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EL HIJO DE THALIA COPPARD

Por José Mallorquí

CAPITULO PRIMERO
EL HIJO DE THALIA COPPARD

El rector de la Universidad de Yale estaba muy nervioso. No sabía qué hacer ni cómo justificarse
ante la mujer que se sentaba frente a él, al otro lado de la vieja mesa de roble.
—Si usted nos hubiera dicho la verdad al inscribir a su hijo en esta universidad, nos habríamos
evitado, todos, la violencia de esta situación.
—Tal vez—sonrió Thalia Coppard—. Usted se hubiera evitado la bochornosa situación en que
ahora se encuentra.
El rector irguió su blanca cabeza. Era un caballero y replicó:
—Le aseguro, señora...
—Señorita—rectificó Thalia, aumentando la turbación del rector.
Este siguió:
—Le aseguro que mi pesadumbre por todo esto se debe a usted. A mi preocupación por usted.
No deseo herirla...
—No se preocupe usted por eso, señor rector. Estoy hecha a toda clase de heridas morales.
Tengo el cuerpo insensibilizado y lleno de cicatrices, y la piel de la cara muy dura. Estoy
acostumbrada a las bofetadas. Por lo tanto no piense en mi condición de mujer, y diga, claro, lo que
tenga que decir.
—Es que yo preferiría, señora...
—Lo sé—interrumpió Thalia—. Usted preferiría que yo me diese por insultada y le dijera que
iba a sacar inmediatamente de aquí a mi hijo, ¿no?
El rector se mordió los labios, cerró los ojos e hizo un visible esfuerzo para dominarse.
—Si usted conoce todos mis pensamientos...
—Los conozco. Usted ha sabido que Julio C. Coppard es hijo de la dueña de una de las
principales y más perversas salas de juego de Nueva York. El descubrimiento ha sido terrible. Mi
hijo lleva dos años en la Universidad de Yale, codeándose con lo mejor de nuestra patria. ¡Qué
horror! Es como tener un apestado, ¿no?
—Yo no he dicho tanto. Considero al muchacho inocente de toda culpa.
—Entonces no hay problema—rió Thalia, mostrando su magnífica dentadura—. El muchacho no
tiene la culpa de ser mi hijo. Se ahorca al asesino; pero no a su hijo ni a su mujer, ni a sus parientes.

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¿Tenía algo más que decirme?
—Señora: ya que usted me obliga a ello debo rogarle que a fin de curso saque a su hijo de esta
Universidad y no le haga volver. Tiene tiempo suficiente para imaginar una explicación que al
muchacho le parezca razonable.
Thalia Coppard se quitó la capita de zorros azules que llevaba cubriéndole los hombros y
colgando hasta casi la cintura y la dejó sobre un sillón frontera Al mover la rica prenda extendióse
por el despacho un cálido perfume parisiense.
—Puesto que hemos de discutir un poco, será mejor que me ponga cómoda—dijo Thalia—. No
pienso sacar a Julio de Yale.
—Entonces nos veremos en la penosa obligación de expulsarle.
—¿Por qué?—preguntó, secamente, Thalia Coppard—.¿Sólo por ser hijo mío?
—Usted conoce los motivos—replicó el rector, que se insultaba mentalmente por su generosidad
al llamar a Thalia Coppard a New Haven para exponerle su forzada obligación.
—Conozco su excusa. Pero no creo en ella. ¿Por qué no ha de seguir mi hijo estudiando aquí?
—Todos los alumnos de esta universidad tienen padre.
—¿Cree que al mío lo hicieron de barro, como a nuestro abuelo Adán?
—¡Señora!...
—Tiene un padre. Y dudo que en todo el colegio exista niño que tenga un padre tan noble como
el padre de mi hijo. Su familia se puede seguir hasta hace mil años.
—Dudo que en la partida de nacimiento de su hijo figure el nombre de ese caballero. Y para
nosotros, eso es lo que importa.
—¿A quién?
—A todos. Especialmente a los padres de nuestros alumnos.
—¿Teme que ellos retiren de aquí a sus hijos si llegaran a saber que se rozan con el hijo de
Thalia Coppard?
—Estoy seguro de que ésa sería su reacción al enterarse.
—Bien. ¿Dice usted que tengo todo lo que resta de curso para hallar una justificación lógica para
mi hijo?
—Sí, señora.
—¿No le dirán ustedes nada?
—En absoluto.
—¿Lo promete?
—Le doy mi palabra de honor; que vale mucho.
—Gracias. ¿Puede decirme qué tal se porta mi hijo?
—Muy bien. Es lamentable que la distinción de esta Universidad nos impida retenerlo a nuestro

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lado, porque es de los jóvenes que honran a un colegio. Hasta ahora ha sido uno de los primeros de
su clase.
—No se preocupe más, señor rector. Fuera he visto una lápida de mármol en la cual están
grabados los nombres de los protectores, de estos colegios. A juzgar por sus facturas creí que la
Universidad no precisaba de ninguna clase de protección.
—Para seguir tal como ahora no necesitamos de nadie; pero cuando se trata de fundar nuevas
aulas y nuevos edificios, precisamos de la protección de las gentes poderosas.
—Yo quería que mi hijo fuese un caballero y que se criara entre los que debían darle ejemplo. Si
el dinero puede servir de algo...
—«Su» dinero, no, señora.
—Creí que en el dinero era en lo único que no había clases—sonrió amargamente Thalia—; pero
veo que me he equivocado. He visto en la lista de protectores a un Sir Henry Gallway.
—Fue uno de los fundadores. Sus bisnietos honran a Yale con su presencia en nuestras clases.
—Hace años conocí a un Gallway. Me contó la historia de su familia. El primer «Sir» Henry
Gallway zarpó un día de Brighton mandando el navío «La Alegre Salamandra». Estuvo tres años
fuera de su patria. Durante aquel tiempo apresó once navíos franceses, quince portugueses y cuatro
españoles. Fue muy exigente en la selección de las presas. Nada de mercancías abultadas. Oro,
plata, piedras preciosas. Nada más. Y lo curioso es que si se sabe algo de tan prodigiosa carrera, no
es por boca de sus víctimas. Todos los franceses, todos los portugueses y todos los españoles que
navegaban en aquellos barcos capturados por Henry Gallway fueron invitados a pasar la plancha y
hundirse, más o menos pronto, en las aguas del mar del Norte, del Caribe o del Atlántico. Las
mujeres que iban en aquellos barcos, también siguieron el mismo camino. Unas por su propio
impulso, otras obligadas en el siguiente orden: inmediatamente las viejas. Días o semanas más
tarde, las jóvenes. Alguna pudo quedarse incluso meses; pero tres días antes de volver a puerto
inglés, Henry Gallway hizo que las supervivientes fueran lastradas con balas de cañón y enviadas al
fondo del mar. La reina Isabel podía no ver con gusto cómo uno de sus barcos de guerra se había
convertido en un antro de perversión. Algunos piratas lloraron al atar las balas de cañón a los lindos
pies de la mujer que habían elegido meses antes. Eran muy sensibles. El propio Henry Gallway se
despidió emocionado de tres francesas y una holandesa que se había reservado para sí. Una de ellas,
al saber lo que iba a ocurrirle, sacó un puñal y le abrió en la cara una herida que le iba de la oreja
izquierda hasta casi la yugular. Si hubiera vivido un cuarto de segundo más, habría terminado con
su amante.
Thalia sonrió al aturdido rector y siguió:
—La reina Isabel de Inglaterra acudió al barco y al ver a Gallway tan acuchillado dijo que en
aquella horrible herida veía una prueba del valor de su soldado y prometió tenerlo muy presente, si
en lo demás Gallway había servido eficazmente a la corona inglesa.
«Gallway acompañó a la Reina a la cámara donde estaba el quinto real, o sea la parte que
correspondía al tesoro inglés. La soberana quedóse aturdida ante tantas riquezas. Preguntó si
aquello era un quinto y Gallway le dijo que era un tercio. Todo el botín se dividía en tres partes.
Una para la Reina, otra para la tripulación y otra para el capitán. La Reina quedó satisfecha de tanta

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generosidad y en adelante exigió un tercio a todos sus piratas, poniendo a Gallway como ejemplo. Y
para premiarle por aquella cuchillada en Su Real Servicio, ennobleció a Henry Gallway, que en
adelante se llamó Sir Henry.
»Un año más tarde volvió Sir Henry al mar mandando otro navío más poderoso, «El Veloz
Delfín». Con él y mandando doscientos hombres de la peor clase, atacó algunos pueblecitos de la
costa de Cuba, pero tuvo la desgracia de confundir a un barco de guerra español con un mercante
inofensivo. Dio de narices con ciento sesenta de los mejores soldados del mundo y él y los suyos
fueron capturados tras una corta lucha. Fueron conducidos a la Habana y juzgados. Los piratas
fueron ahorcados y Sir Henry, convicto y confeso de ochocientos asesinatos, cometidos a sangre
fría en las personas de mujeres y hombres inermes, fue descuartizado. Le puedo asegurar, señor
rector, que entre los antepasados de mi hijo no existe ninguno tan... distinguido como el primer Sir
Henry Gallway.
El rector sonrió. Era un hombre de esos a quienes gusta una buena pelea y, vencido el obstáculo
de la caballerosidad y cortesía debida a una dama, pasaban él y su contrincante al terreno de la
lucha abierta. Hasta aquel momento había visto en Thalia una mujer. Una débil mujer que le
obligaba a ser atento, cortés, moderado en sus palabras. En fin, una débil mujer más fuerte que él.
Ahora veía a un contrincante. Y si antes había sentido cierta antipatía hacia Thalia Coppard, porque
le obligaba a ser bueno con ella, ahora, cuando ella buscaba la lucha sin cuartel, cuando le facilitaba
el ser su enemigo, el rector empezó a sentir simpatía hacia ella.
—Algo sabía de la historia de los Gallway—replicó—. Si esas canalladas a que usted se ha
referido se hubieran llevado a cabo en estos tiempos o en los inmediatamente anteriores, puede estar
segura de que ningún Gallway hubiera cruzado, con o sin dinero, las puertas de estos colegios. Pero
las cosas ocurrieron hace siglos.
—¿Son menos canalladas por ser lejanas?
—En su origen todas las cosas son feas y sucias. Los mejores vinos empiezan siendo unos
mostos sucios y empalagosos. Esas pieles que usted luce fueron, en su origen, fieras salvajes. Sus
zapatos fueron un becerro.
—Y nuestros architatarabuelos fueron unos monos ¿no?
—Sí o no. La cosa aún no está clara. Ni creo que llegue a estarlo nunca. Y volviendo a lo de su
hijo, señora: yo no he hecho las leyes. Me limito a cumplirlas, sin poner en mis actos ningún interés
particular.
—¿Existe algún reglamento que prohíba especialmente a quienes se hallan en la situación de mi
hijo asistir a esta Universidad?
—No, señora. En América del Norte no hay parias. La Constitución dice que todos somos
iguales. En esta Universidad no podían hacerse distinciones como en la vieja y achacosa Europa, o
como en la superviejísima India. Si usted desea que su hijo siga estudiando aquí no tiene más que
demandar a Yale ante el Tribunal Supremo. Le aseguro de antemano que la sentencia será favorable
y que nos veremos obligados a admitirle de nuevo y a presentar a usted y a su hijo toda clase de
excusas por nuestro arcaísmo.
Thalia inclinó la cabeza.

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—Usted sabe que yo deseo, por encima de todo, evitar a mi hijo toda humillación. Si yo intentara
usar de la fuerza, sería víctima de mi propio triunfo.
— Veo que lo comprende. No se trata de las leyes escritas. Su hijo se hallaría muy mal en Yale
después de su triunfo.
—¿Cómo podemos ser tan crueles con nuestros semejantes?
El rector se puso en pie y dio unos pasos por su despacho, amueblado al gusto de un siglo antes,
oliendo a buen tabaco, al cuero de los sillones y a la madera de las estanterías. Por fin se detuvo
frente a Thalia Coppard y se inclinó hacia ella, apoyando la mano derecha en el brazo del sillón que
ella ocupaba y la izquierda en el borde de la mesa.
—Señora: siento una gran simpatía hacia usted. Tal vez su belleza ha hecho latir con algo más de
fuerza mi viejo corazón. Acaso admiro su valor. No lo sé exactamente. Tendré que estudiarlo. Se ha
preguntado usted cómo es posible que el hombre sea tan cruel con el hombre. Creo que juzga usted
mal a sus semejantes y a usted misma. No somos crueles, porque no atacamos; sólo nos
defendemos. Levantamos barreras morales para proteger nuestra serenidad espiritual. Decimos que
un hijo en las condiciones del suyo es un paria, no para castigar al hijo, sino para castigar a la madre
y proteger a las que tal vez se lanzarían a ciegas por un mal camino.
—Yo lo seguí con los ojos bien abiertos.
—Bien—el rector se irguió de nuevo—. No voy a hacer de predicador. Sería molesto y aburrido
y en mis tiempos también cometí pecados. Los años, más que el arrepentimiento, me han convertido
en lo que soy ahora.
—Es usted un agradable caballero—dijo Thalia.
—Muchas gracias. Sinceramente yo nada tengo contra su hijo. Admiro el valor de usted. Pero
aprecio mi empleo. A mi edad uno ya no siente ambiciones de sacrificarse en pro de un idealismo.
Estoy contento con todo lo que me rodea. Me asusta el frío y el quedarme sin trabajo por defender
la igualdad humana. Si se llegara a saber que yo estaba enterado de la verdad de su hijo, me
echarían de aquí y darían este despacho, estos muebles y el sueldo que va unido a todo ello a otro de
mis colegas, que espera, impaciente, el menor desliz o error mío. Yo debo defenderme y lamentar el
daño que causo; pero ese daño es inevitable. El que me sustituyera no perdería ni diez segundos en
expulsar a su hijo.
—Diga de una vez lo que va a proponerme,
El rector sonrió apenas.
—Es usted muy sagaz. La felicito.
—Guarde las felicitaciones y diga lo que pretende.
—Yo soy el más poderoso de Yale. Todos me obedecen. Pero... hay otros más fuertes que yo.
Me refiero al consejo administrativo de la Universidad. Unos señores muy importantes; pero no los
más. Existen otros señores a quienes ellos acuden cuando la Universidad necesita fondos para
construir nuevas aulas, nuevos dormitorios o uno de esos horribles lugares que ahora se estilan y
que se llaman campos de deporte. Cuando esos caballeros son requeridos, siempre dan dinero.
Gruñen, protestan; pero dan dinero. Que yo sepa, y por lo que a la Universidad se refiere, no hay

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nadie más poderoso que ellos; pero en el mundo donde ellos viven seguramente habrá otros
hombres más importantes que ellos. Siempre existe alguien más fuerte y más poderoso. Si usted
encuentra a ese alguien, el favor que tiene que pedirle le parecerá tan nimio que se lo concederá en
seguida.
—Es una buena idea—admitió Thalia.
—¡Ojalá tenga éxito y podamos retener a nuestro lado a su hijo, sin daño alguno para él!
—Un momento. En la placa de mármol he visto muchos nombres. ¿Están todos o falta alguno?
—Sobran los doce primeros y el que hace dieciocho.
Thalia recogió su capa de pieles y se puso en pie. Era bastante alta, formada; pero sin
exageraciones. Vestía con exquisito gusto y parecía, por la ropa y los modales, toda una señora.
—Muchas gracias por su amabilidad—dijo, tendiendo la mano al rector, que se inclinó a besarla
—. Temí que pudiéramos separarnos como enemigos. Celebro poder recordarle como un cortés y
buen amigo.
—En todo momento, señora, yo no hubiera sido más que el oficial que da la voz de fuego, sin
enemistad personal hacia el condenado. Espero recibir buenas noticias.
—Adiós. Si en algo puedo serle útil, no vacile en acudir a mí.
—Lo que lamento es no poder yo prestarle toda la ayuda que quisiera y que mis huesos me
niegan.
Acompañó a Thalia hasta la puerta de su despacho y la despidió allí con una profunda
inclinación.
Thalia recorrió el corto pasillo y fue hasta la puerta que daba a la cuadrada plaza con altos olmos
que sombreaban el verde césped cruzado por rectos senderos de losas. Bajó los tres escalones y
volviéndose hacia el pequeño edificio colonial que alojaba al rector, contempló la larga placa de
mármol en la cual, escritos con letras mayúsculas, se leían los nombres de los protectores de la
Universidad. Sacando una libretita de notas y un pequeño lápiz de plata, Thalia copió ocho
nombres. Los demás de la lista tenían, a su derecha, una crucecita que indicaba que ya no podían
influir en nada sobre las cosas que ocurrían en el mundo.
El último nombre que anotó fue el de Roberta Saint Paul.
Una mujer. Seguramente en ella encontraría menos comprensión y facilidades que en los
restantes protectores de Yale.
Nunca pudo imaginar que las cosas ocurriesen de tan distinta manera de como ella las había
previsto mientras copiaba los ocho nombres de los protectores supervivientes.
Aquella tarde, en el departamento del tren que la llevaba desde Connecticut hasta Nueva York,
Thalia Coppard movió la cabeza negativamente y pensó que no debía darle al incidente una
importancia desmesurada. Todo se arreglaría fácilmente. Ella conocía a personas muy importantes
que influirían en aquellos personajes para que uno tras otro enviaran al rector de Yale una carta
rogándole que Julio C. Coppard pudiese reingresar en Yale al empezar el curso próximo. Una de las
ventajas de regentar una casa de juego estaba, precisamente, en la importancia de los amigos y

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conocidos que se iban adquiriendo.
Thalia tenía amigos en todas partes, tanto en las antesalas de la Casa Blanca como en las celdas
del penal de Sing-Sing. Estaba dispuesta a valerse de todos ellos para lograr que su hijo fuese un
caballero y, como caballero, se graduara en Yale.

CAPITULO II
IA TERQUEDAD DE UNA DAMA

John Coulter subió al tren en Mount Vernon y al sentarse frente a Thalia Coppard se portó como
si el azar en persona le hubiera llevado allí.
—¡Qué placer!—exclamó, quitándose el sombrero de copa y dejándolo sobre el mullido asiento,
mientras son reía irónicamente y se inclinaba en un profundo saludo ante la viajera.
Esta le miró sin fingir la menor alegría.
—¿No estarás más cómodo en otro sitio?—preguntó.
John Coulter se sentó frente a Thalia, pasando las palmas de las manos por sus sienes, para alisar
el rizado cabello, de un negro intenso entre el cual brillaban numerosas canas de un blanco no
menos intenso.
—Me fastidia llevar sombrero—dijo—. ¿Qué tal los negocios, Thalia?
—Poco más o menos como los tuyos, John Coulter.
¿Debo decirte que me molesta tu presencia?
—No puedes evitarla. Estamos en un país libre. El tren es grande y tú sólo has comprado un
billete. No puedes echarme de aquí. No fumo. Es la única excusa que podrías utilizar para que el
revisor me pidiera, amablemente, que pasara a un vagón de fumadores. ¿Qué tal te ha ido la visita a
Yale?
—No te importa.
—No seas tonta, Thalia. En nuestro mundo todo se sabe. A ti te cuentan cuanto pasa en la «Flor
de Lis» y yo sé al minuto lo que sucede en el «Empire». Las principales salas de juego de Nueva
York. Nadie podría decir cuál de ellas es mejor. Una posee el encanto que le presta tu belleza, y
resulta un irresistible imán que atrae a los hombres más importantes de la ciudad. La Flor me
tiene a mí, un seductor caballero por el cual de compasan la respiración muchas y muy bellas
damas...
—La mayoría de las que se emocionan a causa de tu, bello rostro, John Coulter, son viejas que
sueñan encontrar un marido. A su edad ya no están en condiciones de ser muy exigentes.
Coulter se echó a reír.
—¡Buen pinchazo!—exclamó—. Has estado magnífica. Pero tienes que admitir que algunas de
mis clientes son jóvenes y muy atractivas.

