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Índice

PRÓLOGO
CONTRATIEMPOS DOMÉSTICOS
1
2
AVISTAMIENTOS
3
4
5
6
7
INCURSIÓN AL EXTERIOR
8
9
10
LA LLAMADA
11
VORÁGINE
12
13
14
15
Agradecimientos
CAPÍTULO EXTRA (final Capítulo 2 y Capítulo 3 originales)
Jente Aki
Antonio Municio
Dibujo y diseño de portada: A. F. Mateos, Valeria Araque y Antonio Municio.
http://jenteaki.blogspot.com/
© Antonio Municio, 2012.
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PRÓLOGO
—¡¡TE VOY A MATAR, DESGRACIAOO!! ¡¡DAME MI DINEROOO!!
Me sobresalto de tal manera que pego un brinco con el corazón a mil. Maldigo sin piedad
esa voz rota que invade la calle y entra por mi balcón. A nadie le gusta despertarse de esta
forma, por favor.
Desorientada, miro el reloj para averiguar la hora que es. La aguja marca las nueve. ¿Pero
de la noche o del día? Decido levantarme, no sin dificultad, y mirar la hora en el ordenador.
¡¡Las 21:07!! Tengo que hacer algo con este jet-lag de una vez por todas. ¡No puedo vivir con
el horario tan cambiado! Un estilo de vida así acaba con cualquiera.
Parece que la sesión de gritos ha terminado. Espero que al tío escandaloso le hayan
devuelto sus pelas y no haya cumplido su amenaza. Mi calle será todo lo que quieras, pero de
momento, cero homicidios.
Ya que estoy frente al ordenador, miro mi correo.
Sólo tengo uno en la bandeja de entrada. Un desconocido me envía un mail acerca de
«¡Qué maravillosa es la amistad!» y pone que si no lo reenvío a diez personas en los próximos
diez minutos, me caeré y me romperé una pierna. Lo elimino sin contemplaciones.
Todavía tengo un poco de sofoco por mi despertar repentino, así que voy a buscar
consuelo en Antu. Me deslizo por el salón hasta su cuarto con la silla del ordenador. Es mi
actual medio de locomoción rodante. Las muletas están abandonadas muertas de pena en un
rincón. Sólo las paseo para salir al exterior en caso de emergencia. No sé cómo coño las
agarro que después me duele horrores la muñeca, y no quiero una escayola en mi mano
después de deshacerme de una en la pierna.
Me fracturé el maléolo interno de la tibia derecha hace un mes, pisando con mala fortuna
un hueso de aceituna. Es todo muy redundante. Me rompo un hueso pisando otro. Puedo jurar
tranquilamente que ese hueso no era mío. El de la aceituna, me refiero. Me repugnan las
aceitunas.
Dentro de dos semanas me quitan la escayola.
La pobre está gris y desgastada. De pequeña quería que me escayolasen cualquier
miembro porque me daba envidia de los niños que llevaban sus escayolas todas pintarrajeadas
y firmadas por sus amigos. La mía sólo tiene roña y punto.
A veces siento que me tienen que sacar con urgencia este trozo de yeso porque empiezo a
desvariar. Llevo demasiado tiempo enclaustrada sin salir a la calle y la cosa se está poniendo
seria. Un día hasta casi me aburrí de Internet. Eso es un síntoma mental de pérdida de juicio
claramente grave.
Pego la oreja en la puerta del cuarto de Antu y oigo ruidos en el interior, así que doy unos
golpecitos con los nudillos.
No hay respuesta.
Segunda intentona y nada.
Cuando Antu no contesta, puede ser:
—O que no te oye porque está durmiendo.
—O que no te oye porque tiene los cascos puestos.
Si tiene los cascos puestos se debe a que:
· O está montando alguna de sus movidas de vídeo-arte.
· O se lo está montando consigo mismo viendo algún vídeo guarro.
Después de insistir un poquito más sin éxito, me he ido con mi pena a otra parte. No
quiero ser pesada. Yo soy muy respetuosa con el placer ajeno y sobre todo con Antu.
Antu viene a ser el líder de la manada en nuestro piso. Es el que nos da el equilibrio al
resto. El clan lo conformamos tres individuos.
El tercer miembro es el propietario de esta bolsa de viaje que me obstaculiza el pasillo y
con la que se me engancha una rueda de la silla. Su nombre es Zurbe. Sólo mencionarlo ya me
produce los siete males. Ni me planteo llamar a su puerta.
Estoy consternada, no desesperada. Desesperada si acaso por que se vaya de una vez de
este piso, al que jamás debió entrar.
Tengo mis motivos.
Mi definición del Zurbe es que es un melón, aparte de cansino y un “culo veo, culo
quiero”. Tiene la particular virtud de hacer que cualquier cosa, por mundana que parezca, te
moleste hasta decir basta.
No sé cómo lo logra, pero incluso cuando se tumba en el sofá a ver su amada tele puede
resultar increíblemente irritante; ya sea por lo que esté viendo (películas de tiros a todo
volumen), la forma de coger el mando (se lo mete en la boca) o el modo de sentarse (se le ve
un huevo). Da igual, siempre hay un detalle en todo acto suyo que hace que te pongas de los
nervios. Como el hecho de que gaste un rollo de papel higiénico al día. Es un misterio que
todavía no hemos podido desvelar.
Por desgracia hay muchos Zurbes por el mundo y yo tengo uno en mi casa. Eso no se elige.
Es como ser pelirroja o tener un hijo funcionario.
Te toca o no te toca.

***

La cena de hoy se compone de kuskus con morcilla y una ensalada con lechuga, tomate,
cebolla y... agg, aggceitunas. ¡Joer, Antu nunca se acuerda de mi fobia! Como no quiero
hacerle el feo, ya que el menú es obra suya y ha incluido la morcilla para que el Zurbe y yo no
nos quejemos, aparto de manera discreta estas boñigas verdes y redondas. ¡Qué asco! De
verdad que no puedo con ellas, con hueso, sin hueso, negras, verdes, con anchoas, violadas
por un pepinillo, da igual… se me atragantan de la misma forma que ciertos sujetos.
Además, las considero culpables de mi invalidez temporal. Medito sobre ello mientras veo
cómo el Zurbe lanza un hueso de aceituna hacia su plato sin puntería y rebota al suelo. No se
ha dado ni cuenta. Ese detalle me hace pensar en mi caída de hace un mes…
Todos estamos de vacaciones y por eso cenamos los tres juntos en el salón como una
pequeña familia. Esto raramente ocurre, por eso hago de tripas corazón e intento contribuir a
la sensación de que todos nos llevamos chupilerendi y no monto ninguna escena por ver a este
individuo-cara-de-chimpancé arrojar huesos de aceituna al suelo con los que cualquier buena
persona se podría resbalar.
«Todo está bien en mi mundo.»
Me repito este mantra mentalmente una y otra vez. Me lo recomendó mi hermano para
situaciones difíciles.
Ayuda mucho saber que este ser cogerá un autobús mañana y se irá a su pueblo durante
un largo, mágico y maravilloso mes. Dice que necesita descansar y coger fuerzas para
preparar sus oposiciones a policía cuando regrese en septiembre.
Ojalá se lo piense mejor, le dé morriña y no vuelva.
Imagine de John Lennon me saca del trance, Antu coge su móvil cortando de cuajo el
politono y se va a su cuarto a hablar. Lleva puesta su camiseta con el signo de la paz, le hace
unas espaldas muy sugerentes.
Vaya, nos hemos quedado yo y el aspirante a defensor de la ley.
No soporto estar a solas con él en la misma estancia durante más de diez segundos
seguidos pero como estoy positiva gracias a mi oración meditativa, me animo a entablar lo
más parecido a una conversación.
—Se te ha caído un hueso de aceituna al suelo —le señalo inofensivamente.
—Huy, perdón… je, je, mi padre dice que vivo en Babia —y añade emocionado—... echo
mucho de menos a mis padres…, tengo unas ganas de verlos...
—Mmm —contesto.
Esa es toda nuestra charla. Más no se puede pedir.
Ya he terminado la cena. Aquí no pinto nada. Me voy a mi desordenado cuarto.
Me he asomado a mi pequeño balconcito que tanto estimo. Soy la única privilegiada de
esta casa que disfruta de uno. Es mi particular contacto con la vida exterior. Este balcón ha
visto de todo. Si pudiera hablar, contaría lo que no está escrito.
Hoy, sin embargo, la noche no parece muy animada. Policías pidiendo carnets a los
camellos, coches-kunda yendo y viniendo. Yonkis por un tubo.
Uno de ellos se quiere meter en una kunda y no cabe porque va completa. Se pelean como
en la cola de la pescadería por quién estaba antes.
—¡O te vaj o te meto una ojtia! —amenaza un pobre sin dientes y sin pelo.
El jaleo de siempre.
De fondo, se escucha la pregunta estrella de forma intermitente:
—¡¿BAJAS?!
Una única palabra más que suficiente para comunicarte en el universo toxicómano. Para
los que no estén familiarizados con este tipo de ambiente, «¡¿bajas?!» en lenguaje yonki, sirve
tanto para los yonkis como para los kunderos. Unos preguntan que si bajas para llevarte en su
kunda, otros para ser llevados en ella.
Un coche normal y corriente adquiere el nivel de kunda cuando se dedica a cobrar a
yonkis por llevarles (bajarles) a los poblados para pillar la drogaína. Todo por el módico precio
de cinco leuros.
El por qué se llaman kundas lo ignoro. Antes ni sabía que existían.
Los más conservadores los llaman “taxis de la droga” para darle más dramatismo.
Como se puede observar, vivo en una calle muy instructiva y con enorme riqueza
intelectual.
Esta noche nuestros amigos, los yonkis, parecen bastante tranquilos. Pero no te fíes. Son
superimprevisibles. Con un yonki nunca se sabe. De repente está hablando en tono bajo y
parece que no pasa nada y al segundo siguiente estalla como un poseso chillando «¡¡hijo
puta!!» a grito pelao.
Vivimos en un cuarto piso, pero los yonkis tienen un particular timbre vocal que parece
que estén en tu propio salón. Yo no sé de dónde sacan las fuerzas para dar esos gritos con lo
escuchimizados que están.
Debido a este calor veraniego he dejado la puerta del balcón abierta. La rata de la señora
arrendadora nos aseguró que iba a poner el aire acondicionado para este verano sin falta.
Antu dice que todos los años promete lo mismo.
Me he tumbado en la cama como he podido con mi patachula y enseguida mi cerebro se
ha puesto a darle marcha a las “ondas delta”, como las llama Antu, las del sueño.
Estoy a punto de quedarme dormida cuando se oyen voces en la calle:
—¡Desgraciaooo! ¡Que me ha hecho sangree! —grita un pobre herido—. ¡Que me ha
mordíoo! ¡JOPUTAA!!
No creo que el atacante haya sido el calvo desdentado de antes.
Estos yonkis cada día están más agresivos.
Conviene que me ponga mis tapones lavables de silicona en los oídos si quiero pasar la
noche sin contratiempos.
Me llegan de fondo los sonidos de ambulancias y sirenas de policía, pero yo ya estoy en el
octavo sueño.
CONTRATIEMPOS DOMÉSTICOS
1
Al contemplar el pasillo, una inmensa alegría inunda todo mi cuerpo desde la punta del
meñique del pie hasta el último pelo de la coronilla.
¡Está felizmente despejado! La bolsa de viaje del Zurbe ha desaparecido junto con él y
ahora los dos están metidos en un bus camino a su pueblo.
Un mes completo sin esa broma de persona será un auténtico nirvana, como diría mi
hermano. Treinta días con sus treinta noches sin fastidios ni estorbos y en los que el papel
higiénico se gastará como Dios manda.
Me froto las manos porque lo mejor de todo es que voy a tener a Antu a mi entera
disposición. El Zurbe y sus exigencias le roban bastante tiempo, pero ahora sin él y yo
convaleciente como estoy, Antu me dedicará TODA la atención.
Actualmente sólo me prepara las comidas, me hace la cama y también va al supermercado.
Falta el carro de la compra y la lista que le dejé anoche, a ver si viene pronto, mi estante está
tiritando.
¡Estoy de subidón y quiero fiesta!
Voy a montármelo con un amigo mío como hacía tiempo que no recordaba.
Me deslizo por la casa sintiendo la misma libertad que un ex-presidiario en su primer día
de permiso, en busca de meneo.
Desgraciadamente, este amigo me ha cortado el rollo enseguida porque no tiene ganas de
marcha. No está disponible. He ido a mirar el router y todas las lucecitas parpadeaban. Señal
inequívoca de que Internet no tiene conexión. Qué mierda.
Lo he reiniciado, lo he reseteado, lo he desenchufado, lo he enchufado, lo he apagado y lo
he vuelto a encender.
Unas cinco veces cada paso.
Me ha respondido que naranjas de la China.
Cuando pasa esto me entra mucho desconsuelo y bastante vacío existencial. Hay que
darse cuenta de que durante el último mes Internet ha sido mi mejor compañero. Aunque
ahora no esté por la labor, siempre ha estado ahí para cubrir mis necesidades más primarias.
Me asomo impaciente al balcón por si veo a Antu venir por la calle y lo primero con lo que
se topan mis ojos es con el viejo de enfrente. Este señor se pasea desnudo por su casa y luego
cuando hay bronca sale al balcón a mirar y se cubre con su fina y semitransparente cortina.
¡Como si le tapara algo!
Abajo parece que hay pelea matutina entre vecinos que quieren salir con sus coches a la
playa y yonkis que les interrumpen el paso.
Te puedes imaginar la estampa que tengo delante con el señor naturista.
Se te quitan las ganas de todo.
Una tímida vocecilla sugiere que ahora es la oportunidad perfecta para que recoja mi
cuarto.
Sí, ya, con todo lo que tengo por hacer. Soy una chica moderna y como tal estoy muy
ocupada todo el tiempo. Con este ritmo de vida actual se te acumulan las tareas que no das
abasto.
Hoy, por ejemplo, sin querer ya se me ha juntado el desayuno con el almuerzo.
Antes de que se acumulen comidas hasta la merienda y en vista de que Antu no aparece,
no tengo más remedio que cogerle una pizza integral de su estante del frigorífico. Lo apunto
en la lista de débito de la nevera: «Susi a Antu = pizza». Menos mal que ya he aprendido a
preparármelas por mí misma. Fue él quien me enseñó a cocinar pizzas. Es la primera vez que
me independizaba y todavía estaba un poco pez en labores del hogar.
Aunque ahora se me haya olvidado, también me enseñó a que debes poner papel de
aluminio debajo para que no gotee lo que se va derritiendo...
Lo del papel de aluminio es muy importante porque si no se mancha la parte de abajo del
horno. Es entonces cuando Antu te regaña porque dice que luego le cuesta mucho limpiarlo.
Todo esto parece muy complicado pero está tirao de fácil.
Vigilo con muchísimo cuidado cómo se cuece para que se tueste en el punto perfecto como
a mí me gusta, pero el ruido ensordecedor de unos tiros a todo volumen interrumpe mi
concentración.
Vienen del salón.
Voy saltando a la pata coja desesperadamente a decirle a Antu que Internet no va y que lo
arregle.
En la tele de plasma unos policías están disparando a un tío bañado en sangre que avanza
hacia ellos. Le acaban de meter tal tiro en la cabeza que se le ha levantado la tapa de los
sesos. Vaya noticias más gores que emiten.
La visión se me congela del espanto.
El Zurbe se encuentra de cuerpo presente en el salón.
No me lo puedo creer.
Tiene que ser una aparición mariana.
Lo primero que pienso es que se debe haber quedado dormido, tiene un sueño
hiperprofundo y se pone como tres despertadores para lograr empezar el día.
—¿Sabes dónde está Antu? —me pregunta manipulando torpemente su idolatrada
televisión—, la tele sólo coge este canal informativo y le necesito para que lo arregle.
Escucho que habla aunque su voz la recibo como una psicofonía.
—Pero tu bolsa…, el pasillo... —es lo único que acierto a pronunciar.
—Ah, sí —dice tan pancho—, la he metido otra vez dentro de mi cuarto para que no
molestara.
Me cuenta que le ha llamado su madre esta mañana y que lo último que le ha ordenado es
que ni se le ocurra pisar la calle. Ahora espera nuevas instrucciones.
Yo entiendo que semejante zote aparente siete años mentales, pero su madre tiene que
empezar a comprender que le falta poco para llegar al cuarto de siglo y tratarle de esa manera
no le va ayudar nada en su lento progreso madurativo.
Eso sin contar que difícilmente va a coger un bus si no puede pisar la calle.
—Pero, ¿por qué te ha dicho eso? —pregunto más impaciente que intrigada.
—No lo sé, el teléfono se ha cortado y no ha...
—Pero te irás luego. ¿No?
—Hombre, pues eso depende de lo que me manden mis padres. De momento mi madre me
ha dicho eso, y lo que ella dice va a misa —explica con absoluta obviedad—. Oyes, ¿no hueles a
quemado?

***

En una dimensión paralela, el Zurbe está siendo recibido con los brazos abiertos por sus
padres que se encargarán de cebarle y aguantarle durante los próximos treinta días. En esta
dimensión es el culpable de que ahora yo esté comiendo en mi habitación un trozo de pizza
bastante chamuscado. El Universo tiene un sentido del humor que a mí se me escapa.
No estoy acostumbrada a comer sin Internet y se me está haciendo tan insoportable que
me tengo que buscar la vida como sea.
Cojo un libro que tengo pendiente, El Universo: ese gran desconocido.
Nunca encuentro el momento de leerlo, Internet ocupa la mayoría de mis ratos de ocio y
tiempo libre.
Es sólo de letras, no me gusta mucho leer tan seguido sin dibujos ni fotos. Aunque apenas
le he hecho caso tiene un especial valor sentimental, pertenecía a mi hermano y me lo regaló
cuando se independizó de casa de mis padres.
No hago más que leer la contraportada cuando el Zurbe me toca la puerta. Es ponerte a la
tarea y le falta tiempo para llamar a tu cuarto. No respeta el placer ajeno en absoluto. Y no
vale que no le contestes. Él sabe que estás dentro y no estás durmiendo. Parece que no se
entera de nada pero tiene un oído prodigioso. Menos cuando está sobando.
Me pide desde el otro lado de la puerta que si puedo oler, por favor, un cartón de leche
que a él le parece que está caducado y lo necesita para hacerse un batido proteínico de los
suyos. Se supone que éstos son para ponerte fuerte, pero el Zurbe los lleva tomando desde
que le conozco y debe ser que tiene unos músculos con intolerancia a las proteínas porque
está de todo menos cachas.
—¡Es que no quiero ponerme malo de la tripa! —Le oigo justificarse al ver que no
respondo—, ¡y Antu no está para preguntarle!
No me digas, no lo sabía.
Le contesto que no estoy de ánimos para oler nada de nadie.
La segunda vez que llama, intento ignorarle lo máximo que puedo a sabiendas de que
pierdo el tiempo. Él siempre gana la batalla con su insistencia machacona.
—¡¿Qué quieres ahora?! —le grito de forma desagradable.
—Que si sabes cuándo viene Antu —dice con su voz de niñato la criatura de 1,80 y barba
cerrada.
—¡¡¡Nooooooo!!! —arrastro la «o» hasta el aburrimiento de manera muy borde a ver si se
da por aludido y me deja vivir.
Qué pesado. Qué dependiente. No puede hacer nada por sí solo. Si yo fuera Antu acabaría
hasta el gorro de él. Qué paciencia tiene que tener el pobre.
Después de esta vienen otras 99 veces con la misma pregunta y a la 101, ya de los nervios,
le pregunto que para qué coño le quiere. Me dice que le necesita con urgencia para que
solucione lo del teléfono… y lo de la tele.
—¡Un momento, primero voy yo para que arregle Internet! —le aclaro. A mí nadie se me
cuela.
—¡Pero yo lo he dicho primer! —pucherea el ridículo de él.
—¡Me da igual! ¡Internet es la máxima prioridad!
Salgo del cuarto para discutir en condiciones y nos enzarzamos en una pelea a todo grito.
Que si soy una borde. Yo a él, que es un "borde… rline", etc, etc.
Me hacía falta una trifulca así. Después de los disgustos tan seguidos que llevo en el día,
necesitaba descargar tensiones.
Cuando Antu no está en el piso aprovechamos para gritarnos.
Es un juez de paz muy sabio, Antu. En estos casos no tiene ni que decir palabra. Sabe que
con sólo hacer acto de presencia, el silencio y la quietud regresan al hogar.
Nosotros sabemos lo importante que es mantenerle contento y satisfecho y procuramos
que esa sea la prioridad en nuestras vidas. Las peleas le enfadan muchísimo y cuando se
cabrea se produce una crisis de dimensiones estratosféricas.
Se encierra en su cuarto y cuando sale no habla. Es horrible.
Antu es la esencia de la casa, es el fontanero, electricista, cocinero, lo es todo.
Sin Antu en activo esta casa se hunde, y nuestras almas con ella. El desconcierto y la
inseguridad reinan en el piso. Nos sentimos abandonados y vulnerables.
Es entonces cuando el Zurbe y yo formamos “equipo de conveniencia”. Nos
compenetramos de manera milagrosa con el único objetivo de que vuelva el Antu que nos
gusta y que nos atiende, y que hace que esta casa sea un hogar medianamente normal y no
una vulgar cuadra okupa, que es lo que ocurre cuando se va dos o más días fuera de la ciudad.
Prueba de ello es que lleva unas pocas horas fuera y mira la actual catástrofe.
Al final opto por dejar al llorica que sea el primero en consultar a Antu la avería telefónica.
Cuanto antes arregle el teléfono, antes su mami le dirá que coja el bus y antes se irá a su
puta aldea.

***

Hacía siglos que no me separaba tanto de Internet. Me he perdido todas las


actualizaciones de mis 500 ciberamig@s.
¿Cuáles serán los videos-chorra más vistos en la red?
Deseo con toda mi alma poder meterme con identidad falsa en un chat. Añoro los vídeos
de sensations4women.com. Necesito escribir un comentario en un foro y que nadie me haga
caso.
Tengo la completa obsesión de navegar por la web. Plantada delante del monitor y
chorreando a mares, abrazo el teclado temblando con la mirada en el infinito. Oleadas de frío
y calor suben por mi cuerpo a partes iguales y mi corazón es una locomotora sin frenos.
Si sigo con estos síntomas me va a dar un jamacuco.
Me siento igual de atacada que un yonki sin una kunda disponible.
Está anocheciendo y la pelea de esta mañana se ha transformado en una trifulca
descomunal. Hay una batalla campal con helicópteros sobrevolando el cielo y todo.
¡Qué exageraos! Ni que fuera la primera vez que hay este tipo de enfrentamientos.
El teléfono continúa sin dar señales de vida, con lo cual este amorfo mental sigue en casa
sin hacer amago alguno de coger su puto bus.
Miro mi móvil y no está disponible ni el icono de llamadas de emergencia.
En estos casos, Antu sería mi consuelo.
Pero éste no ha aparecido en todo el día. Yo entiendo que ya somos todos adultos, pero
podía haber avisado, jo.
Apago la luz cuanto antes para acelerar el final de esta tortuosa jornada con la esperanza
puesta en el mañana, donde todo funcionará a la perfección y no habrá indeseables habitando
este piso.
Cuando ya estoy metida en la cama y a punto de ponerme los tapones, me doy cuenta de
algo.
En la oscuridad, un luminoso parpadeo blanco se cuela por debajo de la puerta. La abro
despacio para ver de dónde viene esa extraña luz intermitente y… lo que descubro me turba a
la vez que inquieta.
El resplandor de la ranura de la puerta proviene de la televisión encendida en modo
niebla.
Hay algo más.
Un hipnotizado Zurbe se halla de rodillas frente a ella con la mano puesta en la pantalla.
Me recuerda a la niña de Poltergeist. Este chaval vive en una película continua y hoy le
toca sesión de terror.
—Se han ido —dice girando su cabeza hacia mí.
Pego un respingo porque no me lo esperaba. No entiendo cómo me ha oído.
—¿Quiénes se han ido, Zurbe? —pregunto fingiendo cansancio para que vea que no estoy
para juegos absurdos. La verdad, me siento bastante intimidada con este rollo tétrico.
—Las series, los programas, los anuncios… han desaparecido —informa abstraído con la
frente en sudor y con la respiración algo agitada.
Me parece muy fuerte cómo una persona se puede degradar de esa manera ante un
aparato electrónico. Dónde vamos a llegar.
—Bueno, ya volverán, espera a mañana, no te preocupes —le tranquilizo pacientemente.
No me gusta nada esa cara de ausente. Doy unos pasos cojeando hacia atrás como puedo,
vuelvo a mi cubículo y echo el cerrojo. Un yonki tecnológico con mono en mi propia casa me
da bastante miedo.
2
Día 2 con el individuo Z.
Es todavía temprano y el sol está empezando a salir. He dormido fatal, una prueba de ello
es que ahora estoy despierta.
Son las siete de la madrugada. No me acuerdo de la última vez que madrugué.
Bajo la penumbra del amanecer, lo primero que hago es comprobar si todo ha vuelto a la
normalidad. Cuando digo todo, me refiero por supuesto a Internet.
No hay suerte de momento. Mal empezamos el día.
Atravieso el salón con mi silla rodando lentamente sin hacer ruido. El Zurbe sigue en el
mismo lugar de anoche. Ahora está en el suelo hecho un ovillo debajo del televisor. Por mí se
puede quedar así el resto de la vida.
Retiro los tapones de mis oídos y ¡oh, sorpresa!, chillidos tempraneros en la calle.
Unos aislados ¡¡socorro, me matan!! han sustituido a los múltiples ¿¡bajas?! de antaño.
Son modas pasajeras que van y vienen como las kundas en temporada alta.
Claro, los yonkis son como el seven-eleven, 24/7. No conocen los horarios ni las
vacaciones.
Me he ido a quitar las legañas y no había agua, podían haber avisado para coger unos
cubos o algo. Ahora si quiero beber, ¿qué?
De hecho, es saber que han cortado el agua y me entra tal sed que voy enseguida a la
nevera a beber coca-cola. En esta casa es nuestra segunda fuente de suministro líquido.
Me pego un sonoro eructo que retumba en el silencio de la cocina arrepintiéndome al
segundo por si el Zurbe me ha escuchado.
Efectivamente, una cabeza se asoma por el marco de la puerta.
—¿Qué ha sido eso? —pregunta Don Tengoeloídofinoparaloquequiero.
—Nada, que tengo un poco de tos.
—Je, je, cuidate, sólo falta que te pongas enferma y encima estés escayolada y enferma —
dice en plan coleguita.
Es tan fácil de engañar y manipular... algo bueno tiene que tener el pobre imbécil.
Si le hubiera dicho que era un eructo, habría sido mi perdición. Como imita todo lo que
haces, esto le puede dar manga ancha para hacerlo a todas horas. Se hubiera podido pasar
todo el día tirándose eructos. Siempre hay que tener cuidado con lo que dices y haces con esta
clase de especímenes porque en cualquier momento se puede volver en tu contra.
Por lo menos parece haber perdido ese aire perturbado de anoche que hacía estremecerte.
Otra vez voy a tener que coger del estante de Antu para desayunar. El capullo no ha
venido a dormir, he echado un vistazo a su habitación y las sábanas de su cama siguen en la
misma posición que ayer. Mira que no me gusta tener que andar tomando comida prestada de
nadie, pero realmente la culpa es suya. Si no se hubiera ido de parranda todo el día y toda la
noche, habría ido al supermercado, me habría hecho una compra y yo no me vería obligada a
esto.
¡Qué suerte! Tiene unas cosas superricas.
Me hago unas tostadas y les pongo encima tomate triturado con aceite que dejó hecho de
ayer. Eso y un café. Lo apunto en la lista de débito.
Cuando venga, que me cuente, pero le va a tocar volver al súper y hacer su compra
semanal si no quiere que le siga cogiendo de su estante de la comida. ¡Ah! Se siente. Al fin y al
cabo, soy yo la lisiada inadaptada.
¡¡¡PUAJJJ!!! El agua ha vuelto.
Pero en forma de líquido amarronado. Y encima yo he bebido directamente del grifo sin
pensar. Prefiero que no salga nada. Se te revuelven las tripas sólo de verlo.
Iba a fregar mis platos del desayuno, pero pensándolo mejor creo que van a ensuciarse
aún más si los lavo con este simulacro de agua. Además, se me está haciendo tarde para
echarme mi siesta mañanera. Puedo afirmar con orgullo que soy la descubridora de este tipo
de siesta que casi nadie tiene la suerte de practicar. Consiste en desayunar y luego volver a la
cama y dormirte otra vez. Es muy simple y cualquiera puede realizarla, pero no hay que
olvidar quién ha sido la inventora.
A modo de nana, el reconfortante ruido de fondo del ordenador encendido va
adormeciéndome poco a poco.
A eso de la una de la tarde me despierta un ¡¡¡PUAJJJ!!! que proviene de la cocina.
Me alegro de no ser la única que ha picado.
Cierto que podía haber puesto una nota avisando de que el agua sale en mal estado, pero
tratándose del Zurbe no me arrepiento. Si estuviera en su dichoso pueblecito (que es donde
tenía que estar desde ayer), estas cosas no le pasarían.
Encima con sus ruidos ya me ha desvelado.
¿Estoy viendo visiones o soñando?
El icono de Internet está activo. Me levanto con dificultad de la cama y me acerco
sigilosamente al ordenador por si le asusto y decide huir otra vez.
¿Cuánto tiempo hará que ha vuelto? Y yo durmiendo. ¡Vaya pérdida de tiempo! Tenía que
haber hecho guardia.
Ahora me toca enseguida ponerme a la tarea y adelantar todo el trabajo atrasado.
Emocionada, cambio mi estado de perfil de «aburrida y coja» por «coja, pero ya contenta».
Lo siguiente que hago es ver las actualizaciones de mis amigos, desahogarme y poner lo
horrible que ha sido no estar conectada.
Entre los comentarios que leo a toda mecha se repiten sobre todo las palabras: «ayuda»,
«socorro» y «fin del mundo».
No me extraña, yo me he sentido igual las últimas veinticuatro horas. Reconforta saber
que no he sido la única pringada que se ha quedado sin Internet.
Tecleo ilusionada:
«No os preocupéis, ;) lo peor ya ha pasad…»
La pantalla se queda con un puntito luminoso en el centro que desaparece en dos
segundos.
¡¡NOO!!
¡Se ha ido la luz!
Si algo tengo en común con Spiderman ahora mismo, es que estoy que me subo por las
paredes debido al siguiente teorema:
No luz + no ordenador + no Internet = nervios a flor de piel.
Me dirijo cojeando al cuadro de luz para arreglar esta insostenible situación de una vez
por todas. Entre cables, toqueteando botones al tun tun, me doy cuenta de lo ingenua que soy.
Esto sería tarea para Antu-electricista y no para Susi-patachula-nini.
¿Soy yo o mi sensación de inutilidad está completamente justificada?
Vuelta a la soledad de mi cuarto y viendo ciertamente que es el fin del mundo me paso la
tarde tumbada en la cama aguardando mi destino. Viendo... nada, escuchando... a los yonkis.
Las últimas tandas de heroína que circulan deben estar superadulteradas porque andan
más inquietos y violentos que nunca: están chillando, rompiendo escaparates y todo.
Resultan un tanto intimidantes. Ni siquiera se le oye al chino de la tienda del Todo a un
euro vociferar furioso con el megáfono su grito de guerra:
«¡Lonkua no, kuanda fela!»
No se le entiende nada, pero después de oírle tantas veces hemos deducido que dice
«yonkis no, kundas fuera». El pobre está harto de que los toxicómanos le sisen los clinex y le
espanten a la clientela.
Aunque da igual, los aludidos se pasan al chino y su altavoz por el arco del triunfo. A ellos
los únicos chinos que les importan son los que se fuman en papel de aluminio.
Hacía años que no tenía esta sensación tan desconcertante de no saber qué hacer.
De pequeña el aburrimiento se me bajaba al estómago y me dolía la tripa. Casi lo había
olvidado. Ahora está a punto de ocurrirme.
Es cosa de familia porque a mi hermano también le pasaba lo mismo, sobre todo durante
los interminables veranos con nuestros padres en la casa del campo. Ellos la compraron con la
intención de irse a vivir allí con el paso de los años. A mi hermano y a mí nos la “vendieron”,
entonces, como segunda vivienda vacacional argumentando que éramos unos niños muy
urbanizados y necesitábamos un poco de educación campestre. Se pensaban que pasando un
mes al año en contacto con la plena naturaleza iba a hacer de nosotros unas bellísimas
personas humanas.
La realidad era que esa casa hubiera sido la pesadilla de cualquier niño, no había tele, ni
consolas ni nada, sólo vegetación silvestre y bichos por todos los lados. Para colmo, en la hora
de la siesta tampoco podíamos hablar porque si no nos castigaban.
Únicamente disfrutábamos de un triste riachuelo fuera de la casa con el que
compartíamos horas y horas de monótono pasatiempo. Fue la primera vez que mi hermano
dijo:
«Me duele la tripa de aburrimiento».
Le entendí perfectamente porque a mí me dolía igual. Son cosas de hermanos que sólo
pasan entre hermanos.
No sé si aquellos traumáticos veranos tuvieron que ver con el hecho de que, luego de
adulto, se convirtiera en un fanático de los libros de autoayuda y superación. Se los ha
estudiado todos.
Ahora, él se encuentra de retiro espiritual en un complejo en las montañas. Tiene que
permanecer en voto de silencio durante no sé cuanto tiempo. Sin tele, ni teléfono, ni Internet,
ni nada. Sólo vale la meditación.
Creo que le dan de merendar un vaso de agua.
Hay que estar majara para meterse en un berenjenal así. No sé cómo aguanta. Yo me
volvería loca.
Por eso, cuando hace unos meses mis padres me dieron a elegir entre:
—«¡Irnos todos a vivir a la casa del campo!» (con amplia sonrisa).
O la segunda opción:
—«Te buscas las habichuelas en la ciudad» (de manera bastante borde).
No me lo pensé dos veces.
Eso sí, me pagan la vida. ¡Faltaría más! ¡Ni siquiera han tenido el detalle de esperar a que
cumpliera los dieciocho en diciembre!
Aunque este mantenimiento económico sólo será hasta que se me cure la pierna. ¡Vaya
mierda! Con lo a gusto que se está viviendo a cuerpo de reina con los gastos pagados.
Dicen que si hiciera algo con mi existencia otro gallo cantaría, pero que si ni estudio ni
trabajo que apechugue con las consecuencias, que ahora les toca a ellos disfrutar de la vida y
hay muchas vacaciones que pagar, hija mía.
A veces me ofenden cuando me preguntan con impaciencia que cuando “narices” me voy a
quitar la escayola. ¡Como si dependiera de mí!
Me debo estar aburriendo mucho porque mi tripa se queja mogollón.
Y ni siquiera sé dónde he metido el libro de mi hermano.
¡Justo ahora que había decidido comenzar a leerlo!
Desde mi cama veo al señor de enfrente en su casa, esto le da cierta normalidad a este día
tan raro.
Me incorporo y me asomo al balcón.
—¡¡Chisssst, señor!! —Le llamo porque quiero preguntarle si está sufriendo los mismos
cortes de recursos que hay en esta casa.
No hay muchos vecinos a los que preguntar, el resto de viviendas tienen las persianas
bajadas a cal y canto. Algunos han dejado en los balcones sus carteles-protesta con «queremos
un varrio digno» o el trillado «cundas fuera».
Entre el vacío vecinal y el sofocante calor parece más agosto que nunca. Qué envidia me
da cuando todo el mundo se va de vacaciones menos yo.
—¡¡OIGA!! —insisto un poco más alto.
El vecino no me hace ni puñetero caso. Yo creo que seguramente está algo sordo. Ciego
seguro que no, la anterior chica que vivía aquí nos contó que se iba del piso porque se sentía
acosada por el viejo de enfrente. Decía que la miraba con lascivia mientras se tocaba.
Yo no he tenido ese problema de sentirme acosada ni nada por el estilo. La verdad es que
la tía era un poco creída. Yo creo que es gente que inventa esas mentiras porque se creen el
ombligo del mundo. El pobre señor tiene ya sus años y parece buena persona. Vive solo, como
puede en su pisito. A veces le veo sentado en el escritorio mirando recibos y echando cuentas
y otras, se pone en su terraza a quitarse los callos de los pies en un barreño. Un anciano en la
soledad a mí me da un poco de pena.
—¡¡SUUUSIIIIIIIIIIIIIIIII!! ¡¡SAL, POR FAVOR, POR FAVOR, SOCORRO, SOCORRO!!
Los gritos de pánico del Zurbe me asustan tanto que salgo con la silla del ordenador
dando trompicones por todas las paredes. El escándalo proviene del baño y cuando llego y
está en una esquina encogido y muerto de miedo, yo misma me acojono de ver su cara blanca
como un fantasma.
Descubro lo que le aterra y la sangre empieza a subir a mi cabeza a borbotones.
Una cucaracha.
—¡¡Por favor, mátala antes de que nos haga algo!! —suplica el infeliz.
Vaya papelón. La bicha invasora está quieta meneando sus antenitas decidiendo cuál va a
ser su próximo movimiento.
Me quedo paralizada de terror. En una situación cotidiana, Antu es el encargado de
solucionar tal marrón, pero me temo que en la escala de valentía del piso soy yo quien
forzosamente tiene que tomar el relevo. Al bicharraco de la esquina no le veo con alma de
acabar con un congénere suyo.
Saco el coraje que no tengo y sin darme tiempo a pensar y sin darle tiempo a la cucaracha
de ponerse en guardia, la aplasto con mi escayola en un microsegundo.
Al escuchar el escalofriante crujido de mi impacto sobre ella, se me nubla la vista y siento
como si se me desvaneciera el sentido. Es una falsa alarma y enseguida me repongo.
Soy una tiarrona hecha y derecha.
Mientras me limpio los restos de mi heroica hazaña de la escayola, cual cowboy
quitándose la roña de sus botas, no puedo estar más orgullosa de mí misma.
—Muchas gracias, Susi, te debo una —dice con completa sinceridad el cagueta número
uno del piso. Miedo me da que este postulante a policía llegue a cumplir su objetivo.
Sin embargo, el gesto de agradecimiento me gusta. El pelele está en deuda conmigo. Me
encanta. Es la única forma que me mola de estar con el Zurbe, je, je. Me lo voy a cobrar ahora
mismo.
—Pues ya que estamos, podías bajar al súper y hacerme una compra —sugiero como
reembolso.
—Es que mi madre me dijo que no se me ocurriera pisar la calle... —contesta.
Joder, todavía sigue con esas.

