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“Las moscas” Horacio Quiroga

Al rozar el monte, los hombres tumbaron el año anterior este árbol, cuyo tronco yace en
toda su extensión aplastado contra el suelo. Mientras sus compañeros han perdido gran
parte de la corteza en el incendio del rozado, aquél conserva la suya casi intacta. Apenas
si a todo lo largo una franja carbonizada habla muy claro de la acción del fuego.
Esto era el invierno pasado. Han transcurrido cuatro meses. En medio del rozado
perdido por la sequía, el árbol tronchado yace siempre en un páramo de cenizas.
Sentado contra el tronco, el dorso apoyado en él, me hallo también inmóvil. En algún
punto de la espalda tengo la columna vertebral rota. He caído allí mismo, después de
tropezar sin suerte contra un raigón. Tal como he caído, permanezco sentado
-quebrado, mejor dicho- contra el árbol.
Desde hace un instante siento un zumbido fijo -el zumbido de la lesión medular- que lo
inunda todo, y en el que mi aliento parece defluirse. No puedo ya mover las manos, y
apenas uno que otro dedo alcanza a remover la ceniza.
Clarísima y capital, adquiero desde este instante mismo la certidumbre de que a ras del
suelo mi vida está aguardando la instantaneidad de unos segundos para extinguirse de
una vez.
Esta es la verdad. Como ella, jamás se ha presentado a mi mente una más rotunda.
Todas las otras flotan, danzan en una como reverberación lejanísima de otro yo, en un
pasado que tampoco me pertenece. La única percepción de mi existir, pero flagrante
como un gran golpe asestado en silencio, es que de aquí a un instante voy a morir.
¿Pero cuándo? ¿Qué segundos y qué instantes son éstos en que esta exasperada
conciencia de vivir todavía dejará paso a un sosegado cadáver?
Nadie se acerca en este rozado: ningún pique de monte lleva hasta él desde propiedad
alguna. Para el hombre allí sentado, como para el tronco que lo sostiene, las lluvias se
sucederán mojando corteza y ropa, y los soles secarán líquenes y cabellos, hasta que el
monte rebrote y unifique árboles y potasa, huesos y cuero de calzado.
¡Y nada, nada en la serenidad del ambiente que denuncie y grite tal acontecimiento!
Antes bien, a través de los troncos y negros gajos del rozado, desde aquí o allá, sea cual
fuere el punto de observación, cualquiera puede contemplar con perfecta nitidez al
hombre cuya vida está a punto de detenerse sobre la ceniza, atraída como un péndulo
por ingente gravedad: tan pequeño es el lugar que ocupa en el rozado y tan clara su
situación: se muere.
Esta es la verdad. Mas para la oscura animalidad resistente, para el latir y el alentar
amenazados de muerte, ¿qué vale ella ante la bárbara inquietud del instante preciso en
que este resistir de la vida y esta tremenda tortura psicológica estallarán como un
cohete, dejando por todo residuo un ex hombre con el rostro fijo para siempre adelante?
El zumbido aumenta cada vez más. Ciérnese ahora sobre mis ojos un velo de densa
tiniebla en que se destacan rombos verdes. Y en seguida veo la puerta amurallada de un
zoco marroquí, por una de cuyas hojas sale a escape una tropilla de potros blancos,
mientras por la otra entra corriendo una teoría de hombres decapitados.
Quiero cerrar los ojos, y no lo consigo ya. Veo ahora un cuartito de hospital, donde
cuatro médicos amigos se empeñan en convencerme de que no voy a morir. Yo los
observo en silencio, y ellos se echan a reír, pues siguen mi pensamiento.
-Entonces -dice uno de aquéllos -no le queda más prueba de convicción que la jaulita de
moscas. Yo tengo una.
-¿Moscas?…
-Sí -responde-, moscas verdes de rastreo. Usted no ignora que las moscas verdes olfatean
la descomposición de la carne mucho antes de producirse la defunción del sujeto. Vivo
aún el paciente, ellas acuden, seguras de su presa. Vuelan sobre ella sin prisa mas sin
perderla de vista, pues ya han olido su muerte. Es el medio más eficaz de pronóstico que
se conozca. Por eso yo tengo algunas de olfato afinadísimo por la selección, que alquilo a
precio módico. Donde ellas entran, presa segura. Puedo colocarlas en el corredor
cuando usted quede solo, y abrir la puerta de la jaulita que, dicho sea de paso, es un
pequeño ataúd. A usted no le queda más tarea que atisbar el ojo de la cerradura. Si una
mosca entra y la oye usted zumbar, esté seguro de que las otras hallarán también el
camino hasta usted. Las alquilo a precio módico.
¿Hospital…? Súbitamente el cuartito blanqueado, el botiquín, los médicos y su risa se
desvanecen en un zumbido…
Y bruscamente, también, se hace en mí la revelación. ¡Las moscas!
Son ellas las que zumban. Desde que he caído han acudido sin demora. Amodorradas en
el monte por el ámbito de fuego, las moscas han tenido, no sé cómo, conocimiento de
una presa segura en la vecindad. Han olido ya la próxima descomposición del hombre
sentado, por caracteres inapreciables para nosotros, tal vez en la exhalación a través de
la carne de la médula espinal cortada. Han acudido sin demora y revolotean sin prisa,
midiendo con los ojos las proporciones del nido que la suerte acaba de deparar a sus
huevos.
El médico tenía razón. No puede ser su oficio más lucrativo.
Mas he aquí que esta ansia desesperada de resistir se aplaca y cede el paso a una beata
imponderabilidad. No me siento ya un punto fijo en la tierra, arraigado a ella por
gravísima tortura. Siento que fluye de mí como la vida misma, la ligereza del vaho
ambiente, la luz del sol, la fecundidad de la hora. Libre del espacio y el tiempo, puedo ir
aquí, allá, a este árbol, a aquella liana. Puedo ver, lejanísimo ya, como un recuerdo de
remoto existir, puedo todavía ver, al pie de un tronco, un muñeco de ojos sin parpadeo,
un espantapájaros de mirar vidrioso y piernas rígidas. Del seno de esta expansión, que
el sol dilata desmenuzando mi conciencia en un billón de partículas, puedo alzarme y
volar, volar…
Y vuelo, y me poso con mis compañeras sobre el tronco caído, a los rayos del sol que
prestan su fuego a nuestra obra de renovación vital.
FIN
Cuento “Una niña mala” Montserrat Ordóñez - autora española (1941-2001).