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—Las conozco—sonrió Thalia—. Antes de que fueran a tu casa las vi muchas veces en teatrillos
de la Bowery, con poca voz y menos ropa.
—Eres terrible. Si no fuera porque sé lo mucho que me odias, creería que estabas enamorada de
mí.
Thalia le fulminó con una despectiva mirada de gran señora a un audaz lacayo.
—No digas nada más—suspiró Coulter—. Tus ojos han dicho ya lo suficiente. Y en realidad me
alegro de serte tan antipático. Ello me hace olvidar tu belleza y concentrarme en mi proyecto de
monopolizar todas las salas de juego de Nueva York.
—¿Todas?
—Todas las que merecen el nombre de salas; porque las otras, los tugurios inmundos y
malolientes, no me interesan. ¿No quieres vender?
—No.
—Puedo obligarte.
—Inténtalo. Te pagaré con la misma moneda que tú emplees.
—Hay cosas que una dama con brillantes en las orejas y en los dedos no puede hacer.
—Cuando se trata de hacerlas, me quito los pendientes y los anillos y me pongo al nivel de los
rufianes como tú, John Coulter.
—¿Por qué me llamas siempre usando mi nombre y apellido? ¿Por qué no te decides por uno o
por otro?
—Me interesa mantenerte a raya, bien alejado.
—Podrías llamarme: «Señor Coulter». Mucha gente me llama así.
—Los que no te conocen o los más embusteros. Tú tienes de señor lo que yo de puritana.
Dejemos tu personalidad en John Coulter, tramposo, ladrón, estafador y hasta puede que asesino.
—Eso no. Siempre he dado la cara al apretar el gatillo. No he querido que mis víctimas se fuesen
al otro mundo con la equivocada impresión de que morían a manos de otro.
—Así les habrás dado doble disgusto.
—¿Te ha salido bien el plan de mantener a tu hijo en Yale?
—Un momento, John Coulter. No trato de amenazarte. Lo que te voy a decir es la verdad concisa
y real: Si mi hijo sufre el más leve arañazo en su cuerpo o en su alma por tu culpa, te haré matar sin
ningún remordimiento. No amenazo en vano. No trato de asustarte. Admito todos los juegos sucios
que puedan herirme a mí directamente. No de rechazo. ¿Me entiendes?
—Perdona—se apresuró a replicar Coulter—. No he pensado jamás en disparar sobre un niño
para herir a la madre. Mi pregunta ha sido sincera. ¿Lo expulsan?
—Me estás molestando con tus impertinencias, John Coulter.
—Tal vez yo pueda hacer algo—siguió el hombre—. Me gustan mucho los niños. Desde
pequeño he tenido debilidad por ellos. Y ellos por mí. Siempre me he sentido feliz entre los

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pequeños.
—Seguramente hubieras sido un buen maestro. ¡Qué lástima que hayas seguido tan distinto
camino! Los niños y yo nos hubiéramos alegrado mucho si no hubieses torcido tus ambiciones.
—Eres muy cáustica, Thalia. ¿Es posible que yo no ejerza ninguna influencia en ti?
—Me molestas. ¿No te parece bastante?
—¿Soy feo?
—No. Al contrario. A una mona le parecerías el marido ideal.
Era injusta; pero no le importaba. John Coulter tenía un rostro que no era bello en el sentido
clásico o helénico de la belleza masculina. Cara corta, frente estrecha; pero amplia y saliente, ojos
pequeños, pero muy expresivos, boca grande, nariz aplastada por un lejano puñetazo. Cuerpo fuerte,
de capitán de barco fluvial. Manos grandes, dedos espatulados, de hombre codicioso de dinero.
Hubiera encajado magníficamente dentro de un uniforme marino sucio de grasa. Pero lo notable era
que también estaba en su punto dentro de una levita cortada por un sastre inglés de Nueva York, el
mejor sastre de la ciudad; calzado con zapatos de becerro de primera calidad, hechos a medida; con
una gran corbata gris, en medio de la cual lucía una perla y un brillante, ambos compitiendo en
volumen. Había en él algo faunesco que repugnaba y atraía a la vez a las mujeres. En una época en
que todos los hombres lucían poblados bigotes, John Coulter reducía el suyo a una línea de un
centímetro de grueso, que corría por todo el labio superior. Era un rostro inconfundible, lleno de
personalidad, y aquella personalidad resultaba igualmente atractiva a los hombres, a quienes Coulter
inspiraba una extraña confianza. En tantos años de vivir con los naipes en las manos, John Coulter
jamás había sido acusado, públicamente, de hacer trampas.
¡Y sin embargo las hacía! Y no se avergonzaba de ello; porque le resultaba tan natural como el
respirar.
—¿Te ha extrañado el verme aquí?—preguntó.
—Sí.
—Me interesaba saber si expulsan de Yale al chico.
—No es tu hijo. Preocúpate de tus asuntos.
—Me disgusta que estés preocupada, porque así no hay manera de que te entregues a tu trabajo.
Pelear contra ti, en estos momentos, es como luchar contra un ser indefenso. Las preocupaciones no
te dejan estar para lo más importante. Supongo que el que tu hijo se quede o no en Yale nada tiene
que ver con tus posibilidades económicas.
—Mi dinero no puede retenerle allí.
—Si te hace falta más, puedes vender tu casa y yo te daré...
—No es asunto de dinero. Lo que hace falta es llenar un vacío en su partida de nacimiento y que
yo deje de ser quien soy.
—Podríamos casarnos y yo reconocería como hijo mío a Julio. A cambio, tú podrías dejarme
gobernar tu «Empire».

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—Eres muy generoso, John Coulter. Ya es bastante malo que el chico tenga por madre a la dueña
de una sala de juego. No empeoremos la situación dándole por padre a otro jugador.
—Temí que aceptaras—rió Coulter—. No he nacido para casado; pero no veo la forma de
hacerme con tu casa si no es por medio del matrimonio.
—No digas tonterías. No me casaría contigo por nada del mundo.
—¿Ni por tu hijo?
—Sé que la boda no le beneficiaría en nada
—Cuéntame lo que te ha ocurrido. Tal vez pueda ayudarte.
—No. Me ayudaré yo misma.
—Como tú quieras. Mientras se te arreglan esos asuntos firmaremos un armisticio. Ya me
avisarás cuando todo esté listo y podamos pelearnos de nuevo.
—Eres muy amable, John Coulter.
—Ya estamos llegando. Si me lo permites te acompañaré hasta tu casa. Así todos creerán que es
verdad que hemos firmado una paz.
Thalia se encogió de hombros; pero estaba tan preocupada por su hijo que le resultaba un alivio
no tenerse que distraer en alquilar un coche para llegar hasta el «Empire».

CAPITULO III
OTRA OFERTA DE MATRIMONIO

Cuando el coche se detuvo frente al «Empire», John Coulter bajó de un salto, sonriendo al ver el
gesto de asombro del portero y la seña que hacía en seguida hacia el interior del edificio, por cuya
puerta salieron, casi al momento, tres «forzudos» de los que Thalia tenía para mantener el orden en
su sala de juego en las rarísimas ocasiones en que alguien, impulsado por el alcohol, promovía
alborotos o protestaba de su mala suerte.
Los «valientes», que sabían quien era John Coulter y cuál su «amistad» hacia Thalia Coppard,
iban a avanzar hacia él, cerrando el camino hacia la puerta del «Empire», cuando vieron, con
irreprimible asombro, cómo Thalia Coppard descendía del mismo coche.
—Tus «valientes» no saben si abrazarme o estrangularme—comentó John Coulter, sonriendo a
Thalia.
—Será mejor que te marches antes de que se convenzan de que si te estrangulan me darán una
gran alegría. Adiós, John Coulter. Muchas gracias por todo.
Thalia subió los tres escalones que conducían a la puerta principal del iluminado «Empire» y
murmuró a los tres guardianes, deteniéndose un momento junto a ellos:
—Si pretende seguirme echadle en medio de uno de los charcos de la calle. Si permanece donde
está o se marcha no le hagáis nada.

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Al ir a cruzar el umbral volvióse y sonrió cuando Coulter la saludó inclinando el cuerpo y
moviendo el sombrero en gracioso semicírculo que terminó en su hombro izquierdo, después de
rozar el suelo.
El «Empire» era una casa de juego para ricos; casi un hotel. Tenía, además de lujosas
habitaciones para sus clientes, un reducido comedor, servido por una exquisita cocina y una vieja
bodega. Los juegos eran todos honrados y nunca se había visto allí una baraja marcada, ni una
ruleta desnivelada. El gran edificio contenía una serie de magníficos salones de altos techos,
entradas arqueadas, puertas enormes, de ricas maderas, suelos de marmol de Vermont y de Italia,
paredes de jaspe, techos artesonados o con recargadas molduras en yeso. Las puertas y los marcos
de las entradas estaban adornados con enormes cortinas de terciopelo, de tapicería y de brillantes
sedas francesas. Por doquier se advertía él lujo y la comodidad y el ambiente estaba cargado de
perfumes franceses y de aromas de las mejores vegas cubanas.
Thalia entró en su casa como una reina en su palacio, aceptando y devolviendo, graciosamente,
los saludos de sus amigos y clientes. Se dirigió en seguida a su despacho, donde dilucidaba todos
los asuntos de su negocio, y cerrando la puerta con un cerrojo de brillante cobre abrió una puerta
disimulada gracias a las molduras del adorno de las paredes, pasando a una estancia contigua en la
cual había una pequeña cama, una mesita y un par de sillones. El resto se componía de un enorme
armario que iba siguiendo la pared. Thalia abrió una de las puertas de aquel enorme armario y
recibió en el rostro la cálida y perfumada caricia de las ricas telas de los elegantísimos trajes que allí
guardaba.
—Son mis uniformes—había dicho un día, al enseñar aquel rincón tan suyo a Pamela Browning,
la maravillosa mujer que sin belleza, sin fortuna y casi sin instrucción, había sabido llegar a lo más
alto de la sociedad neoyorquina casándose con un viejo multimillonario y haciéndose perdonar y
olvidar su pasado.
Thalia quería sinceramente a Pamela Browning y, en aquel momento, al recordarla, deseó hablar
con ella.
Volvió al despacho y tiró del recio cordón de la campanilla. Cuando el criado llamó con los
nudillos a la puerta, Thalia abrió preguntando:
—¿Está la señora Browning en casa?
—Llegó hace un cuarto de hora.
—Pídele que venga en seguida. Pamela Browning, no muy alta, enjuta, rubia pajiza, de mejillas
sumidas, ojos muy grandes y oscuros, fea y, sin embargo, llena de un extraño atractivo, acudió al
momento. Abrazó con cariño a Thalia y entró con ella en el cuarto de la dueña del «Empire».
—¿Cómo ha ido?—preguntó.
—Tengo unos cinco o seis meses de plazo para encontrar la forma de mantenerlo en Yale. No va
a ser cosa sencilla.
—El rector debe de ser viejo, ¿no?
—Sí.
—Es una lástima que no los usen jóvenes. Ningún hombre de menos de sesenta años podría

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contestar negativamente a una petición tuya. ¡Ay! ¡Tan fácil que te resulta todo! ¡Si yo hubiera
tenido tu hermosura!
—¿Adonde hubieras llegado que no haya alcanzado Pamela Browning, viuda de Abimelech
Browning.
—Siempre que logramos mucho, dejamos mucho por conseguir. Hay que pagar a muy alto
precio todo lo bueno que se adquiere. Te reirías si supieras a qué mujeres envidio.
—¿Tú, envidiar a alguna mujer?—rió Thalia mientras se iba quitando el traje de camino.
—Aunque lo dudes. A veces, en plena calle, me cruzo con alguna mujerona gruesa, de cabello
negro, brazos fuertes, cargada con un cesto de ropa recién planchada.
Va vestida sencillamente y huele a jabón, a colada y ropa limpia. Entonces siento como un
escalofrío por todo el cuerpo y una emoción casi sensual. ¡Cómo la envidio!
—A los cuatro minutos de vivir como ella envidiarías tu vida anterior.
—No lo sé. Yo he nacido con el alma de una madre de familia bien abundante. Me hubiera
gustado tener siete u ocho hijos. ¡Y ya ves! ¡Ni uno! ¡Solamente los de mi marido!
—Que te adoran.
—Sí—suspiró Pamela—. No me puedo quejar. ¡Dios los bendiga por lo buenos que han sido y
son! Pero el más joven tiene veinticinco años. Le conocí de quince y ya no puedo mimarlo, ni
cuidarlo, ni taparlo, ni darle consejos. Sin embargo, los cuatro son mi vida. Al casarme con su padre
me encontré con ellos de uñas. Estaban dispuestos a no dirigirme la palabra en todo el resto de su
vida. Como ellos no hablaban, hablé yo. No hice distinciones entre ellos y Abimelech. Los traté a
todos igual. ¡Qué muchachos! Abimelech los había tratado siempre con mano dura y me di cuenta
de que al llegar yo esperaban encontrarse frente a una belleza deslumbrante. Creían que su padre se
había encaprichado de una jovencita y estaban dispuestos a devolverle la pelota, a hacerle pasar los
mismos malos ratos que ellos habían pasado a causa de su intransigencia. No por la nueva esposa,
sino por él. El verme tan rara, o tan fea, les sorprendió, les desconcertó y les hizo perder el primer
tiempo de la lucha. Luego yo conseguí que su padre fuera más tolerante. Y ellos comprendieron que
el cambio se debía a mí, a pesar de que nunca lo dije. Les adiviné los caprichos en cuestiones de
comida. Yo sabía adonde iban a comer cuando no lo hacían en casa y ya sabes que soy conocida de
todos los cocineros de restaurantes de la ciudad. Cuando vieron que en su casa se comía lo mismo
que fuera, se olvidaron de su costumbre de comer en cualquier restaurante. Les tuve la ropa siempre
a punto y al cabo de seis meses ya estaban derrotados; pero aún conservaban la apariencia feroz.
Entonces fingí que mi corazón estaba flojo y me desmayé. El doctor Sobriani, que ya estaba bien
instruido les dijo, ¡solemne mentiroso!, que mi vida pendía de un hilo. Que no debía disgustarme ni
sufrir emociones fuertes. Que estaba muy débil. ¡Yo débil!
—Lo pareces.
—Soy un caballo percheron con cuerpo de galgo; pero dura como una roca. Ellos, ¡pobrecitos
míos!, se asustaron tanto que ya nunca más intentaron fingir que me consideraban una intrusa. Ya
tenían una razón justificada para tratarme como a un ser humano. Así vivimos siete años felices,
hasta que murió Abimelech. Había hecho testamento dejándolo todo en mis manos; pero yo les he

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dicho que de toda la fortuna haremos cuatro partes iguales. Cada cual puede llevarse la suya. Allí
los tengo, en casa, sin querer marchar. Y los dos mayores convencidos de que están enamorados de
mí.
Thalia se había puesto una bata y estaba sacando ropa interior de otro armario.
—¿Por qué no te casas con uno de ellos?—preguntó.
—Por no alejarme del otro. A todos los quiero por igual. Yo les digo que se casen y que me
hagan abuela, para poder sobremimar a un chiquillo de meses y de pocos años. Pero debes contarme
qué pasa con el tuyo.
—Lo quieren echar de la Universidad porque no estoy casada ni soy viuda, y porque soy dueña
del «Empire». Pero me han indicado que una recomendación de estos caballeros podría hacer que se
guardase reserva absoluta. Toma.
Thalia tendió a Pamela la lista de nombres que había copiado y su amiga la leyó atentamente.
—Los conozco; pero no lo suficiente—dijo—. Y ellos me ignoran. Permite un momento...
Fué a ayudar a Thalia a ponerse un elegante traje de noche y mientras lo hacía contempló la
imagen de su amiga reflejada en el gran espejo.
—Siempre he envidiado tus canas, Thalia. Son deliciosamente prematuras y te hacen más joven.
Mucho más interesante. Hace años que nos conocemos y somos buenas amigas. ¿Por qué no me has
dicho nunca quién es el padre de tu hijo?
—¿Te ofende mi reserva?
—No. Me asombra. Por lo general, las mujeres divulgamos en seguida nuestros secretos. Esa
reserva tuya es un rasgo masculino.
—El tampoco lo sabe.
—¿Quién es él?
—Me refiero al padre de Julio. No sabe nada acerca de su hijo.
—¿Está bien guardar semejante secreto?
—Hubo un momento en que pensé que podríamos llegar a casarnos. Luego me di cuenta de que
yo no podía ser su esposa. Renuncié a él. Me enriquecí para que a Julio no le faltara nunca nada.
—Muchas veces me he preguntado cómo sería el padre de Julio. Tienes un hijo muy raro. Es
agresivo, irónico, simpático, antipático. ¡Y su afición a las armas! Su padre debía de ser militar,
¿no?
—Salteador de caminos—rió Thalia—. No insistas, Pamela. Nadie sabe la verdad. La tengo
escrita en una carta que guarda mi notario. Después de mi muerte, Julio podrá, si quiere, conocer a
su padre.
—¡Vaya sorpresa para el chico!
—Más de la que tú te puedes imaginar. ¿Vienes?
—Un momento—pidió Pamela—. ¿Puedo usar tu perfume?

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Cuando salieron del despacho casi dieron de bruces con un hombre muy alto, delgado, rubio, con
pequeño bigote y cara pecosa. Era un tipo que a simple vista exudaba britanismo: Inglés cien por
cien, a pesar de que tanto él como su padre y su abuelo habían nacido en Norteamérica.
—Hola, Henry—saludó Pamela.
—Hola—bostezó el hombre—. ¿Qué tal, amada Thalia?
—Bien, Henry; hoy, precisamente, he hablado de tu familia. Los Gallway. Con el rector de Yale.
—Mis sobrinos estudian allí, siguiendo nuestra tradición familiar.
—Espera...—pidió Thalia, a quien le había asaltado una idea súbita—. Deberías escribir una
carta al consejo administrativo de la Universidad pidiendo que cierto alumno...
—¿Tu hijo?
—Pues... sí. Se trata de mi hijo. Quiero que digas que te interesa mucho que se le facilite la
permanencia en la Universidad. Tratan de echarlo por ser mi hijo.
—No perderá nada—dijo Gallway.
—Deja que mi hijo y yo decidamos sobre ello. A él le gusta y yo quiero hacer de él un caballero.
—¿Como yo?
—Lo preguntas como su fueras un bicho.
—Simplemente la punta de la cola de un enorme bicho. El primer Henry Gallway de que
guardan memoria nuestros archivos secretos, fue verdugo en Londres. Ejecutor de las sentencias de
Su Majestad. Especializado en decapitaciones. Su hijo obtuvo, por influencia paterna, un puesto en
la cárcel de Newgate. Carcelero. Se hizo lo bastante rico para abrir un comercio de pertrechos
marineros. Vendía aguardiente, vino y cerveza, y algunas cuerdas y poleas. Uno de sus hijos
empezó a navegar desde la costa inglesa a la francesa, pasando contrabando. En nuestro árbol
familiar, ese Gallway aparece como «honrado marino mercante». Algún día los Gallway
recorreremos todo el ciclo y uno de nuestros descendientes volverá a ser verdugo y se ganará la vida
ahorcando a sus semejantes. Entonces nos sentiremos orgullosos del largo camino recorrido.
¿Necesitas una influencia para que tu hijo siga en Yale?
—Sí.
—Cásate conmigo y tu hijo heredará el título que me corresponde. La haré un favor a él,
fastidiaré a mis sobrinos, con lo cual me llevaré una gran alegría, y me casaré con la mujer más
hermosa del mundo.
—Estoy delante—protestó, riendo, Pamela.
—Tú no necesitas belleza, Pamela. Eres demasiado encantadora.
—Gracias, Henry; pero no voy a aceptar—dijo Thalia—. Creo que para el muchacho no sería
una buena solución. El verse, de pronto, emparentado con la nobleza inglesa le trastornaría el
cerebro.
—Te aseguro que al hacerte la oferta la consideraba un buen negocio para mí. Voy a jugar un
rato. Si alguna vez crees que casándote conmigo puedes solucionar tus problemas, dímelo sin

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miedo. Me darás una alegría.
Thalia siguió con extraña sonrisa en los ojos la partida de Henry Gallway. Pamela, observando
aquella sonrisa, comentó:
—Piensas en otro hombre.
—Sí. Me pregunto: ¿cómo será ahora, al cabo del tiempo?
—¿No te inquieta lo que él pueda pensar de ti?
—Eso ya no tiene importancia. Lo importante es el niño.
Paseaba por las salas llenas de público entregado a sus juegos preferidos: ruleta, «póker»,
«baccará», monte, cambiando saludos.
—¿No exageras un poco? ¿Por qué no lo sacas de Yale y lo envías a otro colegio? Incluso
podrías enviarlo a una Universidad inglesa, si tanto te interesa crearle una base de cultura y buenas
relaciones.
—No. A él le gusta Yale y se educará allí. Empezaré mis gestiones. Allí está Jacob Hyatt, uno de
los protectores de Yale y de mi cocina. Ven.
Pasaron al pequeño restaurante de mesas redondas y paredes cubiertas de planchas de roble, a la
moda de una posada holandesa. Las lámparas, de brillante cobre, eran legítimas arañas holandesas,
y el ambiente estaba perfumado por los buenos tabacos y la exquisita cocina.
—Jacques, por favor—llamó Thalia al «maitre».
Este acudió, risueño y eficiente, como de costumbre.
—¡Madam! ¡Señora!
Saludó a las dos mujeres sin mostrar preferencia por ninguna.
—¿Qué ha pedido el señor Hyatt?—preguntó Thalia.
—Filetes de lenguado Marguery, langosta Cardinal y «tournedos» con salsa española. Ahora está
con la langosta. Acabando.
—Avíseme en cuanto termine. He de pedirle algo.
El viejo y multimillonario Jacob Hyatt estaba paladeando su coñac Napoleón cuando Thalia y
Pamela se sentaron frente a él, rogando la primera:
—No se levante. Sólo he venido a pedirle un favor. Usted es una de las figuras más importantes
de Yale. Un protector de la Universidad.
—Sí. Claro. En algo he de gastar el dinero que no me puedo llevar al otro mundo ni comerme en
éste.
—¿Estaba bien guisado el «tournedos»?
—Maravillosamente, Thalia. Pero, ¿qué favor tienes que pedirme?
—Mi hijo estudia en Yale y, por ser mi hijo, quieren que interrumpa sus estudios. Que no vuelva
allí en octubre, al reanudarse los cursos.

