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Los drones y la guerra a distancia


Con ellos se modifica el conflicto bélico y la misma naturaleza de lo real, de su
representación mediatizada

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JORGE CARRIÓN
29/01/2014 00:00 | Actualizado a 29/01/2014 11:21

I.- NEOGUERRAS
La lógica del dron es la lógica de la ballesta. En la baja edad media se consideraba el arco
como un arma, si no noble, al menos aceptable, mientras que la ballesta -de mayor
alcance y potencia- era objeto de sospecha. El artefacto ignoraba clases sociales:
cualquiera podía empuñarlo y su proyectil atravesaba la más sofisticada de las
armaduras. Evolución mecánica del arco, supone el primer paso hacia la guerra a
distancia: el arcabuz, el cañón, la ametralladora, el bazuca y el avión bombardero siguen
el camino que ella abrió.

El del largo alcance. La figura del francotirador se consolida en las guerras franco-
prusianas del último tercio del siglo XIX y se hace célebre en la Primera Gran Guerra, con
sus trincheras. La mira telescópica, al incrementar el alcance, aumenta también la
despersonalización. Pero no es hasta el desarrollo del misil durante la Segunda Guerra
Mundial cuando se logra divorciar la mirada del objetivo, el dedo en el gatillo de la
explosión y la muerte. Aunque proliferaran las bombas atómicas durante medio siglo y
siempre haya habido casos aislados de ataque químico -con sus amenazas de destrucción
masiva-, las guerras reales tuvieron su medida en la bala, la granada, la mina o el misil. La
teoría era macro, pero la práctica tendía a lo micro. Por eso no es de extrañar que los
Estados Unidos pasaran de la Guerra de las Galaxias, con sus satélites y su escudo de
misiles, a la efectividad de los drones.

El pasado mes de junio el piloto de aviones no tripulados Brandon Bryant confesó estar
implicado en 1626 asesinatos. Si el militar más letal de la historia del ejército de los
EE.UU. es el sargento francotirador Dillard Johnson, con 2.746 víctimas en su haber (todas
ellas directas), los asesinados por Bryant, vistos a través de imágenes térmicas (manchas
de colores) apuntan hacia otro tipo de homicidio. Y de estrés post-traumático. Bryant está
en algún lugar equidistante entre William Deak Parsons, el artillero que lanzó la bomba
de Hiroshima, y Johnson. De la bomba atómica al dron: de la matanza indiscriminada al
supercontrol de daños. Fue el 4 de noviembre del 2002 cuando se produjo el primer
ataque: un coche con cinco supuestos terroristas, entre ellos el líder de Al Qaeda Abu Alia
al-Harithi, saltó por los aires en una carretera de Yemen. Desde entonces las víctimas se
cuentan por miles. No hay una cifra precisa. No hay transparencia ni información fiable:
se trata de un fenómeno turbio y turbulento, en marcha. Hasta octubre del 2013 la ONU
no empezó a presionar con contundencia para conocer las dimensiones de la guerra
teledirigida, al tiempo que se difundía internacionalmente el documental Dirty wars, del
periodista de investigación Jeremy Scahill, que revelaba a la conciencia global que
Obama mantiene setenta y cinco frentes abiertos: setenta y cinco guerras invisibles.
Neoguerras.

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Han pasado más de diez años desde el primer ataque. O atentado. Ataques o atentados
relativamente baratos. La lógica del dron es la lógica del low-cost. El dron bélico no sólo
es mucho más barato en términos económicos, también lo es en lo mediático y en lo
moral. Pero no nos engañemos, en tanto que triunfo de la nanotecnología, en el dron se
condensa lo mega. En sus chips y en sus circuitos integrados son miniaturizados dos de
los conceptos principales de nuestra época: el invisible del Big Data y el hipervisible de la
mirada aérea. Uno de sus mecanismos es el de LIDAR (combinación de light y radar,
capaz de mapear vastas extensiones en 3-D); pronto el reconocimiento facial ya será del
todo fiable; se generan patrones de movimiento que permiten planear intervenciones a
corto, medio y largo plazo. Las Fuerzas Aéreas son capaces de controlar hasta sesenta y
cinco ataques en paralelo. En el centro de control de Dubái, el Departamento de Defensa
de Estados Unidos tiene una pantalla central de tamaño Imax, donde se pueden proyectar
simultáneamente las miradas de decenas de mini-aviones.