***

Antu se ha pasado tres pueblos. Me voy a tener que poner seria con él. ¿Se ha tirado con
el carro de la compra de ayer a hoy? Si sólo iba al súper…
¿Y su clase de biodanza de los miércoles? Me cuesta creer que se la haya saltado, pero su
mochila está impertérrita en su cuarto.
Sé que Antu es un alma que le gusta ir por libre pero no puede retrasarse por más tiempo
porque a mí no me queda nada de comida y por mucho que intente ser positiva empiezo a ver
su armario de la despensa medio vacío y no medio lleno, que es como hay que ver la cosas,
según mi hermano.
En el piso, no se ve ni un pimiento y no tenemos ni velas. ¿Quién va a pensar que hoy día
van a hacer falta esas antiguallas si no es para hacer cochinadas con ellas?
La única linterna que hay no tiene pilas ni bombilla. ¡Qué poca capacidad de previsión hay
en este hogar!
Aunque, sinceramente y con la mano en el alma, yo no quiero velas. Yo lo que quiero es
Internet. Como el día de mañana sea igual que hoy, salto por la ventana.
La calle apesta a estercolero cuando generalmente sólo huele a meado de toxicómano.
Está anocheciendo y sin las farolas encendidas apenas puedo distinguir las figuras que se
mueven.
A pesar de que los yonkis ya se han tranquilizado y no se oyen pitidos de kundas, sí que
escucho un murmullo continuo que, gracias a mis tapones, acallo en un periquete.
Me acuesto, cruzo las manos sobre mi pecho y cierro los ojos.
Se me hace raro dormirme a oscuras, así sin más.
No tengo sueño pero es que no sé qué hacer.
A veces cuando no puedo dormir, me vienen a la cabeza justo las cosas que más terror me
provocan.
Mi imaginación vuela y ve a Antu moribundo en un descampado a las afueras, donde
puede haber sido atracado, apaleado, violado o las tres cosas a la vez.
¡Basta! Hay que ser racional e intentar dormir.
Cuando venga, lo primero que le voy a contar es que he acabado con una cucaracha yo
sola. Se va a poner tan contento que va a solucionar enseguida estos superficiales
contratiempos domésticos de electricidad y agua.
Porque Antu es un fenómeno y puede con lo que le echen.
Y el Zurbe por fin se irá al pueblo con sus padres.
Y yo podré volver a navegar otra vez por Internet durante horas y horas hasta quedarme
ciega.
Y todo esto quedará tan sólo como una mala pesadilla en nuestra memoria hasta el fin de
los días.
AVISTAMIENTOS
3
A eso de las nueve de la madrugada me despierto con la vejiga a punto de estallar. Tanteo
rápidamente debajo de la cama y cojo la botella de aquarius para las urgencias.
Es mi particular orinal de enferma convaleciente, muy práctico para las noches en que has
bebido mucho, pero muy ortopédico a la hora de utilizarlo.
Cuando comencé a usarlo siempre me tocaba pasar la fregona pero con la práctica he ido
afinando la puntería hasta límites insospechados. En un concurso de cazatalentos ganaría el
primer premio.
Cierro la botella cuidadosamente y me levanto de la cama igual que si fuera una anciana
de noventa años aquejada de artritis reumatoide.
Con Antu de cuerpo presente y sus servicios no tenía mucha prisa por quitarme la
escayola, pero después de esta larga ausencia suya me entran ganas de deshacerme de ella
por momentos.
Así se le quita toda la gracia al asunto de estar inválida.
Miro a través de los cristales del balcón y el cielo es de un azul tan intenso y las nubes de
una apariencia tan esponjosa que sólo falta que se asome un Oso amoroso por ellas para
desearme los buenos días. Parece una instantánea photoshopeada. Quedaría ideal como fondo
de escritorio en la pantalla de mi ordenador.
Entre tanta tecnología y tanta vida cosmopolita, olvidas este tipo de milagros cotidianos.
Salgo al balcón a contemplar con mejor detalle este espectacular amanecer que me brinda la
Madre Tierra.
Realmente la mañana es espléndida, el día perfecto para que Antu aparezca y que todo
vuelva a la normalidad.
No sé cuánto tiempo estoy contemplando esta magnífica bóveda celeste, pero es un rato
de abstracción total.
Creo que “estoy viendo la luz”.
Si me viera mi hermano se sentiría orgullosísimo de mí.
Experimentando tal éxtasis pienso que a lo mejor se me está yendo la olla y me estoy
volviendo majareta, así que decido que ya es tiempo de abandonar mi estado contemplativo.
En qué hora bajo la cabeza y veo la calle.
Mi primera visión es la de un barrendero encima del capó de un coche con la cara
descompuesta y que parece que me grita algo.
Yo, claro, tengo los oídos herméticos y no me entero de lo que dice.
No hago más que quitarme los tapones y lo que oigo es:
—¡¡…IERO CONTAGIARME!! ¡¡AYUDAMEEE, NO QUIERO SER UNO DE ELLOS!!
Mi mente no sabe cómo asimilar esta nueva información, no entiendo nada, pienso en
meterme para dentro y hacerme la sueca, pero su desesperada mirada hace que me plantee
preguntarle que qué le ocurre realmente, aunque el barrendero no parece muy dispuesto a
perder el tiempo en contestaciones. Me mira a mí y mira hacia abajo, hacia mí, alrededor y
hacia abajo…
Poco a poco mi cerebro va recomponiendo el cuadro que tengo delante.
Un operario de la limpieza subido al techo de un coche rodeado por una masa de
individuos (¿¡yonkis?!) con un aspecto lamentable que estiran los brazos para alcanzarle y se
afanan en subir al coche.
Hay mogollón de gente en la calle para las horas que son, reconozco algunas caras como
la farmacéutica y el cajero del piercing en la ceja del súper. Están heridos y cubiertos de
sangre. Ellos y el resto parecen obsesionados en atrapar al hombre.
—¡¡¡NO QUIERO SER UN MUERTO-VIVOOOO!!! —chilla llorando mientras se intenta
quitar desesperadamente de encima las manos que le cogen los pies—. ¿¿¡¡PERO TÍA
GILIPOLLAS, POR QUÉ NO HACES NADA!!??
Esto último va dirigido a mí, pero lejos de sentirme ofendida, estoy tan pasmada que me
podrían dar un guantazo y surtiría el mismo efecto. De todas formas, nada más acabar de
insultarme, un tío alto, calvo y con uniforme de segurata le agarra del pie fuertemente.
El barrendero gritón pierde el equilibrio y cae sobre el parabrisas delantero.
Lo demás es coser y cantar.
El resto de la muchedumbre se aproxima hacia él con asombrosa habilidad y se le tira
encima, atacándole como un grupo de hambrientas hienas de esas que salen en cualquier
soporífero documental en una amodorrada tarde de siesta. Empiezan a morder por todas las
partes de su cuerpo y a arrancarle la piel a trozos a diestro y siniestro.
Un heavy con una camiseta de ACDC tiene la dentadura en su cuello y mueve la melena
enérgicamente de un lado para otro igualito que si estuviera en un concierto de su grupo
favorito. Desde luego, es un espectáculo de sangre y vísceras.
Están practicándole una completa disección humana en toda regla.
—¡QUE ME MATAAAAAANNN! —es lo último que acierta a informar el desdichado
trabajador de la calle. Como si no lo estuviera viendo.
De repente, advierto una presencia a mis espaldas y me giro.
La cara de estupefacción del Zurbe no tiene precio. Los ojos los tiene como fuentes de
ensalada. Y su boca no se queda atrás, yo no sabía que una mandíbula se pudiera separar
tanto.
Menos mal, ya somos dos testigos. Si me toman por loca me sentiré acompañada.
Al pobre hombre le dejan destrozaito, deshecho perdido, con trozos de músculo y huesos
al aire antes de que nadie haya podido decir «escabechina». Todo con una rapidez merecedora
de un guinnes de los records.
No hace falta haber estudiado ninguna carrera de ocho años para saber que ese tío las ha
espichado.
El “cuerpo” permanece inmóvil tirado en el asfalto.
Tanto el Zurbe como yo regurgitamos la cena ipso facto. Lo mío eran salchichas, una pena,
con lo ricas que me habían quedado, por cierto, las últimas que quedaban.
Lo del Zurbe no lo sé, no tengo interés en mirar, ya he tenido bastante exhibición repulsiva
por hoy.
En cuanto me recupero, en una milésima de segundo soy consciente de lo que acabamos
de presenciar y sólo se me ocurre una cosa:
Chillar a pulmón abierto.
—¡¡SOCORRO, POLICÍA!! ¡¡ASESINOSSSSSSS!! —me pongo a gritar (lógicamente) como
una lunática.
El Zurbe enseguida me hace los coros. Los dos berreamos en todas direcciones como
esperpénticos altavoces humanos.
Nadie sale a las ventanas. Nadie. Y mira que nos estamos desgañitando.
Estoy cogiendo aire con los pulmones al máximo para iniciar una nueva serie de gritos
diversos, cuando el Zurbe me interrumpe antes de empezar.
—Calla y mira —me ordena absorto sin quitar la vista de la calle.
Me sorprende que el Zurbe me mande callar. A MÍ. Aunque intuyo que no es el momento
para iniciar una pelea en la cual aclarar mi autoridad.
La gente de abajo nos mira.
No sólo eso. Mentxu, la farmacéutica no-diplomada, está fuera de sí en mitad de la calle
con su bata de trabajo teñida de rojo. Nos enseña sus ensangrentados dientes lanzándonos
bocados y gorjeando. Hay unos cuantos que la acompañan obsequiándonos con la misma
acción y con sus caras envueltas en una rabia animal que provocan que el Zurbe y una
servidora se metan para dentro de su refugio.
—¿Has visto cómo chillaba el pobre señor? —dice el Zurbe sujetándose en la pared con la
respiración agitada—. Parecía un gorrino en la matanza.
Hasta ahora nunca había asistido a ninguna pero seguro que los cerdos hacen lo mismo y
esto ha sido una auténtica matanza urbana.
—¿Por qué no han detenido a esa gente? ¿Dónde está la ley y el orden? —pregunta el
Zurbe en un intento de indignarse—. A mí una vez casi me detienen por colarme en el metro y
estos delincuentes asesinos andan libres y sueltos con total impunidad… voy a empezar a no
confiar en la justicia de este país. Me siento completamente desprotegido…
Me está poniendo aún más cardiaca si cabe con su parloteo aprendido de las tertulias
televisadas.
Yo lo único que quiero es que alguien me explique qué es lo que acaba de pasar ahí abajo.
Con lo que he presumido de zona, siempre defendiendo «que aunque hubiera yonkis, ya
quisieran muchas calles ser como ésta».
No entiendo cómo no ha llegado aún la policía estando la comisaría a la vuelta de la
esquina.
Después de darle vueltas a toda velocidad a mi cabeza y desvariar una y otra vez con
recurrentes explicaciones que no me convencen lo más mínimo, tales como que a lo mejor
estoy soñando, que abajo están rodando una película o que la gente sólo está algo estresada,
llego a una única conclusión.
El mundo ha perdido definitivamente la chaveta.
Al cabo de unos minutos decido mirar de nuevo a la calle y el Zurbe me sigue. Nos
asomamos discretamente y en silencio, ya que ninguno queremos que Mentxu ni nadie nos
vuelva a mostrar su espeluznante dentadura.
Un coche medio volcado en la acera, el escaparate de la sucursal del banco con los
cristales rotos a merced de cualquiera que quiera entrar, desperdicios, papeles y toda clase de
residuos cochambrosos es el paisaje en el que ahora deambulan los caníbales homicidas,
quienes, por cierto, han vuelto a lo suyo y han dejado el cadáver del barrendero abandonado.
Abandonado y semientero.
La casquería de persona yace esparcida en plena calle. Sola, descompuesta, sin nadie que
la recoja o haga algo al respecto.
Enfoco la vista al ex-limpiador de la calle y observo que sufre unos espasmos y de manera
torpe apoya sus desolladas manos en el pavimento.
Miro a un atónito Zurbe con mi más pura expresión de «pero, ¿qué me estás contando?»
Él ni me contesta. Lo comprendo. Por increíble que nos parezca, estemos de acuerdo o no,
el andrajo humano comienza a moverse e intenta levantarse con lo que le queda de cuerpo.
Continuamos mirando como zombies a ese organismo que debería estar tan estático como
una ristra de chorizos y que, sin embargo, se va incorporando lentamente.
En este preciso instante si me pinchan no sangro.
—¡¡¿¿OIGA, SEÑOR, ESTÁ BIEN??!! —preguntamos por acto reflejo.
Claro que no está bien, de hecho su aspecto es penoso, pero a situaciones surrealistas,
preguntas necias.
Su evidente desguace físico no parece importarle lo más mínimo. El montón de carne
humana picada, ya incorporado, trastabilla con sus pies y realiza un intento de caminar.
Ha ignorado nuestras alucinadas y preocupadas voces más que yo al Zurbe cuando se
pone a lloriquear que «por qué no le sale novia».
Mira de un lado a otro con su despellejada cara como escudriñando el lugar. Lo mismo
busca todo lo que le falta, que no es poco, vete a saber.
Y una vez de pie se pone a andar. Sin tripas, sin pulmones, sin nada. Ya no tiene pinta de
barrendero urbanita en absoluto. Sólo abre y cierra su mandíbula como nos han hecho antes
sus atacantes a nosotros.
No entiendo nada.
Como ya no nos queda nada para vomitar, esta vez nos quedamos en estado de shock.
Metemos nuestros patidifusos cuerpos dentro del piso buscando un asiento donde reposar.
Ninguno de los dos se anima a comentar nada y así permanecemos un buen rato, sentados
en mi cama internándose cada uno en su propia confusión.
Tengo tantos pensamientos en la cabeza que han formado una especie de tapón y no hay
manera de que salga nada para afuera.
El Zurbe como es de naturaleza cerebral más básica no padece estos problemas de
obstrucción, así que es el que inicia la cháchara.
—Yo... quiero irme a mi pueblo... con mis padres —susurra en voz baja y gimiendo.
Para decir eso podía mantener su bocaza cerrada.
Bastante trabajo mental me está costando digerir lo que acabamos de ver como para
encima tener que aguantar lloreras ajenas. Antes de que siga sollozando y me contagie, pongo
fin a esto.
—¡¿Y tú, qué haces en mi cuarto?!
Me dice que ha venido porque me tenía que comentar no sé qué del baño, el papel
higiénico, la cisterna...
¡Uff! No estoy para menudencias domésticas.
La cabeza me va a estallar, me laten las sienes como si mi ángel de la guarda estuviera
tocando el bombo con ellas.
No sé qué hora será pero necesito tumbarme.
—Déjame sola —ordeno al Zurbe que me mira como si no comprendiera el idioma en que
hablo.
Le digo que se vaya de mi espacio personal, que me voy a echar un rato y que no me
moleste.
—Por favor ¡no te eches el cerrojo! —dice él.
Me lo ha suplicado con tal miedo en la voz que me ha dado pena y por primera vez, y sin
que sirva de precedente, me voy a mostrar misericordiosa.
Pero de puertas cerradas para adentro, me encuentro con que no me he quedado sola del
todo. Me acompaña una frase que no deja de repetirse de forma continua en mi trastornada
cabeza.
La frase final del barrendero.
No la de «gilipollas, por qué no haces nada».
La anterior.
«No quiero ser un muerto-vivo».

***
Si estuviera Antu diría algo sabio para reconfortarme, pero aquí, tirada en la cama entre
las sábanas revueltas y sudadas, lo único que puedo hacer es intentar vaciar mi mente de todo
pensamiento, tal y como me enseñó mi hermano en su día.
Es misión imposible.
Miro al exterior y veo a mi querido vecino anciano asomado en su balcón observando la
calle. No sé por qué pero siento una especial alegría al verle. Después de lo vivido, su imagen
me trae la realidad cotidiana de vuelta.
Me reincorporo en la cama y salgo cojeando al balcón para intentar comunicarme con él
por segunda vez. Me asomo con mucho cuidado de no mirar hacia abajo. Me da pánico lo que
me pueda encontrar en la vía pública.
Creo que me he quedado traumatizada de por vida.
Necesito información de algún tipo, a lo mejor él sabe algo y me puede dar respuestas
explicativas.
El señor está integralmente en bolas, totalmente expuesto con todo ahí colgando y
mirando por su terraza sin taparse siquiera un poquito con la cortina. Da un poco de reparo
llamarle y preguntarle nada. Aun así, venzo el pudor.
—¿Caballero? —le pregunto educadamente de balcón a balcón manteniendo la compostura
y la vista en alto para que no se me desvíe a zonas de su anatomía que no deseo ver—.
Perdone… ¿Sabe lo que está pasando? Es que nosotros no tenemos luz, ni teléfo…
El caballero, sin dejar de mirar a la calle, me saca el dedo corazón y se mete para dentro
de su casa.
El abuelito entrañable se transforma en una milésima de segundo en un viejo cabrón.
Después del primer instante de sorpresa, pierdo los papeles y le empiezo a reprochar que
qué le he hecho yo para que tenga esas maneras conmigo y que qué vergüenza a sus años y
sacando el dedo a la gente de esa forma tan grosera. ¡Vaya ejemplo para la juventud! Y
además, que es bochornoso verle en paños menores todo el día. Que ya no tiene cuerpo para
lucir, ¡pasa arrugada!
Intento atacarle por la cuestión de vejestorio, pero se ve que lleva divinamente el tema de
la edad.
Cierra la ventana y baja la persiana.
No me extraña que viva solo. Ahí se pudra en su piso.
Pues con lo rencorosa que soy, no voy a realizar más intentos de comunicación con él.
Ya se arrepentirá. Cuando nos quiera hablar voy a ser yo la que le mande a la mierda,
momia viejuna.
Con el viejo fuera de escena, sólo quedamos el murmullo animal de la "gente" de abajo y
yo.
Me voy a volver loca de un momento a otro.
Daría lo que fuera por escuchar un ¡¡HIJO PUTAAA!! en la calle, o cualquier grito de un
yonki gritándole a otro que no se fume su “chino”. Echo de menos los impacientes y
desesperados pitidos de los coches de los vecinos porque una kunda obstaculiza la entrada a
su garaje.
Miro de reojo hacia abajo.
Los muertos-vivos, como los ha llamado el pobre barrendero, siguen ahí. A primera vista
tampoco parecen tan distintos de los yonkis, deambulan de un sitio para otro husmeando
como animales.
Después de lo visto me hago una idea de lo que buscan, y no es precisamente heroína o
una kunda libre.

***

El agua ya no sale amarronada, ni gris, ni verde, ni de ninguna manera, ha dicho «hasta


aquí hemos llegado y san se acabó».
Acabo de venir al baño con total inocencia y me he encontrado una sorpresa del Zurbe
rodeada de papeles flotando en el agua del retrete. Furiosa, le he echado una maldición gitana
y me he quedado tan ancha.
Pero al tirar de la cadena, ésta no ha respondido.
Lo he intentando unas cuantas veces. Sin embargo, los papeles arrugados en el interior
del w.c ahí siguen indiferentes.
Observándolos con detenimiento, el caso es que me resultan muy familiares.
Poco a poco los empiezo a identificar...
No puede ser.
¡Esas hojas sucias pertenecen al desaparecido libro de mi hermano!
La cubierta con el dibujo del cosmos y algunas hojas sueltas yacen abandonadas en un
rincón debajo de la taza.
El sujeto que tengo como compañero de piso lo ha utilizado para limpiarse después de
visitar el baño. Claro, el papel higiénico ha volado, se lo ha gastado todo él solito en estos días.
No tiene consideración ni piensa en los demás.
El pedazo de asqueroso ha usado una amplia mayoría de hojas.
¡Mi regalo fraterno mancillado y ultrajado de esta forma tan escatológica!
Millones de personas en el mundo y yo me tengo que quedar enclaustrada con el
empanado mayor del reino.
¡El Zurbe!
¡Me había olvidado de él!
Me preocupa su inestable personalidad y su propensión a imitar comportamientos
humanos.
¡¿Y si pierde la cabeza y le da por pegarme un bocado mientras estoy durmiendo?!
Ahora empiezo a atar cabos. Cuando me ha dicho que no echara el cerrojo de mi cuarto ya
estaba maquinando mi futura masacre.
¿Y si me ataca? Poco me podría defender si ni siquiera puedo caminar. Pelear sentada o a
la pata coja es mi única opción y no creo que eso sirva de mucho.
No hay tiempo que perder.
Salgo echando leches del baño saltando hacia la cocina. Cojo del estante de Antu su último
cartón de zumo de remolacha, un paquete de galletas y dos latas de atún orgánico libre de
mercurio.
¡Qué bien! Quedan unos biscotes de pan.
Lo apunto todo rapidísimo en la lista de débito de la nevera, me meto en mi habitación y
me echo el cerrojo con la absoluta paranoia de que el Zurbe me pueda atacar en cualquier
momento.
A los diez minutos de estar dentro con la oreja pegada a la puerta y el corazón en un puño,
me doy cuenta de que no he cogido nada para defenderme. Si esto fuera una película de terror
yo sería la primera que el asesino mataría. Por atontada.
Chissst. Oigo movimiento por la casa.
Entreabro un poco la puerta y, justo en ese momento, veo al Zurbe salir sigilosamente de
la cocina con dos tetrabriks de leche, paquetes de galletas y latas por un tubo. Casi no le
caben en los brazos.
¡Qué morro! Son del estante de Antu.
También lleva un cuchillo en la mano derecha.
¿Qué trama el pedazo histérico éste?
De repente mira hacia atrás y al verme pega un respingo, que hace que yo le responda con
otro bote.
Se le caen todas las latas al suelo y se arrodilla para recogerlas sin dejar de mirarme y con
el cuchillo en mano.
—¡Ladrón, le estás cogiendo la comida a Antu! —le señalo con el dedo.
Él se queda agachado mirándome con los ojos muy abiertos sin decir nada.
La ira me invade y salgo fuera de mi cuarto cojeando lentamente hacia él sin dejar de
mantener mi dedo acusador.
—Claro, Antu nos ha abandonado por tu culpa, porque eres un chorizo. Un chorizo y un
agobio de ser… —me voy encendiendo poco a poco y noto cómo el calor sube por mi cara y
sale en forma de palabras que brotan de mi boca. No sé ni qué cosas estoy diciendo pero me
siento poseída.
Cuando ya me encuentro encima de él, se pone a temblar encogido como un chihuahua y
con un hilo de voz me suplica que, por favor, no le ataque ni le muerda.
Esta vez soy yo la que le observo con los ojos abiertos.
—Mira, de momento no tengo ni intención ni ganas de pegarte ningún bocado, así que... —
expreso indignada—: ¡Déjate de paranoias!
Él me mira con ojos de pollo apenado, forma un puchero con el labio inferior y se aleja a
su cuarto.
¿¡Quién se creerá que es el tipejo éste para que piense que yo le voy a morder!?
Me gustaría saber qué haría Antu en esta situación, o que nos dijera lo que tenemos que
hacer, como hace a menudo cuando nos organiza las tareas domésticas. Ahora mismo me
encuentro desbordada.
No le culpo por no venir a casa, hay que ser un poco kamikaze para salir de donde quiera
que esté con semejantes guiñapos en la calle. Tienen rodeada toda la manzana hasta donde
me alcanza la vista.
Estoy más preocupada que nunca por él.
¿Dónde estará metido con este jaleo?
4
Más que dormir, lo que he hecho durante toda la noche ha sido permanecer en un inquieto
estado de duermevela, con montones de pesadillas en las que el piso se llenaba de gente como
la de abajo y en las que, al final, yo acababa convertida en uno de ellos intentando practicar
conmigo misma la disección corporal.
Me levanto y un latigazo en el interior de la cabeza verifica la mala noche que he pasado.
Avanzo por toda la casa sujetándome por las paredes. Busco entre mis cosas alguna
pastilla pero las que tengo están caducadas. Me acuerdo de Mentxu y toda su familia.
En el botiquín de Antu encuentro un bote con pastillas de aloe vera para el malestar
general. Me tomo una con el último trago de zumo y con la esperanza de que me calme este
palpitar.
No puedo estar más tiempo aquí dentro sin hacer nada. Me dirijo a la puerta de la entrada
cojeando para llamar a algún vecino y pedirle ayuda. Pego el ojo a la mirilla y observo el
rellano de la escalera. Aunque la quietud y el silencio son abrumadores, no me atrevo ni a
entreabrir el armatoste acorazado que tenemos por puerta.
Salir al balcón tampoco ayuda.
Un día gris nublado que parece que estemos en noviembre, un bochorno que sofoca y un
asfixiante olor a carne podrida que te ahoga al primer aliento.
Me falta el aire y no me extraña.
Un resto de cadáver que no se sabe ni dónde empieza ni dónde termina está siendo
picoteado por un amplio grupo de palomas. ¡Qué cerdas! No hacen ascos a nada. No me
extraña que luego las llamen «ratas del aire». Para demostrar que los muertos-vivos no son
menos, dos chicas superaltas con ropa de basket están dando cuenta de una cabeza humana
que sujetan a modo de pelota. Una tiene los morros metidos en la zona del cuello como el
Zurbe cuando come sandía y la otra parece muy entretenida hurgando la cuenca izquierda del
ojo.
No se ve a una sola persona sana, ni perros, ni vehículos en movimiento.
Hay un coche subido en la acera y de su ventanilla sale la mitad de un cuerpo. Éste sí está
muerto-muerto. Le han devorado casi todo. Es un esqueleto con trozos de carne pegados. Si lo
viera mi padre diría que se dejan lo mejor y que hay que repelar los huesos, como las alitas de
pollo.
Mis padres.
Espero que este horror no haya llegado a la casa en el campo.
Ni al complejo espiritual en las montañas donde se encuentra mi hermano.
Me quedo sin más pensamientos durante unos segundos y rompo a llorar.
Después de diez minutos de llanto ininterrumpido, ya más desahogada, sonándome la
nariz y entre mocos, me acerco con la silla del ordenador al escritorio y cojo los restos del
libro que mi hermano me regaló hace tiempo.
Ahora tiene un brillo especial.
Lo abro y leo la primera página.
«Espero que te sirva cuando te encuentres atrapada», dice la dedicatoria.
Qué visionario es mi hermano.
El libro cuenta que hay que confiar en la vida, en uno mismo y todo ese rollo. Que sólo
tienes que pedir al Universo y te proveerá.
Aunque lo parezca, no es un libro de humor.
Lo primero que le ruego al Universo es que, por favor, acabe esta pesadilla de una vez por
todas.
No hago más que solicitar esta primera petición cuando oigo los retumbantes pasos de mi
querido compañero de piso acercándose a mi cuarto.
Viene portando un cartón de leche en la mano, en calzoncillos y rascándose el culo.
El Universo está un poco teniente o pasa completamente de mí.
—¿Puedes oler esta leche? ¡No sé si está cortada! —me pregunta con desmedida
preocupación—. ¡Claro, con el calor que hace no me extraña! Le tenemos que decir a la señora
del piso que ponga el aire acondicionado sin falta. ¡Esto no se puede permitir!, porque si
pagamos el alquiler religiosamente, ella tendrá que cumplir con su parte, digo yo y bla, bla,
bla...
Llevo exactamente un mes encerrada y creo que acabo de tocar fondo.
Durante unos breves segundos mantengo silencio para coger fuerzas.
—¿¿¡¡NO TE HAS ENTERADO DE QUE ESTAMOS EN MEDIO DE UNA PUTA
HECATOMBE DE MUERTOS-VIVOS PULULANTES Y QUE LA POBRE CASERA DEBE ANDAR
DEAMBULANDO POR AHÍ CON UN TROZO DE CUELLO MENOS EN SU ARRUGADO
CUERPO!!??

