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El narrador de esta historia rememora su infancia durante la segunda

guerra mundial, primero en Milán y después en el campo, donde es


evacuado junto a otros niños. Las clases, la complicidad entre
hermanos, los primeros bombardeos, los campamentos de verano, la
relación con su padre, el descubrimiento del amor…, son recreados
en una serie de vivas estampas. Los rigores de la guerra y la
separación de la familia se contraponen al despertar de los sentidos,
a la leve intuición de los placeres que todavía le están vedados y, en
definitiva, a la fe en la vida y en el futuro.
Con jugosas anécdotas y vivos retratos, el autor logra un cuadro de
época lleno de lirismo e ironía: una pequeña comedia humana del
Milán de la guerra.
El prestigioso director italiano Ermanno Olmi se disponía a rodar una
película sobre sus recuerdos de los años de la guerra en Italia cuando
una enfermedad interrumpió el proyecto. En su convalecencia decidió
convertir el guión en una novela, Chico de barrio, la única obra
literaria que ha publicado, que está a la altura de sus mejores obras
cinematográficas.
Ermanno Olmi

Chico de barrio
ePub r1.0
Titivillus 26.06.2017
Título original: Ragazzo della Bovisa
Ermanno Olmi, 2004
Traducción: Carlos Manzano

Editor digital: Titivillus


ePub base r1.2
UNO
1

En mayo había ya un gran deseo de que acabara la escuela. En casa los


postigos permanecían entornados, porque el sol era demasiado fuerte y
cegaba. Una rendija incandescente atravesaba la penumbra del cuarto. Junto
con aquella luz, llegaban los ruidos de fuera y se podía imaginar lo que estaba
sucediendo en la calle. Cualquier ruido, hasta el más pequeño, me distraía del
cuaderno de los deberes. Eran solo pasos o el chirriar de un tranvía a lo lejos.
Si hubiera oído la voz de un solo niño, no habría resistido y habría huido de
los libros para correr a jugar, pero era demasiado temprano: justo acababan
de comer, por lo que aún estaban todos en sus casas.
Un ángulo de la mesa permanecía siempre preparado con un plato
cubierto para mi hermano mayor, que aún no había vuelto de la escuela. Mi
madre estaba ahí, en el otro cuarto, arreglando cajones. Tenía la manía de
poner orden siempre en los cajones y tal vez se recreara un poco
contemplando de vez en cuando la lencería de mejor calidad. Yo había visto
también a mi abuela hacerlo con frecuencia: probablemente la de mirar lo
poco bueno que poseen sea una ingenua manía de los pobres.
Llegó, inesperado, el sonido de una pianola. Al instante reconocí las notas
de aquella canción. Tenía un tío que no paraba de cantar y aquel motivo lo
oía con frecuencia. Me levanté en silencio y me acerqué a la ventana del
cuarto. Mi madre estaba arrodillada entre las puertas del armario y ni siquiera
se volvió. Solo dijo:
«¿Son esas las ganas que tienes de estudiar?».
Entre las rendijas de los postigos podía ver la Via Cantoni desierta y la
pianola de madera negra en un mar de luz cegadora. Algunas empleadas de
una tienda de artesanía estaban sentadas en el escalón de la entrada, en la
línea de sombra de la pared, mirando a otras dos que se habían puesto a
bailar. Se reían todas juntas, pero no se entendía lo que decían. Seguro que
hablaban de asuntos de amor. Cuando acabó la música, entraron en la tienda
de mala gana; dos de ellas se persiguieron con un repentino arranque de
alegría, dando una gran vuelta en derredor, como queriendo retrasar un poco
más la entrada en la obscuridad de la tienda.
«¿Eres tú?».
Oí la voz de mi madre preguntar a mi hermano, que llegaba a casa en
aquel momento: «¿Cómo es que has tardado tanto?». «Pues… por culpa del
tranvía». «Se te habrá quedado fría la comida». «Mejor. ¡Con este calor!».
En la cocina me encontré a mi hermano, que estaba comiendo con
muchas ganas. Le pregunté en voz baja si habían esperado al «pata de palo».
Llamaban así a un trasto de tranvía aún en circulación y los chicos, que,
después de la escuela primaria, iban a la escuela en el centro, se daban una
tácita cita en el «pata de palo». Era una forma segura de encontrarse, porque
ya circulaban muy pocos de aquellos tranvías viejos. A veces había que
esperar más de media hora, pero ¡también estaban las chicas! Los mayores,
como mi hermano, tenían más oportunidades de hablar con ellas, porque sus
clases eran mixtas y, además, se veían todos los días en el tranvía. En
cambio, nosotros, que éramos un poco más pequeños, raras veces
coincidíamos con ellas: solo con motivo de algún juego y, cuando así era,
sentíamos una extraña emoción.
Jugábamos sobre todo en la calle. La calle era para nosotros el mundo
entero y ni siquiera pensábamos que pudiese haber en nuestro futuro algo
diferente de aquella calle y de aquellos compañeros. Si había una pelota,
echábamos partidos interminables, que duraban toda la tarde. Si no,
improvisábamos juegos de todas clases: el amo de la montañita, para ver
quién era el más fuerte; la toña con mangos de escoba (una vez, me gané una
en un ojo y mi madre se asustó muchísimo), las figuritas, el Giro de Italia con
canicas, el aro guiado con un alambre. El aro era una llanta de bicicleta:
recorríamos todo el barrio corriendo y con gran estruendo de chatarra, porque
éramos una buena «caterva» de chicos. Nos parábamos delante del cine del
barrio a contemplar los carteles. Nos parecían películas maravillosas; casi
nunca íbamos al cine público, porque echaban películas en las que se
besaban. Íbamos solo al cine de la escuela parroquial. Una vez vimos a
Sigfrido matar un dragón y pasamos una temporada haciendo esgrima con
espadas hechas de saúco y por todas partes había dragones a los que ensartar,
con lo que nosotros nos volvíamos invulnerables e inmortales como el
protagonista de la película.
La tarde acababa cuando veía a mi padre despuntar por el final de la calle
en su bicicleta. Volvía del trabajo y llevaba, colgada de la barra, la bolsa de la
comida. Yo quería ser quien llevara a casa la bicicleta, conque, antes de
cargar con ella al hombro para subir la escalera, podía dar una vueltecita
delante del portal. A veces, me la dejaba para ir hasta el quiosco a comprar el
periódico.
«Pero ¡vuelve en seguida y ten cuidado!», decía. No recuerdo haberle
oído nunca levantar la voz.
Mi padre era un hombre apacible y humilde, incluso con nosotros, los
niños, y hasta ahora no me he dado cuenta de que la poca autoridad que me
inspiraba se debía precisamente a aquella humildad suya, que era una virtud.
Leía el periódico en una silla junto al sofá (para no desgastarlo, creo yo) y
varias veces lo vi mover la cabeza mientras pasaba las páginas y decía a mi
madre:
«¡Pobres de nosotros!».
Una vez le pregunté:
«¿Por qué “pobres de nosotros”?».
No me respondió.
2

El 24 de mayo de 1940, fuimos a la escuela de Via Bodio vestidos con el


uniforme de balilla para celebrar el aniversario del Piave[1]. Resultaba
bastante complicado ponerse el uniforme con la banda y el medallón del
Duce prendido en el nudo del pañuelo, pero después, delante del espejo, me
sentí importante.
En clase, el maestro no nos mandó hacer la redacción, como habían
anunciado por la radio colgada por encima de su escritorio, pero, cuando esta
dejó de emitir la canción del Piave, nos habló de ciencia. Explicó el «viaje de
un bocado de pan». Seguíamos la descripción en la lámina en que estaba
representado el cuerpo humano y a cada etapa el maestro indicaba con su
varita el punto exacto. Al llegar al intestino, comenzaron las risitas sofocadas
contra el pupitre y, cuando dijo: «Después sale expulsado en forma de
excremento», alguien hizo una mueca con la boca y en toda la clase estalló
una sonora carcajada. También el maestro sonrió un instante.
Por la tarde hubo el desfile y el arriar de la bandera. El profesor de
gimnasia y también algún profesor más joven iban vestidos con el uniforme.
En cambio, mi maestro se quedó aparte solo, leyendo el periódico, y entonces
me di cuenta de que tenía la misma expresión que mi padre, aunque era muy
diferente de él.
Al romper filas, miré a Gabriella en medio de las otras niñas vestidas de
«italianitas». Yo estaba enamorado de Gabriella y una vez escribí una frase
en un envoltorio de galletas y lo coloqué muy a la vista al otro lado de su
verja. Vivía en uno de los hotelitos de los empleados municipales, porque su
padre era contable. En el envoltorio había escrito: «Soy el de la camiseta
azul». Durante toda una semana no quise cambiarme la camiseta, pero nunca
recibí una seña, una mirada, por mínima que fuera, que me permitiese intuir
la respuesta a mi presente amoroso. Creo que viví algunos meses con la cara
de Gabriella siempre ante mi vista y me esmeraba para hacer todo lo mejor
posible a fin de que ella pudiera mirarme y admirarme, aunque no estuviese
presente. Quería ser el más fuerte y el más guapo y cantar como Beniamino
Gigli.
Ella raras veces salía del jardín de su casa. Una vez, la vi dar vueltas allí,
delante de la verja, con un precioso monopatín de los de verdad, que se
compraban en una tienda y se movían apretando un pedal con muelle. Al
cabo de unos días, también nosotros, los chicos, aparecimos con monopatines
construidos en casa con trozos de madera y rodamiento de bolas. Toda una
banda desatada desembocó en la calle, siempre tranquila, de los hotelitos
municipales. Avanzábamos a grandes zancadas impulsándonos con todas
nuestras fuerzas y con un estruendo de chatarra rodante. Se había vuelto una
competición entre nosotros para llegar el primero. Ella se había apartado casi
espantada a la acera de delante de su verja y nos miraba pasar zumbando con
expresión atónita. Yo estaba exaltado, mientras, a cada impulso con el pie,
repetía mentalmente: «¡Gabriella! ¡Gabriella! ¡Gabriella!».
3

De vez en cuando, después de la escuela parroquial del domingo por la tarde,


me encontraba en el patio a jóvenes (e incluso a personas mayores) que
bailaban con la música de un gramófono. Los miraba desde mi barandilla y
había notado que, cuando bailaban rápidos, siempre sonreían y, en cambio,
cuando bailaban lentos, parecían distraídos, con la mirada lejana, como
siguiendo la música con el pensamiento y procurando no mirarse a los ojos.
«Ve a lavarte, ¡que dentro de poco vamos a la mesa!», me decía mi
madre, que no quería verme largo rato mirando a los que bailaban.
De vez en cuando yo captaba jirones de frases que nuestras madres
susurraban entre sí, pero no entendía bien lo que querían decir:
«Una cosa es bailar para divertirse y otra muy distinta hacerlo al borde
del infierno».
«¡Y delante de su marido!».
Algo sí que había intuido: que la señora rubia, la madre de Sarina, casi
bailaba solo con Aldo, que era pintor de brocha gorda y no paraba de cantar,
porque tenía una voz bonita.
«¿Va a venir la señora Ottavia?», pregunté a mi madre, mientras me
lavaba.
«¿Y quién te lo ha dicho?».
«Es que he visto el mantel entero».
Cuando comíamos solos, solo había medio mantel. La señora Ottavia
hacía unos dulces bonísimos y hubo un tiempo en que todos los domingos
nuestras dos familias comían juntas la tarta que hacían a medias:
«Tengo que devolverle la harina y el azúcar de la última vez».
«Mire, para no tener que preocuparnos… una vez la pongo yo y otra
usted».
«Pero usted tiene, además, la molestia de cocinarla», insistía mi madre,
mientras se sentaban todos en torno a la mesa con los vasos limpios.
Angelo, el hijo de la señora Ottavia, era mi amigo del domingo por la
tarde, porque en la escuela estaba en otra clase y, además, tenía patines y
siempre iba con los que también los tenían. Las primeras veces, yo recorría a
pie trechos muy largos tras ellos, pero después renuncié. Nunca me dejó
probar sus patines.
En el patio seguían bailando, aunque ya casi estaba obscuro y habían
quedado solo los jóvenes. La madre de Sarina ya no estaba y Aldo, el pintor,
estaba aparte cuchicheando con otro y de vez en cuando levantaban la vista a
la vez hacia la ventana iluminada de la casa de Sarina. La voz de una mujer
gritó el nombre de una chica que estaba bailando y esta dejó a su compañero
y se marchó corriendo.
Cuando venían a nuestra casa, la señora Ottavia y su marido (que era
miliciano ferroviario) se quedaban charlando hasta tarde. Angelo se quedaba
dormido en el sofá. En cambio, yo me iba a la cama y, antes de dormirme,
escuchaba todos los pasos en la calle y hasta el menor ruido. Después Aldo se
ponía a cantar y en la obscuridad de la noche parecía que cantara aún mejor.
Tal vez lo hiciese para la madre de Sarina. También a mí me habría gustado
cantar así para Gabriella, pero con la voz de Beniamino Gigli y, cuando
estuviéramos todos en fila y firmes para el izado de la bandera, Gabriella solo
me miraría a mí y me sonreiría. No cabía en mí de felicidad.
Trepábamos a los plátanos del paseo y cada cual elegía, según su valor,
una rama desde la que se dejaba caer al suelo. Yo me imaginaba a Gabriella
mirándome fijamente y esperaba otra prueba de amor de mi parte. Subí un par
de ramas más arriba. Mis compañeros se detuvieron a mirarme. Vacilé un
poco, porque tal vez estuviera osando demasiado. Cuando me dejé caer, me
pareció que el vacío duraba muchísimo y que ella temblaba por mí. Fue un
instante sublime. Me quedé acurrucado en el suelo hasta que uno de mis
compañeros me preguntó: «¿Te has hecho daño?». «No». Pero se me habían
abierto los zapatos: ¡las empellas se habían separado de las suelas!
Pasó un grupo de jovencitos y muchachas en bicicleta. Iban cantando. En
la radio había un discurso de Hitler, pero nadie entendía nada. Mis
compañeros habían encontrado un perrito bastardo y se divertían dejándose
perseguir por él.
«Voy a probar a ver si mi madre me deja quedármelo, pero ya sé que me
dirá que no».
«¡Podemos hacerle una cabaña y darle de comer por turnos!».
El perrito se introdujo en un gran tubo que unos días antes habían traído
los trabajadores del gas. Uno de nuestro grupo dijo:
«¿Quién tiene valor para pasar hasta el otro lado?».
También las niñas, que solían jugar por su cuenta, se habían puesto a
mirar en corro. Me pareció que Sarina me miraba precisamente a mí. Me
quité los zapatos y el fez de balilla y probé a hacerlo. En la otra parte del
tubo, en el círculo luminoso, veía las caras de mis compañeros, que me
incitaban. Una vez, se asomó también la de Sarina. Avanzaba con dificultad,
porque las manos y las rodillas permanecían extrañamente pegadas al fondo.
Cuando volví a salir a la luz, me di cuenta de que todo el interior del tubo
estaba cubierto de alquitrán y yo me había puesto perdido. Mis compañeros
se reían y un antipático dijo:
«¡La paliza que te has ganado!».
No me atreví a mirar a Sarina y ni siquiera tenía valor para entrar en casa.
Estaba quieto ahí, en el centro del corredor y cada vez que mi madre asomaba
la cabeza por la puerta, yo daba un paso atrás.
«Venga, entra. ¡No me hagas enfadar aún más!».
Pero yo no me decidía. Vino mi padre a buscarme y me dijo, sereno y
humilde, como siempre:
«Ven a casa, anda».
Cuando crucé el umbral, mi madre me miró de soslayo y gruñó:
«Pero, mira qué estado… ¡Has perdido incluso el Duce!».
Y, en efecto, ya no llevaba el medallón con imperdible que mantenía
sujeto el pañuelito azul.
4

Llegó la orden de despejar los sótanos: había que construir refugios


antiaéreos, en caso de guerra. También de los desvanes hubo que sacar todos
los materiales inflamables. Pasó el carro de la Casa del Fascio y retiró toda la
chatarra destinada a la patria. También quitaron las rejas de los hotelitos
municipales y pusieron otras de cemento.
Las escuelas cerraron con unos días de adelanto. El maestro se despidió y
nos dijo también, un poco melancólico:
«Bueno, que tengáis buenas vacaciones».
Yo iba a ir, como de costumbre, a las colonias, pero, como me habían
destinado al tercer turno, iba a poder pasar unas semanas en el campo: en
Treviglio, en casa de mi abuela. Iba a venir a recogerme mi tío.
Una tarde, jugamos a dama y caballero con las niñas. Cada uno de los
chicos debía hacer su reverencia ante la niña que eligiera. Si le gustaba,
respondería con otra inclinación; de lo contrario, se volvería de espaldas.
Después de diez reverencias, se formaría la pareja. El chico no aceptado era
el burro. Yo había elegido a Sarina, pero, para no darlo a entender, hacía
también alguna reverencia a las otras. Ya había llegado a las nueve
reverencias y notaba que estaba enamorándome también de Sarina. De
repente, alguien gritó algo desde una ventana. Otras voces más lejanas
parecieron un eco que se esparcía. El hombre del hielo detuvo su carro
goteante y entró en el bar del parque. Fuimos también nosotros a ver qué
había sucedido. Los que jugaban a las bochas se habían parado a escuchar.
Estaba hablando el Duce por la radio: dijo que comenzaba la guerra. Pero yo
seguía pensando en Sarina.
DOS
1

La noche misma del 10 de junio, después del anuncio de la guerra, sonaron


las sirenas de alarma. Mi madre, en la obscuridad del cuarto, preguntó en voz
baja a mi padre: «¿Debemos despertar a los niños?». «Vamos a esperar.
Puede ser solo una prueba. También lo hacían así en la otra guerra».
De fuera llegaban voces incomprensibles. Después alguien gritó con
claridad: «¡Apaguen esas luces!». Oí a mi madre levantarse de la cama y, sin
encender la luz, ir a fisgar por la ventana. Las voces iban en aumento.
Entonces abrió la puerta y se asomó al corredor.
Así pude distinguir perfectamente lo que se decían de una parte a otra del
patio:
«Pero ¡si los refugios no están aún listos!».
«De todos modos, ¡en el sótano estamos más seguros!».
«¿Ah, sí? ¡Tal vez para acabar como las ratas!».
Todos hablaban con tono normal, sin tener en cuenta la noche, como si de
repente se hubiese hecho de día. Aquella repentina animación me pareció
algo innatural y entonces tuve por primera vez una sensación que nunca había
experimentado y pensé que aquella debía de ser precisamente la sensación de
la guerra.
Mi madre volvió a entrar y dijo: «Los otros se han ido al portal. ¿Qué
hacemos?». «¡Es mejor bajar!», se apresuró a recomendar mi hermano y, sin
esperar a una respuesta, empezó a vestirse a toda prisa. También yo salté
como un gato y con la ropa en la mano me reuní con mi hermano: «¿Tú te
vistes del todo?», le pregunté y él contestó: «Yo sí». «Entonces, ¡yo
también!». Por la puerta entornada entraba el resplandor de la noche.
Hacíamos todo con mucha excitación, como si se tratara de un juego. Más
aún: a mí me parecía precisamente un juego nuevo en el que participaban
también los mayores. Mi hermano sacó del bolsillito de su chaqueta un
peinecito: «¡Nosotros vamos delante!», dijo en voz alta, mientras salía
peinándose. Nuestra madre dijo desde su alcoba: «Esperad». Pero ya
estábamos en el corredor.
Nada más salir afuera, tuve aún más aquella sensación nueva, que
empezaba a gustarme.
«Yo es la primera vez que me visto de noche. ¿Tú también?», dijo
Angelo, a quien me había encontrado al final de la escalera. Entretanto, el
zaguán iba llenándose de gente. «Está más claro fuera que aquí dentro»,
comentó uno de los mayores, que se había asomado a la calle. «Hay una luna
que parece de día. ¡Menuda oscuridad! Si quieren bombardear, pueden
hacerlo donde quieran». «¿Se oye algo?». «No, nada». Alguien más salió.
«Niños, ¡vosotros quedaos dentro!».
Pero, al cabo de poco, estábamos todos en la calle. La madre de Sarina
apareció la última: llevaba una bata que le llegaba hasta los pies y el cuello
tapado con plumas. Era la única mujer que llevaba bata. Hubo un instante de
silencio y después se reanudaron las charlas, pero en tono más bajo. Mi
hermano estaba con sus amigos y con ellos estaban también las niñas. Se oyó
la fuerte voz del señor Pisoni: «¡No encendáis cigarrillos en la calle!». El
señor Pisoni era el jefe de la fábrica. «¡Una cerilla se puede ver incluso a
kilómetros de distancia!». «¡Huy, la Virgen!», hizo eco la voz de uno, al otro
lado de la calle. «Virgen o no Virgen, ¡esas son las órdenes!», cortó el señor
Pisoni. Algunos hombres se pusieron a hablar de la otra guerra y alguien dijo
que en el frente muchos habían muerto precisamente por culpa de una cerilla.
Yo había oído a mi padre comentar muchas historias de cuando era un
soldado en las trincheras. Nos las contaba casi siempre a la mesa y por lo
general cuando nos costaba acabar el plato de sopa. Nos hablaba del hambre
que habían pasado, pero a nosotros nos gustaban más las historias de los
asaltos y los combates. Me habría gustado que hablara también él, que dijera
a los otros papás lo que había hecho en la guerra y así me habría sentido
importante también yo. En cambio, no dijo nada y tal vez ni siquiera
escuchase.
«¡Mirad!», gritó una voz.
Algunos, también de las otras casas, corrieron al centro de la calle, donde
estaban parados, como nosotros, delante de los portales.
«¡Son los reflectores de la antiaérea!».
«¡Bellísimos!».
«Pero ¡solo mientras no se pongan a disparar cañonazos!», masculló una
voz anciana.
Ya estábamos todos reunidos en el centro de la calle.
«No hace nada de frío. Se está muy bien».
«Con esta luna hasta se podría bailar».
«La próxima vez podemos bajar el gramófono».
Se oyó un motor y todos se volvieron. Desde el extremo de la calle
despuntaron dos puntitos luminosos: los faros de un automóvil reducidos a
dos rendijitas de luz para respetar la orden de no encender luces.
Permanecimos todos en silencio mirando el coche avanzar y detenerse
precisamente delante de nuestro portal. Se abrió la portezuela y se apeó la
huéspeda. Hizo una seña de despedida a su acompañante y el vehículo volvió
a arrancar: rodeó al grupo que estaba aún en medio de la calle y de nuevo
desapareció torciendo tras la última casa. La huéspeda se había quedado
parada en el vano del portal: su figura apenas resaltaba en la mortecina luz
del zaguán. Miraba también ella al cielo. Era guapa y joven y llevaba vestidos
preciosos y siempre diferentes. Solo salía cuando acudían a recogerla en
coche y también los coches eran siempre preciosos y diferentes. Yo no
lograba explicarme cómo era que una mujer así dormía en un cuartito tan
modesto en casa de la señora Seminari (quien tenía un hijo voluntario en la
Marina, porque no quería trabajar).
Durante mucho tiempo, la palabra «huéspeda» tuvo para mí ese preciso
significado: joven, guapa, elegante y perfumada. Cuando en la escalera se
sentía su perfume, todo el mundo decía: «¡Ha pasado la huéspeda!». Mi
hermano tenía suerte: de vez en cuando la huéspeda lo mandaba llamar para
ayudarla a resolver un crucigrama (porque él era muy aplicado en la escuela).
Iba a su casa con el diccionario y yo lo envidiaba un poco, al verlo con la
cara pegada a la de la huéspeda, y pensaba en lo fuerte que se sentía su
perfume.
Sonó el fin de la alarma y uno de mis compañeros dijo: «¡Qué pena!».
«¡Porque tú no tienes que ir a trabajar!», masculló uno de los mayores. Pero
una madre se apresuró a replicarle: «Pero tiene que ir a la escuela». Y otra:
«Ya veremos mañana, ¡después de haber robado todo este sueño a la noche!».
2

La aparición en bata de la madre de Sarina había surtido efecto, porque


también nuestras madres, en los días posteriores, hablaron con frecuencia de
cómo convenía ir vestidas para correr de noche a los refugios y así
comenzaron a circular por casa batas nuevas, con comentarios y consejos que
se intercambiaban delante de los espejos de las habitaciones, pero, durante
varios días o, mejor dicho, varias noches, no hubo más alarmas, por lo que las
batas permanecieron inutilizadas en las orillas de las camas.
Entretanto, se concluyeron los trabajos de los refugios: los sótanos fueron
apuntalados con grandes vigas de madera y en torno a las ventanitas
construyeron las salidas de seguridad con inscripciones y todo.
La calle empezó a vaciarse de niños: muchos se marchaban al campo.
Una tarde, vi a Gabriella, que partía con su madre y muchas maletas. Se
marcharon en un taxi.
Al final, una noche me llevaron en el trolebús a la estación y me dejaron a
cargo de mi tío que acudía todos los días en tren a trabajar a la ciudad.
Trabajaba en la fábrica de gas. En el tren iba en medio de muchos otros como
mi tío, que iban a trabajar a la ciudad. Todos llevaban una tartera con la
comida igual a la de mi padre y tenían el mismo olor que él: olían a fábrica,
una mezcla de hierro y aceite de máquina. Uno de ellos contó una historia en
la que figuraba una campesina que iba siempre a lavarse en una acequia y que
él un día… pero yo fingí no escuchar y miré por la ventanilla.
3

La casa de mi abuela en Treviglio estaba en un viejo patio campesino.


