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¿Cuántos mundos (se) representan en un archivo?

Ludmila da Silva Catela

Hace un año transferí mi archivo de investigaciones: con mormones,


con familiares de desaparecidos de la plata y de memorias locales en el NOA
al Museo de Antropología. La transferencia implicó ponerle orden a los
papeles que yacían mezclados en cajas sin más criterio que la acumulación
temática del trabajo de campo. A seguir también tuve que discutir y aceptar
los criterios de la archivística y desprenderme de “mis papeles” (que aunque
seguirán siendo fuente de mis investigaciones) están ahora alojados y
preservados en una institución pública para luego ser digitalizados y subidos
al sistema Suquía de la UNC. (Dentro del proyecto de Unidad Ejecutora que
con subsidio de CONICET, lleva adelante la Patrimonialización de las
Investigaciones Antropológicas).

Hace muchos años atrás escribí un texto que se tituló El mundo de los
archivos, para dar cuenta de la potencia de los mismos pensando
exclusivamente el tema de los documentos ligados a las dictaduras militares.
Hoy creo que es necesario dar vuelta esa pregunta para comprender la fuerza
de lo que “un archivo” puede contener en términos del mundo, de
clasificaciones, de prácticas políticas y de experiencias sociales y culturales.
Sin dejar de lado a las relaciones de poder que tracciona, los silencios que
guarda y no sólo las memorias, sino los olvidos que moviliza.

1- ¿Muchos papelitos hacen un archivo? Un gesto de insurgencia.

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Mi primera parada sobre los archivos personales de los familiares de
desaparecidos.

A medidos de la década de los años noventa comencé mi investigación


sobre la experiencia de los familiares de desaparecidos de La Plata. Cuando
inicié mi trabajo de campo, participé y observé diversas prácticas y rituales.
Hasta que comencé con las entrevistas. Las mismas, luego de intrincadas redes
de relaciones de confianza, las realizaba en la casa de hombres y mujeres que
tenían a sus seres queridos desaparecidos. Y allí una y otra vez se iniciaba y
desplegaba un ritual, novedoso para mí, casi cotidiano para ellos. En cuanto
comenzaba a hacerles la entrevista y les preguntaba por sus hijos e hijas
desaparecidas me pedían un minuto. Se paraban. Algunos abrían un cajón,
otros traían una caja de zapatos, otras cajas forradas de telas infantiles de las
que antes se usaban para el ajuar del bebé, sobres, portarretratos, objetos. Así
“los desaparecidos”, Ricardo, José, María, dejaban de ser un nombre y
pasaban a ser representados por una serie de objetos y sobre todo papeles,
documentos escritos y fotográficos. Con sus preciados “archivos” como me
decían, daban cuenta de todo lo que habían hecho cada día para buscar y
denunciar la desaparición de sus hijos. Frente a un Estado que negaba su
existencia, ellas y ellos pacientemente documentaban cada paso para dar
cuenta de esa búsqueda y de su propia experiencia frente a la desaparición de
personas. De esta manera, algo que para mí como investigadora no era
“etnografiable”, que no estaba en la centralidad de mi interés o preguntas,
poco a poco fue constituyendo un territorio que me demandó atención y
análisis. Así yo no estaba buscando un archivo, sino más bien esa noción
devino del campo, fue una categoría usada y señalada por las prácticas y
concepciones de mundo de cada una de estas mujeres que dejaron de guardar

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tarjetitas de cumpleaños, dibujos del día de la madre/padre, para compilar
direcciones, escribir y guardar cartas, iniciar habeas corpus, archivar
solicitadas, comunicarse con diversas instituciones internacionales para
denunciar lo que les pasaba, entrar en contacto con otras madres en lugares
remotos del mundo, enmarcar y construir pancartas con las fotos de sus hijos.
Esos archivos personales daban cuenta de un trabajo burocrático familiar y
de afectos al mismo tiempo. Como si cada uno de esos archivos pudiera medir
la intensidad de la búsqueda, la visibilidad de un ciudadano desaparecido, la
contracara de la producción del Estado clandestino.

