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EN NOMBRE DEL PUEBLO.

EL PROBLEMA DEMOCRÁTICO
CAPÍTULO IV (EL PROBLEMA DE LOS ESTÚPIDOS)
1. EL ENIGMA DEL CONSENSO
A lo largo de los siglos XIX y XX el problema de la implicación en la vida democrática
de las clases explotadas y subalternas se entrelaza y se confunde, en parte, con un
problema diferente, que llamaré el «problema de los estúpidos». Esta expresión es
utilizada, sin el más mínimo acento de desprecio o de burla, por Dietrich Bonhoeffer en
un breve texto titulado «Diez años después. Un balance sobre el final de 1943»,
publicado en la recopilación póstuma de cartas y escritos realizados en prisión
Resistenza e resa. La estupidez de la que habla Bonhoeffer no tiene que ver con
ninguna clase de déficit cognitivo. Es «un defecto que no afecta al intelecto sino a la
humanidad de una persona» y que consiste esencialmente en la renuncia a pensar
con la propia cabeza por parte de quienes se dejan fascinar por la «ostentación
exterior de potencia, política o religiosa». No se trata de una enfermedad congénita, ni
de un síndrome de carácter estrictamente psicológico. La impresión escribe
Bonheoffer es que «en determinadas circunstancias a los hombres se les convierta en
estúpidos, o bien se dejen convertir en tales. Parecería una ley socio- psicológica. La
potencia de uno requiere la estupidez de los demás».
El «estúpido» es un sujeto básicamente «hetero-dirigido». Su condición es, en este
sentido, similar a la del subalterno, pero no va asociada a situaciones extremas de
degradación social. Los «estúpidos» no coinciden con los últimos, los despreciados.
No son necesariamente analfabetos o incultos. No arrastran un paralizante sentido de
inferioridad. Bonhoeffer no se detiene en este punto, pero está claro que no está
pensando en quienes viven en los márgenes de la sociedad, sino en los millones de
personas «normales» que dieron su voto a Hitler en 1932 en 1933 y no dejaron, en los
años siguientes, de apoyar el régimen nazi. Los «estúpidos» son quienes tenían
medios para juzgar, para resistir a la propaganda, pero han renunciado a hacerlo. Son,
en muchos aspectos, un enigma, el desafío quizá más grande al que las democracias
del siglo XXI tienen que hacer frente.
Hitler y el enigma del consenso es el título de un conocido libro dedicado a la figura del
«gran dictador». El enigma consiste en el hecho de que un personaje como Hitler, que
no tenía ninguna cualidad que pareciera permitirle desarrollar una carrera política de
éxito y que se presentaba, en opinión de sus contemporáneos, como un tipo
extravagante y con una pose exagerada, haya llegado a convertirse en unos pocos
años en presidente del gobierno de una de las naciones económica y culturalmente
más avanzadas del mundo”. No solo. Enigmático y, desde nuestro punto de vista, aún
más relevante es el hecho de que el nazismo haya podido llegar al poder por una vía
formalmente democrática, arrastrado por un consenso popular creciente y duradero,
que solo llegaría a romperse en la inminencia de la derrota militar.
Los hechos son bien conocidos. Tras el fallido putsch de 1923 y el posterior
encarcelamiento, Hitler decide aprovechar hasta el final las oportunidades que le
brindaban los procedimientos democráticos y se presenta regularmente a las
elecciones, pasando en un breve arco de tiempo del 2,6 por 100 de los votos
obtenidos en 1928 al 18,3 por 100 de 1930, hasta el sorprendente resultado de julio de
1932 (37,3 por 100 de los sufragios) que convertía, pese a la flexión de unos meses
más tarde, al Partido Nacionalsocialista de los Trabajadores en la primera fuerza
política representada en el Parlamento, abriendo a su líder las puertas de la
Cancillería. En las siguientes elecciones, de marzo de 1933, tras el incendio del
Reichstag y la suspensión de los derechos civiles en un clima que ya no puede ser
definido como «democrático», pero que todavía no ha llegado a ser «totalitario» el
partido del neocanciller alcanza el 43,9 por 100 de los votos, a la vez que sus aliados
nacionalistas obtienen el 8 por 100.
La explicación de este ascenso fulgurante está en una multitud de factores que han
sido señalados por los historiadores. Algunos han destacado el papel que desempeñó
la personalidad carismática de Hitler y el efecto hipnotizante que su oratoria producía
sobre personas predispuestas a ello; otros han insistido en las circunstancias
estructurales, sin las cuales el ascenso del nazismo habría sido inimaginable (la crisis
económica, la humillación alemana por las condiciones impuestas en Versalles, el
miedo a una revolución social inminente, la crisis político-institucional debida, en parte,
a los defectos de origen de la Constitución de Weimar)”. No pretendo intervenir en este
debate sobre el peso relativo de uno y otro componente en la génesis del nazismo, ni
tampoco tendría competencias para ello. Mi propósito es tomar como referencia la
extrema autodisolución de la democracia weimariana y las reflexiones de un testigo de
excepción como fue Bonhoeffer para aislar una nueva dimensión del «problema del
demos». Una dimensión que se manifiesta en toda su extensión entre finales del siglo
XIX y la primera mitad del XX, en la que ha sido denominada la «edad de las masas»,
que coincide con la difusión generalizada del sufragio universal y la aparición de los
partidos y sindicatos de amplia base social, pero también por la inquietante aparición
de figuras de jefes, caudillos y «hombres fuertes», capaces de alterar y manipular el
consenso popular. En un tiempo en el que la política tiene a su disposición nuevos
instrumentos de comunicación, como el cine y la radio, y experimenta técnicas inéditas
de movilización colectiva, capaces de «sacar» de su aislamiento hasta a los sujetos
tradicionalmente excluidos de la esfera pública, como las mujeres y los niños”.
Bonhoeffer hace su balance de la primera década del régimen hitleriano poco antes de
ser encarcelado y condenado a muerte por su actividad de opositor al nazismo. En
primer lugar, el problema de la «estupidez» es considerado como distinto del problema
de la «maldad».
«Para el bien, la estupidez es un enemigo más peligroso que la maldad. Contra el mal
es posible protestar, comprometerse, en caso de necesidad es posible oponerse con
la fuerza. Pero contra la estupidez estamos indefensos. De aquí no es posible sacar
nada, ni con protestas ni con la fuerza; las motivaciones no valen para nada. Los
hechos que están en contradicción con los prejuicios personales simplemente no
merecen crédito en estos casos, el estúpido se vuelve incluso escéptico y cuando es
imposible negarse a ellos, pueden ser simplemente descartados como casos
irrelevantes. De este modo, el estúpido, a diferencia del malvado, se siente
completamente satisfecho consigo mismo; es más, se vuelve incluso peligroso, porque
con facilidad pasa rabiosamente al A Es necesario, por tanto, mantener la guardia más
alta ante el estúpido que ante el malvado. No volveremos jamás a intentar persuadir
con argumentos al estúpido: es algo sin sentido y peligroso».
El «estúpido» del que aquí estamos hablando no debe confundirse con el
«voluntarioso criminal de Hitler»: el nazi convencido y fanático, que presta su
colaboración a la solución final «conociendo hasta demasiado bien» lo que está
haciendo”. No debe ser confundido tampoco con quienes, en el mundo de la cultura,
del arte, de los negocios decidieron deliberadamente apoyar, acompañar o tolerar el
nazismo, por convicción o cálculo. Bonhoeffer parece más bien estar pensando en
quienes se dejaron llevar por la corriente sin plantearse demasiadas preguntas; en
quienes se dejaron seducir por una visión cuyos contornos no alcanzaban a ver con
precisión; en quienes acabaron convirtiéndose en cómplices de un sistema criminal sin
ser ellos mismos sádicos, psicópatas o personas particularmente «malvadas».
No está fuera de lugar recordar la línea de reflexión de quienes, de Hannah Arendt a
Zygmunt Bauman a Primo Levi, han observado la «banalidad del mal», yendo más allá
de la, al fin y al cabo tranquilizadora, lectura de los crímenes del totalitarismo bajo el
prisma de la excepcionalidad y la monstruosidad. Son pensadores que se han
aventurado a entrar en la «zona gris» en que víctimas y victimarios se confunden y la
disposición al sometimiento deriva hacia la connivencia con la opresión. Donde lo
determinante, más que la adhesión expresa a un sistema doctrinal, es la disposición al
conformismo de personalidades gregarias, psicológicamente frágiles y entregadas a
un jefe o a una organización que se sitúa por encima de ellas.
Pero cabe recordar también las observaciones arendtianas sobre el éxito de los
movimientos totalitarios fascistas y comunistas, en la Europa de los años treinta, a la
hora de reclutar «a sus miembros en esta masa de personas aparentemente
indiferentes, a quienes todos los demás partidos habían renunciado por considerarlas
demasiado apáticas o demasiado estúpidas para merecer su atención». Un numeroso
grupo de personas aisladas y «políticamente neutrales», que «no creen en nada
visible, en la realidad de su propia experiencia; no confían en sus ojos ni en sus oídos,
sino solo en sus imaginaciones», anteponiendo al embrollo contradictorio de los
hechos la artificiosa coherencia de doctrinas manifiestamente absurdas.
Análogamente, Bonhoeffer describe al «estúpido» como un sujeto que ha perdido el
contacto con la realidad, y hasta con su propio mundo interior, para someterse a una
autoridad externa.
«Bajo la aplastante impresión que produce la ostentación de poder, el sujeto se ve
privado de su independencia interior y renuncia, de manera más o menos consciente,
a tomar una actitud personal ante las situaciones que se le presentan. El hecho de
que el estúpido sea a menudo tozudo no debe llevarnos a engaño sobre su falta de
independencia. Hablando con él, uno llega a pensar incluso que no es con él con
quien se está tratando directamente, con él en persona, sino con eslóganes, tópicos,
etc., por los que está dominado. Transformado en instrumento sin voluntad, el
estúpido será capaz de toda clase de maldad, pues le falta la capacidad para
reconocerla como tal».
Recuérdese, una vez más, el retrato de Eichmann ofrecido por Hannah Arendt: no un
monstruo, sino un funcionario gris que se expresa mediante frases hechas; no un
antisemita convencido, sino un mediocre que se crece ante la perspectiva de tomar
parte en algo grande; no un depravado que carece completamente de principios
morales, sino una persona capaz de conmoverse ante los «excesos de brutalidad» y,
al mismo tiempo, seguir realizando escrupulosamente su trabajo como exterminador
de la masa, en nombre de una ética de la autoridad interiorizada como la voz de la
conciencia. Ese mismo elemento de la fascinación del poder al que en diversas
ocasiones se refiere Bonhoeffer vuelve a aparecer en la reconstrucción de Arendt, por
ejemplo cuando recoge el juicio de Eichmann sobre Hitler, quien «quizá estuviera
totalmente equivocado, pero una cosa hay que no se le puede negar: fue un hombre
capaz de elevarse desde cabo del ejército alemán a Fuhrer de un pueblo de ochenta
millones de personas. Para mí el éxito alcanzado por Hitler era razón suficiente para
obedecerle».
