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ÁNGEL DE PASIÓN

Karen Strauss

© Karen Strauss, todos los derechos reservados.


ÍNDICE

CAPÍTULO 1: DOS PIERDEN, UNO GANA


CAPÍTULO 2: AL FILO
CAPÍTULO 3: VISITA ESPERADA
CAPÍTULO 4: FANTASMAS
CAPÍTULO 5: CAÍDA A LOS INFIERNOS
CAPÍTULO 6: COMO EN UN SUEÑO

NOTA IMPORTANTE

Este libro es la cuarta parte de la saga de romanticismo, erotismo y aventuras que se


inició con el título "ÁNGEL DE PECADO".
Como esta es la cuarta parte, te recomendamos que si no lo has leído empieces con
"ÁNGEL DE PECADO" para no perderte ni un detalle de la historia de Ángelo y Lydia.
Y si ya sigues la saga desde el principio, prepárate para lo que viene a continuación
en "ÁNGEL DE PASIÓN"

Orden de la historia
1. Ángel de Pecado
2. Ángel de Perdición
3. Ángel de Deseo
4. Ángel de Pasión
CAPÍTULO 1: DOS PIERDEN, UNO GANA

Oscuridad. Ni siquiera podía verse las manos. Cuando Lydia se tocó la cara, sintió
la húmeda consistencia de lo que seguramente sería sangre saliendo de su nariz. No eran las
lágrimas ni el dolor lo que le impedían pensar con coherencia, era la oscura y tenebrosa
torre en la que se encontraba encerrada. Mientras seguía sentada en el firme suelo de
piedra, sus piernas estaban comenzando a sentir esa sensación punzante y dolorosa del frío
calándose hasta los huesos. Allí dentro no se oía nada, ni siquiera la enfermiza voz de
cualquiera de los dos vigilantes oscuros que seguramente permanecían fuera, a un palmo de
la puerta.
Su primera reacción fue lógica: gateó hasta la puerta y comenzó a golpearla con los
puños, gritando desesperada que la sacaran de allí. A pesar de ser de madera antigua, la
puerta no cedía ni un milímetro tras cada golpe. Era como si fuese más firme que cualquier
metal y ya le dio una sensación extraña al verla por primera vez, como si se tratara de la
entrada a un lugar importante y muy antiguo. Luego, tras muchos golpes y súplicas, se
rindió. Estaba claro que de allí no podría salir hasta que ellos quisieran. Lo siguiente que
pensó es que probablemente, con el tiempo, alguien intercedería por ella y la ayudaría a
aclarar todo. O al menos, que le dieran la oportunidad de explicar por qué había ayudado a
Ángelo a escapar. Esperaba que sus padres no se hubieran decepcionado tanto como para
no querer hacer algo por su hija. Sí, eso debía pasar tarde o temprano. No debía pasar
mucho tiempo hasta que sus padres hicieran algo. Además, tendría que haber una forma de
explicarse, una forma de solucionar aquello, al menos un juicio. Por mucho que se hablara
de lo terrible que estaba llegando a ser la justicia en Capitol City, y por muchos trapos
sucios que escondiera el alcalde Jack Goodman, ella había salido en todos los noticieros y
lo más probable es que la gente quisiera saber qué había sido de ella y dónde se encontraba.
El pueblo querría juzgarla o que se explicara públicamente. E incluso los programas del
corazón estarían intrigados. Seguro que había muchos periodistas y contertulios deseando
saber todo lo que había pasado. Una supuesta historia entre dos chicas delincuentes en las
que una dejó caer el pasaporte de la otra en una escena criminal y en pleno ataque de celos
no era ninguna tontería, y daría para muchas semanas de cotilleos. Todo esto pasaba por la
cabeza de Lydia a toda velocidad, más para convencerse a sí misma que por estar
plenamente convencida.
La Torre de los Suicidas comenzó a ejercer su influencia maléfica sobre Lydia y al
poco tiempo de que la encerraran, ésta comenzó a sentirse un poco débil de tanto darle
vueltas a la cabeza. Construida por orden del padre del demonio Arioch hacía siglos, esa
torre tenía todo el poder necesario para influir negativamente a cualquiera que estuviese allí
encerrado durante un tiempo. Ahora, el hijo, también un demonio mayor que se hacía pasar
por el alcalde Jack Goodman, la usaba de vez en cuando para encerrar a cualquier humano
que le molestase. Y, aunque la existencia de Lydia no molestaba demasiado al alcalde, así
conseguiría fastidiar un poco a esa humana entrometida que ayudó a Ángelo. Lydia sería la
siguiente en acabar con su propia vida por haberse metido donde no la llamaban.
Ni una ventana, ni una simple luz, la oscuridad era tal que a Lydia le parecía que se
movía a través del vacío, caminando por la nada más absoluta. Hacía unos minutos que
había conseguido ponerse en pie y ya había perdido la referencia de la puerta al caminar a
tientas en la negrura. La pared del lugar era sin duda de forma circular, pues había notado
una ligera curvatura mientras la bordeaba, tanteando con sus sucias manos manchadas de su
propia sangre cada vez más seca. Aunque Lydia no lo veía, sí imaginaba que no había sido
la primera vez que una mano dejaba restos de sangre en aquellos muros. Justo cuando
pensó esto, a Lydia le entraron unas ganas horribles de dejar de tocar la pared. Sintió asco y
repulsión, pero también se sintió muy desgraciada y apenada por todos los que seguramente
habían sido encerrados allí antes que ella. A los pocos segundos se dio cuenta de que por
mucha repulsión que sintiera, tenía que seguir tanteando la pared interna de la torre por si
descubría que allí había algo más que una estancia vacía. Y de repente, su intuición estuvo
en lo cierto, tanteó con la mano una barra de hierro.
Al principio se asustó al notar algo diferente a la fría pared, pero después pudo
comprobar que era una barra firmemente asentada en vertical, y que si tanteaba un poco
descubriría lo que parecían los peldaños metálicos y oxidados de una escalerilla de mano
que subía hacia el techo. Instintivamente, miró hacia arriba para seguir viendo la misma
oscuridad que la rodeaba. Aún sin saber hacia dónde iba ni lo alto que subiría, su única
posibilidad de investigar algo era subir la escalerilla, así que lo hizo. Sabía que no la iban a
sacar de allí, y aunque seguía temblorosa por los nervios, la oscuridad y el miedo, no veía
qué otra cosa podía hacer más allá de subir. Ya había golpeado la puerta, llorado y
suplicado bastante. Limpiándose las lágrimas de las mejillas con el dorso de la mano, se
agarró a los primeros peldaños y puso el pie en el más bajo de ellos. Comenzó a subir sin
saber a qué altura llegaría aquella torre.
El silencio sólo se rompía con los crujidos metálicos de algunos peldaños más
oxidados que otros. El frío, los temblores y la incertidumbre no eran nada comparados con
el vértigo que Lydia estaba comenzando a padecer. Llevaba bastantes minutos subiendo,
despacio pero sin parar. Mirar abajo, hacia la oscuridad, sólo le hacía imaginar que estaba a
gran altura, pues no veía el suelo, y la negrura que la rodeaba hacía parecer que estaba
suspendida en el vacío del espacio, donde ya la realidad no importaba y podía dejarse caer
para flotar a través de la nada. La tentación de rendirse y volver a bajar se hizo muy fuerte,
porque aquello era una locura. Incluso alguna barra metálica de la escalerilla hizo ademán
de soltarse y romperse debido al óxido. Quizás por eso la llamaban la Torre de los Suicidas.
Justo cuando iba a decidirse a bajar, golpeó algo con la cabeza. Fue un golpe ligero,
pues ya subía sin esperanzas, pero le había devuelto la curiosidad. Tanteando con una mano
y agarrándose con temor con la otra, pudo descubrir lo que parecía una trampilla de
madera. No sabía a qué altura se encontraba, pero aquello era lo más cerca que estaba de un
posible suelo. Si había dado con el piso superior de la torre, allí podría descansar. Con
nerviosismo por su descubrimiento a gran altura, tanteó hasta que dio con lo que parecía
una cerradura sencilla, y tras descubrir con sus dedos aliviada que la misma no tenía
candado ni nada parecido, deslizó el pasador que la mantenía cerrada y empujó la pequeña
trampilla hacia arriba para abrirla. Tras el sonido de la madera golpeando contra el suelo de
arriba, una luz la envolvió. Por fin había llegado al final de esa escalerilla aterradora.
Luz, muchísima luz la cegaba tras haber estado tanto rato en total oscuridad desde
que la encerraron. Subió con la respiración agitada a lo que parecía ser el piso superior de la
torre y el suelo frío de piedra volvió a ser su único lugar de reposo. Antes de saber siquiera
lo que había allí arriba se tumbó en la dura superficie a respirar tranquila.
Cuando recobró las fuerzas pudo fijarse en dónde se encontraba, parecía ser una
celda. Sólo que tenía la libertad de salir cuando quisiese, pues en una parte de la pared
circular de piedra había una salida. Tras darse cuenta de que un simple camastro de madera,
una silla y una mesa eran lo único que ocupaba la estancia, Lydia gateó con ansiedad hacia
la salida, sabiendo que no encontraría nada bueno. Y allí estaba: la libertad, la salida a todo
aquello, una pequeña plataforma sobresaliente de piedra que la invitaban a volar y a
olvidarse de todo. La lluvia le cayó en la cabeza y, mirando hacia arriba, le limpió las
lágrimas y la suciedad. Miró hacia el cielo grisáceo mientras el viento y la lluvia
liberadores envolvían todo su cuerpo, acogiéndola. Y entonces lo vio claro. Vio claro por
qué la llamaban la Torre de los Suicidas. Y cuando al mirar hacia abajo, a más de treinta
metros de altura, vio el mar, la tranquilidad de flotar en ese océano infinito donde no había
que preocuparse por nada, algo en su cabeza la frenó. Algo la aterrorizó y la hizo retroceder
hacia dentro. Caminó nerviosa hacia atrás y pegó su espalda en la pared contraria a la
salida. Evitó por un momento ser un prisionero más de los que allí se habían rendido a la
vida. Sin una buena injusticia, la Torre de los Suicidas no ejercía el mismo efecto, y ella
todavía tenía miedo a la liberación, pero había sufrido injusticias. Y quería rendirse, estaba
deseando rendirse, acabar con todo, dejar de ser un problema para mucha gente. Pero
todavía no era el momento de escapar de la vida. Tembló, pues estaba segura de que, a cada
hora que pasase, más fuerte se haría la influencia de la torre y más cerca estaría ese
momento. Pronto lo sería.
***

