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Visita del facultativo

La joven señora se paseaba inquieta por los salones sombríos de la


casona familiar, en la costa. Su talle fino se cimbreaba suavemente. Su
cara pálida, casi lechosa, se dejaba entibiar apenas por el marco de la
cabellera, de un rojo apagado. El gris de los ojos, que hacía juego con la
perla del vestido, con el cielo sobre la playa, allá, a través de la ventana,
se inmovilizaba en una concentración interior. Luego de la muerte de su
marido, pensaba, se vestiría siempre de negro. Mujer que había vivido la
niñez y mayor parte de la adolescencia en un medio sencillo, por no decir
modesto, en una vida de reclusión casi monacal, le resultaba siempre un
poco difícil decidir sobre los atuendos y adornos, careciendo quizás de
ese instinto innato que parecen poseer las latinas y las francesas en lo
que respecta a vestimentas, joyas, peinados y esas cosas perdurables
pero siempre consideradas superficiales por los graves y austeros.
Respecto a los colores que le sentaban mejor, los había que se
inclinaban por el negro. Los más jóvenes y alegres preferían el perla.
Pero el perla era definitivamente el que iba mejor con sus ojos. Pero no
se dejaba llevar por esas cavilaciones. Ya habría tiempo suficiente para
eso. Miro su reloj pulsera mientras un fino encono le dibujaba un surco
diminuto en la frente, entre los dos ojos. Un vaho producto de los nervios
le humedecía las manos: El doctor no tardaría en aparecer, eran las tres
menos cuarto. La niña estaba durmiendo y quizás la nana cabecearía
sentada en una silla de paja, al lado de la cuna. La mujer pensaba
vagamente ahora en otra presencia femenina, similar, entrevista en las
brumas de la primera infancia, una mera guagua, antes de que pudiera
sentarse o siquiera darse vuelta por sí sola. Otro rostro, ancho, moreno,
que cubría todo el campo visual, y que ella no sabía por qué identificaba
con su madre, que no conoció. Pero ya el joven facultativo tocaba la
puerta, primero tímidamente, con los nudillos. La mujer sonreía. Luego el
hombre se atrevió, con un par de aldabonazos. Ella espero todavía otros
segundos y se dirigió suave, mesuradamente hacia la puerta, consciente
del sonido arrastrado que sus piernas hacían contra la seda del vestido,
la sonrisa aun jugueteándole en los labios. Con la mano en el pomo de la
puerta, prolongó por unos segundos todavía ese juego secreto.

Biografía de un doctor
El doctor no es en realidad lo que se llama un doctor y casi no practica
profesionalmente. Se mueve más bien en los márgenes de la medicina
oficial, pese al indudable prestigio de que goza en ciertos círculos ligados
a la new age y las nuevas terapias, más o menos marginales. En el
pasado estudió y trabajó con el famoso Naranjo y con el doctor Ramos,
que se fue al exilio y se quedó a las finales en Italia, con un reducido
grupo de familiares y amigos, y que es uno de los pocos facultativos
chilenos versados en las novísimas ciencias de la complejidad y el caos,
de la aplicación de la teoría de los cuantos a las ciencias humanas. El
doctor sigue estas ideas, con algunos de cuyos cultores en Estados
Unidos y Canadá mantiene una activa correspondencia electrónica.
Tiene estudios en universidades europeas y conoce bastante de técnicas
hipnóticas. Su formación temprana fue católica, la familia que le queda
sigue siendo profundamente religiosa. Algunos casos inusuales y
reiterados de afecciones mentales en el seno de su familia que se venían
repitiendo de generación en generación lo decidieron a trabajar en
psiquiatría y fue entonces que partió a diversas partes del mundo,
gastando buena parte del capital de la familia, medianamente
acomodada, sobre todo la herencia de unos tíos que vivían en el
extranjero. No tiene otros hermanos vivos y pese a su edad todavía no se
ha casado ni ha tenido una relación duradera, habiendo dedicado
prácticamente su vida entera al estudio. Cree haber llegado a obtener un
conocimiento profundo de la psiquis humana. En sus escasos artículos
publicados insinúa el carácter objetivo (podría decirse ontológico) del
origen de ciertos trastornos mentales. Lo que es un escándalo
cognoscitivo en esta época en que lo que prima es la determinación
genética de casi todas las condiciones y estados humanos. Pero según
él, algunas psicosis y neurosis son resultado de problemas de tipo
personal, de situaciones determinadas, lo que hace que esas teorías
retomen un poco al papel determinante que tendría el medio ambiente en
algunas condiciones de afección mental, como pensaba Laing respecto a
la esquizofrenia. etc., que no provendrían de predisposiciones genéticas,
como es la norma pensar ahora.

