a una
tradición que com prendía de m odo distinto el poder vinculado con los
lazos afectivos. En este caso, la dinám ica descansaba en el hecho de
que los seguidores de un jefe, pese a estar im buidos de am bición y co
dicia, participaban de una relación que venía a desem bocar en las vir
tudes asociativas de la largueza y la lealtad. Este tipo de conducta soli
daria, que se m ostró de forma a un tiem po m anifiesta y aborrecible en
los estragos de los vikingos después del año 850 aproxim adam ente,
hizo surgir tam bién ideas de honor y fidelidad com o las que aparecen
expresadas en los «cantares» de M aldon y Roldán.
Por consiguiente, hacia el siglo IX podem os decir que la experiencia
del señorío se vivía en am plias zonas y de m odos diversos. Los histo
riadores distinguen acertadam ente entre el paternalism o eclesiástico, la
explotación patrim onial (seigneitrie, concepto que con frecuencia se
considera inexistente en Inglaterra), el señorío de dom inación feudal
de los vasallos, etcétera. No resulta difícil com prender por qué los se
ñores sobrados de patrim onio podían recibir con los brazos abiertos los
servicios de todos aquellos que anduvieran en busca de respaldo para la
materialización de sus hazañas y su am bición. Lo que no se com prende
tan bien — y quizá incluso se m alinterprete— es que el señorío em pe
zaba por entonces a convertirse en una realidad cada vez más sobresa
liente, y que su avance se producía a expensas de toda una serie de
vínculos con las cortes y los ejércitos regios. En opinión de un hagió-
grafo flamenco que escribe en torno al año 900, parece que la m ayoría
de los hombres de cierta posición (la palabra que él em plea es «noble
za») se habian supeditado a unos am os a los que tenían obligación de
64 LA CR ISIS DLL SIG LO XII
tillos, y no hay duda de que llegaron a ser m ás num erosos que los nue
vos centros de m ando presentes en las com unidades que se hallaban en
proceso de expansión. C onsiderados com o protectorados, debieron de
resultar aceptablem ente funcionales, aunque es m enos frecuente tener
noticia de la existencia de buenos señoríos que de señoríos problem áti
cos. ¿Y qué sucedió con las obligaciones públicas de los arrendatarios
libres de los nuevos patrim onios m onásticos, com o los de! M onte
Saint-M ichel o Cluny? Aún es m uy poco lo que sabem os acerca del
incremento del núm ero de señoríos laicos benévolos. José Ángel G ar
cía de Cortázar dice que la difusión de la palabra sénior entre las tierras
de C ataluña y G alicia vino a cubrir com o un m anto la totalidad de la
España cristiana 45 Lo m ism o puede decirse de la O ccitania posterior al
año 970 aproxim adam ente. La voz sénior no sólo hace referencia a la
dominación m ilitar o personal, sino que tam bién designa a los indivi
duos de m ás edad en el seno de los grupos fam iliares o ascéticos, así
como a los delegados del poder regio. Los m onjes de C luny, junto con
los de otros m onasterios benedictinos eran séniores', en Polonia, se de
cía que el duque B oleslao I había dado a sus obispos la consideración
de «señores» (dom ini).4ñ En Navarra y Aragón, a partir de finales del si
glo x, acabó dándose la denom inación de sennores a los asistentes del
rey, nom bre que poco después pasaría a convertirse en un apelativo
utilizado para denotar el disfrute de una posición de élite. El hecho de
que en tom o al año 1060 los caballeros de la región de V endóm e aso
ciaran su nom bre a los topónim os de la com arca indica el surgim iento
de nuevas reivindicaciones de señorío basadas en elem entos que no se
limitaban a la posesión de propiedades rústicas.47
¿Podem os afirm ar que la gente vivía contenta hallándose som etida
a sus señores; es decir, sujeta a aquellos de quienes no ha quedado
constancia de pesar? Si pensam os en prim er lugar en las m asas cam pe
sinas, ¿no cabe entender que el am paro de un señor suponía habitual
mente para ellos un «buen trato»; protección frente a las fuerzas dañi
nas de un m undo en descom posición a cam bio de servicios y pagos
consuetudinarios? No hay duda de que m uchos señores desem peñaban
un papel positivo; y en el caso de los hom bres que habían tenido la for
tuna de poder em puñar las anuas o de haber sido ordenados, aún parece
más probable que su fidelidad sirviera para garantizarles com o contra
partida el favor de aquellos señores que tuvieran propiedades o conce
siones que ofrecer. Esos hom bres, los dom inados, expresan un gran
68 L A C R IS IS D L L S IG L O X II
Lo que hacía que esta idea fuese vox pop u li era el hecho de que en
los siglos x y xi la vivencia humana del poder viniera abrumadoramen
te determinada por la experiencia de los terratenientes en su trato con la
creciente población de campesinos y urbanitas desprovistos de todo
bien, salvo el de su fuerza de trabajo. Y estamos hablando de señoríos
LA I DA!) DLL SliÑOKIO ( 8 7 5 - 1 1 5 0 ) 69
guerra era violenta por definición, no sólo por los choques armados o
las tomas de las ciudades o plazas, sino especialmente por las requisas,
las exigencias de abastecimiento de víveres y forraje para hombres y
caballos, y la devastación de los territorios enemigos. En el año 945,
los aliados normandos del rey Luis IV de Francia atacaron al duque
Hugo el Grande en el condado de Vermandois, asolando las cosechas,
apoderándose de las aldeas o entregándolas a las llamas, y violentando
las iglesias; en el año 947 un caballero saqueó los villorrios arzobispa
les de Reims partiendo de su cuartel general, sito en un castillo recién
construido junto al Marne.57 Del mismo modo, la violencia era también
normal en las rencillas de sangre, un sistema de venganzas consuetudi
narias que hundía sus raíces en el derecho hereditario y en los lazos
familiares. La única esperanza de las autoridades públicas estribaba en
lograr encauzar de algún modo esas enemistades a fin de limitar el pe
ligro que podían representar para terceras personas inocentes. Como
escribe Marc Bloc, «los odios mortales que engendraban los vínculos,
de parentesco se cuentan sin duda entre las principales causas de aquel
generalizado desorden».511La costumbre de tomar venganza obedecía a
una dinámica o lógica propia: si se desataba no podía estimular sino
una serie de impulsos tan destructivos y calamitosos como los que aca
so hubieran dado lugar en su día a la pendencia. Sin embargo, la vio
lencia podía adoptar formas distintas: por ejemplo las de la coerción, la
exacción fiscal o la extorsión. No todas estas conductas opresivas vio
laban las normas sociales. Da la impresión de que las costumbres e in
cluso los rescates relacionados con la organización militar franca co
existieron con prácticas muy duras, aunque legales, pese a que
estuviera claro que los clérigos y la población desarm ada necesitaba
protección frente a los excesos de los ejércitos.
En cualquier caso, tanto los hábitos bélicos como las costumbres
vengativas alimentaban las modalidades de violencia predominantes
— la confiscación, la intimidación, la agresión física, el incendio pro
vocado o la exacción forzosa— . La gente tomó buena nota de lo ocurri
do en el año 972, fecha en la que una falange m usulm ana apresó al
abate Maiolo de Cluny y pidió un rescate a cambio de su libertad: aque
llo constituía una peligrosa lección para una sociedad repleta de caba
lleros pobres.59 Y hay un intemporal patetismo en la representación
bordada en el Tapiz de Bayeux, en el que una mujer y un niño huyen de
una casa a la que unos fornidos miembros de la partida normanda pren
i .a I'.d a d i m -i . s e ñ o r í o (875-1150) 73
ran con ellos su actitud depredadora, y cabe pensar que, por su parte, las
correrías venían a reforzar la cáustica inm ediatez de la do m inació n per
sonal. En térm in os sociales, el objetivo consistía en la procura de un
m ayor rango. U n ic a m e n te los señ ores po dían a c c e d er a la condición
aristocrática, y sólo los nobles podían gobernar: es decir, sólo a ellos les
estaba p erm itido ejercer el p od er de a d m inistrar ju sticia y de dar ó rd e
nes, el p o d e r que daba pie a la presun ció n de una elev ad a cuna. Sin
embargo, d os eran las dificultades que se alzaban y torcían esta a sp ira
ción. Las crecientes m asas de jinetes arm ad os habían hecho todo cuanto
estaba en su m ano para evitar que se les tom ara por campesinos, N e ce
sitaban criados, personal depend ien te y suplicantes; debían d o m in a r y
mostrarse protectores. Tenían que reproducir todos los signos de la su
premacía del a m o sobre sus esclavos. ¿A caso no eran los rústicos tan
libres co m o ellos m ism os — de no hallarse sojuzgad os— ? Y todo esto
resultaba aún m á s difícil porque existían m uchas probabilidades de que
los cam pesin os adivinaran sus pretensiones, eventualidad qu e tal vez
pueda co ntribuir a explicar los p roleg óm eno s de la T reg ua de D ios d e
clarada en el Roselión en la década de 1020.64 A dem ás, los caballeros
compartían con los señores investidos de p od eres regios una segunda
responsabilidad: la de qu e el ejercicio de la au toridad judicial (al m a r
gen de la de ám bito local) hubiera e m p ezado a perder todo el ascend ien
te público que un día poseyera y se estuviera convirtiendo en u n pretex
to para la e xacción de dinero . N a d a revela tan c la ra m e n te la nueva
difusión del señorío afectivo co m o la aparición de «costum bres» (c o n -
suetudines) a finales del siglo x: esto es, el surgim iento de d em a n d a s
respaldadas m ás po r la existencia de precedentes que por una concesión
regia. En to m o al año 1005, en el co ndado de V end óm e, tanto las co s
tumbres patrim oniales c o m o las fiscales tenían carácter pecuniario; no
hay signos de qu e los tribunales generaran ingresos, ún ic a m e nte tene
mos noticia de la existencia del «vicariato» co m o conjunto de «multas»
con las que salir al paso de las transgresiones delictivas. Ni siquiera la
residual co nservación de los pro c e d im ie n to s públicos pudo desviar el
gran m ovim iento de arrastre que conducía al señorío, es decir, que ten
día a la instauración de un a m oda lid a d de poder patrim onial afectivo de
índole no política y arraigada en la voluntad en lugar de en el consenso.
Se dice que el con de G uillerm o V de Poitiers declaró a Hugo, seño r de
Lusiñán: «vos m e pertenecéis ... y haréis mi voluntad».65 ¿H abría exigi
do menos a sus c am pesinos cualquiera de estos dos señores?
76 LA CR ISIS DLL S IG LO XII
máticos se produce entre los años 989 a 10 14— la paz entre las gentes
carentes de armas y el clero quedó sometida al arbitrio de los decretos
religiosos. Instituida por vez primera en el Poitou y en Occitania, la
«Paz de Dios» constituía con toda claridad una reacción contra la vio
lencia, quizá incluso la prueba de que existía la percepción colectiva de
que ese fenómeno violento estaba empeorando. Y también exactamente
en ese mismo momento, toda una serie de amanuenses de menor dedi
cación profesional a su labor que sus antecesores, pero más realistas,
comienza a modificar el vocabulario utilizado para categorizar al poder:
se empieza a emplear la palabra miles en el nada clásico sentido de «ji
nete», junto con un equivalente muy evocador y casi vernáculo: caba-
llarius; y por su parte, la voz dom inus, hasta entonces reservada a Dios,
a los reyes y a los obispos, y más tarde aplicada asimismo a los condes,
comienza a usarse para designar a los dueños de los castillos. También
se hicieron corrientes otras palabras relacionadas con el poder señorial:
potestas, dom m ium , mandam entum (poder, señorío, mando). En modo
alguno ha de considerarse que el nuevo vocabulario de la función seño
rial fuese siempre de carácter peyorativo, aunque exactamente al mismo
tiempo, una vez más, empezamos a oír hablar de «malos usos» (malee
consuetudinal) * En el Concilio de Le Puy. celebrado en torno al año
994, se denuncian ya dichos malos usos, y posteriormente figurarán de
manera habitual en el sur, y más tarde, después del año 1000, se obser
varán también en la Champaña, en la Picardía y en la región de Mácon.
Todos estos acontecimientos concurrentes indican que el caballero es el
nuevo tema causante de ansiedad. Los más tempranos ejemplos conoci
dos de juram ento escrito con vistas al mantenimiento de la paz, como
los que se firmaban en los concilios, o como el célebre Juramento de
Beauvais (c. 1023), exponen con detalle todo el programa de violencia
señorial ai que era preciso renunciar. Con un lenguaje muy gráfico, se
obliga al caballero a prometer que no habrá de irrumpir en los santuarios
con la excusa de tener que hacerlo para proporcionar amparo a alguien,
que no incendiará ni demolerá ninguna vivienda sin buenos motivos
para tal acción, y que no destruirá los molinos ni se incautará del grano
que pueda encontrar en ellos.68
* Es el nom bre que se d aba a las cargas de c ará cte r p erson al (c o n cre ta d as gen
ralm en te en form a d e p re stac io n e s de se rv icio s) que im pusieron los señ o res a los
cam p esin o s, p o r a ñ ad id u ra al pago de las ren tas por las tierras. {N. de los I.)
LA ED A D D E L S E Ñ O R ÍO ( 8 7 5 - 11 5 0 ) 79
En torno al año 1020, Fulberto se había hecho célebre por haberse con
vertido en una autoridad preocupada por esas cuestiones, y, si nos ate
nemos a todo lo que aparece consignado a lo largo del C onventus, po
demos ver en los intrigantes detalles que caracterizan al señorío, al
vasallaje, a la deslealtad y a la violencia en la Aquitania qué era lo que
Guillermo (por esta época conde del Poitou) necesitaba del obispo. Su
problema era que Hugo, señor de Lusíñán, no podía contentarse con
una fidelidad que determinaba su sometimiento pero dejaba al conde
las manos libres para modificar cuantos acuerdos pudieran repercutir
en los intereses de Hugo sin consultarle. Cuando Hugo pagó al conde
con la misma moneda, como si su armada y ambiciosa clientela le hu
biese dado derecho a reclamar de su señor el conde la m isma buena fe,
estallaron los conflictos, resumidos en una serie de incautaciones y
asolamientos efectuados como venganza y justificados en la supuesta
violación de la buena voluntad y de los compromisos jurados relativos
a! control o la herencia de los castillos y los señoríos. Todo lo que que
da de orden público en este caso es el persistente reconocimiento de
que los pleitos han de dirimirse de forma abierta y en función de los
procedimientos establecidos; el contenido del C onventus se reduce
prácticamente a la enumeración de los cargos, ya que en su día era pre
ciso hacerlos constar por escrito para iniciar los procedimientos ju d i
ciales, al menos en los territorios meridionales. El conde-duque, por su
parte, pese a conservar parte de su prestigio público, no puede ya ejer
cer el mando de forma oficial, sino únicamente negociar con unos se
ñores que son dueños de un menor número de fortalezas, y hacerlo so
bre la base de unos lazos de fidelidad mutua y personal cuyas prebendas,
obligaciones y reglas asociadas aún no han terminado de quedar por
esas fechas plenamente establecidas.74
nismo, que por entonces era una imposición reciente, pero la violencia
de los hombres que pugnaban por alzarse con el poder a expensas del
antiguo orden resulta meridianamente transparente.82
La fecha en que los dominadores de la zona de los Pirineos restau
raron el orden principesco — lo conseguirían en torno al año 1060—
resultó anunciar una era de rupturas en otros lugares. Dichas rupturas
se hallaron frecuentemente ligadas con crisis dinásticas, como en el
Anjeo (1060-1067) y en Flandes ( 1070-1071). En estas tierras, la pro
liferación de costumbres violentas en la creciente multiplicidad de cas-
tellanías no constituía ninguna novedad, y en ellas habría de ponerse
fin al desorden social gracias a la intervención de una serie de condes
competentes. En dos nuevas situaciones que se producirán por esos
mismos años podemos alcanzar a ver aquello que quizá hubiera queda
do oscurecido por las ocultas complejidades de esta sucesión de gober
nantes. En Inglaterra, la muerte de Eduardo el C onfesor (1042-1066)
abrió una etapa de disputas sucesorias y dio paso a la conquista nor
manda; poco después, en Navarra, un rey de rara incompetencia perde
ría a tal punto contacto con la aristocracia que seria asesinado en el año
1076 por los miembros de su propia nobleza.8-1
LA ED A D DEL SE Ñ O R ÍO ( 8 7 5 - 1 1 5 0 ) 87
cerse con su padrin azg o. Sin e m bargo , tam bién en este caso se produjo
una crisis dinástica de c o n se c u e n cias rupturistas, una crisis que ilum i
nó con cruda luz las lim itacio nes h u m a n a s de los incipientes señoríos
pequeños. El intento por el que E nrique trató de g arantizarse la s u c e
sión en la persona de su hija M atilde, im po n ie n d o a los baro nes el c o m
promiso j u r a d o de a ce p ta rla c o m o h e re d e ra, d e s e n c a d e n a r ía g ra v e s
problemas c u a n d o se re c o n o c ie se la leg itim idad de la reiv in dicació n
dinástica de su sobrino E steban de Blois. El conflicto sub sig uien te no
fue muy distinto al que había vivido Esp añ a una g e ne ra ción antes. Las
facciones de c o n ju ra d o s fueron in capaces de se g u ir c o n tro la n d o a los
caballeros, que no tuv iero n más rem ed io qu e vivir a costa de los arre n
datarios clientelares de las iglesias y los seño res laicos rivales; los n u e
vos señoríos creciero n po r todas partes, c o m o hong os — y a lgunos de
ellos contaban incluso con fortificaciones de reciente co n stru cc ió n — .
al ve r qu e el lug ar p ro s p e ra b a , c o m e n z a r o n a im p o n e r su a u to r id a d y a
p la n te a r e x ig e n c ia s. A lg u n o s d e ellos a m e n a z a r o n co n c o b ra r s e un trib u
to en forraje, m ie n tr a s q u e o tr o s p id ie ro n q u e se les p a g a ra co n aves, y
o tro s in ás d e m a n d a r o n d in e r o a c a m b i o de p ro te c c ió n [tutamentum], e x
torsión a la q u e la g e n te dio el n o m b r e d e tensam eniwn.m
Con sólo recordar que, del año 1 137 en adelante, Inglaterra estuvo
plagada de caballeros sin fortuna venidos del otro lado del Canal de la
Mancha reconoceremos que lo que dicho territorio estaba padeciendo
por entonces era, entre otras cosas, una particular versión del incipiente
fenómeno de los señoríos coercitivos que ya se habían materializado en
las tierras francas. Las personas que vivieron en esa época veian la si
tuación con la suficiente claridad como para condensarla en una misma
idea de coacción, y para ello emplearon las palabras tenserie (del fran
cés hablado) y tensam entum (según la forma empleada por los cléri
gos). En el contexto de impulsos rupturistas que se vivía por esos años,
la crisis del reinado de Esteban fue el último episodio de este género, el
trance que puso fin a la serie de bretes similares que venían producién
dose desde el siglo x, aunque en modo alguno suponga la última crisis
de poder que conozca el siglo xn. Desde la conquista normanda habían
venido multiplicándose los señoríos — incluyendo los marcados por la
relación entre un señor feudal y sus vasallos— , de modo que el permi-
sivo desorden que reinó en tiempos de Esteban — una época en la que
resulta característico que la creación de nuevos señoríos se verificara a
LA F.DAD DEL SEÑ O RÍO ( 8 7 5 - 1 1 5 0 ) 91
M apa 1. La « r e v o l u c i ó n f e u d a l» : n ú c l e o s t e r r i t o r i a l e s y v í a s d e e x p a n s i ó n .
Este m apa resu lta tan p ro b lem ático com o el co n ce p to que ilustra. T odo lo que
sabemos, a unque g racias a una ingente can tid ad de m ateriales p ro b a to rio s, es que los
castillos no co n tro lad o s por los p rin cip es b rotaban en g ru p o s, en especial en las re
giones m o n tañ o sas, ad em ás, en re la ció n con ellos se observa la p resencia de un c re
ciente núm ero de cab allero s, así com o un e je rcic io de la v io len cia p au la tin a m e n te
más frecuente, p ro c eso que. del siglo IX en adelante, se pro lo n g ará p o r e sp acio de
muchas generaciones. Pese a que la g e o g rafía se preste a la teoría de la difusión, q u i
zá ilustrada p o r los casos de Sajonia e In g laterra, el reliev e sugiere igualm ente que el
fenómeno tuvo tan to c ará cte r sísm ico com o rev o lu cio n ario . Q u iz á p u d iéra m o s a s i
milarlo a un en ca d en a m ie n to de eru p cio n es p ro d u cid o a lo largo de las líneas de falla
de los príncipes de p o d e r debilitado, c o m o se o b serv a e n la B org o ñ a y e n las tierras
altas de C ataluña E ste proceso, que c o in cid e con la m u ltip lic ac ió n de los feudos, se
corresponde casi punto por punto, en cu an to a su ex ten sió n territo ria l, con las zonas
en que estuvo vigente el p oder c aro lin g io en el siglo l \ .
Este m ap a trata de in d icar, siq u iera sea de form a m uy e sq u em ática, las p rin c ip a
les m esetas y zonas m o n ta ñ o sa s re la cio n a d as con los siste m a s lluviales, y su g e rir que
a m enudo los señ o río s o p re siv o s debieron de su rg ir en to rn o a castillo s de c o n stru c
ción relativam ente reciente y situados en zonas altas. M ás tiene aún de boceto la im
presión de que los señ o río s ex p lo ta d o re s aso ciad o s con la p resen cia de intercesores,
sobre todo en re g io n e s com o F landes y la L otaringia, en d o n d e la Iglesia p o seía v a s
tas p ropiedades rú stic a s — y quizá tam b ién en L o m b a rd ía y B av iera— , d ebían de
formar parte del m ism o fenóm eno.
94 LA CRISIS DEL S IG LO XII
habrían de querer los señores de toda clase, incluso los peores, coartar
o abusar de unos campesinos que en realidad constituían su patrimonio
productivo? La respuesta ha de ser que no debemos confundir el conse
jo de un arrepentido con el cálculo económico, cálculo del que la élite
caballeresca del siglo xn apenas nos ha dejado más pruebas que la ge
neración del cambio de milenio. Lo que los hombres armados y de
menor rango anhelaban en su mayor parte era el incremento de su posi
ción social, la adquisición del derecho a asociarse con la nobleza libre,
y esto implicaba aumentar la distancia entre ellos mismos y los campe
sinos. Sin embargo, parece obvio que, ejercida por encima de un cierto
máximo tolerable, la coerción no podía ser la forma de instituir un se
ñorío duradero, y es muy probable que tanto los castellanos como los
intercesores aprendieran muy pronto a mitigar sus exigencias. Puede
que, por regla general, fuera poco lo que tuvieran que perder al m os
trarse cautos, ya que además de los «malos» o «nuevos usos» — que
aparecen mencionados por primera vez en las tierras francas occiden
tales en tom o al año 990 y que con posterioridad a esa fecha quedarán
ampliamente confirmados hasta después de 1150— em pezam os a oír
hablar, hacia mediados del siglo X i , de la imposición de nuevas exac
ciones a los campesinos, exacciones a las que por lo común se dará el
nombre de «tallas» (tallia, folia, questa, etcétera). Estos tributos tenían
por definición un carácter arbitrario, y es posible que en muchas oca
siones comenzaran como «malos usos». En cualquier caso, todo el
mundo debió de compartir un mismo interés: el de sustituir una cobran
za aleatoria por una imposición periódica.92 La conmutación de la talla
encontrará un hueco en los últimos capítulos; lo importante aquí es que
los malos usos y la talla son en todo caso un signo más de la generali
zada difusión del señorío en toda Europa.
Y aunque no se extendieron sólo los malos señoríos, para com pren
der cómo se vivía el poder en el siglo xn deberemos asumir las pruebas
que demuestran la perpetración de pillajes y familiarizam os con los
saqueadores, así como con las incautaciones violentas, los actos de
despojamiento por la fuerza y las rapiñas en las tierras y propiedades de
la Iglesia, ya que esto es lo que los cronistas clericales y los escribanos
evocan o reflejan en muchas partes de Europa. No sin razón se m ues
tran escépticos los historiadores ante este tipo de materiales probato
rios. Tanto a los prelados como a los monjes les interesaba quejarse de
las exacciones que les imponían los señores laicos; y dado que los cam
96 L A C R IS IS D H L S IG L O X II
L as culturas d ll s e ñ o r ío
* Primera epístola de san Pedro, 2, 17, (T rad u c ció n española de Pedro N úñez,
op. cil, [jV . de ¡os t. ] )
102 LA CR ISIS DEL SIG LO XII
papa celebró misa, dice el cantar, y nunca se había oído ninguna tan
hermosa en Francia como la que tuvo lugar en ese «gran acontecimien
to». La concentración de señorío de ordenación divina en la regia ad
ministración de justicia, inamoviblemente atributiva, contrasta aguda
mente con la tensión dinámica de la acción iniciada en su festiva corte:
piénsese por ejemplo en la infidelidad de A m éis de Orleáns, vengada
por Guillermo Shortnose, quien se verá obligado a suspender la prom e
sa de defender al niño rey al tener que prestar urgente servicio al papa
contra los m usulm anes.110 Y esa acción puede servir aquí para evocar
una aprobación del poder señorial muy distinta, es decir, de orden cul
tural.
En la alta Edad Media los hombres libres se habían acostumbrado a
considerar que los señores actuaban como proveedores. Los señores
belicosos se aseguraban el apoyo de un buen número de seguidores
mediante promesas y recompensas, ya que su señorío equivalía al h e
cho mismo de contar con partidarios. Los reyes que actuaban como
jefes militares, que am asaban y repartían riquezas, eran recordados
tanto por las proezas que les hablan permitido conseguir sus tesoros
como por su generosidad. Esta tradición no sólo se perpetuó en los ho
menajes y juram entos que proliferaron después del siglo ix, y en los
cantares que exponían los honrosos hechos y la liberalidad de los seño
res, también se conservó en los testimonios de lealtad de los vasallos y
en los dramas en que se escenifican la traición, las privaciones y la gue
rra. De hecho, si el homenaje creaba lazos de sumisión y de dependen
cia personal, o incluso vínculos de sujeción, los juram entos tendían a
generar ataduras reciprocas, pese a que también viniesen a confirmar
una determinada situación de sumisión. De este modo, en el episodio
que hemos referido más arriba, Copsi fue incapaz de conseguir de sus
seguidores el mismo grado de fidelidad que él mismo manifestó profe
sar a su señor-rey. Hubo polémica, desacuerdo, y por último rebelión.
Esta dinámica también podía desembocar en resultados positivos. Un
autor que da continuación a los M ím eles o f Saint Benedict nos ha deja
do escrito lo siguiente: «un cierto noble llamado Godofrcdo, hombre
muy poderoso, señor del castillo denominado de Scmur», sufrió la des
gracia de perder la memoria. «Al conocer la noticia, todos sus clientes,
que habían hecho m uchas cosas en devoto servicio a su señor», se
inquietaron, así que tomaron la decisión — todos los «ilustres hombres
que por afinidad, amistad o beneficio parecían unidos a él»— de reco
104 I.A C R IS IS D L L S IG L O X II
ción al señorío, habrían de reorg a n izar las fronteras europeas. Los can
tares de estos b a rd o s e n sa lz a b a n el ideal de la lealtad en el vasallaje,
aun que tam b ién nos han dejado constancia de la a n sie d a d que provoca
ban las cuestion es vincu lad as con las herencias — asunto capital para el
d o m in io señorial en el siglo x n — , pese a que, al m ism o tiem p o, apenas
nos digan n ada acerca de los (dem ás) m edios de a lcan zar o de ejercer el
poder. D ic h o s c a n ta re s se b a s a n en las tra d ic io n e s de la monarquía
franca que ellas m ism a s glosan, pero sólo recogen m u y débilm ente los
hechos relacionado s co n los asentam ien to s n o rm a n d o s de Italia o con
las a m b ic ion e s de los caballeros de habla a le m a n a de las tierras eslavas
occidentales. Las culturas de estas últim as sociedades son aú n más di
fíciles de discernir en las fuentes literarias, signo de que su transplante
fue m á s c om pleto. E s p añ a co nservó su carácter de frontera visionaria
el tiem p o suficiente c o m o para dar lugar a que en las tierras francófo
nas se c rease la m itolog ía de un p o de r fund a do en las baronías.6
E l p apado
* E ste t e x t o se a t r i b u y e a los « g o l i a r d o s » , el t é r m i n o c o n el q u e se d e s i g n a b a e
la E d a d M e d i a a ios c l é r i g o s d e v i d a i r r e g u l a r y a los e s t u d i a n t e s d e s c a r r i a d o s ( y a los
que en E s p a ñ a se l l a m a r á m á s t a r d e « s o p i s t a s » , d a n d o o r i g e n ¡t las t u n a s u n i v e r s i t a
rias). E s t o s g r u p o s d e « i n c o n f o n n i s t a s » a c o s t u m b r a b a n a e s c r i b i r le tr illa s i n f a m a n t e s
contra los p o d e r o s o s y el b o a t o d e la Ig l e s i a y a l g u n o s de su s m i e m b r o s . El n o m b r e
p ro ced e d el f r a n c é s a n t i g u o golúirci, q u e p a r e c e s e r a su v e z u n a t r a n s f o r m a c i ó n d el
bajo latín g e m Golice. en a l u s i ó n al g i g a n t e G o l i a t , i d e n t i f i c a d o ya e n la B i b l i a c o n el
d em o n io . (N. de los r. )
126 L A C R IS IS D E L S IG L O X II
Los RE IN O S DEL M E D I T E R R A N E O O C C ID E N T A L
León y Castilla
que de «poseerla», del mismo modo que hablaba más de tenencias que
de condados. El homenaje fue imponiéndose poco a poco como uno
más de los rituales tácitos de dependencia. Y es m uy posible que e!
feudo, habiendo llegado a España como parte del bagaje conceptual de
los monjes y los caballeros borgoñones, comenzara a verse como algo
distinto a un «préstamo».5’ Resultaba así más fácil juzgar sorprendente
que la lealtad y sus recompensas materiales no tuviesen carácter here
ditario.
No está claro en qué medida afectó esta tendencia a los estratos je
rárquicamente inferiores de los sirvientes regios y patrimoniales. El
m aior dom ns (al que también se conocía con otra palabra, una voz de
probable procedencia francesa: seniskalk — senescal— ) y los sayones
eran de origen visigodo, aunque estos últimos habían terminado con
virtiéndose en empleados de la justicia encargados de ejecutar las dis
posiciones de su señor, de velar por el cumplimiento de las citaciones y
de recaudar los tributos. Junto con el administrador de las propiedades
inmuebles (el m aiorim ts, merino, o también «merino mayor» en espa
ñol), el cargo de todos estos funcionarios mencionados figuraba en una
ley escrita y todavía en vigor en esa época. Sus competencias se corres
pondían con las necesidades reales de un régimen de justicia y protec
ción de car ácter público. Pese a todo surgen interrogantes. Como prue
ba del concepto oficial de esta clase de servicios apenas nos ha llegado
otra cosa que el nombre de los cargos. Son muchos los legajos que no
consignan alusión alguna a los posibles nombramientos, y que no men
cionan los actos jurados de lealtad en el desempeño de las diversas
funciones ni han dejado rastro de los protocolos de comprobación de
las capacidades para el cargo. Las instituciones de Coyanza (1055),
pese a recopilar el Fuero de León (1017) en lo tocante a los derechos
normativos de los sayones, los condes y los m erinos, advierten a este
último tipo de autoridades que han de «gobernar a las gentes sometidas
a sus personas con justicia, [y] no oprimir injustamente a los débiles».54
No menos elocuente resulta la constante imprecisión de los términos.
Ya el derecho gótico daba por supuesto que podía adjudicarse el nom
bre de juez a cualquier autoridad, y al mismo tiempo era frecuente con
fundir las categorías de las distintas potestates de los siglos x y xi. Con
la palabra merino podía aludirse a un particular tipo de servidor del rey,
aunque también se empleaba para designar a los funcionarios de la ciu
dad o de la región; esta autoridad pública era, a su modo, un compañero
LA D O M I N A C I O N DL L O S SLÍ ÑORI - S ( 1050-1 150) 133
del monarca, con el que sin duda tendría a menudo relaciones encontra
das, dado que nadie 1c acuciaba para establecer una distinción adminis
trativa entre la corte y el traspaís. En el año 1093, Alfonso VI favoreció
a su anterior m aior c/onuis Pelayo Vellítiz, «el más leal y apreciado de
mis hombres», y a su esposa Mayor, con el solemne privilegio de con
servar con pleno derecho e inmunidad la totalidad del señorío adquiri
do en Villa Santi, que además quedaba de ese modo convertido en pro
piedad hereditaria. La fidelidad iba acompañada de una competencia
en todos los ámbitos, como puede vislumbrarse en una rúbrica del m e
rino Pelayo Domínguez, que firma un documento en calidad de «equo-
nomus de todas las tierras [del rey]».55 El cargo se asociaba al padri
nazgo señorial. Las funciones empezaban a convertirse en tenencias en
sí mismas, síntoma de que el orden del reino se hallaba sujeto a presio
nes patrimoniales tendentes a la promoción de los señoríos.
Los «hombres perversos» que aparecen mencionados en los prime
ros años del reinado de f em ando 1 (1037-1046)5f’ eran rebeldes, profa
nadores de iglesias o asesinos, la clase de malhechores que alteraban
normalmente el orden del reino, y la violencia que ejercían se resolvía
por medios legales. Sin embargo, también empezaban a conocerse en
España los malos usos asociados a la violencia. Cuando el rey Fernan
do visitó Sahagún en el año 1049, y Com postela en 1065, tuvo que
juzgar a varios de sus sirvientes, sobre los que pesaban acusaciones de
brutalidad. Y cuando Alfonso VI se alzó con el poder indiscutido en el
año 1072, se enteró de que los sayones del reino tenían la costumbre de
participar en episodios de violencia retributiva en casos de homicidios
o asaltos furtivos. En tales ocasiones se dedicaban a saquear y a devas
tar las aldeas vecinas, exigiendo pagos compensatorios por el homici
dio cometido, y a veces llegaban incluso a doblar las multas impuestas,
que recaían sobre todos los lugareños, inocentes o no.’’7
El rey actuó en esta reclamación, y al hacerlo deja definidos a nues
tros ojos los objetivos del poder regio en León. Según ya había queda
do atestiguado en los concilios de León (1 017) y Coyanza (1055), el
rey operaba com o un prom otor del cristianismo y un garante de las
propiedades — tanto las de las iglesias como las de los individuos— .
La reacción de Alfonso se producirá en un momento críticamente opor
tuno, ya que no sólo tendrá lugar en el inicio mismo de su ejercicio
como soberano, sino que guardará relación con su propia experiencia
personal, dado que había logrado sobrevivir a la violencia al superar el
134 L A C R I S I S D H L S I G L O XII
Las t i e r r a s im p e r i a l e s
las tierras situadas entre ios Apeninos toscanos y el río Danubio. Si las
tradiciones de la monarquía lombarda estaban desapareciendo en el siglo
XI, los reyes de la dinastía sajona habían renovado los hábitos de con
quista francos e institucionalizado al mismo tiempo la aspiración alema
na a la corona imperial. Cuando los habitantes de Pavía encontraron en el
fallecimiento del rey Enrique II de Alemania (1024) una excusa para
echar abajo el antiguo palacio de la ciudad, provocaron la ira de Conrado
II (1024-1039), que declaró que la «casa del rey» no era propiedad de
quienes la habían destruido y que los agresores no tenían por tanto dere
cho a demolerla: «aunque el rey muera, el reino permanece».85 Todos
cuantos vivían en la ruta principal que partiendo de Bamberga o Ratisbo-
na, al otro lado del paso del Brennero, cruzaba la Lombardía, considera
ban que esta monarquía era una deslumbrante teocracia, y las muestras
de subordinación de cuantos se aproximaban al señor-príncipe — situado
a medio camino entre lo divino y lo humano— consolidaban más aún los
esplendores de su exhibición simbólica. Tras hacerse fácilmente con el
dominio en Baviera. donde un duque tenía teórica preferencia para optar
aun vasto señorío, los reyes salios (1024-1125) poseyeron también auto
ridad en la Lombardía, región sobre la que ejercerían un poder efectivo
tras las coronaciones imperiales de Conrado II en 1927 y de Enrique III
en 1046 (rey de Alemania entre 1028 y 1 0 5 3 ,y re y d e Italia entre 1039 y
1056). Los miembros de la dinastía salia rebasaron notablemente este
eje, ya que ejercerían el poder, ambulatoriamente, en Franconia, Turin-
gia, Sajonia, Borgona y Lotaringia. Hacia el sur llegaron hasta la Tosca-
na, aunque rara vez alcanzaran zonas más meridionales. Coronados en
Roma, acostumbraban a celebrar los días señalados en Utrecht. Y pese a
que sería un error no advertir su influencia en lejanas empresas, podemos
suponer razonablemente que debieron ser las gentes de las ciudades y las
iglesias situadas en las inmediaciones de los Alpes las que más intensa
mente experimentaran el poder de estos gobernantes.S(l
En el año 1050. Enrique III de Alemania era con mucho el rey más
poderoso de Europa. El hecho de que su hijo Enrique IV (1056-1106)
lograra superar los obstáculos de su prematuro acceso al trono se debió
en buena medida al prestigio de su padre. Los reyes de esta dinastía se
consagraron en las tareas de gobierno. Los escribanos y los analistas mo
násticos hablan sin esfuerzo de la «gobernación del reino» (regni guber-
nacula) o de que el monarca se ocupa de dirigir los «asuntos laicos»
(negocia secularia). Todos ellos dan por hecho que los reyes prestaban
144 L A C R I S I S D H L S I G L O XII
Baviera
haber debilitado los de la acción oficial. Los condados, las tierras admi
nistradas y las funciones ministeriales se mantuvieron, aunque al con
signar por escrito los servicios prestados, la gente reconocía que algu
nos nobles con arriendos o encom iendas se com portaban como
propietarios. El ejercicio de un señorío sobre una serie de individuos
que al mismo tiempo adquirían derechos de tenencia se desarrolló muy
pronto, como en otras tierras occidentales alemanas, aunque sin que
eso significara que el señorío tuviera que renunciar a la expectativa de
poder solicitar servicios.10S Nadie se preocupó de establecer distincio
nes entre la posición oficial del conde Pilgrim y el interés patrimonial
cuando «su caballero Rodolfo» tomó posesión de la hacienda de Mau-
ggen a fin de donársela como gesto piadoso a los canónigos de Frisinga
(1053-1078).109 No hay duda de que los caballeros se multiplicaron,
pero lo más común es que, al mencionarlos, nuestras fuentes tiendan
más a describirlos com o dependientes con derecho a una compensa
ción que a pintarlos como señores usurpadores o de conducta opresora,
La persistencia de la autoridad regia o ducal evitó que los castillos
y los caballeros no dependientes de una gratificación proliferaran tan
profusamente como en las tierras francas occidentales. Se siguió consi
derando que la violencia constituía una violación del orden ducal, has
ta el punto de que ese extremo se incorporó a las leyes escritas como
epígrafe específicamente designado así {De violentia), por no señalar el
hecho de que también se abordara la violencia en los distintos aparta
dos dedicados al robo, el incendio provocado y el em bargo.110 Los pre
lados esperaban que el señor-rey protegiese sus propiedades de la usur
pación, m ientras que los cam pesinos temían principalm ente los
expolios causados por las incursiones de los jinetes venidos de Bohe
mia, o incluso los estragos de los propios ejércitos reales.111 No hay
nada en el Tradiiionsbücher que sugiera que la violencia de ios peque
ños señores o de las enemistades heredadas se considerara normal o
novedosa. Se trata de una cuestión que vale la pena sopesar, ya que en
los diplomas de traspaso de tierras112 la vigilancia contra la usurpación
había tenido un carácter formulista y habria de revivir después del año
1100. Entre los años 1126 y 1129, aproximadamente, se declaró que un
funcionario ministerial llamado Gottschalk había «oprimido» a cuatro
campesinos reduciéndoles «a la servidumbre mediante la violencia» y
una «injusta sujeción» de la que estaban dispensados.113 En el siglo xi,
el sometimiento a la «condición servil» era una de las sanciones que se
L A D O M I N A C I Ó N DIS L O S S E Ñ O R B S ( 1 0 5 0 - 1 1 5 0 ) 15 1
im ponían h abitualm ente para c on segu ir que se realizaran las o blig acio
nes estipuladas, ya que en esta época, según Philippe D ollinger, el se
ñorío agrícola a c o stu m b ra b a a ser benigno. Se seguía m a n c o m u n a n d o
el g istu m para evitar las tenencias individuales, y todavía no se cobra
ban habitu alm ente las ta lla s.iM Es posible que el señorío opresivo fue
se poco c o m ú n en la Baviera anterior al siglo x n , é p o c a en la que se
hará visible en to dos los estam entos sociales. En Ratisbona, en vísperas
de la Seg u n d a C ru zad a, ei arrepentim ien to dio lugar a dos ilustrativas
renuncias c o m o m ínim o. U n c aballero lla m a do S ig ardo de P adering
devolvió a los m o n je s de San E m erano una granja que había usu rpado
«injustam ente»; el obisp o E nrique, p o r su parte, d ispensó al abate del
«mal uso y la injusta e x a cció n» de veinte libras en c u m p lim ie n to de
una de las cláusulas de u n acuerdo p o r el q ue el abate se había c o m p r o
metido a c o m p e n sa r a los caballeros episcopales qu e participaran en la
c ruzada.115 Sin e m b argo , no p o d e m o s d e sc a rta r la posib ilid ad de que
ios registros realizados p o r las iglesias bávaras durante los siglos X y
xi, unos registros no tablem ente formulistas, ocultaran buena parte de la
información relativa a los incidentes y los pro ced im ientos relacionados
con las prácticas señoriales que tan c o m ú n m e n te se o bserv an en otras
regiones. Y si hay razones para c ree r que la p erv iv en cia del d u ca d o y
de sus leyes consigu ió favorecer que los ca m p esin os de Baviera d isfru
taran de unas m ejores c o ndiciones de vida que los d e otros lugares, no
es m enos cierto que p rá c tic a m en te no sa b e m o s na d a de los señoríos
laicos que se desarrollaron en esa zona a lo largo del siglo XI.
Lombardia
F rancia
Todos los habitantes de las tierras situadas entre los valles del Mosa
y el Loira sabían quién era el rey. Sin embargo, le necesitaban menos
que los del sur y era fácil que, en los legajos, los escribanos omitieran
referirse a su año de reinado al consignar la fecha. Esa región constituía
el país de los «francos» — es decir, el territorio de los que hablaban (lo
que hoy llamamos) francés— ; y aunque esos francos franceses se ha
llaban sujetos, como siempre, a un rey, cuando buscaban protección y
justicia se dirigían a señores de menor rango: a condes, a vizcondes,
a castellanos e incluso a caballeros, así como a obispos, a abates y a
priores. El poder era aún más difuso que en Occitania, y los vínculos
de solidaridad entre los señoríos coercitivos mostraban un carácter más
diverso y complejo. En un clima benigno que favorecía la expansión y
la prosperidad de las sociedades campesinas eran más los elementos en
juego: más personas y mayores riquezas, en una zona cuyas tasas de
crecimiento probablemente superaran ya en el año 1050 las de las re
giones meridionales. A medida que fue disminuyendo el temor a las
incursiones devastadoras, las esferas de identidad consuetudinaria for
jadas en la acción provincial se vieron confirmadas: los francos se con
sideraban a sí mismos angevinos, borgoñones, normandos, flamencos,
LA D O M I N A ! I ON DI LOS S L Ñ O R L S ( 1050-1 150) 161
El Anjeo *
* Se trata de G odofredo lí del A njeo, conde entre los años 1040 y 1060, y apo
dado Marte! («M artillo»), No debe confundirse con otro G odofredo Martel (Godo
fredo IV del A njeo) del que se hablará más adelante, fallecid o en el año 1106, posi
blem ente asesinado por su padre Fulco IV el Pendenciero (al haberse rebelado
G odofredo IV contra las políticas de su antecesor). (N. de los i )
LA D O M I N A C I Ó N D E LOS S E Ñ O R E S ( 1 0 5 0 - 1 1 5 0 ) 163
tendían por] las tierras de los santos». Y en efecto, este acto vino a ser
una confirmación territorial de las inmunidades, ya que vinculó la vio
lencia ejercida en las cabalgadas de algunos grupos de hombres arma
dos — como las que, según se denunció, habían sufrido las vecinas tie
rras del Anjeo y el Poitou a lo largo de la década de 1040— con los
excesos de determinados señores y agentes condales laicos.14(1 Con
todo, la medida habría de revelarse iristemente prematura. Los condes
posteriores tuvieron que enderezar incesantemente los entuertos que se
causaban a los señoríos monásticos; y lo que es peor, al menos dos de
los sobrinos de Godofredo II Martel, Godofredo y Fulco de Nevers,
conde de Vendóme (conocido como Fulco el Ganso, o el Idiota), fue
ron a su vez destacados quebrantadores de la paz. El primero, al que se
adjudicó el apelativo de «nuevo Nerón», se enemistó de distintas ma
neras con personas y comunidades a la que más tarde habría de perse
guir, com o haría con Berengario de Tours, con los monjes de Mar-
moutier y con el arzobispo de Tours. En el caso de la furiosa campaña
de Fulco el Ganso por las tierras monásticas de Vendóme, contamos
con los fragmentos de una carta de agravios escrita por los monjes a la
condesa viuda Inés, carta que es uno de los primeros testimonios exis
tentes de una práctica violenta en la Europa medieval.147 Es posible que
otro sobrino, también llamado Fulco.* sucesor de Godofredo II en el
Anjeo, no tuviera un comportamiento mucho mejor. Orderico Vitalis le
recuerda como a una persona que observó de forma notablemente ne
gligente la paz del Anjeo, y alega que acostumbraba a mostrarse indul
gente con los ladrones de cuyo botín se hubiera beneficiado a concien
cia. Orderico había albergado la esperanza de un m ejor señorío al
quedar el poder en manos del llorado hijo de este Fulco, Godofredo IV
Martel (fallecido en el año 1 106), dado que inició las luchas necesarias
para recuperar la dominación del señorío condal sobre los castillos.148
Fulco V (1 109-1 129) perseveraría en este objetivo, seguido de su hijo,
Godofredo Plantagenet (1129-1151).149
Incompleta y con frecuencia ineficaz, la dominación de los condes
no dejó por ello de resultar imponente, incluso en tiempos tan revuel
tos. La consolidación del poder en Tours o en las regiones limítrofes,
en Vendóme y por último en Maine, compensaría con creces la pérdida
ses de parte en el asunto— , bastan para mostrar que los condes se ha
llaban muy atareados respondiendo a las quejas, las propuestas y los
apremios que se les hacían llegar. En torno al año 1118, se dijo que
Fulco V se había detenido en el castillo de Loches a fin de «despachar
sus asuntos».152 Debían de rodearle muchas personas, dispuestas a par
ticipar en esta manifestación de su señorío.
Dichas personas formaban círculos superpuestos integrados por
miembros de la familia, por comitivas de barones, por administradores
de fincas y propiedades rústicas, así como por criados dom ésticos.15-1
Antes de la época de Fulco V, la mujer del conde rara vez interviene
com o actor vinculado a las actividades del marido. Ya en tiempos de
este conde empieza a llamarse «condesa» a su consorte, y también es
frecuente que se señale su presencia; los hijos también acostumbraban
a encontrarse cerca de este círculo principal. Todos cuantos figuraban
en presencia del conde se hallaban unidos a él por vínculos de lealtad,
al menos los barones y los más encumbrados cortesanos, y todos ellos
le rendían un vasallaje personal compensado con la administración de
sus respectivos feudos. Y en cuanto a los potentados, los escribanos no
consignan sino su posición social, único elemento que parece interesar
les. Y a pesar de que dichos amanuenses acostumbraran a dar fe de la
intervención personal de las figuras relevantes, a veces mencionan
— en especial en tiempos de Fulco V— la presencia colectiva de perso
najes con capacidad de decisión: se trata del consilium , integrado por los
barones.154 Los hombres a los que se denomina senescales o condesta
bles formaban parte de este grupo de barones; no hay duda de que ellos,
junto con los capellanes, tenían una relación más estrecha con el conde
que la que pudiera corresponder a los demás barones. Los capellanes
redactaban cartularios y es posible que uno de ellos terminara convir
tiéndose en el primero en ostentar el cargo de «canciller del conde», ya
en la década de 1080: sin embargo, no hay nada que nos indique que el
registro de los actos condales se considerara un empeño de carácter
oficial, ni siquiera en una fecha tan tardía como la del año 1 150.155 El
hecho de que los funcionarios de segundo rango dieran fe de las pro
mulgaciones — es decir, los chambelanes, los cillereros, los cocineros,
los cazadores, los guardabosques, etcétera— sugiere que la circunstan
cia de hallarse al servicio del señor-conde favorecía en cierta medida el
disfrute de una visibilidad social privilegiada. La aparición, a finales
del siglo xi, de las grandes funciones curiales tiene sin duda relación
LA D O M I N A C I Ó N D t L O S S E Ñ O R E S ( 1 0 5 0 - 1 1 5 0 ) 167
con la difusión del señorío en la sociedad condal, así como con el he
cho de que la nueva insistencia que surja se centre en la posesión de
privilegios en lugar de la solidaridad de los barones. Al dejar de contar
con la posibilidad de confiara los castellanos los ingresos señoriales,
los condes empezaron a encomendar cada vez más esa tarea a los pre
bostes (prcepositi), quienes se dedicaban a supervisar a los antiguos
vicarios y a explotar el domanio condal.
Esta es la razón de que los prebostes angevinos aparezcan de modo
tan prominente en los registros de la acción condal. Es posible que en
tiempos de Fulco de Nerra actuaran como supervisores del séquito;
además, los servicios que comenzaron a prestar a los condes a partir de
esa época sugiere que siguieron ejerciendo su función incluso después
de haber pasado a identificarse con los cargos locales.15fi Estos prebos
tes eran señores ambiciosos de rango inferior que trataban de medrar al
amparo del poder y la compañía del señor conde, o que incluso intenta
ban, como los caballeros, que el conde los ennobleciera. Eran persona
jes próximos a los condes. Fulco el Pendenciero recompensó a un pre
boste de Angers que le había salvado la vida en el asedio de La Fleche
(en el año 1076) cediéndole una pesquera.157 Sin embargo, no desem
peñaban cometidos que los asemejaran demasiado a los funcionarios;
tanto su rendición de cuentas como sus promesas e incluso su selección
parecen haber planteado problemas a los condes. En torno a! año 1050,
un tal Sanctus, sobrino de un preboste, solicitó la prepositura del casti
llo de Loches; el conde Godofredo tasó su precio en trescientos sólidos,
¡aunque más tarde renunciaría a percibir esa cantidad a cambio de que
Sanctus prometiera dejar de inquietar a los monjes de Ronceray por
una cuestión relacionada con un m olino!158 La prepositura adquiere ya
en este caso la apariencia de una explotación, de una tenencia, como
sucede con el vicariato del Mediodía francés; una vez en posesión de
ese cargo, no era fácil que el servidor condal se aviniese a dejarlo. En
Vendóme, el prebostazgo tuvo carácter hereditario desde el principio;
y es posible que ocurriera lo mismo en Angers, donde nos consta que a
principios del siglo xt los prebostes Berno y Godofredo eran padre e
hijo.159 Si a partir de esa época dichos cargos pasaron a constituir cesio
nes de por vida, como supone Halphen, es probable que tendieran a ser
de índole patrimonial. El obispo de Angers se opuso a esta tenden
cia,160pero no hay signo alguno de que los condes hicieran otro tanto. De
igual modo, el vicariato parece haber terminado convirtiéndose en una
168 LA C R I S I S D L L S I G L O XII
ció en algún momento, después del año 1069, estas palabras: «He veni
do al lugar de Saint-Maur, donde he logrado reconciliar [pacificavi] a
Eudes de Blaison y a su hijo con Godofredo, hijo de Fulquerio»; esto es
todo cuanto sabemos de esta disputa, ya que su consignación por escri
to es meramente fortuita, pues sólo se cita de pasada en la noticia de
satisfacción otorgada a Saint-Maur en su queja de que los servidores
del conde habían impuesto nuevas costumbres que afectaban a su piara
de L ’Orme Saintc-Marie.168
La violencia está casi siempre presente. Es cierto que buena parte
de lo que esos escríbanos clericales entienden por violentia apenas tie
ne importancia. Las quejas de escasa importancia debían de dejar im
pasible al conde, al vizconde o al obispo, y es muy probable que la
mayoría de ellas ni siquiera llegaran a sus oídos. Únicamente tenemos
noticia de estas acusaciones menores cuando se encuentran asociadas a
alegaciones de más peso: los perreros se dejan caer con demasiada fre
cuencia por el refectorio de los monjes de La Trinité a las horas en que
se sirven las comidas, o el vuyer de Montreuil-Bcllay no para de plan
tear exigencias y de proferir am en a zas.160 Más perniciosos eran los
abusos de poder — o mejor, dado que incluso el último de los criados
propendía a explotarlo, la simulación del señorío— . Apoderarse de las
propiedades de una persona (d istrm gere) por el hecho de que ésta hu
biese desobedecido una orden o hecho caso omiso a un emplazamiento
emanado de un poder banal era un licito ejercicio de la violencia, una
coerción normal. Godofredo el Barbado trató de limitar esta práctica a
los pleitos vicariales de las tierras de Samt-Florent; sin embargo, en
tomo al año 1080, se presentó cuenta detallada de una gran cantidad de
embargos injustificados, acusándose del atropello a un recaudador de
impuestos llamado Calvino que ejercía su cometido en Montreuil-Be-
llay. Cuando cerca de medio siglo después, los arrendatarios de Saint-
Aubín en Le Chillón se negaran a servir a un caballero de la localidad,
rehusando participar en sus expediciones de combate, este se apoderó
de sus propiedades, aunque luego se arrepintiera y zanjara públicamen
te sus diferencias con los m onjes.170 En el Anjeo, la incautación era una
práctica muy arraigada del ejercicio del señorío. Sin embargo, también
las usurpaciones {preda, depredationes) podían realizarse sin excusa
alguna, es decir, podían constituir robos indisimulados, incluso del tipo
particularmente destructivo que en las tierras pirenaicas se asociaba
con las cabalgadas de los grupos de hombres armados.
