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Relatividad,

Espacio y
Tiempo

Pablo G. Ostrov
Seguramente todos conocemos la famosa anécdota que relata cómo Galileo Galilei trataba
de hacer comprender a las autoridades eclesiásticas de que la Tierra se movía. Por más que
el astrónomo italiano intentó hacer entrar en razón a sus censores, ellos hicieron caso omiso
de sus pruebas, argumentando que, como la Biblia dice que Josué ordenó detenerse al Sol y
no a la Tierra, es el Sol el que se mueve mientras la Tierra permanece fija. Bajo amenaza de
tortura, Galileo fue obligado a retractarse y tuvo que pasar los últimos años de su vida bajo
arresto domiciliario.

Un argumento que intentaba apelar al sentido común sostenía que la Tierra no se mueve
“porque no se nota el movimiento”. Es verdad que, cuando tomamos el tren a Buenos Aires
nos damos cuenta si estamos detenidos o andando: cuando el tren avanza, se sacude. ¿Pero
qué pasa si viajamos en barco? El barco se menea a causa del oleaje, y más se va a menear
cuanto más picado esté el mar; pero si estamos encerrados dentro de una bodega sin
ventanas no vamos a poder saber si estamos navegando o detenidos en mitad del océano.

Supongamos que en nuestra bodega hay una claraboya y vemos cruzar otra nave de Norte a
Sur, ¿nos dice esto algo sobre nuestro propio movimiento?

Hay varias posibilidades:

a) nosotros estamos anclados y el otro barco se mueve hacia el Sur;

b) el otro barco es el que está anclado y nosotros navegamos con rumbo Norte;

c) ambas embarcaciones navegan hacia el Norte, pero nosotros vamos más rápido y nos
adelantamos;

d) los dos navíos viajan hacia el Sur, y el nuestro es el más lento y está siendo adelantado; o

e) nosotros nos dirigimos al Norte y el otro barco va para el Sur. Las únicas posibilidades
que quedan excluidas son que ambos buques estén anclados, o que ambos naveguen con
idéntica velocidad y rumbo.

Aún si nos asomamos para poder ver la superficie del mar, sólo vamos a poder saber si nos
movemos respecto del agua. Si se agota el fuel-oil y se paran los motores, la nave se
quedará “quieta”, pero eventualmente la corriente la llevará hacia algún lado. Al capitán le
interesará saber si nos acercamos o nos alejamos de la costa.

Está claro entonces que antes de ponerse a discutir qué objetos se mueven y cuáles no, es
necesario decir con respecto a qué, es decir establecer un sistema de referencia.

Volvamos entonces a nuestro asiento en el tren. Si al pasar por Plátanos, una mujer le dice a
un hijo revoltoso “quedate quieto”', se entiende que lo que le quiere decir es que se quede
en su asiento.
Hay una forma sencilla de relacionar las posiciones y velocidades medidas desde distintos
sistemas de referencia. Supongamos que nuestro asiento está exactamente a veinticinco
metros por delante del furgón de cola; ¿a qué distancia estamos de Plátanos? Es evidente
que estamos veinticinco metros más lejos que el furgón. ¿Y a qué distancia está el furgón
de Plátanos? Si el tren viaja a cuarenta kilómetros por hora y pasamos por Plátanos hace
quince minutos, el furgón estará a diez kilómetros de Plátanos; y nosotros estaremos
veinticinco metros más lejos, a diez mil veinticinco metros de Plátanos.

Supongamos ahora que nos levantamos del asiento y caminamos hacia la locomotora. Si
caminamos a cinco kilómetros por hora, como el tren va a cuarenta, vamos a alejarnos de
Plátanos a cuarenta y cinco kilómetros por hora. Si damos media vuelta y caminamos hacia
el furgón, también estaremos alejándonos de Plátanos, pero a treinta y cinco kilómetros por
hora.