Sorprende, en el escrito de Bonhoeffer, la insistencia con la que subraya la inutilidad
del intento de entablar un diálogo con los «estúpidos» y el firme propósito de no volver
a caer en el error de intentar persuadir con argumentos a quienes se muestran
refractarios a toda lógica y a la propia evidencia empírica. Cabe pensar que su actitud
se vea reforzada por el escepticismo que el hombre religioso guarda frente a la
omnipotencia de la razón («¿Quién permanece firme es la pregunta angustiosa? Sólo
aquél que no tiene como criterio último la razón»). Pero pesa sobre todo la convicción
de que el problema de la «estupidez» tiene raíces profundas y debe ser afrontado
políticamente. Si es cierto que el «estúpido» no nace, sino que se hace, y que las
personas son hechas estúpidas por una determinada situación de poder, «es claro que
la estupidez no podrá ser derrotada distribuyendo enseñanzas, sino solo a través de
un acto de liberación; hasta entonces habremos de renunciar a cualquier intento de
convencer al estúpido».
En la Alemania de finales de 1942 la lucha contra las instituciones totalitarias no puede
aguardar el despertar de las conciencias, del que sería más bien un presupuesto. De
ahí la participación del pastor Bonhoeffer en el proyecto del fallido atentado contra
Hitler, que le llevará a él y a los demás conspiradores a la muerte. Pero nada impide
que haya «estúpidos» también en los regímenes democráticos, y no solo en las
dramáticas y quizá irrepetibles condiciones de la República de Weimar. Personas que
renuncian a pensar, también cuando hacerlo no está prohibido y no supone riesgos.
Menos claro está qué es lo que podría romper el hechizo, en este último caso.
2. EL ECLIPSE DE LA RAZÓN
En las palabras de Bonhoeffer, el «estúpido» es impermeable a cualquier intento de
persuasión racional. Hablar con él es inútil. Ni la evidencia de los hechos ni la lógica
de los argumentos parecen afectar a sus certezas graníticas. Para quienes creen en el
diálogo se trata de un innegable obstáculo, al que sin embargo no es difícil encontrar
alguna explicación, si partimos de la tesis de que la «estupidez» afecta «no al intelecto
sino a la humanidad de la persona» y parece estar relacionada sobre todo con la
esfera emocional y afectiva. La relevancia política de esta esfera había sido
inicialmente puesta en evidencia, en la cultura europea, mucho antes de que la
catástrofe del nazismo se abatiera sobre Alemania: basta mencionar los nombres de
Nietzsche, Freud, Bergson, Sorel, Weber o Pareto. Todos ellos pensadores que, en
alguna medida, han expresado su insatisfacción por una visión de la política que toma
como motivaciones fundamentales de la acción humana únicamente las pasiones
«frías», como los intereses, borrando el papel que las pasiones «calientes», ajenas al
control de la razón, ejercen en la historia. Entre tales autores, un lugar destacado le
corresponde a Gustave Le Bon, que en 1895 publica Psicología de las masas”.
Este texto, que obtuvo un enorme éxito en el momento de su aparición, ha vuelto en
los últimos años a ser objeto de un interés que no es solo de naturaleza historiográfica,
por los elementos de anticipación de problemas contemporáneos que en él aparecen.
Releyéndolo hoy, son muchas las tesis que resultan desfasadas y se han visto
falsificadas: desde la teoría de las razas a la del «alma colectiva» de los pueblos sobre
la que se pronunció críticamente Freud, así como los prejuicios antisocialistas que el
autor no consigue esconder bajo la capa de cientificidad con la que intenta revestir su
trabajo. Muchas son también las nociones imprecisas, comenzando por la de «masa»,
cuya extensión es tan grande que se aplica indiferentemente a una reunión casual de
personas, a un movimiento organizado, a un jurado o a una asamblea parlamentaria”.
Y, sin embargo, en esta obra de hace más de un siglo es posible encontrar un análisis
sorprendentemente revelador de las técnicas de la propaganda política que habrían de
ser experimentadas en el siglo XX y agudas observaciones sobre los límites de la
racionalidad como motivación de los comportamientos humanos.
Entre las tesis centrales de Le Bon se encuentra la idea de que la acción colectiva solo
puede ser comprendida reconociendo el papel preponderante ejercido por el
subconsciente en la vida psíquica. Lo que define a la masa, en sentido psicológico, es
precisamente la prevalencia de los instintos y pulsiones subconscientes sobre la parte
consciente de la personalidad de los individuos que la forman. Escribe a este propósito
Le Bon: «En el alma colectiva se borran las aptitudes intelectuales de los hombres y,
en consecuencia, su individualidad. Lo heterogéneo queda anegado por lo homogéneo
y predominan las cualidades inconscientes». Y también, en relación con la influencia
de las teorías científicas y filosóficas sobre los comportamientos de las masas: la idea
«no Operará sino cuando se convierte en sentimiento. No hay que creer que una idea
produce sus efectos, incluso en espíritus cultivados, por haber demostrado que es
acertada. Esto se advierte contemplando la escasa influencia que la demostración más
clara tiene sobre la mayoría de los hombres. La manifiesta evidencia podrá
reconocerse por un auditorio instruido, pero muy pronto será equiparada por su
inconsciente a sus concepciones primitivas. Si vuelve a verse al cabo de unos días,
manifestará de nuevo sus antiguos argumentos, exactamente en los mismos
términos».
Es importante notar que estas consideraciones presentadas por Le Bon como
auténticas leyes psicológicas valdrían tanto para las personas instruidas como para la
masa de los trabajadores manuales: «En todo aquello que se refiere a sentimientos
religión, política, moral, afectos, antipatías, etc. los hombres más eminentes no
sobrepasan, sino en raras ocasiones, el nivel de los individuos corrientes. Entre un
célebre matemático y su zapatero puede existir un abismo de rendimiento intelectual,
pero desde el punto de vista del carácter y de las creencias, la diferencia es
frecuentemente nula o muy reducida». Esta observación, reiterada en diversas
ocasiones, es particularmente interesante para nuestro tema. A pesar de que
inicialmente sostiene que la edad de las masas coincide con el acceso de las clases
populares a la vida política y se muestra particularmente preocupado por el avance del
socialismo, Le Bon observa que el fenómeno de la pérdida del espíritu crítico y de la
independencia moral no afecta exclusivamente a las capas más humildes de la
población, sino a cualquier grupo de individuos que, arrastrado por una fuerte emoción
colectiva, adquiere las características de una masa en sentido psicológico:
«Por el mero hecho de formar parte de una masa organizada, el hombre desciende
varios peldaños en la escala de la civilización. Aislado era quizá un individuo cultivado,
en la masa es un instintivo y, en consecuencia, un bárbaro. Tiene la espontaneidad, la
violencia, la ferocidad y también los entusiasmos y los heroísmos de los seres
primitivos a los que se aproxima más aun por su facilidad para dejarse impresionar por
las palabras, por imágenes y para permitir que le conduzcan a actos que vulneran sus
más evidentes intereses. Y así vemos a jurados dictar veredictos que desaprobaría
individualmente cada uno de sus componentes; a asambleas parlamentarias que
adoptan leyes y medidas que rechazaría personalmente cada uno de sus
componentes».
Obsérvese cómo en este fragmento acaba dándose completamente la vuelta al
argumento aristotélico a favor de la democracia, para quien «los muchos, cada uno de
los cuales es en sí un hombre mediocre», acaban adoptando decisiones mejores de
las que tomarían los propios aristoi. Al reunirse afirma, en efecto, Aristóteles «poseen
suficiente sentido y, mezclados con los mejores, benefician a las ciudades, como el
alimento impuro, mezclado con el puro, hace el conjunto más beneficioso que una
pequeña cantidad sin mezcla. Pero cada cual por separado es imperfecto en cuanto a
juzgar»”. Le Bon, al contrario, nos describe individuos que pese a ser razonables y
equilibrados cuando toman decisiones aisladamente en la masa se abandonan a
pasiones irrefrenables, abandonando cualquier inhibición y sentido crítico. Se trata de
una tesis que, oportunamente reformulada y delimitada, ha sido posteriormente
reelaborada por las ciencias sociales y sometida a verificación empírica, como en el
caso del famoso experimento inventado y realizado por Asch, 1955, en el que se
demostraría la existencia en los seres humanos de una fuerte propensión a dejarse
condicionar por los juicios ajenos”. En realidad, en el caso de Le Bon, la tesis se
formula en términos tan exagerados y omnicomprensivos que resulta poco creíble: en
su opinión no existe diferencia alguna entre las deliberaciones que se producen en el
ámbito de un jurado o un Parlamento y la conducta irrefrenable de las masas
revolucionarias o criminales. Todas quedan situadas, indiferentemente, bajo la
imprecisa noción de «masa psicológica».
Asimismo, también tiene interés la manera en que Le Bon explica el comportamiento
irracional de las masas, apelando a las nociones de «sugestión» y de «contagio
psíquico». Ciertamente, resulta ingenua la hipótesis según la cual la propagación de
los estados de ánimo de una persona a otra se deba a los «efluvios» que emanarían
de la masa, haciendo caer a quienes están en contacto con ellos en un estado casi
hipnótico. Pero el fenómeno de las presuntas alucinaciones o psicosis colectivas sigue
siendo estudiado todavía hoy por la psicología social, donde se explica a partir de la
presencia compartida, en los miembros de un determinado grupo, de representaciones
mentales y esquemas cognitivos que distorsionan la percepción de la realidad.
También las observaciones sobre la falta de fiabilidad de los testimonios de varios
individuos, que tienden a reforzarse entre sí por la propensión del sujeto a
homologarse a las opiniones ajenas, se corresponden con un fenómeno bien
estudiado por los expertos. No en vano entre los admiradores de Le Bon se cuenta
uno de los padres de la psicología social, Serge Moscovici, que ha dedicado un trabajo
precisamente al estudio de las masas”.
Pero lo que convierte la obra de Le Bon en un referente extraordinariamente rico de
sugerencias para la reflexión sobre los desafíos de la democracia en la era de las
masas son sus observaciones sobre las técnicas que consiguen influir sobre los
comportamientos colectivos, formuladas por lo general en la forma de consejos a los
políticos que aspiren a realizar gestas grandiosas, convirtiéndose en meneurs des
foules. La idea fundamental, coherente con la concepción antropológica elaborada por
nuestro autor, es que «no puede rehacerse toda una sociedad a base de las
indicaciones de la razón pura», ni pretendiendo en vano oponer argumentos a
sentimientos. Las masas, pero también muchos individuos individualmente
considerados según Le Bon, no tienen siquiera capacidad para entender los
razonamientos más sencillos y se encuentran en un grado de desarrollo intelectual
comparable al de los salvajes y los niños. De ahí que no haya que intentar
convencerlos mediante la lógica, sino recurriendo a imágenes y asociaciones de ideas,
basadas en simples relaciones de semejanza o sucesión. «La masa escribe Le Bon
piensa mediante imágenes y la imagen evocada promueve, a su vez, una serie de
ellas sin ningún nexo lógico con la primera». De ahí la impresión que suscitan en las
masas las representaciones teatrales o la prensa popular, densamente ilustrada, que
iba extendiéndose a finales del siglo XIX. De ahí la sugerencia dirigida a los meneurs
de foules a conquistar el auditorio acuñando eslóganes y expresiones de significado
confuso, pero cargado de resonancias emotivas, recurriendo a la consolidada técnica
de la repetición.