***

Según atardece, el dolor de cabeza se me está yendo por arte de birlibirloque. Me ha


debido sentar fenomenal mi desahogo vocal con el Zurbe.
Como estoy prácticamente metida en mi habitación todo el rato, aparto la cortina para ver
el exterior.
El cielo está completamente cubierto de nubes y el sol detrás de ellas crea un efecto rojizo
teja que tiñe los edificios y la calle de ese mismo color.
Da la impresión de que fuera el último atardecer sobre la tierra.
Enfrente está el viejo asqueroso-cabrón hurgándose la nariz. Se hace pelotillas como si no
hubiera nadie delante y sabe de sobra que estoy aquí.
Me hace sentir que no existo.
La situación abajo no ha cambiado en absoluto: muertos-vivos vagando sin rumbo.
No puedo dejar de contemplar la calle pero, al mismo tiempo, tampoco quiero mirar más.
Concretamente, me da terror encontrar en cualquier momento una versión de Antu con esas
espantosas características.
No quiero ni imaginármelo.
Casi de forma automática surge mi segunda petición al Universo.
«Antu está sano y salvo.»
«Antu está sano y salvo.»
«Antu está sano y salvo.»
Escucho pasos que se acercan a mi cuarto.
Debajo de la puerta aparece un papel de la nada. Me acerco con la silla del ordenador y lo
recojo. Es una de las hojas sueltas del libro del Universo. Le doy la vuelta y me encuentro
escrito un mensaje.
«Nose lo ke e echo mal pero lo siento, Zurbe».
Esto es el colmo. Precisamente tiene que escribir su mensajito en una de mis desdichadas
hojas. Si es que lo hace aposta y no le sale.
Generalmente, yo no suelo ser una persona de perdón fácil, pero con los recientes
acontecimientos ya no sé quién soy. Leer el libro de mi hermano me debe haber puesto en
contacto con mi zona espiritual.
Voy rodando por la casa hasta llegar a su cuarto.
Empiezo a oír sus sorbetones de nariz y llamo cuidadosamente a su puerta con una pizca
más de satisfacción que de culpa de ser yo la causa de sus lloros.
Lo siento, esto es supervivencia y hay que repartirse el sufrimiento.
Me abre la puerta un temeroso Zurbe en paños menores.
—Antes de nada me gustaría que te vistieras un poco —le sugiero manteniendo la mirada
en otro sitio que no sea su figura.
Mientras se va poniendo algo de ropa, le digo por qué estoy aquí.
—Uhm… quiero pedirte perdón por haberte gritado de esa manera…
Su cara adquiere una expresión como si no me reconociera. Me quedo un poco cortada sin
saber dónde mirar y observo mi mano, que aún sostiene la hoja con su mensaje.
—Y te agradecería que a partir de ahora tuvieras más cuidado con lo que usas después de
ir al baño —le hago saber muy seria—. Me has destrozado el recuerdo de mi hermano.
Él pone su cara de pensar, (que yo creo que lo que hace es imitar que está pensando para
que tú veas que le importa lo que dices) y asiente ligeramente.
Como veo que no se cosca de nada, intento aclarárselo.
—Mi libro del Universo, lo utilizaste para limpiarte el culo.
Se sorprende pero al menos capta el mensaje.
—¡Huy! No sabía que era tuyo... ¿Me perdonas? —dice apenado—… es que como no había
papel.
—¡No hay papel porque te lo has fundido todo! —le recrimino al instante, pero al ver que
se empieza a asustar como un cachorro, suavizo el tono de mi voz y le digo que bueno, que le
perdono pero que la próxima vez se asegure de que aquello con lo que se limpie no guarde
ningún valor sentimental para nadie. Hay revistas y periódicos viejos de sobra.
Hago una pausa porque me ha venido a la cabeza una incógnita que quiero averiguar.
—… y por curiosidad, ¿se puede saber qué narices haces con el papel higiénico, que lo
gastas en un día?
¡¡¡BRRRRRUUUUUUMMMPP!!!
El estremecedor trueno retumba de tal forma que tiemblan los cristales de las ventanas y
nosotros con ellos.
Nos quedamos mudos de la impresión que nos provoca el estruendo. El día nublado ha
dado fruto a una inesperada tormenta de verano, bastante salvaje.
La habitación se ilumina como si estuviera bajo el flash de una cámara de fotos y las gotas
de lluvia golpean con tal fuerza los cristales que parece que los quieran reventar.
No me gustan las tormentas, aunque el ver tanta agua junta cayendo de esa manera me
provoca tal sed que empiezo a salivar.
Se me enciende la bombilla de manera instintiva y salgo a toda mecha del cuarto del
Zurbe dejándole con una mirada perpleja.
Todo lo rápido que mi pierna me permite cojo los cubos que encuentro en el piso. También
saco de la basura del reciclaje las botellas de plástico que hay vacías y las meto dentro de
ellos. Como una mula de carga me dirijo a mi balcón. Voy a recolectar la lluvia como hacían
nuestros antepasados.
Sólo me falta un hueso en la cabeza para ser una completa troglodita.
Con cuidado de no mojarme, según estoy acabando de rellenar las botellas con el agua
que va cayendo a los cubos, se me ocurre otra fantástica idea.
Monto en mi vehículo rodante y velozmente recorro el camino hasta llegar al cuarto de
baño. En mitad del salón, el Zurbe me sigue con la mirada como si fuera un espectador de
fórmula uno.
Le digo que se aparte que tengo prisa.
Cojo gel, champú y una toalla. En un santiamén me quito la ropa, me pongo el bikini y una
bolsa de basura en la pierna.
Al balcón que salgo.
El vecino de enfrente me jipia detrás de la cortina. No pierde detalle.
Al final tenía razón la anterior chica que se fue del piso sobre el abuelo cabrón. El
degenerado es un auténtico voyeur.
Si tuviera más morro me pondría en bolas como hace él y pasaría de su culo, pero
provengo de una familia muy pudorosa donde el desnudo no está superado y el bikini tres
piezas me sienta fenomenal. Además, si viera mi estupenda silueta al completo, modestia
aparte, lejos de sentirse ofendido le pondría aún más verraco.
Trato de ignorarle aunque me cuesta. Es repugnante sentir su mirada. Me doy la vuelta y
descubro otro individuo contemplándome.
Da reparo ducharte con tantos ojos puestos en ti.
El Zurbe me observa a través de sus gafas de buceo, trae puesto su bañador surfero y una
toalla.
—Que si me dejas usar tu balcón-ducha... —dice cortado mirando hacia abajo.
Dudo unos segundos. Que nos hayamos pedido perdón mutuo no significa que ahora
tengamos que compartir una ducha.
Abro bien la boca para que me caigan todas las gotas posibles. El agua está riquísima.
¡Qué narices! Me pilla de buenas y al final le permito el pase a mi flamante terracita con
lluvia torrencial incluida.
De buena que soy, soy tonta.
Ahí estamos los dos duchándonos tan frescos bajo la abundante lluvia veraniega,
enjabonándonos, aclarándonos y con el viejo de enfrente sin quitarnos ojo.
Sentir la lluvia en mi piel es completamente renovador. Noto cómo voy eliminando la capa
de energía negativa que me ha acompañado durante los últimos días y siento cómo se abren
nuevas perspectivas ante el Universo fluyendo el agua y yo en completa armonía.
Joer, sí que me ha hecho efecto el libro de mi hermano. Y eso que sólo he leído el resumen.
El sol empieza a salir tímidamente de entre las nubes junto con la abundante lluvia
proyectando un holográfico arcoíris en la azotea de los bloques de enfrente. Esto es una
experiencia mística de primera línea.
—¿¡Sientes cómo te purificas con el agua y el sol al unísono?! —pregunto al Zurbe en mi
momento de éxtasis.
—¡Sí, sí! —contesta, aunque sé de sobra que no tiene ni idea de lo que estoy hablando—.
¡Mi madre siempre dice: «Cuando llueve y hace sol, baila la oveja y el pastor»!
Ja, ja. Qué cachondos y surrealistas son estos dichos pueblerinos. El Zurbe lo ha recitado
con tal añoranza que no puedo evitar mirarle conmovida.
—¡¡UNA CHINA!! —grita.
Me da un susto bastante importante y me corta toda emoción y toda conexión con el fluir
de los elementos.
Señala al edificio colindante al nuestro que se halla detrás de mí. Me doy la vuelta para
ver a qué se refiere, pero, entre que tengo el pelo enjabonado delante de los ojos y un torrente
de lluvia cayéndome en toda la cara, no distingo nada.
—¡Era una chica china en ese balcón de arriba!
Yo por más que sigo mirando no veo nada. Con la imaginación tan peliculera que tiene,
cualquiera le toma en serio.
—Tú flipas en colores...
—¡Te digo que he visto a una chica china! —insiste sin quitar ojo al balcón de al lado—. ¡Al
gritar se ha asustado y se ha metido para adentro!
No le hago ni caso, la refrescante lluvia parece que está llegando a su fin y quiero
aprovechar los últimos coletazos.
—¡¡Chica china!! ¡¡Chica china!!
Insiste unas cuantas veces más y cuando soy yo la que me veo obligada a pegarle un grito
para que se calle de una vez, se da por vencido y deja de llamar a su amiga invisible.
—Supongo que habré visto una alunización —dice encogiéndose de hombros y metiéndose
con su toalla para dentro del piso.
Pues sí, chico, ver tanta tele te ha dejado algún trozo de cerebro dañado y eso hace que
veas alucinaciones.
Creo que su frágil mente está buscando un escape mediante esas invenciones.
Pero por si las moscas, cuando acaba la sesión de baño, me quedo secándome al sol
asomada a mi terracita veraniega y vigilando el supuesto balcón de la china asustadiza.
Al final se han llenado dos cubos y unas cuantas botellas de coca-cola. Todo a rebosar.
Qué bien.
Lo voy a dejar todo en mi balcón para que no me vuelva a pasar lo de hoy. Así, cuando
vuelva a llover, no tendré que andar como una loca por toda la casa recopilando todas las
botellas disponibles.
La lluvia ha regado las macetas de Antu que pueblan las ventanas y que tanta vida dan a
la fachada. Pobrecillas, las teníamos olvidadas, no las hemos regado ni cuando los grifos
todavía estaban en activo.
Aparte de librarnos del agobiante calor, también ha limpiado la calle de los olores
putrefactos que emanaba… y a los muertos-vivos, que les hacía falta una ducha tanto como a
nosotros.
Después de un rato de guardia esperando a que alguien de cualquier nacionalidad se
decida a salir a algún balcón, me canso. En todo el vecindario no se ha asomado nadie
oriental, ni hindú ni del África meridional.
Definitivamente, este chico se inventa lo que sea para llamar la atención.
Ahora viene con sonrisa amable y con su bote de polvos proteicos. Coge una de las
botellas y se echa agua en el bote para mezclarla y tomar su poción mágica.
Pega un generoso trago saboreando bien el mejunje y dice que «qué bien que ya no tenga
que mezclarlos con coca-cola, que cada cosa por separado está muy rica pero que juntas no
molan». Echa un eructo en toda regla en dirección a la calle.
—¡Mira, ahí está otra vez Mentxu! —exclama gratamente sorprendido y con la boca llena
de grumos amarillos—. No parece la misma del otro día cuando fui a comprarle las pastillas
del mareo para los viajes…
Y tanto que no lo parece. La de antes no tenía esa expresión desencajada en su cara, ni
caminaba de esa manera tan tosca con un zapato sí y otro no.
—¿Le seguirá oliendo el aliento a café con tabaco? —pregunta intrigado.
Eso es lo que yo llamo plantearse las cosas con profundidad.
A continuación, se saca un paquete de galletas de avena del bolsillo y las empieza a
engullir igual que aquella popular marioneta de Barrio Sésamo.
Está acabando prácticamente con todo a ritmo de vértigo. Como no le pare los pies, voy a
morir de hambre por culpa del cenutrio éste.
Parece que me ha adivinado el pensamiento y me comenta que cuando está nervioso le da
por comer y que la comida dietética de Antu no le sacia.
Yo le comento que se tiene que controlar, que pueden pasar unos días hasta que la
situación se calme y que tendremos que administrarnos un poco.
—Si nos lo montamos bien —le explico de buen rollo—, por lo menos tendremos comida y
bebida para varios días.
5
Es hora de vaciar mi retrete portátil. Obligada por las circunstancias, he decidido
adjudicar a la botella de aquarius el estatus de urinario oficial hasta nueva orden.
Para el number two utilizamos el “cubo de mierda”.
Es nuestro improvisado váter y como la cisterna murió hace días, arrojamos los contenidos
a la calle.
Sabemos que es una guarrería, pero nosotros antes tampoco éramos misters propers, qué
quieres que te diga.
La calle está hecha una porquería y nuestros desechos ni se notan.
Además, así lo hacían nuestros antepasados al grito de «¡agua va!» y tan apañados que
vivían.
Lo del “cubo de mierda” se le ocurrió al Zurbe en un momento que estaba realizando
ejercicios intestinales y se apoyó mal. El caso es que el cubo se volcó… junto con el resultado
bruto de la ejercitación interna, con tan mala suerte que el Zurbe se sentó literalmente en
“ello”.
Fue entonces cuando le entró la mala hostia y gritó:
—¡¡¡CUBO DE MIERDAAAAAA!!!
El Zurbe es muy ingenioso cuando se siente inspirado.
Por supuesto, me describió toda la andanza con pelos y señales hablándome de texturas,
olores y de cómo tuvo que limpiarse. Al contarlo ahora lo he manipulado un poco para que no
sea tan asqueroso como cuando él me lo relató.
He tenido ese detalle.
Mientras derramo mi botella de aquarius por la ventana aprovecho para mirar los
balcones y ventanas adyacentes a nuestro bloque. La china de ayer del Zurbe me ha dado que
pensar.
¿Cómo puede ser que sólo quedemos nosotros y el viejo de enfrente?
¿Dónde se encuentra el resto del mundo no muerto-vivo?
Sorprendentemente, en respuesta a mi pregunta, percibo un lejano ruido de motor.
Hace días que no se oye ni un solo coche.
Me altero tanto que lo primero que pienso es que se trata de Antu, que vuelve a casa, que
soluciona esta papeleta.
Acto seguido, me dejo llevar por mis impulsos más primarios y me pongo a gritar con
todas mis fuerzas.
—¡¡¡AAANTUUUUUUUU!!!
La gente de abajo cuando gritamos no sabe para dónde mirar, las voces les desorientan,
les estimulan muchísimo y les vuelven locos. Aunque algunos avispados, como el mastodonte
rapado, sí que se dan cuenta y cuando nos localizan, empiezan a abrir y cerrar las mandíbulas
lanzando feroces bocados al aire para alcanzarnos.
El otro día me cagué la pata abajo cuando se lo vi hacer por primera vez a Mentxu, la
farmacéutica, pero luego pensé que estos pseudo-humanos carecen de alas y, por lo tanto, no
llegarían jamás al cuarto piso.
El caso es que el Zurbe viene corriendo emocionadísimo gritando también.
—¡¡¡AAANTUUUUUUUU!!!
Yo me aparto y él asoma medio cuerpo fuera de la ventana. Para su chasco no ve nada
remotamente parecido ni que se pueda relacionar de alguna manera con Antu.
—¿Por qué le has llamado? —me pregunta metiéndose otra vez para dentro.
—¿Qué pasa? ¿No puedo? —contesto falsamente ofendida—. ¡Es un ejercicio de expulsión
de energía que me recomendó mi hermano!
Me da vergüenza decirle que me ha parecido escuchar un coche y que me he dejado llevar
por la emoción del momento.
Además, superado ese primer instante de subidón (y viendo que en la calle ni se siente, ni
se ve, ni se oye ningún coche ni nada semejante), ya no estoy segura.
A ver si he oído una alucinación, o como quiera que se llame a las alucinaciones oídas. A lo
mejor el Zurbe imagina chinas en balcones y yo ruidos de motor de coches.
Me quedo unos minutos más observando la calle a ver si lo percibo otra vez.
Analizando a los seres y sus depredadoras costumbres, he descubierto que el calvo
grandullón tiene muy mala leche.
Mala Leche es bastante ágil y rápido, arrasa con lo que se le pone por delante y pega
empujones a lo bestia que tiran a los muertos-vivos que no están muy enteros.
Cuando no cuentas con el apoyo de media pierna es fácil perder el equilibrio y caerte. Lo
sé por experiencia propia.
A su lado hay una mujer vestida con traje de sevillanas. Le cuesta moverse con el vestido y
camina muy lenta. Me gustaría saber dónde se encontraba y qué era lo que estaba haciendo
cuando le dieron el mordisco de gracia.
Todavía tiene la peineta enganchada en el pelo.
Ahora mismo, Mala Leche le acaba de dar tal empujón a la pobre que se ha pisado los
bajos del traje y se ha pegado un buen mamporro. Ha caído justo en el escaparate destrozado
del locutorio, cuyos cristales son chuzos de punta.
¡Qué daño!
Aunque intuyo que me ha dolido más a mí que a ella porque se levanta sin inmutarse con
el cuello rebanado de un extremo a otro.
Al cabo de un rato de ver sólo a los guiñapos deambulando sin oficio ni beneficio, me
retiro de la ventana decepcionada, a la par que preocupada, por mi fantasía tan desbordante…
y cuando ya empiezo a convencerme de que probablemente me estoy contagiando del alma
peliculera del Zurbe, percibo un ruido de motor lejano que va acercándose a través de la calle.
El Zurbe, que acaba de entrar al salón, también lo está oyendo con lo cual no son idas de
olla mías. Nos miramos como si fuera la primera vez que nos vemos en nuestras vidas y nos
lanzamos a la ventana como pepinos a la carrera.
Un flamante cuatro ruedas de auténtica policía profesional, con ruido de motor incluido,
va entrando por nuestra calle a no mucha velocidad y va atropellando a los muertos-vivos que
se quedan cautivados y quietos frente al espléndido coche patrulla.
Bueno, lo de espléndido es un decir, le falta media sirena arrancada del techo y hace días
que no ve un lavado.
Da igual, ahora mismo es el coche más maravilloso del universo cosmológico.
Incluso me parece oír de fondo música triunfal con trompetas y violines de victoria,
aunque ahí tengo que reconocer que eso ya es mi imaginación pasada de rosca.
Sin embargo, este coche de policía es tan real como los monstruos de la calle, a quienes
les maravilla el juguetito tanto como a nosotros. Los afortunados que no han sido arrollados
por el vehículo comienzan a acercarse de manera patosa hacia él.
El Zurbe y yo nos ponemos a gritar como locos.
Un coche supone una manera de salir de aquí y librarme de este suplicio. Cuatro días son
muchos días compartiendo hora tras hora un espacio tan reducido con alguien como el Zurbe,
con lo cual esperaba con ansia un momento como este. No creo que pudiéramos ir muy lejos
en estas condiciones, él con su abono transporte mensual y yo con mi bonometro con ocho
viajes gastados.
En esta casa el único que tiene carné de conducir es Antu.
—¡¡AQUÍ ARRIBA, AYUDA!! —chillo desde la ventana.
Una cabeza de policía se asoma por la ventanilla intentando descifrar de dónde vienen
nuestras voces mirando hacia todas direcciones menos a nuestro piso.
Esta calle es todo un complejo acústico.
—¡AQUÍ, AQUÍ, EN EL CUARTO B! —grita el Zurbe.
Como si eso le pudiera orientar algo a la persona del coche.
Habrá sido casualidad, pero nos ubica y su cabeza se dirige a nosotros.
—¿¡Estáis bien, chicos!? —nos pregunta amablemente y con mucha clase.
—¡SÍ!... ¡BUENO, NO! ¡¿HABÉIS VENIDO A RESCATARNOS, NO?!
En nuestras caras se puede adivinar el alivio y la sensación de que por fin vienen a
sacarnos de este berenjenal.
—Uhm… ¡Sí, claro! —Vuelve a meter la cabeza dentro del coche y a los dos segundos la
vuelve a sacar.
Un momento. ¿Qué ha sido ese «Uhm»?
—Ehh… ¿Tenéis algo de comida y agua? —nos pregunta con una sonrisa que es toda
dientes.
—¡¡¡Sííí!!! ¡¡¡Sííí!!! —dice el Zurbe complaciente y sabiendo que no es del todo cierto. No
sé si en su alucine ha llegado a escuchar la pregunta siquiera.
El coche ya está rodeado prácticamente de muertos-vivos y yo estoy temiendo una nueva
degollina en vivo y en directo del personal del servicio público.
—¡Vamos a dar una vuelta a la manzana para que se despeje un poco esto, ahora
volvemos!... ¡NO OS MOVÁIS! —sugiere el tío cachondo.
Acto seguido, el conductor arranca y se alejan por el extremo de la calle con los seres
detrás persiguiendo su coche a modo de yonkis detrás de una kunda para coger sitio.
—¡YO TAMBIÉN VOY A SER UNO DE LOS VUESTROS! —les grita el Zurbe en un arrebato
de pasión.
Nos metemos para el piso entusiasmados y vamos al "balcón de los gritos" para
comunicarnos mejor.
—¡Qué bien! ¡Ya han venido mis colegas, los trabajadores de la ley, a poner orden a esto!
—va parloteando mi compañero de piso—. ¡Ya sabía yo que no me iban a decepcionar!
Todo hay que decirlo, mi emoción no es la misma que la del Zurbe. Me voy desencantando
a pasos agigantados en nuestro corto camino hacia mi balcón.
Llamadme desconfiada, pero me parece cuanto menos sospechoso el que un policía
pregunte que si tenemos un vaso de agua y un trozo de pan.
Yo pensaba que nos iban a decir algo tipo:
«¡NO OS PREOCUPÉIS, CHAVALES, VAMOS A PEDIR REFUERZOS! ¡OS
RESCATAREMOS SANOS Y SALVOS!»
Y luego un gran número de helicópteros y policías haciendo una barricada se liarían a
tiros, cargándose a los malos de abajo. Todo muy emocionante y, al final de la secuencia, un
fornido agente me sacaría en brazos con sonrisa triunfadora.
The end.
Pero esto es un triste coche de policía con dos maderos deshidratados y muertos de
hambre.
Y además, ¿qué hace un solo coche de policía con el caos que hay en la calle? ¿No tendría
que venir, por lo menos, un tanque con militares? ¿Qué es esta escasez de medios, por favor?
Cuando vuelven la segunda vez, los guripas ya metidos en su papel de salvadores
competentes nos dicen, de manera muy profesional, que «permanezcamos tranquilos, que van
armados y que van a subir a por nosotros para llevarnos a un lugar más seguro».
Yo, de repente, me siento más segura que nunca en mi casa, en un cuarto piso y con
puerta blindada. No me hace ninguna gracia que “suban a por nosotros”.
El cuerpo de policía sale del coche con mucho cuidado mirando en todas direcciones y a
los seres que, nuevamente, se van acercando al vehículo como moscas a la mierda.
El policía le mete un tiro en toda la cabeza a una señora que lleva una bata de flores
horrorosa de fea y sucia. Ésta cae al suelo con la misma inercia que un saco de arena.
El agente le da la espalda al cadáver y nosotros, visto lo que pasó con el barrendero
“muerto” del otro día, estamos a punto de avisarle que tenga cuidado, que se va a levantar
otra vez.
Pero la señora de la bata fea se queda en su sitio igual de tumbada que está.
No ocurre lo mismo con un adolescente colegial de aspecto indio, con el que falla el tiro en
la cabeza, pero acierta en el hombro izquierdo.
El chaval es impulsado hacia atrás por el impacto, pero sólo eso, enseguida se recompone
y camina fijo hacia su objetivo: nuestro policía “bienhechor”… Éste no se anda con chiquitas y
le encaja una bala entre ceja y ceja dejándole una curiosa señal en medio de la frente a modo
de punto rojo hindú.
Otro que no revive.
El policía mira hacia arriba (no sé si para asegurarse de que estamos siguiendo su labor) y,
sin venir a cuento, pregunta de manera bastante amenazadora:
—¡¡PELIRROJA!! ¡¿ESTÁS CONTAGIADA?! ¡¿TE HA MORDIDO ALGUNO EN LA PIERNA?!
—¡No, no! —me apresuro a aclarar—, ¡es una escayola que ya tenía de antes!
¡Qué vista de águila, el tío!
Joer, yo ya no quiero que nos rescaten. Sólo deseo que se vayan por donde han venido. Me
entran ganas de lanzarles una botellita de agua y decirles: «¡gracias, si no hace falta la
molestia, ya nos apañamos nosotros solos!».
—¡Patxi, ahí tienes otro! —le avisa su acompañante.
Y Patxi le mete otro tiro. Esta vez a la pobre Mentxu.
De manera repentina, me da pena que nunca más vuelva a venderme medicamentos
caducados.
El Zurbe tiene la mano puesta en forma de pistola imitando al policía y disparando de
manera ficticia a otros muertos-vivos. El fanático seguidor de las películas de Bruce Willis y
esa temática goza de lo lindo.
Sin embargo, yo estoy tapándome los oídos.
El funcionario de la ley se va abriendo camino mediante una destreza y puntería
envidiables.
Muerto-vivo que acierta en la cabeza (que está siendo el 101%), muerto-vivo que ya no se
levanta. Eso sí, el número va aumentando por detonación. Cada vez que fulmina uno, aparecen
tres por la esquina de la calle atraídos por el tiroteo.
Poco a poco va avanzando y prácticamente se encuentra ya en la puerta de nuestro portal.
A mí me está entrando una pereza existencial tener que conocer a Patxi—el terror de los
muertos-vivos— y compañía.
Pero como Patxi, al igual que cualquier ser humano, sólo tiene dos ojos en la cara y
ninguno en el cogote, no ve venir a la mole de 120 kilos que le surge por detrás de manera
silenciosa... pero rápida.
Su compañero le avisa, pero no a tiempo.
Yo tampoco le aviso y el Zurbe, que en este preciso instante se halla cambiando el
cargador de su imaginaria pistola, no se cosca de nada.
Este es uno de los momentos a los que veo ventaja que se comporte como un panoli.
Mala Leche le pega un generoso bocado al uniformado cuello del policía. Me está
empezando a caer bien este muerto-vivo.
El agente comienza a ponerse muy nervioso, y con la mano en la nuca, chorreándole de
sangre, nos dice que «bajemos a abrir la puerta del portal, pedazo de cabrones».
¡JA! Sí, ya, a buenas horas. La desesperación a veces tiene un punto de cruel estupidez.
Patxi no deja de gritar y se convierte en la atracción principal de la calle. Todos los
muertos-vivos se desesperan por llegar a él. Una persona-viva a punto de caramelo con su piel
tersa y firme es un reclamo demasiado irresistible para ellos.
El camarada anónimo, que ha permanecido en el interior del coche durante toda la acción
con la ventanilla subida, abre silenciosamente la portezuela y sale del vehículo pasando
inadvertido frente al resto.
Patxi intenta llamar su atención chillando, pero las garras de los muertos-vivos le
aprisionan todo el cuerpo y ahogan sus súplicas.
De todas formas, a su escurridizo compañero parece haberle entrado una repentina
sordera porque pasa de él que es una maravilla.
Recorre el camino que su colega de profesión ha dejado despejado en el fragor de la
batalla y con la hábil rapidez de una comadreja se dirige al portal de nuestro edificio.
Después de perderle de vista, oigo unos cristales romperse y el gran portazo que pega la
puerta de entrada al cerrarse.
Por si las moscas, le voy a decir al Zurbe que ni se le ocurra dejarle entrar en el piso. No
me gusta el rollo que llevan estos maderos... pero ya es demasiado tarde. Me doy la vuelta y
ha desaparecido de mi balcón.
Me debato entre ir brincando tras él o lo que me dicta mi intuición femenina: cubrir
nuestras preciadas botellas y cerrar mi balcón a cal y canto.
Lo último que me da tiempo es a echar la cortina y salir cojeando rápidamente, cuando
escucho de fondo al Zurbe abrir la puerta y decir:
—¡Tío, menos mal que ya habéis llegado!
6
Richard (acabado en “d”) es nuestro nuevo compañero de piso.
Es lo primero que el policía nos comunica al entrar seguido de su número de placa y hasta
la comisaría en la que se encuentra destinado.
A nosotros no nos pregunta ni el nombre.
—¿Hay alguien más en el piso? —nos interroga apuntándonos con su pistola—. ¿Tenéis
algún arma en vuestra posesión?
Realiza una pausa dramática y clavándonos la mirada, añade que es mejor que lo digamos
ahora. Que «si no, luego es peor».
El Zurbe y yo negamos con la cabeza sin apartar nuestros ojos de los suyos.
Después de que Richard nos examine inquisitoriamente y profiera un largo suspiro, aclara
que lo de “nuevo compañero de piso” es broma.
Ja, ja.
Recitada su presentación inicial, avanza por el piso cual llanero solitario entrando en un
salón del viejo oeste, con las piernas bien abiertas y proclamándose el amo del lugar.
Hasta barba de tres días y hoyuelo en la barbilla tiene, sólo le falta una ramita de trigo en
la boca.
Qué presencia.
Es la viva imagen de alguien que sabe lo que quiere y tiene el poder para conseguirlo.
Ayuda mucho verle con su arma reglamentaria en alza para formarte esta idea en la cabeza y
saber que hay que seguirle la corriente y evitar rechistarle lo más mínimo.
En cuanto atraviesa el arco de la puerta del salón corre hacia el sofá y se tira en plancha a
él con unas confianzas que nadie le ha otorgado.
Se da la vuelta restregando por la tapicería su traje de faena repleto de salpicaduras
rojizas (que no creo que sean de mermelada de fresa precisamente) y se tumba boca arriba,
piernas entrecruzadas y manos detrás de la nuca mostrando en sus axilas cercos de sudor
unos encima de otros.
—¡Uff! ¡Cómo cansa todo este tinglado de resucitados! —exclama secándose el sudor de la
frente con la mano y limpiándose ésta con la tela del sofá.
Después de un previo carraspeo, Richard nos informa que no va a mentirnos, que «la cosa
está un poco chunga» pero que gracias a ellos, las fuerzas de la ley y el orden, está todo más
controlado.
Apretujada al lado del Zurbe en el sillón que queda libre, trato de ocultar mi recelosa
mirada conteniéndola como puedo, mientras mi compañero de piso no disimula para nada la
suya.
Es de una fascinación exagerada.
El puro retrato de quien tiene el culo hecho pepsi-cola.
Por primera vez y sin que sirva de precedente, imito la expresión de su cara.
Moviendo la pistola de un lado para otro como quien sostiene un cigarro, nos cuenta que
se dedica a recoger supervivientes como nosotros (así nos ha llamado) para llevarlos al
“centro de seguridad” de la ciudad y ponerlos a salvo de esta maldita plaga que nos azota. Ha
sido designado para este fin y aunque no nos lo creamos, no se considera un héroe. Qué va.
Sólo un profesional que hace su trabajo.
—Habéis tenido mucha suerte en toparos con nosotros, bueno, conmigo...
El recordar a su maltrecho camarada le toca la fibra sensible y se enjuga una lágrima que
todavía no ha brotado.
—¡Pobre Patxi! —se lamenta conmovido—. ¡No pude hacer nada por impedir su asesinato!
Dice que Dios le tenga en su gloria, que ha dado su vida por nosotros como un campeón y
que se va a descalzar porque estos zapatos que lleva puestos le están matando, joder.
Richard se despoja de sus zapatos dejando al descubierto unos calcetines que aparentan
gozar de vida propia.
Ahora son ellos los que nos van a asesinar a nosotros. ¡Dios, qué tufo a peanas! Y yo que
creía que ya había olido de todo.
—Richar, y… ¿dónde es el “centro de seguros” ése al que nos vas a llevar? —pregunta mi
compañero de piso.
—Uhm... es un estadio de fútbol que han habilitado a las afueras de la ciudad.
—¡Yuju! —exclama el Zurbe emocionado. Le resulta excitante la idea de irnos a vivir a un
estadio y abandonar nuestra vivienda de buenas a primeras.
Por mi parte, yo estoy concentrada en pensar en otras cosas, como por ejemplo, en que
Richard ha escudriñado nuestro hogar atentamente mientras soltaba su parrafada profesional.
O es decorador de interiores en sus ratos libres y nos va a reformar el piso o tiene otros
estratégicos planes en su mente policial.
El tío no ha perdido detalle.
—Bueno, esto parece un entierro —dice incorporándose de su posición horizontal—. ¿No
vais a ofrecerme nada?
El Zurbe se levanta del sofá como si un muelle se hubiera soltado y le hubiera impulsado
hacia arriba.
—Richar, no te preocupes, ahora mismo te traigo un piscolapis. —Le obsequia con una
pequeña reverencia y marcha hacia la cocina.
Me abandona y me deja sola en compañía del policía observador y su oscilante arma.
Se forma un incómodo silencio y aunque sé de sobra que en este piso no hay grillos,
juraría que ahora mismo los estoy escuchando.
—Así que... no era una mordedura —dice analizando detenidamente mi escayola.
—No, no, fue un hueso de aceituna… —explico con total franqueza—… y mira que las odio,
je, je.
Ni mi aclaración ni el «je, je» le hacen mucha gracia. De hecho, frunce el ceño extrañado.
No era mi intención desconcertarle, pero estoy tan tensa que no sé lo que digo.
No importa, su perplejidad dura lo que sus ojos en subir de la escayola a mis tetas.
—Pues yo sí que te pegaba un buen bocado —susurra, y a continuación se pasa la lengua
por los labios.
¡¿Será asaltacunas?! ¡Si me saca por lo menos diez años!
Antes de darle una contestación de la que me pueda arrepentir, entra oportunamente el
Zurbe con una reciclada botella de agua y se la ofrece al policía.
Éste se la arranca de las manos y le mira con cara de pocos amigos.
—Con este calor, me esperaba una cerveza fresquita…
El Zurbe baja la mirada decepcionado por no haber podido complacer a su héroe callejero.
—Ja, ja, chaval, es coña —bromea Richard revolviéndole el pelo como hace la gente con
sus mascotas.
El Zurbe le ríe la gracia mientras que el policía comediante se bebe la mitad de la antigua
botella de dos litros de coca-cola casi del tirón.
Yo observo de manera hipnótica cómo sube y baja la nuez de su garganta.
—Hombre, y algo de picar también..., digo yo.
—¡Ya nos gustaría, Richar! —se excusa el Zurbe—, pero tampoco es que te podamos
ofrecer mucho, estos dí…
—¡Está visto que lo tengo que hacer yo todo, cojones! —suelta con una furia repentina.
Se levanta dando una violenta patada al inofensivo sofá que tan bien le ha acogido y se va
del salón clavando los talones de tal manera que los cuadros de Antu vibran en las paredes a
cada zancada.
El Zurbe y yo le seguimos. Él para ver trabajar profesionalmente a un agente de verdad y
yo porque todavía no le he cogido el punto a este policía bipolar y con esas formas tan
agresivas me preocupa lo que pueda hacer por la casa.
—¿Qué pasa? ¿Estáis peleados con el plumero? —dice al entrar en la cocina el del
uniforme de los sobacos cuarteados y los calcetines cartón-piedra.
A continuación, realiza un reconocimiento formal y rutinario y, para mi gusto, un poco
caótico de nuestra despensa.
Hurga armarios y estantes impunemente en una clara intromisión a nuestra privacidad,
toquetea cazuelas y cubiertos y vacía cajones, dejando el menaje del hogar desparramado por
el suelo. Intento recordar la última vez que Antu fregó estas baldosas. Seguro que están más
limpias que sus mugrientas manos.
Casi al mismo tiempo, engulle la comida que descubre con un ansia y una rapidez digna de
un comedor compulsivo.
Me entran ganas de pedirle la orden de registro, pero con su arma reglamentaria en ristre
todo el tiempo cualquiera le solicita nada.
Después de dejar la cocina como si un viento huracanado de componente norte se hubiera
ensañado con ella, realiza un balance de la inspección.
—Joder. ¡Vaya mierda! —dice al contemplar nuestra dietética alimentación— ¡¿No coméis
cosas normales?!
—Richar, esto es de nuestro compañero de piso que se fue a hacer la compra y todavía no
ha vuelto... —se justifica el Zurbe.
Yo no digo ni mu. Sólo le miro con cara de pobrecita. No quiero que se dé cuenta de que
bajo esta mata de pelo encarnado se esconde una chica de lo más astuta.
—Pero mira, tenemos vainilla proteínica...
El agente mira los polvos amarillos y, por un momento, tengo la sensación de que Richard
va a dar un puñetazo a algo o a alguien pero, no sé por qué razón, se lo piensa dos veces y nos
observa como si nos fuera a dar el pésame.
Sacude la cabeza y se echa a los morros lo que queda de agua de la botella.
—Ahhhh —exhala al acabar el último trago y mientras se frota la barriga, pistola en mano,
pregunta—: ¿No tenéis más agua?
En este momento se me dispara una alarma en la cabeza y, sin razón aparente, mi boca
contesta sin pedir permiso a mi cerebro.
—No, nos la cortaron —le respondo todo lo honestamente creíble que me sale—.
Estábamos esperando a que volviera.
—¿Cómo que no hay más agua? —me dice mi compañero de piso extrañado—. Si tienes
cuatro botellas más en tu balcón y dos cubos. ¡Ay, que cabecita la tuya!
Y se da unos toquecitos con el dedo en la sien.
El Zurbe.
Qué a gusto se debió quedar su madre cuando lo parió.

