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R.

DESCARTES (1596-1650)
Historia de la filosofía
2023-2024
1.-Introducción a la epoca moderna y vida de Descartes

Con la época moderna (siglos XV-XVIII) se abre un nuevo período de la historia en el que se
sentarán las bases sobre las que se erige nuestro mundo: la triple revolución, tanto científica
como industrial como política que surge en estos siglos. La época moderna es una época
que busca diferenciarse de modo consciente de la época medieval, para ello afirmará de un
modo resuelto la autonomía del hombre y de sus capacidades tanto cognoscitivas como
ético-políticas. Recordemos que la Edad Media centraba su pensamiento en la dependencia
del mundo (de las cosas, del hombre, de la razón, de la voluntad) respecto de Dios. La
capacidad de los hombres era mínima respecto a la omnipotencia divina. Sin embargo, puede
adivinarse ya una cierta evolución y desarrollo en los dos autores que estudiamos. Para San
Agustín la razón por sí sola no podía llegar a ninguna verdad, caía presa del escepticismo; el
conocimiento requería de la guía de la fe. Sin embargo, en Santo Tomás, en paralelo con el
descubrimiento de Aristóteles, la razón podía llegar a cierto tipo de verdades, las llamadas
“verdades naturales”, sin ayuda de la fe, si bien existían una serie de “artículos de fe” de los que
dependía el conocimiento último de las cosas. Pues bien, la edad moderna va a ahondar en
esta senda de las “verdades naturales” produciendo lo que se ha conocido como la Revolución
Científica.
Hitos de este proceso histórico serán la publicación póstuma de la obra de Copérnico
(“Sobre las revoluciones de las esferas celestes”, 1543) en las que se replantea el
heliocentrismo. La aceptación de este modelo sitúa al sol como centro del universo,
rompiendo la dualidad aristotélica de mundos (sublunar / supralunar) y el esquema
antropocéntrico al que estaba asociada (la tierra es el centro del universo porque el hombre es
el centro de la creación). En 1596 el astrónomo Johannes Kepler demuestra que el
movimiento de los astros no es circular sino elíptico. La importancia de este
descubrimiento, más allá de su verdad empírica, consiste en romper el paradigma científico de
argumentación racional (“los astros se mueven eternamente; el movimiento circular es un
movimiento eterno, sin principio ni fin; luego los astros se mueven en círculos”) y fortificar
las bases del nuevo pensamiento científico “experimental”, más atento a la observación y a la
experimentación. En 1633 se producirá la condena de Galileo, el padre del método
experimental, por la Iglesia católica, con lo que se confirmaba la oposición del “nuevo
método” a las bases teológicas y religiosas del pensamiento medieval. En 1687 con la
publicación de los “Principios matemáticos de filosofía natural” de sir Isaac Newton la física
moderna adquirirá su expresión más completa y acabada.
Dentro de este proceso histórico, el autor que vamos a estudiar jugó un papel importante, no
solo en cuanto proporcionó la base filosófica de lo que se estaba realizando, sino también
como agente activo del proceso. René Descartes, en efecto, fue científico: escribió diferentes
tratados de geometría, óptica y física. Nació en 1596 y es un ejemplo del modelo de pensador
de los inicios de la época moderna. Con las universidades presas aún del pensamiento
medieval, los nuevos pensadores (hasta Kant) serán “librepensadores”, esto es, tendrán que
ejercer su labor teórica fuera del marco universitario y al margen de las instituciones que
todavía no se habían liberado de los esquemas de pensamiento que se forjaron en la Edad
Media. En este sentido, Descartes fue siempre por libre, tratando de desarrollar su
pensamiento para sí mismo y desde sí mismo. En 1649 se estableció en Estocolmo con vistas a
dar lecciones de filosofía a la reina Cristina y murió en 1650 a causa de una pulmonía.
2.-Metafísica y epistemología: realidad y conocimiento

René Descartes constata que en el mundo existen una serie de “saberes” que se poseen sin que
se pueda decir con precisión si son verdaderos o no. Las tradiciones, las leyendas, las
supersticiones, dominan la vida de los hombres sin tener ningún fundamento objetivo
explícito. En este sentido, el modo de argumentación medieval apelaba continuamente a la
sabiduría de la tradición, afirmando el marco de problemas que proporcionaba y usando la
razón para clarificar ese marco. La “fe” o la tradición es aquí la guía para el pensar. Descartes (y
la Época Moderna) va a romper con este esquema. El problema fundamental en Descartes es
“¿cómo puede el hombre saber por sí mismo?”.
Así pues, ya no hay guías externas al hombre, ya no hay verdades “sobrenaturales” que
marquen el camino del pensamiento. Sólo está el proceso de pensamiento, la razón por sí sola.
El criterio de verdad deja de ser la autoridad u otras fuentes y pasa a ser exclusivamente la
razón. En este sentido, la verdad que se busca es igual a la certeza, esto es, a la claridad y
distinción de nuestro conocimiento. No se trata simplemente de que se crea que algo es
verdad, se trata de que se sepa con certeza que lo es. Por ello hay que desarrollar un modo de
actuar, un método, que asegure esa certeza del conocimiento. La cuestión pasa a ser, pues, la
de delimitar ese método que permita adquirir la certeza.
Ahora bien, hay un ejemplo de un saber certero y preciso que puede proporcionar la razón
por sí misma: las matemáticas. Las matemáticas constituyen un procedimiento que, basado
exclusivamente en la razón, proporciona un ámbito de verdades que son absolutamente
ciertas. Los saberes matemáticos muestran así que la razón suministra certezas, esto es,
conocimientos claros y distintos. Por ello, Descartes va a tomar estos saberes como un
modelos metódico para el resto. Los demás saberes del hombre deben responder a ese rigor y
precisión que caracteriza a las matemáticas; solo así podrán ser llamados ciencias. Para
conseguirlo tendrán que proceder siguiendo el mismo método que las matemáticas. De esta
forma, los saberes, las ciencias, van a dejar de pensarse como en la antigüedad, donde se hacía
depender su metodología y sus reglas de aplicación de la consistencia específica de sus objetos
(la matemática es precisa porque sus objetos son precisos, etc.); en la Modernidad las ciencias
van a diferenciarse por su ámbito de aplicación, pero no por su metodología; al contrario, la
metodología es sinónimo de cientificidad y, en este sentido, es independiente de los objetos a
los que se aplique. Por eso el objetivo de Descartes será describir los rasgos generales del
método científico (a partir del modelo de las matemáticas) para que posteriormente pueda ser
aplicado a los diferentes saberes y conferirles un formato científico.
El método de las matemáticas consiste en sentar una serie de axiomas, cuya verdad radica en la
intuición que tenemos de ellos, e ir relacionándolos con vistas a deducir nuevas verdades. Así
pues, para Descartes la ciencia ha de consistir en asegurarse una serie de intuiciones, esto es,
captaciones de objetos inmediatamente evidentes para nosotros (claros y distintos, ciertos), y
realizar deducciones a partir de ellas, extendiendo por medio de este proceder deductivo la
certeza de las intuiciones primeras a lo restante. Descartes va a hacer explícito este método por
medio de las cuatro reglas siguientes:
● Regla de la evidencia: no se admitirá nada que no sea cierto, esto es, claro y distinto.
● Regla del análisis: reducir lo complejo a lo simple, a fin de poder captarlo con certeza.
● Regla de la síntesis: tras la reducción anterior, es preciso recomponer lo complejo por
medio de cadenas deductivas que extiendan la certeza de lo simple a la totalidad
compleja.
● Regla de la enumeración: hay que revisar todo el proceso hasta estar seguros de no
omitir nada. Esto es posible porque el conocimiento al que se llega es universal, esto
es, vale en cualquier caso y, por tanto, es repetible.
El método, pues, se basa en la intuición (la captación de la certeza en su simplicidad, regla de
la evidencia + regla del análisis) y la deducción (la extensión de la certeza intuitiva por medio
del encadenamiento de razones, regla de la síntesis + regla de la enumeración).
Descritas las característica del método, ahora se trata de aplicarlo para dotar al hombre de un
conocimiento seguro del mundo. Descartes propuso la siguiente metáfora (el árbol del
conocimiento) para entender la estructura del conocimiento humano: la racionalidad es
como un árbol, cuyas raíces son la metafísica (o filosofia), el tronco la física y las ramas las
demás ciencias, especialmente la medicina, la mecánica y la moral. La filosofía o metafísica es
así primaria, es el suelo en el que se apoyan los restantes saberes. Por ello es necesario aplicar a
las raíces el método, para establecer firmemente sobre certezas indudables el resto del
conocimiento.
Aplicado a la filosofía, el método establece la necesidad de una duda metódica. La regla de la
evidencia, en efecto, nos impide admitir nada que no sea absolutamente cierto y la absoluta
certeza está fuera de toda duda: cualquier mínima duda que podamos plantear nos hará
descartar como cierta esa cosa dudosa. Sólo así conseguiremos que nuestro punto de arranque
no esté mezclado con conocimientos oscuros y confusos. Eliminado todo aquello que sea
mínimamente dudoso lo que quedará en pie será cierto.
Descartes va a plantear así, en sus Meditaciones Metafísicas, una duda con carácter metódico.
Esto quiere decir que tal duda no es el auténtico pensamiento de Descartes, sino una
herramienta que él utiliza para definir su pensamiento. Es así una duda provisional, una
escalera de la que Descartes se sirve para llegar a un determinado lugar, pero de la que se ha de
prescindir una vez que se ha llegado. Es, pues, una duda teórica, es decir, una duda que no
afecta a la práctica, sino que sólo es una herramienta para alcanzar certeza (Descartes, en su
vida cotidiana, no va a dudar, por ejemplo, de la realidad del mundo externo). La duda
cartesiana será también una duda radical, esto es, una duda que va a la raíz, buscando un
punto de apoyo absolutamente cierto.
La duda metódica se aplica a nuestro conocimiento. ¿Qué sabemos con certeza? ¿Podemos
afirmar que algo de lo que asumimos como verdadero en nuestro día a día es absolutamente
cierto? La primera fuente de nuestro conocimiento del mundo es la sensibilidad, los datos
de los sentidos, la información que viene a nosotros por medio de nuestros ojos, oídos, etc.
Ahora bien, los sentidos nos han engañado alguna que otra vez, sea por la confusión que se
genera con una percepción lejana, sea mediante los distintos efectos ópticos (por ejemplo, la
cuchara parece doblarse en el vaso de agua). Esta circunstancia hace que los sentidos no sean
una fuente absolutamente fiable de conocimiento. Pueden engañarnos, es decir, son dudosos,
de modo que, en virtud de la regla de la evidencia, hemos de descartarlos como falsos.
(Recuérdese que no se trata de que Descartes no creyera en lo que veía; la duda es provisional;
simplemente se está afirmando que nuesta experiencia del mundo no tiene certeza científica, y
como solo se admite como verdadero la certeza absoluta, no puede servir de suelo firme para
establecer el resto de nuestros saberes.)
La duda va a extenderse más allá, incluyendo la completa realidad del mundo sensible.
Descartes argumenta que en determinadas situaciones, como en las alucinaciones o en los
sueños, creemos estar viendo cosas que en realidad no estamos viendo, aunque para nosotros
parezcan de lo más real. La cuestión es que lo que llamamos “mundo real”, aunque nos
parezca de lo más real, podría resultar no serlo. Pudiera ser, en efecto, que en este momento
estuviéramos dormidos y que lo que vemos, olemos, etc., no fuera más que un sueño. La
realidad del mundo que vemos por los sentidos, del mundo sensible, la existencia de las cosas
que nos rodean es, por lo tanto, dudosa y ello nos lleva (por la regla de la evidencia) a
descartarla como falsa.
Lo único de lo que, de momento, estamos ciertos es de aquello que no dependa de los
sentidos, es decir, de los conocimientos puramente racionales. Las matemáticas, en cuanto se
ocupan de ideas, no apoyan su certeza en la sensibilidad, como hemos visto, sino en sus
axiomas y sus deducciones. No podemos dudar de ellas en función de lo hasta aquí
argumentado. Sin embargo, señala Descartes, alguna vez ocurre que nos hemos engañado al
realizar las operaciones (de ahí la necesidad de revisarlas exhaustivamente). Ahora bien, ¿y si
ocurriera que eso que se presenta a la razón como evidente en verdad no lo fuera? ¿Y si
hubiera un ser todopoderoso que nos engañara, haciéndonos creer que es evidente aquello
que no lo es? En un primer momento, Descartes propone la figura de un “dios engañador”,
pero como tal condición choca con la idea que tenemos de Dios, finalmente propondrá la
hipótesis de un genio maligno, que nos engaña cuando creemos estar en lo cierto. Con esta
hipótesis, incluso nuestras certezas matemáticas quedan en entredicho (podríamos estar
sistemáticamente equivocados), y por tanto deben ser descartadas como falsas también.
El proceso de duda metódica llega así a un momento de duda absoluta. Todo ha sido puesto
entre paréntesis, puesto que no hay absoluta certeza sobre nada, ni sobre lo que nos llega por
los sentidos ni sobre lo que pensamos racionalmente. Sólo queda en pie una cuestión: que
dudamos. Nos hallamos en la duda más absoluta, en la carencia de certezas. Pero esto quiere
decir algo, quiere decir que, dado que dudamos, somos algo. Y esto es algo indudable. En
efecto, dirá Descartes, mi existencia no puede ser afectada por la hipótesis del genio maligno,
puesto que si me engaña, me engaña a mí. Si dudo, entonces es que hay algo que duda, es que
soy algo. Y puesto que la duda es un tipo de pensamiento (cogitatio) la primera certeza a la que
se llega será formulada así: cogito, ergo sum; pienso, luego soy. Soy algo, esa es mi primera
certeza, nada más que algo que piensa, pero algo. Se puede afirmar con certeza que soy una
“cosa pensante”, una res cogitans.
Ya hemos llegado a un punto de partida inconmovible, una intuición primera, una verdad
indudable. Como vemos, hemos aplicado las dos primeras reglas del método: la de la
evidencia, que ha puesto en funcionamiento la duda metódica, y la del análisis (hemos
descompuesto nuestra experiencia del mundo en procesos cada vez más simples), que nos ha
hecho llegar a un punto de apoyo absolutamente simple: la intuición del cogito. Ahora se trata
de realizar la síntesis, establecer cadenas deductivas para ir extendiendo la certeza que hemos
adquirido durante el análisis. Se trata, pues, de extender esa seguridad absoluta de nuestra
propia existencia al resto de los conocimientos que tenemos.
Así pues, somos una res cogitans, y esto quiere decir algo que tiene cogitationes,
pensamientos. El siguiente paso para Descartes será analizar esta pluralidad de pensamientos
para captar una nueva intuición. Los pensamientos son de dos tipos: aquellos que son como
imágenes de cosas, llamados ideas, y aquellos que añaden algo a esas ideas, afirmando o
negando sobre ellas, temiéndolas, amándolas, etc. Estos últimos no tienen que ver más que
con nosotros, de modo que no pueden proporcionarnos una nueva certeza. Las ideas, sin
embargo, pese a que se hallan en nosotros tienen un origen diferente. Aún cuando hayamos
puesto en suspenso a causa de la duda metódica el mundo externo, no es lo mismo una idea
inventada que una que se refiera a ese mundo. Es obvio que algunas de las ideas que tengo
(por ejemplo, la idea de “perro”, la de “zapato”, etc.) las he tomado de aquello que me llega
por lo sentidos. Descartes llamará a estas ideas adventicias. Hay otras ideas, sin embargo, que
nunca ha percibido con los sentidos, sino que han sido creadas por mísmo (la idea de
“minotauro”, por ejemplo, o la de “centauro”). Son las ideas facticias, ideas inventadas por
mí mismo. Por último, dirá Descartes, hay otro tipo de ideas que sin duda no he tomado de
los sentidos y que no he podido inventar yo. Estas ideas son ideas que el propio proceder de la
mente trae consigo, esto es, ideas que son necesarias para la propia mente; en este sentido, son
ideas innatas, ideas que tenemos ya al nacer. Entre estas últimas ideas está la idea de Dios,
como vamos a ver.
La idea que tenemos de Dios, dirá Descartes, es la idea de un ser infinitamente perfecto, la de
una sustancia infinita. ¿De dónde procede esa idea? Tal idea no puede ser inventada por mí,
puesto que soy un ser finito, incapaz de representarme lo infinito. Es decir, no es una idea
facticia. Tampoco puede venir de los sentidos, puesto que los sentidos jamás pueden
proporcionarnos algo semejante. Es decir, tampoco es una idea adventicia. Por lo tanto, ha de
ser una idea innata. ¿Pero de dónde vienen estas ideas? Tienen que haber sido puestas en mí
por Dios mismo. En efecto, sólo un ser que tuviera los rasgos que presenta la idea de un ser
infinitamente perfecto sería capaz de producir y poner en mí tal idea. Mi imperfección delata
que yo no he podido ser capaz de hacerlo, sino sólo aquel ser perfectísimo al que se refiere la
idea. Luego la presencia en nosotros de la idea de Dios exige que Dios exista (esta es la primera
prueba de la existencia de Dios de Descartes). Es más, si Dios es el ser perfectísimo, “aquel ser
mayor del cual nada puede ser pensado” (recordemos el argumento ontológico de San
Anselmo), entonces si no existiera podría haber algún ser más perfecto que él, esto es, un ser
que fuera igual que él, pero con el añadido de que existiera, y esto sería imposible, puesto que
en ese momento ese otro ser sería aquel ser perfectísimo al que se refería nuestra idea de Dios.
De modo que Dios, en cuanto ser perfectísimo, ha de existir (esta es la segunda prueba de la
existencia de Dios). Así pues, Dios, dado que es una sustancia infinita, no depende de nada
para existir, esto es, él es causa sui, causa de sí mismo.
Y si Dios existe, si ese ser perfecto, omnipotente, omnisciente, sumamente bondadoso, existe
necesariamente, entonces no podemos seguir sosteniendo la hipótesis del genio maligno. Dios
no puede engañarnos, puesto que el engaño es un defecto, y Dios es perfectísimo. Por lo
tanto, la certeza que tenemos sobre la existencia de Dios suspende la duda que teníamos sobre
nuestras certezas matemáticas. Y estas certezas matemáticas van a llevarnos a encontrar todo
un ámbito de certezas en el mundo de los sentidos. Como vemos, Descartes sigue usando
el argumento ontológico (que criticará más adelante Kant), pero su uso es inverso al que
podía tener en San Anselmo, al igual que la existencia de Dios cumple una función bien
distinta de la que cumplía en la filosofía medieval. Allí, Dios era el punto de llegada, el mayor
objeto de conocimiento, la máxima aspiración (recordemos las vías de Santo Tomás, que
arrancaban de los sentidos y concluían en un vislumbre de la esencia de Dios); en Descartes,
por el contrario, Dios cumple una función subordinada, ejerciendo de mediador entre la
certeza del cogito y las certezas del mundo sensible.
Por tanto, gracias a la demostración de la existencia de Dios, tenemos aseguradas nuestras
certezas. Nuestra mente no se engaña cuando alcanza la evidencia. Y esto, proyectado en el
mundo de los sentidos, hace que tengamos que distinguir entre dos tipos de cualidades que
parecen tener las cosas. No todo lo que percibimos del mundo tiene el mismo grado de
certeza. Hay cualidades de los objetos que son matematizables y en ese sentido podemos estar
ciertos de ellas: el tamaño o la figura, por ejemplo. Estas cualidades son cualidades
primarias, propiedades objetivas, es decir, propiedades de las cosas mismas, puesto que de
ellas poseemos certeza plena. Por otro lado, están las cualidades secundarias, tales como el
color, el sabor, el olor, etc., es decir, cualidades que sólo se dan en nosotros porque somos
seres con sensibilidad. Son cualidades subjetivas, influjos de las cosas en nuestra sensibilidad.
Su certeza radica exclusivamente en su reducción a cualidades primarias (lo que consideramos
real del tiempo, por ejemplo, no es nuestra apreciación de él, sino la medida objetiva que
hacemos de él y a la que sólo accedemos mediante el uso de instrumentos de precisión, como
los relojes).
Así pues el mundo de los sentidos es un mundo de cosas que, sin embargo, presenta para
nosotros (debido a nuestra subjetividad) una apariencia distinta de lo que propiamente es. En
la realidad misma (puesto que “realidad” es aquello que percibimos con certeza), más allá de
nuestros sentidos, no hay cosas tales como olores, sabores, sonidos, colores, etc. Lo que hay es
la extensión, esto es, un conjunto de cosas extensas (res extensa) y la extensión es
descualificación, no hay en ella diferencias cualitativas, sino sólo diferencias cuantitativas.
Descartes fundamenta así el giro metafísico que preside la Edad Moderna y que se plasma en
las revoluciones científicas de Galileo o Newton. En el mundo externo no hay diferencias
relevantes, no existe una diferencia esencial entre el mundo sublunar y el mundo supralunar,
tampoco hay movimientos que sean naturales y movimientos que sea externos; sólo hay
extensión e inercia. Descartes fundamentará por tanto el mecanicismo, en virtud del cual se
entiende el funcionamiento de las cosas del mundo a la manera de las operaciones de las
máquinas (incluyendo a los propios animales). El mecanicismo pensará el mundo a partir de
la metáfora del Dios relojero: Dios ha creado la naturaleza como un mecanismo, como un
reloj, le ha dado cuerda, por así decir, y ahora el mundo está funcionando por sí solo, sin
necesidad de más asistencia divina. Con ello, el pensamiento moderno se separa aquí de la
noción de dependencia absoluta de lo mundano a lo divino; Dios es creador, sí, pero su papel
se limita a ser ese punto de arranque, sin más repercusión posterior. El mundo funciona así
sin más injerencias divinas, por ello tiene sentido buscar las leyes que dirigen su
funcionamiento, es decir, el desarrollo de la ciencia moderna.
3.-Teología: Dios