Luego muchas de esas cartas de puño y letra que escribían a diferentes


dependencias policiales y del Estado nacional, entre otros, las pude ver en los
expedientes de mesa de entrada de la Casa de Gobierno de Córdoba, anexada a
documentos policiales que respondían una y otra vez, metiendo, sobre la no
existencia de registros sobre el destino de sus seres queridos. El impacto de
ver esta doble producción, por un lado, el relato de los familiares, sus archivos
personales con las listas a dónde enviaban las cartas y luego esas cartas en un
fondo de la casa de Gobierno registrado como Pedidos de Habeas Corpus, me
generó una multitud de preguntas como investigadora, ya que considero que la
particularidad de los archivos relativos al período militar pueden “enseñarnos”
muchas cosas sobre la subjetividad, alteridad y diferencia que se gestiona en la
producción de lo que finalmente denominamos como ARCHIVO, que muchas
veces sólo lo definimos o enmarcamos a partir de sus procedimientos técnicos:
de clasificación, ordenación y acceso.

A partir de esto podemos pensar un primer punto ¿Muchos papelitos


hacen a un archivo? El caso de las madres de plaza de mayo y familiares de
desaparecidos es un buen campo para pensar que fue lo que estas personas
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quisieron legar hacia el futuro, en términos de procesos de memoria, al
organizar sus papeles en cajas, muebles, sobres, libretas llenas de anotaciones.
Observar cómo frente al silencio de las instituciones del Estado, produjeron
otra visión de mundo sobre lo que estaba sucediendo, a partir de la palabra
impresa y no sólo de los rituales y otras formas de manifestaciones públicas y
colectivas del dolor. Ellos gestaron y gestionaron sus archivos como modo de
resistencia, como un gesto de insurgencia silencioso, frente a la burocracia
archivística de un Estado clandestino. Todos los familiares de desaparecidos a
lo largo del país, más allá de sus pertenencias sociales, étnicas y de clase,
constituyeron archivos personales para “documentar”, “probar”, “denunciar”.

La deriva de algunos de estos archivos personales a instituciones


públicas como el Archivo Nacional de la Memoria, Memoria Abierta, la
Comisión Provincial de la Memoria de Buenos Aires o el Archivo de la
Memoria en Córdoba, poden en cuestión otras variables interesantes a la hora
de pensar el destino de estos fondos. ¿Qué situaciones, nexos, combinaciones,
devenires, azares, relaciones de poder hicieron/hacen que esos documentos,
pertenecientes a archivos personales, pasen a poblar los fondos documentales
públicos? ¿Cuáles son rescatados, ignorados, olvidados? ¿De qué forma, un
pasaje de colectivo o una receta de cocina anotada junto a un teléfono de otra
Madre hacen sentido y cobran otros significados? ¿Cómo la carta personal de
una madre a otra madre puede ser leída, consultada y analizada por un
investigador/a? La cercanía temporal, con los productores de estos
documentos, sin duda, nos plantea preguntas muy diferentes a las del
historiador que analiza documentos de otros siglos o de fondos documentales
sobre los cuales no puede (o no quiere) establecer un nexo con quienes fueron
allí retratados… Pero también pone en cuestión y tensa las decisiones sobre

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las políticas de acceso, la posible re-victimización de las víctimas, la tentación
a no dejar ver casi nada…

2- Ahí vienen los derechos humanos. De la perplejidad a la


institucionalización de la memoria.

Mi segundo punto de encuentro es sobre el trabajo en el APM, dónde


gestión, antropología y nuevas prácticas se encontraron de manera aleatoria.
En el año 2006 fui convocada como directora del recién “creado” APM por la
Ley 9286. Un archivo sin documentos, emplazado en lo que había sido un ex
CCD en pleno centro de la ciudad de Córdoba. La Ley nos ordenaba a:

a) Obtener, recopilar, clasificar, organizar y archivar toda la documentación


relacionada con las violaciones de los derechos humanos y el accionar del
terrorismo de Estado, ocurridas en el ámbito de la Provincia de Córdoba;

Lo que no había en ese momento era un procedimiento, una receta de


cómo hacerlo. Lo que si sabíamos era que si nos quedamos esperando que
alguna dependencia nos enviará sus papeles, esto nunca sucedería. Todos los
días pasaba, de retorno a mi casa, frente a una comisaría de la calle Castro
Barros. Un día volví al APM y le dije a María y Eliana, tenemos que ir a la
comisaria a ver el lugar. Así comenzó una aventura que nos llevó muchos años
de trabajo y de persistente constancia, visitar, mapear y transferir en custodia
los documentos encontrados en todas las comisarías de Córdoba capital y del
interior. Así una Ley, sumada a la voluntad política y estrategias y
aprendizajes sobre la marcha, hicieron que nuestro trabajo haya tenido éxito.

