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EL PETISO OREJUDO: CRIMINAL, HERMOSO Y MALDITO

Por: Mayra Leciñana Blanchard

El Petiso Orejudo, de María Moreno, se reeditó este año con una nueva edición
aumentada en líneas, pero sobre todo en especias. El asunto y el relato base son los
mismos, la recuperación de un caso célebre de los anales de la criminalidad argentina
buceando entre diversos materiales. Fragmentos de periódicos de la época, testimonios
personales, datos históricos y un legajo judicial van documentando la narración de los
crímenes de Cayetano Santos Godino, a quien se le atribuyen tres asesinatos y ocho
casos de lesiones graves, incendios y otros desmanes cuando era menor de edad. El
texto de la autora de Black Out rebusca los rastros de la trayectoria delictiva de Godino
en la década de 1910 en Buenos Aires; lo sigue cuando es recluido en hospicios para
dementes y hasta su prisión en el penal de Ushuaia. Allí fallece en 1944 víctima de una
úlcera no tratada. Hace eso y, además, hace otra cosa. Entrega un texto enriquecido en
abrevaderos literarios de diversas estirpes.
Los textos de María Moreno siempre son esa clase de textos que no se adscriben
fácilmente a las clasificaciones genéricas. Este Petiso también, con esa relativa
anomalía, con esa resistencia y rebeldía, se torna inquietante para el sistema literario. El
género policial, desde sus inicios, desborda los límites literarios. En la zona imprecisa
del policial que franquea el paso entre lo literario y lo no literario se puede localizar, en
gran parte, la especificidad de El Petiso Orejudo.
En esta reciente aparición (mayo de 2021) María Moreno entrega un nuevo filón textual
(o un nuevo chaflán, palabra que a María Moreno –presumo– no le disgustaría) para
sumar a esa cosmovisión literaria que ampara al afamado criminal argentino. Ese nuevo
texto es “una especie de opereta trash”, que se va desmembrando en los acápites (¿o
copetes?) para cada capítulo, pero podría transformarse en un tipo de drama épico a la
Brecht (como la Ópera de los dos centavos) si alguien aceptara el desafío de ponerle
música.
La crónica policial precede al género policial, pero eso no convierte al género en
esclavo de los hechos, sino que el género policial es más bien parte de la serie literaria.
El Petiso Orejudo es un texto que imbrica diversas tradiciones de la literatura argentina.
En el entramado se destacan algunas zonas reconocibles:

1. Los folletines sobre criminales populares de Eduardo Gutiérrez, que los titulaba
“dramas policiales”. En los archivos de la policía y de la Justicia Gutiérrez recuperó
historias reales de ‘gauchos malos’, pero también narraba las persecuciones de las que
eran víctimas a causa de la injusticia de tribunales y leyes. El Petiso Orejudo propone
una lectura distinta para otro sujeto social: el inmigrante, que en determinadas
coyunturas históricas ha sido narrado como un marginal potencialmente peligroso y, por
esa razón, estigmatizado.

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Gran parte del texto de María Moreno revisa cómo han trabajado los discursos del
poder: indaga en la ciencia de la época y denuncia las “lagunas” de la ley con que fue
juzgado. Muestra cómo en los comienzos del siglo XX los discursos científicos
impregnados por el positivismo en boga veían en el personaje tanto “el estigma de la
más profunda degeneración” ya en su conformación craneana “de lo más irregular y
característica” –de acuerdo a las teorías del fisonomista Lombroso– como “locura
moral” motivada “por el alcohol y otros vicios”.
Los médicos que lo revisaron partieron de asociar el ambiente inmigrante donde se crio
con un espacio degradado, propenso a la delincuencia y foco de vicios, de tal modo que
veían a Godino predestinado para el crimen. Otros especialistas lo relacionaron con la
serie de los infanticidas, de ahí que el diagnóstico de sadismo confirmado por médicos y
abogados “se sustentaba menos en las declaraciones del Petiso Orejudo que en los
antecedentes internacionales de infanticidio”. Lo que les resultaba claro y en lo que
coincidían abogados y médicos es que estaban frente a un “degenerado”. Los alcances
de ese diagnóstico en el Buenos Aires de 1910 hicieron que, en un principio, fuera
encerrado en un hospicio de dementes.
El periodismo de la época también lo condenaba y exigía un “castigo ejemplar”. No
sólo subrayaba la magnitud de los delitos, sino que apuntaba al “tipo de delincuente”.
Su “atonía afectiva”, ese ni siquiera dar muestras de arrepentimiento, resultó crucial
para su condena. En este sentido resulta emparentable con “Mersault”, “el extranjero”
de Camus, a quien se lo juzgaba no sólo por la muerte del árabe sino por no haber
llorado en el velatorio de su madre.