(presupone las consideraciones epistemológicas de los tipos de ideas, especialmente las ideas
innatas, el concepto de dios relojero, y la sustancia infinita de la antropología)
La idea que tenemos de Dios, dirá Descartes, es la idea de un ser infinitamente perfecto, la de
una sustancia infinita. ¿De dónde procede esa idea? Tal idea no puede ser inventada por mí,
puesto que soy un ser finito, incapaz de representarme lo infinito. Es decir, no es una idea
facticia. Tampoco puede venir de los sentidos, puesto que los sentidos jamás pueden
proporcionarnos algo semejante. Es decir, tampoco es una idea adventicia. Por lo tanto, ha de
ser una idea innata. ¿Pero de dónde vienen estas ideas? Tienen que haber sido puestas en mí
por Dios mismo. En efecto, sólo un ser que tuviera los rasgos que presenta la idea de un ser
infinitamente perfecto sería capaz de producir y poner en mí tal idea. Mi imperfección delata
que yo no he podido ser capaz de hacerlo, sino sólo aquel ser perfectísimo al que se refiere la
idea. Luego la presencia en nosotros de la idea de Dios exige que Dios exista (esta es la primera
prueba de la existencia de Dios de Descartes). Es más, si Dios es el ser perfectísimo, “aquel ser
mayor del cual nada puede ser pensado” (recordemos el argumento ontológico de San
Anselmo), entonces si no existiera podría haber algún ser más perfecto que él, esto es, un ser
que fuera igual que él, pero con el añadido de que existiera, y esto sería imposible, puesto que
en ese momento ese otro ser sería aquel ser perfectísimo al que se refería nuestra idea de Dios.
De modo que Dios, en cuanto ser perfectísimo, ha de existir (esta es la segunda prueba de la
existencia de Dios). Así pues, Dios, dado que es una sustancia infinita, no depende de nada
para existir, esto es, él es causa sui, causa de sí mismo.
Y si Dios existe, si ese ser perfecto, omnipotente, omnisciente, sumamente bondadoso, existe
necesariamente, entonces no podemos seguir sosteniendo la hipótesis del genio maligno. Dios
no puede engañarnos, puesto que el engaño es un defecto, y Dios es perfectísimo. Por lo
tanto, la certeza que tenemos sobre la existencia de Dios suspende la duda que teníamos sobre
nuestras certezas matemáticas.
4.-Antropología: ser humano

Así pues, en el mundo hallamos distintos tipos de sustancia, que diseñan tres ideas distintas
que volverán a aparecer en Kant: Dios, alma y mundo. Descartes definirá la sustancia como
“aquello que no necesita de otra cosa para existir” (a diferencia de un atributo o de una
característica, como el color o el tamaño, que se dan siempre en algo). Una sustancia es algo
que no depende de otra cosa para existir, que existe por sí mismo. Él mismo advertirá que esta
definición, propiamente, sólo puede aplicarse a Dios (Spinoza recogerá en su sistema panteísta
este guante lanzado por Descartes), pero, impropiamente, lo extenderá a las sustancias finitas.
Dios es, pues, sustancia infinita, que no depende absolutamente de nada para ser, puesto que
él mismo es la causa de su propio ser (causa sui). Aparte de Dios hay dos clases de sustancias
finitas, esto es, de cosas que no necesitan nada (aunque no de modo absoluto, de modo
absoluto dependen de Dios) para ser: la sustancia espiritual o pensante (correspondiente a la
res pensante) y la sustancia corpórea o extensa (correspondiente a la res extensa).
En este esquema, el hombre es un ser dual, un compuesto de dos sustancias, la espiritual, que
es su mente, y la corpórea, que es su cuerpo. El problema que surge entonces es entender la
unidad que hay en él, la unidad que puede haber entre dos sustancias que, en principio, no
tienen absolutamente nada que ver la una con la otra. La mente o la sustancia espiritual se
caracteriza por la libertad, mientras que el cuerpo, como toda sustancia extensa, se halla
determinado por las leyes del universo y, por lo tanto, no tiene libertad, funciona
mecánicamente. Este planteamiento conducirá al problema del determinismo: si nuestro
cuerpo se halla sometido a las mismas leyes mecánicas que gobiernan con necesidad la actitud
de las cosas del mundo, ¿es posible decir que somos libres? Descartes estaba convencido de
que sí, pero sus argumentos no fueron muy convincentes (más adelante veremos la solución
que propuso Kant a este problema). El problema para Descartes era el de la comunicación
entre las dos sustancias: ¿cómo podía interactuar la mente con el cuerpo siendo dos entidades
completamente distintas? Descartes tratará de resolver este problema señalando a un órgano
en nuestro cerebro, la glándula pineal, cuya posición privilegiada le hizo suponer que sería el
responsable de los pensamientos, vinculando las decisiones de nuestra mente con el sistema
nervioso que recorre nuestro cuerpo.
Temas y conceptos fundamentales:

Teoría del conocimiento y Metafísica: certeza, método, intuición, deducción, regla de la


evidencia, regla del análisis, regla de la síntesis, regla de la enumeración, árbol del
conocimiento, duda metódica, genio maligno, cogito, res cogitans, ideas adventicias, ideas
facticias, ideas innatas, Dios, cualidades primarias, cualidades secundarias, res extensa,
sustancia infinita, sustancias finitas, mecanicismo.