Siempre que llegaba a casa de la abuela, todos se asombraban, porque me
veían muy cambiado y me preguntaban si de verdad era yo o mi hermano, por
lo mucho que había crecido.
Mi abuela seguía sirviendo la sopa y me abrazaba con el cucharón en la
mano.
«¡Sopa de tocino y ajo! ¿Te gusta aún o te has acostumbrado a las de la
ciudad?».
«Sí, aún me gusta», respondí y era verdad.
Había una sola radio en todo el patio y era del señor Fonda, que era el jefe
de estación. Vivía en el piso contiguo al de los dueños, quienes nunca
estaban. Precisamente aquella noche, después del comunicado de guerra,
dijeron también que llamaban a las quintas que habían estado en el África
oriental y entonces alguien llamó a Emilio, el hijo de la frutera, que había
sido legionario. Emilio se asomó a la barandilla, seguido de su mujer, e
intentó entender qué había pasado:
«Pero ¿estáis seguros?».
Aquel año, cambió algo también en mis vacaciones. Ya no iba tanto con
Eugenio, quien labraba la tierra con su padre, cuidaba la vaca y sabía enjaezar
el caballo y uncirlo a los varales. Hasta el verano anterior, había pasado
siempre el día con él y me sentía feliz cuando me dejaba sujetar las riendas,
mientras volvíamos de los campos a casa en carros con altísimas cargas de
heno. En cambio, aquel año, empecé a frecuentar a Arteme, el hijo del
panadero, porque por la tarde no trabajaba y entonces se lavaba, se cambiaba
e iba a dar paseos en bicicleta. Por eso, ya conocía a varias chicas. Yo no
tenía bicicleta, conque me montaba en la barra, mientras Arteme pedaleaba.
Íbamos hacia el bulevar y, en cuanto veíamos a una chica en bicicleta,
Arteme se ponía a pedalear con fuerza hasta que la alcanzaba. Yo sentía su
esfuerzo por los soplos que recibía en la nuca. Cuando estábamos a la altura
de la chica, Arteme decía: «¡Hola! ¡Te presento a mi amigo, que ha venido de
Milán!». Siempre decía lo mismo y entonces comprendí por qué me llevaba
siempre con él, pero, al final, nos hicimos amigos de verdad y durante todo el
tiempo que permanecí en casa de mi abuela fuimos siempre juntos en busca
de muchachas. A veces conseguía también yo que mi tía me prestara una
bicicleta de mujer y entonces me sentía más desenvuelto, porque sentado en
la barra tenía una sensación de inferioridad. Una noche, después de algunos
intentos, conseguimos hablar con Desy: tenía trece años y una carita delgada.
No sé si me gustaba más ella o su nombre. Arteme le dijo que se trajera,
también ella, a una amiga, conque la noche siguiente vino con otra chica, una
larguirucha bastante más alta que todos nosotros. Mientras volvíamos a casa,
Arteme intentaba convencerme para que me quedara con la larguirucha,
porque yo, aunque tenía un año menos que él, era más alto. A mí, en
resumidas cuentas, me gustaba más Desy, conque le dije:
«A ver qué dicen ellas. Es mejor dejar elegir a las chicas».
A veces nos veíamos con ellas también después de cenar. Tomaba la sopa
deprisa y después me lavaba y peinaba.
«Pero ¿por qué te peinas, si dentro de poco tienes que irte a la cama?»,
me decía mi abuela, que lo había entendido todo, y añadía, mientras me veía
salir: «¡Hace unos días que pasas demasiado tiempo ante el espejo!».
Una noche, fuimos hasta la fuente a comer sandía. Pagó por todos
Arteme, que tenía una cartera con dinero, porque trabajaba. Nos parecía que
nos habíamos vuelto mayores de repente, por haber invitado a sandía a las
chicas. Yo, para no ser menos, dije a Arteme que el primer domingo le daría
mi parte.
El domingo, nos veíamos en misa de once, la misa mayor. La iglesia
estaba llena de cánticos e incienso y, sin embargo, en medio de la multitud,
yo conseguía encontrar la cara de Desy y de todas las chicas que me
gustaban. Después de la misa, caminábamos para arriba y para abajo por Via
Roma y allí continuaban las miradas, las medias frases, las sonrisas, que
significaban más que parlamento alguno.
La tarde del domingo, las muchachas estaban casi siempre con sus padres,
conque nosotros íbamos al río a bañarnos. Había muchos chicos, jóvenes y
también algún adulto. Recuerdo un domingo: unos muchachos se desafiaban
con zambullidas desde un puente. Unos se dejaban caer en picado, otros
hacían el loco braceando en el aire y fingiendo sentir miedo. Alguno vio que
había dos muchachas que miraban desde el borde de un sendero, más allá de
un campo de trigo segado. Los chicos ya las conocían, porque se pusieron a
llamarlas por su nombre y a soltar exclamaciones de invitación. Ellas, las
chicas, respondían con risitas a veces excesivas y tal vez provocativas.
Cesaron las zambullidas y comenzó algo así como un desafío entre chicos y
chicas más acá y más allá del campo. A decir verdad, entre los chicos se
había formado un grupito con los más activos; los otros eran simplemente
espectadores y nosotros, Arteme y yo, figurábamos entre estos últimos,
naturalmente. En determinado momento, los chicos preguntaron a las chicas
quiénes eran sus preferidos del grupo. Comenzó así una serie de indicaciones
y gesticulaciones mutuas hasta que dos muchachos se impusieron a los otros
y empezaron a avanzar hacia las dos chicas, que hacían gestos con los brazos
para decir que no, que estaban bromeando, pero al mismo tiempo seguían
riendo socarronamente. Cuando los dos chicos llegaron a la mitad del campo,
las chicas tuvieron un instante de vacilación y después se quitaron las
sandalias del domingo. También los chicos se detuvieron, tal vez por un resto
de incertidumbre o pudor, y permanecieron allí parados como animales,
tensos de emoción. Las chicas fueron las primeras en moverse: echaron a
correr, pero volviéndose continuamente atrás, y, cuando vieron a los dos
chicos lanzarse tras ellas, recorrieron aún un pequeño trecho de sendero y
después saltaron por encima de una acequia, alzándose solo un poco las
faldas para no mojárselas. Los dos chicos estaban ya cerca y ellas se
volvieron de nuevo para echar una última ojeada, antes de desaparecer en un
campo de maíz joven, que resplandecía hasta el punto de parecer plata, y tras
ellas los dos muchachos, que, en cambio, no se volvían hacia sus
compañeros, porque ya no pertenecían al grupo, eran diferentes, eran los
finalistas.
Los otros permanecieron allí quietos, sin reír ni hablar, en una suspensión
que nadie se atrevía a interrumpir: hasta que llegó el pitido del tren y
entonces todos se volvieron a mirar hacia el puente. Pasó un tren militar Los
soldados estaban apiñados en las ventanillas mirando el río y a nosotros, que
nos bañábamos. Solo desde la cola del tren alguno saludó con la gorra y
entonces también nosotros respondimos al saludo.
Una noche, mientras la radio del señor Fonda enviaba al patio musiquillas
de guerra, mi tío, al volver del trabajo, me dijo que debía marcharme a las
colonias. Me volvería a llevar a Milán el lunes siguiente. La abuela me
preguntó si me gustaba ir a las colonias y yo le respondí que no. «Vamos,
vamos», intentó animarme. «Cuando estés con todos los demás, ya verás
cómo te gustará». Comprendía que yo estaba disgustado y, mientras se
acababa su plato de sopa, añadió: «¡Y a saber lo bien que comerás! ¡Algo
mucho mejor que sopa de tocino!». Yo, que había dejado de comer, reanudé
mis cucharadas.
Aquella misma noche, mi tía me prestó la bicicleta y, junto con Arteme y
las chicas, fui a comer sandía. Volvió a pagar Arteme y, tras sacar la cartera,
enseñó a las muchachas una fotografía suya. Mientras volvíamos por el
bulevar a obscuras, dije que iba a marcharme. Al cabo de un rato, Desy me
preguntó si volvería el año siguiente. Respondí que lo haría también para las
vacaciones de Navidad. Pedaleamos durante un rato en silencio. Solo se oían
los crujidos de nuestras pedaladas. Cada bicicleta tenía un sonido particular y
yo había aprendido a conocer y distinguir el de Desy. En determinado
momento, Arteme dijo:
«La noche antes de que te vayas, volvemos a reunimos todos para
despedirte y ellas te darán un beso». Pero las chicas no respondieron.
4

Faltaban pocos días para la partida. Arteme me convenció para hacerme una
fotografía que dejar a las muchachas. Él ponía el dinero y a mi regreso yo se
lo devolvería. Fuimos al fotógrafo. Había otros antes que nosotros. Un
soldadito con su madre, quien después dijo al fotógrafo que quería una
ampliación con marco. Cuando me tocó a mí, el fotógrafo me colocó en la
pose moviéndome la cara con leves toques de los dedos. Arteme me prestó su
pluma estilográfica para que me sobresaliera del bolsillito. Le rogamos que
las fotos estuviesen listas sin falta para la noche de la despedida.
Una mañana, el cartero trajo la tarjeta de movilización a Emilio. Estaba
descargando cajas de verdura del carrito y, después de haber firmado el
comprobante, se metió en el bolsillo la tarjeta y reanudó su trabajo casi con
indiferencia. Por la tarde, vi a su mujer cerrar las puertas y las persianas: no
volvió a aparecer hasta la noche para recoger un cubo de agua en la fuente.
Nadie hizo comentarios. También el día siguiente, las puertas y las persianas
permanecieron cerradas. El tercer día, volvieron a estar abiertas de par en par.
La mujer bajó a la tienda. Se veía que había llorado. Tenía los ojos rojos y
con frecuencia sacaba el pañuelo para secarse la nariz. Emilio había partido
antes del alba sin dejarse ver.
5

Fuimos a recoger las fotografías. Yo parecía guapo. Por consejo de Arteme,


detrás escribí: «Te recordaré siempre».
Por la noche, nos preparamos para la última cita. Yo sentía que era un
acontecimiento importante, porque, al entregar la fotografía a una de las dos,
declararía mi elección. Yo prefería a Desy y a saber cómo le sentaría a
Arteme, quien me había asignado, en cambio, la larguirucha. No lograba
imaginar cómo me las arreglaría.
Pedaleamos toda la noche sin que las muchachas dieran señales de vida.
Tal vez hubiese ocurrido algo o tal vez no tuvieran valor para acudir, porque
Arteme había hablado del beso.
Volvimos a casa también más tarde de lo habitual, porque hasta el último
momento abrigamos la esperanza de un encuentro repentino.
Me despedí de Arteme con el compromiso de que volveríamos a vernos
por Navidad y entonces entregaríamos la fotografía a las muchachas y acaso
un regalo también.
Partí la mañana siguiente, cuando aún estaba obscuro, y pensé en Emilio,
porque, como él, me marchaba sin despedirme de nadie.
TRES
1

En la «Cabianca», en la colonia de la Edison, en el lago Mayor, casi nos


habíamos olvidado de la guerra. No oíamos la radio ni sonaban las sirenas de
las alarmas ni los mayores hablaban de lo que sucedía en el frente. Y,
además, es que mayores en la colonia solo había las señoritas que vigilaban
las escuadras de chicos (la mía no cesaba de escribir cartas interminables).
Había una directora, pero no se la veía casi nunca (solo oíamos su voz por los
altavoces) y, además, las cocineras y las mujeres que servían la comida. Solo
había un hombre, el jardinero, al que vislumbrábamos de vez en cuando entre
los matorrales de los jardines o entre las ramas de los frutales. Los primeros
años en que iba a las colonias, me daba miedo el jardinero, porque tenía una
gran nariz, los ojos hundidos y una gran barba mal afeitada. Para los más
pequeños, parecía enteramente el «hombre negro» de los cuentos.
Aquel año, yo estaba en la escuadra de los mayores, los del último curso
de primaria, y para nosotros iba a ser el último año de colonias. Entonces,
como habíamos oído en los años anteriores a quienes nos habían precedido,
también nosotros, mientras subíamos la larga escalinata que conducía a los
dormitorios, cantábamos a voz en grito todas las noches una canción relativa
a la partida. Recuerdo que fue allí donde por primera vez comencé a notar el
paso del tiempo no solo como algo físico, sino también como un sentimiento,
es decir, que tuve la sensación de que el pasado se llevaba una parte de mi
vida. Cantaba con mis compañeros y me venían a la cabeza los que antes que
yo habían cantado aquella misma letra, subiendo en fila de dos en dos por
aquellos mismos escalones. Y nosotros, los pequeños, los mirábamos con
envidia, mientras que en aquel momento, en el que también yo formaba parte
de los mayores, sentía como un estremecimiento de tristeza sin entender bien
por qué. Solo a distancia de años, me di del todo cuenta de que aquel
sentimiento era precisamente el descubrimiento de una nueva percepción del
tiempo, como de una fuerza inexorable que, al cabo de poco, me alejaría para
siempre de mi infancia.
Miraba el lago que relucía bajo la luna. En cambio, las orillas estaban
obscuras: ninguna luz indicaba ya la presencia de los pueblos y esa era la
única señal de que estábamos en guerra.
2

Volvimos a Milán al final de septiembre, porque a primeros de octubre se


reanudarían las clases. Volví a ver a todos mis compañeros. Habían inventado
un juego nuevo: con carburo y latas vacías hacían «bombas antiaéreas».
Enterraban hasta la mitad la lata con el carburo mojado dentro. Cuando la
presión del gas adquiría la fuerza necesaria, se acercaba una cerilla a un
agujerito hecho en la parte de arriba de la lata y que se mantenía apretado con
un dedo para no dejar salir el gas. Entonces la lata salía volando, como un
proyectil de verdad, hacia el cielo. El estallido resonaba ante las fachadas de
las casas y hasta el extremo de la calle. Alguna mujer se lamentó:
«¿Es que no tenéis bastante con la guerra?».
En aquellos días, mi madre volvía siempre con bolsas cargadas de
provisiones. Me llamaba para ayudarla a llevar las bolsas a casa y a ordenar
los artículos. Eran provisiones de comida, latitas de todas ciases, por si acaso
la guerra duraba más de lo previsto. Y no se debía decir por ahí, porque a
quien guardaba provisiones lo llamaban «acaparador». Más aún: para no
llamar la atención de los tenderos, había que recorrer todas las tiendas y
nunca las mismas personas, por lo que también nos mandaron a mi hermano
y a mí. Decidimos dividirnos el recorrido: él por una parte y yo por otra. Nos
habíamos repartido el dinero y la lista con las cosas que comprar. En la tienda
de comestibles se oyó la sirena de la alarma. Una mujer dijo:
«Precisamente ahora, ¡a la hora de hacer la comida!».
La mujer del tendero bajó el cierre hasta la mitad, miró a uno y otro lado
y después también al cielo. Por la calle la gente caminaba con normalidad,
como si no fuera nada. El tendero seguía sirviendo con su ritmo habitual.
«Llevan todo el verano sonando las alarmas una o dos veces a la semana
y después no se oye ni una mosca».
«Entretanto, nos van preparando», concluyó la mujer, mientras salía de la
tienda.
«¿Y tú?», me preguntó el tendero.
Mostré el trozo de papel con la lista. Me pasó al instante una botella de
vinagre que tenía allí, al alcance de la mano, y después se alejó a lo largo de
los estantes. La mujer del tendero gritó hacia la calle:
«¿Qué ocurre?».
Me volví y vi que alguien corría por la acera de enfrente y respondió algo
que no entendí. Entonces la mujer volvió a entrar muy rápida y me llevó
hacia la salida: «¡Vete, vete! ¡Corre a casa!».
Me encontré fuera, mientras a mi espalda bajaban del todo el cierre. Vi a
otros que corrían; uno que hacía señas al trolebús para que se detuviera e
indicaba hacia arriba. Las voces se confundían con el estruendo de los cierres.
Eché a correr también yo, pero solo para imitar a los demás, porque no
entendía cuál era el motivo verdadero de tamaña agitación.
Empezaron a oírse estallidos lejanos: los oía repercutir en las fachadas de
las casas, como los de nuestras bombas de carburo. Después vi en el cielo una
nubecilla y después otra y luego otra. Eran grises y con contornos rosados,
porque el sol estaba en el ocaso. Se formaban en silencio, como pequeñas
explosiones de humo y el ruido se posaba un poco sobre la pared de las casas.
En cambio, aumentaba un retumbar intenso, una extraña vibración que nunca
había oído.
Miré hacia arriba, porque venía del cielo, y de repente me sentí ligero,
como si estuviera elevándome del suelo. Después la tierra tuvo un pequeño
estremecimiento y al instante un estallido espantoso desgarró el aire, me llenó
la boca, me cegó el entendimiento y borró todo el raciocinio hasta que se
disolvió como el retumbar de una avalancha que resuena a lo lejos. Hubo un
momento de silencio absoluto, sin sonido ni voz.
Por un instante mis ojos miraron fijamente —a saber por qué— el rojo sol
del ocaso. Después recuerdo mis pasos, que, al correr, resonaban con fuerza
en mi cabeza, mientras iba disparado como un loco hacia el portal de mi casa.
El zaguán estaba vacío, pero oía voces que llamaban a nombres conocidos,
que gritaban recomendaciones, que aullaban desesperadas.
La escalera estaba atestada de gente. Todos intentaban entrar en los
sótanos donde estaban los refugios. No lograban encender las luces y tenían
que bajar a obscuras, a tientas, chocando entre sí y tropezando. Una serie de
retumbos hacía temblar de nuevo la tierra y las paredes de la casa y una vez
más, de improviso, se hizo el silencio.
Alguien consiguió encender la luz. Recorrí todos los rincones del refugio
en busca de mi familia. Al final, vi a mi hermano, que llegaba en aquel
momento con la bolsa de las provisiones. Me preguntó: «¿Y mamá?». «No
sé», respondí desorientado. Me dio la bolsa: «¡Espérame aquí!». Y volvió
hacia la salida. También los otros se buscaban, se llamaban y, extrañamente,
lo hacían en voz baja. Me causó una impresión rara una mujer que dijo: «He
dejado la sopa con el gas encendido».
Mi hermano reapareció y detrás de él venía mi madre, que me agarró y
me arrastró hacia la pared: «Papá dice que es más seguro quedarse pegado a
la pared». Y, tras un respiro, añadió: «A esta hora ya debería estar en casa».
«Habrá bajado a algún refugio», la tranquilizó mi hermano.
Los retumbos seguían a lo lejos y cada vez más débiles. Yo miraba las
caras de todos: eran fisionomías familiares y, sin embargo, en aquel momento
parecían extrañas. Estaban todos inmóviles, con la mirada atenta, como quien
escucha un peligro, y la respiración un poco más acelerada y, cuando los
bombazos cesaron del todo, durante un rato solo se oyeron los soplos de los
alientos.
Después alguien empezó a preguntarse por un familiar que estaba fuera,
en el trabajo y así todos los demás. ¡Las bombas que se habían oído habían
caído en alguna parte! Ya parecía haber vuelto la calma totalmente, por lo
que alguno de los mayores probó a subir para echar un vistazo.
«¡Esperad a que suene el fin de la alarma!», recomendó la voz de una
mujer.
En aquel momento vi a Sarina: estaba sentada en el banco junto a su
madre, que tenía en brazos a su hermanita más pequeña, pero no me miraban.
Vino un chiquillo a decir que estaban ardiendo los almacenes de la estación
de mercancías y entonces también mi hermano quiso ir a verlo.
«Pero ¿adónde vas?», le gritó mi madre.
Y él, sin detenerse, respondió: «¡Ya se ha acabado todo!».
Fuera estaba ya obscuro y las llamaradas del incendio parecían aún más
intensas. Por encima de nosotros había una nube de humo negro y se sentía
en la garganta el sabor a quemado. En medio de un grupito de mayores
parados delante del portal, vi también a mi padre, con su bicicleta al lado, que
estaba hablando: evidentemente, respondía a las preguntas y hacía gestos
hacia el cielo. En aquel momento, a lo lejos, se oían las sirenas de las
ambulancias y de los bomberos. Las casas tenían aún las luces apagadas, pero
por todas partes se alzaban voces que llamaban a alguien por su nombre.
Yo preparé la mesa y puse el mantel entero. Mi madre me miró y dijo que
la mesa estaba más bonita así.
«Han cortado el gas», observó con la cerilla encendida en los dedos.
«Por seguridad», respondió mi padre.
«¿Qué habrá sido del tío?», añadió ella.
«A esa hora estaba ya en el tren», la tranquilizó mi padre, mientras cubría
la lamparita de la mesa.
Estábamos comiendo, cuando llamaron a la puerta. Era la señora
Seminari: «¿Han dicho ya algo por la radio?».
Mi madre la hizo entrar y después dijo: «Aún no la hemos encendido».
«Lo siento, están aún cenando». Pero igual entró, aunque quiso quedarse un
poco aparte para no molestar: «¡He oído decir que por la parte de Lambrate
han causado un desastre! ¡Y pensar que hasta ayer no parecía que
estuviéramos en guerra!». Nosotros comíamos en silencio y ella, de vez en
cuando, soltaba una frase: «¡A saber dónde estará mi hijo, pobrecito! Pero ¡a
quién se le ocurre! En lugar de ponerse a trabajar, ¡marcharse voluntario!
Pero ¿qué hacen allí con diecisiete años? ¡Son aún unos niños!».
Mi hermano encendió la radio: «Ya casi es la hora». Sonaban, como de
costumbre, musiquitas de propaganda. La señora Seminari, dirigiéndose a mi
padre, preguntó: «Pero ¿fue también así en la otra guerra?». Mi padre
respondió: «Las guerras son siempre horribles y del mismo modo». Y nos
quedamos en silencio en espera de las noticias.
3