«La afirmación pura y simple, desprovista de todo razonamiento y de toda prueba,
constituye un medio seguro para hacer penetrar una idea en el espíritu de las masas.
Sin embargo, esta última no adquiere influencia auténtica sino a condición de ser
constantemente repetida y, lo más posible, en los mismos términos. Napoleón decía
que no existe en retórica más que una figura seria: la repetición. Lo afirmado llega,
mediante la repetición, a establecerse en los espíritus hasta el punto de ser aceptado
como si fuese una verdad demostrada. Así se explica la asombrosa fuerza del
anuncio».
Hay quien ha advertido que no es conveniente ver en fragmentos como estos una
prefiguración de las formas de propaganda de masas desarrolladas por las dictaduras
del siglo XX, observando el carácter en el fondo «banal» de la receta de Le Bon,
enteramente centrada en aspectos de tipo retórico. Se impone la cautela. La
movilización total de la sociedad lograda por el nazismo o el estalinismo precisa
recursos organizativos que desbordan con mucho las sugerencias de Le Bon, por no
hablar del recurso sistemático al terror. Las consideraciones de Le Bon resultan sin
embargo significativas para reflexionar sobre la vida de nuestros sistemas
democráticos, en los que el cine, la televisión e internet han multiplicado las
posibilidades de crear y hacer circular imágenes, en cantidades muy superiores a las
revistas ilustradas en las que estaba pensando Le Bon, y en las que la publicidad ha
refinado sus técnicas, imponiéndose por doquier como la lengua franca de la
civilización contemporánea.
Al destacar la fuerza movilizadora de las imágenes y de todo aquello que apela a la
esfera emocional y subconsciente, Le Bon no está solo, en su tiempo. Además de los
autores que, en alguna medida, habían anticipado sus temas e intuiciones, como
Tarde y Sighele, no puede no recordarse a Freud, «el mejor discípulo de Le Bon y
Tarde» según Moscovici, o Sorel, con su defensa del mito, que no es, de por sí, ni
verdadero ni falso, pero que se revela eficaz para llevar a la acción a las masas
obreras”. La revalorización de la dimensión instintiva y sentimental de la existencia
humana, frente a la lógico-racional, aparece posteriormente, en contextos diferentes,
en un teórico de las élites como Pareto y en un intelectual ecléctico como Elias
Canetti. El paralelismo entre propaganda política y publicidad comercial encuentra un
desarrollo en Joseph Schumpeter, quien le reconoce a Le Bon el mérito de haber
desvelado el carácter irreal de la antropología racionalista en la que se basa la teoría
clásica de la democracia”. Y muchos otros pensadores podrían ser mencionados aquí,
como Wilhelm Reich, autor del polémico Psicología de masas del fascismo, o como
Max Weber, con su defensa de la democracia plebiscitaria y su teoría del poder
carismático, que recalca los apuntes de Le Bon sobre el «prestigio» del jefe (una
especie de «fascinación que paraliza nuestras facultades críticas y nos llena de
estupor y de respeto»).
Un considerable número de pensadores, por tanto, desde finales del siglo XIX,
comparte la necesidad de rebajar la confianza ilustrada en la racionalidad de la acción
humana, invitando a considerar con ojos desencantados el funcionamiento real de las
instituciones políticas. En esta perspectiva los regímenes democráticos vienen a ser
habitualmente reinterpretados en clave elitista, sobre la base de la tesis según la cual,
incluso tras la victoria del sufragio universal, el curso de la historia sigue estando en
manos de las minorías, que son capaces de orientar y manipular la voluntad del
pueblo. Un diagnóstico despiadado, que sería de tontos ignorar. Y que nos ayuda a
observar el «problema de los estúpidos» con instrumentos interpretativos nuevos.
3. DE LA IDEOLOGÍA AL MARKETING
Con su habitual rigor filológico, Remo Bodei invita a reflexionar sobre el significado
etimológico de los términos «masa» y «foule» (en italiano, folla, multitud). El primero
deriva del griego máza, que indica la masa para hacer el pan. El segundo se remonta
al latino follare, que significa «retorcer y golpear los vestidos para lavarlos».
«La idea de “masa” y la de “multitud” implican, por tanto, la actividad de plasmar y
presionar. En Le Bon, en particular, la foule o la masa son una materia modelable en
manos del caudillo político, que guía a los hombres entrando en su mente,
escuchando sus exigencias, comprendiendo sus sueños y pretendiendo darles
respuesta como a un eco redoblado de sus propios pensamientos y deseos. Las
multitudes no se dan cuenta por tanto de que están siendo gobernadas por una
voluntad ajena: tienen más bien la impresión de que es el caudillo quien da voz a sus
expectativas tácitas y quien refleja sus nebulosos sentimientos».
Encontramos así una síntesis de las paradojas de la edad de las masas, en las que la
figura clásica del demagogo adquiere los inquietantes rasgos del «psicagogo», que se
adentra en los meandros de las conciencias convirtiéndose en intérprete de humores,
fobias, pulsiones profundas y en ocasiones inconfesables de su «pueblo», reducido a
masa inerte que espera ser plasmada y modelada. En esto, un apoyo fundamental es
el que le ofrecen los nuevos medios de comunicación, como el cine y la radio. Medios
que, precisamente por su carácter «de masas», pueden parecerles a muchos,
naturaliter, «democráticos», por más que luego sucumban a los intereses de los
monopolistas de la información y sean perfectamente funcionales a la propaganda
totalitaria.
Es necesario aclarar, en todo caso, que las nociones de «foule» y de «masa» son
susceptibles de ser utilizadas de maneras distintas, más o menos conectadas con el
significado etimológico que acabamos de recordar. Las masas trabajadoras a las que
se dirigen los representantes del pensamiento socialista y comunista no son las
mismas a las que se refieren los teóricos de la «sociedad de masas» del siglo XX,
como José Ortega y Gasset, Emil Lederer, Sigmund Neumann o Hannah Arendt. No
se trata solo de una diferencia de tipo sociológico: los obreros y los campesinos, de un
lado; las clases medias, de otro. Más allá de las ambigiiedades de algunas teorías de
la vanguardia revolucionaria, para los marxistas las masas de explotados y
subalternos siguen siendo des tinatarias de una labor de educación política que ha de
llevarse a cabo con las armas de la razón. El hombre-masa del que trata Ortega
inmaduro, mediocre, «sin atributos» es una presa fácil para la política simbólica e
identitaria de los movimientos nacionalistas e irracionalistas. Asimismo, en la reflexión
de Hannah Arendt la vulnerabilidad de los individuos a la propaganda totalitaria, su
tendencia a «estupidizarse», renunciando a pensar con la propia cabeza y hasta a
mirar con los propios ojos, es directamente proporcional al nivel de aislamiento social y
depende de la inclusión, por vez primera en la historia, de masas hasta entonces
desorganizadas y apáticas. En esta perspectiva ya no es posible como hacía Le Bon
equiparar los trabajadores activos del movimiento socialista y sindical con las
multitudes anónimas que se agolpan en las plazas, obedeciendo a leyes psicológicas
primitivas. Es posible, en cambio, encontrar el hilo que une a las teorías de la sociedad
de masas del siglo XX con las reflexiones anticipadoras de Tocqueville, lúcido
observador de la evolución de las costumbres y de la mentalidad en la sociedad
americana de los años treinta y cuarenta del siglo XIX. En el segundo libro de La
democracia en América, en particular, el peligro de que aparezca «un despotismo de
nuevo tipo» se relaciona con la presión hacia el conformismo que ejercen las mayorías
y con la tendencia de los individuos a refugiarse en el ámbito privado, empujados por
«una especie de materialismo honesto que no corrompería las almas, pero que las
ablandaría y acabaría por debilitar silenciosamente todas sus fuerzas».
Estas masas «intermedias», individualistas, estructuralmente «desmovilizadas» pero
siempre movilizables, si bien superficialmente, por nuevos meneurs de foules han
vuelto a ocupar el escenario con la crisis de los partidos de clase y de opinión propios
del «siglo breve». Ellas son el blanco del moderno marketing electoral en la era de la
video-política, la que hoy estamos viviendo. La época en que la centralidad de
Parlamentos y partidos ha dado paso a la de los líderes que hablan directamente al
pueblo a través de los medios de comunicación, en una «campaña permanente» que
pretende contrastar y suscitar el consenso de los ciudadanos en tiempo real, durante
el entero arco temporal de la legislatura %. Y en la que los encargados de las
relaciones públicas, los spin-doctors, los expertos en sondeos que forman el staff del
político profesional, tienden a desplazar a los viejos militantes, en un entorno de
personalización de la política y caracterizado por un claro viraje hacia modelos
institucionales de tipo presidencial.
Que la aparición de la televisión y, de momento, en menor medida internet haya
supuesto una mutación radical de las modalidades y los tiempos de la política, es algo
que nadie puede negar. No puede decirse lo mismo sobre la medida efectiva en que la
televisión está condicionando la orientación del voto y contribuyendo a formar además
de informar a los ciudadanos-electores, condicionando sus gustos, esquemas
mentales y criterios de juicio, pues aquí el debate sigue abierto”. Claro que ante el
generalizado deterioro del discurso público, que no puede más que adaptarse a la
lógica simplificadora de los medios, que imponen intervenciones rápidas y buena
presencia, parece obligado preguntarse si la televisión no se ha convertido, en
realidad, en una «fábrica de estúpidos». De personas que no razonan y que se dejan
felizmente tele-dirigir tanto en la elección de una pasta de dientes, como de un
candidato al Parlamento. En realidad, probablemente las cosas son un poco más
complicadas y la televisión no es el único factor a tener en cuenta. Los estudios sobre
la percepción subjetiva de la inseguridad en presencia de campañas mediáticas
alarmistas sugieren, por ejemplo, que el miedo injustificado está más directamente
relacionado con el grado de aislamiento social que con la intensidad de la exposición a
los medios de comunicación, la cual, no obstante, también tiene su influencia. Ello es
una prueba de la tesis acerca del peligro que conlleva la disolución de las
organizaciones y los grupos en los que tiene lugar la educación política de los
ciudadanos.
Y, sin embargo, no puede negarse la influencia de los medios de comunicación en la
formación de las opiniones y, más aún, en la construcción y circulación de los
imaginarios sociales. En relación con el primer aspecto, los medios de comunicación, y
quienes los manejan, no solo contribuyen a definir la agenda política (aquello de lo que
se debe y se puede discutir), sino que sugieren también visiones del mundo por medio
del específico frame («encuadre», ángulo visual) con el que presentan las noticias.
