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Mentalización y trabajo exploratorio en la psicoterapia

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Gustavo Lanza Castelli


Asociación Internacional para el estudio y desarrollo de la mentalización
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MENTALIZACIÓN Y TRABAJO EXPLORATORIO EN LA PSICOTERAPIA

Gustavo Lanza Castelli


gustavo.lanza.castelli@gmail.com

[la primera tarea del terapeuta ha de ser:] “…proveer al paciente de una base segura, desde la cual pueda
explorar los múltiples aspectos desdichados y dolorosos de su vida, pasados y presentes, en muchos de
los cuales encuentra difícil o quizás imposible pensar y reconsiderarlos sin un compañero confiable que le
provea apoyo, aliento, simpatía y, en ocasiones, orientación” (Bowlby, 1988, p. 138)
[cursiva y negrita agregadas]

En diversos trabajos sobre los procesos de cambio en psicoanálisis, Peter Fonagy y colaboradores
diferencian dos modelos que permiten poner de relieve distintos aspectos de los factores terapéuticos
en el psicoanálisis y la psicoterapia (Fonagy et al., 1993; Fonagy, Target, 2005; Allen, Fonagy,
Bateman, 2008).
Uno de ellos, es el modelo representacional, que pone el acento en las representaciones que han
devenido inconscientes por obra de una defensa que se les opone y que propone como objetivo la
recuperación de las mismas junto con los sentimientos que conllevan, así como la reestructuración del
sistema representacional a través del incremento de la integridad de las organizaciones mentales, la
elaboración de sus conexiones con otros sistemas y la creación de nuevas representaciones, tanto de
estados externos como internos (Fonagy et al., 1993).
Según este modelo, los cambios se logran en la organización interna de los contenidos mentales
(sentimientos, creencias, ideas) por medio del trabajo interpretativo y de la relación paciente-
terapeuta. A través de estos dos factores se busca integrar y reorganizar las estructuras mentales
inconscientes rechazadas (Fonagy, 1999; Fonagy et al. 1993).
Por su parte, el modelo de los procesos mentales, se centra en las capacidades que los pacientes
poseen (en grado variable) para trabajar con, dar forma y transformar sus sistemas de
representaciones mentales, regular su vida emocional y establecer relaciones interpersonales
adecuadas, mediante distintos procesos (por ej. los procesos atencionales, de monitoreo, de
pensamiento, elaborativos, de regulación y control, de comprensión de la mente ajena, etc.).
Desde el punto de vista de la psicopatología, Fonagy sostiene que la inhibición de los procesos
mentales tiene mayores consecuencias patológicas que el rechazo de determinado conjunto específico
de representaciones.
De hecho, este modelo recibió una atención particular a raíz del tratamiento de los pacientes graves
(borderline, narcisistas, psicosomáticos, etc.) y distintos autores pusieron de manifiesto que en estos
casos el problema central no se hallaba tanto en las vicisitudes de determinados contenidos mentales,
sino en la inhibición de ciertos procesos o funciones.
De este modo, los representantes de la Escuela Psicosomática de París, por ejemplo, hicieron hincapié
en la inhibición de aquellos aspectos del funcionamiento mental responsables de la elaboración de las
excitaciones. Se produce en estos casos -según su planteo- una desorganización de los fundamentos
mismos del aparato mental, con lo que se empobrece el Preconsciente, desaparecen prácticamente los
sueños y en el plano relacional tienen lugar vínculos desprovistos de afecto y marcados por el peso de
la necesidad. Los déficits en la capacidad de simbolización hacen que en lugar de los síntomas
neuróticos, con alto valor simbólico, aparezcan las somatizaciones, privadas de dicho valor (Marty,
1980, 1990, 1991).
Por su parte, Peter Fonagy y colaboradores postularon que en los pacientes con desórdenes de la
personalidad severos se inhibe un aspecto particular del desarrollo de los procesos mentales: la
función reflexiva o mentalización (Fonagy et al. 1993; Fonagy et al., 2002; Bateman, Fonagy, 2004,
2006).
Las consecuencias de dicha inhibición del mentalizar son múltiples, ya que a las manifestaciones
clínicas producto de la misma se agregan aquellas que derivan de la activación, por vía de regresión,
de modos de funcionamiento prementalizadores (el modo de equivalencia psíquica, el modo como-si,
el modo teleológico) (Fonagy et al., 2002; Allen, Fonagy, Bateman, 2008). En estos casos, algunas de
las consecuencias mencionadas son: la dificultad para formar una representación del propio mundo
mental y del ajeno, la prevalencia de esquemas de atribución rígidos y estereotipados en las
relaciones interpersonales, las dificultades para llevar a cabo una precisa identificación y
diferenciación de los afectos así como una adecuada regulación y expresión de los mismos, las
restricciones para reflexionar sobre la vida mental propia y ajena, las limitaciones para adoptar una
postura metacognitiva desde la cual poder diferenciar el pensamiento de la realidad efectiva, la falta
de flexibilidad mental, etc.
Según estos autores, el trabajo clínico en estos casos ha de centrarse en ayudar al paciente en la
reactivación de las funciones mentales inhibidas, para lo cual proponen una serie de estrategias y
técnicas diferentes de la interpretación de los contenidos, propia del modelo mencionado en primer
término (Bateman, Fonagy, 2004, 2006).
En posteriores desarrollos, Peter Fonagy y colaboradores advirtieron que la inhibición de ciertos
aspectos de la capacidad de mentalizar se encuentra presente en todos los cuadros clínicos, aún en las
neurosis (en las que no encontramos la regresión mencionada) y que la optimización de la misma
puede considerarse un objetivo común a las más diversas orientaciones terapéuticas (Allen, Fonagy,
Bateman, 2008).
En sintonía con esta ampliación del concepto, plantearon que en algunos casos el problema con la
mentalización no es tanto la ausencia de la capacidad básica para llevarla a cabo y la regresión a
modos de funcionamiento prementalizadores, sino que hay una serie de factores que pueden inhibirla.