En las ventanas de la escuela habían puesto tiras de papel Entró el bedel a


entregar una hoja de copia al maestro: «Para mandar que lo transcriban en los
cuadernos». Al dictado escribimos: «El comportamiento del balilla en caso
de alarma». También nos mandaron hacer los ejercicios de bajada a los
refugios. Todas las clases en fila por el pasillo, ordenadas y disciplinadas, y
la disposición en los refugios con los puestos asignados a cada cual. Dirigía a
todos el profesor de gimnasia, quien, desde que había guerra, iba siempre de
uniforme. En la obscuridad del sótano, todo él apuntalado con vigas de
sostén, explicaba a grupos de clases el uso de la máscara antigás. Nuestro
maestro permanecía siempre aparte y una vez lo vi hablar con la señorita
Cantelli, la maestra de cuarto.
Algunos días antes de Navidad, pasó por nuestra casa el tío con un
paquete de comida que nos mandaba la abuela. Había harina blanca, queso
fresco, salchichones y también un pedazo de tocino para hacer sopa.
Llamaron a la puerta y nos apresuramos a esconderlo todo. Era una vecina:
«Ha empezado a llover, ¡se está mojando toda la colada!».
La última mañana antes de las vacaciones de Navidad, el maestro nos
dijo: «Lo siento: no vamos a poder acabar el curso juntos». Solo dijo eso.
Después nos reunieron a todos en el gimnasio. La directora nos hizo saber
que nuestro maestro dejaba la escuela «Rosa Maltoni», porque lo habían
llamado a filas: «Es un oficial que sabrá guiar a sus soldados en la guerra,
como ha sabido guiar a sus escolares en el estudio y en la vida». Después a
nosotros, los mayores, nos hicieron cantar Va’ pensiero[2], mientras el
maestro, sentado junto a la directora, escuchaba sin mirarnos. Fuera seguía
lloviendo. La señorita Cantelli, la maestra de cuarto, volvió la cabeza hacia
los ventanales, cubiertos de gotas, y me pareció ver que tenía los ojos
enrojecidos.
Para la primera Navidad de guerra, mi madre hizo el último café de paz.
Había guardado (escondido en una jarra de porcelana valiosa) un paquetito de
café-café, que había desaparecido de la circulación desde los primeros días de
la guerra. Acudieron la señora Ottavia y su marido militar, que trajeron un
trozo de panettone que habían recibido del dopolavoro ferroviario. Angelo
vino con el regalo que había recibido: un trineo de madera, que, por
desgracia, no podía probar, porque aún no había nieve. «¡Y esperemos que
llegue lo más tarde posible!», dijo su madre. Después los mayores se
bebieron el café y también aquel olor a café me causó el efecto de la canción
que cantaba en las colonias. Me recordaba a las mañanas de toda mi infancia,
cuando nos levantábamos para ir a la escuela con aquel buen olor en toda la
cocina. Y una vez más noté aquel estremecimiento de melancolía que me
hacía sentir el tiempo alejarse y llevarse un poco de mi vida. Como de
costumbre, mi padre y los demás hablaron de la guerra. En cambio, Angelo y
yo, sentados en el trineo, imaginábamos descensos maravillosos en medio de
grandes extensiones de nieve.
Substituyó al maestro una maestra: una mujer ya mayor, con el pelo gris y
también la cara gris, porque tenía en las mejillas toda una pelusa del mismo
color que el pelo.
Una mañana, en lugar de dar clase, nos llevaron a todos al cine del barrio,
donde nos hicieron ver una película en la que aparecían nuestros marineros,
vencedores en todas las batallas. Durante todo el tiempo busqué a ver si entre
aquellos marineros podía reconocer al hijo de la señora Seminari, que se
llamaba Antonio.
4

Volvieron a oírse las alarmas. Algunas noches dos veces incluso. Los más
pequeños llegaban al refugio muy abrigados y, sin siquiera despertarse,
continuaban su sueño en los bancos. Había uno de pocos meses: sus padres
traían consigo una maleta de cartón con mantitas dentro y así lo ponían a
dormir en la maleta abierta y colocada sobre una silla. Cuando se oían las
bombas, su padre bajaba un poco la tapa y se quedaba mirando fijamente a su
hijo.
En cambio, cuando no se oía nada, los mayorcitos, como mi hermano, se
reunían en un rincón del refugio que estaba un poco en penumbra. Estaban
también las chicas y jugaban a «treinta y uno». Se ponían en círculo y
contaban en redondo; quien hacía el treinta y uno podía dar un beso a una
chica. Nosotros, los más pequeños, íbamos a fisgar y, cuando ellos se daban
cuenta, nos echaban de allí, pero yo una vez vi a mi hermano dar un beso a
una muchacha y comprendí que le gustaba, porque, siempre que le tocaba a
él, besaba a la misma. También a mí me gustaba aquella a la que besaba mi
hermano, pero era demasiado mayor para mí.
Sarina ya no me gustaba tanto: en el refugio siempre estaba sentada en el
banco, toda acurrucada y con su hermanita en brazos, y a veces dormían las
dos. La madre de Sarina iba a fumarse un cigarrillo en la escalera contigua a
la salida, porque en el refugio estaba prohibido fumar. Los que tenían ganas
de fumar se iban todos allí y casi siempre estaba también Aldo, el pintor.
El padre de Sarina había sido destinado a la UNPA y, cuando había
alarmas, debía montar con otros en un motocarro para ir a comprobar si había
luces que apagar. Llevaban también palas y picos, para el caso de que hubiera
que despejar escombros para socorrer a los que hubiesen quedado bloqueados
en los refugios. Llevaban un casco militar y una faja en el brazo con la
inscripción UNPA, que quería decir Unión Nacional de Protección Antiaérea.
Una noche se fue la luz: vi la lamparita que empezaba a debilitarse,
temblar y después apagarse del todo. «Mala señal», se oyó decir a una voz en
la obscuridad. Otro respondió: «Pero ¡no se oye nada!». Otra voz gritó:
«¿Queréis estaros callados un poco?». El farfulleo general y las llamadas
cesaron de golpe para poder escuchar posibles ruidos que fueran señales de
peligro. Se encendieron aquí y allá pequeños resplandores de linternas de
bolsillo: duraban lo necesario para hacer un corto desplazamiento o para
buscar alguna cosa. Alguna madre llamó a su hijo, que se había alejado. El
grupito en el que estaba mi hermano no hizo caso y el juego del «treinta y
uno» prosiguió con mayor excitación. Yo me había situado a mitad de
camino entre mis padres y los que se besaban.
Desde donde me encontraba podía ver también la escalera que conducía a
la salida, donde estaban los fumadores. Llegó un niño con una linterna y un
par de ellos apagaron las colillas y volvieron a sus sitios. La luz de la lámpara
me inundó la cara y durante un instante ya no vi nada. Después, poco a poco,
de la negrura total comenzó a aparecerme la luz azulina de la noche que
entraba por la puerta de encima de la escalera. Los primeros escalones de
arriba resaltaban claramente, pero a medida que la mirada bajaba, se perdían
del todo, inmersos en la obscuridad más completa, y en aquella obscuridad
dos puntitos luminosos, como suspendidos en el vacío, se encendían, se
debilitaban, se reducían hasta casi desaparecer y de nuevo se elevaban y
adquirían intensidad. Eran las luciérnagas de dos cigarrillos: la madre de
Sarina y Aldo estaban aún allí fumando, solos y en silencio. Conseguía
reconocerlos solo cuando, al acercar el cigarrillo a los labios, el resplandor de
la brasa, que se volvía más intenso, reverberaba en la blancura de sus caras.
Duraba apenas un instante y, sin embargo, yo estaba seguro de lograr captar
incluso el significado de sus miradas.
Inmerso en la obscuridad, me parecía que también mi cuerpo se disolvía
en la nada de la penumbra y desde allí tenía la sensación de que podía vivir
acontecimientos nuevos hasta entonces solo fantaseados. Las risitas del
grupito que estaba jugando a los besos se habían vuelto tan apagadas y
misteriosas que ya casi no se advertían. Yo seguía mirando fijamente los dos
puntitos luminosos: de repente uno de los dos se precipitó hasta el suelo,
donde rebotó con una pequeña explosión de luz y chispas que en seguida se
apagaron. También el otro se desplazó rápido por la parte opuesta y después
cayó y desapareció del todo. Me esforzaba por adivinar las dos figuras que
también estaban allí presentes en la obscuridad, pero no lograba ver lo que,
en cambio, mi imaginación conseguía intuir, y entonces me desplacé un poco
lateralmente y de pronto me aparecieron cada vez más claras, dibujadas en la
pared blanca en la que se posaba el azulito de la noche, las siluetas obscuras
de los cuerpos, las facciones de los perfiles que, con ciertos desplazamientos
mínimos, se revelaban hasta hacerse reconocer. Ahora estaban próximos,
juntados uno a la otra. Al instante me vino a la cabeza la escena en que
bailaban abrazados en el patio y también entonces, tan próximos, me parecían
con la pose de bailar y entonces, a saber por qué motivo, en lugar de la
música del gramófono, creí oír la voz de Aldo que cantaba su canción
habitual.
5

Estábamos comiendo todos agrupados en el haz de luz de la lamparita


protegida por un paño negro para cumplir la orden de no encender luces. En
determinado momento, mi padre dijo que, como las alarmas resultaban cada
vez más frecuentes, su empresa, la Edison, se había ofrecido para hospedar en
la colonia a los hijos de los empleados que no tenían la posibilidad de
marcharse a otro sitio.
«Pero ¡yo puedo ir a casa de la abuela!», me apresuré a intervenir, y mi
madre dijo:
«Pero en casa de la abuela ya está la tía con dos niños pequeños. ¿Cómo
va a poder dar de comer a todos? Ya no es como antes».
Entonces mi padre, que había intuido mi expresión, concluyó:
«Bueno, ya veremos».
A mi hermano le gustaba mucho escuchar la radio por la noche, pero
nuestra madre no quería, porque después, el día siguiente, nos costaba mucho
levantarnos, conque la escuchábamos a escondidas, después de que nuestros
padres se hubieran ido a la cama. La encendíamos solo cuando veíamos
apagarse la luz en el hilo de la puerta de su habitación. Era precioso escuchar
la radio de noche en la obscuridad de la alcoba, con la cabeza escondida bajo
un tapete (que cubría siempre el aparato) para que, aunque el volumen estaba
bajísimo, no se oyera nada al otro lado. Lo más hermoso era mirar el
cuadrante de las emisoras con todos los puntitos luminosos junto a los
nombres de todas las ciudades. Me parecía tener ante los ojos el mundo
entero y bastaba un desplazamiento, aun mínimo, de la aguja para volar de
una parte a otra de los continentes.
Hubo una velada en particular que me infundió gran emoción: iban a
transmitir fragmentos escogidos cantados por Beniamino Gigli, pero, cuando
por fin llegó el momento, yo ya estaba casi dormido. Tuve apenas tiempo de
escuchar el comienzo de «E lucean le stelle» y después me sumí en el sueño.
Me despertaron, porque una vez más estaba sonando la alarma.
CUATRO
1

No habían terminado aún los sonidos de las sirenas cuando se oyeron los
primeros estallidos lejanos: «¡Es la antiaérea!», gritaron desde el patio.
Otras voces dijeron algo, pero no les dio tiempo a acabar, porque algunos
retumbos desgarraron la noche. Hubo una breve suspensión en la que todo
pareció paralizado y en seguida otra ola de explosiones muy seguidas y aún
más estruendosas sacudió las paredes de la casa. Se alzaron gritos. La gente
se apresuraba por los corredores y se precipitaba por las escaleras. Estaba
todo obscuro y en el cielo grisáceo de niebla se reflejaban llamaradas rojizas.
Y aún no se había disuelto el fragor en el aire cuando otra descarga de
bombas nos dejaba aturdidos. En el rellano del último tramo de escaleras vi a
la hermanita de Sarina, que lloraba. Una mujer la recogió y se la llevó. El
padre de Sarina estaba pegado al borde de la barandilla como paralizado.
En el refugio la gente lloraba, se buscaba, se llamaba. Los retumbos se
repetían con la misma cadencia, pero atenuándose. También las voces se
hacían cada vez más apagadas, como queriendo conceder al oído la
posibilidad de escuchar el peligro que se alejaba, y en aquel vocerío ya débil
de lamentos se distinguía cada vez más el lloriqueo de una niña. Debía de ser
la hermana de Sarina, seguro. En efecto, iba repitiendo con la cantinela del
llanto: «Papá, papá». Entonces alguien encendió una linterna en la
obscuridad. El haz de luz buscó a la niña, que, como de costumbre, estaba
acurrucada en brazos de su hermanita, y Sarina cerró los ojos, porque le
molestaba la luz, pero tal vez también porque no quería ver a nadie. Alguien
preguntó: «Pero ¿dónde está tu papá?». Las niñas no respondieron. En
cambio, respondió una voz en la obscuridad: «Cuando he pasado, lo he visto
parado junto a la barandilla». «¡Habrá salido con la UNPA!», añadió otro,
pero se apresuraron a corregirlo: «¡Qué va! ¡Esta noche no estaba de
servicio!». «¿Y la mamá?», preguntó, apremiante, otra voz. Alguien intervino
desde la parte opuesta: «¿Cómo queréis que lo sepan las niñas?». La linterna
se apagó y de nuevo todos quedaron sumidos en la obscuridad. Junto a mí
advertí un susurro: «Pero ¿cómo se les ocurre en momentos así dejar en casa
solas a dos pobres criaturas?». La ventanita de la salida de seguridad dejaba
filtrar un poco de azulito y de allí procedían también los ruidos de fuera.
«Podríamos ir a ver dónde está el padre. Ahora ya ha pasado lo peor. ¿Quién
viene conmigo?». «Yo voy», respondió una voz masculina y al instante se
encendió una linterna que se movió hacia la salida.
Encontraron al papá de Sarina presa de temblores, como si tuviera fiebre.
Las manos seguían aferradas al hierro de la barandilla, pero ahora estaba
desplomado, como de rodillas. «Pero ¿qué le pasa, señor Guido?», preguntó
uno de los hombres. El pobrecillo no respondió. Entonces intentaron
levantarlo: el cuerpo parecía un trapo; en cambio, las manos parecían de
mármol, de tan apretadas como estaban. Lo levantaron, lo arrastraron hasta su
casa y lo tumbaron en un sofá. «Se habrá sentido mal», susurró uno de ellos.
Y el otro: «Es que a veces el miedo gasta bromas y te quedas paralizado».
Llegaron gritos de la calle. Pedían socorro. En una calle cercana se había
derrumbado una casa y bajo los escombros había quedado gente atrapada en
el refugio. Los medios de auxilio estaban ya todos repartidos por otras partes
de la ciudad: «¡Dicen que se oyen voces que piden ayuda desde debajo!».
Acudieron muchos, pero encontraron solo algunas palas: los otros
trabajaban, de todos modos, con las manos. Estuvieron excavando toda la
noche y también el día siguiente hasta que dejaron de oírse las voces.
Después de aquel bombardeo, comenzaron las evacuaciones. Muchas
casas quedaron vacías; se dejó lo estrictamente necesario para los que estaban
obligados a quedarse. Se veían furgonetas, carros de caballos y también
carritos con pedales, todos sobrecargados con cosas que llevar a sitio seguro
en alguna parte. También Sarina, junto con su madre y su hermanita,
abandonaron su casa. Partieron con el motocarro de la UNPA, después de que
hubiera hecho dos o tres viajes cargado de muebles y utensilios.
2

Las escuelas permanecieron cerradas unos días, pero mi madre quería que
nosotros hiciéramos, de todos modos, un poco de deberes, porque, aunque
hubiese guerra, no estaba bien descuidar las obligaciones propias y rogaba a
mi hermano que me ayudara a repasar las lecciones. Una tarde, mientras
estábamos con los libros abiertos sobre la mesa, vino un compañero de mi
hermano a decirnos que la huéspeda necesitaba ayuda. Mi hermano acudió
corriendo y, como de costumbre, llevó consigo el diccionario. «¿Adónde
vas?», lo persiguió la voz de mi madre y él, ya fuera de la puerta, contestó:
«¡Vuelvo en seguida!». Entonces mi madre me mandó a decirle que primero
debía acabar de estudiar. Yo corrí tras él, pero, cuando llegué ante la puerta
de la señora Seminari, me tropecé con mi hermano, que salía. Me colocó en
las manos el diccionario y dijo: «Llévalo a casa, que yo ahora tengo
quehacer». Y volvió adentro. Yo no entendía qué sucedía y me quedé parado
en el medio del corredor para ver. Al cabo de poco, salió el compañero de mi
hermano con una gran maleta y en seguida, detrás de él, con otro maletón que
debía de ser pesadísimo, también mi hermano. Por último, salió la huéspeda,
como siempre elegantísima, pero aquella vez llevaba colgadas de los brazos
cuatro o cinco bolsitas. Anduvo todo el trecho de corredor con su desenvuelto
paso, que hacía un ruido particular por aquellos tacones que solo ella sabía
llevar. Antes de entrar en el vano de la escalera, se volvió y dio con los ojos
un último adiós a la señora Seminari, parada en la puerta de su casa y con el
pañuelo apretado contra la nariz. Cuando la huéspeda desapareció, la señora
Seminari dijo a una vecina con medio suspiro: «Era ya como una hija».
Mi hermano y su amigo la acompañaron hasta el tranvía. Aquella vez no
había ningún coche esperándola. Por casualidad llegó el viejo trasto que
nosotros llamábamos «pata de palo» y, como las maletas eran tan pesadas, el
tranviario ayudó a cargarlas. Después subió también ella y se volvió para
despedirse tras los cristales, mientras el tranvía se alejaba traqueteando. Por
la escalera no se volvió a oler el buen perfume de «huéspeda».
3

Llegó la carta con la fecha de partida para la colonia. Ya estaba decidido: en


la colonia estaría seguro y, además, al menos para mí no habría el problema
de la comida.
Mi madre se puso a vaciar cajones y a extender toda mi ropa sobre la
cama. Me asignó también algo de mi hermano que a él ya no le quedaba bien.
Me hizo un jersey con las agujas de hacer punto mezclando lana nueva con
otra vieja de un jersey deshecho y una mañana, en el mercado del sábado, me
compró un par de zapatos con puntera de hierro: un poco grandes para que
me valieran al menos un par de años. Entretanto, yo había visto en un
tenderete una gorra con visera que me gustaba mucho. «Ya hemos gastado
bastante», dijo mi madre, y concluyó: «La tuya de lana está aún muy bien».
En casa me probé la gorra de lana y me miré al espejo.
«Pero, mira», protesté a mi madre. «¡Si parezco un niño!».
«¿Y qué te crees que eres? ¿Un jovencito?».
4

Estaba aún en la cama cuando oí el trasiego en el patio. Llamé a mi madre,


pero no respondió, conque me levanté para ir a ver. La puerta de casa estaba
abierta. Atravesé la cocina y me asomé al corredor. Con mi madre estaba
también mi hermano y todos los de la casa, que se asomaban para mirar al
patio.
«¡Vete adentro!», me dijo, seca, mi madre. «¡Y tú también!», mientras
empujaba hacia dentro a mi hermano.
Pero igual nos quedamos. Mi hermano me dijo en voz baja:
«¡Se ha muerto el señor Guido!».
«¿El padre de Sarina?».
«Sí».
Llegó una ambulancia y un coche de la comisaría. Delante de la puerta de
la casa de Sarina había un grupito de curiosos, a los que alejó la simple
presencia de los policías. Trajeron una camilla. Un policía salió, al tiempo
que se quitaba un pañuelo de la nariz:
«Tiene toda la apariencia de haber sido accidental», declaró a un colega
suyo. «Había una cazuelita en el hornillo de gas. Al arder, debe de haberse
apagado la llama. Ni siquiera se ha dado cuenta».
Después se dirigió a los curiosos del piso:
«¿Quiénes son sus vecinos?».
«Yo», se adelantó una anciana.
«¿No ha oído nada? ¿Algo en particular?».
«No», respondió la mujer. «Desde que evacuaron a su familia, solo volvía
a dormir. Era un hombre muy discreto».
Por la puerta salió la camilla con el cuerpo del señor Guido envuelto en
una sábana. Hubo un momento de silencio absoluto. Incluso los murmullos se
apagaron del todo. Después, cuando la camilla desapareció en la ambulancia,
se reanudaron las voces, apagadas: «Una persona tan formal»; «Tan educado:
siempre saludaba»; «Dios mío, ¡qué desgracia!»; «¿Quién sabe si ha sido de
verdad una desgracia?». Y esta frase dejó a todos callados.
Un grupo de personas de la casa se ofreció a ir al entierro. Hubo una
colecta para comprar una corona de flores. Estaban indecisos sobre si llevar o
no a los niños, los compañeros y las compañeras de Sarina, pero llegaron a la
conclusión de que era mejor llevarlos, para no dar la impresión de que
pensaban en algo peor. Aunque los mayores hablaran mediante alusiones, yo
entendía perfectamente lo que querían decir.
La ceremonia fúnebre se celebró en la capilla del depósito de cadáveres.
Sobre el ataúd estaba la corona de flores y en la cinta la inscripción: «Sus
vecinos». Mientras el sacerdote susurraba sus oraciones, yo miraba a Sarina,
que escuchaba con la cabeza baja junto a su madre. La veía de perfil y me
pareció de nuevo bellísima, como cuando jugábamos a dama y caballero y me
había enamorado de ella. Pensé que, cuando nos hiciéramos un poco
mayores, jugaríamos también nosotros a «treinta y uno» y entonces le daría a
ella todos mis besos. Pensé en cómo me acercaría a su cara, a su mejilla. ¿O a
sus labios? Cerraría los ojos, pero ¿por qué tenía precisamente allí todos
aquellos pensamientos? Intenté imaginar qué estaba pasando en aquel
momento y entonces me esforcé por concebir un pensamiento absurdo: el de
estar yo en su lugar y que aquel fuera el entierro de mi padre. Quería entender
qué dolor se podía sentir, pero en seguida dejé de pensar, porque me di
cuenta de que era un juego estúpido, algo de lo que avergonzarse.
Fuera estaba el coche fúnebre, en el que cargaron el ataúd y la corona de
flores. Una vecina nuestra susurró: «Es una corona preciosa… queda muy
bien».
Los adultos se despidieron de la madre de Sarina: las mujeres se besaron
acercándose las mejillas. En cambio, Sarina ya había subido al furgón. Yo la
miraba tras los cristales, pero ella mantuvo todo el rato los ojos bajos. En
aquel momento en que estábamos a punto de separarnos y a saber por cuánto
tiempo, me habría gustado darle a entender que seguía gustándome y que
habría sido bonito estar separados como dos novios que no dejan de pensar el
uno en el otro. También yo partiría de allí dentro de unos días y tendríamos
que esperar, seguro, al fin de la guerra para poder volver a vernos.
5

Desde el extremo de la calle llegó un estruendo de cascos. Nosotros, los


chicos, fuimos a ver. Pasaba un pelotón de soldados a caballo.
Vi a Pedrini, un compañero de clase, que los seguía por la acera:
«¡Van a la estación! ¡Parten para el frente!».
Los transeúntes se detenían a mirar. Otros se asomaban a las ventanas.
Alguien esbozó un saludo, pero los soldados no respondieron. Había un aire
de tristeza y parecía que incluso los caballos avanzaban de mala gana.
«¿Has visto? ¡Llevan lanzas!», dije a Pedrini.
Y él contestó:
«Pero, cuando están en la guerra, ¡les dan fusiles!».
«¿Y cómo disparan?».
«¡Como los cowboys!».
A medida que el pelotón avanzaba, la gente se paraba a mirar, pero nadie
decía nada. Los rostros de los soldados parecían impasibles: estaban con la
mirada fija al frente y no se sabía adónde o qué miraban. Solo una vez uno de
ellos se volvió apenas para cambiar una mirada con una mujer joven e intentó
sonreír, pero pareció más que nada una expresión de tristeza.
Cruzaron la verja de la estación. Había ya otros caballos y soldados
parados, pero también había civiles: tal vez parientes. En una explanada
habían colocado una mesa rodeada por la bandera tricolor y unas señoras con
sombrero distribuían paquetes a los soldados. En determinado momento, vi,
entre aquellas señoras, a mi profesor de gimnasia, también de uniforme. Salió
en seguida al encuentro de los recién llegados y, por los gestos que hacía al
oficial, comprendí que los invitaba a la mesa tricolor, donde había esta
inscripción: «Paquete de regalo para nuestros valerosos soldados».
El oficial no le hizo demasiado caso y también los soldados se ocuparon
antes que nada de sus caballos. Entretanto, los que habían llegado primero
estaban cargando a los animales en los furgones. Alguno más afortunado
había recibido la visita de sus familiares y se ponía a un lado para un
momento de intimidad.
Pasó junto a nosotros un ferroviario y Pedrini le preguntó:
«¿Adónde van?».
El otro, sin detenerse, respondió:
«A Albania».
«¿Adonde está la guerra?».
«Pues claro… ¿adónde quieres que vayan?».
Después de un silencio, Pedrini me preguntó:
«Pero entonces, ¿estas vías llegan hasta donde está la guerra?».
Delante de la verja de la entrada se detuvo un taxi. Se apearon una señora
y dos niños y la mujer, muy inquieta, mirando en derredor, avanzó hacia los
soldados, tirando de los dos chiquillos. En determinado momento, vimos al
oficial (hasta un momento antes rígido en su comportamiento) cruzar
corriendo, ya sin el menor comedimiento, las vías y, tras llegar junto a los
suyos, estrecharlos a los tres en un solo abrazo, tan fuerte, que parecía que no
quisiera soltarlos nunca más. Las señoras de los paquetes se quedaron
mirando sin saber qué hacer, mientras los soldados seguían con sus tareas
como si tal cosa.
Yo dije a Pedrini:
«¿Sabes que voy a marcharme también yo?».
«¿Y adónde vas?», me preguntó, mientras se ponía en marcha.
«Nos mandan a la colonia».
«¿A una colonia de invierno?».
«Como evacuados. Nos manda la empresa en la que trabaja mi padre».
Me moví también yo, pero sin decir nada más, porque me di cuenta de
que Pedrini había dejado de escucharme.
6

