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Federico Engels

PRINCIPIOS DE COMUNISMO

J. Plcjanov

CONCEPCION MATERIALISTA
DE LA HISTORIA

EL PAPEL DEL INDIVIDUO


EN LA HISTORIA
PRESENTACION

Presentam os a nuestros lectores u n pequeño com­


pendio de orden didáctico acerca del presente volu­
men.
En prim er lugar, publicamos el cuestionario de
Engels sobre los asuntos fundam entales del marxismo,
que, en form a sencilla, inicia al m ilitan te de la causa
popular en el conocimiento ordenado y claro del A B C
del marxismo.
Com plem entam os este Lrabajo con dos folletos di­
dácticos de Flejanov, que tam bién h an servido, d u ra n ­
te generaciones, a los trabajadores p ara esclarecer pro­
blemas de enfoque revolucionario de cuestiones ta n
candentes como las diferencias en tre el héroe y la m a­
sa, destacando el papel siempre concluyente de esta ú l­
tim a, De otra parte, los rasgos esenciales de la sociedad
y fenómenos se esclarecen en un sencillo ensayo sobre
el m aterialism o histórico, en que el análisis de las cla­
ses sociales y su significado p a ra la política nos ofrece
un método definido y certero.
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Federico Engels
PRINCIPIOS DE COMUNISMO

1.3 pregunta: — ¿Qué es el comunismo?


Respuesta: —El comunismo es la doctrina de las
condiciones de la liberación del proletariado.
2.3 pregunta: — ¿Qué es el proletariado?
R espuesta; —El proletariado es la clase de la socie­
dad que gana su subsistencia exclusivam ente con la
venta de su trabajo, no en interés de un capital cual­
quiera, y cuyas condiciones de existencia y la existen­
cia misma dependen de la dem anda de trabajo y, por
consecuencia, de la sucesión de los períodos de crisis y
de prosperidad industrial, de las oscilaciones de una
competencia desenfrenada. El proletariado o clase de
los obreros es, en una palabra, la clase trab ajad o ra de
la época actual.
3.3 preg u n ta: — ¿No ha habido, pues, proletarios
en todos los tiempos?
Respuesta: —No. Siem pre ha habido pobres y
clases trabajadoras. Las clases trabajadoras han sido,
casi siem pre, pobres. Pero pobres, obreros que vivan
en las condiciones que acabamos de indicar, es decir,
proletarios, no ha habido siem pre, así como tampoco la
com petencia ha sido siem pre libre y desentrenada.
4.3 p regunta: —¿Cómo apareció el proletariado?
Respuesta: ■ —El proletariado apareció a causa de
la revolución industrial que se produjo en In g laterra
d u rante la segunda m itad del siglo X VIII y que se ha
repetido después en todos los países civilizados del
mundo. E sta revolución in d u strial fue provocada por la
invención de la m áquina de vapor, de varias m áquinas
de hilar, del te la r m ecánico y de toda una serie de di­
versos aparatos mecánicos. Estas m áquinas, que eran
caras y, por consiguiente, sólo los grandes capitalistas
podían procurarse, transform aron por completo todo el
antiguo sistem a de producción y elim inaron a los a n ti­
guos artesanos, ya que fabricaban las m ercancías m ejor
y m ás baratas que lo que podían hacerlo los artesanos
con sus groseros instrum entos. Esto explica por qué la
introducción de las m áquinas puso a la in d u stria en te ­
ram ente en m anos de los grandes capitalistas y arre b a ­
tó todo su valor a la pequeña propiedad artesana
{instrum entos, telares, etc.), de modo que los capitalis­
tas lo tuvieron todo en seguida entre sus m anos y los
obreros no tuvieron nada. El sistem a de la fábrica fue
introducido prim ero en la in d u stria del vestido. Des­
pués, u na vez dado el p rim er impulso, el sistem a se
extendió rápidam ente a las dem ás ra m a s.d e la indus­
tria, en especial a la im p ren ta, a la alfarería y a la
m etalurgia. Cada vez fue más repartido el trab a jo en ­
tre los diferentes obreros, de tal suerte que el obrero,
que hasta entonces había hecho un trab a jo completo,
no hizo en adelante m ás que una parte. Gracias a esta
división del trab ajo los productos pudieron ser fabrica­
dos con m ayor rapidez y, p o r consecuencia, más b a ra ­
tos. Se redujo la actividad de cada obrero a un sim ple
gesto mecánico constantem ente repetido, que podía ser
hecho tan bien o m ejor por una m áquina. Todas las
ram as de la producción, u n a tras otra, cayeron bajo la
dom inación del m aqum ism o y de la gran industria,
como habían caído el tejido y la hilandería. El resulta-
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do de esto fue que pasaron del todo a manos de íos
grandes capitalistas y los obreros perdieron con ello lo
que Ies quedaba de independencia. Poco a poco, adem ás
de la m anufactura propiam ente dicha, la in d u stria de
los artesanos cayó cada vez m ás bajo el dominio de la
gran industria, en el sentido de que los grandes capita­
listas, al instalar grandes talleres en los que los gastos
generales eran m enores y el trabajo podía ser tam bién
dividido, elim inaron paulatinam ente a los pequeños
productores independientes. Esto explica por qué, en
los países civilizados, casi todas las ram as de la produc­
ción han sido incorporadas al sistem a de la gran indus­
tria y por qué en todas las ram as industriales la p ro ­
ducción artesanal y la producción m an u factu rera han
sido elim inadas por la gran industria. Y es esto lo que
explica tam bién la ruina, más y más pronunciada, de la
antigua clase inedia, la com pleta transform ación de la
situación de los obreros y la constitución de dos nuevas
clases que engloban poco a poco a todas las demás, a
s a b e r:
1. ^ La clase de los grandes capitalistas, que e
ya en todos los países civilizados en posesión exclusiva
de todos los medios de existencia y de las m aterias
prim as e instrum entos (m áquinas, fábricas) necesa­
rios para la producción de los medios de existencia; es
ésta la clase de los burgueses o burguesía.
2. ? La clase de los que no poseen nada y es
obligados a vender su trabajo a los burgueses, p ara r e ­
cibir de ellos los medios de subsistencia necesarios p ara
su sostenim iento; es ésta la clase de los proletarios o
proletariado.
5.? pregunta: — ¿En qué condiciones se realiza es­
ta venta de trabajo de los proletarios a la burguesía?
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R espuesta: ■
—E l tra b a jo 1 es una m ercancía coniü
cualquier o tra y su precio es, por consecuencia, fijado
según las mism as leyes que el de cualquier o tra m er­
cancía. El precio de una m ercancía bajo la com petencia
de la gran industria, o de la com petencia libre —lo que
viene a ser lo mismo, como tendrem os ocasión de
ver-—, es siem pre igual, por térm in o medio, al costo de
producción de esta m ercancía. El precio del trab ajo es,
pues, tam bién, igual al costo de producción del trabajo.
P ero el costo de producción del trab ajo consiste preci­
sam ente en la cantidad de m edios de subsistencia indis­
pensables para poner al obrero en condiciones de
continuar trabajando y no d ejarle m orir. El obrero no
recibirá, pues, por su trab a jo m ás que el m ínim um ne­
cesario para este objeto. El precio del trab ajo o sala­
rio será, por lo tanto, el m ínim um necesario p a ra el
sostenim iento de la vida. P ero, como los negocios son
tan pronto buenos como malos, recibirá unas veces
más y otras menos, así como el fabricante recibirá unas
veces más y otras menos p o r sus m ercancías. P ero
igual que el fabricante, en el prom edio de los buenos
o m alos negocios, no recibe p o r sus m ercancías ni más
ni menos que el costo de su producción, así el obrero
no recibirá, por térm ino medio, ni más ni m enos que
este m ínim um . Y esta le y económ ica del salario es tanto
m ás severam ente aplicada cuanto más fu ertem en te pe­
n etra la gran industria en todas las ram as de la produc­
ción.
6.* p reg u n ta : — ¿Q ué clases trab ajad o ras había
antes de la revolución ind u strial?

'Observemos que Engels, como Marx, en La Ideología


Alemana y en Miseria ele la Filosofía, emplea todavía la ex­
presión “trabajo”, en lugar de “fuerza de trabajo”, (N. de
la Red.)
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Respuesta: — Las clases trabajadoras, según las
lases del desenvolvim iento de la sociedad, han vivido
en distintas condiciones y ocupado posiciones diferentes
respecto a las clases poseedoras y dominantes. En la
Antigüedad, los trabajadores eran esclavos de los posee­
dores, como lo son todavía en un gran núm ero de países
atrasados e incluso en los Estados m eridionales de los
Estados Unidos de A m érica.1 En la Edad Media eran
siervos de la aristocracia agraria, como lo son hoy
todavía en H ungría, en Polonia y en Rusia. En la Edad
Media y hasta la revolución industrial había además, en
las ciudades, compañeros, que trabajaban al servicio de
los artesanos pequeñoburgueses y, poco a poco, a m edi­
da del desenvolvim iento de la m anufactura, aparecie­
ron obreros de m anufactura que eran ocupados ya por
los grandes capitalistas.
7.“ pregunta: ■—-¿En qué se distingue el obrero del
esclavo?
R espuesta: —El esclavo es vendido de una vez pa­
ra siempre. El obrero tiene que venderse cada día, e
incluso cada hora. El esclavo aislado, propiedad de su
dueño, y en interés de éste, tiene ya una existencia
asegurada, por m iserable que sea. El proletariado, pro­
piedad, por decirlo así, de toda la clase burguesa, y
cuyo trabajo no se com pra más que cuando se tiene
necesidad de él, no tiene la existencia asegurada. Esta
existencia no está asegurada más que a la clase obrera
en tera como clase. El esclavo está fuera de la com peten­
cia. El proletario está de lleno en la competencia y

‘Esto fue escrito en 1847, es decir, veintiséis años antes


de la Guerra de Secesión, que suprimió la esclavitud en los
Estados Unidos. Además, en la época en que Engels escribía
esto, la esclavitud subsistía todavía en algunas colonias fran­
cesas y en el Brasil, donde no fue suprimida hasta 1887. (N.
de la Red.)
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sufre todas las oscilaciones de ella. El esclavo es consi­
derado como una cosa, no como un m iem bro de la
sociedad civil. El proletario es reconocido como perso­
na, .como m iem bro de la sociedad civil. El esclavo
puede, pues, tener una existencia m ejor que la del
proletario, pero este últim o pertenece a una etapa supe­
rio r del desenvolvim iento de la sociedad y se encuentra
en un nivel más elevado que el esclavo. E ste últim o se
lib erta suprim iendo, de todas las relaciones de la pro­
piedad privada, solam ente la relación de esclavitud y se
transform a así en proletario. El p roletario no puede
lib ertarse más que suprim iendo la propiedad privada.
8. ? pregunta: — ¿En qué se distingue el prolet
del siervo?
R espuesta: —El siervo tiene la propiedad y el dis­
fru te de un instrum ento de producción, o de un ped a­
zo de tierra, contra entrega de una p arte del producto
o a cambio de algún trabajo. El proletario trab aja con
los instrum entos de producción de otro, por cuenta de
éste y contra la recepción de una p arte del producto.
El siervo da, el proletario recibe. El siervo tiene una
existencia asegurada, el proletario no la tiene. El siervo
está colocado fuera de la competencia, el p roletario está
en medio de ella, El siervo se lib erta, bien refugiándose
en las ciudades y transform ándose allí en artesano, bien
dando a su amo dinero en lugar de trabajo y productos
y transform ándose en un colono libre, bien expulsando
su señor feudal y haciéndose él mismo propietario; en
resum en, entrando, de una m anera u otra, en la clase
poseedora y en la competencia. El proletario se liberta
suprim iendo la propia competencia, la propiedad p riv a­
da y todas las diferencias de clase.
9, ? p reg u n ta: — ¿En qué se distingue el prolet
del artesano?
R espuesta; —En los antiguos oficios, después de
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term inar el aprendizaje, el joven artesano no era gene­
ralm ente más que un asalariado, que se transform aba
a su vez en dueño después de cierto número de años,
m ientras que el proletario es casi siem pre un asalariado
toda su vida. El artesano que no era todavía dueño, era
compañero de éste, vivía en su casa y comía en su me­
sa; m ientras que el proletario no tiene con su patrono
más que una simple relación de dinero. El compañero
en el oficio pertenecía a la misma categoría social que
su dueño y com partía sus costumbres, m ientras que el
proletario está socialmente separado de su patrono, el
capitalista, por todo un mundo de diferencias de clase.
Vive en otro medio, de una m anera por entero distinta
de él. Sus concepciones son totalm ente diferentes de las
del patrono. El artesano se servía de su trabajo, de un
instrum ento que era en general de su propiedad, o po­
día, en todo caso, llegar a serlo, m ientras que el prole­
tario se sirve de una m áquina o de una p arte de todo
un sistema de máquinas, que no es de su propiedad ni
puede llegar a serlo. El artesano fabricaba casi siempre
un objeto completo y tenía siem pre una im portancia
decisiva para la construcción de este objeto la destreza
con que se servía del instrum ento, m ientras que el
proletario no fabrica más que una parte del artículo,
no hace más que participar en la ejecución de un proce­
so parcial de trabajo para la fabricación de esta parte,
y su destreza personal pasa a un segundo plano, des­
pués del trabajo de la m áquina Su habilidad es, fre­
cuentem ente, más im portante en cuanto a la cantidad
que en cuanto a la composición de las partes de los
objetos fabricados por él. El artesano, como su amo,
estaba protegido durante generaciones enteras contra
la competencia, por las prescripciones corporativas o
por la costumbre, m ientras que el proletario debe unir­
se a sus cam aradas o recu rrir a la ley para no ser aplas-
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lado por la competencia. El excedente de la oferta de
fuerza de trabajo le aplasta a él, y no a su patrono. El
artesano era, como su amo, limitado, estrecho, sometido
al espíritu de casta, adversario de toda novedad, m ien­
tras que el proletario tiene que recordar a cada instante
que los intereses de su clase son profundam ente distin­
tos de los de la clase capitalista. La conciencia de clase
sustituye en él al espíritu de casta y com prende que el
m ejoram iento de la situación de su clase no puede bus­
carse más que en el progreso de la sociedad. El artesano
era, en resum en, reaccionario, incluso cuando se rebela­
ba, y la m ayor p arte de las veces precisam ente a causa
de esto, m ientras que ei proletario se ve obligado a ser
cada vez más revolucionario. El prim er progreso social
contra el que se levantó el artesanado reaccionario fue
la m anufactura, es decir, la subordinación del oficio
— tanto m aestro como com pañero— al capital m ercan­
til, que se escindió de inm ediato en capital com ercial y
en capital industrial.
10.^ pregunta: — ¿En qué se distingue el proletario
del obrero de m anufactura?
Respuesta: —El obrero de m anufactura de los si­
glos XVI al XVIII tenía todavía en su poder, casi siem­
pre, un instrum ento de trabajo, su telar, su tornó de
hilar para la familia, un pequeño campo que cultivaba
d u rante sus horas de ocio. El proletario no tiene nada
de esto. El obrero de m anufactura vivía casi siem pre en
el campo y sostenía relaciones más o menos p atriarca­
les con su propietario o su patrono. El proletario vive
en las grandes ciudades y no tiene con su patrono más
que una simple relación de dinero. La gran industria
arranca al obrero de m anufactura a sus relacione*; pa­
triarcales, pierde la pequeña propiedad que !<■ quedaba
todavía y se transform a en proletario.
lió ' pregunta: — ¿Cuáles fueron las consecuencias
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directas de la revolución industrial y de la división de
la sociedad en burgueses y proletarios?
R esp u esta: —En prim er lugar, fue destruido del
todo el viejo sistem a de la m anufactura o de la indus­
tria que descansa en el trab ajo m anual, a causa de la
dism inución de los precios de los productos industriales
realizada en todos los paises como consecuencia de la
introducción del maqumismo. Todos los países semi­
bárbaros, que hasta entonces hablan perm anecido más
o menos al m argen del desenvolvim iento histórico y
cuya industria reposaba sobre el sistem a de la m anu­
factura, fueron violentam ente arrancados de su aisla­
miento. C om praron m ercancías inglesas baratas y
dejaron m orir de ham bre a sus propios obreros de
m anufactura. Así, países que no habían realizado n in ­
gún progreso desde hacía siglos, tales como la India,
fueron com pletam ente revolucionados y la propia C hi­
na se encam ina ahora hacia una revolución. La inven­
ción de una nueva m áquina en In g laterra puede tener
por resultado condenar al ham bre, en el espacio de
algunos años, a millones de obreros chinos. De esta
m anera, la gran industria ha ligado unos a otros a todos
los pueblos de la T ierra, transform ando todos Jos m er­
cados locales en un vasto mercado m undial; ha in tro d u ­
cido en todas partes el progreso y la civilización, y
resu lta que todo lo que pasa en los países civilizados
tiene necesariam ente sus repercusiones en los dem ás
paises, de su erte que, si ahora los obreros se lib ertan en
In g laterra o en Francia, esto debe ten er como conse­
cuencia las revoluciones obreras en todos los dem ás
paises.
En segundo lugar, la sustitución de la producción
m an u factu rera por la gran industria ha tenido por re ­
sultado un extraordinario desenvolvim iento de la b u r­
guesía, de sus riquezas y de su poder y ha hecho de ella
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la p rim era clase de la sociedad. En todas partes donde
esto se ha producido, la burguesía se ha adueñado del
poder político, destruyendo a las clases hasta entonces
dom inantes: la aristocracia y el patriciado, así como
la m onarquía absoluta que rep resen tab a a las dos. La
burguesía destruyó el poder de la aristocracia, de la
nobleza, aboliendo los mayorazgos, es decir, la inalie-
nabilidad de la propiedad ag raria, así como todos los
privilegios feudales. D estruyó el poder del patriciado,
suprim iendo todas las corporaciones y todos los priv i­
legios corporativos. Y los sustituyó con la com petencia
líbre, es decir, un estado de la sociedad en que cada uno
tiene el derecho de ejercer la ram a de actividad que le
plazca y en el que no le puede d eten er en esta actividad
más que la falta de capital necesario. La introducción
de la libre com petencia es, p o r consecuencia, la procla­
m ación pública de que, en lo sucesivo, los m iem bros de
la sociedad no son desiguales m ás que en la m edida en
que son desiguales sus capitales, y de que el capital es
el poder decisivo, y así los capitalistas, los burgueses,
se han transform ado en la prim era clase de la socie­
dad. P ero la com petencia lib re es indispensable al
principio al desenvolvim iento de la g ran industria,
porque es e l único régim en q u e le perm ite estab le­
cer él predom inio sobre los dem ás modos de p ro ­
ducción económica. Después d e haber destruido el po­
d er social de la nobleza y del patriciado, la burguesía
d estruyó tam bién su poder político. En cuanto llega a
ser la prim era clase desde el p u n to de vista económico,
quiere ser tam bién la p rim era clase desde el punto de
vista político. Y lo consigue por medio de la in tro d u c­
ción del sistem a represen tativ o , que reposa en la igual­
dad burguesa ante la ley y en el reconocim iento legal de
la com petencia libre, y fue establecido en los países
europeos en la form a de m onarquía constitucional. En
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estas m onarquías constitucionales no tienen derecho a
voto más que los que poseen cierto capital; por conse­
cuencia, solam ente los burgueses. Los electores burgue­
ses eligen diputados burgueses y éstos, a su vez eligen,
por medio del derecho a rechazar créditos, un gobierno
burgués.
En tercer lugar, el proletariado se desarrolló en
todas partes siguiendo el desenvolvim iento de la propia
burguesía. A m edida que la burguesía se enriquecía,
aum entaba el núm ero de proletarios, porque, teniendo
en cuenta que los proletarios no pueden ser ocupados
más que por el capital y el capital no puede crecer más
que ocupando a los obreros, se desprende de esto qüe el
aum ento del proletariado es paralelo al aum ento del
capital. El desenvolvim iento de la burguesía tiene tam ­
bién por resultado agrupar tanto a los burgueses como
'a los proletarios en grandes aglomeraciones en las cua­
les la industria es practicada con las mayores ventajas,
y dar al proletariado, por esta concentración de gran ­
des masas en un reducido espacio, la conciencia de su
fuerza. P or otra parte, cuanto más se desarrolla el
capital más se inventan nuevas m áquinas que elim inan
el trabajo m anual, más tendencia tiene la industria,
como ya hemos dicho, a reb ajar a su mínimo el salario,
haciendo así la situación del proletariado cada vez más
precaria. De este modo, el esfuerzo de la burguesía
prepara, gracias al creciente descontento y al desenvol­
vimiento del poder del proletariado, una revolución
social proletaria.
12.^ pregunta: — ¿Qué otras consecuencias tuvo la
revolución industrial?
Respuesta: —Con la m áquina de vapor y otras
máquinas, la gran industria creó los medios de aum en­
ta r con rapidez y pocos gastos, hasta el infinito, la
producción industrial. La competencia lib re im puesta
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por esta gran industria, a causa de esta facilidad de la
producción, tomó un carácter extraordinariam ente vio­
lento. Un considerable número de capitalistas se lanzó
a la industria y se produjo en seguida más de lo que se
podía consumir. La consecuencia de esto fue que las
mercancías fabricadas se acumularon, lo que produjo
una crisis comercial. Las fábricas tuvieron que detener
el trabajo, los fabricantes quebraron y los obreros fue­
ron condenados al hambre. Resultó de esto una gran
miseria en todas partes. Al cabo de algún tiempo, ven­
didos los productos superfluos, las fábricas comenzaron
de nuevo a trabajar, aum entaron los salarios y, poco a
poco, reanudaron su curso los negocios, pero no por
mucho tiempo, porque otra vez se produjeron demasia­
das mercancías y hubo una nueva crisis, que tomó
exactam ente el mismo curso que la anterior. Asi es
como, desde el comienzo de siglo, el estado de la indus­
tria ha oscilado sin cesar entre periodos de prosperidad
y periodos de crisis que se producen casi regularm ente
cada cinco o siete años, arrastrando cada vez a los obre­
ros a una gran miseria, ocasionando un estado de espí­
ritu revolucionario general y poniendo en peligro todo
el régimen existente.
13,^ pregunta: —¿Cuáles son las consecuencias de
estas crisis comerciales que se reproducen a intervalos
regulares?
Respuesta: ■—La prim era es que la gran industria,
por más que ella misma crease en su prim er período de
desenvolvimiento el régimen de libre competencia, ya
no concuerda ahora con ese régimen. La competencia,
y de una manera general el ejercicio de la producción
industrial por personas aisladas, constituyen ya para
ella una ligazón que debe romper y romperá. La gran
industria, m ientras sea ejercida sobre la base actual, no
podrá mantenerse más que a costa de una perturbación
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general que se reproducirá cada cinco o siete años, p er­
turbación que pone e n peligro toda la civilización, y no
sólo precipita a la m iseria a los proletarios, sino que
arru in a adem ás una gran cantidad de burgueses. Por
consecuencia, la gran industria, o se d estru irá ella m is­
ma, lo que es de una absoluta im posibilidad, o conduci­
rá a una organización com pletam ente nueva de la
sociedad, en la que la producción industrial ya no esta­
rá dirigida por algunos fabricantes que se hacen compe­
tencia unos a otros, sino por la sociedad entera, según
un plan determ inado y conform e a las necesidades de
todos.
En segundo lugar, resu lta de esto que la gran in­
du stria y la extensión de la producción hasta el in fi­
nito, que ella hace posible, perm iten la creación de un
régim en social en el que se producirá una tal cantidad
de medios de subsistencia, que cada m iem bro de la so­
ciedad tendrá en lo sucesivo la posibilidad de desenvol­
v er y de ocupar librem ente sus fuerzas y sus facultados
particulares, de tal suerte que esta misma propiedad de
la gran industria, que en la sociedad actual crea la mi­
seria y todas las crisis comerciales, suprim irá, en otra
organización social, esta m iseria y estas crisis
Está, pues, claram ente probado:
1. ° Que a p a rtir de ahora todos estos males tie
su causa en el orden social actual, que no responde ya
a sus necesidades.
2. ° Que existen ya desde ahora los medios p
suprim ir estos m ales y para la construcción de un nue­
vo orden social.
14.:i p reg u n ta: — ¿Cómo tendrá que ser este nuevo
orden social?
R espuesta: —P rim ero te n d rá que arre b a ta r el
ejercid o de la industria y de todas las ram as de la pro­
ducción en general a los individuos aislados que se
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hacen com petencia unos a otros, para entregarlo a la
sociedad entera, que lo ejercerá por cuenta de todos,
según un .plan común y con la participación de todos
los miembros de la sociedad. Suprim irá, por consecuen­
cia, la com petencia y la su stitu irá por la asociación.
Teniendo en cuenta, por otra parte, que el ejercicio de
la industria por individuos aislados im plica forzosa­
m ente la existencia de la propiedad privada y que la
com petencia no es otra cosa que el medio de ejercer la
industria con ayuda de cierto número de personas p ri­
vadas, la propiedad es inseparable del ejercicio de la
industria por individuos aislados y de la competencia.
La propiedad privada ten d rá que ser, pues, suprim ida y
reem plazada por la utilización colectiva de todos los
productos; dicho de otro modo, por la com unidad de
bienes. La supresión de la propiedad privada es, inclu­
so, el resum en m ás breve y m ás característico de la
transform ación de toda la sociedad,, provocada por el
desenvolvim iento de la industria, y es, frecuentem ente,
por esta causa, indicada con ju sta razón como la princi­
pal reivindicación de los comunistas,
15.^ pregunta: -—¿La supresión de la propiedad
privada no era, pues, posible antes?
R espuesta: —No. Toda transform ación del orden
social, todo cambio, en las relaciones de propiedad, son
la consecuencia necesaria de la aparición de nuevas
fuerzas productivas que no corresponden a las antiguas
relaciones de propiedad. La propia propiedad privada ha
aparecido asi. P orque la propiedad privada no ha ex isti­
do siempre. Cuando, a fines de la Edad Media, apareció
un nuevo modo de producción e n la m anufactura, modo
de .producción e n contradicción con la propiedad feudal
y corporativa de la época, esta producción m anufacture­
ra, que ya no correspondía a las antiguas relaciones de
producción, dio nacim iento a una nueva form a de p ro ­
20
piedad: la propiedad privada. E n efecto, p a ra la m a n u ­
factu ra y para e l p rim er período del desenvolvim iento
de la g ran in d u stria no había o tra form a posible de so­
ciedad que la basada en la propiedad privada, M ientras
no se pueda producir una cantidad suficiente de produc­
tos, no sólo p a ra que hay a b astan te p ara todos, sino tam ­
bién para que quede cierto excedente p ara el aum ento
del capital social y p a ra el desenvolvim iento de las fu e r­
zas productoras, debe h ab er necesariam ente una clase
dom inante que disponga de las fuerzas p roductoras de la
sociedad y una clase pobre, oprim ida. L a constitución
y el carácter de estas clases dependen de la fase de de­
senvolvim iento de la producción. L a sociedad m edieval,
que reposa en el cultivo de la tierra, nos da e l señor
feudal y el siervo; las ciudades de fines de la E dad Me­
dia nos dan e l m aestro artesano, e l com pañero y el jo r­
nalero; el siglo X V III, la m an u factu ra y el obrero; el
siglo X IX, el gran in d u strial y el proletario. Es claro
que, hasta ahora, las fu erzas productoras no estaban
suficientem ente desarro llad as p a ra producir bastan te
p ara todos, y que la pro p ied ad p riv ad a es ya u n obs­
táculo p a ra estas fuerzas productoras. P ero hoy — en
que a causa del desenvolvim iento de la g ran in d u stria:
l-9, los capitalistas y las fuerzas pro d u cto ras se m u lti­
plican en una m edida h asta ahora desconocida, y en que
ex isten los medios de au m en tar ráp id am en te h asta el
infinito estas fuerzas productoras; en que, 2?, estas
fuerzas productoras están concentradas en m anos de un
pequeño núm ero de capitalistas, m ientras que la gran
m asa del pueblo es lan zad a cada vez m ás al p ro letaria­
do y que su situación es cada vez m ás m iserable y más
insoportable en la m ism a m edida e n que au m en tan las
riquezas d e los capitalistas; e n que, 3^, estas potentes
fuerzas productoras, m ultiplicándose con ta n ta facili­
dad, han excedido de tal modo el cuadro de la propiedad
21
p riv ada y el régim en burgués actual, que provocan a
cada in sta n te las más form idables p ertu rb acio n es en el
o rden social— la supresión de la propiedad p riv ad a es
no sólo posible, sino incluso ab so lu tam en te necesaria.
16 p re g u n ta : — ¿Es posible la supresión de la p ro ­
piedad p riv ad a por la vía pacífica?
R espuesta: — S eria de desear que lo fuese y los
com unistas serían por cierto los últim os en q u ejarse de
ello. Los com unistas saben dem asiado bien q u e todas
las conspiraciones secretas son no solam ente inútiles,
sino incluso perjudiciales. Saben dem asiado bien que
las revoluciones no se hacen p o r decreto, sino que son
en todas p arte s y siem pre la consecuencia necesaria de
circunstancias absolutam ente ind ep en d ien tes de la vo­
lu n tad y de la dirección de los p artid o s e incluso de las
clases. P e ro ven tam b ién que el desenvolvim iento del
p ro letariad o tropieza en casi todos los países civilizados
con b ru tales represiones y que asi todos los ad versarios
de los com unistas tra b a ja n con todas sus fu erzas por la
Revolución. S i el proletariad o oprim ido es así e m p u ja­
do a la Revolución, nosotros, com unistas, defenderem os
con la acción, como ahora con la p alabra, la causa de
los proletarios.
17 ? pregunta? — ¿Es posible la su p resió n de la pro­
piedad p riv ad a de un solo golpe?
R espuesta: — No; del mismo modo que no pueden
acrecentarse de un solo golpe las fu erzas productoras ya
existentes, de la m ism a m an era no puede establecerse
el com unism o de un día a otro. La Revolución p ro leta­
ria no podrá, por consecuencia, m ás que tran sfo rm a r
poco a poco la sociedad actual, y no p o d rá su p rim ir por
com pleto la propiedad p riv ad a m ás que cuando haya
creado la cantidad necesaria de medios de producción.
18^ p reg u n ta : ■
— ¿Qué curso tom ará esta R evolu­
ción?
R espuesta: —E stablecerá prim ero una C onstitu­
ción dem ocrática y por ella, directa o indirectam ente,
la dominación política del proletariado. En Inglaterra,
donde los proletarios constituyen ya la m ayoría del
pueblo, directam ente. Indirectam ente en. Francia y en
Alem ania, donde la m ayoría del pueblo está com puesta
no sólo de proletarios, sino tam bién de pequeños cam-
. pesinos y pequeños burgueses que no están todavía en
vías de proletarización y dependen, más o menos, en
todo lo que concierne a sus intereses políticos, del -pro­
letariado, y tendrá, pues, por consecuencia, que som e­
terse muy pronto a las reivindicaciones de la clase
obrera. Esta necesitará tal vez una segunda lucha, que
no puede term inar más que con la victoria del prole­
tariado.
La dem ocracia no será de ninguna utilidad para el
proletariado si no la utiliza en seguida para to m ar m e­
didas que im pliquen un ataq u e directo a la propiedad
privada y aseguren la existencia del proletariado. Las
más im portantes de estas medidas, tales como están ya
desde ahora indicadas como desprendiéndose necesaria­
m ente de la situación, son las siguientes:
i- Reducción de la propiedad privada por medio de
impuestos progresivos, fuertes im puestos sobre la he­
rencia, supresión del derecho de herencia en iinea cola­
teral (herm anos, sobrinos, etc.), em préstitos forzados,
etc.
2? Expropiación progresiva de los propietarios
agrarios, de los industriales, de los propietarios de fe­
rrocarriles y arm adores, ya por medio de la com peten­
cia de la industria del Estado o ya directam ente contra
indem nización en papel moneda.
3^ Confiscación de los bienes de todos los em igra­
dos y rebeldes en beneficio de la m ayoría del pueblo.
4=? Organización del trabajo u ocupación de los
obreros en las fábricas y talleres nacionales, supri­
miendo la competencia en tre obreros y obligando a los
industriales que subsisten todavía a pagar el mismo
elevado salario que pague el Estado.
5? Obligación de tra b a ja r para todos los miembros
de la sociedad, hasta la supresión com pleta de la p ro ­
piedad privada; constitución de ejércitos industriales,
en particular para la agricultura.
6? Centralización en manos del Estado del sistem a
de crédito y del comercio d el dinero, por medio de la
creación de un Banco Nacional, con un capital del E sta­
do y supresión de todos los bancos privados.
7? M ultiplicación de las fábricas nacionales, de los
talleres, ferrocarriles, navios, roturación de todas las
tierras y m ejoram iento de las ya cultivadas a medida
que aum enten los capitales y las fuerzas obreras de que
disponga el país.
8? Educación de todos los niños, a p a rtir del mo­
mento en que puedan prescindir de los cuidados m ater­
nales, en instituciones nacionales y por cuenta de la
nación. (Educación y fabricación.)1
9? Construcción de grandes palacios en los dom i­
nios nacionales para servir de habitación a com unida­
des de ciudadanos ocupados en la industria o en la
agricultura y que unan las ventajas de la vida ciudada­
na a las de la vida del campo, sin sus inconvenientes,
10? Destrucción de todas las habitaciones y barrios
insalubres y mal construidos.
11? Derecho de herencia igual para los hijos legí­
timos e ilegítimos.

