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Creí que la locura no me había embelesado por completo; el grillo en mi cabeza

auguraba una desgracia, una presencia paranormal. Las patas peludas de mi


insecto picaban cada seso cerebral como señal de advertencia.
Traté de no pisar las rayas del asfalto; mis pasos se hicieron más largos y rápidos;
la realidad apelmazada quería algo de mí.
Seguí cada instrucción del inmigrante en mi cabeza: corrí, doblé en la esquina,
tropecé, caí y me rompí tratando de escapar de su aroma a sensatez, colonizadora
de cerebros.
Rebeló los pensamientos; sin dudas sabía que todo lo que tocaba la razón lo
empobrecía; lo que era negro yacía blanco y adiós paz.
Perdí la pelea conmigo misma; ojos hinchados y morados sobresalían de mi rostro
ahora desfigurado, censurado por mi propio espejo, pero a la vez tan lúcido como
nuestros pecados más agudos.
Percibí la socavación que los honrados le hicieron a mi cuerpo; el pequeño planeta
ya no estaba, ni mi amigo el grillo; las ráfagas de imágenes sí, oscilantes esas que
detesto con infinita aversión que desinflan mis pulmones, las que sacan a flote
inéditos movimientos: Pensamiento, tic, pensamiento, tic, pensamiento… Expulso.
El único solo de baile que haré en mi vida.
Engañé en honor a la falsa verdad de mis existencias con voluntad
desesperanzadora; ya nada era mío y nunca fue para mí.

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