Los muebles de madera de caoba con terminaciones doradas inundaban el despacho


del alcalde Jack Goodman, sin demasiado gusto pero con indudable valor monetario. Una
decoración siempre a costa de los contribuyentes. Sentado en su amplio sillón de piel
oscura capaz de soportar todo su volumen, y más parecido a un trono que a un elemento de
despacho, disfrutaba de uno de sus habanos mientras miraba distraído por la enorme
cristalera que tenía a su izquierda, desde donde vigilaba la ciudad como un buitre vigila un
cadáver reciente.
Esperaba noticias, aunque no impaciente, sí con cierto nerviosismo. Aquella
mañana se jugaba mucho, pues todos los asuntos que tenía por resolver debían salir bien.
Mientras contemplaba la desagradable lluvia caer con pesadez, se sentía con capacidad para
manipular y llevar hasta donde quisiera las vidas de todos esos pequeños habitantes de
Capitol City que veía moverse nerviosos con sus paraguas en la distancia, como
hormiguitas predecibles que no sabían de la verdad de las cosas. No eran más que vulgares
humanos que creían disfrutar de una vida corta y miserable. De pronto, una serie de
pequeños golpes en la puerta le sacaron de sus pensamientos. Por fin alguna noticia.
Dio paso a su secretaria, la joven Selena Amber, que entró con mucho respeto, una
media sonrisa y unos ojos ligeramente rojos de ilusión por estar trabajando al servicio del
mismísimo demonio Arioch. Llevaba una cantidad considerable de papeles en la mano, que
sostenía con fuerza. Aunque ilusionada, la señorita Amber no podía ocultar su nerviosismo,
pues aquel era su segundo día como ayudante del alcalde.
- Con permiso, señor Goodman –dijo al entrar.
- Siempre que me traigas buenas noticias –contestó él con rigidez.
- Sin duda.
La chica cerró la puerta del despacho y caminó por todo el gran espacio que
separaba la entrada del escritorio del alcalde. Una vez allí, Jack Goodman la invitó a
sentarse con la mirada mientras seguía saboreando su puro.
- Todo marcha según los planes, señor Goodman –comenzó ella con seguridad –. Su
influencia en el estado está creciendo, pero es que en todo el país también. La intención de
voto en Capitol State es de cerca del 72% a su favor según nuestras últimas encuestas. Con
toda probabilidad se convertirá usted en el gobernador del estado en las próximas
elecciones. Y el camino hacia la presidencia el año que viene será también sencillo, según
los sondeos. Tiene usted una gran influencia en todo el país, señor Goodman.
Jack Goodman no pudo esconder una sonrisa mientras seguía con el habano en los
labios. Pero aún así, era consciente de que quería más, quería aplastar a la competencia.
- Es poco –dijo secamente a su secretaria –. Quiero llegar como mínimo al 80% para
el momento de las elecciones y tenéis que hacer que lo consiga u os dejaré a todos de
patitas en la calle o en un lugar mucho más terrorífico.
La secretaria no pudo evitar poner ojos de sorpresa, y se atrevió a contestarle.
- Pero, pero... señor Goodman, quedan menos de dos meses y estamos haciendo
toda la campaña lo mejor posible y...
- ¿Alguna objeción, señorita Amber? –dijo él. Sus ojos se volvieron
amenazadoramente rojos, mucho más intensos que los de su secretaria.
- N... no, no... para nada, lo conseguiremos –contestó ella poniéndose todavía más
nerviosa.
- Bien, más les vale. Y sobre los otros asuntos... Espero que tengas buenas noticias
también.
- S... Sí, señor Goodman, a eso iba. Me han avisado de que ya tenemos a los dos
indeseables en nuestro poder. Él ha sido capturado en la iglesia tal y como estaba planeado,
y ella está ya en la torre, según me han informado.
Jack Goodman dejó el puro en un sucio cenicero que tenía sobre su mesa y se
inclinó, apoyando los codos en su escritorio. La negra piel de su asiento crujió del peso y el
alcalde cruzó las manos con satisfacción. Sonrió amenazante.
- Pero, ¿y lo más importante? –preguntó con calma.
- Se refiere a... a la carpeta... Sí, la señorita Ivonne ha cumplido con lo acordado y
nos la ha entregado. Están trayéndola para acá los dos antiguos compañeros del indeseable.
A él lo han encadenado convenientemente. Creo que la señorita Ivonne se va a quedar con
él para castigarlo un poco. Al menos me han informado de todo esto.
- Me da igual lo que ella haga con el indeseable. Aunque a la chica rubia puede que
le haga una visita de cortesía –dijo misteriosamente–. Lo que quiero es el mapa con la
localización de la maldita lanza. Si consigo tener la Lanza del Destino en mi poder, nada
me frenará.
- S... sí, señor Goodman, calculo que en media hora tendremos la carpeta aquí.
- Tiempo suficiente para otro asunto.
- ¿Qué asunto? –preguntó la joven con cierta inquietud.
El alcalde Goodman se echó hacia atrás en su sillón e indicó hacia abajo con la
mirada.
- Entiendo –dijo ella.
La secretaria inmediatamente lo comprendió, no hicieron falta palabras. Dejó los
papeles sobre la mesa, se puso en pie y se deslizó con sensualidad y soltura por el lateral de
la mesa del alcalde. Éste sonrió con satisfacción al darse cuenta de la estupenda secretaria
que tenía. A pesar de llevar tan poco tiempo con él, entendía perfectamente todas sus
necesidades, y eso que sólo tenía veinte añitos. El alcalde colocó su sillón lateralmente y se
puso frente a ella, que venía como una experta seductora. La joven se agachó frente a él,
entre sus gordas piernas ya abiertas, y con sus dulces manitas le abrió la bragueta del
pantalón. Aunque pudiese parecer que una persona de ese tremendo volumen apenas podría
verse a sí mismo su aparato genital, de la bragueta abierta salió algo gigantesco, que
inmediatamente estaba en erección. Aquello no era humano ni normal, era demoníaco: rojo,
gigante y con venas palpitantes. Subía hacia arriba, enorme, e inclinándose hacia delante
debido a la gorda barriga de Jack Goodman. La señorita Amber ya estaba acostumbrada, y
volvió a ponerse en pie, pues no era necesario agacharse siquiera para alcanzar el gordo
extremo de aquello. Y a pesar de que no entrase entre sus juveniles labios ni aunque
midiese la mitad del tamaño que aquello medía, hizo disfrutar durante un buen rato a
Arioch, recorriendo con su lengua arriba y abajo los más de cincuenta centímetros de carne
infernal. Total, pensó ella, tampoco era tanto esfuerzo cumplir con su parte del acuerdo y
satisfacer al demonio para conseguir que el famoso empresario millonario Owen Stroke,
dueño de más de 15 hoteles de lujo en todo el país, se enamorara perdidamente de ella
debido a un pequeño hechizo, y abandonara a su mujer. Cada una tenía un precio por sus
sueños, y ella lo estaba pagando muy a gusto.
CAPÍTULO 2: AL FILO

Lydia sólo llevaba allí unas horas y ya se estaba volviendo loca. Escuchaba susurros
cuyas palabras no distinguía y cada crujido extraño, posiblemente venido de los pocos
trastos de madera que había en la estancia, la sobresaltaban. Los truenos resonaban cada
pocos minutos en la lejanía, aumentando su sensación de desasosiego y soledad, haciendo
que la torre pareciera aún más tétrica de lo que ya era. La fuerte lluvia había entrado a
través de la abertura en la pared, que era bastante grande pues permitía el paso de una
persona casi de pie, pero el agua no llegaba a donde ella estaba, acurrucada encima del
camastro con la única manta que encontró al subir. La manta olía como si no se hubiera
lavado nunca, aunque ella sospechaba que había sido la única cobertura de la que
dispusieron los anteriores prisioneros de la torre. La sensación de frío era superior a
cualquier repulsión que pudiera sentir.
¿Cuántas horas llevaba allí? No se había querido dar cuenta porque seguía un poco
ausente de todo lo que estaba pasando, pero el hambre estaba comenzando a hacer mella en
su estómago y en su cabeza. Posiblemente ya estaba en mitad de la tarde, pero el cielo
estaba tan oscuro que parecía de noche desde hacía un par de horas. De repente, un sonido
extraño seguido de un ruido metálico la sacó de sus pensamientos y dejó de mirar fijamente
el charco que se estaba formando en la abertura. Provenía de la planta de abajo, ¿habían
abierto la puerta? ¿Por fin alguien había aclarado que ella no era una delincuente? ¿Ángelo,
sus padres...?
Sin querer, había pensado antes en que Ángelo viniera a por ella que en que sus
padres estuvieran allí. Estaba segura de que la decepción y el chasco que se habían llevado
sus pobres padres no era fácilmente superable como para que en unas horas fueran a
buscarla. La sorpresa de que saliera en televisión como una vulgar delincuente no era fácil
de digerir para unos padres tan decentes como los suyos. Aún así, tenía que ver quién o qué
había hecho ese ruido, así que dejó la manta en el destartalado camastro y se dirigió a la
trampilla, que no había cerrado desde que subió. Al asomarse se dio cuenta de que no se
veía el suelo de la parte inferior de la torre aunque la poca luz que había en la estancia
pasara hacia abajo. Sólo pudo distinguir un tramo de la escalerilla que se perdía en la
oscuridad, y le entró un escalofrío.
¿Había alguien abajo? Durante un rato Lydia se mantuvo mirando a través de la
trampilla del suelo y de repente, otro ruido como de la puerta de madera abriéndose sonó en
el piso inferior, y se sobresaltó. Le dio tiempo a asomarse y poder ver una pequeña raya de
luz que se colaba dentro de la torre a través de la entrada. Se dio cuenta de que estaba a
muchísima altura, mucha más de lo que imaginó cuando había subido por la escalerilla, y le
entró vértigo, echándose hacia atrás. Una voz grave y terrorífica gritó desde abajo:
"¡COMIDA!" y volvió a sonar el ruido de la puerta de madera. Cuando se asomó, ya no
había luz, sino la eterna oscuridad. Lydia dedujo que el primer ruido metálico se debía a
una bandeja o un plato, y que la segunda vez que abrieron fue para avisarla, en un gesto de
mínima piedad. ¿Comida? Tenía que bajar, estaba muerta de hambre y la mente ya le estaba
jugando malas pasadas. Estaba claro que aquello era la Torre de los Suicidas, no de los
muertos de hambre, y tenían que mantener vivos a sus presos. Ya estaba nerviosa por poder
bajar, siempre con la esperanza de que aquello que le esperaba fuese comida de verdad, no
un engaño para asustarla o para algo peor. Tras todo el gasto de energía, todo el
sufrimiento, el lloro, el frío y las horas que había pasado allí, la comida era lo único que
quería. Necesitaba comer, lo que fuese. Así que con piernas temblorosas, se agarró como
pudo al borde del suelo y comenzó a bajar la escalerilla. Ya sabía a la altura que estaba pero
no quería ni pensarlo.
Muy despacio pero con ansias y nerviosismo por comer, fue bajando, poniendo un
pie tras otro... y resbaló. Se agarró con los brazos agarrando la escalerilla desesperada y
pudo enganchar el otro pie a tiempo antes de precipitarse contra el suelo. Le entraron ganas
de llorar ahí arriba, pero el hambre era más insistente que la pena, así que siguió bajando
poco a poco cuando se tranquilizó. Cuando llevaba un par de minutos bajando muy
despacio y con cuidado, de pronto, un peldaño oxidado se soltó. Toda una barra metálica
completamente herrumbrosa se desenganchó de la escalerilla al no aguantar el apoyo del
pie de Lydia, y esta vez no tuvo fuerzas ni posibilidad de agarrarse. Cayó al vacío.
El suelo estaba más cerca de lo que ella creía. Se apoyó con el pie de forma terrible
y un golpe de dolor le recorrió la pierna entera. Había caído en una mala postura y su pie
había emitido un doloroso crujido, haciendo que ella se precipitase con todo su cuerpo
contra el suelo. Un grito salió de su garganta y retumbó en la torre, se agarró la pierna con
ambas manos mientras se retorcía de dolor en el suelo. Y lloró una vez más. Nadie acudió,
nadie abrió la puerta, nadie hizo caso. El daño le subía por toda la pierna hasta la cadera y
se preguntó si se había partido algo o moriría desangrada allí mismo. Estaba claro que allí
los prisioneros eran encerrados hasta la muerte, o hasta que se mataban ellos mismos. Con
el paso de los minutos, ese dolor y ese llanto se fueron calmando, hasta que pudo tantear
con sus manos lo que había bajado a buscar: un plato metálico. En la oscuridad, aquella
masa pastosa era más fácil de comer que si hubiera visto el aspecto que aquello tenía. Se
sentó en el suelo y comió con sus manos lo que había en el plato, que tenía el sabor a un
puré de garbanzos o alubias, algo totalmente insípido, pero que le llenaba el estómago un
poco. No demasiado, pues la cantidad total de comida era de apenas el tamaño de un puño.
Lo justo para que un prisionero no muriese de hambre pero lo pasara mal horas después. En
un par de minutos había comido, y no fue suficiente, pero al menos le calmó un poco el
malestar.
La luz de la trampilla se podía ver en el techo de la estancia y Lydia pensó que lo
que mejor podía hacer era volver a subir y resguardarse con la manta, hasta que llegara el
día en que todo se aclarase o en que ella se rindiese. Una de dos, ya casi le daba igual. Con
el tobillo todavía dolorido, comenzó a subir la escalerilla una vez más. Por suerte, parecía
que no se había roto nada, así que esa noche podría descansar algo sobre lo que le esperaba
arriba, que no era más que un intento de cama. Casi necesitaba la manta en aquel momento
como la comida media hora antes. Superó el tramo que se había quedado sin peldaño con
más dificultad, pero pudo conseguirlo. Temblorosa y llevándose su tiempo, consiguió llegar
hasta arriba y volver a tumbarse durante unos segundos para respirar en el frío y húmedo
suelo del piso superior. Al final, gateando un poco, se pudo subir a la vieja cama de madera
y se acurrucó con la manta, esperando que al día siguiente la luz de la mañana le diera otros
ánimos.
***