L A D O M I N A C I Ó N D E L O S S B Ñ O R E S ( 1 0 5 0 - I 15 0 ) 171
que además terminaría por convertirse en uno de los más notables «ti
ranos» de su época. Una vez más sería el pueblo de Méron el que su
friera las consecuencias: Gerardo extorsionaba a sus dominados ocho
sólidos semanales, exigía la entrega de rescates y pagos por «falsas
súplicas a su corte», e ideaba formas deshonestas de cobrar a los mon
jes por permitirles recoger la cosecha llegado el momento. Los méto
dos parecen más sencillos que los utilizados en el pasado, y de más
descarada eficacia. Frente a este tipo de violencia, un castellano decidi
do podía muy bien concebir la esperanza de convertir su ejercicio en
una fuente de provecho habitual; y por lo que sabemos, Gerardo logró
perpetuar esa clase de dominación durante algunos años. No obstante, su
mal señorío iba más allá de estos abusos. «En unión de un gran número
de hombres fuertes, inficionados con el veneno de su malicia», Gerardo
saqueó la campiña de las inmediaciones, asolando toda la llanura que
se extiende desde Angers hasta Loudun, pasando por Saumur. «Era el
más cruel de los hombres», escribe el memorialista de Saint-Aubin,
«serpentino por su astucia y perfidia, canino ... lobuno ... bovino ...
leonino ... neroniano...».I7fí
Tal vez quepa deducir de tan exaltada retórica que, en su domina
ción, Gerardo Berlai se excedió más allá de lo que cabría considerar una
explotación tolerable de sus propias tierras y que terminó perpetrando
una lucrativa violencia contra gentes ajenas a sus propiedades, en espe
cial contra los comerciantes y los viajeros que recorrían los caminos.
Por habituales que fuesen sus portazgos, parece haber ¡levado al extre
mo el desafío al orden principesco que le permitía el hecho de controlar
un castillo, al menos para lo que era norma corriente en una dominación
de esta clase. Es posible que otras inquietas familias tuvieran ambicio
nes similares, y hubo algunas alianzas, pero su causa 110 alcanzó a defi
nir un territorio de interés para los barones en el Anjeo. Gerardo extrajo
el máximo provecho de la posibilidad de contar con el favor del rey,
posibilidad que había heredado de su padre. Y la extraña consecuencia
de su comportamiento fue que Luis Vil, beneficiario a su vez de pasadas
campañas regias contra los castellanos, se alió con él durante el terrible
asedio que terminaría saldándose con su captura. La reacción contra
este estado de cosas tardó en producirse. No hubo en el Anjeo ningún
movimiento de promoción de la paz; en la región había una elevada to
lerancia a la violencia, incluso en las tierras condales. Gerardo parece
haber hecho caso omiso de una excomunión episcopal dictada contra él
LA D O M I N A C I Ó N D E L O S S E Ñ O R E S ( 1 0 5 0 - 1 1 5 0 ) 175
Flandes
Al igual que los del Anjeo, también los condes de Flandes eran po
derosos señores príncipes. Su poder mostraba manifiestas característi
cas regias, debido a que les venía de Judíth de Francia, bisnieta de
Carlomagno, y a que había sido consolidado de forma programática,
según la fórmula carolingia, ya en tiempos de Arnulfo 1, conde de Flan-
des (918-965). Los sucesivos condes de años posteriores — de los que
nos ocuparemos aquí— mantuvieron en todos los casos estrechos víncu
los con los reyes de Francia: un comportamiento que seguiría incluso
Carlos el Bueno (conde de Flandes entre los años 1119 y 1127), que era
hijo del rey Canuto IV de Dinamarca y que en el año 1125 parece haber
sido, al menos para algunos, candidato a suceder a Enrique V en el tro
no del imperio.180 Como ya sucediera en Barcelona y en el Anjeo, la
posesión del condado se vio trastocada durante el tercer cuarto del si
glo xi, período en el que Roberto, hermano de Balduino VI, al ver que
éste no dejaba más que dos hijos menores de edad para sucederle,*
sentirá la tentación de usurpar el poder con escandalosa violencia. R o
* E! mayor de los cuales. A m oldo 111, llam ado el D esdichado, morirá adem ás
un año después que el padre, en 1071 (teniendo sólo dieciséis), mientras combate
contra su tío Roberto — que se hace asi con el condado — al pie del M onte C assel. (N.
de los t.)
176 L A C R I S I S D L L S I G L O XII
berto I (llamado «el Frisón», conde de Flandes entre 1071 y 1093) ha
lló pronto el modo de justificarse; uno de los cronistas que escriben
sobre él recuerda, ya en el siglo xn, que «rigió Flandes con gran paz y
ejerció un gran poder», y añade que expulsó a «todos los saqueadores y
ladrones de sus tierras, de modo que en ninguna región pudo hallarse
mayor paz y seguridad que en la suya».m Am enazada en tiempos de
Roberto II (1987-1111), un ilustre cruzado, y de Balduino VII (1111-
1119), y sujeta además a terribles conm ociones tras el asesinato de
Carlos el Bueno, el 2 de marzo de 1127, la paz condal quedaría restau
rada, viéndose seguida por un ejemplar régimen principesco.
Los actos de esos condes, que otorgaban potestades, concedían in
munidad, brindaban protección y administraban justicia, habrían de ser
conmemorados. Sus diplomas y sus cartas, que llegan hasta nosotros en
número creciente después del año 1050 aproximadamente, resultan no
tablemente imponentes. Redactadas de diversos modos por los escriba
nos de las casas religiosas que los han conservado, asocian el poder del
conde con «la gracia de Dios», y la categorizan c o m o principatus, co-
m itatus, m onarchia o regnum ; se adjudican al conde diversas denomi
naciones: mcirchio, princeps o consu!, además de comes. «Que el poder
del príncipe aplaste cuanto invente la contumacia de los malvados»,
sostiene la arenga contenida en un diploma del año 1090 y dirigida a la
iglesia de P halem pin,ls2 y se trata además de un sentimiento caracterís
tico, La gente se acercaba a estos señores condes con deferencia y les
exponía sus súplicas con humildad, lo que venía a confirmar la impre
sión general de su condescendiente gentileza, imagen que cultivaban
los amanuenses de los monasterios, educados en la cultura teocrática
de Saint-Omer, Arras y Gante. No hay duda de que los condes compar
tían con el clero la idea de que su dominación poseía un carácter oficial.
Sin embargo, la revelación del poder condal que se realiza en esta
cultura escrita resulta equívoca e incompleta. Pese a toda su solemni
dad, el vocabulario que se emplea en los cartularios es subjetivo y con
serva en todo mom ento una apariencia de dominancia señorial. Ro
berto II habla de «mi vasallo terrateniente», refiriéndose al noble
Enguerrando, señor del castillo de Lillcrs, al confirmar que este último
ha fundado Mam en el año 1093 ; y los documentos utilizarán las expre
siones «mis barones» o «mis príncipes» al aludir tanto a Enguerrando
como a sus sucesores. Según Hariulfo, los barones flamencos habían
contraído con Roberto I una deuda de gratitud por «ocuparse de todos
L A D O M I N A C I O N DI-, L O S S L Ñ Ü R L S ( 1 0 5 0 - ! 1 5 0 ) 177
Dicho esto, hemos de añadir que tanto los condes como los escriba
nos insistían m enos en el señorío que en el servicio y en los títulos.
Esto no significa que se hubiera establecido una distinción consciente
entre el señorío y el ejercicio de un cargo. Al contrario, en los usos
cuasi escriturarios de los amanuenses, la dominación condal se verifica
por medio de un conjunto de cargos: así es como el conde Roberto II.
título que menciona «entre otros de los cargos [officia] que se me han
dispensado», trató de mejorar la situación de San Donaciano en el año
1 101. En 1093, su padre había dado a los monjes de Ham autorización
para recaudar cien sólidos anuales, «cometido que dejo a cargo de mi
dispénsalor Simón» en Saint-O m er.184 El cargo era esencial para esta
esfera de poder, contigua a la del orden público tradicional.185 Se trata
además de una esfera arraigada en la lealtad y en la consanguinidad.
Después del año 1100, aproximadamente, la condesa Clemencia actua
ría a menudo de común acuerdo con su marido, y normalmente aparece
mencionada como su «esposa»; tanto ella como sus hijos asistían a las
sesiones y respondían y consentían sin pretender estatuir con ello el
tipo de señorío compartido que se observa habitualmcnte en las tierras
m editerráneas.186 Un grupo de carácter específicamente ministerial
— el compuesto por el senescal (al que frecuentemente se denomina
dapifer), el mayordomo, los chambelanes y el condestable, todos ellos
acompañantes del conde— empieza a adquirir visibilidad a finales del
siglo XI, al delegarse en hombres dependientes de ellos las tareas de
índole inherentemente servil que hasta entonces les habían correspon
dido.187
Al igual que en otros lugares, los funcionarios domésticos ofrecían
noblesse y fidelidad, como habían hecho los castellanos y los adminis
tradores que participaban de las rentas de la justicia y de la protección
condal. Muchos de ellos debieron de haber sido vasallos. La tarea asig
nada a Ingelberto -—su fe o d a le m inisterium — consistía en recaudar,
acompañado por un monje, el impuesto de capitación municipal a los
siervos de Saint-V aast.188 Los prebostes y canónigos del clero, fre
cuentemente los radicados en Brujas, así como los notarios que se en
cargaban de la recaudación y de la contabilidad fiscales, poseían para el
conde un carácter más claramente funcional; y si en esta región oímos
hablar de ellos en términos más sugerentes que los empleados en otros
lugares — como ocurre en el caso de From oldus inbreviator en una
donación fiscal realizada a Bourbourg en el año 1104— , tampoco pue- v
LA D O M I N A C I Ó N D E L O S S E Ñ O R E S ( 1 0 5 0 - 1 ! 5 0 )
* V oz rela tivam ente am b igua que p ued e traducirse com o «senescal» o «mayo
dom o», pe ro que en este caso se refiere p roba b le m e nte al trinchante m ayo r del rey,
esto es, al e n ca rg ad o de supe rvisa r la cocina, cortar las viandas, se rvir la copa y hacer
la salva o cata de la comida. (.V. de tos /.}
LA D O M I N A C I Ó N DI : L O S S H Ñ O R L S ( 1 0 5 0 - 1 1 5 0 ) 197
embargo, terribles reveses militares en sus primeros años, dado que fue
expulsado de París durante un tiempo en el año 1111 y que hubo de en
cajar la rotunda derrota que le infligiera el rey Enrique en Brémule, en
el año 1119. Además, las luchas que se agitaban en el seno de las pe
queñas aristocracias regionales, que pugnaban por acceder al rey, con
virtieron el entorno del monarca en un foco de disputas, lo que determi
nó que la realidad del poder pareciera más propensa al espectáculo que
digna de ser temida. Con todo, la experiencia del poder resultó sin duda
absorbente, no sólo para quienes, como Pedro Abelardo, precisaban del
respaldo del rey, sino también para las muchas personas que debieron
de sentirse consternadas por el impresionante ascenso y caída en el
servicio al rey de la familia Garlando.247 Lo que preocupaba a este so
berano no era la gobernación, sino las ansias de encumbramiento de
que se veía rodeado, dado que tanto los cortesanos como los prebostes
pugnaban por igual en pos del rango y el señorío. Luis VI recompensa
ba este apetito de ensalzamiento, como ha de hacer un señor príncipe.
Pero también lo desbarató en más de una ocasión.
La Inglaterra n o rm a n d a
argumentar además que ese comportamiento era en todo caso más jui
cioso que el de tratar de dar nueva vida a las agrupaciones de condados,
como las que habían organizado y dominado el conde Godwin de Wes-
sex y sus hijos en tiempos de Eduardo el Confesor. No hay duda alguna
de que este Odón, obispo y conde simultáneamente, ejerció el poder
oficial, va que él presidía los pleitos y movilizaba los tribunales del
condado; fue un admirado potentado en los círculos regios; y más tarde
habría de recordársele como a un príncipe dotado de gran poder y de
carácter altivo, «como un segundo rey de Inglaterra».258 Y lo que se
aprecia claramente en todas las fuentes es que su «poder» (m agnapo-
tentia) era el de un señor dedicado a tratar de conseguir personal de
pendiente y controlarlo, así como a buscar los medios precisos para
recompensarles por sus servicios. Nada m ás llegar a Inglaterra para
hacerse cargo del arzobispado de Cantorbery, Lanfranco descubrió que
el conde Odón y sus hombres habían estado usurpando parte de las
tierras de la Iglesia que debía administrar el propio Lanfranco. No hay
duda de que durante el inquieto pontificado del arzobispo Stigand se
habían producido negligencias, pero en el sonado juicio celebrado en
Penenden Heath en el año 1072 se vio claramente que Odón había crea
do tenencias para sus caballeros a expensas de las tierras eclesiásticas.
Nadie pretendía alegar que Odón se hubiese extralimitado en el ejerci
cio de las facultades de su cargo (como tales), únicamente se adujo que
al tratar de afianzarse en el señorío había violado distintos derechos y
que debía proceder a la restitución de las tierras de las que se había
apoderado, como determinaría finalmente la sentencia, contraria a sus
a r g u m e n to s .'0
No todos los compañeros de armas del Conquistador, y quizá ni si
quiera la mayoría de ellos, crearon nuevos señoríos por la fuerza. Es
una lástima que los barones, que no disputaban entre sí, no hayan deja
do documentos, ya que su sociabilidad es el elemento que más nos
acerca a una experiencia alterada del poder en la Inglaterra normanda.
En este sentido, el Domesciay Book apenas nos brinda ayuda alguna,
puesto que en la descripción de los patrimonios de la época, que apare
cen consignados con incomparable lujo de detalles — pensemos, por
ejemplo en sus alusiones a los c/ominia, las divisiones territoriales de
los condados, las encomiendas y vasallajes, las casas solariegas y las
tenencias— , se aferra tenazmente a una representación normativa del
señorío, una representación en la que los siervos, los villanos, los caba
LA D O M I N A C I ON DI- L O S S R Ñ O R F . S ( 1 0 5 0 - 1 1 5 0 ) 209
E n t r e t a n t o , los i n g l e s e s s u f r i e r o n la o p r e s i ó n d e l y u g o n o r m a n d o y de
los o r g u l l o s o s s e ñ o r e s q u e los a f li g í a n e i g n o r a b a n lo s m a n d a t o s d e l rey.
L o s p e q u e ñ o s s e ñ o r e s q u e g u a r d a b a n los c a s t i l l o s s e d e d i c a b a n a p e r t u r
b a r a lo s i n d í g e n a s , f u e s e n d e a lta o b a ja c o n d i c i ó n . Y es q u e t a n to el
o b i s p o O d ó n c o m o G u i l l e r m o F i t z O s b e r n , v i c a r i o s del r e y , s e h a ll a b a n
t a n h e n c h i d o s d e s o b e r b i a q u e n o se h a b r í a n d i g n a d o a d a r a u d i e n c i a r a
z o n a b l e a las s ú p l i c a s d e los i n g le s e s ni a h a c e r le s f a v o r c o n im p a rc ia lid a d .
Y e s q u e p o r f u e r z a p r o t e g í a n a s u s h o m b r e s a r m a d o s , q u e se e n tr e g a b a n
a sa q u e o s a b u siv o s y a ra piñas en d ia b lad a s, d e sc a rg a n d o violentam ente
s u c ó l e r a s o b r e c u a n t o s s e q u e j a r a n d e los c r u e l e s e n t u e r t o s q u e sufrían.
Y d e e s t e m o d o lo s i n g l e s e s , h a b i e n d o p e r d i d o s u l ib e r t a d , l a n z a b a n v e
h e m e n te s g e m id o s y c o n s p ir a b a n una y otra v e z p a ra sa c u d irs e d e encim a
t a n i n t o l e r a b l e y d e s u s a d o y u g o . 2'’''
* El térm ino « y u ga da» traduce aquí la voz hiele, una m edida agraria de superf
cie usada desde el siglo vil en Inglaterra y que eq uiv a le a la cantidad de tierra que
puede arar u n a y unta en un día. (.V. J e los t.)
214 LA C R I S I S D E L S I G L O XII
* G uillerm o III, duque «.le N om iandía, llam ado G uillerm o Adelin (1103-1120
hijo mayor de Enrique y M atilde de Escocia. (N. de los i.)
Capítulo 4
CRISIS DE PODER (1060-1150)
U na m a d u r e z in t r a n q u il a
D ifictihades diiicísticas
Una de las cosas que observa el modesto clérigo que en tom o al año
1113 decide referir las hazañas de los príncipes de los polacos es el muy
elevado número de gobernantes cuyas proezas, pese a ser dignas de
conm em oración, habían sido no obstante «mantenidas en silencio».
C R I S I S 1) 1-. P O D K R ( 1 0 6 0 - 1 1 5 0 ) 221
E n t o n c e s R a m ó n B e r e n g u e r . el « v i e j o » , e n g e n d r ó a P e d r o R a m ó n , a
Berenguer Ramón y a Ramón Berenguer, conde de Barcelona, Los dos
p r i m e r o s s e c o m p o r t a r o n c o m o u n a c a m a d a d e v í b o r a s , las c u a l e s , una
C R I S I S DI- P O D E R ( 1 0 6 0 - 1 1 5 0 ) 225
v e z t r a í d a s al m u n d o , m a t a n t r a n q u i l a m e n t e a s u s m a d r e s : y e s q u e el p r i
m e r o , e s d e c i r , P e d i o R a m ó n , a s e s i n ó a su m a d r a s t r a A l m o d i s , a sí q u e
P e d r o m u r i ó c o m o p e n i t e n t e e n E s p a ñ a y s i n d e s c e n d e n c i a ; y el s e g u n d o ,
e sto e s, B e r e n g u e r R a m ó n , e l i m i n ó t r a i c i o n e r a m e n t e a s u h e r m a n o R a
m ó n B e r e n g u e r e n el l u g a r l l a m a d o P e r x a .. .
Realizaciones desordenadas
mera versión (c. 1068) no han llegado hasta nosotros más que los ves
tigios contenidos en un escrito del año 1150 aproximadamente; las
C onsuetudines et justicie de Normandia (c . 1091, aunque seguramente
contengan elementos anteriores a la conquista de Inglaterra); el más
antiguo legajo de las llamadas C onsuetudines feu d o ru m , obra de un
grupo de juristas anónimos de la Lombardía (que redactan el documen
to a principios del siglo xn); los Fors de Bigorra (c. 1112); y las «Leyes
de Enrique I» (Leges H enrici p rim i, c. 1116).:0 Todos estos textos res
ponden al problema de la superposición de un nuevo orden al viejo. Es
algo, cabe argumentar, que se aprecia claramente, como mínimo, en las
C onsuetudines normandas, que se han conservado en un documento
que conm em ora los derechos ducales al ejercicio de la justicia y el
mando, así como a la organización de la seguridad. Pese a que algunos
de sus artículos aludan a prácticas anteriores al año 1066 — lo que re
sulta muy verosímil— , la impresión de conjunto que nos permite obte
ner este texto apunta a una sociedad en la que las lealtades de los baro
nes se integran plenamente en un orden público sujeto al control del
duque. Y en cuanto a los primitivos tratados lombardos, hemos de de
cir que constituyen una exposición comparativamente elaborada de un
régimen de feudos que ya se hallaba operativo en torno al año 1100.
Muy distinta es la escena que ponen ante nuestros ojos los Fors de
Bigorra, que parecen ser, asom brosamente, resultado de un acuerdo
impuesto por los integrantes de un grupo de prelados gregorianos em
papados de ideología visigoda al conde Bernardo Centulle. El interés
del «clero y el pueblo» (aunque por «pueblo» debamos entender aquí a
los nobiles) en las sucesiones condales queda clara y explícitamente
expresado; y el conjunto del texto, que contiene unos cuarenta y tres
artículos, prescribe que el conde ha de tener el control de los castillos y
supervisar la lealtad de sus acólitos, aunque lo hace con tanta reserva
que termina por asimilar el ejercicio de su poder con la asunción de una
delegación del pueblo. Para este conde, la seguridad significa conser
var la potestad de determinar, en virtud del «derecho de la región», a
quién deba denominarse conde, aunque no puede en cambio decidir a
quién se haya de aplicar el apelativo de señor-conde. Lo que aquí obser
vamos una vez más es que la dominación pública se entrelaza con la
organización del orden en el mismo ámbito, aunque en términos que
son prácticamente opuestos a los que veíamos en N orm andia.21 Poco
más ha de decirse aquí respecto de las Leges H enrici, que, al igual que
CRI SIS D E P O D E R ( 1 0 6 0 - I I 5 0 ) 231
a permitir que fuese copiado (en algún momento) junto con otros docu
mentos condales.25
En resumen, estas compilaciones de costum bres sociales son un
conjunto de registros de carácter no oficial. Carecían de la fuerza de ley
que sí poseía la constitución imperial del año 1037, aunque parece pro
bable que los primeros L 'saiye s, fechados en torno al año 1068 aproxi
madamente, tuvieran en su día un propósito semejante y ejercieran im
pacto similar. Sin embargo, la averiguación de su carácter «oficial» es
seguramente errar el sentido de la comprobación. Todavía en tiempos
de Enrique III y de Luis IX aparecían libros de leyes en los que no se
observa ninguna mención al fallo de los tribunales, y aún habría de
transcurrir un siglo antes de que los gobernantes ordenaran pública
mente la compilación de las costumbres.26 Sin embargo, la tarea legis
lativa se reactivó a finales del siglo Xli — pese a que todavía no ocurrie
ra lo mismo con la imposición de las prácticas consuetudinarias— . Lo
que resulta importante en el siglo que precede al año 1150 es el hecho
deque el señorío y las tenencias condicionales se estuvieran codifican
do en formas consuetudinarias de carácter no legislativo, formas que
tenían poco que ver con los poderes principescos, aunque mucho con la
riqueza, la propiedad y la diferenciación de las posiciones sociales.
Lo que aquí observamos son los efectos de un impulso emanado de
los príncipes, un impulso al que no es posible dar sentido en términos
administrativos. En cada uno de los entornos de los diferentes prínci
pes sabemos de la existencia — aunque se trate de un saber ciertamente
endeble— de hombres que. en la sombra, servían con lealtad a sus se
ñores sin atenerse a los preceptos de la ley o de las fórmulas.27 No se
trataba todavía de juristas, salvo posiblemente en la corte de la condesa
Matilde; y sin embargo, las cuestiones relacionadas con el padrinazgo,
la transmisión de herencias y la concesión de privilegios debieron de
familiarizarles sin duda con quienes elevaban súplicas o presentaban
alegaciones, y algunos de ellos debieron de sentir seguramente la ten
tación de concretar por escrito lo que precisaban consultar o conocer de
forma habitual — o quizá, más que por tentación, la consignación escri
ta fuera consecuencia de que se les hubiera invitado a realizarla— .
Esos hombres se enfrentaban a reivindicaciones de jerarquía social o
de exención de cargas, peticiones que habían surgido a raíz de la m ul
tiplicación de los caballeros y los vasallos de los barones que reclama
ban la concesión de privilegios en virtud de los pactos de homenaje y
234 L A C R I S I S D E L S I G L O XII
L a Ig l e s i a
* N o d e b e c o n f u n d i r s e a C a d a l o , a n t i p a p a H o n o r i o II, c o n L a m b e r t o S c a n n a
becchi, c a r d e n a l d e O s t i a , q u e e j e r c e r á el p o n t i f i c a d o c o n e s e m i s m o n o m b r e m á s d e
medio siglo d e s p u é s ( 1 1 2 4 - 1 ! 30). (,V. de los t.)
** E s d e c ir , el p a p a G r e g o r i o V I I (r. 1 0 2 0 - 1 0 8 5 ) , (/V. de los !.)
242 L A C R I S I S D E L S I G L O XII
tión de más crítica relevancia en la vida religiosa. Aun así, sería nece
sario que un papa se mostrase dispuesto a insistir una vez más en la
abolición de este ritual para poner de manifiesto lo muy inextricable
mente unida que se hallaba en realidad la Iglesia a las pasiones del
mundo. En una secreta negociación, cuya seguridad, como era enton
ces característico, corrió a cargo de hombres que habían jurado lealtad
a sus protegidos y que podían portar armas, negociación en la que el
rey Enrique V acordó con el papa Pascual 11 renunciar a la posibilidad
de que las autoridades laicas disfrutasen de la potestad de designar pre
lados — a cambio del apoyo de la Iglesia en la obtención de la corona
imperial— , los obispos se vieron obligados a desistir de todos sus de
rechos al cobro de rentas, a-excepción de los diezmos, los devengos
pastoriles y las donaciones privadas; y más tarde, cuando el papa orde
nara leer en voz alta tan asombroso programa ante la solemne asamblea
reunida en San Pedro de Roma el 12 de febrero del año 1111, el texto
fue recibido con un abucheo generalizado que terminó en un espec
táculo de tumultuosa violencia. Entonces, al negarse Pascual a respaldar
la aspiración de Enrique al título imperial, este se retractó de su renun
cia a las investiduras eclesiásticas, y apresó y encarceló al papa y a los
cardenales. El precio que el rey puso a su rescate, en abril del año 1111,
fue que el papa se comprometiera a garantizar mediante la concesión
de un privilegio que el monarca habría de conservar el derecho a nom
brar prelados que ya poseyesen anillo y báculo (esto es, después de su
elección canónica), eximiéndole además de toda ulterior excomunión,
y prometiendo coronarle emperador.^1'
La nueva crisis de poder que estallará en el año 1111 será un fenó
meno deudor de las distintas tácticas y componendas en juego, no de
una irritación visceral. No es inverosímil pensar que Enrique V no fue
se sincero al adquirir los compromisos de febrero de 1111 y que nego
ciase por tanto con mala fe. Es prácticamente seguro que Pascual II
— que sale derrotado en su intento de imponer unas elecciones clerica
les incondicionalmente libres, tanto en Francia como en Inglaterra—
calculara mal sus posibilidades de éxito en las circunstancias que atra
vesaba el imperio, aún menos favorables que las que debía encarar él
mismo. Al final, su sucesor, Calixto II, recuperaría una pequeña parte
del terreno perdido con el acuerdo alcanzado en el año 1122 y conocido
con el nom bre de Concordato de Worms. Para esa fecha, la opinión
culta había dejado ya de insistir en que ei poder de los prelados debía
C R IS IS 1)1. J’O D F R ( 1060-1 1 5 0 ) 249
las tierras regias, la latente disidencia que aún alentaba en Sajonia vol
vió a provocar un estallido. Sin embargo, en esta ocasión el poder de
los príncipes era demasiado sólido para que resultara posible desalojar
les o ganarles para la causa regia, siquiera a viva fuerza, así que al de
rrotar Lotario III de Supplinburg a Enrique V en la batalla de Welfes-
holz, en el año 1115, Enrique tuvo que renunciar a Sajonia — y de
hecho a Alem ania— . Tras confiar el poder a sus sobrinos Conrado y
Federico de Hohenstaufcn, enzarzados por entonces en distintas luchas
entre sí. viendo que el papa renovaba su edicto de excomunión contra
él a causa de la disputa de las investiduras, y para evitar una nueva
alianza entre sus rivales y los reformistas alemanes, Enrique V se vio
obligado a capitular y a ceder el poder a la fuerza colectiva de un con
junto de príncipes cuya coalición habría resultado impensable en el año
1050- Y por si esta realidad precisara de alguna prueba, los sólidos ar
gumentos de legitimidad dinástica que favorecían la candidatura al tro
no de Conrado de Hohcnstaufen fueron incapaces de impedir que en el
año 1125 los príncipes eligieran rey de Alem ania al adalid sajón, el
victorioso Lotario de Supplinburg.74
«distritos», esto es, literalmente, zonas de coerción. Por decirlo con las
palabras de Lamberto:
Q u i e n e s se h a l l a b a n e n l o s a n t e d i c h o s c a s t i l l o s h i c i e r o n g r a v i t a r d u
r a m e n t e s u d o m i n i o j i n n n in c h a i ii ] s o b r e lo s h a b i t a n t e s d e S a j o n i a y T u -
r ingia . E n i n c u r s i o n e s d i u r n a s se i n c a u t a b a n d e c u a n t o h a l l a b a n a su p a s o ,
ya f u e r a e n a l d e a s o c a m p i ñ a s , g r a v a r o n c o n i n s o p o r t a b l e s t r i b u t o s e i m
p u e s t o s los b o s q u e s y lo s c u l t i v o s , y e n m u c h a s o c a s i o n e s se l l e v a r o n r e
b a ñ o s e n t e r o s c o n el p r e t e x t o d e e x i g i r el d i e z m o . * 4
sión suavizada del juram ento que estipulaba (¿^Maguncia, año 1085?)
que durante e! período de tiempo decretado en un edicto de paz «nadie
podía causar daño al contrincante».10 - Sin embargo, no hay razón para
suponer que las enemistades heredadas constituyesen un elemento nue
vo en la experiencia del poder que se tenía en las tierras alemanas, y
tampoco hay motivos para pensar que el sufrimiento que causaba hu
biese empeorado.
Con el señorío las cosas eran diferentes. Lo que se observa en este
ámbito es que se repiten y multiplican todos los problem as que ya
causara la revuelta sajona, complicaciones a las que hemos de sumar
al menos una de las dificultades generadas por la Querella de las in
vestiduras, dado que se trataba, más o menos, de las mismas contrarie
dades. Se decía que en el año 1079, al encomendar en vasallaje el du
cado de Suabia a Federico de Hohenstaufen, Enrique IV se había
mostrado profundam ente desolado por el hecho de que en los últimos
tiempos se hubiera dado en descuidar todo lo relacionado con la leal
tad. En un notable pasaje en el que consigna sus recuerdos, Otón de
Frisinga afirma implícitamente que el problem a no estribaba única
mente en que se descuidaran e incumplieran los juram entos públicos,
sino en que se traicionara a los señores en general,IW En Lieja, ciudad
en la que en torno al año 1 104 un ambicioso archidiácono trató de im
poner nuevas costum bres a los monjes de Saint-Hubert, un sagaz y
desalentado observador atribuye el debilitamiento de las instituciones
judiciales a la «disputa entre el clero y la realeza», llegando a la con
clusión de que «en lugar de la razón, dominaba la voluntad [ciomina-
batur vo luntas]».101 La arbitrariedad de los señoríos agrarios, por la
mentable que fuera, resultaba en cambio aceptable; a semejanza de lo
que hacían los profesores con sus alumnos, los señores podían golpear
a quienes dependían de ellos sin transgredir las estipulaciones de los
documentos de p az .lus No obstante, en relación con este último com
portam iento surge la cuestión de la posición jerárquica. Lo que los
amos, incluso los que hubieran recibido poco antes su encomienda,
podían hacer con los campesinos debía de resultar más difícil de reali
zar en las ciudades, sobre todo en las prósperas de la región de Re-
nania. Los problem as que surgieron en Worms. donde las masas ex
pulsaron al obispo Adalberto y a sus caballeros para dar la bienvenida
al rey a finales del año 1073, contribuyeron a que en Colonia se produ
jeran acciones de peor desenlace. Pocos meses después, cuando el ar
C R IS IS D E PO D ER ( 1 0 6 0 - 1 1 5 0 ) 263
fodel rey, que escribe poco después del fallecimiento del viejo em pe
rador en el año 1 106, la acción no se resume únicamente en una des
lealtad personal, es también una infidelidad a los planteamientos que se
habían venido manteniendo hasta entonces. Y tanto la elocuencia con
que defiende sus argumentos como el fulminante sarcasmo que infor
ma la crónica que dedica a la Paz de Munich (1103) y a sus consecuen
cias convierten a este texto en la más relevante reflexión de la época
sobre la vasta crisis del siglo xn. Gracias a su hinchada y tendenciosa
retórica accedemos justam ente a la parte del relato que Bruno y Lam
berto habían dejado de lado: la que nos refiere el empeño que en su día
pusieran los nobles en conservar su séquito y la incapacidad en que se
vieron para impedir que sus propios caballeros - - c a re n te s de tierras
pero no por ello menos ambiciosos— se dedicaran a medrar entregán
dose a una destructiva violencia. No es de extrañar que se sintieran
molestos con el decreto de Maguncia, que según exclama el cronista
«¡concedió a los miserables y a los pobres tanto beneficio como perjui
cio causara a los perversos y a los poderosos!». Y en cuanto a todos
aquellos que habían dado un pésimo empleo a sus propiedades, cedién
doselas a sus caballeros a fin de aumentar el número de sus seguidores
armados, se vieron — al recaer sobre ellos la «licencia para saquear»—
«reducidos a trabajar duramente, sumidos en la pobreza, depauperadas
sus despensas por la penuria y el hambre. Aquel que en su día cabalga
ra sobre un fogoso corcel no tenía más remedio que arreglárselas ahora
con un tosco caballo de tiro». La «falta» del em perador — y la ironía
evoca aquí sin duda las palabras que debían de emplear sus partidarios
en sus discursos— había consistido en prohibir los delitos, en restaurar
la paz y la justicia, y en reabrir los caminos, los bosques y los ríos, con
virtiéndolos en vías seguras. «Devolved a sus campos a cuantos habéis
levantado en armas [y] restringid el número de caballeros adictos en
función de vuestros recursos.» Y tras exhortar de este modo a los em
pobrecidos magnates, a los que se insta a observar un comportamiento
más beneficioso para todos, el capítulo termina con un sentido anhelo,
expresado en forma de salvedad: «pero de nada sirve todo esto; es
como invitar al asno a [tañer] la lira. Los malos usos rara vez logran
eliminarse, admitiendo que alguna vez haya podido hacerse».117
¿Expresan estas últimas palabras un juicio digno de confianza? Los
señoríos que proliferaban por doquier en Alemania eran producto de la
costumbre: o mejor dicho, como ya ocurriera en buena parte de las tie
266 LA C R IS IS D E L SIG L O X II
era justo.» Los primeros síntomas fueron el expolio de los campos del
enemigo y la extorsión a sus campesinos, víctimas de los conflictos en
curso que enfrentaban a los príncipes Hohenstaufen con los sajones y
con el arzobispo Adalberto. Después surgieron brotes de violencia
oportunista realizados por ladrones que «surgían de todas partes, y a
quienes no importaba nada ni el momento ni la persona, por así decirlo,
[y que se dedicaron] afanosamente a usurpar, agredir y matar, sin hacer
nada útil por sus víctimas». Y al final, las recíprocas matanzas en que
caían los caballeros de los bandos contrarios se vieron seguidas de
levantamientos en varias poblaciones, «se construyeron castillos en
lugares vedados por la costumbre», otros quedaron destruidos, se opri
mió de forma generalizada a los pobres y a los peregrinos, se confisca
ron tierras y propiedades para exigir luego un rescate...: «resultaría te
dioso», exclama Ekkehard, «referir todos los desmanes». La «paz de
Dios» se desmoronó, junto con los pactos jurados, así que en todas
partes «se devastaron campos, fueron pasto de la rapiña las aldeas, y
varios pueblos y regiones se vieron reducidas prácticamente al abando
no», sin que el clero pudiese celebrar los oficios religiosos. La breve
crónica del año 1123 que nos ofrece Ekkehard transmite la misma im
presión.122
La crisis sajona se había saldado con un generalizado desplome del
orden público en Alemania. Desde luego, algo de ese orden subsistía
—o de sus procedimientos judiciales cuando menos— , pero ahora no
sólo se observaba la intromisión de nuevas costumbres y señoríos, tam
bién comenzaron a perder fuerza y significado los antiguos títulos, y
además la multiplicación de séquitos y baluartes comenzó a transfor
mar la experiencia del poder. Los príncipes de Lotaringia, que en su día
habían gobernado un reino, pasaron a recibir ahora la consideración de
duques de Limburgo o de Lovaina.123 Un sinnúmero de hombres libres
ligados por vínculos de fidelidad con los primeros reyes salios queda
ron ahora subordinados mediante nuevas dependencias personales a
señores de todo tipo. ¿Lograron salir airosos estos señoríos? Desde lue
go, no hay duda de que eran funcionales, al menos en cierto sentido.
Sin embargo, la más elocuente prueba con que contamos en este aspec
to es con frecuencia el silencio, así que dado el gran número de docu
mentos que nos hablan de los problemas que experimentaron las rela
ciones de d ependencia en esta época — problem as que también
afectaron a algunos de los señoríos a que nos estamos refiriendo— , se
C R IS IS OH I’ODI-R ( 1 0 6 0 - 1 1 5 0 ) 269
hace preciso aguzar mucho el oído para saber algo sobre el particular.
Un observador local escribe en el año 1 112 lo siguiente: «en Colonia se
elevó una conjura en favor de la libertad».124 Y no se nos dice nada
más. Sin embargo, el amortiguado tañido de esta campana resulta fami
liar en el contexto en que nos estamos desenvolviendo, y de hecho tam
bién repicaban campanas en otros puntos.
En una de sus primeras campañas (la del año 1102), el príncipe Luis
de Francia capitaneó un ejército de élite en el choque militar con Ebal-
do, señor de Roucy. Según el abate Suger, que escribe una generación
más tarde, la secuencia de los hechos es como sigue: 1) la «noble igle
sia» de Reims había sido atacada y saqueada, junto con sus dependen
cias, a causa de la «tiranía» del «tumultuoso barón Ebaldo» y su hijo
Guiscardo; 2) las «hazañas militares» (m ilitia ) de Ebaldo se habían
ido incrementando al mismo ritmo que su «maldad» (malitia): ¿acaso no
había encabezado en una ocasión un «muy grande ejército ... como sólo a
un rey corresponde mandar» y marchado con él a batallar a España?;
3) a oídos del rey Felipe I de Francia había llegado un centenar de que
jas «de hombre tan malvado», y a su hijo Luis «se le habían planteado
ya otras dos o tres», así que el príncipe decidió movilizar sus fuerzas.
Las dos siguientes observaciones de Suger son más complejas: 4) en
una campaña que se prolongó por espacio de dos meses el príncipe
Luis logró tomarse venganza por los ultrajes infligidos a las iglesias,
devastando y pillando las tierras de los «tiranos» a sangre y fuego.
«¡Cuán esplendorosa gesta!», comentará Suger, «este saqueo de los
saqueadores, esta tortura, igual e incluso peor, de los torturadores». Y
pese a todo esto, 5) la campaña de Luis difícilmente merecerá el califi
cativo de triunfa!. Viéndose enfrentado a unas «distinguidas huestes»
que contaban además con el refuerzo de los aliados lotaringios de Ebal
do, el príncipe Luis trató de lograr un acuerdo de paz, se vio en la nece
sidad de hacer frente en otro lugar a nuevos «problemas», y al final no
consiguió de Ebaldo más que la solemne promesa de que «habría paz
para las iglesias».I2S
Estos cinco extremos podrían contribuir tal vez a evocar un escena
rio de notable agitación en el principado capeto de Francia. Las quejas
270 L A C R IS IS D FL SIG L O X II
que a veces contaban con el refuerzo que les brindaban sus aliados ba
rones, significaba tomar partido en conflictos de orden local, es decir,
le obligaba a lanzar a sus propios caballeros contra unos castellanos
cuya mala fama no les impedía contar con sus propios aliados. La deli
cada situación en que le pusiera Ebaldo de Roucy (véase el punto 5) no
era la primera circunstancia de ese género ni habría de ser la última. La
campaña emprendida en el año 1101 contra Bouchard de Montmoren-
cy, que había quebrantado los derechos del señorío de Saint-Denis, casi
se viene abajo al chocar con una coalición de castellanos aliados, dos
de los cuales terminarían perdiendo sus castillos a manos del príncipe
en ulteriores encontronazos.135 Los célebres adversarios que se enfren
tarían al rey Luis, ya en su madurez — su hermanastro Felipe, Hugo de
Puiset y Tomás de Marle— , contaron en todos los casos con el respal
do de partidas de caballeros que les habían jurado lealtad y que se re
partían los dominios de todo un conjunto de castillos.136 Además, Luis
sólo podía responder en especie. Sus campañas — y Suger no pretende
afirmar nada distinto— fueron valerosos actos de desquite. La devasta
ción de las tierras de M ontmorency en el año 1101 se produjo como
consecuencia de una campaña de explícita venganza: incendios, ham
brunas y espadas como vía para la «paz» (p a ca vil).u l ¿Y cómo hemos
de interpretar la entusiasmada ironía que muestra Suger al relatar el
saqueo a que se ven sometidos los saqueadores a consecuencia de la
cruel venganza que se había tomado el príncipe un año antes cerca de
Reims? Si nos recuerda a las burlonas reflexiones de fingido horror en
que se explaya eí biógrafo del rey salió Enrique IV al referir los apuros
que pasaron los caballeros alemanes en tiempos de la pacificación del
año I 103, es porque, sin duda, los sentimientos de Suger debían de ser
muy similares.!i8
En sus hazañas de coraje y venganza se revela el verdadero sem
blante de Luis VI. Y en los lisonjeros epítetos que dedica Suger tanto al
príncipe como a sus enemigos percibimos que el abate cronista com
partía esta misma escala de valores. No sólo habla de las «gestas» (ges
ta) de Luis, sino que es probable que sintiera prácticamente la misma
propensión que los miembros de la corte capeta a ver muy escasas dife
rencias entre el valor caballeresco y la sagrada misión de procurar am
paro a las iglesias y a los débiles,1-’,J No obstante, este último es el obje
tivo que consignan tanto los diplomas com o los escritos del abate
Suger, el objetivo que ambos designan como propósito explícito de las
C R IS IS DI- PO D ER ( 1 0 6 0 - 1 1 5 0 ) 273
los Coucy, por no alargar la lista— con los que se aliaban, con los que
establecían vínculos matrimoniales, a los que reclutaban para sus con
tiendas, y contra los que en ocasiones se enfrentaban.156 Dado el creci
miento demográfico y el aumento de la riqueza, no bastaba con un cas
tillo para garantizar la seguridad de estas familias; para considerar la
tenencia de dos o más fortalezas era inevitable contar con la ayuda del
tipo de comenderos que caían habitualmente en la tentación de coac
cionar y usurpar bienes, y éste era un dilema al que debían enfrentarse
tanto el rey Luis como Tomás de Marle. Lo que los castellanos no po
dían hacer — no con la m isma facilidad que el rey de Francia— , por
m uy devotos que se mostraran en sus fundaciones y amparos, era cola
borar con los obispos en la procura de la paz, e incluso el mismo Luis
VI tardaría bastante en explotar este recurso.
Resulta tentador descartar sin más los testimonios interesados de
Guiberto y de Suger, así como lo que nos refieren los diplomas, desen
tendemos de todo cuanto nos dicen sobre la violencia de los «hombres
malos» que les rodeaban por todas partes. Pero hemos de resistir con
firmeza ese impulso. Los defectos de las pruebas que nos aportan no se
deben tanto a la mendacidad como a una cierta exageración tendencio
sa; uno de los méritos de estos escritos, por problemáticos que resulten,
estriba en la indignada moralización de los motivos y de los aconteci
mientos. El mal era una realidad tangible en este microcosmos de po
deres coercitivos y fortificados, y no hay duda de que el clero compar
tía con las masas de gentes obligadas a trabajar con gran dureza esta
noción de lo perverso — si es que no lo habían aprendido precisamente
de ellas— . La consideración que se hace Guiberto, tras una primera
reflexión, respecto del asesinato del obispo Gualterio es que «el mal
[causado] ... no emanaba únicamente de él, sino que procedía de la
gravísima iniquidad de otros, [que] provenía de hecho del populacho
en pleno. Y es que en punto alguno de toda Francia», añade, «se han
producido crímenes como los acaecidos entre las gentes de Laon».157
Quizá tengamos la impresión de hallamos aquí ante una exageración
de orden subjetivo, pero, aun limitando su alcance a los crímenes más
llamativos, las fuentes de que disponemos confirman esta afirmación,
una afirmación que además encuentra justificación en otros ejemplos
de violencia. Suger culpa de la traición que se produce en La Roche
Guyon al propio castillo de la localidad: «ese baluarte que hombres y
dioses detestan por igual».15* Con todo, el caso de Montlhéry sería aún
c'k i s i s oí-: podiír (1060-1150) 281
peor, hasta el punto do que el viejo rey Felipe le diría en una ocasión a
su hijo (en presencia de Suger): «esta torre casi ha conseguido hacerme
envejecer», para a continuación deplorar su «traición e iniquidad». La
infidelidad, que transform aba prim ero al leal en desleal, terminaba
convirtiéndolo en traidor.154
Una vez más, la reilicada malicia puede suscitar suspicacias, pero
Suger prosigue con su planteamiento y deja finalmente sentado un ex
tremo por completo verosímil. La razón por la que el viejo rey se rego
cija al ponerse Montlhéry en sus manos — debido al matrimonio de la
heredera del señorío, Isabel de Montlhéry, con su hijo Felipe, conde de
Mantés—- estriba en el hecho de que este castillo, regido por «hombres
infieles» que atacaban a los comerciantes que cubrían la distancia entre
París y Orleáns, tenía una importancia crítica para la pacificación de la
Isla de Francia, comarca que se hallaba en sus m ism as coordenadas
geográficas. Los castillos constituían otras tantas palancas de poder
coercitivo para los hombres que residían en ellos. En Montlhéry, añade
Suger, «se reunían pérfidos hombres venidos de todas partes, tanto de
lejanas zonas como de puntos cercanos», así que «no se perpetraba en
todo el reino una sola maldad sin su consentimiento o ayuda».160 C o m
probamos una vez más que la manifiesta exageración apenas resta fuer
za alguna al contundente recuerdo que expresa Suger. Sabemos por
otras fuentes que en la práctica solía identificarse al castillo de
Montlhéry con los caballeros que en él se cobijaban, con independen
cia de quién fuese su señor; además se afirmará lo mismo de Corbeil
—Suger dice de él que se trata de un «castillo bendecido con la presen
cia de una antigua nobleza de muchos caballeros»— y de Sainte-Sé-
vére, en la región del Berry.1"1 Y es más, si Montlhéry dominaba el
corredor situado entre París y Orleáns, Le Puiset controlaba las fértiles
comarcas agrícolas de la región de Chartres. y Montaigu las que cir
cundaban Laon. Estos eran los hábitats naturales de los señoríos terri
toriales, variantes recientes de los antiguospagi, y en ellos los grandes
señores, como Hugo de Puiset y Tomás de Marle, parecieron tener a su
alcance el disfrute de poderes poco menos que condales hasta que, a
consecuencia de las crisis que ellos mismos habían provocado, se vie
ron obligados a conformarse con un poder menor.
En opinión de los amanuenses y de los autores monásticos que nos
informan, lanto ellos com o los de su m ism a clase eran otros tantos
«tiranos» y «malos h o m bres».'52 El origen de esos epítetos y expresio
282 L A C R I S I S D E L S I G L O XII
años 1111 y 1115, sino que vendrá asimismo a constituir una reacción
que por sí sola indica la existencia de una alarma, cuando no de una
crisis. Otra prueba de «tiranía» radicaba en la incautación de tierras de
la Iglesia — un problema que, no siendo nuevo, causará preocupación
en los concilios que se celebren en el conjunto de Francia entre los
años 1095 y 1119— ; con todo, los decretos y estipulaciones más ur
gentes sobre el particular se formularán en Beauvais en 1 114, y en
Reims en 1119.166
De aquí se sigue que la crisis que causen los castellanos en Francia
se mantendrá a pesar de que algunos de ellos sufran reveses. Ni Hugo
de Puiset ni Tomás de Marlc habrían de ser aplastados; de hecho, sus
señoríos sobrevivieron a Luis VI, y en modo alguno puede decirse que
se comportaran de forma totalmente complaciente. La suya es una mi-
crohistoria del poder semioculta en los documentos que nos han dejado
sus dominadores. Al actuar como protector y juez y no mostrarse exce
sivamente ansioso por apoderarse de los castillos, el rey Luis socavó la
insolencia, cuando no los hábitos opresivos, de los castellanos. No te
nemos noticia de que la corona hiciera esfuerzo alguno por someterlos
y convertirlos en vasallos dependientes, y tampoco es posible interpre
tar que los célebres viajes a Auvernia de los años 1122 y 1126 fueran
mucho más que una prolongación de su campaña de justicia reparado
ra.Kl7 La responsabilidad de la perturbación de la situación francesa en
tiempos de Luis VI debe atribuirse a las crecientes penalidades surgi
das al contagiarse a la generalidad de los castillos el hábito de un seño
río de índole explotadora, así como al adquirir éste un carácter usual.
Los hombres educados en el manejo de las armas y en la práctica de la
caza, como el obispo Gualterio, tenían por costumbre dedicarse a la
procura del poder y a la mejora de su posición social en sus respectivos
ámbitos locales, arrogándose el ejercicio de un señorío banal, o actuan
do como si en efecto Ies correspondiese asumirlo, lo que les llevaba a
embarcarse en una búsqueda angustiosa y arriesgada — cuyo principal
síntoma era la traición— que en ocasiones se convertía en detonante de
un estallido de obstinada violencia coercitiva. En esta sociedad la tira
nía no constituía una entelequia ni una exageración, sino una circuns
tancia perfectamente real. Y su ejercicio no debe confundirse con nin
guna rebelión.168
284 LA C R IS IS D L L S IG L O X II
P r o b le m a s en la r u ta d e lo s p e r e g r in o s ( I I 09- I I 3 6 )
D e s e a b a n re in a r , p e r o c o n la t r a i c i ó n ;
A n s i a b a n el m a n d o , p e r o lo c o n s e g u í a n m e d i a n t e la violencia.
Historia Composlellana, i. 114. 15
mativo. Pese a que en los últimos tiempos los señores se habían com
portado como miembros de la realeza, o habían ejercido algún tipo de
dominación en el ámbito agrario, las tumultuosas circunstancias de los
enfrentados ejércitos principescos que competían por el poder, permi
tieron a los señores y a los caballeros exigir precios cada vez más altos
por sus servicios, no aviniéndose a prestarlos sino a cambio de las re
compensas que sólo los «poderes» públicos tenían posibilidad de ofre
cer.
dice de sus actos — sea en relación con los servicios, los pagos, los
mercados, las alquerías, el pan o el vino— indica que no sólo nos halla
mos ante unos señoríos nuevos proclives a realizar exacciones más
fuertes — sin que el señorío del abate sea excepción en esto— , sino
frente al surgimiento de una nueva productividad encaminada a soste
nerlos. No es de extrañar que los cabecillas aragoneses pensaran en
acantonar a sus caballeros en esas tierras de labor. En repetidas ocasio
nes se menciona con nostalgia su anterior fertilidad y prosperidad.19í
Pese a iodo, parece que lo que vino a provocar la agitación no fue
tanto la presencia de señoríos como la conducta de los señores. Se su
pone que los burgueses de Sahagún, al rechazar el señorío de la reina y
apelar a los caballeros aragoneses para garantizar la protección de la
ciudad, habrían exclamado: «¿Quién dice que el abate y los monjes han
de señorear a tan nobles barones y tan grandes burgueses? ¿Quién dice
que deban de poseer tan grandes tierras, campos, viñedos y huer
tos?». Poseer tierras y viñedos equivalía a ejercer un dominio sobre
las personas, y existen razones para creer que las halagadoras palabras
que acabamos de citar simplemente responden a la actitud de los rebel
des. Esto explicaría por qué no se nos dice nada del surgimiento de una
comuna como tal, pese a que se observe en cierta medida un consenso
tendente a sustituir la cédula señorial del abate por las «leyes y las cos
tumbres» propias de los rebeldes — y a pesar de que quizá contribuya
también a aclarar por qué muchos de los aliados urbanos de los conspi
radores terminaron por abandonarles— . Algunos de los insurgentes
debían de ser esas «personas de muy baja extracción» — herreros y
zapateros— que, según se dice, acabaron uniéndose a los «ricos y, si se
quiere, nobles burgueses» en uno de los levantamientos dirigidos con
tra el abate y los monjes. El desprecio al señorío monástico era un ele
mento común en los corrillos de las facciones integradas por quienes
aspiraban a hacerse con un señorío, facciones que difundían esas habli
llas con la intención de explotar el elemento inmediato que más simili
tudes presentaba con un interés compartido: la reducción del pago que
exigían los monasterios en materia de rentas, derechos de tránsito y
gravámenes de m ercado.197
De esta preocupación por el señorío se deducen algunas cuestiones
menos sobresalientes pero igualmente importantes. El anónimo de Sa
hagún se muestra vivamente atento al problema de la fidelidad ministe
rial. Tiene mucho que decir acerca de los vicarios, tanto de los que
296 L A C R IS IS Di-L SIG LO X II
molestos ante los esfuerzos que hacía el obispo por dominar y pacificar
la zona. Aun así, había personas que se sentían más seguras sujetas a su
señorío y bajo el control del joven Alfonso Raimúndez que enfrentados
al albur de los planes de la reina, decidida a movilizar su reino contra
los aragoneses. En el transcurso de una negociación con Diego sembra
da de traiciones, Urraca perdió la confianza del obispo y hubo de en
frentarse a la formidable alianza constituida por su hijo, coronado por
el prelado, y el propio Diego. Llegados a este punto, las crecientes ve
leidades de todas las partes en liza darían al traste con la frágil paz que
las había frenado hasta entonces. La reina instó a una facción de habi
tantes de la ciudad, en cuyas filas se encontraban varios canónigos y
sacerdotes disidentes, a ofrecer resistencia al obispo, cuyo señorío que
daría seriamente dañado en el año 1 1 !6.204 Al tratar Diego de explotar
su adquisición del busto de plata repujada de Santiago, una facción ra
dical de la oposición se negó a mezclar los poderes religiosos con los
temporales. Sumado a otras provocaciones, esto hizo que los rebeldes
se enemistaran a un tiempo con la reina y con el obispo. Durante ia
primavera del año 1117 se vieron virtualmente asediados en uno de los
campanarios de la catedral. Sin embargo, Urraca, traicionada a un
tiempo por la gente y por su cautivo, sufrirá vejaciones físicas en un
lugar retirado, no lejos de la torre que poco antes ella misma hubiera
tenido cercada, mientras que Diego, en un episodio que parece reflejar
el de la malhadada huida del obispo Gualterio de la catedral de Laon,
logrará eludir por los pelos a sus captores.205
En las horas que siguen, los rebeldes perderán el control de la turba
que habían espoleado, y sin embargo todavía intentarán conseguir que
la reina consienta en llegar a un acuerdo a expensas del obispo. El ca
nónigo Gerardo conocía bien las deliberaciones que se producían en el
seno de la hermandad a la que se habían adherido algunos de los hom
bres desleales a Diego. El hecho de que no lograran apresar al obispo
resultaría decisivo, ya que una vez que Urraca y él se vieron a salvo
fuera de la ciudad, los rebeldes tendrían que arrostrar a un ejército que,
tras haber cobrado nuevos bríos, conseguiría estimular la reacción y
someter a la ciudad. En vista de la violencia desatada — algunos nota
bles habían sido asesinados, entre otros el hermano del propio Diego y
varios funcionarios, sin contar las humillaciones y abusos sufridos por
la misma Urraca— , la reina exigió venganza, pero Diego se salió con
la suya llegando a una com ponenda que ya tenía premeditada y que
C R IS IS D E PO D ER ( 1 0 6 0 - 1 1 5 0 } 299
taque nos permite entrever lo que estaba enjuego. En primer lugar, nos
dice que el despechado caballero (Roberto) quedó sumamente afligido
al enterarse de que el matrimonio que, según sus propias suposiciones,
debía contribuir a hacerle «más líbre» (liberior) resultaba tener efectos
inversos. ¿Acaso no venía a ser esto en la práctica — ya fuera en el áni
mo del caballero o en el de Galberto— una forma de equiparar la liber
tad con el poder y la riqueza? Galberto prosigue con la exposición de la
«arrogante» y jactanciosa insistencia de Bertulfo en la libertad de su
familia. Y una vez que el conde, quizá característicamente franco en su
rectitud, hubo revelado su intención de volver a someter a su disciplina
a unos sirvientes excesivamente poderosos comenzará a madurar la
conspiración que desembocará en su ase sinato.-4
En modo alguno puede decirse que el clan de los Erembaldo fuera
el único linaje de la época empeñado en adquirir poder a medida que
iba abriéndose paso. En Francia, los caballeros de la familia Garlande
habían logrado dominar a tal punto las funciones vinculadas a la casa
real que desencadenaron una crisis el mismo año en que se materializó
la confabulación flamenca. Cuando la sobrina de Esteban de Garlande
contrajo matrimonio con Am aury IV de Montfort y Esteban trató de
transferirle, a manera de dote, sus derechos de propiedad de la senesca
lía, el rey Luis VI reaccionó rápidamente y le despidió, confiscándole
sus arriendos y apoderándose de su fortaleza de Livry. Este escarmien
to, insólito entre las filas de los favoritos del rey, había estado hasta
entonces reservado a los malos castellanos; y por lo poco que sabemos
de este incidente, da la impresión de que Luis habría actuado a impul
sos de la lección que había aprendido recientemente a raíz de las desas
trosas consecuencias de las ambiciones de Bertulfo en Flandes. Pode
mos fechar la desgracia del senescal Esi
año 1127. La analogía es de hondo calac
igual que la de Erembaldo, había traficai
provocado en Francia distintas enemistac
nadas de asesinatos; el infortunio del sei < 3
a culminar con la violenta proscripción d< 2- “ 8
también en este caso comprobamos que B
o •O ap-t-
Luis VI acostumbraba a recordar los sei 5' ° 5 ,
Xi ft '¡¡■pos
1 Jy condes,
que le profesaban los caballeros ambicios c ¿Ccho), P ergam ino
tían asesinatos ni se veían reducidos a u donación a los
.e su crónica. (© Junta
modo, Esteban de Garlande lograría recu;
,chos reservados,
306 LA C R IS IS D E L S IG L O X II
La crisis flamenca de los años 1127 a 1128 fue una crisis de seño
río, no una crisis política. Los compromisos asociativos carecían de la
solemnidad de los vínculos personales; la deslealtad constituía un acto
de traición, y los textos insisten en calificar de ese modo — es decir,
como «traidores»— a los asesinos. La facilidad con que los hombres de
rango secundario renunciaron a la lealtad debida a sus señores durante
el cerco impuesto a la ciudad de Brujas debió de revelarse contagiosa.