Teología: ideas adventicias, ideas facticias, ideas innatas, idea de Dios, pruebas de la existencia
de Dios, argumento ontológico, sustancia, sustancia infinita, Dios relojero.

Antropología: res cogitans, sustancias finitas, sustancia pensante, mente, sustancia extensa,
cuerpo, libertad, mecanicismo, glándula pineal.
TEXTOS DE DESCARTES (EVAU):1

Texto EVAU: Meditaciones metafísicas, Tercera meditación.

TERCERA MEDITACIÓN. De Dios; que existe.


Cerraré ahora los ojos, me taparé los oídos, suspenderé mis sentidos; hasta borraré de mi
pensamiento toda imagen de las cosas corpóreas, o, al menos, como eso es casi imposible, las
reputaré vanas y falsas; de este modo, en coloquio sólo conmigo y examinando mis adentros,
procuraré ir conociéndome mejor y hacerme más familiar a mí propio2. Soy una cosa que
piensa3, es decir, que duda, afirma, niega, conoce unas pocas cosas, ignora otras muchas, ama,
odia, quiere, no quiere, y que también imagina y siente, pues, como he observado más arriba,
aunque lo que siento e imagino acaso no sea nada fuera de mí y en sí mismo, con todo estoy
seguro de que esos modos de pensar residen y se hallan en mí, sin duda4. Y con lo poco que
acabo de decir, creo haber enumerado todo lo que sé de cierto, o, al menos, todo lo que he
advertido saber hasta aquí.
Consideraré ahora con mayor circunspección si no podré hallar en mí otros conocimientos de
los que aún no me haya apercibido. Sé con certeza que soy una cosa que piensa; pero ¿no sé
también lo que se requiere para estar cierto de algo? En ese mi primer conocimiento, no hay
nada más que una percepción clara y distinta de lo que conozco, la cual no bastaría a
asegurarme de su verdad si fuese posible que una cosa concebida tan clara y distintamente
resultase falsa. Y por ello me parece poder establecer desde ahora, como regla general, que son
verdaderas todas las cosas que concebimos muy clara y distintamente.
Sin embargo, he admitido antes de ahora, como cosas muy ciertas y manifiestas, muchas que
más tarde he reconocido ser dudosas e inciertas. ¿Cuáles eran? La tierra, el cielo, los astros y
todas las demás cosas que percibía por medio de los sentidos. Ahora bien: ¿qué es lo que
concebía en ellas como claro y distinto? Nada más, en verdad, sino que las ideas o
pensamientos de esas cosas se presentaban a mi espíritu. Y aun ahora no niego que esas ideas
estén en mí. Pero había, además, otra cosa que yo afirmaba, y que pensaba percibir muy
claramente por la costumbre que tenía de creerla, aunque verdaderamente no la percibiera, a
saber: que había fuera de mí ciertas cosas de las que procedían esas ideas, y a las que éstas se
asemejaban por completo. Y en eso me engañaba; o al menos si es que mi juicio era verdadero,
no lo era en virtud de un conocimiento que yo tuviera.
Pero cuando consideraba algo muy sencillo y fácil, tocante a la aritmética y la geometría,
como, por ejemplo, que dos más tres son cinco o cosas semejantes, ¿no las concebía con

1
Los textos en las notas al pie son anotaciones del profesor para que el alumno pueda seguir mejor el
texto.
2
El texto viene después del proceso de duda metódica. Por lo tanto, ya no podemos confiar en los
sentidos o en la realidad (de ahí lo de “cerrar los ojos”, etc.).
3
En latín: res cogitans.
4
En esta frase se vuelve a enunciar la primera certeza: cogito ergo sum.
claridad suficiente para asegurar que eran verdaderas? Y si más tarde he pensado que cosas
tales podían ponerse en duda, no ha sido por otra razón sino por ocurrírseme que acaso Dios
hubiera podido darme una naturaleza tal, que yo me engañase hasta en las cosas que me
parecen más manifiestas. Pues bien, siempre que se presenta a mi pensamiento esa opinión,
anteriormente concebida, acerca de la suprema potencia de Dios, me veo forzado a reconocer
que le es muy fácil, si quiere, obrar de manera que yo me engañe aun en las cosas que creo
conocer con grandísima evidencia; y, por el contrario, siempre que reparo en las cosas que creo
concebir muy claramente, me persuaden hasta el punto de que prorrumpo en palabras como
éstas: engáñeme quien pueda, que lo que nunca podrá será hacer que yo no sea nada, mientras
yo esté pensando que soy algo, ni que alguna vez sea cierto que yo no haya sido nunca, siendo
verdad que ahora soy, ni que dos más tres sean algo distinto de cinco, ni otras cosas
semejantes, que veo claramente no poder ser de otro modo, que como las concibo.
Ciertamente, supuesto que no tengo razón alguna para creer que haya algún Dios engañador,
y que no he considerado aún ninguna de las que prueban que hay un Dios, los motivos de
duda que sólo dependen de dicha opinión son muy ligeros y, por así decirlo, metafísicos. Mas
a fin de poder suprimirlos del todo, debo examinar si hay Dios, en cuanto se me presente la
ocasión, y, si resulta haberlo, debo también examinar si puede ser engañador; pues, sin
conocer esas dos verdades, no veo cómo voy a poder alcanzar certeza de cosa alguna.
Y para tener ocasión de averiguar todo eso sin alterar el orden de meditación que me he
propuesto, que es pasar por grados de las nociones5 que encuentre primero en mi espíritu a las
que pueda hallar después, tengo que dividir aquí todos mis pensamientos en ciertos géneros, y
considerar en cuáles de estos géneros hay, propiamente, verdad o error.
De entre mis pensamientos, unos son como imágenes de cosas, y a éstos solos conviene con
propiedad el nombre de idea: como cuando me represento un hombre, una quimera, el cielo,
un ángel o el mismo Dios. Otros, además, tienen otras formas: como cuando quiero, temo,
afirmo o niego; pues, si bien concibo entonces alguna cosa de la que trata la acción de mi
espíritu, añado asimismo algo, mediante esa acción, a la idea que tengo de aquella cosa; y de
este género de pensamientos, unos son llamados voluntades o afecciones, y otros, juicios.
Pues bien, por lo que toca a las ideas, si se las considera sólo en sí mismas, sin relación a
ninguna otra cosa, no pueden ser llamadas con propiedad falsas; pues imagine yo una cabra o
una quimera, tan verdad es que imagino la una como la otra.
No es tampoco de temer que pueda hallarse falsedad en las afecciones o voluntades; pues
aunque yo pueda desear cosas malas, o que nunca hayan existido, no es menos cierto por ello
que yo las deseo.
Por tanto, sólo en los juicios debo tener mucho cuidado de no errar. Ahora bien, el principal y
más frecuente error que puede encontrarse en ellos consiste en juzgar que las ideas que están

