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LA CAZA DE LA DUQUESA

Once Upon a Dukedom 02

Lorraine Heath
RESUMEN

Hugh Brinsley-Norton, duque de Kingsland, necesita una duquesa. Sin


embargo, restaurar el ducado, dejado en ruinas por su padre, a su antigua
gloria exige todo su tiempo, con poco espacio para los sentimientos. Coloca
un anuncio alentando a las damas solteras de la alta sociedad a escribir por
qué deberían ser las elegidas, y deja que su eficiente secretaria seleccione a
su futura esposa.
Si existe una tarea más desagradable en el mundo que decidir quién se
va a casar con el hombre que amas, Penélope Pettypeace ciertamente no
puede imaginar cuál podría ser. Aun así, está decidida a encontrar a la
esposa perfecta para su empleador despistado, pero despiadadamente
encantador.
Pero cuando una nota anónima amenaza con revelar verdades mejor
escondidas, Kingsland no tiene más remedio que enfrentar el peligro con
Penélope a su lado. Seducido por la belleza valiente y de voluntad fuerte, se
da cuenta de que está dispuesto a arriesgarlo todo, incluido su corazón, para
mantenerla a salvo entre sus brazos. ¿Podría ser que la duquesa que está
buscando ha estado frente a él todo el tiempo?
RESUMEN
CAPITULO 01
CAPITULO 02
CAPITULO 03
CAPITULO 04
CAPITULO 05
CAPITULO 06
CAPITULO 07
CAPITULO 08
CAPITULO 09
CAPITULO 10
CAPITULO 11
CAPITULO 12
CAPITULO 13
CAPITULO 14
CAPITULO 15
CAPITULO 16
CAPITULO 17
CAPITULO 18
CAPITULO 19
CAPITULO 20
CAPITULO 21
CAPITULO 22
CAPITULO 23
CAPITULO 24
EPILOGO
CAPÍTULO 01

Londres
2 de julio de 1874
Seis semanas para el baile de Kingsland
Si existía en el mundo una tarea más desagradable que la de elegir a la
mujer que iba a casarse con el hombre al que amabas, Penélope Pettypeace
no podía imaginársela. Pero, durante los ocho años que había sido secretaria
del duque de Kingsland, se había visto acosada por tareas desagradables. Ya
debería estar acostumbrada. La última, sin embargo, estaba más allá de los
límites.
Sentada ante la mesa de su pequeño despacho en la residencia
londinense del duque, utilizando la navaja con mango de mármol verde que
él le había regalado unas Navidades, abrió con eficacia y rapidez otro sobre,
prefiriendo mantener intacto el sello de cera, sacó y desplegó el pesado
pergamino, ajustó la posición de sus gafas y comenzó a examinar las
palabras que alguna joven e ingenua señorita soltera había escrito
meticulosamente y con desenfrenada esperanza en respuesta al reciente e
incisivo anuncio del duque en busca de una noble dama en edad de casarse
y procrear para convertirse en su duquesa. Había hecho lo mismo el año
pasado, con resultados desastrosos.
Él mismo había hecho la selección, anunciando su elección durante un
baile en esta misma residencia, que ella había organizado y supervisado.
Había permanecido en la sombra mientras el tintineo del magnífico gong
que resonaba en los rincones más alejados indicaba que él estaba a punto de
revelar su elección. No supo a quién había elegido hasta que todo Londres
oyó su nombre en sus labios: Lady Kathryn Lambert.
Durante casi un año, había cortejado a la mujer, pero al final, ella lo
había rechazado en favor de un bribón sin título y con una herencia que
incluía un padre traidor. Kingsland debería haber aprendido la lección en
ese momento: no se podía adoptar un enfoque tan impersonal para
conseguir una esposa adecuada.
Pero no. Apenas dos días después de que la dama rechazara su
propuesta, publicó otro anuncio en el Times, buscando una solución fácil a
un asunto complicado: conseguir una mujer con la que pudiera estar
contento. Sin dignarse siquiera a abrir ninguna de las casi siete docenas de
sobres recibidos y leer las misivas cuidadosamente redactadas, le había
encomendado la tarea a ella.
A pesar de su disgusto por la tarea, se tomó en serio su deber y había
creado una cuadrícula en papel de estraza que casi cubría toda la parte
superior de su escritorio de roble. Tenía una columna en la que escribía los
nombres de las damas y una por cada atributo que estaba bastante segura de
que el duque quería en una esposa, aunque no se había molestado en
especificar más requisitos que el más apremiante: “Necesito una duquesa
tranquila, que esté ahí cuando la necesite y ausente cuando no”.
Y toda mujer quería un hombre que estuviera ahí cuando ella no se diera
cuenta de que lo necesitaba. Un hombre con encanto, gracia y perspicacia.
Un hombre al que no le importara ser molestado cuando una mujer
simplemente quería a alguien cerca que le asegurara que ella era valiosa.
Hugh Brinsley-Norton, noveno duque de Kingsland, no era ciertamente
ese hombre.
Sin embargo, Penélope Pettypeace había conseguido enamorarse de él.
Maldito sea su corazón poco práctico.
Él nunca había alentado sus afectos más profundos, y no se había dado
cuenta de que los albergaba hasta que él había pronunciado el nombre de
otra dama, y las palabras la habían golpeado como un puñetazo en el pecho.
De hecho, había sido una sorpresa darse cuenta de lo que sentía por aquel
hombre. Tal vez fuera la confianza que depositaba en ella para que se
ocupara de sus negocios cuando él estaba ausente. Viajaba a menudo en
busca de oportunidades de inversión, un propósito singular de su vida que le
dejaba poco tiempo para otros menesteres, como un noviazgo adecuado.
Era responsable de cuatro propiedades, el ducado, dos condados y un
vizcondado, así como del bienestar de quienes dependían de ellas para su
subsistencia. Hasta que empezó a trabajar para él, siempre había
considerado a la aristocracia como un grupo de malcriados y perezosos,
pero él le había demostrado la verdad: sus obligaciones a menudo recaían
sobre ellos. Su respeto por él no tenía límites, y su corazón le había seguido.
—¿Srta. Pettypeace?
—¿Qué demonios pasa? — Levantó la cabeza para mirar al pobre
lacayo que la había interrumpido. Luego se arrepintió de haberlo hecho
porque sus ojos se habían abierto de asombro y reflejaban un toque de
horror, como alguien que se hubiera topado con una araña grande y horrible
y se hubiera dado cuenta demasiado tarde de que le había sentado mal que
la molestaran mientras tejía su tela. —Mis disculpas, Harry. ¿En qué puedo
ayudarle?
—Su Excelencia acaba de llamarle desde la biblioteca.
—Gracias. Estaré allí en un momento.
—Muy bien, señorita.
Mientras él se despedía de inmediato y en silencio, dejó a un lado la
carta en la que se enumeraban una serie de talentos: tocar el pianoforte,
cantar, jugar al croquet y practicar esgrima, una habilidad que nadie más
había reivindicado hasta el momento, que requeriría añadir otra columna y
que podría resultar perjudicial para el duque cuando la mujer descubriera
que no tenía tiempo para disfrutar de ninguna de sus habilidades. Cogió un
pisapapeles de mármol negro en el que había grabado y repujado en oro “A
quien madruga Dios le ayuda”, un regalo del duque después de que ella
llevara un año con él, y lo colocó encima de la carta para indicar que aún no
había terminado de considerar a su autora como posible duquesa.
Después de apartar la silla, se levantó y se acarició el pelo para
asegurarse de que no se le había escapado ningún mechón del moño.
Aprovechaba al máximo cada minuto del día, haciendo multitud de cosas a
la vez siempre que podía. Satisfecha con su aspecto, sin siquiera tomarse la
molestia de mirarse en un espejo, emprendió la marcha hacia su destino, a
lo largo del pasillo que conducía a las cocinas, más allá de la pared en la
que colgaba la línea paralela de campanas, una para el personal de servicio,
otra para ella, que marcaban las habitaciones en las que se había tirado de
un timbre, más allá de la escalera que llevaba a su pequeño dormitorio en
las dependencias de la servidumbre. Luego, a lo largo de otro pasillo,
llegaba a las viejas escaleras que utilizaban los lacayos para servir la
comida, el mayordomo para abrir la puerta principal, la doncella que
atendía las necesidades de la duquesa viuda cuando estaba en la residencia
y el ayuda de cámara que atendía al duque. Se le permitía subir a la parte
principal de la residencia porque también atendía al duque, aunque no de
forma tan personal como el ayuda de cámara. Aun así, diría que sus deberes
eran mucho más importantes. Al igual que todo el personal de la casa, sin
duda, porque su presencia mantenía el orden. Ni una sola vez se había
opuesto el mayordomo a que se ocupara del duque cuando Su Gracia estaba
de mal humor.
Habría preferido su estudio más cerca de donde él trabajaba, pero él
nunca le había preguntado su preferencia. Por desgracia, probablemente él
tampoco haría nunca lo mismo con su esposa. Su enfoque era estrecho, rara
vez se aventuraba más allá del imperio que había construido. Al hombre le
importaba poco más que ganar dinero y asegurarse el éxito a cualquier
precio. Pero la astucia, la habilidad y la crueldad con que gestionaba sus
negocios a menudo la dejaban sin aliento. Era un espectáculo digno de
contemplar, y había aprendido mucho de él, lo suficiente como para haber
conseguido, al igual que muchas mujeres, invertir sus ingresos en empresas
privadas y valores del Estado con un éxito asombroso. Nunca más se vería
obligada a hacer lo impensable para sobrevivir.
Cuando se acercaba a la biblioteca, un lacayo con librea que estaba en la
puerta la saludó con una rápida inclinación de cabeza antes de abrirla. Con
los hombros echados hacia atrás, la columna vertebral erguida y las
emociones a flor de piel, entró sin dar la menor muestra de lo mucho que la
mera visión de Su Gracia siempre le debilitaba las rodillas. No eran sus
rasgos endiabladamente hermosos. Había conocido a muchos hombres
guapos. Era la confianza en su porte, la franqueza de su mirada firme, el
poder y la influencia que ejercía con facilidad. Era la forma en que la
miraba, sin ninguna lascivia. La miraba como a un hombre al que respetaba,
a un hombre cuya opinión valoraba. Y para ella, que nunca había conocido
nada de eso antes de él, era un afrodisíaco.
Su cabello oscuro, medio centímetro más largo de lo que estaba de
moda, tendría que hablar de ello con su ayuda de cámara, tentaba a sus
hábiles dedos para que apartaran el mechón que parecía estar siempre en
estado de rebelión, cayendo sobre sus ojos de color obsidiana mientras él se
ponía en pie, desplegando aquel cuerpo largo y ágil que cualquier prenda de
vestir tendría la suerte de cubrir. El hecho de que su sastre se asegurara
minuciosamente de que cada puntada fuera perfecta sólo servía para hacer
más elegante al duque.
Lo había visto en el desayuno, por supuesto. Él insistía en que le
acompañara porque a menudo le venían a la cabeza ideas, reflexiones y
cosas que investigar mientras dormía o nada más despertarse, y a veces
establecían cómo pasaba el día. También era propensa a despertarse cuando
se le ocurrían soluciones a los problemas que intentaban resolver, y las
compartía con él mientras tomaban el almuerzo. Era una forma encantadora
de empezar el día, incluso cuando no tenían nada que decir y se limitaban a
leer los periódicos que el mayordomo planchaba y colocaba junto a cada
uno de sus asientos. El duque creía que le convenía que ella estuviera lo
más informada posible.
—Pettypeace, espléndido, has llegado—. Su voz profunda y suave creó
calor en su vientre como el brandy que disfrutaba antes de retirarse. —
Permítame presentarle al Sr. Lancaster.
Señaló con la cabeza al caballero de la chaqueta de tweed mal ajustada.
—Señor.
—Lancaster, la Srta. Pettypeace, mi secretaria.
—Un placer, señorita.
Le había echado un par de años más que ella, veintiocho. Tenía
ambición, un ansia en sus ojos grises como si supiera que estaba en la
cúspide de hacer fortuna, pero también percibió una cautela porque
comprendía que todas las esperanzas podían desvanecerse con dos pequeñas
palabras del duque: no le interesaba.
—La Srta. Pettypeace tomará notas para que yo pueda considerar el
asunto más a fondo más tarde. Me gusta rumiar las posibilidades de
inversión, ¿sabe?
Una forma educada de decir que indagaría en la vida del Sr. Lancaster
hasta saber el día y la hora exactos y con quién había perdido el hombre la
virginidad y, siglos antes, cuánto tiempo podría haber mamado de la teta de
su madre.
Tan discretamente como le fue posible, sacó del bolsillo de la falda el
lápiz y el pequeño cuaderno encuadernado en piel que siempre llevaba
consigo, se deslizó hasta un sillón orejero situada en el borde de la sala de
estar, se ajustó las gafas en el puente de la nariz y se sentó. Ambos
caballeros ocuparon sus sillas.
—Muy bien, Lancaster, impresióname con este plan tuyo que garantiza
hacerme más rico de lo que ya soy.

***

King tenía la envidiable habilidad de concentrarse en más de una cosa a


la vez, de modo que mientras Lancaster se explayaba sobre su invento, un
reloj que emitía una alarma a una hora determinada designada por su
propietario, parecía prestar toda su atención al inventor mientras, de reojo,
admiraba el nuevo vestido de Pettypeace. Era azul oscuro. Claro que era
azul oscuro. Ella sólo vestía de azul oscuro. Sin embargo, como también
poseía el don de la memoria, sabía que, a pesar de que no se atrevía a
revelar más que el hundimiento de sus clavículas, tenía dos botones menos
que cualquiera de sus otros vestidos, las mangas que le llegaban hasta las
muñecas estaban un poco más ajustadas y el polisón era más pequeño. Se
preguntaba cuándo había tenido tiempo de coserlo, pero claro, ella era un
modelo de eficiencia. Una vez le preguntó por qué vestía siempre de azul
oscuro en lugar de un color más alegre, y ella se ofendió de inmediato. —
¿Le preguntas a tu abogado por qué no se pavonea con chaquetas más
brillantes como un pavo real?
Claro que no. Le importaba un bledo el atuendo de Beckwith, pero ella
había dejado claro su punto de vista. Se tomaba en serio su cargo y no
llevaba nada que diera la impresión de ser una mujer caprichosa por
naturaleza. Aun así, pensó que un verde cazador conseguiría el mismo
resultado y, además, serviría para resaltar el tono verde de sus ojos, ojos
agudos, ojos inteligentes. Por ellos la había contratado.
Una docena de hombres habían solicitado el puesto cuando lo anunció.
Ella había sido la única mujer. También había sido la única que lo había
mirado fijamente, que nunca había apartado la mirada, que nunca se había
acobardado, ni siquiera cuando había mentido. Si ella era la hija de un
vicario, él era el hijo de un mendigo.
Había contratado a los mejores investigadores, detectives, espías, y no
habían sido capaces de descubrir nada sobre ella. Era como si ella no
hubiera existido hasta el momento en que entró en su despacho para la
entrevista.
El hombre de mente astuta, que tenía en cuenta las probabilidades,
estaba dispuesto a sufrir una pérdida por una ganancia mayor y sopesaba los
riesgos, había asumido uno muy grande con ella y le había dado el puesto.
Sin saber nada más de ella que lo que le había contado aquella tarde. Y aún
no se había arrepentido.
Era una maravilla. Posiblemente la persona más inteligente que había
conocido. Eso también se reflejaba en sus ojos esmeralda.
Ahora estaban concentrados en lo que ella garabateaba mientras
Lancaster hablaba. Tenía una caligrafía perfecta, por muy rápido que
escribiera. Aunque en ese momento, sabía que ella utilizaba algo a lo que se
refería como el método Pitman, una serie de trazos, barras y puntos que no
tenían ningún sentido para él, pero que no tenían por qué tenerlo. Ella lo
traduciría todo y lo escribiría más tarde para que lo tuviera en cuenta. Rara
vez olvidaba algo, pero prefería tener recordatorios de todos modos.
Además, a menudo ella captaba los detalles más insignificantes que podía
haber pasado por alto o que en ese momento había decidido que no tenían
importancia, para descubrir más tarde que eran cruciales. Eran un equipo,
ella y él. Aparte de sus tres mejores compañeros de Oxford, no confiaba en
nadie más.
Aunque no estaba seguro de que ella pudiera decir lo mismo de él. Si
no, ¿por qué no le había contado nada más de su pasado, aparte de lo de
aquella primera tarde? Por un lado, sentía que la conocía tan bien como a sí
mismo. Sin embargo, no podía negar las lagunas que parecían agrandarse
con el paso del tiempo. Se decía a sí mismo que su pasado no tenía
importancia. Hacía lo que se le pedía y lo hacía a la perfección.
Además, tenía derecho a guardar sus secretos. Después de todo, a él se
le daba muy bien guardar los suyos.
Pero, aun así, a veces se preguntaba...
Se dio cuenta del silencio expectante que se cernía sobre él.
Inusualmente, había dejado de escuchar con atención, pero tenía la esencia
de lo que Lancaster estaba proponiendo. —Interesante. Su invento acabaría
con el negocio de los aldaboneros—. Aquellos a los que se pagaba por
golpear las ventanas para despertar a los trabajadores a determinadas horas.
A Lancaster pareció extrañarle la idea, como si no hubiera considerado
todas las ramificaciones de su invento. —Dicho esto, todo progreso tiene
como resultado que alguien pierda. Fíjese en los ferrocarriles. Los servicios
de carruajes se utilizan con menos frecuencia, y las posadas de los caminos
trillados tienen menos clientes. Pero las oportunidades se abren en otros
lugares. La gente puede viajar más fácilmente a los balnearios, que
prosperan como resultado. Así que necesitará una fábrica. Eso es lo que está
buscando de mí como inversor, supongo.
—Sí, Su Gracia.
—Lo consideraré, Sr. Lancaster, pero necesitaré hacer algunas
investigaciones por mi cuenta primero. Dentro de quince días, nos
reuniremos de nuevo, en mi oficina de Londres —. Prefería su austero
ambiente de negocios cuando se vislumbraba la posibilidad de negociar. —
Entonces tendré una respuesta para usted—. Mientras se ponía en pie, le
tendió una tarjeta al hombre. —Deje su propia tarjeta a la Srta. Pettypeace.
Se pondrá en contacto con usted para indicarle la fecha y hora exactas de
nuestra próxima cita.
—Gracias, Su Gracia.
Se apresuró hacia la secretaria de King y le entregó su tarjeta. Ella
sonrió. —Bien hecho, señor.
Su respuesta no dio a King ninguna pista de lo que realmente pensaba,
porque decía las mismas palabras, en ese tono alegre, a cualquiera que le
propusiera una idea, por atroz o ridícula que fuera. Era como si supiera lo
que era que nunca te animaran, como si quisiera proporcionar esperanza en
un mundo sin ninguna.
Una vez que Lancaster se hubo ido, King se dejó caer de nuevo en su
silla, se encontró con la mirada de su secretaria y se acomodó para disfrutar
de su parte favorita de cualquier oportunidad de inversión. —¿Qué opinas
del asunto, Pettypeace?
Como siempre que compartía sus impresiones iniciales, se quitó las
gafas para masajearse suavemente el puente de la nariz. Algunos mechones
rubios se habían adherido a la montura de alambre y habían logrado escapar
de la prisión de su moño, severamente sujeto, por lo que ahora colgaban
sueltos a lo largo de su sien y el borde de su mandíbula. Le llamaron la
atención porque rara vez había algún aspecto de ella que fuera rebelde. Eso
la convertía en una excelente empleada, pero de repente se preguntó si se
arreglaba con tanta precisión después de retirarse por la noche o en su día
libre. ¿Lo que veía todos los días era sólo una fachada o su verdadero yo?
Nada de tonterías. La aprobaba y, sin embargo, le molestaba darse cuenta de
que no conocía el sonido de su risa.
—Tendrá que encontrar la manera de fabricarlos a bajo precio. A los
que se beneficiarían de este artilugio les sobrarán pocas monedas para lo
que la mayoría considerará sin duda un artículo de lujo—. Se acomodó las
gafas.
—Estoy de acuerdo, pensaba lo mismo—. Apoyó el codo en el brazo de
la silla y la barbilla en la palma de la mano. Lentamente, se frotó el labio
inferior con el dedo. —He visto algo parecido en Francia, pero sólo se
puede programar para que suene ruidosamente a una hora determinada, en
punto.
—Mientras que el invento del Sr. Lancaster permite que la alarma suene
en un momento preciso de una hora concreta, de modo que alguien que no
necesitara despertarse hasta las seis y media podría dormir media hora más.
—¿Cuándo no te has levantado a primera hora, Pettypeace? ¿Cuándo
has dormido hasta tarde?
Su boca se curvó ligeramente. —Siempre me quedo en la cama la
mañana de Navidad, un regalo para mi
Se le hizo un nudo en el estómago tan fuerte que casi le dolió. No lo
sabía. Dios, ¿estaba tan desesperado por saber algo de ella que su cuerpo
reaccionaba como si ella se hubiera levantado y desnudado ante él? ¿O era
porque inmediatamente le vino a la mente la imagen de ella en la cama,
acurrucada bajo las sábanas... despertándose, estirándose, recordando que
era día festivo, girando sobre un costado y volviendo a dormirse, con una
sonrisa de satisfacción en el rostro? ¿O era que su regalo para sí misma era
algo tan simple, algo que podría experimentar cualquier día del año, pero
que se negaba a sí misma porque, como él, estaba impulsada a lograr
grandes cosas, sin importar el sacrificio personal? Ese pensamiento le llevó
a preguntarse qué demonios la impulsaba.
—Eres demasiado tacaña contigo mismo, Pettypeace. Deberías
comprarte algo extravagante para Navidad.
—Los mejores regalos no suelen costar nada—. Su sonrisa era
encantadora, como si estuviera perdida en sus recuerdos, y estuvo tentado
de preguntarle cuál había sido el mejor regalo que había recibido. Que el
diablo se lo lleve, pero quería saber quién se lo había hecho.
Por su mente desfilaron todos los regalos con los que la había agraciado,
objetos que se regalan a una secretaria para que pueda atender mejor sus
obligaciones o al menos disfrutar más de ellas: una pluma con plumilla de
oro, un tintero de cristal, el pequeño cuaderno de cuero que había usado
antes, y muchas cosas más. Pero nada de carácter personal. No tenía ni idea
de lo que a ella le gustaba para sí misma, de lo que la haría sonreír con la
misma calidez con la que había sonreído a Lancaster. De repente, le pareció
imperativo darle algo que fuera recibido con algo más que un “Gracias, Su
Gracia. Le daré un buen uso”.
Quería regalarle algo que no fuera útil en lo más mínimo.
Su boca volvió bruscamente a los negocios mientras se ponía en pie.
Los modales que le inculcaron desde que lo pusieron en una cuna le
obligaron a levantarse, aunque no lo habría hecho si ella fuera un hombre
empleado para ayudarle en sus negocios.
—Redactaré las notas y se las presentaré esta tarde. ¿Envío un mensaje
a sus sabuesos habituales para que sigan el rastro del Sr. Lancaster? —. Ella
mostró la tarjeta del hombre. Existían numerosas razones para que
Lancaster entregara su tarjeta. Algunos de los hombres que empleaba
podrían decirle exactamente dónde la había hecho imprimir el inventor.
—Desde luego.
—¿Quería seguir adelante y obtener presupuestos de fábricas para
comparar con el coste de construir el suyo propio?
—Me conoces muy bien, Pettypeace.
Casi sonrió. Vio cómo se le movían los labios.
—¿Hay algo más, Su Gracia?
—Sí. Cenaremos esta noche en el club con los Ajedrecistas.
—¿Nosotros, señor?
—Te necesitaré allí. Bishop tiene algún plan que presentar, y quiero que
tomes notas.
—Pero es un club sólo para hombres.
—He conseguido un comedor privado con entrada privada. Que traigan
el coche a las siete y media.
Asintió bruscamente. —Sí, señor.
Se dio la vuelta para irse.
—¿Pettypeace?
Antes de que ella se detuviera para mirarle, ya había empezado a
moverse hacia ella. Sólo tardó seis zancadas en alcanzarla. Ella no tenía las
piernas tan largas como él. No medía más de un metro y medio. Con
cautela, recogió los pocos mechones rubios y sedosos que le acariciaban la
mejilla y se los colocó detrás de la oreja. —Todos iremos vestidos de
manera bastante formal. Si tienes algo menos... formal, no dudes en
ponértelo.
Parpadeó, tragó saliva y asintió. —Pero son negocios.
—Por supuesto, sin duda.
Se acarició el pelo y sonrió. Cálida y luminosa. —Estoy deseando ver el
interior de un club de caballeros.
Cuando ella se marchó, se dio cuenta de que pagaría una fortuna por
mantener esa tentadora sonrisa en su rostro.
CAPITULO 02

Santo cielo. Cena en el club con los Ajedrecistas. Conocidos por su


dominio de la estrategia y su crueldad cuando se trataba de inversiones
tácticas y maniobras comerciales, se habían ganado su apodo en Oxford, y
lo habían mantenido hasta el presente.
Penélope apenas podía creer su buena suerte. Ya había cenado antes con
ellos, tanto en la residencia como en la finca ducal. Pero en el club... bueno,
no tenía precedentes. Nadie era admitido en su círculo íntimo, y aunque no
estaría en él, estaría al borde del mismo, respirando el mismo aire que ellos.
Incluso si iba como secretaria con el deber específico de tomar notas, seguía
sintiéndose con poder.
Cuando se trataba de ropa formal, su vestuario era algo escaso.
Normalmente cenaba con los criados, pero en las raras ocasiones en que el
duque la invitaba a reunirse con él y sus invitados, siempre era un asunto
informal. Incluso cuando la duquesa viuda estaba en la ciudad y se dignaba
invitar a Penélope a la mesa, lo hacía en el entendimiento de que se debía a
la generosidad de la anciana, y se esperaba que Penélope siguiera
pareciendo una sirvienta, por lo que siempre llevaba uno de sus vestidos
azul oscuro.
Dentro de su guardarropa, la única prenda que se acercaba remotamente
a la formalidad era el vestido verde pálido que se había puesto para
supervisar el baile del año pasado, para no parecer demasiado fuera de lugar
paseando entre los invitados mientras se aseguraba de que todo se
gestionaba como debía. Aun así, era bastante discreto, con un escote
cuadrado que dejaba al descubierto sus clavículas y unos dos centímetros de
piel por debajo de ellas, pero desde luego sin escote, sin pechos, sin indicios
de carne prohibida. Las mangas eran estrechas capas abullonadas que
descansaban sobre sus hombros y apenas cubrían la curva superior de sus
brazos. El polisón era modesto. La falda no tenía lazos, aunque sí una tela
adicional que caía en varios niveles hasta el suelo. En cuanto a su pelo...
—Lucy, simplemente no puedo expresar cuánto aprecio esto.
La camarera sonrió, el espejo de cuerpo entero reflejó su reflejo. —No
seas tonta, Penn. Disfruto peinándote. Es increíblemente manejable. Te lo
haría todas las mañanas si me lo pidieras.
Sólo que no lo iba a pedir. Lucy Smithers tenía suficiente con cuidar de
todas las habitaciones de arriba. Incluso cuando sólo una estaba ocupada,
tenía que asegurarse de que todas las demás estuvieran limpias, barridas y
listas para entrar en cualquier momento. Aun así, mientras Penélope
estudiaba su peinado en el espejo, la forma en que Lucy le había recogido el
pelo con horquillas, pero creando rizos que flotaban por su espalda, no pudo
evitar desear que la feminidad no fuera un impedimento para que la
tomaran en serio. El peine de perlas que ocultaba las horquillas y ayudaba a
mantener todo en su sitio era un bonito detalle. Penélope lo había comprado
para el baile del año pasado, una extravagancia, pero era algo que su madre
siempre había deseado tener, así que había justificado el gasto como un
homenaje a su difunta madre.
—Te ves tan elegante como cualquier dama que haya visto. Me atrevo a
decir que el duque cambiará de opinión sobre usar ese anuncio cuando te
vea.
El corazón le palpito con tanta fuerza que se sorprendió de no ver
palpitar el corpiño de su vestido en el espejo. Apartándose de su reflejo, se
dirigió a la cama, cogió un guante de seda blanca de donde lo había dejado
antes y comenzó a ponérselo. —No seas ridícula. Viene de una familia
demasiado ilustre como para conformarse con una plebeya—.
Especialmente una con comienzos como los suyos.
—Nunca se sabe. No sería el primer duque que hace algo así.
Si pudiera conseguir un libro de apuestas, apostaría todas sus ganancias
anuales a que él no haría tal cosa. A diferencia de Lucy, que tenía una
inclinación romántica, Penélope estaba anclada en la realidad. Al igual que
Kingsland. El hombre no tenía ni un hueso romántico en el cuerpo. Lo sabía
porque siempre que había tenido que ausentarse durante algún tiempo
mientras cortejaba a lady Kathryn Lambert, le había ordenado a Penélope
que “le enviara flores o algo cada pocos días para que supiera que estaba
pensando en ella”.
Lo que significaba que no había pensado en ella en absoluto. Ojos que
no ven, corazón que no siente. Necesitaba encontrar una esposa para él que
no se aferrara, que no necesitara que le cogieran la mano constantemente y
que fuera lo suficientemente fuerte como para cuidar de sí misma. Una
mujer con sus propios intereses, sus propios objetivos, que fuera capaz de
asumir su papel de esposa del duque de Kingsland y hacerlo suyo. Una
mujer independiente, como ella misma, que sabía que su valor no se medía
por el hombre de su vida, sino por sus propios logros. Hasta ahora, en sus
cartas, las damas habían enumerado libros que habían leído, melodías que
les gustaba bailar, instrumentos que dominaban. La capacidad de llevar una
casa. ¿Cómo juzgar los puntos fuertes de una mujer basándose en la lectura
de palabras en un papel? Tendría que conocer a las candidatas más
prometedoras.
Si la mujer que seleccionaba rechazaba su oferta, el fracaso recaería
sobre sus hombros, pero la Sociedad lo haría sobre los de él, y ese resultado
no lo toleraría. Aunque no había parecido importarle la reciente debacle, el
duque de Kingsland estaba acostumbrado a disfrutar del éxito. Otro fiasco,
provocado por sus manos, podría hacerle perder su puesto.
Sin embargo, ¿podría seguir viéndolo día tras día, noche tras noche, con
otra mujer? Él siempre había sido tan discreto con sus aventuras que a veces
ni siquiera estaba segura de si había tenido alguna. Pero un hombre tan viril
como él no podía pasar mucho tiempo sin satisfacer sus necesidades
sexuales.
Cogió su retícula. Contenía su cuaderno y su lápiz, ya que el vestido era
defectuoso y no tenía bolsillo. A pesar de que había pedido a la modista que
incluyera dos, la mujer no lo había hecho, alegando que arruinaban las
líneas. Las líneas no eran más importantes que los bolsillos, pero no había
tenido tiempo de mandar coser otro vestido antes de que lo necesitara. Así
que aquí estaba ella con un vestido defectuoso, pero echando otro vistazo
rápido en el espejo, tenia que admitir que se veía bastante bien arreglada
con él.
—Despiértame cuando llegues—, le dijo Lucy mientras la seguía al
pasillo. —Quiero que me cuentes cómo te ha ido la noche y el garito de
juego, lo que puedas ver.
—No creo que lleguemos tan tarde como para que estés dormida cuando
volvamos—. Bajó las escaleras. Cuando llego al final de las mismas, un par
de lacayos se detuvieron para sonreírle estúpidamente como si ella no fuera
la mujer que a menudo los reprendía por ser tan ruidosos que podía oírlos
en su despacho y apenas concentrarse. —Fuera de aquí. ¿No tienen trabajo
que hacer?
—Está usted muy guapa, Srta. Pettypeace—, dijo Harry.
Temió estar ruborizándose, no recordaba la última vez que lo había
hecho, aunque era posible que hubiera ocurrido aquella mañana, cuando el
duque le acomodó los rebeldes mechones de cabello detrás de la oreja.
Nunca antes le había hecho un servicio tan íntimo y había tardado casi una
hora en conseguir que sus pulmones volvieran a comportarse
correctamente. —Gracias, Harry.
—Disfruta de la velada.
—Lo haré.
—Acuérdate—, dijo Lucy, —de venir a contármelo todo.
—De acuerdo. Aunque dudo que haya algo importante que contar—. Al
fin y al cabo, sólo era una cena, y ella debía tomar notas. Nada fuera de lo
normal en sus tareas habituales, salvo el lugar. Entonces sonrió tan
estúpidamente como lo habían hecho los lacayos. Iba a un club de
caballeros.

***
Cuando King bajó las escaleras, no le sorprendió en absoluto ver a
Pettypeace de pie en el vestíbulo. La mujer nunca llegaba tarde. Era un
soplo de aire fresco después de haber pasado buena parte de su vida adulta
esperando a su madre cada vez que la acompañaba a algún sitio. La duquesa
consideraba que la hora de salida era una mera sugerencia, no un objetivo a
alcanzar. Pero para Pettypeace, todo era un marcador que debía cumplirse
con constancia y superarse siempre que fuera posible. Bastante seguro de
que ya llevaba varios minutos esperando, se sintió cautivado por la
excitación que desprendía, una excitación que recordaba haber
experimentado él mismo cuando era un jovencito a punto de entrar en su
primer club de caballeros. A medida que se acercaba, se dio cuenta de que
había juzgado correctamente cómo el hecho de que ella vistiera de verde
resaltaría el tono de sus ojos.
Pero era más que eso. El tono realzaba el brillo de su piel, hacía que su
pelo pareciera tejido con rayos de luna. O tal vez era simplemente la forma
en que los mechones de seda colgaban de su espalda, con algunos mechones
rizados enmarcando su rostro, lo que la hacía parecer más joven, libre de
preocupaciones o cargas. Sintió el impulso de frotar los mechones entre el
pulgar y el índice, de prestarles más atención de la que les había prestado
aquella mañana.
—Pettypeace—, reconoció con brusquedad, esforzándose por dar la
impresión de que en aquel momento no le resultaba tan difícil pensar en ella
como su secretaria. Su mayordomo, Keating, le entregó el sombrero y el
bastón.
— Su Gracia —, dijo.
—Me gusta ese vestido. El verde le sienta bien.
El rosa tiñó sus mejillas, era la segunda vez desde que se conocían que
se sonrojaba delante de él. No le gustó especialmente lo mucho que le
agradó la reacción, ni lo mucho más intrigante que la hizo a ella. La franja
de color parecía fuera de lugar en una mujer tan sensata como ella. Otra
cosa que no la caracterizaba era que parecía no tener palabras. Nunca había
visto que no tuviera una opinión y la expresara.
—No es un tono práctico—, dijo finalmente.
—Aun así—. Mantuvo la voz fría, con la esperanza de dar a entender
que no era más que un cumplido caballeroso que tenía poco peso, cuando
en realidad sentía mucho más placer de lo que debería al verla en él. —
¿Vamos?
Keating llegó antes que él a la puerta y la abrió, dejando que King
siguiera la estela de Pettypeace, tirando de sus guantes mientras avanzaban.
—¿Está seguro de que no se meterá en problemas teniéndome en el club
de caballeros?
Una imagen del tipo de problemas en los que podría meterse con ella
entre las sábanas...
Apagó esos pensamientos inapropiados. Ella no era para acostarse.
Hacer cualquier cosa que pudiera llevarla a renunciar a su puesto sería una
temeridad por su parte. Nunca encontraría a nadie tan competente como ella
en el desempeño de sus funciones. — Me gustaría verlos tratar de discrepar
con cualquier cosa que haga.
Su risita era ligera, recatada, y a él le entraron ganas de verla reír a
carcajadas, a pleno pulmón. ¿Perdía alguna vez el control y se dejaba llevar
por la risa?
Una vez acomodados en los asientos, sentados uno frente al otro, y
cuando el carruaje se puso en marcha, ella dijo: —Me he dado cuenta de
que su ayuda de cámara le ha cortado el pelo.
—A petición suya, según tengo entendido. Al parecer, notó que
empezaba a estar un poco desaliñado.
—Sólo un poco.
—¿Qué haría yo sin ti, Pettypeace?
—Espero que nunca tenga que averiguarlo.
Él también, más de lo que era prudente. ¿Y si ella tenía un pretendiente?
¿Y si se casaba y su marido no deseaba que siguiera empleada? ¿Había
alguien que le gustara? ¿Se había puesto ese vestido para otra salida, con
otro hombre? No podía imaginar que no hubiera llamado la atención de
alguien. —No creo haber visto ese vestido antes.
—Lo usé en el baile del año pasado.
¿En serio? Ella era muy hábil en ocultarse, para manejar los asuntos
discretamente, llamando poco o nada la atención sobre sí misma. A menudo
era fácil pasarla por alto, sobre todo cuando estaba ocupado con otros
asuntos. Parecía preferir no llamar la atención y, sin embargo, esta noche no
podía apartar la mirada de ella. —Ah, sí. No hablaremos de eso. Pero,
¿cómo van los planes para la velada de este año? — Se celebraría en agosto,
durante la última noche de la temporada.
—Muy bien. Creo que será un éxito aún mayor. ¿Vendrá su madre desde
el campo?
—Sí, pero un par de días después se irá al continente con unas amigas.
—A su madre le gusta viajar.
—La hace feliz. Se merece toda la felicidad que pueda encontrar.
—La malcría.
Lo intentaba. —Mi padre no la amaba. Creo que él no tenía más uso
para ella una vez que le proporcionó un heredero y un repuesto.
—¿Se dirá lo mismo de su esposa?
—Por desgracia, heredé el corazón de mi padre, es decir, no tengo
corazón en absoluto. Pero procuraré que siempre se sienta apreciada—.
Algo que su padre nunca había hecho por su mujer.
—¿Con flores, baratijas y chucherías?
—Con baratijas caras, diamantes y perlas.
Ella miró por la ventana, y se quedó con la impresión de que había
dicho algo malo. Tenía una extraña y sincera relación con su secretaria.
Nunca había dudado en contarle nada. —Lo desapruebas.
Su atención volvió a centrarse en él. —Creo que será muy afortunada de
tenerle, pero ser afortunado no siempre garantiza la felicidad.
Un manto de tristeza pareció caer sobre ella. —¿Eres feliz, Pettypeace?
—No tengo motivos para no serlo.
—Eso no es una respuesta.
—Ciertamente, hay momentos en que anhelo más... pero no creo que
esté destinada a adquirir esas cosas.
—Creo que puedes conseguir cualquier cosa que te propongas.
Ella le dedicó una pequeña sonrisa tentativa. —Agradezco su fe en mí.
—Es bien merecida. Sería un hombre más pobre si no te hubiera
contratado—. Y maldita sea si no se refería a las monedas de sus arcas, sino
a un aspecto de su vida imposible de medir, que la incluía a ella. Cuando
volvía de un viaje, ella siempre estaba allí para asegurarle que todo iba bien.
Sus cargas y preocupaciones eran menores con ella al timón, lo que le
dejaba libre para perseguir su obsesión de reconstruir lo que su padre había
destruido. Hacía tiempo que había superado sus objetivos, pero había
seguido persiguiéndolos porque el logro no le había parecido suficiente.
Entonces ambos miraban por la ventana como si de repente hubieran
pisado un camino que no habían pisado antes, y ninguno de los dos estaba
muy seguro de adónde podría llevar o si siquiera debería ser recorrido.
CAPÍTULO 03

Penélope siempre había disfrutado en compañía de los ajedrecistas.


Kingsland se sentaba a su izquierda, en la cabecera de la mesa. Frente a ella
estaba Rook (Torre). Knight (Caballero) se había colocado a los pies de la
mesa, y Bishop (Alfil) se sentaba a su lado. Eran muy guapos, pero lo que
realmente apreciaba era la belleza de sus mentes, la forma en que
elaboraban sus estrategias, la facilidad con la que compartían información
entre ellos, el misterio que encerraban. Aparte de King, no tenía ni idea del
origen de sus apodos ni de sus verdaderos nombres. En todos los encuentros
que había tenido con ellos, sólo se referían a sí mismos como la pieza de
ajedrez que representaban. No le resultaba extraño. Al contrario, parecía
convenirles.
Estaban degustando su segunda botella de Burdeos y comenzando un
plato de filete de ternera bañado en salsa glaseada. Desde luego, no
encontraba ningún defecto en el chef que dirigía las cocinas del Dodger's
Drawing Room.
—Digo, King (Rey), supongo que habrás oído la noticia de que tu
antigua prometida pronto se casará con el Sr. Griffith Stanwick—, dijo
Knight.
Sintió un sutil descenso de la temperatura en la mesa mientras
Kingsland cortaba su filete y los demás caballeros cogían sus copas de vino
y centraban su atención en él.
—Para que quede claro, nunca estuvimos prometidos. Sólo era una
mujer a la que cortejaba. Sólo le deseo lo mejor.
—Bueno, ella ya ha perdido en eso, ¿no es así, muchacho? — Rook
preguntó. —Después de todo, ella te rechazó.
—Ella nunca habría sido feliz conmigo.
—¿Alguna mujer lo sería? — Preguntó Knight.
—Una cuyo corazón permanezca en su poder, creo.
Penélope tomó nota mental de preguntar por el corazón de una dama
cuando empezara a celebrar sus entrevistas, para descubrir si pertenecía a
otra persona. Sin embargo, si Kingsland no tenía corazón para dar, como
afirmaba, ¿era justo pedirle a una mujer que se negara a sí misma, aunque
fuera por poco tiempo, la alegría de enamorarse de otro? Pero si ella amaba
a otro, ¿le habría escrito? Sin embargo, un título, el prestigio, la influencia y
la riqueza eran fuertes motivadores para algunas, más importantes que el
amor para unas pocas. Si los padres eran especialmente autoritarios, se les
quitaba toda opción. Pocas jóvenes podían permitirse ser rebeldes. Ella lo
sabía muy bien, lamentaba la única vez que se había rebelado, porque le
había costado muy caro a su familia.
—He oído que al club de Stanwick le va bastante bien—, dijo Bishop.
—¿Lo conoces, Pettypeace?
Siempre le había gustado que los amigos del duque hubieran adoptado
rápidamente su costumbre de prescindir de la parte señorita al dirigirse a
ella, como si reconocieran que era igual a ellos, al menos en lo que se
refería al aspecto empresarial de sus vidas. —He oído algunos rumores al
respecto.
Era un lugar escandaloso donde los solteros iban a buscar compañía
para una noche. No se permitían acompañantes. Mujeres sin reputación de
la que preocuparse o sin esperanzas de matrimonio frecuentaban el lugar.
Los hombres que buscaban algo más que un acuerdo de negocios que
concluía con una cama impersonal pasaban una noche en el club.
—¿No eres miembro?
—Desde luego que no—. Eso no quería decir que no lo hubiera
considerado. Se preguntó si estos tipos eran miembros.
—¿Cómo se llama? — Rook preguntó.
—El Club de las Bellas Damas y los Caballeros de Repuesto—,
respondió Kingsland como si le irritara el nombre. —No se admiten
primogénitos que vayan a heredar un título. Aunque tengo entendido que
los primogénitos de plebeyos son bienvenidos. Y hay una restricción de
edad para las mujeres. Deben tener al menos veinticinco años para ser
miembros.
—Bastante solteronas entonces—, reflexionó Bishop.
—Me parece ridículo que desechen a las damas a tan tierna edad cuando
los hombres nunca son considerados demasiado mayores—, se atrevió a
decir en voz alta.
—Estoy de acuerdo—, dijo Kingsland. —Las mujeres tienden a
volverse interesantes sólo después de haber tenido algo de experiencia.
Miró a Kingsland y lo encontró estudiándola fijamente, con el pulgar y
el índice acariciando lentamente el pie de su copa de vino, y luchó por no
imaginárselo acariciando aspectos de su persona con la misma calma,
saboreando la textura de su piel, encontrando partes de ella más sedosas. —
Pero interesante no es un criterio que especificara que querías en su
duquesa.
—No lo es.
—Entonces no necesito eliminar a las que no son inexpertas.
—No.
—Buen Dios—, exclamó Bishop. —Por favor, dinos que no le has dado
la tarea de encontrarte una esposa a Pettypeace.
Kingsland encogió un hombro que los dioses habían diseñado para
llevar pesadas cargas. —La última vez lo hice fatal. Además, me pareció
una empresa tediosa, y el objetivo de mi método es ahorrarme algunas
molestias.
—Por lo tanto, ¿le das la tarea a una mujer que es tan hábil como
cualquiera de nosotros para detectar una inversión digna?
Se alegró bastante de no llevar puesto uno de sus útiles vestidos, porque
los botones de la parte delantera se le habrían saltado al hinchársele el
pecho por el cumplido, por ser considerada tan hábil como aquellos
hombres reconocidos como incomparables a la hora de identificar empresas
sólidas.
—Empleo a Pettypeace para que se encargue de las tareas
desagradables.
Bishop se burló y refunfuñó por lo bajo: —Más tonto—. Luego le guiñó
un ojo. —Si alguna vez te animas a conseguir un puesto en el que desees
encontrar sólo los aspectos más placenteros, házmelo saber. Te contrataré en
el acto.
—Pettypeace es mía. Intenta robármela y te destruiré.
Se quedó sin aliento al oír el gruñido. Sin duda, Kingsland estaba
bromeando, aunque la tensión de su mandíbula y el tic-tac de un músculo
de su mejilla le hacían parecer mortalmente serio.
—No esperaba menos —dijo Bishop despreocupadamente, con calma, y
se sorprendió de que no le temblara la mano al coger su copa de vino, pero
su mirada permaneció fija en Kingsland, casi retándolo a atacarlo en ese
momento.
De repente, la tensión en la mesa parecía bastante densa. Se produjeron
algunos movimientos de sillas y carraspeos, y no estaba del todo segura de
que los demás no estuvieran anticipando que los dos hombres llegarían a las
manos. ¿Debería anunciar que nunca le dejaría, que nunca le abandonaría?
Pero incluso cuando pensó en ello, supo que era peligroso hacer una
promesa que podría provocar que el destino se riera y tratara de demostrar
que estaba equivocada. Si alguna vez él se enteraba de la verdad sobre su
pasado... no valía la pena pensarlo. Y si descubría que no podía vivir con el
tormento de verle con su mujer, desde luego no aceptaría la oferta de
Bishop. Tendría que irse lejos, donde nunca tendría la oportunidad de ver a
Kingsland prosperar en el matrimonio que ella le había arreglado.
—Digo, Bishop—, empezó Knight con cautela, —¿no iba a compartir
con nosotros alguna oportunidad de inversión?
—Ah, sí, de hecho, tenía algo que pensé que podríamos encontrar tan
tentador como Pettypeace.
¿Tentador? ¿Ella? Ahora estaba bromeando porque no era una gran
belleza y, sin embargo, sus palabras reflejaban amabilidad, no un tono
burlón, como si la admirara. Esperaba que atribuyeran al vino el aumento
de color que escaldaba sus mejillas.
Penélope se inclinó hacia su retícula, que había colocado antes en el
suelo junto a su silla para tener fácil acceso a ella, la puso sobre la mesa y
buscó su cuaderno en el interior. Lo tenía a medio sacar cuando la mano de
Kingsland se posó sobre la suya, casi asfixiándola. La suya era tan grande e
increíblemente cálida. Fascinantemente embriagadora. Nunca antes la había
tocado con tanta fuerza y, durante varios segundos, se quedó mirando sus
dedos largos y gruesos, sus uñas pulidas, los tendones y las venas que
reflejaban poder. Cuando terminó su minucioso examen y levantó la mirada
atónita, lo descubrió estudiando intensamente la unión, como si no supiera
muy bien cómo se había producido. O tal vez estaba pensando en la mejor
manera de salir de la situación sin llamar la atención.
Finalmente, dijo con un susurro que imaginó que usaba con sus
amantes: —No necesitas tu cuaderno—.
—Creía que estaba aquí para tomar notas—. Las palabras salieron
entrecortadas y suaves, sorprendiéndola por la intimidad que parecían tejer
entre ellos.
Él sacudió un poco la cabeza antes de mirarla. En sus ojos vio lo que
nunca antes había visto: un atisbo de confusión. Este hombre audaz y
robusto siempre sabía lo que quería, su camino. Incluso cuando le pedía su
opinión, ella entendía que era por cortesía y nada más. Su decisión ya
estaba tomada. —No es necesario. Disfruta del resto de la cena mientras te
concentras en lo que dice. Estoy seguro de que lo recordarás todo.
Lentamente, él apartó la mano, y se preguntó por qué la hacía sentirse
despojada, como si hubiera perdido algo grande, formidable y precioso que
nunca podría recuperar. Su mano ansiaba cruzar la corta extensión y unirse
a la de él. En lugar de eso, la apretó con fuerza y asintió rápidamente. —Sí,
de acuerdo.
Cuando Bishop empezó a hablar de alguna operación minera en alguna
parte, dudaba mucho que fuera capaz de recordar una sola palabra de lo que
él decía, porque parecía incapaz de concentrarse en nada excepto en lo
maravilloso que había sido tener la mano de Kingsland sobre la suya.

***

Fue la cena más larga e interminable en la que había participado nunca.


Normalmente disfrutaba mucho pasando el tiempo con sus compañeros
inversores y discutiendo oportunidades de negocio. Por alguna razón, esta
noche estaba ansioso por librarse de ellos. Tal vez fuera la forma en que la
hacían sonreír o reír suavemente o compartían sus pensamientos. No, era el
maldito guiño de Bishop, como si compartiera un secreto con ella. King
había estado a punto de ponerse en pie para avanzar hacia él y lanzarle un
puñetazo que habría ennegrecido aquel maldito ojo irritante.
Su reacción posesiva le había pillado por sorpresa, y parecía incapaz de
librarse de la necesidad de golpear algo. Pettypeace compartía a menudo las
comidas con ellos en la residencia, y su temperamento nunca se encendía.
¿Por qué iba a ser diferente en el club?
Mientras él y los ajedrecistas solían reunirse en cómodos sillones y
disfrutar de un poco de oporto después de la cena, presentó sus excusas y
acompañó a Pettypeace hasta el carruaje que esperaba cerca. Una vez que la
depositó sana y salva dentro, dio un paso atrás.
—¿No viene conmigo? —, preguntó ella.
—No, tengo otro asunto que atender. El cochero y el lacayo te llevarán a
casa.
—¿No necesita el carruaje?
—Contrataré un coche de alquiler.
Odiaba la forma en que fruncía el ceño y sus ojos lo escrutaban como si
pensara que algo andaba mal, como si pudiera descubrirlo si miraba lo
suficiente y durante el tiempo suficiente. —¿He hecho algo que le haya
molestado?
Le dedicó una pequeña sonrisa, que esperaba fuera tranquilizadora. —
En absoluto. Debería haberte dicho antes que no volvería contigo. Pero no
pasa nada.
—Gracias por la cena. Escribiré lo que recuerde sobre la oportunidad
minera.
—No es necesario. —Había esperado alivio, no una mayor caída de su
rostro en la preocupación. —Tengo poco interés en esas minas. —
Especialmente después de que Bishop le guiñara un ojo. Porque Bishop
tuvo la audacia de guiñarle un ojo. ¿Qué le pasaba? Nunca permitía que
asuntos insignificantes influyeran en sus decisiones cuando se trataba de
inversiones, y sin embargo ese maldito guiño no parecía un asunto
insignificante.
—Difícilmente le culpo. Basándome en la información que compartió
con nosotros, las minas me parecen bastante explotadas.
Era extraño cómo el hecho de que ella se pusiera de su lado en lugar de
Bishop hacía maravillas para mejorar su humor agrio. —Te veré en el
desayuno. — Con eso cerró la puerta, grito a su chofer que se fuera, y vio
como el coche traqueteaba sobre los adoquines y se la llevaba.
Decidido a no alquilar un coche de alquiler, comenzó a subir por la
calle, sorteando fácilmente a los que buscaban diversión, comida o algo
nefasto. Su destino no estaba lejos y necesitaba liberar la tensión que le
invadía, tensión que le había golpeado como un puñetazo en el pecho
cuando puso su mano sobre la de ella. Se quitó el guante y cerró el puño
como si pudiera recuperar el tacto de su piel de seda contra la palma. Por un
momento, había parecido que ella formaba parte de él. Se preguntó si toda
ella sería tan suave, tan lisa, tan cremosa... tan tentadora.
Con un gemido, volvió a meter la mano en el guante. Era Pettypeace. Su
secretaria. Competente. Capaz de realizar cualquier tarea. Siempre vestía de
azul oscuro, pero en verde rivalizaba con la belleza de las obras de arte
creadas por los Maestros. Sus hombros desnudos llamaban a los labios de
un hombre a recorrerlos. La inclinación de su cuello, las delicadas
clavículas, servían de reclamo a los dedos curiosos. No era el tipo de
pensamientos inapropiados que había tenido sobre ella antes, y ciertamente
no debería tenerlos ahora.
Eran esos tentadores mechones rebeldes de su pelo que se había
colocado detrás de la oreja aquella mañana. La habían hecho parecer
femenina y suave como nunca antes lo había sido, y le habían hecho darse
cuenta de que era una mujer. Algo muy peligroso. Era su jefe, debía
mantener las distancias. Nunca debía actuar de forma impropia ni hacerle
creer que esperaba de ella algo distinto de lo que esperaría de un secretario.
Al ponerla en pie de igualdad con los ajedrecistas, valoraba su opinión,
la agudeza de su mente. Pero, de repente, quiso valorar la suavidad de su
cuerpo. No es que nunca se hubiera dado cuenta de que era mujer.
Simplemente, había reconocido su sexo de la misma manera directa en que
notaba que un pájaro era un pájaro o una rosa, una rosa. Un identificador.
Excepto que esta noche más cosas habían bombardeado sus pensamientos.
Un pájaro hermoso, o un pétalo suave y perfectamente formado. Una
Pettypeace increíblemente intrigante.
Gracias a Dios, su destino finalmente se alzaba ante él. Subió corriendo
los escalones de la casa adosada y llamó a la aldaba. Esperó, con el cuerpo
tenso por la expectación.
La puerta se abrió y la bella morena se plantó ante él. — King, qué
agradable sorpresa. No has venido a verme desde que hiciste ese tonto
anuncio de ese baile tuyo la temporada pasada.
No le había parecido apropiado recurrir a ella cuando había empezado a
cortejar a otra. Dios mío, ¿había pasado al menos un año desde que había
intimado con una mujer? No era de extrañar que sus músculos y nervios
reaccionaran con intensa expectación cuando tocó la mano de Pettypeace.
No había sido ella en concreto la que había provocado que la necesidad
sexual lo abrumara. Había sido simple lujuria masculina y deseo primario.
—Hola, Margaret. ¿Tienes compañía esta noche?
Le dedicó una sonrisa seductora. —Ahora sí. Entra.
Cruzo el umbral hacia el familiar vestíbulo que se abría a un salón en un
lado y a un pasillo en el otro extremo que conducía a las escaleras por las
que había subido a su habitación en numerosas ocasiones. Después de
quitarle el sombrero y el bastón, Margaret los dejo sobre una mesa cercana.
—Debería enfadarme contigo—, dijo. Se quitó los guantes. Los dejó
junto al sombrero y se volvió hacia él. —Pero no soy tan mezquina como
para hacerme un flaco favor y rechazar el glorioso placer que me
concederás.
Como un espectro, se deslizó hacia él, se apretó contra él y le rodeó el
cuello con los brazos, mientras le rodeaba la cintura y tiraba de ella. Ella
levantó la boca y la tomó, cayendo en lo familiar, en lo...
Su fragancia no era la adecuada. ¿Había cambiado de perfume, o lo que
fuera que pusiera en el agua de la bañera?
Ella se apartó un poco. —¿Me acabas de oler?
—¿Perdón? No. No seas ridícula—. Atrayéndola de nuevo, estaba
decidido a cumplir la promesa que su llegada a su puerta había significado.
El ardor y la pasión que ella esperaba, merecía. Pero la forma en que ella
encajaba en sus brazos era diferente, algo torpe... no tan agradable como
antes. Ya no parecían coincidir en lugares donde antes lo habían hecho.
Una vez más se apartó. —¿Cómo se llama?
—¿Cómo dices?
Su sonrisa estaba impregnada de ironía, melancolía y... ¿era lástima? No
dirigida a sí misma, sino a él. No estaba acostumbrado a que se
compadecieran de él. Le molestaba, le picaba el orgullo, le hacía desear no
haber decidido visitarla.
Se escabulló de su alcance. —Normalmente ya me habrías puesto contra
la pared.
Desapareció en el salón. Como un tonto, la siguió. —Margaret, te pido
disculpas. Ha sido un día bastante largo, pero te deseo.
—No me insultes, cariño. — Después de servir whisky en dos vasos, le
dio uno. —Estás aquí porque no puedes tener a la mujer que quieres, y yo
no tengo la entereza de rechazarte.
—No quiero a ninguna otra mujer.
Ella acunó su mandíbula. —Oh, pobre hombre. Creo que probablemente
te lo crees. Imagino que incluso puedo decirte quién es.
—No hay ninguna mujer—, volvió a recalcar.
Con una sonrisa reservada, le dio una palmadita en la mejilla antes de
dirigirse al sofá y dejarse caer elegantemente sobre él, con las faldas
ondeando a su alrededor. —Háblame de tu largo día.
No había venido aquí para hablar de su día, sino para susurrarle palabras
traviesas al oído. Para oír sus suspiros y gemidos, para gemir a su vez.
Tenía toda la intención de cruzar la habitación, levantarla y abrazarla, y
hacer lo que quisiera con ella, permitir que ella hiciera lo mismo con él. Y
demostrar que la deseaba. Como resultado, se sorprendió un poco al
encontrarse caminando hacia la chimenea, donde apoyó un hombro
negligentemente contra la repisa. —Sólo negocios.
—¿Y tu noche?
Tomando un sorbo de su whisky, se preguntó por qué toda la tensión
sexual y la necesidad que irradiaba a través de él se habían disipado en el
momento en que la había tomado en sus brazos. Una vez había sido la
amante del duque de Birdwell, y como solía ocurrir con las amantes
favoritas, éste la había acomodado muy bien a su muerte, dejándole esta
residencia y unos ingresos anuales que le aseguraban poder elegir a sus
futuros amantes, si así lo deseaba.
King siempre disfrutaba del tiempo que pasaban juntos. Inmensamente.
Y ella había dicho la verdad. Debería haberla tenido pegada a la pared a los
pocos minutos de entrar en la residencia. A estas alturas, la ropa debería
estar esparcida por el suelo, y los dos deberían estar en aquel sofá, perdidos
en la agonía de la pasión. En lugar de eso, su ardor se había enfriado, y más
bien deseaba haber subido al carruaje y haber regresado a casa con
Pettypeace. —Cena en el club con los ajedrecistas.
—Eso no suele dejarte con mal genio.
—No tengo mal genio—. Pero incluso mientras pronunciaba las
palabras, se dio cuenta de que, en efecto, sonaba como si estuviera de un
humor extremadamente desagradable. ¿Y por qué su parte de la
conversación se componía principalmente de repetir en negativo lo que ella
había dicho? —Te pido disculpas. Fue una reunión poco satisfactoria.
Su relación con Margaret no era complicada. Implicaba buen sexo y
conversaciones agradables, pero nada que profundizara bajo la superficie.
Había tantas cosas bajo su superficie que nunca había compartido con
nadie, y de repente parecía una pesada carga.
—¿Cómo está la Srta. Pettypeace?
El corazón le dio un pequeño vuelco al oír su nombre, sobre todo al
incluir la palabra “señorita”, que reflejaba su feminidad. La había llamado
Srta. Pettypeace durante la entrevista, pero una vez que empezó a trabajar
para él, se convirtió simplemente en Pettypeace. Parecía sentarle bien.
Entonces tenía veinte años. Joven y fresca, pero no inocente. Sus ojos
revelaban ese pequeño hecho. Revelaban todo lo que él sabía de ella, que,
empezaba a darse cuenta, no era mucho. —Eficiente como siempre.
—He visto tu anuncio en el Times indicando que aceptas de nuevo
solicitudes para el puesto de duquesa—. No dio la impresión de sentirse
insultada porque él no pidiera su mano. Desde el principio había admitido
que era incapaz de tener hijos, lo que hacía que su promiscuidad fuera
segura, significaba que no tenía necesidad de preocuparse por traer hijos al
mundo. Pero también limitaba sus perspectivas de matrimonio, al menos
entre la aristocracia, tan obsesionada con los herederos y el linaje como sus
miembros. No es que ella hubiera indicado nunca que le gustaría tener un
marido en su vida. Sospechaba que prefería la libertad de no tener ataduras.
—Necesito un heredero—. A los treinta y cinco, se estaba haciendo un
poco viejo. Era hora de que se ocupara de este aspecto de sus deberes.
—Qué romántico eres, King. Si tus hermosos rasgos, riqueza y títulos
no conquistan a una mujer, espero que se desmaye a tus pies cuando le
susurres esas dulces palabras al oído.
Frunció el ceño, sin saber si hablaba en serio o en broma. Pero sabía la
verdad del asunto. —Pettypeace no elegirá a una que se desmaye.
—¿Le diste la tarea a esa pobre chica?
No era una chica. Era una mujer, con curvas que el vestido verde había
resaltado como no lo hacía el azul oscuro. Con la piel inmaculada. ¿Por qué
de repente todo el mundo cuestionaba su decisión de encargar la tarea a su
secretaria? Era muy irritante, sobre todo cuando no estaba acostumbrado a
que dudaran de sus decisiones. —No confío en nadie.
—En este asunto, ¿no es mejor confiar en tu propio corazón?
—Confiaste en tu corazón y mira adónde te llevó.
Sus ojos se suavizaron y su sonrisa se volvió melancólica. —Casi una
docena de años de felicidad. No pude tenerlo siempre. Un duque no se casa
con una mujer como yo, aunque en realidad era sólo una niña, de apenas
diecisiete años, cuando Birdie me protegió, pero las horas que él pudo
darme, no las cambiaría por todas las riquezas del mundo. Su esposa tenía
su amante, y él tenía la suyo. No es raro entre la aristocracia. Pero aun así,
King, ¿no es mejor amar a la mujer con la que te vas a casar que
simplemente a la mujer con la que puedes acostarte ocasionalmente?
Soltó un fuerte suspiro. —Parece que nos he llevado por un camino
melancólico. Vine aquí con un propósito mucho más entretenido en mente.
Pero tienes razón. Mis pensamientos residen en otra parte, y tú mereces
toda la atención de un hombre. He echado de menos tu franqueza. Y he sido
negligente en preguntar por ti. ¿Cómo has estado, Margaret?
—Echando de menos a Birdie. Han pasado cinco años este mes. Se
podría pensar que le echaría menos de menos, pero hay algo
extremadamente cómodo y reconfortante en estar con alguien que te conoce
tan bien. El placer no es algo que deba darse por sentado, pero algunos de
mis recuerdos favoritos tienen que ver con los momentos tranquilos en los
que estábamos juntos. Espero que los tengas con tu duquesa.
Iba a tener muchos momentos de tranquilidad con su duquesa. Era un
requisito que exigía, y su secretaria nunca dejaba de asegurarse de que se
cumplieran sus requisitos.
CAPÍTULO 04

—¿No viste para nada la parte excitante del club?