A veces viajábamos kilómetros para encontrar entre explosivos y cajas viejas


5 libros de guardia. Otras veces no imaginábamos lo que nos esperaba en el

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sótano de la casa de gobierno. Casi siempre, al final de la comisaria, en un
galpón cayéndose a pedazos nos esperaba un candado que abrir, cuya llave
estaba en poder de un policía y claro, nunca estaba. Roto el candado o abierto,
atrás de la puerta yacían los documentos apilados entre objetos secuestrados
por la justicia: cajas de vino, armas viejas, cd, lo que puedan imaginarse.
Había siempre que luchar con las telas de araña, las pilas de ropa, la mugre
generalizada. En mi memoria quedó el olor a pis y a caca de gatos… También
hubo altillos, entrepisos, heladeras haciendo de estantes contenedores y
anaqueles dónde solo quedaron los papelitos de los años que alguna vez
clasificaron libros que ya no estaban.

Con cierta distancia me pregunto que nos asombraba del estado de los
documentos en los galpones policiales a punto de derrumbarse si así eran
las comisarias en su totalidad. ¿Por qué nos impactaba la desidia en torno
a los documentos, si las condiciones en las que veíamos a los presos allí
alojados guardaban la misma proporción de despojo? Toda institución y
sus prácticas, guardan una simétrica relación con los documentos que
preservan, ignoran o destruyen. Reconocer y conocer estas lógicas, puede
permitirnos entender el buen destino o la pérdida de muchos archivos.

Nunca encontramos un ARCHIVO como generalmente nos lo imaginamos.


Fuimos aprendiendo a buscar, a relacionarnos y a comprender las lógicas de
quienes nos habilitaban la búsqueda. Claramente la policía y el servicio
penitenciario, conocían de “prácticas archivísticas” pero estas no se extendían
a todas las dependencias. No era lo mismo la comisaria de Unquillo que la
Central de Policía. Y no era lo mismo dentro de la Central de Policía una
oficina cualquiera, que el registro de antecedentes. No siempre podíamos
entrar, ver y buscar con nuestras propias manos. Aprendimos mucho de
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estrategia y de relaciones humanas con esos “otros” distantes de nuestros
mundos. También aprendimos a buscar puntualmente documentos. Recuerdo
que, en el año 2009, se llevaba adelante el juicio por la desaparición de
Ricardo Fermín Albareda, un policía asesinado brutalmente por sus propios
pares… Fuimos a buscar su “prontuario”. Para encontrarlo antes había que
localizar la ficha prontuarial, un pequeño fragmento de cartón rosa dentro de
un antiguo (y enorme) mueble de madera lleno de cajones. La ficha remitía a
un número de legajo, el mismo no estaba. Pero en la parte de atrás de esta
pequeña ficha, en una anotación secundaria, decía: “elemento subversivo”.
Todavía recuerdo la sensación y los nervios que nos generó ese hallazgo. Ese
pequeño documento, que incorporamos a la causa y fuimos al juicio a explicar
de qué se trataba, sirvió para probar su persecución y el crimen por razones
políticas.

En otra oportunidad nos juraron que en una dependencia policial había una
doble pared y en el medio un archivo. Allá fuimos, les juro que a veces
estábamos al límite de la locura con las excursiones que emprendíamos. La
pared obviamente no existía, pero nuevamente en un galpón inmundo entre
heladeras viejas y papeles desparramados por el suelo, trepando para sacar
documentos tirados en pilas enormes encontramos los libros de guardia del
Comando Radioeléctrico. Fue como encontrar oro. Esos libros sirvieron para
iniciar una causa judicial y condenar a represores y también como
documentación probatoria para las reparaciones a las víctimas.

