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Chico de Barrio - Ermanno Olmi
Chico de Barrio - Ermanno Olmi
Chico de barrio
ePub r1.0
Titivillus 26.06.2017
Título original: Ragazzo della Bovisa
Ermanno Olmi, 2004
Traducción: Carlos Manzano
Faltaban pocos días para la partida. Arteme me convenció para hacerme una
fotografía que dejar a las muchachas. Él ponía el dinero y a mi regreso yo se
lo devolvería. Fuimos al fotógrafo. Había otros antes que nosotros. Un
soldadito con su madre, quien después dijo al fotógrafo que quería una
ampliación con marco. Cuando me tocó a mí, el fotógrafo me colocó en la
pose moviéndome la cara con leves toques de los dedos. Arteme me prestó su
pluma estilográfica para que me sobresaliera del bolsillito. Le rogamos que
las fotos estuviesen listas sin falta para la noche de la despedida.
Una mañana, el cartero trajo la tarjeta de movilización a Emilio. Estaba
descargando cajas de verdura del carrito y, después de haber firmado el
comprobante, se metió en el bolsillo la tarjeta y reanudó su trabajo casi con
indiferencia. Por la tarde, vi a su mujer cerrar las puertas y las persianas: no
volvió a aparecer hasta la noche para recoger un cubo de agua en la fuente.
Nadie hizo comentarios. También el día siguiente, las puertas y las persianas
permanecieron cerradas. El tercer día, volvieron a estar abiertas de par en par.
La mujer bajó a la tienda. Se veía que había llorado. Tenía los ojos rojos y
con frecuencia sacaba el pañuelo para secarse la nariz. Emilio había partido
antes del alba sin dejarse ver.
5
Volvieron a oírse las alarmas. Algunas noches dos veces incluso. Los más
pequeños llegaban al refugio muy abrigados y, sin siquiera despertarse,
continuaban su sueño en los bancos. Había uno de pocos meses: sus padres
traían consigo una maleta de cartón con mantitas dentro y así lo ponían a
dormir en la maleta abierta y colocada sobre una silla. Cuando se oían las
bombas, su padre bajaba un poco la tapa y se quedaba mirando fijamente a su
hijo.
En cambio, cuando no se oía nada, los mayorcitos, como mi hermano, se
reunían en un rincón del refugio que estaba un poco en penumbra. Estaban
también las chicas y jugaban a «treinta y uno». Se ponían en círculo y
contaban en redondo; quien hacía el treinta y uno podía dar un beso a una
chica. Nosotros, los más pequeños, íbamos a fisgar y, cuando ellos se daban
cuenta, nos echaban de allí, pero yo una vez vi a mi hermano dar un beso a
una muchacha y comprendí que le gustaba, porque, siempre que le tocaba a
él, besaba a la misma. También a mí me gustaba aquella a la que besaba mi
hermano, pero era demasiado mayor para mí.
Sarina ya no me gustaba tanto: en el refugio siempre estaba sentada en el
banco, toda acurrucada y con su hermanita en brazos, y a veces dormían las
dos. La madre de Sarina iba a fumarse un cigarrillo en la escalera contigua a
la salida, porque en el refugio estaba prohibido fumar. Los que tenían ganas
de fumar se iban todos allí y casi siempre estaba también Aldo, el pintor.
El padre de Sarina había sido destinado a la UNPA y, cuando había
alarmas, debía montar con otros en un motocarro para ir a comprobar si había
luces que apagar. Llevaban también palas y picos, para el caso de que hubiera
que despejar escombros para socorrer a los que hubiesen quedado bloqueados
en los refugios. Llevaban un casco militar y una faja en el brazo con la
inscripción UNPA, que quería decir Unión Nacional de Protección Antiaérea.
Una noche se fue la luz: vi la lamparita que empezaba a debilitarse,
temblar y después apagarse del todo. «Mala señal», se oyó decir a una voz en
la obscuridad. Otro respondió: «Pero ¡no se oye nada!». Otra voz gritó:
«¿Queréis estaros callados un poco?». El farfulleo general y las llamadas
cesaron de golpe para poder escuchar posibles ruidos que fueran señales de
peligro. Se encendieron aquí y allá pequeños resplandores de linternas de
bolsillo: duraban lo necesario para hacer un corto desplazamiento o para
buscar alguna cosa. Alguna madre llamó a su hijo, que se había alejado. El
grupito en el que estaba mi hermano no hizo caso y el juego del «treinta y
uno» prosiguió con mayor excitación. Yo me había situado a mitad de
camino entre mis padres y los que se besaban.
Desde donde me encontraba podía ver también la escalera que conducía a
la salida, donde estaban los fumadores. Llegó un niño con una linterna y un
par de ellos apagaron las colillas y volvieron a sus sitios. La luz de la lámpara
me inundó la cara y durante un instante ya no vi nada. Después, poco a poco,
de la negrura total comenzó a aparecerme la luz azulina de la noche que
entraba por la puerta de encima de la escalera. Los primeros escalones de
arriba resaltaban claramente, pero a medida que la mirada bajaba, se perdían
del todo, inmersos en la obscuridad más completa, y en aquella obscuridad
dos puntitos luminosos, como suspendidos en el vacío, se encendían, se
debilitaban, se reducían hasta casi desaparecer y de nuevo se elevaban y
adquirían intensidad. Eran las luciérnagas de dos cigarrillos: la madre de
Sarina y Aldo estaban aún allí fumando, solos y en silencio. Conseguía
reconocerlos solo cuando, al acercar el cigarrillo a los labios, el resplandor de
la brasa, que se volvía más intenso, reverberaba en la blancura de sus caras.
Duraba apenas un instante y, sin embargo, yo estaba seguro de lograr captar
incluso el significado de sus miradas.
Inmerso en la obscuridad, me parecía que también mi cuerpo se disolvía
en la nada de la penumbra y desde allí tenía la sensación de que podía vivir
acontecimientos nuevos hasta entonces solo fantaseados. Las risitas del
grupito que estaba jugando a los besos se habían vuelto tan apagadas y
misteriosas que ya casi no se advertían. Yo seguía mirando fijamente los dos
puntitos luminosos: de repente uno de los dos se precipitó hasta el suelo,
donde rebotó con una pequeña explosión de luz y chispas que en seguida se
apagaron. También el otro se desplazó rápido por la parte opuesta y después
cayó y desapareció del todo. Me esforzaba por adivinar las dos figuras que
también estaban allí presentes en la obscuridad, pero no lograba ver lo que,
en cambio, mi imaginación conseguía intuir, y entonces me desplacé un poco
lateralmente y de pronto me aparecieron cada vez más claras, dibujadas en la
pared blanca en la que se posaba el azulito de la noche, las siluetas obscuras
de los cuerpos, las facciones de los perfiles que, con ciertos desplazamientos
mínimos, se revelaban hasta hacerse reconocer. Ahora estaban próximos,
juntados uno a la otra. Al instante me vino a la cabeza la escena en que
bailaban abrazados en el patio y también entonces, tan próximos, me parecían
con la pose de bailar y entonces, a saber por qué motivo, en lugar de la
música del gramófono, creí oír la voz de Aldo que cantaba su canción
habitual.
5
No habían terminado aún los sonidos de las sirenas cuando se oyeron los
primeros estallidos lejanos: «¡Es la antiaérea!», gritaron desde el patio.
Otras voces dijeron algo, pero no les dio tiempo a acabar, porque algunos
retumbos desgarraron la noche. Hubo una breve suspensión en la que todo
pareció paralizado y en seguida otra ola de explosiones muy seguidas y aún
más estruendosas sacudió las paredes de la casa. Se alzaron gritos. La gente
se apresuraba por los corredores y se precipitaba por las escaleras. Estaba
todo obscuro y en el cielo grisáceo de niebla se reflejaban llamaradas rojizas.
