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Cuadernillo 2023 Di Stefano - Removed
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CÁTEDRA DI STEFANO
Cuadernillo
de
Semiología
2023
Índice
La perspectiva estructuralista
El círculo de Bajtín
Lecturas complementarias......................................................................................................................... 75
Trabajos prácticos..................................................................................................................................... 81
Presentación
La enunciación
La enunciación en la imagen
Polifonía
Presentación de la materia
María Cecilia Pereira
labras de algún modo revelaban la naturaleza de lo nombrado (lo que los llevó a estudiar su
origen y evolución para acceder a una “verdad” de la naturaleza), las perspectivas actuales
muestran el carácter convencional o, en otros casos, el vínculo con el hábito y las creencias
que son la base de estas relaciones. Por eso conciben los discursos como opacos, pues inevita-
blemente muestran algunos rasgos del mundo y de las relaciones representadas, y ocultan
otros. Un tercer aspecto que caracteriza las teorías de las que nos ocuparemos es que abando-
nan los estudios particulares o aislados de una palabra, de un fonema o de un texto para enca-
rar un abordaje que dé cuenta de sus relaciones con las unidades del conjunto en que dichos
elementos se integran.
Como veremos, algunos de estos rasgos fueron destacados por los estudios estructuralis-
tas o por el pragmatismo; otros, por el análisis del discurso, desde sus lecturas de la teoría de
la enunciación o de la retórica. Los estudiantes profundizarán los conceptos centrales de estas
perspectivas a partir de la lectura domiciliaria de la bibliografía que será objeto de debate en
las comisiones, donde también se mostrarán sus aportes para el análisis de materiales verbales
seleccionados que figuran al final de cada unidad.
Desde los aportes del análisis del discurso, la unidad profundiza en la teoría de los géne-
ros del discurso, de los marcos escénicos en los que la enunciación se lleva a cabo y las esce-
nografías que esta construye. En ese contexto se estudia el ethos, la imagen del enunciador
construida en los discursos, y los modos de interpelación a los enunciatarios a través de las
emociones. El análisis del discurso se ha ocupado más recientemente de estudiar estos aspec-
tos en la multimolidad y en las textualidades que se desarrollan en la Web, que son los temas
que cierran el programa.
Bibliografía de referencia
ARNOUX, Elvira (2006): Análisis del Discurso. Modos de abordar los materiales de archivo, Buenos
Aires, Santiago Arcos.
ARNOUX, Elvira y José DEL VALLE (2010): “Las representaciones ideológicas del lenguaje. Dis-
curso glotopolítico y panhispanismo”, Spanish in Context, Amsterdam/Philadelphia,
John Benjamins Publishing Company, vol. 7, n.° 1, pp. 1-24.
CALSAMIGLIA, Helena y Amparo TUSÓN (1999): Las cosas del decir. Manual de análisis del discur-
so,Barcelona, Ariel.
CHARAUDEAU, Patrick y Dominique MAINGUENEAU (dirs.) (2005): Diccionario de análisis del dis-
curso, Buenos Aires, Amorrortu.
GUESPIN, Louis y Jean-Baptiste MARCELLESI (1986): “Pour la glottopolitique”, Langages, n.º 83,
pp. 5-34.
MAINGUENEAU, Dominique (2014): Discours et analyse du discours, París, Armand Colin.
glas: de la misma manera es necesaria una sacudida incesante de la observación para adaptar-
se no al contenido de los mensajes sino a su hechura; dicho brevemente: el semiólogo, como
el lingüista, debe entrar en la “cocina del sentido”.
Esto constituye una empresa inmensa. ¿Por qué? Porque un sentido nunca puede anali-
zarse de manera aislada. Si establezco que el blue-jean es el signo de cierto dandismo adolescen-
te, o el puchero, fotografiado por una revista de lujo, el de una rusticidad bastante teatral, y si
llego a multiplicar estas equivalencias para constituir listas de signos como las columnas de un
diccionario, no habré descubierto nada nuevo. Los signos están constituidos por diferencias.
Al comienzo del proyecto semiológico se pensó que la tarea principal era, según la fórmu-
la de Saussure, estudiar la vida de los signos en el seno de la vida social, y por consiguiente re-
constituir los sistemas semánticos de objetos (vestuario, alimento, imágenes, rituales, protoco-
los, músicas, etcétera). Esto está por hacer. Pero al avanzar en este proyecto, ya inmenso, la se-
miología encuentra nuevas tareas: por ejemplo, estudiar esta misteriosa operación mediante la
cual un mensaje cualquiera se impregna de un segundo sentido, difuso, en general ideológico,
al que se denomina “sentido connotado”. Si leo en un diario el titular siguiente: “En Bombay
reina una atmósfera de fervor que no excluye ni el lujo ni el triunfalismo”, recibo ciertamente
una información literal sobre la atmósfera del Congreso Eucarístico, pero percibo también una
frase estereotipo, formada por un sutil balance de denegaciones que me remite a una especie de
visión equilibrada del mundo; estos fenómenos son constantes; ahora es preciso estudiarlos am-
pliamente con todos los recursos de la lingüística.
Si las tareas de la semiología crecen incesantemente es porque de hecho nosotros descu-
brimos cada vez más la importancia y la extensión de la significación en el mundo; la signifi-
cación se convierte en la manera de pensar del mundo moderno, un poco como el “hecho”
constituyó anteriormente la unidad de reflexión de la ciencia positiva.
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La perspectiva estructuralista
Ferdinand de Saussure,
iniciador de la lingüística moderna
Pabla Diab
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de sus discípulos. ¡Ferdinand de Saussure iba destruyendo los borradores provisionales don-
de trazaba día a día el esquema de su exposición! (1959: 31)
A esta dificultad respecto de la difusión de las ideas de Saussure se debe sumar, por una
parte, el pasaje de la enseñanza impartida oralmente a la escritura de una obra que integrara
esos tres cursos, que como tales, tienen un carácter enteramente didáctico. Para explicar su
modo de concebir el lenguaje, Saussure recurre, por ejemplo, a analogías, a metáforas y a una
adjetivación poco técnica (el pensamiento es una masa amorfa; el lenguaje es multiforme y he-
teróclito) que derivan de las restricciones que impone a toda teorización la explicación con
fuerte finalidad pedagógica. Por otra, obstáculo tanto más difícil, Saussure “era uno de esos
hombres que se renuevan sin cesar; su pensamiento evolucionaba en todas direcciones sin
caer por eso en contradicción consigo mismo” (De Saussure, 1959: 33). Para resolver estas
cuestiones, los discípulos intentaron, según sus propias palabras, “una reconstrucción, una
síntesis […] Esto sería una recreación, tanto más difícil cuanto que tenía que ser enteramente
objetiva” (De Saussure, 1959: 33). Como leerán en los capítulos seleccionados en la bibliogra-
fía, algunas marcas propias del discurso didáctico se conservan en el CLG, lo que hace que ha-
ya sido considerado esquemático y poco fiel al propio pensamiento de Saussure registrado
posteriormente en el análisis de sus cartas y los borradores de otros alumnos a los que no ac-
cedieron en su momento Bally y Sechehaye1.
¿Qué es lo que hace del CLG una obra fundante en el terreno de las ciencias que traba-
jan con signos?
Si bien la idea de que las lenguas poseen una organización propia data del siglo XVIII, la
novedad de Saussure radica en considerar a la lengua un sistema de signos arbitrarios, es decir,
signos que unen de manera inmotivada un significado (idea, concepto, por ejemplo, rosa) y
un significante (imagen acústica, la sucesión de sonidos r-o-s-a ) y que se relacionan diferen-
cialmente unos con otros (por ejemplo, rosa se diferencia de risa, de rusa, de rasa). El concepto
de arbitrariedad, central en la teoría de Saussure, no era desconocido en la época. De hecho,
ya había sido aceptado por los lingüistas del siglo precedente, e incluso había sido materia de
discusión desde la Antigüedad griega: “Él [Saussure] ofrece su solución al viejo problema plan-
teado por Platón en el Cratilo. En efecto, Platón opone dos versiones de las relaciones entre
naturaleza y cultura: Hermógenes defiende la posición según la cual los nombres asignados a
las cosas son arbitrariamente elegidos por la cultura, y Cratilo ve en los nombres un calco de
la naturaleza, una relación fundamentalmente natural. Este viejo y recurrente debate encuen-
tra en Saussure a la persona que va a dar la razón a Hermógenes con su noción de lo arbitrario
del signo” (Dosse, 2004: 61).
De acuerdo con el lingüista francés Oswald Ducrot, “la aportación propia de Saussure al
estructuralismo lingüístico consiste en el hecho de presuponer el sistema en el elemento”
(1975: 51). Es decir que lo fundamental de esta teoría es la concepción de la lengua como sis-
tema en el que los elementos no tienen ninguna realidad tomados de manera independiente
1 En 1996, se descubrieron los manuscritos de Saussure de un libro sobre la lingüística general que se
creían definitivamente perdidos. Estos manuscritos, publicados en 2002 (de Saussure, Escritos de lin-
güística general, París, Gallimard) permiten reconocer un pensamiento más complejo y flexible que
el que se difundió a través del texto surgido de sus clases, que respondía, como señalamos, a una fi-
nalidad pedagógica.
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de su relación con el resto de los que componen el sistema o, como dio en llamarse en lo su-
cesivo, la estructura. En consonancia con la consideración de la lengua como sistema se halla
la noción de valor, que se puede comprender como el producto de la relación de unos signos
con otros, y también como el método con el que se demuestra que la lengua es un sistema. Si
tomamos, por ejemplo, la forma verbal estudió, a ella asociamos virtualmente las formas estu-
die, estudiarías, hemos estudiado, y todas aquellas que completan el paradigma verbal en espa-
ñol. Vemos así que los signos lingüísticos se asocian en la memoria y también se combinan
unos con otros para construir sintagmas, por ejemplo, Estudió física en la escuela secundaria.
Puesto que el interés de Saussure hace foco en el estudio de la lengua como sistema, es com-
presible que el lingüista privilegie lo que llama lingüística sincrónica, esto es, el estudio de
un estado de lengua (por ejemplo, el español rioplatense a comienzos del siglo XX) y relegue
a un segundo plano la lingüística diacrónica, que trabaja con el estudio de los cambios his-
tóricos de un elemento del sistema. Se trata pues de otra novedad en el abordaje del estudio
de la lengua: el interés no está puesto en el seguimiento de una palabra a lo largo de la histo -
ria, en su etimología, sino en la visión de la totalidad, en diferentes sincronías.
En síntesis:
Lo esencial de la demostración consiste en fundar lo arbitrario del signo, en mostrar que
la lengua es un sistema de valores constituido no por los contenidos o lo vivido sino por pu-
ras diferencias. Saussure ofrece una interpretación de la lengua que la coloca decididamente
del lado de la abstracción para arrancarla del empirismo y de las consideraciones psicologi-
zantes. Funda así una disciplina nueva, autónoma respecto del resto de las demás ciencias hu-
manas: la lingüística. Una vez establecidas sus reglas propias, y gracias a su rigor y su grado de
formalización, va a arrastrar a todas las demás disciplinas haciéndoles asimilar su programa y
sus métodos (Dosse, 2004: 62).
Ahora bien, la fundación saussureana surge de una voluntad de otorgar a los estudios
lingüísticos un estatuto científico. Para el lingüista, puesto que la lengua es un sistema riguro-
so, la teoría debe ser también un sistema tan riguroso como la lengua; debió recortar, enton-
ces, el objeto de la lingüística y proponer un método. Es por esa razón que Saussure recorta,
desglosa del lenguaje su parte esencial, la lengua, y “sacrifica” el estudio sistemático del uso
individual, el habla: “El individuo es expulsado de la perspectiva científica saussureana, vícti-
ma de una reducción formalista en la que ya no tiene lugar” (Dosse, 2004: 70). Ya en el Prólo -
go a la edición española, Amado Alonso reconocía: “Todo se paga: la lingüística de Saussure
llega a una sorprendente claridad y simplicidad, pero a fuerza de eliminaciones, más aun, a
costa de descartar lo esencial en el lenguaje (el espíritu) como fenómeno específicamente hu-
mano” (1959: 12).
Esta imagen del lingüista ginebrino como un hombre “modelo” del paradigma positivis-
ta propio de su época, que, como afirma Alonso, hace a un lado cuestiones fundamentales pa-
ra que la lingüística alcance estatuto científico, es la que a menudo queda en quienes inician
sus estudios en materias que operan con sistemas significantes. Sin embargo, la figura “fría” y
“falta de vida” puede ser contrarrestada o compensada en primer lugar con el conocimiento
que Saussure tenía del latín, el griego, el sánscrito, el persa, el irlandés antiguo, el inglés, el
francés, el lituano, el alemán, y el antiguo altoalemán... No solo con las lenguas como tales,
sino con la poesía en esas lenguas. En 1904, por ejemplo, da un curso acerca del poema épico
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Bibliografía
DE SAUSSURE, Ferdinand (1916): Curso de lingüística general, publicado por Ch. Bally y
A. Sechehaye, con la colaboración de A. Riedlinger, traducción, prólogo y notas
de Amado Alonso, Buenos Aires, Losada, 1959 (tercera edición en español); p. 31.
DOSSE, François (2004): Historia del estructuralismo, tomo I: El campo del signo 1845-
1966, Madrid, Akal ediciones.
DUCROT, Oswlad (1968): ¿Qué es el estructuralismo? El estructuralismo en lingüística,
Buenos Aires, Losada, 1975; p. 51.
2 La revista Recherches titula su número 16, de septiembre de 1974, “Les deux Saussures”.
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Ferdinand de Saussure (1857-1913) fue un lingüista suizo que reflexionó sobre el signo a
partir de sus estudios sobre el lenguaje. Sus reflexiones nos llegan a través del Curso de lingüís-
tica general, publicado en 1916.
Saussure se propuso darles a los estudios sobre el lenguaje un carácter científico. Para
ello se posicionó en una perspectiva teórica que privilegiaba la descripción de estructuras o
sistemas, es decir, de conjuntos de elementos relacionados entre sí. 1 Lo primero que debió de-
terminar el lingüista fue cuál sería su objeto de estudio, a partir de plantear un punto de vista
inmanente para construirlo: ¿la ciencia que propondría se centraría en el lenguaje como una
totalidad o debería atender a algunos de sus elementos? En la formulación de la respuesta
saussureana a tal interrogante resulta esencial la distinción entre las nociones de lenguaje, len-
gua y habla.
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El signo en Saussure
El signo lingüístico es considerado como una entidad abstracta que contiene dos caras,
el significado y el significante. El significado es el concepto y el significante, la huella acústica
del sonido. Un ejemplo de esa conformación es el que sigue:
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El signo -en este caso árbol- no une una cosa con su nombre, sino una idea, un concep-
to, con una sucesión de sonidos en una lengua dada. La unión de significado y significante es
de naturaleza psíquica.
Lo que el signo lingüístico une no es una cosa y un nombre, sino un concepto y una ima-
gen acústica. La imagen acústica no es el sonido material, cosa puramente física, sino su
huella psíquica, la representación que de él nos da el testimonio de nuestros sentidos; esa
imagen es sensorial, y si llegamos a llamarla "material" es solamente en este sentido y por
oposición al otro término de la asociación, el concepto, generalmente más abstracto.
El carácter psíquico de nuestras imágenes acústicas aparece claramente cuando observamos
nuestra lengua materna. Sin mover los labios ni la lengua, podemos hablarnos a nosotros
mismos o recitarnos mentalmente un poema (p.13).
La relación entre ambas partes del signo es arbitraria, en el sentido de que no hay causa
natural o motivo para su unión. La noción de arbitrariedad es la piedra angular de la concepción
saussureana sobre el signo lingüístico. Con ella aparece un quiebre con la tradición que prove-
nía desde las Sagradas Escrituras según la cual el signo era el nombre de la cosa: se afirmaba que
había una causalidad para que determinado nombre correspondiera a una cosa. La existencia de
diferentes lenguas es una de las pruebas de la arbitrariedad del signo.
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sistema de la lengua inglesa, la cual no distingue formas de mayor o menor respeto para diri-
girse al destinatario.
El valor lingüístico
La lengua como pensamiento organizado en la materia fónica
Para darse cuenta de que la lengua no puede ser otra cosa que un sistema de valores puros,
basta considerar los dos elementos que entran en juego en su funcionamiento: las ideas y
los sonidos.
Psicológicamente, hecha abstracción de su expresión por medio de palabras, nuestro pen-
samiento no es más que una masa amorfa e indistinta. Filósofos y lingüistas han estado
siempre de acuerdo en reconocer que, sin la ayuda de los signos, seríamos incapaces de dis-
tinguir dos ideas de manera clara y constante. Considerado en sí mismo, el pensamiento es
como una nebulosa donde nada está necesariamente delimitado. No hay ideas preestableci-
das, y nada es distinto antes de la aparición de la lengua (p 21) [...].
El papel característico de la lengua frente al pensamiento no es el de crear un medio fónico
material para la expresión de las ideas, sino el de servir de intermediaria entre el pensa-
miento y el sonido, en condiciones tales que su unión lleva necesariamente a deslinda-
mientos recíprocos de unidades. El pensamiento, caótico por naturaleza, se ve forzado a
precisarse al descomponerse. No hay, pues, ni materialización de los pensamientos, ni espi-
ritualización de los sonidos, sino que se trata de ese hecho en cierta manera misterioso:
que el “pensamiento-sonido” implica divisiones y que la lengua elabora sus unidades al
constituirse entre dos masas amorfas (p.22) [...].
La lengua es también comparable a una hoja de papel: el pensamiento es el anverso y el so-
nido el reverso: no se puede cortar uno sin cortar el otro; así tampoco en la lengua se po-
dría aislar el sonido del pensamiento, ni el pensamiento del sonido; a tal separación sólo se
llegaría por una abstracción y el resultado sería hacer psicología pura o fonología pura (p.
22).
La lingüística trabaja, pues, en el terreno limítrofe donde los elementos de dos órdenes se
combinan; esta combinación produce una forma, no una sustancia (p.22) [...].
Estas miras hacen comprender mejor lo que hemos dicho sobre lo arbitrario del
signo. No solamente son confusos y amorfos los dos dominios enlazados por el he-
cho lingüístico, sino que la elección que se decide por tal porción acústica para tal
idea es perfectamente arbitraria. Si no fuera éste el caso, la noción de valor perde-
ría algo de su carácter, ya que contendría un elemento impuesto desde fuera. Pero
de hecho los valores siguen siendo enteramente relativos, y por eso el lazo entre la
idea y el sonido es radicalmente arbitrario (p. 22).
A su vez lo arbitrario del signo nos hace comprender mejor por qué el hecho social es el
único que puede crear un sistema lingüístico. La colectividad es necesaria para establecer
valores cuya única razón de ser está en el uso y en el consenso generales; el individuo por
sí solo es incapaz de fijar ninguno.
Además, la idea de valor, así determinada, nos muestra cuán ilusorio es considerar un tér-
mino sencillamente como la unión de cierto sonido con cierto concepto. Definirlo así sería
aislarlo del sistema de que forma parte; sería creer que se puede comenzar por los términos
y construir el sistema haciendo la suma, mientras que, por el contrario, hay que partir de la
totalidad solidaria para obtener por análisis los elementos que encierra (p.22).
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Todo lo precedente viene a decir que en la lengua no hay más que diferencias. Todavía más:
una diferencia supone, en general, términos positivos entre los cuales se establece; pero en
la lengua sólo hay diferencias sin términos positivos. Ya se considere el significante, ya el signi-
ficado, la lengua no comporta ni ideas ni sonidos preexistentes al sistema lingüístico, sino
solamente diferencias conceptuales y diferencias fónicas resultantes de ese sistema. Lo que
de idea o de materia fónica hay en un signo importa menos que lo que hay a su alrededor
en los otros signos. La prueba está en que el valor de un término puede modificarse sin to-
car ni a su sentido ni a su sonido, con sólo el hecho de que tal otro término vecino haya
sufrido una modificación (p.27).
Las relaciones y las diferencias entre términos se despliegan en dos esferas distintas, cada
una generadora de cierto orden de valores; la oposición entre esos dos órdenes nos hace
comprender mejor la naturaleza de cada uno. Ellos corresponden a dos formas de nuestra
actividad mental, ambos indispensables a la vida de la lengua.
De un lado, en el discurso, las palabras contraen entre sí, en virtud de su encadenamiento,
relaciones fundadas en el carácter lineal de la lengua, que excluye la posibilidad de pro-
nunciar dos elementos a la vez. Los elementos se alinean uno tras otro en la cadena del ha-
bla. Estas combinaciones que se apoyan en la extensión se pueden llamar sintagmas. El sin-
tagma se compone siempre, pues, de dos o más unidades consecutivas (por ejemplo: re-leer;
contra todos; la vida humana; Dios es bueno; si hace buen tiempo, saldremos, etc.). Colocado en
un sintagma, un término sólo adquiere su valor porque se opone al que le precede o al que
le sigue o a ambos.
Por otra parte, fuera del discurso, las palabras que ofrecen algo de común se asocian en la
memoria, y así se forman grupos en el seno de los cuales reinan relaciones muy diversas.
Así la palabra francesa enseignement, o la española enseñanza, hará surgir inconscientemen-
te en el espíritu un montón de otras palabras (enseigner, renseigner, etc., o bien armement,
changement, etc., o bien éducation, apprentisage). Por un lado o por otro, todas tienen algo
de común.
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Ya se ve que estas coordinaciones son de muy distinta especie que las primeras. Ya no se ba-
san en la extensión; su sede está en el cerebro, y forman parte de ese tesoro interior que
constituye la lengua de cada individuo. Las llamaremos relaciones asociativas.
La conexión sintagmática es in praesentia; se apoya en dos o más términos igualmente pre-
sentes en una serie efectiva. Por el contrario, la conexión asociativa une términos in absen-
tia en una serie mnemónica virtual.
Desde este doble punto de vista una unidad lingüística es comparable a una parte determi-
nada de un edificio, una columna por ejemplo; la columna se halla, por un lado, en cierta
relación con el arquitrabe que sostiene; esta disposición de dos unidades igualmente pre-
sentes en el espacio hace pensar en la relación sintagmática; por otro lado, si la columna es
de orden dórico, evoca la comparación mental con los otros órdenes (jónico, corintio, etc.),
que son elementos no presentes en el espacio: la relación es asociativa (p.29).
Bibliografía
DE SAUSSURE, Ferdinand (1916): Curso de lingüística general, publicado por Ch. Bally y A. Seche-
haye, con la colaboración de A. Riedlinger, traducción, prólogo y notas de Amado Alon-
so, Buenos Aires, Losada, 1959 (tercera edición en español).
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Introducción
Capítulo III. Objeto de la lingüística
§ 1. La lengua; su definición
¿Cuál es el objeto a la vez integral y concreto de la lingüística? La cuestión es particular-
mente difícil; ya veremos luego por qué; limitémonos ahora a hacer comprender esa dificul-
tad.
Otras ciencias operan con objetos dados de antemano y que se pueden considerar en se-
guida desde diferentes puntos de vista. No es así en la lingüística. Alguien pronuncia la palabra
española desnudo: un observador superficial se sentirá tentado de ver en ella un objeto lingüísti-
co concreto; pero un examen más atento hará ver en ella sucesivamente tres o cuatro cosas per-
fectamente diferentes, según la manera de considerarla: como sonido, como expresión de una
idea, como correspondencia del latín (dis)nūdum, etc. Lejos de preceder el objeto al punto de
vista, se diría que es el punto de vista el que crea el objeto, y, además, nada nos dice de antema-
no que una de esas maneras de considerar el hecho en cuestión sea anterior o superior a las
otras.
Por otro lado, sea cual sea el punto de vista adoptado, el fenómeno lingüístico presenta
perpetuamente dos caras que se corresponden, sin que la una valga más que gracias a la otra.
Por ejemplo:
1° Las sílabas que se articulan son impresiones acústicas percibidas por el oído, pero los
sonidos no existirían sin los órganos vocales; así una n no existe más que por la correspon-
dencia de estos dos aspectos. No se puede, pues, reducir la lengua al sonido, ni separar el soni-
do de la articulación bucal; a la recíproca, no se pueden definir los movimientos de los órga-
nos vocales si se hace abstracción de la impresión acústica.
2° Pero admitamos que el sonido sea una cosa simple: ¿es el sonido el que hace al len-
guaje? No; no es más que el instrumento del pensamiento y no existe por sí mismo. Aquí sur-
ge una nueva y formidable correspondencia: el sonido, unidad compleja acústico-vocal, for-
ma a su vez con la idea una unidad compleja, fisiológica y mental. Es más:
3° El lenguaje tiene un lado individual y un lado social, y no se puede concebir el uno
sin el otro. Por último:
4° En cada instante el lenguaje implica a la vez un sistema establecido y una evolución;
en cada momento es una institución actual y un producto del pasado. Parece a primera vista
muy sencillo distinguir entre el sistema y su historia, entre lo que es y lo que ha sido; en reali-
dad, la relación que une esas dos cosas es tan estrecha que es difícil separarlas. ¿Sería la cues-
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tión más sencilla si se considerara el fenómeno lingüístico en sus orígenes, si, por ejemplo, se
comenzara por estudiar el lenguaje de los niños? No, pues es una idea enteramente falsa esa
de creer que en materia de lenguaje el problema de los orígenes difiere del de las condiciones
permanentes. No hay manera de salir del círculo.
Así, pues, de cualquier lado que se mire la cuestión, en ninguna parte se nos ofrece entero
el objeto de la lingüística. Por todas partes topamos con este dilema: o bien nos aplicamos a un
solo lado de cada problema, con el consiguiente riesgo de no percibir las dualidades arriba seña-
ladas, o bien, si estudiamos el lenguaje por muchos lados a la vez, el objeto de la lingüística se
nos aparece como un montón confuso de cosas heterogéneas y sin trabazón. Cuando se proce-
de así es cuando se abre la puerta a muchas ciencias –psicología, antropología, gramática nor-
mativa, filología, etc.–, que nosotros separamos distintamente de la lingüística, pero que, a fa-
vor de un método incorrecto, podrían reclamar el lenguaje como uno de sus objetos.
A nuestro parecer, no hay más que una solución para todas estas dificultades: hay que colo-
carse desde el primer momento en el terreno de la lengua y tomarla como norma de todas las otras ma-
nifestaciones del lenguaje. En efecto, entre tantas dualidades, la lengua parece ser lo único suscep-
tible de definición autónoma y es la que da un punto de apoyo satisfactorio para el espíritu.
Pero ¿qué es la lengua? Para nosotros, la lengua no se confunde con el lenguaje: la len-
gua no es más que una determinada parte del lenguaje, aunque esencial. Es a la vez un pro-
ducto social de la facultad del lenguaje y un conjunto de convenciones necesarias adoptadas
por el cuerpo social para permitir el ejercicio de esa facultad en los individuos. Tomado en su
conjunto, el lenguaje es multiforme y heteróclito; a caballo en diferentes dominios, a la vez fí-
sico, fisiológico y psíquico, pertenece además al dominio individual y al dominio social; no se
deja clasificar en ninguna de las categorías de los hechos humanos, porque no se sabe cómo
desembrollar su unidad.
La lengua, por el contrario, es una totalidad en sí y un principio de clasificación. En
cuanto le damos el primer lugar entre los hechos de lenguaje, introducimos un orden natural
en un conjunto que no se presta a ninguna otra clasificación.
A este principio de clasificación se podría objetar que el ejercicio del lenguaje se apoya
en una facultad que nos da la naturaleza, mientras que la lengua es cosa adquirida y conven-
cional que debería quedar subordinada al instinto natural en lugar de anteponérsele.
He aquí lo que se puede responder. En primer lugar, no está probado que la función del
lenguaje, tal como se manifiesta cuando hablamos, sea enteramente natural, es decir, que
nuestro aparato vocal esté hecho para hablar como nuestras piernas para andar. Los lingüistas
están lejos de ponerse de acuerdo sobre esto. Así, para Whitney, que equipara la lengua a una
institución social con el mismo título que todas las otras, el que nos sirvamos del aparato vo-
cal como instrumento de la lengua es cosa del azar, por simples razones de comodidad: lo
mismo habrían podido los hombres elegir el gesto y emplear imágenes visuales en lugar de las
imá- genes acústicas. Sin duda, esta tesis es demasiado absoluta; la lengua no es una institu-
ción social semejante punto por punto a las otras; además, Whytney va demasiado lejos cuan-
do dice que nuestra elección ha caído por azar en los órganos de la voz; de cierta manera, ya
nos estaban impuestos por la naturaleza. Pero, en el punto esencial, el lingüista americano pa-
rece tener razón: la lengua es una convención y la naturaleza del signo en que se conviene es
indiferente. La cuestión del aparato vocal es, pues, secundaria en el problema del lenguaje.
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Cierta definición de lo que se llama lenguaje articulado podría confirmar esta idea. En la-
tín articulus significa 'miembro, parte, subdivisión en una serie de cosas'; en el lenguaje, la ar-
ticulación puede designar o bien la subdivisión de la cadena hablada en sílabas, o bien la sub-
división de la cadena de significaciones en unidades significativas; este sentido es el que los
alemanes dan a su gegliederte Sprache. Ateniéndonos a esta segunda definición, se podría decir
que no es el lenguaje hablado el natural al hombre, sino la facultad de constituir una lengua,
es decir, un sistema de signos distintos que corresponden a ideas distintas.
Broca ha descubierto que la facultad de hablar está localizada en la tercera circunvolu-
ción frontal izquierda: también sobre esto se han apoyado algunos para atribuir carácter natu-
ral al lenguaje. Pero esa localización se ha comprobado para todo lo que se refiere al lenguaje,
incluso la escritura, y esas comprobaciones, añadidas a las observaciones hechas sobre las di-
versas formas de la afasia por lesión de tales centros de localización, parecen indicar: 1° que
las diversas perturbaciones del lenguaje oral están enredadas de mil maneras con las del len-
guaje escrito; 2° que en todos los casos de afasia o de agrafia lo lesionado es menos la facultad
de proferir tales o cuales sonidos o de trazar tales o cuales signos, que la de evocar por un ins-
trumento, cualquiera que sea, los signos de un lenguaje regular. Todo nos lleva a creer que por
debajo del funcionamiento de los diversos órganos existe una facultad más general, la que go-
bierna los signos: ésta sería la facultad lingüística por excelencia. Y por aquí llegamos a la mis-
ma conclusión arriba indicada.
Para atribuir a la lengua el primer lugar en el estudio del lenguaje, se puede finalmente
hacer valer el argumento de que la facultad –natural o no– de articular palabras no se ejerce
más que con la ayuda del instrumento creado y suministrado por la colectividad; no es, pues,
quimérico decir que es la lengua la que hace la unidad del lenguaje.
El punto de partida del circuito está en el cerebro de uno de ellos, por ejemplo, en el de
A, donde los hechos de conciencia, que llamaremos conceptos, se hallan asociados con las re-
presentaciones de los signos lingüísticos o imágenes acústicas que sirven a su expresión. Su-
pongamos que un concepto dado desencadena en el cerebro una imagen acústica correspon-
diente: éste es un fenómeno enteramente psíquico, seguido a su vez de un proceso fisiológico:
el cerebro transmite a los órganos de la fonación un impulso correlativo a la imagen; luego las
23
Este análisis no pretende ser completo. Se podría distinguir todavía: la sensación acústi-
ca pura, la identificación de esa sensación con la imagen acústica latente, la imagen muscular
de la fonación, etc. Nosotros sólo hemos tenido en cuenta los elementos juzgados esenciales;
pero nuestra figura permite distinguir en seguida las partes físicas (ondas sonoras) de las fisio-
lógicas (fonación y audición) y de las psíquicas (imágenes verbales y conceptos). Pues es de
capital importancia advertir que la imagen verbal no se confunde con el sonido mismo, y que
es tan legítimamente psíquica como el concepto que le está asociado.
El circuito, tal como lo hemos representado, se puede dividir todavía:
a) en una parte externa (vibración de los sonidos que van de la boca al oído) y una parte
interna, que comprende todo el resto;
b) en una parte psíquica y una parte no psíquica, incluyéndose en la segunda tanto los he-
chos fisiológicos de que son asiento los órganos, como los hechos físicos exteriores al individuo;
c) en una parte activa y una parte pasiva: es activo todo lo que va del centro de asocia-
ción de uno de los sujetos al oído del otro sujeto, y pasivo todo lo que va del oído del segun -
do a su centro de asociación.
Por último, en la parte psíquica localizada en el cerebro se puede llamar ejecutivo todo
lo que es activo (c → i) y receptivo todo lo que es pasivo (i → c).
Es necesario añadir una facultad de asociación y de coordinación, que se manifiesta en
todos los casos en que no se trate nuevamente de signos aislados; esta facultad es la que de -
sempeña el primer papel en la organización de la lengua como sistema.
Pero, para comprender bien este papel, hay que salirse del acto individual, que no es más
que el embrión del lenguaje, y encararse con el hecho social.
Entre todos los individuos así ligados por el lenguaje, se establecerá una especie de pro-
medio: todos reproducirán –no exactamente, sin duda, pero sí aproximadamente– los mismos
signos unidos a los mismos conceptos.
¿Cuál es el origen de esta cristalización social? ¿Cuál de las dos partes del circuito puede
ser la causa? Pues lo más probable es que no todas participen igualmente.
24
La parte física puede descartarse desde un principio. Cuando oímos hablar una lengua
desconocida, percibimos bien los sonidos, pero, por nuestra incomprensión, quedamos fuera
del hecho social.
La parte psíquica tampoco entra en juego en su totalidad: el lado ejecutivo queda fuera,
porque la ejecución jamás está a cargo de la masa, siempre es individual, y siempre el indivi-
duo es su árbitro; nosotros lo llamaremos el habla (parole).
Lo que hace que se formen en los sujetos hablantes acuñaciones que llegan a ser sensi-
blemente idénticas en todos es el funcionamiento de las facultades receptiva y coordinativa.
¿Cómo hay que representarse este producto social para que la lengua aparezca perfectamente
separada del resto? Si pudiéramos abarcar la suma de las imágenes verbales almacenadas en
todos los individuos, entonces toparíamos con el lazo social que constituye la lengua. Es un
tesoro depositado por la práctica del habla en los sujetos que pertenecen a una misma comu-
nidad, un sistema gramatical virtualmente existente en cada cerebro, o, más exactamente, en
los cerebros de un conjunto de individuos, pues la lengua no está completa en ninguno, no
existe perfectamente más que en la masa.
Al separar la lengua del habla (langue et parole), se separa a la vez: 1° lo que es social de lo
que es individual; 2° lo que es esencial de lo que es accesorio y más o menos accidental.
La lengua no es una función del sujeto hablante, es el producto que el individuo registra
pasivamente; nunca supone premeditación, y la reflexión no interviene en ella más que para
la actividad de clasificar.
El habla es, por el contrario, un acto individual de voluntad y de inteligencia, en el cual
conviene distinguir: 1° las combinaciones por las que el sujeto hablante utiliza el código de la
lengua con miras a expresar su pensamiento personal; 2° el mecanismo psicofísico que le per-
mita exteriorizar esas combinaciones.
Hemos de subrayar que lo que definimos son cosas y no palabras; las distinciones estable-
cidas nada tienen que temer de ciertos términos ambiguos que no se recubren del todo de len-
gua a lengua. Así en alemán Sprache quiere decir lengua y lenguaje; Rede corresponde bastante
bien a habla (fr. parole), pero añadiendo el sentido especial de 'discurso'. En latín, sermo significa
más bien lenguaje y habla, mientras que lingua designa la lengua, y así sucesivamente.
Ninguna palabra corresponde exactamente a cada una de las nociones precisadas arriba;
por eso toda definición hecha a base de una palabra es vana; es mal método el partir de las pa-
labras para definir las cosas.
25
1 No confundir la semiología con la semántica, que estudia los cambios de significación, y de la que
Ferdinand de Saussure no hizo una exposición metódica, aunque nos dejó formulado su principio
tímidamente en la pág. 140. (Nota de B. y S.)
26
que la semiología descubra serán aplicables a la lingüística, y así es como la lingüística se en-
contrará ligada a un dominio bien definido en el conjunto de los hechos humanos.
Al psicólogo toca determinar el puesto exacto de la semiología; 2 tarea del lingüista es
definir qué es lo que hace de la lengua un sistema especial en el conjunto de los hechos se -
miológicos. Más adelante volveremos sobre la cuestión; aquí sólo nos fijamos en esto: si por
vez primera hemos podido asignar a la lingüística un puesto entre las ciencias es por haberla
incluido en la semiología.
¿Por qué la semiología no es reconocida como ciencia autónoma, ya que tiene como las
demás su objeto propio? Es porque giramos dentro de un círculo vicioso: de un lado, nada
más adecuado que la lengua para hacer comprender la naturaleza del problema semiológico;
pero, para plantearlo convenientemente, se tendría que estudiar la lengua en sí misma; y el
caso es que, hasta ahora, casi siempre se la ha encarado en función de otra cosa, desde otros
puntos de vista.
Tenemos, en primer lugar, la concepción superficial del gran público, que no ve en la
lengua más que una nomenclatura, lo cual suprime toda investigación sobre su naturaleza
verdadera. Luego viene el punto de vista del psicólogo, que estudia el mecanismo del signo en
el individuo. Es el método más fácil, pero no lleva más allá de la ejecución individual, sin al-
canzar al signo, que es social por naturaleza.
O, por último, cuando algunos se dan cuenta de que el signo debe estudiarse socialmen-
te, no retienen más que los rasgos de la lengua que la ligan a otras instituciones, aquellos que
dependen más o menos de nuestra voluntad; y así es como se pasa tangencialmente a la meta,
desdeñando los caracteres que no pertenecen más que a los sistemas semiológicos en general
y a la lengua en particular. Pues el signo es ajeno siempre en cierta medida a la voluntad indi-
vidual o social, y en eso está su carácter esencial, aunque sea el que menos evidente se haga a
primera vista.
Así, ese carácter no aparece claramente más que en la lengua, pero también se manifies-
ta en las cosas menos estudiadas, y de rechazo se suele pasar por alto la necesidad o la utilidad
particular de una ciencia semiológica. Para nosotros, por el contrario, el problema lingüístico
es primordialmente semiológico, y en este hecho importante cobran significación nuestros ra-
zonamientos. Si se quiere descubrir la verdadera naturaleza de la lengua, hay que empezar por
considerarla en lo que tiene de común con todos los otros sistemas del mismo orden; factores
lingüísticos que a primera vista aparecen como muy importantes (por ejemplo, el juego del
aparato fonador) no se deben considerar más que de segundo orden si no sirven más que para
distinguir a la lengua de los otros sistemas. Con eso no solamente se esclarecerá el problema
lingüístico, sino que, al considerar los ritos, las costumbres, etc., como signos, estos hechos
aparecerán a otra luz, y se sentirá la necesidad de agruparlos en la semiología y de explicarlos
por las leyes de esta ciencia.
27
Esta concepción es criticable por muchos conceptos. Supone ideas completamente he-
chas preexistentes a las palabras; no nos dice si el nombre es de naturaleza vocal o psíquica,
pues arbor puede considerarse en uno u otro aspecto; por último, hace suponer que el vínculo
que une un nombre a una cosa es una operación muy simple, lo cual está bien lejos de ser
verdad. Sin embargo, esta perspectiva simplista puede acercarnos a la verdad al mostrarnos
que la unidad lingüística es una cosa doble, hecha con la unión de dos términos.
Hemos visto, a propósito del circuito del habla, que los términos implicados en el signo
lingüístico son ambos psíquicos y están unidos en nuestro cerebro por un vínculo de asocia-
ción. Insistamos en este punto.
Lo que el signo lingüístico une no es una cosa y un nombre, sino un concepto y una
imagen acústica.3 La imagen acústica no es el sonido material, cosa puramente física, sino su
huella psíquica, la representación que de él nos da el testimonio de nuestros sentidos; esa
imagen es sensorial, y si llegamos a llamarla "material" es solamente en este sentido y por
oposición al otro término de la asociación, el concepto, generalmente más abstracto.
El carácter psíquico de nuestras imágenes acústicas aparece claramente cuando observa-
mos nuestra lengua materna. Sin mover los labios ni la lengua, podemos hablarnos a nosotros
mismos o recitarnos mentalmente un poema. Y porque las palabras de la lengua materna son
para nosotros imágenes acústicas, hay que evitar el hablar de los "fonemas" de que están com-
puestas. Este término, que implica una idea de acción vocal, no puede convenir más que a las
palabras habladas, a la realización de la imagen interior en el discurso. Hablando de sonidos y
de sílabas de una palabra, evitaremos el equívoco, con tal que nos
acordemos de que se trata de la imagen acústica.
El signo lingüístico es, pues, una entidad psíquica de dos caras,
que puede representarse por la siguiente figura:
3 El término de imagen acústica parecerá quizá demasiado estrecho, pues junto a la representación
de los sonidos de una palabra está también la de su articulación, la imagen muscular del acto fona-
torio. Pero para F. de Saussure la lengua es esencialmente un depósito, una cosa recibida de fuera. La
imagen acústica es, por excelencia, la representación natural de la palabra, en cuanto hecho de len-
gua virtual, fuera de toda realización por el habla. El aspecto motor puede, pues, quedar sobreen-
tendido o en todo caso no ocupar más que un lugar subordinado con relación a la imagen acústica.
(B. y S.)
28
Estos dos elementos están íntimamente unidos y se reclaman recíprocamente. Ya sea que bus-
quemos el sentido de la palabra latina arbor o la palabra con que el latín designa el concepto
de 'árbol', es evidente que las vinculaciones consagradas por la lengua son las únicas que nos
aparecen conformes con la realidad, y descartamos cualquier otra que se pudiera imaginar.
29
no por eso dejará de ser el conjunto de sistemas fundados en lo arbitrario del signo. En efecto,
todo medio de expresión recibido de una sociedad se apoya en principio en un hábito colecti-
vo o, lo que viene a ser lo mismo, en la convención. Los signos de cortesía, por ejemplo, dota-
dos con frecuencia de cierta expresividad natural (piénsese en los chinos que saludan a su em-
perador prosternándose nueve veces hasta el suelo), no están menos fijados por una regla; esa
regla es la que obliga a emplearlos, no su valor intrínseco. Se puede, pues, decir que los signos
enteramente arbitrarios son los que mejor realizan el ideal del procedimiento semiológico;
por eso la lengua, el más complejo y el más extendido de los sistemas de expresión, es tam-
bién el más característico de todos; en este sentido la lingüística puede erigirse en el modelo
general de toda semiología, aunque la lengua no sea más que un sistema particular.
Se ha utilizado la palabra símbolo para designar el signo lingüístico, o, más exactamente,
lo que nosotros llamamos el significante. Pero hay inconvenientes para admitirlo, justamente
a causa de nuestro primer principio. El símbolo tiene por carácter no ser nunca completamen-
te arbitrario; no está vacío: hay un rudimento de vínculo natural entre el significante y el sig-
nificado. El símbolo de la justicia, la balanza, no podría reemplazarse por otro objeto cual-
quiera, un carro, por ejemplo.
La palabra arbitrario necesita también una observación. No debe dar idea de que el signi-
ficante depende de la libre elección del hablante (ya veremos luego que no está en manos del
individuo el cambiar nada en un signo una vez establecido por un grupo lingüístico); quere-
mos decir que es inmotivado, es decir, arbitrario con relación al significado, con el cual no
guarda en la realidad ningún lazo natural.