Generalmente, si preguntábamos por el “Archivo”, nos respondían que no


había. Así que simplemente comenzamos a preguntarles donde había
papeles… A seguir lidiábamos con el “guardián policial”, que pasaba a
explicarnos sus modos de clasificación. Algunos usaban la lógica cronológica,
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otros los bloques temáticos, otros un orden secreto que sólo ellos conocían.
Entre los policías, había interesados en entender que íbamos a hacer con esos
documentos, otros preocupados de dónde sacarían la información una vez que
no tuvieran esos papeles en sus dependencias y los que, simplemente, nos
agradecían que nos llevemos “toda esa basura”.

Pero inclusive en ese poco orden, había formas de clasificar el mundo. Por un
lado, estaban los “papeles que no les interesaban” ya que eran vistos como una
montaña de papeles viejos en mal estado. Luego los que a pesar de no
interesarles “había que guardar”, por ejemplo, los libros de guardia para
responder pedidos de antecedentes. Finalmente los documentos que “si les
interesaban”, los legajos de personal. Entre unos y otros había jerarquía de
cuidado y también celo de acceso. Mientras lo que apilábamos para inventariar
y transferir al APM, eran los papeles que no les interesaban, la cosa marchaba
más o menos tranquila… en cuanto queríamos ver o llevar los legajos del
personal ahí comenzaba el conflicto y las tensiones.

Por supuesto en muchos lugares no encontramos absolutamente nada. El


fuego, las inundaciones y otros avatares climáticos explicaban la falta de los
documentos en comisarías dónde no había un sólo papel.

No sólo buscamos los documentos en las comisarías. Fuimos a la casa de


gobierno, a los hospitales, a las Universidades, al servicio penitenciario, a
escuelas, al Arzobispado, la morgue, etc. Cada espacio guardaba o había
olvidado en alguna sala documentos que revelaban la vida social en Córdoba,
las formas represivas, la muerte, los suicidios, la importancia de la fotografía
para clasificar el otro: subversivo, gitanos, homosexuales, ladrones, etc. No
tengo tiempo para desarrollar las aventuras de cada búsqueda, pero si hay que

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decir que cada espacio reveló diversos mundos, tanto de clasificación de
archivos como de la información que ellos custodiaban En ningún caso fue
fácil la relación de traspaso, de copia, de solicitud, de trabajo en conjunto.
Hubo resistencias de distinto orden, también solidaridades y cooperación.
Diría que, además de la búsqueda, la clasificación, la guarda, la catalogación,
la difusión; hubo relaciones humanas que permitieron acciones pedagógicas y
de intercambio sobre la valorización de los archivos. Tanto de quienes se
veían interpelados por nuestra presencia “acá están los derechos humanos” -
(escuchábamos cada vez que llegábamos a una comisaría y el cabo de turno
llamaba por teléfono a su Jefe)- cómo sobre nosotros mismos, que aprendimos
que no sólo había allí pruebas del terrorismo de Estado o una conquista de
años de lucha o un documento que podía cambiar la vida de muchos
familiares, sino también, un poderoso objeto cuya eficacia simbólica,
movilizaba diversas energías sociales y políticas que al conocerlas
enriquecieron nuestra mirada y la de otros.

Trabajo con la Justicia- trabajo arduo

Registro de Extremistas-discusión sobre la difusión-Instantes de Verdad

El APM generó, también, nuevos fondos documentales con su Biblioteca de


Libros Prohibidos, el Archivo de Historia Oral, La Huella, las Fotos de los
Jueves, y la filmación completa de los juicios de lesa humanidad que se
realizaron en Córdoba. También a medida que el APM logró prestigio social y
político, confianza y visibilidad pública hubo: donaciones; información sobre
archivos que iban a ser destruidos; consultas de otros archivos. Así como
transferencia de conocimiento desde los trabajadores (archiveros,
investigadores) de la institución hacia otros espacios. De la misma forma que

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esos documentos sucios, se transformaron en fondos documentales que el
APM hoy resguarda; la profesionalización de sus trabajadores llevó a que sus
experiencias sean solicitadas en otros espacios y archivos. Buscábamos
documentos sobre la represión en Córdoba, pero cada uno de los lugares nos
desvolvió una variedad enorme de posibilidades de lectura de cada uno de
esos libros, papeles sueltos, etc. Y por supuesto una variedad de usos
posteriores de esos documentos: desde la prueba judicial a la restitución de
identidades, desde las actividades educativas, investigaciones, intervenciones
urbanas como los Árboles de la Vida, etc. etc.

