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Juanita y las semillas mágicas

Anónimo
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Había una vez una niña llamada Juanita que vivía con su mamá en una pequeña cabaña. Eran
muy pobres. Lo único que tenían era una vaca. Si no fuera por su leche, se habrían acostado sin
comer muchas veces.

Juanita era una niña muy curiosa, siempre quería saber cómo funcionaban las cosas. Le hacía mil
preguntas a su mamá: ¿Por qué el sol sale por una parte y se esconde por otra?, ¿Cuál es la
misión de las estrellas y de la luna?, ¿Hacia dónde viajan las aves en el invierno?

Juanita se divertía mucho inventando nuevos juegos y buscando las más diversas aventuras.

Un día su mamá la llamó para contarle que la vaca ya no daba más leche.

—Hija mía, ya no tenemos nada qué comer —le dijo—. Mañana debes llevar la vaca al mercado
para venderla. Intenta conseguir la mayor cantidad de dinero posible por ella.

Juanita obedeció. En el camino se encontró con un señor que llevaba en la mano un saquito lleno
de semillas de colores.

—¿A dónde vas con esa vaca pequeña niña? —preguntó el anciano.

—A venderla al mercado —respondió Juanita.

Al escuchar la historia, el hombre le ofreció cinco de sus semillas a cambio de la vaca. “Son
mágicas”, le aseguró.

La muchacha aceptó encantada la oferta y corrió a su casa a mostrarle las semillas a su mamá.

Pero cuando la mujer escuchó la historia ¡se enojó muchísimo!

—¡Qué ingenua eres! —exclamó—¡Cambiar nuestra linda vaca por cinco semillas! ¿De qué nos
van a servir? ¡Ni siquiera alcanzan para hacer una sopa!

Muy disgustada, tiró las semillas por la ventana y mandó a Juanita a acostarse sin comer.
Al día siguiente, al despertar, Juanita notó que su habitación estaba llena de extrañas sombras. Se
acercó a la ventana y vio que… ¡las semillas mágicas habían germinado!

Una inmensa planta trepadora cubría la ventana y se elevaba por sobre las copas de los árboles,
hacia lugares donde la vista no alcanzaba a llegar.

Sin pensarlo dos veces, con ansias de saber hasta dónde llegaba la planta, Juanita saltó por la
ventana y trepó por el larguísimo tallo hasta que se cansó.

Cuando por fin llegó a la punta de la planta, vio que estaba en un extraño país donde había un
hermoso castillo.

Corrió hacia él y llamó a la puerta. Le abrió una mujer gigante. Juanita le suplicó que la invitara a
pasar y le mostrara el hermoso castillo.

—¡Eso no es una buena idea! —dijo la mujer—¿No sabes que mi marido es un ogro gigante que se
come a todos los niños y niñas? ¡Debes huir de aquí cuanto antes!

Pero Juanita suplicó:

—Podría esconderme en alguna parte. Estoy hambrienta y quisiera encontrar alguna manera para
ayudar a mi mamá.

—Está bien, haré lo que pueda —dijo la mujer—, pero prométeme que volverás a tu casa al
comenzar el día.

Juanita aceptó el trato y la mujer la llevó a la cocina y le sirvió una buena cena. Juanita todavía no
terminaba de comer, cuando se oyeron los pesados pasos del gigante. Rápidamente, la niña se
escondió en el horno, y en ese mismo momento entró el ogro a la cocina.

—¡Siento olor a carne humana aquí! —exclamó con una voz terrible.

—¡Qué tonterías dices! —dijo la mujer—. Lo que hueles es el cerdito que te preparé para la cena.
Siéntate a comer.

—¡Tráeme lechuga también! —exclamó el ogro.

—Te recuerdo que no tenemos lechuga. La sequía ha secado nuestros cultivos—respondió la


mujer.

El ogro se sentó a comer con gran apetito, sin escuchar a su mujer. Y cuando terminó, dijo:
—¡Mujer, tráeme el saquito de oro!

La mujer puso una bolsa de oro sobre la mesa. El ogro se divirtió mucho contando las monedas.
Cuando terminó, las volvió a guardar en el saquito y empezó a bostezar.

Al poco rato, el ogro cayó en un sueño profundo. Roncaba tan fuerte que hacía temblar las
paredes.

Al oír los ronquidos de su marido, la mujer sacó a Juanita del horno. Después tomó la bolsa llena
de monedas y le regaló cinco a la niña.

Corriendo lo más rápido que pudo, Juanita alcanzó la planta mágica y bajó ágilmente por sus
ramas hasta que llegó a su casa.

