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■ CORTAZAR

Deambulaciones de un mutante:
Julio Cortázar
en ochenta mundos
Saúl Yurkievich

T anto en su literatura como en su vida, Julio Cortázar es hom-


bre de entremundos. Ante lo literario, Julio Cortázar se sitúa
en posición fronteriza, se coloca entre, en los bordes o brechas del
mundo sólito, sancionado como real, allí donde da vértigo y se pier-
de pie y reparo, allí donde las consistencias y constancias de lo ver-
dadero vacilan, se subvierten o revierten, allí donde se puede vis-
lumbrar el revés, presagiar otro orden, otra aprehensión, otras re-
laciones, otras existencias. También en su vida, en el campo de la
experiencia efectiva, está en la intersección, en la hendidura; no
afinca, deambula; es el hombre de entremundos, entre su Argenti-
na natal y su Europa electiva, es el trotamundos, el empedernido
viajero ávido de geografías.
En su escritura, Cortázar persigue y adquiere una movilidad
excepcional, la máxima en lengua española. Es ducho en todas las
elocuciones, en las máximas variaciones de tono, de registro, de rit-
mo. Practica la diversificación enunciativa, la variabilidad estilísti-

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ca y prosódica porque se instala, como pocos, en la estética del


cambio, en la poética de lo discontinuo, disonante, en el arte de lo
azaroso, fragmentario, ocasional. Se instala, con incomparable
ductilidad, en la técnica de la impronta espontánea, en la gestalt
transida, inspirada del take y del swing. También en la vida Julio es
un ambulante y un mutante, todo asentamiento le resulta proviso-
rio. En París, periódicamente cambia de domicilio, a menudo cam-
bia de casa porque cambia su modo de existencia. Y cuando se es-
tablece le vienen ganas de viajar. Hace viajes obligados –todos lo
años va a Viena y a Ginebra– como traductor trashumante que no
acepta un cargo permanente en la UNESCO («Prefiero –afirma en
una carta– seguir siendo un free-lance, con mucho hincapié en free»)
y que trabaja para varios organismos internacionales. Y como pre-
mio, emprende viajes hedónicos a los lugares de gozo seguro, ex-
cursiones muy activas de turismo cultural tan docto como refina-
do. Yo he tenido el placentero privilegio de acompañarlo en algu-
nos de estos paseos (recuerdo uno a Bruselas, Brujas, Gante, Am-
beres con Aurora y Julio), recorriendo sugestivas ciudades que
atesoran belleza, engolosinándonos con la contemplación de luga-
res hechiceros y de obras maestras.

Anhelo de cambio

Sólo por fuerza mayor, por imperativo de subsistencia, ni bien


regresa de la Escuela Normal de Profesores el porteño queda en-
clavado durante siete años, de 1937 a 1944, en dos adormiladas
ciudades pampeanas, Bolívar primero, luego Chivilcoy. Después
viene el corto interregno de profesor universitario en Mendoza,
que cesa bruscamente. La tropelía del gobierno peronista que en-
trega la educación pública a la extrema derecha y que interviene
las universidades motiva la renuncia de Cortázar al cargo de pro-
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fesor, y el regreso en 1946 a Buenos Aires. A partir de entonces


Cortázar deja definitivamente la enseñanza (con una breve excep-
ción: en 1981, escapando a una embarazosa situación personal,
acepta por un semestre un cargo de profesor visitante en Berke-
ley). En Buenos Aires, trabaja durante un bienio como gerente de
la Cámara Argentina del Libro, mientras se prepara (Cortázar es
un políglota autodidacta) para diplomarse de traductor público na-
cional. Obtenido el titulo, deja la Cámara y se hace cargo en 1948,
como asociado, de un estudio de traducción (su paradero, según lo
indica en una carta: Julio F. Cortázar –Traductor Público– Estu-
dio de Z. de Havas - San Martín, 424, 2.o P, esc. 17). Vecino al Ba-
jo, cerca del puerto, ese mismo estudio le servirá de escenario en
«Diario de un cuento», uno de sus últimos cuentos. Adquiere au-
tonomía financiera y condiciones propias al ejercicio de su voca-
ción de escritor. Literariamente es éste un período decisivo, suma-
mente prolífico; escribe Las nubes y el arquero, que luego titula Soli-
loquio (una novela de seiscientas páginas cuyo manuscrito, por des-
cuido o por despecho, desaparece), Teoría del túnel, El examen, Di-
vertimento, Bestiario y emprende la redacción de Imagen de John
Keats). Vive en un Buenos Aires cosmopolita que le permite dis-
frutar de una excelente actividad cultural, una ciudad con cenácu-
los, como el de la revista Sur, modernos, informados y altamente
sofisticados. Pero, aunque Julio comienza a colaborar en Sur, el
anhelo de cambio lo acucia, desea vivir sin el peso de los apegos na-
tivos, sin ataduras localistas, a contrapelo de las pacatas conve-
niencias y vacuas convenciones burguesas, en un lugar central que
lo libere, lo alimente y lo estimule. Considera que la Argentina de
entonces, derivado, timorato mundo de la mediatinta, lo restringe
y lo frustra, que no puede hallar en Buenos Aires las condiciones
ni vitales ni intelectuales necesarias a su desarrollo tanto humano
como literario, no puede dar en Buenos Aires ese salto hacia la mis-
midad (la oneness de Keats que tan desesperadamente busca), no
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puede dar ese salto de desnudamiento óntico, de potenciación ex-