Y aún no se había disuelto el fragor en el aire cuando otra descarga de
bombas nos dejaba aturdidos. En el rellano del último tramo de escaleras vi a
la hermanita de Sarina, que lloraba. Una mujer la recogió y se la llevó. El
padre de Sarina estaba pegado al borde de la barandilla como paralizado.
En el refugio la gente lloraba, se buscaba, se llamaba. Los retumbos se
repetían con la misma cadencia, pero atenuándose. También las voces se
hacían cada vez más apagadas, como queriendo conceder al oído la
posibilidad de escuchar el peligro que se alejaba, y en aquel vocerío ya débil
de lamentos se distinguía cada vez más el lloriqueo de una niña. Debía de ser
la hermana de Sarina, seguro. En efecto, iba repitiendo con la cantinela del
llanto: «Papá, papá». Entonces alguien encendió una linterna en la
obscuridad. El haz de luz buscó a la niña, que, como de costumbre, estaba
acurrucada en brazos de su hermanita, y Sarina cerró los ojos, porque le
molestaba la luz, pero tal vez también porque no quería ver a nadie. Alguien
preguntó: «Pero ¿dónde está tu papá?». Las niñas no respondieron. En
cambio, respondió una voz en la obscuridad: «Cuando he pasado, lo he visto
parado junto a la barandilla». «¡Habrá salido con la UNPA!», añadió otro,
pero se apresuraron a corregirlo: «¡Qué va! ¡Esta noche no estaba de
servicio!». «¿Y la mamá?», preguntó, apremiante, otra voz. Alguien intervino
desde la parte opuesta: «¿Cómo queréis que lo sepan las niñas?». La linterna
se apagó y de nuevo todos quedaron sumidos en la obscuridad. Junto a mí
advertí un susurro: «Pero ¿cómo se les ocurre en momentos así dejar en casa
solas a dos pobres criaturas?». La ventanita de la salida de seguridad dejaba
filtrar un poco de azulito y de allí procedían también los ruidos de fuera.
«Podríamos ir a ver dónde está el padre. Ahora ya ha pasado lo peor. ¿Quién
viene conmigo?». «Yo voy», respondió una voz masculina y al instante se
encendió una linterna que se movió hacia la salida.
Encontraron al papá de Sarina presa de temblores, como si tuviera fiebre.
Las manos seguían aferradas al hierro de la barandilla, pero ahora estaba
desplomado, como de rodillas. «Pero ¿qué le pasa, señor Guido?», preguntó
uno de los hombres. El pobrecillo no respondió. Entonces intentaron
levantarlo: el cuerpo parecía un trapo; en cambio, las manos parecían de
mármol, de tan apretadas como estaban. Lo levantaron, lo arrastraron hasta su
casa y lo tumbaron en un sofá. «Se habrá sentido mal», susurró uno de ellos.
Y el otro: «Es que a veces el miedo gasta bromas y te quedas paralizado».
Llegaron gritos de la calle. Pedían socorro. En una calle cercana se había
derrumbado una casa y bajo los escombros había quedado gente atrapada en
el refugio. Los medios de auxilio estaban ya todos repartidos por otras partes
de la ciudad: «¡Dicen que se oyen voces que piden ayuda desde debajo!».
Acudieron muchos, pero encontraron solo algunas palas: los otros
trabajaban, de todos modos, con las manos. Estuvieron excavando toda la
noche y también el día siguiente hasta que dejaron de oírse las voces.
Después de aquel bombardeo, comenzaron las evacuaciones. Muchas
casas quedaron vacías; se dejó lo estrictamente necesario para los que estaban
obligados a quedarse. Se veían furgonetas, carros de caballos y también
carritos con pedales, todos sobrecargados con cosas que llevar a sitio seguro
en alguna parte. También Sarina, junto con su madre y su hermanita,
abandonaron su casa. Partieron con el motocarro de la UNPA, después de que
hubiera hecho dos o tres viajes cargado de muebles y utensilios.
2
Las escuelas permanecieron cerradas unos días, pero mi madre quería que
nosotros hiciéramos, de todos modos, un poco de deberes, porque, aunque
hubiese guerra, no estaba bien descuidar las obligaciones propias y rogaba a
mi hermano que me ayudara a repasar las lecciones. Una tarde, mientras
estábamos con los libros abiertos sobre la mesa, vino un compañero de mi
hermano a decirnos que la huéspeda necesitaba ayuda. Mi hermano acudió
corriendo y, como de costumbre, llevó consigo el diccionario. «¿Adónde
vas?», lo persiguió la voz de mi madre y él, ya fuera de la puerta, contestó:
«¡Vuelvo en seguida!». Entonces mi madre me mandó a decirle que primero
debía acabar de estudiar. Yo corrí tras él, pero, cuando llegué ante la puerta
de la señora Seminari, me tropecé con mi hermano, que salía. Me colocó en
las manos el diccionario y dijo: «Llévalo a casa, que yo ahora tengo
quehacer». Y volvió adentro. Yo no entendía qué sucedía y me quedé parado
en el medio del corredor para ver. Al cabo de poco, salió el compañero de mi
hermano con una gran maleta y en seguida, detrás de él, con otro maletón que
debía de ser pesadísimo, también mi hermano. Por último, salió la huéspeda,
como siempre elegantísima, pero aquella vez llevaba colgadas de los brazos
cuatro o cinco bolsitas. Anduvo todo el trecho de corredor con su desenvuelto
paso, que hacía un ruido particular por aquellos tacones que solo ella sabía
llevar. Antes de entrar en el vano de la escalera, se volvió y dio con los ojos
un último adiós a la señora Seminari, parada en la puerta de su casa y con el
pañuelo apretado contra la nariz. Cuando la huéspeda desapareció, la señora
Seminari dijo a una vecina con medio suspiro: «Era ya como una hija».
Mi hermano y su amigo la acompañaron hasta el tranvía. Aquella vez no
había ningún coche esperándola. Por casualidad llegó el viejo trasto que
nosotros llamábamos «pata de palo» y, como las maletas eran tan pesadas, el
tranviario ayudó a cargarlas. Después subió también ella y se volvió para
despedirse tras los cristales, mientras el tranvía se alejaba traqueteando. Por
la escalera no se volvió a oler el buen perfume de «huéspeda».
3
El tren me condujo por una tarde gris y húmeda. Desde la ventanilla veía
desfilar las últimas imágenes de la periferia: casas de corredores iguales a la
nuestra, alguna figura que me recordaba a nuestro patio, a mis compañeros, y
los huertos para aprovechar los espacios libres.
Mientras miraba por la ventanilla, me sentía ya solo y al mismo tiempo
seguía asombrándome de que no me dieran ganas de llorar. Advertía tan solo
una sensación de abatimiento. Después me di cuenta de que era resignación.
Tal vez el distanciamiento se hubiese producido poco a poco, sin que me
diera cuenta, hasta el día en que se había decidido mi partida, y cuando la
última noche vi cerrarse la maleta con mi ropa dentro, comprendí que aquel
mínimo acto sellaba mi separación. En efecto, la mañana siguiente, cuando se
encendió la luz en la cocina, porque mi padre se iba a trabajar, yo me quedé
con la cara vuelta hacia la pared: quería que fuera una mañana como todas las
demás. Temía más el distanciamiento de las personas que el de las cosas. Oí a
mi padre decir: «No quiero despertarlo». Me dio un beso en el pelo y ni
siquiera entonces me volví, pero después, más adelante, cuando estaba en el
tren, lo lamenté.
2
Después del viaje en tren, atravesamos un trecho del lago en una lancha.
Llegamos a la colonia ya de noche. Mientras subíamos la escalinata que
conducía a los dormitorios, me encontré junto al que ya conocía del año
anterior y al que había vislumbrado en el momento de partir, en la estación.
Me dijo:
«¿Te acuerdas, el año pasado, cuando cantábamos: “Mañana es la partida
y a las colinas no vuelvo más”?».
Respondí con otra pregunta:
«Tú, ¿en qué escuadra estabas?».
«En la “T”».