Con una eficaz fórmula sintética, los medios de comunicación no nos dicen tanto «qué
cosa pensar, y no solamente en qué pensar, sino sobre todo en qué términos pensar
sobre un determinado tema o materia». Así, dependiendo de si la inmigración es
presentada como un problema de orden público o en clave de universalidad de los
derechos, las personas tenderán a adoptar posiciones distintas sobre la materia.
Incluso las mismas personas, sujetas a estímulos diferentes.
Pero no es este el único aspecto de la cuestión. Está, además, el papel de la
publicidad y de los programas de entretenimiento o de infotainment en la formación de
los gustos, los deseos, los valores de las personas expuestas, de forma cada vez más
precoz y constante, a la socialización televisiva: es la cuestión planteada por Pasolini
sobre la influencia del Carosello en el desarrollo de las conductas de los italianos,
promoviendo una verdadera «transformación antropológica» de la masa. Es en este
nivel cultural, antes que político en el que los medios de comunicación pueden resultar
un formidable vehículo de deseducación para las capas más débiles de la población.
Que los mensajes transmitidos por la televisión comercial no vayan precisamente en la
dirección de favorecer la «salida de la minoría de edad» de los espectadores-
ciudadanos es algo que está a la vista. Pero quizá no se haya reflexionado lo bastante
sobre cómo la dramatización de los hechos de la crónica cotidiana y la continua
creación de «mundos imaginarios» por parte de la publicidad y la telenovela está
contribuyendo a ese fenómeno de «desconexión de la realidad» que es, para Wolin,
una de las patologías de la edad contemporánea. Agotado por sus lágrimas por la
muerte de Lady Diana o por la derrota de un concursante de Gran Hermano, al
ciudadano-espectador ya no le quedan emociones para vivir en cuestiones que, sin
embargo, le están afectando directamente, como los recortes al Estado social o la
calidad del aire que respira. Consumidor compulsivo de «representaciones fantásticas
en formas dramáticas», a cada hora del día, ya no tiene espacio mental que dedicar a
cuestiones menos fútiles, y más cercanas a la realidad. Esto vale, naturalmente, para
quienes no saben, o no pueden, acudir a fuentes alternativas de información o
entretenimiento, como libros, periódicos, espectáculos teatrales, o incluso programas
de televisión «inteligente». Como apunta Bourdieu:
«el tiempo es un producto extremadamente escaso en televisión. Insisto sobre este
particular porque, como es sabido, hay un sector muy importante de la población que
no lee ningún periódico, que está atado de pies y manos a la televisión como única
fuente de informaciones. La televisión posee una especie de monopolio de hecho
sobre la formación de las mentes de esa parte nada desdeñable de la población. Pero
al privilegiar Jos sucesos y llenar ese tiempo tan escaso de vacuidad, nada o casi
nada, se dejan de lado las noticias pertinentes que debería conocer el ciudadano para
ejercer sus derechos democráticos».
En realidad, la «vacuidad» en torno a la que está construida la fortuna de la televisión
sensacionalista representa, para muchas personas, un «espacio lleno» de emociones,
valores y significados capaz de compensar una existencia opaca y monótona,
ofreciendo modelos con los que identificarse y algún que otro «monstruo», construido
a propósito, contra el que proyectar la ira y las frustraciones.
Vuelven entonces a ponerse de actualidad las páginas de Tocqueville sobre el
despotismo atemperado, que no precisa del recurso a la fuerza para obtener el
dominio y que «quiere que los ciudadanos gocen, con tal de que no piensen sino en
gozar». «Es absoluto, minucioso, regular, previsor y benigno», un poder que «se
asemejaría al poder paterno si, como él, tuviese por objeto preparar a los hombres
para la edad viril, pero, al contrario, no trata más que fijarlos irrevocablemente en la
infancia».
4. ENTRE IGNORANCIA Y AUTOENGAÑO
El subalterno y el «estúpido» tienen en común la docilidad con la que claudican ante
las simplificaciones y las mixtificaciones de la propaganda. Ambos se distinguen del
tipo ideal del ciudadano corrupto, el cual sin embargo favorece, y no poco, la
degradación de los actuales regímenes democráticos y su progresiva transformación
en «kakistocracias», o «gobiernos de los peores». El ciudadano corrupto persigue
conscientemente objetivos que están en conflicto con la ética pública y, en ocasiones,
con el código penal: ofrece su voto a cambio de favores; razona y actúa a partir de sus
intereses personales, siguiendo la lógica privada del free-rider. Los subalternos y los
«estúpidos», exteriormente, pueden comportarse de forma idéntica, pero sobre la base
de motivaciones distintas, y ello hace que sean más opacos, más difícilmente
encuadrables. Su inclinación a creerse todo aquello que se les quiere hacer creer lleva
a pensar que sean víctimas de alguna forma de carencia o ignorancia.
En el caso del subalterno, la ignorancia desemboca en ocasiones en auténtico
analfabetismo o, en todo caso, en una tal escasez de instrumentos cognitivos que le
impide comprender la realidad y su posición dentro de ella. De aquí la propensión del
subalterno a engañarse sobre sus propios intereses. Diferente es el caso del
«estúpido», que por lo general dispone de bastante instrucción y está suficientemente
integrado para saber qué es lo que le conviene y que, no obstante, se muestra
aparentemente incapaz de actuar de manera consecuente, dada su propensión a
dejarse arrastrar por promesas absurdas, palabras vacías, imágenes tramposas. Pese
a ser perfectamente capaz de desenvolverse en la vida profesional y familiar, el
«estúpido» «tan pronto como penetra en el campo de la política desciende a un nivel
inferior de prestación mental. Argumenta y analiza de una manera que él mismo
calificaría de infantil si estuviese dentro de la esfera de sus intereses efectivos», sobre
la base de inferencias ilógicas, de tipo puramente «asociativo y afectivo».
Respecto de la ignorancia que persigue al «estúpido» no puede decirse que consista
en la ausencia de los saberes necesarios para decidir con conocimiento de causa. En
regímenes de censura rígida y de absoluto control sobre la información contrastada,
estaría fuera de lugar hablar de estupidez. Tiene sentido utilizar esta categoría cuando
la posibilidad de saber y, por tanto, de entender y juzgar existe, por más que se vea
entorpecida por el ingente empleo de «“armas de distracción masiva”, vinculadas a la
espectacularización no solo (y no tanto) de la política, como de la vida social» %.
Retomando el caso histórico al que nos hemos referido en este capítulo, es
impresionante constatar que Hitler obtuvo los votos de la mayoría relativa de los
electores alemanes sin haber nunca ocultado sus proyectos criminales, ilustrados con
toda clase de detalles en Mein Kampf y en centenares de discursos públicos. Como
observara Arendt, la propaganda de los movimientos que han precedido y
acompañado los regímenes totalitarios era «tan franca como mendaz». Mendaz
porque estaba plagada de inferencias infundadas y fácilmente criticables como la que
se establecía entre crisis económica y existencia de una conjura judía internacional.
Franca porque era perfectamente explícita a la hora de declarar cómo los judíos
habrían de pagar sus presuntas culpas. Ello lleva a excluir que quienes se vieron
arrastrados por la propaganda nazi puedan ser retratados simplemente como víctimas
de un castillo excepcionalmente bien construido de mentiras. Los que quisieron
comprender, tuvieron la posibilidad de hacerlo; quienes quisieron ver, encontraron en
torno suyo más de un indicio.
No obstante, no hay duda de que no es suficiente plantear el problema simplemente
en los términos de una alternativa tajante entre «saber» y «no saber», y quizá
produzca incluso algo de confusión, por la imposibilidad de establecer una frontera
precisa entre conciencia y falta de conciencia. Puede, entonces, ser útil reflexionar
sobre un tipo particular de ignorancia, del que se ha ocupado Ernesto Garzón Valdés,
que no es fruto de la censura o el engaño ajeno, sino de una forma peculiar de
autoengaño. El diagnóstico de este tipo de ignorancia ha de cumplir dos condiciones:
la posibilidad de tener fácil acceso al conocimiento y el hecho de que el proceso de
aprendizaje tenga consecuencias desagradables para quien lo experimenta. Dadas
estas premisas, es posible que haya quienes prefieran no saber aquello que intuyen
pueda resultarles poco agradable. Así es como podría interpretarse la posición de
Eichmann, cuya ignorancia de las consecuencias de sus propias acciones, en caso de
que fuera tal, «era seguramente el resultado de no haber querido plantear ciertas
preguntas porque sabía que las respuestas serian desagradables». Podemos extender
esta observación a la figura del «estúpido» y poner en evidencia un aspecto
fundamental que lo distingue del subalterno: mientras que este último ha sido descrito
como aquella persona que «desea contra su propio interés», en relación con el
«estúpido» no puede afirmarse lo mismo, ya que sus deseos a menudo parecen estar
en perfecta sintonía con sus intereses inmediatos y materiales (y, si acaso, en
contradicción con sus principios morales). Lo cual no significa que el camino por él
escogido sea realmente el más adecuado, en el medio y largo plazo, para obtener sus
fines. En su propensión a creer solamente aquello que quiere creer, y a ver solamente
aquello que le conviene ver, el «estúpido» acaba poniéndose en cuerpo y alma en
manos de hábiles prestidigitadores y de vendedores de sueños.
En esta perspectiva, los «estúpidos» nos parecen menos inocentes que los
subalternos. Como los ciudadanos-niños del Gorgias platónico, ceden a las artes del
cocinero aun sabiendo, en el fondo, que más les valdría seguir las prescripciones del
médico. Ellos están emparentados con esa peculiar categoría de «errantes» descrita
por Locke en una página del Ensayo sobre el intelecto humano: personas que
cometen errores de bulto en sus valoraciones no por falta de información, ni por su
incapacidad para servirse de ella (como los subalternos), sino porque, aun teniendo a
su disposición numerosas «pruebas», les «falta la voluntad para usar[las]»: «Gente
que dispone de riquezas y de ocio y a quien no falta el ingenio y otros auxilios,
temiendo que una investigación imparcial no favorecería las opiniones que mejor se
acomodan a sus prejuicios, a sus modos de vida y a sus propósitos, se conforman con
recibir, sin examen y bajo palabra de otro, aquello que más les conviene y que esté de
moda».
Todo ello obliga a reflexionar sobre los límites de un enfoque ilustrado del problema
del populismo. Kant pensaba que la maduración moral y cultural de los ciudadanos
sería posible garantizando a todos la posibilidad de hacer un uso público de la razón.
Libre de investigar sin censuras, la razón habría finalmente conseguido disipar las
sombras de la ignorancia y la superstición. Las cosas se ha visto que son un poco más
complicadas. La irrupción de la sociedad del conocimiento y el crecimiento
generalizado del nivel educativo no han sido suficientes para erradicar las cambiantes
formas de credulidad, ni para disolver la continua tentación del «miedo a la libertad».
