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Georges Didi-Hubermanel Bailaor de Soledades
Georges Didi-Hubermanel Bailaor de Soledades
DE SOLEDADES
Traducción de
D olores Aguilera
PRE-TEXTOS
La reproducción total o parcial de este libro, no autorizada por los editores,
viola derechos reservados. Cualquier utilización debe ser
previamente solicitada.
Luis Santángel, 10
46005 Valencia
www.pre-textos.com
IMPRENTA KADMOS
ÍNDICE
A r e n a s o l a s s o l e d a d e s e s p a c ia l e s . ..ii
N o c h e s o la s s o l e d a d e s e s p ir it u a l e s . •47
R e m a t e s o la s s o l e d a d e s c o r p o r a l e s .85
T e m p l e s o la s so led a d es t e m p o r a l e s . 129
R. M . R ilke
Notas sobre la m elodía de las cosas (1898)
Y aún diré que las sigo viendo, porque las sigo oyendo,
que es verlas por mirarlas en esa música callada e imborra
ble que es [la esencia] misma (...) en su efímera aparición
imperecedera. (...) La misma que en el aire se aposenta.
J. B ergamín
La música callada del toreo (1981)
G. D eleuze
Francis Bacon: lógica de la sensación (1981)
AREN AS
O LA S S O L E D A D E S E S P A C I A L E S
Se baila casi siempre para estar juntos. Se baila entre va
rios. Los cuerpos se acercan unos a otros, van y vienen sin
orden previo, con igual empeño en las vueltas y revueltas.
Se rozan, se frotan, se desean, se divierten, se desatan. Una
fiesta. Una variante de cortejo sexual. O bien se acercan los
cuerpos unos a otros, pero para ordenarse, bajo la batuta de
un maestro de cerem onias, e ir al m ism o paso e idéntica
dirección. Una variante de parada militar, otro género de
fiesta. Desde los desfiles de Nuremberg hasta las grandes es
cenificaciones olímpicas, pasando por las sonrientes coreo
grafías hollywoodienses (mezcla de cortejo sexual, exhi
b ición deportiva y parada m ilitar). Incontables fiestas
rituales, conmemoraciones, comitivas fúnebres, grandes ple
garias danzadas mediante las cuales una sociedad entera se
transforma en masa y se conmemora. Incontables ritos de
paso se fundan en un paso común. Ninguna antropología,
ningún proyecto que considere la condición humana desde
la perspectiva de eso que llamamos, sin duda pretenciosa
mente, «ciencia del hombre» puede siquiera emprenderse
sin plantear la cuestión crucial de la danza. Cuántas veces
un pueblo despierta nuestra curiosidad porque nos extraña
su manera de bailar.
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Sucede lo mismo, a fortiori, cuando se aborda el fenó
meno artístico en general. No hay estética sin «estésica» -sin
considerar la sensorialidad-, ni sensaciones sin movimien
tos del cuerpo, cuya danza revela, repite, repiensa y reinventa
las formas. ¿Fue acaso fortuito que Aby Warburg encontrara
nuevas bases para la historia de las artes visuales precisa
mente al plantearse las relaciones existentes entre las obras
maestras del Renacimiento italiano, de Botticelli por ejem
plo, con las danzas -ta n to «populares» como «cultivadas»—
que, en el siglo XV y luego en el XVI, reunían los cuerpos
festivos en triunfi procesionales, en intermezzi teatrales y
hasta en moresche burlescos?1 ¿No aparece toda la historia
del arte warburgiana, hasta en los últimos ejemplos de su
atlas Mnemosyne —muchedumbres romanas que aclaman,
en 1929, el concordato entre el dictador Mussolini y el papa
Pío X I, paso orquestado de la Guardia Suiza, hieratismo del
dignatario japonés en el m om ento del harakiri, elegancia
clásica de la golfista o desenfrenos colectivos organizados en
tiempos de p ogrom os-, como una interrogación acerca de
la manera de bailar los hombres sus símbolos, afectos y cre
encias para transmitirse, en el tiempo, las formas cultura
14
les de esos movimientos psíquicos y corporales que War-
burg llamaba Pathosform eln , las «fórmulas del patitos»7.1
¿Cómo extrañarse entonces de que un historiador de las «su
pervivencias de la Antigüedad» dedicara tanta atención a
la danza ritual que los indios Hopi realizan cada año en ex
traordinario cuerpo a cuerpo con las venenosas serpientes
del desierto?12
La intuición central, al contem plar así el arte desde el
punto de vista de los gestos humanos, no consistía en con
siderar la danza como un arte tan im portante com o la ar-
# r
quitectura, la pintura o la escultura, lo cual es obvio.iSino
en considerar las «bellas artes» en general como una relación
determinada con la danza que ejecutan los cuerpos en casi
todas las circunstancias im portantes de la vida.) Warburg
había encontrado esta idea en los escritos de Jacob Burk-
hardt3 y, sobre todo, de Friedrich Nietzsche. ¿No había co
menzado éste último por deplorar la separación «teórica»
15
-lo que significa, para él, abstracta y académ ica- de los di
ferentes territorios artísticos? «Estamos desgraciadamente
acostumbrados a disfrutar de las artes por separado: son ab
surdas las galerías de arte y las salas de conciertos. Las artes
absolutas son un triste vicio m oderno.»1
¿Por qué ha sido preciso entonces volver a pensar nues
tra modernidad con los danzantes griegos anteriores a Pla
tón? Porque nuestros propios academicismos -tod os nues
tros aislamientos territoriales en arte y pensamiento, cuanto
nos impide ir más allá - no son más que una lejana digre
sión o digestión del platonismo. Porque el arte del futuro,
según Nietzsche, tiene urgente necesidad de «nacimiento de
la tragedia», esa edad en la que las artes representaban una
cuestión vital, o sea, ilimitada, y «en la que las artes todavía
se desarrollaban sin que el artista encontrase teorías del arte
ya elaboradas.»12Porque la danza y la música no estaban ais
ladas entonces de lo que el filósofo llama sus «circunstan
cias» antropológicas, cuando la escultura y la arquitectura
se pensaban musicalmente, coreográficamente.3
Si Nietzsche escribe, después de Gottfried Semper, que
«el humo de las velas de carnaval es la verdadera atmósfera
16
del arte»,1 si afirma su admiración por las phallika -p ro ce
siones fálicas «cantando y con bufones»-, las mascaradas y
los coros trágicos, es ante todo porque le gusta que las obras
de arte no estén enfrente de los cuerpos, como esos objetos
que cuelgan de las paredes en una galería de arte y a las que
llaman lamentablemente «piezas»; porque ve en los bailes
populares o trágicos la posibilidad ejemplar de que surjan
«imágenes vivas», dice él, en situaciones en que cada cuerpo
pueda ser sucesivamente artista, obra de arte, espectador y
oyente.12
Las reflexiones desarrolladas por Nietzsdie en la época
de El nacimiento de la tragedia se organizan en realidad como
un enorme anacronismo, un giro esencial de su pensamiento
en el tiempo, de su pensamiento del tiempo. Ahora bien,
se trata, a mi entender, de un anacronismo que también no
sotros necesitamos, ahora que cada artista «encuentra las
teorías del arte ya elaboradas», y ya elaborados los m ode
los del devenir que le recitan los eslóganes del «modernis
mo» y del «posmodernismo».(Él desplazamiento nietzschea-
no resulta ejem plar porque sabe que es capaz de exigir el
futuro del arte sólo en la medida en que convoca una nueva
m em oria -u n a nueva filología, una nueva arqueología- que
se arremolina alegremente en torno a la cuestión trágica%
Esta memoria nunca es nostálgica, ni reivindicada como una
especie de renacimiento de alguna edad de oro. Se reconoce
por sus síntomas y supervivencias, precisamente allí donde
1 F. Nietzsche, p. 65 (1 [21].
2 Ib id .p .76 (1 [69-70]).
17
las jerarquías académicas se m uestran incapaces de reco
nocer la auténtica trayectoria de las artes dionisíacas: Nietz-
sche cita, en desorden, las procesiones de la Pasión, los
danzarines de San Vito o de San Juan, los bailarines de la ta
rantela, los posesos, así como el elemento popular aún vivo
—a diferencia de la erudita y aristocrática tragedia francesa-
en el teatro español.1 _
18
recía, más bien, bailar con su soledad, como si para él fuera
una «soledad compañera», o sea, compleja, poblada de im á
genes, sueños, fantasmas, m emoria.1Y por tanto bailaba sus
soledades , creando así una multiplicidad de un género nuevo.
El baile flamenco em ociona a menudo al público occi
dental burgués -e l más arrogante, que nada conoce de este
arte pero posee «ya elaboradas las teorías del arte» en ge
neral y los modelos de su devenir para juzgar cuanto se
ponga a su alcance- a través del ballet, form a canónica de
bailar juntos. Así como existieron maravillosos ballets rusos,
existieron y sin duda existen magníficos ballets españoles.12
Incluso Carmen Amaya -co m o la Argentinita o Pilar López,
antes de Cristina Hoyos o Antonio G ades- había integrado
en el programa de su compañía un conjunto de ballets es
pañoles sobre temas de Albéniz, Granados o zarzuelas po
pulares. Pero reconozco que nunca he logrado apreciar del
todo sus principios básicos: muchachos a un lado, m ucha
chas al otro, vestuario uniform e, gestos similares realiza
dos conjuntam ente por un grupo de seres hum anos tan
diferentes unos de o tro s.. .Ver bailar sus soledades a Israel
Galván era como volver a ese bailar solo-con que constituye
básicamente, creo, el arte del baile flam enco. Por algo la len
gua española distingue al bailaor flamenco del bailarín , que
es bailarín clásico o de ballet, bailarín solista o de conjunto.
19
Habrá que comprender el género particular de «soledades»
que ejecuta un bailaor flamenco, esto es, un artista de baile
jando.
Podremos hacernos una primera idea de las opciones ar
tísticas de Israel Galván si recordamos que uno de los esti
los fundamentales del cante jondo es el cante p o r soleares,
también llamado «la madre del cante». Es un plural, a la an
daluza, de la palabra «soledad». Las letras de este cante a
veces se dirían pequeños poemas trágicos o filosóficos, por
ejemplo:
20
no para form ar él mismo unidad, ni conjunto, sino- al con
trario, para crear lo múltiple con su solo cuerpo en movi
miento -u n a multiplicidad muy singular, huelga decirlo-.j
Ésta es la primera cuestión filosófica que nos plantea el ad
mirable bailaor. '
21
fundamental que el arte flamenco designa con el térm ino
de rem ate (según comprobaremos, toda la modernidad de
este baile nace de interpretar la técnica tradicional del baile
flam enco y no de las formas de la danza calificada de «con
temporánea»), El destello sirve aquí para que todo cese de
golpe. El cuerpo guarda su reserva hasta que estalla la des
mesura -m o m en to de deslumbramiento rítm ico-, pero la
propia desmesura no se forma, ni se desarrolla ni se con
tornea sobre sí misma, cual ornamento arquitectónico, sino
para dejar ser, de repente, el trasfondo y el espacio, la au
sencia y el silencio, la retirada del bailaor en la oscuridad.
Galván no crea «fórmulas de pathos» sino hasta crear entre
ellas intervalos, paradas, efectos de m ontaje y suspensión
pocas veces conseguidos en este arte.
Toda elección formal es en el fondo una form a de ser (en
francés se dice «manera de ser», lo cual es menos riguroso,
más retórico y amanerado). Ahora bien, este bailaor parece
hecho de una modestia fundamental. Su palabra se carac
teriza por un laconismo extremo (pero no imaginen el la
conismo de esos viejos sabios que se toman en serio, no, se
trata más bien del silencio alborozado de un niño tímido,
una especie de ángel que siempre parece pensar en otra
cosa). «Bailar me cuesta», me suelta en medio de un dila
tado mom ento de ensoñación. Su trabajo consiste en apa
recer y evolucionar ante la mirada de todos: él considera esto
como un destino no forzosamente dichoso. Cabe decir que
el baile flamenco, en su caso, es asunto de familia, y que él
encontró la m ejor definición de la familia en un libro com
22
prado un día en el quiosco de la esquina, libro que resultó
ser La metamorfosis de Kafka.1 Como a muchos personajes
kafkianos, por cierto, a él le apetecería saber aparecer sin
verse parecer. O sea, trata de construir cada mom ento del
tiempo que baila como un acontecimiento de misterio y jon-
dura. Que aparezca la profundidad: para ello es preciso no
trampear, no «parecer» jamás. Bailar sólo con pura y sim
ple verdad. Esto es lo que determina en él una especie de
temeridad dentro de la inocencia (la familia, o el mundillo ,
comienzan indefectiblemente por condenarte a causa de eHa,
como en las novelas de Kafka).
De ahí su extraña relación con el cuerpo. Relación ar
caica, luego inhabitual. Tradicional y sin embargo resuel
tamente diferente de la que se observa en el mundo -im b u i
do de tradiciones- en el que se mueve. Elemento tradicio
nal: un cuerpo muy cerca del suelo. Israel Galván nunca
comienza a bailar sin practicar un ejercicio de flexibilidad
que yo vería, tan importante parece, como una caricia del
suelo , un trabajo de seducción de la tierra, sem ejante a lo
que hace el toro antes de embestir. Un acercamiento al subs
trato, un juego y un tocar donde vemos hasta qué punto el
baile flamenco arranca del suelo siempre y al suelo vuelve
siempre (los flam encos nunca se tom an por pájaros, ni si
quiera flamencos, y si con un gesto Galván evoca El canto
del cisne será con plena ironía andaluza).
23
Elemento inhabitual: su cuerpo no está «cuidado» como
el del bailador profesional o el torero deseoso de mostrar
que lo es, ambos inmediatamente reconocibles. No es un
cuerpo preocupado de sí mismo, por lo menos a primera
vista. No pretende corregir sus defectos. Acepta su singula
ridad. Así que observamos sus hombros disimétricos, el culo
más bien gordo, el vientre prominente, complexión fornida,
pantorrillas potentes, la cabeza propensa a buscar adelante,
el extraño perfil de la nariz. Toda la im aginería andaluza
de la elegancia se va al traste: basta com parar el porte de
Israel Galván con el del bello Antonio el Pipa, por ejemplo.
Toda la pose de desafío, característica que se supone común
a los bailaores de flamenco y los matadores de toros, cede
ante una especie de bloque, un sencillo bloque, un bloque
de sencillez.
Este cuerpo es, de hecho, más modesto e inteligente que
los otros: jamás anuncia que llegará a sublime. El reto, la ele
gancia están en el acto y no en el parecer, lo cual tal vez sea
nuevo en Sevilla. Cuando este cuerpo de fauno inocente, que
roza algunas veces una especie de estado borderline - y no
m e hace pensar en nadie, excepto en N ijinsky-, adelanta
ambas manos, el aire queda literalmente esculpido; cuando
extiende el brazo por encima de él, simplemente dibuja una
figura absoluta que jamás recordará el saludo nazi (lo digo
porque he visto a alumnos suyos imitando ese gesto sin ob
tener más que una variante del horrible saludo). Cuando le
vanta un solo dedo, resulta inolvidable. Y entonces detiene
todo, en cierto modo se repliega, regresa a la sombra y vuelve
a ser el hom bre humilde que en el fondo no h a dejado
de ser.
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Humildad, laconismo, temeridad inocente. Con ello, Is
rael Galván Inventa una nueva forma de grandeza en el
mundo del baile flam enco y, sin la menor duda, en el mundo
del arte en general, nuestro caro arte contemporáneo. La
conismo y humildad hacen del artista un personaje cuya psi
cología resulta difícil de comprender: crea Pathosformeln sin
patetismo, puras fórmulas para el padecer, o sea, para el ser-
afectado de cuerpo y para el acto expresivo de su danza (re
cuérdese cómo planteaba Gilíes Deleuze a partir de Spinoza
el tema de la expresión: «¿Qué puede un cuerpo?»).1He ahí
por qué sus gestos nos conmueven sin que podamos atri
buirles una significación em ocional precisa (expresar no
quiere decir significar). Su cuerpo produce fórmulas cuyo
pathos queda ahí, ante nosotros, aunque como en suspenso,
como si flotara en la sombra. Ni alegre, ni triste. Nunca gran
dilocuente, jamás retórico. Agacha la cabeza, camina en re
dondo, lentamente, sin afectación ni siquiera afección. Y sin
embargo, nos emociona. ¿Por qué?
Edwin Denby, que en los años cuarenta había admirado
a Carmen Amaya y ala Argentinita,12proponía que cualquier
apreciación de la danza se basara en nuestra capacidad para
25
m irar a la gente común cuando anda por la calle y «ver si
ocurre algo» (seeing som ething happen) o n o.1A pesar de
su apabullante virtuosism o, Israel Galván suele arrancar
de ahí: de los gestos más sencillos, sin maestría aparente, ges
tos que muestran la humanidad sin demostrar fuerza o habi
lidad particulares. Cuando asistí a sus clases, tuve la impre
sión de que no le interesaban los buenos alumnos: sólo
observaba al más viejo, ese que se sofoca, baila pese a todo,
sin porvenir, que se conforma en el presente con lo poco que
tiene. En el fondo, sólo le interesa el bailador pobre, ese que
sin duda él quiere volver a ser más allá de su propio virtuo
sismo. Le gusta, dice, el gesto de los que oran ante el Muro
de las Lamentaciones. Le gusta que Pasolini, en II Vangelo
secondo M atteo, pusiera en escena una Salomé que proba
blemente no sabe bailar, que no hace casi nada.
Recordemos que Mallarmé llevó lo más lejos posible -p a
ralelamente a su propio proyecto de «misterio» dedicado a
la danza de Salo m é-12 la estética de una danza entendida
como despersonalización.3 Bailar: convertirse en el otro.
Luego «bailar las soledades» equivaldría literalmente a p er
derse com o persona en el espacio y el tiempo de los movi-
1 E. Denby, « Dancers, Buildings, and People in the Streets» (1954), ib.,
pp. 548-556.
2 S. M allarmé, Les Noces de Hérodiade, mystére, (1864-1865), ed. G. Davies,
Gallimard, París, 1959. [En castellano: Herodías, trad. de A. y A. Gamoneda, Abada
Editores, Madrid, 2006. (N. de laT.)]
3 Id., «Ballets» (1886), CEuvres completes , ed. H. Mondor y G. Jean-Aubry, Ga
llimard, París, 1945, pp. 303-307. Ibid., «Autre étude de danse» (1983), ibid.,
pp. 307-309. [En castellano: «Ballet», Prosas, trad. de J. del Prado y J. A. Millán, Al
faguara, Madrid, 1987, pp. 143-149. (N. de la T,)]
26
mientos producidos. Comprendemos por qué Israel Galván
da siempre la impresión de hallarse en otra parte, de no estar
nunca donde estaría el protagonista de sus gestos (también
en esto hallamos un contraste indiscutible con el buen bai-
laor y mal artista el Pipa, que siempre se cree protagonista
de lo que baila, se representa como un personaje de vode-
vil, a la vez marido y amante, juega a señorito de una noche,
luciendo tiros largos, lleno de afectación, soñando con ser
artista de ballet, soñando en el fondo con ser un notable).1
Comprendemos entonces por qué la persona delbailaor, en
Galván, abre paso a una tópica pura: un drama de sitios, una
deslumbrante alteración rítm ica de la espacialidad que se
concentra un instante y se disipa después en el dibujo de los
gestos. ,
Paul Valéry tan admirador de la Argentinita que de al- i
guna form a le dedicaría, en 1936, toda su F ilosofía de la
danza , 12 consideraba el gesto bailado una manera de engen
drar «miríadas de preguntas y respuestas» mediante los «tan
teos pasmosos» del cuerpo en m ovim iento.3 La danza es
«poesía general de la acción», pero tam bién acción filosó
fica plena, potencia capaz de convertir cada paso en una «in-
27
terrogacíón» sobre el ser.1 Ahora bien, esa potencia es pre
cisamente potencia de alteración. Estar en el movim iento
significa estar fuera de las cosas, fuera de los marcos habi
tuales donde las cosas se distribuyen con mayor o m enor es
tabilidad en el espacio. Si el bailarín produce una «forma del
tiempo», como escribe Valéry, esta forma, empero, no será
más que «momentos, resplandores, fragmentos, (. . . ) sim i
litudes, conversiones, inversiones, diversiones inagotables»2
que alteran la forma (en el sentido del aspecto) y el tiempo
(en el sentido de la sucesión). Valéry lo denomina, m agní
ficamente, «el acto puro de las metamorfosis».3 ¿Cómo p o
dría el bailarín preservar la unidad de su persona en un acto
así? «Este Uno quiere jugar a Todo. (. . . ) ¡Quiere poner re-
f medio a su identidad por el número de sus actos! ¡Siendo
¡ _cosa, estalla en acontecimientos!»4
O sea: un personaje hecho por entero de humildad, la
conismo e inocencia, pero que cuando baila «estalla en acon
tecimientos» grandiosos, figuras barrocas, bellezas culpables,
antes de regresar indefectiblemente al silencio y la oscuri
dad del borde del escenario. Más allá de las grandes refe
rencias clásicas -M allarm é, Valéry- de que puede valerse un
escritor que aborde la cuestión de la danza, mirando evo
lucionar a Israel Galván, curiosamente me he sentido casi
siempre ante un personaje de Samuel Beckett. ¿Por qué Bec-
kett?
1P. Valéry, «Philosophie de la danse», art. cít., pp. 1.395 y 1.402.
2
Ibid., «L’áme et la danse», art. cit., pp. 1 5 5 ,1 7 2 y 176.
3Ibid., p. 165.
4
Ibid., pp. 171-172.
28
Acaso en un principio por la dimensión «metapsicoió-
gica» del personaje. Y sobre todo por determinada drama
turgia del espacio y del tiempo: al igual que Pasos o Quad,
Arena se basa -c o n menor rigor, es cierto, que el exigido por
B eckett- en las nociones de área («área del vaivén», como
dicen las didascalias), de luz («iluminando el suelo más que
el cuerpo, el cuerpo más que el rostro»), de pasos («mido de
pasos único sonido», o «pasos claramente audibles...») y
de ritmo («...■ muy ritm ados»).1
Arena se basa en un círculo, así como Quad se basa en un
cuadrado. En ambos casos se trata de realizar una com bi
natoria de las soledades, de los «solos posibles» en torno a
una zona central generalmente mantenida a distancia, pues
imaginada, supuesta desde el principio, como «zona de pe
ligro».123En Beckett, este peligro se representa con una abs
tracción sin nombre, un puro y simple espaciamiento, una
zona de evitación. Mientras que en el caso de Galván el p e
ligro forma parte manifiesta del ejercicio bailado - y no so
lamente cuando el bailaor emplea hojas de cuchillo m on
tadas en los zapatos-, elevando a evidencia esta magnífica
frase de Edwin Denby: «El riesgo es una parte del ritm o»
( The risk is a p a r t o fth e rhythm)?
1 S. Beckett, Fas, suivi de quatre esquisses, Minuit, París, 1978, pp. 7-8. Id., Quad,
trad. deE. Fournier, Minuit, París, 1992,pp. 9-15. [En castellano: «Pasos», «Quad»,
Teatro reunido, versiones de J. Sanchis Sinistierra, A. M. M oix y }. Talens, Tus-
quets Editores, Barcelona, 2006. (N. de la T.)]
2 Id., Quad, op. cit., pp. 10 y 14.
3 .E. Denby, «Forms in M otion and in Thought» (1 9 6 5 ), Dance Writings,
op. cit., p. 556.
29
Arena. La arena del ruedo. La materia del riesgo, del suelo
más ineluctable, donde la sangre de un animal prehistórico,
feroz, se mezcla muy a menudo con la del hombre que pre
tende bailar con él. Asimismo es nombre del lugar arqui
tectónico donde coinciden m iles de personas -m iles de
inquietudes, de soledades com pañeras- que acuden a em o
cionarse para siempre con semejante danza, semejante pe
ligro. Junto a las «masas fúnebres» y al contrario de las
«masas de huida», los espectadores de lidias de toros han
sido calificados por Elias Canetti de «masa en anillo»: «En
contramos en la Arena un tipo de masa doblemente cerrada.
(. . . ) Hacia fuera, contra la ciudad, la Arena ofrece una m u
ralla inanim ada. Hacia dentro levanta una muralla de hom
bres. Todos los presentes dan su espalda a la ciudad. Se han
desprendido del orden de la ciudad, de sus paredes, de sus
calles. Mientras dure su estancia en la Arena, no les importa
lo que sucede en la ciudad. Dejan allí la vida de sus relacio
nes, sus reglas, sus usos y costumbres. (...) La masa está sen
tada frente a sí misma. Cada uno tiene mil cuerpos y mil
cabezas ante sí. Mientras él esté, todos están. (. . . ) El anillo
de fascinados rostros superpuestos denota algo curiosa
mente homogéneo. Engarza y contiene todo lo que ocurre
abajo. Ninguno de ellos lo deja escapar, ninguno quiere par
tir. Cada hueco en este anillo podría evocar la desintegra
ción, el separarse posterior. Pero no hay tal: esta masa es
cerrada hacia fuera y en sí».1
30
Arena comienza - y se acompasa a intervalos regulares—
con grandes imágenes filmadas de ese «anillo de rostros»,
ese «muro de hombres», muro de soledades donde cada cual
se experimenta a sí mismo mirando a la muerte de frente,
de perfil, de tres cuartos, con lentitudes inexorables y pre
cipitaciones inconcebibles. Pedro G. Romero ha montado
ese archivo de multitudes tauromáquicas con planos cortos
en los que se puede ver a Israel Galván sentado, soñador, en
los tendidos de la plaza -la Maestranza, claro- junto a E n
rique Morente, de quien un m icrófono muy cercano acierta
a captar la inimitable voz de soledad sin el menor rumor de
fondo. Viene a ser un contrapunto delicadamente com
puesto entre el ritm o de la masa «palpitante» o «rítmica»
-u n a de sus propiedades esenciales, según C a n e tti-1 y la
árida expansión solitaria del cante jondo. Porque utiliza ri
gurosamente la lidia de toros como paradigm a rítmico - y no
como tem a iconográfico, de ahí la ausencia de los sempi
ternos accesorios, a menudo grotescos en una escena de te
atro, tipo astas de toro, espada, muleta o traje de luces-, la
obra de Israel Galván y de Pedro G. Romero se propone ante
todo construir una musicalidad para las situaciones del
ruedo: una m usicalidad p a ra las soledades reunidas en el
«anillo de rostros» y la arena del enfrentamiento.
Se comprende así que la dramaturgia de esta obra se halle
enteramente orientada por la poesía, la poética y la estética
de las obras dedicadas a la tauromaquia por José Bergamín.1
31
«El toreo es claro silencio luminoso» empezó escribiendo
en 1930, en El arte de birlibirloque.1
2 Cincuenta años después,
su último texto publicado, su libro más admirable, reunía la
m úsica callada y la soledad sonora para convertirlas en la
substancia misma, substancia musical del arte taurom á
quico.3 En Arena, Israel Galván consagrará toda su inven
ción rítm ica, espacial y gestual a la aproxim ación de esa
musicalidad -m usicalidad flam enquísim a que Bergamín
aleja no obstante de cualquier españolismo, pensándola bien
es cierto a través de Calderón o Lope de Vega, pero asimismo
a través de Nietzsche o Carlyle, que supo decir: «El pensa
miento más profundo canta».4
La «soledad sonora», escribe Bergamín, ahonda o crea
«alturas profundas» (alto y profundo) en el espacio circular
de la arena.5 Por eso, en un capítulo de su tratado clási
co de taurom aquia, Pepe Hillo pedía a los espectadores
«guardar silencio para no entorpecer la ejecución de las suer
tes»6 de la lidia. Ahora bien, hacer reinar el silencio es una
32
manera de acentuar la superficie , de emocionar el espacio.