2. La literatura costumbrista rioplatense. Para recuperar el caso del Petiso Orejudo y su


época, el texto esboza una espacialidad tanto histórica como literaria. Lejos del
resguardo de los ámbitos privados, de los “crímenes de salón” que han proliferado en la
novela policial de enigma, el escenario aquí es la ciudad moderna de principios de siglo
que crece vertiginosamente. Es el ámbito inquietante que anticipaba Poe en “El hombre
en la multitud” y del que habló Benjamin a propósito del París de Baudelaire. Al
constituirse la sociedad de masas con la consecuente pérdida de la cercanía entre
individuos, surge la posibilidad del anonimato, de que el criminal se oculte en la ciudad.
El Petiso Orejudo es un itinerante, un joven sin oficio que vagabundea.
Este Cayetano Godino de María Moreno tiene algo del flaneur que se encandila con las
luces del centro, pero además su ambiente es comparable al del pícaro o al de los
personajes de la novela naturalista, que deambulan en los recovecos de la sordidez
ciudadana, los conventillos sombríos, los baldíos, los corralones, los potreros. Allí se
cultiva la criminalidad, y la semilla es la pobreza, parece decir el texto.
En la ciudad populosa, este criminal hará su recorte, circunscribe un territorio: recintos
más pequeños, oscuros y retirados. El primer crimen narrado arranca en un conventillo
y termina en un baldío, el siguiente en una casa abandonada, y los restantes delitos
ocurren en alfalfares, corralones y potreros.
El texto de María Moreno busca dar visos de realidad: sitúa ciertos barrios de la ciudad,
inscribe marcas de época (las máquinas Singer, el circo Raffetto, Gath y Chaves, el

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Water Chutter del Parque Japonés), apela a palabras lunfardas (chafe, esquenún, canilla)
y repara en operaciones discursivas de aquella época. Se cita un aviso de Caras y
Caretas: “Obreros, dejad el conventillo y comprad un lote en la Floresta o en cualquier
otro paraje sano si queréis velar por la salud de vuestros hijos y deseáis vivir contentos”.
Y la voz narrativa responde actualizando un tópico de la literatura del 80, el del
determinismo social: “pocos pobres pueden hacer caso a las tentaciones de los diarios y
comprarse una casa en las afueras. Los niños que entre 1904 y 1912 fueron atacados por
El Oreja seguían viviendo años después en el mismo paraje insano”.
Sin embargo, para abordar el ambiente inicial donde se desarrollan los sucesos, marcado
por la avalancha inmigratoria, no será la óptica del naturalismo de los gentleman de la
generación del ’80 la vertiente principal donde abreva el texto. Mostrará mayor afinidad
con cierta verbosidad zumbona de los cronistas costumbristas en la línea de Fray Mocho
o Félix Lima para describir escenas de conjunto callejeras y cuadros de costumbres con
color de época y de barrio. En el costumbrismo criollo suele predominar la simpatía
burlona por el gringo... Esa simpatía se percibe en el texto de María Moreno, que elige
demorarse en subrayar detalles mientras recurre al tono ligero, al cuadro colorido para
reflejar un modo de vida, una costumbre o un tipo genérico. El rasgo estilístico consiste
en recuperar las modalidades lingüísticas de un habla coloquial. La escena dialogada –a
la manera de algunas páginas de Félix Lima– entre el comisario y el padre de Godino
hablando en cocoliche, produce un retrato pintoresco del inmigrante. Consigue aligerar
el dramatismo de la denuncia que el padre realiza contra su propio hijo ante la policía.

3. La novela collage. Una fórmula transitada en la década de 1960 por Julio Cortázar,
por Manuel Puig, que hace acopio de materiales de distinta procedencia para ser
insertados sin mediación, o que en otros casos aparecen funcionando como intertextos.
Desde los títulos de los capítulos de El Petiso Orejudo se observan variaciones de
registro entre la alta cultura (“Alias Prometeo”, “Una temporada en el manicomio” –
Rimbaud–) y la cultura popular (“El último orejón del tarro”, “Se dice de mí” –Tita
Merello–). Cada capítulo es prologado por un texto originado en “otro” espacio: por una
parte, trozos de artículos de prensa del momento y de instancias posteriores, informes
médicos, extractos del legajo judicial y hasta un tango cantado en esos tiempos; pero
también, como acápites de otros nuevos o reformulados capítulos, afloran en cursiva
versos, estrofas y estribillos que tejen una trama subterránea, la opereta trash anunciada
por Moreno en el prólogo a esta edición 2021.
Al mismo tiempo, en el cuerpo del texto se enlazan a la narración fuentes diversas:
sumarios policiales, legajos, requisitorias fiscales, referencias de archivos histórico-
psiquiátricos, testimonios escritos y uno oral (el del hermano de una de las víctimas),
avisos aparecidos en la prensa, tesis criminológicas, y comentarios sobre documentos
fotográficos. En ese potpourri discursivo se incluyen también citas y alusiones estéticas
que configuran un universo literario multifacético. La trama textual de referencias
entrecruza: la novela policial clásica (Dupin, Conan Doyle, El misterio del cuarto
amarillo); la novela realista y naturalista francesa (Balzac, Zola); la literatura
considerada decadente o maldita (Oscar Wilde, Lewis Carroll, Mary Shelley, Las flores
del mal); mitos clásicos (el mito de Prometeo, el mito platónico de la caverna); un