***

—¡Menudo arsenal tenéis aquí! —dice Richard al entrar en mi balcón—. ¿Qué pasa?
¿Sabíais que se iba a cortar el agua o qué?
—¡Fue idea de Susi! —exclama el Zurbe pasándome el brazo por los hombros—. Se le
ocurrió llenarlas con la tormenta de ayer.
—Sí que os lo montáis bien, sí —dice el agente acariciándose la barbilla con la pistola.
Creo que mi actuación de óscar ha llegado a su fin por hoy. Intento arreglarlo, pero creo
que pongo la cosa un poquitín peor.
—¡Ah… ! Te referías a esta clase de agua... —digo dándome una palmada en la frente—,
pensé que decías en los grifos.
Richard me perdona la vida con su mirada y a continuación sugiere que las botellas
estarían mejor en la cocina para que todos podamos tener acceso a ellas. Lo de sugerir es un
decir. Cuando alguien no suelta su pistola ni a tiros, queda claro que no hay lugar para las
opciones.
—Y llevar uno de estos al baño —dice el policía señalando uno de los cubos—. No os
importará que me dé una duchita para refrescarme. ¿No?
—Nuestra casa es tu casa, Richar —responde un sumiso Zurbe al que ya le queda menos
para contestar todo con un “sí, bwana”.
Si tuviera la pierna en condiciones y al Zurbe de mi parte, intentaría disuadirle para que
no malgaste de esta forma nuestra agua caída del cielo, pero no quiero tentar la poca fortuna
que me queda para el resto del día.
Cuando veo que Richard ha desaparecido, me pongo delante del Zurbe interrumpiendo su
camino.
—¡Estarás contento! —recrimino al patán.
—¡Pues sí! —y se me acerca como para contarme un secreto—, viniendo al balcón me ha
dicho que me va a dejar coger su arma.
—¡¿Y qué pasa con nuestro agua?!
—¡Qué más da, mujer! —dice en tono despreocupado—. Si nos va a llevar al “estadio
seguro”…
Añade que si le permito el paso, que el cubo pesa mucho. No intento razonar nada más
con él, me aparto y me quedo en mi balcón lejos de agentes de la ley sin escrúpulos y de
compañeros de piso que se venden a ellos a la primera de cambio.
El otro agente, el malparado Patxi, sigue abajo. Aunque ya no es el policía afable y
simpático que aparentaba en nuestras primeras conversaciones. Ahora es otro depredador
más que deambula entre la marabunta salvaje con expresión de ansia enfermiza buscando su
tentempié humano.
Al igual que Richard, sigue sin soltar su arma. Debe ser que en esta profesión ahora te
sueldan la pistola a la mano.
Su indiscriminada masacre ha dejado la calle hecha un vertedero de carne. Los muertos-
vivos al menos no atraen a nada. Como están en constante movimiento no son presa fácil de
interés carroñero animal. Pero ahora hay un reguero de muertos-muertos esparcidos por todo
el asfalto que van a atraer a ratas de tierra y a más grupos caníbales de palomas, amén de
toda clase de bichos.
¡Imbéciles de policías! ¿Quién nos mandaría llamarles para nada? Con lo a gusto que
estábamos sin saber de su existencia.
Yo no quiero irme a ningún sitio.
Aunque si insiste en que hay que ir a ese refugio de la mierda, cualquiera opone
resistencia a su arma reglamentaria.
Si nos vamos de aquí y vuelve Antu y no nos encuentra, va a pensar que nos ha pasado
algo... y tampoco quiero darle preocupaciones a Antu.
Tengo que reconocer que me he montado la fantasía del año pensando que el coche de
esta mañana era él viniendo al rescate.
Y nada más lejos de la realidad.
Aunque no es tan imposible. Antu posee más recursos para la vida que esos dos policías
juntos y el resto de personas comunes. Siempre ha sido muy previsor. Incluso para estos casos
de derrumbe de la civilización.
Seguro que tenía un plan B.
Estoy convencida de que donde quiera que esté, se encuentra pensando en venir aquí a
ver si estamos bien y seguro que tiene otros planes mejores que llevarnos a estadios de fútbol
con policías intimidantes.
De repente, mi mente se pone a repetir el siguiente mantra:
«Antu viene a rescatarnos.»
«Antu viene a rescatarnos.»
«Antu viene a rescatarnos.»
Y así me quedo un largo rato con los ojos cerrados.

***

Un afeitado Richard se ha puesto nuevamente su guarreado uniforme y sus calcetines


malolientes. La ducha ni siquiera va a servir para librarnos de su tufo corporal.
Nunca ningún agua fue tan derrochada de tan inútil manera.
El Zurbe y él ya son amigos profesionales de toda la vida. Sentados en la mesa reposan la
cena que acaban de engullir a base de salvado de trigo y una especie de salsa de tofu.
Yo estoy leyendo el libro de mi hermano apoltronada en el sillón aprovechando los últimos
retazos de claridad de la tarde.
—¿Eres astrónoma o qué? —me pregunta Richard señalando la portada—. Nunca he creído
en los horóscopos esos. Sin ir más lejos, el día que empezó todo esto, mi signo decía que “iban
a mejorar mis condiciones de vida”...
—Richar… ¿Qué está ocurriendo exactamente afuera? —pregunta el Zurbe que ya se
siente parte del equipo.
Sin quitar los ojos del libro, pongo la antena para enterarme.
—¿Me estás tomando el pelo? —dice el policía sorprendido—. Si esto lleva así desde el
domingo por la noche...
¿Qué? ¡Eso fue hace ya cuatro días! La noche anterior a la frustrada partida del Zurbe a
su pueblo. Al día siguiente de que Antu se fuera para tardar en volver.
¿Cómo no dijeron nada por la tele o por Internet? ¿Cómo no notamos nada raro en la
calle?
—... salió en los periódicos, en las noticias. ¡Si sólo había que ver la calle! —continúa
exasperado—. ¡Venga ya, hombre! ¡No me jodas!
Por la manera de responder, hasta el Zurbe se percata de que no conviene molestar a
Richard insistiéndole en que no tenemos ni puñetera idea de por qué la gente se ha convertido
de la noche a la mañana en asesina múltiple.
Éste se despereza y nos regala un bostezo acompañado de una perspectiva general de los
empastes de sus muelas.
—Se nos ha hecho tarde para llevaros al refugio —dice el policía—, es mejor que
descansemos hasta mañana…
La verdad, ya casi es de noche. Menos mal. Vaya día más eterno.
—… me voy a dormir al cuarto ese que queda libre…
¡NO! ¡La habitación de Antu, no!
Me parece un auténtico sacrilegio. Va a mancillar su cama. Tengo que hacer un esfuerzo
para no saltar y muerdo mi labio con fuerza.
—Buenas noches, mañana nosotros tres estaremos en un lugar seguro —se despide de
manera paternal—. Podéis dormir tranquilos, que Richard vela por vosotros.
Yo me echo el cerrojo.
7
Amanezco con alguien aporreando mi puerta y la certeza absoluta de que como no abra en
breve, la va a tirar abajo. Siento muy lejanos aquellos días en que me despertaba tranquila y
descansada después de haber dormido mis once horas de rigor.
—¡YA VA! ¡YA VA! —ladra malhumorada mi boca pastosa.
Juraría que sólo han pasado cinco minutos desde que cerré los ojos por última vez, pero el
detalle de mi lengua de trapo y que el sol invada mi cuarto me indican que ha pasado algo más
de tiempo.
Voy cojeando a abrir y echar la charla a quien quiera que se encuentre al otro lado. Nadie
merece ser sacado de su apacible sueño con estas formas.
Según agarro el pomo recuerdo que me puede salir caro soltar mi mala leche frente a
ciertas personas portando ciertas armas de fuego.
La boca del Zurbe me recibe hecha pucheros.
—¡Richar se ha ido! —exclama mirándome con ojos de cordero degollado.
Mi primer impulso, por inaudito que sea, es abrazarle de puro alivio y alegría,
experimento una positividad cercana al 99%. Hay un hilo suelto por ahí que no me permite
disfrutar de la aparente genial noticia.
—Mejor para nosotros —consuelo al pre-policía abandonado—. Tu colega no me hacía
ninguna gracia…
—¡No es eso! —trata de explicarse alterado—, es... no... que... cosas... ahora... ¡Ay, madre!
Intento tranquilizarle para que salga del aturullamiento en el que ha entrado, pero me
coge del brazo y tira de mí, histérico por todo el salón a un ritmo que falta poco para que
pierda el equilibrio y me lleve la mesa y las sillas por delante. Se le ha olvidado que sólo tengo
una pierna operativa.
El panorama en la cocina es desolador. Puertas y cajones abiertos de par en par
mostrándonos su vacío interior.
Nuestra humilde despensa ha sido saqueada con premeditación y alevosía. La escasa
comida que nos quedaba del armario de Antu y las botellas de agua han volado.
Entre intermitentes sollozos, un afligido Zurbe me dice que ha tratado de impedir la
tragedia pero que en cuanto Richard le ha enseñado su amenazadora pipa ha pensado que era
mejor dejarle hacer.
En ese momento, oímos una ensordecedora detonación que retumba en toda la calle.
Nos asomamos por el ventanal del salón para ver justo a Richard guardarse la pistola que
acaba de utilizar contra el cajero del súper, quien yace tumbado con la marca de serie en la
frente característica del cuerpo policial.
Cuerpo policial que se mete como un rayo al interior de su coche portando la mochila de
biodanza de Antu a punto de reventar. Imagino que dentro no lleva el chándal ni las deportivas
de éste.
Ahí es cuando el coche, de repente, hace magia auténtica. Es visto y no visto. Pega un
acelerón y se da a la fuga con tal rapidez que el ruido del derrape todavía está en el aire
cuando el vehículo ya ha desaparecido calle abajo.
Se ha llevado a unos cuantos muertos-vivos por delante, Patxi incluido, lanzándolos por los
aires a una altura considerable. Los atropellados caídos se vuelven a levantar pesadamente,
pero ahora con partes de su cuerpo un poco más descolocadas que antes.
El Zurbe y yo también nos quedamos descolocados al ver cómo, de una manera tan
sencilla y tan veloz, se esfuman nuestros únicos víveres.

***

Miro desde la ventana del salón el triste cubo que queda en mi balcón y una tímida voz me
indica que, al menos, todavía disponemos de un pequeño suministro de agua potable.
No, si encima tendré que ir a buscar al policía para darle las gracias. ¿¡No te jode!?
Estoy un poco desconcertada. Hay que darse cuenta de que han sido las primeras
personas vivas-vivas de la calle que hemos visto en varios días y no traían buenas intenciones.
Me da doble mal rollo, por una parte porque con nuestros impuestos pagamos sus sueldos
para que luego ni respeten ya al ciudadano medio y, por otro lado, porque Patxi aún sujeta la
pistola en su cimbreante mano, y como le dé un pronto y se líe a tiros al tuntún…
Estos bichos son tan impredecibles como antropófagos.
Hablando de bichos impredecibles, el Zurbe está deliberando en su mente algo que sólo él
sabe sin quitarle el ojo a Patxi.
Al policía le baila la cabeza alrededor del cuello sin poder centrarla, los brazos son ramas
partidas y una de las piernas tiene una rodilla multiflexible. Yo le daría el premio al "muerto-
vivo con más dislocaciones articuladas de la calle”.
—Creo que podría intentar algo… —dice poniendo cara de duro y con una ceja levantada
emulando a los protagonistas de sus películas favoritas—, si me pudiera hacer con ese
revólver.
“Revólver” lo llama el hortera. Él sí que me revuelve la moral con esas películas mentales
que se monta metiéndonos en “aventuras” que luego acaban con nuestros estómagos más
vacíos que el desierto del Mojave.
El fallido rescate de su futuro colega de profesión le ha dejado algo tocado. Se debía
pensar que todos los polis son justicieros del orden y que llevan la bondad por bandera. Pero
eso sólo pasa en el cine, donde los polis siempre son los buenos y el resto los malos. El choque
con la realidad ha sido un golpe muy duro para sus sedentarias neuronas.
—¡¡MIERDA!! —grita con tal rabia en la voz que en este momento casi le temo más a él
que a los guiñapos-resucitados.
A continuación, engancha un tiesto del gran surtido de Antu y lo lanza con la fuerza de un
pitcher hacia la calle.
Suerte que no ha cogido la maceta con la etiqueta de Cannabis sativa, porque es la
preferida de Antu. De todas formas, no creo que le haga mucha gracia que le tiren sus plantas
a la calle de esa manera tan gratuita. Si vuelv…. cuando vuelva Antu-defensor-de-la-
naturaleza-a-ultranza, va a sacar su peor lado ecologista y ya verás.
La Thymus vulgaris de Antu impacta contra el maletero de un coche rompiendo el cristal
en mil pedazos. Un instante después, se encienden los faros y comienzan a sonar unos
bocinazos salidos del infierno a un volumen ensordecedor.
¡Qué alguien pare eso!
Por supuesto, ni el Universo ni nadie hace caso a mi plegaria. Sin embargo, algo ocurre
con los muertos-vivos: todos ellos vuelven sus desfiguradas caras hacia el cacharro de las
luces intermitentes y los pitidos que inundan la calle.
Los guiñapos que no se quedan inmóviles frente a él, en una especie de trance, se acercan
hipnotizados arrastrando sus mutilados cuerpos y sus desastrados pies, en caso de
conservarlos.
Es curioso verles tan absortos en algo que no sea un viandante fresco y vivo, y sobre todo,
de esa manera tan mansa.
Mirando el coche verbenero parece que no han roto un plato en su puñetera no-vida.
El ruido de la persiana del edificio de enfrente al subir nos saca del embobamiento en el
que hemos caído el Zurbe y yo observando la inusual conducta de los muertos-vivos.
El viejo exhibicionista sale masticando con un plato en la mano. El alboroto producido por
la alarma del coche le ha debido interrumpir su almuerzo.
Cada vez me repugna más. Ahora se tira todo el día en pelota picada y ya ni se molesta en
taparse con la cortina. Comprendo que hace calor pero un poquito de pulcritud tampoco hace
daño a nadie.
—¡Señor, ayúdenos! —chilla el Zurbe con los brazos abiertos—. ¡Tírenos algo de comida,
por Dios bendito! ¡VAMOS A MORIR DE HAMBRE!
El señor vecino mira al Zurbe unos segundos y a continuación arroja los restos de su plato
a la calle sin ningún tipo de miramientos.
A mí, como estoy acostumbrada a estos desplantes, no me sorprende. Mi compañero de
piso, sin embargo, se queda mudo del corte que se lleva.
El decrépito vejestorio, antes de meterse a su casa, nos obsequia con una última vista de
sus flácidas nalgas.
Abajo los complejos.
El Zurbe continúa mirando al frente con los ojos como platos durante interminables
segundos. A lo mejor nunca ha visto un culo tan arrugado.
Yo entiendo que le haya chocado la respuesta del vecino, pero su reacción me está
resultando algo excesiva.
Me empiezo a preocupar pensando que le ha dado un telele y cuando estoy preparando la
palma de mi mano para arrearle una bofetada… noto cómo se le ilumina la cara viendo los
carteles-protesta de los vecinos que permanecen medio descolgados en los balcones sin
enterarse de que ya no sirven de mucho.
—¡Lo tengo! —exclama maravillado.
***

—¡Ni hablar! ¿Qué quieres? —intento disuadir al Zurbe de su ocurrencia—. ¡¿Que nos
vuelvan a robar personas-vivas?!
Lleva argumentando un ratazo que si viene gente sospechosa les puede tirar alguna
maceta con su megapuntería, que él se encarga de dibujarlo, que es lo que necesitamos...
Este chico tiene ideas de bombero. El loco quiere colgar en el balcón… ¡¡Un cartel de
salvamento S.O.S!!
A mí me atrae la idea tanto como una tarta de aceitunas.
¡Mira lo que nos ha pasado por dar un inocente gritito por la ventana! Como para anunciar
a los cuatro vientos que en esta vulnerable casa quedan personas decentes y necesitadas de
ayuda…
Aunque ahora ya no haya ni un mendrugo de pan de centeno que robarnos, a mí me ha
quedado trauma. Y el charco que queda en el cubo del balcón todavía lo aprecio.
Por otro lado, ¿quién va a ver el cartel? ¿Quién se va a atrever a salir a la calle a estas
alturas de la película? Esta horda de muertos-vivos resulta bastante intimidante. Se podría
decir, en nuestro caso, que incluso actúan como barrera contra los posibles malhechores.
Estamos prisioneros y protegidos a partes iguales.
—Pero, ¿y si viene el ejército de salvación de verdad?... —dice el Zurbe de repente—. ¿O
Antu?...
Mis sentidos comienzan a ponerse alerta.
—… Imagínate que viene Antu… y no ve nada... Imagínate que no nos enteramos y se va
pensando que ya no hay nadie aquí —y a continuación añade con una claridad pasmosa:
—Jamás volveremos a tener la oportunidad de que venga a rescatarnos.
En un instante, me ha entrado tal angustia existencial pensando en que Antu pasaba de
largo creyendo que ya no había nadie en el piso mientras nosotros dormíamos dentro tan
tranquilos, que le digo que sí, que haga uno inmediatamente.
Aún así pongo mis condiciones.
—Que sea discreto, por favor, y no muy llamativo.
—Tranquila, voy a hacer el mejor cartel discreto de SOS que se haya visto jamás —dice
entusiasmado—. ¡Cualquiera que lo vea se va a sentir discretísimamente atraído a
rescatarnos!
Vamos, que no tiene ni idea del significado de "discreto" y va a hacer el cartel como le dé
la real gana.
Sin perder un segundo, coge del cuarto de Antu una sábana blanca, unas pinturas y se
pone a las manualidades.
Parece que ha regresado al jardín de infancia. Y no lo digo porque tenga la lengua sacada
mientras pinta ni por su cara manchada de rotulador sin apenas haber empezado, si no porque
no me para de preguntar todo el rato.
¿Que cómo lo hace?, ¿qué color?, ¿qué letras?
Le digo que me deje y que sólo me avise cuando esté completamente acabado.
Después de la hora de comer, en la que, por cierto, no hemos comido, viene al salón y me
dice que ya puedo ver lo bonito que le ha quedado y que ya lo ha colgado en mi balcón para
que se vea desde de la calle.
—¡Es el mejor de todo el vecindario! —exclama ilusionado—, y el más discreto...
La verdad es que se ha tirado bastante tiempo con su sábana-cartel. Si hubiera sido el
pintor de la capilla sixtina hubiera necesitado diez vidas para acabarla.
Me asomo intrigada por el ventanal del salón para obtener una vista más amplia.
—¡Tachannnnnnnn! ¿Qué te parece?
«JENTE AKI» pone en el cartel. Y además ha dibujado unos monigotes con los brazos
levantados y una cara llorando.
—El que grita soy yo y la que llora del pelo naranja eres tú —matiza su obra de arte.
Qué valor. Después de las escenas que monta y me pone de llorona a mí.
—Bueno, ¿qué? ¡¿Te gusta?! —me dice expectante con una sonrisa de oreja a oreja—. Te
has quedado muy seria.
No sé qué decir.
Me da mucha vergüenza pensar en quién nos rescate con ese cartel.
¿Qué pensarías tú si en medio de un apocalipsis vieras un cartel colgado de un balcón que
dijera: «JENTE AKI»?
Sinceramente, yo me lo pensaría dos veces antes de salvar a nadie con semejante
escritura.
Como se ha esforzado tanto, le tengo que decir que mola mucho, que está mogollón de
supercurrado, pero que yo lo cambiaría por algo con menos adornos.
Él se queda mirándome extrañado como si no entendiera.
Intuyo que no va a haber un enriquecedor intercambio de opiniones y como no me apetece
discutir, le sugiero que, al menos, rectifique la ortografía.
—Bueno, cambia sólo JENTE por GENTE —digo pensándolo mejor—, lo otro déjalo como
está.
El AKI nos puede ayudar en caso de que un ladrón o policía vea nuestra pancarta. Nos
dará algo de ese aspecto chungo del que tanto carecemos y así nadie volverá a tomarnos el
pelo.
El vecino de enfrente, en cuanto ve el cartel que hemos hecho, comienza a reírse de una
manera tan exagerada que parece que le va a dar un ataque.
No caerá esa breva.
—¿Por qué se ríe tanto? —pregunta el Zurbe.
—No le hagas ni caso. Tiene envidia de no tener un cartel tan chulo como el nuestro.
Lo he dicho para que el Zurbe no se mosqueara, pero creo que en el fondo algo de razón
llevo.

***

Estoy tardando siglos en conciliar el sueño. Me espera una larga noche insomne. Al difícil
hecho de meterte en la cama con un agujero por estómago hay que sumarle los ruidos
nocturnos de fondo.
A pesar de que la puerta del balcón permanece cerrada, con el sofoco que ello conlleva, el
rumor animal de abajo se te mete en la cabeza como un run-run continuo.
Y no pienso ponerme los tapones de silicona. ¡En la vida! Por su culpa me perdí el
comienzo de todo este embrollo de civilización perdida.
Si hubiera dormido como cualquier hijo de vecino con sus oídos al descubierto, seguro que
la primera noche hubiera escuchado algo fuera de lo normal, habría avisado a Antu para que
no saliera a la calle y ahora no me vería en esta dramática situación.
Por otra parte, nuestra sábana de auxilio únicamente ha servido de decoración. En todo el
resto de la tarde no ha aparecido ni Antu, ni el ejército de rescate, ni nadie.
Y mira que he estado el día entero formulando plegarias al Universo.
No sé a quién tendrá que atender que se encuentre en peores condiciones que nosotros.
INCURSIÓN AL EXTERIOR
8
—Técnicamente no estás pisando la calle —intento razonar con el Zurbe mientras me
acerco cojeando a la puerta—, sólo estarías pisando el rellano de la escalera.
El Zurbe, muy ufano él, dice que le gustaría acompañarme pero que no puede por aquello
que le ordenó su madre sobre «que no se le ocurriera pisar la calle».
—Entenderás que me debo a mi madre —explica poniéndose serio—. Desobedecerla sería
deshonrarla.
—Pues cuando tu amigo Richard te quería llevar al estadio, no pensaste en tu mamaíta —
pronuncio la palabra “mamaíta” con especial recochineo.
—¡Y mira lo que pasó! —dice como si fuera lo más evidente del mundo—. ¡A Dios pongo
por testigo que jamás volveré a caer en la tentación de desobedecerla!
Añade que no me preocupe, que me esperará y que cualquier cosa que traiga al piso será
bien recibida, que bastante tengo ya con salir yo sola, mujer.
Él verá. Yo, por la parte que me toca, lo tengo clarísimo.
Necesito buscar un sustento de cualquier manera, aunque sea a la pata coja. Veinticuatro
horas con la tripa vacía son muchas horas.
Después de mucho debatir con la almohada, he llegado a la conclusión de que es
preferible hacerlo ahora y no esperar a que lleguemos a los extremos de aquella película en la
que los supervivientes de un accidente de avión se comían unos a otros en las montañas. Nos
comportaríamos como los muertos-vivos de la calle y se supone que no queremos acabar como
ellos.
Eso sin contar la poca o ninguna ilusión que me hace probar la pechuga o los cuartos
traseros del Zurbe.
Así que he decidido salir de expedición arriesgada.
Voy a inspeccionar el piso de enfrente de nuestra puerta. El cuarto A. El del señor con
sonotone y con sobrepeso. Un hombre tan gordo tiene que tener la cocina repleta de cosas
ricas y sabrosas.
Es la mejor vivienda que podía quedarme a mano.
La última vez que coincidí con este vecino fue en el ascensor, unas horas antes de mi fatal
accidente. Llevaba una maleta y me dio unas explicaciones que yo no le había pedido. En
aquel cubículo de metro cuadrado me contó a voces que se iba un mes de vacaciones al
caribe, por fin, que no se lo creía.
A mí me importaba tres pitos dónde se fuera, sólo quería que dejara de gritarme y punto.
Según me voceaba, ahí la que parecía sorda era yo. Jamás había hablado con él más allá del
hola de rigor, pero se ve que son de la clase de personas que no saben estar calladas cuando
tienen que bajar cuatro pisos en ascensor con otro ser humano.
Me da un poco de palo invadir la privacidad de un vecino, pero el fin justifica los medios.
Si yo me fuera de vacaciones y alguien en medio de una hecatombe de muertos-vivos
entrara en mi casa buscando sustento porque un agente de la ley le hubiera birlado los pocos
víveres que le quedaban, creo que lo vería razonable.
Es un allanamiento de morada con justificación plena.
El Zurbe me despide dándome una palmadita en la espalda y yo le dejo con sus
convicciones, sus historias mentales y su descarado morro.
Por la mirilla no veo gran cosa, sólo que no hay nadie fuera, que no es poco. Pego la oreja
a nuestra puerta y escucho con atención si hay algún ruido sospechoso en el descansillo. Toda
precaución es poca visto cómo las gastan estos bichos pseudohumanos.
¡Un momento! Oigo algo.
—Glglglglgrrrr.
Falsa alarma, sólo son mis tripas rugiendo.
Entreabro la puerta como si manipulara una bomba de alta relojería que en cualquier
momento pudiera explotar. Miro bien en todas direcciones y salgo al rellano de la escalera. Ya
no recordaba lo que es atravesar esta puerta de salida.
¡Huy! Han pintado las paredes.
Qué color más rancio. Tantas reuniones escandalosas de vecinos en el portal debatiendo
todo tipo de vicisitudes que parecía que se iba a desencadenar la tercera guerra mundial...
para acabar poniendo las paredes del color de una tortilla de patatas mal cocinada.
Bueno, conviene no desviarme del tema e ir a lo mío.
Un paso y apoyo la escayola cual astronauta ingrávida. Paso y apoyo.
Voy con extremada cautela, sin hacer ruido y armada con la sartén más grande que he
encontrado en el piso. Es el objeto más contundente y práctico de agarrar que he encontrado.
La de kuskus y verduras salteadas que ha visto esta sartén. ¡Quién le iba a decir a ella que
acabaría como arma defensiva!
Aunque creo que no la voy a tener que utilizar.
Acerco mi oído a la puerta del cuarto A y dentro hay una quietud igual que la que me
proporcionaban mis jubilados tapones de silicona. Llamo despacio y nada. Un poco tonto por
mi parte porque aunque el vecino estuviera dentro tampoco oiría mucho que digamos.
Sin más dilación me pongo manos a la obra.
No tengo ni idea de cómo abrir una puerta blindada, pero una vez me tragué un reportaje
por la tele sobre unos ladrones que alardeaban de abrir las puertas con tarjetas de crédito. Al
principio no entendía muy bien cómo, pero ellos te lo mostraban. Delante de millones de
televidentes te enseñaban a abrir puertas con una tarjeta de crédito. Periodismo de
divulgación creo que lo llaman.
Por eso, además de la sartén, también voy equipada con mi única tarjeta de débito que me
saqué cuando me independicé del yugo paterno. Supongo que la puerta no hará distinciones
entre tipos de tarjeta. Ella y unos alambres son mis utensilios para ver cómo me manejo con el
tema.
Con el tema, francamente, me manejo bastante mal.
Debe ser que no atendí muy bien cuando el caco explicaba el método. ¿Cómo me iba a
imaginar que el mundo se iba a venir abajo y que me iba a ver obligada a entrar en las
propiedades privadas de las personas?
Con los alambres no sé ni qué hacer con ellos. Me sudan las manos, se me cansa la pierna
y me estoy empezando a poner un pelín nerviosa.
—¿Y si traigo un martillo y acabamos antes? —susurra una voz en mi oreja.
Con la tensión que tengo en el cuerpo por poco no me hago de todo. Si fuera un gato
ahora tendría una vida menos.
—¡Me cago en tó, Zurbe! ¡Podías avisar! —le digo con la mano en el pecho por si se me
sale el corazón—. ¿Qué? ¿Te has arrepentido en el último momento?
—Noooooo —dice tiritando como un flan—. Lo que pasa... que no quiero dejarte sola...
ante el peligro.
—Ya, seguro. ¿Y tu madre y su honor?
—Como tú has dicho, tecnológicamente no estoy pisando la calle… Bueno, ¿voy por el
martillo entonces?
—¡¿Qué dices, loco?! —me apresuro a disuadirle de su ocurrencia—. ¿Y si hay un muerto-
vivo escondido por el portal y lo alteramos con los golpes? —Menos mal que en esta
expedición hay alguien con cerebro.
Después de tropecientos intentos de colocar la dichosa tarjeta por la cerradura de mil
formas diferentes, comienzo a pensar que la puerta es realmente una marginadora de las
tarjetas de débito y me estoy planteando abortar la misión.
—Lástima no tener una radiografía a mano —dice un espontáneo Zurbe—, en un curso de
preparación policial de fin de semana nos explicaron cómo abrir puertas con ellas.
—¡Coño! —dice una, cada vez más, crispada Susi—, pues ya podías haberlo pensado hace
media hora y haberme ahorrado todo este trajín.
—¡¿Y de dónde sacamos una radiografía, lista?!
—Guardo unas cuantas como recuerdo de mi accidente —digo manteniendo la tranquilidad
en un difícil ejercicio de paciencia—. Las puedes encontrar en un sobre en el cajón debajo de
la tele.
En un plis-plas, el Zurbe trae la radiografía de mi pierna y no sé cómo la coloca que la
inserta por la rendija y la puerta se abre al instante.
Nos estremecemos al unísono.
Hasta el propio Zurbe se sorprende de tal manera que suelta la radiografía como si le
hubiera dado una descarga eléctrica.
Yo experimento una mezcla de alucine y orgullo por convertirnos, de repente, en unos
rateros de primera que pueden abrir las puertas de la gente.
Eso sí, que nadie le pida al Zurbe que lo haga una segunda vez porque algo me dice que
no sería capaz. Se mira las manos, palpa la puerta y observa la radiografía tirada en el suelo.
Por otro lado, no es suficiente con haberla abierto. Ahora “sólo” queda entrar.
Intento dar una zancada al frente pero hay una fuerza poderosa que tira de mí hacía atrás
impidiéndome avanzar por mucho que insisto.
La fuerza oponente es el Zurbe, que me tiene cogida de la camiseta y no me deja dar un
paso.
Respirando hondo y cogiendo, literalmente, la sartén por el mango, le doy un manotazo
para que me libere y pongo mi pierna escayolada dentro de la casa vecinal.
***