"Padrenuestroqueestasenloscielossantificadoseatunombre,
padrenuestroqueestasenloscielossantificadoseatunombre..."
Ángelo movía la cabeza adelante y atrás, susurrando el inicio del Padre Nuestro una
y otra vez, mientras permanecía atado en otra silla frente a frente con el padre Teodoro, que
permanecía semiinconsciente con la cabeza inclinada hacia un lateral y con un hilillo de
sangre cayéndole desde la comisura de los labios. Entre ellos dos, Ivonne estaba
disfrutando del espectáculo, mirando a Ángelo con sus ojos maliciosos y una sonrisa de
total satisfacción. Permanecer tanto tiempo en la cripta, bajo una iglesia tan importante para
esa parte de la ciudad, le hacía tener un ligero picor en la piel debido a su nueva condición
infernal, pero era algo soportable, sobre todo cuando estaba disfrutando de ver a un soldado
y a un agente de Dios en unas circunstancias tan patéticas. Esos dos inútiles estaban a su
merced, y eso le encantaba.
Aunque el padre Teodoro permanecía atado con simples cuerdas que le impedían
moverse, las ataduras de Ángelo no eran normales. Tanto Ivonne como sus dos compañeros
infernales habían tenido que usar cuerda especialmente demonizada con la Biblia Negra y
con el ancestral ritual de la sangre virginal, mojando la cuerda en un recipiente lleno de
sangre de muchacha virgen sacrificada en honor al Diablo en una noche de plenilunio. Esta
cuerda, en toda su longitud, hacía quemaduras en la piel a Ángelo, y traspasaba cualquier
tela o protección. Ideal para atar a soldados de Dios y que dejasen de hacer estupideces.
Hacía tiempo que Ángelo vagaba por el mundo sin cumplir con las órdenes que
correspondían a su cargo. Más bien lo contrario, pues alguna que otra vez se había saltado
alguno de los mandamientos de la Ley de Dios, incluyendo matar y robar cuando fuese
necesario. Aunque Ángelo lo hizo en su mayor parte por una buena causa, sabía que los
ojos de Dios no eran tan comprensivos con él. Uno de sus verdaderos amigos
completamente humanos, uno de sus mayores apoyos en sus acciones, estaba allí atado y
pasándolo muy mal. El padre Teodoro había apoyado todo lo que él había hecho todos estos
años, aunque no públicamente, sí de forma amable y comprensiva, dándole ánimos a
Ángelo en sus malos momentos. Lo único con lo que el padre Teodoro nunca estuvo de
acuerdo era con la relación de Ángelo con Ivonne. Él nunca se fió. Y al final resultó que
tenía razón. Una risa maliciosa retumbó en la cripta, y Ángelo dejó de rezar y de pensar,
miró a la que anteriormente había sido su pareja sentimental. Allí estaba, totalmente
consumida por la maldad, la chica de que la se había fiado todos estos años sin saber muy
bien por qué. Ivonne tenía una maldad interior, que en el fondo, Ángelo siempre le había
notado. Pero él nunca se quiso dar cuenta. La vida de un ángel abandonado puede ser muy
solitaria, y se habría agarrado a la amistad de cualquiera con tal de pasar mejor sus días
terrenales.
Ivonne miró a Ángelo y le guiñó un ojo con un gesto de burla, indicándole que sus
rezos no estaban haciéndole el más mínimo efecto, y que estaba disfrutando como nunca.
- Estúpido, yo misma sé que el imbécil de tu gran jefe –casi le dan arcadas al decir
esto– hace tiempo que no escucha tus rezos absurdos. Y eso que hasta hace poco yo era una
simple humana.
- ¿S... simple humana? Ahora sí que eres... simple, Ivonne. Hay... humanos mucho
más... interesantes y complejos que tú... y que no le han ofrecido el culo al Diablo –dijo
Ángelo con el cuerpo dolorido, interrumpiendo sus rezos durante un momento.
Un fuerte manotazo de Ivonne fue la prueba de que las palabras la habían
molestado. Con cada golpe, ligeras marcas sangrantes debido a las largas uñas de la rusa se
dejaban ver en la piel de Ángelo. El padre Teodoro también tenía la cara cubierta de ellas.
- Sí Ángelo, soy tan "simple" que no viste venir todo esto con lo inteligente que tú
te crees. Soy tan "simple" que el mapa de la localización de la Lanza está en nuestro poder
gracias a mí. Soy tan "simple" que tu amiguita la zorra rubia se fió de mí todo este tiempo y
no vio que le quitaron el pasaporte. Soy tan "simple" que dejándolo caer en la escena de tu
salvamento, ella ha llegado a ser la delincuente más buscada de la ciudad... Podría seguir
durante horas con la lista de cosas en las que he sido tan "simple".
En este punto, Ángelo cerró los ojos de dolor, pero más por lo que estaba
escuchando y por el lío en el que había metido a la pobre Lydia, que por las heridas. Se
lamentaba una y otra vez por haberla metido en todo esto y que ahora fuese una víctima de
las traiciones de su gente. Al igual que el padre Teodoro, que en ese momento estaba
sufriendo por haberlo defendido todo este tiempo, por haberle aconsejado, por haberle... Un
ruido metálico le sacó de sus pensamientos. Un metal rozando contra una roca,
concretamente contra el suelo de piedra. Abrió los ojos. Era Ivonne, y sostenía entre sus
manos una barra de metal de al menos un metro de longitud. Un poder oscuro fluía de entre
sus dedos y recorría toda la barra. Estaba claro que había firmado un pacto infernal.
- Tengo una sorpresita para vosotros dos... –dijo sonriéndole.
- No Ivonne, no te atrevas a...
Un golpe en las costillas le interrumpió la frase. Ivonne le había dado bien fuerte, y
aunque Ángelo tenía bien trabajados los músculos de esa zona, no pudo evitar sentir un
dolor terrible. Su grito de dolor retumbó por toda la cripta. El padre Teodoro entreabrió los
ojos para ver la pesadilla en la que estaba inmerso. Comenzó a mover ligeramente los
labios, posiblemente rezando o tratando de animar a Ángelo.
- ¿El dolor físico apenas os importa, verdad? Vosotros sois unos sacrificados por la
causa de Dios –puso cara de desprecio –. Al fin y al cabo el alma es lo importante, Ángelo,
tú deberías saberlo. ¿Qué más da que os dé unos pequeños golpecitos? Es una barra
metálica muy terrenal y física. No tiene alma, mira... –y en ese momento se giró hacia el
herido sacerdote, que a duras penas mantenía la consciencia.
- No Ivonne, a él no. Golpéame a mí todo lo que quieras. Además, ya tienes el
mapa, ya tienes lo que querías...
- Te equivocas Ángelo. Lo que quiero, mejor dicho, lo que queremos, es que sufras
por toda la eternidad. Por el método que sea... –dijo dándole la espalda y mirando al padre
Teodoro. El sacerdote gimió semiinconsciente, abriendo los ojos de terror.
- Pero... ¿Qué te han dado, Ivonne? ¿Qué te han ofrecido? –dijo Ángelo intentando
calmarla, o que se mantuviera hablando y dejara al sacerdote en paz.
Ivonne levantó la barra de metal... Ángelo se agitó para intentar liberarse... Todo
pasó en unas décimas de segundo...
- Mucho más de lo que tú jamás me podrías dar... –contestó ella, y descargó la barra
de metal sobre el padre Teodoro. El golpe fue brutal, y el hombre cayó al suelo, todavía
atado a la silla.
- ¡Nooooooooooooooooooooooooooooo! –gritó Ángelo.
El cuerpo sin vida del padre Teodoro permanecía en el suelo mientras las lágrimas
cubrían la cara de Ángelo.
- Es cierto que follas como los ángeles –dijo Ivonne, todavía mirando lo que había
hecho y sin ningún tipo de misericordia. Se giró hacia él, con los ojos rojos y la cara
sonriente de placer –. Pero eso nunca ha sido suficiente, querido Ángelo –y puso cara de
pena fingida, bromeando. Levantó la barra de metal. A Ángelo no le dio mucho tiempo a
verla. Estaba llorando desolado.
- ¿Pero... qué te había hecho él? –dijo Ángelo cabizbajo.
- Siempre desconfió de mí. Hasta te daba malos consejos sobre mí. Se lo merecía...
–contestó ella –. Tú también te mereces mucho, Ángelo. Como te he dicho, te haremos
sufrir por el método que sea –y en ese momento, levantó aún más la barra con toda su furia.
Y lo hizo. Ivonne descargó un golpe que llevaba toda la maldad que un ataque así podía
llevar.
Mientras la visión de Ángelo se hacía borrosa y su consciencia se desvanecía, aún
pudo escuchar otro golpe de Ivonne, esta vez psicológico.
- Por cierto... estoy embarazada, y será tuyo.
Y en ese momento, el corazón de Ángelo dejó de latir.
CAPÍTULO 3: VISITA ESPERADA

- Otra vez tú...