Después de quitarse el traje de noche y ponerse el camisón y la bata,
Penélope se sentó a los pies de la cama de Lucy, con los dedos hundidos en
el pelaje negro de su gato. —Ni siquiera un vistazo. La puerta por la que
entramos daba a un pasillo que nos llevaba directamente al comedor
privado. Salimos por el mismo camino—. No exactamente de la misma
manera, al menos en lo que a humor se refiere. Algo había estado mal con
Kingsland. Parecía disgustado, lo que era inusual después de pasar tiempo
con sus amigos.
—Qué decepción—. Lucy bebió un sorbo del brandy que Penélope le
había traído. —Siempre me he preguntado cómo es un club de caballeros, y
no sé por qué. Supongo que porque no se admiten mujeres.
—Con el tiempo lo estaremos.
—¿De verdad lo crees?
—Absolutamente. El dinero de una mujer cuenta lo mismo que el de un
hombre.
—El mío parece que nunca. Siempre se gasta demasiado rápido.
—Ojalá me dejaras ayudarte a invertir parte de él—. Sospechaba que la
gente se sorprendería muchísimo al descubrir que gran parte de las obras
públicas estaban financiadas por mujeres inversoras.
—Invertir se parece demasiado a apostar. No siempre sale bien. A mi
padre le gustaba apostar, pero nunca tuvo suerte. A mí me podría pasar lo
mismo. En realidad, lo único que hago es regalar las monedas que tanto me
ha costado ganar.
Habían tenido esa discusión un par de veces. Invertir era una de las
pocas vías abiertas a las mujeres que les brindaba la oportunidad de ser
económicamente independientes. Lucy se mostraba escéptica incluso ante
las inversiones firmes en las que las viudas colocaban su herencia para
garantizarse unos ingresos anuales estables. —Bueno, si alguna vez
cambias de opinión, puedo ayudarte a asegurarme de que no lo estás
regalando.
—¿El duque te hizo un cumplido sobre tu pelo?
Tomando un sorbo de su propio brandy, Penélope sintió que el calor le
inundaba las mejillas mientras cambiaban la conversación hacia los temas
que Lucy prefería tratar. —Él no se fija en esas cosas—. Aunque le había
sorprendido, y a la vez alegrado, que hubiera hecho un comentario sobre su
vestido. Cuando era más joven, había atraído la atención de los hombres,
había experimentado miradas lascivas y, en un par de ocasiones, incluso
manos errantes. Había aprendido que lo mejor era no vestirse de forma
provocativa o que pudiera distraer a un hombre de sus palabras o su
profesionalidad. Esa actitud le había servido de mucho como secretaria del
duque.
—A Harry le gustó tu aspecto—, dijo Lucy, y Penélope creyó detectar
cierta dosis de celos en la voz de su amiga.
—Estaba siendo educado. Yo no le daría demasiada importancia a su
comentario.
—Creo que es bastante guapo. Tiene unas pantorrillas preciosas.
Todos los lacayos las tenían. Era un requisito de servicio. —¿Te gusta?
Lucy se encogió de hombros. —¿Qué piensas del nuevo lacayo,
Gerard?
Pensó lo que hacía con cada nuevo empleado: ¿Será éste el que me
traiga problemas, el que me reconozca, el que revele mi pasado? Cuando,
años atrás, buscó una forma de mantener a su familia, no había pensado
hasta dónde llegaría su elección ni que nunca sabría exactamente a quién
había llegado. En aquel momento le había parecido algo inocente, hasta que
descubrió que no tenía ningún control sobre la influencia de sus actos. —El
Sr. Keating dijo que venía muy recomendado.
Lucy se rio. —No te estoy pidiendo tu opinión sobre él como trabajador,
Penn. ¿Te gusta cómo hombre?
—En mi posición, no creo que sea prudente involucrarse con el
personal.
—¿Pero querrías hacerlo?
—Eso no viene al caso. — Y si tuviera que involucrarse con alguien,
preferiría que fuera el duque, aunque sospechaba que su fibra moral no le
permitiría tener ningún tipo de relación personal con alguien a su servicio.
—Y tengo a Sir Purrcival como compañía.
El gato pasaba gran parte de su tiempo deambulando por la cocina para
asegurarse de que estuviera libre de ratones, pero siempre estaba a mano
para acurrucarse cuando ella lo necesitaba.
—¿Nunca sueñas con que un caballero te deje sin aliento?
Le dedicó a su amiga una sonrisa indulgente. —Soy demasiado práctica
para esos caprichos. Creo que un amor que se desarrolla con el tiempo sería
más fiable—. Había visto a Kingsland cuando estaba fuera de sí, cuando se
impacientaba con alguien que no había cumplido lo prometido. No se
regodeaba cuando tenía éxito, no se enfurruñaba cuando una inversión no le
salía bien. Aunque no le gustaran, veía cada fracaso como una oportunidad
de aprender, para no repetir el error. Conocía todos los aspectos de su
carácter, por lo que era poco probable que hubiera conseguido engañarla
haciéndole creer que era alguien distinto de quien era. No podía decirse lo
mismo de todas las personas que habían pasado por su vida, razón por la
cual nunca buscó a nadie que la hubiera conocido antes de convertirse en
Penélope Pettypeace.
—Sospecho que tienes razón—. Lucy dejó su vaso a un lado, subió las
piernas y las abrazó con fuerza contra su pecho. —Pero aun así, ese primer
encuentro debería robarte el aliento.
Desde luego, eso había ocurrido la primera vez que la mirada de
Penélope se posó en Kingsland. Poco sabía de él antes de entrar en su
despacho, esperaba estar respondiendo a un anuncio de un antiguo duque,
no de un joven viril con metas y ambiciones que necesitaba ayuda para
organizarse. Había estado trabajando para un tendero del East End,
ayudándole a controlar su inventario mientras atendía a los clientes, pero se
había dado cuenta de que él había empezado a estudiarla con demasiada
atención. Entonces, su casero se interesó de repente por dónde había vivido
antes de alquilarle una habitación en su pensión, y supo que lo mejor era
mudarse. —¿Cuántas veces te han robado el aliento, Lucy?
—Demasiadas para contarlas, y fue encantador cada vez—. Bostezó. —
Probablemente debería acostarme. La mañana llega pronto.
Mientras Penélope se deslizaba de la cama, Sir Purrcival saltó ágilmente
al suelo. —Yo también debería retirarme. Te veré mañana.
Cuando regresó a su habitación, se acomodó bajo las sábanas, se colocó
la almohada a la espalda y empezó a leer Historia de dos ciudades. Pero las
páginas bien podrían haber estado en blanco por su incapacidad para
mantener su atención. Su mente no dejaba de pensar en la cena en el club y
en todo lo que no había compartido con Lucy.
Por un instante, cuando la mano de Kingsland se posó sobre la suya,
cuando él la miró como si realmente la viera por primera vez, la esperanza
se encendió en su pecho, sólo para extinguirse cuando él la depositó como a
una niña caprichosa en el carruaje para poder disfrutar del resto de la velada
sin que su presencia se entrometiera en ella. No se hizo ilusiones pensando
que iba a ir a otro sitio que no fueran los brazos de una mujer de mala
reputación.
Tenía un aire inquieto, el mismo nerviosismo que la había bombardeado
mientras el carruaje recorría las calles. Había sentido la piel demasiado
tensa, los pulmones demasiado pequeños para aspirar todo el aire que
necesitaba. Su cuerpo anhelaba ser acariciado. El lugar secreto entre sus
piernas había pedido atención a gritos. Allí, en el interior de aquel vehículo,
después de correr las cortinas de las ventanillas, había atendido sus
necesidades. No había sido fácil con el volumen de seda que la costurera
había utilizado para su falda, pero Penélope nunca había sido de las que
rehúyen los retos.
Ahora le resultaba imposible concentrarse porque seguía viendo a
Kingsland dándole placer a una mujer. No, a una mujer no. Tal como había
fantaseado en el carruaje para lograr su rápida liberación, lo veía a él
dándole placer a ella. Imaginó su boca recorriendo su garganta mientras
emitía pequeños gruñidos de satisfacción. Le aflojaría los cierres y besaría
la piel que quedaba expuesta lenta y metódicamente. Saborearía lo que
ningún hombre había saboreado nunca, sabría...
Con un gemido, echó hacia atrás las mantas. —Esto es ridículo, Sir
Purrcival—. Acurrucado a los pies de la cama, el gato apenas abrió los ojos.
—No tardaré—. Cogió su bata y se la ciñó con fuerza. Lo que necesitaba
era Jane Austen. Llevaba demasiadas noches sin leer una historia
romántica.
Cogió su lámpara y recorrió los pasillos que le resultaban familiares, sin
que le molestara el silencio de la casa. Más bien le gustaba. Excepto que
podía sentir el vacío de la residencia. Aún no estaba en casa. Era extraño lo
diferente que parecía el lugar con él dentro: más vivo, más vibrante, más
sustancial. Incluso cuando no estaba en la misma habitación que él, era
consciente de su presencia. Había sido así desde el momento en que empezó
a trabajar para él y no había hecho más que reforzarse con el paso de los
años.
Por lo tanto, sabía que no lo molestaría ni se cruzaría con él en la
biblioteca. No es que él se opusiera a que se llevara libros de su dominio.
Poco después de empezar a trabajar para él, le había dado permiso para leer
toda su colección de tomos. Nunca había visto nada igual, todos esos libros
en una residencia, en una casa familiar. Su padre habría estado en el cielo.
Tal como estaban las cosas, probablemente estaba en el infierno. Aunque no
quería pensar en eso. Pero nunca lo hacía.
Entró en la biblioteca, dejó la lámpara sobre una mesa cerca de las
estanterías que albergaban las novelas y paseó los dedos por los lomos.
Cuántos libros. Nunca tendría la oportunidad de leerlos todos y se preguntó
cuántos pasarían desapercibidos para las generaciones futuras. ¿Cuántos
podrían añadirse a la colección? En la finca ancestral del duque, en
Cornualles, la biblioteca tenía tres pisos, con una escalera de caracol de
hierro forjado por la que había subido muchas veces. Le encantaba esa
cámara. Ésta sólo la atesoraba. Su sueño era tener una casa de campo donde
cada habitación tuviera una pared de libros. La pequeña fortuna que estaba
acumulando le aseguraba que la tendría cuando ya no trabajara para el
duque, cuando se separaran, cuando ya no pudiera fingir su indiferencia
hacia él.
Vio el libro que buscaba en un estante más alto. No tan alto.
Seguramente, no necesitaría la escalera guardada tras una puerta oculta, si
se ponía de puntillas y alcanzara, alcanzara...
Una mano grande pasó disparada por delante de ella, una mano cuya
palma recordaba de su encuentro de la noche anterior, era un poco áspera,
como papel de lija fino. —¿Cuál? ¿Orgullo y prejuicio o Sentido y
sensibilidad?
La voz grave y seductora sonaba tan cerca de su oído que podría haber
sido el susurro de un amante. Que Dios la ayudara, pero deseó que lo fuera.

***

Que el diablo se lo lleve, pero ella olía a la fragancia que había estado
buscando. Jazmín, un poco rancio, calentado por la carne.
Ella se quedó tan quieta como él, con la mano cerca de su codo. No la
tocaba, pero la distancia entre ellos no le impedía deleitarse con el calor que
emanaba de ella.
—Orgullo y prejuicio.
Se le apretaron las tripas y se le disparó la necesidad directamente a la
ingle porque las palabras habían sido pronunciadas con la brusquedad de
una mujer excitada. O tal vez era su propia excitación la que influía en lo
que oía y en cómo le sonaba al oído. Tan sensual, tan atrayente. Tuvo que
hacer todo lo que pudo para no hacer nada inapropiado, para no
mordisquearle el lóbulo o pellizcarle la suave piel de la mandíbula. Su
cabello colgaba en una larga trenza a lo largo de su columna vertebral, y
sintió la tentación de desenredarlo, de peinarlo con los dedos, de recogerlo
entre sus manos. Luchando por dar la impresión de que su cercanía no le
afectaba en absoluto, cogió el libro de la estantería, dio un paso atrás y se lo
tendió.
—Gracias—, dijo con una mansedumbre nada propia de ella mientras lo
cogía. Y se preguntó si la había golpeado un deseo tan fuerte como el suyo,
un deseo tan potente que la quería contra aquella estantería, con todo su
cuerpo apretado contra el de ella. Nunca antes había sentido un impulso tan
fuerte por ella y, sin embargo, le parecía tan natural como respirar.
—No sé por qué no reconoces lo pequeña que eres, Pettypeace, y coges
la escalera—. Estaba bastante satisfecho con su tono neutro, con su
habilidad para no revelar cómo su cercanía lo llevaba casi a la locura de
deseo.
Levantó la barbilla y sus ojos brillaron. —Podría haber llegado sin
escalera.
Ah, la Pettypeace que tan bien conocía había vuelto con toda su fuerza,
lo que por desgracia le hizo desearla aún más. —¿Pongo el libro en su sitio
entonces?
—No, no tendría sentido—. Apretó el tomo contra su pecho como si
fuera un escudo. —No esperaba que volviera tan pronto.
Su regreso unos minutos antes de las diez también fue una sorpresa para
él, pero Margaret y él se habían quedado rápidamente sin temas de
conversación. —Terminé con mis asuntos antes de lo previsto.
Nunca la había visto en ropa de dormir. El encaje blanco que recorría la
parte delantera de su chal floral le sorprendió, le pareció demasiado con
volantes y frívolo para ella. Quizá era otra Pettypeace cuando estaba sola en
su alcoba. Se preguntó qué más le asombraría de ella, cómo podría llamar a
lo que fuera que había estado buscando cuando fue a visitar a Margaret.
Ella levantó el libro. —Entonces, buenas noches—. Empezó a pasar a
su lado.
—Acompáñame a tomar un poco de whisky antes de dormir.
Su expresión le trajo a la mente la imagen de una liebre que acaba de
darse cuenta de que ha sido avistada por una cobra. Mientras intentaba
decidir si debía disculparse o simplemente reírse de su inapropiada petición,
un duque no bebía con el personal ni mencionaba hacer ninguna actividad
antes de retirarse, las comisuras de sus labios se suavizaron ligeramente. —
Prefiero brandy, en realidad.
El alivio que sintió porque iba a pasar unos minutos más en su
compañía y acababa de descubrir otro pequeño dato sobre ella fue
desconcertante. —Brandy será. Siéntate cómodamente mientras me ocupo
de las copas.
De camino al aparador, donde los decantadores estaban alineados como
soldaditos obedientes, decidió renunciar al whisky y unirse a ella en el
brandy. Se había quedado en la puerta mirando cómo ella pasaba los dedos
por los lomos y deseó que los pasara por él, por su mandíbula sin afeitar, su
pecho... más abajo. Incluso sin ella entre sus brazos, había sentido un
poderoso deseo que no había sentido con Margaret. Un hambre que ninguna
mujer había despertado en él en mucho tiempo, si es que alguna vez lo
había hecho. Su potencia casi le hizo caer de rodillas, y era un hombre que
nunca caía de rodillas, por nadie.
Después de poner un chorrito de brandy en cada copa, se dio la vuelta,
sin sorprenderse al descubrir que ella había descorrido las cortinas y se
había sentado en un sillón marrón oscuro acolchado cerca de la ventana, lo
que le permitía ver el jardín iluminado por la luz de la luna. En más de una
ocasión, mientras trabajaba hasta altas horas de la madrugada, levantó la
vista de su escritorio y la vio paseando por el exterior. Nunca parecía una
figura solitaria, sino alguien que encontraba consuelo en el camino que
recorría. Gran parte de lo que sabía de ella se basaba únicamente en
observaciones, por lo que la mayor parte era un misterio por descubrir.
Se acercó a la sala de estar y le ofreció una copa. Ella le sonrió. Era
inquietante lo mucho que le complacía ser el destinatario de su alegría.
Mientras se acomodaba en una silla frente a ella, ella sostenía la copa y la
frotaba entre las manos. —Me gusta calentarlo un poco.
Era un canalla al imaginarse de repente a ella calentando aspectos de su
persona de la misma manera. En respuesta, bebió un trago bastante grande
de su brandy y se dio cuenta de que no se había servido lo suficiente para el
tiempo que deseaba permanecer en su compañía. —¿Te ha gustado
Dodger's?
—Me decepcionó no poder ver las partes más interesantes.
—Tengo entendido que hay un club para señoritas. El Elysium. — Era
propiedad de Aiden Trewlove, un hombre con un comienzo bastante
ignominioso que se había levantado por encima de él para llegar a ser lo
suficientemente exitoso como para casarse con una duquesa viuda. Sin duda
les enviarían una invitación al baile en el que anunciaría su intención.
Miró por la ventana. —No soy una dama.
No había utilizado el término en referencia a una posición aristocrática,
pero ella obviamente lo había interpretado así. —Tenía la impresión de que
el nacimiento noble no era un requisito para ser miembro.
Su mirada volvió a él, y le gustó tenerla allí, centrada en él. —No creo
que me guste mucho el juego. Trabajo demasiado por mi dinero como para
arriesgarme a perder ni siquiera dos peniques con el giro de una carta.
—Suena como si tuvieras un monstruo por patrón.
Su risa ligera flotó hacia él y se arremolinó en su alma, creando estragos
allí. —Tiene sus buenas cualidades.
Y las malas. Era muy consciente de que no era el hombre más fácil de
llevar, tenía unos estándares muy exigentes que esperaba que los demás
cumplieran. Ella sobresalía en ese aspecto. Aun así, le sorprendía que se
hubiera quedado con él tanto tiempo. —¿Cómo va la caza de mi duquesa?
Se burló un poco. —Lo dices como si fuera a ser tu presa.
—Difícilmente.
—Aun así, duquesa suena tan impersonal. ¿No sería mejor buscar una
esposa, una compañera... un alma gemela?
—¿Te imaginas cómo sería una mujer cuya alma reflejara la mía? —
Fría, altiva, insoportable.
—Una de las damas ha afirmado que es una maestra en esgrima, pero
me temo que con ella podrías encontrarte ensartado.
Se rio sombríamente. —Así que me encuentras difícil.
Después de dar un largo y lento sorbo a su brandy, dijo: —Los criados
están aterrorizados de disgustarte.
—¿De verdad? — Sabía que era un amo duro, que tenía poca paciencia
para los errores. Pero aterrorizado parecía una reacción exagerada. —No es
que los azote.
Levantó un hombro delicado. —Eres un duque. Sólo eso ya es
desconcertante para algunos.
—No me tienes miedo.
Ella le sostuvo la mirada, y reconoció un poco de desafío en esos ojos
verdes. —No, aunque, me he colocado en una posición financiera para
poder alejarme sin mirar atrás, sin preocuparme, si me encuentro más que
periódicamente molesta contigo o me considero maltratada.
Algo en su tono, una ligereza forzada con un trasfondo de advertencia,
provocó una fisura de inquietud en su estómago. ¿Se había visto obligada a
huir, a escapar, a esconderse? ¿Era ésa la razón por la que los hombres que
había contratado no habían podido encontrar ninguna prueba de su
existencia antes de que ella entrara en su despacho? Una vez que había
decidido que no le importaba su pasado, nunca había profundizado en su
vida personal ni le había preguntado nada más que lo que ella le había
contado durante la entrevista. Había relegado su relación a los negocios. En
su obsesión por amasar una fortuna, por asegurarse de que podía mantener a
su familia y sus propiedades, tal vez no le dedicara la atención adecuada.
Con seriedad, se inclinó hacia delante. —Antes de que trabajaras para mí,
¿hubo alguna ocasión en la que no pudieras alejarte?
Volvió a mirar por la ventana, y se preguntó si ahora estaría pensando
en huir. Dime, dime quién eras antes de ser mi secretaria. De repente le
pareció vital saberlo.
—¿No crees que todo el mundo tiene momentos así? — Su atención se
posó en él tan sólidamente que lo sintió como un golpe. —Incluso usted.
Seguramente el manto de duque a veces se siente como una mortaja más
que como un manto tejido con hilos de seda.
A veces se sentía como una capa de hierro que lo arrastraba hacia el
fango. No es que fuera a admitirlo. Admirando su habilidad para desviar la
atención, se acomodó y decidió perseguir lo que buscaba de forma más
sutil. —¿De qué parte de Kent eres? —Le había dicho al menos su condado
de nacimiento durante la entrevista.
—De un pueblecito del que nunca habría oído hablar.
—Donde tu padre era vicario.
Las comisuras de sus labios se levantaron provocativamente. Le gustaba
esta Pettypeace que bebía a altas horas de la noche y no trabajaba. —Sabías
que era mentira.
—Lo sabía, sí.
—Pero me contrataste de todos modos.
—Si alguna vez necesitaba que mintieras por mí, sabía que tenías
talento para ello. La mayoría se habría dejado engañar por tu franqueza,
pero yo tengo tendencia a no fiarme de la superficie de las cosas y a mirar
un poco más a fondo. ¿A qué se dedicaba tu padre?
—Nací en Kent, pero nos trasladamos a Londres cuando yo era muy
pequeña.
Al parecer, no quería hablar de su padre. Rara vez hablaba del suyo,
pero sospechaba que evitaban el tema por razones diferentes. —Sabes,
Pettypeace, puedes confiarme tus secretos.
—Una vez contado, ya no es un secreto.
No pudo rebatir esa apreciación. —Entonces sí albergas uno.
—Todo el mundo tiene secretos. Imagino que incluso usted tiene uno o
dos. Puede confiarme el suyo.
No era una cuestión de confianza, sino de vergüenza. Se preguntó si
podría decirse lo mismo de ella, pero no iba a insistir. —Esto me recuerda a
un juego al que jugaba con la hija del mozo de cuadra cuando tenía catorce
años: enséñame el tuyo y yo te enseño el mío.
Incluso desde aquella distancia, con tan poca luz en la habitación, vio el
tono rosado de sus mejillas, señal de que había captado su insinuación. Por
supuesto que sí. A menudo no tenía que terminar una frase para que ella
supiera a dónde quería llegar. A menudo pensaban lo mismo. —Es usted
travieso, Su Gracia. ¿Exige picardía en una esposa?
Su tono era un poco burlón, pero en este asunto tenía que ser sincero. —
Necesito una mujer que no llegue a amarme.
Se puso visiblemente rígida. —Antes decía que no tenía corazón. ¿No
quiere que le ame porque será incapaz de amarla a cambio?
—Porque amarme, con el tiempo, no le traerá más que angustia.
—No es un tipo particularmente alegre, pero creo que tal vez se juzga a
si mismo con demasiada dureza.
—Créeme, Pettypeace, no lo hago.
—Me cuesta creer que se propusiera intencionadamente herirla, hacerle
daño.
—No sería intencionado, pero...
El inesperado eco de unos pisotones atrajo su atención hacia la puerta.
Los criados solían moverse en discreto silencio. Cuando King había
regresado a la residencia, había despedido a su mayordomo y a los lacayos
que quedaban por la noche, por lo que le sorprendió encontrarse ahora con
la posibilidad de que hubiera invitados, sobre todo sabiendo que la mansión
estaba bien cerrada.
Con un aspecto bastante desaliñado, su hermano entró en la habitación,
con dos matones corpulentos a cada lado. A King no le gustó el aspecto de
los otros tipos. Parecían ser un problema, y esperaba no arrepentirse de
haberle dado a su hermano una llave para que pudiera entrar y salir a su
antojo. Dejando la copa a un lado, King se puso en pie con calma, a pesar
de que todos los aspectos de su ser estaban en alerta máxima. Pettypeace
también se levantó, y no pudo evitar ponerse delante de ella, formando una
barrera entre ella y el trío que se dirigía a través de la sala hacia él y
Pettypeace. —Sal por las puertas que dan a la terraza—, le ordenó en voz
baja.
—No lo haré—. Tuvo que hacer todo lo posible para no gruñir a la
testaruda muchacha. —Además, otros podrían estar esperando en el jardín.
Parecen de los que viajan en manada. Me siento mucho más segura donde
estoy.
Así que no era el único que reconocía a los malhechores cuando los
veía. Y ella tenía razón en cuanto a la posibilidad de que hubiera otros al
acecho, pero a él seguía sin gustarle que ella estuviera aquí, aborrecía la
idea de que pudiera sufrir algún daño. Antes moriría él.
Su inoportuna compañía se detuvo a poca distancia, lo bastante cerca
para que pudiera distinguir que el labio de su hermano estaba hinchado y
sangraba. Apostó que su hermano también iba a tener un ojo morado por la
mañana. —Lawrence.
—Estoy en un apuro—, dijo su hermano, que era su forma educada de
informar a King de que necesitaba fondos. —Permíteme presentarte al Sr.
Thursday— ladeó la cabeza hacia la derecha, indicando al que era el mayor
y más fornido de los dos- —y al Sr. Tuesday.
Martes era más feo, parecía un roedor, sus ojos feroces se entrecerraron,
indicando que era el más malo.
—¿En qué puedo servirle? — preguntó King.
—Bueno, verá, milord...—, comenzó Thursday, obviamente el líder del
dúo.
— Su Gracia —, murmuró Lawrence irritado.
—¿Qué?
—Mi hermano es duque. Dirígete a él como Su Gracia.
—Bueno, entonces Su Gracia, estoy aquí para cobrar las dos mil libras
que su tarambana me debe.
Con una mueca, Lawrence se miró las botas, cuyo aspecto arañado era
sin duda el resultado de la refriega que había tenido lugar como forma de
persuasión que le indicaba que había llegado el momento de pagar. ¿Por qué
su hermano no había acudido a él si necesitaba fondos? ¿Cómo había
encontrado siquiera a lo que King, a juzgar por la rudeza de aquellos tipos,
estaba seguro de que era un prestamista de mala reputación? —Ya veo.
Haré que le entreguen la cantidad adeudada mañana.
Thursday chasqueó la lengua. —No es suficiente, me temo. Tiene que
ser esta noche o su señoría podría encontrarse con la punta de un cuchillo.
Dios mío. —La dama y yo estaremos más que felices de obtener los
fondos para usted. — Tenía una caja fuerte oculta por un cuadro en la pared
detrás de su escritorio, pero no iba a revelarla. Otra caja fuerte estaba
escondida en su despacho, y la había encargado con la cerradura Chubb a
prueba de carteristas.
La lascivia que se reflejaba en los ojos del canalla mientras recorría con
la mirada a Pettypeace hizo que King cerrara los puños. —La dama se
queda. Me da más ventaja, asegura que no hagas algo que no debes—. Dio
una sacudida con la cabeza hacia un lado y la rata se acercó a Pettypeace.
—Tócala—, dijo King con una calma mortal que detuvo al hombre en
seco, —y te irás de aquí sin esa mano.
—Tengo que “retenerla” para que no salga corriendo.
—No me voy a escapar—, dijo Pettypeace, de manera uniforme,
rotunda, pero con vehemencia.
El canalla crujió los nudillos y curvó el labio superior en una mueca. —
Porque tienes miedo.
—¿De ti? No seas ridículo. No me asustas con tu ropa andrajosa, tu pelo
mugriento y tu cara sucia. Pero necesitas ir más allá del alcance de mis
sentidos olfativos.
—¿Qué?
—Mi nariz, señor. Tienes un hedor que me niego a tolerar. Si quiere que
me quede aquí, retroceda. De lo contrario, acompañaré a Su Gracia cuando
vaya a buscar su dinero.
—¿Crees que no te detendremos? — preguntó Thursday.
Pettypeace clavó en el hombre una mirada. —Me gustaría ver cómo lo
intentáis.
La confianza, el desafío, la absoluta certeza de que ella sobresaldría: sus
cinco pies y un cuarto de pulgada se enfrentaban a estos hombres como si
se elevara por encima de ellos. Si King tuviera corazón, se habría
enamorado un poco de ella en ese momento. De todos modos, no podía
estar absolutamente seguro de no haberlo hecho.
Thursday volvió a sacudir la cabeza. —Vuelve aquí, Tuesday. No
queremos problemas. Sólo venimos por lo que nos deben.
—La dama puede traer el dinero—, dijo King, —y yo seguiré siendo su
garantía de que no hará ninguna travesura.
—¿Parezco estúpido? — preguntó Thursday. King se abstuvo de
anunciar que, de hecho, lo parecía. —Una vez que ella esté fuera del
peligro, no vas a dudar en venir por mí. Ve tú. Y hazlo rápido. Mi paciencia
se agota.
King miró a Pettypeace y ella le hizo un pequeño gesto con la cabeza.
¿Cómo no iba a estar aterrorizada? La mayoría de las mujeres ya se habrían
desmayado. —Volveré a toda prisa.
Para dar la impresión de que mantenía el control, salió de la habitación
a paso tranquilo. Pensó en pasar por la sala de billar para recuperar una
espada que uno de sus antepasados había empuñado en la batalla y que
ahora estaba expuesta en una pared. En lugar de eso, cuando dejó de estar a
la vista de los rufianes, se dirigió a toda prisa a su despacho.

***

Penélope, que confiaba plenamente en la capacidad de Kingsland para


manejar este difícil asunto, sostuvo la mirada de Lawrence y trató de
transmitirle que al final todo saldría bien, aunque por el momento la
situación parecía bastante grave. Había tenido suficientes encuentros con
matones como para reconocerlos cuando los veía. Podrían haber golpeado a
Lawrence con los puños, pero su peligrosidad se disipaba fácilmente con un
tono que indicaba quién mandaba de verdad. Ella había sido una cosita
diminuta cuando era más joven, tan pequeña que otros niños se habían
burlado a menudo de ella. “Cuando te enfrentes a ellos, nunca te acobardes,
nunca retrocedas—, le había dicho su padre. —Estarás a su merced si
detectan una debilidad”.
Como una gacela herida ante un león.
—Lo siento—, dijo Lawrence, con un tono lleno de contrición. —Sabía
que King solía pasar las tardes aquí cuando está en casa. Simplemente no te
esperaba.
—Estás perdonado—. La conversación con Kingsland se había vuelto
demasiado personal, y había estado a punto de confesarlo todo... y se habría
encontrado con que la despedían. Le había dicho la verdad. Tenía medios
para sobrevivir sin un empleo, pero su puesto aquí le daba sentido a su vida
y se resistía a renunciar a él.
Lawrence suspiró. —Supongo que no les importará que me sirva un
whisky.
—Quédate dónde estás—, dijo Thursday, —hasta que tengamos nuestro
trago, y entonces podrás beber hasta caer en la cuneta.
—Mi hermano es un tipo honesto. Dijo que había ido a buscar el dinero
y así lo hizo.
—Es un patán. No me fío de ellos. Te necesito cerca por si tengo que
darle motivos para arrepentirse.
Por el rabillo del ojo, vio que Tuesday cogía un barco que estaba dentro
de una botella, sobre un soporte de madera. —No toques eso—, le espetó.
—¿Qué? No voy a robarlo. Sólo quería verlo bien. No soy un ladrón.
El tipo que se ganaba la vida dando golpes se sintió insultado. Casi se
echó a reír. —Supongo que Tuesday no es tu verdadero nombre.
—No, el jefe pone nombres a sus chicos para que recordemos qué día
nos toca repartir los castigos.
—Haces mucho de eso, ¿verdad? ¿Repartir castigos?
Se encogió de hombros. —Muchos le piden prestado. Luego se olvidan
de pagarle. ¿Cómo pusieron ese pequeño barco dentro de la botella?
—Con mucho cuidado, me imagino.
—Nunca lo he visto uno igual.
Cedió. —Puedes cogerlo para estudiarlo, pero si lo rompes, la deuda de
Lord Lawrence estará pagada por completo.
—No lo hagas, Tuesday. Para cuando volvamos con el jefe, será
viernes, y ya conoces a Friday. No va a tener piedad de ti, y el jefe te dejará
porque se enfadará porque no tienes la pasta—. Thursday dirigió a
Lawrence una mirada mordaz. —Tienes suerte de que te hayamos pillado
hoy. Friday te habría roto la mandíbula, no el labio. El tipo tiene un golpe
poderoso.
—¿Has considerado otra ocupación? — Penélope preguntó.
—¿Qué otra cosa voy a hacer? No se leer. No se escribir. Además. Gano
buen dinero cobrando deudas.
—Aquí tienes. — Extendiendo un paquete, Kingsland entró en la
habitación. Nunca se había sentido tan aliviada de verle, había temido que
intentara conseguir un arma para enfrentarse a esos dos él solo.
Thursday abrió el paquete y contó rápidamente su contenido. —Bien,
entonces. Vamos, Tuesday.
—Lawrence, acompáñalos fuera, y luego quiero que vuelvas aquí
inmediatamente—, ordenó Kingsland.
Con un largo suspiro, su hermano asintió. —Por supuesto. Supongo que
se impone un ajuste de cuentas.
Tan pronto como los tres hombres salieron de la habitación, Kingsland
estaba frente a ella, con una mano apoyada en su hombro mientras su
mirada recorría su rostro con determinación, como si estuviera
cartografiando cada curva, pliegue y plano. —¿Estás ilesa?
Su pulgar acariciaba el círculo de su hombro, dificultándole pensar. —
Sí.
—Has sido muy valiente.
—En realidad, estaba enfadada. No tolero a los matones.
—Recuérdame que nunca me ponga en tu contra. Creo que aterrorizaste
a ese tipo de los martes.
—No creo que quisieran hacernos daño de verdad.
—Si te hubiera tocado, le habría matado—. La vehemencia de sus
palabras pareció sorprenderle. La soltó y dio un paso atrás. O tal vez fue el
eco de los pasos de Lawrence lo que le hizo poner distancia entre ellos. No
sería bueno que estuvieran tocándose cuando su hermano entrara.
Y lo hizo, en ese preciso momento, dirigiéndose directamente al
aparador de las jarras. —Sé que estás enfadado y puedo explicártelo.
A juzgar por la mandíbula apretada de Kingsland, las cosas estaban a
punto de ponerse desagradables entre los hermanos.
***

King quería a su hermano. Lo había hecho desde el momento en que


vino al mundo cuatro años después que él. El segundo hijo, el de repuesto,
el que heredaría los títulos si algo le ocurría a King antes de que
proporcionara un heredero. Pero la furia que lo invadía porque Lawrence
los había puesto a todos en peligro amenazaba con llevarlo a hacer algo
imprudente y desafortunado, como dar un puñetazo al otro lado de la boca
herida de su hermano.
Si Pettypeace hubiera sufrido algún daño, habría enloquecido, como sus
antepasados, y habría destruido a los responsables. Habría perdido toda
apariencia de civilización. Se habría vuelto bárbaro. Aquella constatación le
horrorizaba y aterrorizaba a la vez, porque era un hombre que siempre
mantenía el control de sí mismo, de sus actos y de sus pensamientos. No
estaba acostumbrado a tambalearse, a.… sentir.
—¿Me prestas tu pañuelo?
No estaba seguro de lo que reflejaban sus facciones, pero el tono de ella
reflejaba una calma tranquilizadora similar a la que él utilizaba cuando se
acercaba a un caballo asustadizo. Ahora ella acaparaba toda su atención. El
leve pliegue entre sus cejas. La preocupación en sus ojos. ¿Podía sentir que
le costaba contener su ira? Sin decir una palabra, porque aún no estaba listo
para aflojar los dientes, le entregó lo que le había pedido y la observó
mientras se deslizaba hacia Lawrence, que ahora estaba apoyado en la
pared, cerca de los decantadores, con la mirada fija en la alfombra de
Aubusson. Untó un poco de whisky en el impoluto pañuelo de King antes
de volverse hacia Lawrence y darle suaves golpecitos en el labio dañado
que sin duda le iba a dejar cicatrices. Su hermano era tan poco merecedor
de su amabilidad y consideración, y a King le irritaba considerablemente
que ella le concediera tanta ternura. —¿Hay alguna posibilidad de que haya
más de esos canallas por aquí?
—No, sólo dos me abordaron. Cerré la puerta después de entrar y una
vez que los dejé salir.
Al menos su hermano no había sido completamente irresponsable. —¿A
quién le debías el dinero? —, preguntó.
Pettypeace bajó la mano. —Os deseo buenas noches a los dos.
—Deberías escuchar esto—, le aseguró King. —Sus acciones te
pusieron en peligro.
Lawrence se apartó de su alcance y se sirvió más whisky, se lo tragó y
añadió otro chorrito. —Las mesas de juego no me han tratado bien
últimamente, así que acudí a un prestamista.
—No uno legítimo, supongo.
Sacudió la cabeza. —Pensé que era menos probable que te enteraras de
mi circunstancia.
—¿Tu club no te daría crédito?
Otro movimiento de cabeza. —Me temo que allí también debo bastante.
Y mi reputación me precede, lo que hace imposible conseguirlo en otro sitio
por medios más reputados.
—¿Por qué no acudiste a mí?
—Esperaba que mi fortuna cambiara pronto y que nunca te enteraras.
Además, no estaba de humor para soportar un sermón sobre mis hábitos de
juego.
—No estoy de humor para tener mi residencia invadida por gente como
esos dos bribones. Por no mencionar que tus acciones pusieron en peligro a
Pettypeace. Le debes una disculpa.
—Ya le di una mientras tú conseguías la pasta—. Aun así, dijo: —Lo
siento mucho, Srta. Pettypeace—.
— No pasa nada, pero no puedo culpar a su hermano por estar molesto
por su manejo de este asunto. ¿Qué es un sermón cuando se compara con lo
que soportó tu cara?
Con un suspiro, miró a King. —Me amenazaron con romperme el
brazo. Si no, no habría molestado tu velada.
Las palabras de su hermano no hacían más que aumentar su frustración.
—No es la perturbación de mi velada, Lawrence, lo que me preocupa, sino
que hayas tomado este peligroso camino. ¿Y si no hubiera tenido el dinero?
—Eso ni siquiera fue una consideración. Desde la muerte de Padre,
desde que nos dimos cuenta de la grave situación en que nos había dejado,
con el armario vacío, por así decirlo, has estado obsesionado con llenar las
arcas.
Porque se habían quedado casi sin nada, y no quería volver a
experimentar el miedo de preguntarse cómo iban a sobrevivir. Los
comerciantes nunca dudaban en permitir a la aristocracia comprar a crédito,
y a menudo sólo pedían el pago a final de año, pero lo que él había
descubierto que debían cuando tomó las riendas del ducado podría haber
llevado a la bancarrota a una nación pequeña. Había dejado de lado lo que
le quedaba de juventud y todo lo que consideraba frívolo para asegurarse de
que su familia nunca pasara necesidades. —Dame tu palabra de que no
acudirás a prestamistas en el futuro.
Tras asentir, Lawrence se bebió el whisky y se sirvió otro. —¿Puedo
quedarme aquí esta noche?
—Siempre serás bienvenido a una alcoba aquí—. Le estaba alquilando a
su hermano una pequeña casa adosada para que pudiera experimentar un
poco de independencia, pero King sospechaba que su encuentro con los
rufianes le había dejado un poco más conmocionado de lo que estaba
dispuesto a admitir.
—Lo compensaré—, insistió Lawrence.
No dudaba de que su hermano lo intentaría. También estaba bastante
seguro de que el repuesto estaba a punto de emborracharse mientras llenaba
su vaso hasta el borde esta vez.
—Me voy a la cama—, dijo Pettypeace. —Buenas noches, Lord
Lawrence.
Le dedicó una sonrisa llena de contrariedad. — Srta. Pettypeace, que
tenga dulces sueños.
—Te acompaño fuera—. Algo ridículo de sugerir ya que sabían que
ningún réprobo merodeaba por los pasillos. Pero aun así quiso asegurarse
de que ella no iba a tener lo contrario de lo que Lawrence le había deseado:
sueños terroríficos.
Una vez en el pasillo, se llevó las manos a la espalda para no alcanzarla
mientras caminaba a su lado hacia el corredor que conducía a las escaleras
que la llevarían a los aposentos de la servidumbre.
—Creo que se siente bastante avergonzado por todo el episodio—, dijo
ella. —Me dijo que no los habría traído si hubiera sabido que yo iba a estar
en la biblioteca.
—No debería haberse puesto en situación de ser amenazado. Él lo sabe
mejor. Sólo espero que no tenga pesadillas.
—El drama de esta noche no fue una pesadilla para mí.
Las palabras fueron pronunciadas casualmente, y sin embargo se
hicieron eco de la verdad absoluta. También oyó la admisión de que algo
había sido, algo peor de lo que ella había afrontado o con lo que la habían
amenazado los dos cobradores. Dudando de que le contara los detalles, se
abstuvo de preguntar. Además, no era el momento de sacar a relucir
recuerdos que pudieran dificultarle el sueño. Pero esta noche había
averiguado información adicional sobre ella. Cuanto más desvelaba, más
curiosidad sentía. Estaba desesperado por saberlo todo. Ella siempre había
sido una parte importante de su vida profesional, pero parecía que hoy se
había producido un cambio en su mundo y ya no podía relegarla a una parte
de él.
—Temía que entrara blandiendo la espada que cuelga en la sala de billar
—, dijo ella con ligereza.
Se rio entre dientes. —Desde luego que me lo planteé. Tu calma durante
toda la prueba fue impresionante. Me pregunto qué te ha convertido en la
persona que eres.
Llegaron a la puerta. Tras poner la mano en el pomo, le dedicó una
sonrisa desolada. —Es mejor no saberlo.
—Pettypeace...
—Buenas noches, Su Gracia. Que duerma bien.
Rápidamente escapó hacia el reino de los sirvientes antes de que pudiera
preguntarle más. Pero sabía que era él quien no dormiría bien esa noche
mientras contemplaba sus crípticas palabras.
Cuando regresó a la biblioteca, Lawrence había desaparecido, al igual
que la jarra de whisky. King se sirvió un brandy, se acercó a la ventana y
miró hacia fuera. Debería haberse centrado en su hermano, pero sus
pensamientos se desviaron hacia Pettypeace.
Recordó la primera vez que la había visto, cuando entró en esta misma
habitación. Aunque tenía oficinas en Fleet Street, había decidido celebrar
sus entrevistas aquí porque la grandeza de la residencia podía intimidar a
algunos, impresionar a otros, y había creído que la reacción de alguien le
proporcionaría una primera información de lo que valoraba, de cómo se
adaptaba a entornos desconocidos. Ella había entrado como si fuera la
dueña del lugar, la dueña de él.
Él tenía veintiséis años y demasiadas cosas en la cabeza como para
controlarlas todas. Con su capacidad de organización, se había hecho
rápidamente indispensable. Y al hacerlo, le había dado la libertad de viajar,
de buscar por todas partes otras oportunidades de inversión, de recorrer el
mundo. Pero, de repente, le interesaba más lo que tenía más cerca. En
desentrañar el misterio de ella.
CAPÍTULO 05

No dormía. Pero no era por las pesadillas. Era por lo mucho que había
disfrutado sentada en la biblioteca con Kingsland cuando ningún asunto se
interponía entre ellos. Luego, cuando los matones se habían unido a ellos, la
forma en que la había defendido, el gruñido feroz de su garganta cuando
había amenazado al hombre mugriento que se había acercado a ella. Nunca
nadie se había erigido en su defensor. Llevaba tanto tiempo sola que su
defensa casi le había hecho llorar.
Él era para ella un peligro mucho mayor que aquellos rufianes. Amarlo
cuando él era indiferente a ella era relativamente inofensivo, pero que él le
diera sin querer la esperanza de que podía haber algo más entre ellos, de
que podía corresponder a su afecto...
Pero, por supuesto, no podía. Lo había dejado claro. Anoche
simplemente estaba defendiendo su hogar y a la gente que lo habitaba. No a
ella en concreto. Habría reaccionado igual si Lucy hubiera estado allí en vez
de ella. ¿No?
Cuando entró en el comedor matutino para desayunar, ya se había
convencido de que incluso si sólo su mayordomo hubiera estado en la
biblioteca con él, se habría mostrado igual de feroz.
Como pocas veces, había llegado a la mesa antes que ella. Dejando a un
lado su periódico, se puso en pie. —Pettypeace.
Parecía cansado, demacrado, como si tampoco hubiera dormido, aunque
sospechaba que razones muy distintas le habían mantenido despierto. —
Buenos días, Su Gracia.
Tras coger un ligero refrigerio del aparador, se reunió con él en la mesa,
instalándose en su lugar habitual a su derecha. Él volvió a tomar asiento.
Se sirvió un poco de té y, sin pensarlo, rellenó su taza. Era algo
demasiado doméstico y, sin embargo, parecía muy natural, tomar nota de lo
que le faltaba y ver satisfechas sus necesidades. —He estado pensando un
poco en lo de anoche.
—¿Qué parte? — Un trasfondo de algo oscuro e íntimo se enhebró en
su tono, y estuvo tentada de responder con la verdad: todo. Pero sin duda, él
no daba importancia a lo que había ocurrido entre ellos antes de que
llegaran los hombres brutos.
—Lo último, después de que nos interrumpieran.
—Nunca habría dejado que te hicieran daño.
Sacudió un poco la cabeza. —Lo sé. —Y lo sabía. Con cada fibra de su
ser. —No estaba pensando en los bribones, sino en Lord Lawrence.
—Parece que ha sido un bribón.
No parecía muy contento, los problemas de su hermano seguían
pesando sobre él. Como se ocupaba de los libros, sabía que el duque era
increíblemente generoso, concediendo a su hermano una asignación anual
que muchos envidiarían. —Creo que no tiene un propósito en su vida.
—Su propósito es reemplazarme si muero.
Nadie podría reemplazarte. Esas palabras colgaban de la punta de su
lengua, desesperadas por ser pronunciadas, inapropiadas para ser dichas con
la sincera convicción que sentía por ellas. —Pero eso es todo, ¿no lo ves?
Debe sentir que está libre de ataduras. ¿Qué edad tiene? ¿Treinta años? Tú
estás sano y saludable. Pronto se casará —no estoy segura de que me sienta
capaz de quedarme a observar— y tendrá un heredero. ¿Y luego qué? Le
proporcionas todo a Lord Lawrence. Él necesita proveerse a sí mismo. Creo
que esa es la razón por la que fue al prestamista. Intentaba ser
independiente, pero... bueno, por desgracia, no le fue bien.
Sin dejar de mirarla, removió el té y bebió un sorbo. — Lo subestimas.
Fue un desastre.
—La próxima vez podría serlo. Muchos segundos hijos tienen
ocupaciones. Quizá debas animarle, guiarle, incluso encontrar algo
sustancial en lo que pueda ayudarte. Sólo que no debe parecer caridad o
indulgencia.
—Es la culpa, ¿sabes? Por malcriarlo, por exigirle tan poco.
No lo sabía, no lo había sabido, pero tampoco sabía que él había
reconstruido lo que su padre casi había destruido. Pero no dijo nada.
Simplemente esperó porque intuía que lo que iba a venir a continuación no
era fácil de decir.
—Cuando decepcionaba a mi padre, y lo hacía en numerosas ocasiones,
lo cual me doy cuenta de que es bastante difícil de creer, castigaba a
Lawrence. A veces me enfadaba tanto por la actitud dominante de mi padre
que me rebelaba y me comportaba peor, y Lawrence sufría por ello.
Supongo que ahora lo consiento en un intento de compensarlo. Quizá sólo
ha servido para causar más daño.
Se le partía el corazón por él y por su hermano. —No creo que me
hubiera gustado el duque anterior.
—Lo habrías encontrado encantador. A todo el mundo le gustaba. Eso
es lo que pasa con los monstruos, Pettypeace. Son monstruos porque
pueden engañar a la gente haciéndoles creer que no lo son.
Sabía un par de cosas sobre monstruos, pero estaban hablando de su
pasado, de sus problemas, no de los de ella, y no era el momento de revelar
las penurias que había sufrido. Además, no necesitaba ni compasión ni
comprensión porque había escapado de ellos y era poco probable que
volvieran a molestarla. Había tomado las medidas necesarias para
asegurarse de ello. Él no había tenido tanta suerte. Los restos del
sufrimiento permanecían para atormentarlo, a él y a su hermano.
—Pero podrías tener razón. Lawrence no tiene ataduras. Al malcriarlo,
le he hecho un flaco favor.
En su ceño fruncido, el distante enfoque de su mirada, podía ver que
estaba resolviendo las cosas. Al principio de su relación, había notado que
cuando él necesitaba reflexionar sobre una situación, podía separarse de su
entorno hasta que sólo quedaban él y sus pensamientos. Esperaba que su
duquesa no lo molestara en esos momentos. Tal vez tuviera que dar
lecciones a su futura esposa para asegurarse de que se llevaban
amistosamente.
—Keating—, anuncio de repente, y el mayordomo se adelantó desde su
puesto donde había estado vigilando. —Ocúpate de que Lord Lawrence sea
inmediatamente despertado de su sueño, se bañe y se prepare para el día. Se
reunirá conmigo en la biblioteca dentro de una hora.
—Sí, Su Gracia.
El duque deslizó su mirada hacia ella. —Te necesitaré allí también,
Pettypeace.
No iba a reconocer la alegría que le producía cada vez que él decía que
la necesitaba.

***

King estaba de pie junto a la ventana, al lado de la sala de estar donde


había disfrutado conversando con Pettypeace la noche anterior, antes de que
todo se torciera. Aún no tenía la sensación de haber recuperado su
equilibrio. Si fuera más él mismo, no habría revelado todo lo que tuvo
durante el desayuno. Nunca le había contado a nadie cómo el duque lo
había controlado castigando a Lawrence en su lugar. King se había
mostrado desafiante cada vez que su padre le controlaba o intentaba
cambiarlo, y por eso el duque había intentado doblegarlo. Y lo hacía
infligiendo la dura disciplina a su hijo menor para penalizar más
eficazmente al mayor y someterlo. Siempre le había avergonzado no haber
sido capaz de proteger a su hermano.
A veces había juzgado mal lo que su padre consideraba un
comportamiento que necesitaba corrección. Hacerse amigo de un muchacho
cuyo padre había menospreciado al duque. Bailar con una chica que su
padre no consideraba suficientemente guapa. Leer un libro cuestionable.
Sacar malas notas en la escuela. Perder en una pelea con otro chico. Perder
nunca fue tolerado. Así que había centrado todo su ser en ganar, hasta que
nada más importó. Y había aprendido a no mostrar ninguna emoción
cuando Lawrence era el destinatario de los castigos de King, porque
estremecerse, indicar enfado, revelar cualquier reacción sólo servía para
aumentar el número de latigazos, como si su padre disfrutara creando la
angustia mental tanto como el dolor físico. A veces King se preguntaba si
su padre estaba un poco loco.
Por lo que King sabía, su madre ignoraba cómo le había disciplinado su
padre. Era un secreto que Lawrence y él compartían. Sin embargo, ahora
Pettypeace lo sabía. Debería haberse sentido vulnerable. En cambio, no se
sentía del todo solo. Pero había peligro en ello, en volverse demasiado
dependiente de ella, en querer confesarlo todo, buscar la absolución a sus
ojos, la confirmación de que no era en realidad un monstruo como su padre.
La verdad, sin embargo, era que era mucho peor, y no podía arriesgarse
a ceder a ese peligroso deseo de desnudar su alma ante ella. El muro que
había construido entre ellos había amenazado con derrumbarse la noche
anterior, y necesitaba apuntalarlo de nuevo. Antes de cometer una idiotez y
confiarle todo a ella. El peso de sus pecados era suyo y sólo suyo. Y los
cargaría.
Al oír el eco de unos pasos, se giró. Pettypeace estaba sentada en la silla
cerca de su escritorio que solía ocupar durante las reuniones cuando tomaba
notas. Lo miró y, aunque quiso sonreírle, desvió su atención hacia la puerta.
Lawrence entró con un aspecto bastante más aseado que la noche anterior y
no parecía mostrar ningún efecto negativo de su borrachera. Tal vez no se
había terminado toda la botella. Aunque también tenía la habilidad de
recuperarse rápidamente de cualquier exceso. King tenía razón sobre su ojo.
Tenía un moratón negro, y su labio no parecía estar mucho mejor. No
besaría a nadie en un tiempo.
—Supongo que habrás decidido comprarme un puesto en el ejército—,
refunfuñó Lawrence mientras se dirigía directamente a las jarras.
—No, no lo he hecho.
—Como alguien que disfruta pecando, no soy apto para el clero—.
Levantó una jarra de cristal.
—No lo hagas.
Lawrence miró hacia atrás. —Me vendría bien un poco de whisky si
tengo que soportar un sermón.
—Es demasiado temprano, y vas a necesitar estar alerta.
Su hermano le estudió durante un instante antes de bajar la jarra. —Me
sorprende que, después de lo mal que lo hice anoche, creas que tengo algo
de cordura.
—No veo ninguna ventaja en insistir en lo de anoche. Ya ha pasado. Es
hora de seguir adelante—. Se dirigió a su escritorio, cogió un paquete y lo
extendió hacia Lawrence. —Necesito que me ayudes con un asunto.
Lawrence se acercó con cautela, como si King le estuviera presentando
una víbora negra. —¿De qué se trata?
—Un hombre vino a verme ayer—, Dios mío, ¿fue tan recientemente?
—por un reloj despertador que había inventado.
—¿Un reloj despertador?
—Sí, giras unos pomos y, a una hora determinada, hace un ruido atroz
para despertarte.
—¿Por qué en nombre de Dios alguien querría eso?
—No todo el mundo tiene el lujo de dormir hasta tarde. Tienen que
llegar a su lugar de trabajo, preferiblemente a una hora determinada.
Necesito que determines su viabilidad como inversión.
—¿Por qué yo? ¿No es algo que Pettypeace investigaría?
—Su tiempo está mejor empleado en encontrarme una duquesa.
Vacilante, Lawrence cogió el paquete.
—Son todas las notas que tomó de nuestra reunión con el tipo. Deberá
estudiarlas y luego determinar el coste, las ventajas y los inconvenientes de
embarcarse en semejante empresa. Pettypeace puede ayudarte—. Levantó
una llave. —Puedes utilizar mi despacho de Fleet Street como cuartel
general. Cuando esté listo, los tres discutiremos sus conclusiones. Luego
nos reuniremos con el Sr. Lancaster para comunicarle nuestra decisión
basada en tu recomendación.
Lawrence se pasó una mano por el pelo perfectamente cepillado,
haciendo que pareciera bastante despeinado. —¿Y si me equivoco?
Apoyando la cadera en el escritorio, King cruzó los brazos sobre el
pecho. —¿Por qué ibas a hacerlo?
—Nunca he hecho algo así antes.
—Es eso, el ejército o el clero.
Su hermano soltó una carcajada áspera. —Estás loco por poner esto en
mis manos.
—Apuestas, ¿no? — preguntó Pettypeace. —No es tan diferente. Tomas
la información que conoces y determinas las probabilidades de éxito.
—Como averiguaste anoche, soy una mierda cuando se trata de apostar.
Con la misma sonrisa alentadora que había ofrecido a Lancaster, se puso
en pie. —Todo tiene un elemento de riesgo. Cuanta más información
reúnas, más capaz serás de evaluar las probabilidades de éxito. Como ha
señalado el duque, no va a tomar la decisión usted solo. Él tiene la
experiencia necesaria para tomar la información que le proporciones y
guiarte en la dirección correcta. Estoy bastante segura de que cometió
errores al principio, pero no acabo con el, ¿verdad?
Eso dolió. Que ella pensara que no siempre había juzgado
correctamente. No lo había hecho, pero aun así, hubiera preferido que ella
lo creyera infalible.
—Ni siquiera sé por dónde empezar.
—He hecho algunas sugerencias—, le aseguró. —Tu hermano puede
ofrecer más.
—De acuerdo entonces—. Se encontró con la mirada de King. —No te
arrepentirás de confiarme esto.
—Nunca se me ocurrió que lo estaría. Ahora, en un asunto menos
agradable. Necesito una lista de tus deudas para que podamos ponerlas en
orden y no se ciernan sobre ti.
Pettypeace se arrellanó en la silla y empezó a garabatear los nombres de
los lugares que Lawrence, algo avergonzado, gracias a Dios, recitaba para
ella. King debería haber prestado más atención a cómo pasaba el tiempo su
hermano. Lawrence tenía quince años cuando King se convirtió en duque a
los diecinueve y empezó a arreglar el desaguisado que su padre había
montado. Había querido que Lawrence tuviera una vida mucho más fácil,
igual que había querido que su madre no tuviera ninguna preocupación en
el mundo. Pero ahora se daba cuenta de que un joven necesitaba algo más
que jugar.
También se daba cuenta de la amabilidad con la que Pettypeace
aseguraba repetidamente a Lawrence que no había estropeado las cosas de
forma irreparable. Se preguntó por qué nunca se había dado cuenta de lo
suave que podía llegar a ser. Con él era toda agudeza, negocios y eficacia.
Valoraba ese aspecto de ella. Pero su dulzura... también la anhelaba.
Tenía asuntos que atender y, sin embargo, le resultaba casi imposible
apartar la vista de ella, deseaba que se quitara las gafas para que algunos
mechones de su cabello escaparan a sus límites. Se imagino quitándole las
horquillas hasta que cada mechón le caía por los hombros y la espalda.
¿Qué le pasaba para sentirse tan atraído por ella últimamente? No era
una gran belleza, pero tenía una belleza que comenzaba en lo más profundo
de su ser y fluía hacia la superficie. Hacía que sus ojos brillaran y su sonrisa
fuera alegre. Y esa sonrisa hacía que sus labios parecieran los más besables
que jamás había visto.
Qué error sería. Besarla. Dar cualquier indicio de que la deseaba. Se
pondrían incómodos y ella podría decidir que no podía seguir a su servicio.
No podía imaginar lo sombrío que sería un día sin ella.
CAPÍTULO 06

La ventaja de ser empleada del duque de Kingsland era que Penélope


tenía acceso a todos sus contactos, incluidos sus investigadores y espías.
Así que le resultó muy fácil encontrar la ubicación del Fair Ladies' and
Spare Gentlemen's Club, conocido más íntimamente como el Fair and
Spare. Ahora se encontraba frente a él, tratando de reunir el valor necesario
para entrar.
Durante los tres últimos días, desde aquella mañana en la biblioteca en
que Kingsland había encomendado una tarea a su hermano, el duque había
estado poco. Había dedicado buena parte de su tiempo a ocuparse de uno u
otro asunto y había salido cada noche a cenar a otro lugar. Se había
mostrado extrañamente reservado, sin molestarse en informarla de sus
planes. Aunque había ido a su biblioteca a altas horas de la noche, con la
esperanza de que su camino se cruzara con el suyo y él la invitara de nuevo
a tomar un brandy con él, sus esperanzas se desvanecieron una y otra vez
cuando él nunca apareció. Si no lo conociera, pensaría que estaba
durmiendo en otra parte.
Pero cada mañana estaba allí en el desayuno, hablando de lo que
necesitaba de ella para el día, y sin embargo algo había cambiado. Parecía
tan tenso como un tambor. Ni una sonrisa, ni una risita, ni siquiera una
pregunta sobre su bienestar. Aunque comprendía perfectamente que una
empleada no se hacía amiga de su jefe, que una persona de nacimiento
común no se hacía amiga de un aristócrata, se había permitido creer que
compartían algún tipo de vínculo personal que profundizaba su relación y la
convertía en algo más que una empleada. Parecía tonta.
Nunca había sido de las que se compadecían de sí mismas. Era dueña de
su destino, y si él podía buscar compañía, ella también.
Respirando hondo, cruzó la calle y subió los escalones hasta el hombre
descomunal que custodiaba la puerta. —Hola, vengo a preguntar por la
afiliación.
Con una grave inclinación de cabeza, abrió la puerta. —Primera
habitación a la derecha.
Eso fue más fácil de lo que había previsto. Al entrar, oyó una cacofonía
de risas y el estruendo de voces procedentes del pasillo y de las escaleras.
La primera habitación a la derecha parecía un salón. Aunque había algunas
sillas alrededor, nadie esperaba en ellas. Un hombre estaba sentado en un
pequeño escritorio en la esquina, cerca de la ventana, pero prefirió acercarse
a la mujer que ocupaba el escritorio más grande en el centro de la
habitación. —Buenas tardes. Me gustaría ser miembro.
—¿Nombre?
—Penélope Pettypeace.
La mujer empezó a hojear una pequeña pila de tarjetas. Una vez. Dos
veces. Miró a Penélope. Volvió a hojearlas. Las dejó a un lado. —No veo
que le hayan recomendado a nosotros.
—¿Recomendado?
—Alguien tiene que recomendarte para que podamos hacerte miembro.
Sin una recomendación, me temo que tendrá que darse de baja cuanto antes.
—Una recomendación no es un medio muy práctico para conseguir
miembros.
—La afiliación sólo se concede a quienes alguien puede garantizar que
no son chismosos.
—Le aseguro que no soy un cotilla.
—Alguien tiene que hacerlo.
¡Qué tontería! Nunca había oído nada parecido. ¿Por qué el investigador
no le había dicho ese dato tan importante? —Seguro que puede hacer una
excepción.
—Me temo que no.
—Esto es ridículo.
—Tendrá que encontrar a alguien que le recomiende.
—Pero su afiliación es secreta. ¿Cómo voy a saber a quién pedírselo?
La irritante mujer se limitó a encogerse de hombros.
—Yo la recomendaré, Gertie.
Penélope se dio la vuelta y encontró a Lawrence sonriendo
ampliamente. —Milord.
— Srta. Pettypeace, ciertamente nunca esperé encontrarla aquí.
—Ni yo a usted.
Se encogió de hombros. —Este lugar fue creado por un segundo hijo
para segundos hijos—. Dio un paso más cerca del escritorio. —Yo respondo
por ella. No es ninguna cotilla, nuestra Srta. Pettypeace.
Le sorprendió que él esperara pacientemente mientras rellenaba su
solicitud de afiliación, entregaba un estipendio como cuota anual y hacía
que el joven de la mesa dibujara su imagen en el carné.
—Enséñaselo al hombre de la puerta la próxima vez que vengas—, le
dijo el hábil artista.
El hombre de la puerta, el tipo que estaba segura de que podía partirle el
cuello a cualquiera sin sudar.
—¿Puedo invitarle a una copa? — preguntó Lord Lawrence.
—Eso sería encantador, gracias. — Pero sólo una copa. Ciertamente no
iba a buscar compañía con el hermano del duque.
La acompañó por el pasillo hasta una sala llena de gente, hablando y
tomando sus bebidas. Un hombre estaba detrás de un largo mostrador,
llenando vasos con diversas bebidas. Tras servirles a ambos un vino tinto,
Lawrence la guio por la sala hasta una pequeña mesa con dos sillas. Cuando
tomó asiento, observó que la mayoría de la gente estaba de pie, sin duda
porque así era más fácil ir de una persona a otra hasta que el interés se
despertaba, se afianzaba y dejaba entrever puntos en común o, al menos, el
deseo de explorar a dónde podría llevarles la conversación.
—Fue idea tuya, ¿verdad?
Dirigió su atención a Lord Lawrence. No había hecho una pregunta,
sino una declaración. Tenía el pelo y los ojos oscuros de su hermano, pero
no la seriedad. Su carga no era tan pesada. —¿Cómo dice?
—Darme una tarea. Fue idea tuya.
Dio un sorbo al excelente vino. —Podría haber sugerido que carecía de
propósito.
Se río con fuerza. —¿No considera el juego un propósito?
—La verdad es que no. Y no parece que se te dé muy bien.
Otra carcajada antes de recuperar la sobriedad. —¿Sabe que estás aquí?
Con un movimiento de cabeza, volvió a mirar a la multitud. Pocos
grupos contenían más de dos personas, pero nadie parecía estar
permanentemente comprometido, y se movían con bastante facilidad. —
Dudo que le importe.
—Sospecho que le importaría mucho.
No iba a esperar que dijera la verdad. El duque pronto estaría
completamente perdido para ella. Le dirigió a Lord Lawrence una mirada
desafiante. —Lo que haga su personal una vez que el sol se retira no es
realmente de su incumbencia.
—¿Cree que sólo es una empleada para él?
—Por supuesto que lo soy. Soy su secretaria, nada más.
—Ah, Srta. Pettypeace, siempre la consideré la más inteligente entre
nosotros.
—Cierto, creo que me valora, pero sólo en la medida en que disminuyo
su número de obligaciones encargándome de las tareas más aburridas por él.
—¿Invita a todos sus sirvientes a tomar una copa con él?
—Eso fue casualidad. Y desde luego no lo ha vuelto a hacer. De hecho,
rara vez aparece últimamente. Algo, o alguien, ocupa sus tardes.
—Lo que le deja libre para buscar compañía esta noche.
—Tengo veintiocho años, milord. Sin familia de la que hablar. ¿Por qué
iba a estar mal que yo disfrutara de la compañía de un caballero durante
unas horas cuando es perfectamente aceptable que un hombre pase el
tiempo en compañía de una mujer con la que no tiene intención de casarse
jamás?
—No he dicho que esté mal. Simplemente inesperado. Pero tiene razón
— miró a su alrededor —y no es la única que lo cree. Creo que a las
mujeres les resulta más difícil concertar citas con hombres, y ésa es una de
las razones por las que el club está teniendo tanto éxito—. Terminó su vino
y le guiñó un ojo. —Disfrute de la caza, Srta. Pettypeace.
—Usted también, milord.
Después de que él la dejara, se sentó durante varios minutos a saborear
su vino, preguntándose qué demonios estaba haciendo realmente aquí. Si el
duque no la hubiera invitado a tomar brandy con él en su biblioteca, nunca
se habría dado cuenta de lo vacías que estaban sus noches. Oh, pasaba algún
tiempo visitando a Lucy y a uno o dos criados más, pero no era tan
gratificante como pasar el tiempo en compañía de un hombre al que
admiraba. Después del trabajo, cuando eran libres para ahondar en secretos.
No es que ninguno de los dos hubiera revelado ninguno, pero aun así, el
potencial había estado ahí. Junto con las miradas acaloradas de vez en
cuando y las reflexiones sobre qué pasaría si... ¿Y si él no fuera duque? ¿Y
si ella no fuera la encargada de encontrarle esposa? ¿Y si ella le intrigara
tanto como él a ella?
Y si los deseos fueran caballos... bueno, tendría que aprender a montar a
caballo, ¿no? Estar aquí esta noche era todo un reto porque nunca antes
había flirteado con un caballero. Antes había evitado buscar la atención de
uno, porque siempre le había preocupado que las acciones que había
tomado en el pasado pudieran salir a la superficie y arruinar las cosas. Pero
ahora la separaban de ellas suficientes años, así que seguramente estaba a
salvo.
Tras ponerse en pie y entregar su copa vacía a un lacayo que pasaba por
allí, sintió la tentación de pedir otra, pero necesitaba estar alerta mientras
paseaba entre la multitud. Sonreía por aquí, asentía por allá, y se preguntaba
cómo empezar siquiera a determinar quién podría ser atractivo.
Ningún caballero era tan apuesto como el duque, pero a ella nunca le
habían atraído los rasgos atractivos. Lo que le atraía era la inteligencia, la
astucia y la fuerza interior. Y la amabilidad, aunque a veces estuviera
enmascarada por una brusquedad que disimulaba su existencia. Estaba casi
en la puerta cuando un hombre se le puso delante.
—No creo haberla visto antes por aquí.
Era un tipo de aspecto bastante agradable, con el pelo rubio bien
peinado y los ojos azules despiertos. Su voz era pulida, pero percibió en ella
un trasfondo callejero.
—Acabo de hacerme socia.
—Qué suerte la mía.
Frunció el ceño. —¿En qué sentido es una suerte para usted?
—Me ha dado la oportunidad de conocerle.
—Pero como me acaba de conocer, se precipita en tu valoración. Puede
que no sea una suerte en absoluto.
Parpadeó, sonrió. —Eso es cierto. Sin embargo, me inclino por el
optimismo. Permítame que me presente. George Grenville, a su servicio.
—¿Qué tipo de servicio presta?
Se río. —Eres bastante literal.
—Lo soy, sí. — Estaba sobrepasada. Su vida no le había permitido
momentos como éste, esforzándose por ser intrigante, por conocer a alguien
que no fuera un asunto de negocios, a quien deseaba conocer mejor.
—¿Y usted es? —, le preguntó.
—Penélope Pettypeace—. Le tendió la mano enguantada. Él la cogió y
se la llevó a los labios.
—Un placer, Srta. Pettypeace.
Estuvo a punto de comentar que él aún no sabía si era un placer, pero se
dio cuenta de que sólo estaba siendo cortés, lanzando cumplidos que no
eran más que un medio para llenar el silencio. Entrecerró los ojos como
para verla mejor, y se preguntó si necesitaría gafas y sería demasiado
orgulloso para llevarlas.
—Aunque me resultas vagamente familiar. ¿Nos conocemos?
¿Podía oír el ruido sordo de su estómago contra el suelo? No, no la
reconocería, no después de tantos años. Había cambiado. Su actitud era
diferente. —Creo que simplemente tengo una de esas caras que me hacen
poco distinguible de los demás.
—Dudo que sea eso. ¿Quizá nos conocimos en un baile o en un recital?
Su estómago volvió al lugar que le correspondía. —¿Por casualidad
asististe al baile del duque de Kingsland la temporada pasada? —. Era el
único que él había celebrado, el único al que había asistido. No recordaba
haber dirigido una invitación a un tal George Grenville, pero habiendo
enviado más de doscientas, no podía recordar todos los nombres. Si alguno
había ido a su familia, entonces podría haberse limitado a acompañarlos.
—Lo hice, de hecho. Pasé un buen rato secando lágrimas después de
que hiciera su anuncio. ¿Fue usted una de las damas que lloró porque no fue
elegida?
—Cielos, no. Ni siquiera estaba en la lista para ser considerada. No, soy
la secretaria del duque y supervisé el asunto. Estaba deambulando,
asegurándome de que todo estaba como debía. Tal vez me vio allí.
—Sí, debe ser eso. ¿Cuáles son sus impresiones hasta ahora?
—Parece bastante agradable.
Se río, un sonido relajado que resonó entre ellos, y giró algunas cabezas
en su dirección. —Me refería a su opinión sobre el club.
—Oh, mis disculpas—. Se sentía como una cabeza de repollo. Estaba
fuera de su elemento aquí y no le gustaba andar dando tumbos. —No he
visto mucho del club, pero la gente parece estar disfrutando.
—Sería un honor acompañarla por las distintas salas y entretenimientos.
—No deseo monopolizar su velada.
—Tonterías. Es usted la mujer más intrigante que he conocido aquí
desde que me hice socio.
Lo dudaba mucho, sospechaba que simplemente se esforzaba por
halagarla para salirse con la suya, pero no era una persona fácil de seducir.
Desde muy joven aprendió a desconfiar de los motivos de los demonios de
lengua plateada. Aun así, aceptó su brazo y permitió que la condujera
escaleras arriba.
La acompañó a un pequeño salón de baile, pero no estaba de humor
para un vals. Pasaron un rato jugando a los dardos en otra habitación, hasta
que él se cansó de perder contra ella. Parecía tener un talento natural para
enviar un proyectil puntiagudo al centro de un tablero circular. Cuando
fallaba, era sólo por un pelo o dos.
—¿Seguro que no ha jugado nunca? —, le preguntó cuando volvieron al
pasillo.
—Bastante.
En otra habitación, le enseñó a fumar un puro. Después, sintió la
garganta un poco irritada, pero el aroma que la envolvía le recordó a su
padre fumando en pipa. Una vez le había permitido darle una calada.
—Es una sonrisa bastante reservada—, dijo cuando salieron de la
habitación llena de bruma.
—Me acaba de asaltar un agradable recuerdo de mi padre. No suelo
tenerlos.
—Esperaba que estuviera pensando en mí.
Soltó una pequeña carcajada. —Me temo que no soy muy hábil en este
juego del flirteo.
—Al menos es honesta, y un caballero sabe exactamente a qué atenerse
con usted.
Excepto Kingsland. No sabía lo que ella realmente sentía por él.
Algunos asuntos era mejor guardárselos para uno mismo. —¿Siempre es
honesto con las mujeres que acompaña por aquí?
—Trato de serlo. En este momento, me gustaría mucho llevarla al
siguiente piso.
Su voz se había vuelto grave y lenta, como si estuviera diciendo más de
lo que era. —¿Y qué hay allí arriba?
—Habitaciones privadas... para explorar.
—Para explorarse mutuamente, supongo.
—Así es—. Parecía increíblemente complacido por su respuesta. —¿Le
gustaría acompañarme?
Su pelo era del tono equivocado, sus ojos del color equivocado, su
mandíbula no lo suficientemente pronunciada. Le faltaban unos
centímetros. —No le conozco lo suficiente.
—Con intimidad, podríamos remediarlo rápidamente.
—Me cae bien, Sr. Grenville, y he disfrutado de nuestro tiempo juntos.
Sin embargo, le pido disculpas si he dado la impresión de estar aquí esta
noche para algo más que una expedición de exploración.
—Lo entiendo perfectamente, Srta. Pettypeace. Una mujer debe actuar
con cautela. Para ser honesto, mi estima por usted es mayor debido a su
prudencia—. Cogiéndole la mano, se la llevó a los labios. —Quizá cuando
nos conozcamos un poco mejor se dé cuenta de que no necesita ser tan
cautelosa. Disfrute del resto de la velada.
La dejó entonces y se acercó a una mujer que estudiaba un cuadro de
una pareja abrazada. Por la sonrisa que le dedicó su nueva compañera,
sospechó que se conocían bastante bien y que, sin duda, subirían juntos
aquellas escaleras.
Un par de caballeros más se presentaron, pero no pasó mucho tiempo
hablando con ellos. Empezaba a dolerle la cabeza, sin duda por su estancia
en la sala de fumadores. No era de extrañar que fuera una habitación
separada en la mayoría de las casas. Acostumbrada a pasar horas trabajando
en soledad, le resultaba agotador pasar la velada en compañía de tantas
otras personas, sonriendo constantemente y entablando conversación con
gente que no conocía, aunque los consideraba interesantes y esperaba
conocerlos mejor con el tiempo. Sin embargo, el cansancio no tardó en
apoderarse de ella. Cuando abandonó el club poco antes de medianoche, se
alegró de haber ido, pero pensó que necesitaría unas cuantas lecciones sobre
el arte del flirteo antes de volver.