presiva y de profunda renovación formal que preanuncia y pro-
grama en su Teoría del túnel y que consuma en Rayuela, que consu-
ma merced a un cambio radical de residencia y de existencia. En
1951 viaja con fruición por Francia y por Italia; viaja solo y ese
contacto extasiado con Europa lo remueve hasta la médula («...Y
me pareció que Europa era eso: un lugar donde se encuentran in-
deciblemente las miradas de los seres que merecen vivir»). De
vuelta a Buenos Aires no hace sino prepararse para retornar a la
otra orilla. Una magra beca del gobierno francés («para investigar
la novela y la poesía francesas contemporáneas en sus conexiones
con la poesía inglesa») refuerza su decisión de expatriarse. Quema
las naves porteñas, quema cartas («...hay que leer cartas, tantas
cartas que el fuego espera»), vende su queridísima colección de
discos de jazz comenzada en 1933. De los «doscientos discos de
primera línea», según lo indica en una de sus cartas, conserva uno
solo metido entre la ropa, Stack O’Lee Blues. El lunes quince de oc-
tubre de 1951 parte en el «Provence», llega el 11 de noviembre a
Marsella y se establece definitivamente en París.
Argentina para él, al final de los cuarenta, es el imperio de la de-
magogia populista de Perón, del atropello y del embuste, es el mun-
do desvirtuado y vulgar que «La banda» pone en evidencia. Público
inusual, señoritas de Villa Crespo o del parque Lezama que huelen
a cuero de Rusia, señoras que tienen el cutis y el atuendo de coci-
neras endomingadas invaden los cines del centro. El concierto no
anunciado en el programa del Ópera, el de la banda femenina de la
fábrica Alpargatas, impuesto al incauto espectador antes de la pro-
yección de una película de Anatol Litvak, encarna la usurpación. Un
tercio de la inmensa banda toca intrumentos de música, el resto de
las chicas son figurantes, enarbolan trompetas y clarines que no sue-
nan. La banda finge tocar, la banda finge marchar. Ridícula engañi-
fa, este remedo degradado se convierte en clave que revela la im-
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postura generalizada. En ese reino de lo impropio donde nada está


en su lugar, el embuste de la banda demuestra una falsía extensible
a todo aspecto de la existencia que Cortázar está obligado a vivir.
También la sórdida hostilidad, la tensión agresiva de los pasaje-
ros del colectivo 168, la grosera prepotencia del conductor y del
guarda en «Ómnibus» dan alusivamente cuenta del divorcio de cla-
ses, del enfrentamiento que el peronismo provoca entre la urbana
burguesía y la masa proletaria, entre la gente bien y el bajo pueblo
que vocea «¡Perón, Perón, qué grande sos», que vocifera «¡Alpar-
gatas sí, libros no!». Pero ningún texto –ni las cartas que son más
directas y más personales– pone tan en claro como El examen la si-
tuación de Cortázar durante su padecida era justicialista. Novela
abierta, polifónica, de escritura y estructura variables, estalladas,
resulta el continente más adaptable, más dúctil para anexar fanta-
siosamente toda la reactiva, la subjetiva carga autobiográfica. Cor-
tázar comunica, como jugando, con humor chispeante, su conflic-
tiva situación vital, su frustrante circunstancia epocal, su insatis-
factoria inserción social. Explicita los motivos de su desarraigo, de
su doble exilio, el de adentro y el de afuera. Pone en escena y en
intriga su problemática existencial y estética, su búsqueda de una
estética existencial donde lo vivible y lo decible coincidan concer-
tados por una misma apetencia (o potencia) liberadora.