Cuando surgieran disputas relacionadas con la jurisdicción de los deli
tos, los hombres de Brujas se apresurarían a reivindicar su derecho a
juzgarlos, llegando a darse el caso, según nos dice Galberto, de que en
un mom ento de acaloram iento pretendieron desentenderse de cual
quiera que intentara ejercer un señorío sobre ellos.242 Es muy probable
que las concesiones que efectúen los tribunales urbanos de Brujas y
Saint-Omer en abril del año i 127 vinieran provocadas por las incauta
ciones que se habían realizado en nombre del conde o del rey en un
periodo en el que la urgencia del momento instaba a la independen
cia,243 No obstante, las cartas no dejaban de ser concesiones. Al verse
contestado el señorío de Guillermo y debilitarse el aura mítica de la
dominación Carolina, los aspirantes a una posición señorial encontra
ron seguidores fácilmente. «Resultaba asombroso», observará Galber
to de Brujas en marzo de 1 128, «que Flandes pudiera aceptar tantos
señores al mismo tiempo, desde el muchacho de M ons [Balduino de
Henao] y A m oldo [el sobrino del conde Carlos] hasta el que ahora
aguarda en Gante [Teodorico], y ese opresor conde nuestro [Guiller
mo]»,244 ¡Pasmoso, ciertamente!
¿Eran las cosas muy distintas en Inglaterra? Sólo unos pocos años
más tarde, el abate Gilberto de Gloucester llegaría a exclamar: «sufri
mos la opresión de tantos reyes como baluartes»; y Guillermo de New-
burgh se hará eco de esta misma idea: «Había tantos reyes, o mejor, ti
ranos, como señores de castillos».245 ¿Podemos decir, a fin de cuentas,
que las cosas fueran realmente distintas en p a rte alguna? En la Borgo-
ña, Pedro el Venerable lamentaba en el año 1138 el estado en que se
encontraba una tierra «sin rey ni príncipe», mientras que a Orderico
Vitalis, que escribe entre los años 1133 a 1135, la Normandía del du
C R IS IS DE PO D ER ( 1 0 6 0 - 1 1 5 0 ) 311
gran núm ero de enseres arrancados a los cam pesinos. En el año 1119,
Hugo de G oum ay. en un acto de indudable traición al señor-duque que
le habia arm ado caballero, consiguió el respaldo de no m enos de die
ciocho castellanos para plantarle cara, en lo que parece más una acción
de agresivo engrandecim iento señorial que una rebelión. La actuación
de G alerano de B eaum ont en el año 1124, caracterizada por una gran
profusión de actos de brutalidad gratuita contra los cam pesinos, mues
tra la m ism a apariencia .254 Por consiguiente, las digresiones en que Or-
derico V italis lam enta la situación se refieren en su m ayor parte a los
regím enes que encabezaron Roberto (de 1087 a 1097 y de 1101 a 1106)
y Esteban después del año 1135. Y esto es lo que resulta engañoso, ya
que el constante supuesto tácito de esta gran crónica es que ni siquiera
Enrique I consiguió dom inar a los norm andos tras la m uerte de Guiller
m o el C o n q u istad o r .255 Rara vez dejaron de oponerse a Enrique ios
vizcondados y las castellanías que com petían con él por la obtención
del poder local, y tam poco el control de las iglesias era plenamente
seguro; y es que lo que O rderico viene virtualm ente a probar es que
hubo m uchos barones y castellanos — no sólo en N orm andía y en Fran
cia sino en otras provincias septentrionales, salvo la de Flandes— que
en su lucha por la obtención y la consolidación de patrim onios y seño
ríos estaban dispuestos a desafiar a los señores-príncipes para garanti
zar sus fines. El duque y rey Enrique al que Orderico V italis dirige sus
elogios es el que regresa para rescatar a los oprim idos y pacificar la
región, no el que se ausenta. Y a pesar de que H ollister da seguramente
en la diana al detectar que en N orm andía hay grandes barones que se
solidarizan con Enrique y le prestan su apoyo — lo que convierte la
derrota de Roberto de Bellém e en el año 1112 en un acontecimiento
crítico de su reinado— , se trata no obstante, com o con toda razón ha
indicado Stenton, de una «obediencia forzosa » .256
minación norm anda. Ésta es la razón de que los castillos fueran entida
des padecidas y tem idas en tantos lugares, y es tam bién el m otivo de
que los castillos vengan a constituir necesariam ente hoy un elem ento
tan central en nuestra percepción histórica de la crisis com o en la inm e
diata carga de pesadum bre que infligían entonces a los trabajadores de
las inm ediaciones — es decir, a la m ayoría de la gente— . Ha de quedar
claro, no obstante, que no se agota en esto la historia del poder en la
Inglaterra de Esteban. Seguram ente la vida institucional continuó su
curso, aunque de forma desordenada. Hemos podido saber que los aba
tes de Battle y Peterborough lucharon por preservar y garantizar la con
tinuidad de sus com unidades .269 Las cédulas y actas principescas nos
informan acerca de las distintas interacciones a que daba lugar el patro
cinio que ejercían tanto el rey com o las élites y por el cual com petían,
como siem pre, los grupos sociales privilegiados .270 La posibilidad de
acceder al señor-rey y la prerrogativa de poder contar con su favor para
la obtención de cargos tenía un precio, com o habrían de descubrir los
obispos, entre ellos el propio Enrique de W inchester; y el hecho de que
las concesiones de Esteban no siem pre lograran satisfacer a los anti
guos sirvientes, com o le sucedió a M iles de B eaucham p en B edford y
a Godofredo Talbot en Hereford, debió de contribuir sin duda al abra
sivo contexto de la vida local. Lo que sabem os de las tareas rutinarias
de los condados y los cientos — que posiblem ente fueran más preten
ciosos que antes— ha llegado principalm ente hasta nosotros a través de
las cesiones y las exenciones que nos indican el funcionam iento de los
señoríos y el intercam bio de favores .271 Por otro lado, el silencio de
la documentación fiscal escrita, con independencia de lo que pueda
significar, resulta ensordecedor .272
Y aún queda una cosa más. No debem os pasar por alto las recurren
tes alusiones a la requisa y la fortificación de las iglesias inglesas. Estos
datos constituyen un precioso indicador de una incóm oda realidad que
únicamente podem os recrear con la im aginación: la dinám ica del poder
que se ponía en m archa cuando grupos de extranjeros a caballo batían
en tropel las com arcas tras haber perdido sus castillos para después
abatirse sobre unos em plazam ientos habitados — en los que reinaba el
resentimiento de otras incursiones— en busca de un refugio público y
de piedras con las que levantar otra fortaleza .273 Una vez más constata
mos que una región, en este caso Inglaterra, viene a experim entar con
■este mal sueño lo que los europeos ya habían vivido en otras partes. Y
320 LA C R IS IS DHL SIG LO X II
el espectáculo de unos hom bres arm ados que se ven obligados a coac
cionar a los lugareños a fin de que éstos les presten asilo resulta sinto
m áticam ente irónico.
¿ U N A EDAD T IR Á N IC A ?
Enfrente'. L ám ina 3.
A rriba: C astillo de O xford, visto p o r su cara oeste. C o n stru id o en el año 1171 p o r el barón
n o rm an d o R oberto de O yly. la m o ta que puede o b se rv arse (es decir, la estru ctu ra en fonna de?
m on tícu lo ) c o n serv a un a sp ecto m uy sim ila r a la original. En esta época se constm yeroii muebtir
castillo s sobre e m in e n cias n atu rales del terre n o a las que a m enudo se da el nom bre d e puigo
p u y en las co m a rca s m erid io n ales. (F o to g rafía del autor.) :
A bajo. D esde este á n gulo, en el que se nos m u estra la fachada sur, lo que vem os no es la torreff
el alc áz a r o rig in a l, sino sim p le m en te el perfil del aspecto que deb ió de h a b er tenido en su día lá;
estru ctu ra p rim ig e n ia erig id a sobre el m ontículo. F1 castillo de O x fo rd se ha utilizado como
prisión estatal hasta época m uy reciente; hoy ha sido ren o v ad o y c o n v ertid o en m useo y hotel.‘i
(F o to g rafía del autor.)
4. F.nrique IV de A lem an ia flanquead» por sus lujos E nrique (V ) y C onrado. B ajo ellos j
v erse las figuras de tres a b ates de S aint E m nicram . ( E v an g e lio s de Saint R m m eram , man
208, infolio 2v, de la cated ral de C raco v ia; re p ro d u c id o con p e rm iso d e la institución,)
La condesa M atild e de T o sc an a . tam b ién conocida c o m o M atilde de Canossa. Ilum inación
1 año 1115 a p ro x im ad a m en te que se e n cu e n tra en un a n tig u o m an u scrito de D o n iz o en el que
recoge la biografía de M atild e ( I ila M a th ild is c e le b é rr im a p r in c ip is Ita lia -...). (M a n u sc rito
tino del V aticano 492 2 , infolio 7v. R ep ro d u cid o con p e rm iso de la B iblioteca A p o stó lica
aticana.)
6 Tímpano tic la portada tic la iglesia tic la Santa Fu tic C onques. en la provincia tic Rouergtie (<.. I 1 3 0 -1 135). luí la parto superior, a la diestra de
Cristo so representa el bendito orden de! Paraíso, contrapuesto al demoniaco desorden que figura a su izquierda (esto es, a la derecha del
o b serv ad o r), l ai los relieves inferiores vemos a Cristo saliendo al encuentro de las almas de los resucitados y acogiéndolos en la beatitud de su
contem plación mientras a su i / q u ierda las bestiales quijadas vioI Infierno devoran a los c o n d e n a d o s . (V a n n i-A r t R o s o u rc e, Nueva Y o r k . )
7 j í f i h ’ i i i • fur iM jr ’ fíp f^ fft» , ¿ n j r !•<•; i* il
¡í-yt *~*tTf**\4?'*’*rtt*r~ t**«'i *^\»*fc7 c
. r t i ’^T*«W M <Srf*':Xv^rSW v7j-,Hn*r»vwiíM * . j r C X -^ <
7A. Rúbrica autógrafa del «jucv M iro» (M iro Índex) e sta m p a d a cu un d o cu m en to de d onacion
al rey Alfonso II de A ragón, conde do B arcelona. I I texto lleva fcclia de 13 de o ctubre de 117K.
(Ministerio de C ultura. A rch iv o d e la C o ro n a do A rag ó n , C a n cille ría de p erg am in o s de A lfonso
II de Aragón, conde de B arcelo n a. 249. R epro d u cid o con p e rm iso de la institución.)
’li 1:1 deán Ram ón de C aldas jum o al rey A lfonso II de A ragón (1 de C a ta lu ñ a ). en la m iniatura
iuío aparece en el frontispicio del / /V> J in n in i/ v " /\ («I ib ro d e l señ o r-rey » ) - que m ucho
después será dado a la im prenta con el titu lo de l.íbrr h ’m h iv m m tim r i L F\ f ) . t Jhsérvese la
posición central que ocupa el p e rgam ino que se e n cu e n tra entre las dos figuras hum anas. Los
demás pergaminos rep resen tad o s resultan legibles. \ cu a lgunos caso s se conservan todax ia los
originales. {L-n el frontispicio de las f'.-lC . I. — Fis< ¡ii m x-oim ls <>¡ ( \ita lim ia u m b r tlic i\n tv
(mmt-kinj’s (i I M- I 2 I . U podrá e ncontrarse una repro d u cció n en colorete esta m in ia tu ra . )
t.Mitiisterio de C ultura. A rc h iv o de la ( 'o ro n a de A ragón. C an cillería. R egistro. !. folio Ir.
Reproducido con perm iso tic la institución. I___________________________________________________
8 A. El conde de
Barcelona, Alfonso I d¿j
C ataluña y II de Aragói^
dirige a ¡os prelados, los j
m agnates, los caballero^
los habitantes de las j
poblaciones de Cataluña!
una gran carta de paz
im puesta que se rubrican!
en B arbastro (¡en Aragón
en noviem bre del año 11$
D e las m uchas cartas den
•í y de tregua que se firmen!
C ataluña entre los años
1172 y 1214, ésta será la
única cuyo Origina! logrej
conservarse. (Ministerio^
w -f-- Cultura, Archivo de la *
C orona de Aragón, *
■'iV-Jvaja**'. Cancillería, pergaminos d
v ... V.i
A lfonso II de Aragón,
: M|l.
conde de Barcelona. 639.:
■¡
Reproducido con permiso
de la institución.) -i
7Í
ji-aiso».277 Ahora bien, no hay duda de que las rutinas de carácter benigno
desempeñan un papel relevante en la experiencia que se tenia com ún
mente del poder. En todas partes, las reivindicaciones jurisdiccionales
eran la expresión de una percepción residual: la que llevaba a añorar un
orden ligado a procedim ientos y concebido com o rem edio de m ales,
aunque por lo dem ás no nos sea dado conocer, en gran parte, si dicho
orden venía o no a efectuarse en la práctica de m anera satisfactoria.
tjfHoy sabemos con claridad que las constricciones consuetudinarias, in
clu y en d o entre ellas la práctica del padrinazgo, subvertían (y frenaban)
la acción de los tribunales y el desarrollo de los juicios; no podem os
r hacer otra cosa m ás que tratar de adivinar con qué grado de eficacia,
y con qué alcance, respondían las jurisdicciones públicas o populares
—que no llevaban un registro propiam ente dicho de sus actividades—
a las necesidades de la gente .278 No obstante, hay al m enos un testim o
nio de las alteradas sociedades de este periodo respecto al cual no es
necesario entrar en conjeturas. En todas partes, la gente no sólo señala-
ba la presencia de «m alos señores», «m alos señoríos» y situaciones de
«tiranía», sino que acostum braba a convertir dichos asuntos en tema de
conversación.
¡. En los últim os tiem pos los historiadores han denunciado de m odo
muy enérgico esta evidencia, al igual que la de la violencia — de la que
podría decirse que forma parte— ,27t) Con todo, dicha evidencia es ino
cente de toda acusación que pueda hacérsele, salvo de una, de poca
importancia: la de ser exagerada. ¿H em os de creer realm ente, por un
lado, que m urieran «de ham bre m uchos m iles [de personas]» en las
mazmorras de los «hom bres m alvados» que gobernaban los nuevos
castillos de la Inglaterra de Esteban? ¿O que los «diablos» de dichos
baluartes no fueran sino los castellanos y caballeros que los regían ? 280
: -Y por otro lado, buena parte de los actos de brutalidad que se atribuyen
a individuos que el cronista de Peterborough deja en el anonim ato apa
r e c e n en cam bio im putados a hom bres perfectam ente identificados tan-
río en las Gesta Stephani com o en otros relatos de la crisis inglesa. Y lo
jf íque confiere credibilidad a estas pruebas es el hecho de que se corres
p o n d a n con los registros que nos han llegado de tierras continentales
c;'ínuy alejadas del m undo anglonorm ando. Es más, todo parece indicar
^que en tom o a m ediados de siglo la violencia ejercida por algunos po
te n ta d o s com enzó a resultar tristem ente patente en m uchos lugares.
jpCuando Enrique de H untingdon rem em ore la fortuna y el destino de
322 LA C R IS IS D E L SIG L O X II
una serie de hom bres laicos poderosos, el prim er ejem plo que traerá a
colación será el del barón francés Tom ás de M arle, quien, por lo que
sabem os, jam ás puso el pie en Inglaterra. Lo que el cronista había oído
decir acerca de Tom ás — y que sin duda debió de sacar de las habladu
rías en que se había entretenido el clero de los concilios pretéritos,
com o el de B eauvais (celebrado en el año 1114), en el que se había
condenado a Tom ás— guardaba relación con el exceso de crueldad con
que acostum braba a tratar a sus prisioneros y con el hecho de que se
hubiera incautado de tierras eclesiásticas. D esde un planteam iento de
censura moral sim ilar, Juan de Salisbury enum erará algunos de los po
tentados que habían aterrorizado a los ingleses en tiem pos de Esteban:
m enciona p or ejem plo al propio hijo del m onarca, Eustacio, que su
puestam ente se había apoderado de unas tierras de la Iglesia a fin de
costear el salario de sus caballeros; y a los duques G odofredo de Man-
deviile, Milo de Hereford, Ranulfo de Chester, A lano de Bretaña, Si
món de Senlis y G ilberto de Clare. Todo esto lleva a Juan a plantearse
la siguiente interrogante: «¿D ónde paran ahora [todos ellos], converti
dos ya, de condes del reino, en enem igos públicos ? » .281
A quellos hom bres, dice Juan, eran «tiranos» (tiranni). Se trata de
un epíteto que difícilm ente podríam os considerar nuevo, habida cuenta
de que Pedro A belardo lo había em pleado ya con cierta exactitud, y de
que constan tam bién algunas apariciones anteriores en las que el térmi
no m uestra poseer un notable vigor polém ico, El papa Gregorio VIÍ
había llam ado «tiranos» a los reyes Felipe l y Enrique IV, lo que con
tribuye a explicar por qué se ha supuesto que, en su crónica, Juan de
Salisbury tiene en m ente la actuación de unos m alos reyes .2S2 Sin em
bargo, no hay ningún elem ento técnico en el uso de este término tan
em ocional, ya que a m enudo viene a constituir un circunloquio con el
que referirse al ejercicio de un poder violento o coercitivo cuya men
ción habría tenido idéntica fuerza retórica. Lo que Orderico Vitalis es
cribe acerca de Hugo de A vranches (fallecido en el año 1101) y Rober
to de B ellém e (fallecido en el año 1132 aproxim adam ente) nos los
pinta com o dos m onstruos violentos de com portam iento muy similar al
de Tom ás de M arle. aunque únicam ente en una ocasión aluda de pasa
da a la «tiranía» de R o berto .283 No obstante, sería difícil considerar
erróneo referirse a la época en que vivieron O rderico y Abelardo, casi
exactam ente coetáneos, com o a una edad tiránica, ya que no hay nin
gún otro concepto de la época que, siendo de uso notablem ente gene
CRISIS D E PO D ER ( 1 0 6 0 - 1 1 5 0 ) 323
ralizado, resum a tan adecuadam ente la experiencia del poder que pre
dominaba en esos años y que resonará en los lam entos, súplicas y
renuncias de los textos norm ativos
En este sentido, Enrique de H untingdon y Juan de Salisbury sinteti
zan lo esencial de un período transitorio m ejor de lo que puedan haber
llegado a sospechar jam ás. Lo que dice Enrique respecto de Tom ás de
Marle es que pertenecía a la categoría de aquellos que habían alcanza
do la «dicha de un gran apellido». «Con todo, en nuestra época», añade
agriamente, «nadie consigue un nom bre relevante com o no sea perpe
trando los más graves crím enes » .284 El com entario que realiza Juan en
este mismo contexto es más perspicaz: se pregunta por qué habría de
querer nadie som eter al pueblo de Dios al yugo de la servidum bre, a
menos quizá de que «apeteciera el poder \potenliam appeíuní] con
tanto ahínco que no reparara (para conseguirlo] en provocar los tor
mentos de la desdicha». La «voluntad de un tirano» consiste en «dom i
nar» {dom inan), no en gobernar (regere), ya que gobernar es asum ir el
«peso de un cargo», cosa que no agrada al tirano .285 No todas las nue
vas dominaciones de principios del siglo xn — ni siquiera la m ayoría—
se ajustan a estas definiciones. Y es que hasta donde nos es dado saber,
el avasallador hom bre de iniciativa que vendía sus servicios de protec
ción a los arrendatarios de M origny en torno al año 1100 se habría
conformado con algún m odesto agrandam iento de su pequeño seño
río.286 Pero al m encionar los nom bres de los barones más agresivos de
las últimas guerras de Inglaterra, Juan de Salisbury evocará la actitud
de toda una clase de grandes señores, todos ellos em peñados en la ob
tención de «un gran nom bre».
Tuvieron que haber sido necesariam ente conocidos en am plias zo
nas. Entre esos grandes nom bres figuran personajes com o Hugo de
Puiset y el architirano Tom ás de M arle en Francia; o Sanchianes, un
arribista que aprovecharía la violencia organizada de Alfonso de A ra
gón en el León de la reina Urraca, y a quien pronto habría de aventajar
en fechorías G iraldo «el Diablo», especializado en rondar los patrim o
nios de Sahagún; o Em icho, un conde de R enania que trató de am pliar
sus dominios m ediante el em pleo del terror y la violencia entre los años
1099 y 1100; o R oberto, el abate sim oníaco de Saint-Pierre-sur-D ive
que en el año 1106 «construyó un castillo en el m onasterio y reunió una
familia de caballeros, convirtiendo de este modo el tem plo de Dios en
¡lina cueva de ladrones»; o aun el flam enco Bertulfo, cuya dinastía fa
324 l-A C R IS IS DL-X SIG L O X II
m iliar term inaría derrum bándose en el año 1127.287 O tro flamenco, Ro
berto Fitz H ubert, superó en crueldad y actos blasfem os ^ muchos de
estos advenedizos en tiem pos del rey Esteban. Tras haberse apoderado
de la localidad de D evizes y alardeado de que pronto habría de dominar
la región com prendida entre W inchester y Londres, se dijo que había
puesto precio a la libertad de los cautivos, am enazando con exponerlos
de inhum ana m anera a la vista pública, a lo que cual se añadió que ha
bía aprobado que en su tierra natal se diera m uerte en la hoguera a
ochenta m onjes y que tenía bien m erecido que lo capturaran y ejecuta
ran espectacularm ente en la horca, frente a los m uros de su castillo .288
Sin em bargo, la lista de hom bres que construyeron y acum ularon forta
lezas sin dejar de recurrir al ten o r y a la intim idación com o medio para
procurarse un gran señorío es mucho más larga de lo que hemos dejado
entrever aquí, sobre todo en Inglaterra, donde las G esta Stephani men
cionan a no m enos de veinte potentados (sin contar a M atilde ni a su
herm anastro R oberto) cuyas características se corresponden con las
que los m oralistas determ inan com o propias del tirano. Suger, más in
teresado en la fidelidad que en el poder, escribirá desde otro punto de
vista sobre las m alas castellanías, y parece probable que los espacios
fortificados de la Isla de Francia, m ás restringidos, supusieran un límite
natural para las am biciones de los M ontm orency y los Rochefort, si es
que no frenaron incluso las de los señores de C oucy y Le Puiset.
Las supuestas iniquidades de los grandes hom bres son importantes
para la experiencia del poder porque coinciden con las de los «malos
señores» de m enor entidad — cuya notoriedad era m uy inferior— , es
decir, con las de todos aquellos que, en todas panes, pretendían llegar
a ser señores. Com o los «hom bres perversos» de C om piégne que, en
tom o al año 1060, edificaron una torre en las tierras exentas de obliga
ción tributaria de Saint-C orneille; o com o los que «invadieron» la dió
cesis de Frisinga y trataron de convertir en siervos al sacerdote Emost
y a su herm ano, ejerciendo sobre ellos una «dom inación tiránica ».289
En los antiguos dom anios fiscales de C ataluña es posible reconstruir
—sobre la base de los m em oriales escritos en que han quedado recogi
das las quejas rem itidas al conde (y a los sucesivos condes-reyes) de
B arcelona desde el año 1150 aproxim adam ente— una verdadera gale
ría de retratos de los despiadados aspirantes al señorío de la región. Por
no detenerse a m encionar sino a dos de sus atorm entadores, los indig
nados cam pesinos se centrarán en R aim undo de R ibas, especializado
C R IS IS 1)1: PODUR ( 1 0 6 0 - 1 1 5 0 ) 325
sin dejar por ello de com placer a su señor [rey ] » ? 291 ¿Q uién era en tal
caso el «mal señor»? Recom pensado con la sede episcopal de Durham,
la contribución de A m ulfo Flam bard a su iglesia no se limitó a las sim
ples m uestras de una cierta m aldad innata. Había «m edrado» gracias al
favor del rey. Y sin em bargo, no acababa allí la cosa. Tras su muerte, el
prior de Saint C uthbert de D urham se aseguró de que el m onarca se
aviniera a rem ediar los «entuertos y actos de violencia que el obispo
R anulfo había com etido contra [la congregación] a lo largo de su
vida » .292
Otro clérigo anglonorm ando de hum ildes orígenes que también
procuró hacerse un «gran nom bre» fue Rogelio, que se aupó al cargo
de «juez» en tiem pos de Enrique 1, aunque la tendencia de sus contem
poráneos, para desconcierto de los historiadores, no fuera tanto la de
pregonar su figura en razón de su ingenio fiscal com o la de comentar
sus am biciones de gran señor. No obstante, es posible que quienes le
conocieron com prendieran m ejor que nosotros la situación y cayeran
en la cuenta de que su pericia técnica en el ám bito tributario no venía a
ser sino el m edio de asegurarse las satisfacciones derivadas de un ma
nifiesto poder ligado a lazos afectivos. Las facetas que m ejor conoce
mos de la biografía de Rogelio son las que guardan relación con el in
menso señorío que llegó a disfrutar en su calidad de obispo de Salisbury,
con la actitud cuasi dinástica que adoptó al asegurarse de que sus sobri
nos A lejandro y N igelo le sucedieran en el obispado, y con la pasión
que le inspiraba la constaicción de castillos, pasión que terminaría por
volverle vulnerable. Al igual que Flam bard, R ogelio fue acusado de
violentos abusos, pero el cargo que habría de precipitar su caída en el
año 1139, al presentarse contra él en los parciales concejos del rey Es
teban, fue sin duda el de su com portam iento dom inante: en concreto el
ejercido por su séquito de hom bres arm ados, que tam bién constituían
la piedra angular de su seguridad .293
Karl Leyser ha equiparado acertadam ente el nepotism o del obispo
R ogelio con el que practicaba el preboste Bertulfo en Flandes; no obs
tante, si tenem os en cuenta los elem entos m ilitares de este tipo de seño
río clerical, descubrirem os que su carrera presenta una analogía aún
m ás m arcada con la de los señoríos episcopales del continente europeo.
En Galicia, Diego G elm írez (c. 1068-1140), exacto contemporáneo de
Rogelio, habría de convertirse en un señor de rango principesco que
sabría rodearse de castillos y de caballeros que le habíanjurado lealtad
CR ISIS DE PODE R ( 1 0 6 0 - 1 1 5 0 ) 327
ban con aprensión la cima de las colinas. Poncio se hizo adulto en torno
al año 1 1 2 0 , y pese a ser dueño de un castillo «inexpugnable», se sintió
seducido por los «deseos m undanos» y com enzó a am enazar a sus ve
cinos, así com o a usurparles tierras y a oprim irles. Engañó a algunas
personas, y «a otras las violentaba recurriendo a la fuerza de sus hom
bres armados, sin dejar en ningún m om ento de apoderarse de los bienes
de todos cuantos podía», dando incesante rienda suelta a su codicia. Y
aunque este relato parezca algo estereotipado — lo que en m odo alguno
le resta verosim ilitud . la narración que se expone a renglón seguido,
y que nos habla de la penitente abnegación del castellano, resulta más
interesante. Se dice que Poncio convocó a gentes de toda condición, no
sólo con la intención de vender todo cuanto poseía, siguiendo los dicta
dos de M ateo, 19, 21 y ofreciendo sus propiedades a los pobres, a las
iglesias, a los peregrinos, a las viudas y dem ás, no sólo con vistas a
devolver todo cuanto «había tom ado por la fuerza», sino tam bién con
ánimo de organizar un proceso judicial, durante la segunda sem ana de
la Pascua de Resurrección, en el que todas las personas a las que hubie
ra perjudicado pudiesen apelar a él en calidad de ju e z y fiscal, y encar
gándose tam bién ó! m ismo de su propia defensa (!). En una ocasión en
que un pastor, no saliendo de su asom bro, perm aneciera en pie sin atre
verse a elevar ninguna acusación, dispuesto incluso a agradecer a su
«señor» los pequeños favores concedidos, Poncio se vería obligado a
insistir en que él m ism o era, de hecho, el culpable, el autor del robo.
«Yo cometí ese acto», dijo Poncio, «lo hice yo, en com pañía de mis
vasallos y com pinches. Por eso te ruego que m e perdones, para que
pueda restituirte lo que te he robado » .296
«¡En com pañía de mis vasallos y com pinches!» Hay algo en estas
palabras que parece alejarse del estereotipo clerical que trata de distor
sionarlas y convertirlas en una parábola del arrepentim iento. Los p e
queños señoríos coercitivos eran en esa época la realidad de poder pre-
. dominante, incluso en las sociedades regionales que lograron verse
libres de los problem as derivados de las crisis dinásticas. Si la tiranía
, ejercida por el abate Enrique en Peterborough resultó ser de corta dura
c ió n se debió a que no pudo contar con la solidaridad de un conjunto de
í comenderos leales. Los m edios con los que contaba para hacerse con el
i-poder, estigm atizados ya m ucho tiem po atrás por los reform adores,
L
330 LA C R IS IS D E L SIG L O X II
A ñnales del siglo xii , este tipo de regím enes debió de haber pasgj
do tolerable prácticam ente en todos los puntos de la Europa latís
sin em bargo, ése sería justam ente el régim en al que tuviera que en
tarse pocos años después el rey Enrique II de Inglaterra; y cabe (
m entar que habría de ser precisam ente la rutinaria violencia de.!g
cautaciones y las desposesiones lo que en el sur de Francia ter
confiriendo nuevas fuerzas al m ovim iento de paz, un movimienti
que m uy pronto se contagiaría León, renovándose y adquiriendo^
vas form as en todos los reinos ibéricos a partir de la década de
Tolosa no viviría la crisis del ano 1152, y tam poco habría de pade
Inglaterra en la década de 1 160, aunque en estos dos lugares pre
nase, com o sucederá prácticam ente en todas partes, la precariedadjtó
propiedad y en todos ellos se vieran las gentes forzadas a asum ifí|
la prosperidad pacífica no era en esos años más que un esquivo sufi
Adem ás, había signos de que algunas personas comenzaban a reaoi
nar contra un recurso excesivam ente fácil a la violencia. Y auní}
hicieran de forma no sólo callada y oscura, sino desconectada (fe
«acontecim ientos críticos» y sin establecer vínculos visibles y re
eos, este hecho indica, por un lado, que esas personas no concebís
que la violencia fuese un sim ple factor lam entable o causante de t
den, y, por otro, que al m enos algunos de ellos empezaban a hac
cosas de m anera distinta.
Aun así, el violento contexto de la vida cotidiana, pese a suop
va fam iliaridad, no era obstáculo para las ilusiones que alimenti
las masas. En el apogeo del siglo xn, la noción de poder equivalía^
idea de grandeza, la notoria grandeza de la hazaña y el espectáculo
proezas de Federico Barbarroja, ya en sus prim eros años comoy
futuro em perador, así com o las del conde-príncipe Ramón Ber
IV, conm em oradas en relatos de retórica triunfalista, resuenan-i
estela de chascos que dejará tras de sí la fallida Segunda Cruzad
sentó mi historia a su alteza», escribe el obispo Otón a Barbarti)|
sobrino, en el año 1157, aunque en realidad hubiera sido este4}|
quien le sugiriera la crónica, enum erándole las gestas y muesti
poder y señorío que debía consignar .2 A lgunos de esos acontecí
tos presentaban un aspecto m em orable incluso en las representa!^
rutinarias de las festividades anuales propias de los padrinazgos?!
rosos, festividades en las que tanto los cantores de gestas comoíjl
m anceros hallaban recom pensa e inspiración; me refiero por ejéljl
RESO LU C IÓ N : L A S IN T R U S IO N E S oh LO S (¡O H H R N A N T ES 333
tfinales del siglo xil los apuros dinásticos se vieron superados por
asformación de distintas circunstancias, com o la población, la ri-
Py los apegos religiosos, lo que generó nuevas perspectivas de
és:y de acción, dando asim ism o lugar a nuevos desafíos. Todos los
Ssos originales del siglo guardan relación con la experiencia popu-
Sfcpoder. El señorío papal, inm ensam ente fortalecido, extendía su
334 LA C R IS IS DHL SIG L O X II
poder hasta lejanas localidades por m edio de jueces delegados que im
ponían y hacían cum plir unas norm as de conducta cristiana cuyo alcan
ce carecía de todo precedente. El poder de la cátedra de san Pedro co
m enzó en cam bio a perder parte de su absolutism o señorial en las
ciudades, com o se observa en Lyon o en Bolonia, donde al parecer al
gunos individuos laicos, m olestos con la perversión clerical, comenza
rían a estim ular com prom isos poco ortodoxos en m ateria de fe y de
m oral. Y cuando un dem agogo de talento com o A m oldo de Brescia
decidió explotar esta veta de disidencia, en Roma, los más grandes go
bernantes del m undo no encontraron problem a alguno para ponerse de
acuerdo en ap lastarle/’ La herejía parecía doblem ente am enazadora: en
unos casos por servir de instrum ento con el que engatusar y educar en
el m iedo, y en otros porque avivaba el im pulso de atacar al infiel. Entre
los años 1146 y 1209 se organizaron nada m enos que cuatro grandes
cruzadas, y todas ellas habrían de poner a prueba tanto el ingenio de sus
prom otores com o los m edios económ icos de los súbditos de éstos .7
No tan visibles com o estas m anifestaciones, aunque difícilmente
podam os considerarlas m enos cargadas de consecuencias, fueron las
nuevas tendencias perceptibles en las m etas, los recursos, las leyes, la
erudición, la explotación patrim onial y la experiencia asociativa de los
señores. Si dichas tendencias se observan en todas las em presas de la
época, y en todos sus aspectos — aunque resulten m enos evidentes,
com o siem pre, en los señoríos de pequeña entidad— , las novedades
que iban a traer consigo estaban llam adas a ejercer su m ás importante
efecto en la dom inación de los príncipes y los reyes. La gente que había
estudiado y aprendido, bien a pensar conceptualm ente, bien a manejar
los núm eros, se concentraba en unos entornos de poder que pronto pa
sarían a denom inarse «cortes» {curia). En todas partes se reconocía y
se hacía frente a las dificultades inherentes y heredadas del señorío: la
insubordinación y la violencia de los castellanos y los administradores,
sobreañadida a la desesperación o la avaricia de los caballeros — sin
olvidar una rendición de cuentas prescriptiva pero escasam ente funcio
nal, basada en la confianza personal— . En los arriendos vinculados a
una prestación de servicios com enzaría a hacerse más difícil preservar
los beneficios derivados de su explotación, y más fácil distinguir entre
una atribución de derechos de orden afectivo y una relación de servicio
m eram ente funcional. A dem ás, los intereses en liza, definidos con toda
deferencia com o derechos y obligaciones de pago y de prestación de
r e s o l u c ió n : l a s in t r u s io n e s d e l o s g o b e r n a n tes 335
térra (¿a partir del año 1155?)— contaría con cargos que asum ieran la
tarea de llevar un registro de los acontecim ientos, pese a que durante
esa década subieran a! trono ¡os nuevos soberanos de A lem ania, Ingla
terra, Sicilia, León, C astilla y C ataluña-A ragón. Más aún, todos los
señores-reyes, sin excepción, seguirían celebrando ciclos de audien
cias ceremoniales, concesiones y asentam ientos, y form aba parte de la
rutina archivística levantar acta de todas esas iniciativas — y sus bene
ficiarios solían tener la costum bre de conservarlos— . Los diplom as y
cartularios nos señalan en qué dirección se orientaba el favor del seño-
no del gobernante y en qué puntos ejercía éste su autoridad, adem ás de
indicamos qué otros señoríos servían al suyo — y con frecuencia ésa es
toda la inform ación que nos aportan dichos docum entos— . M uchos de
los instrumentos legales de Enrique II carecen de fecha. En este tipo de
señoríos el poder aún podía ejercerse de viva voz o por m edio de con
cesiones. Y por otro lado, las cédulas del rey Enrique son bastante más
numerosas (por lo que sabem os) que las de Federico Barbarroja, que sí
están fechadas y que constituyen otros tantos m odelos de expresión
imperial, además de llevar invariablem ente la im pronta de una notable
carga id e o ló g ic a .E s ta com paración se halla grávida, com o verem os,
de un inesperado significado. M enos fácil resulta ya am pliar ahora la
comparación y hacerla extensiva a los registros existentes de Luis VII
de Francia, Fernando II de León (1157-1188), A lfonso VIII de Castilla
(1158-1214), A lfonso 11 de A ragón (y I de C ataluña; 1162-1196), y
Guillermo I (1154-1 166) y II (1166-1 189) de Sicilia. Lo que podem os
decir sin tem or a equivocarnos, tom ando com o base las ediciones de
que disponemos, es que estos señores-reyes hacían uso de sus cancille
rías y escribanías de un m odo m uy sim ilar al que ya caracterizara la
conducta de los gobernantes anglononnandos y alem anes; lo que signi
fica que tam bién ellos se verían abocados a fundar, confirm ar y regu
lar.10
Los señores-reyes contaban con el beneficio de dos aspectos cultu
rales del poder que les estaban reservados. En prim er lugar, en sus ritos
de consagración venía a escenificarse prácticam ente ante los ojos de las
i masas— com o sucederá por ejem plo en las coronaciones de Federico 1
y Alfonso II de A ragón (y I de C ataluña)— la condición de los reyes
como mediadores del poder divino. Se trataba en todos los casos, según
nos recuerdan constantem ente tanto las ordines del im perio com o las
de Francia, Inglaterra y Sicilia, de un poder oficial, lo que quiere decir
338 L A C R IS IS D E L S IG L O X II
que no constituían tanto una especie de arriendo regio del señorío divi
no com o una ejecución del poder de D ios . 11 De aquí se sigue, en segun
do lugar, otra conclusión: la de que el señorío regio acostum braba a
recurrir a sus propios m edios de legitim ación consuetudinarios, consis
tentes en la expresión afectiva y la ostentación. En m ayor o m enor me
dida, los señores reyes de León, C ataluña, A ragón, Francia, Inglaterra,
A lem ania y Sicilia afirm aban dom inar a sus arrendatarios por medio
del hom enaje y la lealtad, sobre todo a aquellos que regían un feudo.
En la prim era Dieta de R oncaglia (1 154). Federico B arbarroja confir
m aría las costum bres italianas relativas a los feudos, unas costumbres
que aseguraban a los señores el disfrute de los servicios feudales .12 De
form a m enos concreta, aunque más elocuente, el señorío basado en el
vasallaje feudal se prestaba a reclam aciones de precedencia y jerar
quía. Sabem os que el abate Suger estim uló la difusión de este concep
to, un concepto que no podía sino halagar al señor-rey; y la tenue reali
dad que asociaba con esa idea puede observarse en toda la Europa
latina. En España. A lfonso VII de León y C astilla (1126-1157) había
fundam entado su aspiración al im perium (nada m enos que) en la no
ción de ser él el señor suprem o de todos los dem ás reyes y príncipes de
la península. La fragilidad de sem ejante aserto se haría patente tras su
fallecim iento, en un m om ento en el que el reactivado imperialismo de
Barbarroja estaba a punto de poner en pie una versión más verosímil de
la jerarq u ía feudal, versión que habría de convertirse en moneda co
rriente con su hijo, el em perador Enrique VI (1190-1197).13
Puede discernirse una expresión m ás realista del señorío feudal en
la experiencia de las élites aristocráticas de rango secundario. Su histo
ria no es una historia escrita, sino una historia com parativa de regiones
com o Castilla. Occitania, Sajorna e Inglaterra, una historia que quizá
pueda m ejorar un día nuestra com prensión de lo que convencional
m ente recibe el nom bre de historia «política». H abría de ser en la alta
aristocracia, tras el año 1150, donde la experiencia del poder experi
m entara cam bios m ás críticos. Sin em bargo, no es algo que las rutinas
de la prosperidad dejaran traslucir con claridad inm ediata. De Gautier
de Tournai se dijo que «jam ás se habría atrevido a oponerse a su señor»
(el conde de H enao ) .14 De los condes y los duques, así com o de los re
yes, los obispos y los papas se esperaba obtener favor y remedio, ex
pectativa que se veía facilitada en caso de contar con intercesores, per
sonajes que proliferaban en las cortes de los grandes, ya que su número
R ES O LU C IÓ N : L A S IN T R U SIO N ES D E LO S G O B E R N A N T E S 339
cia de ceder riqueza patrim onial a cam bio de la lealtad y los servicios
prestados por los caballeros nobles y sus seguidores. En algunas regio
nes este tipo de relaciones term inarían haciendo las veces de alianzas
virtuales, y en esos casos los teóricam ente subordinados se resistirán a
aceptar la dependencia que llevaba im plícitam ente aparejada la leal
ta d .18 Sin em bargo, en todas partes la creciente sensibilidad a la posi
ción social de las personas, junto con la atención a los atributos cere
m oniales del juram ento de fidelidad, anim arán a los señores a insistir
en su superioridad. Buena parte de dicha superioridad dependía de las :
interacciones derivadas del respeto m utuo, y dado que esa actitud es
difícil de detectar en los textos escritos, siquiera sea entre líneas, resul
taba aconsejable entonces (al igual que ahora), utilizar con mucho cui
dado la palabra «vasallo». Este térm ino denotaba una posición social
entendida de diversas m aneras, a m enudo asum idas de forma tácita. En
tom o al año 1151, el conde Ram ón B erenguer IV suscribió varias de .
las cédulas del rey A lfonso VII, rubricándolas en calidad de «vasallo *
del em perador», y unos cuantos años después, el rey Fem ando II de
León habría de llam ar abiertam ente «vasallo» al conde Armengol VII
de Urgel. En am bos casos, la condición de vasallo quedaba equiparada
al ejercicio de una gobernación principesca .19 En un tratado hrmadoen s
el año 1162, Ram ón B erenguer IV aceptará el feudo {feoditm) de la J
Provenza y prom eterá rendir hom enaje y ju rar lealtad a Federico Bar- í
barraja sin que se defina en paite alguna la naturaleza de la dependen
cia así co n traíd a .20 Podem os decir sin riesgo de com eter un error que
los señores-príncipes estaban más que dispuestos a definir la alianza en
térm inos de dependencia cuando se trataba de vincular a su persona a
hom bres y a m ujeres de rango inferior, m ientras que en caso contrario,
es decir, al relacionarse con los señores-reyes, trataban de preservar su
propia condición aristocrática. Una de las pocas cosas que superaban
las ansias de nobleza eran los im pulsos tendentes a clasificar a las per
sonas, esto es, a diferenciar los distintos privilegios asociados con la
posición social . - 1 Sin em bargo, la dinám ica de las costum bres vincula-
das con el arriendo operaba en todas partes y tendía a subrayar la no
bleza de la lealtad, situación que determ inaba que a los príncipes les}
resultara más fácil aceptar una dependencia honorífica (junto con las'
donaciones asociadas a ella). El conde B alduino V de Henao, en un
acto en el que viene a responder, «en relación con su herencia», a las
citaciones con las que Federico B arbarroja llevaba tiem po emplazán- i
r e so l u c ió n : LAS in t r u sio n e s d f lo s g o b e r n a n t e s 341
persistía. Los inform es escritos que rem itían estos responsables (cono
cidos como «Cartas de los barones», o cartee baromtm) revelan parcial
mente el tem or y la deferencia con la que hasta los m ás grandes arren
datarios se avenían a cum plir con cuanto se les exigía, ya que m uchos
de ellos se dirigirán a Enrique con el apelativo de «am adísim o señor»,
o aludirán a la gracia del m onarca al confirm ar su tenencia .26
Dejando a un lado el caso de Sicilia e Inglaterra, no se observa que
estén los reinos europeos próxim os a realizar este m ism o tipo de m ani
festaciones. Los príncipes de la C ham paña, B aviera o U rgel todavía
podían seguir reivindicando un cierto grado de independencia, y a tal
punto que sus expectativas superaban las esperanzas que pudieran con
cebir la m ayoría de los barones ingleses, por principescos que fuesen
los planes internos de estos últim os. No es im posible que el conde En
rique el Liberal tuviera noticia de la existencia de las Cartee baronum
al ordenar un estudio propio seis años más tarde. No obstante, los po
tentados de todas las regiones estaban recibiendo de los señores-reyes
presiones que nunca antes habían experim entado. Ya en el año 1124 el
rey Luis VI había reivindicado poseer derecho de señorío en la Aquita-
nia, y es casi seguro que su rigurosa intervención en la crisis de suce
sión flamenca, desatada tres años antes, instigara el proceso ideológico
de independencia que ya hem os m encionado. Pocos años después, R o
gelio II se anexionaría con gran resolución las regiones de A pulia y
Capua, lo que no constituyó una provocación para sus habitantes lom
bardos, que llevaban ya m ucho tiem po dom inados, sino más bien para
los papas y los em peradores. La reacción más espectacular de todas se
produjo tras el m atrim onio de Leonor de A quitania con Enrique del
Anjeo en el año 1152, enlace que tendría com o resultado la potencial
consolidación de la inm ensa herencia de Leonor, a la que venían aña
dirse ahora las regiones del Anjeo, M aine y N orm andia. C onm ociona
dos por este golpe, los Capetos se vieron obligados a aplazar hasta la
generación siguiente sus aspiraciones al suprem o señorío del conjunto
de Francia. Desde este punto de vista, la Paz de Soissons, que juraron
mantener los grandes m agnates del reino en vista de los em plazam ien
tos cursados por el rey Luis VII en el año 1155, tiene todo el aspecto de
ser una m edida reactiva. Entretanto, el escenario de confrontación en
que se hallaban inm ersas las élites dedicadas a ejercer presión se tras
ladó a Alemania, m ientras que el em perador Federico, tras frenar en el
año 1157 — en un célebre incidente ocurrido en B esanzón— la preten
344 LA C R IS IS D E L SIG L O X II
sión del papa, que aspiraba a constituirse en señor feudal, pasó a traba
ja r para im poner su propio señorío a los príncipes alem anes .27
En esos años, el potencial teórico de la costum bre feudal como ins-
trum ento de obtención de poder para los señores-reyes alcanzó un asom
broso grado de efectividad. Desde el inicio de su reinado, Federico Bar-
barroja (1152-1190) se vio obligado a confiar en la lealtad de las nuevas
ramas principescas y com pensar así la notable reducción de su dominio
fiscal. Sin embargo, no estaba del todo claro qué m étodo de obligación
hacía cum plir las exigencias asociadas a esa lealtad, aunque los prínci
pes que se beneficiaban de los éxitos y de la buena voluntad de Federico
debieron de tener m uy pocas razones para oponerse a las implicaciones
relacionadas con la consideración feudal de sus derechos. No obstante,
cuando se hizo recaer sobre Enrique el León la acusación de haberse
desentendido de la obligación de prestar sus servicios en la campaña
italiana del año 1 174, el em perador actuó de acuerdo con las exigencias
de procedim iento estipuladas en el Landrecht,* que determ inaban que
la responsabilidad de ju zgar a Enrique recaía en sus pares suabos. Dos
veces trataría Federico de asegurarse de que Enrique aceptara este pro
cedim iento, aunque sin éxito. Entonces, al ver que no conseguía nada,
volvió las tom as contra su formidable adversario y convocó un tribunal
de príncipes alem anes, que finalm ente se reuniría en W urzburgo, en
señal de hom enaje y gesto de lealtad, en enero del año 1180. Ni siquiera
entonces puede decirse en m odo alguno que los cargos, planteados per
sonalm ente por el m ism ísim o em perador, respondieran a una relación
«feudal», ya que distaba mucho de estar claro que las obligaciones de
hom enaje, lealtad y arriendo dependiente constituyeran una alternativa
válida al viejo derecho público. No obstante, lo que el tribunal debía
juzg ar era si Enrique el León había violado no sólo los derechos de los
potentados y las iglesias, com o alegaban los cargos levantados en su
contra, sino si no habría hecho gala adem ás de un traicionero desdén
hacia el em perador, según atestiguaba fundam entalm ente (aunque no
fuera ésta la única prueba) la circunstancia de que no hubiese atendido a
los tres em plazam ientos que se le habían dirigido «en atención al dere
cho feudal [.vw¿ iare feodali]»', por todo ello, Enrique quedaría despoja
do de sus «beneficios» im periales, entre los que figuraba el dominio de
los ducados de Baviera, W estfalia y Angaria (o Sajonia ).28
* D e r e c h o c o m ú n . ( .Y. de los: t . )
R ES O LU C IÓ N : L A S IN T R U SIO N E S DI- LO S G O B E R N A N T E S 345
i
La «paz imperfecta»
cuarto, y reclam ó las rentas que venían desviando a sus propias arcas
un ciudadano y un castellano. Tras censurar en vano el com portam ien
t o de Ricardo de Pene, que gravaba con im puestos injustos a los arren
datarios de Saint-Privat, y las prácticas de los m alos castellanos de La
/Garde-Guérin. que saqueaban y daban palizas a los viajeros que pasa
b a n por delante de su cubil —ya que lo que tenían no era un caxtrum,
SSégún reza la crónica, sino una spelunca— ,Ai) obligó a am bos a acatar
'.¡las normas, valiéndose para ello de un ejército armado.