Entre ellos encontramos: la falta de una actitud que la cultive y la ponga en juego, el rechazo o
desinterés en el mentalizar, el arousal emocional demasiado alto o demasiado bajo, una actitud
personal centrada en las reglas, las responsabilidades, lo que se debe hacer y lo que no (y no en los
estados mentales), un pensamiento excesivamente focalizado en los hechos externos, la prevalencia
de actitudes críticas y descalificatorias que no dan lugar al surgimiento de un interrogante respecto al
estado mental subyacente a la conducta, diversas defensas que la inhiben, etc. (Bateman, Fonagy,
2006).
En la propuesta de Fonagy, para lograr la activación y desarrollo de las capacidades mentalizadoras
del paciente, el terapeuta ha de centrar su trabajo primordialmente sobre los procesos y no tanto
sobre los contenidos, excepto en el caso de las neurosis, en las que el trabajo sobre estos últimos
puede promover también la mentalización, debido al carácter más robusto de las capacidades
mentalizadoras de estos pacientes (Ibid, pp. 165-167).
Otros autores, por el contrario, consideran que en todos los casos el trabajo debe centrarse
primordialmente sobre los contenidos que se activan en la transferencia, por más que se persiga el
objetivo de optimizar la mentalización. Utilizando la escala de la Función Reflexiva (o
mentalización) (Fonagy et al., 1998), junto con otras medidas para evaluar el cambio, concluyen que
mediante el abordaje que postulan logran optimizar significativamente dicha función en sus pacientes
(Levy et al., 2006; Kernberg et al., 2008).
Por mi parte, considero que más allá de esta contraposición, hay otra variable que es importante tener
en cuenta: el modo en que se lleve a cabo dicho trabajo (sea sobre los procesos, sea sobre los
contenidos).
Para decirlo brevemente, un analista que interprete los contenidos desde un lugar de experto,
arrogándose el rol protagónico en el proceso de cambio, que sobreimprima su marco teórico sobre el
decir del consultante e intervenga desde esa posición mediante interpretaciones saturadas (Fabozzi,
Bonaminio, 2006), posiblemente inhibirá las capacidades mentalizadoras del paciente (o no facilitará
su desarrollo).
Por el contrario, otro analista que trabaje también sobre los contenidos, pero que estimule
continuamente al paciente a pensar sobre los mismos (esto es, a mentalizar) y a tomar una posición
activa en el proceso terapéutico (como hacen los autores citados en último término, Cf. por ej.
Yeomans et al., 2008), seguramente favorecerá la activación y desarrollo de dicha capacidad (Lanza
Castelli, 2009a, 2009b).
Si esta conjetura resulta acertada, para activar las capacidades mentalizadoras del consultante deviene
importante el modo en que el terapeuta se posicione en relación a este último, el tipo de vínculo que
proponga, la medida en que favorezca su inclusión en el proceso, el grado en que lo estimule para que
adopte una actitud mentalizadora, etc., sea que focalice su trabajo sobre los procesos, sea que lo haga
sobre los contenidos (lo que será decidido en cada caso, de acuerdo a los recursos mentalizadores del
paciente, al momento de la terapia, a la problemática sobre la cual se esté trabajando, etc.).
En el presente artículo deseo proponer una forma de trabajo que considero útil para favorecer dicha
activación del mentalizar. Se trata de un trabajo que puede denominarse exploratorio y que supone,
para su puesta en práctica, la construcción de un equipo de trabajo paciente-terapeuta.
Es inherente a la práctica de esta modalidad exploratoria estimular la agencia del consultante, vale
decir, su participación activa, su implicación y protagonismo en la tarea compartida, así como tomar
en cuenta -en forma sistemática- su punto de vista sobre distintos aspectos del proceso terapéutico,
incluidas las intervenciones del profesional.
Por lo demás, este trabajo no queda circunscripto al tiempo de la sesión, sino que se estimula al
paciente para que continúe con el mismo en el escenario de su vida cotidiana, en el tiempo entre una
sesión y la siguiente.
En lo que sigue realizo en primer término una caracterización de algunos aspectos de la
mentalización, relacionándolos con ciertos desarrollos recientes sobre los procesos metacognitivos.
Posteriormente caracterizo el método exploratorio que propongo y a continuación lo ilustro con un
ejemplo clínico.

La mentalización: el concepto de mentalización se refiere a una serie variada de operaciones mentales


que tienen como elemento común focalizar en los estados mentales y comprender el comportamiento
propio y ajeno en base a los mismos. Los procesos que implica tienen grados variables de
complejidad y van desde el registro de un estado afectivo hasta la reconstrucción y narración
autobiográfica.
Cabe aclarar que no toda actividad mental es mentalización, sino aquella que tiene que ver con los
estados mentales. Por otra parte, el mentalizar no es un fenómeno de todo o nada, sino que se trata en
él de una cuestión de grados. También es un proceso variable, ya que un sujeto puede ser más capaz
de mentalizar en relación a otras personas que a sí mismo, o puede ser más capaz de hacerlo en
ciertos estados emocionales o relaciones interpersonales que en otros, etc.
A los efectos de este trabajo, podemos diferenciar distintas facetas en la capacidad de mentalizar:
1) mentalización implícita, 2) mentalización explícita, 3) percepción del propio funcionamiento
mental, 4) capacidad para mentalizar los pensamientos y sentimientos ajenos.
1) La mentalización implícita es no reflexiva y automática. Por ejemplo, el empatizar espontáneo
implica cierto grado de reflejo de las expresiones faciales y posturas del otro, de un modo directo y
no deliberado.
También el tomar y ceder el turno en una conversación rápida y el tener en cuenta la perspectiva del
otro (sabemos lo que conoce y mientras hablamos lo tomamos en cuenta), sin pensar para ello
explícitamente (Barker y Givon, 2005).
La mentalización implícita se expresa como intuición e incluye sentimientos, juicios, pálpitos que
tenemos en las situaciones sociales y que experimentamos sin poseer razones bien articuladas para
ellos. Mucha de esta actividad ocurre fuera de la conciencia explícita (Allen, Fonagy, Bateman,
2008).