5
“Grados de las nociones” es un primer paso para determinar los “tipos de ideas”. En el siguiente párrafo,
Descartes va a dejar de lado otras “nociones” que no sean las “ideas” y pasará a distinguir entre ideas
adventicias, facticias e innatas.
en mí son semejantes o conformes a cosas que están fuera de mí, pues si considerase las ideas
sólo como ciertos modos de mi pensamiento, sin pretender referirlas a alguna cosa exterior,
apenas podrían darme ocasión de errar6.
Pues bien, de esas ideas, unas me parecen nacidas conmigo, otras extrañas y venidas de fuera, y
otras hechas e inventadas por mí mismo7. Pues tener la facultad de concebir lo que es en
general una cosa, o una verdad, o un pensamiento, me parece proceder únicamente de mi
propia naturaleza; pero si oigo ahora un ruido, si veo el sol, si siento calor, he juzgado hasta el
presente que esos sentimientos procedían de ciertas cosas existentes fuera de mí; y, por último,
me parece que las sirenas, los hipogrifos y otras quimeras de ese género, son ficciones e
invenciones de mi espíritu.
Pero también podría persuadirme de que todas las ideas son del género de las que llamo
extrañas y venidas de fuera, o de que han nacido todas conmigo, o de que todas han sido
hechas por mí, pues aún no he descubierto su verdadero origen. Y lo que principalmente
debo hacer, en este lugar, es considerar, respecto de aquellas que me parecen proceder de
ciertos objetos que están fuera de mí, qué razones me fuerzan a creerlas semejantes a esos
objetos.
La primera de esas razones es que parece enseñármelo la naturaleza; y la segunda, que
experimento en mí mismo que tales ideas no dependen de mi voluntad, pues a menudo se me
presentan a pesar mío, como ahora, quiéralo o no, siento calor, y por esta causa estoy
persuadido de que este sentimiento o idea del calor es producido en mí por algo diferente de
mí, a saber, por el calor del fuego junto al cual me hallo sentado. Y nada veo que me parezca
más razonable que juzgar que esa cosa extraña me envía e imprime en mí su semejanza, más
bien que otra cosa cualquiera.
Ahora tengo que ver si esas razones son lo bastante fuertes y convincentes. Cuando digo que
me parece que la naturaleza me lo enseña, por la palabra «naturaleza» entiendo sólo cierta
inclinación que me lleva a creerlo, y no una luz natural que me haga conocer que es verdadero.
Ahora bien, se trata de dos cosas muy distintas entre sí; pues no podría poner en duda nada de
lo que la luz natural me hace ver como verdadero: por ejemplo, cuando antes me enseñaba
que del hecho de dudar yo podía concluir mi existencia. Porque, además, no tengo ninguna
otra facultad o potencia para distinguir lo verdadero de lo falso, que pueda enseñarme que no
es verdadero lo que la luz natural me muestra como tal, y en la que pueda fiar como fío en la
luz natural. Mas por lo que toca a esas inclinaciones que también me parecen naturales, he
notado a menudo que, cuando se trataba de elegir entre virtudes y vicios, me han conducido
al mal tanto como al bien: por ello, no hay razón tampoco para seguirlas cuando se trata de la
verdad y la falsedad.
6
Una idea, por sí misma, no es ni verdadera ni falsa. La idea de centauro es la que es. Solo cuando la
pongo en relación (en un juicio) con el mundo entonces se vuelve falsa, por ejemplo: “Los centauros
existen”.
7
“Nacidas conmigo” = innatas. “Extrañas y venidas de fuera” = adventicias. “Hechas e inventadas por mí
mismo” = facticias.
En cuanto a la otra razón —la de que esas ideas deben proceder de fuera, pues no dependen
de mi voluntad—, tampoco la encuentro convincente. Puesto que, al igual que esas
inclinaciones de las que acabo de hablar se hallan en mí, pese a que no siempre concuerden
con mi voluntad, podría también ocurrir que haya en mí, sin yo conocerla, alguna facultad o
potencia, apta para producir esas ideas sin ayuda de cosa exterior; y, en efecto, me ha parecido
siempre hasta ahora que tales ideas se forman en mí, cuando duermo, sin el auxilio de los
objetos que representan. Y en fin, aun estando yo conforme con que son causadas por esos
objetos, de ahí no se sigue necesariamente que deban asemejarse a ellos. Por el contrario, he
notado a menudo, en muchos casos, que había gran diferencia entre el objeto y su idea. Así,
por ejemplo, en mi espíritu encuentro dos ideas del sol muy diversas; una toma su origen de
los sentidos, y debe situarse en el género de las que he dicho vienen de fuera; según ella, el sol
me parece pequeño en extremo; la otra proviene de las razones de la astronomía, es decir, de
ciertas nociones nacidas conmigo, o bien ha sido elaborada por mí de algún modo: según ella,
el sol me parece varias veces mayor que la tierra. Sin duda, esas dos ideas que yo formo del sol
no pueden ser, las dos, semejantes al mismo sol; y la razón me impele a creer que la que
procede inmediatamente de su apariencia es, precisamente, la que le es más disímil.
Todo ello bien me demuestra que, hasta el momento, no ha sido un juicio cierto y bien
pensado, sino sólo un ciego y temerario impulso, lo que me ha hecho creer que existían cosas
fuera de mí, diferentes de mí, y que, por medio de los órganos de mis sentidos, o por algún
otro, me enviaban sus ideas o imágenes, e imprimían en mí sus semejanzas.
Mas se me ofrece aún otra vía para averiguar si, entre las cosas cuyas ideas tengo en mí, hay
algunas que existen fuera de mí. Es a saber: si tales ideas se toman sólo en cuanto que son
ciertas maneras de pensar no reconozco entre ellas diferencias o desigualdad alguna, y todas
parecen proceder de mí de un mismo modo; pero, al considerarlas como imágenes que
representan unas una cosa y otras otra, entonces es evidente que son muy distintas unas de
otras. En efecto, las que me representan substancias son sin duda algo más, y contienen (por
así decirlo) más realidad objetiva, es decir, participan, por representación, de más grados de ser
o perfección que aquellas que me representan sólo modos o accidentes. Y más aún: la idea por
la que concibo un Dios supremo, eterno, infinito, inmutable, omnisciente, omnipotente y
creador universal de todas las cosas que están fuera de él, esa idea —digo— ciertamente tiene
en sí más realidad objetiva que las que me representan substancias finitas.
Ahora bien, es cosa manifiesta, en virtud de la luz natural, que debe haber por lo menos tanta
realidad en la causa eficiente y total como en su efecto: pues ¿de dónde puede sacar el efecto
su realidad, si no es de la causa? ¿Y cómo podría esa causa comunicársela, si no la tuviera ella
misma?
Y de ahí se sigue, no sólo que la nada no podría producir cosa alguna, sino que lo más
perfecto, es decir, lo que contiene más realidad, no puede provenir de lo menos perfecto. Y
esta verdad no es sólo clara y evidente en aquellos efectos dotados de esa realidad que los
filósofos llaman actual o formal, sino también en las ideas, donde sólo se considera la realidad
que llaman objetiva. Por ejemplo, la piedra que aún no existe no puede empezar a existir ahora
si no es producida por algo que tenga en sí formalmente o eminentemente todo lo que entra
en la composición de la piedra (es decir, que contenga en sí las mismas cosas, u otras más
excelentes, que las que están en la piedra); y el calor no puede ser producido en un sujeto
privado de él, si no es por una cosa que sea de un orden, grado o género al menos tan perfecto
como lo es el calor; y así las demás cosas. Pero además de eso, la idea del calor o de la piedra no
puede estar en mí si no ha sido puesta por alguna causa que contenga en sí al menos tanta
realidad como la que concibo en el calor o en la piedra. Pues aunque esa causa no transmita a
mi idea nada de su realidad actual o formal, no hay que juzgar por ello que esa causa tenga que
ser menos real, sino que debe saberse que, siendo toda idea obra del espíritu, su naturaleza es
tal que no exige de suyo ninguna otra realidad formal que la que recibe del pensamiento, del
cual es un modo. Pues bien, para que una idea contenga tal realidad objetiva más bien que tal
otra, debe haberla recibido, sin duda, de alguna causa, en la cual haya tanta realidad formal,
por lo menos, cuanta realidad objetiva contiene la idea. Pues si suponemos que en la idea hay
algo que no se encuentra en su causa, tendrá que haberlo recibido de la nada; mas, por
imperfecto que sea el modo de ser según el cual una cosa está objetivamente o por
representación en el entendimiento, mediante su idea, no puede con todo decirse que ese
modo de ser no sea nada, ni, por consiguiente, que esa idea tome su origen de la nada.
Tampoco debo suponer que, siendo sólo objetiva la realidad considerada en esas ideas, no sea
necesario que la misma realidad esté formalmente en las causas de ellas, ni creer que basta con
que esté objetivamente en dichas causas; pues, así como el modo objetivo de ser compete a las
ideas por su propia naturaleza, así también el modo formal de ser compete a las causas de esas
ideas (o por lo menos a las primeras y principales) por su propia naturaleza. Y aunque pueda
ocurrir que de una idea nazca otra idea, ese proceso no puede ser infinito, sino que hay que
llegar finalmente a una idea primera, cuya causa sea como un arquetipo, en el que esté formal
y efectivamente contenida toda la realidad o perfección que en la idea está sólo de modo
objetivo o por representación. De manera que la luz natural me hace saber con certeza que las
ideas son en mí como cuadros o imágenes, que pueden con facilidad ser copias defectuosas de
las cosas, pero que en ningún caso pueden contener nada mayor o más perfecto que éstas.
Y cuanto más larga y atentamente examino todo lo anterior, tanto más clara y distintamente
conozco que es verdad. Mas, a la postre, ¿qué conclusión obtendré de todo ello? Ésta, a saber:
que, si la realidad objetiva de alguna de mis ideas es tal que yo pueda saber con claridad que
esa realidad no está en mí formal ni eminentemente (y, por consiguiente, que yo no puedo ser
causa de tal idea), se sigue entonces necesariamente de ello que no estoy solo en el mundo, y
que existe otra cosa, que es causa de esa idea; si, por el contrario, no hallo en mí una idea así,
entonces careceré de argumentos que puedan darme certeza de la existencia de algo que no sea
yo, pues los he examinado todos con suma diligencia, y hasta ahora no he podido encontrar
ningún otro.
Ahora bien: entre mis ideas, además de la que me representa a mí mismo (y que no ofrece
aquí dificultad alguna), hay otra que me representa a Dios, y otras a cosas corpóreas e
inanimadas, ángeles, animales y otros hombres semejantes a mí mismo. Mas, por lo que atañe
a las ideas que me representan otros hombres, o animales, o ángeles, fácilmente concibo que
puedan haberse formado por la mezcla y composición de las ideas que tengo de las cosas
corpóreas y de Dios, aun cuando fuera de mí no hubiese en el mundo ni hombres, ni
animales, ni ángeles. Y, tocante a las ideas de las cosas corpóreas, nada me parece haber en ellas
tan excelente que no pueda proceder de mí mismo; pues si las considero más a fondo y las
examino como ayer hice con la idea de la cera, advierto en ellas muy pocas cosas que yo
conciba clara y distintamente; a saber: la magnitud, o sea, la extensión en longitud, anchura y
profundidad; la figura, formada por los límites de esa extensión; la situación que mantienen
entre sí los cuerpos diversamente delimitados; el movimiento, o sea, el cambio de tal
situación; pueden añadirse la substancia, la duración y el número. En cuanto las demás cosas,
como la luz, los colores, los sonidos, los olores, los sabores, el calor, el frío y otras cualidades
perceptibles por el tacto, todas ellas están en mi pensamiento con tal oscuridad y confusión,
que hasta ignoro si son verdaderas o falsas y meramente aparentes, es decir, ignoro si las ideas
que concibo de dichas cualidades son, en efecto, ideas de cosas reales o bien representan tan
sólo seres quiméricos, que no pueden existir. Pues aunque más arriba haya yo notado que sólo
en los juicios puede encontrarse falsedad propiamente dicha, en sentido formal, con todo,
puede hallarse en las ideas cierta falsedad material, a saber: cuando representan lo que no es
nada como si fuera algo. Por ejemplo, las ideas que tengo del frío y el calor son tan poco claras
y distintas, que mediante ellas no puedo discernir si el frío es sólo una privación de calor, o el
calor una privación de frío, o bien si ambas son o no cualidades reales; y por cuanto, siendo las
ideas como imágenes, no puede haber ninguna que no parezca representarnos algo, si es cierto
que el frío es sólo privación de calor, la idea que me lo represente como algo real y positivo
podrá, no sin razón, llamarse falsa, y lo mismo sucederá con ideas semejantes. Y por cierto, no
es necesario que atribuya a esas ideas otro autor que yo mismo; pues si son falsas —es decir, si
representan cosas que no existen— la luz natural me hace saber que provienen de la nada, es
decir, que si están en mí es porque a mi naturaleza —no siendo perfecta— le falta algo; y si
son verdaderas, como de todas maneras tales ideas me ofrecen tan poca realidad que ni llego a
discernir con claridad la cosa representada del no ser, no veo por qué no podría haberlas
producido yo mismo.
En cuanto a las ideas claras y distintas que tengo de las cosas corpóreas, hay algunas que me
parece he podido obtener de la idea que tengo de mí mismo; así, las de substancia, duración,
número y otras semejantes. Pues cuando pienso que la piedra es una substancia, o sea, una
cosa capaz de existir por sí, dado que yo soy una substancia, y aunque sé muy bien que soy
una cosa pensante y no extensa (habiendo así entre ambos conceptos muy gran diferencia), las
dos ideas parecen concordar en que representan substancias. Asimismo, cuando pienso que
existo ahora, y me acuerdo además de haber existido antes, y concibo varios pensamientos
cuyo número conozco, entonces adquiero las ideas de duración y número, las cuales puedo
luego transferir a cualesquiera otras cosas.
Por lo que se refiere a las otras cualidades de que se componen las ideas de las cosas corpóreas
—a saber: la extensión, la figura, la situación y el movimiento—, cierto es que no están
formalmente en mí, pues no soy más que una cosa que piensa; pero como son sólo ciertos
modos de la substancia (a manera de vestidos con que se nos aparece la substancia), parece
que pueden estar contenidas en mí eminentemente.
Así pues, sólo queda la idea de Dios, en la que debe considerarse si hay algo que no pueda
proceder de mí mismo. Por «Dios» entiendo una substancia infinita, eterna, inmutable,
independiente, omnisciente, omnipotente, que me ha creado a mí mismo y a todas las demás
cosas que existen (si es que existe alguna). Pues bien, eso que entiendo por Dios es tan grande
y eminente, que cuanto más atentamente lo considero menos convencido estoy de que una
idea así pueda proceder sólo de mí. Y, por consiguiente, hay que concluir necesariamente,
según lo antedicho, que Dios existe. Pues, aunque yo tenga la idea de substancia en virtud de
ser yo una substancia, no podría tener la idea de una substancia infinita, siendo yo finito, si no
la hubiera puesto en mí una substancia que verdaderamente fuese infinita.
Y no debo juzgar que yo no concibo el infinito por medio de una verdadera idea, sino por
medio de una mera negación de lo finito (así como concibo el reposo y la oscuridad por
medio de la negación del movimiento y la luz): pues, al contrario, veo manifiestamente que
hay más realidad en la substancia infinita que en la finita y, por ende, que, en cierto modo,
tengo antes en mí la noción de lo infinito que la de lo finito: antes la de Dios que la de mí
mismo. Pues ¿cómo podría yo saber que dudo y que deseo, es decir, que algo me falta y que
no soy perfecto, si no hubiese en mí la idea de un ser más perfecto, por comparación con el
cual advierto la imperfección de mi naturaleza?
Y no puede decirse que acaso esta idea de Dios es materialmente falsa y puede, por tanto,
proceder de la nada (es decir, que acaso esté en mí por faltarme a mí algo, según dije antes de
las ideas de calor y frío, y de otras semejantes); al contrario, siendo esta idea muy clara y
distinta y conteniendo más realidad objetiva que ninguna otra, no hay idea alguna que sea por
sí misma más verdadera, ni menos sospechosa de error y falsedad.
Digo que la idea de ese ser sumamente perfecto e infinito es absolutamente verdadera; pues,
aunque acaso pudiera fingirse que un ser así no existe, con todo, no puede fingirse que su idea
no me representa nada real, como dije antes de la idea de frío.
Esa idea es también muy clara y distinta, pues que contiene en sí todo lo que mi espíritu
concibe clara y distintamente como real y verdadero, y todo lo que comporta alguna
perfección. Y eso no deja de ser cierto, aunque yo no comprenda lo infinito, o aunque haya en
Dios innumerables cosas que no pueda yo entender, y ni siquiera alcanzar con mi
pensamiento: pues es propio de la naturaleza de lo infinito que yo, siendo finito, no pueda
comprenderlo. Y basta con que entienda esto bien, y juzgue que todas las cosas que concibo
claramente, y en las que sé que hay alguna perfección, así como acaso también infinidad de
otras que ignoro, están en Dios formalmente o eminentemente, para que la idea que tengo de
Dios sea la más verdadera, clara y distinta de todas.
Mas podría suceder que yo fuese algo más de lo que pienso, y que todas las perfecciones que
atribuyo a la naturaleza de Dios estén en mí, de algún modo, en potencia, si bien todavía no
manifestadas en el acto. Y en efecto, estoy experimentando que mi conocimiento aumenta y
se perfecciona poco a poco, y nada veo que pueda impedir que aumente más y más hasta el
infinito, y, así acrecentado y perfeccionado, tampoco veo nada que me impida adquirir por su
medio todas las demás perfecciones de la naturaleza divina; y, en fin, parece asimismo que, si
tengo el poder de adquirir esas perfecciones, tendría también el de producir sus ideas. Sin
embargo, pensándolo mejor, reconozco que eso no puede ser. En primer lugar, porque,
aunque fuera cierto que mi conocimiento aumentase por grados sin cesar y que hubiese en mi
naturaleza muchas cosas en potencia que aún no estuviesen en acto, nada de eso, sin embargo,
atañe ni aun se aproxima a la idea que tengo de la divinidad, en cuya idea nada hay en
potencia, sino que todo está en acto. Y hasta ese mismo aumento sucesivo y por grados
argüiría sin duda imperfección en mi conocimiento. Más aún: aunque mi conocimiento
aumentase más y más, con todo no dejo de conocer que nunca podría ser infinito en acto,
pues jamás llegará a tan alto grado que no sea capaz de incremento alguno. En cambio, a Dios
lo concibo infinito en acto, y en tal grado que nada puede añadirse a su perfección. Y, por
último, me doy cuenta de que el ser objetivo de una idea no puede ser producido por un ser
que existe sólo en potencia —el cual, hablando con propiedad, no es nada—, sino sólo por un
ser en acto, o sea, formal.
Ciertamente, nada veo en todo cuanto acabo de decir que no sea facilísimo de conocer, en
virtud de la luz natural, a todos los que quieran pensar en ello con cuidado. Pero cuando mi
atención se afloja, oscurecido mi espíritu y como cegado por las imágenes de las cosas
sensibles, olvida fácilmente la razón por la cual la idea que tengo de un ser más perfecto que
yo debe haber sido puesta necesariamente en mí por un ser que, efectivamente, sea más
perfecto.
Por ello pasaré adelante, y consideraré si yo mismo, que tengo esa idea de Dios, podría existir,
en el caso de que no hubiera Dios. Y pregunto: ¿de quién habría recibido mi existencia?
Pudiera ser que de mí mismo, o bien de mis padres, o bien de otras causas que, en todo caso,
serían menos perfectas que Dios, pues nada puede imaginarse más perfecto que Él, y ni
siquiera igual a Él.
Ahora bien: si yo fuese independiente de cualquier otro, si yo mismo fuese el autor de mi ser,
entonces no dudaría de nada, nada desearía, y ninguna perfección me faltaría, pues me habría
dado a mí mismo todas aquellas de las que tengo alguna idea: y así, yo sería Dios.
Y no tengo por qué juzgar que las cosas que me faltan son acaso más difíciles de adquirir que
las que ya poseo; al contrario, es, sin duda, mucho más difícil que yo —esto es, una cosa o
substancia pensante— haya salido de la nada, de lo que sería la adquisición, por mi parte, de
muchos conocimientos que ignoro, y que al cabo no son sino accidentes de esa substancia. Y
si me hubiera dado a mí mismo lo más difícil, es decir, mi existencia, no me hubiera privado
de lo más fácil, a saber: de muchos conocimientos de que mi naturaleza no se halla provista;
no me habría privado, en fin, de nada de lo que está contenido en la idea que tengo de Dios,
puesto que ninguna otra cosa me parece de más difícil adquisición; y si hubiera alguna más
difícil, sin duda me lo parecería (suponiendo que hubiera recibido de mí mismo las demás
cosas que poseo), pues sentiría que allí terminaba mi poder.
Y no puedo hurtarme a la fuerza de un tal razonamiento mediante la suposición de que he
sido siempre tal cual soy ahora, como si de ello se siguiese que no tengo por qué buscarle
autor alguno a mi existencia. Pues el tiempo todo de mi vida puede dividirse en innumerables
partes, sin que ninguna de ellas dependa en modo alguno de las demás; y así, de haber yo
existido un poco antes no se sigue que deba existir ahora, a no ser que en este mismo
momento alguna causa me produzca y —por decirlo así— me cree de nuevo, es decir, me
conserve.
En efecto, a todo el que considere atentamente la naturaleza del tiempo, resulta clarísimo que
una substancia, para conservarse en todos los momentos de su duración, precisa de la misma
fuerza y actividad que sería necesaria para producirla y crearla en el caso de que no existiese.
De suerte que la luz natural nos hace ver con claridad que conservación y creación difieren
sólo respecto de nuestra manera de pensar, pero no realmente.
Así pues, sólo hace falta aquí que me consulte a mí mismo, para saber si poseo algún poder en
cuya virtud yo, que existo ahora, exista también dentro de un instante; ya que, no siendo yo
más que una cosa que piensa (o, al menos, no tratándose aquí, hasta ahora, más que de esta
parte de mí mismo), si un tal poder residiera en mí, yo debería por lo menos pensarlo y ser
consciente de él; pues bien, no es así, y de este modo sé con evidencia que dependo de algún
ser diferente de mí.
Quizá pudiera ocurrir que ese ser del que dependo no sea Dios, y que yo haya sido producido,
o bien por mis padres, o bien por alguna otra causa menos perfecta que Dios. Pero ello no
puede ser, pues, como ya he dicho antes, es del todo evidente que en la causa debe haber por
lo menos tanta realidad como en el efecto. Y entonces, puesto que soy una cosa que piensa, y
que tengo en mí una idea de Dios, sea cualquiera la causa que se le atribuya a mi naturaleza,
deberá ser en cualquier caso, asimismo, una cosa que piensa, y poseer en sí la idea de todas las
perfecciones que atribuyo a la naturaleza divina. Ulteriormente puede indagarse si esa causa
toma su origen y existencia de sí misma o de alguna otra cosa. Si la toma de sí misma, se sigue,
por las razones antedichas, que ella misma ha de ser Dios, pues teniendo el poder de existir
por sí, debe tener también, sin duda, el poder de poseer actualmente todas las perfecciones
cuyas ideas concibe, es decir, todas las que yo concibo como dadas en Dios. Y si toma su
existencia de alguna otra causa distinta de ella, nos preguntaremos de nuevo, y por igual
razón, si esta segunda causa existe por sí o por otra cosa, hasta que de grado en grado
lleguemos por último a una causa que resultará ser Dios. Y es muy claro que aquí no puede
procederse al infinito, pues no se trata tanto de la causa que en otro tiempo me produjo, como
de la que al presente me conserva.
Tampoco puede fingirse aquí que acaso varias causas parciales hayan concurrido juntas a mi
producción, y que de una de ellas haya recibido yo la idea de una de las perfecciones que
atribuyo a Dios, y de otra la idea de otra, de manera que todas esas perfecciones se hallan, sin
duda, en algún lugar del universo, pero no juntas y reunidas en una sola {causa} que sea Dios.
Pues, muy al contrario, la unidad, simplicidad o inseparabilidad de todas las cosas que están
en Dios, es una de las principales perfecciones que en Él concibo; y, sin duda, la idea de tal
unidad y reunión de todas las perfecciones en Dios no ha podido ser puesta en mí por causa
alguna, de la cual no haya yo recibido también las ideas de todas las demás perfecciones. Pues
ella no puede habérmelas hecho comprender como juntas e inseparables, si no hubiera
procedido de suerte que yo supiese cuáles eran, y en cierto modo las conociese.
Por lo que atañe, en fin, a mis padres, de quienes parece que tomo mi origen, aunque sea
cierto todo lo que haya podido creer acerca de ellos, eso no quiere decir que sean ellos los que
me conserven, ni que me hayan hecho y producido en cuanto que soy una cosa que piensa,
puesto que sólo han afectado de algún modo a la materia, dentro de la cual pienso estar
encerrado yo, es decir, mi espíritu, al que identifico ahora conmigo mismo. Por tanto, no
puede haber dificultades en este punto, sino que debe concluirse necesariamente, del solo
hecho de que existo y de que hay en mí la idea de un ser sumamente perfecto (esto es, de
Dios), que la existencia de Dios está demostrada con toda evidencia.
Sólo me queda por examinar de qué modo he adquirido esa idea. Pues no la he recibido de los
sentidos, y nunca se me ha presentado inesperadamente, como las ideas de las cosas sensibles,
cuando tales cosas se presentan, o parecen hacerlo, a los órganos externos de mis sentidos.
Tampoco es puro efecto o ficción de mi espíritu, pues no está en mi poder aumentarla o
disminuirla en cosa alguna. Y, por consiguiente, no queda sino decir que, al igual que la idea
de mí mismo, ha nacido conmigo a partir del momento mismo en que yo he sido creado.
Y nada tiene de extraño que Dios, al crearme, haya puesto en mí esa idea para que sea como el
sello del artífice, impreso en su obra; y tampoco es necesario que ese sello sea algo distinto que
la obra misma. Sino que, por sólo haberme creado, es de creer que Dios me ha producido, en
cierto modo, a su imagen y semejanza, y que yo concibo esta semejanza (en la cual se halla
contenida la idea de Dios) mediante la misma facultad por la que me percibo a mí mismo; es
decir, que cuando reflexiono sobre mí mismo, no sólo conozco que soy una cosa imperfecta,
incompleta y dependiente de otro, que tiende y aspira sin cesar a algo mejor y mayor de lo que
soy, sino que también conozco, al mismo tiempo, que aquel de quien dependo posee todas
esas cosas grandes a las que aspiro, y cuyas ideas encuentro en mí; y las posee no de manera
indefinida y sólo en potencia, sino de un modo efectivo, actual e infinito, y por eso es Dios. Y
toda la fuerza del argumento que he empleado para probar la existencia de Dios consiste en
que reconozco que sería imposible que mi naturaleza fuera tal cual es, o sea, que yo tuviese la
idea de Dios, si Dios no existiera realmente: ese mismo Dios, digo, cuya idea está en mí, es
decir, que posee todas esas altas perfecciones, de las que nuestro espíritu puede alcanzar
alguna noción, aunque no las comprenda por entero, y que no tiene ningún defecto ni nada
que sea señal de imperfección. Por lo que es evidente que no puede ser engañador, puesto que
la luz natural nos enseña que el engaño depende de algún defecto8.
Pero antes de examinar esto con más cuidado, y de pasar a la consideración de las demás
verdades que pueden colegirse de ello, me parece oportuno detenerme algún tiempo a
contemplar este Dios perfectísimo, apreciar debidamente sus maravillosos atributos,
considerar, admirar y adorar la incomparable belleza de esta inmensa luz, en la medida, al
menos, que me lo permita la fuerza de mi espíritu. Pues, enseñándonos la fe que la suprema
felicidad de la vida no consiste sino en esa contemplación de la majestad divina,
experimentamos ya que una meditación como la presente, aunque incomparablemente
menos perfecta, nos hace gozar del mayor contento que es posible en esta vida.