***

King estaba de muy mal humor. Pettypeace no le había acompañado en


el desayuno. En su esfuerzo por poner distancia entre ellos, se había
convertido en su hora favorita del día, el único momento en que no tenía
que inventar una excusa para verla. Era su rutina. Aunque podía llamarla
siempre que quisiera, había empezado a limitar el número de veces que
tiraba de la manivela de la biblioteca, la frecuencia con la que la llamaba.
Pero ahora tiro con tanta fuerza que casi la arranca de sus amarras.
Necesitaba saber cómo le iba a su hermano recopilando información.
Lawrence no había acudido a King en busca de orientación y, aunque
admiraba la independencia de su hermano, también le preocupaba que
Lawrence pudiera estropear las cosas y se les escapara una oportunidad.
Además, sólo quería pasar tiempo en su compañía. Ayer la había
evitado después del desayuno simplemente para demostrar que podía pasar
un día entero sin verla y no sufrir por ello. Por desgracia, había sufrido.
Había echado de menos sus raras sonrisas, sus más raras risitas suaves, su
voz. Había echado de menos su fragancia. Había echado de menos su
desafío. Ella le obligaba a mirar las cosas desde ángulos imposibles, a
considerar lo que antes no había considerado.
Como se encontraba anhelando sentarse en su biblioteca por la noche
por si ella venía a buscar un libro y podía invitarla a tomar una copa con él,
había salido todas las noches. Había ido a clubes con los ajedrecistas, a un
jardín de placer con Bishop, a un garito de juego. Aburrido, aburrido,
aburrido. Muy aburrido. Cada hora lejos de ella.
Ella constantemente rondaba sus pensamientos y lo confundía. ¿Cuándo
se había convertido ella en una parte tan integral de su vida, más allá de los
negocios? Era simplemente familiar. Aparte de su madre, nunca había
tenido una mujer en su vida tanto tiempo como Pettypeace. Era natural que
se preocupara por ella.
También era natural que la víspera pasara dos horas con un joyero
esforzándose por encontrar una piedra preciosa que reflejara el tono de sus
ojos. Las esmeraldas eran demasiado oscuras, carecían del brillo que
buscaba. El regalo habría sido inapropiado y, sin embargo, ya no quería
regalarle bolígrafos con punta de oro. Quería regalarle algo que demostrara
que su valor para él no podía medirse. Algo más personal.
Keating entró silenciosamente en la habitación. — Su Gracia, llamó a
Pettypeace.
—Lo hice. Hace algún tiempo—. Nunca lo hacía esperar, y no iba a
tolerar que lo hiciera ahora. Sólo porque se habían sentado aquí en
camaradería y bebido brandy, y anhelaba esos momentos de nuevo, no le
daba permiso para ignorar su llamada o para responder a su antojo.
—Está indispuesta.
—¿Indispuesta? ¿De qué manera?
Keating dio un paso atrás. No es que King le culpara. Había rugido esas
preguntas sin querer, y aún resonaban en la cavernosa cámara. El
mayordomo se aclaró la garganta. —No se encuentra bien.
Se levantó de la silla con tanta fuerza que estuvo a punto de caerse. No
era un hombre propenso a dejarse llevar por el pánico, pero si los latidos de
su corazón eran un indicio, acababa de adoptar esa práctica. —¿A qué se
refiere exactamente con malestar?
—Me asegura que no es nada de qué preocuparse. Un poco de fiebre...
—¿Fiebre? Pettypeace no se pone enferma—. La enfermedad no tendría
el descaro de visitarla. King ya estaba en movimiento. —Podría estar en su
lecho de muerte y respondería a mi llamada.
Pero incluso mientras lo decía, sabía que era mentira, pero también
sabía que era lo único que impediría que ella acudiera a él. Acababa de
pasar a Keating cuando se detuvo tambaleándose y miró al hombre como si
todo este caos fuera culpa suya. Sobre todo, porque King acababa de darse
cuenta de algo de suma importancia. —¿Dónde diablos está su habitación?
—Por aquí, señor.
Siguió a Keating hasta las entrañas de la zona de servicio, mientras se
abstenía de empujar al señorial hombre y ordenarle que moviera los pies
más rápido. El mayordomo caminaba como si no hubiera necesidad de
darse prisa, como si ignorara que incluso ahora Pettypeace podría estar
exhalando su último aliento, lo haría sin saber que King había acudido a
ella.
Tras pasar junto a las cocinas, se dirigieron a unas escaleras. Subieron,
un escalón cada vez cuando King quería dar dos o tres, tantos como fuera
posible para acortar la distancia entre él y su secretaria.
Finalmente, al final de la escalera, Keating le condujo hasta una puerta
y llamó. Aun sabiendo que era una acción irracional, King sintió el impulso
de patearla. Al no obtener respuesta, apartó a su mayordomo y abrió la
puerta de un empujón.
La pequeña habitación sin ventanas le sorprendió, al igual que el escaso
mobiliario. Una cama, una mesilla de noche, un armario y una silla de
madera con respaldo recto. ¿Era allí donde leía? No, descansaba en la
pequeña cama con cabecero de latón. La camita en la que ahora estaba
acurrucada de lado. Cerca de su cabeza, un gato se lamía la pata y lo
estudiaba, dejándole la impresión de que la criatura lo encontraba
deficiente. Como no solía visitar las zonas de los criados, no sabía que la
criatura tenía aquí su hogar. Con cuidado de no interferir en su aseo, se
agachó junto a Pettypeace y le acarició la mejilla.
Sus ojos se agitaron. — Su Gracia, deme un momento para prepararme.
—Está febril.
—Me duele la garganta, pero no es para preocuparse. Ya me ha pasado
antes. Me recuperaré en uno o dos días.
¿Y si era algo más grave? Apartó las sábanas y la levantó en sus brazos.
—¿Qué hace? —, preguntó débilmente, y fue el hecho de que ella no se
resistiera a su acción inapropiada lo que le aterrorizó aún más.
—Llevarte a un lugar más cómodo. Keating, llama a mi médico.
Ignorando las miradas atónitas de los criados y las débiles protestas de
ella, la llevó a través de la residencia hasta llegar al pasillo que albergaba su
alcoba. Atravesó la puerta abierta de la habitación de enfrente y la acomodó
en la cama más cómoda.
—No puedo quedarme aquí—, dijo ella.
—Claro que puede. Ahora es tu habitación. Haré que traigan tus cosas
—. La envolvió con las mantas. —Duerme hasta que llegue el médico.
Sin más protestas, cerró los ojos y no se movió cuando el gato saltó y se
acomodó en la almohada.
—Por el amor de Dios, Pettypeace, ¿por qué no me dijo que le tenía
viviendo en un cuchitril?
Si ella le oyó, no contestó. Parecía mucho más pequeña en aquella cama
más grande, más pequeña y vulnerable.
Debería irse, pero no podía. No hasta saber que ella estaría bien.

***

Entró y salió a la deriva, apartando las sábanas de un puntapié, sólo para


que Lucy volviera a colocarlas en su sitio. Durante el día, su amiga obligó a
Penélope a beber té caliente con miel y a hacer gárgaras con un brebaje
horrible que le había dado el médico.
—Es tu garganta la que te está causando la fiebre—, le confirmó Lucy.
—Está supurando o algo así, pero el médico dice que debería desaparecer
en unos días y te pondrás como una rosa.
Cuando caía la noche y todo se calmaba, Lucy la dejaba dormir y
entonces venía él. La primera noche, tenía tan mal aspecto como ella. Se
sentó en una silla junto a la cama y se limitó a cogerla de la mano. Cada vez
que se despertaba, encontraba su mirada clavada en ella, veía cómo se le
levantaban ligeramente las comisuras de los labios. Su nombre pasaba
suave y silenciosamente por sus labios. —Pettypeace—. Una bendición y
una plegaria, como si, si la llamaba con la suficiente frecuencia, acabaría
por escapar de la fiebre.
La segunda noche le leyó. Incluso cuando dormía, su voz retumbaba en
sus sueños. No estaba segura de que las palabras salieran siempre del libro,
porque a veces, cuando se despertaba, él le pasaba un paño húmedo por la
cara o la garganta. Aunque sabía que era inapropiado que él estuviera con
ella, no deseaba a nadie más.
Cuando le bajó la fiebre, encendieron un fuego y prepararon un baño, y
Lucy volvió para ayudarla. Mientras Penélope se deleitaba en el agua
caliente, Lucy le contó todo lo que se había perdido.
—Ha trasladado todas tus cosas personales a esta habitación.
Recordaba que él había dicho algo sobre hacer eso, pero la actividad
debió haber tenido lugar mientras ella dormía.
—Estaba horrorizado por tu alojamiento.
—Pero es común que el personal tenga habitaciones sencillas.
—Por lo visto, no considera a su secretaria personal, sino algo más.
—Eso no debe sentar bien al resto de los sirvientes.
Lucy se encogió de hombros antes de pasar a ayudarla a lavarse el pelo.
—Hay quien habla feo, diciendo que eres más por los favores sexuales,
pero yo no me lo creo.
—Aunque agradezco tu apoyo, Lucy, lo que creen los demás podría
causar problemas. No puedo quedarme en esta habitación—. No importa lo
grande y hermosa que fuera. O lo cómoda que fuera la cama.
—Ha sustituido todas las sillas de madera de nuestras habitaciones por
lujosos sillones de orejas de felpa. Anoche me quedé dormida en el mío.
Sonrió. —¿De verdad?
—Sí. —Lucy se movió hasta que pudo encontrarse con la mirada de
Penélope. —No creo que debas dejar esta habitación. Yo no lo haría.
Pero cuando se case... saber que él y su mujer estaban al otro lado del
pasillo...
Negó con la cabeza. —Sería totalmente inapropiado.
—También va a trasladar tu despacho.
Una sacudida de sorpresa la recorrió. —¿Cómo que va a trasladar mi
despacho?
—Bueno, no tu despacho, sino las cosas que hay en él, a lo que era el
salón matinal de la duquesa, esa pequeña habitación cerca de la biblioteca.
No debería estar tan contenta ni sentirse tan acalorada, como si la fiebre
volviera a apoderarse de ella. —Estaré más cerca de él.
—Bastante. — Lucy se mordió el labio inferior, con expresión de
regocijo. —Sinceramente, Penn, deberías haber visto su aspecto cuando fue
a por ti. Era un caballero que iba a rescatarte de un dragón.
No pudo contener la risa. —Lucy, lees demasiados cuentos de hadas.
—Te prometo que no exagero. Cuando te sacó en brazos... se me
derritió el corazón. Era tan feroz que supe que no morirías.
—Creo que nunca estuve en peligro de muerte. Sólo era un dolor de
garganta. Me atormentaron cuando era más joven —. Había sido muy
irritante sentir que podría estar sucediendo de nuevo, después de tantos años
de estar inactivo. Esperaba que sólo fuera la sequedad del vino o el humo
del puro.
Lucy miró a su alrededor. —No me importarían los cotilleos, Penn. No
renunciaría a este bonito alojamiento. Además, todos lo piensan de todos
modos.
De repente se sintió más enferma que cuando estaba febril. —¿Qué
quieres decir?
—Las criadas, incluso algunos lacayos. Todas las noches que estás con
él hasta tarde, sé que estás trabajando y se lo digo, pero piensan que estás
haciendo cosas con él.
¿Haciendo cosas? ¿Teniendo una aventura casual? Malditas cotillas.
Como si fuera asunto suyo. ¿Quiénes eran ellos para juzgar su vida, cuando
ella no juzgaba la suya? Imaginó que si se enteraban de su visita a Fair and
Spare, estarían reuniendo leña para quemarla en una hoguera en el jardín.
¿Por qué una mujer no podía vivir con la misma libertad que un hombre?
Además, nunca le había hecho ninguna insinuación. Eso no iba a
cambiar simplemente porque estuviera al otro lado del pasillo. Él no la veía
así, como alguien que le atraía. Ni siquiera estaba segura de que la
conociera como mujer.
—Voy a quedarme con esta habitación—, anunció de repente en tono
firme, convencida de que se lo merecía y de que él no se aprovecharía.
—Me alegro por ti—, dijo Lucy. —Trabajas para él más que nadie.
Deberías tener cosas bonitas.
CAPÍTULO 07

Cinco semanas hasta el baile de Kingsland


—Un poco más cerca de la chimenea—, ordenó King a los dos lacayos
que habían traído a la sala el elegante escritorio de palisandro. No le
sorprendería saber que hacía por lo menos una generación, si no dos, que no
se movía ni medio centímetro ningún mueble de la residencia. Mientras
Pettypeace había estado enferma, había mandado trasladar sofás, sillas y
mesas pequeñas a otras zonas de la residencia para hacer sitio al escritorio
grande, el que ella utilizaba en una mazmorra cercana era demasiado
pequeño, y a un surtido de sillas más grandes y sólidas. Esta habitación
había sido el dominio de su madre durante gran parte de su matrimonio,
pero todos los muebles habían sido demasiado delicados y frágiles. Su
secretaria necesitaba un lugar que la reflejara más adecuadamente: todo
negocios y nada de tonterías.
Por supuesto, le dejaría claro que podía cambiar lo que quisiera, pero
estaba seguro de que estaría contenta con los muebles que había elegido y
con la forma en que los había dispuesto.
—¿Qué demonios estás haciendo? — preguntó Lawrence desde la
puerta.
King miró a su hermano por encima del hombro. No lo había visto
desde que le había encargado el proyecto del reloj. —Estableciendo esta
habitación como despacho para Pettypeace.
—¿Dónde está ahora su despacho?
—En un lugar más adecuado para los trolls—. Cuando había ido a su
despacho para acceder a la caja fuerte, no se había dado cuenta de lo
inadecuada que era. Podría haber sido suficiente para otra persona, pero no
para ella. Con una inclinación de cabeza a los lacayos, dijo: —Muy bien.
Los despidió y comenzó a deambular por la habitación, tratando de
determinar si había que añadir algo más. Esta tarde trasladaría el resto de
los objetos de su despacho y todo estaría listo. Ahora, cuando la necesitara,
sólo tendría que caminar un poco por el pasillo. Sin embargo, no había
designado esta habitación como su despacho para su comodidad, sino para
la de ella. Ella se merecía lo mejor, y había sido negligente a la hora de
ocuparse de su comodidad, de sus necesidades.
—Por cierto, ¿dónde está? —Lawrence preguntó.
—Recuperándose de una enfermedad—. Por fin le había bajado la
fiebre aquella mañana, pero esperaba que descansara un par de días.
—¿Ha estado enferma?
—Fiebre, dolor de garganta. Ya se está recuperando.
—Me pareció que se veía un poco mal en el Fair and Spare.
King se giró para ver que los ojos de su hermano se habían abierto de
horror. —¿El Fair and Spare?
—Tonterías. Olvida lo que he dicho. Se supone que no debemos revelar
a quién vemos allí. Me quitarán la membresía, me....
Lanzó su mano al aire. —No se lo diré a nadie. Pero, ¿qué hacía ella
allí?
Lawrence se encogió de hombros. —Lo que todos hacemos allí.
Esforzarse por aliviar la soledad, buscar compañía.
—¿Con qué frecuencia va?
—La otra noche fue su primera vez. Tuve que...— Sacudió la cabeza.
—No debería contarte todo esto.
Avanzó hacia su hermano. —¿Tuviste que qué?
La fuerza del suspiro de Lawrence podría haber agitado las hojas de un
árbol. —Responder por ella para que pudiera hacerse miembro.
—¿Avalarla en qué sentido?
— Que ella podía guardar secretos. Irónico, ya que yo obviamente no
puedo.
No quería pensar que se sintiera sola, que acudiera a extraños en busca
de compañía. Que estuviera tan desesperada por compañía, que anhelara
tanto a alguien que la hiciera sentir apreciada, que fuera a un lugar donde
primero había que reconocer que no la querían. Era deseada, deseada por un
hombre que no debería desearla.
En una especie de trance, se acercó a la ventana. Su anterior despacho
no tenía ventana, pero esta habitación tenía una grande y gloriosa que le
daba vista a los jardines. Podía disfrutar del sol, de la lluvia y de la nieve,
cuando no estaban en la finca. ¿Cómo era su oficina allí? Probablemente tan
atroz como el de la zona de servicio. ¿Por qué no había pensado en su
comodidad, en lo que se merecía? La había dado por sentado, esa mujer que
era una parte tan importante de sus días, que había empezado a rondar sus
sueños. ¿Y si conociera a alguien que le mostrara el aprecio que merecía,
alguien como Bishop con guiños y promesas de mimarla, alguien que
quisiera alejarla de él? ¿Alguien que ella quería que se la llevara?
—¿No se lo dirás? — preguntó Lawrence.
¿Que por mucho que intentara mantenerse ocupado, la presencia de ella
invadía todos sus pensamientos? ¿Qué quería compartir con ella todo lo que
veía u oía cuando ella no estaba con él? ¿Qué especulaba constantemente
sobre lo que ella hacía? Sacudió la cabeza. —No.
Se dio cuenta de que Lawrence se había acercado y King ni siquiera le
había oído, tan sumido en sus pensamientos estaba. —Creo que Pettypeace
enfermó porque le he impuesto demasiada carga, esperando que lo haga
todo, ayudándonos a ti y a mí. Tendremos que contratarle una secretaria.
—De acuerdo.
También iba a contratar a una ayudante para Pettypeace, para que se
ocupara de lo mundano. Ella era demasiado valiosa para cosas que no
requerían pensar. —¿Por qué estás aquí?
—He reunido suficiente información que creo que podemos tomar una
decisión informada con respecto a la invención del Sr. Lancaster.
—Bien. Cuando Pettypeace esté totalmente recuperada...
—Ya estoy totalmente recuperada.
Se giró con tanta prisa que podría haber perdido el equilibrio si no fuera
de complexión más robusta. Nunca en su vida se había sentido tan aliviado
al ver a alguien caminando hacia él. A pesar de que el médico le había
asegurado que probablemente se recuperaría sin efectos adversos, había
calculado las probabilidades en el peor de los casos. Pettypeace, que
siempre veía el lado bueno de las cosas en las nubes más negras, se habría
horrorizado por el oscuro camino por el que habían transitado sus temores.
No podía imaginarse una vida en la que ella no se ocupara de sus asuntos.
No, era más que eso. Simplemente no podía imaginar un mundo en el que
un día comenzara sin ella. El hecho de que ella no pareciera afectada
realmente en ese momento, vestida con su habitual azul oscuro, no le servía
de consuelo. Durante un tiempo había parecido lamentablemente débil. —
Deberías tener un día de descanso.
—No lo requiero y he descubierto que ocuparme de tareas significativas
suele sacudirme cualquier efecto persistente. Prometo no sobrecargarme.
—En ese caso —dio varios pasos hacia ella antes de mover el brazo en
círculos para abarcar toda la habitación—, bienvenida a tu nuevo despacho.
Ella miró a su alrededor, con una medio sonrisa en aquellos hermosos
labios agrietados por la fiebre, a los que había aplicado suavemente un
ungüento para evitar que se resecaran tanto que sangraran. Ella estaba
durmiendo en ese momento, no había movido ni una pestaña bajo sus
cuidados, y se preguntó si sabría siquiera que él se preocupaba por ella.
Su mirada volvió a él, sus ojos verdes llenos de una suavidad que le
asestó un golpe en el plexo solar más poderoso que cualquier otro que le
hubiera dado con un puño. —Gracias.
—No tienes que darme las gracias por algo que debería haberte
proporcionado hace tiempo—. Le irritaba sobremanera que ella no hubiera
exigido más, que la considerara un elemento fijo en su vida y diera por
sentado tantas cosas sobre ella: que siempre estaría allí, que siempre estaría
contenta. Que nunca consideraría que algo mejor, más satisfactorio, podría
residir en otro lugar.
—En cuanto a la alcoba...
—Ni se te ocurra volver a esa habitación deprimente donde dormías
antes.
—¿Debo recordarte que soy parte del personal?
—No eres parte del personal, Pettypeace. Eres mi mano derecha. Si
fueras un hombre, en cuanto te hubieras hecho valiosa para mí, habrías
negociado una residencia separada como parte de tus ingresos anuales.
Como no puedo responsabilizarme de que una mujer viva sola, tendrás que
conformarte con una de las lujosas habitaciones de aquí. Elige una en otra
ala si no te sientes cómoda en la que te he colocado.
—Acepto la gentileza de su oferta. Sin embargo, los sirvientes hablarán.
—Entonces se les dejará ir. No eres merecedora de sus habladurías.
Conozco a pocas damas tan irreprochables como usted. Nunca he tenido
paciencia para chismes. Por eso me caes tan bien, Pettypeace. No especulas
con rumores.
¿La razón? Una de las razones, seguramente. Pero era una menor. No es
que fuera a enumerar todas las cosas de ella que le gustaban y favorecían.
Cosas que sólo recientemente había empezado a analizar. Su apasionado
discurso parecía haberla dejado sin palabras, porque volvió a echar un
vistazo a la habitación, catalogando diversos aspectos de la misma. —
Puedes, por supuesto, cambiar cualquier cosa de aquí a tu gusto.
—Me gusta cómo está—. Su repentina sonrisa irradió por toda la
habitación. —¿Lo probamos y vemos qué tiene que revelarnos Lord
Lawrence sobre el invento de Mr. Lancaster?
***

Le dio una hora para que recogiera sus cosas de su despacho de abajo,
con la ayuda de dos lacayos, porque ella no iba a cargarse. Hacía años que
nadie le prestaba tanta atención, que nadie se preocupaba tanto por su
bienestar. Le resultaba un poco abrumador. Después de haber sido
independiente durante tanto tiempo, no sabía si le gustaba que alguien se
interesara tanto por su bienestar. ¿Pero no era ésa parte de la razón por la
que había ido al club la otra noche, para encontrar a alguien que la apreciara
lo suficiente como para querer pasar una noche con ella? ¿O varias?
Acababa de terminar de colocar sobre su escritorio todos los pequeños
objetos que el duque le había regalado a lo largo de los años cuando él y su
hermano entraron en la habitación. Lord Lawrence llegó con su pavoneo
habitual, pero ahora contenía más confianza que derecho. Se alegró de
verlo. En cuanto al duque, siempre irradiaba confianza como si estuviera
entretejida en el tejido mismo de su carácter.
Estaba de pie ante su escritorio, con la mirada fija en todas las muestras
de aprecio. Se sintió un poco tonta por el hecho de que cada uno de ellos
ocupara un lugar de honor donde pudiera verse fácilmente, y no hubieran
sido metidos en un cajón. Ni siquiera la regla chapada en oro que le había
regalado unas Navidades y que había utilizado recientemente para crear las
cuadrículas que la ayudarían a acotar la selección para esposa. El papel de
estraza en el que había escrito estaba ahora enrollado y descansaba en un
rincón. No había querido que cubriera el hermoso escritorio de palisandro.
Levantó sus ojos, oscuros y cómplices, hacia los de ella. Atesoraba esos
pequeños regalos. El calor se apoderó de sus mejillas. Nunca antes la había
visitado en su despacho. Cuando vino a trabajar aquí por primera vez,
Keating la había acompañado hasta allí y hasta su pequeño dormitorio.
Esperaba que Kingsland atribuyera el color de sus mejillas a su reciente
enfermedad.
Con una inclinación de cabeza, se acomodó en el sillón de felpa. —
Bien, Lawrence, comparte con nosotros lo que has averiguado.
Penélope abrió su cuaderno para empezar a tomar notas, sólo que no le
hizo falta porque lord Lawrence había escrito tres veces todo lo importante
y les había entregado a ella y al duque montones de papel. Le impresionó su
atención al detalle, se alegró de ver que se había tomado la tarea en serio.
Mientras él hablaba de sus descubrimientos, sin dar la impresión de que ella
había desviado su atención, consiguió mirar disimuladamente al duque...
Se sorprendió al descubrir que su mirada estaba clavada en ella. No era
tan imparcial como antes, como si su enfermedad le hubiera hecho
reevaluar la facilidad con la que podría perderla. Como si le importara
perderla.
Se dio cuenta de lo que le había faltado en el club: un caballero que la
mirara con tal intensidad que, aunque se centrara en su cara, sintiera su
mirada desde la raíz de su pelo hasta la punta de los dedos de los pies. De
repente, deseó no ir vestida con su sombrío azul oscuro, sino con un
hermoso vestido verde que dejara la piel al descubierto, que le hiciera
desear recorrer con su tentadora boca su carne excitada por su atención.
Puede que estuviera afiebrada y se sintiera fatal, pero que él la llevara
en brazos por la residencia había sido una de las experiencias más
reconfortantes de su vida.
—¿Qué te parece? — preguntó Lord Lawrence.
La mirada del duque se desvió de ella. —Creo que deberíamos enviar
un mensaje al Sr. Lancaster y que se reúna con nosotros en tu despacho el
lunes.
—¿Estás de acuerdo en que deberíamos invertir?
—Creo que has expuesto un argumento sólido para hacerlo. También
aplaudo que recomiendes el uso de una fábrica ya existente que puede
cambiar de marcha fácilmente para fabricar este producto. ¿Qué opinas,
Pettypeace?
—Estoy de acuerdo. Seré una de las primeras en comprar un reloj
despertador.
Lord Lawrence se rio. —Tendrás el primero que salga de la cadena de
montaje. Dios, esto es emocionante, King. Gracias por confiármelo.
—Es sólo el principio, Lawrence. Ahora empezará el verdadero trabajo,
pero creo que estás a la altura.
—Deberíamos celebrarlo—. Miró a su alrededor. —He encontrado un
defecto en esta oficina. No hay licores en absoluto. Traeré algo para brindar
por el nuevo alojamiento de la Srta. Pettypeace.
Mientras Lord Lawrence salía de la habitación, Kingsland se levantó y
se movió alrededor del borde del escritorio hasta que pudo apoyar una
cadera en una de las esquinas de su lado. —Este escritorio te sienta bien.
—Tengo la sensación de que más bien me engulle, pero me gusta todo
el espacio que tiene.
Cogió el pisapapeles con el proverbio del madrugador. —Eres la única
mujer que he conocido que es puntual.
—No veo nada de provecho en llegar tarde—. ¿Tenía que sonar como si
aún no hubiera aprendido a respirar?
Dejó el bloque de mármol exactamente donde había estado. No le
sorprendió que no hubiera que enderezarlo, ya que ambos compartían el
gusto por la precisión. —Durante al menos una semana, no debes exigirte
demasiado. He decidido que Lawrence necesita su propia secretaria. Tal vez
puedas ayudarle con las entrevistas, ya que estás familiarizada con las
tareas y habilidades que requerimos.
—Con mucho gusto.
—También deberías contratar un asistente para ti.
—Su Gracia...
—No me mires como si te hubiera abofeteado, Pettypeace. No
encuentro ningún defecto en tu trabajo. Es excelente. Confío mucho en ti.
Pero deberías tener a alguien que se ocupe de los asuntos mundanos.
Cuando se trataba de él, todo le parecía importante, pero sería un alivio
contar con ayuda. —Gracias, Su Gracia. Empezaré a buscar a alguien
inmediatamente.
—Bien. — La estudió durante lo que pareció una eternidad. —Me
sorprendió descubrir que dormías con un gato.
—Sir Purrcival. RONRONEO.
Sonrió. —Porque ronronea, supongo.
—Bastante a menudo, pero no da problemas. Lo tengo desde que era un
gatito y es bastante independiente.
—Como tú. Estoy muy agradecido de que te hayas recuperado.
La afirmación la calentó de un modo que no debería, como si contuviera
un significado más profundo, un sentimiento más fuerte, cuando no era así.
—Yo también, aunque creo que nunca corrí peligro de no hacerlo.
—Eres increíblemente importante para mí, Pettypeace.
Si de repente hubiera levantado el trasero del borde del escritorio y se
hubiera quitado la ropa, se habría sorprendido menos de lo que se
sorprendió por las palabras que había pronunciado. No que él sintiera eso,
sino que lo expresara. Apenas sabía cómo responder.
—No sé si he sido particularmente bueno demostrando mi aprecio por
ti. Eres insustituible.
—Es muy amable al decirlo.
—La amabilidad no tiene nada que ver. Es un hecho.
Pero también había otros hechos, hechos que no debían serlo. —Usted
me atendió mientras estuve enferma.
—Un poco, sí.
—Es un duque. Un duque no debe atender al personal.
Su sonrisa era de autosuficiencia. —Un duque puede hacer lo que le
venga en gana.
Soltó una carcajada. Sus miradas se cruzaron y se preguntó si él podría
ver dentro de su corazón, si debería abrirlo por completo y permitirle
vislumbrar todo el amor que sentía por él. ¿Pero de qué serviría? Revelarlo
todo sólo serviría para poner las cosas incómodas entre ellos.
Despacio, muy despacio, alargó la mano y le colocó un mechón de pelo
detrás de la oreja. Apoyó un codo en su muslo y se inclinó hacia ella. —
Pettypeace...
—Ya hemos llegado—, anunció lord Lawrence mientras volvía a entrar,
con dos copas colgando entre los dedos de una mano y una tercera en la
otra.
Kingsland se bajó del escritorio. —Le estaba explicando a Pettypeace
que no puede volver a ponerse enferma.
¿Es eso lo que había estado haciendo? Habría jurado que estaba a punto
de besarla.
—Con razón—. Lord Lawrence puso una copa delante de ella y le dio
otra al duque mientras ella se levantaba lentamente. —Mi hermano estaría
perdido sin ti.
—Haré todo lo que esté en mi mano para estar bien, entonces—, dijo.
Kingsland levantó su copa. —Por el éxito de la nueva aventura
empresarial de Lawrence.
—Es nuestra empresa—, le corrigió Lord Lawrence.
—Tú hiciste el trabajo. Es tuya.
—No esperaba eso. Se necesitará dinero...
—Yo lo proporcionaré. Un interés razonable.
—¿Y si fracasa?
—Mis arcas serán más pobres por ello, pero al menos no iré a por ti con
el... ¿cómo lo llamó? ¿El extremo puntiagudo de un cuchillo?
Se dio cuenta de que el hermano menor estaba abrumado. —Bien
hecho, Lord Lawrence. — Dirigió su atención hacia ella. El pobre hombre
parecía aterrorizado. —Tengo pocas dudas de que tendrás éxito. Tienes
demasiado de tu hermano en ti como para no hacerlo.
Con un movimiento de cabeza, tragó saliva antes de levantar su copa.
—Por mi hermano mayor, que aún no se ha dado por vencido conmigo.
No era frecuente que Kingsland mostrara emociones más suaves, por lo
que Penélope se sorprendió al ver cómo se ablandaban sus ojos, cómo se
avergonzaba de que reconocieran su amabilidad y, sí, el amor, visible
durante un solo segundo, pero tan profundo que la dejó sin aliento. Siempre
había considerado que su corazón era tonto por aferrarse a él, pero, oh,
parecía que era mucho más sabio de lo que nunca se había dado cuenta, al
ver el potencial de lo que este hombre podía dar desde lo más profundo de
su alma. Él, que decía no tener corazón, haría que cualquier mujer se
considerara afortunada de que se fijara en ella.
Iba a redoblar sus esfuerzos para encontrar una mujer digna de su amor.
No podía permanecer embotellado en su interior, sino que necesitaba
liberarlo.
—¿Qué demonios le has hecho a mi salón matutino?
Con un sobresalto, Penélope miró más allá de los dos hermanos para ver
a la formidable duquesa viuda de Kingsland de pie justo en el umbral.
CAPÍTULO 08

—Madre, no te esperaba hasta agosto—, dijo King mientras cruzaba la


extensión para saludar a la mujer que lo había parido.
El cabello de la duquesa era más plateado que negro estos días, y
caminaba con un bastón plateado, aunque no estaba muy seguro de que lo
necesitara. Sospechaba que lo usaba porque creía que le daba un aire de
realeza adecuado a su posición de viuda. —Me voy del país por un tiempo y
quería visitarlos antes de partir. Lady Sybil me invitó a pasar un tiempo con
ella en su villa de Italia. ¿Cómo podría negarme?
Su amiga, la hermana solterona de un duque, estaba sin duda
sorprendiendo a su hermano con su propia llegada a Londres. King dio a su
madre un rápido beso en su mejilla sonrosada. —Absolutamente no podrías.
Mientras retrocedía, Lawrence se acercó y abrazó a su madre. Su
hermano siempre había demostrado mejor su afecto. O tal vez era porque
compartían un vínculo común, ya que ambos habían sufrido a manos del
duque, aunque ninguno de los dos, que supiera, era consciente de lo que el
otro había padecido. Después de darle una palmada en el hombro a
Lawrence y guiñarle un ojo, su madre miró más allá de King. — Srta.
Pettypeace.
Como siempre hacía en presencia de la duquesa, su secretaria hizo una
elegante reverencia. — Su Gracia.
Agitando la mano, su madre le dirigió una mirada mordaz. —¿Qué es
todo esto que has hecho aquí?
—He convertido la habitación en un despacho para Pettypeace. Como
prefieres quedarte en el campo o viajar, no creí que echaras de menos la
habitación matinal.
—Muy bien, querido. Este es un uso mucho mejor para la habitación.
Pone a la Srta. Pettypeace más cerca de ti. Ahora, como sólo estaré aquí
hasta la mañana, cenaremos todos esta noche, ¿de acuerdo?
Parecía una pregunta, una invitación, pero King sabía que era una
orden. Al igual que Lawrence, que dijo: —Por supuesto, madre.
—La incluyo a usted, Srta. Pettypeace.
—Es un honor, Su Gracia, y lo espero con impaciencia.
—Espléndido—. Entrelazó su brazo alrededor del de Lawrence. —
Pasea por el jardín conmigo. Quiero que me cuentes todo lo que has hecho
últimamente.
Cuando se marcharon, Pettypeace se acercó tres pasos a él, trayendo
consigo su aroma a jazmín. —Esta noche debería dormir en los aposentos
de los criados.
Realmente perplejo, arrugó la frente. —¿Por qué?
—Va a pensar que me considero por encima de mi posición por dormir
en una habitación tan glamurosa tan cerca de la familia.
—Estás por encima de tu posición.
Sus labios se separaron ligeramente y parpadeó.
—Lo que quería decir es que mi madre te tiene en alta estima. Ambos te
valoramos como algo más que una sirvienta. No le molestó en absoluto que
su habitación favorita se convirtiera en un despacho para ti. No me imagino
que le moleste lo más mínimo que tengas un alojamiento más agradable
arriba.
—Ésta era su habitación favorita—, murmuró en voz baja, en el mismo
tono que se utiliza para declarar culpable a alguien.
—Casi nunca está aquí, Pettypeace.
—Aun así—. Miró a su alrededor. —Quizá debería buscar otra
habitación.
—Esta te queda bien.
Miró hacia la ventana. —Me gusta.
Sus palabras no deberían haberle gustado tanto, pero lo hicieron. —
Entonces disfrútala.

***

La cena tuvo lugar en el comedor más pequeño, con Kingsland sentado


a la cabecera de la mesa, su madre a los pies, Penélope y Lord Lawrence
colocados entre ambos y uno frente al otro. La primera vez que Penélope
había sido incluida, su estatus entre el personal se había elevado, aunque
también había experimentado unas cuantas miradas y narices levantadas.
Ser desairada no le había molestado demasiado. No podía negar el ligero
escozor, pero sabía lo mucho que había trabajado para hacerse
indispensable para el duque. Que su madre la reconociera era un testimonio
de sus esfuerzos. Deseó que su propia madre, que al final se había sentido
decepcionada y avergonzada de ella, pudiera verla ahora, ver cómo había
conseguido hacer algo por sí misma.
La conversación fluyó con facilidad. La duquesa compartió los aspectos
más memorables de su reciente viaje a Gales. Lord Lawrence deleitó a su
madre con sus planes de fabricación. Nunca había estado tan animado.
Penélope miró a Kingsland. Él le dedicó una pequeña sonrisa, suave y
reservada, reconociendo su papel en el cambio de actitud de su hermano. Su
reconocimiento hizo que su corazón galopara como loco, y temió que el
rubor que se apoderaba de ella subiera hasta la línea del cabello y fuera
visible para todos. Con suerte, si se daban cuenta, lo atribuirían al vino.
Agradeció que sus dedos se mantuvieran firmes alrededor del tallo de la
copa. Dio un buen trago al burdeos y no puso objeciones cuando el lacayo
se adelantó y rellenó su copa.
—Digo, Srta. Pettypeace—, comenzó la duquesa, —Hugh me ha dicho
que le ha encomendado a usted la tarea de conseguirle una esposa.
—Madre...— Su mirada mordaz interrumpió al duque.
Aunque parecía que la duquesa podía controlar fácilmente a su hijo,
Penélope sabía que eso sólo ocurría porque él lo permitía. Era un aspecto de
él que nunca dejaba conmoverla hasta lo más hondo del corazón. —Sí, Su
Gracia, me estoy ocupando de la tarea.
—¿Cómo va? ¿Compartirás el nombre de la dama que has elegido, o me
torturarás guardando el secreto hasta el momento de la revelación?
—Nunca desearía atormentarla, señora, pero aún no he llegado tan lejos.
He reducido la lista a una docena más o menos. Espero reducirla un poco
más, y luego tengo la intención de entrevistar a cada una de las candidatas
restantes.
—¿Por qué es necesaria una entrevista? — preguntó Kingsland.
—Temo que las damas sólo hayan incluido sus mejores cualidades en
sus cartas y, en el caso de algunas, no consigo hacerme una idea real de su
personalidad o carácter. Pensé que, si visitaba a una dama en su residencia,
sería más ella misma en su hábitat natural.
—Estás poniendo mucho más empeño en el proceso que yo.
—Sí, bueno—. No vio la necesidad de señalar que tal vez la falta de
asegurar detalles adicionales era una de las razones por las que su esfuerzo
había fracasado tan miserablemente. —Quiero asegurarme de seleccionar
sabiamente. Después de todo, pasará el resto de su vida con ella. Preferiría
que sus años no estuvieran llenos de descontento.
—Me atrevo a decir que estoy impresionado con su devoción a la tarea,
Srta. Pettypeace. Ciertamente puedo entender por qué mi hijo la valora
tanto. Sin embargo, si desea observar a mi futura nuera en su hábitat
natural, le sugiero que asista a un baile. Estoy bastante segura de que allí
adquirirá una noción más realista de su talante que tomando el té en su
salón.
Sin duda, la duquesa tenía razón. Después de su anuncio durante el baile
del año pasado, había visto a damas llorando, enfadadas, aceptando
amablemente. En cada carta, la dama había puesto lo mejor de sí misma.
Probablemente haría lo mismo en su salón, lo que difícilmente daría una
valoración exacta de su carácter. —Aunque admito que tiene razón, no sería
apropiado que apareciera en un baile al que no he sido invitada.
—Asistirás con Hugh, naturalmente.
Penélope miró al duque, que levantó rígidamente su copa de vino como
si quisiera lanzarla al otro lado de la sala. —Rara vez asisto a bailes, madre.
—¿Por qué no?
—Sospecho que por la misma razón que tú. Los encuentro aburridos y
prefiero dedicarme a otras actividades.
—Convertirme en viuda me concedió algunas libertades.
Desafortunadamente, convertirte en duque te robó algunas, pero la Srta.
Pettypeace tiene derecho a ellas. Es imperativo que evite otro fiasco al
elegir con quién te casarás. O la gente empezará a pensar que la culpa es
suya y no de tu método, cuya eficacia aún pongo en duda. Sea como fuere,
creo que te conviene hacer una excepción y asistir a un baile para que la
Srta. Pettypeace pueda dedicarse al espionaje y deducir mejor quién es la
más adecuada para llevar el título de duquesa de Kingsland.
Cenar con él en el club había sido una cosa, pero que la acompañara a
un baile...
— Su Gracia, la gente hablará.
—Generalmente lo hacen en los bailes—, dijo la duquesa.
—No, me refiero a que cotillearán, iniciarán rumores, asumirán que
existe algo más que una relación de trabajo entre el duque y yo.
—Él no ha ocultado lo crucial que eres para el estado de sus asuntos. No
puedo entender por qué alguien pensaría que acompañarlo a cualquier parte
estaba fuera de lugar, y si lo hacen, bueno, entonces, debería darles
vergüenza.
Todo su cuerpo saltaba de nervios porque deseaba mucho más de lo
debido llegar del brazo de él a un baile, aunque todo fuera fantasía y tuviera
el potencial de romperle el corazón al verlo coquetear con otras mujeres,
regalándoles su atención, sonrisas y risas.
Excepto que Kingsland no tenía ningún deseo de ir. Volvió su atención
hacia él. —Considero que la selección de su duquesa es la tarea más
importante que me ha encomendado. Me convendría tener toda la
información pertinente que necesito para que se haga con justicia—.
Consideró la posibilidad de sugerir a lord Lawrence que la acompañara,
aunque verlos juntos en un baile sin duda daría que hablar a quienes los
habían visto hablando en Fair and Spare.
Kingsland soltó un suspiro de resignación. —Mamá sin duda tienes
razón. Sueles tenerla. Sería un honor acompañarla a un baile.
Una chispa de alegría le recorrió el pecho al oír la palabra “un honor”,
hasta que la realidad se apoderó de ella y se dio cuenta de que
probablemente había pronunciado la palabra por costumbre, la respuesta
adecuada que le habían inculcado desde que llevaba pantalones cortos.
—Espléndido—, anunció la duquesa. —Ahora que el asunto está
resuelto, después de la cena, Srta. Pettypeace, usted y yo revisaremos las
invitaciones para determinar el mejor baile al que asistir la semana que
viene, ¿de acuerdo?
Aunque formulada como una pregunta, Penélope sabía que era una
orden que no tenía más remedio que obedecer. —Ya he enviado las
disculpas del duque por no asistir a ninguno la semana que viene.
—Una simple carta mía lo deshará fácilmente. La escribiré antes de
retirarme y haré que la entreguen por la mañana. Ahora, Hugh, querido,
cuéntame cómo les va a tus amigos, los Ajedrecistas. ¿Sonarán pronto
campanas de boda para ellos?

***
Aunque Penélope había considerado que el lujoso sillón con respaldo
cerca de la ventana era adecuado para sus propósitos, equilibraba la
habitación y no podía prever que pasaría mucho tiempo lejos de su
escritorio, la duquesa había ordenado a los lacayos que trajeran un segundo
sillón a juego, mesitas para descansar junto a ellos, lámparas y dos copas de
jerez. Ahora estaba sentada frente a la duquesa, que hojeaba las invitaciones
con mano experta. Por suerte, Penélope tenía la costumbre de archivarlas
por orden de fecha, así que no había tardado nada en recuperar las
programadas para la semana siguiente.
—Ah, aquí estamos—, dijo la duquesa, sonriendo con satisfacción y
agitando la invitación. —La duquesa de Thornley organiza un baile el
miércoles. Me cae muy bien. No tiene aires de grandeza. Es una anfitriona
maravillosa, y a sus eventos acude muchísima gente. La curiosidad por la
tabernera que se casó con un duque estimula a la mayoría. Aunque
sospecho que unos pocos quieren verla dar un paso en falso, pero ella aún
no los ha satisfecho. Y esa, querida, es la razón por la que creo que tendrás
una idea más real del carácter de las mujeres que estás considerando si las
observas en un baile. ¿Son sarcásticas en sus comentarios? ¿Cotillean?
¿Pasan la velada sonriendo o frunciendo el ceño?
—Agradezco su consejo en este asunto, Su Gracia.
La duquesa dejó la caja de invitaciones sobre la mesa a su lado, con la
elegida encima, y tomó su copa de jerez en la mano. —¿No considerará que
estoy interfiriendo?
—No, en absoluto.
—Bien, porque deseo discutir otro asunto con usted, y espero que no se
ofenda.
Su estómago amenazaba con hacerse un nudo ante el tono serio,
Penélope tomó un sorbo de su propio jerez y esperó.
—Necesitará un vestido para este asunto.
Una oleada de alivio la invadió. —Tengo un vestido.
Los labios de la duquesa se apretaron y sus ojos se entrecerraron como
si intentara imaginárselo. —¿El que llevo el año pasado? ¿El verde pálido?
—Sí, señora.
Sacudió un poco la cabeza. —No está bien que te pongas el mismo
vestido.
—Dudo que nadie se fijara en mí el año pasado, o si lo hicieran, ni
siquiera lo recordarían.
—¿Está cuestionando mi sabiduría?
—Oh no, Su Gracia, en absoluto. Es sólo que tengo tan pocas ocasiones
de llevar un vestido que apenas puedo justificar el gasto.
Como si una mosca hubiera aparecido de repente para irritarla, la
duquesa agitó la mano. —Yo correré con los gastos. Mañana visitarás a mi
modista. Por la mañana, le diré que te espere.
—Pero sólo faltan unos días para el baile—. Una costurera había
tardado un par de semanas en coser el vestido verde pálido.
—No te preocupes. Ella se acomodará a nuestras necesidades. Le
pagaré bien por hacerlo.
Penélope apenas sabía qué decir. — Su Gracia, aunque aprecio su
generosidad, simplemente no puedo aceptarla. No voy al baile para llamar
la atención, sino para buscar la información que necesito. Estoy bastante
segura de que mi vestuario actual será suficiente.
— Srta. Pettypeace, ha servido fielmente a mi hijo durante unos ocho
años. Considérelo una muestra de mi agradecimiento por aliviar sus cargas.
Se sorprendió un poco al descubrir que la duquesa sabía exactamente
cuánto tiempo había trabajado para Kingsland.
—No permita que su orgullo impida mi alegría al obsequiarle con esto
—, añadió la duquesa.
La seriedad del tono y la expresión de la mujer tomaron desprevenida a
Penélope. ¿Cómo podía sentirse tan egoísta por no aceptar un regalo tan
costoso? Sin embargo, así era. Y si era sincera, quería algo un poco más
atrevido que lo que ya tenía. Si el vestido era lo bastante bonito y atraía los
ojos de Kingsland hacia ella, ¿se dignaría a bailar el vals con ella alguna
vez? Sería un gran regalo. Lo guardaría en su memoria hasta el día de su
último aliento. —Me sentiría muy honrada de visitar a su modista, y aprecio
su deseo de verme bien arreglada para este asunto.
—Muy amable, Srta. Pettypeace—. Tras dar un sorbo a su jerez, se
acomodó en su silla y miró por la ventana. —Antes de usted, era todo un
reto para él mantener a un secretario durante algún tiempo. Es muy
exigente, y creo que se lo aplica con más dureza a sí mismo. Su padre no
era de los que perdonan los errores, por pequeños que fueran. Hugh tiende a
hacerse responsable de asuntos que no son realmente su responsabilidad. Mi
felicidad, por ejemplo. Espero que la mujer que elijas para él sea capaz de
hacerle... olvidar sus preocupaciones... reír a carcajadas... bailar bajo la
lluvia.
Por su vida, Penélope no podía imaginarse a Kingsland haciendo
ninguna de esas cosas, y sin embargo no podía evitar desear lo mismo para
él. —Quiero que sea feliz, Su Gracia.
—Sé que lo quieres, querida. Por desgracia, no sé si reconocería el
potencial de la felicidad si lo tuviera delante. Me temo que se centra tanto
en los detalles de los árboles que no ve la magnificencia del bosque.

***

Bebiendo su whisky, King se quedó en la terraza mientras Lawrence se


despedía de su madre porque no tendría ocasión de verla por la mañana
antes de que se marchara. Tenía una cita con el hombre cuya fábrica
pensaba utilizar. King no podía estar más satisfecho con el entusiasmo y la
devoción de su hermano por el proyecto.
Al oír abrirse la puerta que daba a la terraza y los pasos silenciosos,
miró por encima del hombro. —¿Qué estás tramando, madre?
—¿A qué te refieres? —, preguntó ella inocentemente mientras se
acercaba a él.
—¿Un baile?
—No estás de acuerdo con mi lógica, ¿verdad?
Ese era el problema. No podía. Evitaba las veladas por los diversos
juegos que se practicaban, los flirteos insinceros y los cumplidos
condescendientes. Sería una excelente oportunidad para que Pettypeace
conociera mejor a las damas. En lugar de responder, se limitó a dar un sorbo
a su whisky.
—Ya decía yo que no—, dijo su madre regodeándose.
Con un resoplido de risa, se inclinó y le estampó un beso en la mejilla.
—Ah, ser tan sabio como tú.
Permanecieron en un amistoso silencio, simplemente absorbiendo la
noche. Después de un rato, ella dijo: —No sé si alguna vez he visto a
Lawrence mostrar tanta confianza en sí mismo. O excitación. Se siente muy
honrado de que le hayas confiado esta empresa.
—Fue idea de Pettypeace. Ella pensó que necesitaba algo para anclarse.
—Parece que no soy la única mujer sabia en tu vida. ¿Qué hará después
de que te cases?
Su madre nunca le había puesto una mano encima, pero en aquel
momento sintió como si le hubiera dado una bofetada en la cabeza. Qué
pregunta tan absurda y, sin embargo, parecía asombrosamente significativa.
Se giró y apoyó la cadera en el muro bajo para mirarla de frente. —No te
entiendo.
—No me imagino que a tu esposa le haga gracia que otra mujer con un
papel tan destacado en tu vida viva dentro de la residencia, sobre todo con
un despacho y una alcoba tan cerca de los suyos.
—Pettypeace seleccionará a una mujer que no se molestará por ello.
—Mmm.
No le gustó especialmente el pequeño maullido que emitió, como si
tuviera la culpa de ello. —Si le molesta, le explicaré que no tiene motivos
para ello.
—Eso sin duda aclarará las cosas.
—Tu tono sarcástico implica que piensas que no. ¿Qué estás
insinuando?
—Debes pensar en asegurarte de que tu esposa nunca sienta que es la
segunda mujer más importante de tu vida.
—Naturalmente, ella será la segunda. Tú ocupas el primer lugar.
Riendo, le dio una ligera palmada en el hombro. —Adulador—. Lo
estudió y sacudió un poco la cabeza. —No te tomas en serio mis palabras.
—Creo que te preocupas por nada.
—El matrimonio trae cambios, Hugh. Tienes que estar preparado para
ellos.
¿Por qué sus palabras le provocaron un malestar en la boca del
estómago? Por supuesto que el matrimonio traía cambios. Era muy
consciente de ello. Traería una esposa y, eventualmente, un heredero. Pero
Pettypeace programaría su jornada para poder dedicar algo de tiempo a su
mujer y a sus hijos. —¿Cuánto tiempo estarás en la villa? —, preguntó,
queriendo cambiar de tema.
—Volveré unos días antes de tu baile. Pero ahora debo acostarme, ya
que partiré muy temprano por la mañana. Duerme bien, hijo mío.
—Felices sueños, madre.
Ella se fue, pero sus palabras permanecieron en su mente. Su mirada se
desvió hacia la ventana donde se derramaba la tenue luz del nuevo
despacho de Pettypeace. No había acompañado a su madre cuando se
reunió con él y Lawrence en la biblioteca. ¿Seguía trabajando?
Después de beberse el último trago de whisky, sacó de su escritorio una
carta que había escrito antes. Tenía intención de mencionársela por la
mañana, pero no veía razón para no quitarse el asunto de encima ahora.
Salió al vestíbulo. Era lo bastante tarde como para que no hubiera ningún
lacayo de servicio. Cuando llegó a su despacho, se detuvo en el umbral de
la puerta y la observó, de pie ante su escritorio, leyendo lo que parecía ser
una misiva, antes de hacer una anotación en un papel increíblemente
grande. Sospechaba que incluso un general prestaba menos atención a trazar
su campaña y determinar la posición de su ejército. El resplandor de la
lámpara proyectaba una suavidad sobre ella, y de repente sintió deseos de
verla bañada por la luz de la luna. Sus hebras rubias se volverían plateadas.
Ese era el tipo de pensamientos que no podía tener después de casarse.
No podía contemplar la idea de invitarla a tomar un brandy con él. No podía
estar a solas con ella en una habitación sombría después de que todos los
demás se hubieran retirado.
Incluso desde aquí, podía ver el familiar surco en su frente que indicaba
su intensa concentración. Por primera vez, le entraron ganas de presionarla
con el pulgar y alisarla, de asegurarle que el asunto que tenía entre manos
no era tan grave como para justificar la aparición de arrugas.
—Sabes —comenzó, haciendo que ella diera un pequeño respingo y
levantara la cabeza—, en esta habitación hay luz de gas, cuyo uso sin duda
te facilitara la visión.
Se enderezó, se quitó las gafas y sonrió. —Prefiero menos luz. Me
ayuda a bloquear el resto del mundo y a concentrarme más en la tarea que
tengo entre manos.
Se acercó despreocupadamente. —¿Y cuál es esa tarea?
—Esforzándome por reducir el número de damas a considerar. Una
docena son demasiadas para espiar—. Se puso los anteojos, y a él le costó
todo lo que tenía dentro no estirar la mano y apartar los mechones de pelo
que reposaban a lo largo de su mejilla. —Si prefieres no asistir al baile,
puedo asegurarme de que no entreguen la carta que tu madre escriba a la
duquesa de Thornley.
Tras entrar en la biblioteca, su madre había mencionado el baile que
habían elegido. —Respeto a Thornley y a su esposa, disfruto de su
compañía. No será una carga asistir a su fiesta. Madre tiene derecho a ello.
Deberías ver a estas mujeres haciendo algo más que tomar el té. Después de
todo, una se convertirá en la señora de tu residencia.
Por el lapso de un parpadeo, parecía como si él la hubiera abofeteado.
—No es mi residencia, Su Gracia.
Ahora se sentía como si le hubieran abofeteado. Tenía un mayordomo y
un ama de llaves que se encargaban de todo y, sin embargo, no podía evitar
creer que Pettypeace era la razón de que todo funcionara tan bien como lo
hacía. ¿Qué pasaría si su esposa interfiriera o le molestara el papel de su
secretaria en mantener su vida en orden? ¿Surgirían tensiones? ¿Se
marcharía Pettypeace? ¿Eran esos los cambios que su madre había estado
insinuando? Tenía que asegurarse de que eso no ocurriera. —Claro que no.
Un lapsus. Pero tienes un papel vital aquí. Es imperativo que elijas a
alguien con quien te sientas cómoda y tengas una relación amistosa.
Su risa fue suave pero breve. —Su idoneidad para mí es apenas una
consideración. No soy yo quien se casará con ella.
—Seguramente no elegirás a una prepotente.
¿Su sonrisa había sido siempre tan hermosa?
—Añadiré como requisito que no lo sea.
Su sonrisa se desvaneció, y se preguntó si se la habría regalado a alguno
de los caballeros de Fair and Spare. Esperaba que no. Estaba bastante
seguro de que no. De lo contrario, le habrían traído flores.
—¿Necesitabas algo de mí? —, preguntó.
—Sí, de hecho. Lady Kathryn Lambert se casa el sábado. ¿Podrías
encargarte de que esta carta le sea entregada ese día?
—Sí, por supuesto. — Le cogió el sobre. —¿Puedo preguntarle por qué
la eligió el año pasado? ¿Qué escribió que le atrajo de ella? Saberlo podría
ayudarme a reducir mi lista.
Se rio entre dientes. —En realidad, ella no me envió una carta. Un
caballero escribió una en su nombre, y pensé que si ella podía inspirarle
tanta devoción...—. Se encogió de hombros.
—Ella la inspiraría en ti.
—Algo así. Le voy a dar su carta a ella. Ya que se va a convertir en su
marido, parece que debería tenerla.
Esa sonrisa de nuevo, como las llamas de mil velas. —Veré que se la
entreguen en mano.
—Espléndido. —Se resistía a marcharse, pero no tenía motivos para
quedarse. —Debería dejarte volver a tu tarea. — Entonces, maldita sea,
estiró la mano, recogió los mechones errantes de su pelo y se los pasó por
detrás de la oreja, aun sabiendo que nadie iba a verla en ese estado rebelde.
—No trabajes hasta muy tarde.
—No lo haré.
—Buenas noches, Pettypeace.
—Buenas noches, Su Gracia.
Con eso, giró sobre sus talones y salió de la habitación, porque hubiera
preferido dejar libres todos los demás mechones.
CAPÍTULO 09

El sábado por la tarde, Penélope contemplaba el paisaje mientras el


carruaje regresaba a Londres después de haber entregado personalmente la
misiva del duque a lady Kathryn. La mujer se había mostrado jubilosa por
tener a su marido a su lado. Era evidente que estaban enamorados el uno del
otro. Penélope deseaba eso para el duque, que la mujer que eligiera para
convertirse en su esposa le adorara y apreciara abiertamente.
Sin embargo, ver a la pareja de recién casados había servido para
reforzar lo difícil que sería presenciar cómo Kingsland mostraba la misma
adoración hacia su esposa. Pero ella también quería eso para él, casarse con
una mujer que pudiera despertar todo el amor que, por alguna razón, había
enterrado en su interior. Tras años de observarlo interactuar con su madre y
su hermano, sabía que amaba profundamente, a pesar de sus protestas en
sentido contrario. Verle derrochar afecto por otra mujer sería, en el mejor de
los casos, difícil, lo que significaba que tenía que empezar a pensar
seriamente en lo que haría consigo misma cuando llegara el momento de
despedirse. Tenía intención de casarse antes de que acabara el año. Nada de
largos noviazgos esta vez, nada de la posibilidad de ser dejado de lado por
otro.
Podría hacer como la duquesa y viajar, visitar todas las partes del
mundo. Ciertamente tenía los fondos para ello, pero su familia se había
mudado tanto que ella deseaba la permanencia. Nunca antes había
permanecido en un lugar tanto tiempo como desde que empezó a trabajar
para el duque. Aunque su tiempo se dividía entre las residencias de Londres
y del campo, seguía experimentando la uniformidad de la rutina, de conocer
cada lugar y sentirse cómoda en ellos.
Por lo tanto, tenía la intención de comprar una casa de campo, y
empezaría prestando más atención a la sección de anuncios del Times.
Aunque podía poner un anuncio explicando lo que buscaba, sus
experiencias anteriores, antes de trabajar para el duque, le habían
demostrado que había tantas residencias en alquiler y venta que estaba
bastante segura de que podría encontrar algo adecuado sin tener que
molestarse en que los interesados se pusieran en contacto con ella. Mejor
ser ella quien contactara.
También tenía que empezar a pensar en cómo iba a ocupar sus días. Los
intereses y dividendos que ganaba le proporcionarían unos ingresos estables
y la libertad de hacer lo que quisiera. Por mucho que disfrutara trabajando
como secretaria del duque, quería tener su propio negocio, orientar a las
mujeres para que hicieran inversiones seguras. La ley más reciente que
afectaba a los bienes de las mujeres casadas permitía a éstas conservar la
propiedad de sus acciones. Si se gestionaban adecuadamente, las
inversiones podían dar a las esposas cierta independencia dentro del
matrimonio. Pero también proporcionaba una vía de seguridad a las mujeres
antes de casarse o si nunca se casaban. Penélope amaba a sus padres, pero a
través de ellos había aprendido los peligros de depender únicamente de un
hombre para cubrir incluso las necesidades más básicas.
La necesidad de independencia económica había impulsado sus
decisiones durante mucho tiempo, y sospechaba que un buen número de
mujeres podrían beneficiarse de lo que ella había aprendido.
El carruaje aminoró la marcha al llegar a la zona más poblada de
Londres, y pasó de pensar en el futuro a pensar en el presente. El día
anterior había visitado a la modista de la duquesa, y la mujer le había
asegurado que el vestido estaría listo a tiempo. Se sorprendió al descubrir
que, en su carta, la duquesa le había proporcionado una descripción
detallada del vestido, así como el color y el tipo de material que se
utilizaría. No es que Penélope se hubiera ofendido por tener tan poco que
decir. Al fin y al cabo, la mujer era quien compraba el artículo, por lo que
su opinión al respecto debía tener peso. Por lo que había dicho la costurera,
iba a ser exquisito.
El cochero detuvo el vehículo frente a la tienda que Penélope había
visitado en varias ocasiones. Cogió su cartera justo antes de que el lacayo
abriera la puerta y la bajó. —No necesitaré más de media hora.
—Muy bien, Srta. Pettypeace.
Marchando hacia delante, sonrió al ver el cartel sobre la puerta: Taylor y
Taylor. Las hermanas contratadas para organizar y gestionar los asuntos de
la Sociedad. Aunque Penélope no tenía pensado dejar las riendas del baile
de Kingsland, el año pasado había pedido consejo a las señoras cuando le
encargaron organizar su primer acto social. Como el evento de este año
había surgido de forma inesperada y había que montarlo en un plazo mucho
más breve, había decidido contratar a las damas para que la ayudaran con
los aspectos más tediosos de la empresa.
Tras entrar en la tienda, se dirigió al mostrador tras el cual se encontraba
la hermana mayor. — Srta. Taylor.
La mujer sonrió. — Srta. Pettypeace. Me alegro mucho de verla. Hemos
avanzado mucho en conseguir todo lo que pidió.
—¿La orquesta?
—Sí. — La Srta. Taylor abrió un cajón y sacó una gavilla de papel. —
Aquí está. Veinticuatro músicos como pidió. Las condiciones de pago, así
como una sugerencia sobre las melodías a tocar. Si está de acuerdo, sólo
tiene que firmarlo y me ocuparé del asunto.
Penélope leyó el contrato. Antes del año pasado, no tenía ni idea de
cómo se contrataba una orquesta. Las hermanas habían sido una fuente de
información. —Todo esto parece maravilloso—. Puso su firma y devolvió
el documento a la Srta. Taylor. —¿Las invitaciones?
—Por aquí. — La mujer salió de detrás del mostrador y acompañó a
Penélope hasta un escritorio en un rincón, donde un caballero con los dedos
manchados de tinta grababa lentamente letras en pergamino. — Srta.
Pettypeace, permítame presentarle al Sr. Bingham. Es nuevo entre nosotros,
pero su caligrafía no tiene rival.
El joven se levantó rápidamente y le hizo a Penélope una reverencia
deferente. — Srta. Pettypeace.
—Es un placer, señor.
Él la estudió como si se hubiera quedado prendado de ella. —Ya nos
conocíamos.
—No lo creo, señor.
Inclinó la cabeza para verla desde otro ángulo. —No, supongo que no.
Aunque me recuerda a alguien que conocí.
Estaba segura de que no lo conocía, pero eso no significaba que él no la
conociera. Podía haberla visto antes, y más tarde podría recordar dónde. De
repente, sintió una fuerte necesidad de terminar con esta tarea.
— Sr. Bingham, las invitaciones de Kingsland, si es tan amable—, dijo
enérgicamente la Srta. Taylor, obviamente consciente de la tensión que
había creado su nuevo empleado.
—Sí, señora—. Sacó dos cajas grandes de un estante y las colocó sobre
el escritorio.
La Srta. Taylor abrió una caja y sacó una invitación metida en un sobre.
—Todas tienen la dirección solicitada.
Penélope había aprobado el diseño de la invitación antes de facilitar la
lista de los invitados a los que había que invitar y sus correspondientes
direcciones. —Una letra muy elegante y legible, señor.
—Gracias.
Una vez devuelta la invitación a su lugar, Penélope recogió ambas cajas.
Haría que varios lacayos entregaran en mano las invitaciones esa misma
tarde.
—El Sr. Bingham puede llevárselas—, dijo la Srta. Taylor.
—No son pesadas. Puedo yo—. Comenzó a caminar hacia la puerta, la
dueña de la tienda en su estela. —Agradezco toda su ayuda, Srta. Taylor.
—Ha sido un placer. Si hay algo más que podamos hacer, no dude en
visitarnos.
—Creo que todo lo demás está bien controlado. — Dirigir las
invitaciones era el aspecto que más tiempo consumía del evento, así que se
alegró de haber evitado hacerlo ella misma este año. A pesar de que la
continua mirada del Sr. Bingham estaba haciendo que se le erizaran los
pelos de la nuca.
La Srta. Taylor le abrió la puerta y Penélope cruzó el umbral antes de
volverse hacia ella. —Asegúrese de enviar un extracto de lo que se le debe
por sus servicios.
—Lo haré, y le deseo el mejor de los éxitos con el baile.
—Gracias. —Al girar sobre sus talones, casi choca con el lacayo que se
había adelantado para liberarla de las cajas. Agradeció que el carruaje
estuviera esperando. Una vez acomodada dentro y en camino, respiró hondo
y se preguntó si llegaría un momento en que no temiera que revelaran su
pasado.