La última noche antes de la partida, metieron toda mi ropa en una maleta y en


una mochila de montañero. Estábamos en torno a la mesa y, a medida que mi
madre colocaba algo, mi hermano apuntaba en una hoja de papel y repetía en
voz alta todo lo que iba enumerando mi madre. Mi padre estaba aparte
leyendo el periódico, pero varias veces, tras levantar la vista hacia él, me di
cuenta de que me miraba por encima de las hojas. No quería dar a entender
que le disgustaba verme partir.
Más tarde, cuando ya habíamos apagado todas las luces, dije a mi
hermano: «¿Oímos la radio?». «Ya es muy tarde», me respondió su voz.
«Pero es la última noche». Entonces oí chirriar su cama y después vi en la
penumbra su figura dirigirse hacia la radio: la encendió y al instante el cuarto
se coloreó con la luz dorada del cuadrante y, como habíamos hecho siempre,
nos pusimos los dos con la cabeza bajo la colcha.
«Ya te he dicho que era tarde. Se han acabado las transmisiones», dijo él.
«¿Y no se oye nada más?», continué con insistencia.
Se puso a girar el sintonizador:
«A ver si hay alguna emisora extranjera».
La aguja corría por el cuadrante e interceptaba sonidos extraños, lenguas
incompresibles, músicas de otros países.
«¿Dónde estamos ahora?», pregunté.
Mi hermano leyó en el cuadrante:
«Heerlen».
«¿Y dónde es eso?».
«¿Y yo qué sé?».
«¿Vosotros no habéis estudiado todavía Heerlen?».
«En mi vida lo he oído», e hizo una mueca.
Yo seguía fascinado ante todas aquellas ranuritas de luces que indicaban
lugares misteriosos.
«¡Makassar!», y llegaba, lejanísima y fluctuante, una música oriental.
«Debe de ser un lugar en el que hay camellos», dije.
«¡Es verdad! Es la música que se oye en el cine cuando se ve el desierto».
«¿Habrá guerra también allí?».
Mi hermano iba desplazando la aguja poco a poco:
«De Estocolmo nos trasladamos a Chernigov».
Se oía un diálogo incomprensible mezclado con carcajadas. Pregunté:
«¿Y nosotros estamos escuchando las mismas cosas que escuchan en esa
ciudad?».
«¡Pues claro!».
«Pero ¿en este preciso momento?».
«¿Cómo vamos a saber el tiempo que tarda el sonido en llegar hasta
aquí?».
Me quedé un rato en silencio pensando en todas aquellas voces que
vagaban por el espacio y que de lejos conseguían introducirse en nuestras
casas. Después, con un velo de melancolía, dije:
«Cuando oiga la radio en las colonias, podré pensar que estoy aún aquí».
7

A la estación me acompañaron mi madre y mi hermano. Era un coche


reservado para los niños de la «empresa». Vi a otros chicos como yo y
también a uno al que conocía. Dije a los míos:
«Ese de ahí estaba en las colonias del año pasado».
«Coincidirás con otros a los que ya conoces. Estaréis todos juntos y os
encontraréis bien, ya lo verás».
Mi hermano añadió:
«Si pudiera, iría yo también».
Yo me daba perfecta cuenta de que lo decía solo para consolarme.
Un encargado de la empresa nos hizo subir al tren, después de habernos
apuntado en una hoja. Me despedí de mi madre: me dio un abrazo más largo
que las otras veces que había partido. Me dio un beso y yo, en lugar de llorar,
como había temido, me asombré al notar que lo que más advertía era un leve
olor a polvos de tocador en su mejilla y, cuando el tren se movió y miré a mis
familiares por última vez, mientras me hacían señas de despedida y se
alejaban cada vez más, me di cuenta de que aquel leve olor a polvos de
tocador quedaría unido para siempre al recuerdo de la cara de mi madre.
CINCO
1

El tren me condujo por una tarde gris y húmeda. Desde la ventanilla veía
desfilar las últimas imágenes de la periferia: casas de corredores iguales a la
nuestra, alguna figura que me recordaba a nuestro patio, a mis compañeros, y
los huertos para aprovechar los espacios libres.
Mientras miraba por la ventanilla, me sentía ya solo y al mismo tiempo
seguía asombrándome de que no me dieran ganas de llorar. Advertía tan solo
una sensación de abatimiento. Después me di cuenta de que era resignación.
Tal vez el distanciamiento se hubiese producido poco a poco, sin que me
diera cuenta, hasta el día en que se había decidido mi partida, y cuando la
última noche vi cerrarse la maleta con mi ropa dentro, comprendí que aquel
mínimo acto sellaba mi separación. En efecto, la mañana siguiente, cuando se
encendió la luz en la cocina, porque mi padre se iba a trabajar, yo me quedé
con la cara vuelta hacia la pared: quería que fuera una mañana como todas las
demás. Temía más el distanciamiento de las personas que el de las cosas. Oí a
mi padre decir: «No quiero despertarlo». Me dio un beso en el pelo y ni
siquiera entonces me volví, pero después, más adelante, cuando estaba en el
tren, lo lamenté.
2

Después del viaje en tren, atravesamos un trecho del lago en una lancha.
Llegamos a la colonia ya de noche. Mientras subíamos la escalinata que
conducía a los dormitorios, me encontré junto al que ya conocía del año
anterior y al que había vislumbrado en el momento de partir, en la estación.
Me dijo:
«¿Te acuerdas, el año pasado, cuando cantábamos: “Mañana es la partida
y a las colinas no vuelvo más”?».
Respondí con otra pregunta:
«Tú, ¿en qué escuadra estabas?».
«En la “T”».
«Yo en la “U”. Esperemos que nos pongan en el dormitorio del año
pasado».
En cambio, me pusieron en el de enfrente. Deposité la maleta y la
mochila en la cama y me puse a sacar la ropa. En aquel momento fue cuando
me dieron ganas de llorar; al abrir la maleta, me llegó un olor de mi casa, el
mismo perfume que había en los cajones de la lencería, que mi madre
conservaba con tanto esmero. Cogí una camiseta y me la acerqué a la cara
para oler aquel perfume aún más intensamente y no me importaba que
alguien me viera.
En el comedor, me asignaron un sitio entre los que habían llegado antes y
me encontré entre los más altos, hacia el extremo de la mesa, pero el más alto
de todos era Tiberio, que parecía ya un jovencito, pese a que solo tenía trece
años; tenía en la cara una pelusa obscura que casi parecía barba y, además,
llevaba un peinado de moda en aquellos años, es decir, liso a los lados y con
una onda en el medio. Tiberio se daba aires de mayor y los que lo rodeaban lo
imitaban en todo. Cuando decía algo en voz baja, con aire misterioso, todos
se reían socarrones, pero, en cuanto él hacía una seña, callaban, listos para
escuchar otra gracia. Yo no conseguía oír lo que decía, pero, por toda clase de
expresiones maliciosas, ya había intuido el tema de que se trataba y también
advertí otra cosa: que había una referencia precisa en su cuchichear y era la
señorita vigilante de la escuadra «R», sentada unas mesas más allá. La
miraban de reojo repetidamente, alguno se veía obligado incluso a volverse, y
después, en cuanto Tiberio susurraba algo bajando la boca hasta rozar el
mantel, todos juntos reanudaban las risas exageradas y burlonas para hacerse
notar.
Naturalmente, ella lo había notado, pero yo no lograba entender si hacía
como que no o si participaba también en el juego. Pero, a ver, ¿qué juego
era? ¿Hasta dónde llegaban las fantasías de mis compañeros y qué podía
suponer ella de sus pensamientos?
A mi espalda, del cuartito reservado en el que comía la directora llegaba,
apenas perceptible con el bullicio del comedor, el sonido familiar de la
habitual emisión radiofónica vespertina. «¿Tú también vienes de Milán?», me
preguntó el chico que comía enfrente de mí. «Sí», respondí. Y él añadió:
«¿Son de Milán todos los que han llegado hoy?». «Creo que sí». «Yo soy de
Génova. Llevo aquí ya un mes. Hay otro de Turín, de Novara. Tiberio es de
Novara. Es el mayor, tiene casi catorce años». Después contó que su casa
había sido alcanzada por los cañonazos de los buques ingleses y entonces los
que acababan de llegar, como yo, le hicieron muchas preguntas.
En la escalinata de los dormitorios, los mayores continuaron el juego con
la señorita de la «R». Corrían hacia delante y hacia atrás, saltaban el múrete
de protección, se escondían en broma entre los matorrales y hacían otras
bravatas, con tal de llamar su atención. Tiberio intentó incluso entonar Vieni
c’è una strada nel hosco[3] y alguno intentó imitarlo, pero no tuvo éxito.
Antes de ir a dormir, fui a echar un vistazo al dormitorio de enfrente:
quería ver quién había ocupado mi sitio en la cama en la que había estado la
última vez y de la que había partido creyendo que nunca más volvería.
Algunos dormitorios habían sido adaptados como aulas en espera de que
nos colocaran en las escuelas públicas de los alrededores. Nos agruparon por
edades, por lo que cada clase estaba formada por unos cuarenta muchachos.
Como profesoras provisionales teníamos a las vigilantes, pero había también
un profesor que venía de fuera. Tenía todo el pelo blanco y lo primero de
todo nos mandó escribir una carta a casa para informar a nuestros padres de
lo que íbamos a hacer en la colonia, de lo que íbamos a estudiar. En la carta
escribí todas esas cosas, pero omití que por primera vez me encontraba en
una clase mixta, en la que había también niñas.
El chico de Génova, que se llamaba Bonacossa, me informaba por
adelantado de todo. Me dijo también que el profesor de pelo blanco tocaba el
piano y que con frecuencia contaba en clase la vida de los músicos más
famosos.
Por la tarde, hubo ducha general. Escuadra por escuadra, entrábamos en
los vestuarios (los mayores debían quedarse en calzoncillos) y después todos
pasábamos bajo las duchas, donde una mujerona a la que llamaban la
bergamasca manipulaba las grandes llaves para dosificar la temperatura del
agua. A veces se alzaban gritos exagerados, para subrayar alguna oscilación
de temperatura y entonces «la bergamasca» respondía con una sarta de
palabrotas y se apresuraba a hacer la maniobra de corrección. Los mayores,
con Tiberio a la cabeza, se reunían siempre en los ángulos de la gran sala,
donde el vapor era más denso y aprovechaban para hacer gestos obscenos, a
los que seguían ruidosas carcajadas.
La ropa sucia se metía en grandes bolsas de tela y la llevaban —siempre
los mayores— a la lavandería pasando por unos subterráneos en los que
concluía la orgía de vociferaciones con otros gritos y canciones obscenas
cuyas letras se confundían en múltiples ecos.
Había un muchacho que siempre iba retrasado: pese a que se esforzaba al
máximo, siempre, irremediablemente, resultaba ser el último. ¡Y cuántas
veces tuvo que sufrir, como siempre ocurre en esos casos, las bromas del
grupito de los mayores! La broma más frecuente era la de desengancharle el
somier de la cama y dejarlo colgado de un hilo para que, en cuanto se
apoyara, se desplomase del todo; y mientras los otros sofocaban las
carcajadas bajo las sábanas, se oía la voz de nuestra vigilante, que gritaba
desde detrás de su cortina: «¡Bertinotti! ¡Siempre el mismo!». Y Bertinotti,
sin decir nada, recomponía su cama, ya resignado a las bromas y a ser el
último. Es más, los compañeros hacían todo lo posible para perjudicarlo en
todas las ocasiones: le tiraban los libros al suelo, de modo que, mientras él los
recogía, cerraban la puerta y lo dejaban fuera; no le dejaban acercarse al
lavabo para lavarse hasta que fuese el último; le escondían los zapatos; le
ataban las mangas del jersey. Cuando la vigilante daba una orden, al final
añadía sin falta: «Y tú, Bertinotti, ¡a ver si dejas de ser siempre el último!».
Una noche, alguien vio una luz moverse en la obscuridad. Avanzaba
desde el tupido bosque de detrás de los dormitorios y después desaparecía
tras la esquina del edificio. «¿Qué será?», nos preguntamos. Uno dijo: «A lo
mejor es un guarda nocturno». «Sí, hombre. Un guarda que se pasea con una
linterna, ¡ahora que está prohibido encender las luces!». Como de costumbre
prevaleció la tesis de Tiberio: «¿Y si fuera un espía?». «¿Cómo que un
espía?», preguntó uno, un poco emocionado. Tiberio prosiguió, complacido
con su suposición: «Los aviones enemigos que vienen a bombardear pasan
precisamente por encima de nosotros. ¿No los habéis oído nunca, de noche?».
«Yo una vez oí aeroplanos, pero creía que eran de los nuestros». Tiberio
concluyó: «¡Seguro que es un espía que hace señales a los aviones!». Yo
añadí: «He oído decir a mi papá que de noche se ve incluso una cerilla a
kilómetros de distancia».
Decidimos poner turnos de guardia para la noche siguiente y, como la luz
desaparecía siempre detrás del edificio, Tiberio decidió buscar también otro
puesto de observación para ver hasta dónde seguía, pero, para hacerlo,
debíamos llegar hasta los servicios del otro dormitorio atravesando un pasillo
totalmente a obscuras: era una empresa para los más valientes. Tiberio dijo:
«Si conseguimos la captura de un espía, nos concederán un premio». Otro
dijo: «En mi libro de lectura había una fotografía del Duce, que entregaba un
premio a un niño». «Si nos dan un premio, yo me voy a casa». Estábamos
todos muy excitados e incluso durante el día no hablábamos de otra cosa,
pero manteniéndolo todo en el máximo secreto entre el grupo de los mayores.
Tiberio y los otros habían olvidado incluso el juego con la vigilante de la
«R», hasta el punto de que ella pareció decepcionada por aquel extraño y
repentino cambio.
Durante una clase del profesor de pelo blanco, hubo cierta agitación en el
grupito: señas a distancia, alfabeto mudo, notas transmitidas a escondidas. El
profesor estaba contando la vida de un gran músico. Bonacossa me dijo en
voz baja: «Han decidido hacerlo esta noche». «¿El qué?». «Salir del
dormitorio para ver quién es».
Por la tarde, en la distribución del correo me llamaron también a mí:
había una carta de casa. Me escribía mi madre: lo reconocí al instante por la
caligrafía del sobre.
Los que recibían correo se aislaban de los demás y se quedaban aparte
leyendo, como si aquellas pocas líneas pudiesen hacer recuperar un poco de
intimidad familiar. También yo me fui por la escalera. La carta comenzaba
así: «Querido hijo…». Me decía que estaban todos bien, aunque casi todas las
noches se veían obligados a levantarse para ir al refugio; que todos mis
compañeros habían sido ya evacuados y que tal vez cerrarían también la
escuela de mi hermano: él estaba aplicándose mucho con el estudio, ¿y yo?
Me mandaba muchos besos y esperaba poder venir a verme pronto. Después,
bajo la firma de «tu mamá», estaba también el saludo de mi padre; solo unas
pocas palabras: «Pienso mucho en ti. Un abrazo muy fuerte, Papá». Bajé
otros dos escalones, intenté leer aquellas pocas palabras, pero apenas tuve
tiempo de vislumbrar «un abrazo muy fuerte» y, después todo me resultó
muy confuso, porque los ojos se me humedecieron con lágrimas. Pensaba en
aquel abrazo que no había conseguido darle la mañana de mi partida, cuando
se acercó para despedirse de mí. Tenía la sensación de que, si hubiera podido
volver atrás, habría tenido valor para echarle los brazos al cuello.
Desde la escalera llegó la música del piano y comprendí que era el
profesor de pelo blanco, que tocaba en la gran aula vacía.
Aquella noche, en el comedor, el grupito de Tiberio estaba extrañamente
silencioso. Se miraban entre sí, cambiando ojeadas que debían de significar
acuerdos misteriosos. Nosotros ya estábamos excluidos de la empresa. En
efecto, cuando el vecino de Bonacossa los miró fijamente y un poco más de
la cuenta, uno de ellos le hizo señas para que se volviera hacia otro lado. El
vecino dijo: «Quieren llevarse el premio ellos solos». «Pero ¿tú lo crees en
serio?», se apresuró a intervenir Bonacossa. «¿Es que, según tú, no es
verdad?», preguntó uno de nosotros. «Entonces, ¿qué es aquella luz?»,
insistió otro. Bonacossa esperó a acabarse el bocado, antes de responder: «Es
alguien que se pasea con una linterna y se acabó». Pero había quien no se
daba por vencido: «Pues yo creo que es un espía precisamente». Pero
Bonacossa estaba tranquilo y mostraba una convicción inflexible:
«Personalmente, creo que los mayores se dan aires para hacernos ver lo
valientes que son».
Cuando en el dormitorio se apagaron las luces, se hizo al instante el
silencio. Lo notó también la vigilante, que, antes de retirarse tras su cortina,
echó un par de vistazos recelosos en derredor.
Nadie dormía: era una espera emocionante.
En la penumbra y por la parte de los grandes ventanales, vi la silueta
obscura de un muchacho que avanzaba entre las camas. No era Tiberio, pero
era uno de su grupito. Estaba a punto de llegar a la puerta que daba al pasillo,
se oyó un tirón de la cortina, que estaba corriendo y en seguida la voz de la
vigilante: «¿Adónde vas tú?». El muchacho se paró en seco y adoptó una
posición natural: «Tengo que ir al servicio». «¿Y no podías decidirte antes?».
El muchacho no respondió. «¡Muévete! Y vuelve en seguida a la cama». El
muchacho salió y dejó la puerta entornada. En aquel momento advertí que
bajo las camas estaban gateando otros chicos y entre ellos estaba Tiberio.
Llegaron a la puerta y se escabulleron afuera, sin hacer el menor ruido: iban
todos vestidos. Al cabo de unos segundos, volvió a entrar el que debía ir al
servicio: él iba en pijama. Se acercó a la puerta y la cerró con la intención de
que la vigilante la oyera y después, sin dejar de subrayar sus
desplazamientos, volvió a la cama.
Miré a Bonacossa. En la obscuridad solo veía bien sus ojos. Le susurré:
«¡Hay que ver! ¡Qué astutos han sido!». Otro levantaba la cabeza de la
almohada para mirar en derredor y después la bajaba de nuevo. Volví a
preguntar a Bonacossa: «Pero, si de verdad es un espía, ¿qué sucederá
después?». «¡Lo fusilarán!», respondió Bonacossa. La respuesta me sonó
como un escopetazo. El juego de la guerra, tan apasionante por hacerse junto
a los mayores, se estaba transformando poco a poco. ¡Aquella luz que
veíamos en el bosque como una gran luciérnaga nocturna podía querer decir
que había alguien muriendo de verdad y otros disparando con fusiles
auténticos y que del cielo caían bombas, rayos y centellas! ¡Qué lejanas
quedaban ya aquellas tardes en las que íbamos vestidos de balilla y en las que
aún no había comenzado el juego de la guerra verdadera!
Llegó el sordo zumbido de los aviones: era un ruido que conocíamos muy
bien. Nadie se movió. Al cabo de poco, volvió el silencio.
La mañana siguiente, bajábamos por la larga escalinata que conducía de
los dormitorios a los comedores. Yo no sabía qué le había sucedido al grupito
de Tiberio, porque me había quedado dormido. Tampoco Bonacossa sabía
nada: «Los he visto volver, pero no he entendido nada. Ahora bien, si están
callados, quiere decir que tenía yo razón».
En el comedor, mientras paladeábamos nuestros tazones de leche, Tiberio
y los suyos intercambiaban risas sarcásticas, complacidos con algo que
nosotros no podíamos saber, lo que nos hacía sentir mayor curiosidad.
No tardamos demasiado en descubrir su secreto, se morían por contarlo.
Fueron admitidos pocos a sus confidencias, pero después esos pocos lo
contaron, a su vez, a todos. No se trataba de un espía, sino simplemente del…
jardinero, el feo, que daba miedo a los niños. Subía de las cocinas por un
atajo que pasaba por un trecho de bosque y después se metía por la puerta de
la lavandería para irse, evidentemente, a dormir. ¿Eso era todo? No, en aquel
momento Tiberio había descubierto, al parecer, algo extraordinario. En lugar
de alejarse para volver, como los demás del grupito, había trepado por las
rejas de la lavandería para mirar dentro, donde se vislumbraba una luz muy
débil. ¿Y qué había visto? A la bergamasca, que esperaba al jardinero entre
las bolsas de la ropa por lavar. Lo que Tiberio logró ver por los cristales
opacos de polvo lo contó durante varios días y de mil formas distintas, hasta
el punto de que al final todos sospechamos que todo aquello no era cierto y
que lo decía solo porque quería darse importancia a toda costa.
Pero la picante historia de la bergamasca reavivó nuestros intereses
amorosos. Se reanudaron las miradas hacia la señorita de la «R» y también
los peinados cuidadosos y de moda. Algunos empezaron a peinarse como
Tiberio: liso a los lados y con onda en el medio.
El peluquero, que aparecía de vez en cuando e improvisaba un salón en
un claro de la lavandería, vendía frasquitos de Fixina, brillantina con fijador
(una cola verduzca con olor a desinfectante) y enseñaba a hacer ondas con el
peine.
Una tarde, Bonacossa estaba canturreando Ma l’amore no[4]; Tiberio lo
oyó y le preguntó: «¿Conoces toda la letra?». «Sí». «¿Me la escribes?». «Si
quieres, te la dicto. Escríbela tú». Me gustó la respuesta de Bonacossa y
comprendí que Tiberio no podía objetar gran cosa. En efecto, cogió una hoja
y un lápiz del cajón y se preparó para escribir. Mientras Bonacossa dictaba,
otros imitaron también a Tiberio y empezaron a copiar la letra de la canción.
«¿Solo el estribillo o también las estrofas?», preguntó Bonacossa. «Toda, si
la sabes». «Sí». «Pues entonces, ¡toda!». A medida que Bonacossa dictaba,
los otros repetían las palabras silbándolas y se formó un coro escolar. Y el
coro siguió durante toda la tarde y también el día siguiente, porque todos
estaban aprendiendo de memoria, con la hojita en la mano, las estrofas de la
canción. Alguien se había metido la hojita entre las páginas del libro de la
escuela y así podía estudiarla también durante la clase. También yo quise
aprender la letra de Ma l’amore no y, mientras la oía pasar por mi cabeza, me
di cuenta de que, casi sin querer, miraba fija y continuamente la cara de una
compañera. Ella lo notó, porque de vez en cuando la veía volver la cabeza
hacia mí con miraditas. Entonces, una vez más, me imaginé que cantaba
como Beniamino Gigli, pero comprendí que era solo una fantasía. Me habría
bastado saber cantar como Aldo, el pintor, cuando de noche daba sus
serenatas a la madre de Sarina. Así me acordé de Sarina. Al partir, había
jurado que sería siempre su novio y que se lo diría a mi regreso, cuando
volviéramos a vernos, pero, extrañamente, a saber por qué misterioso juego
de visiones, la cara de Sarina desaparecía de continuo y, en su lugar, se
superponía inexorablemente la de mi compañera de clase. «¡Carlucci!».
«Presente». De su voz conocía solo «presente», pero incluso aquella única
palabra sonaba dulcísima.
3