8
Se refuta la idea de “genio maligno” por lo que ya se pueden rehabilitar las certezas matemáticas y, por
su medio, las sensibles.
OTROS TEXTOS DE DESCARTES

-Unidad de la sabiduría humana:

Es costumbre de los hombres el que, cuantas veces reconocen alguna semejanza entre dos
cosas, atribuyan a ambas, aun en aquello en que son diversas, lo que descubrieron ser verdad
de una de ellas. Así, comparando equivocadamente las ciencias, que en todas partes consisten
en el conocimiento del espíritu, con las artes, que requieren cierto ejercicio y hábito del
cuerpo, y viendo que no pueden ser aprendidas al mismo tiempo todas las artes por un mismo
hombre, sino que aquel artista que ejerce solamente una llega a ser más fácilmente el mejor,
puesto que las mismas manos no pueden adaptarse al cultivo de los campos y a tocar la cítara,
o a varios trabajos del mismo modo diferentes, creyeron también lo mismo de las ciencias y
distinguiéndolas unas de otras por la diversidad de sus objetos, pensaron que cada una debía
adquirirse por separado, prescindiendo de todas las demás. En lo que evidentemente se
engañaron. Pues no siendo todas las ciencias otra cosa que la sabiduría humana, que
permanece siempre una y la misma, aunque aplicada a diferentes objetos, y no recibiendo de
ellos mayor diferenciación que la que recibe la luz del sol de la variedad de las cosas que
ilumina, no es necesario coartar los espíritus con delimitación alguna, pues el conocimiento
de una verdad no nos aparta del descubrimiento de otra, com el ejercicio de un arte no nos
impide el aprendizaje de otro, sino que más bien nos ayuda.
(R. Descartes, Reglas para la dirección del espíritu, Regla I)

-La ciencia excluye aquello que sea mínimamente dudable:

Regla II: Conviene ocuparse tan sólo de aquellos objetos sobre los que nuestros espíritus
parezcan ser suficientes para obtener un conocimiento cierto e indudable.
(…)
Y así, por esta regla rechazamos todos aquellos conocimientos tan sólo probables y
establecemos que no se debe dar asentimiento sino a los perfectamente conocidos y de los
que no puede dudarse.