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—No sabía que tuvieras un hijo—comentó Jacob Hyatt, bebiendo otro sorbo de Napoleón—. Tú
debes de querer que yo pida que no le molesten, ¿verdad?
—Así es. Eso es lo que deseo pedirle, señor Hyatt. A usted, como protector, le harán caso y
permitirán que mi hijo permanezca en Yale. Es un buen alumno, y no es justo que lo expulsen por
ser hijo mío. Si lo hicieran... cerraría esta casa y me marcharía a Europa.
Hyatt se alarmó.
—¡No digas eso!—pidió—. No quiero que cierres el «Empire». ¿Dónde iría yo a comer? Escribe
tú misma la carta y tráela para que yo la firme. Si sólo deseas eso... no hay que preocuparse. ¡Todo
tuviese tan fácil arreglo!
Thalia hizo seña a Jacques y éste se la transmitió a Harvey Kidder, el secretario de Thalia, que
acudió con Harvey Kidder, el secretario de Thalia, que acudió en seguida.
Apartándose con Kidder a un lado, la dueña del «Empire» le dio instrucciones. El hombre se fue
para volver poco después con la carta que Thalia había dispuesto que redactara y que le fue
presentada inmediatamente a Jacob Hyatt.
—¿Qué dice?—preguntó Hyatt.
Thalia le tendió la carta y el otro la leyó lentamente, luego tomó la pluma que le ofrecía el
secretario y la firmó con su ampulosa e inconfundible rúbrica.
—Aquí la tienes, Thalia, y olvídate de esa loca idea de cerrar el «Empire». Estarías loca. Muy
loca.
***
Siete días más tarde, Thalia Coppard tenía cuatro cartas para la junta administrativa de Yale.
Estaba segura de salir triunfante en la empresa; pero entonces tropezó con Frank Hartmanu.

CAPITULO IV
FRANK HARTMANN

Representaba unos cuarenta años o algo menos. Era un hombre impecablemente limpio. Thalia
había aprendido que los hombres que llevan al extremo la pulcritud, suelen ser insensibles.
Hartmann la recibió en su despacho de Times Square. La invitó, fríamente, a sentarse, y luego
preguntó, permaneciendo de pie ante ella, dentro de una inmaculada levita, un pantalón que parecía
recién planchado, unos zapatos que parecían espejos, una camisa que crujía de puro limpia y una
corbata ancha cuyo nudo se hubiera dicho fue trazado con tiralíneas. De este conjunto sobresalían la
cabeza, pequeña, de cabello escaso y muy negro, labios finos y pálidos y sin bigote ni barba.
También quedaban al descubierto las manos. Largas, de dedos finos, uñas cuidadas y piel
transparente. Thalia estaba segura de que aquellas manos eran frías como el hielo.
Hartmann escuchó, impasible, la demanda de Thalia y cuando ella hubo terminado, el hombre
dijo:

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—Lamento tener que opinar que la Universidad de Yale estará mejor sin su hijo, señora.
Thalia palideció y, en seguida, enrojeció como si hubiese recibido una bofetada.
—¿Debo entender que no quiere enviar la recomen dación que le pido?
—Así es.
—Por lo menos podría usted decirme el motivo de su tajante negativa.
—Lo lamento; pero no puedo decírselo. En realidad no deseo ofenderla. Por ello prefiero callar
las causas que me obligan a rogarle que se retire. Tengo mucho trabajo.
Thalia se levantó, sintiendo que la sangre corría por sus venas desordenadamente.
—No estoy acostumbrada a que un caballero me trate con tan poca cortesía, señor Hartmann.
—Acháquelo a mi falta de costumbre de recibir visitas como ésta. Tal vez he creído que el tono
empleado era el lógico.
—¿Existe alguna posibilidad de que usted cambie de opinión?
—Ninguna.
—Entonces... lamento haber venido.
—Y yo también lo siento mucho. Hubiera querido ahorrarme estas violencias. Adiós.
Thalia salió del despacho de Frank Hartmann, dueño absoluto de la «California & Nevada Bórax
Company», quien, al quedar solo, caminó hasta su mesa y se apoyó en ella con la mano derecha,
pasando lentamente la izquierda por la frente y los ojos. Al cabo de unos instantes fue hasta un
armarito; lo abrió y sacando una botella de coñac llenó el fondo de un vaso.
El borde de éste tintineó contra el gollete de la botella primero y, luego, contra los dientes de
Hartmann.
El potente licor le hizo volver la sangre a las mejillas y puso un poco de calor en sus manos.
Cualquiera, viéndole en aquellos momentos, hubiera supuesto que el poderoso Frank Hartmann
acababa de salir de un terrible peligro.
***

HERBERT COLBY

La «Colby. Steamship Cº» tenía sus oficinas en Bowling Green, sobre la Batería. Era una
empresa muy poderosa y tenía vapores navegando en todos los mares del mundo. La sala principal,
y la de espera, a que fue conducida Thalia, tenían, como principalísimo adorno, maquetas de los
vapores de la empresa. En medio de la sala, dentro de una urna de cristal, estaba el modelo del
novísimo «Colby II», junto con un modelo reducido del vapor de ruedas «Colby I». En las paredes,
Thalia vio los vapores «Colbert», «Colburn», «Colborne», «Colbrand».
—¿Le gustan?—preguntó una voz.

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Thalia volvióse y se encontró frente a Herbert Colby, que la miraba sonriendo, como si le
divirtiese y agradara el interés de su visitante hacia los vapores de su compañía.
—Son muy interesantes—respondió Thalia—. He notado que todos llevan nombres compuestos
con las cuatro primeras letras de su apellido, señor Colby.
—Sí. Resulta difícil encontrar nombres para los nuevos buques. Pero, con un poco de
imaginación, los encontramos. Me han dicho que deseaba usted verme.
Mientras hablaba, Thalia iba estudiando a Herbert Colby. Era un hombre bastante alto; pero tan
recio que resultaba casi bajo. De cabellos muy rizados, casi metálicos, por su fijeza; grandes manos,
deformadas por las cabillas del timón. A pesar del tiempo que debía de hacer que no pilotaba
ninguna nave, Herbert Colby aún se movía con las piernas muy abiertas, cual si asegurase el paso
sobre el puente de un navío en alta mar.
—Vengo a pedirle un favor—dijo Thalia.
—Délo por concedido, señora. ¿O señorita?
—Soltera. Pero es un favor para mi hijo.
Herbert Colby no se turbó. Había sido marino y no le asustaban ciertos detalles de la vida.
—¿Quiere ser marino?—preguntó.
—No. Estudia en Yale, y por lo anormal de su nacimiento...
Mientras decía esto, Thalia notó el cambio que se operaba en Herbert Colby. Su simpático rostro
se endureció. Sus ojos se hicieron más pequeños y más oscuros. Su boca se cerró como una tenaza.
Cuando Thalia terminó su demanda, Herbert Colby movió negativamente la cabeza y, luego,
haciendo un esfuerzo, desencajó las mandíbulas y murmuró:
—Créame, señorita Coppard, que lamento mucho no poder hacerle el favor que me pide. La
conozco desde hace años y la admiro profundamente...
Notando la expresión de asombro de Thalia, siguió, forzando una sonrisa:
—Ya sé que usted no me conoce. Entonces era yo muy distinto. ¡Muy distinto! Crea que me
gustaría muchísimo ayudarla y que lamento no poder hacerlo.
—¡Es tan poco lo que pido!...
—Lo sé. Pero, aunque no lo parezca, es más de lo que yo puedo hacer. Si me pidiera un puesto
en uno de mis barcos, se lo daría con mucho gusto; pero eso otro, que parece más fácil, no puedo
hacerlo. Créame que lo deploro profundamente.
—No comprendo que le resulte tan difícil una cosa en apariencia tan sencilla.
—Así es. No soy ningún puritano. Pero... no puedo hacerlo. ¡No puedo!
Parecía asustado, y Thalia sintió compasión de aquel hombre tan poderoso, ante al cual
palidecían los más rudos capitanes, y que ahora casi temblaba ante una mujer.
—Supongo que sus motivos deben de ser muy poderosos para tan enérgica negativa—dijo—. No
he de insistir más. Adiós, señor Colby.

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Colby vio salir a Thalia de la sala de espera y se apretó las sienes con las palmas de las manos.
¿Por qué tenían que ocurrir le a él aquellas cosas? ¿Cómo iba a arriesgarse? ¡Cualquier cosa antes
que descubrir!...
***
ADAM CHALMERS
A los sesenta años, Adam Chalmers tenía el cabello enteramente blanco, lucía un bigotito muy
recortado, que le cubría todo el labio superior y que era tan blanco como el cabello. Era muy pulcro
y muy conocido por sus obras de caridad.
—¿Quién es?—preguntó a su criado, que le había traído a la biblioteca, donde tomaba el café, la
noticia de la visita de Thalia Coppard.
El criado, ayuda de cámara y secretario, todo en uno, explicó:
—Es la dueña de esa famosa casa de juego.
—Dile que no puedo recibirla.
—Ya le advertí que sería muy difícil que el señor la recibiese.
—Dórale la píldora; pero échala.
—Ya sabe usted que anda buscando recomendaciones para su hijo.
—Dile que yo no recomiendo a las personas a quienes no puedo recibir en mi casa. Díselo con la
máxima suavidad; pero no tanta que le pueda caber duda acerca de mi decisión de no recibirla. Ya
me entiendes, ¿verdad, Simón?
El criado sonrió y fue a cumplir el encargo de su amo.
—¡Pero tiene que recibirme!—protestó Thalia—. ¡No puede echarme sin oír lo que vengo a
pedir!
—Usted viene a pedir una recomendación para su hijo que estudia en Yale y va a ser expulsado a
fin de curso —dijo Simón, riendo ante el asombro de Thalia Coppard, y agregando—: Las cosas se
saben cuando se divulgan. Y usted las ha divulgado. El señor y yo lo lamentamos mucho.
—¡Le veré ahora mismo!—gritó Thalia, yendo hacia la puerta por la que acababa de volver
Simón; pero éste la retuvo, agarrándola de un brazo con una fuerza y una rudeza que hicieron lanzar
un grito a la mujer.
Simón la echó hacia atrás y la arrastró luego hacia la puerta, sin aflojar la enérgica presión de sus
fuertes dedos en el brazo de Thalia, que se debatió en vano hasta verse por fin en la calle, frente a la
puerta de la mansión de Adam Chalmers, en la Plaza de Washington, que el criado había cerrado
violentamente contra su rostro.
—¡Qué genio tiene ese hombre!—comentó el jardinero que estaba recortando el seto—. ¡Ni que
hubiera venido usted a pedir dinero!
—¿Siempre tratan así a las visitas?
El jardinero asintió con la cabeza.

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—Sí, señorita. El señor Chalmers odia a todo el que intenta turbar su comodidad. Vive entregado
a sus colecciones de cuadros, de monedas, de medallas y hasta de sellos de correos. ¡Qué tontería!
¡Coleccionar sellos de correos! Adiós, señorita.
El jardinero acompañó a Thalia hasta la verja del jardín y la abrió, cerrando luego tras ella y
regresando a su trabajo. No era mucho el que hacía. De cuando en cuando, con las grandes tijeras,
cortaba una ramita o unas hojas del seto, invirtiendo la mayor parte del tiempo en mirar a su
alrededor.
Un par de veces su mano derecha acarició un extraño bulto que se perfilaba en el bolsillo
derecho de su pantalón. Cuando sus dedos apretaban la tela, bajo ella se dibujaba una silueta muy
rara. Cualquiera hubiese podido imaginar que se trataba de un revólver; pero en Nueva York y el
pleno Washington Square los revólveres en poder de un jardinero quedaban muy fuera de lugar.
Mientras tanto, desde una de las ventanas, Adam Chalmers y Simón siguieron con la mirada a
Thalia Coppard.
—Es muy hermosa—dijo Chalmers—. Los años la han tratado como al buen vino. Está mejor
que nunca. ¡Con qué placer le habría hecho ese favor!
—Es muy lamentable que las circunstancias no nos lo permitan—rió Simón.
—Muy lamentable—suspiró Chalmers—. Pero hay algo más lamentable, Simón. Esa que viene
se parece mucho a mi prima Estefanía.
—Una dama muy desagradable. Pero no tendrá más remedio que recibirla.
—Lo estoy temiendo.
Prima Estefanía sacudió la verja como si la fuese a echar abajo y cuando el jardinero acudió a
abrir lo miró a través de sus impertinentes, gritando:
—¿Quién es usted? ¿El nuevo jardinero?
—Sí, señora. Para servirla.
—¿Cómo? ¿Qué dice?
—Digo que, en efecto, soy el nuevo jardinero. ¿Y, usted?
—¡No hable en voz baja! ¡Me molestan las gentes que todo lo dicen susurrando! ¡Hable claro!
—Señora... estoy gritando—dijo el jardinero, acercando el rostro a la cara de prima Estefanía, a
fin de hacerse oír.
Ella le rechazó con tan mala fortuna que al echar atrás al jardinero, éste, intentando mantener el
equilibrio, se agarró a la cinta de los impertinentes y, arrancándola del cuello de prima Estefanía,
cayó con ellos, haciendo añicos los cristales contra el suelo de grandes losas.
Simón corrió en seguida en auxilio de la dama y, sin querer, pisó lo que restaba de los
impertinentes, de los cuales sólo quedó la montura de carey.
Prima Estefanía, sorda y miope, fue una aburrida visita para primo Adam. Todo el tiempo que
pasó en la casa lo invirtió en despotricar contra el estúpido jardinero y el no menos estúpido criado.
Luego, ayudada por el «estúpido criado», salió en busca de un coche de alquiler para regresar a su

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casa. Simón la dejó en uno, dando al cochero la dirección y volviendo luego, silbando un vals de
moda, al palacio de Adam Chalmers.

CAPITULO V
ADIÓS, HENRY GALLWAY

Pamela Browning y Henry Gallway escucharon el resumen de las visitas hechas por Thalia
Coppard.
—¡Vaya fracaso!—comentó Pamela—. ¿Y esa Roberta Saint Paul? ¿Qué te dijo?
—No he ido a visitarla. ¿Para qué?—Thalia sonrió amargamente. Su boca dibujó una helada
mueca—. Si con los hombres no he tenido suerte, ¿cómo voy a tenerla con una mujer? Hasta ahora
estaba segura de conocer muy bien a los hombres y de poder obtener de cualquiera de ellos el favor
que se me antojase. Ha sido un buen fracaso. ¡Dios mío!
—Mi oferta de matrimonio sigue en pie—dijo Gallway—. A un hijo mío jamás le cerrará Yale
sus puertas.
—Gracias. No es remedio, por ahora. Sin embargo estoy dispuesta a seguir hasta el fin. No me
daré por vencida sólo porque unos cuantos señores se nieguen a ayudarme. ¡Seguiré luchando! Y
tardaré mucho en darme por derrotada.
—Tendremos que ayudarla—suspiró Henry Gallway, levantándose—. Espero poder darle buenas
noticias, Thalia. Aunque soy el rabo de un colosal ratón, hay gentes a quienes los ratones de mi
casta les impresionan profundamente.
—¿Qué piensas hacer?—preguntó Pamela.
—Hablar con esos caballeros a quienes una dama ha visitado en vano y, luego, poner en juego la
eficacia de mi atractivo físico sobre la señora Saint Paul. Muchas veces me ha invitado a sus
horribles fiestas. Si quiere que asista a alguna de ellas, tendrá que firmar las cartas. Démelas,
Thalia. Antes de una semana se las traeré firmadas.
—Adiós, don Quijote—le despidió Pamela Browning.
—Adiós—dijo Gallway, riendo—. Voy a luchar por mi dama y por su honor. O volveré
victorioso o volveré muerto.
—Lo importante es volver—dijo Pamela.
Y cuando se quedó a solas con Thalia, comentó:
—Es un botarate muy simpático. ¿Por qué no te casas con él?
Thalia volvió la cabeza.
—Lo he pensado muchas veces y he estado a punto de decidirme; pero no puedo. Ni con él ni
con otro.
—¿Por qué?

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—Creo que sigo enamorada del padre de Julio.
—¿Por qué no acudes a él en demanda de auxilio?
—A él, no. Pero hubo otro hombre en mi vida que juró ayudarme si alguna vez le necesitaba. Le
voy a escribir pidiéndole que venga.
—¿Vive lejos?
—En California.
—Tú estuviste allí hace unos años, ¿verdad?
—Sí. El ambiente de Nueva York me resultó un poco insano.
—Lo sé. Pero... Cuando tú fuiste a California, Julio ya había nacido.
—Sí. ¿Por qué lo dices con ese tono?
—Creí que tratabas de disimular que llamabas al padre del muchacho.
—No. Aquello ocurrió mucho antes.
Thalia Coppard cogió una hoja de papel y empezó a escribir mientras Pamela abría una caja de
cigarros estrechos y largos, importados de Austria, y encendía uno.
—Cuando te ofrezcan, compras unas cajas para mí —pidió, hablando a través de una
interminable bocanada de humo.
—Ya lo hice. Por algún sitio del segundo armario tienes cinco cajas de cien puros cada una.
Pamela Browning abrió la puerta del armario donde Thalia guardaba cigarros, perfumes, cartas y
dinero. También guardaba retratos, y uno de ellos siempre había interesado a Pamela. Representaba
a un coronel confederado, joven, atractivo y de una cáustica sonrisa.
—Tú pasaste la guerra en Nueva York, ¿verdad?
—No. Pasé unos meses en el otro lado.
—¿Con él?—preguntó Pamela, mostrando a Thalia el retrato del coronel de gris uniforme.
Thalia asintió con la cabeza.
—¡Qué hermosa te debió de parecer la guerra!—suspiró Pamela—. Te envidio tus aventuras en
ella.
—No sabes lo que dices—musitó Thalia.
—¿Murió?
—Sí.
—Nunca he comprendido a la gente que guarda los retratos de los que ya han muerto—dijo
Pamela, dejando el retrato donde lo había encontrado y sacando las cajas de puros para señoritas,
elaborados en Austria—. Es como guardar la caja cuando los cigarros han sido ya fumados.—
Pamela lanzó un exagerado suspiro y agregó:— O cuando se los ha llevado otra.
Thalia movió la cabeza y levantando la vista de la carta dijo:

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—Malgastas tu agudeza, Pamela. No es él.
—Alguien ha de ser; pero no te preocupes. El día en que lo averigüe no se lo diré a nadie. ¿A
quién escribes?
—A don César de Echagüe. Aquí está el sobre.
Pamela tomó el sobre y leyó:

Sr. D. César de Echagüe RANCHO DE SAN ANTONIO


LOS ANGELES (California)

—Un hidalgo, ¿no?


