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El problema de la ciencia

Para evitar engañarnos con paradigmas erróneos, debemos


tener criterio independiente

28 de abril 2017, 10:00 PM

A principios del siglo XX, el geofísico alemán Alfred Wegener sorprendió al


mundo con una idea que fue considerada absurda por la academia científica
de entonces. Sostenía que Europa y África estuvieron unidas a Norteamérica
y Sudamérica, sin que entre tales masas continentales hubiese algún océano
de por medio. Afirmaba que, en un momento dado, ese enorme
supercontinente se había fragmentado, surgiendo el Atlántico entre ellos.

El problema era que el concepto del desplazamiento de los continentes


afectaba las interpretaciones geológicas imperantes, particularmente las
concepciones existentes sobre la formación de las masas terrestres. De
aceptarse esa tesis, había que reescribir los textos científicos aprobados.

En vida, Wegener debió soportar terribles críticas y humillaciones por parte


de sus colegas contemporáneos. El ridículo y la sátira eran ingredientes
usuales del debate en su contra.

Antes de la comprobación de la tesis de Wegener, quien creyese en el


desplazamiento de los continentes estaba fuera de la comunidad científica.

Para cuando la comunidad científica descubrió su error y la veracidad de las


tesis de Wegener, este había muerto humillado y sin recibir mérito alguno
por su descubrimiento.

No fue el único caso. Sucedió aún peor con el monje agustino Gregorio
Mendel, del que fueron igualmente ignorados sus estudios científicos sobre
los principios básicos de la herencia genética.

Por ser religioso y hombre de convicciones espirituales firmes, Mendel


estaba convencido de que tras la creación existía un orden prediseñado, por
lo que se dispuso a escudriñar el mundo natural hasta lograr el
descubrimiento de los principios básicos de la herencia genética mediante el
cultivo de guisantes, que era lo que tenía a la mano.

El abad publicó sus estudios en una revista de la sociedad científica de Brno,


muy difundida entonces en Europa. A pesar de los implacables y asombrosos
datos que Mendel aportó, la comunidad científica retribuyó sus hallazgos
con una total indiferencia y desprecio.

La explicación de tan innoble actitud, pese a la contundencia de sus


descubrimientos científicos, se debió al hecho de que él era un monje ajeno a
la comunidad científica.

Contraste. Sucede también en sentido contrario, cuando por esos mismos


estereotipos se hace bombo de lo que no amerita. Un ejemplo es lo que
sucedió en el debate entre paleontólogos y ornitólogos sobre el origen de las
aves.

En este debate, los prejuicios, celos y egos encontrados dieron para el bombo
y ensalzamiento de las más increíbles teorías fantasiosas, falsedades y
estafas científicas posibles. Todo con tal de imponer, a toda costa, la teoría
defendida por una de las partes.

Memorable es el caso del supuesto “arqueorraptor”, promovido en 1999 ante


la prensa mundial por un grupo de paleontólogos, patrocinados por National
Geographic.

Su afán era silenciar a los ornitólogos en el debate. Al final, resultó que el tal
“arqueorraptor” era un fósil compuesto que consistía en muchas partes
pegadas entre sí adrede. Entre otras alteraciones, la más grave era que la cola
del dinosaurio había sido añadida al cuerpo de un ave.

La National Geographic resultó avergonzada por el enfermizo ego de un


grupo de paleontólogos deshonestos. Por puro prejuicio se hacía apología de
algo que no lo merecía.

Incluso mucho tiempo atrás, en ese debate aludido, había sido


particularmente determinante contra los ornitólogos las caprichosas
ilustraciones que hizo el naturalista danés Gerhard Heilman, las cuales
carecían de sustento probatorio. La historia es pródiga en ejemplos de este
tipo.

Así también sucedió con el éxito editorial Coming of age in Samoa, de la


antropóloga Margaret Mead y sus “teorías” sobre el comportamiento familiar
de los samoanos.

Apelando a la extravagancia de sus teorías, se convirtió en gurú de la ciencia


social del siglo XX, con un éxito comercial que vendió millones de
ejemplares y traducción en 16 idiomas; sin embargo, para verdades el
tiempo.

Años después de su publicación, resultó que gran parte de sus conclusiones


no eran sino fantasías y prejuicios personales, al punto que la Universidad de
Harvard publicó un estudio del prestigioso antropólogo Derek Freeman, en
el que se concluye que la evaluación hecha por Mead acerca del
comportamiento de los samoanos fue, en gran medida, falsa.

Aún más, en los círculos sociales de los samoanos informados y cultos de


hoy, el nombre de Margaret Mead es unánimemente censurado. ¿Cuántos
otros conceptos erróneos se siguen escondiendo como verdades absolutas en
las aulas de nuestros jóvenes y en los libros de texto?

Brevedad. Analizando esta situación, recordé mi empolvado texto sobre las


revoluciones científicas escrito por Thomas Kuhn, quien nos alertaba que los
científicos usualmente investigan y concluyen influidos por “conceptos que
solo durante cierto tiempo proporcionan modelos de problemas y
soluciones”.

O sea, las ideas imperan unos años hasta que tiempo después se imponen
otras que, igualmente, terminan siendo sustituidas por unas nuevas. Y así
sucesivamente.

Incluso un cambio de paradigma puede devolvernos a otro que había sido


rechazado ya. Un ejemplo de ello fue la idea materialista que hasta el siglo
XIX estaba generalmente aceptada, de que la vida podía surgir
espontáneamente; sin embargo, tal concepto fue completamente desechado a
raíz de los implacables descubrimientos de Louis Pasteur.
La ofensiva de las tesis materialistas, no obstante, ha continuado y se ha
vuelto a imponer, aunque sin prueba alguna, el dogma de que la vida surgió
espontáneamente y por sí misma.

La interrogante que surge de estas experiencias históricas la resume el Dr.


Ariel Roth, biólogo de la Universidad de Michigan, en una pregunta
aleccionadora: si en el ideal científico hay una búsqueda continua de la
verdad, ¿está la ciencia a merced del pensamiento gregario de científicos que
se aferran obstinadamente a prejuicios previamente asumidos?

Cuando un paradigma domina, la ridiculización de otras nociones crea un


ambiente de opinión que preserva la teoría dominante, sea cierta o no.

La conclusión a la que llego es que la única forma de evitar engañarnos con


paradigmas erróneos es tener un criterio independiente que nos haga
discernir las tendencias prejuiciosas de algunos miembros de la comunidad
científica, pues muy a menudo científicos tienden a guiarse por teorías más
que por datos.

El autor es abogado constitucionalista.

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