Mis compañeros ya habían aprendido la canción, por lo que oía


continuamente fragmentos de ella.
Una mañana decidí de repente peinarme como Tiberio.
Noté que en clase Carlucci y su compañera de pupitre no cesaban de
mirarme de reojo y después cuchicheaban entre sí.
Durante el recreo, la compañera se me acercó y dijo lisa y llanamente:
«Carlucci me ha dicho que estabas mejor antes». Me quedé preocupado y,
nada más acabar las clases, metí la cabeza bajo el grifo y volví a mi peinado
habitual.
Una noche, mientras subía la escalinata de los dormitorios, alguien del
final de la fila entonó la canción y todos se unieron al coro: Ma l’amore no,
l’amore mio non può[5].
Las señoritas parecían melancólicas: seguro que pensaban en sus amores,
en algún joven que ya habían conocido o en alguno al que aún estuvieran
esperando.
Yo pensaba en Carlucci y me imaginaba que jugaba con ella a dama y
caballero, pero, cuando aún no había acabado la canción, se oyó en el cielo el
habitual zumbido de motores.
Algunos salieron de la fila para mirar hacia arriba y las señoritas se
apresuraron a hacerlos volver a ella.
La noche estaba tan clara, gracias a la luna, que se podía ver hasta su
último perfil el horizonte allende el lago; el espejo del agua relucía
descaradamente.
De improviso, la apacible respiración de la noche quedó alterada por un
estremecimiento. Después empezaron a oírse retumbos tenebrosos,
lejanísimos, como traídos por una brisa ligera.
Los mayores quisieron quedarse delante de la entrada de los dormitorios.
«¿Qué es? ¿Una tormenta?». «¡Qué tormenta ni qué niño muerto! ¿Es que no
ves que no hay ni una nube? ¡Están bombardeando!». «¡Por allí está Milán!».
«Es la primera vez que se oyen las bombas». «Entonces no estarán
bombardeando Milán. ¡Será algún lugar más cercano!». «¡En la carretera a
Milán hay una fábrica en la que construyen aviones! Tal vez estén
bombardeando allí». «¡Venga, entrad!», ordenó la vigilante, pero los chicos
se negaron: «¡Queremos quedarnos aquí hasta que se haya acabado!». «¿Para
qué, si no podéis hacer nada para remediarlo?». «No importa». Estaban
decididos. La vigilante se resignó: «Solo un minuto. En cuanto haya dejado
en la cama a los más pequeños, ¡salgo a recogeros!».
El retumbar sordo iba atenuándose.
«Parece de verdad un temporal», susurró uno. Una brisa movió los
matorrales floridos y el murmullo cubrió todo el ruido lejano.
Bonacossa, que estaba junto a mí, suspiró y después dijo con tono
apagado, pero tan serio, que parecía un adulto:
«Aquí todo está igual que antes y acaso allí haya muerto alguien». Se
hizo un breve silencio y después Tiberio masculló: «¡No seas aguafiestas!».
Otro añadió: «¡Mi padre ha dicho que el refugio de nuestra casa es muy
seguro!». «Y, además, no bombardean las casas. ¡Bombardean las fábricas,
las estaciones!». «No seas cretino: ¿cómo van a saber de noche si es una
fábrica u otra cosa?». «¡Porque tienen lo necesario para ver también de
noche!». Estaba naciendo una discusión y sin darnos cuenta levantábamos el
tono de voz.
A nuestra espalda, en el primer piso, se oyó abrir una ventana. En la
obscuridad de dentro resaltaba una figura femenina, bañada por la claridad de
la luna. Era la señorita de la «R». No llevaba, como de costumbre, el delantal
del uniforme, sino una camiseta blanca que la volvía más esbelta.
«¡Chsss…!», nos hizo callar con voz bajita, pero con tono más de
complicidad que de reproche: «¿No os vais a dormir?». Naturalmente,
respondió Tiberio: «No tenemos ganas». Ella rogó: «Hablad en voz baja». Y
con estas palabras nos dio a entender que estaba inequívocamente de nuestra
parte. Miró en derredor y también miró fijamente la luna por un instante.
Después se volvió hacia nosotros y susurró en voz aún más baja: «Pero ¿qué
estáis haciendo ahí?». A sus preguntas respondía solo Tiberio: «Pues
pensando». «¿Y en qué pensáis?». «¡En la novia!», soltó él con desenvoltura.
«¡Anda, anda!», dijo ella, divertida. Tiberio insistió: «¿Por qué? ¿Acaso no
piensa usted en su novio?». «¿Quién te ha dicho que yo pienso en mi
novio?». «Lo digo porque seguramente siente su ausencia». «Esos no son
asuntos de niños». «Pero ¡yo no soy un niño precisamente!». «¿Ah, no?
Entonces, ¿qué eres? ¿Un hombre?».
Parecía una provocación. Tiberio se quedó pensando un instante y
después dijo: «Si quiero, soy capaz de subir hasta su ventana». También ella
tuvo un instante de vacilación: «Ahora vendrá vuestra vigilante, ¡y os
mandará a todos a mimir!». Lo dijo con una ostentación de superioridad que
pareció otra provocación. Tiberio aceptó el desafío: «Pero ¿tendría usted el
valor de dejarme abierta la ventana?». «O sea, ¿que, según tú, hace falta
valor?». «¡Maldita sea!», dijo casi para sí Tiberio y, mientras se acercaba a la
pared de la casa, ella volvió a sumirse en la obscuridad. Nos quedamos todos
como en suspenso y mirando fijamente la ventana, pero no se cerró. Tiberio
intentó escalar y, cuando ya estaba a punto de agarrarse al borde del alféizar,
llegó un niño a decirnos de parte de nuestra vigilante que volviéramos en
seguida al dormitorio. Nosotros nos pusimos en marcha, pero Tiberio
permaneció allí agarrado.
4

La señorita me mandó a la dirección a recoger el correo de mi escuadra. En el


aula vacía alguien estaba tocando el piano: debía de ser el profesor de pelo
blanco.
Había una carta también para mí. Era siempre mi madre la que me
escribía y aquella vez decía que vendrían a verme: tal vez dentro de un par de
domingos.
El bosque estaba lleno de castañas, se encontraban en el suelo por
doquier. Cada uno de nosotros se llevaba al dormitorio montones de ellas.
Alguno pensó incluso en guardar una buena cantidad para dárselas a sus
familiares cuando vinieran a vernos: seguro que en la ciudad tenían poco de
comer y las castañas venían bien. También yo me puse a hacerlo: pensaba dar
una sorpresa a mi familia, que llegaría dentro de poco.
Una tarde, mientras todos mis compañeros jugaban en el campo, volví al
dormitorio a coger la mochila y me fui al bosque. Después de haber dado
algunas vueltas y haber comprobado las castañas caídas en el suelo para ver
cuáles eran las más grandes, elegí un árbol. Después cogí un palo y trepé a las
ramas más cargadas.
Cuando consideré que había recogido bastantes, bajé al suelo y me puse a
romper los erizos con una piedra.
«¿Podemos ayudarte?», oí decir a una vocecita detrás de mí. Me volví y
vi a la compañera de Carlucci.
«Así tardarás menos», añadió.
Pocos pasos más allá, estaba también ella: ¡Carlucci! Parecía indiferente,
pero, en cuanto respondí: «¡Estupendo!», también ella se agachó y se puso a
buscar los erizos más gruesos y a romperlos. Yo hacía que trabajaba como si
tal cosa, pero estaba agitadísimo. De vez en cuando, una de ellas se acercaba
a meterme en la mochila las castañas recogidas, pero, cuando se acercaba
Carlucci, yo me sentía presa de la confusión. Una vez me dijo incluso:
«¿Quieres llenarla entera?». Yo dije que sí con la cabeza sin abandonar lo que
estaba haciendo y entonces ella se inclinó precisamente delante de mí a mirar
mis manos, que trabajaban. En determinado momento, me di cuenta de que
en aquella posición se le veían un poco las piernas por encima de la rodilla.
Seguro que ella no se daba cuenta, pero yo no resistí demasiado, conque me
levanté y fingí buscar otro árbol y ellas me siguieron. Miraba hacia las ramas,
pero al mismo tiempo las miraba de reojo a ellas. Vi que se decían algo al
oído y después Carlucci se detuvo. En cambio, su amiga se me acercó y, en
cuanto me detuve a observar más atentamente un árbol, se apresuró a
decirme: «Carlucci ha dicho que, si quieres, puedes darle un beso». Me quedé
como paralizado. En cambio, ella, al ver que yo no me decidía, prosiguió sin
la menor cohibición: «Pero tú, ¿eres capaz de besar?». Ya no podía escapar,
sentía que debía responder algo y entonces, procurando mostrarme lo más
natural posible, sentencié: «Claro que soy capaz, pero ahora nos verían». No
había alma viva en derredor, aparte de nosotros, pero fue lo primero que se
me ocurrió y, sin esperar respuesta, subí como un gato al árbol y no me
detuve hasta que alcancé la rama más alta. Fingí hacer caer castañas incluso
donde solo había hojas y no me moví de allí hasta que oí sonar la campana de
regreso.
5

El domingo por la mañana, los que esperaban a sus parientes, se situaban en


una terracita desde donde se podía dominar casi todo el recorrido desde la
orilla del lago hasta la colonia. En cuanto un muchacho reconocía en las
figuritas que subían a sus familiares, salía corriendo para ir a su encuentro.
Así lo hice yo, nada más ver a los míos: me interné por la escalera y después
por la larga calzada y, cuando levanté la vista, advertí que también mi papá
me había visto y aceleraba el paso hacia mí. Cuando llegué cerca de él, me
tendió las manos y por fin lo abracé. Me estrechó con fuerza, como había
escrito en la carta y como también yo deseaba hacerlo desde aquella mañana
en que se despidió de mí con un beso en el pelo para no despertarme.
SEIS
1

Las horas del domingo pasaron veloces y, al comienzo de la tarde, mi familia


tuvo que volver a marcharse: el viaje duraba varias horas. Los acompañé
durante un trecho y después nos despedimos. «Volverás para las vacaciones
de Navidad. Irás a casa de la abuela. Allí no hay peligro». Nos abrazamos y
papá insistió: «Ya falta poco. El tiempo pasa rápido, ya verás».
Mientras volvía a subir hacia la colonia, pasó un avión a baja altura; en la
cola se distinguía perfectamente la tricolor. Dio una amplia vuelta y se alejó.
Subí al dormitorio para dejar lo que me habían traído: galletas hechas por
mi madre, una lata de leche condensada que me mandaba mi tía (la conseguía
con la cartilla, porque hacía poco que había tenido un niño), pero lo que más
me gustó fue un par de calcetines de lana gruesa hechos a mano por la abuela.
También Bonacossa dijo que eran bonitos. Yo le di a probar las galletas y
después volví a colocar todo en mi mesilla. «¡Las castañas!». Había olvidado
las castañas.
2

Volví al árbol en que me había quedado un buen rato la tarde en que Carlucci
me había propuesto que le diera un beso. Me había dado cuenta de que era
bonito permanecer allí arriba en silencio, inmóvil, observando
acontecimientos, incluso los más nimios, que atrapaban mi atención y me
hacían fantasear. Oía, lejanas y atenuadas por el bosque, las voces y los gritos
de mis compañeros, que estaban jugando. ¿A quién me habría gustado tener
al lado en aquel momento, en la cima de aquel árbol, que ya consideraba
enteramente mío? ¿A Sarina o a Carlucci? ¿Y Gabriella? A saber dónde
estaría Gabriella. ¡Qué enamorado había estado de ella! Por ella, en la
competición con mis compañeros, ¡me había dejado caer del árbol más alto!
Miré abajo, bajo mis pies, y me di cuenta de que había subido en verdad
muy arriba. Desde luego, ¡de allí nunca me habría dejado caer! Pero ¡qué
cosa más ridicula!, pensé; aquella vez, eran tan grandes mi exaltación y mi
felicidad por una simple sonrisa de Gabriella y, además, solo imaginada, que
me había lanzado al vacío, desafiando lo imprevisible, y, en cambio, después,
en el momento de conquistar un beso de verdad, había tenido miedo y había
huido trepando hasta la rama más alta. ¿Cómo es que tenía miedo de algo tan
deseado? Y, si hubiera vuelto a encontrarme en la misma situación, ¿habría
tenido el valor y el comportamiento adecuado para afrontar la prueba? Intenté
imaginármelo, pero justo entonces recordé las palabras de la compañera de
Carlucci. ¿Qué querría decir cuando me había preguntado: «Pero tú, ¿sabes
besar?»?
Debía consultar a Bonacossa. Por la noche, en el dormitorio, le di otras
galletas para preparar la conversación, pero después no tuve valor: no
encontraba las palabras adecuadas para hacer la pregunta. Con Bonacossa
nunca había hablado de ciertas cosas.
La ocasión se me presentó una tarde, mientras hacíamos los deberes.
Junto a mí estaba uno de los del grupito de Tiberio. Lo pensé bien, porque
quería que pareciese lo más natural posible. En determinado momento, como
si por casualidad me volviera a la cabeza un recuerdo lejano, le dije: «¿Sabes
lo que me ocurrió el verano pasado, cuando estaba en el campo en casa de mi
abuela?». No parecía demasiado interesado, pero yo insistí: «Pues una noche
fuimos a comer sandía con dos chicas y en determinado momento, en el
paseo, una de ellas preguntó a mi compañero: “¿Tú sabes cómo se hace para
besar?”». En aquel momento, aquel mayor pareció sentir curiosidad por mi
relato y preguntó: «Y él, ¿qué dijo?». «Pues, ¡que no sabía!». «Pues, ¡qué
planchazo!». También yo puse una media sonrisa de compasión, pero
entonces él me hizo una pregunta que yo no preveía: «¿Y por qué no se lo
dijiste tú?». Encontré una respuesta: «No quería que se lo tomara a mal». La
conversación parecía definitivamente concluida, pero yo la reanudé con
expresión de complicidad: «Y tú, ¿cómo lo haces?». «¡Cómo que cómo lo
hago! ¡Abro la boca!», respondió él, muy decidido. No sabía si había
entendido bien o no. «Pero ¿cómo?», le pregunté con la intención de
comprobar hasta dónde llegaba su competencia, y él cayó en la trampa. En
efecto, respondió con mayor decisión: «Así, no, desde luego», y abrió
exageradamente la boca aposta; después, tras cambiar completamente de
expresión, dijo con tono más decidido: «Así». Y entreabrió los labios apenas
y puso una cara como de estar a punto de adormecerse.
Desde aquel momento me pareció ser ya diferente, más seguro. Ya no era
un niño: había aprendido algo que me había introducido en el mundo de los
adultos, aunque, en realidad, no estaba del todo seguro de haber entendido
bien lo que el otro quería decir.
3

El verano estaba acabándose y pronto volveríamos a la escuela. El bosque


empezaba a mostrar manchas marrones entre el follaje, que iba perdiendo su
esplendor Al atardecer, vimos volver al avión con la tricolor en la cola, el
mismo que yo vi la tarde de la partida de mi familia. Bajaba cada vez más y
nosotros, los chicos, lo saludábamos con gritos y gestos de los brazos. Dio
dos vueltas amplias y después bajó a ras del agua. Entonces nos quedamos
sin respiración: ¿estaría cayéndose? Al llegar al extremo del lago, se posó
balanceándose sobre una gran explanada de prado inculto. ¿Por qué? Pero
¿qué había sucedido? Llegó un muchacho corriendo.
«¡Se ha acabado la guerra!», gritaba. «¡Se ha acabado la guerra! ¡Lo ha
dicho la radio!».
Lo había oído en el cuarto de la directora, mientras recogía el correo. Las
señoritas vigilantes le preguntaron, querían saber más. «Y vosotros, ¡estaos
calladitos un poco!», nos gritaron. Y nosotros, todos a la vez: «¡Nos vamos a
casa! ¡Nos vamos a casa!». Y al instante entonamos la canción de la partida.
Para el noticiario radiofónico de la noche, nos reunieron a todos en el
patio de delante de la dirección. La directora había puesto el aparato de radio
en el alféizar de la ventana. Escuchamos todos en silencio el comunicado
oficial del armisticio y tampoco después habló nadie. Solo el cocinero
Antonio murmuró: «Pero entonces, ¿se ha acabado o no?».
4

Para el nuevo año escolar, en otoño nos mandaron al pueblo vecino. En mi


clase había tres compañeros de las colonias, mientras que los otros eran del
lugar o evacuados. Además, había dos muchachos de Milán y una chica. Uno
de los dos y también la chica debían de ser ricos, porque siempre iban muy
bien vestidos. Tenían un hotelito junto al lago, ya desde la primera guerra.
Entró el director: bajo el traje de paisano llevaba la camisa negra; tenía una
forma de actuar militar, que contrastaba con su figura desgarbada, y, además,
llevaba lentes gruesos de miope que no lograban ocultar un marcado
estrabismo.
Un muchacho dijo en un tono seco, que casi me asustó: «Atención,
¡firmes!». Y toda la clase se puso en pie de un salto. El director nos dejó en
aquella posición rígida y, un poco mirando de reojo unas hojas y un poco
alargando de través la mirada hacia nosotros, nos contó uno por uno y nos
inscribió en su registro. Después se dirigió hacia la salida, al tiempo que
hacía un vago gesto de «descanso» con la mano. Estábamos sentándonos,
cuando vimos al director, ya medio fuera de la puerta, volver atrás corriendo
y dirigirse hacia el escritorio, como abalanzándose sobre la profesora de
letras, que quedó paralizada de espanto, pero no estaba irritado con ella, sino
con un cartelito que se encontraba a su espalda y que nadie había advertido,
en el que estaba escrito lo siguiente: «Saludamos al rey de Italia y emperador
de Etiopía».
«¡Traidor!».
Y lo arrancó con violencia arañando la pared.
5

A la salida de la escuela, esperábamos el tranvía que volvía a llevarnos a la


colonia y, mientras lo hacíamos, íbamos al embarcadero a ver la llegada del
barco. Bajaban muchos obreros con la tartera de la comida, como las de mi
padre y mi tío. Una tarde, llegó a la plaza un automóvil y se apearon dos
soldados y un civil. Se pusieron en la pasarela y pidieron a todos la
documentación. A algunos les dejaban marchar en seguida, a otros los
retenían y tomaban nota de sus nombres. Después soltaron también a esos.
Uno de nosotros preguntó a Bonacossa: «¿Tú sabes nadar?». Al instante, otro
dijo, antes incluso de que Bonacossa tuviera tiempo de responder: «¡No va a
saber nadar él, que es de Génova!». El agua del puertecito estaba lisa y
transparente y las pocas barcas que había en el muelle solo salían de su
letargo al paso del barco, cuando la ola de la estela había recorrido,
perfectamente dibujada sobre la inmovilidad del lago, el trecho que la
separaba de la orilla.
Mandaron a su casa a Tiberio. Nunca se supo exactamente por qué.
Nuestra vigilante dijo que ya había superado la edad: catorce años cumplidos
hacía poco. Pero todo el mundo estaba convencido de que lo habían pescado
en la alcoba de la señorita de la «R» y, de hecho, también ella hizo las
maletas.
Desde la noche del bombardeo, cuando Tiberio intentó subir hasta la
ventana de ella, cesó el juego colectivo de las miradas y las palabritas. En
cambio, habíamos notado que muchas veces, al subir por la noche a los
dormitorios, la señorita de la «R» abría su ventana y, tras lanzar una mirada,
que parecía natural, al paisaje, se retiraba a la obscuridad de la habitación
apagada y dejaba los postigos abiertos de par en par. Y, extrañamente,
Tiberio nunca miraba hacia arriba.
Los chicos, sobre todo los del grupito, contaron toda clase de cosas.
Seguro que muchas de ellas eran inventadas, pero, aun así, algo de cierto
debía de haber.
6

Estábamos acabándonos el tazón de leche de la mañana, antes de ir a la


escuela, cuando entró corriendo en el comedor el cocinero Antonio. Fue
derecho hasta el profesor de pelo blanco, que estaba comiendo en una mesa
con el personal de la secretaría. Antonio no tuvo siquiera tiempo de acabar,
cuando el otro ya se había puesto de pie de un salto y juntos desaparecieron
corriendo en las cocinas. Las vigilantes, como nosotros, no entendían qué
sucedía. Después una secretaria se acercó a la ventana que daba a la placita
exterior y entonces también nosotros miramos afuera. Allí estaba parada y
mirando hacia nosotros, una camioneta con morro de guerra y una larga
antena, que, por estar atada con un cordel, describía una amplia curva. A su
lado, la habitual motocicleta con sidecar y dos soldados alemanes con casco.
Se abrió la portezuela de la camioneta y se apeó un cabo. Nosotros
mirábamos todo aquello desde detrás de los cristales. Apareció la directora y
el cabo fue a su encuentro. Cuchichearon brevemente y después se pusieron
en marcha y desaparecieron de nuestra vista. «¡Venga, venga, que vais a
llegar tarde a la escuela!», dijo una vigilante, y nosotros obedecimos.
Los soldados alemanes plantaron una emisora de radio oculta entre los
árboles. Una antena altísima, sujeta con cables de acero, llegaba a superar las
cimas de los árboles. Junto a la camioneta habían montado una tienda de
campaña con sus catres. A veces, íbamos a curiosear dentro de la camioneta
por una puerta que estaba casi siempre entornada. Dentro había los complejos
mecanismos de la emisora de radio y siempre uno de los soldados con los
auriculares puestos. A veces nos miraban, decían algo entre sí que nosotros
no entendíamos y después se reían alegres.
Entre nosotros corrían suposiciones de todas clases: «Buscan radios
clandestinas». «¡Qué va, qué va! Escuchan a los ingleses cuando pasan con
sus aviones, ¡para saber dónde van a bombardear!». «Pero ¡qué dices!».
«¿Qué te apuestas?».
Después de la partida de Tiberio, se habló menos de chicas y más de
partidos de fútbol. Queríamos formar un equipo y desafiar a todos los demás.
Jugábamos con una pelota de goma no mayor que un círculo hecho con los
dedos. Todos los días echábamos un partido, por lo que yo estaba
descuidando un poco mis estudios: estaba preocupado por las notas de
Navidad. Mi madre me las había recordado tantas veces…
Una vez, mientras estábamos jugando el habitual partido de la tarde,
vimos aparecer desde el fondo del campo a un tipo extraño: un hombre con
pantalones cortos, camiseta y botas militares, pero lo más extraño y para
nosotros fascinante era que traía bajo el brazo un gran balón de cuero. ¡Un
balón de verdad! Después de la desorientación inicial, lo reconocimos por sus
inconfundibles gafas: montura negra y cristales azulados. ¡Era el cabo
alemán! Quería jugar con nosotros un partido con balón. Con gestos nos daba
a entender que él quería jugar con los peores, precisamente porque era mayor
y más fuerte. Nosotros no cabíamos en nosotros ante la idea de jugar por fin
con un balón como el de los futbolistas. Mientras se hacían los preparativos
para el nuevo partido, cada uno de nosotros lo toqueteaba, lo probaba
botándolo y alguno incluso lo olía. A una orden del cabo, comenzó el partido.
Los primeros tiros eran torpes, porque no estábamos acostumbrados al balón.
En cambio, el cabo, en cuanto tuvo oportunidad, exhibió un tiro potentísimo
que mandó el balón entre los árboles, al final del campo. Un gran tiro, pero
totalmente inútil.
Entretanto, llegó al campo también la directora. Evidentemente, alguien la
había avisado. En seguida alguien señaló su presencia: «¡La directora! ¡Ha
venido la directora!». Cuando el cabo advirtió su llegada, detuvo el juego, fue
a su encuentro y, como la directora llevaba siempre un silbato al cuello, le dio
a entender que debía hacer de árbitro. Ella, un poco confusa, tuvo que
aceptar, porque él la llevaba hacia el centro del campo. Después le hizo una
seña para que pitara y se reanudó el juego. Entre nosotros había un pequeñín
que se llamaba Erba: jugaba de maravilla. Ágil como un gato, sabía sortear a
todos, incluso al cabo, que siempre se veía sorprendido por la agilidad de
aquel chavalín, pero una vez, sin querer, el cabo alargó con fuerza un pie, que
acabó destalonando una sandalia de Erba. La reacción del chavalín fue
inmediata y espontánea, como si fuera dirigida a un compañero normal de
juego: «¡Pero bueno! ¡Vete a tomar por culo!». La directora se apresuró a
pitar: «¡Fuera! ¡Descalificado! ¡Esa no es forma de comportarse!». Erba, que
ya no podía volver a tragarse el improperio, se levantó y se fue con su
sandalia desatada en la mano, pero en aquel momento intervino el cabo:
«¡No, no! ¡Es normal!», iba repitiendo. «¡Es normal!». Y fue a buscar al
chico para llevarlo de nuevo al campo: «¡Él, muy buen jugador! ¡Aún jugar!
¡Aún jugar!». Y hacía señas para continuar a la directora, que volvió,
resignada, a pitar y se reanudó el juego.
7