Señalemos, para terminar, dos objeciones que se podrían hacer a este primer principio:
1ª Se podría uno apoyar en las onomatopeyas para decir que la elección del significante
no siempre es arbitraria. Pero las onomatopeyas nunca son elementos orgánicos de un sistema
lingüístico. Su número es, por lo demás, mucho menor de lo que se cree. Palabras francesas
como fouet 'látigo' o glas 'doblar de campanas' pueden impresionar a ciertos oídos por una so-
noridad sugestiva; pero para ver que no tienen tal carácter desde su origen, basta recordar sus
formas latinas (fouet deriva de fāgus 'haya', glas es classicum); la cualidad de sus sonidos actua-
les, o, mejor, la que se les atribuye, es un resultado fortuito de la evolución fonética.
En cuanto a las onomatopeyas auténticas (las del tipo glu-glu, tic-tac, etc.), no solamente
son escasas, sino que su elección ya es arbitraria en cierta medida, porque no son más que la
imitación aproximada y ya medio convencional de ciertos ruidos (cfr. francés ouaoua y alemán
wauwau, español guau guau).4 Además, una vez introducidas en la lengua, quedan más o menos
engranadas en la evolución fonética, morfológica, etc., que sufren las otras palabras (cfr. pigeon,
del latín vulgar pīpiō, derivado de una onomatopeya): prueba evidente de que ha perdido algo
de su carácter primero para adquirir el del signo lingüístico en general, que es inmotivado.
2ª Las exclamaciones, muy vecinas de las onomatopeyas, dan lugar a observaciones aná-
logas y no son más peligrosas para nuestra tesis. Se tiene la tentación de ver en ellas expresio-
nes espontáneas de la realidad, dictadas como por la naturaleza. Pero para la mayor parte de
ellas se puede negar que haya un vínculo necesario entre el significado y el significante. Basta
con comparar dos lenguas en este terreno para ver cuánto varían estas expresiones de idioma
4 [Nuestro sentido onomatopéyico reproduce el canto del gallo con quiquiriquí, el de los franceses co-
querico (kókrikói), el de los ingleses cock-a-doodle-do. A.A.]
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a idioma (por ejemplo, al francés aïe!, esp. ¡ay!, corresponde el alemán au!). Y ya se sabe que
muchas exclamaciones comenzaron por ser palabras con sentido determinado (cfr. fr. diable!,
mordieu! = mort Dieu, etcétera).
En resumen, las onomatopeyas y las exclamaciones son de importancia secundaria, y su
origen simbólico es en parte dudoso.
§ 1 . Inmutabilidad
Si, con relación a la idea que representa, aparece el significante como elegido libremen-
te, en cambio, con relación a la comunidad lingüística que lo emplea, no es libre, es impues-
to. A la masa social no se le consulta si el significante elegido por la lengua podría tampoco
ser reemplazado por otro. Este hecho, que parece envolver una contradicción, podría llamarse
familiarmente la carta forzada. Se dice a la lengua "elige", pero añadiendo: "será ese signo y no
otro alguno". No solamente es verdad que, de proponérselo, un individuo sería incapaz de
modificar en un ápice la elección ya hecha, sino que la masa misma no puede ejercer su sobe-
ranía sobre una sola palabra; la masa está atada a la lengua tal cual es.
La lengua no puede, pues, equipararse a un contrato puro y simple, y justamente en este
aspecto muestra el signo lingüístico su máximo interés de estudio; pues si se quiere demostrar
que la ley admitida en una colectividad es una cosa que se sufre y no una regla libremente
consentida, la lengua es la que ofrece la prueba más concluyente de ello.
Veamos, pues, cómo el signo lingüístico está fuera del alcance de nuestra voluntad, y sa-
quemos luego las consecuencias importantes que se derivan de tal fenómeno.
31
En cualquier época que elijamos, por antiquísima que sea, ya aparece la lengua como
una herencia de la época precedente. El acto por el cual, en un momento dado, fueran los
nombres distribuidos entre las cosas, el acto de establecer un contrato entre los conceptos y
las imágenes acústicas, es verdad que lo podemos imaginar, pero jamás ha sido comprobado.
La idea de que así es como pudieron ocurrir los hechos nos es sugerida por nuestro sentimien-
to tan vivo de lo arbitrario del signo.
De hecho, ninguna sociedad conoce ni jamás ha conocido la lengua de otro modo que
como un producto heredado de las generaciones precedentes y que hay que tomar tal cual es.
Ésta es la razón de que la cuestión del origen del lenguaje no tenga la importancia que se le
atribuye generalmente. Ni siquiera es cuestión que se deba plantear; el único objeto real de la
lingüística es la vida normal y regular de una lengua ya constituida. Un estado de lengua da-
do siempre es el producto de factores históricos, y esos factores son los que explican por qué
el signo es inmutable, es decir, por qué resiste toda sustitución arbitraria.
Pero decir que la lengua es una herencia no explica nada si no se va más lejos. ¿No se
pueden modificar de un momento a otro leyes existentes y heredadas?
Esta objeción nos lleva a situar la lengua en su marco social y a plantear la cuestión co-
mo se plantearía para las otras instituciones sociales. ¿Cómo se transmiten las instituciones?
He aquí la cuestión más general que envuelve la de la inmutabilidad. Tenemos, primero, que
apreciar el más o el menos de libertad de que disfrutan las otras instituciones, y veremos en-
tonces que para cada una de ellas hay un balanceo diferente entre la tradición impuesta y la
acción libre de la sociedad. En seguida estudiaremos por qué, en una categoría dada, los facto-
res del orden primero son más o menos poderosos que los del otro. Por último, volviendo a la
lengua, nos preguntamos por qué el factor histórico de la transmisión la domina enteramente
excluyendo todo cambio lingüístico general y súbito.
Para responder a esta cuestión se podrán hacer valer muchos argumentos y decir, por
ejemplo, que las modificaciones de la lengua no están ligadas a la sucesión de generaciones
que, lejos de superponerse unas a otras como los cajones de un mueble, se mezclan, se inter-
penetran, y cada una contiene individuos de todas las edades. Habrá que recordar la suma de
esfuerzos que exige el aprendizaje de la lengua materna, para llegar a la conclusión de la im-
posibilidad de un cambio general. Se añadirá que la reflexión no interviene en la práctica de
un idioma; que los sujetos son, en gran medida, inconscientes de las leyes de la lengua; y si
no se dan cuenta de ellas ¿cómo van a poder modificarlas? Y aunque fueran conscientes, ten-
dríamos que recordar que los hechos lingüísticos apenas provocan la crítica, en el sentido de
que cada pueblo está generalmente satisfecho de la lengua que ha recibido.
Estas consideraciones son importantes, pero no son específicas; preferimos las siguien-
tes, más esenciales, más directas, de las cuales dependen todas las otras.
1. El carácter arbitrario del signo. Ya hemos visto cómo el carácter arbitrario del signo nos
obligaba a admitir la posibilidad teórica del cambio; y si profundizamos, veremos que de he-
cho lo arbitrario mismo del signo pone a la lengua al abrigo de toda tentativa que pueda mo-
dificarla. La masa, aunque fuera más consciente de lo que es, no podría discutirla. Pues para
que una cosa entre en cuestión es necesario que se base en una norma razonable. Se puede, por
ejemplo, debatir si la forma monogámica del matrimonio es más razonable que la poligámica y
hacer valer las razones para una u otra. Se podría también discutir un sistema de símbolos, porque
32
el símbolo guarda una relación racional con la cosa significada; pero en cuanto a la lengua, siste-
ma de signos arbitrarios, esa base falta, y con ella desaparece todo terreno sólido de discusión; no
hay motivo alguno para preferir soeur a sister o a hermana, Ochs a boeufo a buey, etcétera.
2. La multitud de signos necesarios para constituir cualquier lengua. Las repercusiones de este
hecho son considerables. Un sistema de escritura compuesto de veinte a cuarenta letras puede
en rigor reemplazarse por otro. Lo mismo sucedería con la lengua si encerrara un número li-
mitado de elementos; pero los signos lingüísticos son innumerables.
3. El carácter demasiado complejo del sistema. Una lengua constituye un sistema. Si, como
luego veremos, éste es el lado por el cual la lengua no es completamente arbitraria y donde
impera una razón relativa, también es éste el punto donde se manifiesta la incompetencia de
la masa para transformarla. Pues este sistema es un mecanismo complejo, y no se le puede
comprender más que por la reflexión; hasta los que hacen de él un uso cotidiano lo ignoran
profundamente. No se podría concebir un cambio semejante más que con la intervención de
especialistas, gramáticos, lógicos, etc.; pero la experiencia demuestra que hasta ahora las inje-
rencias de esta índole no han tenido éxito alguno.
4. La resistencia de la inercia colectiva a toda innovación lingüística. La lengua –y esta consi-
deración prevalece sobre todas las demás– es en cada instante tarea de todo el mundo; exten-
dida por una masa y manejada por ella, la lengua es una cosa de que todos los individuos se
sirven a lo largo del día entero. En este punto no se puede establecer ninguna comparación
entre ella y las otras instituciones. Las prescripciones de un código, los ritos de una religión,
las señales marítimas, etc., nunca ocupan más que cierto número de individuos a la vez y du-
rante un tiempo limitado; de la lengua, por el contrario, cada cual participa en todo tiempo, y
por eso la lengua sufre sin cesar la influencia de todos. Este hecho capital basta para mostrar
la imposibilidad de una revolución. La lengua es de todas las instituciones sociales la que me-
nos presa ofrece a las iniciativas. La lengua forma cuerpo con la vida de la masa social, y la
masa, siendo naturalmente inerte, aparece ante todo como un factor de conservación.
Sin embargo, no basta con decir que la lengua es un producto de fuerzas sociales para
que se vea claramente que no es libre; acordándonos de que siempre es herencia de una época
precedente, hay que añadir que esas fuerzas sociales actúan en función del tiempo. Si la len-
gua tiene carácter de fijeza, no es sólo porque esté ligada a la gravitación de la colectividad,
sino también porque está situada en el tiempo. Estos dos hechos son inseparables. En todo
instante la solidaridad con el pasado pone en jaque a la libertad de elegir. Decimos hombre y
perro porque antes que nosotros se ha dicho hombre y perro. Eso no impide que haya en el fe-
nómeno total un vínculo entre esos dos factores antinómicos: la convención arbitraria, en
virtud de la cual es libre la elección, y el tiempo, gracias al cual la elección se halla ya fijada.
Precisamente porque el signo es arbitrario no conoce otra ley que la de la tradición, y precisa-
mente por fundarse en la tradición puede ser arbitrario.
33
§ 2. Mutabilidad
El tiempo, que asegura la continuidad de la lengua, tiene otro efecto, en apariencia
contradictorio con el primero: el de alterar más o menos rápidamente los signos lingüísticos,
de modo que, en cierto sentido, se puede hablar a la vez de la inmutabilidad y de la mutabili-
dad del signo.5
En último análisis, ambos hechos son solidarios: el signo está en condiciones de alterar-
se porque se continúa. Lo que domina en toda alteración es la persistencia de la materia vieja;
la infidelidad al pasado sólo es relativa. Por eso el principio de alteración se funda en el prin-
cipio de continuidad.
La alteración en el tiempo adquiere formas diversas, cada una de las cuales daría materia
para un importante capítulo de lingüística. Sin entrar en detalles, he aquí lo más importante
de destacar. Por de pronto no nos equivoquemos sobre el sentido dado aquí a la palabra alte-
ración. Esta palabra podría hacer creer que se trata especialmente de cambios fonéticos sufri-
dos por el significante, o bien de cambios de sentido que atañen al concepto significado. Tal
perspectiva sería insuficiente. Sean cuales fueren los factores de alteración, ya obren aislada-
mente o combinados, siempre conducen a un desplazamiento de la relación entre el significado y
el significante.
Veamos algunos ejemplos. El latín necāre 'matar' se ha hecho en francés noyer 'ahogar' y
en español anegar. Han cambiado tanto la imagen acústica como el concepto; pero es inútil
distinguir las dos partes del fenómeno; basta con consignar globalmente que el vínculo entre
la idea y el signo se ha relajado y que ha habido un desplazamiento en su relación.
Si en lugar de comparar el necāre del latín clásico con el francés noyer, se le opone a necā-
re del latín vulgar de los siglos IV o V, ya con la significación de 'ahogar', el caso es un poco di-
ferente; pero también aquí, aunque no haya alteración apreciable del significante, hay despla-
zamiento de la relación entre idea y signo.
El antiguo alemán dritteil 'el tercio' se ha hecho en alemán moderno Drittel. En este caso,
aunque el concepto no se haya alterado, la relación se ha cambiado de dos maneras: el signifi-
cante se ha modificado no sólo en su aspecto material, sino también en su forma gramatical;
ya no implica la idea de Teil 'parte'; ya es una palabra simple. De una manera o de otra, siem-
pre hay desplazamiento de la relación.
En anglosajón la forma preliteraria fōt 'pie' siguió siendo fōt (inglés moderno foot), mien-
tras que su plural *fōti 'pies' se hizo fēt (inglés moderno feet). Sean cuales fueren las alteracio-
nes que supone, una cosa es cierta: ha habido desplazamiento de la relación, han surgido
otras correspondencia entre la materia fónica y la idea.
Una lengua es radicalmente incapaz de defenderse contra los factores que desplazan mi-
nuto tras minuto la relación entre significado y significante. Es una de las consecuencias de lo
arbitrario del signo.
5 Sería injusto reprochar a F. de Saussure el ser inconsecuente o paradójico por atribuir a la lengua
dos cualidades contradictorias. Por la oposición de los términos que hieran la imaginación, F. de
Saussure quiso solamente subrayar esta verdad: que la lengua se transforma sin que los sujetos ha-
blantes puedan transformarla. Se puede decir también que la lengua es intangible, pero no inaltera-
ble. (B. y S.)
34
Las otras instituciones humanas –las costumbres, las leyes, etc.– están todas fundadas,
en grados diversos, en la relación natural entre las cosas; en ellas hay una acomodación nece-
saria entre los medios empleados y los fines perseguidos. Ni siquiera la moda que fija nuestra
manera de vestir es enteramente arbitraria; no se puede apartar más allá de ciertos límites de
las condiciones dictadas por el cuerpo humano. La lengua, por el contrario, no está limitada
por nada en la elección de sus medios, pues no se adivina qué sería lo que impidiera asociar
una idea cualquiera con una secuencia cualquiera de sonidos.
Para hacer ver bien que la lengua es pura institución, Whitney ha insistido con toda ra-
zón en el carácter arbitrario de los signos; y con eso ha situado la lingüística en su eje verda -
dero. Pero Whitney no llegó hasta el fin y no vio que ese carácter arbitrario separa radical-
mente a la lengua de todas las demás instituciones. Se ve bien por la manera en que la lengua
evoluciona; nada tan complejo: situada a la vez en la masa social y en el tiempo, nadie puede
cambiar nada en ella; y, por otra parte, lo arbitrario de sus signos implica teóricamente la li-
bertad de establecer cualquier posible relación entre la materia fónica y las ideas. De aquí re-
sulta que cada uno de esos dos elementos unidos en los signos guardan su vida propia en una
proporción desconocida en otras instituciones, y que la lengua se altera, o mejor, evoluciona,
bajo la influencia de todos los agentes que puedan alcanzar sea a los sonidos sea a los signifi-
cados. Esta evolución es fatal; no hay un solo ejemplo de lengua que la resista. Al cabo de
cierto tiempo, siempre se pueden observar desplazamientos sensibles.
Tan cierto es esto que hasta se tiene que cumplir este principio en las lenguas artificiales.
El hombre que construya una de estas lenguas artificiales la tiene a su merced mientras no se
ponga en circulación; pero desde el momento en que la tal lengua se ponga a cumplir su mi-
sión y se convierta en cosa de todo el mundo, su gobierno se le escapará. El esperanto es un
ensayo de esta clase; si triunfa ¿escapará a la ley fatal? Pasado el primer momento, la lengua
entrará probablemente en su vida semiológica; se transmitirá según leyes que nada tienen de
común con las de la creación reflexiva y ya no se podrá retroceder. El hombre que pretendiera
construir una lengua inmutable que la posteridad debería aceptar tal cual la recibiera se pare-
cería a la gallina que empolla un huevo de pato: la lengua construida por él sería arrastrada
quieras que no por la corriente que abarca a todas las lenguas.
La continuidad del signo en el tiempo, unida a la alteración en el tiempo, es un princi-
pio de semiología general; y su confirmación se encuentra en los sistemas de escritura, en el
lenguaje de los sordomudos, etcétera.
Pero ¿en qué se funda la necesidad del cambio? Quizá se nos reproche no haber sido tan
explícitos sobre este punto como sobre el principio de la inmutabilidad; es que no hemos dis-
tinguido los diferentes factores de la alteración, y tendríamos que contemplarlos en su varie-
dad para saber hasta qué punto son necesarios.
Las causas de la continuidad están a priori al alcance del observador; no pasa lo mismo
con las causas de alteración a través del tiempo. Vale más renunciar provisionalmente a dar
cuenta cabal de ellas y limitarse a hablar en general del desplazamiento de relaciones; el tiem-
po altera todas las cosas; no hay razón para que la lengua escape de esta ley universal.
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Estas miras hacen comprender mejor lo que hemos dicho sobre lo arbitrario del signo.
No solamente son confusos y amorfos los dos dominios enlazados por el hecho lingüístico,
sino que la elección que se decide por tal porción acústica para tal idea es perfectamente arbi-
traria. Si no fuera éste el caso, la noción de valor perdería algo de su carácter, ya que conten-
dría un elemento impuesto desde fuera. Pero de hecho los valores siguen siendo enteramente
relativos, y por eso el lazo entre la idea y el sonido es radicalmente arbitrario.
A su vez lo arbitrario del signo nos hace comprender mejor por qué el hecho social es el
único que puede crear un sistema lingüístico. La colectividad es necesaria para establecer valo-
res cuya única razón de ser está en el uso y en el consenso generales; el individuo por sí solo
es incapaz de fijar ninguno.
Además, la idea de valor, así determinada, nos muestra cuan ilusorio es considerar un
término sencillamente como la unión de cierto sonido con cierto concepto. Definirlo así sería
aislarlo del sistema de que forma parte; sería creer que se puede comenzar por los términos y
construir el sistema haciendo la suma, mientras que, por el contrario, hay que partir de la to-
talidad solidaria para obtener por análisis los elementos que encierra.
Para desarrollar esta tesis nos pondremos sucesivamente en el punto de vista del signifi-
cado o concepto (§2), en el del significante (§3) y en el del signo total (§4).
No pudiendo captar directamente las entidades concretas o unidades de la lengua,
operamos sobre las palabras. Las palabras, sin recubrir exactamente la definición de la uni -
dad lingüística, por lo menos dan de ella una idea aproximada que tiene la ventaja de ser
concreta; las tomaremos, pues, como muestras equivalentes de los términos reales de un sis -
tema sincrónico, y los principios obtenidos a propósito de las palabras serán válidos para las
entidades en general.
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¿cómo es que el valor, así definido, se confundirá con la significación, es decir, con la contra-
parte de la imagen auditiva? Parece imposible equiparar las relaciones figuradas aquí por las fle-
chas horizontales con las que están representadas en la figura anterior por las flechas verticales.
Dicho de otro modo –para insistir en la comparación de la hoja de papel que se desgarra–, no
vemos por qué la relación observada entre distintos trozos A, B, C, D, etc., no ha de ser distinta
de la que existe entre el anverso y el reverso de un mismo trozo, A/A', B/B', etcétera.
Para responder a esta cuestión, consignemos primero que, incluso fuera de la lengua,
todos los valores parecen regidos por ese principio paradójico. Los valores están siempre
constituidos:
1 ° por una cosa desemejante susceptible de ser trocada por otra cuyo valor está por determinar;
2° por cosas similares que se pueden comparar con aquella cuyo valor está por ver.
Estos dos factores son necesarios para la existencia de un valor. Así, para determinar lo
que vale una moneda de cinco francos hay que saber: 1° que se la puede trocar por una canti-
dad determinada de una cosa diferente, por ejemplo, de pan; 2° que se la puede comparar con
un valor similar del mismo sistema, por ejemplo, una moneda de un franco, o con una moneda
de otro sistema (un dólar, etc.). Del mismo modo una palabra puede trocarse por algo deseme-
jante: una idea; además, puede compararse con otra cosa de la misma naturaleza: otra palabra.
Su valor, pues, no estará fijado mientras nos limitemos a consignar que se puede "trocar" por tal
o cual concepto, es decir, que tiene tal o cual significación; hace falta además compararla con
los valores similares, con las otras palabras que se le pueden oponer. Su contenido no está ver-
daderamente determinado más que por el concurso de lo que existe fuera de ella. Como la pala-
bra forma parte de un sistema, está revestida, no sólo de una significación, sino también, y so-
bre todo, de un valor, lo cual es cosa muy diferente.
Algunos ejemplos mostrarán que es así como efectivamente sucede. El español carnero o
el francés mouton pueden tener la misma significación que el inglés sheep, pero no el mismo
valor, y eso por varias razones, en particular porque al hablar de una porción de comida ya co-
cinada y servida a la mesa, el inglés dice mutton y no sheep. La diferencia de valor entre sheep y
mouton o carnero consiste en que sheep tiene junto a sí un segundo término, lo cual no sucede
con la palabra francesa ni con la española.
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Dentro de una misma lengua, todas las palabras que expresan ideas vecinas se limitan
recíprocamente: sinónimos como recelar, temer, tener miedo, no tienen valor propio más que
por su oposición; si recelar no existiera, todo su contenido iría a sus concurrentes. Al revés,
hay términos que se enriquecen por contacto con otros; por ejemplo, el elemento nuevo in-
troducido en décrépit ("un vieillard décrépit") resulta de su coexistencia con décrépi ("un mur dé-
crépi").6 Así el valor de todo término está determinado por lo que lo rodea; ni siquiera de la pa-
labra que significa 'sol' se puede fijar inmediatamente el valor si no se considera lo que la ro-
dea; lenguas hay en las que es imposible decir "sentarse al sol".
Lo que hemos dicho de las palabras se aplica a todo término de la lengua, por ejemplo, a
las entidades gramaticales. Así, el valor de un plural español o francés no coincide del todo con
el de un plural sánscrito, aunque la mayoría de las veces la significación sea idéntica: es que el
sánscrito posee tres números en lugar de dos (mis ojos, mis orejas, mis brazos, mis piernas, etc., es-
tarían en dual); sería inexacto atribuir el mismo valor al plural en sánscrito y en español o fran-
cés, porque el sánscrito no puede emplear el plural en todos los casos donde es regular en espa-
ñol o en francés; su valor depende, pues, verdaderamente de lo que está fuera y alrededor de él.
Si las palabras estuvieran encargadas de representar conceptos dados de antemano, cada
uno de ellos tendría, de lengua a lengua, correspondencias exactas para el sentido; pero no es
así. El francés dice louer (une maison) y el español alquilar, indiferentemente por 'tomar' o 'dar
en alquiler, mientras el alemán emplea dos términos: mieten y vermieten; no hay, pues, corres-
pondencia exacta de valores. Los verbos schätzen y urteilen presentan un conjunto de signifi-
caciones que corresponden a bulto a las palabras francesas estimer y juger, esp. estimar y juzgar.
Sin embargo, en varios puntos esta correspondencia falla.
La flexión ofrece ejemplos particularmente notables. La distinción de los tiempos, que
nos es tan familiar, es extraña a ciertas lenguas; el hebreo ni siquiera conoce la distinción, tan
fundamental, entre el pasado, el presente y el futuro. El protogermánico no tiene forma pro-
pia para el futuro: cuando se dice que lo expresa con el presente, se habla impropiamente,
pues el valor de un presente no es idéntico en germánico y en las lenguas que tienen un futu-
ro junto al presente. Las lenguas eslavas distinguen regularmente dos aspectos del verbo: el
perfectivo representa la acción en su totalidad, como un punto, fuera de todo desarrollarse; el
imperfectivo la muestra en su desarrollo y en la línea del tiempo. Estas categorías presentan
dificultades para un francés o para un español porque sus lenguas las ignoran: si estuvieran
predeterminadas, no sería así. En todos estos casos, pues, sorprendemos, en lugar de ideas da-
das de antemano, valores que emanan del sistema. Cuando se dice que los valores correspon-
den a conceptos, se sobreentiende que son puramente diferenciales, definidos no positiva-
mente por su contenido, sino negativamente por sus relaciones con los otros términos del sis-
tema. Su más exacta característica es la de ser lo que los otros no son.7
6 [O con nuestro ejemplo español: el elemento nuevo introducido en el uso argentino de latente ("un
entusiasmo latente") resulta de su coexistencia con latir ("un corazón latiente"). A.A.]
7 [Por ejemplo: para designar temperaturas, tibio es lo que no es frío ni caliente; para designar distan-
cias, ahí es lo que no es aquí ni allí; esto lo que no es eso ni aquello. El inglés, que tiene dos términos,
this y that, en lugar de nuestros tres, este, ese, aquel, presenta otro juego de valores. A.A.]
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Ahora se ve la interpretación real del esquema del signo. Así quiere decir que en español
un concepto 'juzgar' está unido a la imagen acústica juzgar; en una
palabra, simboliza la significación; pero bien entendido que ese
concepto nada tiene de inicial, que no es más que un valor deter-
minado por sus relaciones con los otros valores similares, y que sin
ellos la significación no existiría. Cuando afirmo simplemente que
una palabra significa tal cosa, cuando me atengo a la asociación de la imagen acústica con el
concepto, hago una operación que puede en cierta medida ser exacta y dar una idea de la rea-
lidad; pero de ningún modo expreso el hecho lingüístico en su esencia y en su amplitud.
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Este principio es tan esencial, que se aplica a todos los elementos materiales de la len-
gua, incluidos los fonemas. Cada idioma compone sus palabras a base de un sistema de ele-
mentos sonoros, cada uno de los cuales forma una unidad netamente deslindada y cuyo nú-
mero está perfectamente determinado. Pero lo que los caracteriza no es, como se podría creer,
su cualidad propia y positiva, sino simplemente el hecho de que no se confunden unos con
otros. Los fonemas son ante todo entidades opositivas, relativas y negativas.
Y lo prueba el margen y la elasticidad de que los hablantes gozan para la pronunciación
con tal que los sonidos sigan siendo distintos unos de otros. Así, en francés, el uso general de
la r uvular (grasseyé) no impide a muchas personas el usar la r apicoalveolar (roulé); la lengua
no queda por eso dañada; la lengua no pide más que la diferencia, y sólo exige, contra lo que
se podría pensar, que el sonido tenga una cualidad invariable. Hasta puedo pronunciar la r
francesa como la ch alemana de Bach, doch [= j española de reloj, boj], mientras que un alemán
(que tiene también la r uvular) no podría emplear la ch como r, porque esa lengua reconoce
los dos elementos y debe distinguirlos. Lo mismo, en ruso, no habría margen para una t junto
a una t' (t mojada, de contacto amplio), porque el resultado sería el confundir dos sonidos di-
ferentes para la lengua (cfr. govorit' "hablar" y govorit "él habla"), pero en cambio habrá una li-
bertad mayor del lado de la th (t aspirada), porque este sonido no está previsto en el sistema
de los fonemas del ruso.
Como idéntico estado de cosas se comprueba en ese otro sistema de signos que es la escri-
tura, lo tomaremos como término de comparación para aclarar toda esta cuestión. De hecho:
1° los signos de la escritura son arbitrarios; ninguna conexión, por ejemplo, hay entre la
letra t y el sonido que designa;
2° el valor de las letras es puramente negativo y diferencial; así una misma persona pue-
de escribir la t con variantes tales como
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significativa, por ejemplo la formación del plural alemán del tipo Nacht : Nächte. Cada uno de
los términos enfrentados en el hecho gramatical (el singular sin metafonía y sin -e final,
opuesto al plural con metafonía y con -e) está constituido por todo un juego de oposiciones
en el seno del sistema; tomados aisladamente, ni Nacht ni Nächte son nada: luego todo es oposi-
ción. Dicho de otro modo, se puede expresar la relación Nacht : Nächte con una fórmula alge-
braica a/b, donde a y b no son términos simples, sino que resulta cada uno de un conjunto de
conexiones. La lengua, por decirlo así, es un álgebra que no tuviera más que términos comple-
jos. Entre las oposiciones que abarca hay unas más significativas que otras; pero unidad y "he-
cho de gramática" no son más que nombres diferentes para designar aspectos diversos de un
mismo hecho general: el juego de oposiciones lingüísticas. Tan cierto es esto, que se podría muy
bien abordar el problema de las unidades comenzando por los hechos de gramática. Planteando
una oposición como Nacht : Nächte, por ejemplo, nos preguntaríamos cuáles son las unidades
puestas en juego en esta oposición. ¿Son únicamente estas dos palabras o la serie entera de pala-
bras análogas? ¿O bien a y ä? ¿O todos los singulares y todos los plurales?, etcétera.
Unidad y hecho de gramática no se confundirían si los signos lingüísticos estuvieran
constituidos por algo más que por diferencias. Pero siendo la lengua como es, de cualquier la-
do que se la mire no se encontrará cosa más simple: en todas partes y siempre este mismo
equilibrio complejo de términos que se condicionan recíprocamente. Dicho de otro modo, la
lengua es una forma y no una sustancia. Nunca nos percataremos bastante de esta verdad, por-
que todos los errores de nuestra terminología, todas las maneras incorrectas de designar las
cosas de la lengua provienen de esa involuntaria suposición de que hay una substancia en el
fenómeno lingüístico.
§ 1. Definiciones
Así, pues, en un estado de lengua todo se basa en relaciones; ¿y cómo funcionan esas relaciones?
Las relaciones y las diferencias entre términos se despliegan en dos esferas distintas, cada
una generadora de cierto orden de valores; la oposición entre esos dos órdenes nos hace com-
prender mejor la naturaleza de cada uno. Ellos corresponden a dos formas de nuestra activi-
dad mental, ambos indispensables a la vida de la lengua.
De un lado, en el discurso, las palabras contraen entre sí, en virtud de su encadenamiento,
relaciones fundadas en el carácter lineal de la lengua, que excluye la posibilidad de pronunciar
dos elementos a la vez. Los elementos se alinean uno tras otro en la cadena del habla. Estas
combinaciones que se apoyan en la extensión se pueden llamar sintagmas.9 El sintagma se com-
pone siempre, pues, de dos o más unidades consecutivas (por ejemplo: re-leer; contra todos; la vi-
da humana; Dios es bueno; si hace buen tiempo, saldremos, etc.). Colocado en un sintagma, un tér-
mino sólo adquiere su valor porque se opone al que le precede o al que le sigue o a ambos.
Por otra parte, fuera del discurso, las palabras que ofrecen algo de común se asocian en la
memoria, y así se forman grupos en el seno de los cuales reinan relaciones muy diversas. Así la
9 Casi es inútil hacer observar que el estudio de los sintagmas no se confunde con la sintaxis; la sinta-
xis no es más que una parte de este estudio. (B. y S.)
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§ 2. Relaciones sintagmáticas
Nuestros ejemplos ya dan a entender que la noción de sintagma no sólo se aplica a las
palabras, sino también a los grupos de palabras, a las unidades complejas de toda dimensión y
especie (palabras compuestas, derivadas, miembros de oración, oraciones enteras).
No basta considerar la relación que une las diversas partes de un sintagma (por ejemplo
contra y todos en contra todos, contra y maestre en contramaestre); hace falta también tener en
cuenta la relación que enlaza la totalidad con sus partes (por ejemplo contra todos opuesto de
un lado a contra y de otro a todos, o contramaestre opuesto a contra y a maestre).
Aquí se podría hacer una objeción. La oración es el tipo del sintagma por excelencia. Pe-
ro la oración pertenece al habla, no a la lengua; ¿no se sigue de aquí que el sintagma pertene-
ce al habla? No lo creemos así. Lo propio del habla es la libertad de combinaciones; hay, pues,
que preguntarse si todos los sintagmas son igualmente libres.
Hay, primero, un gran número de expresiones que pertenecen a la lengua; son las frases
hechas, en las que el uso veda cambiar nada, aun cuando sea posible distinguir, por la refle-
xión, diferentes partes significativas (cfr. francés à quoi bon?, allons donc!, etc.).11 Y, aunque en
menor grado, lo mismo se puede decir de expresiones como prendre la mouche, forcer la main à
quelqu'un, rompre une lance, o también avoir mal à (la tête, etc.), à force de (soins, etc.), que vous
en semble?, pas n'est besoin de..., etc.,12 cuyo carácter usual depende de las particularidades de
su significación o de su sintaxis.
10 [Si se toma la palabra española enseñanza, las palabras asociadas serán enseñar, o bien templanza, es-
peranza, etc., o bien educación, aprendizaje, etc. A. A.]
11 [En español tienen esa condición frases como ¡Vamos, hombre!, arg. ¡salí de ahí! como negativa en
oposición al interlocutor; ¿y a ti qué?, etc. A. A.]
12 [Frases de carácter equivalente en español: ganar de mano, arg. pisar el poncho, romper una lanza, a
fuerza de (cuidados, etc.), no hay por qué (hacer tal cosa), soltar la mosca ('dar el dinero a pesar de la re-
sistencia o repugnancia'). A. A.]
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Estos giros no se pueden improvisar; la tradición los suministra. Se pueden también citar
las palabras que, aun prestándose perfectamente al análisis, se caracterizan por alguna anoma-
lía morfológica mantenida por la sola fuerza del uso (cfr. en francés difficulté frente a facilité,
etc., mourrai frente a dormirai, etc.).13
Y no es todo esto: hay que atribuir a la lengua, no al habla, todos los tipos de sintagmas
construidos sobre formas regulares. En efecto, como nada hay de abstracto en la lengua, esos
tipos sólo existen cuando la lengua ha registrado un número suficientemente grande de sus
especímenes. Cuando una palabra como fr. indécorable o esp. ingraduable surge en el habla, su-
pone un tipo determinado, y este tipo a su vez sólo es posible por el recuerdo de un número
suficiente de palabras similares que pertenecen a la lengua (imperdonable, intolerable, infatiga-
ble, etc.). Exactamente lo mismo pasa con las oraciones y grupos de palabras establecidos so-
bre patrones regulares; combinaciones como la tierra gira, ¿qué te ha dicho?, responden a tipos
generales que a su vez tienen su base en la lengua en forma de recuerdos concretos.
Pero hay que reconocer que en el dominio del sintagma no hay límite señalado entre el
hecho de lengua, testimonio del uso colectivo, y el hecho de habla, que depende de la liber-
tad individual. En muchos casos es difícil clasificar una combinación de unidades, porque un
factor y otro han concurrido para producirlo y en una proporción imposible de determinar.
§ 3. Relaciones asociativas
Los grupos formados por asociación mental no se limitan a relacionar los dominios que
presentan algo de común; el espíritu capta también la naturaleza de las relaciones que los
atan en cada caso y crea con ello tantas series asociativas como relaciones diversas haya. Así
en enseignement, enseigner, enseignons, etc. (enseñanza, enseñar, enseñemos), hay un elemento
común a todos los términos, el radical; pero la palabra enseignement (o enseñanza) se puede ha-
llar implicada en una serie basada en otro elemento común, el sufijo (cfr. enseignement, arme-
ment, changement, etc.; enseñanza, templanza, esperanza, tardanza, etc.); la asociación puede ba-
sarse también en la mera analogía de los significados (enseñanza, instrucción, aprendizaje, edu-
cación, etc.), o, al contrario, en la simple comunidad de las imágenes acústicas (por ejemplo,
enseignement y justement, o bien enseñanza y lanza).14 Por consiguiente, tan pronto hay co-
munidad doble del sentido y de la forma, como comunidad de forma o de sentido solamente.
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Una palabra cualquiera puede siempre evocar todo lo que sea susceptible de estarle asociado
de un modo o de otro.
Mientras que un sintagma evoca en seguida la idea de un orden de sucesión y de un nú-
mero determinado de elementos, los términos de una familia asociativa no se presentan ni en
número definido ni en un orden determinado. Si asociamos dese-oso, calur-oso, temer-oso, etc.,
nos sería imposible decir de antemano cuál será el número de palabras sugeridas por la me-
moria ni en qué orden aparecerán. Un término dado es como el centro de una constelación,
el punto donde convergen otros términos coordinados cuya suma es indefinida.
Sin embargo, de estos dos caracteres de la serie asociativa, orden indeterminado y núme-
ro indefinido, sólo el primero se cumple siempre; el segundo puede faltar. Es lo que ocurre en
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2. Según Saussure, ¿cuál es el objeto de estudio de la lingüística? Justifique su respuesta teniendo en cuenta los
conceptos de lengua y habla.
5. Defina el concepto de signo, según Ferdinand de Saussure. Explique por qué, para el autor, el signo es arbitra-
rio.
6. Explique la siguiente afirmación de Saussure: “Lo que el signo lingüístico une no es una cosa y su nombre”.
Ejemplifique.
7. Explique el concepto de “valor”, según Ferdinand de Saussure y relaciónelo con la noción de “sistema”.
8. Explique de qué modo los planteos saussureanos contribuyen a la reflexión sobre las relaciones entre lenguaje
y pensamiento.
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del conocimiento humano, no solo del conocimiento científico, sino también del que proviene
del sentido común, de las manifestaciones estéticas u otras, y además busca dar cuenta de las
complejas relaciones que los signos establecen con lo real (Marafioti, 1998: 35).
Como la experiencia implica siempre una apertura hacia el futuro, un postulado central
de esta corriente de pensamiento es que el signo es una acción, el lugar de una actividad de
producción de nuevas significaciones, que se generan a partir de la experiencia y de las infe-
rencias que realizamos para interpretar cada signo mediante otros signos. De ahí que el proce-
so en el que intervienen los signos, denominado proceso de semiosis, sea infinito o ilimitado.
Umberto Eco lo ha explicado del siguiente modo: “un signo se explica en su propio significa-
do solamente remitiéndolo a un interpretante, el cual se refiere a otro interpretante y así suce-
sivamente hasta lo infinito” (Eco 1973:74).
En la cursada 2022, nos interesa especialmente la reflexión sobre el concepto de signo y
la clasificación propuesta por Peirce de un tipo de semiosis que atiende al modo en que el re-
presentamen se vincula con el objeto, y que recibe el nombre de “segunda tricotomía”.
Bibliografía de referencia
ABBAGNANO, Nicolás (1982): “Pragmatismo y pragmaticismo”, Historia de la filosofía, vol III,
Barcelona, Hora.
DELLADALLE, Gérard (1990): Leer a Peirce hoy, Barcelona: Gedisa.
DUCROT, Osvald y Tzvtan TODOROV (1979): “Sémiotique”, Dictionnaire encyclopédique des
sciences du langage, París, Seuil.
FISETTE, Jean (1996): Pour une pragmatique de la signification, Québec, XYZ éditeur.
MARAFIOTI, Roberto (1998): “Charles Sanders Peirce ( 1839-1914): el signo y sus tricotomías”,
Recorridos semiológicos, Buenos Aires, EUDEBA.
ZECCHETTO, Victorino (2012): “Charles Sanders Peirce 1939/1914”, Seis semiólogos en busca de
un lector, Buenos Aires, La Crujía.
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La semiótica peirceana
María López García
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concreta de la frase “ganar la lotería” (recibir mucho dinero), mientras que el interpretante di-
námico es el efecto que podría producir esa expresión en quien escucha. Ese efecto está en re-
lación con cierta pauta, cierto marco, cierto universo de referencias, puede ser “¡Qué suerte la
tuya!”, o bien, “Yo nunca me saco nada”, o también “¿No estará mintiendo?”, etc. b) La mis-
ma imagen de un niño gordito que en los años 50 era interpretada como signo de salud, ac-
tualmente podría interpretarse en la lógica contraria.
Por último, recordemos que, para Peirce, los tres elementos de la tríada del signo no son
entes independientes, sino que se trata de relaciones o funciones para explicar la realidad viva
de cada semiosis. Esto tiene sus consecuencias en toda la cadena semiótica. En efecto, la fun-
ción de interpretante en un determinado signo puede a su vez convertirse en representamen de
otro signo en otra semiosis. En esa nueva relación triádica el anterior interpretante es ahora re-
presentamen en un nuevo signo (que a su vez puede dar lugar a un nuevo interpretante, y así
sucesivamente). Peirce llama a este fenómeno semiosis infinita.
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esas relaciones de tres términos: primero, lo que provoca el proceso de eslabonamiento; se-
gundo, su objeto, y tercero, el efecto que el signo produce, es decir, el interpretante.
Ya hemos advertido que la cifra tres representa aquí un papel fundamental (como el dos
en Saussure). En su clasificación de las variedades de signos, Peirce reconoce un total de sesen-
ta y seis tipos.
La que sigue es una de las clasificaciones más conocidas de Peirce para esas variedades de
signos. Esta busca dar cuenta del tipo de vínculo entre el representamen y el objeto al cual se
dirige, de ahí que reciba el nombre de “segunda tricotomía”.
Los tres tipos de signos que integran la segunda tricotomía son el índice, el ícono y el
símbolo. Recordemos que, para Peirce, el signo es una entidad triádica y, por lo tanto, los tres
tipos de signos (ícono, índice y símbolo) no son sino representámenes que se relacionan con
su objeto desde diferentes puntos de vista y generan cadenas de interpretantes.
Ícono es el signo que se relaciona con su objeto por razones de semejanza de algún tipo, es
un vínculo de tipo analógico. El ícono posee alguna cualidad sensible, es decir, posee algu-
na de las propiedades intrínsecas del objeto al que representa, independientemente de que
ese objeto “exista” en la realidad. Para Peirce, el ícono es una imagen mental, es decir, un
representamen que representa su objeto, al cual se le parece de alguna forma. Exhibe la
misma cualidad, o la misma configuración de cualidades, que el objeto denotado. Un mapa
representa icónicamente la forma de un territorio. Una foto, un dibujo, un esquema, tam-
bién son íconos en el sentido de que representan al objeto designado imitando, trasladan-
do, algunas de sus características.
Índice es el signo conectado directamente con su objeto. Supone una coexistencia en al-
gún momento con el objeto al que representa. El índice es indicativo en el sentido de que
remite a alguna cosa al señalarla, como sucede con el mercurio de un termómetro, que al
elevarse señala la elevación de la temperatura; o el humo, que surge del fuego y al mismo
tiempo indica su presencia a la distancia. También son índices las huellas de una pisada, o
los pronombres personales (yo, vos, elles, etc.) que remiten a personas concretas en cada si-
tuación discursiva.
Símbolo es un signo que es representativo siempre en el marco de cierta ley, acuerdo o há-
bito. Es arbitrario en el sentido de que remite a una pauta común, “se refiere a algo por la
fuerza de una ley”. El pañuelo verde ha sido designado por un colectivo de mujeres como
representativo de la lucha por la legalización del aborto (no existe una relación de natura-
leza entre un pañuelo verde y una ley, el vínculo entre objeto y representamen ocurre por
un acuerdo colectivo), las palabras de la lengua o las señales de tránsito también son signos
de naturaleza simbólica.
Adaptado de “El signo según Peirce”, en Victorino Zecchetto (coordinador), Seis semiólogos en
busca del lector. Saussure/Peirce/Barthes/Greimas/Eco/Verón. Buenos Aires: La Crujía, 2012.
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Dos datos pueden extraerse de esta afirmación de Peirce: el primero es que le interesa re-
flexionar sobre el conocimiento; el segundo es que afirma, por la existencia misma del cono-
cimiento, la prioridad de lo real. Enigma, problema u obstáculo, la realidad es aquello con
que los seres humanos se enfrentan. Aquello (“hecho”) que aparece como obstáculo. Sería la
segundidad, o experiencia del mundo lo que hace que se deba responder, a su vez, con la pro-
pia resistencia. Si, por ejemplo, nos tropezamos con una piedra, ese tropezarse, ese encontrar-
se con un hecho, segundidad en tanto encuentro, nos hará reconocer su dureza, primeridad,
en tanto cualidad específica de ese obstáculo (que puede formar parte, no obstante, de lo es-
pecífico de otros objetos). Pero tanto el reconocimiento de la cualidad o primeridad del objeto
(hecho que vivimos como resistencia) o segundidad, por el encuentro, sólo pueden conocerse
una vez establecida la relación (entre el obstáculo y su cualidad que lo hace resistente -dureza
en este caso-). La relación es la terceridad. Cualidad, hecho, ley son las primeras denominacio-
nes de la semiosis o relación sígnica inherente a todo tipo de conocimiento (no sólo científico
y racional sino vulgar) que le preocupaba a Peirce.