En todas estas iniciativas, el obispo A ldeberto debió de contar sin
íjduda con el apoyo de las m asas populares. A los derrotados castellanos
f de La Garde les llegaría el «día del ajuste de cuentas» en una celebra
c ió n pública en la que los m alhechores «renunciaron a sus malas cos
tumbres» m ediante el pronunciam iento de sendos y solem nes juram en
tos en presencia de los caballeros y sus hijos, del personal dependiente
gjjfaem], y de las gentes del lugar, jóvenes y viejos, es decir, «ante los
^ojos de todo el pu eb lo » ,'0 No obstante, otras de las gestas del obispo
¿fiarán lugar a distintos problem as (aunque de m odo diferente). Cuando
íglprelado reivindicara tener derecho a cobrar un diezm o sobre las ren
cas devengadas por las m inas de plata de la región (m ostrándose sin
em bargo lo suficientem ente astuto com o para som eter tam bién este
í'ásunto a la consideración de una asam blea), la gente — «que no se sen-
Mía nada contenta con los beneficios» que estaba obteniendo el obis-
■po— rechazaría la pretensión, evidentem ente sobre la base de que
'aquel cobro formaba parte de los derechos reales, y consultaría el asun
to con el conde de B arcelona, quien se m anifestaría de acuerdo con
ellos y prohibiría la im posición. Pese a todo, el obispo A ldeberto deci
d iría recaudar el gravam en, cuya sum a ascendía a cuatrocientos marcos
■de plata anuales (una sum a enorm e ).51
- Lo hizo convencido de ser él quien ejercía ahora el poder regio del
monarca de Francia. Y de hecho, no hay duda de que las gentes del Gé-
vaudan debían de conocer que A ldeberto se había presentado en París
|$ n el año 1161 para explicar al rey Luis V il todo cuanto estaba hacien
d o en su diócesis — com o m uestra de lealtad a su señor-rey— , y que
ísfcabía regresado con la recom pensa buscada bajo el brazo: la llam ada
^ b u la de oro» por la que el rey Luis V il había concedido a A ldeberto y
í a sus sucesores, en presencia de «todos sus barones», el arriendo del
¡Obispado de M ende, junto con la capacidad de «hacer ju sticia con la
^espada m aterial » .52
358 L A C R IS IS D E L SIG LO X II
U na justic ia v in c u l a d a a la r k s p o n s a b il id a d
m etim iento, entre las que figuraba la obligación de abonar una indem
nización de seis mil m arcos de plata, los ciudadanos quedaron bajo el
m ando de una serie de potentados alem anes, de entre los cuales destaca
por su notoriedad un tal A m oldo de Dorstadt. C onocido coloquialm en
te con el apodo de B arbavaria. A m oldo ejercería el cargo de padestá
entre los años 1162 y 1164, y más tarde sería objeto de una investiga
ción jurada relacionada con el régim en que había im puesto durante su
m andato. Unos sesenta y siete hom bres y m ujeres declararon que a
pesar de que algunos de los pagos que habían entregado a los recauda
dores de A m oldo (m issi) eran cuotas correspondientes al abono de una
m ulta colectiva (estim u m ), otras m uchas cantidades les habían sido
arrancadas contra su voluntad. Lo que aquí se nos ofrece es una imagen
de resentim iento colectivo relacionada con las prácticas de un señorío
(regio) en acción. Aquí vem os al «señor A m oldo», pues así se le llama,
y a sus agentes, dedicados a explotar la adm inistración de justicia en su
propio beneficio, dado que venden la designación de «cargos» (offitia)
com o si les correspondiera a ellos adjudicar a terceros las funciones
vinculadas con la venta al por m enor de partidas de vino o las asociadas
con la elaboración de vasijas de barro. A esto hay que añadirle la cir
cunstancia de que tam bién im pusieran portazgos en los m ercados y sus
accesos, por no m encionar el hecho de que tuvieran la costum bre de
incautarse de propiedades ajenas y de exigir contribuciones sin propó
sito expreso. Tetavillana Scorpianus. tras soportar que se le requisaran
las tierras, hallándose ella (?) ausente de Pavía, lograría recuperarlas
m ediante el pago de la im portante cantidad de treinta y cinco sólidos.
«Del m ism o modo, por el m iedo que me inspiraba [el señor Amoldo],
y para que no m e causara ningún daño, le envié tres libras. Y movida
por el m ism o m iedo, [aunque en este caso] con la intención de que me
ayudaran, hice llegar a [otros] cinco hom bres, a través de mi mensaje
ro, una sum a que ascendía en total a cuarenta y cinco sólidos .»61
Estam os aquí ante una tiranía cívica respaldada por la autoridad.
A m oldo tenía a sus hom bres siem pre dispuestos a presionar a la gente.
Y lo cierto es que les presionaban duram ente, llegando sus exigencias
a m uchos lugares del contado, sin que haya el m enor signo de ninguna
reprim enda venicia de instancias superiores. De hecho. A m oldo con
servaría en todo m om ento el favor del em perador. Ahora bien, si lo que
tenem os aquí es el ejem plo de una política deliberadam ente alterada a
fin de m aterializar la dom inación im perial, una política concebida para
reso lu c ió n : las intrusiones de los g o b er n a n te s 363
m ayoría), contienen pruebas que nos hablan del modo en que se vivía
el poder en la Europa latina con anterioridad al año 1250 más o menos,
pruebas que no encuentran equivalente alguno en nuestro ám bito .63
Lo que aquí se revela presenta a prim era vista un aspecto inverso al
de la situación lom barda, esto es, el de una tiranía rural no respaldada
por ninguna autoridad. Tras una lectura más atenta, el contraste se de~
bilita, aunque sin llegar a desaparecer. Al igual que Barbarroja en la
década de 1150, lo que Ram ón B erenguer IV se proponía era consoli-j
dar sus conquistas. De hecho, term inaría revelándose como un con-'
quistador más eficaz que el em perador, ya que las tom as de Lérida y
Tortosa {1148-1149), pese a verse atravesadas por episodios de agita
ción, dem ostrarían ser definitivas. El problem a al que hubo de enfren
tarse se encontraba en los dom am os rurales que dejaba atrás, al otro
lado de la nueva frontera: sus dificultades se centrarían en hallar la for
ma de consolidar los alguacilazgos confiados a sus com pañeros de ar
m as y a sus acreedores, am bos súbitam ente conscientes de los benefi
cios que ofrecía la nueva linde y al m ism o tiem po m ás difíciles de
m anejar para un señor-conde que acababa de ensanchar sus horizontes.
Ya en el año 1151, Ram ón B erenguer IV había ordenado efectuar un
catastro de los viejos dom am os catalanes, lo que podría significar que
estaba al tanto del descontento rural, puesto que los m em orandos de
queja más antiguos que se han conservado parecen ser de fecha ante
rior a los cartularios catastrales del año 1151, pudiéndose demostrar en
el caso de otros docum entos sim ilares su relación con los anteriores .64
Tanto los cartularios descriptivos com o los m em orandos hacen refe
rencia al patrim onio rural, principalm ente al de los dom anios próximos
a Gerona, B arcelona y Vic, junto con otros situados en el valle de Ri
bas, en el Penedés y en las tierras que se adentraban en la nueva fronte
ra occidental.
Los m em orandos de queja nos aproxim an, de hecho, a los senti
m ientos de los trabajadores som etidos al poder de los castellanos, los
vicarios y los alguaciles a quienes se confiaba el ejercicio de la jurisdic
ción del señor-conde, la recaudación de sus rentas, o simplemente el
m antenim iento del orden. G uillerm o de San M artín era un ambicioso
castellano de trayectoria ascendente a quien se encargaría, en tomo al
año 1150, que «irrum piera» en las aldeas que poseía el conde en Gavá,
San C lem ente y V iladecans (cuyo nom bre significa «villa de los pe
rros»), Según se dice, G uillerm o y sus escuderos requisaron grano, se
reso lu c ió n : i as intrusiones dp los g o b e r n a n t e s 365
del señorío. Por eso se dice que el «señor Amoldo» obligaba a la gente
de Plasencia y sus alrededores a someterse a su poder, o que les forzaba
aprestar solemnes juramentos de lealtad feudal, o ann que se dedicaba
a crear dependencias feudales a expensas de los derechos de propiedad
de los habitantes de la zona. La mayoría de los individuos sobre los que
termine recayendo alguna acusación en los dom am os de Barcelona
—Amaldo de Perella, Berenguer d e Bleda, Ramón de Ribas y algunos
otros— realizaban el mismo tipo de acciones. Con independencia de
los resentimientos que pudieran provocar, ejercían su poder en otros
tantos señoríos de nuevo cuño y notable vitalidad que se sustentaban, al
igual que otros de índole menos coercitiva, en las ambiciones de hom
bres y caballeros de rango inferior. En gran parte de Europa, el señorío
como forma de poder viable — y distinta de la ejercida por la m onar
quía— llegaría a su apogeo en el tercer cuarto del siglo xti. Con todo,
lo cierto es que todavía es preciso separar esta afirmación de la proble
mática ironía en que se halla envuelta.
Consideremos una vez más la situación de los sujetos a los que de
nuncian las poblaciones explotadas: ¿no se trata acaso de cargos dedi
cados a ejercer el poder público de que se hallaban investidos los en
cumbrados gobernantes que los habían designado? Es decir, ¿no
estamos entonces frente a funcionarios, y no ante señores? ¿No residía
el remedio a sus transgresiones en una mejora de los mecanismos de
rendición de cuentas? Los traidores eran conducidos ante la justicia,
pero la cuestión es que rara vez se juzgaba que la conducta de estos
vicarios fuese una traición o se asemejase a ella Como m ucho podía
considerárseles quebrantadores de la lealtad jurada. ¿Qué remedio po
dían haber esperado sus victimas en este mundo regido por lazos de
dependencia afectiva?
Dos textos procedentes de la Europa septentrional podrán quizá
ilustrar la pertinencia de estas preguntas. Por la fecha de su redacción,
el primero de ellos se sitúa en tomo al año 1180, pero en él se rem em o
ran las hazañas del conde Godofredo el Hermoso del Anjeo (fallecido
en el año 1151). Se trata de una fábula en la que se habla de un buen
señorío, y su narrador es el monje Juan de Marmoutier. El conde, tras
extraviarse en el bosque, topa con un campesino a quien él mismo in
duce, percatándose de que no le ha reconocido, a explayarse sobre su
reputación. A juzgar por las palabras del labriego, el conde sale mucho
mejor parado que sus agentes, a quienes se describe, por el contrario.
368 L A C R IS IS D 1 :L S I G L O X II
La dinám ica del crecim iento fiscal (c. 1090-1160). Distinta era la
situación en las tierras que bordeaban el Canal de la Mancha y el Mar
del Norte. En esta zona hacía ya mucho tiempo que se habían manifes
tado las limitaciones propias de una rendición de cuentas de carácter
prescriptivo, pese a que la celebridad y la originalidad de los personajes,
los acontecimientos y las ideas las hubieran oscurecido. Se trata de una
región cuya característica p'flncipal. en tomo al año 1 1 0 0 , era la presen
cia de un conjunto de sociedades en proceso de expansión: las aldeas
crecían y se multiplicaban; las poblaciones prosperaban — por ejemplo
las de Ruán. Brujas y Winchester— ; se construían iglesias; y en todas
partes se observa que el número de hombres y caballos va en aumento.
Con todo, tanto en virtud de su sensibilidad como de los imperativos por
los que se regía y las técnicas que usaba, se trataba al mismo tiempo de
un mundo ya viejo. Ésta es la razón de que Eadmero de Cantorbery alu
diera, con paradójico tono exclamativo, a los «extraños y nuevos cam
bios que estamos contem plando » .85 Los señores esperaban lealtad de
sus sirvientes, y entre ellos los había tanto buenos como malos; sin em
bargo, la competencia en la gestión de los asuntos seguía contando m e
nos que la fidelidad. Y será justamente en los lugares más prósperos,
boyantes y turbulentos donde empecemos a tener noticia de la presencia
de hombres que manejan domamos y rentas — de individuos de una
nueva clase que hacen las cosas de modo diferente— . El problema con
siste en comprender qué era exactamente lo que estaban haciendo.
Fijémonos por ejemplo en Ranulfo Flambard. Ambicioso y sin es
crúpulos — se trata quizá del arribista de más portentoso éxito de toda la
ijtiglaterra normanda— , inició su carrera en las décadas de 1080 y 1090,
376 LA CRISIS DLL SI GLO XII
Y o, B e rn a rd o B o u d e G e ro n a, p o r c a rid a d y m e r c e d de mi difunto
s e ñ o r c o n d e ... he p ro c u r a d o en to d o m o m e n to s u bienestar, así como el
p r o v e c h o y el m e d r o de G e ro n a y P alafru gell [ a d e m á s de otros lugares],
c o m o q u e d a aqu í infrascrito y c o n s ig n a d o , sin im p o n e r n in g ú n nuevo uso
en d ic h a s p laza s, p o r la g racia de Dios. En p r i m e r lu gar, el día en que
c o m p r é los d e re c h o s del a lg u a c ila z g o de G e ro n a , el ad m in is tra d o r ... no
d a b a al s e ñ o r c o n d e sino la su m a de o c h o c ie n to s só lid o s p o r los portaz
g os y ad u a n a s, m ie n tr a s que yo he v en id o e n tr e g a n d o an ualm en te a mi
s e ñ o r mil q u in ie n to s sólid os en co n c e p to de esos m i s m o s cán o n e s y dere
c h o s de tránsito. En la é p o c a anterior, el s e ñ o r c o n d e re cib ía únicamente
c in c o m e d id a s y m e d i a de trigo c o m o c a n tid a d a p e rc ib ir p o r la tasa de
d eslin des, p e ro yo le he e stad o p ro p o r c io n a n d o siete... [etcétera].
RESOLUC IÓN: 1 AS I NTRUS I ONE S DI- I OS G O B E R N A N T E S 381
* O diván, cu yo sentido p ropio (legajo o libro) term ina exte nd ién dose h asta se
ñalar el registro provincia! de las p ag as del ejército Fue establecido p o r los árabes en
la época de A b d e rram á n I. en la segunda m itad del siglo vm. Más tarde su significado
se generalizará hasta de no ta r toda teneduría de c u entas y finalmente cualquier alto
organismo o co nsejo de gobierno en varios países islámicos. Es el origen e tim ológi
co de ¡a palabra esp año la « a du ana » c o m o control de cuentas y bienes. (,V. d e los i.)
382 LA CRISI S DEL S I GLO XII
de los catastros y listas fiscales que se conocen en todos los demás lu
gares de la Europa latina .97 Y si había algo que la contabilidad pres-
criptiva no fuera capaz de hacer de forma adecuada era justamente eso:
mantener sus cuentas al día en relación con el crecimiento fiscal: si era
preciso proceder a una revisión del estudio catastral (o peor aún, si de
venía imperativo volver a redactarlo) tras la aparición de cualquier
nuevo arrendatario, de toda nueva granja o de cada nuevo portazgo,
entonces se resquebrajaba la entera idea de la lealtad a un domanio in
mutable. El D om esday Book debió de haber servido al menos para dar
por aprendida una amarga lección poco después de haber sido elabora
do: la de que no sólo no resultaba posible utilizarlo para examinar las
cuentas con los administradores, sino que tampoco era posible re s c ri
birlo .98 Tam bién esto fue materia de crisis en el siglo xn, una crisis
prolongada cuya causa residiría en la falta de perspectiva y de técnica
y que obligaría a su vez a imponer nuevas estratagemas a los hombres
que se escondían tras las fachadas cortesanas; de hecho, la situación era
tan compleja que, en la década de 1170, Ricardo Fitz Nigel no logrará
identificarla m ejor de lo que lo había hecho el m onje Guimann de
Saint-Vaast. No era posible seguir pasando por alto el crecimiento eco
nómico. Pronto se difundió la comprensión de que para mantener una
extensa propiedad era necesario explotar con beneficio los domamos,
es decir, gestionarlos y no limitarse simplemente a vivir de ellos, y con
ello se comprendió al mismo tiempo que para obtener beneficios de los
señoríos era preciso tener la capacidad de calcular las ganancias me
diante la realización de periódicos exámenes de cuentas.
Los com ienzos de una nueva técnica fe. 1110-1 175). Esta capaci
dad exigía nada menos que la adopción de una actitud nueva respecto a
los domanios patrimoniales, además de la elaboración de una técnica
igualmente innovadora en materia de contabilidad. Lo que unió dicha
actitud con la técnica fue la comprensión de que la lealtad no implicaba
siempre un desempeño competente. De este modo comienza a verse
despuntar, a lo largo del siglo xn, un nuevo tipo de contabilidad escrita,
ya que aparecerán registros concebidos más para probar que para pres
cribir, unos registros que en todo mom ento llevan literalmente la cuen
ta de los balances vivos de ingresos y de gastos.
resolución: la s intrusiones de lo s g o b e rn a n te s 383
(en los que se registran en latín otros antiguos tributos) fueron concebi
dos para servir de apoyo a las labores de recaudación . 103 Y no todo ha
llegado hasta nosotros, ya que se ha supuesto que a finales del siglo Xii
se adoptó de forma rutinaria la costumbre de destruir en inmensas can
tidades todo tipo de mandatos judiciales, listas y m em orandos , 104 aun
que al menos podamos estar seguros, por lo que hace a esta época, de la
clase de documentos que se han perdido, habida cuenta de que no todo
se hizo desaparecer. Distinto es el caso de las generaciones posteriores
a la conquista, ya que en el período que éstas abarcan no se encuentra
entre los diversos legajos fiscales que se han conservado el menor ras
tro de ninguna auditoría escrita. En los primeros tiempos de la Inglate
rra normanda, la lealtad se vio sometida a prueba, ya que el deterioro
del ideal del desempeño burocrático debió de atribuirse muchas veces
a los magistrados condales, a los jueces locales y a los fabricantes de
moneda. En este sentido, el Domesdciy B onk vino a constituir más un
problema que una solución .105 Si se observa la contabilidad fiscal des
de una perspectiva europea, se tiene la impresión de que la revolución
que produjo la aparición de la Hacienda pública no fue tanto de orden
tecnológico como conceptual.
R A T IO D E C V R T 1 U U S (.'O M IT IS ; G A L L I N E E T O V...
d cap ccce
C o a c c ió n , c o m p r o m is o y a d m in is t r a c ió n
cartas de este último tipo. Puede decirse que las cartas, fueran de la
clase que fueran, venían a constituir algo así como instrumentos de
señorío. Tanto si eran el resultado de una petición como si derivaban de
un impulso o de un conjunto de debates previos —-en lo que quizá fuese
el caso más frecuente— . todas ellas proyectaban normativamente las
consecuencias de las confrontaciones locales. Se multiplicarían de for
ma generalizada con posterioridad al año 1050, aunque lo que aquí re
sulta relevante es el doble hecho de que de los muchos centenares de
cartas de privilegio que dieron en concederse hasta el año 1225 aproxi
madamente, una importante cantidad esté fechada en los primeros tres
cuartos del siglo xn, y de que, consideradas globalmente, constituyan
el primer impulso perceptible de reacción cultural contraria a la institu
ción del señorío explotador. Al definir el privilegio en términos colec
tivos y limitar la concesión de las prerrogativas más voluntariosa o ar
bitrariamente egoístas, las cartas contribuirían a prom over intereses
como los de la segundad, la justicia o la libertad, los mismos intereses
cuya garantía exigirá una mayor competencia profesional de los agen
tes en quienes se delegue esa función. De este modo terminarían por
crear los primeros funcionarios de servicio urbano.
Afirmarlo así es, desde luego, una exageración, pero lo hacemos en
interés de la claridad. (Es también el momento de señalar que un análi
sis estrictamente weberiano del incipiente poder burocrático pasaría
por alto la realidad histórica, ya que no hay signo alguno de que los
europeos del siglo xn juzgaran que el señorío y el funcionariado cons
tituyesen dos categorías opuestas — lo único que percibían, por así de
cirlo, era que siempre que ambos desempeños se presentaran juntos
resultaban recíprocamente perjudiciales— . Com o ya hemos visto, los
reformadores gregorianos tenían una cierta noción de la corruptibilidad
asociada al ejercicio de un cargo público ; 127 y en el siglo xn nadie tenía
la más mínima duda de que los señores, fuese cual fuese su posición
social, ejercían «cargos» (ojficia) de p o d er .128 Con todo, en tom o al
período comprendido entre los años 1125 y 1138, un señor-obispo lo
cal, Ulgerio del Anjeo, no tendría inconveniente alguno en preguntar al
preboste de Sammai^olles si su p re p o s itu r a constituía una tenencia
hereditaria o se trataba de un privilegio concedido por gracia del obis
po.129 Podrían citarse innumerables ejemplos del mismo tenor.)
Será la simple promulgación de las cartas lo que contribuya a crear
a los mencionados funcionarios al establecer límites al señorío — o,
400 LA CRISIS DLL S I GLO XII
para ser más exactos, a! poner freno a la normal arbitrariedad por la que
se regían dichos señoríos— . Esta verdad se aplica incluso a los más
célebres especímenes del género — aun en el caso de que fuesen cartas
muy poco características— : esto es lo que sucede, por ejemplo, con la
«carta de coronación» concedida por Enrique I a los ingleses en agosto
del año 1100. En ese texto se menciona, ya en el encabezamiento del
primer artículo, la «opresión» de las «exacciones injustas»; de hecho,
esta alusión figura antes incluso que la estimulante promesa de crea
ción de una «Iglesia libre». Por si fuera poco, el m ismo artículo repite
en dos ocasiones las palabras «malos usos», y a continuación dicta que
quedan, «por la presente, abolidos». Las exigencias arbitrarias de dine
ro no son los únicos «malos usos» a los que se renuncia, pero sí son los
primeros abusos mencionados, lo que en nuestro caso suscita la si
guiente interrogante: ¿quién perdía más como consecuencia de esta
concesión, el señor-rey o sus funcionarios ? 130
Tanto el hecho como la pregunta resultan hondamente pertinentes.
Son incontables las cartas que sitúan en el frontispicio de sus concesio
nes la renuncia a la exacción de tributos arbitrarios, y muchas más aún
las que incorporan dicha prerrogativa en algún punto de su cuerpo do
cumental. Con todo, lo cierto es que son realmente muy pocas las que
se plantean alguna pregunta relativa al impacto de los privilegios con
cedidos. En el año 1099, al proponerse atraer pobladores a la región
dominada por su castillo fronterizo de Barbastro, el rey Pedro l de Ara
gón prometería liberar a los colonos de toda exacción que no fuera la
compuesta por la décima parte «para Dios» (además de las primicias)
y una novena parte para sí . 131 En el año 1110, al autorizar la creación de
una comuna en Mantés, el rey Luis VI de Francia declararía que de ese
modo se proponía poner remedio «a la abusiva opresión de los pobres»,
y a continuación especifica, como primera medida, que la totalidad de
cuantos residan en la comunidad habrán de verse «libres y exentos del
pago de la talla, de cualquier incautación injusta, así como de las credi-
tio y de cualquier exacción que supere lo razonable » . 132 Podemos su
poner, sin temor a equivocarnos, que ningún rey tenía demasiado que
perder al decidir renunciar a los gravám enes arbitrarios. No serían
ellos, sino sus agentes locales, los m erinos en Aragón y los prebostes
en Francia, quienes se verían perjudicados por las cartas. Y desde lue
go, éstas no afectaban únicamente a dichos hombres, ya que las comu
nidades locales de interés se hallaban libres de las exacciones de otros
reso lu c ió n : l a s i n t r u s i o n e s d i -; l o s g o b e r n a n t e s 401
amos, así como de los impuestos de los señores-reyes .133 En el odio que
expresa Guiberto de Nogent hacia algunas com unas en torno al año
1115 se percibe parto del resentimiento acumulado por los afectados.
En el año 1140, Luis VII recuerda tanto al alcalde como a las gentes de
Reims que si les ha concedido la carta de constitución en comuna (to
stando como modelo la anteriormente otorgada a Laon) no es para in
vitarles a violar los derechos consuetudinarios de las iglesias locales. E
incluso en un período tan tardío com o el de principios del siglo xm,
Jacobo de Vitry se permite tronar contra la «confusión» de las «violen
tas y pestilentes comunidades» resueltas a «oprimir a los caballeros» y
a apoderarse de su jurisdicción. En esta hastiada exageración resuena
él persistente resentimiento que había producido en los señores de bajo
Tango la amarga derrota de las cartas . 134
Aunque de modo incidental, las cartas de fuero nos hablan por tanto
de la crisis que vivieron estos señores menores, aunque también, no lo
olvidemos, de los medios con los que se hacían con el poder y lo ejer
cían. La renuncia o la anulación de los gravámenes arbitrarios y de las
incautaciones despóticas vino a señalar (en el mejor de los casos) el fin
de los episodios locales de señorío coercitivo. Más aún, si sumamos a
esto las súplicas y las quejas, así como la renuncia penitencial al cobro
de la talla y al ejercicio de otros «malos usos», lo que observamos es
que la incidencia de las cartas de privilegio, tanto en el espacio como
en el tiempo, tiende a confirmar que el lugar en el que mayor prosperi
dad conocieron los señoríos banales o arbitrarios fue el ámbito de las
antiguas tierras francas occidentales situadas entre los valles del Ebro
y el Rin. Las colecciones de registros impresos que se han elaborado
permiten acceder fácilmente al contenido de más de quinientas cartas
de concesión de privilegios asociativos pertenecientes a todas estas re
giones. La mayoría de ellas son otorgamientos efectuados con vistas a
la creación de ciudades, y sus fechas no sólo se ciñen al siglo xn, sino
que se prolongarán ligeramente a períodos algo posteriores. También
en este caso logrará «despegar» en las comarcas rurales de finales del
siglo xn la idea de una ampliación de privilegios. La carta regia de Lo-
rris (según el texto de su segunda promulgación, de 1155) se converti
ría en el modelo a seguir para unas ochenta y cinco aldeas de la Isla de
Francia; la carta de Prisches (1158) se aplicaría a unas cuarenta pobla
ciones de Henao, la Cham paña y el condado de Vermandois. Por su
parte, la carta de Beaumont-en-Argonne (1182), promulgada por el ar
402 LA CRISI S DEL S I GLO XII
que realice la reina U rraca en el año 1109 — .138 Las nuevas presiones
del señorío, que se harán patentes en los problem as surgidos en Galicia
y en to m o a S ahagún , se reflejarán en las u lteriores cartas de p o b la
ción.139 En la Toscana, do nde la am e n a z a de las ciudades desnaturaliza
rá los intereses agrarios, los señores ded icad os ai ejercicio de la o p re
sión podían d esap arecer sin m ás tras las quejas de los aldeanos, ya que
los sucesores de éstos se convertirían en cónsules (es decir, en funciona
rios). C om o en b uen a parte de Italia, tam bién aquí la rem odefación de
las c om unidades rurales tradicionales vendría a c oincidir c on el in cre
mento de las presiones señoriales, un fenóm eno generalizado incluso en
aquellos lugares en que no constituía el único im pulso capaz de p r o m o
ver la organización a so ciativ a.140 H asta en A lem ania, donde las necesi
dades mercantiles term inarían m oldeando las cartas de libertad, el é n fa
sis en la paz y la seg uridad constituirá una constante indicación de la
permisiva violencia ejercida p o r los señores, o m e jo r dicho, será una
señal de lo necesaria que era la protección. D e este m o do , el d uq ue C o n
rado de Z áh rin ger, que debía los p o deres que ejercía en la región de
Brisgovia al reconocim iento de unos com plejo s derechos de adm inistra
ción, prom etería en Friburgo, en el año 1120, «paz y seguridad en los
caminos a todos aquellos que se dirijan al mercado [de mi r eg ió n]».141 Y
en los casos en qu e junto co n las c o stu m bre s se im po nía un señorío,
como sucederá en el año 1159 cuan do el arzobispo W ic h m an n otorgue
a los colonos las leyes de M ag d e b u rg o — en G rossw u sterw itz— , el h e
cho de que se consigne que los pobladores estarán exentos de la obliga
ción de realizar trabajos fo rzad os en los castillos (b u rg w e re ) sugiere
que en A lem ania persistía un clim a c o a c tiv o .142 En Inglaterra, p o r el
contrario, los ciudadanos de Beverley recibirían en el año 1130 aproxi
madamente, ju n to con la carta fundacional de su burgo, un escrito que
les dejaba libres { lib e n ef q u ie ti) del p a g o de portazgos, a lo que vino a
unirse un h a n s-h u s — pero no con sta que precisaran librarse de otras
Sujeciones— . Por su parte, en las costum bres de N ew castle, a las que se
atribuye una fecha situada en to m o a ese m ism o período, la única alu
sión a la violencia se encuentra en un párrafo en el que se concede libre
licencia para em bargar a la gente, siem pre que no se trate de los habitan
tes del burgo, añadiéndose que, en caso de tener que em b a rg a r a p erso
gas del pueblo deberá contarse con el perm iso del ju e z local.143
: En Francia — es decir, en el an tigu o y a m p lio reino franco que se
extendía hasta la frontera m u s u lm a n a — la violencia de los caballeros,
404 LA CRISI S DLL S I GLO XII
que por fuerza hemos de pensar que tuvo que haber sido ser fruto de un
conjunto de negociaciones en las que se abordaran los requisitos «úti
les tanto para nosotros como para ellos» (por emplear las palabras del
propio abate); es decir, tuvo que haber sido resultado de unas negocia
ciones relacionadas con circunstancias no directamente vinculadas con
su señorío.
Aunque estos acontecimientos puedan parecer propios de la época
por la fecha en que tienen lugar, lo cierto es que en el norte de Francia
se producirán con notable retraso. Y es que si el cobro de la talla había
tenido su origen en una exacción arbitraria, quizás en la rutinaria incau
tación de las cosechas — práctica habitual de los séquitos señoriales
armados— , no hay que olvidar que se trató asimismo de una costumbre
contestada desde el principio. Esto se aprecia no sólo en las alusiones
peyorativas que aparecen en los registros, sino también en los indicios
que nos hablan de episodios de resistencia local o de actos por los que
se viene a cuestionar la finalidad o la justificación misma del impuesto.
Pero retomemos ahora el examen de un acontecimiento que ya hemos
estudiado: el que se produce cuando Raherio de Esarlo renuncia, en
tom o al añol 10 0 , al derecho al cobro de la talla que compartía con los
canónigos de Chartres. En dicha ocasión, Raherio establecerá una re
serva en su renuncia, reserva que estipulará que, en caso de contingen
cia extraordinaria, podrá imponer un gravam en por «el bien de esta
tierra», circunstancia que requería no obstante el consentimiento del
m onje que se hallara al frente del monasterio, quien adquirirá en el
m ismo docum ento el derecho a com partir los ingresos obtenidos .153
También tenemos noticia de que, en tomo a esta misma época, e igual
mente por esa zona, se consideraba permisible que un caballero cobra
se la talla en distintos casos: por ejemplo si se le casaba una hija legíti
ma, si deseaba adquirir un castillo, si necesitaba reunir una determinada
suma para pagar un rescate y librarse de un cautiverio, etcétera .154 Y
cuando el rey Felipe 1 prohíba al preboste de Bagneux que exija «el
traslado de una causa judicial o realice exacciones ... violentamente»,
¿no hemos de colegir acaso que lo hace para permitir la implantación
de unos impuestos aceptables ? 155 Podemos imaginar, sin miedo a incu
rrir en ningún error, que hasta las peores tallas contaron con el auxilio
de alguna justificación; más aún. eran muchos los señores que conse
guían que la práctica de la talla se convirtiese en sus domaníos en un
elemento consuetudinario m ás . 156
reso lu c ió n : las intrusiones de los g o b e r n a n t e s 407
Con todo esto se nos olvida hablar de la talla. Resultaba más senci
llo proceder a una recaudación arbitraria entre los campesinos que en
tre los habitantes de una población, pero en ningún caso se asumían
responsabilidades por efectuarla. La relación de superioridad no era
negociable, y se trataba además, necesariamente, de una relación extra
oficial. Con todo, los ingresos obtenidos mediante el ejercicio de una
coacción armada debieron de haber sido por fuerza lo suficientemente
problemáticos como para estimular un tipo de compromisos capaz de
permitir que los señores que deseaban convertir sus pretensiones y su
violencia en ingresos consuetudinarios fijos lograran conservar el co
bro de la talla. En lom o al año 1110, tanto la talla como la violencia fi
gurarán al frente de la carta comunal de Mantés. En Laon, el debate
sobre la talla debió de com enzar alrededor del año 1 1 1 2 , fecha en la
que la gente conseguiría consolidar su prim era carta comunal, pero
como es obvio los problemas derivados de una coyuntura violenta da
rían pie a iniciativas más radicales en años posteriores. En el año 1128,
y a pesar de su evidente originalidad, la disposición que dictaba que
todo hombre que no hubiera satisfecho la talla debería pagar en lo su
cesivo cuatro denarios en unos plazos predeterminados quedó eclipsa
da por el reconocimiento de que el alcalde, auxiliado por un conjunto
de hombres juramentados (jurati), era ahora el encargado de mantener
el orden en Laon. No menos de diecisiete de los treinta y tres artículos
de esta «institución de paz» sugieren que. entre otras, las realidades
predominantes eran las de las incautaciones y las afrentas no reparadas
mediante una venganza . 157 La justicia relativa a todas las cuestiones no
incorporadas de forma natural a la jurisdicción de otros señores, inclu
yendo al rey y al obispo, pasaban ahora a manos del alcalde y de los
hombres que habían jurado ayudarle. Y aunque parezca ocioso especi
ficarlo, es casi seguro que tanto ellos como sus asesores debían de tener
algo que decir en relación con el cobro de la talla, recién transformada
en un impuesto consuetudinario .158
¿Podemos decir que la regulación de los gravámenes y de la justicia
por estas vías hubiera adquirido la importancia suficiente como para
inducir la creación de nuevas responsabilidades de poder? .Se hace di
fícil pensar que la gente de la época pudiera haberlo considerado así.
Los alcaldes debieron de ser algo así com o unos capataces de aldea
{villici) de patente autoridad, ya que su propia denominación (m ajor)
. indica precisamente preeminencia. En todas estas cartas lo que hace el
408 LA CRISI S DLL S I GLO XII
de distar m ucho de hallarse libres de toda culpa . 169 Ésta debe de ser la
razón de que una nueva petición, realizada en este caso por los canóni
gos, indujera al obispo Goslin a comprometerse a una gestión patrimo
nial en un segundo cartulario — en el que aparecerá consignada la que
parece ser una solución distinta— . En este segundo documento, las
alegaciones, por com pleto familiares, figuran dispuestas a modo de
explicación concebida para justificar la adopción de un remedio esta
tutario. Los alguaciles de los prebostes, que en ocasiones disponían de
caballos y recorrían las diferentes regiones, no sólo se dedicaban a
imponer a los campesinos la obligación de proporcionarles alimento y
cobijo, sino a realizar demandas que los obispos Ivo y Godofredo, así
como el papa Pascual II, ya habían prohibido mucho tiempo atrás (ex
tremo que queda al fin clarificado). Los prebostes inquietaban a los
arrendatarios con emplazamientos y otras solicitudes, hasta conseguir
que se les pagaran determinadas cantidades de dinero. Tergiversaban
las buenas y acendradas costumbres de la Iglesia, ya que exigían com
pensaciones económicas a los sucesores de los alcaldes fallecidos. Y
todos los prebostes insistían, sin tener derecho a hacerlo, en poseer
casa propia en la sede del prebostazgo.
En esta ocasión, la respuesta del obispo consistió en convertir la
audiencia en un acuerdo aceptable para los prebostes, para a continua
ción afirmar en primera persona que decretaba (statuim os), con el asen
timiento de éstos y el consejo de su séquito, la abolición de todas y
cada una de las transgresiones que se habían alegado. Lo que aquí ve
mos es que, al no limitarse a reiterar sin más las alegaciones, la prohi
bición de la materia misma que había dado lugar a las quejas las am pli
fica con la intención de mostrar que el obispo se proponía suprimir el
señorío que reclamaban sus prebostes . 170
¿Equivalía esto a convertirles en funcionarios? Pensar así podría
llevamos a una conclusión precipitada. No se dice nada en absoluto de
su responsabilidad en la función. Y lo que todavía resulta más descon
certante, en el estatuto del obispo no hay m ención alguna de que los
prebostes debieran ju rar su cargo, aunque dicha práctica contase con
buenos precedentes .171 ¿Quiere esto decir que se resistían a hacerlo?
¿ 0 quizá resulta más verosímil pensar que se haya perdido toda cons
tancia de los juram entos, o sim plem ente que no se acostum brara a
consignarlos por escrito? Sea como fuere, los juram entos escritos que
figuran en el primer cartulario tienen un interés especia!. En el «jura
412 LA CRISIS DLL S I GLO XII
* A cta regia por !íi que se re serva el u so exclusivo de ciertos bosques al esparci
m ie nto de ios reyes y los m ie m b r o s de la alta nobleza — los cuales los utilizaban por
lo general para dedicarse a la caza —. Serían los no rm an d o s quienes introdujeran la
c o stu m b re en Inglaterra en el siglo xi. Su aplicació n alcanzará el m áxim o apogeo
entre los siglos xu y xm, a unque se m anten drá hasta m edia do s del xvil. Quedaban
som etidas a esta «ley forestal» no sólo las zonas arboladas, sino tam bién las prade
ras, las aldeas, las p oblacio nes y los c am p o s de cultivo de una determ inada zona. Las
penas que se im ponían a un plebeyo que cazara los ve n ado s del rey podían ser muy
severas: Knríque II de Inglaterra dicta p o r ejem plo, en la ley de 1 184, que se deberá
cegar a los transgresore s. (N. de los 1.)
R E S O LU C IO N : l AS IN TR U S IO N E S DE LOS G O B E R N A N T E S 417
Cataluña
fiscal de cuentas, aunque sin dejar de realizar ellos mismos las audito
rías ni ponerlas por escrito. Su actividad se convirtió en una operación
tan rutinaria como la de la Hacienda inglesa. Los contables del señor-
rey se reunían con los administradores a fin de establecer los saldos en
curso del debe y el haber, y los asientos han quedado registrados en qui
rógrafos originales de pergamino, uno por cada una de las partes inter-
vinientes. La rutina de trabajo implicaba otra innovación más, una in
novación seguramente encaminada a remediar el principal fallo de los
antiguos métodos prescriptivos. Los escribanos creaban registros de
información fiscal que servían como elemento de contraste para verifi
car los resultados de las auditorías. No es casual que comenzaran a re
dactarse en el m ismo año en que los desafíos de los castellanos más
poderosos vinieron a estimular nuevamente el descuido de la conserva
ción de archivos. Los contables conservaban las copias del monarca (y
sin duda también los registros), así como todos los cartularios y conve
nios que pudiera necesitar el señor-rey, Ramón de Caldas sería la figu
ra clave en ambos em peños .20-1
No hay ninguna señal de que las personas que vivieron en la época
percibieran de algún modo las reformas contables, y menos aún de que
aplaudieran las nuevas costumbres que se les imponían o de que las
recibieran con malestar. Los servicios que prestaban Ramón de Caldas
y sus colegas concernían manifiestamente al interés público, puesto
que venían a minar eficazmente el poder de los administradores y de
los vicarios, aunque no se haya conservado ese parecer en las pruebas
escritas que han llegado hasta nosotros — ya que, de hecho, ni siquiera
se trasluce en los casos en que los autores consignan su propia opi
nión— . Su trabajo se ajustaba a la tradición mediterránea del incre
mento patrimonial por medio de una mejor teneduría de libros conve
nientemente aireada como tal. El orgullo que muestra Ramón de Caldas
en el año 1192 al terminar su compendio ya había sido anticipadamen
te entrevisto cerca de treinta años antes en el prefacio que había escrito
un canónigo llamado Bernardo para una inmensa compilación de los
privilegios propios de Santiago de Com postela — compilación que
también en este caso aparece iluminada, aunque de forma más tradicio
nal— , Los grandes cartularios del vizcondado de Béziers (1186-1 188)
y de los señores de la dinastía de Guillermo de Montpellier (c. 1202,
cartulario este último que también cuenta con un prefacio) resultan
comparables en todos los aspectos — tanto por el impulso que los ani^'
resolución : las intrusiones de los g o b e r n a n t es 427
Inglaterra
sobrevivir a las turbulencias vividas en tiempos del rey Juan sin Tierra
(1199-1216) y terminaría constituyendo los cimientos de la goberna
ción regia en e! siglo xin. Para entonces, cientos de familias inglesas y
miles de personas habían puesto a prueba sus reivindicaciones y dere
chos por medios d i s t i n t o s a los coercitivos, dado que ahora existían
vías procesales. Con t o d o , tampoco puede decirse que la singularidad
insular se limitara a esto, ya que la antigua pervivencia de ias viejas
instituciones locales inglesas ya había despertado antes una generaliza
da expectativa de orden público, una expectativa que nunca llegaría a
quedar silenciada. A pesar de todo esto, sin embargo, la sociedad ingle
sa que Enrique Plantagenet proclamaría tener derecho a dirigir a finales
del año 1! 54 difícilmente podría considerarse más «gobernada», o m e
nos sometida, que el turbulento Anjeo de donde había salido.
Para el año 1178 Enrique habrá contribuido en gran medida a cam
biar este panorama. Por eso un clérigo próximo a la corte regia llamado
Rogelio de Howden resumirá como sigue el modo en que el rey había
venido ejerciendo el poder en esos años: «Y permaneciendo en Inglate
rra, el señor-rey interpeló a los jueces que él mismo había designado en
Inglaterra, preguntándoles si habían tratado a las gentes del reino con la
moderación que exige la decencia». Y al enterarse de que una «excesiva
multitud» de magistrados «oprimía abiertamente» a las personas, el rey
solicitó el «consejo de unos hombres competentes» y decidió reducir el
número de jueces, que de ese modo pasó de dieciocho a cinco,
a s a b e r , d o s c l é r i g o s y d o s l a i c o s , t o d o s e l e g i d o s d e e n t r e los m i e m b r o s
d e su e n t o r n o p e r s o n a l [/'ui)iilici\. Y d e c r e t ó q u e e s o s c i n c o [ h o m b r e s ]
a t e n d i e r a n las s ú p l i c a s [ d a n to r e s ] del r e i n o e h i c i e r a n j u s t i c i a ; y [ a ñ a d i ó ]
q u e n o d e b í a n a b a n d o n a r la c o r le , s i n o p e r m a n e c e r e n e lla p a r a j u z g a r los
litig io s p o p u l a r e s , a fin d e p o d e r p r e s e n t a r el c a s o , si v i n i e r a a s u r g i r c u a l
q u i e r c i r c u n s t a n c i a c a p a z d e i m p e d i r u n a r r e g l o , a n t e el t r i b u n a l del r e y y
p o d e r d e e s t e m o d o d e c i d i r lo q u e él m i s m o y los m á s p r u d e n t e s h o m b r e s
del r e i n o c o n s i d e r a r a n j u s t o . :,MÍ
parentes. Los hombres que habían jurado su cargo en las distintas loca
lidades sentenciaban a los sospechosos a superar ordalías de comba
te .235 Dando muestras de notable valentía, Ricardo Fitz Nigel se atrevió
a escribir que, en relación con los bosques, el señor-rey se reservaba el
ejercicio de un poder arbitrario que venía a contradecir el «derecho
consuetudinario » .236 Esta imprecisión conceptual podria contribuir a
explicar por qué las actas de Enrique II, según se han conservado, ape
nas animaban a los barones y a los amanuenses a considerar que los
trabajos que se íes encargaba realizar podían constituir una especie de
ejercicio funcionarial, del mismo modo que tampoco les instaban a
prever los problemas de gestión que habría de conllevar su cumpli
miento. Lo cierto es que la información que estos textos nos proporcio
nan respecto a las formas de la función pública en la Inglaterra de los
Plantagenet es inferior incluso a la que nos ha llegado de la Italia de
esos mismos años. Y como ya sucediera en la Tolosa francesa, se nece
sitaría una generación para que las autoridades lograran hacer frente a
las confusiones ci cadas por los cartularios perdidos, los mandatos judi
ciales traspapelados y los am ontonam ientos inútiles de pergaminos.
Una de las formas en que las funciones ideadas a d hoc — por ejemplo
la supervisión de los acuerdos en la corte del m onarca— acabarían
convirtiéndose en labores funcionariales en tiempos de Enrique II y sus
hijos procede de la solución inglesa consistente en enrollar los perga
minos de los registros relacionados con los temas jurídicos, de procedi
miento y de decisión .217 Y en julio del año 1189, cuando Ricardo venga
a suceder a su padre, el proceso aún no habrá culminado.
El principal elemento que impidió la «razón» de la eficiencia a lo
largo del reinado de Ricardo I de Inglaterra (llamado «Corazón de
León», 1189-1199) fue el resurgir del señorío funcionarial. Según un
monje llamado Ricardo, «Guillermo Longchamp, que había sido can
ciller del conde de los habitantes del Poitou ... tuvo la sensación, una
vez que el conde hubo sido coronado rey, de que su función se había
visto aumentada en la misma medida en que los reinos superan a los
condados». Aún más notable es el hecho de que el arzobispo Huberto
Walter, que sucedería a Longchamp en la labor de juez (1194-1198) y
que llegaría a acceder al cargo de canciller en tiempos de Juan sin Tie
rra (11 99-1205), siguiera en su vida personal la conducta de un especu
lador mundano, circunstancia que se dejaría notar en el ejercicio de sus
múltiples funciones. Hombre de confianza y competente sustituto de
R ESO LU CIÓN ; l a s i n t r u s i o n e s d e l o s g o b e r n a n t e s 443
del señorío regio. Hay dos grandes libros que han logrado desbrozar
unos cuantos senderos que nos permiten adentrarnos en la espesura de
esta maleza histórica — el de J. E. A. Jolliffe, del año 1955, y el de S. F.
C. Milsom, publicado en 1976— ,253 pero el denso bosque de la vastísi
m a documentación en que se internaron en su exploración tiene todavía
secretos que revelar. Lo que a estas alturas parece ya claro es que los
reyes angevinos no tenían noción de estar promoviendo una nueva for
ma de poder. Deseaban que sus servidores, fueran de alto o bajo rango,
desempeñaran su labor de forma no sólo competente sino también su
jeta a una leal rendición de cuentas. Terminaron por comprender que
en una sociedad en pleno proceso de crecimiento los arrendamientos de
los magistrados condales resultaban inadecuados — y que incluso ¡o
eran también los viejos patrimonios en general— . Por esta razón deci
dieron concebir nuevos instrumentos fiscales y distintas vías de tribu
tación, innovaciones ambas cuya relación con las obligaciones propias
de los arrendamientos y con la prestación de servicios públicos se reve
laría problemática desde un principio. Además, en sus bien asesoradas
actas promoverían un tipo de rendición de cuentas que terminaría por
quebrar los grilletes de la venerable justicia de la Hacienda pública.
Con todo, y a pesar de que evidentemente se resistieran a quienes recla
maban la posesión legal de sus funciones delegadas, no habrían de ha
cer esfuerzo alguno por imponerles el tipo de j uramentos que podrían
haber indicado que se disponía ya del concepto de funcionariado. No
habría ninguna nueva ideología del poder que viniera a desbancar la
tradicional noción de la dignidad monárquica, com o puede apreciarse
en los juramentos que prestará Ricardo I al acceder al trono .254 Y a pe
sar de que el incipiente derecho consuetudinario ofreciera ventajas
concretas, quedó abierta la cuestión de si cabía esperar que los magis
trados condales, al igual que los jueces, hicieran algo más que «tratara
las gentes del reino con la moderación que exige la decencia».
Francia
ven rey Felipe había respondido a una petición que le habían hecho
llegar las gentes de Montlhéry y había abolido, por ser «contraria a la
razón», la abusiva costumbre que permitía a los caballeros de los casti
llos circundantes confiscar la siega primaveral de heno en determina
dos campos. Pese a que terminara favoreciendo a las comunas urbanas,
Felipe se negaría a consentir que los burgueses de Soissons incluyeran
la torre (del rey) en el interior de las defensas de la ciudad; además, en
el año 1199 reprimiría a la comuna de Étampes basándose en que algu
nos hombres juramentados habían usurpado los derechos del clero y de
los caballeros .264
No podemos detenernos aquí a examinar los tanteos con que avan
zaban ni los obstáculos con que tropezaban tanto Felipe II de Francia
como sus sirvientes en su búsqueda de un concepto objetivo de la fina
lidad pública. En un reino regido por actores que la pasaban por alto,
era fácil que la distinción entre la dominación y el gobierno, bien iden
tificada ya por las gentes que la experimentaban en la época, quedara
oscurecida .265 Los cortesanos y los escribientes, que no trabajaban por
lo común a la vista del rey, debieron de haber tenido la sensación de
colaborar en la prestación de un servicio despersonalizado, como el
que se realizaba en Wcstminster, un tipo de servicio que probablemen
te debió de ser más difícil de inculcar a los prebostes encargados de la
gestión patrimonial y de la justicia local. No sabemos de nadie que
perteneciendo a los círculos del poder capeto haya pregonado dichas
ideas, aunque habrá al menos un acontecimiento público — el de la
asamblea celebrada en París en la primavera del año 1190, reunión en
la que Felipe tomaría las disposiciones necesarias para la custodia de
Francia durante el tiempo que le mantuviese ausente su partida a la
cruzada— en cuyo preámbulo se perciban claramente los ecos de una
ideología de servicio funcionarial basada en el derecho romano: «Es
función regia subvenir por todos los medios a las necesidades de los
súbditos y preferir la utilidad pública a su interés privado». Con todo,
incluso este texto — el registro normativo más impactante de esta épo
ca y de este género que se haya conservado en toda Europa— muestra
signos de ambigüedad conceptual. Según Rigord es un «testamento» y.
al mismo tiempo una «ordenanza», y además la transcripción de este
autor es la única copia del documento que ha llegado hasta nosotros. Y
por si fuera poco, se afirma en él que el reino pertenece al rey (regnum
noster), que los «funcionarios» son hombres suyos (baillivi nosiri), y
R ESO LU CIÓN : l a s i n t r u s i o n e s d e l o s g o b e r n a n t e s 455
* Recuérdese que entre finales del verano del año 1190 y diciembre de 11
Felipe, partido a las cruzadas, se hallará ausente de París. (N. de los I.)
r e so l u c ió n : la s in t r u sio n e s d e lo s g o b e r n a n t e s 459
Hasta donde nos es dado saber (incluyendo los datos que nos apor
tan los registros del año 1194). es posible que una o más de esas direc
trices ya se hubieran intentado aplicar con anterioridad, antes de ser
finalmente impuestas en junio de 1190. Felipe debía de estar sin duda
al tanto de las iniciativas angevinas en materia de justicia curial e itine
rante. dado que conocía personalmente a Enrique II y a sus hijos. Tanto
este último como sus cortesanos debían de haber com probado ya el
interés de consultar a los personajes locales en relación con los asuntos
públicos o en cuestiones vinculadas con las assises normandas. Felipe
estaba intentando recuperar el control de su patrimonio a fin de salvar
el abismo que mediaba entre los prebostes encargados de la explota-
ción de sus posesiones y los hombres de su corte. Para ello nombraría
alguaciles a algunos de los miembros de esta última y les encargaría no
sólo que actuasen como mediadores y supervisores, sino también que
hicieran llegar la justicia del rey a las localidades pequeñas. Lo cierto
es que el mandamiento judicial que les permitía realizar dichas tarcas
no sólo sería efectivamente promulgado sino que lograría perdurar,
como se aprecia en algunos casos juzgados en Etampes (en el año
1192) y en Orleáns (en 1203). Además, el hecho de que se recurriera a
las investigaciones juradas para hacer justicia — algo carente de prece
dentes hasta entonces— parece em anar de la m isma norm a .275 Pode
mos decir que, por todos conceptos, esta ordenanza-testamento define
un señorío regio que no sólo aparece dotado de metas más objetivas
que en épocas pretéritas, sino que se muestra más atento a los intereses
asociativos y posee además un carácter menos egoístamentc subjetivo.
