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Rossi, Alejandro. 1987. Manual del distraído.

Caracas: Monte Ávila

Plantas y animales

Coleccionar animales es una costumbre antigua. Wen, primer rey de la dinastía Chou,
poseía un «Jardín de la Inteligencia» en el cual se exhibían ejemplares de las diversas
provincias del Imperio. Htasu, emperadora egipcia, organizó una expedición que regresó
cargada de monos, leopardos y jirafas. Augusto alimentaba a cuatrocientos veinte tigres,
doscientos sesenta leones, seiscientos animales africanos, un rinoceronte, un hipopótamo
y una serpiente de veinticinco metros de largo, sin contar los elefantes, las águilas y los
treinta y seis cocodrilos. Abundan los regalos: el inevitable Harunu-r-Raschid
(transcripción de Cansinos Assens) le envió un elefante y algunos monos a Carlo Magno;
otro elefante fue la ofrenda que Manuel I de Portugal le hizo a León X y cuentan que hasta
Juan Vicente Gómez, el cacique venezolano, le obsequió un puma —animal callado y
carnicero— al gobierno italiano.

Durante el siglo XIX las colecciones privadas se transformaron en jardines zoológicos y no


hay ciudad importante que renuncie a tener sus propias cebras, dromedarios y leones. Los
jardines zoológicos cumplen una doble función: se convierten a veces en centro de
investigación científica y, sobre todo, permiten la observación directa de una fauna
desconocida. La cercanía perceptual, sin embargo, recalca la lejanía cultural. El habitante
de la ciudad se enfrenta, ahora, a una zoología ajena a su mundo habitual, esencialmente
asociada al pasado y, por tanto, a la literatura y a la imaginación. La fuerza, la ferocidad o
la extravagancia de ciertos animales acentúan las diferencias entre una manera de vivir y
esa otra etapa en la cual ellos eran o son aún los personajes principales. El jardín zoológico
demuestra que, para nosotros, son bestias inútiles; solo queda la contemplación, la
pantera dormida, la trompa del elefante girando en el aire. La jaula o el recinto cerrado
generan confianza en una civilización que se ha impuesto sobre ese ambiente felino, cruel,
predatorio. Las placas que anuncian la procedencia del ejemplar evocan geografías
lejanas, libros de aventuras leídos en la infancia, un universo oscuro y arcaico en el cual el
hombre sobrevive porque es astuto e inventivo. El triunfo de la Inteligencia. El jardín
zoológico se concibe, en realidad, como un homenaje al cazador, testimonio visible de
nuestro dominio. Lugar propicio, por consiguiente, para ensayar breves lecciones de
civismo o improvisar alguna prédica acerca de la evolución y el progreso. Otros, por el
contrario, sentirán desconcierto ante tanto desperdicio biológico, esos colores, el lujo de
esas manchas, el cuello, la melena, el modo de voltear la cabeza; formas incomprensibles
que lejos de suscitar una idea de orden son como la prueba del arbitrio y del caos, la
refutación de cualquier diseño cósmico.

El jardín zoológico es apenas un ejemplo de nuestras relaciones con el mundo natural. La


distancia es la categoría básica. Lo usual ya no es ver el pollo vivo, sino dividido en
pechugas y muslos y el pescado siempre está sobre unas barras de hielo. La naturaleza
muerta: el animal despellejado, el filete sin espinas, el trozo de carne, el final de un
proceso cuyo origen nos es cada vez más remoto. Sabemos, como distraídamente, que en
algún lugar debe haber corrales con gallinas, vacas que mugen, establos, granjas.
Sabemos, a la manera de un principio general, que los objetos manufacturados exigen
materias primas: pero lo que percibimos, lo que manipulamos, es el cartón que contiene
la leche, la mantequilla rectangular recubierta por un papel, las lentejas ya cocinadas. La
imagen de la naturaleza que se desprende es, así, la de un depósito de materiales. O la
colonia que suministra hierro, verduras, petróleo, manzanas. Hay niños que han visto
tigres y osos polares y nunca un burro o un conejo. Es posible, entonces, que en la ciudad
futura los zoológicos alberguen, para asombro de la infancia, no solo cóndores e
hipopótamos, sino también terneras, ovejas, cabras y cerdos. Descubrirán que existen,
reconocerán que la vaca sigue siendo un animal imprescindible y la oratoria obligada
durante estos paseos pedagógicos olvidará un poco la batalla del hombre contra la selva
para insistir, en cambio, sobre el origen de la mantequilla y el jamón. Pío Baroja nos habla
de la sorpresa de un niño cuando le dijeron que debajo del asfalto había tierra, la misma
en la que se sembraba el trigo.