Llena de alegría, le contó a su mamá todo lo que le había sucedido en el castillo del ogro y le
entregó el oro que había conseguido. De esta forma, Juanita y su mamá pudieron vivir tranquilas
un buen tiempo.

Hasta que un día, Juanita vio que las monedas de oro ya se habían acabado, y que el trabajo de
su mamá no era suficiente. Entonces recordó que el ogro tenía muchas ganas de comer lechuga y
que ellas tenían muchas, así es que trepó otra vez por la planta, llevando unas cuantas lechugas
para vendérselas a la mujer del ogro.

La mujer gigante se puso tan contenta que le pagó dos monedas de oro por cada lechuga, ¡Por fin
podrían comer vegetales en la cena!

Juanita aún no se iba del castillo cuando el ogro llegó. Rápidamente, la mujer la escondió en un
baúl de la cocina. Y cuando el gigante entró, exclamó:

—¡Siento olor a carne humana aquí!

—¡Qué tonterías dices! —replicó la mujer—. Lo que hueles es la vaca que te he preparado para
cenar.

Mientras el gigante comía, entró a la cocina una gallina muy hermosa. Venía corriendo y
cacareando, pues arrancaba del perro que la perseguía para arrancarle las plumas.

El ogro se molestó muchísimo con el ruido y se levantó de su asiento, tomó la gallina por el
pescuezo y la lanzó al patio donde estaba el perro que tanto la molestaba. Al cruel gigante, le
divertía el espectáculo de la gallina cacareando de dolor. Luego de eso, se retiró a dormir.

Cuando ya estaba profundamente dormido, Juanita salió de su escondite. La mujer la acompañó


hasta la rama y en recompensa a su esfuerzo, le regaló la gallina desplumada y un gallo. Así
Juanita y su mamá podrían tener huevos. La niña bajó muy feliz a encontrarse con su mamá, quien
la recibió sorprendida y muy contenta.

Después de un buen tiempo, Juanita volvió a sentir deseos de nuevas aventuras. Había escuchado
una hermosa melodía en el castillo del ogro y deseaba conocer de dónde venía exactamente.
Entonces, volvió a trepar por la planta mágica y caminó hasta la ventana que daba al dormitorio del
gigante.

Muy poco rato después llegó el gigante y oliendo el aire, exclamó:

—¡Siento olor a carne humana aquí!

—¡Tonterías!, —dijo su mujer—. Hueles el asado que cociné para ti. Mejor será que vayamos a
comer.

El gigante cenó, se fue a su dormitorio y le dijo a su mujer:

—¡Tráeme mi arpa!

La mujer le llevó el arpa y el ogro la puso sobre el velador:

—¡Quiero escuchar tu música! —le ordenó.

Inmediatamente las cuerdas del arpa empezaron a tocar una dulce melodía. La cabeza del gigante
se movía al compás de la música y al cabo de unos momentos, sus fuertes ronquidos se oían por
toda la casa. Juanita, al escuchar el arpa, pensó: “¡Este es el instrumento de la hermosa melodía!”.

Se emocionó tanto que quiso hacerla sonar también. Entonces, se acercó lo que más pudo
mientras dormía el gigante. Iba tan contenta caminando, que no se dio cuenta de que había
objetos en el piso y tropezó. Fue tal el estruendo que se produjo, que el ogro despertó y la
descubrió. Rugió de rabia y se puso a correr tras la muchacha.

Por suerte, Juanita era muy ágil. Alcanzó a llegar antes que el ogro a la planta mágica, y se deslizó
tallo abajo con gran rapidez. Por encima de Juanita, la planta era sacudida por el peso del gigante
que bajaba tras ella.

—¡Te voy a comer! ¡Te voy a comer! —le gritaba furioso.

En ese momento, la mamá de Juanita estaba cortando leña y cuando vio que su niña bajaba
asustada, tomó el hacha y le dio cuatro golpes al tronco de la planta mágica. Entonces, la planta
empezó a caer con gran estrépito. El ogro casi cae arrastrado al suelo, pero alcanzó justo a
afirmarse de un arbusto que había en su jardín.
Juanita celebró con gritos y saltos la gran hazaña de su mamá. Se abrazaron emocionadas,
mientras el ogro desde arriba les hacía desesperados gestos de enojo.

¿Pero qué importaba el ogro ahora? Ahora estaban juntas y a salvo.

Desde aquel día, la mamá se dedicó al cultivo de lechugas junto a un grupo de vecinas y la
pequeña Juanita siguió cultivando en su corazón semillas mágicas de bondad, imaginación y
curiosidad, jugando con sus amigos y aprendiendo con su mamá.

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