Nos guste o no, otras fuerzas, además de la razón y del interés bien entendido, guían
a las personas y sirven de motivos para la acción. Bien lo saben los psicólogos y los
educadores, encargados de la complicada tarea de desalentar las conductas
socialmente peligrosas, como la conducción bajo los efectos del alcohol o las
relaciones sexuales de riesgo. Como observan Miguel Benasayag y Gérard Schmit,
cuando «los psicólogos de la prevención del riesgo en carretera se han interrogado
sobre el fracaso de sus campañas de información se han dado cuenta de que
mensajes del tipo “La velocidad es la muerte” o, peor todavía, “Si aceleras, te matas”,
podían convertirse inconscientemente en una tentación». La asociación entre
velocidad y muerte no produce el efecto automático de favorecer la adopción de
conductas prudentes, sino que genera a menudo el resultado contrario. «Los
responsables de la prevención mantienen una confianza kantiana en la razón como
instrumento para evitar la muerte, el dolor y el sufrimiento. Pero las personas a las que
se dirigen pueden actuar y de hecho así lo hacen contra su propio interés vital o, más
concretamente, contra su interés racional».
No se trata únicamente de reconocer que los individuos no son siempre los mejores
jueces de sus propios intereses. Es preciso añadir entendido que los individuos en la
acepción no siempre actúan, y votan, en función del interés más material del término,
sino sobre la base de fines y necesidades de distinta naturaleza, que tienen que ver
con los ideales en los que creen y con la imagen que se han hecho de sí mismos y del
mundo. «La gente no vota necesariamente por sus intereses. Votan por su identidad.
Votan por sus valores. Votan por aquellos con quienes se identifican». Por esperanza
o miedo, por simpatía o antipatía. Dejándose llevar a veces por fantasmas que la
razón, por sí sola, difícilmente puede derrotar. Reconocer esto no significa batirse en
retirada ante el avance del irracionalismo, sino constatar el papel crucial que
desempeñan las emociones en los procesos decisorios, como ha sido sobradamente
demostrado por las ciencias cognitivas y la neurología.
CAPÍTULO V (LA RESPUESTA DEL CONSTITUCIONALISMO)
1. ¿PROTEGER A LA DEMOCRACIA? (¿O PROTEGERSE DE ELLA?)
«Considerando que la libertad, la justicia y la paz en el mundo tienen por base el
reconocimiento de la dignidad intrínseca y de los derechos iguales e inalienables de
todos los miembros de la familia humana; Considerando que el desconocimiento y el
menosprecio de los derechos humanos han originado actos de barbarie ultrajantes
para la conciencia de la humanidad [...],
Considerando esencial que los derechos humanos sean protegidos por un régimen de
Derecho, a fin de que el hombre no se vea compelido al supremo recurso de la
rebelión contra la tiranía y la opresión; [...]
La Asamblea General proclama la presente Declaración Universal de Derechos
Humanos como ideal común por el que todos los pueblos y naciones deben
esforzarse, a fin de que tanto los individuos como las instituciones, inspirándose
constantemente en ella, promuevan, mediante la enseñanza y la educación, el respeto
a estos derechos y libertades [...]».
En estas famosas palabras, con las que se abre el Preámbulo de la Declaración
Universal de los Derechos del Hombre, no es difícil percibir la apremiante necesidad
de volver la página, frente a la barbarie del pasado reciente, así como la conciencia de
la dificultad de la tarea. Al proclamar solemnemente la Declaración, en 1948, la
Asamblea general de la ONU subraya, de un lado, la necesidad de que los derechos
humanos estén «protegidos por normas jurídicas» y, de otro, reconoce que no está
sino proponiendo un «ideal» o, sí se quiere, Un conjunto de normas programáticas,
traducidas en garantías efectivas gracias a la voluntad política de los parlamentos y los
gobiernos, defendidas y promovidas, con «esfuerzo», gracias a la sensibilidad de los
individuos y los grupos.
Aunque la naturaleza jurídica de este texto sigue siendo todavía hoy, objeto de
controversias, el valor político que la declaración Universal adquirió en el momento de
su adopción nunca podrá sobrevalorarse Junto con la Carta de la ONU de 1945, que
prohíbe la guerra, transformándola en ilícito internacional, la Declaración Universal
expresa la voluntad, compartida por los representantes de los pueblos miembros de
Naciones Unidas, de impedir que se repitan los errores y los horrores de una de las
fases más dramáticas de la historia europea.
Las democracias constitucionales del siglo xx renacieron bajo el Signo de este «nunca
más». Nunca más los «actos de barbarie ultrajantes para la conciencia de la
humanidad». Nunca más guerras de agresión. Nunca más desprecio por la vida, la
dignidad, la libertad humana en nombre de la nación, de la patria, de la raza. Y ni
siquiera en nombre del «pueblo», de ese pueblo que, participando activamente o
limitándose a «mirar desde la barrera», en el prolongado «tiempo del consenso», se
ha hecho corresponsable de los crímenes cometidos por los regímenes totalitarios.
¿Cómo hacer para que todo esto no quedara reducido a una mera proclamación de
principios? Ocupadas en la reconstrucción no solo material de sus países, lacerados
por la guerra, las jóvenes democracias europeas adoptaron soluciones no del todo
convergentes. En la Alemania de la segunda posguerra el debate fue encarnizado. En
una de las sesiones de la comisión parlamentaria encargada de redactar la nueva
Constitución, el diputado socialdemócrata Carlo Schmid aboga por la «intolerancia
frente a quien quiera utilizar la democracia para acabar con ella». El concepto es
recogido algunos días después por otros diputados pertenecientes a distintos grupos
parlamentarios, como el cristianosocial Josef Schwalber, quien afirmaba que la
Constitución de Weimar había sido tan democrática que «había concedido a los
enemigos del Estado los mismos, o incluso mayores, derechos que a los partidarios de
la Constitución. Esa Constitución fue tan liberal que ofreció a los enemigos de la
libertad y de la democracia la base para destruirlas ambas por vías legales». Podría
ponerse en duda el fundamento de este juicio, pero no los motivos que lo inspiran, que
son claros. El trágico epílogo de weimar es una herida aún abierta, que no puede no
condicionar las decisiones de los constituyentes. El resultado es la previsión,en la Ley
fundamental (la Constitución de la República federal de Alemania) de normas
destinadas a atacar y reprimir desde la raíz los posibles movimientos subversivos. Es
la solución que se conoce como «democracia protegida», a propósito de la cual sería
probablemente más correcto hablar de protección frente a la democracia, porque
consiste en limitar el ejercicio de algunos derechos como la libertad de asociación y de
expresión— que constituyen presupuestos indispensables de la democracia ’. Así el
art. 9 de la Ley Fundamental prohíbe no solamente «las asociaciones cuyos fines o
cuya actividad sean contrarios a las leyes penales», sino también aquellas que se
dirigen «contra el orden constitucional o contra la idea del entendimiento entre los
pueblos». El art. 18 contempla la pérdida de los derechos fundamentales para aquellas
personas que usen su libertad «para combatir el régimen fundamental de libertad y
democracia» y el art. 21 declara inconstitucionales aquellos partidos políticos que «por
sus fines o por el comportamiento de sus adherentes tiendan a desvirtuar o eliminar el
régimen fundamental de libertad y democracia, o a poner en peligro la existencia de la
República Federal de Alemania». Tales disposiciones afectan no solo a los partidos
nazis y neonazis, sino también al Partido Comunista Alemán, disuelto en 1956 a
resultas de una sentencia del Tribunal Constitucional.
Italia tomó un camino parcialmente distinto, aunque no sin ciertas vacilaciones y
contradicciones. La Constitución republicana que entró en vigor el 1 de enero de 1948
establece, en la duodécima Disposición transitoria y final, la prohibición de
reconstitución, «bajo cualquier forma», del disuelto partido fascista. De hecho, sin
embargo, partidos que reclaman más o menos explícitamente la continuidad con el
partido fascista nacen y se consolidan a lo largo de la posguerra, sin que se produzcan
intentos de disolución. Llamativo es el caso del MSI (Movimento Sociale Italiano), que
remite incluso en su misma denominación a la experiencia de la República social
italiana y cuenta entre sus filas con antiguos miembros y nostálgicos del fascismo. Tan
flagrante violación de una disposición constitucional se explica, de un lado, recordando
el clima de «desistencia» de la Italia de los años cincuenta * y, de otro lado, resulta
coherente con lo dispuesto en el art. 18 de la misma Constitución en relación con la
libertad de asociación. Menos restrictivo que su homólogo alemán, este artículo se
limita a prohibir las asociaciones «cuyos fines sean ilícitos para los ciudadanos según
las leyes penales», las asociaciones secretas y aquellas que persigan fines políticos
mediante organizaciones de carácter militar. En la misma línea se mueve el art. 49,
según el cual «todos los ciudadanos tienen el derecho de asociarse libremente en
partidos para concurrir con método democrático a determinar la política nacional».
A parte de la obvia prohibición de las asociaciones con fines delictivos los únicos
límites impuestos por la Constitución italiana a la libertad de asociarse se refieren al
método (que, en el caso de los partidos, debe ser «democrático»), y no a los fines
ideológicos y programáticos que se persiguen. Este es el motivo por el que ha sido
posible que en Italia existiera durante años un partido como el monárquico, que
perseguía nada menos que la abolición de la forma de Estado republicana,
explícitamente excluida por el art. 139 de una posible reforma constitucional.
En realidad, cabe preguntarse sí es legítimo intentar proteger las instituciones
democráticas restringiendo algunas libertades fundamentales, La cuestión no es
solamente teórica y constituye un auténtico dilema. De un lado, la censura preventiva
de ideologías y partidos parece implicar una desnaturalización de la democracia, que
debería dejar plena libertad a los ciudadanos para elegir la formación política que
prefieran, dando por descontada la posibilidad de que a posteriori se impongan
sanciones en el caso de que los representantes electos actúen de forma contraria a la
Constitución. De otro lado, el riesgo de que bajo el paraguas garantista del Estado
democrático de derecho crezcan y cobren fuerza movimientos orientados a la
subversión de las reglas democráticas es real. Se trata de un problema que se
plantea, en general, en relación con la cuestión de los límites de la tolerancia. ¿Debe
el principio de la tolerancia extenderse a todos, incluso a los intolerantes? Locke, en el
siglo xv11, contestó que no, y se pronunció a favor de la persecución de los católicos.
Norberto Bobbio, en una intervención dedicada precisamente al tema de la prohibición
de los partidos «extremistas» introducida en algunos ordenamientos de posguerra, ha
expresado fuertes reparos hacia ese tipo de soluciones: «Responder al intolerante con
la intolerancia puede ser formalmente correcto, pero es una salida éticamente pobre y
además políticamente inoportuna. No se pretende que el intolerante, acogido en el
recinto de la libertad, comprenda el valor ético del respeto a las ideas del otro. Pero de
lo que no hay duda es de que el intolerante perseguido y excluido no se convertirá
nunca en un liberal». Se percibe en estas palabras la conciencia de que el buen
funcionamiento de las reglas en que consiste la democracia no depende únicamente
de la existencia de prohibiciones y sanciones, sino del arraigo de una cultura
democrática informada por los valores del diálogo, del respeto y de la no violencia.
Valores que no pueden ser impuestos coercitivamente y sin los cuales incluso las más
perfectas arquitecturas constitucionales corren el riesgo de sufrir lesiones irreparables
y, a la larga, de venirse abajo.