“Las palabras entre paréntesis parecen indicar que el


autor se proponía desarrollar este punto, mostrando la necesi­
dad de apoyar todo el sistema de educación sobre el trabajo.
(N. de la Red.) .
24
12;-L C oncentración de todos los medios de tra n sp o r­
te en m anos del Estado.
Todas estas m edidas no podrán, claro está, ser
aplicadas de un solo golpe. P ero cada u n a supone nece­
sariam ente la siguiente. U na vez realizado el prim er
ataque radical a la propiedad privada, el proletariado
se verá obligado a m arch ar hacia adelante y concentrar
cada vez m ás en manos del Estado todo el capital, la
ag ric u ltu ra y la industria, los tran sp o rtes y los cam ­
bios. Es éste el objeto que persiguen todas estas m edi­
das y serán aplicables y o b ten d rán su efecto centraliza-
dor, en la proporción que crezcan las fuerzas producto­
ras del país, gracias al trab ajo del proletariado.
E n fin, cuando todo el capital, toda la producción
y todos los cambios estén concentrados en m anos del
Estado, la propiedad priv ad a caerá p o r sí m ism a, el
dinero se h a rá superfluo y la producción au m en tará y
los hom bres se tran sfo rm a rán h asta tal punto, que
podrán suprim irse tam bién las últim as relaciones de la
antigua sociedad.
19> p reg u n ta : ■
— ¿Se h a rá esta Revolución en un
solo país?
R espuesta: — No; la gran in dustria, al crea r el
m ercado m undial, ha ligado ya de modo tan íntim o
unos a otros los pueblos de la T ierra y, en especial, los
m ás civilizados, q ue cada pueblo depende estrech am en ­
te de lo 'que pasa en los otros. H a unificado, adem ás, en
todos los países civilizados, e l desenvolvim iento social
hasta tal punto, que en todos estos países la burguesía
y el proletariado se h an transform ado en las dos clases
m ás im p o rtan tes de la sociedad y que el antagonism o
e n tre estas dos clases es hoy el antagonism o fundam en­
ta l de la sociedad. L a Revolución com unista, p o r conse­
cuencia, no será una revolución p u ram en tet nacional. Se
producirá al mismo tiem po en todos los países civiliza­
25
dos, es decir, al menos en Inglaterra, en América, en
Francia y en A lem ania.1 Se desenvolverá en cada uno
de estos países, más rápida o mas lentam ente, según es*
tos países posean una industria más desarrollada, una
m ayor riqueza nacional y una masa más considerable
de fuerzas productoras. Por eso será más lenta y más
difícil en Alem ania, más rápida y fácil en Inglaterra.
E jercerá tam bién en todos los demás países del globo
una considerable repercusión y transform ará del todo
su modo de desenvolvim iento. Será una revolución
m undial y deberá tener, por lo tanto, un terreno m un­
dial.
20^ pregunta; -—¿Cuáles serán las consecuencias
de la supresión de la propiedad privada?
Respuesta: — Al arreb atar a los capitalistas p riv a­
dos todas las fuerzas productivas y todos los medios de
transporte, asi como el cambio y el reparto de los pro­
ductos, adm inistrándolos según un plan establecido,
basándose sobre los recursos y las necesidades de la
colectividad, la sociedad suprim irá, prim ero, todas las
consecuencias nefastas que están todavía ligadas a la
existencia de la gran industria. Las crisis desaparecen;
la producción, que es, en realidad, en la sociedad actual
una sobreproducción y constituye una causa tan im por­
tan te de m iseria, no bastará para cubrir todas las ne­
cesidades y tendrá que ser am pliada todavía más. En
lugar de crear la m iseria, la producción, superior a las
necesidades de todos, asegurará a todos la satisfacción
de las mism as y hará aparecer nuevas necesidades, al
mismo tiempo que los medios de satisfacerlas. Será la
condición y la causa de nuevos progresos, que realizará

JNo olvidemos que esto fue escrito en 1847, es decir, en


una época en que Rusia era todavía un país puramente agra­
rio, ( Ñ, de la Red.) "
2fi
sin producir, como hasta ahora, perturbaciones en la
sociedad. La gran industria, libertada del yugo de la
propiedad, se extenderá en tales proporciones, que su
extensión actual aparecerá tan m ezquina como la m a­
n u factura al lado de la gran industria moderna. El
desenvolvim iento de la industria pondrá a disposición
de la sociedad una masa de productos suficiente para
satisfacer las necesidades de todos. Del mismo modo la
agricultura, que bajo el régim en de la propiedad p riv a­
da y del parcelam iento no podía aprovecharse de las
m ejoras realizadas y de los descubrim ientos científicos,
conocerá un desarrollo totalm ente nuevo y pondrá a
disposición de la sociedad una cantidad absolutam en­
te suficiente de productos. Así, la sociedad fabricará
suficientes productos para poder organizar el reparto
de m anera que satisfaga las necesidades de todos sus
miembros. La separación de la sociedad en diferentes
clases antagónicas se hará, así. superflua. Se hará no
sólo superflua, sino incom patible con el nuevo orden
social. La existencia de las clases es provocada por la
división del trabajo. En la nueva sociedad, la división
del trabajo, bajo sus antiguas form as, desaparecerá por
completo. Porque para llev ar la producción industrial y
agrícola al nivel que hemos dicho, los medios químicos
y mecánicos no bastan. Las capacidades de los hom bres
que utilizan estos medios ten d rán que ser igualm ente
desarrolladas en la misma proporción. Del mismo modo
que los campesinos y los obreros de m anufactura del
siglo X VIII al incorporarse a la gran industria modifi­
caron toda su m anera de vivir y se transform aron in­
cluso en hom bres com pletam ente diferentes, la p ro d u c­
ción en común para el conjunto de la colectividad y el
nuevo desenvolvim iento de la producción que resu ltará
de esto necesitarán y crearán hom bres com pletam ente
diferentes de los de hoy. La producción en común ncce-
27
sita hom bres diferentes de los actuales, cada uno de los
cuales debe estar sometido a una ram a p articu lar de la
producción, encadenado a ella y sin desarrollar, por
consecuencia, más que una sola de sus facultades a e x ­
pensas de las otras, sin conocer más que una ram a o
incluso una parte de una ram a de la producción. La
industria actual tiene cada vez menos necesidad de ta­
les hombres. La industria ejercida en común, y según
un plan, por el conjunto de la colectividad, supone
hom bres cuyas facultades están desarrolladas en todos
los sentidos y están en condiciones de dom inar toda la
producción. La división del trabajo, ya m inada por el
trab ajo del m aqum ism o y que hace de uno u n cam pesi­
no, de otro un zapatero, del tercero un obrero de fáb ri­
ca, del cuarto un especulador de Bolsa, desaparecerá,
pues, en forma absoluta. La educación h ará atrav esar
con m ucha rapidez a los jóvenes todo el sistem a de
producción, les pondrá en condiciones de pasar sucesi­
vam ente de una a otra de las diferentes ram as de la
producción, según las necesidades de la sociedad o sus
propias inclinaciones. Les quitará, por consiguiente, el
carácter unilateral que les da la actual división del
trabajo. P or lo tanto, la sociedad organizada sobre la
base com unista dará a sus m iem bros la ocasión de ocu­
p ar en todos los sentidos sus facultades desarrolladas de
una m anera adecuada. De esto se deduce que desapare­
cerá tam bién toda diferencia en tre las clases. De suerte
que la sociedad com unista, por una p arte, es incom pati­
ble con la existencia de las clases, y, por otra, ella m is­
ma proporciona los medios de suprim ir estas diferen­
cias de ciases.
El antagonismo entre la ciudad y el campo desapa­
recerá tam bién. El ejercicio de la ag ricultura y de la
ind u stria por los mismos hom bres, en lugar de ser he­
cho por clases diferentes, es ya, por causas absoluta­
28
m ente m ateriales, una condición necesaria de la orga­
nización com unista, La dispersión de la población ru ra l
en el campo, al lado de la concentración de la población
industrial en las ciudades, es un fenómeno que corres­
ponde a una etapa de desenvolvim iento inferior de la
agricultura y de la industria, un obstáculo al progreso
que se hace sentir ya desde ahora.
La asociación general de Lodos los m iem bros de la
sociedad para la utilización colectiva y racional de las
fuerzas productivas, la extensión de la producción en
tales proporciones que pueda satisfacer las necesidades
de todos, la supresión del sistem a de organización social
en el que las necesidades de los unos no son satisfechas
más que a expensas de los otros, la com pleta supresión
de las clases y de sus antagonismos, el pleno desenvol­
vim iento de las capacidades de todos los miembros de
la sociedad por medio de la supresión de la división del
trabajo, al menos tal como ha sido realizado hasta aho­
ra, por medio de la educación basada en el trabajo, del
cambio de actividad, de la participación de todos en los
goces creados por todos, de la fusión en tre la ciudad y
el campo, serán las principales consecuencias de la su­
presión de la propiedad privada.
21? p reg u n ta: — ¿Qué repercusiones tendrá el ré ­
gimen com unista en la familia?
Respuesta: —T ransform ara las relaciones entre
los sexos en relaciones privadas, concernientes única­
m ente a las personas interesadas y en las que la socie­
dad no tendrá para qué intervenir. Esta transform ación
será posible desde el mom ento en que suprim a la
propiedad privada, educará a los niños en común y
destruirá así las dos bases principales del actual m a tri­
monio, a saber: la dependencia de la m ujer con respec­
to al hom bre y la de los niños respecto a sus padres.
Esta es la respuesta a todas las charlatanerías de lo?
29
m oralistas burgueses sobre la com unidad de las m uje­
res que quieren, según ellos, in tro d u cir los comunistas.
La com unidad de las m ujeres es un producto que no
pertenece sino a la sociedad burguesa y que se realiza
actualm ente en la prostitución. Pero la prostitución re ­
posa en la propiedad p riv ad a y desaparecerá con ella.
P or consiguiente, la organización com unista, lejos de
introducir la com unidad de las m ujeres, por el co n tra­
rio la suprim irá.
22^ p reg u n ta; — ¿.Qué actitud ten d rá la organiza­
ción com unista hacia las nacionalidades existentes?
R espuesta; — Las diferencias nacionales y "lo s an ­
tagonismos entre los pueblos desaparecerán cada vez
más con el desenvolvim iento de la burguesía, la lib er­
tad del comercio, el m ercado m undial, la uniform idad
de la producción industrial y las condiciones de ex isten ­
cia correspondientes. El proletariado en el poder las
hará desaparecer todavía m ás com pletam ente. Su ac­
ción común en los países civilizados, al menos, es una
de las prim eras condiciones de su em ancipación. A
m edida que desaparezca la explotación del hom bre por
el hom bre, dejará tam bién de ex istir la explotación de
una nación por otra. Con el antagonism o de las clases
en el interior de las naciones, desaparecerá la hostilidad
de las naciones entre sí.
23^ pregunta; — ¿Cuál será su actitud hacia las
religiones existentes?
Respuesta; — ¿Es muy necesaria una gran p en etra­
ción para com prender que con los medios de existencia
de los hom bres, con sus relaciones sociales, su ex isten ­
cia social, se transform an tam bién sus representacio­
nes, sus concepciones y sus ideas, en una palabra, su
conciencia? Cuando el m undo antiguo entró en su deca­
dencia, - las viejas religiones fueron vencidas por la
religión cristiana. Cuando en el siglo XVIII las ideas
cristianas cedieron el puesto a las ideas del progreso, la
sociedad feudal libró su últim a b atalla con la b u rg u e­
sía, entonces revolucionaria. Las ideas de lib ertad de
conciencia y de lib ertad religiosa no hicieron más que
proclam ar el reinado de la libre com petencia en el te ­
rreno del conocimiento. La Revolución com unista rom ­
perá radicalm ente con las antiguas relaciones de pro­
piedad. ¿Qué de extraño tiene, pues, que en el curso de
su desenvolvim iento rom pa de la m anera más radical
con las ideas tradicionales?
249 p regunta: — ¿En que se diferencian los com u­
nistas de los socialistas?
Respuesta: —Los socialistas (propiam ente dichos i
se dividen en tres categorías:
La prim era está com puesta de partidarios de la
sociedad feudal y patriarcal. Todas sus proposiciones
tienden, directa o indirectam ente, a este objeto. Esta
categoría de socialistas reaccionarios será siem pre, a
pesar de sus sedicentes sim patías hacia los obreros y las
lágrim as que vierten por las m iserias del proletariado,
com batida con energía por los com unistas, porque:
l':’ Se proponen un objeto imposible de realizar.
2? Se esfuerzan por restablecer el dominio de la
aristocracia, de los m aestros de las corporaciones y de
los m anufactureros, con su consecuencia de reyes abso­
lutos o feudales, de funcionarios, de soldados y de curas,
una sociedad que, ciertam ente, no tiene los m ales de la
sociedad actual, pero que en trañ a por lo menos otros
tantos, y no presenta siquiera la perspectiva de la lib e­
ración por el comunismo de los pueblos oprimidos.
3° M uestran sus verdaderos fines cada vez que el
proletariado se hace revolucionario y com unista, alián ­
dose de inm ediato con la burguesía contra el proleta­
riado.
La segunda categoría se compone de partidarios de
31
la sociedad actual, a los que los males provocados nece­
sariam ente por ella les inspiran tem ores respecto a su
m antenim iento. Se esfuerzan, pues, por m antener la
sociedad actual pero suprim iendo los males que están
ligados a ella. Con este objeto, los unos proponen sim ­
ples medidas de caridad, los otros grandiosas reform as
que, con el pretexto de reorganizar la sociedad, no tie­
nen otro fin que el m antenim iento de esta sociedad
misma. Los com unistas tendrán tam bién que com batir
con energía a estos socialistas burgueses, porque trab a­
jan en realidad para los enemigos de los comunistas y
defienden la sociedad que los com unistas se proponen
precisam ente derribar.
La tercera categoría, en fin, se compone de los
socialistas dem ócratas, que están dispuestos a sostener
por los mismos medios que los comunistas una p arte de
las m edida indicadas más arriba, no como medio de
transición hacia el comunismo sino como medio de su­
p rim ir la m iseria y los males de la sociedad actual. Es­
tos socialistas dem ócratas son, o bien proletarios que
no han aclarado suficientem ente las condiciones de la
liberación de su clase, o representantes de ia pequeña
burguesía, es decir, de una clase que, hasta la conquista
de la dem ocracia y la realización de las medidas socia­
listas que resultarán de ella, tendrá, en muchos aspec­
tos, los mismos intereses que los proletarios. Por esto
los com unistas se entenderán con ellos en el momento
de la acción y se esforzarán p o r m antener con ellos una
política común, en la medida, sin embargo, en que estos
socialistas no se pongan al servicio de la burguesía en
el poder y no ataquen a los comunistas. Es evidente que
esta acción común no excluye la discusión de las div er­
gencias q ue nos separan de ellos,
25? pregunta: — ¿Cuál debe ser la actitud de los
com unistas hacia los otros partidos políticos?
Respuesta: —Esta actitud será diferente, según
los diversos países. En Francia y en Bélgica, donde do­
mina la burguesía, los comunistas tienen, por el mo­
mento, intereses comunes con los diferentes partidos
democráticos, intereses tanto mayores cuanto m ás se
aproxím en los dem ócratas, en las medidas socialistas
que defienden ahora en todas partes, al fin com unista,
es decir, cuanto más defiendan clara y firm em ente los
intereses del proletariado y más se apoyen en él. En In ­
glaterra, por ejemplo, el movimiento cantista, compues­
to de obreros, está mucho más cerca de los com unistas
que los pequeños burgueses dem ócratas o los sedicentes
radicales.
En América, donde ha sido introducida la C onsti­
tución democrática, los comunistas deberán aliarse al
partido que quiera volver esta Constitución contra la
burguesía y utilizarla en interés del proletariado, es de­
cir, deberán aliarse a los reform adores nacionalistas
agrarios.

33
J. Plcjanov

CONCEPCION MATERIALISTA
DE LA HISTORIA
Jorge V alentinovich Plejanov (1856-1918), b rillan ­
te in telectu al ruso, de profesión ingeniero, se destacó
como fu n d ad o r del m ovim iento m a rx ista ruso,
Plejanov desarrolló u n a activa p ro p ag an d a del
m arxism o, a través de traducciones de los clásicos m ar-
xistas, de conferencias y publicaciones de alto nivel
teórico y polémico.
E n tre sus trab ajo s se d estacan La D octrina Econó­
m ica de Carlos M arx, La C uestión Agraria, El A rle y la
Vida Social, El C ristianism o y o tras obras.
N uestra E ditorial incluye en el volum en p resente
dos ensayos breves pero esclarecedores de la problem á­
tica del m aterialism o histórico y el papel del individuo
en la historia.
L am en tab lem en te después de a c re d ita r ex tra o rd i­
n arios m éritos científicos y revolucionarios, Plejanov
ab andonó la r u ta de la d ic tad u ra del p ro letariad o y e n ­
tró en agudo conflicto ideológico y político con Lenín,
quien fu era su discípulo en los inicios de su c a rre ra re ­
volucionaria. Sin em bargo, sus obras fu n d am e n tales
fo rm an p a rte del tesoro del m aterialism o y la crítica li­
te ra ria m arxista.
37
Confesamos que acogimos con no poca prevención
el libro del profesor de la U niversidad de Roma Antonio
Labriola, Essais sur la Concepíion M aíeriaHsfe de
I’H isíoire1, publicado en P arís en 1897, con un p refa­
cio de G. Sorel, Acogimos este libro con prevención
porque estábam os escamados por ciertas obras de algu­
nos com patriotas suyos, por ejem plo A. L oria1 ( ver,
particularm ente, su obra La Teoría Económica del la
C onstítuzione Política**3). Pero ya las prim eras páginas
del libro nos convencieron de que carecíamos de razón
y de que A ntonio Labriola nada tenia que ver con
Aquí les Loria. Cuando íbamos dando fin a la lectura,
nos sentim os inclinados a hablar de este libro al lector
ruso. Confiamos en que éste no nos g u ard ará rencor por
ello. Pues ¡son tan raros los libros no vacíos!
La obra de Labriola fue publicada antes en italia­
no. La traducción francesa es farragosa y, en algunos
pasajes, francam ente mala. Decimos esto con toda seg u ­

'Ensayos Acerca de la Concepción Materia lis [a de la His­


toria {N. del T.)
JLoria. Aquiles (1857— 1EVÍ3), Economista burgués Ita­
liano que afirmaba el predominio indivisible del '‘factor
económico” en la Historia (N. de la Red.)
3Teoría Económica de la Organización Potinca, i N.
del T.)
ridad, aunque no tenemos a mano el original italiano.
Pero el autor italiano no puede responder por el traduc­
tor francés. En. todo caso, ios pensam ientos de Labriola
son com prensibles incluso en la farragosa traducción
francesa. Los exam inarem os.
El señor K areiev1, quien, como es sabido, lee con
mucho celo y tergiversa con extraordinario arte toda
“obra” que guarde la m enor relación con la concepción
m aterialista de la H istoria, seguram ente vestirá a nues­
tro autor con el uniform e de los funcionarios del “m a­
terialism o económico". Esto será injusto. Labriola con
firm eza y bastante consecuentem ente, se atiene a la
concepción m aterialista de la Historia; pero no se con­
sidera un “m aterialista económico”. Piensa que sem e­
ja n te título cuadra m ejor a escritores del tipo del cono­
cido J. T. Rogers*2 que a él y a sus correligionarios.
Y esto no puede ser más justo, aunque, a prim era vista,
pueda parecer no del todo comprensible.
P reguntad a cualquier populista o su b jetiv ista:
¿qué es un m aterialista económico? Os responderá: es
un hom bre que atribuye al factor económico una im­
portancia predom inante en la vida social. Así com pren­
den el m aterialism o económico nuestros populistas y
subjetivistas. Y hay que confesar que, indudablem ente,
existen personas que atribuyen a l - “factor” económico
una im portancia predom inante en la vida, de las socie­
dades humanas. El señor M ijailovski3 más de una vez

'Kareiev, N. 1. (1850—-1931). Publicista ruso, historiado!


idealista partidario de la “escuela subjetivista” en la sociolo­
gía. (N. de la Red.)
sítogers, Jaime T. ( 1823—1890}. Economista burgués de
Inglaterra. (N, de la Red.)
3N. K. JVÍtjatlovski {1842— 1904). Deslacado ideólogo
populista, partidario del “método subjetiva" en la sociología;
llevó una lucha encarnizada contra el marxismo. (N. de la
Red.)
40
ha citado a Luis Blanc, quien hablaba del predom inio
de dicho factor mucho antes que el conocido profesor de
los conocidos "discípulos rusos”.1 Tío com prendem os
una cosa: por qué nuestro respetable sociólogo subje-
tiv ista se ha detenido en Luis Blanc. D ebería saber que,
en la cuestión que nos ocupa, Luis Blanc tuvo muchos
antecesores. T anto G uizot como M ignet, A gustín T hier-
ry y Tocqueville reconocían el papel p red o m in an te del
"factor” económico, por lo m enos en la h isto ria de las
edades M edia y M oderna. Por lo tanto, todos estos h is­
toriadores eran m aterialistas económicos. El ya citado
J. T. Rogers, contem poráneo nuestro, en su libro The
Eccmomic Interpretation o f H istory,2 tam bién se m ani­
festó como un convencido m aterialista económico; asi­
mismo reconoció la im portancia predom inante del “fac­
to r” económico. De aquí no se debe, n atu ralm en te, de­
ducir que las concepciones político-sociales de J. T. Rog-
ers fueran idénticas, ni mucho menos, a las de Luis
Blanc, por ejem plo. Rogers m antenía el punto de vista
de la econom ía burguesa, y Luis Blanc era en su tiem po
uno de los rep resen tan tes del socialismo utópico. Si le
p reg u n ta ran ustedes a Rogers qué opinión tiene del or­
den económico burgués, respondería que la base de este
orden la constituyen las propiedades esenciales de la

■"El Maestro" es Marx, y los “discípulos” sus partidarios.


Los “discípulos rusos” son los marxistas rusos, los soeial-
demócratas rusos. Estas denominaciones convencionales se
empleaban en la prensa legal para burlar la censura. Con el
mismo fin, Marx figura como "un conocido economista ale­
mán”, como “el autor de El Capital”. Engels figura como
un "conocido escritor”; Chernishevskí, como “el autor de los
Ensayos Sobre el Período Gogoliano de la Literatura Rusa o
como el autor de las Notas Respecto a la Economía Política
de Mili”. (N. de la Red.)
3tiiíerprefació?! Ecoiiómica de ia Historia. (N. del T .)
41
naturaleza humana, y que, por esto, la historia de su
surgim iento es la eliminación gradual de los obstáculos
que en un tiempo dificultaban la m anifestación de
dichas propiedades y que hasta la hacían imposible.
Luis Blanc, en cambio, diría que el propio capitalismo
es uno de los obstáculos elevados por la ignorancia y la
violencia en el camino hacía la creación de un orden
económico que, por fin, corresponderá realm ente a la
naturaleza hum ana. Como veis, es una divergencia muy
esencial. ¿Quién estaría más cerca de la verdad? H a­
blando con franqueza, pensamos que ambos escritores
estaban casi igualm ente lejos de ella, pero no queremos
ni podemos detenernos aquí en esto. P ara nosotros, lo
im portante, ahora, es algo por completo diferente. Roga­
mos al lector que tenga en cuenta que, tanto para Luis
Blanc como para Rogers, el propio factor económico,
predom inante en la vida social, era, como se dice en
m atemáticas, una /tuición de la naturaleza hum ana, y,
fundam entalm ente, de la inteligencia y de los conoci­
mientos del hombre. Lo mismo hay que decir de los
historiadores franceses de la época de la Restauración
que hemos citado antes. Pero bien, ¿cómo llam ar a las
concepciones históricas de aquellos que, aunque asegu­
ran que el factor económico es el predom inante en la
vida social, están al mismo tiempo convencidos de que
dicho factor —es decir, el sistema económico de la so­
ciedad— es a su vez el fruto de los conocimientos y de
las concepciones del hombre? A estas concepciones se
las puede calificar únicam ente de idealistas. Así, el
materialismo económico no e x clu ye, pues, el idealismo
histórico. Pero esto no es aun del todo exacto; decimos
que no excluye, pues, el idealismo, pero deberíamos
decir: puede ser, y hasta ahora lo ha sido en ía mayoría
de ios casos, una simple variedad del mismo. Después
42
de esio, se com prenderá por qué los hom bres del tipo
de Labriola no se consideran m aterialistas económicos:
precisamente porque son m aterialistas consecuentes y,
precisam ente, porque sus concepciones históricas son
una contraposición directa al idealismo histórico.
II

‘'Sin em bargo —nos d irá quizás el señor K u d rin 1—■


ustedes, siguiendo una costum bre propia de muchos
“discípulos", recurren a las paradojas, a los juegos de
palabras, m istifican y hacen trucos, Según ustedes, los
m aterialistas económicos han resultado idealistas. Y,
en este caso, ¿cómo disponen ustedes que com prenda­
mos a los verdaderos m aterialistas consecuentes? ¿Aca­
so ellos rechazan la idea del predom inio del factor eco­
nómico? ¿Acaso ellos reconocen que, con este factor,
actúan en la H istoria tam bién otros y que nosotros
trataríam os en vano de averiguar cuál de ellos predo­
mina sobre todos los dem ás? No puede uno por menos de
alegrarse por los m aterialistas verdaderos y consecuen­
tes si, efectivam ente, no son aficionados a m eter el
factor económico en todas p artes.”
Nosotros respondemos al señor K udrin que los
m aterialistas verdaderos y consecuentes, efectivam en­
te, no son aficionados a m eter el factor económico en
todas partes. Además, la propia cuestión sobre qué fac­
tor predom ina en la vida social les parece una cuestión
no esencial. Pero que el señor K udrin refren e su ale-

1Ku(IrÍTi, N. Seudónimo del populista Rusanov. ( N. de


la Red.)
44
gris.. Los m aterialistas verdaderos y consecuentes han
llegado a este convencim iento sin que, p ara ello, hayan
influido lo más mínimo los señores populistas y subje-
tivistas. Los m aterialistas verdaderos y consecuentes
pueden únicam ente reírse de las objeciones que hacen
estos señores a la idea del predom inio del factor econó­
mico. Además, los señores populistas y subjetivistas
h an hecho ta rd e sus objeciones. La incongruencia
de la cuestión sobre qué factor predom ina en la vida
social se ha m anifestado ya con toda claridad desde los
tiem pos de Hegel. El idealism o hegelíano excluye la
posibilidad misma de sem ejantes cuestiones. Con m a­
y o r razón, la excluye el m aterialism o dialéctico con­
tem poráneo. Desde que apareció La Critica de la “C rí­
tica Crítica" y, en particu lar desde que vio la lu z el
conocido libro Z ur K rilik der Politischen O ekonom ie1-2,
sólo personas atrasadas en la teoría pueden d iscu tir la
im portancia relativ a de los distintos factores histórico-
sociales. Sabem os que nuestras p alabras asom brarán
no solam ente al señor K udrin, y por ello nos ap resu ra­
mos a explicarlas.
¿Q ué son los factores histórico-sociales? ¿Cómo
surge la idea de éstos?
Tomemos un ejemplo. Los herm anos Graco tra ta ­
ban de poner un tope al proceso de apropiación de las
tierras com unes por los ricos romanos, proceso fatal
p ara Roma. Los ricos presentaban resistencia a los Gra-

^rítica de La Economía Política. (N. del T.)