Huele a cerrado, sudor revenido y cloaca putrefacta… aunque comparado con el olor
exterior de la calle, esto es una delicia olfativa.
La entrada de la casa está un poco a oscuras y da bastante respeto cruzarla. Las persianas
de la casa deben de permanecen bajadas porque apenas entra luz del día.
Mi escayola da de bruces contra algo y me alarmo por unos instantes hasta que distingo
una maleta que alguien ha dejado de manera inoportuna en mitad del pasillo. La aparto de una
patada y cojeando, con la sartén bien sujeta en mi mano y el corazón en un puño, voy
familiarizándome con el entorno.
Sin prisa, pero sin pausa, me encamino directamente hacia la cocina.
—Yo me voy a explorar el resto de la casa —me informa el Zurbe envalentonado—. ¡A ver
qué descubro!
Tantas películas de terror que ha visto y no sabe que eso es lo peor que puede hacer. Pero
yo no soy su madre para estar todo el día pendiente de él. Ya es mayorcito.
Comienzo por la gigantesca nevera con dispensador de hielo incorporado y al abrirla me
obsequia con una contundente bofetada de olor inmundo. Lo poco que hay dentro está podrido
y con moho a tutti pleni. En unos días más se habrá creado un micromundo entre tanta
bacteria.
Aunque es una cocina muy moderna, muy cuca y con mucha tecnología, lo único que
encuentro es una freidora con aceite de hace semanas y algo parecido a cemento en el interior
de una thermomix última generación, que me hace pensar en Antu y en la de bechameles
bajas en calorías que él podría hacer si tuviera una de éstas en el piso.
Después nada más. Husmeo en todos sus cajones y armarios y ni rastro de comida.
Mi decepción es proporcional a mi segregación de jugos gástricos.
Cuando ya no hay nada más que inspeccionar, descubro unas gotas en el suelo que por su
aspecto se trata de ketchup reseco o bien…
—¡Mira lo que he encontrado en un armario del comedor! —grita el Zurbe sacándome de
mis elucubraciones.
El temerario excursionista entra con alegría a la cocina y todo jaranero me pone en toda la
cara una lata de conservas.
Leo la etiqueta del bote y un ¡plof! como un jarro de agua fría me cae por todo el cuerpo.
Millones de alimentos que provee la Madre Naturaleza en el planeta tierra, y lo último que
queda en este piso es una lata de aceitunas.
—¡Mmmm, rellenas de anchoas! —se relame el Zurbe haciendo ademán de abrirla—. ¡Mis
preferidas!
—¡Espérate! —escupo por la boca—. ¡Esto hay que repartirlo!
—Pero si no te gustan...
—¡Da igual! ¡Te he dicho que esperes y que las repartamos en casa! ¡Coño!
No soy yo la que habla, es mi instinto de supervivencia, que está que trina.
Del disgusto quiero enseguida volver a nuestro piso. Se me han quitado las ganas de
seguir fisgando en una casa en la que lo último que le queda de víveres es una mierda de lata
de zurullos con anchoas.
Salgo de la cocina renqueando contrariada, debatiéndome entre el hambre que tengo y el
asco que me provoca pensar en esas cosas verdes. Esto no soluciona nada. Es como tener sed
y darte una ducha para que se te quite. Como oler a sudor y lamer el desodorante roll-on…
Tan ensimismada estoy cavilando estas frustrantes comparaciones que casi no me doy
cuenta del rollizo cuerpo que permanece de pie dándome la espalda en mitad del pasillo.
Rollizo cuerpo que tiene tal agujero en la parte de atrás de la cabeza que hasta se le podrían
ver los pensamientos de tenerlos. Nadie en su sano juicio puede seguir vivo con semejante
boquete en el cráneo.
La sangre alrededor del orificio está completamente coagulada, pero en su momento tuvo
que gotear lo suyo. Por si me quedaba alguna duda sobre el origen de la mancha de la cocina.
Por mi parte, mi sangre no coagulada abandona mi cara al mismo tiempo que se me
paralizan todos los órganos internos y externos.
—¡Qué bien! ¡Hoy tenemos menú! —vocifera el Zurbe a grito pelao saliendo de la cocina y
dando un sonoro beso a su botín.
Nada más verme, se pone enfrente a examinarme e interrogarme: que por qué me he
quedado parada, que por qué estoy tan pálida y que por qué no digo nada, leche.
Yo sólo acierto a señalar con la sartén, a ritmo de parkinson, el enorme dilema que
tenemos delante.
En cuanto se gira y lo ve, el opositor a funcionario policial se esfuma de mi vista y se
resguarda detrás de mí por puro acto reflejo.
Así me gusta, un machote que me defienda.
—¡¿Qué hacemos?! —susurra el Zurbe a mis espaldas. Me ha enganchado con sus manos
en forma de garra por los hombros en un claro intento de que su escudo humano no se le
escape.
Permanecemos en esa postura tan quietos como mimos callejeros esperando a que alguien
nos eche una moneda.
—No sé —le susurro yo—, pero tenemos que salir por la puerta.
Me doy cuenta de que estamos un poco absurdos susurrando ahora después de las voces
que hemos dado minutos antes en la casa del vecino sordo.
Antes de que podamos pensar en posibles opciones, como volver a la cocina o ir al salón a
ponernos a cubierto, el hombre obeso se da la vuelta lentamente y cuando entramos dentro de
su campo visual se queda parado observándonos sin ningún tipo de expresión en su enorme
cara.
Un segundo después nos enseña una rabiosa hilera de dientes y se abalanza con una
fuerza y agilidad que nos empuja para atrás a ambos. Siento como si me arrojaran encima
treinta sacos de patatas de cinco kilos cada uno. Todos a la vez.
El Zurbe, al no tener una pierna escayolada que limite su movimiento, es el más ágil de los
dos y se retira a tiempo.
Pero yo caigo al suelo de terrazo golpeándome la cabeza y me quedo tumbada con el tío
encima presionándome los pulmones.
Me ha dolido de cojones, pero la caída no ha sido lo peor, el vecino muerto-vivo, empeñado
en alcanzar mi cara y mi cuello, se desespera inútilmente ya que, gracias a su grasienta panza
interponiéndose entre nuestros cuerpos, no llega ni a lo uno ni a lo otro.
No obstante, su amplia bocaza está a la altura de mi nariz y el poco aire que cojo entra en
forma de olor putrefacto.
Si esto se prolonga unos segundos más, sé de una que va a desmayarse.
¡¿Dónde está mi compañero de piso?! ¡Necesito que me ayude con su fuerza de
cromagnon!
La idea de que se haya golpeado y permanezca inconsciente en el suelo se me cruza por la
cabeza, pero prefiero no pensarlo.
Por lo que veo, me las tengo que apañar yo sola.
Aprisionada como estoy, empiezo a balancearme como puedo de izquierda a derecha de
manera continua mientras evito las letales dentelladas. Paso de pequeños balanceos a unos
más grandes. Poco a poco voy aumentando la distancia y, en el momento exacto, cojo un gran
impulso y logro volcar los 150 kilos de peso muerto-vivo que debe soportar esta mole.
Constato que en situaciones límite la fuerza humana es incuestionable.
Ahora soy yo la que me quedo encima de su cuerpo a horcajadas.
Él se queda boca arriba como una cucaracha gigante y rechoncha, sin poder incorporarse
y moviendo las extremidades rabiosamente.
A mí también me cuesta lo mío recobrar la postura y ya en pie, intento recuperar también
la respiración... y la sartén, que ha salido disparada con el encontronazo.
Necesito salir de aquí cuanto antes.
Diviso mi arma doméstica en un rincón del pasillo a los pies de mi compañero de piso por
el que tanto me he preocupado.
Compañero de piso que permanece encogido, tapándose los oídos y con los ojos cerrados.
Es curioso, pero una vez tengo la sartén de nuevo en mi poder, me entran ganas de
utilizarla contra el Zurbe.
Intento buscar un calificativo para describir su actitud pero no me sale ninguno.
El señor vecino tumbado aprovecha mi momento de distracción para engancharme entre
sus gruesas manos y, sin darme tiempo a reaccionar, pega un fiero bocado en mi pierna.
Mi cuerpo entero se estremece.
Intento librarme de él, pero me ha cogido con ganas y no me suelta. No me queda más
remedio que hacer uso de la fuerza y meterle con mi mortífera arma.
Acompañada de un grito, cual jugadora de tenis en el campeonato de su vida, arreo tal
sartenazo en el cogote al pobre hombre que del impacto termina de clavar toda su dentadura
en la pierna.
Con un segundo remate a dos manos, golpeo la parte frontal y hago que retire la cabeza
lanzándole hacia atrás y dejándole en su posición cucaracha.
Aún jadeando por el esfuerzo, observo los daños que ha ocasionado a mi extremidad. La
visión es repugnante, los dientes y restos de carne ensangrentada se han quedado incrustados
en ella.
Agarro al Zurbe de la camiseta y, ante la colérica mirada del muerto-vivo mellado, avanzo
arrastrándole por el tenue pasillo hasta el descansillo de la escalera.
Me tiembla todo y no logro atinar en la cerradura de nuestra puerta, con la otra mano
sujeto la sartén fuertemente.
Por fin, oigo el maravilloso "click" de la llave al girar.
—Pobrecillo —dice el Zurbe mirando afligido la puerta vecinal—, se va a quedar tumbado
así para siempre, como una cucaracha patas arriba...
Antes de que la sartén se me dispare de manera automática y definitiva hacia su cara, le
cojo del brazo y tiro de él con fuerza para entrar enseguida en nuestra casa-refugio.

***
La visita al cuarto A ha sido una chapuza, demasiado riesgo para nada.
Eso nos ha quedado claro al Zurbe y a mí después de una corta y productiva conversación.
Yo desde luego, no tengo ninguna gana de salir de expedición otra vez. Todavía tengo el
susto metido en el cuerpo y tendría que prepararme psicológicamente para una nueva
incursión en el exterior. Incluso me estoy pensando muy mucho si comer o no estas guarrerías
que casi me cuestan la vida.
Tengo un agujero en el estómago que necesita ser rellenado y no sé si me gusta que sea
de esta manera.
Para mí, comerme estas cosas es un gran paso. Se trata de renunciar a una serie de
creencias, principios y convicciones.
Aunque no tengo mucho tiempo para decidirme. El Zurbe no espera a nadie. No me he
atrevido a dejarles solos a él y a la lata ni un momento. Ya la ha abierto y se está bebiendo el
líquido y todo. No lo hace ahora porque estemos pasando hambre, ya lo hacía antes y me daba
exactamente el mismo asco.
—Vamos a contarlas y a repartirlas —digo por fin.
—Pues, venga… —me apremia mientras se acaba el líquido de la lata obsequiándome con
un ¡BURPPPP! de ultratumba.
Han salido un total de veintiséis aceitunas.
Las tenemos en un plato en el salón. He puesto en otro plato mi parte. Ya veré lo que hago
con ellas.
El impaciente nato se frota las manos y comienza su festín sin preámbulos de ningún tipo.
Se las come más rápido que las uvas de nochevieja. Casi no las mastica, pero las saborea con
un gusto que da envidia.
—Mmmm... me comía tres latas más... —dice el Zurbe chupándose los dedos y dejándolos
como los chorros del oro, y a continuación me da un codazo de manera cómplice—. Formamos
un buen equipo tú y yo, ¿eh?
—Cállate —le digo indignada—, porque ahí casi dejas que me mate…
Sus oídos no hacen ni caso. Mi reproche le entra por uno y le sale por el otro. Son sus ojos
los que no quitan la vista de mi plato.
—¿No tienes muchas aceitunas ahí?
—No —le respondo—. Las he contado. Trece para cada uno.
—¡Uff! —exclama poniendo el grito en el cielo—. ¡Pues yo no puedo ir por la vida con trece
aceitunas en el estómago! ¡¿Tú sabes la mala suerte que trae eso?!
Me coge unas pocas de mi plato y, ante mi estupefacta mirada, explica:
—Una de mi pueblo se murió en un concurso por comerse trece huevos fritos seguidos en
dos minutos. Desde entonces entre la gente de allí existe la creencia de que si te comes trece
cosas de lo que sea, te mueres al instante.
—Hombre, pero eso sería por los huevos… —le digo cubriendo el plato con mi mano a
modo de barrera protectora entre su ser y mis zurullos verdes.
—¡Quita, quita! —dice como el que está en completa posesión de la verdad—. Que los
pueblos son la cuna de la sabiduría supersticial.
Se va del salón resoplando y despotricando contra la gente de ciudad y lo lista que se
cree.
¡Qué poca vergüenza! Al final va a ser menos tonto de lo que pensaba.
Mi estómago se queja. Señal de que le da igual lo que le llegue.
Cojo una, cierro los ojos y me la meto en la boca…
No está tan mala. La anchoa le da un toque salado, pero oye, me imaginaba que iba a ser
como masticar una boñiga de oveja o en el peor de los casos, que me saldría un sarpullido.
Voy masticando las siguientes aceitunas cada vez más convencida y justo cuando empiezo
a cogerles el punto, el plato se queda vacío.
***

Agradezco al Universo que el muerto-vivo haya elegido la pierna escayolada. Si no llega a


ser por ella, ahora me vería convertida en una versión gualtrapa de mí misma.
Estoy limpiándola de sus despojos, me da repelús andar por ahí paseando restos de nadie.
Es una tarea en la que hay que emplearse a fondo y no muy gratificante. Los cachitos de
dientes que caen y el sonido que hacen al chocar contra el suelo de la bañera dan auténtica
grima.
Por lo menos, el vecino ya no volverá a morder a nadie más. Como mucho chuperreteará a
su futura presa, y es bien distinto eso a que te arranquen un trozo de piel y músculo de cuajo.
He traído al baño la lejía, el friegaplatos, el amoniaco y todo lo que he encontrado por la
cocina que pudiera servir. Comida no habrá, pero los productos de limpieza siguen intactos.
Como no nos comamos la pasta de dientes aliñada con el fairy no sé qué vamos a hacer.
El Zurbe, para no variar, en cuanto me ve pasando el estropajo a la escayola dice que,
ahora que lo piensa, su cuarto también necesita una limpieza “es saustiva”.
Se ha ido a por el cepillo y la gamuza anti-polvo.
Si ahora mismo entrara Antu por la puerta no nos reconocería. Yo rodeada de los
productos de limpieza y el Zurbe quitando las pelusas de su cuarto.
Creo que ya es suficiente. Como siga lijando con el estropajo voy a llegar hasta la
epidermis.
Me recojo el pelo en una coleta con cuidado de no tocarme el chichón que ha emergido en
mi cabeza después del encontronazo con el suelo vecinal. Me ha salido justo en el mismo sitio
que el boquete del muerto-vivo.
¡Vaya sartenazo olímpico que se ha llevado! Con lo pacífica que soy yo en condiciones
normales. Nunca he tenido que darle en la cabeza a nadie con nada y menos con esa fuerza.
Ha sido defensa personal.
No necesito justificarme. Así no voy a ningún sitio. Tengo que cambiar el chip y
mentalizarme de que esas cosas ya no son personas humanas.
Son bichos.

***

A última hora de la tarde mi estómago ruge como el león de la Metro en dolby surround.
He vuelto a mirar por octava vez en la cocina a ver si encontraba, aunque fuera, unas mondas
de naranja olvidadas en el rincón menos insospechado.
NADA.
Como alguien no me detenga voy a coger la radiografía de mi pierna y me voy a poner a
abrir puertas de vecinos en plan kamikaze como una loca suicida.
—¿Ahora tiras la basura a tu balcón o qué? —me pregunta el Zurbe saliendo de su cuarto
—. Veo una bolsa desde mi ventana.
¿Eh? O es un chiste de pueblo que no pillo o está empezando a desvariar por el hambre.
No obstante, la curiosidad me pica y voy a mi habitación a ver a qué se refiere.
Efectivamente, en el balcón descubro una enorme y solitaria bolsa de basura.
En un primer instante pienso en una broma absurda del Zurbe.
Luego pienso en lo guarra que es la gente que lanza su basura a los balcones ajenos.
Por curiosidad hambruna cojo la bolsa y con cierto escrúpulo la abro.
Alucinada me quedo. Está repleta de bolsas de comida sin abrir y todas ellas escritas en
japonés o chino.
—¡Mmmmmmm! —oigo al Zurbe detrás de mí.
Confeccionamos un improvisado menú degustación sin tener ni pajolera idea de lo que
estamos comiendo. En las bolsas no entendemos lo que pone y una vez que las abres tampoco
es que te aclares mucho.
Algunas cosas, las que menos, están ricas. Hay de todo, semillas agrias, unos guisantes
que pican y unas cuerdas que no se pueden tragar, pero que masticándolas se convierten en
un chicle de pescado.
El Zurbe empieza con unas gambas secas minúsculas que yo juraría que son exactas a la
comida de Minerva, la tortuga que mi hermano tuvo como mascota hace años.
También hay una especie de cecina con un color verdoso un poco raro.
—¡Aggg! ¡Esto huele a perros muertos! —exclama el Zurbe con gesto despectivo.
Sin querer, me vienen a la cabeza las leyendas urbanas sobre restaurantes orientales y la
dudosa procedencia de sus carnes.
Después de olerlo otra vez, se lo piensa mejor y se lo mete para dentro tragándolo apenas
sin masticar, estilo pavo real.
Empiezo a pensar que este chico dispone de un buche bien acondicionado.
Las latas de bebida no hay quien pueda con ellas, saben a sopa de tripas de pescado
revenido. Yo no he podido tragarla por mucho que lo intentaba. Me han dado hasta arcadas, y
no se trata de vomitar lo poco que tengo en el estómago.
Las aceitunas al lado de esta bebida eran un manjar cinco tenedores.
El Zurbe se ha comido casi todo. Sólo le han faltado las bolsas de plástico, y eso que ponía
unas caras que eran un cuadro, sobre todo al beberse la lata con el simpático calamar
dibujado en la etiqueta. Se le ha quedado la lengua negra.
Hemos guardado las pocas bolsas incomestibles del todo por si este panorama sigue sin
solucionarse. Supongo que luego tendremos el triple de hambre y no nos sabrán tan mal.
Tirados en mi balcón abierto de par en par, bajo el cielo estrellado y con el estómago a
rebosar, me estoy quedando medio dormida. Hacía días que no me sentía tan plena y
satisfecha.
Ya era hora de que tuviéramos un poco de suerte.
Desde que estamos en esta era apocalíptica, una de las cosas buenas es que las estrellas,
las constelaciones y los objetos cosmológicos se distinguen que da gusto y la luna brilla como
en una superproducción de Hollywood.
Debe ser por aquello de la no contaminación lumínica que me explicó Antu en su día.
—¿Quién habrá sido nuestro maravilloso salvador de cena de esta noche? —pregunta el
Zurbe, no sin razón.
Me saca de mi estado de duermevela pero la verdad auténtica es que no lo sé. Me gustaría
averiguarlo para darle las gracias. Según mi hermano estas cosas tan significativas hay que
agradecérselas al Universo porque si no se cabrea y te castiga.
—Gracias Universo por esta comida que tan mal nos sabe pero que tanto llena nuestro
estómago vacío —murmuro con la boca como un trapo.
—¿Es Dios el que ha organizado todo esto como castigo divino? —me salta el Zurbe.
Mi agradecimiento le ha debido remover alguna neurona relacionada con la parte
metafísica del cerebro.
Ya despejándome, le respondo que no creo.
Si Dios existiera de verdad no habría organizado esta parafernalia de muertos-vivos.
Habría tenido más estilo y nos habría mandado una tormenta de arena durante siete días o
una lluvia de meteoritos superchula y apoteósica.
Y nosotros dos desde luego no seguiríamos vivos, porque habría un elegido y profecías de
esas. Y, tanto el Zurbe como una servidora, de elegidos tenemos muy poco. No sabemos pilotar
helicópteros, ni manejar barcos, ni nada. Yo sólo sabía navegar por Internet y el Zurbe el único
aparato que manejaba era el mando a distancia haciendo zapping.
Si Dios hubiese sido el responsable de este apocalipsis no habría mandado este desfile de
vísceras y lamparones que es todo un cutrerío y una ordinariez.
Por desgracia, nosotros nos vamos pareciendo a los muertos-vivos cada vez más, con
nuestra ropa sin lavar y con este aspecto tan descuidado que, de momento, nos da un aspecto
interesante y alternativo pero que empieza a rozar lo antihigiénico.
El Zurbe no hace más que rascarse la barba y yo con el pelo graso como se me está
poniendo, dentro de unos días, se podrá freír un huevo en él.
Mientras me abandono a las ondas delta bajo las estrellas, se me ocurre lo fenomenal que
sería que mañana nuestro anónimo proveedor alimentario nos suministrara una bolsa de
productos más occidentales, como pan, aceite o jamón.
Le digo al Universo que tome nota.
Por pedir que no quede.
9
El libro de mi hermano está teniendo unos resultados alucinantes. Ya le debo de haber
cogido el truquillo porque el Universo me está respondiendo vía satélite supersónica. Si lo
llego a saber antes, le hubiera hecho más caso en lugar de tenerlo olvidado y muerto de risa.
Nada más despertarme, he mirado al balcón y al instante he llamado al Zurbe.
Por inconcebible que parezca, tenemos otra bolsa de comida aguardándonos para el
desayuno. Ahí estamos los dos en pijama, como si fuera el día de navidad, mirando radiantes y
emocionados la bolsa de basura en el balcón.
—¡Yo creo que tenemos un ángel de la guarda! —exclama el Zurbe con las manos juntas a
modo de rezo.
Voy a empezar a creer en cosas así y en lo que me echen.
El Zurbe coge la bolsa y la mete para adentro a buen recaudo.
Le digo que no tengo ni que decirle que se controle, que la comida es un menú para dos.
Yo me quedo en el balcón mirando alrededor e intentando encontrar alguna pista que me
diga la procedencia de estas ofrendas.
—¡Creo que nuestro ángel de la guarda tiene fijación en que nos alimentemos de algas y
picante! —grita el Zurbe desde la cocina.
Cierto que mi plegaria de ayer añadía un ligero cambio a la exoticidad del contenido
alimentario de las bolsas, pero tampoco vamos a ponernos tiquismiquis. No sea que el
Universo, por quejarnos, nos corte el suministro.
Sigo analizando el paisaje mientras realizo una panorámica a lo Terminator sin dejarme ni
un solo detalle de las ventanas y terrazas colindantes a nuestro edificio.
Mi vista detiene su examen en el balcón del bloque derecho. Una cabecita se asoma
lentamente por él.
No me asusto, pero no puedo evitar que me dé un escalofrío con piel de pollo incluida.
La cabecita pertenece a una chica oriental con lágrimas por toda la cara. Me mira
recelosa pero con curiosidad. Creo que se trata de la hija del chino que gritaba con el
megáfono a los yonkis.
La saludo discretamente e intento formar lo más parecido a una sonrisa en mi cara. Tengo
mis reservas. No me fío de nadie. Este mundo apocalíptico me está volviendo muy
desconfiada.
Ella sale de cuerpo entero con una bolsa de basura en la mano y me devuelve el saludo.
Tiene una venda en el antebrazo y experimento una ligera empatía.
Llamo enseguida al Zurbe y le anuncio que nuestro ángel de la guarda ya ha hecho su
aparición. Y que es de nacionalidad asiática.
Cuando la ve se pone enormemente contento.
—¡No es de nacionalidad asiática! —me contradice—. ¡¡ES MI CHINA!! —exclama con la
misma alegría que si se encontrara con su mejor amigo de la infancia.
—Sí, pero no chilles tanto que la vas a asust…
—¡¡ES LA CHICA QUE VI EL DÍA DE LA TORMENTA!! —manifiesta, y luego me señala
acusadoramente con el dedo—, ¡y TÚ decías que era mentira!
—Shh... Ya veo que es cierto, tranquilo.
—¿Ves como era verdad? ¿Lo ves? ¡¿Ves como no flipo en colores?! —sigue insistiendo en
reafirmar su credibilidad como persona.
Yo no sé cómo pararle los pies. Si es que cuando alguien o algo le da la razón se pone
insoportable de pesado… de todas formas, no sé si es que la chica china se está cansando de
escuchar al Zurbe o es que directamente se siente ignorada pero, lejos de asustarse, nos lanza
la bolsa de basura que lleva en la mano. Casi me da en toda la cabeza. Y ésta era muy pesada,
tiene latas de bebidas de todos los colores.
—¡CHIN BAN CHO! —dice la chica.
Al no tener respuesta por nuestra parte se queda pensando y luego vuelve a hablar, pero
no sirve de nada porque por su boca sólo salen sonidos y más sonidos ininteligibles para
nuestros oídos.
—¡TU HABLAL MEJOL, NOSOTLOS NO ENTENDEL! —le responde el payaso del Zurbe.
Su concepto del chino es tan limitado como su persona.
—Da igual, Zurbe, no habla nuestro idioma —le digo al pseudopolíglota.
—¡NI CHINGUAN CHONGO CHIPIN! —exclama ella.
Nos hace un gesto con la mano indicando que ‘esperemos’. Se mete para dentro de su
casa y a los pocos segundos sale y nos tira dos bolsas más de basura con comida china.
Nos ponemos locos de contentos. Mola esta chica.
—¡CHONGO CHIPIN! —dice ella empeñada en hablarnos en su extranjero lenguaje.
—Creo que está diciéndonos cómo se llama —deduce el Zurbe—, su nombre debe ser
Chongo y el apellido Chipin.
Yo no lo tengo muy claro.
—¡EN-CAN-TA-DOS! —nos presenta con una excesiva vocalización—, ¡YO-ZURBE-ELLA-
SUSI!
No sé si habrá visto alguna peli de Tarzán, pero lo ha dicho clavadito al rey de la selva.
La china tiene la misma expresión de extrañeza en su cara que la que debe reflejar la mía.
No se da por vencida y añade signos con las manos.
Por supuesto, con manos o sin ellas, seguimos sin enterarnos de lo que quiere decir.
—¡¿GUOO NEMAJON ICHICHI?! —se acelera a preguntar lo que quiera que signifique esa
frase.
Es frustrante que alguien espere de ti una contestación y tú no sepas ni por dónde
empezar la respuesta. Ella interroga, nos señala y asiente con la cabeza.
Observándola muy concentrado, el Zurbe entorna los ojos y por fin enuncia su dictamen.
—Nos está preguntando que si queremos más comida —se aventura a descifrar el
improvisado traductor de chino.
El Zurbe agita afirmativamente con la cabeza y los pulgares hacia arriba. Yo le sigo. A ver,
¿qué voy a hacer?
—¡¡OK, OK!!
Este gesto universal lo conocen hasta en la conchinchina, que seguro que es lugar de
origen de esta chica.
El caso es que se muestra pensativa y, de repente, pasa una pierna por fuera del balcón y
luego el resto de su cuerpo. Cuando nos queremos dar cuenta, Chongo Chipin se ha
descolgado de su terraza y suspendida en el aire comienza a balancearse como un péndulo.
—¡Que quiere llegar hasta aquí, la tía loca! —suelto innecesariamente ante tal obviedad.
Nos apresuramos a gritarle que no siga, que nuestro balcón le queda muy lejos, que es
muy peligroso, joder, que pare… aunque ya es demasiado tarde. Ella sigue insistiendo cada
vez con más fuerza en su peligroso y temerario vaivén. Claro, después de nuestros efusivos
Okeys lo mismo se piensa que la estamos animando.
Nunca dos metros me parecieron tan lejanos. El Zurbe se pone una de las bolsas de
basura delante de los ojos para no ver.
Después de unos eternos balanceos en los que tenemos el alma en completo suspense, se
suelta de las manos.
El Universo decide que hoy no es el día propicio para que Chongo Chipin pase a mejor
vida.
Alcanza nuestro balcón por los pelos y la recibimos literalmente con los brazos abiertos.
Ella se pone muy contenta y de la emoción no para de decir cosas. No la entendemos ni
jota. Desde luego que ha salido al padre en el manejo de idiomas.
Después de los gestos de alivio y de secarnos los sudores producidos por la tensión
emocional vivida, le damos la bienvenida a nuestra humilde morada como los buenos
anfitriones que somos y le invitamos a que pase dentro del piso para recuperarnos del susto y
conocernos un poco mejor.
A saber cuantos días hace que no tiene contacto con personas normales como nosotros.

***

Debido al aterrizaje forzoso, se le ha abierto un poco la herida del brazo. Estamos en el


baño cambiándole la venda y echando un poco de agua oxigenada con el botiquín de primeros
auxilios de Antu. Todo hay que decirlo, el corte, arañazo o lo que sea no tiene muy buen pinta,
está con llagas, con mucho pus y demasiado hinchado para mi gusto. Ella apenas se queja,
pero una herida tan fea tiene que doler por narices.
—¡¿TE DUELE MUCHO, CHONGO?!
Chongo Chipin mira al Zurbe con los ojos en lágrimas pero no le contesta.
—¿No ves que no habla nuestro idioma y no te entiende? —Él sí que no se entera ni del
idioma de la china ni de ninguno—. ¡Además, no es sorda!
—¿Cómo se habrá hecho la herida? —dice el Zurbe.
Le preguntamos en lenguaje de signos y ella está diez minutos contándonos su vida
personal.
Por lo poco que le hemos entendido entre gestos de mímica creemos que su padre, de
carácter agresivo, en una noche de bronca le dio una paliza y luego se fue de casa
abandonándola a su suerte. Un caso de maltrato en toda regla.
También que lleva varios días escondida e incomunicada en su casa (ya somos tres), que
ya nos conocía de sobra por nuestros gritos y que ha pasado mucho miedo o frío.
—¡Estamos en agosto! ¿¡Cómo va a tener frío?! —le digo al Zurbe. Está empeñado en
interpretar el gesto de temblequeo de Chongo como que la chica poco más que muere de
congelación.
—Pobrecilla —dice él—, cuánto tiempo llevará sola Chongo Chipin...
Al oír su nombre se le pone una sonrisa en la cara y empieza a asentir y a señalar fuera
del baño.
—Mejor para acortar la llamaremos Chon —dice un bautizador Zurbe sin consultar con
nadie—, como a mi tía Concepción, la del pueblo.
No sé si Chongo Chipin estará de acuerdo pero la verdad es que es más práctico.
Chon nos hace el gesto universal de empinar el codo. Entre gesto universal y gesto
universal nos vamos entendiendo.
El Zurbe trae la única botella vacía de la que disponemos llena de agua del cubo y le
ofrece un vaso para que beba.
Se lo ha pimplao de un trago.
Jo, con el cuidado que estamos teniendo el Zurbe y yo con el agua, que cada vez que
tomamos un trago lo hacemos con reverencia.
Yo entiendo que hace calor, es verano y tal, pero hay que enseñar a Chon a valorar el
agua.
Ajena a mis pensamientos coge la botella y se pone a beber directamente de ella.
Sé que no es de buena anfitriona decir a la gente que se controle, pero no puedo evitar
cogerle la botella y apaciguarla con la mano.
Ella se limpia tímidamente la boca con la mano y sonríe como la buena china que es.

***

Cambia mucho la perspectiva cuando los nuevos compañeros de piso que vienen no portan
armas de fuego.
Con esta chica de procedencia oriental y el Zurbe, que es de otro planeta, ahora se puede
decir que este es un piso multicultural auténtico. Venimos de mundos distintos pero tenemos
en común que nos sentimos igual de desamparados y perdidos. Eso y que a los tres nos
abandonó el desodorante hace días.
La llegada de nuestra espontánea compañera me ha hecho reflexionar y caer en la cuenta
de que no podemos seguir con este plan de vida.
Necesitamos organización.
La idea se me ha ocurrido de forma instantánea, aunque puede que haya influido el hecho
de ver que las pocas horas que lleva Chon en el piso esté cogiendo agua de nuestro cubo del
balcón continuamente.
Me molesta un poco que se ponga a beber tanto. Yo entiendo que sus latas de tinta de
calamar no sean del gusto de nadie, pero es que como vaya a este ritmo va a agotar nuestras
reservas en dos patadas. Que vale que tengamos comida gracias a ella, pero tampoco se trata
de que ahora nos deje sin agua.
El Zurbe, con eso de la emoción de nuestra nueva compañera de piso, tiene todas las
bolsas desparramadas por el sofá y no para de picar unas de otras.
Se piensan que esto es una barra libre y me están poniendo de los nervios.
Por eso, mi primer plan para que esta casa no se convierta en un caos es el siguiente:
Voy a hacer un recuento administrativo y a racionar los alimentos.
—Hay que unir fuerzas y dosificar la comida —digo con mi mejor tono de sargento en
mitad del salón.
El Zurbe y Chon dejan de comer y de beber al instante y se me quedan mirando.
Una vez que he captado su atención, añado que a partir de ahora la comida y la bebida
pasan a llamarse provisiones hasta nuevo aviso.
Se están dando cuenta del tono grave de mi voz porque Chon me observa muy seria
cuando voy amontonando las bolsas de basura y me agencio la botella de agua que ella no
suelta ni a la de tres.
—¿Y nosotros qué hacemos? —pregunta el Zurbe resignado.
—Podéis ir mirando dónde va a dormir Chon. —Está visto que si no soy yo la que coordina
el tema nadie lo hace.
El Zurbe coge a Chon de la mano y marchan todo resueltos en dirección al cuarto de Antu.
¡Vaya ocurrencia!
Ahí les tengo que parar el carro y me interpongo en su camino.
—¡Ni hablar! La habitación de Antu es sagrada.
Metida en mi papel de mandamás no hay quien me pare. Si alguien tiene que dormir allí,
esa soy yo. Su cama ya ha sido mancillada una vez y no voy a tolerar que se haga una
segunda.
Establezco que ella puede dormir en mi habitación siempre y cuando respete mi
privacidad y no ande toqueteando mis enseres ni abriendo mis cajones.
Le digo al Zurbe que le explique a Chon todas mis disposiciones, que yo estoy muy
ocupada.
Dicho esto y sin mirarles, me voy a la cocina a colocar el género.
Inmersa en mi tarea planificadora, intento organizar las bolsas y latas clasificándolas
según su aspecto y lo que creo que va de menos asco a más, para comer primero lo que da
menos asco y acabar después con lo asqueroso total.
El tiempo y el hambre te enseñan a ser más tolerantes con la alimentación.
En las bolsas de basura de Chon descubro unas estupendas velas de todas clases, (¡qué
guay!, se acabaron las noches sin iluminación), cirios, perfumadas, de cumpleaños con
número, de cumpleaños sin número y también un par de singulares mecheros. Uno de ellos es
de un tío en bañador que si lo pones boca abajo se queda en bolas. Qué ingenioso.
Coloco todo el contenido de las bolsas en la encimera a modo de muestrario.
Me encanta la visión.
Después de un rato ordenando nuestra nueva despensa en los estantes de los armarios,
soy muy consciente de que no les oigo hablar en el salón. Me he vuelto hipersensible al
silencio y la ausencia de ruidos me mosquea igual que la abundancia de gritos.
Se podría incluso decir que me inquieta la quietud.
Cuando llego al salón un poco alertada entiendo el porqué de tanta calma.
Ahí están los dos en el sofá: la nueva adquisición oriental del piso y el aspirante a
funcionario de la ley pegados como una lapa el uno al otro.
Me parece fenomenal que se quieran tanto, pero podían tener el detalle de irse a un sitio
más privado y no besuquearse en medio del salón, que es un lugar público de paso.

***

No es que anduviera cotilleando entre las cosas de Antu, nada más lejos de la realidad,
pero hurgando en el armario de su ropa, mirando entre sus abrigos y abriendo sus cajones
para hacer un poco de sitio a mis cosas, he encontrado debajo de una pila de calzoncillos una
camiseta mía que hacía tiempo que no veía.
No entiendo qué hace aquí. Supongo que la cogería por confusión junto con el resto de
ropa de la cuerda de tender. Aun así, no sé cómo no se dio cuenta entre tanto slip.
Me viene al recuerdo la última vez que estuve con Antu en este cuarto. Fue hace un siglo
de semana.
Me telefoneó de skype a skype, de su ordenador al mío y me dijo que quería enseñarme
algo. Llegué con mi silla rodante a su habitación y me mostró un video-experimento suyo
sobre la destrucción de la flora y fauna del planeta. Iba a presentarlo a un certamen de
cortometrajes y quería mi opinión.
Sentada en mi silla del ordenador y sin enterarme ni papa de lo que veía, sólo pensaba en
qué narices decirle cuando acabara el vídeo.
Él permanecía de pie inclinado sobre mí.
La habitación a oscuras y las imágenes ecologistas del ordenador como única fuente de
luz.
Por un instante, tuve la sensación de que me olió el pelo…
Su camiseta con el signo de la paz permanece colgada en el respaldo de su silla del
escritorio tal y como la dejó aquella mañana en que decidió ir al súper, allá por el pleistoceno.
Me quito mi camiseta y me pongo la suya. Caben dos Susis.
La cojo entre mis manos y me la acerco a la nariz aspirando profundamente. No percibo
ningún tipo de perfume ni desodorante. Sólo el olor característico de persona de Antu: una
ligera mezcla de suavizante con cannabis.
Lo hubiese reconocido entre mil prendas.
Qué cerca le siento.
Unas apacibles cosquillas me hormiguean por el bajo vientre.
Mi calenturienta imaginación da rienda suelta a su fantasía y acordándome de la tarde en
que me olió el pelo... hacemos algo más que visualizar su video-experimento en esta cama en
la que me acabo de recostar.
Después de juguetear un rato conmigo misma, voy cayendo en el placentero sueño que da
la satisfacción del trabajo bien realizado.
***

Un olor a quemado me entra por la nariz.