El Diccionario... de Ducrot y Todorov ubica históricamente el término semiótica y sinteti-
za los aportes fundamentales de Peirce en la constitución contemporánea de una ciencia de
los signos.
La semiótica. Historia
La semiótica (o semiología) es la ciencia de los signos. Como los signos verbales siempre
representaron un papel muy importante, la reflexión sobre los signos se confundió durante
mucho tiempo con la reflexión sobre el lenguaje. Hay una teoría semiótica implícita en las es-
peculaciones lingüísticas que la Antigüedad nos ha legado: tanto en China como en la India,
en Grecia como en Roma. Los modistas de la Edad Media también formulan ideas sobre el
lenguaje que tienen un alcance semiótico. Pero sólo con Locke surgirá el nombre mismo de
“semiótica”. Durante todo este primer período, la semiótica no se distingue de la teoría gene-
ral –o de la filosofía– del lenguaje.
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La semiótica llega a ser una disciplina independiente con la obra del filósofo norteame-
ricano Charles Sanders Peirce (1839-1914). Para él, es un marco de referencia que incluye todo
otro estudio: “Nunca me ha sido posible emprender un estudio –sea cual fuere su ámbito: las
matemáticas, la moral, la metafísica, la gravitación, la termodinámica, la óptica, la química, la
anatomía comparada, la astronomía, los hombres y las mujeres, el whist, la psicología, la foné-
tica, la economía, la historia de las ciencias, el vino, la metrología– sin concebirlo como un
estudio semiótico”. De allí que los textos semióticos de Peirce sean tan variados como los ob-
jetos enumerados.
Nunca deje una obra coherente que resumiera las grandes líneas de su doctrina. Esto ha
provocado durante mucho tiempo y aún hoy cierto desconocimiento de sus doctrinas, tanto
más difíciles de captar puesto que cambiaron de año en año.
La primera originalidad del sistema de Peirce consiste en su definición del signo. He
aquí una de sus formulaciones:
Un Signo o Representamen, es un Primero que mantiene con un Segundo, llamado
su Objeto, tan verdadera relación triádica que es capaz de determinar un Tercero,
llamado su Interpretante, para que éste asuma la misma relación triádica con respec-
to al llamado Objeto que la existente entre el Signo y el Objeto.
Para comprender esta definición debe recordarse que toda la experiencia humana se or-
ganiza, para Peirce, en tres niveles que él llama la primeridad, la segundidad y la terceridad y
que corresponden, en líneas muy generales, a las cualidades sentidas, a la experiencia del es-
fuerzo y a los signos. A su vez, el signo es una de esas relaciones de tres términos: lo que pro -
voca el proceso de eslabonamiento, su objeto y el efecto que el signo produce, es decir, el in-
terpretante. En una acepción vasta, el interpretante es pues el sentido del signo: en una acep-
ción más estrecha, es la relación paradigmática entre un signo y otro; así, el interpretante es
siempre un signo que tendrá su interpretante, etc.: hasta el infinito en el caso de los signos
“perfectos”.
Podríamos ilustrar este proceso de conversión entre el signo y el interpretante mediante
las relaciones que mantiene una palabra con los términos, que en el diccionario podrá formu-
larse, pero que siempre estará compuesta de palabras. “El signo no es un signo si no puede tra-
ducirse en otro signo en el cual se desarrolla con mayor plenitud.”
Es preciso subrayar que esta concepción es ajena a todo psicologismo: la conversión del
signo en interpretante(s) se produce en el sistema de signos no en el espíritu de los usuarios
(por consiguiente, no deben tomarse en cuenta algunas fórmulas de Peirce, como él mismo lo
sugiere, por lo demás: “He agregado ‘sobre una persona’ como para echarle un hueso al perro,
porque desespero de hacer entender mi propia concepción, que es más vasta”).
El segundo aspecto notable de la actividad semiótica de Peirce es su clasificación de las
variedades de signos. Ya hemos advertido que la cifra tres representa aquí un papel fundamen-
tal (como el dos en Saussure); el número total de variedades que Peirce distingue es de sesenta
y seis. Algunas de sus distinciones son hoy corrientes, como, por ejemplo, la de signo-tipo y
signo-ocurrencia (type y token, o legisign y sinsing).
Otra distinción conocida; pero con frecuencia mal interpretada, es la de ícono, índice y
símbolo. Esos tres niveles del signo todavía corresponden a la gradación primeridad, segundi-
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dad, terceridad, y se definen de la siguiente manera: “Defino un ícono como un signo determi-
nado por su objeto dinámico en virtud de su naturaleza interna. Defino un índice como un
signo determinado por su objeto dinámico en virtud de la relación real que mantiene con él.
Defino un símbolo como un signo determinado por su objeto dinámico solamente en el senti-
do en que será interpretado”. El símbolo se refiere a algo por la fuerza de una ley: es, por ejem-
plo, el caso de las palabras de la lengua. El índice es un signo que se encuentra en contigüidad
con el objeto denotado, por ejemplo, la aparición de un síntoma de enfermedad, el descenso
del barómetro, la veleta que indica la dirección del viento, el ademán de señalar. En la lengua,
todo lo que proviene de la deixis es un índice, palabras tales como yo, tú, aquí, ahora, etc.
(son, pues, “símbolos indiciales”). Por fin, el ícono es lo que exhibe la misma cualidad, o la
misma configuración de cualidades, que el objeto denotado, por ejemplo, una mancha negra
por el color negro; las onomatopeyas; los diagramas que reproducen relaciones entre propie-
dades. Peirce esboza una subdivisión de los íconos en imágenes, diagramas y metáforas. Pero es
fácil ver que en ningún caso pueda asimilarse (como suele hacerse, erróneamente) la relación
de ícono a la de parecido entre dos significados (en términos retóricos, el ícono es una sinéc-
doque, más que una metáfora: ¿puede decirse que la mancha negra se parece al color negro?).
Es menos posible aun identificar la relación de índice con la contigüidad entre dos significa-
dos (en el índice, la contigüidad existe entre el signo y el referente, no entre dos entidades de
la misma naturaleza). Por lo demás, Peirce llama la atención contra tales identificaciones.
La primera publicación sistemática, en inglés, de los textos de Peirce se realizó recién en
1958. En castellano comenzó a conocérselo en 1974. Dada su fragmentariedad y el hecho de
que en diferentes etapas de su reflexión cambió la terminología, todavía se está discutiendo y
reinterpretando su sistema que denominó Gramática Especulativa, Lógica o Semiótica, según
los textos. A veces lo más claro, sin embargo, consiste en citar al mismo Peirce.
57
58
objeto del primero. Y como dentro del modelo triádico la gestación semiósica es continua, el
“interpretante” puede estar constituido por un desarrollo de uno o más signos. Peirce distin-
gue el “interpretante inmediato” del “interpretante dinámico”, según la función que desem-
peña en el proceso de la semiosis.
El “interpretante inmediato” es aquel que corresponde al significado del signo, a lo que
él representa; mientras que el “interpretante dinámico” es el efecto que el interpretante pro-
duce en la mente del sujeto, es la cadena de repercusiones en la mente del sujeto. Pongamos
este ejemplo: si le digo a un amigo: “Gané la lotería”, el interpretante inmediato es la idea que
él se hace en ese instante de la expresión “ganar la lotería”; en cambio, el interpretante diná-
mico es el efecto que produce la frase que escucha. Ese efecto son otras ideas o signos, tales
como “¡Qué suerte la tuya!”, “Yo nunca me saco nada”, “¿No estará mintiendo?”.
No hay que imaginar al interpretante como una persona que lee el signo, sino que se
trata únicamente de la repercusión de dicho signo en la mente. La noción de interpretante,
según Peirce, encuadra perfectamente con la actividad mental del ser humano, donde todo
pensamiento no es sino la representación de otro: “El significado de una representación no
puede ser sino otra representación”.
- El objeto es aquello a lo que alude el representamen y –dice Peirce–: “Este signo está en
lugar de algo: su objeto”. Debemos entonces, entender por objeto la denotación formal del
signo en relación con los otros componentes del mismo. A este objeto, Peirce lo denomina
“objeto inmediato” porque está dentro de la semiosis: debe distinguirse del “objeto dinámico”
o “designatum”, que está fuera del signo y es el que sostiene el contenido del representamen:
“Debemos distinguir el Objeto Inmediato, que es el Objeto tal como es representado por el
signo mismo, y cuyo Ser es, entonces, dependiente de la Representación de él en el Signo; y,
por otra parte, el Objeto Dinámico, que es la Realidad que, por algún medio, arbitra la forma
de determinar el Signo a su Representación”.
Esta “realidad que arbitra” no forzosamente debe ser sólo el referente al estilo saussu-
reano, sino que puede incluir otros significantes conocidos por nuestra mente y que ya for-
man parte del bagaje cognoscitivo, engrosando de esta manera el espesor del “objeto”.
Sin embargo, no debemos pensar que el Objeto Dinámico sea fuente de conocimiento.
No puede serlo, porque la realidad en cuanto tal no dice nada a nuestra mente si ésta no po-
see ya algunos otros signos de donde recabar otros conocimientos. La tríada del signo se pue-
de graficar con un triángulo:
Objeto
Representamen Interpretante
59
Recordemos que, para Peirce, los tres elementos de la tríada del signo no son entes inde-
pendientes, sino que se trata de relaciones o funciones para explicar la realidad viva de cada se-
miosis. Esto tiene sus consecuencias en toda la cadena semiótica. En efecto, la función de inter-
pretante en un determinado signo puede cambiar de valencia y convertirse en representamen de
otro signo en otra semiosis. Puede suceder que a un signo, por ejemplo, la foto de un deportis-
ta, se le cambie de valor sígnico con la intención de usarla para denotar otra cosa.
Notemos, además, que estos tres aspectos son “lógicos o formales”; solo existen en la
mente del sujeto en el momento concreto de percibir el signo. La distinción o separación de
cada momento es meramente mental, porque en la práctica la tríada no se puede separar:
constituye un mismo proceso.
Podemos darnos cuenta, entonces, que el signo –según Peirce– es ante todo una catego-
ría mental, es decir, una idea mediante la cual evocamos un objeto, con la finalidad de
aprehender el mundo o de comunicarnos. En este juego se produce la “semiosis”, que es un
proceso de inferencia propio de cualquier persona. La semiótica es la teoría de la práctica se-
miótica; de allí que el “signo” constituya el núcleo de ese estudio teórico.
Para concluir, digamos que de esta idea de signo se desprende también el concepto de
semiosis infinita. En efecto, según Peirce, el interpretante de un signo refleja siempre los hábitos
mentales de la persona que entra en contacto con el representamen o, dicho de otra forma, tra-
duce las reacciones del individuo ante la provocación y el estímulo del signo, denotando sus
comportamientos y experiencias. Se alude aquí a la necesaria relación que existe entre la re-
cepción del signo y los hábitos culturales de los perceptores, sus experiencias previas de los
objetos y de las cosas del mundo. Los individuos, en el momento de leer un signo, lo interpre-
tan a partir de lo que ya tienen formado en su mente, es decir, las ideas, las valoraciones so-
ciales, las visiones de la realidad y los prejuicios que, por cultura, costumbres o tradición po-
seen de antemano. A partir de allí se van generando nuevas configuraciones. Es este proceso
el que da lugar a una “semiosis infinita", es decir, a una continua sucesión de producción de
signos mediante la cual los sujetos van pensando la verdad de las cosas y del mundo. La ac-
ción del conocimiento humano, cuya base es la actividad sígnica, nos coloca dentro de una
cadena sin fin de mediaciones que nos remiten de signo en signo, entrelazando un lenguaje
con otro, arrastrándonos en la corriente de una semiosis tumultuosa en el río llamado “cultu-
ra”. Como afirma un estudioso:
60
Puesto que tanto el objeto como el interpretante de cualquier signo son forzosamente tam-
bién signos, no es de sorprender que Peirce afirmara que todo este universo esté sembrado
de signos, y se pegunta si no estará compuesto exclusivamente de signos.2
Es a partir de aquí que se genera la semiosis infinita. Leamos estas citas de Peirce:
La semiótica
“La lógica, en sentido general, es sólo otro nombre de la semiótica (semiotiké), la doctrina
cuasi-necesaria, o formal, de los signos. Al describir la doctrina como ‘cuasi-necesaria’ o for-
mal, quiero decir que observamos los caracteres de los signos y a partir de tal observación,
por un proceso que no objetaré sea llamado Abstracción, somos llevados a aseveraciones,
en extremo falibles, y por ende en cierto sentido innecesarias, concernientes a lo que de-
ben ser los caracteres de todos los signos usados por una inteligencia científica, es decir por
una inteligencia capaz de aprender a través de la experiencia.” (227)
2 Sebeok, Thomas, en AA.VV.: El signo de los tres, Ed. Lumen, Barcelona, España. 1989, p. 29.
3 Peirce, Charles S., La Ciencia... op. cit.
61
Se trata de una división del signo que toma en cuenta su triple relación: consigo mismo,
con el objeto al cual alude y con el interpretante.
62
tema del iconismo el que sigue provocando polémicas, ya que el pensamiento de Peirce no es
del todo claro al respecto.
Peirce dice que “el único modo de comunicar directamente una idea es por medio de un
ícono”, lo cual equivale a afirmar que todo ícono es una imagen mental, o sea, algo que existe
en el interior de la persona, a manera de imágenes, de esquemas, de formas y colores de las co-
sas. El conocimiento humano –según Peirce– se genera siempre mediante una relación de sig-
nos, de modo que también un ícono es un producto mental, construido mediante la relación
de percepciones sígnicas y operando con ellas. Es lógico, entonces, que él considere ícono no
sólo una fotografía, sino también una onomatopeya o un diagrama. Los diagramas son íconos,
porque representan una equivalencia proporcional, un espacio lógico, precisamente aquel que
se forma en la mente acerca del diagrama mismo. Como vemos, su concepción de iconismo es
muy particular y parece que, en el fondo, Peirce maneja dos conceptos de iconismo. El primero
es el que se caracteriza por ser una percepción mental común a cualquier elaboración sígnica
durante el proceso de conocimiento humano: entonces, en rigor de lógica, según Peirce, el cua-
dro de un caballo no es un ícono sino un índice que atrae nuestra atención sobre el animal allí
representado, pero por comodidad –afirma él– se suele extender también a la cosa representada.
Otro concepto más específico de ícono tiene que ver con aquel signo que genera en el
individuo una imagen semejante a las cosas representadas. Sin embargo, lo que produce se-
mejanza no es el objeto, sino la construcción sígnica convencional. Así, por ejemplo, el caba-
llo del cuadro se relaciona con su objeto no por una semejanza física entre la imagen y el ani-
mal, sino por una “homología proporcional”, es decir, debido a la similitud de proporciones,
en donde cada punto de la figura está colocado en el mismo orden que corresponde al objeto
representado y cuya convención semiótica aceptamos.
63
La ciencia de la semiótica
Charles Sanders Peirce
Buenos Aires, Nueva visión, 1974 (fragmentos)
228. Un signo, o representamen, es algo que, para alguien, representa o se refiere a algo
en algún aspecto o carácter. Se dirige a alguien, esto es, crea en la mente de esa persona un
signo equivalente, o, tal vez, un signo aún más desarrollado. Este signo creado es lo que yo
llamo el interpretante del primer signo. El signo está en lugar de algo, su objeto. Está en lugar
de ese objeto, no en todos los aspectos, sino sólo con referencia a una suerte de idea, que a ve-
ces he llamado el fundamento del representamen. "Idea" debe entenderse aquí en cierto senti-
do platónico, muy familiar en el habla cotidiana; quiero decir, en el mismo sentido en que
decimos que un hombre capta la idea de otro hombre, en que decimos que cuando un hom-
bre recuerda lo que estaba pensando anteriormente, recuerda la misma idea, y en que, cuando
el hombre continúa pensando en algo, aun cuando sea por un décimo de segundo, en la me-
dida en que el pensamiento concuerda consigo mismo durante ese lapso, o sea, continúa te-
niendo un contenido similar, es "la misma idea", y no es, en cada instante del intervalo, una
idea nueva.
229. Como consecuencia del hecho de estar cada representamen relacionado con tres
cosas, el fundamento, el objeto y el interpretante, la ciencia de la semiótica tiene tres ramas.
La primera es […] la gramática pura. Tiene por cometido determinar qué es lo que debe ser
cierto del representamen usado por toda inteligencia científica para que pueda encarnar algún
significado. La segunda rama es la lógica propiamente dicha. Es la ciencia de lo que es cuasi
necesariamente verdadero de los representámenes de cualquier inteligencia científica para que
puedan ser válidos para algún objeto, esto es, para que puedan ser ciertos. […] La tercera ra-
ma, la llamaré retórica pura, imitando la modalidad de Kant de conservar viejas asociaciones
de palabras al buscar la nomenclatura para las concepciones nuevas. Su cometido consiste en
determinar las leyes mediante las cuales, en cualquier inteligencia científica, un signo da naci-
miento a otro signo y, especialmente, un pensamiento da nacimiento a otro pensamiento.
64
248. Un índice es un signo que se refiere al Objeto que denota en virtud de ser realmen-
te afectado por aquel Objeto. […] En la medida en que el índice es afectado por el Objeto, tie-
ne, necesariamente, alguna Cualidad en común con el Objeto, y es en relación con ella como
se refiere al Objeto. En consecuencia, un índice implica alguna suerte de ícono, aunque un
ícono muy especial; y no es el mero parecido con su Objeto, aun en aquellos aspectos que lo
convierten en signo, sino que se trata de la efectiva modificación del signo por el Objeto.
249. Un símbolo es un signo que se refiere al Objeto que denota en virtud de una ley,
usualmente una asociación de ideas generales que operan de modo tal que son la causa de que
el símbolo se interprete como referido a dicho Objeto. En consecuencia, el símbolo es, en sí
mismo, un tipo general o ley. […] En carácter de tal, actúa a través de una Réplica. No sólo es
general en sí mismo; también el Objeto al que se refiere es de naturaleza general. Ahora bien,
aquello que es general tiene su ser en las instancias que habrá de determinar. En consecuencia,
debe necesariamente haber instancias existentes de lo que el Símbolo denota, aunque acá ha-
bremos de entender por "existente", existente en el universo posiblemente imaginario al cual el
símbolo se refiere. […]
Representar
273. Estar en lugar de otro, es decir, estar en tal relación con otro que, para ciertos pro-
pósitos, se sea tratado por ciertas mentes como si se fuera ese otro. Consecuentemente, un vo-
cero, un diputado, un apoderado, un agente, un vicario, un diagrama, un síntoma, un table-
ro, una descripción, un concepto, una premisa, un testimonio, todos representan alguna otra
cosa, de diversas maneras, para mentes que así los consideran. Cuando se desea distinguir en-
tre aquello que representa y el acto o relación de representar, lo primero puede ser llamado el
"representamen" y lo segundo la "representación". […]
Signo
303. Cualquier cosa que determina a otra cosa (su interpretante) a referirse a un objeto al
cual ella también se refiere (su objeto) de la misma manera, deviniendo el interpretante a su vez
un signo, y así sucesivamente ad infinitum.
65
Índice
305. Un signo, o representación, que se refiere a su objeto no tanto a causa de cualquier
similitud o analogía con él, ni porque esté asociado con los caracteres generales que dicho ob-
jeto pueda tener, como porque está en conexión dinámica (incluyendo la conexión espacial]
con el objeto individual, por una parte, y con los sentidos o la memoria de la persona para
quien sirve como signo, por la otra. Ninguna aseveración fáctica puede hacerse sin recurrir a
algún signo que sirva como índice. Si A le dice a B "Hay un incendio", B preguntará
"¿Dónde?", como consecuencia de lo cual A deberá forzosamente recurrir a un índice, aun
cuando sólo quiera referirse a algún lugar no definido del universo real, pasado y futuro. De lo
contrario, sólo habrá expresado que hay una idea tal como la de incendio, la cual no daría
ninguna información, porque, salvo que ya fuera conocida, la palabra "incendio" sería ininte-
ligible. Si A señala con su dedo el fuego, el dedo se conecta dinámicamente con el incendio,
tanto como si una alarma de incendio automática lo hubiera dirigido indicando dicha direc-
ción; y, al mismo tiempo, promueve que los ojos de B se vuelvan a esa dirección, que su aten-
ción se concentre en el incendio y que su entendimiento reconozca que se ha dado respuesta
a su pregunta. Si, en cambio, la respuesta de A hubiera sido "A mil metros de acá, más o me-
nos", la palabra "acá" es un índice, dado que tiene exactamente la misma fuerza que si hubiera
señalado un punto preciso del terreno entre A y E. Más aún: la palabra "metros", aunque re-
presenta a un objeto de clase general, es indirectamente indicial, dado que las varas métricas
en sí mismas son signos de una norma oficial […]. Las letras de uso común en álgebra que
no presentan peculiaridades son índices. También lo son las letras A, B, C, etcétera, asigna -
das a una figura geométrica. Los abogados y otros profesionales que se ven en la necesidad
de expresar algún asunto complicado con total precisión, recurren a letras para distinguir a
los entes individuales. Las letras, cuando son usadas así, no son sino versiones mejoradas de
los pronombres relativos. Mientras que los pronombres demostrativos y personales son, tal
como se los usa generalmente, "índices genuinos", los pronombres relativos son "índices de -
generados", dado que, aunque en forma accidental e indirecta puedan referirse a cosas exis -
tentes, ellos en realidad se refieren en forma directa, y sólo necesitan referirse a las imágenes
mentales que las palabras precedentes hayan creado.
66
306. Los índices pueden ser distinguidos de otros signos, o representaciones, por tres ras-
gos característicos: primero, que carecen de todo parecido significativo con su objeto; segun-
do, que se refieren a entes individuales, unidades individuales, conjuntos unitarios de unida-
des o continuidades individuales; tercero, que dirigen la atención a sus objetos por una com-
pulsión ciega. Pero sería harto difícil, si no imposible, mencionar un índice que fuera absolu-
tamente puro, o hallar algún signo absolutamente desprovisto de cualidad indicial. Desde el
punto de vista psicológico, la acción de los índices depende de asociaciones por contigüidad,
y no de asociaciones por parecido o de operaciones intelectuales.
Símbolo
307. Un signo (como se vio) que está constituido como signo mera o fundamentalmente
por el hecho de que es usado y entendido como tal, sea por el hábito natural o nacido por
convención, y con prescindencia de los motivos que originalmente llevaron a su selección.
67
1. a. Caracterice los tipos de signos que integran la segunda tricotomía propuesta por Charles Peirce.
c. Explique cuál es el efecto de sentido que genera la presencia de esos signos que ha identificado en cada
una de las imágenes propuestas.
Imagen 1
2. Defina el concepto de
signo, según Charles
Peirce. Ejemplifique las
68
relaciones entre sus componentes con el análisis de un signo a su elección presente en la siguiente ima-
gen.
3. ¿Cuál es la relación que establecen con el objeto los signos de la segunda tricotomía propuesta por
Charles Peirce? Desarrolle y ejemplifique cada uno con la siguiente imagen.
69
4. Defina el concepto de símbolo, según Charles Peirce. Ejemplifique con el análisis de un símbolo a su
elección presente en las siguientes imágenes.
Imagen 1
Imagen 2
70
El círculo de Bajtín
La perspectiva sociosemiótica.
El “Circulo de Bajtín”
María Cecilia Pereira
Tal como señalan Cristian Botta y Jean Paul Bronckart (2010), en Rusia (y posteriormente
en la Unión Soviética), los distintos enfoques que adoptan los estudios sobre el lenguaje duran-
te el primer tercio del siglo XX reposan sobre un conocimiento detallado de los aportes de otras
ciencias humanas y sobre la preocupación común de los lingüistas, semiólogos y filósofos de
lenguaje por la comprensión del papel que juega la actividad verbal tanto en el funcionamiento
psíquico como en la organización social de los seres humanos. Ese carácter interdisciplinario de
la investigación condujo a un grupo de investigadores a estudiar, del lenguaje en uso, su articu-
lación con las prácticas sociales en las que interviene y los sentidos que van fijando los signos al
ser empleados. Uno de los enfoques desarrollados en esos años considera el lenguaje como un
“uso interactivo organizado en discursos cuyas unidades (los signos) tienen la propiedad de fijar
las representaciones del mundo en el momento mismo en que estas se vuelven compartibles o
colectivas” (Botta y Bronckart, 2010:114). Este enfoque los llevó a profundizar la reflexión sobre
las relaciones entre lenguaje e ideología. Lingüistas soviéticos del denominado “Circulo de Baj-
tín” (un grupo que reunía, entre otros, a Pável N. Medvédev, Valentín N. Voloshinov y Mijaíl
Bajtín) adoptan, con matices distintos, esta perspectiva sociosemiótica.
Entre ellos, Valentin Voloshinov (1929) se propone estudiar las formas de organización
colectiva de la comunidad humana, los tipos de comunicaciones sociales que posibilitan esas
distintas formas de organización, los modos de interacción verbal y los enunciados organiza-
dos en textos. Desde una posición materialista, Voloshinov sostiene que las significaciones
construidas en la actividad colectiva se cristalizan en signos y que, en consecuencia, se deben
analizar los valores adoptados por los signos en las diferentes formas de interacción verbal y
en las actividades sociales en que son empleados. Esta perspectiva parte de una concepción
concreta de la comunicación, donde los signos lingüísticos adquieren diversos sentidos al ser
usados en los enunciados producidos por sujetos diferentes en situaciones diferentes. De esta
manera, y a diferencia de los planteos de F. de Saussure, no habría un único significado en co-
rrespondencia con un único significante sino diferentes sentidos en disputa. Esto puede ob-
servarse muy claramente en el discurso político, donde los hablantes pueden emplear las mis-
mas palabras (por ejemplo, democracia, justicia, seguridad, libertad) pero atribuyéndoles dis-
tintos sentidos según su posicionamiento político, social, de clase, etc. De ahí que para esta
corriente, el signo es un terreno de lucha ideológica.
71
De este modo, la concepción del lenguaje, de los enunciados y de los géneros discursi-
vos que inició el círculo de Bajtín abre las posibilidades para un estudio del enunciado que
atiende a la serie en la que se integra, a la trama histórica de voces anteriores con las que dia-
loga, a su relación con el posicionamiento desde el que es producido y a las posibles respues-
tas que busca suscitar. Al decir de Dosse, esto marca la distancia de la concepción de Bajtín
con los abordajes estructurales del texto pues “una aproximación semejante discute [...] de en-
trada con el postulado del cierre del texto en sí mismo, la clausura que le permitiría explicar
su estructura” (Dosse, 2004:70).
72
Una de las críticas que recibió la concepción de signo lingüístico propuesta por Saussure
provino del lingüista ruso, de orientación marxista, Valentín Voloshinov quien en el año
1929, en Moscú, publicó el libro El marxismo y la filosofía del lenguaje. En esa obra, el estudioso
realiza varias objeciones a la lingüística contemporánea que entendía el signo lingüístico co-
mo una entidad abstracta y la lengua como un sistema de normas de carácter invariable. Al
respecto, Voloshinov dice:
La lengua como sistema estable de formas normativamente idénticas no es más que una
abstracción científica, que resulta productiva solo en relación con ciertos objetivos particu-
lares, teóricos y prácticos. Esta abstracción no se adecua a la realidad concreta del lenguaje.
La lengua es un proceso generativo continuo realizado en la interacción socio-verbal de los
hablantes (p. 123).
En particular, en los dos primeros capítulos del mencionado libro, Voloshinov parte de
la idea de que el lenguaje (y la lengua) es la expresión material de la conciencia y, por consi -
guiente, no solo puede ser estudiado científicamente sino que es a través de él que se debe
abordar el examen de la conciencia humana. Y, además, dado que el lenguaje, según su punto
de vista, es eminentemente social en tanto lo concibe como un instrumento de comunica-
ción, una herramienta de intercambio, un medio de transmisión de determinadas representa-
ciones y visiones acerca del mundo para una determinada comunidad lingüística en el que se
reflejan y refractan el modo de producción dominante, las contradicciones de clase y la orga-
nización jerárquica de esa sociedad concreta, constituye la vía de acceso al análisis de la ideo-
logía. Dicho de otra manera, la conciencia, concebida como un hecho ideológico-social, no
puede ser registrada sino a través de los signos y, particularmente, de los signos lingüísticos.
Para Saussure, los signos lingüísticos son las unidades formales del sistema de la lengua
que solo pueden definirse negativamente por oposición a otros signos e independientemente
de quien los emplea. Voloshinov concibe dicha noción de signo como estática, fija y muy dis-
tante de la realidad del funcionamiento del lenguaje en una sociedad. De acuerdo con su ar-
gumentación, los signos no significan siempre lo mismo, no tienen idéntico sentido. Es decir:
el valor de un signo no deriva –como se ha estudiado en Saussure− de la posición relativa de
ese signo en el sistema, sino que depende fundamentalmente del enunciado único, concreto e
irrepetible en el que se emite y de las circunstancias de enunciación, así como de las coorde-
nadas históricas y sociales que dieron lugar a dicha emisión. La vida del signo, para el autor,
se encuentra en el entorno social dentro del cual circula. Se trata, así, de una entidad viva,
porque es usada por hablantes concretos que producen enunciados situados; porque está suje-
ta al cambio histórico y se encuentra también determinada, como ya se señaló, por el modo
de producción dominante en la comunidad lingüística específica. Asimismo, por su carácter
73
ideológico, los signos, las palabras, no son unívocos ni neutros en la medida en que varían
históricamente. Las diferentes clases sociales que coexisten en una comunidad utilizan la mis-
ma lengua, pero los acentos valorativos que le asignan a cada palabra no son los mismos. Los
acentos valorativos no resultan del sistema, sino que derivan del uso efectivo. Y en el seno de
la sociedad se suscita una lucha ideológica por la imposición de determinados acentos. Sobre
ese punto, Voloshinov afirma:
Este carácter multiacentuado del signo ideológico es su aspecto más importante. En reali-
dad, es tan solo gracias a este cruce de acentos que el signo permanece vivo, móvil y capaz
de evolucionar. Un signo sustraído de la tensa lucha social, un signo que permanece fuera
de la lucha de clases inevitablemente viene a menos, degenera en una alegoría, se convierte
en el objeto de la interpretación filológica, dejando de ser centro de un vivo proceso social
de la compresión. […] La clase dominante busca adjudicar al signo ideológico un carácter
eterno por encima de las clases sociales, pretende apagar y reducir al interior la lucha de va-
loraciones sociales que se verifica en él, trata de convertirlo en signo monoacentual.
Pero en realidad todo signo ideológico vivo posee, como Jano bifronte, dos caras. Cual-
quier injuria puede llegar a ser elogio, cualquier verdad viva inevitablemente puede llegar a
ser para muchos la mentira más grande. Este carácter internamente dialéctico del signo se
revela hasta sus últimas consecuencias durante las épocas de crisis sociales y de transforma-
ciones revolucionarias. En las condiciones normales de vida social esta contradicción im-
plícita en cada signo ideológico no puede manifestarse plenamente, porque un signo ideo-
lógico es, dentro de la ideología dominante, algo reaccionario y trata de estabilizar el mo-
mento inmediatamente anterior en la dialéctica del proceso generativo social, pretendien-
do acentuar la verdad de ayer como si fuera la de hoy (p. 50).
Para ilustrar esta idea, pueden considerarse los acentos en pugna de una palabra en mo-
mentos de crisis social y su posterior estabilización. Por ejemplo, las palabras “cartonero”, “car-
toneo”, durante el año 2001 en Buenos Aires, fueron el escenario de una disputa de tipo ideoló-
gico entre (a) los rasgos que hacían de la actividad una práctica casi delictiva y que, además,
atribuían a quienes la realizaban la condición de “cirujas” y (b) los rasgos de una actividad labo-
ral que posibilitaba la supervivencia en el marco de la gran crisis del momento. La investigadora
argentina Rosa Inés Pietra registra los siguientes usos en diarios porteños de la época:
(a) El cirujeo ocupa a unas 20.000 familias… Uno de los rostros más vergonzosos de la
pobreza argentina, […] los cartoneros han realizado su insalubre tarea subrepticiamente…
(b) Existe un circuito informal que recoge papel y cartón. Hay unas 140.000 personas
que viven de esta actividad. Los cartoneros…
Las disputas por los distintos acentos no fueron ajenas a conflictos de la época vincula-
dos con el control actividades económicas de producción y comercialización de papel. En la
actualidad, los usos de la palabra “cartonero” están más estabilizados y remiten al oficio de re-
colector de papel y cartón.
En definitiva, el planteo de Voloshinov recupera la idea de lenguaje (y de lengua) como
un todo, sin separar significantes materiales de significados conceptuales. Su teoría materialista
del lenguaje se aleja de lo que él califica como “objetivismo abstracto”, de su carácter autóno-
74
mo, e intenta abarcarlo como fenómeno y como instrumento integrado a varias funciones es-
encialmente humanas y sociales: la comunicación, el pensamiento, la ideología. La preocupa-
ción principal no está centrada, entonces, en la descripción de un objeto homogéneo sino en la
explicación de la totalidad de los factores sociales que lo rodean, influyen y condicionan.
75
Texto 1.
Sexe, Néstor (2007): Casos de comunicación y cosas
de diseño, Buenos Aires, Paidós, pp.49-51 (adaptación)
Objetos modernos
El traje y el jean son objetos-pretextos para señalar dos aspectos de la modernidad.
Con frecuencia se define la modernidad como un conjunto de valores, entre los cuales se
citan la secularización de la sociedad (pérdida de influencia de las confesiones religiosas y sus
instituciones), las formas de poder republicano y la racionalidad administrativa. La modernidad
ubica al hombre en el centro de la escena y le asigna dos virtudes: la razón y la voluntad.
Caracterizaremos al traje como un indumento moderno. El traje es moderno porque re-
presenta, como veremos, cierto conjunto de valores que corresponden a esta etapa.
La modernidad también cree y apuesta al progreso. La expectativa de cambio, la percep-
ción dinámica de la secuencia espacio-temporal, la búsqueda de una actualización permanen-
te son rasgos que la caracterizan. El jean con su dinámica de fabricación y de uso es otro obje-
to que representa los valores de la modernidad.
El traje moderno
Cierta perspectiva de análisis de la modernidad contempla la tendencia cultural hacia la
secularización: el quiebre de la ley de Dios como único recurso de legitimidad y, por consi-
guiente, la construcción de una mediación cultural reglamentada. De este modo, la adminis-
tración se articula entre leyes y base social productora. Esta organización da lugar a la buro-
cracia y, concretamente, a la subjetividad que se condensa en la noción de ciudadano. En ese
contexto, el traje moderno fue el indumento del personal administrativo de las fábricas, de
los profesionales liberales, de los oficinistas de la banca y de los profesores que transmitían la
nueva “razón”.
A partir del siglo XIX y principios del XX se alarga el pantalón y se estandarizan las me-
didas tal como las conocemos en la actualidad. La tradición de la moda inglesa, mucho más
76
clásica, consiste en mantener las hechuras desde hace décadas, mientras que los franceses y,
sobre todo, los italianos van imponiendo nuevas formas. Los trajes más elegantes eran (y son)
los de colores como el negro, la gama del gris oscuro y azul marino o noche. Se utilizaban lanas
de gran pesaje, con tejidos muy tupidos, que se fueron reemplazando por una diversa oferta de
telas más livianas (como el lino y mezclas de fibras poliéster-algodón y poliéster- viscosa).
El traje moderno se construyó como un dispositivo del hombre burocrático, un indu-
mento ordenador que guardaba cierta lógica de distribución de bolsillos. Podemos enumerar
tres bolsillos exteriores y tres interiores del saco, de cuatro a seis en el pantalón y dos en el
chaleco. Se diseñaban entre doce y quince bolsillos - según el modelo-, cuyo uso se justificaba
como los “lugares” para lapiceras, llaves, monedas, pañuelos, cigarrillos, reloj, etc. Los bolsi-
llos llevan los instrumentos y dan una idea de la actividad del ciudadano. El uso del traje su-
pone cierta razón instrumental, que opera según un repertorio de maniobras análogas a las
del pescador con su chaleco especial: llevar la mano al bolsillo es una acción “espontánea”
hacia la utilización de su contenido. Por ejemplo, a veces el ícono representativo de caballeros
en un baño público muestra a un hombre con la mano en el bolsillo de su pantalón, y esta
pose nunca fue interpretada como desgano.
El hombre de la producción también tiene su traje. Consiste en un conjunto de pantalón,
camisa y campera corta de algodón. En telas cerradas y resistentes, la ropa de trabajo mantuvo
sus formas y sus colores beige, azul aviación y verde oliva, que son tradicionales. Estos colores
fueron siempre el signo de distinción de los rangos jerárquicos (capataces, técnicos, encargados)
según los códigos internos de cada empresa. Por su parte, el obrero moderno utiliza el overol
(over all: cubre todo): otro dispositivo de bolsillos para otras herramientas modernas.
El traje es una representación de usos y valores de la modernidad. Pero, como puede ver-
se, durante más de cien años el traje masculino no ha cambiado mucho. La dinámica de cam-
bio solo se puso de manifiesto en el reemplazo de la sastrería personal “a medida” por la con-
fección en serie.
El traje resiste, tal como lo moderno persiste en la palabra posmodernidad.
1. Analice la información paratextual para contextualizar el texto (autor, obra, fecha y lugar de publicación,
título del fragmento, subtítulos, etc). Caracterice a partir de esos datos y de la información que pueda
obtener de la web la perspectiva desde la que aborda su objeto de estudio el texto leído.
2. Tomando en cuenta el texto leído, caracterice el traje como ícono, como índice y como signo, de acuerdo
con la perspectiva de Peirce.
3. Tomando en cuenta la noción de sistema de la perspectiva estructuralista, caracterice las relaciones en-
tre el traje y la ropa de trabajo descriptos en el texto leído.
4. Sexe afirma: “La modernidad también cree y apuesta al progreso. La expectativa de cambio, la percep-
ción dinámica de la secuencia espacio-temporal, la búsqueda de una actualización permanente son
rasgos que la caracterizan. El jean con su dinámica de fabricación y de uso es otro objeto que repre-
senta los valores de la modernidad.”. Desde su punto de vista, ¿qué rasgos del jean podrían fundamen-
tar la afirmación de Sexe?
77
Texto 2.
Román Gubern (1996): Del bisonte a la realidad virtual.
La escena y el laberinto, Barcelona, Anagrama, pp. 23-25
Iconismo en debate
El debate más prolongado y profundo acerca de la naturaleza de la imagen icónica se ha
centrado en dilucidar si se trata de una representación motivada, nacida de una voluntad imi-
tativa o analógica que pretende copiar las apariencias ópticas del mundo visible o, por el con-
trario, si se trata de una representación enteramente arbitraria, producto de una convención
social según la cual, en palabras de Nelson Goodman, “cualquier cosa puede representar cual-
quier cosa” , como ocurre con los signos del lenguaje verbal. El más ilustre opositor de las te-
sis convencionalistas de Goodman ha sido el historiador del arte E. H. Gombrich, cuyas teo-
rías nos parecen más razonables y convincentes. Gombrich nunca ha negado que las repre-
sentaciones icónicas estén formalizadas con convenciones propias de cada cultura, de cada
época, de cada género y de cada escuela, pero de su estudio perspicaz de la historia del arte
(estudio que Goodman ignora olímpicamente) y de la observación del comportamiento de los
animales, deduce que la iconicidad no es una pura arbitrariedad social.
Especialmente interesantes resultas las investigaciones de los etólogos acerca de la per-
cepción animal, sobre todo las realizadas con señuelos (simulacros visuales de animales), como
las efectuadas por Niko Tinbergen. En efecto, los animales reaccionan ante simulacros icóni-
cos adecuados (la imagen de la madre, de la pareja sexual o del enemigo) y algunos poseen
eficaces mecanismos de camuflaje para engañar a sus depredadores con sus cambios de ima-
gen, simulando una roca o una rama y corroborando que la iconicidad no es una convención
humana arbitraria y artificial.
Los señuelos utilizados por los cazadores, tanto como algunos espantapájaros campesi-
nos, confirman esta realidad de la naturaleza, que se ha sometido a prueba experimental por
parte de los etólogos, utilizando representaciones visuales progresivamente abstractas o sim-
plificadas de estímulos desencadenantes para cada especie, a fin de establecer, a través de sus
reacciones o ausencia de ellas, los umbrales de similitud o de iconicidad funcional para cada
especie, más allá de los cuales el estímulo visual deja de activar el instinto del individuo por
haber perdido su propiedad icónica para él.
Cuando postulamos que la imagen es una convención motivada (o una convención no
enteramente arbitraria), afirmamos que los significados son universales, pero no así las conven-
ciones, por lo que son significados los que motivan las convenciones y no al revés. Es menester
afirmar, por lo tanto, que la imagen icónica es una convención plástica motivada (es decir,
una convención plástica no arbitraria), que combina en diferente grado el principio del isomor-
fismo perceptivo y ciertas aportaciones simbólicas del tipo intelectual propias de cada cultura,
que plasman propiedades de los sujetos representados.
78
1. Analice la información paratextual para contextualizar el texto (autor, obra, fecha y lugar de publicación,
título del fragmento, etc.). Caracterice a partir de esos datos y de la información que pueda obtener de la
web la perspectiva desde la que aborda su objeto de estudio el texto leído.
2. ¿Cuál de las posiciones enfrentadas en el debate en torno del iconismo podría tomar el pensamiento
de Peirce sobre el ícono para fundamentar su punto de vista? Proponga un argumento en favor de esa
posición a partir de su lectura de Peirce.
Texto 3.
Román Gubern (1996): Del bisonte a la realidad virtual. La
escena y el laberinto, Barcelona: Anagrama
Frente a la escena
La progresiva difusión de la tecnología de la realidad virtual, irradiada desde los centros
de investigación informática de las sociedades posindustriales, ha coincidido con una crecien-
te colonización del imaginario mundial por parte de las culturas transnacionales hegemóni-
cas, que presionan para imponer una uniformización estética e ideológica planetaria. La rápi-
da difusión, a manos de laboratorios universitarios, gabinetes militares, industrias del entrete-
nimiento y del espectáculo y talleres de cyberartistas, está iluminando con nueva luz, inespe-
radamente, el sentido y la evolución de las imágenes a lo largo de la historia occidental, movi-
da por su aspiración hacia el ilusionismo referencial más perfecto posible. La difusión genera-
lizada de la realidad virtual podrá hacer que percibamos en el futuro nuestras representacio-
nes icónicas tradicionales -desde la pintura al fresco y hasta la televisión- como imperfectos y
poco satisfactorios artificios planos, tal como hoy suelen percibirse generalmente las pinturas
de la era pre-perspectivista.
A la luz de esta evolución, se detecta sin mucho esfuerzo que la producción de imágenes
en Occidente ha estado dominada por una doble y divergente preocupación intelectual. Por
una parte, por la voluntad de perfeccionamiento cada vez mayor de su función mimética, por
la exaltación de la capacidad ostensiva de la imagen como copia fidelísima de las apariencias
ópticas del mundo visible, en una ambición que culmina en el hiperrealismo de la realidad
virtual. Esta ambición ha sido la del engaño a los sentidos y a la inteligencia, como ya avanzó
Platón, pues quiere hacer creer al observador colocado ante la imagen que está en realidad an-
te su referente y no ante su copia.