3Se trata de la obra de Marx y Engels La Sagrada Fami­
lia o La Crítica de La “Crítica Crítica’’, Contra Brirao Bauer
y Cía. (fue publicada en 1845 en Francfort del Main). El
libro de Marx Crítica de La Economía Política, en cuya intro­
ducción está expuesta en forma concisa la esencia de la teoría
del materialismo dialéctico, fue publicada en Berlín en 1859.
(N. de la Red.)
45
eos. Se entabló la lucha. Cada una de las partes conten­
dientes perseguía apasionadam ente su objetivo. Si yo
quisiera describir esta lucha, podría p resen tarla como
una lucha de pasiones humanas. Las pasiones serían,
pues, “factores” de la historia in terio r de Roma. Pero
tanto los Gracos como sus adversarios utilizaban en la
lucha aquellos medios que ponía en sus manos el dere­
cho público romano. Yo, claro está, no me olvidaré de
esto en mi narración, y, así, el derecho público rom ano
será tam bién un factor del desarrollo in terio r de la Re­
pública romana. Más aún: los que luchaban contra los
Gracos estaban m aterialm ente interesados en el m ante­
nim iento de un abuso pro fu n d am en te enraizado. Los que
apoyaban a los Gracos estaban m aterialm ente interesa­
dos en su liquidación. Señalaré tam bién esta circuns­
tancia, que hace que la lucha por mi descrita sea una
lucha de intereses m ateriales, una lucha de clases, una
lucha de pobres contra ricos. P o r consiguiente, heme
aquí con un te rc er factor, que es el más interesante: el
célebre factor económico. Si el lector tiene tiem po y lo
desea, puede razonar extensam ente acerca de cuál de
los factores del desarrollo in terio r de Roma predom ina­
ba sobre todos los dem ás: en mi narración histórica en­
contrará suficientes datos para m antener cualquier
opinión al respecto.
P or lo que a mí se refiere, m ientras no abandone
el papel de simple narrador, no me apasionaré mucho
por los factores. Su im portancia relativa no me interesa
en absoluto. Como n arrad o r me interesa únicam ente el
describir los hechos con toda la exactitud y viveza
posibles. P ara ello, debo establecer cierta ligazón
—aunque sea sólo e x terio r— en tre ellos y disponerlos
en determ inada perspectiva Si hago mención de las
pasiones que agitaban a am bas partes contendientes, de
la estru ctu ra estatal de la Roma de aquel tiempo, o por
último, de la desigualdad de propiedad en ella existen­
te, lo hago tan sólo en favor de una narración coheren­
te y viva de los acontecim ientos. U na vez logrado este
objetivo, me siento del todo satisfecho, dejando indife­
ren tem ente a los filósofos el solucionar la cuestión de
si predom inan las pasiones sobre la economía, la econo­
mía sobre las pasiones, o, finalm ente, nada predom ina
sobre nada, ya que cada “facto r” se atiene a esta ley de
o ro ; vive y deja vivir a los demás.
Todo esto será así en el caso de que yo no salga del
papel de mero narrador, ajeno a toda inclinación por
las “sutilidades”. Pero, ¿qué o currirá si yo no me lim i­
to a este papel, si me pongo a filosofar con motivo de
los acontecim ientos por mi descritos? Entonces no me
contentaré ya con la m era ligazón ex te rio r de los h e­
chos; entonces desearé d escubrir sus causas internas, y
esos mismos factores — las pasiones hum anas, el d ere­
cho estatal y la econom ía— , a los que antes ya he puesto
de relieve y sacado a un prim er plano, guiado casi ex ­
clusivam ente por un instinto artístico, ad q u irirán para
mí una im portancia nueva, enorme. Se me p resentarán,
precisam ente, como esas causas in tern as que busco; p re ­
cisam ente, como esas “ fuerzas ocultas” cuya influencia
explica los acontecimientos. C rearé la teoría de los
factores. .
Una u o tra variedad de esta teoría, en efecto, debe­
rá nacer allí donde los hom bres que se interesan por
los fenóm enos sociales pasen de su sim ple contem pla­
ción y descripción a la investigación de la ligazón en tre
ellos existente.
La teoría de los factores crece, adem ás, al mismo
tiem po que crece la división del trab ajo en las ciencias
sociales. Todas estas ciencias — la ética, la política, el
derecho, la economía política, etc.— estudian en reali­
dad una mism a cosa: la actividad del ser social. Pero
47
cada una de ellas la estudia desde su punto de vista
particular. El señor M ijailovski diría que cada una de
ellas ‘'d irig e” una “cuerda” p articu lar. Cada “cuerda”
puede ser considerada como u n factor del desarrollo
social. Y, en realidad, nosotros podemos ahora contar
casi tantos factores como ciencias sociales existen.
Confiamos en que, después de lo dicho, será com­
prensible lo que son los factores histórIco-sociales y có­
mo surge la idea de los mismos.
El factor histórico-social es una abstracción, su
idea se form a por medio de la abstracción. Gracias al
proceso de abstracción, los distintos aspectos de un to­
do social tom an el aspecto de categorías aisladas, y las
diferentes m anifestaciones y expresiones de la activi­
dad del ser social —-la m oral, el derecho, las formas
económicas, etc.—- se convierten, en n u estra m ente, en
fuerzas particulares que, aparentem ente, provocan y
condicionan esta actividad, que son sus causas determ i­
nantes.
Una vez surgida la teoría de los factores, forzosa­
m ente deben com enzar las discusiones acerca de qué
factor hay que considerar como el predom inante.

4íi
III

E ntre los “factores” existe la acción recíproca:


cada uno de ellos influye en todos los demás y, a su
vez, sufre la influencia de estos últimos.-Como resu lta­
do se obtiene una red tan intrincada de influencias
recíprocas, de acciones y reacciones, que al hom bre que
se haya propuesto explicarse la m archa del desarrollo
social comienza a darle vueltas la cabeza, y siente una
necesidad irresistible de encontrar cualquier hilo para
salir de este laberinto. Siendo así que la am arga expe­
riencia le ha dem ostrado que el punto de vista de la
acción reciproca conduce únicam ente al mareo, busca
otro punto de vista; tra ta de sim plificar su tarea. Se
pregunta si alguno- de los factores histérico-sociales no
es la causa prim aria y fundam ental del surgim iento de
todos los demás. Si consiguiera solucionar esta cuestión
en sentido afirm ativo, su tarea seria, en realidad, m u ­
cho más sencilla. Supongamos que se ha convencido de
que todas las relaciones sociales de un país dado están
condicionadas —en su surgim iento y desarrollo— por
el proceso de su desarrollo intelectual, que a su vez es
determ inado por las propiedades de la naturaleza hu­
mana (punto de vista idealista). Entonces escapa fácil-
4&
m ente del circulo vicioso de la acción recíproca y crea
una teoría más o menos coherente y consecuente del
desarrollo social. Más tarde, gracias al estudio ulterior
de esta m ateria, quizás vea que se ha equivocado, que
no se puede considerar al desarrollo intelectual de la
gente como la causa prim aria de todo el movimiento
social. Reconociendo su error, se dará cuenta al mismo
tiempo, probablem ente, de que, no obstante, le ha sido
útil su convencim iento tem poral del predom inio del
factor intelectual sobre todos los demás, porque sin este
convencim iento no hubiera salido del punto m uerto de
la acción reciproca y no hubiera avanzado ni un paso
en la comprensión de los fenómenos sociales.
Sería injusto el condenar sem ejante te n tativ a de
establecer cierta je ra rq u ía en tre los factores del desa­
rrollo histórico-social. Estos eran tan necesarios en su
debido tiempo como inevitable era el surgim iento de la
propia teoría de los factores, A ntonio Labriola, que ha
analizado esta teoría con mayor plenitud y acierto que
todos los demas escritores m aterialistas, dice muy acer­
tadam ente que los “factores históricos son algo mucho
menos que la verdad, pero mucho más que un simple
e rro r”. La teoría de los factores ha aportado su grano
de utilidad a la ciencia, "El estudio especial de los
factores histérico-sociales ha servido — como sirve to­
do estudio em pírico, que no va más allá del movimiento
visible de las cosas— para perfeccionar nuestros m e­
dios de observación, y ha dado la posibilidad de encon­
tra r en los propios fenómenos, artificialm ente aislados
m ediante la abstracción, la ligazón que les une con el
com plexas social.” En la actualidad, el conocimiento de
las ciencias sociales especiales es im prescindible para
todo aquel que desee restablecer una parte cualquiera
de la vida pasada de la hum anidad. La H istoria no hu­
biera llegado m uy lejos sin la filología. Además, ¿acaso
50
han prestado pocos servicios a la ciencia los rom anistas
unilaterales, para los que el derecho romano era la
razón escrita?
Pero por muy legítim a y útil que haya sido en un
tiempo la teoría de los factores, ahora no puede resistir
la crítica. Esta teoría desarticula la actividad del ser
social, convirtiendo sus diversos aspectos y m anifesta­
ciones en fuerzas particulares, que, supuestam ente,
determ inan el movimiento histórico de la sociedad. En
la historia del desarrollo de las ciencias sociales esta
teoría desem peñó un papel idéntico al desem peñado por
la teoría de las fuerzas fisicas aisladas en las ciencias
naturales. Los éxitos obtenidos en el campo de las cien­
cias naturales llevaron a la teoría de la unidad de estas
fuerzas, a la teoría m oderna de la energía. Exactam en­
te igual, los éxitos obtenidos en el campo de las ciencias
sociales debían llevar a la sustitución de la teoría de
los factores, de este fruto del análisis social, por la
concepción sintética de la vida social.
La concepción sintética de la vida social no es una
p articularidad del m aterialism o dialéctico contem porá­
neo. La encontram os ya en Hegel, p ara el cual la tarea
consistía en d ar una explicación científica de todo el
proceso histórico-social tomado en su conjunto, es de­
cir, en tre otras cosas, con todos los aspectos y m anifes­
taciones de la actividad del ser social, que parecían
factores aislados a las gentes del pensam iento abstracto.
Pero Hegel, como “ idealista absoluto”, explicaba la ac
tividad del ser social m ediante las p articularidades del
espíritu universal. Una vez dadas estas cualidades, está
dada “an sich” (en sí) toda la historia de la hu m an i­
dad, así como sus resultados finales. La concepción
sintética de Hegel era, al mismo tiempo, una concep­
ción teíeoíógica. El m aterialism o dialéctico m oderno ha
51
elim inado definitivam ente a la teleología de las ciencias
sociales.
El m aterialism o dialéctico m oderno ha dem ostrado
que los hom bres hacen su historia no p ara m archar, en
absoluto, por un cam ino de progreso trazado de an te­
mano. y no porque deban som eterse a las leyes de una
volución abstracta Im etafísica, según L ab rio la), Los
hom bres hacen su historia tratan d o de satisfacer sus
necesidades, y la ciencia debe explicarnos cómo influ­
yen los distintos procedim ientos de satisfacción de es­
tas necesidades en las relaciones sociales de los hom bres
y en su actividad espiritual.
Los procedim ientos de satisfacción de las necesida­
des del ser social, y en considerable m edida pstas p ro ­
pias necesidades, son determ inados por las propiedades'
de aquellos instrum ento s m ediante los cuales el ser
social som ete a la n atu ra leza en m ayor o m enor grado;
en otras palabras: son determ inados por el estado de
sus fuerzas productivas. Toda m odificación im portante
del estado de estas fuerzas se re fle ja tam bién en las
relaciones sociales de los hom bres, es decir, en tre o tras
cosas, en sus relaciones económicas. P a ra los idealistas
de todos los tipos y variedades, las relaciones econó­
micas son una función de la naturaleza h u m a n a ; lofe
m aterialistas dialécticos consideran estas relaciones
como una función de las fuerzas produ ctivas de la so­
ciedad.
De aquí se desprende que si los m aterialistas d ia­
lécticos consideraran perm isible h ab lar de los factores
del desarrollo social con otro fin que el de critica r estas
ficciones caducas, deberían, ante todo, señalar a los
llam ados m aterialistas económicos la variabilidad de
su factor “predom inante"; los m aterialistas m odernos
no conocen ningún orden económico que sea el único en
corresponder a la naturaleza hum ana, m ientras que las
52
otras formad de estru c tu ra económico-social sean la
consecuencia de una violencia m ayor o m enor sobre
ésta. Según las doctrinas de los m aterialistas m odernos
corresponde a la naturaleza hum ana toda orden econó­
mico que corresponda al estado de las fuerzas produc­
tivas en el tiempo dado. Y al contrario: todo orden
económico comienza a estar en contradicción con las
exigencias de esta naturaleza apenas se pone en co n tra­
dicción con el estado de ias fuerzas productivas^ Asi. el
propio factor “predom in an te” se ve subordinado a otro
“factor”. Entonces, pues, ¿cómo puede ser “predom i­
n an te” ?
Si todo esto es así, está claro que en tre los m ateria­
listas dialécticos y aquellos a quienes, no sin fundam en­
to, se puede calificar de m aterialistas econ/mñcos existe
todo un abismo. ¿Y a q u é tendencia pertenecen esos
discípulos extrem adam en te desagradables, de un m aes­
tro no del todo agradable, contra los cuales los seño­
res K areiev, N. M ijailovski, S. K rivenko' y dem ás
personas inteligentes y sabias han intervenido hace
poco de m anera tan apasionada aunque no tan feliz? S'
no nos equivocamos, los “discípulos” com parten ín te­
gram ente el punto de vista del m aterialism o dialéctico,
¿Por qué, pues, los señores Kareiev, N M ijailovski, S.
K rivenko y dem ás personas inteligentes y sabias les
atribuyen las concepciones de los m aterialistas econó­
micos y les atacan precisam ente porque ■ — así lo afir­
man esos señores— conceden al factor económico una
im portancia exagerada? Se puede suponer que las per­
sonas inteligentes y sabias lo hacen porque los arg u ­
m entos de los m aterialistas económicos, de g rata me­
moria, son más fáciles de refu ta r que los argum entos de

'•Krivenko, S. N. (1847— 1907). Publicista ruso, popu­


lista. (N. de la Red.)
53
los m aterialistas dialécticos. Y se puede suponer, ade­
más, que nuestros sabios adversarios de los discípulos
han asim ilado mal sus concepciones. Esta suposición es
aun más probable.
Quizás nos o b jetarán que los propios “ discípulos’'
se llam an a veces a sí mismos m aterialistas económicos
y que la denom inación “ m aterialism o económico’’ fue
em pleada por prim era vez por uno de los “discípulos’’
franceses’. Esto es verdad. P ero ni los discípulos fran ­
ceses ni los rusos han relacionado nunca con las p ala­
bras “ m aterialism o económico’’ la concepción que rela­
cionan nuestros populistas y subjetivistas. Será su fi­
ciente con recordar que, según la opinión del señor N.
M ijailovski, Luis Blanc y el señor Iu. Zhukovski1 eran
“ m aterialistas económicos” idénticos a nuestros p a rti­
darios actuales de la concepción m aterialista de la
H istoria. Es difícil im aginarse una m ayor confusión de
ideas.

!Se trata del folleto de Pablo Lafargue El Materialismo


Económico de Carlos Marx. (N. de la Red.)
-Zhukovski, Tu. G. (1822— 1907). Economista ruso bur­
gués, autor del artículo Carlos Marx y su Libro Sobre et Ca­
pital, en el que se trata de “refutar*1 a Marx. (N. de la Red.)
IV

Elim inando de las ciencias sociales toda teleología y


explicando la actividad del ser social por sus necesida­
des y por los medios y procedim ientos de satisfacción
de éstas, existentes en el tiempo dado, el m aterialism o
dialéctico' comunica por prim era vez a las ciencias
m encionadas ese “rig o r” de que tanto se enorgullecían
ante ellas sus herm anas, las ciencias naturales. Se pue­
de decir que las propias ciencias sociaies se tran sfo r­
m an en ciencias n atu rales: “notre doctrine naturalise
Vhístoire”,* dice con razón Labriola. P ero esto no sig­
nifica en absoluto que para él el campo de la biología
se funda con el campo de las ciencias sociales. Labriola
es un ardiente enem igo del “daruutúsíno político y so­
cial”, que, ya hace tiempo, “ ha contam inado, cual una
epidemia, la m ente de muchos pensadores, p articu lar­
m ente de los abogados y de los declam adores de la
sociología" y, como una costum bre en boga, ha influido
hasta en el lenguaje de los políticos prácticos.
Sin duda, el hom bre es un anim al ligado por lazos
de parentesco a otros animales. No es en absoluto un
ser privilegiado por su origen; la fisiología de su orga

'Labriola emplea la denominación “materialismo liisíó-


rico”, que ha tomado de Engels. (N. del T.)
''“Nuestra doctrina naturaliza la Historia” ( N. del T >

nism o no es más que u n caso p a rtic u la r de la fisiología
general. En un principio, como los oíros anim ales, es­
tab a som etido por com pleto a la influencia del medio
n atu ra l que le rodeaba y que, entonces, no había ex p e­
rim entado aún su influ en cia tran sfo rm ad o ra; en su
lucha por la existencia, el hom bre debía ad ap tarse al
medio. Según Labriola, las razas son el resultado de tal
adaptación directa al m edio n atu ral, por cuanto se di­
ferencian unas de las o tras por singularidades físicas
— por ejem plo, razas blanca, negra, am arilla— y no
rep resen tan form aciones bistórico-sociales secundarias,
es decir, naciones y pueblos. Los instintos prim itivos
sociales y los gérm enes de la selección sexual surgieron
tam b ién como resultado de una tal adaptación al medio
n a tu ra l en la lucha por la existencia.
P ero nosotros podem os sólo co n jetu rar cómo e ra el
“hom bre p rim itiv o ” . Los hom bres que pueblan la
T ie rra en el presente, así como aquellos que han sido
estudiados antes por investigadores dignos de crédito,
están ya m uy lejos del m om ento en q u e la vida anim al,
en el propio sentido de la p alabra, cesó p ara la hu m a­
nidad. Así, por ejem plo, los iroqueses con su gen
m atern o — estudiado y descrito p o r M organ1— ya han
avanzado rela tiv a m en te m ucho por el cam ino del desa­
rrollo social. Incluso los au stralian o s contem poráneos
no sólo poseen un idiom a — al que se puede llam ar
condición y arm a, causa y efecto de la v id a social— y
no sólo conocen el fuego, sino que viven en sociedades
con u n régim en determ in ad o , con hábitos e institucio-

‘Moryan, Luis (1818— 1881). Sabio etnógrafo norteame­


ricano, creador de la historia científica de la sociedad primi­
tiva. Sobre la base del análisis crítico de la obra fundamental
de Morgan, La Sociedad Antigua, y otras investigaciones de la
sociedad primitiva, JEngels escribió su libro El Origen de la
Familia, la Propiedad Privada y el Estado. (N. de la Red.)
56
nes determ inados. Las tribus australianas tienen su
territorio, sus métodos de caza; poseen ciertas arm as de
defensa y de ataque, utensilios para guardar las provisio­
nes, ciertos procedimientos de decoración del cuerpo,
en una palabra, el australiano vive ya en cierto medio
artificial, si bien m uy rudim entario, al que se adapta
desde su infancia más tem prana. Este medio artificial
—social— es la condición necesaria de todo progreso
ulterior. El grado de su desarrollo sirve de medida al
grado de salvajismo o barbarie de cada tribu.
Esta formación social prim itiva corresponde a la
llam ada uida prehistórica de la humanidad. El princi­
pio de la vida histórica presupone un desarrollo aún
m ayor del medio artificial y un poder mucho mayor del
hombre sobre la naturaleza, Las complejas relaciones
internas de las sociedades que em prenden el camino del
desarrollo histórico no son condicionadas ni mucho me­
nos, hablando propiam ente, por la influencia inm ediata
del medio natural. Presuponen la invención de ciertas
herram ientas, la domesticación de algunos animales, la
capacidad para obtener algunos m etales, etc. Estos me­
dios y modos de producción, en diferentes condiciones,
varían de m anera m uy distinta; se puede observar pro­
greso, estancam iento e incluso regreso, pero nunca estos
cambios hacen volver a los hom bres a una vida pu ra­
m ente animal, es decir, a una vida bajo la influencia
inm ediata del medio natural.
“La tarea prim ordial y más im portante de la His­
toria es la determ inación y el estudio de este medio
artificial, de su origen y cambios. El decir que todo esto
no es más que una parte y una prolongación de la n atu ­
raleza, es decir algo que, por su carácter demasiado ge­
nérico y demasiado abstracto, no significa nada.” 1

'.Ensayes, pág. 144. (N. delT.)


57
Lo mismo que condena ei ‘‘darw inism o político y
social” , L abriola condena los esfuerzos de ciertos “sim ­
páticos d iletan tes” por un ir la com prensión m a teria­
lista de la H istoria con la teoría general de la evolu­
ción, que, según su observación brusca pero acertada,
se ba convertido para m uchos en una sim ple m etáfora
m etafísica. L abriola se b u rla tam bién de la ingenua
am abilidad de los “sim páticos d ile ta n te s” que tra ta n de
poner la concepción m aterialista de la H istoria bajo la
égida de la filosofía de A ugusto Comte o de S pencer:
“esto equivale a p resen ta r como aliados a nuestros ene­
m igos más fu rib u n d o s” , dice Labriola.
La observación acerca de los d iletan tes se refiere,
ev id entem ente, al profesor E n riq u e F erri, au to r de una
obra m uy superficial: S pencer, Dariwin y M arx, tra d u ­
cida al francés con el titu lo SociaiisTue et Science Po$t-
tive.1

1Socialismo y Ciencia Positiva, (N. del T .)


58
V

Asi pues, los hom bres hacen su historia tratando de


satisfacer sus necesidades. Es evidente que estas nece­
sidades son determ inadas en su origen por la n atu ra le­
za; pero, después, cam bian de m anera considerable
cuantitativa y cualitativam ente, por las propiedades
del medio artificial. Las fuerzas productivas que se en ­
cuentran a disposición de los hombres condicionan to­
das sus relaciones sociales. A nte todo, el estado de las
fuerzas productivas determ ina las relaciones que los
hom bres establecen en el proceso social de producción,
es decir, las relaciones económicas. Estas relaciones
crean, naturalm ente, ciertos intereses que encuentran
su expresión en el derecho. “Toda norm a de derecho ha
sido y es la defensa habitual, auto ritaria o judicial de
un interés determ inado” , dice Labriola. El desarrollo de
las fuerzas productivas crea la división de la sociedad
en clases cuyos intereses no sólo son diferentes, sino
que en muchos sentidos, en los más esenciales por cier­
to, son diam etralm ente opuestos. Esta oposición de in ­
tereses engendra choques hostiles en tre las clases socia­
les, su lucha. La lucha lleva a la sustitución de la orga­
nización del gen por la del Estado, cuya tarea consis­
te en la defensa da los intereses dom inantes. F inalm en­
te, sobre la base de las relaciones sociales condicionadas
por un estado determ inado de las fuerzas productivas.
59
nace la moral corriente, es decir, la m oral que guia a
lo 5 hom bres en su habitual vida cotidiana.
pues, el derecho, el régim en estatal y la m oral
de todo pueblo determ inado son condicionados de for­
ma inm ediata y directa por las relaciones económicas
que le son propias. Estas mism as relaciones condicionan
—-pero ya de form a indirecta y m ediata-— todas las
creaciones del pensam iento y de la im aginación: el a r­
te, la ciencia, etc.
P ara com prender la historia del pensam iento cien­
tífico o la historia del arte en un país determ inado, es
insuficiente conocer su economía. H ay que saber pasar
de la economía a la psicología social, pues sin un estu ­
dio atento y sin la com prensión de la mism a es im posi­
ble la explicación m aterialista de la historia de las ideo­
logías. Esto no significa, natu ralm en te, que existe cier­
ta alma social o cierto “esp íritu ” po p u lar colectivo,
que £e desarrolla con arreglo a leyes propias v se m ani­
fiesta en la vida social. “ Esto es misticismo pu ro ” , dice
Labriola. P ara el m aterialista, en el caso dado, se puede
tra ta r ta n sólo deí estado de los sentim ientos e ideas
predom inantes de una clase social dada en un pais dado
y en un tiem po dado. Este estado de los sentim ientos y
las ideas es el resultado de las relaciones sociales. L a­
briola está firm em ente convencido de que no son las
form as de la conciencia de los hom bres las que d eter­
m inan las form as de su existencia social, sino p o r el
contrario: las form as de su existencia social d eterm i­
nan las form as de su conciencia. Pero, por haber surgi­
do sobre la base de la existencia social, las form as de
la conciencia hum ana constituyen p a rte de la H istoria.
La H istoria no puede lim itarse a la anatom ía de la
sociedad, tiepe p resen te todo el conjunto de los fen ó m e­
nos condicionados directa o indirectam ente por la eco­
nom ía social, incluido el trabajo de la imaginación. No
60
existe ni un solo hecho histórico que no deba su origen
a la economía de la sociedad: pero no es m enos cierto
que no existe ni un solo hecho histórico al que no an te­
ceda. no acom pañe y no siga un cierto estado de la
conciencia De aquí la enorm e im portancia de la psico­
logía social. Sí ya es necesario te n erla en cu en ta en la
historia del derecho y de las instituciones políticas, aun
lo es m ás en la historia de la literatu ra, del arte, de la
filosofía, etc.
Cuando decimos que una obra corresponde fiel­
m ente al espíritu de la Epoca del Renacim iento, por
ejem plo, esto significa que corresponde p lenam ente al
estado de espíritu predom inante en aquel tiem po en las
clases que daban el tono de la vida social. M ientras no
cam bien las relaciones sociales, la psicología de la so­
ciedad tampoco cam biará. Eos hom bres se h ab itú an a
ciertas creencias, concepciones y form as de pensam ien­
to, a ciertas form as de satisfacción de sus necesidades
estéticas, Pero si el desarrollo de las fuerzas p ro d u cti­
vas lleva a cambios algo esenciales en la e stru ctu ra
económica de la sociedad y, a consecuencia de eso, en
las relaciones m utuas de las clases sociales, tam bién
cam bia la psicología de estas clases y, con ella, el ‘'esp í­
ritu de la época” y el “carácter del pueblo” . Este cam ­
bio se expresa en la aparición de nuevas creencias reli­
giosas o de nuevas concepciones filosóficas, de nuevas
corrientes en el a rte o de nuevas necesidades estéticas.
Según Labriola, hay que tom ar asim ism o en consi­
deración que en las ideologías tam bién desem peñan a
m enudo un gran papel las supervivencias de los concep­
tos y corrientes heredados de los antepasados o conser­
vados únicam ente por la tradición. A dem ás, en las ideo-
logias se m anifiesta la influencia de la naturaleza.
El medio artificial, como es sabido, tran sfo rm a ex ­
trao rd in ariam en te la influencia de la n atu raleza sobre
61
el ser social. De inm ediata, esta influencia se convierte
en m ediata, Pero no deja de existir. En el tem pera­
m ento de cada pueblo se conservan ciertas particu lari­
dades creadas por la influencia del medio natu ral, p a r­
ticularidades que se m odifican hasta cierto grado, pero
que nunca son destruidas com pletam ente por la adap­
tación al medio social. Estas particularidades del tem ­
peram ento de un pueblo constituyen lo que se llama le
raza. La raza ejerce una influencia indudable en la his­
toria de ciertas ideologías, por ejem plo, en el arte. Y es
ta circunstancia aum enta las dificultades de su expli­
cación científica, ya de por sí difícil.

62
VI

Con bastante detalle y, confiamos, con bastante


exactitud, hemos expuesto las concepciones de Labrio-
la sobre la dependencia de los fenómenos sociales res­
pecto a la estru ctu ra económica de la sociedad, condicio­
nada a su vez por el estado de sus fuerzas productivas.
La m ayoría de las veces estam os de completo acuerdo
con él. Pero, como en algunos lugares sus concepciones
despiertan en nosotros ciertas dudas, quisiéram os hacer
algunas observaciones al respecto.
A nte todo, indicarem os lo siguiente. Según las
palabras de Labriola, el Estado es la organización de la
dominación de una clase social sobre otra u otras. Así
es. Pero es dudoso que esta frase exprese toda la v e r­
dad. En Estados como China o el antiguo Egipto, donde
la vida civilizada era imposible sin trabajos m uy com­
plejos y vastos, destinados a reg u lar la corriente y el
desbordam iento de grandes ríos y a organizar la irrig a­
ción, el surgim iento del Estado puede explicarse en m e­
dida considerable por la influencia inm ediata de las
necesidades del proceso social de producción. La desi­
gualdad, sin duda, existía allí ya en los tiem pos prehis­
tóricos y, en uno u otro grado, tan to en el interior de
las tribus que formaban, p arte del Estado — y que fre­
cuentem ente eran del todo distintas por su origen
63
etnográfico— como entre las tribus, P ero las clases do­
m inantes con que nos encontram os en la historia' de
estos países ocuparon su posición social, más o menos
alta, gracias precisam ente a la organización del Estado,
engendrada por las necesidades del proceso social de
producción. A penas cabe duda de que los sacerdotes
egipcios debían su dom inio a la enorm e im portancia
que sus conocim ientos científicos ru dim entarios tenían
para todo el sistem a de la ag ricu ltu ra egipcia.1 En
Occidente —donde, como es n atu ral, hay que incluir
tam bién a G recia— no encontram os la influencia de las
necesidades inm ediatas del proceso social de produc­
ción, que no presuponía allí una am plia organización
social, en el surgim iento del Estado. P ero tam bién allí
este surgim iento es debido, en considerable m edida, a
la división del trabajo, provocada por el desarrollo de
las fuerzas productivas de la sociedad. P or supuesto,
esta circunstancia no im pedia al Estado ser sim u ltán ea­
m ente la organización de la dom inación de una m inoría
privilegiada sobre una m ayoría m ás o menos esclavi­
zada,’ Mas, para ev itar com prensiones desacertadas y
unilaterales del papel histórico del Estado, no se debe
despreciar esta circunstancia en ningún caso.
A hora pasarem os a las concepciones de Labriola

‘Uno de los reyes caldeos decía de sí mismo: “Yo estudié


los secretos de los ríos para el bien de los hombres. . . Yo llevé
el agua de los ríos al desierto: llené con ella los fosos secos, . .
Regué las llanuras del desierto; les di fertilidad y abundancia.
Hice de ellas la morada de la felicidad”, Aquí se expresa con
veracidad, aunque jactanciosamente, el papel del Estado
oriental en la organización del proceso social de producción.
2Lo mismo que no le impide ser en otros casos el fruto de
la conquista de un pueblo por otro. El papel de la violencia
es muy grande en la sustitución de unas instituciones por
otras. Pero la violencia no explica en absoluto ni la propia
posibilidad de semejante sustitución ni sus resultados sociales,
64
sobre el desarrollo histórico de las ideologías. Hemos
visto que, según su opinión, este desarrollo se complica
por la acción de las particularidades raciales y, en gene­
ral, por la influencia que ejerce en el hom bre el medio
n atural que le rodea. Es una lástim a que nuestro au to r
no baya creido necesario confirm ar y aclarar esta opi­
nión con algunos ejemplos; nos hubiera sido más fácil
com prenderle. En todo caso, es indudable que su opi­
nión no pude ser aceptada tal y cómo él la ha expresa­
do.
Las tribus indias de América, claro está, no p erte­
necen a la misma raza que las tribus que poblaban el
archipiélago griego o las costas del m ar Báltico en los
tiempos prehistóricos. Es indudable que, en cada uno de
estos territorios, el hom bre prim itivo experim entaba
una influencia m uy p articu lar del medio natural. Se
podría esperar que la diferencia de estas influencias se
reflejara en las obras del arte rudim entario de los h a­
bitantes prim itivos de los territorios mencionados. Y,
sin em bargo, no observamos esto. En todas las p artes
del globo terrestre, por mucho que se distingan unas de
otras, a etapas iguales de desarrollo del hombre prim i­
tivo corresponden grados iguales del desarrollo del a r­
te. Conocemos el arte de la edad de piedra, el arte de
la edad de hierro; no conocemos el arte de distintas
razas: blanca, am arilla, etc. El estado de las fuerzas
productivas se refleja incluso en los detalles. Al princi­
pio encontram os en los objetos de alfarería, por ejem ­
plo, sólo líneas rectas y q u eb rad a s: cuadriláteros, cru ­
ces, zigzaguea, etc. Este género de adornos fue tomado
por el a rte prim itivo de oficios aún más prim itivos:
del tejido y del trenzado. En la edad de bronce, al mis­
mo tiempo que la elaboración de los m etales capaces de
tom ar todas las formas geom étricas posibles, aparecen
los adornos curvilíneos; por fin, con la domesticación
65
de los anim ales, aparecen sus imágenes, y en prim er
lugar la del caballo.1
Es verdad que la influencia de las particularidades
de la raza debe forzosam ente m anifestarse en los “ idea­
les de belleza" de los artistas prim itivos al su rg ir la
imagen del hombre. Sabido es que cada raza, sobre Lo­
do en los prim eros peldaños del desarrollo social, se
considera la más bella y aprecia altam ente aquellas
mismas particularidades que la distinguen de las de­
más.3 Pero, en prim er lugar, estas particularidades de
la estética racial — por cuanto son constantes— no p u e­
den cam biar con su influencia el proceso de desarrollo
del arte; y, en segundo lugar, sólo viven hasta cierto
tiempo, es decir, únicam ente viven en determ inadas
condiciones. En aquellos casos en que una trib u se ve
obligada a reconocer la superioridad de o tra tribu más
desarrollada, su autosatisfacción racial desaparece y,
en su lugar, surge la im itación de los gustos ajenos, que
antes se consideraban ridículos y, a veces, hasta v e r­
gonzosos, repugnantes. Aquí ocurre con el salvaje lo
mismo que en la sociedad civilizada con el campesino,
que prim ero se burla de los hábitos y de los vestidos
del hom bre de la ciudad, pero después, con el su rg i­
m iento y el crecim iento del dominio de la ciudad sobre
el campo, tra ta de asim ilarlos en la m edida de sus
fuerzas y posibilidades.
Pasando a los pueblos históricos, indicarem os ante
todo que la palabra raza no puede ni debe ser em pleada
respecto a ellos. No conocemos ningún pueblo histórico *i

'Todo esto puede verse en la introducción de la historia


del arle de Guillermo Lübke.
aSobrc esto consúltese la obra de Darwin. Descent of
Man {El Origen del Hombre), Londres 1883, págs. 582,—585,
i N. dol T.)
6P
al que se pueda llam ar pueblo de raza pura; cada uno
de ellos es el fruto de un cruce y de una mezcla de ele­
m entos étnicos, extrem adam ente prolongada e intensa.
¡Prueben, después de esto, a d eterm in ar la influen­
cia de la "raza” en la historia de las ideologías de uno
u otro pueblo!
A prim era vista, parece que no hay pensam iento
más sencillo y m ás justo que el de la influencia del
medio natural en el tem peram ento de un pueblo, y
m ediante el tem peram ento en la historia 'de su desarro ­
llo intelectual y estético. Pero a Labriola le hubiera
bastado con recordar la historia de su propio país para
convencerse de lo erróneo de este pensam iento. Los
italianos contem poráneos están rodeados por el mismo
medio natural que los antiguos romanos; sin embargo,
¡qué poco parecido es el "tem peram ento” de los actua­
les tributarios de Menelik al tem peram ento de los adus­
tos vencedores de Cartago! Si pensáram os explicar con
el tem peram ento italiano la historia, por ejemplo, del
arte italiano, m uy pronto nos detendríam os desconcer­
tados sin poder explicar las causas que m otivaron que
el tem peram ento, a su vez, cam biara muy profunda­
m ente en distintas épocas y en distintas partes de la
Península Apeni na.