Se trata de un nuevo triunfo de la guerra en red. Más membranosa que nunca. Como se ve
en Dirty wars, los drones no son más que uno de los mecanismos del endiablado sistema
que controla directamente la Casa Blanca. Integra el espionaje, el contraterrorismo, los
aliados locales, todos los agentes oficiales y oficiosos que redactan la lista de objetivos de
la guerra contra el terror; a los que se añaden los operativos especiales que llegan a donde
no lo hacen los misiles: como el mismísimo refugio de Bin Laden. El dron tiene su propia
lógica; pero también sus propios límites -todavía.

II.- LA REALIDAD COMO VIDEOJUEGO


La lógica del dron es la lógica del videojuego. Un hombre llega a casa después del trabajo;
cena con su esposa y sus hijos; se toma una cerveza viendo el partido de béisbol; hace el
amor o no lo hace; duerme nueve horas; desayuna también con su familia; se va a la base
militar donde trabaja; se pasa la jornada laboral pilotando un avión no tripulado. La
mayoría de los días no hace más que sobrevolar zonas pobladas por sospechosos. Pero en
alguna ocasión sí tiene que apretar el botón del joystick y lanzar un misil. Un misil que
alcanza un vehículo y mata a sus cuatro ocupantes. Y tal vez a tres niños que jugaban a
fútbol. Cuatro presuntos terroristas y tres civiles menores de edad.

Tanto si sólo realiza tareas de vigilancia como si asesina a un objetivo, esa región de
Yemen o esa área de Pakistán no será más que su representación en una pantalla. La
explosión y sus víctimas, una realidad remota y pixelada. Hasta hace diez años, ir a la
guerra significaba para un soldado norteamericano trasladarse a otro continente. Tan
sólo los militares de países muy pequeños y en conflicto con sus vecinos, como Israel,
experimentaban esa esquizofrenia: estar por la tarde matando enemigos y por la noche
tomándose una copa en casa o en una discoteca. Los drones han cambiado el sentido de
lo que entendemos por guerra y, por ello, se sitúan en un territorio semántica, legal,
ontológica y moralmente inestable.

En su propio nombre se evidencia su novedad bélica: vehículo aéreo no tripulado. El


divorcio del vehículo y del piloto. La microguerra a distancia. En la genética del dron i
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encontramos dos tradiciones lúdicas: la del aeromodelismo y la del videojuego. Por


primera vez ambas se engarzan en un tipo de experiencia grave, a veces mortal, que el
tripulante no siempre puede percibir como tal. Como el cerebro del controlador aéreo o el
del bróker, el del militar debe entender que hay una traducción automática entre lo
representado en la pantalla y ciertas vidas humanas. A diferencia de otros puestos de
responsabilidad, el piloto a distancia se relaciona con lo real (con la muerte) no sólo a
través de pantallas y de teclados, sino también de un joystick. Apretando el mismo botón
con el que se mata a los enemigos en Call of duty.

En uno de los productos de esa franquicia, Black Ops 2, el dron adquiere protagonismo,
junto con las tanquetas teledirigidas y los rifles con balas que atraviesan muros. Porque
los drones se han convertido en el pan nuestro de cada día. Se utilizan para exterminar
presuntos terroristas; para vigilar plataformas petrolíferas o campos de cultivo o
polígonos industriales; para filmar películas y documentales. Su estética está en nuestro
cine, en nuestras fotografías, en nuestros videojuegos, en nuestras series de televisión. No
es exactamente la misma que la satelital, porque además de la perspectiva aérea vertical,
permite el recorrido a ras de suelo, el avance entre vegetación u obstáculos, panoramas
horizontales que no pueden proporcionar los helicópteros y otros vehículos aéreos.

Las dos series norteamericanas que han tematizado esos cambios son The good wife y
Homeland. En un capítulo de la primera, los protagonistas defienden a un piloto de dron,
entre la espada del sistema jurídico militar y la pared de la ley civil. En un capítulo
posterior, los espacios de la NSA (Agencia de Seguridad Nacional de EE.UU.) en que todos
somos espiados son representados como una colmena colorida: el espionaje es llevado a
cabo por los mismos jóvenes geeks que trabajarían, en condiciones similares, en una
empresa de nuevas tecnologías. Mientras que The good wife opta, pues, por una
pedagogía sociológica de acento desenfadado, Homeland se centra en la capacidad
destructiva de los drones. No sólo se ve en pantalla la reconstrucción de un ataque, en
una escena que versiona la célebre fotografía de Obama, Hillary Clinton y otros políticos y
militares de alto nivel ante la pantalla en que se está ejecutando a Bin Laden, sino que
toda la ficción nace de una masacre teledirigida. En ella muere el hijo del líder terrorista
Abu Nazir. Con ella Brody se da cuenta de que la guerra contra el terror es, en realidad,
terror que engendra terror: y él mismo se convierte a la fe del terrorismo.