Todo esto es bastante obvio. Está claro que tenemos que sumar nuestra velocidad a la del
tren (o restarla si caminamos para atrás) para saber a qué velocidad nos movemos respecto
de la estación. Si queremos saber a qué distancia estamos de la estación, sumamos la
distancia que separa al furgón de cola de la estación a la que nos separa a nosotros del
furgón. Estas operaciones son prácticamente intuitivas y se las conoce como
transformaciones de Galileo.

Hace unos tres siglos, Isaac Newton inventó las leyes que describen el movimiento de los
cuerpos (más adelante voy a aclarar por qué digo “inventó” y no “descubrió”). Por ejemplo,
si dejo caer una moneda desde una altura de un metro con veintidós centímetros, usando las
leyes de Newton puedo predecir que chocará contra el suelo en medio segundo y a una
velocidad de unos dieciocho kilómetros por hora. Si repito el experimento arriba del tren,
viajando a cuarenta kilómetros por hora, sucederá exactamente lo mismo y la moneda
también caerá delante de mis zapatillas. Durante el medio segundo que le lleva a la moneda
caer, el tren (y mis pies) habrán recorrido algo más de once metros con once centímetros.
Entonces, vista desde la estación, la moneda habrá caído siguiendo una trayectoria
inclinada, “acompañando” al tren. En otras palabras, la moneda va a caer delante de mis
zapatillas de igual forma independientemente de que el tren se mueva o no. En términos
matemáticos, este hecho se expresa diciendo que las ecuaciones de Newton son invariantes
ante las transformaciones de Galileo.

Cuando íbamos a la escuela nos decían “grafique las siguientes curvas” y teníamos que
dibujar la representación gráfica de cada ecuación. Por ejemplo, la representación gráfica
de “y igual equis al cuadrado” es una parábola, por lo que dicha ecuación se llama
“ecuación de la parábola”; la ecuación cuya gráfica es una línea recta se denomina
“ecuación de la recta”, etc.

Hay ecuaciones, algo más complicadas que las estudiadas en el colegio, cuyas soluciones
son curvas ondulantes. Se las conoce como ``ecuación de la onda'' y son utilizadas por los
físicos para describir algunos fenómenos de la naturaleza y para reventar a estudiantes
incautos. Por ejemplo, si tiramos una moneda dentro de una palangana llena de agua se
formarán ondas circulares alrededor del lugar donde caiga. El sonido, en cambio, son
rápidas variaciones de la presión del aire. La forma en que se propagan estas variaciones se
puede describir mediante una ecuación de ondas, por eso se habla de “ondas sonoras”
aunque (al contrario de la superficie del agua del ejemplo de la palangana) en este caso no
haya nada que “ondule”.

Volvamos arriba del tren y supongamos que un policía balea a un sospechoso. Si queremos
saber a qué velocidad van las balas respecto de tierra firme tenemos que usar la
transformación de Galileo, es decir, a la velocidad con que las balas salen de la pistola le
sumamos la velocidad del tren (suponiendo que el vigilante tiró para adelante). ¿Pero qué
pasa si la locomotora hace sonar la bocina? El sonido se propaga siempre a la misma
velocidad a través del aire, independientemente del movimiento de la locomotora. Podemos
incluso utilizar esta propiedad para medir la velocidad del tren respecto del aire: si el tren
va a cuarenta kilómetros por hora (suponiendo que no haya viento) desde nuestro punto de
vista el aire va a soplar hacia atrás a esa velocidad. Entonces, cuando suena la bocina, para
nosotros el sonido va a viajar para atrás a cuarenta kilómetros por hora más rápido que lo
normal y para adelante a cuarenta kilómetros por hora más despacio, por lo que vamos a
poder deducir que el tren avanza precisamente a esa velocidad. Notemos que el vigilante no
podría llegar a esta conclusión ni aún disparando tiros para todos lados.