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recorte de literatura argentina (La simulación en la lucha por la vida –José Ingenieros–,
Los invertidos de González Castillo, Las fuerzas extrañas de Lugones, Larvas de Elías
Castelnuovo con su realismo esperpéntico, Baldomero Fernández Moreno, Florencio
Sánchez, Félix Lima, el sainete, Alejandra Pizarnik y Osvaldo Lamborghini). El vaivén
entre lo alto y lo bajo, la inclusión de registros diversos, el coro de voces que multiplica
contrapuntos son rasgos que descentran, cuestionan los órdenes fijos y no buscan
convocar un único sentido.

4. Los relatos de no ficción –mejor llamados “testimoniales”– inaugurados por Rodolfo


Walsh.
El caso del Petiso Orejudo capitalizado por la prensa de los ‘30. Roland Barthes, al
analizar la estructura del “suceso”, observa en torno a los crímenes misteriosos que a
diferencia de lo que ocurre en la novela policial en la prensa “el enigma lógico queda
ahogado por lo patético de los actores”. En esta caso el asesino, Cayetano Godino, tenía
entre 15 y 17 años cuando cometió sus crímenes. Era un joven de aspecto esmirriado
con un rasgo circense: tenía orejas desmesuradamente grandes. Este sujeto se dedicaba a
“secuestrar” a niños pequeños a quienes intentaba, y a veces lo lograba, ahorcarlos con
un trozo de piolín, ahogarlos en un piletón o prenderles fuego. Su plan es mínimo.
–¿Por qué mataba usted a los niños?
–Porque me gusta.
–¿Por qué buscaba terrenos baldío o casas deshabitadas para cometer sus atentados?
–Porque así nadie me veía.
La ausencia de móviles resultaba desconcertante. “Lo simple no es notable”, resalta
Barthes, y explica: “el interés se desplaza hacia lo que podrían llamarse las dramatis
personae (niño, viejo, madre..., especies de esencias emocionales destinadas a vivificar
el clisé. Es decir, que cada vez que queremos ver funcionar crudamente la casualidad
del suceso, nos encontramos con una causalidad ligeramente aberrante).” El caso de los
crímenes de Cayetano Santos Godino tuvo repercusión en la prensa –se trató de un
suceso–, porque sus víctimas eran niños indefensos. Eso, así como la ausencia de
motivaciones definibles y los aspectos inexplicables de sus atroces fechorías, fue lo que
despertó más horror.
Ahora bien... Las zonas de la literatura argentina advertidas como intertextos aportan un
horizonte de sentido. Tanto los dramas policiales de Gutiérrez como la literatura
costumbrista no pertenecen a la considerada “alta literatura”, sino que han sido
considerados géneros populares y colocados como géneros “menores”. Al plantarse
como texto collage, rompe los pactos de la novela “burguesa”, desafiando su unidad
ideal y su orden lineal. Por último, como revisión histórica de un caso bajo la óptica del
relato de no ficción cuestiona los lineamientos de los discursos del poder –científicos,
jurídicos y periodísticos– de principios de siglo XX que condenaron a este criminal. En
El Petiso Orejudo puede leerse una alianza estética con esos géneros marginales,
desvalorizados por la “cultura oficial”, aquí fusionados con formas prestigiosas y con
códigos ya reconocidos.