En esos momentos, «el espectáculo posee su música propia,
música callada, música para los ojos».1Nunca son más con
movedores la luz, la sombra, los muros, los motivos arqui
tectónicos, el amarillo de la arena que cuando reina ese
silencio. Saber im poner una música callada significa, psí
quicamente, despoblar el ruedo en presencia de todos: re
mitir a cada cual a sus «moradas» íntimas, a sus soledades.
La arena se convierte entonces en espacio de caída , caída en
la em oción, síntom a, espasmo, «conm oción», aconteci
miento solitario de todos en el mismo instante. «Todo lo que
queda dentro del ámbito de ese ruedo en su espacio deter
minado, pertenece al mundo mágico de la emoción», escribe
Bergamín inspirándose en la fenomenología sartreana, así
como en Unam uno, que veía en cada sentimiento verda
deramente experimentado «pensamientos en conmoción».2
Acentuar la superficie: crear una conmoción, un síntoma,
abrir un espacio de caída. Pero a la vez esa caída ha de ser
virtualizada, esto es, conjurada tan a menudo como sea po
sible. Recurrir a la caída, pero para vencerla. O sea, ocupar
la superficie como espacio de paso, en el sentido coreográ
fico del término. Porque da pasos, baila con el peligro, el to
rero nos muestra, en negativo, que su destino puede llamarse
caída en la arena, con cuernos en el cuerpo. Indudablemente,
el bailaor Israel Galván no juega con el mismo fuego. Pero
construye una virtualidad similar -corriendo realmente el
1
J. Bergamín, La música callada del toreo, op. cit., p. 20.
2
Ibid. pp. 14 y 48.
33
riesgo de caer- con su forma de realizar en su cuerpo, por
ejemplo, la imagen violenta del enfrentamiento entre el ani
mal y el hombre.
La música de los pasos acentúa -acusa, agita, vuelve in
q u ieta- la superficie uniform e de la arena: la transform a
en un laberinto mucho peor que la cueva del Minotauro, ya
que sus pasillos, sus posibilidades de trayecto, permanecen
invisibles para todos salvo, imaginamos, para el toro, que
posee la ciencia infusa de los terrenos* ciencia que el torero,
a su vez, debe comprender al vuelo y poner en juego a cada
instante. Ya Michel Leiris veía un «dédalo» en cada entraña
esparcida de los caballos de picadores.1Habría que ampliar
esta visión a toda la geometría monocroma de la arena, esa
falsa neutralidad del suelo, esa intensa extensión. El gran
Luis Miguel Dominguín decía que «la muerte es un metro
cuadrado que anda dando vueltas por la plaza. No hay que
pisarlo en el mom ento en que el toro viene hacia uno, pero
nadie sabe dónde se encuentra este metro cuadrado. Po
dríamos decir que esto es el destino».12
«Laberinto del origen», escribía Nietzsche a propósito de
la tragedia griega.3 Siempre es un error buscar el origen —o
1 M. Leiris, «Abanico para los toros» (1938 ),H autM al, Gallimard, París, 1969,
p. 144. [En castellano: Leiris: Poesía, trad. de A. Martínez Sarrión, Visor, Madrid,
1984. (N. de la T.)]
2 E Zumbiehl, Des taureaux dans la tete, I, Autrement, París, 1987, p. 46. [Edi
ción prácticamente completa en castellano: La voz del toreo, Alianza, Madrid, 2002,
p. 67, que utilizaremos en adelante. (N. de la T.)]
3 F. Nietzsche, La Naissance de la tragédie (1872), trad. de P. Lacoue-Labarthe,
CEuvres philosophiques completes, 1-1, op. cit., p. 65. [Hay varias traducciones en
34
el d estino- en las raíces de nuestros supuestos árboles ge
nealógicos. No, si nos tomamos la molestia de mirar, el ori
gen y el destino están siempre ahí, delante de nosotros,
frescos, flamantes, en la superficie : a flor de ese torbellino o
laberinto que dibuja en la arena de la plaza el rastro de la
lidia, gráfico misterioso que será borrado en unos segundos,
antes de que comience un nuevo combate. A Gilíes Deleuze
le había gustado la imagen nietzscheana y tauro-m áquica
del laberinto.1 Luego la transformó -to d a imagen debe ser
m etam orfoseada- en la de pista , a propósito de las arenas
que pintó Francis Bacon,*12y finalmente en la de rizoma , pen
sada con la complicidad de Félix Guattari. Ahora bien, el ri
zoma es precisamente el espacio que permite estar a la vez
en la profundidad y en la superficie, solo y múltiple al mismo
tiempo, solo en la multiplicidad y múltiple sin formar masa,
familia, organigrama, compañía o cuerpo de ballet.
Israel Galván somete su propia maestría de bailaor a un
método de tipo rizoma. Primero, instaura una equivalencia
paradójica entre rupturas y conexiones: «Un rizoma puede
ser roto, interrumpido en cualquier parte, pero siempre re
comienza según esta o aquella de sus líneas, y según
35
otras».1 De ahí que Galván cuando baila dé la sensación de
estar tan fragmentado, aun cuando la ley rítm ica del com
pás flam enco no se dispersa nunca, pues conecta virtual -
mente cada fracción con todas las demás, aún más allá de
un puente de silencio. En segundo lugar, practica una des-
centración sistemática, afín a lo que Deleuze y Guattari de
nom inaron «principio de heterogeneidad».12 Una vez más se
trata de quebrar la simetría de figuras y m ovimientos. La
impresión de sinsentido que aflora -im presión mucho más
intensa en la mirada de los aficionados al bañe flamenco tra
d icio n al- debe atribuirse al tercer principio esencial en el
m étodo del rizoma, denominado por D eleuze - Guattari
«principio de ruptura asignificante»,3 acusando los frag
m entos, renunciando a los relatos e incluso ignorando las
deducciones «lógicas» de un gesto a otro. Por encima de todo
sorprende en este bailaor que no cese de m ultiplicarse él
mismo, de multiplicar su soledad, aunque actuando -eso es
lo extraño—por sustracciones: «Lo múltiple hay que hacerlo,
pero no añadiendo constantemente una dim ensión supe
rior, sino al contrario, de la forma más simple, a fuerza de
sobriedad, al nivel de las dimensiones de que se dispone,
siempre n - 1 (sólo así, sustrayéndolo, lo Uno forma parte de
lo m últiple). Sustraer lo único de la m ultiplicidad que se
36
constituye; escribir [y añadiría yo aquí: bailar] a n-1. Este
tipo de sistema podría denominarse rizom a».1
37
Existen toreos del enfrentam iento, como el de Jesús
Franco Car deño, que recibió al toro ap orta gayola y fue cor
neado en la boca, en 199?; como el de el Juli, quien aportó,
según Jacques Durand, la refutación más acerba a las tesis
posmodernistas de Jean Baudrillard -según el cual las lidias
nunca son enfrentam ientos-y fiándose de esa refutación se
encontró con «un agujero rojo como una boca en mitad del
muslo izquierdo».1 El arte del toreo es arte a cuerpo descu
bierto, arte de dar guerra y plantar cara , es decir, aceptar el
trabajo sucio que consiste en hacer frente.
En la arena, se encaran dos soledades (da la impresión
de que justamente para preservar su soledad, su form a de
soberanía, embiste el toro al intruso). Existen mil y una his
torias o leyendas acerca del encuentro de miradas, a veces
fatal, entre el hom bre y la bestia. Así, «en los años veinte,
Belmonte torea un miura en Bilbao. Le hace una faen a vi
gorosa, el toro parece vencido y agacha la cabeza. Belmonte
se arrodilla para un desplante.1
2 Tiene los ojos del miura a
pocos centímetros. Se sumerge en ellos. “En aquellos ojos vi
una luz que nunca olvidaré y vi claramente que si me movía,
me atrapaba. Fueron segundos de angustia mortal.” Bel
m onte se incorpora rápido, el toro lo atrapa».3 Estar en el
ojo del toro -co m o en «el metro cuadrado que anda dando
1 J. Durand, Chroniques taurines, Ed. de Fallois, París 2003, pp. 97-99 y 112
115.
2 El desplante es una actitud desafiante que adopta el matador tras una tanda
de pases especialmente acertados (o algunas veces, al contrario, para hacer olvi
dar una tanda mediocre).
3 J. Durand, Chroniques taurines, op. cit., p. 22.
38
vueltas por la plaza»-, supone no disponer de posibilidad
alguna de escapar a sus cuernos. En 1934, toda España quedó
conmocionada al enterarse de que «no se cerraron sus ojos
/ cuando vio los cuernos cerca»,1 en el momento de morir
el torero andaluz Ignacio Sánchez Mejías. Ahora bien, el cara
a cara acaecía en el instante coreográfico por antonomasia,
cuando Ignacio estaba buscando lo que García Lorca llama
«su perfil seguro»:
1 F. García Lorca, «Chant fúnebre pour Ignacio Sánchez Mejías» (1934), trad.
de A. Belamich, (Eeuvres completes , I, ed. A. Belamich, Gallimard, París, 1981,
p. 588. [En castellano: «Llanto por Ignacio Sánchez Mejías» {1935), Antología p oé
tica, sel. de Guillermo de Torre y Rafael Alberti, Editorial Losada, Buenos Aires,
1957 (ed. 1971), p. 166. (N. de la T.)]
i 2 Ib., p. 165.
39
gráfico o la arquitectura exigidos por la expresión musical.»1
Bailar, al igual que torear, consiste así en buscar el «centro
vivo» - lo cual significa centro vivaz, viviente, siempre en
m ovim iento- del enfrentamiento y crear en él ese famoso
p erfil , dibujo a la vez fugitivo y definitivo, «perfil de viento,
perfil de fuego y perfil de roca» del que habla con tanta elo
cuencia el poeta.12
El bailaor, pues, es también el geómetra inmediato de su
cuerpo en movimiento. No crea sus rizomas a ciegas o, me
atrevo a decir, por encima del hombro. En cada momento
ha de «medir líneas, silencios, zigzagueos y curvas rápidas
con un sexto sentido de perfume y de geometría, sin equi
vocarse nunca de terreno, como el torero cuyo corazón debe
latir en la cerviz del toro: ambos corren un peligro común»3
-m o rir en la luz el torero, desaparecer en la oscuridad (o,
peor, en el olvido) el bailaor-. Fácilmente podríamos afir
m ar de Israel Galván lo que García Lorca admiraba ya en
la Argentina, a saber, que posee «una inteligencia rítmica y
una comprensión de las formas de su cuerpo que sólo los
grandes maestros de la danza española han poseído, entre
ellos sitúo a [los toreros] Joselito, Lagartijo y sobre todo Bel-
monte, quien con formas sucintas logra crearse un perfil de
finitivo que reclama a gritos el bajorrelieve romano».4
40
Pero bailar no es torear y torear no es bailar. Torear no
se reduce a «dar pases», insiste, por ejemplo, Domingo O r
tega.1 Y desde luego no fue bailando como el legendario
Pedro Romero -n o hablo del dramaturgo de Israel Galván,
sino del homónimo tauromáquico que fijó ciertas normas
fundamentales de la corrida a finales del siglo XVIII—acabó
con cinco mil seiscientas fieras sin una herida m ortal.12 El
toreo es un acto que apunta a un fin preciso, afirma O r
tega, no un «ballet donde la estética visual obtenida sería su
ficiente».3 Y el filósofo Ortega y Gasset comenta: «Donde
el bailaor hace la belleza más visible que la herida, el torero
hace la herida más visible que la belleza».4 Formulemos la
hipótesis de que Israel Galván busca, en Arena, algo que es
taría a igual distancia de la herida y la belleza.
Para encontrar la m ejor distancia -lo que en lenguaje
común a la danza y a la taurom aquia se denomina sitio-,
hay que poseer la lucidez práctica del luchador orientado
hacia el único fin que lo mantiene en vida, vencer. Pero a la
vez, hay que saber dejarse llevar por la improvisación es
pacial y rítmica, es decir, por la imaginaria del bailaor. Toda
la tragedia tauromáquica parece tendida entre estas dos ne
41
cesidades tan diferentes de lucha a muerte y de arte a fondo
perdido, de lo real y del sueño. Francois Zumbiehl escribe
que «la corrida constituye un proceso de purificación com
parable al de la tragedia griega, no basada en el verbo, sino
en el desarrollo de un diálogo coreográfico que se impone
a todo lo demás, si no resultaría insoportable para la vista».1
Comprendo mejor por qué Galván me da tantas veces la im
presión de bailar (admirables figuras gratuitas, inocencia lú-
dica de los gestos) con el cuerpo épico del luchador,
obstinado en vencer, superar, dominar algo que no veremos
en escena: espaciamiento, «zona de peligro», vacío desig
nado, afrontado o evitado.
¿Cómo se form a el espacio vacío en A renal ¿Cómo se
form a una figura de arena? Jacques Durand la deduce, con
gran pertinencia fenom enológica, de la simple y potente
energía negativa que desprende un toro a su alrededor: crea
el miedo, luego crea el vacío. «Pongamos un encierro. El de
Pamplona, por ejemplo. Un toro corre en medio del gentío
y luego se inmoviliza. Espontáneamente se forma un círcu
lo de corredores a cierta distancia de él. Cabe considerar este
espacio com o la plaza de toros primitiva, una especie de
punto cero de la arquitectura taurina», de la Maestranza,
por ejemplo. «¿Casualidad? Debemos a dos toreros de Se
42
villa, Belmonte y luego Chicuelo, la aparición de una tau
romaquia incurvada y luego redonda.»1
Así, bailar a la altura del toreo consistiría en construir
-pero virtual, visual, musicalmente, con gestos de aire y con
momentos furtivos- el laberinto donde amenaza un m ons
truo. Para ello es preciso saberse solo , o sea, preparado para
afrontar lo desconocido y saber multiplicarse , o sea, moverse
y m etam orfosearse. Saber ponerse enfrente y saber crear
todo un mundo de perfiles nuevos, esperando el perfil su
blime, el «definitivo», el que quizá estaba a punto de adop
tar Ignacio Sánchez Mejías en el mom ento de su muerte y
que su amigo el poeta García Lorca hubiese querido ver es
culpido en su sarcófago antiguo. Ahora bien, ese saber com
plejo es un ars com bin atoria : intentarlo todo hasta el
agotamiento,12 e incluso más allá, puesto que lo imposible es
el invitado de honor de ese género de fiesta. El acto tauro
máquico en general se llama suerte, el sino, el destino (suerte
o mala suerte, según la manera de echar el cuerpo, ese dado,
en el espacio del peligro). No es de extrañar que la palabra
«suerte» tenga por etimología serere , verbo latino que de
signa el acto de combinar, encadenar, y por lo tanto —si se es
elegante, como se ha de ser en estas disciplinas-, trenzar, en
trelazar las figuras.
¿Bailar a la altura del toreo ? Poseer el arte de hacer ver
lo inevitable , sugerir que tiene lugar un enfrentam iento.
Y no mover el cuerpo sino hasta desviar la violencia de la
43
embestida, puesto que se trata de una violencia siempre so
brehumana: afrontada hasta el final, pulverizaría el cuerpo
del hom bre. Por último, habrá que salir de esta prueba, si
es posible, con un «perfil definitivo» que cada espectador,
fascinado, conservará celosamente en lo más secreto de su
memoria. Entre lo inevitable y lo evitado, entre el cara a cara
y la salida del perfil, se encuentra toda la danza, toda la com
binatoria de transformaciones y enlaces, lo cual supone un
gran arte del sesgo, las disimetrías, los contorneos, las vo
lutas, las alteraciones de estatura.
Lucrecio pensaba antiguamente que el mundo había na
cido por el simple juego de una declinación o desvío de los
átomos que atraviesan el espacio en paralelo.1 Del mismo
modo, cabría decir que el mundo del bailaor nace cada ins
tante por el juego de una desviación bien pensada de los ges
tos iniciados. Como para desviar levemente la acometida del
destino, lo que en tauromaquia se llama cargar la suerte , y
que M ichel Leiris, en su Espejo de taurom aquia , comentó a
la perfección: «Por lo que se refiere al mecanismo del pase,
comprobamos que su sabor deriva, en primer lugar, del des
fase m ínim o gracias al cual la tangencia completa -q u e sería
catastrófica de necesidad- se evita: todo concurre a dar la
idea de esa tangencia, pero en definitiva todo queda leve
mente más acá. Más acá se aprecia tanto más la infinitesi-
malidad cuanto que el hombre se mueve con lentitud, como
si se propusiera -aparte la serenidad del ritm o - instilar una
44
a una en el corazón del espectador las ansias que engendra
la vista de un accidente filmado a cámara lenta (...) . Y de
ese más acá -d e ese hiato o estrecha falla de la que un labio
sería el “más acá” y otro labio el “más allá”- nace el mayor
placer, comparable al que procura la disonancia musical,
que extrae su valor emotivo de la existencia de un margen
semejante, un desfase semejante que le confiere un carác
ter híbrido, a medio camino de la norma geométrica y de su
destrucción».1
El carácter híbrido del baile que practica Israel Galván
-exactam ente «a medio camino de la norm a geométrica y
de su destrucción»- no proviene de un collage cultural a base de
un poco de Pina Bausch aquí y un poco de Merce Cun-
ningham allí, por ejemplo. Ante todo extrae su potencia de
un pensamiento interno de la estética flamenca, vinculada
por tradición a la taurom aquia12 y para la que enfrenta
miento, perfil y desvío constituyen otros tantos parámetros
fundamentales. En el baile jondo, los bailaores tradicionales
suelen mostrar gran virtuosismo en el juego que consiste en
transform ar los enfrentam ientos en perfiles. Israel Galván
quizá haya dado a la com binatoria de los desvíos una ex
tensión figural y una belleza inéditas.
(10. 08. 05)
45
NOCHES
O LA S S O L E D A D E S E S P I R I T U A L E S
Belleza inédita de este arte gongorino del desvío, donde
el desarrollo, la faen a de los gestos, hace las veces de poema.
Poema que sesga la estatura, rompe la entrevista simetría,
invierte el sentido (dirección del gesto), lo perturba (signi
ficado del gesto), entrelaza figuras contrarias, encadena bu
cles, quiebra esos encadenamientos, esquiva contactos,
declina esquivas, precipita choques, salva invisibles obstácu
los, revela bloques de paradojas, distribuye fintas, e incluso
aparta la gracia habitual de un cuerpo que sabe que baila.
Israel Galván instaura en el baile flam en co una estética
nueva, como Juan Belm onte hiciera antaño en el arte del
toreo.
La figura de Belmonte está presente desde el comienzo
de Arena, cantada sucesivamente por Enrique Morente y M i
guel Poveda. Y retorna, discreta pero con regularidad, en las
palabras del bailaor. Cuando le pregunto qué conoce de Ni-
jinsky, por ejemplo, me responde que ha leído el Diario, que
sabe que bailar puede volver loco;1y añade, como para con
1V.Nijinsky, C ahiers. Versión non expurgée (1918-1919), Actes Sud, Arles, 1995.
[En castellano: D iario. Versión íntegra, trad. de H.-D. Moradell, El Acantilado, Bar
celona, 2004. (N. d e l a T . ) }
49
cluir, que Belmonte colocaba siempre una fotografía de Ni-
jinsky entre las imágenes piadosas ante las que se recogía,
com o es costumbre en los toreros antes de la corrida.
La rareza común a Galván y a Belmonte quizá resida en
su relación con la noche, la sombra, la oscuridad en gene
ral. Umbra, en latín, señala al mismo tiempo la sombra y el
reflejo. Observo a Israel Galván trabajando frente a un gran
espejo, como suelen hacer los bailarines. Pero no logro cap
tar qué mira en realidad. Me impresiona precisamente que
no «se» mira, Narciso profesional ajustando de to n tin u o
la unidad de su figura a la armonía de su imagen. No, más
bien mira algún punto en el vacío, a su alrededor. Y es que
pauta los efectos de cada gesto en la/extensión desplegada
(extensum) así como en la implicada profundidad (spatium)
del espacio que inventa bailando.1 En ciertos momentos se
fija en su reflejo, pero como en algo o alguien absolutamente
extraño, acaso hostil. En otros, tan sólo m ira hacia dentro:
se escucha producir gestos. Sin otra finalidad que reunir a
sus soledades para hacer de ellas una música.
Me dicen que trabaja también en la oscuridad, o por lo
menos en la penumbra. Le pregunto. Me responde, un tanto
evasivo, que le gustaría hacerlo, pero la «presencia» de las
sombras le «molesta». ¿Creerá en fantasmas? Cuando le pre
gunto qué mira exactamente en el espejo, me dice que el ver
dadero bailaor es el de enfrente... No sólo cree en fantasmas,
50
sino que al parecer desearía ser uno en el momento de bai
lar. Le explico lo que tanto me fascina en el contenido co
reográfico de los cuadros del Renacim iento y en el voca
bulario que domina el discurso estético de esa época: cuando
Cristo foro Landino califica al pintor Pollaiuolo de prompto,
habla en términos coreográficos; cuando León Battista Al-
berti habla de belleza ariosa -térm in o equivalente según él
al latín grata , es decir «graciosa»-, usa directamente el vo
cabulario técnico de la danza, donde el aere designa un mo
vimiento de realce que el bailarín ejecuta al comienzo de un
paso; cuando Domenico da Piacenza afirma que la danza es
un arte que transforma el cuerpo en fan tasm a o en ombra
phantasm atica , establece una relación directa entre la carne
y el aire, entre el cuerpo y la psique.1 Nada distinto dice
Israel Galván cuando me explica que, para él, el aire es sen
cillamente su carne -m ientras baila, claro está.
En uno de los momentos más bellos de Arena -c o n ritmo
de siguiriyas, titulado «Playero»-, Israel Galván se echa obs
tinadamente contra un muro de tablas, el burladero del
ruedo taurino. Lo hace com o si quisiera quebrar una su
perficie, destruir una imagen, partir «a través del espejo»
(through the looking-glass), por emplear los térm inos de
Lewis Carroll. El escenario se inunda entonces de penum
bra y animalidad, pues todos los gestos parecen desprovis
51
tos de razón visible. La aire (palabra francesa que designa la
superficie, la arena) se vuelve «aire» (palabra española que
designa el aire intangible y sin límites): material psíquico
para el miedo y para el riesgo a la vez, para la inmovilidad
que planea y para el movimiento que, de repente, se preci
pita. Algo entre el sueño y la muerte. Evoca poderosamente
los peligros conjugados del funámbulo a punto de caer y del
sonám bulo a punto de despertar.
¿Israel Galván sabe de verdad, sabe siquiera lo que hace
cuando baila? Cabe plantearse la pregunta. Él sólo indicará
la vía del no saber: humildad, laconismo, inocencia. Por su
puesto, las cosas son mucho más complicadas. ¿Cómo no
va a saber lo que hace él, que trabaja tanto, él, que sueña,
reflexiona y construye sin descanso? ¿Qué es él sino un ma
ravilloso y docto maestro de gestos que inventar y decli
nar? La pregunta adecuada sería más bien: ¿de qué género
de saber se trata? Una vez más hemos de acudir a Nietzsche,
cuando enuncia con claridad que existe otro saber, además
del saber de las Ideas verdaderas de Platón. Y que existe un
no saber más fecundo que la ignorancia vituperada por Só
crates, el primer filósofo que «no prestó [ninguna] atención
a lo inconsciente en el hom bre».1 Ahora bien, «lo incons
ciente es más grande que el no saber de Sócrates»: incluso
es, en este caso, «el elemento productivo» primordial. Según
Nietzsche, corresponde a Sócrates el logro funesto de ani
quilar la tragedia, simplemente por considerar negativo el
52
no saber, y la «consecuencia será la expulsión por Platón
de los artistas y poetas».1
La danza es saber de lo inconsciente en el sentido de que
«engendra lo que no tiene voluntad mediante la voluntad
y de modo instintivo», dice Nietzsche, de una manera que
le sitúa aún en la perspectiva de Schopenhauer -c o n un vo
cabulario que desde Freud ha envejecido b astan te-y le per
mite afirmar que aquí «la fuerza inconsciente [es] consti
tutiva de formas».2 Ésta es una de las razones por las que «el
ritm o tiene un efecto simbólico», aun cuando su proceso
tiende a «volverse continuamente inconsciente».3Por eso, de
manera general, las artes musicales «confie [nen] las formas
universales de todos los estados de deseo».4 Pero Arena no
es ni una tragedia ática ni una ópera wagneriana. Es una
obra contemporánea que libera el «saber de lo inconsciente»
según la rítm ica del compás flamenco y la musicalidad si
lenciosa de las suertes tauromáquicas. Su sonambulismo no
es ni el de la posesión por los dioses ni el de la histeria ro
mántica.
Se trata de un saber anacrónico. Extrae sus elementos de
una m em oria de gestos que los propios gesticuladores no
recuerdan; al mismo tiempo, organiza sus elementos según
un mundo visual donde lo prim ero que se reconoce es la
gestualidad m oderna por excelencia, la gestualidad cine
1
F. Nietzsche, Fragmentos postumos, op. cit., p. 69 (1 [43]).
2
Ibid., pp. 70 (1 [47] y 310 (16 [13]).
3
Ibid. p. 99 (3 [20]).
4
Ibid. p. 70 (1 [49].
53
matográfica. Galván es un bailaor anacrónico: un bailaor de
gestos demasiado antiguos para ser reconocibles, un bailaor
de gestos olvidados, o sea, de gestos nuevos, un bailaor en la
edad del cinem atógrafo (paradoja que la dramaturgia de
A rena expone desde el principio al recurrir a la pantalla
de cine y a la imagen animada). Un bailaor que reconfigura
la jon du ra inm em orial de su arte mediante una mirada al
cine que va desde Eisenstein, Pasolini o Tarkovski—¿a quién
le extrañará?- hasta los burlescos norteamericanos, Rocky ,
Ivlatrix o los más recientes filmes de artes marciales taiwa-
neses. Se remite fácilmente a la memoria filmada de los m a
estros flam encos de otros tiempos, sobre todo Vicente
Escudero. Sabe muy bien que el instante de un gesto no se
repite. Sabe pese a ello que la danza y el cine crean, a su m a
nera, las condiciones que hacen posible tal repetición.
«No puedo repetir un solo instante de m i vida, pero uno
cualquiera de esos instantes puede el cine repetirlo indefi
nidamente ante mí», escribía André Bazin a propósito -p re
cisam en te- del m ontaje de documentos fílm icos sobre la
corrida realizado, en 1951, por Pierre Braunberger y My-
riam Boursoutzsky, comentado por M ichel Leiris.1Al plan
tear el problema de ese modo, Bazin acepta implícitamente
54
disociar su propio punto de vista sobre la modificación tem
poral de la experiencia suscitada por la repetición cinema
tográfica. Por un lado, dice, el cine niega la intensidad de la
experiencia , negación que según él debe llamarse, al menos
en los casos extremos, obscenidad : «Dos m om entos de la
vida (. . . ), el acto sexual y la muerte, ( . . . ) son a su manera
negación absoluta del tiempo objetivo: instante cualitativo
en estado puro. Al igual que la muerte, el am or se vive y no
se representa -c o n razón lo llaman la pequeña m uerte-, al
menos no se representa sin violación de su naturaleza. Esta
violación se llama obscenidad. También la representación
de la muerte real es una obscenidad, no ya m oral como en
el amor, sino metafísica. No se muere dos veces».1
Y sin embargo: existe otra forma de intensidad, una in
tensidad de la repetición , y esta intensidad curiosamente se
denomina, en el vocabulario de André Bazin, eternidad. Una
«eternidad» que él descubre -recordem os el «perfil defini
tivo» de García Lorca, recordemos el sarcófago esculpido-
en los docum entos taurom áquicos reunidos por Pierre
Braunberger y Myriam Boursoutzky: «La representación en
pantalla del acto de matar a un toro (que supone el riesgo
de m uerte del hom bre), es en principio tan em ocionante
com o el espectáculo del instante real que reproduce. En
cierto sentido, incluso más emocionante, pues multiplica la
calidad del momento original por el contraste de su repe
tición. Le confiere una solemnidad suplementaria. El cine
55
dio a la muerte de Manolete una eternidad material. En la
pantalla el torero muere todas las tardes».1
Seguir o no hasta el final el análisis de André Bazin no es
aquí el problema. Galván no utiliza ningún documento dra
mático de este género. Pero no por ello deja de precipitarse
contra el muro del burladero, avanza todo él frente adelante
(com o un toro), con la cabeza luego literalmente captada,
imantada, enviscada en la superficie (como un psicótico).