James Clerk Maxwell fue un físico que vivió durante el siglo XIX y que, trabajando con las
ecuaciones matemáticas que describen los fenómenos eléctricos y magnéticos llegó una
“ecuación de ondas”. Predijo entonces, en forma totalmente teórica, la existencia de “ondas
electromagnéticas” y sugirió que la luz podía ser un ejemplo de este tipo de ondas. Maxwell
murió antes que se inventara la radio, pero hoy sabemos que tanto la luz, el calor, las
microondas, las ondas de radio, de TV, radar, etc. son todas ondas electromagnéticas.

Si le pedimos a un físico que calcule la intensidad del campo electromagnético a diez


kilómetros de una emisora de radio en un momento dado, va a tener que resolver una
ecuación de ondas. Por eso hablamos de ondas electromagnéticas, aunque como en el caso
del sonido, no haya nada que “ondule”.

Ahora bien: el sonido son “ondas de presión” que se propagan por el aire, pero la luz y el
calor llegan a nosotros desde el Sol y no hay aire entre la Tierra y el Sol. Se supuso,
entonces, que tenía que existir un medio muy tenue que llenara todo el espacio, a través del
cual se propagaban las ondas electromagnéticas. A este medio se lo llamó el éter
luminífero, por eso en los primeros programas de radio los locutores hablaban de las “ondas
del éter”.

Recordemos el ejemplo de la locomotora: como sabemos a qué velocidad se propaga el


sonido por el aire, midiendo la velocidad del sonido respecto de la locomotora podemos
calcular la velocidad del tren. Siguiendo el mismo razonamiento, como sabemos a qué
velocidad se propaga la luz a través del “éter luminífero”, si medimos la velocidad de la luz
respecto de la Tierra vamos a poder deducir a qué velocidad se mueve la Tierra a través del
éter.

Michelson, en uno de los más célebres experimentos de la física, midió la velocidad de la


luz respecto de la Tierra en distintas direcciones y obtuvo siempre el mismo resultado,
como si la Tierra estuviera quieta respecto del éter.
Como la tierra gira alrededor del Sol a una velocidad de unos treinta kilómetros por
segundo, deberíamos esperar que si repetimos el experimento seis meses después
tendríamos que encontrar una diferencia de sesenta kilómetros por segundo, ya que la
Tierra habrá dado media vuelta al Sol y estará moviéndose “hacia atrás”.

Tengamos presente que nunca nadie midió ni detectó de ninguna forma al éter.
Simplemente se creía en su existencia porque se pensaba que la luz necesitaba algún medio
material para propagarse. Para explicar el resultado negativo del experimento de
Michelson, algunos intentaron proponer que la Tierra “arrastra” un poco de éter mientras se
mueve (como el aire adentro de un vagón de tren). En cambio, Einstein postuló que la luz
se propaga a través del vacío y que su velocidad, medida desde cualquier sistema de
referencia, es siempre la misma.

Naturalmente, esto era exactamente lo que sugería el resultado de la experiencia de


Michelson, pero las ideas de Einstein iban contra el “sentido común”.

Volvamos al tren y supongamos que la locomotora enciende la luz. Si medimos la


velocidad con que sale la luz de la locomotora, vamos a encontrar que viaja
aproximadamente a trescientos mil kilómetros por segundo. Si el tren viaja a cuarenta
kilómetros por hora, sería lógico esperar que la velocidad de la luz medida desde la estación
fuera cuarenta kilómetros por hora mayor. Pero lo que sucede en la naturaleza es
precisamente lo que dice Einstein: el resultado de medir la velocidad de la luz desde el tren
en movimiento o desde la estación es exactamente el mismo. No hay forma de convencer a
la luz para que vaya más rápido.