La novela de Buenos Aires

Como Divertimento, El examen es novela escrita en Buenos Aires


y en Buenos Aires transcurre. Pone en narración un Buenos Aires
visible, oíble, olible, vivido y vívido. Pone en intriga un Buenos Ai-
res patente, omnipresente, es decir omnirrepresentado por su geo-
grafía (barrios, calles, lugares característicos, numerosos cafés),
por sus habitantes y su hábitat, sus usos y costumbres (meta ma-
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te), su cultura ciudadana, sus mitos, sus dichos, su mentalidad, y


sobre todo su idioma. El mundo porteño juega un papel narrativo
tan importante, determina de tal modo existencia y actitudes de los
personajes que El examen puede calificarse de novela de Buenos Ai-
res. Buenos Aires relevante y alarmante resalta como el Dublín de
Joyce. Para simbolizar el desbarajuste que impera durante la pri-
mera presidencia de Perón, Cortázar recurre a la fabulación hiper-
bólica, a un extrañamiento fantástico, a imágenes truculentas y si-
tuaciones estrambóticas. La era peronista está señalada por índices
inequívocos, que van de la obligatoria fotografía del presidente ex-
hibida en toda dependencia pública, de la consagración del año
1950 al culto del «Libertador General San Martín» hasta las ritua-
les marchas y concentraciones populares, las estrepitosas campa-
ñas de propaganda, la invasión del centro por la masa sudorosa, la
devoción fetichista al gran conductor, al líder de los descamisados.
Desde la perspectiva que adopta Cortázar del intelectual liberal,
esclarecido, ecuménico, la vociferación proletaria, el tropel subur-
bano que asalta la ciudad, el ímpetu impresionante de las multitu-
des que vitorean al general, las compulsivas ceremonias y emblemas
de porte forzoso instaurados por el régimen, el encuadre disciplina-
rio de las todopoderosas organizaciones gremiales contribuyen, no
poco, al repudio de Cortázar a ese peronismo de corte fascista, au-
toritario y demagógico. Cortázar menosprecia a la chusma espesa y
achinada, al «cabecita negra». Como «Las puertas del cielo», donde
aparece esa milonga maleva frecuentada por los «monstruos» («las
mujeres casi enanas y achinadas, los tipos como javaneses o moco-
víes»), El examen conlleva una visión despreciativa del bajo pueblo,
del argentino autóctono, de los de tierra adentro.
Por intermedio de Juan, su personaje portavoz, el autor se con-
duele de pertenecer por un error del azar (Cortázar nace en Bru-
selas y allí permanece hasta los cinco años; vive de chico con su
abuela alemana, oye en su casa el alemán de su abuela), a la plana
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cultura pampeana y confiesa su imposibilidad de convivir con la


plebe aindiada o con los oficinistas engominados:

–Me jode no poder convivir, entendés. No poder con-vi-vir. Y


esto no es un asunto de cultura intelectual, de si Braque o Matisse
o los doce tomos o los genes o la archimedusa. Esto es cosa de la piel
y de la sangre. Te voy a decir una cosa horrible, cronista. Te voy a
decir que cada vez que veo un pelo negro lacio, unos ojos alargados,
una piel oscura, una tonada provinciana, me da asco. Y cada vez
que veo un ejemplar de hortera porteño, me da asco. Y las catitas,
me dan asco. Y esos empleados inconfundibles, esos productos de
ciudad con su jopo y su elegancia de mierda y sus silbidos por la ca-
lle, me dan asco.
–Bueno, ya entendemos –dijo Clara–. No nos vas a dejar ni a
nosotros.
–No –dijo Juan–. Porque los que son como nosotros me dan
lástima.

Este exasperado pasaje da cuenta, como la novela entera, de la


dificultad de Cortázar en aceptar su entorno, en adaptarse al mun-
do bonaerense mientras se encuentra en contacto directo, ineludi-
ble e irritante con la Argentina que le toca en suerte, suerte histó-
rica, mala suerte según Julio. Desde temprano Cortázar está en
pleito perpetuo con su país. Lo que es alegórico en algunos cuen-
tos se vuelve tesis o alegato en El examen. La forma novelesca le sir-
ve para explicitar y explayar su dolida crítica a la Argentina, su co-
lérico examen. Pero hace sobre todo literatura.
Cortázar fabula un Buenos Aires fantasmagórico, convulsiona-
do, en pleno marasmo desintegrador. Así lo percibe y lo vive la ba-
rra protagónica, la cofradía de sus cómplices, el quinteto de inter-
cesores y voceros de su polífona subjetividad, de la máxima corta-
zaridad. El quinteto se desplaza en una ciudad que se desquicia,
amenazada por una niebla tóxica. Se da cita en la facultad donde
ya nadie enseña. Reducida a casa de lecturas, los lectores tratan de
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atraer público con efectos dramáticos e inflexiones de locutor ra-