—Un buen amigo.
—¿Soltero?
—Casado y con tres hijos.
—¡Qué poco romántico! Debe de ser gordo y patizambo.
—Es todo lo contrario. Dame el sobre.
—Toma. Y no me leas la carta. Si es para un hombre casado no puede ser interesante.
Seguramente la primera en leerla será la mujer, y tú, sabiéndolo, habrás escrito cosas inocentes.
—Le recuerdo que fuimos buenos amigos y le digo que le necesito.
—¿Para qué?
—Para que me ayude.
—¿Insistes en retener a tu hijo en Yale?
—Sí. Ahora más que nunca. Si he de luchar contra el mundo entero, lucharé.
—Y serás derrotada. Escucha, Thalia. Yale no es la única Universidad del mundo. Puedes enviar
a tu hijo a Europa. Allí el ser norteamericano es sinónimo de bicho raro. Todo lo que hacemos les
asombra. Y cuando uno de nosotros tiene una tara, un defecto o un vicio de esos que son propios de
todo el mundo, lo encuentran sin importancia. El tener una madre dueña de una casa de juego, será
considerado en Europa como algo muy lógico y natural en América, y, por no destacar, los
europeos no se asombrarán ni tendrán a Julio en menos. Y el que tú no estés casada con el padre de
tu hijo no les escandalizará. Supondrán que es un grito de rebeldía, un anhelo dé emancipación
femenina. Por lo mismo que hemos provocado una guerra de cuatro años en pro de la supresión de
la esclavitud, creerán que las mujeres americanas quieren emanciparse del vivir supeditadas al
capricho del marido.
—No bromees. Allí, como aquí no se puede ir con la verdad.
—Pero la distancia es muy grande y no creo que a ninguno de aquellos europeos se les ocurra
cruzar el mar... —No te canses, Pamela. Si Julio desea ir a Europa, le enviaré allí; pero él ha dicho

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muchas veces que quiere quedarse en Yale.
Había cerrado la carta y la franqueó; luego, echándose sobre los hombros una capa azul marino
con forro blanco, salió a depositar el sobre en el buzón más próximo. Pamela no le propuso
acompañarla. No quería obligarla a seguir mintiendo.
Una vez sola en el cuartito de Thalia, Pamela volvió a abrir el armario y cogiendo la fotografía
del coronel confederado la examinó cuidadosamente. El militar lucía una barba bastante abundante,
a la moda del 1860. Si la conservaba, Pamela estaba segura de identificarle dondequiera que lo
encontrase; pero si había prescindido de ella, ¡cualquiera adivinaba la forma del rostro y de la
mandíbula inferior de aquel hombre!
Veinte minutos después, Thalia regresó. Estaba alegre.
—Ya la he enviado. Dentro de nada estará en el otro extremo de los Estados Unidos.
—Pasarán muchos días antes de que llegue y vuelva.
—No importa.
—Y a lo mejor Gallway te lo arregla todo.
* * *
Pero Gallway no arregló nada. Al cabo de siete días de no verle, Thalia supo de él por quien
menos podía imaginar.
John Coulter le envió una nota una noche, casi una madrugada, una semana después de la
conversación entre Thalia, Pamela y Henry. Era un breve mensaje y decía:

Querida Thalia: Como sé que tus hombres tienen orden de disparar primero y preguntarme luego
qué deseo, no puedo visitarte personalmente; pero te aguardo fuera. Necesito hablar contigo de un
asunto muy importante. Ya sabes que si no fuese verdad no diría esto. El asunto es muy urgente. Sal
a verme o permíteme la entrada; pero, en tu propio interés, la entrevista y la conversación que
sostengamos no admite testigos. Besa tu mano,
John Coulter

Thalia conocía a Coulter y, sin vacilar, salió a reunirse con él frente a la casa de juego. John la
esperaba en un coche y, bajando, le pidió:
—Acompáñame. En estos momentos soy tu amigo.
—Me extraña un poco esa amistad. Incluso en estos momentos.
—Thalia: existe una ley no escrita que nos obliga a apoyarnos mutuamente cuando los de fuera
se alzan contra nosotros. Aunque estamos en el mundo y vivimos en Nueva York, y tenemos
muchos amigos, somos unos parias. Tú lo sabes por lo de tu hijo. Las gentes honradas no quieren
nada con nosotros. Nos desprecian y nos odian. A veces nos atacan, y entonces es cuando tenemos
que aliarnos entre nosotros, uniéndonos incluso con aquellos de los nuestros que más despreciables
nos resultan.

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—¿Qué pasa? ¿A qué viene tanta palabrería, John Coulter?
—Sube al coche y lo verás.
—Te advierto que sé defenderme, John Coulter.
—Ya lo sé. ¡Y, por Dios, no me llames más John Coulter! Usa el nombre o el apellido; pero no
las dos cosas juntas.
Thalia subió al coche y éste se dirigió en seguida hacia el brazo Este del río Hudson, penetrando
en el barrio de Bowery y deteniéndose, por fin, frente a un garito cuya fachada estaba iluminada con
profusión de luces de gas.
Coulter descendió el primero, ayudó a Thalia a bajar del coche y la precedió a través de la masa
de curiosos que esperaban la salida de algún afortunado jugador que convidara a todo el mundo a
cerveza o aguardiente.
Entre aquella masa mal vestida y peor oliente se movían rateros, ladrones y lo peor del barrio
ribereño de la Bowery, lleno de tabernas, de garitos, de salas de baile, de teatruchos donde se
anunciaban los más descarados espectáculos. Thalia odiaba el barrio y evitaba frecuentarlo; pero era
conocida y tuvo que detenerse varias veces a saludar a antiguos clientes venidos a menos los unos y
los otros, que habían quedado atrás mientras ella prosperaba.
—No la entretengáis—pidió Coulter.
Logró que dejaran de estrecharle las manos y la arrastró hacia el fondo del garito cuyo ambiente
era una masa casi sólida de humo de los peores tabacos del mundo.
Abriendo una puerta, hizo pasar a Thalia y cerró de nuevo. Avanzaron por un pasillo que olía a
humedad y a colillas rancias. Por fin, ante la puerta del fondo, Coulter se adelantó y, abriendo,
invitó a Thalia:
—Entra y... no te asustes. Hay un muerto.
—¿Quién lo ha matado?
—Alguien que nos quiere jugar a todos una mala pasada.
—¿También a mí?—preguntó Thalia, atravesando el umbral de la puerta y entrando en un cuarto
bastante grande, alumbrado por varias lámparas y ocupado por tres hombres sentados en torno de
una mesita en la cual había licores y vasos, y por un bulto tendido en el suelo y cubierto por una
lona encerada. Uno de los hombres se levantó y saludó toscamente:
—¿Qué tal, Thalia? Creo que le va muy bien.
—No me quejo. ¿Y a usted, Ridgadale? ¿Le va bien?
—Nos defendemos.
El dueño del garito estaba nervioso y miró, interrogadoramente, a Coulter.
—Es mejor que no perdamos más tiempo—dijo el propietario del «Flor de Lis». Señalando hacia
el bulto cubierto por el encerado, dijo a Thalia: —Debajo de esa lona hay un amigo tuyo. No sé por
qué lo han matado; pero aquí tienes lo que encontramos en sus bolsillos.
Thalia tomó unos papeles doblados en cuatro y apenas los abrió supo quién estaba debajo de la

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lona. Lanzando un grito se apoyó en Coulter, que la sostuvo un momento.
—¡Dios mío! ¡Pobre Gallway!
Y con la última esperanza de un deseado error, preguntó a Coulter:
—¿Es él?
—Sí. El honorable Henry Gallway. Tiene la cabeza abierta de un porrazo. Debieron de darle con
un saquito de arena.
—¡Pobre Henry!
Ridgedale, el propietario del garito, levantó la lona para mostrar a Thalia el cuerpo de Gallway.
—Es él—musitó Thalia, contemplando el inconfundible rostro de aquel americano tan inglés—.
¿Ha sufrido un accidente?
—Le han asesinado, señorita Coppard—dijo Ridgedale—. Y en vez de quedarse con el cadáver
tuvieron la desvergüenza de traerlo de madrugada al barrio y echárnoslo junto a la puerta de escape
media hora antes de que la policía hiciera su ronda.
—Sí, fue un milagro que uno de los camareros se hubiera olvidado la llave de su casa y tuviera
que volver a buscarla. El fue quien vio el cadáver cuando ya se oía a la ronda.
—No era cosa de dejarlo fuera y exponerse a las preguntas de la policía—dijo Ridgedale—. Lo
entramos en casa para echarlo luego al río. Pasó la ronda, no vieron nada anormal; pero mientras
tanto encontramos en los bolsillos del muerto unas cartas que hablaban de usted, señorita Coppard.
Avisé a Coulter para que él me dijera lo qué podíamos hacer en favor de usted...
Thalia estaba viendo la miserable verdad en el hipócrita relato de Ridgedale. Este había acudido
a Coulter con las cartas, creyendo que Coulter las compraría para utilizarlas contra ella. Todos
sabían la rivalidad existente entre ambos; pero todos eran demasiado ruines para comprender que
dos personas pueden ser enemigas y no recurrir a tretas despreciables para hacerse daño. Coulter no
había querido usar las cartas y el cadáver contra Thalia.
—Quien trajo aquí el cadáver esperaba que lo encontrase la policía y que por las cartas se
sospechara de ti, Thalia.
—¿Por qué?—preguntó la mujer.
—No lo sé—dijo Coulter—; lo mejor que puede hacerse con el cadáver es enviarlo al fondo del
río. No podemos arriesgarnos a que lo encuentren en el barrio ni a que saquen conclusiones y te
detengan, Thalia. ¿Tienes idea de quiénes han podido cometer el crimen?
—Ninguna. Y creo que los asesinos no tienen ninguna relación conmigo. Es decir, que no son
gentes a quienes yo conozca.
—Como quieras, Thalia. Aquí tienes, tus cartas y luego te daré lo que guardaba Gallway encima,
por si hay algo que te interese conservar como recuerdo. El resto irá al fondo del río.
Thalia hizo Un gesto de repugnancia y disgusto.
—No está bien... Por lo menos merecería un entierro digno de él.
—Tendrá un entierro de pirata—sonrió John Coulter—. ¡El fondo del mar! Lo envolverán en

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cadenas y no volverá jamás a flote. Dejar el cuerpo en otro sitio provocaría investigaciones de la
policía. Se sabría lo de estas cartas, y el muchacho sufriría, las consecuencias de una mala
publicidad.
—¡Pobre Henry!—suspiró Thalia—. Mi único consuelo es saber que no he sido culpable de su
muerte. Debieron de matarle para robarle. El trabajo que realizaba para mí era molesto; pero no
peligroso.
John Coulter movió la cabeza.
—Te equivocas, Thalia. Si hubieran querido robarle el dinero, se lo habrían quitado sin que él se
diera cuenta o le habrían amenazado de muerte; pero ninguno de nuestros amigos ladrones sería tan
loco como para arriesgar el cuello por unos dólares. Los ladrones y rateros de la Bowery nunca usan
porras de arena. Su arma ideal es la navaja. Saben que hay gentes que ante la amenaza de un
revólver son capaces de arriesgar la vida intentando empuñar el arma antes que el contrario. O
descargar un puñetazo, o dar un bastonazo; pero nadie resiste cuando nota un suave pinchazo en el
cuerpo. Con un cuchillo o una navaja, roban y huyen impunemente. No necesitan matar al cliente.
¿Qué lugares visitó Gallway para ti?
—No quiero hablar de ello—dijo Thalia—. Es muy desagradable.
—No insisto—dijo Coulter—. ¿Quieres ver lo demás que guardaba ese lord en sus bolsillos?
—Podríamos enviárselo a la familia...
—¡No! Ya hay demasiados rastros. Lo que tú no quieras conservar como recuerdo, o recuperar,
irá con él al fondo del río.
—¡Pobre Gallway! No podría resistir la idea de que hubiese muerto por mi culpa.
—El coche te devolverá al «Empire»—dijo Coulter—. Nosotros iremos a echar el cuerpo al río.
No correremos ningún peligro, por ahora. Más tarde habrá vigilancia y sería peligroso.
Thalia Coppard volvió al «Empire» y, sin perder un momento, escribió otra carta que también
dirigió a don César de Echagüe, de Los Angeles. Era muy breve. Decía, únicamente:

«He cambiado de opinión. No venga. Hay otra manera de resolver el problema.»

—¡Ojalá llegue a tiempo!—exclamó al depositar la carta en el buzón.

CAPITULO VI
UNA CARTA DEL ESTE LLEGA AL OESTE

La primera carta de Thalia Coppard atravesó los estados de Nueva York, Pensilvania, Ohío,
Indiana y descansó doce horas en Chicago. Desde allí, y a bordo del «U. P.», llegó sin detenerse a
San Francisco, desde donde, y en diligencia, bajó a Los Angeles y apareció una mañana, junto con
otras cartas, en la bandeja de la correspondencia de don César de Echagüe.

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De entre todas ellas, Guadalupe la seleccionó en seguida como carta inquietante o peligrosa. Tal
vez el color del sobre, un azul plomo desconocido en el Oeste. Quizá el tipo de letra de la dirección.
Acaso el perfume que, insensible al principio, había ido materializándose, hasta llenar el vestíbulo
con su inmaterial presencia. Una leve inquietud se filtró en el ánimo de Lupe. No era miedo. No era
desconfianza; pero tampoco era tranquilidad.
Al tomar el sobre y examinarlo, sintió un cosquilleo desde las yemas de los dedos hasta la nuca.
«Soy tonta—pensó—. ¿Por qué he de preocuparme?»
Sintió la aguda tentación de ocultar aquel sobre. Hacer ver que se había extraviado. Esconderlo
en un sitio que ella pudiese olvidar.
«Si lo hago reconoceré mi derrota y que tengo miedo a esa desconocida. Y sabré que no estoy
segura de mí misma.»
Al fin recogió las cartas; pero colocando el sobre azul encima de todo, y, con ellas en la mano,
bajó al sótano, donde estaba en aquellos momentos su marido.
* * *
Don César estaba junto al armario donde guardaba su equipo de «guerra». Su traje negro, su
sombrero de alta copa, sus altas botas con espuelas de plata. También tenía allí sus armas y habíase
ceñido el cinturón canana con las dos pistoleras. En ellas descansaban los dos magníficos «Colts»
que habían llegada a formar parte de él mismo. Frente al espejo que utilizaba para maquillarse,
movió las manos y el milagro se realizó una vez más. Como por arte de magia, como por ensalmo,
como si hubieran brotado de entre los dedos, los revólveres pasaron de las fundas a las manos de
don César. Sólo se oyó un levísimo roce y el chasquido de los percutores al quedar montados.
Dejando los dos revólveres sobre la mesa, bajo el espejo, don César los contempló pensativo.
Había hombres que en un loco alarde de vanidad, tallaban o limaban muescas en las cachas o en
la culata. Una marca por cada hombre que hubiera muerto a sus manos. ¡Cuántas muescas hubiera
podido marcar en aquellos dos revólveres! ¡A cuántos hombres se había visto obligado a matar! A
unos les mató para que ellos no le matasen. A otros tuvo que matarlos para que dejaran de ser un
peligro para el resto de sus semejantes.
No oyó la llegada de Lupe hasta que su mujer se detuvo junto a él.
—¿Qué haces?—preguntó Guadalupe—. ¿Te dispones a salir a pelear contra alguien?
—No. Sólo practicaba.
—¿Tratas de ayudar a alguien?
—No. Recordaba el pasado. Ya sé que es raro en mí; por lo general vivo el presente...— Al
fijarse en el mazo de sobres que Lupe conservaba entre las manos, preguntó:
—¿Ha llegado el correo?
—Sí. Toma.
Lupe entregó las cartas a su marido y la mirada de éste se fijó en el sobre azul. Antes de abrir la
carta supo de quién era. El perfume era inconfundible. Miró a Lupe y luego abrió el sobre, notando

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que la mirada de ella no le abandonaba ni un momento.

«Don César: Hace años, el Destino nos unió en una peligrosa aventura. Usted dijo que si alguna
vez le necesitaba no debía dudar en acudir a usted. Hoy le necesito. Es usted una persona influyente
y podrá resolver un problema que me atormenta y que para mí tiene una gran importancia. Se trata
de mi hijo. Sí, tengo un hijo... Es un muchacho excelente. No porque sea hijo mío. Lo sería de todas
maneras. Está en grave riesgo y yo no me avergüenzo de pedir ayuda, para él, a cuantos me la
pueden prestar. Sé que no tiene usted ninguna obligación de cumplir una promesa que tal vez se
hizo en un momento de euforia o creyendo que nunca habría de ser recordada. Sé que tiene usted
hijos y que me comprenderá. A continuación anoto los nombres de las personas que pueden ayudar
a mi hijo. Hasta ahora, y por motivos morales, según han alegado, no quieren ayudar en nada al hijo
de Thalia Coppard, dueña de una casa de juego y, por lo tanto, una mujer cuyo simple roce mancha.
Creo que usted no conocerá ni al señor Hartmann (Frank), ni a Herbert Colby, ni a Adam Chalmers.
Estos tres se han negado a prestarme la sencilla ayuda de una carta de recomendación para el
director de la Universidad de Yale, donde mi hijo, Julio C. Coppard, cursa sus estudios. Tampoco
ha querido recibirme la señora Robería Saint Paul; pero su negativa me ha sorprendido menos,
porque las mujeres siempre han demostrado antipatía hacia mí. Sé que puedo confiar en que usted
acuda en seguida a Nueva York y me ayude a convencer a esos hombres. Sé que su cuñado es
persona, políticamente, poderosa y puede ayudarle.
En espera de ver atendida mi súplica, le saluda, confiada
Thalia Coppard»

—No entiendo lo que sucede—dijo don César. —Si puedo ayudarte...


—Lee—dijo el hacendado, tendiendo la carta a Lupe. Esta la leyó mucho más despacio que su
marido. Al terminar preguntó:
—¿Qué piensas hacer?
—Nada.
—Me gustaría ir a Nueva York. Hace tiempo que lo deseo. No te lo he pedido porque supuse que
te negarías a llevarme allí; pero lo deseo desde hace tiempo. Además, la carta de esta mujer me ha
impresionado mucho.
Don César guardó los revólveres y cerrando el armario subió por la escalera secreta que llevaba
desde su escondite hasta el rancho. Sentándose en la gran terraza hizo que Lupe le imitase.
—Antes de hacer nada quiero que sepas algo, Lupita. Algo de esa mujer que te ha impresionado
tanto.
—La recuerdo perfectamente. Estuvo aquí hace unos años, a poco de tu regreso 1.
—Estuve muy enamorado de ella.