Está claro entonces que no hay que usar las transformaciones de Galileo (sumar o restar
velocidades y distancias) para pasar de un sistema de referencia a otro. Si la velocidad de la
luz es la misma para cualquier sistema, tenemos que usar las transformaciones de Lorentz
(son unas ecuaciones algo más complicadas que las de Galileo). Ahora bien: las ecuaciones
de Maxwell (las ecuaciones de las ondas electromagnéticas) son invariantes ante las
transformaciones de Lorentz. Hablando en criollo, esto quiere decir que el guarda puede
iluminar con su linterna para todos lados, pero la luz se va a comportar de forma
exactamente igual a como lo haría si el tren estuviera quieto ¡y eso es exactamente lo que
pasa!

Las ideas de Einstein (que al fin y al cabo no había hecho más que aceptar el resultado de la
experiencia de Michelson tal cual era) revolucionaron profundamente la física. Si
reconocemos que lo correcto es utilizar las transformaciones de Lorentz para relacionar
distintos sistemas de referencia, el hecho de que la velocidad de la luz sea siempre la misma
deja de ser un fenómeno incómodo. Pero las ecuaciones de Newton no son invariantes ante
las transformaciones de Lorentz, lo que significa que la teoría de Newton “está mal”.

Ahora puedo justificar por qué dije que Newton inventó sus leyes: si hubiera dicho
descubrió habría dado la falsa impresión de que dichas leyes eran una propiedad de la
naturaleza previamente existente que él sacó a la luz. Si hubiera sido así, no podría resultar
luego que estas leyes estuvieran equivocadas. Por más que nos enseñen que las cosas se
caen al suelo “por la ley de gravedad”, el hecho es que esto ocurría de manera exactamente
igual antes de que Newton naciera, y continuaron cayendo exactamente de la misma forma
luego de que Einstein encontrara que las leyes de Newton eran “incorrectas”.

Hace unos trescientos años, Newton elaboró una teoría que predice los movimientos de
todos los planetas y satélites con asombrosa precisión, y el movimiento del planeta
Mercurio con un error muy pequeño; se necesitan observaciones astronómicas muy precisas
para detectar esa mínima diferencia (por eso puse entre comillas la palabra “incorrectas”).
Pero la teoría de la relatividad de Einstein es igualmente exacta para los movimientos de
todos los planetas, y funciona también incluso para Mercurio. Por eso es mejor.

Otro punto en que la teoría de Einstein es contraria al sentido común es la dilatación del
tiempo. Como vimos, cuando usábamos las transformaciones de Galileo para vincular
medidas hechas respecto de distintos sistemas de referencia, teníamos que sumar o restar
distancias y velocidades. Pero con las transformaciones de Lorentz no es tan sencillo, ya
que también interviene el tiempo: El tiempo arriba del tren que se mueve transcurre más
lentamente que en la estación.

Naturalmente la dilatación del tiempo es tan pequeña que es imperceptible en un viaje en


tren. Pero supongamos que la velocidad de la luz, en vez de ser de trescientos mil
kilómetros por segundo (más de mil millones de kilómetros por hora) fuera de sólo
cincuenta kilómetros por hora. En ese caso, si tomamos el tren en La Plata a las dos de la
tarde y nos bajamos luego de media hora de viaje (a cuarenta kilómetros por hora), vamos a
encontrarnos con que todo el mundo nos dice que son las tres menos diez. Si
inmediatamente tomamos el tren para volver nos va a llevar otra media hora llegar, pero en
La Plata se habrán hecho ya las cuatro menos veinte. Esto no quiere decir que los relojes
adelanten ni atrasen: nosotros, arriba del tren, no notaremos nada raro; sólo vamos a haber
hecho un viaje de media hora de ida y media hora de vuelta. La gente que nos esperó en La
Plata tampoco va a haber notado nada extraño, pero nos dirá que nuestro viaje duró
cincuenta minutos de ida y cincuenta de vuelta. En el mundo real, como la luz viaja a más
de mil millones de kilómetros por hora y no a cincuenta, aunque viajáramos en tren
continuamente durante cincuenta años sólo nos ahorraríamos una millonésima de segundo.