Niños y balas, en el patio


(Según mi madre)

“Mamá, mamá, están disparando”. Los zumbidos como de abejas, pero


más fuerte. Nosotros corríamos. La mamá decía, moviendo los brazos
«Para adentro niños, por Dios». Sólo supimos que el regimiento se había
sublevado en la madrugada, que “se negaban a ejecutar las órdenes» y
no sabíamos qué era eso de las ‘órdenes’, o ‘ejecutar’ Pero nos entramos
mientras esos insectos zumbaban en el patio, porque éramos niñitos
buenos y hacíamos caso y el papá que salía como un rayo,
abrochándose el uniforme, hablando algo de los tiros y los ojos azules
echando chispas, mordiéndose la lengua de pura rabia y el perro pegaba
tirones a la cadena y ladraba y no se veía al Cato, el ordenanza, vestido
de gris, siempre sonriente, que le limpiaba las botas al coronel. Ya
grandes en los diarios viejos veríamos con los años el titular «Sofocada
la insurrección del Valdivia». Vivíamos en la Población Militar. Los
soldados se cuadraban cuando pasábamos a la escuela y nos gustaba
llevar amigos a la casa para que los vieran y les decíamos “es que el
papá va a ser presidente». Pero pusieron al Caballo Ibáñez, y el papá le
gritaba, lo subía y lo bajaba, y después llegaba un auto, un oficial con
regalos para las niñas del Coronel y el papá no salía hasta que iba el
Caballo a convencerlo de que saliera. E1 papá decía siempre «este
infeliz», pero el infeliz lo mandó deportar a la isla de Pascua y después lo
dieron de baja en el ejército.

Sueño con seminarista

En mi niñez padecía de pesadillas y no era raro que me despertara


gritando, para consternación de mis padres, que corrían a mi dormitorio y
encontraban la lámpara del velador encendida y a mí con mi cara normal
de costumbre. Para mí tener prendida toda la noche la luz de mi pieza
era habitual. Por varios años me dieron un remedio que nunca produjo
efectos visibles en mi sistema nervioso, mi comportamiento o mis
síntomas. Dejé de tomar Calcibronat en la adolescencia. Me acuerdo que
en los primeros años de mi niñez mis sueños y pesadillas eran tan
vívidos que creía que estaba despierto. Puedo mencionar ocasiones
específicas. Están delante de mis ojos, como los cuadros más
destacados de una exposición interminable y oscura. Muy patentes,
como si hubiera tenido esos sueños ayer en la noche. Hay otro que se
repetía bastante, pero que no voy a mencionar porque me daba espanto.
Hay un sueño en que me veo, de seis años, sentado en la cama en la
mitad de la noche, hablando con un joven alto, de ojos oscuros brillantes,
sentado en una silla, que me dice que es seminarista. No creo que en
ese entonces yo había escuchado esa palabra, y menos aún sabía lo que
significaba. Pero esto último lo descartó mi psiquiatra con un ademán de
la mano, más o menos veinte años después, cuando me vi obligado a
buscar tratamiento después de una de mis crisis. Él me dijo que era un
fenómeno común casi hasta el aburrimiento, un caso de falsa memoria. Y
ahí está la cosa, esta experiencia se disuelve en la incertidumbre: si
existe la memoria falsa, todos los recuerdos pierden su garantía de
realidad. Entonces, por supuesto, el episodio del seminarista pierde su
singularidad y se hace tan incierto como cualquier otra memoria. Si uno
de mis recuerdos es un caso de memoria falsa, lo pueden ser todos los
otros. Francamente, uno no puede vivir si es posible que todos los
recuerdos sean falsos. Entonces, el episodio del seminarista se pasa a
instalar en un nivel epistemológico más básico: pide su vigencia viva,
imborrable. Entonces esas experiencias raras, antinaturales, pasan a
existir junto a los recuerdos reales, racionales, y en el caso de los
habitantes urbanos, aquellos escépticos y más o menos cultos, se crea
una especie de aristocracia oculta de la vida que no se conecta con el
dinero ni con el poder, que no hace a las y los miembros objeto de
envidia o persecuciones, siempre que mantengan la boca cerrada.

