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EL JUICIO

DE JESÚS

ESCRITO POR

J.C. RYLE
Mateo 26: 27 - 68

57
Los que prendieron a Jesús le llevaron al sumo sacerdote Caifás, adonde estaban
reunidos los escribas y los ancianos. 58 Mas Pedro le seguía de lejos hasta el patio del sumo
sacerdote; y entrando, se sentó con los alguaciles, para ver el fin. 59 Y los principales
sacerdotes y los ancianos y todo el concilio, buscaban falso testimonio contra Jesús, para
entregarle a la muerte, 60 y no lo hallaron, aunque muchos testigos falsos se presentaban.
Pero al fin vinieron dos testigos falsos, 61 que dijeron: Este dijo: Puedo derribar el templo
de Dios, y en tres días reedificarlo. 62 Y levantándose el sumo sacerdote, le dijo: ¿No
respondes nada? ¿Qué testifican estos contra ti? 63 Mas Jesús callaba. Entonces el sumo
sacerdote le dijo: Te conjuro por el Dios viviente, que nos digas si eres tú el Cristo, el Hijo
de Dios. 64 Jesús le dijo: Tú lo has dicho; y además os digo, que desde ahora veréis al Hijo
del Hombre sentado a la diestra del poder de Dios, y viniendo en las nubes del
cielo. 65 Entonces el sumo sacerdote rasgó sus vestiduras, diciendo: ¡Ha blasfemado! ¿Qué
más necesidad tenemos de testigos? He aquí, ahora mismo habéis oído su
blasfemia. 66 ¿Qué os parece? Y respondiendo ellos, dijeron: ¡Es reo de muerte! 67 Entonces
le escupieron en el rostro, y le dieron de puñetazos, y otros le abofeteaban, 68 diciendo:
Profetízanos, Cristo, quién es el que te golpeó.

En estos versículos leemos cómo nuestro Señor Jesucristo fue llevado


ante Caifás, el sumo sacerdote, y fue solemnemente declarado
culpable. Era necesario que así fuese. Había llegado el gran día de la
expiación: el maravilloso símbolo profético del macho cabrío expiatorio
estaba a punto de cumplirse de manera definitiva. No era sino
apropiado que el sumo sacerdote judío hubiera de hacer su parte y
declarar que el pecado había sido puesto sobre la cabeza de la
víctima, antes de que lo llevaran a ser crucificado (Levítico 16:21).
Ojalá que meditemos estas cosas y las entendamos. Había un
profundo significado en cada uno de los pasos de la pasión de nuestro
Señor.

Observemos en estos versículos que los principales sacerdotes fueron


los principales responsables de la muerte de nuestro Señor. Debemos
recordar que fueron más bien Caifás y sus compañeros, los principales
sacerdotes, y no el pueblo judío, quienes llevaron adelante este
terrible acto.

Este hecho es muy instructivo, y merece nuestra atención. Es una


prueba clara de que la ostentación de un alto cargo eclesiástico no
exime a nadie de cometer graves errores en lo referente a doctrina, y
tremendos pecados en la práctica. Los sacerdotes judíos podían
demostrar que sus raíces se remontaban hasta Aarón, de quien eran
sucesores directos; su oficio estaba revestido de una santidad
especial, y llevaba consigo responsabilidades particulares; sin
embargo, estos mismos hombres fueron los asesinos de Cristo.
Guardémonos de considerar infalible a ningún ministro de religión; su
ordenación, por muy escrupulosa que haya sido, no garantiza que no
vaya a poder desviarnos del buen camino, y aun ocasionar la perdición
de nuestra alma. Tanto la enseñanza como la conducta de todos los
ministros ha de ser puesta a prueba mediante la Palabra de Dios; se
les debe obedecer en todo aquello en lo que ellos mismos obedezcan
a la Biblia, pero nada más. La máxima de Isaías ha de ser nuestra
guía: “¡A la Ley y al testimonio! Si no dijeren conforme a esto, es
porque no les ha amanecido” (Isaías 8:20).