Tan potente es la pantalla -d e alguna manera, la propia arena
verticalizándose- que sobraría el desfile por ella de la im a
ginería de los momentos cruciales de la lidia. Las imágenes
están ya ahí, en el muro, el suelo, el espacio. Pasan directa
mente del trozo de madera, y aun de la oscuridad del am
biente, a la frente del artista, simplemente, y desde su cabeza
irradian como un fuego artificial de gestos que se imprimen
a su vez -im ág en es- en nuestras retinas y nuestras m em o
rias, como en la gran pantalla oscura de una noche de fiesta.
56
por ejemplo. Quiere decir también caja de Pandora —el toril
sin fondo—de donde surge una realidad que nos deja más
solos que nunca. En la noche, todo lo extraño, todo lo im
posible puede advenir y trastocar de golpe el orden de nues
tra historia. En medio de la noche estamos más desnudos
que nunca, pues aguardamos ese m om ento, ese destino,
en el que todas nuestras soledades y nuestros miedos se reú
nen para echarse a temblar, a zumbar, a bailar juntos.
También las soledades de Juan Belm onte tuvieron la
noche por crisol. De niño, vivió dos grandes experiencias de
la soledad: primero, cuando m urió el torero Espartero, el
desastre y el desorden del entorno le afectaron por «el aban
dono, la soledad» en que repentinamente le dejaron; des
pués, a la muerte de su madre, conoció «una amargura, un
desconsuelo que antes no había sentido», jugando —como
los adultos le pedían que hiciera «mientras se llevaban a mi
madre m u erta»- «con la soledad en el corazón».1 Final
mente, como bien saben todos los aficionados, ya que esos
episodios han alcanzado una dimensión mítica equiparable
a las anécdotas que circulan sobre la niñez de Giotto o de
Leonardo de Vinci, Belmonte convirtió la noche en su es
pacio de aprendizaje, su terreno de juego m ístico para el
gran arte tauromáquico, trocando el umbra -reflejo del toreo
de salón por la wm^ra-penumbra del campo andaluz.
«Me gustaba ensayar los lances ante los espejos», dice
para empezar, com o un bailaor. Pero «si yo toreaba como lo
57
hacía era porque en el campo, y de noche, había que torear
así. Era preciso seguir con atención todo el viaje del toro,
porque si se despegaba se perdía en la oscuridad de la noche
y luego era peligroso recogerlo; como toreábamos con una
simple chaqueta, había que llevar al toro muy ceñido y to
reado. (...) El riesgo de su proximidad era menor que el de
una arrancada de la res desde la oscuridad». Naturalmente,
en noche opaca, sin luna es cuando el ejercicio resultaba más
peligroso: «Sentí su arrancada, lo vi o lo adiviné al venir
"hansi
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M. Chaves Nogales, Juan Belmonte, m atador de toros, op. cit., pp. 65,68 y 70.
Ibid., p. 34.
58
ximidad al animal; determinada relación con el deseo y el
miedo; una sensación muy especial de lo que llaman el te
rreno; la capacidad para estoquear sin ver, como el 24 de julio
de 1910, cuando con una cornada en la frente, y una cortina
de sangre delante de los ojos, dio no obstante muerte cer
tera al toro;1 por último, determinada tendencia a triunfar
«en ese último toro, el que sale del chiquero cuando ya va
cayendo la tarde, el sol se sale del anillo para perderse en
los gallardetes».2 Belmonte arrancaría así pues a la noche esa
«voluntad tenaz [que] me llevaba, pero sin saber adonde.
Pisaba fuerte yendo con los ojos vendados. M i voluntad
tensa era como el arco tendido frente al horizonte sin blanco
aparente».3
Esa dimensión de «arquero zen» confería al matador un
saber particular, un saber del inconsciente (humano) en diá
logo continuo con un saber del instinto (animal). Con la di
ferencia de que el hom bre no era solamente arquero, sino
también diana del toro. Toda la tauromaquia de Belmonte,
basada en sutiles desvíos y curvas lentas, extrae esa especie
de sonambulismo que la caracteriza de un poder de la noche,
cuando la noche significa a la vez gritar de m iedo y caerse
de sueño. «El miedo jamás me ha abandonado. Es siempre
el mismo. M i compañero inseparable.»4
Belmonte observó meticulosamente hasta qué punto el
miedo, antes de la lidia, multiplicaba su imaginación, lo cu
1M. Chaves Nogales, Juan Belmonte, matador de toros, op. cit., p. 104.
2
Ibid., p. 143.
3
Ibid., p. 41.
4
Ibid., p. 274.
59
bría de sudores, aceleraba de modo asom broso el creci
m iento de su barba; ha contado cómo intentaba una doma
dialéctica del miedo, combate interior o «diálogo incohe
rente, como el de un loco con un ser sobrenatural».1Ha ana
lizado el «semisueño», los sueños de huida o la percepción
sonora que el miedo provocaba en él.2 Com o por un efecto
de m ontaje de cine, ha evocado el destino sonambúlico, si
no letárgico, de aquel miedo que lo destrozaba de fatiga hasta
en mitad de la arena: un día, en Sevilla, derribado por el toro,
se quedó echo un ovillo en la arena, «con los ojos cerrados,
bajo los mismos hocicos de la bestia». «Pasaron los segun
dos, no sé cuántos, muchos. ¿Qué ocurría? Seguramente los
peones no conseguían llevarse al toro. Yo seguía tumbado en
la arena con los ojos cerrados. ¡Qué bien se estaba allí! (...)
¡Si pudiera dormirme, un ratito siquiera!.. ,»3 El día que tuvo
más sueño que nunca durante una corrida fue cuando dio,
según él, las verónicas más «lentas, suaves, quizá las m ejo
res de [su] vida».4 Imagen de la beatitud según Belmonte:
«Hallarse acostado con una cornada en la pierna» y dormirse
así.5
1M. Chaves Nogales, Juan Belmonte, m atador de toros, op. cit., p. 209.
2
Ibid., p. 212.
3
Ibid., p. 120.
4
Ibid., p. 157.
5
Ibid., p. 260.
60
A veces, observando a Israel Galván entre dos m om en
tos de desmesura danzada, me da la impresión de que, en
efecto, va a dormirse. Creo más bien que se adentra, psíquica
y corporalm ente, en sus soledades para escuchar m ejor la
musicalidad que brota de los latidos rítmicos entre torbe
llino y perfil, movim iento e inmovilidad, crisis y letargía,
grito gestual y sueño del cuerpo. Tanto en el baile como en
el cante ja n d o , la intensidad, valor estético fundam ental,
posee la particularidad de buscar constantemente su propia
ascesis. Desde luego la intensidad acaece en esa especie de
alarido que prolonga a toda costa la voz de rajo , pero cul
mina de otra manera en el silencio, pues el silencio no sig
nifica en este caso el cese del canto sino su meta, la demos
tración de su basamento, y la espera musical renovada. Así,
entre dos arranques o dos batidas de puntas y talones, Gal
ván convierte el silencio en algo parecido a una intensidad
nocturna. Intensidad lum inosa e intensidad som bría, in
tensidad espectacular del gesto efectuado e intensidad mu
sical de la no efectuación: rayo y rajo, cabría decir, diálogo
entre rayo y desgarro. ¿No es en el fondo lo que Georges Hi-
laire llamaba, ya en los años cincuenta -c o n terminología
extrañam ente deleuziana- un «dinamismo superior» del
canto profundo, intenso hasta en sus propias síncopas?1
Israel Galván poseería así una especie de gracia negativa.
Una gracia que no seduce -n i siquiera hace reír, com o ve
61
rem os- sino al alcanzar su punto de verdad, consistente en
un balanceo en estado se diría de desazón, de mudez tan
gible hasta en el cuerpo y hasta en el espacio, que de golpe
parece despoblarse. Como rayo casa con rajo, gracia casa
aquí con veneno, el veneno de las cosas nocturnas que se in
miscuye e impone en cada momento de luz. El caso de las
sevillanas, por ejemplo: nada más ligero, elegante, gracioso,
sin nubes. El folclore, en todos los sentidos de la palabra,
de Sevilla. En Arena, Galván baila sevillanas - o mejor, sus
pende su decisión de bailarlas frente a una banda de cobres
y percusión tan disonante y angustiosa como la visitación
desmadrada de los temas de GustavMahler por Uri Caine.1
Aquella noche, en el teatro de la Maestranza, el público se
villano que había aceptado - o digamos, respetado- todas
las rarezas del bailaor, se rebeló con un bonito murmullo de
indignación, viendo que el hijo de la tierra se negaba a bai
lar el baile de la tierra. Se limitaba a esperar, a hacerse la es
tatua, a m im ar un sarcófago, no concediendo sino un gesto
irónico, aquí y allá o en los últimos tiempos de cada ciclo
rítmico.
¿Querían olvidar los sevillanos aquella noche que la pro
pia historia de algo tan imbuido de gracia como su cara se
villana está hecha tam bién de desgracias, infortunios y
miedos? Auguste Bréal, en su conferencia de 1929, aporta el
testimonio ejemplar de una gracia constantemente ganada
a la desgracia y que vuelve a ella: «Al final de la primavera
62
de 1906 asistí en Sevilla a una salida de tropas destinadas a
Marruecos. El embarque se efectuaba en el Guadalquivir.
Eran las once de la mañana. Las tropas acababan de m on
tar a bordo; en el muelle y las orillas del río una multitud
se despedía de los que partían. Madres, hermanos, novias
lloraban; los jóvenes soldados trataban de mantener el tipo;
los hombres ocultaban su emoción. Acababan de quitar las
pasarelas que unían el barco a tierra. Se había oído la señal
de salida cuando descubrieron que la marea aún no estaba
bastante alta en el río y había que esperar un poco antes de
ponerse en cam in o... Entonces, en ese momento suspen
dido entre haberse dicho adiós y no zarpar todavía, al co
ronel se le ocurrió dar la orden a los músicos del regimiento
de tocar sevillanas. Todo el mundo se puso a bailar: las tro
pas a bordo, los parientes y amigos en la orilla. Cerca de mí
una muchacha giraba sonriendo, con los ojos aún bañados
en lágrimas. Este inolvidable espectáculo duró lo que duran
varias sevillanas. El río había crecido. El barco se puso en
marcha. Se agitaron los pañuelos y se volvió a llorar».1
En cierto modo, Israel Galván es doblemente crítico con
las certezas folcloristas establecidas por el amor propio an
daluz: por un lado, no tiene miedo a ser desapegado , irónico,
llegando hasta el mimo burlesco de esa parte de sí mismo.
Por otro, no tiene miedo a tener m iedo, a manifestar el m ie
1 A. Bréal, Les Coplas, poésie populaire andalouse (1929), Voix du cante fla
menco, Grenoble, 2002, p. 31. En la actualidad, sólo Inés Bacán -u n o de sus dis
cos se titula por cierto Soledad sonora (Auvidis, 1 9 98)-, que yo sepa, canta sevillanas
tan lentas.y tan profundamente melancólicas. Véase Inés Bacán. Pasión, Muxxic,
Madrid, 2003.
63
do. Por eso su dignidad, su grandeza recogida en sí misma,
aparecen como una rareza dentro de la elegancia caracte
rística, centrífuga, de los bailarines profesionales. Y sin em
bargo esta rareza no es sino sabiduría: sabiduría de quien
no ignora que en todo acto subyace el riesgo de perderlo
todo, perderse a uno m ism o tam bién. Elemental punto
común entre el cantejondo, el baile y el toreo, como José Ber-
gamín lo enunció: «El cante y el baile andaluces parecen ju n
tarse en la figura luminosa y oscura del torero y el toro (. . . )
para jugarse definitivamente a caray cruz todo eso: el todo por
el todo».1
Así, cuando Israel Galván me da la impresión de desli
zarse en el sueño, imagino que con trasfondo de miedo
busca esa especie de paz letárgica entre dos crisis. Como el
torero cuando entra en el ruedo, el bailaor comienza su lucha
con el espacio en un estado en el que está «ya muerto» -an te
todo «muerto de miedo», «psicológicamente muerto», como
confesaba un día Luis Miguel Dom inguín-.12José Bergamín
insiste mucho en la diferencia que separa el valor de la va
lentonada, el primero es humilde, inocente, lacónico, ascé
tico, la segunda, segura de sí misma, arrogante, en resumen,
«lq más feo y mentiroso en el toreo».3
64
La belleza y la verdad de una faen a —lección ética y esté
tica que vale, según Bergamín, para cada gesto de la vida-
no consisten en mantener el tipo, en esconder el miedo, en
negar el miedo. Sino en afirmar la dignidad del miedo. «Su
miedo es lo que da [al torero] la conciencia viva de su arte
y de su responsabilidad», y corresponde al «público» asumir
su propia reponsabilidad com o «pueblo» no insultando
jamás ese «respetabilísimo m iedo».1 Pues cuando vemos a
un torero luchar con el animal, con el viento, con el tiempo
- o a un bailaor luchar con el suelo, con el aire, con el tiem
po también é l- no esperamos que el miedo a arrojarse en el
acto sea vencido, sino poetizado: mostrado, figurado, desvia
do, transformado en algo a la vez más bello y más presente.
La danza nos emociona -p ara expresarlo, Bergamín in
voca la fenom enología sartreana de las em ociones—por
que «transfigura el deseo o el miedo»; por eso es «inquietud
y quietud juntas»; por eso «su propia evidencia o revelación
luminosa [es] todavía más realzada, cruelmente, por la os
cura presencia invisible» del deseo, del miedo o de la misma
muerte.2 El resultado paradójico de esta asunción poética
del miedo es una especie de deshumanización, o al menos
de despersonalización, que nos incita espontáneamente a
ver al bailaor como a un ser a veces angélico y otras diabó
lico -«es decir, creador, poético», insiste una vez más el autor
de la Música callada.3
1J. Bergamín, La música callada del toreo, op. cit., pp. 42-46.
2
Ibid.,pp. 40-41 y 49.
3
Ibid., pp. 67-68.
65
El bailaor, pues, no es sólo poeta del buen obrar. Tam
bién es poeta, más nocturno, del no obrar. Un ser de aire
(palabra que oiremos a la vez en francés y en español, no
hace falta decirlo), por eso los libros le parecen muchas veces
demasiado pesados para cargar con ellos. Algunos de esos
grandes poetas del gesto fueron de verdad analfabetos, estoy
pensando sobre todo en Carm en Amaya.1 Bergamín, en
nom bre de la letra que mata -porque cargada de plomo de
imprenta no sabe b ailar-y del espíritu que vivifica, impugnó
que el orden alfabético fuese algo bueno para el propio len
guaje. El alfabetismo es un orden, ahora bien, «las palabras
sirven para jugar»; luego «la poesía pura es, sencillamente,
la más impura: la poesía analfabeta».12 Y por lo tanto: «El
alfabetism o (...) es el enemigo m ortal del lenguaje como
tal lenguaje, en lo que el lenguaje es espíritu: de la palabra.
El alfabetismo es el enemigo de todos los lenguajes espiri
tuales: o sea, en definitiva, de la poesía».3
De ahí la reivindicación de un analfabetismo entendido,
no como el estado salvaje o pueril de la palabra poética, sino
como su madurez, su sabiduría filosófica e infantil, su «es
tado de gracia», es decir, concretamente: su libre juego, su
66
capacidad para bailar, prorrumpir, manifestar la profundi
dad espiritual del lenguaje, del gesto, incluso de la razón.1
Después de que Nietzsche observara la «implacable lucidez»
y tajante precisión de los dramas mediterráneos —com pa
rados con la ópera alemana, siempre cargada de grises nu
b e s -,12 Bergam ín insistirá en la precisión que exige, en la
poesía y el cante flam encos, la profundidad: «En Andalu
cía, el analfabetismo se ha defendido mucho m ejor contra
las culturas literales. Las más hondas raíces poéticas del anal
fabetismo español son andaluzas; el lenguaje popular an
daluz es todavía el más puro, esto es, el más puram ente
analfabeto. Por eso el lenguaje popular andaluz es precisa
mente el más verdadero o verdaderamente el más preciso».3
El analfabetismo, en el sentido que Bergamín le da, sería
la noche del lenguaje , para cuya comprensión concitará a la
Docta ignorancia de Nicolás de Cusa y a la filosofía «tene
brosa» de Giordano Bruno.4 Y el m ejor ejemplo que podía
encontrar de esa noche del lenguaje no es otro que el cante
jondo: «En la profunda sombra de ese canto luce de un modo
incomprensible la precisión de la verdad ( . . . ) En el cante
hondo andaluz no ve ni oye ni entiende nada el hom bre cul
tivado literalmente o literariamente: no ve más que a uno,
67
o a una, dando voces, y a veces, dando gritos. Y es eso, dar
voces o gritos, pero darlos precisamente con verdadera pre
cisión: fatal, exacta».1
Lo mismo ocurrirá -aunque para peor, claro—con el arte
del toreo, ya que la profundidad de este arte resulta de deter
minada relación entre la destrucción propiamente dicha, la
muerte, y la práctica de una precisión ornamental, construida
y reconstruida a cada instante. Peor en el sentido de que la
belleza y la precisión del gesto constituyen aquí la manera
de no dejarse matar por la fiera. Existen toreros poetas - I g
nacio Sánchez Mejías, por ejem plo- como existen toreos más
poéticos que otros; también hay poetas para los cuales el arte
del toreo continúa siendo el paradigma absoluto de un anal
fabetismo de la gracia que sabe bailar poniéndose en peli
gro: García Lorca, Alberti, Bergamín. Y Michel Leiris, por
supuesto: más allá de la novela tauromáquica de Heming-
way,12 más allá incluso de la invocación metafórica de la co
rrida, como en Montherland,3Leiris indagó en la corrida de
toros la razón poética más profunda de su propio trabajo -d e
su propio ju e g o - de escritura.
Al igual que Bergamín, Leiris comprendió enseguida la
esencial m usicalidad de este arte: «El torero derecho como
1 J. Bergamín, «La decadencia del analfabetismo», art. cit., p. 22.
2 Véase. A. González Troyano, «Récit et tauromachie», trad. de J. Hombrecher,
La Tauromachie, art et littérature, op. cit., pp. 69-75. F. Claramunt, «Les toreros d’
Hemingway», ibid., pp. 89-112. [En castellano: El torero, héroe literario, Espasa-
Calpe, Madrid, 1988. (N. de la T.)]
3 F. J. Hernández, «Montherland: la corrida comme métaphore», ibid., pp.
77-88.
68
un grito. Muy cerca de él, el soplo. Y todo alrededor, el
rumor. (. . . ) /Olés! Ondas irradian en tom o al punto de roce
del hombre y el animal, como las zonas de dolor en torno
a la herida del toro».1 Como Bergamín, comprendió que la
precisión de este arte es lo que, paradójicamente, le confiere
toda su desmesura.1 2 Y así ideó el deseo poético de una «li
teratura considerada como una tauromaquia».3 Pero una li
teratura analfabeta, en el sentido de Bergamín, una literatura
que fuera destrucción o irrisión del orden alfabético -p e n
samos por supuesto en el famoso Glossaire o en Langage tan-
gage-,4 en la que tomar la palabra fuera un peligro, que fuera
un desnudarse en las soledades propias y ante la multitud:
«Desnudarme ante los demás (. . . ) Hacer un libro que sea
un acto (. . . ) dejar el corazón al desnudo, [correr un] riesgo
moral, exponerme en todos los sentidos de la palabra».5
El artista del toro resulta ejemplar porque «muestra toda
la calidad de su estilo en el instante en que está más ame
nazado».6 A medida que encuentra la forma - la forma pre
cisa, intensa, única para ese m om ento-, el fondo se abre y
69
se entrevé. «Gestos estrictos realizados a un pasu de la
m uerte»:1 gestos hechos para tocar la muerte con la punta
de los dedos, para poetizarla, declinarla, o sea, desviarla por
algún tiempo. Gestos estrictos realizados por ese bailarín ex
trem o que Georges Bataille llamó -siem pre después de
Nietzsche - «el que baila con el tiempo que le mata».12 Ero
tismo y sacrificio, pues.3 Todo lo que exige gestos precisos,
profundos, ritmados, poéticos, desmesurados, analfabetos
-au nqu e sea provisionalmente-, tal una danza suspendida
entre deseo y miedo.
70
psíquicas. En la poesía también. Un gesto poético es un gesto
que abre una noche, que desmesura las cosas del día. «El
poeta», escribe Bergamín, «no es poeta sólo cuando canta,
sino cuando pierde el compás. Cuando el poeta pierde el
compás ya no puede medir sus versos. Y los versos se que
dan sin pies con que poder bailar. No hay baile de versos,
poeta: tu silencio dejó sin cadencia y sin ritm o la danza y
la canción sutil. Y el silencio era tan profundo, que se veía
temblar el pensamiento...»1
¿Por qué invoca Bergamín ese «temblor del pensamien
to» junto a la Docte ignóram e de Nicolás de Cusa y las ti
nieblas filosóficas de Giordano Bruno?12 ¿Por qué emplea el
vocabulario de la «espiritualidad», de la mística?3 ¿Por qué
Leiris, para hablar de tauromaquia, evoca «experiencias cru
ciales o revelaciones?»4 ¿Por qué comienza Espejo de la tau
rom aquia por la «coincidencia de los contrarios según
Nicolás de Cusa», y por los «nudos o puntos críticos que po
dríamos representar geométricamente como lugares donde
uno se siente tangente al mundo y a sí mismo»5 (esta fórmula,
subrayada por Leiris, complacería mucho, estoy seguro, a Is
rael Galván)? ¿Por qué esa autoridad aquí y allá de la teo-
71
logia negativa? En cuanto a las fórmulas suntuosas de Ber-
gamín al final de su vida —música callada, soledad sonora-,
¿acaso no son, simplemente, citas extraídas del texto m ís
tico por antonomasia, el Cántico espiritual de San Juan de
la Cruz?
La noche sosegada
en par de los levantes del aurora,
la música callada,
la soledad sonora.1
72
El Salmo LXVII ponía en boca de David que «Dios dará
a su voz una voz de potencia» (ecce dabit voci suae vocem vir-
tutis); el Apocalipsis ponía en boca de san Juan que la voz
oída es, a la vez, «estruendo de trueno» y «suavidad de cí
tara». El autor del Cántico espiritual dedujo que la música
superlativa - la música celeste- toma en determinado m o
mento su virtud de una.potencia del silencio. ¿Por qué ese si
lencio es tan potente? Primero, porque es táctil: soplo de aire
que pasa y que nuestro rostro siente como una caricia.
Y luego, porque es profundo, una manera de decir que se
vuelve «interior».1 ¿Y por qué ese silencio es «soledad so
nora»? Porque resuena y sólo esta resonancia cuenta. El su
jeto que la percibe no puede comunicarla a otro (soledad),
pero gracias a ella se halla «acordado» con los incontables
murmullos, voces, cantos - e incluso los «conciertos» de los
que habla el Apocalipsis- que abundan en cada silbo de los
aires: silencio y resonancia mezclados, quietud e inquietud
mezcladas, soledad y sonoridad mezcladas, ascesis y exu
berancia mezcladas.12
De ese lirismo «negativo» -pues construye sus imágenes
a partir de la noche, que las sume en lo inaccesible, y trans
forma el espacio exterior en algo tan difícil de pensar como
un espacio interior-, Bergamín extrajo una poética completa,
por no decir una mística, del «silencio sonoro».3 La musi-
73
calidad se torna noción existencial, que extrañamente él de
nom ina «música de la sangre», expresión tomada de Cal
derón, de quien cita estos versos:
No es música solamente
la de la voz que callada
se escucha, música es
cuanto hace consonancia.1
El pozo de la angustia. Burla y pasión del hombre invisible, Anthopos Editorial, Bar
celona 1985. (N. de la T.J]
1 Ibid. Los mismos versos serán, cuarenta años después, epígrafe de id., La
música callada del toreo, op. cit. Sobre este tema, esencial en Bergantín, véase Y.
Roulliére, «La musique tacite», art. cit., pp. 27-31. K. March, «José Bergamín, poeta
del silencio», En torno a la poesía de José Bergamín, dir. N. Dennis, Pagés-Univer-
sitat de Lleida, Lleida, 1995. J.-M. Mendiboure, José Bergamín: l’écriture a l ’épreuve
de Dieu, Presses Universitaires du Mirail, Toulouse, 2001.
2 Juan de la Cruz, Obra completa, op. cit., pp. 93-221.
74
(«ni eso, ni eso...» ) o izquierda («ni esotro, ni esotro...») en
una vía estrecha marcada por la famosa didascalia negativa:
«Nada nada nada nada nada nada».1
Uno de los últimos cuartetos de San luán pretendía ofre
cer una «suma de la perfección»: se titula «Olvido de lo cria
do», propone por consiguiente renunciar a la criatura, pres
tar toda la «atención a lo interior » sin más memoria que la
«m em oria del Criador».12 Todo ello escrito por una humilde
criatura hum ana que tuvo el descaro de crear muchas de
esas cosas lincas, artificiales e mutiles 1 que se llam
a u iit
in an poe
T 4 rt /-
75
anota, los grandes místicos de la tradición cristiana acaban
situando sus propias soledades.1
Por eso afirma que «la experiencia nada revela y no puede
fundar la creencia ni partir de ella» y que lo desconoci
do form a un dom inio, una noche todavía más vasta que
«Dios».123Por eso critica muy pronto la ascesis como priva
ción, búsqueda de lo único, «falta de libertad» y fustiga en
las disciplinas místicas, al igual que en los «ejercicios espi
rituales» ignacianos, una verdadera renuncia a la potencia?
Cierto es que hace suya toda la fenomenología del laberinto,
de las «mociones interiores» -q u e él prefiere llamar «re
gueros interiores»- o de la experiencia nocturna.4 Pero tras
toca todas sus perspectivas: pretende que la experiencia es
lo que despliega el interior, y no la interioridad la que forja
y mantiene sus derechos sobre la experiencia. Exige la dra-
matización por encima de un lirismo que él mismo practica
—La experiencia interior se termina con una serie de poemas
que sería interesante can tar-, pero que sitúa, siguiendo a
Nietzsche y a Rimbaud, bajo el doble signo de la risa y la
m uerte: risa que una disciplina dogm ática no acallará;
muerte que una creencia religiosa no intentará redimir:
76
Estoy muerto
muerto y muerto
en la noche de tinta
flecha lanzada
sobre él.1
77
enriquecida o complejificada por una esencial disonancia.
He aquí la soledad sonora desasosegada o enriquecida por
un esencial rum or de fondo, el rumor de lo múltiple.
78
el centro de tal o cual santuario mágico. Se halla aquí, o más
bien pasa justo bajo nuestros pasos, en un mero actuar, un
sobresalto del cuerpo, un perfil o un desvío improvisados.
Se halla en nuestra capacidad de saber atraparla al vuelo:
Galván posee para ello toda una gama, magnífica, de m o
vimientos de muñeca. También los toreros lo saben bien: in
cluso cuando pretenden ser «neoplatónicos» -c o m o Luis
Francisco Esplá- experimentan que sólo la experiencia re
sulta soberana, en el instante único de su ocasión propicia,
su kairos, o al contrario, su catástrofe. La profundidad es
rizomática. Se encuentra allí donde «nadie puede decir: ésta
es la frontera de lo uno o de lo otro», donde «la idea no te
pertenece», un poco como en una «escritura automática [en
la que] no prevés absolutamente nada»,1 pues la experien
cia es la que lleva entonces la voz cantante.