Pero en contraste con esta función de la imagen como doble ostensivo, como simulacro y
como imitación realista , nos encontramos también con otra tradición no extinguida de la
imagen críptica, como símbolo intelectual y como laberinto, una tradición hermética cultivada
por el simbolismo del arte paleocristiano, por los alquimistas, por las sociedades secretas y por
los códigos pictográficos de muchos profesionales actuales (arquitectos, ingenieros, geólogos,
79
meteorólogos, etc.) que constituyen verdaderos sociolectos icónicos cerrados de estas nuevas
hermandades profesionales que han reemplazado, en parte a las sociedades secretas de antaño.
De manera que frente a la transparencia ostensiva e isomórfica de la imagen-escena en
la cultura de masas, se abriría un inmenso territorio ocupado por la imagen-laberinto, por
aquella que no dice lo que muestra o lo que aparenta, pues ha nacido de una voluntad de
ocultación, de conceptualidad o de criptosimbolismo. Y la hemos llamado imagen-laberinto
porque, a diferencia de la explicitud sensorial y simbólica de la escena, el laberinto (del griego
y del latín, laberinthus) es definido por el diccionario como “construcción llena de rodeos y
encrucijadas, donde es muy difícil orientarse”.
Para entender esta evolución resulta útil recordar la leyenda, recogida por Plinio el Viejo
en su Historia natural, acerca del invento del arte de la pintura. Según esta leyenda fundacio-
nal, una doncella de Corinto trazó sobre una pared la silueta del rostro de su amado, proyec-
tada como sombra, para gozar de la ilusión de su presencia durante su ausencia (este episodio,
de fuerte impregnación mágica, sería inmortalizado por el pintor David Allan en su lienzo The
Origin of Painting en 1775). No habrá de extrañar, por tanto, que algunas lenguas antiguas, co-
mo el latín, utilicen la misma palabra (imago) para designar la imagen, la sombra y el alma. Ni
que en griego eidos signifique a la vez idea (como proyecto o modelo) y apariencia (como
imagen u objeto), convertida en el origen etimológico del ídolo, idolatría, idolomanía y de las
imágenes eidéticas. Y del gesto fundacional de la doncella de Corinto derivaría la práctica de
pintar lo ausente mediante su imagen virtual, ya sea su reflejo (la imagen de los reyes en el es-
pejo de Las Meninas de Velázquez), o su sombra (en el primer término del lienzo Coming
Events, de William Collins, de 1833). […]
El psicoanálisis se ha extendido acerca de la pulsión escópica, acerca de ese irresistible
apetito de ver que es tan característico de la inteligencia humana y que, como toda fuerza bio-
lógica, sería contemplado con sospecha por todos los rigorismos religiosos, como ejemplariza
el castigo bíblico infligido a la mujer de Lot. Leonardo Da Vinci, que tanto nos ha ayudado a
entender la visión humana, expresó antes que Freud la naturaleza de esta pulsión, al relatar su
sueño entrando en una cueva oscura: “al cabo de un momento -escribe Leonardo-, dos senti-
mientos me invadieron: miedo y deseo , miedo de la gruta oscura y amenazadora, deseo de
ver si no contiene alguna maravilla extraordinaria”. Este natural apetito de ver, que cuando se
ha convertido en excluyente ha dado origen a la patología del voyerismo, mironismo, escopo-
filia o mixoscopia, ha sido a veces hiperbolizado poéticamente por algunos artistas , con cla-
ras connotaciones mágicas, como hace Goddard con sus protagonistas de Les Carabiniers,
quienes acumulan fotos, grabados y postales de todos los lugares del mundo para poseerlos vi-
cariamente, en un acto que confunde su glotonería óptica y su deseo de posesividad de todas
las bellezas del mundo. Mientras en la novela El Crimen del señor E. Karma, de Abe Kobe, un
hombre absorbe con su mirada un paisaje representado en una fotografía. En estos ejemplos
nos hallamos, en realidad, ante casos extremos de iconomanía, iconofilia o idolomanía, pues
se trata de imágenes representadas sobre un soporte.
Pero el apetito visual humano posee todavía un grado más elevado de formaliza-
ción cognitiva, manifestada en la que podríamos denominar pulsión icónica, que hace
que veamos formas figurativas en los perfiles aleatorios de las nubes, en los puntos lu-
minosos de las constelaciones o en las manchas de las paredes. Confirmando esta
80
conducta, la autoridad de Plinio el Viejo nos explica, de nuevo, que el rey Pirro poseía
una piedra ágata en cuyos meandros aparecía sin que hubiera intervenido ningún ar-
tificio humano, Apolo con una cítara y las nueve musas con sus atributos. La pulsión
icónica revela la tendencia natural del hombre a imponer orden y sentido a sus per-
cepciones mediante proyecciones imaginarias, si bien tales orden y sentido aparecen
ampliamente diversificados según el grupo cultural al que pertenezca el sujeto precep-
tor y según la historia personal que se halla tras cada mirada. Basta con inventariar to-
das las interpretaciones icónicas que ha recibido el conjunto sideral que nosotros
identificamos como Osa Mayor (pero que en otras épocas o culturas ha sido el Carro
del rey Arturo, la Pata Delantera para los egipcios o el Jabalí para los sirios). O analizar
el aprovechamiento por el artista rupestre primitivo de las formas naturales en las pa-
redes de las cuevas del paleolítico superior para construir la imagen de un bisonte o
un jabalí. Mientras que la litolatría, focalizada a veces hacia la adoración de piedras de
origen metorítico como enviadas por la divinidad, invitaba a generar a partir de sus
formas arbitrarias percepciones icónicas sacras en sus fieles adoradores. Y el propio
Leonardo observaría que cuando se arroja un trapo embebido de pintura contra una
pared, se forma en ella una mancha en la que puede descubrirse un hermoso paisaje.
La pulsión icónica surge de la necesidad de otorgar sentido a lo informe, de dotar de
orden al desorden y de semantizar los campos perceptivos aleatorios, imponiéndoles
un sentido figurativo. La aplicación clínica más conocida de este principio psicológi-
co en la actualidad lo constituye el test proyectivo Rorschach, utilizado para el diag-
nóstico psicopatológico. Pero varios siglos antes de que Hermann Rorschach desaro-
llara en Zurich su famoso test, esta imperiosa facultad proyectiva era ya bien conocida
por quienes, en el lejano Kioto, erigieron el Templo de los Mil Budas (Sanjugasendo),
en el que el visitante es invitado a reconocer entre las mil estatuas su doble búdico y a
identificarse con él, operación que sólo puede efectuarse con un ejercicio proyectivo
muy refinado.
1. ¿Qué tipo de signos considera el texto “Frente a la escena”? ¿Desde qué punto de vista los analiza?
2. ¿Qué diferencias se registran entre la “imagen mimética” y la “imagen laberinto”? Si consideramos a las
imágenes como signos, en el sentido de Peirce, ¿cuáles serían las relaciones entre el representamen y el ob-
jeto dinámico en cada caso?
81
Trabajos prácticos
La lengua; su definición
¿Cuál es el objeto a la vez íntegro y concreto de la lingüística?
La cuestión es particularmente difícil; más tarde veremos por qué; limitémonos ahora a ha-
cer comprender esta dificultad.
Otras ciencias operan sobre objetos dados de antemano y que pueden considerarse luego
desde diferentes puntos de vista; en nuestro campo no ocurre eso. Alguien pronuncia la pa-
labra francesa nu: un observador superficial estaría tentado a ver en ella un objeto lingüísti-
co concreto, pero un examen más atento hará ver sucesivamente tres o cuatro cosas com-
pletamente diferentes, según la manera en que se la considere: como sonido, como expre-
sión de una idea, como correspondiente del latín nüdum, etc. Lejos de preceder el objeto al
punto de vista, se diría que es el punto de vista quien crea el objeto, y además nada nos di -
ce de antemano que una de esas maneras de considerar el hecho en cuestión es anterior o
superior a las otras.
Por otro lado, cualquiera que sea la que se adopte, el fenómeno lingüístico presenta perpe-
tuamente dos caras que se corresponden; además, cada una de ellas sólo vale gracias a la
otra. Por ejemplo:
1°. Las sílabas que se articulan son impresiones acústicas percibidas por el oído, pero los so-
nidos no existirían sin los órganos vocales; así, una no existe más que por la corresponden-
cia de esos dos aspectos. Por tanto, no se puede reducir la lengua al sonido, ni separar el so-
nido de la articulación bucal; y a la recíproca, no se pueden definir los movimientos de los
órganos vocales si se hace abstracción de la impresión acústica.
2°. Admitamos, sin embargo, que el sonido sea una cosa simple: ¿es él quien hace el len-
guaje? No, no es más que el instrumento del pensamiento y no existe por sí mismo. Surge
ahí una nueva y temible correspondencia: el sonido, unidad compleja acústico-vocal, for-
ma a su vez con la idea una unidad compleja, fisiológica y mental. Y esto no es todo aún.
3°. El lenguaje tiene un lado individual y un lado social, y no puede concebirse uno sin el
otro. Además:
4°. En cada instante implica a la vez un sistema establecido y una evolución; en cada mo-
mento, es una institución actual y un producto del pasado. A primera vista parece muy
sencillo distinguir entre este sistema y su historia, entre lo que es y lo que ha sido; en reali-
dad, la relación que une esas dos cosas es tan estrecha que cuesta mucho separarlas.
¿Sería más sencilla la cuestión si consideráramos el fenómeno lingüístico en sus orígenes,
si, por ejemplo, se comenzara estudiando el lenguaje de los niños? No, porque es una idea
completamente falsa creer que en materia de lenguaje el problema de los orígenes difiere
del problema de las condiciones permanentes; no hay manera, pues, de salir del círculo.
82
Así, sea el que fuere el lado desde el que se aborda la cuestión, en ninguna parte se ofrece a
nosotros el objeto íntegro de la lingüística; por todas partes volvemos a encontrar este dile-
ma: o bien nos aplicamos a un solo lado de cada problema, y entonces corremos el riesgo
de no percibir las dualidades señaladas más arriba, o bien, si estudiamos el lenguaje por va-
rios lados a la vez, el objeto de la lingüística se nos aparece como un amasijo confuso de
cosas heteróclitas sin vínculo entre sí.
Procediendo de este modo se abre la puerta a varias ciencias -psicología, antropología, gra-
mática normativa, filología, etc.-, que nosotros separamos netamente de la lingüística, pero
que, aprovechando un método incorrecto, podrían reivindicar el lenguaje como uno de sus
objetos.
A nuestro parecer no hay más que una solución a todas estas dificultades: hay que situarse
desde el primer momento en el terreno de la lengua y tomarla por norma de todas las demás mani-
festaciones del lenguaje. En efecto, entre tantas dualidades sólo la lengua parece ser suscepti-
ble de una definición autónoma y proporciona un punto de apoyo satisfactorio para el es-
píritu.
Pero, ¿qué es la lengua? Para nosotros, no se confunde con el lenguaje; no es más que una
parte determinada de él, cierto que esencial.
Es a la vez un producto social de la facultad del lenguaje y un conjunto de convenciones
necesarias, adoptadas por el cuerpo social para permitir el ejercicio de esta facultad en los
individuos.
Tomado en su totalidad, el lenguaje es multiforme y heteróclito; a caballo de varios domi-
nios, a la vez físico, fisiológico y psíquico, pertenece además al ámbito individual y al ámbito
social; no se deja clasificar en ninguna categoría de los hechos humanos, porque no se sabe
cómo sacar su unidad.
F. de Saussure (1916). Curso de lingüística general, Capítulo III “El ob-
jeto de la lingüística”, España, Planeta Agostini, 1994, pp. 33-36.
1. ¿Cuál es la obra a la que pertenece el fragmento leído? ¿Tiene alguna información sobre esa obra y sobre su
autor? A partir de la lectura del texto y de la información sobre la obra, determine:
a. ¿Es una obra en la que el autor desarrolla un punto de vista propio sobre un tema o explica las perspectivas
que otros han desarrollado?
b. ¿Es un texto teórico en el que se proponen nuevos conceptos para abordar un problema o es un texto de
análisis de casos particulares a partir de teorías ya desarrolladas?
c. Al final del fragmento se ofrece la referencia bibliográfica de la obra: ¿qué información aporta?
2. ¿Cuál es el tema general que se trata en el texto? ¿El título del fragmento se relaciona con el tema general que
aborda? Explique esa relación.
3. ¿Qué problema relativo a la lingüística como disciplina científica plantea de Saussure en este texto?
83
5. En el fragmento leído se emplean formas verbales y pronombres de primera persona del plural. Determine en
los siguientes casos, cuándo ese uso remite al enunciador y al enunciatario (yo + usted) y cuándo remite al enun-
ciador en tanto miembro de la comunidad científica. Justifique su respuesta.
6. Observe el uso de bastardillas y explique las funciones que desempeña esa marca gráfica en cada caso.
7. En la primera parte del texto se concluye: “Lejos de preceder el objeto al punto de vista, se diría que es el pun -
to de vista quien crea el objeto, y además nada nos dice de antemano que una de esas maneras de considerar el
hecho en cuestión es anterior o superior a las otras.” ¿Cómo se fundamenta esta conclusión en el texto?
8. En el texto se afirma: “el fenómeno lingüístico presenta perpetuamente dos caras que se corresponden”. ¿Có-
mo se justifica esa afirmación?
10. Lea los siguientes fragmentos del Curso de Lingüística General y amplíe la definición anterior de “lengua”:
Recapitulemos los caracteres de la lengua: 1° Es un objeto bien definido en el conjunto he-
teróclito de los hechos de lenguaje. Se la puede localizar en la porción determinada del cir-
cuito donde una imagen acústica viene a asociarse con un concepto. La lengua es la parte
social del lenguaje, exterior al individuo, que por sí solo no puede ni crearla ni modificarla;
no existe más que en virtud de una especie de contrato establecido entre los miembros de
la comunidad. Por otra parte, el individuo tiene necesidad de un aprendizaje para conocer
su funcionamiento; el niño se la va asimilando poco a poco. Hasta tal punto es la lengua
una cosa distinta, que un hombre privado del uso del habla conserva la lengua con tal que
comprenda los signos vocales que oye. 2° La lengua, distinta del habla, es un objeto que se
puede estudiar separadamente. Ya no hablamos las lenguas muertas, pero podemos muy
bien asimilarnos su organismo lingüístico. La ciencia de la lengua no sólo puede prescindir
de otros elementos del lenguaje, sino que sólo es posible a condición de que esos otros ele-
mentos no se inmiscuyan. 3° Mientras que el lenguaje es heterogéneo, la lengua así delimi-
tada es de naturaleza homogénea: es un sistema de signos en el que sólo es esencial la
unión del sentido y de la imagen acústica, y donde las dos partes del signo son igualmente
psíquicas. (…)
La lengua es un sistema en donde todos los términos son solidarios y donde el valor de ca-
da uno no resulta más que de la presencia simultánea de los otros. (…)
Dentro de una misma lengua, todas las palabras que expresan ideas vecinas se limitan recí-
procamente: sinónimos como recelar, temer, tener miedo, no tienen valor propio más que
por su oposición; si recelar no existiera, todo su contenido iría a sus concurrentes. (…)
84
11. ¿Conoce cuáles son los rasgos característicos del estructuralismo? ¿Reconoce en el texto de de Saussure al-
gunos de ellos? ¿Cuáles? Enumérelos. Puede revisar algunos de los rasgos del estructuralismo en el siguiente
fragmento:
Sabemos que la palabra estructura deriva del latín structura, derivado del verbo struere,
“construir”. Tiene, pues, inicialmente un sentido arquitectónico; designa “la manera en la
que está construido un edificio”. Pero desde el siglo XVII su uso se fue ampliando cada vez
más en una doble dirección: hacia el hombre, cuyo cuerpo puede ser comparado con una
construcción (coordinación de los órganos, por ejemplo), y hacia sus obras, en particular,
su lengua (coordinación de las palabras en el discurso, composición del poema).
L. Bernot observa que, desde sus comienzos, “el término designa a la vez: a) un conjunto,
b) las partes de ese conjunto, c) las relaciones de esas partes entre sí”, lo cual explica por
qué ha seducido tan fácilmente a los “anatomistas” y a los “gramáticos” y, a partir de ellos,
en el curso del siglo XIX, a “todos aquellos que se interesaban por las ‘ciencias exactas’, las
ciencias de la naturaleza y las del hombre”. [...]
La noción de estructura podría, entonces, definirse así:
1. Sistema-ligado, de modo tal que el cambio producido en un elemento provoca un cam-
bio en los otros elementos.
2. El sistema (es lo que lo distingue) está “latente” en los objetos que lo componen–de allí
la expresión “modelo” empleada por los estructuralistas– y es justamente porque se trata de
un modelo que permite la predicción y hace inteligibles los hechos observados.
3. El concepto de estructura aparece como un concepto “sincrónico”. Sobre todo si se remi-
ten los distintos tipos de estructuras a estructuras mentales (o incluso a estructuras cultura-
les como “conciencias colectivas”).
Bastide, R., Lévi-Strauss, C., Lagache, D., Lefebvre, H. y otros, Senti-
dos y usos del término estructura en las ciencias del hombre, Buenos Ai-
res, Paidós, 1978, pp. 10 y 14. Adaptación.
12. Exponga en un escrito para la comunidad académica (de alrededor de una carilla) el planteo central del texto
leído. Incluya en su exposición un marco en el que ubique al autor, la obra y la corriente teórica en la que este se
inscribe. Destaque el problema que el autor se plantea en este texto y la respuesta a la que arriba.
85
2.2. Indique en qué parte del fragmento leído incorporaría los siguientes ejemplos:
2.3. Proponga una interpretación del siguiente texto tomando en cuenta las lecturas realizadas sobre la semiótica
de Peirce y su concepción de los signos.
86
y mató a los más ancianos y hubo que reescribir casi todo. Cuentan que hay, en un va-
lle fértil de ríos cristalinos, una ciudad idéntica y original, de la que Lòhjos es impúdi-
ca copia. Pero hay quien se jacta de que Lòhjos, sólo por eso, es por mucho superior.
La ciudad, en rigor, posee una entidad dual: a la ciudad con sus cimientos y construc-
ciones y calles y negocios y parques y casas y ciudadanos, le acontecen la materialidad
de una ciudad hipotética que el viajero, sin saberlo, trae consigo, y que contrasta con
las partes de la Lòhjos real. El resultado es una tercera Lòhjos, la única visible, y cuyo
registro es tan misterioso como beligerante: por sus calles, los elementos de una y de
otra persisten en constante tensión y disputa de matices. Así, con cada viajero, la Lòh-
jos invisible e idéntica para todos deviene en ciudades cuyas características se pierden
en interpretaciones, valoraciones, malentendidos y supuestos. Los oriundos se quejan
de que, con cada oleada turística, se hallan en situación embarazosa de compartir un
mismo espacio (y hasta un mismo cuerpo) con seres desiguales que actúan de modo si-
milar, piensan casi igual y, con el tiempo, suelen acentuar sus diferencias. Actualmen-
te, se ven llegar hordas de extranjeros que ocupan las vidas de la Lòhjos escrita y per-
durable.
Limitada a una geografía precisa y discreta, la ciudad es potencialmente infinita. Me
había intimado a mí mismo a no volver a Lóhjos desde mi última visita. Pero un afán
por calles tristes y mercados exóticos me indujo una vez más a armarme de equipaje y
atravesar el desierto que quizás nunca fue un mar como dicen, nomás para ensalzar su
pasado. Veo el pórtico enorme, tallado en marfil, que da la bienvenida y se abre en su-
burbios. Casa por casa, las palabras son saqueadas brutalmente.
Italo Calvino, Las ciudades invisibles, Madrid,
Siruela, 2007.
2.4. A continuación se presentan varias imágenes referidas a la película “Las alas del deseo” de Win Wenders, cu-
ya presentación puede ver en https://www.youtube.com/watch?v=13kPsa1j8I8. Identifique en ellas los signos e
indique el objeto y el interpretante de cada uno. Para ello, observe especialmente los siguientes aspectos:
• Colores • Encuadres
• Gestos • Vestimenta
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Imagen 1
Imagen 2
88
Imagen 3
Imagen 4
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2.5. Establezca las diferencias entre los signos seleccionados en las imágenes anteriores y los de las siguientes
imágenes del film El ángel enamorado, basado en la misma novela de P. Hanke.
Imagen 5
2.6. Analice las siguientes fotografías de prensa sobre la marcha de la mujer del 8 de marzo de 2017. Considere:
• Colores
• Gestos
• Posturas
• Miradas
• Encuadres
• Vestimenta
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Presentación
Tanto Peirce como Saussure se ocuparon del estudio de los signos. Mientras que el pri-
mero buscó dar cuenta del proceso de semiosis en el que intervienen, Saussure los concibió
como unidades que integran un sistema, la lengua, en el que adquieren su valor. Continuan-
do en parte los trabajos de Saussure, Benveniste estudió la significancia de esas unidades
cuando es engendrada por el discurso. Para ello, distinguió en los lenguajes dos modos de sig-
nificancia. En el sistema de la lengua, las unidades son signos verbales que poseen una signifi-
cancia semiótica (son signos que establecen en el sistema relaciones opositivas y diferencia-
les), pero es en el discurso donde la lengua se emplea. Allí los signos adquieren el estatuto de
“palabras” y actualizan sus sentidos en cada enunciación. El estudio del segundo modo de sig-
nificancia, que Benveniste denominó semántica, no se centra en las unidades estudiadas por
Peirce y por Saussure, sino en el discurso. Este no es concebido como una constelación de uni-
dades sucesivas o simultáneas. Es una entidad de un orden diferente en la que el sentido se
realiza globalmente y que requiere considerar las condiciones de producción y circulación pa-
ra su comprensión. En esta parte de la materia encaramos el estudio de ese modo de signifi-
cancia engendrado por el discurso a partir de distintos conceptos que han sido propuestos por
las ciencias del lenguaje para explicar los sentidos de los discursos sociales.
La noción de discurso es compleja. En numerosas ocasiones, la palabra “discurso” desig-
na un conjunto de enunciados: el discurso de los medios, el discurso feminista, el discurso kir-
94
chnerista. Otras veces se la emplea para designar un enunciado particular (el discurso de aper-
tura de las sesiones de la Cámara de Diputados) destacando el hecho de que ese enunciado es
el producto de un acto de comunicación sociohistóricamente determinado. En ambos casos,
la noción de discurso alude al uso de la lengua en un contexto particular. Benveniste explica
que el discurso remite al ejercicio/ al uso de la lengua en cada enunciación. El discurso, dice,
es “la lengua en tanto que es asumida por el hombre que habla, y en la condición de intersub-
jetividad”, es lo que hace posible la comunicación lingüística. Siguiendo esta última aproxi-
mación, a lo largo de las próximas unidades se estudian los siguientes rasgos.
En primer lugar, el discurso es asumido por alguien, que se plantea como fuente de los
señalamientos temporales, espaciales y personales, e indica qué actitud adopta como locutor
respecto de lo que dice y el modo en que interpela al otro. El discurso no necesariamente ex-
plicita esas actitudes o el tipo interpelación que realiza, sino que las “muestra”. Así, si alguien
dice “¡Vení!”, “Llueve”, “Tal vez llueva”, “Creo que va a llover”, no explicita la orden, la certe-
za o la duda, sino que, con recursos verbales, tonos o gestos, pone en escena la interpelación
que realiza.
Otro rasgo del discurso es que siempre está orientado. Los discursos “van a alguna par-
te”, tienen un fin. Por eso indican, de un modo o de otro, las intenciones del locutor. Imagi-
nemos una conversación de dos compañeros de la facultad a quince cuadras de la sede de la
universidad. Llega la hora de ir a clase, están considerando cómo llegar al curso y uno dice:
“La facultad está cerca”. La orientación del discurso es clara: la intención del locutor es que su
interlocutor concluya que conviene ir caminando. Su compañero, en cambio, le dice: “No, la
facultad está lejos”, de lo que se deriva que prefiere tomar un colectivo. Así, las palabras “cer-
ca/lejos” orientan en distintos sentidos el discurso: no indican exactamente una cierta distan-
cia a la facultad, sino el modo en que es percibida esa distancia y las intenciones del locutor
en cada caso.
Por eso se ha subrayado que los discursos son opacos, es decir, no representan de ma-
nera transparente los estados de cosas a los que se refieren, sino que representan el modo en
que son concebidos esos estados de cosas. Construyen entonces una mirada del espacio, del
tiempo, del referente, e incluso representan al propio enunciador y al enunciatario. En el “es-
cenario” montado en el discurso se muestran algunos aspectos del mundo y de los que hablan
de él y se ocultan necesariamente otros aspectos. Para corroborar la opacidad discursiva basta
con comparar, por caso, los títulos de una noticia periodística. En ocasión del Día Internacio-
nal de la Mujer, por ejemplo, los medios gráficos argentinos propusieron en 2017 distintas re-
presentaciones del evento, de los participantes y de las acciones desarrolladas:
• “Un ‘ruidazo’ dio inicio al Paro Internacional de Mujeres, antes de la marcha a Plaza de Mayo”
• “La marcha de la bronca”
• “Movilización en el día Internacional de la mujer”
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marcha -lo ubica en primer lugar- y cita el modo en que los participantes denominaron ese
momento: un “ruidazo”. Por otra parte, la decisión de mostrar los acontecimientos a partir de
las formas con las que fueron nombrados por los participantes (marcada por uso de mayúscu-
las y comillas) exhibe un enunciador con la voluntad de tomar cierta distancia de lo relatado
y de mostrar a su destinatario un criterio considerado objetivo para referirse a ello.
El segundo título es interesante porque pone en escena dos voces coorientadas: la del
enunciador que caracteriza los hechos como una “marcha” (no como un “paro” o una “movi-
lización”) e indica la emoción que unifica a las manifestantes (“la bronca”), y la voz de una
canción de protesta de los 70 que lleva ese nombre (“La marcha de la bronca”) con lo que su-
braya la finalidad atribuida al evento. A la vez que presenta los hechos, el título representa
también al enunciador como alguien que conoce la música popular local y que comparte su
saber con el enunciatario. El título propone entonces una clave de lectura del evento muy di-
ferente del de los otros dos: es un evento local, de protesta como otras marchas de los años
'70, al cual el enunciador se suma.
Estos y otros rasgos han llevado a los lingüistas a concebir el discurso como una forma
de acción sobre lo real. Por una parte, toda enunciación constituye un acto (sugerir, prome-
ter, afirmar). Los discursos poseen una fuerza ilocucionaria que indica cuál es tipo de acto que
se está llevando a cabo al enunciar (y el modo en que pretende ser recibido por el destinata-
rio). Por la otra, como toda acción, el discurso interviene sobre lo real y modifica, de un modo
u otro, las situaciones en las que se desencadena.
Un discurso no es una entidad cerrada, homogénea y monológica, sino que es constitu-
tivamente heterogéneo, posee un carácter dialógico y una apertura a múltiples relaciones
con otros discursos. La heterogeneidad del discurso se verifica simplemente al considerar que
hablamos con palabras ya empleadas por otros en situaciones diversas y en distintos momen-
tos históricos. Además, el discurso supone siempre un interlocutor -real o virtual- e integra
otras voces coincidentes o divergentes respecto de la del enunciador, por lo que su carácter es
interactivo. Finalmente, el discurso incluye ecos de otros discursos que lo vinculan o lo alejan
de discursos anteriores o contemporáneos, como se ejemplificó con el titular “La marcha de la
bronca”. En la sección titulada “Polifonía” estudiaremos en especial cómo han sido abordados
estos fenómenos desde distintas perspectivas teóricas.
Las teorías sociosemióticas como la de Mijaíl Bajtín y la mirada de Dominique Maingue-
neau, entre otras provenientes del análisis del discurso, han destacado la articulación entre los
discursos y las prácticas sociales. Estos autores conciben el discurso como una práctica regida
por las instituciones del habla. Destacan que el discurso es regulado por los géneros y por el
lugar que ocupan en la esfera de la actividad social o la esfera englobante en la que se ubican.
De este modo, un enunciado como “Usted queda detenido” no tiene el mismo sentido ni los
mismos efectos si integra una novela policial, un género típico de la escena englobante litera-
ria, o una declaración de una autoridad de una comisaría, propia de la escena englobante del
ámbito policial. La esfera literaria, que incluye muchos otros géneros además de la novela po-
licial, establece un contrato entre quienes intervienen en ella muy diferente del que instaura
la institución policial. La esfera inscribe la comunicación entre un escritor y su público, y la
ubica en el mundo ficcional. En cambio, la escena en la comisaría ubica el intercambio verbal
entre una autoridad pública y un ciudadano, con impacto directo en el mundo real. El género
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97
Como todo discurso, la última publicidad reproducida, publicada en una revista domini-
cal, interpela a los lectores desde las tres escenas. El ámbito publicitario como escena englo-
bante los interpela como consumidores; el género “publicidad de detergente” interpela al lec-
tor como una persona interesada en el producto para lavar. La escenografía elegida interpela
más bien a una lectora con una voz presumiblemente femenina, una voz “amiga”, que la trata
como a una mujer coqueta, cuidadosa de la estética, valoradora del cuidado de sí.
Esa voz femenina que se dirige a su interlocutora como una “amiga”, esa imagen del que
habla que deriva del discurso, recibe el nombre de ethos y funciona como garante de la enun-
ciación. En la publicidad comentada, es ese ethos el que autoriza a erigir el sentir -el sentirse
bien- como una buena razón para la compra del detergente. Por otra parte, la sensibilidad o el
cuidado de sí no se muestran como incompatibles con las tareas hogareñas y en conjunto
constituyen elementos portadores de juicios valor, en este caso positivos, asociados a emocio-
nes, mediante las cuales el discurso interpela al destinatario. Esos modos de interpelación de
las emociones del público son el objeto de los estudios sobre el pathos.
Como los géneros cambian a lo largo del tiempo, se los puede analizar en su historici-
dad. Maingueneau compara, por ejemplo, los pequeños anuncios matrimoniales estereotipa-
dos de la prensa escrita con los discursos de los sitios de encuentros en Internet que funcio-
nan actualmente en las redes sociales. La evolución no es una simple actualización tecnológi-
ca, sino que responde a transformaciones profundas en las prácticas sociales que conciernen
al estatuto de la pareja en la sociedad, el rol de ciertos intermediarios (la prensa, las agencias
matrimoniales), la atenuación de la distancia entre lo público y lo privado, entre lo sexual y
lo sentimental, etc. Los géneros -y los juegos escenográficos que admiten- evolucionan cons-
tantemente al compás de los cambios sociales, aun cuando muchas de las etiquetas que se
emplean para designarlos se mantengan (Maingueneau, 2014).
La noción de contexto
Como hemos señalado, el discurso debe estudiarse en su contexto. La noción de con-
texto también es compleja. Se lo ha entendido como el entrono verbal (co-texto), como el en-
torno físico (el dónde y el cuándo de la comunicación, los participantes, el canal) o como la
situación (político-cultural, histórica, etc.) en la que se considera un evento comunicacional.
En las dos últimas acepciones, el contexto hace alusión a la situación de comunicación y al
contexto de producción de un discurso, que suelen distinguirse de la puesta en escena enun-
ciativa construida en el discurso. Justamente, el estudio de la puesta en escena enunciativa
contribuye a explicar e interpretar el contexto y, recíprocamente, el conocimiento del contex-
to contribuye a interpretar los sentidos de una puesta en escena enunciativa.
Numerosos investigadores han destacado que el contexto es también “socialmente cons-
tituido”. En cada cultura y en cada momento histórico, los participantes de la comunicación
poseen imágenes prototípicas de los eventos comunicacionales. Hoy en día, si el lugar en el
que se produce el discurso es, por ejemplo, el Teatro Colón, el edificio de los Tribunales, o el
Congreso de la Nación, se activan en los participantes imágenes prototípicas del tipo de even-
to comunicacional (un concierto, un juicio, un debate parlamentario, etc.) que allí se desarro-
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lla, y esas imágenes prototípicas intervienen en la interpretación. De todos modos, las imáge-
nes van modificándose históricamente. Por ejemplo, el hecho de que se celebren casamientos
en el Colón va cambiando la imagen prototípica de los eventos comunicacionales que allí tie-
nen lugar.
Otros investigadores han destacado que el discurso mismo define el contexto o lo modi-
fica. Hay datos lingüísticos específicos que contribuyen a construir el contexto. Son los llama-
dos índices contextualizadores, como la expresión “Había una vez...”, el tono, la selección lé-
xica o el registro, que es la particular variedad de lengua que se emplea en función de la situa-
ción. En el desarrollo de los módulos siguientes consideraremos las relaciones entre discurso y
contexto de manera amplia, contemplando todas las dimensiones que colaboran en la inter-
pretación.
Bibliografía de referencia
BENVENISTE, Emile (1997): Problemas de lingüística general II, México, Siglo XXI.
CALSAMIGLIA, Helena y Amparo TUSÓN (1999): Las cosas del decir. Manual de análisis del dis-
curso, Barcelona, Ariel.
CHARAUDEAU, Patrick y Dominique MAINGUENEAU (dirs.) (2005): Diccionario de análisis del dis-
curso, Buenos Aires, Amorrortu.
MAINGUENEAU, Dominique (2009): Análisis de textos de comunicación, Buenos Aires, Nueva
Visión.
—— (2014): Discours et analyse du discours, París, Armand Colin.
99
La lingüística de la enunciación.
Fundamentos teóricos
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Julia Kristeva destaca en el prólogo a la edición de los últimos cursos dictados por Ben-
veniste en el Collège de France (1968-1969) los ejes de su reflexión y los rasgos de la doble sig-
nificancia de la lengua:
La búsqueda del sentido en su especificidad lingüística es lo que dirige el discurso sobre la len-
gua en las últimas lecciones [de Benveniste].[…]
El [estudio del] sentido ha sido dejado “fuera de la lingüística” (PLG II, 1967, p. 216): o bien
se lo ha “separado”, por considerarlo sospechoso de ser demasiado subjetivo, huidizo, in-
descriptible como forma lingüística; o bien se lo ha reducido a sus invariantes estructurales
morfosintácticas, “distribucionales” dentro de un “corpus dado”. Según Benveniste, al con-
trario, “significar” constituye un principio interno del lenguaje. Con esta “idea nueva”, su-
braya, “hemos sido impulsados hacia una problemática mayor, que involucra la lingüística
y más allá de ella”. Si algunos precursores (John Locke, Saussure y Charles Sander Peirce)
demostraron que “vivimos en un universo de signos” entre los cuales los de la lengua son
los primeros, seguidos de los signos de escritura, […] Benveniste busca mostrar cómo el
aparato formal de la lengua hace posible no solamente nombrar los objetos y las situaciones,
sino sobre todo “generar” discursos con significaciones originales […]
Desde un principio, Benveniste propone una lingüística general que se aleje tanto de la lin-
güística estructural como de la gramática generativa que dominaban el paisaje lingüístico
de la época, y avanza hacia una lingüística del discurso. […] Entablando una discusión con
Saussure y su concepción de los elementos distintivos del sistema lingüístico que son los
signos, Benveniste propone dos tipos en la significancia del lenguaje: “lo” semiótico y “lo”
semántico.
Lo “semiótico” (de semeion, o signo, caracterizado por su lazo “arbitrario” – resultado de
una convención social- entre el “significante” y el “significado”) es un sentido clausurado,
genérico, binario, intralingüístico, sistematizante e institucional que se define por una rela-
ción de “paradigma” y de “sustitución”. Lo “semántico” se expresa en la frase que articula
el “significado” del signo o el “intento” [la intención]. […] Se define por la relación de “co-
nexión”, o de “sintagma”, donde el “signo” (lo semiótico) deviene en palabra [mot] por la
“actividad del locutor”. Este pone en acción la lengua en una situación de discurso dirigido
por la “primera persona” (yo) a la “segunda persona” (tú, vos), situando la “tercera perso-
na”(él) fuera del discurso.”
Kristeva, “Preface”, en: Benveniste, E. Dernières leçons,
Seuil/Gallimard, 2012: 19-20. Adap.
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102
Émile Benveniste fue el primer lingüista que desarrolló un modelo de análisis de la len-
gua centrado en la enunciación. El lugar de este autor en la historia de la disciplina es rele-
vante puesto que sus reflexiones se produjeron en el contexto de auge del estructuralismo co-
mo método riguroso de estudio en las ciencias humanas. Recordemos que la perspectiva es-
tructuralista en lingüística se caracteriza por considerar la lengua como un sistema de relacio-
nes internas, con abstracción de toda referencia a elementos externos y a partir del cual se de-
berían deducir sus leyes de organización y funcionamiento.
El gran aporte de Benveniste reside en mantenerse fiel al pensamiento de Saussure en la
medida en que adopta sus ideas de estructura, relación y signo y, al mismo tiempo, presentar
algunos aspectos para estudiar la enunciación atendiendo a la presencia del ser humano en la
lengua. La innovación de su pensamiento radica justamente en articular los conceptos de su-
jeto y de estructura. De alguna manera, se puede decir que Benveniste es un continuador de
Saussure pero que simultáneamente intenta ir más allá, superar los límites de la teoría del lin-
güista suizo. Frente a la idea saussureana de que el habla era efímera, individual y accesoria y
no presentaba ningún tipo de regularidades, Benveniste registra ciertas sistematicidades en el
uso de la lengua (en el discurso) a través del estudio del modo en que la subjetividad se mani-
fiesta en el acto enunciativo.
103
sa en redes de signos que nos condicionan al punto de que no podría suprimirse una sola
sin poner en peligro el equilibrio de la sociedad y del individuo. Estos signos parecen en-
gendrarse y multiplicarse en virtud de una necesidad interna, que en apariencia responde
también a una necesidad de nuestra organización mental. Entre tantas y tan diversas ma-
neras que tienen de configurarse los signos, ¿qué principio introducir que ordene las rela-
ciones y delimite los conjuntos? (p. 55).
Frente a la pregunta sobre qué sucede con otros sistemas de signos (por ejemplo, los ar-
tísticos), Benveniste expone que hay sistemas semiológicos que tienen unidades, pero que es-
tas no son signos en el sentido semiótico del término. Por ejemplo, el sistema de la música en
el que no se le puede atribuir una significación estable a una nota musical (nadie puede decir
qué significa la nota “do”). De allí que el mensaje musical suscite interpretaciones, genere sig-
nificados diversos en distintas situaciones. Por el contrario, la lengua posee un sistema semió-
tico integrado por signos.
A continuación, explica que la lengua es el sistema semiótico por excelencia:
La lengua nos ofrece el único modelo de un sistema que sea semiótico a la vez en su estruc-
tura formal y en su funcionamiento:
1) Se manifiesta por la enunciación, que alude a una situación dada; hablar es siempre ha-
blar de.
2) Consiste formalmente en unidades distintas, cada una de las cuales es un signo.
3) Es producida y recibida en los mismos valores de referencia entre todos los miembros de
una comunidad.
4) Es la única actualización de la comunicación intersubjetiva.
Por estar razones, la lengua es la organización semiótica por excelencia. Da la idea de lo que
es una función de signo, y es la única que ofrece la formula ejemplar de ello. De ahí procede
que ella sola pueda conferir -y lo hace en efecto- a otros conjuntos la calidad de sistemas sig-
nificantes informándolos de la relación de signo. Hay pues un modelado semiótico que la
lengua ejerce y del que no se concibe que su principio resida en otra parte que no sea la len-
gua. La naturaleza de la lengua, su función representativa, su poder dinámico, su papel en la
vida de relación, hacen de ella la gran matriz semiótica, la estructura, modeladora de la que
las otras estructuras reproducen los rasgos y el modo de acción (p. 66).
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Cuando se interroga sobre a qué obedece esta propiedad, responde de la siguiente manera:
¿Puede discernirse por qué la lengua es el interpretante de todo sistema significante? ¿Es
sencillamente por ser el sistema más común, el que tiene el campo más vasto, la mayor fre-
cuencia de empleo y -en la práctica- la mayor eficacia? Muy a la inversa: esta situación pri-
vilegiada de la lengua en el orden pragmático es una consecuencia, no una causa, de su
preeminencia como sistema significante, y de esta preeminencia puede dar razón un prin-
cipio semiológico solo. Lo descubriremos adquiriendo conciencia del hecho de que la len-
gua significa de una manera específica y que no es sino suya, de una manera que no repro-
duce ningún otro sistema. Está investida de una doble significancia. He aquí propiamente
un modelo sin análogo. La lengua combina dos modos distintos de significancia, que lla-
mamos el modo semiótico por una parte, el modo semántico por otra (p. 67).
En síntesis, hasta aquí vimos que la lengua es el único sistema de signos que posee dos
modos de significancia: el modo semiótico y el modo semántico. Benveniste sigue a Saussure
para quien la lengua es un sistema de signos y el signo es una unidad semiótica.
El modo de significancia semiótico corresponde al nivel “intralingüístico”, en el que cada
signo es distintivo, significativo en relación con los demás signos en el sistema de la lengua. Es-
te modo se ajusta a la descripción que Saussure realiza de la lengua como un código convencio-
nal, estable, homogéneo y externo al individuo. En ese sentido, no interesa la relación del signo
con las cosas denotadas, ni de la lengua con el mundo. En palabras de Benveniste:
Lo semiótico designa el modo de significancia que es propio del signo lingüístico y que lo
constituye como unidad. Por medio del análisis pueden ser consideradas por separado las
dos caras del signo, pero por lo que hace a la significancia, unidad es y unidad queda. Todo
el estudio semiótico, en sentido estricto, consistirá en identificar las unidades, en describir
las marcas distintivas y en descubrir criterios cada vez más sutiles de la distintividad. De es-
ta suerte cada signo afirmará con creciente claridad su significancia propia en el seno de
una constelación o entre el conjunto de los signos. Tomado en sí mismo, el signo es pura
identidad para sí, pura alteridad para todo lo demás, base significante de la lengua, mate-
rial necesario de la enunciación. Existe cuando es reconocido como significante por el con-
junto de los miembros de la comunidad lingüística, y evoca para cada quien, a grandes ras-
gos, las mismas asociaciones y las mismas oposiciones. Tal es el dominio y el criterio de la
semiótica (p. 67).
El segundo modo de significancia resulta de la actividad del locutor que pone a la len-
gua en acción y se denomina semántico. Este modo opera porque hay algunas unidades de la
lengua, algunos elementos del sistema que no pueden comprenderse dentro de dicho sistema.
Esto es: no tienen una significación estable dentro del sistema, sino que sus significantes se
“llenan” de significado al ser puestos en discurso y apropiados por un intérprete en un con-
texto determinado. A propósito, Benveniste explica:
Con lo semántico entramos en el modo especifico de significancia que es engendrado por
el discurso. Los problemas que se plantean aquí son función de la lengua como productora
de mensajes. Ahora, el mensaje no se reduce a una sucesión de unidades por identificar se-
paradamente; no es una suma de signos la que produce el sentido, es, por el contrario, el
sentido, concebido globalmente, el que se realiza y se divide en “signos” particulares, que
son las palabras. En segundo lugar, lo semántico carga por necesidad con el conjunto de los
referentes, en tanto que lo semiótico está, por principio, separado y es independiente de
105
Es necesario destacar la diferencia que se observa en los dos modos en lo que atañe al
tratamiento otorgado a la referencia: en el modo semiótico, la referencia está ausente. En el
modo semántico, por el contrario, la referencia es la que define el sentido porque este se ca-
racteriza por la relación establecida entre las ideas expresadas en las palabras y las frases y la
situación de discurso (el yo, aquí y ahora de la enunciación).
En suma, Benveniste recapitula acerca del lugar que ocupa la lengua entre los sistemas
semióticos:
La lengua es el único sistema cuya significancia se articula, así, en dos dimensiones. Los de-
más sistemas tienen una significancia unidimensional: o semiótica (gestos de cortesía ), sin
semántica; o semántica (expresiones artísticas), sin semiótica. El privilegio de la lengua es
portar al mismo tiempo la significancia de los signos y la significancia de la enunciación.