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Setenta y siete años después de la muerte de Godino, María Moreno vuelve a revisar el
caso de este asesino surgido de las clases populares y ensaya otra mirada. La instancia
enunciativa instala caracterizaciones por demás elocuentes: “infeliz”, “palurdo”,
“chambón”. En su intento de recuperar la figura de “el Petiso Orejudo” para la
literatura, este criminal será un “monstruo de corralón” más cercano a “Estropeado”, el
personaje de “El niño proletario” de Osvaldo Lamborghini, que a La condesa sangrienta
con su “heráldica degenerada”, estetizada por Alejandra Pizarnik; dos personajes que
tensan este texto hasta hacerle tocar los bordes de la literatura maldita.
También el Orejudo será un “maldito”, y con esta definición María Moreno elude una
actitud explícitamente condenatoria. En el intrincado andamiaje que insinúan las
variadas referencias literarias, las alusiones de Gilles de Reis a Ertzébet Bathory, a
Rimbaud, a Baudelaire, a Jean Genet, dan cuenta del personaje armando un mapa de
“artistas del mal” como para bordear una genealogía literaria que se exacerba en la
nueva edición con la incorporación de la opereta trash. Esos referentes aproximan el
perfil maldito del Petiso Orejudo, al que se agregará un tono nacional de la estética de la
crueldad vislumbrada en la producción dramática de Roberto Arlt. Esa estética tiene
algo macabro, algo morboso, escatológico incluso, algo exhibicionista y provocativo, y
un toque vandálico.
En verdad es un “pobre tipo sin otro refinamiento que un cacho de piolín, una caja de
Fragata. ¡Qué atraso ante estas luminarias europeas!”, como define uno de los jueces-
personaje.
En sus investigaciones históricas sobre criminalidad, Michel Foucault aventura que
hubo un tipo de heroización popular –anterior a la novela policial, que fecha hacia
1840– que se encuentra en las “hojas sueltas”, las coplas que cuentan las fechorías de un
asesino famoso (manifestación reconocida también por otros historiadores del género
policial con el nombre de “literatura del cadalso”). Por otra parte, en 1728, en Inglaterra,
John Gay ya había presentado la Ópera del mendigo que retrata el mundo miserable de
los bajos fondos londinenses. Dos siglos después, Bertold Brecht, en 1928, estrena su
versión, conocida como la Ópera de los dos centavos (o tres, de acuerdo a quien
traduzca/convierta una antigua moneda alemana), que podríamos postular como fondo y
una de las fuentes posibles de la opereta trash. Brecht pone en escena un descarnado
retrato de una sociedad en vertiginosa decadencia. Como Brecht, tampoco Moreno
apunta a los sentimientos, sino a lo que él postula como drama épico, que distancia y
apunta a la memoria y a la reflexión.
El Petiso Orejudo explícitamente se desprende de la estética burguesa que instaló las
premisas del género policial: el criminal no debe ser un héroe popular sino un decidido
enemigo social, incluso de las clases pobres. Y el crimen hasta podría ser una de las
bellas artes.
Borges, en su primer acercamiento crítico al tema a mediados de la década del ’30 del
siglo XX, había reconocido como “nada más opuesto al Asesinato considerado como
una de las Bellas Artes del ‘mórbidamente virtuoso’ De Quincey, lo que significaba
‘matar’ para el ‘criollo’. En esa consideración del asesinato como ‘arte’ está implícita –
continúa Borges– la doctrina británica (y norteamericana) de que la razón está con la
ley”, doctrina que provocaría “asombro no exento de malas palabras y sonrisas a Martín

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Fierro y al aparcero Cruz”. Porque, para “el criollo” matar es “un percance” que le
ocurre precisamente porque la razón no está “infaliblemente ligada a la ley”. Esta
aproximación inicial de Borges al género buscando el cruce con la tradición de la
literatura argentina, le hace advertir el quiebre que provoca la “novela policial” surgida
a mediados del siglo XIX y la brecha que se ha abierto en torno a los crímenes
populares.

Podríamos pensar el Petiso de Moreno como un texto que se retrotrae en alguna medida
a las fuentes del género policial, y a Godino como el héroe, héroe no ejemplar, pero
héroe literario al fin.
En los dos retratos de Cayetano Godino de los que se hace cargo la voz narrativa, el
personaje es definido: “hermoso” y “maldito”.
“A su modo es hermoso, con sus ojos negros, enormes, su expresión de dignidad
acorralada y el cabello peinado en bandaux sobre la frente, a lo Florencio Sánchez.”
“A nosotros nos gustaría imaginarlo como a un maldito que ajusticia elementos
destinados a la explotación sustrayendo a la cárcel o a la fábrica a los más desvalidos
del espectro social para cortarlos en la flor de la edad...”
La descripción del criminal se completa con lo que podría considerarse una
interpretación en clave arltiana:
“Un muchacho meteoro que comparte con la inquisición el manejo del fuego y su
expansión catastrófica, aunque no es probable que lo mueva la purificación sino el
placer de ver una ciudad nueva, candente y capaz de devorar los despojos del yugo
colectivo, la basura o la poca cosa del pobre.”
Esta representación de Cayetano Santos Godino lo asimila casi a un lanzallamas de
cuño anarquista que huye de la “vida puerca” a través del crimen. En algún sentido, ha
cambiado su signo, resulta ser más un héroe de la literatura popular que un clásico
culpable.

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