«Yo en la “U”. Esperemos que nos pongan en el dormitorio del año
pasado».
En cambio, me pusieron en el de enfrente. Deposité la maleta y la
mochila en la cama y me puse a sacar la ropa. En aquel momento fue cuando
me dieron ganas de llorar; al abrir la maleta, me llegó un olor de mi casa, el
mismo perfume que había en los cajones de la lencería, que mi madre
conservaba con tanto esmero. Cogí una camiseta y me la acerqué a la cara
para oler aquel perfume aún más intensamente y no me importaba que
alguien me viera.
En el comedor, me asignaron un sitio entre los que habían llegado antes y
me encontré entre los más altos, hacia el extremo de la mesa, pero el más alto
de todos era Tiberio, que parecía ya un jovencito, pese a que solo tenía trece
años; tenía en la cara una pelusa obscura que casi parecía barba y, además,
llevaba un peinado de moda en aquellos años, es decir, liso a los lados y con
una onda en el medio. Tiberio se daba aires de mayor y los que lo rodeaban lo
imitaban en todo. Cuando decía algo en voz baja, con aire misterioso, todos
se reían socarrones, pero, en cuanto él hacía una seña, callaban, listos para
escuchar otra gracia. Yo no conseguía oír lo que decía, pero, por toda clase de
expresiones maliciosas, ya había intuido el tema de que se trataba y también
advertí otra cosa: que había una referencia precisa en su cuchichear y era la
señorita vigilante de la escuadra «R», sentada unas mesas más allá. La
miraban de reojo repetidamente, alguno se veía obligado incluso a volverse, y
después, en cuanto Tiberio susurraba algo bajando la boca hasta rozar el
mantel, todos juntos reanudaban las risas exageradas y burlonas para hacerse
notar.
Naturalmente, ella lo había notado, pero yo no lograba entender si hacía
como que no o si participaba también en el juego. Pero, a ver, ¿qué juego
era? ¿Hasta dónde llegaban las fantasías de mis compañeros y qué podía
suponer ella de sus pensamientos?
A mi espalda, del cuartito reservado en el que comía la directora llegaba,
apenas perceptible con el bullicio del comedor, el sonido familiar de la
habitual emisión radiofónica vespertina. «¿Tú también vienes de Milán?», me
preguntó el chico que comía enfrente de mí. «Sí», respondí. Y él añadió:
«¿Son de Milán todos los que han llegado hoy?». «Creo que sí». «Yo soy de
Génova. Llevo aquí ya un mes. Hay otro de Turín, de Novara. Tiberio es de
Novara. Es el mayor, tiene casi catorce años». Después contó que su casa
había sido alcanzada por los cañonazos de los buques ingleses y entonces los
que acababan de llegar, como yo, le hicieron muchas preguntas.
En la escalinata de los dormitorios, los mayores continuaron el juego con
la señorita de la «R». Corrían hacia delante y hacia atrás, saltaban el múrete
de protección, se escondían en broma entre los matorrales y hacían otras
bravatas, con tal de llamar su atención. Tiberio intentó incluso entonar Vieni
c’è una strada nel hosco[3] y alguno intentó imitarlo, pero no tuvo éxito.
Antes de ir a dormir, fui a echar un vistazo al dormitorio de enfrente:
quería ver quién había ocupado mi sitio en la cama en la que había estado la
última vez y de la que había partido creyendo que nunca más volvería.
Algunos dormitorios habían sido adaptados como aulas en espera de que
nos colocaran en las escuelas públicas de los alrededores. Nos agruparon por
edades, por lo que cada clase estaba formada por unos cuarenta muchachos.
Como profesoras provisionales teníamos a las vigilantes, pero había también
un profesor que venía de fuera. Tenía todo el pelo blanco y lo primero de
todo nos mandó escribir una carta a casa para informar a nuestros padres de
lo que íbamos a hacer en la colonia, de lo que íbamos a estudiar. En la carta
escribí todas esas cosas, pero omití que por primera vez me encontraba en
una clase mixta, en la que había también niñas.
El chico de Génova, que se llamaba Bonacossa, me informaba por
adelantado de todo. Me dijo también que el profesor de pelo blanco tocaba el
piano y que con frecuencia contaba en clase la vida de los músicos más
famosos.
Por la tarde, hubo ducha general. Escuadra por escuadra, entrábamos en
los vestuarios (los mayores debían quedarse en calzoncillos) y después todos
pasábamos bajo las duchas, donde una mujerona a la que llamaban la
bergamasca manipulaba las grandes llaves para dosificar la temperatura del
agua. A veces se alzaban gritos exagerados, para subrayar alguna oscilación
de temperatura y entonces «la bergamasca» respondía con una sarta de
palabrotas y se apresuraba a hacer la maniobra de corrección. Los mayores,
con Tiberio a la cabeza, se reunían siempre en los ángulos de la gran sala,
donde el vapor era más denso y aprovechaban para hacer gestos obscenos, a
los que seguían ruidosas carcajadas.
La ropa sucia se metía en grandes bolsas de tela y la llevaban —siempre
los mayores— a la lavandería pasando por unos subterráneos en los que
concluía la orgía de vociferaciones con otros gritos y canciones obscenas
cuyas letras se confundían en múltiples ecos.
Había un muchacho que siempre iba retrasado: pese a que se esforzaba al
máximo, siempre, irremediablemente, resultaba ser el último. ¡Y cuántas
veces tuvo que sufrir, como siempre ocurre en esos casos, las bromas del
grupito de los mayores! La broma más frecuente era la de desengancharle el
somier de la cama y dejarlo colgado de un hilo para que, en cuanto se
apoyara, se desplomase del todo; y mientras los otros sofocaban las
carcajadas bajo las sábanas, se oía la voz de nuestra vigilante, que gritaba
desde detrás de su cortina: «¡Bertinotti! ¡Siempre el mismo!». Y Bertinotti,
sin decir nada, recomponía su cama, ya resignado a las bromas y a ser el
último. Es más, los compañeros hacían todo lo posible para perjudicarlo en
todas las ocasiones: le tiraban los libros al suelo, de modo que, mientras él los
recogía, cerraban la puerta y lo dejaban fuera; no le dejaban acercarse al
lavabo para lavarse hasta que fuese el último; le escondían los zapatos; le
ataban las mangas del jersey. Cuando la vigilante daba una orden, al final
añadía sin falta: «Y tú, Bertinotti, ¡a ver si dejas de ser siempre el último!».
Una noche, alguien vio una luz moverse en la obscuridad. Avanzaba
desde el tupido bosque de detrás de los dormitorios y después desaparecía
tras la esquina del edificio. «¿Qué será?», nos preguntamos. Uno dijo: «A lo
mejor es un guarda nocturno». «Sí, hombre. Un guarda que se pasea con una
linterna, ¡ahora que está prohibido encender las luces!». Como de costumbre
prevaleció la tesis de Tiberio: «¿Y si fuera un espía?». «¿Cómo que un
espía?», preguntó uno, un poco emocionado. Tiberio prosiguió, complacido
con su suposición: «Los aviones enemigos que vienen a bombardear pasan
precisamente por encima de nosotros. ¿No los habéis oído nunca, de noche?».
«Yo una vez oí aeroplanos, pero creía que eran de los nuestros». Tiberio
concluyó: «¡Seguro que es un espía que hace señales a los aviones!». Yo
añadí: «He oído decir a mi papá que de noche se ve incluso una cerilla a
kilómetros de distancia».
Decidimos poner turnos de guardia para la noche siguiente y, como la luz
desaparecía siempre detrás del edificio, Tiberio decidió buscar también otro
puesto de observación para ver hasta dónde seguía, pero, para hacerlo,
debíamos llegar hasta los servicios del otro dormitorio atravesando un pasillo
totalmente a obscuras: era una empresa para los más valientes. Tiberio dijo:
«Si conseguimos la captura de un espía, nos concederán un premio». Otro
dijo: «En mi libro de lectura había una fotografía del Duce, que entregaba un
premio a un niño». «Si nos dan un premio, yo me voy a casa». Estábamos
todos muy excitados e incluso durante el día no hablábamos de otra cosa,
pero manteniéndolo todo en el máximo secreto entre el grupo de los mayores.