La voz, cristalina como el redoblar de unas pequeñas campanillas sonando en un
palacio de cristal se introdujo en la cabeza de Ángelo como una aguja, pinchándole una y
otra vez. Éste se quejó del dolor, apretando los ojos y preguntándose si ya estaba muerto.
Recordó la última frase de Ivonne y se sintió todavía más dolorido.
- Todavía no... Bueno... técnicamente sí. Por cierto, tengo conocimiento de que
acaba de pasar un amigo tuyo. Creo que se hacía llamar Teodoro o algo así. Iba para arriba,
así que no te preocupes más por él –respondió esta voz a su supuesta pregunta de si ya
estaba muerto.
Ángelo se dio cuenta de dónde se encontraba.
- S... Suriel... –dijo en voz baja con un tono de pesadumbre.
- ¡Para ti, sucio ángel apestoso, soy el gran arcángel Suriel, o también puedes
llamarme el Ángel de la Muerte! –gritó ofendido el extraño ente celestial desde un sitio
lejano. Ángelo parecía encontrarse en un lugar muy espacioso, completamente rodeado de
blancura casi cegadora.
- T... también te llaman... Suriel el Trompetista... Me parece más divertido –dijo
Ángelo, todavía dolorido y sin abrir los ojos del todo. Se encontraba tumbado en un suelo
de mármol de claridad imposible.
- Siempre has sido un estúpido y un ignorante, Ángelo. Y por eso estás aquí una vez
más... No hay forma de que mantengas cerrada esa bocaza y pienses las cosas antes de
hablar –Suriel se calmó, no sin antes dejar en el aire esas frases con un tono de ofensa. Dejó
de hablar a Ángelo mentalmente para hacerlo de forma directa.
Ángelo se incorporó un poco, quedándose sentado en el suelo. Se sentía como una
mancha de petróleo en un campo de nieve. Aquel lugar era tan blanco que resultaba
doloroso a la vista, una zona perfectamente inmaculada que parecía un gran salón, donde el
mobiliario también era blanco, las lejanas paredes no se distinguían y una chimenea frente a
él, pero lejos, hacía arder un fuego también níveo. Al tocar con la mano en el suelo, no
pudo evitar mirarla, dándose cuenta de que todo lo que tocaba dejaba pequeñas manchas de
suciedad. Giró la cabeza para ver la zona en la que había estado tumbado, y toda su figura
había dejado en el perfecto suelo una mancha a sus espaldas, en el sitio justo donde había
estado su cuerpo.
- Lo siento... –dijo al ver la suciedad que estaba dejando –. No sabía que volvería al
Palacio de la Lejía. Si lo llego a saber vengo un poco más arreglado, señor Don Limpio.
Una risa se oyó a lo lejos, y Ángelo pudo ver que el arcángel Suriel estaba sentado
en un gran sillón blanco junto a la chimenea. Éste se rió con la última ocurrencia, pero
nunca le había caído bien Ángelo.
- Jamás podrías estar tan limpio como para que me apeteciese invitarte –dijo el ser
celestial desde su sillón.
Como salidos de la nada, un par de sirvientes de piel blanquecina aparecieron con
trapos inmaculados y se colocaron detrás de Ángelo, limpiando toda la suciedad que había
dejado. Las figuras parecían humanas y tenían la forma de un chico y de una chica jóvenes.
Estaban completamente desnudos y con el ajetreo de la limpieza Ángelo vio sin querer
cómo el pene y los testículos de él y los pechos de ella se bamboleaban con cada
movimiento.
- Puaj, veo que sigues haciendo que tus sirvientes se humillen demasiado. Ya voy
entendiendo lo de "Suriel el Trompetista".
- ¡Estúpido! –volvió a estallar Suriel–. Sabes perfectamente que aquí las vestimentas
sólo son un signo de suciedad y de lo terrenal. Pero bueno, ¿tú qué vas a saber de los
asuntos celestiales?
- Apostaría lo que fuese a que tú que estás ahí sentado llevas una toga blanca muy
bonita. Aunque si quieres yo me desnudo y me la vuelves a ver –contestó Ángelo con
sorna.
Suriel no quería perder los nervios y trató de calmarse. Al fin y al cabo, que Ángelo
estuviera allí era una orden de un superior.
- No pienso levantarme para recibirte. Si quieres seguimos hablando así. Yo sentado
con mi toga blanca y tú en el suelo, lleno de suciedad, justo donde te corresponde –dijo el
arcángel.
Ángelo comenzó a levantarse, sin poder evitar mancharlo todo y sin querer que los
sirvientes trabajasen, pero con ganas de llevarle la contraria a Suriel. No es que estuviese
sucio de verdad, sino que cualquier ser que haya pisado la zona terrenal dejaría manchas en
un sitio tan celestial. Aunque él se sentía incómodo y apenado, los sirvientes iban
limpiando a cada paso que daba. Notó que le dolía la mandíbula, como un eco de lo que
había ocurrido abajo en la tierra, y se tocó con la mano. No había sangre, pero Ivonne le
había dado muy fuerte. Quizás un golpe mortal para cualquier humano. Pero él no lo era,
por eso estaba allí.
Con gran dificultad, cojeando y quejándose por el dolor físico que allí no tenía por
qué sentir pero que aún así, se lo hacían sentir, Ángelo se acercó hacía el lugar apartado y
supuestamente acogedor desde donde le hablaba Suriel. Mientras caminaba, los dos
sirvientes desnudos iban limpiando las tremendas huellas sucias que él iba dejando en el
suelo impoluto y resplandeciente. Cuando se acercó al arcángel, lo primero que vio fue que
había otro sillón del mismo tamaño junto a la chimenea, y fue a sentarse, lo necesitaba.
- Ni te atrevas... –le advirtió Suriel a modo de amenaza. Los propios sirvientes ya
estaban dispuestos a limpiar cada mancha que Ángelo dejase en el sillón, pero se quedaron
sin saber qué hacer, esperando que ensuciara más cosas.
- Pues... me quedaré de pie. Esto es lo que yo llamo cortesía con los huéspedes –dijo
Ángelo.
- No eres mi invitado, sino un sucio intruso. Hay una diferencia.
Suriel parecía tan orgulloso y despreciable como siempre. Las gigantescas alas
blancas que salían de su espalda no parecían molestarle en su asiento. La toga también
blanca, tal y como había previsto Ángelo en su burla, permanecía aún más cegadora y
limpia que la propia estancia en la que se encontraban. Su cara mostraba una perfección de
piel imposible hasta para cualquiera de esos anuncios humanos de cremas engañosas. Sus
ojos resplandecían con un blanco algo amarillento, sin pupilas, pero también sin piedad.
Sus cabellos ondulados parecían hechos de con hilos de oro.
Era un arcángel, sí, pero sin embargo, los agentes celestiales de la más alta
jerarquía, como Suriel, no eran bondadosos, sino despiadados. Los cuentos humanos sobre
ángeles y arcángeles bondadosos hacía tiempo, varios siglos concretamente, que se habían
convertido en historias que no reflejaban la verdad. Y esa verdad era que tanto Suriel como
el resto de arcángeles se movían por el Cielo como si les perteneciera, sin honrar ni hacer
caso a un Dios que les había puesto allí pero que ya estaba cansado de vigilar, o demasiado
ocupado en otros asuntos. A medida que los seres con alma se expandían por el Universo
en sus distintas formas físicas y en sus distintos lugares de origen, las ganas de Dios de
controlarlo todo también se habían extendido, como una capa de control que a medida que
se agranda se va a haciendo cada vez más fina. Muchos asuntos, poco control, incluso para
Dios. Al menos esa era la teoría más extendida entre los distintos miembros de la jerarquía
celestial. Había más libertad, más libre albedrío, menos control en cada mundo y en cada
planeta, pero también más libertinaje y menos bondad. En un Universo infinito y lleno de
libertad, hasta Dios tenía demasiados asuntos que resolver a la vez.
- Te noto pensativo, Ángelo, ¿algún problema? ¿Algo que me quieras contar antes
de que te mande al limbo o a un sitio peor? –preguntó Suriel.
Ángelo permaneció de pie, incómodo y todavía preguntándose cómo salir de esa
situación. Estaba claro que se encontraba allí por dos posibilidades: o alguien de más arriba
le había mandado para que hablara con Suriel y llegara a un acuerdo, o le correspondía
aguantar una aburrida charla porque Ivonne le había matado de un golpe con una barra de
hierro, y tenía derecho a decir algo antes de irse al limbo. Estaba seguro de que no le
correspondía ni morir en ese momento ni ir al cielo. Había cometido algunos pecados, para
él sin importancia. Y también estaba claro que el limbo no era un lugar que le hiciera
gracia, y menos con todos los asuntos que aún tenía que resolver en la tierra. Quizás se
concentró demasiado buscando una oportunidad mientras su cuerpo físico estaba atado con
cuerda demoníaca, recibiendo golpes con una barra metálica de un metro, rezando para sus
adentros. Allí, su alma trataba de negociar para salir vivo. Abajo, en la tierra, había sido
traicionado, había perdido el mapa de la Lanza de Longinos, y uno de sus mejores amigos,
el padre Teodoro, había fallecido frente a él de forma brutal. Sí, quizás era una oportunidad
lo que buscaba y lo que le estaban ofreciendo.
- Pues... ¿Te importaría devolverme a la tierra y dejarme con mis asuntos? No sé
qué hago aquí, la verdad. Sé que me corresponde pasar al limbo porque como ángel no me
he portado bien, pero, ¿ya tendría que morir? Yo creo que no –dijo él tan tranquilo,
valiente, como si estuviera hablando de algo muy simple como un partido de fútbol o del
tiempo que hacía esa mañana.
- No sólo no te has portado bien como ángel, sino que has incumplido casi todos los
diez mandamientos del jefe –dijo Suriel con desprecio.
- ¡Ey, no te pases, que sólo he incumplido nueve! –dijo Ángelo con cinismo, aunque
no falto de razón.
- Nueve de diez incumplidos, y seguro que el que sí cumples siempre es el que te
interesa, el primero, amar a Dios sobre todas las cosas. Qué bien te viene en momentos
como este, ¿verdad?
- Yo no he dicho que fuera ese... –dijo Ángelo mirando al suelo, actuando como
avergonzado, pero intentando poner de los nervios a Suriel. Mientras hablaba, creaba
surcos de suciedad en el suelo jugueteando con la punta de uno de sus zapatos.
- Por mí, te mandaba al infierno directamente, pero tienes suerte, sabía que vendrías
y tengo órdenes directas de permitirte negociar.
- ¿Negociar? ¿Entonces tengo alguna oportunidad? –preguntó Ángelo, todavía con
tono bromista.
- Por mí no. Pero claro, yo no mando más arriba.
- Y te gustaría...
- Las cosas serían diferentes, no te quepa duda de eso... –contestó Suriel, enigmático
y pensativo.
Ángelo sólo quería bromear y molestarle. Por algún extraño motivo, estar muerto a
las puertas del limbo casi eterno, rodeado de una blancura imposible mientras él era una
mancha negra para todos esos arcángeles aburridos, le parecía gracioso. Luego pensó en
todo lo que estaba pasando allí abajo, en el pobre padre Teodoro que había muerto en parte
por su culpa, en la traición de Ivonne y del resto de sus compañeros, en Lydia... Dejó las
bromas, pues no podía permitirse perder mucho tiempo tratando de molestar a un arcángel
mientras su vida, que había sido más real que nunca allí abajo en los últimos meses, se
desmoronaba. Había sufrido la mayor de las traiciones, pero también había vivido cosas
buenas que quisiera repetir, ya que había conocido a alguien que le había hecho sentir algo
más que el resto de mujeres con las que se había encontrado durante varios siglos de
estancia en la tierra.
- Pero, ¿cómo ha sido? –fue lo primero que preguntó seriamente. Ángelo quería
saber por qué había muerto. Siendo un ángel debería haber resistido muchísimo más.
Debería haber sido prácticamente inmortal.
- Supongo que llevas tanto tiempo mezclándote con humanos e incumpliendo las
órdenes celestiales que tu vida se ha vuelto terriblemente sensible a la muerte. O quizás tu
corazón se está volviendo humano. Algo tendrás ahí dentro, que te está "infectando"
–explicó Suriel.
- Bueno, si estoy aquí es que tengo una oportunidad. Si no, ya me habríais mandado
al limbo como mínimo.
- Exacto, pero recuerda que tienes la oportunidad, no la razón. Tienes la
negociación, no la verdad. Tienes tu derecho a explicarte, no a que te dé lo que pides. Ante
todo, yo decidiré lo que ocurrirá contigo.
Ángelo no pudo sentir cierto miedo. Si cometía una imprudencia, y seguir tratando
de molestar a Suriel estaba siendo una imprudencia, se acabó. Se iría al limbo durante
siglos para purgarse. Negociaría, allí, de pie, mientras los sirvientes se mantenían a cierta
distancia, esperando que ensuciara algo más. No era el mejor sitio para negociar sobre su
vida y su existencia, pero una oportunidad era algo que Ángelo nunca desperdiciaba.
- He sido traicionado por varios soldados de Satanás –cuando dijo esto, Suriel cerró
los ojos con sufrimiento y los propios sirvientes giraron la cabeza como si les hubieran
golpeado. Decir cualquiera de los nombres del maligno allí los golpeaba como si les dieran
físicamente con un látigo.
- Ese es el punto uno –continuó Ángelo –. Punto dos. Ante mis propias narices han
asesinado a un agente de Dios, que además era mi amigo. Pensaba que eso estaba
prohibido, que en las reglas se especifica claramente que como soldados de Satanás –alargó
esta palabra todo lo que pudo y todos volvieron a mostrar un quejido –, no se puede acabar
con la vida de alguien del otro bando por simple placer.
- Cierto, y no te equivocas, pues ella ya había firmado, así que era soldado del
Maligno –le dio la razón Suriel, que seguía mirando la chimenea escuchando todas las
alegaciones de Ángelo –. Aún así, todo eso no te salva. Quizás te quite un siglo o dos en el
limbo.
Ángelo estuvo a punto de dar las gracias de forma cínica, pero se contuvo.
- Por otra parte, hay un plan para recuperar la Lanza de Longinos por parte de
Satanás, o al menos de uno de sus demonios mayores. Supongo que estás al tanto de esto, si
has hecho tu trabajo...
Suriel enmudeció. Estaba claro que no había hecho su trabajo. Ni siquiera había
pensado que eso fuera "su trabajo", pero él y pocos más estaban al cargo de lo que sucedía
a nivel general en la tierra, así que era ciertamente un poco responsable de no saberlo.
Tampoco podía mentir. Maldijo a Ángelo en sus pensamientos...
- No, no tenía conocimiento de eso –reconoció con un ligero gesto de odio en su
cara pálida.
- Yo estaba a unos pasos, Suriel. A unos simples pasos de conseguir impedirlo. Pero
me traicionaron...
- Nunca dejes una tarea importante en manos de un estúpido... –dijo Suriel con
desprecio. Le estaba molestando mucho más ese asunto que todas las bromas anteriores de
Ángelo.
- Llámame estúpido si quieres, pero la única forma de evitar que un demonio mayor,
sirviente de Satanás, se haga con un objeto de tanto poder, es que me mandéis de vuelta...
–intentó convencerle.
Ángelo sabía que si hay algo en lo que caían la mayoría de arcángeles era en tener
una tremenda soberbia. A pesar de ser uno de los pecados capitales, no podían dejar de caer
una y otra vez. Estaba claro que Dios no estaba poniendo orden últimamente.
- Creo que no es suficiente, Ángelo. Buen intento pero no. Me parece que el limbo
es tu lugar. El otro asunto lo resolveremos de alguna otra forma.
- ¡¿Pero qué otra forma?! –Ángelo se desesperaba y su exclamación retumbó en
aquel absurdo salón blanco.
- Lo resolveremos...
Ángelo bajó los brazos, mirando al suelo una vez más. Con ganas de dejarlo todo y
que le llevasen al limbo de una vez. Pero no podía permitirse rendirse. Además, por algún
motivo la chica humana volvió a cruzarse por su mente. Quería volver a ver a Lydia.
Cientos de años en el limbo serían un desastre.
- Parece que la balanza sigue estando a vuestro favor –dijo resignado mirando al
suelo.
Suriel se permitió mirarle directamente, satisfecho. Le sonrió con suficiencia. A
veces Ángelo se preguntaba por qué ellos y todos sus amigos celestiales se creían a sí
mismos los del bando del Bien.
- Hay una forma –dijo el arcángel.
Ángelo le devolvió la mirada, entrecerrando los ojos. Aún había esperanza.
- Dime.
- Dado que la balanza sigue estando de mi parte, y que desearía mandarte al limbo
ahora mismo, tendrás que hacer ciertos sacrificios. Por supuesto, también es cierto que en
principio no tengo un plan para solucionar lo de la Lanza, y me cansa pensar planes para
problemas ahí abajo, la verdad. Como ves, vivo muy cómodamente.
- Lo veo –contestó Ángelo –. Aunque yo personalmente cambiaría la decoración. Le
falta un poco de color a tu salón.
Suriel torció el gesto. Hasta en el borde del limbo, Ángelo no paraba.
- ¿Quieres escuchar mi propuesta o te mando bien lejos ahora mismo?
- Venga, dime todo lo que tengo que cumplir –contestó Ángelo.
- Como sabrás, nos molestan tu actitud, tu presencia y tus modales. Entre otras
cosas. Y no hablo de forma personal. A otros les molesta incluso más que a mí.
- Os caigo bien, lo sé.
- Lo que te pido es que, a cambio de devolverte a tu sitio terrenal, sacrifiques tu
parte de ángel, te conviertas en humano. Nosotros nos libramos de ti, de lo que eres. Para
nosotros, y como tú dirías con tu sucio modo de expresarte, eres "un grano en el culo" –los
sirvientes de Suriel abrieron los ojos asombrados por lo que había dicho su jefe.
- Pero entonces cómo puedo conseguir salvar a... –pensó en Lydia pero dijo otra
cosa –, la Lanza. Recuperarla. Si no tengo mis habilidades de ángel...
- No las usabas correctamente, y además como te he dicho, nosotros mismos
podíamos encargarnos de ese tema.
- Y ¿nunca más seré un ángel? –preguntó él, temeroso.
- Por lo que a mí respecta, no.
- En resumen. Una vida de humano, limitado en años y en poderes. Todo para
intentar recuperar la Lanza para que no se desate un desastre en mi planeta.
- Pues sí, Ángelo. Todos ganamos. Tú dejas de ser un ángel, nos libramos de
sentirnos avergonzados de ti, recuperas la Lanza y... todos felices, ¿no?
Por un momento, Ángelo pensaba que se estaban riendo de él, pero por otra parte la
otra alternativa era mucho peor, en el limbo limpiándose de todos sus pecados, durante
cientos de años. Si Suriel hablaba en serio, no había otra elección. Además, había algo más
importante allá abajo que quería volver a ver. Quizás debería decir "alguien", una chica en
concreto.
- ¿Perderé mis habilidades de ángel inmediatamente?
- No sé a qué viene esa pregunta, Ángelo. Pocas veces se ha hecho esto. Lo cierto es
que no lo sé, pero quizás tengas unas horas o un par de días hasta que el cambio se
produzca. Ya sabes que los poderes no son o blancos o negros, tienen matices. Lo mismo
que su potencia. Supongo que no se pierden de forma inmediata. Podrás tontear con alguna
humana vulgar en eso que llaman un "bar de mala muerte", enseñándole truquitos de magia
durante unas horas.
- Acepto –dijo él con firmeza y le tendió la mano al arcángel, que permaneció
sentado, mirándola como quien mira algo asqueroso.
- Ahora tengo que aceptar yo –dijo misteriosamente Suriel.
Como si supiese qué iba a ocurrir, y más bien se trataba de una orden telepática, el
sirviente de aspecto masculino se acercó a Suriel por uno de los laterales del sillón con una
bandeja pequeña de plata. El arcángel se giró y tomó algo de la bandeja. Lo mostró en su
mano mirando hacia Ángelo con sus ojos amarillos sin pupilas. Ángelo pudo ver que era
una moneda, dorada y resplandeciente.
- Le daremos un poco de emoción, Ángelo. No se presentan ocasiones así todos los
días, y a veces me aburro.
Ángelo abrió los ojos, aterrorizado.
- Cara, te mando a la tierra en una situación mejor de la que te encontrabas, irás
perdiendo tus poderes de ángel y tendrás una vida humana y vulgar. Cruz, te vas al limbo
durante al menos quinientos años y nos dejas en paz –dijo el arcángel–. Me llamaste "Suriel
el Trompetista", ¿recuerdas? Pues haré "bailar" a esta moneda un poco.
Y lanzó la moneda al aire. Ángelo estaba aterrorizado. ¿Así se resumía todo? ¿Así
se jugaban los destinos en un Universo injusto, por puro azar? ¿Había muerto y se había
esforzado en llegar a un acuerdo para terminar jugándose todo con el lanzamiento de una
moneda?
Antes de que cayera sobre su regazo, Suriel atrapó la moneda, que había estado
dando vueltas en el aire. La tapó con ambas manos, antes de desvelarla, y sonrió.
Se la mostró a Ángelo.
CAPÍTULO 4: FANTASMAS