(R. Descartes, Reglas para la dirección del espíritu, Regla II)

-La certeza de las matemáticas:

Pero ahora, ya que antes hemos dicho que de entre las disciplinas ya conocidas sólo la
Aritmética y la Geometría están libres de todo defecto de falsedad e incertidumbre, a fin de
que examinemos con más cuidado la razón por la cual ello es así, se ha de notar que llegamos
al conocimiento de las cosas por dos caminos, a saber, por la experiencia o por la deducción.
Se ha de notar, además, que las experiencias de las cosas son con frecuencia falaces, pero que la
deducció, o simple inferencia de una cosa a partir de otra, puede ciertamente ser omitida, si no
se repara en ella, pero nunca ser mal realizada por el entendimiento por muy poco razonable
que sea. (…) En efecto, todo error, que puede alcanzar a los hombres –y no a las bestias, quede
claro–, jamas se origina de una mala inferencia, sino sólo de que se admiten ciertas
experiencias poco comprendidas, o de que se emiten juicios precipitadamente y sin
fundamento.
De lo cual se colige evidentemente por qué la Aritmética y la Geometría son mucho más
ciertas que las demas disciplinas, a saber: porque sólo ellas se ocupan de un objeto de tal modo
puro y simple que no suponen absolutamente nada que la experiencia haya mostrado
incierto, sino que se asientan totalmente en una serie de consecuencias deducibles por
razonamiento. Son, por consiguiente, las más fáciles y transparentes de toddas, y tienen un
objeto tal como el que requerimos, pues en ellas, a no ser por inadvertencia, parece difícil
equivocarse. (…) Mas de todo esto se ha de concluir no ciertamente que se han de aprender
sólo la Aritmética y la Geometría, sino únicamente que aquellos que buscan el recto camino
de la verdad no deben ocuparse de ningún objeto del que no puedan tener una certeza igual a
la de las demostraciones aritméticas y geométricas.

(R. Descartes, Reglas para la dirección del espíritu, Regla II)

-La intuición y la deducción como formas certeras de conocimiento:

Pero para que en lo sucesivo no caigamos en el mismo error, se enumeran aquí todas las
acciones de nuestro entendimiento, por las que podemos llegar al conocimiento de las cosas
sin temor alguno de error: y tan sólo se admiten dos, a saber, la intuición y la deducción.
Entiendo por intuición no el testimonio fluctuante de los sentidos o el juicio falaz de una
imaginación que compone mal, sino la concepción de una mente pura y atenta tan fácil y
distinta que en absoluto quede duda alguna sobre aquello que entendemos; o, lo que es lo
mismo, la concepción no dudosa de una mente pura y atenta, que nace de la sola luz de la
razón y que por ser más simple es más cierta que la misma deducció, la cual, sin embargo, ya
señalamos más arriba que tampoco puede ser mal hecha por el hombre. Así cada uno puede
intuir con el espíritu que existe, que piensa, que el triángulo está definido sólo por tres líneas,
la esfera por una sola superficie, y cosas semejantes que son más numerosas de lo que cree la
mayoría, precisamente porque desdeñan parar mientes en cosas tan fáciles.
(…)
A partir de este momento puede ser ya dudoso por qué además de la intuición hemos añadido
aquí otro modo de conocer; el que tiene lugar por deduccion: por la cual entendemos todo
aquello que se sigue necesariamente de otras cosas conocidas con certeza. Pero hubo de
hacerse así porque muchas cosas se conocen con certeza, aunque ellas mismas no sean
evidentes, tan sólo con que sean deducidas a partir de principios verdaderos conocidos
mediante un movimiento continuo e ininterrumpido del pensamiento que intuye con
transparencia cada cosa en particular.

(R. Descartes, Reglas para la dirección del espíritu, Regla III)

-Método y matemáticas:

Así pues, como la utilidad de este método es tan grande que el entregarse sin él al cultivo de
las letras parece que sería más nocivo que provechoso, he llegado al convencimiento de que ya
anteriormente ha sido de algún modo vislumbrado por los grandes ingenios bajo la guía
incluso de su sola capacidad natural. Pues tiene la mente humana no sé qué de divino, en
donde las primeras semillas de pensamientos útiles han sido arrojadas de tal modo que con
frecuencia, aun descuidadas y ahogadas por estudios contrarios, producen un fruto
espontáneo. Esto lo experimentamos en las más fáciles de las ciencias, al Aritmética y la
Geometría, viendo con toda claridad que los antiguos geómetras se han servido de cierto
análisis, que extendían a la resolución de todos los problemas, si bien privaron de él a la
posteridad. Y ahora florece cierta clase de aritmética que llaman álgebra, para realizar sobre los
números lo que los antiguos hacían sobre las figuras. Y estas dos ciencias no son otra cosa que
frutos espontáneos nacidos de los principios innatos de este método, y no me extraña el que
hasta ahora tales frutos referidos a los objetos más simples de estas disciplinas hayan crecido
más felizmente que en las otras, donde obstáculos de mayor peso suelen ahogarlos; pero
donde, no obstante, también podrán sin duda alguna llegar a perfecta madurez, con tal de que
sean cultivados con gran cuidado.

(R. Descartes, Reglas para la dirección del espíritu, Regla IV)

-Análisis y síntesis:

Regla V: Todo el método consiste en el orden y disposición de aquellas cosas a las que se ha de
dirigir la mirada de la mente a fin de que descubramos alguna verdad. Y la observaremos
exactamente si reducimos gradualmente las proposiciones complicadas y oscuras a otras más
simples, y si después intentamos ascender por los mismos grados desde la intuicion de las más
simples hasta el conocimiento de todas las demás.

(R. Descartes, Reglas para la dirección del espíritu, Regla V)

-Replanteamiento de las supuestas certezas que tenemos:


Pero en verdad nada puede ser más útil aquí que investigar qué es el conocimiento humano y
hasta dónde se extiende. Por eso reunimos ahora esto mismo en una sola cuestión, la cual
juzgamos debe ser examinada la primera de todas según las reglas anteriores enumeradas; y
esto debe hacerse una vez en la vida por todo aquel que ame un poco la verdad, puesto que en
esta investigación se encierran los verdaderos instrumentos del saber y todo el método. Por el
contrario, nada me parece más absurdo que disputar osadamente sobre los misterios de la
naturaleza, sobre la influencia de los cielos en nuestra tierra, sobre la predicción del porvenir y
otras cosas semejantes, como hacen muchos, y no haber, sin embargo, indagado nunca si la
razón humana es capaz de descubrirlas. Y no debe parecer arduo o difícil determinar los
límites del espíritu, que sentimos en nosotros mismos, puesto que muchas veces no dudamos
en juzgar incluso de aquellas cosas que están fuera de nosotros y nos son muy ajenas.

(R. Descartes, Reglas para la dirección del espíritu, Regla VIII)

-Las cuatro reglas del método

Y como la multitud de leyes sirve muy a menudo de disculpa para los vicios, siendo un Estado
mucho mejor regido cuando hay pocas, pero muy estrictamente observadas, así también, en
lugar del gran número de preceptos que encierra la lógica, creí que me bastarían los cuatro
siguientes, supuesto que tomase una firme y constante resolución de no dejar de observarlos
una vez siquiera.
Fue el primero no admitir como verdadera cosa alguna, como no supiese con evidencia que lo
es; es decir, evitar cuidadosamente la precipitación y la prevención, y no comprender en mis
juicios nada más que lo que se presentase tan clara y distintamente a mi espíritu, que no
hubiese ninguna ocasión de ponerlo en duda.
El segundo, dividir cada una de las dificultades que examinare en cuantas partes fuere posible
y en cuantas requiriese su mejor solución.
El tercero, conducir ordenadamente mis pensamientos empezando por los objetos más
simples y más fáciles de conocer, para ir ascendiendo poco a poco, gradualmente, hasta el
conocimiento de los más compuestos, e incluso suponiendo un orden entre los que no se
preceden naturalmente.
Y el último, hacer en todos unos recuentos tan integrales y unas revisiones tan generales, que
llegase a estar seguro de no omitir nada.

R. Descartes, Discurso del método, Segunda parte.

-La primera certeza: el cogito

Así puesto que los sentidos nos engañan, a las veces, quise suponer que no hay cosa alguna
que sea tal y como ellas nos la presentan en la imaginación; y puesto que hay hombres que
yerran al razonar, aun acerca de los más simples asuntos de geometría, y cometen
paralogismos, juzgué que yo estaba tan expuesto al error como otro cualquiera, y rechacé
como falsas todas las razones que que anteriormente había tenido por demostrativas; y en fin,
considerando que todos los pensamientos que nos vienen estando despiertos pueden también
ocurrírsenos durante el sueño, sin que ninguno entonces sea verdadero, resolví fingir que
todas las cosas que hasta entonces habían entrado en mi espíritu no eran más verdaderas que
las ilusiones de mis sueños. Pero advertí luego que, queriendo yo pensar, de esa suerte, que
todo es falso, era necesario que yo, que lo pensaba, fuera alguna cosa; y observando que esta
verdad, “yo pienso, luego existo”, era tan firme y segura que las más extravagantes
suposiciones de los escépticos no son capaces de conmoverla, juzgué que podía recibirla, sin
escrúpulo, como el primer principio de la filosofía que andaba buscando.

R. Descartes, Discurso del método, Cuarta parte.

-Yo soy una res cogitans

Examiné después atentamente lo que yo era, y viendo que podía fingir que no tenía cuerpo
alguno y que no había mundo ni lugar alguno en el que yo me encontrase, pero que no podía
fingir por ello que no fuese, sino al contrario, por lo mismo que pensaba en dudar de la
verdad de las otras cosas, se seguía muy cierta y evidentemente que yo era, mientras que, con
sólo dejar de pensar, aunque todo lo demás que había imaginado fuese verdad, no tenía ya
razón alguna para creer que yo era, conocí por ello que yo era una sustancia cuya esencia y
naturaleza toda es pensar, y que no necesita, para ser, de lugar alguno, ni depende de cosa
alguna material; de suerte que este yo, es decir, el alma por la cual yo soy lo que soy, es
enteramente distinta del cuerpo y hasta más fácil de conocer que éste, y, aunque el cuerpo no
fuese, el alma no dejaría de ser cuanto es.

R. Descartes, Discurso del método, Cuarta parte.

-La demostración de Dios

Después de lo cual, hube de reflexionar que, puesto que yo dudaba, no era mi ser enteramente
perfecto, pues veía claramente que hay más perfección en conocer que en dudar; y se me
ocurrió entonces indagar por dónde había yo aprendido a pensar en algo más perfecto que yo;
y conocí evidentemente que debía de ser por alguna naturaleza que fuese efectivamente más
perfecta. En lo que se, refiere a los pensamientos, que en mí estaban, de varias cosas exteriores
a mí, como son el cielo, la tierra, la luz, el calor y otros muchos, no me preocupaba mucho el
saber de dónde procedían, porque, no viendo en esos pensamientos nada que me pareciese
hacerlos superiores a mí, podía creer que, si eran verdaderos, eran unas dependencias de mi
naturaleza, en cuanto que ésta posee alguna perfección, y si no lo eran, procedían de la nada,
es decir, estaban en mí, porque hay defecto en mí. Pero no podía suceder otro tanto con la
idea de un ser más perfecto que mi ser, pues era cosa manifiestamente imposible que la tal idea
procediese de la nada; y como no hay la menor repugnancia en pensar que lo más perfecto sea
consecuencia y dependencia de lo menos perfecto que en pensar que de nada provenga algo,
no podía tampoco proceder de mí mismo; de suerte que sólo quedaba que hubiese sido
puesta en mí por una naturaleza verdaderamente más perfecta que soy yo, y poseedora
inclusive de todas las perfecciones de que yo pudiera tener idea; esto es, para explicarlo en una
palabra, por Dios.

R. Descartes, Discurso del método, Cuarta parte.

-Primacía de la razón en el conocimiento

Así, pues, habiéndonos testimoniado el conocimiento de Dios y del alma la certeza de esa
regla, resulta bien fácil conocer que los ensueños que imaginamos dormidos, no deben, en
manera alguna, hacernos dudar de la verdad de los pensamientos que tenemos despiertos.
Pues si ocurriese que en sueños tuviera una persona una idea muy clara y distinta, como, por
ejemplo, que inventase un geómetra una demostración nueva, no sería ello motivo para
impedirle ser verdadera; y en cuanto al error más corriente en muchos sueños, que consiste en
representarnos varios objetos del mismo modo como nos los representan los sentidos
exteriores, no debe importarnos que nos dé ocasión de desconfiar de la verdad de esas tales
ideas, porque también pueden engañarnos con frecuencia durante la vigilia, como los que
tienen ictericia lo ven todo amarillo, o como los astros y otros cuerpos muy lejanos nos
parecen mucho más pequeños de lo que son, pues, en último término, despiertos o dormidos,
no debemos dejarnos persuadir nunca sino por la evidencia de la razón. Y nótese bien que
digo de la razón, no de la imaginación ni de los sentidos; como asimismo, porque veamos el
Sol muy claramente, no debemos por ello juzgar que sea del tamaño que le vemos; y muy bien
podemos imaginar distintamente una cabeza de león pegada al cuerpo de una cabra, sin que
por eso haya que concluir que en el mundo existe la quimera, pues la razón no nos dice que lo
que así vemos o imaginamos sea verdadero, pero nos dice que todas nuestras ideas o nociones
deben tener algún fundamento de verdad: pues no fuera posible que Dios, que es todo
perfecto y verdadero, las pusiera sin eso en nosotros; y puesto que nuestros razonamientos
nunca son tan evidentes y tan enteros cuando soñamos como cuando estamos despiertos, si
bien a veces nuestras imaginaciones son tan vivas y expresivas y hasta más en el sueño que en
la vigilia, por eso nos dice la razón que, no pudiendo ser verdaderos todos nuestros
pensamientos, porque no somos totalmente perfectos, deberá infaliblemente hallarse la
verdad más bien en los que pensemos estando despiertos que en los que tengamos en sueños.