1
Vease «Su seguro servidor, El Coyote».

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—¿Y qué?—sonrió Lupe, cuyo corazón latía con la violencia de un martinete—. Te casaste
conmigo. Debiste de preferirme a ella, ¿no?
Don César dirigió una mirada de asombro a su mujer.
Esta se echó a reír.
—Parece que te sorprendes—dijo—. Tú pudiste elegir libremente y escogiste la mejor, ¿no?
—Sí, pero...
—La mejor soy yo. Prefiero sentir compasión antes que producirla. Ella se debió de conformar.
Tiene un hijo. ¿Le conociste?
—No. No sabía nada de ese hijo. Lo curioso es que puedo ayudar a Thalia Coppard mucho más
de lo que ella se imagina. Frank Hartmann y Herbert Colby. Bórax y barcos. Hoy todo es una limpia
fachada. Ayer... ¡Parece mentira!
—¿Sabes algo de ellos?
—Don César no sabe nada; pero el «Coyote» sabe bastante.
—¿Una vieja historia?
—No muy vieja.
—¿Cometieron alguna canallada?
—En una lucha de lobos y los lobos vencieron a los lobos. Y malo hubiera sido el vencedor si el
vencido no lo hubiese sido mucho más.
—No entiendo...
—Yo no podía tomar partido por unos ni por otros. ¿Sabes cómo pelean los lobos? La manada
forma un círculo en torno de los luchadores para devorar al vencido. Si mueren los dos, ambos
serán devorados por sus compañeros. Así fue aquello. Intervenir en favor de uno hubiera sido
beneficiar al otro, que no merecía ninguna ayuda. Atacar a los dos, sólo hubiera servido para que la
manada, en torno, devorase la presa. De todas formas hubiera quedado cerrado el camino a las
personas decentes. Porque hay manjares que sólo se han hecho para paladares duros.
—Entonces... ¿la ayudarás a ella?
Don César se inclinó hacia Lupe y la miró fijamente a los ojos.
—O eres muy valiente o tienes mucho miedo—dijo.
Los ojos de Guadalupe se dilataron. Estaban a punto de expresar terror.
—No importa—siguió don César—. Lo que sí importa es que no seas indiferente. Dispuesta a
luchar por lo que temes perder...
—Si creyera que podía perderlo, no lucharía, César— dijo Guadalupe, con voz que de pronto se
había hecho pastosa y gutural—. No me asustan las demás mujeres, porque tengo fe en ti. Y en ti
debo tenerla. Nunca es la fuerza ajena, sino la debilidad propia la que nos derrota. Voy a preparar el
equipaje.
—Es raro que tengas tanto interés en ir a Nueva York y en ver a esa mujer.

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—Simple curiosidad femenina, capricho de conocer una gran ciudad y deseo de no separarme
demasiado de mi esposo. No siempre tengo fe en él.
Guadalupe entró en la casa y en vez de ir a lo que había dicho entró en el despacho de su marido
y buscó en un gran armario, lleno de paquetes rotulados. Cogió uno de ellos y lo llevó al cuarto de
costura, al que muy pocas veces acudía César.
El paquete contenía cientos de cartas de muchos años antes. Lupe había conservado la de Thalia
Coppard y cuando al fin, al cabo de media hora de minuciosa busca, encontró lo que buscaba,
comparó la letra del sobre, que sacó del paquete, con la de la carta de Thalia Coppard. Con ligeros
cambios en las mayúsculas, la letra era la misma.
Del interior del sobre, Guadalupe sacó un retrato. Representaba a un niño de unos tres o cuatro
años, de mirada anhelante.
—Parece preguntarse qué secreto encierra la máquina que le está retratando—murmuró Lupe.
Rehizo el paquete; pero conservó el retrato que, años antes, al regresar César de Echagüe a su
casa, después de su extraña e inexplicada ausencia, llegó un día, sin ir acompañado de ninguna nota
explicativa. Sin ninguna carta. Como un anónimo.
—Seguro que es alguno de mis ahijados—comentó don César, entonces.
Tenía muchos y no conocía ni a la tercera parte de ellos.
—Ahora debe de tener unos trece o catorce años—pensó Lupe.
En la terraza se oyeron en aquel momento unas voces que a Lupe no le eran familiares. Yendo a
la ventana trató de ver quiénes hablaban con su marido; pero desde allí no podía dominar bien el
rincón donde había quedado don César, arrellanado en su sillón.
«Me alarmo por todo, como una tonta», pensó Guadalupe.
Convencida de que no ocurría nada, esta vez fue decididamente a hacer el equipaje.

CAPITULO VII
HOMBRES DEL ESTE EN EL OESTE

Habían aprendido a montar en Central Park, y en Los Angeles alquilaron cuatro caballos para ir
hasta el «Rancho de San Antonio», en el cual entraron como en terreno de su propiedad.
No exhibían armas; pero daba la impresión de que las tenían muy al alcance de la mano.
Llegaron hasta don César, y cuando éste fue a levantarse para preguntar qué buscaban allí, el que
había adoptado la actitud de jefe del pequeño grupo, le empujó hacia atrás, apoyando la mano en su
pecho y ordenando:
—No se levante.
—Por lo menos... siéntense ustedes—dijo el hacendado.
—Estaremos aquí poco rato. No se preocupe, Dénos la carta y díganos cómo podemos

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encontrarle. Lo demás corre de nuestra cuenta. Don César arqueó una ceja.
—No les entiendo—dijo.
—En su lugar yo tampoco entendería nada—dijo uno de los compañeros del que había hablado.
—¡Cállate, Zim!—ordenó el jefe—. Lo que se tenga que decir lo diré yo.
Don César observaba a los cuatro hombres, vestidos tan a la moda del Este, como si nunca
hubiera visto nada semejante. Ogden, Zimbelman, Fossum y Tullis, eran una lamentable selección
de lo peor que daban de sí los bajos fondos neoyorquinos. Hombres que alquilaban al mejor postor
su habilidad de matar a sangre fría, sin poner jamás reparos ni fracasar nunca en sus empresas. El
día que la policía de Nueva York los vio salir hacia el Oeste, hubo un coro de suspiros de alivio.
A excepción de Zimbelman, que era un gigante de ingenua expresión y manos fuertes y duras
como tenazas, los otros eran tan ruines de cuerpo como de alma.
—Usted es don César de Echagüe—dijo Ogden.
—Sí.
—Ha recibido una carta de Nueva York.
—No lo sé.
—No le pregunto. Digo que la ha recibido. En esa carta se pide el auxilio de cierta persona cuyo
nombre es muy popular en California.
—Si no se expresan con más claridad...
—No haga el tonto, porque sabemos que lo parece; pero no lo es. No tenemos nada contra usted,
señor Echagüe. No queremos causarle ningún daño innecesario; mas si nos obliga a ello se lo
causaremos y no es fácil que se olvide de nosotros. Cuando nos lo proponemos sabemos ser muy
desagradables.
—¿Quieres que se lo demuestre?—preguntó Zimbelman.
Movió las manos, como enormes arañas, frente al rostro de don César, que se echó hacia atrás,
muy asustado.
—No le asustes antes de tiempo—dijo Ogden—. Ya vendrá el momento de molestarle. Por ahora
basta con explicarle algo de lo que le haremos.
—Pero... ustedes están locos, señores—protestó don César—. Yo no sé por qué hacen esto.
—Sencillamente: nos interesa saber cuándo vendrá el «Coyote» y recoger la carta de la señorita
Coppard —dijo Ogden.
—¿Cuándo vendrá?—preguntó don César con su más ingenua expresión.
—¿Cuándo? Es usted quien debe contestar. ¿Recibió la carta?
—Sí.
—¡Ah!—Ogden se plantó delante de don César—. Antes dijo que no la había recibido. Ha
pretendido burlarse de nosotros, ¿no? Es usted un joven muy gracioso; pero no sabe que nosotros
hacemos llorar; nunca reír.

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—He recibido una carta que no he entendido—suspiró don César—. Y ahora vienen ustedes
cargados de acento de las riberas del Hudson y hablan y hablan y... tampoco les entiendo. Quizá si
empezáramos por el principio pudiéramos entendernos mejor. Yo soy César de Echagüe.
Propietario, por ley de herencia, de este Rancho de San Antonio. ¿Y ustedes?
Ogden se inclinó hacia don César, sacando al mismo tiempo un revolver del 41, del modelo
«New Line, Colt» de cañón corto y sin guardamonte. Era un arma compacta, de aspecto malévolo,
como uno de esos perros de presa «bull-dogs».
Manteniendo el arma a la altura de los ojos de don César y empuñándola con la mano izquierda,
Ogden descargó, con la derecha, dos bofetadas contra el rostro del hacendado, como si le invitara a
perder la serenidad y atacarle.
Don César palideció hasta dejar casi en relieve las dos rojas huellas de los golpes recibidos.
Luego, aflojando la tensión que se había apoderado de él, sonrió.
—¿Le ha gustado?—preguntó Ogden.
—Entre esto o el plomo me quedo con lo que me ha dado. Le prometo conservar las bofetadas
por si un día las necesita.
—¡Qué alegría!—exclamó Ogden—. Guarde, también, éstas.
De nuevo y, siempre bajo la amenaza del revólver, Ogden abofeteó a don César. Esta vez con
excesiva dureza y, a causa del golpe, un hilo de sangre brotó de entre los labios del estanciero.
—¿Para esto ha atravesado todo el continente, desde Nueva York a Los Angeles?—preguntó don
César.
—Esto lo he hecho como carta de presentación. Ahora ya sabe cómo las gasto. Si lo que he
hecho yo lo hubiera hecho Zimbelman, su cabeza estaría volando por las nubes. Usted no sabe el
daño que puede causarle mi amigo el gigante. Ahora desembuche. Sabemos que Thalia Coppard,
que fue muy amiga del «Coyote», le ha escrito a usted pidiéndole que hiciese llegar su mensaje al
«Coyote» para que ese fantoche fuese a salvarla o ayudarla.
Sí es usted inteligente nos dirá en seguida dónde está el «Coyote». Si es tonto, lo dirá un poco
más tarde; pero venimos dispuestos a asarle la planta de los pies, arrancarle las uñas y cortarle las
orejas con unas tijeras. Por mucho que usted aguante, y ya sé que no es muy templado, nosotros
aguantaremos más. Nos instalaremos en el rancho y viviremos más que usted.
Don César se preguntaba cómo podía haberse dejado coger en tal estado de inferioridad. Sin un
arma encima, sin haber avisado a ninguno de sus hombres, estando su hijo mayor fuera de Los
Angeles.
Pedro Bienvenido, el criado indio, había tenido, en un tiempo, la facultad de leer el pensamiento;
pero, después del balazo que recibió en la cabeza, aquella facultad se le había ido amortiguando
hasta desvanecerse.
Jamás había estado tan indefenso ni en tan brutales manos. Además, aquellos hombres,
acostumbrados a escenas similares, le rodeaban tan perfectamente, que aun en el caso de que
hubiera podido derribar a Ogden, no habría logrado escapar de los otros.

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Eran los típicos pistoleros neoyorquinos. Graduados en la Universidad del Crimen, insensibles al
dolor ajeno. Tan cobardes como crueles; pero muy valientes mientras empuñaran un revólver. El
arma les daba valor y relieve con su presencia y los anulaba con su ausencia.
—¿Dónde vive ese caballero llamado «Coyote»?
Lo preguntaban riendo, como si presintieran que lo tenían en sus manos.
—No lo sé. Y lo digo de veras.
Otra vez la mano de Ogden cruzó el rostro de don César.
—Conteste bien y no pretenda ser más listo que nosotros. —No sé donde encontrar al «Coyote».
Ya se lo he dicho.
—Mire usted, señor Echagüe—dijo Ogden, que llevaba la voz cantante—. No hemos querido
recurrir a las violencias; pero usted nos está obligando con su inexplicable terquedad. Encárgate de
él, Zim. ¡Que no se te escape! Sería la primera vez y sentarías un mal precedente. Ahora entremos
en la casa. Debe de haber en ella cosas muy interesantes.
Entraron en el rancho en el preciso momento en que Lupe iba a salir para averiguar a qué
obedecían aquellas voces y aquellos golpes. Fossum y Tullís la cogieron en seguida de los brazos,
inmovilizándola.
—¡Suéltenme!—gritó Lupe.
No pudo repetir el grito, porque le taparon la boca con las manos, apretando al mismo tiempo la
nariz hasta que pareció a punto de ahogarse. Tullís le preguntó:
—¿Chillará?
Lupe dijo que no con la cabeza y entonces le destaparon la boca. Le costó un gran esfuerzo
recobrar la respiración. Cuando pudo acompasarla miró a su marido, preguntando, con la mirada,
qué significaba aquello.
—Estos señores buscan al «Coyote» y creen que nosotros sabemos dónde está.
—Sabemos que lo saben. Usted quizá no, señora; pero su marido sí. Insiste en ocultarlo y, por lo
tanto, acháquele a él todo el daño que le hagamos.
—¿Por qué no les dices la verdad?—preguntó Lupe.
—Porque no la creerían—respondió César.
—¿Qué verdad es esa que nosotros no creeríamos? —preguntó Ogden.
—El «Coyote» murió hace años. Lo mataron. Luego, algunos adoptaron su disfraz y van por
California haciendo de las suyas. Usted no le cree y yo no puedo convencerle.
—¡Ojalá me pudiese convencer!—dijo Ogden—. Me iría muy contento sabiendo que ese
mascarón había muerto; pero sé que ha actuado hace poco tiempo en estos alrededores. Y aquí tiene
lo que se merece por tratar de engañarme.
De nuevo abofeteó a don César, que sonrió para tranquilizar a la aterrada Guadalupe.
—No es nada—dijo.

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—¿Le parecen flojas?—preguntó Ogden—. Tome.
La violencia del golpe en el rostro llenó de lágrimas los ojos de don César. Lupe, comprendiendo
el tormento de su marido y que pasaba por él sobre todo por el cariño a ella, contuvo sus impulsos
de insultar a aquellos canallas, saliendo en defensa de César.
—No es nada más que una bofetada—dijo don César—. No te preocupes por mí. Siempre he
sabido recibirlas; pero nunca he sabido darlas.
—Estamos hablando demasiado—dijo Tullís—. Estoy temiendo que de un momento a otro se
llene esto de criados armados.
Ogden asintió con la cabeza. Fue hacia Lupe frunciendo el ceño, cual si quisiera asustarla; pero
al encontrar la serena mirada de la joven vaciló.
—No me gusta hacerlo—murmuró.
Lupe replicó en voz baja:
—Y yo no deseo que haga nada de lo malo que está pensando. Encierre a mi marido en otra
habitación y yo chillaré como si me mataran. El sabe dónde se esconde el «Coyote»; pero no sé si lo
dirá. Yo no lo sé. De lo contrario habría hablado hace rato.
Por el movimiento de los labios de su mujer, don César «oyó» o leyó todo lo que ella le decía a
Ogden.
Fossum murmuró:
—Haciendo la prueba no perdemos nada. Que se encierren él y Zimbelman. Con semejante
centinela no podrá escapar.
—Seguro que no—admitió Ogden, aliviado por hallar una solución que les iba bien a todos.
—¿Qué hay en esta habitación?—preguntó, señalando una de las puertas del salón en que
estaban.
—Es un cuarto pequeño y no muy seguro—dijo Lupe—. Estará mejor en la otra. La de más a la
izquierda. Ogden abrió la puerta del cuarto despreciado por Lupe y vio una estancia bastante
grande, amueblada con muebles ligeros y con una ventana alta y enrejada.
—Me parece un sitio seguro—dijo—. ¿Qué opinas, Zim? Este, sin soltar a don César, se asomó a
examinar la habitación. Sólo tenía una puerta y era la que daba al salón en que se hallaban todos.
Don César se vio arrastrado hasta un sillón de mimbre, en el cual, Zimbelman le obligó a
sentarse, como si lo zambullese dentro del agua.
—¡Quieto aquí!
Quedó tras don César, sin retirar las manos de los hombros del hacendado. Unas manos que
parecían estar deseando ir una al encuentro de la otra y abrazarse en torno del cuello del señor de
Echagüe.
La puerta de comunicación había sido cerrada con llave y don César no podía ver lo que ocurría
al otro lado. Cuando Lupe empezó a gritar, un escalofrío le brincó por todo el cuerpo. ¿Y si aquello
no era fingido? Zimbelman, que no estaba informado de la parodia, tembló al oír los gritos de Lupe

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e, inclinándose hasta poner su cabeza junto a la del prisionero, pidió, con voz entrecortada:
—No sea cobarde y diga la verdad. Don César había estado pidiendo a su buena suerte que
Zimbelman hiciese algo parecido a aquello y, apenas notó cerca de la suya la enorme cabeza de
Zimbelman, levantó velocísimo los brazos, cerró las manos en la nuca del bandido y tirando hacia
abajo con todas sus energías lanzó por encima de su espalda al coloso, que fue a caer sentado sobre
el durísimo suelo de losas. En momentos como aquel, don César no se detenía a meditar si lo que
iba a hacer era o no justo. Se trataba de defender su vida como fuese y como pudiera, sin
repugnancias. Porque el hombre que era su enemigo en aquellos momentos no hubiera vacilado en
el caso de verse obligado a matarle.
Ante todo era imprescindible impedir que Zimbelman pudiese gritar.
El gigante no pensaba en ello. En parte porque se hallaba aturdido por el golpe, y también, y
sobre todo, porque deseaba arreglar aquello a solas, sin ayuda de sus compañeros, temiendo que se
burlasen de él al saber cómo aquel hombre tan frágil, le había lanzado por el aire como si en vez de
pesar más de cien kilos sólo hubiera pesado unos gramos.
El brazo de don César pasó por el cuello de Zimbelman, hizo presión y la aseguró con la ayuda
del brazo izquierdo. Luego, para equilibrar las sacudidas que daba él cuerpo de Zimbelman, don
César afirmóse bien en el suelo, cayendo de rodillas y, después, quedando tendido junto al nervioso
cuerpo de su adversario.
Varias veces creyó que las sacudidas que daba Zimbelman le destrozarían los brazos; pero sabía
que si soltaba la atenazadora llave que había forjado en torno al cuello del otro, éste le vencería en
pocos segundos.
Las manos de Zimbelman trataron de arrancarse aquel dogal y, para resistir sus tirones, don
César tiraba de su brazo derecho, aumentando la presión sobre la nuez del cuello de Zimbelman.
Este jadeaba roncamente. Apenas pasaba aire por su contraída garganta. Sus sacudidas perdieron
intensidad; pero si tenía que deshacerse de su adversario por estrangulación, don César tendría para
mucho tiempo. Había que recurrir a un remedio heroico y peligrosísimo. Sólo tendría una fracción
de segundo para realizarlo. Si le fallaba, quedaría a merced de Zimbelman.
Aguardó el momento en que su contrario apenas se movía y, de súbito, abriendo la llave, se
incorporó de un agilísimo salto hacia delante, por encima de Zimbelman, que permaneció sentado,
aturdido, sin darse cuenta de que de nuevo estaba respirando; pero antes de que todo esto pudiera
pasar por el pensamiento de Zimbelman, don César puso toda su fuerza en el pie derecho,
lamentando no calzar unas bien pesadas botas, y descargó un terrible puntapié contra la mandíbula
del otro.
Sonó un extraño crujido en medio de un grito de Lupe, y Zimbelman, desnucado, cayó de
espaldas, sin vida.
Don César necesitaba unos instantes de reposo. Unos minutos. Sólo para coordinar sus ideas y
tomar sus decisiones; pero no podía hacerlo. Lupe había sabido sugerir hábilmente a Ógden que
aquella habitación era ideal para encerrar a un prisionero. El motivo real era un trozo de pared que
se abría al pasadizo que conducía al sótano secreto del Rancho de San Antonio.