Con todo, da 1a impresión de que estas tendencias pudieran ser el
resultado de una insistencia más decidida en la justicia reparadora. La
ordenanza de 1190 debería interpretarse a la luz de la persistente exis
tencia de «quejas» (clam ores) como las que aparecen en los más desta
cados capítulos deí texto, ya que ésa era justamente la experiencia del
poder que predominaba en la época. Tanto en Francia como en otros
lugares, los culpables que se señalaban en dichas lamentaciones se
guían siendo los propios funcionarios a quienes se otorgaba.no sólo la
potestad de frenar las usurpaciones de los señores acantonados en for
tificaciones, sino también la facultad de gravar a la población con im
puestos y la responsabilidad de defenderles de los abusos. En tomo a la
década de 1150, a juzgar por algunas de las cartas que recopilará Hugo
de Champfleuri, las probabilidades de que surgieran protestas contra
460 LA CRISIS DLL SIG LO XII -M
I
los prebostes eran ¡as mismas de que se escucharan quejas por el com- <
portamiento de los vicarios en el sur de Francia o por la conducta de los
magistrados condales en Inglaterra. Entre los años 1165 y 1166, el aba
te Rogelio de Saint-Euverte (monasterio situado en Orleáns) suplicaría
a Luis VII de Francia que aliviara la situación causada por la «plaga» ■j
que representaban, decía, «vuestros prebostes » .276 La capacidad de los i
prebostes en general para perturbar la tranquilidad resultaba casi indis- ■:*
tinguible de su recurso a la violencia, una violencia interesada y sin
justificación. Así las cosas, el rey de Francia terminaría tomando la -
decisión en el año 1190, como ya sucediera-en Inglaterra dos décadas
antes, de que se le informara, incluso-hallando^ él ausente, de todos
los cargos que pudieran imputarse tanto a los prebostes como a los al
guaciles. Para denunciar el comportamiento de estos últimos había que
recurrir a la reina y al arzobispo en las reuniones cuatrimestrales desig
nadas en la ordenanza del año 1190; allí podían plantearse las acusa
ciones relacionadas con las prácticas violentas, las conductas venales o
la incompetencia, y los informes que se redactaban a instancias de los
acusadores — así como los cursados por las denuncias en que los algua
ciles inculpaban a los prebostes— eran enviados al rey Felipe. Fuer#
cual fuese la eficacia que pudieran tener estas medidas, difícilmente
puede considerárselas un instrumento destinado a mejorar la informa
ción del rey sobre la gestión de su patrimonio. Por regla general, Felipe
II se dirigía a «sus» prebostes, e incluso a sus alguaciles, en términos
impersonales; aun así, las cartas de protección que promulga (y que
envía a sus prebostes a fin de instarles a cumplir las leyes — incluso en
una fecha tan tardía como la del año 120 0 — ) vienen a presuponer que
siguen inclinados a cometer actos de coerción o violencia ilegítimos .277
3) Y sin embargo, será precisamente a lo largo de la década crític
en la que Felipe II abandone Francia para regresar después y poner en
marcha costosas guerras con los duques de Normandía y reyes de In
glaterra Ricardo y Juan cuando el soberano francés emprenda la tarea
de mejorar la contabilidad fiscal de su reino, en plena fase de expan
sión. Es casi seguro que esto se produjo en parte por la sospecha de que
los prebostes no estaban comportándose lealmente, ya que la primera
vez que topemos con un escrito en el que se deje constancia de la reali
zación de una auditoría fiscal — en un documento de los años 1202 a
1203— veremos que si los prebostes participan en él es en calidad de
contables demandados y deseosos de quedar exonerados de sus enfi-
RE S O L U C IO N : I AS IN TR U S IO N E S DE LOS G O B E R N A N T E S 461
ra sido por entonces normal, los dominios reales franceses habrían al
canzado una situación de prosperidad antes de que estallaran las gue
rras angevinas y de que la cruzada se convirtiera en un factor de grave
merma de los recursos. Ya a mediados de la década de 1 180 Felipe se
había visto obligado a renegociar los arriendos, haciendo para ello res
ponsables a las comunas de sus propios p révó tés-, y hay asimismo otros
signos que indican que el señorío de Felipe, de inmensa extensión, em
pezaba a poner en el increm entum el mismo interés que ya pusieran en
su día Suger y Bernardo Bou.2SI
Por consiguiente no sería descabellado suponer que el joven Felipe,
que no sólo era plenamente consciente de la mala reputación de los pre
bostes sino que estaba aprendiendo rápidamente a interesarse por los
suministros, pudiera haber animado tanto a sus propios escribanos como
a los de sus senescales a iniciar algunos experimentos de carácter conta
ble. Está ciaro que los hombres de Compiégne ya habían sido emplaza
dos en otro lugar a «rendir cuentas» de los ingresos regios, una práctica
ajena al derecho consuetudinario a la que el rey se mostrará dispuesto a
renunciar en la carta que dicte en el año 1186. Y en la ordenanza de
1190, volverá a ser la convocatoria por la que el rey inste a otras pobla
ciones a rendir cuenta pública de su gestión lo que nos llame la atención,
dado que justamente en esto radica la auténtica innovación regia .283
¿Acaso no se constituye esta misma ordenanza en el origen de una
nueva forma de rendir cuentas? La disposición por la que los prebos
tes y los alguaciles quedan obligados a llevar sus ingresos a París en
plazos prefijados y por la que se estipula que un escribiente del rey
habrá de dejar constancia escrita de dichas entregas presenta un aspec
to estimulantemente similar al de los archivos contables del período
comprendido entre los años 1202 y 1203. Inspeccionados más de cerca
no obstante, surgen algunas dudas, dado que todo lo que se muestra
claramente en este texto es que el concepto de esa clase de rendición
de cuentas se había materializado ya en el año 1190 (o antes). La escueta
prescripción contenida en el documento de 1190 difiere en determina
dos aspectos de los legajos contables archivados en el año 1202. Dicha
prescripción no habla de arriendos, cartas de pago y desembolsos, sino,
que se limita a ofrecer la lista que, establecida por el recaudador, seña
la los pagos fiscales a efectuar y a designar un lugar específico para la '
entrega. ¿Se limitaban el rey o su amanuense a generalizar sin más en
el documento de 1190, desentendiéndose de la verdadera experiencia
R E S O L U C IÓ N : LAS IN T R U SIO N E S DE L O S G O B E R N A N T E S 463
Viñeta publicada el 16 de noviembre de 1980. en los días en que se celebraba una con
ferencia internacional para conmem orar que ocho siglos antes había ascendido al trono
el rey Felipe Augusto. (M organ, Le Monde, reproducido con permiso del diario.)
traer de todo esto no es una falacia lógica de tipo p o st hoc erg o p ro p íer
hoc.* Lo que se observa es más bien que un proceso de cambio provoca
do por el crecimiento económico y acompañado de una cierta disposi
ción a redefinir la administración en términos funcionariales terminaría
dando lugar en el señorío regio de Francia al nuevo tipo de contabilidad
marcado por las auditorías periódicas que ya había sido puesto en mar
cha anteriormente en otros lugares .-146
Las cuentas del año fiscal 12 0 3 -1204 se conservaron en la Chambre
des Comptes, y si lograron escapar al incendio que destruyó esos archi
vos en el año 1737 fue sólo gracias a la detallada copia que había reali
zado el auditor del rey, Nicolás Brussel, una década antes. Hoy no po
demos sino realizar conjeturas respecto al lugar que pudiera haber
ocupado este documento, entre otros textos fiscales, en la restitución
•emprendida por Gualterio el Joven. Sin embargo, este trabajo se conti
nuó en la cancillería o cerca de ella, puesto que los catastros del año
1207, en los que se registran no menos de treinta y tres domanios — al
gunos de ellos consolidados poco antes en Normandía, otros en las
tierras (periféricas) del norte, y un tercer grupo recuperado de 1a dote
de la difunta reina Adela— , se copiaron en el Registro A. Según pare
ce, fueron los p révótés los que solicitaron estas cuentas — pues eso es
en realidad lo que son, y consignadas además en la antigua forma pres
criptiva— , las cuales se redactaron primero en forma resumida aunque
análoga, hasta constituir finalmente una colección en París. Algunas de
ellas, o incluso la mayoría, habían quedado ya obsoletas cuando, quizá
con la simple intención de deshacerse de aquellos grupos de pergami
nos cuyo contenido no estuviese ya en vigor, un mismo experto decidió
transcribirlas en una serie de folios consecutivos. La información que
contenían había sido integrada, en forma de arriendos, en un conjunto
de nuevos cálculos como los que figuran en el rollo del año 12 0 2 en el
que se detalla la situación de algunos lugares del Vexin normando que
habían quedado en manos de Felipe II de Francia en el año 1195 o en
fechas posteriores, así como el estado de las cuentas de Amiens, Com-
piégne y M ontdidier.:s'
ción elemental que precisaban los hombres que debían trabajar en los
puestos que establecían los recién compilados cánones; y sabían asi
mismo que una sociedad sujeta a un marcado proceso de cambio nece
sitaba mantener actualizada la compilación de las normas canónicas
hecha por Graciano. Las decretales — esto es, las respuestas escritas
que ofrecían los pontífices a los litigantes y los jueces en aquellos pun
tos jurídicos o consuetudinarios que resultaran problem áticos— se
multiplicaron, en especial las de Alejandro III, hasta el punto de que se
haría preciso codificar a su vez toda esa nueva masa de documentos.
Ya en el año 1190, la «Primera compilación» de Bernardo de Pavía
—concebida para administrar justicia «en honor a Dios y de la santa
Iglesia de Roma, y para com odidad de los estudiantes»— vendría a
coincidir prácticamente en el tiempo con la empresa de Cencio en la
cámara apostólica.312 Los papas asumían las labores propias de un
obispo al estimular la presentación de recursos judiciales, unos recur
sos que pasaban por lo común a manos de jueces delegados elegidos
de entre los prelados locales, ya que eran esos jueces los encargados de
juzgar los casos y de emitir un fallo. La responsabilidad de actuar como
juez delegado recayó en repetidas ocasiones en la persona del obispo
Rogelio de Worcester (1164-1179). Los elementos que se tenían co
múnmente en cuenta al proceder al interrogatorio sumarial coincidían
muchas veces con el estudio de los casos que realizaban los jueces iti
nerantes de Inglaterra y N orm andía.313
Pese a representar un ingenioso despliegue de sus medios, difícil
mente cabría considerar que la nueva justicia del papado constituyese
un sistema administrativo, y menos aún una organización centralizada.
También en este caso el punto central era el de la rendición de cuentas.
«Juzgad con justicia» decía Bernardo de Pavía para exhortar a los jue-
;í ces, «...teniendo en vuestros corazones a Aquel que asiste a cada cual
~ según sus obras».314 Las nuevas normas canónicas surgían de casos
- que se hallaban tan distantes desde el punto de vista geográfico como
; los de los estudios fiscales provinciales del año 1192. Es más, ni los
papas ni los cardenales sacerdotes habrían de limitarse a tomar en con-
L-r sideración la experiencia de los jueces y los litigantes sino que habrían
^ detener también en cuenta la que habrían de transmitirles los prelados,
gí los coadjutores, los mon jes y los fieles que intervinieran en los grandes
U concilios de Letrán de los años 1179 y 1215. En dichos concilios, la
■^autoridad de la cátedra de Pedro conocería una exaltación superior a la
476 LA CR ISIS IJIil S IG L O XII
* El que le había unido en agosto de 1 193 con Isa m bu r de D inam arca, a la que
repudió in m ed iatam ente y de la que se separaría tres años después, tras decretar una
asamblea de barones y obispos aliñes la nulidad del casam iento. El papa Inocencio
no reconocería esa nulidad y lanzaría repetidos llam am iento s al m o n arc a instándole
a reinstaurar a Isam bur en el trono, con lo que se iniciaría una ro cam b olesca situa
ción de bigam ia que term inaría trág icam ente con la m uerte de la segunda espo sa de
Felipe, Inés de M erano, justo después de d a r a luz a un heredero. {N. de los t.)
478 LA CR ISIS DEL S IG LO XII
das con «reyes y reinos, con litigios y disputas, y con tanto afán que
apenas les quedaba después tiempo alguno para hablar de las cuestio
nes espirituales»— . Lo que vio y oyó acerca de los «Hermanos Meno
res» no sólo le proporcionó gran consuelo sino que le animó a escribir,
gracias a lo cual podemos hoy contar con una de las primeras y mejores
crónicas de la recién fundada orden de los franciscanos, cuyos miem
bros empezaban a dispersarse en esa época por las tierras situadas más
allá de la Toscana y ¡a Lombardía. Por fin. tras todas esas peripecias, a
últimos de septiembre, llegaría Jacobo a Genova, donde dispuso todo
lo necesario para embarcar rumbo a Acre. Y a pesar de que unos geno-
veses le confiscaran los caballos para realizar con ellos un ataque mili
tar contra un castillo vecino — diciéndole además que se trataba de una
costumbre local— , el obispo Jacobo aprovecharía su ausencia para in
ducir a sus esposas e hijos a abrazar la cruz, voto al que (según afirma
él mismo) habrían de sumarse a su regreso los ciudadanos que habían
partido a la batalla.1
Amenas, detalladas y repletas de información, las cartas de Jacobo
de Vitry tienen la virtud de transmitir al lector las fragancias y los soni
dos de la época. No menciona siquiera al emperador Federico II Ho-
henstaufen, quien se hallaba por entonces en la flor de su formidable
mayoría de edad; tampoco habla de Felipe Augusto, quien por esos
años no vivía más que para un único reto: el de la herejía; se desenten
derá igualmente de la tutela del todavía niño Jaime I de Aragón —a
cargo de los caballeros templarios fieles al papa— , y aún se ocupará
menos del rey Juan sin Tierra, que moría por las fechas mismas en que
el obispo se preparaba para embarcar; y sin embargo, éstos eran los
señores-reyes, suyos eran los «reinos» (regna), de los que tan diligen
temente se ocupaban, com o acababa de descubrir Jacobo, los integran
tes de la corte papal.2 Nunca había parecido tan urgente la defensa de la
fe a ojos de los cristianos; y si el obispo Jacobo tampoco se detiene a
comentar nada del IV concilio de Letrán, es porque todo cuanto le inte
resaba parecía resonar estrepitosamente en la cargada atmósfera de la
empresa religiosa iniciada por el gran papa cuyo abandonado cadáver
constituirá la más sobrecogedora imagen de las cartas. La gente mur
muraba que si la mayoría de los prelados se comportaban como «perros
mudos, [que] no pueden ladrar» (Isaías, 56, 10), el Señor Dios deseaba
salvar a todas las almas «antes del fin del mundo», sirviéndose para
ello de «hombres sencillos y pobres», como los frailes.3 Pese a su mar-t.
C O N M E M O R A R Y P E R S U A D I R (11 6 0 - 1 2 2 5 ) 483
del mal señorío, cuyas prácticas 110 parecen en m odo alguno superadas .
a principios del siglo xm, aunque en este caso es casi seguro que las |
afirmaciones de Jacobo deben de venir dictadas por una motivación
distinta: la de las argucias estratégicas de este devoto predicador de la ■
cruzada. En una época en la que se multiplicaban de nuevo las deman
das relacionadas con el patrimonio, y en la que incluso los impuestos
destinados a la cruzada podían ser considerados arbitrarios, el hecho :
de que los cruzados ausentes tuvieran la certeza de poder contar con>
que la Iglesia brindara protección a sus dom anios resultaba tan perti-1
nente como siempre.5 ■
Sería erróneo sugerir que Jacobo de Vitry nos proporcione un testi- ^
monio suficiente de las actividades realizadas por el poder en su épocaí"?
Jacobo es simplemente un buen narrador, un notario cuyo testimonios
aún nos parecerá mejor si además de por su primera carta le juzgamos3
también por sus narraciones y sus sermones,6 pese a que sea tan ajeno
a todo cuanto supere los intereses de los cristianos cultos como la ma
yoría de los demás autores que nos han legado sus escritos, Robert;
Moore ha mostrado perfectamente que las presiones tendentes a conse
guir la conformidad de los cristianos habrían de crecer de forma nota
ble en las décadas situadas en tom o al año 1200.7 Entre los herejes, los |
agnósticos y los judíos, las palabras de los sacerdotes y los predicado- '
res debieron de ejercer muchas veces el mismo efecto que ios golpes o ;
las amenazas de los caballeros, ya que también ellas venían a constituir í
una forma de intimidación moral basada en el miedo. La exigencia ■
planteada en el año 1215, por la que no sólo se obligaba a los judíos á >
vestir ropas distintivas sino que se les prohibía asimismo ocupar «car
gos públicos», debió por fuerza de animar a muchos a considerar que é l :
cristianismo triunfante constituía un orden legítimo.8 Un orden coerci
tivo justo, subrayaría Jacobo de Vitry, y así se inculcaría también a
toda una serie de sucesivas hordas de caballeros. No obstante, lo que
aquí ocurre es que, más allá del perímetro de certidumbre de los solda
dos y los sacerdotes, se pierde de vista la experiencia del poder, oculta
en el oscuro pasado de los herejes, los infieles, los campesinos y lo s ,
pastores — muchos de los cuales sólo eran nominalmente cristianos—.
Resulta característico además que no exista constancia documental al- '
guna de los lazos familiares y de amistad que unían a todas estas gentes
(al menos con anterioridad al año 1225, aproximadamente), unas gen
tes sometidas a las nuevas coacciones de un régimen cristiano de muy 7
C O N M E M O R A R Y PER S U A D IR ( 1 160 - 1 2 2 5 ) 485
L a s C U L T U R A S DEL PODE R
empleara la metáfora del amor, o del amor como poder, para hacer burla
de la gente y de sus defectos, aunque la mayoría de las chanzas giraran
en tomo al poder; no obstante, era también frecuente tomar a guasa las
dos cosas, es decir, tanto el amor como el poder, todo ello en el marco
de un constante paradigma de dependencia y lealtad, cualidades ambas
acompañadas de cantos a la liberalidad del señorío. «E car vos am, domp-
na» escribe Guillermo de Cabestany, «tan finamen / Que d ’autr’amar
no-rn do n’ Amors poder » . 16 Estos sentimientos habrían encontrado bue
na acogida en gran parte de la Europa de finales del siglo xn; quizá, de
hecho, en todos aquellos lugares en que las cortes señoriales atrajeran
— o al menos no vetaran — a los poetas y músicos, o jo g la rs. Se dice
que Am aldo Daniel (cuya actividad poética se desarrollará aproxima
damente entre los años 1180 y 1 2 1 0 ), trovador procedente de un casti-
1 lito de la región del Périgord, alcanzó gran fama en la corte del prínci-
pe Ricardo Corazón de León, y que asistió a la coronación de Felipe
Augusto de Francia en el año 1180.17 También podemos encontrar otro
notable indicador de la amplitud y difusión de esta imaginativa cultura
en una obra en verso titulada «Enseñanza» (Ensenham en). Se trata de
un poema en el que un trovador catalán, el barón Gerardo de Cabrera,
fingirá regañar a su juglar Cabra — en tomo a un período comprendido
entre los años 1150 y 1155— por ignorar todo un conjunto de textos
literarios, entre los que cabe destacar la presencia de no menos de quin
ce chansons de geste. De este modo, la obra se convierte en un verda
dero catálogo de romances, héroes y trovadores, entre los que figuran
Raúl de Cambrai, Gerardo del Rosellón, y los trovadores Godofredo
Rudel y Marcabrú, venidos del norte de los Pirineos.IK
El significado que puedan tener estos entretenimientos cortesanos
respecto de la experiencia del poder resulta algo más problemático de
lo que parece a primera vista. Salvo raras excepciones, los trovadores
no son para nosotros sino simples nombres, dado que sus obras sólo se
han conservado a través de copias que contienen distintas versiones
— unas versiones que además de ser de calidad variable se realizaron
en períodos m uy posteriores al de su com posición— . Con todo, no ¿¡
empezó a reconocerse que dicha transmisión a base de copias consti- •;
tuía un elemento de pervivencia cultural sino en el período que aborda
mos en este capítulo, período en el que algunos trovadores, como Pe-
dro Vidal, se proclamarán fieles al ideal del chant e solatz ,19 Ya entre ••••
los años 1200 y 1210, aproximadamente, Ramón Vidal de Besalú es
CONMEMORAR Y PERSUADIR ( 1 1 6 0 - 1 2 2 5 ) 491
sirven tes* nos transmitirán las emociones — ira, júbilo, desdén— con
un lenguaje coloquial. A principios de la década de 1170, Guillermo de
Berguedá se jactaba de haber engañado a todos los maridos de los cas
tillos vecinos .-3 En el año 1 183, Beltrán de Bom mostraría abiertamen
te su regocijo al comprobar que Enrique II de Inglaterra le devolvía su
castillo natal de Hautefort, aunque el único motivo del gesto del monar
ca había sido ratificar el desalojo del hermano de Beltrán a instancias de
este último. Para hacerse con este castillo — en lo que había sido un
incidente más de la rebelión de los barones en la que Beltrán participa
ba— , el príncipe Ricardo Corazón de León había contado con la ayuda
del rey Alfonso II de Aragón, quien de este modo se ganaría el mordaz
desprecio del trovador .24 Sin embargo, Guillermo de Berguedá supera
ría a Beltrán de Bom en su elogio de la violencia, dado que además de
ensalzarla él mismo la practicaba. Tras asesinar a su enemigo el vizcon
de de Cardona, Ramón Folc, en el año 1 176, se vería obligado a partir
para un prolongado exilio. Y en el transcurso de dicho ostracismo pare
ce haber conocido a Beltrán de Born, con quien además habría inter
cambiado canciones. Y a diferencia de este último, que se haría religio
so, participaría en las cruzadas y terminaría ingresando en un convento,
Guillermo no abandonaría sus emponzoñadas cantigas sino una vez de
regreso en sus castillos, muriendo — asesinado por un don nadie, como
no dejaría de recordarse— mientras participaba en una rebelión contra
el señor-rey que había sufrido las calumnias de ambos poetas .25
Los ecos que resuenan en las rimas de estos trovadores nos traen,
aunque algo distorsionado, el rumor del grosero parloteo de los casti
llos. El poder es de orden moral, no político; la gente es juzgada en
virtud de su posición, no de sus pensamientos. Las invectivas no se li
mitarán a esto, desde luego, pero la irónica intención con que Guiller
mo de Berguedá fingirá proponerse no ofender a Ponce de Mataplana
al vilipendiarle, sino únicamente abrir una vía de desahogo a su «natu
ral deseo», actúa en realidad como tapadera retórica con la que dar ex
presión a la vilania de las palabras de la víctima, contrapuestas de este
modo a la «ingeniosa y forjada c o rtesía » de las suyas propias .26 En esta
cultura las palabras son como dardos. Cabe argumentar que en muchas
ocasiones estos virtuosos verbales se limitaban a expresar lugares co
munes marcados por el desprecio o la envidia; y que sea cual sea el
sesgo que adopte la letra del cantar, sus versos vienen a ser una especie
de remedo del modo en que hablaba la gente de su entorno. De este
modo, para advertir de los negativos efectos derivados de una desacer
tada indulgencia para con los campesinos, Beltrán de Born dará rienda
suelta a su desprecio .:7
Si ya resulta difícil captar estos prejuicios en otros trovadores, más
difícil se hace aún escuchar las voces reales de la gente de la época que
se enmascaran tras las rimas. No obstante, el énfasis que domina en las
composiciones y que además de hablar del amor y de la fidelidad será
compartido por los vengativos colegas de Beltrán no sólo emanará de
los castillos, sino que surgirá asimismo de la tradición que venga a ins
taurar el genio de Guillermo IX de Aquitania (1071-1126), una tradi
ción todavía viva aunque en esta época se encuentre ya en su tercera
generación .28 El Ensenham cn de Gerardo de Cabrera, que también era
señor de varios castillos, constituye una clara muestra de que este estilo
se extendió m uy pronto a la región de los Pirineos. Y en la siguiente
generación serán también los señores castellanos quienes se encarguen
de continuar la trova, señores como Guillermo de Berguedá, Ponce de
la Guardia, Hugo de Mataplana y Guillermo de Cabestany. Los prime
ros trovadores catalanes conocidos eran todos dueños de castillos
—salvo uno o dos— . y de hecho, hasta donde nos es dado saber, parti
cipaban de forma activa en los señoríos de sus respectivas fortalezas.
Pese a que muchos de los trovadores de la Provenza, la Aquitania y
Occitania — regiones donde el número de tañedores es m uy superior—
parecen haber crecido en entornos castellanos, serán muy pocos, que
sepamos, los que lleven una vida de activa búsqueda del poder coerci
tivo y militar — como hiciera por ejemplo Beltrán de Born— . De he
cho, el conde Raimundo VI de Tolosa (1194-1222) desheredará al tro
vador Ademara el Negro. Ramón de Miraval, «un pobre caballero de
las C arcasses* no poseía más que una cuarta parte del castillo de M i
raval, ¡[en el que habitaban] menos de cuarenta personas!». Ninguno
de los trovadores de estas tierras rehuyó ni rechazó nunca la dom ina
ción caballeresca en la que había sido educado, ni siquiera los nacidos
de padres mercaderes (como Pedro Vidal o Fulco de Marsella) o atié
sanos (es el caso de Bernardo de Ventadom y de Guillermo Figueira ).29
analogía con las fracasadas luchas que habían librado los castellanos
durante los años de auge de los cantos de fidelidad— terminaría adop
tando una forma discursiva nueva en los relatos compuestos en prosa
vernácula, com o ha demostrado Gabrielle Spiegel. Pese al importante
impulso del padrinazgo laico y su presumible estímulo para la alfabeti
zación seglar, se trató, prácticamente en todos los casos, de una cultura
clerical, cultura que es preciso por tanto distinguir de la que es propia
de los compositores de poem as .35
H ablillas cortesanas
Sermones eruditos
mos a percibir aquí la sensibilidad del cronista ante los apuros que afli
gen a los débiles en un mundo dominado por individuos codiciosos que
se dedican a despojarles: «unos mediante la violencia, otros recurriendo
a la imposición de un mal uso, otros sirviéndose del fraude, y otros más
valiéndose de la calumnia»— . Tras afirmar que ya ha examinado las
clases de rapiña que «pudieran dar la impresión de no ser violentas»
— esto es, la usura, la simonía y las transacciones fraudulentas— , Ro
berto propone abordar el análisis de la rapiña coercitiva que acostum
bran a realizar los príncipes y los prelados, deteniéndose sobre todo en
las «costumbres injustas de los reinos», como los portazgos y las incau
taciones de pecios. No contento con esto, Roberto disecciona este tipo
de rapacidad a fin de exponer de manera clara la responsabilidad que
tienen en ella los cortesanos que «sugieren a los príncipes y a los prela
dos que impongan tallas y exacciones», así como la que incumbe tanto
a los que alaban esas medidas como a los que las censuran. Y para que
el arrepentimiento de todas estas personas pueda considerarse «válido»,
añade, los culpables deberán devolver necesariamente todo aquello de
lo que se hayan apoderado, hasta el último pedazo de tierra .74
Podría juzgarse que estas opiniones vienen a constituir el marco de
dos de las más características preocupaciones de los maestros de teolo
gía. Una de ellas era la de que la responsabilidad moral derivada del
ejercicio del poder coercitivo había adquirido un carácter tan contagio
so en la sociedad de la época que la inveterada costumbre de culpara
los sirvientes de toda fechoría había empezado a convertirse en un pro
blema. La superación del espectro que suponía la amenaza de los «ma
los» señores de segunda fila se materializará en el norte de Francia e
Inglaterra mediante el empleo de una fuerza arbitraria: la que permitirá
imponerse en la región a los señores reyes, lo que no sólo pondrá en
peligro la suerte de sus almas, sino también la de los hombres que se
hallan a su servicio. ¿Cóm o podían aceptar los caballeros una paga
manifiestamente procedente de la usura o la rapiña? El impulso tenden
te a establecer elementos de responsabilidad por la comisión de actos
de violencia armada dejaría al descubierto a los grandes potentados de
la sociedad, estimulando las comparaciones con los dirigentes hebreos.
Así fue com o surgió, aunque no fuera ésta la única razón, el interés
académico por el estudio de los reinos bíblicos .75 Sin embargo, esta
casuística resultaría muy oportuna. Roberto de Courson dice que los
reyes y los príncipes de la época podían imitar en ocasiones el compor
C O N M E M O R A R V PERSUADIR ( 11 6 0 -1 2 2 5 ) 509
vista como una forma de connivencia con los campesinos y los labrie
gos, en especial con aquellos que empezaban a disponer, cada vez más,
de unos medios visiblemente mejores para responder a los recaudado
res de impuestos. Con todo, los maestros de moral, que no albergaban
la menor duda de que algunas personas eran propiedad de sus señores,
tampoco eran más democráticos que los caballeros a los que fustiga
ban, Encerrados en la misma envoltura protectora en la que se ampara
ban los demás señores, los maestros se limitaban simplemente a mani
festar una distinta forma de pensar sobre la cultura de las armas y el
dinero. Además, resultaba difícil estigmatizar la rapiña y el cobro de la
talla sin endosar a dicha violencia el rótulo de opresora, juzgándola,
eso sí, tan dañina para los «pobres» como para las expectativas espiri
tuales de sus caballerescos atormentadores.M
En pocas palabras, la postura moralizante de los maestros teólogos
les empujaba a sostener una problemática defensa de la paz y la seguri
dad de las masas trabajadoras. Difícilmente podría ser de otra manera,
dado lo m ucho que prevalecía la violencia, tanto de tiñes coercitivos
como recreativos, y la cáustica naturaleza de la existencia. Es difícil
discernir en sus escritos si los maestros parisinos de moral se vieron o
no arrastrados a un renovado debate ideológico, como sugiere Georges
Duby, pero lo que sí parece claro es que Pedro el Cantor y Esteban
Langton tendían a escribir con el fin de hacer más amplios y profundos
los círculos de consulta y acción colectiva de sus contemporáneos .90 Se
tiene asimismo la impresión de que dicha actividad venía a añadirse a
las que componían la biografía más sonada de sus autores, aunque no
por ello haya escapado, dada su importancia histórica, a la aguda vista
de los modernos estudiosos de la teología penitencial.
* El a u to r a lu d e a q u í a! d o b le s ig n if ic a d o d e la p a la b ra in g le sa com petence. n
recogido p o r el D R A E en su e q u iv a le n c ia e s p a ñ o la . El d o b le s ig n ific a d o e s p u e s , p o r
un lado, el q u e , a p lic a d o a u n a p e r s o n a , la d e fin e c o m o id ó n e a o c a p a z d e d e s e m p e
ñar una d e te r m in a d a ta re a , y el q u e , p o r o tro , r e m ite al h e c h o d e q u e d ic h o in d iv id u o
esté le g a lm e n te fa c u lta d o p a ra e je r c e r u n a a c tiv id a d d a d a . (N. de Ios i.)
520 LA CRISIS DLL SIGLO XII
valor del patrimonio del señor conde, m erm ado tras una serie de de
sembolsos y conquistas militares. No obstante, sólo entre los años 1175
y 1178, aproximadamente, comenzará a apreciarse una cierta aparien
cia de regularidad en la realización de auditorías contables a los admi
nistradores. Durante los treinta años siguientes, un grupo de cortesanos
reales aparentemente organizado por los escribanos Ramón de Caldas
y Guillermo de Bassa — a quienes sucederían, ya en tiempos del rey
Pedro II de Aragón, conde de Barcelona (1196-1213), los templarios
de Palau-solitá— , habría de pedir cuentas periódicamente a los vica
rios y a los administradores a fin de que éstos respondieran de los in
gresos obtenidos en los domanios fiscales de Cataluña .110
Lo más probable es que todos ellos adquirieran sus conocimientos
técnicos con la práctica. Es algo que se observa claramente en los re
gistros que realizaron; además, dado que algunos de estos hombres ha
bían recibido formación de amanuenses, se aprecia en su trabajo la ca
racterística im pronta de la cultura notarial. D ifícilm ente podría
considerarse que se dedicaran exclusivamente a la tarea fiscal. La faci
lidad con la que se explayan sobre los formularios necesarios para rea
lizar las ventas y las asambleas, o para depositar bienes como garantía
de una transacción, es prácticamente la misma que muestran al tratar de
las cuentas (com putum , com putavit) que cualquiera de ellos podia ela
borar para establecer el saldo resultante de los ingresos y los gastos
declarados en el curso de las auditorías. Los propios administradores,
incluyendo en su número a los judíos de Gerona, Barcelona y Lérida,
podían actuar como asesores siempre que no se hallaran afanados en
justificar sus propias actividades contables. Este trabajo, en el que se
interactuaba con m em orandos y cartularios, precisaba de una buena
formación de letras (y también de números), aunque esto no implique
afirmar que los escribanos y los administradores fueran cultos. Según
parece, ninguno de ellos debió de asistir a las escuelas en que impartían
clases los maestros señalados, ni siquiera Ramón de Caldas, deán de la
catedral de Barcelona .111
Por consiguiente, parecería razonable preguntarse si estos funcio
narios catalanes llegaron a tener conciencia de haber adquirido una tí
mida capacitación fiscal. Com o va vimos en el capítulo anterior, sus
labores fiscales formaban parte de la concienzuda reforma de los m o
dos de dominación patrimonial de sus señores. Con todo, los contables
y auditores de que tenemos constancia constituían un grupo bien cohe
524 LA CRISIS DLL SIGLO XII
verse alterada por unas nuevas exigencias fiscales que terminarían de
sembocando en la asunción de enormes préstamos y en la imposición
de más gravámenes, Se iniciaba así la era de los recaudadores de fon
dos, mientras, por otra parte, y en circunstancias que aún han de ser
examinadas, un tal Guillermo Durfort venía a ocupar el puesto de Ra
món de C aldas .115
No debiéramos tener la impresión de que en el siglo xn fuera escaso
el número de personas que además de tener relaciones con el poder
poseyera competencias de orden práctico: y para confirmarlo hemos de
fijamos una vez más en el caso de Inglaterra. El D ialogue o f the Exche-
quer, elaborado por Ricardo Fitz Nigel entre los años 1177 y 1179,
resulta de tan deslumbrante interés en este contexto que habremos de
tener presente el peligro de falsear, siquiera mínimamente, las conclu
siones de cualquier comparación implícita entre el círculo de quienes
rodean a Ricardo en Inglaterra y el de sus colegas continentales. La
complejidad del escenario catalán era menor, así que Ramón de Caldas
no tuvo necesidad de redactar un manual similar; sin embargo, también
hay que decir que, a su manera, Ramón se hallaba más atareado incluso
que Ricardo el Tesorero* (y, al parecer, por los mismos años en que se
compuso el Dialogue). Ramón describió con claridad su proyecto, con
sistente en reorganizar los archivos condales, y da muestras de haber
comprendido los mecanismos propios de una contabilidad administra
tiva .116 La verdadera incógnita estriba en averiguar por qué no se ha
conservado nada parecido a esta descripción en la mayoría de las res
tantes regiones continentales. Y la respuesta ha de consistir sin duda en
que prácticamente en todas partes había logrado persistir, com o ya
ocurriera en la Francia capeta, un tipo de gestión patrim oniale de ca
rácter tradicional, gestión que en dichas regiones se conservaba todavía
en una fecha tan avanzada como la de la década de 1190. En estos regí
menes prescriptivos sólo se consignaban por escrito las inspecciones
fiscales, en rollos de pergamino y en registros que no sólo quedaban
constantemente desfasados sino que se hallaban expuestos a desapare -
arcas del rey, «e! tesoro público se rige por unas normas propias, [y] no
por casualidad, sino por la voluntad deliberada de algunos hombres
notables» .119 Existe una «ciencia de la Hacienda pública» que es preci
so dominar a fin de lograr que opere. Ricardo pone en boca del maestro
una promesa: la de que no habrá de explicar a su pupilo «sutilezas, sino
cosas útiles» (no se precisa de un profesor teórico en este taller m ecá
nico). Con todo, el D ialogue está lleno de detalles difíciles, muchos de
ellos de carácter notablemente técnico, como sucede por ejemplo con
los debates sobre las enumeraciones y las proporciones, el aquilata-
micnto de las cuestiones, los desbroces de terreno y el estudio de la
fo re sta .'2® Y la m odesta erudición de la obra tampoco excluye por
completo la sofisticación conceptual: la propia expresión «Hacienda
pública» (.scaccarium ) alude simultáneamente a un acontecimiento y al
tablero de ajedrez . 121
La faceta cortesana de la Hacienda pública inglesa encarna la utili
dad funcional que algunas personas de la época echaban a faltar en los
servicios principescos. Era un lugar en el que los clérigos no tenían por
qué temer por su vocación. Los emplazamientos que se dictan desde la
institución congregan a un conjunto de funcionarios que presiden, juz
gan y reconsideran los casos; estos funcionarios se relacionan con
hombres de mejor posición social que la suya (aunque lo más frecuente
es que sea inferior) y que, a su vez, resultan tan imprescindibles como
los propios funcionarios — como ocurriría, por abundar en el símil, con
los medidores y los tomillos de una máquina— . De este modo, el m aes
tro señala implícitamente que todos los negocios quedarían interrumpi
dos si el amanuense del canciller del tesoro no se hallara presente desde
«el primero al último de los apuntes contables » . 122 Con todo, si la ratio
es el principio impulsor de esta cooperación entre distintos funciona
rios, 123 hay ocasiones en las que ha de transigirse en la aplicación de
sus principios. No se le oculta al alumno que el privilegio contamina el
orden funcionarial. El maestro manifiesta la turbación que le produce
como autor del D ialogue el hecho de verse obligado a justificar que los
barones de la Hacienda pública se hallen exentos de todo pago en las
tierras de que disfrutan; y además, con lúcida paciencia, expone la chi
rriante anomalía del derecho forestal, que no se administra con absolu
ta justicia, sino en función de la voluntad del rey .124
Con todo, la dinámica procedimental que predomina en la Hacien
da pública guarda relación con la coordinación funcional de las com pe
528 LA CRISIS DLL SICiLO XII
La p a c if ic a c i ó n
poder útil para hacer cumplir normas y costumbres. Era habitual con
cebir mecanismos específicos para el buen funcionamiento de este tipo
de paz: juram entos capaces de garantizarla, ejércitos para velar por su
vigencia, gravámenes para sostener dichas tropas o para entregar com
pensaciones económicas a las víctimas de la violencia, etcétera...; de
hecho, se llegó incluso a designar funcionarios para controlar su obser
vancia (después del año 12 0 0 ).11,2
Todo esto constituía una novedad en tiempos de Durand. Desde
luego, ya se habían consignado antes por escrito disposiciones simila
res para acompañar a los pactos de paz santificada, y existían incluso
precedentes de juram entos y de ejércitos cid hoc, sin embargo, en las
primitivas estipulaciones de paz no se habían determinado de forma
tajante estas obligaciones. Sólo al surgir entre los años 1140 y 1160
aproximadamente el nuevo azote de ios caballeros sin arraigo com en
zarían a reorganizarse las disposiciones de paz de formas específica
mente funcionales. No puede por tanto sorprendemos que la paz gasco
na recientemente sellada en torno al año 1 148— sea la primera en la
que se concrete tanto la creación de un ejército destinado a poner rem e
dio a los quebrantamientos de la paz como la institución de un subsidio
económico. Si los antiguos juramentos se habían efectuado de un modo
pasivamente negativo, como se observa en los juramentos de fidelidad,
por ejemplo, en los juram entos n u e v o s — es decir, en los que aparecen,
pongamos por caso, en los estatutos de Elne (1 156) y de Tarascón
(1226)— se incluirán compromisos positivos que contribuyan a la efi
cacia de las fuerzas de paz v a sufragar la tasa estipulada .163
Es más, las circunstancias tendieron a ampliar el alcance de la paz.
En los condados pirenaicos se había determinado claramente que una
de las principales materias de preocupación giraba en torno a la seguri
dad de las propiedades rurales. En dicha región, la paz se conocía con
el nombre de «paz de las bestias» (pax bestiarum ; bovaticum ), y en la
provincia de Narbona se aplicaba una denominación idéntica. Además,
en esta misma zona se confirmaría una antigua disposición dictada para
incluir la acuñación de moneda entre los amparos estipulados en la
paz .164 Sin embargo, el cambio m ás significativo que se registra en
la elaboración de disposiciones de paz con posterioridad al año 1150
será de otro tipo, notablemente más problemático.
Uno de los activos de los encapuchados consistía en el hecho de
que su impulso se hallara cimentado en la devoción penitencial. Guiot
542 LA CRISIS DEL SIGLO XII
L a p o lit iz a c ió n d e l p o d er
cuenta con ningún eufemismo con el que suplir esa carencia. De lo que
escribe es del poder, de sus modalidades, de sus excesos y de sus limita
ciones. Elabora su crónica en un estado de ánimo poco menos que de
permanente desencanto, y elogia la «constitución política de los anti
guos», constitución que contrapone a los inmoderados excesos de los
señores de su propia época, más aficionados a las monterías que a la
administración .184 En una ocasión dirá de la res publica que es una «or
ganización política [/jolisi] mundana» — una de las escasas alusiones a
lo «político», en cualquiera de sus formas lingüísticas— . I8;i Por otro
lado, los ideólogos del orden público, los abogados, tampoco mostrarán
una inventiva muy superior. Con todo, cabe citar al menos a uno de
ellos, alguien que en virtud de su familiaridad con la ética ciceroniana
puede confirmar que en realidad la noción clásica de organización polí
tica flotaba ya en el ambiente. Un jurista anónimo del sur de Francia que
escribe en tomo al año 1130 definirá las «[cosas] políticas [politice]» en
relación con la prudencia, antes de llegar virtualmente a la conclusión de
que, en realidad, lo que informa el orden social, o la «cosa pública» (res
publica), son las cuatro virtudes cardinales. «Las virtudes politicas»,
escribe, «incumben a aquellos a quienes se encomienda la gobernación
de la cosa p ú b lica... Las [cosas] políticas incumben al hombre porque es
un animal social». Y «si la paz social se adquiere por las armas, sólo
mediante las leyes puede preservarse » . 186 Juan de Salisbury compartía
este mismo punto de vista, puesto que su concepción orgánica de la so
ciedad implicaba otro tanto. Sin embargo, la propia metáfora, unida a la
fijación obsesiva con la que Juan se centra en el poder, le impedirá ver
la conveniencia de catcgorizar como gobierno al poder encaminado a la
consecución del orden público, y tampoco le dejará apreciar en el «go
bierno político» otra cosa que una tautología. No obstante, los cambios
de interés de la época, según los hemos venido refiriendo en este libro,
tampoco habían de escapársele por completo. Sabía que existían cargos
funcionariales, y es característico que se muestre consciente de que su
ejercicio daba lugar a abusos, sin embargo, no conseguiría comprender
que esas formas de abuso eran un elemento integrado en los mecanismos
de su propia sociedad . 187 Lo que se le ocultaba era la «politización» de
las metas y de los intereses. Y para poder comprender con más claridad
este extremo será preciso que ampliemos nuestra perspectiva.
Rara vez se ha cuestionado que el poder en la Europa medieval haya
sido nunca otra cosa que un poder «político». De este modo, suele de
552 LA C RISIS DLL SIGLO XII
cirse que todas las sociedades poseen alguna forma de gobierno, por
rudimentaria que pueda ser, y que todos los gobiernos son de naturaleza
política. Joseph R. Strayer ha sostenido que el feudalismo fue un «go
bierno reducido a la mínima expresión», una forma «de realizar ciertas
acciones políticas esenciales».lss Lo que este autor tenía en mente era la
justicia, y desde luego, existe una perspectiva desde la cual puede con
siderarse de carácter político a todo poder que persiga su propia legiti
mación y se erija por tanto en árbitro jurídico de aquellos a quienes so
mete. Susan Reynolds hace referencia a la «colectividad política» y a
las «unidades politicas» que sirven de marco para que las gentes de la
Edad Media puedan asumir una identidad objetiva . 1*59 En estos senti
dos, todos ellos muy amplios, sería absurdo negar que las sociedades
medievales poseyeran una historia política ininterrumpida. Más aún,
desde esta perspectiva la gobernación puede considerarse un continuo
conceptual. Al enfrentarse a las rupturas dinásticas, como en Maine
(año 1098), Alemania (1125) y Flandes (1127), los cronistas solían re
ferirse a los asuntos públicos que quedaban en manos de los potentados
(o a otras cuestiones similares) como si esos «representantes namrales»
de las organizaciones políticas territoriales tuviesen un plan de acción
distinto al del antiguo señorío principesco. En torno al año 1131, el
obispo Hildeberto hablará de la aclm inistratio de! conde Godofredo al
exhortarle a trabajar de forma constante al servicio de la gente .190
Sin embargo, esta comprensión de la acción «política» y la «gober
nación» es menos inocente de lo que pudiera parecer. No sólo lleva a
confundir el gobierno con el orden público —-error que ningún campe
sino inteligente habria cometido en el siglo xil — , también tiende a
identificar la conducta política con los acontecimientos dinásticos, con
las sentencias judiciales, con las guerras y con el cobro de impuestos.
Oscurece el problema del cambio histórico, y al mismo tiempo perpe
túa el anacronismo conceptual. Se excluye así la posibilidad misma de
comprender los fallos judiciales o la exacción de impuestos como una
práctica propia de grupos familiares o camarillas de amigos y propieta
rios. ¡Pensemos en las «historias politicas» de Francia y de otras regio
nes europeas en las que se explican los acontecimientos del ámbito
«político», pero no sus m odalidades ! 191 Las formas de hacer las cosas
evolucionan — de hecho se transforman incluso las formas de hablar— .
Si optamos en cambio por considerar que todo ejercicio del poder po
see carácter político, corremos el peligro — como le ocurre a Juan de
c o n m e m o r a r y p e r s u a d ir ( 1 1 6 0 - 1 2 2 5 ) 553
Hay razones para creer que este fenómeno adquirió un carácter ge
neralizado en torno al año 1200. Y si rara vez han advertido los histo
riadores este extremo se debe a que las pruebas no son nada satisfacto
rias. En todo caso, no debe confundirse aquí la «politización» con lo
que ha dado en llamarse la «invención del estado » . 199 Es posible que ¡a
Querella de las investiduras viniera ahora a estimular más el recurso a
las «normas verbalizadas» que a las costumbres, así como el reconoci
miento de que el poder reside antes en las leyes que en una «emanación
del carácter»; en todo caso, el clero habría de difundir ampliamente
este nuevo estado de cosas. La H istoria pontificalis es una obra com
puesta por un clérigo cortesano que transcribe las experiencias que él
mismo recoge como «oyente» de la recientemente intensificada vida
institucional, una vida que hundía sus raíces en la argumentación rela
cionada con los derechos, con el desempeño de los cargos y con las
reclamaciones. A fin de asegurarse el control de este tipo de factores, el
clero adquirió una indudable competencia en el arte de hacer amigos,
así como en el de ejercer con tino su influencia .200 Los registros de los
jueces delegados del papa muestran patentemente que las jurisdiccio
nes eclesiásticas promovieron la existencia de un conjunto de esferas
discursivas de carácter racional y regido por norm as .201 Sin embargo,
no hay en todo esto nada que nos muestre que el discurso político hu
biera comenzado a convertirse en algo común,
Y ello porque en realidad el clero y los letrados cristianos vivían
un mundo cuyo carácter era principalmente señorial. Eran hijos y her
manos de barones y de caballeros; y estaban asimismo más que fami
liarizados con los imperativos del señorío, así que no abandonarían
fácilmente el hábito señorial de la consultación aprobatoria. Los encar
gados de celebrar los sínodos eran obispos y legados a los que no sólo
se les mostraba el respeto que acostumbraba a reservarse a los señores
sino que se les daba además el trato correspondiente. Preocupados por
las peticiones legítimas y por las injusticias, los prelados que participa
ban en dichas asambleas podían proceder sin prisas — dado que nadie
les apremiaba— a dar a sus inquietudes la forma de otras tantas causas
sociales dignas de ser sometidas a un debate y una regulación indepen
dientes. Por consiguiente, da la impresión de que ni la adhesión formal
a las normas escritas ni la precisión del discurso curial, presumible
mente agudizada, vinieron a acelerar la politización del poder — ni si
quiera en la Iglesia— . En el año 1215 se promulgaron las constitucio
C'ONMKMORAR Y PERSUADIR ( 1 1 6 0 - 1 2 2 5 ) 557
* En otras fuentes figura com o G e rard o II del R osellón. (N. de los t.)
564 LA CRISIS df-:l SIGLO XII
la tregua en una serio cíe grandes reu nion es cortesan as (ce le bra
r e n Barcelona en los a ñ o s 1198 y 1200, en C e rv e ra en 1202, y en
•üigcerdá en 1207) c o m o si n a d a h ub ie ra c a m b ia d o . Al igual que en
odas las ocasiones anteriores, salvo en la de B a rb a stro del añ o 1192,
ios únicos d o c u m e n to s que n os p erm ite n ten er a lg u n a n oticia de los
acontecimientos son unas cua n ta s copias tardías, y a que lo s originales
perdidos guardan un im penetrable silencio.-51
Una v e z m ás, estas grandes cartas (en la f o rm a en que h a n llegado
hasta nosotros) ocultan tanta in fo rm ació n c o m o la que revelan. El rey
Pedro II dejaría de u tilizar el ejército d e stin a d o a h a c e r c u m p lir las
cláusulas de la paz y la tregua, y tras in troducir un elem ento de am paro
para los habitantes de la región en el año 1198, term inaría incluyéndolo
en la carta de B arcelo na (ru bricad a en ju n io del año 1200), carta que
'tomará c o m o m o delo las del año 1173.252 D a la im presión, por tanto, de
que la disidencia de los b aron es se m antuvo. De hecho, estallaría abier
tamente en el año 1202, co n m a y o r v e h e m e n c ia que nunca. Según un
registro m utilad o de du d o sa pro c e d en c ia, el señor-rey, a seso rado pol
los arzobispos de T arragona y N arbona, así c o m o p or un gran nú m e ro
de m agnates, realizaría dos concesiones: en p rim e r lugar, aceptaría no
poner bajo su prote cc ión a h om b re a lgu no sin c o n ta r prim ero con el
consentimiento del señ or del protegido; y en seg u n d o lugar, se avenía
a que en caso de q u e «los se ñ o re s m a ltratasen a sus cam p esin os, o les
incautaran sus pro pied ades, no tuvieran que respon der en m o d o alguno
ante el rey si ellos m ism o s no habían a ceptado prev iam en te ser los c o
menderos del m o n a rc a » .25’
De m o d o que esto es con lo que nos enco ntram o s: ¡el n e p lu s ultra
del mal señorío! N o h a lla re m o s en n in g u n a otra parte, ni en toda la
Europa m e d ie v a l, a nadie qu e p ro c u re leg islar tan le g ítim a m e n te un
régimen c o stu m b rista rec o n o c id a m en te injusto. No es posible explicar
este fenó m eno . C o m o ha m o strad o Paul F reedm an, los « m a lo s usos»
de esta región {m als usas) estaban por entonces a pun to de asegurarse
la legitim idad de una p ráctica tolerada. Los catalanes de la época llega
rán a h a b la r del « d e re c h o al a b u so » (Jus m a ltra cta n cli).254 Lo que sí
puede explicarse en c am b io es lo que a nuestros ojos presenta el a s p e c
to de una cínica bravata. La p ro c u ra del señorío había sido durante ge
neraciones una b ú s q u e d a de! e n c u m b ra m ie n to aristocrático. En todas
partes, y desde luego no con m e n o s intensidad en C ataluña, este estado
de cosas había v e n id o fo m e n ta n d o una actitud de m e n o s p re c io hacia
574 LA CRISIS DEL SIGLO XII
* E n riq u e d e W i n u l i c s t c r . q u e a la m u e rte de su p a d re te n ía n u e v e a ñ o s d e e d a d
no s u c e d e r ía a J u a n d ir e c ta m e n te , sin o a tra v é s d e la r e g e n c ia d e G u ille r m o el M a ris
c a l, q u ie n te n d r ía q u e d e r ro ta r a lo s b a r o n e s re b e ld e s , q u e c o n te s ta b a n el d e r e c h o de
E n riq u e , y al p r ín c ip e L u is d e F ra n c ia , a n te s d e c o n s o lid a r el tro n o de s u p ro te g id o .
(N. de los í.)
590 LA CRISIS DEL SIGLO XII
pese a toda la regia pompa de que se rodeaba para captar aliados, Juan
se revelaría incapaz — salvo quiza en algunos m omentos de su último
año de vida (es decir, entre finales de 1215 y principios de 1216) — de
conseguir que la monarquía se convirtiera en una causa similar a la que
los barones terminarían esbozando en la Carta 291 Y también hay que
tener en cuenta que el hecho de que el papa clamara contra sus «cons
piraciones» no sólo dejaba traslucir la inherente ceguera del señorío a
la politización de los debates, sino también las propias limitaciones de
Inocencio, incapaz de imaginar qué podía estar empujando a conspirar
a tan distantes pelmazos. Lo más probable es que lo que trataran de
conseguir los afrentados barones, junto con Esteban Langton y otros
miembros del clero, fuera hallar el modo de legitimar su resistencia, y
que lo hicieran en una sene de reuniones de las que no tenemos ningu
na constancia documental. El hecho de que los cronistas se limiten a
señalar casi de pasada que se estaban realizando esfuerzos para lograr
que las demandas resultaran convincentes parece probar que los disi
dentes no consiguieron entrever ningún recurso conceptual conducente
a ese fin, lo que significa que los argumentos expuestos a una voce, por
ejemplo, o la referencia que se hace en la Carta a la «libertad de la Igle
sia y de todo el reino» como elementos para justificar la petición de una
confederación y diferenciar la demanda de una conspiración, no alcan
zarían a persuadir a los interesados.-l,s Las partes de las que habla el
cronista de Barnwell no pueden entenderse sino como «bandos» o
«grupos de partidarios»: difícilmente cabría pensar que pudiera tratarse
de «partidos».2yy Lo que sí debió de cundir sin duda abundantemente
fueron las muestras de «politiqueo», en el moderno sentido de la pala
bra; y sin embargo, lo que todavía mantiene viva la esperanza de lograr
dar a la crisis de la Carta Magna el sentido histórico de una crisis de
poder es justamente la postergación de ese significado. Nos viene así a
la mente el éxito que en último término acompañaría a Juan en su de
terminación de quebrar la solidaridad de sus adversarios. Y pese a todo,
también aquí vuelven una vez más las fuentes a mostrarse reacias a la
expresión de la más mínima novedad. Las circunstancias empujaron a
los rebeldes a elaborar una definición propia del poder que a punto es
tuvo de constituir una ciara redefinición. Los capítulos 12 y 14 de la
Carta, que al prescribir un «concejo común» podrían dar la impresión
de haber formulado una definición práctica del interés colectivo, desa
parecerían sigilosamente de las reformulaciones que experimentara el
594 LA CRISIS DEL SIGLO XII
y sus litigantes sucesores, pese a que sin duda debieron de intentar re
currir ocasionalmente a la persuasión, tenderían más a organizar séqui
tos que litigios a su alrededor. En aquellos casos en que resulta posible
entrever los detalles de los enfrentamientos, como sucederá en la corte
de Wurzburgo el 3 1 de marzo del año 1196, la ocultación en los regis
tros de todo elemento de los debates vendrá a mostrar que la elabora
ción de una alternativa o la consolidación de dos o más posiciones en
contradas, como ya sucediera en Cataluña, era una práctica que carecía
todavía de un lugar reconocido en la toma de decisiones de los reyes o
de los emperadores .302 Los intereses que estaban en juego en el imperio
—y en esto su peripecia se asemeja a la que se despliega prácticamente
en todas partes— eran también los que empujaban al señor príncipe a
tratar de imponerse siempre en su foro predilecto. Y lo que sugieren las
pruebas es que la represión de la violencia era el más sobresaliente de
esos intereses. Difícilmente podrá considerarse que éste fuera el único
polo de atención en una era sacudida por la Tercera y la Cuarta cruza
das, y menos aún cabrá juzgar que se trate de un elemento que haya
resultado atractivo a los ojos de los historiadores modernos. Con todo,
puede perfectamente argumentarse que se trata de la preocupación más
reveladora de los gobernantes, que además de procurar gobernar se
esforzaban al mismo tiempo por dominar.
para arrebatar sus posesiones a los viajeros. Cuanto más fácil pareciera
oprimir a los hombres de humilde posición, con tanta mayor vehemen
cia trataban de aprovecharse los m alvados .321
Esto significa que incluso España conoció casos de iniquidades si
milares a las que tan bien docum entadas aparecen en otras regiones
europeas. La violencia provocada por la codicia o la tentación, la deri
vada de una precipitada venganza, o de un procedimiento judicial, o
aun (y lo subrayo) de la aspiración al señorío...: tenemos ejemplos de
todos los casos posibles. Los cortesanos y los juristas del señor-rey
habrían de añadir precisión a las generalidades que enumera aquí el
monarca, en particular en el estatuto del año 1194, de mayor longitud.
A ese registro (según ha llegado hasta nosotros) vendrán a sumarse
varias regulaciones que muestran que los hombres del rey trataron de
convocar a los saqueadores y a ios ladrones, levantando además una
lista de sus nombres y fechorías .322 De aquí se sigue una conclusión,
que quizá convenga resaltar: el elemento más importante que determi
na el compromiso de Alfonso IX, tanto en el año 1188 como en fechas
posteriores, es el de la violencia interna del reino, y en todas sus for
mas. Esta era la causa que el monarca había hecho suya, la misma que
presentara en las grandes reuniones cortesanas celebradas en León en
julio del año 1188 y en septiembre de 1194, reuniones que darían como
resultado dos estatutos perfectamente oportunos. Lo que no se aprecia
claramente en la diplomática regia es si la supresión de la violencia
topó o no con alguna oposición en dichas asambleas.