Vemos, pues, por qué Belmonte podía reivindicar el toreo
como «ejercicio espiritual» sin que doctrina alguna pree
xistiera a su práctica, por la noche en el campo o por la tarde
en el ruedo. Las artes del tiempo deben dar gran cabida a
lo inesperado. Suponen por consiguiente un analfabetism o
-siem pre en el sentido de Bergamín, claro - de la experien
cia: «Yo no sé contar lo que hago a los toros. Recuerdo, sí,
la impresión que me produjo ver de cerca aquel bulto in
quieto que se revolvía y me perseguía».2 «La taurom aquia
es, ante todo, un ejercicio de orden espiritual», afirmaba Bel-
79
m onte1—pero en esta frase la palabra «espiritual» sólo es ad
jetivo, predicado, consecuencia del sujeto principal, que es
«ejercicio»—. Este ejercicio produce pensamiento -p o r ejem
plo cuando Belm ente dijo que en 1913 salió al ruedo «como
el matemático que se asoma a un encerado para hacer la de
m ostración de un teorema», rebatiendo de un plumazo el
«teorema de Lagartijo» acerca de los terrenos respectivos del
hombre y de la fiera2-pero no lo ilustra, pues sencillamente
no puede preverla—. Belmonte cuenta que reflexionando más
tarde sobre las máximas de Gabriele d’Annunzio, acerca del
«riesgo sublime» se volvió «sencillamente un mal torero»,
cortado de su propia experiencia, desesperado hasta desear
el suicidio.123
De ahí la inanidad de una actitud filosófica que buscara
en su propia «pre-visión» una transcendental «posibilidad
de danza pura», en realidad inferida de los textos - y no de
la danza—, m irando las cosas -quiero decir los cuerpos, los
gestos de los bailarines, sus aciertos y fracasos, sus tan teos-
desde arriba, o sea, sin mirarlas. Poco interesa que la danza
sea «metáfora del pensamiento».4 Lo fundamental, en cam
bio, es que pueda inducir su metamorfosis. Mallarmé, y luego
Valéry, bien lo comprendieron en las salas oscuras donde
admiraban los arabescos de Loic Fuller o de la Argentina,
80
pues en su adm iración -e sa humildad ante el fen ó m en o -
hallaban la posibilidad de una metamorfosis para su escri
tura y su pensamiento.1 Por eso los escritos de Mallarmé y
de Valéry son más bellos y precisos que cuanto se escribe,
en general, desde el campo profesional de la filosofía, cuyos
grandes diccionarios ignoran aún las palabras «gesto», «so
ledad» —prefieren «solipsismo»-, «noche» o «profundidad».12
Hizo falta un filósofo preocupado por la poesía para ex
presar de manera más luminosa el problema: «El primer ob
jetivo de una explicación consiste en hacer justicia a su
objeto, no en rebajarlo, ni reducir su alcance ni menguarlo
o truncarlo so pretexto de facilitar su comprensión. La cues
tión no está en saber qué vista hay que tomar del fenómeno
para poder explicarlo conforme a una filosofía, sino, a la in
versa, ¿qué filosofía se requiere para estar al mismo nivel que
el objeto, a su misma altura? De ningún modo: cómo vol
ver, revolver, simplificar o empequeñecer el fenómeno para
poder explicarlo, a partir si es preciso de principios que nos
propusimos no infringir, sino: ¿hasta dónde debemos am
pliar nuestros pensamientos para mantenernos en relación
con el fenómeno?».3
81
Dará idea de la grandeza filosófica de Bergamín obser
var cómo su experiencia de la tauromaquia lo condujo, en
cincuenta años, a invertir por completo su juicio sobre Bel-
monte. Todo lo que piensa de la tauromaquia aparece ya for
mulado en 1930, en El arte de birlibirloque: «Un juego
imaginativamente racional, enigmático, verdadero; cruel
mente perfecto, lum inoso, alegre, inm ortal».1 Una «trage
dia jocosa» ideada a partir de Nietzsche -o tr a versión del
«gozo supliciante»-, un «puro juego inteligible, en el que
peligra la vida del jugador», o sea, «un ejercicio físico y me-
tafísico de la razón, como en el ejercicio espiritual».12
Eso más o menos es lo que Belmonte hacía y decía en la
misma época. Sin embargo, Bergamín pone a Belmonte en
la picota a través de un esquema maniqueo que le opone
brutalmente al estilo de Joselito. Belmonte frente a Joselito
sería españolismo frente a clasicismo, afectación frente a na
turalidad, languidez frente a energía, lentitud frente a ve
locidad, rigidez frente a flexibilidad, tristeza (ciertamente
revolucionaria, y Bergamín lo admite) frente a alegría (re
naciente). Belm onte es visto como manierista, una «m ás
cara vacía», una «caricatura»; nada expresa, pues «lo que no
se puede expresar intensamente, se exagera»; trata de hacer
un arte con su miedo e «impotencia natural»; busca al toro
«hipócritamente»; al no ser un artista verdadero, no prac
82
tica más que el artificio, «la trampa o truco porque es su fal
sificación engañosa»; así pues, «sin estilo», cuando lo que
pretende decir es «el estilo soy yo»; romántico cuando el arte
del toreo debe ser resueltamente clásico.1
Cincuenta años después, Bergamín muda poéticamente
sus ideas en verdadero pensam iento de la experiencia tau
romáquica. Devuelve a Belmonte cuanto le había tomado:
porque para él «la íntim a em oción traspasa el juego de la
lidia», porque «torea como [él] es», porque su tauromaquia
baila espiritualmente, alcanzando las «alturas profundas» de
la soledad sonora y de su música callada.1 2Y es que ni la so
ledad sonora ni la música callada derivan de una idea
preexistente: se encuentran inopinadam ente, y de inm e
diato, en ese encuentro, ya han sorprendido, alcanzado,
transformado y abierto nuestro pensamiento.
1 J. Bergamín, «El arte de birlibirloque», op. cit., pp. 168, 1 6 9 ,1 7 3 . Id., «Du
tiers et du quart (Cúchares, la vie et la verité)» (1936), L’importance du démon et
autres chases saris importance. [En castellano: «El mundo por montera», Obra esen
cial, op. cit., p. 190. (N. de la T.)]
2 Id., La música callada del toreo, op. cit., pp. 17, 30-31 y 35.
83
REMATES
O LA S S O L E D A D E S C O R P O R A L E S
«Al hablar tenía Juan Belmonte un tartamudeo leve que
daba a sus frases un sentido más corto y ceñido, com o si
torease.»1En otro tiempo, Bergamín se había burlado de ese
tartam udeo.2 Después, en L a música callada , hablará de él
como de su estilo, un «estilo» propio, una form a de ser donde
la form a se ve de algún modo «cortada o entrecortada por
la em oción»3 del ser. En la medida en que «pensamiento y
estilo en el arte de torear son uno», este «corte» del ser ha
blante será reconocido como un arte: un arte del corte. En el
tartam udeo, dicen, se corta la palabra sin parar. Lo cual
puede entenderse en sentido no sólo privativo: puede que
rer decir que esa palabra posee al mismo tiempo el arte de
sustraerse , como si una anfractuosidad espiritual -u n a voz
de nada nada nada- atravesara las palabras, y el arte de mul
tiplicarse, ya que cuando se tartamudea forzoso es repetirse,
corregirse constantemente.
También Israel Galván tartamudea levemente al hablar.
Sus frases buscan siempre el sentido más corto y conciso,
87
como sí bailase. Por una parte, su baile es el reverso de su
palabra: cuanto menos hable - y hablar no le gusta dema
siado-, más podrá bailar, ese baile suyo extraordinariamente
«abierto», prolífico, complejo, y sin embargo el menos lo
cuaz, el más lacónico y «ceñido». Por otra, me atrevería a
decir que baila com o habla: pues posee en grado sumo el
arte de multiplicarse, por el mero hecho de no cesar de sus
traerse a todo lo que suponga clausura en el gesto o cerra
m iento en el significado. Abre todo el campo de lo posible
no cesando de cesar. Técnicamente, diremos que multiplica
los remates, es decir, las maneras de term inar un pase, un
periodo (dos palabras están siempre en boca de los bailao-
res: llam ada y remate). O sea, sabe terminar sin «clausura»:
maravilla. Baila con su gesto como un cantante con su
poema: lo corta y entrecorta, lo acomete como se rompe un
diamante, retira todos los destellos y arroja al aire los restos,
los cohetes.
En general, consideramos el tartamudeo como el «com
portam iento arrítmico» de una palabra que no domina ni
la fluidez ni la acentuación de la elocución norm al.1«El tras
torno de la elocución nos revela», escribe Freud, «el con
flicto interior.»12 Galván, que parece aborrecer los conflictos
-resbala siempre con elegancia sobre las preguntas relativas
88
a su posición singular, objetivamente polémica, en el mun
dillo flam enco-, ha inventado, con su propio cuerpo como
material, un arte completo del conflicto bailado. Tanto en
La metamorfosis como en Arena, se trata de la coreografía
de un conflicto en que se enzarzan las múltiples soledades
del bailaor. Del «conflicto interior» nace un conflicto d epro
fundidad: en ningún caso un conflicto psicológico, sino un
conflicto estructural que, para manifestarse, necesita la cons
trucción de una extraordinaria ciencia de ritmos.
Ver bailar a Galván significa descubrir, a escala de todo
un cuerpo, el conflicto entre fluidez y acentuación. Significa
ver a alguien que ha forjado - a qué precio, no lo sabremos,
y además resultaría poco elegante tratar de averiguarlo- un
gran arte de la disyunción. Hablaba más arriba del desvío
que im pone al torero la acometida del peligro. Da la im
presión de que Galván ha colocado toda esa lógica peligrosa
-enfrentamiento, desvío, perfil- dentro de su propio cuerpo,
de sus propios gestos. Está, pues, solo con sus conflictos. Des
juntado por sus conflictos. Así pues, solo es múltiple. Ejem
plos: ¿que la dificultad del taconeo pide un cuerpo recogido
o al menos afianzado en su verticalidad? Galván conservará
el taconeo -e s un virtuoso y crea, me dice una bailaor a que
conoce bien las dificultades del caso, una sonoridad rara,
al igual que en las palm as y los p itos-, pero desjuntará el
cuerpo pese al esfuerzo que ello exige: piernas separadas, ca
deras hacia delante o, al contrario, hacia atrás. ¿Que la so
lemnidad de las siguiriyas necesita una verticalidad total?
Galván será estatua, pero como empujada por un m ovi
89
miento de caída hacia delante que, en el último momento,
no se producirá.
Su cuerpo no se desjunta sólo en su estatura, sino en el
tiempo, es decir, en el despliegue rítmico de los movimien
tos. Artista riguroso de baile jon do, tradicional en este sen
tido, Galván sitúa las leyes rítmicas del flamenco -e l com pás-
por encima de todo. Ése es el aire que quiere respirar él. Pero
halla espacio y tiem po para contrariar todos los espacios
normales y los tiempos posibles. No porque se contente con
m ultiplicarlos contratiempos: sería virtuosismo, nada más.
Él crea una especie de contratiem po am pliado a todas las
dimensiones del baile. Hace con el ritmo, en definitiva, lo
que el cantaor con la m elodía: m icrointervalos, o al con
trario, ritm os desparramados, arrebatados, suspendidos,
com o perdidos -pero siempre reanudados, siempre reco
brados-. Como si creara, con un árbol, una nube, y con la
nube, de repente, un cristal.
90
tuosismo infantil). Casi en cada uno de sus gestos «profun
didad y jovialidad se dan tiernamente la mano», como decía
Nietzsche.1Sin mensaje ni afirmación de sí, esta danza se me
antoja puro despliegue de experiencia interior y de gaya
scienza: ambas desjuntan el cuerpo que las acoge, juntas, y
que recoge su bello conflicto.
Ya en esto es Galván un bailaor de «nacimiento de la tra
gedia». Bailaor trágico, porque no baila sino hasta «renun
ciar a sí mismo», porque está «dislocado» como individuo;
trágico porque se ve metamorfoseado por su «penetración
en una naturaleza extraña», y entonces «las fronteras de la
individuación saltan por los aires».12Trágico porque crea, no
sólo una representación, sino una musicalidad, y esa musi
calidad siempre deja estallar el conflicto, la disyunción, «el
eterno antagonismo, padre de todas las cosas».3Esto es, m u
sicalmente hablando, la disonancia.
Nietzsche, de nuevo: «Y en este peligro supremo de la vo
luntad, aproxímase a él el arte. (. . . ) Lo trágico [pues] no
es posible en m odo alguno derivarlo honestam ente de la
esencia del arte, tal como se concibe de ordinario éste, según
la categoría única de la apariencia y de la belleza; sólo par
tiendo del espíritu de la música comprendemos la alegría
91
por la aniquilación del individuo, (. . . ) Este fenómeno pri
mordial del arte dionisíaco, difícil de aprehender, sólo se
vuelve comprensible por un camino directo y es de inm e
diato aprehendido en el significado milagroso de la diso
nancia musical [que] es matriz común de la música y del
mito trágico».1
Pero ¿qué es un gesto disonante? ¿Qué es un gesto de «na
cimiento de la tragedia»? Pues bien, justam ente no es un
gesto «trágico», en el sentido habitual del término. No es
un gesto «dramático», «terrible» o «triste», no. Los usos psi
cológicos del término trágico datan de una época en que tra
gedia pasó a ser un género literario clásico, claram ente
opuesto a la comedia. Los gestos de Israel Galván son ges
tos de «nacimiento de la tragedia» de cuando lo trágico no
existe aún como género. Son gestos antes de todo género, ges
tos en los que disuena la propia noción de género, lo cual
dinamita el psicologism o y el academ icism o consiguien
tes. Esos gestos contienen tanto «lo sublime, sometimiento
artístico de lo espantoso», como «lo cómico, descarga artís
tica de la náusea de lo absurdo».12
Otra manera de «desjuntar juntos»: Israel Galván im
pone lo sublime y la «dignidad del miedo» tanto como lo
grotesco del miedo cuando se muda en pánico. Afín en esto
a los célebres «toreros artistas», en los que alternan inex
plicablemente las cumbres del luchador poético y las caídas
del bufón patético. Ejemplo de antaño: «Rafael el Gallo po
92
dría ser el Toto de la corrida. Alimenta de chistes las histo
rias tauromáquicas y (. . . ) su desapego keatoniano ante las
contingencias personifica la precariedad intrínseca que fun
damenta la práctica tauromáquica. (. . . ) Rafael sale enton
ces corriendo, suelta el estoque y la muleta, se tira de cabeza
al callejón, se niega a volver al ruedo».1 Ejemplo de hoy día,
Curro Romero: «Una tarde, cuando ya nadie le espera (. . . ),
una tarde, por nada, por el toro, lanza dos verónicas que ya
nadie podrá esculpir nunca, la música suena, volando se es
capa de la capa, y el gentío, ¡en pie! ¿Después? Después (...)
aquello recaía en lo bufón » .2
Israel Galván jam ás cae en lo bufón; pero de él emana
siempre un afecto marcado por la «simultaneidad contra
dictoria» (expresión que empleaba Freud para definir la cri
sis psíquica). De m odo que nos conmueve igual que los
grandes artistas burlescos, Harold Lloyd, Charlie Chaplin
o Buster Keaton (pero habría que añadir Nijinsky o, en todo
caso, Valeska Gert). Personaje inexpresivo, alcanza empero
lo más secreto, incluso lo más extremo, del afecto. Bailaor
que siempre parece ignorar tanto su mala suerte como su
virtuosismo y que, al borde de la catástrofe, de la caída, nos
deslumbra con una súbita dem ostración de gracia, con la
belleza precisa de sus gestos, entre locura y jondura. 1
2
1 J. Durand, Chroniques taurines, op. cit., pp. 85-86. Sobre Rafael de Paula
-en tre «plasticidad turbadora» y «tauromaquia de la desbandada»-, véase ibid.,
pp. 308-310. Sobre la tauromaquia excéntrica y bufa, véase id., Humbles etp h e-
noménes, op. cit., pp. 71-74 y 155-158.
2 F. Marmande, Curro, Rom ero y Curro Rom ero, Verdier, Lagrasse, 2001,
p. 19.
93
Galván me habló un día de un bailaor que le había im
presionado com o ningún otro. Le apodaban el Carrete de
Málaga, com o el carrete de hilo, o de película, o de caña
de pescar. Realizaba un espectáculo de flamenco burlesco
en las estaciones turísticas de la Costa del Sol. En medio de
las carcajadas de los espectadores, Israel lloraba. Me habló
tam bién de Félix el Loco, bailaor de la compañía de Diag-
hilev, retratado por Picasso, que bailaba sin parar, incluso
comiendo, y que acabó en el manicomio en 1941, después
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1 Á. Alvarez Caballero, El baile flamenco, op. cit., pp. 190-192. M.-A. Pellerin,
El Loco. Chronique flam enca, Julliard, París, 1990.
94
la facilidad para moverse se funde aquí con el placer de
detener de algún modo la marcha del tiempo y de m ante
ner el porvenir en el presente. Un tercer elemento interviene
cuando los movimientos con gracia obedecen a un ritm o y
los acompaña la música. Y es que, al dejarnos prever aún
m ejor los movimientos del artista, el ritm o y el compás nos
hacen creer que nosotros los dominamos. Como casi adi
vinam os la actitud que va a adoptar, parece obedecernos
cuando, en efecto, la adopta; la regularidad del ritmo esta
blece entre él v nosotros una esnecie de comunicación, v los
- / x J j
95
suscita gestos quebrados y no fluidos, dificultades ostensi
bles, irregularidades rítmicas, movimientos imprevisibles.
Suscita la imagen del «cuerpo venciendo al alma», incluso
la de una «persona [dándonos] la impresión de cosa».1
Así como Juan Belmonte había refutado en otro tiempo
el «teorema de Lagartijo», colocándose simple, tranquila
m ente, en cierto lugar de la arena, Israel Galván refuta la
oposición canónica entre gesto gracioso y gesto cómico, bai
lando simplemente -inocente pero loca, tem erariam ente-
en las tablas de un teatro. Que Chaplin y Keaton hayan rea
lizado ya esta refutación ante una cámara demuestra, si ello
fuera necesario, los lazos de Galván con el cine. Mas esos
lazos, esa influencia del cine en el arte del bailaor, no son
en sentido único. La recíproca también es cierta. En la misma
época en que Bergson fustigaba la «ilusión» del «mecanismo
cinem atográfico»,12 Étienne-Jules Marey y los primeros ci
neastas inventaban la temporalidad moderna, una tempora
lidad que, a imagen de la danza - y en primer lugar la de Loic
Fuller, cuya famosa Serpentine debe mucho, entre otras fuen
tes, a la bata de cola del baile flamenco—, se componía a la
vez de continuidades y discontinuidades, de fluideces y pa
radas.3 •
96
Si algunos grandes artistas tartamudean quizá sea por
que, cuando hacen un gesto, su palabra, por no decir su
cuerpo entero, funciona como un sismógrafo de ritmos, rit
mos numerosos y siempre contrariados -aunque sólo sea
por la coexistencia de fluideces y acentuaciones-, donde el
tiempo nos hunde de todas formas. Los remates con los que
Galván no cesa de hacer cesar, de interrumpir o de acentuar
sus gestos, nos muestran que la danza no se reduce en ab
soluto a la ejecución de «movimientos graciosos que obe
decen a un ritm o», como suponía Bergson. Toda danza es
siempre polirrítmica., como todo poema es siempre polisé-
mico. Por eso el tartamudeo puede ser hipostasiado, no
como privación de ritmo, sino como alteración del ritmo,
me refiero a su inclinación a la alteridad, la multiplicidad,
la complejidad. Un hombre que tartamudea no hace sino
más audible la complejidad rítm ica que en su cuerpo diso
cia los latidos del corazón de los movimientos respiratorios,
y éstos del parpadeo, etcétera. El bailarín es quien sabrá hacer
visible esa complejidad orgánica, hacerla obra, extenderla
a todo él espacio, más allá de sí mismo.
97
Manera de hacer visible una profundidad y una proxi
midad. Israel Galván baila a distancia -incluso muestra pre
dilección por los terrenos de retirada, los foros del escenario,
las lindes de la luz—, y sin embargo nos da la impresión de
que estamos muy cerca de él, que oímos los latidos de su co
razón, su respiración. La mancha brillante de sudor que
crece en su espalda evoca el brillo de la sangre en la capa os
cura del toro, en el ruedo. Quiero decir que lo vemos de lejos,
pero nos obliga a mirarlo de cerca, a sentim os cercanos a su
herida. Efecto de aura, pero invertido: única aparición de
una proximidad, por remoto que esté el lugar donde apa
rece.1Efecto de «fotogenia» habría dicho sin duda Jean Eps-
tein.12
Pues esta form a de m irada próxim a suscitada a distan
cia, en la visión alejada , es característica de la edad del cine,
que es en cierto modo la edad del aumento visto a distan
cia de pantalla: «Bruscamente, la pantalla expone un ros
tro y el drama, cara a cara, me tutea y se infla a intensidades
imprevistas. Hipnosis. Ahora la Tragedia es anatómica. (. . . )
Las sombras se desplazan, tiemblan, titubean. Algo se de
cide. Un viento de emoción recalca la boca de nubes. La oro
1 Véase la fórmula propuesta por Walter Benjamín para el efecto de aura: «La
única aparición de lo remoto, por cerca que esté», W. Benjamín, «L’CEuvre d’art
á l’époque de sa reproductibilité technique» (1939), Qsuvres, III, Gallimard, París,
2000, p. 278. [En castellano: «La obra de arte en la época de su reproductibilidad
técnica» (1936), Imaginación y sociedad, trad. de J. Aguirre, Taurus, Madrid, 1973
(ed. 1998). (N. de la T.)]
2 J. Epstein, «Photogénie de l’impondérable» (1935), Écrits sur le cinéma, I.
1921-1953, éd. M .Epstein y P. Leprohon, Seghers, París, 1974, pp. 249-253.
98
grafía del rostro vacila. Sacudidas sísmicas. Ondas capila
res buscan donde abrir la falla. Una ola se los lleva. Cres
cendo. Un músculo brinca. El labio está lleno de tics como
un telón de teatro. Todo es movimiento, desequilibrio, cri
sis. Disparador. ( . . . ) El prim er plano es el alma del cine.
Puede ser breve pues la fotogenia es un valor del orden de
un segundo. (. . . ) Paroxismos intermitentes me emocionan
como inyecciones. Hasta hoy nunca he visto fotogenia pura
durante todo un m inuto. Hemos de adm itir que es una
chispa y una excepción intermitente. Lo cual impone un des
glose. (. . . ) Un picadillo. El rostro que va hacia la risa posee
una belleza más bella que la risa. Para interrumpir. Me gusta
la boca que va a hablar y calla todavía, el gesto que oscila
entre derecha e izquierda, el retroceso antes del salto, y el
salto antes del tope, el devenir, la vacilación ( . . . ) , los pe
queños gestos cortos, rápidos, secos, diríanse involuntarios
de Lilian Gish que corre como el segundero de un cronó
metro. Las manos de Louise Glaum teclean sin parar un aire
de inquietud. Mae Murray, Buster Keaton, etcétera. El pri
mer plano es drama en toma directa».1
Un fenómeno de este género crean las polirritmias y re
m ates de Israel Galván: cuando bruscam ente la escena se
ve invadida por su drama corporal, «tragedia anatómica»
que «se infla a intensidades imprevistas»; cuando su som
bra se desplaza, tiembla, titubea; cuando un viento de em o
ción subraya la curva de su espalda; cuando se superponen
sacudidas sísmicas, olas, fluideces, acentuaciones, paroxis
99
mos intermitentes, excepciones en el gesto, tirones; cuando
aparecen desgloses impresionantes, desmontajes y remon
tajes del movimiento; cuando su cuerpo va hacia la caída,
con pequeños gestos cortos y grandes gestos solemnes ju n
tos; cuando el miedo y la risa (Buster Keaton), indisociables,
planean sobre todo ello. ■
100
perior del baile se encarna muy a menudo en dinamismo in
móvil: «Los “quebrados” se ejecutan, por decirlo así, en el
sitio. Una bailaora gitana de calidad como la Venus de Bron
ce podía bailar lo mejor de su repertorio sentada en una silla,
con simples alusiones de los hom bros, del pecho, de las
manos, de las caderas. Tal es el dinamismo inmóvil de este
arte pítico. (. . . ) De ahí la alternancia de aceleraciones y ra-
lentís, de ritmos y contrarritm os, de rajo y de plasticidad;
de ahí las dobles revoluciones de derviche giróvago resuel
tas, de repente, en inmovilidad estatuaria, com o la majes
tuosa figura del dominio tauromáquico».1
¿Una «Venus de Bronce» que baila en su silla? Eso evoca
escultura antigua transportada muy lejos de los museos de
antigüedades. Pero ambas hacen falta: la Antigüedad y su
desplazamiento. El arte de Goya se formó en contacto con
la Roma clásica;12 pero se transformó de manera más deci
siva de regreso a España, observando cómo las «ninfas» del
pueblo y las ancianas desdentadas bailan en su silla (cuando
no con una silla en la cabeza, como podemos ver en los Ca
prichos, por ejemplo, y com o casi hace Galván en Arena).
O sea, el dinamismo inmóvil es una componente muy anti
gua que la modernidad se ha apropiado con pasión. Las bai
larinas más emocionantes del siglo XIX y del siglo XX son ya,
por lo menos en literatura, bailarinas de la imagen conge
lada, de la petrificación y la fragmentación del tiempo: caen
101
en agonía o en letargía, se mueven como espectros, están he
chas de cenizas o de lava enfriada (como la Arria M ar celia
de Théophile Gautier), pasan en el espacio como bajorre
lieves de sarcófago (la Gradiva de Jensen).1
En la época en que todavía tenía ideas muy «paradas»
contra la taurom aquia p arad a iniciada precisam ente por
Belmonte, José Bergamín escribió un ensayo laberíntico, a
la vez contestable y admirable, sobre las relaciones entre la
modernidad occidental y la corrida de toros española (pro
blema que no ha perdido vigencia). Comenzaba por opo
ner el toreo verdadero -soberan o, jovial, dionisíaco, dan
zante, o sea, el de Joselito— a dos fenóm enos culturales
surgidos de manera simultánea en los albores del siglo XX.