III.- UN DEBATE ACADÉMICO


Cuando se extendió el uso de la ballesta, se olvidó que el arco también había sido una
invención polémica. Homero lo rechaza: los hombres de verdad luchan cuerpo a cuerpo.
A principios del 2013 el Pentágono anunció la creación de una nueva medalla, para
condecorar a ciberguerreros. Según Mark Bowden, en un artículo publicado en The
Atlantic, la oposición de los veteranos de guerra fue tan virulenta que el secretario de
Defensa rectificó y retiró la propuesta. ¿Cómo va a recibir una medalla al mérito alguien
que nunca ha estado físicamente en combate? ¿Cómo vamos a valorar y premiar estas
nuevas formas de eficiencia? ¿Qué relación establecen con las políticas globales de
espacio aéreo y de injerencia en la seguridad nacional? i
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Son sólo algunas de las muchísimas preguntas que está generando la aviación no
tripulada. En el centro de una conversación legal y política de alto calibre, el dron ha
convocado también a filósofos. Uno de los máximos defensores de la moralidad de su uso
es Bradley Jay Strawser, quien como profesor de la Universidad de Connecticut publicó en
el 2010 el artículo Moral predators: The duty to employ Uninhabited aerial vehicles, cuya
tesis era que no hay nada incorrecto en esos ataques, porque las armas de control remoto
deberían ser éticamente obligatorias. Como editor del libro Killing by remote control: The
ethics of an unmanned military, Strawser (ahora docente de la US Navy Postgraduate
School de California) se ha convertido en el principal agitador de un debate fundamental
en la sociedad norteamericana. Porque para que exista un debate es necesario que haya
defensores y detractores, todos ellos activistas a su manera. Entre estos últimos destaca
Medea Benjamin, autora de otro libro reciente, Drone warfare. Killing by remote control,
que repasa la historia del artefacto militar y sus víctimas mortales, convencida -de ahí su
tono airado- de que en lugar de reducir el peligro terrorista lo ha aumentado
exponencialmente. Como en el newsgame de Gonzalo Frasca, September 12th, en el que
por cada terrorista que matas aparecen varios más. La presunta solución no hace más que
engendrar problemas.

Para entender la complejidad del fenómeno, no obstante, tal vez sea menos útil recurrir a
libros que acudir a la página web que mejor está informando y reflexionando sobre él:
www.dronewars.net. Aunque lleve por título Drone wars UK. Info and comment on use of
UK drones, ofrece materiales globales: militares, periodísticos e incluso estadísticos (los
Estados Unidos poseen unos trescientos aparatos; España, cuatro, todos ellos comprados
a Israel). El también activista Chris Cole es quien gestiona la página y, como tal, otro de
los protagonistas de este debate internacional. En su reseña del libro editado por Strawser
afirma que se trata de una incursión interesante en la "faceta pro-dron de los argumentos
morales que rodean el creciente uso de drones", la mayor parte de los cuales coinciden en
que se trata de un problema moral antiguo, no exclusivo de los vehículos no tripulados. A
esa línea de pensamiento Cole opone: "La realidad es que los drones y la guerra a
distancia sí incorporan a gran número de problemas morales y no importa las veces que
sus defensores argumenten que no se trata de una cuestión exclusiva de los drones, el
hecho es que la guerra de los drones brinda todos esos problemas juntos, y eso la hace un
problema moral muy real". Y nuevo. En la narrativa pro-dron, como en todos los
posicionamientos que tratan de neutralizar lo nuevo arguyendo que en realidad es
clásico, encontramos una falacia: la de negar la historia como máquina imparable de
novedades.