***

King nunca había sabido que los días pasaran tan despacio. Siempre
estaban ocupados revisando sus empresas, analizando sus inversiones,
investigando nuevas oportunidades, ocupándose de sus deberes en la
Cámara de los Lores, discutiendo los cambios necesarios en la legislación,
redactando proyectos de ley para presentarlos ante el Parlamento,
celebrando reuniones con hombres de negocios y muchas otras tareas. Rara
vez tenía las tardes libres. Asambleas, cenas o alguna que otra conferencia
amenizaban su tiempo. Cuando nada le apremiaba, visitaba su club o pasaba
tiempo con los ajedrecistas. Ocupado, siempre ocupado, con las horas
pasando como una locomotora.
Así que no tenía ningún sentido que ahora los minutos se alargaran,
desde que su madre le había propuesto, no propuesto, insistido, que
acompañara a Pettypeace a un baile.
Con los brazos cruzados sobre el pecho, de pie junto a la ventana de su
despacho de Fleet Street, la observaba tomando notas meticulosas mientras
Lawrence y el Sr. Lancaster ultimaban los detalles necesarios para guiar su
asociación. Había ofrecido algunas sugerencias aquí y allá, pero estaba
decidido a no interferir a menos que creyera que su hermano estaba
cometiendo un grave error. Un pequeño paso en falso no tenía importancia,
y la experiencia sería la mejor lección. Él mismo había cometido algunos al
principio y había salido ganando.
Sólo podía esperar que no ocurriera lo mismo después de asistir al baile
de Thornley. Nunca había previsto ni temido tanto asistir a nada, pero no
podía permitirse ningún error en lo que a Pettypeace se refería. Saber que
ella iba a estar allí hacía que el baile que se avecinaba, el tipo de velada que
él siempre había considerado poco interesante, fuera emocionante. No es
que fuera a quedarse en su compañía cuando llegaran. Ella estaría haciendo
su investigación, averiguando más sobre su posible duquesa, y sin embargo
su presencia, la posibilidad de cruzarse ocasionalmente con ella, le hacía
esperar con impaciencia la llegada de la aventura. Era la fuerza no
anunciada de su anticipación lo que le tenía tan inquieto.
Durante sus días, ella era algo común, a la que se llamaba con el tirón
de una cuerda trenzada. A veces incluso formaba parte de su vida nocturna,
cuando el trabajo los mantenía acurrucados hasta altas horas de la
madrugada. No tenía ningún sentido que le costara no pensar en el placer
que experimentaría al llegar con ella a su lado.
Como su secretaria. No una mujer a la que cortejara o favoreciera.
Desde luego, no una mujer a la que hubiera empezado a preguntarse cómo
sería besar.
—¿Hemos pasado algo por alto? — preguntó Lawrence, interrumpiendo
las cavilaciones de King antes de que pudiera seguir contemplando aquellos
labios sobre los que aún podía sentir las yemas de sus dedos deslizándose
cuando le aplicaba el ungüento durante su enfermedad. De algún modo, le
habían marcado.
—No es que me haya dado cuenta—. Pero entonces, era muy probable
que no se hubiera dado cuenta de que un volcán entraba en erupción de
repente en la habitación. Cuando la miraba, perdía la capacidad de
concentrarse en más de una cosa a la vez. Ella había empezado a acaparar
toda su atención. ¿Cómo había sucedido? ¿Por qué?
—Entonces, entregaré esta información al abogado—, dijo Pettypeace
con su brevedad habitual. —Deberíamos tener un acuerdo para que lo firme
dentro de dos días, Sr. Lancaster.
—Muy bien—. Se levantó, al igual que Lawrence y Pettypeace.
King se apartó de la pared, estrechó la mano del hombre y le vio
marcharse.
—Por favor, dime que te encuentras temblando después de una reunión
tan intensa como esa —, dijo Lawrence.
—La primera vez que negocié un negocio, después eché cuentas—,
admitió King. —Cuando la magnitud de lo que había hecho me golpeó,
cuando me di cuenta de lo que estaba en juego si me había equivocado.
Pero al final comprendí que ningún error que cometiera no podía corregirse
de un modo u otro con otra inversión u otro plan. Aprendí de mis errores, al
igual que tu. Pero a pesar de que la negociación se ha convertido en una
parte bastante habitual de mi vida, aún no he perdido la emoción de
aventurarme en algo nuevo.
Contra su voluntad, su mirada se desvió hacia Pettypeace. Una vez fue
nueva para él. Después de tanto tiempo, debería resultarle aburridamente
familiar, pero, como siempre, parecía llena de posibilidades. Tal vez por eso
estaba tan ilusionado con el baile. No había bailado con ella en el que le
había organizado el año pasado. Había sido la comidilla de Londres durante
semanas. Él no había dado por sentado todo su esfuerzo, sino que la había
recompensado con un generoso estipendio por el éxito obtenido. Sin
embargo, ella no había estado en medio del asunto, no había formado parte
de él.
Sus palabras de hace toda una vida resonaron en su mente: Los mejores
regalos no suelen costar nada. Debería haber bailado el vals con ella.
—Bueno, — -ella levantó su cuaderno encuadernado en cuero- —será
mejor que vaya a ver al abogado para que pueda empezar a trabajar.
—Te veré allí.
—No es necesario.
Era una mujer independiente, su secretaria, siempre pendiente de no
causarle molestias. Que la cuidara mientras estaba enferma sin duda no le
sentó bien. Ni siquiera hubiera querido que la criada la cuidara. —Está en
mi camino.
—En realidad, Su Gracia, tengo una cita para una prueba con el modisto
de su madre que debo atender primero.
—En efecto.
—Ella insistió en comprarme un vestido. Intenté convencerla de que no
era necesario.
—Es difícil hacer cambiar de opinión a mi madre una vez tomada. Aun
así, te acompañaré.
—No deseo retrasarle en atender sus otros asuntos.
—Haremos que funcione, Pettypeace. Siempre lo hacemos—. Le dio
una palmada en el hombro a su hermano. —Lo difícil no ha hecho más que
empezar.
—Creo que estoy a la altura.
—Sé que lo estás.
Tras unas palabras de aliento a su hermano, Pettypeace y él se dirigieron
a las caballerizas, donde les esperaba su carruaje. Tras subirla, dio la
dirección al cochero y se reunió con ella. —Eres muy sabia, Pettypeace.
Necesitaba un propósito.
—No tan sabia. Todos necesitamos un propósito.
—¿Cuál es el suyo?
—Ver que sus necesidades estén cubiertas.
Sus palabras fueron pronunciadas con ligereza e inocencia y, sin
embargo, otras necesidades, necesidades más oscuras, necesidades carnales,
se abalanzaron sobre él como si ella hubiera cruzado la corta distancia que
los separaba y le hubiera susurrado seductoramente al oído antes de pasarle
la lengua por la oreja, su aliento caliente cubriéndole la piel de rocío.
Mientras se movía incómodo en el asiento, pensar en ella como Pettypeace,
su siempre eficiente secretaria, no ayudaba a mitigar el dolor que le estaba
dificultando enormemente permanecer allí sentado. —Seguro que tienes
aspiraciones más altas que ésa—. ¿Tenía que sonar como si le hubieran
atado un garrote al cuello, estrangulándole?
—No por el momento.
—¿Pero cuando el momento haya pasado? — Esperaba que supiera que
no se refería a ese preciso momento, sino a un tiempo futuro. Claro que lo
sabía. Era Pettypeace. A menudo sabía lo que iba a decir antes de que lo
dijera, le proporcionaba lo que necesitaba incluso antes de que reconociera
lo que necesitaba. Ella miró por la ventana, y en silencio instó, Cuéntame.
Por el amor de Dios, comparte conmigo algo que anhelas.
—La región de Cotswolds, creo—. Su voz era suave, como si temiera
que, si hablaba demasiado alto, reventaría la burbuja de su sueño. —Una
casita donde dormiré hasta tarde cada mañana como si fuera Navidad y
holgazanearé en un jardín por la tarde.
—¿Con quién residirás?
Su sonrisa melancólica, su mirada se posó en él como una suave caricia
que no hizo nada por disminuir esos impulsos que de repente le
bombardeaban. —Sir Purrcival.
¿Su gato? —Suena notablemente solitario.
—Estoy perfectamente contenta de estar en mi propia compañía, Su
Gracia. Además, no quiero ser responsable ante nadie más. Hacer lo que me
plazca sin preocuparme de haber decepcionado a nadie.
¿Había decepcionado a alguien en el pasado? Ciertamente nunca lo
había hecho con él. —Trabajas para un tirano, ¿verdad, Pettypeace?
Su sonrisa se iluminó. —Tal vez yo sea la tirana, haciéndole sentir que
debe mantenerme ocupada.
Se mantenía ocupado para poder evitar pensar en asuntos, su pasado, su
presente y su futuro, que prefería no hacer. Un riesgo que había corrido a
los diecinueve años y que aún le perseguía y a menudo amenazaba su
tranquilidad. —Quizá estés en eso.

***

Estuvo a punto de contarle su idea de un negocio para ayudar a las


señoras a invertir. Le gustaría tener su opinión sobre la viabilidad de la
misma, pero no quería que él supiera que había empezado a pensar en
romper su relación, en renunciar a su puesto. Sólo serviría para hacer las
cosas decididamente incómodas. O tal vez temía enterarse de que él estaba
dispuesto a seguir adelante sin ella.
El carruaje se detuvo. Le tendió la mano. —Deme sus notas. Haré que
se las entreguen a Beckwith.
—Puedo hacerlo cuando termine aquí.
—No tengo nada más en mi agenda.
Aunque sabía que no tenía otras reuniones en su agenda, supuso que
tenía asuntos personales que atender. Sin embargo, le agradecía que
estuviera dispuesto a visitar Beckwith. Estaba aplazando la búsqueda de un
ayudante hasta después del baile. Tenía demasiadas cosas entre manos y no
estaba dispuesta a dejarlas en manos de nadie. Metió la mano en el bolsillo
y sacó su cuaderno. —El lazo marca dónde empezó la reunión de hoy.
—Claro que sí.
—¿Se está burlando de mí?
Su sonrisa era casi tierna. —No. No esperaba menos de mi eficiente
Pettypeace.
Mi eficiente Pettypeace. Realmente no la veía como suya, no de la
misma manera que a su esposa, su duquesa... sus hijos. —Gracias por
ocuparse de la tarea.
Abrió la puerta de un empujón, salió y la ayudó a bajar. —Volveré a por
ti cuando termine con Beckwith.
—Puedo alquilar un coche.
—No es necesario cuando pasaremos por aquí de regreso a la
residencia.
—No me demoraré.
—No hay nada malo en que un hombre te espere, Pettypeace.
En eso se equivocaba. Un hombre que la esperaba le había hecho mucho
daño, y había jurado ser siempre puntual después. Pero no podía decírselo,
no quería decírselo. En lugar de eso, se limitó a asentir y se dirigió a la
modista, muy consciente de que él seguía sus movimientos.
CAPÍTULO 10

El miércoles por la noche, Penélope no podía evitar pensar que el


vestido rosa oscuro con un escote que dejaba entrever su pecho era la
creación más elegante que jamás había tenido. Los guantes blancos le
llegaban justo por encima de las muñecas, dejando los brazos al
descubierto. Lucy le había recogido el pelo con horquillas a los lados y
había dejado unos rizos apretados cayendo en cascada por detrás.
—Guau, Penn, te pareces a una dama.
Más bien se sentía como tal, pero eso era peligroso. No podía olvidar su
lugar. Metiendo la mano en el bolsillo en el que había insistido, hábilmente
oculto con una faja en ángulo, apretó su conocido cuaderno de cuero.
Tenerlo cerca le servía para recordar el motivo de su asistencia a la fiesta de
esta noche. —El baile es simplemente otro trabajo, Lucy.
—¿Y si atraes la atención de algún lord?
—Es improbable que eso suceda, pero si ocurriera, perdería su estima
en cuanto se diera cuenta de que no soy una dama, sino una secretaria—.
Girándose, se encaró con su amiga. —Creo que ya hablamos de todo esto o
algo parecido en otra ocasión.
—Una chica puede soñar. Acabo de leer una historia sobre una chica
que recogía las cenizas que se casó con un príncipe. Puede suceder.
—Con tu amor por los cuentos de hadas, espero que no andes besando
ranas.
—Besé a Harry el lacayo.
Deleitándose con la expresión traviesa de su amiga, preguntó: —
¿Cuándo?
Lucy sonrió alegremente. —La otra noche, cuando estabas enferma.
Terminé de cuidarte y volvía a mi habitación y allí estaba él en la cocina,
preparando un poco de té. Me invitó a que me uniera a él, pero empecé a
llorar, tan preocupada por ti como estaba. Lo siguiente que supe es que me
estaba diciendo que no llorara y luego me estaba besando. Suavemente.
—¿Le quieres?
—No lo sé. Además, los sirvientes no se casan, ¿verdad?
No si quieren seguir siéndolo. Oh, suponía que en raras ocasiones un
empleador podría acomodar a una pareja que se había casado, pero a
menudo se enfrentaban a desafíos. —No, no nos casamos.
—No eres una sirvienta, Penn.
—Soy personal.
—El personal no va a los bailes. Y que lo hagas no está sentado bien en
algunos de ellos abajo.
Estaba tan preocupada por lo que pensaría la nobleza de que fuera con
Kingsland que no pensó en cómo se lo tomarían los criados. —Ya creen lo
peor de mí. No me molestan los chismes. Además, apreciarán mis esfuerzos
en su nombre cuando tenga toda la información necesaria para seleccionar a
una duquesa a la que estarán orgullosos de servir.
—No había pensado en eso. Lo haces por ellos—. Lucy enderezó los
hombros y puso la boca en una línea rebelde. —Voy a empezar a
señalárselo a esos desagradecidos.
Penélope no sabía si alguna vez había tenido una amiga más leal.
Apenas había tenido amigos después de que su mundo se pusiera patas
arriba cuando era una niña. —Bueno, solo puede ser juzgada cuando lo
comprueben y todo eso.
Miró el reloj de la chimenea y soltó un gritito. Tenían que salir a las
ocho y media y ya habían pasado cuatro minutos de la hora de salida. —
Llego tarde.
Empezó a salir corriendo y se detuvo. No tenía sentido precipitarse. De
hecho, una entrada tranquila y elegante le vendría mejor. Ir como su
secretaria no significaba que no pudiera exhibir toda la gracia de una dama.
Lucy la siguió, dándole un rápido abrazo antes de dirigirse a las
escaleras del servicio. Penélope fue en dirección opuesta, hacia la gran
escalera de caracol. Subir y bajar por ella seguía resultándole extraño. Al
atreverse a mirar por encima de la barandilla, estuvo a punto de tropezar
cuando lo vio en el vestíbulo esperándola. Maldito sea su corazón
impertinente. ¿Por qué tenía que saltar de alegría cada vez que su mirada se
posaba en él? ¿Por qué tenía que anhelar lo que nunca podría poseer?
Levanto la vista, con una mirada tan penetrante que bien podría haberla
tocado. Intentó no imaginarse la alegría que sentiría al verle anticipar su
presencia, como mujer, no como secretaria- a su lado.
Estaba endemoniadamente guapo con su traje de noche negro. Le
quedaba como un guante, delineando sus anchos hombros, la chaqueta se le
quedaba corta en la cintura para revelar sus estrechas caderas, las colas de
golondrina cubriéndole la espalda.
Cuando se acercaba al final de la escalera, una comisura de su hermosa
boca se torció. —Cuando dije que debías hacer que un hombre te esperara,
Pettypeace, no quise decir que fuera yo.
—Mis disculpas, Su Gracia. Este vestido fue más problemático de poner
de lo que había previsto—. Junto con toda la ropa interior que requería para
que todo cayera adecuada y tentadoramente.
—Estoy bromeando, Pettypeace. Está de moda llegar tarde.
—Eso no tiene ningún sentido. ¿Cuál es el propósito de poner una hora
en la invitación si no es cuando quieres que llegue la gente?
—Sospecho que esta noche cuestionarás el propósito de muchas cosas
—. Extendió la mano y cogió el sombrero y el bastón de Keating.
—Si me permite el atrevimiento, está usted muy guapa esta noche, Srta.
Pettypeace—, dijo el mayordomo.
No habría estado más sorprendida si él se hubiera arrodillado y le
hubiera propuesto matrimonio, y se preguntó si él se esforzaba por
demostrarle su apoyo, para asegurarse de que comprendiera que creía que
las habladurías eran tonterías. —Gracias, Sr. Keating.
Precedió a Kingsland por la puerta y bajó los escalones hasta el
reluciente carruaje negro. Nunca había tenido tanta tela que recoger
mientras el lacayo la ayudaba a subir. El vehículo se balanceó cuando el
duque se unió a ella y se colocó frente a ella. Su fragancia a bergamota
llenó sus sentidos, la embriagó. Cuando los caballos arrancaron al trote,
anudó las manos en el regazo para no estirar el brazo y apartarle el mechón
rebelde.
—Keating tiene un don para quedarse corto—, dijo en voz baja. —Te
ves hermosa.
Y casi se quedó sin habla ante el cumplido. Le llevó un momento
recobrar la cordura. —Gracias, Su Gracia.
—No habría estado bien que lo dijera con testigos cerca.
—Por supuesto que no. — Realmente no debería haberlo dicho ahora.
—La rosa te sienta bien.
—Al parecer, en su carta a la costurera, su madre insistió en este tono
—. Habría optado por el verde, pero no podía negar que el rosa parecía
resaltar el brillo de su piel clara y suavizar sus rasgos.
—Puede ser bastante formidable, mi madre.
—Aprecio mucho todo el esfuerzo que hizo por mí. La costurera hizo
un trabajo extraordinario. Me encanta todo lo relacionado con el vestido.
Me hace sentir elegante.
—No llevas joyas.
Se tocó la garganta con los dedos enguantados. —Es un gasto que no
puedo justificar por una noche.
Metió la mano en la chaqueta, sacó una caja de terciopelo larga y
delgada y se la tendió. La miró con inquietud, como si hubiera sacado un
frasco de veneno y se lo hubiera presentado, y negó con la cabeza. —No
puedo.
—Ni siquiera sabes lo que es.
Cierto. Casi se rio histéricamente. Qué cabeza de chorlito más tonta era.
Nunca le regalaría una joya. Tal vez era uno de las plumas que contenían
tinta dentro del depósito. Podría usarlo esta noche en lugar de su lápiz.
Claro que era eso. Algo práctico y útil. Algo que uno le da a su secretaria.
Pero no lo era.
Cuando abrió la caja, vio una lágrima de esmeralda en una cadena de
oro. Levantó su mirada hacia la de él. —No puedo aceptar esto, Su Gracia.
—Pettypeace, has estado conmigo durante ocho años. Al ver todas las
chucherías esparcidas por tu escritorio, reconociendo que la mayoría eran
mías, me he dado cuenta de que he sido negligente a la hora de mostrar mi
agradecimiento por todo tu duro trabajo. Esto no es más que una pequeña
muestra...
—No es pequeña.
—Gran muestra, entonces. La mayoría de las secretarias habrían
dimitido si se les hubiera pedido que eligieran una esposa para su jefe. Pero
te has volcado en el esfuerzo como lo haces en cada tarea que te pido. Por
favor, acéptalo.
Ella quería. Era hermoso en su simplicidad. Exactamente lo que habría
elegido para sí misma si alguna vez se hubiera permitido sus deseos. —Es
tan bonito.
—Nadie tiene por qué saber que lo he hecho yo—, dijo él en voz baja
mientras se sentaba en el borde del asiento junto a ella, evitando aplastarle
las faldas mientras levantaba el collar del terciopelo sobre el que
descansaba.
Apenas podía respirar cuando sus dedos desnudos y cálidos, se había
quitado los guantes para preparar la tarea, y no se había dado cuenta hasta
ese momento, rozaron ligeramente su carne mientras él le colocaba la
cadena alrededor del cuello, con la lágrima de esmeralda colgando justo
debajo de la clavícula. Luego se marchó, de vuelta a su lado, poniéndose
hábilmente sus guantes como si no hubiera conseguido convertir su interior
en una masa temblorosa de mariposas revoloteando.
—¿Quiénes son las mujeres de tu lista? —, preguntó con calma,
completamente ajeno a la intimidad del momento que habían compartido.
Lista, ¿qué lista? Parecía haber perdido el juicio, la capacidad de
razonar. Ah, la lista de posibles duquesas. Volvían al asunto que tenían entre
manos, la razón por la que viajaba ahora en el carruaje con él, esperando
que sus rodillas derretidas recuperaran la solidez antes de llegar a su
destino. —He reducido el número a diez. Probablemente debería bailar con
cada una de ellas, ya que podría encontrar inmediatamente una inadecuada
o perfectamente adecuada. Le copiaré sus nombres.
Metió la mano en el bolsillo y sacó su cuaderno, en el que había escrito
la lista.
—¿Has traído tu cuaderno?
Al ver su expresión divertida, sintió que se le encendían las mejillas. —
Quería asegurarme de no olvidarme de nadie y pensé que lo mejor era poder
anotar mis impresiones. De lo contrario, podrían empezar a mezclarse.
—No tienes igual, Pettypeace.
—Asisto al baile con un propósito, no para frivolizar.
Se puso sombrío, serio. —Creo que sería muy interesante verte
frivolizar.
No estaba segura de recordar cómo. —Revelaré mi vena frívola cuando
lo hagas.
—¿Es eso un reto?
Aunque estaba acostumbrada a decir lo que pensaba con él, nunca se
había abstenido de dar su sincera opinión sobre los asuntos, no pudo evitar
reflexionar que nunca había sido tan atrevida y que podría estar transitando
por terreno inestable. —Nunca le he conocido más que solemne. Incluso
cuando sonríe o se ríe, hay un trasfondo de gravedad.
Su mandíbula se tensó, sus ojos se volvieron pétreos y miró por la
ventana.
—No estoy siendo insultante—, se apresuró a asegurarle. —Eso nos
hace una buena pareja, y es una de las razones por las que trabajamos tan
bien juntos.
—¿Qué te haría reír, Pettypeace?
—Me río.
Volvió a centrar su atención en ella. —No que yo haya oído.
Parecía dolido, como si le hubiera decepcionado. A ella le entraron
ganas de reírse a carcajadas, pero él tenía razón. No estaba en su naturaleza
hacerlo. El miedo. El miedo mantenía enterrada en su interior cualquier
alegría que experimentara, porque la felicidad expresada tentaba a los hados
a traer la tristeza. —Podría decir lo mismo de usted.
—Quizás ambos llevamos una carga demasiado pesada para tanta
ligereza.
No queriendo seguir por este camino, no queriendo llegar al baile con
ambos melancólicos y abatidos, levantó su cuaderno. —Posiblemente
alguna de estas damas le haga reír. Lo tendré en cuenta mientras las observo
y hablo con ellas.
Su boca se crispó. —Puede que sí.
Parecía poco convencido, pero claro, ella tampoco. Hacía falta una
mujer muy especial para no sentirse intimidada por su severidad, asombrada
por su posición, recelosa de la potencia y el poder que proyectaba. Haría
falta una mujer audaz y atrevida para enfrentarse a él, para atreverse a
profundizar bajo su superficie y descubrir todas sus verdades, para aprender
a moverse a su alrededor lo suficientemente bien como para saber cómo
hacerle reír. Haría falta una mujer enamorada de él para que viera toda la
bondad y amabilidad que tanto luchaba por mantener ocultas, que él veía
como debilidad mientras que ella las veía como fortaleza. Le había
encomendado una tarea imposible y, sin embargo, se negaba a fracasar.
Garabateó los nombres de ocho damas y dos señoritas, arrancó
suavemente la página del cuaderno y se la tendió. Sus dedos se tocaron,
ambos enguantados, y aun así una chispa surgió entre ellos como si la carne
se hubiera tocado con la carne. Contuvo la respiración mientras él echaba
un vistazo a la lista, esperando que descartara inmediatamente alguno de los
nombres. En lugar de eso, se limitó a doblar el trozo de papel y guardarlo en
el interior de su chaqueta, donde su collar había anidado cerca de su
corazón.
—Será una noche interesante, Pettypeace.
—Así es. —Y, sin duda, una de las más horribles de su vida al verle dar
una vuelta por la pista de baile con aquellas mujeres.

***

Pettypeace. Pettypeace. Pettypeace. La llamaba por su nombre más de


lo habitual porque, si no lo hacía, iba a empezar a pensar en ella como
Penélope o Penny... no, ella nunca sería una Penny. Era demasiado inocente,
y aunque no conocía todos los detalles de ella, estaba seguro de que poca
inocencia había en ella.
Cuando le colocó el collar, cuando sus dedos rozaron la suave piel de su
garganta, le costó mucho no arrastrar los labios por el camino que sus dedos
habían forjado. Para no saborearla, para no desearla.
Cuando ella sacó su cuaderno, estuvo a punto de soltar una carcajada,
pero se contuvo, temiendo herir sus sentimientos. Solo Pettypeace se
mantendría fiel a su propósito de acudir a un baile para averiguar el
atractivo de cada una de las damas que había identificado como posibles
futuras duquesas de Kingsland. Cualquier otra mujer habría decidido
aprovechar al máximo los entretenimientos de la velada divirtiéndose. Y
maldita sea si él no quería que lo hiciera. En sus brazos.
Tras un lento viaje por el paseo circular lleno de carruajes, su carruaje
se detuvo por fin frente a la enorme residencia. Un lacayo se adelantó
inmediatamente para abrir la puerta. King salió y se volvió para ayudar a
Pettypeace, la lágrima en su garganta llamó su atención. Era un regalo
inapropiado y, sin embargo, nunca había experimentado tanta gratificación
al dar algo a otra persona. La forma en que sus ojos se habían abierto
cuando la vio por primera vez, la manera en que sus labios se habían
entreabierto como invitando a un beso. El placer que había luchado por no
revelar, que probablemente había luchado por no sentir en absoluto. Le
gustaba sorprenderla. Imaginaba la satisfacción que le daría toda una vida
haciéndolo.
Cuando ella aterrizó con elegancia en el camino de entrada, extendió el
brazo y la vio dudar ante el gesto íntimo, uno que nunca le había ofrecido
antes, pero que esta noche parecía requerirlo. Finalmente, sus dedos se
posaron en la manga de su chaqueta, y sintió una chispa de posesividad
como nunca antes había sentido. Pero era lo que debería haber sentido
mientras cortejaba a Lady Kathryn, lo que debería experimentar siempre
que estuviera con su duquesa. Ella es mía y nadie más la tendrá jamás.
Sólo que Pettypeace no era suya. No de una manera tan personal.
Otros se apearon de los carruajes y se apresuraron a subir los escalones.
Las damas fruncían el ceño o la miraban de reojo; los caballeros se quitaban
el sombrero. Algunos incluso lo saludaron. —Kingsland, Srta. Pettypeace.
Cualquier lord con el que hubiera hablado de inversiones, con el que
hubiera redactado proyectos de ley para presentarlos ante el Parlamento, o
cualquier caballero que hubiera pasado por su residencia para preguntarle
algo, conocía a Pettypeace porque ella siempre estaba a mano con su
cuaderno de cuero para anotar todo lo que se decía. Casi nunca celebraba
una reunión sin ella.
Cuando cruzaron el umbral, sus ojos se abrieron ligeramente ante la
grandiosidad del vestíbulo, y se dio cuenta de que, aunque vivía en una
residencia igual de espectacular, no era de las que daban las cosas por
sentadas. Tenía ganas de enseñarle las majestuosas montañas y la
inmensidad de los océanos y el pequeño colibrí que había visto una vez en
un viaje que había hecho a América. Con su mente aguda e inquisitiva, se
deleitaría con cada cosa nueva que encontrara. Ella no pasaba nada por alto
y sospechaba que sería capaz de memorizar cada centímetro del pasillo que
atravesaron, las escaleras que subieron y las habitaciones por las que se
deslizaron de camino al salón de baile.
—Es realmente magnífico, ¿verdad? —, susurró ella con reverencia
cuando llegaron al final de la fila de recepción.
—Ciertamente. —Sólo que no se refería a lo que les rodeaba, sino a
ella. El orgullo que sentía al tenerla a su lado superaba todo lo que había
experimentado con cualquier otra mujer. Ella irradiaba confianza, había
capeado tormentas. Aunque nunca compartiera con él las tempestades a las
que había sobrevivido, no le cabía duda de que se había visto sacudida por
ellas.
Después de ser anunciados — Su Gracia, el duque de Kingsland, y la
Srta. Penélope Pettypeace—-, sintió algunas miradas mientras descendían al
salón de baile. Gente juzgando, preguntándose y curioseando. Esa era la
razón por la que rara vez asistía a esos eventos. No le gustaban mucho las
especulaciones ni que las madres arrojaran a sus hijas solteras a sus pies. O
que las hijas le miraran con ojos llenos de esperanza. Era una de las cosas
que le gustaba de Pettypeace: ella nunca malinterpretaba sus intenciones, y
nunca tenía que preocuparse de decepcionarla y verse obligado a secarle las
lágrimas.
Cuando llegaron ante sus anfitriones, el duque y la duquesa de
Thornley, hizo una reverencia. —Excelencias, permítanme el honor de
presentarles a mi secretaria, la Srta. Pettypeace.
No le sorprendió la elegancia de su reverencia, más bien sospechó que
había pasado horas practicándola. —La Srta. Pettypeace supervisó el baile
que organicé el año pasado y está dirigiendo también el de este año. Creo
que mi madre le escribió explicándole que, como usted es conocida por su
hospitalidad, pensaba que la Srta. Pettypeace podría beneficiarse
observando la gentileza de su fiesta.
La duquesa, propietaria de una taberna y conocida por su habilidad para
hacer que la gente se sintiera bienvenida, se sonrojó ante el cumplido. —
Así es. Es un placer que nos acompañe esta noche, Srta. Pettypeace. Si tiene
alguna pregunta, no dude en hacerla.
—Aprecio su oferta, Su Gracia, pero tenga la seguridad de que nunca
me impondría. Me comportare de una manera que no llame la atención y ni
siquiera sabrá que estoy aquí.
Tenía la costumbre de pasar desapercibida, pero esta noche, con ese
vestido, King no veía cómo pasaría desapercibida. El verde había resaltado
el tono de sus ojos, pero el rosa le sentaba de maravilla. Su madre siempre
había tenido el don de resaltar lo mejor de sus rasgos. Parecía que también
era capaz de hacerlo con los demás. Tras intercambiar algunas palabras
inocuas más, cogió el codo de Pettypeace y se la llevó. Una vez que ya no
podían escucharlos, preguntó en voz baja: —¿Encontró su madre algún
defecto en el baile del año pasado? ¿Y usted?
¿Había algo de dolor en su voz? —Nada estuvo mal en tus esfuerzos la
temporada pasada, Pettypeace. Nunca pasa nada. Pero mamá no podía
decirles tu verdadera razón para acompañarme, ¿verdad? Yo tampoco
podría. ¿Y si la pareja que está detrás de nosotros nos oyera y le dijera algo
a otra persona, y lo supieran las damas a las que deseas observar y trataran
de impresionarte?
—Supongo que eso tiene algún sentido—. Sonó ligeramente
apaciguada.
—Te aseguro que tiene mucho sentido. Ahora nos separamos. Te deseo
éxito con el espionaje.
—Gracias, Su Gracia.
Su codo se deslizó lejos de su palma, y su mano vacía se sintió hueca,
menos, como si una parte de ella hubiera desaparecido de repente. La cerró
en un puño, lo que sólo sirvió para que fuera más consciente de lo que le
faltaba. No entendía estas extrañas reacciones de los últimos tiempos. Era
casi como si Pettypeace se estuviera convirtiendo en parte de él.
Mientras arrebataba una copa de champan a un lacayo que pasaba por
allí, vio a Knight y comenzó a acercarse lánguidamente al conde, saludando
a sus conocidos e incluso tomándose la molestia de garabatear su nombre
en un par de tarjetas de baile. Cuando llegó junto a Knight, un trío de
jóvenes lores había acorralado a su amigo. Mientras esperaba, King bebió lo
que quedaba de su champán y se sirvió otro antes de entrar en el círculo,
saludando a los caballeros con un firme ceño fruncido que los hizo salir
corriendo.
—¿Tienes que ser tan cascarrabias —preguntó Knight— y echar a todo
el mundo? Estaba disfrutando de su compañía.
—Como bien sabes, tengo poca paciencia con los jóvenes y los
inexpertos—. Había descubierto que entendían poco de las costumbres del
mundo. Por desgracia, su duquesa sin duda entraría en esa categoría.
Tendría que pensar en ella como arcilla sin moldear para darle la forma que
necesitaba.
Con una sonrisa indulgente, Knight sacudió la cabeza y bebió un sorbo
de champán. —Veo que has traído a Pettypeace.
A diferencia de sus anfitriones, con Knight podía ser sincero. —Sí, al
parecer no confía en que todas las damas hayan sido completamente
sinceras en sus cartas al describir las cualidades que las convertirían en una
duquesa consumada. Desea observarlas y entrevistarlas de forma
clandestina para hacerse una mejor idea de ellas y de su idoneidad.
—No entiendo por qué no echa simplemente todas las cartas a un
sombrero y saca una.
—Pettypeace nunca tendría tan poco cuidado con cualquier tarea que le
diera.
—Aun así, encontrar a una mujer que esté dispuesta a soportar tus
exigentes estándares no es tarea fácil, sobre todo porque me cuesta imaginar
que seas feliz con cualquiera que ella elija.
—¿Por qué piensas eso? — La mujer elegida por Pettypeace cumpliría
todos sus requisitos. Estaba seguro de ello. No tenía por qué encontrarle
defectos. Puede que no estuviera extasiado, pero estaría contento.
Knight se encogió de hombros con negligencia. —Tengo mis sospechas.
—¿Sospechas de qué?
Otro movimiento de cabeza, un encogimiento de hombros, un sorbo de
champán y una mirada a su alrededor como si buscara una compañía más
interesante. Luego entrecerró los ojos. —Dime, viejo amigo, si Pettypeace
está aquí para cumplir tus órdenes centrándose en quienes tienen interés en
casarse contigo, ¿por qué está bailando con Grenville?
—Al diablo con lo que dices—. Se dio la vuelta para contemplar el
salón de baile. A pesar de que la multitud se movía al ritmo de la música,
tardó menos de lo necesario en parpadear para encontrarla. Su diminuto
tamaño no era un impedimento. Resplandecía como una estrella cuyo brillo
ni siquiera el resplandor de la luna podía eclipsar. Su sonrisa era
luminiscente, sus ojos centelleaban mientras miraba al maldito hombre. —
Quizá tenga una hermana en la lista—. Necesitaba mirar más detenidamente
los nombres que ella le había escrito.
—No tiene ninguna hermana.
—Entonces sus acciones son una estratagema para despistar a las damas
respecto a su razón para estar aquí.
—Ojalá tenga la suerte de encontrar aquí esta noche a una mujer que me
mire con un interés tan desenfrenado.
King fulminó con la mirada al hombre que una vez había considerado
su amigo. —No sé por qué nunca antes me había dado cuenta de que eres
un idiota irritante.
Con una carcajada bulliciosa, Knight le dio una palmada en el hombro.
—Como he dicho, tengo mis sospechas.
Luego se alejó a grandes zancadas. King no tenía ni idea de lo que
estaba diciendo, pero cuando volvió a prestar atención a las parejas que se
deslizaban al ritmo de la música, se dio cuenta de una cosa: no le gustaba
que Pettypeace bailara con otro hombre.

***

Resultó que el Sr. George Grenville era el cuarto hijo de un vizconde.


Por lo tanto, la razón por la que estaba cualificado para ser miembro de Fair
and Spare. Era muy poco probable que alguna vez heredara el título de su
padre. Le había sorprendido verle aquí, y aún más cuando le pidió el honor
de un baile, pero no vio nada malo en ello y decidió que a la gente le
parecería raro que no bailara nunca.
—Cuando le conocí—, dijo mientras daban vueltas por la pista, —me
pareció detectar algo de callejero en su forma de hablar.
—Estuve un tiempo en el ejército. Creo que me quito algo de brillo.
Usted también tiene algo de callejera, Srta. Pettypeace.
—Como se espera de alguien de mi posición.
—No estoy seguro de que se espere nada de usted.
Soltó una ligera carcajada. —¿Los hombres prefieren lo inesperado en
sus damas?
—Algunos sí.
Kingsland no. Estaba bastante segura de ello. Le irritaría que le
sorprendieran. Le gustaba que las cosas fueran predecibles. Era algo que
debía tener en cuenta mientras seguía buscando a su duquesa.
—No ha regresado al Fair and Spare—, dijo el Sr. Grenville.
No pudo evitar alegrarse un poco de que se hubiera dado cuenta, de que
la hubiera buscado. —He estado bastante ocupada con los asuntos del
duque.
—¿Cuántas amantes tiene?
Se rio. —No ese tipo de asuntos.
Sonreía alegremente. —Tiene una risa encantadora, Srta. Pettypeace.
Esperaba que él no fuera a elogiar el rubor que estaba segura era
responsable del calentamiento de sus mejillas. —Es usted demasiado
amable.
—En absoluto. Me sorprende que le haya traído. Le aseguro que ha
levantado algunas cejas.
—Su madre pensó que me vendría bien asistir y ver cómo se hace
correctamente.
—¿Así que no hay nada entre ustedes dos? ¿Usted y el duque?
—Absolutamente nada.
—Tengo que decir que me siento aliviado. He pensado en usted muy a
menudo desde que nos conocimos.
Al terminar el baile, el Sr. Grenville la acompaño hasta una serie de
sillas, se llevó la mano enguantada a los labios y le dio un breve beso en los
nudillos. —Espero volver a cruzarme con usted en el club.
—No tendré mucho tiempo para socializar hasta después del baile del
duque.
—Entonces esperaré con la respiración contenida hasta después del
baile de Kingsland.
Al verlo alejarse, tuvo que admitir que se sintió halagada por sus
atenciones y que le gusto bastante, que disfruto de su compañía. ¿Qué había
de malo en que una mujer de su edad tuviera un amante o varios? Sobre
todo, cuando el que anhelaba estaba fuera de su alcance. Como no tenía
planes de casarse, no tendría un marido que en su noche de bodas previera
tener una barrera que traspasar, cuyo orgullo exigiera que ningún hombre le
hubiera precedido. Sin duda, el sexo podría manejarse de forma
transaccional. Un placer a partes iguales y luego una despedida. Podría
tener que considerarlo. Sería agradable no tener que ocuparse de sus propias
necesidades e impulsos por una vez.
Pero todo eso quedaba para más adelante. Por el momento, tenía trabajo
que hacer. Sacando el cuaderno del bolsillo, estudió los nombres. Lady
Alice, la hermana menor del conde de Camberley, era la primera de la lista.
Más le valía empezar por ahí. Al igual que el duque, prefería el orden en su
universo.
Bastaron unas pocas averiguaciones para localizar a la dama en el nivel
superior que rodeaba el salón de baile y permitía verla desde la barandilla.
Lady Alice estaba sentada en un banco cerca de una puerta abierta que daba
a un gran balcón. Penélope la reconoció de inmediato porque había tenido
la prudencia de incluir una fotografía suya con su carta. —¿Lady Alice?
La joven, que acababa de cumplir dieciocho años, bajó el libro que
había estado leyendo y sonrió suavemente. —¿Sí?
—Soy la Srta. Penélope Pettypeace. Me preguntaba si podría hablar con
usted.
—Si usted quiere.
Gustándole de inmediato, Penélope le devolvió la sonrisa e indicó el
banco. —¿Me permite?
—Por favor—. Se deslizó y acercó la falda de su vestido a su muslo,
haciendo espacio suficiente para que Penélope se uniera a ella.
—¿Qué estás leyendo?
—Un par de ojos azules, de Thomas Hardy. ¿Lo ha leído?
—No lo he leído, pero debe ser increíblemente atractivo para captar su
atención y obligarle a esconderse para dedicarle tiempo en vez de a los
fascinantes caballeros de abajo. Nunca había imaginado que alguien leyera
en un baile.
—¿Puedo ser honesta, Srta. Pettypeace?
—Sin duda—. Realmente quería entender la motivación de la chica.
—No encuentro muy de mi gusto todo lo que sucede en un salón de
baile. Mis amigas más queridas se encuentran en los libros. Pero dijo que
necesitaba hablar. ¿Sobre qué exactamente?
Más bien deseaba no favorecer tanto a esta chica, había estado
esperando encontrar a todas las de su lista inadecuadas. Tenía la intención
de ser un poco más circunspecta, un poco más inteligente, cuando se trataba
de obtener lo que necesitaba, pero el engaño, al menos en lo que respecta a
este asunto, no le sentaba bien. Por lo tanto, prescindió de la fachada que
aún no se había puesto del todo y dijo la verdad. —Soy secretaria del duque
de Kingsland.
—Ah. Sin duda le ha enviado a buscarme para determinar si sería
adecuada como su duquesa.
—Sí, lo ha hecho.
—No me lo esperaba. Supuse que me encontraría terriblemente aburrida
basándome sólo en mi carta y que pasaría de mí sin pensárselo dos veces.
—Su carta fue la más bien escrita y.…— ¿Cómo podría describirla con
exactitud? La sinceridad de la chica la había dejado sin aliento. —Y
poética, supongo que es la mejor manera de describirla. Sus palabras
fluyeron tan hermosamente una dentro de la otra. Se quedó prendado de
ellas—. O lo habría estado si las hubiera leído. Pero ella las había leído por
él.
—No puedo decirle lo conmovida que estoy. Siempre me ha gustado
escribir, he acumulado una cantidad increíble de diarios porque parece que
no puedo limitarme a unas pocas palabras sobre mi día, sino describirlo con
cierta extensión. Recientemente he empezado a escribir una novela.
—Me alegro por usted. Estoy deseando leerla.
La risa de la señora era suave y agradable, como los últimos restos de
lluvia que gotean de las hojas al suelo. —Agradezco su fe, pero primero
debo terminarlo y encontrar un editor.
—Logrará ambas cosas. No me cabe duda.
—Es muy amable al decirlo, Srta. Pettypeace. Siempre he preferido
pasar tiempo con los libros que con la gente. Ahora que he empezado a
escribir, puedo pasar horas, no, días, sin ver a nadie.
Lady Alice no se daba cuenta, pero se estaba convirtiendo en la próxima
duquesa de Kingsland. Perdida en su mundo de historias, ella
proporcionaría la tranquilidad que Kingsland buscaba. —Entonces no
requerirías su constante atención.
—Dudo que requiera su atención en absoluto, incluso podría
molestarme si me molestara cuando las palabras fluyen.
—¿Por qué le escribió?
Ella suspiró. —Mi hermano desea que me case. Mi hermana mayor me
animó porque es muy feliz en su matrimonio—. Se había casado con Aiden
Trewlove, hermano de la duquesa de Thornley. Penélope sospechaba que
estaban por aquí. —Supongo que también disfruté del reto, preguntándome
si podría poner palabras en el papel de tal manera que él pudiera interesarse.
Y es endemoniadamente guapo. ¿No cree?
Claro que era guapo, pero era mucho más. —¿Es así como juzga a un
hombre? ¿Por sus rasgos?
—No sé si los juzgo en absoluto... a menos que estén en un libro—.
Lady Alice la estudió durante un minuto antes de inclinarse ligeramente
hacia atrás. —Me he cruzado con el duque. En ocasiones, visitaba al duque
de Lushing, el primer marido de mi hermana. Antes de que se casara,
recuerdo que Kingsland fue especialmente amable cuando murieron mis
padres. Yo era bastante joven, en el jardín, llorando. Me dio un caramelo
con sabor a canela y usó su pañuelo para secarme las lágrimas. Me pareció
bastante amable, aunque puede que fueran las circunstancias y mi juventud
las responsables de esa impresión. ¿Cómo es realmente, Srta. Pettypeace?
¿Por dónde empezar? —Es brillante. Reúne información, la analiza y
toma sus decisiones basándose en hechos. Identifica un problema y puede
determinar la mejor manera de solucionarlo. Aprecia una tarea bien hecha,
no es tacaño con los elogios. Admira a quien le demuestra que está
equivocado.
—Alguna vez… ¿le has demostrado alguna vez que se equivoca?
Ella sonrió. — Oh sí. En varias ocasiones—. Y él la había mirado como
si hubiera conquistado el mundo. —Aunque no debe decírselo a nadie. No
debería habérselo dicho. . . Tiene su orgullo, por supuesto, y no haría...
—No se lo diré a nadie.
—Gracias. —Se levantó antes de ponerse demasiado personal, antes de
confesar que él la hacía sentir como si realmente pudiera conquistar
mundos. —Debería dejarle volver a su libro.
—Aunque no me decepcionaría si no me eligiera, Srta. Pettypeace, me
sentiría muy honrada si lo hiciera y haría todo lo que estuviera en mi mano
para ser una buena esposa.
—No creo que pueda pedir más que eso, Lady Alice. Le hablaré muy
bien de usted. He disfrutado de nuestra charla.
Mientras bajaba las escaleras, no pudo evitar pensar que Lady Alice
sería una buena incorporación a la casa Kingsland y que era el tipo de mujer
que el duque podría llegar a querer.
Acababa de entrar en el salón de baile cuando se le acercó una dama de
llamativo pelo rojo y brillantes ojos azules. — Srta. Pettypeace, ¿me
concede un momento de su tiempo?
—Sí, por supuesto.
La joven, que sin duda sólo esta temporada había hecho una reverencia
ante la Reina, la dirigió a un pequeño espacio. —Soy la Srta. Angelique
Seaton. Se rumorea que usted es secretaria del Duque de Kingsland. Me
preguntaba si sabe si me está considerando.
La dama estaba de hecho en su lista, pero por alguna razón, a diferencia
de Lady Alice, Penélope no se sentía cómoda divulgando la información. —
Está considerando a muchas.
—Por favor, dígame que no está contemplando casarse con Lady
Elizabeth Whitelaw.
—No me corresponde revelar a quién está considerando.
—Es mi prima y se enseñoreará de mí si es elegida—. Sus labios
formaron un pequeño mohín, que Penélope no dudaba que había practicado
innumerables veces ante un espejo para perfeccionarlo y que utilizaba con
no demasiada moderación con los caballeros.
—¿No haría usted lo mismo?
—Por supuesto que no. Aparte de exigirle que haga una reverencia ante
mí y se dirija a mí como “Su Gracia”. Después de todo, sería una duquesa.
En ese momento, Penélope sospechó que, de hecho, no se convertiría en
duquesa. O al menos, no la duquesa de Kingsland.
—El duque me parece el más apuesto de los hombres. Quizás sea tan
amable de informarle de mi aprecio.
—Es más que sus rasgos, Srta. Seaton.
—Yo no diría lo contrario. Es un duque, sin duda. Con poder y
prestigio, y yo ganaría todo eso.
—¿Qué haría con eso?
Con la nariz inclinada hacia arriba, miró a su alrededor. —Organizaría
los bailes y cenas más grandiosos que Londres haya visto jamás, me vestiría
con los mejores trajes y visitaría las mejores tiendas—. Volvió a mirar a
Penélope. —Le haría sentirse orgulloso, Srta. Pettypeace.
¿Pero qué hay de las buenas obras? ¿Ayudar a los pobres o
desfavorecidos? Los esfuerzos de Kingsland en el Parlamento servían a
menudo para mejorar las condiciones de trabajo de los obreros o el destino
de los niños. Creía en la lucha por mejorar la vida de los demás. —¿Si no
fuera duque?
La joven parpadeó. —Bueno, no estaríamos teniendo esta conversación,
¿verdad?
—No, Srta. Seaton, no creo que la tuviéramos—. Y sólo eso ya era
motivo suficiente para tacharla de la lista de Penélope.
CAPÍTULO 11

King no estaba celoso. Nunca había estado celoso de nadie ni de nada


en su vida. Los celos no servían para nada.
Sin embargo, era exasperante ver a Pettypeace bailando el vals con un
hombre tras otro. Tal vez no estaba siendo del todo honesto consigo mismo
con respecto al número de hombres. Después de Grenville, había habido
otros tres. Uno era Knight, el traidor. Él le había sonreído. Ella le había
sonreído. Y se habían reído. King no había podido oír el sonido, pero ver la
alegría que envolvía su rostro le había dado ganas de estrellar el puño
contra algo, preferiblemente la nariz de Knight. No porque no la quisiera
feliz, sino porque quería ser él quien le hiciera brillar los ojos y la hiciera
resplandecer como si se hubiera tragado rayos de luna.
¿De dónde había salido ese ridículo pensamiento? No era propio de él
pensar en abstracciones absurdas. Además, no se podía tragar rayos de luna.
Oh, pero ella ciertamente había parecido como si lo hubiera hecho.
Entre baile y baile, hablaba con una dama u otra. La perdió de vista
durante un rato y estuvo a punto de entrar en pánico, lo cual era ridículo, ya
que no era de los que entraban en pánico, pero ¿y si alguien intentaba
robársela? Su Pettypeace. Suya. No era un objeto ni una posesión, pero era
su secretaria, su mano derecha, su comienzo del día. Su aliada más cercana.
¿Se atrevería a admitirlo, su amiga más querida? No podía imaginar un
mundo en el que ella no estuviera a su lado.
Se sintió aliviado cuando por fin la vio sentada entre las tímidas, las
matronas y las carabinas. Cabizbaja, garabateando en su cuaderno. Sonrió
ante la imagen. Su Pettypeace siempre sería su Pettypeace. El deber antes
que el placer.
Con pasos largos y medidos, intentando no parecer que se precipitaba
hacia ella, cruzó la extensión que los separaba hasta situarse frente a ella. —
No hace falta que te tomes tu puesto tan en serio como para tomar notas
aquí, Pettypeace.
Lo miró, con una calidez en sus rasgos que la hacía parecer casi etérea.
Ni siquiera pensó que ese brillo fuera un remanente de su tiempo con
Knight. —Quería grabar mis pensamientos mientras aún eran vibrantes.
Dudaba que la mujer fuera capaz de olvidar nada. Antes de que pudiera
pensarlo mejor o reflexionar sobre las ramificaciones de hacer que los
chismes circularan, le tendió la mano. —Baila conmigo.

***

Penélope se quedó mirando aquella gran mano enguantada como si


fuera algo descubierto en una excavación arqueológica que aún no había
sido debidamente identificado. Las palabras que habían acompañado a la
extensión de la misma no eran una petición ni una invitación, sino una
orden, una exigencia. Casi una orden.
Como soldado obediente que era, no iba a desobedecer, pero fue algo
más que el deber lo que la hizo volver a meterse torpemente el cuaderno en
el bolsillo, apoyar la palma de la mano en la de él y saborear la sensación de
sus dedos cerrándose sobre los suyos mientras se ponía en pie. Había
soñado con Kingsland haciendo exactamente eso: acompañándola a la pista
de baile. Se había sorprendido cuando otros se lo habían pedido, pero
conocía lo suficiente la etiqueta como para saber que una dama no se
negaba a menos que ya hubiera prometido el baile a otro. Por supuesto que
no lo había hecho. Aunque llevaba un carné de baile atado a la muñeca con
una cinta, su propósito era servir de recuerdo, no llevar la cuenta de las
parejas de baile.
Cuando el duque la tomó en sus brazos y la deslizó sobre el parqué, se
sintió como si hubiera ascendido al cielo y estuviera bailando el vals entre
las nubes. Ninguna de sus otras parejas era tan elegante ni tan consumada
como él.
—Puedes quitar a Lady Adele de tu lista. Bailé con ella. Habla
incesantemente de sí misma.
Sonrió. —Me di cuenta de lo mismo cuando estuve unos minutos a
solas con ella.
Su mirada estaba tan concentrada en ella que se preguntó cómo había
evitado chocar con alguna de las otras parejas que bailaban.
—A diferencia de ti, que apenas revelas nada sobre ti—, dijo en voz
baja, sombría.
—En realidad soy bastante aburrida.
— Entonces abúrreme.
El corazón se le paró en seco, o eso sintió en el pecho. Últimamente,
parecía que él estaba indagando más en su pasado, y en ese camino estaba
el peligro. Aunque seguramente interpretó mal lo que él buscaba. Se
relamió los labios. —Bueno, antes de que me interrumpieras, había hecho
una anotación sobre Lady Bernadette. Viste de forma chillona, pero eso
puede solucionarse fácilmente, sobre todo porque usted le parece
encantador. Lady Louise Harcourt cotillea sarcásticamente sobre las cosas
más intrascendentes...
—No me importan. Dime algo sobre ti.
—Deberían importarle mucho. Podría casarte con una.
—¿Por qué eres tan reservada, Pettypeace? ¿Qué escondes?
Sus ojos se clavaron en ella, minando profundamente su alma. Salvo
que pronto se toparía con un lecho de roca que no le permitiría ir más allá,
pero ¿dónde estaba el daño en revelar un poco de su pasado, el vendaval
que sólo había insinuado la tempestad que vendría después? —Hace poco
me preguntó por mi padre. Era contable.
—Tendría entonces predilección por los detalles. ¿Te enseñó a ser
meticulosa?
Asintió, buscando los recuerdos más agradables de él. —Me sentaba en
su regazo y me explicaba cómo funcionaban las cifras. Cuando domine la
caligrafía, incluso me dejaba hacer las marcas.
—¿Por qué no decir la verdad sobre él desde el principio?
Después de todos estos años, catorce para ser exactos, todavía la
vergüenza y la mortificación la golpeaban con fuerza, y se preguntaba si
alguna vez llegaría el momento en que pudiera mantener enterradas esas
emociones en particular. —Porque no era un buen contable. Al menos no
con sus finanzas personales. Cuando su deuda se hizo demasiado grande,
nos trasladamos a Londres, donde había conseguido un puesto en una
pequeña empresa de exportación. Pero, al final, volvió a retrasarse en el
pago de lo que debía. Así que hizo las maletas y nos llevó a otra zona de
Londres. Una nueva aventura, lo llamó. Una oportunidad de ver mundo.
Pero al final su estilo de vida poco frugal lo alcanzó y fue enviado a la
prisión de deudores—. Él había hecho planes para que huyeran de nuevo, a
otra ciudad, y empezaran de nuevo. Pero ella no había querido dejar a sus
amigas. Incluso sabiendo que la esperaban en casa, que todo estaba
empaquetado, se había quedado a jugar. Los agentes habían llegado a su
pequeña residencia antes que ella. —Se puso enfermo y murió allí.
Porque había llegado tarde, porque había sido egoísta.
—Dijiste que nos llevó.
—Mi madre y mi hermana menor. Pero no mucho después de su muerte,
murieron también.
La música se detuvo, al igual que ellos, pero él no la soltó. —Siento
haberte incitado ahora, por desenterrar los recuerdos. Baila conmigo una
vez más y no diré ni una palabra.
Había leído suficientes libros de etiqueta como para saber que era un
escándalo permanecer en sus brazos y bailar por segunda vez. La gente
hablaría. Pero había sufrido la agonía de que su madre le diera la espalda.
¿Cómo podría que los extraños le dieran la espalda siquiera empezar a
compararse con eso? —¿No piensas menos de mí?
—Tú no eres tu padre.
Pero oh, si alguna vez descubriera toda la verdad sobre ella. Debería
huir ahora, debería hacer lo que su padre le había enseñado: cuando las
cosas se ponían desagradables, la única manera de escapar del pasado era
huir, cambiar de nombre y empezar de nuevo. Pero las cosas aún no eran
tan desagradables como para no poder enfrentarse a ellas. Y no le había
proporcionado suficiente información como para que pudiera conocer el
resto.
Por lo tanto, permaneció en el círculo de sus brazos hasta que la música
comenzó de nuevo y se sumergió en los fluidos movimientos que creaban
mientras bailaban el vals. Estuvo a punto de exigirle que le contara una
historia a cambio, pero después de descubrir cómo su padre había castigado
a Lord Lawrence para controlar a su heredero, sospechaba que existían
otras historias oscuras en la vida de Kingsland, y no quería traerlas a este
gran salón donde brillaban las lámparas de araña y debía residir la felicidad.
Algo diferente, una compasión, una comprensión, aparecía ahora en sus
ojos mientras giraban una y otra vez por la habitación. No debería haberle
sorprendido que él pudiera identificarse con su desgracia. ¿No se había
enterado hacía poco de que su padre tampoco tenía el don de administrar el
dinero y había dejado sus propiedades en una situación desesperada? Un
indigente y un noble enfrentados a circunstancias similares, pero la posición
de Kingsland en la Sociedad significaba que él no había necesitado tomar
las impensables medidas para sobrevivir que ella había tomado. Había sido
demasiado joven para comprender plenamente el escándalo que suponía o
cómo la perseguiría desde las sombras, amenazando con la ruina. Incluso
ahora, a medida que pasaban los años y se alejaba de los momentos que la
habían avergonzado, no podía estar completamente segura de haber
escapado de ellos por completo.
—¿Dónde aprendiste a bailar el vals? —, preguntó.
Demasiado para no decir una palabra, pero estaban de vuelta en
territorio seguro. —El año pasado, durante su baile, observé.
—¿Nadie bailó contigo?
—No. — Había estado demasiado ocupada y se había mantenido al
margen.
—No se puede decir lo mismo de esta noche, ¿verdad?
No era una pregunta, sino una afirmación. La luz de los candelabros
brillaba sobre su pelo oscuro, se reflejaba de vez en cuando en sus ojos de
obsidiana. —Me pareció descortés decirles que no. Le aseguro que los
lapsus de concentración no interfieren con mis deberes.
—No encuentro ningún fallo en que te tomes algo de tiempo para
disfrutar de la velada. Deberíamos haber previsto que los caballeros se
acercarían a ti. A la mayoría nada les gusta más que tener a una dama
encantadora del brazo. ¿Estabas interesada en alguno de ellos?
—No. Los bailes eran sólo un respiro de mis obligaciones.
—Lamentaría perderte, Pettypeace.
—No me perderá. — No hasta que te cases. Pero incluso entonces,
después de que él hubiera intercambiado votos con otra, después de que se
hubiera marchado para seguir una vida que ya no le incluía, él tendría su
corazón. Su nombre podría estar grabado en él. Le pertenecía y siempre le
pertenecería. —¿Estaba interesado en alguna de las damas con las que
bailo?
—No hasta este momento.
Su mirada era intensa, como si estuviera transmitiendo algo
completamente distinto, algo más grande, más grandioso que ellos dos. Si el
sol hubiera irrumpido de repente en la habitación, no habría podido
calentarse más. Sin duda, no estaba insinuando que le gustara, que la viera
como algo más que su secretaria.
—Eres todo menos aburrida, Pettypeace. No hablas sin parar. No
presumes de ti misma. No te ríes después de cada frase que digo. Lo que me
recuerda. También puedes quitar a la Srta. Susan Longfield. Titubea como
una ardilla temerosa de que le arrebates sus bellotas.
No pudo contenerse. Se rio suavemente de su expresión contrariada.
—¿Te hace gracia? Se reía a carcajadas después de cada frase que yo
pronunciaba. Mi pobre orgullo estaba recibiendo una paliza feroz.
Volvió a reír, con más fuerza. —No puedo imaginarle deshecho por la
risita de una mujer.
Su disgusto había desaparecido y la miraba con asombro, como si
acabara de desenterrar un tesoro que había estado enterrado durante siglos.
—Nunca te había oído reír.
—Le pido disculpas...
—No, no lo hagas. —Le agarró la mano con más fuerza y le apretó la
otra palma contra la cintura. —Me gusta. Es fascinante.
Tragó saliva. —No me río muy a menudo.
—No lo suficiente. Tenemos que hacer algo al respecto, ¿no?
Inspirar se convirtió en un reto mientras negaba con la cabeza. —No es
su responsabilidad.
Durante el lapso de tiempo que dura el parpadeo de la llama de una
vela, pareció herido. Pero entonces volvió a ser el Duque de Kingsland que
conocía, sin revelar nada en absoluto sobre lo que sentía. No era un hombre
que diera rienda suelta a sus emociones. A veces deseaba que le revelara
todo sobre sí mismo. Pero entonces él podría pedirle lo mismo a ella, y si lo
hacía, lo perdería por completo. La dejaría marchar en un santiamén. De su
empleo, de su residencia, de su vida.
Muy pronto la liberaría de este baile, y ya no podía evitar lamentar que
durante el resto de la noche se ocuparía de sus obligaciones y él de las
damas. Pero por el momento, tenía su atención, y a diferencia de los otros
caballeros con los que había bailado, su atención no se desvió de ella, ni un
solo segundo. Siempre había estudiado las cosas con un propósito singular,
y ahora la estaba escudriñando como si fuera una caja de rompecabezas, y
estaba decidido a descubrir cómo sondear las profundidades ocultas.
—¿Qué más has aprendido observando y no has tenido oportunidad de
practicar? —, preguntó en voz baja.
Cuando le vino a la mente la imagen de unos perros callejeros en celo
en las caballerizas, estuvo a punto de soltar una carcajada maníaca, pero
desde luego él no podía estar refiriéndose a algo de esa naturaleza. No
cuando la observaba con tanta seriedad, con tanto interés. Su respuesta
parecía importante y, sin embargo, a ella le costaba encontrar algo
remotamente apropiado. Tal vez fuera la forma en que la abrazaba o su
cercanía, pero sólo parecía capaz de evocar todas las diversas acciones
íntimas en las que le gustaría participar con él antes de casarse. —Una vez
vi a mis padres besándose con bastante entusiasmo.
Sus ojos se abrieron ligeramente. No le sorprendía a menudo, pero le
gustaba hacerlo. —Seguro que has besado a un caballero.
—Cuando tenía ocho años, un chico apretó su boca contra la mía y me
mordió el labio inferior. ¿Eso cuenta?
Sus ojos se oscurecieron y su mirada se posó en su boca. —Eso no
cuenta de ninguna manera. ¿Así es como te hiciste esa pequeña cicatriz en
el borde del labio inferior?
Se sorprendió de que él hubiera notado la delgada línea de un cuarto de
pulgada de largo. —Apenas se ve.
—No me pierdo mucho, Pettypeace—. Lo sabía, por supuesto. El
hombre observaba y catalogaba todo. —Al menos lo que se puede ver.
Empiezo a preguntarme qué puedo haberme perdido cuando se trata de ti.
—Nada en absoluto. Como ya he dicho, soy bastante aburrida.
—¿Recuerdas cuando asistimos a aquella conferencia científica sobre
especies exóticas y vimos un camaleón de África? Lo observamos
camuflarse mientras lo trasladaban de un recinto a otro, de la arena a los
helechos. Empiezo a darme cuenta de que ese eres tú. Tienes la habilidad de
pasar desapercibida, ya sea cenando con los ajedrecistas, enfrentándote a
unos salteadores o asistiendo a un baile. Cualquiera que no te conozca no se
daría cuenta de que no eres de la nobleza. Te adaptas a tu entorno. ¿Dónde
aprendiste tal habilidad?
—Como le he dicho, mi familia se mudaba mucho cuando yo era más
joven. Pronto deduje que me beneficiaba no parecer la persona nueva,
ingenua y desconocedora de las costumbres de la zona. La gente se
aprovechaba.
—Si alguien aquí se aprovecha, no tienes más que decírmelo y le
pondré en su sitio.
—¿No cree que aquí todo el mundo es civilizado?
—Desgraciadamente, no. En algunos asuntos, yo menos que nadie.

