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El rostro del horror.

El reloj marcaba casi las 12 del mediodía. Con un calor sofocante y el sol rajando
las piedras, mi maltrecho estómago pedía a gritos algo de comida, cerveza fría, abundante
líquido para mantener mi cuerpo hidratado. La mejor opción era la cafetería de Don
Lorenzo, un buen tipo, bastante simpático y siempre expectante a la llegada de los
comensales.
La cafetería es un negocio familiar frecuentado por muchos trabajadores a la hora del
almuerzo. Todos se acercan hasta Don Lorenzo a degustar de su rico sazón, pues el
mantiene con recelo el secreto de sus frijoles colorados. A la hora punta, la barra se
abarrota de hambrientos hombres, de sudados obreros que buscan algo para engañar el
estómago, lo más golosos llenarse hasta la saciedad.
Ayer fue un día bien concurrido en Don Lorenzo, pues en la barra se golpeaban platos
desbordados en comida, cubiertos en papel desechable y cervezas sudadas por el contraste
entre el frío y el calor.
Don Lorenzo tiene una ayudante de cocina que hace una sopa especial, mi plato preferido, a
pesar del calor seco de la ciudad del eterno verano, la ciudad que duerme de día y en las
noches despierta bajo un escaparate de máscaras: gogos, cafeterías, anónimos borrachos. La
ciudad más latina de los Estados Unidos en las noches es un carnaval de perversión.
Conducir entre sus calles, porque caminar es mal visto, puedes ser tildado de balsero, es
todo un espectáculo sonoro y visual.
Tras entrar a la cafetería y hacerme un hueco en una esquina de la barra, la ayudante de
cocina me saludó con una enorme sonrisa, una sonrisa decorada por prominentes arrugas
desde la comisura de sus ojos. No importa la profundidad de los pliegues dibujados en la
línea de expresión, ella siempre lanza desde la cocina la misma carcajada. La sonrisa de la
ayudante de cocina peinada en canas, bajita y de enormes ojos azules tiene cierta
complicidad, pues siempre le hago saber que soy ferviente feligrés de su sopa, de la
cofradía de su arte culinario.
– ¿Cómo está la cosa, muchacho?, preguntó Lorenzo desde el otro extremo de la barra.
– Jodido, pero contento, –respondí, mientras su suegra, una octogenaria señora menuda de
cuerpo que camina como lince entre las mesas, tomaba la orden.
– Lo mismo de siempre, dijo la ayudante de cocina.
– Sí, claro. La sopa para entonar el estómago, porque ayer agarré buena curda con una
botella de ron Bacardí, comenté.
– ¡Ay muchacho, aliméntate, que estas flacón y con esa barba te pareces un hippie, Ja, ja,
ja, dijo la ayudante de cocina vertiendo desde un cucharon el preciado líquido, el caldo que
me devolvería el alma al cuerpo.
Las hojas de cilantro flotando sobre la base del caldo brindaban una imagen de orgasmo y
su sabor la categoría de las XXX.
Lorenzo, sin apenas voltear la mirada, presionaba con fuerza el mando del televisor
cambiando todas las cadenas del país en español. Estamos en la ciudad estadounidense que
más habla, a pesar de los diferentes acentos, la lengua de Miguel de Cervantes, el creador
del ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha. En esta ciudad es un sacrilegio, un mal
gusto, hablar en la lengua de William Shakespeare. Pero salvando el tema de la lengua en la
que se escribió las novelas ejemplares, las aventuras de Don Quijano Alonso, hombre seco
de carne y de imaginación prodigiosa, o el drama de Romero o Julieta, El mercader de
Venecia, mi preferida, vuelvo a la imagen de Don Lorenzo, sintonizando la cadena de
Telemundo.
– ¿Qué me dices de esta guerra de mierda entre Rusia y Ucrania, muchacho?, me preguntó
el hombre asomando entre su camisa una cadena en oro de corte cubano.
Sólo moví los hombros y puse cara de preocupación. Mi cara lo decía todo. Las cejas
arqueadas y los dedos de la mano izquierda recorriendo mi mentón, compartían la
preocupación por el conflicto entre el oso ruso y la siempre deseada Ucrania.
Las imágenes transmitidas por la cadena Telemundo mostraban el horror, el lado oscuro de
la desesperación humana. El drama de los refugiados, de los bombardeos diezmando a
víctimas civiles, en tanto la diplomacia de cuello y corbata no hace más que pensar en los
costes económicos. Los muertos de la contienda bélica al final pasan a engrosar una de las
tantas estadísticas estatales (registro bio – político, sección U, legajo 259, archivo superior,
folio HP). Lo de HP es una licencia que se toma el escritor del presente texto para indicar el
acrónimo de una mala palabra. No importa el nombre de la víctima y su genealogía
familiar. Todo radica en la mirada social que se quiere asignar al conflicto. Todo pasa a
cajones precintados en salones fríos y parcos. Y ahora entenderán el ¿por qué?