R. Descartes, Discurso del método, Cuarta parte.

-La duda metódica

Para ello no será necesario que pruebe la falsedad de todas, lo que quizá nunca podría
alcanzar; sino que, puesto que la razón me persuade a evitar dar fe no menos cuidadosamente
a las cosas que no son absolutamente seguras e indudables que a las abiertamente falsas, me
bastará para rechazarlas todas encontrar en cada una algún motivo de duda. Así pues, no me
será preciso examinarlas una por una, lo que constituiría un trabajo infinito, sino que atacaré
inmediatamente los principios mismos en los que se apoyaba todo lo que creí en un tiempo,
ya que, excavados los cimientos, se derrumba al momento lo que está por encima edificado.

R. Descartes, Meditaciones metafísicas, Primera meditación

-El genio maligno

Supondré, pues, que no un Dios óptimo, fuente de la verdad, sino algún genio maligno de
extremado poder e inteligencia pone todo su empeño en hacerme errar; creeré que el cielo, el
aire, la tierra, los colores, las figuras, los sonidos y todo lo externo no son más que engaños de
sueños con los que ha puesto una celada a mi credulidad; consideraré que no tengo manos, ni
ojos, ni carne, ni sangre, sino que lo debo todo a una falsa opinión mía; permaneceré, pues,
asido a esta meditación y de este modo, aunque no me sea permitido conocer algo verdadero,
procuraré al menos con resuelta decisión, puesto que está en mi mano, no dar fe a cosas falsas
y evitar que este engañador, por fuerte y listo que sea, pueda inculcarme nada. Pero este
intento está lleno de trabajo, y cierta pereza me lleva a mi vida ordinaria; como el prisionero
que disfrutaba en sueños de una libertad imaginaria, cuando empieza a sospechar que estaba
durmiendo, teme que se le despierte y sigue cerrando los ojos con estas dulces ilusiones, así me
deslizo voluntariamente a mis antiguas creencias y me aterra el despertar, no sea que tras el
plácido descanso haya de transcurrir la laboriosa velada no en alguna luz, sino entre las
tinieblas inextricables de los problemas suscitados.

R. Descartes, Meditaciones metafísicas, Primera meditación

-El cogito

Supongo, por tanto, que todo lo que veo es falso; y que nunca ha existido nada de lo que la
engañosa memoria me representa; no tengo ningún sentido absolutamente: el cuerpo, la
figura, la extensión, el movimiento y el lugar son quimeras. ¿Qué es entonces lo cierto? Quizá
solamente que no hay nada seguro. ¿Cómo sé que no hay nada diferente de lo que acabo de
mencionar, sobre lo que no haya ni siquiera ocasión de dudar? ¿No existe algún Dios, o como
quiera que le llame, que me introduce esos pensamientos? Pero, ¿por qué he de creerlo, si yo
mismo puedo ser el promotor de aquéllos? ¿Soy, por lo tanto, algo? Pero he negado que yo
tenga algún sentido o algún cuerpo; dudo, sin embargo, porque, ¿qué soy en ese caso? ¿Estoy
de tal manera ligado al cuerpo y a los sentidos, que no puedo existir sin ellos? Me he
persuadido, empero, de que no existe nada en el mundo, ni cielo ni tierra, ni mente ni cuerpo;
¿no significa esto, en resumen, que yo no existo? Ciertamente existía si me persuadí de algo.
Pero hay un no sé quién engañador sumamente poderoso, sumamente listo, que me hace errar
siempre a propósito. Sin duda alguna, pues, existo yo también, si me engaña a mí; y por más
que me engañe, no podrá nunca conseguir que yo no exista mientras yo siga pensando que
soy algo. De manera que, una vez sopesados escrupulosamente todos los argu-mentos, se ha
de concluir que siempre que digo «Yo soy, yo existo» o lo concibo en mi mente,
necesariamente ha de ser verdad. No alcanzo, sin embargo, a comprender todavía quién soy
yo, que ya existo necesariamente; por lo que he de procurar no tomar alguna otra cosa
imprudentemente en lugar mío, y evitar que me engañe así la percepción que me parece ser la
más cierta y evidente de todas. Recordaré, por tanto, qué creía ser en otro tiempo antes de
venir a parar a estas meditaciones; por lo que excluiré todo lo que, por los argumentos
expuestos, pueda ser combatido, por poco que sea, de manera que sólo quede en definitiva lo
que sea cierto e inconcuso. ¿Qué creí entonces ser? Un hombre, naturalmente. Pero ¿qué es
un hombre? ¿Diré que es un animal racional? No, puesto que se habría de investigar qué es
animal y qué es racional, y así me deslizaría de un tema a varios y más difíciles, y no me queda
tiempo libre como para gastarlo en sutilezas de este tipo. Con todo, dedicaré mi atención en
especial a lo que se me ocurría espontáneamente siguiendo las indicaciones de la naturaleza
siempre que consideraba que era. Se me ocurría, primero, que yo tenía cara, manos, brazos y
todo este mecanismo de miembros que aún puede verse en un cadáver, y que llamaba cuerpo.
Se me ocurría además que me alimentaba, que comía, que sentía y que pensaba, todo lo cual
lo refería al alma. Pero no advertía qué era esa alma, o imaginaba algo ridículo, como un
viento, o un fuego, o un aire que se hubiera difundido en mis partes más imperfectas. No
dudaba siquiera del cuerpo, sino que me parecía conocer definidamente su naturaleza, la cual,
si hubiese intentado especificarla tal como la concebía en mi mente, la hubiera descrito así:
como cuerpo comprendo todo aquello que está determinado por alguna figura, circunscrito
en un lugar, que llena un espacio de modo que excluye de allí todo otro cuerpo, que es
percibido por el tacto, la vista, el oído, el gusto, o el olor, y que es movido de muchas maneras,
no por sí mismo, sino por alguna otra cosa que le toque; ya que no creía que tener la
posibilidad de moverse a sí mismo, de sentir y de pensar, podía referirse a la naturaleza del
cuerpo; muy al contrario, me admiraba que se pudiesen encontrar tales facultades en algunos
cuerpos.

R. Descartes, Meditaciones metafísicas, Segunda meditación

-Res cogitans

Cerraré ahora los ojos, taparé los oídos, apartaré mis sentidos, destruiré en mi
pensamiento todas las imágenes aun de las cosas corporales, o, al menos, puesto que
eso difícilmente puede conseguirse, las consideraré vanas y falsas, y hablándome,
observándome con atención, intentaré conocer y familiarizarme progresivamente conmigo
mismo. Yo soy una cosa que piensa, esto es, una cosa que duda, afirma, niega, que sabe
poco e ignora mucho, que desea, que rechaza y aun que imagina y siente. Porque, en
efecto, he comprobado que por más que lo que siento y lo que imagino no tenga
quizás existencia fuera de mí, estoy seguro, sin embargo, de que estos modos de pensar
que llamo sentimientos e imaginaciones,existen en mí en tanto son solamente modos de
pensar.
R. Descartes, Meditaciones metafísicas, Tercera meditación

-Tipos de ideas

De estas ideas, unas son innatas, otras adventicias y otras hechas por mí; puesto que la
facultad de aprehender qué son las cosas, qué es la verdad y qué es el pensamiento, no
parece provenir de otro lugar que no sea mi propia naturaleza; en cuanto al hecho de oír
un estrépito, ver el sol, sentir el fuego, ya he indicado que procede de ciertas cosas colocadas
fuera de mí; y finalmente las sirenas, los hipogrifos y cosas parecidas son creados por mí. O
aun quizá las puedo juzgar todas adventicias, o todas innatas, o todas creadas, puesto que
todavía no he percibido claramente su origen.

R. Descartes, Meditaciones metafísicas, Tercera meditación

-Prueba de la existencia de Dios

Por lo tanto, sólo queda la idea de Dios, en la que se ha de considerar si es algo que
no haya podido proceder de mí mismo. Bajo la denominación de Dios comprendo una
substancia infinita, independiente, que sabe y puede en el más alto grado, y por la cual he
sido creado yo mismo con todo lo demás que existe, si es que existe algo más. Todo lo
cual es de tal género que cuanto más diligentemente lo considero, tanto menos parece haber
podido salir sólo de mí. De lo que hay que concluir que Dios necesariamente existe.
Porque aun cuando exista en mí la idea de substancia por el mismo hecho de que soy
substancia, no existiría la idea de substancia infinita, siendo yo finito, si no procediese de
alguna substancia infinita en realidad. No debo pensar que yo no percibo el infinito por
una idea verdadera, sino tan sólo por la negación de lo finito, como percibo la quietud y las
tinieblas por la negación del movimiento y de la luz. Al contrario, veo manifiestamente
que hay más realidad en la substancia infinita que en la finita, y por lo tanto existe primero
en mí la percepción de lo infinito, es decir, de Dios, que de lo finito, es decir, de mí mismo.
¿Cómo podría saber que yo dudo, que deseo, es decir, que me falta algo, y que no soy en
absoluto perfecto, si no hubiese una idea de un ser más perfecto en mí, por cuya comparación
conociese mis defectos?

R. Descartes, Meditaciones metafísicas, Tercera meditación

-Prueba de la existencia de Dios

No es de extrañar que Dios, al crearme, haya puesto en mí esa idea [la de un ser perfecto],
como el signo del artífice impreso en su obra, y no es necesario que ese signo sea una cosa
diferente de la obra en sí. Sólo del hecho de que Dios me haya creado, es muy verosímil que
haya sido hecho en cierto modo a su imagen y semejanza, y esa semejanza, en la que está
contenida la idea de Dios, la perciba por la misma facultad con que me percibo a mí
mismo: es decir, cuando concentro mi atención en mí, no solamente considero que soy una
cosa incompleta y dependiente de otra, una cosa que aspira indefinidamente a lo mayor o
mejor, sino que también reconozco que aquel de quien dependo posee estas cosas mayores
no indefinidamente y en potencia, sino en realidad y en grado infinito, y que, por
tanto, es Dios. Toda la fuerza del argumento reside en admitir que no puede ser que yo
exista, siendo de tal natura-leza como soy, a saber, teniendo en mí la idea de Dios, si Dios no
existiera también en realidad, Dios, repito, cuya idea poseo, es decir, que tiene todas las
perfecciones (que no puedo comprender, si bien las alcanzo en cierto grado con el
pensamiento), sin estar sujeto a ninguna imperfección.

R. Descartes, Meditaciones metafísicas, Tercera meditación

-Las demás certezas

Ya me parece ver algún camino por el cual se llegue al conocimiento de las demás
cosas, partiendo de la contemplación del verdadero Dios, en el que se encuentran todos
los tesoros de las ciencias y de la sabiduría.
Primeramente, reconozco que no puede suceder que Él me engañe alguna vez. Y
aunque poder engañar parezca ser una prueba de poder o de inteligencia, sin duda
alguna querer engañar testimonia malicia o necedad, y por lo tanto no se encuentra en Dios.
A continuación experimento que hay en mí una cierta facultad de juzgar, que he
recibido ciertamente de Dios, como todas las demás cosas que hay en mí; y puesto que Aquél
no quiere que yo me equivoque, no me ha dado evidentemente una facultad tal que me
pueda equivocar jamás mientras haga uso de ella con rectitud.

R. Descartes, Meditaciones metafísicas, Cuarta meditación

-Las cosas materiales: la extensión

Primeramente, antes de averiguar si existen tales cosas fuera de mí, debo considerar sus
ideas en tanto que existen en mi pensamiento, y ver cuáles entre ellas son definidas,
cuáles confusas.
Me imagino definidamente la cantidad (que generalmente llaman cantidad continua los
filósofos) o la extensión de esa cantidad, o mejor dicho de la cosa cuanta en longitud,
anchura y profundidad; distingo varias partes en ella y asigno a esas partes cualesquiera
magnitudes, figuras, situaciones y movimientos locales y duraciones cualesquiera a esos
movimientos. No solamente estas cosas, vistas en general, me son conocidas y obvias, por
poca atención que preste, sino que también percibo un sinfín de particularidades sobre
la figura, el número, el movimiento, etcétera, cuya verdad es tan perspicua y tan evidente a
mi naturaleza, que cuando las descubro por primera vez no me parece aprehender algo
nuevo, sino acordarme de lo que ya sabía, o advertir cosas que existían en mí antaño, aunque
no hubiese concentrado en ellas la visión de mi mente. Lo que me parece que ahora he de
tratar especialmente es el hecho de que encuentro en mí innumerables ideas de ciertas
cosas que, aun cuando tal vez no existan fuera de mí, no se puede decir por ello que
no sean nada; y aunque las piense a mi arbitrio, no las invento yo, sino que tienen una
naturaleza verdadera e inmutable. Cuando, por ejemplo, me imagino un triángulo, aunque
quizá tal figura no exista fuera de mi pensamiento en ninguna parte, posee sin embargo una
determinada naturaleza, o esencia, o forma, inmutable y eterna, que ni ha sido creada
por mí, ni depende de mi mente; como se evidencia del hecho de que se puedan
demostrar varias propiedades de este triángulo, a saber, que sus tres ángulos son iguales
a dos rectos, que el máximo ángulo está colocado junto al máximo lado, y otras semejantes
que he de reconocer quiera o no, aunque no haya pensado sobre ellas antes de ningún
modo cuando me imaginé el triángulo, ni en consecuencia las haya yo inventado.