Quiero ser una niña mala y no lavar nunca los platos y escaparme de casa. No voy a
explicarle las tareas a nadie, ni a tender la cama. No quiero esperar en el balcón,
suspirando y aguantando lágrimas, la llegada de papá. Ni con mamá ni con nadie. Cuando
sea una niña mala gritaré, lloraré dando alaridos hasta que la casa se caiga. Cuando sea una
niña mala no voy a volver a marearme y a vomitar. Porque no voy a subir al auto que no
quiero, para dar las vueltas y los paseos que no quiero, ni voy a comer lo que no quiero, ni
a temer que alguien diga si vomitas te lo tragas, pero a papá no se lo hacen tragar. Yo voy a
ser una niña mala y sólo voy a vomitar cuando me dé la gana, no cuando me obliguen a
comer.
Llegaré con rastros de lápiz rojo en la camisa, oleré a sudor y a trago y me acostaré con la
ropa sucia puesta, y roncaré hasta despertar a toda la familia. Todos despiertos, cada uno
callado en su rincón, respirando miedo. Quiero ser el ogro y comerme a todos los niños,
especialmente a los que no duermen mientras yo ronco y me ahogo. Porque los niños
cobardes me irritan. Quiero niños malos, y quiero una niña mala que no se asusta por nada.
No le importa ni la pintura ni la sangre, prefiere las piedras al pan para dejar su rastro, y
aúlla con las estrellas y baila con su gato junto a la hoguera. Ésa es la niña que voy a ser.
Una niña valiente que puede abrir y cerrar la puerta, abrir y cerrar la boca. Decir que sí y
decir que no cuando le venga en gana, y saber cuándo le da la gana. Una niña mojada, los
pies húmedos en un charco de lágrimas, los ojos de fuego.
La niña mala no tendrá que hacer visitas ni saludar, pie atrás y reverencia, ni sentarse con
la falda extendida, las manos quietas, sin cruzar las piernas. Las cruzará, el tobillo sobre la
rodilla, y las abrirá, el ángulo de más de noventa, la cabeza alta y la espalda ancha y larga,
y se tocará donde le provoque. No volverá a hacer tareas, ni a llevar maleta, ni a dejarse
hacer las trenzas, a tirones, cada madrugada, entre el huevo y el café. Nadie le pondrá
lazos en la coronilla ni le tomarán fotos aterradas. Tendrá pelo de loba y se sacudirá desde
las orejas hasta la cola antes de enfrentarse al bosque.
No me paren bolas, gritará la niña mala que quiere estar sola. No me miren. No me toquen.
Sola, solita, se subirá con el gato a sillas y armarios, destapará cajas y bajará libros de
estantes prohibidos. Cuando tenga su casa y cierre la puerta, no entrará el hambre del alma,
ni los monos amaestrados, ni curas ni monjas. El aire de la tarde la envolverá en sol
transparente. Las palomas y las mirlas saltarán en el techo y las terrazas, y las plumas la
esperarán en los rincones más secretos y se confundirán con los lápices y las almohadas.
Se colarán gatos y ladrones y tal vez alguna rata, por error, porque sí, porque van a lo
suyo, de paso, y no saben de niñitas, ni buenas ni malas. Armará una cueva para aullar y
para reír. Para jugar y bailar y enroscarse. Para relamerse.
Ahora el balcón ya está cerrado. El gato todavía recorre y revisa los alientos. Es tarde y la
niña buena, sin una lágrima, se acurruca y se duerme.
Cuento “Las moscas”
Atesoro a mi lado moscas de carne, moscas de leche,
moscas de agua en beneficio de los otros: moscas que zumban
de vez en cuando en mi cabeza con pálpitos de muerte tierna.
Javier Vásconez, Angelote, amor mío.