Ivonne no podía ocultar su sonrisa de satisfacción mientras conducía por entre las
calles de Capitol City en el coche que horas antes había conducido Ángelo. Mientras se
desplazaba entre el tráfico cada vez más abundante del centro de la ciudad, se permitió
hacer una llamada:
- Ha muerto –fue lo primero que dijo, sin saludar siquiera.
Al otro lado de la línea, su orondo jefe se incorporaba en su gran sillón, como si no
hubiera oído bien las palabras de la rusa.
- Es... ¿estás segura? –preguntó, dejando su puro en un sucio cenicero que tenía
sobre el escritorio.
- Tan segura como que le he dado con todas mis fuerzas en la cabeza con una barra
de metal de un metro de longitud. Dejó de respirar y su corazón dejó de latir. Me aseguré
bien.
Un ligero brillo rojizo se hizo más intenso en los ojos de Jack Goodman y en su
rostro se dibujó una enorme sonrisa. Ivonne no podía ver esto, pero supuso que la noticia
había gustado a su superior.
- Dirígete a Heaven´s Place –dijo su jefe misteriosamente.
Ivonne iba a preguntar, pero no quería estropear el momento de absoluto respeto
servicial que quería mostrarle, así que hizo lo que su jefe le pidió, tras despedirse y recibir
una felicitación por su perfecto trabajo acabando con la vida de Ángelo.
Heaven´s Place, la urbanización de viviendas más lujosas de Capitol City, se
encontraba al norte de la ciudad, en una zona apartada de la intensa y vulgar vida que
llevaba el resto de los ciudadanos que no tenían varios millones de dólares en sus cuentas
corrientes. A Ivonne le tomó bastante tiempo llegar y se preguntaba si su jefe tenía una
vivienda en la lujosa zona. Recorrió con el vehículo el largo camino de subida hacia la
urbanización y a lo lejos pudo divisar el pequeño puesto de vigilancia que daba entrada a
los residentes del lugar. No se podía entrar por ninguna otra parte, pues era una zona muy
privada, e Ivonne esperaba que su jefe hubiera dado orden de que ella iba a necesitar
acceder. Frenó el coche frente a los topes que impedían entrar a cualquiera y de inmediato
uno de los guardas se acercó a su ventanilla para preguntarle.
- Soy la señorita Ivonne Vólkova y me está esperando el señor...
- Oh sí... Perdone, señorita Ivonne –contestó el guarda de forma cortés –. Aquí tiene
su tarjeta electrónica. Tengo orden de comentarle que su vivienda es la número 221 en la
calle White Cloud.
Ivonne sostuvo por inercia la tarjeta electrónica pero se quedó paralizada por lo que
había oído.
- ¿C... cómo?
- Que usted es la nueva residente de esta lujosa urbanización y que estaremos
encantados de servirle en...
Ivonne no escuchaba nada, seguía en una especie de nebulosa. Con nerviosismo, le
dio las gracias al guarda y activaron el mecanismo para que ella pasara con su vehículo.
Los jardines, las fuentes, las limpias calles, parecían pertenecer a otro mundo,
totalmente distinto a la sucia y vulgar ciudad que había a menos de un kilómetro de allí...
La tranquilidad que se respiraba contrastaba con la locura de la gente de clase media y baja
con la que se había cruzado y que se desplazaban de un lado a otro de la ciudad para
cumplir con sus vulgares responsabilidades. Aquello, aunque le molestase reconocerlo,
hacía honor a su nombre. A un lado y otro de las calles que formaban parte de la
urbanización, las viviendas individuales y gigantescas eran cada una más llamativa que la
otra, construidas con distintos estilos arquitectónicos pero sin desentonar con el resto.
Valoradas en varios millones de dólares, disponían de espaciosos terrenos con jardines
privados, piscinas propias e incluso pistas para practicar deportes como el tenis o el
baloncesto. Cada una con un garaje donde entraban más de dos coches. Todo esto pudo ver
Ivonne tras lo que le permitían alguno de los grandes muros que rodeaba cada vivienda de
lujo.
Mientras agarraba el volante del coche conduciendo despacio todavía pasmada y
mientras recibía un saludo lejano de un jardinero que pasaba por allí haciendo su trabajo, se
sintió como una sucia mancha en aquel lugar tan fascinante, pues el vehículo y su propio
aspecto no eran los adecuados. Comenzó a temblar de nervios y de impaciencia por llegar a
la vivienda número 221.
Y tras un buen trayecto mirándolo todo boquiabierta, allí estaba, a lo lejos, una
espectacular mansión blanca y gigantesca que no tenía nada que envidiar a las demás. El
número 221 se mostraba al lado de la gran puerta de hierro forjado. Ivonne se paró durante
unos instantes frente a la enorme propiedad y por un momento quiso seguir adelante, como
si no se lo creyera. Sin embargo, bajó los brazos y la cabeza... Aquello era maravilloso. Con
las manos temblorosas, llamó al alcalde Jack Goodman y éste contestó de inmediato:
- ¿Te gusta? –fue lo primero que dijo.
- No... No lo entiendo... ¿Es para mí? –dijo ella, nerviosa.
- En la encimera grande de la cocina tienes los papeles para que los firmes y ya sea
de tu propiedad. Es un pequeño obsequio por tu ayuda.
- Pero mi señor Arioch, yo no merezco...
- Por supuesto que lo mereces, Ivonne... –el tono del demonio Arioch era más
cariñoso que de costumbre, y esto habría sorprendido a Ivonne si no estuviera todavía
asombrada mirando la casa desde la entrada.
- No sé qué decir... de verdad... –siguió ella.
- No digas nada, y acostúmbrate porque esto sólo es el principio –dijo Arioch de
forma misteriosa.
No hubo ningún resquicio de arrepentimiento en su corazón por lo que había hecho,
ni una sombra de duda tras el pago recibido, y mientras Ivonne abría la puerta principal de
su espectacular vivienda, se preguntaba qué nuevas sorpresas le esperarían en su nueva vida
como sirviente de un demonio mayor. El demonio más grande e infernal de todos los
tiempos: su Señor Arioch. Sin duda, le esperaría una vida mucho mejor que la que había
tenido hasta ahora.
***