Tiberio y los otros habían olvidado incluso el juego con la vigilante de la
«R», hasta el punto de que ella pareció decepcionada por aquel extraño y
repentino cambio.
Durante una clase del profesor de pelo blanco, hubo cierta agitación en el
grupito: señas a distancia, alfabeto mudo, notas transmitidas a escondidas. El
profesor estaba contando la vida de un gran músico. Bonacossa me dijo en
voz baja: «Han decidido hacerlo esta noche». «¿El qué?». «Salir del
dormitorio para ver quién es».
Por la tarde, en la distribución del correo me llamaron también a mí:
había una carta de casa. Me escribía mi madre: lo reconocí al instante por la
caligrafía del sobre.
Los que recibían correo se aislaban de los demás y se quedaban aparte
leyendo, como si aquellas pocas líneas pudiesen hacer recuperar un poco de
intimidad familiar. También yo me fui por la escalera. La carta comenzaba
así: «Querido hijo…». Me decía que estaban todos bien, aunque casi todas las
noches se veían obligados a levantarse para ir al refugio; que todos mis
compañeros habían sido ya evacuados y que tal vez cerrarían también la
escuela de mi hermano: él estaba aplicándose mucho con el estudio, ¿y yo?
Me mandaba muchos besos y esperaba poder venir a verme pronto. Después,
bajo la firma de «tu mamá», estaba también el saludo de mi padre; solo unas
pocas palabras: «Pienso mucho en ti. Un abrazo muy fuerte, Papá». Bajé
otros dos escalones, intenté leer aquellas pocas palabras, pero apenas tuve
tiempo de vislumbrar «un abrazo muy fuerte» y, después todo me resultó
muy confuso, porque los ojos se me humedecieron con lágrimas. Pensaba en
aquel abrazo que no había conseguido darle la mañana de mi partida, cuando
se acercó para despedirse de mí. Tenía la sensación de que, si hubiera podido
volver atrás, habría tenido valor para echarle los brazos al cuello.
Desde la escalera llegó la música del piano y comprendí que era el
profesor de pelo blanco, que tocaba en la gran aula vacía.
Aquella noche, en el comedor, el grupito de Tiberio estaba extrañamente
silencioso. Se miraban entre sí, cambiando ojeadas que debían de significar
acuerdos misteriosos. Nosotros ya estábamos excluidos de la empresa. En
efecto, cuando el vecino de Bonacossa los miró fijamente y un poco más de
la cuenta, uno de ellos le hizo señas para que se volviera hacia otro lado. El
vecino dijo: «Quieren llevarse el premio ellos solos». «Pero ¿tú lo crees en
serio?», se apresuró a intervenir Bonacossa. «¿Es que, según tú, no es
verdad?», preguntó uno de nosotros. «Entonces, ¿qué es aquella luz?»,
insistió otro. Bonacossa esperó a acabarse el bocado, antes de responder: «Es
alguien que se pasea con una linterna y se acabó». Pero había quien no se
daba por vencido: «Pues yo creo que es un espía precisamente». Pero
Bonacossa estaba tranquilo y mostraba una convicción inflexible:
«Personalmente, creo que los mayores se dan aires para hacernos ver lo
valientes que son».
Cuando en el dormitorio se apagaron las luces, se hizo al instante el
silencio. Lo notó también la vigilante, que, antes de retirarse tras su cortina,
echó un par de vistazos recelosos en derredor.
Nadie dormía: era una espera emocionante.
En la penumbra y por la parte de los grandes ventanales, vi la silueta
obscura de un muchacho que avanzaba entre las camas. No era Tiberio, pero
era uno de su grupito. Estaba a punto de llegar a la puerta que daba al pasillo,
se oyó un tirón de la cortina, que estaba corriendo y en seguida la voz de la
vigilante: «¿Adónde vas tú?». El muchacho se paró en seco y adoptó una
posición natural: «Tengo que ir al servicio». «¿Y no podías decidirte antes?».
El muchacho no respondió. «¡Muévete! Y vuelve en seguida a la cama». El
muchacho salió y dejó la puerta entornada. En aquel momento advertí que
bajo las camas estaban gateando otros chicos y entre ellos estaba Tiberio.
Llegaron a la puerta y se escabulleron afuera, sin hacer el menor ruido: iban
todos vestidos. Al cabo de unos segundos, volvió a entrar el que debía ir al
servicio: él iba en pijama. Se acercó a la puerta y la cerró con la intención de
que la vigilante la oyera y después, sin dejar de subrayar sus
desplazamientos, volvió a la cama.
Miré a Bonacossa. En la obscuridad solo veía bien sus ojos. Le susurré:
«¡Hay que ver! ¡Qué astutos han sido!». Otro levantaba la cabeza de la
almohada para mirar en derredor y después la bajaba de nuevo. Volví a
preguntar a Bonacossa: «Pero, si de verdad es un espía, ¿qué sucederá
después?». «¡Lo fusilarán!», respondió Bonacossa. La respuesta me sonó
como un escopetazo. El juego de la guerra, tan apasionante por hacerse junto
a los mayores, se estaba transformando poco a poco. ¡Aquella luz que
veíamos en el bosque como una gran luciérnaga nocturna podía querer decir
que había alguien muriendo de verdad y otros disparando con fusiles
auténticos y que del cielo caían bombas, rayos y centellas! ¡Qué lejanas
quedaban ya aquellas tardes en las que íbamos vestidos de balilla y en las que
aún no había comenzado el juego de la guerra verdadera!
Llegó el sordo zumbido de los aviones: era un ruido que conocíamos muy
bien. Nadie se movió. Al cabo de poco, volvió el silencio.
La mañana siguiente, bajábamos por la larga escalinata que conducía de
los dormitorios a los comedores. Yo no sabía qué le había sucedido al grupito
de Tiberio, porque me había quedado dormido. Tampoco Bonacossa sabía
nada: «Los he visto volver, pero no he entendido nada. Ahora bien, si están
callados, quiere decir que tenía yo razón».
En el comedor, mientras paladeábamos nuestros tazones de leche, Tiberio
y los suyos intercambiaban risas sarcásticas, complacidos con algo que
nosotros no podíamos saber, lo que nos hacía sentir mayor curiosidad.
No tardamos demasiado en descubrir su secreto, se morían por contarlo.
Fueron admitidos pocos a sus confidencias, pero después esos pocos lo
contaron, a su vez, a todos. No se trataba de un espía, sino simplemente del…
jardinero, el feo, que daba miedo a los niños. Subía de las cocinas por un
atajo que pasaba por un trecho de bosque y después se metía por la puerta de
la lavandería para irse, evidentemente, a dormir. ¿Eso era todo? No, en aquel
momento Tiberio había descubierto, al parecer, algo extraordinario. En lugar
de alejarse para volver, como los demás del grupito, había trepado por las
rejas de la lavandería para mirar dentro, donde se vislumbraba una luz muy
débil. ¿Y qué había visto? A la bergamasca, que esperaba al jardinero entre
las bolsas de la ropa por lavar. Lo que Tiberio logró ver por los cristales
opacos de polvo lo contó durante varios días y de mil formas distintas, hasta
el punto de que al final todos sospechamos que todo aquello no era cierto y
que lo decía solo porque quería darse importancia a toda costa.
Pero la picante historia de la bergamasca reavivó nuestros intereses
amorosos. Se reanudaron las miradas hacia la señorita de la «R» y también
los peinados cuidadosos y de moda. Algunos empezaron a peinarse como
Tiberio: liso a los lados y con onda en el medio.