Entre ellas: la del dron como un objeto de análisis académico. Las universidades y los
centros de investigación llegan a la fiesta del dron como a un banquete de carroña. O
como a un festín de la inteligencia: todo depende de cómo se mire. Las fronteras entre
uno y otro extremo, como siempre, son claroscuras. Marco Roth, en The drone
philosopher, su respuesta a un artículo de John Kaag en Times, publicada en la revista
n+1, insiste en la asimetría del conflicto y sitúa la reflexión en varios contextos mayores, i
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como el del orientalismo. El dron, en efecto, puede verse como una vuelta de tuerca en la
larga estela de estrategias para dominar, domesticar, inventar, anular, virtualizar lo
oriental. Recordemos la importancia que en el libro de Edward Said tiene la campaña de
Napoleón en Egipto. Otro filósofo que brinda un origen posible para la reflexión es Walter
Benjamin: todo documento de civilización lo es de barbarie (o viceversa). O Hannah
Arendt: qué gran libro escribiría si pudiera asistir a un juicio por crímenes de guerra con
un piloto de drones en el banquillo. "A los académicos siempre les ha gustado la guerra",
escribe el profesor Mark LeVine en su aportación al debate en Al Yazira: desde los
químicos y los ingenieros ideando nuevas formas de matar hasta los teólogos, los
científicos sociales y los filósofos "debatiendo cuándo, por qué y cómo combatir". La
industria militar siempre se ha retroalimentado de la académica. No nos olvidemos: el
napalm fue inventado en la prestigiosa Universidad de Harvard.

La lógica del dron, en fin y como todas, ha acabado por convertirse en una lógica
académica.

IV.- DRON ART


Y, por extensión, en una ilógica artística. Porque no hay categoría teórica ni objeto
importante en el imaginario colectivo que no acaben por ser versionados, parodiados o
cuestionados por el arte de su época. Cada nueva tendencia consolida en tiempo récord
su propio minicanon. Los artistas que más suenan son Trevor Paglen, Jay Zehngebot y
James Bridle. Untitled (Drones), del primero, consiste en una serie de fotografías de cielos
nublados, donde hay que rastrear estelas de drones, sus huellas casi imperceptibles en el
aire. Toda su coherente producción persigue -desde los satélites en órbita hasta los
paisajes clasificados- los mecanismos militares de la ocultación. Comparte con Zehngebot
el interés en la traducción a los lenguajes artísticos del mundo militar, donde los drones
son al cabo una herramienta más: la obra de este incide en la interacción de la industria
de la guerra con la del videojuego. Lo que en una se muestra en la otra se esconde. Los
eclipses desprenden una aureola, una sombra, un temblor. En ese margen se sitúa buena
parte del arte sobre los drones. Bridle, en el proyecto Drone shadow, traza perfiles a escala
real de Predators (un tipo de dron) en el suelo público: frente a una iglesia, en un parking.
Esas siluetas blancas, en lugar de ser de cuerpos humanos, son de máquinas homicidas.

En el dron art también predomina la energía activista: el profesor del MIT Ángel Nevarez
y el cineasta Alex Rivera han creado el Lowdrone, un pequeño dron kitsch (en forma de
Ford Coupé dorado del 37) cuya misión es sobrevolar la frontera entre México y los
Estados Unidos, como sátira de las patrullas fronterizas. La denuncia conduce
inevitablemente al periodismo. En la intersección de esos territorios se erige
Dronestagram (Bridley de nuevo) un tumblr donde se indexan los ataques acompañados
de una imagen aérea. El estudio californiano Pitch Interactive, especializado en infografía
y visualización de datos, firma la web afín Out of sight, out of mind, un gráfico animado
de los ataques en Pakistán. Desde el título hace hincapié, como la mayoría de las obras
que se han visto, en la invisibilidad del fenómeno. La microguerra, la guerra low-cost, está
protegida por el secreto. Como ha dicho Paglen, el hecho de que sepamos que el ataque sei
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ha producido pero no podamos acceder -información reservada- a sus razones, nos obliga
a reflexionar sobre el mero concepto de lo secreto: "Tiene que ver con lo que haces y no
quieres que se sepa, pero sobre todo tiene que ver con lo que se moviliza en ese proceso".
Ese movimiento es difícil de registrar. No puede hacerse sólo con imágenes estáticas o
con vídeos, tiene que hacer intervenir los números y las palabras.

Hasta hace poco el control de los cultivos, de las migraciones de cetáceos, de los
incendios o de los huracanes dependía del acceso a tecnologías carísimas, tan sólo al
alcance de estados o de multinacionales; ahora cualquiera puede comprarse un dron y
enfocar, desde el aire, su propia mirada duplicada. La convergencia del aeromodelismo,
del videojuego y de Google Earth ha catalizado la normalización de una nueva mirada
poliédrica. Al alcance de todos. Cuando le preguntan por ella, Paglen invoca el magisterio
de William Turner, que trató de captar en el siglo XIX el movimiento del ferrocarril y, para
ello, tuvo que cambiar radicalmente el trazo, la pincelada: "Aquello era nuevo, ¿no es
cierto? Nosotros estamos ahora en un momento en que la percepción también está
cambiando de verdad".

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