Con todo, difícilmente cabría considerar sorprendente que los obis
pos y los potentados laicos expresaran ideas propias al reunirse en
asamblea con el rey. Y ello porque en uno de los grandes aconteci
mientos cortesanos ocurridos en León — probablemente el de julio del
año 1188, en el que promulgaría su primer estatuto (aunque no lo sepa
mos con toda segundad)— , el rey Alfonso pactaría unos célebres de
creta, los mismos que han logrado conservarse a través de una serie de
problemáticas copias del siglo xvi. Al menos tres de sus diecisiete ca
pítulos son manifiestas concesiones. En primer lugar, el señor-rey, tras
aludir al hecho de que la «corte» está compuesta por obispos, potenta
dos y «ciudadanos electos procedentes de todas las ciudades» del rei
no, promete observar sus «buenos usos». «Prometo además», por em
plear las palabras del propio rey, que «no habré de entablar guerra ni
establecer paz o pacto alguno [placitum] sin el consejo de los obispos,
CONMEMORAR Y PERSUADIR ( 1 1 6 0 - 1 2 2 5 ) 603
los nobles y los hombres buenos, por cuyo parecer habré de regirme»
(capítulo 4). Y a continuación ordena que no se emplace a nadie a acu
dir a juicio «en mi corte o en los tribunales de León sino por causas»
contempladas en sus costumbres (capítulo 16). Sin embargo, esto es
todo cuanto dan de sí estas cláusulas. Salvo por el interés en las cos
tumbres, resulta imposible discernir en ellas un programa constitucio
nal. Es probable que el conocido capítulo 4 fuera obra tanto del sobera
no como de sus magnates. De hecho, es muy posible que la única
confrontación a que dieran lugar estos «decretos» fuera la relacionada
con los ocho capítulos pensados para suprimir las violencias derivadas
de la cólera de los poderosos y de los procedimientos sesgados. Según
ha llegado hasta nosotros, esta gran carta presenta el aspecto de ser un
artificio precipitado, y es probable que la causa resida en ia reacción
que habrían tenido los amanuenses del rey en una sesión anterior; reac
ción debida a la necesidad de conciliar las dos funciones o impulsos
que recorrían la gran reunión cortesana que el recién coronado m onar
ca reclamaba para sí .321
2) Respecto a la «situación del reino», hemos de decir que no s
trata sólo de una noción vinculada con el amenazado status regni que
se mencionaba en la encomienda regia de los años 1194-1195; esa mis
ma expresión figuraba también en el estatuto de julio del año 1188, en
el que el señor-rey sostenía que los malhechores habían pervertido la
«situación del reino » .324 Lo relevante aquí no es la novedad de la fór
mula latina, sino el contexto. Difícilmente puede considerarse que la
idea de un status regni fuera algo nuevo en el año 1188. Se trata de una
expresión de la que existen amplios testimonios en el siglo xn, así que
es un indicador constante, aunque débil, de la continuidad conceptual
del orden público. Según el uso que le dan los amanuenses, los cronis
tas y los escribas, la voz status alude a la existencia de unas condicio
nes de vulnerabilidad — como las que afectaban a la Iglesia, según los
textos de Burcardo de Worms o Diego Gehnírez— , es decir, a la nece
sidad de una defensa .323 En los años 1154 y 1158, en Roncaglia, Fede
rico I hablará de la «situación de los individuos», y de su «dignidad»,
indicando asimismo que se trataba de extremos que requerían su aten
ción. Conocedores de las fuentes del derecho romano, sus amanuenses
debían de saber perfectamente que el «derecho público es lo que in
cumbe a la situación de la república » .32(1 En las fuentes hispanas, la
expresión status regni se encuentra de forma tan constante en los con
604 LA CRISIS DLL SIGLO XII
textos relacionados con las asambleas que cabe pensar que pudiera ser
el reflejo de una noción de orden público que todavía perdurara enton
ces y cuyo origen pudiera remontarse a los reyes visigodos .327
Con todo, es posible que ninguno de los usos de la locución status
regni anteriores al año 1188 fuera tan conceptualmente adecuado como
para venir a reforzar una oportuna circunstancia: la de un señor-princi
pe empeñado en instar a la asamblea de sus gentes a definir la condi
ción del reino y a entenderla como una causa debatible. Aquí es donde
puede percibirse la politización, que es la palabra que yo empleo para
describir un fenómeno para el que no existía término en la época; y
puede percibírsela tanto en la necesidad circunstancial — y totalmente
histórica— que tenían los señores y los prelados poderosos de materia
lizar sus nada consuetudinarias formas de interés común, como en la
necesidad que les empujaba a empezar a relacionar sus respectivas he
rencias con unos privilegios colectivos con los que, como grupo, po
dían inducir la aparición de cambios en la situación del reino.
3) En realidad, en el año 1 188 todo el interés del status regni resid
en su pertinencia para el empeño que empujaba al rey a enrolar a las
gentes de León en su causa reformadora. Y como ya estaba sucediendo
en Aragón y en Cataluña — y además ese mismo año— , parecía inútil
im poner severas sanciones a la violencia sin tratar de disuadir a los
violentos. No obstante, también en estos lugares resulta difícil discer
nir, com o en Inglaterra, los intereses de los disidentes — por no hablar
de los de los «conspiradores»— . y aun más difícil imaginar qué ele
mentos podían motivar a las gentes habitualm ente excluidas de las
asambleas. La circunstancia de que poseamos los «artículos» de los
barones ingleses (1214-1215) parece una anomalía que hemos de agra
decer a Esteban Langton .328 Y volviendo al caso español: ¿quién había
tenido la idea de obligar a Alfonso IX a consultar las cuestiones relati
vas a la guerra, la paz y los pactos? ¿Acaso no eran también todas estas
materias otros tantos elementos de interés en los que otros además de él
podían reclamar intervenir? Todo cuanto podem os inferir sin temor a
equivocarnos es que el rey estaba dispuesto a permitir que estas causas
se convirtieran en restricciones consuetudinarias. El registro de una
sentencia dictada en el transcurso de una «reunión plenaria de la corte»
celebrada en Benavente en el año 1 202 parece confirmar que el monar
ca se atuvo efectivamente a lo estipulado en dicho concejo; y resulta
que será en esa misma asamblea donde tengamos por primera vez noti
c o n m h m o ra r y p e rs u a d ir ( 1 1 6 0 - 1 2 2 5 ) 605
Una de las lecciones que nos ofrecen las pruebas halladas en los
reinos de España podría ser la de que durante un período de varios
años, que se prolongará hasta el siglo xiii , la situación del reino — esto
es, las condiciones en que se encontraban las personas y las cosas, in
cluyendo los propios dominios del rey— habría de verse sometida a un
lento proceso de politización. Ahora bien, ¿quiénes sino unos cuantos
— y por motivos sospechosos, cuando no claramente sesgados— po
drían haber deseado que las cosas fueran de otro modo? En el período
com prendido entre los años 1200 y 1225, y prácticamente en todas
partes, la experiencia consuetudinaria de un poder consagrado acabaría
CONMEMORAR Y PERSUADIR (1 1 6 0 - 1 2 2 5 ) 607
por favorecer más que nunca a los señoríos regios, aunque el papel de
los reyes no consistía en suscitar debates, sino en proclamar sus resul
tados. Los grandes actos de los años 1 188 y 1 189 que llevaron a los
soberanos cristianos a tomar la cruz fueron acontecimientos religiosos,
no políticos: el diezmo de Saladino vino a ser en la práctica una especie
de nueva exacción, en este caso destinada al Señor.336 Además, Inocen
cio III tampoco albergaba deseo alguno de que la cruzada terminara
convirtiéndose en una causa susceptible de debate en los reinos cristia
nos; lo que había que hacer en el IV concilio de Letrán era no sólo
predicar en su favor y promoverla — de hecho resultaba preferible no
tener que defenderla— . sino dejar bien claro que se trataba de una cau
sa pontificia; ésa fue la forma elegida por Inocencio para comprobar el
estado de la situación en la cristiandad.337 Tras la Cuarta Cruzada, que
los barones, faltos de fondos, desviarían a Bizancio, serían muchos los
que se preguntaran a quién sino a los señores reyes podría confiarse la
capitanía de las expediciones armadas a Tierra Santa. O a cualquier
otro sitio, dicho sea de paso.
En Francia, la violencia no debió de generar a Felipe Augusto tan
tas presiones en materia de seguridad como a los reyes peninsulares, y
menos aún después de Bouvines. Con todo, iniciaría su reinado supri
miendo a los magnates de mala reputación, y al parecer, nada habría de
causarle tanta satisfacción en todos sus años de monarca, dado que no
había medida que extendiera de mejor modo los consolidados límites
de su dominación. Todavía en el año 1210 darían lugar a sonadas c am
pañas regias las quejas por las obras de fortificación ilícitas que estaba
efectuando el conde Guido de Auvernia en la linde bretona y por los
ataques de este m ismo señor a las iglesias de la región. La segunda de
esas campañas, que culminaría en el año 1213 el capitán real Guido de
Dampierre, pondría fin a la autonomía del condado de Auvernia. Al
haber financiado la campaña con dineros procedentes del tesoro real, el
señor-rey insistió en añadir el condado a sus dominios.338 Ahora bien,
si contemplamos el problema desde una perspectiva más amplia y tene
mos en cuenta que, en esta situación, las élites de rango inferior preten
dían hacerse con un señorío de mayor entidad y rivalizar de este modo
con el poder de la aristocracia dinástica, se obtiene la impresión de que
Felipe Augusto vino a encontraren dicha circunstancia la oportunidad
de desplegar un medio más con el que frenar esa tendencia. Entre los
años 1213 y 1223 le veremos dictar más de catorce leyes en las que
608 LA CRISIS DLL SIGLO XII
jas vuelve a sonar el eco del año 1188. La carta de Corbigny, pese a no
tener ni m ucho menos la significación de ios estatutos peninsulares que
se prom ulgarán por esos m ism os meses, es testigo de que la im posición
de gravám enes públicos com ienza a converger con la acuñación de
moneda y de que am bas em piezan a tener la consideración de activida
des de interés social; circunstancia que viene a anunciar el surgim iento
de un nuevo m odelo de poder asociativo.
Después del año 1 150, la inherente inestabilidad de las acuñaciones
empezó a convertirse en un quebradero de cabeza cada vez peor para
los señores-príncipes. Los intercam bios m ercantiles habían com enza
do a expandirse, las cuotas consuetudinarias de los cam pesinos arren
datarios tenían por lo com ún un carácter fijo, y en am bos escenarios
existía la constante sospecha de que las m onedas que circulaban eran
falsas — se trataba por lo general de peniques devaluados elaborados
con una aleación que contenía m enos de la m itad de plata— . Nada po
dría ilustrar m ejor el predom inio del señorío acaparador, práctica que
existía incluso entre las más altas cabezas principescas — dado que,
con pocas excepciones, ellos eran los únicos que disfnitaban del dere
cho de acuñación— , que el hecho de que los beneficios de la em isión
de m oneda hubieran dejado de ser un ingreso por el que hubiera que
rendir cuentas públicas. La propia palabra «señorío» (senioraticum ,
seigneuriage) term inaría aludiendo a la participación del señor en los
beneficios m onetarios. En realidad, tanto la acuñación (m oneta) como
el intercam bio de plata o de m onedas inservibles de la que ésta se nu
tría constituían sendas prerrogativas arbitrarias del señorío, m ás o m e
nos rentables en función (fundam entalm ente) de la relación que m antu
viera el p rín cip e p ro p ietario del derecho con los operarios que
cambiaban, fundían, aleaban y troquelaban las piezas. «Cuando él lo
desee», se proclam aba en nom bre del conde de Nam ur, la acuñación
«se m antendrá estable; y cuando él lo tenga a bien se cam biará». El
fuero de Jaca atribuirá esta m ism a capacidad al rey de A ragón .365 A de
más — de no hacerse con manifiesta prem editación— , no resultaba fá
cil ocultar durante m ucho tiem po las consecuencias de la m anipulación
de las aleaciones de las m onedas, consistentes, por lo general, en deva
luaciones subrepticias, aunque en ocasiones tam bién se les añadieran
distintos m etales para aum entar su peso. Las prim eras m uestras de una
resistencia sostenida y colectiva a las prácticas del señorío arbitrario
guardarán justam ente relación con la acuñación de moneda.
616 LA CRISIS DHL SIGLO XII
camente una costum bre propia de los (grandes) señoríos, tam bién en
Inglaterra el antiguo Danegeld, que había sobrevivido a la conquista
norm anda, daría paso a la im posición de unas «dádivas» y «ayudas»
que, pese a conservar ese nom bre en tiem pos de Enrique 11, pasarían a
denom inarse «tallas» al acceder al trono R icardo y Juan. Los reyes
angevinos esperaban que la gente aceptara de buen grado algunas de
esas exacciones (adem ás de confiar, claro está, en que las pagaran),
pero las reiteradas im posiciones term inarían creando un larvado m ales
tar que finalm ente desem bocaría en la disposición del año 1215, por la
que vino a fijarse una distinción entre las ayudas consuetudinarias (des
tinadas al pago de rescates, al sufragio de las cerem onias asociadas al
nom bram iento de ¡os caballeros, y a los desem bolsos provocados por
el m atrim onio de los hijos de los señores) y todos los dem ás cobros,
sujetos en virtud de esa orden a la celebración de un «concejo co
mún » .370 Hoy resultaría inútil sostener que la C arta M agna diera en
distinguir de! m ism o modo entre los im puestos «feudales» y los no
feudales. Tocios los escuagcs y las contribuciones eran im posiciones de
un señor-rey. La novedad que se aprecia en el capítulo 12 (de 1215) es
que rocías ellas requerían del consentim iento de quienes debían abonar
las. Es m ás, tanto en Inglaterra com o en Francia, podía falsearse o disi
mularse con un nuevo nom bre la verdadera intención de los llam a
mientos destinados a recaudar dinero o a solicitar la prestación de
servicios a fin de facilitar la conform idad de la gente. En el caso del
rescate que hubo que pagarse por el rey R icardo en el año 1193, la
inaudita dem anda de cicn mil libras obligaría a los regentes y a los re
caudadores a justificar la exigencia de un pago superior a la costum bre,
para lo cual recurrirían a argum entos de necesidad pública .371
D ifícilm ente puede considerarse que las asam bleas celebradas en
Geddington, París y Corbigny ante la inm inente perspectiva de la T er
cera C ruzada 372 fueran los únicos acontecim ientos prem onitorios de la
época; ni siquiera habrían de ser los únicos que se produjeran en el año
1188, com o ya hem os visto. Sin em bargo, a principios del siglo xill los
señores-reyes de las regiones del norte, y desde luego tam bién Juan, se
mostraban ya m uy cautelosos antes de convocar a sus arrendatarios a
fin de obtener su consentim iento, y es m uy posible que a algunos de
ellos les pareciera excesivo que la C arta M agna les exigiera solicitarlo
(1215, capítulo 14). En Inglaterra, habrá que esperar al reinado de En
rique III (1216-1272) para observar en los fragm entarios registros del
LA CRISIS DHL SIGLO XII
entorno del rey algo parecido a un debate sobre los fines y los medios
fiscales .373 Y por esa época, el fenóm eno llevaba ya produciéndose una
generación en las tierras m editerráneas.
efectuaba el rey para sostener las cam pañas contra los m usulm anes
estaban em pezando a fatig ara la gente, incluso com o alegatos especia
les destinados a justificar el cobro de unos im puestos consuetudinarios
exigidos a intervalos ajenos a la costum bre.
C on el com ienzo del siglo xm, casi todas las pruebas docum entales
que se conservan nos m uestran que una de las consecuencias del au
m ento de las necesidades económ icas de los príncipes — necesidades
que superaban los ingresos que obtenían por sus arriendos— fue la
politización de los intereses en la acuñación y la paz. En ju lio del año
1205, el conde Raim undo IV de T o lo saju ró m antener m ientras viviera
la acuñación relativam ente sólida (septena) de sus dom inios. Esta de
claración parece un tanto arcaica a prim era vista, ya que se trata de una
prom esa realizada a las iglesias, a los cónsules y a! pueblo de Tolosa en
el claustro del barrio de la D aurade, y adem ás no se hace m ención en
ella a ninguna com pensación. Sin em bargo, habían sido los cónsules
electos quienes habían ordenado ese acto de juram ento, y tam bién se
rían ellos quienes m andaran copiarlo en el cartulario que ellos mismos
habían iniciado esc año. Siendo prueba de su interés en una moneda
fuerte — ¿acaso no eran tam bién ellos señores?— , este episodio se pro
ducirá a consecuencia de una iniciativa suya fundada en argumentos de
bienestar público .177 Pocos años después en Cahors, las tom as habrían
de invertirse. En esta localidad, un señor-obispo que disponía de una
acuñación com parativam ente baja trataría de aum entar su calidad, aun
que no conseguiría sino provocar una oleada de protestas de los baro
nes de Q uercy y los burgueses de Cahors, los cuales volverían a impo
ner de hecho la antigua aleación m onetaria, cobrando por ella diez mil
sólidos a los habitantes de Cahors. En otros lugares ya se ha abordado
el estudio de las desconcertantes pulsiones económ icas que operan en
este caso; los elem entos que aquí nos interesan son los que vienen a
probar que el obispo se estaba enfrentando a la divergente idea que se
hacían sus feligreses y sus arrendatarios de cuáles pudieran ser los in
tereses m onetarios más beneficiosos para ellos .378
5. Panoram a del despuntar del hábito del consenso parlam entario (c. 1150-c. 1230).
El m apa indica los puntos en que se celebraron asam bleas notables. Con el se
ilustra la am pliación de los intereses societales en el poder.
rey explícitam ente que m uchos de los presentes se hallan allí en cali
dad de «obispos», a lo que añade que son «mis vasallos» y que «m u
chos de ellos han llegado de todas y cada una de las ciudades de mi
reino», a fin de reunirse en una «corte plenaria». Es m ás, el monarca
sostiene que los estatutos y los dictám enes salen directam ente «de esta
corte». Una de esas decisiones consistió en «vender la acuñación» a sus
gentes por espacio de siete años, y adem ás a la elevada tasa de un mo-
rabetino por vivienda. Esto significa que el rey renunciaba a su derecho
a m odificar los valores de la acuñación durante ese plazo a cam bio de
un gravam en conceptualm ente idéntico al «rescate» de la acuñación
catalana .379 El plazo de siete años volverá a señalarse una generación
más tarde, tanto en León como en Aragón, en una época en que la de
term inación de un periodo de acuñación estable había pasado ya a con
vertirse en una norm a consuetudinaria de la tributación pública de esta
región. A dem ás, tam bién por esta m ism a época se apropiarán las cortes
de la costum bre de la acuñación, que pasará a ser una práctica consue
tudinaria regulada por consenso parlam entario .-™0
¿C óm o llegaron las asam bleas com o tales — es decir, entendidas
com o entidades diferenciadas de la actividad de un grupo de personas
reunidas— a contribuir de m anera tan decisiva al ejercicio del poder?
Esta es la últim a gran pregunta y debem os planteársela a unas gentes a
las que sería difícil considerar inventoras del gobierno parlamentario.
Para responderla habrem os de desviarnos lo suficiente de la historia de
los intereses y los gravám enes com o para com prender que las personas
de la época que nos ocupa se daban efectivam ente cuenta de la impor
tancia de las asam bleas, aunque se tratara de reuniones com prensible
m ente desvinculadas del futuro. Sabían, por ejem plo, que las grandes
dietas de R oncaglia (celebradas en los años 1154 y 1158) habían sido
acontecim ientos m em orables a los que habían asistido los prelados y
los barones, así com o los delegados de las ciudades, a fin de imponer
un acuerdo im perial a Italia .381 Igualm ente famosa en la Europa septen
trional, aunque tuviera un carácter totalm ente diferente, fue la gran cor
te reunida en M aguncia en el año 1184, un verdadero acto de ensalza
m iento de la aristocracia im perial .382 El «parlam ento» convocado en el
año 1212 por Sim ón de M ontfort en Pam iers vendrá a diferenciarse no
obstante de cualquiera de estas asam bleas, aunque su carácter no fuera
m enos com prom etido en su m om ento. Aun teniendo debidam ente en
cuenta las circunstancias, cabría clasificar este acontecim iento en el
CONMHMOKAK Y PERSUADIR { 1 1 6 0 - 1 2 2 5 ) 625
«solemne» era el sim ple sentido com ún, y tam poco podem os decir que
estos calificativos apunten necesariam ente a alguna novedad que sólo
nosotros seam os capaces de ver .389 En ocasiones, la única noticia que
tenernos de una asam blea es la m ención de las personas que asistieron
a ella, o de las que aportaron su consejo y dieron su consentim iento.
Con todo, las fuentes sí que siguen evocando la persistencia del orden
público en los espacios históricam ente definidos. Eas asam bleas cele
bradas en C orbigny y León en el año 1188 hablan de los dom inios de
los príncipes, al igual que ya se hiciera en otras reuniones, com o la
también convocada en León en 1135 y la de L^czyca del año (1180),
con la salvedad de que en las dos prim eras se abordarán, respectiva
mente, los tem as correspondientes a un condado y un reino. Sin em bar
go, por lo que hace a lo que consta en los registros, am bas asam bleas
responden al m odelo del acontecim iento principesco. En cualquier
caso, a la segunda asistirían, en calidad de hom bres «elegidos» (eíecti),
personas de distintas ciudades .390 ¿Q ué significado tiene esto?
Sin duda es algo que im plicaba continuidad. Existen precedentes
que m uestran que ya antes se em plazaba a los lugareños a acudir a las
convocaciones, incluso en España. Con todo, es muy notable que tam
bién haya quedado constancia de esto m ism o en las regiones pirenai
cas. Dichos precedentes resultan im portantes por derecho propio, pero
además dirigen nuestra atención a la rara experiencia de unas com uni
dades obligadas a bregar con las estrecheces económ icas de los señores
príncipes. En un precario y cerrado m undo de pastores, cam pesinos y
humildes com erciantes, los «poderes» de la sociedad m antenían estre
chos vínculos con la gente. Si el conde de Nevers no podía relacionarse
sino con sus barones y caballeros, todos ellos poseedores de algún cas
tillo, el obispo y el conde de Urgel vivian en íntim o contacto con una
m ultitud de hom bres libres carentes de toda fortificación. En el año
1162, y con la intención de zanjar una disputa con las gentes de A ndo
rra, ambos personajes, prelado y aristócrata, harían que sus respectivos
señoríos — o lo que en esa región se estilase— recibieran el reconoci
miento ritual de un acto de rendición de hom enaje y de profesión de
fidelidad. Se m encionan los nom bres de treinta y seis hom bres que rea
lizaron el acto de sum isión, y se indica que cada grupo de seis indivi
duos lo efectuaba en representación de una aldea, con lo que eran tam
bién seis las localidades allí personadas; adem ás, se añade, los hom bres
designados actuaban tam bién en nom bre de «todos los [m iem bros] de
628 LA CRISIS DLL SIGLO XII
mucho después de que el argum ento de subvenir con ella a una necesi
dad social hubiera perdido todo sentido .399
Será por lo dem ás en el Q uercy y en el G évaudan donde los obis
pos, presionados por los sucesivos condes de Tolosa — y por el senes
cal del rey en el G évaudan (a partir del año 1229)— , se encargarán del
m antenim iento de la paz. com o tan notablem ente había hecho en la
década de 1160 el obispo Aldeberto. G racias a las indagaciones regias
realizadas en tom o al año 1250 y a las averiguaciones posteriores rela
cionadas con el derecho a efectuar convocaciones y a im poner gravá
menes, podem os reconstruir la paz a través de los recuerdos de quienes
participaron en la asam blea en que ésta se dictó, lo que nos perm ite
incluso observar su funcionam iento; observación que nos llevará a
concluir que esta paz parece asem ejarse a una institución casi guberna
mental. En am bas regiones se exigían a las gentes pagos «para la paz»;
en el Q uercy se hará de forma explícita, «con la autoridad del obispo y
el consentim iento de los barones y de las grandes poblaciones», a lo
que se añade que «después se [darían] indem nizaciones y se [pagarían]
salarios a los que debían prestar un servicio m ilitar » .400 Según parece,
los «hom bres de paz» (p a cia rii) se designaban, tanto en una com o en
otra región, en las asam bleas. Se dice que en el G évaudan estos hom
bres atendían a las quejas, enviaban apercibim ientos a los infractores
de los térm inos de la paz, y m ovilizaban efectivos m ilitares en caso
necesario .401 En el Q uercy, los sacerdotes recaudaban un dinero que
luego era enviado a las tesorerías de C ahors y de Figeac. Y dado que en
esa diócesis se requería una negociación independiente para la procla
mación de todas y cada una de las paces, vem os que eran los barones
— así corno las poblaciones del Q uercy— los que conservaban el con
trol de los im puestos necesarios para sufragar la paz .402 Si en el G évau
dan la principal disputa giraba en torno a la cuestión de si el obispo
tenía o no derecho a realizar convocaciones y a im poner gravám enes
— hasta el punto de que en esta región descubrim os la anotación, clara
mente anóm ala, de que un barón había rendido hom enaje y dado m ues
tras de lealtad a un obispo en reconocim iento de sus reg a lía — ,403 en el
Quercy lo m ás im portante será la causa asociativa de la paz. Tenem os
constancia de que al m enos una de las asam bleas realizadas en esta
zona — y con representación de las «grandes poblaciones»— tuvo lu
gar antes del año 120 0 , y lo sabem os gracias a un testim onio que viene
a constituir la prueba explícita m ás antigua que ha llegado hasta noso
632 I A CRISIS DHL SIGLO XII
narrativas inglesas lo que nos perm ite vislum brar las conversaciones
que se producen dentro y fuera de las asam bleas? O por plantear la in
terrogante a la inversa, ¿podría suceder que la propia excepcionalidad
de la persistencia de los docum entos que nos hablan de la experiencia
dialéctica inglesa, de forma acaso ininterrum pida desde los tiempos
anteriores a la conquista norm anda, sea lo que explique la profusión de
escritos históricos que constatam os en los dom inios de los reyes de la
casa Plantagenet, profusión que no encuentra equivalente en ninguna
otra región de Europa? Fn las crónicas de las abadías de Battle y Bury-
Saint-Edm unds casi pueden escucharse las voces de quienes intercam
bian argum entos en el tira y afloja de las peticiones y el surgim iento de
conflictos .409 Con Rogelio de Howden. el lector llega a percibir de cer
ca las intenciones que abriga el m onarca en m ateria de justicia y de
gestión; en Francia, sólo los escritos de R igord — cuya obra sobre las
consultaciones es m ucho m enos volum inosa— pueden com pararse en
este aspecto con las crónicas inglesas .410 Ricardo de Devizes nos habla
de una serie de asam bleas integradas por barones en las que la reina
viuda Leonor de A quitania tratará de refrenar al conde Juan en el año
1191; y más tarde, en un com entario de fuerte carga sarcástica — «todo
el m undo ventilaría allí sus diferencias»— , relatará la vana convoca
ción que dará en realizar el arzobispo G ualterio en defensa de los inte
reses del desacreditado canciller G uillerm o de Longcham p .411
Según los registros, en Inglaterra las asam bleas se sucedían rápida
m ente unas a otras: vem os destilar así los festivales de las cortes del
señor-rey, celebrados anualm ente y en los que en m uchas ocasiones se
producían escenas en las que los barones hacían proclam aciones y da
ban su consentim iento; convocaciones denom inadas «concejos» (con-
cilium ), o volioquium (nom bre que se repite cada vez con m ayor fre
cuencia), aunque en m uchos casos no se les adjudique ninguna etiqueta
específica. Pese a que correm os el riesgo de com eter m uchos errores si
tratamos de averiguar en qué consistían estas asam bleas basándonos en
su denom inación, lo que sí parece confirm arse es que muy a m enudo
los concejos y los coloquios trataban de cuestiones susceptibles de ser
sometidas a debate, cuestiones sim ilares a las que según se describirá
más tarde, a partir de la década de 1230. se ocupaban al parecer los
«parlam entos». A) igual que en las dem ás regiones, tam bién en Ingla
terra se em plea la palabra «celebrar» para significar que se llevaban a
cabo cortes y asam bleas; y lo que sí ocurre con más frecuencia en In
634 LA CRISIS DLL SIGLO XII
glaterra es que resulta algo más fácil discernir en esas reuniones un in
tercam bio de opiniones y de discrepancias .412
Con todo, no hay signo alguno — al m enos no antes del año 1215—
de que se celebraran asam bleas que no fueran otras tantas convocacio
nes a d hoc realizadas bien por em plazam iento regio, bien a instancias
del clero o los barones, aunque esto último se efectuara con frecuencia
muy inferior. (Las cortes de los condados o las reuniones de los miem
bros de las casas reales son harina de otro costal, y tam bién los sínodos
eclesiásticos, que se regulan de acuerdo con el derecho canónico.) En
los capítulos 12 y 14 de la Carta M agna (1215) figuran unos párrafos
que parecen reivindicar por prim era vez que se conceda carácter con
suetudinario a una asam blea laica organizada por o para los barones
rebeldes .413 El hecho de que dicha cláusula desaparezca de las ulterio
res redacciones del docum ento nos recuerda que a algunos nobles de
bió de parecerles una violación de los derechos del señorío regio; no
obstante, la circunstancia de que a pesar de ello se diera carta de natu
raleza a la práctica sugiere que ésta presentaba ventajas a las que empe
zaba a resultar difícil oponerse, com o por ejem plo la obtención, en una
asam blea del reino convocada form alm ente, del consentim iento gene
ral a una exacción fiscal extraordinaria. Habrían de pasar aún muchos
años antes de que estas asam bleas com enzaran a presentar atributos de
carácter consuetudinario. Y cuando al fin term inaron por asumirlos,
hacía ya tiem po que la identificación de los barones con el reino había
conferido a la posición del soberano un interés especial y bien diferen
ciado, de m odo que, en lo sucesivo, el «negocio del rey y del reino»
habría de exigir una gestión política. Y ya desde los prim eros años del
reinado de Enrique III — cuando las irrefrenables am biciones de los
castellanos vinieran a sum arse al reciente y contagioso m alestar por la
presencia de extranjeros entre los asesores del m onarca— comenzaría
a revelarse un potencial de resistencia política que term inaría por hallar
expresión en la convocación de grandes concilios y parlam entos .414
N ada de lo an terior resulta visible en el im perio. Al alcanzar la
m ayoría de edad. Federico II H ohenstaufen com enzó a convocar gran
des cortes, unas cortes cuyos registros llevarán una y otra vez su im
pronta, pese a que en ellos se m uestre una característica afinidad con
el derecho feudal, el desem peño de cargos y la autoridad regia. En las
C onstituciones de M elfi (123 l ), el em perador estipulará la necesidad
de celebrar una «corte general» para dar audiencia y tom ar disposicio
CONMEMORAR Y PERSUADIR (1 1 6 0 - 1 2 2 5 ) 635
nes relacionadas con las quejas de los súbditos, corte que debía reunir
se dos veces al año en las poblaciones sicilianas que el docum ento
señala. C om puesto tanto por ciudadanos representativos com o por
m iem bros del clero y de la nobleza, este organism o vendría a prefigu
rar, siquiera superficialm ente, la reform a de la corte que m ás tarde
habría de proponerse en el Agenais; sin em bargo, la de Federico sería
una corte im puesta concebida para dar poder a los jueces im peria
les .415 Ni en Sicilia ni en A lem ania habrían de tener los príncipes ex
cesiva influencia — aunque por razones diferentes— sobre un gober
nante que podía arreglárselas sin ellos; ésta es la razón de que en parte
alguna florezca tanto la autonom ía principesca com o en la A lem ania
de m ediados del siglo xiil 416 En Italia, los «parlam entos» com unales
—un vestigio del poder popular consuetudinario— em pezarían a per
der su autonom ía en torno al año 1200 .417 En Hungría, la Bula de Oro
(1222) del rey A ndrés 11 (1205-1235) vendría a insuflar nueva vida a
una corte festiva que el señor-rey celebraba anualm ente en Székesfe-
hérvár el día de San Esteban (es decir, el 20 de agosto). Com o ya suce
diera con la C arta M agna inglesa, este acontecim iento dará en señalar
el establecim iento de un acuerdo entre el rey y los barones, aunque a
lo que verdaderam ente se asem eje la situación derivada de este acuer
do sea al estado de cosas vigente en la Sicilia im perial, ya que la asam
blea consuetudinaria que se instituya term inará pareciéndose m ás a
una gran corte abierta a las peticiones de los dem andantes que a un
organismo político .41s
A principios del siglo xnt. no hay ningún otro sitio en donde se ob
serve de forma tan patente com o en Aragón y en Cataluña la potencial
voluntad de celebración de unas consultaciones plcnarías. En am bas
regiones, los infantes habrían de dejar en m anos de sus respectivos re
gentes, en tanto ellos no accedieran al poder, una causa heredada (la
paz) y una ventaja problem ática (la acuñación), circunstancias que los
tutores regios sabrían explotar convenientem ente. Esta situación, unida
a la creciente riqueza de que disponían los barones, las iglesias y las
poblaciones, determ inaría que las grandes convocaciones resultaran a
un tiempo im perativas y recurrentes. Era por tanto habitual que las ciu
dades y los pueblos quedaran de este modo representados junto con los
prelados y los barones: en las asam bleas celebradas en Lérida en los
años 1214 y 1218 habría asi personajes venidos de am bas regiones; en
las reuniones de los años 1221, 1223,1228 y 1236 se personarían nota
636 LA CRISIS DL;I. SKil.O XII
bles de Aragón; y en las de los años 12! 7, 1218, 1225 y 1228 acudirían
tam bién de C ataluña .419 Jaim e el C onquistador, que apenas tenía seis
años al verificarse la prim era de estas reuniones (la celebrada en Lérida
en 1214), recordará m ás tarde que se le había dado el nom bre de Cort y
que había sido convocada, «en nuestro nom bre», tanto por los templa
rios regentes com o por otros altos personajes, entre los que figuraban
obispos, abates y nobles (rics hóm ens) de las dos regiones, así como
individuos encum brados de las distintas ciudades. Tam bién recordará
que en ella, sus tíos Ferran y Sancho, que aparecían y desaparecían
constantem ente de la escena política, se habían dedicado, «cada uno
por su lado», a ejercer presiones para conseguir que se les nombrara
«reyes», y que al final todos los circunstantes le ju rarían fidelidad
m ientras el arzobispo le sostenía en brazos .420 A lo que asistim os aquí
es a un ensalzam iento de la m onarquía y a un acto de solidaridad jura
da, o lo que es lo mismo a la celebración de una corte bi-regional en el
año 1214, una corte que se verifica en un lugar igualm ente bi-regional
(Lérida, o Lleida) y que contribuirá a perpetuar las tradiciones de segu
ridad colectiva que habrán de persistir en la Corona de Aragón.
La propia repetición de las convocaciones regias en am bas regiones
habría de dar pie a la aparición de un personal cada vez más experi
m entado y sentaría las bases de un procedim iento consuetudinario que
virtualm ente conferiría poder a los hom bres congregados en dichas
asambleas. Por lo que sabem os gracias a distintos docum entos, algunos
de los notables de las poblaciones aragonesas representadas en la «cor
te general» celebrada en D aroca en febrero del año 1228 ya habían
asistido a ju n tas anteriores del remo de A ragón .421 En diciem bre del
año 1228 — fecha en la que el rey Jaim e I ejercería triunfalm ente su
influencia en la gran corte que se reunió en B arcelona para com partir
los riesgos y los beneficios de la inm inente conquista de M allorca— se
desarrolló un procedim iento foral llam ado a convertirse en un elemen
to fijo de la práctica parlam entaria: me refiero a la secuencia formada
por las propuestas exhortatorias, las respuestas a d h o c de los delegados
del clero, de los barones y de los representantes de las distintas pobla
ciones, la celebración de un debate entre los m iem bros de estos esta
m entos, y la obtención de un acuerdo público .422
Si conocem os todos estos extrem os se debe en gran parte, por una
vez, a que disponem os de las palabras del propio rey. R eunido en la
«corte general» de Barcelona con los m iem bros de los tres estam entos
CONMEMORAR Y I’HRSUADIR (1 1 6 0 - 1 2 2 5 ) 637
tido que puedan haber tenido las cosas para la generación del año 12 0 0 !
Y si no hem os optado por encabezar con estas nociones los apartados
que hem os desgranado hasta aquí ha sido porque se trata de concep
tos que habrían desconcertado a unas gentes agobiadas por cuestiones
más directas, com o las de la lealtad, la costum bre, la violencia, la paz,
la acuñación y los derechos. A dem ás, si a nosotros nos corresponde
discernir los antecedentes de la gobernación en la cruda m ateria prim a
de las pruebas que han llegado hasta nosotros y que nos hablan de esta
dos, de haciendas, de consentim iento y de tím idas identidades asociati
vas, esto no significa que tengam os carta blanca para pasar por alto los
contextos no parlam entarios de la época. Al final Jacobo de Vitry tenía
razón en una cosa. ¿A qué alguacil o m agistrado condal em peñado en
conseguir una buena posición social o un m ás sólido patrim onio le ha
bría preocupado la existencia de unos ocasionales días dedicados a la
rendición de cuentas? En Cataluña, la nueva contabilidad fiscal term i
naría desm oronándose bajo el peso de las deudas en que incurriera el
conde de Barcelona, Pedro II de Aragón. Y al tratar de dom inar Italia,
el em perador Federico II habría de perm itir que los m agnates y los
obispos alem anes consolidaran sus señoríos. Todo esto significa que la
narrativa que nos habla del poder en torno al año 1200 no es sim ple
mente un relato relacionado con la paz, el desem peño de una función,
el descontento y el ejercicio de la política en unos estados, reinos o
ciudades de vacilante situación. Com o tam bién ocurre con los síntomas
de reactivación del orden público, todos estos elem entos m antenían
con la cultura predom inante del poder unos lazos excesivam ente Inti
mos com o para representar ninguna am enaza para ella. Pocas personas
de la época habrían tratado de rebatir la opinión del erudito V icente de
Cracovia, quien sostenía que el m ejor m odo de garantizar el funciona
miento de las «adm inistraciones públicas» y de consolidar los «am pa
ros de la república» era m antener la preem inencia de la prim ogenitu-
ra .427 Con todo, los litigios, una vez som etidos a juicio, habrían de
revelarse persistentes, y la com petencia en una determ inada función,
una vez com prendido su interés, insidiosa. Y lo que así se confirma,
como m ínim o, es que el tem or a las posibles «conspiraciones» surgidas
al calor de las pugnas provocadas por la voluntad de m ostrar esa com
petencia profesional constituía en el m ejor de los casos un sim ple con
tratiempo. Se trataba de hecho de tem ores relacionados con el poder,
ya que la gobernación había dejado de ser invasiva.
Capítulo 7
EPÍLOGO
cho, sino tam bién el desem peño de los cargos, la rendición de cuentas,
la com petencia profesional, la utilidad social y una persuasión ceñida a
los principios del interés colectivo; de ahí la relevancia de unos elo
cuentes m ovim ientos que, llegados de una época distante, habrán de
tener un bien conocido destino m oderno. Quiero pensar que el hecho
de reflexionar sobre su significado histórico (original) sigue constitu
yendo en la actualidad un ejercicio de cierta repercusión, com o ha su
cedido en el curso académ ico del que se ha nutrido este libro. Las cul
turas explican el poder, nos ayudan a com prenderlo. Y quizá no haya
muchos com o el nuestro.
P r e f a c io
C a p í t u l o 1: I n t r o d u c c i ó n
2. Das Register Gregors VIL IV. 12. edición de Erich Gaspar, dos volú
menes, Berlín, 1920-1923, págs. 1 y 311-314 (traducción de BrianTiemey, The
crisis o f church á State, 1050-1300, Englewood Cliffs, 1964. págs. 62-63).
3. Gesta Francorum, edición de Rosalind Hill, Oxford, 1972, pág. 1.
4. R. H. C. Davis, King Stephen 1135-1 !54, tercera edición, Londres,
1990.
5. Véase el capítulo 3.
6 . David Crouch, en The hirth ofnobility. Constructing anstocracy ín
Englandand France 900-1300, Harlow, 2005, aborda de modo muy distinto
la cuestión del poder de las élites. Como en el caso de otros muchos términos,
las referencias con las que aquí aludo a los «nobles» (o a la «nobleza») con-
cuerdan por lo común —en el sentido no técnico de «élite» o de «aristocra
cia»— con el uso que se hace de esos mismos vocablos en las fuentes.
7. Para un punto de vista que en términos generales puede considerar
se opuesto, véase Susan Reynolds, Kingdoms and communities in western
Europe, 900-1300, Oxford, 1984.
8 . Véase Colin Monis. The papal monarchy. The western churchfrom
1050 to 1250. Oxford. 1989. pág. 159.
9. Georges Duby, Les trois ordres ou I imaginaire du féodulisme, Pa
rís, 1978; traducción inglesa de Arthur Goldhammer, The three orders...,
Chicago, 1980. (Hay traducción castellana: Los tres órdenes o lo imaginario
delfeudalismo, traducción de Arturo Firpo, Taurus, Madrid. 1992.)
10. Véase por ejemplo Hugo el Cantor, The history o f the church of
York, 1066-1127, edición de Charles Johnson, texto revisado por Martin Brett
et al., Oxford, 1990, pág. 22.
11. Véase Duby, Trois ordres (Three orders), op. cit., Eclipse.
12. Véase Hannah Arendt, Crises o f the repuhlic..., Nueva York, 1972,
pág. 110. (Hay traducción castellana: Crisis de ¡a República, traducción de
Guillermo Solana, Taurus, Madrid, 1999.)
13. Véase Stephen D. Whitc, «The “feudal revolution”: Comment 2»,
Past & Present, n.° 152. 1996, págs. 209-214.
14. Véase el capítulo 4.
15. OV, xi. 2 (VI, pág. 16). Para una visión de carácter general, véase
Ralph V. Turner, Men raised from the dust. Administrative sen-ice and
upwardmobility in Angevin England, Filadelfia, 1988.
16. Véase Gerd Tellenbach, Church, statc and Christian society at the
time o f the Investiture Contest, traducción inglesa de R. F. Bennett, Oxford,
1940; y Morris, Papal Monarchy, capítulos 4, 5 y 7-9.
17. Jan Van Laarhoven. «Thou shalt not slay a tyrant! The so-called
theory of John of Salisbury», The world o f John o f Salisbury, edición de Mi-
chael Wilks, Oxford, 1984, págs. 319-341.
NOTAS ' CA P ÍT U L O 1 655
con lo que dice Judith Green en The government o f England itnder Henry /,
Cambridge, 1986, capítulo 3.
31. Véase Richardson y Sayles, The governance, pág. 165,
32. Véase The anarchy ofKing Stephen ’y reign, Edmund King (comp.),
Oxford, 1994, y King Stephen’s reign (J 135-1!54), Paul Dalton y Graeme
White (comps.), Woodbridge, 200§.
33. PL, CLXXI, pág. 183.
34. OV,x. 8 (V,pág. 240). : . *
35. Esto es, por efecto de una implicación o influencia tanto personal
como emocional. Para más información sobre este concepto, véase el glosario.
36. Véase OV, v. 19 (111, pág. 194), según se debate también en la pági
na 94.
37. Véase C. Stephen Jaegei, «Courtliness and social change», en Cul
tures of power. Lorciship, status, andprocess in the twelfth-century Europe,
T, N Bisson (comp.), Filadelfia, 1995, págs. 297-299.
38. El.texto correspondiente a esta apreciación aparece citado más aba
jo en otro contexto: véase la página 261. ^
39. Véase Economy and society: an outlíne o f inte/pretive sociology,
edición de Guenlher Roth, Claus Wittich, dds volúmenes, Berkeley, 1978,
volumen I, págs. 215, 221, 237, 241, 252; y volumen 11, capítiíld^. (Hay tra
ducción castellana: Economía y sociedad. Esbozo de sociología comprensiva,
edición de Johannes Winckelmann, traducción de José Medina'fcchavarría,
Juan Roura Parella, Eugenio Imaz, Eduardo García Máynez y José Ferrater
Mora, FCE, México, 1979 [ 1922],)
40. Véase por ejemplo William lan Milter, Hnmiliation and othcr es-
says on honor, social discomfort, and vial unce, lthaca, Nueva York, 1993;
Stephen D. White, «The discourse of ¡nheritance in twelfth-century France:
altemative models of the fief in “Raoul de Cambrai”», Law and government
in medieval England and Normandy..., George Garnett y John Hudson,
(comps.), Cambridge, 1994, capíuilo 6; Thomas Ertman, Birth o f the Levia-
than; building states and regimes in medieval and early modern Eitrope,
Cambridge, 1997; y Esther Pascua Echegaray, Guerra y pacto en el siglo xn.
La consolidación de un sistema de reinos en Europa Occidental, Madrid,
1996. Todas estas obras, junto con la de Harding titulada Medieval law and
the state, 2002 , constituyen otras tantas contribuciones valiosas al estudio del
poder desde perspectivas diferentes a la mía.
41. A este objeto, véase el texto de Michel Foucault titulado «Truth and
juridical forms» (1973), en Power, edición de James D. Faubion, traducción
inglesa de Robert Hurley et al., Londres, 1994, págs. 1-89. (Hay traducción
castellana: La verdad y las formas jurídicas, traducción de Enrique Lynch,
Gedisa, Barcelona, 1980.)
NOTAS ' CA P ÍT U L O 2 657
Latín chartcrs o f the Anglo-Saxon period, Oxford, 1955, págs. 53-54, y capí-
tulo 3; y James Campbell, The Anglo-Saxon state, Londres, 2000, capítulo 1.
8 . Véase Sampiro. Su crónica y la monarquía leonesa en el siglo X,
edición de Justo Pérez de Urbel, Madrid, 1952, págs. 289-305, y 322 y sigs.;
véase también Pierre Bonnassie, La Catalogue du milieu dit xc á ¡afin du Xf
siécle..., dos volúmenes, Tolosa, Francia, 1975-1976, í, capitulo 2 (hay tra
ducción castellana: Cataluña mil años atrás. (Siglos x-xt), traducción de Ro
drigo Rivera, Edicions 62. Barcelona, 1988); Juan José Larrea, La Navarre
du tve ait xne siécle..., París, 1998. capítulos 1 y 4 a 9 .
9. Die Chronik der Bohmen des Cosmos von Prag, edición de Ber-
thold Bretholz, Berlín, 1923, i-ii, págs. 1-159; GpP, i, págs. 2-108.
10. Véase Riquerio de Saint-Rémy, Histoire de France (888-995), iii.
2, 90, 91, iv. 5-8, 10, 11,51; edición de Robert Latouche, dos volúmenes,
París, 1930, II, págs. 8-10, 114-116. 150-154. 158-162, 230-234; Mansi,
XVIII, págs. 263-266; Die Chronik des Bischofs Thietmar von Merseburg.
edición de Robert Holtzmann, Berlín. 1935. iii. 24, vii. 50,54 (128,460,466;
traducción inglesa de David A. Warner, Ottnnian Germany..., 2001. págs.
146,242,346).
11. Tictmaro de Merseburgo, vi. 9 (284; Ottonian Germany, págs. 243-
244); Landulphi Senioris Mediolanensis historiai iihri quatuor, edición de
Alessandro Cutolo, Bolonia, 1942, ii. 22 (58); GpP, ii. 42 (194).
12. Véase Patrick Wormald, The making o f English law: K ingAlfredtu
the twelfth centiiry, I, Oxford, 1999, capítulos 3-10.
13. Hartmut Hoffmann, Gottesfriede und Treuga Dei, Stuttgart, 1964;
The Peace ofGod..., edición de Thomas Head y Richard Landes, Ithaca, Nue
va York, 1992.
14. Véase por ejemplo Roland Viadcr, L ’A ndorre du txe aitXive siécle.
Montagne, féodalité et communautcs, Tolosa, Francia. 2003. capítulo 3.
15. Documentación medieval de Leire (siglos IXa xn), edición de Angel
J. Martín Duque, Pamplona. 1983. n.os 43 y 46.
16. Véase C’. J. Wickham, Commumty andclicutele in twelfth-centuiy
Tuscany..., Oxford, 1998; Larrea, Navarro, capítulo 4; Pascual Martínez So-
pena, La Tierra de Campos occidental: poblamiento, poder y comunidad del
siglo x al xiit, Valladolid, 1985, págs. 109-118, 505-508; Die Gesetze der
Angelsachsen, edición de Félix Liebermann, tres volúmenes. Halle, 1903-
1916,1, págs. 150-195.
17. Monique Bourin-Derruau, Villages médiévaux en bas-Languedoc:
genése d ’une sociabilité (.V'-XHr siécle), dos volúmenes, París, 1987,1.
18. Véanse las páginas 562 y 568; véase también Alien Bass, «Early
Germanic experíence and the origins of representation», Parliaments, Estafes
andRepresentation, XV, 1995,1-II.
NOTAS ' CAPÍTULO 2 659
59. Véase Lucy M. Smith, The early histoiy ofthe monastery o f Cluny,
Londres, 1920, págs. 134-136; Bloch, Société féodale, I, pág. 16 (Feudal so-
ciety, pág. 7)
60. Bayeux Tapestry, edición de Musset, escenas 46-47 (págs. 216-
218). Véase también la lámina 2 de esta misma obra.
61. Odón de Cluny, Vita Geraldi, i. 8, PL, CXXXIII, pág. 647 (traduc
ción de Sitwell, pág. 101).
62. Véase el Liber miraculorum sánete Fiáis, ii. 5, edición de Luca Ro-
bertini, Espoleto, 1994, pág. 165. Para información sobre el concepto de vio-
lentia, véase también La chronique de Nantes..., edición de René Merlet, Pa
rís, 1896, capítulo 10, págs. 29-30.
63. Abón de Fleury, Collectio canonum, capítulo 2, PL, CXXXIX,
págs. 476-477.
64. Véase Bonnassie, Catalogne, 11, págs. 656-660; y para información
sobre las problemáticas pruebas que hablan de una agitación campesina en Ñor-
tnandía en tomo al año 996, véase también Mathieu Amoux, «Classe agricole.
pouvoir seigneurial et autorité ducale ... la Normandie féodale d ’aprcs le té-
moignage des chroniqueurs...», Le Moyen Age, XCV11I, 1992, págs. 45-55.
65. Las usanzas de Vendóme pueden consultarse en Bourel de la Ron-
ciére (Eudes), Vie de Bouchard, págs. 33-38; véase también «Conventum Ín
ter Guillelmum Aquitanorum comes et Hugonem Chiliarchum», edición de
Jane Martindale, EHR LXXXIV, 1969, pág. 543: «...quod meus tu es ad face-
re meam voluntatem».
66. Para una información de orden general sobre este episodio véase Le
roi de France et son royaume autour de Pan mil, Michel Parisse y Xavier
Barral i Altet, (comps.). París, 1992; junto con Dominique Barthélemy, L ’an
mil et lapaix de D ieu... París, 1999. (Hay traducción castellana: El ario mily
¡a paz de Dios. La Iglesia y la sociedad actual, traducción de María Josefa
Molina Rueda y Beatriz Molina Rueda, Servicio de Publicaciones de la Uni
versidad, Valencia, 2005.)
67. Véase Pierre Toubert, Les structures du Latium médiéval..., dos volú
menes, Roma, 1973,1, págs. 330-331; y Menant, que en Campagnes lombardes,
págs. 409-416,580-601, sitúa la fecha del cambio unos pocos años más tarde.
68 . Juramento impreso por Christian Pfister, Eludes sur le régne de Ro-
bert le Pieux (996-1031), París, 1885, págs. Ix-lxi. Para una información de
orden general, véase Lemarignier, «Dislocation du “pagus”»; Duby, Trois
ordres, op. cit.. págs. 183-205 (Three orders, capítulo 13); J.-P. Poly y Eric
Boumazel, La muiation féodale..., tercera edición, París, 2004, capítulos 1-5
(traducción inglesa de Caroline Higgit, The feudal transformation..., Nueva
York, 1990). (Hay traducción castellana: El cambio feudal, traducción de
Montserrat Rubio Lois, Labor, Barcelona. 1983.)
NOTAS ■ CAPÍTULO 2 663
69. Briefsammlung Gerberts. n.os 1, 11, 16, 20, 22, 26, 27, 31, 54, 79,
89,91, 117, 120, 122, 125. 130, 163, 185 y 187; véase también JL 3914.
70. Véase por ejemplo Riquerio, Histoire, i. 64, 1, pág. 122; junto con
los Anuales, pág. 53; Riquerio, ii. 5, I, págs. 132-134, y Flodoardo. op. cit.,
pág. 64; en cualquier caso, consúltense ambas obras passim.
71. Véase Riquerio, iv. 47. 78, 80 (volumen II, págs. 216-218, 274-
278); y Ferdinand Lot, Eludes sur le régne de Hugues Capel et la fin da
siéele, París, 1903, págs. 159-163.
72. Abón, Cánones. IV. PL, CXXXIX, 478; Briefsammlung Gerberts,
n.05 107 y 112.
73. The letters andpoems o f Fulbert o f Chartres, edición de Frederick
Behrends. Oxford, 1976, n (K51, 9, 10.
74. Véase «Convcntum». EHR LXXXIV, págs. 541-548, en la nueva
edición y traducción de George Beech. Yves Chauvin y Georges Pon, Le con-
ventinn (vers 1030): un précurseur aquitain des premieres épopées, Ginebra,
1995. (En BnF manuscritos latinos 5927, págs. 265-280, no encuentro justifi
cación para interpretar que la ortografía de la palabra haya de ser «conuen-
tum», dado que, en los pasajes en que figura mencionada, dicha voz tiene a mis
ojos todo el aspecto de ser un acusativo. En las cartas de Gerberto de Aurillac
el vocablo es convenías, véase el Briefsammlung, índice, pág. 273.) Véase
también Georges Duby, Le moyen age de Hugues Capel á Jeanne d'Are 987-
¡460, París, 1987, págs. 108-110. El mediodía francés nos ha dejado asimismo
documentos comparables a los que aquí hemos enumerado, y en ellos se habla
igualmente de las formas que adoptan los procedimientos legales; véase HL V,
págs. 496-502. y Bonnassie. Catalogue, II, págs. 615, 638.