diofónico. Por todas partes, en la ciudad cunden los signos anóma-
los. La costanera está invadida por desperdicios mientras los ba-
rrenderos irrumpen con sus escobas en los tranvías atestados. En
la Plaza de Mayo, de tierra pelada porque su embaldosado ha sido
levantado, se erige un santuario para adorar el hueso de la santa.
Vestida de blanco, una posesa rubia y desmelenada reencarna a la
mártir; está rodeada por hombres de negro, enjutos y achinados,
que ofician en la ceremonia con balanceos de pericón letárgico. Los
altoparlantes difunden, como homenaje fúnebre, una retahíla de
estereotipos patrioteros. El hueso sagrado reposa sobre algodones
en un féretro con tapa de vidrio; la muchedumbre de adoradores
hace cola y desfila con unción. Al salir del santuario, desemboca en
un escabel donde los oradores adoctrinan a los devotos. Columnas
de adeptos colman las calles del centro. En una, el pavimento se
hunde y provoca el vuelco de un camión que transporta botellas de
vino. En el teatro Colón, el concierto de un violinista ciego que to-
ca a un compositor sordo, culmina en gresca grotesca. En el lava-
bo, el uso de un peine retenido por una cadena cromada termina en
tremenda tremolina. Ocurren desmanes, se oyen explosiones, co-
rrerías, sirenas, disparos. Plagado de pelusas, el aire se satura de
humo pestilente. En algunas bocas del subterráneo se instalan hos-
pitales de emergencia. Los perros andan por los andenes. Los tre-
nes se paran en medio de los túneles. En los ministerios, los em-
pleados descuelgan los retratos del régimen y trasladan los expe-
dientes comprometedores. A pesar del silencio de los medios infor-
mativos respecto a la niebla tóxica, el pánico crece. Hay apagones.
Nada funciona. La ciudad se paraliza. La violencia recrudece. Al-
gunos quedan y la padecen; otros, como Juan, parten clandestina-
mente en busca de mundo más habitable. Cortázar metaforiza así
sus pavores, sus rechazos, sus anhelos, su afirmada decisión de vi-
vir en Europa.
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Si en Rayuela, desleída por la distancia, Buenos Aires no es más


que telón de fondo, aquí la capital palpita, excita, hostiga y duele.
A Cortázar no le place «haber acertado a la quiniela necrológica»,
haber predicho caricaturescamente las ostentosas exequias de Eva
Perón, el culto idólatra que su desaparición exacerba, el intento
promovido por el régimen peronista de obtener del Vaticano su ca-
nonización. No le place haber vaticinado el imperio creciente del
terror, la progresión nefasta para la vida nacional que alcanza su
ápice en los años ochenta. El examen también pone en juego el ba-
gaje nacional (tanto ético como estético), prefigura la composición
y anticipa el instrumental, la panoplia de procedimientos noveles-
cos, todo lo que cuaja pletóricamente en Rayuela. Preanuncia la in-
satisfacción esencial, el ser insuficiente, la carencia que moviliza la
escritura novelesca de Cortázar, sus contradicciones trasmutadas
en pujanza autoexpresiva. Dice los mismos conflictos que desavie-
nen y desunen la conciencia de Oliveira, desazón semejante por el
escamoteo cotidiano de la vida, búsqueda de humanidad auténtica,
parecida nostalgia del paraíso perdido. El examen porta la simiente
a partir de la cual se elabora el inconformista que protagoniza la
brega de Rayuela. Encuadrado por su horizonte epocal y por los
rumbos de la novela de postguerra, El examen hace también sar-
treanamente literatura de situación. Da cuenta de la condición
marginal del escritor argentino de entonces, condenado al debilita-
do remedo, a vivir del préstamo cultural, replegado en capillas cir-
cunscritas al autoconsumo, privado de comunicación adecuada con
el cuerpo social en el que se enquista. También aquí se preconiza la
prescindencia preservadora «de compromisos y transacciones y
Sociedad Argentina de Escritores y rotograbados». También aquí
Cortázar postula la abstención y la desconexión como antídoto
contra el orden burgués, contra la costumbre social y mental. El
examen predica la deseducación por descentración y extrañamien-
to; incita a exculparse, matar al enemigo interno que coarta nues-
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tra liberación, cainizarse, extirpar de la conciencia al pastoso y


complaciente Abel. Cortázar aspira a plantarse en el propio ser,
plenamente en sí para que la escritura se enclave en «el hombre de
carne y hueso». La escritura debe autentificarse; necesita una inci-
siva intensidad y una franqueza deslumbrante. El propósito: escri-
bir lo que se es y en lengua propia. Cortázar se propone compen-
sar las carencias de la periferia merced a un ecuménico acopio bi-
bliográfico y artístico, a la vez que quiere superar creativamente el
parasitismo cultural, el déficit de originalidad del tributario subsu-
mido por lo metropolitano.