2. LA ESFERA DE LO «NO DECIDIBLE»
Si, de un lado, Alemania e Italia pueden ser consideradas como casos ejemplares de
soluciones contrarias al dilema de la tolerancia frente a los antidemócratas, de otro
ambas pueden ser reconducidas también al paradigma de la democracia
constitucional, que se generalizó en Europa a partir de la segunda posguerra. La
existencia de una constitución rígida, que no puede ser modificada mediante ley
ordinaria, y garantizada por alguna forma de control jurisdiccional, representa una
barrera significativamente más sólida que las consideradas hasta aquí frente a la
amenaza de involuciones antidemocráticas. Una barrera construida para resistir no
solo, y no tanto, frente al peligro de las minorías subversivas, sino ante el peligro
mucho más cercano del despotismo de las mayorías.
En la interpretación de Luigi Ferrajoli, la aparición del constitucionalismo rígido, en la
Segunda posguerra, supone el paso hacia una concepción del derecho y de la
democracia radicalmente nuevas. El moderno Estado de derecho, o Estado legislativo
de derecho, nace, históricamente, con el reconocimiento del principio de la legalidad
formal, en virtud del cual una norma jurídica es considerada válida no por ser
intrínsecamente «justa» o «racional» como sucedía en el paradigma del iusnaturalismo
premoderno sino por haber sido «dictada» por la autoridad competente siguiendo las
formas establecidas. El Estado legislativo de derecho limita el arbitrio de los jueces,
antes amplísimo, sometiéndolos exclusivamente a la ley positiva y realizando de ese
modo una primera forma de gobierno sub lege. En él se impone además al poder
político la obligación de actuar conforme a procedimientos ciertos y predeterminados.
Más allá de estos vínculos de carácter formal, sin embargo, en el Estado legislativo de
derecho al que no en vano Ferrajoli identifica también como «Estado de derecho en
sentido débil» el legislador es omnipotente, pudiendo transformar en ley su voluntad
cualquiera que esta sea. Esto ya no es así en el Estado constitucional de derecho (o
Estado de derecho en sentido fuerte), en el que la soberanía reside en la Constitución.
En este tipo de régimen, una ley ordinaria, para ser válida, debe respetar requisitos
que no son solamente formales, sino también sustantivos: además de haber sido
adoptada por el parlamento siguiendo el procedimiento establecido, es necesario que
no contravenga los contenidos de la Constitución. De lo contrario, la norma será
inválida permanecerá en vigor sólo hasta el momento que no intervenga el tribunal
constitucional para anularla.
El paso del Estado legislativo al Estado constitucional de derecho tiene implicaciones
relevantes sobre el funcionamiento de las instituciones democráticas. «La novedad
introducida por el constitucionalismo en la estructura de las democracias es, en efecto,
que conforme a él incluso el supremo poder legislativo está jurídicamente disciplinado
y limitado no solo respecto a las formas, predispuestas como garantía de la afirmación
de la voluntad de la mayoría, sino también en lo relativo a la sustancia del ejercicio,
obligado al respeto de esas específicas normas constitucionales que son el principio
de igualdad y los derechos fundamentales». En la democracia, que se ha vuelto ya
«constitucional», el pueblo gobierna por medio de sus representantes, pero no puede
tomar decisiones que vayan en contra de la Constitución. Existe una «esfera de lo
indecidible», sustraída a la discreción de las mayorías, que delimita, de un lado,
aquello sobre lo que «no se puede decidir» (los derechos de libertad, amparados por
prohibiciones de lesión), y por otro lado aquello sobre lo que «no se puede no decidir»
(los derechos sociales, a los que corresponden obligaciones de prestación a cargo de
los poderes públicos). De este modo, se da una respuesta a la pregunta de aquel
representante del sindicalismo revolucionario de finales del siglo XIX, preocupado por
la posibilidad de que la ampliación del sufragio fuera a conllevar el peligro de la
criminalización de la huelga: en una democracia constitucional nadie puede poner sus
manos sobre los derechos de las minorías, ni siquiera una mayoría elegida
democráticamente en El derecho de huelga, y los demás derechos sociales relativos a
la esfera social, civil y política, son demasiado importantes para quedar confiados a los
cambiantes humores del pueblo.
El cambio de paradigma acaecido con la difusión del constitucionalismo rígido impone,
según Ferrajoli, la necesidad de reformular radicalmente el modo de concebir la
democracia, que ya no podrá ser definida en términos puramente formales y
procedimentales, como conjunto de reglas que establecen quién decide (el pueblo) y a
través de qué procedimientos (la regla de las mayorías), sino que debe incluir también
una referencia a la dimensión sustantiva de qué cosa es lo que se decide.
Sólo así sería posible dar cuenta del funcionamiento de las actuales democracias
constitucionales, en las que los representantes del pueblo han dejado de ser
omnipotentes. El establecimiento de vínculos y límites al poder de las mayorías, por lo
demás, resulta indispensable para la supervivencia de la propia democracia
procedimental:
«En ausencia de tales límites, relativos a los contenidos de las decisiones legítimas,
una democracia no puede o al menos puede no sobrevivir: en línea de principio
siempre es posible que con métodos democráticos se supriman los propios métodos
democráticos. Siempre es posible suprimir, por mayoría, los derechos de libertad e
incluso el derecho a la vida. Más aún: es posible democráticamente, es decir, por
mayoría, suprimir los mismos derechos políticos, el pluralismo político, la división de
poderes, la representación, en una palabra, todo el sistema de reglas en qué consiste
la democracia política»
Una democracia que no sea «constitucional» dice Ferrajoli está constantemente
expuesta al riesgo de suicidarse. Así nos lo muestra la historia del fascismo italiano y
del nazismo, que llegaron al poder por vías formalmente democráticas, o casi, y se
transformaron en autocracias. Tras la experiencia de los totalitarismos del siglo XX ya
no es posible seguir manteniendo la confianza rousseauniana en la voluntad general,
que en ningún caso podría perseguir el mal ni errar. Para conjurar el peligro de nuevos
«suicidios» las principales democracias de posguerra en particular aquellas que
habían experimentado la dominación fascista y nazi se dotaron de constituciones
rígidas, sustrayendo los derechos fundamentales a la esfera de disposición de las
mayorías y depositando en órganos jurisdiccionales la tarea de enjuiciar la
constitucionalidad de las leyes.
¿Pero bastará esta referencia a la historia para justificar que exista una «esfera de lo
indecidible» en una democracia? ¿Cómo sustraer al pueblo una parte de la soberanía
sin recaer en formas de gobierno que, en el fondo, no son sino aristocráticas? ¿Qué
relación existe entre democracia y constitucionalismo?
3. LOS DERECHOS COMO PRESUPUESTO DE LA DEMOCRACIA
Una de las posibles maneras de justificar la existencia de una «esfera de lo
indecidible» en un régimen democrático consiste en presentarla como el presupuesto
indispensable de la democracia misma, la cual, en su ausencia, acabaría degenerando
y adoptando formas absolutistas y autodestructivas. Las propias teorías
procedimentales de la democr A, cia reconocen, habitualmente, que la protección
constitucional de algunos derechos de libertad, junto con la de los derechos políticos,
es una condición necesaria para que un sistema pueda ser calificado como de.
mocrático. Bobbio afirma, por ejemplo, que el reconocimiento constitu. cional de los
derechos de libertad constituye «el supuesto necesario del correcto funcionamiento de
los mismos mecanismos fundamentalmente procesales que caracterizan un régimen
democrático». Retomando y desarrollando el enfoque bobbiano, Michelangelo Bovero
ha invitado a entender las «cuatro libertades de los modernos» (libertad personal, de
expresión, de reunión y de asociación) como las precondiciones liberales de la
democracia, y algunos derechos sociales, como el derecho a la subsistencia y a la
educación, como las precondiciones sociales de las que depende la efectividad de
dichas libertades. Para que pueda hablarse de democracia este es el argumento no es
suficiente que se celebren elecciones periódicas por sufragio universal. Es necesario
que tales elecciones se desarrollen en condiciones de libertad efectiva, que a todos les
sea consentido el formarse autónomamente una opinión y elegir con conocimiento de
causa. Con una fórmula, aunque es verdad que no hay democracia (representativa)
sin elecciones, la historia pasada y presente ofrece numerosos ejemplos de sistemas
electivos (incluso por sufragio universal) en los que no hay democracia.
Luigi Ferrajoli ha sostenido, a su vez, la existencia de un nexo indisoluble entre la
soberanía popular y cada una de las dos clases de derechos que él denomina
«primarios»: los derechos de libertad y los derechos sociales. Si es cierto, en efecto,
que la voluntad popular «se expresa auténticamente solo sí puede expresarse
libremente», mediante el ejercicio de la libertad de expresión, de prensa, de reunión,
de asociación, tales libertades serán efectivas solo en tanto que estén garantizadas las
expectativas positivas, a prestaciones públicas, en las que consisten los derechos
sociales. Considérese, en particular, la importancia de asegurar la garantía del
derecho a la educación en relación con el problema de la competencia de los
ciudadanos, al que reiteradamente nos hemos referido en estas páginas.
A Ferrajoli se le ha objetado que no se ha limitado a incluir en la «esfera de lo
indecidible» los derechos que podrían ser plausiblemente considerados como
presupuestos de la democracia, sino que ha incluido también aquello que debería ser
confiado a la libre discusión y decisión «Una cosa son en efecto los contenidos, los
ámbitos sobre los que una decisión democrática puede versar, y otra distinta son los
presupuestos (igualmente sustantivos) que hacen de este método, un método
democrático». Por más que sea lícito sustraer a la discreción de las mayorías los
derechos que constituyen las condiciones sine qua non de la democracia para Anna
Pintore, los derechos políticos y algunos derechos de libertad como la libertad de
expresión, de asociación, de reunión y el habeas corpus, la introducción en la «esfera
de lo indecidible» del catálogo entero de los derechos, incluso de los derechos
sociales, tendría como consecuencia una inadmisible lesión del principio de la
soberanía popular, un injustificable ataque a la «dignidad de la legislación»
Para comprender enteramente el alcance de esta crítica hay que tener en cuenta que
la «esfera de lo indecidible», en la teoría de Ferrajoli, se extiende mucho más allá de lo
previsto en la teoría clásica del constitucionalismo liberal, articulándose en los
«hemisferios» de lo «¡indecidible que» (los derechos de libertad) y de lo «indecidible
que no» dos derechos sociales), a los que corresponden respectivamente
prohibiciones de lesión y obligaciones de prestación a cargo de los poderes públicos.
Se trata de una articulación que aspira a dar cuenta de la realidad de gran parte de las
democracias constitucionales, configuradas como liberales y sociales al mismo tiempo.
