He estado pensando sobre la incapacidad de las generaciones más jóvenes para entender el sentido de la vida moral. La visión más extendida actualmente es aquella que reclama a la moral ser demasiado reglamentaria y limitadora la libertad personal. Lo cierto es que, si reflexionamos sobre los constitutivos de la reflexión ético-filosófica, la ética brilla por su carácter vital en cuanto ciencia práctica cuya finalidad es mejorar la vida humana comprendida globalmente. Lo que dice Aristóteles al principio de la Ética a Nicómaco, sobre el carácter teleológico de toda arte, ciencia y acción, toca el nervio de la vida humana, pues es antropológicamente evidente nuestro deseo del bien (pensemos en sus posibles sinónimos actuales como bienestar, felicidad, plenitud, el bien vivir, entre otros). Veo algunos problemas fuertes respecto a este tipo de reflexión, sobre todo al considerar que es un saber práctico con fines igualmente prácticos. Cuando se trata de obrar bien, no basta el conocimiento de lo que es bueno que haga, de su obligatoriedad o de la forma de realizarlo, hace falta también la disposición de llevarlo a cabo, insertarse vitalmente a las consecuencias del saber moral, pues, de hecho, éste se torna saber sólo cuando se ha hecho vida. De esto podemos vislumbrar una fuerte necesidad de hacer hombres éticos (entiéndase formarlos en la prudencia) antes de hacer filósofos éticos, pues las verdades que han de ser realizadas en el orden práctico se entienden a cabalidad y con mayor facilidad cuando se han hecho vida moral. Me parece que una de las claves para realizar una verdadera y humana reflexión ética es propiciando las condiciones, tanto intelectuales como ambientales, con las que se logre entender el deseo humano del bien, haciéndolo la base de toda ulterior precisión en el campo de lo moral. Este deseo es el que debe seguir la libertad. Entiendo que es impreciso el tomar como base el deseo del bien, pues tenemos el problema del bien aparente, pero cuando el hombre “siente” tal deseo de una manera auténtica, es más fácil orientar la reflexión a la consideración de los medios adecuados que conduzcan a la satisfacción de nuestras aspiraciones. Esto implica, al mismo tiempo, “templar” la interioridad, para dar paso a que la prudencia se encarne en la propia razón en su dimensión práctica.