No recuerdo bien el día ni la hora exacta, pero juro que aquel día presencié moscas, las más
asquerosas moscas, saliendo y entrando por la boca de mi vecino. No dije nada, en vano traté
de que mis ojos no miraran a las moscas gordas, negras y de violentos ojos rojos revolotear
por las paredes de aluminio del ascensor o posarse en las comisuras de su boca. Las vi
hurgando su nariz, aferradas con sus garras a los vellos nasales, como columpiándose al filo
de un abismo. Luego, vi cómo sus grises labios lamían y chupaban golosamente el rostro de
mi vecino, dejando marcas de pus amarillenta en su piel y una que otra vellosidad de su
cuerpo negro. Juro que aquella imagen espantosa me llenó de pavor, porque mis ojos lograron
observar ¾como amplificados por un reflector¾ hasta el más imperceptible movimiento que
las moscas hacían. Luego, miré como cientos, miles, millares de hexagonales de color rojo se
tejieron uniformemente, hasta formar una superficie similar a una red viscosa. Eran sus ojos,
que me veían por todos lados, que analizaban mis gestos, que latían acompañando mi
respiración. Su baba contaminó el lugar con un hedor tremendo, asfixiante, que me provocó
un ataque de tos. Tapé mi boca y nariz con la manga de mi chaqueta, pero el hedor era tan
fuerte que penetró la gruesa tela. Quise huir, apretando cualquier botón que me sacara del
ascensor. Pero mis manos parecían atadas a mi espalda. Petrificado, presencié cómo las
moscas raspaban con sus garras los párpados, luego el iris y la pupila de mi vecino, formando
hoyos en el espesor del globo ocular. El clímax llegó cuando miles de larvas transparentes
emergieron por las vacías cuencas de los ojos de mi vecino, quien en ningún momento se
inmutó ni alteró su expresión ausente. Las larvas, al caer al piso, mutaban en fieras moscas
que se unían a las demás, haciendo el mismo ejercicio devorador sobre el resto del cuerpo de
mi acompañante. Recuerdo que tuve nauseas, que sentí el reflejo de la comida en mi garganta
y aquel sabor de saliva espesa y salada en mi lengua. Al llegar al quinto piso las puertas del
ascensor se abrieron y, para escapar, tuve que esquivar el cuerpo putrefacto de mi vecino. Di
un salto y llegué al pasillo. Pronto aparté la puerta metálica de mi departamento y abrí las tres
aldabas, siempre percatándome de que ninguna mosca me hubiera seguido. Corrí al baño
donde guardo los implementos de limpieza y tomé un insecticida. Más tarde descubriría que
esta clase de instrumentos poco o nada servirían para deshacerme de las terribles moscas
negras. Recuerdo que esa noche no pude dormir y que, a pesar del murmullo que emitía el
televisor, escuchaba profundos zumbidos y veía moscas velándome alrededor de mi cama.