2) Por su parte, la mentalización explícita es simbólica, deliberada y reflexiva; el lenguaje es el medio
electivo para ella. Suele tomar la forma de narraciones y tiene que ver con mucho de lo que
proponemos en la terapia, por ejemplo, poner los sentimientos en palabras, tomar conciencia del
modo en que funciona la propia mente, identificar una secuencia de pensamientos y reflexionar sobre
ellos, inferir deliberadamente las razones de la acción de otra persona, etc.. Implica un mayor nivel de
conciencia que la mentalización implícita y una focalización deliberada de la atención.
La diferencia entre ambas formas (implícita y explícita) corresponde a una diferenciación paralela en
el reino de la memoria: la diferencia entre memoria declarativa (explícita) y procedural (implícita), o
la diferencia entre saber “qué” y saber “cómo”
El mentalizar implícito es un saber cómo procedural; el mentalizar explícito es lo que puede ser
declarado en forma simbólica.
Cabe articular estas dos modalidades del mentalizar con la diferenciación que establecen Fonagy et
al. (1991) entre el self prerreflexivo y el self reflexivo, así como con los desarrollos de Adrian Wells
(2009) en torno al modo objeto y al modo metacognitivo.
El self prerreflexivo es aquél que experimenta de modo inmediato la vida, que siente, percibe, cree,
actúa, reacciona, etc.
El self reflexivo es aquél que observa la experiencia mental (propia y ajena) y reflexiona sobre ella,
registra la vida psíquica y construye representaciones de sentimientos, pensamientos, creencias y
deseos.
El primero de ellos puede relacionarse con lo que Adrián Wells denomina el “modo objeto”, en el
cual “…no vemos a nuestros pensamientos y creencias como acontecimientos internos, sino que los
fusionamos con la realidad” (2009, pág. 8). La expresión “fusionar con la realidad” alude al hecho de
que damos crédito a los contenidos de la actividad mental, en la medida en que en este modo solemos
equiparar nuestras creencias a la realidad misma.
Así, una paciente refería que cuando veía al novio ensimismado, era porque había dejado de quererla,
lo cual hacía que se deprimiera. Lo “dado” para ella como significado del ensimismamiento del
novio (como un hecho) era el desamor del mismo, sin que tuviera conciencia del acto psíquico
mediante el cual interpretaba sesgadamente esa actitud ensimismada.
En este modo objeto son vividos los automatismos interpretativos, las diversas atribuciones que
hacemos sobre los demás y sobre nosotros mismos, las evaluaciones que están en la base de los
desarrollos de afecto, etc.
De ahí que Safran y Muran utilicen la expresión “inmersión en la experiencia” para aludir a este
estado de cosas (Safran, Muran, 2000). Mientras nos movemos en el modo objeto, no tenemos
distancia suficiente como para advertir el funcionamiento de los diversos actos o procesos psíquicos:
interpretaciones, evaluaciones, etc. y cuestionar sus resultados, por lo que estamos inmersos en ellos,
en los afectos que suscitan, los impulsos que despiertan y las conductas que motivan.
En relación a este punto en particular Allen, Fonagy y Bateman dicen que en el mentalizar hay al
menos una conciencia implícita de que el mundo no es tal como nos lo representamos, pero que
muchas veces debemos trabajar activamente para establecer la diferenciación entre el hecho y la
representación del mismo (Allen, Fonagy, Bateman, 2008, pág. 37). Cabe agregar que cuanto mayor
sea la carga de afecto o la implicación personal en la situación de que se trate, mayor será la
tendencia a equiparar el pensamiento y el hecho y mayor la necesidad de pasar al modo
metacognitivo para conquistar dicha diferenciación.
En el “modo metacognitivo” (equiparable al self reflexivo de Fonagy et al.) aquello sobre lo que
focalizamos nuestra mente es el acto o proceso mental mismo, lo que implica una toma de distancia
en relación a dicho proceso y la conquista de una perspectiva desde la que es posible observarlo,
discernir sus efectos en la producción de determinados desenlaces, aprehender sus raíces en
determinadas disposiciones personales, etc.
De igual forma, en este modo es posible focalizar también en el contenido del proceso, el que aparece
entonces como un “acontecimiento interno” (Wells), con lo cual se vuelve posible advertir su carácter
de mera representación y diferenciarlo de la realidad efectiva, con lo que deja de ser tomado como un
hecho.
En el ejemplo citado, si la paciente pudiera decirse en el momento de ver al novio ensimismado: “me
empiezo a sentir mal porque me estoy haciendo de nuevo la película de que cuando está así no me
quiere”, estaría focalizando su mente en el acto o proceso interpretativo (“hacerse la película”) cuyo
resultado es la creencia de que el novio ha dejado de quererla, con lo que dicha creencia sería
visualizada como tal (como un fenómeno psíquico o acontecimiento interno) y no como un hecho, lo
que le permitiría cuestionarla, relativizarla y desactivar el desarrollo de afecto que comenzaba a
surgir.
Por esta razón, en nuestro trabajo clínico estimulamos a nuestros pacientes a que adopten la postura
metacognitiva (self reflexivo, mentalización explícita) desde la cual puedan focalizar en el acto o
proceso, o en el contenido del acto pero pudiendo discernir su carácter de mera representación,
diferenciable de la realidad exterior. Desde esta postura podrán observar, evaluar, analizar, etc. los
contenidos de su mente y los actos o procesos que llevan a cabo sin saberlo.
3) La percepción del propio funcionamiento mental (self reflexivo) requiere una actitud
autoinquisitiva, que implica una genuina curiosidad acerca de los propios pensamientos y
sentimientos. También conlleva un escepticismo realista, esto es, el reconocimiento de que los
propios sentimientos pueden ser confusos y que no siempre es posible tener claridad sobre lo que uno
piensa o siente (Bateman, Fonagy, 2006).
Esta percepción incluye una serie variada de procesos, entre otros el monitoreo y registro de los
propios estados mentales, que tienen lugar según grados diversos de complejidad (desde un
pensamiento, hasta un conjunto estratificado y complejo de sentimientos, pasando por la secuencia de
diversos estados mentales y de las razones interpersonales que los activan, el modo en que trabaja la
propia mente, etc.).