Lucha de lenguas

En El examen se polemiza sobre esa disyuntiva vigente en la


obra futura entre la palabra entrañada, la propia, la de máxima im-
plicación personal, la palabra habitada por el ser y una escritura
que se sabe estratagema retórica, componenda locuaz, gozosa
aprovechadora de todas las posibilidades de despliegue y combina-
ción verbales. Se plantea el otro conflicto intrínseco al discurso no-
velesco que opone la lengua estilizada, artefacto ostentosamente li-
terario, a la lengua natural de Cortázar, «la lengua pastosa, amari-
lla y seca de los argentinos», rica en énfasis y pobre en sutileza ad-
jetival. Cortázar va a resolver a su manera la alternativa Mallarmé
o Malraux, que en términos locales plantea la opción entre Lugo-
nes y Arlt. Opta por Arlt: «Arlt andaba por la calle del hombre, y
su novela es la novela del hombre de la calle, es decir más suelto,
menos homo sapiens, menos personaje.» Procura salirse del círcu-
lo áureo y empujar hacia la calle, escapar del ámbito culterano, de
la lengua sacerdotal, del trovar clus, evitar la literatura pretenciosa
y con personajes a lo Mallea, importados. Cortázar quiere asumir
narrativamente el mundo y el habla oriundos (¿más el habla que el
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mundo?). Opta por un lenguaje directo, desembarazado, atento só-


lo a su propio sentido y al servicio del hombre novelista y de sus
hombres novelados. Brega por abrir las puertas del recinto nove-
lesco para salir a jugar, para acoger todo lo que afuera pulula y pal-
pita. Elige la lengua viva, elige el voseo y sus peculiares inflexiones
verbales. Adopta la lengua natal, genuina caja de resonancia del vi-
vir más adentrado. Va a hacer hablar a sus personajes en un idio-
ma de discreta coloración local y de manifiesta riqueza léxica,
acentuando caricaturescamente lo argótico cuando representa ti-
pos populares o cuando los cultos parodian el lunfardo porteño. En
busca de autenticidad elocutiva, emprende la recuperación narra-
tiva del coloquial rioplatense, el idioma de la conversación porteña,
expresión de su primigenia comunidad lingüística, la palabra ha-
blada pero sin ahínco en lo vernáculo. Tanto en lo formal como en
lo expresivo, soluciona sus disyuntivas no por descarte de una de
las opciones, sino por coexistencia de opuestos, por movilidad mul-
tiforme, por mutabilidad tonal, por disimilitud disonante, por un
discurso metamórfico donde la coexistencia de contrarios constitu-
ye el generador de la representación y el motor de la escritura. La
lengua alta, la prosopopeya áulica, la lírica efusiva, suntuosamente
metafórica, cohabitan con el habla de la conversación porteña
(también es ésta el módulo verbal de Borges) y hasta con la lengua
iletrada a lo César Bruto o con el basic Spanish de las señoras de su
casa.
Aunque se trate de jugar con fuego, juego por momento maca-
bro plagado de desastrosas premoniciones, El examen se instrumen-
ta como operativo lúdico-humorístico. Se permite lo que le place, la
desfiguración, el desborde, el disloque, las ínfulas, la transgresión,
el desbaratamiento; remodela según su arbitrio el lenguaje (repre-
sentante) y el mundo (representado), ejerce una inventiva que bus-
ca liberarse de retensiones verbales y de represiones realistas. A
menudo cobra carácter paródico; remeda la ampulosa oratoria ro-
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mántica o la pretenciosa vacuidad de Hipólito Irigoyen; plagia la


suntuosa truculencia surrealista o imita el lunfardo del mersa:

–Dame lo die guita, negro e’mierda –gritó el diariero de la es-


quina–. La puta madre que te remil parió, conchudo e’mierda, me
cago en tu madre y en la puta que te recontraparió, cabrón hijo de
puta.
–Dixit –proclamo el cronista, encantado–. Qué animal. Son los
seis días en bicicleta de la puteada.
–También en eso somos campeones –dijo Juan–. El incremento
de la puteada debe estar en razón inversa de la fuerza de un pueblo.

Imita el cocoliche de sainete («Es la hora de la eutrapelia, vie-


jo, la una de la matina. Andiamo a fare una festicciola en la Plaza
Colón, y que la poli esté sorda y ciega cuesta sera»). O remeda la
lengua boba del diálogo de señoras de entrecasa:

–Oí lo que tocan –dijo Estercita–. El disco que tiene la Cuca. Se


lo regaló el hermano del novio, que tiene negocio. Grabado por
Costelanes. Divino.
–Sí, clásico –dijo la señora–. Como lo que tocó la del ocho el sá-
bado cuando estábamos de su tía
–¡Ah, tocaba divino! ¡Qué grandioso! Si yo tendría un combi-
nado me la pasaba oyendo clásico. ¡Qué divino! ¡Oí el violin!
–Es muy grandioso –dijo la señora–. Parece el claro de luna.