Por una carta que me escribió mi hermano, me enteré de que también en


nuestra casa habían caído bombas: una incendiaria había prendido fuego a la
carpintería que había bajo nuestra casa. Por fortuna, ya habían trasladado en
parte los muebles de casa a la de la abuela.
En Milán, de noche, ya no quedaba casi nadie. También mi padre tomaba
todas las noches el tren de los obreros, como mi tío.
Llegué al final de la carta de un tirón. No sabía qué pensar. Intenté
releerla, pero fue inútil. Intenté entender qué sentimiento experimentaba en
aquel momento, pero me parecía —o, mejor dicho, estaba seguro— que no
experimentaba sentimiento alguno y, sin embargo, cuando dejé mi casa, antes
de partir, había sentido la necesidad de volverme para lanzarle una última
mirada, como queriendo conservar tenazmente en la memoria imágenes que
me resultaban queridas y de las que pensaba no separarme nunca más. No
obstante, con el paso de los días, con los nuevos amigos y las nuevas
experiencias, los contornos de aquellos recuerdos habían ido debilitándose
poco a poco, sin que yo lo supiera, como los fondos borrosos de ciertas
fotografías. En cambio, veía, en virtud de un extraño y singular juego de la
memoria, imágenes que nada tenían que ver con lo que debería haber sentido
y pensado en aquel momento. Veía a Carlucci, que me pedía un beso, los
erizos de las castañas, la señorita de la «R», que abría de par en par su
ventana y me zumbaba en los oídos el coro de mis compañeros que cantaban
Ma l’amore no. Me avergonzaba pensar en esas cosas, pero cuanto más me
esforzaba por no hacerlo más volvían aquellos pensamientos a asomarse
como duendecillos.
Una noche, oímos disparos de fusil. Parecía venir de la parte del bosque.
Al cabo de unos segundos, una descarga de ametralladora y después nada
más. Detrás de la cortina de la señorita vi encenderse un instante una lucecita
y todo permaneció en suspenso sin que sucediera nada.
8

Volvíamos de la escuela. Era una tarde gris de nieves otoñales. A la mitad de


la subida que conducía a la colonia, uno de nosotros dijo, al tiempo que se
volvía: «Mirad». Y también nosotros nos volvimos. A lo largo de la carretera
que bordeaba el lago, estaba desfilando una larga columna de gente: algunos
llevaban también carteles pegados a un asta, pero estaban demasiado lejos
para poder leer lo que estaba escrito en ellos: «Pero ¿qué es? ¿Una
procesión?», se preguntó uno de nosotros. También vimos soldados alemanes
con fusiles apuntados y entonces comprendimos que era un asunto de guerra.
«Parecen prisioneros».
«Pero no son soldados. ¡También hay mujeres!».
En el comedor, mientas acabábamos la cena, la noticia pasó de boca en
boca: los alemanes habían fusilado a más de cuarenta personas que habían
apresado en un pueblo de montaña donde habían matado a unos compañeros
suyos. «¿Los alemanes?», nos preguntábamos, asombrados. Nos parecía
imposible que alguien como el cabo que jugaba al balón con nosotros pudiese
fusilar a gente común. «Pero ¡no han sido nuestros alemanes, sino los otros!»,
dijo uno. Y otro: «Los nuestros parecen buenos».
Antes de Navidad, las chicas prepararon una representación: algo así
como un cuento. Con el traje de la representación, una de ellas estaba
bellísima, pero nunca llegué a saber quién era, porque no conseguí volver a
ver su cara entre las de las muchachas de la colonia. Tampoco mis
compañeros la reconocieron, porque durante la representación estaban todas
caracterizadas y ella llevaba, además, una peluca rubia.
9

El sordo retumbar de los aviones era cada vez más frecuente en las noches de
invierno. Ya nos habíamos acostumbrado a él, pero una vez se oyó con
claridad el silbido de una bomba: duró pocos instantes y después llegó el
fragor de la explosión. Siguió una agitación general. La señorita encendió la
luz, pero en seguida la apagó. Salió de su alcoba y se marchó corriendo por el
pasillo. También en los otros dormitorios había movimiento. Todos los
chicos se habían levantado y atestaban los pasillos y las escaleras. «¿Qué
hacemos?», preguntaban las vigilantes. Vino la secretaria a decir que la
directora quería que se llevara a todos los muchachos al patio de la dirección:
«Pero con orden, ¿eh?». Con los abrigos sobre los pijamas y arreglados de
cualquier forma, llegamos a la dirección y desde allí nos llevaron a los
subterráneos donde estaban la lavandería y las calderas. Recordamos los
primeros bombardeos en la ciudad, cuando levantarse de noche parecía un
juego apasionante.
Ya no se oía el retumbar de los aviones; se habían alejado. Todos se
preguntaban cómo era que habían soltado aquella bomba: ¡una sola bomba!
Nuestra colonia tenía, dibujadas en los tejados, las señales establecidas de
zona protegida. Entonces alguien dijo que tal vez un avión, por no haber
soltado todas las bombas sobre el blanco y para no volver con una sobrante,
la había descargado sobre el lago. En cambio, otro se inclinaba a pensar que
querían destruir la emisora de los alemanes.
Al cabo de poco, nos mandaron de nuevo a la cama. Al volver a pasar por
el patio de la dirección, oímos a la directora que decía: «No podemos asumir
de ningún modo responsabilidades de esa clase. Pero ¡cómo! ¿Es que nos
hemos vuelto locos?».
La bomba había caído en el lago, en efecto. Cuando por la mañana
pasamos por la orilla, mientras íbamos a la escuela, vimos la superficie del
agua muy blanca, como si hubiese trocitos de papel flotando. Eran las panzas
de los peces muertos.
En clase, el profesor de Matemáticas escribió en la pizarra los ejercicios
que debíamos copiar en el cuaderno como deberes para las vacaciones. Llegó
hasta el final llenándola por entero de números, paréntesis y corchetes, ¡e
incluso gráficos! Y ante cualquier complicación nosotros protestábamos
alegremente. Con el profesor de Matemáticas, que era aún joven, se podía
bromear, porque también él se reía con facilidad y, cuando hizo ademán de
volverse hacia la pizarra con la intención de continuar, toda la clase dijo a
coro: «¡Oh, nooo!». Pero en aquel momento hubo una sorpresa: la otra parte
de la pizarra estaba ya totalmente ocupada. Alguien había dibujado aprisa y
corriendo un pesebre y en la estela de la estrella se leía FELIZ NAVIDAD. Y
había también otras pequeñas inscripciones: bajo el buey y la mula, una mano
misteriosa había escrito el nombre de un par de compañeros. Naturalmente,
hubo muchas risas y, desde luego, fueron demasiado ruidosas, porque al cabo
de poco vino el bedel a decir que el director preguntaba qué sucedía. Volvió
la calma. El profesor fue a sentarse detrás del escritorio. Guardó un extraño
silencio y nosotros lo imitamos, porque comprendíamos que estaba
ocurriendo algo importante y que tal vez le preocupara. En determinado
momento, manteniendo casi siempre la vista hacia abajo, como quien tiene la
sensación de estar hablando de algo muy serio, dijo:
«Gracias por la felicitación. Habéis elegido un modo simpático de darla
y… aunque yo no soy creyente, debo reconocer que la idea del pesebre es una
de las más bellas que han tenido los hombres. Por eso, ¡feliz Navidad a
todos!».
10

Vino a recogerme mi hermano. Yo tenía las maletas preparadas desde hacía


varios días. Partimos en seguida, antes de comer, porque la noche llegaba
temprano y en la ciudad había toque de queda. Me despedí de Bonacossa
diciendo que volveríamos a vernos después de las vacaciones; su familia no
había llegado aún, porque vivía en Génova.
Mientras bajaba la escalera, yo pensaba en cuando volviese de las
vacaciones y recorriera aquellos escalones en sentido inverso, pero en aquel
momento los quince días que tenía por delante me parecían muchísimos y
volvía a prometerme que haría todas las cosas que desde hacía un tiempo
había ido rumiando.
Esperamos el barco más de media hora y me pareció que todo aquel
tiempo me lo quitaban de las horas de estar en casa.
SIETE
1

Yo miraba por la ventanilla, pero ya casi no lograba distinguir el paisaje que


pasaba corriendo ante mis ojos. Estaba obscureciendo y ninguna luz me
ayudaba a comprender dónde estábamos. Quería reconocer, con algún punto
de referencia, si estaba ya acercándome a mi ciudad y, en cambio, parecía que
el tren cruzara una tierra completamente abandonada.
Pero después, a medida que las obscuras siluetas de las casas se volvían
más altas, comprendí que estábamos a punto de llegar. «¿Estamos en
Milán?», pregunté a mi hermano. En aquel momento me di cuenta de que se
había dormido. Abrió los ojos e hizo con la cabeza una señita afirmativa.
Para coger el otro tren que nos llevaba a Treviglio, a casa de la abuela,
debíamos atravesar un trecho de ciudad. Yo miraba en derredor intentado
orientarme con la memoria. Mi hermano se dio cuenta, porque me dijo: «Está
un poco diferente de cuando te marchaste, ¿eh?». Pocos automóviles, pocos
tranvías. Transeúntes que caminaban presurosos, encerrados tras las solapas
de los abrigos. Alguno de ellos iba de uniforme. Mi hermano añadió: «No nos
conviene esperar el tranvía. Tardan mucho en pasar». Y continuamos a pie.
Vi una casa totalmente destripada: quedaban solo las paredes maestras con
los agujeros de las ventanas. Por el suelo, había montones de escombros.
«¿Está la nuestra también así?», pregunté a mi hermano. «La nuestra está
quemada, pero no derrumbada».
La estación estaba más animada; había luces, el quiosco de periódicos, el
bar, las taquillas, algún farol en el vestíbulo; las salas de espera estaban
atestadas de gente.
«Esos no se marchan», me explicó mi hermano. «Están ahí por el calor».
Tuvimos que esperar el tren un rato:
«Es el mismo que cogen papá y el tío».
Caminábamos para arriba y para abajo solo por no estar quietos.
«¿Tienes hambre?», me preguntó mi hermano.
«Solo tengo sed», respondí.
Fuimos a una fuente, pero no tenía agua. Entonces él dijo:
«Vamos al bar y tomamos una gaseosa».
«¿Y el dinero?», pregunté, mientras lo seguía.
«Mamá me ha dado un poco, por si lo necesitábamos».
También el bar estaba atestado. Ferroviarios, gente de paso, otros que
iban —se veía— de viaje, porque tenían a sus pies maletas y paquetes.
Bebimos la gaseosa entre los dos. Mientras me tomaba el último sorbo,
aparecieron tres individuos que llevaban en el brazo una faja con una
inscripción. Hubo cierta agitación entre los que esperaban. Los tres
empezaron a revisar los equipajes haciendo abrir las maletas y los paquetes.
Buscaban a los que hacían contrabando de comida. En una maleta
encontraron dos botellas de aceite, el propietario no cesaba de hablar y
contaba un montón de historias penosas. Una mujer muy pintada tenía un par
de bolsas llenas de cajetillas de cigarrillos. Me recordaba un poco a la
huéspeda, si bien esta debía de tener algunos años más. Estaba bastante cerca
y oí que decía en voz baja al que debía de ser el jefe: «¿Puedo decirle una
cosa a solas, allí?». El otro no respondió. Entonces ella se levantó y fue a la
sala de espera del fondo y desapareció por una puerta. El hombre volvió a
meter los cigarrillos en las bolsas y las dejó sobre la mesa. Después, tras
hacer una seña a sus hombres para que continuaran, desapareció también
detrás de la puerta por donde había salido la mujer. Uno de los camareros
comentó a su compañero:
«Tú, ¿qué crees? ¿Va a convencerlo o no?».
«Una así siempre encuentra la forma adecuada de hacerlo».
Era hora de ir al tren y nos encaminamos hacia la marquesina. Estaban
empezando a llegar los obreros. Yo buscaba entre las caras la fisonomía de
mi padre, pero me parecían todos iguales; cuando por fin lo vi acercase, casi
me costó reconocerlo. No nos abrazamos como en la colonia. Me echó el
brazo a los hombros y se inclinó para rozarme el pelo. Dijo: «¿Estás contento
de haber vuelto?».
El vagón estaba atestado de gente y nos quedamos de pie en la plataforma
de entrada. El tren arrancó y volvimos a la obscuridad casi total de las noches
de guerra. De vez en cuando alguien encendía una cerilla para fumar y
entonces yo vislumbraba la cara de mi padre: me parecía transformado, más
pensativo, más cansado. Durante todo el viaje, me tuvo junto a sí, con el
brazo en torno al cuello.
Llegamos al pueblo. A la salida de la estación, entramos en el paseo
arbolado en el que por la noche íbamos en bicicleta con las chicas. ¿Dónde
estaría Desy? Yo había conservado la fotografía que iba a darle la noche de la
despedida, con la esperanza de aquel beso que no obtuve. ¡Seguro que
volvería a verla durante las vacaciones! Y, si por casualidad volvía a
presentarse la oportunidad del beso, ¿cómo la besaría? ¿Como habría querido
hacerlo aquella noche de la despedida frustrada o como me había explicado el
amigo de Tiberio?
El patio estaba desierto. Se oyó el mugido de una vaca y, mientras
subíamos la escalera, pregunté a mi tío por Eugenio: «Eugenio es un buen
chico. Estudia y ayuda a su padre. Trabaja como un hombre». Yo volvía a
recordarlo mientras ataba el caballo y ordeñaba las vacas y juntos
regresábamos en los carros abarrotados de heno.
«¡Mirad quién está aquí!», dijo el tío, al entrar en casa el primero. Entré
casi avergonzado. Vi en seguida a la abuela sentada junto a la chimenea: se
volvió a mirarme contenta. Después vi la cara de mi madre, que me besó, y
aquella vez no noté el olor a polvos de tocador. «Pero ¡cómo has cambiado!»,
dijo una tía. «Pareces más delgado. ¿Has cambiado de peinado?», dijo otro.
Yo me dirigí hacia la abuela, que, entretanto, había dejado en el suelo una
olla y me extendía los brazos. Me refugié en aquel abrazo, que me salvaba de
la curiosidad de todos.
La mesa estaba llena de platos y ollas de sopa humeante y, tras los
vapores, vislumbraba el rostro de todos: tías y primos, todos reunidos en casa
de la abuela.
«No sé si te gustará aún la sopa de tocino. A lo mejor ya no estás
acostumbrado».
«Todavía me gusta», respondí.
Me sentía bien en aquella casa, en la que nada había cambiado, y daba la
sensación de que allí dentro todo duraría para siempre.
Tras acabar de comer, la tía Maria me mostró unos pantalones bombachos
que estaba haciendo: «¡Son para ti! Ahora te los pruebas y así te los termino
para Navidad». «Queríamos darte una sorpresa, pero ahora ya eres mayor»,
añadió otra tía. «¿O esperabas aún a los Reyes, como los más pequeños?». La
pregunta me dejó un poco azorado.
La mañana de Navidad me puse los pantalones bombachos: hasta
entonces solo había llevado pantalones cortos. Además, había un jersey
hecho por mi madre y otra sorpresa: la chaqueta de vestir de mi hermano, que
ya no le quedaba bien.
«Pero ¡qué suerte tienes!», dijo mi madre. «¡Está como nueva!».
Y en seguida intervino mi hermano:
«¡A mí no me dejaba ponérmela nunca!».
A la misa mayor fui con Arteme: tenía un sombrero nuevo, de hombre, y
una bufanda tan amarilla, que no se podía por menos de mirarla, pero lo que
lo hacía ser totalmente distinto de mí era que ya llevaba pantalones largos,
como los mayores.
En medio de la multitud que atestaba la iglesia, yo intentaba reconocer,
entre las abundantes humaredas de incienso, las caras ya conocidas y sobre
todo la de Desy, pero no la vi.
Después de la misa, como siempre, fuimos a pasear arriba y abajo por Via
Roma. Era la hora en que se podía encontrar a todas las muchachas, porque
era el momento más esperado de la semana: cada cual podía mostrarse y al
mismo tiempo ver a los que se mostraban. Arteme me iba diciendo los
nombres de las chicas más majas, cuando estábamos a punto de cruzarnos
con ellas. En cuanto se encontraban enfrente, él las saludaba y justo después
me susurraba datos sobre ellas: «Anna ha sido la novia del que tiene la tienda
de tejidos junto a la iglesia, pero ahora han cortado, ¡porque él la ha visto
besarse con otro!». Al cabo de unos pocos pasos, otros saludos y otros
comentarios: «Lina, la hija del comerciante de patatas. Se han hecho ricos, ¡y
todos los domingos lleva un vestido distinto! Es bajita, ¡y siempre se busca
novios más altos que ella!». Aún no habíamos hablado de Desy: yo esperaba
que se decidiera Arteme y, en cambio, él o se había olvidado o lo fingía
precisamente para no hablar de ello. Entonces, aparentando cierta
indiferencia, le pregunté: «¿Y Desy?». Arteme respondió a boca jarro, como
si ya hiciera rato que esperaba mi pregunta: «¡La han metido en un
internado!». «¿En un internado?». Me quedé en verdad atónito. Arteme
continuó, mientras con la mirada prestaba (o fingía prestar) atención al paseo:
«La encontraron en la cama con uno de veinticinco años, un evacuado que
vivía cerca de ella y estaba escondido para no ir a la guerra».
Seguía caminando, pero me sentía como aturdido: no lograba ordenar mis
pensamientos ni las imágenes que de improviso comenzaron a
enmarañárseme en la cabeza sin lógica alguna y con una fuerza superior a
toda posible voluntad mía. Creo que también enrojecí y casi me parecía que
las muchachas con las que íbamos cruzándonos advertían en mi cara la
confusión de que era presa y que me dominaba sin escapatoria posible. Solo
oía la voz de Arteme, que iba repitiendo sus saludos a las mismas chicas que
reaparecían tras haber dado la vuelta.
Por la tarde, fuimos al cine, que estaba de bote en bote: todos a ver un
peliculón de amor, en el que «ella» amaba a varios hombres. No podía dejar
de pensar en Desy: me parecía imposible verla hacer cosas como las que
hacían en la película. Yo la recordaba aún en la bicicleta haciendo aquel
extraño ruido con cada pedalada. Tal vez si hubiera conseguido darle mi
fotografía con la dedicatoria no le habría sucedido aquello. ¿Se habría
acordado de mí?
Durante el descanso había cierto movimiento para intentar encontrar un
sitio junto a las más guapas y después muchas miradas en derredor en busca
de una cara a la que mirar fijamente con la esperanza de una mirada
intercambiada sobre la que poder fantasear. Vi una cara bonita y pregunté a
Arteme: «¿Quién es?». «¿Quién?». «Esa de la gran trenza». «Bambina»,
respondió Arteme. Creía no haber entendido. «¿Cómo que Bambina?». Y él
contestó: «Se llama así: Bambina. ¡Ese es su nombre!».
Se apagaron las luces y comenzó el noticiero de la guerra, pero yo no
miraba la pantalla, sino la cara de Bambina, que iba iluminándose con cada
estallido de bomba, y, mientras las imágenes de la película mostraban la
guerra, yo ya fantaseaba con otras imágenes de aquella cara que acababa de
vislumbrar.
A la salida del cine, la perdí de vista: me habría gustado ver adónde iba,
dónde vivía. «Si quieres, puedes verla todos los días. Trabaja en casa de la
mujer de Emilio. Es aprendiz de sastra», dijo Arteme, cuando delante del cine
ya no había quedado nadie.
La mujer de Emilio había vuelto a trabajar de sastra y ya casi no iba a la
tienda, en la que su suegra seguía vendiendo fruta con la ayuda de un sobrino.
Todos los días, cuando había acabado su trabajo en el horno, Arteme iba a
llevarle el pan: lo hacía solo para cambiar cuatro palabras con las chicas de la
sastrería. Aquella vez lo acompañé. «¿Y Emilio?», pregunté, mientras
subíamos la escalera. Arteme se detuvo a responderme, antes de entrar: «Ya
hace un año que no ha escrito. Lo han dado por desaparecido». Entró y yo me
quedé en el umbral. Arteme dejó la bolsita sobre el aparador, mientras la
mujer de Emilio cortaba el sello de la cartilla del pan.
«Hacía tiempo que no se te veía», dijo ella, dirigiéndose a mí.
Yo no lograba encontrar una respuesta. Ella continuó:
«Cierra la puerta, ¡que se escapa todo el calor!».
Entré y cerré la puerta tras de mí, pero me quedé donde estaba.
Entretanto, Arteme ya se había puesto a hablar con las muchachas de la
película que habíamos visto el día anterior. La mujer de Emilio reanudó su
trabajo y preguntó a Arteme: «Pero “ella”, al final, ¿vuelve con su marido o
se va con el otro? Llevan toda la mañana contándome la película, pero aún no
he podido entender cómo acaba».
Las chicas se reían y hablaban todas a la vez: menos Bambina, que seguía
trabajando, como si no participara. Yo no le veía la cara, porque me daba la
espalda, pero la había reconocido al instante por su gran trenza.
Tampoco Arteme sabía dar explicaciones convincentes y las chicas lo
contradecían continuamente. Entonces la mujer de Emilio se dirigió a mí:
«Pero ¡hay que ver! ¡Van al cine y ni siquiera saben lo que ven!». Después
me hizo una pregunta concreta: «Y tú, ¿qué entendiste?». En aquel momento,
toda la atención estaba fija en mí. Se hizo el silencio. Yo esperaba que no me
fallara la voz con la emoción. Dije:
«“Ella” finge con los dos. Cuando al final se encuentran en la estación,
ella se deja ver aposta por el marido junto al otro, pero, entretanto, le dice a
este que quiere volver con su marido. En cambio, después va a tirarse bajo el
tren».
«Pero ¡no se vio que se tirara bajo el tren!», intervino bruscamente una de
las chicas.
Y entonces yo expliqué que se entendía, porque al final, mientras «ella»
corría a lo largo de las vías, se oía el pitido del tren, que estaba llegando.
«¡Tiene razón!», dijo la otra chica. «¡Es así exactamente!».
De las manos de Bambina cayó un carrete de hilo y ella, al agacharse para
cogerlo, intentó mirarme de reojo sin que se notara.
Todos los demás días, fui con Arteme a llevar el pan a casa de la mujer de
Emilio y también fuimos a charlar algunas tardes. Nos contábamos películas
antiguas que nos habían gustado.
«¿Y te acuerdas de cuando “ella” se vuelve ciega y al final se casa con
ese otro que, entretanto, se había hecho doctor y la cura?».
La mujer de Emilio dijo, dirigiéndose a mí: «¡Que la cuente él, que al
menos sabe cómo acaban!».
Mientras la contaba, me di cuenta de que Bambina alzaba de vez en
cuando la vista hacia mí e incluso, en los momentos decisivos de la historia,
se quedaba largo rato mirándome sin el menor azoramiento y también yo la
miraba con naturalidad. Cuando acabó el relato, las muchachas tenían los
ojos enrojecidos de la emoción y también la mujer de Emilio, quien dijo:
«Estas son las películas que más me gustan».
No nos habíamos dado cuenta de que, entretanto, se había puesto a nevar.
Una chica apartó el visillo y dijo:
«¡Qué bonito! ¡Qué pena que haya pasado la Navidad!».
Y otra:
«Fíjate cómo cae y ni siquiera hemos traído el paraguas».
Entonces la mujer de Emilio dijo:
«Os puedo prestar uno, pero el otro lo necesito».
Y en aquel momento se dirigió a mí:
«Si acaso, tú puedes acompañar a dos de ellas y así me traes después el
paraguas».
También se ofreció Arteme, que fue a acompañar a las otras dos.
Las calles estaban ya totalmente blancas. En el suelo se veían las huellas
de los pasos y las rayas de las bicicletas. Se oían los gritos de alegría de los
niños que en seguida se habían puesto a jugar con la nieve.
Una de las dos chicas se detuvo en la entrada de un portal hasta el que
llegaban mugidos desde el fondo del patio. Antes de dejarnos, dijo:
«Esperemos que nieve toda la noche, ¡así mañana habrá una buena
cantidad!».
«¡Adiós!».
«¡Adiós!».
Continuamos solos, Bambina y yo. La calle estaba desierta, bordeada por
un muro hecho con piedras. Íbamos en silencio escuchando nuestros pasos,
que se apoyaban en la nieve: estaba tan blanda que al comprimirse bajo
nuestros pies hacía como un ligero chirrido. Se oyó el pitido del tren y
después ladraron unos perros, pero callaron casi al instante. No me sentía con
valor para mirarla y miraba la calle delante de mí.
«Pero ¡cúbrete tú también!», dijo ella en determinado momento. «¿No ves
que me has dejado todo el paraguas para mí?».
Mientras decía eso, posó la mano sobre la mía para desplazar un poco el
paraguas también hacía mí y se quedó así, con la mano rozando apenas la
mía. Podía parecer una cosa totalmente natural y, sin embargo, yo sentía que
no lo era, que aquel gesto significaba algo más: una señal, una muestra de
ternura que yo debía entender. ¡Ah, si hubiera yo tenido también el valor de
Tiberio! ¡Él había comprendido al instante lo que significaba aquella ventana
abierta! Y se había lanzado de cabeza, con una audacia de la que en aquel
momento yo —lo notaba— carecía, desde luego. O tal vez necesitara otra
señal, un gesto más explícito.
«Espera», dijo ella de improviso, «que me ha entrado nieve en un
zapato», y se acercó a la pared y me arrastró tras sí. En aquel punto, la pared
quedaba interrumpida por una puertecita cerrada y formaba como un vano
más recogido. Se agachó, se quitó el zapato y lo sacudió contra la pared.
Después, para volver a metérselo, se apoyó en mí, poniéndome una mano en
el hombro. ¿Sería esa la señal? Yo lo deseaba, pero al mismo tiempo me daba
miedo: sentía que la emoción era mayor que yo, más fuerte que cualquier
voluntad. Ella no quitó la mano de mi hombro y nos quedamos así, unos
instantes, embriagados en la espera. Advertí la tibieza de sus labios y fue
como sumergirse en el espacio de una emoción nunca sentida.
Al regreso, eché a correr. Oía dentro de mí como un zumbido que después
se fue transformando poco a poco en un coro de voces: eran mis compañeros,
que cantaban Ma l’amore no, mientras subían la escalinata de los
dormitorios. La señorita de la «R» estaba abriendo de par en par su ventana;
yo subía al árbol, mientras Carlucci, Sarina y Gabriella me miraban, pero en
la rama más alta estaba Bambina, que se me abandonaba con la mirada y los
labios, y entonces empecé a cantar. Corría y cantaba, también cuando entré
en el patio de la abuela y luego por la escalera hasta la puerta de casa.
Nada más entrar, me di cuenta de que había una atmósfera diferente de la
habitual. Estaban preocupados por que aún no hubieran vuelto del trabajo ni
mi padre ni mi tío. Los otros estaban comiendo sin ganas, continuamente
interrumpidos por las conjeturas y la preocupación. Mi madre me dijo:
«Y tú, ¿dónde has estado hasta ahora?».
En aquel momento, volvió mi hermano.
«¿Qué? ¿Has sabido algo?», se apresuraron a preguntarle.
«¿Qué ha sucedido?».
Mi hermano logró responder:
«Tampoco los otros que trabajan en Milán han vuelto aún. Se ve que no
funcionan los trenes. Dicen que hoy ha habido ametrallamientos, ¡y hay
vagones incendiados en las vías!».
«¡Virgen Santa!», dijo mi madre.
Después de una pausa, mi abuela dijo:
«Vosotros, niños, acabaos la sopa, venga».
Estábamos comiendo en silencio, cuando oímos llamar a la puerta. Era la
señora Fonda, la mujer del jefe de estación, que vivía en el piso de abajo.
Dijo que habían llamado de Milán a su marido para avisarnos de que mi
padre y mi tío se habían quedado en la ciudad, porque no iban a salir los
trenes, y que ya se las arreglarían en algún sitio. Hubo un coro de
agradecimientos y de alivio. Cuando la señora Fonda salió, mi abuela
concluyó:
«¡Ya veis que el Señor no nos abandona!».
En la cama yo no lograba conciliar el sueño. Contemplaba las vetas de las
vigas que tantas veces había mirado fijamente para intentar adivinar en los
juegos de la madera figuras fantásticas, pero aquella noche era diferente: me
sentía completamente transformado y me complacía mirando las cosas que
habían permanecido inmutables en torno a mí. Seguía pensando, segundo a
segundo y sin olvidar el menor detalle, en Bambina, en aquel acontecimiento
extraordinario tan esperado y que por fin había vivido, y a cada paso de la
memoria mi emoción se intensificaba.
Me despertaron en plena noche. Reconocí al instante el zumbido
tenebroso de los aviones.
«¡Corre, levántate, que están disparando!».
Se sentían, secos y apremiantes, los tiros de la antiaérea. Después, ¡uno,
dos, tres sordas explosiones!
«¡Están bombardeando! ¡Están bombardeando!», gritaron en el patio.
Escapaban todos corriendo tras recoger precipitadamente ropa y mantas.
«¡El campo es más seguro! ¡Vamos al campo!».
La gente cruzaba la calle corriendo y llamándose. Se buscaban y se
volvían a perder con la confusión de la fuga. Nos internamos por una
callecita arbolada y nos detuvimos donde había ya otra gente, junto a una
capillita votiva.
«Pero ¡cómo!», se preguntaban todos. «¡Si aquí no hay nada que
bombardear!».
«Han soltado solo algunas bombas sobre las baterías antiaéreas».
«¿Y adónde se habrán ido ahora?».
«Ya no se oye nada más».
En aquel preciso instante se vio enrojecer el horizonte y, un instante
después, se oyó el tenebroso retumbar de explosiones lejanas.
«¡Están bombardeando Milán!».
«¡No es Milán! ¡Parece más cerca!».
«Parece más cerca porque es de noche y los fogonazos se ven mejor».
Vi a mi madre taparse la cara con las manos con un gesto de
desesperación.
«¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Papá!».
La voz de una mujer dijo en voz muy alta:
«Recemos el rosario».
Y todos se pusieron a rezar.
2