36
Agarrando del cuello de la chaqueta a Zimbelman, cuya cabeza oscilaba como un péndulo,
arrastró al muerto hasta el pasadizo, cerró la puerta secreta y dejando allí mismo el cadáver, don
César corrió escalera abajo, hasta llegar al armario donde guardaba su traje. Se quitó a zarpazos el
que llevaba. Metióse el otro, se cubrió el rostro con el antifaz y la cabeza con el sombrero, y
echando una rápida mirada a los dos revólveres que ya empuñaba, salió al jardín, porque hubiera
sido imposible romper la puerta que Ogden había cerrado. Era una puerta forrada interiormente con
planchas de acero capaces de aguantar hasta un moderado cañonazo.
Por el jardín llegó a la terraza, saltó a ella sin buscar la escalinata, se lanzó hacia la sala, donde
seguían sonando los gritos de Lupe, y penetró en tromba, con los percutores amartillados y
encontrándose con infinito asombro, frente a Guadalupe, atada a un sillón y gritando; pero sin ver
de momento a nadie más.
Hay momentos cruciales en la vida de un hombre, cuando se juega todo lo que significa más para
él, en que su cerebro funciona con velocidades meteóricas, imposibles de medir. No se raciocina.
No se piensa. No se calcula el pro y el contra de tal o cual movimiento. No se puede usar el cerebro
al ritmo más o menos habitual. Es como si se pensara con un órgano reservado especialmente para
tales momentos.
Ante todo tenía que colocarse de forma que si disparaban contra él no pudieran alcanzar a
Guadalupe. Por ello, apenas vio la encerrona, saltó a la izquierda, pero lanzándose sobre una piel de
oso gris que le sirvió de patín o deslizador, mientras la estancia se llenaba con el fragor de las armas
de gran calibre.
El «Coyote» no disparó. Hacerlo en aquellos momentos era malgastar munición que luego podría
resultarle demasiado preciosa, ya que, una vez disparadas las cargas, no habría tiempo de
reponerlas.
Viajando sobre la piel fue a parar debajo de una mesa que le detuvo tan a tiempo que sólo por
ello se salvó de no encontrarse en el camino del proyectil que rebotó hacia el techo a unos doce o
quince centímetros de su cabeza.
Más que ver, adivinó a los tres enemigos que tenía enfrente. Se habían colocado casi junto a la
puerta por donde él había entrado, a fin de tirar contra su espalda.
Girando sobre sí mismo y procurando que sus revólveres no tropezaran con las patas de la mesa,
disparó contra Ogden; pero falló el tiro por haber presentido, lógicamente, Ogden, que él sería el
primer blanco del «Coyote». Con sólo saltar a un lado puso el corazón fuera del camino de la bala.
El «Coyote» se incorporó, dando en seguida un salto de conejo en busca de un grueso sillón
capaz de prohibir el paso de las balas y, mientras aún estaba en el aire, disparó dos veces, una con
cada revólver, contra Fossum.
A seis metros de distancia, el doble disparo llegó matemático al blanco y los proyectiles
salpicaron de sangre la pared, después de atravesar el pecho de Fossum y abriendo, además, una
enorme desconchadura en el yeso.
Durante un segundo, Fossum quedó apoyado, como clavado, contra la pared, con los revólveres
amartillados y sólidamente empuñados con sus engarfiadas manos. Una postrer convulsión de sus
dedos lanzó los percusores contra los pistones de los cartuchos, y las dos balas se clavaron en el

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artesonado. Entonces, como un pino cortado, Fossum se desplomó, rebotando contra el suelo, con
escalofriante ruido.
Guadalupe chilló sin tener que recurrir al fingimiento, y entonces Ogden, comprendió la verdad.
Supo, sin necesidad de quitarle el antifaz, quién era el «Coyote». Supo que Guadalupe era la mujer
del enmascarado y, sintiendo la seguridad de que no podría salir vivo de aquella trampa mortal,
decidió llevarse con él, a la eternidad, a la esposa del «Coyote».
El primer disparo lo hizo sin apuntar, precipitadamente, y Lupe sintió en la mejilla el latigazo del
aire caliente desplazado por el proyectil del 41.
Jugándose el todo por el todo, la vida y la felicidad, el «Coyote» saltó fuera de la protección de
la butaca y realizó lo que jamás había conseguido.
Disparar contra dos blancos distintos; pero al mismo tiempo. Apuntando bajo, al vientre, porque
no era aquel un momento adecuado para repetir la hazaña de un momento antes. Había que herir
pronto y gravemente para impedir a los otros que disparasen mejor que él.
El instinto de conservación obligó a Ogden a renunciar a seguir disparando contra Guadalupe y
trató de detener al «Coyote». Si quería herir a su enemigo en la carne se precipitó en el tiro. Si
quería herirle en el alma falló al no disparar contra Guadalupe.
Durante el segundo siguiente, el «Coyote» disparó como si fuese engarzando una bala con otra.
Fue una larga descarga que terminó con otros dos cuerpos en el suelo.
Ogden cayó herido en el vientre y en la cabeza. Tullís se desplomó con una bala en el estómago
y dos en el corazón.
Sin preocuparse más de ellos, el «Coyote» corrió a desatar a Lupe y la estrechó contra su pecho.
—¡Vida mía! ¡Cariño!
Y por fin Lupe sintió que su pecho reventaba de emoción al notar lo que siempre había
imaginado imposible: un llanto contenido en la garganta del «Coyote».
—Creí que te había perdido para siempre—murmuró el enmascarado.
Riendo y sollozando a causa de la emoción, Lupe rogó:
—Vete. Cámbiate de ropa. Va a llegar gente y se extrañarían si me vieran en brazos del
«Coyote».

CAPITULO VIII
TEODOMIRO MATEOS

Teodómiro Mateos encendió el cigarro que le había ofrecido don César, y después de darle unas
chupadas lo retiró para mirarlo, pensativo, lanzando contra él una bocanada de humo.
—Es asombroso. Una intervención muy oportuna del «Coyote». ¿Qué buscaban esos hombres?
—Dinero—contestó don César—. Más del que yo tenía en casa. Les dije que les daría un cheque

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para que fueran a cobrar al banco; pero no quisieron creerlo. Estaban convencidos de que yo
guardaba todo mi dinero en casa.
—No me dice la verdad—declaró—. Hay algo más que usted oculta. Supongo que lo hace por
orden del «Coyote», ¿no?
—No le entiendo.
Mateos sacudió un poco de ceniza del cigarro, clavó éste entre los dientes y, metiendo las manos
en los bolsillos, empezó a pasear por el salón.
—Mire usted, don César. No trate de engañarme; porque le conozco desde hace tiempo y sé que
es usted uno de los pocos amigos del «Coyote». Si no fuese usted como es, incluso creería que usted
es el «Coyote».
—El que no lo pueda creer me ofende un poco—sonrió don César.
—No desvíe la conversación. Sé que usted no es el «Coyote»; porque...
Le interrumpió la entrada de don Goyo Paz, que abrió la puerta de la sala con la misma suavidad
que hubiera empleado un cañonazo.
—¡Hola, César! ¿Qué tal, hijo? Me enteré que había habido aquí unos tiros y vine en seguida...
—He dado orden de que nadie entrase aquí—dijo Mateos, mirando, irritado, a don Goyo—. ¿No
se lo han advertido?
—Alguien empezó a decir no sé qué; pero se calló—replicó don Goyo—. No era ninguno de sus
agentes, Teodomiro. Era uno rubio y que insistió en hablarme en extranjero.
—¿Era?—preguntó don César, dejando que don Goyo pusiera a prueba de roturas su brazo
derecho.
—Puede que vuelva a ser; pero de momento debe de estar oyendo trinos de pájaros. Le di
bastante fuerte.
—¿Le ha matado?—preguntó Mateos, alarmado.
Don Goyo se encogió de hombros.
—No me preocupé de ello. El asunto no me incumbía. A mí me tocaba darle fuerte y a él
aguantar. No aguantó.
—¡Señor Paz!—Mateos estaba furioso—. ¡Me va usted a obligar a meterle en la cárcel!
Salió a enterarse de lo ocurrido y don Goyo fue hacia don César, rebosando preguntas y
entusiasmo.
—¡Sssst!—susurró don César—. Luego.
Volvió Mateos, muy aliviado.
—Por esta vez no le ha matado; pero dice que usted le agredió.
—El me plantó una manaza en el pecho y yo no estoy acostumbrado a que me avasallen. Le di
con el bastón. Si le he roto algo, lo pagaré.

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—Ya lo arreglaré yo—suspiró Mateos—. Como él no le informó de que era un comisario y
además no llevaba distintivo, queda usted un poco exculpado. Pero, por favor, modere su genio. Y
cuando le digan que no entre en un sitio, obedezca. Yo tenía que hablar con don César acerca de lo
ocurrido.
—¿Qué pasó?—quiso saber don Goyo.
—Unos bandidos querían sacarme dinero—explicó don César—. Me amenazaron con martirizar
a Lupe y entonces se presentó el «Coyote» y los quitó de en medio.
—¿Quiere detallarme todo lo sucedido? — insistía Mateos.
—Lo lamento—replicó el dueño de la casa—. No estaba yo para fijarme en detalles.
—¿Resultó herido el «Coyote»?
—No lo advertí. Creo que no. Por lo menos no lo noté.
—¿Permaneció mucho rato aquí?
—No. El tiempo de quitar de en medio a los tres bandidos. Ya sabe cómo es el «Coyote». ¡Pim,
pam, pum! Y tres muertos.
—En este caso disparó más de tres tiros—dijo Mateos.
—Es posible. Yo oí muchos; pero no los conté.
—Don César, insisto en que usted no me dice toda la verdad.
Don Goyo volvió a enfadarse. Encarándose con Mateos, chilló:
—¡Oiga, calamidad! ¡Está usted llamando mentiroso al señor Echagüe! ¿Quién le ha enseñado
educación?
—Probablemente el mismo maestro que se la enseñó a usted—replicó, irritado, Mateos—. ¡Estoy
harto de sus impertinencias!
Agarrando el bastón como si fuera una espada, don Goyo se dispuso a quitar el sentido a otro
policía.
—No sea bárbaro, don Goyo—pidió don César.
—¡No se interponga, don César!—pidió Mateos, que había llevado la mano al bolsillo en que
guardaba un pequeño revólver—. ¡Déjele que lo intente! Verá cómo lo tumbo redondo de un tiro.
—Cálmese—pidió don César—. La cosa no tiene tanta importancia. Por hoy ya ha corrido
bastante sangre en mi casa. Usted, señor Mateos, duda de mí. Y yo le he dicho la verdad escueta.
Que entró el «Coyote» y me sacó del apuro en que me encontraba. Ni más ni menos.
—¿Y dónde estaba el cuarto bandido?
—Huiría.
—Su caballo está junto con los que dejaron los otros.
—Tendría prisa y no se fiaría de la rapidez de su caballo. Si él corría más...
—Déjese de chanzas. Usted ha dicho que llegó el «Coyote», mató a los malos y se fue.

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—Sí, señor.
—¿No registró los cadáveres?
Don César sabía el motivo de la pregunta de Mateos; pero no se dio por aludido.
—Yo no me fijé. Tal vez Lupe...
—Su esposa es peor que usted. No recuerda nada. No sabe nada. No vio nada. Se llevó un susto
terrible. ¡Y nada más! Un susto terrible. Fue espantoso, terrible, horrible; pero no sabe si eran cinco
o cien bandidos.
—No le haga caso—pidió don César—. Las mujeres nunca se acuerdan de nada. Si se acordase
de algo sería peor; porque seguramente se acordaría de todo lo que no ocurrió. Habría visto a cuatro
bandidos, seis altos y ocho bajos, armados con siete o diez revólveres cada uno y montando en
veinte caballos... Yo no tengo interés en engañarle, don Teodomiro. Vi a tres bandidos vivos y
luego los vi muertos. También vi al «Coyote»; pero aunque no le hubiese visto, lo habría presentido
al ver los muertos.
—¿Registró usted los cadáveres?
—¿De los bandidos?
—Claro.
—No. ¡Por Dios! Siempre me han dado respeto los muertos. Respeto o un poco de miedo,
—¿Miedo? ¿Qué daño le puede causar un muerto? —Si lo supiera no me daría más miedo del
imprescindible. Yo no puse las manos encima de ningún cadáver. Además, indiqué a todos que se
abstuvieran de tocar los cuerpos.
—Me lo han dicho; pero lo cierto es que ninguno lleva encima la menor documentación. Nada
que pueda identificarlos.
—¡Qué raro!
—Cualquiera diría que alguien les registró los bolsillos y les quitó cuanto podía servir para que
pudiéramos saber de dónde venían y quiénes eran.
—Tal vez a ellos no les interesaba que se supiese— observó don César.
—¿No le parece más lógico suponer que al «Coyote» le interesaba conocer su personalidad y?...
—Si todas estas preguntas se las hiciese usted al «Coyote», señor Mateos, podría conseguir una
respuesta más concreta que haciéndomelas a mí.
—Está bien, señor Echagüe—replicó Mateos—. No le voy a molestar más; pero hace muy mal
negándose a colaborar con nosotros. Estos bandidos procedían del Este. Llegaron esta mañana a
Los Angeles y se dirigieron en seguida a este rancho. —Debían de tener prisa. —No bromee, pues
la cosa es grave.
—Lo fue para ellos.
—¿Quién avisó al «Coyote»?
—Supongo, amigo Mateos, que no pensará que le avisamos nosotros. De poder salir de aquí a

41
dar un aviso, hubiéramos huido. Lo malo era que no podíamos hacerlo. Alguien avisó al «Coyote».
O él supo que hacía falta. Lo cierto es que se presentó oportunísimamente. Llovido del cielo. Me
tiene sin cuidado quién le avisara: lo importante es que llegó a tiempo.
Llamaron a la puerta y uno de los comisarios de Mateos habló con éste en voz baja. Don César
observó el movimiento de los labios del otro; pero de todo, sólo captó un nombre: «Posada del Rey
don Carlos». Luego el hombre se retiró y Mateos, con el rostro radiante, fue hacia don César y dijo:
—Bien, no le entretengo más. Voy a hacer una investigación. Probablemente hallaremos una
pista. Cuando cuatro bandidos se molestan en atravesar todo el continente, lo hacen por algún
motivo más importante que el deseo de robar unos dólares. Adiós.
—Adiós, Mateos—dijo don César—. Supongo que no habrá inconveniente alguno, por parte de
usted, en que salgamos de viaje hacia San Francisco. Mi esposa y yo. Tengo que resolver algunas
cuestiones allí.
—Puede marcharse cuando quiera. Adiós. Hasta la vista, don Goyo.
—¡Adiós, policía!—replicó el coronel Paz.
Apenas se quedó solo con don César siguió:
—No comprendo cómo aguantas a ese cretino. Es rematadamente tonto.
—Un poco menos—sonrió don César—. Mateos no tiene nada de tonto.
—No me digas que es un sabio. ¡Es un idiota!
—No es sabio ni idiota. Es un hombre casi normal, con bastante buen sentido; pero que insiste en
ver las cosas tal como las desea, no tal como pueden ser. Carece de fantasía. Ese es su mayor
defecto y, al mismo tiempo, su mejor cualidad. Su sensatez es la que le impide creer en mí como el
«Coyote».
—Si no fuera tan tonto comprendería... ¡Ejem! ¡Brrúúúúú!—Don Goyo acababa de recordar que
durante un sinfín de años tampoco él había sospechado que don César y el «Coyote» pudieran ser la
misma persona.
Dejándole entregado a su desconcierto, don César subió al palomar y tomando un cartuchito de
los utilizados para los mensajes, escribió:
«Interesa equipaje cuatro forasteros llegaron hoy. Murieron a manos C.»

CAPITULO IX
NO HAY EQUIPAJE

Ricardo Yesares lo lamentaba mucho.


—Pero ¿lo trajeron con ellos?
—Pero yo no puedo inventar el equipaje, señor Mateos. Si no está, ¿qué puedo yo hacer? No lo
puedo sacar de la nada.

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—Pero ¿lo trajeron con ellos?
Mateos empezaba a estar furioso.
—No lo sé. Yo no les di las habitaciones, y ya le he dicho que el empleado que les atendió se fue
a Monterrey en la diligencia de la mañana. Cuando vuelva podrá decirle si trajeron equipaje o no.
—¿Vio usted a esos hombres?
—Un momento; pero no me fijé mucho en ellos. Pagaron tres días por anticipado y no me
preocupo de los clientes que pagan así. Los inquietantes son los que no pagan.
—¿Volvió por aquí alguno de ellos?
—Que yo sepa, no; pero lo puedo preguntar.
—El conductor de la diligencia dice que traían cuatro maletas.
—Es posible—admitió Yesares—. Ya le he dicho que yo no estaba aquí cuando llegaron.
—Uno de mis hombres estuvo de guardia en la puerta de la habitación desde que supo que los
forasteros se habían alojado aquí. No vio sacar nada ni entrar a nadie.
—Eso demostrará que no trajeron equipaje. El de la diligencia pudo confundirse.
—¡Es muy raro!
—Le ruego que lo diga en voz baja. No me gusta que se divulgue la sospecha de que mis clientes
pierden su equipaje en mi casa.
—¡En mi vida había visto nada más raro que esto! —exclamó Mateos.
—No creo que tenga tanta importancia. Cuatro bandidos vienen a establecerse en el Oeste y
tropiezan con el «Coyote». El resultado no puede ser más lógico. Pierden los que han de perder.
Mueren los que han de morir. Al fin y al cabo usted tiene los cadáveres. A lo mejor ofrecen algún
premio por ellos. No todos los días se hacen tan buenos negocios.
Riendo maliciosamente, Ricardo Yesares agregó:
—¿O es que pretende capturar al «Coyote»?
—Claro que no confío en ello—replicó Mateos—; pero quisiera estar seguro de que se trata de
unos bandidos. ¿Y si, por casualidad, fueran comerciantes o políticos? Se armaría un terrible
revuelo en toda California y yo saldría mal librado. La justicia del «Coyote» es muy peculiar y, a
veces, los culpables no lo son, de acuerdo con nuestras conveniencias sociales. No sería la primera
vez que me mete en un lío con su sentido de la justicia.
—Sobre eso nada le puedo decir. Tan sólo desearle que todo se arregle.
—No sé—gruñó Mateos—. No sé.
Se marchó, hablando para sí y, de pronto, volviendo sobre sus pasos, gritó a Yesares:
—Si el «Coyote» se encarga de eliminar del mundo a todos los bandidos que llegan a Los
Angeles, me gustaría saber qué pinto yo aquí. Y lo mismo que yo me pregunto, se lo deben de
preguntar en Sacramento. Acabarán suprimiendo la plaza de «sheriff» del condado de Los Angeles.

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—Siempre le queda el recurso de emplearse como auxiliar del «Coyote».
—No bromee, don Ricardo. No estoy de humor. ¿Qué buena fama puede adquirir una ciudad
donde llegan unos viajeros, y al cabo de tres o cuatro horas de su llegada ya han pasado a mejor
vida?
Se fue definitivamente y Yesares pasó al cuarto donde, de acuerdo con las instrucciones
recibidas del «Coyote», había guardado las maletas de los cuatro pistoleros. Eran vulgares maletas
de tela de alfombra. Todas iguales, como adquiridas al mismo tiempo, en el mismo bazar... Yesares
contuvo su curiosidad hasta la noche, cuando llegó don César anunciando:
—Mañana salimos hacia el Este. Antes de irme repasaremos nuestras cuentas. ¿Le parece bien
que lo hagamos ahora?
—Sí, sí—respondió Yesares.
Pasaron al despachito del propietario de la Posada y don César abrió en seguida las maletas en
busca de alguna pista. Sólo contenían un poco de ropa interior, jabón, calcetines; pero nada que
permitiese identificar a sus propietarios.
—Es curioso que las cuatro sean idénticas—observó don César—. Y que estén tan nuevas.
—Es un tipo de maleta que se usa mucho. Casi todas son iguales. Varios viajeros han llegado
con ellas. Las venden en unos nuevos almacenes de San Francisco.
—Pero aquellos hombres venían de Nueva York.
—Tal vez allí las vendan también.
—Por lo menos las fabrican. Son maletas neoyorquinas.
—¿Por qué te buscaban esos tipos?
Don César miró, sonriente, a su amigo.
—Ahí está el problema. No sé por qué me buscaban. Creo que actuaban a favor de alguien que
no me tiene simpatía. Trataré de averiguar quién es ese alguien y... le demostraré que es mejor no
tenerme antipatía.
—¿Y estas maletas?
—Me llevaré una dentro de uno de mis baúles.
—¿Puedo ayudarte en algo más?
—Por ahora, no; pero ya te avisaré, si lo considero necesario.
—¿Te marchas solo?
—Lupe y yo. Y nos llevamos a Pedro Bienvenido.
* * *
Viajaron a lo largo de la costa, hacia el Norte. El camino les era familiar y por ello lo
contemplaban con más serenidad, sin el nerviosismo del que veía por ver primera todo aquel
cúmulo de maravillosos paisajes.