Los muchachos de la base

No había nada más que discutir. Felipe H sacaba entonces unas hojas
escritas a máquina llenas de tachaduras y borrones y como era flaco y no
gritaba mucho las pasaba humildemente de mano en mano y eran
cuentos o poesías y los demás se reían su poco pero no con mala
intención y las chiquillas se ponían un poco coloradas. Se le daba
siempre la palabra como de común acuerdo, pero siempre se iba por las
ramas, por las cosas chicas; lo que pensaría cada persona, lo que podía
pasar en cada situación concreta. A nosotros nos gustaba ir al grano y
cortar los quesos de golpe. Meterse en la cabeza de cada viejo o cada
señora era cuento de nunca acabar. Pero en todo caso era mejor que el
otro maestro de anteojos, que quería sacar documentos y discutir las
bases teóricas de cada peo que nos tirábamos. Claro que no se le podía
negar su formación política, aunque nunca se dignaba pegar un afiche.
Pero tampoco se lo paraba y las finales las más de las veces se hacía lo
que decía él. Pero todo resultaba mejor cuando lo decía el Juaco, que
era medio viejón, que chupaba el cigarro, escupía unos hilos de tabaco
baboso y empezaba a hablar despacito, casi al final de la reunión, y uno
sentía que tenía razón porque sí, porque era el Juaco. Cuando hablaba
el universitario nadie decía nada, porque tenía razón, estaba claro, pero
como que no calentaba. Entonces el Juaco levantaba el índice nicotinoso
y esperaba un rato y empezaba «Lo que quiere decir el compañero…» y
recién entonces la cosa importaba. Era como si comenzáramos a verlo
todo. No estar de acuerdo hubiera sido como decirle que no a una
película, al mono de una revista. Todo aparecía tan clarito. El Juaco se
perdió al comienzo. El poeta me mandó un afiche de Amsterdam. Desde
que me echaron de la pega he andado al tres y al cuatro y entre esto y lo
de más allá no me queda tiempo para la política.

Viñetas 11/73 Santiago

Se vació la calle. Unos quedan tirados. Los tiros no suenan fuerte, no se


ven cruzar el aire. La gente corre por el pasaje Antonio Varas, cerrado
por el lado que da a la plaza de la Constitución. Pasa un joven corriendo.
La gente grita, se asoman caras pálidas. El joven se ampara en el portal,
dispara hacia ninguna parte, con una pistolita plateada, como envuelta en
papel de chocolate, inverosímilmente chica. Llueven balas. No se ven,
pero sacan bocados de pilares y murallas, astillan mármoles, dibujan
asteriscos en el bronce de los barrotes de las rejas del portón del pasaje,
que tratamos de cerrar, como si sirviera de algo. Al poco rato todo
empezó a estar más quieto allá adentro.

El reposo del guerrero

En el lecho conyugal ella le había preguntado más de una vez si en


realidad el joven economista recién llegado del extranjero había instalado
nada más que por casualidad su oficina casi al frente de la suya, al otro
lado de un pasillo oscuro en ese edificio vetusto, pero cargado de
tradición comercial, en pleno centro de la ciudad, en lugar de arrendar
algo más espacioso, mucho más moderno, en esas mismas torres de
cristal que rodeaban a ese pequeño edificio, como pétalos dorados que
encerraran a un pistilo negro. Edificios que reflejaban a raudales la luz
solar aunque un poco nublada. O si era una tramoya, y en realidad ellos
dos estaban metidos en algo, una empresa o negociado nuevo, que iba a
introducir de manera interpósita, a través de un proxi, un mediador, a un
nuevo inversionista extranjero. Si Julia, que en general mostraba poco
interés en sus asuntos, pensaba eso, era posible que otras personas
pudieran creer lo mismo. La inquietud que esto le producía se
compensaba con creces con el secreto orgullo de saberse objeto de esas
sospechas, si las había, de esas habladurías. Todos saben lo importante
que son los rumores en la fortuna o caducidad financiera. Con sus
amigos más íntimos había jugado a veces con esos malos entendidos, y
otros similares, en estos círculos de negocios y empresas de diversas
dimensiones, de todos los matices entre el negro y el blanco,
entrecruzadas de martingalas, relaciones familiares, favores dados y
recibidos, red tupida que constituía en gran parte la economía del país.
Muchas veces calor de unas copas, en locales de moda o de cofradías,
había caído en silencios reticentes o desviado el curso de una
conversación que se ponía comprometedora, pero de manera que
incluso los oyentes más ocasionales lo captaran. Y era en parte debido a
esos rumores que lo implicaban en presuntas actividades de negocios
agigantadas en la imaginación es que se había producido una cierta
excitación en Julia, una especie de segunda luna de miel y ante su grata
sorpresa, un veranillo de San Juan—el Indian Summer de Nortemérica—
que parecía habérsele asentado en los testículos, y los sentía
hormiguear agradablemente mientras esperaba que ella terminara de
levantar la mesa mientras él leía las cotizaciones de la bolsa en el
tradicional diario impreso, sentado en su sillón del living.