Abundan las burlonas fugas a lo desmesurado y magnificente


y las inflaciones poéticas suelen estar desinfladas por el chasco o
chubasco de la caída jocosa en lo cursi o en el kitsch. Cortázar se
complace en el manejo irónico de los clisés, tales como los estereo-
tipos de la versión escolar de la historia patria o los del periodismo
adocenado. Recurre al estilo aviso clasificado o recurre a las cómi-
cas incorrecciones a lo César Bruto, imita la lengua mimosa, gatu-
na o micifusa y la rantifusa de los taitas. Si Cortázar decide escri-
bir como habla, si opta por el emblemático voseo, divisa de argen-
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tinidad, esa señal de oriundez (que desaparece de las traducciones)


no restringe para nada la amplitud de su lengua que expande su lé-
xico hasta el dislate y la desmesura, que juega constantemente a ser
otra y se transforma porque no es juiciosa, porque no respeta un
pacato prurito de naturalidad o de tino. Cortázar basa su elocución
en la lengua matricia donde cada palabra tañe vida pero eso no lo
empaqueta, no lo limita a lo nacional entendido como natural. Ba-
bélico trotalibros y trotamundos, Cortázar hará con ese idioma lo-
cal en promiscua mixtura con otras hablas, con otros discursos,
con lo literario general, culterano, ecuménico, ingeniosas combina-
ciones, lúdicos montajes, asombrosos caleidoscopios e inquietantes
rompecabezas.
Detecto una señal discreta pero significativa del tránsito del es-
pañol general a su modalidad rioplatense. El cambio de acento de
una segunda persona del imperativo es el emblema del cambio de
piel. Ocurre en la transferencia de «Casa tomada», que pasa de La
otra orilla, primer volumen de cuentos de Cortázar que en vida del
autor queda inédito, a Bestiario (editado en Buenos Aires en 1951).
He aquí el pasaje:
A veces Irene decía:
–Fíjate este punto que se me ha ocurrido. ¿No da un dibujo de
trébol?

El «fíjate» de La otra orilla se vuelve «fijate» en Bestiario, como


corresponde al área del voseo que conserva, como antiguo trata-
miento de respeto, sus plurales de segunda persona.

En Europa

Julio, cuando se instala en Europa, lo hace con ganas, con gus-


to y regusto. En una carta del 3 de enero del 51, escrita ni bien re-
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gresa de su primera vuelta por Europa, informa a Fredi Guth-


mann, el amigo más trashumante, que por entonces está en la In-
dia, acerca de su satisfactoria situación en Buenos Aires. Cortázar
se ha asociado con Zoltan Havas para hacerse cargo del estudio de
traducción, se gana la vida con un trabajo independiente que le
brinda el sustento y le permite consagrarse a la literatura. («Puedo
dedicarme a mis cosas con bastante tiempo, escribo mucho, leo y
vivo en paz.») Y lograda esa autonomía económica y esa libre dis-
ponibilidad, siente que su retorno a Buenos Aires es provisorio; la
nostalgia de Europa prepondera, lo acapara. «Tengo –dice en esa
carta– la nostalgia europea, incesantemente; si pudiera irme por
siempre allá lo haría sin vacilar. Pero ya imagina usted que un ar-
gentino no hallaría fácilmente con qué subsistir en Francia, aunque
estuviera dispuesto a hacerlo pobremente. (Y sin embargo estoy un
poco obsesionado; me elijo europeo, y me siento un cobarde por no
cumplir mi elección. No quiero decir: tal vez un día... porque esa
es la más repugnante de las cobardías. Un día me iré y eso será to-
do.)» No tarda mucho (sólo diez meses) en satisfacer ese reclamo.
Luego, con Aurora, vuelve periódicamente a Buenos Aires, sobre
todo para ver a su madre, a la que adora. En 1954, pesca allá una
mononucleosis que se complica con apendicitis, por la cual sufre de
astenia y desfallecimiento. Todo termina en el quirófano. E1 54 es
en parte el año italiano. La Universidad de Puerto Rico le encarga
la traducción de toda la obra en prosa de Edgard Allan Poe más un
estudio introductorio de carácter «crítico-bibliográfico». Decide
realizar esa tarea intalándose durante seis meses en Roma. Antes
va a Nápoles, Salerno, Amalfi y Ravello. Luego de Roma, para
cambiar de marco, se traslada a Florencia, a la Via della Spada, 5
(presso Pruneti)), previo periplo por Orvieto, Perugia, Asís, Arez-
zo, Siena y San Gimignano. En Perugia consigue habitación bara-
ta en un vetusto palazzo. «La pieza –dice en una carta a Fredi de
marzo del 54– no tenía luz, aparte de un velador tenebroso, pero
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en cambio ostentaba un techo lleno de pinturas del seiscientos, en-