¡¿FUEGO?!
Me incorporo en la cama y tengo que hacer un esfuerzo para lograr ubicarme. Recuerdo
que es la habitación de Antu pero me cuesta reconocerla. Se me ha echado la noche encima y
no veo un pimiento.
Salgo de la habitación a tientas por la pared lo más deprisa que puedo y en el pasillo
vislumbro un fulgor de llamas que proviene del salón.
A las grandes zancadas que me permite mi escayola y con la sangre palpitándome en las
sienes me encamino hacia allí.
Un fuego preside el centro de la estancia. Me alarmo y corro a llamar a los bomberos.
Avanzo en busca del teléfono mientras mi mente va asentando la situación: hay algo que no
encaja.
Aparte de la soberana absurdez de llamar por un teléfono no operativo a un parque de
bomberos probablemente desierto, el Zurbe y Chon permanecen agachados en torno al fuego.
Concretamente, alrededor de una olla de la que emerge una minilumbre.
Me quedo mirándoles sin dar crédito.
Chon sujeta un cazo encima de las llamas que contiene una suerte de caldo.
—¡Mira qué cena más fastuosa! Esto había que cocinarlo. ¡Por eso sabía tan mal! —dice el
Zurbe enseñándome un tazón que está degustando con las cuerdas de chicle de pescado
flotando en el agua—. ¿Qué haces con esa camiseta de Antu puesta?
Me miro y, efectivamente, todavía la llevo encima. Se me ha olvidado quitármela. Noto
calor en mis mejillas.
—¡Pero esto es muy peligroso! ¡Podemos salir ardiendo! —«Como mi cara» pienso. A
continuación, protesto apresuradamente—: ¡Ehhh! ¡¿De dónde habéis sacado la madera?! ¡¿A
ver?!
—La madera la hemos sacado de este cajón del mueble... a la señora del alquiler no creo
que le importe mucho, ¿no? —Me guiña un ojo cómplice, se mete la cuchara en la boca y
añade con condescendencia—: ¡Que no hay peligro, mujer! ¡Cómo se nota que te has criado en
la ciudad!
Chon me ofrece el cazo y me acerco un poco reticente, al olerlo mi tripas reclaman su
parte. Cojo una cuchara, me decido a dar un moderado sorbo y lo cierto es que sabe aún
mejor.
Según el Zurbe, la deliciosa receta ha sido idea de Chon que, al ser de aldea como él, tiene
experiencia en estas labores de leña y horno. Se le ve encantado de compartir piso con alguien
que también se ha criado entre cabras y arbustos.
Le hago el signo de ok a Chon y ella me sonríe orgullosa.
Volvemos a ser personas civilizadas que comen las cosas cocinadas como Dios manda.
Los tortolitos están ya dando cuenta del postre, una especie de garbanzos morados secos
que se lanzan uno en la boca del otro jugando a hacer canasta.
Mientras me sirvo un poco más de sopa del cazo, hay algo que no se me va de la cabeza.
—Zurbe, ¿alguna vez Antu te dijo algo de mí? —investigo sabiendo lo muy descarado que
suena, sobre todo después de haber salido de su habitación vestida con ropa suya.
—¿Como qué? —pregunta extrañado interrumpiendo su romántico juego con Chon. Creo
que ni se acuerda que antes me ha preguntado por la camiseta. Menos mal que tiene memoria
de pez.
—Pues no sé… —finjo que pienso y continúo sin que se me note el descaro—… lo que
pensaba de mí… si le parecía guapa o maja…
—¡Ah, sí! —vacila unos instantes haciendo memoria—, una vez me dijo que eras una
neuras.
Eso sí que no me lo esperaba.
—¿Neurótica yo? ¿Por?
—Hombre, pues por tu obsesión con Internet, por tu pánico con los bichos y sobre todo —
responde como si fuera lo más obvio—, por tu rollo con las aceitunas.
Añade que se hace pis y se va al baño dejándome con la palabra en la boca.

***
El viejo cabrón de enfrente se encuentra asomado a su terraza mientras yo hago lo posible
para que se percate de cómo me estoy relamiendo de gusto.
Quiero que se muera de envidia y que se dé cuenta de que en esta vivienda nos apañamos
divinamente sin su ayuda.
Me he venido a mi balcón y, bajo la luz de una candela «aroma lavanda floral», saboreo el
manjar de la gran chef Chongo Chipin delante de sus narices.
Sin tener en consideración que me hallo disfrutando de una suculenta cena, el señor
vecino me ignora como sólo él sabe hacerlo: se pone a mear directamente desde el balcón a la
calle.
¡Tío cerdo!
No me digas que no podría hacer como nosotros con nuestro discreto cubo de mierda. Es
un asqueroso por los cuatro costados. Menos mal que en la oscuridad los pormenores no se
distinguen bien del todo. Espero tener la suerte de no asistir cuando le dé por hacer aguas
mayores.
Cenando aquí en el balcón como antaño y viendo a los muertos-vivos que se mueven como
yonkis terminales, si hago un esfuerzo en mi imaginación casi puedo sentirme como hace una
semana.
Incluso si el Zurbe viniera a molestarme en este momento de “tranquilidad”, sería como si
nada hubiera cambiado.
Pero mi compañero de piso no hace acto de presencia alguno.
Apuro los últimos restos de sopa de mi cuenco y haciendo un esfuerzo por tragar algo
gelatinoso que sabe a pies, me dirijo al salón rodando con la silla del ordenador.
El Zurbe y Chon están en el sofá ejercitando sus lenguas otra vez.
Claro, con razón no venía al balcón a darme la plasta. Ahora tiene otras prioridades con su
nueva amiguita.
¡Qué chaquetero!
—¡EJEM, EJEM! —toso para que se den cuenta que en esta casa somos tres.
—¡Huy! No te habíamos visto —se disculpa el Zurbe.
—Ya me había fijado, ya.
Permanecemos los tres en silencio mirando la decoración del salón unos largos segundos y
cuando me voy a ir sintiendo que sobro, Chon me retiene del brazo y me sienta en el suelo de
cara a la pared. Después hace lo propio con el Zurbe.
—A lo mejor en su pueblo es una costumbre ceremoniosa —dice extrañado.
Chon pone la vela encima de la mesa y muy concentrada se sitúa detrás de ella. Comienza
a entonar una dulce melodía en su idioma y a mover las manos grácilmente hasta dejarlas
quietas en una posición.
En la pared ha aparecido, por arte divino, la figura de un cisne que se arrulla las plumas.
Tanto el Zurbe como yo nos quedamos boquiabiertos.
Chon nos deleita con un espectáculo musical y visual realizando todo tipo de juegos de
sombras de objetos, animales y hasta personas moviendo la boca como si cantaran.
¡Es una chica supercompleta!
La historia iba de un guerrero que disparaba flechas hacia el cielo dando en el blanco a
varios soles (que no sé muy bien qué hacían tantos soles en el cielo) y no sólo eso, sino que
luego luchaba contra unas serpientes gigantes, un huracán y un monstruo acuático de nueve
cabezas a los que vencía triunfador.
El tío podía con todo lo que le echaran.
Mientras ella contaba sus peripecias, yo veía todo el rato a Antu personificado en el
guerrero invencible y he pensado en lo que le hubiera gustado esta improvisada performance.
Nos hemos enterado de todo el hilo argumental. Ya nos podía haber explicado su historia
personal esta mañana de la misma forma.
—¡Ay, mi niña! ¡Qué buena contadora de cuentos es! —dice un orgulloso Zurbe plantando
un beso con efecto ventosa en la boca de su querida.
Hay que reconocerlo, Chon se podía perfectamente ganar la vida como cuentista de
sombras chinas.
Yo aplaudo como la que más, sonriéndole y afirmando con la cabeza.
Después de una entretenida velada, en la que incluso hemos jugado a adivinar títulos de
películas dibujando y en la que mi escayola ha acabado toda pintarrajeada de signos orientales
con dedicatoria del Zurbe incluida («con osin escallola, Susi mola») nos hemos ido los tres a la
cama, despidiéndonos como la pequeña familia que hemos formado.

***
No sé qué hora de la madrugada será, pero a través de los tabiques Chon me despierta
con sus gemidos.
Enciendo una vela y salgo cojeando hacia mi habitación. Espero que no ande con el Zurbe
haciendo el tonto. Éstas no son horas de juerga.
Qué va. Está hablando sola. Dormida. Entre sueños.
—Baba... chin buyao shang… buyao yao —delira con voz temerosa.
Aunque la noche es más bien calurosa y está tapada hasta el cuello, Chon se encuentra
tiritando de frío. Su cuerpo emite un calor que parece una calefacción central a todo gas y
está empapada en sudor. Le retiro un poco la sabana para que no se cueza del todo.
Puede que el Zurbe no anduviera tan desencaminado en el diagnóstico sobre su
temblequeo.
Pobrecilla. ¿Cómo no va a caer mala, malcomiendo y malviviendo estos días atrás?
Pero ya verá que con nuestros cuidados sanará pronto.
10
—¡¡SUUUSIIIIIIIIIIIIIIIII!! ¡¡SAL, POR FAVOR, POR FAVOR, SOCORRO, SOCORRO!!
El capullo del Zurbe me despierta con un alarido enorme y entre sueños reconozco un
grito de los de «mata a ese bicho asqueroso».
Menudo bote que he pegado.
A este paso, si no muero de hambre o mordida por un muerto-vivo, va a ser un susto del
Zurbe lo que acabe conmigo. Esta absurdez de llamarme para que liquide los bichitos
repulsivos que se va encontrando a lo largo de su existencia tiene que acabar en algún
momento. Son inofensivos al fin y al cabo.
Me levanto y me dirijo hacia el origen del escándalo con mi letal escayola dispuesta para
la acción... No obstante, mi pierna se queda quieta de espanto al comprobar que poco va a
poder hacer en este caso.
El bicho al que se refiere el Zurbe es Chon.
—¡¡SUSI, AYÚDAME, CHON ME QUIERE MORDER!! —grita desesperado—. ¡¡ES UNA DE
ELLOS!!
Tiene una silla cogida como escudo y es lo único que se interpone entre sus cuerpos.
Parece un domador de circo al que se le ha ido de las manos el adiestramiento de su fiera.
Chon se afana en agarrarle estirando los brazos, abriendo y cerrando su rabiosa boca con
la enfermiza ansia típica de un muerto-vivo.
Dispongo de medio nanosegundo para tomar una decisión. No puedo acceder a mi sartén
noqueadora especial de muertos-vivos, se encuentra en la cocina y ellos tienen el paso
bloqueado. Echo un vistazo rápido a mi alrededor y me dirijo en dirección contraria a donde se
encuentran ellos.
—¡¿DÓNDE VAS?! —pregunta el Zurbe presa del pánico.
Necesito un arma mortífera igual de contundente o más que mi sartén. De manera torpe
voy llegando a mi objetivo: el mueble que preside el salón.
—¿¡CÓMO PUEDES ABANDONARME EN UN CASO DE ALTA URGENCIA COMO ÉSTE?!
—exclama indignadísimo a la par que horrorizado. El agobio hace mella en él. Se ve que le
cuesta mantener las distancias cada vez más entre su cuello y los dientes de Chon.
—¡No te estoy abandonando! ¡Voy a coger algo para golpearla!
Me encantaría recordarle que hace un par de días él me socorrió en la casa del vecino
encogiendo su cuerpo y tapándose los oídos. Pero no es el momento de sacar los trapos sucios.
Es el momento de sacar la puta tele de su recoveco y me está costando sudor y suciedad.
La de mierda que hay acumulada detrás de estos muebles.
—¡¡NO, LA TELE NO, BUSCA OTRA COSA!! —chilla afligido el pobre infeliz.
Mi mente hace como que no ha oído esta última súplica, ya que no quiere que yo estampe
la tele en cabezas humanas de las que luego podría arrepentirme.
La pantalla de plasma todavía está enchufada a la corriente junto con el resto de cables de
los demás aparatos eléctricos, el dvd, el equipo de música, el teléfono… todo el cablerío está
enredado a la perfección como unas lucecitas navideñas recién sacadas de la caja de los
adornos de una navidad pasada.
¡Dios, esto es peor que deshacer un nudo marinero!
Les oigo forcejear a mis espaldas. El Zurbe solloza y grita. Chon gorjea y gruñe. No paran
quietos.
¡Así no hay quien se concentre en deshacer nada!
Después de eternos segundos. Por fin consigo desentramar el complicado puzzle de cables
y enchufes y hacerme con el dichoso aparato.
Agarro el televisor extraplano de veinticuatro pulgadas entre mis brazos y cojeando me
dirijo hacia los dos luchadores que todavía siguen en la misma posición de ataque y defensa.
Todo hay que decirlo, Chon aventaja al Zurbe por goleada.
A la de una.
A la de dos.
¡A la de tres!
Estampo la tele con todas mis fuerzas sobre Chon y me bato en retirada hacia el otro
extremo del salón.
El terrible impacto empuja su cabeza hacia delante y ella se balancea un poco. Pero nada
más. Esperaba que cayera inconsciente por lo menos.
La buena noticia es que ha abandonado su obsesión por el Zurbe.
La mala es que se está dando la vuelta hacia mí.
La tele se le ha quedado incrustada en la cabeza a modo de extravagante pamela. Si
estuviera en un pase de modelos superfashion y cosmopolita, ella sería la estrella del desfile.
Sin entender cómo puñetas puede mantener el equilibrio con el peso que lleva en la
cabeza, barajo mis opciones: quedarme quieta en el sitio presa del pánico o huir por el
ventanal que queda a mis espaldas abierto de par en par.
Chon me mira con ojos rabiosos, estira los brazos y empieza a dar grandes zancadas en mi
dirección.
De repente, me parece un monstruo invencible.
No me da tiempo a reaccionar y cuando quiero apartarme, se me echa encima.
El forcejeo dura unos segundos hasta que me doy cuenta de que Chon agita los brazos a lo
loco. Afortunadamente, su tele-sombrero le entorpece la visión y no acierta una. Con esfuerzo,
voy cambiando mi posición por la suya hasta que me giro del todo y, al fin, logro empujar su
menudo cuerpo hacia el exterior.
China y tele de plasma se precipitan al vacío a través del gran ventanal del salón.
Yo permanezco inmóvil e intento recuperar mi respiración habitual. Mis pulmones van tan
rápido que me es imposible seguirles el ritmo.
El Zurbe viene corriendo a la ventana aún con su silla protectora en ristre y se asoma.
—¡Mi tele! —se lamenta compungido—. ¡La de satisfacciones que me ha dado! Y al final…
me ha salvado de la no-muerte.
Siempre suelta la frase adecuada en el momento adecuado, y aunque no quiero
interrumpirle estas emociones tan profundas y sentimentales de introspección, me entran
ganas de decirle que no se pase: la que le ha salvado de su “no-muerte” he sido yo.
Me asomo por el ventanal y veo que Chon se ha abierto la cabeza igual que una sandía y
ha ido a parar encima de nuestro ex-policía salvador Patxi, que casualmente pasaba por allí.
Éste también se ha fracturado de manera considerable el cráneo y el cuello. Dos por el precio
de uno. Tirados en el asfalto realizan aspavientos como si se les estuvieran agotando las
baterías.
—Yo que quería formar una familia con ella —dice el Zurbe afligido—. Pobre Chongo
Chipin, siempre vivirá en nuestro recuerdo como nuestra china salvadora.

***
Estamos comiendo en el salón una de las sopas de Chon que el Zurbe ha calentado.
Permanecemos los dos en silencio acompañados únicamente del sonido de las cucharas al
chocar con nuestros respectivos cuencos… bueno, de eso y del ruido que hace el Zurbe al
sorber su caldo.
No hay mucho que decir.
Pero sí que pensar. Al menos yo. ¿Por qué Chon se ha transformado en un muerto-vivo de
ayer a hoy?
El Zurbe lleva la cuchara a su boca y de su boca al tazón de manera mecánica con la
mirada fija en el hueco que ha dejado el televisor.
Hay algo que hace que me sienta como una detective descifrando las claves de un misterio
a punto de resolver. De repente, me viene a la mente la herida llena de pus del brazo de Chon
¡Era un mordisco!
—¡Puede que Chon nos viniera ya infectada de casa por medio de su herida tan fea! —
rompo el silencio—. ¡Puede que estuviera incubando lo que quiera que provoque este horrible
resucitamiento post-mortem!
He logrado llamar la atención del Zurbe aunque no era mi intención. Me mira a los ojos
con completo terror.
«La última frase no tenía que haberla pensado en voz alta», pienso para mí.
—Y... ¿Y si me ha infestado?... me di algunos besos con ella…
El Zurbe se empieza a poner nervioso y antes de que se ponga histérico del todo, trato de
calmarle diciendo que no se preocupe, que esto no es un constipado común que te contagias al
primer estornudo. Que seguro que los culpables sólo son los mordiscos y no los besos.
No tengo ni idea de lo que hablo pero no se me ocurre otra cosa qué decirle.
De cualquier forma, parece conforme con mi hipótesis y algo más tranquilo, continúa
sorbeteando su sopa.
La que se queda mosqueada soy yo.

***
Es noche absoluta y hoy toca sesión insomne.
Cada vez que cierro los ojos se me repite la inquietante imagen de nuestra china
benefactora en el suelo con la cabeza abierta.
Con las persianas subidas del todo y las puertas y ventanas abiertas, la casa entera se
halla iluminada por la azulada luz de la luna que se cuela a través de ellas. Antes de todo este
cataclismo nunca me había fijado en su extraordinaria potencia lumínica.
Oigo un ruido en el piso.
Me incorporo, salgo de la cama y asomo la cabeza por la puerta.
Veo un bulto encogido en una esquina oscura del salón. Distingo al Zurbe tapándose la
cara con las manos y me doy cuenta de que el ruido que oía desde mi cama es su fuerte
respiración. Está haciendo unos gorjeos raros con la garganta.
No sé por qué, pero vacilo en acercarme. Lo único que me atrevo a sacar fuera de mi
cuarto es la voz.
—Zurbe —susurro—. ¿Qué te pasa?
Él corta su respiración de cuajo y se levanta de un brinco. Por mucho que intento enfocar
la vista no le ubico. Cuanto más abro los ojos menos veo. Parece que la luna se esté apagando
por momentos.
La sombra del rincón avanza rápida y bruscamente hacia mí.
Mi primer impulso es cerrar de golpe la puerta de mi cuarto y ponerme a cubierto, pero
llego tarde y el Zurbe la derriba de un violento empujón.
Con mi compañero de piso al acecho y sin entender su turbador comportamiento,
retrocedo temblando hasta que doy con mi espalda en la barandilla del balcón.
Él coloca su cuerpo en una espeluznante postura animal de ataque y enseñando sus
maxilares coge un gran impulso y se lanza a mi cuello.
La fuerza de su choque me empuja fuera del balcón y nos precipitamos al vacío
vertiginosamente.
Mientras voy cayendo en picado hacia el pavimento, sólo grito un nombre:
¡¡AAANTUUU!!

***
Me despierto de un sobresalto con la almohada empapada y con el pelo pegado a la cara.
Noto la garganta resentida y me froto el cuello, creo que he llegado a gritar.
Todavía taquicárdica, compruebo que estoy sana y salva y no he acabado adherida en el
asfalto como una pegatina.
Me asomo al balcón algo inquieta a que me dé en la cara el poco aire que corre.
Chon y el policía Patxi siguen en el mismo lugar, no se han movido ni un milímetro.
También han abandonado definitivamente el baile desincronizado que ejecutaban. Ahora son
dos inertes cuerpos descomponiéndose al ritmo que marca la naturaleza.
Me entran ganas homicidas de tener la pistola de Patxi en mi poder y liarme a tiros con
todos los muertos-vivos que se me pongan por delante. El sueño me ha dejado un nubarrón
oscuro encima de la cabeza.
Me quito la camiseta bañada en sudor y la cuelgo en la barandilla para que se seque
cuando me entra por el rabillo del ojo el vecino de enfrente en su balcón. Está sentado en una
banqueta con los pies en remojo dentro de un barreño (¡¿de dónde sacará el agua?!) y me
observa con especial interés.
¿Cuánto rato lleva espiándome?
No creo que esté tan trastornada como para pensar que es un malentendido pero me
contempla con lascivia. La boca entreabierta y sus ojos clavados en mi figura son un claro
indicio.
Alcanzo la camiseta de la barandilla con mi mano mientras advierto que él alcanza otra
parte de su cuerpo con la suya.
Lo que me faltaba en estos momentos.
Sin perder un segundo más, me visto de nuevo de manera atropellada con mi camiseta y
una vez la tengo puesta compruebo, a mi pesar, lo marcados que quedan mis pezones al
pegárseles la tela mojada. Cuando quiero darme cuenta, alzo la cabeza y el viejo salido sube y
baja su brazo a ritmo frenético.
Me siento sucia, como una prostituta gratuita.
Estoy cansada de este acoso, de esta situación, de este horror...
Algo dentro de mí estalla como una supernova.
Comienzo a gritarle con saña el peor vocabulario que poseo y todos los insultos que
conozco dando rienda suelta a mi desahogo emocional.
Pero lejos de achantarse, cuanto más le grito más parecen excitarle los insultos al puto
viejo verde. Está tratando de auparse en el taburete no sé muy bien para qué.
Mientras sigo chillando de manera obsesiva, puedo sentir la agitación muerto-viva de
abajo al escuchar mi voz humana desgañitarse de esta manera.
Me da igual quedarme afónica o romperme la garganta.
El viejo ya se ha subido completamente en la banqueta y me enseña en todo su esplendor
su repugnante labor.
Después de esta estremecedora visión, me doy por vencida y abandono impotente mi
estado de furia. Contra este tío no hay quien pueda. Frustrada, a punto de hundirme y con la
moral por los suelos del balcón… no hago más que callarme cuando oigo desde la lejanía:
—¡¡¡¡¡¡SUUsiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii!!!!!!!!!!
Juro ante la Madre Tierra que es la voz de Antu.
LA LLAMADA
11
El Zurbe, con un par de kilos más en el cuerpo, pasa las vacaciones en su rústico pueblo
haciendo la vida imposible a sus padres.
Ahora mismo está tirado en el sofá tan feliz, en calzones, rascándose el paquete con el
mando a distancia y disfrutando de la última entrega de La jungla de cristal.
—¡¡Mama!! ¡¿Seguro que la leche está buena?! —Mientras ve la peli se está tomando un
batido de proteínas de los suyos y, por supuesto, no quiere ponerse malo de la tripa.
—¡Sí, Zurbano, la leche está en perfectas condiciones! —contesta desde la cocina la pobre
madre armándose de paciencia. Ella misma ha ordeñado la vaca a las siete de la mañana.
Ruega para que su hijo consiga una plaza de policía lejos del pueblo, se eche una moza y
logre emanciparse del hogar paterno de una vez. Que ya le toca.
En la contaminante y soleada ciudad, el caliente asfalto soporta el embotellamiento del
tráfico matinal que, con sus pitidos e insultos, atormenta a los resignados peatones. Mala
Leche, que ya ha finalizado su jornada nocturna de vigilancia, sube las escaleras del metro
maldiciendo la vida de vampiro que lleva.
Aquí en esta calle, Mentxu se echa su cigarrito mañanero y se queja a una clienta (la cual
viste una bata de flores horrorosa de fea) de que como siga subiendo su hipoteca va a tener
que empeñar la farmacia, que «¡qué barbaridad de bancos ladrones!».
Unos metros más abajo, el cajero del súper se dispone a entrar en su puesto de trabajo
como cada día, con su piercing en la ceja y preparado para ligotear con todas las clientas que
se le pongan a tiro.
Debajo de mi balcón, un yonki y un kundero están a punto de enzarzarse en una pelea
porque uno acusa al otro de haberle tangado los cinco euros de la kunda. Al oír bulla, el padre
de Chongo Chipin sale de su tienda con el megáfono en ristre e inicia su rutinaria petición:
—¡¡Lonkua no, kuanda fela!!
—¡Joer, el chino tiene aguante para rato! —exclamo sentada con la pata tiesa en alto sobre
otra silla.
—Pobrecillo, está defendiendo su negocio —dice Antu cerrando el ventanal del salón.
Pulso on en el mando a distancia del aire acondicionado y al cabo de unos instantes
comienzo a sentir su fresca brisa, artificial a la par que placentera.
—Pero sólo un rato. ¿Eh? —me advierte—. Que eso contamina mucho.
Estamos los dos en la mesa engullendo como cada mañana lo que él ha preparado. Hoy
toca desayuno mediterráneo: café y tostadas con tomate triturado y aceite.
Me sabe a gloria.
Le sonrío y me devuelve la sonrisa.
Antu lleva su camiseta pacífica y mientras le observo comer el pan tostado pienso que
mucha gente tendría que ser como él.
Todos viviríamos en un mundo mejor.
Mientras esta realidad transcurre plácidamente en un universo paralelo libre de gente
resucitada y cataclismos, la otra cara de la moneda continúa en este universo real que me ha
tocado padecer, en el que a cada segundo te preguntas qué va a ser de ti, en el que tienes que
agradecer el que puedas beber agua de lluvia estancada en un cubo desde hace días, en el que
tienes que empujar por la ventana a una china a la que habías empezado a coger afecto, en el
que no estás segura de si tu compañero de piso amanecerá el día menos pensado convertido
en un muerto-vivo… en el que acabo de oír la voz de Antu.
Ha gritado mi nombre.
Miro al viejo salido para ver si muestra algún signo de perplejidad por escuchar otra voz
humana, pero él por lo único que está extrañado es por mi repentina cara de sorpresa y
abandono en el griterío de palabrotas.
Me pongo a llamar a Antu con más intensidad si cabe que con los insultos dirigidos al
vecino, el cual me observa como si se me hubiera ido la cabeza y, aburrido, se mete para su
casa. Se le ha cortado su peep-show particular.
Yo sigo insistiendo. Grito «Antu» y me callo esperando oírle. Grito su nombre como una
condenada, callo y espero. Grito y espero.
El Zurbe viene al balcón y me acuerdo de mi reciente pesadilla. Todavía la tengo fresca.
—¿Estás haciendo ejercicios de expulsión energética otra vez? —pregunta cauteloso con
su voz de siempre, sin gruñirme ni abalanzarse encima.
Le cuento lo que ha ocurrido a trompicones (que no sé ni cómo me entiende) y loco de
contento comienza también a gritar.
—¡¡¡AAANTUUUUUUUUUUU!!!
Los muertos-vivos están que trinan con nuestro vocerío. Ellos sí que nos oyen y
reaccionan, pero la lástima es que Antu, por la razón que sea, no lo hace.
Da igual, yo estoy absolutamente segura de lo que he escuchado. Ni en un millón de vidas
nadie me convencería de lo contrario.
Una vez dentro del piso, el Zurbe y yo empezamos a elucubrar sobre este acontecimiento.
—Creo que me he roto por lo menos tres cuerdas vocales —se queja, y al momento
exclama emocionado—: ¡¿Dónde estará Antu?! ¡¿Con quién?!
—A mí me ha parecido que la voz provenía del final de la calle, por donde el supermercado
—respondo vacilante.
—Seguro que está allí —dice con una fe absoluta.
Creo que es la primera vez que me encanta darle la razón al 200%.
Madre mía. ¡Esto lo cambia todo!
Ahora estoy en un estado de ansiedad emocional que no sé ni por dónde empezar.
La cabeza me va a mil por hora tratando de encontrar una vía resolutiva. Algo se cuece en
mi interior.

***
En el otro universo paralelo quiero detener el tiempo y evitar de cualquier manera que
llegue el momento de quitarme la escayola, ponerme a buscar trabajo y acabar con la vida de
ocio y tiempo libre que disfruto. Me encuentro tan a gusto recibiendo las atenciones diarias de
Antu que me gustaría quedarme con la pierna así para siempre.
En esta realidad presente, estoy deseando deshacerme de esta losa enyesada a cada
segundo.
Esta situación de incapacidad tiene que llegar a su fin.
Tener la pierna lisiada me ha permitido buscar excusas y hacer nada o muy poco, y eso
sólo está bien en un mundo en el que existen los mandos a distancia o la manutención
económico-paterna.
Pero ese tipo de civilización ya se acabó.
He decidido que hoy sea el día D.
El día D, «de quitarme la escayola».
Según mis cálculos, todavía no me toca ir a la cita programada del doctor traumatólogo.
Sólo me quedarían unos días para deshacerme de esta atadura, pero el hueso tiene que estar
más que curado.
No puedo evitar pensar que si me presentara ahora mismo en la consulta del médico, éste,
en su probable estado actual, me arrancaría de buena gana la escayola con mi sabrosa pierna
incluida. Unos cuantos bocados bastarían. Ja, ja.
¡Cómo se nota que estoy de los nervios!
—Ha llegado el momento —digo pensando en voz alta mientras miro por la ventana en
dirección al súper. Me ha salido un tono bastante solemne.
—¿En serio? ¡Por mí vale!
No sabía que el Zurbe se hallaba detrás de mí. Me doy la vuelta y me lo encuentro, no me
preguntes por qué, con una media sonrisa de galán de tercera.
—Todo sea por la perpetuidad de la raza humana —añade guiñándome un ojo.
A veces no entiendo de dónde saca ese lenguaje tan elaborado para él. Cuando lo emplea,
siempre pienso que lo ha oído en la tele, en algún bodrio de persecuciones y tiros que tantas
veces he tenido que tragarme a todo volumen a través de los tabiques.
Nada más pronunciar su peliculera frase, se desabrocha el pantalón y se lo empieza a
bajar.
Antes de que siga con lo que quiera que tenga en mente, me apresuro a informarle sobre
mi decisión.
Él no está muy de acuerdo y mientras se sube los pantalones se queja porque dice que
hace muy poco tiempo que me ha escrito la dedicatoria en la escayola y le parece un gesto feo
por mi parte quitármela tan pronto.
He aprendido a dejarle expresarse y luego seguir a lo mío.

***
Aunque este hogar no está preparado para una operación de estas características,
después de sopesar un rato las opciones me decido por el salón. De todas las habitaciones de
la casa es por donde entra más luz de la calle y el mejor sitio para ejercer de sala hospitalaria.
He seleccionado el instrumental quirúrgico de la caja de herramientas de Antu. Un cuchillo de
sierra, unas tijeras y unas tenazas.
«¡Va por ti!» le dedico mentalmente.
Está siendo una operación bastante complicada, sobre todo porque soy cirujana y paciente
al mismo tiempo.
Si nunca antes te has recortado una escayola a ti misma puede resultar algo complicado,
con las tijeras parece que jamás terminaré y con el cuchillo de sierra se va mucho más rápido,
pero a veces me falta saliva por tragar.
Tengo tal miedo de pegarme un tajo y tirarme incapacitada otras dos semanas por una
nueva lesión que voy tan lenta que ni percibo mi propio movimiento.
—¡Pareces una tortuga! —se impacienta el Zurbe—. ¡Déjame cortar a mí!
—¡Ni hablar! —digo tajante—. ¡Es mi escayola!
Aquí no hay posible negociación. Cómo se nota que no es su pierna la que está en juego.
No deja de insistir como un maldito niño malcriado y está incrementando mi tembleque
manual aún más si cabe. Al final, le digo que se limite a las funciones de enfermero-jefe para
que se calle y logro convencerle.
—¡Guau! ¡Enfermero-jefe! —exclama satisfecho—. ¡Eso suena importante!
El sol de la tarde ya se ha cansado de iluminar y se ha ido. El Zurbe, serio y concentrado,
me quita de manera muy profesional el sudor de la frente con un paño.
Después de interminables tijeretazos, ya por último, me despojo de la escayola igual que
un gusano de seda abandonando su capullo... sólo que lejos de convertirme en una bella
mariposa, sucede todo lo contrario.
Mi pierna ha envejecido cuarenta años en el último mes. Está arrugada como una uva pasa
y pálida como un muerto. Nunca he tenido ninguna parte del cuerpo tan blanca. Da cosa
mirarla. Además pica muchísimo. Parece que tengo la sarna.
Mi "ayudante" no ayuda mucho poniendo esa cara de desagrado.
—¡Agggg, parece que te han puesto una de las piernas del viejo de enfrente! —comenta
innecesariamente.
—¡Gracias por animarme! —le digo—, ¡pero te recuerdo que hace bien poco has
pretendido repoblar el planeta con la portadora de esta pierna que tanta repulsa te causa
ahora!
El Zurbe hace un gesto despectivo dando a entender que la historia no va con él.
No me atrevo a levantarme. ¿Y si no está curada del todo? En los últimos días no he hecho
mucho reposo absoluto que digamos, y era justo lo contrario a las indicaciones del médico.
El enfermero-jefe tamborilea con los dedos en la improvisada mesa de operaciones del
salón.
Intento centrarme en lo mío y paso de sus prisas.
Me pongo de pie, respiro profundamente y apoyo la ex-pierna convaleciente en el suelo.
Pruebo a dar un primer paso. Doy otro y otro y así unos cuantos... hasta que finalmente me
pego unos paseos por el salón y compruebo aliviada que puedo caminar sin problema.
—¡Qué bien! ¡Ya puedes andar como una persona normal! —apunta mi espectador
particular.
Más contenta que unas pascuas, salgo al balcón a poner mi pierna al sol y de paso hacer
llamadas de voz.
—¡¡¡¡¡AAANTUUUUUUUUUUU!!!!! —chillo como una descosida.
Nada. No hay comunicación.
Decido suspender las pruebas de sonido porque al final me quedo afónica.
Además, el viejo de enfrente me ha chistado unas cuantas veces para que me calle y no
quiero malgastar energías internas en odiarle y maldecirle.
La pierna la puedo mover con facilidad. No me duele nada, aunque estoy haciendo toda
clase de ejercicios gimnásticos de recuperación por si las moscas.
Me doy cuenta de lo mucho que la he echado de menos.