Al día siguiente la nieve estaba totalmente deshecha, porque se había puesto a


llover. Mi hermano estaba preparándose para ir a Milán: tenía que llevar
comida a papá y al tío, que sin las cartillas no podían procurársela. Iba a ir a
la estación en bicicleta y, si no había trenes, seguiría hasta Milán.
«¿Cuántos kilómetros son?», le pregunté.
«¡Más de treinta! Pero ya los he hecho otras veces, el verano pasado. Con
la nieve será un poco más fatigoso».
Acompañé a mi hermano hasta el patio llevándole la bolsa con la comida.
Lo vi partir y me quedé un poco en el portal mirándolo pedalea^ mientras se
iba haciendo cada vez más pequeño, al final de la calle. Pensé: «No sé si
tendría yo el valor para ir solo, en bicicleta, hasta Milán», y me parecía que
mi hermano siempre había hecho cosas de persona mayor.
En lugar de estudiar, escuchaba el tictac del reloj. No faltaba mucho para
la hora en que Arteme debía llevar el pan a la mujer de Emilio y yo iba a ir,
como de costumbre, con él. Pero ¿cómo entraría? ¿Con indiferencia o con
una expresión distinta? ¿Diría algo o me quedaría callado? Y ella, ¿cómo me
miraría? ¿Se volvería, me sonreiría o permanecería quieta, como si tal cosa?
Oí a mi madre lanzar un suspiro. La miré: había dejado de coser y se
sujetaba la cabeza con una mano, pensativa.
Entró una tía mía y se dirigió a mí con cierta agitación:
«¡Ven! En la serrería regalan virutas. ¡Coge un par de sacos y vamos
corriendo!».
«Pero ¡cómo! ¿Precisamente ahora?», protesté.
Mientras la seguía por la escalera, le pregunté:
«¿Tardaremos mucho?».
«¡Lo que haga falta!», respondió sin volverse.
En la serrería había ya gente esperando. Abrieron la verja precisamente
cuando estábamos llegando.
«¡Justo a tiempo!», dijo la tía y nos lanzamos al ataque. Asaltamos en
masa una montaña de virutas y restos de madera. Mi tía recogía grandes
puñados y yo mantenía abierto el saco.
«Apriétalo bien, ¡que así cabe más!», me recomendaba ella. Había una
gran polvareda, que me hacía toser.
«¡Manténlo bien abierto!», me gritaba.
Volvimos con un saco a la espalda cada uno. Los depositamos en casa
junto a la chimenea. Me apresuré a mirarme al espejo: estaba cubierto de
polvo de serrín por todas partes, pero sobre todo en la cabeza y el cuello.
Intenté limpiarme lo mejor posible, pero era un desastre.
Cuando me reuní con Arteme en la panadería, ya era demasiado tarde.
«Pero ¿dónde has estado?», me preguntó.
Se lo expliqué y me apresuré a preguntarle:
«¿Qué han dicho?».
«¡Nada! ¿Qué habían de decir? Lo de siempre».
Esperé un momento y después le hice otra pregunta:
«¿Volvemos?».
«Ya veremos».
Parecía haber perdido el entusiasmo. Y entonces insistí:
«Pero a ti, ¿cuál te gusta más?».
Y él contestó:
«Gustarme, gustarme de verdad, ninguna».
Probablemente su paseo bajo la nieve no había tenido el mismo resultado
que el mío. Le hice una pregunta concreta:
«Pero anoche, ¿qué tal te fue?».
«Ya te lo he dicho», respondió, mientras seguía limpiando el mostrador.
«No es que me interesen gran cosa».
Yo dudaba que fuera sincero.
Por la tarde, la lluvia aumentó. Mi madre, que estaba junto a la ventana,
dijo de improviso:
«¡Aquí está! ¡Ya ha vuelto!».
También yo me acerqué a la ventana y detrás de los cristales mojados vi a
mi hermano, que pedaleaba bajo la lluvia. Mi madre añadió:
«¡Con este tiempo!».
Y mi abuela añadió:
«Ponle algo a calentar. No debe de haber comido aún».
Cuando entró mi hermano, mi madre entendió al vuelo: algo había
sucedido.
«Papá se ha sentido mal».
«Pero ¿qué ha sido? Di la verdad, ¿ha sido el bombardeo?», preguntaba
mi madre y sentía que le faltaban las fuerzas.
«¡Qué va!», insistió mi hermano. «El bombardeo nada tiene que ver. Se
ha sentido mal en el trabajo».
«Pero ahora, ¿dónde está?».
La pregunta exigía una respuesta precisa.
«En el hospital. Han dicho que era mejor llevarlo al hospital».
«¡Vámonos ahora mismo!», dijo con decisión mi madre y añadió:
«¿Sabes si hay trenes?».
«Creo que sí», repitió mi hermano y se vio que estaba muy cansado.
Mi abuela se acercó a él:
«Cámbiate y ven junto al fuego, antes de tomar algo».
Mi madre se vistió aprisa y corriendo y preparó una bolsa con mudas para
mi padre. Mi hermano dijo:
«Si quieres, puedes dormir en casa de la señora Seminari. Ha dicho que
vayamos a su casa», y añadió: «Voy yo también a Milán».
«Pero estarás muerto de cansancio», replicó mi madre.
«No importa», respondió él y se preparó para volver a partir.
Yo miraba a mi hermano y una vez más pensé: «Es de verdad como una
persona mayor». ¡Y yo me creía a saber qué porque había dado un beso a una
muchacha!
Cuando se fueron, la abuela dijo:
«Nosotros no podemos hacer otra cosa que rezar», y se puso a decir las
oraciones.
También yo quería rezar: con todo mi corazón, para que mi papá pudiera
curarse, pero, como un desaire de mi cabeza, seguía asomándose el recuerdo
de la cara de Bambina y de su beso y me sentía culpable de no lograr borrar
aquel pensamiento.
OCHO
1

Después de la muerte de mi padre, nunca más volví a la colonia. Terminé el


curso escolar en Milán, yendo y viniendo todos los días en el tren de los
obreros. Iba a una escuela de curas. Por la noche, regresaba demasiado tarde,
por lo que nunca pude volver a acompañar a Bambina. La vi un domingo en
Via Roma, pero estaba ya en compañía de otros y apenas me saludó.
También mi madre viajaba conmigo, porque la empresa en la que
trabajaba mi padre le dio un empleo para poder sacar adelante a la familia.
En cambio, mi hermano viajaba menos; cada vez se quedaba más a
estudiar en casa de un amigo que vivía en los campos de la periferia. De vez
en cuando mi madre se preocupaba:
«Pero ¿qué dirán los padres de tu compañero de tenerte siempre allí, en su
casa?».
«¡Están contentos!», respondía mi hermano. «Porque así estudiamos
mejor».
Y mi madre insistía:
«¿Y la comida?».
«No te preocupes. Viven en el campo y nunca les falta».
Y así se acababa la conversación, porque eran frases cambiadas en la
estación, cuando el tren estaba a punto de salir.
Los trenes iban siempre atestados y era difícil encontrar un sitio. De vez
en cuando alguien dejaba sentarse a mi madre y yo me quedaba en el pasillo
o en la plataforma, donde había chicas a las que veía casi todas las noches.
Incluso recorría todo el tren para arriba y para abajo, nada más montar en él,
para ver dónde se encontraban. Una en particular me gustaba, aunque era
mucho mayor que yo: debía de tener dieciocho años. Se había dado cuenta de
que yo la miraba y una vez me esbozó una sonrisa incluso, pero en aquel
preciso momento mi madre me llamó para decirme que había sitio junto a
ella. Respondí que prefería quedarme junto a la ventanilla y hube de insistir
para no ir a sentarme. Cuando me volví hacia la muchacha, vi que estaba
riéndose con una amiga suya: ¿se reirían de mí? Montaron unos jóvenes que
se quedaron en compañía de las muchachas. Uno de ellos llevaba uniforme
militar, pero parecía aún un chaval. Él fue quien ofreció cigarrillos a todos y
también la que me gustaba a mí se puso a fumar. Por la forma como
escuchaba y se reía, comprendí que era la novia del de uniforme. Sentí celos.
¡Me habría gustado saber qué habría pasado si hubiera ido también yo de
uniforme y hubiese tenido cigarrillos! ¡Lo habría desafiado a tirarse de la
rama más alta! Pero eran aún pensamientos de niño.
Ya había obscurecido y en los pasillos no había luz. Ya no lograba
vislumbrar siquiera sus siluetas, pero de repente alguien encendió una cerilla,
¡y vi que el de uniforme la besaba!
Un día, no hubo clase por la tarde, porque los curas tenían que celebrar
una reunión, conque, nada más comer, nos dejaron libres. Disponía de tres
horas hasta la salida del tren, de modo que pensé en volver a ver mi casa
bombardeada: esperaba encontrarme con alguno de mis compañeros de
cuando jugábamos en Via Cantoni.
Aunque era una buena caminata, fui a pie. De vez en cuando pedía a
alguien que me indicara la dirección y después echaba a correr. Por todas
partes había señales de las bombas: escombros y casas abandonadas. En
determinado momento reconocí los lugares que me resultaban familiares.
Volví a ver el hotelito de Gabriella: tenía la puerta desvencijada y los
cristales rotos. Miré el balconcito y me acordé de Gabriella, cuando por
Carnaval lanzaba serpentinas de colores y después las ataba a la barandilla de
hierro forjado.
Desde el final de la calle avanzaba un carrito con pedales: lo conducía un
muchacho con aspecto andrajoso. Cuando estuvo cerca, se detuvo a mirarme.
Lo reconocí.
«¡Pedrini!».
«¡Hola!», dijo. «¿De dónde vienes? ¿Has vuelto a casa?».
«No, la bombardearon. Ahora vivo en casa de mi abuela. Solo he venido
a ver».
Miró mis libros:
«¿Aún vas a la escuela?», me preguntó.
«Pues sí», respondí y, tras una vacilación, pregunté: «¿Y tú?».
«Yo voy a por un poco de carbón a la estación. Hay un sitio algo más
adelante por el que se puede pasar. Han hecho un agujero en el murito».
Fui con Pedrini. Al cabo de unos pasos, dijo:
«¡Venga, monta!».
Quería que montara en la caja del carro.
«Pero ¡me voy a poner perdido!».
«Ponte un pañuelo debajo», insistió él, al tiempo que me tendía un
pañuelo tan sucio, que daba asco.
«Entonces me pondré los libros debajo», y así lo hice: me senté sobre los
libros y me sujeté en los largueros, mientras él comenzaba a pedalear con
todas sus fuerzas.
Llegamos al agujero en el murito (el muro perimetral de la estación
ferroviaria) y pude presenciar cómo conseguía Pedrini el carbón. Me
explicaba cada paso que daba:
«Primero hay que ver si está la milicia», y, mientras decía eso, saltó como
un gato, del carrito a la cima del murito y se puso a otear el horizonte.
«A esta hora suelen estar jugando a las cartas».
Volvió a bajar de un salto, cogió un saco, lo enrolló y me dijo:
«Tú, mientras, guárdame el carrito».
Y desapareció por el agujero. Me quedé como un idiota sin saber qué
hacer. Por suerte, no pasaba nadie. Entonces fui a echar un vistazo por el
agujero. Vi a Pedrini, que saltaba entre las vías y se acuclillaba tras unos
vagones y después desapareció del todo, pero al instante volvió a aparecer
encima de un vagón cargado de carbón. Trabajaba rápido, como un animal
con su presa. No tardó en llenar medio saco, dejó libre la otra mitad para
poder manejarlo mejor y lo deslizó hasta el suelo. Después saltó también él.
Dejé de verlo, pero, poco después, apareció ahí justo delante del agujero.
Dejó el medio saco en el carrito y cogió el otro vacío.
«¿Ves cómo se hace?».
«Pero ¿no tienes miedo? ¿Y si te cogen?».
«A los chicos no les hacen nada. Si me cogen, me hacen soltar el carbón y
se acabó».
«¿Y te han cogido ya alguna vez?».
«No, nunca».
Subió de nuevo a la cima del muro para volver a estudiar la situación.
«A uno lo dispararon incluso una vez, pero ¡no lo atraparon!».
«Pero entonces, ¿hay peligro?», pregunté preocupado.
Él respondió: «El único peligro es el tercer raíl. ¿Sabes lo que es el tercer
raíl?».
«No», respondí.
«El tercer raíl es por donde pasa la corriente. Ese, aunque solo lo roces,
¡te deja seco!».
Entretanto, había saltado y había partido en busca de otra carga y, como
antes, me puse a seguir, ansioso, sus movimientos. De vez en cuando miraba
también a la calle para ver si llegaba gente. En efecto, se acercaba alguien en
bicicleta. ¡Maldita sea! ¡Parecía precisamente un ferroviario! Yo no sabía qué
hacer: si marcharme o hacer como si nada. Si me preguntaba algo, le
respondería: «Yo no sé nada, ¡no es asunto mío!».
En cambio, el ferroviario pasó, indiferente, y se limitó a echar un corto
vistazo.
Volvió Pedrini con el segundo saco. Yo le informé en seguida.
«Ha pasado por aquí un ferroviario, pero ¡no ha dicho nada!».
«Los ferroviarios nunca dicen nada. Hacen como que no ven. ¡Los
canallas son los milicianos!».
Volvimos a marcharnos corriendo. Aquella vez yo lo seguía a pie y tenía
que ir medio corriendo. En cuanto se sintió seguro, aminoró las pedaladas.
Resoplaba.
«¡Hoy es ya la tercera vez!».
«Pero bueno…».
«Algunos días lo hago cinco o seis veces».
«¿Y qué haces tú con todo ese carbón? ¡No necesitaréis tanto!».
«¡Lo vendo!», dijo, al tiempo que saltaba de la silla. «¡Mira!», y sacó del
bolsillo el pañuelo sucio, que se pasó a la otra mano y después un manojo de
billetes. «Con el carbón y el cobre que se encuentra entre los escombros, ¡se
ganan buenos cuartos!».
«¿Y qué haces con ellos?».
«Voy al cine o compro lo que quiero. ¡También el carrito lo he comprado
con mi dinero!».
Caminamos un poco en silencio y después me dijo:
«¿Y ahora qué vas a hacer?».
«Voy a coger el tren. Estoy evacuado en casa de mi abuela».
«Si vienes otra vez, te invito al cine».
2

Los bombardeos habían cesado casi totalmente. En cambio, cada vez era más
frecuente que ametrallaran los trenes. Dos o tres aviones bajaban en picado
de improviso y descargaban sus ráfagas mortales. Una mañana ocurrió en el
que íbamos mi madre y yo. Era una mañana gélida y las ramas de los árboles
estaban cargadas de escarcha. La gente se tiraba del tren, tropezaba y caía
sobre el balasto. A lo largo del terraplén de la vía corría un foso lleno de
agua. Era demasiado ancho para poder saltarlo. Algunos lo intentaban, pero
caían dentro. Otros se resignaban y lo atravesaban mojándose hasta las
rodillas. En determinado punto, había también una pasarela hecha con una
viga cuadrada, pero los que intentaban pasar por encima de ella eran
empujados por los que les seguían. A mí no me dio tiempo de cruzar: me
había refugiado bajo el vagón, como habían hecho otros. Había neblina y no
se podía ver el cielo y menos aún distinguir los aviones.
«No se oyen los motores. Tal vez se hayan alejado del todo», decían los
que estaban a mi alrededor.
«Por suerte, no ha ocurrido nada».
«Habrán visto que es un tren de pasajeros».
La locomotora pitó dos veces. Los que se habían ido al campo volvían al
tren medio empapados y alguno se reía y les hacía bromas:
«¡Eh, que no estamos en agosto para bañarse!».
«¡Vete a tomar por saco!», le respondían.
Yo no vi a mi madre; tampoco estaba en el vagón contiguo: volví a verla
en la estación de Treviglio.
Por la noche, en casa de la abuela, mi madre dijo que entonces tal vez
fuese mejor quedarse en la ciudad, porque era menos peligroso.
«Hay un cuarto libre en la casa contigua a la nuestra. Podríamos
instalarnos allí con un par de somieres y una mesa».
«¿Y después?», preguntó la abuela, que no sabía qué decir.
«Después ya veremos», respondió mi madre. «Así él», dijo señalándome,
«podrá dormir también un poco más por la mañana. Le sentará bien».
Hacia el final del invierno, hicimos la mudanza. Nos llevamos las cosas
esenciales: los dos somieres, un catre, los colchones y las mantas, una mesa y
cuatro sillas, una estufa de leña, una cesta con ollas, platos y cubiertos. Vino
un pariente de la abuela con un carro tirado por un caballo. Nos ayudó
también el tío, quien después colgó un par de estantes hechos con tablas y
alambre.
«Si alguna noche se pone la cosa fea, puedo quedarme aquí yo también»,
dijo el tío.
Encendimos la estufa con las pelotas de papel que habíamos traído en el
traslado.
«Habrá que conseguir leña», dijo mi madre.
«¡Yo puedo conseguir carbón!», salté espontáneamente.
«¿Dónde?», dijo el tío.
«Un compañero mío va a cogerlo en la estación y lo vende».
Llamaron a la puerta. Era la señora Seminan.
«Entonces, ¿ya están instalados?».
Respondió mi madre:
«Acabamos de encender la estufa».
«Mientras aquí se caldea un poco el ambiente, vengan a tomar un café:
café del Duce, naturalmente».
«¿Por qué del Duce?», preguntó sonriendo el tío.
«Porque es solo negro. Por lo demás, ¡es una porquería!».
Estaba la radio encendida y transmitían canciones. La señora Seminari
sirvió el café. «¿Quieres tú también un poco?». «No, gracias». «Si la tuviera,
te daría un trozo de tarta. ¿O prefieres panettone? Pide lo que quieras; total,
no tengo ni uno ni otro». Intentaba bromear un poco, pero en seguida volvió a
ponerse seria. «Me alegro de tenerlos aquí. Al menos nos haremos un poco de
compañía. Paso siempre los días sola, escuchando la radio a ver si da alguna
noticia. Llevo once meses sin recibir carta de Antonio. La última vez que
escribió decía que lo habían destinado a un submarino». Fue a buscar la carta
de su hijo. «Me pedía que estuviera tranquila, que los submarinos se meten
bajo el agua y son seguros, pero entonces, ¿por qué no escribe?». Y, con
gesto casi inconsciente, encendió la radio.
3