La técnica acentúa la lejanía. Las casas, esos espacios autónomos y aislados, están
conectados con la naturaleza mediante tuberías y cables: abrimos la llave y sale el agua,
basta un movimiento para que se encienda la luz o para que el gas caliente la comida.
Elementos indispensables que nos llegan de manera anónima y subterránea, casi
abstracta, sin asociaciones, sin recuerdos, sin acercarnos a nada. Como una voz grabada
que repite la hora exacta. Cuando nos mojamos la cara o cuando nos lavamos las manos,
el agua, por así decirlo, ocupa el mismo sitio que la toalla y el jabón: instrumentos
subordinados a nuestras necesidades. No es un río el que allí irrumpe de pronto: es un
líquido que disuelve, mientras pensamos en otra cosa, la grasa y la suciedad.

En la ciudad, la naturaleza se presenta como parque o jardín, espacios limitados que


intentan reproducir una imagen de ella. No son zonas vírgenes rodeadas de edificios y
calles, abandonadas a sí mismas para que recordemos cómo era el universo antes del
cemento o del monóxido de carbono. El jardín, lo sabemos todos, es una interpretación, el
resultado y a la vez el promotor de nuestras concepciones y sentimientos acerca de la
naturaleza. Hay jardines simbólicos cuya lectura exige la iniciación. Existen jardines que
sugieren la barbarie, el abuso, la inseguridad. Otros enfatizan un mundo límpido, pródigo,
la naturaleza como el reino de la facilidad. En los siglos XV y XVI, los italianos trazaron
jardines que simulaban calles, plazas, perspectivas urbanas, la lucha contra lo agreste, la
convicción tal vez de que el mundo es racional. Así, el jardín no es naturaleza a secas, solo
árboles, prados, colinas. Es, además, historia, ilusión, estados de ánimo; allí no hay
«pureza», sino escenario, memoria, persuasión. Lejanía frente a la naturaleza intacta.

Los parques nunca han sido lugares de trabajo. Son, esencialmente, centros de recreación:
vamos a jugar, a pasear, a tomar el sol, a perder el tiempo, a hacer ejercicio, a suscitar
imágenes; o quizá vamos para revivir episodios privados, para conversar, para ensayar la
intimidad. Representan, en la organización ciudadana, el ocio, el momento en que nos
separamos de las tareas, del esfuerzo. Por consiguiente, los parques y los jardines, aun
cuando sean sórdidos y sofocantes, aun los abandonados, aun los que tienen más polvo
que hojas, fomentan una visión general de la naturaleza como un área de descanso. Lo
cual, nuevamente, implica distancia, un ámbito que no forma parte de la trama cotidiana.
Nos dirigimos hacia playas o montañas —un día, unas semanas, unos meses al año— del
mismo modo como entramos en un parque. El propósito es idéntico: distraernos o
recuperarnos. En su extremo, la persona que sale de vacaciones se asemeja a los
enfermos que dan un breve paseo por el jardín del hospital, respiran un aire más puro,
contemplan un estanque, estiran las piernas, miran el cielo, guardan una piedra en el
bolsillo como recuerdo, parlotean sobre la vida, dormitan, regresan.

Las imágenes evocadas se contraponen superficialmente. Se reúnen cuando advertimos


que el mundo natural —visto como jaula, depósito de materiales o jardín— supone una
actitud según la cual somos personajes únicos: la naturaleza es lo ajeno, lo diferente o,
como dirían los hegelianos, la exterioridad. Usufructuamos, por tanto, un derecho
ontológico para recibir, para modificar, para imponer y para saquear. Es probable que el
animismo sea una teoría insostenible, pero también es cierto que solo amamos a lo que es
semejante a nosotros. La conclusión es que tal vez podemos relacionarnos amorosamente
con la naturaleza pura solo al través de una doctrina falsa.

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