***
Ahora con mi redescubierta pierna curada del todo, ya he pensado en dar el siguiente
paso.
La comida china se acabará en algún momento y yo no puedo soportar un segundo más sin
saber de Antu.
Lo primero es admitir lo poco serio que resulta tirar de utensilios del menaje del hogar
para defendernos. Hay que hacernos con un arma en condiciones.
Por eso, voy al cuarto de mi compañero de piso ahora mismo a hablar con él.
El Zurbe se encuentra tumbado en su cama con la mirada en el vacío y el termómetro en
la boca. Lleva toda la tarde requiriéndome para que le toque la frente a ver si le noto caliente.
Creo que tiene algo de hipocondría.
—No sé, me siento raro… —dice preocupado—, a ver si es que me he contagiado…
—Sólo estás autosugestionado —intento tranquilizarle.
¡Para qué habré dicho nada! El Zurbe se mosquea mogollón y me empieza a reprochar que
él no me ha insultado, que no se puede hablar conmigo y que soy la persona más borde que ha
conocido en su puñetera vida.
Sí que está afectado, sí.
Cuando acaba su discurso, hago una pausa. La justa para coger una gran bocanada de
aire.
—Zurbe. ¿Tú sabrías manejar un arma? —le pregunto.
—¡Claro! —dice al instante quitándose el termómetro de la boca. He tocado uno de sus
temas favoritos—. En el curso de fin de semana de policía cogimos una y hasta nos dejaron
disparar.
—Se me ha ocurrido… si me enseñarías cómo se hace.
—¿Para qué? —pregunta extrañado—, si nosotros no tenemos pistolas, además, primero
tendríamos que sacarnos la licencia y …
—Mañana me voy de expedición.
—¡¿Qué?! ¡¿Otra vez?! ¿No habíamos quedado en que era demasiado arriesgado explorar
el resto de viviendas?
—Por eso, Zurbe —le digo mirándole a los ojos fijamente—. Voy al exterior. Voy a tratar de
llegar hasta donde se halla el cadáver de Patxi y hacerme con su arma reglamentaria. —Omito
que mi siguiente plan es llegar al súper.
—Pero…
—Llevamos días con el cartel en el balcón y nadie ha venido a socorrernos. Creo que me
voy a volver loca sin hacer nada y esperando un supuesto rescate que nunca llega.
—... eso es una imprudencia muy temeraria.
—¿Tienes otro plan mejor? —le pregunto—. Además, ¡te necesito para formar “equipo de
conveniencia”!
Él se queda callado unos segundos sin reaccionar.
—Yo no puedo pisar la calle... —dice con total inercia bajando la vista al suelo—, mi
mamaíta, ya sabes.
Supongo que en algún momento se caerá con todo el equipo, no obstante me esperaba una
contestación de estas características y ya tenía la respuesta preparada.
—He pensado que con tu megapuntería puedes lanzar las macetas de Antu desde el balcón
sobre los coches para que salten las alarmas y entretener a los muertos-vivos. Así yo podré
pasar desapercibida.
Su orgullo se siente aludido y entreveo un atisbo de entusiasmo y esperanza, pero al cabo
de dos segundos vuelve al modo Zurbe-cagón.
—Pero, ¿y si te pasa algo?... —dice empezando a hacer sus tradicionales pucheros—, yo no
quiero transformarme solo aquí arriba. ¿Qué va a ser de mí?
Lo ha expresado con tal sentimiento que me ha llegado al alma y en pleno ataque de
emoción le abrazo.
—Todo va a salir bien —digo intentando sonar la más convincente que puedo—. Nadie va a
transformarse en nada y mañana tendremos un arma profesional de policía con la que
defendernos.
Este último detalle le encanta y me mira con sus ojos y sus chiribitas que ya tanto me
conozco.

***
Ya está anocheciendo pero no tengo ni pizca de sueño, debe ser la excitación de
emprender la salida al mundo real. Será mi primer contacto con el exterior desde hace un
mes.
Los cuerpos de Chon y el policía se hallan cerca de la puerta de nuestro portal. Si todo
sale según lo planeado, no creo que tenga muchas dificultades en llegar a ellos y hacerme con
la pistola.
En medio de estos pensamientos, distingo una figura desnuda en la puerta de entrada del
edificio de enfrente.
El viejo del balcón en un ataque de senilidad se ha vuelto majareta total, ha bajado hasta
el portal y ahora observa el exterior desde dentro a través de los cristales.
Ante mi perplejidad, abre la puerta, mira a ambos lados de la calle y sale corriendo a
esconderse detrás de un coche.
¿Qué coño hace exponiéndose de esta manera?
Rodea agachado el vehículo y cuando va a bajar de la acera, da un paso en falso y resbala
con algo.
El culpable es un chorongo en el asfalto. Apostaría el cuello a que ha sido elaborado y
arrojado a través de sus propios intestinos por el balcón.
¡Toma ya, eso por cochino!
El anciano, después de un titubeo, pierde el equilibrio y con un «¡¡AY!!» de sorpresa acaba
desnucándose. El sonido hueco que hace su cabeza al chocar contra el adoquín del bordillo es
como el de un coco caído de una palmera.
Me parece que el leñazo ha sido algo mortal. Se ha quedado tumbado y más fiambre que
el jamón de york.
Aunque el señor fuera todo lo desagradable que quieras y nos haya dado tan mala
convivencia, no se merecía este final tan absurdo y paradójico.
Su grito final ha atraído a unos cuantos muertos-vivos y uno con bata de paciente de
hospital público, de esas que enseña el culo, se acerca presuroso y se detiene delante del
cuerpo. Yo me preparo para la inminente disección corpórea apartando la vista. Pasados unos
instantes, miro de reojo y compruebo cómo el resto de muertos-vivos ha vuelto a lo suyo,
incluido el paciente hospitalario, que se aleja arrastrando el goteo intravenoso que aún lleva
pinchado en el brazo.
No le han tocado ni un pelo al viejo.
O no les gusta la piel arrugada con pecas o me he perdido algo.
Al final va a resultar que son unos sibaritas de mucho cuidado los engendros estos. El
cuerpo se queda sin que nadie le hinque un mísero colmillo.
Cuando voy a iniciar una plegaria al cosmos, algo desconcertada, y pedir por su alma para
que ésta no sea tan cabrona en la siguiente reencarnación, observo que el vecino empieza a
moverse otra vez.
Aturdido, se incorpora en la acera, sacude la cabeza y se frota la nuca.
De modo que sólo estaba inconsciente y alguna suerte divina ha hecho que los muertos-
vivos pasaran de él. Este tío es imbatible. Espero que haya tenido suficiente por esta noche y
regrese a su balcón a seguir deleitándonos con sus escatológicas costumbres.
Pero en lugar de dar media vuelta e irse a su casa, se levanta y marcha decidido hacia
donde se encuentran el policía y Chon.
¡Va directo a por la pistola de Patxi!
¿¡Es que este viejo nunca va a dejar de joder la marrana!?
¡Mi superplan echado a perder! Yo que lo había elaborado con pulcra minuciosidad.
El esperpéntico personajillo se agacha y cuando va a coger el arma… un uniforme de
segurata aparece detrás de él.
Mala Leche agarra con su fuerza bruta el frágil cuerpo del anciano y en un segundo le ha
retorcido el cuello. Cuando digo que este muerto-vivo me cae cada vez mejor es por algo.
—¡¡Socorrooo!! —chilla el anciano en un grito ahogado.
La torsión no ha llegado a acabar del todo con él y sus voces de auxilio atraen a otros
muertos-vivos cercanos. El grupo comienza su festín como si estuviera devorando algún tipo
de pollo desplumado gigante.
Es un espanto de visión.
Antes de que el posterior desmembramiento me haga echar la primera papilla, me meto
para mi cuarto y corro las cortinas.
¡GULP! Espero no acabar así mañana.
VORÁGINE
12
Bajar las escaleras del portal es descender a los infiernos del averno, no en vano estoy
asfixiada de calor y sudando como un demonio. Normal, llevo encima una camiseta de interior
larga, tres jerséis, unos leotardos, unos vaqueros, la cazadora a juego, y una bufanda
envolviéndome la cabeza y el cuello.
Si me dan un bocado lo único que quiero que se lleven es un trozo de tela y no uno de
carne.
El plan es éste: salgo del portal, cojo la pistola, el cinturón del cuerpo del policía y me
subo echando leches para el piso.
Coger el cinturón es muy importante porque es donde llevan el cargador. Es el único
consejo que tengo presente de los mil que me ha dado el Zurbe. Para coger un revólver sin
balas me quedo con mi sartén mortífera, a la que tanto cariño he cogido y que tan práctica me
resulta en estas excursiones de riesgo.
La apacible calma del rellano cada vez es más insoportable. En cualquier momento parece
que va a abrirse una puerta y va a salir un vecino muerto-vivo a saludarme. Casi puedo oír los
latidos de mi corazón bombeando.
Se me está haciendo eterno el descenso y todavía voy por el segundo piso. No quiero
imprevistos ni sorpresas raras. Hasta ahora la cosa va sobre ruedas, sobre todo gracias a mi
experiencia en caminar por rellanos de manera felina, silenciosa y sin hacer ruid…
Un ¡GONG! retumba en las paredes con tal verberación que parece que va a dar comienzo
un espectáculo de artes marciales. No sé cómo ni por qué, la sartén ha decidido por su cuenta
chocar contra el pasamanos de la escalera al girarme para bajar el siguiente tramo.
Como si de una señal acordada se tratara, en la puerta del segundo B, unos golpetazos
indiscriminados surgen al momento.
—¡¡ARRJJJJJGRRÑÑÑ!! —gruñen desde el interior.
No me hace falta ninguna traducción para saber lo que está diciendo en lenguaje muerto-
vivo: «como te enganche, te voy a sacar los intestinos y te va a tocar andar con las tripas
colgando el resto de tus días».
Después del bote inicial, en el que he visto cómo mi alma escapaba de mi cuerpo y luego
volvía a entrar, el habitante muerto-vivo del segundo A se anima al oír a uno de los suyos. Son
como los perros, ladra uno, ladran todos.
De momento, los vecinos muertos-vivos no pueden llegar a mí. Hay puertas blindadas y
muros de ladrillo que se lo impiden.
No obstante, me da pena que una persona muerta-viva acabe sus días encerrada en su
casa y no reposando en una tumba para la eternidad como cualquier ser civilizado.
No me convienen estos sentimentalismos. No quiero dejarme arrastrar por la compasión
justo ahora que estoy a punto de lidiar con ellos en vivo y en directo.
Estos gruñidos no pueden ser realizados por una garganta humana.
Son bichos.
Gruñidos de bicho que me despistan y me hacen bajar dos escalones de golpe. Casi
finalizo este tramo de manera horizontal.
Contrólate, Susana.
«Todo está bien en mi mundo.»
Voy repitiendo el mantra que me enseñó mi hermano para casos más o menos así, no creo
que haya ningún mantra específico para situaciones apocalípticas en las que vas a enfrentarte
a gente resucitada con ganas de hincarte el diente.
«Todo está bien en mi mundo.»
Pienso en lo paradójico de esta frase estando el mundo actual como está.
Por lo menos, la repetición hace que me centre y me sirva para llegar a la entrada del
portal algo menos histérica.
Qué rápido ha sido el trayecto desde arriba hasta aquí, si hace un segundo me encontraba
saliendo por la puerta de casa. Con lo eterna que se me estaba haciendo la bajada, escalón a
escalón.
Cuánta razón tenía Einstein con aquello de la relatividad del tiempo.
¡Un momento! ¿Era Einstein o el de la silla de ruedas?
No estoy segura.
La parte cobarde de mi mente quiere entretenerse en concretar cuál de los dos científicos
es el correcto, pero mi mente racional exige el próximo movimiento.
Mis nervios también se han dado cuenta de que pasa algo raro, se están agarrando a mi
estómago con una fuerza que voy a tener que salir a la calle doblaba y encogida, y ya lo que
faltaba.
«Todo está bien en mi mundo.»
Al pasar delante de los buzones de la comunidad de vecinos, observo el nuestro. En el
tiempo que llevo viviendo aquí no lo he abierto ni una sola vez. No tiene ni mi nombre. Me
propuse bajar en su día para escribirlo, pero lo he ido dejando y ahora no es mi prioridad
exactamente.
Un panfleto de propaganda sobresale de la rendija en forma de lengua burlona. Es de una
empresa anti-plagas y dicen que fulminan toda clase de bichos, su lema es: «muerto el perro,
se acabó la rabia». Esto debe ser lo que llaman publicidad agresiva.
A esos sí que los contrataba yo ahora mismo. Ja, ja. Ya empezamos con la risa nerviosa.
Voy andando tan despacio que todo me entretiene con una facilidad alucinante.
El miedo puede ser una emoción muy "demoradora".
A través de los barrotes de la puerta de entrada observo la calle y siento su denso y
pesado ambiente. El cristal roto permite que el olor, concentrado aquí abajo, me golpee las
fosas nasales.
Escucho las alarmas activándose en los coches. El Zurbe ha empezado con la maniobra de
distracción y está acertando de pleno. Los muertos-vivos permanecen embelesados y se
desplazan hacia la fiesta de luces y pitidos. Les va la marcha.
¡Mi plan funciona!
Es el momento. Agarro el pomo de la puerta, controlando la respiración para que no me dé
un ataque aquí mismo y caiga redonda al suelo, y la abro lentamente.
Deslizo mi cuerpo pegando la espalda a los barrotes de hierro en un intento de
mimetizarme con la puerta y salgo poco a poco. Cierro con cuidado evitando un previsible
portazo y se vaya todo al garete.
Todo parece estar en su lugar: alarmas de coche aullando, muertos-vivos entretenidos con
ellas y mi sartén en mi sudorosa mano preparada para lo que le echen.
El cadáver de Patxi está a menos de tres metros del portal. Parecía una distancia corta
desde la seguridad de mi balcón. Llevo tantos días viendo el percal a un tamaño diminuto, que
ahora todo parece desproporcionadamente gigante.
De nuevo me viene a la mente la relatividad y toda su teoría.
¡Joder con los pensamientos retrasantes!
No hago más que poner un pie en la acera y un muerto-vivo, de pelo rubio especialmente
estropajoso, se abalanza sobre mí de tal manera que no me da ni tiempo a asustarme.
¡Ni que me estuviera esperando!
¡¿Qué coño hace que no está entretenido con las luces y los bocinazos como el resto?!
Me preparo para arrearle con mi letal arma cuando observo sus labios moverse.
—S… S… Susi —susurra con un hilo de voz el ser de rostro cadavérico, ojos hundidos y
piel con úlceras y costras.
Me quedo muerta de la impresión.
¿Susi? ¡¿Ha dicho Susi?!
El muerto-vivo avanza con su esquelético cuerpo hacia mí... y enseguida soy consciente a
lo que me enfrento.
¡Bichos parlantes!
Despliego toda mi valentía y le meto con mi sartén tal pedazo de palo en la cabeza, que le
lanzo a un lado como un pelele de trapo. El muerto-vivo cae al suelo limpia y secamente y allí
se queda, quieto, quieto.
Yo también me quedo mirándole quieta, quieta.
Estoy de hecho bastante alucinada. ¿Cuándo han aprendido a hablar?
Deben estar mutando o desarrollando algún tipo de capacidad de imitación humana para
confundirte y en cuanto menos te lo esperes, ¡zas!, pegarte el mordisco.
Sí, pero, ¿cómo sabía mi nombre? Lo único que se me ocurre es que se deba a los gritos
del Zurbe llamándome, que se escucharán hasta en las afueras de la ciudad.
Nunca he sido peliculera pero es lógico que en estas circunstancias tenga la imaginación
más disparada que de costumbre.
De momento, el muerto-vivo hablador se ha quedado en el sitio. Dado el mal cuerpo que
me ha dejado (y, sobre todo, para no llevarme el clásico susto por si se levanta en cuanto le dé
la espalda), si tuviera una pistola le remataría con el tiro de gracia en la frente.
Esto me recuerda el por qué he bajado a la calle y vuelvo a centrarme en mi objetivo.
Por suerte, el campo se encuentra despejado y los demás muertos-vivos a su bola, siguen
absortos en las alarmas de los coches. Ninguno más se da cuenta de mi presencia... ni susurra
mi nombre.
Ahora mismo podría ir al súper y volver tan campante y los monigotes seguirían a lo suyo.
Avanzo de puntillas y me agacho junto a los cadáveres.
Patxi se halla torcido con la cabeza (que no el cuerpo) girada hacia el otro lado, pero Chon
permanece de frente, mirando hacia el infinito y más allá. En sus ojos no queda nada de la
chica china que nos contó aquella leyenda milenaria sobre héroes y monstruos mitológicos.
Aun así no puedo evitar cerrarle los párpados.
Sin más dilación, voy con Patxi e intento coger su arma. Trato de arrancársela tirando y
haciendo fuerza, incluso su cuerpo se sacude por mis impetuosos meneos… pero la pistola ahí
se queda, sujeta por su tiesa mano. Al final va a ser verdad que en el cuerpo de policía se las
sueldan.
No me queda más remedio que ir abriendo dedo por dedo. ¡Qué asco! Con cada uno suena
un «crack» similar al partir de una rama.
¡¡Uff!! ¡¡Qué sudores!!
Una vez tengo el arma en mi posesión, compruebo lo mucho que pesa y lo fría que está. A
continuación, hurgo en el cinturón de Patxi y esta vez tengo algo más de fortuna. No sé cómo
hago que se lo quito en un santiamén.
Sin perder un segundo más, me encamino hacia el portal con pistola y cinturón en mano.
Tengo todo lo que había bajado a buscar.
Según paso por su lado, echo un último vistazo al muerto-vivo en el suelo derribado por mi
sartenazo y me detengo un momento.
Le tengo a tiro.
Empuño la pistola y le apunto a la cabeza. Aunque me tiembla un poco la mano, lo
siguiente que tendría que hacer sería apretar el gatillo y ¡bang!
Pero sólo estoy ensayando. Ni de coña dispararía. No sé ni cómo cargarla ni apretar nada,
y lo que menos me conviene ahora es armar jaleo con un disparo y sacar del trance a los
monstruitos que continúan inmersos en el caos de sonidos.
Además, yo soy una experimentada en manejar sartenes domésticas, no armas de fuego
profesionales.
Cuando me dejo de chulerías y me quiero dar cuenta, la pistola resbala de mi sudorosa
mano y cae al suelo.
Una detonación ensordecedora retumba en la calle.
De inmediato, un agudo pitido satura mis tímpanos al tiempo que todos los muertos-vivos
vuelven sus caras incompletas y sus heridas coaguladas hacia el origen del disparo... y, por
defecto, hacia la chica pelirroja-viva que se tapa los oídos.
Comienzan a rodearme de manera instantánea y, entre todos ellos, distingo un uniforme
de seguridad que se abre paso a empujones.
Ver aproximarse a Mala Leche y al resto de muertos-vivos estrechándome el cerco, me
deja petrificada y al borde del colapso.
No hay escapatoria posible.
Se me nubla la vista y lo último que me da tiempo a pensar antes de sumergirme en la
oscuridad absoluta es a darle la razón al Zurbe en que ha sido una completa locura salir del
piso.
Mi vida pasa en fracciones de segundo y en formato cinematográfico de dieciséis novenos:
Los niños en el recreo llamándome doña zanahoria.
Mi madre obligándome a comer mi primera aceituna.
Mi hermano tratando de enseñarme a meditar.
Mis antigu@s amig@s cibernétic@s.
El Zurbe en calzoncillos rascándose los huevos.
El ultimátum de mis padres a seguir manteniéndome.
Antu y su camiseta con el signo de la paz.
Mientras me desvanezco sintiendo las manos de los muertos-vivos agarrarme las
extremidades y llevárselas a la boca, doy por finalizada mi aventura.
13
Entre lloros y sorbetones de nariz, trato de abrir los ojos con esfuerzo. Me pesan los
párpados una barbaridad. Al intentar moverme, el cuello me pega un chasquido. Me late como
si me lo hubieran apretado con fuerza y hubieran tratado de estrangularme.
También tengo los oídos resentidos y todavía escucho en mi embotado cerebro ecos del
agudo pitido del… ¡DISPARO!
Mi mente hace un rápido resumen de lo ocurrido hasta el momento presente sin saber
muy bien a lo que me voy a enfrentar.
Entreabriendo los ojos como puedo y bajo un manto borroso, voy reconociendo el lugar
donde me encuentro.
Mi habitación.
Enfoco el confuso manchurrón negro que tengo delante y se transforma en una familiar
cara que me observa con expectación y sorpresa. El Zurbe tiene los ojos hinchados y la nariz
goteando.
Me ha dado pena ver a un tiarrón hecho y derecho con velas en la nariz.
—Z… Z… Zurbe —intento articular palabra.
Él me abraza, apoya su cabeza en mis hombros y se pone a hipar desconsolado,
estrujándome y haciéndome polvo. No tengo fuerzas ni para un gemido de queja.
Después de unos agobiantes momentos, el Zurbe se va tranquilizando de su ataque de
llanto y aprovecho para señalarle que se limpie la nariz y preguntar.
—¿Qué hago aquí? ¿Qué ha pasado? —farfullo como si estuviera borracha.
—¡Te vi caer al suelo y se te echaron encima! —explica angustiado secándose los mocos
con su camiseta—. ¡No sabía si te habías muerto o qué…!
Alarmada, palpo mi cuerpo y examino mis brazos, pero por mucho que busco no encuentro
restos de sangre ni señales de mordiscos.
Me cuenta que ha sido desmayarme y que los muertos-vivos han perdido el interés en mí,
que algunos se han quedado como oliéndome unos segundos y que después me han ido
abandonando y han seguido con las alarmas de los coches que aún sonaban.
Inevitablemente, me acuerdo del difunto vecino cuando resbaló ayer y quedó inconsciente.
Debe ser que a los muertos-vivos sólo les gusta la carne en activo y moviéndose.
—El calvo grandullón ha sido el más pesado —dice todavía alterado—. Creí que nunca se
iba.
No me hago a la idea de estar tumbada en pleno asfalto y esos seres olfateándome por
todo el cuerpo. Casi me desmayo otra vez sólo de pensarlo.
¿Entonces? ¿Ahora podemos salir a la calle y cuando se nos acerquen, nos tiramos al
suelo, cerramos los ojos y ya está? ¡Eso lo hacen las ovejas cuando intuyen el peligro
depredador! A ellas les funciona. Lo vi en un documental de la tele en su día.
Pero lo mío ha sido algo fortuito, ha sido una pérdida de conciencia verídica. No seré yo la
que baje y simule un desmayo para ver si un ser de esos me clava su dentadura.
¡A ver quién es el listo que se atreve a llevar a la práctica toda esta teoría!
Deduzco pues, que el Zurbe es el responsable de que me haya despertado en mi cómoda
cama y no en el duro suelo de la calle.
En medio de mi atontamiento mental, le miro agradecida.
—¿Has desobedecido a tu madre? —le pregunto emocionada, sabiendo de antemano la
respuesta.
Claro que sí, lo ha hecho para salvarme la vida. Porque soy su valiente compañera en esta
cruzada y porque formamos el mejor "equipo de conveniencia" del Universo.
Pero cuando empieza a hablar atropelladamente, descubro que los tiros no van por ahí.
Nada más lejos de la realidad.
Dice que no ha pisado la calle en ningún momento, que ha bajado con un paraguas y que
con el mango me ha enganchado del cuello y ha ido tirando de mi cuerpo hasta acercarme a la
puerta del portal.
Ahora entiendo mi dolor de cuello.
Mientras digiero el hecho de qué hubiese sido de mí si llego a caer un metro más separada
del portal, mi cabeza va recuperándose y el mundo vuelve a su nitidez particular. Su aroma
putrefacto, los colores, los sonidos...
¿Soy yo o escucho el habitual gruñido animal mucho más cerca?
El armario barato que venía con la habitación cuando me mudé bloquea la puerta. Daría lo
que fuera porque el Zurbe, a quien veo especialmente inquieto, hubiera cambiado el
mobiliario de sitio en un arrebato de aburrimiento mientras yo dormía mi desmayo.
—¡Me pilló uno cuando te metía dentro del portal!, ¡ocurrió todo muy rápido! —estalla en
sollozos—. ¡No pude ni cerrar la puerta del piso!
Mientras imagino al Zurbe subiéndome en brazos con el monstruito detrás persiguiéndole
escaleras arriba, pienso que ya me ha devuelto con creces el día que le salvé de la cucaracha.
Pero ojalá hubiera sido uno sólo.
Hacerse con un solo muerto-vivo es más o menos factible. Yo misma lo he comprobado en
mis propias carnes. Pero ellos actúan de forma colectiva como las hormigas, se comunican de
una manera tan eficiente que ahora tenemos a todo un ejército de muertos-vivos distribuidos a
lo largo y ancho del edificio.
Suben desde la calle hasta la puerta de mi habitación.
14
Para el Zurbe soy su nueva heroína, me ha pedido mil veces que le relate mi aventura
callejera y mil veces que se la he contado. Al final, tenía el ego tan por las nubes que le he
dicho que en realidad no me he desmayado por el canguelo, sino que al ir tan abrigada me ha
dado una bajada de tensión.
Son cosas que te gusta creer pero que en el fondo sabes que no son verdad.
Como el hecho de que vayamos a salir de aquí con vida.
Ya ha anochecido en la calle del terror. No tengo ni idea de cuántas horas llevan los
muertos-vivos golpeando la puerta sin parar.
Son como los antiguos conejitos duracell.
Duran y duran.
No podemos siquiera echar una cabezadita, en cuanto hacemos el mínimo ruido se
revuelven más violentos. Y cuando el Zurbe se pone a roncar, ni te cuento. Las paredes vibran,
la lámpara del techo se balancea y la madera de la puerta cruje de manera alarmante.
Llevamos un rato de cierto descanso. Estamos extenuados y ahora él duerme con un
resollar razonable y, por tanto, los golpes son menos intensos.
Es el momento ideal, llevo aguantándome un ratazo las ganas de hacer pis y voy a
aprovechar este momento para utilizar la botella de aquarius. El cuerpo humano no perdona
las situaciones límite y requiere de sus necesidades.
Me coloco de manera silenciosa en una discreta esquina de la habitación fuera de la vista
del Zurbe y me agacho.
En el próximo piso que habite, voy a tener mi propio baño en el dormitorio y exigiré que la
puerta de mi habitación sea acorazada y con quince vueltas de llave y, en ningún caso, será de
contrachapado cutre que se atraviese al primer puñetazo. Dispondré de un apartado de
almacenaje, tipo búnker, y lo abasteceré con comida enlatada, garrafas de agua y mantas para
que el próximo cataclismo no me pille con el culo al aire. También tendrá aire acondicionado y
Antu se vendrá conmigo, habilitaremos un cuarto para el Zurbe y viviremos como una
pequeña familia completa los tres. Sin gritos de yonkis, sin vecinos voyeurs y sin gente que se
remuera de ganas de masticar nuestros intestinos gruesos.
—Mamaaaa... —escucho al Zurbe mascullar, cortándome de inmediato el vaciado de mi
vejiga—... que he aprobao…, que ya soy agente de la ley…
Por lo visto no soy la única que empieza a desvariar.

***

¡Bump!
Un segundo «bump» me saca de mi frágil sueño.
El armario se ha movido y un resquebrajar de madera nos alerta. Inmediatamente el
Zurbe y yo nos miramos y sin mediar palabra corremos para sujetarlo. Pegamos nuestras
espaldas al endeble mueblucho y lo empujamos contra la puerta.
—¡¡SUSI!! —aúlla el Zurbe presa del pánico.
Este grito es el pistoletazo de salida para que los seres, al otro lado del tabique, se agiten
como locos. Los impactos nos sacuden con violencia mientras tratamos de evitar
desesperadamente su entrada libre al bufet de carne cruda.
El Zurbe abre la boca con intención de hacer vibrar su campanilla otra vez y yo pongo el
dedo en mis labios indicándole que ni se atreva. Rezo al Universo con toda mi alma lo que le
llevo pidiendo desde que empezó todo.

***

—No, Zurbe, todavía no —le contesto en voz baja sin que nos oigan nuestros irritables
compañeros de piso.
A cada mínimo ruido hay un ¡bump! del armario moviéndose, el balanceo ha aumentado de
forma tan gradual que ni nos hemos enterado. Una de las bisagras de la puerta ha cedido y ya
comienzan a aparecer las primeras grietas.
—¿Y ahora? —pregunta con voz débil y medio dormido.
—Noooooo, ya te aviso, coño.
¡Qué difícil es contestar susurrando y cabreada!
Me lleva preguntando «que si ya se ha transformado en un muerto-vivo» cien veces en los
últimos diez minutos. Seiscientas veces en la última hora. Dos mil cuatrocientas veces en las
últimas cuatro horas.
Su delirio por la privación del sueño y el cansancio hacen que mi moral se agote.
Dice que se encuentra fatal y que eso es una señal inequívoca de que se está convirtiendo
en uno de ellos. Yo le he respondido que por esa regla de tres, yo estaría convertida también
porque mi estado físico y mental da pena.
Bajo la tenue luz del amanecer, cojo el libro de mi hermano y no se me ocurre otra cosa
mejor que enseñarle las peticiones al Universo. Sólo quiero que se calle y, por favor, deje de
preguntar.
Le doy unas palmaditas en la cara para que se despeje y atienda.
—A ver, Zurbe, una plegaria sería: todo está bien en mi mundo.
—Oigo un coche —me dice la criatura de ojos vidriosos. Supongo que yo tengo el mismo
aspecto. Ni me atrevo a mirarme en el espejo.
—No, no es eso, Zurbe, primero repite conmigo: todo está bien en mi mun...
—Oigo un coche.
—Bueno, tú afirma lo que quieras —digo cerrando el libro y dando por extenuada mi
paciencia—. Primera y última vez que te intento guiar por el camino espiritual.
—Que oigo un coche, leche —insiste, y me señala apuntando el brazo hacia la calle.
Afino el oído y, efectivamente, también escucho el murmullo suave de un motor
acercándose. Le indico que se mantenga sujetando el armario y me asomo con cautela al
balcón.
No lo llego a ver muy bien porque estoy escondida pero un coche se ha quedado parado
debajo de nuestro edificio.
Estiro un poco más el cuello y enseguida lo reconozco: la suciedad de este coche de policía
y su sirena medio arrancada son inconfundibles.
El Universo me tiene que estar gastando una broma muy pesada que dejó de tener gracia
hace diez días.
15
—¿Quién es? —pregunta el Zurbe entreabriendo los ojos.
Millones de coches en todo el mundo y debajo de estas ventanas vuelve a estacionar el
mugriento coche del policía saqueador de cocinas.
—No quieras saberlo —le contesto.
Agachada vuelvo al lugar donde he pasado toda la noche y donde pereceré desquiciada en
las próximas horas.
¿Qué más puede ocurrir para que empeoren las cosas?
Lo siguiente que oigo es una voz familiar.
—¡¡Suusiiiiiiii!!
La desesperación ha hecho mella en mi mente de manera definitiva y comienza a
desmoronarse imaginando que me llaman por todos los lados.
Primero Antu el otro día, luego el muerto-vivo rubio estropajoso de ayer y ahora otra vez
Antu…
Acabo de escuchar su inconfundible voz, que la tengo interiorizada de lo loca que me estoy
volviendo.
—¡¡Zuurbeeeee!!
No sé qué pintan mis ralladas mentales nombrando al Zurbe pero los caminos de la mente
humana son inescrutables.
Éste, al escuchar mi voz interior llamándole, se pone de pie y camina hipnotizado hacia el
balcón. Me abandona y me deja sola, sujetando a mis espaldas el revuelto de crujidos,
gruñidos y tambaleos.
Así es como voy a morir. Loca, mordida y con un mueble ropero de oferta encima de mi
cuerpo.
Una fuerza invisible me arrastra a seguir al Zurbe y me asomo al balcón mientras oigo los
retumbantes golpes de los muertos-vivos en la madera.
No sé si estamos sufriendo algún tipo de alucinación colectiva, pero lo que tengo debajo es
lo que he estado soñando durante todos estos días.
La figura de Antu saludándonos enérgicamente.
—¿BAJÁIS? —pregunta con una sonrisa radiante.
Qué bonita palabra. Pura poesía.
Hacía tiempo que no la escuchaba y me ha traído recuerdos de nuestra vida anterior en la
calle de los taxis de la droga.
¡Pues claro que bajamos! ¡Volando!
Ahora mismo me encuentro flotando en una nube y creo que podría hacerlo si me lo
propusiera, pero la parte cuerda que aún subyace en mi interior me advierte que no es
momento de tentar a la suerte.
Es momento de que el Zurbe y yo nos agarremos dando botes de alegría y gritemos de
emoción, de que me caigan lágrimas por la cara y al Zurbe mocos por la nariz.
De que empecemos a no entender nada. Ni cómo ha logrado llegar Antu, ni qué hace
subido en el techo del coche de policía.
Sólo sabemos repetir su nombre.
—¡¡Antu!! ¡¡ANTU!! —Y así estamos, abrazados en un bucle infinito.
Una cabeza femenina asoma por la misma ventanilla que un día nos mostró la cabeza de
un agente de la ley corrupto y le dice algo a Antu.
—¡Venga, pasmados, daos prisa! ¡No podemos estar aquí estacionados mucho tiempo! —
grita éste con el coche rodeado de los muertos-vivos más curiosos—. ¡Damos una vuelta a la
manzana y volvemos!
Se cuela por la ventanilla del copiloto al interior del vehículo y éste marcha calle abajo
arrasando con lo que se le pone por delante.
¿Qué me pongo? ¡Me tiene que ver bien! Me miro en el espejo y aunque mi aspecto es
horrible, trato de peinar mi grasiento cabello y adecentarme.
¡Lo sabía! ¡Sabía que esto tenía que pasar! Este es mi gran momento de la vida. Mi
cambio. Mi algo especial. Lo reconozco.
¡El Universo se ha portado!
Antes de que pueda seguir flipando y esté a punto de levitar, el Zurbe me mira confuso y
realiza la pregunta clave.
—Pero, ¿cómo bajamos?