De ahí proviene su poder mayor, el de crear un nuevo nivel de enunciación, donde se vuel-
ve posible decir cosas significantes acerca de la significancia. Es en esta facultad metalin-
güística donde encontramos el origen de la relación de interpretancia merced a la cual la
lengua engloba los otros sistemas (p. 68).
Y añade:
En conclusión, hay que superar la noción saussureana del signo como principio único, del
que dependerían a la vez la estructura y el funcionamiento de la lengua. Dicha superación
se logrará por dos caminos:
En el análisis intralingüístico, abriendo una nueva dimensión de significancia, la del dis-
curso, que llamamos semántica, en adelante distinta de la que está ligada al signo, y que se-
rá semiótica.
En el análisis translingüístico de los textos, de las obras, merced a la elaboración de una
metasemántica que será construida sobre la semántica de la enunciación.
Será una semiología de “segunda generación”, cuyos instrumentos y método podrán con-
currir asimismo al desenvolvimiento de las otras ramas de la semiología general (p. 69).
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De la subjetividad en el lenguaje
Émile Benveniste
Problemas de lingüística general, tomo 1, México, Siglo XXI, 1982, pp. 179-187
[originalmente en Journal de Psychologie, julio-sept, 1958, PUF]
Si el lenguaje es, como dicen, instrumento de comunicación, ¿a qué debe semejante pro-
piedad? La pregunta acaso sorprenda, como todo aquello que tenga aire de poner en tela de
juicio la evidencia, pero a veces es útil pedir a la evidencia que se justifique. Se ocurren enton-
ces, sucesivamente, dos razones. La una sería que el lenguaje aparece de hecho, así empleado,
sin duda porque los hombres no han dado con medio mejor ni siquiera tan eficaz para comu-
nicarse. Esto equivale a verificar lo que deseábamos comprender. Podría también pensarse que
el lenguaje presenta disposiciones tales que lo tornan apto para servir de instrumento; se pres-
ta a transmitir lo que le confío, una orden, una pregunta, un aviso y provoca en el interlocu-
tor un comportamiento adecuado a cada ocasión. Desarrollando esta idea desde un punto de
vista más técnico, añadiríamos que el comportamiento del lenguaje admite una descripción
conductista, en términos de estímulo y respuesta, de donde se concluye el carácter mediato e
instrumental del lenguaje. ¿Pero es de veras del lenguaje de lo que se habla aquí? ¿No se lo
confunde con el discurso? Si aceptamos que el discurso es lenguaje puesto en acción, y nece-
sariamente entre partes, hacemos que asome, bajo la confusión, una petición de principio,
puesto que la naturaleza de este “instrumento” es explicada por su situación como “instru-
mento”. En cuanto al papel de transmisión que desempeña el lenguaje, no hay que dejar de
observar por una parte que este papel puede ser confiado a medios no lingüísticos, gestos, mí-
mica y por otra parte, que nos dejamos equivocar aquí, hablando de un “instrumento”, por
ciertos procesos de transmisión que, en las sociedades humanas, son sin excepción posteriores
al lenguaje y que imitan el funcionamiento de éste. Todos los sistemas de señales, rudimenta-
rios o complejos están en este caso.
En realidad la comparación del lenguaje con un instrumento –y con un instrumento
material ha de ser, por cierto, para que la comparación sea sencillamente inteligible– debe ha-
cernos desconfiar mucho, como cualquier noción simplista acerca del lenguaje. Hablar de ins-
trumento es oponer hombre y naturaleza. El pico, la flecha, la rueda no están en la naturale-
za. Son fabricaciones. El lenguaje está en la naturaleza del hombre, que no lo ha fabricado.
Siempre propendemos a esta figuración ingenua de un período original en que un hombre
completo se descubriría un semejante no menos completo y entre ambos, poco a poco, se iría
elaborando el lenguaje. Esto es pura ficción. Nunca llegamos al hombre separado del lenguaje
ni jamás lo vemos inventarlo. Nunca alcanzamos el hombre reducido a sí mismo, ingeniándo-
se para concebir la existencia del otro. Es un hombre hablante el que encontramos en el mun-
do, un hombre hablando a otro, y el lenguaje enseña la definición misma del hombre.
Todos los caracteres del lenguaje, su naturaleza inmaterial, su funcionamiento simbóli-
co, su ajuste articulado, el hecho de que posea un contenido, bastan ya para tornar sospechosa
107
esta asimilación a un instrumento, que tiende a disociar del hombre la propiedad del lengua-
je. Ni duda cabe que en la práctica cotidiana el vaivén de la palabra sugiere un intercambio y
por tanto una “cosa” que intercambiaríamos. La palabra parece así asumir una función instru-
mental o vehicular que estamos prontos a hipostatizar en “objeto”. Pero, una vez más, tal pa-
pel toca a la palabra.
Una vez devuelta a la palabra esta función, puede preguntarse qué predisponía a aquélla
a garantizar ésta. Para que la palabra garantice la “comunicación” es preciso que la habilite el
lenguaje, del que ella no es sino actualización. En efecto, es en el lenguaje donde debemos
buscar la condición de esa aptitud. Reside, nos parece, en una propiedad del lenguaje, poco
visible bajo la evidencia que la disimula y que todavía no podemos caracterizar si no es suma-
riamente.
Es en y por el lenguaje como el hombre se constituye como sujeto; porque el solo len-
guaje funda en realidad, en su realidad que es la del ser, el concepto de “ego”.
La “subjetividad” de que aquí tratamos es la capacidad del locutor de plantearse como
“sujeto”. Se define no por el sentimiento que cada quien experimenta de ser él mismo (senti-
miento que, en la medida en que es posible considerarlo, no es sino un reflejo) sino como la
unidad psíquica que trasciende la totalidad de las experiencias vividas que reúne y que asegu-
ra la permanencia de la conciencia. Pues bien, sostenemos que esta “subjetividad”, póngase
en fenomenología o en psicología, como se guste, no es más que la emergencia en el ser de
una propiedad fundamental del lenguaje. Es “ego” quien dice “ego”. Encontramos aquí el fun-
damento de la “subjetividad” que se determina por el estatuto lingüístico de la “persona”.
La conciencia de sí no es posible más que si se experimenta por contraste. No empleo yo
sino dirigiéndome a alguien, que será en mi alocución un tú. Es esta condición de diálogo la
que es constitutiva de la persona, pues implica en reciprocidad que me torne tú en la alocu-
ción de aquel que por su lado se designa por yo. Es aquí donde vemos un principio cuyas con-
secuencias deben desplegarse en todas direcciones. El lenguaje no es posible sino porque cada
locutor se pone como sujeto y remite a sí mismo como yo en su discurso. En virtud de ello, yo
plantea otra persona, la que, exterior y todo a “mí”, se vuelve mi eco al que digo tú y que me
dice tú. La polaridad de las personas, tal es en el lenguaje la condición fundamental de la que
el proceso de comunicación, que nos sirvió de punto de partida, no pasa de ser una conse-
cuencia del todo pragmática. Polaridad por lo demás muy singular en sí, y que presenta un ti-
po de oposición cuyo equivalente no aparece en parte alguna, fuera del lenguaje. Esta polari-
dad no significa igualdad ni simetría: “ego” tiene siempre una posición de trascendencia con
respecto a tú, no obstante, ninguno de los dos términos es concebible sin el otro, son comple-
mentarios, pero según una oposición “interior/exterior” y, al mismo tiempo son reversibles.
Búsquese un paralelo a esto; no se hallará. Única es la condición del hombre en el lenguaje.
Así se desploman las viajes antinomias del “yo” y del “otro”, del individuo y la sociedad.
Dualidad que es ilegítimo y erróneo reducir a un solo término original, sea éste el “yo” que
debiera estar instalado en su propia conciencia para abrirse entonces a la del “prójimo” o bien
sea, por el contrario, la sociedad, que preexistiría como totalidad al individuo y de donde éste
apenas se desgajaría conforme adquiriese la conciencia de sí. Es en una realidad dialéctica,
que engloba los dos términos y los define por relación mutua, donde se descubre el funda-
mento lingüístico de la subjetividad.
108
Pero ¿tiene que ser lingüístico dicho fundamento? ¿Cuáles títulos se arroga el lenguaje
para fundar la subjetividad?
De hecho, el lenguaje responde a ello en todas sus partes. Está marcado tan profunda-
mente por la expresión de la subjetividad que se pregunta uno si, construido de otra suerte,
podría seguir funcionando y llamarse lenguaje. Hablamos ciertamente del lenguaje, y no sola-
mente de lenguas particulares. Pero los hechos de las lenguas particulares, concordantes, testi-
monian por el lenguaje. Nos conformaremos con citar los más aparentes.
Los propios términos de que nos servimos aquí, yo y tú, no han de tomarse como figuras
sino como formas lingüísticas, que indican la “persona”. Es un hecho notable –mas ¿quién se
pone a notarlo, siendo tan familiar?– que entre los signos de una lengua, del tipo, época o re-
gión que sea, no falten nunca los “pronombres personales”. Una lengua sin expresión de la
persona no se concibe. Lo más que puede ocurrir es que, en ciertas lenguas, en ciertas circuns-
tancias, estos “pronombres” se omitan deliberadamente; tal ocurre en la mayoría de las socie-
dades del Extremo Oriente, donde una convención de cortesía impone el empleo de perífrasis
o de formas especiales entre determinados grupos de individuos, para reemplazar las referen-
cias personales directas. Pero estos usos no hacen sino subrayar el valor de las formas evitadas;
pues es la existencia implícita de estos pronombres la que da su valor social y cultural a los
sustitutos impuestos por las relaciones de clase.
Ahora bien, estos pronombres se distinguen en esto de todas las designaciones que la
lengua articula: no remiten ni a un concepto ni a un individuo.
No hay concepto “yo” que englobe todos los yo que se enuncian en todo instante en bo-
ca de todos los locutores, en el sentido en que hay un concepto “árbol” al que se reducen to-
dos los empleos individuales de árbol. El “yo” no denomina, pues, ninguna entidad léxica.
¿Podrá decirse entonces que yo se refiere a un individuo particular? De ser así, se trataría de
una contradicción permanente admitida en el lenguaje y la anarquía en la práctica: ¿cómo el
mismo término podría referirse indiferentemente a no importa cuál individuo y al mismo
tiempo identificarlo en su particularidad? Estamos ante una clase de palabras, los “pronom-
bres personales”, que escapan al estatuto de todos los demás signos del lenguaje. ¿A qué yo se
refiere? A algo muy singular, que es exclusivamente lingüístico: yo se refiere al acto de discur-
so individual en que es pronunciado, y cuyo locutor designa. Es un término que no puede ser
identificado más que en lo que por otro lado hemos llamado instancia de discurso, y que no
tiene otra referencia que la actual. La realidad a la que remite es la realidad del discurso. Es en
la instancia de discurso en que yo designa el locutor donde éste se enuncia como “sujeto”. Así,
es verdad, al pie de la letra, que el fundamento de la subjetividad está en el ejercicio de la len-
gua. Por poco que se piense, se advertirá que no hay otro testimonio objetivo de la identidad
del sujeto que el que así da él mismo sobre sí mismo.
El lenguaje está organizado de tal forma que permite a cada locutor apropiarse la lengua
entera designándose como yo.
Los pronombres personales son el primer punto de apoyo para este salir a luz de la subjeti-
vidad en el lenguaje. De estos pronombres dependen a su vez otras clases de pronombres, que
comparten el mismo estatuto. Son los indicadores de la deixis, demostrativos, adverbios, adjeti-
vos, que organizan las relaciones espaciales y temporales en torno al “sujeto” tomado como
punto de referencia: “esto, aquí, ahora” y sus numerosas correlaciones “eso, ayer, el año pasado,
109
mañana”, etc. Tienen por rasgo común definirse solamente por relación a la instancia de discur-
so en que son producidos, es decir bajo la dependencia del yo que en aquélla se enuncia.
Fácil es ver que el dominio de la subjetividad se agranda más y tiene que anexarse la ex-
presión de la temporalidad. Cualquiera que sea el tipo de lengua, por doquier se aprecia cierta
organización lingüística de la noción de tiempo. Poco importa que esta noción se marque en
la flexión de un verbo o mediante palabras de otras clases (partículas; adverbios; variaciones
léxicas, etc.) –es cosa de estructura formal. De una u otra manera, una lengua distingue siem-
pre “tiempos”; sea un pasado y un futuro, separados por un presente, como en francés o en
español; sea un presente pasado opuesto a un futuro o un presente-futuro distinguido de un
pasado, como en diversas lenguas amerindias, distinciones susceptibles a su vez de variaciones
de aspecto, etc. Pero siempre la línea divisoria es una referencia al “presente”. Ahora, este
“presente” a su vez no tiene como referencia temporal más que un dato lingüístico: la coinci-
dencia del acontecimiento descrito con la instancia de discurso que lo describe. El asidero
temporal del presente no puede menos de ser interior al discurso. El Dictionnaire général define
el “presente” como “el tiempo del verbo que expresa el tiempo en que se está”. Pero cuidémo-
nos: no hay otro criterio ni otra expresión para indicar “el tiempo en que se está” que tomarlo
como “el tiempo en que se habla”. Es éste el momento eternamente “presente”, pese a no re-
ferirse nunca a los mismos acontecimientos de una cronología “objetiva” por estar determina-
do para cada locutor por cada una de las instancias de discurso que le tocan. El tiempo lin-
güístico es sui-referencial. En último análisis la temporalidad humana con todo su aparato lin-
güístico saca a relucir la subjetividad inherente al ejercicio mismo del lenguaje.
El lenguaje es pues la posibilidad de la subjetividad, por contener siempre las formas lin-
güísticas apropiadas a su expresión, y el discurso provoca la emergencia de la subjetividad, en
virtud de que consiste en instancias discretas. El lenguaje propone en cierto modo formas “va-
cías” que cada locutor en ejercicio de discurso se apropia y que refiere a su “persona”, defi-
niendo al mismo tiempo él mismo como yo y una pareja como tú. La instancia de discurso es
así constitutiva de todas las coordenadas que definen el sujeto y de las que apenas hemos de-
signado sumariamente las más aparentes.
110
111
ciación “no subjetiva” aparece a plena luz, no bien se ha caído en la cuenta de la naturaleza
de la oposición entre las “personas” del verbo. Hay que tener presente que la “3ª persona” es
la forma del paradigma verbal (o pronominal) que no remite a una persona, por estar referida
a un objeto situado fuera de la alocución. Pero no existe ni se caracteriza sino por oposición a
la persona yo del locutor que, enunciándola, la sitúa como “no-persona”. Tal es su estatuto. La
forma él… extrae su valor de que es necesariamente parte de un discurso enunciado por “yo”.
Pero yo juro es una forma de valor singular, por cargar sobre quien se enuncia yo la reali-
dad del juramento. Esta enunciación es un cumplimiento: “jurar” consiste precisamente en la
enunciación yo juro, que liga a Ego. La enunciación yo juro es el acto mismo que me compro-
mete, no la descripción del acto que cumplo. Diciendo prometo, garantizo, prometo y garanti-
zo efectivamente. Las consecuencias (sociales, jurídicas, etc.) de mi juramento, de mi prome-
sa, arrancan de la instancia del discurso que contiene juro, prometo. La enunciación se identifi-
ca con el acto mismo. Mas esta condición no es dada en el sentido del verbo; es la “subjetivi-
dad” del discurso la que la hace posible. Se verá la diferencia reemplazando yo juro por él jura.
En tanto que yo juro es un comprometerme, él jura no es más que una descripción, en el mis-
mo plano que él corre, él fuma. Se ve aquí, en condiciones propias a estas expresiones, que el
mismo verbo, según sea asumido por un “sujeto” o puesto fuera de la “persona”, adquiere va-
lor diferente. Es una consecuencia de que la instancia de discurso que contiene el verbo plan-
tee el acto al mismo tiempo que funda el sujeto. Así el acto es consumado por la instancia de
enunciación de su “nombre” (que es “jurar”), a la vez que el sujeto es planteado por la instan-
cia de enunciación de su indicador (que es “yo”).
Bastantes nociones en lingüística, quizá hasta en psicología, aparecerán bajo una nueva
luz si se las restablece en el marco del discurso, que es la lengua en tanto que asumida por el
hombre que habla, y en la condición de intersubjetividad, única que hace posible la comuni-
cación lingüística.
112
La enunciación
113
114
Enunciado y enunciación
En todo enunciado -ya sea verbal o no verbal, una frase o un relato, una fotografía o un
film- es posible reconocer siempre dos niveles: el nivel de lo expresado, la información trans-
mitida, la historia contada, aquello que es objeto del discurso, esto es, lo enunciado (nivel enun-
civo); y el nivel enunciativo o la enunciación, es decir, el proceso por el cual lo expresado se atri-
buye a un yo que apela a un tú. Así en el enunciado reconocemos lo enunciado y la enuncia-
ción. El enunciado, entonces, no sólo aporta una información, sino que pone en escena, re-
presenta, una situación comunicativa por la cual algo se dice desde cierta perspectiva, la del
enunciador, y para cierta inteligibilidad, el enunciatario.1
Por lo general, en los trabajos sobre enunciación, se ha privilegiado el estudio de las
marcas del enunciador (Kerbrat-Orecchioni, 1986). Pero es necesario considerar que el enun-
ciador no sólo se constituye a sí mismo, sino que construye una imagen de enunciatario y las
huellas de su presencia son múltiples. Veamos los siguientes ejemplos.
• "...Mi cara es rara, mi nariz imperfecta, pero llegué igual. Conmigo se abrió el campo de la
perspectiva de la belleza. Conmigo la modelo dejó de ser ‘la linda'[ ...] Soy sexy y muy sen-
sual y utilizo esas herramientas para mi trabajo. Esto me viene desde muy adentro. No es
algo fingido. Soy un ser profundamente sexual, pero a veces lo que impera son otras facetas
mías. [...] Sí: soy a toda hora una persona apasionada, creo que se nota, ¿no?...”
• "Hubo una época en que todo era más fácil. Tu mamá decidía qué ropa te ponías. Te pei-
naba. Te cuidaba. Y cuando tenías hambre sólo llorabas. Ibas a ser abogado o tal vez inge-
niero. Pero un día, sin que te dieras cuenta, creciste. Y aprendiste a decir que no. No te
conformaste. Y sentiste que querías cometer tus propios errores. Entonces tomaste el ca-
mino más difícil. Te dedicaste a lo que realmente querías. Te animaste a ser distinto. Y por
primera vez sentiste que podías. Era tu lucha, tu convicción. Y sin dudar arriesgaste todo lo
que tenías. Porque en el fondo, sabías que había algo mucho peor que fracasar. No haberlo
intentado. JUST DO IT."
El primer texto está, evidentemente, más marcado por la presencia del enunciador (mi,
conmigo, desinencias verbales), que se constituye de determinada manera ("modelo","ser pro-
fundamente sexual", "persona apasionada", "sexy", "muy sensual", etc.), y el enunciatario es
llamado a corroborar la construcción de esa imagen del yo ("Creo que se nota, ¿no?"). En
cuanto al segundo ejemplo, no es extraño que este género -publicidad de una marca de zapa-
tillas- esté cargado de expresiones explícitas acerca del enunciatario previsto. La utilización de
la segunda persona (tu, te, desinencias verbales), el grado de saberes, deseos, presupuestos o
sospechados en el virtual lector del texto, la determinación de sus necesidades, son todos ras-
gos que configuran la imagen del enunciatario. A su vez, la imagen que se construye del
enunciador, aunque implícita, sugiere un argumentador que sabe, conoce, estimula esa nece-
115
El enunciador y el enunciatario
Elvira Arnoux et al.
En Pasajes, Buenos Aires, Biblos, 2009. Adaptación para la cátedra
Tanto los estudiosos de la lengua como los que han puesto énfasis en el análisis del dis-
curso se han interrogado sobre el sujeto que produce los enunciados. Su reflexión sobre el len-
guaje ha evidenciado la no unicidad del sujeto hablante, desde una perspectiva diferente de la
que ha encarado la psicología o la sociología.
En efecto, el lingüista francés Osvald Ducrot ha objetado la creencia generalizada de que
detrás de cada enunciado hay uno y solo un sujeto que habla. Para él, esta idea de un sujeto
hablante -que parece evidente- remite, en realidad, a varias instancias diferentes. En primer
lugar, remite al sujeto empírico, que es el autor efectivo, el productor de un enunciado. Este su-
jeto a veces es fácilmente identificable, pero en otros casos no es sencillo establecer de quién
se trata. Como señala Ducrot (1988),1 en una circular administrativa, por ejemplo, es difícil
determinar si el productor del enunciado es la secretaria administrativa, el funcionario que
dictó la circular, su superior que tomó la decisión. En una enciclopedia se produce una situa-
ción similar, por lo que se suele considerar al sujeto empírico como una “cadena” de produc-
tores: el director de la enciclopedia, los especialistas consultados, el jefe de redacción, los re-
dactores, para nombrar solo algunos de los integrantes de esta instancia. En el estudio del su-
jeto empírico, el análisis del discurso comparte su objeto con la sociología y con la psicología,
entre otras disciplinas. Cuando uno se interroga sobre esta instancia, busca identificar al pro-
ductor real, lo ubica en su contexto y en el campo cultural, político, científico en el que se in-
serta para procurar explicarse por qué dijo lo que dijo. En otras palabras, indaga sobre las con-
diciones de producción de los enunciados.
1 Osvald Ducrot (1988): Polifonía y argumentación. Cali: Universidad del Valle, p. 66.
116
Ahora bien, al estudioso del lenguaje -y a todo lector que encare una interpretación crí-
tica- le interesa, además, lo que el enunciado dice. Para comprender el enunciado es necesario
detenerse en la figura que lleva adelante el discurso, el que se erige como responsable del decir
y del punto de vista desarrollado. Se trata de un sujeto que está implícito en el enunciado
mismo, que está moldeado en el propio enunciado y que existe solo en el enunciado. Ese “su-
jeto de papel”, esa voz, adquiere su presencia en la escena enunciativa de diferentes formas: a
través de los deícticos de primera persona, a través de empleo de distintas modalidades, a tra-
vés de una perspectiva o un foco presente tanto en los discursos en primera como en tercera
persona. Esa instancia puede mostrarse como una figura sensible y emotiva o como portadora
de una mirada científica; puede reflejar la perspectiva de los hechos de algún participante o
de un grupo o procurar una visión “neutra” de los asuntos que aborda. Se denomina “enun-
ciador” a esa figura que el enunciado construye como responsable del punto de vista que ma-
nifiesta. La teoría literaria ha diferenciado así en los discursos narrativos autor y narrador.
Además, en un mismo enunciado puede intervenir más de un enunciador. Estos otros
enunciadores tampoco son personas, sino que son los orígenes de otras palabras o de otras
perspectivas que se presentan en el enunciado. Cuando se quiere marcar el carácter dominan-
te de un enunciador frente a otros, se habla de “enunciador básico”.
La investigadora argentina Isabel Filinich se refiere del siguiente modo a la instancia que
aquí denominamos “enunciador básico”:
El sujeto de la enunciación, reiteramos, es una instancia lingüística presente en el discurso,
en toda actualización de la lengua, como una representación de la relación dialógica que,
en los casos más transparentes, aparece como un yo responsable del decir y el tú previsto
por el enunciador. Además de los pronombres de primera y segunda persona, la presencia
de ambas figuras se puede reconocer por todos aquellos indicios que dan cuenta de una
perspectiva (visual y valorativa) desde la cual se presentan los hechos y de una captación
que se espera obtener.
Los estudiosos, además de observar el lenguaje como un modo de acción y la estructura
dialógica de la enunciación, aportan una contribución fundamental: la enunciación no só-
lo es la actualización de la lengua. Ella misma como sistema integra en su interior sus con-
diciones de uso; hay una virtualidad contenida en el lenguaje por la cual ciertos elementos
"engarzan" con el contexto de enunciación: son formas generales y "vacías" (pronombres
personales/ deícticos en general/ temporalidad) que ofrece la lengua para su actualización
en el discurso. Estos elementos serían los que determinan sus coordenadas espaciales, tem-
porales y actoriales.
Filinich, M. Enunciación. Bs. As. Eudeba,
Enciclopedia Semiológica, 1998.
117
Deixis
El término deixis proviene de una palabra griega que significa “mostrar" o “indicar", y se utili-
za en lingüística para referirse a la función de los pronombres personales y demostrativos, de
los tiempos y de un abanico de rasgos gramaticales y léxicos que vinculan los enunciados
con las coordenadas espacio-temporales del acto de enunciación. Los términos “ostensivo",
“deíctico", “demostrativo" se basan en la idea de identificar o de hacer ver mostrando (para
Peirce son símbolos indiciales). Los términos “shifter" o “embrague" ponen el acento en el
hecho de que estas unidades vinculan el enunciado con la enunciación.
Adaptación de John Lyons, Semántica, Barcelona, Teide, 1978.
Deícticos de persona
a) Pronombres personales
Los pronombres personales (y los posesivos) son los más evidentes y mejor conocidos de
los deícticos: /yo/ y /tú/ (vos/ usted) son deícticos puros. Se oponen conjuntamente a la "no
persona" (Benveniste): /él/, /ellos/ y /ella(s)/ indican simplemente que el individuo que deno-
tan no funciona como enunciador ni como enunciatario (se habla de él o de ella pero con él).
118
2) ¿Cómo se siente? ¿Cómo se siente ver que el horror estalla en tu patio y no en el living
del vecino? ¿Cómo se siente el miedo apretando tu pecho, el pánico que provocan el ruido
ensordecedor, las llamas sin control, los edificios que se derrumban, ese terrible olor que se
mete hasta el fondo en los pulmones, los ojos de los inocentes que caminan cubiertos de
sangre y polvo?
¿Cómo se vive por un día en tu propia casa la incertidumbre de lo que va a pasar? [...]
¿Cómo se siente hoy el horror cuando las terribles imágenes de la televisión te dicen que lo
ocurrido el fatídico 11 de septiembre no pasó en una tierra lejana sino en tu propia patria?
Otro 11 de setiembre, pero de 28 años atrás, había muerto un presidente de nombre Salva-
dor Allende resistiendo un golpe de Estado que tus gobernantes habían planeado. También
fueron tiempos de horror, pero eso pasaba muy lejos de tu frontera, en una ignota republi-
queta sudamericana. Las republiquetas estaban en tu patio trasero y nunca te preocupaste
mucho cuando tus marines salían a sangre y fuego a imponer sus puntos de vista.
¿Sabías que entre 1824 y 1994 tu país llevó a cabo 73 invasiones a países de América Lati-
na? Las víctimas fueron Puerto Rico, México, Nicaragua, Panamá, Haití, Colombia, Cuba,
Honduras, República Dominicana, Islas Vírgenes, El Salvador, Guatemala y Granada. [...]
Hace casi un siglo que tu país está en guerra con todo el mundo. Curiosamente, tus gober-
nantes lanzan los jinetes del Apocalipsis en nombre de la libertad y de la democracia. Pero
debes saber que para muchos pueblos del mundo Estados Unidos no representa la libertad,
sino un enemigo lejano y terrible que sólo siembra guerra, hambre, miedo y destrucción.
[...] ¿Qué se siente cuando el horror golpea a tu puerta aunque sea por un sólo día?
¿Cómo se siente el miedo? ¿Cómo se siente, yanqui, saber que la larga guerra finalmente el
11 de septiembre llegó a tu casa?
Gabriel García Márquez, Carta abierta (http://chile.indyme-
dia.org/news/2003/02/1289.php). (Adaptación)
119
Observaciones
• Un caso interesante es el nosotros de autor utilizado particularmente en las obras di-
dácticas (“Ya hemos visto...”, “Tenemos que demostrar ahora...”) donde enunciador y
enunciatario asumen en común el texto del manual.2
• En otras ocasiones, según Levinson,3 el nosotros se refiere a la ciencia que el que escri-
be ejercita y quien aparece como delegado de una colectividad investida de la autori-
dad de un saber:
Nosotros pensamos que el desarrollo biológico de un niño no puede ser considerado de
ninguna manera al mismo nivel que el desarrollo del niño a nivel social. (Vigotsky)
120
b) Los apelativos
Cuando un término del léxico es empleado en el discurso para mencionar a una perso-
na, se convierte en apelativo. Existen apelativos usuales: los pronombres personales, los nom-
bres propios, algunos sustantivos comunes, los títulos (“mi comandante”), algunos términos
de relación (“camarada”, “compañero”, “colega”), los términos de parentesco, los términos
que designan a un ser humano (“jovencito”). Otros términos, empleados metafóricamente pa-
ra designar a un ser humano constituyen igualmente apelativos usuales (“mi cielo”). Los ape-
lativos se usan como la primera, segunda y tercera persona del verbo para designar la persona
que habla (el locutor), aquella a quien se habla (el alocutario) y aquella de la cual se habla (el
delocutor). Se los llama, respectivamente, locutivos, alocutivos (o vocativos) y delocutivos.
Todo apelativo:
• tiene un carácter deíctico: permite la identificación de un referente, con la ayuda de to-
das las indicaciones que puede aportar la situación;
• tiene un carácter predicativo: el sentido del apelativo elegido permite efectuar una se-
gunda predicación explícita;
• manifiesta las relaciones sociales: por eso permite efectuar una segunda predicación, so-
breentendida, que remite a la relación social del locutor con la persona designada.
El vocativo en particular:
• Llama la atención del alocutario por la mención de un término que le designa y le in-
dica que el discurso se dirige a él. Por el término elegido, el enunciador indica también qué re-
lación tiene con él y le atribuye una caracterización y un rol que tienden a hacerle interpretar
el discurso de cierta manera: "hermanas y hermanos de mi patria", "ciudadanos". A veces el
vocativo constituye un "enunciado": "El que se está haciendo el gracioso ahí atrás".
• La predicación efectuada con la ayuda del sentido de la palabra constituye un juicio
acerca del alocutario. El juicio es fácilmente reconocible en las injurias vocativas, donde consti-
tuye la principal motivación de la enunciación del vocativo. La riqueza semántica varía en fun-
ción de la riqueza del léxico de los apelativos usuales. Pero apelativos inusuales son también po-
sibles, ya que el léxico injurioso constituye una serie léxica abierta.
Adaptación de Delphine Perret, “Les appellatifs”, Langages, 17, 1970.
Deícticos de espacio
Se deben mencionar dos casos principales: los demostrativos y los adverbios.
Los demostrativos espaciales se estructuran según un sistema ternario, siguiendo el eje
proximidad alejamiento del denotado respecto del enunciador:
• este/a aquí/acá próximo al hablante. Esta mesa hay que sacarla de aquí.
• ese/a ahí próximo al oyente. ¿Ese saco es tuyo?
• aquel/a allí/allá campo de referencia de la 3a. persona (no-interlocutor).
121
• cerca/lejos (de y): el lugar que representan es el que coincide con la ubicación del ha-
blante.5 ¿Está lejos tu trabajo? (de aquí) ¿ Vivís cerca? (de aquí)
• delante de / detrás de; a la izquierda / a la derecha
La silla está delante de / detrás de la mesa. (Significa: La silla está más cerca/ más lejos de mí
que la mesa.) Colocate a la izquierda del árbol. ("la izquierda del árbol" se sitúa en referencia a la
posición del hablante).
Deícticos de tiempo
Expresar el tiempo significa localizar un acontecimiento sobre el eje antes/después con res-
pecto a un momento (T) tomado como referencia. Según los casos, T puede corresponder a:
• Una determinada fecha, tomada como referencia en razón de su importancia histórica
para una determinada civilización (por ejemplo, el nacimiento de Cristo funciona, para
nosotros, como base del calendario).
• T1, un momento inscripto en el contexto verbal; se trata entonces de referencia cotex-
tual (por ejemplo, “Fue denunciado dos días después”).
• T0, el momento de la instancia enunciativa; referencia deíctica: “Fue denunciado antes
de ayer”.
En español, la localización temporal se realiza en el doble juego de las formas tempora-
les de la conjugación verbal, que explota casi exclusivamente el sistema de localización deícti-
ca, y de los adverbios y locuciones adverbiales, que se reparten muy parejamente entre la clase
de deícticos y los relacionales o cotextuales.
5 Excepto cuando el lugar está expresado en el cotexto. Por ejemplo: “Buenos Aires está lejos de Ju-
juy”
122
Para evitar ambigüedades debido a la polisemia de los términos utilizados por Benvenis-
te, se han propuesto otras denominaciones como las de mundo narrado y mundo comentado,
empleadas por H. Weinrich (1975).
6 "Las relaciones de los tiempos en el verbo francés", aparecido por primera vez en 1946 y luego in-
cluido en Problèmes de linguistique générale. Paris, Gallimard, 1966.
123
tiempos comentativos hago saber al interlocutor que el texto merece de su parte una atención
vigilante (grado de alerta I). Con los tiempos del relato, en cambio, advierto que otra escucha,
más distendida, es posible (grado de alerta II). Es esta oposición entre el grupo de tiempos del
mundo narrado y el del mundo comentado la que caracterizamos globalmente como actitud
de locución.
En el grupo de los tiempos comentativos, el pretérito perfecto compuesto representa la re-
trospección y el futuro marca la prospección. En el grupo de los tiempos narrativos, el plus-
cuamperfecto y el pretérito anterior expresan la retrospección y el condicional es el que permite
anticipar una información no sancionada aún por la realización de la acción. Retrospección y
prospección (información referida e información anticipada) son reunidas bajo el concepto de
perspectiva de locución. Ésta incluye igualmente en los dos grupos temporales un grado 0: el
presente, en el comentario, y el imperfecto y el pretérito perfecto simple en el relato.
A las dos dimensiones hasta ahora señaladas en el sistema de los tiempos hay que agre-
gar una tercera: la puesta en relieve. Este concepto intenta dar cuenta de la función que a ve-
ces los tiempos cumplen de proyectar a un primer plano algunos contenidos y empujar otros
hacia la sombra del segundo plano. El imperfecto es, en el relato, el tiempo del segundo plano
y el pretérito perfecto simple el del primer plano. En el comentario, gestos, deícticos y diver-
sos datos situacionales permiten diferenciar el primer plano. Cuando éstos están ausentes, las
palabras se alejan del primer plano y retroceden hacia lo general.
actitud
124
Modalidades
Modalidades de enunciación
“La modalidad de enunciación -dice Maingueneau- corresponde a una relación interper-
sonal, social, y exige en consecuencia una relación entre los protagonistas de la comunica-
ción". Este planteo está vinculado con la teoría de los actos de habla, en tanto interrogar, or-
denar, declarar, son distintos actos que implican relaciones sociales diferentes entre los prota-
gonistas.
Una misma frase puede recibir sólo una modalidad de enunciación: declarativa, interro-
gativa, imperativa o exclamativa. Por ejemplo:
1 Citado en J. Lozano et al. Análisis del discurso. Madrid, Cátedra, 1982.
2 Citado por D. Maigueneau. Introducción a los métodos de análisis del discurso. Bs. As., Hachette, 1989.
3 Op. cit.
4 Kerbrat-Orecchioni, ob.cit.
125
Cada una de estas modalidades plantea relaciones sociales diferentes. Declarar p es para
el locutor hacer saber que p es verdad. Cuando alguien realiza una aserción, entonces, se com-
promete, avanza una pretensión: una pretensión a nuestra atención y a nuestra convicción, y
el efecto de esa aserción sobre nosotros puede ser la adquisición de una nueva creencia o un
nuevo saber.
Por otra parte, el acto de ordenar implica cierta relación jerárquica entre los protagonis-
tas; igualmente el derecho de interrogar no se adjudica a cualquiera: hacer una pregunta obli-
ga al otro a continuar el discurso, a dar una respuesta. Una exclamación puede implicar, entre
otras cosas, la búsqueda de una adhesión emotiva.
Modalidades de mensaje
La modalidad del mensaje se relaciona con la incidencia semántica de ciertas transfor-
maciones sintácticas realizadas por el enunciador como parte de su estrategia discursiva. Él
puede destacar o no cierto elemento a partir del lugar que le asigne en el enunciado. Dos ope-
raciones básicas son posibles: la tematización y, ligada a esta, la pasivación.
La primera se puede reconocer a partir del tema que es el elemento esencial, destacado
generalmente por su posición inicial y al cual se 'engancha' el resto de la oración (rema). El
tema puede o no coincidir con el sujeto gramatical, y el rema es lo que se dice del tema (tam-
bién se lo llama tópico y comentario). El tema es el punto de partida del mensaje y en esta po-
sición el enunciador puede ubicar distintas partes de su enunciado. Por ejemplo:
La transformación pasiva está ligada claramente al problema del tema, ya que de ella re-
sulta la colocación del objeto directo en posición inicial:
La justicia investiga las coimas en el senado. (voz activa)
Las coimas en el senado son investigadas por la justicia. (voz pasiva)
126
Estas variaciones lingüísticas, afirma Tony Trew (1983), se relacionan con procesos ideo-
lógicos en la producción del discurso y sugieren una cierta percepción de lo social. Por ello
“toda percepción supone alguna teoría o ideología" ya que "no hay hechos 'crudos' ininterpre-
tados, ateóricos”.5
Este autor considera que los conceptos de un discurso están relacionados como un siste-
ma, son parte de una teoría o ideología, es decir, de un sistema de conceptos, representaciones
e imágenes que son una manera de ver y de aprehender las cosas, de interpretar lo que se ve,
se oye o se lee. Este carácter ideológico del discurso consiste en pautas de clasificación, en la
distribución de referencias a participantes como agentes o como afectados; como activos o co-
mo pasivos en los procesos de transacción causal. Estas cuestiones, dice, estarían "en el cora-
zón de la expresión de la ideología".
El siguiente ejemplo es parte de un análisis hecho por Trew de una información, apareci-
da en The Times el 2 de junio de 1975, en la que se informa de lo ocurrido en Salisbury en
ocasión de una reunión del Congreso Nacional Africano. Allí la policía rodhesiana había dis-
parado sobre una muchedumbre desarmada y matado a once personas. El análisis revela el
funcionamiento de la modalidad de mensaje y el efecto ideológico que produce:
• La utilización de la voz pasiva coloca a los agentes de las muertes (“la policía”) en una
posición menos focal.
• La descripción de la circunstancia en que tuvieron lugar los disparos aparece como un
“motín”. Descripción que legitima la intervención policial en tanto el motín, por defi-
nición, es un desorden civil que requiere intervención policial.
• En “negros amotinados” el informe se centra en los que recibieron los disparos más
que en los que los hicieron. Mediante el uso de la pasiva, adscribir “amotinados” a
“negros” hace de “amotinarse” la acción focal y a los que recibieron los disparos, res-
ponsables de la situación.
Modalidades de enunciado
Las modalidades de enunciado constituyen el modo en que el hablante sitúa su enun-
ciado en relación con lo lógico o apreciativo. Se clasifican en:
• modalidades lógicas: la verdad, falsedad, probabilidad, certidumbre, verosimilitud, el de-
ber:
Es cierto que la economía creció. (verdad)
Es falso que la economía haya crecido. (falsedad)
Probablemente crezca la economía. (probabilidad)
La economía debe crecer. (deber)
5 T. Trew. “Teoría e ideología en acción”, en Fowler et. al. Lenguaje y control. México, FCE, 1983.
127
Observaciones
128
Subjetivemas
En el sistema de la lengua las palabras están cargadas con un peso más o menos grande
de subjetividad, por lo que Kerbrat-Orecchioni llama de subjetivemas a ciertas palabras con ras-
gos afectivos, axiológicos y modalizadores (sustantivos, adjetivos, verbos, adverbios) y las
compara con otras que pretenden, en principio, la “objetividad”. Así, por ejemplo, en “es
soltero” el término enuncia una propiedad objetiva del denotado, fácilmente verificable; en
cambio en “es idiota” habría dos tipos de información: una descripción del denotado y un
juicio evaluativo de depreciación y, es en este sentido que puede considerarse como portador
de un rasgo subjetivo.
Sustantivos
La mayor parte de los sustantivos evaluativos provienen de verbos o adjetivos: amor, be-
lleza, pequeñez, acusación (amar, bello, pequeño, acusar). Hay ciertos sustantivos axiológicos
peyorativos o elogiosos que pueden tener las siguientes características:
• El rasgo axiológico puede provenir del significado de la unidad léxica: racismo, extre-
mismo funcionan normalmente como injuriosos.
• Otros no son fijos, sino que el juicio de valor positivo o negativo depende de varios
factores: tono, contexto, fuerza ilocutiva:
Como todo patriota es un amante de la libertad.
No hay que olvidar que esta mujer era la amante de un peligroso delincuente.
• El rasgo evaluativo puede provenir de términos sufijados:
“-acho/a”: ricacho, comunacho, peronacho.
“-ete”: pobrete, vejete, regordeta.
“-ucho/a”: casucha, feúcho
• Los axiológicos pueden usarse irónicamente: suelen expresar bajo la apariencia de va-
lorización, un juicio de desvalorización y viceversa:
Tiene un rancho de dos plantas frente al mar.
• El rasgo axiológico puede funcionar pragmáticamente como injuria. Generalmente los
sustantivos relacionados con lo sexual o lo escatológico tienen en todas las lenguas ras-
gos peyorativos: “Pedazo de X” / “Más X serás vos”.
Adjetivos
Kerbrat-Orecchioni clasifica los adjetivos según los siguientes rasgos:
129
Adjetivos
Objetivos Subjetivos
soltero/casado
macho/hembra
azul, verde, rojo… Afectivos Evaluativos
desgarrador
alegre
No axiológicos
patético Axiológicos
grande distinguido
lejano infame
caliente
Los adjetivos afectivos enuncian al mismo tiempo una propiedad del objeto y una reac-
ción emocional del sujeto frente al objeto. El valor afectivo puede ser inherente al adjetivo
(desgarrador, terrible) o derivado de un significante prosódico, tipográfico (¡Pobre hombre!).
Los adjetivos no axiológicos implican una evaluación cualitativa o cuantitativa del sujeto
sin enunciar un juicio de valor ni un compromiso afectivo (grande, extenso, interno, externo,
frío, caliente):
El clima es frío en esa época del año. La zona posee una extensa llanura...
Los adjetivos evaluativos axiológicos implican un juicio de valor +/- y manifiestan una to-
ma de posición en favor o en contra en relación al objeto que denotan. (Por ej.: codiciosa, he-
roico, inmoral, absurdo, antidemocrático).
Verbos
Algunos verbos están marcados subjetivamente en forma más clara que otros. Hay algu-
nos que son portadores de evaluaciones axiológicas:
X miente/ chilla/ apesta/ vocifera.
Algunos verbos ofrecen una evaluación del tipo falso, verdadero, incierto:
X critica (acusa/desenmascara) estas maniobras. / X reconoce (confiesa/admite) esos he-
chos. /X pretende que creamos eso.
Adverbios
Los más importantes de los adverbios subjetivos son los modalizadores. Se pueden clasi-
ficar en los siguientes términos:
130
b) sobre la realidad:
“En efecto, Juan no vino ayer.”
“De hecho estuve totalmente equivocado.”
Bibliografía de la sección
ARNOUX, E. et al. Curso Completo de Semiología y Análisis del Discurso. Bs. As., Ediciones Univer-
sitarias, 1988.
BENVENISTE, E. “El aparato formal de la enunciación”, en Problemas de lingüística general II, Mé-
xico, Siglo XXI, 1987.
DUCROT, O. El decir y lo dicho. Barcelona, Paidós, 1986.
FILINICH, M. Enunciación. Bs. As. Eudeba, Enciclopedia Semiológica, 1998.
HODGE, R, y KRESS, G. Language as Ideology. London: Routledge, 1993. Cap. I. Kerbrat-Orecchi-
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LEVINSON, J. "La deixis", en Pragmática. Barcelona, Teide, 1989.