Lydia llevaba dos noches allí, ¿o eran cuatro? La mágica influencia de la torre la
tenía totalmente descontrolada. Sentada en el triste e incómodo camastro de madera,
acurrucada con la manta por encima y temblando de frío, miraba de vez en cuando hacia la
abertura en la pared, hacia la noche oscura que se perdía en el horizonte. Seguía lloviendo.
En los días que llevaba allí, no recordaba que hubiese parado de llover ni una sola vez,
como si aquella zona tuviese su propio clima especial, su propio escenario tétrico y
deprimente. De vez en cuando, la luz de un relámpago se proyectaba hacia el interior,
permitiéndole ver por unos instantes toda la estancia. La sombra de su cuerpo titilaba en la
pared cada vez que ocurría esto, y cuando la luz se iba, daba la sensación de que era ella
misma la que se estaba yendo, la que perdía la vida.
¿Qué estaba pasando con sus seres queridos? ¿Nadie hacía nada por ella? Tampoco
había hecho nada tan terrible como para que la tuvieran allí encerrada de forma
probablemente ilegal. Tenía que haber una acusación, un juicio, algo... Lo cierto es que
aquel sitio era tan deprimente que la idea de desaparecer de allí a través de aquella simple
salida se estaba introduciendo cada vez más en su cabeza. Ya no le estaba pareciendo tan
mal... ¿Para qué seguir esperando? Y además, ¿esperar a qué? Quizás se merecía eso por
haber liberado a un criminal. Y a un nivel más personal, quizás se merecía eso por haber
sido tan tonta siempre.
De repente, el ruido de la puerta de abajo le hizo olvidarse por unos segundos de
aquellos pensamientos nefastos. ¿La iban a liberar ya? ¿O era un nuevo plato de comida
insípida a estas horas? Era increíble comprobar una vez más que la esperanza es a lo
primero a lo que se agarró su mente. Es cierto que las pocas veces que le habían echado
aquello a lo que no se le puede llamar comida, también abrieron la puerta, pero aquella vez
era distinta... Se oía más ajetreo y la puerta, antes de cerrarse, estuvo un buen rato abierta,
más de lo necesario como para dejarle un plato con ese puré asqueroso que le daban cada
día. En la oscuridad de la torre, Lydia esperó algún ruido más. Nada. Habría sido una falsa
alarma. Es posible que entraran a comprobar algo y luego cerraran, o quizás eran algo
misericordiosos y le habían dejado una manta más gruesa con la que pasar la noche.
Lydia no tenía ganas de comprobar qué había pasado allí abajo, sólo quería decidir.
El problema era que lo que quería decidir era algo tan terrible que le estaba dando miedo
con sólo pensarlo. Aquella era una noche perfecta para decidirse por fin. Quizás todos los
presos anteriores habían elegido lo que hicieron en una noche así. Es que era el momento
perfecto, ideal... Ese viento en la cara, esa lluvia empapando cada centímetro de su cuerpo
en su liberación, esa oscuridad envolviéndola mientras descendía hasta un sitio mejor,
flotando dulcemente hacia el mar y sin sufrir por fin... Puso un pie en el suelo, mirando
hacia afuera... Y de repente... una luz, a través de la trampilla...
¿Qué estaba ocurriendo allí abajo? ¿Por qué una luz? ¿Habían decidido entrar para
ayudarla? Pero debían ser las dos o las tres de la madrugada... ¿A esas horas iba a venir un
abogado que la representara o un agente de la ley para sacarla de allí? De repente le dio
miedo... No sabía qué estaba pasando y qué querrían de ella... No sabía si era algo a lo que
debía temer... Quitó el pie del suelo y se acurrucó aún más en la cama contra la pared... En
cierta forma, pensó, estaba temiendo por su vida. Y eso era bueno. Y de repente, alguien
subiendo por la escalerilla.
Cada uno de los pasos parecía más pausado que el anterior. Lydia estaba temblando,
y ya no era sólo por el frío. Estaba asustadísima, y con ojos cada vez más abiertos intentó
buscar dónde esconderse, como si no supiese que allí era imposible pues no había ningún
sitio donde hacerlo. Pasos en los peldaños de la escalerilla, eso es lo que seguía
escuchando, pasos inconexos. Parecían varias personas, si es que eran personas...
Más pasos, como si estuviera subiendo un ciempiés gigante, algo asqueroso y
terrible que se aproximaba. La sensación era así también por la falta de voces, la falta de
respiraciones, como si estuviera subiendo un ser de múltiples piernas, decidido a no parar
hasta entrar por la trampilla. Dios mío, estaba a punto de quedarse paralizada. Quiso
levantarse y correr hacia la abertura. Prefería salir de allí tirándose al vacío antes que
encontrarse con algo monstruoso o con un grupo de aquellos soldados oscuros viniendo con
malas intenciones. La luz que entró primero por la trampilla no era completamente clara y
amarillenta, de una vela o una linterna, sino rojiza, como si los tonos de color le advirtieran
de que lo que subía no era bueno para ella. Y de repente, la primera cabeza de aquello que
se supone que subía por allí, apareció... ¿Su madre?
Pilar, la madre de Lydia, subió con dificultad a través de la abertura, y ella se quedó
tan paralizada que no supo cómo reaccionar, ni siquiera ayudó a sacarla de allí, porque
antes incluso de que ella mirase a su hija, su madre ya se agachó para ayudar a subir a su
marido. ¿Qué estaba ocurriendo? La cara de Lydia era un poema de horror y de vergüenza.
De repente no quería que aquello estuviera pasando, no quería que estuvieran allí, no quería
que la viesen en esas condiciones, tan terribles y tan avergonzada de lo que había hecho. Su
padre entró por la trampilla con dificultad, y mientras se erguían frente a ella, entró alguien
más... Su hermana. Aquello era tremendamente vergonzoso y ella no quería mirarlos a la
cara.
La deprimente luz rojiza seguía viniendo desde abajo y aunque no quiso, tuvo que
abrir los ojos para mirarlos y creérselo. Allí estaban los tres, de pie, a unos metros de ella,
mirándola con caras serias. La primera vez que los miró de frente no quiso verlo, pero la
segunda vez, mirándolos temerosa, lo confirmó. Estaban demacrados, tenían muy mal
aspecto. Su madre parecía haber estado llorando sin parar los últimos días, y con terribles
ojeras de no haber dormido. Y su padre la miraba con gesto de pesadumbre, de decepción,
de tristeza, como si haber sido su padre fuera la peor de las experiencias que tuvo en su
vida. Su hermana Luz, sin embargo, la miraba con odio y con desprecio, como si no
quisiera tener nada que ver con ella nunca más, como si odiase que Lydia perteneciera a la
misma familia.
Lydia se bajó de la cama. Quería hacer algo, quería abrazarlos, quería sentir el calor
de su familia, quería llorar en los brazos de su madre, y se dispuso a acercarse. Cuando
comenzó a hacerlo, la voz más terrible y enfadada que su madre le había mostrado nunca le
gritó:
- ¡Ni se te ocurra acercarte a mí!
Ella la miró con ojos llorosos, y su madre mostraba una cara de horror y de
desprecio que ella jamás le había visto.
- ¡No te acerques, Lydia, ni se te ocurra tocarme con esas manos sucias!
Quedó paralizada frente a su propia familia. La cara de su hermana era de profundo
odio, como si todo lo que Lydia hubiese hecho manchase el legado familiar durante siglos.
Todos tenían unas ojeras espantosas, y sus caras blanquecinas contrastaban con la
oscuridad de la celda dándoles un aspecto demacrado y horrible.
- Estamos muy decepcionados, hija –dijo ahora su padre, mirando en ese momento
al suelo, como si no quisiera posar la vista en la vergonzosa descendencia que tenía frente a
él. - ¿Por qué no te mueres de una vez y nos dejas ya en paz? Somos una familia sencilla y
decente, siempre lo hemos sido... y tú lo único que haces es ensuciar nuestra honradez. Nos
avergüenzas como no te puedes imaginar, Lydia. Ojalá nunca te hubiera tenido.
Al principio no quiso creer lo que había escuchado, pero cuando asimiló esas
palabras, Lydia se estremeció. Con los ojos llenos de lágrimas, los miró a todos,
entendiendo que por mucho que explicara su situación, no la comprenderían. Ella siempre
había sido una chica independiente que nunca había hecho las cosas correctamente según lo
que pensaban sus padres. Al menos eso creía. La oveja negra de la familia, y ahora con
razón. ¿Cómo iban a creerla? ¿Cómo iba a explicar que todo eso lo hizo por cambiar su
aburrida vida y que jamás había pensado en las consecuencias? ¿Cómo iban a entender algo
siempre mucho más complejo para los demás que para el que lo sufre: que a veces se hacen
locuras por amor?
- Por... por favor, mamá, perdóname... –es lo único que se le ocurrió decir, en voz
muy bajita, con los ojos suplicantes, como si fuese la niña inocente que una vez fue. Como
si hubiese hecho una maldad infantil sin querer. Como si pudiera volver a aquel tiempo en
el que llegaba tarde a casa como una travesura por haber estado jugando con sus amigas
demasiado tiempo. Quería que volviesen aquellos días. Quería que aquello no fuese más
que una travesura de la niña pequeña que alguna vez fue.
Lydia se sintió desvanecer y sus piernas dejaron de sostenerla ante la cara impasible
de su madre. Se tambaleó, queriéndose apoyar en la pared, pero sus rodillas no
reaccionaron y cayó sin fuerzas, dando con ellas contra el duro suelo de piedra. El dolor le
subió por las piernas, pero en aquel momento era lo menos importante.
Sin poder acercarse a ellos buscando su comprensión, sin poder explicarse, sin
poder escapar de allí, se tumbó en el suelo, acurrucada, mientras el frío viento que entraba
en pequeñas ráfagas a través de la abertura de la torre le mezclaba con capricho sus rubios
cabellos. Mientras lloraba de desesperación cada vez con más fuerza, escuchó el ruido de
los pies en peldaños metálicos de la escalerilla. Ya se iban. Su familia la dejaba allí, tirada,
llorando y sin querer arreglar nada. Pasarían los años intentando olvidar a una hija que
había sido lo más decepcionante que les había ocurrido. Por primera vez pensó seriamente
en acabar con todo. Y justo cuando iba a levantar la vista para mirar con ojos vidriosos la
salida a tanta pesadumbre, una salida que cada vez se hacía más palpable y más atrayente,
una voz extraña y masculina la sobresaltó:
- Hola Lydia.
CAPÍTULO 5: CAÍDA A LOS INFIERNOS