tre las cuales descollaba Cupido apuntando sus flechas justo en di-
rección a la cama.» Traduce donde esté sus quince páginas diarias
de Poe. La temporada en Roma lo llena de gozo. Acerca de Roma
dice: «Creo que hemos llegado a conocerla bastante bien, y real-
mente es una ciudad entrañable, llena de alegría, de gracia, con en-
cantos a la luz del día y otros secretos, que sólo se dan al que la ca-
mina amorosamente, acariciándola hasta que cede.» En Roma es-
cribe el primer texto de «Manual de instrucciones», «Instrucciones
para subir una escalera», y ese espléndido poema en prosa, «Ins-
trucciones para matar hormigas en Roma», que revela el arrobo
sensual que la ciudad aviva en Julio. Cito esta carta, como mues-
tra de esa avidez artística y cultural que Europa estimula en él y
que sacia viajando ni bien puede, asiduamente, a los lugares delei-
tables. Su correspondencia da cuenta de su constante movilidad,
de sus múltiples viajes fruitivos, que sólo el placer motiva. Cortá-
zar no cambiará nunca de relación, siempre admirativa, incitativa
y apetente, con Europa.
Resulta muy reveladora en su correspondencia la confronta-
ción de la deprimente, vituperada Buenos Aires con un París edé-
nico. En diciembre de 1959 Cortázar dice en una carta a Jean Bar-
nabé: «Hubiera querido escribirle apenas llegamos a Buenos Ai-
res, pero me dejé sumergir por el torrente de los parientes y los co-
nocidos, y me sentí tan desdichado en este mundo negro y estro-
peado de la Argentina que preferí que pasaran las primeras sema-
nas, los primeros cansancios y las primeras desilusiones, antes de
comunicarme con ustedes.» En marzo del 60, después de un leni-
tivo viaje en el «Río Belgrano» con sólo doce pasajeros a bordo, de
regreso a París, en una carta a Ana María Barrenechea, acota:
«Encontramos a París casi en la primavera, y ya nos sumimos dul-
cemente en esta vida tranquila que hacemos aquí, viendo a unos
pocos amigos, yendo al teatro y a las galerías, y caminando hasta
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no poder más por la ciudad, que es el mejor de los teatros.» París


lo libra de obligaciones familiares, de gravámenes ciudadanos, de
etiquetas y prelaciones, de compromisos con pasados caducos, de
la media o mala vida, de los otros yoes, de los Cortázares que fue
y que ya no quiere ser. Allí verdaderamente el vive como puedas
se transforma en vive como quieras. París, para Cortázar, es labe-
rinto encantado, estrella de mil puntas, mandala, vertiginosa ra-
yuela. Allí emprende la exploración lúdica mediante deambulacio-
nes que el azar encamina. Allí acrecienta su poder osmótico, se
convierte en esponja fenoménica. Allí colecciona rincones karmá-
ticos con infalible poder transfigurados. Es el habitante siempre de
ida, siempre maravillado. Y aunque poco contacto tiene con el
mundillo literario, busca ser espoleado por las incitaciones de ese
medio culturalmente fecundador. Rayuela, los almanaques (La vuel-
ta al día en ochenta mundos, Último round), 62. Modelo para armar, re-
flejos de ese juego de challenge and response que Cortázar privilegia,
no se entienden sin París. Son respuestas creativas al estímulo de
las oleadas estéticas que sacuden al París de los 60 y los 70 (teatro
del absurdo, nouveau roman, brechtismo, música concreta, electro-
acústica, letrismo, máquinas locas, arte povera, espacialismo, litera-
tura potencial, brote neovanguardista que pone de nuevo en auge
a su querida patafísica).

El mundo en argentino

De los tres pactos implícitos que vinculan a Cortázar con esa


entidad portadora de identidad que llamamos Argentina, el refe-
rencial o mimético, el biográfico y el idiomático, Julio sólo obser-
va los dos últimos. Su obra, sobre todo en las prosas abiertas (las
que no se ajustan a las restrictivas normas u hormas del cuento), es
fundamentalmente autoexpresiva, autorrepresentativa, autobio-
DEAMBULACIONES DE UN MUTANTE 125

gráfica. No cabe duda de que las novelas son autorreferentes. Los


protagonistas de las tres últimas –Oliveira, Juan y Andrés– se
constituyen básicamente como espejos de tinta, como autorretratos
del autor, como los sucedáneos de Cortázar a quienes infunde su
misma mentalidad, misma experiencia, misma condición, mismas
expectativas, misma voz. De ahí la transferencia que los lectores de
inmediato operan confundiendo acertadamente el personaje prin-
cipal con la persona que lo personifica, la subjetividad traspuesta a
la ficción con la del sujeto novelista. Por eso, leyéndolo recupero,
encarnada, patente y conmovedora, la presencia de Julio, que se
pinta de cuerpo entero. Leyéndolo, revive lo singular ínclito, ina-
lienable, y lo típico. Revive el argentino escindido entre arraigo y
desarraigo, en constante crisis de conciencia, en relación hipercrí-
tica con su cultura de origen, con un apego al pago, a lo nativo que
para manifestarse, para pasar a la escritura necesita del alejamien-
to, del trato liberado que sólo da la lejanía nostálgica, se requieren
tirabuzones de pasado, ciertos sacamundos como los zapatos ma-
rrones que usó en Olavarría en 1940 o una lámpara en el jardín que
trae consigo noche de verano que se puebla de bichos voladores, la
cena familiar en un jardín de Banfield.
Leyendo a Cortázar revive el cultor de la literatura y del arte
universales. El espécimen prototípico de la generación del 40, el bi-
bliófago polígloto modelado por la biblioteca de Babel y a la vez en
rebeldía contra esa formación académica. Al leerlo, revive el peri-
férico transcultural que practica insólitas mixturas, intercalaciones
y extrapolaciones estrafalarias, barajando con desembarazo excén-
trico citas y referencias de vastedad equiparable a la de Borges, su
paradigma, a la de Octavio Paz y José Lezama Lima, sus coetá-
neos, sus semejantes. Ese abanico cosmopolita que se despliega en
las prosas abiertas como tesaurus, como los mil ojos del pavo real,
ese pavoneo de lecturas, esa gula alejandrina de generar literatura
por inseminación ostensible de los textos padres puede atribuirse a
126 SAÚL YURKIEVICH