LOZANO, J. et al. Análisis del discurso. Madrid, Cátedra, 1982.
LYONS, J, Semántica. Barcelona, Teide, 1978.
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PERRET, D. "Les appellatifs", Langages, 17,1970; en Arnoux, Elvira et al. Semiología y Análisis
del Discurso III. Bs. As., Ediciones Universitarias, 1988.
TREW, T. “Teoría e ideología en acción” en: Fowler et. al. Lenguaje y control. México, F.
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VOLOSHINOV, V. El marxismo y la filosofía del lenguaje. Madrid, Alianza, 1992.
WEINRICH, H. Estructura y función de los tiempos en el lenguaje. Madrid, Gredos, 1975.
131
Consignas
1. Explique cuáles son los aciertos y las limitaciones del planteo de Saussure, según Benveniste en su artículo
“Semiología de la lengua”.
2. Defina y diferencie los modos de significancia semiótica y semántica. Explique por qué, según Benveniste, la
lengua combina los dos modos distintos de significancia.
4. Benveniste afirma: “El locutor se apropia del aparato formal de la lengua y enuncia su posición de locutor tanto
por índices específicos como por medio de procedimientos accesorios”. ¿Cuáles son esos índices específicos?
Defínalos tomando en cuenta las lecturas realizadas.
5. Compare los siguientes fragmentos considerando los índices mencionados en la respuesta anterior. Identifique
la presencia de dichos índices y caracterice a los enunciadores de ambos enunciados. Relacione su caracteriza-
ción con el género discursivo de cada uno.
Texto 1
Soy la poetisa Adelina Flores. ¿Soy la poetisa Adelina Flores? Tengo cincuenta y seis años y
he publicado tres libros: El camino perdido, Luz a lo lejos y La dura oscuridad. Ahora veo la
sombra de mi cuñado Leopoldo proyectándose agrandada sobre el vidrio de la puerta del
baño. La puerta no da propiamente al living, sino a una especie de antecámara, y solamen-
te por casualidad, porque está más cerca de la puerta de calle, que he dejado abierta para
tomar aire, he traído el sillón de Viena a este lugar y estoy hamacándome lentamente en
él. El sillón de Viena cruje levemente. No podía soportar mi cuarto, y no únicamente por el
calor. Por eso vine aquí. Es difícil soportar encerrada entre libros polvorientos los atardece-
res de este terrible enero.
(Juan José Saer, “Sombras sobre un vidrio esmerilado”, Cuentos completos, Buenos Aires:
Seix Barral 2000)
Texto 2
Adelina es poeta y vive con su hermana y su cuñado. Una tarde sofocante de verano Adeli-
na espía a su cuñado Leopoldo, al que percibe como sombra: el cuerpo se insinúa tras el
cristal de la puerta del baño donde él se prepara para bañarse. Es, quizás, la única forma de
sensualidad a la que puede aferrarse, lo más cercano a la vida. Recurre a la imaginación y
rellena los vacíos con poesía. De modo magistral, crea una dimensión en la cual se confun-
den vida y literatura. (Alternativa teatral, adapt.)
132
La enunciación en la imagen
La enunciación y el interpretante
Paolo Fabbri
En El giro semiótico, Buenos Aires, Gedisa, 2000 (fragmento).
133
instancias enunciativas. Pensemos en la pintura de vasos griegos. En esta clase de pintura hay
una regla fundamental: los personajes representados se miran unos a otros. Pero hay un per-
sonaje, la Gorgona, con una particularidad: te mira directamente. Es decir, la medusa no mira
a otro personaje de la historia pintada, sino que mira a quien la mira, a ustedes, que la están
observando. No a ustedes personalmente, por supuesto, sino a todos los que se ponen delante
de la pintura, es decir, delante de sus ojos. De este modo la medusa trata de tú, no a cada per-
sona, sino a todos los que se coloquen en esa posición de observadores, que es la posición del
tú, y que a su vez la mirarán a los ojos. En otras palabras, la oposición que encontramos en la
pintura griega de vasos entre facialidad, frontalidad y perfil se ha encargado de expresar en
otro nivel la problemática de la relación yo-tú y la de la oposición yo-tú/él.
Pero gracias a unos estudios recientes sabemos que no sólo la Gorgona mira a la cara. En
la pintura griega de vasos miran a la cara cuatro categorías muy precisas de personas: los borra-
chos, los moribundos, los silenos y, al parecer, también los pederastas. Así descubrimos que en
la representación de la pintura vascular todos los que están en posición excéntrica con respecto
a una normalidad — borracho, guerrero moribundo, etc.— suelen estar representados de cara.
No es ninguna regla universal, pero vale para el microcosmos semántico específico del
que estamos hablando. En otros tipos de discurso y otras culturas no sucede así, la oposición
entre facialidad, frontalidad y perfil se utiliza de otro modo, lo cual significa, por ejemplo, que
en ciertas culturas la oposición entre facial y frontal en la representación figurativa antropo-
morfa puede ser una forma de expresión capaz de transmitir una forma del contenido específi-
co que es la relación entre normal y excéntrico, o entre personal e impersonal. La personalidad
y la impersonalidad (organización del contenido) se pueden manifestar a nivel de forma expre-
siva, en algunos tipos de organización de la imagen en ciertas culturas, mediante la oposición
entre cara y perfil, lo mismo que en las lenguas verbales se usan los pronombres yo-tú/él.
Pasemos ahora a la pintura de la Edad Media. Meyer Shapiro, un gran estudioso del arte
medieval, señala algunas cosas muy interesantes. Al estudiar la imagen de Moisés —sobre to-
do cuando, poniendo los brazos en cruz, reza para vencer en la batalla—, Shapiro destaca que
al principio la figura de Moisés es frontal, y luego, andando el tiempo, se va ladeando mien-
tras que otros personajes se vuelven hacia él y le sostienen los brazos de perfil. Así Shapiro ob-
serva (probablemente sin conocer la pintura vascular griega) que el Moisés de lado, que ya no
nos mira, participa en un suceso en tercera persona, en una narración objetiva, mientras que
el Moisés que nos miraba a los ojos implicaba a todos los que podían mirarlo en una relación
diferente. Las implicaciones ideológicas, culturales, metafísicas que conlleva esta variación re-
presentativa son obvias, y de momento no es preciso que nos ocupemos de ellas. Sea como
fuere, también en este caso el sistema de oposición entre frente y perfil es la forma de expre-
sión para una forma correspondiente del contenido (por ejemplo: humanidad/divinidad).
Vemos, pues, que la pintura, con medios propios, muy específicos, puede expresar unos
modos de inscripción de la subjetividad y la intersubjetividad, exactamente igual que el siste-
ma pronominal de la lengua. No se trata únicamente de isomorfismo: también puede haber
traducción. Porque sólo si tenemos una teoría unitaria de la enunciación podremos cotejar,
por ejemplo, la organización de la enunciación en un texto literario con la organización de la
enunciación en un texto visual.
134
Por poner un ejemplo, recordaré una famosa película de Tony Richardson de 1968, Tom Jo-
nes, en la que hay una escena erótica entre una señora entrada en años y un jovenzuelo. En un
momento dado, antes de irse a la cama, la señora entrada en años se entera, hablando con el jo-
venzuelo, de que éste es su hijo. La señora, que hasta entonces hablaba de perfil, se vuelve hacia
el público y dice: “bah”. Y la cosa sigue adelante. No se alarmen, al final se descubre que la seño-
ra, en realidad, no era la madre del jovenzuelo. Pero lo que nos interesa, sea moral o inmoral, es
que la señora tiene que volverse hacia el público para anunciar oficialmente que a ella le trae sin
cuidado la cuestión del incesto. Es decir, la estrategia de no dirigirse a la persona física en el espa-
cio de cine, sino directamente al público ideal, es decisiva para el significado de la película.
Tengo la impresión de que cuando Benveniste —uno de los lingüistas más prestigiosos que
se han ocupado de estas cuestiones— decía que el sentido tiene cara de medusa, pensaba precisa-
mente en esto, en esta idea de que en el lenguaje no sólo hay representaciones conceptuales, ni
tampoco sólo representaciones de acciones y pasiones: en el lenguaje interviene una instancia de
enunciación muy variable, inscrita en el texto, que transforma los relatos en discursos (por discur-
so entendemos el texto —de cualquier sustancia expresiva— que, además de representar algo, re-
presenta e inscribe en su interior la forma de su propia subjetividad e intersubjetividad).
Si aceptamos esta hipótesis resulta evidente la afirmación de Lotman de que un texto
contiene sus propios principios de comunicación. Parece extraño, pero con la noción de enuncia-
ción resulta obvio. No es cierto —como se pensaba hasta hace poco— que por un lado haya
una sintaxis y una semántica (dentro del texto) y por otro una pragmática (fuera del texto).
Podríamos aceptar esta distinción si pensáramos en un discurso desprovisto de criterios comu-
nicativos, pura información que un sujeto empírico le pasa a otro sujeto empírico, pero no es
así, por la sencilla razón de que el conjunto de instancias que inscribo cuando hablo (yo, vo-
sotros, ellos, etc.) está presente en mi texto; mi texto contiene sus propios principios de co-
municación. En otras palabras, el texto no es una serie de representaciones de estados del
mundo, o mejor dicho, es una representación de muchos estados del mundo, entre los que se
encuentra ese estado específico del mundo que es el hecho de que el texto esté en comunica-
ción con alguien. Se podría decir, pues, que la pragmática es la “desimplicación” del texto de
sus condiciones de comunicación. Parece algo abstracto, pero no lo es: quiere decir, sencilla-
mente, que un texto lleva inscritas, en forma de sistema enunciativo, las representaciones de
cómo quiere ser considerado dicho texto.
Volvamos a nuestra medusa. Si un griego de la Antigüedad se coloca delante de una imagen
de la Gorgona, se asustará mucho. Cuando Ulises desciende a los infiernos espera que Hécate no
le mande el rostro terrorífico de Gorgona. En cambio, si nos colocamos nosotros, aquí y ahora,
delante de la misma imagen, puede que hasta nos parezca bonita. Para explicar esta diferencia de
reacciones necesitamos una pragmática real, entendida como sociología de la recepción.
Pero lo importante es que la imagen siempre es la misma, o sea, que la forma de interpelación
de la medusa (que no mira a Perseo, a su derecha, que la está degollando, sino a vosotros, que la mi-
ráis mientras la degüellan) no cambia entre la época de los griegos antiguos y la nuestra. La mirada de
la medusa está presente en la imagen, es la imagen como tal, inmutable, a partir de la cual puede ha-
ber luego varias reacciones distintas.
135
La enunciación visual
Jorge Alessandria
Imagen y metaimagen, Buenos Aires, Eudeba, 1996 (fragmento).
Toda imagen presupone frente a ella un punto de vista, un lugar desde donde se la mira.
A este lugar lo llamaremos Observador, entendiendo que este Observador es una posición abs-
tracta. Toda imagen es una imagen para un Observador.
Perspectivas
Fontanille da una definición semiótica de la perspectiva en los siguientes términos: «la
perspectiva es una interacción entre una posición de observación simulada y una cierta orga-
nización de lo que es observado.» (1989, 67). La perspectiva, entonces, consiste en una orga-
nización espacial de la imagen hecha en función del Observador.
Las diferentes partes de una imagen, esto es, las figuras y partes de figuras, establecen
entre sí relaciones espaciales por el hecho de ocupar lugares en la superficie de la imagen, que
es un signo espacial bidimensional. Estas relaciones no necesariamente toman en cuenta al
Observador, o sea, el espacio de enunciación de la imagen. Por ejemplo, en ciertas pinturas
medievales, la figura principal -Cristo- ocupa el centro de la imagen, mientras que las figuras
van disminuyendo de importancia a medida que se alejan del centro. En este caso, el eje espa-
cial que organiza la imagen está dentro de la imagen, es interior al enunciado. Del mismo mo-
do, en algunas pinturas religiosas medievales, los personajes van disminuyendo de tamaño se-
gún su relativa jerarquía: Cristo es figurado más grande que los Santos, estos que los fieles,
etc. Aquí, nuevamente, las relaciones de tamaño entre las figuras competen solamente al
enunciado, a la imagen misma. No hay referencia a la enunciación.
En el caso de la perspectiva, en cambio, las relaciones entre figuras se organizan en fun-
ción del Observador. Tomemos el caso sencillo de la superposición entre figuras: una figura ta-
pa parcialmente a otra, interrumpiendo su contorno. El espectador comprenderá inmediata-
mente que la figura que tapa está «más cerca» que la figura tapada. ¿Más cerca de quién? Jus-
tamente, del Observador. Lo mismo puede suceder con las diferencias de tamaño de las figu-
ras: la imagen puede utilizar estas diferencias para hacer entender que las figuras más grandes
son aquellas que están más cerca, y que a medida que se alejan disminuyen de tamaño. Nue-
vamente, más cerca o más lejos significa más cerca o más lejos del Observador.
La perspectiva es deixis, en tanto organiza las relaciones espaciales dentro de la imagen
en función del Observador, o sea, de la enunciación de la imagen. De este modo, el espacio de
la imagen (espacio del enunciado) y el del espectador (espacio de la enunciación) se conectan
el uno con el otro, dentro del enunciado. La perspectiva funciona como «embrague», del mis-
mo modo que los deícticos verbales: conecta el espacio significado por la imagen con el espa-
cio del Observador, espacio exterior frente a la imagen. De modo que «más cerca» equivale a
136
«más cerca del Observador», «visible» a «visible por el Observador», etc. Para volver a la defi-
nición de Fontanille, lo representado en la imagen está organizado para entrar en interacción
con un punto de vista simulado.
Es importante tener en cuenta que este punto de vista simulado es construido en la imagen misma. Si
en la imagen frente a mí veo dos figuras, A y B, de modo que A tapa parcialmente a B, la tendencia como es-
pectador es decir que A está más cerca de mí que B (y por eso la tapa). Como si primero estuviera yo-espectador,
y luego las dos figuras A y B que se ordenan en relación a mí. En realidad, la superposición entre figuras es pri-
mera, está ahí en la imagen antes que el espectador. De modo que el lugar del espectador es el que queda deter-
minado desde la imagen, por la imagen. La imagen en perspectiva construye su propio Observador.
Existen muchas maneras en que la imagen puede organizarse en función del Observa-
dor; es decir, existen muchos métodos y técnicas para la representación perspectiva. Ya habla-
mos de la superposición parcial de figuras (o partes de figuras). Hablamos también de la dife-
rencia de tamaño entre figuras, en cuyo caso se comprenderá que disminuir de tamaño signi-
fica alejarse del Observador. Otro modo frecuente de representar perspectivamente el espacio
consiste en hacer equivaler el eje vertical de la imagen con el eje de distancia, donde lo repre-
sentado en la parte inferior de la imagen se entiende como más cercano, y en la parte superior
como más lejano. (Para ser más exactos, lo que se compara son las bases de las figuras, más
que las figuras mismas). El «modelado» de las figuras también crea punto de vista: el hecho de
que partes de una figura resalten hacia «afuera» y otras, en cambio, se «hundan», también po-
ne en relación el espacio enunciado con el espacio de enunciación. Y, especialmente, la con-
vergencia de líneas supuestamente paralelas, produce punto de vista en tanto se entiende que
las líneas convergen a medida que se alejan.
A pesar de esta variedad de técnicas y métodos de representar perspectivamente, existe
en Occidente la tendencia a pensar que hay un único sistema de perspectiva, o al menos un
único sistema de perspectiva correcto. Se trata de la perspectiva geométrica, también llamada
«perspectiva artificial», que fue sistematizada durante el Renacimiento, particularmente por R.
Alberti en 1435. Este sistema se presenta como un método geométrico de proyección de figu-
ras tridimensionales sobre una superficie (o pantalla) bidimensional, de manera que la ima-
gen parezca coincidir con lo que ofrece la visión directa. Según Panofsky, si se respeta este sis-
tema, «el cuadro se halla transformado, en cierto modo, en una ‘ventana’, a través de la cual
nos parece estar viendo el espacio, o sea, donde la superficie pictórica sobre la que aparecen
las formas de las diversas figuras o cosas dibujadas, es negada como tal y transformada en un
mero ‘plano figurativo’, sobre el cual y a través del cual se proyecta un espacio unitario que
comprende todas las diversas cosas» (Panofsky, 1925, 7).
Imagen 1
137
Un buen ejemplo de imagen lograda con este sistema de perspectiva geométrica es la ima-
gen 1. Esta imagen está tomada de un manual de perspectiva de 1504 (de Pelerin). La geometri-
zación y la homogeneidad del espacio en función de un único punto de vista se ven claramente
en esta imagen, en cada uno de sus detalles. Por «debajo» de una tal imagen, se encuentra una
grilla geométrica que determina los lugares y tamaños relativos de todas las figuras.
El sistema de perspectiva geométrica se ajusta a la definición semiótica de la perspectiva
como organización deíctica del espacio. Su centro organizador, el Punto de Vista, es el corres-
pondiente, en el enunciado, del lugar del Observador. La convergencia de las paralelas en ese
punto de vista pretende reflejar la «pirámide visual» que, según la óptica geométrica, une al es-
pectador con la imagen. De modo que la perspectiva geométrica es exhaustivamente deíctica; to-
do el espacio representado es geometrizado y homogeneizado en referencia a ese punto de vista.
Y es esa organización exhaustiva del espacio la que hace que la perspectiva geométrica pretenda
representar las cosas «tal como se ven», convirtiendo la superficie pintada en «ventana».
Evidentemente, este sistema de representación perspectiva no es el único que existe, ni
el único correcto. La pintura china de paisajes, por ejemplo, suele presentar un punto de vista
«móvil», de modo que queda claro qué partes del paisaje son más lejanas y cuáles más cerca-
nas, pero de manera que el paisaje se ve simultáneamente desde diferentes alturas y distancias
(punto de vista «aéreo»). Sería etnocéntrico sostener que la perspectiva artificial es intrínseca-
mente superior. Para algunos autores, incluso, la perspectiva geométrica debe criticarse ideoló-
gicamente ya que es correlativa del individualismo burgués, de la actitud «cosista» que separa
al sujeto del mundo de modo que el mundo se reduce a mero «objeto». El contexto histórico
de aparición de la perspectiva artificial refuerza esta interpretación: la perspectiva es contem-
poránea de la filosofía humanista y del nacimiento de la burguesía. Desde este punto de vista,
la perspectiva geométrica es un sistema de representación tan arbitrario como cualquier otro,
con la diferencia de que sus orígenes científicos (la geometría, la óptica) hicieron creer que se
trataba del único sistema correcto.
Pero, por otra parte, la perspectiva geométrica permitió, junto con ciertos descubrimien-
tos químicos, la aparición de la fotografía. Toda cámara, fotográfica o filmadora, está consti-
tuida según principios similares a los de la perspectiva geométrica, donde la lente hace las ve-
ces de «punto de vista», origen de la «pirámide visual» cuya base es la película en la que apa-
rece la imagen. De manera que los principios científicos que subyacen a la perspectiva geomé-
trica tienen una comprobación en la existencia de las imágenes de cámara.
Se ha debatido mucho sobre la perspectiva geométrica: ¿representa fidedignamente la
realidad, o es un sistema arbitrario? Ciertamente, sería imposible demostrar que la perspectiva
representa correctamente la apariencia de la realidad. Es más sensato decir que la perspectiva
artificial construye una idea de espacio y una idea de realidad. Esa es la posición de Panofsky:
la perspectiva geométrica es una «forma simbólica» porque construye el espacio según princi-
pios supuestamente racionales. Estos principios son dos: el espacio es homogéneo, y lo visto
se subordina a un único punto de vista. Así, gran parte de la noción que hoy tenemos sobre el
espacio real, sobre el «mundo», es efecto de la perspectiva geométrica (Panofsky, 1925).
La perspectiva geométrica es un tipo particular de perspectiva, entendiendo «perspecti-
va» en un sentido semiótico general. Esto no significa que sea arbitraria: es un sistema que se
basa en ciertos hechos visuales reales. Los otros sistemas de perspectiva, por otra parte, tam-
138
poco son arbitrarios. La comprensión de la organización del espacio en una pintura medieval
o egipcia suele ser inmediata. En el peor de los casos, nuestro ojo etnocéntrico nos hace ver
«errores» allí donde no hay más que diferencias. Pero los diferentes métodos y sistemas de
perspectiva son todos, en algún sentido, «motivados». Si varían de un grupo a otro, no es que
sean arbitrarios, sino simplemente convencionales.
De manera que, para la semiótica de la imagen, la perspectiva no se reduce a la perspec-
tiva geométrica. Existen diversos modos en que el espacio significado por la imagen se conec-
ta con el espacio de la enunciación. La perspectiva, en este sentido, no implica necesariamen-
te que el lugar del Observador se reduzca a un único punto. Y, finalmente, existen las imáge-
nes cuya organización no implica punto de vista alguno, imágenes sin perspectiva.
Para el caso de las imágenes logradas con cámara (fotos, imágenes de cine, TV), vimos
que la estructura misma de la cámara reproduce la organización de la perspectiva geométrica.
Es por eso que toda imagen de cámara lleva inscrito su punto de vista: frente a toda foto se
puede determinar, por vagamente que sea, el punto desde el que fue tomada. Y toda la organi-
zación espacial de la foto, entonces, se hace, deíctica (más o menos deíctica, según el caso).
Los «acá» y «allá» fotografiados se organizan, en la foto, alrededor del Observador: del lugar
real ocupado por el fotógrafo en el momento de tomar la foto, es decir, del «lugar» desde el
cual el espectador debe ver la imagen.
La perspectiva en la imagen, sea del tipo que sea, realiza una deixis espacial en tanto or-
ganiza, tomando en cuenta el lugar del Observador frente a sí, el espacio enunciado en direc-
ciones, lugares y posiciones relativas al espacio de la enunciación. O, para decirlo en términos
verbocéntricos, la perspectiva le permite a la imagen «hablar» de «aquí», «allá», «cerca», «le-
jos», tomando siempre como referencia al Observador. Lo que hace que el espectador tienda a
decir que algo está «cerca (o lejos) de mí».
139
Polifonía
Interacción de voces:
polifonía y heterogeneidades
Mariana di Stefano y María Cecilia Pereira
Las preguntas que han orientado la reflexión sobre la polifonía son las siguientes:
•¿Qué voces se manifiestan en un enunciado?
•¿El enunciador marca la presencia de otras voces en su enunciado o hay una presencia
disimulada?
•¿Cómo son introducidas esas voces en el discurso?
•¿Qué relaciones mantiene el enunciador principal con esas voces que deja oír en su
enunciado?
•¿En qué tradición discursiva se inscribe la interacción de voces que presenta un enun-
ciado?
•¿Qué función cumplen esas voces en el enunciado?
La presencia de múltiples voces en los discursos fue estudiada por distintos autores, des-
de perspectivas teóricas diferentes. Desde la perspectiva enunciativa, Oswald Ducrot se inte-
resó por observar cómo participa la polifonía de la “puesta en escena” discursiva a través de la
cual el hablante realiza una acción, en relación con sus interlocutores y su contexto, y orienta
hacia una conclusión argumentativa que responde a sus intenciones. Desde esta perspectiva,
destaca que las voces diferentes presentes en un enunciado están asociadas a puntos de vista
que pueden mantener una relación de coorientación o de oposición al punto de vista del lo-
cutor (o enunciador principal).
Según Ducrot, la polifonía es:
“la puesta en escena en el enunciado de voces que se corresponden con puntos de vista di-
versos, los cuales se atribuyen -de un modo más o menos explícito- a una fuente, que no es
necesariamente un ser humano individualizado.”
Desde la perspectiva del Análisis del Discurso, la presencia de múltiples voces en el in-
terior de un discurso es interpretada a la vez como una huella del fenómeno de “heteroglo-
sia”, que había señalado Mijaíl Bajtín, y como una huella de la regulación del interdiscurso en
la producción discursiva, que habían señalado M. Foucault y M. Pêcheux.
Bajtín llamó “heteroglosia” a la multiplicidad de formas del uso del lenguaje asociadas a
las distintas esferas de la praxis social, de las que los sujetos se apropian para hablar. Para Bajtín,
140
hablar es siempre hacerlo a partir de las palabras de otros, ya que el sujeto adquiere capacidad
de comunicarse verbalmente en situaciones concretas en la medida en que se apropia y adapta
a su propia intención lo que otros han dicho a lo largo de la historia en situaciones diversas.
El hablante, dice Bajín, no va a buscar las palabras al diccionario antes de hablar: el ha-
blante va a buscar las palabras a la boca de los demás, que ya hablaron en otros contextos. En
este sentido, para él, la palabra de un hablante es parcialmente ajena, porque lo que dice ya
fue dicho por otros. La idea de heterogeneidad contenida en el concepto de “heteroglosia” re-
mite a la idea de que todo enunciado deja oír los ecos de distintos sujetos sociales, inscriptos
en distintos espacios sociales, en distintos momentos históricos y en distintas ideologías.
El “interdiscurso” remite al conjunto de reglas de una formación discursiva y al conjun-
to de discursos que la componen. Para el Análisis del Discurso, el sentido de un discurso debe
considerarse a partir de su relación con el interdiscurso, es decir en relación con los discursos
de la propia formación discursiva y también con los ajenos. En este sentido, el interdiscurso
no es algo exterior a un discurso particular ni un marco que lo contiene, sino una presencia
central que define las posibilidades de producción de un discurso y su identidad frente a los
otros. Es en esa relación en la que se define también la interacción de voces.
Según Jaqueline Authier-Revuz, inscripta en la perspectiva del Análisis del Discurso, la
presencia de múltiples voces en un enunciado se manifiesta a través de dos formas:
a) Discurso Directo
b) Discurso Indirecto
c) Discurso Indirecto Libre
141
Ejemplos de DD:
- Ejemplo de discurso académico (ensayo) en que se explicita quién es el responsable de la
palabra citada, se usa un verbo de decir en posición anterior a la palabra citada, dos puntos y
comillas:
Maingueneau (1991:11) afirma: “Cuando hoy se habla de una ‘lingüística del discurso’ per-
cibimos que se designa así […] a un conjunto de investigaciones que abordan el lenguaje”.
La característica común de estas investigaciones es que colocan en primer plano la activi-
dad de los sujetos hablantes, la dinámica enunciativa, la relación con un contexto social,
etc.
No hay duda de que las investigaciones retóricas se inscriben, desde el margen de la disci-
plina, en este horizonte de pensamiento.
Plantin, Ch. (2000) La argumentación, Barcelona: Ariel.
Cuando la cita excede las tres líneas, las marcas difieren. Se emplea un sangrado mayor y
se suprimen las comillas, como en el siguiente ejemplo:
Maingueneau (1991:11) afirma:
De hecho, cuando hoy se habla de una ‘lingüística del discurso’ percibimos que se designa
así no una disciplina que tendría un objeto bien determinado, sino un conjunto de investi-
gaciones que abordan el lenguaje colocando en primer plano la actividad de los sujetos ha-
blantes, la dinámica enunciativa, la relación con un contexto social, etc.
No hay duda de que las investigaciones retóricas se inscriben, desde el margen de la disci-
plina, en este horizonte de pensamiento.
Plantin, Ch. (2000) La argumentación, Barcelona: Ariel.
142
Ejemplos de DI:
- El uso de uno u otro marcador, o el uso combinado de estos, pueden marcar mayor o
menor distancia de la voz citada:
Según fuentes próximas, el Tribunal de Cuentas prepara un informe crítico sobre la Secre-
taría de Transporte. (Diario Clarín)
Podría reformularse de los siguientes modos:
-El Tribunal de Cuentas prepara un informe sobre la Secretaría de Transporte que, se dice,
sería más bien crítico.
-El Tribunal de Cuentas estaría preparando un informe crítico sobre la Secretaría de Trans-
porte.
-El presidente del Tribunal de Cuentas sostuvo que en breve se dará a conocer el informe
sobre la Secretaría de Transporte.
143
144
Aunque tuvo que superar problemas de sonido y le costó hacer entrar en clima al público,
Isabelle “Zaz” Geffroy supo poner en juego su carisma y, sobre todo, la calidad interpretativa
necesaria para abordar clásicos de la chanson y no naufragar en el intento.
En este caso, el diario marca con comillas “Zaz”, el sobrenombre de la artista. De este
modo el enunciador indica una ruptura estilística ya que el interdiscurso en el que se inscribe
lo orientaría en este género (la crítica de espectáculos) a hacer una referencia a los artistas más
precisa y formal, a través de sus nombres y apellidos, mientras el sobrenombre sería un modo
informal de nombrarlos. Lo que marca la comilla, en este caso, es una ruptura por registro.
Pero nótese que mientras marca la heterogeneidad producida por el sobrenombre
(“Zaz”) no marca la palabra “chanson”, pese a que se trata de un término que pertenece a otra
lengua. Desde el AD, este es un ejemplo de heterogeneidad constitutiva: se habla con palabras
de otros, como es en este caso la palabra utilizada por los franceses para designar un género
musical, que es naturalizada e indiferenciada de la palabra propia por este interdiscurso. Todo
enunciador señala algunas heterogeneidades como tales en su enunciado, en función de sus
representaciones sobre el género que está usando, sus destinatarios, su finalidad, entre otros.
Al no marcar la palabra “chanson”, este enunciado sugiere que se trata de un término ya in-
corporado en la lengua que habla la comunidad discursiva del diario.
Hay que destacar que la ruptura estilística puede darse también al introducir términos for-
males en un discurso íntegramente informal, o términos en variedad estándar del español en
discursos en los que predomina otra variedad (regional, dialectal, sociolectal, cronolectal, u
otra), ya que la norma discursiva que predomina en un discurso no necesariamente es coinci-
dente con la norma estándar. Por ejemplo, en el tango Cambalache, hay una ruptura de la isoto-
pía estilística por registro, debida a la presencia de términos como “problemático” y “febril”:
…siglo veinte cambalache, problemático y febril/ el que no llora no mama y el que no afa-
na es un gil /Dale nomás…
b) En otros casos, puede no haber comillas ni bastardillas pero se marca la ruptura a tra-
vés de una referencia explícita del enunciador sobre sus palabras, a través de un comentario.
145
Ejemplos:
- Los fideos están al dente, como dicen los italianos.
- Para usar una expresión grosera, es un kilombo.
- El modelo, como dice el kirchnerismo.
- En el Curso de Lingüística General encontramos, así, lo que debe ser reconocido como una
contradicción, en el sentido materialista del término.
a) Negación:
Tipos de negación:
b) Ironía:
146
c) Concesión:
- Aunque se han logrado grandes avances en estos años, falta todavía bastante para una
distribución justa de la riqueza.
A partir de conectores adversativos, como aunque o pese a que, se introduce otra voz que
es la responsable de lo que allí se afirma. Esta forma suele llamarse concesión retórica, ya que
el enunciador principal trae esa otra voz a su enunciado, le concede cierto grado de verdad,
pero inmediatamente después hace una aserción que limita o refuta esa palabra aludida.
d) Presuposición:
- En un mundo marcado por la interconexión y la velocidad, lo que puede ponernos en
dificultades es lo nuevo, lo desconocido.
e) Intertextualidad: la alusión
Es otra forma de alteridad integrada, definida por G. Genette. Refiere a la relación de co-
presencia entre dos o más textos, por la presencia efectiva de uno en otro. Se puede dar por pla-
gio, cita (como hemos visto cuando analizamos el Discurso Directo) o alusión, que es una for-
ma de heterogeneidad integrada:
- Lo que el viento se llevó
(Titular de Página/12, al día siguiente de un tornado)
147
Bibliografía
ARNOUX, Elvira (1986): "La Polifonía", Cuadernillo La Enunciación, Cátedra de Semiología, Ci-
clo Básico Común, UBA.
AUTHIER-REVUZ, Jaqueline (1984): "Hétérogénéité(s) énonciative(s)", Langages Nº 73.
DUCROT, Oswald (1984): El decir y lo dicho, Buenos Aires, Hachette.
MAINGUENEAU, Dominique (2009): Análisis de textos de comunicación, Buenos Aires, Ediciones
Nueva Visión.
148
Ejercitación
• Analice el uso de comillas y bastardillas en los textos que siguen.
• Vuelva sobre las preguntas planteadas al inicio de este artículo y respóndalas a partir del análisis realizado en
el punto anterior.
Texto 1:
Fue demasiado largo el litigio con los que no entraron en los canjes de deuda, los holdouts
o como los llaman desde el gobierno los "fondos buitre". […]
Si insistimos en no pagar, las opciones son muy peligrosas. La primera que se podría verifi-
car si no se llegara a un acuerdo con los holdouts antes, podría ocurrir el 30 de junio. Si no
les pagamos a ellos antes, los "fondos buitre" podrían embargar el pago en el banco y, por
la cláusula de cross-default, entraríamos en una cesación de pagos, situación que sería muy
mala para el país.
Orlando Ferreres, “La negociación, la mejor opción
que tenemos”, La Nación, 18/06/2014.
Texto 2:
Dediqué varios artículos entre 1987 y 1992, y un libro (1992) a tratar de explicar por qué,
en mi opinión, es tan errado hablar de "tipos de textos". La unidad "texto" es demasiado
compleja y heterogénea como para presentar regularidades lingüísticamente observables y
codificables, por lo menos en este nivel de complejidad. Es por esta razón que, a diferencia
de la mayoría de mis predecesores anglosajones, propuse situar los hechos de regularidad
llamados "relato", "descripción", "argumentación", "explicación", y "diálogo" en un nivel
menos elevado en la complejidad composicional, nivel que propuse llamar secuencial. Las
secuencias son unidades composicionales más complejas que los períodos, […]
Un texto con secuencia dominante narrativa está generalmente compuesto de […]
Jean-Michel Adam, Linguistique textuelle. Des genres
de discours au textes. París, Nathan, 1999.
149
150
La cita ratifica la inscripción del enunciador en una corriente filosófica inspirada en los
planteos de Nietzsche, Marx y Freud para analizar de modo crítico la dinámica de la sociedad
burguesa que se organiza económicamente a través del capitalismo. La autoridad de la Escuela
de Frankfurt no solo otorga fuerza al argumento, sino que le permite al enunciador construir
una imagen de sí como un intelectual conocedor de la historia del pensamiento que, además
de emplear conceptos como el de “Industria Cultural”, domina las fuentes que los han siste-
matizado.
Otras veces las citas –el islote textual, el discurso indirecto o la alusión– presentan el
punto de vista que es objeto de críticas o de refutaciones por parte del enunciador. Es el ca-
so de un conocido informe del Dr. Ignacio Bosque que, avalado por las autoridades de la Real
Academia Española, objetó, desde su punto de vista lingüístico, una serie de guías de lenguaje
no sexista propuestas por distintas instituciones españolas. El enunciador parte de citas de las
guías y, mediante el argumento por el absurdo, busca refutarlas (en el ejemplo, las citas figu-
ran en bastardillas y remiten a las siglas de la institución autora de la guía):
Los lectores curiosos e interesados que lean con atención las guías de lenguaje no sexista se
formularán un gran número de preguntas lingüísticas, pero me temo que buscarán inútil-
mente las respuestas entre sus páginas. El lector de estas guías habrá aprendido, en efecto,
que es sexista decir o escribir El que lo vea (MUR-4) en lugar de Quien lo vea; que también lo
es la expresión Los futbolistas (AND-37) en lugar de Quienes juegan al fútbol; [...] y que en la
redacción de los convenios colectivos deben evitarse expresiones como permiso para acudir
a la consulta del médico (CCOO-52), puesto que este uso discrimina a las médicas.
Una vez que haya asimilado todas estas directrices, el lector se preguntará probablemente si
es o no sexista usar el adjetivo juntos, masculino plural, en la oración Juan y María viven
juntos. Como este adjetivo “no visibiliza el femenino”, en este caso el género del sustantivo
María, es de suponer que esta frase es sexista. Tal vez el que la construyó debería haber di-
cho… viven en compañía para no ser discriminatorio con las mujeres. Pero, ¿qué hacer si el
predicado fuera… están contentos,… están cansados o… viven solos? ¿Deberían tal vez usarse
en estos contextos adjetivos que no hagan distinción en la concordancia de género, como
alegres o felices, o locuciones que no la requieran, como en soledad? De nuevo, ninguna res-
puesta.
¿Será o no sexista el uso de la expresión el otro en la secuencia Juan y María se ayudan el uno
al otro en lo que pueden? Como esta expresión tampoco visibiliza el femenino en la concor-
dancia, cabe pensar que esta frase también es sexista. Si a un hombre o una mujer se le es-
capa la frase Ayer estuvimos comiendo en casa de mis padres, ¿estará siendo sexista? Segura-
mente sí, se dirá, puesto que el sustantivo padres designa aquí al padre y a la madre conjun-
tamente. Como se sabe, el español no posee un término particular para estos usos, a dife-
rencia del inglés, el francés o el alemán, entre otras lenguas. Así pues, el sustantivo padres
tampoco visibiliza a la mujer, a pesar de que la abarca en su designación. Pero, si hay que
evitar estas expresiones, por sexistas, tampoco podremos usar los reyes, mis tíos o sus suegros
para designar parejas (ni tus primos para referirse a grupos), ya que la anulación de la visibi-
lidad de la mujer se extiende a todas ellas. ¿Debería entonces pedirse a la RAE que expulsa-
ra estas voces de su diccionario (padre: 9. pl. El padre y la madre, DRAE) y de su gramática
(Nueva gramática, § 2.2l)?
Ignacio Bosque, “Sexismo lingüístico y visibilidad
de la mujer”, 1 de marzo de 2012.
151
En el primer párrafo del fragmento figuran, en forma de islotes textuales, ejemplos pro-
venientes de las guías que se criticarán. Ya desde su presentación, la introducción de esas vo-
ces anticipa la posición del enunciador: se buscarán “inútilmente las respuestas entre sus pági-
nas”. Al mismo tiempo, el enunciador procura generar cierta complicidad con el enunciatario,
al que no incluye entre los lectores “que habrán aprendido, en efecto, que es sexista decir o
escribir El que lo vea (MUR-4) en lugar de Quien lo vea”. La ironía con la que se burla del enun-
ciador “ingenuo” de las guías, a la vez que descalifica sus planteos, permite inferir rasgos de
quien realiza las citas: su posición de superioridad, cierta soberbia, entre otros.
Con ejemplos que no provienen de las guías, en los párrafos siguientes se incluyen pre-
guntas retóricas, que son “falsas preguntas” porque el enunciador no desconoce las repuestas
ni se las autoformula para luego contestarlas de manera explícita. Por el contrario, en el mo-
vimiento refutativo del texto, las preguntas retóricas refuerzan la descalificación de la voz an-
teriormente citada y buscan la adhesión del lector del texto al punto de vista del enunciador
(entre otras: “¿Será o no sexista el uso de la expresión el otro en la secuencia Juan y María se
ayudan el uno al otro en lo que pueden?”).
Otras veces la cita tiene valor probatorio de las afirmaciones del enunciador, quien
puede además destacar algunas palabras con la negrita, como en el siguiente ejemplo del dis-
curso periodístico:
152
la relación entre veracidad y verosimilitud, como la propuesta por Bill Nichols. Pa-
ra Nichols, existen tres niveles de realismo: el empírico, el psicológico y el históri-
co. Según este autor, el realismo empírico defiende unas bases naturalistas que, co-
mo el propio Nichols reconoce, estarían basadas en una premisa errónea porque
los hechos no están implícitos en la naturaleza sino que son el “producto de una
construcción social” (Nichols, 2011: 223). En cualquier caso, este realismo asegura
una relación significativa entre cada imagen y su referente. El realismo histórico,
en cambio, partiría de la supuesta objetividad de la filmación, desmentida por to-
do aquello que ocurre fuera del campo visual, o en los momentos anteriores y pos-
teriores a la filmación, que no son captados por la cámara. Finalmente, el realismo
psicológico pretende transmitir “una sensación de representación verosímil, creí-
ble y exacta de la percepción y la emoción humanas” (Nichols, 2011: 224).
Ramón Sanjuan Mínguez, “La sombra de Alfred Hitchcock en la se-
rie documental LIFE” , Toma Uno (N° 1): 67-82
Pese a que los segmentos expositivos tienden a omitir subjetivemas valorativos o axiló-
gicos, la introducción de las voces expuestas en el fragmento anterior revela la presencia pro-
gresiva de huellas de la actividad valorativa del enunciador. En efecto, se observa inicialmente
una construcción de la objetividad a través del uso de formas no verbales en la introducción
de los enunciados referidos (“Para Nichols…”, “Según Nichols …”) y luego se ve un desliza-
miento hacia formas que revelan la posición del enunciador (“el propio Nichols reconoce…”)
y que implican un juicio sobre el carácter falso, incorrecto o dudoso de lo que afirma otra de
las voces citadas (“el realismo psicológico pretende transmitir …”)
153
Ejercitación
a) Lea el siguiente texto de Jorge Luis Borges y conteste las preguntas que siguen, que hemos seleccionado entre
las elaboradas por integrantes del proyecto "Políticas del lenguaje y enseñanza de la lengua", E. Arnoux (dir), en
2003, para investigaciones realizadas en el marco del proyecto.
Juicio general
[1] En cenáculos europeos y americanos he sido muchas veces interrogado sobre la literatu-
ra argentina e invariablemente he respondido que esa literatura (tan desdeñada por quie-
nes la ignoran) existe y que comprende, por lo menos, un libro, que es el Martín Fierro. Jus-
tificar esa primacía es el fin que estas últimas páginas se proponen.
[2] En el capítulo anterior he recopilado algunos juicios críticos. Una justificación simbóli-
ca podría reducirlos a dos: el de Lugones, para quien el Martín Fierro es una epopeya de los
orígenes de los argentinos; el de Calixto Oyuela, para quien el poema sólo registra un caso
individual. “Justiciero y libertador” es la definición que ha estampado Lugones; “hombre
con visible declinación hacia el tipo moreiresco de gaucho malo, agresivo, matón y pelea-
dor con la policía”, la que Oyuela prefiere. ¿Cómo resolver el debate?
[3] El crítico francés Rémy de Gourmont se complacía en el ejercicio difícil de disociar
ideas. En la controversia que acabo de resumir, se confunde la virtud estética del poema
con la virtud moral del protagonista, y se quiere que aquella dependa de ésta. Disipada esa
confusión el debate se aclara.
[4] Retomemos el tema de la clasificación propuesta por Lugones. Para los griegos el mayor
poeta era Homero; la veneración que le tributaban se extendió al género a que pertenecían
sus obras y surgió así el culto secular de la épica, que llenaría a Italia de epopeyas artificia-
les e induciría, en el siglo XVIII, a Voltaire a fabricar Henriade, para que no le faltara una
epopeya a la literatura francesa… Pero ya Aristóteles había señalado que la tragedia puede
aventajar a la épica en brevedad, en unidad y en perspicuidad; Lugones, al reclamar para el
Martín Fierro el nombre de epopeya, no hace otra cosa que revivir una vieja y dañina su-
perstición.
[5] La palabra epopeya tiene, sin embargo, su utilidad en este debate. Nos permite definir la
clase de agrado que la lectura del Martín Fierro nos da; ese agrado, en efecto, es más pareci-
do al de la Odisea o al de las sagas que al de una estrofa de Verlaine o de Enrique Banchs.
En tal sentido es razonable afirmar que el Martín Fierro es épico, sin que ello nos autorice a
confundirlo con las epopeyas genuinas. Además, la palabra puede prestarnos otro servicio.
El placer que daban las epopeyas a los primitivos oyentes era el que ahora dan las novelas:
el placer de oír que a tal hombre le acontecieron tales cosas. La epopeya fue una preforma
de la novela. Así, descontado el accidente del verso, cabría definir al Martín Fierro como
una novela. Esta definición es la única que puede transmitir el orden de placer que nos da
y que condice sin escándalo con su fecha, que fue, ¿quién no lo sabe?, la del siglo novelísti-
co por excelencia: el de Dickens, el de Dostoievsky, el de Flaubert.