75. Pierre Bonnassie, «Sur la genése de la féodalité catalane; nouvelles
approches», IIfeudalesimo nell'alto medioeveo..., dos volúmenes, Espoleto,
2000, II, págs. 569-606.
76. CCr, I, n,p 168. Para una información de orden general, véase
Tuubert, Latium, I, págs. 330-338; Aldo A. Settia, Castelli e villaggi
nell 'Italia padana: popolamenlo. potere e sicurezzafra ix e Allí seco/o, Nápo-
les, 1984, capítulos 3-8; y Mcnant, Campagnes lombardes, págs. 580-671.
77. Véase Iplaciti del «Regnum Italice», edición de Cesare Manaresi.
cinco volúmenes, Roma. 1953-1960, iv, v; UrkMat, n.os55-56 (1099-1100),
junto con otras muchas citas en las que se habla de «feudos» y de «preben
das»; Menant, págs, 594-601; Philip Jones, The Italian cih>-state..., Oxford,
¡997, págs. 120-130; compárese también con lo que señala Reynolds en F ief
and vassals, págs. 199-240.
78. Véase Giovanni Tabacco, The struggleforpower in medieval Italv.
Struetures o f political rule, traducción inglesa de Rosalind Brown Jensen.
Cambridge, 1989, pág. ¡61.
664 LA CRISIS OKI SIGLO XII
muisti, quin sicut servos nescientes quid faciat domnus forum, sub pedibus
tuis calcasti» (la traducción inglesa se encuentra en Tiemey, Crisis, n.° 30.
59).
97. Gesta pantificutn Cameracensium, continuado, edición de L. C.
Bethmann, MGHSS, Vil, 1846, pág. 499, capítulo 5.
98. Véase Janet L. Nelson, «The rites of the Conqueror», Política and
ritual in early medieval Europe, Londres. 1986, capítulo 17. Véase también
Richardson y Sayles, Governance o f medieval England, págs. 136-138; y
Southern, Making ofthe Middle Ages, págs. 92-94; compárese también con lo
que señala P. E. Schramm en A histoiy o f the English coronation, traducción
inglesa de L. G. W. Legg, Oxford, 1937, capítulos 2, 3.
99. Véase Jaeger, «Courtliness», págs. 297-299; y Southern. Medieval
hnmanism, capítulo 10 .
100. Urban and rural communitics in medieval Frunce: Provencc and
Languedoc, 1000-1500, Kathryn Reycrson y John Drendel (cornos.), Lcvden.
1998; FAC, 1, págs. 156-158.
101. Véase por ejemplo, ACA, Cancillería, pergaminos de Alfonso II
de Aragón, conde de Barcelona, n.os 249, 278. Véase también la lámina 7A de
la presente obra.
102. Todos estos extremos quedarán ilustrados en las páginas 397 a
418.
103. Mateo, 20, 25 (la traducción castellana es de Manuel Revuelta, en
Biblia de Jerusalén, Bilbao, Desclée de Brouwer, 1976). Véase Philippe Buc,
«Principes gentium dominantur eorunr. princely power between legitimacy
and illegitimacy in twelfth-century exegesis», en Cultures o f power, capítulo
13.
104. Romanos, 14, 8 (traducción castellana de Antonio María Artola,
op. cit.); véase también Tellenbach, Church, state, and Christian societ}’,
págs. 2-42.
105. Véase Denis Grivot, George Zamecki, Gislebertus, sculptor ofAu-
tun, Londres, 1961, capítulo 2, junto con sus láminas; véase también Jean-
Claude Bonne, «Depicted gesture. named gesture; postures of the Christ on
the Autun tympanum», Histoiy andAnthropology. I, 1984, págs. 77-93. Véa
se la lámina 6.
106. Ruodlieb. Faksirnile-Ausgabe der Codex latinus Monacensis
19486..., dos volúmenes, Wiesbaden, 1974-1985,1, II, fragmento 4, versos
146 a 154. (Hay traducción castellana: Cantar de Ruodlieb, traducción de
David Hernández de la Fuente, Celeste Ediciones, Madrid, 2002.)
107. Véase Regesto delta chiesa di Tivoli, edición de Luigi Bruzza, ;
Bolonia, 1983 (Roma, 1880), lámina iv; LFM, I. láminas 4, 9 y 17; II, lámi
nas, 5, 10 y 14; y Geoffrey Koziol, Begging pardon and favor: ritual and
NOTAS ■ CAPÍTULO 2 667
political arder in early medieval France, Ithaca, Nueva York, 1992, págs.
1-108.
108. OV. iv (II, págs. 206-208); compárese también con lo que se seña
la en WP, ii. 48 (págs. 184-186),
109. Actes des comtes de Nanrur de la premiére race, 946-1196, edi
ción de Félix Rousseau, Bruselas, 1936, pág. 89.
110. Couronnement de Louis, tiradas 1-9, edición de Langlois, 1-5 (tra
ducción inglesa de Joan M. Ferrante, GuiUaume d ’Orange: four twelfth-cen-
tw yepics, Nueva York, 1974, págs. 63-67),
111. MSB, viii. 42, pág. 346. Véase también Walter Schlesinger, «Herrs-
chaft und Gefolgschaft in der germanisch-deutschen Verfassungsgeschich-
te», HisforischeZeitschrift. CLXXVI, 1953, págs. 225-275 (traducción ingle
sa de Fredric Cheyette, Lordship and community in medieval Europe, Nueva
York, 1968, págs. 64-99).
112. F. M. Stenton. The first century o f English feudalism, 1066-
1166..., segunda edición, Oxford, 1961 (1932), pág. 76; apéndice, pág. 19; y
capitulo 3.
113. A principios del siglo xn. era habitual que la posibilidad de esa
confusión inspirara frecuentes temores: véase por ejemplo, Hildeberto de La-
vardin, Sermones, págs. 23, 35, 37, PL. CLXXI, págs. 443, 516-517, 533;
OV. viii. 26 (IV, pág. 320). Véase también Benjamín Amold, Princes and
territories in medieval Germany, Cambridge, 1991, capítulo 1 .
114. Véase J. C. Holt. «Politics and property in early medieval En-
gland». Pasi & Present. n.° 57, 1972, págs. 3-52.
115. OV, iii (II, págs. 96-98). Orderico era plenamente consciente de
este problema: véase también iv (II, pág. 262), donde se habla de los «sabios
clérigos» de la casa de Rogelio de Montgomery.
116. LPV. I. n."28. pág. 87. Véase también Boleslao I (apodado «C lvo-
biy» [= el Bravo], 992-1025): «Suos quoque rústicos non ut dominus in anga-
riain coercebat. sed ut pius pater quiete eos vivere pennittebat».
117. Salmos, 102. 22 (traducción castellana de Manuel Revuelta, op.
di.)', Die Tegernseer Briefsaminlung (Frounnmd), edición de Karl Strecker,
Munich, 1978, n.° 1.
118. Véase Le dómame royal sous les premiers capétiens (987-1180),
París, 1937, págs. 3-5; y John Van Engen, «Sacred sanctions for lordship»,
Cultures ofpower. pág. 216.
119. HL, v, n."417, págs, 785-787. Parte de toda esta farragosa palabre
ría figura sospechosamente en la carta de fundación de Saint-Pons (ibid., n."
67, pág. 175) y pretende remontarse al año 936, así que es probable que fue
ran los propios beneficiarios quienes redactaran la descripción. Véase tam
bién el n.° 77 (pág. 191, abril del año 942).
668 LA CRISIS DHL SIGLO XII
II, págs. 13-186; véase también Reilly, Kingdom o f León-Castilla imder King
Alfonso VJ; ídem, The kingdom o f León-Castilla under Queen Urraca, 1109-
1126, Princeton, 1982.
39. Documentos para la historia de las instituciones de León y Castilla
(siglos x-xtn), edición de Eduardo de Hinojosa, Madrid, 1919, n.p 14,
40. CDL, IV, n.° 1279. Sobre los bene nati, véase Hinojosa, Documen
tos, n.os 5, 13; y Carlos Estepa Diez, Estructura social de la ciudad de León
(siglos xbxtu), León, 1977, págs. 256-258.
41. Documentos, n ° 14; CDL, IV, n.° 1172.
42. CDL, IV, n.° 984.
43. Véase Claudio Sane hez-Albornoz. España. Un enigma histórico,
tercera edición, dos volúmenes, Buenos Aires, 1971, II. págs. 373-386; véase
también la página 296.
44. Véase Reinos cristianos, II, págs. 46-47; Pilar Blanco Lozano,
CDF1, págs. 10-29; «Die Urkunden Kaiser Alfons VII. von Spanien», Peter
Rassow (comp.), Archiv fur Urkundenforschung, X, 1928, págs, 327-414.
45. Véase por ejemplo, CDL, IV, n.° 1007 (1043).
46. CDF1, n .05 39, 51, 53 y 71; CDL. IV, n.c 122J. Véase también el
número 1282 (1094): en cuya rúbrica puede leerse lo siguiente: «Lucius cle-
ricus iussionem regis qui notuit».
47. CDF1, n.° 20; véanse también los números 48, 63 y 72; junto con
CDL, IV, n.°" 1048, 1116.
48. CDL, IV, n.° 1085 (ante el rey y la reina); n.°* 1057, 1093; Docu
mentos, n.os 14, 26 (ante el rey); CDL, IV. n.os 1106 y 1122 (ante la reina).
Véanse también los números 1029, 1159, 120 2 , 1228, 1249, 1272, 1289.
1322.
49. CDL, IV, n.os 1256. 1293; véase también CDF1, n.05 46, 73.
50. CDL, IV, n,os 1182, 1183, 1244, 1256.
51. Véase por ejemplo, Reilly, Alfonso VI, capítulos 6 y 8, sobre todo
las páginas 148 a 160,
52. Véanse las Leges Visigothorum, ii. 1.7, edición de Karl Zeumer,
Hanover-Lcipzig, 1902, págs. 52-54; la Chronica Adefonsi imperatoris, i. 8,
edición de Antonio Maya Sánchez; y la Chronica hispana sceculi xn, edición
deEinma Falque Rey c ta l, Tumhout, 1990, pág. 153.
53. Esta equivalencia aparece señalada en los decretos de Burgos, pág.
1117: «feodum, quod in ispania prestimonium vocant . », edición de Fita,
«Concilio nacional de Burgos» {BILiH, XLVIII), pág. 395 (página 397 del
facsímil).
54. Véase CDL, IV. n.« 1048, 1195, 1213, 1217, 1221, 1316; y Estepa
Diez, Estructura social de León, págs. 446-455; y Luis G(arcía) de Valdeave-
llano. Curso de historia de las instituciones españolas..., tercera edición, Ma
672 L A C R I S I S D H L S I G L O XII
drid, 1973, págs. 488-490, 500-505. Véase también Alfonso García Gallo;
«El concilio de Coyanza...», AHDE, XX, 1950, pág. 298.
55. CDL, IV, n.° 1217.
56. CDF1, n.° 31 (se trata de una cédula problemática transmitida a
través de copias posteriores).
57. Véase García Gallo, «Concilio de Coyanza», pág. 298; junto con
Antonio López Ferreiro, Historia de la santa A. M. iglesia de Santiago de
Composlela, once volúmenes, Santiago, 1898-1911, II, ap. 233, capítulo 5;
véase también CDL, IV, n.° 1182.
58. ES, XL, págs. 417-422 (ap. 28).
59. CDL, IV, n.01 1182, 1183. Véase Ramón Menéndez Pidal, La Espa
ña del Cid, séptima edición, dos volúmenes, Madrid, 1969,1, págs. 190-192,
autor que se muestra excesivamente escéptico respecto a la sinceridad de Al
fonso VI, pese a que sin duda acierte al sospechar que Urraca había tenido
algo que ver en el asesinato de Sancho; véase también Reilly, Alfonso VI,
págs. 68-72.
60. Documentos, edición de Hinojosa, n.u 27.
61. Véase ES, XXXVI, ap. 45; véase también HC, i. 31, pág. 60.
62. HC, i. 24, pág. 52; A. G. Biggs, Diego Gehnirez.first archbishop o f
Compostela, Washington, 1949, págs. 60-61.
63. Primera cita: HL, V, n." 324i; compárese también con lo que se se
ñala en el número 266; segunda cita: LFM, II, n." 520; y véase también, por
ejemplo, el número 519; tercera cita: Les plus aneiennes charles en langue
proveníale..., edición de Clovis Bmnel, París. 1926, n.“ 26; cuarta cita: HL,
V, n.° 557.
64. Véase el «Cartulaire des Trencavel», Sociedad arqueológica de
Montpellier, manuscrito 10; Liber instrumeiuoriim memorialiam, Cartulaire
des Chnllems de Montpellier, edición de Alexandre Germain, Montpellier,
1884-1886; y el «Liber feudorum maior», edición de Francisco Miquel Ro-
sell (= LFM).
65. Catalogne, II, págs. 742-743
66. Véase por ejemplo, LFM, I. n," 150: compárese también con lo que
señala Santiago Sobrequés en Els grans comtes de Barcelona, Barcelona,
1961, pág. 79.
67. Usatges de Barcelona.... edición de Joan Bastardas, Barcelona,
1984, (JS. 1-2 (notación antigua: 1-3).
68. CPC, I, n.'«45 y 46.
69. Cosa que constituyó un acontecimiento memorable: «& hoc fuit
tempore quo rex Francie venit in partibus istis», HL, V, n.° 629.
70. Véase ACA, Cancillería, pergaminos R, B., III, 20, 104 dupl. (LFM,
II, n.u 506).
NOTAS ■C A PÍT U L O 3 673
232. Véase R AP hl, n.° 153; RAL6, I, n .° 96; junto con II, n.u 340 (año
1133). Véase en general, R A P hl, n.° 114; CSPCh, II. págs. 483-484; y RAL6,
I, n.os 150, 156.
233. CSPCh, II, pág. 340.
234. Véase RA L6,1, n .°540, 60, 109, 150, 192; II, n.os 284, 382; CSPCh,
II, págs, 483-484; y véase también André Chédeville, Chartres et ses cam-
pagnes (x t -xhf s.), París. 1973, pág. 297.
235. Véase el Líber testamentorum sancti Martim de Campís..., París,
1904, n .05 18, 19, 56, 58, 60 (mi/itis fevumY RAPhl, n.° 127; junto con RAL6,
I, n.os 27, 32 ífeoda militum); CSPCh. II, pág. 312, donde se dice, a propósito
de un grupo de molinos (molendinaria de Ponte), lo siguiente: «quam feoda-
litersuam esse debere» (años 1119-1128). Podrían multiplicarse las citas.
236. Véase el R A L 6,1, n.us 44, 27.
237. Ibid., n.t,79.
238. Ibid.. n.ns 65, 73.
239. Lemarignicr, Gouvernement royal, págs. 173-176.
240. Véase el R AL6,1, n.° 100; II, ap. 2, n.°9; junto con el Cartulaire de
Notre-Dame de Chartres..., edición de E. de Lépinois y L. Merlet, tres volú
menes, Chartres, 1862-1865,1, n°34.
241. RAL6, E n “ 12, 16, 28, 66 , 95, etcétera.
242. Ibid.. II, ap. 2. n.“ 9, pág. 460.
243. Véanse el RAPhl, n.° 64; y el RAL6, I, n.“ 15 y 54; II, n.° 266;
véase también la Chronique de Morigny, i. 2, págs. 5-6, citada más arriba, en
la página 90.
244. Véase el R A L 6,1, n .05 22, 29; y véase también Olivier Guillot, «La
participation au duel judiciaire de témoins de condition serve dans l’Ile-de-
Francc du xie siécle...». Droit privé et institutions regionales. Eludes... Jean
Yver, París, 1976, nota de la página 347 y páginas 357-360.
245. Véase OV, xi. 34-37 (VI, págs. 154-166).
246. Véase el R A L6.1, n.c,s 12, 16, 32, 46, 66, 75, 86, 132; véase también
Achille Luchaire, Louis VI le Gros. Annales..., París, 1890, n.os 28,73, 78,87,92.
247. Véase Robert-Henri Bautier, «Paris au temps d ’Abélard», Abélard
en son temps..., París. 1981, págs. 40-71; junto con Boumazel, Gouvernement
capétien au x if siécle, capítulo 3.
248. Véase el Recueil des actes des ducs de Normandie de 911 á 1066,
edición de Marie Fauroux, Caen, 1961; véase también David Bates, Norman-
dy befare ¡066, Londres, 1982, capítulo 4.
249. Véase Douglas, William the Conqueror, y James Campbell, The
Anglo-Saxon statc, capítulo 1.
250. RRAN, I, págs. xi-xii, y lista de pleitos; Acta o f William /, introduc
ción, n.° 138.
N OTAS • CA PÍTU LO 3 683
251. Véanse las WP. ii. 30, pág. 150; y la ASC, D (1066); véase también
Nelson, «Rites of the Conqueror».
252. Green, Government o f England under Hemy /, págs. 20-21.
253. Acta o f William I. n,os 1 1, 34.
254. Véanse los Engiish lawsuits from William I to Richard 1, edición
de R. C. Van Caenegem, dos volúmenes, Londres, 1990, I. n.os 21-131;
RRAN, II. n.°687; véase también Green, Government, págs. I 11-112.
255. Margaret T. Gibson, Lanfranc o f Bec, Oxford, 1978, pág. 121 y
capítulo 6 .
256. Véanse las Leges Henriciprimi, edición y traducción inglesa de L.
J. Downer, Oxford, 1972. Para mayor información sobre este texto, véase
Wormald, The making o f Engiish law, págs. 411-414. 465-476.
257 Véase la Pelerborough chronicle, pág, 9; véase también F. M.
Stenton. First centurv o f Engiish feudalism..., segunda edición, capítulo 1;
junto con F. W. Maitland, Domesday Book and beyond. Three essays in the
early lii.stoiy o f England. nueva edición, Cambridge, 1987 (1897), «Essai I».
258. Véase OV, iv (II, págs. 196, 264).
259. Los textos pertinentes al caso se hallan reunidos en Engiish law-
suits. I. n.” 5. Véase también Alan Cooper. «Extraordinary privilege: the trial
of Penenden Heath and the Domesday Inquest», EHR, CXV1, 2001, págs.
1167-1192.
260. Maitland, DBB, pág. 104.
261. RRAN. I. Apéndice lxxxi, n.° 453; = EHD. IR n.° 41.
262. RRAN, II. n." 530.
263. Ib id., n." 819.
264. Véase Ibid.. n.° 1034. Compárese también con lo que señala Wi
lliam Morris en The medieval Engiish sheriff'to 1300. Manchester, 1927, pág.
46: «Se designaba al magistrado por un'período de tiempo no especificado, y
la tendencia de la época consistía eft dar a los cargos el mismo tratamiento
que a los feudos»,
265. Véase la RRAN, II, n,° 1503; véase también el número 1865.
266. Véase Morris, The medieval Engiish sheriff, capítulos 3 y 4; así
como Judith A. Green, Engiish sheñffs to I ¡54, Londres, 1990.
267. Véanse las Leges Henrici primi. en especial los capítulos 6- 8, 11,
32,51-53,57.
268. Gesetze der Angelsachen. 1. pág. 52 (el texto puede consultarse
también en SC, págs. 117-119; la traducción inglesa se encuentra en EHD, II2,
n.° 19).
269. OV. iv. II. pág. 202.
270. Véanse las WP. ii. 2 (pág. 102); 34 (págs. 158-160); OV, iv. II,
pág. 192; véase también Gesetze, I, pág. 486 [EHD, II2, n.° 18).
684 I.A C R I S I S DHL S k i ! . O XI!
15. OV, xí. 9, VI, págs. 50-52. Al igual que ya les sucediera a Achille
Luchaire y a Maurice Prou antes que a mí, me resulta imposible compartir el
parecer de Marjorie Chibnall, quien sospecha que este relato «tiene todos los
visos de una invención épica».
16. OV, iii, II, págs. 116-118; iv, II, págs. 306-308; vii. 10, IV,
págs. 46-48; viii. 10-11, IV, págs. 182-198; x. 8, 10, V, págs. 228-232, 252-
254.
17. Galberto de Brujas, De multro.
18. Véase Otón de Frisinga, Gesta Frideríci I. imperatoria, edición de
Georg Waitz y Bernard von Simson, tercera edición, Hanover, 1912, i. 17,
pág. 31; traducción inglesa de C. C. Mierow, Deeds, Nueva York, 1966, pág.
48. En el año 1125, el arzobispo Adalberto se impuso a los príncipes y logró
que se eligiera a Lotario de Sajonia «plus familiaris rei, quantum in ipso erat,
quam communi cómodo consulens».
19. Véanse los Usatges de Barcelona, págs. 2 (Us. 3) y 50; véase tam
bién Bonnassie, Catalogne, II, págs. 711-733.
20. Véanse los Usatges, edición de Bastardas; junto con las Consuetu-
dines et iusticie, edición de C. H. Haskins, Norman institutions, Cambridge.
Massachusetts, 1918, págs. 277-284; las Consuetndinesfeudorum, I; la Com
pila tío antiqua, edición de KarI Lehinann, Gotinga, 1892, págs. 8-38 —reim
presa por Karl August Eckhardt, Aalen, 1971, págs. 32-62— ; los Fors de Bi-
gorre, edición de Xavier Ravier y Benoit Cúrsente en Le cartulaire de Bigorre
(,\T-Xllle siécle), París, 2005, n." 61; y las Leges Henrici Primi.
21. Cartulaire de Bigorre, n.° 61. Acepto en lo fundamental la interpre
tación que hace Paul Ourliac en el artículo titulado «Les fors de Bigorre»,
1992, publicado en, Ídem, Les pays de Garonne vers I ’an mil. La soeiété et le
droit, Tolosa, Francia, 1993, págs. 219-235.
22. Véanse las SC, págs. 97-99; LTC, I, n.° 22; junto con el «Concilio
nacional de Burgos (18 febrero 1117)», págs. 394-398; LFM, II, n.n 691;
CDL, IV, n.n 1183; y las n.° 79.
23. DDC2, n.ü 244. Véase en general, Tabacco, Struggle fo r power,
págs. 208-214.
24. Véanse las GcB, capítulo 4, pág. 7; Bonnassie, Catalogne, II, págs.
718-728; y véase también la página 333.
25. Véase el Cartulaire de Bigorre, n." 61; véase también la introduc
ción, págs. xxii-xxiii.
26. John Gilissen, La coutume, Tumhout, 1982, págs. 50-58.
27. Piénsese, por ejemplo, en Ranulfo Flambard en la Inglaterra de Gui
llermo el Rojo; véase también la página 375.
28. Véanse las Consuetndines et iusticie, edición de Haskins, capítulos
8, 10, pág. 283; Leges Henrici primi, capítulo 27,
NOTAS ' CA PÍT UL O 4 687
Meyer von Knonau, Jahrbücher des deutschen Reiches linter Heinrich IV.
und Heinrich V., siete volúmenes, Leipzig 1890-1909; I. S. Robinson,H eniy
IV o f Germany. 1056-1106, Cambridge, 1999; y Gerd Althoff, Heinrich IV,
edición dirigida por Peter Herde, Darmstadt, 2006, capítulos 3-6.
72. Véase Lamberto, Anuales, años 1073-1075, págs. 140-239; junto
con Bruno, capítulos 1-56; y el Carmen de bello saxonico, edición de Oswald
Holder-Egger, Hanover, 1889.
73. Véase Robinson, Hemy IV, capítulos 4-6.
74. Véase Geoffrey Barraclough, The origins o f modera Germany, se
gunda edición, Oxford, 1947, capítulos 5. 6 ; junto con Weinfurter, Herrschaft
(Salían century), capítulo 8.
75. Karl Leyser, «The crisis of medieval Germany», PBA, LXIX, 1983,
págs. 409-443. De entre los historiadores de las generaciones anteriores me
remito a Wilhelm von Giesebrccht, Karl Hainpc y J. W. Thompson.
76. Sachsenkrieg. capítulo 16.
77. Annales Altahenses, año 1072, pág. 84.
78. Ibid., años 1067-1073, págs. 72-86; Lamberto, Annales, años 1066-
1073, págs. 100-163; Vita Heinrici IV. imperatoris, edición de Wilhelm Eber-
hard, Hanover, 1990 (1899).
79. Lamberto, Annales, año 1073. págs. 140-141.
80. Véanse los Annales Altahenses. año 1073, pág. 85; véase también
Bruno, Sachsenkrieg, capítulo 16.
81. Eso es al menos lo que sostiene Weinfurter en Herrschaft, pág. 118
(Salían century, págs. 134-135).
82. Véase Bruno el Sajón. Sachsenkrieg. capítulo 25; y Lamberto, An
uales, año 1073, págs. 146-147.
83. Annales Altahenses, año 1073, pág. 85; «Sed quia in vicino ipsarum
urbium praedia pauca vel nulla liabebat, illi, qui civitates custodiebant, pro
per inopiam victualium praedas semper facícbant de substanciis provincia-
limn».
84. Véase Lamberto, Annales, año 1073, pág. 146.
85. Véase Ibid., y compárese también con lo que se señala en \os Anna
les Altahenses, pág. 85; y en Bruno el Sajón, op. cit., capítulo, 25.
86. Leyser, «Crisis», pág. 424 (Communications ... Gregorian revolu-
tion, págs. 33-34).
87. Véase, además de los escritos de Lamberto y Bruno, de ios Annales
Altahenses y del Carmen de bello saxonico, la Chronica de Fintolfo, años
1073-1075, págs. 82-84; así como la obra de Wolf-Dieter Steinmetz, Geschi-
chte undArcháologie der Harzburg unter Saliera, Staufern und Welfen 1065-
1254, Bad Harzburg, 2001.
88. Véase por ejemplo, Barraclough, Origins, págs, 135-144.
NOTAS ■ C A PÍT U L O 4 691
238. Ibid., capítulos 94, 95. Lille se había rebelado en agosto del año
1127; véase el capítulo 93; y poco después los habitantes de Brujas habrían de
entrar en conflicto con el conde Guillermo: capítulo 88.
239. Véanse más arriba las páginas 184 y 185.
240. Véase Galberto, capítulos 47, 106; y Walter, capítulo 44; junto con
el Liber de restauratione, capítulo 32.
241. Véase la página 343.
242. Véase Galberto, capítulo 59.
243. Ibid., capítulos 59, 66 ; ACF, n.c 127.
244. Galberto, capítulo 96: y se insiste en el mismoasunto en los capí
tulos 99 y 121.
245. The letters andcharters o f Gilberí Folio/..., edición de Z N. Brooke,
Adrián Morey y C. N. L. Brooke, Cambridge, 1967, n.° 26; Guillermo de
Newburgh, Historia rertim AngHcarum, i. 22; edición de Richard Howlett,
Chronides o f the reigns ofStephen, Henry II, and Richard /, cuatro volúme
nes. Londres, 1884-1889.1. pág. 69.
246. LPV, I, n.° 21; OV, viii. 15 (IV. pág. 228).
247. Para información sobre el reinado de Esteban, véase David
Crouch, The reign ofKing Stephen, 1135-1 ¡54, Harlow, 2000; y The anarchy
ofKing Stephen ’s reign, edición de Edmund King, Oxford, 1994.
248. Véase, además de Crouch, Donald Matthew, King Stephen, Lon
dres. 2002, y sobre todo Anarchy, de Edmund King, (comp.), páginas 1 a 6
(King) y capítulo 1 (C. W. Hollister).
249. Para una buena recopilación de las pruebas, véase Edmund King,
«The anarchy ofK ing Stephen's reign», TRHS, quinta serie, XXXIV, 1984,
págs. 133-153; y Robcrt Bartlett, England under the Norman and Angevin
Kings, 1075-1225, Oxford, 2000, págs. 283-286 Véase también HN, capítulo
483; JW, III, págs. 216-218; GS, capítulo 78 (y passim): y OV, xiii. 19 (VI,
págs. 450. 452)."
250. Véanse más arriba las páginas 89 y 90; junto con HN, capítulo 463;
para información sobre el tensamentum, véase la Chronique de Morigny, i. 2
(6): RAL6,1. n.° 124; II. n°409; PUE. II, n.° 36; RRAN, III, n.° 233; C-&S, i: 2,
pág. 823. Véase también J. II. Round, Geoffrey de Mandeville. A study o f the
anarchy, Londres, 1892, págs. 414-416; y Flach, Origines de l'ancienne
France, I. págs. 402-405. Para un completo debate, véase T. N. Bisson, «The
lure of Stephen’s England: /enserie, Flemings, and a crisis of circumstance».
King Stephen ’s reign, Dalton y White (comps.), 2008, págs. 171-181.
251. Véase [Guillermo Ketell], Alia miracula [5. Jahanrtis episcopt]...,
edición de James Raine, The historietas o f the church ofYork and its archbi-
shops, tres volúmenes, Londres, 1879-1894, I, págs. 302-303; Reinaldo de
Durham, ...Libellus de admirandis beati Cuthberti virtutibus, edición de Ja
700 LA C R I S I S n i I. S I G L O XII
mes Raine, Londres, 1835, capítulo 67, y véanse también los capítulos 49 y
50 (agradezco a R. Bartlett estas referencias); para información sobre la expe
riencia que se vive en la población de Selby. sometida a las acciones de un
mal castillo, véase Bartlett, England, págs. 284-285.
252. OV, xi. II, x iii. 32 (VI, págs. 60, 492).
253. Ibid., xi. II, págs. 21-23; xii. 30. págs. 45-46; xiii. 19 (VI, págs. 60,
92-98, 346-356, 368-380, 448-452).
254. Véase ibid., xi. II, xii. 3. 39 (VI, págs. 60-62, 190-192, 346-348);
junto con David Crouch, The Beaumom iwins..., Cambridge, 1986, págs. 17-18.
255. Y en realidad tampoco lo sostiene así Orderico en los hexámetros
del panegírico que dedica a Enrique: xiii. 19 (VI, págs. 450-452). Véanse los
lamentos anteriores en (OV), viii. 1, 4. 9, 12 (IV, págs. 112-114, 146-148,
178, 198); x. 17 (V, 300); xi. 23 (VI, pág. 98).
256. Respecto a la desmandada violencia que brotará en ausencia del
monarca, véase OV, xi. II, 16, 22 (VI, págs, 60, 74. 96), etcétera. Véase tam
bién viii. 2 (IV, pág. 132); C. W. Hollister, «Henry I and the Anglo-Norman
magnates», en Monarchy, magnates, and institutions in the Anglo-Norman
world, Londres, 1986, capítulo 10; y Stenton, First Centuiy, pág. 257.
257. OV, viii. 8 (IV, pág. 178); xii. 39 (VI, págs. 346’ 348); xiii. 19 (VI,
pág. 452): «Tollere quisque cupit iam passim res alienas, / Rebus in iniustis
en quisque relaxat habenas»; xiii. 32 (VI, págs. 492, 494).
258. Véase en general Le Patourel, Norman Empire, págs. 77, 84-85 y
293; y Crouch, Beaumont twins, capítulo I .
259. GS, capítulos 9, 23. En la JW {Chronicle o f John o f Worcester)
aparecen consignados los ataques dirigidos contra Exeter y Bedford, aunque
no se mencionen los señoríos rebeldes establecidos en la región: véase III,
págs. 218, 234-236.
260. Véanse las GS, capítulo 12: véanse también los capítulos 42 y 44,
así como el 14 y el 38.
261 Ibid., capítulo 96; véanse también ¡as Letters ofGilbert Foliot, n.“
27, Para información general, véase Crouch, Reign ofK ing Stephen, págs.
112, 150 y 152 a 154, donde se habla de los objetivos de los barones.
262. Véanse las GS, capítulo 78; véanse también los capítulos 37, 38,
82, 83, 15-19; y para información sobre Matilde, véanse los capítulos 58-
[59]; junto con Roberto de Gloucester, capítulo 75.
263. Ibid., capítulo 78.
264. HN, capítulo 483; Stenton, First Centary, págs. 203-204.
265. Peterbonmgh chronicle, año 1 137, págs. 55-57.
266. Para información sobre este particular, véase JW, HN, GS, HH y ASC.
267. Véase Charles Coulson, «The eastles of the anarchy», en Anarchy,
capítulo 2 y página 70.
NO I A S ' CAPÍ TULO 4 701
26b!. Vcanso ¡as GS. prácticamente la totalidad del texto. Respecto a los
obispos, véanse los capítulos 34 a 36, 46 y 47. Véanse también «The miracles
of St Bega», The register oj ihe priory oj St Bees, edición de James Wilson,
Londres, 1915, págs. 512-515: Historia monasterii Selebiensis, en The Coucher
Book ofSeiby, edición de J. T. Fovvler, dos volúmenes, York. 1891-1893, i. 4,
5, 13; véanse también las citas mencionadas más arriba, en la nota 251.
269. Véase The chroniclc ofBattle Abbey, edición y traducción de Elea-
nor Searlc, Oxford, 1980. págs. 140-152; Peterborough chroniclc, año 1137.
270. Véase RRAN, III. tu* 543. 672, 675, 870 y passim, Historia eccle-
sie Abbenilonensis. II, n.° 264C.
271. Véanse los elementos que en relación con los cientos y los conda
dos se enumeran en RRAX. 111, pág. 420,421.
272. Véase H. A. Cronne, The reign o f Stephen 1135-54. Anarchv in
England, Londres, 1970, capítulo 8 ; R. H. C. Davis, King Stephen, tercera
edición, Londres, 1990. págs. 82-88; junto con Crouch, Reign o f King Ste
phen, págs. 327-329; y Mattliew, King Stephen, págs. 133-137, 216-219.
273. Letlers ofG ilbert Foliar, n.u> I, 2, 5; JW, III, 272; HN, capítulo
468; HH, x. 22, pág. 744; US. capítulos 43, 53, 65, 74, 83. Compárese tam
bién con lo que señala I’ierre Honnassie en «Les sagreres catalanes...»,
L ’environnement des églises..., M. Fixot y E. Zadora-Rio, París, 1994, págs.
68-94.
274. Sermones de tcinpore, PL. CLXX1, págs. 501-502.
275. Véase Tabacco. Strnggle ja r power, págs. 192-193, 237; G. A.
Loud, Church andsocictv in the Norman principality ofCapua. ¡058-1197,
Oxford, 1985, capítulos 3, 4; 1IL. v, n." 489i; Héléne Débax, La féodalité
¡anguedocienne xr-xn•' siécles. Serments. hommages etftefs dans le Langue-
doc des TrencaveI, Tolosa. Francia, 2003, págs. 72-85; y Otón de Frisinga,
Gesta Friderici {Deeds). i. 15-23.
276. Véase Wickham, Comnmnity and clientele in twelfth-centmy Tus-
eanv, capítulos 4, 5; Larrea, Navarre, capítulos 8-11; y Martínez Sopeña,
Tierra de Campos occidental, págs. 181 -566.
277. Véanse más arriba las páginas 264 a 265.
278. Las Leges Henrici Primi son casi la única guía con que contamos
para conocer las normas de procedimiento local en esta época. Véase también
Chris Wickham, Courts and conflict in twelfth-centurv Tuscany, Oxford,
2003.
279. Véase Dominiquc Barthélemy, «La mutation féodale a-t-elle eu
lieu? Note critique», Anuales: E. S. C., 1992, págs. 767-777; junto con «De
bate: the “feudal revohition”», comentarios de Barthélemy y Stephen White,
Past & Present, n,° 152, 1997, págs. 196-223; Conflict in medieval Europe,
Brown y Górecki (comps.j: y Matthew, King Stephen, capítulo 6 .
702 L A C R I S I S D E L S I G L O XII
per satellites el cómplices meos totum egi...». Véase también Constable. Re-
formation o f the twelfth century, págs. 81 y 237, junto con el capítulo 3.
C a p ít u lo 5: R e s o l u c ió n : L a s in t r u s io n e s de los
GOBERNANTES (1150-1215)
ca, me refiero (siempre en función del contexto) tanto a los reyes como a los
duques, los condes y los vizcondes.
18. Véase J.-Fr. Leirmngnier, Rechcrches sur I ’hommage en marche et
les froniiéres [codales, l.ille. 1945; LFM, 1, n.',s 14, 27-45 (aunque la perti
nencia de la información sea variable); y véase en general, Adam Kosto, Ma-
king agreements in medieval Catatonía. Power, arder, and the writen word,
1000-1200, Cambridge, 2002, capítulo 5.
19. LFM, I, n." 3 1; González. Alfonso VIII, J1, n.os 6, 8, 10, 11, 13; José
Luis Martín Rodríguez, «Un vasallo de Alfonso el Casto en el reino de León:
Armengol VII, conde de Urgel», VII Congreso de Historia ele la Corona de
Aragón, 1962, tres volúmenes, Barcelona, 1964, II, págs. 223-233.
20. DDFrl, II, n.” 37S.
2 1 . Véase en general. Libellus de diversis ordinibus..., edición de Giles
Constable y Bemard Smith. Oxford, 1972; junto con los Usatges de Barcelo
na; y Le Tres anden Coittnmier de Nonnandie, edición de Emest-Joseph Tar-
dif, Ruán, 1881.
22. Véase Gislebcrto de Mons, Chronicon Hanoniense, capítulo 109,
págs. 154-163.
23. DI, IV. n os 24. 25. 1 59.
24. Consuetndines et iusticie’, Stenton, English feudalism; Charles
Coulson, Castles in medieval society..., Oxford, 2003; y Débax, Féodalité
languedocienne.
25. Véase el Catalogas baronum, edición de Evelyn Jamison, Roma,
1972; junto con los Docnments retatifs au comté de Champagne et de Brie,
1172-1361, edición de A. Longnon, tres volúmenes, Paris, 1901-1914,1; véa
se también Gislebcrto de Mons, Chronicon Hanoniense, capítulo 43.
26. Véase Cal. baronum, cuyo compilador (Jamison) resalta con razón
el carácter de obligación feudal pública a la que aquí nos referimos; véase
también «Carla- baronum », The Red Book ofihe Exchequer, edición de Hu-
bert Hall, tres volúmenes. Londres, 1896,1, págs. 186-445.
27. Véase Suger, Vita (Deeds), capítulos 29, 30; véase también Houben,
Roger 11, capitulo 2; W. L. Warren, H enryll, Berkeley, 1973, primera paite;
y Fuhrmann, Germany in the high rniddle ages, capítulo 5.
28. Véanse los D D F rl, III, n.os 795-797; y las CAP, I, n.u 279; véase
también Otón de Saint Blasien, Chronica, capítulo 24.
29. Véase Fuhrmann. Germany, págs. 167-171; y Leyser, «Frederick
Barbarossa», págs. 135-140,
30. Véase Otón de Saint Blasien, Chronica, capítulo 26; véase también
Die Cronik des propstes Burchard von Ursberg, edición de Oswald Holder-
Egger y Bemhard von Simson, segunda edición, Hanover-Leipzig, 1916,
págs. 56-57.
706 LA CRISIS DEL SIGLO XII
HF, XVI, pág. 131 (n .05 399, 401); y Georges Duby, La société aux ,\T el xue
siécles dans ¡a región máconnaise. París, 1953, tercera parte, capítulo 2. Véa
se también HF, XVI, págs. 57 (n.° 188) y 92 (n.° 283).
41. HF, XVI, pág. 130 (n." 398); Chronicon breve de gestis Aldeberti,
edición de Clovis Brunel. Les Mit ades de Sainl-Privai.... París. 1912, capítu
lo 2 (n.° 126).
42. De glorioso rege Ludovico, capítulo 22.
43. HF, XVI, pág. 161 (n.° 476).
44. Vcanse más arriba las páginas 173 a 175
45. Véase Juan de Marmoutier, Historia Gaufredi, págs. 215-223; véa
se también, Chronica ve!seim o de rapinis, págs. 83-90. Todos los analistas
regionales recogen la caída de Montreuil; véase en general, Chartrou, L ’Anjou
de 1109 á 1151, capítulo 4.
46. RAH2, I, n.° 18* (RRAN. III, n." 19). Véase también CSAA, II, pág.
339 (n.° 865).
47. Véase Gervasio de Cantorbery. The chronicle o f the reigns o f Ste
phen, Henryll, and Richard L... edición de William Stubbs, dos volúmenes,
Londres, 1879,1, págs. 154-161.
48. Véase el Chronicon breve de gestis Aldeberti, págs. 126-134.
49. «[Aquello] no era un castillo, sino una cueva», asegura el texto ha
ciéndose eco de los evangelios sinópticos, en los que se habla de una «cueva
de ladrones».
50. Véase el Chronicon breve, capítulo 15.
51. ¡bid., capítulo 8.
52. Véase ibid., capítulo 16; y respecto al texto, véase LTC, I, n.° 168
{HL, V, n.° 642).
53. Véase el Chronicon breve, capítulo 17; y en cuanto a las palabras
del obispo, véase el HF, XVI. págs. 160-161 (n .05 474-476).
54. Véase HF. XVI, págs. 43-44 (n.os 140, 141); y págs. 160-161 (n .05
474-476).
55. Véase el Regesto di Camaldoli, edición de Luigi Schiaparelli et al.,
cuatro volúmenes, Roma, 1907-1922, II, n.° 1193; junto con Wickham,
Courts and conflict in Tuscanv, capítulo 5; y en cuanto al escenario en que se
desarrollan los hechos, véase ídem, «La signoria mrale in Toscana», Stmtture
e trasformazioni deüa signoria rurale..., Gerhard Dilcher y Cinzío Violante
(comps.), Bolonia. 1996. págs, 343-409.
56. DDFrl, I, n,cs 60, 160, 166-168, 178; compárese también con loque
se señala en II, n.° 222.
57. Véase The Ufe and miracles o f Sí William ofNorwich,,,, edición de
Augustus Jessopp y M. R, James, Cambridge, 1896, i. 8, 16,
58. DDFrl, I, n.1,s 147, 160.
708 LA CRISIS DLL SIGLO XII
76. FAC, II, n.° ICi. (La voz honor, femenina en este taso, tiene aquí el
significado antiguo de «heredad» o «patrimonio».)
77. Véase la Historia üaufredi, pág. 188 .
78. Inventari altomedievah di ¡erre, coloni e redditi, edición de Andrea
Castagnetti et al., Roma, 1979, n." 8 : 4, págs. 176192.
79. Véase David Rolle, «The descriptio terrarum of Peterborough
abbey», Bulletin o fth e Instílate o f Historien! Research, LXV, 1992, págs.
15-16.
80. Cartulaire de Saint Jean de Sarde, n.u 143.
81. MSB, viii. 22 (pags. 310-312).
82. Véase el Dialogas miraculontm, xii. 23, edición de Josephus Stran-
ge, Ccesarii Heisterbaccnsis..., dos volúmenes, Colonia, 1851, II, págs. 332-
335. Véase también la Chronicle ofBattle, pág. 108.
83. DDFrl, n.us 88, 94. 1 19; y II, n.°' 224, 229-243.
84. Véase Das Tafelgiiierverzeichnis des romischcn Künigs (MS. Bonn
S. 1559), edición de Carlrichard Briihl y Theo Kolzer, Colonia-Viena, 1979.
85. The Ufe ofSt Ansebn..., edición de R. W. Southern, Londres, 1962,1.
86. Véase OV, viii. 8 (IV, págs. 170-174); junto con la Peterborough
chronicle, años 1094-1 105: y R, W. Southern, «Ranulf Flambard», Medieval
humanism and oíher studies, Oxford, 1970, capítulo 10.
87. DB (Domesday Book), infolio 208 (condado de Huntingdon).
88 . Para información sobre los condados de Huntingdon, Lincoln y
York, véase DB, véase también Historia eeclesie Abbendonensis, ii. 4 (II,
pág. 4); BL (British Library), manuscrito Cotton Tib. A xiii, infolio 39, edi
ción de Thomas Hearne. Hemi/tgi chartularium eeclesie Wigorniensis, dos
volúmenes, Oxford, 1723. 1, págs. 83-84; y BL manuscrito Cotton Vesp. B,
xxiv, infolios 57v-62, edición de H. B. Clarke, «The early surveys of Eves-
ham abbey.,.», tesis doctoral, Birmingham, págs. 246-270 — trabajo que no
he podido consultar— ; etcétera.
89. SC [Select charléis ... o f Engiish constitutional history...], pág. 101.
90. Véase el Dialogas, i . 4 ( 14); ii. 14-16 (págs. 61-64); junto con Regi-
nald L. Poole, The exchequer ni the twelfth Century..., Oxford, 1912, págs.
27-31, 36. Para otros planteamientos, véanse los Domesday Studies..., J. C.
Holt (comp.), Woodbridge. 1987: así como el texto de David Roffe titulado
Domesday. The inquest and the book, Oxford, 2000; y las obras que se citan
más adelante.
91. Charles de C'lttnv, v, n.d 4132; véase también Georges Duby, «Le
budget de l’abbaye de Cluny entre 1080 et 1 155. Économie domaniale et
économie monétaíre», Aúnales; E. S. C , VII, 1952, págs. 155-171
92. Véase N. E. Staey, «Henry of Blois and the lordship of Glaston-
bury», EHR, CXIV, 1999, págs. 1-33.
710 LA CRISIS DEL SIGLO XII
117. Véase Johns, Arabic administration. op. cit., págs. 103, 108, 132,
150, 170-171, 190, 250; véase también Loud, Church andsociety in Capua,
págs. 21 y 189.
118. En Arabia adminisíration, Johns expone un interesante razona
miento en favor de esta tesis.
119. Véanse las FAC, 11, n.l,s 5 y 6 .
120. Ibid., n.“ 7 ,9 y 10.
121. Ibid., n.JS 8, 11 -18, y véanse también, para el período comprendido
entre los años 1179 y 1213, los n.os 34 y 138.
122. Véase 1 brevi dei consoli del conume di Pisa degli anni 1162 e
I ¡64..., edición de Ottavio Banti, Roma, 1997, pág. 51, capítulo 7 (año 1162);
págs. 82-83, capítulo 17 (año 1164). Véase también la página 369,
123. Véase Robert Fossier, Polvptiqnes et censiers, Tumhout, 1978;
así como P. D. A. Harvey, Manaría! records, edición revisada, Londres,
1999.
124. Véase Murray, Reason and society, op. cit., págs. 166-174; y para
la obtención de ejemplos, véanse las Survevs o f the estales o f Glastonbury
abbeyc. I ¡35-1201, edición deN. E. Stacy, Oxford-Nueva York, 2001; junto
con las FAC, I, pág. 152; y II,passim.
125. Véase Pierre Bourdieu, üutline ofa theory nfpractice, traducción
inglesa de Richard Nice, Cambridge, 1977, pág. 40.
126. Henri Pirenne, Medieval citics. Their origins and the reviva! of
trade, traducción inglesa de Frank D Halsey, Princeton, 1925 (hay traduc
ción castellana: Las ciudades en la Edad Media, traducción de Francisco Cal
vo Serraller, Alianza, Madrid, 2007), véase también Holt, Magna Carta, se
gunda edición, capítulos 1-3.
127. Véanse más arriba las páginas 197-203. Respecto a las ideas gre
gorianas véase por ejemplo, De ordimwdo pontífice audor Gallicus, edición
de Ernestus Diimmler, Ldl, I, pág. 14; véase también Pedro Damián, Líber
gratissimus, capítulo 4, BrPD, I, n.ü 40, pág. 396; junto con Humberto, Ad-
versus simoniacos, iii. 9, Ldl, I, pág. 208; y Lamberto de Hersfeld, Annales,
año 1071, págs. 126-128.
128. Véase Hildeberto, Moralis philosophia, Questio, I, capítulo 42,
PL, CLXXI, 1038; CCr, II, n.u 282; HC, iii. 33. 2; así como Germán de Tour-
nai, Liber de restauraiione, capítulo 38, pag. 290; FUE, II, n.° 19; Actas de
las sesiones jurídicas de Rogelio II, i. 25-26, edición de G. M. Monti, «II testo
e la storia esterna delle assise normarme». Studi di storia e di diretto in onore
di Cario Calisse, tres volúmenes, Milán, 1940,1, págs. 326-327, i. 8 ; DDFrl,
II (véase el índice, página 715); y Juan de Salisbury, Policraticus, op. cit., v.
4, 1, pág. 290, texto en el que el autor describe la tirannia como una práctica
virtualmente oficial, VIII. 17, II, págs. 345-358; véase también Adán de Per-
ÑUTAS ■ CAPÍTULO 5 713
seigne, Lettres, I, edición de .lean Bouvei, París, 1960, n." 14, capítulos 148 y
152; y TrFr, II, n 0 1569. págs. 1196-1199.
129. CNA, n .0 I SO.
130. SC, págs. 117-1 19.
131. CPA, n.1' 15.
132. RAL6, 1,11 “ 47.
133. ¡bid., II, n .“ 3X0: «gravamina ... quae a dominis suis patiebantur».
134. Véase Guiberto. Monodia;, iii. 7, pág. 320; Memoirs, pág. 167;
véase también el R ecudí de tex tes d'histoire nrbaine frangaise des origi
nes..., A.-M. Lemasson ut al., (comps.), Arras, 1996, n.os 33, 90.
135. Respecto a Lorris, véase Maurice Prou, «Les coutumes de Lorris
et leur propagation aux x il et xm1' siécles», NRHDFE, VIH, 1884; para infor
mación sobre Prisches, véase Leo Verriesl, «La fameuse charte-loi de Pris-
ches», RBPH, II, 1923. págs. 327-349; sobre Beaumont, véase LTC, I, n u
314. Véase también La charle de Beaumont et les franchises municipales
entre Loire et Rhin..., Nancy. 1988.
136. Esta estimación aproximada (véase la siguiente nota) está basada
en colecciones documentales que aparecen citadas en las notas que siguen.
Véase también Robert Fossier, Enfatice de l ’Europe Xl -Xiie siécles. Aspeas
économiques et sociaux, dos volúmenes, París, 1982, 1, segunda parte, capí
tulo 2 (hay traducción castellana: La infancia de Europa, traducción de
Montserrat Rubio Lois. Labor. Barcelona, 1984); y Wickham, Community
andclientele in twelfth-centun’ Tuscany, capítulos 7, 8 .
137. Nadie ha establecido todavía el número total de cartas conserva
das, sea cual sea la definición que se quiera adoptar para la voz «carta». Com
párese lo anterior con lo que señala Geoiges Duby en L écouomie rumie, II,
págs. 477-491 —Rural ecnnomy, págs. 242-252 (véase la reseña de la traduc
ción castellana al final de la nota 92 de la página 66).
138. Véase el Diploma/ario de la reina Urraca de Castilla y León,
1109-1126, edición de Cristina Monteide Albiac, Zaragoza, 1996, n.üs 1-3;
junto con la Colección de fueros municipales y cartas pueblas..., edición de
Tomás Muñoz y Romero, Madrid, 1847, págs 96-98. La colección de Muñoz
sigue siendo fundamental.
139. Véanse por ejemplo los Documentos de Hinojosa, n.° 40.
140. Véase Wickham, Community, pág. 221; y para una noción de ca
rácter general véanse las páginas 209 a 231. Véase asimismo Jean-Mane Mar
tin, La Pouille du IT au xir siécle, Roma, 1993, págs. 301 a 328 y 748 a 768;
Martin habla (en la página 768) de la «brutalidad de las transformaciones»,
pero no dice nada de la experiencia del poder que prevalecía en la época.
141. Quellensammlung zur Friihgeschiclue der deutschen Stadt (bis
1250), edición de Bemhard Dicstelkamp, Leyden, 1967, n.u 55; Theodor Ma-
714 LA CRISIS DEL SIGLO XII
véase también Adam Kosio, «The "Liher feudorum mciior" of the counts of
Barcelona: the cartulary as an expression of power», Journal o f Medieval
Histoiy, XXVII, 2001, págs. 1 -2 2 . Los registros de los años 1178 y 1180 son
los siguientes: ACA, Cancillería, pergamino R. B. IV pág. 258; y LFM, i, n"
225. El Liher domini regís terminaría siendo denominado, bastantes años más
tarde, Liher feudorum maior, y con ese nombre pasaría a la imprenta; de ahí
que en las citas aparezca aquí con las iniciales LFM.
197. ACA, Cancillería, Registro, I, folio I; el documento aparece repro
ducido en la lámina 7 y en el frontispicio de las FAC, I. Véase también Ros
to, «Liherfeudorum maior», pág. 20. Gracias al estudio de unas inscripcio
nes, Mundo ha identificado al copista mayor: se trataría de Ramón de Sitges,
véase el «El pacte de Cazóla...», op. cil., págs. 122-128.
198. Véase el «líber secundus», folio 10 (= LFM, II, n.° 51 1 ). El origi
nal se ha conservado: véase ACA, pergamino R. B. IV, sin fecha (impreso
(también) en DI, IV, n." 146). Remito una vez más a la Lámina 7B.
199. Adam J. Rosto. «The limited impact ofthe Usatges de Barcelona
in twelfth-century Catalonia», Traditio, LV1, 2001, págs. 64-65.
200. Véase ACA, C ancillería, pergaminos añadidos al inventario 3433
y 3217; compárese también con lo que se señala en el pergamino 3409; para
una información de carácter general, véase TV, capítulos 1 y 3.
201. Véanse las GcB (primera versión), capítulo 9; junto con Ferran
Soldevila, Historia de Catalunya, segunda edición, Barcelona, 1963, capitulo
9. (Hay traducción castellana: Historia de Cataluña, traducción de Nuria Sa
les, Alianza, Madrid, 1982.)
202. Alfonso I I ... documentos, n - 10, 18, 23, 27, 33, 36, 40, 45, 52, 53,
59,60,63,65,74.
203. Véanse las FAC. 1y II. En id. loe., I, págs. 234-250, se identifica a
los amanuenses y a los contables. Puede encontrarse un estudio completo
sobre Ramón de Caldas en T. N. Bisson, «Ramón de Caldes (c. 1 135-1199):
deán of Barcelona and king’s minister», Law, church and society: essays in
honor ofStephan Kuttner, Kenneth Penmngton y Robert Somerville (comps.),
Filadelfia, 1977, págs. 2S1-292.