la formación bonaerense de Cortázar, a una tónica mundialista y


metropolitana propia de nuestro ambiente, al sinnúmero de libros
ingurgitados durante aquellos años de exilio interior en adormeci-
das ciudades pampeanas.
Como Borges, que amalgama literatura oriental o teológica con
cuento policial, que hace convivir la épica homérica con la gau-
chesca, las leyendas de las Mil y una noches con hazañas de cuchi-
lleros del Bajo Palermo, Cortázar se muestra afecto a la mezcla de
jerarquías, al popurrí tipo Tesoro de la juventud o almanaque Ha-
chette, extrema el lado patchwork haciendo cohabitar el Bhagabadgi-
ta con César Bruto, Zen con jazz, Lautréamont con tango, Ezra
Pound con Ceferino Piriz. Pero no sólo mezcla lo monumental con
lo vernáculo, lo magno con lo cursi, también practica alternancias
multilingües. Mediante constantes cambios de registro, infunde a
su escritura una nerviosa variedad tonal, léxica, rítmica, formal.
Mutante ubicuo, sorpresivo, pasa del estilo alto, del vuelo lírico, de
las pompas metafóricas, de la amplificación fastuosa al lunfardo de
entrecasa, a la picardía criolla, a la cachada, a la bronca, a la mufa
y a la fiaca. Pero por más que lo magistral sea contrarrestado por
la bullanga callejera, contaminado por la malicia canyengue, por lo
chiflado, por más que se desdibuje la frontera entre arte y antiarte,
entre la escritura de cabinet d’auteur y la labia porteña, cultura ilus-
tre y literatura literaria guardan la regencia del texto. Por más con-
taminaciones irreverentes, el connubio de musa con museo man-
tendrá su vigencia pero casi todo será dicho en argentino, en una
lengua cuyo patrón elocutivo es efectivamente el coloquial riopla-
tense. Todo será dicho en lengua materna, en idioma nacional.
Tanto los monólogos como los diálogos, la introspección como
la conversación novelescas, están modulados sobre la base de la
oralidad porteña. Los protagonistas de las tres última novelas ha-
blan como Cortázar. Cuanto mayor es la identificación con sus per-
sonajes más se acentúa la impronta rioplatense, porque el pacto au-
DEAMBULACIONES DE UN MUTANTE 127

tobiográfico impera. La elocución porteña obra de base de susten-


tación que permite toda clase de ensanches, piruetas, apartamien-
tos, altibajos, chispazos, todo ese jugueteo verbal que Cortázar in-
venta con máxima pericia. Todo se hace en idas y vueltas, desde y
hacia la lengua oriunda. Y todo proviene de la opción básica de es-
cribir hablando, todo empieza cuando Cortázar se propone apar-
tarse de la tiesa y atildada literatura nacional, salir del «columba-
rio», quitarse el remilgo estilístico de la generación del 40, autenti-
ficar su voz, implicarla, volverla consustancial de la persona, de-
volverla a lo lugareño original, al lugar del reconocimiento.
Y para no vivir como lobo estepario disfrazado de fama, para
no acatar el orden fariseo, para no someterse a los falaces rituales
de la tribu, para no dejarse domesticar por la vida cuadriculada,
para no resignarse al orden del territorio, para escapar al áulico
establishment de las letras argentinas, para no tener que ponerse es-
cudo en la solapa ni la corbata negra por el duelo nacional, sale al
mundo, abre las puertas para salir a jugar, se va a París, a vivir el
desdoblamiento del destierro, en el entremundo, en la brecha que
le posibilita el más excitante, el más extraño emplazamiento imagi-
nario para fabular una nueva literatura. Pero todo tránsito, toda
transmigración, toda transgresión o transmutación se dicen en ar-
gentino que lo vuelve a casa, lo regresa a la casa del ser.

S. Y.

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