Al día siguiente desperté a las siete, tomé un baño para desprenderme del hedor de las
moscas, pero fue inútil. Abrí una bolsa y deposité la ropa que llevaba la noche anterior, quise
tirarla en la basura, pero decidí esconderla en una de las repisas de la bodega. Me preparé el
desayuno, tostadas con mermelada y mantequilla y un jarro grande de café cargado. Mientras
vaciaba el jarro, tuve la impresión de que del negruzco líquido emergía una gran mosca
empapada que intentó lamer mi boca. Me asusté y dejé caer el jarro. Aparté la silla, el temor
se acrecentó cuando vi a las terribles moscas devorando el pan y la mantequilla. Corrí a mi
habitación, tomé un abrigo y salí hacia mi trabajo. Esa mañana, al bajar por las escaleras, tuve
miedo de toparme nuevamente con mi vecino. Caminé dos cuadras hasta llegar a la parada de
la línea 39. Tuve suerte, el colectivo iba casi vacío. Me senté en uno de los puestos del final,
para tener una vista panorámica de todo el espacio. Entre dormido y despierto, vi subir a una
señora enorme que hizo tambalear la estructura del colectivo y que se atoró en la puerta por
su gran tamaño. El chofer tuvo que salir a empujarla; al principio, lo que estaba viendo me
pareció gracioso, pero cuando el chofer empujó más fuerte, la señora enorme perdió
estabilidad y se estrelló contra las primeras gradas, reventando su cuerpo como si fuera un
globo de helio. Pronto el colectivo se lleno de moscas negras que me veían con violentos ojos
rojos. Espantado y sin dar crédito a lo sucedido, escapé por la puerta trasera y corrí, corrí
hasta que mis piernas adoloridas me obligaron a tomar un descanso. Yo trabajaba en la
estación de metro, tenía el turno de la mañana y sabía que, si algo andaba tan mal, la estación
del metro sería el peor lugar en donde estar. Caminé sin rumbo por horas, cavilaba sobre lo
sucedido la noche anterior con mi vecino y sobre los sucesos en mi departamento y en el
colectivo. Era imposible que algo así estuviera pasando, pero al llegar a un callejón sin salida,
vi a tres hombres tirados en el piso, siendo devorados por las moscas y entendí que, si no
hacía algo, pronto sería yo el devorado.

En una tienda donde venden toda clase de venenos, compré lo necesario: spray contra plagas,
trampas de goma para las paredes, matamoscas de varias formas y un mechero, por si había
necesidad de prenderles fuego a las malditas. El encargado era un sujeto mayor, llevaba lentes
gruesos, nariz ancha y aguileña y una gorra que decía en letras manuscritas “Mr. Dangerous”.
—¿Acaso va a matar a la madre de todas las moscas? —preguntó, con tono sarcástico. No
respondí a su pregunta, quién iba a creerme, ¡moscas devorando a personas!, pensarían que
estoy loco. Pero el encargado insistió —amigo, el arsenal que lleva no le servirá de nada. Las
moscas no comen de afuera hacia adentro, lo hacen al revés. Lo mejor que puede hacer, es
abrirse el cuerpo usted mismo para sacarse la peste. Mire… —dijo, y abrió su overol
dejándome ver su cuerpo desnudo y lacerado. —Las moscas aún no me comen los pulmones,
ni el único riñón que me queda. Es posible que viva unos días más —añadió, apretando mi
mano. El temor me obligó a golpearlo para soltarme, retrocedí para escapar y choqué
brutalmente contra la puerta de vidrio del local, quedando inconsciente en posición fetal. Lo
último que recuerdo fueron los ecos de los aerosoles rodando por el piso.

Algunas gotas de lluvia me despertaron. Extrañamente dormía recostado en la banca de


piedra de un parque, a merced de cualquier peligro. Revisé mis documentos y estaban
completos, nada me faltaba. Para cuando estuve en movimiento ya eran las siete de la noche y
un torrencial aguacero caía sin dar tregua. Llegué empapado al lobby de mi edificio. Con
temor apreté el botón del ascensor. Ya no diferenciaba entre sueño y realidad. Las puertas se
abrieron y me alivié de encontrarme solo, pero, de pronto, mi vecino entró al ascensor,
gambeteando por la estrecha ranura. Me saludó y bajó el paraguas. —Qué tremenda lluvia
—dijo amablemente. No contesté. No quise mirar a las moscas devorándolo. Mientras
subíamos, sentí cómo los ojos del vecino y su aire coloquial cambiaban, ahora me escrutaba
con su mirada. Era él y no yo quien estaba petrificado. Intenté preguntarle: —¿Qué carajo
pasa?—. Pero, al abrir mi boca, sentí como una mosca caminaba por mi lengua y frotaba sus
patas delanteras contra su cabecita diminuta. Luego emprendió el vuelo y nos miró a los dos
con aquellos ojos rojos, tan fieros como distantes, mientras cientos de moscas devoraban mi
cuerpo.

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