[6] La épica requiere perfección en los caracteres; la novela vive de su imperfección y com-
plejidad: Para unos, Martín Fierro es un hombre justo; para otros un malvado o, como dijo
festivamente Macedonio Fernández, un siciliano vengativo; cada una de las opiniones con-
trarias es del todo sincera y parece evidente a quien la formula. Esta incertidumbre final es
uno de los rasgos de las criaturas más perfectas del arte, porque lo es también de la reali-
dad. Shakespeare será ambiguo pero es menos ambiguo que Dios. No acabamos de saber
154
quién es Hamlet o quien es Martín Fierro, pero tampoco nos ha sido otorgado saber quié-
nes realmente somos o quién es la persona que más queremos.
[7] Asesino, pendenciero, borracho, no agotan las definiciones oprobiosas que Martín Fie-
rro ha merecido; si lo juzgamos (como Oyuela lo ha hecho) por los actos que cometió, to-
das son justas e incontestables. Podría objetarse que esos juicios presuponen una moral que
no profesó Martín Fierro, porque su ética fue la del coraje y no la del perdón. Pero Fierro,
que ignoró la piedad, quería que los otros fueran rectos y piadosos con él, y a lo largo de su
historia se queja, casi infinitamente.
[8] Si no condenamos a Martín Fierro, es porque sabemos que los actos suelen calumniar a
los hombres. Alguien puede robar y no ser ladrón, matar y no ser asesino. El pobre Martín
Fierro no está en las confusas muertes que obró ni en los excesos de protesta y bravata que
entorpecen la crónica de sus desdichas. Está en la entonación y en la respiración de sus ver-
sos; en la inocencia que rememora modestas y perdidas felicidades y en el coraje que no ig-
nora que el hombre ha nacido para sufrir. Así, me parece, lo sentimos instintivamente los
argentinos. Las vicisitudes de Fierro nos importan menos que la persona que los vivió.
[9] Expresar hombres que las futuras generaciones no querrán olvidar es uno de los fines
del arte; José Hernández lo ha logrado con plenitud.
Jorge Luis Borges
1. El texto que acaba de leer es:
Un artículo de revista
Una entrada de enciclopedia
Un capítulo de libro
El prólogo de un libro
Describir un objeto
Justificar una idea
Narrar acontecimientos desconocidos para el lector
Explicar la posición de otro escritor
Poema épico que requiere perfección en los caracteres y produce deleite en los oyentes
Narración compleja de hechos protagonizados por personajes imperfectos que generan incertidumbre en el
lector
Narración breve con unidad de acción, de tiempo y de lugar
Relato de la vida de un personaje mitológico
Porque el placer que daban las epopeyas a sus oyentes era similar al que da la novela
Porque la epopeya requiere perfección de caracteres en la construcción del personaje
Porque la epopeya es una producción escrita en verso
Porque presenta una estructura que incluye un planteo, un nudo y un desenlace
155
8. ¿Quién afirma que el Martín Fierro es “una epopeya de los orígenes de los argentinos”?
9. Según el autor, ¿quién sostiene que “Martín Fierro es más importante que los episodios que vivió”?
el autor únicamente
el autor y los lectores
el autor y Lugones
el autor y Calixto Oyuela
10. En la primera línea del 5to. párrafo, el autor utiliza el término “sin embargo” para:
156
11. ¿En el octavo párrafo del texto, la oración: “Alguien puede robar y no ser ladrón, matar y no ser asesino.”, qué
función cumple en relación con la oración que la precede?
La discute
La ilustra
La justifica
La objeta
12. A lo largo del texto se utilizan distintos tipos de “nosotros”. Entre las opciones que siguen, marque con una
cruz la que utiliza en el texto el “nosotros” más amplio, es decir, el que incluye más sujetos en la clase:
“No acabamos de saber quién es Hamlet o quién es Martín Fierro, pero tampoco nos ha sido otorgado saber
quiénes realmente somos o quién es la persona que más queremos.”
“Así, me parece, lo sentimos instintivamente los argentinos.”
“Retomemos el tema de la clasificación propuesta por Lugones.”
“Además, la palabra puede prestarnos otro servicio.”
13. En los primeros párrafos del texto de Borges, se escribe “Martín Fierro” en cursiva para indicar que:
es un nombre propio
es el título de una obra
es el nombre de un personaje
es una cita
14. En los últimos párrafos del texto de Borges, no se escribe “Martín Fierro” en cursiva para indicar que:
es un nombre propio
es el título de una obra
es el nombre de un personaje
es una cita
b) Lea el siguiente texto y resuelva la ejercitación elaborada por Elvira Arnoux, Sylvia Nogueira y Adriana Silvestri
para la investigación presentada en su artículo “La construcción de representaciones enunciativas: el reconoci-
miento de voces en la comprensión de textos polifónicos” publicado en Revista Signos, en 2002.
157
[2] Sin embargo, la época de Goethe, el espíritu de su tiempo, difícilmente autorizaba una
visión cultural que podamos considerar verdaderamente universalista. Quizás Goethe hu-
biese coincidido con la filosofía histórica de Vico, para quien la lengua es el origen de la ci-
vilización y ésta es dicha y luego portada por todas las culturas humanas. Pero el mundo de
la Ilustración limitó la cultura, y aun la naturaleza, humanas, a un solo centro que era el
europeo. Hume y Locke proponen que la naturaleza humana es siempre una sola y la mis-
ma para todos los hombres, aunque escasamente desarrollada en niños, dementes y salva-
jes (Locke). De aquí deriva la idea de que la verdadera naturaleza humana, en su grado más
alto de desarrollo, se localiza en Europa y en las élites europeas. Sólo Europa es capaz de vi-
vir históricamente, escribe asimismo el romántico alemán Herder. ¿Cómo es posible ser
persa?, se pregunta un personaje de Montesquieu. América, pontifica Hegel, es un Aún No.
[3] Hay que añadir a esta complacencia dos siglos de historia, dos guerras mundiales, va-
rios nombres trágicos -Auschwitz, el Gulag- para llegar a lo que Baudrillard explica como
un futuro concluido: todo ha ocurrido ya. Lyottard extiende esta idea a una narrativa con-
cluida: se han agotado las “narrativas de la liberación occidentales”.
[4] Pero, por otra parte, también es cierto que al lado de esta “narrativa agotada”, han apa -
recido, con vigor y nitidez creciente, numerosas polinarrativas originadas en los antiguos
confines de lo que la centralidad europea juzgaba excéntrico: la “Persia” imposible de
Montesquieu, el “Aún No” americano de Hegel, el “salvajismo” africano de Locke.
[5] Al antiguo eurocentrismo se ha impuesto un policentrismo que, si seguimos en su lógi-
ca la crítica posmodernista de Lyottard, debe conducirnos a lo que para este sería una “acti-
vación de las diferencias” como condición común de una humanidad que considero cen-
tral porque es excéntrica, o excéntrica porque tal es la situación real de lo universal concre-
to, sobre todo si se manifiesta mediante la aportación de lo diverso que es la imaginación
literaria. La “literatura mundial” de Goethe cobra al fin su sentido recto: es en la actualidad
la literatura de la diferencia, la narración de la diversidad, pero confluyendo, desde esa di-
versidad, en un mundo único, la superpotencia mundo, para decirlo con un concepto que
conviene a la época después de la guerra fría.
[6] El resultado de lo que planteamos es un mundo con muchas voces. Las nuevas constela-
ciones que componen la geografía de la novela son así variadas y mutantes.
Extraído de: Fuentes, Carlos. Geografía de la novela. México: FCE.193
1- ¿Qué título le parece más adecuado para este texto? 2- ¿En qué época surge, según el texto, una visión
cultural verdaderamente universalista?
158
3- ¿Cuál de las siguientes formulaciones expresa una idea similar a la del texto?
4- ¿A qué se refiere la expresión “literatura mundial” 5- ¿Quiénes consideran, según el texto, que “la verda-
de Goethe? dera naturaleza humana, en su grado más alto de de-
sarrollo, se localiza en Europa y en las élites euro-
peas”? (puede haber más de una opción correcta)
a- La literatura de las superpotencias mundiales a- Carlos Fuentes
b- La literatura posterior a la guerra fría b- Hume y Locke
c- Una literatura no restringida a las culturas nacionales c- Herder
d- Las variadas facetas literarias del Renacimiento d- Vico
e- Las narrativas aparecidas en las antiguas colonias e- Goethe
6- ¿Con qué objeto aparecen las citas del segundo párrafo del texto?
a- A Baudrillard
b- A Lyottard
c- A Carlos Fuentes
d- A Hegel
e- A todos los anteriores
159
9- Según el autor, ¿qué opina Lyottard sobre las narrativas de la liberación occidentales?
160
Géneros discursivos
y Análisis del discurso
161
tenso y detallado, el repertorio bastante variado de los oficios burocráticos (formulados gene-
ralmente de acuerdo con un estándar), todo un universo de declaraciones públicas (en un
sentido amplio: las sociales, las políticas); pero además tendremos que incluir las múltiples
manifestaciones científicas, así como todos los géneros literarios (desde un dicho hasta una
novela en varios tomos). Podría parecer que la diversidad de los géneros discursivos es tan
grande que no hay ni puede haber un solo enfoque para su estudio, porque desde un mismo
ángulo se estudiarían fenómenos tan heterogéneos como las réplicas cotidianas constituidas
por una sola palabra y como una novela en muchos tomos, elaborada artísticamente, o bien
una orden militar, estandarizada y obligatoria hasta por su entonación, y una obra lírica, pro-
fundamente individualizada, etc. Se podría creer que la diversidad funcional convierte los ras-
gos comunes de los géneros discursivos en algo abstracto y vacío de significado. Probablemen-
te con esto se explica el hecho de que el problema general de los géneros discursivos jamás se
haya planteado. Se han estudiado, principalmente, los géneros literarios. Pero desde la anti-
güedad clásica hasta nuestros días estos géneros se han examinado dentro de su especificidad
literaria y artística, en relación con sus diferencias dentro de los límites de lo literario, y no
como determinados tipos de enunciados que se distinguen de otros tipos, pero que tienen
una naturaleza verbal (lingüística) común. El problema lingüístico general del enunciado y de
sus tipos casi no se ha tomado en cuenta. A partir de la antigüedad se han estudiado también
los géneros retóricos (y las épocas ulteriores, por cierto, agregaron poco a la teoría clásica); en
este campo ya se ha prestado mayor atención a la naturaleza verbal de estos géneros en tanto
que enunciados, a tales momentos como, por ejemplo, la actitud con respecto al oyente y su
influencia en el enunciado, a la conclusión verbal específica del enunciado (a diferencia de la
conclusión de un pensamiento), etc. Pero allí también la especificidad de los géneros retóricos
(judiciales, políticos) encubría su naturaleza lingüística común. [...]
De ninguna manera se debe subestimar la extrema heterogeneidad de los géneros discur-
sivos y la consiguiente dificultad de definición de la naturaleza común de los enunciados. So-
bre todo hay que prestar atención a la diferencia, sumamente importante, entre géneros dis-
cursivos primarios (simples) y secundarios (complejos); tal diferencia no es funcional. Los gé-
neros discursivos secundarios (complejos) –a saber, novelas, dramas, investigaciones científi-
cas de toda clase, grandes géneros periodísticos, etc.– surgen en condiciones de la comunica-
ción cultural más compleja, relativamente más desarrollada y organizada, principalmente es-
crita: comunicación artística, científica, sociopolítica, etc. En el proceso de su formación estos
géneros absorben y reelaboran diversos géneros primarios (simples) constituidos en la comu-
nicación discursiva inmediata. Los géneros primarios que forman parte de los géneros com-
plejos se transforman dentro de estos últimos y adquieren un carácter especial: pierden su re-
lación inmediata con la realidad y con los enunciados reales de otros, por ejemplo, las réplicas
de un diálogo cotidiano o las cartas dentro de una novela, conservando su forma y su impor-
tancia cotidiana tan sólo como partes del contenido de la novela, participan de la realidad tan
sólo a través de la totalidad de la novela, es decir, como acontecimiento artístico y no como
suceso de la vida cotidiana. La novela en su totalidad es un enunciado, igual que las réplicas
de un diálogo cotidiano o una carta particular (todos poseen una naturaleza común), pero, a
diferencia de éstas, aquello es un enunciado secundario (complejo).
162
163
tipos de su conclusión, con los tipos de la relación que se establece entre el hablante y otros
participantes de la comunicación discursiva (los oyentes o lectores, los compañeros, el discur-
so ajeno, etc.). El estilo entra como elemento en la unidad genérica del enunciado. Lo cual no
significa, desde luego, que un estilo lingüístico no pueda ser objeto de un estudio específico e
independiente. Tal estudio, o sea la estilística del lenguaje como disciplina independiente, es
posible y necesario. Pero este estudio sólo sería correcto y productivo fundado en una cons-
tante consideración de la naturaleza genérica de los estilos de la lengua, así como en un estu-
dio preliminar de las clases de géneros discursivos. Hasta el momento la estilística de la len-
gua carece de esta base. De ahí su debilidad. No existe una clasificación generalmente recono-
cida de los estilos de la lengua. Los autores de las clasificaciones infringen a menudo el reque-
rimiento lógico principal de la clasificación: la unidad de fundamento. Las clasificaciones re-
sultan ser extremadamente pobres e indiferenciadas. Por ejemplo, en la recién publicada gra-
mática académica de la lengua rusa se encuentran especies estilísticas del ruso como: discurso
libresco, discurso popular, científico abstracto, científico técnico, periodístico, oficial, coti-
diano familiar, lenguaje popular vulgar. Junto con estos estilos de la lengua figuran, como su-
bespecies estilísticas, las palabras dialectales, las anticuadas, las expresiones profesionales. Se-
mejante clasificación de estilos es absolutamente casual, y en su base están diferentes princi-
pios y fundamentos de la división por estilos. Además, esta clasificación es pobre y poco dife-
renciada.1 Todo esto resulta de una falta de comprensión de la naturaleza genérica de los esti-
los. También influye la ausencia de una clasificación bien pensada de los géneros discursivos
según las esferas de la praxis, así como de la distinción, muy importante para la estilística, en-
tre géneros primarios y secundarios.
La separación entre los estilos y los géneros se pone de manifiesto de una manera especial-
mente nefasta en la elaboración de una serie de problemas históricos.
Los cambios históricos en los estilos de la lengua están indisolublemente vinculados a
los cambios de los géneros discursivos. La lengua literaria representa un sistema complejo y
dinámico de estilos; su peso específico y sus interrelaciones dentro del sistema de la lengua li-
teraria se hallan en un cambio permanente. La lengua de la literatura, que incluye también
los estilos de la lengua no literaria, representa un sistema aún más complejo y organizado so-
bre otros fundamentos. Para comprender la compleja dinámica histórica de estos sistemas, pa-
ra pasar de una simple (y generalmente superficial) descripción de los estilos existentes e in-
tercambiables a una explicación histórica de tales cambios, hace falta una elaboración especial
de la historia de los géneros discursivos (y no sólo de los géneros secundarios, sino también
de los primarios), los que reflejan de una manera más inmediata, atenta y flexible todas las
transformaciones de la vida social. Los enunciados y sus tipos, es decir, los géneros discursi-
vos, son correas de transmisión entre la historia de la sociedad y la historia de la lengua. Ni
un solo fenómeno nuevo (fonético, léxico, de gramática) puede ser incluido en el sistema de
la lengua sin pasar la larga y compleja vía de la prueba de elaboración genérica.2
1 A. N. Gvozdev, en sus Ocherki po stilistike russkogo iazika (Moscú, 1952, pp. 13-15), ofrece unos funda-
mentos para clasificación de estilos igualmente pobres y faltos de precisión. En la base de todas estas cla-
sificaciones está una asimilación acrítica de las nociones tradicionales acerca de los estilos de la lengua.
2 Esta tesis nuestra nada tiene que ver con la vossleriana acerca de la primacía de lo estilístico sobre
lo gramatical. Lo cual se manifestará con toda claridad en el curso de nuestra exposición.
164
En cada época del desarrollo de la lengua literaria, son determinados géneros los que
dan el tono, y éstos no sólo son géneros secundarios (literarios, periodísticos, científicos), sino
también los primarios (ciertos tipos del diálogo oral: diálogos de salón, íntimos, de círculo,
cotidianos y familiares, sociopolíticos, filosóficos, etc.). Cualquier. extensión literaria por
cuenta de diferentes estratos extraliterarios de la lengua nacional está relacionada inevitable-
mente con la penetración, en todos los géneros, de la lengua literaria (géneros literarios, cien-
tíficos, periodísticos, de conversación), de los nuevos procedimientos genéricos para estructu-
rar una totalidad discursiva, para concluirla, para tomar en cuenta al oyente o participante,
etc., todo lo cual lleva a una mayor o menor restructuración y renovación de los géneros dis-
cursivos. Al acudir a los correspondientes estratos no literarios de la lengua nacional, se recu-
rre inevitablemente a los géneros discursivos en los que se.realizan los estratos. En su mayoría,
éstos son diferentes tipos de géneros dialógico-coloquiales; de ahí resulta una dialogización,
más o menos marcada, de los géneros secundarios, una debilitación de su composición mono-
lógica, una nueva percepción del oyente como participante de la plática, así como aparecen
nuevas formas de concluir la totalidad, etc. Donde existe un estilo, existe un género. La tran-
sición de un estilo de un género a otro no sólo cambia la entonación del estilo en las condi-
ciones de un género que no le es propio, sino que destruye o renueva el género mismo.
Así, pues, tanto los estilos individuales como aquellos que pertenecen a la lengua tien-
den hacia los géneros discursivos. Un estudio más o menos profundo y extenso de los géneros
discursivos es absolutamente indispensable para una elaboración productiva de todos los pro-
blemas de la estilística.
Sin embargo, la cuestión metodológica general, que es de fondo, acerca de las relaciones
que se establecen entre el léxico y la gramática, por un lado, y entre el léxico y la estilística,
por otro, desemboca en el mismo problema del enunciado y de los géneros discursivos.
La gramática (y la lexicología) difiere considerablemente de la estilística (algunos inclu-
sive llegan a oponerla a la estilística), pero al mismo tiempo ninguna investigación acerca de
la gramática (y aún más la gramática normativa) puede prescindir de las observaciones y di-
gresiones estilísticas. En muchos casos, la frontera entre la gramática y la estilística casi se bo-
rra. Existen fenómenos a los que unos investigadores relacionan con la gramática y otros con
la estilística, por ejemplo el sintagma.
Se puede decir que la gramática y la estilística convergen y se bifurcan dentro de cual-
quier fenómeno lingüístico concreto: si se analiza tan sólo dentro del sistema de la lengua, se
trata de un fenómeno gramatical, pero si se analiza dentro de la totalidad de un enunciado in-
dividual o de un género discursivo, es un fenómeno de estilo. La misma selección de una for-
ma gramatical determinada por el hablante es un acto de estilística. Pero estos dos puntos de
vista sobre un mismo fenómeno concreto de la lengua no deben ser mutuamente impenetra-
bles y no han de sustituir uno al otro de una manera mecánica, sino que deben combinarse
orgánicamente (a pesar de una escisión metodológica muy clara entre ambos) sobre la base de
la unidad real del fenómeno lingüístico. Tan sólo una profunda comprensión de la naturaleza
del enunciado y de las características de los géneros discursivos podría asegurar una solución
correcta de este complejo problema metodológico.
El estudio de la naturaleza del enunciado y de los géneros discursivos tiene, a nuestro pa-
recer, una importancia fundamental para rebasar las nociones simplificadas acerca de la vida
165
discursiva, acerca de la llamada “corriente del discurso", acerca de la comunicación, etc., que
persisten aún en la lingüística soviética. Es más, el estudio del enunciado como de una unidad
real de la comunicación discursiva permitirá comprender de una manera más correcta la naturale-
za de las unidades de la lengua (como sistema), que son la palabra y la oración.
Pasemos a este problema más general.
[…]
La gente no hace intercambio de oraciones ni de palabras en un sentido estrictamente
lingüístico, ni de conjuntos de palabras; la gente habla por medio de enunciados, que se cons-
truyen con la ayuda de las unidades de la lengua que son palabras, conjuntos de palabras, ora-
ciones; el enunciado puede ser constituido tanto por una oración como por una palabra, […]
pero no por eso una unidad de la lengua se convierte en una unidad de la comunicación dis-
cursiva.
[…]
Todo enunciado concreto viene a ser un eslabón en la cadena de la comunicación dis-
cursiva en una esfera determinada.
[…]
Por más monológico que sea un enunciado (por ejemplo, una obra científica o filosófi-
ca), por más que se concentre en su objeto, no puede dejar de ser, en cierta medida, una res-
puesta a aquello que ya se dijo acerca del mismo objeto, acerca del mismo problema, aunque
el carácter de respuesta no recibiese una expresión externa bien definida […]. Un enunciado
está lleno de matices dialógicos, y sin tomarlos en cuenta es imposible comprender hasta el fi-
nal el estilo del enunciado. Porque nuestro mismo pensamiento (filosófico, científico, artísti-
co) se origina y se forma en el proceso de interacción y lucha con pensamientos ajenos, lo
cual no puede dejar de reflejarse en la forma de la expresión verbal del nuestro. […]
El objeto de discurso de un hablante, cualquiera que sea el objeto, no llega a tal por pri-
mera vez en este enunciado, y el hablante no es el primero que lo aborda. El objeto del discur-
so, por decirlo así, ya se encuentra hablado, discutido, vislumbrado y valorado de las maneras
más diferentes; en él se cruzan, convergen y se bifurcan varios puntos de vista, visiones del
mundo, tendencias. El hablante no es un Adán bíblico que tenía que ver con objetos vírgenes,
aún no nombrados, a los que debía poner nombres. […] Por lo tanto el objeto mismo de su
discurso se convierte inevitablemente en un foro […].
166
La escena de enunciación
Dominique Maingueneau
Análisis de textos de comunicación, Buenos Aires, Nueva Visión, 2009.
golosa.
¿Cuál es la escena de enunciación de este texto? A esta pregunta se le pueden dar tres
respuestas, según el punto de vista en el que uno se ubique:
- la escena de enunciación es la de una publicidad (tipo de discurso);
- la escena de enunciación es la de una publicidad para productos adelgazantes en una
tienda femenina (género discursivo);
- la escena de enunciación es la de una conversación telefónica donde, de su oficina,
una mujer en traje sastre con pantalón hace un llamado telefónico.
167
La lectora de la revista donde figura este texto se encuentra tomada simultáneamente en es-
tas tres escenas. Es interpelada a la vez como consumidora (escena publicitaria), como lectora de re-
vista preocupada por permanecer delgada (escena del género discursivo) y como interlocutora y amiga,
de una mujer en el teléfono (escena construida por el texto). Para el primer caso se hablará de es-
cena englobante, para el segundo de escena genérica, para el tercero de escenografía.
La escena englobante es la que corresponde al tipo de discurso. Cuando se recibe un folleto
en la calle, se debe ser capaz de determinar si tiene que ver con el tipo de discurso religioso, políti-
co, publicitario..., en otras palabras, sobre qué escena englobante hay que ubicarse para interpre-
tarlo, de qué manera interpela a su lector, en función de qué finalidad está organizado. Una
enunciación política, por ejemplo, implica a un ciudadano dirigiéndose a ciudadanos. Caracteri-
zación, ciertamente mínima, pero que nada tiene de intemporal: ella define el estatus de las per-
sonas y cierto marco espacio-temporal. En numerosas sociedades del pasado no existía una escena
englobante específicamente política. Tampoco se puede hablar de escena administrativa, publici-
taria, religiosa, literaria, etc., para cualquier sociedad y cualquier época.
Decir que la escena de enunciación de un enunciado político es la escena englobante
política, la de un enunciado filosófico la escena englobante filosófica, etc., es insuficiente: un
co-enunciador no se enfrenta con lo político o lo filosófico no especificado, sino con géneros
discursivos particulares. Cada género discursivo define sus propios roles: en un folleto de cam-
paña electoral va a tratarse de un candidato que se dirige a electores, en un curso se tratará de
un profesor que se dirige a alumnos, etcétera.
Estas dos «escenas» definen conjuntamente lo que se podría llamar el marco escénico
del texto. Él es quien define el espacio estable en cuyo interior el enunciado adquiere sentido,
el del tipo y el género discursivo. El lector de la publicidad para los sachets «Week-end» no la
lee sino con ese marco presente en la mente.
La escenografía
Un bucle paradójico
168
a su público, si logra hacer aceptar a las lectoras el lugar que pretende asignarles en esta esceno-
grafía. En efecto, en diversos grados, tomar la palabra es asumir un riesgo; la escenografía no es
simplemente un marco, un decorado, como si el discurso acaeciera en el interior de un espacio
ya construido e independiente de dicho discurso, sino que la enunciación, al desarrollarse, se
esfuerza por poner progresivamente en su lugar su propio dispositivo de habla.
La escenografía implica así un proceso en bucle. A partir de su emergencia, el habla supo-
ne cierta situación de enunciación, la cual, de hecho, se valida progresivamente a través de es-
ta enunciación misma. La escenografía es así a la vez aquello de donde viene el discurso y aquello
que engendra ese discurso; ella legitima un enunciado que, a cambio, debe legitimarla, debe es-
tablecer que esta escenografía de donde viene el habla es precisamente la escenografía requeri-
da para enunciar como corresponde, según el caso, la política, la filosofía, la ciencia, o para
promocionar tal mercancía... Cuanto más se avanza en la lectura de la publicidad «Week-
End», más debe uno persuadirse que es la llamada telefónica de una amiga lo que constituye
la mejor vía de acceso a ese producto. Lo que dice el texto debe permitir validar la escena mis-
ma a través de la cual surgen dichos contenidos. Para ello, la escenografía debe estar adaptada
al producto: debe existir una conveniencia entre telefonear a una amiga entre dos citas y las
características atribuidas a los sachets Week-End.
Una escenografía no se despliega plenamente a menos que pueda dominar su propio de-
sarrollo, mantener una distancia respecto del co-enunciador. En cambio, en un debate, por
ejemplo, es muy difícil para los participantes enunciar a través de sus escenografías: ellos no
tienen el dominio de la enunciación y deben reaccionar sobre el terreno a situaciones impre-
visibles suscitadas por los interlocutores. En situación de interacción viva, con mucha fre-
cuencia es entonces la amenaza sobre las caras (véase cap. 2) y el ethos (véase cap. siguiente)
los que pasan al primer plano.
Al tomar un texto publicitario, por ejemplo, hemos escogido un género discursivo que,
desde el punto de vista de la escenografía, tiene un estatus privilegiado. El discurso publicita-
rio, en efecto, es de esos tipos de discursos para los cuales no se puede prejuzgar de antemano
acerca de la escenografía que será movilizada. En cambio, existen tipos de discursos cuyos gé-
neros implican escenas enunciativas de algún modo establecidas: el correo administrativo o
las relaciones de expertos se desarrollan por regla general en escenas muy restrictivas, se adap-
tan a las rutinas de la escena genérica.
Otros géneros discursivos son más susceptibles de suscitar escenografías que se apartan
de un modelo preestablecido. Así, en un género que podría creerse muy coercitivo, la guía tu-
rística, la Guide du routard1 tomó la decisión de innovar, poniendo en escena el «estilo habla-
do» de un enunciador joven que se dirigiría a un co-enunciador joven:
1 La Guide du routard (Guía del trotamundos) es una colección de guías turísticas fundada en abril de
1973 por Michel Duval y Philippe Gloaguen. [N. del T.]
169
Tate Gallery: Milbank, SW1. M. Pimlico (plano II C3). Abierto de 10 a 17:50 hs en días de
semana y de 14 a 17:50 hs. el domingo. Entrada gratuita. Uno de nuestros museos preferi-
dos en Londres, con seguridad. Un verdadero flechazo. A grandes rasgos, el museo puede
dividirse en dos grandes secciones: 1/3 concierne a la pintura inglesa de los siglos XVI,
XVII Y XVIII y 2/3 presentan una amplia variedad de la pintura y la escultura mundial del
siglo XX. Obras de arte en desorden. [...]
(Le Guide du routard, Gran Bretaña, 1994-1995, Hachette, pág. 107.)
Un enunciado como éste satisface las obligaciones que impone el género «guía turísti-
ca»: define los lugares dignos de interés para un turista, da informaciones prácticas para acce-
der a ellos... Pero lo hace imponiendo una escenografía que contrasta sobre los otros textos
del mismo género. En vez de contentarse con la escena genérica de tipo didáctico que es habi-
tual en estas guías, donde el enunciador borra las marcas de su presencia, la Guide du routard
desarrolla una escenografía original, otra puesta en escena de su habla («un verdadero flecha-
zo», «a grandes rasgos», «en desorden»...). Esta escenografía no es definida al azar, se la supo-
ne adaptada a la figura del «mochilero» y en muchos aspectos se parece a las que privilegia un
diario como Libération.
Con esta publicidad para los productos Week-End nos enfrentamos con una escenogra-
fía especificada de manera precisa por el texto: una conversación telefónica con una amiga.
Pero no siempre es así; por ejemplo, en esta otra publicidad para los productos Week-End:
El enunciador comienza por hacer entrar el producto en una categoría («una nueva comi-
da adelgazante»), luego da su modo de empleo («según los kilos...») y por último su composi-
ción («Week-End existe en dos versiones...»). Este esquema evoca a la vez las instrucciones de
uso, el artículo de enciclopedia, el curso, etc. Por otra parte, se observará que el texto termina
con la evocación del médico y el farmacéutico, figuras por excelencia del poseedor de saber en
materia de salud. La escenografía de este texto es difusa: remite a un conjunto vago de esceno-
grafías posibles de orden científico y didáctico y no a un género discursivo específico.
170
Escenas validadas
Estos tres planos de la escena de enunciación se los puede ver en obra en la «Carta» re-
dactada por François Mitterrand durante la campaña presidencial de 1988. Para favorecer su
reelección se publicó en la prensa y se dirigió por correo a cierta cantidad de electores esta
«Carta a todos los franceses».
El sentido de este enunciado político no se reduce solamente a su contenido, es insepa-
rable de su puesta en escena epistolar, subrayada por el hecho de que la fórmula de presenta-
ción («Mis queridos compatriotas») así como la firma («François Mitterrand») son manuscri-
tas. La compaginación refuerza ese efecto de correspondencia privada; a la izquierda del texto
se deja un margen materializado por un trazo, un poco como en un cuaderno escolar:
171
Así, el lector de la «Carta a todos los franceses» recibe a la vez una muestra de discurso
político (escena englobante), un programa electoral (escena genérica) y una carta personal (es-
cenografía) que se presenta a su vez como una discusión en familia (escena validada), pero las
relaciones entre esas diversas escenas pueden resultar potencialmente conflictivas. Así, la esce-
na genérica del programa electoral a priori se armoniza mal con una correspondencia privada;
en cuanto a la escena validada de la discusión en familia, constituye una interacción viviente
entre varios locutores, mientras que un programa electoral y una carta suponen enunciacio-
nes monologales (donde no hay más que un solo locutor). Estas tensiones no pueden ser total-
mente resueltas, pero el texto se dedica a atenuarlas, a hacerlas olvidar. Es lo que se ve en la
última frase, que introduce una escena validada para justificar la conversión de la escena polí-
tica en escena epistolar:
Escogí este medio, escribirles, para expresarme sobre todos los grandes temas que
deben ser tratados y discutidos entre franceses, suerte de reflexión en común, co-
mo ocurre de noche, alrededor de la mesa, en familia.
2 El llamado del 18 de junio de 1940 (el llamado del general de Gaulle) es el primer discurso pronun -
ciado por el general de Gaulle en la radio de Londres, en las ondas de la BBC. Este discurso –que fue
muy poco escuchado en el momento pero publicado en la prensa francesa al día siguiente– es con-
siderado como el texto fundador de la Resistencia francesa, y sigue siendo su símbolo. [N. del T.]
172
Problemas de ethos
Dominique Maingueneau
Pratiques N º113/114, junio de 2002, pp. 55-67. (Traducción de María
Eugenia Contursi)
Luego de haber sido presa del movimiento de descrédito de la retórica, la noción de ethos1
-no hablo aquí más que de ethos discursivo2- está cada vez más presente. Pero mientras que el
rejuvenecimiento del interés por la retórica es relativamente antiguo (en 1958 aparecieron las
obras fundadoras de C. Perelman y de S. Toulmin), el ethos ha debido esperar hasta los años 80
para ocupar un lugar en la reflexión sobre el discurso 3: no solamente ha suscitado comentarios
en tanto concepto del corpus teórico, sino que ha dado lugar a prolongamientos nuevos en el
marco de las disciplinas que estudian el discurso.
Nos podríamos preguntar por qué el ethos suscita hoy tanto interés. Evidentemente, tal
retorno entra en consonancia con la dominación de los medios audiovisuales: con ellos el
centro de interés se ha desplazado de las doctrinas y de los aparatos que los habían ligado a la
representación de si, al “look”; fenómeno que Regis Debray, por ejemplo, ha teorizado en tér-
minos de mediología. Esto va a la par con el arraigo de toda convicción de una cierta determi-
nación del cuerpo en movimiento, atestiguando la transformación de la “propaganda” de an-
taño en “pub”: la primera mostraba argumentos para valorizar un producto, el segundo elabo-
ró en su discurso el cuerpo imaginario de la marca que es considerada como la fuente del
enunciado publicitario.
No me empeñaré más en esta dirección; aquí me propongo solamente brindar un cierto
número de reparos para que sea asible lo que está en juego en esta noción de ethos; para tener
una visión más rica se puede recurrir al volumen editado por R. Amossy (1999), que está cita-
1 El ethos implica problemas de ortografía: si se quiere respetar las convenciones usuales en materia
de palabras griegas, deberíamos escribirla con é, pero muchos utilizan una simple e, que es lo que
yo hago. En plural, se escribe en general ethé y no ethoi porque se trata de una palabra neutra en
griego antiguo.
2 Existe, en efecto, una explicación sociológica de la noción de ethos; puede tener un sentido aristo-
télico (Ética a Nicómaco, II-1), pero sobre todo de Max Weber quien en La ética protestante y el espíritu
del capitalismo parte del ethos (sin dar, sin embargo, una definición precisa) como de una interiori-
zación de normas de vida, hacia la articulación entre creencias religiosas y sistema económico en la
coyuntura del capitalismo. En la prolongación de esta concepción, citemos, por ejemplo, el libro de
Herbert Mac Closky y John Zaller, The American ethos: public attitudes toward capitalism and democra-
cy, Cambridge (Mass.), 1984.
3 En lo que concierne a Francia, me parece que es en 1984 que comienza la explotación del ethos en
términos pragmáticos o discursivos: O. Ducrot integró el ethos a una conceptualización enunciativa
(Ducrot, 1984: 201) y yo mismo propuse una teoría en un marco de análisis del discurso (Maingue-
neau 1984, 1987). Antes, M. Le Guern (1977) había llamado la atención sobre el valor que tenía es -
ta noción en la retórica del siglo XVII.
173
do en la bibliografía. Comenzaré por recordar las principales características del ethos retórico,
cómo se presenta luego de la problemática aristotélica; evocaré después un cierto número de
problemas que se presentan cuando uno quiere establecer esta noción; presentaré, en fin, mi
propia concepción del ethos, insistiendo en el hecho de que no es más que una de las aplica-
ciones posibles de una noción que tiene vocación de ser transdisciplinaria.
-I-
El ethos retórico
Al escribir su Retórica, Aristóteles intenta presentar una techné con miras a examinar no
lo que es persuasivo para tal o cual individuo, sino para tal o cual tipo de individuos (1356b,
32-33 (4)). La prueba por el ethos consiste en causar buena impresión, por la manera en la
que se construye el discurso, en dar una imagen de si capaz de convencer al auditorio ganan-
do su confianza. El destinatario debe atribuir ciertas propiedades a la instancia que se estable-
ce como la fuente del acontecimiento enunciativo.
La prueba por el ethos moviliza “todo lo que, en la enunciación discursiva, contribuye a
emitir una imagen del orador con destino en el auditorio. El tono de voz, la facilidad de pala-
bra, la elección de las palabras y de los argumentos, gestos, mímicas, mirada, postura, adornos,
etc., son igualmente signos, elocutorios y oratorios, de la vestimenta y simbólicos, por los cuales
el orador da de si mismo una imagen psicológica y sociológica” (Declercq, 1992; 48). No se trata
de una representación estática o bien delimitada, sino sobre todo de una forma dinámica, cons-
truida por el destinatario a través del movimiento mismo de la palabra del locutor. El ethos no
se instala en el primer plano, sino de manera lateral, implica una experiencia sensible del dis-
curso, moviliza la afectividad del destinatario. Para recordar una fórmula de Gilbert (siglo XVI-
II), que resume el triángulo de la retórica antigua, “se instruye por los argumentos; se mueve
por las pasiones; se insinúa por las costumbres”: los argumentos corresponden al logos, las “pa-
siones” al pathos, las “costumbres” al ethos. [...] Se comprende que en la tradición retórica el
ethos haya sido frecuentemente mirado con sospecha: presentado como tan eficaz, visto a veces
como más que el logos (los argumentos propiamente dichos), se supone que invierte inevitable-
mente la jerarquía moral entre lo inteligible y lo sensible. (...)
El ethos propiamente retórico está ligado a la enunciación misma y no a un saber extra-
discursivo sobre el locutor. Este es el punto esencial: “se persuade por el carácter cuando el
discurso naturalmente muestra al orador como digno de fe [...] Pero es necesario que esa con-
fianza sea el efecto del discurso, no de una prevención sobre el carácter del orador” (1356a)4. R. Bar-
thes subraya este punto: “son los rasgos de carácter lo que el orador debe mostrar al auditorio
(poco importa su sinceridad) para hacer buena impresión [...] El orador enuncia una informa-
ción y al mismo tiempo dice: yo soy esto, yo no soy aquello” (Barthes, 1970: 212). La eficacia
del ethos depende del hecho de que envuelve de algún modo la enunciación sin ser explicita-
do en el enunciado.
[…] El ethos es diferente de los atributos “reales” del locutor; puede ser adjuntado al lo-
cutor en tanto que este es la fuente de la enunciación, es desde el exterior que lo caracteriza.
El destinatario atribuye a un locutor inscripto en el mundo extra-discursivo rasgos que son en
4 Subrayado nuestro.
174
realidad intra-discursivos, pues son asociados a una manera de decir. Más exactamente, no se
trata de rasgos estrictamente “intra-discursivos” porque, se ha visto, intervienen también en
su elaboración datos exteriores a la palabra propiamente dicha (mímicas, vestimentas...).
En última instancia, la cuestión del ethos está ligada a la construcción de la identidad.
Cada turno de habla implica a la vez tomar en cuenta las representaciones que los participan-
tes se hacen el uno del otro; pero también la estrategia de habla de un locutor que orienta el
discurso de manera de formarse a través de él una cierta identidad.
175
comportamiento que, en tanto tal, articula lo verbal y lo no verbal para provocar en el destinata-
rio efectos que no se deben solo a las palabras, al menos no por completo.
Por otro lado, la noción de ethos reenvía a cosas muy diferentes según se lo considere
desde el punto de vista del locutor o desde el del destinatario: el ethos ambicionado no es ne-
cesariamente el ethos producido. El docente que quiere dar la imagen de serio puede ser perci-
bido como fastidioso, aquel que quiere dar la imagen de individuo abierto y simpático puede
ser percibido como reclutador o “demagogo”. Los fracasos en materia de ethos son moneda
corriente.
[…] De todas maneras, desde su origen la noción de ethos no tiene un valor unívoco. El
término “ethos” en griego tiene un sentido poco específico y se presta a múltiples aplicacio-
nes: en retórica, en moral, en política, en música... Ya en Aristóteles, el ethos es objeto de tra-
tamientos diferentes en la Política y en la Retórica, y hemos visto que en este último libro de-
signa tanto las propiedades adjudicadas al orador en tanto que enuncia, como las disposicio-
nes estables atribuidas a los individuos insertos en las colectividades. A esto se añaden todos
los problemas que presenta la interpretación del texto aristotélico y, aún más, los corpora an-
tiguos. [...]
Lo que nos interesa aquí es saber a qué título la categoría atañe a un sector determinado
de las ciencias humanas contemporáneas, cuando hacen análisis de discurso. No vivimos en
el mismo mundo que el de la retórica antigua y la palabra no está constreñida por los mismos
dispositivos; lo que era una disciplina única, la retórica, está hoy disperso en diversas discipli-
nas teóricas y prácticas que tienen distintos intereses y captan el ethos bajo facetas diversas.
No hay modo posible de establecer definitivamente una noción de este tipo, que es mejor
aprehender como el nudo generador de una multitud de desarrollos posibles. Por ejemplo, los
esfuerzos de M. Dascal por integrar el ethos a una “retórica cognitiva” fundada sobre una
pragmática filosófica (Dascal, 1999) o perspectivas de los “cultural studies”, donde el ethos es
asociado a cuestiones de diferencia sexual y de etnicidad (Baumlin J. S. Y T. F., 1994). Los cor-
pora juegan también un papel esencial en esta diversificación; aplicado a un texto filo-
sófico del siglo XIX, el ethos no puede establecer los mismos problemas que si se apli-
ca a una interacción conversacional...
No obstante, si nos limitamos a la Retórica de Aristóteles, podemos acordar cier-
tas ideas, sin prejuzgar la manera en la que pueden ser aplicadas eventualmente:
176
Es en este espíritu que presentaré mi concepción personal del ethos, que se ins-
cribe en el marco del análisis del discurso: incluso si su problemática es bien diferente,
me parece que no es profundamente infiel a las líneas rectoras de la concepción aris-
totélica del ethos. Para permanecer en el espíritu de este número de Pratiques, pondré
el acento sobre lo escrito.
- II -
He sido impulsado a trabajar esta noción de ethos en el marco del análisis del discur-
so y en corpora relevantes de géneros que se podrían llamar “instituidos”, en oposición a los
géneros conversacionales. Entre los géneros “instituidos”, sean monologales o dialogales, los
participantes ocupan roles preestablecidos que permanecen estables en el curso del evento co-
municativo y siguen rutinas, más o menos precisas, en el desarrollo de la organización tex-
tual. En los géneros conversacionales, en oposición, los lugares de los participantes son nego-
ciados sin cesar y el desarrollo del texto no obedece a constreñimientos macro-estructurales
fuertes.
Mi perspectiva excede por mucho el marco de la argumentación. Más allá de la persua-
sión por los argumentos, la noción de ethos permite, en efecto, reflexionar sobre el proceso
más general de la adhesión de los sujetos a cierto posicionamiento. Proceso particularmente
evidente cuando se trata de discursos como la publicidad, la filosofía, la política, etc., que –a
diferencia de los “funcionales” como los formularios administrativos o los instructivos- deben
ganar un público que está en derecho de ignorarlos o de rechazarlos. […]
177
178
Si cada coyuntura histórica se caracteriza por un régimen específico de los ethé, la lectura
de muchos de los textos que no pertenecen a nuestro aire cultural (en el tiempo como en el es-
pacio) es frecuentemente obstaculizada no por lagunas graves en nuestro saber enciclopédico,
sino por lo cerrado de los ethé que sostienen tácitamente su enunciación. Cuando vemos las es-
trofas de la Chanson de Roland dispuestas sobre una hoja de papel, es muy difícil restituir el
ethos que las sostenía; o ¿qué es una epopeya sino un género de performance oral? Sin ir tal le-
jos, la prosa política del siglo XIX es indisociable de los ethé ligados a prácticas discursivas, a si-
tuaciones de comunicación desaparecidas.