La televisión seguía lanzando imágenes punzante, mientras los clientes – comensales,
haciendo caso omiso a los sucesos, cargaban sus cubiertos de comida, bebían de las sudadas
cervezas, presionaban las latas de sodas, la coca cola, la bebida estrella, la soda que tras el
clip de la chapilla, cientos de burbujitas endulzan los agriados paladares. Esa hora en Don
Lorenzo era un festín. En la mesa de atrás varias mujeres, seguramente compañeras de
trabajo, celebraban una fiesta de cumpleaños cortando en grandes trozos un cake decorado
con Mickey Mouse. Tal vez aquella mujer, que no dejaba de salpicarse la comisuras de sus
labios con el merengue del pastel, algo rellenita, bastante diría yo, disfrutaba como una niña
de los regalos y de la dulzura del postre. Miraba a la televisión, porque precisamente el
artefacto electrónico le quedaba justo enfrente. Miraba al televisor por mirar, su verdadera
mirada estaba clavada en el pastel. Una compañera que quiso repetir otra tajada del dulce
encontró, en la mirada de la cumpleañera, el rechazo de una niña atrapada en el cuerpo
adiposo de una mujer adicta al merengue. Me pareció, cuanto menos, grotesco. Era una
escena bastante ridícula. El cumpleaños feliz y los cintillos con campanitas y estrellitas
lumínicas. Se me hizo un nudo en la garganta, tras ver dos escenas lacerantes en la
televisión. Lo de la cumpleañera se trataba del goce en todo su esplendor.
La primera captaba la mirada de una madre latina con su hijo marine desplegado en
Polonia, en la frontera con Ucrania. La imagen del joven soldado, lampiño de barba,
escuálido y de mirada triste, sólo ofrecía el llanto desconsolado de una madre. La madre del
soldado cara de niño gemía, sollozaba por la vida de su hijo. Debe ser terrible para una
madre recibir a su hijo en un ataúd cubierto por la bandera de las cincuenta estrellas.
La segunda imagen era la de un soldado ucraniano, que agachado con un fusil de la era
soviética, despedía a su hija, una niña de apenas cinco años de edad, una niña de pelo rubio
como el oro de la cadena de Don Lorenzo y los ojos azules como la ayudante de cocina.
Esta guerra televisada cuenta ahora con la velocidad a golpe de clip de las redes sociales,
redes que atrapan a los humanos al igual que a los peces. Estamos en la era de los
enajenados de la telefonía móvil. El acto de la comensalidad traspasado por el constante
tono de los mensajes por WhatsApp, Facebook y otras aplicaciones.
– Estamos bien jodidos, pensé, mientras me tomaba la última cerveza.
Y al decir verdad, sí que lo estamos. A mi derecha, mi compañero de trabajo no dejaba de
mordisquear un bistec de palomilla del tamaño del plato y su preocupación se concentraba
en cuanto iba a ganar esa semana. Más horas trabajando, más dinero, más posibilidad de
gastárselo todo, más probabilidad de quedarse disgustado y, por tanto, caer en la tentación
del crédito: la deuda, en palabras menos técnicas. A mi izquierda, tres compañeros de
trabajos se sacaban una foto selfie para postearla en el Facebook. Todo un detalle la foto.
Con tres cervezas y haciendo la señal con el dedo del medio.
En fin, es mejor estar afuera a pesar del implacable sol. A la mierda con todos y, lo más
importante, con los que sacaron el dedo para la foto. La madre de los tres por si acaso, –
dije. Bueno lo de decir, decir, no fue del todo así. De que lo dije, lo dije, pero en voz baja.
Esa tarde tenía unas ganas tremenda de partirme la cara tomando. Así que manejé, bueno ya
mi carro se sabe el trayecto de memoria, y eso que no es el tesla de mi amigo que lo deja
dormir y silbar por el expressway. La cuestión es que terminé en el gogo, los modernos
templos del siglo XXI, todos los feligreses dejamos generosas donaciones, sin el menor
remordimiento. Cuando entramos damos por sentados que el diezmo se multiplica en un
templo sin vírgenes ni crucificados, ambientados por luces opacas, por mujeres de la estirpe
de Eva, por mujeres que llevan hasta las mesas la manzana de la tentación y el pecado.
Ella bailaba, disfrutaba de su coreografía remedándose contra un tubo. Ella vestida de
diablita roja con dos enormes tarros, él con una enorme barriga cervecera acercándose hasta
la pista de baile para dejarle una montaña de billetes de a dólar.
– ¡Que jodidos estamos!, –pensé, una vez más.
– ¡Sí!, después resopló. Jodidos, pero contento, chamaco, –dijo una voz que se alzaba desde
el fondo.
La silueta se acercó bailando hasta la barra y con dos cervezas en las manos gritó: jodidos,
pero contentooooooooooo. Ella seguía bailando, el manoseándola con el fardo de billetes de
a dólar, la silueta brindándome una cerveza y yo repitiendo la maldita y machacona frase
del filósofo Bauman: “Hoy nuestra única certeza es la incertidumbre”.
P.D.: La canción que bailaba en coreografía la diablita roja era Go Crazy, tema de Chris
Brown, el barrigón del fardo de billetes a dólar se gastó todo su cheque en tres canciones, el
hombre lava carros en una esquina de Hialeah, el flaco, un ex soldado de la guerra de
Angola y balsero estaba tomando coronitas con sal y limón. La historia de la cerveza
corona otra noche se las cuento.
Osvaldo Lorenzo Monteagudo, Hialeah, marzo de 2022.

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