De igual forma, la percepción del propio funcionamiento mental supone también la aprehensión de
que los sentimientos concernientes a una situación pueden no estar relacionados con los aspectos
observables de la misma, sino que pueden provenir de otras fuentes. Asimismo, implica la detección
de la presencia de conflictos entre ideas y sentimientos incompatibles, así como el registro de la
acción de defensas en el interior de uno mismo, etc. (Bateman, Fonagy, 2006; Allen, Fonagy,
Bateman, 2008).
Una consideración especial merece la afectividad mentalizada, de indudable valor clínico, a la que
Fonagy et al. (2002) consideran como una forma sofisticada de la regulación emocional y que implica
que los afectos son experimentados a través de los lentes de la autorreflexividad, de modo tal que se
hace posible comprender el significado subjetivo de los propios estados afectivos.
Los autores entienden que es dable suponer que cuanto mayor sea la familiaridad con la propia
experiencia subjetiva, más efectiva podrá ser la regulación emocional, ya que ésta supone un agente
autorreflexivo. La expresión “afectividad mentalizada”, entonces, describe cómo la regulación
emocional es transformada por la mentalización.
Sus componentes son tres: identificación, modulación y expresión de los afectos (Jurist, 2005, 2008;
Allen, Fonagy, Bateman, 2008).
4) En lo que hace a la capacidad para mentalizar los pensamientos y sentimientos ajenos, podríamos
decir que la interpretación de la mente del otro no es sencilla. Una particularidad personal
ampliamente extendida que obstaculiza nuestra comprensión del otro es el egocentrismo, esto es, la
tendencia implícita (automática, no consciente) a suponer que el otro comparte nuestra perspectiva,
conocimiento y actitudes (Decety, J., 2005; Allen, Fonagy, Bateman, 2008). Por otro lado, la
aplicación al vínculo con el otro de modelos operativos disfuncionales (Bowlby, 1973), así como la
acción de diversas defensas, hace que le atribuyamos estados mentales y actitudes que no son los
suyos. Para mentalizar adecuadamente, entonces, hay que esforzarse en un descentramiento que deje
de lado la propia perspectiva para captar la ajena y controlar (o resolver) el modo en que los
esquemas operativos y las defensas condicionan y distorsionan la percepción del otro. El mentalizar,
por tanto, requiere esfuerzo (Decety, J., 2005; Allen, Fonagy (eds) 2006; Allen, Fonagy, Bateman,
2008).
Por último, cabe señalar que el ámbito fundamental en que se despliega la mentalización en sus
variadas facetas es el de las relaciones vinculares. Es básicamente en el interior de las complejas
interacciones interpersonales y en distintos puntos del circuito intersubjetivo que los distintos
aspectos del mentalizar se ponen en juego (Bateman, Fonagy, 2006; Fearon et al., 2006).

El trabajo exploratorio:

En términos generales, podemos dar por sentado que la experiencia del paciente es habitualmente
más rica, compleja y variada de lo que éste refiere en una primera versión de la misma y que los
aspectos implícitos de dicha experiencia suelen poseer múltiples matices que pueden volverse
accesibles para su registro consciente -mediante un esfuerzo de intensidad variable- si se le pide al
consultante que dirija la atención hacia ellos y se inquiere por los mismos.
En la narración de una escena, por ejemplo, es habitual que el paciente esquematice lo allí ocurrido y
que refiera sólo de modo parcial el conjunto de pensamientos presentes en su mente en esa ocasión,
los diversos sentimientos que experimentó, el modo en que percibió a su interlocutor, etc.
Por otro lado, una serie de procesos y contenidos mentales presentes en el consultante en determinada
situación, no pueden ser mencionados por éste en sus verbalizaciones, ya que no tuvo conciencia
explícita de los mismos mientras tenían lugar (entre otros, los sesgos atencionales, el rol en el que se
ubica en la interacción que describe, los esquemas mediante los cuales interpreta las actitudes del
otro, diversos pensamientos fugaces o desatendidos, etc.), aunque puedan ser recuperados o
reconstruidos mediante el trabajo exploratorio.
Si el terapeuta le pregunta por ellos, si lo estimula para que despliegue los distintos aspectos y
matices de la experiencia, el paciente podrá, por regla general, tomar conciencia de distintas facetas
de estos contenidos y procesos implícitos, y será capaz de ir poniéndolos en palabras, ayudado por las
preguntas que le dirige el profesional.
Las intervenciones del terapeuta no han de pretender, en primer término, referir lo dicho a algún
contenido oculto, o remitirlo a situaciones del pasado, sino que deben mantenerse cercanas a la
experiencia vivida del consultante y utilizar un nivel de inferencias acotado.
En este trabajo exploratorio resulta clave estimular al paciente a que preste atención a los estados
mentales propios y ajenos, vale decir, estimularlo a que mentalice, y vaya por tanto más allá de las
descripciones de situaciones vinculares hechas en términos conductuales. De este modo, resultan de
utilidad aquellas intervenciones que favorecen que el paciente dirija la atención hacia sí mismo, hacia
los contenidos de su mente, hacia su modo de funcionamiento mental, o hacia los estados mentales de
los otros significativos. De este modo -en lo que hace a la mentalización de sí mismo- el consultante
ha de pasar de la posición objeto a la posición metacognitiva, poniendo en foco sus propios procesos
y contenidos mentales y conquistando una distancia psicológica que lo habilite para identificar mejor
diversos componentes de dichos contenidos (pensamientos involuntarios que en el modo objeto
transcurren sin ser notados, sentimientos que se registran sólo en forma fragmentaria, etc.) o distintos
aspectos de su modo de funcionamiento mental (pensamiento rumiativo, sesgos atencionales,
interpretación de las actitudes del otro desde una posición autocentrada, etc.).
En sintonía con este cambio posicional del paciente, el terapeuta podrá realizar diversas
intervenciones (preguntas, señalamientos, explicitaciones del modo de funcionamiento mental del
consultante, etc.) que tendrán como objetivo favorecer que aquél procese los contenidos
representacionales y afectivos problemáticos y modifique los procesos mentales disfuncionales (Cf.
ejemplo clínico).