67
V II

El autor de los Ensayos sobre el Periodo Gogoliano


de la Literatura Rusa1 dice en una de sus notas dedi­
cadas a.l prim er tomo de la economía política de John
S tu a rt M ili:
''N osotros no direm os que la raza no tenga la me­
nor im portancia; el desarrollo de las ciencias naturales
e históricas no ha alcanzado aún tal exactitud de análi­
sis para que se pueda decir categóricam ente en la m ayo­
ría de los casos: aquí no existe en absoluto este elem en­
to. ¿Quién sabe?, puede que en esta pluma da acero
haya una p artícula de platino: esto no se puede refu ta r
de una m anera absoluta. Se puede saber una cosa: el
análisis químico revela incontestablem ente que en la
composición de esta plum a hay tal cantidad de p artícu ­
las no de platino, que es verdaderam ente ínfim a la p a r­
te de este m etal que pueda contener; y si esta parte
existiera, no se le debería p restar la m enor atención
desde el punto de vista p rá c tic o .. . Si se tra ta de llevar
a cabo una acción práctica, obrad con esta plum a como
se debe o brar en general con las plum as de acero. De
igual m anera, no prestéis atención en los asuntos prác-

trata del gran hombre de ciencia y crítico ruso N. G.


Chermshevski. (N. de Ja Red.i

ticos a la raza de los hom bres y tratadles sim plem ente
como a hombres, , , Es posible que la raza de un pueblo
haya tenido cierta influencia en el hecho de que dicho
pueblo se encuentre en una situación determ inada y no
en otra; esto no se puede negar de una m anera absolu­
ta, el análisis histórico todavía no ha alcanzado una
exactitud m atem ática, absoluta; después de él, asi co­
mo después del análisis químico moderno, aún queda un
residtiiun ¡residuo) muy pequeño para el que son nece­
sarios medios de investigación aún más precisos, inacce­
sibles de momento para la ciencia de nuestros días, Pe­
ro este residuo es muy pequeño. En la formación de la
situación actual de cada pueblo, una parte tan enorm e
pertenece a la acción de circunstancias que no dependen
de las cualidades naturales tribales, que, incluso si es­
tas cualidades particulares, distintas de la calidad gene­
ral de la naturaleza hum ana, existen, para su acción ha
quedado muy poco lugar, un lugar inconm ensurable­
m ente microscópico”.
Las reflexiones de Labriola sobre la influencia de
la raza en la historia del desarrollo espiritual de la
hum anidad nos han traído estas palabras a la memo­
ria. El autor de los Ensayos sobre el Período Gogolíano
se interesaba por la im portancia de la raza, principal­
m ente desde el punto de vista práctico, pero lo dicho
por él deberían siem pre tenerlo presente tam bién todos
aquellos que se ocupan de investigaciones puram ente
teóricas. Las ciencias sociales ganarán muchísimo si
abandonamos por fin la mala costum bre de cargarle a
la raza todo lo que nos parece incomprensible en la
historia espiritual de cada pueblo. Es posible que los
rasgos tribales hayan tenido cierta influencia en esta
historia. Pero esta influencia hipotética es, probable­
m ente, de una m agnitud tan despreciable que, en in te­
rés de la investigación, seria m ejor reconocerla igual a
fifi
cero y analizar las particularidades observadas en el
desarrollo de uno u otro pueblo como un producto de
las condiciones históricas especiales en que se ha reali­
zado dicho desarrollo, y no como un resultado de la
influencia de la raza. Huelga decir que nos tropezare­
mos con no pocos casos en los que no podremos indicar
cuáles fueron precisamente las condiciones que p ro v o ­
caron las particularidades que nos interesan Pero lo
que hoy no se somete a los medios de investigación
científica, puede ceder ante ellos mañana. El invocar
las particularidades raciales es inconveniente porque
interrum pe la investigación justam ente allí donde ésta
debería comenzar. ¿Por qué la historia de la poesía
francesa no se parece a la historia de la poesía alema­
na? P or una razón muy sencilla: el tem peram ento del
pueblo francés era tal que en él no podían surgir ni
un Lessing, ni un Schiller, ni un Goethe, ¡Muchas gra­
cias por la explicación!: ahora lo comprendemos todo.
Labriola diría que él, por supuesto, está muy lejos
de semejantes explicaciones que nada explican. Y ten­
dría razón. En general, Labriola comprende perfecta­
mente toda su inutilidad y sabe muy bien cómo hay
que abordar la solución de tareas semejantes a la qué
hemos tomado como ejemplo. Pero reconociendo que el
desarrollo espiritual de los pueblos es complicado por
sus particularidades raciales, arriesga con ello a con­
fundir enorm em ente a sus lectores, y descubre su dis­
posición a hacer, aunque en pequeñeces muy insignifi­
cantes, ciertas concesiones, perniciosas para las cien­
cias sociales, a la vieja manera de pensar. Precisam ente
contra estas concesiones va dirigida nuestra critica.
No sin fundamento llamamos vieja a la concepción
del papel de la raza en la historia de las ideologías,
discutida por nosotros. Esta concepción no es más que
una simple variedad de aquella teoría, muy difundida
70
en el siglo pasado, que explicaba todo el curso de la
Historia por las propiedades de la naturaleza humana,
La concepción m aterialista de la Historia es com pleta­
mente incompatible con esta teoría. Según la nueva
concepción, la naturaleza del hombre social cambia con
las relaciones sociales. P o r consiguiente, las propieda­
des generales de la naturaleza humana no pueden expli­
car la Historia. Labriola, partidario ardiente y conven­
cido de la concepción m aterialista de la Historia, adm i­
te también, sin embargo, aunque en medida ínfima,
que la vieja concepción es justa. Pero los alemanes no
en vano dicen: Wer A sagt, muss auch B setgen.' Al
reconocer la vieja concepción como ju sta en un caso,
Labriola ha tenido que reconocerla también en algu­
nos otros. ¿Será necesario decir que esta unión de dos
concepciones opuestas debía perjudicar la cohesión de
su concepción del mundo?

‘Quien dice A, debe decir también B. (N. del T.


71
V III

La organización de toda sociedad es d eterm in ad a


por el estado de sus fuerzas productivas. Cuando cam ­
bia este estado, tam bién la organización social, más
ta rd e o m ás tem prano, debe cam biar infaliblem ente.
P or lo tanto, la organización social se en cu en tra en un
equilibrio inestable allí donde las fu erzas productivas
sociales están creciendo. L abriola señala con m ucha
razón que precisam ente esta inestabilidad, con los mo­
vim ientos sociales y la lucha de las clases sociales, por
ella engendrados, salva a los hom bres del estancam ien­
to intelectual. El antagonism o es el m otivo fun d am en ­
tal del progreso, dice Labriola, repitiendo el pensa­
m iento de un econom ista alem án m uy conocido,1 Pero,
a renglón seguido, hace una reserva. Según su opinión,
sería m uy erróneo suponer que los hom bres, siem pre y
en todos los casos, com prenden bien su situación y ven
claram ente las tareas sociales que ella les plantea.
“P en sar así — dice L abriola— significa suponer algo
inverosím il, algo que jam ás ha existido.”
Rogamos al lector que p reste gran atención a esta
reserva. Labriola desarrolla sus pensam ientos de la
m anera siguiente:

'Se trata de Carlos Marx, <N. de la Red.)


72
“Las form as del derecho, las acciones políticas y
las tentativas de organización social fueron y son unas
veces afortunadas y otras erróneas, es decir, despropor­
cionadas e im propias. La H istoria está llena de equivo­
caciones. Esto significa que si todo en ella ha sido
necesario, dada la inteligencia rela tiv a de aquellos a
quienes correspondía su p erar ciertas dificultades o r e ­
solver ciertas tareas, etc., y si todo en ella tiene una
causa suficiente, no todo ha sido razonable en el sen ti­
do dado a esta palabra por los optim istas. Pasado cierto
tiempo, las causas d eterm in an tes de todas las m utacio­
nes, es decir, las condiciones económicas m odificadas,
conducían y conducen, a veces por caminos m uy re to r­
cidos, a unas form as del derecho, una organización
política y una organización social más o menos en co­
rrespondencia cen la adaptación social. P ero no hay
que suponer que la sabid u ría instin tiv a del anim al pen
sante se haya m anifestado y se m anifieste síc et. sim-
p ltcííer1 en la com prensión com pleta y clara de todas
las situaciones, y que, una vez dada la estru ctu ra eco­
nómica, podemos por un camino lógico muy simple
deducir de ella todo lo demás. La ignorancia —que a
su vez puede ser explicada-— aclara en m edida conside­
rab le por qué la H istoria se ha desarrollado así. A la
ignorancia hay que añadir la bestialidad, que jam ás es
vencida por com pleto, y todas las pasiones, todas las
injusticias y todos los vicios que fueron y son el pro­
ducto inevitable en una sociedad basada en la dom ina­
ción del hom bre por el hom bre y de la que fueron y son
inseparables la falsedad, la hipocresía, la desvergüenza
y la vileza. Podem os sin caer en el utopism o prever, y
prevem os efectivam ente, la aparición en el fu tu ro de
una sociedad que, desarrollándose de acuerdo a las le-

'Asi y simplemente, iN. del T. i


73
yes que em anan del desarrollo histórico de la sociedad
actual —y precisam ente de las contradicciones de este
orden— , ya no conocerá el antagonism o de clases. . .
Pero esto es cosa del futuro, y no del presente o del
pasado. Con el tiempo, la producción social acertada­
m ente organizada elim inará de la vida el azar, que
hasta ahora se m anifiesta en la H istoria como una cau­
sa m ultiform e de todo género de accidentes y de inci­
d entes”.1
En todo esto hay mucho de acertado. Pero, en tre­
lazándose caprichosam ente con la confusión, la verdad
toma aquí el aspecto de u n a paradoja no del todo feliz.
Labriola tiene indudablem ente razón cuando dice
que los hom bres distan mucho de com prender siem pre
con claridad su situación social y no siem pre tienen una
conciencia exacta de las tareas sociales que de ella se
desprenden. Pero cuando, basándose en esto, invoca la
ignorancia o la superstición como causa histórica de)
surgim iento de m uchas form as de vida social y de
muchas costum bres, Labriola, sin darse cuenta, regresa
al punto de vista de los enciclopedistas del siglo XVIII.
A ntes de señalar la ignorancia como una de las causas
im portantes que explican “por qué la H istoria se ha
desarrollado así y no de otro modo” , se hubiera debido
d eterm inar en qué sentido, precisam ente, puede ser
em pleada aquí esta palabra. Sería un erro r muy grande
considerar qde esto se .puede com prender de por sí. No,
esto no es, en absoluto, tan com prensible y sencillo co­
mo parece. Mirad a la F rancia del siglo XVIII. Todos
los representantes ideológicos del tercer estado aspira­
ban ardientem ente a la libertad y a la igualdad. P ara
conseguir su objetivo exigían la liquidación de muchas

«Ewsfiyos. págs. J 83— I 85. (N. del T . )


74
instituciones sociales caducas. Pero la liquidación de
estas instituciones suponía el triunfo del capitalism o, al
que, como sabemos m uy bien ahora, es difícil llam arle
reino de la libertad y de la igualdad. Por esto se puede
decir que el noble objetivo de los filósofos del siglo
pasado no ha sido alcanzado. Se puede decir tam bién
que los filósofos no supieron indicar los medios necesa­
rios para su conquista; se les puede acusar por ello
de ignorancia, como lo han hecho muchos socialistas
utópicos. El propio Labriola se asom bra de la contradic­
ción existente entre la tendencia económ ica real de la
Francia de entonces y los ideales de sus pensadores.
“ ¡Extraño espectáculo, extraño constraste!”, exclama.
Pero, ¿qué hay de extraño en esto? ¿En qué consistía
la “ignorancia” de los enciclopedistas franceses? ¿En
.que ellos concebían los medios de consecución del bie­
nestar general de m anera d iferen te a como lo hacemos
hoy? P ero entonces no se podía ni hablar de estos m e­
dios: aun no los había creado el m ovim iento histórico
de la hum anidad, m ás exactam ente, el desarrollo de sus
fuerzas productivas. Leed Don tes Propases ctux Phi-
losophes Econom istes1 de Mably, leed Code de la Na­
tura2 de M orelly y veréis que, por cuanto estos escri­
tores divergían de la enorm e m ayoría de los enciclo­
pedistas respecto a las condiciones del bienestar del
hom bre, por cuanto soñaban con la destrucción de la
propiedad privada, se situaban, en prim er lugar, en
m anifiesta y patente contradicción con las necesidades
más esenciales, indispensables y generales de su época, y,
en segundo lugar, cosa que sentían confusam ente, con­
sideraban sus sueños com pletam ente irrealizables.
Por consiguiente, pregunto o tra vez; ¿en qué consistía

'Dadas Expuestas a (os Filósofos Economistas. ( N. del T.)


JEÍ Códipo de la Naturaleza. ( N. del T .)
75
la ignorancia de ios enciclopedistas? ¿En que ellos,
teniendo conciencia de las necesidades sociales de
su tiem po e indicando con acierto los medios para su
satisfacción (liquidación de los viejos privilegios, etc.),
atrib u ían a estos medios una im portancia ex tre m ad a­
m ente exagerada, es decir, la im portancia del cam ino
hacia la felicidad general? Esto dista mucho de ser una
ignorancia m uy salvaje, y desde el punto de vista
práctico hay que reconocerla hasta útil, ya que cuanto
m ayor era la fe de los enciclopedistas en la im portancia
universal de la reform a que exigían, tan to m ás en érg i­
cam ente tratab an de conseguir su realización.
Los enciclopedistas m anifestaron tam bién una ig­
norancia indudable por no sab er en co n trar el hilo que
unía sus concepciones y aspiraciones con la situación
económ ica de la F rancia de entonces y porque ni siquie­
ra suponían la existencia de dicho hilo. Ellos se consi­
deraban cual heraldos de la v erd ad absoluta. A hora
sabemos que no existe nin g u n a verdad absoluta, que
todo es relativo, que todo d epende de las circunstancias,
del lu g ar y del tiem po, pero, precisam ente por ello,
debem os ser muy cautos e n n u estro s juicios acerca de
la “ignorancia’' de las d istin tas épocas históricas. Su
ignorancia, por m anifestarse e n los m ovim ientos socia­
les, aspiraciones e ideales q u e les son propios, tam bién
es relativa.
¿Cómo surgen las norm as jurídicas? Se puede de­
cir que toda norm a juríd ica nueva rep resen ta en si la
anulación o modificación de una norm a vieja o de una
vieja costum bre. ¿Por qué se liquidan las norm as viejas
y las viejas costum bres? P orque d ejan de corresponder
a las nuevas “condiciones", es decir, a las nuevas rela­
ciones reales de los hom bres en el proceso social d e '
producción. El com unismo prim itivo desapareció a con­
secuencia del desarrollo de las fuerzas productivas. P e­
ro las fuerzas productivas se desarrollan únicam ente de
modo gradual. P o r eso se desarrollan tam bién de modo
g rad ual las nuevas relaciones reales de los hom bres en
el proceso social de producción. P or eso, únicam ente de
modo gradual crecen las trab as originadas por las vie
jas norm as o costum bres, y, por consecuencia, tam bién
la necesidad de dar una expresión ju ríd ica correspon­
diente a las nuevas relaciones reales ( económ icas) en
tre los hombres, La inteligencia instintiva del anim al
pensante sigue ordinariam ente a estos cambios reales,
Si las viejas norm as jurídicas son un obstáculo para
que cierta p arte de la sociedad pueda conseguir sus ob­
jetivos cotidianos, satisfacer sus necesidades esenciales,
esta parte de la sociedad, infaliblem ente y con e x tra o r­
dinaria facilidad, alcanza la conciencia de su inconve­
niencia: para esto es necesaria muy poca más sabiduría
que para alcanzar la conciencia de que no es cómodo
usar zapatos estrechos o arm as dem asiado pesadas. P e ­
ro hay un largo trecho, como es natu ral, de la concien­
cia de la inconveniencia de d eterm inada norm a ju ríd i­
ca hasta la aspiración consciente de sn liquidación. En
u n principio, los hom bres tra ta n sencillam ente de es­
qu ivarla en cada caso p articu lar. Recordad lo que ocu­
rría en las grandes fam ilias cam pesinas de nuestro país
cuando, bajo la influencia del capitalism o naciente,
aparecían nuevas fuentes de ingreso, desiguales p ara
los distintos m iem bros de la fam ilia. El derecho fam i­
lia r habitual se hacía entonces opresor para los afo rtu ­
nados que ganaban m ás que los otros, Pero estos afor­
tunados no se decidieron ni fácilm ente ni pronto a al­
zarse contra la vieja costum bre. D urante largo tiempo,
se dedicaron sencillam ente a ocultar a los jefes de
fam ilia una p arte del dinero ganado. P ero el nuevo
orden económico se fortalecía poco a poco, las viejas
costum bres fam iliares se tam baleaban cada vez más;
los m iem bros de la fam ilia interesados en su liq u id a­
ción levantaban cada vez m ás la cabeza; las divisiones
de las haciendas eran de m ás en más frecuentes y, por
fin, la vieja costum bre desapareció, cediendo su lu g a r
a una nueva costum bre, engendrada por las nuevas
condiciones, por las nuevas relaciones reales, por el
nuevo régim en económico de la sociedad.
H abitualm ente, los hom bres adquieren la concien­
cia de su situación con un retraso m ayor o m enor re s­
pecto al desarrollo de las nuevas relaciones reales que
cam bian esta situación. P ero la conciencia, sin em b ar­
go, va a la 2 aga de estas relaciones reales. Allí donde
la aspiración consciente de los hom bres a la liquidación
de las viejas instituciones y al establecim iento de un
nuevo orden jurídico es débil, este nuevo orden aún no
78
está com pletam ente preparado por el régim en econó­
mico de la sociedad. Dicho en otras palabras: la falta
de claridad en la conciencia — “ fallos del pensam iento
poco m aduro’’, “ignorancia"— no señala sino una co­
sa en la H istoria: precisam ente, que aún esta poco
desarrollado el objeto del que hay que ten er conciencia,
es decir, las nuevas relaciones nacientes. Y la ignoran­
cia de este tipo —el desconocimiento y la incom pren­
sión de aquello que aún no existe, que se encuentra en
proceso de surgim iento— es, evidentem ente, una igno­
rancia sólo relativa.
Existe otro género de ignorancia: ignorancia con
relación a la naturaleza. Se la puede llam ar ignorancia
absoluta. Su m edida es el poder de la naturaleza sobre
el hom bre. Y como el desarrollo de las fuerzas p ro d u c­
tivas significa el crecim iento del poder del hom bre
sobre la naturaleza, está claro que el a u m e n to .d e las
fuerzas productivas equivale a la dism inución de la
ignorancia absoluta. Los fenómenos de la n atu raleza no
com prendidos por el hom bre y, por ello, no sometidos
a su poder, engendran en él toda su erte de supersticio­
nes, En una etapa determ inada del desarrollo social,
las ideas supersticiosas se entrelazan estrecham ente
con las concepciones m orales y jurídicas de los hom­
bres, a las que dan entonces un m atiz particu lar.' En

SU libro Leyest y Costumbres del Caucaso, M, M.


Kovalevski dice: “El estudio de las creencias religiosas y
de las supersticiones de los pshavos nos lleva a la conclusión
de que, bajo la capa oficial de la religión ortodoxa, este pue­
blo se encuentra hasta hoy en la etapa del desarrollo que
con tanto acierto ha sido denominada por Tylor animismo.
Esta etapa, como es sabido, va acompañada ordinariamente
de una sumisión absoluta de la moral y del derecho a la re­
ligión” (tomo II, pág. 82). Pero el quid de la cuestión consiste
precisamente en que, según Tylor, el animismo primitivo no
ejerce la menor influencia ni en la moral ni en el derecho.
79
el proceso de la lucha provocada por el crecim iento de
las nuevas relaciones reales de los hom bres en el p ro ­
ceso social de producción, las creencias religiosas ju e ­
gan a m enudo un gran papel. T an to los innovadores
como los retrógrados invocan la ayuda de los dioses,
poniendo bajo su protección unas u otras instituciones
y llegando hasta explicar estas instituciones como e x ­
presión de la voluntad divina. Es com prensible que las
Eum énides, que eran consideradas en su tiem po en tre
los griegos como las protectoras del derecho m atriarcal,
hicieran p a ra su defensa tan poco como M inerva p ara
el triu n fo del poder patriarcal, según se creía tan g rato
p ara ella. Invocando e n su ayuda a los dioses y a los
fetiches, los hom bres gastaban en vano su trabajo y
tiem po, pero la ignorancia que p erm itía creer en las
Eum énides no im pedía a los retrógrados griegos de en ­
tonces com prender que el viejo orden ju ríd ico (m ejor,
el viejo derecho com ún) garantizaba m ejor sus in te re ­
ses, E xactam ente igual, la superstición que perm itía
poner esperanzas en M inerva no im pedía a los innova­
dores te n er conciencia de los inconvenientes de las
viejas costum bres y hábitos.
Los dayakos de la isla de Borneo no conocían el

En esta etapa de desarrollo "entre la moral y el derecho no


hay una relación mutua, y si la hay queda en forma de
embrión”. "El animismo salvaje está privado casi por com:
pleto de ese elemento moral que constituye para el hombre
civilizado la esencia de toda religión práctica, . . , las leyes
morales tienen su base particular”, etc. La Civilísati-on Primi-
tive (La Civilización Primitiva), París 1876, t. II, págs.
464—465. He aquí por qué sería más acertado decir que las
supersticiones religiosas se entrelazan con las concepciones
morales y jurídicas sólo en un grado relativamente bastante
elevado del desarrollo social. Lamentamos mucho que nos
falte espacio para mostrar en este folleto cómo explica esto
el materialismo moderno.
80
empleo de la cuña como h erram ien ta para p a rtir leña.
Cuando los europeos llevaron allí la citada h erram ien ­
ta, las autoridades indígenas prohibieron solem nem en­
te su em pleo.1 Esto era, por cierto, una dem ostración
de su ignorancia: ¿puede concebirse algo más absurdo
que esta prohibición de em plear una herram ien ta que
facilita el trabajo? Sin em bargo, recapaciten y quizás
digan que se pueden encontrar circunstancias aten u an ­
tes para ella. La prohibición del empleo de h erram ien ­
tas de trabajo europeas fue, sin duda, una de las m ani­
festaciones de la lucha contra ¡a influencia europea,
que comenzaba a m inar la solidez de los viejos órdenes
indígenas. Las autoridades indígenas presentían vaga­
m ente que, en caso de introducción de las costum bres
europeas, no quedaría del viejo orden piedra sobre pie­
dra, P or una razón u otra, la cuña, más que otras he­
rram ientas europeas, les recordaba el carácter d estru c­
to r de la influencia europea Y por ello prohibieron en
form a solem ne su empleo. ¿Por qué, precisam ente, fue
la cuña para ellos el símbolo principal de las innovacio­
nes peligrosas? No podemos responder a esta pregunta
de m anera satisfactoria: ignoram os el motivo por el
cual la idea de la cuña se asociaba en la m ente de los
indígenas con la idea del peligro que am enazaba a su
viejo régim en de vida. Pero podemos decir con seguri­
dad que los indígenas no estaban del todo equivocados
al tem er por la estabilidad de su viejo ord en : en efecto,
la influencia europea deform a muy activa y ráp id am en ­
te -—sí es que no los destruye por com pleto— los h áb i­
tos de los salvajes y bárbaros que caen bajo ella,
Tylor dice que, aunque condenaban en público la

‘E. B. Tylor. Z.ri Civi/.isatiüu Primitiva, París. 187(5. t.


L, pág. 82. (N. del T .)
di
cuña, los dayakos, sin em bargo, la utilizaban cuando
podían hacerlo a escondidas de los demás. A quí tenéis
la “ hipocresía” , sum ada a la ignorancia. P ero ¿de dón­
de salió? S eguram ente, fue engendrada p o r la concien­
cia de las v en tajas del nuevo procedim iento de p a rtir
leña, a la que acom pañaba el miedo a la opinión social
o a las persecuciones p o r p arte de las autoridades. La
inteligencia in stin tiv a del anim al p en san te criticaba
de esta m anera aquella m ism a m edida que le debía su
origen. Y tenía razón en su crítica: pro h ib ir el em pleo
de las h erram ientas europeas no significaba en absolu­
to elim in ar el peligro de la influencia europea.
Em pleando la expresión de Labriola, podríam os
decir que, en el caso dado, los dayakos tom aron una m e­
dida que no correspondía a su situación, que no g u ard a­
ba proporción con ella. Y tendríam os toda la razón.
Podríam os adem ás añ ad ir a la observación de Labriola
que a los hom bres se les ocurren frecuentem ente m edi­
das sem ejantes, que no corresponden a su situación ni
guardan proporción con ésta. P ero, ¿qué se desprende
de esto? Sólo que nosotros debem os tra ta r de descubrir
si existe alguna dependencia en tre este género de erro ­
res de los hom bres, por u n a parte, y su carácter o el
grado de desarrollo de sus relaciones sociales, por la
otra. Tal dependencia existe indudablem ente. Labriola
dice que la ignorancia puede a su vez ser explicada.
Nosotros direm os: no solo p u ed e, sino que debe ser e x ­
plicada si ¡as ciencias sociales se encuentran en situ a ­
ción de convertirse en ciencias exactas. Si la “ig n o ran ­
cia” puede ser explicada p o r causas sociales, no hay por
qué invocarla, no hay por qué decir que en ella se en­
cierra la solución de po r qué la H istoria se ha desarro ­
llado así y no de otro modo. No reside en ella la solución
sino en las causas sociales que la engendraron y que le
82
dieron un aspecto y un carácter determ inados. ¿P ara
qué van ustedes a lim itar su investigación con meras
invocaciones a la ignorancia, que nada explican? C uan­
do se tra ta de la concepción científica de la Historia, las
invocaciones a la ignorancia ponen de m anifiesto, úni­
camente, la ignorancia del investigador.