Me quejo de los archivos/archiveros, pero… mi archivo es mío.

Finalmente, propongo que hagamos el ejercicio de descolonizar la


propia noción de archivo. Con esto no quiero decir que dejemos de lado la
militancia en pos de la preservación de los mismos. Ni que no nos
involucremos en la lucha por el acceso y sobre todo, que no dejemos de
propiciar cada vez más, su uso social. Lo que quizás sea interesante hoy
debatir, es la necesidad de no pensar en el ARCHIVO con mayúsculas, sino en
fragmentos que encontramos en una caja de zapatos en la casa de una madre,
en los fondos siempre incompletos que aparecen en una comisaria, en los
documentos que se preservan en la universidad, en un hospital; en los acervos
archivísticos de los Museos que raramente son usados a no ser como legenda
de los objetos expuestos. Si aprendemos a lidiar con los fragmentos de manera
constructiva, como lo hacen los procesos de memoria, podremos también
observar que sin el poder del testimonio, de la transmisión oral, de las
memorias que quedan grabadas en otros soportes materiales, el archivo puede
ser sólo un contenedor de papeles. También para mí, descolonizar el archivo,
implica dejar de cargar las culpas a los archiveros y otros agentes responsables
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de cuidar papeles y pensar profundamente en las políticas institucionales, en
los engranajes de poder que hace que un archivo de queme, se inunde, se
pierda, se esconda, se apropie privadamente, pero sobre todo en la
responsabilidad que como investigadores muchas veces tenemos, en la lógica
de reproducción de esas prácticas que criticamos. No callarnos frente a la
arbitrariedad con la cual se mueven los accesos a los archivos forma parte de
esas nuevas prácticas que debemos incorporar. Proponer protocolos de acceso
y uso puede ser también una manera constructiva de propiciar acciones
institucionales frente a los fondos documentales que consultamos. Sobre todo,
si asumimos que dentro de un archivo no se representa un sólo mundo, aquel
del documento, sino muchos otros que nos hablan de las posibilidades de
clasificación ligadas a intereses, formas de hacer política, silencios que no
deben romperse, tabúes que deben quedar ocultos, entre muchas otras cosas…
Luchar por preservar lo que la desidia o la estrategia política quiere destruir,
pero también reconocer y aprovechar la gran cantidad de archivos abiertos,
con acceso, catálogos, inventarios, documentos en línea que hay y que
requieren de nuevas preguntas, de intereses múltiples, de posibilidad de
nuevos diálogos y de la reciprocidad nuestra, como investigadores.

Allí radica nuestra potencialidad, como investigadores, estudiantes,


abogados, periodistas, archivistas, artistas, cineastas (todos los que por algún
motivo buscan, se interesan o trabajan con archivos) de poder contribuir a la
conformación de nuevos espacios, diversos, descentralizados, locales y
localizados en sus comunidades, que generen acciones y hagan sentido allí
dónde son producidos. Seguimos pensando al archivo como en la colonia,
muy estante, muy documento escrito, muy blanco. Descolonizar nuestro
propio pensamiento sobre los archivos, capaz sea nuestro desafío, sabiendo

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que la forma en que nos acercamos al pasado está siempre mediada, ya sea por
los procesos de catalogación, clasificación, difusión, exposición; como por los
mecanismos de selección entre lo que se conserva y lo que se desecha; tanto
como los modos y palabras autorizadas en el tiempo y por la comunidad que
lo produjo y los conservó o en sus derivas una vez institucionalizados. A
modo de pensar otros usos, otras maneras de conocimiento, otras voces a
legitimar, incorporando la temporalidad a la que están atados, a modo de
comprender que no son instituciones estáticas.

Todo archivo tiene un objetivo que desanda posturas políticas, intenta (o


debería) proponerse expandir las voces que cobija más allá de sus paredes. El
desafío es indagarlo en sus zonas grises y ser capaces de romper e intervenir
en sus lógicas descriptivas con la generación de nuevos proyectos que puncen
su aparente tranquilidad.

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