En cuanto a los focos sobre los que ha de centrarse el trabajo exploratorio, considero que el Método
para la Evaluación de la Mentalización en el Contexto Interpersonal (MEMCI) puede ser una guía
útil en este trabajo, ya que si bien una de las finalidades esenciales del mismo es evaluar la
mentalización, la otra es servir de guía en el trabajo terapéutico.
Este método consta de dos partes: en la primera de ellas se pone el acento en la detección de los
esquemas relacionales centrales del paciente, y en la segunda, en la evaluación del modo en que son
mentalizados dichos esquemas. Articula así los dos aspectos (contenidos y funciones) mencionados al
comienzo de este trabajo. El objetivo del MEMCI es evaluar de un modo diferencial la actividad
mentalizadora, según sea el esquema relacional activado (Lanza Castelli, 2010b). Ambos aspectos del
método (esquemas relacionales; listado de aspectos del mentalizar y grilla para la evaluación de los
mismos) pueden ser de utilidad para guiar nuestro trabajo exploratorio: el primero de ellos
ayudándonos a determinar el contenido sobre el que habremos de trabajar, el segundo favoreciendo la
determinación de cuáles aspectos del mentalizar -relacionados con dicho contenido- es necesario
estimular.
En cuanto a los esquemas relacionales, podríamos decir que este término designa una articulación
entre dos conceptos afines, propuestos por sendos autores del campo psicoanalítico. El CCRT (Core
Conflictual Relationship Theme Method) de Lester Luborsky (Luborsky, Crits-Christoph, Mintz,
Auerbach, 1988; Luborsky, Crits-Christoph, 1998) y el concepto de Modelos de Relación de Rol, que
forma parte del Análisis Configuracional desarrollado por Mardi Horowitz (1987, 1997). Los mismos
autores se han ocupado ya de establecer correlaciones y comparaciones entre estos conceptos
(Horowitz, Luborsky, Popp, 1991).
Los esquema relacionales comprenden: las acciones (en el sentido amplio del término, que incluye
pensamientos, juicios, sentimientos, etc.) del consultante dirigidas hacia sí mismo; los deseos
predominantes dirigidos hacia los demás; las respuestas efectivas (o las expectativas de respuestas) de
los otros a esos deseos, según el punto de vista del paciente; las reacciones -afectivas y conductuales-
de éste a dichas respuestas; la imagen de sí y su posición en los diversos vínculos; la imagen del otro
y el rol que le es atribuido en las interacciones. Todos estos contenidos son agrupados en la expresión
esquemas relacionales, según sugiere Baldwin (1992).
En lo que hace a los deseos dirigidos hacia los demás, Lester Luborsky postuló que en los diversos
episodios interpersonales relatados por el sujeto, es habitual encontrar que éste se ubica como
portador de un deseo, demanda, pedido, etc. dirigido a algún otro significativo. Este autor elaboró una
lista de 35 deseos que después agrupó en 8 clusters (Luborsky, Crits-Christoph, 1998). Este listado,
con algunas variaciones, forma parte del MEMCI y se utiliza para la categorización de los deseos del
paciente. Por lo demás, en este último método, se toma también en cuenta el tipo y grado de
expresión de dichos deseos, así como la relación que el sujeto establece con los mismos, lo cual
incluye la evaluación y regulación que realiza de éstos, así como las defensas que se les oponen.
En la respuesta del otro, se toma en consideración el rol en el que ese otro es ubicado por el sujeto,
como así también su respuesta, tanto la anticipada (deseada, temida, etc.) como la efectivamente
llevada a cabo, y la interpretación que de la misma hace el paciente. Dichos roles son múltiples y
pueden entrar en variadas combinaciones entre sí.
Posee la mayor importancia la identificación del conjunto de esquemas mentales mediante los cuales
dichos roles y dichas respuestas del otro son categorizados (interpretados).
En lo que hace a la reacción del paciente a la respuesta del otro, se toma en cuenta el afecto activado,
el modo de su tramitación y la conducta resultante de dicha activación emocional.
Finalmente, también es importante tomar en cuenta las diversas imágenes de sí que posee el
consultante, así como los roles o posiciones que asume en sus relaciones con los demás, los cuales
inciden en los deseos que se activan en tal o cual circunstancia, en el procesamiento que hace de los
mismos, en las expectativas respecto al otro, etc.
Por lo demás, estas imágenes y roles suelen ser múltiples y variar en función de la situación o
interlocutor de que se trate. Entre ellos pueden darse fenómenos de integración o disociación, que han
sido estudiados por diversos autores (Horowitz, 1987; Young, Klosko, 2003; Dimaggio et al., 2007).
Volviendo ahora al trabajo exploratorio, podríamos decir que se focalizará en alguno de los
componentes del esquema relacional activado en tal o cual momento de la sesión y en el grado en que
dicho componente es, o no, mentalizado, en función de las necesidades clínicas del momento.
Si tomamos como ejemplo la exploración de la reacción emocional a la respuesta del otro, podríamos
decir que en toda una serie de casos resulta de particular utilidad explorar los antecedentes cognitivos
de determinado desarrollo de afecto displacentero, que llevó eventualmente a una acción
problemática. En efecto, según plantean distintos autores (Solomon, 2007; Allen, Fonagy, Bateman,
2008) el afecto incluye un componente cognitivo, consistente en una evaluación de una situación
determinada (generalmente la actitud o acción de otro significativo), realizada en forma automática y
preconsciente, que se traduce en distintos pensamientos involuntarios, también preconscientes y
muchas veces inadvertidos, de la cual resulta un desarrollo de afecto cualitativamente diferenciado,
que lleva, a su vez, a determinada acción.
En los relatos que profieren los pacientes en forma espontánea, referidos a distintas situaciones
interpersonales problemáticas, es habitual que puedan identificar y relatar más fácilmente las
características de la situación desencadenante, el afecto sentido y la acción resultante, que los
pensamientos mediadores entre la situación y el surgimiento del afecto.