El peluquero, que aparecía de vez en cuando e improvisaba un salón en
un claro de la lavandería, vendía frasquitos de Fixina, brillantina con fijador
(una cola verduzca con olor a desinfectante) y enseñaba a hacer ondas con el
peine.
Una tarde, Bonacossa estaba canturreando Ma l’amore no[4]; Tiberio lo
oyó y le preguntó: «¿Conoces toda la letra?». «Sí». «¿Me la escribes?». «Si
quieres, te la dicto. Escríbela tú». Me gustó la respuesta de Bonacossa y
comprendí que Tiberio no podía objetar gran cosa. En efecto, cogió una hoja
y un lápiz del cajón y se preparó para escribir. Mientras Bonacossa dictaba,
otros imitaron también a Tiberio y empezaron a copiar la letra de la canción.
«¿Solo el estribillo o también las estrofas?», preguntó Bonacossa. «Toda, si
la sabes». «Sí». «Pues entonces, ¡toda!». A medida que Bonacossa dictaba,
los otros repetían las palabras silbándolas y se formó un coro escolar. Y el
coro siguió durante toda la tarde y también el día siguiente, porque todos
estaban aprendiendo de memoria, con la hojita en la mano, las estrofas de la
canción. Alguien se había metido la hojita entre las páginas del libro de la
escuela y así podía estudiarla también durante la clase. También yo quise
aprender la letra de Ma l’amore no y, mientras la oía pasar por mi cabeza, me
di cuenta de que, casi sin querer, miraba fija y continuamente la cara de una
compañera. Ella lo notó, porque de vez en cuando la veía volver la cabeza
hacia mí con miraditas. Entonces, una vez más, me imaginé que cantaba
como Beniamino Gigli, pero comprendí que era solo una fantasía. Me habría
bastado saber cantar como Aldo, el pintor, cuando de noche daba sus
serenatas a la madre de Sarina. Así me acordé de Sarina. Al partir, había
jurado que sería siempre su novio y que se lo diría a mi regreso, cuando
volviéramos a vernos, pero, extrañamente, a saber por qué misterioso juego
de visiones, la cara de Sarina desaparecía de continuo y, en su lugar, se
superponía inexorablemente la de mi compañera de clase. «¡Carlucci!».
«Presente». De su voz conocía solo «presente», pero incluso aquella única
palabra sonaba dulcísima.
3
Volví al árbol en que me había quedado un buen rato la tarde en que Carlucci
me había propuesto que le diera un beso. Me había dado cuenta de que era
bonito permanecer allí arriba en silencio, inmóvil, observando
acontecimientos, incluso los más nimios, que atrapaban mi atención y me
hacían fantasear. Oía, lejanas y atenuadas por el bosque, las voces y los gritos
de mis compañeros, que estaban jugando. ¿A quién me habría gustado tener
al lado en aquel momento, en la cima de aquel árbol, que ya consideraba
enteramente mío? ¿A Sarina o a Carlucci? ¿Y Gabriella? A saber dónde
estaría Gabriella. ¡Qué enamorado había estado de ella! Por ella, en la
competición con mis compañeros, ¡me había dejado caer del árbol más alto!
Miré abajo, bajo mis pies, y me di cuenta de que había subido en verdad
muy arriba. Desde luego, ¡de allí nunca me habría dejado caer! Pero ¡qué
cosa más ridicula!, pensé; aquella vez, eran tan grandes mi exaltación y mi
felicidad por una simple sonrisa de Gabriella y, además, solo imaginada, que
me había lanzado al vacío, desafiando lo imprevisible, y, en cambio, después,
en el momento de conquistar un beso de verdad, había tenido miedo y había
huido trepando hasta la rama más alta. ¿Cómo es que tenía miedo de algo tan
deseado? Y, si hubiera vuelto a encontrarme en la misma situación, ¿habría
tenido el valor y el comportamiento adecuado para afrontar la prueba? Intenté
imaginármelo, pero justo entonces recordé las palabras de la compañera de
Carlucci. ¿Qué querría decir cuando me había preguntado: «Pero tú, ¿sabes
besar?»?
Debía consultar a Bonacossa. Por la noche, en el dormitorio, le di otras
galletas para preparar la conversación, pero después no tuve valor: no
encontraba las palabras adecuadas para hacer la pregunta. Con Bonacossa
nunca había hablado de ciertas cosas.
La ocasión se me presentó una tarde, mientras hacíamos los deberes.
Junto a mí estaba uno de los del grupito de Tiberio. Lo pensé bien, porque
quería que pareciese lo más natural posible. En determinado momento, como
si por casualidad me volviera a la cabeza un recuerdo lejano, le dije: «¿Sabes
lo que me ocurrió el verano pasado, cuando estaba en el campo en casa de mi
abuela?». No parecía demasiado interesado, pero yo insistí: «Pues una noche
fuimos a comer sandía con dos chicas y en determinado momento, en el
paseo, una de ellas preguntó a mi compañero: “¿Tú sabes cómo se hace para
besar?”». En aquel momento, aquel mayor pareció sentir curiosidad por mi
relato y preguntó: «Y él, ¿qué dijo?». «Pues, ¡que no sabía!». «Pues, ¡qué
planchazo!». También yo puse una media sonrisa de compasión, pero
entonces él me hizo una pregunta que yo no preveía: «¿Y por qué no se lo
dijiste tú?». Encontré una respuesta: «No quería que se lo tomara a mal». La
conversación parecía definitivamente concluida, pero yo la reanudé con
expresión de complicidad: «Y tú, ¿cómo lo haces?». «¡Cómo que cómo lo
hago! ¡Abro la boca!», respondió él, muy decidido. No sabía si había
entendido bien o no. «Pero ¿cómo?», le pregunté con la intención de
comprobar hasta dónde llegaba su competencia, y él cayó en la trampa. En
efecto, respondió con mayor decisión: «Así, no, desde luego», y abrió
exageradamente la boca aposta; después, tras cambiar completamente de
expresión, dijo con tono más decidido: «Así». Y entreabrió los labios apenas
y puso una cara como de estar a punto de adormecerse.
Desde aquel momento me pareció ser ya diferente, más seguro. Ya no era
un niño: había aprendido algo que me había introducido en el mundo de los
adultos, aunque, en realidad, no estaba del todo seguro de haber entendido
bien lo que el otro quería decir.
3
El sordo retumbar de los aviones era cada vez más frecuente en las noches de
invierno. Ya nos habíamos acostumbrado a él, pero una vez se oyó con
claridad el silbido de una bomba: duró pocos instantes y después llegó el
fragor de la explosión. Siguió una agitación general. La señorita encendió la
luz, pero en seguida la apagó. Salió de su alcoba y se marchó corriendo por el
pasillo. También en los otros dormitorios había movimiento. Todos los
chicos se habían levantado y atestaban los pasillos y las escaleras. «¿Qué
hacemos?», preguntaban las vigilantes. Vino la secretaria a decir que la
directora quería que se llevara a todos los muchachos al patio de la dirección:
«Pero con orden, ¿eh?». Con los abrigos sobre los pijamas y arreglados de
cualquier forma, llegamos a la dirección y desde allí nos llevaron a los
subterráneos donde estaban la lavandería y las calderas. Recordamos los
primeros bombardeos en la ciudad, cuando levantarse de noche parecía un
juego apasionante.
Ya no se oía el retumbar de los aviones; se habían alejado. Todos se
preguntaban cómo era que habían soltado aquella bomba: ¡una sola bomba!
Nuestra colonia tenía, dibujadas en los tejados, las señales establecidas de
zona protegida. Entonces alguien dijo que tal vez un avión, por no haber
soltado todas las bombas sobre el blanco y para no volver con una sobrante,
la había descargado sobre el lago. En cambio, otro se inclinaba a pensar que
querían destruir la emisora de los alemanes.
Al cabo de poco, nos mandaron de nuevo a la cama. Al volver a pasar por
el patio de la dirección, oímos a la directora que decía: «No podemos asumir
de ningún modo responsabilidades de esa clase. Pero ¡cómo! ¿Es que nos
hemos vuelto locos?».