El prim ero figura «la universalidad secular del mundo» y
por eso «nada tiene que decirnos»: es la torre Eiffel, cons
truida para la Exposición Universal de 1889, «mudo anda
m iaje, el esqueleto absolutam ente vacío, hueco», ejemplo
perfecto, según Bergamín, «de lo piramidal abstracto, de lo
babélico absoluto e inútil».12
El segundo es un género de andamiaje muy distinto: se
trata de una «performance» burlesca realizada el 1 de enero
de 1901 en la plaza de M adrid, a guisa de «inauguración
del siglo», como: anunciaba el cartel, y continuaba así: «En
el cuarto toro, el célebre sugestionador de toros Don Tan-
credo López, considerado por su temeridad y arrojo como
102
102
El Rey del Valor, ejecutará el experim ento en la form a si
guiente: antes de abrir la puerta de los toriles, Don Tancredo,
vestido imitando la estatua de Pepe Hillo, se colocará en el
centro del redondel, sobre un pedestal de medio metro de
altura y, previo aviso del citado sugestionados se soltará el
cuarto toro, de cinco años cumplidos, de la acreditada ga
nadería de Miura, de Sevilla, permaneciendo Don Tancredo
inmóvil en su sitio, esperando las acometidas de la fiera sin
temor ni recelo de que ésta llegue a él. (. . . ) D on Tancredo
López ruega al publico guarde el mayor silencio durante la
suerte».1 En el número especial de El Toreo Cómico del día
siguiente, se podía leer esto: «Zurdito, de Miura, sale de un
modo más bien pausado que ligero, se llega al pedestal y
arremete tirando a Don Tancredo, que sale de estampía. Y
con esto se acabó la mojiganga, siendo silbado D on Tan-
credo, no mucho, pero algo».12
Después de citar esos artículos foráneos o de prensa local,
Bergamín pone en epígrafe de su propio texto una majes
tuosa cita de Copérnico sobre la trayectoria de los planetas
(se lee locus en el latín de De revolutionibus orbium coeles-
tium , pero podría traducirse «sitio» en el español de la cien
cia tauromáquica). Y comprendemos enseguida que se trata
de construir con la estatua de D on Tancredo un verdadero
paradigma filosófico. Por un lado, el charlatán que se inti
tula «sugestionador», se recubre de yeso y sube al pedestal
antes de salir pitando, todo lo cual «no tiene ni razón ni sen
103
tido fuera de lo que suele entenderse por más particular
mente español de todo», lo más folclórico o idiosincrásico.1
Y sin embargo, este fenómeno grotesco reviste una im por
tancia filosófica que, según Bergamín, es preciso situar frente
a cuanto representa, a finales del siglo XIX, la torre Eiffel eri
gida a la gloria del positivismo europeo. D on Tancredo es
bajito, pero «nos dice todo, como un filósofo»; su invento
de payaso nos habla «de la totalidad de nuestro ser, ante la
vida, por la muerte y “ante la eternidad de lo probable”, por
el azar; en definitiva, ante Dios» -nad a menos.12
Frente al gran ballet mecánico occidental - la torre Eif
fel es ante todo una gran obra en construcción, sus in con
tables obreros trepan por ella como bailarines de ballets
soviéticos o hollywoodienses-, Don Tancredo adopta una
pose de soledad en medio de la arena. «Plenamente solo», es
cribe Bergamín, es decir, «solo ante el toro, ante la muerte;
solo, por eso, por todo eso, plenamente solo.»3 Mas esta so
ledad no es ni grandiosa -e n absolu to- ni graciosa ni si
quiera taurom áquica. Mientras que el torero actúa, baila
su soledad ante el monstruo y lucha con gracia contra él, Don
Tancredo recusa la acción, el baile y la lucha: se encala, sube
al pedestal y espera sin hacer nada. «Modo paradójico de he
roísmo», escribe Bergamín, ya que heroísmo es «haber en
contrado el secreto del valor aparente en la m ism a
inmovilidad del mayor miedo: del que paraliza de espanto,
1J. Bergamín, «La estatua de Don Tancredo» (1934), art. cit., p. 73.
2
Ibid., p. 73.
3
Ibid., p. 73.
104
del miedo que dejaba, por aterrorizada, convertida en es
tatua a la mujer de Loth.»1
El mismo Bergamín se muestra paradójico hacia su ob
jeto: cuanto más lo eleva a altura de opción filosófica, más
lo rebaja, dado que lo juzga, finalmente, una pobre parodia.
Don Tancredo se disfraza de estatua de Pepe H illo, «esto
es, de estatua del torero por excelencia, del creador, del in
ventor del arte de torear».12 Levanta una estatua al arte tau
romáquico, pretende hacer mármol - o mejor, yeso- a partir
de una gracia esencialmente aérea, la de las suertes tauro
máquicas reales, que necesitan un valor real y no el valor
de hacerse el muerto imitando la inmortalidad de las esta
tuas. Ahora bien, queda claro que cuando se pretende le
vantar estatuas al arte tauromáquico, se acaba saliendo por
pies, en completa desbandada. Don Tancredo sería la im i
tación o la versión «apolínea» —¡pobre Apolo!—del arte «dio-
nisíaco» por excelencia, el arte de torear.3 Tal vez sea la
bufonería, la com edia que necesita ese gran ritual trágico.
Bergamín lo llama «estoicismo». Séneca, como es sabido,
era andaluz, y Nietzsche hablaba de él como del «toreador
de la virtud». Pero Bergamín corrige: más bien el Don Tan-
credo de la virtud, de modo que el propio D on Tancredo re
presenta el «senequismo español elevado al cubo».4 Curioso
estoicismo, en realidad: estoico por el «beneficio exclusivo
105
de una señoril ociosidad [que] empieza por quedarse quieto,
por no hacer nada; por no hacer nada ante la vida y, por con
siguiente, ante la m uerte».1 Pero estoicismo burlesco, por
que no es más que una caricatura - n i siquiera lograda,
condenada a la derrota y a la huida- de la estética (gracia)
y de la ética (dignidad) que el artista tauromáquico elabora
ante un peligro mortal. Y Bergamín establece, como de pa
sada, un rápido y sorprendente catálogo de poetas o de pen
sadores «tancredistas»: Platón, Pascal, Calderón, Goethe e
CC/2»A r n p c -*-»A - m K r o
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a
106
tar -elegante y dignamente, como un torero que se respéte
la presencia de la muerte. Don Tancredo quiere ser estatua
de Pepe Hillo: hacer de estatua es su manera de hacerse el
muerto para no tener que afrontar la muerte. Su manera no
sólo de dárselas de listo, sino de hacerse el inmortal (al ser
la inmortalidad la supuesta calidad de las estatuas, o mejor,
de los héroes estatuarios): «Decide disfrazarse de estatua
para vencer a la muerte, [hay que] hacerse inmortal, hacerse
el inm ortal».1 ¡Qué inelegancia!
i
ql
\~\j x J . hom bre-estatua «tancredista»
tram pea acerca de la muerte y al final m ortifica a la vida:
mima, blanco de miedo, una muerte a la que ni siquiera le
han presentado. Con tal de no afrontar la muerte, enarbola
los pálidos prestigios del sepulcro: «Este hombre blanquea
do como un sepulcro, como la estatua de un sepulcro (es)
sencillamente un tramposo, un hipócrita, un fariseo, un au
téntico sepulcro blanqueado, como aparenta, una estatua y
no un hom bre».12 Está todo dicho. Porque un tramposo no
es un hombre en el sentido digno del término (como san Si
meón Estilita no es más que un manierista del estilo, según
la tesis sostenida por Bergamín de que «lo único que no se
puede estilizar es el estilo»).3 Y claro está, porque una esta
tua no es un hombre.
Así se explica la oposición sistemática del hombre-torero
y del hom bre-estatua: «¿Quién tiene razón? El torero que
1J. Bergamín, «La estatua de Don Tancredo» (1934), art. cit., p. 74.
2
Ibid., pp. 78-79.
3
Ibid., p. 83.
107
burla al toro con una precisión maravillosa y exacta, m ate
mática de un perfecto juego de movimientos, con una di
námica actividad ajustada, armoniosa, o, por el contrario,
el Don Tañeredo inmóvil, fijo, que concentra todo su afán
humano, desde el temblor, el estremecimiento del miedo in
mediato, hasta el del mismísimo tem or de Dios, para poder
estarse quieto?».1 Puestos a ser desastroso, el hom bre-esta
tua se niega a moverse en círculo com o ese astro que atrae
a ese otro astro, negro, que es el toro: «Pero el torero piensa
lo contrario (del hombre-estatua) y decide, por eso, lo con
trario: que hay que darle vueltas al toro, y darlas, si es pre
ciso, el torero mismo; que hay que dar y coger las vueltas a
todo».2
Lo cual explica, con mayor precisión, la actitud de Ber-
gamín respecto a la tauromaquia m oderna por antonoma
sia, es decir, la tauromaquia de Juan Belm onte. Cuando
Bergamín fustiga la tendencia «tancredista» de la tauroma
quia de los años treinta -« u n tancredism o hipócrita, dis
frazado, tartu fo»-, es ante todo por oposición al estilo de
Joselito, «el milagroso Joselito ( ...) , el torero que ha llevado
consigo un peso, un lastre menor de tancredismo».3 Ahora
bien, conocemos la virulenta antítesis que Bergamín cons
truía en aquellos años entre Joselito y Belmonte. El escri
tor sólo deseaba contemplar en la arena un dinam ism o
superior, ilustrado, según él, por la tauromaquia vivaz de Jo-
1 J. Bergamín, «La estatua de Don Tancredo» (1934) Obra esencial, op. cit.,
p. 80.
Ibid., p. 80.
Ibid., p. 76.
108
selíto; y detestaba «a los que “se extasían” en la contempla
ción paralítica del toreo estático, del toreo tancredista».1
Así que, por aquellos años, Belmonte será descrito como
«el torero triste que sale a la plaza lastimosamente, con do
lorida gesticulación de reumático articular agudo, exage
rados ademanes de fatiga y anhelante angustia respiratoria
(...) . Un chantajista de la compasión», un ser incapaz de bai
lar, «crispado de miedo» como está al «entrar en el terreno
del toro».2 ¿Por qué semejante sectarismo, que en muchos
casos raya la mala fe, en particular cuando Bergamín no
quiere ver más que «líneas rectas» en la tauromaquia de Bel
monte? «El predominio de la línea curva y la rapidez son va
lores vivos de todo arte (Joselito). El de la lentitud
(m orosidad) y la línea recta son valores muertos (Bel
m onte).»3 Es aquí donde el dogmatismo de las ideas «pa
radas» -fenóm eno corriente en la afición taurina- para, por
decirlo así, el m ovim iento, poético y plástico, del pensa
miento.
De hecho, el error de Bergamín consiste en ignorar una
posibilidad dialéctica ya presente en el bailejondo y que ante
sus propios ojos comenzaba a hacerse un hueco -gracias a
Belmonte, por cierto - en el arte del toreo. Para el arte tau
romáquico significaba sencillamente poder rebasar la opo
sición entre el hombre y la estatua, es decir, entre el movi
miento y la inmovilidad. En 1929, García Lorca había com
109
prendido bien -concretam ente en sus reflexiones sobre la
belleza «sarcófago» del pase tauromáquico o en su expre
sión «perfil de viento, perfil de fuego y perfil de ro ca » -1 que
un ser en movimiento puede, literalmente, cristalizarse, es
culpirse ante, o mejor, en nuestra mirada. En los años cua
renta, Michel Leiris adoptó definitivamente el punto de vista
moderno al reconocer que los movimientos recíprocos del
hombre y del toro se fusionan produciendo un efecto escul
tural del movimiento mismo: «En la medida en que sus pies
quedan inmóviles durante una serie de pases bien ceñidos
y bien ligados, moviendo la capa lentamente, formará con
el animal ese compuesto prestigioso donde hombre, trapo
y mole parecen unidos entre sí por un juego completo de
influencias recíprocas; en una palabra, todo concurre a im
pregnar el enfrentamiento entre toro y torero de carácter es
cultural».2
Don Tancredo era sin duda un tramposo, un «ratonero».
Pero aquel 1 de enero del siglo XX, su gesto cobra un signi
ficado más profundo si admitimos que, incapaz de conce
bir él la revolución belm ontista, se coloca en medio de la
arena para mimarla -m a l, por supuesto, pues la ign o ra- y
en cualquier caso, para declarar que la espera. Puede opo
nerse el pedestal frágil y minúsculo de Don Tancredo al gi
gantesco andamiaje metálico de la torre Eiffel, como hace
Bergamín. Pero sería más justo pensar el hom bre-estatua
poniendo los pies en polvorosa respecto de la época que en
110
ese m om ento se inaugura y abre nuevas perspectivas -v i
sión, saber, pensamiento, poesía- a la vista de todos. Se trata,
por supuesto, de la época del cine.
Cuando D on Tancredo hace su entrada en la plaza de
Madrid, el 1 de enero de 1901, el cinematógrafo de los her
manos Lumiére ya se ha acercado , en sentido propio, a la
taurom aquia : Luis Mazzantini fue filmado llegando al coso
de Madrid en junio de 1896 por el operador Alexandre Pro-
mio, que grabó otras dos bobinas tituladas Corrida de toros;
en 1898 se realizaron en la plaza de Nimes doce cintas que
detallan cada tercio de la lidia; a finales de 1897, el opera
dor Frederick Blechynden filma una corrida en la plaza de
Durango, M éxico, imágenes editadas al año siguiente por
Edison en tres cortometrajes.1 Sigue de inmediato la época
en la que Bom bita, Rafael el Gallo, Joselito y Belmonte apa
recen en primer plano en las pantallas de cine. Louis Feui-
llade -e x revistero del semanario Le Torero- sugiere, en 1906,
que se filmen lo más cerca posible los pases de Machaquito.
Antes de que Man Ray filme la m uerte de los toros en la
arena como lentos trompos negros,12 o que Abel Gance, en
un proyecto por desgracia interrumpido tras quince días de
rodaje, filme «numerosas corridas de Manolete con el ope
rador Enrique Guerner, utilizando varios aparatos equipa
111
dos con objetivos de foco variable y con audaces contrapi
cados».1
En La course de taureaux de Pierre Braunberger, se puede
ver a un im itador de Don Tancredo posando encima de un
tonel pintado de blanco antes de salir pitando, com o co
rresponde. En su comentario, Michel Leiris evoca el ensayo
de Bergam ín12 y luego crea el anacronismo justo, el anacro
nismo decisivo: «(La tauromaquia moderna) se ha izado al
nivel de la tragedia», dice. E inmediatamente, en la frase si
guiente: «El cine -entonces en sus inicios- capta en Madrid,
en 1895, la llegada a la plaza de los picadores y los tore
ros. . .».3Establecer esta relación introduce de golpe un valor
esencial del cine, reivindicado entre otros por Jean Epstein:
«Ahora la Tragedia es anatóm ica»4 ya que, gracias al cine,
puede verse la tragedia en un rostro, una boca, una com i
sura de labios, una «onda capilar», o en un solo ademán
filmado en prim er plano, cuando no -co m o tan banal re
sulta h o y - al ralentí. En 1931, Eisenstein quiso hacer de la
tauromaquia un motivo central del primer episodio de ¡Que
viva México!, titulado «Fiesta».5
Belmonte no introdujo la «tauromaquia inmóvil» por
que estaba «reumático», «muerto de cansancio» o «crispado
1 R. Icart, Abel Gance ou le Prom éthée foudroyé, L’Áge d’Hom me, Lausana,
1983, p. 331.
2 M. Leiris, L a Course de taureaux, op. cit., p. 31.
3 Ib., p. 38. La cursiva es mía.
4 J. Epstein, Bonjour cinéma, op. cit., p. 93.
5 Véase S. M. Eisenstein, Écrits mexicains (1 9 3 1 -1 9 3 7 ), trad. de S. Bernas,
B. Du Crest y J. Gallarza, L’Harmattan, París, 2001. id., Mémoires (1946), trad. de
J. Aumont, M. Bokanovski y C. Ibrahimhoff, Julliard, París, 1989.
112
de miedo». Como toda revolución estética, su elección ex
trae su novedad de un montaje inédito entre órdenes de rea
lidad hasta entonces mantenidas a distancia. Cabe formular
la hipótesis de que el dinamismo inmóvil de Belmonte —saber
ser a la vez estatua y hombre delante del toro—no podía ver
la luz sin ser perceptible; y que no podía hacerse percepti
ble sin imponer al público una nueva «técnica de observa
ción» a la que el invento del cine contribuyó, sin duda
alguna, poderosamente.1Belmonte es el torero moderno por
excelencia, el torero también de la tragedia reconocible en
un solo tem blor de la inmovilidad, el torero de la edad ci
nematográfica según Epstein.
Entre denegación y denegación, Bergamín casi lo reco
noce: «El trompo que baila a toda velocidad parece que está
quieto, inmóvil. La inmovilidad aparente del trompo, ¿no
se acerca más que la de Don Tancredo a la inmovilidad apa
rente de los astros? ¿O son, una y otra, la misma cosa: una
inm ovilidad hecha de inquietud, como lo es la del muro ci
nem atográfico...».12 Esta inmovilidad inquieta resulta hasta
tal punto cuestión de mirada, por cierto, que Bergamín la
fustiga com o un estado hipnótico, hablando de D on Tan-
credo com o «hipnotizador o sugestionador de toros por
medio de la más absoluta, aparente inmovilidad».3
1 Ello sería un nuevo capítulo -incluso una corrección que añadir- a los es
tudios de J. Crary, Techniques ofth e Observer, On Vision and Modernity in the NU
neteenth Century, The MIT Press, Cambridge-Londres, 1990, e id., Suspensions o f
Perception. Attention, Spectacle, and Modern Culture, The MIT Press, Cambridge-
Londres, 1999.
2 J. Bergamín, «La estatua de Don Tancredo», art. cit., p. 81.
3 Ibid, p. 77.
113
La pequeña lección de Don Tancredo -d e la que el cine
burlesco y el dibujo animado moverán hasta el delirio todos
los hilos, desde Calino toréador , de Jean Durand (1909), y
M ax toréador , de Max Linder (1912), hasta los filmes de Lau
rel y Hardy, las parodias de Carmen por Walt Disney y las
virtuosidades hilarantes de Walter Lantz o Tex Avery esce
nificando a Woody Woodpecker o Droopy en el ruedo-, esta
lección cómica no sería, pues, sino la otra cara necesaria de
la gran lección trágica impartida por Juan Belmonte en ver
daderas lidias. Cuando Israel Galván esboza ademanes de
cowboy burlesco en medio de graves siguiriyas o soleares ,
no muestra una distancia cínica: construye más bien la pro
fundidad de su baile sobre la intuición de que soledad y bur
lesco form an un m ism o conjunto de «nacim iento de la
tragedia». El bailaor por soleares ha de ser también, a fin de
cuentas, un bailaor de soleares p o r bulerías.1
Y cuando Israel Galván se p a ra de bailar las sevillanas ,
encaramado a un triste podio de cincuenta centímetros, nos
recuerda de modo explícito la pequeña lección estoica de
D on Tancredo. Pero su inmovilidad - la forma, el estilo, el
desarrollo de esa inm ovilidad- prolonga más aún la gran
lección estética de Juan Belmonte. Lección contemporánea
del cine, coherente con él: enseña que todas las cosas y todos
114
los estados del cuerpo pueden verse como trompos, inm o
vilidades hechas de inquietud. Gracias al cine, comprende
mos m ejor que la oposición entre hom bre y estatua se ve
cruzada, transform ada por matices y soluciones interm e
dias. Por un lado, descubrimos que «las estatuas también
mueren», como m ostrará Alain Resnais; por otro, que un
cuerpo inmóvil no cesa de moverse, de temblar, de bailar.
Gracias a Belm onte sabemos paralelamente que el dina
mismo inmóvil puede ser, en determinadas condiciones, la
forma del dinam ism o superior.
Con la fragm entación del tiempo, la congelación de la
imagen y el montaje, el cine deja caduca, de hecho, la opo
sición que el sentido común establece entre movimiento e
inmovilidad. Su propio dispositivo lo demuestra: los foto
gramas son otras tantas paradas -lo cual para Bergson re
sultaba red hibitorio-, pero el desarrollo del filme pone a
bailar todo delante de nuestros ojos, incluso lo que inicial
mente parecía inmóvil. Basta con acercarse, con m irar de
otra m anera, com o Rilke m iraba la escultura de Rodin
-«captaba la vida que hallaba dondequiera que dirigía la mi
rada (. . . ), en los lugares más recónditos (. . . ), en las transi
ciones donde vacila»-1y cuando Eisenstein, a su vez, observa
a Rilke y a Rodin desde el punto de vista del dinamismo ci
nematográfico.12 Israel Galván no se para de bailar sino por
1 R. M. Rilke, «Auguste Rodin» (1902-1907). CEuvres enprose. Récits etessais,
ed. C. David, Gallimard, París, 1993, p. 858. [En castellano: Rodin, Nuevo Arte
Thor, Barcelona, 1987. (N. de la T.)]
2 S. M. Eisenstein, «Rodin et Rilke. Pour une histoire du probléme de l’es-
pace dans Thistoire de l’art» (1945), trad. de A. Zouboff, Cinématisme. Peinture
et cinéma, Éditions Complexe, Bruselas, 1980, pp. 249-282.
115
fragmentación del tiempo, congelación de la imagen y tra
bajo de m ontaje. Es un bailaor belmontista en la edad del
cine.
116
Algo así es rematar. Renunciar a correr en un sentido o
huir en el otro. Hacer de la parada un choque, una intensi
dad. En tauromaquia, remates son los pases dados para ce
rrar una tanda y cuadrar al toro con el fin de que el torero
pueda liberarse antes de comenzar la tanda siguiente (tam
bién se dice en jerga taurina que un animal remata en las ta
blas cuando va a golpear la madera del burladero, exacta
mente como Galván hace con su cabeza en la parte de Arena
titulada «Playero»). La impresionante multiplicación de las
figuras ornamentales de remates data evidentemente de una
época en que la tauromaquia se inmovilizó y «coreografió»,
esto es, la época de Belm onte.1
Rematar, pues, no significa simplemente parar. Significa
parar con arte, significa hacer de la parada una figura. No
sólo interrum pir la belleza de los pasos (para el bailaor)
o de los pases (para el torero), sino generar esplendor en esa
interrupción. Georges Batadle publicó una vez una foto
grafía del torero Villalta, inmóvil ante la fiera que acababa
de estoquear: quería plasmar, en un artículo sobre la noción
de sagrado, lo que él denomina instante privilegiado. El ins
tante privilegiado sería el instante en que aparece la pro
fundidad. En ese momento, todo separa y, sin embargo, nada
está fijado. El arte —escritura, pintura y también la danza-
no trataría sino de producir ese inffadelgado punto de equi
librio entre lo infijable de un instante y lo que llamamos una
117
forma. «El nom bre de instante privilegiado es el único que
da cuenta con alguna exactitud de lo que se puede encon
trar (. . . ), huye tan pronto como aparece y no se deja apre
hender. La voluntad de fijar tales instantes, que ciertamente
pertenece a la pintura o a la escritura, no es sino el medio
de hacerlos reaparecer , [como si] el arte no pudiera ya vivir
sin la fuerza de alcanzar, con sus recursos propios, el instante
sagrado.»1
Una estética de la parada como «instante privilegiado»
recorre todo el baile de Israel Galván, lo que demuestra su
esencial modernidad. La parada deja de ser síntoma clínico
sólo, tartamudeo del gesto por ejemplo; deja de ser signo his
tórico sólo, referido por ejemplo a la estatuaria de la Anti
güedad. Se convierte en acontecimiento. A nadie extrañará,
a la luz de este bailaor, que Gilíes Deleuze tuviera que cons
truir su noción de acontecimiento a partir de una descrip
ción cuasi coreográfica: «Una especie de salto de todo el
cuerpo que trueca su voluntad orgánica por una voluntad
espiritual, que quiere ahora no exactamente lo que acaece,
sino algo en lo que acaece, algo por venir conforme con lo
que acaece, de acuerdo con las leyes de una oscura confor
midad humorística: el Acontecimiento».12
1 G. Bataille, «Le sacré» (1939), CEuvres completes, I, op. cit., pp. 560-561. In
tenté una descripción de los «instantes privilegiados» vividos por Bataille en Es
paña -tauromaquia, baile y cante flamenco- en una «Conferencia Roland Barthes»,
pronunciada en la Universidad de París-7, así como en la Universidad Interna
cional de Andalucía (Sevilla) en diciembre de 2004, «L’oeil de l’expérience» (no
publicada).
2 G. Deleuze, Logique du sens, Éditions de Minuit, París, 1969, p. 175. [En
castellano: Lógica del sentido, trad. de M. Morey, Paidós Ibérica, Barcelona, 2005.
(N.delaT.)]
118
Un acontecim iento, pues: una especie de salto del que
brotan juntos profundidad y humor. Un gesto que contiene
la desdicha y el esplendor que form a su cristal: «Que haya
en todo acontecimiento una desdicha, pero asimismo un es
plendor y un destello que seca la desdicha y provoca que el
acontecimiento, querido, se efectúe sobre su punta más es
trecha, en el filo de una operación»,1 es decir, en un m o
mento de remate. Ahora bien, ese momento, afirma Deleuze,
es por definición el del actor: actor entendido en sentido
nietzscheano, o sea, en el sentido del bailador dionisíaco. «El
actor no es como un dios, más bien como un contradiós.
(. . . ) El presente del actor es el más estrecho, el más apre
tado, el más instantáneo, el más puntual (. . . ), siempre to
davía futuro y ya pasado (...): permanece en el instante, para
actuar algo que no cesa de adelantar y retrasar, de esperar
y recordar.»12 Toda la estructura del baile jondo cabe ahí, entre
m em oria y deseo, entre llam ar y rem atar , fluidez y acen
tuación.
Los rem ates del baile flam enco, como pases taurom á
quicos, prodigan movimientos contorneados sobre sí mis
mos, bucles interrumpidos o suspendidos en el aire. Lo con
trario de representar una acción orientada, provista de fin.
O mejor, desorientación repentina del gesto y de cuanto se
esperaba de él. Defraudar la espera y suscitar el deseo. Ese
género de rúbrica corporal inesperada posee además una
característica fundamental del acontecimiento: constituye
119
una contraefectuación súbita, destinada a reabrir los terri
torios de lo posible.1Más aún, una contraefectuación que in
corpora la memoria y la invención de las Pathosformeln, de
m odo que la cuestión del acontecimiento no puede desli
garse de la pregunta «¿Qué puede un cuerpo?», es decir, de
la cuestión de la expresión. Esto es posible que dé a enten
der la definición, en principio extraña, que Deleuze dio del
acontecimiento: «El acontecimiento no es lo que sucede (ac
cidente), es en lo que sucede lo puro expresado que nos avisa
y nos aguarda».12 El acontecimiento taurom áquico no será
la cornada, sino más bien lo «puro expresado» que nos avisa
en su desvío.
Esto nos ayudará, recíprocamente, a comprender m ejor
por qué cada paso que ejecuta Israel Galván resulta tan ex
presivo e inexpresivo a la vez: tan intenso y negativo a la vez.
Lo cual designa una propiedad literalmente birlibirloquesca
del baile y de la tauromaquia, según expresión de José Ber-
gamín: el pase del torero -com o el paso del bailaor- es suerte
cada vez, suerte echada, destino más allá de la verdad y la
m entira.3 Bergamín insistía mucho en que el p ase tauro
máquico ha de ser «milagroso»: queda contraefectuada la
realidad probable; alcanzado lo imposible real con un único
gesto, un único desvío, un único perfil, un único compás
120
de las piernas, un único movim iento de muñeca. El pase
debe ser inesperado, lo contrario de un juego de manos o
una tram pa: «Las verdades del arte de torear se llaman
“pases”.1 En cada uno de ellos encontramos la burla verda
dera de un peligro, pero para que este peligro lo sea de ver
dad es preciso que deje de serlo de verdad, por el mismo
“pase” y no por ninguna otra cosa ajena a él, pues en ese caso
ya es trampa. (. . . ) Vivir de milagro es vivir de veras; vivir
en peligro, como quería Nietzsche, y no [vivir] sin peligro,
escamoteándolo».12
Conjugando continuamente riesgo y ritmo, Israel Galván
convierte cada paso en pase. Ni proeza -q u e lo es, por su
puesto, pero él no nos lo muestra como t a l- ni juego de
manos ni trampa. Cada uno de sus pasos entraña un riesgo,
un posible sufrimiento. Recordemos que passus, en latín,
es participio pasivo de dos verbos: pan do, que significa
«abrir, desplegar, extender», como cuando se abre el compás
de las piernas en el mero acto de caminar, o como el espa
cio entero se ensancha con un simple movimiento de bra
zos; y patior, que significa «sufrir, padecer, abandonarse» a
un pathos. Recordemos que paso es una palabra de espacio
que se abre: el paso que permite avanzar, el paso o el pasaje
que permiten franquear, cuando no transgredir, el mal paso
o el paso en falso que nos llevan por mal camino. Pero es
121
sobre todo una palabra de tiempo que se despliega según di
ferentes ritmos posibles: «a buen paso» quiere decir «sin tar
danza», «paso a paso» quiere decir «progresivamente», «a
un paso de» quiere decir «a punto de», «pasado» quiere decir
«antaño», «pasajero» quiere decir «efímero», «contrapaso»
es el nom bre de un antiguo ritm o bailado español, etcé
tera. En fin, la lengua sabe bien lo que hace, pues pas, en
francés, nos da la pauta, el adverbio de negación.
Todo ello -esp acio abierto, tiem po desplegado, nega-
/“—i-/ri- í ’* -« r 7 o l- \ i A - m n i V ' m i d T o v a a ! í ' a ! t t a va a 1 t t a i p -j a a a .