Todos estos fenómenos parecen curiosidades teóricas, ya que no los percibimos en la vida
cotidiana. No existen ni trenes, ni aviones, ni cohetes, ni ningún tipo de vehículo capaz de
acercarse a la velocidad de la luz. Pero sí hay relojes extraordinariamente precisos: los
relojes atómicos. En un experimento realizado en 1971 se embarcaron cuatro de estos
relojes en aviones comerciales y se comprobó que el tiempo realmente transcurre como lo
predice la teoría de la relatividad. La revista Scientific American dijo que esta era la
verificación más barata de la teoría, ya que costó unos ocho mil dólares, de los cuales siete
mil seiscientos se gastaron en los pasajes de avión.

A pesar de lo fantástico que resulta el fenómeno de dilatación del tiempo, la teoría de la


relatividad ha resultado bastante ingrata para los autores de ciencia ficción, ya que prohíbe
viajar más rápido que la luz. Esto plantea inconvenientes insalvables para las historias de
viajes más allá del sistema solar.
¿Qué es lo que ocurre en el mundo real cuando intentamos superar la velocidad de la luz?
De nuevo, no tenemos forma de acelerar a un cuerpo a tal velocidad, pero sí existen
poderosísimos aceleradores de partículas, llamados sincrotrones, que pueden acelerar las
partículas que constituyen la materia.

Supongamos otra vez que la velocidad de la luz fuera de sólo cincuenta kilómetros por hora
y que dispusiéramos de un “tenistrón” capaz de acelerar pelotas de tenis. Ponemos en
marcha el aparato y al cabo de una hora nuestras pelotas van a cuarenta kilómetros por
hora. Esperamos otra hora y van a cuarenta y cinco. Lo dejamos funcionando una semana
entera y van a cuarenta y ocho. Las pelotas aumentan continuamente su velocidad: cada vez
les costará más llegar a los cuarenta y nueve, cuarenta y nueve y medio, etc., pero nunca
llegarán a los cincuenta. Sin embargo, si nos interponemos en el camino de una pelota que
ha sido acelerada durante solamente una hora, apenas recibiremos un leve pelotazo,
mientras que si tratamos de detener una que ha estado en el “tenistrón” durante un día, nos
golpeará como si fuera de plomo macizo. Y si cometemos la osadía de ponernos delante de
una pelota que ha sido acelerada durante varias semanas, será como si nos atropellara una
locomotora, aunque las tres pelotas viajen casi a la misma velocidad. Las pelotas no irán
más rápido, pero pegan cada vez más fuerte. Salvando las distancias, pasa lo mismo en los
aceleradores de partículas de verdad: las partículas ganan cada vez más ``impulso'', pero
nunca pueden alcanzar la velocidad de la luz.

En muchos cuentos de ciencia ficción el recurso salvador es decir que en el futuro se


descubre un error en las teorías de Einstein, y que sí se puede sobrepasar la velocidad de la
luz.

Como vimos, Einstein encontró que la teoría de Newton “estaba mal” y eso no significó
que las cosas comenzaran a caerse para arriba. Incluso si decimos que la teoría de Newton
es “incorrecta”, da la impresión de que entonces la teoría de Einstein es la “correcta”.

Mañana mismo o dentro de algunos años, un hipotético físico, por ejemplo Jacob
Newtenstein, puede descubrir que la teoría de Einstein “está mal” en serio. Pero aunque eso
pase, las cosas no van a empezar a caerse contra el techo, ni a moverse más rápido que la
luz.

Einstein simplemente elaboró una descripción de la naturaleza más precisa que la de


Newton, y es posible que alguien halle una aún mejor. Pero la naturaleza no va a modificar
su comportamiento para satisfacer la teoría de algún físico: es el científico quien deberá
exprimir sus sesos para que su teoría describa a la naturaleza mejor que todas las teorías
anteriores.

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