83
X

Toda norma de derecho positivo defiende cierto in­


terés;, ¿De dónde provienen los intereses? ¿Representan
en si un producto de la voluntad y de la conciencia
hum anas? No, son creados por las relaciones económi­
cas de los hombres. Una vez surgidos, los intereses, de
una u otra m anera, se reflejan en la concienció de
los hombres. Para defender cierto interés hay que te ­
ner conciencia de él. Por ello, todo sistema de derecho
positivo puede y debe considerarse como un producto
de la conciencia.1 No es la conciencia de los hombres
lo que provoca la existencia de los Intereses que el de-

'"El derecho no es. como las tuerzas naturales, llamadas


físicas, algo que exista independientemente de las acciones
del hombre. .. Por el contrario, es un orden establecido por
los hombres para sí mismos. En este caso, es indiferente si el
hombre se somete en su actividad a la ley de la causalidad o
si actúa libremente, de manera arbitraria. Fuera como fuere,
el derecho según la ley de la causalidad y según ja ley de la
libertad se crea, sin embargo, no independiente de la acti­
vidad del hombre, sino, por el contrario, por su mediación"
(N. M. Korkunov, Conferencias de Teoría General del Dere­
cho. San Petcrsburgo 1894. pág. 2791. Esto es completamente
cierto, aunque está muy mal expresado, Pero al señor Kor-
kunov se le olvidó añadir que los intereses defendidos por
el derecho no "son creados por los hombres para sí mismos",
sino que son determinados por sus relaciones mutuas en el
proceso social de producción.
84
recho defiende; por consiguiente, no es ella quien d eter­
mina el contenido del derecho; pero el estado de la
conciencia social ( la psicología social i de una época
dada es lo que determ ina la form a que tom a en la m en ­
te de los hom bres el reflejo del interés en cuestión.
Sin tom ar en consideración el estado de la conciencia
social, no podríam os en absoluto explicarnos la 'historia
del derecho.
En esta historia hay que distin g u ir siem pre y con
cuidado la form a del contenido. Desde e! pum o de vista
form al, el derecho, como toda ideología, sufre la in­
fluencia de todas las dem ás ideologías o, por lo menos,
de una parte de ellas: creencias religiosas, nociones
filosóficas, etc. Esta circunstancia, por sí sola, dificulta
en cierta m edida a veces muy considerable el des­
cubrim iento de la dependencia ex isten te en tre las no
ciones jurídicas de los hom bres y sus relaciones m utuas
en el proceso social de producción- Pero esto no es más
que la m itad del m al.‘ El verdadero mal consiste en
que en las diferentes etapas del desarrollo social toda
ideología determ inada sufre, en m edida m uy desigual.
la influencia de otras ideologías. Asi, el antiguo dere- 1

1Aunque esto se deja sentir muy desfavorablemente, in­


cluso en obras como Leyes y Costumbres del Cáucaso, del se­
ñor M. Kovalevski. En su obra, el señor M. Kovalevski con­
sidera frecuentemente el derecho como un producto de las
concepciones religiosas. El camino acertado de investigación
sería otro: el señor Kovalevski debería considerar las creen­
cias religiosas y las instituciones jurídicas de los pueblos del
Cáucaso como un producto de sus relaciones sociales en el
proceso de producción, y. una ve?, hallada la influencia de
una ideología en la otra, tratar de encontrar la causa única
de esta influencia. Al parecer, el señor Kovalevski debería,
con mayor razón, inclinarse por este método de investigación,
por cuanto en otras de sus obras reconoce categóricamente la
dependencia causal de las normas jurídicas respecto a las for­
mas de producción.
«5
cbo egipcio y, parcialm ente, el romano estaban subor­
dinados a la religión; en la historia m oderna, el dere­
cho se desarrolló tío repetim os y rogamos que se tome
en cuenta: desde el punto de vista form al) bajo una
fuerte influencia de la filosofía. Para elim inar la in­
fluencia de la religión en el derecho y sustitu irla por
su propia influencia, la filosofía tuvo que m antener
una lucha empeñada. Esta lucha fue sólo el reflejo ideal
de la lucha social del tercer estado contra el clero; pero,
sin em bargo, dificultaba enorm em ente la elaboración
de concepciones justas acerca del origen de las in stitu ­
ciones jurídicas, ya que, gracias a ella, éstas parecían
un producto evidente e indudable de una lucha de
concepciones abstractas. Huelga decir que Labriola, ha­
blando en térm inos generales, com prende perfectam en­
te qué género de relaciones reales se oculta tras sem e­
jan te lucha de concepciones. Pero cuando se tra ta de
casos particulares, depone sus armas m aterialistas ante
la dificultad del problem a y considera posible, como
hemos visto, lim itarse a invocar la ignorancia o la
fuerza de la tradición. Además, señala tam bién al
“sim bolism o” como la causa determ inante de muchas
costumbres.
El simbolismo, efectivam ente, es un “factor” de
no poca im portancia en la historia de ciertas ideologías.
Pero no puede ser la causa determ inante de las cos­
tum bres. Tomemos el siguiente ejemplo. Las m ujeres
de la tribu caucasiana de los pshavos se cortan las
trenzas cuando m ueren sus hermanos, pero no lo hacen
cuando fallecen sus maridos. El corte de las trenzas
es una acción simbólica: ha sustituido a una costum bre
más antigua, que era la de inmolarse sobre la tum ba
del difunto, Pero, ¿por qué la m ujer realiza este acto
simbólico sobre la tum ba de su hermano y no sobre la
de su marido? Según las palabras del señor M. Kovalev-
8 fi
ski, en este rasgo ”no puede por menos de verse el ves­
tigio de aquella época lejana en la que el más viejo de
los parientes por parte de la madre, el cognado más
cercano, era el jefe del grupo tribal unido por el hecho
real o imaginario de su origen por linea u terin a”.1 De
aquí se desprende que las acciones simbólicas se hacen
comprensibles sólo cuando entendemos el sentido y
el origen de las relaciones que ellas señalan. ,¿De dónde
provienen estas relaciones? La respuesta a esta pregun­
ta no hay que buscarla, naturalm ente, en las acciones
simbólicas, si bien éstas pueden darnos a veces algunas
indicaciones útiles. El origen de la costumbre simbólica
de cortarse las trenzas sobre la tum ba del hermano
se explica por la historia de la familia y la explicación
de la historia de la familia hay que buscarla en ¡a
historia del desarrollo económico.
En el caso que nos interesa, el rito del corte de las
trenzas sobre la tum ba del herm ano ha sobrevivido a
la forma de relaciones familiares, a la que debe su
origen. Aquí tienen ustedes un ejemplo de la influencia
de la iraditión, que señala Labriola en su libro. Pero
la tradición puede conservar únicamente aquello que ya
existe. La tradición no explica no sólo el origen del rita
mencionado, o, en general, de la forma dada, sino, ni
tan siquiera, el hecho de su conservación. La fuerza de
la tradición es la fuerza de la inercia. En la historia de
las ideologías tiene uno que preguntarse con frecuencia
por qué un determ inado rito o hábito se ha conservado
a pesar de haber desaparecido no solam ente las relacio­
nes que le dieron vida, sino también otros ritos y hábi­
tos del,'mismo tipo, engendrados, por aquellas mismas
relaciones. Hacerse tal pregunta equivale a preguntarse

‘Leyes y Costumbres úel Cáueaso, t. II. pág. 75.


por qué la acción destructora de las nuevas relaciones
ha dejado indem ne, precisam ente, este rito o hábito,
m ientras ha liquidado otros. R esponder a esta pregunta
invocando la fuerza de la tradición, significa lim itarse
a rep etirla en form a afirm ativa. ¿Cómo solucionar este
conflicto? Hay que recu rrir a la psicología social.
Las viejas costum bres desaparecen y los viejos ritos
son violados cuando los hombres contraen nuevas rela­
ciones m utuas. La lucha en tre los intereses sociales se
m anifiesta en form a de la lucha de las costum bres y
ritos nuevos con los viejos. Ni un solo rito simbólico
o costum bre, tom ado en si, puede influir en sentido
positivo o negativo en el desarrollo de las nuevas rela­
ciones. Si los retrógrados defienden ardientem ente los
viejos hábitos, es porque la idea de los órdenes sociales
ventajosos, queridos y habituales para ellos, se enlaza
fu ertem ente en su cerebro (se asocial con la idea de
esas costum bres. Si los innovadores odian y se mofan
de estas costum bres, es porque la idea de ellas se asocia
en su m ente con la idea de las relaciones sociales em ba­
razosas, inconvenientes y desagradables para ellos. Por
consiguiente, aquí todo consiste en Ea asociación de ideas.
Cuando vemos que cualquier rito ha sobrevivido no só­
lo a las relaciones que le dieron vida, sino tam bién a
otros ritos de tipo parecido, engendrados por aquellas
mismas relaciones, debem os concluir que en la m ente
de los innovadores la idea de ese rito no estaba ligada
tan fuertem ente a la idea del viejo orden odiado como
la idea de otros hábitos. ¿Por qué es asi? Responder a
esta pregunta es fácil unas veces, pero otras es com ple­
tam ente imposible por falta de los datos psicológicos
necesarios. Pero incluso en los casos en que nos vemos
obligados a reconocer la im posibilidad de dar una res­
puesta, por lo menos con el estado actual de nuestros
conocimientos, debemos recordar que aquí nada tiene
88
que ver la fuerza de h tradición, sino ciertas asociacio­
nes de ideas suscitadas por determ inadas relaciones
reales de los hom bres en la sociedad.
La Jit-síorin de las ideoíopíus se explica, en consi­
derable medida, por el surgim iento. in m odificación y
la destrucción de tos asociaciones de ideas bajo ¡a ni-
fluencia del surgim iento, de la m odificación y de la des­
trucción de determ inadas com binaciones de fuerzas so­
ciales. LabnoJa no ha prestado a este aspecto de la
cuestión toda la atención que se merece. Esto se descu­
bre claram ente en su concepción de la filosofía.
XI

Según Labriola, la filosofía, en su desarrollo histó­


rico, se funde en parte con la teología y, en parte,
representa el desarrollo del pensam iento humano en su
relación con los objetos que en tran en el círculo de
nuestra experiencia. P or cuanto es distinta de la teolo­
gía, se ocupa de las mismas tareas cuya solución persi­
gue la investigación científica propiam ente dicha. Al
hacerlo, o trata de adelantarse a la ciencia, dando sus
propias soluciones conjeturales, o sim plem ente resume
y somete a una elaboración lógica ulterior las solucio­
nes ya halladas por la ciencia. Esto, claro está, es justo.
P ero no es toda la verdad. Tomemos la filosofía moder­
na. Descartes y Bacon consideran como la tarea más
im portante de la filosofía la multiplicación de los cono­
cim ientos relativos a las ciencias naturales, con el obje­
to de acrecentar el poder del hombre sobre la natu rale­
za. En esta época, la filosofía se ocupa, por consiguien­
te, de aquellas mismas tareas que son el objeto de las
ciencias naturales. Se puede suponer, por esto, que las
soluciones por ellos dadas son determ inadas por el es­
tado de las ciencias naturales. Sin embargo, no es dei
todo así. El estado de las ciencias naturales de esta
época no puede explicarnos la actitud de Descartes ha­
cia algunas cuestiones filosóficas, p o r ejemplo hacia la
90
cuestión so b re'el alm a, etc,, pero esta actitud se explica
a la perfección por el estado social de la F rancia de
entonces. D escartes deslinda rígidam ente el campo de
la fe del cam po de la razón. Su filosofía no contradice
al catolicismo, sino, por el contrario, trata de confir­
m ar con nuevas razones algunos de sus dogmas. En este
caso, la filosofía de Descartes expresa bien el estado de
espíritu de los franceses de su época. D espués de las
prolongadas y sangrientas conmociones del siglo XVI,
surge en F rancia una aspiración general de paz y de
orden. En el campo de la política esta aspiración se ex ­
presa por la sim patia hacia la m onarquía absoluta; en
el campo del pensaviiento, en cierta tolerancia religio­
sa y en la aspiración de evitar aquellas cuestiones dis­
cutibles que pudieran recordar la reciente gu erra civil.
Estas cuestiones eran las cuestiones religiosas. P a ra no
rozarlas, habia que delim itar la esfera de la fe de la
esfera de la razón. Y esto lo hizo, como hemos dicho,
Descartes. Pero esta delim itación no era suficiente. En
interés de la paz social, la filosofía debía reconocer so­
lem nem ente la justeza del dogma religioso. En la p er­
sona de D escartes llevó tam bién a cabo este reconoci­
miento. Y he aquí por qué el sistem a de este pensador,
que era en sus tres cuartas p artes un sistem a m ateria­
lista, fue acogido con sim patía por muchos eclesiásticos.
De la filosofía de Descartes surgió lógicam ente el
m aterialism o de La M ettrie. P ero de ella, de m anera
idéntica, podían haberse hecho deducciones idealistas.
Si los franceses no las hicieron, fue porque existía una
causa social com pletam ente determ in ad a; la actitud
negativa del tercer estado hacia el clero de la F rancia
del siglo XVIII. Si la filosofía de D escartes surgió de
la aspiración a la paz social, el m aterialism o del siglo
X VIII anunciaba nuevas conmociones sociales.
En esto ya sq, ve que el desarrollo del pensam iento
91
filosófico en F rancia se explica no sólo por el desarrollo
de las ciencias naturales, sino tam bién por la influencia
inm ediata de las relaciones sociales que se estaban d e­
sarrollando. Esto se m anifiesta m ás aún si se estudia
aten tam en te la historia de la filosofía francesa en otro
de sus aspectos.
Ya sabem os que D escartes consideraba como la
tarea fundam ental de la filosofía el acrecentam iento
del poder del hom bre sobre la naturaleza. El m ateria­
lismo francés del siglo XVIII considera como su misión
mas im portante la sustitución de ciertas viejas concep­
ciones por otras nuevas, sobre cuya base pudieran cons­
tru irse unas relaciones sociales normales. Los m ateria
listas franceses casi no hablan del acrecentam iento de
las fuerzas productivas sociales. Esta diferencia es muy
esencial. t,De dónde proviene0
Las caducas relaciones sociales de producción y las
instituciones sociales arcaicas dificultaban ex tra o rd in a­
riam ente el desarrollo de las fuerzas productivas de la
F rancia del siglo XVIII, La liquidación de estas in s titu ­
ciones era absolutam ente necesaria p ara el desarrollo
u lterior de las fuerzas productivas. En su liquidación
consistía todo el sentido del m ovim iento social en la
Francia de entonces. En la íilosofia, la necesidad de es­
ta liquidación se expresaba en la form a de lucha contra
las caducas concepciones abstractas, nacidas sobre la
base de las caducas relaciones de producción.
En la época de D escartes, estas mismas relaciones
aún no eran, ni mucho menos, caducas, estas relaciones,
con otras instituciones sociales, surgidas sobre su base,
no im pedían el desarrollo de las fuerzas productivas,
sino que lo favorecían. P or eso, nadie pensaba entonces
en su liquidación. He aquí por que la filosofía se plan­
teaba directam ente la tarea del acrecentam iento de las
Ú2
fuerzas productivas, esta tarea practica e im portantísi­
ma de la sociedad burguesa naciente.
Decimos esto, objetando a Labriola. Pero quiza
nuestras objeciones sean innecesarias; quiza él se haya
expresado mal, pero en el fondo esté de acuerdo con
nosotros. Mucho nos alegraría esto; a cualquiera le
agrada que una persona inteligente com parta su opi­
nión.
Y si Labriola no estuviera de acuerdo con noso­
tros repetiríam os, sintiéndolo mucho, que este hombre
inteligente estaba equivocado. Con esto es posible que
diéramos pábulo a nuestros viejeciHus su b jetiv istas1
para reír sardónicam ente una vez más porque en tre los
partidarios de la concepción m aterialista de la Historia
es difícil distinguir a los “verdaderos" de los "no verda­
deros". Pero nosotros responderíamos en este caso a los
viejecillos subjetivistas que "se burlaban de si mis­
mos". Al hombre que ha asimilado bien el sentido de
un sistem a filosófico le es fácil distinguir a sus verda
deros partidarios de los falsos. Si los señores subjetivis­
tas se tom aran el trabajo de rum iar la explicación ma­
terialista de la Historia, ellos mismos sabrían dónde
están los verdaderos ‘'discípulos" y dónde los imposto­
res que usurpan el gran nombre. Pero como no se han
tomado ni se tom arán este trabajo, forzosam ente no
podrán salir de su perplejidad. Esta es la suerte común
a todos los atrasados que han causado bajas en el e jé r­
cito efectivo del progreso. A propósito del progreso.
¿.Recuerda usted, lector, aquellos tiempos en que los
"metafisicos" eran insultados, en que la filosofía se es-

'Plejanov emplea la expresión "viejecillos subjetivistas’’


en relación, preferentemente, a Mijailovski, contra quien van
dirigidas todas las alusiones del párrafo en cuestión. (N. de
la Red.)
93
tu d iaba por el “ Lew is”1 y a veces por el Manual de
Derecho Crim inal del señor Spasovich, en que p ara los
lectores “progresivos” se habían ideado “fórm ulas” es­
peciales, extraordinariam ente sencillas y com prensi­
bles hasta para los niños pequeños? ¡Qué tiempos más
felices aquéllos! Estos tiempos han pasado, se han des­
vanecido cual el humo. “La m etafísica” de nuevo co­
m ienza a a tra e r a las mentes rusas, el “Lew is” d eja de
ser el libro en boga y las cacareadas fórm ulas del pro­
greso son olvidadas por todos. Ahora, hasta los sociólo­
gos subjetivistas — que ya se han hecho “honorables” y
"respetables”— recuerdan muy rara vez estas fórmulas.
Es de notar, por ejemplo, que nadie las recordara p re ­
cisam ente en aquel tiempo cuando, sin duda alguna,
eran más necesarias, es decir, cuando se discutía en
nuestro país si era posible abandonar el camino capita­
lista y em prender el de la utopia. N uestros utopistas se
escondieron tras la espalda del hom bre que, defendien­
do la fantástica “producción po p u lar”, se hacía pasar al
mismo tiem po por un partidario del m aterialism o dia­
léctico m oderno.2 El m aterialism o dialéctico sofisticado
resultó de esta m anera la única arm a, digna de aten ­
ción, en manos de los utopistas. En vista de esto, seria
muy útil hablar de cómo los partidarios de la concep­
ción m aterialista de la H istoria conciben el “progreso” .
V erdad es que de ello hemos hablado ya varias veces en
nuestra prensa, Pero, en prim er lugar, la m oderna con­
cepción m aterialista del progreso no es aún clara para

'Leíais, George Henry (1817— 1878). Filósofo positivista


burgués inglés, autor de un manual de historia de la filosofía
muy popular en su tiempo. ( N. de la Red.)
aPlejanov se refiere aquí al célebre populista ruso Da-
nielson, que gozaba de una reputación -inmerecida de mar-
xista por el simple hecho de que él mismo se declaraba parti­
dario de la "teoría económica de Marx”. (N. de la Red i
94
muchos; en segundo lugar, Labriola ilustra esta concep­
ción con algunos ejemplos muy felices y la explica con
ciertas consideraciones muy justas, si bien, por desgra­
cia, no expone esta concepción sistem áticam ente y con
toda plenitud. Las consideraciones de Labriola deben
ser completadas. Esperamos hacerlo en la prim era oca­
sión, mas, por esta vez, va siendo hora de que term ine­
mos.
Antes de soltar la pluma, rogamos una vez más al
lector que recuerde que el llam ado m aterialism o econó­
mico, contra el que van dirigidas las objeciones de
nuestros señores populistas y subjetivistas, muy poco
convincentes por cierto, tiene muy poco de común con
la moderna concepción m aterialista de la Historia. Des­
de el punto de vista de la teoría de los factores, la socie­
dad hum ana es un fardo pesado que diversas “fu erzas”
— la moral, el derecho, la economía, etc.— arrastran ,
cada una por su cuenta, en el camino de la Historia.
Desde el punto de vista de la m oderna concepción m ate­
rialista de la Historia, el asunto toma un aspecto por
completo diferente. Los “factores” históricos aparecen
entonces como simples abstracciones, y, cuando se disi­
pa esta niebla, se hace claro que los hombres no hacen
varias historias aisladas unas de otras — historia del
derecho, historia de la moral, historia de la filosofia,
etc.—, sino una sola historia: la de sus propias relacio­
nes sociales, condicionadas por el estado de las fuerzas
productivas en cada tiempo dado. Las llamadas ideolo­
gías no son más que reflejos rendados en la m ente de
los hombres de esta historia única e ¿ndiutsibte.
I. Plejanov

EL PAPEL DEL INDIVIDUO


EN LA HISTORIA
I

En la segunda m itad de la década del 70, el finada


K abliz1 escribió su artículo La inteligencia y el sentí
m ienío como factores del progreso, en el que, invocando
a Spencer, quería d em o strar q u e el principal pape] en
el m ovim iento ascendente de la hum anidad correspon­
día al sentim iento, m ien tras q u e la inteligencia desem ­
peñaba un papel secundario y, adem ás, com pletam ente
subordinado, Un ‘‘honorable sociólogo”1 refu tó a K a­
bliz, m anifestando u na sorpresa burlona respecto a la
teoría que relegaba la inteligencia a un segundo plano.
E) “ honorable sociólogo” te n ía razón, por supuesto,
cuando defendía la inteligencia. P ero la h u b iera tenido
en m ayor grado todavía si, en vez de ponerse a discutir
la esencia de la cuestión p la n tead a por Kabliz, hubiese
señalado hasta qué punto era falso e inadm isible su
planteam iento mismo. E n efecto, la teoría de los “fac­
tores” es ya de por sí inconsistente, pues destaca de
m anera a rb itra ria los d iferen tes aspectos de la vida

'Kabitz f 1848— 1393), Escritor ruso, populista. (N. de


la Red.)
2Ptejanov se refiere a N, K. Mijailouski (1842—1904).
ideólogo de los populistas liberales rusos, quien, apenas salió
a luz el citado artículo de Kabliz, escribió al respecto en sus
Notas Literarias de 1&78. (N. de la Red.)
9a
social y los hipostasia, convirtiéndolos en fuerzas espe­
cificas, que, desde distintos puntos y con éxito desigual,
arrastran al ser social por la senda del progreso, Pero
esta teoría es más infundada aún en la forma que le ha
dado en su artículo Kabliz, convírtiendo en hipóstasis
sociológicas especiales no ya unos u otros aspectos de
la actividad del ser social, sino los diferentes dominios
de la conciencia individual Son verdaderas columnas de
Hércules de la abstracción; no se puede ir más lejos,
porque más allá comienza el reino grotesco del más
patente de los absurdos. Precisam ente sobre esto el
“ honorable sociólogo" debería haber llamado la aten­
ción de Kabliz y sus lectores. Al m ostrar el dédalo de
abstracciones a que condujo a Kabliz su aspiración de
encontrar un “factor" dom inante en la Historia, el
“honorable sociólogo", qui 2 á im pensadam ente, tam bién
hubiese hecho algo por la crítica de la propia teoría de
los factores. Esto hubiera sido muy provechoso para
todos nosotros en aquel tiempo. Pero no supo estar a la
altu ra de esa misión. El mismo profesaba aquella teo­
ría, diferenciándose de Kabliz únicam ente por su incli­
nación hacia el eclecticismo, gracias al cual todos los
"factores" le parecían de igual im portancia. Las propie­
dades eclécticas de su espíritu se m anifestaron luego
con m ayor claridad en sus ataques contra el m aterialis
mo dialéctico, en el cual veía una doctrina que sacrifi­
caba al “factor" económico todos los dem ás y que
reducía a cero el papel del individuo en la Historia, AI
“honorable sociólogo" ni siquiera se le ha ocurrido que
el punto de vista de los "factores” es ajeno al m ateria­
lismo dialéctico y que sólo la absoluta incapacidad de
pensar lógicamente perm ite ver en él una justificación
del llamado quietismo. Hay que hacer notar, sin em bar­
go, que este erro r del “ honorable sociólogo" no tiene
nada de original; lo cometían, lo cometen y, seguram en­
100
te, lo seguirán com etiendo por largo tiem po muchos
otros. . .
A los m aterialistas se les em pezó ya a reprochar su
inclinación al “quietism o” cuando no tenían aún form a­
da su concepción dialéctica de la n atu raleza y de la
Historia. Sin internarnos en la “ lejanía de los tiem pos” ,
recordarem os la controversia del conocido sabio inglés
P riestley con Price, A nalizando la doctrina de Priestley,
Price sostenía, en tre otras cosas, que el m aterialism o
es incom patible con el concepto de libertad y elim ina
toda iniciativa del individuo. En respuesta a esto,
P riestley invocó la experiencia diaria. "No hablo de
mi mismo, aunque, n atu ralm en te, a mí tam poco se me
puede llam ar el más in erte de los anim ales l¡ am not
tha m ost torpid and lifeiess o/ olí an im áis/; pero yo os
pregunto: ¿dónde encontraréis más energía m ental,
más actividad, más fuerza y persistencia en la consecu­
ción de los objetivos principales si no es en tre los p a rti­
darios de la doctrina del determ in ism o ?'’ P riestley se
refería a la secta religiosa dem ocrática que entonces se
llam aba cfm stian necessarians.' Desconocemos si en
realidad esta secta era tan activa como pensaba su a­
depto Priestley. Pero esto no tiene im portancia. Esta
fuera de toda duda que la concepción m aterialista de
la voluntad del hom bre concuerda perfectam ente con la
más enérgica actividad práctica. Lanson hace n o ta r que
"todas las doctrinas que más exigencias form ulaban a la
voluntad hum ana afirm aban en principio la im po­
tencia de la voluntad: negaban la libertad y subordina
ban el m undo a la fatalidad” . Lanson no tiene razón

'Tal conjugación del materialismo con el dogmatismo re­


ligioso sorprendería mucho a un francés del siglo XVIII, Pero
en Inglaterra no extrañaba a nadie. Priestley mismo era muy
religioso, cada pueblo, con sus costumbres.
101
cuando piensa que toda negación del llam ado libre al­
bedrío conduce al fatalism o; pero esto no le ha impedido
n o tar un hecho histórico de sumo in terés; en efecto, la
H istoria dem uestra que incluso el fatalism o no sólo no
im pide siem pre la acción enérgica en la actividad p rác­
tica. sino, por el contrario, en determ inadas épocas ha
sido la base psicológica indispensabíe de dicha acción.
Recordemos, como dem ostración, que los puritanos, por
su energía, superaron a todos los dem ás partidos de la
In g laterra del siglo XVII, y que los adeptos de M ahoma
som etieron en un corto plazo un enorm e territo rio des­
de la India hasta España. Se equivocan medio a medio
aquellos que piensan que es suficiente estar convencidos
del advenim iento inevitable de una serie de aconteci­
m ientos para que desaparezca toda n u estra posibilidad
psicológica de contribuir a ellos o co n trarrestarlo s.1
Todo depende de si mi propia actividad constituye
un eslabón indispensable en la cadena de los aconteci­
m ientos necesarios. Si la respuesta es afirm ativa, tanto
m enores serán mis vacilaciones y tanto más enérgicos
m is actos. En esto no hay nada de so rprendente: cuan-

*Es sabido míe. según la doctrina de Calvitio, todas las


acciones de los hombres son predeterminadas por Dios.
“Príicííestinafior!e7u vocamus aeternuni Dei decretum, quo
npuü se conxiituium habuít, quod de uno quoque homíne fierí
vele i." í Llamamos predestinación a la decisión de Dios, se­
gún la cual El determina lo que inevitablemente deberá ocu­
rrir en la vida del hombre.) (Instituíío, Lib. III, cap. V.)
Según esta doctrina. Dios elige a algunos de sus servidores
para la liberación de los pueblos injustamente oprimidos. Tal
era Moisés, el libertador del pueblo israelita. Todo indica que
también Crumwell se consideraba un instrumento de Dios;
él decía siempre, y seguramente con sincera convicción, que
sus acciones eran fruto de la voluntad de Dios, Todas esas
acciones tenían por anticipado para él el carácter de una ne­
cesidad. Esto no sólo no le impedía aspirar a una victoria tras
otra, sino que infundía a esta aspiración una fuerza indomable.
102
do decimos que un determ inado individuo considera su
actividad como un eslabón indispensable en la cadena de
los acontecim ientos necesarios, afirm am os, e n tre otras
cosas, que la falta de libre albedrío equivale p a ra él a la
to tal incapacidad de perm anecer ÍTiactivo y que esa
falta de lib re albedrío se refleja en su conciencia en
form a de la im posibilidad de obrar de un m odo d iferen ­
te al que obra. Es, precisam ente, el estado psicológico
que puede ser expresado con la fam osa frase de Lute-
ro: “H ier stehe ich, ick kann nicht anders'” Leste es mi
concepto y otro no puedo tener] y gracias al cual los
hom bres revelan la energía m ás indom able y realizan
las hazañas m ás prodigiosas. A H am let le era descono­
cido este estado de esp íritu : por eso no fue capaz más
que de lam entarse y sum irse en la m editación. Y por
eso mismo, H am let jam ás hu b iera adm itido una filo­
sofía según la cual la libertad no es m ás que la necesidad
hecha conciencia. Con razón decía F ichte: “Tal como es
el hom bre, así es su filosofía1'.