Lo característico de la posición de Ferrajoli es la invitación a «tomarse en serio» los
derechos sociales positivizados por el constitucionalismo del siglo XX, que la doctrina
ha interpretado con frecuencia como derechos sui generis: unas veces insistiendo en
su estatuto de normas programáticas, dirigidas al legislador más que a los jueces;
otras sosteniendo su no justiciabilidad . Por el contrario, garantizar los derechos
sociales es para Ferrajoli técnicamente posible, con tal de que exista la voluntad
política de hacerlo. Él propone, a tal fin, la constitucionalización de límites
presupuestarios vinculados a los gastos sociales, una estrategia que permitiría a los
tribunales declarar la inconstitucionalidad de una ley presupuestaria que no destinara
un determinado porcentaje de gasto a la protección de los derechos a la salud, a la
educación, a la seguridad social, etc. Una propuesta que ha hecho saltar las alarmas
de quienes temen una intolerable extralimitación del derecho en el campo de la
política, un «blindaje jurídico de la democracia», una expansión desmedida de la
esfera de lo indecidible.
A partir de esta objeción se comprende también el ulterior reproche que se le dirige
con frecuencia a Ferrajoli y a los teóricos del constitucionalismo, sobre el papel de la
jurisdicción en la democracia constitucional. Atribuir al tribunal constitucional no solo la
tarea de anular los actos inválidos porque lesionan los derechos de libertad, sino la de
obligar y los poderes públicos a destinar recursos para la satisfacción de derechos
sociales, ¿acaso no significa transformarlo de legislador negativo como lo había
imaginado Kelsen en un auténtico legislador pos!tivo? ¿No implica una politización
impropia de la jurisdicción, que sustituirá al par. lamento en la tarea de adoptar
medidas de carácter social que deberían poderse inspirar en las más variadas
orientaciones ideológicas? Son críticas dirigidas contra la obra de Ferrajoli, que parte
de presupuestos rigurosamente iuspositivistas, como sobre todo contra las teorías del
derecho «principialistas» de autores como Dworkin, Alexy, Nino o Zagrebelsky.
Basándose en postulados epistemológicos muy alejados de los de Ferrajoli, estos
autores acabarían elaborando teóricamente (y suscribiendo en la práctica) el
exorbitante poder de los jueces constitucionales, encargados de ofrecer una
interpretación creativa de la ley en virtud de principios tan vagos e indeterminados que
dejan el más amplio margen a las preferencias subjetivas. A propósito del principio de
razonabilidad, al que a menudo apelan las sentencias de los tribunales
constitucionales, Riccardo Guastini habla de un «instrumento muy potente para revisar
discrecionalmente las decisiones discrecionales del legislador, esto es, para imponer
su propia discrecionalidad (del tribunal constitucional) a la del legislador».
¿Cómo valorar estas objeciones? No es posible en este contexto ahondar en el
complejo problema de la relación entre política y derecho y entre instituciones de
gobierno y de garantía. Me limito a observar que la tan temida constitucionalización de
los vínculos de presupuesto social no convertiría al parlamento y al gobierno en
simples «ejecutores» de los dictados constitucionales, ni implicaría una usurpación de
las funciones legislativas por parte de los jueces, dejando en manos de los
representantes del pueblo un amplio margen de discrecionalidad en el decidir cuáles
habrán de ser las políticas destinadas a satisfacer los diferentes derechos y cuántos
recursos habrá que destinar a tal efecto, más allá del umbral mínimo
constitucionalmente establecido.
Por lo que respecta al problema más general de la extensión de la «esfera de lo
indecidible» es suficiente un rápido examen de los contenidos de las principales
constituciones europeas de la segunda posguerra, o a instrumentos internacionales
como los Pactos de 1966 y la Carta de Niza, para darse cuenta de que sería excesivo
interpretar todos los derechos que en ellos se establecen como presupuestos lógicos
de la democracia. Considérense derechos de libertad como la inmunidad frente a la
tortura o el derecho a la privacy; derechos civiles como el derecho a estipular contratos
o a contraer matrimonio; derechos sociales como el derecho a la salud o a la previsión
social. Ello no significa, sin embargo, que estos últimos derechos merezcan una menor
protección constitucional. Es posible sostener que el respeto a la esfera íntima y
privada de todo individuo, así como la satisfacción de las necesidades básicas de
quienes están en condiciones de singular vulnerabilidad y debilidad (niños, enfermos,
ancianos, discapacitados, indigentes) son fines o valores en sí mismos dignos de ser
protegidos. Se dirá, en otras palabras, retomando la clásica argumentación liberal en
defensa de los derechos, que la democracia no lo es todo y que ese compuesto
químico inestable que es la democracia constitucional reposa sobre fundamentos de
legitimidad dispares: la igualdad en los derechos políticos, como condición para el
ejercicio de la autodeterminación democrática; la igualdad en los derechos civiles,
sociales, de libertad, como condición para el «pleno desarrollo de la persona
humana», del que habla el art. 3 de la Constitución italiana.
A este propósito no puede pasar desapercibido que la opción de Ferrajoli por
reconducir a la democracia las cuatro clases de derechos fundamentales que caen en
la «esfera de lo indecidible», identificando cuatro dimensiones de la democracia
(liberal, social, civil y política), ría resultar contraproducente porque parece suponer
que el Estado constitucional de derecho solo puede ser defendido en términos
«democráticos». En realidad, Ferrajoli es bien consciente de que el constitucionalismo
del siglo xx se inspira también en otros valores, que no son la «democrática»
autodeterminación en la esfera pública. A quien considera que «creemos en los
derechos porque creemos en la autonomía de los individuos» y debemos por tanto
asumir los riesgos (de decisiones erróneas e incluso suicidas) que la democracia
conlleva *, Ferrajoli responde relativizando el valor de la autodeterminación y
apelando, una vez más, a la lección de la historia:
«Lo siento: ya hemos experimentado riesgos y tragedias similares con el fascismo y
con los totalitarismos que han afligido nuestro siglo. Hemos comprendido, tras esas
tragedias, que la autonomía política y la autonomía privada son, sí, derechos, pero
derechos-poder que, como tales, exigen límites y vínculos. Precisamente por esto,
contra sus posibles abusos, fueron inventadas las constituciones rígidas»
Entre los derechos fundamentales nos dice Ferrajoli están los derechos civiles y
políticos, que consisten en el poder de autodeterminarse, respectivamente, en la
esfera privada y en la pública. En cuanto derechos poderes, que producen
consecuencias en la esfera jurídica de los demás, tales derechos se encuentran
subordinados, en la formulación de las constituciones del siglo XX, al respeto de los
derechos de libertad y de los derechos sociales Y. Si la tutela constitucional de estos
derechos es índice del valor atribuido al principio de autonomía, que se expresa en la
esfera pública a través del voto y en la esfera privada a través del ejercicio de la
libertad contractual, el establecimiento de límites a su ejercicio deriva de la exigencia
de proteger también otras necesidades e intereses.
Invitado a explicitar los valores sobre cuya base son defendibles los derechos
fundamentales, Ferrajoli indica, junto a la democracia, la igualdad, la paz y la defensa
del más débil. Todos ellos fines o valores «sugeridos por la experiencia histórica del
constitucionalismo democrático, tanto estatal como internacional, que ha resultado, de
hecho, orientada axiológicamente por ellos» *. Guste o no, el constitucionalismo del
siglo xx nace bajo el signo del rechazo de una concepción totalizante de la
democracia. Bajo el signo de otros valores, además de la autonomía. Si esto es cierto,
la actuación de los jueces constitucionales deberá ser justificada no sólo en nombre de
la salvaguardia de las precondiciones de la democracia, sino en nombre de
expectativas y necesidades potencialmente amenazadas por el ejercicio de la
democracia misma.
Entre los criterios axiológicos indicados por Ferrajoli, el de la defensa del más débil
resulta particularmente adecuado para dar cuenta del rasgo de la indisponibilidad, que
el moderno constitucionalismo asocia a los derechos fundamentales. Indisponibilidad
significa imposibilidad, por parte de los titulares de los derechos, de alienarlos o
transferirlos a otros. De ahí la prohibición de vender un riñón, pactar un voto, renunciar
a un permiso de maternidad o impedir la persecución de oficio de un delito del que se
ha sido víctima. Una prohibición que busca proteger, frente «a sí mismos», a aquellas
personas que podrían verse arrastradas, encontrándose en una situación de privación
material y/o cultural, a «orientar su voluntad contra sus propios intereses vitales». Si
una cierta dosis de paternalismo aparece en todo ello, hay que tener el valor de
reconocer que se trata de un paternalismo necesario, para impedir que las personas
que se hallan en condiciones de especial dificultad tomen decisiones aparentemente
«libres» pero tristemente condicionadas y que acaben volviéndose en su propio
perjuicio.
4. LA DEMOCRACIA COMO PRESUPUESTO DE LOS DERECHOS
Una segunda vía para justificar la existencia de una esfera de lo indecidible y la
actuación de los tribunales en su defensa consiste en invertir la relación que hemos
manejado hasta aquí entre constitución y democracia: la primera ya no será
presupuesto de la segunda, sino que la segunda será justificación de la primera. Es
una estrategia que está presente, por ejemplo, en los discursos de los padres
fundadores de la república en los Estados Unidos de América (la primera democracia
constitucional de la historia), para quienes era evidente que «el pueblo constituye la
única fuente legítima de poder» y que «de él procede la carta constitucional de que
derivan las facultades de las distintas ramas de gobierno» *. Desde esta perspectiva el
control de constitucionalidad de las leyes ya no es interpretado en clave
antidemocrática, o «contramayoritaria»: en efecto, las normas constitucionales que los
jueces están obligados a aplicar no son más que expresión de la «voluntad popular»,
frente a la cual la «voluntad del legislador», manifestada a través de las leyes, ha de
quedar relegada a un segundo plano. ¿Pero qué sucede cuando la voluntad del
legislador democráticamente electo entra en conflicto con la expresada por el pueblo
en la fase constituyente? ¿Habrá que devolver la palabra a los ciudadanos,
atribuyéndoles el poder de modificar, y en el límite de reescribir, una Constitución en la
que ya no se reconocen, o por el contrario habrá que impedírselo, defendiendo la
intangibilidad de los mandatos constitucionales? A finales del siglo xvi se perfilan en
esta materia dos posiciones contrapuestas y paradigmáticas: la «democrático-
populista» de Thomas Paine y de Thomas Jefferson, convencidos de que había que
ofrecer al pueblo soberano la posibilidad de acometer revisiones constitucionales
periódicas (convocando una asamblea constituyente cada veinte años, en la propuesta
de Jefferson) y la posición al final triunfante de John Adams y de los «federalistas»
(con Madison a la cabeza), partidarios de cierto grado de rigidez constitucional.