^ ctl iZvci u i c i i t-i L / ax ic u .c i o i a c i v j d x v a n ü iío iíiv j
122
«Sentado una noche a la mesa con la cabeza entre las manos
se vio levantarse y partir. (. . . ) Comenzar a partir. Pies in
visibles comenzar a partir. ( . . . ) Así iba desapareciendo el
tiem po cada vez de aparecer más tarde de nuevo en un
nuevo lugar de nuevo».1Así es como Galván logra que apa
rezca y desaparezca el tiempo: llama y rem ata de tal modo
que crea esa inquietud de todo invocada por Beckett en ex
presiones como Para acabar otra vez,1
2 o bien: «Aquí todo
se mueve, nada, huye, vuelve, se deshace, se rehace. Todo
cesa, sin cesar. n ;, se una msi r r p r n r v n de m oléculas, el
interior de una piedra una m ilésima de segundo antes de
desagregarse».3
Todo cesa sin cesar, en efecto. Juntas gracia y dislocación
del espacio, del tiem po, del cuerpo y del espíritu juntos.
Algún día habrá que situar el genio de Israel Galván en el
contexto histórico y estético de la denominada danza con
temporánea,4 algo de lo que yo sería incapaz. Sólo veo por
ahora la situación admirablemente disyunta o dislocada de
este bailaor en la historia: contemporáneo de las inm em o-
123
ríales tonás y de Matrix; contemporáneo de Don Tancredo
y de Robert M orris (que sabe lo que quiere decir pedestal»
cuando baila o se encierra en su Colum n);1 de Vicente Es
cudero y de Sol LeWitt (sutil observador de la danza de los
cubos o de las peleas de gallos);12 de Félix el Loco y de Bruce
Nauman (maestro en dislocar todas las cosas en ritm o ).. .3
Durante todo el año, Galván es contemporáneo de Pedro
G. Rom ero, amigo y dramaturgo que, por la amplitud de
su propia obra y el tipo de montajes que lleva a cabo, habrá
contribuido a las opciones estéticas del bailaor ofreciéndole
siempre una form a de rebotar. Pedro G. Romero es escultor,
videasta, pintor, fotógrafo, dibujante, editor de archivos,
poeta, músico, conceptor de exposiciones. Su trabajo poé
tico se inspira lúdicamente en José Bergamín, por ejemplo
un libro de caligramas que representan todos los huesos del
esqueleto humano, evidente homenaje a los Recuerdos de es
queleto.4 Su trabajo visual se inspira en Walter Benjamin y
los situacionistas: declinó, por ejemplo, una serie de im á
genes sobre el aura, pero en la tradición de inelegancia crí
124
tica derivada de Picabia o de los Nuevos Realistas.1 Sus di
bujos, objetos, fotografías o collages suelen revestir el tono
virulento de la protesta política radical.12 Rechaza cualquier
idea de copyright.34Practica el sampling y se deleita, irónica,
amorosamente, con el flamenco burlesco que Galván apre
ció en el Carrete de Málaga y que Bergamín rozó en las es
cenas de Don Lindo de Alm enad
Quizá por encima de todo Romero se pregunta qué sig
nifica ser contemporáneo, en una ciudad que no está hecha
para la vida del arte (Nueva York, Londres, París, Berlín),
sino para el arte de vivir: Sevilla, deslumbrada por el sol, la
memoria, el provincianismo, la elegancia tauromáquica, el
duende flamenco, los problemas sociales y lo politically in-
correctness. Así, tom a de Benjamín una forma errante de ar
queología urbana,5practica la cultura punk junto a la Maca
rena y com pone saetas para las procesiones de Semana
Santa, todo ello tratando de suministrar un análisis histó
rico y político de la «noción de espectáculo» propio del te
125
rritorio sevillano.1 Toma de Georges Bataille o de Giorgio
Agamben una noción de «sagrado» que pueda abarcar la ex
plosión - a l m enos la chispa d ialéctica- del Antaño y del
A hora.12 De ahí su apasionado interés por los fenóm enos
de iconoclasia y de vandalismo anarquista, de los cuales
compila -tan to de la Semana trágica de Barcelona, en 1909,
como de la guerra civil española- auténticos atlas.3
Conforma así un archivo poético y político4 en el que sin
duda Galván habrá podido inspirarse -y a sea el último salto
fotografiado de Nijinsky, el 6 de agosto de 1945, o la imagen
del hongo atómico de Hiroshima, el mismo 6 de agosto de
1945-. Pedro G. Romero constituye este archivo sólo para
m ostrar los conflictos dialécticos, las dislocaciones. Ideó,
por ejemplo, varias manifestaciones sobre las relaciones
entre flamenco y cine; en ellas, el filme Los Tarantos, con Car
men Amaya, se codea con TAtalante de Jean Vigo y la Ar
gentina -p o r fin - con Merce Cunningham.5
126
Dentro de esta lista imposible de cerrar, Galván es asi
mismo el contemporáneo de otro anacrónico mayor, un ar
tista que ha llevado el «dinamismo inm óvil» hasta lo
absoluto, hasta el delirio, hasta el martirio. Me refiero a José
Tomás, el inhum ano como le llaman sus pares, torero por
excelencia de la parada, del aguante -e s decir, el arte paciente
de esperar, impasible, lo peor, que sucede —, torero de la he
rida y el no pasa n ad a , torero de la soledad y el «baudele-
riano placer aristocrático de desagradar», como lo calificó
con tino Jaques D urand.1 Torero sobre todo de un desvío
hecho de «lo infinito al milímetro», es decir, el belmontismo
llevado al lím ite: «Cuanto más enfrente del toro está él,
menos se le puede abarcar. (...) Se trata precisamente de una
historia de milímetros y de ubicación. Mas no se sabe qué
exactamente. Delante de los toros, esas ínfimas variaciones
de proximidad son abismos (. . . ), grados ínfim os entre lo
cercano, lo próximo y el alrededor, un semipaso de nada más
o menos (...). La verdad de este arte del muy poco - la co
rrida- radica en ese casi todo que se decide en apenas nada».*12
El arte mayor del remate, esa manera de «poner fin con
arte» tantas veces como sea posible, convierte a Israel Gal
ván en un contem poráneo de varios territorios y varios
tiempos heterogéneos, entre supervivencias de lo inmemo-
cía-Arte y Pensamiento, Sevilla, 2004. Id., Inflam able II. Cinema, flam en c i cul
tura de masses después de la modernitat, Fundado Antoni Tapies, Barcelona, 2005.
Id., Centro Andaluz de Arte Contemporáneo, Sevilla, 2005.
1 J. Durand y M. Fouque, José Tomás Román, Actes Sud, Arles, pp. 30, 34, 41
y 86-87.
2 Ibid., p. 16
127
ríal y anticipación de nuestras expectativas más contem
poráneas. No es «posmodernista» -co m o me decía, desde
luego llena de admiración, la artista norteamericana Yvonne
R ainer-, sino anacrónico, es decir, dislocado con gracia en el
mundo de hoy. Disloque significa en español casi lo mismo
que el latín monstrum: designa todo aquello que se sale del
orden natural. En sentido positivo, la maravilla, el prodigio;
en sentido negativo, el monstruo o la locura. Se dice estar
dislocado por «estar loco de alegría». Se dice es el disloque
por «es el colmo», «es como para perder el juicio» -exceso
que este bailaor ofrece, imperturbablemente, en cada m o
vimiento y parada de su cuerpo.
128
TEMPLES
O LA S S O L E D A D E S T E M P O R A L E S
Observando a Galván comprendemos que bailar acaso
sea ofrecer las soledades propias como otras tantas parado
jas lanzadas en ramos, en multiplicidades. El bailaor ocupa
todo el espacio, pero lo que nos descubre es una experien
cia interior. El bailaor se mueve, pero con fondo de inm o
vilidad virtuosa, con paradas de incomparable belleza: «In
móvil a zancadas». El bailaor se disloca, pero logra que mirar
su m isteriosa condición corporal -trá g ica o burlesca, o
ambas a la vez—se convierta en una experiencia de suavidad
rítmica que parece, en un primer momento, inexplicable. Su
soledad sonora llega a cada una de nuestras propias sole
dades. Reúne sus noches a la luz de la escena y transforma
nuestra clarividencia espectadora en noche que bulle, lleva
el ritmo, baila.
La paradoja más interesante, quizá la más difícil de en
tender, reside en la capacidad del bailaor para lograr que
trabajen juntos dislocaciones y suavidades, rupturas y cone
xiones, contrastes y continuidades, efectos de fragmenta
ciones y flujos. Galván atribuye al rem ate una función
primordial -m e dice que, para él, contiene incluso «toda la
filosofía de la interpretación»-, como si el secreto del gesto
131
consistiera en saber pararlo; él lo hace de manera que la
parada se vuelve interm inable, contraefectuada en una
nueva figura, y situada por tanto en una verdadera duración
o continuidad. Me muestra un gesto y al hacerlo comenta
en voz alta: «Acentuar, rompiendo mucho»; ahora bien, lo
que extrae él de esa ruptura se despliega como un arte m á
gico de la juntura, el vínculo y la incorporación.
Hasta el momento sólo hemos considerado el tipo de dis
yunción mediante la cual Israel Galván desvía cada cosa hacia
su contrario, tal movimiento que se bifurca hacia tal inm o
vilidad y ésta hacia un movimiento por completo diferente.
Sólo hemos visto tiempos enfrentados en las paradojas que
brinda su baile. Habrá que dar cuenta ahora, en la medida
de lo posible -pu es es tarea difícil-, de una conjunción de
nivel superior en su arte misterioso de gestos y ritmos. Hay
una extraña suavidad o sensualidad tras cada quiebro que
efectúa Israel Galván. ¿De dónde proviene? ¿Cómo surge?
¿Cómo se impone? ¿Cómo perdura? Los gestos que el bai-
laor ejecuta no son líneas que se dibujan en el aire, por com
plejas que sean. Se trata más bien de un conjunto concertado
de estados diferentes del cuerpo, de consistencias diferentes
-a q u í livianas, allá espesas; aquí nubes, allá fardos- en un
m ism o movim iento del cuerpo. M ultiplicidad, heteroge
neidad crean sin embargo un solo acto soberano, único, in-
disociable, amoroso. Galván baila a rabiar y sin embargo
crea una continuidad distinta, mucho más potente de la que
obtendría un gesto «gracioso». Crea una mezcla de conti
nuo y discontinuo sólo con su cuerpo, sin el artificio de ac
cesorio técnico alguno. ¿Será insuficiente la analogía cine
132
matográfica? Galván no se desglosa en fotogramas ni se re
vela en películas de celuloide: a él pertenece -p o r el trabajo
sobre el propio cuerpo- su fragmentación del tiempo y su
movimiento, su imagen congelada y su fluidez.
¿Qué nombre dar a todo ello? Poco cuesta entender que
un bailaor haga alternar los tempi, realice un paso muy lento
y produzca de pronto un segundo ritmo ultrarrápido. Com
prendemos que a una acentuación siga de inmediato una
majestuosa ralentización. Pero ¿cómo dar cuenta de ese gesto
cuando parece al mismo tiempo al ralentíy acelerado, como
si en el centro mismo de su virtuosismo surgiera algo pa
recido a un sosiego infinito, como puede suceder en el apo
geo del acto amoroso? ¿Cómo llamar a esa manipulación
del tiempo que ante todo constituye —y lo advertimos si es
cuchamos este baile cuando lo m iram os- un arte superla
tivo del ritmo? No veo por el mom ento qué palabra precisa,
dentro del vocabulario usual de la estética occidental, po
dría significar esta propiedad rítmica «birlibirloquesca». Lo
cual no tiene nada de extraño, ya que el academicismo fi
losófico suele convertir los problemas de ritmo en proble
mas de compás. Otra cosa sucede en cualquier bar andaluz
próximo a una peña flamenca o una plaza de toros. En esas
enfebrecidas academias donde nada se escribe, donde se
habla y habla sin fin, una palabra corre de boca en boca, una
palabra que precisamente instruye al respecto.
La palabra «temple». No un lu g a r1 sagrado, áunque
pueda evocar el laberinto amenazado por cierto animal di
133
vino y monstruoso; aunque su espacio suponga lógicamente
el tiempo de la contem plación.1 El temple aquí substantiva
al verbo «templar», cuyo significado debe permanecer unos
instantes en la indecisión que rige, no sólo su riqueza se
mántica, fácil de comprobar en un diccionario, sino su ex
traordinaria riqueza teórica, que habrá que indagar en las
puntillosas discusiones que suscita -e n los bares, las peñas,
las plazas—entre los amantes del cante jon do y del arte del
toreo.
Pues esa palabra —ese elevado concepto—resulta común
a ambas artes.12 Desvela técnicamente , más allá de cualquier
analogía folclórica o identitaria, la naturaleza musical de la
tauromaquia española y la naturaleza agonística de la m ú
sica flamenca. Mucho más examinado, discutido y dispu
tado en el medio taurino, sin duda porque resulta más difícil
musicalizar el enfrentamiento con una fiera en el ruedo que
librar com bate cantando, tocando o bailando en el escena
rio de un teatro. Continuamente invocado pero menos de
batido en el medio flamenco, sin duda porque pertenece al
registro de la evidencia, es decir, del mayor misterio que en
cierra la virtud rítmica de este arte. Templar significa «acor
dar», «temperar», «armonizar», «proporcionar» y «suavi
zar», todo a la vez. Se templa una guitarra antes de tocarla,
134
pero sobre todo se templa el ritmo de una improvisación to
cada, cantada o bailada, con el fin de que las llam adas , las
p arad as o los rem ates se fundan en un m ism o «tempera
mento», en una misma «proporción» que -a h í radica el pro
b lem a- nada debe a una ciencia de números.
¿Cómo explicar el tem ple?Para acertar, sería preciso que
un historiador del arte aceptara m irar y que un musicólogo
aceptara escuchar, durante años, la rítm ica profunda de las
lidias taurinas; sería preciso que no faltaran a ninguna ter
tulia. esas reuniones donde los esoecialistas comentan hasta
/ i;
135
trata, más concretamente, de «acordar el movimiento del
engaño a la cadencia del avance del toro. El engaño opera
en este último a la manera de un imán. Sí se aparta dema
siado pronto, su acción cesa de ejercerse y ya no se conduce
al animal estrictamente, con todos los inconvenientes y el
peligro que ello representa. Si se retrasa, (. . . ) la cabeza del
animal toca la muleta y la quita de un pitonazo. Templar es
el segundo tiem po de la ejecución de un pase, después de
parar, sim plem ente para que salga de verdad bien el ter
cero o m andar».1
La imagen del imán nos enseña que la obra se cumple
aquí mediante influencia en un campo magnético, un campo
de fuerzas polarizadas y mantenidas juntas en el equilibrio
de un lím ite intangible. Nos inform a de la extraordinaria
sutileza que requiere esta m anipulación del espacio y del
tiempo. El temple convierte al artista - y estoy pensando ya
en Israel Galván— en un magnetizador, título al que por
abuso pretendía, recuerden, el charlatán Don Tancredo.
Templar designa el colmo del arte y sugiere en los propios to
reros un abanico de expresiones hiperbólicas: «En la lim i
tación está la sublimación. Está al límite -s e dice- pero lo
consigue», afirma por ejemplo Roberto Domínguez. «Cuan
do cogí la muleta», recuerda Luis Francisco Esplá, «no sé qué
ocurrió allí, era como si el tiempo se ralentizase y como si
alguien crease por ti bajando desde un empíreo.» Y Enrique
Ponce añade: «Torear con temple es lo más difícil. (. . . ) Yo
136
creo que ese temple te lo da Dios».1 El espectador atrapado
en ese misterio de tiempos conjuntos tam bién se rinde al
tem ple adm irable: «Torea recto con líneas curvas. Aspira
poco a poco [al anim al], lo torea sin azuzarlo (...). Un su
blime y lento cambio de mano por delante, impele esta gran
fa en a hacia otra dim ensión»... «He visto m orir el tiempo
en un “natural” de Antonio Ordóñez.»12
M agnetism o por arte de birlibirloque: el ímpetu del
monstruo queda recogido, acariciado, envuelto, atenuado
con ritmo suave y dominado por el hombrecillo vestido de
luces, un trapo rojo en la punta de los dedos, con la mera
juntura movediza de su muñeca, el compás de las piernas, la
elegancia estatuaria de su porte. No nos extrañem os que
donde muchos hablan de colmo de la belleza, otros vean su
perchería, polvareda —«polvo en el sentido del tiempo» tam
b ién -, o sea, astucia demoníaca: «Yo creo que el temple ha
sido un camelo total (...); imposible crear o imponer el ra-
lentí», sostiene Paco Camino.3Y Juan Posada afirma «el tem
ple no existe», justo antes de enumerar todas sus caracterís
ticas, al describir por ejemplo el «acople del toro a ti» cuando
el toreo acaba por «detener el tiempo».4
1 F. Zumbiehl, La voz del toreo, op. cit., pp. 174, 198, 241 y 242.
2 J. Durand, Chroniques taurines, op. cit., p. 77 (donde habla de Enrique Ponce
toreando en México en 1999) y 167 (citando a Carvajal).
3 E Zumbiehl, El arte del toreo, op. cit., pp. 121-122.
4 Ibid., p. 107.
137
El temple no es que naciera, hablando en rigor, sino que
se habría hecho irrefutable el 25 de agosto de 1912, en la Maes
tranza de Sevilla, cuando toreaba Juan Belmonte un animal
llamado -m u y m usicalm ente- Guitarrito. Templar se con
virtió entonces, en palabras de Jacques Durand, en la «pie
dra filosofal de la taurom aquia».1 Belm onte nunca quiso
analizar su propia revolución estética. Se conformaba con
asumirla com o lisa y llana «form a de ser», sin privarse de
evocar un conjunto de sensaciones ligadas a esta nueva
form a del tiempo: la irrealidad espacio-temporal de la noche
profunda de donde surgía, sin que pudiera calcularse su ve
locidad, el animal del campo; la experiencia de haber hecho
un día de D on Tancredo inmóvil sobre un pedestal;2 el sen
timiento sonambúlico de sus propios ademanes tornándose
sublimes, en armonía con el animal. «A medida que torea
ba iba creciéndome y olvidando el riesgo y la violencia. (...)
Llamaba al toro y me lo atraía hacia el cuerpo para hacerle
pasar rozándose conmigo, como si aquella masa estreme
cida que se revolvía furiosa removiendo la arena con sus pe
zuñas y cortando el aire con sus cuernos, fuese algo suave e
inerme. Convertir la pesada e hiriente realidad de una bes
tia en algo tan inconsútil como el velo de una danzarina,
es la gran maravilla del toreo. Durante toda la faen a me sentí
ajeno al peligro y al esfuerzo. Yo y el toro éramos los dos ele
mentos de aquel juego, movido cada uno por la lealtad de
sus instintos. (. . . ) El toro estaba sujeto a m í y yo a él. Llegó
138
un mom ento en que me sentí envuelto en toro, fundido con
él. Luego, al terminar la corrida, vi que el traje que llevaba
estaba lleno de pelos del toro, que se habían quedado en
ganchados en los alamares. Nunca he toreado tanto ni tan
a gusto.»1
Y un poco más allá: «Di dos verónicas, que aunque el toro
salió gazapeando, tuvieron la virtud de hacer el silencio en
el público y fijar su atención en mí. Luego, en el primer quite,
me planté ante la bestia, y quieto, moviendo muy despacio
los brazos, di otras tres verónicas, tan suaves, tan lentas, que
mientras las estaba dando advertía el silencio emocionante
de las trece mil almas, pendientes de lo que yo hacía. (...)
Fue entonces cuando con más fe he ido en m i vida hacia
un toro. (. . . ) El resultado fue impecable. Seguí toreando por
naturales pegado al toro y clavado en la arena. El animal
prendido en los vuelos de la muleta-, iba y venía en torno de
mi cuerpo, con exactitud matemática, como si en vez de pre
cipitarse por mandato de su ciego instinto, le moviese un
perfecto mecanismo de relojería, o más exactamente, aquel
“aire suave de pausados giros” de que habla Rubén. Después
de hacer una faen a rondeña, clásica, sobria, y de torear con
la m ano izquierda suave y reposadamente, me cambié de
mano la muleta y burlé a la fiera con la alegría de unos m o
linetes vistosos y unos desplantes gallardos. Dicen que fue
aquélla la m ejor faena que he hecho en mi vida. Quizá».2
1M. Chaves Nogales, Juan Belmonte, m atador de toros, op. cit., p. 201.
2
Ibid., pp. 228-230.
139
Estas dos evocaciones de Belmente, aun breves, esbozan
la notable complejidad del temple , y confirman la observa
ción de Jacques Durand según la cual «la noción sibilina
de temple justificaría un abultado ensayo fenomenológico».1
En ella encontramos, juntos, el olvido del riesgo y la desa
parición de la violencia -m u y presente no obstante, a flor
de cada in stan te-, la transform ación del enfrentam iento
en dulzura, del miedo en suavidad y de la masa en livian
dad, la fuerza de atracción del hombre y del animal llevada
hasta una especie de identificación recíproca (si el hombre
acaba cubierto de pelos animales, ¿no cabe imaginar que al
animal se le ofrece a cambio un alma humana?) encarnada
en la danza y el «aire suave de los ciclos» rítmicos que eje
cutan juntos en medio del silencio musical de todo un pú
blico a la escucha.
Belmente se cuida de decirnos cómo «templa», cómo lle
gaba a los espectadores esa «sensación de lentitud contro
lada», qué la asentaba «en la frontera de lo improbable», por
qué «aparecía tan hondamente humana», dónde se situaba
su «poder de seducción» y la «melancolía inexorable» que
al final desprendía.. .12Los eruditos en tauromaquia han co
menzado a dar explicaciones concretas, es cierto. Claude Po
pelín, por ejemplo, muestra -e n contra del Bergamín de El
arte de birlibirloqu e- que Joselito y Belmonte desarrolla
ron la m ism a técnica, según dos inclinaciones o propensio-
140
nes diferentes: en ambos se trataba de indicar al toro, una
vez lanzado hacia el engaño, una salida en el eje de la de
nominada «asta contraria» (es decir, el asta opuesta a donde
se coloca el diestro con relación al animal). Joselito se pre
sentaba de frente, mientras que Belmonte optó por presen
tarse de tres cuartos, «lo cual le permitía trazar, respecto del
eje de embestida del toro al principio, un ángulo más agudo,
[que] hacía los pases de Belmonte más ceñidos, pero tam
bién más fluidos, más largos. De ahí quizá, y por contraste,
su aspecto rectilíneo; pues el torero dibujaba, en realidad,
una curva o una línea quebrada, que volvía más gradual la
cadencia ralentizada»,1 es decir, el arte del temple.
Belmonte optó, desde el principio, por reducir su re
pertorio de adornos a los pases fundamentales «a los que in
fundía una gravedad inédita, rubricándolos con esas obras
maestras de la escultura taurina que fueron sus medias ve
rónicas y sus molinetes».1 2 El rasgo fundamental de su revo
lución estética consistió, según F r a n g ís Zumbiehl, en esto:
«Antes de Belmonte, se toreaba sobre todo con las piernas,
y en general, al final de cada pase se ganaba terreno para pro
vocar de nuevo al animal. Había que ser especialmente ágil
de cuerpo y de mente, y poner en práctica el viejo precepto:
“O te retiras tú, o te retir a. el toro”. Luego vino Belmonte y
sus cortas piernas sólo le servían para girar sobre su eje. Toda
la dinámica se trasladó a los brazos. Era como si en la arena
se expresaran deseos inconciliables: los pies estaban clava
dos en el suelo y, al culminar el pase, se ponían de punti-
1 F. Zumbiehl, «De la tauromachie considérée comme l’un des beaux arts»,
ibid., p. 33.
2 Ibid., p. 20.
141
lias para alargarlo hasta el desequilibrio: los brazos se esti
raban, (. ..) todo su cuerpo parecía atravesado por el con
flicto entre su condición estática y la voluntad de imprimir
al gesto amplitud espacial y temporal, (. ..) densa como la es
cultura y flu id a como una m elodía , [capaz] por virtud del
temple de desarrollar la imagen ideal de un tiempo recom
puesto».1
¿No es ésta una descripción ideal de lo que debería ser
—algunas veces lo e s - no sólo el toreo jon do sino el m ejor
baile jon d ol Ramón Pérez de Ayala, exegeta y amigo de Bel-
m onte, ya hablaba de su arte desde el ángulo de la «coinci
dencia de los contrarios»: «Vaciar en una form a única la
inmovilidad, signo de belleza plena por intemporal, y el m o
vimiento, signo de belleza tanto más valiosa cuanto que se
desvanece casi enseguida con su maravillosa fugacidad».12En
la m ism a época, José Bergamín, amigo de Sánchez Mejías
y exegeta de su cuñado Joselito, todavía habla del temple bel-
m ontista como de un juego de manos -lo contrario de un
paso o un p ase-, «simulación» de valor, ralentización «ven
tajosa», «efectismo sin estilo», «amaneramiento afeminado,
retorcido, lánguido, falso, latiguillo fácil para el torero como
un calderón o un portam ento, y espejuelo de tontos; porque
el único que templa es el toro.»3 Veía en el temple la super
142
chería máxima, «toreo sin toreo», «inversión total» del arte,
de modo que la «revolución belmontina» no estaba pensada
sino como «impostura», «contorsión angustiosa y grotesca»
de un hom bre que avanza hacia el toro siempre al revés,
«muy despacio y torcido».1
Cincuenta años más tarde, Bergamín se rinde ante la evi
dencia del temple y rinde a Belmonte el homenaje debido.
Recuerda - y trata de justificar un instante- su propia ma
levolencia de entonces, cuando decía que el advenimiento
del estilo «templado» del gran m atador sevillano corres
pondía al año en que hasta los toros se arrastraban por la
arena, incapaces de correr, afectados en las pezuñas por la
glosopeda.12 Luego, admite algo así como un misterio del tem
ple, el cual, según él, no depende de un «tiempo lento » como
tal, sino de un «pulso e impulso invisible » que «late y arde»
en el corazón del hombre y del animal.3 Una vez aceptado,
Bergamín hiperboliza el principio del temple y lo reconoce
como algo que se sitúa mucho más allá del tempo y de las
«formas métricas» de la tauromaquia.4 Se convierte en pie
dra filosofal, temple de alm a , lugar exacto, pues, donde el
combate con un monstruo puede identificarse con un «ejer
cicio espiritual».5
143
«E jercid o espiritual» supone aquí ejercicio musical del
cuerpo acorde con una rítmica fundamental, rítmica de pro
fu n didad, donde coexisten «soledad sonora» y «música ca
llada». ¿Por qué se observa un sentido peculiar del temple
en los toreros andaluces y en particular gitanos? Porque en
ellos nunca cesa la coincidencia, en profundidad, de «su pro
fundo pensamiento musical» y de su actividad tauromáquica.1
Porque nada semeja más al temple -«templar, mandar, parar
y recoger»—que la acción misteriosa «de los nervios del to
cador y de la madera de la guitarra» cuando producen ju n
tos ese tim bre inimitable de guitarra flam en ca, según las
expresiones textuales de Belmonte citadas por Bergantín.2
Sobre todo porque esas «artes puram ente analfabetas»,
como las llama Bergamín, esas «artes mágicas del vuelo, sin
huella o trazo literal que señalen su ruta para repetirse»,3
están sujetas a su vez a la pulsación rítm ica del compás, la
m ism a en la que evoluciona todo cantaor y todo bailaor de
flamenco, la que adopta espontáneamente, en los m om en
tos milagrosos de las suertes tauromáquicas, el público se
villano de la Maestranza.4
Y al final, el temple, antes recusado o refutado como ilu
sión suprema, se torna en Bergamín verdad estricta -au n
«birlibirloquesca»- clave rítmica, corporal y espiritual para
entender lo que denomina Za música callada del toreo. Puesto
1
J. Bergamín, La música callada del toreo, op. cit., p. 17.
2
Ibid., p. 24.
3
Ibid., p. 39.