Una tarde, fui a buscar a Pedrini para ver si podía conseguir un poco de
carbón. Fui al agujero del murito (el de la estación), adonde lo había
acompañado aquella vez en que me enseñó cómo robaba el carbón. Habían
cerrado el agujero con alambre de espino. Pasó una mujer que tiraba de un
par de niños: llevaban dos bolsas llenas de hierba. La mujer me dijo:
«¡Ten cuidado, porque ahora disparan! Ya no es como antes. ¡Se han
vuelto muy malos!», y se alejó. Los niños se volvieron a mirarme.
Me alejé en dirección a la calle en que vivía Pedrini: conocía su casa. En
seguida reconocí su carrito, que estaba atado con una cadena a un poste de
hierro. No había nadie. Oía martillazos, pero no veía de dónde procedían.
Toqué el carrito y al instante una voz de mujer me dijo:
«¿Qué quieres?».
«Busco a Pedrini».
«Michele no está», se apresuró a responder la voz de la mujer, que, como
los martillazos, no se sabía de dónde llegaba.
Insistí:
«Pero ¿cuándo volverá?».
«¡No sé cuándo volverá!».
Pasé por delante de la escuela elemental de Via Bodio: en los patios había
algunos vehículos militares y soldados fuera de servicio que se ocupaban de
la colada y la ropa tendida.
Llegué delante del cine del barrio, en el que echaban una película
prohibida a menores de dieciocho años. Había carteles en los que se veía a
una mujer que debía de estar desnuda, pero estaba tapada por alguien de
espaldas que impedía ver las partes más íntimas. Sonó la sirena de la alarma.
Los pocos transeúntes no daban muestras de preocupación. Unas voces
comentaron:
«¡Vaya! ¿Ya vuelven a empezar?».
«¡Ya hacía bastante que no se oían!».
Abrieron las puertas del cine y empezó a salir la gente, pero no se
marchaba. Se quedaban esperando a que acabara la alarma. En determinado
momento, vi, en medio de los demás, a Pedrini: ¡iba vestido de soldado! Me
acerqué a él, que me miró con una sonrisa natural, como si nos hubiéramos
separado un minuto antes.
«¿Cómo es que vas vestido así?», le pregunté, casi intimidado.
«Soy de la Décima, ¿no lo ves?».
«¿Qué es la Décima?», pregunté.
«Décima MAS: batallones de asalto».
«Pero ¿eres un soldado de verdad?».
«¡Qué agudeza!», respondió divertido.
Al cabo de un instante, volví a preguntarle:
«Pero ¿te deja tu familia?». Se encogió de hombros como diciendo: «Los
tiene sin cuidado». Yo sentía curiosidad por saberlo todo:
«Entonces, ¿también pueden mandarte a la guerra a disparar?».
«Podría ser», respondió con indiferencia.
Al cabo de un rato, le dije:
«Había venido a buscarte por el carbón».
«Ah, el carbón», y, por la expresión que puso, parecía que fuera un
recuerdo lejano. Después me interrogó:
«¿Sabes cuánto gano ahora?».
«Pero ¿también te dan dinero?», pregunté, un poco asombrado.
«¿Ahora te enteras?», volvió a responder, divertido.
Los espectadores esperaban en el vestíbulo, aburridos. Algunos estaban
fuera, apoyados en la pared, con expresión atónita. Miré el cartel de la
película y recordé lo de «prohibido a los menores de dieciocho años». Y
entonces le dije a Pedrini:
«Pero ¿te han dejado entrar, aunque está prohibido a los de tu edad?».
«¡Los militares pueden entrar en todas partes!». Y se acercó para
confiarme algo reservado. «Si quisiera, podría entrar también en un burdel.
¿Por qué no vienes a ver la película? Se ve a una que se desnuda del todo».
«A mí sí que no me dejan entrar».
Me hizo desplazarme más allá de la entrada al cine hasta ver una parte
lateral, donde se encontraban las salidas de emergencia, y me dijo en voz
baja:
«Cuando yo vuelva a entrar, vendré, en cuanto se apaguen las luces, a
abrirte la primera puerta del fondo, donde están los servicios».
Entramos en una lechería situada delante del cine y compró muchos
caramelos y un paquete de galleras: artículos autárquicos, todos ellos, hechos
a saber con qué. Una mujer que estaba comprando leche lo miraba con una
expresión extraña, casi triste. Sonó el fin de la alarma y entonces también
Pedrini interrumpió sus compras. Pagó corriendo.
Me dejó delante del cine, al tiempo que me guiñaba un ojo.
Fui a la puerta que me había indicado Pedrini, pero tenía miedo: miraba
en derredor, porque temía que alguien estuviera observándome. En efecto, en
la penumbra de un portal, había un señor de edad sentado a horcajadas en una
silla: debía de ser el portero de aquella casa. Yo intentaba mostrarme
indiferente, aunque no fuera del todo seguro que me estuviese mirando
precisamente a mí. Oí ruido tras la puerta del cine y después la voz de
Pedrini:
«Pero ¿dónde estás? ¡Corre, joder!».
Me acerqué a la rendija de la puerta, él sacó un brazo y me arrastró
adentro.
En la obscuridad no veía absolutamente nada: me guiaba la mano de
Pedrini. Noté que estábamos entrando en una fila de butacas, hasta que me
hizo sentar. Entretanto, ya había empezado a mirar las figuras que se movían
en la pantalla: llevaban trajes antiguos; Pedrini me pasó caramelos y me dijo
en voz baja:
«¿Ves a esos que están besándose?», y me indicó parejas apartadas a los
lados de la sala. «Se ponen en los extremos para no dejarse ver».
El reverbero de la pantalla iluminaba sus contornos y se podían intuir
posiciones y movimientos. Me indicó otros:
«¡Mira a esos! ¿Qué crees tú que están haciendo?».
Yo vislumbraba cabezas, comprendía que estaban abrazados, pero lo que
«estaban haciendo» solo podía intuirlo por las sugerencias de Pedrini.
En la pantalla ocurrió algo que atrajo mi atención, conque miré el
desarrollo de la película.
Fin de la primera parte: se encendieron las luces, pocas lámparas, lo justo
para vencer apenas la penumbra, y precisamente en aquella penumbra,
mirando mejor a las parejas apartadas (que, entretanto, habían adoptado una
actitud normal), me pareció reconocer una fisionomía conocida: era algo
familiar. Entonces caí: ¡era la madre de Sarina! Solo que llevaba un peinado
diferente y también los labios muy pintados. El que estaba con ella le
encendió un cigarrillo y así, al volverse hacia la llama, ella me miró. Se
quedó un instante mirándome fijamente y después siguió con su gesto y se
volvió para el otro lado.
«A esa la conozco», dije en voz baja a Pedrini. «Es la madre de una
compañera mía, que vivía en el piso de debajo del nuestro».
Pedrini la miró y después comentó:
«Esa es una que no para. Va con todos».
Mientras yo la miraba, ella se volvió de nuevo con un ligero movimiento
de la cabeza para que no lo notara el que estaba sentado a su lado. Se
apagaron las luces y se reanudó la película. Con las imágenes de la pantalla
se confundían las visiones de los recuerdos: el baile en el patio en el que ella
y Aldo estaban abrazados; el padre de Sarina paralizado en la barandilla,
mientras caían las bombas; yo jugando a dama y caballero con Sarina, de la
que estaba tan enamorado. Aldo cantaba y besaba a la madre de Sarina en la
obscuridad del refugio y después, quién sabe, harían —como aquellos a los
que estaba viendo en la pantalla— cosas prohibidas.
A la salida del cine, estaba empezando a obscurecer.
«¿Y ahora adónde vas?», pregunté a Pedrini.
«A la escuela en que se encuentra mi destacamento. Así me dan de comer
y me llevo también un poco a casa».
Lo dejé delante de la verja, en la que había un centinela repubblicchino[6],
Pedrini lo saludó y después, volviéndose hacia mí, dijo:
«Si vuelves mañana, te enseño otras cosas. ¡Muy distintas de las que
hemos visto hoy en el cine!».
Y se marchó y desapareció en la obscuridad del patio.
El día siguiente, no fui a clase por la tarde para reunirme con Pedrini; del
patio en el que jugábamos después de comer pasábamos a la iglesia y de allí a
la calle.
Recorrí todo el trayecto corriendo. Jadeaba tanto, que sentía dolor en el
estómago. Miré en el patio de la escuela de Via Bodio, donde no se veía a
nadie. Fui a beber a la fuentecita y, mientras estaba inclinado con la boca
abierta para recibir el agua del chorro, oía a Pedrini, que me llamaba.
«¡Ah, has venido!».
Me llevó a los bastiones de Porta Venezia, donde estaban las barracas de
la feria. Muchas estaban cerradas y se veían muy pocos clientes, pero noté al
instante que, junto a una barraca de tiro al blanco, había un grupito de
personas, la mayoría chavales, aunque también había adultos bastante
mayores. Entre ellos destacaba un tipo extraño: era joven, iba bien peinado y
llevaba un precioso abrigo azul y una gorra de repubblicchino. Era el único
que disparaba; todos los demás estaban mirando.
«¿Quién es? ¿Un fenómeno?», pregunté a Pedrini.
Él, abriéndose paso por entre los curiosos, respondió:
«¿Conoces a Francesca?».
Llegamos al mostrador del tiro al blanco y comprendí que Francesca era
la chica de la barraca. Tenía el pelo teñido de rubio: se veía que estaba teñido,
porque el de debajo crecía más obscuro; las cejas estaban depiladas y
retocadas con un lápiz rojizo, pero no tenía los labios pintados y, al
observarla bien, se veía que era aún joven, tal vez una muchacha con una
expresión (y también las marcas) de una mujer ya madura.
«Estate atento», me susurró Pedrini.
Yo miré al joven que disparaba y noté que tenía el brazo izquierdo rígido
y la mano cubierta con un guante negro y, después de que Francesca hubiera
cargado la carabina, vi que, para disparar, apoyaba el cañón en el antebrazo
rígido, mientras la mano sobresalía inutilizada, como algo ajeno al gesto.
«Es un brazo de madera», dije a Pedrini.
El tiro acertó en el blanco.
«Pero ¿qué miras?», se apresuró a interrumpirme Pedrini y añadió en voz
baja: «¡Mira la falda de Francesca, cuando carga la carabina!». Y entonces,
por primera vez, vi algo propio de los mayores. La chica, con el esfuerzo para
cargar la carabina, se apoyaba con el vientre en el mostrador y al mismo
tiempo la mano del joven se metía bajo su falda. Durante los pocos instantes
que duraba la operación, la mano hurgaba y acariciaba las partes más
secretas. Después, con toda naturalidad, reanudaba el juego del tiro al blanco.
«Podemos hacerlo todos. Basta con tener el dinero para disparar», me
explicó Pedrini, quien, entretanto, intentaba ponerse más cerca de Francesca.
Después, acercándose a mi oído, añadió:
«¡Y ni siquiera lleva bragas!».
Yo sentía latidos en las sienes y comprendí que era el corazón, que se me
había acelerado. Me parecía que me ardían también las mejillas y ya me
avergonzaba ante la idea de ruborizarme delante de Pedrini y, cuando dijo:
«En cuanto haya acabado de disparar ese, lo hacemos nosotros», me di cuenta
de que yo ya no entendía nada y ni siquiera sabía si estaría en condiciones de
dominar mi emoción. Todo —todas las charlas con los amigos, las imágenes
fantaseadas, la inmensa fuerza de una curiosidad acuciante— se esfumaba en
el momento en que la realidad estaba poniéndome a prueba. Habría preferido
volver atrás, desaparecer en el grupito de los curiosos y después huir. Vi a
Francesca que, como un resorte, empezó a dar bofetadas, asomándose fuera
del mostrador:
«¡Cretino! ¡Más que cretino! ¡Quietas las manos hasta que te toque!
¿Entiendes? ¡Habrase visto el listillo este!».
Pero ya se había calmado y continuó con su trabajo, mientras el joven
repetía la caricia a la que tenía derecho.
Uno de los adultos dijo en voz alta:
«Prueba con la mano de madera», y todos se rieron groseramente.
Pedrini me dio un codazo:
«Dentro de poco, nos toca a nosotros», y se dirigió a la muchacha para
que advirtiera su presencia: «Hola, Francesca».
La muchacha se volvió hacia Pedrini y le sonrió:
«Ah, hola. Ayer no te vi».
Mientras saludaba a Pedrini, le miré bien la cara (antes solo podía verla
de perfil) y me pareció casi triste, pero sobre todo completamente ajena a lo
que ocurría con su cuerpo por debajo del mostrador.
A nuestra espalda hubo cierto revuelo. El grupito de curiosos se disolvió
y aparecieron dos soldados alemanes: uno era particularmente mayor.
Acababan de apearse de un automóvil italiano de tipo militar. El mayor
avanzó hacia la barraca, mientras el otro permanecía junto al coche.
Francesca dijo a Pedrini:
«Vuelve dentro de un rato», mientras dejaba en el suelo la carabina y
empezaba a cerrar la barraca.
Todos los demás se alejaron, pero se comprendía que se quedarían por los
alrededores.
«Ven», me dijo Pedrini, «ahora vamos a divertirnos», y se dirigió hacia la
verja del parque público.
El soldado alemán entró por la puertecita lateral de la barraca, que al
instante se cerró.
«Ven siempre detrás de mí», dijo Pedrini, mientras se desplazaba de
nuevo detrás de una caravana.
Con una maniobra de rodeo, Pedrini se había acercado al lado opuesto del
tiro al blanco, donde había, oculta, otra barraca cerrada. Miró un instante en
derredor, después pegó la cara a la pared de madera: miraba por una rendija y
me hizo señas, sin apartarla, para que lo imitara. También yo observé bien en
derredor por miedo a que alguien nos viera: vi a uno de los que estaban en el
grupo de los curiosos, mientras se acercaba también él, pero desde otro lado.
Entonces me armé de valor y miré entre las rendijas de la madera.
En el primer momento, no conseguía ver nada, porque dentro estaba casi
a obscuras. Después empecé a ver el centelleo metálico del fusil que el
soldado tenía aún a la espalda, pero, al bajar la mirada, me di cuenta de que
tenía las piernas desnudas, con el pantalón en el suelo, caído sobre las botas.
Me desplacé para ver a Francesca por la rendija de las tablas y vi —o, mejor
dicho, vislumbré— que se había quitado la camiseta y estaba preparando un
horrible catre de tipo militar en medio de la barraca.
De repente se oyeron gritos. Tuve apenas tiempo de ver al curioso de
antes, que escapaba junto con otros. También nosotros nos alejamos
corriendo y, tras volverme, vi en la plataforma de la caravana a un viejo que
lanzaba zapatos de mujer rotos y otros objetos contra los que, como nosotros,
se habían acercado a espiar a Francesca. Corrí hasta tan lejos, que perdí de
vista a Pedrini. Lo busqué durante un rato, cuando ya obscurecía, y luego me
dirigí a casa solo.
Después de un buen trecho, me di cuenta de que se había hecho tarde y
debía estar en casa, para encender la estufa, antes de que volviera mi madre
del trabajo. Entonces vi llegar el «pata de palo» y me aposté en la parada. Ya
estaba casi totalmente obscuro: montaron solo un par de personas, porque aún
no era la hora de regreso del trabajo. No tenía dinero, por lo que dejé que el
tranvía arrancara y después me monté detrás, como había visto hacer a otros
compañeros míos. Siempre que se detenía el tranvía, me bajaba y, en cuanto
volvía a arrancar, me apresuraba a volver a subirme. En determinado
momento, al mirar dentro, vi una cara conocida: era un compañero de la
colonia, uno que estaba en mi escuadra, el mismo que me había saludado en
la estación el día de la partida. En cuanto llegamos a la parada, me asomé
dentro (el tranvía no tenía puertas) y lo llamé: «¡Morlachi!». Lo vi volverse y
mirar en derredor, porque no sabía de dónde lo llamaban. Después se levantó
y vino hacia la plataforma posterior. Entretanto, el tranvía había vuelto a
arrancar y de nuevo me había agarrado detrás, pero tenía la cabeza gacha y
así Morlachi no podía verme. En cambio, yo lo observaba divertido, mientras
él seguía mirando en derredor sin saber quién lo había llamado. Entonces di
dos golpecitos en el cristal y Morlachi se volvió y me vio. Bajó la ventanilla:
«Hola. Pero ¿qué haces ahí?».
«Es que no tengo dinero».
«Pero ¿adónde vas?».
«A casa».
Y Morlachi continuó con la conversación como si tal cosa, olvidando
completamente que él estaba dentro y yo colgado fuera.
«Después de las vacaciones de Navidad, no volviste a la colonia».
«Es que murió mi padre».
«¡Ah!», dijo él y prosiguió: «¿Sabías que ha muerto Bonacossa?».
«¿Bonacossa?», repetí casi maquinalmente, mientras no conseguía hacer
sitio en la cabeza para aquel acontecimiento.
Morlachi prosiguió con tono indiferente:
«Se ahogó en el lago. Un día, quiso bañarse y se ahogó».
«Pero ¡si era de Génova! ¿No sabía nadar?».
Y recordé aquella vez en que hablamos de Génova y de natación,
mientras mirábamos juntos desde el muelle la ola solitaria del barco en la
superficie perfectamente lisa e inmóvil del lago.
4

Una mañana, mientras me dirigía por la calle habitual a la escuela, vi correr a


la gente: iban a saludar el paso de un automóvil en el que un hombre iba
montado fuera y agarrado a la ventanilla. Otra gente estaba parada delante del
café. Me detuve y comprendí que estaban escuchando la radio. Uno dijo:
«¡Está hablando el Comité de Liberación!».
Y otro preguntó:
«¿Han ocupado también la radio?».
«¡Guardad silencio, que están dando la lista de los partidos!».
Mientras el locutor decía nombres que yo nunca había oído, la gente se
precipitaba a la calle y cada cual hacía su comentario:
«Mussolini ha escapado». «Los alemanes están todos encerrados en los
hoteles, ¡armados hasta los dientes!». «Pero esto ya es el fin». Después la
radio emitió una música y recordé que ya la había oído. ¡Claro! Era la misma
que tocaba el profesor de pelo blanco, aquel día en la colonia, cuando todos
creíamos que había acabado la guerra.
«Es la Internacional», gritó uno.
El de la papelería, que, entretanto, había levantado el cierre, se había
puesto a hacer escarapelas con una cinta tricolor y en seguida se puso a
venderlas, porque todo el mundo quería una; no perdía la oportunidad de
servir a sus intereses. En pocos minutos, se llenó la tienda y detrás del
mostrador había ya tres personas cosiendo escarapelas.
Una voz gritó:
«Han apresado a todos los fascistas de la escuela. ¡Están en manos de los
partisanos!».
«¿Ya han llegado los partisanos?», preguntó alguien.
«Esos son los del GAP[7] de las fábricas».
En efecto, delante de la escuela elemental había hombres con mono y
fusil y una faja de tela en el brazo. Había mucha gente junto a la puerta y
junto a la verja, desde la cual se veía el patio.
Llegó un camión militar con otros vestidos con mono y de paisano y
también ellos llevaban armas y fajas en los brazos. La gente dejó paso y el
camión entró por la puerta de la verja al patio de la escuela.
«¡Se llevan a los fascistas! ¡Los llevan a San Vittore[8]!».
«¡Deberían fusilarlos ahora mismo!».
La gente gritaba invectivas y también las mujeres pronunciaban
palabrotas que yo nunca había oído. Uno que estaba junto a mí gritó en
dialecto: «Taiègh i bal a chi purcuni!»[9].
Entretanto, por una puertecita al final del atrio habían hecho salir a los
repubblichini con las manos en alto. Los montaban en el camión
apuntándolos con sus armas. Cuando vi al final de la fila uno más pequeño
que todos los demás, me quedé de piedra. Miré mejor y reconocí a Pedrini.
Tenía clavada la vista en él y me parecía imposible que pudiera encontrarse
allí, en medio de aquel asunto de mayores. Vi que miraba en derredor y
después alzó la vista hacia las ventanas de las aulas: me pareció que miraba
precisamente las de nuestra clase.
De repente se oyó gritar la voz de una mujer:
«¡Michele!».
A nuestras espaldas hubo cierta agitación y, al volverme, vi a una mujer
que se abría paso a la fuerza por entre la multitud sin dejar en ningún
momento de gritar:
«¡Michele! ¡Michele!».
Cruzó la verja y el que estaba de guardia con el fusil no se atrevió a hacer
siquiera un gesto.
La mujer llegó corriendo hasta el camión en el que estaban montando a
los últimos prisioneros.
Al otro lado del patio, junto a un automóvil parado, un señor de pelo ya
gris y aire muy distinguido estaba observando la escena, mientras un
partisano le sujetaba la portezuela abierta, en espera de que subiese, pero él
permaneció todo el tiempo allí parado mirando.
La mujer se había metido por entre los prisioneros y había arrancado de la
fila al pequeño Pedrini y al instante, ante las miradas un poco asombradas de
todos, se puso a desnudarlo: arrancó la gorra de la cabeza del chico y la tiró,
le arrancó casi la chaqueta y el jersey negro y después los zapatos y, por
último, los pantalones y cada gesto que hacía iba acompañado de las mismas
palabras que quería gritar cada vez más fuerte, pero acababan muriendo en su
garganta: «Quedaos con todo, todo, todo».
Al final, tras tirar a los pies de aquellos hombres armados la última pieza
de vestimenta, gritó con todas sus fuerzas, mientras de un tirón arrastraba tras
sí al chico:
«En cambio, ¡esto es mío!».
Uno de los partisanos se volvió hacia el señor distinguido, parado junto al
automóvil, y vio que este hizo una señita con la mano, como diciendo:
«¡Déjala!».
Pedrini pasó a pocos metros de mí y, al verlo así desnudo, en camiseta y
calzoncillos, y descalzo, mientras correteaba detrás de su madre, quien se lo
llevaba por entre la multitud que se abría a su paso, me pareció que había
vuelto a ser el de antes.
5

Todas las ventanas estaban abiertas de par en par e iluminadas y también en


las calles se habían colocado lamparitas provisionales que iluminaban un
trecho de la acera, justo al lado del hotelito vacío de Gabriella.
Una radio transmitía a todo volumen música de baile y muchas parejas
estaban ya bailando en medio de la calle.
La noche siguiente, pusieron también farolillos de papel y las banderas de
los vencedores. Además, ataron a los palos de los faroles dos grandes bocinas
de altavoces.
Empezaron a volver algunos de mis antiguos compañeros de Via Cantoni
y juntos nos preparamos para aprender a bailar. Una noche, vino incluso una
orquestina y la calle quedó atestada de gente. Se bailaba por todos lados,
incluso en los rincones menos iluminados, y entonces yo, con la confusión,
sentí deseos de probar. Mis amigos eran más valientes y ya estaban bailando.
Vi a una chica alta y gruesa, que estaba aparte, tal vez porque nadie la
invitaba. Fue ella la que me dijo:
«¿Quieres bailar?».
6

Se bailó durante todo el verano. Yo había aprendido muy bien y había


llegado a ser uno de los mejores, hasta el punto de que las muchachas se
dejaban invitar de buen grado por mí, por lo que podía elegir a las que más
me gustaban, y, en cuanto me pegaba a la bailarina, comprendía en seguida lo
que podía dar a entender aquel abrazo, es decir, si era un simple gesto de
baile o algo más. Bastaba un paso suspendido o un leve roce de los cuerpos
para captar señales cuyos significados había aprendido a entender. Tenía ya la
sensación de que, al cabo de poco, una de aquellas noches, también a mí se
me presentaría la oportunidad favorable para probar la emoción más esperada
de la vida.
Notas
[1]Piave: río junto al cual se produjo una gran victoria italiana durante la
primera guerra mundial y que dio nombre a una canción patriótica. <<
[2] Va’ pensiero, sull’ali dorate!: célebre aria de Nabucco de Verdi. <<
[3] «Ven, hay un sendero en el bosque…». <<
[4] «Pero el amor no…». <<
[5] «Pero el amor no, mi amor no puede…». <<
[6] Repubblicchino: fascista de la República de Saló. <<
[7] GAP: Grupo de Acción Patriótica, formado por partisanos encargados de
la ejecución de atentados y sabotajes. <<
[8] Cárcel central de Milán. <<
[9] «¡Cortadles los cojones a esos cerdos!». <<

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