El problema vuelve a ser objeto de disputa en nuestros días, y no solo en el ámbito
académico. ¿Por qué razón la voluntad del pueblo solemnemente expresada en el
instante constituyente debe contar más que la voluntad de las generaciones
siguientes? ¿Por qué el pasado debe vincular el presente hasta el punto de «atarle las
manos» a quien, hoy, ya no se reconoce en las opciones que llevaron a cabo los
constituyentes y quisiera poder modificar, sin demasiadas dificultades, las normas
constitucionales Y? Detrás de interrogantes como estos sigue apareciendo la idea de
que las constituciones extraen su legitimidad del hecho de haber sido creadas
«democráticamente» y de contar con el consenso mayoritario, y hasta unánime, de los
ciudadanos, En la perspectiva «republicana» una constitución, «en la medida en que
remite a un derecho en el que el ciudadano ha de poderse reconocer, tiene mucho
más que ver con la construcción de la identidad de la comunidad política que con la
certeza del derecho»
«arriesgado sería suponer que en torno a los valores establecidos por las cartas
constitucionales, incluidos los derechos más elementales, haya existido, e incluso que
exista ya, un consenso mayoritario. Un referéndum en favor de la libertad de
conciencia 0 de las garantías penales y procesales que se hubiera desarrollado en la
época de Beccaria o de la Revolución francesa no habría tenido ciertamente el
consenso, no digamos de la mayoría, sino ni siquiera de una minoría significativa.
Incluso hoy deberíamos temer, en nuestras mismas democracias, una votación
popular sobre los derechos sociales o sobre la pena de muerte»
La justificación de los derechos fundamentales no reside en el consenso popular que
los sostiene en un momento determinado, y sería curioso que dependiera de él. Los
derechos son por definición pretensiones, o expectativas, que se dirigen contra las
mayorías, y sí son objeto de constitucionalización es precisamente para ponerlos al
reparo de la voluntad de las mayorías. El argumento del consenso, como mucho,
puede considerarse como una razón suplementaria no la razón principal para justificar
los derechos y su introducción en la «esfera de lo indecidible».
¿De qué depende, entonces, la legitimidad de las constituciones rígidas? Una vez
rebajado el argumento democrático del consenso y descartada la solución
iusnaturalista, consistente en considerar las constituciones escritas de la modernidad
como positivación de principios y valores eternos, que encontrarían su justificación en
la Naturaleza, la Razón o en Dios, ¿qué otra opción tenemos? La respuesta de
Ferrajoli es la siguiente:
«En pocas palabras, una constitución es democrática [...] no tanto por- que es voluntad
de todos, sino porque garantiza a todos; no porque los derechos en ella establecidos
sean universalmente aceptados lo que [...] es insostenible, tanto en el plano empírico
como en el axiológico, sino porque se confieren universalmente a todos; no porque
nadie esté excluido de su estipulación lo que es imposible y en todo caso generaría
cons- tituciones de mínimos y regresivas, sino porque en ella se pacta la no exclusión
de nadie»
Puede parecer una respuesta que abre más problemas de los que resuelve. Una
constitución no se justifica en virtud del consenso que la sostiene, sino por su
contenido. De acuerdo, ¿pero cómo se justifica, a su vez ese contenido? ¿Apelando al
valor «objetivo» e intuitivamente evidente de los derechos y del principio de igualdad?
Se recaería entonces en un argumento de tipo jusnaturalista, con todos los problemas
que ello implica. ¿Habremos de concluir que las constituciones se justifican por el
mero hecho de existir? ¿Cómo pretender que vayan a durar «eternamente», cuando
no se consigue aportar otro fundamento que no sean los «frágiles e imprevisibles
vaivenes de la historia, por lo demás reciente, del constitucionalismo moderno»?
A objeciones como estas Ferrajoli responde invitando a distinguir el problema del
origen histórico-sociológico de las constituciones y el de su justificación en el plano
ético. La constitucionalización de los derechos es ciertamente el producto de un
recorrido histórico contingente, el resultado de luchas y revoluciones realizadas en
defensa de ciertos fines y valores (la libertad, la igualdad, la solidaridad). Su
justificación en el plano ético-político depende de un juicio que vierte sobre esos fines
y valores, los cuales, en una perspectiva iusnaturalista y cognitivista, Serán entendidos
como los únicos racionalmente justificables y que, En la perspectiva iuspositivista y no
cognitivista de Ferrajoli, serán en cambio «no justificados, sino postulados»,
defendibles mediante argumentaciones, y no mediante demostraciones. Entre las
buenas razones indicadas por Ferrajoli en defensa de los valores de la democracia, la
igualdad, la paz, la defensa del más débil, que alientan el constitucionalismo del siglo
XX, está la de evitar un futuro de violencia, guerras, terrorismo, que encuentran su
alimento en el resentimiento y la humillación de los excluidos en la sociedad del
bienestar.
Aunque no es posible aquí profundizar mucho más en un problema tan complejo como
es el del fundamento de los derechos, conviene retener el argumento en negativo que
ofrece Ferrajoli: la justificación de las constituciones no depende del hecho real o
hipotético de que hayan sido «queridas por todos», o que expresen «la voluntad
profunda y auténtica (del pueblo), interpretada por los padres constituyentes» *#s. Es
suficiente esta tesis para vaciar de significado la propuesta jeffersoniana de las
asambleas constituyentes periódicas, que por lo demás eran blanco de una serie de
fundadas objeciones de tipo práctico, que los autores de El Federalista se encargaron
de poner de manifiesto, destacando el peligro de que la crispación del enfrentamiento
político cotidiano llegue a interferir con las decisiones constitucionales, permitiendo a
las «pasiones» prevalecer sobre la razón.
En conclusión, aunque los derechos fundamentales no pueden ser defendidos «en
nombre de la democracia» (ya que no todos pueden ser interpretados como sus
precondiciones lógicas), tampoco pueden ser justificados «mediante la democracia»,
apelando a un presunto consenso mayoritario. La democracia no lo es todo. Los
derechos fundamentales han de ser protegidos también contra la voluntad del pueblo.
5 DEMOCRACIA Y ESTADO DE DERECHO EN TIEMPOS DE GLOBALIZACIÓN
La relación entre constitucionalismo y democracia adquiere un significado nuevo
desde el momento en que la democracia deja de identificarse, aristotélicamente, con el
«gobierno de los pobres»:
«en el pasado, en el viejo estado liberal solo garante de los derechos civiles y de la
libertad, era el estado de derecho el que tenía un valor conservador; mientras que la
democracia, al hacer posible la representación de una mayoría de pobres, tenía sobre
todo un valor social y, en todo caso, progresista. Hoy sucede lo contrario, el estado
constitucional de derecho es un factor de garantía de los sujetos más débiles frente a
las tendencias conservadoras de las mayorías; y la ideología neoliberal,
paradójicamente, ha descubierto el valor de la democracia rousseauniana como
equivalente político de la libertad de mercado”
Una de las razones por las que los viejos liberales temían la democracia, como poder
del número, era el temor de que pudiera traducirse en un «gobierno de clase». «En
todos los países hay una mayoría de pobres y una minoría que, por oposición, puede
ser llamada de ricos», escribía John Stuart Mill. Y se preguntaba a continuación cómo
evitar que los primeros, conquistado el poder mediante las reglas de la democracia,
impusieran medidas «de parte» como el impuesto sobre la propiedad agraria, la
igualdad de los salarios, la abolición del trabajo a destajo*'. En la actualidad, en las
democracias del Occidente industrializado, el poder del número y el poder económico
tienden a converger y a solaparse. Incluso en tiempos de crisis económica y de
creciente fragilidad de una parte de la clase media, el tenor de vida de la mayoría de
los ciudadanos-electores se encuentra incomparablemente por encima del de quienes
viven en los márgenes de las sociedades del bienestar (inmigrantes, ante todo, pero
también parados, working poors, ancianos con pensiones mínimas), por no mencionar
a quienes están fuera del círculo dorado de Occidente. En esta situación, la
constitucionalización de los derechos sociales, que las declaraciones del siglo XX
atribuyen en gran medida a la persona, y no solo al ciudadano, es un baluarte para la
defensa de los más débiles una minoría, que de lo contrario quedarían desarmados
ante los caprichos de la mayoría de ricos o, en su caso, de quienes están en una
situación relativamente mejor y, habiéndose acostumbrado ya a mantener
determinados niveles de consumo, no están dispuestos a renunciar a ellos en
beneficio de quienes están peor.
Si consideramos lo que sucede en el escenario global, el cuadro Mn da invertido:
quienes viven en condiciones de dramática indigencia la absoluta mayoría de la
población mundial, frente a pequeñas islas de privilegio. A falta de estructuras para
una democracia cosmopolita, que permitan a los habitantes de los países pobres
formar coaliciones y Luchar para obtener justicia, son una vez más los derechos
proclamados en los documentos internacionales como la Declaración Universal o los
Pactos de 1966 los que permiten abrir una puerta a la esperanza. El establecimiento
de garantías adecuadas para esos derechos, que siguen siendo en gran medida
ineficaces, es uno de los principales desafíos del próximo futuro. En relación con los
derechos sociales, Ferrajoli propone el reforzamiento de instituciones ya existentes en
la actualidad, como las agencias de Naciones Unidas encargadas de combatir el
hambre en el mundo, la protección de la infancia, la promoción de la salud y el
desarrollo (FAO, Unicef, OMS, Unesco, OIT). Estas y otras instituciones del mismo tipo
deberían llegar a transformarse en autoridades independientes, orientadas a la
garantía de los derechos sociales y dotadas de recursos adecuados, obtenidos
también a través del establecimiento de impuestos a escala global.
Y, sin embargo, es precisamente la cuestión de la garantía de los derechos a escala
supranacional la que nos obliga a reflexionar sobre la insuficiencia de una respuesta
exclusivamente jurídica a los desafíos de la globalización. Las incontables
contradicciones y los fracasos de las agencias de Naciones Unidas y de las ONG que
trabajan en el Sur del mundo nos llevan a cuestionar la eficacia de las intervenciones
que caen desde arriba, en lugares en los que no han llegado a madurar todavía las
condiciones necesarias para una reivindicación de los derechos desde abajo. Es
inevitable recordar las prácticas lesivas de los derechos fundamentales, como las
mutilaciones genitales femeninas, que difícilmente pueden eliminarse sin un proceso
de toma de conciencia y movilización que comprometa, ante todo, a las poblaciones
afectadas. Y la experiencia enseña que las mismas intervenciones de carácter social y
humanitario de las agencias de la ONU y de las ONG, incluso cuando no están
contaminadas por intereses turbios, acaban creando dependencia en sus
beneficiarios, perpetuando la pobreza, el subdesarrollo, la subalternidad. Es legítimo
entonces preguntarse, con la investigadora india Nee. ra Chandhoke, sí el trabajo, aun
indispensable, de las ONG en el tercer mundo y, en perspectiva, la labor de las
instituciones supranacionales de garantía imaginadas por Ferrajoli, logrará reemplazar
esa «actividad que llamamos política» o que deberíamos, más propiamente,
denominar política «democrática»: una actividad propia de personas corrientes, que
toman conciencia de la naturaleza colectiva de sus problemas, se reúnen y se asocian
para debatir sobre ellos, para buscar soluciones, para reivindicar derechos.
Si esto tiene sentido, habremos de matizar la conclusión a la que se había llegado en
el apartado anterior: hay que reconocer no solo que la democracia no lo es todo, sino
que tampoco los derechos lo son. Es necesario que las personas se organicen y
actúen para promover el modelo de sociedad que consideran preferible. Es necesaria
la democracia, para reivindicar derechos y proyectar instrumentos para que lleguen a
ser efectivos.

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