4
Ibid., pp. 24-25.
144
que los m ovimientos recíprocos del hom bre y del animal
pueden en cierto mom ento conjuntarse, fundirse en una
calma inquietante —típica del denominado ojo del huracán-,
el arte taurom áquico es capaz, dice Bergamín, de «apo
senta [rse] en el alma, en el aire, en el tiempo, para siempre»,
velado en todo mom ento por la presencia de esos «acom
pañantes invisibles, inaudibles [que son] el baile y el cante
flamencos», «alcanza por los ojos para los oídos, y viceversa,
a quedarse quietos, extasiados, inmortalizados en su efímera
aparición im perecedera».1
© ■
1 J. Bergamín, La música callada del toreo, op. cit., pp. 15-16 y 22.
2 Id., «La estatua de Don Tancredo», art. cit., p. 72.
145
tan sencillo... como un café tem plaíio, dicen en España, o
sea, un café al que se añade una gota de leche, y enseguida,
con toda modestia y total evidencia -aquella, oscura en sus
algoritmos, de la dinámica de los fluidos-, se forman en él
admirables circunvoluciones o complejidades morfológicas
ante las cuales un filósofo, un adivino, un poeta o un coreó
grafo soñarían mucho tiempo.
Más paradojas. Y no serán ni mucho menos las últimas.
Intentemos esbozar un cuadro del problema. Primera serie:
paradojas de tiempo. El temple remite a una decisión tem
poral del torero o del bailaor, que pretende convocar con
tinuam ente el peligro -d e ahí la urgencia, de ahí que cada
movimiento esté al borde de su propia precipitación, caída,
enganche, herida, fallo o desbandada-, pero sin apresurarse.
«Sobre todo, no tener prisa», opina Paco Camino, ni siquiera
cuando el asta corta el aire en tu dirección.1 El tiem po de
la faen a está contado, una fiera se precipita sobre ti, pero re
sulta imprescindible que cada gesto «no tenga fin».2 Hay que
tener sentido del compás, de la medida -«Repito, el secreto
del temple reside en adelantar la muleta, adelantar siempre
los engaños al ritm o del toro y tener el sentido de la m e
dida»- y, además, alcanzar ese sentido particular de la du
ración que es «el valor para llevar el toro hasta el final» del
pase, sin que el ritmo se extinga.3 «Es una carrera contra el
reloj [pero] no queremos que se termine.»4
1
F. Zumbiehl, Des taureaux dans la tete, I, op. cit., p. 79.
2
Id., La voz del toreo, op. cit., p. 258 (Miguel Abellán).
3
Ibid., p. 208 (Luis Francisco Esplá).
4
Ibid., p. 108 (Juan Posada).
146
Paradojas de la lentitud fugaz. Por ejemplo cuando An
tonio Ferrera -irónicam en te apodado Ferrari por ser de
masiado rápido y frenético, y «levanta[r] demasiado
polvo»-, sin prevenir, empieza un día a torear «con pro
fundidad, lentamente», más allá de cualquier virtuosismo.1
O cuando el toro está «parado» y se necesita una ciencia
completa de la llamada y el ritmo «porque lo tienes que traer
muy despacio, pasando por tu cuerpo, desde donde está el
toro parado».12 Pero templar, repitámoslo, no es simplemente
ralentizar el tempo. Quien ralentiza sin temple sólo consigue
desacordar el ritm o entablado, por ejemplo si el animal
atrapa el engaño o simplemente se niega a seguirlo. «Es más
que lentitud; es dar la impresión de que paras al toro, y en
realidad no se para, sino que te adaptas a su ritm o.»3
El tem ple evoca con bastante precisión la doble sensa
ción, potente y diáfana, que exigía M allarmé a cualquier
acontecimiento escénico: «Un himen (de ahí el Sueño), vi
cioso mas sagrado, entre deseo y realización, entre la per
petración y su recuerdo: ora adelantándose, ora rem em o
rando, en futuro, en pasado, bajo una aparien cia falsa de
presente».4 ¿Dar la impresión de parar al toro mientras con
tinúa corriendo? Es la paradoja más sorprendente de nues
tra segunda serie: paradojas de movimientos , por supuesto
imbricadas en todas las demás. La ondulación magnética
147
que describe Mallarmé -vaivén espacial y temporal, psíquico
y corporal, docto y sexual- da cuenta sobrada de lo que ocu
rre, ínfimo y enloquecido, entre la obstinación del m ons
truo negro y el m ariposeo del paño rojo, esa prenda, ese
perendengue, esa cosa liviana se diría escapada de una mujer.
Por contraste, la definición menos lírica y antropomór-
fica indicaría que el temple designa la calidad del torero que
sabe guardar igual distancia entre la res y el engaño durante
el transcurso de un pase. O sea: supone simplemente un pro
blem a de espacio o de espaciamiento. Salvo que espacio, en
castellano, denota tam bién el tiempo y la lentitud (no me
sorprende oír a Galván utilizar a menudo la expresión dar
espacio, hacer lo mismo con más espacio, o sea, con mayor
espaciamiento, más despacio, tomándose tiempo). Templar
consiste en hallar con intuición el espaciamiento justo entre
el engaño y los cuernos, lo cual induce el juego de m ovi
mientos recíprocos del hombre y la fiera, la magia del tiempo
percibido de dichos movimientos: «Lo único que cuenta es
la muleta, más lenta que la embestida que sin embargo no
la alcanza».1
La soberana lentitud del temple no provendría, pues, de
la capacidad para ralentizar la acom etida del toro, sino
de la composición de los movimientos —acordados mediante
cam bios de tempi, llamadas y paradas, tiempos y contra
tiem p os- de la masa animal, el paño y el cuerpo humano.
Representa el acorde de todos los movimientos efectuados
por los dos seres en liza y por el velo que al mismo tiempo
148
los separa y atrae. Ahora bien, ese acorde se nos presenta
como una paradoja, bajo una apariencia falsa de lentitud y
de soberanía magnética, de la que lleva al estado de hipno
sis. «Diríase que la tela decide, soberana»,1de forma mágica,
sobre cualquier voluntad y violencia.
Ninguna de estas paradojas de la danza que efectúan jun
tos el hom bre y el animal sería posible sin el movimiento
intersticial del capote o la muleta. No hay temple en los ju e
gos taurinos donde los animales persiguen simplemente a
los hombres.12 Acaso el temple no existiría sin ese paño que
Warburg reconoció en el arte de la Antigüedad y en la co
reografía de las obras renacentistas -tam b ién en la coreo
grafía moderna, pensemos en Loie Fuller-, como operador
de la expresión, «interfaz» volátil que él llamaba «acceso
rio en movimiento»3 ( bewegtes Beiwerk). En la misma época
en que Warburg comenzaba su gran atlas de Pathosformeln
y de «accesorios en movimiento» -e n los gestos de guerra y
de cortesía, en las contorsiones de Laocoonte, las psicoma-
149
quias, los vestidos de ninfas que se levantan cuando cami
nan, y asimismo en el ropaje de Mitra sacrificando al to ro -,1
Sigfried Kracauer analizó una visión de la corrida titulada
«estudio de movim iento»: y lo que más le sorprendió en
aquella experiencia taurom áquica (tuvo lugar en 1926,
en Aix-en-Provence) fue precisamente la «fuerza de los or
namentos» paralela a contrastes formales como los de la su
perficie (capote), la línea (estoque) y los «círculos que van
estrechándose» hasta la muerte del animal.12
Moverse acompañándose de un trozo de tela, como hace
el torero en el ruedo, entraña -ap arte la belleza intrínseca
del traje de lu ces-3 un doble movimiento y un doble tempo:
el trapo responde con demora al requerimiento de la m u
ñeca, traza una circunvolución más amplia y forzosamente
más lenta que la del cuerpo sobre sí mismo. Lanzar hacia
delante el capote entraña un malestar - o una m agia- en el
tempo. El gran malestar o la gran magia del temple harán en
tonces que el paño dom ine a la m asa , la atraiga hacia sí, la
hipnotice, la recoja, y acabe absorbiéndola en una especie
de flujo generalizado, como sugirió, entre otros, Juan Bel-
monte: «Convertir la pesada e hiriente realidad de una bes
tia en algo tan inconsútil com o el velo de una danzarina,
es la gran maravilla del toreo».4
150
Las paradojas de movimientos conllevan, pues, parad o
jas de consistencias, tercera serie. Para crear esa liviandad fan
tasmal, sonambúlica u onírica -d e la que Hemingway hizo
un bello análisis al comparar el temple taurom áquico con
un «salto del ángel [donde] el saltador contrólala velocidad
y transforma la caída en un dilatado deslizamiento, seme
jante a las zambullidas y saltos que a veces damos en sue
ñ os»-,1es preciso saber acentuar la pesantez del toro. Lo cual
se consigue, una vez más, mediante el movimiento y su des
viación, modificando el centro de gravedad del animal, ex
plica con meticulosidad Luis Francisco Esplá: «El toro no
vive con la cabeza humillada, no vive incurvado. Cuando
embiste cambia su centro de gravedad. Mientras corre es
tirado, su centro de gravedad está casi en el pecho. Cuando
empieza a embestir metiendo los riñones, ese centro de gra
vedad se va a desplazar. Entonces tiene que compensar re
m itiendo ese cam bio de equilibrios. El torero tiene que
procurar por todos los medios alargar el muletazo, que esa
postura anormal en el toro sea lo más larga, y cuanto más
larga sea, más le va a costar al toro andar, y lo va a hacer
con más retardo. (. ..) Ese esfuerzo ralentiza todos sus m o
vim ientos y produce, además, esa sensación de curva, de
fuerza contenida. (. ..) Si el toro acepta esas incurvaciones,
permite el temple».1 2
1 Citado por F. Zumbiehl, «De la taurom achie considérée comme l’un des
beaux arts», art. cit., p. 43.
2 Id., La voz del toreo, op. cit., pp. 206-207 (Luis Francisco Esplá).
151
Otra paradoja: la tela deberá dar la impresión de pesar
más -algunos artistas almidonan las m uletas- para que su
vuelo parezca más lento, incluso inmovilizado, escultural.
Pues ahí radica todo, en esa relación entre danza y estatura,
es decir, entre aire y fuerza, fuerza y piedra, escultura y m o
vimiento: perfil de viento, perfil de fuego y perfil de roca.
Afirma Luis Miguel Dom inguín que «el torero debe ser
siempre un bailarín parado, un bailarín sin movimientos,
con un ritm o y una cadencia que llamamos (. ..) temple».1
El acto de tem plar muestra así su musicalidad propia, algo,
decía Bergam ín, «que en el aire construye su morada»:
siendo esta morada forma que permanece, gesto como va
ciado o esculpido en el aire.2 «El toreo», afirma Pepe Luis Váz
quez, «es movimiento, una cosa en el aire que se aposenta
y que desaparece. No sé si cuando deje uno este mundo
podrá verse en el otro, en el aire, donde quedan las cosas flo
tando.»3En todo caso, así es como en virtud de ese acto com
plejo, un simple gesto -tan to un paso de baile como un pase
taurom áquico- puede transformar su «breve aparición», su
paso por el aire, en algo «imperecedero», duro y luminoso
como mármol de sarcófago antiguo.
152
tregua la fuerza de atracción de las cosas afrontadas —cuer
pos o partes del cuerpo, gestos desnudos o «accesorios en
movimiento», pudiendo las polaridades, por supuesto, en
trelazarse y ser cada vez más complejas—. Lo cual determina
una cuarta serie operatoria: paradojas de fuerzas. El dato pri
mero en tauromaquia es la hostilidad absoluta, la soberanía
celosa del terreno, la soledad agresivamente reivindicada.
El arte del temple consiste en transformar ese aislamiento
en algo muy misterioso que no es ni mucho menos recon
ciliación, sino más bien lo que he llamado soledad com pa
ñera. Tal sería la obra taurom áquica: «Por el milagro del
temple, hacer que [el] salvajismo [del toro] mengüe y se me-
tamorfosee en aquiescencia», lo cual supone una «inflexión
de lo inflexible» admirada por los espectadores y experi
mentada por los propios toreros -B elm on te a la cabeza-
como verdadera «fuerza hipnótica».1
Comprendemos que Johann Sebastian Bach compusiera
un Clave bien temperado. ¿Mas cómo construir un arte del
salvajismo bien temperado, de la animalidad, de la desme
sura bien temperadas? No obstante eso es lo que sucede
cuando hombre y toro se llaman, se rechazan e inspiran re
cíprocam ente: su lucha no dejará de serlo -u n a lucha a
muerte, y olvidarlo un solo instante podría ser fatal para el
hombre, ya que el animal jamás lo olvida-, pero recae en el
artista hacer de ella una lucha al unísono gracias a esa «vir
tud de apropiación», com o la llama Jean-M arie Magnan,
153
que pretende transform ar la pura violencia animal en au
téntico material coreográfico.1 Paradoja suplementaria: el
temple suaviza el impulso hostil, le confiere armonía, gra
cias a una mezcla de elevada ciencia -cap az de evaluar en
el animal cada indicio, las relaciones entre masas y veloci
dades, las orientaciones, sesgos, terrenos, características
musculares, agudeza del campo visual, etcétera- y de pura
intuición , hasta tal punto que ciertos toreros atribuyen a su
muy poco civil enemigo capacidad de temple propia: «En
el temple hay algo de geometría y algo de intuición. Es inex
plicable cómo a un toro que viene con esa violencia y esa ve
locidad uno pueda, en un corto espacio de distancia, de tres
o cuatro metros, reducir esa velocidad. Posiblemente hay
algo en el mismo toro, en su condición de ser vivo: está co
rriendo detrás de algo, y cuando lo tiene cerca, para ahorrar
esfuerzos aminora la velocidad».12
Jamás un toro bravo renuncia a sus prerrogativas terri
toriales, a su naturaleza de fiera, a su violencia absoluta. Em
pero, afirma Roberto Dom ínguez, «sólo sirve con él la
suavidad, [y] es el temple».3 A saber, según el testim onio
del torero Ángel Luis Bienvenida, «un deje de suavidad, (...)
de una armonía suave, una música que no tiene violencia».4
«Se pierde muchas veces la noción de dónde está uno», con
154
fiesa Pepe Luis Vázquez. «Es una cosa tan expresiva, tan pro
funda, tan bonita... Creo que el toro pierde la noción de la
violencia y el torero pierde la noción de echarse para atrás.»1
Es como «hacer una caricia», dirá Espartaco, caricia en la
frente con que algunas veces el hombre agradece al m ons
truo porque «te está acompañando en tu realización». El
miedo continúa ahí, por supuesto, pues el peligro acecha.
«Pero que todo sea como una caricia.»12
Alcanzar eso supone alcanzar la gracia suprema, cuando
la imantación recíproca entre cuernos y engaño se desen
vuelve, se danza y caracolea en el «reino [de] la limpidez».3
Supone alcanzar «una lentitud y belleza soberanas».4
Cuando el hombrecillo del paño rojo domina a su gran ene
migo oscuro, y tam bién «al enemigo interior e invisible que
le habita», es decir, el miedo.5 Cuando desaparece —o esa im
presión d a- la dialéctica del señor y el animal domado, según
testimonio de Juan Posada: «Me obsesionaba la cuestión del
temple y en muchas ocasiones no lo conseguía porque es
taba equivocado, en cuanto creía que templar era mandar
uno. Hasta que me di cuenta de que era todo lo contrario».6
¿Lo contrario? O sea: cuando «el hecho de que esté de al
guna manera ordenando el caos me da una sensación or
155
gánica pura», dice Luis Francisco Esplá.1 O sea: «La verdad
es el m om ento».12 O bien, ese famoso duende —fuerza pro
funda- que Federico García Lorca reconocía en los inicios
del cante jan d oyy que Ángel Luis Bienvenida reconocerá en
sus propios momentos de temple: «Está ese duende , esa ins
piración (...) [cuando] estás creando una belleza que no la
conoce nadie, nadie más que tú, y la creas tú, con tu tem
ple, con tu inspiración. (...) Es como un sueño. Es algo que
te surge de la nada y no sabes de dónde viene, adonde va,
ni cuándo se para, ni cuándo empieza».3 Por su propia eti
mología, el duende está relacionado con el enigma del do
minio: donde reinaban peligro, violencia y desmesura
animal, el temple realiza la operación misteriosa de un ritmo
que, al instalarse, doma -d om in a y templa, pero sin «man
dar» n ad a- el salvajismo de la fiera. La suavidad signa el arte
del temple, la «caricia» que éste hace posible signa el verda
dero dom inio del hombre sobre el animal.
Mas esta dominación rítmica nunca puede darse por ad
quirida. No es dominable. Se obtiene en un gesto y se pierde
en el siguiente. Va y viene al ritm o de la soledad sola y de la
soledad com pañera. La soledad sola refleja la situación de
cada cual frente al otro cuando el otro representa la hosti
lidad absoluta, el territorio prohibido, lo intocable, el peli
1 F. Zumbiehl, La voz del toreo, op. cit., p. 200 (Luis Francisco Esplá).
2 Ibid., p. 39 (Pepe Luis Vázquez).
3 Ibid., pp 59-60 (Ángel Luis Bienvenida). Véase F. García Lorca, « Théorie et
jeu du duende » (1930), trad. de A. Belamich, CEuvres completes, I, op. cit., pp. 919
931. [En castellano: «Teoría y juego del duende», Prosa, Alianza, Madrid, 1969.
(N .delaT .)]
156
gro de muerte. En ese momento, el hombre se halla verda
deramente solo ante el monstruo, solo con su miedo den
tro, solo con la muchedumbre alrededor. Tan solo y aban
donado que ni siquiera está consigo mismo: «Te tienes que
abandonar. Porque tu cuerpo por instinto, sin tú pedirle
nada, en el último segundo, puede moverse un poquito, (...)
te tienes que abandonar y olvidarte de ti m ism o».1 Estado
de desnudez, el Viti se da cuenta de ello, inseparable —para
dójicamente—del vestido que representa el sentido artístico:
«En la plaza estamos al desnudo, y al mismo tiempo esta
mos vestidos por nuestra interpretación del oficio. Estamos
al desnudo porque estamos en una claridad de expresión».12
Cuando Juan Belmonte se dio muerte en 1962, José Ber
gantín le dedicó un bello texto titulado «El único y su sole
dad»: en él habla del estoicismo andaluz, dice y repite hasta
qué punto Belmonte estuvo solo y fue único, «solo y único
para siempre»; vuelve sobre el contraste estético entre Bel
monte y Joselito, y afirma que cada cual era tan necesario
para el otro com o solo se hallaba ante él, inconm ensura
ble para el otro, como Beethoven (Belmonte) estuvo solo
ante M ozart (Joselito) o Velázquez (Joselito) ante El Greco
(Belm onte).3 Constituye una nueva paradoja: cuanto más
profunda es la soledad, menos estamos en ella pura o «so
lamente» solos. O bien el otro se encuentra allá delante -en
157
la distancia de lo intocable-, o bien es el ausente, modo no
menos intocable de ser compañero interior.
Esto se aplica al miedo que nos fragmenta y al gozo que
nos disocia: «Simplemente, gozaba», recuerda Pepe Luis
Vázquez. «Gozaba de manera increíble. Creía que no había
nadie a m i alrededor. (. ..) Estaba aislado del mundo. (. ..)
En Valladolid en 1951, recuerdo que me evadí com pleta
mente del público y de la realidad que me rodeaba. ( ...) Yo
estaba sonámbulo, había perdido la noción de donde estaba.
¡Había en el público un barullo...! Y yo no echaba cuenta del
público, iba con la cara para abajo ( ...) Se puede decir que
es como una borrachera, que al día siguiente no recuerda
uno lo que pasó; o una transfiguración, una cosa que no es
de este mundo, como si se hubiera soñado con épocas pre
téritas. Sí, quizá sea esa faen a la que más me ha llamado, por
ese motivo, porque no me acuerdo. Por algo sería. Sería por
que estaba fuera de lugar».1 Ordóñez contó: «En un m o
m ento cumbre, la reacción del público no se oye desde
donde estás. Es com o el mom ento sexual, no oyes nada».12
Rítmicamente, es cierto, el temple se asemeja a ese momento
tan especial durante el acto sexual, en que los amantes, aún
en plena danza corporal y en el colmo de la excitación, sien
ten algo parecido a una calma infinita, una súbita lentitud-
com pañera que no es el sosiego del goce, sino al contrario,
su verdadera potestad sobre los cuerpos amorosamente
mezclados.
1 F. Zumbiehl, La voz del toreo, op. cit., pp. 36 -3 7 (Pepe Luis Vázquez).
2 Ibid., p. 96 (Antonio Ordóñez).
158
Cabría decir que, por virtud del temple , el terrible com
bate entre el hombre y el animal aparece -só lo para el hom
bre, probablem ente— bajo una aparien cia falsa de amor.
«Cuando el animal y el hombre sean dignos uno de otro, el
héroe será dos en uno, el espada y el toro, íntimamente li
gados, inseparables, ambos valerosos, trabados en una sola
masa. Juntos, y solos. D ejadm e solo , dice el matador cuando
no quiere que intervenga nadie en ese cuerpo a cuerpo su
premo. D ejadnos solos es lo que debería decir», observaba
en los años cincuenta Marcelle Auclair, aficionada muy al
tanto de la «soledad compañera» de los toreros.1 Cuando
al templar se levanta el duende «solamente hay un personaje.
Cuando uno y otro se funden, es sublime».12 Nótese que ese
momento calificado por Juan Posada de sublime - la fusión
rítmica que acerca al máximo esos dos cuerpos tan disími
les en form a y en m ed ios- es asimismo el m om ento de
mayor peligro: no sólo cuando el hombre, en el instante de la
estocada, «se cruza» abalanzándose casi al encuentro de los
cuernos, sino en el transcurso de la faen a, cuando la sensa
ción de suavidad exquisita hace olvidar la necesaria distan
cia: «Siempre cuando los toros pegan las cornadas más
fuertes es cuando los toreros están a gusto, y cuando los to
reros creen que su obra se está haciendo con mayor tran
quilidad. ( .. .) Te coge porque te has dejado llevar por esa
159
sensación tan bonita que estás sintiendo en ese momento.
( . . . ) Hacer arte con algo vivo es muy grande».1
1
F. Zumbiehl, La voz del toreo, op. cit., p. 222 y 229 (Espartaco).
2
Ibid. p. 94 (Antonio Ordóñez).
3
Ibid. p. 90 (Luis Miguel Dominguín)
160
mientos justos e intimidades que se responden. Galván, en
sus espectáculos, escenifica con total sencillez y sinceridad
su manera de escuchar al compañero musical, hace algo pa
recido al artista del temple taurom áquico que afirm a no
apuntar sino a «lo más íntim o del toro», o sea, su deseo, la
espacialidad de su deseo, la musicalidad de su deseo, todo
cuanto nom bra más o menos el término querencia, esto es,
la dirección instintiva del animal, su «apego a un lugar pre
dilecto». El temple, en definitiva, es una manera de acordarse
con el espacio y el tiempo - e l ritmo musical—del deseo del
otro. Una manera de acercarse al otro respetando su sole
dad. «Si no tuviese música el toro, no habría esa composi
ción hecha a base de sensibilidad.»1
Algo así sucede en Arena, entre la gran masa negra del
piano y el cuerpo del bailaor prendido en el encanto oscuro
de la m úsica. El toro - e l p ia n o - afirma su m elodía y su
tempo. El hombre lo acepta. Recibe la «embestida», la m an
tiene a distancia con una respuesta fundada en contram o
tivos inmediatos. Luego se despliega una seducción recí
proca, más suave, y no se sabe ya quién decide, quién influye
en quién. El bailaor habrá «templado» así su música com
pañera. Un ritmo majestuoso y casi incomprensible de si-
guiriyas nace de este asentimiento recíproco a la soledad del
otro. No tratemos de determinar -co m o tantos aficionados
deseosos de legislar los gestos de los artistas, al igual que
los académicos las palabras de los poetas- quién decide y
quién sigue, quién manda y quién es mandado. En toda «pro
161
gresión del entendim iento», com o tan atinadamente lo
llama Ordóñez,1no se necesita saber quién domina el ritmo,
pues el ritm o -e s a manera de estar juntos en el tiem p o -
reina entonces com o dueño y señor de ambas soledades
compañeras.
Acaso una palabra resume todo este proceso: la palabra
«acoplamiento», de la que Jacques Durand - a propósito de
una histórica fa en a de Antoñete a un toro blanco de Os-
borne, en Madrid en 1 9 6 6 - recuerda que «contiene la idea
de pareja y el eco de la copla»,2 es decir, de la poesía escan
dida en el cante profundo. Otra manera de decir que la re
lación entre baile jondo y arte del toreo se sitúa primero, bien
lo comprendió Bergamín, al nivel de una «soledad sonora»
y de una «música» -explícita o implícita, clamorosa o ca
llada- que transforma hoy a Galván en maestro del temple ,
como Chicuelo o Curro Romero fueron maestros del com
p ás -p o rq u e sabían infundir a la lidia una cadencia real
m ente fla m e n c a - o Rafael Albaicín, torero músico que
pasaba del piano al toro, interpretaba a Falla, Liszt o Cho-
pin antes de desplegar en el ruedo un estilo «lánguido y eva
nescente» surcado por «esplendores lentos», o sea, temples ,3
Gran bailarín no es quien llega más alto, más rápido, más
fuerte. El virtuosismo resulta esencial al baile por las deci
siones artísticas que concurren, de una manera u otra, a
«templarlo», a crear el ojo en el huracán, el «esplendor lento»
1
F. Zumbiehl, La voz del toreo, op. cit., p. 95 (Antonio Ordóñez).
2
Ibid., J. Durand, Chroniques taurines, op. cit., p. 174.
Ibid., pp. 100-103,108-111 y 261-264.
162
en los fuegos artificiales. Es lo que hace Galván: ser el tem
plario de su propio cuerpo de bailaor virtuoso. Por eso, en
Arena , es sucesivamente e incluso simultáneamente hom bre
y anim al, anim al que embiste, se amedrenta, enfurece,
vuelve, y hom bre que aguarda al otro, lo recibe, lo esquiva,
se amedrenta, lo domeña, lo estoquea. De ahí la impresión
de fiera y la rem iniscencia de Nijinsky. Pues el cuerpo de
Israel Galván es ora bestial ora espiritual, al mismo tiempo.
De ahí la impresión -nietzscheana- de dios que baila. Ora
fulminante, ora acariciador, al mismo tiempo. Ese al mismo
tiempo que ofrece, precisamente, el tiempo compuesto del
temple.
Basta con m irar sus manos. Van libremente a donde no
se las espera (estoy pensando, por ejemplo, en determinada
manera de ensamblarse en la espalda), restallan, casi esta
llan en palmadas rítmicas a uno, dos, tres, cuatro tiempos,
crean volúmenes sensibles por mero espaciamiento, dicen
sí y no al m ism o tiempo, acogen y huyen, amagan, dom i
nan, cazan al vuelo, se evaporan de pronto como una voluta
de humo, con maravillosos contorneos. Saben agrandar el
espacio, y de golpe, cerrarlo, anularlo, devolverlo a otra parte,
absorberlo com o un agujero aspira el agua en remolinos.
Me recuerdan lo que Juan Posada dice acerca de Belmonte,
y luego de Rafael Ortega: «El toreo es como la guitarra. Se
torea con la yema de los dedos y con la muñeca. (...) Su m u
ñeca le bastaba para crear belleza».1 Enrique Ponce afirma
163
asimismo que «la m uñeca es la base del toreo; es lo que
manda, lo que templa, lo que hace daño o da suavidad. (. . . )
En tu muñeca, le estás imprimiendo [al toro] un ritmo, un
temple y un mimo, sin tirones, con cadencia».1También Gal-
ván sabe romperlo todo (rematar) o suavizarlo todo (tem
plar) con un solo movimiento de muñeca. Como si él sí
supiera asir el tiempo con las manos.