44
Pararon en Santa Bárbara, en Purísima, en San Luis Obispo, en Monterrey. Era la ruta de las
Misiones. En un tiempo una ruta magnífica, que mostraba el progreso de la última conquista
española en América. Ahora, resultaba un peregrinaje triste y sentimental. Las misiones ya no
estaban, como en la infancia de don César, llenas de jóvenes indios, vestidos de blanco, que
rodeaban a los misioneros de pardo sayal. Incluso los misioneros que ahora quedaban allí, no eran
como los de treinta años antes. Entonces eran jóvenes y llenos de ímpetu evangelizador. Libraban
una dura batalla hacia la victoria. Ahora reñían un combate que sólo podía terminar con la derrota.
De su poderío material no quedaba ya nada. Del espiritual, muy poco. Quedaban ya pocos hidalgos
californianos. Por ello la visita de don César y Guadalupe fue como había sido siempre, motivo de
ingenua alegría en las misiones.
—Nos recuerdas los viejos tiempos—dijo el prior de San José—. Cuando California era otra
cosa...
Llegaron a San Francisco seis días después de su partida de Los Angeles. No fue un viaje rápido;
pero estuvo de acuerdo con la calma de don César.
Este, como siempre que visitaba San Francisco, se instaló en el Hotel Frisco. Dejando a Lupe
encargada de arreglarlo todo salió, diciendo antes en el despacho de recepción:
—Voy a la «Wells y Fargo». Volveré dentro de unas horas. Si alguien pregunta por mí, que me
aguarde o que vuelva otro día.
Antes de salir había escrito dos notas y las llevaba en sus correspondientes sobres, uno dirigido a
Chris Wardell y otro al Coronel Farrell, de la Milicia Local.
Se encaminó a una tienda del Barrio Chino y entró con paso tranquilo, yendo hacia el hombre
que se sentaba a una baja mesita de laca negra y oro. Era un chino de mediana edad, bajito, de cara
ascética y serena expresión.
—Bienvenido—saludó.
—Traigo dos mensajes urgentes y discretos, Huey Sing.
—Déjalos sobre la mesa y serán llevados a su destino.
—¿Con la máxima urgencia?—preguntó don César.
—Con toda la urgencia que tú puedas conseguir.
Don César dejó los dos sobres ante Huey Sing y luego, junto a ellos, una moneda de veinte
dólares.
A su sonido, Huey Sing sonrió. Una serena y extraña sonrisa; pero ni bajó la vista, ni movió la
cabeza. Ni siquiera cogió la moneda.
—¿Darán alguna contestación?—preguntó.
—Tal vez. Deseo que todo se haga discretamente.
—Tan discretamente como tú puedas desear—replicó el chino.
Don César depositó sobre la mesita otras dos monedas. Cuarenta dólares más.
—Esa es mucha discreción—dijo Huey.

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—¿Puede haber más?
—La mejor gallina sólo pone un huevo diario; pero, a veces, casi milagrosamente, consigue
poner dos; mas eso ocurre una vez al año.
—Apreciaré cualquier esfuerzo que se haga por lograr que la gallina de la discreción ponga hoy
dos huevos.
Al decir esto, don César llevó la mano al bolsillo de donde había sacado los sesenta dólares.
—No busques más dinero—pidió el chino—. Has pagado toda nuestra discreción. Puedes volver
cuando se encienda un farol verde en la puerta de esta casa.
El chino inclinó la cabeza en silencioso saludo, al cual correspondió don César, que en seguida
salió de la pequeña tienda que olía a incienso y a sedas chinas. En la puerta sonrió al ver de nuevo el
cartel donde se veía un ojo tapado por una mano y, debajo, esta inscripción:
«Vemos, pero no recordamos. Máxima discreción. Estamos a su servicio». «Huey Sing». Lo
mismo se repetía en caracteres chinos.
Dentro, Huey Sing acarició, con una maza de corcho, la superficie de un batintín de cobre, que
vibró como un largo susurro. En seguida apareció un chino, bastante bajo, de ágiles movimientos.
—Toma—dijo Huey, señalando las cartas—. Ha sido un gran encargo y exigen mucha
discreción. Toma una moneda.
El otro vaciló.
—¿Están cerrados tus oídos?—preguntó Huey.
—Tal vez no sepas... Son monedas de oro...
—Mis ojos no necesitan ver lo que oyen mis oídos— replicó Huey—. Nuestro cliente ha sido
muy generoso; pero exige la máxima discreción. Tal vez veinte dólares no fuera mucho dinero si
llegase el momento de ser discretos. ¿Le has visto?
—Sí.
—Olvídate de él hasta el momento en que sea conveniente recordarle. Luego, pasado ese
momento, olvídalo. Ya conoces nuestras reglas.
El segundo chino se inclinó ante Huey, y éste, advertido del movimiento por una leve alteración
en el aire de la estancia, respondió con otro lento saludo.
—Date prisa—dijo.
Salió el mensajero a llevar las dos cartas. Huey Sing entornó sus ciegos ojos, cruzó los brazos
sobre el pecho y se dispuso a esperar el regreso de Charlie Fu, joven chino de la nueva generación
californiana.
Charlie se dirigió primero a «La Fortuna», la casa de juego de Chris Wardell. No se admitían
chinos por la puerta principal; pero la cocina estaba llena de ellos. Cocineros y pinches. Con todos
tenía amistad Charlie.
Por eso el mensaje llegó antes de cinco minutos a manos del obeso «Diamantes» Wardell. Este,
cuando lo hubo leído, bajó a la cocina y llevó a un lado a Charlie.

46
—¿Quién te ha dado esta carta?—preguntó Wardell al mensajero.
—No sé—contestó apresuradamente Charlie.
—No puede ser que no lo sepas.
—No sé.
—¿Esperas contestación?
—No sé.
—Está bien. Si quien te ha enviado te pregunta algo, contesta que estaré en el lugar que indica.
Charlie inclinóse rápida y profundamente y dando media vuelta desapareció corriendo hacia el
Ayuntamiento. En «El Perro Rojo», una famosa taberna de los primeros tiempos de la ciudad, que
había prosperado al unísono con San Francisco, y ahora estaba convertida en un lujoso bar que
sólo conservaba de la originaria taberna el extraño nombre y la muestra guardada en una vitrina.
Allí solía tener el coronel Farrell su punto de reunión con sus hombres; la elegante, rica y no muy
heroica Milicia.
Farrell había prosperado en los negocios y muchos de-cían que se olvidaba de los viejos amigos;
pero cuando tuvo en sus manos y leyó el mensaje firmado con una cabeza de coyote, Farrell se puso
en pie y preguntó al chino:
—¿Dónde está?
—No sé.
—Bueno, si le ves, dile que a la hora fijada estaré donde me indica. Sin falta.
Charlie volvió a casa de Huey Sing y anunció que los mensajes habían sido entregados a sus
destinatarios.
—Coloca un farol verde en la puerta—ordenó el ciego.
Charlie obedeció y don César, que había entrado en un café chino, a unos cuarenta metros del
establecimiento de Huey Sing, vio la verde luz y, levantándose, dejó sobre la mesa el importe de las
dos tazas de café que había tomado, consultó su reloj y, una vez en la calle, echó a andar sin prisa.
Le quedaba bastante tiempo. Echó a andar hacia el puerto. Dos o tres veces se volvió con la
impresión de que le seguían. No vio a nadie; pero la sensación de que no estaba solo le acompañó
desde las vías más concurridas hasta las más solitarias.
Para convencerse, ocultóse en un portal y aguardó varios minutos. Esperaba ver pasar a su
perseguidor; mas no vio a nadie, ni entonces ni en las otras ocasiones en que repitió el intento.
Acostumbrado a fiarse de su instinto, don César retardó su llegada al punto de cita y entró en
otro café. Era uno de esos cafetines de puerto. El dueño parecía mejicano. Era mestizo y muy sucio.
Tenía el mejor café del mundo para el caballero. Lo aseguró muchas veces. También dijo tener
licores de marca.
—Déme café—pidió don César.
El dueño de la taberna trajo una taza bastante grande llena hasta el borde de un café espeso; pero
muy perfumado.

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—Veinticinco centavos, señor—dijo el dueño, colocando el azucarero junto a la taza.
Don César le dio cincuenta y echó tres cucharaditas de azúcar en la taza. Revolvió, pensativo,
con la mirada fija en la puerta, esperando que entrase el que le había seguido, si realmente le había
seguido alguien.
A pesar de que la primavera estaba en sus comienzos, la taberna estaba más llena de moscas que
de clientes. Don César observaba sin ver, de esa manera que se miran las cosas que no interesan
cuando se está muy preocupado por otro motivo. Una mosca avanzaba por la cucharilla depositada
en el platito, caminando hacia el hueco donde habían quedado unas gotas de café muy azucarado.
De súbito, la mosca se estremeció como si soplasen sobre ella y tuviese pegadas las patas a la
superficie que ocupaba, sin poder volar. Los estremecimientos aumentaron y, por fin, la mosca cayó
en el platito y tras unos espasmos quedó muerta.
Don César miró en torno por si alguien había advertido la extraña muerte de la mosca. La
clientela era escasa, compuesta, en su mayoría, de marineros y descargadores de los muelles. Había
oscurecido y la iluminación del local corría a cargo de cuatro ahumados quinqués y una lámpara,
más limpia, que ayudaba a formar una isla de luz junto al mostrador.
Al mirar de nuevo hacia la puerta, don César vio junto a ella a un negro descomunal, de cabeza
pelada y reluciente como una bola de ébano. Vestía camiseta y pantalones anchos. Calzaba
sandalias y la luz que llegaba de la calle por debajo de las portezuelas, descubría, en los tobillos del
gigante, huellas cicatrizadas de grilletes. Podía tratarse de un antiguo esclavo o, más probablemente,
de un ex-presidiario licenciado de San Quintín. Su colocación al lado de la puerta no parecía muy
casual.
Los clientes se iban retirando, excepto otros dos hombretones que permanecían de espaldas al
mostrador, apoyando en él los codos, mientras observaban, no muy disimuladamente, a don César.
Este sacó un pañuelo y, después de sonarse, se entretuvo un instante en limpiarse el rostro con el
pañuelo. Cuando lo guardó, su rostro había quedado oculto por un antifaz.
La penumbra del cafetín hizo que nadie se diera cuenta del cambio verificado en el rostro de don
César. Luego, éste llamó:
—Venga usted, amigo.
El dueño del establecimiento se dirigió a la mesa.
—¿Qué le pasa al café?—preguntó—. Veo que no se lo ha tomado.
—Quiero que se lo tome usted—dijo don César.
—Ya he tomado—replicó el tabernero.
—Del mío, no. Decídalo pronto. ¿Se lo toma?
—¡Oiga, señor...! No estoy para bromas y... se lo voy a demostrar.
El tabernero inclinóse hacia César, iniciando con las manos el movimiento hacia el cuello, como
si fuera a estrangular a su cliente.
Este levantó una mano y mostró al grueso tabernero el cañón del «New Line, 41» que había
quitado a Ogden.

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—Se lo va usted a tomar en seguida—dijo, sin levantar la voz—. Me molesta tomar un café que
da tanto sueño a una pobre mosca.
El dueño del establecimiento no esperaba lo del revólver. Le habían dicho que aquel hombre era
el ser más inofensivo del mundo.
—No es veneno—dijo—. Se lo aseguro.
—Bébalo y no hable tanto.
—Si se dan cuenta de que me está amenazando, dispararán contra usted y contra mí—dijo el
tabernero—. Son gente muy mala, señor. Haga ver que se lo bebe y viértalo al suelo; pero
demuestre que se deja engañar. Si no lo hace así hay cuatro dispuestos a acribillarle. Les he visto
trabajar y sé que me matarán a mí también, para que no pueda hablar. Me dijeron que le pusiese
veneno; pero yo...
Con el vientre, el tabernero impulsó de pronto hacia delante la mesa, sobre don César; pero no lo
hizo con la suficiente rapidez para engañar a su astuto adversario,
Habíase inclinado para adaptarse al movimiento que iba a hacer y esto previno a don César, que
impulsando la mano izquierda lateralmente, lanzó la mesa hacia la izquierda, fuera de su camino, al
tiempo que apretaba el gatillo y disparaba contra el rostro del tabernero, de cuya oreja izquierda
brotó un surtidor de sangre.
La confusión más grande se enseñoreó de la taberna.
Mesas volcadas, fogonazos, humo de pólvora y una sombra que, pegándose a las que llenaban el
local, avanzaba hacia la puerta de salida, bloqueada por el gigantesco negro en cuya mano derecha
brillaba la azulada hoja de un cuchillo que parecía un machete.
Un destello de luz dio por un momento en el rostro de don César, revelando su antifaz. El
tabernero empezó a chillar:
—¡Es el «Coyote»! ¡Es el «Coyote»! ¡Nos han engañado! ¡Malditos traidores! ¡Nos dijeron que
era un caballero y es el «Coyote»!...
—¡Cállate de una vez, condenado!—gritó una voz a la cual siguió un disparo contra el tabernero,
que ahora cayó de rodillas, gravemente herido.
El «Coyote» estaba a tres metros del negro del cuchillo y disparó contra él. Le hirió; pero la
herida fue como un espolazo que en vez de quitar energías, enfureció al negro que, levantando el
cuchillo como un sable, se lanzó, aullando, sobre el «Coyote».
Este disparó a quemarropa, sin tiempo para apuntar, deseando que sus balas dieran en la cabeza
del negrazo.
Al fin de lo que pareció una eternidad, el negro, que ya estaba casi encima del «Coyote», cayó
hacia atrás, con el rostro deshecho a balazos. El «Coyote» saltó por encima de él, ganó la calle y se
zambulló en un portal oscuro y maloliente, contra cuyo quicio se aplastaron dos balas de plomo.
Sin detenerse a responder a los disparos, el «Coyote» subió escalera arriba, buscando un sitio por
donde escapar. Iba a ciegas. No era aquel su familiar terreno de lucha. No sabía lo que iba a hallar;
pero sabía que por la escalera subían cinco o seis hombres armados, que no se resignaban a

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perderle.
Una puerta del segundo piso se abrió en el momento en que el «Coyote» llegaba allí y un chino
apareció en el umbral.
—Por aquí, señor—dijo en perfecto inglés.
El «Coyote» reconoció al muchacho que había visto salir con las cartas para Wardell y Farrell y
que luego encendió el farol verde.
Fuera sonaban algunos disparos, resonando ensordecedoramente en la caja de la escalera. Pero
los cuatro chinos que fumaban y bebían té en la sala donde entraron Charlie y don César, no se
inmutaron. Miraban tan inexpresivamente que no parecían ver nada.
—Sígame, señor—indicó Charlie.
—Se van a meter detrás de nosotros—dijo el «Coyote».
—No. Mi primo Johnnie corre hacia el tercer y cuarto piso, y sus pasos guiarán a sus enemigos
hacia un sitio donde no encontrarán nada.
Estaban en una especie de galería. Desde el último piso colgaba una cuerda que llegaba al patio.
—¿Sabe?—preguntó el chino, saltando hacia la cuerda y bajando por ella con la agilidad de un
mono.
El «Coyote» le siguió con idéntica agilidad y a los cuatro segundos estaban en el patio, frente a
una puerta que daba al pasillo que iba hasta la calle. Charlie avanzó, agazapado, y el «Coyote» le
siguió terminando de recargar el revólver.
De pronto le vio saltar hacia delante y en su alzada mano vio brillar un cuchillo más corto que el
del negro. El cuchillo bajó veloz, y a pesar del griterío que sonaba en la escalera, el «Coyote» oyó el
erizante rasgar de la carne, huesos y tendones, seguido de un quejido gutural.
Cuando pasó junto al que había caído bajo el cuchillo de Charlie, el «Coyote» se imaginó el
ancho corte del cuchillo en la garganta del centinela.
Charlie le tendió la mano y dijo, antes de salir al exterior.
—Yo le llevaré donde le están esperando.
Dieron un rodeo por entre cubos de basura y pilas de cajas y cajones, atravesaron un café chino,
lleno de orientales fumando en largas pipas, sin que ninguno pareciera verlos. Luego entraron en
una tienda,, también llena de clientes que no expresaron asombro ni irritación, para terminar, al fin,
en una calle más ancha y limpia.
—Siga recto y luego tuerza a la derecha y por la primera a la izquierda. Allí estarán sus amigos.
—Creo que me ha ayudado a salvar mi vida, señor —dijo el «Coyote».
—Usted pagó bien. Prometimos discreción; pero alguien siguió mis pasos y luego los de usted.
—Me lo pareció. Si entré en el café fue para convencerme de si me estaban siguiendo o no.
¿Existe alguna manera de demostrar mi agradecimiento?
—Usted ya lo ha demostrado, señor. Señor Huey encargó que, sobre todo, nadie supiera nada.

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Ahora ya nadie sabe nada. Cuatro personas sabían algo; pero usted y yo hemos trabajado bien. Es
usted un gran tirador, señor «Coyote».
—Y usted maneja el cuchillo como un guerrero, Me considero muy honrado.
—Nadie puede sentirse más honrado que yo—contestó Charlie, inclinándose—. Adiós y... feliz
noche.
—Adiós y felices días.
El chino se fue por un lado y el «Coyote» marchó hacia donde le esperaban Farrell y Wardell.

CAPITULO X
NIEBLA EN SAN FRANCISCO

Se reunieron en la sala que a veces utilizaban los miembros de la Milicia para hacer instrucción.
Era muy grande y destartalada y en ella casi era imposible ver a los tres hombres que estaban en el
centro, bajo la luz de una de las lámparas. El almacén estaba bastante alumbrado y nadie podía
acercarse lo suficiente para oír sin ser visto.
—Me alegro de que nos haya llamado—dijo Wardell—. Hace días que por los bajos fondos de la
ciudad circula una consigna y una oferta.
—No creo que le dé usted crédito—dijo Farrell.
—Yo no sé si darle crédito o no; pero hay muchos que consideran buena la oferta de cien mil
dólares quien mate al «Coyote» y presente las pruebas.
—¿Quién ofrece tanto por mí?
—No se sabe; pero el doctor Redfern dice que él pagará el premio al ganador. Redfern goza de la
confianza de todos los hampones.
—Cogeremos a ese doctor...—empezó Farrell.
—No lo conseguirá—le interrumpió Wardell—. Redfern se sabe guardar bien las espaldas y,
además, conoce la Ley y las ventajas que ella le proporciona. Sabe que no pueden detenerle sin
causa más justificada que el simple rumor de que él pagará cien mil dólares a quien mate al
«Coyote».
—Tal vez si fuésemos a verle...—empezó Farrell.
—No—dijo el «Coyote», moviendo la cabeza—. Sería una ingenuidad. Seguramente esperan
que el «Coyote» vaya a ver a Redfern para pedirle explicaciones. En ese caso, Redfern sería el
queso colocado en la ratonera.
—Eso es lo que yo creo—dijo Wardell—. Sin embargo, lo cierto es que nunca se había movido
tanto el hampa. Es un hervidero. Todos están deseando cazar al «Coyote». En cuanto llega un
forastero a San Francisco, todos se apresuran a investigar si puede ser o no el «Coyote».
—¿Quién puede mover todos estos hilos?—preguntó Farrell.

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—Eso es lo que pretendo averiguar—dijo el «Coyote»—. Usted, Farrell, debe de estar enterado
de los forasteros que, procedentes del Este, han llegado a San Francisco. ¿Conoce a alguno de
éstos? Frank Hartmann, Herbert Colby y Adam Chalmers.
—Los conozco a todos—respondió Farrell—. Hartmann es el amo de los yacimientos de Borax,
Colby de los barcos y...
—Quiero decir, si alguno de ellos ha venido a San Francisco.
—Adam Chalmers llegó hace casi un mes.
El «Coyote» no esperaba aquello. Sabía muchas cosas de Hartmann y de Colby; pero nunca
había tenido nada que ver con Adam Chalmers.
—¿Quién es Adam Chalmers?—preguntó.
—Un multimillonario sin hijos y casi sin familia, que invierte su fortuna en obras de caridad—
dijo Farrell—. Además de su gran fortuna, ha ido heredando las de un sinfín de parientes. Hace
poco heredó la mayor parte de la industria maderera de Oakland. Bosques y aserraderos. Ha venido
a venderlo. Por cierto que, a pesar de su frágil aspecto, es hombre duro y buen negociante. Un grupo
de financieros de San Francisco le quiere comprar todo eso y hace casi un mes todos decían que
iban a comprar a doscientos sesenta mil dólares, que es un precio tirado. Pero a última hora
Chalmers dijo que no le interesaba la venta y, desde entonces, tras mucho decir que sí y que no, el
precio ha subido al millón de dólares, y aún no se ha llevado a cabo la operación.
—¿No será una excusa para justificar su presencia aquí?—preguntó el «Coyote».
—Es verdad—admitió Wardell—. No se me había ocurrido que pudiera ser eso.
—¿Dónde vive Chalmers?
—En Telegraph Hill, una casa nueva, rodeada de jardines.»
* * *
Había siete perros guardianes de las más fieras razas. De noche quedaban sueltos por el jardín y
sólo un suicida o un loco hubiera intentado penetrar en aquel lugar.
Wardell dio la solución, Buen pescado frito y, dentro de cada pieza, una dosis de estricnina.
El «Coyote» sugirió un cambio.
—Al fin y al cabo los perros no tienen ninguna culpa. No es necesario matarlos. Bastará con un
narcótico.
Llegaron a la casa de Telegraph Hill, desde la cual se dominaba todo San Francisco, y bajando
del coche, que conducía el propio Farrell, fueron hacia la reja que rodeaba el palacio, cuyas
historiadas cúpulas se levantaban por encima de los jóvenes álamos. Wardell había pasado por su
casa a recoger una cesta llena de pescado frito. El olor era tan intenso que antes de que llegasen a la
reja ya les aguardaba un coro de ansiosos ladridos.
Eran tan fuertes que Simón, el criado de Chalmers, se asomó a la ventana para indagar el motivo
de tanto alboroto.
Una niebla, cada vez más espesa, lo invadía todo, anulando la visibilidad.