***

Al parecer, no era nada civilizado en lo que se refería al asunto de


Pettypeace. Agradeció que la música se silenciara porque las cosas entre
ellos se estaban volviendo demasiado familiares, demasiado íntimas, y
lamentó que la melodía hubiera terminado porque no había tenido más
remedio que acompañarla de vuelta a la sala de estar. Apenas se había
alejado dos pasos cuando un conde se le acercó y le pidió el honor de bailar
un vals.
Como King no tenía más bailes programados para la velada, salió a la
terraza y busco el rincón más oscuro donde pudiera... bueno, más bien
parecía que estaba enfurruñado. Quería que ella disfrutara de la velada, le
gustaba verla sonreír. Pero su risa le había pillado desprevenido. Su belleza,
su profundidad, su maravilla. La forma en que le había invitado a participar.
Había estado muy tentado, pero si su risa se hubiera mezclado con la de
ella, podría haberla cogido en brazos y sacado del salón de baile a un lugar
más privado, donde pudieran explorar otros sonidos.
Ella le había dicho que no era responsable de provocar su risa. Pero, ¿y
si quería serlo? Que Dios le ayudara, quería hacerla reír, suspirar y gritar de
placer. Siempre la había visto como Pettypeace, su secretaria. Pero
últimamente, especialmente esta noche, la veía como mucho más, como una
mujer. Una mujer increíblemente intrigante, fascinante y misteriosa.
Debería estar bailando con las demás de su lista, llevando a una o dos de
las más compatibles a dar un paseo por el jardín, llevándoles refrescos,
hablando con ellas aunque sólo fuera eso, y sin embargo no le resultaban
atractivas. Parejas, un hombre y una mujer, dos señoras que charlaban
porque no tenían pretendientes, deambulaban por la terraza, bajaban las
escaleras y se adentraban en los jardines. Siempre le habían parecido
tediosas, las había evitado en su mayor parte. Sin embargo, esta noche
quería otro vals con Pettypeace. Nunca se había sentido tan cautivado por
ninguna mujer que hubiera tenido en sus brazos, ni siquiera por Margaret en
el momento de mayor pasión.
Aunque sospechaba que las especulaciones y los cotilleos corrían como
la pólvora después de haberla tenido en la pista durante dos melodías, no
quería verla arruinada. No porque eso le dificultara el desempeño de sus
funciones, sino porque detestaba la idea de que alguien murmurara algo
desagradable sobre ella. Sólo merecía el mayor de los respetos y
admiración.
Estaba observando las sombras lejanas de los jardines cuando se percató
de la presencia de Pettypeace. Mirando por encima de su hombro, la vio de
pie en la terraza, junto a los escalones, del mismo modo en que uno se
cierne al borde de un acantilado, contemplando si arrojarse o no a las
tempestuosas olas de abajo. Luego comenzó a descenderlos. No iba a dar
una vuelta por el jardín sola, seguramente. Simplemente no se hacía. Pero
tampoco se la imaginaba dirigiéndose a una cita. Aunque antes de esta
noche, nunca la había imaginado bailando con caballeros, sonriéndoles o
riendo con ellos. Prueba de su falta de imaginación. ¿Qué creía que ella
había hecho con petimetres en el Fair and Spare? No era una debutante
recién salida de clase. Tenía veintiocho años y experiencia a sus espaldas.
No era tímida a la hora de ofrecer su opinión o argumentar su postura.
Diablos, ni siquiera tenía miedo de enfrentarse a los rufianes en su
biblioteca.
Antes de que desapareciera por completo entre los arbustos, los árboles
y las flores, miró rápidamente a su alrededor, no vio a nadie más solo que se
uniera a ella y la siguió. Las luces de gas bordeaban el sendero, pero no
permaneció en él. Se desvió hacia la penumbra. Quizá quería unos minutos
de soledad. Vaciló. No era como si estuvieran en los barrios bajos y ella
fuera a ser atacada, pero se resistía a dejarla sin protector, aunque no lo
necesitara. Ella era totalmente capaz de cuidar de sí misma, pero era
demasiado valiosa para arriesgarla. Por lo tanto, se escabulló del sendero y
se adentró en el follaje, abriéndose paso a través de él hasta llegar a los
árboles que bordeaban el muro de ladrillo que encerraba la mansión
Thornley.
El resplandor de las lámparas y luces lejanas iluminó su mirada hacia
arriba, donde la luna menguante colgaba en el cielo y se veían algunas
estrellas. —¿Pides un deseo, Pettypeace?
Con una sonrisa suave, lo miró. —Simplemente intento reorientarme,
recuperar el equilibrio. Desde que bailo el vals conmigo, he bailado con
otros tres caballeros. Estoy aquí para trabajar y todavía tengo damas a las
que entrevistar u observar. Pensé en darme un momento de respiro y a los
caballeros algo de tiempo para olvidarse de mí.
Dudaba que alguno de ellos se olvidara de ella. Tras acercarse lo
suficiente para verla con más claridad, apoyó un hombro contra un árbol y
cruzó los brazos sobre el pecho. —¿No te gusta la atención?
—No le doy importancia. Los caballeros sólo se acercan porque soy una
curiosidad, una desconocida.
—Puede que alguien se fije en ti. ¿Nunca piensas en el matrimonio? —
¿Era la razón por la que había ido al Fair and Spare, porque no tenía otra vía
para socializar, para encontrar marido?
—Nunca me casaré.
La convicción en su tono le sorprendió. ¿Qué mujer no deseaba un
marido? —¿Nunca?
—Nunca. Una mujer pierde demasiada libertad cuando dice “Sí,
quiero”. Después, lo más probable es que el marido le diga: “No lo harás”.
Mi madre nunca quiso mudarse a otro sitio, siempre lloraba mientras
empaquetaba nuestras pertenencias. Cuando crecí lo suficiente como para
no querer mudarme tampoco, le pregunté por qué no podíamos quedarnos.
“Porque tu padre dice que debemos irnos y así debe ser”. Sin discusión, sin
compromiso. ¿Y si el hombre con el que me case no quiere que trabaje? ¿Le
obedezco? No sé si tengo dentro de mí la capacidad de hacerlo, de ser como
mi madre, cuando no es lo que quiero.
El alivio que le recorrió fue desconcertante. No iba a perderla a manos
de un dandi que le daba vueltas por la pista. —¿No ha habido nunca en tu
vida un hombre por el que pensaras que lo dejarías todo?
Vaciló, lo estudió y luego apartó la mirada como si la respuesta residiera
en el follaje que apenas se veía. Cuando volvió a centrar su atención en él,
vislumbró un atisbo de tristeza antes de que ella cerrara todo pensamiento.
—¿Ha habido alguna vez una mujer en la tuya?
Nunca había querido una mujer que significara tanto para él. Era parte
de la razón por la que había tomado un enfoque tan impersonal para
encontrar una esposa. Las emociones no eran para él. Provocaban
reacciones que causaban estragos. Lo había visto a menudo con su padre.
Sin embargo, no podía negar que, de todas las mujeres que conocía,
Pettypeace era la más importante, la que desempeñaba el papel más
importante en su vida. La que le hacía soportable el despertar por las
mañanas, porque le estaría esperando en la mesa del desayuno. En lugar de
contestarle, decidió llevar la conversación por otros derroteros. —¿Iba
alguien a reunirse contigo aquí fuera?
Echó la cabeza hacia atrás como si la hubieran abofeteado. —¿Por qué
iba alguien a hacer eso?
A pesar de su edad, poseía una inocencia respecto a los hombres y las
mujeres que él apenas empezaba a reconocer. En un club como el Fair and
Spare, que no ocultaba su propósito, proporcionar compañía y encuentros
íntimos sin compromiso, ella sería un cordero fácil de llevar al matadero. —
A veces, en asuntos como éste, se organizan citas... especialmente para
encuentros clandestinos en los jardines, lejos de miradas indiscretas.
—¿Es esa la razón por la que me siguió? ¿Porque pensó que no estaba
tramando nada bueno?
—Te seguí para asegurarme de que nadie se aprovechara de que
andabas sola por ahí.
—Soy totalmente capaz de cuidar de mí misma.
Sus palabras rebosaban confianza. ¿Desde cuándo era eso cierto?
¿Cuántos años tenía cuando nadie más velo por ella? —¿Cómo pasas las
tardes?
—Trabajando, normalmente. Terminando asuntos para los que no tengo
tiempo durante el día.
—¿Ningún pretendiente que te visite?
—Sería una pérdida de su tiempo y del mío. Como he dicho, no deseo
casarme, y por eso he evitado cualquier enredo.
Sin embargo, había ido a Fair and Spare, por lo que obviamente estaba
abierta a recibir las atenciones de un caballero. Parecía que simplemente no
quería nada permanente. Aunque sabía que no era asunto suyo, no pudo
evitar sentir curiosidad por su experiencia con los hombres, sobre todo
porque antes había dicho que sus padres se besaban, algo que ella sólo
había observado, pero que nunca había hecho. ¿Estaba insinuando que de
adulta nunca la habían besado, o al menos no con entusiasmo? Le parecía
inconcebible que ella tuviera tan poca experiencia en ello. —¿Ningún
caballero te ha besado alguna vez?
Desviando la mirada, ella cambió ligeramente de postura, y empezaba a
darse cuenta de que hacía eso cuando se esforzaba por determinar
exactamente cuánto revelar. Así que quizás había habido alguna vez un
hombre por el que había considerado dejarlo todo.
—Cuando tenía dieciséis años—, empezó antes de encontrarse con su
mirada, —un chico me besó. Recuerdo que fue bastante incómodo.
Chocamos las narices, luego las barbillas. Al final, sus labios se posaron en
los míos y se quedaron un rato. Para ser sincera, no entendí a qué venía
tanto alboroto.
—Un niño y un muchacho joven e inexperto. ¿Te gustaría saber lo que
es ser besado por un hombre?
CAPÍTULO 12

¿Se había quedado dormida en el caluroso salón de baile, donde se


había mareado mientras un caballero tras otro la llevaba a dar una vuelta
por el parqué? Había venido aquí en busca de un poco de consuelo, tratando
de encontrar una razón para todo aquel repentino interés en ella. Y por qué
no disfrutaba de la compañía de nadie tanto como la de él. Nunca se sintió
obligada a mantener una conversación con él. Si tenía algo que decir, lo
decía. Él escuchaba, reflexionaba y respondía. Y así seguían, sin presiones
para ser ingeniosos, interesantes o inteligentes.
Sin embargo, aquellos otros caballeros, no Knight ni el Sr. Grenville,
sino los tres últimos en particular, el conde y el vizconde y el conde después
de él, la habían mirado todos con expectación, como si esperaran que les
entregara algo. Una promesa de una acción o un objeto. Siempre se había
considerado una mujer de mundo; ciertamente, había perdido su ingenuidad
tras la muerte de su padre, pero esta noche se sentía como un polluelo que
aún no ha aprendido a nadar. Y por eso había escapado de la residencia,
porque ésa era la lección que le había enseñado su padre: cuando las cosas
se volvían demasiado complicadas o aterradoras, ¡corre!
Pero nunca en su vida se había sentido tan asustada como en aquel
momento. Aterrorizada de que él estuviera bromeando o burlándose de ella.
Más temerosa de que lo que le había preguntado fuera en serio, y temerosa
de creerle, de dar una respuesta equivocada y perder la oportunidad de
experimentar lo que soñaba cada vez que cerraba los ojos y se quedaba
dormida. Kingsland, alto, ancho y tan increíblemente perfecto. Que la
estudiaba del mismo modo que sus libros de contabilidad: con un interés
frío y controlado.
Un par de veces esta noche, sin embargo, había visto el calor en sus ojos
cuando la miraba, lo había sentido hasta en la punta de los dedos de los
pies, casi había bajado todas sus defensas para que el amor que sentía por él
brillara y lo hiciera caer de espaldas con su profundidad y amplitud. Pero en
ese camino estaba la angustia, porque él nunca podría ser total y
completamente suyo. Su vida no se prestaba a huir, y ella nunca sabía
cuándo llegaría el día en que tendría que hacerlo.
Sin embargo, la oportunidad de conocer su beso era una tentación
demasiado grande para dejarla pasar.
—Sí, creo que sí. ¿Se ofrece?
Mientras se extendía su lenta sonrisa sensual, descruzó los brazos y se
apartó del árbol. —¿Te han hecho otra oferta?
Cuando empezó a quitarse los guantes, se quedó sin voz y sólo pudo
negar con la cabeza mientras él se metía los accesorios de tela gris en la
cintura del pantalón. Luego, los dedos cálidos y desnudos de una mano se
apoyaron en el borde de su mandíbula. —Entonces, sí, creo que sí.
Lamiéndose los labios, se ordenó a sí misma que se relajara, pero cada
terminación nerviosa parecía una brasa recién encendida, lista para
prenderle fuego a toda ella. Él empezó a bajar la cabeza. —Cierra los ojos
—, susurró, y el bajo susurro la estremeció.
Hizo lo que él le pedía. Tocó con la boca la comisura de la suya, tan
ligera como una pluma, y imaginó que un pétalo sentía la misma suavidad
cuando una mariposa se posaba en él. Si es que un pétalo sentía algo. Era un
pensamiento absurdo. Entonces su boca se asentó más firmemente contra la
de ella, sin dejar lugar a lo absurdo.
No corría peligro de que le añadiera una cicatriz al labio inferior, pero
temía acabar con el corazón dañado. Era peligroso tenerlo así, tenerlo tan
cerca, llenando sus sentidos con su fragancia. Su lengua recorrió el surco
entre los labios de ella, y entonces empezó a sentir la más mínima presión
mientras la animaba a separarlos. Cuando lo hizo, él se zambulló con un
gruñido y un hambre que deberían haberla asustado. La rodeó con el otro
brazo, acercándola. Ella le rodeó el cuello con los brazos y él respondió con
un gemido y un beso más profundo.
El beso de un hombre, especialmente éste, era maravilloso, sublime,
glorioso. Tal como siempre lo había imaginado. Sin prisa, pero sin pausa,
exploró los confines de su boca igual que ella exploró el interior de la suya.
Caliente, húmeda y sabrosa, con un toque de champán en la lengua. Y
oscuro, había una oscuridad que hacía este momento mucho más sensual.
Ojalá se hubiera tomado la molestia de quitarse los guantes para comprobar
si su pelo era tan suave como parecía. Pero incluso con los guantes, sus
dedos se deslizaron por él una y otra vez, luego bajaron por sus fuertes
hombros y volvieron a subir hasta el cuero cabelludo para mantenerlo en su
sitio. No quería que la abandonara nunca y luchaba por no pensar en el
momento en que lo haría.
Mientras los dedos de una mano le acariciaban la barbilla, su pulgar le
acariciaba continuamente la mejilla, aumentando las sensaciones que él le
provocaba con la boca. Había sido un error no correr cuando él se lo
propuso, porque, por todos los cielos, ¿cómo podía mirar sus labios
carnosos y exuberantes y no recordar lo que era tener los suyos acurrucados
contra ellos?
Con su musculoso brazo como apoyo, la inclinó ligeramente hacia atrás
y empezó a mordisquearle el cuello, por encima de la clavícula, hasta llegar
a los pechos hinchados por el corsé, unos pechos que buscaban su contacto.
Sus pezones se habían endurecido y se habían vuelto tan sensibles al roce
de la ropa que estaba a punto de gritar. Sus caricias cubrieron su piel de
humedad, haciendo que el rocío se acumulara en su lugar secreto e íntimo,
que ansiaba liberarse, su tacto, el suyo propio.
Su gemido, bajo y torturado, vibró contra su carne antes de que su boca
volviera a la de ella, y le dio la bienvenida con avidez, con un maullido que
hizo que él la acercara más, como si pretendiera absorber cada aspecto de
ella. Lo deseaba, a él fundido contra ella, enterrado en su interior. Anhelaba
lo imposible, lo que nunca podría pedir, lo que nunca podría poseer. No
deberían haber hecho esto, no deberían haber borrado las líneas entre
empleador y empleada, entre noble y plebeya, entre un par honrado y una
mujer que había traicionado su orgullo para sobrevivir.
Respirando con dificultad y dureza, se apartó, clavando su mirada en la
de ella. —Y por eso—, ronroneó, — es de lo que se trata todo este alboroto.
Sentía las piernas tan débiles que se sorprendió de no haberse
derrumbado a sus pies. Podría hacerlo cuando él la soltara, pero aún no lo
había hecho. Sólo ahora se dio cuenta de que estaba agarrada a sus solapas.
Rígidamente, uno a uno, desplegó los dedos y luego alisó la tela. —Espero
que no esperes que diga nada—, murmuró en voz baja, —ya que me has
privado de pensamiento coherente.
Él rio por lo bajo, y tuvo que hacer todo lo posible para no poner los
dedos en su garganta y saborear las vibraciones que encontraría allí. Le
pasó ligeramente el pulgar por los labios, que seguían hormigueando e
hinchados. —Deberías entrar ya.
—¿Sin ti?
—No estaría bien que nos vieran entrar juntos de los jardines. Además,
necesito un poco de tiempo para recuperarme.
No era tan inocente como para no saber lo que quería decir, pero se
abstuvo de mirar hacia abajo, no es que pudiera haber visto mucho de todos
modos con la oscuridad que los rodeaba. —No estoy segura de cuál es la
etiqueta adecuada. ¿Debo darle las gracias?
—Dios, por favor, no—, exclamó.
Después de asentir con la cabeza, dio un pequeño paso para asegurarse
de que sus rodillas podían sostenerla. Sus manos se apartaron. Y quedó
libre, aunque no deseaba irse. Pero se obligó a alejarse del muro, de los
árboles...de él.
Cuando estuvo más allá de su vista, empezó a correr, sabiendo que
nunca podría superarse a sí misma ni a sus deseos.

***

Dolorido por la necesidad, se volvió, apoyó la frente en el árbol y


golpeó la corteza con el puño cerrado. Nunca antes, con una pasión tan
ferviente, había deseado tanto a una mujer como a ella. Había estado tan
cerca de empujarla contra aquel maldito muro y tomarla allí, como un
bárbaro, un salvaje, un hombre sin honor ni escrúpulos. Una locura. Era una
locura total lo desesperado que se había vuelto por conocerla en todas las
formas en que un hombre puede conocer a una mujer.
Era como si hubiera algo desconocido burbujeando bajo la superficie
que había estallado en un volcán incontrolable en el momento en que su
boca se había encontrado con la de ella. La inocencia y la timidez de su
acogida inicial se habían convertido en una sensualidad ardiente que lo
había estremecido hasta los talones.
La primorosa, correcta y siempre eficiente Pettypeace era un hervidero
de deseos fundidos. Había querido hacerla arder de pasión, ver cómo sus
ojos ardían de deseo y anhelo, oír su nombre resonando entre sus gritos de
placer.
Gracias a Dios, años de práctica para no ser como su padre, para no
perder nunca el control, le habían permitido conservar un atisbo de cordura,
la suficiente para recordar que era su secretaria y que no podía arriesgarse a
aprovecharse de un momento de debilidad en ella o en sí mismo.
Respirando hondo varias veces, se alejó del árbol. Afortunadamente, su
polla había reconocido por fin que se quedaría desatendida y ya no le
acosaba la necesidad. Podía volver al salón de baile sin avergonzarse.
Cuando empezó a caminar hacia el sendero iluminado, se reprendió a sí
mismo. ¿En qué estaba pensando para ofrecerse a dar una lección de besos?
Pero después de saber que ella había ido a ese nuevo club escandaloso y de
conocer sus dos experiencias con los machos de la especie humana, no
parecía correcto que no tuviera nada notable o digno de comparar con
futuros encuentros. Ah, diablos, ¿a quién pretendía engañar?
Aquella chispa de celos que lo había golpeado por primera vez cuando
la vio bailar lo había llevado hasta ella a través de los jardines, lo había
hecho preguntarse cómo sería besarla, lo había desafiado a descubrir la
realidad.
—Ah, ahí estás.
Se había acercado a las escaleras de la terraza y, al levantar la vista, vio
a Knight de pie un poco apartado, fumando un puro. Tras subir los
escalones de dos en dos, se unió a su amigo y negó con la cabeza cuando le
ofreció un puro.
—¿Saliste para una pequeña cita? — preguntó Knight.
—Sólo un poco de aire fresco.
—Entonces, ¿no serás tú la razón por la que Pettypeace salió corriendo
de los jardines?
El corazón le golpeó las costillas. —¿Estaba corriendo?
—Sólo hasta que se dio cuenta de que podían verla. Entonces aminoró
la marcha. Le pregunté si necesitaba que desafiara a alguien. Me dijo que
no fuera ridículo y entró corriendo.
Pettypeace no corría... nunca. Aunque le reconfortó que no le confesara
que tenía que enfrentarse a una pistola de duelo al amanecer. —Si alguien
va a desafiar a alguien, seré yo.
—¿Vas a pegarte un tiro?
—Estás muy irritante esta noche, ¿lo sabías?
Knight dio una calada a su puro y expulsó una serie de círculos de
humo. —Quizá quieras peinarte antes de entrar. Parece como si te hubieran
devastado.
Se sintió como si lo hubiera estado, por dentro y por fuera, desde el
momento en que se acercó a ella y lo miró con algo parecido al anhelo.
Llevándose las manos a la cabeza, se aplastó los mechones que sobresalían
y luchó por no recordar lo maravilloso que había sido que sus dedos los
recorrieran. —¿De qué te reías mientras bailabas con ella?
—No lo recuerdo. Algo relacionado contigo, probablemente.
King deseó que hubiera un ring de boxeo cerca. Nada le gustaría más
que golpear a Knight en el culo. —No me había dado cuenta de que era una
fuente de humor.
—Normalmente no lo eres—. Knight se atrevió a sonreírle. —No hay
nada malo en que te guste.
Si sólo le gustaba, era algo más, algo más profundo, algo que nunca
había experimentado, que no acababa de entender. —Ella trabaja para mí.
—Entonces establece reglas y asegúrate de que las entienda.
Parecía muy sencillo, pero King no estaba seguro de que nada con
Pettypeace lo fuera.

***

—Para ser sincera, sólo escribí la carta porque quería poner celosa a
otra persona—, confesó Lady Sarah Montague.
Después de regresar al salón de baile, Penélope había hecho
averiguaciones hasta que había podido identificar y localizar a Lady Sarah
en la esquina trasera de un conjunto de sillas, donde había estado
afanosamente introduciendo puntos de cruz a través de la tela para crear un
perro marrón en su bordado. Penélope había tachado casi inmediatamente
su nombre para pasar a la siguiente de la lista, porque ¿qué clase de mujer
llevaba bordados a un baile? Pero al recordar cómo algunos criados la
juzgaban sin saber la verdad de las cosas, decidió dar a la muchacha la
oportunidad de explicar su extraño comportamiento. Podía tener una razón
perfectamente lógica para llevar sus bordados a todas partes.
La rubia debutante de ojos azules, extremadamente menuda y con los
pies a un palmo del suelo, tenía un delicado aire élfico, y Penélope temía
que Kingsland destrozara a la dama si se abalanzaba sobre ella con tanto
entusiasmo como el que había mostrado en el jardín. Aunque darle libertad
para besarla había sido un error, le había hecho darse cuenta de que
necesitaba una esposa robusta que pudiera sobrevivir a su apasionada
naturaleza que le robaba el aliento.
—No creí realmente que me consideraría seriamente—, continuó Lady
Sarah.
Sentada a su lado en ángulo, Penélope pudo vigilar la puerta que daba a
la terraza. Kingsland aún no había regresado, y empezaba a preocuparse de
que le costara recuperarse de su encuentro, de que tal vez lo hubiera
debilitado tanto como a ella. Aún sentía los miembros lánguidos, como si
acabara de salir de un baño increíblemente caliente. —Pero escribió tan
elogiosamente sobre usted.
—Bueno, supongo que esperaba que pudiera mencionarle a uno o dos
caballeros lo difícil que fue pasarme por alto, y que el que ha conquistado
mi corazón se enterara pronto y se sintiera intrigado—. Arrugó su delicado
ceño. —Empiezo a darme cuenta de que no pensé bien mi estrategia.
—Sentarse cerca de las plantas puede que no sea la mejor manera de
captar la atención de nadie.
— Srta. Pettypeace, ¿alguna vez ha anhelado a alguien con cada fibra de
su ser, sólo para que nunca se fije en usted, para que actúe como si usted ni
siquiera existiera, para que ni siquiera la haya sacado a bailar?
Como si hubiera sido convocado, aquel a quien Penélope anhelaba
eligió ese preciso momento para entrar en el salón de baile y echar un
vistazo a su alrededor. Su mirada se posó en ella con un golpe casi audible.
Asintió bruscamente con la cabeza y siguió su camino. Al parecer, se había
recuperado bastante bien. Aunque lo había deseado, no podía decir que no
se había fijado en ella o que no la había invitado a bailar, así que falseó un
poco la verdad para no herir los sentimientos de la chica. —No, no puedo
decir que lo haya hecho.
—Es la cosa más horrible del mundo entero. Le presta más atención a
su sabueso que a mí.
Señaló con la cabeza el bordado. —¿Es para representar a su sabueso?
Lady Sarah sonrió, con un pequeño hoyuelo a cada lado de la boca. —
Pensé en meterlo en el bolsillo de su chaqueta o en su sombrero en alguna
ocasión en la que se dejara uno o los dos en el guardarropa. Ser reservada al
respecto, hacer que se pregunte quién podría ser su admiradora.
—Tal vez, entonces, no debería arriesgarse a que le vea trabajando en
ello en un baile.
— Maldita sea —, dijo, la única palabra llena de un universo de
decepción. —No soy muy buena en esto de los subterfugios, ¿verdad?
—¿Ha pensado alguna vez en sacarle a bailar?
Los ojos azules se abrieron de par en par. —Eso simplemente no se
hace.
—A veces hacer lo que simplemente no se hace es la única manera de
conseguir lo que quieres. Cuando el duque puso su anuncio para una
secretaria, dijo específicamente que necesitaba un caballero con ciertas
habilidades, que luego enumeró. Un caballero, Lady Sarah. Y aun así entré.
—Eso fue muy audaz de su parte, Srta. Pettypeace.
—Debo confesar que pensé que me echaría de cabeza, y me temblaron
las rodillas durante toda la entrevista. Pero conseguí el puesto. Nada
arriesgado, nada ganado, Lady Sarah.
—Ciertamente lo pensaré un poco y trataré de encontrar mi valor.
—¿Debo retirarla de la consideración para el puesto de Duquesa de
Kingsland?
—Creo que sería lo mejor. El duque realmente me aterroriza. Tan
grande y audaz, y tiene esa determinación en él que es abrumadora y
desconcertante.
Era una de las cosas que Penélope más admiraba de él. Es curioso cómo
la gente puede percibir los atributos de manera diferente. Lo que una
persona prefería, otra lo rechazaba.
Esos pensamientos siguieron retumbando en su mente después de
despedirse de Lady Sarah y mientras tomaba notas sobre sus impresiones de
las damas con las que había hablado u observado. Aún estaba aplicando el
lápiz al papel cuando Kingsland se acercó y le dijo que era hora de
despedirse.
No le ofreció el brazo mientras la guiaba fuera del salón de baile y la
seguía escaleras arriba. No la toco en absoluto hasta que llegaron a su
carruaje y la ayudó a subir. Era una pena que llevara guantes de nuevo,
aunque no ayudaban a evitar que el calor de su piel se filtrara en la de ella.
Mientras se acomodaba en los cojines, él se sentó frente a ella. A diferencia
de la noche en que cenaron con los ajedrecistas, al menos no la dejaría sola
para ir en busca de otros entretenimientos.
Sin embargo, podría haber sido mucho menos estresante si lo hubiera
hecho. No sabía si hacer un comentario sobre el beso o fingir que nunca
había sucedido. Aunque le resultaba difícil leer su expresión, agradeció que
no hubiera traído una lampara. Viajar en la oscuridad era reconfortante.
—¿Conseguiste todo lo que esperabas? —, preguntó él, y su voz grave
rompió la calma que casi había logrado. —Me refiero a tu lista.
¿Creía que era necesaria una aclaración? ¿Creía que había ido allí con la
intención de besarle, de aprender el placer que se siente al tener sus labios
pegados a los suyos? —Dos de las damas no parecían estar presentes. Veré
de visitarlas. No quiero que estén en desventaja.
Emitió un gruñido antes de mirar por la ventana. Quizá debería decir
algo sobre el beso. No cambia nada entre nosotros. Cuando en realidad, lo
había cambiado todo.
—Pettypeace, he estado pensando en nuestra situación.
Aunque sus palabras la pillaran por sorpresa, su voz era una caricia
profunda y lenta en la oscuridad. Había metido la pata hasta el fondo. Iba a
despedirla. Una secretaria con un comportamiento tan escandaloso no debía
ser tolerada. —No volverá a ocurrir. El beso, fue— maravilloso, increíble
—Yo— no era yo misma, no pensaba con claridad, seguía sin hacerlo,
parecía incapaz de dar ningún tipo de explicación coherente —No tiene por
qué despedirme. Me comportaré bien en el futuro—. Ya está. Estaba
reclamando la culpa como suya, asumiendo toda la responsabilidad por lo
que había sucedido en el jardín.
—¿Despedirte?
—¿No es eso lo que está considerando, con respecto a nuestra
situación?
—En realidad, no. ¿No lo disfrutaste? ¿El beso?
Entregaría su pequeña fortuna por otro. —Eso no viene al caso, ¿no?
—Podría muy bien ser el punto. ¿Fue de tu agrado?
La estaba estudiando, su mirada se clavaba en ella como si pudiera
detectar cada faceta y reacción de ella, a pesar de la oscuridad. —Fue muy
de mi agrado.
—Para mí también. Los hombres tienen necesidades, Pettypeace. Al
igual que las mujeres. Aunque la mayoría negaría que el sexo débil tiene
necesidades.
Su corazón empezó a martillear. No creía que se refiriera a la necesidad
de comida, vivienda o ropa. —¿Necesidades?
Se alegró de que su voz no chirriara como la de un lirón asustado.
—Por un toque, una caricia…camaradería…compañía…o incluso
impulsos carnales que deben ser satisfechos. ¿Nunca anhelas lo que un
hombre puede proporcionar? ¿Nunca lo buscas?
Tanta confianza en su tono. Oh Dios, él ya sabía la respuesta, de alguna
manera sabía que había ido al Fair and Spare. —Lord Lawrence se lo dijo.
Pareció sorprendido durante un minuto, y luego su sonrisa brilló en la
oscuridad. —¿Que fuiste a Fair and Spare? Sí. Se le escapó. Sin querer. No
pretendía traicionar una confidencia. ¿Conociste allí a alguien que te
gustara?
Aunque no podía verle claramente, miró por la ventana porque parecía
un lugar más seguro. —No, pero sólo fui una vez. No fue chabacano, pero
no estoy muy segura de que me convenga. Mis habilidades para ligar son
pésimas. Sin embargo, fue justo antes de enfermar, así que quizás no estaba
en mi mejor momento.
Oyó el susurro de su ropa, y cuando se volvió, fue para ver su sombra
inclinándose hacia ella. —¿Piensas volver?
Apretando las manos en el regazo, cerró los ojos y luego los abrió
porque se trataba de Kingsland, un hombre al que conocía desde hacía ocho
años. —Probablemente no antes del baile. Queda tanto por hacer.
—Los dos somos personas increíblemente ocupadas. Trabajamos
muchas horas, asistimos a reuniones sobre inversiones, exploramos
opciones, leemos revistas y periódicos y nos esforzamos por mantenernos a
la vanguardia de un mundo en constante cambio. ¿Por qué no deberíamos
tomarnos un tiempo para nosotros, tú y yo, al final del día, cuando estamos
tan cerca el uno del otro, para ver que esos impulsos se satisfacen? Tu no
deseas casarse, y yo no tengo esposa. ¿A quién perjudicaríamos haciendo
alguna travesura, siempre que ambos reconozcamos y comprendamos que
nunca habrá un compromiso? Disfrutaríamos de una relación temporal.
Mientras no le debamos lealtad a otro. Aunque aquí está el problema, como
yo lo veo. Soy tu empleador. No sería bueno para mí buscarte. Pero si
alguna vez tienes una necesidad que yo pueda satisfacer, puedes acudir a
mí.
Volvió a recostarse contra los cojines como si el asunto estuviera
zanjado, como si en ese mismo instante ella no deseara cruzarse con él y
que él apretara una mano, un muslo o una polla contra el punto palpitante
entre sus muslos. —No me gustaría quedarme embarazada—. Pero incluso
mientras lo decía, sabía que era mentira. Le gustaría mucho tener un hijo
suyo.
—Sé cómo asegurarme de que no lo hagas.
Por supuesto que lo sabía. Ella era la virgen, no él. —¿Seguiría siendo
su secretaria?
—Por supuesto. Nada cambiaría entre nosotros en ese sentido. Sólo las
noches serían diferentes, más interesantes, más satisfactorias.
Asintió, aunque no estaba segura de que él pudiera ver el movimiento.
Desde luego, valía la pena considerar su propuesta. Había ido al Fair and
Spare porque quería un compañero masculino. Pero se necesitaba tiempo
para sentirse lo suficientemente cómoda con un hombre como para
considerar siquiera la posibilidad de entablar el tipo de intimidad que
ansiaba. Sin embargo, aquí estaba un hombre al que ya había entregado su
corazón. Compartir su cuerpo con él parecía razonable, sobre todo cuando
ya había experimentado el poder de su beso. Disfrutar de encuentros más
intensos con él, aunque fuera por poco tiempo, era preferible a no tener
nunca nada más de él.
CAPÍTULO 13

Los argumentos que Penélope se había dado a sí misma mientras


continuaban su viaje de vuelta a la residencia en silencio habían parecido
racionales y claros. Pero ahora, sentada al borde de su cama en camisón,
reconocía que eran peligrosos y estaban plagados de trampas. Podría
enamorarse más profundamente de él. A pesar de su razonamiento de que
sólo cambiarían sus noches, sospechaba que era muy raro que un encuentro
entre las sábanas no afectara a lo que ocurría más allá de ellas. Sin embargo,
su anhelo por él era tan grande que estaba dispuesta a arriesgarse a que una
cita acortara su tiempo juntos, a que tuviera que presentar su renuncia antes
de que él se casara.
Pero al menos tendría esta noche para consolarse.
Si pudiera encontrar el valor para poner los pies en el suelo. Entendía
por qué la decisión tenía que ser suya. Tenía mucho que perder, pero
también mucho que ganar. Aunque él no sabía la última parte.
Para él, sólo sería lujuria y una liberación física.
Para ella, sería una entrega clandestina de su corazón. Pero ya era suyo.
Dar este paso sería simplemente reconocerlo como tal. Levantó las piernas,
las rodeó con los brazos y las apretó contra su pecho. Bajando los brazos, se
deslizo de la cama hasta que sus pies descalzos se apoyaron en el suelo y
miro a su gato acurrucado en la almohada. —No tardaré mucho, Sir
Purrcival. No hagas ninguna travesura mientras estoy fuera.
Cruzó la habitación en silencio, sin molestarse en ponerse las zapatillas.
Después de llegar a la residencia, se retiró inmediatamente a su habitación,
mientras que él se dirigía por el pasillo, sin duda a la biblioteca a tomar un
poco de whisky. Habían pasado unos veinte minutos desde que oyó cerrarse
la puerta de su habitación. Puede que ya estuviera dormido. Aunque si el
silencio que se produjo a continuación era un indicio, aún no había llamado
a su ayuda de cámara. Pero era un hombre adulto, capaz de desvestirse solo.
Abrió la puerta y miró a lo largo del pasillo. No había nadie, ni siquiera
su ayuda de cámara. Inhalando profundamente, antes de que su coraje la
abandonara, caminó por la gruesa alfombra hasta su habitación y llamó
suavemente a la puerta. Le sorprendió la rapidez con que la abrió, como si
hubiera estado al otro lado, esperando su llegada. Se había desabrochado
todos los botones de la camisa y la tela se había abierto para revelar una
tentadora V de pecho desnudo con una ligera mata de pelo oscuro. Tenía los
pies desnudos, grandes y perfectos, y su visión le pareció mucho más
escandalosa que la de su pecho.
Tras tragar saliva, confesó: —Nunca había hecho esto.
Sus facciones se transformaron para revelar un cúmulo de ternura que
disipó todas sus dudas. Le tendió una mano grande y poderosa. —Seré
suave.
Deslizó la palma de la mano sobre la de él, saboreando la fuerza de sus
dedos largos y gruesos cuando se cerraron en torno a la suya y él la atrajo
hacia su alcoba. Cerró la puerta, echó el pestillo y la condujo a la
habitación, dos veces más grande que aquella en la que dormía.
—¿Quieres brandy? —, le preguntó.
Negó con la cabeza. —Ya me he tomado dos copas. Quizá quieras
hacerlo antes de que me abandone el coraje.
Le acunó la cara con afecto. —Si en algún momento quieres que pare o
cambias de opinión, sólo tienes que decírmelo.
—Se lo agradezco, Su Gracia.
Le acarició la boca con el pulgar. —Sólo estamos nosotros dos en esta
habitación, dos personas con necesidades. Ningún duque, ninguna
secretaria. Ningún par, ningún plebeyo. Llámame Hugh, Penélope—. Nunca
se había dirigido a ella por su nombre de pila. A ella siempre le había
gustado que se refiriera a ella como Pettypeace, pero en ese momento su
corazón floreció en la flor más hermosa que jamás había existido.
Sonrió suavemente. —Hugh.
Entonces, como si todos los preliminares se hubieran resuelto y
estuvieran fuera del camino, su boca cubrió la suya con desenfrenado
propósito y pasión, robándole el poco aliento que le quedaba después de oír
su nombre en su lengua. Esta vez, cuando sus dedos se enredaron en su
pelo, estaba sin guantes y pudo apreciar los rizos suaves como la marta. El
gemido de él rozaba el gruñido áspero y a ella le daban ganas de reír, bailar
por la habitación y volver a saltar a sus brazos. La besaba como si
significara algo para él, como si no pudiera saciarse de ella, como si nunca
tuviera suficiente.
Aun así, le preocupaba estar abriéndose a más angustias. Después de
haberlo tenido, ¿cómo podría sobrevivir cuando llegara el momento en que
no pudiera volver a tenerlo? No quería pensar en eso ahora. Sólo quería
saborear el momento, saborear cada sensación que él provocaba en ella.
Quería devolverle el favor, saber más que su boca en la suya, sus dedos en
su pelo. Recorrió con los dedos los tendones de su cuello, saboreó su
gemido salvaje y sólo entonces fue consciente de sus propios suspiros.
¿Cómo era posible que un hombre tan poderoso y fuerte tuviera una piel tan
sedosa? Agradecida de que los botones no fueran un impedimento, deslizó
las manos por dentro de la camisa y deslizó las palmas sobre su pecho firme
y ancho.
Rompiendo el beso, levanto los brazos, agarro la parte trasera de la
camisa, la arrastro por encima de la cabeza y la tiro a un lado, dejándola
admirar su espléndido pecho. Un vientre plano... y cicatrices, que asomaban
a lo largo de su costado. Una gran zona de decoloración y piel arrugada. Sus
dedos se dirigieron hacia la carne estropeada, pero su mano la cubrió antes
de que llegara a su destino y la apartó. —Son marcas de quemaduras.
¿Cómo te las hiciste?
Se llevó la punta de los dedos a la boca. —Un accidente. —Desplegó
los dedos y le besó la palma. —Ahora no tiene importancia. —Apoyó su
mano contra su pecho. —Ignóralas.
Entonces su boca volvió a estar sobre la de ella, distrayéndola de la
búsqueda de respuestas a su pasado, animándola a perderse en la vorágine
del presente, donde nada importaba excepto la pasión y el placer.
***

Se había olvidado de las malditas cicatrices. Después de tantos años,


simplemente formaban parte de él. Debería haber esperado que la carne
moteada llamara su atención y, por lo tanto, debería haberse dejado la
camisa puesta. Pero cuando ella empezó a explorar lo que sus botones
desabrochados habían dejado al descubierto, quiso que ella tuviera la
libertad de explorarlo todo. Cuando ella estuviera lista, se quitaría los
pantalones. Había prometido ser delicado y eso significaba ir despacio, pero
maldita sea si no estaba deseando ya estar enterrado profundamente dentro
de ella.
Ella emitía los maullidos más dulces y sensuales que jamás había oído.
Y parecía apreciar el lujo de tocarlo. Había conocido a mujeres que se
contentaban con recibir placer y no pensaban en dárselo a su pareja, pero,
como en todo, Penélope era una igual. Ella no recibía sin dar, y tenía la
sensación de que cuando terminaran, se iba a sentir como Knight lo había
descrito antes: devastado. Por dentro y por fuera.
No se había dado cuenta de lo mucho que la deseaba, de lo mucho que
la necesitaba, hasta que empezó a prepararse para ir a la cama, se desnudó
hasta quedar en mangas de camisa y pantalones y empezó a merodear por
su habitación, pues no quería estar completamente desnudo por si ella
venía. Con cada minuto que pasaba, la tensión había ido en aumento hasta
que se convenció a sí mismo de que debía ir a verla, simplemente para
desearle buenos sueños y darle un beso para que se durmiera con el
recuerdo. Cuando ella llamó a la puerta, estaba echando mano al pestillo y
el alivio que sintió estuvo a punto de dejarle sin sentido.
Allí estaba ella, en su modesto camisón que dejaba todo a la
imaginación y que, sin embargo, podía ser la prenda más seductora que
jamás había visto, simplemente porque ella la llevaba puesta, pasándole las
manos por el pecho, los hombros y los brazos como si no se cansara de
tocarlo, mientras él se contentaba con acunarle la cara o rozarle con los
dedos la espalda cubierta de lino.
Sin apartar la boca de la de ella, acercó las manos y empezó a empujar
los botones de la parte delantera del camisón a través de los agujeros hasta
que no quedó ninguno sujeto. El caballero que llevaba dentro quería hacer
una reverencia por su paciencia, mientras el salvaje que llevaba dentro
gruñía de necesidad. Tierno, despacio, se recordó a sí mismo, sin querer
asustarla ni darle algún motivo de arrepentimiento.
Inclinándose hacia atrás, sosteniéndole la mirada acalorada, luchó por
no mirar la piel descubierta, esperando a que ella le diera permiso para ir
más allá, que le indicara que estaba lo bastante cómoda como para
despojarse de la armadura. Cuando llegó la señal, estuvo a punto de
desmayarse.
Provocadoramente, ella giró los hombros, haciendo que el camisón se
deslizara y resbalara a lo largo de ella, revelando su perfecta y menuda
figura con sus tentadoras curvas. Se propuso recorrerlas todas, pero antes
volvió a aferrar su boca a la de ella, la levantó en brazos y se dirigió a la
cama.

***

El aprecio de su mirada oscura provocaba una serie de sensaciones


vertiginosas que recorrieron sus terminaciones nerviosas. Conocía la mirada
de lujuria, pero no era eso lo que él mostraba. Ciertamente, había necesidad
y deseo, pero estaban matizados por un hambre más profunda que la mera
lujuria. Un dolor que reconocía en sí misma, un anhelo de conocer cada
aspecto de él, de saborearlo y deleitarse. Se alegró mucho de haber tomado
la iniciativa de quitarse el camisón, lo que indicaba que no era tímida ni
remilgada ante lo que se avecinaba. A una edad temprana, había
prescindido de la modestia, ya que no servía para nada.
Cumplió su palabra de ser suave. Apenas se dio cuenta de que la cama
tocaba su espalda cuando la tumbó lentamente sobre las sábanas, con el
edredón doblado a los pies de la cama. Se estiró a su lado y reclamó su boca
mientras con una mano le acariciaba el pecho, prácticamente tragándoselo,
y lo manoseaba con ternura, acariciando con el pulgar y el índice el pezón
que reclamaba atención. ¿Cómo iba a saber que sería tan diferente sentir los
dedos de otra persona acariciando aquella carne tan sensible? Estaba
impaciente por tener sus dedos en otra parte, por descubrir las sensaciones
que le provocaría su tacto.
Apoyó la palma de la mano en su pecho, bajó la mano hasta los
pantalones y se apartó de su boca inquisitiva. —Tienes que quitarte esto.
—Para ser virgen, eres muy atrevida.
—Dije que no lo había hecho antes. No dije que no lo hubiera pensado.
Riéndose, le dio un beso en la garganta y sintió las vibraciones de su
felicidad recorriendo sus nervios. —¿Estás segura?
—He visto estatuas y cuadros en museos—. Aunque deseaba que se
desnudara sin separarse de ella.
Se bajó de la cama, se desabrochó los pantalones y pronto estuvo ante
ella en todo su esplendor desnudo.
—Cuando fantaseaba con estar con un hombre—, contigo, —mi
imaginación se quedaba muy lejos de la realidad.
Su sonrisa era la más hermosa que jamás le había dedicado, y su risa
resonando a su alrededor llenó el pozo de su anhelo hasta rebosar. —Me
alegro de haber superado las expectativas.
Entonces su risa se mezcló con la de él cuando se reunió con ella. No se
esperaba la alegría, la felicidad, el placer absoluto de estar con él. Era como
él había dicho. Sólo ellos dos. Sin cargas, sin preocupaciones, sin miedos.
Bajó la mano y la envolvió en su longitud caliente y aterciopelada. Su
pecho retumbó con su gruñido mientras le besaba la garganta y los
hombros, mientras ella acariciaba y exploraba lo que había juzgado
erróneamente. —Me lo dirías si te hiciera daño.
Levantándose, le sostuvo la mirada. —Nunca me he sentido mejor con
una caricia.
—Me gusta tocarte.
—Bien, porque a mí también me gusta tocarte. —Deslizó la mano por
su costado, sobre la cadera. —Pero también quiero probarte.
Le acarició el montículo y esperó, pidiendo permiso para lo que quería,
lo que ella ansiaba experimentar en sus manos.
—Puedes hacer lo que quieras—, susurró ella.
—Ah, Dios. — Enterró la cara en la curva de su cuello y chupó su tierna
piel. Luego empezó a lamerla y besarla, bajando por su torso hasta que
finalmente tuvo que soltarse del eje, pero tocaba todo lo que podía alcanzar:
su espalda, sus hombros, su cuello, su pelo.
Tantas texturas diferentes. Atesoraba cada sensación, lo que sentía al
acariciarlo, al hacer que él la acariciara a ella. Él era un experto en
combinar su boca, sus manos, sus dedos, sus gruñidos y gemidos, para
hacerla sentir dolor y palpitar en lugares que no sabía que podía hacerlo.
Los recuerdos del hambre que él sentía por ella la alimentarían durante
años.
Le metió la lengua en el ombligo antes de arrastrar la mandíbula por su
piel sensible hasta el hueco de la cadera, y se dio cuenta de que no sentía
bigotes. Para ser tan suave, tenía que haberse afeitado la cara después de
volver del baile. ¿Por qué iba a hacerlo, a menos que estuviera esperando,
anticipando, que acudiera a él? Creyó que su amor por él había alcanzado
su punto álgido, pero se equivocaba. Se hinchó dentro de ella con su
consideración.
Después de besarle el interior del muslo, deslizó las manos por debajo
de las caderas y la levantó ligeramente. Con los pulgares, la separó,
exponiendo a su mirada el pequeño y palpitante botón que lo deseaba. —
Tan perfecto, tan rosa. ¿Alguna vez te tocas aquí?
—Sí.
Su mirada, ardiente y oscura, se clavó en la de ella. —No eres pudorosa.
—No. —Hacer las cosas que había hecho para sobrevivir le había
quitado cualquier tipo de pudor potencial con respecto a su cuerpo. Era sólo
una cáscara. El interior era lo que contaba. Aunque en ese momento estaba
increíblemente agradecida por todo lo que él le estaba haciendo a esa
cáscara.
—No pensé que lo serías. Tienes demasiada confianza.
—Como dijiste antes, las mujeres también tienen impulsos. Es una
tontería negarlos.
—Pero nunca has estado con un hombre.
Levantándose, apoyándose en los codos, negó con la cabeza. —Así no.
Él sonrió, una sonrisa diabólica y juvenil, y se lo imaginó como un
hombre mucho más joven, antes de ser duque y tener responsabilidades. —
Qué suerte la mía, ser el primero.
El único. No podía imaginar que alguien viniera después de él.
Bajó la cabeza y su lengua de terciopelo la recorrió, la rodeó, la lamió.
Todo su cuerpo se convirtió en cera fundida. —Oh, bueno, eso es algo que
nunca he sido capaz de hacer por mí misma.
Su profunda risa retumbó contra ella. —Y no he hecho más que
empezar.
Siempre había admirado su determinación, la forma en que se dedicaba
a un proyecto o a una empresa, y sin duda se estaba dedicando con ardor a
su tarea actual. No podía contener los gemidos y los suspiros. Pronto se
convirtieron en gemidos y gritos a medida que las sensaciones la recorrían.
Con ojos ardientes, la observaba todo el tiempo, mirando por encima de su
montículo, desafiándola a que lo mirara mientras se daba un festín.
Su ferviente mirada era suficiente para hacer que el placer la recorriera,
pero combinada con la atención al detalle que le proporcionaban su
talentosa boca y sus hábiles dedos, empezaba a dudar de su capacidad para
sobrevivir a la avalancha de sensaciones que empezaban a acumularse,
prometiendo más, más...
Hasta que ya no pudo contenerlas. Su cuerpo se curvó hacia delante, se
echó hacia atrás, mientras el diluvio de placer la desgarraba, arrancando su
nombre de sus labios en un sollozo gozoso, una bendición agradecida. Le
rodeó los hombros con las piernas, le abrazó mientras los espasmos la
sacudían. Él se deslizó a través del grillete que había creado hasta que pudo
reclamar su boca, y se saboreó a sí misma mezclada con él.
Oh, la pura intimidad de aquello. Había sido un error acudir a él, saber
esto y saber que no podría tenerlo para siempre.
Frotó su polla contra ella. —Estás tan caliente, tan mojada. Sigues
palpitando.
—Mi liberación nunca ha sido tan fuerte o poderosa.
—Normalmente llevaría una funda, pero esta vez, sólo esta vez, quiero
sentirte, Penélope. Me apartare antes de derramar mi semilla.
—Te quiero dentro de mí sin que nada nos separe.
Puso sus manos a ambos lados de su cabeza. —Para que lo sepas,
cariño, será la primera vez que no use una vaina.
Sonrió. —Qué suerte la mía, ser la primera.
Otra risita de él que se instaló en su corazón. Después de ajustar sus
posiciones, empujó contra su abertura. —Detenme si te duele.
Asintió, pero el movimiento era mentira. No iba a detenerlo, deseaba
demasiado unirse a él.
Él la había preparado bien. Apenas notó la incomodidad, demasiado
enamorada de la maravillosa idea de que él estaba empujando dentro de
ella, abriéndola, llenándola. Había soñado con esto y estaba descubriendo
que la realidad era mucho mejor. Cuando estuvo dentro hasta la
empuñadura, se calmó. —¿Estás bien?
—Más que bien. Me gusta cómo se siente.
—Y aún no hemos llegado a la parte buena—. Luego se movió
lentamente contra ella, entrando y saliendo, sin dejar de mirarla. Se levantó,
apoyando los brazos a ambos lados de ella. —Rodea mis caderas con las
piernas.
Hizo lo que él le pedía. Él se retiró casi por completo, luego empujó con
fuerza.
—Oh. — El botoncito que había lamido antes se despertó de repente.
—Eso es lo que estaba buscando. Ahora, aguanta—. La penetró con
fuerza y su cuerpo aletargado se despertó por completo cuando la promesa
del placer se apoderó de ella.
Le acarició la espalda con los dedos y le encantó sentir cómo sus
músculos se tensaban con sus movimientos. Sus gemidos se mezclaban con
los suspiros de ella. El mechón rebelde se agitó contra su frente. Sus ojos se
oscurecieron, su mandíbula se tensó.
Sus terminaciones nerviosas chisporrotearon mientras sus músculos se
contraían y el éxtasis la recorría. Pero no podía dejar de mirarlo, su visión
sólo aumentaba su satisfacción. Su respiración se volvió agitada y pesada.
Los tendones de su cuello se tensaron.
Con una sonora maldición, la abandonó. Mientras su semilla pulsaba
sobre su vientre, lo rodeó con las manos y lo ordeñó todo lo que pudo. Él
echó la cabeza hacia atrás. —Ah, Cristo.
Apretó la frente contra la suya. —Dame un minuto y te limpiaré.
La besó, sólo un rápido reclamo de su boca, pero fue tan poderoso como
cualquiera de los otros besos que habían compartido. Levantó la cabeza de
la almohada y apretó los labios contra el centro de su pecho. Nunca había
sentido tanta satisfacción.