La bomba había caído en el lago, en efecto. Cuando por la mañana
pasamos por la orilla, mientras íbamos a la escuela, vimos la superficie del
agua muy blanca, como si hubiese trocitos de papel flotando. Eran las panzas
de los peces muertos.
En clase, el profesor de Matemáticas escribió en la pizarra los ejercicios
que debíamos copiar en el cuaderno como deberes para las vacaciones. Llegó
hasta el final llenándola por entero de números, paréntesis y corchetes, ¡e
incluso gráficos! Y ante cualquier complicación nosotros protestábamos
alegremente. Con el profesor de Matemáticas, que era aún joven, se podía
bromear, porque también él se reía con facilidad y, cuando hizo ademán de
volverse hacia la pizarra con la intención de continuar, toda la clase dijo a
coro: «¡Oh, nooo!». Pero en aquel momento hubo una sorpresa: la otra parte
de la pizarra estaba ya totalmente ocupada. Alguien había dibujado aprisa y
corriendo un pesebre y en la estela de la estrella se leía FELIZ NAVIDAD. Y
había también otras pequeñas inscripciones: bajo el buey y la mula, una mano
misteriosa había escrito el nombre de un par de compañeros. Naturalmente,
hubo muchas risas y, desde luego, fueron demasiado ruidosas, porque al cabo
de poco vino el bedel a decir que el director preguntaba qué sucedía. Volvió
la calma. El profesor fue a sentarse detrás del escritorio. Guardó un extraño
silencio y nosotros lo imitamos, porque comprendíamos que estaba
ocurriendo algo importante y que tal vez le preocupara. En determinado
momento, manteniendo casi siempre la vista hacia abajo, como quien tiene la
sensación de estar hablando de algo muy serio, dijo:
«Gracias por la felicitación. Habéis elegido un modo simpático de darla
y… aunque yo no soy creyente, debo reconocer que la idea del pesebre es una
de las más bellas que han tenido los hombres. Por eso, ¡feliz Navidad a
todos!».
10
Los bombardeos habían cesado casi totalmente. En cambio, cada vez era más
frecuente que ametrallaran los trenes. Dos o tres aviones bajaban en picado
de improviso y descargaban sus ráfagas mortales. Una mañana ocurrió en el
que íbamos mi madre y yo. Era una mañana gélida y las ramas de los árboles
estaban cargadas de escarcha. La gente se tiraba del tren, tropezaba y caía
sobre el balasto. A lo largo del terraplén de la vía corría un foso lleno de
agua. Era demasiado ancho para poder saltarlo. Algunos lo intentaban, pero
caían dentro. Otros se resignaban y lo atravesaban mojándose hasta las
rodillas. En determinado punto, había también una pasarela hecha con una
viga cuadrada, pero los que intentaban pasar por encima de ella eran
empujados por los que les seguían. A mí no me dio tiempo de cruzar: me
había refugiado bajo el vagón, como habían hecho otros. Había neblina y no
se podía ver el cielo y menos aún distinguir los aviones.
«No se oyen los motores. Tal vez se hayan alejado del todo», decían los
que estaban a mi alrededor.
«Por suerte, no ha ocurrido nada».
«Habrán visto que es un tren de pasajeros».
La locomotora pitó dos veces. Los que se habían ido al campo volvían al
tren medio empapados y alguno se reía y les hacía bromas:
«¡Eh, que no estamos en agosto para bañarse!».
«¡Vete a tomar por saco!», le respondían.
Yo no vi a mi madre; tampoco estaba en el vagón contiguo: volví a verla
en la estación de Treviglio.
Por la noche, en casa de la abuela, mi madre dijo que entonces tal vez
fuese mejor quedarse en la ciudad, porque era menos peligroso.
«Hay un cuarto libre en la casa contigua a la nuestra. Podríamos
instalarnos allí con un par de somieres y una mesa».
«¿Y después?», preguntó la abuela, que no sabía qué decir.
«Después ya veremos», respondió mi madre. «Así él», dijo señalándome,
«podrá dormir también un poco más por la mañana. Le sentará bien».
Hacia el final del invierno, hicimos la mudanza. Nos llevamos las cosas
esenciales: los dos somieres, un catre, los colchones y las mantas, una mesa y
cuatro sillas, una estufa de leña, una cesta con ollas, platos y cubiertos. Vino
un pariente de la abuela con un carro tirado por un caballo. Nos ayudó
también el tío, quien después colgó un par de estantes hechos con tablas y
alambre.
«Si alguna noche se pone la cosa fea, puedo quedarme aquí yo también»,
dijo el tío.
Encendimos la estufa con las pelotas de papel que habíamos traído en el
traslado.
«Habrá que conseguir leña», dijo mi madre.
«¡Yo puedo conseguir carbón!», salté espontáneamente.
«¿Dónde?», dijo el tío.
«Un compañero mío va a cogerlo en la estación y lo vende».
Llamaron a la puerta. Era la señora Seminan.
«Entonces, ¿ya están instalados?».
Respondió mi madre:
«Acabamos de encender la estufa».
«Mientras aquí se caldea un poco el ambiente, vengan a tomar un café:
café del Duce, naturalmente».
«¿Por qué del Duce?», preguntó sonriendo el tío.
«Porque es solo negro. Por lo demás, ¡es una porquería!».
Estaba la radio encendida y transmitían canciones. La señora Seminari
sirvió el café. «¿Quieres tú también un poco?». «No, gracias». «Si la tuviera,
te daría un trozo de tarta. ¿O prefieres panettone? Pide lo que quieras; total,
no tengo ni uno ni otro». Intentaba bromear un poco, pero en seguida volvió a
ponerse seria. «Me alegro de tenerlos aquí. Al menos nos haremos un poco de
compañía. Paso siempre los días sola, escuchando la radio a ver si da alguna
noticia. Llevo once meses sin recibir carta de Antonio. La última vez que
escribió decía que lo habían destinado a un submarino». Fue a buscar la carta
de su hijo. «Me pedía que estuviera tranquila, que los submarinos se meten
bajo el agua y son seguros, pero entonces, ¿por qué no escribe?». Y, con
gesto casi inconsciente, encendió la radio.
3
Una tarde, fui a buscar a Pedrini para ver si podía conseguir un poco de
carbón. Fui al agujero del murito (el de la estación), adonde lo había
acompañado aquella vez en que me enseñó cómo robaba el carbón. Habían
cerrado el agujero con alambre de espino. Pasó una mujer que tiraba de un
par de niños: llevaban dos bolsas llenas de hierba. La mujer me dijo:
«¡Ten cuidado, porque ahora disparan! Ya no es como antes. ¡Se han
vuelto muy malos!», y se alejó. Los niños se volvieron a mirarme.
Me alejé en dirección a la calle en que vivía Pedrini: conocía su casa. En
seguida reconocí su carrito, que estaba atado con una cadena a un poste de
hierro. No había nadie. Oía martillazos, pero no veía de dónde procedían.
Toqué el carrito y al instante una voz de mujer me dijo:
«¿Qué quieres?».
«Busco a Pedrini».
«Michele no está», se apresuró a responder la voz de la mujer, que, como
los martillazos, no se sabía de dónde llegaba.
Insistí:
«Pero ¿cuándo volverá?».
«¡No sé cuándo volverá!».
Pasé por delante de la escuela elemental de Via Bodio: en los patios había
algunos vehículos militares y soldados fuera de servicio que se ocupaban de
la colada y la ropa tendida.
Llegué delante del cine del barrio, en el que echaban una película
prohibida a menores de dieciocho años. Había carteles en los que se veía a
una mujer que debía de estar desnuda, pero estaba tapada por alguien de
espaldas que impedía ver las partes más íntimas. Sonó la sirena de la alarma.
Los pocos transeúntes no daban muestras de preocupación. Unas voces
comentaron:
«¡Vaya! ¿Ya vuelven a empezar?».