10.1
ri

Algunos de en tre nosotros tom aron en serio la ob­


servación de Stam m ler respecto a la p retendida co n tra­
dicción insolubíe, según él propia de una determ inada
doctrina político-social de Occidente. Nos referim os al
conocido ejem plo del eclipse de luna. En realidad, es un
ejem plo arehiabsurdo. E ntre las condiciones cuya con­
junción es indispensable para que se produzca un eclip­
se de luna, la actividad hum ana no interviene ni puede
in terv en ir de ningún modo, y, por ese solo hecho, única­
m ente en un manicomio podría form arse un partido
que se propusiese contribuir al eclipse lunar. Pero aun­
que la actividad hum ana fuese una de esas condiciones,
ninguno de los que, deseando ver un eclipse de luna,
estuviesen al mismo tiempo convencidos de que, fa ta l­
m ente. se produciría sin s u participación, se ad h erin a a
un tal partido. En este caso, su “quietism o” no seria
más que la abstención de una acción super/íua, es decir,
inútil, y no tendría nada que ver con el verdadero q u ie­
tismo. P ara que el ejem plo del eclipse dejara de ser
absurdo en el caso arrib a mencionado, su naturaleza
debería ser totalm ente cam biada por dicho partido.
H abría que im aginarse que la luna está dotada de con­
ciencia y que la situación que ocupa en el firm am ento,
gracias a la cual tiene lu g ar su eclipse, se le figura el
104
fruto de su libre albedrío y no sólo le produce un en o r­
me placer, sino que es en absoluto indispensable para
su tranquilidad m oral, por lo que tiendo siem pre, apa­
sionadam ente, a ocupar esta posición.1 Después de im a­
ginarnos todo eso. deberíam os preg u n tarn o s: ¿qué ex­
perim entaría la luna si descubriese al fin que, en reali­
dad, no es su voluntad ni ' ‘ideales” lo que determ ina su
m ovim iento en el espacio, sino que, por el contrario, es
su m ovim iento el que determ ina su voluntad y sus
“ ideales"? Según S tam m ler, ese descubrim iento la h a­
ría incapaz, con toda seguridad, de moverse, si es que
no lograba salir de apuros gracias a alguna contradic­
ción lógica. Pero esta hipótesis carece de toda base. Es­
te descubrim iento podría constituir uno de los fu n d a­
mentos /orinales del mal hum or de la luna, de su desa­
cuerdo m oral consigo misma, de la contradicción en tre
sus "ideales” y la realidad mecánica. Pero como noso­
tros suponemos que, en general, todo el “estado psíqui­
co de la lu n a ” está condicionado, en fin de cuentas, por
su movimiento, es en éste donde habría que buscar el
origen de su m alestar espiritual. E xam inando ate n ta ­
m ente la cuestión, veríam os a lo m ejor que, cuando se
en cu en tra en su apogeo, la luna sufre porque su v o lu n ­
tad no está libre, y encontrándose en el perigeo, la
misma circunstancia constituye para ella una nueva

'■‘C'esí coinm e si faif/ioU e aimaníée prenait plnisir de sr


tourneT v cr s le nord car elle croirait toum er independa vnneni
de quelque autre cause, s'apercevant pas des m owvem en/s in­
sensibles de ta m etiere mngnéiirjne." Leibniz, Thóodicúe, Lau-
sana, MDCCLX, pág 598. ("Es cual si la aguja m agnética,
sin advertir la influencia del m agnetism o y creyendo que gira
independiente de toda otra causa, encontrase placer girando
hacia el nqrte”. )
fuente moral de placidez y buen hum or. T am bién po­
dría ser al revés: que fuera en su apogeo y no en el
perigeo cuando encontrase los medios de conciliar la li­
bertad con la necesidad. Pero, de cualquier m anera,
esta fuera de dudas que tal conciliación es absoluta­
m ente posible; que la conciencia de la necesidad con
cuerda perfectam ente con la m ás enérgica acción prác­
tica. En todo caso, así sucedía hasta ahora en la H isto­
ria. Algunos de los hom bres que negaban el lib re
albedrío superaban con frecuencia a todos sus contem ­
poráneos por la fuerza de su propia voluntad, a la que
form ulaban las m áxim as exigencias. Los ejem plos son
num erosos y bien conocidos. Sólo es posible olvidarlos,
como hace por lo visto S tam m ler, cuando de propio in­
tento no se quiere ver la realidad histórica tal como es.
S em ejante falta de deseo se m anifiesta m uy poderosa­
m ente, por ejem plo, en tre nuestros su b jetiv istas y en ­
tre algunos filisteos alem anes. P ero los filisteos y los
su b jetivistas no son hom bres, sino sim ples fa ntasm as,
como d iría Belinski.
Exam inem os, no obstante, m ás de cerca el caso
cuando todas las acciones propias del hom bre ■ —-pasa­
das, presentes o futuras-— se le aparecen bajo la túnica
de la necesidad. Ya sabemos que, en este caso, el hom ­
bre — considerándose a sí mismo un enviado de Dios,
como M ahoma; un elegido por el destino ineluctable,
como Napoleón, o un p o rtad o r de la fuerza invenci­
ble del m ovim iento histórico, como algunos hom bres
públicos del siglo X IX —- pone de m anifiesto una fuerza
de voluntad casi ciega, destruyendo cual castillos de
naipes todos los obstáculos levantados en su camino por
los H am lets grandes y pequeños de las distin tas comar-
106
cas,1 Pero ahora este caso nos interesa bajo otro aspec­
to, que es el que vamos a analizar. Cuando la concien­
cia de la falta de lib ertad de mi voluntad se me p resen ­
ta tan sólo bajo la form a de una im posibilidad total,
subjetiva y objetiva, de proceder de modo distinto a
como lo hago, y cuando mis acciones son p ara mi, al
mismo tiempo, las más deseables en tre todas las posi­
bles, en tal caso la necesidad se identifica en mi con­
ciencia con la libertad, y la lib ertad con la necesidad,
y entonces yo no soy libre únicam ente en el sentido
de que no puedo rom per esta identidad entre la liber­
tad y l,a necesidad; no puedo oponer la una a ín otra;
no puedo sentirm e trabado por la necesidad. Pero esta
jaita de lib ertad es ni mismo tiem po su m anifestación
más completa. ■
Sim m el dice que la lib ertad es siem pre la lib ertad
respecto a algo, y allí donde la lib ertad no se concibe
como algo opuesto a una sujeción, deja de te n er sen ti­
do. Esto, naturalm ente, es cierto. Pero no se debe, fu n ­
dándose en esta pequeña v erdad elem ental, re fu ta r la
tesis de que la libertad es la necesidad hecha concíen-

tAlusión al cuento de Turguenev E! Hamtet de la Co­


marca de Chigrov.
Citaremos un ejemplo más que demuestra con evidencia
la fuerza de los sentimientos de gentes de esta categoría. La
duquesa de Ferrara, Renée (hija de Luis XII), dice en una
carta dirigida a Calvino, su maestro: "No, no he olvidado lo
que me habéis escrito: David odiaba a muerte a los enemigos
de Dios; y yo misma jamás dejaré de obrar en forma idéntica,
pues si yo supiera que el rey, mi padre, y la reina, mi madre,
mi difunto señor marido (fea monsieur mon mar i) y todos
mis hijos estaban maldecidos por Dios, los odiaría a muerte y
desearía que fuesen a parar al infierno”, etc. ¡De qué energía
tan terrible y arrolladora son. capaces gentes embargadas por
tales sentimientos! Ahora bien, esas gentes negaban el libre
albedrío.
107
cia, tesis que constituye uno de los descubrim ientos
más geniales del pensam iento filosófico. La definición
de Simmel es m uy estrech a: se refiere únicam ente a la
lib ertad no su jeta a trab a s exteriores. M ientras se tra te
sólo de tales trabas, la identificación de la lib ertad con
la necesidad seria en ex trem o ridicula: el ladrón no es
libre de robarnos ni siq u iera el pañuelo del bolsillo sí
se lo im pedim os y en tan tu que no ha vencido, de uno
u otro modo, nuestra resistencia. Pero, adem ás de esta
noción elem ental y superficial de la libertad, existe o­
tra. incom parablem ente más profunda. P a ra las perso­
nas incapaces de pensar de un modo filosófico, esta
noción no existe en absoluto, y la g en te capaz de hacer­
lo alcanza esta noción solam ente cuando consigue des­
p renderse del dualism o y com prender que en tre el
sujeto, por un lado, y el objeto, por otro, no existe en
realidad el abism o que suponen los dualistas.
El sub jetiv ista ruso opone sus ideales utópicos a
n u estra realidad capitalista y no va mas allá. Los sub-
je tiv ista s 1 se han hundido en la charca del dualismo.
Los ideales de los llam ados “ discípulos rusos” se pare­
cen a la realidad capitalista incom parablem ente menos
que los ideales de los subjetivistas. A p esar de esto, los
“discípulos’' han sabido h allar un puente para u nir los
ideales con la realidad. Los “discípulos" se han elevado
hasta el m onism o. Según ellos, el capitalism o, en su
propio desarrollo, conducirá a su propia negación y a la
realización de sus ideales, de los “ discípulos'’ rusos, y
no sólo de los rusos. Es una necesidad histórica El
“discípulo” es «no de los in strm nentos de esta necesi­
dad y no puede no serlo, tanto p o r su situación social

'Subjetivistas populistas rusos iP, Lavrov, N. Mijailovski,


N. Kareiev y otros). iN. do la Rod/i
como por su carácter intelectual y moral, creado por
esta situación. Esto tam bién es un aspecto de la necesi­
dad. Pero, desde el mom ento en que su situación social
ha form ado en él precisam ente este carácter y no otro,
él no sólo sirve de instrum ento a la necesidad, y no sólo
no puede no servirle, sino que npasionndíim em e quiere
y no puede no querer servirle. Este es un aspecto de la
libertad, de una libertad surgida de la necesidad, o con
más exactitud, de una libertad que se ha identificado
con la necesidad; es la necesidad hecha lib ertad .1 Se­
m ejante libertad tam bién es una libertad respecto a
ciertas trabas; ella tam bién se opone a ciertas restric
ciones de lib ertad : las definiciones profundas no re fu ­
tan a las superficiales, sino que, com pletándolas, las
encierran en sí. Pero ¿de qué trabas, de qué restricción
de libertad puede, pues, tratarse en este caso? La cosa
es clara; de las trabas m orales que frenan la energía de
los hom bres que no han roto con el dualism o: de las
restricciones que hacen su frir a aquellos que no han s a ­
bido ten d er un puente sobre el abism o que separa los
ideales de la realidad. En tanto que el individuo no ha
conquistado esta libertad m ediante un esfuerzo viril
del pensam iento filosófico, no es aún plenam ente dueño
de sí mismo y, con sus propios sufrim ientos morales,
paga un tributo vergonzoso a la necesidad exterior, con
la que se enfrenta. Pero, en cambio, apenas este mismo
individuo se libera del yugo de las trabas abrum adoras
y oprobiosas, nace a u na vida nueva, plena, desconocida
hasta entonces, y su libre actividad se convierte en una

l'"Oie Notwiendiykeít unrd tucát dudurclt rur Frei/ieii, dnss


sie uérscJuOmdeí, sondern d a ss nur ihre noch hiñere IdentiUit
m an ifestiert tuird." ( “La necesidad se convierte en libertad rio
porque desaparezca, sino porque se manifiesta su identidad,
por el momento aún interna ") Hegei, La Ciencia de ¡a Loga­
ra. Nuremberg, parte II. pág, 281.
109
expresión consciente y libre de le n e c e s id a d 1 El indi­
viduo se convierte en una gran fuerza social y ningún
obstáculo puede no podrá ya im pedirle

Lanzarse con la f uria de los dioses


Sobre la pérfida iniquidad. ..

'El viejo Hegcl dice claramente en otro lugar: Dic Freí-


heií ist dies, /VieJtf.s :u multen nis sitii". i “La libertad no es
más que la afirmación de uno mismo”,) Píiiiosopíiie der Re­
ligión, en Oimis Completas, t. XII, pág. 98.
110
m

Lo repetimos una vez m á s: la conciencia de la ne­


cesidad absoluta de un determ inado fenómeno sólo pue­
de acrecentar la energía del liombre que sim patiza con
él y que se considera a sí mismo una de las fuerzas que
originan dicho fenómeno. Si este hombre, consciente de
la necesidad de tal fenómeno, se cruzara de brazos, de­
m ostraría con ello que conoce mal la aritm ética Supon­
gamos, en efecto, que el fenómeno A tiene que produ­
cirse necesariam ente si existe una determ inada suma
de condiciones S. Vosotros me habéis dem ostrado que
esta suma, en parte, existe ya y que la otra parte se
dará en un determ inado mom ento T. Convencido de
eso, yo, hombre que simpatiza con el fenómeno A, ex­
clamo: ";M uy bien!”, y me echo a dorm ir hasta el dia
feliz en que se produzca el acontecimiento predicho
por vosotros, (.Qué resultara de ellolJ Lo siguiente: se­
gún vuestros cálculos, la suma S, necesaria para que se
produzca el fenómeno A, comprendía tíímbíéa mi acíi-
t’iríad, a la que llamaremos a. Pero como yo me eché a
dormir, en el momento T la suma de condiciones favo­
rables para el advenim iento de dicho fenómeno ya no
sera S, sino S - a, lo que altera la situación Puede
ocurrir que mi lugar sea ocupado por otro hombre, que
también se hallaba próximo a la inactividad, pero so­
111
bre quien ha ejercicio una influencia saludable él ejem ­
plo de mi apatía, que le pareció m uy indignante. En
este caso la fuerza a será sustituida por la fuerza b, y
si a es igual a b (n = ó ), la suma de condiciones que
favorecen el advenim iento de A quedara igual a S y el
fenómeno A se producirá, por lo tanto, en el mismo
m om ento T.
Pero si la fuerza rnia no es igual a cero, si soy un
m ilitante hábil y capaz y nadie me ha sustituido, en­
tonces la suma S no será com pleta y el fenómeno A se
producirá más tarde de lo que habíamos calculado, no
se producirá con la plenitud esperada o no se producirá
en absoluto. Esto es claro como la luz del día, y si yo
no lo com prendo, si yo pienso que S continuará siendo
S aún después de mi traición, se debe sólo al hecho de
que yo no sé contar, Pero ¿soy yo acaso el único que no
sabe contar? Vosotros, que me habíais anticipado que
la suma S se produciría necesariam ente en el momento
T, no habíais previsto que yo me echaría a dorm ir in ­
m ediatam ente después de n uestra conversación; esta­
bais seguros de que yo co n tin u ad a siendo hasta el fin
un buen m ilitante; habéis tomado una fuerza menos
segura por una fuerza más segura. P or consiguiente,
tam bién vosotros habéis calculado mal, Pero suponga­
mos que habéis acertado en todo, que lo habéis tenido
todo en cuenta. En tal caso, vuestro cálculo adquirirá
el siguiente aspecto: decís que en el mom ento T tendre
mos la suma S. Fin esta sum a de condiciones e n tra ra
mí traición como un uator negativo; en tra ra asimismo
como rato?' poxítiiw la acción estim ulante que en los
hom bres de espíritu fuerte produce la seguridad de
que sus aspiraciones e ideales son una expresión sub­
jetiv a de la necesidad objetiva. En este caso te n ­
drem os realm ente la suma S en el momento calcula­
do y el fenómeno A se producirá Todo parece claro.
112 .
Pero, siendo así, ¿por qué me ha desconcertado la idea
de la inevitabilidad del fenómeno A 1 ¿Por qué me ha
parecido que ella me condenaba a la inactividad? ¿Por
qué. reflexionando sobre ella, me he olvidado de las
más simples reglas de la aritm ética? Probablem ente,
porque mi educación ha sido tal, que ya antes la inacti­
vidad me atraia con fuerza y n u estra conversación no
ha sido más que la gota que ha hecho desbordar el vaso
de esta aspiración loable. Esto es todo. Sólo en este
sentido, en el sentido de un pretexto para revelar mi fla ­
queza e inutilidad m oral, figuraba aquí la coitciencía de
la necesidad, Pero ésta no puede de ninguna m anera ser
considerada como causa de mí flaqueza, pues la causa no
reside en ella, sino en las condiciones de mi educación.
P or consiguiente. . . , por consiguiente, la aritm ética es
una ciencia extraordinarim ente útil y respetable, cuyas
reglas no deben olvidar tampoco los señores filósofos,
¡sí, de un modo especial, los señores filósofos!
¿Y cómo actúa la conciencia de la necesidad de un
fenómeno determ inado sobre el hombre fu erte que no
simpatiza con el mismo y se opone a su advenim iento?
Aquí la cosa cambia un poco. Es muy probable que esta
conciencia debilitará la energía de su resistencia. P ero
¿cuándo los enemigos de un fenómeno determ inado se
convencen de su inevitabilidad? Cuando las circunstan­
cias que lo favorecen se hacen muy num erosas y muy
fuertes. La conciencia que los enemigos de ese fenóm e­
no adquieren de su inevitabilidad y el debilitam iento
de sus energías no son más que la m anifestación de la
fuerza de las condiciones que le son favorables. Tales
m anifestaciones form an parte, a su vez, de estas condi­
ciones favorables.
P ero la energía de la resistencia no dism inuirá en
todos los adversarios; en algunos se acrecentará como
113
consecuencia del reconocimiento de su inevitabilidad,
transform ándose en la energía de ía desesperación. La
H istoria en general y la H istoria de Rusia en p articu ­
la r nos brindan muchos ejem plos instructivos de en er­
gía de este género, Confiamos en que el lector los
recordará sin nuestra ayuda.
Aquí nos interrum p e el señor K areiev, que sí bien,
claro está, no com parte nuestro punto de vista sobre la
lib ertad y la necesidad y, adem ás, no aprueba nuestro
apasionam iento por los “excesos” de los hombres fu e r­
tes, acoge, no obstante, con sim patía la idea que sostie­
ne nuestra revista1 de que el individuo puede ser una
gran fuerza social. El respetable catedrático exclam a
gozoso: “ ¡Yo siem pró lo he dicho!” Es verdad. El señor
K areiev y todos los -subjetivistas han atribuido siem pre
al individuo un papel muy im portante en la Historia.
Hubo un tiem po en que esto despertaba grandes sim pa­
tías en tre la -ju v en tu d avanzada, que aspiraba .a llev ar
a cabo nobles em presas por el bien com ún y que, por
lo mismo, estaba, naturalm ente, inclinada a estim ar en
alto grado la im portancia de la iniciativa personal. P e­
ro, en el fondo, los subjetivistas nunca han sabido no
ya resolver, sino ni siquiera p lan tear con acierto la
cuestión sobre el papel del individuo en la H istoria.
Ellos oponían la actividad de los “espíritus críticos” a
la influencia de tas leyes del m ovim iento histórico de
la sociedad, creando así una nueva variedad de la teoría
de los factores; los “espíritus críticos” constituían uno
de los factores, siendo el otro las leyes propias de dicho
movimiento. Como resultado de eso, se ha llegado a

'Plejanov se refiere a la revista Nawcímoie Obosrenie


(Comentario Científico), en la que apareció esta obra en 1896
firmada con el seudónimo A. Kirsanov.
114
una profunda incongruencia, que podía satisfacer sola­
m ente m ientras la atención de los "individuos” activos
estuviese concentrada en los problem as prácticos del
momento y m ientras, por ello, no les restase tiempo para
ocuparse de los problem as filosóficos. Pero cuando la
calma que sobrevino en la década del 80 brindó a aque­
llos que poseían la capacidad de pensar un m om ento de
ocio forzado para entregarse a reflexiones filosóficas,
la doctrina subjetivista comenzó a rev en tar por todas
las costuras e incluso a caerse en pedazos, como el f a ­
moso capote de Akaki A kakievich.1 Los rem iendos pa­
ra nada servían y los hom bres del pensam iento com en­
zaron, uno tras otro, a renunciar al subjetivism o, con­
siderándolo como una doctrina a todas luces y por
com pleto inconsistente. Mas, como suele suceder en
tales casos, la reacción contra el subjetivism o condujo
a algunos de sus adversarios al extrem o opuesto. M ien­
tras algunos de lo s . subjetivistas, tratan d o de atrib u ir
al "individuo” un papel e n la H istoria lo más amplio
posible, se negaban a reconocer el m ovim iento históri­
co de la hum anidad como un proceso regido por leyes,
algunos de sus más recientes adversarios, tratando de
recalcar lo m ejor posible ese carácter reg u lar del movi­
miento, estaban prontos, por lo visto, a olvidar que la
Historia la hacen los hombres y que, por lo tanto, la
actividad de los individuos no puede dejar de tener su
im portancia en ella. C onsideraban al individuo como
una quantité négligepble [una m agnitud despreciable].
Teóricam ente, este extrem ism o es tan inadm isible co­
mo aquel al que llegaron los más celosos subjetivistas.

1Akaki AJcafcieuich. Pequeño funcionario, héroe del fa­


moso cuento de Gogol El Capote. ( N. de la Red. 1
115
Tan inconsistente es sacrificar la tesis a la antítesis
como olvidarse de la an títesis en aras de la tesis. U nica’
m ente será encontrado el punto de vista acertado cu an ­
do sepam os sum ar en la síntesis las p artes de verdad
contenidas en aquéllas.1

1El mismo Kareiev se nos ha adelantado en la aspiración


a la síntesis. Pero, desgraciadamente, no ha ido más allá del
reconocimiento de la verdad de que el hombre se compone
de cuerpo y alma.
11b
IV

Nos interesa desde hace mucho este problema y


hace ya bastante tiempo que queríamos invitar al lee-
to r a abordarlo con nosotros. Pero nos retenían ciertos
escrúpulos: pensábamos que tal vez nuestros lectores
lo habrían ya resuelto por sí mismos y que nuestra in-‘
vitación fuese tardía. Ahora, nuestras aprensiones han
desaparecido. Nos han descargado de ellas los historia­
dores alemanes. Hablamos en serio. Resulta que en
estos últimos tiempos los historiadores alemanes han
sostenido una polémica muy viva acerca del papel de
las grandes figuras en la Historia. Unos se inclinaban
a ver en la actividad política de estos hombres el resor­
te principal y casi exclusivo dei desarrollo histórico,
m ientras que otros afirm aban que sem ejante punto de
vista es unilateral y que la ciencia histórica debe tener
presente no sólo la actividad de los grandes hombres, y
no sólo la historia política, sino todo el conjunto de la
vida histórica en general fdas Ganze des geschichtli-
chen Lebens), Uno de los representantes de esta última
corriente es Carlos Lam precht, el autor del libro His­
toria del Pueblo Alemán. Los adversarios de Lam­
precht lo acusaban de *'colectivismo“ y de m aterialis­
mo, lo colocaban — horribile dietu' l¡terrible senten­
cia!]— en un mismo plano incluso con los “ateos social-
117
dem ócratas” , según la ex presión que él ha em pleado al
final de la discusión. Al an alizar nosotros sus concep­
tos, nos dim os cu en ta de que las acusaciones lanzadas
co n tra el pobre sabio eran com pletam ente infundadas.
Al mismo tiem po, nos convencim os de que los h isto ria­
dores alem anes contem poráneos no son capaces de
reso lver la cuestión del papel del individuo en la H isto­
ria. F ue entonces cuando nos consideram os con derecho
a su poner que el problem a continuaba todavía sin re ­
solver tam bién para algunos lectores rusos, y que en
relación con é] aún puede decirse algo no de! todo
desprovisto de in terés teórico y práctico.
L am prechl reunió toda una colección original de
opiniones <eine artige S a n n n h m g , según su expresión i
de destacados hom bres de E stado respecto a su activ i­
dad en relación con el am b ien te histórico en que ésta
se desarrolló; pero en su polém ica se ha lim itad o , por
ahora, a citar algunos discursos y opiniones de Bis-
m arck C ita las siguientes palabras, p ronunciadas por
el C anciller de H ierro en el R eichstag de la A lem ania
del N orte el día 16 de ab ril de 1869: “ No podem os,
señores, ni ignorar la historia del pasado ni c re a r el
futuro. Q uisiera preveniros co n tra el e rro r que lleva e
algunos a a d e la n ta r el reloj, im aginándose que con ello
aceleran la m archa del tiem po. G en eralm en te se ex ag e­
ra m ucho mi influencia en los acontecim ientos en los
que me he apoyado, pero, a pesar de todo, a nadie se le
o cu rrirá exigirm e que yo haga la H istoria. Esto me
h ab ria sido im posible incluso con vuestro concurso,
aunque, yendo unidos, habríam os podido hacer fre n te a
todo un mundo. P ero nosotros no podem os hacer la
H istoria; debem os esperar a que ella se haga. No acele­
rarem os el jabonam iento de los frutos con exponerlos al
calor de una lám para, y arran carlo s verdes no es otra
cosa que im pedir su crecim iento y echarlos a p e rd e r” .
Fundándose en el testim onio de Jolv, L am precht cita
tam bién las opiniones que B ism arck ha expresado en
más de una ocasión d u ra n te la g u erra franco-prusiana.
Su sentido general es siem pre el m ism o: “No podemos
hacer ios grandes cam bios políticos, sino que debem os
atenernos a la m archa n a tu ra l de las cosas, lim itán d o ­
nos a asegurarnos aquello que ya ha m ad u rad o ” . En
estas palabras L am precht ve una verdad profunda y
completa. El historiador contem poráneo no puede, se­
gún él, p ensar de otro modo si es que sabe m irar al
fondo de los acontecim ientos y no lim itar su campo
visual a un período de tiem po dem asiado corto. ¿H ubie­
ra podido acaso Bism arck re tro tra e r a A lem ania a la
economía n atu ra l? Esto le hu b iera sido im posible inclu­
so cuando se hallaba en el apogeo de su poder. Las
condiciones históricas generales son m ás poderosas que
las personalidades más fuertes. El carácter g en eral de
su época es para el gran hom bre “tina necesidad dada
em píricam ente”.
Asi opina Lam precht, llam ando universal a su con­
cepción, No es difícil o bservar el p u nto flaco de esta
concepción “ u niversal” , Las citadas opiniones de B is­
m arck son m uy interesan tes como docum ento psicológi­
co. Se puede no sim patizar con la actividad del antiguo
canciller alem án, pero no se puede afirm ar que ésta
careciera de im portancia, ni que B ism arck se d istin ­
guiese por su “quietism o”. P recisam ente de él decía
Lassalle: "Los servidores de la reacción no son picos de
oro, pero quiera Dios que la causa del progreso dispon­
ga del m áxim o núm ero de servidores de esta índole” .
Y este hom bre, que ha dado m ás de una vez pruebas de
u n a energía v erdaderam en te de hierro, se creía en ab so ­
luto im potente an te el curso n a tu ra l de las cosas, consi­
derándose, por lo visto, un simple in stru m en to del desa­
rrollo histórico: esto dem uestra una vez mas que se pue­
119
den enfocar los fenómenos a la luz de la necesidad y ser
al mismo tiem po un hom bre de acción muy enérgico. P e­
ro sólo bajo este aspecto son in teresantes las opiniones de
Bism arck; no podemos considerarlas como una solución
al problem a del papel del individuo en la Historia.
Según Bismarck, los acontecim ientos sobrevienen por
si mismos, y nosotros no podemos más que g aran tizar­
nos el disfrute de lo que ellos preparan. Pero cada acto
de “g aran tía” . representa tam bién un acontecim iento
histórico: ¿en qué se diferencian, pues, estos aconteci­
mientos de los que sobrevienen por sí mismos? En
realidad, casi todo acontecim iento histórico es, al m is­
mo tiem po, algo que ‘‘g aran tiza” a alguien los frutos
ya m aduros del desarrollo an terio r y uno de los eslabo­
nes de la cadena de acontecim ientos que preparan los
frutos del porvenir. ¿Cómo pueden, pues, oponerse los
actos de “g aran tía” a la m archa n atu ral de los aconte­
cimientos? P or lo visto, Bism arck ha querido decir que
los individuos y grupos que actúan en la H istoria jam ás
han sido ni serán om nipotentes. Esto, naturalm ente,
está fuera de toda duda. Pero nosotros quisiéram os sa­
ber, sin em bargo, de qué depende su fuerza, que dista,
sin duda alguna, de ser om nipotente; en qué condicio­
nes aum enta o dism inuye. Ni Bism arck ni el sabio de­
fensor de la concepción “ universal” de la H istoria, que
cita sus palabras, nos dan la solución del problema.
Es verdad que en los escritos de L am precht encon­
tram os tam bién citas más explícitas.1 P or ejem plo, él
transcribe las siguientes palabras de Monod, uno de los
representantes más destacados de la ciencia histórica

‘Teníamos y tendremos en cuenta su artículo Der


■hussong des CeseíucfitstrisseMscha/tlieJiert Kamp/es. en Die
Zukunjt, 1897, nútn. 44, sin referirnos a otros articulo:, liistó-
rico-filosóficos de Lamprecht,
120
m oderna de F ra n c ia : "Los historiadores se han acos
tum brado dem asiado a p restar exclusiva atención a las
m anifestaciones brillantes, ruidosas y efím eras de la
actividad hum ana, a los grandes acontecim ientos y a
los grandes hom bres, en lugar de presentar los grandes
y lentos movim ientos de las condiciones económicas y
de las instituciones sociales, que constituyen la parte
verd aderam ente interesan te y perm anente del desarro­
llo de la hum anidad, la p arte que, en cierta medida,
puede ser sintetizada en leyes y som etida hasta cierto
grado a un análisis exacto. En efecto, los acontecim ien­
tos y las personalidades destacadas lo son precisam ente
como signos y símbolos de diferentes etapas de dicho
desarrollo. En cambio, la m ayoría de los acontecim ien­
tos llamados históricos son p ara la verdadera H istoria
lo que para el m ovim iento profundo y constante del flu ­
jo y reflujo las olas que nacen en la superficie del
m ar, brillan un m om ento con su luz viva y van a estre­
llarse luego contra la costa arenosa, desapareciendo
sin dejar huellas”. L am precht declara su conform idad
absoluta con cada una de estas palabras de Monod. Es
sabido que a los sabios alem anes no les gusta estar de
acuerdo con los sabios franceses, ni a éstos, con los
alem anes. P o r esta razón, el historiador belga P iren n e
hace resaltar con particu lar satisfacción en la Reuue
H istorique esta coincidencia de las concepciones histó­
ricas de Monod con las de Lam precht. “Esta coinciden­
cia es muy significativa — observa P iren n e— , pues
dem uestra evidentem ente que el futuro pertenece a las
nuevas concepciones históricas.”

121
No com partim os las gratas esperanzas de P irenne.
El futuro no puede pertenecer a concepciones vagas e
indefinidas; tales. precisam ente, son las de Monod y,
sobre todo, las de L am precht. Ccmo es n atu ral, no se
puede por menos de saludar la tendencia que proclam a
que la tarea prim ordial de la ciencia histórica es el es­
tudio de las instituciones sociales y de las condiciones
económicas. Esta ciencia irá lejos cuando dicha ten d en ­
cia arraigue en ella definitivam ente. Pero, en prim er
térm ino, P iren n e se equivoca al considerar que esta
tendencia es nueva, Ha surgido en la ciencia histórica
ya en la segunda década del siglo X IX : sus rep resen ­
tan tes más destacados y consecuentes fueron Guizot,
M ígnet, A gustín T h ierry y, más tarde, Tocquevilie y
otros. Las concepciones de Monod y L am precht no son
más que una copia pálida de un original viejo, pero muy
notable. En segundo térm ino, por profundas que ha
yan sido para su época las concepciones de Guizot,
M ignet y otros historiadores franceses, muchos puntos
han quedado sin esclarecer. No dan una respuesta p re ­
cisa y com pleta a la cuestión del papel del individuo en
la Historia. A hora bien, la ciencia histórica debe resol­
v er de una m anera efectiva este problem a, si es que a
sus representantes les está destinado librarse de una
concepción unilateral del objeto de su ciencia. El fu tu ro
pertenece a la escuela que m ejor resuelva, en tre otros,
este problem a.
Las concepciones de Guizot, M ignet y otros histo­
riadores pertenecientes a esta tendencia eran como una
reacción fren te a las ideas históricas del siglo XVIII y
son su antítesis. Los hom bres que en aquel siglo se
ocupaban de la filosofía de la H istoria lo reducían todo
a la actividad consciente de ios indiuiditos. C ierto es
que tam bién entonces ex istían algunas excepciones de
la regla general: el campo visual histórico-filosófico,
por ejem plo, de Vico, M ontesquieu y H erd er era mucho
más amplio. Pero nosotros no nos referim os a las excep­
ciones; la enorm e m ayoría de los pensadores del siglo
X VIII in terp reta b an la H istoria tal y como lo hem os
expuesto. Es m uy interesan te a este respecto volver a
le e r hoy las obras históricas de M ably, Según este au ­
tor, fue Minos quien organizó com pletam ente la vida
social y política y creó las costum bres de los cretenses,
m ientras Licurgo prestó el mismo servicio a Esparta.
Si los espartanos “despreciaban’' la riqueza m aterial,
es debido a Licurgo, que “ penetró, por decirlo así,
hasta lo más profundo del corazón de sus conciudada­
nos y ahogó en ellos todo germ en de pasión por las
riquezas" I descendit pou?- ainsí diré pisque dans le
jo n d du coeur des citoyens, etc.).' Y si más ta rd e los
espartanos abandonaron la senda señalada por el sabio
Licurgo, la culpa es de Lisandro, que les había conven­
cido de que “ los tiem pos nuevos y las nuevas circu n s­
tancias exigen nuevas norm as y una política n u ev a".3
Los tratados escritos partiendo de este punto de vista

'Véase CJJitrres Complots del abate de Mably, Londres,


1789. t. IV, págs. 3, 14—22, 34 y 192.
sLug. cit.. pág. 109.