***
Tenemos una fila de sábanas entrelazadas por fuertes nudos que hemos atado a toda
mecha en el suelo de mi cuarto. La idea ha sido del propio Zurbe, dice que lo vio en una peli y
que al protagonista (quien, por cierto, era calcadito a él) le funcionó de maravilla.
Yo, todo sea dicho, no me fío mucho de esta improvisada liana de andar por casa.
Sin embargo, no hay tiempo para remilgos, tenemos que darnos prisa porque los muertos-
vivos del tabique de al lado no pueden soportar ni un segundo más el hecho de oírnos y no
darnos caza. Van a tirar la puerta abajo y volcar el armario de un momento a otro.
El Zurbe arroja la ristra de tela para que caiga en cascada por los balcones de abajo y…
nos topamos con la cruda realidad.
Su longitud no llega ni al segundo piso.
Y a mí no me quedan más sábanas. No sé de dónde sacan tanta tela los protagonistas de
las pelis del Zurbe.
Nos quedamos valorando la situación mientras contemplamos decepcionados el gurruño
que hemos creado. Por una parte es un alivio no tener que bajar por ahí, sin embargo no sé
cómo…
—PERO, ¡¿SE PUEDE SABER QUÉ HACÉIS?! —grita Antu impaciente.
El coche permanece situado debajo de nuestro piso. Acaba de dar la vuelta por tercera vez
y ya empiezan a acercársele los resucitados más inquietos.
—¡Estamos ideando un plan estratégico de huida, pero…!
—¡Anda, dejad de hacer el indio…! ¡¡Y BAJAD DE UNA VEZ POR EL CANALÓN DEL
AGUA!! —dice un pelín crispado.
¡Huy! Jamás me había fijado en esta tubería de hierro de la fachada. Además parece sólida
y es gruesa. La ventaja de vivir en un edificio antiguo del centro de la ciudad. Desde luego yo
ni me lo pienso, es mejor opción que la cuerda casera hecha con prisas.
Paso mi cuerpo por fuera del lateral del balcón y el "inventor de ideas de ficción" me imita.
En nuestras vertiginosas posiciones y dispuestos para emprender el descenso a través de
un medio de escape decente, una fresca brisa mañanera nos acaricia las mejillas. Miro al
Zurbe con decisión.
El verano y este tormento llegan a su fin.
Echo un último vistazo y rememoro con cierta nostalgia lo vivido en el primer piso que he
habitado fuera del yugo paterno. Un piso que, intuyo, se quedará sin que una arrendadora le
instale jamás un aire acondicionado que lo climatice en los calurosos días de agosto, y en el
que un héroe ecologista, un aspirante a policía y una pelirroja sin futuro definido, no volverán
a cenar jamás kuskus con morcilla en su mesa del salón.
Cuando ya he puesto un pie en el primer ladrillo de la pared, recuerdo algo de vital
importancia.
¡Casi se me olvida!
Salto por encima de la barandilla del balcón y corro al interior de mi cuarto.
—¡¿Dónde vas?! —pregunta el Zurbe desconcertado.
—¡Tranquilo! —le grito—. ¡Sólo quiero llevarme una última cosa!
Recojo el libro de mi hermano del suelo y me lo guardo con instintiva urgencia dentro del
pantalón a buen recaudo.
¡BUMP!
Mi explicación a voces ha servido para proporcionar a los muertos-vivos el estímulo final
que les faltaba en su sobreexcitamiento.
El armario barato, que ha aguantado como un campeón, se inclina hacia delante y se
derrumba en el suelo de manera estrepitosa. La puerta de mi habitación, apenas sujeta por
una de las bisagras, es la siguiente en caer.
En medio de la nube de polvo que se ha formado, veo asomar las primeras manos muertas-
vivas por el hueco de entrada y, antes de que los mutilados cuerpos hagan acto de presencia
en su totalidad, abandono el cuarto volando hacia el balcón sin echar la vista atrás.
Pero, de nuevo en el exterior del edificio, ocurre un imprevisto con el que no contaba: el
Zurbe y un inesperado vértigo.
Tiene miedo a bajar por la tubería de hierro.
¡Como si a mí me hiciera gracia!
Dice que él no tiene el alma aventurera a tono, que prefería sus sábanas y que si no
podemos buscar otra alternativa, por favor.
Con que le gusta imitar a los demás al “culo veo, culo quiero” éste y justo ahora tiene que
decidir que no le apetece.
Yo ya he empezado a rodear el canalón con mis manos y antes de que le conteste que ya
puede ir bajando por sus queridas sabanas, Mala Leche, que ha subido a nuestra casa a
visitarnos, quiere saludarle y le agarra de la camiseta. Este hecho es suficiente aliciente para
que al Zurbe se le quiten todos los males y pierda el culo por bajar.
Emprendemos la escapada como los presos fugitivos que somos y dejamos a los muertos-
vivos asomados a mi ex-balcón. Mala Leche y el resto se quedan estirando los brazos en un
intento inútil de atraparnos. Por la forma de agitar las manos pareciera que nos dicen “adiós”.
Hasta nunca, mejor dicho.
Abajo, los muertos-vivos se han arremolinado de manera considerable en torno al coche de
Antu. No vale siquiera que apaguen el motor porque los monstruitos ven a través del cristal,
como en los microondas, que hay comida dentro.
—¡¡Ahora volvemos!! —gritan nuestros rescatadores.
Con un agudo chirrido de ruedas, nuestra plataforma móvil huye y se pierde entre las
calles.
Qué poca ilusión me hace seguir bajando sin pista de aterrizaje que nos espere.
El Zurbe permanece tan concentrado en su escalada descendente que creo que ni ha oído
el aviso.
Por otra parte, NO recomiendo descolgarse jamás por una tubería desde un cuarto piso. Ya
no me parece tan segura, se nota que está acostumbrada a llevar sólo líquido y no personas
temblorosas que la hacen más inestable a cada movimiento.
Eso sin contar las apariciones estelares de los muertos-vivos.
En el tercer piso no tenemos problemas, su terraza con cerramiento de aluminio visto
actúa como una caja fuerte por dentro y por fuera.
En el segundo la cosa se complica.
Un vecino muerto-vivo, a quien no reconozco, nos espera ansioso en su balcón. No es que
yo fuera muy cotilla y conociera al dedillo quién habitaba cada casa.
Es imposible saber quién es porque no tiene cara.
El cuero cabelludo lo mantiene a duras penas, pero la parte frontal es lo más
espeluznante, algún muerto-vivo con complejo de rottweiler se la ha arrancado como quien
retira una mascarilla de pepino. El resultado es una calavera adornada de tendones y nervios
faciales con dos globos oculares saliéndosele de las órbitas. Esto le confiere un gesto
constante de sorpresa.
Nada más llegar a su altura trata, de alcanzarme los pies y el Zurbe, que lo ve desde
arriba, suelta un completo alarido de terror.
En un primer momento logro evitarle, pero este engendro “descarado” lleva demasiados
días recluido y no va a dejar escapar tan fácilmente un trofeo como yo. Con la sangre
bombeándome las arterias a la máxima potencia, calculo la distancia entre los dos y aparto las
piernas lo más lejos que puedo.
No obstante, mi inteligencia matemática deja mucho que desear y, por esa razón, acaba
enganchándome de mi recién liberada pierna escayolada.
¡NI HABLAR!
¡No estoy dispuesta a que nada ni nadie me la vuelva a lastimar!
En un arranque de furia extrema, me sujeto a la tubería como una cría de koala a su
madre y le obsequio con una contundente patada karateca en todos los músculos de su
descubierta jeta, enviándole al otro extremo del balcón y dejándole K.O al chocar contra la
pared.
Insuflando aire a mis pulmones, cuando creo que ya he sorteado el peligro y pasado lo
peor, oigo al Zurbe decir algo.
—Creo que me voy a desmayar —balbucea encogido todavía en el tercero. Mi balanceo no
le ha beneficiado en absoluto.
—¡No, ahora, no! —digo tratando de animarle.
Temo que el miedo, los nervios y la desnutrida alimentación que hemos padecido las
últimas horas le pasen factura ahora y le dé un vahído. No me conviene en absoluto. Se
precipitaría al vacío arrastrándome con él.
Poco a poco, logra dominarse y baja por el segundo retirándose lo más lejos que puede del
balcón.
Menos mal que no lo ha visto pero, recién ha pasado, el muerto-vivo sin rostro ha salido al
balcón de nuevo, ha alargado su mano y juraría que ha rozado los despeinados pelos de la
coronilla del Zurbe.
Gracias a las oportunas rejas y los resistentes cristales de climalit del primer piso, no me
siento amedrentada por el ser que está al otro lado de la ventana abriendo y cerrando la
mandíbula con unos dientes y encías que dejan ver una seria gingivitis de tercer grado.
Aviso a mi compañero alpinista para que no le pille desprevenido y no perdamos más el
tiempo.
Esta última parte la ejecutamos nerviosos pero con maña. Deslizándonos por el canalón y
aprovechando cada recoveco para apoyarnos, parece que lo llevamos haciendo toda la vida.
Profesionales al máximo.
Aunque cuando llegamos al límite de nuestro descenso sigue sin haber coche alguno que
nos espere. Debajo sólo tenemos la turba que se ha formado atraída por nuestro movimiento.
Los muy imbéciles se creerán que somos piñatas a las que despedazar y vaciar su interior.
—¡¿POR QUÉ NO HAY COCHE?! —chilla el Zurbe.
Enseguida se pone a aullar, como el histérico que es, suplicando por su vida.
Le trato de decir que espere, que ahora vienen, que sea paciente, pero ni me escucha…
—¡NOS HAN ABANDONADO! —vuelve a insistir con su catastrófica visión de las cosas.
Yo le grito que se calle, que es un agonías de mierda y no sé cuantas cosas más.
Ahí colgados de una tubería y discutiendo sobre un coche que hace rato debería haber
venido, con muertos-vivos arriba en los balcones, en el interior de las casas y abajo en la vía
pública... me dejo arrastrar por el pánico del Zurbe y mi imaginación galopa como un potro
desbocado.
Sospecha que algo no va bien y teme que nuestros salvadores nos hayan dejado "colgados"
literalmente.
Pero Antu no nos puede abandonar a estas alturas de la historia. ¡A lo mejor la otra calle
es un tapón de muertos-vivos y no les permiten avanzar! O a lo peor se les ha colado alguno en
el coche y les ha mordi...
¡Mira que si realmente les ha pasado una desgracia y no aparecen!
No, es imposible, eso no puede suceder ahora. Sería como si de repente la tubería se
desencajara de la pared por no poder soportar este violento vaivén provocado por nuestra
pelea sobre por qué cojones nadie viene a recogernos.
El Zurbe me dice llorando que cree que se va a hacer pis encima.

***

Llevamos un ratazo que te mueres aquí encaramados. Ya hemos dejado de discutir y todo.
Mis músculos están congestionados por la tensión y la espalda dolorida del esfuerzo.
El Zurbe, encima de mi cabeza, ya no dice nada ni llora, sólo tiene la mirada fija en el
grupo de muertos-vivos a un par de metros bajo nuestros pies.
De repente, el coche de policía salvador, con un buen número de espantajos resucitados a
la cola, irrumpe a toda pastilla por el extremo de la calle y embiste con un brutal choque a
otro vehículo estacionado. Éste, tras el efecto carambola, se estampa contra el escaparate de
la farmacia, uno de los pocos que aún quedaba con las lunas en pie, y al estallar los cristales,
la alarma se dispara de forma instantánea. El sonido inunda toda la calle atrayendo a los
muertos-vivos en cinco manzanas a la redonda y proporcionándoles la oportuna diversión.
Mientras el coche avanza recorriendo la calle, Antu saca su robusto cuerpo por la
ventanilla y armado con una contundente barra de hierro golpea los vehículos a su paso,
reventando parabrisas, abollando chapas y activando bocinazos.
Se ve que no somos los únicos a los que se les ha ocurrido el truco.
Entre la estridente alarma de la farmacia y las de los coches y sus intermitentes faros, la
calle entera es un jolgorio de luces, sonidos y muertos-vivos exultantes que no saben a qué
atender.
Al llegar a nuestra altura, el vehículo sube a la acera y se lleva por delante a la marabunta
que no se ha dejado impresionar por la jarana y ha preferido quedarse con nosotros.
Es un pleno en una partida de bolos.
Una vez despejada la zona, Antu sube al capó del coche y allí me ayuda para que pueda
aterrizar sin peligro en el techo. Es superágil a pesar de su 1,65 de estatura y sus 85 kilos.
Me tengo que agachar para que mi cara quede a la altura de la suya y plantarle un beso
en los labios.
En un principio, se sorprende, luego se ruboriza y finalmente… me lo devuelve con creces.
Mi pecho estalla en una exhibición de fuegos artificiales.
Ya sé que no es muy romántico estar los dos aquí subidos, besándonos, rodeados de una
masa de muertos-vivos putrefactos y teniendo como banda sonora los insoportables pitidos de
las alarmas… pero detendría el tiempo en este instante.
Después de inolvidables segundos, nos separamos y nos quedamos mirándonos.
—¿Y tu escayola? —me pregunta.
Mientras le voy a explicar que pasó a mejor vida, el Zurbe aterriza de manera aparatosa
en medio de nosotros dos, coge la cara de Antu y le obsequia con un contundente beso en
todos los morros.
Éste ha flipado y yo me he meado de la risa.
—¡¡VÁMONOS YA!! —nos ordena una voz femenina desde la ventanilla del conductor.
El Zurbe, que después de su gesto afectivo ha cogido por banda a nuestro rescatador
estrujando su cuerpo cual boa constrictor, no suelta su presa ni a la de tres. Tras un breve
forcejeo, Antu logra deshacerse del letal abrazo, me coge de la mano y saltamos juntos del
coche al suelo.
Sin embargo, nuestro compañero de piso parece que se lo piensa un poco más. Es un
momento difícil para él y está realizando un esfuerzo mental sobrehumano. Me apostaría el
cuello a que su madre tiene algo que ver.
Murmurando unas palabras, se santigua, coge impulso y se lanza desde el techo del
vehículo.
Pisa el pavimento de la calle y nos mira emocionado.
Ha sido un pequeño salto para la humanidad pero un gran paso para el Zurbe.
No obstante, este chico se ha transformado en una caja de sorpresas y en lugar de
meterse en el coche, se aleja de nosotros en otra dirección.
—¡¿Y ahora dónde va?! —pregunta Antu alarmado.
El Zurbe se agacha y coge algo del suelo.
Cuando se da la vuelta, tiene el arma reglamentaria de Patxi empuñada como un auténtico
funcionario de la ley junto con el cargador. Está para hacerle una foto y mandársela a sus
padres.
Nos subimos al coche más contentos que unos yonkis a una kunda.
Nada más introducir mi cabeza por la puerta trasera y saludar a la conductora de aspecto
desaliñado, descubro un muerto-vivo en el asiento de la ventanilla opuesta.
—¡CUIDADO! —aviso a gritos—, ¡¡SE HA COLADO UNO DENTRO!!
Antes de que pueda emprender una espantada suicida corriendo como una loca y dando
voces por toda la calle, Antu me retiene cogiéndome del brazo.
—¡Que no, tronca pesada! —dice el ser de pómulos hundidos con un hilo de voz rota y
rasposa—. ¡Que no soy ningún muerto-vivo!
Me quedo atónita sin poder creer lo que mis ojos envían a mi cerebro, Antu aprovecha y
me empuja al interior del vehículo (de manera bastante brusca, por cierto) para que pueda
entrar el Zurbe y cerrar la puerta. Yo voy a dar con la cabeza en las rodillas del no muerto-vivo
que habla... y que me mira receloso. Ahora que le veo más cerca, su estropajoso pelo rubio me
suena de algo.
No ha acabado Antu de cerrar su puerta de copiloto cuando el coche acelera con un
chillido de derrape y emprende la huida.

***

—Creo que me han mordido —dice la chica hippy al volante.


Esa declaración hace que todos en el interior del coche nos quedemos petrificados.
—¡Que no, que es broma! —suelta, y a continuación empieza a partirse el culo.
Yo me río de puro nervio y alivio. Vaya momento para el humor negro. Je, je.
El chico “muerto-vivo” que tengo a mi lado no ríe en absoluto, de hecho permanece con
cara de pocos amigos. Observo la venda que lleva en su frente.
—Tiene esa herida en la cabeza por el sartenazo que le metiste ayer —dice Antu mirando a
través del espejo retrovisor. Me ha debido ver cómo estudiaba a mi compañero de asiento.
—Vine a traeros comida del súper y a informaros de que hoy veníamos a por vosotros —me
cuenta el chico sin mirarme y con su voz de ultratumba—, pero no me dejaste ni empezar.
—Le pedí ese favor —explica Antu—, y no salió muy bien parado.
—Ángel es mi ex-toxicómano favorito —dice la hippy—. ¡Mirad lo que puede hacer!
—No soy un mono de feria, tía —contesta ofendido.
—Venga, Angelitooo, enséñales tu don —le implora como una niña de siete años—. ¡Una
vez sólo!
La hippy frena en mitad de una desolada avenida y comienza a apretar el claxon. Yo me
pregunto si se ha vuelto loca de repente o ya lo estaba de antes.
Un muerto-vivo trajeado sale rápidamente de entre los cristales de un banco y, en cuanto
nos localiza, viene hacia el coche con paso torpe pero firme.
Ángel se baja dando un portazo y se planta delante de él realizando unos exagerados
aspavientos. Por increíble que me parezca, el monstruito vestido de ejecutivo traspasa con la
mirada al demacrado chico que le interrumpe el paso y le impide llegar hasta nosotros. Ni se
inmuta con su presencia. No hay descuartizamiento de miembros ni mandíbulas amenazantes,
sólo una especie de gruñidos de queja debido a los zarandeos y empujones provocados por
Ángel.
Antes de que se acerquen más bichos alertados por el jaleo, la hippy se pone los dedos en
la boca y da un silbido para que el ex-toxicómano regrese al vehículo.
—¿Contentos? —dice Ángel malhumorado al entrar de nuevo.
El motor arranca y ninguno comentamos nada. Yo me he quedado sin palabras. Aun así, le
debo una disculpa.
—Vaya, pues lo siento… como te abalanzaste tan rápido... —Me estoy a punto de justificar
diciéndole que es muy difícil distinguir a un yonki-vivo de un yonki-muerto-vivo pero creo que
no es muy apropiado. No quiero ofenderle tan rápido después de haberle pedido perdón hace
un segundo.
—Llevaba un rato intentando llamaros, pero tengo nódulos en la garganta y no me oíais —
explica Ángel—. Tu colega estaba muy distraído tirando la casa por la ventana y tú
examinando el portal.
—Ángel e Iris son dos compañeros que he tenido durante estos días en el supermercado —
nos cuenta Antu sonriendo a sus dos “nuevos amigos”—. Hemos compartido grandes
experiencias.
Observo al Zurbe, que se ha quedado muy serio, y le adivino el pensamiento. Yo siento lo
mismo. Unas mariposillas de celos revolotean en mi estómago.
—La situación era insostenible con el resto de la gente y para colmo apareció el policía
dueño de este coche que resultó ser un dictador —continúa relatando Antu—, vino con comida
y agua contándonos que se había encontrado con un par de pringados…
El Zurbe y yo nos miramos un poco cortados pero no decimos nada.
Iris explica que cuando oyeron mis insultos de verdulera a todo grito, Antu decidió que era
el momento de actuar.
—Sólo ha hecho falta un poquito de mis dotes de seducción innatas para camelarme a
Richard mientras estos dos cogían las llaves de su coche —explica pizpireta, y añade
mirándome de reojo—, por cierto, ¡vaya piquito de oro que tienes, bonita!...
Así que Antu ha estado todo este tiempo con la hippy cachonda y el Superyonki. Vaya
amistades.
—… ¿Y tú por qué estás tan callado? —pregunta al Zurbe.
—Es que… —responde éste con la voz entrecortada, y acto seguido arranca a llorar—.
¡Estoy infestado!
—¡Mierda, Zurbe! —dice Antu dando un golpe de rabia en la guantera—. ¡¿Cuándo te han
mordido?!
—No… sniff… sólo fueron unos besos…
Antu e Iris se miran sin dar crédito.
—¿¿Has besado a un muerto-vivo?? —pregunta ella flipándolo.
Como esta conversación corre el riesgo de transformarse en un diálogo para besugos, me
veo obligada a intervenir.
—Se contagia únicamente por la sangre a través de los mordiscos, lo dijeron los primeros
días cuando todavía había radio —explica Antu una vez he narrado la des/aventura con Chon.
El Zurbe, quien ya ha calmado su llanto, le mira muy atento asintiendo con la cabeza—. No te
preocupes, no vas a transformarte en un muerto-vivo.
El ex-amante no-infectado sonríe aliviado y se recuesta tranquilo en el asiento.
—Pues yo maté a uno de ellos —suelto de manera dramática y un tanto efectista
acaparando toda la atención dentro del coche. Me gusta que el Zurbe no se haya contagiado y
todo eso, pero ya ha tenido su rato de gloria y ahora me toca a mí disfrutar del mío y limpiar
mi imagen de gritona malhablada.
—¿¡A quién!? ¡Al vecino gordo no le matastes, mentirosa! —me acusa él con un tono a
caballo entre la sorpresa y la indignación tirando por tierra mi testimonio. Qué rápido se le ha
pasado el disgusto.
—¡Pero casi! —le rebato y me dirijo a Antu—, aunque una cucaracha sí que maté...
—Y yo limpié mi cuarto… —me corta el egocéntrico envidioso.
Antu intenta apaciguarnos con un gesto de su mano y, para cambiar de tema, nos dice que
ya ve lo bien que nos hemos apañado y que la idea de colgar el cartel en el balcón ha sido muy
buena.
—¡Se me ocurrió a mí! —grita el Zurbe levantando con ímpetu el brazo—. ¡A MÍ! ¡A MÍ!
—¡Pero bajo mi supervisión! —aclaro inmediatamente.
Joer, el Zurbe quiere quedar todo el rato por delante.
Satisfecha, poniendo las cosas en su sitio, observo que Iris le dice algo al oído a Antu y
percibo una ligera irritación en su rostro. Como no quiero que nos inviten a salir del coche en
medio del caos que impera en la ciudad, decido mantenerme callada un rato.
Iris saca una coca-cola y mientras da un generoso trago me mira a través del espejo
retrovisor. Por mi forma de contemplar la botella y mi relamida de labios intuye que quiero un
poco y me la ofrece.
Aunque no está muy fría, siento las burbujas recorrer mi garganta y me pego un discreto
eructo.
¡Dios, estos son los pequeños placeres de la vida!
Al entrar por la calle principal para llegar a la salida de la ciudad hay una señal de tráfico
medio derribada.
El Zurbe carraspea.
—¿Eso no es dirección prohibida? —dice el poseedor del abono de transporte público
caducado.
Iris le mira como si fuera un ser de otro mundo. No va muy desencaminada.
—¡Ay, Zurbe! —suspira Antu—. ¡Cómo te he echado de menos!

***

Atravesando la ciudad hemos podido comprobar que está completamente devastada,


ruinosa e infestada de muertos-vivos. Nos hemos encontrado varias veces con coches volcados
que formaban una barrera impidiéndonos avanzar y un trayecto habitual de treinta minutos
nos ha llevado casi dos horas. Las calles son una trampa para ratones, aunque estos sepan
conducir y hayan sobrevivido a lo peor.
Ahora circulamos por el carril contrario de la autopista, donde la carretera está libre de
vehículos. El de salida de la ciudad se encuentra colapsado.
—Por cierto —dice el Zurbe—, ¿dónde vamos?
—Al chalet de mi amigo neozelandés en las afueras —contesta Antu mirando por la
ventana—, tiene placas solares, depósitos de agua, huerto e incluso gallinas. Esperemos que
su casa no se haya visto afectada.
Fíjate si es previsor que hasta había pensado dónde ir en caso de un posible apocalipsis.
Además, es que está guapísimo, qué quieres que te diga. Tiene un lustre envidiable, no ha
adelgazado nada el tío en estos días y creo que incluso ha cogido color. Le ha sentado
fenomenal la temporada en el súper.
Hay bolsas de la compra con comida y entre ellas distingo su mochila de biodanza repleta
de víveres.
¡Qué capullo! Cuando ha contado que el policía se encontró con unos pringados, ¡sabía
que eramos nosotros!
Hurgo dentro de la mochila y encuentro algo que me llama la atención.
—¿Puedo? —le pregunto.
Me mira extrañado como si no me reconociera.
Abro la lata de aceitunas, cojo una y la saboreo.
Agradecimientos
A Gordon (Editor en funciones y traductor), Jesús (Editor en funciones), Melany
(Supereditora), Juan, Antonio, mis hermanas Pilar y Belén, mis sobrinos Valeria y Gershon, al
"Zurbe" y a los usuarios de la calle popularmente conocida como Alonso del "Narco", por la
inspiración y por los particulares momentos que me han regalado.

Madrid, marzo de 2012


CAPÍTULO EXTRA (final Capítulo 2 y Capítulo 3 originales)

Una vez, justo antes de irme a la cama, pusieron por la tele, en el programa “Misterios del
más allá”, un video de unos niños mejicanos que habían grabado un alien escondido detrás de
una farola. Esa noche, encogida y abrazada a la almohada, me acojoné viva pensando que
pasaría si se me apareciera un marciano en mi casa. Pedí desde el fondo de mi mente que por
favor eso no ocurriera. Durante largo rato estuve tratando de autoconvencerme de que los
extraterrestres son seres superavanzados, tienen dos dedos de frente y saben ante quién
pueden manifestarse y ante quién no. Claro que, al igual que los humanos, también habrá de
todo y habrá extraterrestres cortos de mollera que no tengan capacidad selectiva. Prefiero no
pensarlo.
Hay gente por el mundo deseando contactar con ellos. NO es mi caso.
Espero que no tenga mala suerte. No quiero que se me aparezca un ente despistado de
otro universo y se me ponga el pelo blanco de la impresión.
No lo superaría en la vida. Estoy razonablemente satisfecha con mi color cobre natural.
Además, yo ya tengo un ente en esta casa de nombre Zurbe, así que ya tengo toda la
información sobre seres extra-anormales que pueda necesitar. Lo aseguro.
A ver, el canguelo sólo me duró esa noche. Soy una chica madura, todo el mundo sabe que
esa clase de fenómenos no existen.
Entonces escuché los ronquidos de Antu a través de la pared y eso me hizo volver a la
realidad.
Ja, ja ¡Qué cosas se le pasan a una por la cabeza!
Ahora no hay ronquidos que valgan.
A lo mejor viene más tarde. No sé si salir al salón y esperarle en el sofá hasta que venga
con una mantita echada por si refresca.
O a lo peor le han abducido extraterrestres mejicanos y le están sometiendo a toda clase
de penurias y torturas médicas anales.
No soporto más este suspense. Esto es una emergencia como una casa. Mañana a primera
hora cojo las muletas y voy a la comisaría a poner en conocimiento de la justicia su
desaparición. Ya han pasado 48 horas y es cuando en las películas dicen que puedes
denunciar.
Cuanto antes ponga la reclamación antes empezarán las batidas por los bosques con
perros, linternas y todo el vecindario volcado en su búsqueda. Y yo pegaré carteles con su foto
por todas las farolas.
Bueno, vale que aquí, en la ciudad, muchos bosques no hay y los vecinos van bastante a su
rollo, pero si ir a la policía no es suficiente, soy capaz hasta de salir en un programa de
televisión matutino a relatar mi testimonio.
Es hora de actuar.

Capítulo 3
Estoy muy cabreada con mi cuerpo, no tiene ningún aguante. He ingerido algo que no le
ha parecido bien y a la primera de cambio me ha traicionado.
No sé si es debido al yogur agrio del desayuno o a los mejillones de la lata abierta hace
dos semanas que cené anoche, aunque lo más seguro es que el responsable sea el buchito de
agua putrefacta que di ayer por la mañana. Encima el agua sigue saliendo igual de asquerosa.
Yo creo que esto es denunciable.
Me disponía a salir por la puerta con las muletas a cuestas (y un incipiente dolor de
muñeca) e ir directa a la comisaría para que la policía acabara ya con este sin vivir en el que
me tiene Antu desde hace dos días. Estaba elaborando mi historia sobre su posible
desaparición... e imaginándome en jefatura, en una sala de interrogación con un gran espejo
trucado en la pared donde astutos y atractivos agentes me veían desde el otro lado. Yo
detallaba mi particular caso con un cigarrillo entre mis dedos fumando de manera muy
sensual, sentada en una silla muy segura de mí misma con las piernas cruzadas, vestida con
un gran escote, minifalda y sin ropa interior, cuando iba a descruzar las piernas… he tenido
que frenar en seco.
Me ha empezado a doler el estómago de una manera superheavy. Y esta vez no era del
aburrimiento precisamente, ya que estaba muy entretenida con la trama policial. En ese
momento ha sido cuando mi tripa ha comenzado a realizar unos movimientos estomacales
dignos de un alien bailando breakdance en mi interior.
Ahora estoy en el pasillo, apoyada en la pared con el cuerpo medio doblado e inmovilizada
por las convulsiones intestinales. Para colmo oigo unos pasos que se acercan. Me es imposible
escapar de él. Del Zurbe. No quiero que me vea tan desvalida.
Con su oído tan fino seguro que ha escuchado mi modesto quejido.
Viene hacía mí y me empieza a preguntar que por qué estoy tan amarilla, que por qué
estoy sudando tanto y que ahora que lo piensa él también se empieza a sentir raro.
Es un copiota hasta para los momentos de urgencia.
-¡Esto es por haber bebido el agua sucia del grifo!- exclama agarrándose el estomago.
Yo aunque estoy de acuerdo respecto a lo del agua, no me da la gana de darle la razón.
Luego a ver quién le aguanta. Como su cerebro no conoce el término medio, se supone que si
estás de acuerdo en una cosa tienes que estarlo en todo.
Así que le corto por lo sano y le digo que se vaya a un sitio no muy agradable.
Su contestación es, a mi juicio, lo que bien podría resultar un rugido del cruce entre un
dragón milenario y un dinosaurio mutante. Acto seguido le sale de la boca un chorro
multicolor de vómito con una potencia impresionantemente asombrosa.
A mí esto me acaba de poner malísima total. Le dejo en el pasillo con sus retortijones y voy
directa al baño a descargar lo que quiera que tenga en mis entrañas.
Después no le veo en todo el día, pero a juzgar por los ruidos de ultratumba que realizaba
ha estado vomitando en el cubo sin parar.
Entre mis ruidos y los del Zurbe parecemos una competición por ver quien se vacía antes
en menos tiempo.
Tengo una queja contra el dicho “lo que no me mata, me fortalece”. Quiero decir aquí y
ahora que ese dicho es una gran farsa. Me gustaría hablar personalmente con el individuo que
lo inventó. Vamos a ver listillo, lo que no mata, da diarrea y si tienes mucha diarrea desde
luego que muy fuerte no te pones. Piénsatelo bien antes de inventar un dicho, quien quieras
que seas.
Estoy con una terrible gastroenteritis digna de investigación. La gran capacidad de
almacenaje de mi tripa es de ciencia-ficción. Ha habido momentos que pensaba que se me iba
la vida por el sumidero. He traspasado mi campamento base al baño, ya que a causa de mi
invalidez temporal en algunos momentos casi no llegaba a tiempo y he visto peligrar la
integridad física de mis bragas y mis pantaloncitos juntos.
Un estómago enfermo no espera a nadie.
Cuando ya ha parecido que amainaba la tormenta he ido a apalancarme a mi cama, a
rastras como una oruga moribunda.
No estoy exagerando, intenta tú moverte por la vida con el cuerpo con combustible -0 y un
trozo de cemento pegado en la pierna.
Estoy muy cansada y débil, si estuviera Antu me habría preparado un rico consomé de
pollo y arroz con una jarrita de agua de limones, pero aquí, tirada en la cama entre las
sabanas revueltas y sudadas, es como el mundo se hubiera olvidado de mí.
Me siento vacía, (más física que psicológicamente, todo hay que decirlo) sin poder llamar
a un médico, sin nadie que me atienda.
La vida me abandona poco a poco.
No sé si sobreviviré.
Sólo quiero estar tumbada con los ojos cerrados y morir en paz.
Es una pena pero no he cumplido los veinte años y ya me veo obligada a hacer testamento.
Lo tengo que redactar mentalmente ya que si tuviera fuerzas lo escribiría sobre una hoja, pero
me queda poco tiempo y ninguna gana de moverme.
Dejo en herencia:
A mis padres y a mi hermano la paga final de manutención paterna para que lo gasten a su
libre albedrío.
A Antu le dejo mi extraviado libro del universo para que lo cuide como si fuera suyo y le
deseo suerte en su búsqueda.
Mi última voluntad es que quiero que me metan en el ataúd con el ordenador incluido. Sí
¿Qué pasa? A los egipcios les enterraban con sus criados y sus abalorios y nadie decía nada.

Ah, y también, por favor, que prohíban en toda la faz de la tierra la salida de sus pueblos a
seres como el Zurbe.
Y ya lo último, que se me olvidaba, es que tengan el detalle de quitarme la escayola antes
de meterme bajo tierra.
Firmado, Susi-patachula-nini.
Estoy viendo un túnel. Una voz me dice ven, ven, hay luz al final del túnel.

***
Un nauseabundo olor de la calle que echa para atrás es lo primero que siento al
despertarme. No sé que prefiero, si morir asfixiada por el calor o por este putrefacto aroma
que sube de la vía pública.
Tapándome la nariz, cierro de inmediato la puerta del balcón y de paso silencio el
murmullo animal del que llevo disfrutando como banda sonora últimamente.
No tengo ni idea de cuantas horas habré dormido, pero me despierto con leve mejoría.
Parece que mi cuerpo ya se ha hartado de ser sólo una maquina regurgitante de expulsión.
Tengo muchísima sed. Necesito beber algo.
Por supuesto no será el aguachirri que sale de los grifos. Suerte que en esta casa la coca-
cola es nuestra segunda fuente de suministro líquido.
Me cruzo con el Zurbe en la cocina
- ¿Qué tal estas?- me pregunta el bienqueda sosteniendo un vaso, por supuesto, con coca-
cola.
- Fenomenal, ¿por? - respondo indiferente. Con el enemigo no hay que mostrarse débil.
- No por nada, yo también estoy algo mejor - dice el pedazo de cínico. Se le nota a leguas
que tiene una cara de descomposición que no se lo cree ni él -. Estoy tomando coca-cola sin
burbujas, es una receta de mi madre para el mal de barriga.
¿Y no tiene su madre una receta para su mal de cerebro?
- Me alegro - le contesto con la misma hipocresía. Lo que realmente me dan ganas de
decirle es que estaría mucho más alegre con él lejos de esta casa y de mi vida.
Pero como no quiero malgastar mis pocas fuerzas, me cojo mi botella calentorra de coca-
cola, me giro muy digna y me voy con mi pierna a otra parte.
Una vez en mi habitación, agito la botella para quitarle el gas. A veces los remedios de
pueblo tienen su efecto, lo único malo de este tratamiento es que no te da gases. Con lo que a
mí me gusta eructar cuando bebo coca-cola.
Estos días han sido especialmente duros sin Internet y la convivencia a tiempo completo
con el Zurbe. No obstante, después de mi experiencia cercana a la muerte de hace unas horas,
veo las cosas de diferente manera.
Ya que me encuentro algo más espabilada me entran ganas de hacer algo que tengo
pendiente. Cierro la puerta de mi cuarto e intento “clickearme el mouse”. Digo intento porque
para no variar, el Zurbe ha llamado a mi puerta dos veces en menos de 10 minutos…

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