***
Después de limpiarle el vientre, le limpió con ternura y delicadeza entre
las piernas, haciendo una mueca al ver un poco de sangre en el paño.
—¿Te ha dolido mucho? —, le preguntó.
—No—, mintió ella.
Ahora, de espaldas, la abrazó con un brazo y los dedos de la otra mano
jugueteaban sobre su cadera con la ligereza de un músico que prueba las
cuerdas de un instrumento. Con la cabeza apoyada en el pliegue de su
hombro, le rozó el pecho con la palma de la mano, deleitándose con las
cosquillas que le hacía el vello.
—¿De verdad te llamas Penélope? —, le preguntó en voz baja.
—Sí. Era más fácil así, quedarse con parte de lo antiguo para no tener
que recordar demasiado de lo nuevo.
—¿Y Pettypeace?
—No. Mi padre siempre cambiaba el apellido cuando nos mudábamos.
Solía decir: “Cuando no tienes nada, nunca tienes que demostrar quién eres
para obtenerlo”. Fue un hábito que continué después de su muerte, y me
encontré mudándome de un lugar a otro.
—Eso explica por qué mis espías no pudieron encontrar nada sobre ti.
—Eso me tranquiliza notablemente—. Demostró que había hecho un
excelente trabajo para no dejar migajas que seguir, cuando se convirtió en
alguien que no había existido antes.
—¿Cuál es tu verdadero nombre?
—No tiene importancia. He sido Pettypeace más tiempo que cualquier
otra persona—. Levantándose sobre un codo, le miró a los ojos. —Ahora
tienes que compartir algo. ¿Cómo te hiciste las quemaduras?
—Prefiero compartir mi polla.
Cuando él empezó a darle la vuelta, ella lo detuvo con una mano
apoyada en su pecho. —¿Cómo ocurrió el accidente? — Porque la verdad
era que no podía imaginar que no hubiera sido algo deliberado.
Con un suspiro, volvió a dejar caer la cabeza sobre la almohada. —
Tenía doce años. Era de noche, tarde. Yo ya estaba dormido. No sé qué
había hecho mi madre. Escribió una carta que no le gustó, escribió algo
indecoroso sobre él en su diario—. Otro suspiro, este más largo, más
áspero, lleno de frustración. —No puedo imaginar que fuera algo realmente
indecoroso. Pero me despertaron sus protestas, sus disculpas y sus promesas
de no volver a hacerlo resonando por el pasillo mientras él la arrastraba por
él. Salí corriendo de mi habitación y corrí tras ellos. A las cocinas. Los
criados se habían retirado. Keating salió para ver a qué venía tanto alboroto.
Mi padre le ordenó que pusiera una olla de agua a hervir y luego que se
largara. Mi madre se puso de rodillas, suplicando perdón, comprensión. Yo
me quedé en la puerta, aterrorizado. Demasiado asustado para intentar
detenerle, demasiado horrorizado para marcharme.
Se quedó callado, pero pudo ver en sus ojos, mientras miraba al techo,
que el horror seguía allí, visitándole. Deseó no haber preguntado, pero sabía
que a ninguno de los dos les haría bien dejarlo ahí, que los recuerdos
permanecieran en su mente sin conclusión. —¿Qué pasó?
Él apretó la boca, sacudió la cabeza y soltó un suspiro tembloroso. —La
puso de pie de un tirón y le ordenó que metiera la mano en la olla. El agua
ya estaba hirviendo. Podía oír el rumor de las burbujas, ver cómo subía el
vapor. Cuando ella se negó, él trató de forzar su mano dentro, pero ella
luchó. Dios mío, cómo luchó. Él soltó la mano, levantó la olla para echarle
el agua encima y yo la aparté de un empujón.
Cubriéndose la boca, luchó por no tener arcadas, por no ponerse
enferma.
Suavemente, con los pulgares, él recogió las lágrimas que le rodaban
por la cara y se le acumulaban en las comisuras de los labios. —No llores.
Fue hace mucho tiempo. Mi camisón me protegía poco y mis gritos
parecieron sacarle de ese lugar oscuro en el que se había metido. Hizo
llamar a un médico, pero el daño ya estaba hecho.
—Tu padre era un hombre cruel.
— La mayoría de las veces, sobre todo cuando se encolerizaba.
Pensó en los últimos ocho años. — Nunca he visto que te enojes.
—Trabajo muy duro para mantener el control de mí mismo y para
mantener el mundo que me rodea en equilibrio. ¿Sabes que otros me lo han
preguntado, pero tú eres la única a la que se lo he contado? ¿Qué significa
eso, me pregunto?
—Que sabes que todos tus secretos están a salvo conmigo.
—¿Y tus secretos?
—Están a salvo contigo—. Él la estudió y sintió que esperaba que le
revelara más. —Los he compartido todos—. Odiaba traer la mentira a la
habitación, a esta cama.
Le tocó la cicatriz cerca del labio inferior. —Has tenido tu propia cuota
de desgracias.
Desgracias era un eufemismo para ambos, pero esta vez, cuando él
comenzó a girarla sobre su espalda, no lo detuvo. Estaba cansada de hablar
y quería que él hiciera con ella todas esas cosas perversamente maravillosas
que le hacían olvidar, por un breve espacio de tiempo, que el pasado nunca
se iba del todo y siempre podía hacer una aparición inesperada.
CAPÍTULO 14

Cuatro semanas para el baile de Kingsland

La noche anterior había parecido un sueño maravilloso, glorioso,


magnífico. Bailar con él, besarle en el jardín, ir a su alcoba, unirse a él en su
cama. Pero con la luz de la mañana, maldijo cada minuto que había pasado
desde su llegada al baile. ¿Cómo podía haber sido tan imprudente, tan
descuidada, como para pensar que cualquier intimidad entre ellos no se
prolongaría e interferiría en su día?
Mientras se ponía su sencillo vestido azul oscuro, deseó el vestido de
baile rosa que dejaría parte de su piel al descubierto para que él pudiera
darle un ligero toque o presionar sus labios. Mientras se recogía el pelo en
su apretado moño, deseaba tenerlo suelto para que sus dedos pudieran
enredarse en él, para que él pudiera extender los mechones sobre su
almohada. Mientras bajaba las escaleras para desayunar, añoraba el sustento
que él podía proporcionarle en su alcoba.
Cuando entro en el comedor, se detuvo tambaleándose al verle sentado a
la mesa, leyendo el periódico. Lo dobló con cuidado, lo dejó a un lado y se
puso en pie.
—Buenos días, Pettypeace.
Al parecer, su encuentro no le había afectado en absoluto, y a ella le
molestaba que fuera así. — Su Gracia.
Rápidamente, se dirigió al aparador y comenzó a recoger las ofrendas
en su plato, prestándoles poca atención, dándose cuenta demasiado tarde de
que no estaba a favor de la mitad de los artículos. Se dio la vuelta y se
dirigió a la mesa, sorprendiéndola cuando despidió al lacayo y se ocupó de
apartar la silla para ella.
Cuando estuvieron sentados, levanto su taza de café, pocas veces le
gustaba el te cuando había tenido una noche agotadora, y la estudio por
encima del borde mientras bebía, y lucho por no sentir celos de un trozo de
porcelana porque tenía la suerte de que sus labios se apoyaran en ella.
Apartando la taza, le preguntó: —¿Cómo dormiste anoche?
—Muy bien, gracias. —Acurrucada contra su costado hasta justo antes
de que los criados empezaran a moverse. Luego se apresuró a regresar a su
dormitorio por un par de horas más. —¿Usted?
—No he dormido. La luz que se filtraba por la ventana a través de mi
cama la hacía parecer particularmente encantadora, y no quería perder la
oportunidad de saborear su esplendor.
También se había derramado sobre ella. Esperaba que el mayordomo y
los dos lacayos que estaban atentos en el comedor no se dieran cuenta de
que se había ruborizado hasta la raíz del pelo. Imaginaba que hasta los
dedos de los pies. —Debe estar cansado entonces.
—Extrañamente, no. Estoy bastante revitalizado, de hecho—. Otro
sorbo. Una pequeña sonrisa reservada, que se atrevió a devolver con los
ojos, si no con la boca.
No era justo que estuviera tan guapo, incluso después de una noche de
poco sueño. Ni que hiciera insinuaciones sobre lo que había ocurrido entre
ellos. Él le había prometido que sus noches serían diferentes, aunque no era
culpa suya que no pudiera dejar de pensar en lo que había pasado entre
ellos, que siguiera experimentando las maravillosas sensaciones que la
recorrían como si estuvieran nuevamente involucrados en lo prohibido.
—¿Qué hay en la agenda de hoy? —, preguntó él.
Un beso en tu biblioteca, una caricia en mi despacho. Tal vez tomarme
sobre tu escritorio o tomarme contra una estantería. Pero su voz era seria y
no reflejaba ningún atisbo de maldad. Se aclaró la garganta. —Pensé que
querría ver cómo le va a su hermano, asegurarse de que no tiene preguntas
ni problemas con la fabricación de los relojes.
—Espléndida idea, aunque no espero que esté disponible a mi entera
disposición. ¿Por qué no le envías una misiva para invitarle a cenar aquí
mañana por la noche? Si no le viene bien, pregúntale cuándo sería mejor.
¿Qué otros asuntos tenemos que tratar?
—Pensé en visitar a las dos damas que no estuvieron en el baile de
anoche.
—¿No está de acuerdo con la apreciación de mi madre de que un hábitat
natural te serviría mejor?
—No son criaturas de zoológico.
—Aun así, me las he encontrado antes, las reconocería nada más verlas.
Propongo que demos una vuelta por Hyde Park durante la hora de moda.
—Suele montar tu castrado, y yo no soy una amazona consumada.
—Tomaremos el carruaje abierto. Supongo que tendrá un sombrero o
una sombrilla para una salida así.
—¿Le parezco de las que llevan sombrilla?
Una comisura de sus labios se levantó y sus ojos brillaron. —No, la
verdad es que no. Sospecho que prohíbes que te dé el sol y te salgan pecas.
A ella le gustaba cuando sus ojos brillaban con burla. —Ojalá pudiera.
Tengo un sombrero.
—Espléndido. Asegúrate de que el carruaje esté listo para nosotros a la
hora apropiada.
—Sí, Su Gracia.
—Y mira si hay algún otro evento al que debamos asistir, con fines de
investigación, por supuesto.
—Revisaré las invitaciones recibidas recientemente.
—Muy bien. — Recogió su periódico.
Levantó y desdobló el suyo, aunque esta mañana le resultaba difícil
encontrarle sentido a las palabras, porque, aunque su mirada recorría la
ilustración, su atención y concentración estaban puestas en él. Aunque
siempre lo había notado sentado a su lado, cuando sus dedos se cerraban en
torno a la taza de porcelana, ahora sabía cómo se sentían al cerrarse sobre
su pecho. Cuando sus labios rozaron el borde de la taza, recordó su calidez
y suavidad al tocarla íntimamente. El café se deslizaba por su lengua igual
que los jugos de ella cuando la lamía. Sabía exactamente qué aspecto tenía
bajo la chaqueta, el chaleco y las mangas de camisa.
Cuando él deslizó su acalorada mirada hacia ella, sospechó que estaba
recordando cómo era ella bajo el azul oscuro. Qué vergüenza, porque quería
refrescarle la memoria poniéndose de pie y desabrochando los botones,
destrozando la tela útil hasta que ya no existiera, hasta que pudiera volver a
deleitarse con la visión de ella.
Siempre había sabido que poseía un lado lascivo que le había permitido
hacer cosas que no debía, pero lo había domado, sometido, encadenado...
hasta anoche, hasta él, hasta que rugió triunfante por su libertad y luchó con
todas sus fuerzas para obligarlo a volver a la sumisión, ya que no estaban
solos. No estaba bien que los criados sospecharan que se había producido
un cambio en su relación con el duque. Cogió la servilleta y se la golpeo
delicadamente contra los labios, esforzándose por dar la apariencia de ser
civilizada cuando en aquel momento sus deseos rozaban la barbarie. —
Debería empezar con mi día.
—No has comido mucho. Quizá tengas apetito para otras cosas—. Su
mirada ardiente le dijo que sabía exactamente lo que le apetecía. —Si
prefieres otra cosa, podemos avisar a la cocinera y que te lo prepare.
Oh, el hombre malvado, como si un huevo escalfado en lugar de uno
con mantequilla fuera a aplastar las brasas que amenazaban con encenderse
del todo. ¿Quería que admitiera, aquí delante del personal, que lo que
deseaba mordisquear era al duque? Había decidido que anoche sería todo
para ellos. Sólo una vez. Para saber lo que era estar en sus brazos. Ahora se
sabía lo mentirosa que era. La noche no podía llegar lo suficientemente
pronto.
—Creo que bebí demasiado champán en el baile de anoche. Mi
digestión está un poco descompuesta.
Se puso serio de inmediato y se inclinó hacia ella. —¿Debo llamar a mi
médico?
Ante su alarma, su preocupación, sonrió suavemente. —Estoy segura de
que la distracción de trabajar en mi despacho será suficiente para que me
recupere—. Para recordarme mi verdadero propósito en esta casa.
—Te acompañaré a tu despacho. Keating, haz que preparen té reciente y
entrégalo a la Srta. Pettypeace.
—Sí, Excelencia.
Kingsland se levantó de la silla y la ayudó antes de que tuviera la
oportunidad de apartar la silla. No le ofreció el brazo, eso podría haber
advertido al personal de un cambio en su relación, pero se llevó las manos a
la espalda mientras salía con ella de la habitación.
— Este tranquilo. No estoy enferma—, le dijo una vez que estaban
atravesando el pasillo.
—Sospecho que lo que te aqueja a ti también me aqueja a mí.
Levantó la vista y se encontró con que él la observaba atentamente. —
¿Qué sería eso?
—Descubrir que los impulsos que creí que se calmarían con una noche
no se han calmado lo más mínimo. Descubro que quiero más.
—¿No es siempre así?
—No, Penélope, no lo es. —Su ceño se frunció. —Un nombre tan
grande para una criatura tan pequeña. Sin embargo, Penny parece
demasiado frívolo para ti.
—Algunos amigos me llaman Penn.
—¿Me considerarías un amigo?
Lo consideraba un amante. Y tenía razón. Una noche no era suficiente.
—Tal vez a altas horas, cuando sólo los malvados están despiertos.
Su sonrisa era de triunfo y conocimiento. —Muy cierto.
Entraron en el pasillo que albergaba su biblioteca y su recién nombrado
despacho. El lacayo abrió la puerta de la biblioteca y luego cruzó para hacer
lo mismo con la entrada que conducía a su despacho.
—Tengo demasiados malditos sirvientes—, murmuró Kingsland.
—Eres un duque. Se supone que tienes demasiados sirvientes.
—Pero me mantienen en mi mejor comportamiento, cuando preferiría
que no lo hicieran—. Se detuvieron fuera de la habitación donde habían
compartido el brandy, y no pudo evitar creer que una noche había servido
de impulso para que las cosas cambiaran entre ellos. —Te veré en el
almuerzo. Podemos hablar de tus progresos.
Normalmente le llevaban una bandeja a su despacho y trabajaba
mientras comía, pero no estaba dispuesta a rechazar una invitación, más
bien una orden, para estar en su compañía. —Me encantaría.
Al sentir sus ojos clavados en su espalda mientras se alejaba, ella, que
nunca había movido las caderas al caminar, se sintió terriblemente tentada
de hacerlo de una manera poco decorosa para señalar que era consciente de
que la observaba. El calor le invadió la cara cuando se acomodó en su
escritorio. Tal vez se lo estaba imaginando todo: las insinuaciones, las
miradas acaloradas, el interés, el deseo. Pero había admitido los impulsos.
Sin duda, pasaría esta noche por su alcoba.
Alcanzando la gran bandeja de palisandro donde un lacayo colocaba el
correo de la mañana, así como las invitaciones entregadas en mano en la
residencia, Penélope decidió que empezaría por buscar un evento al que
pudiera asistir con el duque. Una cena, tal vez, o un recital.
Cogió el sobre de vitela que descansaba en lo alto de la pila. Era extraño
que no tuviera dirección, pero sin duda lo había entregado el lacayo de
alguien. Aun así, el nombre de la persona a la que iba dirigido solía estar
garabateado. Con su navaja de oro, rajó el sobre y sacó el papel doblado.
Al abrirlo, contempló lo más extraño que había visto en su vida.
Alguien había recortado palabras del papel de periódico y aparentemente
las había pegado al pergamino. Entonces, el mensaje la impresionó y un
escalofrío recorrió su espina dorsal.
Sé lo que has hecho.
Mi silencio tendrá un coste.
Prepárate para pagar.

***

King empezaba cada mañana estudiando sus inversiones, determinando


cuáles eran un desperdicio y había que deshacerse de ellas, cuáles valía la
pena conservar y justificaban seguir invirtiendo, y qué otras nuevas le
habían llamado la atención por las que valdría la pena arriesgarse. Pero en
ese momento, sentado ante su escritorio, parecía incapaz de apartar su
mente de los recuerdos de la noche anterior, de Penélope Pettypeace en su
cama, bajo su cuerpo, moviéndose con entusiasmo a la par que él.
No es que los recuerdos de encuentros con otras mujeres no perduraran
a menudo, pero con ella eran más bien una forma de saborearlos, como la
degustación de un buen vino que requiere un tiempo para apreciarlo antes
de permitirse otro sorbo. Definitivamente quería otro sorbo de Penélope
Pettypeace. Y por la forma en que la había sorprendido mirándolo con
anhelo durante el desayuno, ella quería que se la bebiera a sorbos. Con
calma. Metódicamente. Seductoramente.
Oh, su siempre eficiente secretaria había estado allí, esforzándose por
parecer no afectada por lo que había ocurrido entre ellos, pero nunca se
había ruborizado en la mesa del desayuno. Sin embargo, esta mañana había
sido todo rubor. Más de una vez había maldecido el azul oscuro que le
ocultaba los hombros y el pecho, así como la parte superior de sus senos. Le
habría gustado ver el rosa que recorría aquella piel.
Qué tonto había sido al pensar que ella no se volcaría por completo en
hacer el amor, igual que hacía con todas las tareas que le encomendaba.
Dudaba que todas esas mujeres a las que consideraba su duquesa fueran
más adecuadas para él que ella.
No era inaudito que un duque se casara con una plebeya. Thornley se
había casado con una tabernera sin pedigrí alguno. Pero King se preocupaba
demasiado por Pettypeace como para infligirle lo que le esperaba: un
marido frío que no podía arriesgarse a que sus pasiones se apoderaran de él
ni a que los celos asomaran su fea cabeza.
Esa era la razón por la que había puesto un anuncio, la razón por la que
había adoptado un enfoque tan impersonal para conseguir una duquesa:
necesitaba una mujer que se conformara con el título, aunque no con el
hombre. Alguien que nunca llegara a amarle porque él nunca le daría
motivos para hacerlo.
Casarse con una mujer y obtener su heredero y su repuesto. Entonces le
concedería la libertad de él. Sin ataduras emocionales. Sin miedo a que se
desatara su temperamento, sin preocupaciones de que ella descubriera
alguna vez las acciones desmedidas que había tomado.
La puerta de la biblioteca se abrió y se cerró. Pettypeace se dirigía hacia
él, con la preocupación reflejada en sus rasgos. ¿Cómo era posible que la
conociera tan bien, que supiera el significado de cada matiz de su
expresión? Se puso en pie. —¿Cuál es el problema?
Se detuvo ante su escritorio. —Estaba revisando el correo y las
invitaciones cuando me encontré con esto. Es una misiva de lo más extraña
y me tiene preocupada.
Cogió el papel que le tendía y leyó las palabras recortadas y ordenadas
en un mensaje siniestro. Su cuello se tensó como si le hubieran puesto una
soga alrededor. Tuvo que hacer todo lo que estaba en su interior para no
hacer una bola con él, encender un fuego en la chimenea y quemarlo hasta
reducirlo a cenizas. —¿El sobre?
Lo sacó de su bolsillo. —Completamente en blanco. Tenía que haber
sido entregado. Un criado debió de depositarlo en mi buzón de
correspondencia.
Asintió con la cabeza. —Me ocuparé del asunto—. Aunque no sabía por
dónde empezar, con tan pocas pistas. No podía arriesgarse a contratar a sus
detectives habituales y que descubrieran lo que había hecho. Le haría
demasiado vulnerable al poner a aquellos en los que había confiado en la
tesitura de tener que traicionarle o podrían verse atraídos a seguir el camino
de ese canalla y extorsionarle.
—¿Qué significa?
—No es importante.
—¿Es tan poco importante como para que se te drene toda la sangre de
la cara? Esta persona cree que tienes un secreto digno de chantaje. Hugh,
¿qué has hecho?
Le hubiera gustado que no usara su nombre, porque indicaba que lo veía
más como un hombre que como un título. Era mucho más fácil tratar todo el
asunto, con las consecuencias, desde la perspectiva de su título y no de sí
mismo.
—Déjalo—. Entonces hizo una bola con el pergamino ofensivo, lo tiró a
la papelera y se acercó a la ventana. Fue consciente de los pasos silenciosos
sobre la gruesa alfombra cuando ella se unió a él, inhaló su reconfortante
fragancia a jazmín y sintió su mirada firme, maldita sea, confiada, sobre él.
—Te están amenazando y, a juzgar por tu reacción, esa amenaza tiene
algún mérito —dijo en voz baja.
Apretó los dientes hasta que le dolieron. Ya había dicho todo lo que
pensaba sobre el asunto. Si guardaba silencio, ella se iría.
—Deja que te ayude.
—No es asunto tuyo—. Sintió un pequeño temblor en el aire, como si
las palabras la hubieran golpeado como un golpe físico. Ya está. Podía ser
tan cruel como su padre cuando lo necesitaba. Con lágrimas cayendo por su
cara, ella correría ahora, fuera de su oficina, fuera de su residencia,
posiblemente fuera de su vida.
Pero no lo hizo. Le puso la mano en el hombro. ¿Cómo podía olvidar
que era Pettypeace? Ella no huía de nada, se había enfrentado a rufianes en
esta misma habitación. Quería convertirse en ella y que lo rodeara con sus
brazos.
—¿De verdad creías que lo que pasó entre nosotros anoche no iba a
cambiar las cosas entre nosotros? —, preguntó en voz baja. —Sean cuales
sean tus secretos, sea lo que sea lo que hayas hecho, no puede ser peor de lo
que estoy imaginando. Sin embargo, aquí sigo y seguiré estando, siempre tu
leal servidora... tu devota... amiga.
Cerrando los ojos de golpe, inclinó la cabeza. —Es mucho peor de lo
que imaginas. Por favor, Penélope, déjame.
—He estado a tu lado durante ocho años. ¿Por qué iba a abandonarte
cuando veo lo mucho que necesitas que alguien esté a tu lado? ¿Quién más
hay, Hugh?
Sólo tú resonabas en su mente, en su corazón, en su alma. ¿Había un
tonto más grande que él en toda Gran Bretaña? Ella lo admiraba, lo
respetaba. Todo eso cambiaría. Tomando un estremecedor aliento de
rendición, abrió los ojos y se atrevió a mirarla. —Le robé los títulos a mi
padre.
Su delicada frente se frunció; sus ojos verdes reflejaban confusión. —
¿Cómo puedes robar lo que era tuyo por derecho al nacer?
Otro suspiro entrecortado antes de forzar las palabras. —Sólo serán
míos cuando él exhale su último aliento, y aún no lo ha hecho.
CAPÍTULO 15

Pettypeace lo miró confundido. —¿No está muerto?


—No.
—Entonces, ¿dónde está?
—Lo hice encerrar y lo declaré muerto.
Se frotó los brazos como para calentarse, como si un viento gélido la
hubiera azotado y helado hasta los huesos. —Ya veo.
Lo dudaba mucho.
—Necesito un trago—. Se acercó al aparador de mármol y sirvió
whisky en dos vasos. Al volver, le dio uno. —Siéntate y cuéntamelo todo.
Después de tanto tiempo, no debería sorprenderle que ella siempre
afrontara las cosas con franqueza. Sin acusaciones, sin juicios de valor. Pero
ella quería respuestas, y después de lo que había ocurrido entre ellos la
noche anterior, se las merecía. Demonios, se las merecía por su lealtad
durante todos estos años. Eligió dos sillas junto a la ventana para que la luz
del sol matutino pudiera calentarlos. Apenas sabía por dónde empezar.
—Te conté cómo castigaba a Lawrence, cómo llegué a tener mis
cicatrices, lo que pretendía para mi madre. Era un hombre cruel, Penélope.
Siempre tuve la impresión de que disfrutaba siendo cruel. Cuando tenía
diecinueve años, tuve suficiente. Le convencí de que quería ir de caza a
Escocia con él. Sólo nosotros dos. Había planeado matarlo allí, alegar que
fue un accidente de tiro, pero al final no lo conseguí.
Con dedos suaves, le apartó de la frente los mechones rebeldes que
nunca había podido domar. —Claro que no.
Su fe en él le hizo sentir que algo se rompía en su pecho. Tal vez era el
hielo que rodeaba su corazón. Le dolía, pero al mismo tiempo era tan
refrescante como la llegada de la primavera, llena de promesas. —En lugar
de eso, lo arrastré a un pequeño y extremadamente privado asilo.
—Eso no suena como algo que pudieras haber hecho de forma muy
clandestina. Debe haber habido muchos testigos.
—Te sorprendería lo que un hombre desesperado puede conseguir
cuando se lo propone. Aunque debo confesar que estuve aterrorizado todo
el tiempo de que me atraparan—. Dio un sorbo al whisky. —Tenemos un
pequeño pabellón de caza en Escocia. Con poco personal. Fuimos allí. Le
gustaba acechar de madrugada, justo cuando la luz del día se deslizaba por
las colinas. Había avistado el ciervo que quería y estaba tan concentrado en
alinear su tiro que no me oyó acercarme. Le clavé el cañón del rifle en el
cráneo y lo derribé. Temí haberle golpeado tan fuerte que hubiera
conseguido matarlo. En ese momento decidí confesar e ir a la horca sin
aspavientos, sabiendo que Madre y Lawrence estarían a salvo para siempre.
Entrelazó sus dedos con los de él y apretó. —Y dices que no tienes
corazón.
Le dedicó una sonrisa irónica. —Tal vez cuando era más joven lo tenía.
Pero el destino quiso que sólo sirviera para dejarlo inconsciente.
—¿Cómo le llevaste al manicomio?
—Ya me conoces, Penélope. No hago nada sin planearlo. Consciente de
que podría arrepentirme de matarle, había investigado un manicomio
situado a poco más de una hora de nuestro alojamiento. Me traje un tónico
para dormir y se lo vertí en la garganta, lo até con una cuerda que había
metido en una cartera que llevaba conmigo cuando cazaba y lo cubrí con
maleza. Luego caminé hasta el pueblo cercano para alquilar un carro y
caballos. La gente me conocía, por supuesto. Pero nadie se pregunta por qué
el hijo de un duque hace lo que hace. Volví adonde estaba mi padre, lo subí
a la carreta y lo llevé al manicomio.
—Así que tal vez, después de tanto tiempo, alguien allí decidió
aprovecharse de ti.
Sacudió la cabeza. —No saben quién es. Les di nombres falsos, les dije
a los responsables que se creía el duque de Kingsland. Les aseguré que no
lo era. Voy allí todos los años y les pago, en moneda, no un giro bancario.
—¿Lo saben tu madre o Lord Lawrence?
Mirarla a los ojos fue un bálsamo para su conciencia culpable que lo
había asolado durante años. —No. Sostuve el accidente de caza que había
previsto en un principio como explicación de su fallecimiento. De regreso
del manicomio, pasé por un pueblo que nunca había visitado y compré un
ataúd. Lo llené de zarzas, ramas y piedras que encontré por el camino para
darle peso. Lo cerré con clavos. Les dije que había tropezado, lo que había
provocado que el rifle se disparara accidentalmente, y el ángulo del disparo
le había diezmado la cara, la cabeza. El ataúd nunca fue abierto. Pensé que
el médico de la familia o algún funcionario podría exigir una mirada para
darlo por muerto…pero nadie dudó de mi palabra. Hasta hace unos minutos
nadie lo sabía excepto yo—. Es extraño cómo la carga de alguna manera
parecía más ligera. —Durante quince años, pensé que me había salido
completamente con la mía. Necesito hablar con el personal, determinar
quién trajo el sobre.
—Debería hacerlo; de lo contrario, verán todo el asunto como más
importante de lo que deberían.
—No quiero meterte en esto, Pettypeace.
—Demasiado tarde. Me involucré en cuanto la carta llegó a mi
escritorio.
Hablaba con su aplomo habitual. Nunca nada la inquietaba. Pensó en las
jóvenes de su lista. ¿Cuántas se desmayarían? ¿Cuántas llorarían? ¿Cuántas
se horrorizarían? —Esta tarde, puede que tenga que salir para Escocia, en
lugar de ir a Hyde Park.
Quería asegurarse de que su padre estaba donde lo había dejado, de que
no era el octavo duque empeñado en crear el caos el responsable de la carta.
Era inconcebible que fuera él, pero King tampoco podía imaginarse que
fuera otra persona. Había sido condenadamente cuidadoso a lo largo de los
años.
—Completamente comprensible.
—Ven conmigo. — Las palabras salieron antes de que las pensara
mucho. Cualquier viaje a Escocia siempre le llevaba a un lugar oscuro, pero
si ella estaba con él, llevaría la luz del sol a los negros rincones de su alma.
Su rostro se suavizó y se preguntó si comprendía la magnitud de lo que
le estaba pidiendo. —Sería un honor acompañarte en este viaje.
El alivio que lo inundó debería haberle servido de advertencia de que,
en lo que a ella se refería, estaba en problemas.

***

—Sr. Keating, por favor haga que el personal se reúna en el comedor,


necesito hablar con usted.
La ventaja de ser la secretaria del duque era que cuando Penélope hacía
una petición, era tratada como una orden. En menos de cinco minutos,
estaba contando cabezas en la sala donde los criados tomaban sus comidas.
Como era ella quien se encargaba de pagarles cada semana, sabía
exactamente cuántos estaban empleados y se daba por satisfecha cuando el
recuento coincidía.
Tenía que ponerse de pie sobre una caja de fruta que Harry siempre le
proporcionaba cuando necesitaba dirigirse a la multitud, pero se había
vuelto bastante hábil para lanzar su voz con autoridad, por lo que su
diminuto tamaño no la menoscababa. —Gracias a todos por reuniros tan
pronto. Esta mañana, mientras revisaba la correspondencia del duque, me
encontré con una carta que no llevaba dirección ni ninguna marca que
indicara dónde podría haber sido enviada, lo que me hace pensar que fue
entregada en mano. — Levantó el sobre. Aunque era sencillo y no tenía
nada de especial, esperaba que alguien lo recordara. —Quien lo recibiera,
por favor, dé un paso al frente.
Nadie lo hizo. Sólo vio parpadeos y miradas vacías. —No estás en
problemas. No has hecho nada que no debieras. No te despedirán.
Simplemente, el remitente no firmó la carta y no sé dónde entregar la
respuesta del duque. Esperaba que alguien recordara la librea que llevaba o
alguna otra información sobre la persona que trajo la misiva.
Nada. —Podría haber sido entregada ayer por la tarde. — Después de
que salieran para el baile, pero bien podría haberse dirigido a una sala llena
de estatuas. —Ya veo. Es bastante extraño, ¿no? Muy bien, si recuerdan
haberlo recibido, hágamelo saber—. Se bajó de su caja.
—Vamos, muchachos y muchachas—, dijo de repente el Sr. Keating. —
Uno de ustedes tuvo que haberlo cogido en la puerta. No pudo haber
entrado volando. Si os han dado una moneda, aunque el duque no apruebe
ese tipo de cosas, podéis quedárosla. No pasa nada. Pero ayuden a la Srta.
Pettypeace.
Se produjeron algunos revuelos, pero sospechó que todos estaban
ansiosos por volver a sus quehaceres. No había razón para no acercarse. El
Sr. Keating parecía bastante derrotado. —Lo siento, Srta. Pettypeace. Es un
misterio, sin duda.
—Estoy segura de que se resolverá solo. Cuando el remitente no recibe
respuesta, está obligado a enviar otra. Tal vez la próxima vez se proporcione
más información.
Pero tenía razón. Era un misterio. Y sin duda no tendría el final
satisfactorio que había disfrutado cuando leyó Asesinato a las diez
campanadas, de Benedict Trewlove.
—Usted trabajó para el duque anterior, ¿no es así, Sr. Keating?
Él la estudió detenidamente antes de decir: —Así es.
—¿Cómo era?
—No creo en hablar mal de los muertos, Srta. Pettypeace, pero no lloré
su muerte. ¿Por qué lo pregunta?
—Simplemente tenía curiosidad. Ya había fallecido antes de que yo
empezara a trabajar aquí. Nadie lo menciona nunca.
—Por una buena razón. No merecía la pena recordarle. Le aseguro que
no se dirá lo mismo del actual duque.
En eso tenía razón. Ella recordaría al duque actual mientras respirara.
CAPÍTULO 16

—¿Qué esperas descubrir en Escocia? — preguntó Penélope mientras el


carruaje avanzaba a toda velocidad por la carretera que los había sacado de
Londres. Aún no era mediodía. Le había decepcionado informar a
Kingsland de que no había tenido suerte a la hora de determinar cómo había
llegado la carta a su escritorio. La tensión en él era palpable mientras estaba
sentado frente a ella, con la atención centrada en el paisaje que pasaba, o al
menos eso parecía. En realidad, sospechaba que estaba luchando contra su
conciencia y sus preocupaciones.
—Quiero asegurarme de que sigue ahí.
—¿No entraría a grandes zancadas en su propia residencia si no fuera
así?
—No sé lo que podría hacer, Pettypeace—. La exasperación se reflejaba
en cada palabra.
Volvía a ser su secretaria. Aunque sabía que era lo mejor, que necesitaba
que le recordaran su posición en la vida de él, no podía olvidar que durante
demasiado tiempo había luchado contra la idea de que él era sólo su jefe, y
deseaba profundamente que la viera como algo más que su personal,
aunque sólo fuera por poco tiempo.
—Mis disculpas, Penélope. Probablemente no debería haberte traído
conmigo.
Oh, cómo deseaba que su poco práctico corazón no revoloteara
enloquecido cada vez que se dirigía a ella usando su nombre de pila. Pero él
tenía la habilidad de hacerlo sonar como si le estuviera dirigiendo un
cariñoso saludo. Su voz siempre bajaba, se volvía más suave. Aunque él
consideraba que el nombre era demasiado largo, apreciaba cada sílaba que
él pronunciaba. Esforzándose por no dejar traslucir la facilidad con la que él
podía convertir sus pensamientos en papilla, forzó una sonrisa
tranquilizadora. —Te he visto peor.
—Pero las cosas entre nosotros eran diferentes entonces.
Estuvo a punto de decirle que su carruaje necesitaba un aparador de
bebidas alcohólicas, porque le apetecía beber algo, algo que le soltara la
lengua a ella y a él, para que pudieran discutir exactamente lo diferentes
que eran ahora las cosas entre ellos. Miró por la ventana. —A mí me parece
que es de día. Sólo las noches serán diferentes.
Él estiró sus largas piernas, una bota brillante aterrizando a cada lado de
su falda. —Me equivoqué, lo cual, como bien sabes, es algo poco frecuente
en mí.
El hombre podía parecer humilde y arrogante al mismo tiempo. —¿Qué
juzgaste mal exactamente?
—Cuánto me tocarías.
Se sorprendió de no haber estallado, teniendo en cuenta el calor que la
invadía mientras por su mente pasaban imágenes no sólo de cuánto o con
qué frecuencia, sino precisamente de todas las partes de él, casi cada
centímetro, que había tocado. La confusión siguió rápidamente a la
vergüenza. —¿Las damas no suelen tocarte a menudo cuando estás
fornicando?
Se río suavemente. —No me refiero al contacto físico, sino a algo más
profundo. No tengo palabras para explicarlo. Siempre te he valorado,
Pettypeace, pero ahora hay un extraño trasfondo. De repente eres más
preciosa, Penélope, más importante, más parte de mi vida. He hecho este
viaje solo innumerables veces y, sin embargo, esta mañana no podía
imaginármelo sin ti—. Apoyó las manos enguantadas en los muslos y
volvió a mirar por la ventana.
Sintió la tensión que irradiaba de aquel puño hasta el último punto,
haciéndolo quebradizo, fácil de romper si se le golpeaba con la fuerza
adecuada o con las palabras equivocadas. —No podía imaginar que te
fueras sin mí.
Girando su mano y le rodeó la muñeca con los dedos, de modo que sus
palmas se tocaron. —Puede que hayamos estropeado las cosas entre
nosotros—, dijo.
—Bueno, si íbamos a hacerlo, no se me ocurre una forma más agradable
de hacerlo.

***

Quiso dar un ligero tirón de aquella mano que encajaba tan


perfectamente en la suya, tirar de ella hacia su regazo y apoderarse de
aquella boca que tan fácilmente pronunciaba palabras capaces de destruir a
un hombre. Pero después de haberla probado toda la noche anterior, si
mordisqueaba algo, iba a querer darse un festín, y los gloriosos sonidos que
ella emitiría serian oídos por el cochero y el lacayo. No se atrevía a taparle
la boca para ahogar el ruido. Disfrutaba demasiado de sus gemidos y gritos
de placer.
A pesar de su promesa, de su creencia de que nada cambiaría entre
ellos, todo había cambiado. Profunda e irrevocablemente, y corría el riesgo
de perder a la mejor secretaria de toda Gran Bretaña, probablemente de todo
el mundo, porque había sido incapaz de resistirse a su encanto.
Pero necesitaban mantener las cosas entre ellos sin emociones y con
distancia. No era capaz de dar más que lo físico. Aunque ella había llegado
a este acuerdo conociendo sus limitaciones, no dudaba de que, con el
tiempo, ella querría más. Todas las mujeres querían más. Él no podía darle
esperanzas de tenerlo. Así que retiró su mano de debajo de la de ella y
observó con sensación de pérdida cómo ella se recostaba contra los cojines.
—¿Crees que uno de los sirvientes podría ser el responsable del
mensaje? — La voz de la mujer no mostraba ningún atisbo de dolor, por lo
que se sintió agradecido. Siempre práctica, entendía la necesidad de
restringir cualquier tipo de intimidad a las horas de luna.
—No veo cómo.
—Tal vez el cochero o el lacayo que te acompaña a Escocia pensó en
aprovecharse.
—Una vez que llegamos al pabellón de caza familiar, viajo solo a
caballo hasta mi destino. En buena parte del trayecto por el campo no hay
lugar para que nadie merodee. Vería a cualquiera siguiéndome. Conociendo
lo que está en juego, he sido extremadamente cauteloso.
—¿El personal del pabellón?
—Poco probable. Es muy pequeño. Mayordomo, ama de llaves, criada,
lacayo, cocinero. Un hombre que cuida el ganado, uno que se ocupa de los
perros y de los jardines.
—De acuerdo entonces. — Buscando en su bolsillo, sacó el familiar
cuaderno de cuero y un lápiz.
No pudo evitar sonreír. —¿Vas a alguna parte sin ellos?
Le dirigió una mirada acalorada y sensual que le hizo sentir como si el
sol hubiera salido de repente dentro del carruaje. —A tu alcoba.
Cerró los ojos de golpe y soltó una maldición. —Me vas a matar,
Pettypeace.
—Querías besarme hace unos minutos.
—Sí—. Abrió los ojos y la encontró mirándolo con satisfacción y
comprensión. —Y más.
—Los dos somos terriblemente disciplinados.
—Entonces, ¿habrías tenido el valor de detenerme?
Ella miró hacia abajo, donde su dedo acariciaba el cuero, y pensó en ella
acariciando otras cosas. —Me alegro de que no me pusieras a prueba—.
Levantó la mirada. —Él o ella, no creo que debamos descartar la
posibilidad de que sea una mujer, debe de haber pensado que reconocerías
la letra. Si no, ¿para qué molestarse en recortar palabras y pegarlas en el
papel? Por lo tanto, debemos hacer una lista de todas las personas cuya letra
te resulte familiar.
Su conclusión tenía sentido, pero a él no le gustaba. ¿Era alguien a
quien conocía íntimamente? ¿A cuántas personas podía identificar por su
letra? A muy pocas. —O podrían haber temido que asociaras la escritura
con ellos. Lees más correspondencia que yo.
A pesar del balanceo del carruaje, ella se quedó quieta, notablemente
quieta. —Sí... Supongo que sí.
Su mirada se desvió hacia la ventana y más allá. Si no se equivocaba,
ella estaba haciendo un viaje a algún lugar que no podía seguir. No era
propio de ella no permanecer concentrada. —¿Penélope?
Le devolvió la atención. —Sí, tienes razón, por supuesto. Necesitamos
una lista exhaustiva de todos los que podamos identificar por su letra.
Aunque también es posible que quienquiera que fuera simplemente quisiera
ser desconcertante.
—Eso es probablemente más probable. No me imagino a nadie que
conozca bien amenazándome con una misiva en vez de directamente a la
cara. Pero veamos a quién se nos ocurre. Al menos permitirá que el tiempo
pase más rápido.

***

¿Y si se hubiera equivocado? ¿Y si la misiva no hubiera sido para él


sino para ella?
El pensamiento persiguió a Penélope mientras escribía cada nombre
mencionado, y pronto lo tachaba después de que coincidieran en que era
ridículo siquiera contemplar que la persona fuera responsable de un
mensaje tan ominoso y el método para entregarlo. Y entonces se hizo
demasiado oscuro para escribir nada, lo que la dejó sin nada más que su
enmarañada imaginación tejiendo un escenario tras otro como una araña
laboriosa que no se contenta con una sola tela.
Se detuvieron dos veces para cambiar de caballo y comer en una
taberna. Kingsland pretendía que viajaran durante toda la noche para que
llegaran a su pabellón a última hora de la tarde de mañana. Ahora empezaba
a temer que se tratara de un viaje absurdo, al que les había enviado porque
no había considerado todas las posibilidades.
Había dejado atrás su pasado, se había cambiado el nombre, se había
mudado a un barrio de Londres que nunca frecuentaban aquellos con los
que se había relacionado cuando era más joven. Nunca recibía
correspondencia porque nadie sabía dónde estaba, así que nunca se le había
ocurrido que el sobre fuera para ella. Pero, ¿y si alguien hubiera descubierto
de algún modo dónde residía, qué hacía? ¿Y si la hubieran encontrado?
Había tenido innumerables encuentros con socios de Kingsland:
abogados, corredores de Bolsa de Londres, empresarios, comerciantes. Así
como aquellos con los que había invertido personalmente. Siempre corría el
riesgo de que alguien la reconociera. Últimamente había entrado en su vida
mucha gente nueva: los que había conocido en Fair and Spare, aquellos que
le habían presentado en el baile. El Sr. Bingham de Taylor y Taylor, con
quien no se había sentido cómoda. Incluso los nuevos sirvientes de la casa
Kingsland eran sospechosos. El lacayo Gerard en particular. La noche que
había ido a cenar con los ajedrecistas, ¿había estado con Harry y la había
estudiado demasiado de cerca? Ciertamente tenía acceso a su escritorio,
para colocar algo en él. Pero todos los sirvientes lo tenian.
Se había vuelto demasiado complaciente, creyéndose a salvo, cuando la
verdad era que nunca estaba a salvo de ser descubierta. Podía pasar horas
enteras sin pensar en lo que había hecho y en cómo había provocado que su
madre la repudiara. Su madre había preferido enfrentarse a la muerte antes
que a la vergüenza que su hija le había provocado. Penélope huiría antes de
soportar la decepción de Kingsland con ella.
Pero era demasiado pronto para alarmarse. La carta podía ser para
Kingsland. Ciertamente parecía creer que lo era.
—Has estado abatida desde nuestra última parada—, dijo el duque en
voz baja. —¿Pasa algo?
—No puedo dejar de darle vueltas a esa carta y a su extrañeza.
—Creo que le hemos dado suficientes horas de consideración.
Las linternas que colgaban fuera del carruaje, junto con un poco de luna
y multitud de estrellas, proporcionaban luz suficiente para que ella viera su
enorme silueta cruzando la corta extensión que los separaba. —¿Qué haces?
—Es de noche, Penélope, cuando tenemos la libertad de permitir que las
cosas sean diferentes entre nosotros—. La rodeó con el brazo y la acercó a
su lado, colocando la cabeza de ella en el rincón de su hombro. —Déjame
proporcionarte una almohada.
—¿De verdad crees que podré dormir?
—Creo que deberías intentarlo. Es increíble lo mucho que te puede
agotar estar sentado en un carruaje, y tenemos otro día de eso.
Mientras acurrucaba la cabeza más cómodamente contra él, agradeció
estar empleada, ya que la Sociedad no exigía que una mujer trabajadora
tuviera carabina. Aunque nunca había tenido una porque no se esperaba de
la clase media. Otra razón por la que había sido una tontería enamorarse de
él. No estaría nada bien que un par se casara con una mujer que no había
sido vigilada durante su juventud. Por otra parte, se alegraba de no haber
experimentado la asfixia de estar bajo la mirada vigilante de alguien.
—Háblame del club que visitaste.
No pudo evitar sonreír. —Se supone que la gente no debe hablar de ello.
—Se supone que la gente no debe hablar de las personas que lo
frecuentan. Eso no es lo mismo que no hablar de lo que ocurre entre esas
paredes.
—Parece que sabes mucho sobre ello.
—Debería. La mujer que elegí para cortejar el año pasado se casó con el
dueño—. Lo sabía, por supuesto. —Pasé por allí una noche, pero no se me
permitió ver mucho más allá del vestíbulo. ¿Es tan escandaloso como se
rumorea, con orgías y demás?
—No que yo haya visto. Todo era muy tranquilo. Bailes, borracheras,
dardos—. Aunque podría haber descubierto algo muy diferente si hubiera
ido al piso superior con el Sr. Grenville. —Háblame de la mujer a la que
fuiste a ver después de cenar con los Ajedrecistas.
Acurrucada contra él, se dio cuenta de que se ponía rígido, se relajaba, y
se preguntó si pretendía mentir.
—Se llama Margaret. Nos vemos de vez en cuando... cuando nos
apetece. Pero esa noche no pasó nada. No ha pasado nada entre nosotros en
mucho tiempo.
La mujer era su amante... o lo había sido. Deseó no haber preguntado,
no saber ahora la verdad de adónde había ido. —Ella no es tan conveniente
como yo.
—Ni me interesa tanto como tú—. Se alejó ligeramente de ella hasta
que pudo sentir su mirada clavada en ella, y su cálida mano acunaba su
rostro. —Impulsos, Penélope. Cuando yo los tenía, ella los satisfacía.
Cuando ella los tenía, yo hacía lo mismo por ella. Esa noche, no me di
cuenta de que tenían una especificidad. No quería a cualquier mujer. Te
deseaba a ti.
Su beso fue quizás el toque más suave, la caricia, el encuentro que había
conocido. Él la animaba a añorar las noches, a añorar esos momentos en los
que no era Pettypeace. Cuando no era su secretaria, sino algo más. Algo que
él ansiaba. No, no algo. A alguien. No quería a ninguna mujer. Te quería a
ti.
Ahora tenía otra tarea por delante, otra condición que la mujer que
seleccionara para él tendría que cumplir: tendría que hacer que él dejara de
desear a Penélope. Cada día que pasaba, cada hora que pasaba, la tarea de
seleccionar a su esposa se hacía más insoportable.
Pero eso era para considerarlo en otro momento, después de que este
viaje llegara a su fin y estuvieran de vuelta en Londres. Por ahora, lo único
que quería era perderse en su beso, perderse en él. Lo inhaló, una inhalación
larga y profunda, mientras sus lenguas se enredaban en un antiguo ritual,
porque sin duda hasta los druidas habían descubierto la magia de dos bocas
fundidas en pasión.
Sus brazos se deslizaron por debajo de ella, a su alrededor, y con muy
poco esfuerzo, la movió hasta que sus piernas quedaron sobre el banco y
ella se recostó parcialmente de lado, apretada contra los respaldos, creando
suficiente espacio para que él pudiera sentarse en el borde del asiento sin
caer al suelo. De cara a él, apoyada en un codo, agradeció la profundización
del beso. Probablemente el cochero oyó su gemido de satisfacción, y a ella
no le importó. Ni un ápice.
Le recorrió la mejilla con la boca hasta la oreja y le mordió el lóbulo. —
Pensé que la oscuridad nunca llegaría—. Su voz carraspeaba con su
necesidad, con su hambre, y el cuerpo de ella respondió con un chorro de
calor que amenazaba con convertir su ropa en ceniza.
Pensó en los meses venideros, cuando la oscuridad llegaría más
temprano por la noche y desaparecería más tarde por la mañana, cuando
tendría más horas con él. Más minutos, más segundos.
Deslizó la mano por debajo de la falda y le rodeó la pantorrilla con los
dedos. Ya no llevaba guantes y disfrutó de la intimidad de su tacto. —Las
cosas que quiero hacerte.
Esperaba que él viera su sonrisa. —Las cosas que quiero que me hagas.
—La mayoría de las damas que conozco se escandalizarían al pensar
que me tomo libertades en un medio de transporte.
—En primer lugar, no soy una dama. En segundo lugar, encuentro la
idea de que te tomes libertades en cualquier lugar bastante tentadora.
—No podrías gritar.
—Puedo contener los gritos. Lo he hecho antes cuando viajaba por
Londres.
Sus dedos se flexionaron contra su pantorrilla mientras el resto de él se
quedaba completamente quieto. —Jesús, Penélope, ¿te has ocupado de tus. .
. impulsos en un carruaje?
—En este mismo—. Podía oír su respiración entrando y saliendo de su
pecho, podía sentir sus ojos clavándose en ella. —¿Estás conmocionado?
—¿Cuándo? — Exigente, insistente.
—La noche que me abandonaste para visitar a Margaret.
—¿Por Bishop, por ese maldito guiño que te hizo?
¿Había una fisura de celos en su tono? —No, tonto, por ti. Por lo que
sentí cuando me tocaste la mano. La forma en que me miraste como si te
preguntaras si encontrarías un sabor mío tan satisfactorio como el de tu
vino.
Aunque era bajo, ahogado por los cascos de los caballos que golpeaban
la carretera, su aullido era el de una bestia llamando a su pareja. Su boca se
posó en la de ella, con fuerza y determinación, mientras su mano se
deslizaba por su pierna hasta alcanzar el vértice entre sus muslos. Sus dedos
no tardaron en deslizarse por la abertura de sus calzones para anidar entre
sus rizos. Quería quitarle el abrigo, el chaleco y la camisa. Pero apenas
había sitio para desvestirse, y ¿cómo explicaría su ausencia de ropa si de
repente se rompía una rueda o un caballo se quedaba cojo?
Así que se conformó con acariciarle la mandíbula, con pasar las palmas
de las manos sobre su espinosa y espesa barba, dándose cuenta de que tenía
razón sobre lo de la noche anterior. Se había afeitado la cara antes de que
ella llamara a la puerta.
Sus dedos separaron sus rizos, separaron otro par de labios y empezaron
a acariciarla, haciendo aflorar las sensaciones que flotaban en la superficie,
mientras mantenía su boca pegada a la de ella. Cuando demostró que estaba
equivocada, cuando llegó su liberación y no pudo contener el grito, él se
mantuvo firme, absorbiendo su grito mientras su cuerpo se agitaba y
estremecía.
Retrocediendo, la estudió, y deseó tener una linterna para verle con más
claridad. —Respondes tan rápido.
Porque había vivido de fantasías durante un par de años y ahora
descubría que la realidad era mucho mejor de lo que había previsto. —Soy
una libertina.
Su sonrisa brilló en la oscuridad. — No me estaba quejando, ni te estaba
criticando por saber lo que quieres, lo que mereces.
—Tú también te lo mereces. Deberíamos complacerte.
La atrajo hacia el rincón de su cuerpo y la estrechó contra sí. —He
encontrado un placer increíble en tu reacción. Es todo lo que necesito en
este momento.
Se acurrucó contra él. —Eres una cama muy cómoda.
—Duerme bien, Penélope.
¿Cómo no iba a hacerlo si estaba acurrucada en los brazos del hombre
que amaba?
CAPÍTULO 17

—Deberíamos ir juntos al teatro—, dijo Kingsland. —Seguramente


verás allí a algunas de las damas que estás considerando. Te dará la
oportunidad de observarlas en un ambiente diferente, te dará una idea más
clara de su idoneidad.
Penélope estuvo a punto de señalar que debería ser él quien considerara
todos los aspectos. Pero la tarea tenía la ventaja de estar con él en diferentes
atmósferas, y no era tan tonta como para renunciar a eso.
Poco después de despertarse aquella mañana, rodeada por sus brazos, se
detuvieron en una posada durante una hora. Les había conseguido
habitaciones para que pudieran lavarse el polvo del viaje y asearse. Pero de
algún modo habían acabado en la misma habitación, luego en el mismo
baño, luego en la misma cama. Cuando entraron en el comedor para
desayunar, temió que todo el mundo se diera cuenta de que la habían
extasiado. Cuando salió el sol, apenas por encima del horizonte, pero aún
visible. Luchó por no darle demasiada importancia al encuentro.
Sospechaba que había sido una escapada temporal de todas las
preocupaciones que le agobiaban.
Cuando volvieron al carruaje con los caballos frescos, él se sentó en los
cojines frente a ella, declarando que volvía a ser Pettypeace. Era la forma
más cómoda de sí misma. Comprendía sus deberes, era experta en
desenvolverse entre sus responsabilidades y su acuerdo comercial.
Mantenía su corazón enjaulado, pero por la noche era como un canario
encerrado, probando sus alas y queriendo doblar los barrotes lo suficiente
como para deslizarse a través de ellos y poder alzar el vuelo.
—Podría ser útil si me dijeras más de lo que quieres en una esposa.
Aparte de ser callada.
Entrecerrando los ojos contra la luz del sol, miró hacia la vegetación
que pasaba. —Preferiría que no estuviera enamorada de otro.
—Pero no quieres que te ame.
Con un suspiro, se movió sobre el cuero. —¿Alguna vez has estado
enamorada, Pettypeace?
—Sí, lo he estado.
Su mandíbula se tensó. —¿Te dejo?
Parecía realmente ofendido por ella. —Nunca lo supo. Nunca se lo dije.
No habría sido bueno confesarle mis sentimientos.
—Amor no correspondido. El peor de todos.
—Creo que habría sido peor no haberlo sentido nunca, no haberlo
sabido...—. Sacudió la cabeza y se quedó muda. ¿Cómo podía decirle que
era mucho mejor haberle amado que no hacerlo, sobre todo cuando él
ignoraba hasta qué punto sentía algo por él?
Cruzó los brazos sobre el pecho. —¿Qué experimentaste? ¿Cómo
supiste que lo amabas?
—¿Nunca has amado?
—Ya te he dicho antes que no tengo corazón. Creo que tener uno es un
requisito. ¿Qué te hizo amarlo? ¿Su belleza, su físico, el color de sus ojos?
—Podría haber sido un ogro y eso no habría importado. Me gustaba
cómo me trataba, valoraba mi opinión y me veía como a una igual, incluso
cuando la Sociedad no lo hacía. Le quería porque no medía mi valía en
función de mis rasgos, mis curvas o el tono de mis ojos.
Puede que dijera todo aquello con un poco más de vehemencia de la que
cabía esperar, más aún, de la que estaba permitida, cuando una secretaria
hablaba con un duque. Él no respondió, excepto que la estudió como si de
repente se hubiera convertido en un rompecabezas que no podía descifrar.
Luego flexionó la mano enguantada y tiró del cuero. —No te casaste con él.
—No, se casó con otra. —O lo haría dentro de poco. Se casaría con la
mujer que ella eligiera para él.
—Alguien que te gustaba antes de trabajar para mí—. Afirmación, no
pregunta.
—No sé por qué estamos discutiendo esto.
—Te he mantenido demasiado ocupada para cualquier tipo de vida
social, así que tendría que haber sido así. Entonces, tenías, ¿qué?
¿Dieciséis, diecisiete, dieciocho, cuando pensaste que estabas enamorada?
—No lo pensé. Lo sabía—. Déjale creer que había sido una niña en vez
de una mujer. Desde luego, no quería que él adivinara que era el amor de su
vida, no quería ver arrepentimiento en sus ojos porque él no pudiera
corresponderla. —Además, esas chicas de mi lista... ¿cuántos años crees
que tienen? Algunas apenas han salido del aula.
—No elijas a ninguna de ellas. Quiero una esposa con algo de
sofisticación.
El hombre era tan irritante. —¿Crees que podrías darme una lista
completa de tus requisitos en lugar de repartirlos como un avaro sus
peniques?
Sonrió. Sonrió de verdad. —Me gusta el fuego que exhibes cuando estás
enfadada.
—No estoy enfadada—. Aunque decir esas palabras probablemente
refutaba su afirmación. —Simplemente estoy frustrada. Me esfuerzo por
encontrar a la mujer perfecta...
—No hay mujer perfecta, Pettypeace.
—Quiero que seas feliz con ella. No quiero que te deje en ridículo como
la última. Quiero que sea lo que necesitas. Y, sí, quiero que llegues a
amarla. Una vida sin amor es... aunque no dure, aunque sea por poco
tiempo...encontrar alegría en la entrega, esperar con ansia el día porque esa
persona formará parte de él. Compartir tus pensamientos y que no te
juzguen. Poder discrepar y saber que la persona escuchará tus argumentos y
no pensará mal de ti por exponerlos. Sentir que eres mejor de lo que eras
antes de que esa persona entrara en tu vida. Y llorar cuando ya no estén.
—¿Lloraste por tu amor perdido?
Lo haría, lo haría de hecho. Sonrió tristemente. —A cántaros.
—Suena devastador, y aun así me lo deseas.
—No tengo palabras para explicarlo adecuadamente. Mientras lo tuve,
mientras estuvo en mi vida, lo que sentí fue como sustento para mi alma. El
sol, la luna y las estrellas estaban dentro de mí—. Suspiró y puso los ojos en
blanco, avergonzada. —Y ahora parezco una idiota. Es muy complicado e
imposible de describir. Los poetas lo intentan, pero sólo pueden captar una
parte. Es demasiado grande, demasiado grandioso, para reducirlo a lo que
nosotros, simples mortales, podemos aclarar—. Sacó su cuaderno del
bolsillo. —Empecemos por el principio, ¿de acuerdo? Quieres una mujer
mundana que no hable. ¿Qué más necesitas?

***

Amor. Hasta ese momento había pensado que estaría contento sin él,
pero oírla hablar tan apasionadamente de él le hizo anhelar experimentar
esa profundidad de cariño. Sintió pena por el tipo al que ella había amado,
porque el pobre desgraciado nunca lo había sabido. Qué increíble sería
tenerla en cuenta.
¿Pero cómo sabía uno si estaba enamorado? Eso era lo que le
preguntaba, la respuesta que buscaba. Desde que le colocó aquellos
mechones sueltos detrás de la oreja aquella mañana en que se reunieron con
Lancaster, sus sentimientos hacia ella se habían vuelto desconcertantes. A
pesar de las cejas levantadas de las matronas de la Sociedad, le había
parecido correcto bailar el vals con ella. Tenerla en su habitación había sido
como sentir que ella estaba donde debía estar. Hacer el amor con ella,
¿cuándo había hecho el amor con una mujer? Había tenido sexo. Sexo
bueno y excitante, pero no podía negar que con ella había sido algo más que
fornicar. Y para hacer las cosas aún más desconcertantes, no había querido
hacer este viaje sin ella.
¿Qué más necesitas? Tú Le rondaba en la punta de la lengua, pero no
podía darle voz cuando no entendía qué lo había provocado.
Era extraño que hubiera pensado más en lo que necesitaba de una
secretaria que en lo que necesitaba de una esposa. Intentó imaginarse a su
futura duquesa sentada frente a él, tal y como la había imaginado en el
pasado: refinada, correcta, con las manos cruzadas sobre el regazo, la
mirada dirigida hacia el campo y en silencio. Sin pronunciar palabra. Sin
perturbar su concentración mientras reflexionaba sobre sus negocios.
Desde luego, no le dirigiría una mirada penetrante y desafiante, sus ojos
verdes prácticamente le lanzaron dagas, exigiéndole que le diera lo que
pedía. Conocía a hombres que murmuraban en su presencia, que arrastraban
los pies y se negaban a mirarle. Pero él nunca la había intimidado.
A lo largo de los años, sobre todo últimamente, su relación se había
transformado en algo más, algo que acababa de reconocer, que no terminaba
de ubicar. Amistad, tal vez. Sí, eso era. Aunque difería ligeramente de lo
que había experimentado con los Ajedrecistas. Claro que sí. Después de
todo, era una mujer. Desde luego, nunca anheló plantar su boca sobre la de
Bishop y convertir una mirada en brasas ardientes. —Yo querría en una
esposa lo que tú quieres en un marido.
—Como no tengo planes de tener un marido y no he pensado en ello,
eso no es de mucha ayuda.
—¿Qué hay de ese hombre al que amabas?
—Nunca íbamos a casarnos. Lo supe desde el principio, así que no me
molesté en considerarle en el papel. Además, como ya he explicado, no
quiero un marido.
—Y yo no quiero una esposa.
—Entonces, ¿por qué la caza? ¿Por qué ahora?
—Necesito un heredero. Y no me estoy haciendo más joven. Estoy
seguro de que sabes juzgar a las mujeres mejor que yo, Pettypeace. Confía
en tus instintos.
Golpeó el cuaderno con el lápiz. —Aún nos quedan kilómetros por
recorrer. Reflexiona sobre lo que quieres. Estoy lista para escribir tus
requisitos.
Tal vez no necesitaba una esposa tranquila, sino una que dijera lo que
pensaba, que lo desafiara.
Empezó a garabatear, probablemente todas las razones por las que
estaba enfadada con él. Aunque tal vez estaba anotando todos los requisitos
que creía que él debía pedirle. No, lo habría hecho antes de empezar a abrir
las misivas que le habían enviado las damas de Londres. Por supuesto,
elegiría a alguien que pudiera aceptar como señora de su casa. Alguien
amable. Alguien a quien no le importara que su secretaria no durmiera en
las habitaciones de los sirvientes.
Excepto que a cualquier duquesa le importaría. Una vez casado,
Penélope no podría cruzar el pasillo hasta su habitación. Su relación íntima
se detendría. Aunque no habían tratado el tema específicamente, sabía que
ella no era de las que jugueteaban con un hombre casado. Ni él era de los
que le eran infieles a su esposa.
Él tendría a su duquesa y Penélope tendría... a alguien más. Que aún no
lo tuviera era un testimonio de su devoción por su trabajo. Pero ella poseía
demasiada pasión y fuego, era demasiado inteligente, demasiado
competente, demasiado audaz para que algún hombre no la persiguiera. Le
sorprendía que algún caballero no la hubiera reclamado ya. Ciertamente,
varios se habían fijado en ella en el baile, se habían sentido lo bastante
intrigados como para arriesgarse a ser censurados bailando con la secretaria
de un duque. Y si ninguno de ellos la visitaba, iría a aquel maldito club y
haría nuevas amistades allí. La fuerza de los celos que lo desgarraron lo
sorprendió. Era mucho más fuerte que lo que había experimentado en el
baile, y ya no podía negar lo que era. No podía soportar la idea de que ella
estuviera con otro, y sin embargo era egoísta por su parte no querer que
encontrara a un hombre que pudiera apreciarla como se merecía. Podía no
querer casarse, pero eso no significaba que tuviera que pasar su vida sola.
Podía tener un amante y mantener su independencia.
Al igual que las cosas habían cambiado entre ellos hacía dos noches,
cambiarían cuando firmara el registro en la iglesia. Ella volvería a los
aposentos de la servidumbre. Volverían a los negocios. Hasta que algún
caballero la enamorara y él se convirtiera en su centro de atención, en algo
más importante para ella que el trabajo que actualmente le proporcionaba
satisfacción.
Lamentó haber publicado el maldito anuncio tan pronto después de que
Lady Kathryn rechazara su propuesta. Pero no quería que lo vieran como el
duque despreciado y digno de lástima. Maldijo su maldito orgullo. Quería
otro año sin noviazgo, sin esposa. Otro año con Penélope.
Pero sabía con una convicción que destrozaba su paz, más de lo que lo
había hecho la extraña carta, que la noche de su baile sería la última que
tendría con ella. Después, sólo sería su secretaria y ya no su amante. Tenía
la intención de aprovechar al máximo su tiempo juntos.
CAPÍTULO 18

Cuando llegaron al pabellón de caza ya había anochecido. Había


visitado otras fincas, propiedades y residencias de Kingsland, pero no ésta,
y sintió un escalofrío cuando se detuvo en el vestíbulo mientras el viejo
mayordomo, despertado del sueño, empezaba a encender velas y lámparas.
Aunque Kingsland le había dicho que no sospechaba que esos sirvientes
fueran los responsables de la misiva, ella había seguido dudando, pero
basándose en el ligero temblor de los dedos del hombre mayor, no veía
cómo podía recortar palabras en el periódico y pegarlas en su sitio sin hacer
un desastre de la tarea.
—Mis disculpas por el desorden, Su Gracia, pero no le esperábamos
hasta noviembre. Despertaré a la Sra. Badmore para que le prepare una
comida.
—No es necesario, Spittals. Cenamos antes de llegar. Sin embargo, un
baño sería bienvenido—.
—Pondré a Johnny a ello enseguida.
Una tenue luz apareció en lo alto de la escalera, y supuso que la criada
había llegado hasta allí utilizando la escalera trasera y estaba preparando las
habitaciones. El lacayo, Harry, que había viajado con ellos y había estado
de pie justo en el umbral de la puerta sosteniendo sus maletas, se sobresaltó.
Cuando pensaba en un pabellón de caza, se imaginaba algo
considerablemente más pequeño que una vivienda de piedra de cuatro pisos
que, si tenía que adivinar, albergaba algo menos de cincuenta habitaciones.
Con una lámpara de aceite en la mano, Kingsland se acercó y le puso una
mano en la espalda.
—¿Subimos?
Quería explorar, pero también estaba muy cansada por las
preocupaciones y el viaje, así que se limitó a asentir, reconfortada por la
firme mano de Kingsland que la guiaba escaleras arriba. Las sombras
vacilaron y se dispersaron frente a ellos, revelando pinturas de cacerías,
hombres de pie con escopetas apuntando a pájaros en vuelo, hombres a
horcajadas sobre caballos que galopaban mientras los zorros correteaban.
—¿Son imágenes de cacerías celebradas aquí? —, preguntó.
—No, sólo algo encontrado o encargado para poner en la pared.
—¿No hay retratos familiares?
—Quizá uno o dos, pero rara vez nos quedábamos mucho tiempo. No es
especialmente acogedor, como verás.
Llegaron al rellano y ante ellos se extendía un largo pasillo. Una docena
de puertas, sólo dos abiertas. La condujo a través de una y a una alcoba que
parecía más fría de lo que debería. Tal vez fuera el silbido del viento o la
piel de la cama o su equivalente en el suelo. El fuego crepitaba en la
chimenea, pero no generaba mucho calor. Alejándose de él, más cerca de la
gran chimenea de piedra, se frotó los brazos.
—Haremos que la criada te ayude a prepararte para ir a la cama.
Con una sonrisa, lo miró. —No necesito ayuda, nunca he tenido
doncella. Mi ropa es sencilla, diseñada para que sea fácil ponérmela y
quitármela.
Se apoyó en el poste a los pies de la cama. —Supongo que podría
ayudarte.
—Eso podría dar lugar a un poco de picardía.
—¿Te importaría?
No, en absoluto, nunca. Pero en lugar de pronunciar las palabras, se
limitó a negar con la cabeza. Dio un paso hacia ella-.
El lacayo londinense apareció en la puerta. No hizo ningún ruido, pero
Kingsland debió de sentir su presencia, porque se detuvo de inmediato y
miró por encima del hombro.
—Tenemos la bañera para la Srta. Pettypeace—, dijo Harry.
Le hizo un pequeño gesto con la cabeza. —La dejaré para que disfrute
de su baño—. Pasó junto a Harry y otro lacayo, posiblemente Johnny,
mientras cargaban con la bañera de cobre.
Después de colocarla ante el fuego, se marcharon para empezar a subir
el agua. Penélope se acercó a la ventana con parteluz y miró hacia fuera. Se
preguntó si tendrían tiempo para ver la zona. Probablemente no. Estaban
aquí con un propósito y, una vez cumplido, debían regresar a Londres.