123
tenían muy poco que ver con la ciencia y se escribían
como sermones, únicam ente con miras a las "enseñan­
zas m orales” que de ellos se desprendían. Precisam ente
contra concepciones de esta índole se levantaron los
historiadores franceses de la época de la Restauración.
Después de los grandiosos acontecimientos de fines del
siglo XVIII, era ya en absoluto imposible considerar a
la H istoria como obra de personalidades más o menos
em inentes, mas o menos nobles e ilustradas, que. a su
antojo, inculcaran a una masa ignorante, pero sumisa,
unos y otros sentim ientos e ideas. C ontra tai filosofía
de la Historia se rebelaba además el orgullo plebeyo de
los teóricos burgueses. Dejaron sen tir su influencia los
mismos sentim ientos que todavía en el siglo XVIII se
pusieron de manifiesto en la naciente dram aturgia b u r­
guesa, En la lucha contra las viejas concepciones histó­
ricas, Thierry empleaba, entre otros, los mismos argu­
mentos esgrim idos por Beaum archais y otros contra la
vieja estética,' Por último, las tem pestades que poco
tiempo antes habían sacudido a Francia dem ostraban a
las claras que La m archa de los acontecimientos histó­
ricos no era determ inada exclusivam ente, ni mucho
menos, por la actividad consciente de los hombres; es­
ta sola circunstancia debía ya sugerir la idea de que los
acontecimientos se producen bajo la influencia de
cierta necesidad latente que actúa de m anera ciega, co­
mo los elementos de la naturaleza, pero conforme a
determ inadas leyes inexorables. Es extrem adam ente
notorio —aunque hasta ahora, que nosotros sepamos,
nadie lo ha señalado— el hecho de que las nuevas con­
cepciones de la Historia como proceso regulado por

'Compárese la primera carta sobre la Historia de Fruncía


con el Fssní sur le Genre Drama! i que Scrieu.T insertado en el
prim e r tomo de las Obras Completas de Beaumarchais.
124
determ inadas leyes fueron defendidas de la m anera
más consecuente por los historiadores franceses de la
época de la R estauración, precisam ente en las obras d e­
dedicadas a la Revolución Francesa. Tales eran , e n tre
otras, las obras de M ignet y Thiers. C hateau b rian d dio
el nom bre de fatalista a la nueva escuela histórica. He
aquí cómo él definía las tareas que esta escuela p la n te a ­
ba an te los investigadores: “ Este sistem a exige que el
historiador relate sin indignación las ferocidades más
atroces, que hable sin a m o r.d e las más elevadas v irtu ­
des y con su fria m irada no vea en la vida social más
que la m anifestación de leyes ineluctables, en v irtud de
las cuales todo fenóm eno se produce p recisam ente como
in ev itablem ente debía p ro d u cirse”-1 Esto, por supues­
to, es inexacto, La nueva escuela no exigía de ningún
modo la im pasibilidad del historiador. A gustín T h ierry
incluso declaró ab iertam en te que las pasiones políticas,
aguzando el espíritu del investigador, pueden ser un
arm a potente para el descubrim iento de la v erd ad .' Y
basta rep asar aunque sea a la ligera las obras históricas
de Guizot, T h ierry o M ignet para ver que sim patizaban
ard ientem ente con la burguesía, tanto en su lucha con­
tra la aristocracia y el alto clero como en su tendencia
a ahogar las reivindicaciones del pro letariad o naciente.
P ero lo que es indiscutible es que la nueva escuela
histórica ha surgido en tre 1820 y 1830, es decir, en una
época en que la aristocracia estaba ya vencida por la
burguesía, si bien tratab a aú n de restab lecer algunos

'Chateaubriand, Obras Completas, t. VII, pág. 58, Parts


1860. Recomendamos al lector la lectura atenta de la página
siguiente; podría pensarse que ha sido escrita por el señor
N. Mijailovski,
2Véase Considérations sur í'JJistoirt’ de Franee, suplemento
de ítécits des Teraps Mérovingiens, París, 1840, pág. 72.
125
de sus viejos privilegios. El orgullo que les in fu n d ía la
conciencia del triunfo de su clase se reflejab a en todos
los razonam ientos de los historiadores de la nueva es­
cuela, Y como la burguesía no se ha distinguido nunca
por una delicadeza caballeresca de sentim ientos, es n a­
tu ral que en los argum entos de sus sabios re p re se n ta n ­
tes sonara a veces la crueldad hacia el vencido. “L e
plus fo rt absorbe, le plus faible-, cela est de d r o if' |e l
más fu erte absorbe al más débil, lo cual es legitim o 1.
dice G uizot en uno de sus folletos de carácter polém i­
co. No menos cruel es su actitu d hacia la clase obrera.
Ju sta m e n te esta crueldad, que a veces ad q u iría la fo r­
ma de una im pasibilidad tran q u ila, indujo a e rro r a
C hateaubriand. Además, entonces no se veía claro aún
cómo debía concebirse la sujeción a leyes del movi­
m iento histórico. P o r últim o, la nueva escuela podía
p arecer fata lista precisam ente porque, tratan d o de apo­
y arse con firm eza sobre esta sujeción, se ocupaba poco
de las grandes personalidades históricas.1 Esto es lo que
no podían aceptar fácilm ente gentes form adas en las

!En el artículo dedicado a la tercera edición de la Histo­


ria de la Revolución Francesa de Mignet, Sainte-Beuve ca­
racterizaba de la siguiente manera la actitud de este historia­
dor hacia las personalidades: “A la vue des vastes et pro­
fundes émotions popu¡aíres rju'ií avait á décrire, au spectacle
de Vhnpuissance et du néant oú tombent les plus sublimes
génies, les vertus les plus saintes. alors que les masses se
soulévent, il s’est pris de piiié pour les individus, n'a vu en
ew.r pris isolement que faiblesse eí ne leur a recormu d’acíion
e/ficace que d<ms leur unión avec ¡a multitude”. ( “Ante la
vista de las vastas y profundas emociones populares que tuvo
que describir,- frente al espectáculo de la incapacidad e impo­
tencia de los genios más sublimes y de las virtudes más san­
tas cuando se sublevaron las masas, fue embargado por un
sentimiento de compasión hacia el individuo, sin ver en éste
nada más que flaqueza y negándole su capacidad para llevar
a cabo una acción eficaz de no ser en unión con la masa’’.!
126
ideas históricas del siglo XVIII. Sobre los nuevos h isto ­
riad o res llovieron de todos lados las refutaciones, y fue
entonces cuando se entabló la discusión que, como he­
mos visto, continúa aún en nuestros días.
En enero de 1826, Sainte-B euve escribió en Gíobe
con motivo de la aparición de los tomos V y VI de la
Historia de la R evolución Francesa de T h ie rs : “En ca­
da m om ento dado, el hom bre puede p o r una decisión
súbita de su voluntad in tro d u cir en la m archa de los
acontecim ientos una fuerza nueva, in esp erad a y v aria­
ble, capaz de im prim irle o tra dirección, pero que, no
obstante, no se p resta a ser m edida a causa de su v aria­
b ilidad”.
No hay que pensar que S ainte-B euve suponia que
las “decisiones sú b itas” de la voluntad del hom bre
aparecen sin razón alguna. No, sería m uy ingenuo. No
ha hecho m ás que afirm ar que las cualidades intelec­
tuales y m orales del hom bre q u e desem peña un papel
m ás o m enos im p o rtan te en la vida social, su talento,
sus conocim ientos, su decisión o indecisión, su valor o
cobardía, etc., no podían d e ja r de ejercer u n a in flu en ­
cia notable e n el curso y el desenlace de los aconteci­
m ientos, y, sin em bargo, estas cualidades no se ex p li­
can solam ente por las leyes generales del d esarro llo de
los pueblos, sino que se fo rm an siem pre y en alto grado
bajo la influencia de lo que podríam os lla m a r casu ali­
dades de la v id a privada. C itarem os unos cuantos
ejem plos p a ra a clarar este pensam iento, que, p o r o tra
p arte, nos parece b astan te claro.
E n la G u erra de Sucesión de A ustria, las tro p as
francesas obtuvieron unas cu an tas victorias b rillan tes
y F rancia h u b iera podido, in d u d ab lem en te, lo g rar de
A u stria la cesión de u n te rrito rio b astan te extenso en
lo q u e hoy es Bélgica; pero Luis XV no exigía esta
anexión porque él, según decía, no g u erreab a como
127
m ercader sino como rey; así, la Paz de A quisgrán no
dio nada a los franceses. P ero si el carácter de Luis
XV hubiese sido otro, el territo rio de F rancia tal vez
habría aum entado, por cuyo m otivo h ab ría variado un
tanto el curso de su desarrollo económico y político.
Como es sabido, la G u erra de los S iete Años F ra n ­
cia la llevó a cabo en alianza con A ustria. Se dice que
en la concertación de esta alianza influyó grandem ente
M adame de Pom padour, a quien había halagado sobre­
m anera el hecho de que la orgullosa M aría Teresa la
llam ara, en una carta, su prim a o su querida amiga
C'bien bonne am ie” ). P uede decirse, por tanto, que si
Luis XV hubiese poseído una m oral más au stera o se
hubiese dejado influir menos por sus favoritas, M ada­
me de Pom padour no habría ejercido esa influencia
sobre los acontecim ientos y éstos hab rían tomado otro
giro.
Además, en la G uerra de los Siete Años los fra n ­
ceses no tuvieron éxito. Sus generales sufrieron varias
derrotas vergonzosísimas. En general, la conducta ob­
servada por ellos ha sido m ás que ex traña. Richelieu se
dedicaba a la rapiña, m ientras que Soubise y B roglie
siem pre se estorbaban m utuam ente. Así, cuando B roglie
atacó al enem igo en W illinghausen, Soubise, que había
oído los disparos de cañón, no acudió e n ayuda de su
com pañero, como estaba convenido y como, sin duda,
debía h ab er hecho, y Broglie se vio obligado a re tira r­
se.1
A Soubise, inepto en extrem o, le protegía la mis-

'Otros dicen que la culpa no fue de Soubise, sino de


Broglie, quien, no esperó a su compañero por no compartir
con él los laureles de la victoria. Pero esto no tiene para
nosotros ninguna importancia, ya que en nada cambia el fon­
do de la cuestión.
128
ma M adam e de Pom padour. Y puede decirse una vez
m ás que si Luis XV hubiese sido m enos voluptuoso o si
su fav o rita no hubiese in terv en id o en política, los acon­
tecim ientos no h ab rían sido ta n d esfavorables p ara
Francia.
Los historiadores franceses afirm an que F rancia
no debió en absoluto p elear en el co n tin en te europeo,
sino co n cen trar todos sus esfuerzos en el m ar p ara d e­
fen d er sus colonias de los atentados de In g laterra. A ho­
ra bien, si F ran cia obró de o tra m anera, la culpa es; una
vez más, de la inevitable M adam e de Pom padour, que
deseaba com placer a “su q u erid a am iga’’ M aría Teresa.
A causa de la G u erra de los S iete Años, F ran cia perdió
sus m ejores colonias, lo que, sin duda, influyó m uchísi­
mo en el desarrollo de sus relaciones económicas. La
vanidad fem enina aparece aq u í an te nosotros como un
“facto r” in flu y en te del desarrollo económico.
¿H acen falta otros ejem plos? C itarem os uno mas,
quizá el más sorprendente. En agosto de 1761, d u ra n te
la m ism a G u erra de los S iete Años, las tro p as a u stría ­
cas, después de unirse con las rusas en la Silesia, cerca­
ron a Federico cerca dé S triegau. La situación de
Federico era desesperada, pero los aliados no se ap resu ­
raro n a atacar y el general B u tu rlin , luego de p erm a­
n ecer veinte días inactivo fren te al enem igo, se retiró
de la Silesia, dejando únicam ente una p a rte de sus
tro p as como refuerzo de las del g en eral au stríaco Lau-
don. Este ocupó Schw eidnitz, cerca del cual se en co n ­
trab a Federico. P ero este éxito fue de poca im portancia.
¿Y si B u tu rlin hubiese poseído un c ará cter m ás en érg i­
co, si los aliados hubiesen atacado a Federico sin darle
tiem po a a trin ch erarse en su cam pam ento? Es posible
que hubiese sido derro tad o p o r com pleto, teniendo que
som eterse a la voluntad de sus vencedores. Esto sucedió
unos cuantos meses antes de que un nuevo hecho for-
129
tuito, la m uerte de la em peratriz Elisabeta, modificara
súbita y radicalm ente la situación en favor de Federico.
Cabe preguntar: ¿qué hubiera sucedido si B uturlin hu­
biera sido más enérgico o si en su lugar hubiese habido
un Suvorov?
En su análisis de la concepción de los historiadores
"fatalistas", Sainte-Beuve formuló tam bién otro razo­
nam iento al que convendría p restar atención. En el ya
citado articulo sobre la Historia de (a Reoolució» F ran ­
cesa de Mignet, Sainte-Beuve dem uestra que el curso y
el desenlace de la Revolución Francesa no sólo fueron
condicionados por las causas generales que la origina­
ron y por las pasiones que ella a su vez desencadenó,
sino tam bién por numerosos pequeños fenómenos que
se escapan a la atención del investigador y que ni tan
siquiera form an parte de los fenómenos sociales propia­
m ente dichos, ‘‘En el momento en que obraban estas
causas (generales) y estas pasiones (provocadas por
ellas) —escribía él— , las fuerzas físicas y fisiológicas
de la naturaleza tampoco estaban inactivas: la piedra
seguía sometida a la fuerza de la gravedad, la sangre
no cesaba de circular por las venas, ¿Es posible que el
curso de los acontecimientos no habría cambiado si
M irabeau, por ejemplo, no hubiese m uerto atacado por
unas fiebres, si la caida inesperada de un ladrillo o la
apoplejía hubiesen ocasionado la m uerte de Robespier-
re, si una bala hubiera matado a B onaparte? ¿Os a tre ­
veríais a afirm ar que el resultado de los acontecim ien­
tos habría sido el mismo? Ante un núm ero suficiente­
m ente grande de casualidades como las sugeridas por
mi, "el resultado habría podido ser del todo opuesto al
que, según vosotros, era inevitable. Ahora bien, yo
tengo derecho a suponer tales contingencias, porque
no las excluyen ni las causas generales de la revolución
ni las pasiones engendradas por estas causas genera-
130
les.” Más adelante, cita la conocida observación de que
la H istoria habría seguido com pletam ente otro rum bo
si la nariz de C leopatra hubiese sido un poco más corta,
y, en su conclusión, reconociendo que se pueden decir
muchas cosas en defensa de la concepción de Mignet,
señala una vez m ás en qué consiste la equivocación de
ese autor. M ignet atribu y e únicam ente a la acción de
las causas generales aquellos resultados a cuyo naci­
m iento han contribuido -también num erosas causas p e­
queñas, oscuras, im perceptibles; su espíritu severo
parece resistirse a reconocer la existencia de aquello
que no obedece a un orden y a unas leyes determ inadas.

131
VI

¿Son fundadas las objeciones de Sainte-B euve?


P arece que contienen cierta p a rte de verdad. Pero ¿cuál,
precisam ente? P a ra d eterm in arla, exam inem os prim ero
la idea según la cual el hom bre, m ediante “las decisio­
nes súbitas de su voluntad7’, puede in tro d u cir en la m ar­
cha de los acontecim ientos u n a fuerza nueva, capaz d e
m odificarla sensiblem ente. Hemos citado varios ejem ­
plos que, en, nuestra opinión, lo explican m uy bien. Re­
flexionem os sobre estos ejem plos.
De todos es sabido que d u ra n te el reinado de Luis
XV el arte m ilitar en F rancia decaía cada vez más, Se­
gún hace n o tar E nrique M artin, d u ran te la G u erra de
los Siete Años las tropas francesas, tra s las cuales m ar­
chaban siem pre num erosas pro stitu tas, m ercaderes y
criados y que tenían tres veces más caballos en el
convoy que en las fuerzas m ontadas, recordaban más
las huestes de Darío y J e rje s que los ejércitos de T ure-
na y de G ustavo A dolfo.1
En su H istoria de la G uerra de los Siete Años,
A rchenholz escribe que los oficíales franceses que esta­
ban de guardia abandonaban con frecuencia sus puestos
para ir a bailar y que sólo cum plían las órdenes de sus

l/fis[cire de Franco, cuarta edición, t, XV, págs. 520-521.


132
m andos cuando lo consideraban necesario y convenien­
te. Este deplorable estado de los asuntos m ilitares era
condicionado por la decadencia de la nobleza, que, no
obstante, continuaba ocupando todos los altos puestos
en el ejército, y por el d esb araju ste general de todo el
“ viejo orden” , que m archaba rápidam ente hacia su
ruina. Estas causas generales eran de por sí más que
suficientes para hacer que la G uerra de los Siete Años
tomase un giro desfavorable para Francia. Pero no ca­
be duda de que la ineptitu d de generales como Soubise
aum entó aún m ás las probabilidades de fracaso del
ejército francés, condicionadas por las causas g en era­
les, Y como Soubise se m antenía en su puesto gracias
a M adame de Pom padour, hay que reconocer que la
vanidosa m arquesa fue uno de los “facto res’’ que ace n ­
tuaron considerablem ente la influencia desfavorable de
las causas generales en la situación de F rancia d u ran te
la G uerra de los Siete Años.
La fuerza de la m arquesa de Pom padour no residía
ert ella misma, sino en el poder del rey, som etido a su
voluntad. ¿Puede, acaso, afirm arse que el carácter de
Luis XV era tal como necesariam ente tenía que ser, da
do el curso general del desarrollo de las relaciones
sociales de F rancia? No. Sin que hubiera cam biado en
absoluto el curso de dicho desarrollo, el lugar de este
rey pudo h aber sido ocupado por otro cuya actitud ha­
cia las m ujeres fuese diferente, Sainte-B euve diría que
p ara eso hubiese bastado la acción de causas fisiológi­
cas oscuras e im perceptibles, Y ten d ría razón, P ero si
es así, resulta que estas causas fisiológicas oscuras, al
in flu ir en la m archa y en el desenlace de la G uerra de
los Siete Años, han influido tam bién sobre el desarro­
llo u lterior de Francia, que habría seguido otro rumbo
si la m encionada guerra no le hubiera hecho perder la
m ayor p arte de sus colonias. Cabe p reg u n ta r si no
contradice esta conclusión a la idea del desarrollo de la
sociedad conform e a determ inadas leyes.
De ningún modo. P or indudable que fuese en los
casos indicados la acción de las particularidades indi­
viduales, no es menos cierto que ello podía ten er lu g ar
únicam ente en tas condiciones sociales dadas. Después
de la batalla de Rossbach, los franceses estaban te rri­
blem ente indignados contra la protectora de Soubise,
que cada día recibía un gran núm ero de cartas anóni­
mas, llenas de am enazas e insultos. M adam e de Pompa-
dour estaba atorm entada; comenzó a su frir de insom­
nio.1
Sin em bargo, continuó protegiendo a Soubise. En
1762, en una de las cartas dirigidas a él, después de
decirle que no había justificado las esperanzas en él
cifradas, añadía: “A pesar de eso, no tem áis nada, to­
m aré bajo mi cuidado vuestros intereses y me esforzaré
en reconciliaros con el rey ’! *23 Como se ve, ella no había
cedido an te la opinión pública, ¿Por qué? Indudable­
m ente, porque la sociedad francesa de entonces no esta­
ba en condiciones de co n streñ iría a ceder. P ero ¿por
qué la sociedad francesa de entonces no estaba en con­
diciones de hacerlo? P orq u e se lo im pedía su organiza­
ción, que, a su vez, dependía de la correlación de las
fuerzas sociales de F rancia en aquella época. P or consi­
guiente, es la correlación de estas fuerzas la que, en
últim a instancia, explica el hecho de que el carácter de
Luis XV y los caprichos de sus favoritas pudieran eje r­
cer una influencia tan nefasta sobre los destinos de
Francia. Si no hubiese sido el rey el individuo caracte­

JVer Mémoires de Madame du Hausset, París, 1824, pá­


gina 181.
2Ver Lettres de Ist JHarqwise de Pompadour, tomo I, Lon­
dres, 1772.
rizado por su debilidad hacia el sexo fem enino, sino uno
cualquiera de sus cocineros o de sus mozos de cuadra,
ésta no hab ría tenido ninguna im portancia histórica.
Es evidente que no se tra ta aquí de dicha flaqueza,
sino de la situación social del individuo que la padece.
El lector com prenderá que estos razonam ientos pueden
ser aplicados a todos los dem ás ejem plos arrib a citados.
B asta cam biar los nom bres; colocar, por ejem plo, Rusia
en lugar de F rancia, B u tu rlin en lugar de Soubise, etc.
Por eso nos abstendrem os de repetirlos.
Asi pues, vemos que, gracias a las peculiaridades
singulares de su carácter, los individuos pueden in flu ir
en los destinos de la sociedad. A veces, su influencia
llega a ser m uy considerable, pero tanto la posibilidad
mism a de esta influencia como sus proporciones son
determ inadas por la organización de la sociedad, por la
correlación de las fuerzas que en ella actúan. El c a rá c ­
ter del individuo constituye un "facto r” del desarrollo
social sólo allí, sólo entonces y sólo en el grado en que
lo perm iten las relaciones sociales,
Se nos puede objetar que el grado -de la influencia
personal depende asimismo del talento del individuo.
Estamos de acuerdo. P ero el individuo no puede poner
de m anifiesto su talento sino cuando ocupa en la socie­
dad la situación necesaria para poderlo hacer. ¿P or qué
pudo el destino de F rancia hallarse en manos de un
hom bre privado en absoluto de capacidad y deseo de
servir al bien público? P o rq u e tal era la organización
de la sociedad. Es esta organización la que determ ina
en cada época concreta el papel y, por consiguiente, la
im portancia social que puede tocar en su erte a los in d i­
viduos dotados de talento o que carecen de él.
A hora bien, si el papel de los individuos está d e te r­
m inado por la organización de la sociedad, ¿cómo puede
su influencia social, condicionada por este papel, estar
en contradicción con la idea del desarrollo de la socie­
dad conform e a leyes determ inadas? Esta influencia no
sólo está en contradicción con tal idea, sino que es una
de sus ilustraciones más brillantes.
P ero aquí hay que hacer notar lo siguiente. La
posibilidad de la influencia social del individuo, condi­
cionada por la organización de la sociedad, abre las
puertas a la influencia de las llam adas casualidades
sobre el destino histórico de los pueblos. La lu ju ria de
Luis XV era una consecuencia necesaria del estado de
su organismo. Pero, en lo que se refiere al curso general
del desarrollo de Francia, este estado era casual. Mas,
como ya hemos dicho, no dejó de ejercer su influencia
sobre el destino u lterio r de F ran cia y pasó a form ar
p arte de las causas que han condicionado este destino.
La m uerte de M irabeau obedeció, como es natu ral, a
procesos patológicos perfectam ente regulares. P ero la
necesidad de estos procesos no em anaba, ni mucho m e­
nos, del curso general del desarrollo de Francia, sino de
algunas propiedades p articu lares del organism o del fa­
moso orador y de las condiciones físicas en que se
produjo el contagio. En lo que se refiere al curso gene­
ra l del desarrollo de Francia, estas particularidades y
estas condiciones son casuales. Y sin em bargo, la m u er­
te de M irabeau ha influido en la m archa u lterior de la
revolución y es una de las causas que la han condiciona­
do.
Más sorprendente aún es la influencia de la casua­
lidad en el ejem plo de Federico II, citado antes, el
cual se libró de una situación en extrem o em barazosa
gracias sólo a la indecisión de B uturlin. El nom bra­
m iento de B uturlin, incluso con respecto al curso gene­
ral del desarrollo de Rusia, podía ser casual en el sentido
que nosotros atribuim os a e sta p alabra y, n atu ra l­
m ente, nada tenía que v er con el curso general del
1 36
desarrollo de Prusia. En cambio, no es infundada ía
hipótesis de que la indecisión de B uturlin salvó a
Federico de una situación desesperada. Si en el lu g ar
de B uturlin hubiese estado Suvorov, la historia de
P rusia habría tal vez tomado otro rumbo. Resulta, pues,
que la suerte de los Estados depende a veces de casuali­
dades que podríam os llam ar casualidades de segundo
grado. Hegel decía: “In allem Endlichen ist ein Elem ent
des 7 ufalligen" [“En todo lo finito hay un elem ento
casual”]. En la ciencia nos tenemos que ver únicam en­
te con lo “finito” ; por eso puede decirse que en todos
los procesos que ella estudia existe un elem ento casual.
¿Excluye esto la posibilidad del conocimiento científico
de los fenómenos? No. La casualidad es algo relativo.
No aparece más que en el punto de intersección de los
procesos necesarios. La aparición de los europeos en
América fue para los habitantes de México y P erú una
casualidad sólo en el sentido de que no em anaba del
desarrollo social de dichos países. Pero no era una
casualidad la pasión por la navegación que se había
apoderado de los europeos del Occidente a fines de la
Edad Media: ni fue casual el hecho de que la fuerza de
los europeos venciera fácilm ente la resistencia de los
indígenas. Las consecuencias de la conquista de México
y Perú por los europeos no eran tampoco fruto de la
casualidad; en fin de cuentas, estas consecuencias eran
la resultante de dos fuerzas: la situación económica
de los países conquistados, por un lado, y la situación
económica de los conquistadores, por el otro. Y estas
fuerzas, así como su resultante, pueden muy bien ser
objeto de un estudio científico riguroso.
Las contingencias de la G uerra de los Siete Años
ejercieron una gran influencia en la historia u lterio r de
Prusia. Pero esta influencia habría sido com pletam ente
distinta si la hubiesen sorprendido en otra fase de su
137
desarrollo. Las consecuencias de las casualidades tam ­
bién aquí fueron definidas por la resultante de dos
fuerzas: el estado político y social de Frusia, por un
lado, y el estado político y social de los Estados eu ­
ropeos que ejercían su influencia sobre ella, por el
otro. En consecuencia, tampoco aquí la casualidad im­
pide en absoluto el estudio científico de los fenómenos.
Sabemos ahora que los individuos ejercen frecuen­
tem ente una gran influencia en el destino de la socie­
dad, pero que esta influencia está determ inada por la
estructura interna de aquélla y por su relación con
otras sociedades. Pero con esto no queda agotada la
cuestión del papel del individuo en la Historia. Debe­
mos abordarlo todavía en otro de sus aspectos.
Sainte-Beuve pensaba que, dado un número sufi­
ciente de causas pequeñas y oscuras del género de las
por él indicadas, la Revolución Francesa hubiera podido
tener un desenlace contrario al que conocemos. Esto es
un gran error. Por intrincada que hubiese sido la com­
binación de pequeñas causas psicológicas y fisiológicas,
en ningún caso habría eliminado las grandes necesidad
des sociales que engendraron la Revolución Francesa; y
m ientras estas necesidades no hubiesen sido satisfe­
chas, no habría cesado en Francia el movimiento revo­
lucionario. P ara que el rebultado hubiese sido contrario
al que fue en realidad, habría habido que sustituir esas
necesidades por otras opuestas, lo que, por supuesto,
jam ás habría estado en condiciones de hacer ninguna
combinación de pequeñas causas.
Las causas de la Revolución Francesa residían en
la naturaleza de las relaciones so cíale s, y las pequeñas
causas supuestas por Sainte-Beuve no podrían residir
sino en las particularidades individuales de diferentes
personas. La causa determ inante de las relaciones so­
ciales reside en el estado de las fuerzas productivas.
138
Este estado depende de las particu larid ad es in d iv id u a­
les de diferentes personas únicam ente en el sentido de
una m ayor o m enos capacidad de tales individuos p a­
ra im pulsar los perfeccionam ientos técnicos, descu b ri­
m ientos e inventos. Sainte-B euve no tuvo en cuenta las
particularidades de este género. P ero nin g u n a o tra p a r­
ticu laridad probable garan tiza a personas aisladas el
ejercicio de una influencia directa en el estado de las
fuerzas productivas y, por consiguiente, en las relacio­
nes sociales por ellas condicionadas, es decir, en las
relaciones económicas. C ualesquiera que sean las p a r­
ticularidades de un determ inado individuo, éste no pue­
de elim inar unas determ inadas relaciones económicas
cuando éstas corresponden a un determ inado estado de
las fuerzas productivas. P ero las particu larid ad es indivi­
duales de la personalidad la hacen m ás o m enos apta
p ara satisfacer las necesidades sociales que surgen en v ir ­
tud de unas relaciones económ icas determ in ad as o para
oponerse a esta satisfacción. La necesidad social m ás u r­
gente de la F rancia de fines del siglo X V III consistía en
la sustitución de las viajas instituciones políticas por
otras que arm onizaran m ás con el nuevo régim en eco­
nómico. Los hom bres públicos m ás em inentes y útiles
de aquella época fueron precisam ente aquellos más ca­
paces de contribuir a la satisfacción de esa necesidad
urgente. Supongam os que estos hom bres fuesen M ira­
beau, R obespierre y B onaparte, ¿Q ué hubiera ocurrido
si la m uerte p rem a tu ra no hubiese elim inado a M ira-
beau de la escena política? El p artid o de la m onarquía
constitucional hab ría conservado por más tiem po a esta
personalidad de gran fuerza; y, por lo tanto, su resisten ­
cia fren te a los republicanos habría sido m ás enérgica.
P ero nada más. N ingún M irabeau estaba entonces en
condiciones de im pedir el triu n fo de los republicanos.
La fuerza de M irabeau se basaba integram ente en la
sim patía y la coníianza del pueblo, y éste anhelaba la
R epública porque la corte le irritab a por su obstinada
defensa del viejo régim en. En cuanto el pueblo se h u ­
biera convencido de que M irabeau no sim patizaba con
sus ideales republicanos, habría dejado de sim patizar
con M irabeau y, entonces, el gran orador habría p erd i­
do casi toda su influencia y, más tarde, tal vez, caído
víctim a del m ovim iento que él se hubiera em peñado in ú ­
tilm ente en detener. Lo mismo, m ás o menos, puede d e­
cirse de Robespierre. A dm itam os que él rep resen tab a en
su partido una fuerza insustituible e n absoluto. Pero, en
todo caso, no era su única fuerza. Si la caída casual de
u n ladrillo le hubiera m atado, .supongamos, en enero de-
1793, su puesto hab ría sido ocupado, claro está, por
otro, y aunque este otro hubiera sido inferior a él en
todos los sentidos, los acontecim ientos, a pesar de todo,
hab rían tom ado el mism o rum bo que tom aron con
R obespierre. Así, por ejem plo, los girondinos, tam bién
en este caso, no h ab rían evitado, seguram ente, la de­
rro ta; pero es posible que el partido de R obespierre
h u b iera perdido el poder un poco antes, de modo que
ahora no hablaríam os de la reacción term idoriana,1 si­
no de la florealiana, pradialliana o m esidoriana.2 Algu-
gunos objetarán, quizá, que con su despiadado terro ris­
mo R obespierre aceleró en vez de re ta rd a r la caída de
su partido. No exam inarem os aquí esta hipótesis; la

'Reacción termidoriana — reacción política y social en


Francia después del golpe de Estado contrarrevolucionario del
9 termídor <27 de julio de 1791), que puso fin a la dictadura
de la pequeña burguesía y llevó al cadalso a su jefe Robes­
pierre. <N. de la Red.)
^Termídor, floreal, pradial, mesidor, bromarlo, etc. —
nombres dados a los meses en el calendario revolucionario
impuesto por la Convención en otono de 1793 para subrayar
la ruptura definitiva de la revolución con la contrarrevolu­
cionaria Iglesia católica. <N. de la Red.)
140
adm itirem os como si fu era com pletam ente fundada.
En tal caso, h abrá que suponer q u e la caída d el partido
de R obespierre no se habría producido en term idor, si­
no en fructidor, vendim iario o brum ario. En una pala­
bra, se hab ría producido tal vez antes o después, pero
en todo caso se hab ría producido infaliblem ente, p o r­
que la capa del pueblo sobre la que se apoyaba este
partido no estaba p rep arad a en absoluto p ara m an te­
nerse en el poder por largo tiempo. En todo caso, no
puede hablarse de resultados “co n trario s” a los que se
obtuvieron gracias a la contribución enérgica de Ro­
bespierre.
Tampoco hubieran podido se r éstos los resultados
si una bala hubiese m atado a B onaparte, por ejem plo,
en la b atalla de Arcóle. Lo q u e N apoleón hizo en las
cam pañas de Italia y en las dem ás expediciones lo h u ­
bieran hecho otros generales. Estos quizás no h ab rían
m ostrado tanto talento como aquél, ni obtenido victo­
rias tan brillantes, P ero, a pesar de eso, la R epública
F rancesa h u b ie ra salido victoriosa en sus g u erras de
entonces, porque sus soldados eran incom parablem ente
m ejores que todos los soldados europeos. P or lo que se
refiere al 18 b ru m ario 1 y a su influencia en la v id a
in terio r de F rancia, tam bién aq u í la m archa g en eral y
el desenlace de los acontecim ientos h ab rían sido en el
fondo los mismos, acaso, que bajo Napoleón. L a R epú­
blica, herida de m u erte el 9 term idor, agonizaba le n ta ­
m ente. El D irectorio no podía restab lecer el o rd en que
era a lo que por encim a de todo aspiraba la burguesía,

lEl 18 brumario del VIII año de la República (9 de no­


viembre de 1799), día en que el general Napoleón Bonaparte
dio el golpe de Estado que produjo la caída del régimen del
Directorio y la creación, primero, del Consulado y después
del Imperio. (N. de la Red.)
141
una vez libre de la dominación de los estados superio­
res. P a ra restablecer el orden hacía falta una “ buena
espado”, según la expresión de Sieyés. En un principio
se pensó que el papel de espada bienhechora lo desem ­
peñaría el general Jo u b ert, pero cuando éste encontró
la m u erte cerca de Novi, com enzaron a sonar los nom ­
bres de M creau, M acDcr.ald y B ern ad o tte! De Bona-
p arte em pezó a hablarse más tarde, y si él hubiera
m uerto como Jo u b ert, ni siquiera se h ab ría hablado de
él, recurriendo a cu alq u ier o tra “espada”. De suyo se
com prende que el hom bre elevado p o r los aconteci­
m ientos al rango de dictador, por su parte, debía a b rir­
se cam ino infatigablem ente hacia el poder, echando a
un lado y aplastando de m anera im placable a cuantos
eran para él un estorbo. B onaparte poseía una energía
de hierro y no se detenía ante nada con tal de alcanzar
el fin propuesto, P ero, adem ás de él, había entonces no
pocos egoístas llenos de energía, de talento y de am bi­
ción. El puesto que llegó a ocupar no habría quedado
vacío, por cieno. Supongamos, ahora, que otro general
que hubiese alcanzado este puesto hubiera sido más
pacífico que Napoleón, que no hubiera llegado a lev an ­
ta r contra él a toda Europa, y, por lo tanto, hubiera
m uerto en las T ullerias y no en la isla de Santa Elena.
En ese caso, los Borbones no habrían vuelto jam ás a
Francia; para ellos, naturalm ente, sem ejan te resultado
habría sido "co n írario ” al que se obtuvo en realidad.
P ero, por lo que se refiere a la vida in terio r de F ran cia
en su conjunto, se habría diferenciado poco del re su lta ­
do efectivo. Una “buena espada” después de restablecer
el orden y de asegurar el dominio de la burguesía, no
h ab ría tardado en fastidiarla con sus costum bres cuar­

'Véase La vie en Frunce sotts le Premier Empire, por el


vizconde de Broc, págs. 35-36 y siguientes. París, 1895.
Í42
teleras y su despotismo. H abriase iniciado un movi­
m iento liberal sem ejante al que se produjo d u ran te la
Restauración; la lucha, poco a poco, se h ab ría encendido
con m ayor fuerza, y como las “ buenas espadas" no se
distinguen por su carácter conciliador, es posible que el
virtuoso Luis Felipe hubiera escalado el trono de sus en­
trañablem ente queridos parientes no en 1830, sino en
1820 o en 1825. Todos estos cambios en el curso de Jos
acontecimientos habrían podido influir en p arte sobre
la vida política ulterior y, a través de ella, sobre la
ulterior vida económica de Europa. Pero, no obstante,
el resultado final del movimiento revolucionario no h a­
bría sido de ningún modo “contrario” al resultado efec­
tivo G racias.a las particularidades de su inteligencia y
de su carácter, las personalidades influyentes pueden
hacer v ariar el aspecto individual de los acontecim ien­
tos y algunas de sus consecuencias particulares, pero no
pueden hacer variar su orientación general, que es de­
term inada por otras fuerzas.

