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Pablo Ayenao
Pablo Ayenao
ROCK» POR
PABLO AYENA
O Publicado el 22 noviembre, 2023por Revista elipsis
A los seis años vi un vhs por primera vez, era principios de los noventa. Una
película recia, máquinas que viajan desde el futuro, el abuelo de Jhon Titor. Este
reverenciado apocalipsis es siempre trabajo pendiente. Hombre desnudo aparece
y desaparece, su pierna es más rápida que su voz. La película la vi en la casa de
mis amigos Cristian y Michael. Ellos eran hermanos y tenían tan solo 21 meses
de diferencia. Me comportaba como un animal fraterno en aquella
época. Cristian nació el mismo año que yo. No interesa ese detalle. Como
apuntaba, Cristian y Michael eran mis amigos casi íntimos. Nos reuníamos todas
las tardes a observar el humedal desde mi ventana. Los padres
de Michael y Cristian (a quien a veces apodábamos Cristian chico para
diferenciarlo de otro amigo, el Cristian grande que de grande tenía muy poco)
habían comprado dos reproductores vhs, que eran los primeros vhs del barrio.
Viviendas sociales, pequeñas palabras.
Un vhs para los niños y otro vhs para los adultos. Mejor no presumir de dónde
provenía el cullín.
Ocurrió un viernes, el único día en que podía regresar más tarde a casa, o
simplemente podía no regresar.
¿De dónde provenían esos jadeos? ¿Del sillón? ¿De la pantalla? ¿De dónde
proviene el placer?
Cuando la película terminó, nuestra transpiración era tan espesa que tuvimos que
ducharnos y cambiarnos de ropa. Solo entonces nos quedamos dormidos,
profundamente dormidos. En mi delirio atisbé una quebrada encadenada a otra
quebrada. La pelea no aconteció por los famosos tazos, los golpes fueron solo
anémicas escaramuzas.
Un par de días después días fui al cine por vez primera. Es cierto. Cine y vhs,
todo en la misma semana. Sentía una inmensa curiosidad por la pantalla gigante,
que según escuchaba por boca de mamá, era algo místico. El cine de Temuko era
rotativo. Presentaban dos películas familiares durante un mes exacto y luego se
cambiaba la cartelera. Fuimos toda la familia, menos mi hermano que a esa altura
ya había desaparecido de la faz de la tierra. Fuimos un miércoles, el único día
cuando el cine se repletaba, porque la entrada era ostensiblemente más barata.
Recuerdo que proyectaban Un perro llamado Beethoven y otra película cuyo
nombre se me escabulle, pero es la película más dulce que hayas visto. Aún hoy,
cada vez que aparecen en el cable aquellas cintas me quedo absorto
contemplándolas, como si la niñez volviera de pronto y perdurara aquellos
precisos ciento veinte minutos. Y, por supuesto, hubiera sido fabuloso si las
cosas sucedieran tan fáciles como en el magnífico celuloide.
Lo confieso, yo quería actuar y salir en la flamante pantalla, tan solo un
momento.
Años, muchos años después vi al chico del perro Beethoven, uno de los chicos
que intentaban domesticar al perro llamado Beethoven. En aquella ocasión el
muchacho simulaba un secuestro extraterrestre, todo para olvidar toda una
perversa noche.
Tu honestidad nunca ha sido una delicadeza.
Unos cuantos siglos después arribé al mismo cine. Pero era otra la premura. Cine
Central de Temuko se llamaba aquel edificio. Les explico. Existían dos salas en
ese cine, la sala familiar y la sala para adultos.
A ratos soy encantador.
Antes del perfecto diluvio, yo pensaba que existía solo una sala, porque al
esfumarse los dinosaurios y los perros fui a ver otras películas infantiles.
Tampoco tantas, unas tres o cuatro. Pero nada es inocente, siempre algo se
esconde irreparable. Sí, existía otra sala que era inexplorada por los niños y por
las familias felices. Esa sala la conocí un día martes solo por azar, de puro torpe,
de puro desesperado. Y desde que invadí aquella precisa oscuridad nunca me
pude despegar de ella.
Espalda tan trémula, tan débil, marcada para la eternidad con cuerdas que
estragaban la piel lechosa. Piel del Willy, mi querido y viejo Willy. Siempre
descarnado es el sortilegio.
Otra vez la pantalla grande, otra vez tan soporífero. Ya no existía el cine Central,
ya no existía el rotativo Temuko. Entonces, sin más opción, me dirigí a una sala
universitaria que quedaba en Gran Avenida, al final de Gran Avenida. Sí,
donde Gran Avenida cambia de nombre. Sábado en la tierna noche. Poco sabía,
poco revelaba. Absurda parábola. Uno entiende, uno en la infancia siempre sabe
mucho, quizás de forma excesiva; porque los días son solo bienaventurada
sobrevivencia. Recuerdo esto porque aquella fue la primera vez que me animé a
entrar a un cine sin compañía, ni las buenas del Cine Central sala uno, ni las
mejores del Cine Central sala dos. Pantalla catedrática, mucho aire snob. Lo
sentencio: no existe nada peor que los universitarios, no existe nada peor que los
que se creen universitarios. Retomo el indicio. La película consistía en
coreografías estroboscópicas y preciosas cazadoras de cuero. Demasiado éxito
gozó aquella cinta, demasiado maná del cielo. Tiempo después irrumpieron
secuelas y precuelas; y un montón de basura que es mejor no ver.
Sucedieron otros impasibles siglos, puro plomo en las pupilas. A esa misma sala
universitaria fui a ver un cortometraje mexicano que se llamaba Benjamín. Pero
esa es otra historia, más hermosa, más brillante. Una mínima y titilante
confesión.
Ahora las películas son un espejismo y duermo todo el santo día. Ahora amo la
soledad y no la siento tan despiadada como en aquellos infalibles años.
Estepa congelada: voz contenida al fondo del hielo. Eres una larva espléndida.