En este punto, la exploración que realice el terapeuta de esa variable tan importante, ayudará en
primer término al consultante a realizar un esfuerzo de automonitoreo para lograr identificar los
pensamientos que tuvo antes y durante el surgimiento del afecto de que se trate. Una vez logrado el
acceso a dichos contenidos mentales, el paciente contará con más elementos para comprender la
razón de ser de la activación del estado emocional en cuestión, para profundizar en sus determinantes,
para reevaluar su componente cognitivo, para regular su intensidad y elegir una vía de expresión
adecuada, etc. en un trabajo conjunto con el profesional.
Asimismo, hay pacientes para los cuales es justamente la identificación del matiz afectivo lo que les
resulta particularmente difícil; en esos casos la actitud atenta, de reflejo empático y validante del
terapeuta, la focalización sistemática de la atención de ambos en las sensaciones, esbozos o
fragmentos de vivencias que el consultante vaya pudiendo registrar, favorecerán la progresiva
etiquetación verbal, el mayor registro y la posterior regulación de la experiencia emocional
(mentalización de la afectividad) con los beneficios que esto trae aparejado (entre otros, tenerla en
cuenta para tomar decisiones, regularla mejor, etc.).
Otro aspecto de los afectos que resulta útil explorar es el de los lazos o secuencias entre ellos (Fonagy
et al., 2002), ya que es un hecho clínico habitual que el surgimiento de determinado afecto (por
ejemplo, de abandono y exclusión) quede apenas en un conato y sea sustituido por otro (por ejemplo,
el sentimiento de enojo, que puede llevar al paciente a situaciones interpersonales problemáticas).
En otras ocasiones, el terapeuta ayudará al paciente a tomar conciencia del operar de los procesos
defensivos que le dificultan el registro de la experiencia emocional. Como parte de la actitud
exploratoria el profesional señalará, por ejemplo, una secuencia verbal que acaba de tener lugar y
propondrá al consultante que la reconsidere, para que pueda advertir en ella el esbozo del surgimiento
de un pensamiento emocionalmente cargado, así como la respuesta automática y defensiva de su
mente, consistente en evitar dicho pensamiento, sofocarlo, sustituirlo por uno de contenido opuesto,
etc. Se trata de que dicho movimiento defensivo se vuelva observable para el consultante, de modo tal
que a medida que se familiarice con él, vaya logrando inhibir su activación automática y junte el
coraje necesario para afrontar aquellos pensamientos y sentimientos que quedaban inaccesibles
debido a la puesta en juego del proceso mencionado (Gray, 1994).
En este trabajo posee la mayor importancia la motivación del paciente, la comprensión que tenga de
la utilidad de remover dicha defensa y la actividad colaborativa que despliegue, tanto en la sesión,
como en el afuera de la misma.
En lo que hace a algunos de los otros componentes de los esquemas relacionales, podríamos decir que
resulta de suma utilidad la exploración de las distintas actitudes interpersonales que el paciente
asume, de los roles que adopta y de los que atribuye a los otros, de los diversos guiones que despliega
en las interacciones significativas que mantiene en su vida cotidiana. Es habitual que el consultante
no tome espontáneamente conciencia ni de las características ni de las diversas implicancias de
dichos roles, actitudes y guiones, dada la habitualidad de los mismos, a pesar de la incidencia que
tienen en las vicisitudes de sus relaciones con los demás (Cf. un ejemplo en Lanza Castelli, 2004).
Asimismo, será importante explorar el grado en que el paciente es capaz de mentalizar estos
contenidos, lo que incluye su capacidad para inferir los estados mentales que subyacen al
comportamiento de los demás, de un modo empático y descentrado, el discernimiento que posea de la
manera en que interpreta las conductas ajenas, la posibilidad de diferenciar sus propias atribuciones
de la realidad efectiva, etc.
De más está decir que la relación transferencial es un ámbito óptimo para la exploración in situ de las
variables mencionadas hasta aquí, en la medida en que se ponen en juego en la relación paciente-
terapeuta y pueden ser observadas y abordadas en el momento mismo en que tienen lugar.
Como fue dicho, es importante estar atento a las posibilidades que el paciente tenga de adoptar la
posición metacognitiva y poner en perspectiva sus propios procesos mentales para pensar sobre ellos,
al registro que posea de sus afectos, a la pertinencia de las inferencias que haga sobre los procesos y
contenidos de la mente del terapeuta, etc., para poder trabajar conjuntamente sobre aquellos aspectos
de sus procesos mentales que se encuentran perturbados o dificultados.
Como parte integrante de esta actitud exploratoria cabe hacer especial hincapié en la utilidad que
posee explorar el modo en que el paciente procesa lo que ocurre en el ámbito de la sesión, así como
su punto de vista sobre el proceso terapéutico que se está llevando a cabo. De particular
significatividad resulta indagar acerca de cómo éste ve determinado problema que se está explorando,
cómo le llegan las diversas intervenciones del profesional y cuál es la evaluación que hace de las
mismas (si coincide con ellas, si considera que le son de utilidad o si, por el contrario no se siente
representado por dichas intervenciones, o tiene discrepancias o agregados que manifestar, etc.).
Esta indagación busca igualmente estimular las capacidades mentalizadoras del consultante, valorizar
su aporte, favorecer su inclusión en un trabajo compartido, así como su participación activa en el
proceso, fomentando con ello su motivación (Lanza Castelli, 2009a).
Por lo demás, los resultados de la misma constituyen un valioso feedback para el profesional,
mediante el cual éste recibe una información cuya importancia resulta difícil de sobreestimar (Lanza
Castelli, 2008a, 2008b).
Para que el trabajo exploratorio sea productivo, posee la mayor importancia el interés genuino que el
terapeuta tenga en los contenidos y procesos mentales preconscientes del paciente, en sus
características y matices específicos. El consultante suele identificarse con este interés del profesional
en dichos contenidos y procesos, a partir de lo cual comienza a tomarlos más en cuenta, a prestarles
mayor atención.
El terapeuta es activo en esta indagación, en la medida en que lleva a cabo intervenciones
exploratorias; pregunta, pide detalles, estimula el despliegue de un relato que considera incompleto o
condensado, pide ejemplos si el paciente no los incluye en sus verbalizaciones, etc.