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—Debe de ser alguien que se ha acercado a la reja —comentó Lowell, el jardinero, que ahora
vestía de muy distinta manera.
—Salid a ver de qué se trata—dijo MacEvoy.
—¿Con los perros sueltos?—Simón se echó a reír—. Tú quieres que nos maten para quedarte
con todo el botín.
—No seas estúpido—dijo MacEvoy—. Si los tres no hemos conseguido nada, menos conseguiría
uno solo. No puedo prescindir de vosotros, y no lo deseo, tampoco.
—No ocurrirá nada—dijo Simón—. Mientras los perros estén abajo no habrá ser viviente que
penetre en el jardín.
—Ya se van calmando—dijo Lowell, cerrando la ventana—. Tener esos perros en el jardín sirve
tanto para que nadie entre como para que nadie salga. ¿Cuándo se terminará este negocio, si es que
alguna vez llega a ser negocio?
—Lo será—dijo MacEvoy—. ¡Ese viejo me tiene ya harto! Y si no, firmaré yo mismo el
contrato.
—No seas loco—dijo Simón—. Antes de pagar se asegurarán de que la firma es buena y la
reconocerán en seguida. Has podido reproducir, casi exactamente, la figura del viejo; pero no su
letra.
—Ya lo sé. No hace falta que lo digas. Pero si llego a imaginar que este negocio iba a ser tan
largo, no me hubiera metido en él.
—Si empezamos a pelearnos antes de cobrar el botín, no ganaremos para disgustos—dijo Lowell
—. Estamos metidos en el lío y tenemos que seguir adelante, cueste lo que cueste. No podemos
volvernos atrás.
—¡Ya lo sé!—gritó MacEvoy—. ¡Si no hubiésemos matado a aquel tipo!...
—Tú lo mataste—dijo Simón—. Yo no quería derramar sangre...
—Tú sólo querías traicionar a tu amo, ganarte trescientos mil dólares o tres millones, o lo que
fuera.
MacEvoy estaba furioso. Vestía elegantemente y su aspecto era el de un caballero; pero tenía
más de presidiario que de caballero.
—Creo que lo mejor hubiera sido vender las cosas buenas que había en la casa de Nueva York y
conformarse con ello, sin buscar más.
—Hubiera sido trabajar por alpiste—dijo MacEvoy—. Voy a ver al viejo, otra vez.
Sacó un revólver y comprobó si estaba cargado, luego salió del salón y, cruzando un par de
habitaciones, llegó ante una puerta cerrada. La abrió con llave y entró, cerrando tras de sí.
Quien hubiese visto aquella escena, sin saber la verdad, hubiera creído hallarse ante dos
hermanos gemelos. Mismo cabello y bigote blancos, idéntica distinción, misma estatura y volumen.
Era una doble edición, exacta en todos sus detalles, de Adam Chalmers.
La única diferencia estaba en la mirada. La del que estaba en el cuarto era más serena, más

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distinguida. La del otro, más aviesa.
—Chalmers, le voy a dar su última oportunidad. ¡Firme!
El verdadero Chalmers movió negativamente la cabeza.
—Pierde el tiempo—dijo—. No firmaré ningún contrato ni nada que pueda beneficiarles. Pueden
matarme. Es lo más que pueden hacerme.
—No sea usted tan terco. En cuanto tengamos ese dinero nos iremos y usted quedará en libertad.
Incluso, si quiere, puede decir que le obligaron a firmar y recuperar lo suyo...
—Yo no hago esas cosas.
Simón y Lowell entraron en la habitación, para influir en el terco anciano.
—Le va la vida—dijo Simón.
Chalmers dirigió una despectiva mirada a su criado.
—A ellos los odio, porque son unos bandidos y unos asesinos; pero a ti, Simón, te desprecio,
porque eres un traidor, y, si salgo vivo de vuestras manos, no descansaré hasta meterte en la cárcel o
ponerte una cuerda al cuello. No sé lo que has hecho, además de traicionarme; pero supongo que ha
sido mucho y que te castigarán por ello.
—Si se pone así nos obligará a tomar una decisión muy mala—dijo MacEvoy—. Mala para
usted. Sea sensato. Usted heredó los aserraderos y bosques de Oakland. Es tan rico que no los
necesita para nada. Firme la escritura de venta y deje en nuestras manos el dinero. Nos iremos y
usted podrá continuar su vida de coleccionista y de hombre feliz. No tenemos ningún interés en
matarle. Le dejaremos libre.
—No.
—¿Por qué dice siempre que no?—preguntó, exasperado, Lowell.
—Porque nunca diré que sí. Tal vez si tratase sólo con ustedes me hubiera dejado convencer;
pero nunca permitiré que este traidor de Simón, al que saqué de un hospicio, a quien eduqué e hice
hombre, se beneficie de su traición.
MacEvoy y Lowell cambiaron una rápida mirada. Ambos habían pensado lo mismo. Ya no
necesitaban para nada a Simón, que al principio les había servido de guía y de informador acerca de
las costumbres de Chalmers y acerca de sus parientes y amigos. Sin Simón no hubiesen podido
entrar en la casa, secuestrar al viejo, instalarse allí, representar el papel de Adam Chalmers... Si
alguien tuvo alguna duda, ésta se disipó viendo junto al falso Chalmers al criado que nunca se
separaba de él. Pero si el criado les era imprescindible en Nueva York, no ocurría lo mismo en San
Francisco.
Simón se dio cuenta de lo que pensaban sus compañeros. En su lugar, él habría pensado lo
mismo.
Los tres se miraron unos segundos. Estudiaban sus pensamientos y reacciones y, al fin, Simón,
comprendiendo que todas las desventajas estaban contra él, si prolongaba la situación, llevó la mano
al bolsillo donde guardaba su revólver.

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Era muy poco adversario para aquellos dos hombres que procedían del hampa neoyorquina.
Lowell, que estaba a su derecha, se lanzó sobre él y le atenazó la muñeca, sin dejarle sacar el arma
del bolsillo, y MacEvoy, fríamente, como si estuviese representando una escena de comedia o de
drama, sacó su revólver, lo amartilló y, tras unos segundos durante los cuales Simón trató de
dificultar el blanco, al fin disparó.
El criado dio un salto hacia atrás. Lowell le soltó y Simón cayó de espaldas, debatiéndose en el
suelo en su agonía. MacEvoy disparó de nuevo. Esta vez un tiro de gracia que puso fin a la vida del
traidor.
—Igual me ahorcarían por un crimen que por dos —dijo—. Lo difícil está en que me cacen.
Desde la puerta, tras ellos, una voz dijo, irónicamente:
—Pues ya está cazado.
MacEvoy se volvió, amartillando el revólver para disparar contra su nuevo adversario; pero
estaba frente a un maestro en el arte de adivinar las reacciones de un hombre acorralado y antes de
que terminase el movimiento sintióse lanzado hacia atrás, con un balazo en la juntura del brazo
derecho y del hombro.
—Y usted no se mueva—dijo el «Coyote», sonriendo, a Lowell—. La verdad es que me he
llevado una de las mayores sorpresas de mi vida.
Por encima del hombro llamó:
—Coronel, venga a hacerse cargo de estos hombres.
Farrell llegó al momento, empuñando un revólver y sacando unas esposas. Al ver a MacEvoy y a
Chalmers, desorbitó los ojos.
—No entiendo...—empezó.
—Es muy sencillo—dijo el «Coyote»—. He escuchado algo de lo que se han dicho y la historia
no puede estar más clara. El del brazo roto debió de ser actor en sus buenos tiempos y no le resultó
muy difícil adoptar la apariencia del señor Chalmers. Se metieron en su casa y lo secuestraron.
Luego lo trajeron aquí pensando que podrían obligarle a firmar el contrato de venta de los
aserraderos y bosques. Pero el señor Chalmers tuvo más energía que ellos y no se dejó
convencer. Incluso tuvo la astucia de enfrentarlos entre sí y obligarles a que se mataran. Creo que si
tardamos un poco más hubiera convencido a este caballero—señaló a MacEvoy— de que debía
pegarse un tiro.
Chalmers movió la cabeza.
—No lo crea, señor... ¿Quién es usted? Por el antifaz comprendo que desea conservar el
incógnito.
—Me llaman el «Coyote»—dijo el enmascarado—, y lo más curioso es que vine aquí buscándole
a usted, señor Chalmers, convencido de que era mi enemigo. —¿Yo, su enemigo? Adam Chalmers
no comprendía.
—Sí. Alguien ha hecho correr la voz de que mi cabeza vale cien mil dólares, y hay mucha gente
que está deseando cortarla. Debido a ciertas coincidencias, sospeché que usted podía ser el único

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capaz de ofrecer tanto dinero por tan poca cosa.
—¡Pero si yo no le he conocido hasta ahora, señor!
—Ya lo sé; pero mis sospechas existían antes de conocerle. Si no le importa, hablaremos un rato
y luego le pediré un favor. Antes permita que le presente al coronel Farrell, de la Milicia Local.
Farrell había esposado a MacEvoy y Lowell, diciendo a éste:
—Por lo que ha hecho le colgarán.
—Ya lo sé—gruñó MacEvoy—. Tenía que ser así. El negocio se enredó desde el primer
momento. Y se estropeó del todo cuando, aquel inglés se presentó a pedir la recomendación y se dio
cuenta de que yo no era el legítimo. En cuanto se derrama sangre, el mejor negocio se va al diablo.
* * *
En una salita más acogedora, Adam Chalmers contó su historia al «Coyote», mientras en otro
lugar Farrell vigilaba a sus presos.
—Soy hombre de costumbres muy sencillas. Vivo entregado a mis colecciones y apenas salgo de
casa. Tengo mucho dinero y nadie que pueda heredarlo. Gasto mucho en donativos a la
Beneficencia y a las escuelas.
—¿A la Universidad de Yale?—preguntó el «Coyote».
—Sí. Y a otras. ¿Por qué lo pregunta?
—Simple curiosidad. Continúe.
—Hace años—siguió Chalmers—, recogí al hijo de un antiguo criado mío. Simón. El que ha
muerto. Al morir sus padres fue llevado al hospicio y yo me compadecí de él. Le hice estudiar un
poco y, cuando tuvo suficiente edad, lo tomé a mi servicio. Se ve que no supe ser bueno o que tal
vez fui malo. No obstante, yo imaginaba portarme bien con él. Un día me encontré con los otros dos
hombres, en mi casa de Nueva York, y supe que eran cómplices de Simón. Me secuestraron en el
edificio, sin dejarme salir, y MacEvoy se maquilló de forma que, a simple vista, podía pasar por mí.
La voz era distinta y por eso evitó que entrase en la casa ninguno de mis amigos. Simón los conocía
a todos y les decía que yo no estaba bien y que no podía recibirlos. No podían contestar a las cartas,
porque no eran capaces de imitar mi letra ni mi firma. Por eso mismo no podían sacar dinero del
banco; pero en cambio podían vender cuadros y objetos de arte muy valiosos. Saquearon mi casa,
malvendiendo magníficas joyas artísticas. Yo no podía hacer nada; porque me tenían encerrado en
un cuarto interior.
«Desde el primer momento su proyecto era vender alguna de mis posesiones; pero eso era difícil
hacerlo en Nueva York, donde todo el mundo me conocía. Al saber que yo era dueño de los bosques
y aserraderos de Oakland, decidieron traerme aquí, donde nadie me conocía lo bastante para notar la
diferencia de mi voz. Me trajeron en coche hace unos veinte días y MacEvoy trató con los
compradores. Ellos creyeron tratar conmigo; pero faltaba la firma de la escritura de venta. Era el
único obstáculo. Porque en San Francisco tengo una cuenta corriente y mi firma está registrada.
Probablemente confrontarían las firmas antes de pagar el importe de la venta. Quisieron obligarme a
firmar los contratos. Me negué. Al no poder devolverlos firmados, dijeron que la venta no les
interesaba tanto y los otros aumentaron sus ofertas hasta el límite de un millón de dólares por todo.

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MacEvoy hizo lo humana e inhumanamente posible para obligarme; pero no cedí. Sinceramente,
creo que si aguanté tanto fue para castigar a Simón. Mi único pesar era saber que, si me mataban,
Simón heredaría un millón de dólares. El no lo sabía; pero en el testamento que guarda mi notario
está escrito ese legado.
—Fue una suerte que no lo supieran—sonrió el «Coyote»—. Su trabajo se hubiera simplificado
mucho, ¿no?
—Desde luego. He pasado un par de meses muy malos, se lo aseguro. Pero ahora empiezo a
recordarlos como algo muy emocionante.
—¿Me permite una pregunta?
—A usted, a quien tanto debo, se lo permito todo, señor... «Coyote»—sonrió Chalmers—.
Pregunte lo que quiera.
—¿Conoce usted a Thalia Coppard?
—He oído hablar de ella. Es propietaria de una sala de juego muy elegante y de un restaurante
muy bueno.
—Así es. ¿Sabe algo más?
—Pues... Sí. ¿Es amiga de usted?
—Sí—dijo el «Coyote», tras breve vacilación—. Es amiga mía. Creo que le pidió a usted el
favor de apoyar a su hijo para que el muchacho pudiera seguir estudiando en Yale.
—No. A mí no me lo pidió. En realidad se lo pidió a MacEvoy. A él no le hubiera importado
hacerle tan pequeño favor; pero si hubiera podido imitar mi letra para una recomendación también
la hubiese podido imitar para retirar dinero de los bancos. Y eso hubiera hecho.
—Parece que usted sabe algo más acerca de Thalia Coppard.
—Sí, señor «Coyote». Soy uno de los principales protectores de Yale, y la señora Saint Paul,
acudió a mí en cuanto supo que un hijo de Thalia Coppard estudiaba en Yale. Nosotros, los
hombres, somos más tolerantes que las mujeres. Robería Saint Paul, por motivos muy suyos, odia a
las mujeres como Thalia Coppard. Ella hizo avisar al rector de que Julio C. Coppard era hijo de la
dueña de un garito que ni siquiera estaba casada. Por sólo uno de los dos motivos le hubieran
expulsado. Como falta poco para las vacaciones, el rector sugirió que era más piadoso dejar que el
muchacho terminase el curso. Luego sería más fácil y menos violento cerrarle las puertas.
—¿Qué opina usted de semejante actitud?
—He sido un hombre de vida muy tranquila. He tenido miedo a las complicaciones
sentimentales y nunca he frecuentado el trato de mujeres que me pudiesen comprometer. Ni siquiera
he llegado a casarme. No obstante, creo que los hijos no deben pagar los pecados de los padres. Y
hasta es posible que esos pecados no sean tan terribles.
—Si yo le pidiera una recomendación para ese muchacho, ¿me la daría?
—Sí; pero no le serviría de nada. Roberta Saint Paul es intransigente con el pecado y con el
vicio. Y para su estricto sentido de la moral el que bebe un vaso de vino aguado es un vicioso, y
quien se vuelve dos voces para mirar, en la calle, a una mujer bonita, es un inmoral. Su voz es muy

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potente y muy temida. La Universidad la teme. Sólo si su nombre va unido al de los demás
protectores pidiendo que el hijo de Thalia Coppard no sea expulsado, podrá permanecer allí el
muchacho. Y no creo que ni usted sea capaz de obligarla.
—Haremos la prueba—sonrió el «Coyote»—. En cuanto me dé usted la carta se la haré llegar a
Thalia Coppard.
—La escribiré en seguida. Y considéreme su amigo, señor «Coyote».
—Muchas gracias. Yo también soy amigo de usted y le aseguro que, de saberle en tan apurada
situación, igualmente hubiera acudido en su ayuda.
Se echó a reír.
—Es la primera vez que, yendo dispuesto a marcar a un enemigo, he terminado salvando la vida
a un amigo, sin cambiar de identidad. Vine a ponerle un balazo en la oreja a Adam Chalmers y
resulta que le he salvado.
—Lo que siento es que no haya resuelto su propio problema.
—No se preocupe, señor Chalmers. El problema queda bastante aclarado. Sólo me falta saber si
la mano que mueve los hilos de esta intriga es la de la señora Saint Paul. De las otras manos ya
estoy seguro, y aunque tenga que ir a Nueva York para darles una lección, no me importa. ¿Sabe
usted algo de esa fiera señora?
—¿De Roberta? No. Sé muy poco. Lo que todo el mundo sabe; pero hay una época en su vida
que nadie ha podido desvelar. En su juventud pasó cuatro años en París y regresó de allí convertida
en una fiera puritana. Antes era encantadora. Sabe Dios lo que pasó o vio en París.
—Gracias. ¿Puede darme la carta? Le será más fácil dármela ahora que aguardar a otro día. No
resulta sencillo para el «Coyote» pasear por las neblinosas calles de San Francisco. Máxime cuando
hay un premio por su cabeza.
—Pasemos al cuarto donde estaba cuando usted llegó tan oportunamente. Allí tengo papel con
mi membrete y todo lo necesario para escribir. Lo trajeron para obligarme a escribir cartas.
* * *
Thalia Coppard recibió la carta certificada, impuesta en San Francisco. La letra le era
desconocida; pero un presentimiento le hizo adivinar de quién procedía.

«Señorita Thalia Coppard:


Adjunta a la presente hallará la carta de recomendación para su hijo, escrita por el señor Adam
Chalmers. Oportunamente llegaré a esa ciudad con mi esposa y confío en que podré resolver el
resto de su problema. El señor Chalmers me ruega le indique el asombroso hecho de que no fue él,
sino un impostor, quien le negó el favor que usted fue a pedirle. También me dice que el citado
impostor asesinó a Henry Gallway.
Celebro infinito haberle podido ser de alguna ayuda, y, en espera de hacerlo personalmente, beso
su mano,

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César de Echagüe.»

Thalia Coppard sintió que las rodillas se le doblaban. ¡Volvería a ver a César de Echagüe, el
«Coyote»! Ya no podría ser suyo, porque pertenecía a otra mujer; pero el verle sería un premio
mayor del que ella había esperado. Ni siquiera al llamarle pensó que él pudiera aceptar y acudir. Y
si él hubiera estado dispuesto a ir al lado de Thalia Coppard, su mujer se lo hubiera impedido.
—¿Qué clase de mujer puede ser esa?—preguntó a Pamela Browning, refiriéndose a Guadalupe.
—Una mujer muy tonta o muy maravillosa.
—O muy segura del amor de su marido—murmuró Thalia—. Estoy deseando conocerla.
—Si esperas que te ayude...
—Ya lo ha hecho y estoy segura de que lo hará. ¡Tanto como la he odiado!...
—¿Por qué la has odiado?—preguntó Pamela
—Por nada. No me hagas caso.
—¿No será ese don César de Echagüe el secreto amor?...
—¡Cállate! No sigas hablando. Me... me acabarías haciendo llorar.
—Perdona; pero ahora sí que estoy deseando conocer a ese don César. Me lo imaginaba un tipo
gordo y ridículo; pero a lo mejor es... como ese bandido californiano a quien llaman el «Coyote».
¿Sabes algo de él?
—No—mintió Thalia Coppard—. Nunca he oído hablar del «Coyote».

FIN

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