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Cuentos de ciencia ficción

Reparando una nave espacial


Hace muchos años, cuando Marcelo estaba disfrutando de un día estupendo en
su jardín, un objeto bastante extraño se aproximaba hasta su posición, de forma
muy torpe. Cuando el objeto estuvo al alcance de su vista, descubrió que se
trataba de una nave espacial, cuyo tripulante tenía bastantes problemas para
controlarla.
Tras unos momentos llenos de incertidumbre, la nave aterrizó de forma brusca en
el jardín de Marcelo. Tal fue la violencia del aterrizaje, que una de las patas que la
sustentaban quedó seriamente dañada. Un daño, que alarmó enormemente a su
ocupante, un joven extraterrestre de color grisáceo, al que Marcelo se acercó muy
despacio para evitar que se asustara mucho más.
Cuando llego a su altura, se sorprendió enormemente al ver como las lágrimas
surcaban su rostro.
-Ya sé que la rotura de tu nave te parece algo terrible, pero no es nada que no
pueda repararse en un par de horas.
Decidido a ayudar a su nuevo amigo, se marchó hasta el garaje de sus padres,
para buscar los materiales y herramientas necesarias para dejar la nave espacial,
como si nunca le hubiera pasado nada. Al ver que el humano cumplía con su
palabra, el extraterrestre dejó de llorar, acercándose hasta Marcelo para ver qué
es lo que estaba haciendo.
Pasado el tiempo acordado, tanto la pata como la nave, estaban como nuevas,
permitiendo al pequeño ponerla en marcha, no sin antes expresarle todo su
agradecimiento a Marcelo desde una de las ventanas de la nave.

Martín y el extraterrestre
Cierta noche, Martín observó desde su ventana, una estela de luz que caía desde
el cielo, la velocidad de la luz aumentaba cada vez más y más por lo que Martín
sentía miedo y al mismo tiempo curiosidad. La luz aterrizó en un terreno
abandonado a pocos metro de su casa, así es que se armó de valor y fue a
investigar el origen de aquella luz tan grande y luminosa.
Encontró un gran cráter en el lugar del choque y justamente en el centro había
algo en forma de disco, que sin duda era un platillo volador o una nave
extraterrestre. La puerta de ésta comenzó a abrirse y el chico no tuvo tiempo ni de
correr, cuando de ella salió una criatura de lo más extraña. Era de un color jade
oscuro con orejas enormes que llegaban hasta el piso, media aproximadamente
60 centímetros y tenia la piel arrugada, Martín se las arregló para reprimir un grito
cuando la criatura comenzó a hablar.
– Hola, me llamo Stalisky, soy de un planeta muy lejano, mi nave se estropeo, por
lo que no pude completar mi viaje a Venus y caí en este planeta.
– Yo soy Martín – dijo el chico estrechándole la mano – ¿cómo es que sabes
hablar nuestro idioma?
– Nuestra raza ha aprendido las culturas e idiomas de los 25 planetas habitables
que hemos encontrado por el espacio. Te agradecería mucho que me ayudaras a
reparar mi nave, ya que nuestra tecnología para corregir errores no funciona en el
planeta tierra.
Martín aceptó encantado, por varias semanas fue hasta el lugar en donde estaba
la nave a ayudar en la reparación. Él y Stalisky se convirtieron en muy buenos
amigos, y compartieron conocimientos mutuamente. Martín aprendió que no se
debe juzgar a nadie ni nada por su apariencia ni por su raza, sino que debemos
ayudar a todos en lo que podamos.
Cuando llegó la hora de partir, se despidieron con un abrazo y unas bellas
palabras, Martín no pudo evitar que las lagrimas corrieran por su rostro al mismo
tiempo que la nave de Staisky tomaba altura y se alejaba cada vez más de la
tierra.

Mi otro Yo
Abrí los ojos. Ante mí estaba yo. Sí, no había dudas. No era mi reflejo en un
espejo, era yo misma. La observé minuciosamente, ¿o debería decir “me
observé”? Mis ojos, mi cabello, incluso medía exactamente lo mismo que yo. —
No tenía que ponerme de pie para saberlo: su cuerpo entraba perfectamente
debajo del perchero del que colgaban unos pañuelos infantiles, como prueba
irrevocable de viejos recuerdos.— Volví a observarla muda. Ella también me
miraba. «Qué está pasándome», me pregunté en voz alta.