«¡Ya hacía bastante que no se oían!».
Abrieron las puertas del cine y empezó a salir la gente, pero no se
marchaba. Se quedaban esperando a que acabara la alarma. En determinado
momento, vi, en medio de los demás, a Pedrini: ¡iba vestido de soldado! Me
acerqué a él, que me miró con una sonrisa natural, como si nos hubiéramos
separado un minuto antes.
«¿Cómo es que vas vestido así?», le pregunté, casi intimidado.
«Soy de la Décima, ¿no lo ves?».
«¿Qué es la Décima?», pregunté.
«Décima MAS: batallones de asalto».
«Pero ¿eres un soldado de verdad?».
«¡Qué agudeza!», respondió divertido.
Al cabo de un instante, volví a preguntarle:
«Pero ¿te deja tu familia?». Se encogió de hombros como diciendo: «Los
tiene sin cuidado». Yo sentía curiosidad por saberlo todo:
«Entonces, ¿también pueden mandarte a la guerra a disparar?».
«Podría ser», respondió con indiferencia.
Al cabo de un rato, le dije:
«Había venido a buscarte por el carbón».
«Ah, el carbón», y, por la expresión que puso, parecía que fuera un
recuerdo lejano. Después me interrogó:
«¿Sabes cuánto gano ahora?».
«Pero ¿también te dan dinero?», pregunté, un poco asombrado.
«¿Ahora te enteras?», volvió a responder, divertido.
Los espectadores esperaban en el vestíbulo, aburridos. Algunos estaban
fuera, apoyados en la pared, con expresión atónita. Miré el cartel de la
película y recordé lo de «prohibido a los menores de dieciocho años». Y
entonces le dije a Pedrini:
«Pero ¿te han dejado entrar, aunque está prohibido a los de tu edad?».
«¡Los militares pueden entrar en todas partes!». Y se acercó para
confiarme algo reservado. «Si quisiera, podría entrar también en un burdel.
¿Por qué no vienes a ver la película? Se ve a una que se desnuda del todo».
«A mí sí que no me dejan entrar».
Me hizo desplazarme más allá de la entrada al cine hasta ver una parte
lateral, donde se encontraban las salidas de emergencia, y me dijo en voz
baja:
«Cuando yo vuelva a entrar, vendré, en cuanto se apaguen las luces, a
abrirte la primera puerta del fondo, donde están los servicios».
Entramos en una lechería situada delante del cine y compró muchos
caramelos y un paquete de galleras: artículos autárquicos, todos ellos, hechos
a saber con qué. Una mujer que estaba comprando leche lo miraba con una
expresión extraña, casi triste. Sonó el fin de la alarma y entonces también
Pedrini interrumpió sus compras. Pagó corriendo.
Me dejó delante del cine, al tiempo que me guiñaba un ojo.
Fui a la puerta que me había indicado Pedrini, pero tenía miedo: miraba
en derredor, porque temía que alguien estuviera observándome. En efecto, en
la penumbra de un portal, había un señor de edad sentado a horcajadas en una
silla: debía de ser el portero de aquella casa. Yo intentaba mostrarme
indiferente, aunque no fuera del todo seguro que me estuviese mirando
precisamente a mí. Oí ruido tras la puerta del cine y después la voz de
Pedrini:
«Pero ¿dónde estás? ¡Corre, joder!».
Me acerqué a la rendija de la puerta, él sacó un brazo y me arrastró
adentro.
En la obscuridad no veía absolutamente nada: me guiaba la mano de
Pedrini. Noté que estábamos entrando en una fila de butacas, hasta que me
hizo sentar. Entretanto, ya había empezado a mirar las figuras que se movían
en la pantalla: llevaban trajes antiguos; Pedrini me pasó caramelos y me dijo
en voz baja:
«¿Ves a esos que están besándose?», y me indicó parejas apartadas a los
lados de la sala. «Se ponen en los extremos para no dejarse ver».
El reverbero de la pantalla iluminaba sus contornos y se podían intuir
posiciones y movimientos. Me indicó otros:
«¡Mira a esos! ¿Qué crees tú que están haciendo?».
Yo vislumbraba cabezas, comprendía que estaban abrazados, pero lo que
«estaban haciendo» solo podía intuirlo por las sugerencias de Pedrini.
En la pantalla ocurrió algo que atrajo mi atención, conque miré el
desarrollo de la película.
Fin de la primera parte: se encendieron las luces, pocas lámparas, lo justo
para vencer apenas la penumbra, y precisamente en aquella penumbra,
mirando mejor a las parejas apartadas (que, entretanto, habían adoptado una
actitud normal), me pareció reconocer una fisionomía conocida: era algo
familiar. Entonces caí: ¡era la madre de Sarina! Solo que llevaba un peinado
diferente y también los labios muy pintados. El que estaba con ella le
encendió un cigarrillo y así, al volverse hacia la llama, ella me miró. Se
quedó un instante mirándome fijamente y después siguió con su gesto y se
volvió para el otro lado.
«A esa la conozco», dije en voz baja a Pedrini. «Es la madre de una
compañera mía, que vivía en el piso de debajo del nuestro».
Pedrini la miró y después comentó:
«Esa es una que no para. Va con todos».
Mientras yo la miraba, ella se volvió de nuevo con un ligero movimiento
de la cabeza para que no lo notara el que estaba sentado a su lado. Se
apagaron las luces y se reanudó la película. Con las imágenes de la pantalla
se confundían las visiones de los recuerdos: el baile en el patio en el que ella
y Aldo estaban abrazados; el padre de Sarina paralizado en la barandilla,
mientras caían las bombas; yo jugando a dama y caballero con Sarina, de la
que estaba tan enamorado. Aldo cantaba y besaba a la madre de Sarina en la
obscuridad del refugio y después, quién sabe, harían —como aquellos a los
que estaba viendo en la pantalla— cosas prohibidas.
A la salida del cine, estaba empezando a obscurecer.
«¿Y ahora adónde vas?», pregunté a Pedrini.
«A la escuela en que se encuentra mi destacamento. Así me dan de comer
y me llevo también un poco a casa».
Lo dejé delante de la verja, en la que había un centinela repubblicchino[6],
Pedrini lo saludó y después, volviéndose hacia mí, dijo:
«Si vuelves mañana, te enseño otras cosas. ¡Muy distintas de las que
hemos visto hoy en el cine!».
Y se marchó y desapareció en la obscuridad del patio.
El día siguiente, no fui a clase por la tarde para reunirme con Pedrini; del
patio en el que jugábamos después de comer pasábamos a la iglesia y de allí a
la calle.
Recorrí todo el trayecto corriendo. Jadeaba tanto, que sentía dolor en el
estómago. Miré en el patio de la escuela de Via Bodio, donde no se veía a
nadie. Fui a beber a la fuentecita y, mientras estaba inclinado con la boca
abierta para recibir el agua del chorro, oía a Pedrini, que me llamaba.
«¡Ah, has venido!».
Me llevó a los bastiones de Porta Venezia, donde estaban las barracas de
la feria. Muchas estaban cerradas y se veían muy pocos clientes, pero noté al
instante que, junto a una barraca de tiro al blanco, había un grupito de
personas, la mayoría chavales, aunque también había adultos bastante
mayores. Entre ellos destacaba un tipo extraño: era joven, iba bien peinado y
llevaba un precioso abrigo azul y una gorra de repubblicchino. Era el único
que disparaba; todos los demás estaban mirando.
«¿Quién es? ¿Un fenómeno?», pregunté a Pedrini.
Él, abriéndose paso por entre los curiosos, respondió:
«¿Conoces a Francesca?».
Llegamos al mostrador del tiro al blanco y comprendí que Francesca era
la chica de la barraca. Tenía el pelo teñido de rubio: se veía que estaba teñido,
porque el de debajo crecía más obscuro; las cejas estaban depiladas y
retocadas con un lápiz rojizo, pero no tenía los labios pintados y, al
observarla bien, se veía que era aún joven, tal vez una muchacha con una
expresión (y también las marcas) de una mujer ya madura.