Por último, cabe agregar que es importante que el terapeuta estimule al paciente a continuar con la
actitud exploratoria en su vida cotidiana, en aquellas situaciones problemáticas que han sido
trabajadas en sesión (o en otras nuevas que al consultante le resulten significativas). Es notable
cuánto aprovecha al paciente mantener esta actitud de modo duradero entre sesiones y cuánto ayuda
al desarrollo de sus habilidades mentalizadoras, que deseamos promover. En una serie de casos, el
uso de la escritura por parte del paciente hace las veces de una valiosa herramienta al servicio de la
exploración mencionada (Lanza Castelli, 2007).

Ejemplo clínico:

La paciente, a la que llamaremos Camila, tiene 32 años, estudia psicología y está de novia con
Leonardo. Ambos viven solos, en departamentos separados. La paciente trabaja en una empresa en la
sección de relaciones humanas. Unos meses antes de venir a verme, había interrumpido un análisis
anterior, que se extendió a lo largo de más de seis años. El motivo para la interrupción era que en los
últimos dos años no había logrado casi ningún cambio y sentía que el proceso se había estancado.
En los comienzos de su análisis conmigo, Camila manifestó una conducta muy particular, consistente
en asociar reiteradamente situaciones y problemas actuales con situaciones del pasado y,
particularmente, con personas de su historia, de modo tal que remitía una y otra vez distintos aspectos
suyos a identificaciones con dichas personas. Ante una pregunta que le hice al respecto, mencionó
que posiblemente estaba muy influida por la manera de trabajar de su analista anterior, el cual
procedía de esa forma. Le comenté entonces que con este tipo de relato ella quedaba desdibujada y
que era importante que exploráramos su experiencia actual con cierto detalle, antes de referirla a
situaciones o personas del pasado. La paciente aceptó mi propuesta aunque continuó durante algún
tiempo actuando del modo señalado, tanto era lo que se le había hecho carne dicha modalidad.
Por mi parte, me centré en una actividad exploratoria sistemática, inquiriendo por aquellos elementos
faltantes en las escenas que relataba (principalmente pensamientos involuntarios y sentimientos),
cuya inclusión permitía lograr una visión más amplia, concreta y vivencial de lo ocurrido en tales
ocasiones. Pronto advertí que a Camila le resultaba muy difícil conectarse con su experiencia
emocional e identificar los sentimientos que experimentaba, razón por la cual puse particular énfasis
en este aspecto con la expectativa de que este trabajo resultara útil para ayudarle a incrementar su
capacidad de mentalizar sus distintos estados afectivos.
Algunos meses después de haber comenzado a trabajar de esta forma, me envió el siguiente mail,
como parte del “diario de sesiones” correspondiente a la última sesión y escrito el mismo día en que
ésta tuvo lugar [en este diario el paciente pone por escrito algunos aspectos de lo ocurrido en la
sesión, basándose en ciertos ítems que le son sugeridos por el terapeuta, tras lo cual envía su escrito
por mail a este último (Lanza Castelli, 2009a, 2009b)]:

“Es una verdadera novedad que yo haya detectado ese estado brumoso en el que quedo después de uno de
los embates de mi madre. Lo percibí, pude distinguir su omnipresencia, desde que colgué el teléfono el
lunes hasta el momento de la sesión. Se disipó después y volvió a mí la energía y la claridad.
En otro momento no sólo no me daba cuenta de en dónde se iniciaba mi malestar, simplemente no lo
distinguía como malestar, y tal vez discutía con Leonardo, o me ofuscaba por demás o me desorganizaba,
me desordenaba en mis cosas de la vida cotidiana y no sabía por qué.
Hoy, por ejemplo, claramente me di cuenta que me costaba salir de casa, hasta levantarme a la mañana me
costó después del lunes. Bueno, tal como dijimos en la sesión, en lugar de enojarme me deprimí, creo que
nunca antes lo había sentido con tanta claridad (…) a mí me sorprende darme cuenta que por primera vez
estoy teniendo este registro de mis cosas, pero es así; en mi análisis anterior había mucho de comprensión
intelectual, pero no percibía las cosas como ahora (…) ahora puedo percibir mejor mis sentimientos, les
presto más atención”. [cursivas y subrayado agregados].

En la mentalización de los afectos (Jurist, 2005, 2008; Allen, Fonagy, Bateman, 2008) podemos
distinguir un gradiente que va desde el registro, identificación y denominación de un sentimiento
determinado, pasando por la detección de un conjunto complejo y eventualmente estratificado de
sentimientos, hasta la posibilidad de enlazar los sentimiento en cuestión con aquello que les dio
origen, identificar el contexto relacional en el que surgen, la dimensión cognitiva que está en su base,
etc.
Las raíces y condiciones de esta capacidad de mentalizar la emoción se encuentran en los
intercambios tempranos del niño con su madre. En ese momento, los estados afectivos del infans
consisten en una activación fisiológica que éste no puede significar, sino es por medio del “reflejo”
que su madre realiza de ellos, mediante expresiones verbales y faciales. Dicho reflejo hace las veces
del significante de la experiencia emocional primaria (equivalente al significado) que permite al niño
construir representaciones de segundo orden de la misma, con las que podrá simbolizarla y regularla
progresivamente (Bateman, Fonagy, 2004).
Cuando tal proceso falla, en todo o en parte, debido a distintos traumas en el apego (Allen, 2005), no
se constituyen (o lo hacen parcial y precariamente) dichas representaciones secundarias, con lo que
los afectos permanecen sin simbolizar, sin poder ser identificados y denominados, por lo que se
expresan en manifestaciones como las que describe Camila.
En estos casos es el terapeuta quien debe sostener dicha función reflejante (tanto mediante actitudes
como en forma verbal), a partir de la atención conjunta (suya y del paciente) dirigida en el trabajo
exploratorio hacia las diversas sensaciones y esbozos o fragmentos de vivencias que el consultante
vaya pudiendo registrar. La puesta en palabras de estos contenidos por parte de este último, ayuda de
un modo significativo a la configuración, organización y registro de los mismos (Lanza Castelli,
2010a).