204. Véase el Tumbo A de la catedral de Santiago. Estudio y edición,
Manuel Lucas Álvarcz (comp.), Santiago, 1998, págs. 47-48, junto con el
examen que hace José María Fernández Catón en las páginas 30 a 39 del im
portante conjunto de obras críticas. Véase también Héléne Débax, «Le cartu
laire des Trencavel (Liher instrwnentorum vicecomitalium)», Les cartulaires,
edición de Olivier Guyotjeannin et cil, París, 1993, págs. 291-299; y el Liher
instrumentorum memorialium. Cartulaire des Guillems de Montpellier, edi
ción de Alexandre Germain, Montpellier, 1884-1886.
205. FAC, II, n .05 1,31,33, 35,45,49.
718 LA CRISIS DEL SIGLO XII
239. Véanse las SC, págs. 260-262, junto con las GrH, II, pág. 90; véase
también Gillingham, RichardI, págs. 113-122, 239-244, 269-270.
240. GrH, II, págs. 110-111; véase también Rogelio de Hovvden, Chro
nica, IV, págs. 5-6; junto con William Alfred Morris, The medieval English
sheriffto 1300, Manchester, 1927, pág. 138; v Gillingham, RichardI, pág.
270."
2 4 1. Véase Rogelio de Hovvden, Chronica, III, págs. 240-242.
242. Véase Gillingham, Richard 1, págs. 277-279; William Stubbs, in
troducción a The histórica1 Works o f Master Ralph de Duelo..., dos volúme
nes, Londres, 1876, II, págs. lxxx-lxxxi; y Guillermo de Newburgh, Historia
rertim Anglicarum, edición de Richard Howlett, Chronicles..., II, Londres,
1884, v. 4.
243. Véase Rogelio de Howden, Chronica, III, págs. 262-267, 299-300
(= SC, págs. 252-258); IV, págs. 63-66.
244. Curia regis rolls... o f Richard l and John, edición de C. T Flower,
siete volúmenes, Londres, 1922-1935,1, págs. 1-14 (rollo número 12).
245. Véanse los Three rolls ofthe king ’x court..., edición de F. W. Mait-
land, Londres, 1891, págs. 65-118.
246. The great rol! o f the pipe for the twelfth year o f the reign o f King
Henrv the Second..., Londres, 1884, págs. 7-10,14-15,46-49, 57-58, etcétera.
247. Véase en general, H, G. Richardson, introducción a The memoran
da rol! fo r the Michaelmas term o f the first vear ofthe reign o f King John
(1199-1200)..., Londres, 1943, págs. xiii-xcviij; véase también Vincent,
«Why 1199?», págs. 17-48, trabajo en el que se realiza una importante revi
sión de los planteamientos habituales.
248. Memoranda rol!... (1199-1200), págs. Ix-lxii.
249. Véase Feet o f fines ... A. D. 1182 lo A. D. i 196, Londres, 1894,
pág. 21; Glanvill, v iii, págs. 94-103; P&M, I, pág. 169; II, pág. 97; véase tam
bién Clanchy, Memoiy, págs. 68-73; Vincent, «Why 1199?», págs. 30-43.
250. Holt, Magna Carta, pág. 180; Vincent, «Why 1199?», págs.
30-43.
251. Cita tomada de la edición de Richardson, pág. 32.
252. Ibid., pág. 33; The great rol/ o fth e pipe fo r the first year o f the
reign o f King John..., edición de Doris .VI. Stenton, Londres, 1933, págs. 176,
235 y 241.
253. Y cuyos títulos son, respectivamente, Angevin kingship, segunda
edición, Londres, 1963, y The legal framework o f English feudülism, Confe
rencias Maitland, Cambridge, 1972.
254. GrH, II, págs. 81-82.
255. RAPh2,1, n." 109.
256. Véanse más arriba las páginas 346 a 347.
0
300. Véanse por ejemplo, entre los innumerables textos posibles, las
LTC, I, n.“ 935; junto con los Documentos 1191-1217 recogidos por Julio
González (comp.), en Castilla en la época de Alfonso VIII, III, n.°s 732, 809;
DDFrl, I, n.us 41, 43, 52.
301. Además de Howden y Rigord, citados más arriba, véase la Chronica
latina regum Castelke\ así como Rodrigo Jiménez de Rada, De rebus Hispanie,
vii-ix. (Hay traducción castellana: Crónica latina de los reyes de Castilla, tra
ducción de Luis Charlo Brea, Servicio de Publicaciones de la Universidad, Cá
diz, 1984 [1217-1239]; e Historia de los hechos de España, traducción de Juan
Fernández Valverde, Alianza, Madrid, 1989.)
302. Papal monarchy, pág. 217; y para información sobre la paz ponti
ficia, véase el capítulo 6.
303. Véase por ejemplo la Peterborough chronicle, año 1123 (págs. 42-
45); Hugo el Cantor, History o f the clnirch ofYork, págs. 90-222; junto con
Juan de Salisbury, Historia pontificalis, capítulos 21, 40, 42.
304. Véase Paul Fabre, Elude sur le Liber censuum de l église roma me,
París, 1892; Thérése Montecchi Palazzi, «Censius camerarius et la formation
du “Liber censuum” de 1192», Mélanges de 1’École frcmqaise de Rome: Mo
ren Age, Temps modernes. XCVI, 1984, págs. 49-93.
305. Véase el LC, I, págs. 1-5; este pasaje aparece reimpreso en un tex
to más accesible, el «Cencius camerarius» de Montecchi Palazzi, págs. 83-84.
306. LC, I, págs. 5-240.
307. Véase el LFM, I, págs. 1-2; junto con el Cartulaire des Guillems
{Liber instrumentorum), págs. 1-4.
308. Véase el LC, I, junto con el resumen analítico que realiza Montec
chi Palazzi, págs. 84-88.
309. Véanse más arriba las páginas 426, 457; junto con FAC, I, págs.
100- 301; y Toubert, Stnictures du Latium medieval, II, págs. 1064-1068.
310. LC, I, n.os 31-164.
311. Véase Morris, Papal monarchy, págs. 182-188, 400-403; junto
con André Gouron, «Une école ou des écoles? Sur les canonistes franjáis
(vers 1150-vers 1210», Proceedings ofthe sixth 'International conference o f
medieval canon law..., Stephan Kuttner y Kenneth Pennington (comps.),
Ciudad del Vaticano, 1985, págs. 223-240.
312. Quinqué compilaciones antiqiue..., edición de .•Fmilius Friedberg,
Leipzig, 1882,1.
313. Véase la Compilado 1, pág. 23, Compilationes antiqua, pág. 9;
véase también, para un panorama de orden general, Jane E. Sayers, Papal
judges delegóte in ¡he province o f Canlerhurv 1198-1254, Oxford, 1971, ca
pítulo 1 (y página 10 ).
314. Comp. I, Compilationes antiqua’, I.
NOTAS ' C A PÍT U L O 6 725
315. COD, págs. 21 1-214 (concilio del año 1179, cánones I y 4); com
párese también con lo que se señala en las Papal decretáis relating lo the
dioeese o f Lincoln in the twelfth Century, edición de Walter Holtzmann y hnc
W. Kemp, Hereford, 1954, n.',s 13, 15.
316. Véanse las Decretáis o f Lincoln, n.n,> 1, 3, 4, 13, 16, 20, 21; junto
con las Compilationes antiqiuv, paxsim.
317. Véase Kemp, Decretáis o f Lincoln, pág. xxx.
318. Die Register Innoeenz' III, edición de Othmar Hageneder y
Antón Haidacher, diez ( .’) volúmenes publicados hasta la fecha, Graz-Colo-
nia, 1964-, I, n."s 4. 171; véase también Morris, Papa! monarehy, págs. 426-
433.
3 19. Véase Mundy, Toiilouse, capítulos 6 y 10; véase más arriba la pá
gina 289; junto con los COD, págs. 224-225 (concilio del año 1179, capítulo
27), y 230-235 (concilio del año 1215, capítulos 1-4); véase también Morris,
Papa! monarehy, págs. 444-445.
320. Véanse las LTC. I, n." 721, véase también el capítulo 51; «Piscado
est publica».
lisbury and his world», The world o f John o f Salisbury, Michael Wilks
(comp.), Oxford, 1984, págs. 1-20; véase también R. W. Southern, «Peter of
Blois: a twelfth-century humanist?», en su obra titulada Medieval huma-
nism..., capítulo 7 (la severidad con que juzga Southern el carácter de Pedro
apenas ha influido en la opinión que yo mismo me he forjado de sus recuer
dos); junto con F. M. Povvicke, «Gerald of Wales», The Chrixiian life in the
Middle Ages..., Oxford, 1935, págs. 107-129.
39. De nugis, i-iii, págs. 2-278.
40. Pen i Blesertsis episfolie, PL, CCVII, epístolas 14 y 25.
41. De nugis, i. 30, págs. 120, 122.
42. Pedro de Blois, epístola 14.
43. Epístola 150.
44. Gerardo de Cíales, De rebus a se gestis, i. 6, 9, edición de J. S.
Brewer, Giraldi Cambrensis opera, ocho volúmenes, Londres, 1861-1891,1,
págs. 38,58. Véanse también esos mismos capítulos en The autohiographv o f
Gerald o f ¡Vales, traducción inglesa de H. L. Butler, nueva edición, 2005.
45. Epístolas 25 y 26.
46. Juan de Salisbury, Policraiicus, up, eir., i, prólogo (1, 16); véase
también Gerardo de Gales, De rebits a segestis, i. 6 (pág. 37).
47. Pedro de Blois, epístolas i 6 y 147.
48. Epístolas 66 y 95.
49. Nigelo de Longchamp, Tractatus contra curiales ei officiales coléri
cos, edición de A. Boutemy, París, 1959, págs. 168-169, 190.
50. Véanse las citas mencionadas más arriba, en la nota 265 de la pági
na 721; véase también Pedro de Blois, epístolas 120. 134 y 233; junto con The
laíer leíte n o f Peter o f Blois, edición de Elizabeth Revell, Oxford, 1993, n.°
43, verso 9; Gerardo de Gales, De rebus a se genis, ii. 14 (pág. 69); e idem,
Gemina ecclesiastica, ii. 34, edición de Brewer, Giraldi Cambrensis opera,
II, pág. 33.
51. Epístola 150.
52. Véase [Hugo Falcando], Historia o Líber de regno Sicilie, obra que
debe consultarse junto con el comentario que ofrece Graham A. Loud en su
traducción (realizada en colaboración con Tilomas YViedemann, Manchester,
1998).
53. Edición de S. F. Banks y J. W. Binns, Oxford, 2002.
54. Véase Diego García, Planeta, edición de Manuel Alonso, Madrid,
1943, págs. 164, 185-203. Agradezco a Janna Wasilewski que me haya suge
rido este texto.
55 Véase la edición de Kolzer y Stahli, 1994.
56. Además de las citas señaladas más arriba, véase Juan de Salisbury,
Policrutieus, op. cit., vii, 16, 24 (II, págs. 157-159, 216-217); junto con Gual
NOTAS ' C A PÍT U L O 6 729
terio Map, De nugis, i. 10 (pág. 12), iii. I (pág. 210), iv. 2 (pág. 284); Nigelo,
Tractatus, págs. 173-176. 192, 198-200; y Gerardo de Cíales, De rebus a se
gestis, ii. 8 (Opera, I. pág. 57), iii. 5 (pág. 99) y 7 (pág. 104).
57. ü tia imperialia. pag. xxvii; Planeta, págs. 80-83.
58. Epístola 77. Opinión que seguramente debían de compartir, aunque
con distintos matices, los novadores.
59. Die Summa decretarían des Magister Rufimis, edición de Heinricli
Singer, Paderbom, 1902, hasta D. 51, págs. 133-135.
60. Los términos citados proceden de John W. Baldwin, Masters. prin-
ces and merchants. The social views o) Peter the Chantar & his circle, dos
volúmenes. Pnnceton. 1 9 7 0 . II. nota 25 de la página 118; véase también
el volumen 1, págs. 1 7 8 - 1 7 9 .
61. BnF, manuscrito latino 14524. folios 179ra-180ra, citado parcial
mente en John W. Baldwin II, nota 28 de la página I 19.
62. Véase BnF. manuscrito latino 14524 (Summa de Roberto de Cour-
son), xi ¡4 (folio 54vb); junto con Pedro e! Cantor, Verbum adbreviatum,
edición de Monique Boutry, Turnhout, 2004, i. 44 (págs. 295-299), ii. 16
(págs. 661-663); para información sobre el tema que abordamos en este apar
tado véase también Baldwin, Masters, 1, págs. 279, 303, 307-311; así como el
conjunto del libro.
63. Véase en general. !. S. Robinson, «The papacy, 1122-1198», en
NCMH, IV: 2, págs/329-343.
64. La enumeración de textos que figura a continuación ha sido extraída
principalmente de Alano de Lille [= Alanus de Insulis], Liber pcenitentialis,
edición de Jean Longére, dos volúmenes, Lovaina, 1965; Summa de arte p r e
dicatorio, PL, ccx, págs. 109-198: ...Textes inódits. edición de M.-Th.
d’Alvemy, París, 1965; Les disputationes de Simón de Tournai..., edición de
Joseph Warichez, Lovaina. 1932; Pedro el Cantor, Summa de sacrcimentis et
anima; consilis, edición de Jean-Albert Dugauquier, cinco volúmenes, Lovai
na, 1954-1967; Verbum adbreviatum, obra citada en la nota 62, a lo que aña
dimos la «versión corta» de esta misma obra en PL, ccv. págs. 21 -370; Rober
to de Courson, «Summa de sacramentis», BnF, manuscrito latino 14524,
edición parcial de Georges Lefévre publicada con el título de Le traité «de
usura» de Robert de Cou¡\on, Lille, 1902; y Vincent L. Kennedy, «Robert
Courson on penance», Mediceval Studies, Vil, 1945, págs. 291-336; Roberto
de Flamborough, Liber pa-nitentialis, edición de J. J. Francis Firth, Toronto,
1971; Esteban Langton, L'ommentary on the Book oj Chronicles, Avrom Salt-
man (comp.), Ramat Gan. 1978; Selectedsermons ojStephen Langton, edi
ción de PhylHs B. Roberts, Toronto, 1980; y Tomás de Chobham, Summa
confessorum, edición de F. Broomñeld, Lovaina, 1968.
65. Véase Hierarchia Alani, en Alain de Lille. Textes inédits, pág. 223.
730 L A C R I S I S D E L S I G L O XII
66. Texles inédits, págs. 246-249: «Id al castillo que se alza allí [frente
a vosotros]». Es muy posible que Alano esté aquí ampliando las ideas que
expone Jerónimo de Estridón en su interpretación de Mateo, 21,2.
67. Vcase Rodolfo Niger, De re militan et triplici via peregrinationis
lerosolimitane [ I 187/88), edición de Ludwíg Schmugge, Berlín, 1977, iv.
49-50, pág. 222
68. Este episodio pertenece a una tradición de la que Esteban de Borbón
se hará eco en dos ocasiones: véanse sus Anecdotes historiques... edición de
Albert Lecoy de la Marche, París, 1877, iv. 293 (pág. 246), 426 (págs. 370-
371).
69. De oratione et speciebus Ulitis, edición de Richard C. Trexler, The
Christian al prayer. An illustrated prayer manual attributcd to Pe/er the
Chanler..., 1987, pág. 226.
70. Véanse por ejemplo los Sermons o f Stephen Langlon, ii. 19 (pág
48); y Tomás de Chobham, Summa, Q. II, pág. 306. De hecho, la rapiña figu
ra prácticamente en todos los textos que aparecen citados en la nota 64.
71. Véase Hildeberto, Senno 25, PL, CLXXI, págs. 461-462; junto con
el Líber de doctrina, edición de Jean Becquct, Scriptores orduns Grandimon-
tensis, Tumhout, 1968, ci, págs. 48-49.
72. Verbnm adbreviatum, edición de Boutry, i. 18, pág. 171.
73. BnF, manuscrito latino 14524 (a partir de ahora aparecerá citado
como «Summa»), folios 63vb-69ra.
74. Véase la «Summa», xv. I, folios 63vb-64ra (parcialmente citados en
Baldwin, Masters, II, pág. 171.
75. Véase la cita de la página 73; y véase en general, Philippe Buc,
L ’ambigüité du iivre: prince, pouvoir, et petiple dans les commentaires de la
Bible au moyen age, París, 1994, segunda y tercera partes.
76. «Summa», xv. 1-3, folios 63vb-65ra.
77. Véase Pedro el Cantor, Verbum adbreviatum, i. 17 (pág. 139); junto
con la Summa, ii. 75 (II, pág. 14), 129 (pág. 272); y Baldwin, Masters, \, págs.
215-220.
78. Véase el Verbum adbreviatum, i. 17 (pág. 139); y la Summa, ii. 75
(II, pág. 14); véase también De oratione, edición de Trexler, pág. 226.
79. Liberpoen., ii. 11 (II, pág. 53).
80. Verbum adbreviatum, i. 45 (pág. 309).
81. «Summa», xv. 13 (folio 66va).
82. «Summa», xv. 14 (folio 66va).
83.«Summa», xv. 2-3 (folios 63vb-64ra);iv (folio 29rv).
84. «Summa», xv. 18 (folio 67rb), iv.12 (folio 29 rv), x. 11 (folio 49ra),
i. 30 (folio 1 Ira), iv. 4 (folio 27rab). x. 15 (folio 50ra), xv. 4 (folios 64rb-
65ra).
NOTAS ' C A PÍT U L O 6 731
123. /bid., prefacio, 3: «scarrarium suis legibus ... cuius ratio si serue-
tur...»; compárese también con lo que se señala en i. 11 (pág. 59): «forestarum
ratio».
124. ¡bid., i. 8 (págs. 45. 47), 11-13 (págs. 59-61).
125. ¡bid.. i. 5 (págs. 26-27), 6 (págs. 35-36).
126. ¡bid., prólogo (pág. 5); ii. 4 (pág. 84). 28 (pág. 127).
127. Véase Robert C. Stacey. Politics, policy. andfinance urtder Henry
Il¡ 1216-1245, Oxford, 1987, págs. 8-9; y D. A. Carpenter, The minority o f
Henry ¡II, Londres, 1990, págs. 109-112
128. Véase por ejemplo, Summa Trecensis, iii. 1-6, edición de Hermann
Fitting, Summa Codicis des lrnerius, Berlín, 1894, págs. 46-52; Placentini
summa «Cum essem Mantue» sitie de accionum uarietatibus. edición de Gus-
tav Pescatore, Grcifswald, 1897.
129. Véase Fried, Entstehung des Juristenstandes, capítulo 2: véase
también André Gouron, La Science du droit dans le Midi de la France au
Mayen Age, Londres, 1984, en especial los capítulos 1. 3, 7-9. 14: respecto a
la identificación del autor de las Exceptiones Petri. véase Gouron, «Pétrus
“démasqué”», Revue d ’Hisloire de Droit, LXXXII, 2004, págs. 577-588.
130. Véanse las Exceptiones Petri, i. 21. edición de C. G. Mor, dos vo
lúmenes, Scritli giuridici preirneriani, I, págs. 3, 10, Milán, 1935-1980. 11,
pág. 68; compárese también con lo que se señala en Brachylogus, i. 3. 5, 8. 3.
edición de Eduardus Bócking, Berlín, 1829. págs. 7, 11.
131. Rogerii qucesíianes super Institutis, iii, edición de Hermann Kanto-
rowicz,Sludies in the glossators o f the Román !aw..., Cambridge, 1938, pág. 279.
132. Brachylogus, ii. 1. 10-13 (págs. 3 1-32).
133. Véase por ejemplo el Formularium tabellionum di ¡rnerio..., edi
ción de G. B. Palmieri, Appunti e documenti per Ia sloria dei giossatori, 1,
Bolonia, 1892; y respecto a los notariados, véase André Gouron, «Diffusion
des consulats méridionaux et expansión du droit romain...», BEC, CXXI.
1963, págs. 54-67.
134. Hermann Lange, Romisches Recht im Mitteialter, 1. Munich, 1997,
págs. 77-79.
135. Véase la Velus collecíio, edición de Gustav Haenel. Dissensiones
domitiorum..., Leipzig. 1834, págs. 1-70; junto con Kantorowicz, Sludies,
págs. 86-88; las Exceptiones Petri, prólogo, edición de Mor, Scrittigiuridici.
II, págs. 47-48; y el Brachylogus, i. i. 3, 3 (I, págs. 6-7).
136. Véase La Summa Institutionum «Justiniam est in hoc opere», edi
ción de Pierre Legendre, Francfort, 1973, i, 1, pág. 23.
137. Summa de arleprcedicatoria. i. 22, PL. CCX, págs. 155-157.
138. Documentos impresos por André Duchesne, Historia; Francorum
scriptores, IV, págs. 583-584.
NOTAS ' C A P Í T U L O 6 735
172. TV, págs. 104-1 1 I : CPT. n.os 14-2 I; Julio González, Alfonso IX,
dos volúmenes, Madrid, 1944, II,n.lls 11, 12.
173. CPT, n." 16; Proverbios. 8. 15.
174. Véase Guillermo Fitzstephen, Vita sancti '¡'hornee..., capítulos 136-
145, Materials, III, págs. 135- i 46; junto con Heriberto de Bosham, Vita.sanc
ti Thonue..., vi. 1-16; Materials. 111. págs. 491-514; y Juan de Salisbury, Let-
ters, edición de W. J. Millor ct al., dos volúmenes, Oxford,
175. Véase el frontispicio de esta obra. Véase también, en términos ge
nerales, Warren, Henry II. págs. 509-519; así como Frank Barlow, Thomas
Becket, Berkeley, 1986, capítulo 12.
176. Véase Fitzstephcn. Vita sancti Thonuv, capítulos 97, 107, 125,
128, 132 (págs. 100. 108-1 1 1. 126, 129-132); véase también Heriberto de
Bosham, Vita sancti Thonuv. iv. 26 (págs. 418-422).
177. Véase Fitzstephcn, capítulos 10-12 (págs. 20-22), 18 (pág. 29), 53
(pág. 63), 63 (pág. 72), 66 (pág. 74). 122 (pág. 124), 125 (págs. 126-127);
véase también Heriberto de Bosham, iii. 15 (págs. 227-228), 19 (pág. 251), 20
(pág. 254), 25, (pág. 275); y v. 7 (págs. 478-479).
178. Warren, Henry 11, págs. 473-488; cita tomada de la página 474.
Las Constituciones de Clarendon se encuentran en las SC, págs. 163-167.
Para una clara distinción entre la fidelidad y el homenaje, véase Fitzstephen,
capítulo 40 (pág. 52).
179. Véase Fitzstephen. capítulos 38-61 (págs. 49-70); véase también
Heriberto de Bosham, iii. 32-38 (págs, 296-312).
180. Fitzstephen, capítulos 40-54 (págs. 52-64).
181. Ibicl., capítulo 107 (págs. 108-111); David Kiiowles, «Arehbishop
Thomas Becket: a character study», PBA, XXXV, 1949, págs. 198-205.
182. Fitzstephen, capítulo 53 (pág. 64).
183. Véase The correspondence o f Thomas Becket archbishop qf'Can-
terbury (1162-1170), edición de Anne J. Duggan, dos volúmenes, Oxford,
2000,1, r>-“ 7; junto con las Lctters ofJohn o f Salisbwy, II, n.us 246, 262, 300.
184. Policraticus, v. 1 (1, pág. 281), 5 (pág. 298); y passim.
185. Véanse las Letters. II, n " 288; véase también Policraticus, i. 3 (I,
pág. 20); vii. 23 (II, pág. 20*■>).
186. Summa «Justinumi cst in hoc opere», i. I (pág. 23); véase también
la página 2 1 .
187. Policraticus, v. 4, 11, 12, 16 (I, págs. 290, 330, 334, 354).
188. Véase Joseph R. Slrayer. Medieval statecraft and the perspectives
ofhistoiy, Princeton, 1971. págs. 63, 65, 77.
189. «Government and community», NCMH, IV: I, págs. 86-87.
190. Véase OV, x. 18 (V, págs. 304-306); junto con Otón de Frisinga,
Gesta, i. 17; y Galberto de Brujas, De multro', y PL, CLXXI, pág. 282.
738 L A C R I S I S D E L S I G L O XI I
de Bernard Alart, Perpiñán. 1874. pág. 160; CPC I1, n." 154 (págs. 216-217);
II, págs. 443-444, 523-524.
251. CPT, n.os 19-22. Véase también Kosto, «Limited impact of the
[Jsatges de Barcelona».
252. CPT, n.05 19, 20.
253. ¡bid., n.° 21.
254 Véase Paul H. Freedman. The origins qfpeasant servitude in me
dieval Catatonía, Cambridge, 1991. capítulos 3. 4.
255. Esla actitud se observa con toda nitidez en los memorandos que se
examinan en TV: con todo el mejor texto para la comprensión de este extremo
quizá sea el que se encuentra en ACA. cancillería, tanto en el pergamino aña
dido al inventario 3451 (Gavá. etcétera) como en el pergamino R. B. IV,
igualmente añadido al inventario 2501 (Caldas de Malavella y Llagostera).
256. CTT,n.us 15, 17; véanse también las FAC, II, n.u 27.
257. Véanse las FAC, II, n.° 105; ACA, pergamino de Pedro II de Ara
gón, pág. 26, edición de Bisson. «Sur les origines du monedatge: quelqucs
textes inédits», Anuales du Midi, LXXXV, 1973, págs. 99-100, MFrPN,
págs. 333-334. Véase también Pcre Orti Gost. «La primera articulación del
estado feudal en Cataluña a través de un impuesto: el bovaje (ss. xii-xm)»,
Hispania, LXI, 20 0 1, págs. 967-998.
258. Véase ACA. pergamino de Pedro II de Aragón, pág. 26 (véase la
nota anterior); AHN, Clero, Poblet, pág. 2019: junto con las FAC. n.° 136.
259. Véase el Archivo diocesano. Gerona, Cartulario «Cnrlcsmany»,
folio 65, edición de T. N. Bisson, «An “Unknown Charter” for Catalonia
(1205)», Album Elemér Málvusz.... Bruselas. 1976. págs. 75-76, MFrPN.
págs. 2 1 1 -2 1 2 .
260. «An “Unknown Charter”». pág. 76: «Promito etiam quod non ins-
títuani in ipsa térra aliquos uicarios nisi milites et de ipsa tena et cum consilio
magnatum et sapicntum illius terre. Qui uicarii iurent ut legaliter tractent te-
rram et communem iusticiam et ius et consuetudinem terre bene scruent...».
261. Véanse las FAC, I, Introducción, capítulo 4.
262. Véase Freedman, Peasant servitude in medieval Catalonia: junto
con Paul R. Hyams, King, lords andpeasanls in medieval England, Oxford,
1980. La remenea (redención) es el nombre de la costumbre catalana que
exigía que los siervos hubiesen de efectuar costosos pagos para lograr su ma
numisión.
263. Véase Rogelio de Wendovcr. Flowers o f history..., edición de
Henry G. Hewlett, tres volúmenes. Londres. 1886-1889, II, págs. 48-49. 57.
Véase también «Bamwell annals», folio 61 rb (Mein., II. pág. 202); y compá
rese asimismo con lo que se señala en Histoire des ducs de Nonnandie....
edición de Francisque Michel, París, 1840. págs. 114-115.
NOTAS ' CA PÍTULO 6 743
sunt de meo regno, statuo et confirmo ¡n forum ... Si quis nobilis ... non diffi-
diet illum...», edición de Lacarra, «Documentos», págs. 496-497; Fueros de
rivados de Jaca. I Estella-San Sebastián, edición de José María Lacarra.
Pamplona, 1969, págs. 59-61.
320. Fernández Catón, Curia Regia, págs. 144-148; cita tomada de la
página 132.
321. Orense. Archivo de la Catedral. Privilegios, I, pág. 51; véase tam
bién la edición de Fernández Catón, Curia Regia, págs. 133, 138-139, 144-
148; facsímil, lámina XV.
322. Ibid.. págs. 147-148. capítulos 14-16.
323. Véase ibid., págs. 98-117; véase también el capítulo 1, donde se
encontrarán ediciones más antiguas.
324. Ibid.. págs. 138-139. Carlos Estepa Diez ha cuestionado la auten
ticidad de estos registros, al menos en la forma en que han llegado hasta no
sotros: véase su trabajo titulado «Curia y Cortes en el reino de León», en Las
Cortes de Castilla y León en la Edad Media, dos volúmenes, Valladolid,
1988,1, pág. 96; sin embargo, a la luz de la crítica de Fernández Catón, sus
argumentos resultan poco convincentes.
325. Véase Burcardo. Decreta, i 33 (PL. CXL, pág. 558); HC. iii. 14
{pág. 441); 24 (pág. 458). Véanse también los Anuales Altahenses. pág. 53:
OV, x, 19 (v, pág. 3 14); junto con Gilberto Foliot. Letters, n.° 143; el Dialo
gue o f the Exchequer, 2; i. 5, 7 (págs. 27, 40); y Rigord, xi. (pág, 23). Consúl
tese asimismo Harding, Law and the foundations ofthe state, sobre todo los
debates que se enumeran en la página 389.
326. D D F rl, I, n.° 91; II, n.° 242; Rahewin, Gesta Friderici imperato-
ris. iv. 4 (pág. 236); Brachylogus, i, I (pág. 2).
327. Véase por ejemplo la Regesta de Femando II, n.° 41. un privilegio
destinado a la Orden de Santiago (del año 1181).
328. Holt, Magna Carta, págs. 285-291 y 432-440.
329. Cortes de los antiguos reinos de León y de Castilla, cinco volúme
nes, Madrid, 1861-19 0 3 ,1, págs. 43-44.
330. Véase González, Alfonso IX. II. n.ns 192, 221; Francisco Hernán
dez, «Las Cortes de Toledo de 1207», Las Cortes de Castilla y León en la
Edad Media, I, págs. 219-263.
331. Véanse las páginas 620 a 635.
332. Evelyn S. Procter, Curia and Cortes in León and Castile 1072-
1295, Cambridge, 1980, capítulos 2 y 3; junto con Gonzalo Martínez Diez,
«Curia y Cortes en el reino de Castilla», Las Cortes de Castilla v León en la
Edad Media, I, págs. 140-142; y González, Alfonso VIII, II, n." 471.
333. Cortes de los antiguos reinos de León y de Castilla, I, págs. 43-44;
González, Alfonso IX, n.us 192, 221.
NOTAS ' CAPÍTULO 6 747
334. Véase González. Alfonso VIH, II, n.os 471 y 499; y Peter Rassow, Der
Prinzgemahl. Ein Pactum matrimoniale aus demJahre 1188, Weimar, 1950.
335. Cita tomada de Martínez Diez, «Curia y Cortes», pág. 146.
336. GrH, II, pág. 30; Rigord, capítulo 56, págs. 83-84.
337. «New eyewitness account of the Fourth Lateran Council». págs.
123-129.
338. Guillermo el Bretón, Gesta PhiUppi Augusli, capítulos 150-15 t y
156; Chronica Albrici monachi Trium fontium. edición de Paul Scheffcr-Boi-
chorst, MGHSS, XXIII, 1874, pág. 891. Una rama secundaria del señorío
hereditario conservaría sus derechos.
339. RAPh2, IV, n.° 1612.
340. Vcase también ibid., n.° 1491 (compárese asimismo con lo que
señala Guy Devailly en Le Berry du x1’ siécle au mi/ieu du xi//c', París, 1973.
págs. 433-434; n.051415, 1497, 1499, 1534 (cotéjese igualmente con lo que se
indica en el número 1532). 1566. 1618, 1629, 1638, 1660, 1696 (véase del
mismo modo el número 1697), 1733, 1758; VI, n.° 79*.
341. LTC, I, n.‘‘ #21bis.
342. RAPI¡2, III, n." 1021. Véase también IV, n.” 1440, donde se habla
de un castillo situado en «marchia Francie ét Campanie».
343. Ihid., 11, n.“ 628; compárese también con lo que se señala en V,
pág. 183, n.° 13.
344. Ibid., V, pág. 191, n.° 23.
345. Ibid., III,n .0 1015; VI. n.°s 71 *, 88 *.
346. LTC. I,n.°785.
347. Ibid., n.° 828; RAPh2, III, n.° 992. Véase también IV, n.° 1757,
donde se podrá examinar una carta de amparo general concedida a las sedes
cistei cienses (y fechada entre los años 1 2 2 1 y 12 2 2 ).
348. R A P hl. IV. n.0- 1436, 1488.
349. Ihid., V. págs. 192-195, n.° 25. Los compiladores (véase la nota
que aparece en la página 192 del RAPhl) han omitido la cita que hace Gavin
Langmuir de este texto en «Politics and parliaments in the early thirteenth
century», Eludes sur l'histoire des assemblées d ’éíats, París, 1966, pág. 59,
sacada a su vez de una fuente secundaria.
350. Langmuir, «Politics», págs. 50, 55.
351. Véase el Register Im ocenz ' ¡11., I, n.° 478; junto conBaldwin,
Masters, I, pág. 46; II, págs. 36-37. Para información sobre el contexto en el
que se promulgarán dos leves en particular, véase Gaines Post, Studies in
medieval lega! thought..., Princeton, 1964.
352. Rigord, capítulo 70, pág. 102.
353. «Politics», pág. 49.
354. RA Ph2,1, n.° 252
74X L A C R I S I S D H L S I G L O Xl l
(del año 1236) no estipula explícitamente un plazo de siete años— . (Hay tra
ducción castellana: Curia y corles en Castilla y León 1072-1295, Cátedra.
Madrid, 1988.)
381. Vcase Otón de Frisinga, Gesta, ii, 12; iv, 1-10 (Rahewin); véase
también Burcardo de Ursberg, Chronicon, págs. 30-32; junto con D D Frl, II,
n.os 238-243.
382. Véase Otón de Saint Blasien, Chronik, capítulo 26; junto con Bur
cardo de Ursberg, Chronicon, pág. 57; Chr. regia Colon, pág. 133; Gislcberto
de Mons, Chronique, capítulo 109, págs. 154-163; etcétera. Véase también
Josef Fleckenstein, «Friedrich Barbarossa und das Rittertum. Zur Bcdeutung
der grossen Mainzer Hoftage von 1184 und 1188», Festschrift fiir Hermann
Heimpel..., tres volúmenes, Gotinga, 1972, II, págs. 1023-1041.
383. Véase 11L, VIII, n.° 165, junto con los capítulos 2 y 8 . Entre las
obras históricas que participan de este olvido conviene citar la de Thomas N.
Bisson, Assemb/ies and representation in Languedoc in the thirteenth cen-
tury, Princeton, 1964. págs. 43-48. Para una información de orden general,
véase Timotby Reuter, «Assembly politíes in western Europc from the cighth
century to the twelfth», 2001, Medieval pohtics and modera mentahties, ca
pítulo 1 1 .
384. Existen incontables ejemplos que lo atestiguan: para los de carác
ter imperial, véase TrSEm, n.° 877 (año 1156); junto con los Otoboni anuales,
pág. 65 (año 1162); y los Annales Marbacenses, pág. 174, 196. 224 (años
1187, 1196, 1215); para los actos destinados a armar a nuevos caballeros,
véase Bernardo Itier, Chronique, edición de Jean-Loup Lemaítre, París, 1998,
párrafos 95, 126 (años 1167, 1205); y para información sobre las celebracio
nes matrimoniales, véase: Chronica latina regum Castellce, capítulo 40, págs.
83-84 (año 1222).
385. GrH, I, 4; véase también la página 131.
386. HF, XVI, pág. 152, n.°456; véase también la página 160, número 473.
387. Así sucede por ejemplo con la misa iniciática del Espíritu Santo,
con la proclamación de intenciones, etcétera. La palabra celebróte se encuen
tra por doquier, no sólo en cualquiera de sus formas sino en fuentes de toda
clase: véase por ejemplo, GpP, iii. 25, pág. 280; Rigord, capítulo 57; HL,
VIII, n.° 49; CAP, I, n.° 328; Annales de Wintonia, pág. 74; y la Chronica la
tina regum Castellce, capítulos 33, 40,44 (págs. 76, 84, 87), Véase en general,
Gerd Althoff, Family, friends and followers. Poliücal and social bonds in
medieval Europe, traducción inglesa de Christopher Carrol 1. Cambridge,
2004, págs. 142-144.
388. Véase la Chronica Adefonsi imperatoris, i. 69-72 (págs, 181-184);
junto con Vicente Kadhibck, Chronica Polononim, iv, 9 (págs. 148-150): y la
carta de Alejandro III al duque Casimiro, PL, CC, n." 1512,
NOTAS • CA PÍ T UL O 6 751
414. Véanse las SC, págs. 321-322; junto con J. E. A. Jolliffe, The cons
tituí ¡onal history o f medieval England..., tercera edición, Londres, 1954,
págs. 263-276; David Carpenter, The struggle fo r mustery. Britain 1066-
1284, Londres, 2003, capítulo 10.
415. Véase Die Kunstitntionen Friedrichs ¡1. Jiir das Konigreich S ki-
lien, edición de Wolfgang SUirner, Hanover, 1996, E 2 (págs. 458-460).
416. David Abulatia, Frederick ¡I: a medieval emperor, Londres, 1988,
tercera parte.
417. Jones, Italiati city-state, págs. 406-407.
418. The laws o f the medieval kingdom o f Hungary, edición y traduc
ción inglesa de János VI. Bak et a/., Idyllwild, California, 1999, págs. 32-35,
95-101; véase también el capitulo I I (pág. 33), donde se habla de una dispo
sición que más tarde sería renovada.
419. Para información sobre la presencia de personas de ambas regio
nes, véanse las CPT. n.ü 23, así como las citas incluidas en la siguiente nota;
véase también la Colección diplomática del cancelo de Zaragoza, edición de
Ángel Canellas López, Zaragoza, 1972, n.° 48; respecto a la asistencia de per
sonajes de Aragón, véase la Colección diplomática del concejo de Zaragoza,
n.m 49, 52; junto con «A general court of Aragón (Daroca, February 1228)»,
edición de T. N. Bisson. El IR, XCI1. 1977, págs. 117-122 (MFrPN, págs. 41-
46); para datos relacionados con la concurrencia de notables de Cataluña,
véanse los Documentos de Jaime 1 de Aragón, edición de Ambrosio Huid
Miranda y María de los Desamparados Gabanes Pecourt, cinco volúmenes
publicados hasta la fecha, Valencia, 1976-1988,1, n.u 5 y CPT, n.os 24-26.
420. Véanse las CPT. n.° 23; junto con ACA, pergamino no inventaria
do número 3131 (véase el comentario incluido en esta misma nota); y Jaime
1, Llibre dels feits, capítulo 1 I, edición de Ferran Soldevilla, Les Quatre grans
cróniques, Barcelona, 1971, pág. 7. (Hay traducción castellana: Libro de los
hechos, traducción de Julia Butiñá Jiménez, Madrid, Gredos, 2003.) El per-
gamt no inventariado número 3131 es una lista realizada en la época y en ella
se enumeran los nombres de todos aquellos que habían «jurado fidelidad al
señor-rey Jaime», esta relación viene a equivaler a las listas que se confeccio
naban anteriormente para mencionar a quienes juraban un acta de paz, o bien
se comprometían ante el conde o el rey (véanse también más arriba las pági
nas 563 a 573). Los estatutos no han llegado hasta nosotros sino a través de
copias posteriores.
421. Véanse las notas de la página 112 del artículo de Bisson titulado
«General court of Aragón» (MFrPN, pág. 36).
422. CPT, n.° 26; Documentos de Jaime I, 1, n.° 112; Llibre delsjeits,
capítulos 47-54. (Véase más arriba, en la nota 420, la reseña de la traducción
castellana.)
754 L A C R I S I S D H L S I G L O XI I
C a p ít u l o 7: E p ílo g o
Hemos omitido aquí las obras que aparecen citadas por extenso en las
Abreviaturas (páginas 17-24). Los nombres de las poblaciones en que se rea
liza la publicación figuran en castellano siempre que el uso haya consagrado
formas propias (por ejemplo. Bruselas, Milán, Burdeos). Las fechas entre
paréntesis hacen referencia a ediciones príncipe.
1. O b r a s c l a s ic a s
Fuentes m anuscritas
Fuentes impresas
Los documentos de! Pilar, siglo Xtt, edición de Luis Rubio, Archivo de Filo
logía aragonesa, Anejo II, Zaragoza, 197 L
Documentos reales navarro-aragoneses hasta el año 1004, edición de Anto
nio Ubieto Ancla, TM, 72, Zaragoza, 1986.
«Documents linguistiques du Gévaudan». edición de Clovis Brunel, BEC,
LXXVIL 1916, págs. 5-57, 241-285.
Documents relatijs au comté de Champagne el de Brie, 1172-1361, edición
de Auguste Longnon, tres volúmenes. CD1HF, París, 1901-1914.
[Donizo], Vita Mathildis celeberrinuv principia lia!ice carmine scripta a Do-
nizoneprebvtero qui in arce Canusina vixit, edición de Luigi Simeoni.
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INDICE ANALITICO
Alano de Bretaña, duque, 322 Alfonso VIII, rey de Castilla, 337, 605,
Alano de Lille, 505-506, 509, 512, 606
513,514,531,545 Alfonso IX de León, rey, 596, 600-
Alberico de Chauvency, 264 602, 622-623, 649
Albi, reunión de notables en (I 191), promulgación dé los decreta, 602-
630 604, 645
Albino, cardenal, 472 Alfonso de Raimúndez, hijo de Urraca,
alcaldes, 407-408 287
juramento de los, 412 véase también Alfonso VII
Aldeberto III, obispo de Mende, 353, Alfonso Jordán, 126
356-358, 534-535, 540, 629 Alfredo el Grande, rey, 53
Alejandro, abate de Telese, 392 alguaciles, 94, 107-108, 410-41 1,461,
Alejandro 11, papa, 123, 238, 241, 652
246 Almodis, condesa de Barcelona, 107,
Alejandro III, papa, 472, 475, 516, 225
519-520, 532, 534, 542,645 asesinato de, 226
Cum a poslotu s, 510 almohades, luchas contra los, 489, 621
Alemania, 4 1, 49, 472 almorávides, 127, 138,222
carta de liberación de trabajos forza alojamiento obligatorio (alberga),
dos en castillos, 403 141, 142, 157
crisis del señorío regio (1197-1212), Altmann, obispo de Passau, 242
594 Amado de Oloron, obispo, 247
herencia de condados en, 61 Amalarico, preboste, 168
ruptura dinástica en (1125), 552 amanuenses, 169-170, 178, 179,427,
alfabetización, 46, 384 439, 446, 457, 468, 603, 609, 612
Alfiano, castillo de, 154 Amaury IV de Montfort, 305
Alfonso 1 el Batallador, rey de Aragón, Ambrosio, 36
88, 127, 227, 285, 287, 291, 293, Annens, 277, 468
296, 300, 323,413,419 Ampurias, condado de, 571
Alfonso II de Aragón y I de Cataluña, Ana de Kiev, esposa de Enrique I de
337, 348, 363, 395, 421, 491, 492, Francia, 189 n.
494, 532, 560, 567, 569-571, 574. Andorra, 572, 627-628
596, 598, 599 Andrés II, rey de Hungría, 635
Alfonso IV el Monje, rey de León, Angers, 163, 167
128 angevinas, guerras, 462
Alfonso VI el Bravo, rey de Castilla y angevinos, condes, 26
de León, 88, 127, 133, 195, 222, Anglo-Saxon Chronicle, 2 13
285-287,292 Anjeo, 161 - 175
estatutos de, 130 crisis dinástica en, 86
Alfonso VII, el Emperador, rey de tiranía de Gerardo Berlai, 354-356
Castilla y León, 58, 127, 288-289, Anjeo, conde de, 38
338, 340, 348,626 «Anónimo de Laon», texto, 537-538
INDIO- ANALÍTICO 817
Barcelona, condado de, 81-82, 116, Berenguer de Bleda, tirano, 325, 365,
126, 127. 139, 175. 223. 226, 339, 367
347. 360, 363,464 Berenguer de Narbona. vizconde, 138.
corte general en (1228), 636 246-247
heredades fiscales de, 91 Berenguer de Vilademuls, arzobispo.
y el privilegio de acuñaciones, 616. 561. 567
620-621 Berenguer Gerardo de Barcelona, 637
Barcelona, condes de, 85, 137, 356 Berenguer Ramón II, conde de Barce
Barnwell, cronista de, 590, 593 lona. 225. 226
Bartolomé de Exeter, obispo, 517 Bergues Saint Winnoc, 183
Bartolomé de Jur, 275 Bcrlai, conde del Anjeo. 173
Basilea, acuñaciones de moneda en, 616 Bernardo Bou. alguacil, 380-381. 395,
Battle, abadía de, 3 19, 633 462
Baviera, ducado de, 143,147-151,343. Bernardo de Caldas. 425
344 Bernardo de Claraval. 251
Bearn, vizcondado del, 126 Bernardo d e Pavía: «Primera compila
Beatriz de Borgoña, esposa de de Fe ción». 475
derico Barbarroja. 333 Bernardo de Vcntadorn. artesano, 493
Beatriz de Lorena, condesa, 84, 119, Bernardo III, conde de Bigorra, 232
122, 154 Berry. barón de!, 419
Beatriz de Suabia, esposa de Fernan Berry. coterclli del, 535
do 111, 606 Berta, esposa de Felipe I de Francia,
Beaufort, prebostes de. 168 190
Beaujeu, señor castellano de. 452 Berta de Saboya, esposa de Enrique
Beaumont-en-Argonne, carta de (1182). IV. 150
401-402 Bertrada de Montfort, 190-191, 192,
Beauvais, Juramento de. 78 228
Bcla, rey de Hungría, 336 Bertulfo. preboste de Carlos el Bueno.
Beltrán de Born, trovador, 491-494 180. 301, 304-305. 323-324, 326
Beltrán de Casteliet. 393. 395, 522 Besalú. condado de, 138, 222
Benavente, reunión plcnaria de la corte Besanzón. arzobispo de, 236, 328
en (1202). 604, 622-623.629 Bezeaumes, vizconde de, 351
estatutos de, 606 Béziers, vizcondado de. 110. 135-136,
benedictina, cultura monástica, 54 426
Benedicto, canónigo, 472 matanzas de (1209), 542
Benedicto, san, 36, 63 obispo de, 140
Benevento, príncipe del, 119 Biblia, 514
Benito, san: Regla de los monjes, 371 Isaias. 482
Berengario de Puisserguier, 516 Romanos, 29
Berengario de Tours, 164 Salmos, 62
Berenguela, hija de Alfonso VIH de Vulgata latina, 370
Castilla, 606 Bigorra. 230, 232. 234
ÍNDICE ANALÍTICO 819
Fondarella, estatutos de. 564, 565, 566, Gace Brulé, trovador, 495
567,574 Galberto de Brujas, notario, 36, 177,
Fontrubí, 365 227, 302-310, 388
Fots de Bigorra, 230, 232, 235 Galcerán de Sales, barón, 423
Fossier, Robert, historiador, 69 Galerano de Beaumont, 314
Foucart-Lambert, abate, 188 Galerano de Meulan, 315
Foucault, Michel, 46 Gales, 472
Francia, 42, 160-175, 450-470, 472 Galicia, 3 1, 297
comunasjuradas en, 398, 400 levantamientos contra señores, 91
expulsión de los judíos ( 1182), 453 Canción, traición de, 117
extensión de la feudalización en. Ganshof, F.-L., 66
141 Gante, 176, 182
promulgación de cartas de privile rebellón de burgueses en, 309
gio, 403-404 García de Cortázar, José Ángel, 67
Trésordes Chartes, 457, 463 Garde-Guérin, La, 357, 544
violencia en, 607 Garlande, familia, 197, 203, 279, 305
véase Iamblen Capetos, dinastía de Carona, valle del, 142, 630
los Gascuña, 472
franciscanos orden de los, 478. 482,483 Gasparri, Frant;oise, 455
Francisco de Asís, orden mendicante Gaucelmo de Lodéve, obispo, 542
de, 478 Gautier de Tournai, 338
Franconia, 143 Ciénova, 558
francos, 5 1 cónsules en, 418
tierras de los, 160 juramento de (1143), 414
franquicia, cartas de, 398-399 Gerardo II, obispo de Cambrai, 97
Freedman, Paul, 573 Gerardo, canónigo, asesinato de, 274,
Fréteval, batalla de (1 193). pérdidas 277,289,298
documentales de, 463-464, 466 Gerardo, obispo de Agen, 632
Frisinga, diócesis de, 150, 324 Gerardo Berlai, conde del Anjeo, 173-
Froger, magistrado de Abingdon, 213 174, 354-357
Frutolfo de Michelsberg, cronista, 214 Gerardo Cortevecchia, podestá, 417
Fuiberto de Cliartres, obispo, 80-81 Gerardo de Aurillac, conde, 64, 73, 77,
Fulco IV el Pendenciero. 162, 164, 79
167, 173, 190. 220, 221. 223-224 Gerardo de Cabrera, trovador, 490
Fulco V de Anjeo, 164, 173 rey de Je- Ensenhamen, 490, 493
rusalén, 165-166, 173 Gerardo de Gales, 488, 497, 498, 502,
Fulco de Marsella, 493 519,632
Fulco de Nerra, 162-163, 167. 169, Gerardo del Rosellón, 490
172,221 Gerardo Enurardo, 363
Fulco de Nevers, 164 Gerberto de Aurillac, abate, 7 1
Fulco del Anjeo, conde, 108 Germán, hermano del abate Malbodio,
Fulco el Ganso, 164 188
826 LA CRISIS DEL SIGLO XII
Láminas
Viñeta
(pág. 463)
P refacio .......................................................................................................... 9
Notación y convenciones .......................................................................... 15
Abreviaturas.................................................................................................. 17
C apítulo 1
I n t r o d u c c i ó n .............................................................................................. 25
C ap ítulo 2
L a edad del. s e ñ o r ío ( 8 7 5 - 1 1 5 0 ) ......................................................... 49
El antiguo orden ........................................................................................... 52
La procura del señorío v ia nobleza ...................................................... 59
O bligación, violencia y d e s o r g a n iz a c ió n ....................................... 68
Las culturas del señorío ............................................................................ 97
C apítulo 3
L a dominación de los señores (1050-1150): la experiencia
D E L P O D E R ................................................................................................... 115
El papado ....................................................................................................... 118
Los reinos del Mediterráneo occidental............................................... 126
León y C a s t i l l a ........................................................................................ 127
A los pies de los P i r i n e o s ..................................................................... 135
Las tierras im periales ............................................................................... 142
B a v ie r a ....................................................................................................... 147
L o m b a r d í a ................................................................................................ 151
846 L A C R I S I S D E L S I G L O XII
C apítulo 4
C risis de poder ( 1 0 6 0 - 1 1 5 0 ) .................................................................. 219
Una madurez intranquila .......................................................................... 220
Dificultades d i n á s t i c a s ..................................... , .................................. 220
R ealizaciones d e s o rd e n a d a s ................................................................ 229
La Iglesia ........................................................................................................ 234
Unas sociedades alteradas....................................................................... 251
La revuelta sajona y sus consecu en cias (1073-1 125)............... 251
La F rancia castellana (c. 1 1 0 0 - 1 1 3 7 )............................................... 269
Pro blem as e n la ruta de los peregrino s ( 1 1 0 9 - 1 1 3 6 ) ................. 284
Flandes: El asesinato de Carlos el B ueno (1 1 2 7 - 1 1 2 8 ) ............ 301
Inglaterra (1 135-1 154): « E stand o Cristo y sus santos
d o r m i d o s » ........................................................................................... 310
¿ Una edad tiránica? ................................................................................. 320
Capítulo 5
R esolución : L as intrusiones de los gobernantes ( 1 150-1215) . 331
Prosperidad y crisis de tos grandes señoríos ..................................... 335
La «paz im p e rfe c ta » ............................................................................... 349
Una justicia vinculada a la responsabilidad ..................................... 360
La fidelidad com o rendición de cuentas ( 1 0 7 5 - 115 0 ) ............... 366
Prim eros pasos h acia la rendición de cuentas de la
ad m inistración pública ( 1 0 8 5 - 1 2 0 0 ) .......................................... 374
Coacción, compromiso y administración ............................................ 397
Cartas de franquicia: unas cuantas lecciones p e rtin e n te s .......... 398
En los um bra le s de una ad m inistración p ú b l i c a ........................... 405
Las labores del poder ................................................................................. 418
C a ta lu ñ a ..................................................................................................... 420
I n g l a t e r r a ................................................................................................... 428
F r a n c i a ....................................................................................................... 450
La Iglesia católica r o m a n a ................................................................... 470
ÍNDICE 84 7
C apítu lo 6
C o n m em o r a r y persuadir ( 1 1 6 0 - 1 2 2 5 ) ............................................ 481
L as cultu ra s d e l p o d e r .............................................................................. 487
C antos de fidelidad................................................................................. 488
Hablillas c o r te s a n a s ............................................................................... 496
Serm ones e r u d i t o s ................................................................................. 503
C o m petencia profesional: dos a s p e c t o s .......................................... 514
La p a c ific a c ió n ............................................................................................. 531
Los e ncapuchados de V e l a y ................................................................ 535
La p o litiza c ió n d el p o d e r .......................................................................... 545
La crisis de Cataluña (1 1 7 3 - 1 2 0 5 ) .................................................... 560
La crisis de la Carla M agna ( 1 2 1 2 -1 2 1 5 )....................................... 577
L o s esta d o s y ¡os esta m en to s d e l p o d e r ............................................... 594
Las distintas situaciones de unos reinos t u r b u l e n t o s ................. 595
Un gran señorío de c o n s e n s o ............................................................. 606
Pasos hacia u nos estam entos regu lad os p o r prácticas
a s o c i a t i v a s ........................................................................................... 614
El d esp un tar del hábito del con sen so p a r l a m e n t a r i o ................. 622
Capítulo 7
E p í l o g o .......................................................................................................... 641
N o t a s ............................................................................................................... 653
G lo s a r io .......................................................................................................... 755
B ib lio g r a fía .................................................................................................. 759
In d ice a n a l í t i c o ........................................................................................... 815
L ista d e ilu s tr a c io n e s ................................................................................. 843
In d ice de m a p a s ............ .............................................................................. 844