Por otro lado, de una coyuntura a la otra no son las mismas zonas de la producción se-
miótica las que proponen los modelos de maneras de ser y de decir más importantes, los que
“dan el tono”. Los estereotipos de comportamiento eran accesibles a las elites de manera pri-
vilegiada a través de la lectura de textos literarios, mientras que hoy ese rol lo cumple la pu-
blicidad, sobre todo en su forma audiovisual. Esto es categórico para los siglos XVII y XVIII,
cuando el discurso literario era inseparable de los valores ligados a ciertos modos de vida. Los
innumerables textos que se revelaban principalmente como “galantes”, por ejemplo, no se
contentaban con contar ciertas historias o con exponer ciertas ideas, se revelaban así a través
de un ethos discursivo específico que participaba del mundo ethico de la galantería: ethos de
lo “natural” y de la “jovialidad”.
La especificidad de un ethos reenvía en efecto a la figura del “garante” que, a través de
su palabra, se da una identidad a la medida del mundo que se considera que él hace surgir. Es-
ta problemática del ethos conduce a oponerse a la reducción de la interpretación a una simple
decodificación; todo lo concerniente al orden de la experiencia sensible entra en juego en el
proceso de la comunicación verbal. Las “ideas” suscitan la adhesión del lector a través de una
manera de decir que es también una manera de ser. Ubicados por la lectura en un ethos envol-
vente e invisible, no solo desciframos los contenidos, participamos del mundo configurado
por la enunciación, accedemos a una identidad encarnada de alguna manera. El poder de per-
suasión de un discurso depende, en parte, del hecho de que conduce al destinatario a identifi-
carse con el movimiento de un cuerpo muy esquemático, investido de valores históricamente
especificados.
Conclusión
Desde que hay enunciación, cualquier cosa del orden del ethos se encuentra liberada: a
través de su palabra, un locutor activa en el intérprete la construcción de una cierta represen-
tación de sí mismo, poniendo así en peligro su maestría sobre su propia palabra; lo hace ensa-
yar el control, más o menos confusamente, del tratamiento interpretativo de los signos que
envía. A partir de este hecho indelimitable, muchas explotaciones del ethos son posibles, en
función del tipo y del género del discurso concernientes, en función también de la disciplina,
de la corriente dentro de esa disciplina en la que se inscribe la investigación. Un análisis del
discurso como el que yo practico no puede aprehender el ethos de la misma manera que una
teoría de la argumentación o una teoría del discurso de inspiración psico-sociológica. Estos
dos parámetros (corpus y disciplina) no son más que parcialmente independientes: se sabe
179
que cada disciplina o cada corriente tiene tendencia a privilegiar tal o cual tipo de datos ver-
bales.
Se podría, evidentemente, renunciar a la categoría de ethos, juzgada como muy inesta-
ble, pero es innegable que reenvía por lo menos a un fenómeno único, incluso si no puede ser
aprehendido de manera compacta. Como escribe A. Auchlin, que enfoca sobre todo las inte-
racciones conversacionales: “la noción de ethos es una noción cuyo interés es esencialmente
práctico, y no un concepto teórico claro [...] En nuestra práctica ordinaria del habla, el ethos
responde a cuestiones empíricas efectivas que tienen como particularidad el ser más o menos
co-extensivas a nuestro ser mismo, relativas a una zona íntima y poco explorada de nuestra
relación con el lenguaje, donde nuestra identificación es tal que se ponen en escena estrate-
gias de protección” (2001: 93). Lo importante, cuando se confronta esta noción, es, entonces,
definir por intermedio de qué disciplina la movilizamos, con qué perspectiva, y dentro de qué
red conceptual.
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180
La retórica aristotélica dedica un libro entero a la cuestión del pathos, el cual trata acerca
de los medios para “predisponer al juez (o a cualquier público)” (Aristóteles 1991: 181). Si el
logos concierne a las estrategias discursivas en cuanto tales, y el ethos a la imagen del locutor,
el pathos se relaciona directamente con el auditorio. Examinar los pormenores significa para
Aristóteles analizar lo que puede conmover, conocer la naturaleza de las emociones y lo que
las suscita, preguntarse a qué sentimientos el alocutario accede particularmente de acuerdo a
su status, su edad...
Este saber es necesario para el orador que desea emplear la cólera, la indignación, la pie-
dad, como medio oratorio (Ibid.:183). El término “pathè” en plural designa también las emo-
ciones a las que un orador “tiene interés de conocer para actuar eficazmente en las almas” y
ellas son “la cólera y la calma, la amistad y el odio, el temor y la confianza, la vergüenza y la
impudencia, la bondad, la piedad y la indignación, la envidia, la emulación y el desprecio”
(Patillon 1990:69) Sabemos que la retórica aristotélica dedica al tema un libro entero, el Libro
II, que examina los diferentes tipos de pasiones bajo tres aspectos principales: en qué estado
del alma se los experimenta, hacia qué clases de personas, y por qué motivos. No se trata aquí
de una pura empresa taxonómica, ni de un estudio de la psychè que sería en sí misma su pro-
pio fin. El libro sobre el pathos no es tampoco, aunque se aproxima bastante en ciertos aspec-
tos, una semiótica de las pasiones antes de tiempo. Si el conocimiento de las pasiones huma-
nas se presenta en la Retórica como indispensable, es porque permite actuar por la palabra:
contribuye poderosamente para alcanzar la convicción.
Actuar en los hombres emocionándolos, transportándolos a la cólera o haciéndolos ac-
cesibles a la piedad, o simplemente despertando en ellos el miedo, ¿no es sin embargo contra-
venir a las exigencias de la racionalidad? ¿La argumentación concerniente a las decisiones im-
portantes no debería arrastrar la adhesión de las almas sin tener que perturbar los corazones?
Esta no es la posición de Aristóteles, quien se niega a separar el pathos del logos. No es sólo en
el epidíctico donde la apelación a los sentimientos está bien visto. En el género judicial como
en el género deliberativo, importa saber en qué disposiciones afectivas se encuentran los audi-
tores a quienes uno se dirige y, además, saber conducirlos a las disposiciones convenientes
puesto que la pasión “es lo que, al modificarnos, produce diferencias en nuestros juicios”
(Aristóteles 1991:182), y puede pesar en las decisiones del juez en un proceso como en las del
ciudadano en la gestión de la polis.
181
“El catequismo retórico -resume C. Plantin- nos enseña que la persuasión completa se
obtiene por la conjunción de tres ‘operaciones discursivas’: el discurso debe enseñar, deleitar,
conmover (docere, delectare, movere): puesto que la vía intelectual no alcanza para desencade-
nar la acción. (Plantin 1996: 4). En otros términos, imponerse a la razón no significa estreme-
cer la voluntad que autoriza la acción. Esta división dio origen al par “convencer- persuadir”;
el primero se dirige a las facultades intelectuales, el segundo al corazón. Frente a una perspec-
tiva integradora que insiste en el lazo orgánico entre convicción y persuasión, logos y pathos,
encontramos posturas que las disocian radicalmente insistiendo en su autonomía respectiva,
incluso en su antinomia. Unas veces es la convicción racional la que recibe todos los honores;
otras, por el contrario, es el arte de conmover y de movilizar emocionando lo que resulta elogia-
do. La cuestión de las pasiones y de su movilización en la obra de persuasión muestra hasta qué
punto la retórica depende de una visión antropológica. Está intrínsecamente vinculada con una
concepción cambiante de la racionalidad humana y del estatuto de los afectos en el sujeto pen-
sante. L’Histoire de la rhétorique dans l’Europe moderne (Fumaroli, 1999) y el libro reciente de G.
Mathieu-Castellani (2000) sobre la Rhétorique des passions permiten captar las modificaciones
que sufrió la importancia acordada al sentimiento en función del espacio cultural e ideológico
donde se muestra la reflexión sobre el arte de la palabra eficaz.
Bastará mencionar algunos casos ejemplares de entre quienes sostuvieron las razones del
corazón, entre ellos uno de los preceptos muy conocidos de Pascal:
Sea lo que sea lo que se quiera persuadir, es necesario tener en cuenta a la persona en quien
se está interesado, de la cual hay que conocer la mente y el corazón , con qué principios
concuerda, qué cosas le gustan [...] De modo que el arte de persuadir consista tanto en el de
agradar como en el de convencer, dado que los hombres se gobiernan más por capricho
que por razón. (Pascal 1914: 356)
182
1 Se consultará al respecto los actos del coloquio de Cerisy acerca de Éloquence et vérité intérieure, C.
Dornier y J. Siess, ediciones (París, Champion)
183
184
violencia. Sin embargo, antes de sostener un juicio semejante, es importante considerar el ob-
jetivo del orador en el marco de la situación de discurso que le pertenece, o el género que ha
seleccionado. Un discurso epidíctico, por ejemplo, cuyo objetivo es reafirmar la identidad del
grupo y fortalecerlo en torno a valores morales, puede apelar al sentimiento sin que por ello
sea falaz. (Walton 2000:303) Asimismo Philippe Breton en su obra acerca de La Parole manipu-
lée observa que “la apelación a los valores, que es uno de los resortes de la argumentación de-
mocrática, moviliza los afectos profundamente” (2000: 78) sin que por eso represente una
manipulación reprensible. Eso no impide que si las teorías de la argumentación otorgan a par-
tir de ahora un lugar cada vez más amplio a la emoción, estas no consientan en tolerarla sino
bajo ciertas condiciones, manteniendo al respecto una desconfianza secular.
Es interesante observar que la afirmación de una supremacía de la razón como de la pa-
sión supone desde el comienzo la posibilidad de distinguirlas claramente, e incluso cuando se
recuerda su solidaridad. “Los criterios por los cuales se cree que es posible separar convicción
y persuasión se basan en una decisión que pretende aislar un conjunto ―conjunto de proce -
dimientos, conjunto de facultades―, algunos elementos que consideramos racionales”, obser -
va Perelman en su Tratado (1970 : 36) . Rechaza la oposición entre la acción sobre el entendi-
miento ―presentada como impersonal y atemporal―, y la acción sobre la voluntad, presenta-
da como totalmente irracional. En efecto, considera que toda acción fundada en la elección
tiene necesariamente bases racionales, y que negarlo sería “volver absurdo el ejercicio de la li-
bertad humana” (Ibid.: 62). Sin embargo, se observa que en su rechazo por aislar lo racional
oponiéndolo a lo pasional como palanca de acción, Perelman no apunta en absoluto a reinte-
grar el juego de las emociones en el ejercicio argumentativo. Por el contrario, subraya el vín-
culo esencial que une la voluntad con la razón más que con el afecto para mostrar que la ra-
zón es también susceptible de movilizar a los hombres. Se comprende en esta perspectiva que
Chaim Perelman no haya retomado por su cuenta el pathos aristotélico, considerando por otra
parte que el libro II de la Retórica marcaba su existencia por el hecho de que la psicología co-
mo disciplina aparte no existía en la Antigüedad.
En el campo de la retórica, los trabajos de Michel Meyer ―que contribuyen a difundir el
pensamiento de Chaim Perelman― mostraron la importancia capital de las pasiones, y han
vuelto a evaluar radicalmente su papel en la argumentación. Estas aclaraciones aparecen en la
edición que Meyer ha dado de la retórica aristotélica (Livre de poche, 1991) y en una edición
separada intitulada Rhétorique des passions (1989), ampliamente comentada. La puesta en evi-
dencia del lugar de las emociones en la argumentación ―y no solamente en una retórica con -
cebida como elocuencia, o en una desmistificación de las manipulaciones retóricas― se prosi -
gue actualmente, en particular en la semioestilística de Georges Molinié (cuyo Dictionnaire de
Réthorique insiste en la centralidad de las pasiones 1992 : 250- 266) y en los trabajos de Chris-
tian Plantin y de Patrick Charaudeau, bajo la impulsión de los desarrollos recientes de las
ciencias del lenguaje.
Las posiciones adoptadas por los analistas del discurso consisten en describir y explicar
el funcionamiento de los elementos emocionales en el discurso de carácter persuasivo sin pre-
185
tender que se ofrezcan criterios de evaluación. Al rechazar una teoría de la emoción como per-
turbación y desorden, el análisis de la argumentación en el discurso parte del principio de que
una relación estrecha ―por otra parte testificada en otras ciencias humanas, en particular la
sociología y la filosofía contemporáneas― vincula la emoción con la racionalidad. Las emo-
ciones ―resume P.Charaudeau apoyándose en estos conocimientos― se manifiestan en un
sujeto humano con respecto a algo, o más exactamente por la representación que éste tiene
de lo que quiere o desea combatir (Charaudeau 2000 : 130). Están íntimamente relacionadas
con lo que él llama un saber de creencia, “saber polarizado en torno a valores socialmente
constituidos” (Ibid.: 131) correspondiente de hecho a la doxa de la retórica. En otras palabras,
las emociones son inseparables de una interpretación que se apoya en los valores, o más pre-
cisamente en un juicio de orden moral.
Encontramos la idea propuesta por Hermann Parret según la cual “las emociones son jui-
cios”, a menos que se adopte una “concepción evaluadora y no cognitiva del juicio” (1986:
142). Las emociones presuponen una evaluación de su objeto, es decir creencias concernien-
tes a las propiedades de ese objeto. Es lo que Raymond Boudon estudia con el nombre de
“sentimientos morales”, es decir sentimientos basados en una certeza moral. El estudio de
Boudon ―que apunta a mostrar que los sentimientos morales en general, y el sentimiento de
justicia en particular, están basados en razones―, resulta particularmente interesante en este
contexto. Se opone al punto de vista de Pareto, quien hace emanar las razones de fuerzas pu-
ramente afectivas, “la lógica de los sentimientos morales” propone que “al fundamento de
cualquier sentimiento de justicia, sobre todo cuando es intensamente experimentado, se pue-
de siempre, en principio al menos, distinguir un sistema de razones sólidas” (Boudon
1994 :30). Se trata de sentimientos “en la medida en que son fácilmente asociados a reaccio-
nes afectivas, eventualmente violentas” (Ibid.: 32). Sin embargo, se basan en razones, y es la
solidez de estas lo que da al sentimiento de injusticia su “carácter transsubjetivo y hace posi-
ble el consenso” (Ibid.: 47). En otras palabras, la indignación que se experimenta, por ejem-
plo, al ver inocentes perseguidos, puede defenderse con argumentos aceptables, que las perso-
nas presas de la indignación sean o no conscientes de las razones en las que basan sus juicios
axiológicos (Ibid.:50). Estas razones deben poder ser comprendidas y admitidas por observado-
res imparciales. Para Boudon como para Charaudeau, la reintegración de la racionalidad en el
centro de los sentimientos morales toma en cuenta el sistema en el seno del cual las razones
alegadas son racionales y transmisibles objetivamente. Por ejemplo, cuando aborda el senti-
miento de justicia social, observa que una teoría igualitaria de la justicia sería indefendible en
un sistema individualista. (Boudon 1994: 45).
En esta perspectiva, el análisis del discurso tiene en cuenta el elemento emocional tal
cual se inscribe en el discurso en estrecha relación con la doxa del auditorio y los procesos ra-
cionales que apuntan a llevarse la adhesión. Se dedica a detectar un efecto “pathémico” (que
provoca una emoción) en la situación de comunicación particular de la cual emerge. (Charau-
deau 2000: 138).
186
187
Esta descripción, hecha por la narradora en primera persona, Nejma, una joven palesti-
na que durante la guerra de 1948 huye de sus ciudad natal y que se encuentra en un campo
de refugiados, no contiene ninguna mención de sentimientos: ni los propios, ni los de los ni-
ños de quienes habla son precisados. Sin embargo, el texto contiene un tópico en el sentido
en el que está asociado a lugares que en nuestra cultura justifican una emoción. En efecto, se
trata de niños, seres por definición inocentes, lo que vuelve de aquí en adelante sensible al
lector por lo que pueda ocurrirles. Se trata de desnutrición, puesto que están “famélicos”; ni-
ños enclenques que no comen para saciar el hambre suscitan automáticamente la piedad. Se
trata de niños que perdieron sus fuerzas y su alegría de vivir: dejaron de entregarse a todas las
actividades y a todos los juegos que caracterizan la infancia. Esto escandaliza el sentimiento
moral que requiere que la infancia sea protegida y pueda gozar de sus prerrogativas de alegría
y despreocupación. Además, la evocación del “campo” y de las “chozas” ofrece un cuadro que
recuerda a priori la indigencia y el sufrimiento. La comparación “semejantes a perros” subraya
finalmente la deshumanización infligida por la vida en el campo de refugiados. Así, el enun-
ciado despierta sentimientos de piedad vinculados con la noción de injusticia, e inculca la
emoción en la racionalidad que forma la base de los sentimientos morales.
Vemos cómo los diversos puntos mencionados más arriba se relacionan. Primero, apare-
ce claramente que la emoción se inscribe en un saber de creencia que desencadena cierto tipo
de reacción frente a una representación social y moralmente cargada de sentido. Normas, va-
lores, creencias implícitas sostienen las razones que suscitan el sentimiento. La adhesión del
auditorio a las premisas determina la aceptabilidad de las razones del sentimiento. Luego, ve-
mos cómo la emoción puede construirse en el discurso a partir de enunciados que llevan pa-
themas que conducen a cierta conclusión afectiva (imagen de niños hambrientos fijos en la
inmovilidad no puede surgir sino esta conclusión: es lamentable).Tenemos aquí un encadena-
miento que se inscribe en el discurso de manera que se pasa de un enunciado E a una conclu-
sión emocional. Observemos que sólo se movilizan la compasión y el sentimiento de injusti-
cia. Los modos de presentación de la situación (la ausencia de un agente responsable) y la si-
tuación de ficción modelan la reacción emocional separándola de cualquier indignación acti-
va y de cualquier compromiso militante. El texto responde así a una vocación novelesca que
lo consagra a la exploración de la condición humana, del sufrimiento y la muerte en relación
con un caso preciso. El sentimiento que hace pesar una interrogación sin respuesta acerca de
un destino trágico es suficiente, ninguna apelación a la acción tiene que derivar de ello.
Al caso de la figura aquí estudiada, hay que agregar varias otras posibilidades, y cada una
se basa más o menos en el implícito. El fragmento de Le Clézio acaba de ejemplificar el caso:
188
189
discretos puesto que evitan mencionar la actitud negativa a rechazar. No se intenta criticar,
sino dar valor. En el dispositivo de enunciación del poema, el locutor que se perfila en el im-
perativo (el “yo” que profiere la conminación) remite al general, al patriota conocido, con la
personalidad política dotada de prestigio que tiene la autoridad deseada para reconocer el mé-
rito de los humildes y guiarlos. Puede pedirles que den prueba de un sentimiento que es el de
su propio valor, fundando la necesidad de esta apelación en una refutación de las idées reçues
que desprecian los campesinos como tales. La legitimidad de este sentimiento de orgullo está
doblemente justificada en el poema. Por la destreza que desliza hábilmente de “Hombres del
pueblo” a “campesinos”, Déroulède confiere a ese designativo poco glorioso un título de no-
bleza: son los que pertenecen plenamente a la tierra de Francia. El espejo magnificante que
tiende a aquellos que apostrofa (I, 1, 5) refleja por otra parte una imagen positiva de las cuali-
dades campesinas que justifica a su vez el sentimiento reclamado. Son virtudes morales que
vienen a avalar aquí el valor de los campesinos y a dar a cada uno de los miembros de una
clase inferior el orgullo de una pertenencia revalorizada de ahora en más. Estas virtudes son
también cualidades cívicas con las cuales la Tercera República cuenta para su recuperación:
son la labor y la honestidad pilares de toda educación ciudadana, y la calma, garantía de la es-
tabilidad del régimen.
Vemos así cómo el sentimiento que el poeta suplica a sus alocutarios que experimenten
se encuentra a la vez mencionado y justificado en el texto. El sentimiento está fundado en la
razón sobre todo porque está racionalmente motivado y canalizado hacia objetivos naciona-
les que forman parte de una programación. Por otra parte, la mención de lo que funda el sen-
timiento moral, formulado enfáticamente en el poema en el fondo de una doxa republicana
común, remite a los campesinos una imagen halagadora de ellos mismos que deba, al conmo-
verlos, incitarlos al orgullo.
Si el texto de Déroulède no legitima sino tácitamente el sentimiento que desea que naz-
ca en los corazones de los campesinos, otros discursos se proponen suscitar una emoción con
respecto a una situación dada afirmando explícitamente los argumentos que justifican la reac-
ción descontada. Nos encontramos entonces frente a los discursos que argumentan una emo-
ción, los cuales Christian Plantin ha analizado en su estudio acerca de “L’argumentation dans
l’émotion” (1997), donde observa que los mismos hechos pueden suscitar sentimientos dife-
rentes, incluso opuestos, y funcionar como argumentos para conclusiones divergentes. Así,
podemos apelar al auditorio para que esté orgulloso del nuevo monumento erigido en la ciu-
dad porque realza el prestigio, o por el contrario, suscitar su indignación con la idea de que el
dinero que podría gastarse útilmente ha sido dilapidado. La argumentación en estos casos
consiste en alegar las causas que justifican el sentimiento de orgullo o de indignación. Contri-
buye a legitimar la emoción y a fundar el sentimiento en cuestión.
Tomemos el ejemplo del sentimiento nacionalista, a menudo asociado con una apela-
ción a las pasiones que sería extraño a la razón. Podemos ver en muchos ejemplos cómo se
encuentra no simplemente orientado a ver y a experimentar, sino también justificado y argu-
190
mentado. Así, el prospecto de la Revue alsacienne illustrée (Anexo 5, íntegramente citado por
Maurice Barrès en la conferencia pronunciada en la “Patrie française” en diciembre de 1889),
y cuyo memorial es “A nuestros compatriotas”, declara: “Al hojear esta publicación, cada hijo
de Alsacia se sentirá emocionado, religiosamente enorgullecido” (Barrès 1987: 210). El futuro
“se sentirá emocionado” es sin duda programático, pero se permite al mismo tiempo una con-
minación cuya fuerza proviene de la seudocerteza de una próxima realización. El sentimiento
que debe animar al lector de Alsacia está expresado con todas las letras. Está atribuido a los
“hijos de Alsacia” en un juego especular que remite al lector su propia imagen, pero que lo in-
duce al mismo tiempo a proyectarse compartiendo el sentimiento común bajo pena de que
resulte desmerecido (puesto que la emoción mencionada conmueve a cada uno de los hijos
de Alsacia, cualquiera que lo transgreda se excluye a sí mismo de la comunidad). El orgullo
nacional que se despierta en el corazón de cada individuo se halla purificado por el modaliza-
dor “religiosamente”, que lo adorna de fervor sagrado, y al mismo tiempo une la colectividad
a la religión que le confiere su identidad.
Sin embargo, el prospecto no se contenta con apelar al orgullo nacional, construye tam-
bién una argumentación que explica la necesidad de la razón (razonamiento y saber) en el
centro del sentimiento, necesidad que justifica en el momento de la publicación de una revis-
ta sobre Alsacia. La argumentación publicitaria ―se trata de difundir la revista― se suma aquí
a una argumentación que apunta a fundar el patriotismo en cuestión. Por eso comienza men-
cionando la afectividad pura, en la cual están en comunión todos los miembros de la colecti-
vidad y que prescinde explicaciones:
Todos nosotros sentimos lo que queremos expresar cuando definimos a uno de entre noso-
tros diciendo: “¡Es un verdadero alsaciano! ¡Es un tipo verdadero de la vieja Alsacia!” Y sen-
timos también que uno de nuestros compatriotas es disminuido si se lo lleva a decir de él,
moviendo la cabeza: “¡Ya no es un alsaciano!” (Ibid.: 209)
191
no para los alsacianos lo que proviene de un “germen alsaciano”). Si conocer Alsacia es amar-
la, amarla es asegurarse su identidad y su supervivencia. Este objetivo también está basado
con razón, y pide que sean movilizadas las voluntades cuyo apoyo no puede asegurarse sino
proveyendo información que justifica la acción. Cuando habla del lector alsaciano, el pros-
pecto observa: “Quisiéramos sobre todo que, más que informar acerca de la personalidad de
su nación, contribuyera, según sus medios, a enriquecerla aún más” (Barrès 1987: 210).
La primera parte devana un discurso que exige inferir ―sobre la base de tópicos movili -
zados― un sentimiento de orgullo y de admiración. En efecto, se trata de la majestad del im-
perio que debe expresarse en las pompas de la coronación. La mención del emperador, de la
emperatriz y del heredero del trono, el Rey de Roma, los tres designados por sus títulos oficia-
les, debe intimidar las almas de respeto. Ocurre lo mismo con la mención de todos los que
sostienen la pompa imperial en el pueblo, a saber las personalidades oficiales también designa-
das por su título con el respeto debido al señor: el señor intendente, el señor adjunto, el señor
profesor… En el dispositivo de enunciación montado por el folletín popular, el narrador en pri-
mera persona es un hombre sencillo que se dirige a la gente del pueblo. Esto amplifica la majes-
tad de la evocación y parece garantizar el respeto maravillado del auditorio. Sin embargo, este
sentimiento dado por seguro es desmentido y refutado por el narrador, que opone las reaccio-
nes de los oficiales con las de la gente humilde: “Pero la gente no estaba conmovida…” Por me-
dio de la ficción, el “yo” rechaza la emoción que habría podido desencadenar tanto la doxa ofi-
cial (lo que hay que sentir en un caso semejante) como las idées reçues del pueblo que ama las
pompas principescas y las sigue con un enternecimiento nunca desmentido (ver en nuestro si-
glo Lady D., los casamientos reales y la muerte del rey Balduino en Bélgica).
192
Para efectuar de manera eficaz esta refutación, no basta con poner en escena una pobla-
ción que se niega a la reacción supuesta, aunque represente al pueblo cuyo lector se siente so-
lidario (los adultos se regocijan y comulgan en el respeto, los niños se lamentan). Es impor-
tante argumentar este rechazo, y fundamentarlo. Si el “pero” introduce la desviación argu-
mentativa portadora de la posición preferida, el “porque” viene a explicar las causas a la vez
racionales y afectivas de la actitud adoptada por el pueblo. El argumento racional es el si-
guiente: para hacer la guerra, se necesitan muchos soldados (provistos para la conscripción);
Napoleón va a la guerra una vez más; necesitará entonces muchos soldados (que le proveerá
la conscripción). El razonamiento entimemático, en su forma elíptica, es perfectamente claro.
La idea de la guerra y de la conscripción vinculada con el regreso del emperador impide los re-
gocijos. La plausibilidad de este razonamiento compartido (“pensaba...”), se duplica en el sen-
timiento que desencadena: “cada uno tenía miedo…”, “esto era lo que trastornaba a la gen-
te…” La turbación y el miedo, designados con todas las letras, están aquí debidamente argu-
mentados, y vienen a refutar por su fuerza a la admiración respetuosa que suscita una ceremo-
nia llena de pompa… En el origen de las dos emociones opuestas se encuentra el mismo he-
cho: el regreso de Napoleón. Pero da lugar a reacciones opuestas basadas en la doble conse-
cuencia de ese regreso: la coronación de los prójimos de Napoleón, y la vuelta del conflicto
armado. Un lógica del sentido común, en este libro que apela a la sabiduría popular, debe per-
mitir la clasificación y la jerarquización de las emociones. La emoción fútil de una ceremonia
basada en el sentimiento de la grandeza imperial tiene poco peso frente al temor ante un peli-
gro de muerte (la hecatombe que sigue a cada conscripción). Nadie duda entonces de que la
preferencia del lector se incline por la actitud del pueblo, con el cual comparte temores (“cada
uno tenía miedo […] y por mi parte adelgazaba visiblemente”).
Observemos que este texto, escrito en pleno Segundo Imperio, efectúa una refutación y
un montaje del sentimiento que tiene implicaciones políticas evidentes. A través de la puesta
en escena y el despertar de las emociones, el narrador invisible que guía la pluma del “yo”
sostiene una posición fuertemente antinapoleónica. Está en relación con una técnica desviada
del ejemplo histórico (II, 4, 3) donde los afectos están movilizados para que surjan en el pre-
sente las críticas del pasado.
Vemos que el pathos como intento de despertar una emoción en el auditorio ha recurri-
do a menudo, aunque no esté obligado en absoluto, a menciones verbales del sentimiento
que son unas veces directas (“cada uno tenía miedo”), otras indirectas (“yo adelgazaba visible-
mente”). La emoción mencionada con todas las letras puede atribuirse, no al alocutario (co-
mo en el caso del prospecto reproducido por Barrès), sino al locutor o a aquel quien se habla.
En ese caso, el discurso cuenta con un efecto de contagio que, evidentemente, no puede ser
garantizado. Es necesario llevar al auditorio a identificarse con los sentimientos del que escu-
cha, o cuyo estado le describe. Esta identificación puede efectuarse en dos niveles. Primero, la
193
de la mención de los sentimientos que experimenta el que nos pide que compartamos su
emoción, y eventualmente una justificación de esa reacción afectiva. Luego, el de la sugestión
de ese sentimiento por vías más o menos indirectas, que permiten adivinar y compartir el
sentimiento que anima al locutor o la persona mencionada. En ambos casos, los sentimientos
del locutor suscitan (o al menos intentan suscitar) una empatía en la interacción que se esta-
blece con su interlocutor. Los sentimientos en cuestión, en cambio, son objeto de una nego-
ciación entre el locutor y su alocutario, en el cual el primero debe ofrecer una descripción que
le permita a su público proyectarse en el tercero del cual se mantiene.
En esta perspectiva, el pathos en el sentido aristotélico está vinculado con la inscripción
de la afectividad en el lenguaje tanto como con los tópicos que sostienen el discurso. Esto nos
remite a la cuestión de saber cómo la afectividad puede aparecer en el discurso. Actualmente
esta cuestión es tratada por las ciencias del lenguaje y en particular por la pragmática lingüís-
tica que, después de haber estudiado la enunciación de la subjetividad en el lenguaje (Kerbrat-
Orecchioni 1980) se inclina hacia la emoción expresada lingüísticamente. Un homenaje muy
particular se rinde a Charles Bally, quien insistió primero en la importancia de la emoción en
la lengua. Kerbrat-Orecchioni pasa luego revista a la manera en que se efectúa la inscripción
de la emoción en la lengua. Muy globalmente, el emisor verbaliza una emoción (sinceramen-
te experimentada o no) por medio de marcas que el receptor debe decodificar padeciendo los
efectos emocionales. (Kerbrat-Orecchioni 2000 : 59). Estas marcas pueden localizarse gracias a
las categorías semánticas de lo afectivo y lo axiológico. (III, 5, 1). Aunque observa que estas dos
categorías son distintas ―dado que se puede expresar una emoción que no comporta juicio de
valor―, Kerbrat-Orecchioni muestra que a menudo resulta difícil distinguirlas. La exclamación
“¡Es admirable!” marca a la vez una reacción afectiva y una evaluación del objeto o del acto
considerado. Además, un axiológico que señala una evaluación emocionalmente neutra puede
cargarse de afectividad en una interacción concreta.
La emociones se dicen en los procedimientos sintácticos que comprenden el orden de
las palabras, las oraciones exclamativas, las interjecciones. Pueden funcionar a este nivel tam-
bién como “pathemas”, a saber elementos considerados para provocar una emoción en el au-
ditorio. Veamos cómo Bardamu, el narrador de Viaje al fin de la noche, relata su primera expe-
riencia en el campo de batalla cuando ve a sus compañeros caer cerca de él: “‘¡Una sola grana-
da! Se arreglan rápidos los asuntos incluso con una sola granada”, me decía a mí mismo. “¡Ah!
¡Oye! me repetía todo el tiempo. ¡Ah! ¡Oye!…’” (Céline 1952:18). La interjección repetida tra-
duce aquí la violencia de una emoción que no tiene palabras para ser expresada, y a la cual la
distancia un poco irónica del narrador en relación con el traumatismo pasado no quita nada
de su gravedad. La afectividad se inscribe también en las marcas estilísticas ―el ritmo, el énfa -
sis, las repeticiones― en las cuales la emoción supone no solamente traducirse, sino también
comunicarse.
A veces resulta difícil establecer la diferencia entre expresión y emoción (las marcas de la
afectividad en el lenguaje) y los pathemas o elementos susceptibles de crear emoción en el
alocutario. Tomemos por ejemplo este fragmento de El amante, de Marguerite Duras:
Primera en francés. El director le dijo: su hija, señora, es la primera en francés. Mi madre
no dijo nada, nada, no estaba contenta porque sus hijos varones no eran los primeros en
francés, la suciedad, mi madre, mi amor, ella preguntó: ¿y en matemática? (Duras 1984: 31)
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La repetición del logro escolar dos veces consecutivas, las de la narradora y la del direc-
tor anunciando la noticia, aparece en forma paralela con la repetición de la reacción de la ma-
dre: “mi madre no dijo nada, nada”. Esta construcción hace comprender la decepción y la in-
dignación de la muchacha en la cual hace eco la de la autobiografía. Inscribe la afectividad
del sujeto en su discurso, que se comunica con tanta más razón que el enunciado apela a la
indignación del lector sobre la base de topoi del repertorio (el mérito no es recompensado en
su justo valor, y, además, el mérito de una niña frente a su propia madre). La explicación que
sigue refuerza el sentimiento de injusticia que concierne esta vez al estatuto de la hija en rela-
ción con los hijos. La acusación axiológica es aquí un grito de rebeldía que se eleva tanto
contra la madre como contra los privilegios acordados a los varones, cuyo éxito escolar es más
valorizado que el de las niñas puesto que sólo ellos son considerados para prepararse en una
carrera. La cólera estalla en un término familiar y casi grosero cargado pesadamente de afecti-
vidad, del cual no sabemos si refleja el sentimiento de la protagonista en el pasado, o el punto
de vista de la narradora en el presente: “la suciedad, mi madre”. Pronto aparece un término
de profunda ternura que se opone a la apelación injuriosa y un poco chocante que precede:
“la suciedad, mi madre, mi amor”. Una gran fuerza afectiva se dice en esta oposición que mar-
ca la mezcla de cólera, de reprobación y de pasión que la narradora experimenta con respecto
a su madre. Subraya aún más el sentimiento de injusticia que la actitud de ésta despierta en la
hija. Énfasis de la repetición, elección de un apelativo evaluativo cargado de afectividad y re-
curso al lenguaje de la injuria, yuxtaposición de términos que manifiestan sentimientos
opuestos: a partir de todas estas marcas de la afectividad en el lenguaje, la escritura de Duras
comparte con los lectores la emoción de la narradora en primera persona.
La emoción aparece aquí en un texto que entabla con su alocutario una interacción fun-
dada en la transmisión verbal del sentimiento. El lector de Marguerite Duras puede experi-
mentar la empatía con la locutora que le devela su intimidad en una lengua que imita la ora-
lidad, y cuya aparente simplicidad refuerza el efecto de inmediatez. Sin embargo, numerosos
discurso orales y escritos presentan al público a un tercero, un “él” que no forma parte de la
interacción pero con respecto al cual el locutor intenta suscitar la emoción. Esta puede ser de
diversos órdenes, y tender hacia objetivos diferentes. El caso más común, es, por supuesto, el
texto ficcional o el relato autobiográfico, donde se invita al lector a compartir los sentimien-
tos de los protagonistas. Sin embargo, podemos pensar en otros numerosos casos de figuras.
Así, G. Manno estudia las emociones atribuidas a los que se les pide que socorran en los lla-
mados de ayuda humanitaria. El locutor intenta ―observa Manno― que el alocutario sienta
no como sino con “D” (el no locutor), puesto que se trata de suscitar su “com-pasión” Da el
ejemplo siguiente, extraído de Village d’enfants SOS: “Esa mirada es la del desamparo …”
(Manno 2000 : 286). Hay en este tipo de textos una tentativa, por medio de la relación y la
descripción de las emociones, de activar el eje alocutario-no locutor sin el desvío del locutor
(Ibid.: 287) para comprometerlo con la generosidad.
Por su parte, Charaudeau estudia lo que llama la “pathemización” en la televisión. Este
caso supera el marco de este estudio ya que la descripción verbal se reemplaza allí por la vi-
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sión en directo del sufrimiento. Sin embargo, es interesante mencionar aquí que el espectácu-
lo de las angustias (“el sufrimiento a distancia”, según la expresión de Boltanski), crea un vín-
culo de empatía particular que proviene del hecho de que el espectador se encuentra a la vez
frente a lo real, y en una posición de distancia. Es un vínculo “que supone que el simpatizan-
te tenga conciencia de su diferencia con el sufriente, que se sepa no sufriente, y entonces que
pueda interrogarse […] acerca de las razones de su posible culpabilidad (este sentimiento no
nace en el cine) incluso de su posible compromiso con una acción” (Charaudeau 2000 : 143-
144). Es decir que la puesta en escena y la verbalización del sufrimiento o de los sentimientos
de un tercero situado fuera de la interacción produce un efecto que depende del tipo de inter-
cambio en el cual el sujeto se encuentra comprometido, así como del dispositivo comunica-
cional que regula este intercambio. Antes de inclinarse por estos cuadros formales e institucio-
nales que modelan el discurso argumentativo, es necesario abordar, sin embargo, en la inter-
sección del logos y del pathos, la cuestión de las figuras de retórica.
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Estereotipos
Mariana Cuñarro
Por otra parte, esta reflexión sobre los estereotipos invita a explorar otros campos –más
allá del lenguaje verbal– relacionados con la imagen como la fotografía, el cine, la televisión,
las redes sociales y la imagen publicitaria.
Pero ¿qué se entiende por estereotipos? Fue el periodista norteamericano Walter Lipp-
mann quien en 1922 introdujo el término estereotipo para designar “a las imágenes de nuestra
mente que mediatizan nuestra relación con lo real”. En otras palabras, los estereotipos son
“representaciones cristalizadas, esquemas culturales preexistentes, a través de los cuales uno
filtra la realidad del entorno” y que, además de ser “indispensables para la vida en sociedad”
(Amossy y Herschberg Pierrot, 2001: 32), permiten que el individuo comprenda lo real, lo ca-
tegorice y actúe sobre él. De este modo, cada uno advierte en el otro algún rasgo que caracte-
riza un tipo conocido y completa el resto por medio de estereotipos que tiene en su mente: el
obrero, la ama de casa, el deportista, la feminista, el piquetero, el vegetariano. Estas imágenes
que forman parte de nuestra mente son ficticias, pero no por el hecho de que sean mentirosas
sino porque expresan un imaginario social.
Los primeros psicólogos norteamericanos insistieron en el carácter reductor y nocivo de
los estereotipos y lo ubicaron bajo una concepción peyorativa en la medida en que responde
a un proceso de categorización y de generalización que simplifica y recorta lo real. Desde esta
óptica, un estereotipo es una creencia que no surge de comprobar una hipótesis a partir de
pruebas, sino que más bien es entendida como un hecho dado. También puede considerarse
al estereotipo como una manera de pensar que designa categorías descriptivas simplificadas
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que se basan en creencias a partir de las cuales se califica a las personas o a los diferentes gru -
pos sociales que, en consecuencia, se encuentran sujetos a prejuicios.
No obstante, a partir de los años cincuenta, estas miradas con criterios desvalorizadores
del estereotipo se han ido abandonando y se asume que un estereotipo constituye un juicio
no crítico, un saber de segunda mano y que, si bien se acepta que el estereotipo esquematiza y
categoriza, se completa su análisis entendiéndolo como un procedimiento indispensable para
la cognición a pesar de que se trate de una simplificación o generalización excesiva. Porque
para comprender el mundo, realizar previsiones y regular nuestras conductas es necesario re-
lacionar lo que percibimos con modelos preexistentes.
De esta manera, la mayoría de los psicólogos sociales tiene en cuenta estas dos dimen-
siones del estereotipo: la dimensión clasificatoria y la tendencia emocional relacionada con el
prejuicio. Es decir, por un lado, “el estereotipo aparece como una creencia, una opinión, una
representación relativa a un grupo y sus miembros; mientras que el prejuicio designa una acti-
tud adoptada hacia los miembros del grupo en cuestión” (p.39). Por ejemplo, es posible decir
que el estereotipo de la feminista o del piquetero es la imagen colectiva de sus rasgos caracte-
rísticos que circula en un grupo social, y que el prejuicio consistiría en la tendencia a juzgar
desfavorablemente a una feminista o a un piquetero por el solo hecho de que se han seleccio-
nado atributos con valores negativos a quienes forman parte de tal grupo o cual grupo.
En los años ochenta resurge la dimensión tripartita del estereotipo, que ya había sido
observada por algunos analistas durante los años sesenta. En esta perspectiva, el estereotipo
tiene un componente cognitivo (como categorizador o esquema mental), un componente
afectivo (como prejuicio) y un componente comportamental (como discriminador). Por ejem-
plo, representar a un piquetero como “molesto”, “vago” o “violento” remite al estereotipo;
mientras que manifestarle desprecio o rechazo remite al prejuicio y negarle un trabajo signifi-
ca un acto de discriminación. En este sentido, se afirma también que el estereotipo, muchas
veces, legitima una antipatía preexistente, en lugar de ser la causa de esta.
Amossy y Herschberg Pierrot señalan también que actualmente las ciencias sociales tien-
den a desplazar el estudio de los estereotipos a la cuestión del uso que se hace de ellos. “Se tra-
ta de ver cómo el proceso de estereotipación afecta la vida social y a la interacción entre gru-
pos. [...] Ya no se trata de considerar a los estereotipos como correctos o incorrectos, sino co-
mo útiles o nocivos” (p. 43). Dicho esto, es posible sostener que el estudio de los estereotipos
puede dar lugar a entenderlos como un factor de tensión y de disenso en las relaciones inter-
comunitarias e interpersonales.
Pero más allá de la concepción de estereotipo como fuente de prejuicios, la psicología
social reconoce también al estereotipo como un factor de cohesión social, es decir, “un ele-
mento constructivo en la relación del ser humano consigo mismo y con el otro”. En otras pa-
labras, el estereotipo interviene en la construcción de la identidad social y la identidad de un
individuo, es decir que la identidad no solo se define en términos de personalidad singular,
también es definida a partir de su pertenencia a un grupo:
La adhesión a una opinión establecida, una imagen compartida, permite además al indivi-
duo proclamar indirectamente su adhesión al grupo del que desea formar parte. Expresa de
algún modo simbólicamente su identificación a una colectividad, asumiendo roles estereo-
tipados. Al hacerlo sustituye el ejercicio de su propio juicio por las formas de pensar del
grupo al que le importa integrarse. Reivindica implícitamente como contrapartida el reco-
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Esta construcción particular del individuo permite, además, presentar al estereotipo co-
mo un instrumento de categorización que permite distinguir un “nosotros” de un “ellos”: la
“gente” y los “políticos”; “los kirschenristas” y los “antikirschneristas”; los “porteños” y los
“del interior”.
En síntesis, desde las investigaciones en ciencias sociales, el estereotipo tiene una ver-
tiente negativa, vinculada al prejuicio y a las tensiones entre los grupos sociales; y una ver-
tiente positiva en la que importa la construcción de la identidad social.
Por otra parte, otros campos de las ciencias sociales como la sociocrítica y el análisis del
discurso también analizan los fenómenos de estereotipia analizando la imagen colectiva cris-
talizada en materiales textuales. Y el estereotipo aparece allí no solo como un “esquema re-
ductor que hay que denunciar sino también como un elemento positivo, cuyos funciones
constructivas y productivas” son motivo de análisis (p. 56). En otras palabras, cómo los dis-
cursos en situación retoman estos elementos prefabricados y los consideran elementos cons-
tructores de sentido por lo que, tanto para los estudios literarios como para el análisis del dis-
curso, el estereotipo es valorado ya sea por su función estética como por su función ideológica
en la construcción del texto.
Referencia bibliográfica
AMOSSY, Ruth y Anne HERSCHBERG PIERROT (2001) Estereotipos y clichés. Buenos Aires: EUDEBA.