Observemos, en segundo lugar, con qué claridad declaró nuestro


Señor ante el concilio judío su mesiazgo, y su futura venida en gloria.
Un judío inconverso de nuestro tiempo no podría decirnos que a sus
antepasados no se les dijo que Jesús fuera el Mesías. La contestación
de nuestro Señor al solemne conjuro del sumo sacerdote sería
suficiente como respuesta: le dice al concilio claramente que Él es “el
Cristo, el Hijo de Dios”. A continuación les advierte de que si bien aún
no se había aparecido en gloria, como ellos esperaban que el Mesías
habría hecho, llegará un día en el que lo hará. “Desde ahora veréis al
Hijo del Hombre sentado a la diestra del poder de Dios, y viniendo en
las nubes del cielo”. Habrán de ver a aquel mismo Jesús de Nazaret,
al que ellos procesaron en su tribunal, aparecer con plena majestad
como el Rey de reyes (cf. Apocalipsis 1:7).

Es un hecho tremendo, que no deberíamos dejar pasar por alto, que


las que fueron prácticamente las últimas palabras de nuestro Señor a
los judíos eran una predicción advirtiéndoles de su Segunda Venida:
les dice claramente que un día habrán de verlo en su gloria. No cabe
duda de que estaba haciendo referencia al capítulo 7 de Daniel, al
hablar de aquel modo (Daniel 7:13). Pero le hablaba a oídos sordos.
La incredulidad, los prejuicios y el fariseísmo los cubría como una
espesa nube: jamás ha habido un caso de ceguera espiritual
semejante. Con razón contiene la Letanía de la Iglesia de Inglaterra (*)
la oración: “De toda ceguera, y de la dureza de corazón, líbranos,
buen Señor”.

Observemos, en último lugar, lo mucho que nuestro Señor tuvo que


soportar ante el concilio, entre falso testimonio y burlas.
La falsedad y la burla son dos de las armas favoritas y más viejas
del diablo. “Es mentiroso, y padre de mentira” (Juan 8:44). Durante
todo el ministerio terrenal de nuestro Señor, vemos cómo esas armas
se emplean continuamente contra Él. Se le llamó “comilón, y bebedor
de vino” y “amigo de publicanos y de pecadores”; se le despreció
llamándole “samaritano”. Las escenas finales de su vida no fueron sino
acordes con todo su pasado. Satanás provocó a sus enemigos para
que a sus heridas añadieran insultos; en cuanto se le declaró culpable,
amontonaron sobre Él toda clase de atroces humillaciones: “le
escupieron en el rostro, y le dieron de puñetazos”; “le abofetearon” y
se mofaron de Él diciéndole: “Profetízanos, Cristo, quién es el que te
golpeó”.

¡Qué asombroso y qué extraño suena todo esto! ¡Qué asombroso que
el Santo Hijo de Dios se hubiera de someter voluntariamente a tales
humillaciones para redimir a semejantes pecadores despreciables
como nosotros! ¡Y no menos asombroso es el hecho de que cada
pequeño detalle de aquellos insultos había sido profetizado 700 años
antes de que se pronunciaran! 700 años antes, Isaías había escrito:
“No escondí mi rostro de injurias y de esputos” (Isaías 50:6).
Saquemos de este pasaje una conclusión práctica. No nos
sorprendamos nunca si tenemos que soportar burlas, insultos y
calumnias, por pertenecer a Cristo. “El discípulo no es más que su
maestro, ni el siervo más que su señor” (Mateo 10:24). Si sobre
nuestro Salvador se amontonaron mentiras e insultos, no debe
asombrarnos que las mismas armas se sigan utilizando contra su
pueblo. Una de las principales maquinaciones de Satanás es manchar
las reputaciones de los hombres piadosos para conseguir que se los
desprecie: las vidas de Lutero, Cranmer, Calvino o Wesley nos
proporcionan abundantes ejemplos de esto. Si alguna vez se nos
llama a sufrir de tal modo, aguantemos con paciencia. Estaremos
bebiendo de la misma copa que bebió nuestro amado Señor. Pero hay
una gran diferencia: en el peor de los casos, nosotros solo habremos
tomado un pequeño sorbo amargo; Él bebió la copa hasta la última
gota.

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