R. Descartes, Meditaciones metafísicas, Quinta meditación

-La idea de Dios y la extensión

Pero una vez que he percibido que Dios existe, habiéndome al mismo tiem-po dado cuenta de
que todo depende de Él, y de que Él no es engañador, y habiendo deducido de ello que todo
lo que percibo clara y definidamente es cierto, resulta que, aunque ya no siga yo atendiendo a
las razones por las que he juzgado que esto es verdad, sólo con que recuerde haberlo
percibido clara y definidamente, no se puede aducir ningún argumento en contra que me
induzca a dudar, sino que tengo una ciencia verdadera y cierta sobre ello. Y no sólo sobre esto,
sino también sobre todo lo que recuerdo haber demostrado alguna vez, como sobre las
cuestiones geométricas y otras por el estilo. ¿Qué se me puede objetar ahora? ¿Que yo he sido
creado para ser siempre engañado? Con todo, ya sé que no me puedo equivocar en lo que
percibo evidentemente. ¿Que otras veces he aceptado yo muchas cosas por ciertas y
verdaderas que he juzgado después que eran falsas? Pero no había percibido ninguna de ellas
clara y definidamente, sino que, desconociendo la regla de esta verdad, las había
aceptado por otras razones que descubrí después que eran menos firmes. (¿Qué se me
objetará entonces? ¿Que sueño quizá (como me he objetado anteriormente) y que todo lo
que pienso no es más cierto que lo que se aparece a un hombre que está dormido? Muy al
contrario, nada cambia esta suposición, puesto que, aunque estuviese soñando, si hay algo
evidente para mi mente, es absolutamente cierto. Por lo tanto, veo que la certidumbre y
la verdad de toda ciencia dependen tan sólo del conocimiento de Dios, de modo que
nada podría conocer perfectamente antes de que lo hubiera conocido a Él. Mas ahora puedo
conocer y cerciorarme de innumerables cosas, no sólo acerca de Dios mismo y de las
demás cosas intelectuales, sino también acerca de toda esa naturaleza corpórea que es el
objeto de la matemática pura.

R. Descartes, Meditaciones metafísicas, Quinta meditación


TEXTOS SOBRE DESCARTES
(Textos de otros autores para entender mejor a Descartes.)

-Descartes y la época moderna:

Con Descartes entramos en rigor (...) en una filosofía propia e independiente, que sabe que
procede sustantivamente de la razón y que la conciencia de sí es un momento esencial de la
verdad. Esta filosofía erigida sobre bases propias y peculiares abandona totalmente el terreno
de la teología filosofante, por lo menos en cuanto al principio, para situarse del otro lado.
Aquí, ya podemos sentirnos en nuestra casa y gritar, al fin, como el navegante después de una
larga y azarosa travesía por turbulentos mares: “¡tierra!”

G. W. F. Hegel, Lecciones sobre la Historia de la Filosofía, III, FCE, p. 252.

-La matematización

Esta confianza, avalada por la revolución galileana, en que las deducciones matemáticas pueden
darnos las claves de la estructura real del mundo es recogida por Descartes. En el propio
Discurso del método, Descartes comienza haciendo un repaso de todas las presuntas ciencias
estudiadas en las escuelas más célebres (“donde pensaba que debía haber hombres sabios si es
que los hay en algún lugar de la Tierra”) y su frustración al descubrir que todas se edificaban
sobre cimientos muy poco firmes (y, por lo tanto, era imposible construir nada sólido sobre
ellos). (…)
En efecto, las ventajas de las matemáticas frente a todas las demás ciencias son evidentes: en
primer lugar, “la certeza y evidencia de sus razones”. Todo aquello que se demuestra
matemáticamente no deja margen para disputas o distintas opiniones. Cuando se demuestra
que el cuadrado de la hipotenusa es igual a la suma del cuadrado de los catetos o que los
ángulos de un triángulo suman lo mismo que dos ángulos rectos, no hay implicada ninguna
opinión ni nada dudoso. Podríamos decir que da igual quién realice esa deducción o ese
razonamiento porque, si se trata de un verdadero razonamiento, es algo que obliga por igual a
todos los seres humanos y, por lo tanto, algo cuya verdad debe ser admitida por cualquiera en
los mismos términos. Todo lo que se construye a través de deducciones matemáticas tiene el
sello de ese tipo extraño de autoridad (que, como decíamos, es una autoridad superior incluso
a la del rey de los persas) a la que podemos llamar razón y que se impone sobre todo el mundo
por el simple hecho de ser evidentemente verdad. Esa posibilidad de ocupar el lugar de
cualquier otro (en lo relativo al orden teórico) es algo que, sin duda, se pone de manifiesto
cuando se realiza cualquier deducción en el ámbito de la aritmética o la geometría.
La otra ventaja evidente es que para ocupar el lugar de la autoridad suprema (en el orden de la
verdad), es decir, para poder ocupar el lugar de cualquier otro en el orden del conocimiento,
no necesitamos buscar en ningún sitio distinto de nosotros mismos. La historia completa de
las matemáticas consiste en larguísimas cadenas de razonamientos que, en principio, sería
posible que cualquiera hubiera producido por sí mismo. En el límite, uno podría imaginar
que si Euclides se hubiera encerrado en su habitación con suficientes lápices, suficiente papel
y suficiente paciencia (una paciencia de 2300 años) podría haber deducido por su cuenta lo
que hoy se investiga en las facultades de matemáticas, y habría llegado a las mismas
conclusiones que cualquiera porque basta la propia razón para deducirlas.

L. Alegre Zahonero, El lugar de los poetas. Un ensayo sobre estética y política, Madrid: Akal,
2017, pp. 89-90

-El racionalismo cartesiano

Se debe tener en cuenta que el Discurso del método es el prólogo a tres ensayos de dióptrica,
meteoros y geometría. Lo que deslumbra a Descartes es que, procediendo al modo como se
construye en aritmética y geometría, no sólo es posible conocer con certeza relaciones y
proporciones entre meros números y figuras (que, en definitiva, pueden entenderse como
construcciones de nuestro propio entendimiento) sino que los fenómenos del mundo mismo
(como, por ejemplo, la refracción de la luz) parecen dejarse conocer del mismo modo. No hay
forma de sostener que la luz sea una construcción del propio entendimiento y, sin embargo, al
igual que ocurre en aritmética y geometría, parece que basta razonar para conocer las leyes
según las cuales se comporta.
La frustración de Descartes al estudiar matemáticas era que sobre “cimientos tan firmes y
sólidos, no se hubiese construido nada más elevado” y su principal descubrimiento (o, si se
prefiere, el principal descubrimiento de Galileo) es que, según parece, es posible deducir
racionalmente cómo se comportan las cosas reales del mundo.
Esto, evidentemente, sólo es posible sobre la confianza en que el mundo mismo sea una
totalidad racionalmente ordenada. Ahora bien, el descubrimiento de que es posible, por
medio de la mera razón, conocer las leyes que rigen las cosas reales del mundo es, sin duda, un
aval bastante contundente para sostener esa confianza en que el mundo, en efecto, tiene una
estructura racional.

L. Alegre Zahonero, El lugar de los poetas. Un ensayo sobre estética y política, Madrid: Akal, pp.
91-92.

-La certeza

Para lograr el “milagro” de Copérnico o Galileo, a saber, construir matemáticamente la que


resulta ser la estructura real del mundo, basta poner entre paréntesis y desactivar, por
supuesto, “lo que otros hayan pensado”, pero también “lo que nosotros mismos
conjeturemos”. Resulta fundamental desechar como criterio de verdad cualquier argumento
de autoridad. Los sabios no sólo no se ponen de acuerdo entre sí (no es fácil encontrar una
sola opinión sostenida por algún sabio que no tenga a alguien igualmente docto defendiendo
lo contrario), sino, lo que es más grave, incluso en las cosas en las que parecían estar todos de
acuerdo (como, por ejemplo, la validez de la física de Aristóteles) puede ocurrir que,
engañados por la sensibilidad, estén todos igualmente equivocados durante siglos.
Pero los argumentos de autoridad y las opiniones de los sabios no son el único obstáculo. Para
conquistar el conocimiento verdadero es fundamental protegernos también de “lo que
nosotros mismos conjeturemos”. Limitarnos a aceptar como válido sólo “lo que podamos
intuir clara y evidentemente o deducir con certeza” exige ante todo aislar y neutralizar
nuestras propias opiniones y todas las cosas que, teniéndolas nosotros por verdaderas, puede
que no tengan más que una validez meramente subjetiva y privada. Y, a este respecto, la
principal fuente de engaño es la sensibilidad. Pocas cosas nos resultan tan obvias como las que
percibimos directamente a través de los sentidos. Y, sin embargo, no están en condiciones de
garantizarnos la verdad de lo que nos muestran. No resulta difícil imaginar hasta qué punto
debió de ser impactante comprobar que la certeza sensible es la responsable del mayor fiasco
que ha conocido la historia: si hay algo que la sensibilidad muestra con certeza es que el sol
gira alrededor de la Tierra (lo vemos salir todas las mañanas y ponerse todas las tardes) y que la
Tierra está quieta (basta mirar al suelo para saberlo). Pero incluso esta evidencia de la
sensibilidad resulta ser falsa. Lo único que se ha revelado como verdadero es lo que, al margen
y en contra de la evidencia sensible, la razón ha logrado deducir con certeza.

L. Alegre Zahonero, El lugar de los poetas. Un ensayo sobre estética y política, Madrid: Akal,
2017, pp. 95-96

-El método

La preocupación por el método constituye, como se sabe, un interés generalizado de la época,


que ha nacido especialmente en el campo de la investigación científica. Pero en Descartes,
además y sobre todo, el método viene requerido como la exigencia del espíritu crítico que
necesita enfrentarse con el legado cultural e histórico, tanto para sopesarlo en su verdad y
funcionalidad para el momento histórico presente, como para determinar el desde dónde y el
modo de toda ulterior y futura valoración del quehacer científico e interpretación de lo real,
así como para las exigencias y la finalidad que debe cumplir el saber. El método no se presenta
y juega, pues, como algo meramente “metodológico”, sino que su íntima vocación y exigencia
es antropológica, y por lo tanto necesariamente práctica, pues lo cuestionado es el moi-même
[mí mismo] y su orientación práctica, y por ello obligadamente teórica, en el mundo.

J. M. Navarro Cordón, “Introducción” a R. Descartes, Reglas para la dirección del espíritu,


Madrid: Alianza, 2003, p. 27.

-La certeza

Lo primero en Descartes es preguntarse en qué consiste la legitimidad de afirmar algo, esto es,
cuándo, por qué, bajo qué condiciones, estamos legitimados para decir que algo es algo. La
posición de la pregunta comporta de suyo la de un inicio de respuesta: la legitimidad consiste
en la certeza, y ésta es la indubitabilidad, la imposibilidad de dudar. Por imposibilidad de
dudar no se entiende la imposibilidad que hoy llamaríamos “psicológica” o “subjetiva”, sino la
imposibilidad absoluta; esto es: no se trata de que uno de hecho no pueda dudar, tal como yo
quizá no pueda, por más que me empeñe, dudar de que en ese momento estoy dando una
clase, con personas frente a mí, una tiza en la mano, etc.; todo eso, en términos absolutos o,
quizá mejor dicho, en sí mismo, es dudable, puesto que cabe pensar una hipótesis alternativa,
por ejemplo: que yo en realidad sólo esté soñándolo o padezca una alucinación. Así, pues, la
concepción cartesiana de la validez como certeza y de ésta como indubitabilidad no
“subjetiviza” ni “psicologiza” nada, ya que no se refiere a si uno es o no es capaz del hecho de
dudar, sino a si ello mismo en sí mismo (en términos absolutos) es dudable.
Indubitabilidad en este sentido es algo que, de las ciencias con las que se encuentra en la
cultura dada, Descartes sólo encuentra en “la aritmética y la geometría” (luego veremos qué
ocurre con la lógica). En efecto, la hipótesis alternativa del sueño o la alucinación o similares,
antes mencionada, no afecta a que dos y dos sean cuatro o a que un triángulo no pueda tener
dos ángulos rectos u obtusos, pues la imposibilidad de representarse una alternativa a estas
tesis es igualmente rigurosa en sueño que en vigilia y en alucinación que en percepción
normal. Lejos de concluir de ahí que la matemática es la única ciencia, lo que Descartes hace
es preguntarse a qué características de uno(s) u otro(s) modo(s) de saber está vinculado esto
que de entrada aparece como un privilegio de la matemática, esa certeza (indubitabilidad) de
cierto saber y esa incerteza (dubitabilidad en términos absolutos) de los otros.

F. Martínez Marzoa, Historia de la filosofía, vol. II, Madrid: Istmo, 2000, pp. 38-39

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