***

A la mañana siguiente, King ya estaba sentado a la mesa circular del


pequeño comedor cuando entró Pettypeace, vestida con su traje azul oscuro
y mucho más cómoda que la noche anterior, cuando llamó a su puerta.
—El viento que chilla más allá de la ventana es un poco inquietante—,
dijo.
—Mi padre siempre me dijo que eran los fantasmas de nuestros
antepasados buscando atención, aunque fue él quien compró la residencia,
así que no tengo ni idea de cómo los espíritus de nuestros antepasados
encontraron el camino hasta aquí.
Luego la había metido en su habitación y había hecho todo lo posible
para que sus gritos de placer ahogaran los chillidos que habían puesto de los
nervios a su valiente Penélope. Pero claro, algo en este lugar siempre había
parecido más apropiado para los muertos que para los vivos.
Ahora se puso en pie. —Buenos días, Penélope.
Trastabillando hasta detenerse, ella miró más allá de él hacia las
ventanas, y supuso que estaba confundida por el hecho de que
descaradamente no la llamara Pettypeace, señalando su papel de secretaria,
como normalmente hacía cuando estaban en Londres. —¿No ha salido el
sol?
—Sí, pero... —¿Cómo explicar que no era a su secretaria a quien
necesitaba en ese momento, sino a una amiga, a alguien que era más que
una amiga?
Mientras buscaba las palabras, ella se acercó a la silla junto a él y sonrió
suavemente. —Lo sé. Lo que somos en Londres no parece encajar aquí, al
menos no en este preciso momento.
—Yo no podría haberlo dicho mejor—. Le acercó la silla. Una vez
sentados, ella se sirvió un poco de té y añadió un chorrito a la taza para
calentarla. El lacayo se fue a buscar su plato. —Aquí las cosas se llevan con
bastante sencillez—, dijo King, —excepto las pocas veces que tuvimos
invitados durante la temporada de caza.
—¿Te gusta la caza?
—En realidad, no. Es parte de la razón por la que tengo tan poco
personal para cuidar el lugar. Probablemente debería venderlo. Lo haré en
algún momento—. Cuando no tuviera motivos para volver a esta parte de
Escocia con sus mórbidos recuerdos, aunque ahora tenía recuerdos de ella
aquí, y los otros parecían tener menos peso.
El lacayo volvió y le puso delante un plato con huevos con mantequilla,
tomate, tostadas y jamón. Ella cogió el tenedor. —¿A qué hora saldremos
hoy?
Lo dijo en voz tan baja, tan tranquila, que tardó un minuto en darse
cuenta de que se refería al viaje al manicomio. —Saldré en cuanto termine
de comer.
—Estaré lista.
—Pensaba ir solo.
—Entonces, ¿cuál es mi propósito de estar aquí?
Estar aquí. Era así de simple, así de complejo y así de ridículo. ¿Cuándo
había necesitado tener a alguien con él para algo? Pero no tenía planes de
llevarla al manicomio, lo que sin duda la atormentaría y le provocaría
pesadillas. Siempre salía de allí con la sensación de haber dejado un trozo
de su alma entre aquellas paredes.
—Creo que sería útil tener a alguien cerca para tomar notas—, continuó.
—Tengo intención de acompañarte.
—Entonces tomaremos la calesa.
Su sonrisa de triunfo le robó el aliento. Necesitaba decirle que añadiera
a su lista de requisitos una mujer cuya sonrisa le hiciera sentir que había
conquistado el mundo.
—Le pediré a la cocinera que prepare una pequeña cesta por si
decidimos parar y hacer un picnic en algún lugar del camino—, dijo ella.
No le sorprendió que ya se sintiera lo bastante cómoda como para
empezar a hacer peticiones a los criados. ¿Apreciaría su esposa que se
hiciera cargo de las cosas? Pettypeace tenía talento natural para ello, lo
había tenido desde el principio. Tenía razón al no querer casarse. La
mayoría de los hombres deseaban una compañera recatada, no una fuerte e
independiente. Un idiota podría esforzarse por domarla, por ponerla bajo su
dominio. —Espléndida idea.
También daría a los sirvientes algo sobre lo que especular, creer que
simplemente iban a dar un paseo y de picnic. No es que ninguno de ellos se
atreviera a preguntar adónde iban o el motivo de su marcha, pero hacer algo
tan natural como salir en el coche de caballos con una cesta de picnic en la
mano haría parecer que no ocultaban nada más que una posible relación
personal. En cualquier caso, los cotilleos no llegarían a Londres, así que la
charla no tendría consecuencias negativas.
Una hora más tarde, con las riendas en la mano, apremiaba a un par de
grises que hacían juego para que avanzaran a gran velocidad por la estrecha
carretera.
—Es todo tan hermoso, con el brezo en flor—, dijo Penélope.
Dentro de un mes, más brezo cubriría la tierra, aunque nunca le había
prestado atención, ni se había tomado el tiempo de apreciar los lagos y las
onduladas colinas salpicadas de ovejas a lo lejos. Había odiado venir aquí
porque con su llegada le venían los recuerdos de cómo había colocado a su
padre en la tumba antes de morir. A los diecinueve años, le aterrorizaba que
lo que había hecho quedara escrito en su rostro, que su familia, sus amigos
y los extraños lo vieran y lo consideraran un ladrón.
En respuesta, se había separado todo lo posible de la sociedad, se había
dedicado a apuntalar las propiedades para que el siguiente en la línea de
sucesión no tuviera que preocuparse si King se veía despojado de sus títulos
y subido a un patíbulo.
Pero ahora, al mirar a su alrededor, tal vez había juzgado la zona con
demasiada dureza a causa de los recuerdos. Pettypeace siempre había
conseguido hacerle ver las cosas de otro modo. Era una de las razones por
las que valoraba su opinión. Ella aportaba una perspectiva diferente a los
asuntos. Y tenía razón en que dejarla en el pabellón no habría servido de
nada, mientras que tenerla con él podría reportarle beneficios. Ella podría
darse cuenta de cosas que no había notado: un miembro del personal de
aspecto dudoso o alguien con la culpa escrita por todas partes. En algunas
cosas, ella era mucho más observadora y perspicaz que él. Él se fijaba en
las cosas grandes, ella en las pequeñas.
Giró por una calle estrecha. Al final había una valla de hierro forjado,
con la puerta abierta, lo que destruía la idea de que el recinto sirviera para
algo.
—No intentan mantenerlos dentro, ¿verdad? —, musitó.
—La cierran por la noche, cuando no vigilan tanto a los residentes.
La monstruosidad de ladrillos oscuros con agujas que se asomaban al
cielo se alzaba en el horizonte.
—Tiene un aspecto siniestro, ¿verdad? —, preguntó.
—No me gustaría vivir aquí.
—¿Cómo lo encontraste?
—Oí a mi padre amenazando con internar a mi madre en la mansión
Greythorne. Después hice algunas averiguaciones.
—Es tan irónico como justificable que esté aquí.
—Eso pensé en su momento.
Ella posó su mano reconfortantemente en su brazo, y se preguntó si
llegaría una ocasión en la que no anhelara su tacto. —Hiciste lo que había
que hacer para que la vida fuera más agradable para los demás.
—Me lo digo cada vez que vengo aquí. Pero siempre suena vacío. Sin
embargo, no había forma de deshacerlo sin graves consecuencias una vez
hecho—. Detuvo los caballos, saltó de la calesa y los aseguró antes de dar
la vuelta para ayudarla a bajar.
—Uno pensaría que tendrían a alguien vigilando las llegadas, pero
supongo que no esperan visitas.
—Nunca he visto a nadie más que al personal y a los pacientes—. El
aislamiento del lugar le había atraído. Nada ni nadie en kilómetros a la
redonda. Parecía seguro. O al menos eso le había parecido hacía quince
años, cuando las emociones le habían llevado a ser imprudente. Sólo más
tarde se dio cuenta de que había limitado no sólo las posibilidades de
escapar de su padre, sino también las suyas. Había tomado su rumbo sin
pensarlo bien. Desde entonces, nunca había tomado ninguna decisión
precipitadamente, había aprendido a considerar todos los ángulos.
Metió la mano en el pliegue de su codo mientras subían los escalones
hasta la gran puerta de roble. Parecía el tipo de lugar donde las bisagras
deberían crujir, pero permanecieron en silencio mientras soltaba el pestillo y
empujaba la pesada madera.
Una mujer algo más joven que su madre salió de detrás de un escritorio
en el enorme vestíbulo. —Sr. Wilson, señor, bienvenido a Greythorne. Voy
a buscar al Dr. Anderson—. Se escabulló y desapareció tras una esquina.
Si a Penélope le molestaban los gemidos y gritos que resonaban en las
habitaciones invisibles, no dio ninguna indicación, sino que se limitó a
echar un vistazo a los dos juegos de escaleras y a las altas ventanas. Se
preguntó si los gritos habían traído la verdadera locura a su padre.
—No es el lugar más acogedor—, dijo en el tono bajo que requería el
ambiente.
—No, pero he visto al personal interactuar amablemente con los
pacientes—. Aunque las tendencias violentas de su padre a veces habían
requerido que lo trataran con menos delicadeza, llegando incluso a
someterlo con el uso de un chaleco estrecho.
Un hombre delgado y de baja estatura dobló la esquina. El pelo del
psiquiatra había sido negro como el cuervo cuando King había traído aquí a
su padre por primera vez, pero ahora tanto él como su barba eran casi
completamente plateados, con sólo un atisbo del tono que habían tenido
antaño. No creía que el médico que le tendía la mano tuviera ni una docena
de años más que él. —Sr. Wilson, le agradezco que nos haya hecho una
visita.
Su apretón fue firme y fuerte al estrechar la mano de King.
—Dr. Anderson, permítame presentarle...
—Sra. Wilson—, interrumpió Penélope con soltura y una recatada
inclinación de cabeza. Aunque llevaba guantes de cuero que harían difícil
discernir si llevaba alianza, había deslizado la mano izquierda dentro del
bolsillo de su abrigo, donde sin duda acariciaba su querido diario. Tenía el
derecho de hacerlo. Si alguna vez necesitaba que mintiera por él, ella
dominaba el talento. Fingir ser su esposa y ni siquiera ruborizarse al
hacerlo.
—Sra. Wilson, un placer. — Entonces sus ojos azul cristalino volvieron
a King. —Parece que no reunimos la información adecuada de usted. No
tenía ni idea de dónde escribirle para hacerle saber que su padre ya no está
con nosotros.
King se sintió como si le hubieran sumergido en una cuba de agua
helada. —¿Se ha escapado?
—No, no. Mis disculpas por no haber sido más claro, pero falleció. No
hace ni un mes.
Si la mano de Penélope no se hubiera cerrado alrededor de la suya y
apretado tranquilizadoramente, podría haber retrocedido por el golpe
inesperado de darse cuenta de que su padre estaba muerto. Después de tanto
tiempo. Debería haber tenido ganas de alegrarse, pero en lugar de eso le
golpeó una inesperada desolación que le estrujaba el alma, la pena. —
¿Cómo? ¿Cómo murió?
Su voz sonaba lejana, parecía resonar a su alrededor como si estuviera
en las profundidades de una cueva oscura.
—Su corazón. Simplemente se rindió, siento decirlo. Su
comportamiento errático y sus arrebatos violentos sin duda lo
sobrecargaron. Se volvió más agitado, tuvo que ser contenido en ocasiones.
Sus delirios estaban tan arraigados, que estaba más allá de la ayuda, para ser
honesto. Afirmó ser duque hasta el final.
Claro que sí, porque lo había sido.
—Fue mientras buscaba información sobre cómo contactar con usted
cuando me di cuenta de que no teníamos ninguna, así que hicimos por él lo
mejor que pudimos.
—¿Qué implicaba eso?
—Lo enterramos en nuestro cementerio en la parte trasera del jardín.
Servicios apropiados. Tendremos que cobrar el ataúd, me temo.
—Naturalmente.
—Sé que esto debe ser un shock, pero al menos su sufrimiento ha
terminado. Ahora está en un mundo mucho mejor.
King dudaba mucho que el infierno fuera mejor.
—¿Le gustaría visitar su lugar de descanso?
***

Penélope le habría dejado llorar a solas al anterior duque si King


hubiera soltado su mano. En lugar de eso, la apretó con más fuerza, y así
ella caminó con él y el psiquiatra por un jardín muy bonito y tranquilo hasta
que pasaron bajo una pérgola cubierta de fragantes madreselvas y entraron
en un jardín de piedra. Más grande de lo que esperaba para un lugar como
éste.
El Dr. Anderson los guio hasta un largo montículo de tierra. La hierba
que lo rodeaba aún no había recuperado la mayor parte. El lugar estaba
marcado con una sencilla cruz de madera en la que William Wilson estaba
profundamente tallado.
—Si desea que le hagan una lápida adecuada y nos la envié... o puedo
facilitarle el nombre y la dirección de un tipo de un pueblo cercano que se
encargaría de la tarea.
—Gracias—, dijo Kingsland, con la voz más áspera que media hora
antes.
—Les daré algo de intimidad para que guarden luto. Cuando esté listo,
venga a mi despacho y ajustaremos cuentas.
El médico se marchó. Kingsland permaneció inmóvil durante uno o dos
minutos, sin levantar los ojos oscuros, sin mirar a su alrededor, sino
concentrados en el lugar donde ahora descansaba su padre.
—Le despreciaba—, dijo finalmente. —Lo que él veía como fuerza,
como intimidar a la gente, a mi madre, a mi hermano, a sus amigos, yo lo
veía como debilidad—. Aunque él no lo dijo, sabía que Kingsland también
había sido acosado. —Te conté cómo castigaba a Lawrence.
—Sí.
—Cuando tenía dieciocho años, había vuelto a casa de Oxford por
Navidad. Había hecho una inversión y había dado sus frutos. Yo estaba tan
engreído y lleno de mí mismo. Él me ordenó hacer algo, ni siquiera
recuerdo qué fue, algo trivial, y yo le dije que por fin era un hombre y que
no podía recibir órdenes. Insistió en que él mandaba y que yo debía
arrodillarme ante él y jurarle lealtad como demostración de que comprendía
su poder sobre mí. Como si fuera un rey medieval. Me negué, creyendo que
si me mantenía firme, me respetaría como hombre y dejaría de ser infantil.
Nunca la miró, nunca pestañeó, nunca dejó de mirar el montículo de
tierra como si pudiera ver a través de él y dentro de la tierra.
—Pero llamó a Lawrence. Pude ver en los ojos de mi hermano que
sabía por qué lo habían llamado. Me miró y luego se puso justo delante de
nuestro padre, que golpeó a su repuesto con tal fuerza que salió volando
hacia atrás. Y yo caí de rodillas. Un golpe y me derrumbé.
Luchó por contener las lágrimas, no quería que él viera hasta qué punto
su confesión le destrozaba el corazón. —Un golpe y mostraste piedad.
—Debería haberla mostrado antes de que Lawrence tuviera que pagar el
precio de mi obstinación. Pero juré que nunca más me arrodillaría por nadie
—. Emitió una burla quebradiza. —¿Sabes?, cuando le pedí a lady Kathryn
que se casara conmigo, no me arrodillé ante ella. Ella se ofendió y decidió
que era una indicación de que no debíamos casarnos.
—Creo que fue su amor por otro lo que hizo eso.
Sacudió la cabeza. —Añade a tu lista de requisitos para una duquesa
una mujer que no insista en que me arrodille ante ella, porque no lo haré.
—Considéralo hecho.
—Debes pensar que soy vil y despiadado por no derramar una solitaria
lágrima por este hombre. Las últimas veces que lo vi, estaba terriblemente
furioso y ni siquiera parecía saber quién era yo. Creo que se había vuelto
loco. Supongo que debería sentir algún remordimiento por el horror de sus
últimos años, pero no lo siento.
—Evitaste que tu madre y tu hermano sufrieran más en sus manos. No
debes olvidarlo. Y asumiste tú sola la carga de llevar este secreto sobre tus
hombros, así que no te considero ni vil ni desalmado.
Se llevó la mano enguantada que aún sostenía a la boca y le estampó un
beso en los dedos. —Siento que hayas tenido que soportar todo esto, pero
estoy increíblemente agradecido de que estés aquí.
Estuvo a punto de decirle que no querría estar en ningún otro sitio que
no fuera a su lado, que allí donde él la necesitara, allí estaría ella. Pero le
pareció demasiado confesar, demasiado admitir cuando por su parte no
existía entre ellos nada más profundo que la satisfacción de los impulsos. —
¿Quieres unos minutos a solas?
Su sonrisa era pequeña, triste, arrepentida. —No, sólo quiero dejar atrás
este infierno.

***

Después de arreglar las cosas con el Dr. Anderson, fueron al pueblo más
cercano, y Kingsland pagó a un cantero para que creara una sencilla lápida
para William Wilson en la que, aparte de su nombre, sólo aparecieran las
fechas de su nacimiento y muerte. De regreso al pabellón, se detuvieron
junto al murmullo de un arroyo y colocaron un edredón sobre el brezo. Bajo
las ramas de uno de los enormes árboles que salpicaban la zona, comieron
la comida que les había preparado la cocinera. Bueno, sobre todo Penélope
comió mientras Kingsland bebía una buena cantidad del vino que había
metido en la cesta. —Sabes que nunca he conducido una calesa—, dijo ella
con ligereza.
Levantado sobre un codo, con el cuerpo estirado a lo largo de la colcha,
apartó la mirada del agua que corría. —¿Te gustaría?
—No, pero creo que si te emborrachas, no tendré elección.
—Hará falta mucho más que una botella de vino para emborracharme
—. Extendió la mano y vertió un poco de vino en la copa que descansaba
cerca de su rodilla. —Aunque puedes salvarme de mí mismo bebiendo tu
parte.
Bebió un sorbo. Si no fuera por la melancolía provocada por su visita
matutina a Greythorne, sería un día encantador, aunque algunas nubes
oscuras amenazaban lluvia. Esta zona era tan bucólica y pacífica. Ni una
sola persona se había cruzado con ellos. No había nadie. Cada vez estaba
más claro que ningún alma le había seguido mientras hacía este viaje. —Sé
que lo de hoy ha sido un poco chocante.
—En cierto modo, pero también esperado. Siento un gran alivio al saber
que ahora soy, legalmente, el duque de Kingsland.
Sentada con las piernas por debajo, se giró para poder mirarle más
directamente. —He estado pensando en eso, en la carta. Mi silencio tendrá
un coste. Prepárate para pagar. Supongo que la persona quería cobrar
dinero. Sin embargo, con tu padre desaparecido, no veo cómo él, o ella,
puede probar nada. Sería su palabra contra la tuya, y a menos que sean de la
realeza, me resulta difícil creer que alguien tomaría su palabra sobre la tuya,
un duque. Suponiendo, por supuesto, que se refirieran a este asunto.
—No puedo imaginar cómo podría ser otra cosa. Aunque no sé cómo él,
o ella, habría probado la afirmación. O ayudaba a mi padre a escapar y le
hacía desfilar por Londres o traía aquí a alguien que le conociera lo
suficiente como para identificarle.
—¿Tu madre quizás?
—Es poco probable que se hubiera ido con un desconocido sin
avisarme, y entonces yo le habría puesto fin. Sin embargo, si hubiera hecho
el viaje sin avisarme, se habría quedado atónita al verle, pero habría
deducido rápidamente que había que mentir. Creo que le habría tachado de
loco. Me sorprendió que te presentaras como la Sra. Wilson.
—Pensé que traería menos complicaciones si asumía que era tu esposa.
—Chica lista. Puede que esta noche tenga que ejercer mis derechos
maritales.
El calor inundó sus mejillas. Ciertamente esperaba que lo hiciera. —A
lo que iba es que creo que cualquier otra preocupación por esa amenaza es
infundada.
—A menos que traiga al Dr. Anderson a Londres y me lo presente.
Entonces las cosas podrían complicarse. Anderson seguramente discernirá
la verdad si se entera de mi identidad. Así que no sé si estoy totalmente
fuera de peligro todavía.
—Me sorprendió un poco que compraras una lápida.
—Necesitaba su lugar marcado porque tengo intención de dejar
instrucciones, selladas hasta mi muerte, para que mi heredero lo traslade a
la cripta familiar. Es un lugar de descanso mejor del que se merece, pero,
bueno, era mi padre.
Sintió una opresión en el pecho, un nudo en la garganta, mientras
amenazaban las lágrimas. —No te merecía como hijo.
Él soltó una oscura carcajada. —Sospecho que se pasó los últimos
quince años pensando lo mismo.
Le lanzó un trozo de pan. —Hablo en serio. Eres un buen hombre.
—No tan bueno como para no tener pensamientos perversos—. La
agarró del tobillo y tiró de ella hacia él. Perdió el equilibrio y cayó de
espaldas, pero no intentó levantarse porque él se cernía sobre ella. —¿Cómo
es que la visión de todos estos botones me vuelve loco con ganas de dar a
cada uno su libertad, de revelar lo que se tapa?
—Hubiera pensado que preferirías una bata a mi atuendo diario.
—Yo también lo habría pensado, pero hay algo en que el hecho de que
esté todo escondido, te hace mucho más tentadora.
Le enredó los dedos en el pelo. —¿Soy tentadora?
—Desde luego.
—Nadie va a molestarnos.
Sus ojos se oscurecieron justo antes de levantar la mirada y mirar a su
alrededor. —Estamos solos. —Volvió a bajar la cabeza y le dio un mordisco
en la mandíbula. —¿Cuántos debo deshacer?
—Todos.
Su profundo gruñido reverberó en él y en ella. Luego observó cómo sus
dedos se ocupaban de la tarea. Cuando el último botón escapó de su anclaje,
extendió la tela de su corpiño antes de bajar y deslizar la lengua por la parte
superior de su pecho. No pudo contener un suspiro mientras el placer se le
enroscaba en el vientre. —Eres tan perverso.
—Tú me haces serlo.
—Lo dudo—, dijo. —Eras perverso antes que yo.
—No al aire libre. No donde los dioses pudieran mirar desde el cielo—.
Deslizando un dedo por debajo de la camisa y el corsé, tiró de la tela hasta
que el pecho se le escapó. Apretó la boca contra el pezón, que ya estaba
duro y suplicaba el alivio que él podía proporcionarle.
—Sé que no podemos ver a nadie, pero ¿crees que nos están vigilando?
—, preguntó ella.
—Los pájaros, las ovejas y las liebres—. Un chapoteo sonó, y sintió su
boca formar una sonrisa contra su pecho. —Parece que los peces están
ansiosos por echar un vistazo.
—Tal vez deberíamos volver al pabellón.
—No hasta que grites mi nombre.
Y gritó, porque el cielo se abrió de repente y empezó a llover a cántaros.
Como él estaba a su lado y no sobre ella, consiguió escabullirse y ponerse
en pie. Él la agarró del dobladillo del vestido. —¿Adónde vas?
—Está lloviendo.
—Eres dulce, Penélope, pero a diferencia del azúcar, no te vas a derretir
—.
Hacía años que no se consideraba dulce. —Hubiera pensado que me
considerabas más agria.
Le dio un pequeño tirón de las faldas. —Vuelve aquí para que pueda
probarte de nuevo y determinar cuál es la correcta.
Hundiendo los dedos en la tela, la liberó de su agarre. —Si quieres
probarlo, tendrás que atraparme.
—¿Crees que no puedo?
Su mirada ardiente y la profundidad del desafío en sus ojos la hicieron
dudar de que diera dos pasos antes de que él la volviera a agarrar. Pero
quería aceptar su desafío, quería que se acercara a ella para variar. —
Sospecho que juzgas mal mi rapidez.
Y ella había juzgado mal la suya. Maldita sea si no saltó prácticamente
por los aires. Con un grito, giró sobre sus talones, se levantó las faldas y
corrió hacia el árbol, apenas consiguiendo interponerlo entre ellos. La lluvia
la azotó y sintió que su pelo se alborotaba y amenazaba con soltarse de las
horquillas que lo sujetaban.
—Un arbolito no va a impedir que llegue hasta ti—, gritó mientras
retumbaban los truenos.
¿Un arbolito? Era un poderoso roble. Vio su hombro acercándose a su
izquierda. Con sus enormes hombros, ella estaba en ventaja, siempre sabría
de dónde vendría su ataque. Con una carcajada, corrió hacia el otro lado del
árbol, apenas a tiempo de que su mano rozara su codo. Él se detuvo. Ella
también. Un lado de su pecho se hizo visible y luego desapareció. El otro
lado apareció antes de desvanecerse. Debía correr, correr hacia el carruaje,
aunque no le serviría de refugio porque no estaba cubierto. Las ramas del
árbol impedían que parte de la lluvia la alcanzara, pero aun así las gotas le
caían por la cara, le empapaban el pelo y la ropa.
Al ver su hombro, se lanzó en la otra dirección...
Y se estrelló contra su pecho, que la abrazó mientras su risa, profunda y
rica, resonaba a su alrededor. La había engañado con una finta y ella había
caído.
Él sonreía triunfante mientras la apretaba contra la corteza. No pudo
evitar acercarse y rozarle los labios con los dedos. —Me encanta tu risa—.
Y tu sonrisa. Y tus ojos. Y la felicidad absoluta que emana de ti en este
momento.
Su respiración era tan agitada como la de ella. Su sonrisa se desvaneció
y su mirada se volvió más intensa. Le hundió las manos en el pelo, soltó las
últimas horquillas y los mechones húmedos cayeron justo antes de que su
boca cubriera la de ella con pasión y promesa. El gemido grave de él resonó
entre los dos, haciendo que el placer la recorriera en espiral, seguido de
cerca por la alegría. Él la deseaba, la necesitaba. El suyo no era un
encuentro desapasionado. Rivalizaba con la intensidad de la tormenta que
azotaba la tierra y rugía en los cielos. Las hojas del árbol eran lo
suficientemente abundantes como para protegerlos de la dureza de la lluvia.
No es que importara. Su atención se centraba en él y en la forma en que la
devoraba deliciosamente, explorando su boca con una avidez que servía
para aumentar su propia hambre de él.
Arrastró los dedos por los ceñidos músculos de su cuello, los deslizó
por debajo del cuello de su abrigo y a lo largo de sus hombros. Se separó de
ella, se encogió de hombros y se quitó el chaleco. Se puso a trabajar en los
ganchos de su corsé y le encantó ver cómo él se quedaba quieto y la miraba,
como hipnotizado, como si aún no hubiera visto lo que estaba a punto de
desvelar. Con el material rígido abierto, aflojó las cintas de la camisa y dejó
libres los botones. Metiendo las manos dentro de la tela, acunó sus pechos,
el calor de su piel ahuyentando el frío de la brisa que revoloteaba sobre ella
y que había hecho que sus pezones se fruncieran aún más.
Bajó la cabeza, se llevó uno a la boca y lo chupó. Ella gimió por lo bajo
mientras las sensaciones la recorrían. Tal vez fuera la maldad de hacer esto
donde no debían, al aire libre, como si fueran ninfas del bosque, lo que
aumentaba su placer, pero se sentía loca de deseo. Apresuradamente, se las
arregló para apartarle el pañuelo del cuello y desabrocharle la camisa, así
tuvo el lujo de bailar el vals con sus dedos sobre su carne desnuda. Tan
caliente, tan ardiente. Era fuego, y a ella le encantaba. Lo amaba. Pensó que
nunca se cansaría de tocarlo.
—Agárrate fuerte a mí—, gruñó, antes de recogerle las faldas, ahuecarle
las nalgas y levantarla, hasta que pudo mirarle directamente a los ojos. Le
rodeó la cintura con las piernas y le rodeó los hombros con los brazos. Se
dio cuenta de que se movía, y entonces su polla se deslizó dentro de ella,
centímetro a centímetro, estirándola, llenándola.
Sus ojos ardían justo antes de que él aferrara su boca a la de ella,
besándola profundamente, a fondo, hambrientamente. Él la cabalgaba, ella
lo cabalgaba a él. Él bombeaba, ella recibía y correspondía a sus
embestidas, mientras la insistente lluvia se abría paso entre las hojas y las
ramas para caer sobre ellos.
No temía caerse, perder el equilibrio. Él la sujetaba firmemente,
aumentando el ritmo. Al soltarse del beso, vio cómo sus facciones
cambiaban, se volvían furiosas, casi feroces, a medida que aumentaba el
placer. La profundidad de su poder, su fuerza, sus órdenes, sólo sirvieron
para aumentar su propio placer. El éxtasis la recorrió en cascada, sus gritos
de satisfacción resonaron a su alrededor mientras el rugido de su
culminación hacía volar a los pájaros. Nunca había visto nada tan hermoso
como él en aquel momento, nunca había sentido tanta satisfacción. No tenía
palabras para describir lo que había sucedido durante la tormenta que los
había atravesado y rodeado. Se aferraron el uno al otro mientras sus cuerpos
se enfriaban, sus respiraciones se ralentizaban y sus temblores disminuían.
Había dejado de llover. Ahora sólo caía una gota de vez en cuando
sobre una pestaña, una nariz, una mejilla. Le apartó el mechón de la frente.
—He decidido que me gusta mucho Escocia.
Riendo, enterró la cara en la curva de su cuello y apretó un beso contra
su piel húmeda. —Debo confesar que yo también acabo de empezar a sentir
afición por Escocia.
Le abrazó con más fuerza. Puede que no hubieran bailado bajo la lluvia,
pero ella consideraba que lo que habían hecho había sido mucho más
agradable.

***
Con el antebrazo apoyado en la chimenea, King miraba las llamas que
danzaban en el hogar. Había vuelto a llover, lo que obligaba a encender
fuego para protegerse del frío de la humedad. También había impedido el
regreso inmediato a Londres. No es que le importara pasar otra noche aquí
con Penélope. Durante tanto tiempo había llevado la carga de lo que había
hecho con su padre, siempre se había sentido el impostor. Ahora era
realmente el Duque de Kingsland. Y se sentía... libre. Ligero. Como si fuera
digno de experimentar la alegría.
Esta tarde, persiguiendo a Penélope, teniéndola al aire libre-
Me encanta tu risa.
No podía recordar la última vez que lo había hecho con tanto abandono.
No estaba seguro de haberlo hecho alguna vez. Incluso en su juventud, el
espectro de su padre se cernía sobre él, y había sido plenamente consciente
de que podía encender fácilmente el temperamento de su padre si no se
mostraba serio en todo momento.
Recordaba la primera vez que oyó reír a su madre. Fue seis meses
después de que internaran a su padre. Ella y lady Sybil estaban tomando el
té en el jardín, y la risa de su madre había entrado flotando en su despacho a
través de las puertas abiertas de la terraza. Sentado allí, hipnotizado, había
sentido un odio hacia su padre que lo había sacudido hasta lo más profundo
de su ser: que el hombre hubiera creado un entorno que mantenía
encerrados tan gloriosos sonidos de alegría. King había hecho lo que había
hecho para proteger a su madre y a Lawrence. Pero en ese momento había
visto el panorama más amplio, había visto el gran potencial de bien que sus
acciones habían generado. Eran libres.
Y ahora, por fin, él también.
Al oír el ligero golpe en el marco de la puerta, miró por encima del
hombro y sonrió a Penélope, que estaba en el umbral.
—Tu puerta estaba abierta.
—Te estaba esperando. Entra y cierra la puerta—. Cogió la botella de la
mesa junto a su silla, lleno la copita y la dejo sobre la mesa junto a la silla
en la que ella se acomodó, con los dedos de los pies asomando bajo el
dobladillo del camisón. Se dejo caer en el sillón de enfrente.
—Pareces... más ligero—, dijo ella. —Lo noté durante la cena.
Había sido una comida sencilla, compartida por los dos en el comedor.
—Sólo me estoy adaptando a ser quien he fingido ser durante tanto
tiempo.
—No fingías. Aceptaste el papel y lo hiciste tuyo.
—Aún así, no podía olvidar que todavía no era mío. Ahora lo es. Me
debato entre esperar otra misiva o contratar a alguien para descubrir quién
envió la primera.
Mirando hacia el fuego, dio un sorbo a su brandy. —Creo que deberías
esperar. Quizá la persona no tenga el valor de enviar otra. O tal vez fue una
broma todo el tiempo.
—Vaya broma. No me gusta que me amenacen—. Contrataría a un
detective de confianza para llegar al fondo del asunto en cuanto estuvieran
de vuelta en Londres. Estiró las piernas hasta que sus pies descalzos tocaron
los de ella. —Siempre pensé que vendería el pabellón cuando llegara el
momento, cuando ya no lo necesitara, pero ahora tengo recuerdos tuyos
aquí. Y son mucho más fuertes que lo que había antes.
Los dedos de sus pies rozaron los de él. La mujer tenía unos pies tan
pequeños.
—Mi padre me enseñó que cuando huyes del pasado, tienes que cortar
todos los lazos con él. Creo que si conservas el pabellón, corres el riesgo de
que la historia te persiga o te alcance.
—¿Lo dejaste todo atrás?
—Eso pensaba, pero siempre hay algo que no podemos controlar.
¿Quién puede decir que el doctor Anderson no descubrirá algún día que el
duque de Kingsland tiene un pabellón de caza a una hora de camino de su
manicomio? Tal vez le pique la curiosidad y haga una visita. En este asunto,
mayor riesgo no significaría mayor beneficio.
—Tienes toda la razón—. Levantándose, le tendió la mano. —Nos
iremos por la mañana. Hagamos otro recuerdo antes de irnos, ¿vale?
Mientras sus dedos se entrelazaban con los de él, se preguntó si llegaría
el momento en que no deseara tener un recuerdo más con ella.
CAPÍTULO 19

Tres semanas hasta el baile de Kingsland


Tras su regreso a Londres, todas las mañanas Penélope se acercaba a su
escritorio como si una víbora negra a punto de atacar estuviera escondida
entre la diversa correspondencia apilada y esperando su atención.
A la tercera mañana atacó.
El sobre en blanco en equilibrio sobre la pila atrajo su atención antes de
que llegara a su silla, antes de que tirara de la pila hacia delante para
ordenarla. Instintivamente supo que en el otro lado tampoco habría nada
escrito, que no había sido enviado por correo, sino entregado
personalmente. O que se había originado entre estas paredes, creado por un
miembro del personal que no poseía lealtad alguna.
No se molestó en sentarse. Algunas cosas se hacían mejor de pie.
Aunque sentía que el corazón le temblaba de miedo dentro del pecho, de
repente demasiado apretado, sus manos se mantuvieron firmes cuando
cogió el sobre y la navaja. El rasgar del papel nunca había sonado tan
ominoso o fuerte, crispándole los nervios. Sacó el pergamino, lo desplegó y
se quedó mirando las letras recortadas de papel de periódico que formaban
las palabras Cremorne Gardens esta noche. Cuando reina la maldad.
Ya no podía imaginar que la primera carta fuera realmente para
Kingsland. Lo que había hecho no podía considerarse malvado. Engañoso,
pero no malvado. Mientras que ni una sola alma en toda Gran Bretaña no la
condenaría por lo que había hecho. Había leyes contra eso, pero más que
eso, era inmoral. Ella ardería en el infierno por ello. Si se descubriera la
verdad, no sería admitida en la sociedad educada. No sería admitida en
ninguna sociedad.
Ella era el objetivo, la que debía pagar.
Gracias a Dios por todo el dinero que había acumulado. Seguramente,
sería suficiente para pagar por sus pecados.
Sin embargo, la nota parecía bastante escasa de información. Ninguna
indicación sobre dónde exactamente debían reunirse en los Jardines.
Ninguna pista sobre lo que podría estar llevando. ¿Tal vez cuernos de
diablo?
Despreciaba y detestaba a esa persona, fuera quien fuera. El método
para sacarla de allí le pareció mezquino y aborrecible.
Se acercó a la ventana y se hundió en la silla de felpa donde había
empezado a trabajar cuando se cansó de su escritorio. Era muy posible que
aquella persona estuviera planeando reunirse con Kingsland y, sin embargo,
desde el momento en que él había sugerido que ella era la única capaz de
identificar la letra, a ella le había preocupado que él tuviera razón y que la
misiva hubiera sido creada para ella.
Si él había sido tan cuidadoso a la hora de ocultar sus pecados, ella
también lo había sido y, sin embargo, había aspectos de los suyos sobre los
que no tenía control. Cualquiera de sus conocidos, aunque fuera casual o de
pasada, que favoreciera la maldad y tuviera buen ojo podría descubrir su
secreto. El miedo la había atormentado durante años, pero a medida que
pasaba el tiempo sin que se descubriera nada, había empezado a creerse a
salvo. Pero la verdad era que, para ella, la seguridad eterna no era más que
una ilusión, un sueño.
La habían descubierto cuando trabajaba de dependienta. Aquella vez
había sido un cliente quien había amenazado con decírselo a su jefe si no se
desnudaba ante él. Había prometido encontrarse con él en su residencia esa
noche. En lugar de eso, se escabulló y desapareció en Whitechapel. Cuando
fue contratada como criada en la casa de un comerciante de éxito, fue el
propio comerciante quien se enteró y pensó en explotarla, insistiendo en
que se levantara las faldas para él. Cuando se negó, él intentó forzarla, pero
consiguió escapar de su agarre y fue lo bastante rápida como para salir a la
calle, donde se refugió entre una multitud de transeúntes.
¿Por qué no iba a ser descubierta de nuevo? Se había vuelto imprudente,
yendo a Fair and Spare, asistiendo a un baile y siendo vista, en lugar de
mantenerse en las sombras.
Si estaba en lo cierto, y ella era el objetivo, entonces sus días como
secretaria de Kingsland y amante de Hugh estaban contados. Se había
vuelto demasiado importante para ella, y no quería que su vergüenza
recayera sobre él.

***

Algo andaba mal. King lo percibió mientras paseaban por Hyde Park,
cumpliendo por fin la sugerencia que le había hecho antes de partir hacia
Escocia. Pero Pettypeace estaba distraída, como si garabateara notas
mentalmente en su mente, si no en su cuaderno.
—Esa de ahí es Lady Rowena, rodeada de un grupo de caballeros—,
dijo.
—Hmm—. Lo miró, con la confusión grabada en sus rasgos, cuando él
nunca la había visto confusa. —¿Cómo dice?
—Lady Rowena. Ella está en tu lista, ¿no?
—Ah, sí. ¿Cuál es ella?
—La del pelo rojo fuego. Cuatro caballeros compiten por su atención.
Miró más allá de él y estudió a la mujer que giraba su sombrilla rosa
brillante. —Es bastante atractiva.
—Puedo oír su risa hasta aquí.
—Ella no será entonces, ¿verdad?
Empezaba a pensar que nadie lo seria, no cuando significaba renunciar a
sus noches con ella. ¿Quedaría como un tonto si se negaba a revelar su
elección de duquesa en el baile o cancelaba el asunto por completo? Podía
anunciar en el Times que había demasiadas candidatas cualificadas y que
necesitaba más tiempo para tomar una decisión tan importante. ¿Le
importaría a alguien? Probablemente a las damas que habían escrito las
malditas cartas. —No, no lo será.
—Supongo que debería hablar con ella, aunque sería descortés
interrumpirla cuando le están haciendo la corte.
—¿Fue una grosería por tu parte?
—No entiendo por qué envió una carta cuando tiene tantos admiradores.
—Porque ninguno de ellos es duque.
—Eres más que su título. Me atrevería a decir que deberían querer
casarse contigo, aunque no tuviera título.
No sabía por qué le tranquilizaba que ella lo defendiera así. —¿No
deberías hacer anotaciones?
—Lo recordaré. Sólo queda Lady Emma Weston. ¿La ves por aquí?
—No la veo. — Sin embargo, vio problemas. Vestida con un traje de
montar rojo, cabalgaba sobre una yegua alazana.
—Buenas tardes, King.
—Margaret, ¿cómo estás en este buen día?
—Muy bien, gracias. ¿Vas a hacer las presentaciones?
Preferiría que le sacaran una muela, pero no quería que ninguna de las
dos damas sintiera que se avergonzaba de su relación con ella. —
Pettypeace, permítame presentarle a la Srta. Barrett.
—Un placer, Srta. Barrett.
Notó que su tono era más plano de lo habitual al saludar a alguien, su
sonrisa completamente ausente. Sin duda había comprendido correctamente
qué Margaret era esta Margaret.
— Srta. Pettypeace, es un verdadero placer conocerla. Usted es a
menudo tema de conversación cada vez que King pasa tiempo conmigo
tomando... té. No tiene más que elogios para sus capacidades. Me atrevo a
decir que nadie podría competir con usted cuando se trata de mantenerlo
feliz.
—Margaret—, gruñó como advertencia.
—¿Qué, querido? ¿No es verdad?
Tocó a Penélope en la parte baja de la espalda. —Creo que es Lady
Emma, cerca del Serpentine. ¿Por qué no sigues y te alcanzo en un rato?
—De acuerdo, sí. — Se despidió de Margaret y comenzó a caminar
hacia el lago.
Se acercó al jinete y al caballo. —¿Qué haces, Margaret? Nunca te he
hablado de Pettypeace.
Echando la cabeza hacia atrás, soltó una carcajada gutural. —Dios mío,
King, ella es prácticamente lo único de lo que hablas.
Arrugó la frente. No podía ser verdad, ¿no?
—Pobre hombre. Ni siquiera te das cuenta de que lo estás haciendo,
¿verdad?
—¿Qué te he dicho?
Suspiró, claramente exasperada con él. —Es competente, lista,
inteligente…No lo recuerdo todo. Escuché sólo a medias. En realidad, no
era conversación lo que quería de ti.
—Siento como si te debiera una disculpa.
—Tonterías. Me permitiste parlotear sobre Birdie. No la dejes escapar.
—No tengo planes de despedirla.
—¿Crees que se quedará después de que te cases?
Hasta que aparezca algún caballero y la haga cambiar de opinión. —
No le daría ninguna razón para irse.
—Oh King, ¿cómo puedes conocer tan bien el cuerpo de una mujer pero
ser tan novato cuando se trata del corazón de una dama?
—No sé de qué estás hablando. — Aunque podría. ¿Le había dado
Pettypeace su corazón? Seguramente no. Era demasiado práctica para eso.
Era una de las razones por las que eran tan compatibles. No dejaban que las
emociones inconvenientes se interpusieran en su relación.
Su sonrisa era indulgente mientras miraba por encima del hombro. —
Parece que tiene dificultades para localizar a Lady Emma.
Mirando hacia la Serpentina, vio a Pettypeace simplemente de pie,
mirando a lo lejos. Definitivamente, algo iba mal. —Tengo que ir a verla.
—No vas a venir nunca más a mi puerta, ¿verdad?
Negó con la cabeza. —No, pero creo que ya lo sabías la última vez que
me fui.
—Lo que uno sabe no siempre coincide con lo que uno espera. Sé feliz,
King.
—Tú también, Margaret.
Mientras ella apremiaba a su caballo, se dirigió con determinación hacia
su secretaria, que ahora era más que una secretaria, y los sentimientos que
se agitaban en su interior eran confusos, difíciles de conciliar. Había tenido
una relación tan fácil y sencilla con Margaret. Cuando le asaltaban los
impulsos, los satisfacía con una visita a su cama. Esperaba lo mismo de
Pettypeace. Cuando los impulsos clamaban por atención, ella en su cama
los calmaría. Pero con Pettypeace no era tan sencillo. Los momentos en que
era su secretaria, o su amante, empezaban a difuminarse. Estaba perdiendo
de vista cuándo era Pettypeace y cuándo era Penélope.
Fue Penélope pareciendo tan desamparada lo que supuso un golpe en su
pecho, un cuchillo en su corazón. —Tienes que decirme qué te pasa—, le
dijo sin preámbulos en cuanto llegó hasta ella, —porque es obvio que algo
pasa.
Su fuerte Penélope parecía a punto de llorar mientras negaba con la
cabeza. —Es vergonzoso admitirlo.
—Prometo no sonrojarme.
—Mi maldición mensual está sobre mí.
Dios, ¿se refería a su menstruación? Nunca hablaba de ese aspecto
concreto de la feminidad con nadie. Temía haberse sonrojado.
—Me tiene descolocada—, continuó.
—Deberías haber dicho algo. Podríamos haber retrasado nuestro viaje al
parque.
—No hay que hablar de ello. Pero espero que entiendas por qué no iré a
tu dormitorio esta noche.
—Sin duda. Nunca tienes que venir, cariño. Ni debes sentirte obligada a
dar una razón de tu ausencia.
Ella parecía como si la hubiera golpeado, y se preguntó si habría sido el
uso que hizo de cariño. Se le había escapado sin pensarlo y, sin embargo,
utilizarlo le había parecido tan natural como respirar.
—Las cosas entre nosotros se están volviendo confusas... Hugh.
—Sí, lo sé.
—Probablemente deberíamos haber establecido normas y parámetros
para mantenernos a raya. Firmar un documento con todos los detalles.
—No sé si eso habría ayudado. — Sabía que no. —Teniendo en cuenta
tu situación, ¿volvemos a la residencia?
—¿Qué hay de Lady Emma?
Ella nunca había estado cerca para empezar, había sido una excusa para
alejar a Penélope más allá de la lengua agria de Margaret, pero miró a su
alrededor como si ella hubiera estado en las inmediaciones. —Parece que la
hemos perdido—. Le ofreció su brazo, agradecido cuando ella deslizó su
pequeña mano en el pliegue del mismo.
Mientras paseaban, ella dijo: —Creo que debería seguir con mi plan
original de entrevistar a las damas que quedan en sus casas. Se me está
acabando el tiempo.
—Prefiero mi idea de ir al teatro.
—Creo que hay que estar en silencio para no molestar a los demás ni
interferir en la audición de los artistas.
—Precisamente. El lugar perfecto para juzgar la capacidad de una dama
para permanecer en silencio.
—¿La Srta. Barrett era silenciosa?
—No muy a menudo. —la miró. —No estás celosa, ¿verdad?
—¿Por qué debería estarlo? No tengo ningún derecho sobre ti.
—Ella tampoco.
—Tu esposa será un asunto completamente diferente.
—Sí.
—Me mudaré a los aposentos de los sirvientes cuando te cases.
—Todavía falta un tiempo. Tengo la intención de cortejarla primero,
confirmar que me conviene.
—Te gustará. Me aseguraré de ello.
Se preguntó por qué esas palabras sonaban más a amenaza que a
promesa.
CAPÍTULO 20

Cuando reina la maldad.


Penélope no tenía ni idea de la hora exacta a la que la esperaban, pero
conocía lo suficiente la reputación de los jardines de Cremorne como para
saber que se estaba empañando por las actividades desagradables que
ocurrían después de que la gente más educada se marchara. Sin duda era
una imprudencia por su parte pasear sin ningún tipo de protección, pero
había aprendido desde muy pequeña a cuidarse sola. No estaba orgullosa de
todas las formas en que había tenido que hacerlo, pero sus experiencias le
habían enseñado que podían doblegarla, pero no quebrarla.
Aunque eso podría cambiar esta noche si sus temores se hicieran
realidad y tuviera que abandonar Kingsland. Casi la había matado mentirle
aquella tarde y afirmar que la maldición mensual había caído sobre ella
cuando no era así. Había mentido a otros con tanta facilidad. Al principio,
incluso le había mentido a él. Pero esa tarde había sentido como si unas
garras rasparan su alma y la destrozaran. Sin embargo, necesitaba una
explicación de por qué no había acudido a su alcoba poco después de que se
hubieran retirado. Al final, no había sido necesario porque él había ido a
pasar un rato en compañía de los Ajedrecistas. Ni siquiera había necesitado
escabullirse de la residencia. Simplemente había salido y había caminado
un rato hasta que pudo llamar a un cabriolé.
Y ahora estaba aquí, donde realmente no quería estar, permaneciendo
firmemente consciente de su entorno mientras se esforzaba por comunicar
que no estaba aquí para ningún tipo de retozo. Habiendo decidido que
mantenerse en movimiento era su mejor recurso para evitar cualquier
insinuación no deseada, supuso que el remitente del mensaje acabaría
acercándose a ella.
Las mujeres solitarias que pasaban a su lado la miraban con curiosidad,
probablemente porque llevaba los botones abrochados hasta la barbilla y
sus pechos corrían el riesgo de salirse de sus escotados vestidos. Algunas
fulanas se aferraban a los brazos de los caballeros. Otras se tambaleaban.
Otras la estudiaban con especulación hasta que su gélida mirada les hacía
huir. Ya no era la inocente que había sido cuando se vio obligada a dejar a
un lado su orgullo. Ahora no era tan fácil manipularla ni aprovecharse de
ella. Vería lo que ese canalla quería, y entonces...
—¿Srta. Pettypeace?
Con un sobresalto, se dio la vuelta. —Sr. Grenville. — ¿Qué demonios
hacía él aquí?
Sonrió cálidamente. —Me alegro de verla aquí, especialmente a esta
hora de la noche. Se da cuenta de que no es la hora de moda.
Aunque ella recordaba que había pensado que ya se conocían, él parecía
sorprendido por su presencia. Seguramente, él no era la persona que había
enviado la misiva. No detectó nada amenazador o siniestro en su
comportamiento. —Me temo que me picó la curiosidad la reciente oleada
de artículos en el periódico informando sobre las actividades cuestionables
que ocurren cuando la buena gente se ha ido a casa. Se me ocurrió echar un
vistazo.
—¿Está sola? —, preguntó, con cierta preocupación reflejada en su
tono.
—Sí, pero no se preocupe. No me quedaré mucho tiempo—.
Temblorosa, miró a su alrededor. ¿Su proximidad iba a hacer que
quienquiera que fuera a encontrarse con ella dudara en acercarse?
—Me sorprende que Kingsland le haya dejado venir sola.
—No soy de su propiedad. Soy libre de hacer lo que me plazca.
—¿Está segura de que no está merodeando por algún sitio?
Distraída, buscando entre las sombras a alguien que pudiera verla
observándola, dijo: —Tenía planes para la noche, disfrutar de un rato con
amigos.
—¿Nadie más vino con usted?
Realmente necesitaba que se fuera. Le estaba fastidiando las cosas. —
Soy totalmente capaz de cuidar de mí misma, gracias.
—¿Lo es?
—Sí, bastante.
—Espléndido. —Él deslizó su brazo alrededor del de ella. —¿Por qué
no caminamos un poco?
Cuando él dio un paso, ella se mantuvo firme y le soltó el brazo. —No
se tome libertades conmigo, por favor. Me alegro de verle, Sr. Grenville...
—George. Debe llamarme George, ya que vamos a hacernos muy
buenos amigos.
—Sr. Grenville, realmente prefiero pasear por mi cuenta.
—Entonces ¿cómo demonios me pagará por mi silencio, Srta.
Pettypeace?
El tono afable había desaparecido, sustituido por un tono duro y
mordaz, y sus ojos parecían de repente crueles. Garras de hielo bailaban por
su espina dorsal. —No sé a qué se refiere.
—Creo que sí. Por fin me he dado cuenta de dónde le había visto antes:
en mi colección de fotografías lascivas. Pero no se preocupe. Guardaré su
secreto, querida, mientras pague mi precio.
Oh Dios. Él conocía su secreto. Sólo había posado una docena de veces
para el fotógrafo, pero era demasiado joven e ingenua para saber que las
imágenes podían duplicarse e imprimirse en papel una y otra vez. La
práctica había contribuido a impulsar una industria que prosperaba en los
rincones oscuros de Londres. Recientemente, la gente había empezado a
referirse a este material sexualmente explícito como pornografía.
—¿Por qué todas las preguntas anteriores?
—Para asegurarme de que estaba realmente sola, y Kingsland no estaba
merodeando por ahí. No pensé que se lo diría, pero tenía que estar seguro.
Supongo que no quería que supiera que su santa Pettypeace es tan malvada.
O lo era, al menos. ¿Cuántos años tenías?
Demasiado joven. Su padre había muerto, y ella se había culpado. Si al
menos hubiera vuelto a casa cuando la esperaban, si al menos no hubiera
llegado tarde, si él no la hubiera estado esperando. Entonces todos habrían
escapado de nuevo y habrían empezado de nuevo en otro lugar. Pero había
llegado tarde. Y él había ido a la prisión de deudores. Sin otros medios para
sobrevivir, ella, su madre y su hermana habían vivido allí con él, como era
práctica común. Pero después de que él enfermara y muriera, las habían
echado a la calle, donde su familia había pasado hambre y frío, y donde a
menudo dormían en callejones.
Entonces, un día, un hombre se le acercó con una oferta. Todo lo que
tenía que hacer era llevar muy poca ropa, quizá ninguna. Estar quieta,
sentarse quieta, tumbarse quieta. Y él le pondría monedas en la palma de la
mano.
Posar con todos sus lugares secretos a la vista había sido difícil al
principio, pero con el tiempo se había vuelto más fácil...hasta que empezó a
disfrutarlo. Ese descubrimiento la había avergonzado más que la pose.
—No le conozco lo suficiente como para reconocer su letra, así que
¿por qué no me escribió una carta?
—Pensé que podría ser un poco más siniestro, hacer que se lo pensara
dos veces antes de ignorar mi citación.
Ese aspecto de su plan sin duda había funcionado. —¿Cuánto quiere?
Se rio, con dureza, con amargura. —¿Cree que soy tan burdo como para
querer dinero? No, querida, no. Anhelo ver al Ángel Caído como una mujer
madura, compararle con lo que una vez fue. Así es como le llamamos, ya
sabe. Coleccionistas como yo. El Ángel Caído. Tenía una inocencia tan
trascendente, casi etérea, que salía en la fotografía.
Le daba igual cómo la llamaran o cómo percibiera él su imagen sobre el
papel. Estaba concentrada en su comentario anterior sobre lo que él
anhelaba. ¿Estaba diciendo lo que pensaba? ¿Esperaba que se desnudara
para él? —Está loco.
—Oh, Srta. Pettypeace, no diga eso. Tengo varias fotografías suyas.
Sería una pena que apareciera una en el escritorio de Kingsland. Sospecho
que no soy el único en la alta sociedad que tiene afición por entregarse a lo
erótico.
—Las compro; las miro—.no quería considerar qué más podría hacer
con ella. —¿Y aun así me culpa por posar para ella?
—Si no se posicionara de formas tan carnales, yo no tendría acceso al
pecado de mirar.
—Eso no tiene ningún sentido. Es un hipócrita.
—Puede ser, pero conoce lo suficiente a la Sociedad como para saber
que a mí me darían un tirón de orejas y a usted la lapidarían. Y en el paro.
¿De verdad cree que Kingsland le mantendría cuando supiera la verdad
sobre usted?
No lo haría. No tendría más remedio que dejarla marchar. —¿Cómo se
las arregló para poner su carta en mi escritorio sin usar el correo?
—Debo guardar algunos de mis secretos.
—Le pago a un sirviente. — Le pagó bien, aparentemente. No sólo por
la entrega, sino por su silencio.
—Estamos hurgando en detalles que no tienen nada que ver con el
asunto. Esto es lo que le propongo. Viene conmigo a mi casa de huéspedes,
donde posará para mí como lo hacía cuando era más joven.
—¿Eso es todo lo que necesita? ¿Que simplemente pose para usted?
—Tal vez pueda ser lo suficientemente buena para cumplir mi fantasía
de conocer más íntimamente al Ángel Caído. No puedo imaginar que no se
haya entregado a otros.
—Entonces no tiene mucha imaginación—. Lo que sin duda era la
razón por la que confiaba en las fotografías.
Eso no parecía sentarle bien. —Estamos perdiendo el tiempo aquí.
Vámonos, ¿de acuerdo?
—No.
Ya la estaba alcanzando antes de comprender su respuesta. Si no
estuviera tan horrorizada por lo que él quería, podría haberse reído cuando
sus movimientos se congelaron y su rostro reveló su conmoción. —¿Cómo
dice?
—No voy a ir con usted. No tengo intención de cumplir sus fantasías.
—le veré arruinada. No sólo a usted, sino también a su preciado duque
—. Su corazón se aceleró y su pecho se apretó ante la mención de
Kingsland. —¿Cómo cree que será percibido cuando la gente se entere de
que en su residencia vive una mujer que expuso su concha al mundo? Tengo
esa fotografía, Srta. Pettypeace, y la mostraré por todas partes hasta que no
sólo usted no pueda mostrar su cara, sino tampoco él.
—En realidad, no creo que lo haga—. La profunda voz retumbó desde
la oscuridad, una fracción de segundo antes de que un puño golpeara la
mandíbula del Sr. Grenville y lo hiciera volar hacia atrás para aterrizar con
un ruido sordo en el suelo. A continuación, un espectro alto y ancho se le
echó encima. —Ahora vamos a su residencia a recuperar esas fotografías. Y
si vuelve a amenazar a la Srta. Pettypeace, le destruiré.
Se agachó, agarró al Sr. Grenville por las solapas y lo puso en pie.
Agarrando firmemente al hombre por el cuello, Kingsland le superaba en
tamaño y porte, arrastró al canalla hacia ella. No había luz suficiente para
ver con claridad los rasgos del duque, para mirarle a los ojos, para discernir
lo que pensaba o, lo que era más importante, lo que sentía. —Mi carruaje
espera.
A juzgar por la ira que se deslizaba por su voz, no estaba nada contento.
No es que le culpara. Enterarse del escandaloso pasado de su secretaria, su
amante, de esa manera. Entonces se le ocurrió otra cosa: ¿qué demonios
hacía él aquí? ¿Coincidencia? ¿Había venido con los ajedrecistas? Mirando
a su alrededor, no los vio por ninguna parte.
—Pettypeace, nos vamos
Llamó su atención hacia donde estaba él, a unos metros de distancia,
aferrado a Grenville, que luchaba por zafarse de sus garras. Se apresuró a
ponerse a su altura, tomando una posición en el lado opuesto al que
Grenville luchaba. Kingsland le dio una fuerte sacudida. —Quédate quieto
o mi puño lo hará por ti.
—¿Sabe lo que es? ¿Sabe lo que ha hecho?
—Silencio. Tu voz se oye, cabrón insolente. Compórtate o tu padre se
enterará de tu cuestionable pasatiempo.
—¿Qué? ¿Nunca ha visto imágenes eróticas, ni leído libros sensuales?
Todo esto es muy popular en la actualidad, ya sabe—. A pesar de las leyes
contra la venta de lo que se consideraba obsceno. Penélope se preguntó si
eso era parte del atractivo. Aunque en aquel momento no le había parecido
obsceno. El fotógrafo le había dicho que era una nueva forma de arte, y que
ella sería una pionera, abriendo camino. —Ahora que la ha llevado a un
baile y tal, ¿cuánto tardarán los demás en reconocerla también? Dudo que
yo sea el único conocido suyo que tiene fotos de ella.
Kingsland se dio la vuelta y le rodeó la garganta con la mano, echando
la cabeza de Grenville hacia atrás. —No somos conocidos. Pero créeme,
tengo conocidos que no querrá conocer. Así que cállate y olvida que sabes
algo de la Srta. Pettypeace. De lo contrario, conocerá a uno de ellos que es
muy hábil para hacer desaparecer a la gente en silencio. ¿Queda claro?
Grenville asintió, tanto como pudo con la mano de Kingsland
sirviéndole de apretado collar.
—Bien. — Soltó completamente al hombre. —Ahora, continuemos con
nuestros planes, ¿de acuerdo?
Un Grenville muy apagado se dirigió al carruaje que le esperaba. Fue
Kingsland quien la subió, sin ternura en su mano, sin apretarla para
tranquilizarla. Ni calidez en sus ojos, ni sonrisa. Sospechaba que se parecía
mucho al hombre que había llevado a su padre a un manicomio. La
despediría esta noche y dudaba que le diera referencias.
Oyó voces, no pudo distinguir las palabras, pero supuso que le estaba
dando instrucciones al conductor.
Grenville apareció en la puerta y tropezó cuando Kingsland lo empujó
hacia el interior del vehículo. Se encaramó al asiento mientras el duque se
acomodaba junto al canalla, con todo el aplomo y la gracia de un guerrero
experimentado. Levantó la mano, golpeó el techo y se pusieron en marcha.
Tenía tanto que decirle, que explicarle, que enmendar, pero no quería
hablar delante de Grenville. Tal vez Kingsland sintiera lo mismo, porque
estaba sentado en silencio y estoico, inmóvil, pero podía sentir su mirada
clavada en ella.
—La fulana me mintió, me dijo que no estaba—, se quejó Grenville.
—Si quiere llegar a su residencia con todos los dientes, mantendrá los
labios apretados durante el resto del viaje—, dijo Kingsland, la amenaza
evidente en su duro tono.
Cruzando los brazos sobre el pecho, Grenville se arrellanó en un rincón
para enfurruñarse. Enfurruñarse cuando era ella la que estaba a punto de
perderlo todo mientras que él sólo perdería unas cuantas fotografías.
La tensión era palpable. Apenas podía soportarlo. Hombres enfadados,
hombres dolidos, hombres heridos. Pero sólo se preocupaba por uno,
sabiendo que sin duda se sentía traicionado. Ahora comprendía la fealdad
de su pasado. Había hecho lo que cualquier chica decente y respetable no
haría. Debería haber encontrado otra forma de ganarse unas monedas, pero
en aquel momento lo único que quería era comer. Y conseguir comida para
su madre y su hermana.
El carruaje aminoró la marcha y se detuvo.
—Espera aquí—, le ordenó Kingsland justo antes de abrir de un
empujón la puerta y apearse. Se echó hacia atrás, agarró a Grenville y lo
arrastró fuera.
Pensó en marcharse, bajarse del carruaje y alejarse. Lejos de la vida que
había construido, lejos de Londres... lejos de Hugh. Sería lo más fácil y lo
más difícil de hacer. Pero lo mismo podría decirse si se quedaba. Ahora él
sabía la verdad sobre ella. Apenas podía soportar la idea del asco que vería
en sus ojos.
Pero si se marchaba, no podría tener en sus manos esas fotografías,
porque seguramente él se las daría, y no podría verlas destruidas. Era
imperativo que les prendiera fuego, que las viera arder.
Conocía un par de tiendas en Holywell Street donde se vendían libros y
fotografías lascivas. A lo largo de los años, vestida de viuda y con un
sombrero con un tupido velo negro para disimular lo más posible, había
visitado, rebuscado en el inventario y encontrado algunas de las
impresiones que ahora la avergonzaban. Las compró y las quemó. Siempre
se había sentido incómoda al estar en una habitación al fondo de la tienda y
echar un vistazo a la oferta, buscando imágenes de su yo más joven. Ahora
sabía que sólo tenía que preguntar si tenían fotografías del Ángel Caído. El
Ángel Caído. Qué apropiado. Quería llorar por la niña que había sido.
La puerta se abrió de un tirón con tanta fuerza que le sorprendió que no
se saliera de sus goznes al balancearse el carruaje. Kingsland cerró la puerta
de golpe, se sentó frente a ella y golpeó el techo. El vehículo se tambaleó
como si hubiera asustado a los caballos.
—Ya—, dijo en voz baja.
Las farolas por las que pasaron le permitieron ver el pequeño paquete
que sostenía hacia ella. Tenía los dedos rígidos y fríos cuando se lo cogió y
lo apretó contra el estómago, cubriéndoselo con ambas manos, no para
protegerlo sino para ocultarlo. —¿Las has mirado?
—No.
—Pero basándote en lo que has oído, has deducido lo que son.
Guardó silencio, pero la tensión que se acumulaba dentro de los
confines era sofocante.
—Hugh...
—Te quitaste la ropa delante de un hombre y dejaste que te fotografiara
—. Sonaba como si hablara con los dientes apretados. No pudo evitar creer
que estaba furioso.
—Técnicamente, sí.
—¿Técnicamente?
—Haces que suene escabroso, y no lo parecía en ese momento.
Se burló. —Estabas tan desinhibida cuando viniste a mí la primera vez,
y pensé…Dios, estabas acostumbrada a quitarte la ropa delante de los
hombres.
—No, no fue así. Sólo había uno. El fotógrafo. No había nadie más.
Bueno, tal vez otra chica o así. Pero ningún otro hombre.
—¿Te tocaba?
—A veces, pero sólo para mostrarme cómo colocar el brazo o inclinar la
cabeza. Nunca hizo nada inapropiado.
—Tomaba fotografías de tu cuerpo desnudo. ¿Cómo, en el nombre de
Dios, no es eso indecoroso?
—Si gritas un poco más fuerte, quizá el cochero y el lacayo puedan
explicar al resto del personal lo que ha pasado esta noche.
Le oyó inhalar profundamente, exhalar. Cuando volvió a hablar, su voz
era más baja, más tranquila, más controlada. —Apenas puedo soportar la
idea de lo que hiciste.
Le habría dolido menos si le hubiera disparado una flecha directa al
corazón. Pero también hizo que la ira que hervía en su interior se
encendiera por lo injusto de todo aquello. —¿Sabes que he ido a museos,
galerías de arte y exposiciones para estudiar retratos de mujeres y hombres
desnudos? Me viene a la cabeza la Venus dormida de Giorgione. ¿Qué la
define como arte? Yo posé de forma similar y, sin embargo, se define como
obsceno, para ser vendido en callejones oscuros y en cuartos secretos de
librerías—. Y eso había hecho que su madre la mirara como si hubiera
desarrollado la lepra.
—No sé la respuesta—, dijo en voz tan baja que casi no le oyó, pero
también había una nota de resignación en su voz que le dieron ganas de
llorar. Tal vez, en lo más profundo de su corazón, había esperado que ella le
importara lo suficiente como para que su pasado no influyera en lo que
sentía por ella. Pero lo hacía. Siempre lo haría. —¿Así que estas fotografías
están disponibles en todo Londres?
—Probablemente más allá.
—¿Por qué no viniste a mí cuando recibiste la segunda carta?
Lo había considerado durante todo un segundo. Pero sabía que nunca
sería capaz de hacerlo. ¿Debería intentar explicárselo? ¿Aliviaría el dolor
que oía en su voz? ¿O sólo empeoraría las cosas? —¿Cómo lo supiste?
—La camarera, Lucy. Me dijo que él le pagó para que lo pusiera en tu
escritorio. El primero también. Sólo que ella abrió la entregada esta
mañana.
—Pero estaba sellado.
—Al parecer, ella tiene una habilidad para quitar el lacre y ponerlo de
nuevo en su lugar sin que se vea alterada. Ella me dijo lo que la carta pedía
de ti. Por lo tanto, sabía dónde estarías, aunque Cremorne es tan grande que
encontrarte fue un reto.
—¿Mentiste sobre lo de pasar la noche con los Ajedrecistas?
Se burló. —¿Eso es molestia en tu voz?
Por irracional que pareciera, más bien lo era. —¿Por qué no me dijiste
que sabías, que tenías la intención de estar en Cremorne investigando a este
tipo?
Miró hacia la ventana, donde más allá traqueteaban carruajes, trotaban
caballos y paseaban algunas personas. —Supongo que quería que vinieras a
mí. Compartí mi secreto cuando podrían haberme ahorcado—. Su atención
volvió a ella. —Pero no me confiaste el tuyo.
¿No comprendía su vergüenza y mortificación? ¿Por qué iba a confesar
voluntariamente que había hecho lo que las leyes prohibían? —No era una
cuestión de confianza.
—¿Entonces qué era?
Oyó la ira, la decepción, el dolor. Tal vez sus sentimientos estaban
justificados. En cierto modo, le había traicionado. Todos estos años habían
compartido desayunos, ideas y opiniones. Sólo últimamente habían
compartido un baile, un beso, una cama. Con esto último, las cosas entre
ellos habían cambiado, pero quizá no lo suficiente. Tal vez se había aferrado
a su secreto porque trabajar para él le había ayudado a ganarse el respeto de
sí misma, y había temido perder el respeto que él sentía por ella, lo que
habría significado perderle a él. Pero él nunca había sido suyo. Era la que
garabateaba las notas, la que lo mantenía organizado. La que satisfacía sus
impulsos. Pero él no la amaba. No había venido por Penélope esta noche.
Había venido por Pettypeace. Había venido por su secretaria, no por su
amante.
De repente se sintió cansada, melancólica y harta de ser Pettypeace.
Quería ser Penélope. Pettypeace no había existido antes de aquella tarde,
cuando cruzó el umbral de su despacho. Pettypeace era lo que él conocía.
Le aterraba presentarle a Penélope.
Los dedos le temblaron. Los aplastó contra el paquete, lo apretó contra
su vientre, respiró hondo, apretó el paquete con la fuerza suficiente para que
el papel que lo mantenía todo unido crujiera. Lentamente, con esfuerzo,
como si estuviera escalando una montaña imposiblemente alta con una cima
que siempre parecía inalcanzable por muchos pasos que diera, se inclinó
hacia delante y dejó el paquete sobre su regazo. —Ábrelo, míralas y luego
quémalas. Confío en que las quemes.
CAPÍTULO 21

Kingsland no dijo ni una palabra, ni tocó el paquete. Se quedó allí, en


equilibrio sobre la parte superior de sus muslos, mientras el carruaje giraba
hacia el camino de entrada. No se movió cuando el vehículo se detuvo. Ni
cuando el lacayo abrió la puerta. O cuando el caballero de librea la bajó.
Penélope recorrió el camino hasta la escalinata y subió por ella. En la
puerta, miró hacia atrás. Aún no había salido. Probablemente era lo mejor.
Luchó por apuntalar sus defensas, por recoger todos los sentimientos que
brotaban y meterlos de nuevo en una caja que se parecía a la de Pandora,
donde se guardaban objetos que nunca deberían liberarse. Pero lo habían
sido, y volver a encerrarlos era difícil.
Después de entrar en la residencia, se dirigió a las habitaciones del
servicio, cruzándose sólo con Keating y Harry. Era tarde y la mayoría del
personal había terminado sus tareas, se habían retirado para levantarse
temprano y ocuparse de todas las monótonas tareas que se repetían cada día.
Quizás esta noche dormiría en su antigua habitación. O se acostaría en ella.
Dudaba que pudiera quedarse dormida.
Cuando llegó a la habitación que buscaba, golpeó ligeramente la puerta,
odiando la idea de despertar a Lucy, pero necesitaba hablar con ella,
arreglar las cosas entre ellas.
La puerta se abrió y Lucy se asomó. Sus ojos se abrieron de par en par.
—¡Oh, Penn! Estás bien. Estaba tan preocupada.
La mayoría de las palabras fueron dichas directamente al oído de
Penélope porque los brazos de Lucy la habían rodeado inmediatamente,
abrazándola con fuerza mientras su amiga se balanceaba. —Sé que estás
enfadada conmigo—, dijo Lucy.
—No, no. — Se echó hacia atrás. —Pero me gustaría entrar un rato si
no estás muy cansada.
—Sí, pasa, por favor—. Cogió a Penélope de la mano y tiró de ella
hacia la habitación, cerrando la puerta tras ellas.
Rápidamente se dirigieron a la cama y siguieron una rutina que se había
convertido en la suya después de tantas charlas nocturnas. Lucy cogió su
almohada, se la tiró a Penélope y se dejó caer cerca de la cabecera de la
cama. Penélope se acomodó a los pies, metiendo la almohada entre la
espalda y el latón. Debía de haber intentado cien veces convencer a Lucy de
que no tenía por qué ceder su almohada, pero su amiga había insistido en
que una persona siempre debía asegurarse de que sus invitados estuvieran
cómodos. Lucy trataba su dormitorio como si fuera el más lujoso de los
salones de la más grandiosa de las casas.
—¿Se ha arreglado todo? — preguntó Lucy con ansiedad.
No todo. —Sí. —Se inclinó hacia delante. —Lucy, esa mañana cuando
reuní a todos los sirvientes, ¿por qué no me dijiste que habías puesto el
sobre en mi escritorio? Debías saber que te habría protegido, que me habría
ocupado de que no te metieras en problemas.
Lucy entrelazó los dedos. —Estabas tan seria, y parecías tan
preocupada, y dijiste que el duque había recibido la carta. No podía
imaginar qué había escrito el tipo para hacerte creer que era para el duque.
Como el duque estaba involucrado, bueno, sabía que había hecho mal y me
preocupaba que me echaran si confesaba. La primera, sólo lo hice porque
pensé que era un tipo que habías conocido en el baile y que se había
encaprichado de ti. Su ropa era tan fina, parecía que podría haber sido un
señor.
—Casi. Su padre es vizconde. ¿Por qué decidiste leer la carta que te dio
esta mañana?
—Por lo preocupada que estabas con la otra. Esperaba que me contaras
lo que decía la primera, que me hablaras de él. Pero nunca lo hiciste.
Entonces, cuando apareció esta mañana y me ofreció una libra para que la
pusiera en tu escritorio, le dije que lo haría. Pero luego me picó la
curiosidad. Después de leerla, me asusté. Cuando reina la maldad. Parecía
un tipo que no se traía nada bueno entre manos, alguien con quien no quería
cruzarme, así que lo volví a sellar y te la entregué como le había prometido,
porque a lo mejor tenía una extraña forma de cortejar y era alguien que te
interesaba—. Lucy sacudió la cabeza. —Pero luego me preocupé... todo el
día. Te vi un par de veces, mirando por la ventana. Pensé: “Algo no va
bien”. Cuando oí por casualidad al ayuda de cámara del duque decirle al Sr.
Keating que hiciera traer el carruaje a las siete y media porque Su Gracia
iba a salir esta noche, me asusté un poco y pensé que, si algo iba mal, él no
estaría presente para arreglarlo, así que esperé en el vestíbulo y se lo dije
cuando se marchaba. Aun así se fue, pero me aseguró que lo arreglaría. Lo
siento mucho, Penn. Debería habértelo dicho. Probablemente no debería
habérselo dicho.
—Me alegro de que lo hicieras. Había que arreglar las cosas, y él...
bueno, tiene la fuerza, el poder y la determinación para asegurarse de que se
haga—. Acercándose al centro de la cama, cogió las manos de Lucy y las
apretó. —Lucy, quiero que sepas que eres la más maravillosa y preciosa de
las amigas. Siempre atesoraré mis recuerdos de ti.
Lucy arrugó el ceño. —Yo también te quiero, Penn. ¿Seguro que todo
va bien?
—Perfectamente—. O al menos lo estaría muy pronto. —Ahora, dime.
¿Has vuelto a besar a Harry?