143
V II

Además, es necesario hacer n o tar lo siguiente:


discurriendo sobre el papel de las grandes personalida­
des en la H istoria, somos víctim as casi siem pre de
cierta ilusión óptica, que convendrá indicar al lector.
. Al desem peñar su papel de “buena espada” salva­
dora del orden social, Napoleón ap artó con ello de dicho
papel a todos los otros generales, algunos de los cuales
quizá lo habrían desem peñado tan bien o casi tan bien
como él. Una vez satisfecha la necesidad social de un
gobernante m ilitar enérgico, la organización social ce­
rró el cam ino hacia el puesto de gobernante m ilitar a
todos los dem ás talentos m ilitares. Su fuerza se convir­
tió en una fuerza desfavorable p ara la revelación de
otros talentos de este género. G racias a ello se tiene la
ilusión óptica -a que antes nos referíam os. La fuerza
personal de Napoleón se nos p resenta bajo una form a
en extrem o exagerada, puesto que le atribuim os toda la
fuerza social que la elevó a un prim er plano y la apoya­
ba. Esa fuerza personal nos parece algo absolutam ente
excepcional, porque las dem ás fu erza; idénticas a ella
no se transform aron de potenciales en reales. Y cuando
se nos p regunta qué hab ría ocurrido si no hubiese exis­
tido Napoleón, n u estra imaginación se em brolla y nos
parece que sin él no hubiera podido producirse todo el
144
movimiento social sobre el que se basaban su fuerza y
su influencia.
En Ja historia del desarrollo intelectual de la h u ­
m anidad es mucho más raro el caso en que el éxito de
un individuo im pide el éxito de otrg. Pero incluso en
este terreno no estam os libres de la citada ilusión ópti­
ca. Cuando una situación determ inada de la sociedad
plantea ante sus represen tan tes espirituales ciertas ta­
reas, éstas atraen hacia sí la atención de los espíritus
em inente^ hasta tanto que consiguen resolverlas. U na
ve 2 logrado esto, su atención se orienta hacia otro obje­
to. Después de resolver el problem a X, el hom bre de ta­
lento A , con lo mismo, desvia la ¡atención del hom bre
de talento B de este prpblem a ya resuelto hacia otro
problem a Y. Y cuando se nos pregunta qué habría su­
cedido si A hubiese m uerto antes de lograr resolver el
problem a X, nos imaginamos que el hilo del desarrollo
intelectual de la sociedad se habría roto. Olvidamos que
en caso de m orir A, de la solución del problem a podrían
haberse encargado B o C o D y que, de este modo, el
hilo del desarrollo intelectual no se habría cortado a
pesar de la m uerte prem atu ra de A.
Dos condiciones son necesarias p a ra que el hom bre
dotado de cierto talento ejerza, gracias a él, una gran
influencia sobre el curso de los acontecimientos. Es p re ­
ciso, en prim er térm ino, que su talento corresponda
m ejor que los dem ás a las necesidades sociales de una
época determ inada: si Napoleón, en vez de su genio
m ilitar, hubiese poseído el genio musical de Beethoven,
no habría llegado, claro está, a ser em perador. En se­
gundo térm ino, el régim en social vigente no debe
obstaculizar el camino al individuo dotado de un d eter­
m inado talento, necesario y útil ju stam en te en el mo­
mento de que se trate. El mismo Napoleón habría
m uerto como un general poco conocido o con el nom bre
145
de coronel Buonaparte si el viejo régim en hubiese d u ra ­
do en F rancia setenta y cinco años m ás.1 En 1789
D avout, Desaix, M arm ont y M acDonald eran te m en ­
tes; B ernadotte, saj-genro m ayor; Hoche, M arceau, Le-
febvre, Pichegru, Ney, Masséna, lV£urat, Soult sargentos;
A ugereau m aestro de esgrima; Lannes, tintorero; Gou-
vion-Saint-Cyr, actor; Jo u rd an , rep artid o r; Bessiéres,
peluquero; B ruñe, tipógrafo; Jo u b e rt y Ju n o t eran es­
tu d iantes de la Facultad de Derecho; K léber era arq u i­
tecto; M orlier no ingresó en el ejército hasta la revo­
lución.2
Si el viejo régim en hu b iera continuado existiendo
hasta hoy, a nadie de nosotros se nos habría ocurrido
pensar que, a tiñes del siglo pasado, en F rancia, algu­
nos actores, tipógrafos, peluqueros, tintoreros, aboga­
dos, repartidores y m aestros de esgrim a eran genios
m ilitares en potenciad
S tendhal hace n o ta r que un hombre nacido el mis­
mo año que Ticiano, es decir, en 1477, habría podido sér
contem poráneo de Rafael (m uerto en 1520) y de Leo­
nardo da Vinci (m uerto en 1519) d u ran te cuarenta anos;
habría podido pasar largos años con Correggio, m uerto *3

*Es posible que entonces Napoleón hubiera venido a Ru­


sia, adonde anos años antes de la Revolución tenia ¡a inten­
ción cié dirigirse. Aquí hubiera hecho mériLus, seguramente,
combatiendo contra los turcos o los montañeses del Cáucaso,
pero a nadie se le hubiera ocurrido que esto oficial pobre,
pero de talento, podría, en circunstancias favorables, llegar
a ser dueño del mundo.
sVer Historia de Fraacia. por V. Duruy, t. II, págs. 524
y 525, París, 1893.
3Durante el reinado de Luis XV sólo uno de los repi asen­
tantes del tercer estado, Chevert, pudo llegar hasta el grado
de teniente general, Bajo el reinado de Luis XVI, la carrera
militar era más inaccesible aún para dicho estado. Ver:
Rambaud. Histoire de la Ciaiii.tation Francaise, sexta edición,
t. II. pág. 225.
146
en 1534, y con M iguel Angel, que llegó a vivir hasta
1563; no habría tenido más que trein ta y cuatro años
cuando m urió Giorgione; habría podido conocer 'al Tin-
toretto, a Bassano, al Veronés, a Julio Romano y a
A ndrés del Sarto; en una palabra, habría sido contem ­
poráneo de todos los lamosos pintores, a excepción de
- los que pertenecían a la escuela de Bolonia, que apare­
ció un siglo después.1 Del m ism o modo puede decirse
que el hom bre nacido el mismo año que W ouwerman
habría podido conocer personalm ente a casi todos los
grandes pintores de H olanda,3 y que un hom bre de la
misma edad que Shakespeare habría sido contem porá­
neo d e toda u na pléyade de notables dram aturgos.3
Hace tiem po que se ha hecho la observación de que
los talentos aparecen, siem pre y en todas partes, allá
donde existen condiciones sociales favorables para su
desarrollo. Esto significa que todo talento que se ha
m anifestado efectivam ente, es decir, todo talento con­
vertido en fuerza social es fru to de las relaciones socia­
les. Pero si esto es así, se com prende por qué los hom­
bres de talento, como hemos dicho, sólo pueden hacer
variar el aspecto individual y no la orientación general *5

'Hisíoíre de la Peinture en itítlie, págs, 24-25, París, 1892,


sEn 1608 nacieron Terborch, Brouwer y Rembrandt; en
1610, Adrián van Ostade, Both y Fernando Bol; en 1613,
Van der Helst y Gerardo Dou; en 1615, Metsu; en 1620,
Wouwerman; en 1621, Weenix, Everdingen y Pynacker; en
1624, Berghen; en 1629, Pablo Potter; en 1626, Juan Steen;
en 1630, Ruysdael; en 1637, Van der Heyden; en 1638, Hobbe-
ma; en 1639, Adrián van der Velde.
5"Shakespeare, Beaumont, Fletcher, Jonson, Webster,
Massinger, Ford, Middleton y Heywood, aparecidos al mismo
tiempo o uno tras otro, representan la nueva generación que,
gracias a su situación favorable, floreció magníficamente so­
bre el terreno preparado por los esfuerzos de la generación
anterior.” Taine, Histolren de (a Littérature Anglaise, t. I,
pág. 468, París 1863.
147
de los acontecim ientos; ellos m ism os existen gracias
únicam ente a esta orientacióVr; si no juera p o r eso,
nunca habrían podido cruzar el um bral que separa [o
potencial de lo real.
De suyo se com prende q u e hay talentos y talentos.
“Cuando una nueva etapa en el desarrollo de la civili-
2 ación da vida a un nuevo género de arte — dice con
ram n T aine— , aparecen decenas de talentos que ex p re­
san sólo a inedias el pensam iento social, en torno a uno
o dos genios que lo expresan a la perfección.”1 Si causas
mecánicas o fisiológicas, desvinculadas del curso gene­
ral del desarrollo social, político e intelectual de Italia
hubieran causado la m uerte de Rafael, M iguel Angel y
Leonardo da Vinci en su infancia, el arte pictórico ita ­
liano seria menos perfecto, pero la tendencia general de
su desarrollo en la época del Renacim iento no hubiera
sido otra. No fueron Rafael, Leonardo da Vinci ni
M iguel Angel los que crearon esa tendencia: ellos sólo
fueron sus m ejores rep resen tan tes. Es verdad que en
torno de un hom bre genial se form a generalm ente toda
una escuela, cuyos discípulos tra ta n de im itar hasta los
m enores procedim ientos del m aestro; por eso, la laguna
que con su m uerte p rem atu ra habrían dejado en el arte
italiano de la época del R enacim iento Rafael, M iguel
Angel y Leonardo da Vinci h ab ría ejercido una gran
influencia sobre m uchas particu larid ad es secundarias
de su historia ulterior. Pero tampoco esta historia h a­
bría cam biado en su esencia si, debido a ciertas causas
generales, no se hubiera producido un cam bio fu n d a­
m ental en el curso general del desarrollo intelectual de
Italia.

‘Taine, Histoire de ta Littérature Anglaise, t. II, pág. 5,


París. 1863.
148
Es sabido, sin embargo, que las diferencias cuan­
titativas se transform an, en fin de cuentas, en cualita­
tivas. Esto es cierto siempre, y, por lo tanto, tam bién lo
es aplicado a la Historia. Una determ inada corriente
artística puede no haber alcanzado ninguna m anifesta­
ción notable si una confluencia de circunstancias desfa­
vorables hace que desaparezcan uno tras otro varios
hombres de talento que habrían podido convertirse en
sus representantes. Pero la m uerte prem atura de estos
hombres no im pide la manifestación artística de dicha
corriente sino cuando no es lo suficientem ente profun­
da para destacar nuevos talentos, Y como la profundi­
dad de cualquier corriente dada, tanto en la literatu ra
como en el arte, está determ inada por la im portancia
que tiene para la clase o capa social cuyos gustos expre­
sa y por el papel social de esta clase o capa, aquí tam ­
bién todo depende, en últim a instancia, del curso del
desarrollo social y de la correlación de las fuerzas
sociales.

149
Asi pues, particularidades individuales de las perso­
nalidades em inentes determ inan el aspecto individual
de los acontecim ientos históricos, y el elem ento casual,
en el sentido indicado por nosotros, desem peña siem pre
cierto papel en el curso de estos acontecim ientos, cuya
orientación está determ inada, en últim a instancia, por
las llam adas causas generales, es decir, de hecho, por el
desarrollo de las fuerzas productivas y las relaciones
m utuas e n tre los hom bres en el proceso económico-
social de la producción, que aquél determ ina. Los fenó­
menos casuales y las particu larid ad es individuales de
las personalidades destacadas son incom parablem ente
más patentes que las profundas causas generales. Los
hom bres del siglo XVIII pensaban poco en estas causas
generales, explicando la historia como resultado de los
actos conscientes y las ‘'pasiones” de las personalidades
históricas. Los filósofos de este siglo afirm aban que la
H istoria podria m archar por caminos totalm ente dife­
rentes bajo la influencia de las m ás insignificantes cau­
sas, por ejem plo a consecuencia de que la eabeza de
cualquier gobernante comenzaba a hacer de las suyas
un '‘átom o1’ cualquiera (opinión que aparece expresada
más de una vez en e l^ y síé m e de la N a tu re).'

'■Sistema de la Naturaleza — obra fundamental Hol-


bach, destacado filósofo y escritor francés (1723— 1789)’.
(N. de la Red.)
Los defensores de la nueva orientación en la cien­
cia histórica se dedicaron a dem ostrar que la H istoria
no podía seguir otro rum bo distinto al que en realidad
ha seguido, a pesar de todos los “átomos” T ratando de
hacer resaltar lo m ejor posible la acción de las causas
generales, pasaban por alto la im portancia de las
particularidades individuales de los personajes históri­
cos. Según ellos, la sustitución de una personalidad por
otra más o menos capaz no m odificaba en nada los
acontecimientos históricos.1 Pero una vez adm itida se­
m ejante hipótesis nos vemos obligados a reconocer que
el elem ento individual no tiene absolutam ente ninguna
importancia en la Historia y que todo en ella se reduce
a la aóción de las causas generales, de las leyes genera­
les del movimiento histórico. Era u n extrem ism o que
no dejaba lu g ar a la partícula de verdad contenida en
la concepción opuesta. Por esta razón, precisam ente, la
concepción opuesta seguía conservando cierto derecho a
la existencia. El choque de estas dos concepciones ad­
quirió la form a de una antinom ia, una de cuyas partes
eran las leyes generales, y la otra, la acción de las
personalidades. Desde el punto de vista de la segunda
p arte de la antinom ia, la H istoria aparecía como una
simple concatenación de casualidades; desde el punto de
vista de la prim era parte, parecía que incluso los rasgos
individuales de los acontecimientos históricos obede­
cían a la acción de las causas generales. P ero si los
rasgos individuales de los acontecimientos se deben a la
influencia de las causas generales y no dependen de las

■Así era cuando se ponían a discurrir sobre la regularidad


de los acontecimientos históricos. En cambio, cuando algunos
de ellos relataban simplemente estos acontecimientos, ocurría
con /frecuencia que llegaban a atribuir al elemento personal
una importancia exagerada. Pero ¡o que a nosotros nos inte­
resa ahora no son sus relatos, sino sus juicios.
151
particularidades individuales de las personalidades his­
tóricas, resulta que estos rasgos se determ inan por ios
causas generales y no pueden ser modificados por más
que cambien estos personajes. La teoría adquiere así un
carácter fatalista.
Esto no escapó a la atención de sus adversarios.
Sainte-Beuve ha com parado las concepciones históricas
de M ignet con las de Bossuet. Este pensaba que la
fuerza que engendra los acontecim ientos históricos
em ana del cielo, que los acontecim ientos son una ex ­
presión de la voluntad divina. M ignet buscaba esta
fuerza en las pasiones hum anas, que se m anifiestan en
lo 5 acontecim ientos históricos con todo el rigor e inexo­
rabilidad de las fuerzas de la naturaleza. Pero tanto el
uno como el otro in terp retab an la H istoria cual una ca­
dena de fenómenos que en ningún caso habrían podido
ser diferentes de lo que han sido: los dos eran fatalis­
tas; en este sentido, el filósofo se acerca al sacerdote
( “le pkilosophe se rapproche du préttre" ).
Este reproche seguía siendo fundada hasta tanto
que la concepción de la regularidad de los aconteci­
m ientos históricos considerase nula la influencia sobre
ellos de las particularidades individuales de las perso­
nalidades históricas destacadas.
Y este reproche debía producir una im presión tan ­
to más fuerte cuanto que los historiadores de la nueva
escuela, al igual que los historiadores y filósofos del
siglo XVIII, consideraban que la naturaleza humana
era la fuente suprem a de la que p artían y a la que
obedecían todas las causas generales del movimiento
histórico. Como la Revolución Francesa había demos­
trado que los acontecim ientos históricos no están condi­
cionados únicam ente por las acciones conscientes de los
hombres, Mignet, Guizot y otros sabios de la misma
orientación destacaban al prim er plano la acción de
152
las pasiones, las cuales, con frecuencia, rechazan lo­
do control de la conciencia. Pero si las pasiones son la
causa determ inante y más general de los acontecim ien­
tos históricos, ¿por qué no tiene razón Sainte-B euve
cuando afirm a que la Revolución Francesa habría podi­
do tener un desenlace contrario al que conocemos, si se
hubieran encontrado hom bres capaces de inculcar al
pueblo francés pasiones diferentes a las que lo agita­
ban? M ignet contestaría: porque dadas las propiedades
de la naturaleza hum ana no podían ag itar entonces a
los franceses otras pasiones. En cierto sentido, sería
verdad. Mas esta verdad tendría un pronunciado matiz
fatalista, ya que equivaldría a la tesis según la cual la
H istoria de la hum anidad, en todos sus detalles, está
predeterm inada por las propiedades generales de la na­
turaleza humana. El fatalism o sería en este caso la
consecuencia de la dilución de lo individual en lo gene­
ral. Hay que decir que el fatalism o es siem pre la conse­
cuencia de dicha dilución. Se dice que, "si todos los
fenómenos sociales son necesarios, n u estra actividad
no puede tener ninguna im portancia”. Esta es una for­
mulación errónea de un pensam iento certero. Debe
decirse: si todo se hace m ediante lo general, entonces
lo individual, com prendidos mis propios esfuerzos, no
tiene ninguna im portancia. S em ejante conclusión es'
exacta, pero la utilizan desacertadam ente. No tiene n in ­
gún sentido aplicada a la m oderna interpretación m a­
terialista de la H istoria, en la que cabe tam bién lo
individual. P ero era fundada respecto a las concepcio­
nes de los historiadores franceses de la época de la
Restauración.
Al presente ya no es posible considerar a ¡ la na­
turaleza hum ana como la causa d eterm in an te y más
general del m ovim iento histórico: si es constante, no
puede explicar el curso, variable en extrem o, de la
153
Historia, y si cambia, es evidente que sus cambios están
condicionados por el m ovimiento histórico. A ctualm en­
te, hay que reconocer que la causa determ inante y más
general del movimiento histórico de la hum anidad es el
desarrollo de las fuerzas productivas, que son las que
condicionan los cambios sucesivos en las relaciones so­
ciales de los hombres. Al lado de esta causa general,
obran causas particulares, es decir, la situación históri­
ca en la cual tiene lugar el desarrollo de las fuerzas
productivas de un puebla dado y que, a su vez, y en
últim a instancia, ha sido creada por el desarrollo de
estas mismas fuerzas en otros pueblos, es decir, por la
misma causa general.
P or último, la influencia de las causas p á n ic a lares
es com pletada por las causas singulares, es decir,* por
las particularidades individuales de los hom bres1 públi­
cos y por otras “casualidades”, en virtud de las cuales
los acontecimientos adquieren, en fin de cuentas, su
aspecto individual. Las causas singulares no pueden
originar cambios radicales en la acción de las causas
generales y particulares, que, por otra parte, condicio­
nan la orientación y los lím ites de la influencia de las
causas singulares. Pero, no obstante, es indudable que
la H istoria tom aria otro aspecto si las causas singula­
res, que ejercen influencia sobre ella, fuesen s u s t itu i­
das por otras causas del mismo orden.
Monod y Lam precht continúan m anteniéndose en
el punto de vista de la naturaleza humana. Más de una
vez L am precht ha declarado categóricam ente que, se­
gún su opinión, la psicología social constituye la causa
principal de los fenómenos históricos. Es un grave-
error, en virtud del cual el deseo, loable en sí, de tener
en cuenta “todo el conjunto de la vida social” no puede
conducir más que a un eclecticismo sin contenido, aun­
que hinchado, o -—entre los más consecuentes— a los
154
razonamientos “a la Kabliz' sobre la im portancia rela­
tiva de la inteligencia y del sentimiento.
P ero volvamos a nuestro tema. El gran hom bre lo
es no porque sus particularidades individuales im pri­
man una fisonomía individual a los grandes aconteci­
mientos históricos, sino porque está dotado de p articu­
laridades que le hacen el individuo m ás capaz de servir
a las grandes necesidades sociales de su época, surgidas
bajo la influencia de causas generales y particulares.
Carlyie, en su conocida obra sobre los héroes, les aplica
el nom bre de iniciadores ( “Beginners” ). Es un nom bre
muy acertado. El gran hombre es, justam ente, un ini­
ciador, porque ve más lejos que otros y desea más
fu ertem ente que otros. Resuelve los problem as cientí­
ficos planteados por el curso anterior del desarrollo
intelectual de la sociedad; señala las nuevas necesida­
des sociales, creadas por el anterior desarrollo de las
relaciones sociales; tom a la iniciativa de -satisfacer es­
tas necesidades. Es un heroe. No en el sentido de que
puede detener o modificar el curso n atu ral de las cosas,
sino en el sentido de que su actividad constituye una
expresión consciente y libre de este curso necesario e
insconsciente. En esto residen toda su im portancia y toda
su fuerza. Pero esta im portancia es colosal y esta fuerza
es trem enda.
Bism arck decía que nosotros no podemos hacer la
Historia, sino que debemos esperar a que se haga. Pero
¿quiénes hacen la Historia? La H istoria es hecha por el
ser social, que es su “/a c to r” único. El ser social crea él
mismo sus relaciones, es decir, las relaciones sociales.
Pero si en un momento dado crea precisam ente tales
relaciones y no otras, esto no sucede, como es natural,
sin su causa y razón; se deba al estado de las fuerzas
productivas. N ingún gran hombre puede im poner a la
sociedad relaciones que ya no corresponden al estado de
155
dichas fuerzas o que todavía no corresponden a él. En
este sentido, el ser social no puede, efectivamente, ha­
cer la Historia y, en este caso, seria inútil que moviera
las agujas de su re lo j: no aceleraría la marcha del
tiempo, ni lo haría retroceder. En esto tiene plena ra ­
zón Lam precht: ni siquiera cuando se encontraba en el
apogeo de su poderío, Bismarck hubiera podido hacer
retroceder a Alemania a la economía natural.
Las relaciones sociales tienen su lógica: en tanto
que los,hom bres se encuentran en determ inadas rela­
ciones mutuas, ellos necesariamente sentirán, pensarán
y obrarán así y no de un modo diferente. Sería inútil
que la personalidad em inente se em peñara en luchar
contra esta lógica: la marcha natural de las cosas (es
decir, la misma lógica de las relaciones sociales) redu­
ciría a la nada sus esfuerzos. Pero si yo sé en qué senti­
do se modifican las relaciones sociales en virtud de
determinados cambios en el proceso social y económico
de la producción, sé también en qué sentido se modifi­
cará a su vez la psicología social; por consiguiente, ten­
go la posibilidad de influir sobre ella. Influir sobre la
psicología social es influir sobre los acontecimientos
históricos. Se puede afirmar, por lo tanto, que, en cier­
to sentido, yo puedo, con todo, hacer la Historia, y no
tengo necesidad de esperar hasta que la Historia "se
haga”.
Monod supone que los acontecimientos e indivi­
duos verdaderam ente im portantes en la Historia no lo
son sino como signos y símbolos del desarrollo de las
instituciones y de las condiciones económicas. Es un
pensamiento acertado, aunque la formulación es muy
inexacta. Pero, precisamente porque es un pensamiento
acertado, no hay justificación para oponer la actividad
de los grandes hombres “al movimiento lento” de di­
chas condiciones e instituciones. La modificación más o
156
menos lenta de las ' ‘condiciones económicas” coloca
periódicam ente a la sociedad ante la necesidad de refor­
m ar con m ayor o m enor rapidez sus instituciones. Esta
reform a jam ás se produce “espontáneam ente” ; exige
siem pre la intervención de los hombres, ante los cuales
surgen, de este modo, grandes problem as sociales. Y
son llamados grandes hom bres precisam ente aquellos
que, más que nadie, contribuyen a la solución de estos
problemas. A hora bien, resolver u n problem a no signi­
fica ser únicam ente “símbolo” y “signo” de que éste ha
sido resuelto.
Nos parece que Monod ha opuesto estos dos puntos
de vista sobre todo porque le ha gustado la sim pática
palabreja “ lereíos”. Es una palabreja preferida por m u­
chos evolucionistas contem poráneos. Desde el punto
de vista psicológico, esta preferencia se com prende: na­
ce necesariam ente en él am biente bienintencionado de
la moderación y de la p u n tu a lid a d ... Pero, desde el
punto de vista de la lógica, no resiste a la crítica, como
lo ha dem ostrado Hegel.
Y no son tan sólo los “iniciadores” , los “grandes”
hombres, los que tienen abierto ante sí un ancho campo
de acción, sino todos los que tienen ojos para ver, oídos
para oír y corazón para am ar a su prójimo. El concep­
to de grande es relativo. En ei sentido moral, es grande
todo aquel que, como dice la expresión evangélica,
“sacrifica su vida por el prójim o”.
INDICE

Página

?RESKN'I ACIÓN

P rin c ipio s e e C o m u n i s m o , Federico Hngols ■■■■..... 7

C o n c e p c i ó n M at e ria l ist a d e la H is t o r ia . J. P lcjan o v V!

I\i. P a p e l del I n d i v i d u o e n l a H i s t o r i a , J, Plcjanov ..... 97


Colección C lá sico s del Pensam iento Social

Pre se ntam os a nuestros lectores un co m p e n d io de


orden didáctico acerco del m arxism o.
£rt prim er lu gar, p u b lico m o s el cu estionario de E n ge ls
sobre los puntos fu n d a m e n tó le s del m a rxism o , que en
fo rm a sencilla inicia al m ilitante de la co u so p o p u la r en
el conocim iento o rd e n a d o y claro del abecé del m arxism o.
C o m p le ta m o s este trabajo con dos estudios d id á cti­
cos d e Plejanov q u e ta m b ié n h a n servido, d u ra nte gene
raciones, a los tra b a ja d o re s p a ro d ilu c id o r p ro blem as de
e n fo q u e re v o lu c io n a rio en a su n to s tan candentes com o
ia diferencio entre el héroe y lo m o sa , d e sto c a n d o el p o ­
pel siem pre concluyente de esto últim o. De otro parle,,
ios ro s g o s esenciales de lo so cie dad y sus fe n ó m e n o s se
esclarecen en un sencillo e n sa y o sobre el m otenátism a.
histórico, que en el a n á lis is de la s clases so cia le í y su
sig n ific a d o p a ra la político nos ofrece u n m étodo d e fin i­
d o y certero.

Títulos aparecidos:

1 " M a r x y E n g e ls" "C in c u e n ta A ñ o s de .0 R io xa n o v


Anti-Ouhring".
2. "P rin c ip io s de C o m u nism o ". f Enge ls

P ró xim o s títulos:
3. "O u é es M a te ria lism o Dialéctico", Q. K u usin en

4. "E l P ro g ra m o de los B olche viq ues". N. BujaWn


5. " Q u é es M a te ria lism o Histórico". O. Ku usin en

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