«Estate atento», me susurró Pedrini.
Yo miré al joven que disparaba y noté que tenía el brazo izquierdo rígido
y la mano cubierta con un guante negro y, después de que Francesca hubiera
cargado la carabina, vi que, para disparar, apoyaba el cañón en el antebrazo
rígido, mientras la mano sobresalía inutilizada, como algo ajeno al gesto.
«Es un brazo de madera», dije a Pedrini.
El tiro acertó en el blanco.
«Pero ¿qué miras?», se apresuró a interrumpirme Pedrini y añadió en voz
baja: «¡Mira la falda de Francesca, cuando carga la carabina!». Y entonces,
por primera vez, vi algo propio de los mayores. La chica, con el esfuerzo para
cargar la carabina, se apoyaba con el vientre en el mostrador y al mismo
tiempo la mano del joven se metía bajo su falda. Durante los pocos instantes
que duraba la operación, la mano hurgaba y acariciaba las partes más
secretas. Después, con toda naturalidad, reanudaba el juego del tiro al blanco.
«Podemos hacerlo todos. Basta con tener el dinero para disparar», me
explicó Pedrini, quien, entretanto, intentaba ponerse más cerca de Francesca.
Después, acercándose a mi oído, añadió:
«¡Y ni siquiera lleva bragas!».
Yo sentía latidos en las sienes y comprendí que era el corazón, que se me
había acelerado. Me parecía que me ardían también las mejillas y ya me
avergonzaba ante la idea de ruborizarme delante de Pedrini y, cuando dijo:
«En cuanto haya acabado de disparar ese, lo hacemos nosotros», me di cuenta
de que yo ya no entendía nada y ni siquiera sabía si estaría en condiciones de
dominar mi emoción. Todo —todas las charlas con los amigos, las imágenes
fantaseadas, la inmensa fuerza de una curiosidad acuciante— se esfumaba en
el momento en que la realidad estaba poniéndome a prueba. Habría preferido
volver atrás, desaparecer en el grupito de los curiosos y después huir. Vi a
Francesca que, como un resorte, empezó a dar bofetadas, asomándose fuera
del mostrador:
«¡Cretino! ¡Más que cretino! ¡Quietas las manos hasta que te toque!
¿Entiendes? ¡Habrase visto el listillo este!».
Pero ya se había calmado y continuó con su trabajo, mientras el joven
repetía la caricia a la que tenía derecho.
Uno de los adultos dijo en voz alta:
«Prueba con la mano de madera», y todos se rieron groseramente.
Pedrini me dio un codazo:
«Dentro de poco, nos toca a nosotros», y se dirigió a la muchacha para
que advirtiera su presencia: «Hola, Francesca».
La muchacha se volvió hacia Pedrini y le sonrió:
«Ah, hola. Ayer no te vi».
Mientras saludaba a Pedrini, le miré bien la cara (antes solo podía verla
de perfil) y me pareció casi triste, pero sobre todo completamente ajena a lo
que ocurría con su cuerpo por debajo del mostrador.
A nuestra espalda hubo cierto revuelo. El grupito de curiosos se disolvió
y aparecieron dos soldados alemanes: uno era particularmente mayor.
Acababan de apearse de un automóvil italiano de tipo militar. El mayor
avanzó hacia la barraca, mientras el otro permanecía junto al coche.
Francesca dijo a Pedrini:
«Vuelve dentro de un rato», mientras dejaba en el suelo la carabina y
empezaba a cerrar la barraca.
Todos los demás se alejaron, pero se comprendía que se quedarían por los
alrededores.
«Ven», me dijo Pedrini, «ahora vamos a divertirnos», y se dirigió hacia la
verja del parque público.
El soldado alemán entró por la puertecita lateral de la barraca, que al
instante se cerró.
«Ven siempre detrás de mí», dijo Pedrini, mientras se desplazaba de
nuevo detrás de una caravana.
Con una maniobra de rodeo, Pedrini se había acercado al lado opuesto del
tiro al blanco, donde había, oculta, otra barraca cerrada. Miró un instante en
derredor, después pegó la cara a la pared de madera: miraba por una rendija y
me hizo señas, sin apartarla, para que lo imitara. También yo observé bien en
derredor por miedo a que alguien nos viera: vi a uno de los que estaban en el
grupo de los curiosos, mientras se acercaba también él, pero desde otro lado.
Entonces me armé de valor y miré entre las rendijas de la madera.
En el primer momento, no conseguía ver nada, porque dentro estaba casi
a obscuras. Después empecé a ver el centelleo metálico del fusil que el
soldado tenía aún a la espalda, pero, al bajar la mirada, me di cuenta de que
tenía las piernas desnudas, con el pantalón en el suelo, caído sobre las botas.
Me desplacé para ver a Francesca por la rendija de las tablas y vi —o, mejor
dicho, vislumbré— que se había quitado la camiseta y estaba preparando un
horrible catre de tipo militar en medio de la barraca.
De repente se oyeron gritos. Tuve apenas tiempo de ver al curioso de
antes, que escapaba junto con otros. También nosotros nos alejamos
corriendo y, tras volverme, vi en la plataforma de la caravana a un viejo que
lanzaba zapatos de mujer rotos y otros objetos contra los que, como nosotros,
se habían acercado a espiar a Francesca. Corrí hasta tan lejos, que perdí de
vista a Pedrini. Lo busqué durante un rato, cuando ya obscurecía, y luego me
dirigí a casa solo.
Después de un buen trecho, me di cuenta de que se había hecho tarde y
debía estar en casa, para encender la estufa, antes de que volviera mi madre
del trabajo. Entonces vi llegar el «pata de palo» y me aposté en la parada. Ya
estaba casi totalmente obscuro: montaron solo un par de personas, porque aún
no era la hora de regreso del trabajo. No tenía dinero, por lo que dejé que el
tranvía arrancara y después me monté detrás, como había visto hacer a otros
compañeros míos. Siempre que se detenía el tranvía, me bajaba y, en cuanto
volvía a arrancar, me apresuraba a volver a subirme. En determinado
momento, al mirar dentro, vi una cara conocida: era un compañero de la
colonia, uno que estaba en mi escuadra, el mismo que me había saludado en
la estación el día de la partida. En cuanto llegamos a la parada, me asomé
dentro (el tranvía no tenía puertas) y lo llamé: «¡Morlachi!». Lo vi volverse y
mirar en derredor, porque no sabía de dónde lo llamaban. Después se levantó
y vino hacia la plataforma posterior. Entretanto, el tranvía había vuelto a
arrancar y de nuevo me había agarrado detrás, pero tenía la cabeza gacha y
así Morlachi no podía verme. En cambio, yo lo observaba divertido, mientras
él seguía mirando en derredor sin saber quién lo había llamado. Entonces di
dos golpecitos en el cristal y Morlachi se volvió y me vio. Bajó la ventanilla:
«Hola. Pero ¿qué haces ahí?».
«Es que no tengo dinero».
«Pero ¿adónde vas?».
«A casa».
Y Morlachi continuó con la conversación como si tal cosa, olvidando
completamente que él estaba dentro y yo colgado fuera.
«Después de las vacaciones de Navidad, no volviste a la colonia».
«Es que murió mi padre».
«¡Ah!», dijo él y prosiguió: «¿Sabías que ha muerto Bonacossa?».
«¿Bonacossa?», repetí casi maquinalmente, mientras no conseguía hacer
sitio en la cabeza para aquel acontecimiento.
Morlachi prosiguió con tono indiferente:
«Se ahogó en el lago. Un día, quiso bañarse y se ahogó».
«Pero ¡si era de Génova! ¿No sabía nadar?».
Y recordé aquella vez en que hablamos de Génova y de natación,
mientras mirábamos juntos desde el muelle la ola solitaria del barco en la
superficie perfectamente lisa e inmóvil del lago.
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