Lydia escuchó una voz grave, de hombre, que la saludaba, y cuando levantó su
cabeza para ver de quién se trataba, se encontró con una figura mucho más grande que su
padre y que su madre, que ya no estaban allí. Al principio no lo reconoció, tanto por su
estado depresivo como por la tenue luz de la luna que iluminaba la estancia, y que sólo
entraba por la abertura. Con los ojos todavía llorosos por lo que ocurrió hace un rato con
sus padres y su hermana, pudo fijarse mejor y... ¿no era el alcalde Jack Goodman?
Lydia se incorporó con dificultad, aunque permaneció sentada en el suelo con la
espalda apoyada contra la pared, todavía hundida por la visita de su familia pero intrigada
por la presencia del que parecía ser el alcalde de Capitol City. No podía ser, ¿qué tenía que
ver el alcalde con su situación? ¿Qué quería y qué hacía allí, en la Torre de los Suicidas, en
un lugar perdido en el bosque, en vez de estar durmiendo en su propia casa? La estancia se
inundó de olor a tabaco por el puro que estaba fumando, y eso hizo que la mente de Lydia
se relajase un poco. No le solía gustar el aroma de ningún tipo de tabaco, pero aquello la
hacía pensar en otra cosa que no fuese su situación, y ahora mismo, era muy relajante y lo
necesitaba. Dejó distendidos sus brazos, que antes estaban apoyados contra el suelo y en
tensión, y se dejó llevar por todo lo que el alcalde le quisiera decir, casi hipnotizada. ¿Venía
para ayudarla? Mientras todavía sufría dándose pena a sí misma, la voz del alcalde volvió a
retumbar:
- Estás muy mal, Lydia. Estás en una mala situación, y no hace falta que te lo diga.
Ella lo miró, sorprendida de que el alcalde se hubiese enterado de su
aprisionamiento, porque ella no era nadie conocida ni famosa en la ciudad, pero deseando
escuchar cualquier tipo de ayuda o propuesta. Quizás la había visto en las noticias y la
visitaba para ver cómo se encontraba pero, ¿no era demasiado de noche? El alcalde
continuó hablando:
- Has cometido varios delitos, Lydia, y eso no puede ser. Una serie de infracciones
de la ley que te han llevado poco a poco al momento en el que te encuentras, encerrada en
el lugar donde encerramos a todos los criminales como tú, para que no vayan por ahí
perjudicando a la sociedad y a la buena marcha de mi ciudad.
El cuerpo de Lydia se volvió a poner tenso inconscientemente. Era una criminal,
una despreciable delincuente. El alcalde lo sabía y estaba allí para recordarle que ella era un
desecho para la sociedad.
- Has liberado al famoso delincuente llamado Ángelo poniendo en peligro la vida de
dos de mis guardias, y clavándole a uno de ellos un cuchillo. Has agredido a tu anterior jefe
y tienes una denuncia por ello. También colaboraste con el tal Ángelo para robar un
importante documento del banco central, destrozando la caja fuerte y el techo del edificio, y
causando importantes pérdidas económicas... –el alcalde hizo una pausa y Lydia se
sorprendió, ¿también se la acusaba de eso?–. Por no hablar de que casi matas a tu propio
novio clavándole también un cuchillo, esta vez en la pierna, y dejando que casi se
desangrara de camino al hospital. La lista de delitos es larga, Lydia... Creo que estamos de
acuerdo en que eres un peligro para la sociedad y que mereces estar aquí. Hasta yo estoy
algo asustado de venir a verte, no te lo voy a negar. Aunque por suerte, no tienes ningún
arma a tu disposición aquí –dijo Jack Goodman con cierto cinismo.
Lydia agachó la cabeza una vez más, sin saber qué decir ni cómo defenderse ante
todo aquello. El alcalde Goodman hizo un repaso a todos los delitos que había cometido y
todas las locuras que ella había hecho y en cierta forma tenía razón. Visto así, era un
peligro para la sociedad y merecía estar allí.
- Casi mejor que no hubiera nacido... –dijo ella con la cabeza gacha, con una voz
casi imperceptible.
- Casi mejor... –le reafirmó el alcalde, sonriendo sin que ella se diese cuenta, y con
toda la maldad del demonio Arioch.
- Siempre puedo... acabar con todo... –dijo, con la mirada ya ausente de brillo,
girando su cabeza lentamente hacia la abertura de la torre–. Si desaparezco, ya no seré un
problema para nadie...
- Es una solución... –dijo el alcalde, todavía con la sonrisa y con el puro en la boca.
Lydia siguió mirando hacia fuera, todavía sentada en el suelo. Su mirada triste se
perdía en el poco horizonte que se podía ver aquella noche tormentosa a través de la
abertura. Estuvo pensando en todo lo que había pasado. Pensó en su propia vida,
recuperando pequeñas escenas de su infancia de las que se acordaba con mucha intensidad.
Como cuando aquella vez que se sintió tan libre, recorriendo en bicicleta los caminos que
rodeaban la casa que sus padres tenían en el campo. Un atisbo de sonrisa se perfiló en sus
tristes labios. Había pasado buenos momentos. Había tenido una buena vida.
- Sin embargo... hay otra solución... Una mucho más sencilla que eso en lo que estás
pensando...
Ella volvió a girar la cabeza hacia el alcalde, intrigada. Por primera vez desde que
éste estaba en la torre, Lydia pudo ver sus ojos con más calma. ¿No eran ligeramente
rojizos? Sería un reflejo de la poca luz nocturna que entraba desde el exterior. El alcalde
continuó con su propuesta...
- Te propongo un trato, querida Lydia. Yo te libero de esta torre, a pesar de tus
graves delitos. Organizaré una campaña de prestigio hacia tu persona. Prepararé una noticia
general para que salga en los noticieros del mundo entero, limpiando tu imagen y diciendo
que ha habido una confusión general, que tú no eres la delincuente que aparece en las
noticias del robo del banco ni de la liberación de ese asqueroso criminal que se llama
Ángelo. Haré creer al mundo que eres una chica normal y sencilla. Tengo todos los medios
políticos y económicos para crear una campaña de publicidad que borre tu mala imagen.
Ella por un momento no creyó lo que estaba escuchando. Aquello no podía ser así
de fácil, tenía que haber algún "pero". El propio alcalde acabó confirmándoselo.
- Pero –dijo él–, tendrás que trabajar para mí. Tendrás que hacer todo lo que yo te
diga para el resto de tu vida. Y no te preocupes que lo que te pediré serán tonterías, nada
del otro mundo, pequeños encargos y cosillas sin importancia. También me vendrá bien un
poco de tu ayuda con tus contactos en el mundo de las noticias para labrar mi camino hacia
la presidencia. Hablar con tu actual jefe en la redacción del Daily Capitol para que nos
publicite un poco, porque, no te lo había dicho, también recuperarás tu trabajo como si nada
hubiera pasado. Y por último, te pediré un favor final. Aunque me consta que ese
delincuente al que salvaste ha fallecido en... tristes circunstancias..., yo esto no lo he visto
con mis propios ojos, así que si se le ocurriese aparecer, te volverás su amiga una vez más,
y cuando yo te diga, le traicionarás de la forma más cruel posible.
Lydia abrió los ojos cuando oyó esto último y soltó una exclamación como hacía
muchos días que no hacía. En su discurso, el alcalde había soltado como si nada algo que la
dejó en estado de shock.
- ¡No puede ser! ¡Eso no es cierto!
Se levantó del suelo con fuerzas, y se lanzó hacia el alcalde, que dio un paso atrás,
asustado.
Lydia lo agarró de la elegante chaqueta y miró hacia arriba, hacia sus ojos
extrañamente rojizos e impasibles.
- ¡Dígame que me está mintiendo, dígame que Ángelo está vivo! –le gritó.
Jack Goodman sonrió con su puro en los labios y con la cabeza de Lydia cerca de su
inmensa barriga. Le cubrió la delicada espalda con sus gigantescas manos y no pudo evitar
sentir placer ante aquello. Comenzó a tener una erección que pudo controlar.
- Por supuesto que es cierto, pequeña. Lo siento mucho, de veras –dijo él con una
voz de falsa tristeza.
Sin embargo, el alcalde se estaba impacientando. No esperaba la reacción de ella y
menos esperaba tener que hacer de apoyo para los lloriqueos y las tristezas de esa apestosa
e insignificante humana. La apartó con sus fuertes manos agarrando sus hombros, con
ganas de estrangularla allí mismo, pero con calma.
- Ya tengo los papeles preparados para que firmes tu liberación. Sólo tengo que ir
abajo a por ellos. ¿Firmamos ya? –dijo él con una sonrisa.
Lydia se apartó del alcalde negando con la cabeza. Se alejó de él, apoyando su
espalda contra la pared una vez más.
- Ya no me queda nada...
- Pero podrás rehacer tu vida... –le insistió él.
- No necesito nada de usted... ¡No necesito nada de nadie! ¡Váyase! –y se cubrió la
cara con las manos, rompiendo a llorar.
Aquello sorprendió al demonio Arioch como hacía tiempo que no se sorprendía.
¿Esa miserable humana se estaba resistiendo? ¿Cómo podía rechazar un trato así?
- Pero Lydia, podrás arreglar tu vida y tus...
- ¡He dicho que se vaya! ¡Yo no he hecho nada para merecer esto, sólo me guié por
mi corazón y ahora me encuentro con que no ha servido de nada!
El demonio seguía sin dar crédito a lo que estaba ocurriendo. Con todo su poder,
con toda su capacidad de manipulación, no conseguía sacar un trato de esa insignificante y
vulgar humana, que era más bien como un insecto para él.
- Pues... Nada, Lydia. Aquí seguirás... –dijo visiblemente contrariado.
Ella no quería escuchar ni una palabra más, pero sí que oyó lo último que le dijo.
- De todas formas, me apena que te quedes aquí sola encerrada para siempre. He
previsto que esto podía pasar y te he traído compañía por si ocurría que quisieras quedarte
–Jack Goodman miró hacia la trampilla y exclamó –. ¡Ya puedes subir!
Lydia calmó un poco sus lloros sin saber qué estaba ocurriendo. ¿Compañía? ¿De
quién se trataba? Miró extrañada hacia la trampilla y de repente lo escuchó: el sonido de
unos pasos sobre las barras metálicas de la escalera. Alguien estaba subiendo poco a poco y
de forma rítmica. Cada pocos segundos se escuchaba el sonido de un pie en un escalón.
Sonidos cada vez más cercanos.
- Creo que te apetecerá verle y que esté contigo, así no te sentirás sola todo este
tiempo encerrada –dijo el alcalde con una sonrisa–. O al menos hasta que te decidas a
colaborar conmigo y ya te saquemos de aquí.
De repente, una oscura cabeza apareció por la abertura de la trampilla. Luego, la
figura que subía se apoyó en el suelo con unas sucias manos que sostenían algo que Lydia
no pudo distinguir a primera vista en la penumbra.
- ¡Mira quién ha venido! –exclamó Jack Goodman muy contento, como el que
presenta un programa de televisión.
Y entonces ella lo vio, levantándose, como un terrible monstruo al que introducían
en la jaula para que se comiese vivo al prisionero.
- ¡George! –gritó Lydia con horror al ver de quién se trataba.
Su ex novio apareció allí como un ser monstruoso. Respiraba con ansiedad de forma
continua, mirándola con los ojos desencajados. Su pelo revuelto, sus ropas sucias y la
actitud amenazante de su cuerpo le daban el aspecto de un gigantesco y peligroso animal.
De la comisura de sus labios salía un hilo de baba que subía y bajaba con cada respiración y
mostraba una sonrisa de locura en su mandíbula casi desencajada. Pero lo peor no era todo
esto, sino que Lydia pudo ver lo que su ex novio traía entre las manos: el cuchillo. El arma
que ella misma usó una vez para quitárselo de encima resplandeció ligeramente con la luz
de la luna que entraba en la torre. George sólo tenía ojos para ella, y el alcalde aprovechó
para dejarlos solos, dirigiéndose hacia la trampilla y comenzando a bajar poco a poco.
Cerró la abertura sobre su cabeza y desde abajo Lydia pudo escuchar su mensaje de
despedida:
- ¡Que disfrutes de la compañía!
Lydia comenzó a temblar, pegada contra la pared, aterrorizada como jamás lo había
estado. Sus ojos completamente abiertos no se despegaban de la expresión de locura de
George. No tuvo tiempo ni de pensar cómo había llegado hasta allí, ni si el alcalde lo había
utilizado de alguna manera. Aquello no era normal, pero ella no se lo preguntó. Sólo quería
calmarle:
- George... por favor... no...
- Mmmira lo que te traigo, ¿te acuerdas, z... zorrita? –dijo él, nervioso, respirando
cada vez más fuerte.
Levantó el cuchillo, acercándoselo a la cara y con su nauseabunda lengua lamió uno
de los laterales.
- P... pronto será tu sangre la que saborearé... –dijo, dando un paso hacia ella, con
los ojos desquiciados.
- Por favor, George, per... perdóname si te hice daño...
Lydia seguía contra la pared, y la distancia entre ambos se estaba haciendo cada vez
más corta.
- ¿D... daño, zorrita? Tú no sabes lo que es el daño... Tú no sabes por lo que he
pasado... Tu propia novia cachondeándose de ti cuando lo has dado todo por ella... Tu
propia novia clavándote un cuchillo en la pierna y dejando que te desangres, c... como si
fueras un maldito cerdo... ¡TÚ NO SABES LO QUE ES EL DAÑO, ZORRITA! –le gritó
él, levantando el cuchillo con una mano temblorosa.
Cuando él le gritó, ella cerró los ojos con fuerza, esperando lo peor. Luego los
abrió, viendo que él estaba sólo a un par de metros.
- Ahora... ahora vas a ver lo que es el daño... Te pienso matar, me follaré tu cuerpo
sin vida y... te descuartizaré aquí mismo... –continuó él, y de repente se lanzó a clavarle el
cuchillo.
Lydia reaccionó en el último momento y se tiró hacia un lado, el arma dio contra la
pared con un ruido metálico.
- Por favor... George... no lo hagas... –dijo ella desde un lateral, levantando las
manos hacia él y dando un par de pasos hacia atrás.
Él giró su cabeza y sonrió mientras seguía con el brazo levantado y el arma todavía
tocando la pared. Un nuevo hilo de baba cayó de su boca sonriente. Bajó el brazo mientras
la hoja del cuchillo iba creando un ruido estridente a medida que iba rozando con la piedra
en su camino hacia abajo. Luego George se giró hacia ella y volvió a levantarlo con fuerza.
Lydia tenía detrás de sí la abertura de la torre, a un par de metros de distancia, con
el acantilado abajo a gran distancia esperando su siguiente víctima. Las olas del mar
parecían impacientes también por recogerla. Ella miró hacia atrás para ver su posición...
- Ni se te ocurra, puta de mierda. Me... me debes todo esto... Debes hacerme
disfrutar en compensación por lo que me hiciste sufrir... –dijo él, viendo sus intenciones.
- Yo... yo no...
Con los ojos llenos de terror, ella volvió a dar un paso hacia atrás mientras George
se acercaba... No podría escapar de allí a no ser que le hiciera frente, pero si le hacía frente
tendría todas las de perder.
No quería morir, por mucho que aquello fuese la Torre de los Suicidas, no era el
momento. Todavía tenía mucho que hacer, mucho que vivir, mucho por lo que luchar. No
le quedaban opciones, y su mente reaccionó con la única cosa que podía hacer, se lanzó
hacia él para pararle.
Con un movimiento rápido, se dirigió hacia el brazo de George que sostenía el
cuchillo, y él no se sorprendió lo más mínimo. Su ex novio se echó hacia atrás, esquivando
la embestida de ella y se rió al ver los intentos inútiles.
- ¿Pero qué pretendes...? ¿Aún no te has dado cuenta de que esta vez mando yo...?
–dijo él, sonriente. Y entonces se lo clavó.
El cuchillo en manos de George bajó a toda velocidad y se clavó profundamente en
el hombro izquierdo de Lydia. Luego lo volvió a sacar sádicamente, lanzando un chorro de
sangre en su camino hacia afuera. Ella gritó, tambaleándose hacia atrás y llevándose la
mano al hombro. La sangre fluía sin parar, imposible de detener y desbordándose entre sus
delicados dedos.
- Bien, bien... Esto marcha según lo previsto... Voy a disfrutar muchísimo... –dijo él,
ahora sí, relamiendo el cuchillo con su asquerosa lengua.
Lydia cayó de rodillas al suelo, con una mano sobre su hombro y completamente
indefensa frente a George.
- No, por favor, George... no... –dijo, con la voz más apagada. Comenzaba a
marearse.
- Yo creo que sí, zorrita...
Y él levantó el arma una vez más con intención de clavárselo a Lydia en la cabeza.
De repente, justo cuando le lanzaba una cuchillada mortífera, ella se echó hacia atrás, con
las últimas fuerzas que le quedaban y el cuchillo falló por muy poco, casi rozándole la cara.
- ¿Así que quieres jugar, verdad...? Siempre te gustó jugar fuerte, putita... –dijo él,
disfrutando el momento.
No había opción... Morir aplastada contra las rocas, o morir violada y descuartizada
por un loco sádico... No lo pensó más, tenía que tirarse...
Lydia se giró en el suelo con las pocas fuerzas que le quedaban y gateó con toda la
velocidad que pudo hacia la abertura de la torre, que estaba a menos de dos metros. Con
cada paso que daba con su brazo izquierdo el dolor la hacía temblar por todo su cuerpo.
Pero avanzó lo que pudo, y todo pasó en unas décimas de segundo. George prefirió intentar
agarrarla por el tobillo antes que clavarle el cuchillo en la espalda, quizás para disfrutar aún
más del sufrimiento de ella. Y Lydia consiguió llegar al borde de la torre en el último
momento mientras una ráfaga de viento la golpeaba en la cara. El vértigo la hizo dudar unas
décimas de segundo, mareándose por la altura que tenía aquello y por las rocas que la
esperaban abajo, y entonces sintió la garra de George atrapándole uno de los tobillos. Él se
agachó para descuartizarla allí mismo.
- ¡No escaparás de...!
Y el golpe del otro pie, lanzado con toda la fuerza que le quedaba, fue a estrellarse
contra la desquiciada cara de él. Durante un momento, debido al golpe que le había dado,
sintió que la poca fuerza que mantenía su tobillo atrapado se venía abajo, y aprovechó para
tirarse al vacío, consiguiendo soltarse de sus garras.
Todavía tuvo tiempo de escuchar el grito loco de desesperación de George.
- ¡Noooooooooooo...!
CAPÍTULO 6: COMO EN UN SUEÑO