***

El paquete descansaba en el borde de su escritorio, burlándose de él,


provocándolo, retándolo, mientras lo miraba desde su lugar en el sillón
cerca de la chimenea. No había llamas en el hogar. El tiempo no lo requería.
Sin embargo, sintió frío, a pesar del abundante whisky que había bebido.
Después de coger la botella que estaba en el suelo a su lado, volvió a
llenar el vaso y bebió otro trago lento. No había vuelto a ver a Pettypeace
desde que salió del carruaje. Había pasado un tiempo antes de que pudiera
coger los restos de su pasado que ella había dejado en su regazo. No había
captado toda la conversación que había mantenido con Grenville, pero
había oído lo suficiente para saber lo que representaban aquellas
fotografías. Una mujer sin moral. Una mujer que se exhibía para que
hombres que no conocía pudieran deleitarse con su mirada. No era de
extrañar que hubiera cambiado su nombre y buscado una nueva vida.
Grenville tenía razón. Podía verla arruinada, y al arruinarla a ella, arruinaría
a King.
Pero King estaba luchando con más de lo que se revelaba en el papel.
Quería aullar su frustración y su ira. Ella no había confiado en él. No con la
verdad de su pasado. No con la segunda misiva que había llegado. Ni con la
cita de esta noche con un vil roedor. Le había herido que ella no confiara en
él lo suficiente como para acudir a él cuando lo había necesitado. No había
confiado en él para manejar el asunto, para protegerla.
O tal vez estaba luchando más con el hecho de que ella no lo había
necesitado. No le necesitaba. No como él la necesitaba.
Ella se había convertido en una parte integral de su vida. Cuando tuvo
que enfrentarse a su pasado, encontró consuelo en tenerla a su lado,
ofreciéndole apoyo y consuelo. Por primera vez en su vida, sintió que no
estaba realmente solo.
Ciertamente, tenía a los Ajedrecistas, a su hermano y a su madre, pero
Pettypeace era algo más. Más sustancial, más importante. Más... crucial.
Quería ser más esencial para ella. Más que un salario, un techo sobre su
cabeza, comida en su vientre, un proveedor de placer. Quería compartir con
ella todos los aspectos de su vida: las cosas que la alegraban, las que la
hacían llorar, las que la reconfortaban, las que le producían miedo.
Resultaba extraño que las cosas que más admiraba de ella, su fuerza,
determinación y valentía, hicieran que no le necesitara. Ella proporcionaba
sustento a su alma, a su vida. Pero él no podía proporcionarle lo mismo a
ella.
Después de vaciar el vaso, se sirvió más whisky. Debería hacer lo único
que ella confiaba en que hiciera: encender un fuego y arrojar el paquete.
Sacrificar la oportunidad que ella le había brindado de saber algo más de
ella. Y estaba desesperado por saber más.
En el carruaje había estado enfadado. Enfadado con Grenville por sus
amenazas, furioso porque tenía las fotografías y la había mirado, conocía
sus detalles íntimos. Indignado porque ella se había puesto en la posición de
ser extorsionada. Si era sincero, le molestaba que se hubiera desnudado ante
otro. Pero sobre todo, estaba molesto porque quería ser más que su
empleador, quería ser tan importante para ella como ella se había convertido
para él. Lo cual era ridículo y lo hacía aún más tonto de lo que había sido
con Lady Kathryn.
Porque, ¿cómo podía un hombre amar a una mujer de la que sabía que
tenía un pasado tan escandaloso y tal vez más secretos?

***

Se despertó con el aliento a whisky rancio y dolores en lugares que no


deberían dolerle, su cuerpo protestando por haberse quedado dormido en la
silla. Un martilleo insistente en el cráneo y una palpitación detrás de los
ojos le hicieron lamentar haberse terminado la botella de whisky.
Después de estirarse y contorsionarse para aflojar los músculos, se
levantó de la silla. El reloj de la chimenea confirmó sus sospechas. Era casi
mediodía. Demasiado tarde para desayunar. Le sorprendió que Pettypeace
no le hubiera buscado ya para asegurarse de que no se había olvidado de
comer. Entonces su mirada se posó en el paquete que aún descansaba sobre
su escritorio, y los recuerdos de la noche anterior volvieron a su mente.
Tenía que arreglar las cosas entre ellos, pero no sabía por dónde empezar.
Se dirigió a su escritorio, metió el paquete en un cajón y lo cerró de
golpe. Lo cual no le hizo ningún favor a su cabeza. Primero tenía que
arreglarse.
Agradeció no haberse cruzado con ella de camino a su dormitorio. La
puerta del suyo estaba abierta, y se asomó cautelosamente, inhalando y
encontrando consuelo en el aroma a jazmín que impregnaba la habitación.
Todo estaba limpio y ordenado. La camarera ya se habría ocupado de estas
habitaciones. No es que Pettypeace le dejara mucho trabajo a la muchacha.
Una hora después, tras un baño caliente y humeante, un afeitado y ropa
limpia, bajó las escaleras y avanzó por el pasillo. Al acercarse a la
biblioteca, saludó con la cabeza al lacayo y continuó hacia el despacho de
Pettypeace, sorprendido de encontrar la habitación sin su presencia. Qué
extraño. ¿Tendría que hacer algún recado? No recordaba que tuvieran
ninguna reunión programada.
Volvió a la biblioteca y se dirigió al lacayo. —¿Sabe dónde ha ido
Pettypeace?
—No, Su Gracia. No la he visto esta mañana.
—Huh. — Seguramente andaba por ahí o tenía recados que hacer. —
Tráeme el café más negro que encuentres y un par de tostadas sin
mantequilla—. Era todo lo que su estómago podía tolerar en ese momento.
—Sí, señor.
Una vez sentado en su escritorio, apoyó los codos en él y empezó a
frotarse las sienes. No había bebido tanto desde sus días en Oxford. Había
olvidado lo miserable que podía llegar a ser el exceso de indulgencia y
cómo la razón que le había llevado por ese camino se hacía cada vez más
grande. Beber nunca hacía que se redujera o desapareciera.
—¿Su Gracia?
Entrecerrando los ojos, miró a Keating. Su mayordomo podía moverse
tan silenciosamente como un espectro. Sostenía una bandeja de plata. King
pudo ver una tarjeta descansando sobre ella.
—Una tal Srta. Taylor ha venido a verle, señor. Dijo que la Srta.
Pettypeace la envió.
No estaba de humor para conversar con extraños. Diablos, no estaba de
humor para conversar con conocidos. —¿Con qué propósito?
—No lo sé, Su Gracia. Supongo que eso es lo que desea discutir con
usted.
Se recostó en su silla. —Haz pasar a la mujer, entonces, y dile a
Pettypeace que nos acompañe aquí.
—No sé dónde está la Srta. Pettypeace, señor. Hoy no la he visto.
Una fisura de inquietud le recorrió, haciendo que afloraran escalofríos.
—¿Cómo que no la ha visto? Ha desayunado, ¿no?
Keating se aclaró la garganta. —No, señor.
Empujó la silla hacia atrás con tanta fuerza que casi se cae a pesar de su
robustez y peso, y se puso en pie. —Llévame con esta mujer.
En el vestíbulo había una mujer morena, vestida con corrección en azul
claro. Juzgó que no era mucho mayor que Penélope. — Srta. Taylor, soy
Kingsland.
Con una sonrisa brillante, hizo una reverencia. —Es un placer, Su
Gracia.
—¿La Srta. Pettypeace la envió?
—Sí, señor. Mi trabajo es organizar bailes, y la he estado ayudando con
los pequeños detalles del suyo. Asegurando la orquesta y demás. Ella vino
esta mañana temprano y me explicó que usted necesitaba a alguien que
organizara todo el evento, y...
—¿Por qué iba a necesitar a alguien que lo gestionara?
La boca de la Srta. Taylor se abrió ligeramente, sus ojos grandes,
redondos y parpadeantes. Parecía necesario un delicado carraspeo para que
diera la respuesta. —Bueno, señor, le asegura la libertad de disfrutar del
asunto sin preocuparse de que algo se esté pasando por alto.
Sacudió la cabeza. —Soy plenamente consciente de por qué: Pettypeace
lo está gestionando.
Otra serie de parpadeos. —Lo está haciendo, Su Gracia, contratándome
a mí. Esta mañana me ha pagado el importe íntegro y me ha entregado este
maletín— alzó la cartera de piel suave que le había regalado a Pettypeace
por su cumpleaños el año pasado —con todas sus notas e instrucciones
organizadas. Me he pasado las últimas tres horas estudiándolas y debo
confesar que estoy muy impresionada con su planificación y preparación.
Nunca había visto nada igual. Cada contingencia considerada. Una solución
ya ideada para cualquier cosa que pudiera....
El resto de sus elogios hacia Pettypeace se le escaparon mientras subía
las escaleras, dando tres pasos cada vez, maldiciendo sus piernas por no ser
lo bastante largas para dar cuatro. Irrumpió en su dormitorio y abrió de un
tirón las puertas del armario. Su ropa estaba allí. Los vestidos azul oscuro,
las batas.
No se había ido. Que nadie la hubiera visto y que hubiera contratado a
una mujer para organizar su baile no era prueba de nada. Mirando a su
alrededor, vio el estuche de terciopelo. No tuvo que abrirlo para saber que
encontraría el collar dentro. Sin embargo, lo hizo. Deslizó un dedo por
debajo de la lágrima e imaginó que podía sentir la calidez del lugar donde
había descansado, justo debajo de su garganta. Una garganta que había
besado y lamido.
Dejó la caja sobre el tocador y estudió el resto de la habitación. ¿Dónde
estaba el maldito gato? Se tiró al suelo y miró debajo de la cama. Ni una
mota de polvo. Se puso en pie de un salto, salió de la habitación con
decisión y bajó las escaleras. Keating hablaba en voz baja con la Srta.
Taylor, probablemente tratando de convencerla de que los duques solían
salir corriendo de las habitaciones sin ningún motivo racional. Su
mayordomo guardó silencio cuando King llegó al vestíbulo. —Reúna al
personal de inmediato y que inicien una búsqueda exhaustiva de Sir
Purrcival.
—¿Cómo dice? ¿Sir Percival, Su Gracia?
—Su gato. El gato de Pettypeace. — No se habría ido sin el gato.
Su mayordomo lo miró como si estuviera loco, pero no intentó
asegurarle que estaba bien, que todo estaba bien, porque empezaba a dudar
de que algo volviera a estar bien.
Entró en su despacho, se acercó a su mesa, en busca de una pista que
confirmara sus peores temores. Todos los objetos que le había regalado a lo
largo de los años estaban ordenados encima. Cerca del lugar donde ella
debía estar sentada, había un sobre. Lo cogió y leyó las palabras que ella
había escrito con su perfecta y elegante letra.
Tu futura duquesa.
Se había ido. Lo supo con una certeza que le hizo aullar. Los dolores
que había sentido al despertarse esta mañana palidecían en comparación
con el dolor que le recorría el pecho ahora, cuando la realidad le golpeó con
fuerza.
Pettypeace le había abandonado.
No iban a encontrar al maldito gato. No se había llevado su ropa porque
las prendas no eran adecuadas para quien pretendía convertirse. Cambiaría
su nombre, su ocupación, la zona de Inglaterra en la que vivía.
Desaparecería en su entorno, se convertiría en el camaleón con el que él la
había comparado una vez. Imposible de encontrar.
Al darle la vuelta al sobre, sonrió con nostalgia al ver el lacre rojo que
ella había utilizado para sellarlo. La etiqueta dictaba que sólo los hombres
usaran el rojo. Las mujeres debían usar cualquier otro color: azul, verde,
amarillo. Pero Pettypeace se había rebelado, usando siempre el rojo para
indicar que, en su puesto de secretaria, estaba en pie de igualdad con
cualquier hombre. Se preguntaba si ella se daba cuenta de que era superior a
muchos de ellos.
No queriendo arriesgarse a estropear un símbolo de su espíritu rebelde,
cogió el cuchillo para cartas, el mango de color esmeralda jaspeado le
recordaba a sus ojos, la razón por la que lo había elegido, y abrió el sobre.
Quitó la vitela y leyó el nombre que había inscrito, y la verdad lo golpeó
con fuerza, casi derribándolo de arrepentimiento y remordimiento.
Había elegido a la mujer equivocada.
CAPÍTULO 22

Aquella noche fue otra para el whisky. Abrió una nueva botella, se dejó
caer en la silla junto a la chimenea y se quedó mirando su escritorio.
Contemplando. Preguntándose si debía sacar el siniestro paquete del cajón
que se burlaba de él y hacer lo que le había sugerido: abrirlo.
Cuando se dio cuenta de que se había marchado, se propuso la
imposible tarea de encontrarla. Había preparado un caballo y había
cabalgado por Londres como si pudiera verla por las calles. Había
contratado a muchachos para que vigilaran a su caballo mientras buscaba en
los andenes. Había explorado los muelles y mirado en el interior de los
camarotes. Habló con los chóferes de los coches de alquiler, describiéndola,
tratando de determinar si la habían llevado a alguna parte, a algún lugar
donde ella estuviera esperando ahora, algún lugar donde pudiera
convencerla de que volviera con él. Aun sabiendo que, en su posición, no
debía relacionarse con una mujer que había hecho lo que había hecho. Y
ciertamente no debería tenerla ocupándose de sus negocios o
acompañándole a cenas y bailes. El escándalo de ella podría rebajar su
posición, llevarle a él y a su familia a la ruina.
No podía arriesgarse a tenerla de nuevo en su vida, tenía que
convencerse de dejarla marchar. Al día siguiente, publicaría un anuncio en
los periódicos apropiados y, al final de la semana, contrataría a otra
secretaria. No necesitaba a Pettypeace.
Pero necesitaba a Penélope.
Se puso en pie, se dirigió a su escritorio y tiró del cajón con tanta fuerza
que se salió de su hueco. Demasiado deprisa para que pudiera agarrar el
otro extremo e impedir que respondiera a la llamada de la gravedad y lo
derramara todo por el suelo. Después de tirar el cajón a un lado, se agachó y
apartó los objetos hasta que pudo coger el paquete. De repente se dio cuenta
de lo descuidado que había sido al no guardarlo. Grenville había guardado
las fotografías bajo llave en una hermosa caja de palisandro como si fueran
un preciado tesoro.
Volvió a la silla, apoyó los codos en los muslos y sostuvo el paquete
entre las manos, estudiando el papel marrón y el cordel que formaban una
barrera tan endeble para lo que ocultaba en su interior. Probablemente
debería encender un fuego y arrojar todo el paquete sobre él. En lugar de
eso, acarició el extremo del lazo. ¿Realmente quería verla haciendo lo que
Grenville había descrito? ¿Exponiéndose a los demás? ¿Estaba celoso de
que los hombres la hubieran mirado, de que aún lo hicieran? ¿Era un
hipócrita cuando había estado con otras mujeres? Pero eso había sido en la
intimidad de un tocador. No había posado para que todo el mundo lo viera.
Extraños. Cualquiera por el dinero apropiado.
Pero verla atrevida, descarada y tentadora era la única forma de
exorcizarla, de asegurarse de que no moviera cielo y tierra para encontrarla.
Imaginó su mirada incitante, sus ojos seductores, su boca de puchero. Su
promesa de maldad. Tiró del cordel hasta que el lazo desapareció y desechó
la fina cuerda. Desplegó el papel...
Y se quedó mirando la primera imagen. No era en absoluto lo que
esperaba. Parecía tan ingenua y asustada. ¿Cuántos años tenía? Catorce,
quince. Desde luego no tantos como dieciséis.
No era el cuerpo envuelto en una tela diáfana que insinuaba lo que
estaba a punto de revelar lo que captaba la atención, la imaginación. Era su
rostro. Sus ojos bajos, su boca sin sonrisa. La timidez que reflejaba. Su
Penélope había sido una vez tímida y recatada.
Un dolor le golpeó el pecho con tanta fuerza que pensó que moriría de
agonía. Sentía como si algo se rompiera allí dentro y se reconstruyera.
El Ángel Caído, la llamaban. Eso le había dicho Grenville. King
ciertamente podía entender por qué. Ella era pureza y maravilla. Inocencia y
virtud. Exudaba lo que se perdía al envejecer, la capacidad de creer en la
bondad.
Volvió a colocar el papel sobre el retrato, desplegó el cuerpo y dio los
tres pasos necesarios para llegar a la chimenea. Tras agacharse, dejó el
paquete a un lado y se puso manos a la obra para crear un fuego. Cuando las
llamas danzaron salvajemente, colocó con cuidado el paquete en medio de
ellas y lo observó arder.
Siempre se había preguntado por su pasado. Ahora se debatía entre
desear no haberse enterado de nada y querer saberlo todo.

***

La noche siguiente lo encontró en un rincón de Whitechapel que la


aristocracia no solía visitar, especialmente a medianoche, lo que lo hacía
perfecto para reuniones clandestinas que la mayoría desaprobaría. Cuando
King se adentró en el callejón, vio apoyada contra la pared la silueta del
hombre con el que iba a reunirse. Había en él una soledad, un desamparo.
Pero el hombre lo había perdido todo, había sido expulsado de la sociedad.
Nadie sabía que King había mantenido una relación con él, pero le resultaba
valioso conocer a alguien familiarizado con los aspectos más oscuros de
Londres. —Stanwick.
—Te lo he dicho antes. Refiérete a mí como Wolf—. Había sido una vez
el heredero del Ducado de Wolfford hasta que su padre había cometido
traición y todo le había sido arrebatado a Marcus Stanwick. Su hermano se
había casado recientemente con Lady Kathryn. Su hermana se había casado
con Benedict Trewlove. Sin embargo, Marcus seguía vagando, esforzándose
por descubrir la verdad que se ocultaba tras la caída en desgracia de su
padre.
—¿Algo más cerca de encontrar lo que buscas? — preguntó King.
—Empiezo a temer que siempre me será esquivo.
—Quizá deberías abandonar tu búsqueda y salir de las sombras.
—Descubro que me gustan las sombras. No me habrías avisado si no
necesitaras que hiciera algo en ellas. ¿Qué necesitas?
—George Grenville.
—Uno de los hijos menores del Vizconde Grenville. ¿Qué hay de él?
—Quiero que decida que sería más feliz viviendo en otro lugar, en otra
parte del mundo. Las Américas, África, Australia. No me importa. Sólo
para que no esté aquí.
—¿Qué hizo?
—Amenazó la paz de alguien que me importa.
—Tu secretaria, supongo.
Sus palabras fueron como un puñetazo. —¿Por qué piensas eso?
—Porque tienes un círculo muy pequeño de personas que te importan.
Y si fuera alguno de los otros, estarían aquí contigo.
No pudo ofrecer ningún argumento a eso, así que se limitó a suspirar. —
También necesito que me ayudes a encontrarla.

***

Dos semanas para el baile de Kingsland


Inclinado sobre el mapa de Londres que había extendido sobre su
escritorio, King lo estudió, esforzándose por determinar qué zona recorrería
esta noche. Se le estaban acabando los lugares donde buscarla, aunque sabía
que era poco probable que siguiera en Londres. Había contratado detectives
para que buscaran en las ciudades cercanas y enviado a otros más lejos. No
la encontró por ninguna parte, ni siquiera un indicio de que hubiera
existido.
Había crecido aprendiendo a empezar de nuevo, a desaparecer, a evitar
a los cobradores de deudas. Y más tarde, cómo evitar a los que conocían su
pasado.
Unas noches antes había hecho el ridículo irrumpiendo en el Fair and
Spare para averiguar si alguien a quien ella hubiera conocido allí, algún
caballero al que hubiera podido intrigar, había sabido de ella o tenía alguna
pista de adónde podría haber ido. Por supuesto, nadie tenía información que
compartir. Sus criados sabían que debían avisarle si recibían alguna noticia
de su paradero. Quien traicionara su confianza recibiría una recompensa de
quinientas libras. Incluso cuando anunció la oferta, se reconoció a sí mismo
como un canalla por hacerla.
Pero necesitaba hablar con ella. Quería saberlo todo sobre su pasado.
Tenía que disculparse por haber dado la impresión de que no la apoyaría.
No se había ganado su confianza y no podía perdonárselo.
El ruido de pasos rápidos hizo que su corazón latiera con fuerza antes de
reconocer que no era ella la que resonaba por el pasillo. Era extraño que
conociera hasta el más mínimo detalle y, sin embargo, mucho de ella
siguiera siendo un misterio. Al ver a su madre entrando por la puerta, se
enderezó. —Madre, no te esperaba hasta dentro de una semana.
—Lawrence me ha dicho que la Srta. Pettypeace ha desaparecido.
Suspiró. —Desaparecida suena siniestro. Se fue y no sé dónde está.
—¿Qué hiciste para que se fuera?
No la culpaba por pensar lo peor de él, por creer que tenía la culpa. La
tenía, y le fastidiaba saber que él era la razón por la que Pettypeace se había
marchado. —Un escándalo de su pasado salió a la luz. Actué como un
absoluto imbécil y me comporté de una manera imperdonable.
—Oh, Hugh.
—No pidas más detalles. No te los daré.
—Te ves terrible.
—Gracias por esa apreciación.
—Cuando Keating me recibió en la puerta, me informó que no estás
comiendo, y esos círculos bajo tus ojos me dicen que no estás durmiendo.
¿De qué servía comer o descansar cuando la luz se había apagado en su
vida? Aunque Pettypeace despreciaría sus sus cavilaciones malhumoradas,
no quería perder ni un minuto haciendo algo que no le llevara a encontrarla.
Arrugó la frente. —¿Por qué enterarte de su ausencia te haría regresar de
Italia antes de lo previsto?
—Siempre me ha gustado esa chica. Estoy preocupada por ella.
—Es ingeniosa e inteligente, y no le faltan fondos, por lo visto—.
Aunque el director del banco no había divulgado los detalles, había
confesado que lloró cuando ella retiró todo su dinero y cerró su cuenta. —
Se verá bien situada.
—No me preocupa un techo sobre su cabeza o comida en su vientre. Me
preocupa su corazón y su alma. Me preocupa cómo sobrevivirá sin ti.
—Ella no me necesita, madre. No necesita a nadie.
—Oh, Hugh. — Sacudiendo la cabeza, le acarició la mejilla. —Por muy
listo que seas, hijo mío, hay veces en que eres un tonto sin remedio. ¿Cómo
puedes mirarla y no ver que te quiere? Puede que no te necesite, pero me
atrevería a decir que te quiere.
Sus palabras fueron un golpe, doblándolo. Apoyó las manos en el
escritorio e inclinó la cabeza. —Si me quisiera, no se habría ido—. Incluso
ahora, sabía que si la encontraba, probablemente le diría que se pudriera en
el infierno.
—Ya que hay escándalo de por medio, yo diría que se fue porque te
ama.
Con la esperanza encendida, levantó la cabeza. —Estabas haciendo de
casamentera. El baile. El vestido.
—Los dos sois terriblemente testarudos, tenéis demasiado miedo de que
os hagan daño como para abrir vuestro corazón. Habláis del riesgo y la
recompensa, pero no habéis corrido el mayor riesgo de todos... el amor. Y
sin embargo, viene con la más grande de las recompensas.
—¿Qué sabes tú de amor, madre? No amaste a mi padre.
—No por falta de intentarlo. Sin embargo, hubo otro. . . en mi juventud.
Pero era demasiado joven para reconocer lo precioso que era lo que
teníamos, o lo raro. Temía demasiado huir con él a América cuando me lo
pidió. No temas el precio que tengas que pagar para conseguir lo que
realmente quieres.
— Empobreceré mis arcas para encontrarla.
—Hugh, querido, renunciar a las monedas es fácil. Cuando la
encuentres, ¿qué sacrificarás de ti mismo para tenerla y retenerla?
CAPÍTULO 23

Tres días para el baile de Kingsland


Arrodillada, Penélope hundió la paleta en la tierra, aflojándola, para que
fuera más fácil arrancar las malas hierbas del jardín. Al día siguiente de
salir de Kingsland, en la habitación que había conseguido en el hotel
Trewlove, había ojeado en el Times los anuncios de casas amuebladas en
venta, había visitado algunas de las más prometedoras y se había
enamorado de aquella casita nada más verla. Se mudó un par de días
después.
Con el tiempo sustituiría los muebles por otros más a su gusto, pero lo
que venía con la residencia satisfacía sus necesidades por el momento. Y
Sir Purrcival se había acomodado como en casa sobre los gastados cojines.
Aún no se había aventurado a salir, pues su experiencia con Grenville le
recordaba que su vida podía dar un vuelco en cualquier momento. Sin
embargo, no pretendía vivir recluida para siempre. Seguía queriendo ayudar
a las mujeres a invertir, pero iba a tomarse unas semanas más para asentarse
antes de emprender ese camino. Quería disfrutar de su libertad, relajarse y
arreglar su jardín. La pareja que había sido propietaria de la casa antes que
ella había dejado que la naturaleza se saliera con la suya, de modo que en la
actualidad todo tenía un aspecto bastante salvaje y desordenado, pero ya
había trazado sus planes para el pequeño jardín de la parte trasera de su
propiedad. Sabía exactamente dónde plantaría los bulbos en otoño, y
cuando llegara la primavera...
—Dígame, Srta. Hart...
Con una sacudida ante la voz familiar que visitaba sus sueños, se dio la
vuelta y miró fijamente al hombre alto, ancho y hermoso que había
invadido sus jardines. ¿Por qué tenía que dolerle tanto verlo y, al mismo
tiempo, llenarla de alegría?
—-¿Tienes idea de cuántas casas de campo se han vendido
recientemente en Cotswolds?
—¿Qué estás haciendo aquí?
—Creo que eso es obvio. He venido a buscarte.
Con sus palabras, su corazón se esforzaba desesperadamente por
liberarse de la caja de hierro en la que lo había guardado recientemente.
—Dejaste una tarea sin terminar. Mi baile. Es dentro de tres días, y tú
debías supervisarlo.
Cerrando los ojos, luchó contra la decepción. Por supuesto que estaba
aquí por Pettypeace. Se puso en pie. —Contraté a una mujer para
gestionarlo.
—La Srta. Taylor. Y está trabajando muy duro, pero no eres tú,
Penélope.
Oh, Dios. Había usado su nombre de pila, y las sílabas rodaban tan
suavemente en su voz profunda. La maldita cerradura se esforzaba por
romperse, ya que su corazón poco práctico quería salirse con la suya y la
libertad. —Te dejé instrucciones detalladas. Estoy segura de que no
encontrarás ningún fallo en la velada.
—¿Por qué te fuiste... sin decírmelo? ¿Sin decírselo a nadie?
Porque así le enseñaron. Irse sin despedidas, sin remordimientos. Antes
de que la tentación de insinuar dónde podría ser encontrada fuera
demasiado fuerte... o antes de que reconocer la pérdida de amistad fuera tan
grande que no pudiera marcharse en absoluto. —¿Miraste las fotografías?
—Sólo una. Le prendí fuego a ella y al resto, así como a las otras
veintiuno que he conseguido encontrar.
Durante varios segundos, las palabras la abandonaron. Veintiuno menos.
—¿Cómo supiste siquiera dónde encontrar ese tipo de... ofrenda lasciva?
La miró con indulgencia. —Como bien sabes, Penélope, contrato a
investigadores muy capaces. No saben específicamente lo que busco, pero
pueden localizar a los proveedores de material obsceno. Una vez que me
informan de qué tiendas venden en secreto contrabando ilegal, las visito,
busco entre sus existencias y compro los artículos que encuentro. ¿Cuántas
crees que hay?
—Incontables. No sabía que podía crear tantas como quisiera con un
solo clic de su cámara. Pensaba que un clic, una fotografía. Me sorprende
que no apareciera ninguna antes—. A menudo la habían reconocido a los
pocos meses. —Pero esa noche en Cremorne sirvió como recordatorio de
que siempre saldrán a la superficie. Y Grenville tenía razón. No le haría
ningún bien a tu reputación que la Sociedad supiera que tenías a tu servicio
a una mujer de carácter tan inmoral.
—No eras una mujer. Eras una niña. Apostaría que más cerca de los
doce que de los veinte.
Miró las dalias carmesí. —Catorce. — Lo miró de reojo. —Lo bastante
mayor para saberlo. O eso creía mi madre. Se horrorizó cuando descubrió
cómo había llegado a tener dinero.
—¿Cómo se enteró?
—Las monedas que gané nos permitieron alquilar una habitación en una
casa de huéspedes común en St. Giles. El marido de una de las inquilinas
había conseguido una fotografía mía. Su esposa lo descubrió y estaba lívida
de rabia. Apenas podía mantenerla, pero había derrochado en inmundicia.
Se la enseñó a mi madre. Se la mostró a todo el mundo, en realidad. Me
hizo responsable de corromper a su marido. Me echaron, literalmente. Pero
al menos mi madre y mi hermana tuvieron la habitación para el resto de la
semana.
—¿Y entonces?
Si su voz no hubiera contenido tanta seriedad, tanto interés, se habría
marchado. Odiaba esos recuerdos. —Conseguí una habitación en otro sitio.
Las estaba esperando cuando salieron de la casa de huéspedes por última
vez. Les pedí que se quedaran conmigo. Mamá ni siquiera me miró.
Simplemente agarró a mi hermana de la mano y se la llevó a rastras—. El
dolor del recuerdo la golpeó con fuerza. La habían desechado como si fuera
basura. —Intenté darle monedas, pero no las aceptó, dijo que se
avergonzaba de tener por hija a una pecadora. Fue la última vez que las vi.
—¿No podría haber trabajado?
—Durante el encarcelamiento de mi padre se marchitó. Creo que su
muerte fue el golpe final. Se puso terriblemente enferma. Tenía una tos
horrible. Un par de meses después de nuestra despedida final, me enteré de
su muerte. Y de la de mi hermana—. Le miró y le sostuvo la mirada. —
Sólo quería salvarlas.
La rodeó con los brazos y le apretó la cabeza contra el pecho. —Lo sé.
Se le saltaron las lágrimas. Después de todo este tiempo, todos estos
años, ¿cómo podía haber lágrimas todavía? Le había parecido mal dejarlas
morir cuando ella tenía los medios de mantenerlas para que vivieran. ¿Qué
era quitarse la ropa comparado con el dolor de perderlas? Pero las había
perdido de todos modos.
—Tu madre estaba equivocada. No hubo vergüenza en lo que hiciste,
Penélope.
—Te sentiste diferente la noche que te enteraste.
Inclinándose hacia atrás, le puso el índice bajo la barbilla. —Yo también
me equivoqué. No tengo excusa para mi comportamiento, salvo decirte que
lamento muchísimo cualquier impresión que pudieras haber tenido de que
yo no habría estado a tu lado. Te prometo que, aunque me lleve el resto de
mi vida y más allá, veré cada una de esas fotografías encontradas y
destruidas. Ya no tendrán ninguna relación con tu vida.
—Siempre tendrán una relación. No puedes saber quién las tiene, quién
de tus amigos las ha visto y podría reconocerme en algún momento.
—Pero tienes el poder de mi influencia y mi apoyo detrás de ti. No te
arruinarás, no por una fotografía. No lo permitiré. Así que vuelve a Londres
conmigo. Organiza mi baile. Y luego trabajaremos en un acuerdo de
jubilación para ti, así que cuando estés lista para irte, estarás bien cuidada.
Ella no era una excepción. Él proporcionaba una pensión generosa para
todo su personal. Después de secarse la humedad persistente en las mejillas,
se zafó de su abrazo e inclinó ligeramente la cabeza. —En realidad soy
bastante rica, ¿sabe?
—Antes dijiste que no necesitabas trabajar para mí.
—Una vez me contrató un tipo listo que era muy bueno invirtiendo.
Seguí su ejemplo.
—Mujer inteligente. Ahora sé aún más lista y vuelve conmigo.
Sacudió la cabeza. —Su Gracia...
—Penélope, ¿vas a dejar que tu pasado dicte tu futuro? Va a ser la noche
más importante de mi vida hasta ahora, porque he abierto la carta que me
dejaste y tengo toda la intención de casarme con la mujer cuyo nombre
pronuncie.
Se le cayó el estómago al suelo, lo cual era una tontería cuando él
acababa de confirmarle que tenía razón y que había elegido correctamente
para él.
—Aunque la Srta. Taylor está trabajando diligentemente—, continuó,
—ella no eres tú. Necesito que todo esté perfecto esa noche. Sé que tu
presencia hará que así sea.
Suspiró. Oírle pronunciar ese nombre con su voz profunda y rotunda iba
a ser más difícil que quitarse la ropa para un desconocido. Pero él tenía
razón. Se había marchado antes de terminar esta última tarea y había
sentido cierta culpa a altas horas de la noche, cuando todo quedaba en
silencio y se acomodaba en la cabaña. —De acuerdo, pero sólo para
gestionar el baile. Después volveré aquí.
—Espléndido. Recoge tus cosas y coge a tu gato. Mi carruaje espera.
CAPÍTULO 24

Era el baile que pondría fin a todos los bailes, el evento final de la
temporada. Un momento extraño, en realidad, para que el duque eligiera a
la mujer a la que empezaría a cortejar cuando tal esfuerzo sería bastante
inconveniente. Pero después de la vergüenza de junio, no quería esperar
otro año. Prefería que la gente cotilleara sobre su inminente noviazgo que
sobre el anterior.
Penélope no le culpaba. Si la gente no estaba dispuesta a hablar del
anuncio que pronto haría, ella se había asegurado de que al menos hablaran
del espectáculo que había organizado para esa noche. Era propio de un rey.
Abundaban los lacayos ataviados con trajes de gala, que ofrecían todo
tipo de licores imaginables, además de un ponche de limón y otro de
frambuesa. También llevaban bandejas con bocaditos. En la habitación
contigua al gran salón, un festín con suficientes carnes, pasteles, platos de
verduras y tartas para alimentar a una pequeña nación esperaba a ser
devorado. Todo lo que sobrara se entregaría a un refugio. Habiendo pasado
hambre una vez, Penélope no podía tolerar que se desperdiciara comida.
Mientras deambulaba por el salón de baile asegurándose de que todo iba
bien, saludó a los ajedrecistas, ya que todos estaban presentes. Cada vez que
una dama esperanzada le llamaba la atención, se esforzaba por no revelar
nada sobre la elección que había hecho para Kingsland, pero se sentía poco
amable al hacerlo. Quería apretar la mano de cada dama no seleccionada y
asegurarle que alguien especial la estaba esperando. Sólo tenía que ser
paciente.
Aunque no podía evitar la ironía de que no todas acababan con alguien.
Ciertamente, pasaría el resto de su vida como solterona. Pero era su
elección. Era lo que quería. Aunque no se casara, acabaría buscando un
compañero. Seguramente cuantos más años la separasen de la chica que
había sido, menos reconocible se volvería. Sobre todo a medida que le
salieran arrugas y su pelo se volviera plateado.
— Srta. Pettypeace.
Sonrió a Lawrence. —Milord.
—Menudo espectáculo esta noche.
—Es de esperar, creo, cuando algo involucra a su hermano.
—Yo diría que sí. No me gustaría que comentaran cada uno de mis
actos.
—Está acostumbrado.
Lawrence dio un sorbo a su champán y miró a su alrededor. —Siento lo
del Sr. Grenville.
Su corazón casi se detuvo. ¿Kingsland le había hablado a su hermano de
aquel hombre? —¿El Sr. Grenville?
Lawrence la estudió. —Sí. Le vi paseando con él en el Fair and Spare.
Pensé que tal vez podría surgir algo entre ustedes dos. Aunque ciertamente
tendría que lidiar con un King infeliz si eso ocurriera. A mi hermano no le
gustaría perderle.
Parecía que su secreto seguía a salvo. —El Sr. Grenville simplemente
estaba siendo cortés, dándome un tour. No tenía ningún interés en él.
—Todo para mejor desde que se fue a Canadá.
—¿Se fue a Canadá?
—Hmm. Extraño eso, realmente. Hizo la maleta y se fue, por lo que sé.
El alivio que la invadió fue bienvenido. No volvería a molestarla. —
Espero que sea feliz allí.
Lawrence se inclinó hacia ella. —Se rumorea que estaba tonteando con
la mujer de alguien. El tipo lo descubrió y le rompió la mandíbula.
—No puede creer todo lo que oye.
—Cierto, pero alguien le rompió la mandíbula de un puñetazo. Puedo
dar fe de ello porque le vi antes de que se fuera—. Miró más allá de ella. —
Madre.
La duquesa se unió a ellos. —Srta. Pettypeace, debo decir que se ha
superado a sí misma esta noche.
—Gracias, Su Gracia.
—Mi hijo es afortunado de tenerla. — Se llevó un dedo a los labios. —
¿A quién elegio para él?
—Lo sabrá en unos minutos, pero le prometo que la encontrará muy de
su agrado.
—¿Pero la encontrará él de su agrado?
—Me sorprenderá mucho si no lo hace.
Sonó el gong, las vibraciones resonaron en su interior, pidiendo a su
corazón que se mantuviera fuerte, a sus ojos que no lloraran, a su alma que
no se hiciera añicos. La orquesta enmudeció, pero los murmullos entre la
multitud aumentaron de tono. El lacayo volvió a tocar el gong. Los
murmullos continuaron.
Kingsland atravesó la puerta y subió al rellano. Y la multitud se calmó.
Tal era su poder, su presencia dominante. No tenía que usar palabras para
dar una orden o para ser obedecido. Vestido con sus mejores galas, era tan
extraordinariamente guapo, la confianza rebosaba por todos sus poros,
sorprendiéndola que después de todos estos años y conociéndolo tan bien
como ella, aún la dejara sin aliento.
Entonces su mirada se posó en ella en el borde del salón de baile y se
detuvo un momento, dos, como para reconocer todo lo que había hecho por
él, cómo quería que esta noche fuera una que él y su futura esposa
recordaran. Una noche como ninguna otra. Un buen recuerdo que les
ayudara a salir adelante si alguna vez les asaltaban las dudas.
Su atención se alejó de ella y abarcó cada alma en el gran salón de baile.
—Mis estimados invitados—. Su voz retumbó, llenando el espacio que
quedaba. —La temporada pasada, me paré aquí y les ordené a todos que
felicitaran a la mujer que estaba honrando diciendo su nombre. El hombre
con el que acabaría casándose me informó de que estaba buscando algo
equivocado: no era la mujer a la que se concedía el honor. Debía elegir a
una mujer cuya presencia en mi vida me otorgara el honor. Que tenerla a mi
lado fuera la verdadera bendición.
Levantó el papel doblado que ella le había dejado en un sobre y luego,
lenta y deliberadamente, lo deslizó dentro de su chaqueta. —No me parece
correcto anunciar el nombre de la dama elegida antes de saber siquiera si
me quiere tener. Por lo tanto, con su indulgencia...
Comenzó a bajar las escaleras. Penélope se sintió un poco decepcionada
de que tuviera tan poca fe en su juicio como para pensar que la dama que
había elegido lo rechazaría. Por supuesto que no lo haría. Lady Alice…
La gente empezó a apartarse. Poniéndose de puntillas, trató de ver por
encima de las cabezas para encontrar a Kingsland. Allí estaba. Hombre
tonto. Tal como ella temía. Se movía en la dirección equivocada. Lady
Alice estaba al otro lado de la sala, al fondo, apartada de la concurrencia,
que era la única razón por la que Penélope podía verla. Levantando el
brazo, señaló y agitó la mano, esforzándose por indicarle que llevaba el
rumbo equivocado.
La multitud se separó como el Mar Rojo, y Kingsland se hizo de repente
claramente visible, con sus dos metros de altura. Agitó el dedo hacia el otro
lado. Él no le hizo caso. Tendría que cogerle del brazo y guiarle. Por fin,
estaba ante ella.
—La dama está allí—, susurró con dureza.
—Aquella cuyo nombre me escribiste, sí. Pero no con la que quiero
casarme—. Se arrodilló.
A través del estruendo en sus oídos, apenas oyó los jadeos y murmullos.
—¿Qué estás haciendo?
—Por ti, Penélope, me arrodillaré. Bajaré sobre ambas si lo prefieres—.
Le cogió la mano, y se preguntó si podría sentir el temblor en ella, el
estremecimiento que recorría todo su cuerpo. —Te pedí que eligieras a una
mujer para ser mi duquesa, y elegiste mal. ¿Pero cómo puedo culparte
cuando ni siquiera yo comprendí que ella ha estado conmigo todo el
tiempo? Moriría voluntariamente por ti. Mataré por ti…Viviré por ti. Srta.
Penélope Pettypeace, siempre serás el amor de mi vida, el eco de mi alma.
¿Me concederás el mayor honor convirtiéndote en mi esposa, mi duquesa?
Negó con la cabeza mientras las lágrimas empezaban a brotar y rodar
por sus mejillas. —No me pidas esto—. Porque su respuesta sería no. Tenía
que ser no. Una fotografía podía aparecer en cualquier momento. Podían
reconocerla en cualquier momento. Si la persona recordaba su cara de las
fotografías que ya no tenía, podía decir a la gente dónde la había visto. Los
rumores sin pruebas podían ser tan devastadores como los rumores con
pruebas. La vergüenza que supondría para Hugh, su familia, sus hijos... sus
hijos.
—Sé lo que te preocupa, Penélope, pero te hago mi solemne juramento
de que no hay nada que no podamos afrontar juntos y conquistar. Eres mi
fuerza, mi roca. Que haya tardado tanto en darme cuenta de la profundidad
de mis sentimientos por ti es algo inconcebible. Siempre pensé que no tenía
corazón, pero me demostraste lo contrario porque cuando me di cuenta de
que te habías ido, de que te había herido tanto como para que te fueras, se
rompió, se hizo añicos en mil pedazos, cada uno de ellos con tu nombre
grabado. Eres mi dueña, en cuerpo y alma. Dedicaré el resto de mi vida a
asegurarme de que nunca tengas motivos para dudar de la profundidad de
mi amor por ti.
—Oh, Hugh. — Su cara pronto se parecería a un río. —¿Estás seguro?
Ni siquiera mil estrellas podrían competir con el brillo de su sonrisa
mientras le apretaba su mano y le sostenía la mirada. —Nunca he estado
más seguro de nada en toda mi vida.
—Te he amado durante tanto tiempo. Nunca hubo nada que pudieras
pedirme que yo no hiciera. Ciertamente no diré que no ahora cuando lo que
me pides es algo que no me atrevía a soñar. Sí. Sí, sí. Sí.
De repente sus brazos la rodearon, su boca sobre la de ella como si, si
no la besaba en ese preciso momento dejaría de existir. Los dedos de sus
pies apenas tocaban el suelo.
Apenas era consciente de los suspiros, murmullos y carraspeos. Desde
que había regresado a su residencia, se habían comportado lo mejor posible,
y había asumido que él la había relegado al papel permanente de secretaria.
Las dos noches habían sido interminables, más solitarias que nunca, con él
tan cerca y, sin embargo, fuera de su alcance, fuera de su contacto. Entonces
supo con certeza que no podría quedarse después de que él se casara. No,
antes de eso. Después de esta noche.
Pero ahora no se iría, sólo se quedaría. Aquí con él, con sus brazos
fuertemente atados a su alrededor y su boca haciendo cosas terriblemente
perversas con la suya. Para siempre.
Parecía que su poco práctico corazón no era tan poco práctico después
de todo.

***

El baile siguió y siguió. Pasó la medianoche y la gente seguía bailando,


bebiendo y comiendo. Se felicitaban. Los ajedrecistas se regodearon,
afirmando haber sabido que la amaba antes de que él lo supiera y no
sorprendiéndose en absoluto por su anuncio. Su madre le había acariciado
la mejilla y le había dicho: —Ya era hora de que entraras en razón—.
Lawrence había puesto cara de satisfacción, y King estaba relativamente
seguro de que en algún lugar su hermano había hecho una apuesta sobre el
nombre de quién sería revelado.
Pero todos los buenos deseos y atenciones le habían impedido encontrar
un solo momento a solas con ella. Aunque bailar con ella al menos le había
dado la oportunidad de evitar toda la atención de los demás, no le había
dado realmente la oportunidad de prodigarle la devoción que deseaba
otorgarle.
Así que cuando los invitados se marcharon por fin y su madre y
Lawrence se instalaron en sus respectivas habitaciones, llamó ligeramente a
la puerta que daba a la suya, agradecido de que ella respondiera tan rápido.
Ya estaba en camisón, con el pelo suelto a su alrededor. Su ceño se arrugó
ligeramente.
—Creía que siempre debía acudir a ti.
—Ah, pero esta noche no eres mi secretaria. Eres mi prometida.
Aunque, naturalmente, puedes negarme la entrada.
Le dedicó una sonrisa pícara. —¿Por qué iba a hacer eso cuando estaba
a punto de cruzar el pasillo para estar contigo?
Cuando ella dio un paso atrás, cruzó el umbral, cerró la puerta sin hacer
ruido cuando le costó todo lo que llevaba dentro no dar un portazo, la atrajo
hacia sí y la abrazó con una ferocidad que podría haber sido desconcertante
si ella no lo hubiera recibido con un hambre tan fuerte como la suya. Qué
tonto había sido al no reconocer antes lo que había entre ellos. Arrastró los
labios por su garganta. —Casi me mata no haber acudido a ti antes de esta
noche.
—Casi me mata no ir a verte, pero sabía que tenerte un rato cuando no
podía tenerte para siempre me dolería demasiado. Por maravilloso que fuera
el placer, siempre me dolía el corazón después.
La estrechó entre sus brazos. —A partir de esta noche, Penélope, eres
mía para siempre. Para tenerte y sostenerte. Para amar y cuidar.
—Esos son votos que aún no hemos hecho.
—La ceremonia es sólo una formalidad. En mi corazón ya están
escritos, nunca se borrarán.
—Hugh, ¿tienes una inclinación poética de la que nunca he sabido?
—Difícilmente. — La arrojó sobre la cama, se quitó la ropa y vio cómo
ella se despojaba de su camisón. Cuando se unió al montón, saltó sobre ella,
captando su chillido de sorpresa, besándola como si ella le proporcionara
sustento. Y así era.
—Dios, te he echado de menos—, gruñó, bajando la cabeza para
salpicar de besos su pecho antes de succionar suavemente.
Ella le pasó los dedos por el pelo y lo abrazó. —Pero llevo aquí tres
días.
—Así no.
—Se me ocurren tantas razones por las que no deberías habérmelo
pedido, por las que no debería haber aceptado. Tengo veintiocho años.
—Experimentada—. Se acercó al otro pecho.
—No soy callada.
—Pero siempre he disfrutado escuchando lo que tienes que decir. Mi
parte favorita de la investigación de cualquier empresa potencial implicaba
pedirte tu opinión.
—Siempre me hacía sentir que valorabas lo que pensaba.
—Así es.— Le dejó un rastro de besos a lo largo de las costillas. —
Valoro cada aspecto de ti. La seda de tu pelo entre mis dedos. El satén de tu
piel contra mi palma—. Se empujó hacia abajo y la abrió. —Tu sabor
contra mi lengua.
Su suspiro gutural mientras la acariciaba íntimamente casi le hizo
derramar su semilla allí mismo. Le encantaba el sonido de sus maullidos y
gemidos, la forma en que se retorcía debajo de él, le tiraba del pelo y le
clavaba los dedos en los hombros. No había aspecto de ella que no le
gustara. Aunque deseaba que el pasado que la había formado y definido
hubiera sido más amable, la había moldeado hasta convertirla en una mujer
intrincada, compleja y polifacética a la que admiraba como a ninguna otra
de sus conocidas.
Sus muslos empezaron a temblar e intensificó sus caricias. Ella arqueó
la espalda y ahogó sus gritos con la mano en la boca. Subiendo, la penetró,
satisfaciéndose de las punzadas que aún no se habían disipado y del calor
aterciopelado que ninguna funda le impedía saborear. Apartando su mano,
cubrió su boca con la suya y sonrió para sus adentros cuando su lengua se
encontró con la suya. Audaz hasta el punto de la insolencia, su Penélope.
¿Cómo podía pensar que necesitaba buscar a la duquesa perfecta cuando
ella llevaba tanto tiempo con él?
Perfecta para su alma, su corazón, su cuerpo. Perfecta como su esposa,
su amante, su compañera. En todas las cosas, nunca encontraría una pareja
mejor.
Qué idiota había sido.
Entonces la estaba penetrando con todo el fervor de su amor,
reclamándola, haciéndola suya. Era justo. Sin darse cuenta, se había
convertido en suyo. Ella era la razón por la que la elección de duquesa de la
última temporada había resultado una debacle, la razón por la que había
elegido a lady Kathryn Lambert, sabiendo que probablemente la perdería a
manos de otro. Ella era la razón por la que había sido incapaz de mantener
su ardor por Margaret. Y maldita sea si Margaret no había sido capaz de
darse cuenta.
Él, que era tan hábil identificando oportunidades, casi había perdido el
tesoro que era Penélope Pettypeace.
Levantándose, mientras se mecía contra ella, la miró a los hermosos
ojos verdes, que se hacían aún más hermosos por el amor que se reflejaba
en ellos. —Te quiero, Penélope, muchísimo.
Las lágrimas brillaron en sus ojos. —Te amo, Hugh, tanto que a veces
creí que moriría de amor.
—No me dejes nunca más.
—No te dejaré.
La áspera convicción en su voz hizo que se hiciera añicos, por dentro y
por fuera, mientras su semilla se derramaba dentro de ella, y se desplomó
sobre ella, respirando pesadamente, con dureza.
Ella le rodeó las caderas con las piernas. —Te quiero.
—Bien. Porque nos casaremos dentro de una semana.
Su risa flotó a su alrededor. —No puedo organizar una boda adecuada
para un duque en sólo una semana.
—La Srta. Taylor puede.
—Es hábil, pero no tanto.
Levantándose, le sostuvo la mirada una vez más. —Ella puede si lo ha
estado planeando desde el día en que la contrataste. Pocos días después de
que llegara aquí, le encargué la tarea de organizar nuestra boda para que
todo pudiera prepararse con un mínimo de alboroto y con poca antelación.
Todo lo que necesita es que apruebes lo que ha organizado.
—Eso ha sido bastante descarado por tu parte. ¿Y si nunca me hubieras
encontrado?
Se sintió ligeramente insultado. —Conociéndome como me conoces,
¿crees sinceramente que eso habría ocurrido, que habría dejado de buscar lo
que buscaba?
Su sonrisa podría haber derribado imperios, le habría hecho caer de
rodillas si hubiera estado de pie. —Conociéndome como me conoces,
¿crees sinceramente que me habrías encontrado si no hubiera querido?
—Lo que creo, mi futura duquesa, es que estamos hechos el uno para el
otro.
EPÍLOGO

Kingsland Ancestral Estate


Seis años y cuatro meses después del baile de Kingsland

Si existía una tarea más placentera en el mundo que despertarse junto al


hombre al que amabas, Penélope Brinsley-Norton, duquesa de Kingsland,
desde luego no podía imaginar cuál podría ser. A menos que fuera mecer a
sus hijos para que se durmieran, o leerles un cuento, o verlos jugar con su
padre.
En los tres primeros años de su matrimonio, le había dado a Hugh su
heredero, su repuesto, y luego una hija. Su marido la había elogiado
burlonamente por su eficacia. A medida que pasaban los años, su humor era
cada vez más ligero y ninguno de sus secretos volvió a atormentarles.
Poco después de casarse, él contrató a la Srta. Taylor como secretaria.
Ella le había pasado el negocio de la organización de bailes a su hermana.
Una de las cosas que Penélope siempre había adorado de él era su
disposición a considerar a una mujer tan capaz como un hombre. También
habían contratado a Lucy para que sirviera como doncella de Penélope,
elevando su estatus en la casa y permitiendo que su amistad continuara. Y
cuando se casó con Harry, el lacayo, que ahora ejercía de ayudante del
mayordomo, se mudaron a una pequeña casita en la finca y compartieron
una habitación más grande en la residencia de Londres.
Penélope había dejado de lado sus planes de dedicarse a los negocios
por su cuenta y, en su lugar, había creado una organización benéfica
dedicada a la mejora de la condición de la mujer a través de oportunidades
de inversión. Aunque se centraba en las mujeres, nunca rechazaba a ningún
hombre que necesitara aprender a gestionar eficazmente sus ingresos.
Tras experimentar la emoción del éxito cuando el despertador tuvo una
buena acogida, Lawrence había invertido en otras oportunidades de
fabricación. Parecía tener un don para identificar el tipo de mercancía que la
gente compraría. Ahora era totalmente independiente de su hermano y eso
le convenía.
Los ojos de su marido se abrieron y sonrió. —Buenos días. ¿Cuánto
tiempo llevas despierta?
—Un rato.
—Es Navidad. Se supone que debemos dormir hasta tarde, ¿no?
—Los niños llamarán pronto a la puerta, ansiosos por bajar al salón a
ver qué les ha traído Papá Noel.
—Diles que despierten a su abuela o al tío Lawrence—. Siempre venían
de visita en Navidad. —Tengo ganas de violar a su madre.
Rodó sobre ella y empezó a mordisquearle el cuello. Aún le costaba
creer que tuviera a aquel hombre maravilloso, guapísimo y generoso para
ella sola todas las mañanas, así que lo rodeó con los brazos y las piernas,
apretándolo con fuerza, estrechándolo contra sí, absorbiendo el calor de un
cuerpo que empezaba a despertar del todo. —Siempre tienes ganas de
embelesar a su madre.
—Qué suerte tienes.
—En efecto.
Después de levantarse hasta los codos, le rozó las mejillas con los
nudillos. —Oigo el golpeteo de sus pies. Están tan decididos como su
madre, así que no vamos a salir de ésta, ¿verdad?
—¿Querrías? ¿De verdad?
—No. Se dirá del noveno duque que su residencia estaba siempre llena
de risas y alegría.
—¿Qué se dirá de la novena duquesa?
—Que era muy querida por su duque, y una vez que los niños se cansen
y se retiren a dormir la siesta, voy a demostrar que esa afirmación es cierta.
Aquella misma tarde hizo exactamente eso. Y cada día y noche después.

***

En el verano de 2021, encerrada en una caja de puros de caoba de la


época victoriana, se descubrió lo que se creía que era la última fotografía
que quedaba de una joven a la que sólo se conocía como el Ángel Caído. El
raro hallazgo fue ofrecido por Sotheby's en una subasta en línea y vendida
por cincuenta mil libras a un postor anónimo. Cuando fue entregado
discretamente en su residencia, Brandon Brinsley-Norton, decimoquinto
duque de Kingsland, como habían hecho los que le precedieron, cumplió el
voto hecho por su abuelo, demasiado grande para contarlo. Encendió un
fuego en la chimenea de su biblioteca y arrojó el paquete recién recibido,
sin abrirlo, sobre las llamas.
NOTA DE LA AUTORA

Debo empezar dando las gracias a Alexandra Hawkins, amiga desde


hace mucho tiempo, confidente y caja de resonancia, que compartió una
página de anuncios inmobiliarios de un número del Times de la época
victoriana para que yo pudiera determinar cómo se las arreglaría mi heroína
para conseguir una casa de campo en un período de tiempo relativamente
corto. El número de propiedades en venta o alquiler, muchas de ellas
completamente amuebladas, era asombroso.
El primer despertador se inventó en Francia en 1847, pero sólo permitía
fijar la hora concreta a la que había que despertarse. El inventado en
América en 1876 sí permitía fijar la hora y el minuto en que se deseaba ser
despertado del sueño. Aunque fue el estadounidense el que acabó llegando
a las costas inglesas, yo creía que era posible que se fabricara antes uno de
fabricación inglesa.
Pornografía fue un término utilizado por primera vez en 1864 y
aplicado a los materiales eróticos prohibidos por la Ley de Publicaciones
Obscenas de 1857. La ley dio lugar a un sistema clandestino dedicado a
crear y distribuir escritos e imágenes salaces. La fotografía fue en parte
responsable de la difusión de este tipo de material, sobre todo a partir de
1841, cuando el desarrollo del proceso de calotipia permitió imprimir
repetidamente una fotografía.
En cuanto a las inversiones de Penélope: al menos desde la época de la
Regencia, las mujeres solteras, en particular las viudas, invertían sus
herencias de diversas formas para asegurarse unos ingresos anuales
constantes. El inconveniente era que, si se casaban, las acciones y los
ingresos pasaban a ser propiedad de sus maridos. En 1870, la Ley de
Propiedad de la Mujer Casada concedió a las mujeres el derecho a seguir
siendo propietarias legales de sus acciones de inversión. Como resultado, se
animó a las mujeres a invertir. Estudios recientes han demostrado que las
mujeres inversoras desempeñaron un papel mucho más importante en los
cambios culturales, sociales y financieros de lo que se creía en un principio.
(Fuentes: Women Writing about Money 1790-1820 de Edward Copeland y
Women, Literature, and Finance in Victorian Britain de Nancy Henry).

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