—Silencio, ahora es mi turno. —Lo dijo tan convencida que me asusté (más).

—¿Qué turno, de qué estás hablando?

—Shhh.

—No, no vas a callarme. ¿De dónde saliste?

—Del mismo lugar que tú—. Se la notaba tan segura y determinada que empecé a
temblar.

—¿Qué? Mis padres solo tuvieron una hija, o sea, YO.


—O yo.

—No, no…

—Somos iguales. Todas nosotras somos idénticas.

Aquello no estaba pasando. Mi cabeza iba a estallar. Le pedí casi a los gritos que
me dijera cómo se llamaba. Pronunció su nombre: era el mío.

—Lo siento, tengo que prepararme para la clase de mañana —dijo a continuación.

—No, soy YO la que tiene que hacerlo.

—No, tu turno se terminó.

—¿Qué turno? ¡A ver! Suponiendo que sea cierto lo que crees de mi padre. ¿No
te das cuenta de que no somos iguales? Básicamente porque yo soy real.

Corrí hacia la puerta. En vano me así con fuerza del picaporte: mi fatiga se negó a
continuar con esa tarea estéril. Después de una violenta pataleta en la que intenté
golpear a mi adversaria, o sea, autolesionarme, me senté en la cama. «¡Esto no
puede estar pasándome!», me repetía una y otra vez.

—Esto está pasando —me reprendió—, y si no te comportás vas a volver al taller.

—¿Qué taller? ¡Yooooo sooooooy reaaaaaal!

—Y entonces, ¿por qué papá quiere sacarte de circulación?

—No es verdad. Papá me quiere y no haría semejante cosa…

—¿Y sí crearía una persona que se te pareciera? —me desafió.

—¿Una persona? Tú no entras en esa categoría. Eres un robot, una androide, una
autómata, un muñeco, una máquina… ¿ENTIENDES?

No, no lo entendía. Seguía insistiendo. Llamé a mi madre a los gritos; ella sabría
explicarme qué estaba ocurriendo. No apareció, ni siquiera oí sus pasos por el
pasillo como cada mañana. A las 12 mi otro yo abandonó la habitación
recomendándome que me portara bien si no quería ir al taller, donde, por lo que
dijo, otras cientos de yos ocupaban camas especiales donde se les oxigenaba y
se les informaba.
Esperé un poco, hasta que no percibí ni un rumor. Me levanté sigilosamente e
intenté abrir la puerta. El picaporte giró con la precisión de una aguja mecánica y
ante mí se abrió un pasillo interminable. No era mi casa, ciertamente. Alguien
como yo, tan pendiente de los detalles, no habría olvidado de la noche a la
mañana cómo se veía su casa. Comencé a atravesar aquel corredor muerta de
miedo. Al llegar a la punta, no pude continuar: mi padre estaba bloqueando el
paso. Al verlo solo pude pensar en ese enorme tótem que habíamos visto en uno
de nuestros viajes.

—¿Qué está pasando, papá? —le pregunté, intentando que no se me notara la


histeria.

Su respuesta fue una mirada llena de abismo y pocas palabras. Después, no hay
imágenes: la memoria se disipa, como si una catarata de espuma avanzara sobre
ella y le impidiera recordar.

Abrí los ojos. La habitación estaba en penumbras. Corrí hacia la puerta. El


picaporte giró y ante mí se proyectó el pasillo de mi casa y la luz de la cocina
estampando flores contra la pared. Llamé a los gritos a mi madre, quien acudió
con la misma rapidez de siempre.

—Ay, mamá, tuve un sueño horrible, —le dije. Y le conté lo que había visto.

—Acá estoy, no tengas miedo. ¡Eso sí! De esto ni una palabra a tu padre, si no
quieres terminar en el taller —me dijo con esa mirada dulce y protectora.

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