Como en un sueño... Un sueño del que sabes que si te despiertas, te espera algo
mucho peor, así que quieres seguir soñando... Así fue la caída de Lydia... Las rocas se
acercaban a gran velocidad pero extrañamente tuvo tiempo de darle vueltas a muchas cosas,
como si el tiempo se hubiese parado justo en ese momento para que ella pudiera recordar
mil momentos a la vez. Quizás era algo que ocurría a los que estaban a punto de morir.
Pensó en todo lo que tuvo tiempo de pensar. Recordó a todas las personas a las que
quería, a todas las que habían significado algo para ella. Su vida había sido difícil, pero no
había estado mal. Había pasado momentos buenos, como aquel primer beso en el colegio,
como aquella primera cita con un chico en la que temblaba como un flan, como aquel día
en que sus padres se sintieron orgullosos de ella por haber aprobado sus estudios, e incluso
recordó la primera vez que un chico le regalaba un ramo de rosas, sin ella saber qué decir y
completamente nerviosa. Pensó con el corazón, más que con la cabeza. Recordó a sus
amigas, sus noches locas y sus ayudas en momentos difíciles. Pensó en su trabajo, muy
sencillo pero agradable, a pesar de algún que otro jefe indeseable. Pensó en familia, amigos
y hasta en su gatito Tintín. Esperaba que sus padres o su hermana se encargaran de
cuidarlo. No había tenido otra opción. Lo sentía muchísimo por los que había dejado atrás
pero se dejó guiar por lo que creía y lo que sentía e inevitablemente aquel era el final a toda
su vida. Una serie de errores, uno tras otro, que terminaban con ella cayendo, cruzando el
viento, atravesando la lluvia. Era como había vivido y como moriría, sabiendo que siempre
había hecho lo que su corazón le decía...
Mientras caía hacia las rocas bañadas por las olas, Lydia deseó que, aunque la vida
la había tratado injustamente, esperaba que esta vez fuera más justa y acabara con ella de
un sólo golpe. Pensó en sus padres, en si realmente creían que ella era una criminal, o si
hubieran podido perdonarla. Pensó en Ángelo, su dulce delincuente, de cuya extraña
relación no se arrepentía en ningún momento y al que le hubiera gustado ver por última
vez. Volvería a hacer lo que hizo por él, sin dudarlo. Y también tuvo tiempo de pensar en
George, en la locura llevada al extremo, sin comprender qué había pasado con él y por qué
se había comportado así, a pesar de haber tenido siempre mucha maldad oculta.
Aquella había sido la mejor decisión, tirarse de una vez y terminar con todo. No
había otra opción. Ya faltaban pocos metros, pudo verlo. Terminaría todo, acabaría la
historia de la chica que creyó que hacía las cosas bien pero que decepcionó a todo el
mundo. Se acabó. La roca estaba justo ahí. Cerró los ojos. Oscuridad.
***

El viento le acariciaba el rostro, pero ahora de una forma suave, sin prisas. Ya tenía
que haber ocurrido. No se imaginaba que la muerte fuese algo tan dulce. Posiblemente su
cuerpo estaba sobre las rocas, hecho un desastre... Pero lo que era su alma... sentía una
sensación muy agradable... Oía las olas como en un susurro lejano y eso la relajaba. Incluso
todavía podía percibir el olor salado del mar, como si su espíritu se resistiera a abandonar
las sensaciones terrenales. Viajaba por los cielos oscuros de la noche, sin caer, deslizándose
suavemente sobre los vientos. Y en ese momento lo vio. El tierno rostro de Ángelo,
mirándola con su barbita de varios días, con sus verdes ojos deleitándose en los suyos.
Unos ojos que ahora parecían estar alegres. Felices de volver a verla. Lydia sonrió. Los
fuertes brazos de Ángelo la sujetaban, dándole una sensación de íntima delicadeza y cariño,
como si ahora ella sí fuese aquella niña inocente que deseó ser horas antes. Quizás una
estrella fugaz había cumplido su deseo. Quizás al final, la muerte nos concedía lo que
pedíamos de corazón.
Lydia todavía no asimilaba lo que ocurría, ni lo necesitaba. Hacía años que no se
sentía tan libre, mucho tiempo que no vivía un momento tan dulce. Lo vivía o lo moría,
porque le daba igual si aquello era la muerte, casi lo prefería a la vida. Estaba feliz. Por una
vez estaba feliz, y eso era lo importante. Ángelo miró al frente, parecían estar volando
sobre las aguas. ¿Cómo era aquello posible? No importaba. No tenía miedo, ni vértigo, ni
importaba si estaba soñando. Si la muerte era aquello, era como estar en un sueño.
Sobrevolaron los bosques, y Ángelo descendió sobre un pequeño claro entre la
arboleda, lo suficientemente alejado de la torre. Con muchísimo cuidado y delicadeza
aterrizó en el suelo. Luego puso una de sus rodillas sobre la hierba y depositó a Lydia en la
zona más suave que encontró. Ella le sonrió, con sus labios ligeramente agrietados por el
frío y sus ojos todavía llorosos, y Ángelo le devolvió la sonrisa. Éste se colocó sobre ella,
sin hacer presión con su cuerpo, pero con la idea de acceder fácilmente a su hombro. Con
una de sus manos, que proyectaba una ligera luz dorada, cubrió la herida de Lydia y ésta
apenas sintió dolor. Al contrario, ella notó la dulzura y el calor que él estaba
transmitiéndole. Sin dejar de sonreír, ella acarició con su rostro la mano de Ángelo que
tenía a su izquierda, y él lo agradeció con sus ojos. De repente, ya no había herida ni dolor,
y Lydia comenzó a sentirse mejor, si eso era posible tras tanta tranquilidad y felicidad.
Ángelo se dejó caer sobre ella, cubriendo con su torso su delicado cuerpo para que
no pasara más frío, pero bien apoyado en el suelo para no ejercer presión. Con la mano con
la que la había curado le acarició los cabellos rubios, que se arremolinaban entrecruzándose
con la hierba. Y ella por fin le pasó las manos por la espalda, sintiendo su fuerte
musculatura, pero también unas extrañas y suaves protuberancias que partían hacia atrás.
Miró, intrigada, pero comprobando lo que ya sospechaba, que Ángelo era un ángel, pues
sus alas partían desde atrás. Y ella pudo ver la brillante blancura de las mismas
contrapuestas con el oscuro cielo de la noche.
- Eres un ángel... –le dijo ella con un suave susurro.
Mirándola a los ojos, con la sonrisa más bonita que jamás le habían dedicado, él le
contestó:
- Siempre seré tu ángel de la guarda, Lydia.
Y ella acercó sus labios a los suyos y se unieron en el beso más maravilloso que
jamás había tenido lugar entre un ángel y una mujer.
Mientras tanto, en el bosque, a peligrosa distancia, los ojos rojos de dos guardias
oscuros investigaban cada árbol, arbusto y escondrijo. Se estaban acercando peligrosamente
a la primera prisionera que había escapado con vida de la Torre de los Suicidas, y no la
dejarían volver a escaparse. Estaban cerca, los olían como perros rabiosos, y pronto
descubrirían su escondite.

CONTINUARÁ EN... Ángel de Amor


AGRADECIMIENTOS

¿Qué ocurrirá con Ángelo y Lydia? Prepárate, porque en Ángel de Amor vas a
descubrir que la aventura es más peligrosa de lo que crees y que no todo será tan sencillo. Y
sobre la relación entre ambos, tengo algunas sorpresas que no puedo esperar a revelarte,
¡esto no ha hecho más que comenzar! Desde aquí también quisiera agradecer todos los
mensajes de apoyo y de seguimiento que me hacéis llegar los fans, ¡gracias, gracias y mil
gracias!
¡Las aventuras y los secretos continúan pronto en Ángel de Amor!

Karen Strauss

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