De milagros y profetas en el puerto

Los taciturnos pescadores comentaban parcamente los sucesos, o los


inventaban, en medio de su faena, cuando el viento encrespaba las
aguas y fumaban en la noche, vigilando las redes. Los lobos marinos
habían dejado de destrozarlas. Para algunos, otro milagro. Las gaviotas
revoloteaban en torno a la cumbre del cerro La Cruz. La loca había
suspendido sus interminables diálogos con el mar y se la veía pasear,
tranquila, por la costanera, el pelo gris suelto al viento. Esas cosas
pasaban. Las autoridades tomarían cartas en el asunto. Pero había
llegado al pueblo un naturalista que no se había dejado engañar por la
inocencia de los lugareños, cuando declaraban o enumeraban los
supuestos milagros, aunque les prestaba cierta consideración. Él era una
persona estudiosa. Además de viejo. Un viejo tiene siempre la cabeza un
poco anquilosada aunque se trate de un naturalista, de un científico
cuyas neuronas están siempre en funcionamiento. Ganado por lo que
consideraba una manifestación quizás un poco excéntrica de la
naturaleza, pretendía estudiar este fenómeno aunque fuera lo último que
hiciera, y redactaba nibuciosas notas. Lo ayudaban en la investigación un
facultativo de gafas y un hombre gordo que había en un comienzo
llegado de Santiago para unas cortas vacaciones. Sin embargo, como
todos saben, el tiempo desvirtuó el carácter científico de esas notas, que
más adelante habrían de ser conocidas como “El evangelio del
Naturalista”. Otro turista en el pueblo, un hombre siempre de blanco, lo
miraba todo, se paseaba silencioso. El hombre de blanco cavilaba: no
parecía una buena época para profetas. Uno antes que él había
fracasado en su misión hacía algunos años. Había desaparecido con
algunos de sus discípulos en las montañas fronterizas con la provincia de
Cuyo. Él, más preparado, había hecho que el grupo prosperara. Se había
hablado de asimilar las lecciones del estruendoso fracaso anterior. Había
sido instruido convenientemente. Eso no volvería a pasar. Pero si
pasaba, pasaba, estaba en las manos de Dios, o del destino. Aunque
paradójicamente no era el escepticismo sino el éxito público masivo lo
que constituía una amenaza para toda agrupación iniciática seria. El
desdén y casi odio de algunas agrupaciones religiosas extremistas por
los medios de comunicación y el internet le parecía ser una especie de
aviso y la comprobación de una amenaza real, barruntada por esos
grupos. Ahora trataría de salvar a unos pocos y llevarlos con él a un lugar
retirado. Volvía a repetirse lo que había sucedido cientos de veces en los
últimos siglos.

Jorge Etcheverry Arcaya es un poeta y escritor de origen chileno radicado


en Ottawa (Canadá). Ha publicado libros de poemas y ficción; también es
autor de ensayos críticos sobre literatura. Fue miembro fundador de la
Escuela de Santiago. Después del golpe de Estado de 1973, miembros
de la ‘Escuela de Santiago’ emigraron a Canadá, entre ellos
Jorge Etcheverry, que se instaló en Ottawa. Dada la destacada calidad de
su obra, aún en evolución, es considerado como uno de los escritores
latinoamericanos más reconocidos que viven en Canadá.

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