Tal prodigio tiene un nombre. Se llama ritmo, simple
mente. Esto es, «la forma en el instante en que es asumida
por lo moviente, móvil, fluido».12 Gestaltungy no Gestalt, co
menta Henri Maldiney, para quien el ritmo es «el acto del
estilo», o dicho de otro modo, la manera en que una forma
manifiesta «la articulación de su tiempo implicado».3 Ello
quiere decir que el ritmo no se superpone al compás -q u e
el rhythmos no es reductible al arithm os-4 e incluso que lo
engaña y desengaña buscando precisamente, como en el
baile jondo, lo que podría ser una puesta en ritmos del des
compás mismo, de la desmesura.
«Por el ritm o percibimos el tiempo», escribe Pierre Sau-
vanet. El ritm o no es el tiempo, obviamente, pero en la ex
periencia del ritm o cobra sentido el tiempo -s e apodera de
164
la sensación, se inventa direcciones, se dota de significados.1
Puesto que temporaliza cuanto toca, el ritmo será, además,
principio mayor de alteración y metamorfosis: «Cuando el
canto, el baile com ienzan, algo ha cam biado no sólo en
el oído o las piernas, me encuentro construido u organizado
de otro modo. He experimentado un cam bio de estado
—(análogo al paso del sueño a la vigilia)».12 .
Gilíes Deleuze lo denominará capacidad para revelar f i
guras multisensibles. Una manera de considerar el ritmo, no
com o ley de cadencia, sino como una más vasta «potencia
vital que rebasa todos los ámbitos y los atraviesa (. ..), más
profundo que la visión, la audición, etcétera». Y en el cual
van a encontrarse —com o cuando un gran animal oscuro
sale al encuentro de un hombrecillo en traje de lu ces- «el
mundo que me tom a a m í mismo al cerrarse sobre mí [y]
el yo que se abre al mundo, y lo abre él mismo».3Lo que abre
la espada en el cuerpo del toro, lo abre el ritm o en nuestro
sentido del tiempo: instante de la herida, la desmesura y la
verdad juntas.
165
Se «lleva el ritmo» casi siempre para estar juntos. Entre
varios. Los tiempos se acercan unos a otros, van y vienen
con igual empeño en las vueltas y revueltas. Una fiesta. Una
variante de cortejo sexual. Mas cuando creemos «llevar el
ritmo», el ritmo es en realidad el que «nos lleva», nos arras
tra. Cuando creemos comenzar a llevar un ritmo, es el ritmo
el que nos abre al tiempo, al otro y a nuestra propia inte
rioridad. El ritmo funda sin duda nuestra existencia como
sujetos.1
Sin cxnbaX^Qj «un sistcius. fitm ico no lo emite usted más
que yo. Cuando hay ritmo, hay intercambio; el porqué y el
cómo de ese intercambio constituyen el secreto del ritmo.
Ese intercam bio no es de hom bre a hom bre sino de fun
ciones a funciones. Todas las funciones de igual especie se
reducen a una. La unanimidad. Las funciones de especie di
ferente se ordenan o se ajustan una a otra. Tú cantas, yo mar
cho según tu canto. T ú gritas, yo sufro».12 Nadie, pues,
«posee» el ritmo. El ritm o, cuando nuestra subjetividad de
cide abrirse a él, es el que nos posee y nos lleva, hace que
juguem os, obremos, trabajem os con él. Hay una estética,
pero también una ética e incluso una política del ritmo (que
a su m anera Roland Barthes indicaba, al contraponer el
«ritmo griego» de la ascesis y la. fiesta al «ritmo plano de la
modernidad: trabajo/ocio»).3
166
Pero el ritm o se instaura asimismo para acusar las dife
rencias, para saber romper la unanimidad. Por un lado, «en
gendra un deseo irreprimible de ceder, de ir al unísono; no
sólo el paso, tam bién el alma lleva el compás», escribe
Nietzsche en La ciencia jovial.1 Por otro, nuestra capacidad
de insurrección suele manifiestarse con una reacción rítmica
-contratiem p o o contragesto- a algo que nos repele. Una
vez más, Nietzsche propone el ejemplo más claro: «Mis ob
jeciones a la música de Wagner son objeciones fisiológicas:
( . . . ) apenas esa música actúa en m í y respirar me resulta
más difícil; pronto m i pie se enoja e insurge contra ella - n e
cesita compás, danza, marcha cadenciosa (. ..). Y entonces
me pregunto: ¿qué es lo que todo m i cuerpo espera absolu
tamente de la música?».*12
El ritm o brota con frecuencia como rebelión del cuerpo
singular contra el obligado paso del cuerpo social: produce
su descom pás solitario contra el compás de todos. Pero al
mismo tiempo afianza la comunidad humana, puesto que
no existiría sin lo que Marcel Mauss llama una «técnica del
cuerpo».3 El hom bre es el único animal que sabe ir a con
Oeuvres completes, IV, ed. É. Marty, Le Seuil, París, 2002, p. 750). Véase H. Mes-
chonnic, Politique du rythme, politique du sujet, Verdier, Lagrasse, 1995.
1 F. Nietzsche, Le Gai savoir (1882-1887), trad. de Pierre Klossowski revisada
por M. B. de Launay, CEuvresphilosophiques completes, V, Gallimard, París, 1982,
p. 111. [En castellano: La ciencia jovial (La gaya scienza), trad. de Germán Cano,
Editorial Biblioteca Nueva, Madrid, 2001. (N. de la T.)]
2 Ibid., p. 275. Sobre la importancia crucial del ritmo en el pensamiento fi
losófico de Nietzsche, véase P. Sauvanet, «Nietzsche, philosophe-musicien de l’é-
ternel retour», Archives de Phílosophie, LXVI, 2001, n° 2, pp. 343-360.
3 M. Mauss, «Les techniques du corps» (1936), Sociologie et anthropologie, PUF,
París, 1950 (ed. 1980), pp. 363-386.
167
tratiempo de un compás preexistente; es, por tanto, el ani
mal rítmico por excelencia. Cómo expresarlo mejor, a pro
pósito de Israel Calvan: la «soledad compañera», caracte
rística fundam ental de su baile, no es más que una manera
distinta de designar su peculiar protesta rítmica, entre vir
tuosismo y no actuar, torbellino y estatua, ruptura y en
samble, desm esura y compás, quiebros del rem atar y
suavidades del templar.
En sus Notas sobre la melodía de las cosas, Rainer Maria
Rilke desarrolla hondas reflexiones sobre la soledad funda
mental de nuestras múltiples existencias. Esas soledades se
despliegan, im agina él, con fondo de una música que,
cuando cada uno de nosotros accede a escucharla para sí,
llama a cada uno hacia cada uno, y durante un raro m o
mento crea algo similar a una com unidad : «Somos como
frutos. Estamos suspendidos en lo alto entre ramas extra
ñamente enlazadas, expuestos a no pocos vientos. Lo que
poseemos es nuestra madurez, nuestra dulzura, nuestra be
lleza. Pero la fuerza que las nutre corre por un único tronco,
desde una raíz que ha terminado por extenderse a mundos
enteros. Y si queremos dar testimonio de su fuerza, cada uno
de nosotros debe querer utilizarla en el sentido más apro
piado para su soledad. Cuantos más solitarios hay, más so
lemne, conmovedora y potente es su comunidad. Y los más
solitarios son precisamente los que más participan en la co
munidad. Antes dije que dentro de la vasta melodía de la
vida, éste percibe más, aquél menos; correlativamente, le in
cumbirá una tarea mayor o menor en la magna orquesta. El
168
que percibiera la totalidad de la melodía sería a la vez el más
solitario y el más comunitario. Pues oiría lo que nadie
oye.. .»d
Israel Galván parece pertenecer a ese género de ser: la
gestualidad y la musicalidad que inventa a rabiar son fruto
de una dilatada escucha solitaria de la «melodía de las cosas».
«El arte del bailarín se construye sobre una actitud de es
cucha que implica a todo su ser», anota Martha Graham.12
Ahora bien, la escucha misma genera una floración de res
puestas -form ales, gestuales- que desmultiplica la soledad
del bailarín y la vuelve compañera o, según Rilke, «com u
nitaria». Y cabe decir, máxime en nuestro caso: rítmica. La
escucha solitaria va y viene entre uno mismo y el otro, como
el ritm o m anifiesta lo mismo (retorno periódico del com-
pús) y lo otro (invención permanente de nuevos descom
pases, nuevas rupturas o nuevas suavidades).
¿Por qué emplear en estas líneas un vocabulario del deseo
hecho gesto, incluso síntoma?3 En los años sesenta, Lacan re
flexionó acerca de la magnífica palabra «separación», por
cuanto dice mucho sobre la dialéctica del deseo y la «esci
sión del yo» coextensiva: en el deseo nos engendramos a no
sotros m ism os (se parere), mientras que él nos divide en
169
nosotros mismos y nos aleja ( separare ) del otro. Ante tal
situación, procuramos defendernos y seducir a nuestro en
torno con las galas de la belleza (separare).1 Mas «el inter
valo que se repite», planteado en las mismas líneas, impone
su ley de encadenamiento -Lacan hubiera podido decir: su
ley rítm ica-, y nos obliga a un baile perpetuo, falenas des
quiciadas en torno a un objeto que siempre faltará. Así, po
demos imaginar que el bailarín en escena se engalana con la
belleza de sus gestos, se engendra a sí mismo al plantear la
cuestión del deseo, y com o hay deseo no baila sino hasta
separarse , mediante roturas e «intervalos que se repiten». De
ahí que sea a la vez solitario y compañero. Por eso, porque
se separa -d el objeto que pretende, de sí mismo y de noso
tros, sus espectadores-, nos concierne de modo tan íntimo,
ofrece figuras y m ovim ientos para nuestras propias sole
dades.
De ahí que no podamos mirar a un bailaor -sobre todo
en Sevilla, lugar eminente para placeres del instante, y para
la etimología, la m em oria- sin una voluptuosidad marcada
por alguna inmemorial pérdida. La «voluptuosidad de la pre
cisión» y el «sabor del tiem po », otros dos aspectos esencia
les compartidos por el arte taurom áquico y el arte del
bailaor.12 «Muchos lloraban de gusto y alegría», escribe Ber-
gamín refiriéndose a un m om ento privilegiado en la Maes
170
tranza.1Pero si lloraban, es que les faltaba algo. O mejor: las
lágrimas significaban la carencia, y el gusto significaba que
esa carencia, ese día, con esa figura, ese temple-, ese ritmo y
esa belleza, era lujo inaudito, exceso. Si Bergamín, Bataille,
Leiris, los toreros y los propios flam encos emplean tan a m e
nudo -inclu so con la impertinencia de tal u so - el vocabu
lario de la espiritualidad, ¿no será porque la poesía mística
logra hablar precisamente del deseo como exceso y no como
carencia, según analiza con sutileza Michel de Certeau?12
La calidad espiritual del baile inventado por Israel Gal-
ván no procede, obviamente, ni de una doctrina ni de una
intención teórica (producir una «m etáfora del pensa
m iento», por ejem plo). Proviene de determinada manera
de «apresurarse despacio» -festin a lente , o el tempo filosó
fico genu in o-, esto es, acentuar el espacio, el cuerpo y el
tiempo de un modo que ciertos conceptos técnicos del baile
y de la lidia, como rem atar o templar , designan con preci
sión. Claro es que cada experiencia -pensar, danzar, lidiar-
resulta incom parable e inconm ensurable, pues cada una
posee su propia forma de entender lo que ritmo quiere decir.
Pero el pensamiento, que libra combate siempre, debería
saber bailar también, aunque sólo fuera para convertir todo
171
saber en gaya scíenza , aunque sólo fuera «porque toda alma
es un nudo rítm ico».1
No por casualidad Ignacio de Loyola quiso introducir
el ritm o en sus Ejercicios espirituales,1
2mientras que el torero
Pepe Luis Vázquez situó toda su práctica -su peligroso li
diar a un animal lleno de baba, mierda y sangre, sobre arena
maculada, en un coso ruidoso y enardecido- bajo el influjo
del saber, el pensamiento puro, la cabeza: «[Hay que] estu
diar al toro para poderle. Al toro no se le puede más que con
la cabeza, y metiéndoselo en la cabeza». Aunque a renglón
seguido añade: «Sin embargo, reconozco que en algunos
momentos he perdido la cabeza. (...) y esa cosa voluptuosa
de la borrachera puede más que la inteligencia.»3 Y es que
el temple resulta de una ascesis -guardar la calma en plena
tem pestad- de la que, literalmente, no tenemos idea, ya que
arrastra al pensamiento hacia una impensable especie de es
critura automática de cuerpos compañeros y ritmos conju
gados.
Bailaor o no, el hombre baila con el tiempo, o sea, con
los encuentros de tiempos plurales que chocan entre sí, lo
mismo que las placas tectónicas fomentan irrevocables seís
mos. La elegancia no consiste en evitar, sino en desviar con
1 S. Mallarmé, «La Musique et les Lettres» (1894), CEuvres completes, op. cit.,
p. 644.
2 Ignacio de Loyola, Exercices spirituels (1548), trad. de M Giulíani, E. Guey-
dan y A. Lauras, Écrits, ed. dirigida por M. Giuliani, Desclée de Brouwer, París,
1991, pp. 182-183 («Troisiéme maniere de prier par rythme»), [En castellano: Ejer
cicios espirituales, Linkgua Ediciones, 2006. (N. de laT .)]
3 F. Zumbiehl, La voz del toreo, op. cit., pp. 21 y 22 (Pepe Luis Vázquez).
172
arte. O como se dice en tauromaquia, cargar la suerte.1En
tonces nos inventamos un baile, acentuamos lo que nos su
cede, rem atam os y templamos. Pero tan frágil construcción
se desmorona cuando en el destino cambia algo que no sa
bemos discernir ni acoger: así, Morante de la Puebla, «con
su tauromaquia de cadera a cadera, el refinamiento al ralentí
de sus verónicas, pone la Maestranza patas arriba. ( ...) Se
cruza en cada pase y ejecuta una obra maestra de tauroma
quia eficaz y fina, a la vez decidida y delicada. [Pero] Bar-
biano se le echa encima, lo empitona con violencia dramá
tica, lo voltea con el cuerno, lo lanza al aire, lo recobra en
tierra. Lo llevan inconsciente a la enfermería. Presenta dos
cornadas de veinte centím etros en la parte posterior del
muslo izquierdo. Llueve».12 Como si mirando al cielo dijera
que llora el milagro roto.
Hoy día, José Tomás es quizá el único para quien la cor
nada no supone destrucción del temple, sino algo que el ar
tista, en su improvisación musical sobre la muerte, añade
a su obra rítm ica: «Zaragoza, domingo 9 de abril: el toro
de M arca, el tercero, se le echa encima: José Tomás no se
inmuta. Todos los toreros saben esquivar, defenderse, huir.
Él también, pero no lo hace. ( ...) José Tomás ve venir el toro
hacia él y no se sobresalta jamás. Trepa de pie, se planta tieso
en la punta de los cuernos. El toro lo enarbola como una
lanza, durante un instante que semeja tres segundos, y de
173
algún m odo nadie se lo cree. Continuam os en la geome
tría soñadora de los pases que acaba de ofrecer. José Tomás
se yergue, herido en la ceja. Retoma simplemente el tiempo
allí donde lo había dejado. Todos los toreros cogidos se so
breponen con más o m enos fanfarronería, más o menos
miedo, bastante daño. José Tomás encadena el tiempo al
tiem po».1
Con mayor frecuencia de lo que pensamos, la muerte
obra -m aléfica- con temple : todo lo acelera al asestar el golpe
fatal, pero el golpe se ralentiza en contragolpe que no tiene
fin, en algún punto entre la muerte-ya y la vida-todavía. Así
agonizaron Gitanillo de Triana en 1931, o Ignacio Sánchez
Mejías en 1934. Del segundo, García Lorca y Bergamín can
taron la «muerte perezosa y larga».12 Del primero, menos co
nocido, cuentan sus bellos «pases de la muerte» -pases por
alto, a dos manos, popularizados por Rafael el G allo-, y
cómo un toro llamado Fandanguero le propinó tres terribles
cornadas contra las tablas. Y una agonía que le duró setenta
y cinco días, a él, de quien ponderaban su sentido del tem
ple: «Como si el tiempo hubiese querido, con mucho ren
cor, castigar cruelmente a alguien cuya tauromaquia lenta,
suspendida y ralentizada hasta el desvanecimiento, extasiaba
a los aficionados y arrojaba a los críticos taurinos hacia ex
trañas metáforas en las que ya su m uerte avisaba. De sus
174
pases de pecho y de sus verónicas de belleza sonambúlica, re
petían que eran “como un minuto de silencio”, según la fór
mula del crítico taurino Federico Alcázar. El 13 de mayo
de 1930, Corrochano, papa de la crítica taurina, le ve to
rear en M adrid y decide cronom etrar la duración de sus
verónicas. M ira el reloj en el m om ento en que Gitanillo
m onta un pase, y cuando lo term ina, sorpresa: el reloj se
ha parado. Echa un vistazo al de su vecino. Está parado tam
bién. M ira a la pista: el toro tam poco corre ya. Aquel día
escribió en 111111 ín itios 3. crónica: “Oye, Gitanillo ¿se para tu
corazón cuando toreas?».1
La muerte, siempre demasiado rápida y siempre dema
siado lenta. Nos conmueve ver al toro m orir sin fin en la
plaza: «Entre el digno silencio [del público], Tomás y sus peo
nes, convertidos en estatuas a veinte metros del toro, ob
servaron con respeto su bravura que bregaba con la tarea de
la muerte».2 Resulta curioso que en 1920, el mismo año en
que un toro llamado Bailador mató, algo impensable, al ar
cángel Joselito, Sigmund Freud descubriera que en la vida
psíquica y orgánica del ser humano ocurre algo asimismo
impensable, situado «más allá del principio de placer». Hay
también, escribe Freud, «pulsiones que conducen a la muer
te». «Por consiguiente, entre estas y las otras (las pulsiones
de vida) se anuncia una oposición cuya plena importancia
ha reconocido la teoría de las neurosis. En la vida del orga
nismo hay una especie de ritm o-vacilación (Zauderrhyth-
1
J. Durand, Chroniques taurines, op. cit., p. 160
2
Ibid., p. 216.
175
mus); un grupo de pulsiones se lanza hacia delante con el
fin de alcanzar cuanto antes la meta final de la vida, el otro,
en un m om ento dado de ese recorrido, se apresura hacia
atrás para recomenzar el mismo recorrido, partiendo de de
terminado punto, alargando así la duración.»1 En ló suce
sivo, sólo se podrán com prender los ritm os de la vida
psíquica - y en concreto esa fundamental «compulsión de
repetición» (Wiederholungszwan) que nos lleva a bailar al
rededor de los mismos agujeros negros siempre- en función
de tal dialéctica.12
Tal es la paradoja últim a del temple, que Bergamín re
conoció, tras negarla durante m ucho tiempo, m ejor que
nadie: una paradoja musical, una paradoja rítmica del m o
vim iento y la inmovilidad juntos, del «perfil de viento» y
el «perfil de roca», de la gracia corporal y la belleza sarcó
fago. Pues ese ritmo de la vida extrema -suavidad, danzada
conjunción de los seres, gozo- semeja una respiración que
se apaga. Pensemos en Manolete, «que nunca retrocede ante
los toros y torea lentamente, impasible, como si no respi
rara entre los pases»; el poeta Alfredo Marqueríe escribe que
sus faen as son «como un miércoles de Ceniza» y que con él
«la m uerte se ha dormido al lado del cuerno».3 Su última
faen a -e l 28 de agosto de 1947 en Linares- fue desde el prin-
176
cipío angustiosa, de una «lentitud suicida», entre ausencia
de sí mismo y exaltación. Dio muerte a Mero, pero volteado
por el cuerno, herido de muerte, vaciándose de su sangre,
hasta que expiró al día siguiente, a las cinco de la madru
gada, al cabo de cinco transfusiones.1
Galván depura y reinventa constantemente esa paradoja
musical. Ningún patetismo de la muerte en él, desde luego.
Baila como respira, aunque a veces nos preguntemos si no
se le para el corazón en el fondo de un remate. Concentra
esa paradoja en el combate que libra con su propio ser en
lucha con la arena del espacio y la. faen a del tiempo. Des
compone y recompone su cuerpo, como el artista contempo
ráneo que es y como el dios antiguo que da la impresión
de ser: anacronismo. Todos cuantos piensan o actúan por
descomposiciones y recomposiciones sucesivas -incluso si
multáneas—producen tales anacronismos, pues trabajan por
montajes de heterogeneidades. Atraen unas hacia otras y
hacen bailar juntas cosas que sólo conocemos separadas o
indiferentes entre sí. Sabido es que Eisenstein, en su prác
tica y teoría del montaje, redefinió magistralmente el drama
de la figura humana entre semejanza y desemejanza, pró
xim o en esto a pensadores com o Warburg, Benjam in o
Georges Bataille.12
Eisenstein comprendió muy pronto que el m ontaje
ocupa todos los órdenes y todas las escalas -d e los «macro-
177
m ontajes» a los «m icrom ontajes», com o él los llam ab a-1
de la realidad artística, y en general, de la realidad, en cuanto
una mirada le imprime figura o se la asim ila , decía.12 Lo cual
significa que el montaje no es prerrogativa exclusiva del ci
nematógrafo. Lo cual significa que posee su Urphanomen
-s u «fenómeno originario», según el vocabulario que Ei-
senstein tom a de G oeth e- en un principio antropológico
sin edad, que hace actuar juntos parad a y movimiento. «La
Antigüedad conocía este método de montaje», escribe el ci
neasta y cita como ejemplos el Laocoonte -precisamente me
ditado por Lessing y Goethe, y después por W arburg-, y las
Cien vistas del m onte Fuji de Hokusai, las esculturas de
Rodin, la música de Scriabine o la Torre Eiffel cubista de Ro-
bert Delaunay.3
Por último nombra el Urphanomen por antonomasia, la
figura paradigmática del m ontaje. .Eisenstein escribe pri
mero, simplemente: «Nacimiento del m ontaje = Dionisio».
Luego, en un razonamiento magnífico que consigue con
ju n tar a Nietzsche y a los formalistas rusos, el pathos y el
logos, lo inarticulable y la articulación, Eisenstein explica que
Dionisio representa la imagen del m ontaje encarnado, pues
danza continuamente con la embriaguez de la vida y se dis
loca bajo el cuchillo de los Titanes con la experiencia de la
178
muerte.1Sabido es que el envite mítico de este episodio, para
los griegos, era el origen de la humanidad: los Titanes, por
cierto, toman su nom bre del yeso o cal blanca (titanos) que
los cubre como estatuas de dioses. Una vez que han despe
dazado a su víctima y la han desangrado, hervido y asado
(escena de sacrificio ritual), Zeus los reduce a cenizas: ce
nizas blancas, polvo de estatuas del que nacerá, dicen, el gé
nero hum ano.123
Eisenstein no da todos estos detalles, pero compren
dió lo esencial: el sacrificio ritual, el misterio trágico, mues
tran antes que la obra de arte la verdadera potencia dialéctica
del m ontaje. Se necesita un acto que reúna la crueldad de
un desglose, o sea, de una muerte, y la suavidad de una danza
o de un movimiento. ¿Cómo extrañarse de que el cineasta
recobre entonces espontáneamente sus recuerdos de corri
das en México, que relacionará con los análisis de W inter-
stein acerca del Ursprungder TragódieV ¿Y cómo extrañarse
hoy, ante la coreografía profundamente taurom áquica de
Arena, ante esos gestos tan desglosados y a la vez tan suaves,
que Israel Galván nos ofrezca el don de un «sabor del
tiempo» en que reconocemos algo así como un contempo
ráneo nacimiento de la tragedia?
179
NOTA BIBLIOGRÁFICA
Estos cuatro capítulos form an parte de un trabajo más
extenso sobre el arte del cante jondo. Al igual que otros frag
mentos que jalonan dicho trabajo, fueron escritos en forma
de diario -subjetivo, claro- de algunos momentos de m i en
cuentro con el bailaor Israel Galván: primero en Sevilla, en
octubre de 2004, con motivo del estreno de Arena en el tea
tro de la Maestranza, en la Bienal; también en Sevilla, en no
viembre y diciembre de 2004, en un seminario organizado
con algunos artistas (Belén Maya, Gerardo Núñez, Enrique
Morente e Isabel Galván) por Pedro G. Romero y José Luis
Ortiz Nuevo en la Universidad Internacional de Andalu
cía; en Marsella y en Arles, en julio de 2005, para la reposi
ción de Arena, seguida de una serie de master classes y
algunas sesiones de trabajo solitario (compañero de esta so
ledad fue Alfredo Lagos); y de nuevo en Sevilla, en su pro
pio estudio, en agosto de 2005, en compañía de Pedro G.
Romero. En estas dos últimas ocasiones, Pascal Convert me
acompañó con una cámara. Gracias a Cisco Casado, C a
rd e Fierz y Catherine Serdimet por facilitar las condiciones
de rodaje en Arles.
He presentado algunas partes de este texto recientemente
en conferencias: en Módena, en el marco del Festival Filo-
183
sofia; en Venecia, en la Bienal de Teatro y por invitación de
Romeo Castelucci; en Berlín (Freie Universitat-Theater-
wissenschaft) en un seminario de filosofía y el coloquio Tanz
ais Anthropologie, dirigido por Gabriele Brandstetter y Chris-
toph Wulf; por último en París, con motivo del coloquio Ét-
hique et esthétique de la corrida, dirigido por Francis Wolff
y Jean-Loup Bourget. Un breve extracto se publicó en Art
Press, n° 319, enero de 2006, pp. 50-54, con el título «Israel
Galván, El disloque: la soledad del bailaor profundo».
Quiero expresar mi agradecimiento a Jacques Durand
que aceptó releer el manuscrito para aportarme confirma
ciones y precisar mi modesto conocim iento de las cosas de
la tauromaquia.
184
TABLA
ARENAS
O LAS SOLEDADES ESPACIALES
187
NOCHES
O LAS SOLEDADES ESPIRITUALES
REMATES
O LAS SOLEDADES CORPORALES
188
calidad-disonancia. Dignidad y grotesco del miedo. Lo inex
presivo del afecto. El Carrete de Málaga, Félix el Loco. La
gracia y lo cómico: el error de Bergson. - Del tartamudeo
a la polirritmia. Cuando la proximidad aparece. Epstein: el
primer plano o la tragedia en el cuerpo mismo. - Intensi
dad de la parada repetida. Explosivo-fijo, dinamismo inm ó
vil. Bergamín y Don Tancredo: el hombre-estatua filosófico
y paródico: estoicismo burlesco. - ¿Hombre-estatua o to-
rero-bailaor? Cinema-tragedia y cinema burlesco. Belmonte,
torero de la edad cinematográfica. Galván y el baile de las
paradas. - Inmovilidad virtuosa. Gesto: donde al menos dos
movimientos se enfrentan. Rematar: transformar la parada
en figura. Bataille, Deleuze: el instante privilegiado, el acon
tecim iento, la contraefectuación. Paso y pase. ¿De quién,
de qué es Galván contemporáneo? Pedro G. Romero y José
Tomás. Es el disloque.
TEMPLES
O LAS SOLEDADES TEMPORALES
189
espacio. El rol del trapo según Warburg. Paradojas de con
sistencias: masa y muleta. - Paradojas de fuerzas: el salva
jism o bien temperado. «Todo debe ser como una caricia.»
Que se levante el duende. Soledad sola y soledad compañera.
- La escucha, el tacto, el acoplamiento. Ritmo no es compás.
Manos y muñecas. El tiempo cobra sentido en el ritmo. -
¿Llevamos el ritm o para estar juntos? Ritmos al unísono y
ritmos por insurrección. Rilke y la melodía de las cosas: la
soledad comunitaria. El deseo hecho gesto, separación, ex-
rpQn
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1 X V
190
Esta primera edición de
EL BAILAOR DE SOLEDADES,
de Georges Didi-Huberman,
se terminó de imprimir
el día 28 de noviembre de 2008