En el caso de Camila, vemos que ha hecho un progreso considerable en su capacidad para simbolizar,
registrar y etiquetar verbalmente sus afectos, en este caso el sentimiento depresivo, cuyo surgimiento
pudo relacionar con lo que denominó “embates” de su madre. Previo a este progreso no podía llevar a
cabo ninguno de estos rendimientos (identificar el afecto, denominarlo, detectar su origen en una
situación vincular determinada), con lo que el sentimiento se expresaba como conducta hostil,
ofuscación o desorganización.
A medida que, por medio del trabajo exploratorio, se incrementó su capacidad mentalizadora en
relación al registro de su vida emocional, pudo ir tomando decisiones en base a este registro, ya que
sus afectos comenzaron a servirle como guías respecto a lo que deseaba, o no, hacer en determinada
situación, lo que significó para ella un cambio cualitativo importante en su vida.
Entre otros ejemplos que podría mencionar de este hecho, desearía hacer referencia a una situación
que se le repetía con frecuencia, consistente en encontrarse de mal humor, con una hostilidad difusa
que la llevaba a actitudes hostiles o distantes, después de realizar ciertas actividades deportivas o
recreativas con su novio o con su grupo de amigas.
Mediante la exploración sistemática de los contenidos mentales que habían precedido y acompañado
la realización de tales actividades, la paciente pudo ir descubriendo que en los casos en que terminaba
sintiéndose mal, la invitación a realizar determinada práctica la había encontrado sin ganas, o con una
renuencia a realizarla poco simbolizada y poco clara para ella misma. En la medida en que logró
detectar con más nitidez esta renuencia, mediante su exploración y su puesta en palabras en sesión,
identificó también el modo habitual que tenía de apartar de su mente el registro difuso e incipiente de
la misma y sobreadaptarse, plegándose a las propuestas que recibía.
A medida que iba teniendo mayor claridad sobre sus sentimientos y deseos, así como sobre su actitud
sobreadaptada, pudo empezar a explicitar ante su novio y amigas su falta de ganas -cuando era éste el
caso- y a manifestar su negativa a implicarse en las actividades que le proponían.
Esta decisión la hacía sentirse mejor con ella misma, a la vez que removía las razones para el
surgimiento del enojo y del malhumor (como transformación de aquél). Camila opinaba que este
había sido un paso importante en su vida y que había conquistado con él una nueva libertad.
Otro de los problemas de la paciente tenía que ver con las frecuentes peleas con su novio. Según
relataba, ciertas actitudes de Leonardo la enfurecían al punto que sentía que se transformaba, que lo
único que sentía hacia él era odio y que esto la llevaba a discusiones que terminaban mal y que la
dejaban abrumada por la angustia y la rabia, sin poder morigerar estos sentimientos ni hallar algún
tipo de alivio.
En lo que sigue relato brevemente un fragmento de una sesión en la que apareció esta problemática, e
ilustro el abordaje exploratorio empleado en esa ocasión.
Cabe aclarar previamente que entre otras circunstancias difíciles de la historia de Camila, se hallaba su
relación con un padre al que describía como muy distante y despectivo, al que buscó de diversas
maneras y sin éxito hasta la muerte de éste, ocurrida cuando ella terminaba el colegio secundario.
Refirió en distintas oportunidades que en su análisis anterior, cuando le reclamaba a su analista que lo
sentía distante, éste solía interpretarle que veía en él al padre de la infancia, con lo cual se daba el
asunto por zanjado, no obstante lo cual la situación no se modificaba y la paciente no atinaba a hacer
algo productivo con esa interpretación, por más que hubiera llegado a pensar que era verdadera y a
convencerse de la misma.
Otro tanto le ocurría muchas veces con su novio: lo sentía distante e indiferente, lo cual le despertaba
la ira mencionada más arriba.
Al poco tiempo de haber comenzado su análisis conmigo y cerca del final de una sesión, Camila
refiere haber tenido varias peleas en la semana con Leonardo. Le pregunto si podía dar algún ejemplo
y la paciente relata la que había acontecido el día anterior.
Reitera en primer término, brevemente, algo que ya había comentado en otra ocasión, esto es, que su
novio está con muchos problemas de trabajo en un emprendimiento que acaba de iniciar con un socio
con el que las cosas van de mal en peor, lo que lo tiene preocupado. Debido al mucho trabajo que
realiza por ese entonces, Leonardo llega tarde a su casa muy tarde y agotado.
Tras esta introducción, la paciente prosigue su relato. El día anterior a la sesión, a eso de las 23 horas,
apenas llega a la casa, su novio la llama diciéndole que está extenuado. Camila refiere en la sesión que
él le hablaba con voz de sueño y que lo oyó bostezar del otro lado de la línea, a raíz de lo cual empezó
a sentirse mal y a enojarse. Tras comentarle algo al respecto, comienzan a discutir de un modo cada
vez más hostil hasta que finalmente él le corta. Camila se queda muy angustiada.
Tras estos comentarios agrega que Leonardo le hace lo mismo que le hacía el padre y que repite con su
novio el malestar que sentía ante la indiferencia de aquél. Comenta a continuación una escena bastante
similar, vivida con su padre años atrás, donde también éste terminaba tratándola mal.
En ese momento le digo que seguramente esta relación con el padre tenga mucho que ver con su
reacción, tal como ella señaló, pero que le propongo que tratemos de entender esa situación particular,
para lo cual la invito a que exploremos el estado mental que tenía en el transcurso de la escena que
acaba de relatar.
Camila acepta mi propuesta y lo primero que dice es que durante la conversación telefónica sintió que
Leonardo estaba aburrido, y que pensó que era ella quien lo aburría. También refiere que sintió
indiferencia de parte de él…pero -agrega- tiene la sensación de que hay más cosas. Tras pensar unos
segundos dice lo siguiente: “Me doy cuenta ahora que yo pienso que si él me quisiera, si yo le
importara realmente, eso lo pondría contento y no estaría así de enojado y malhumorado por los
problemas del laburo. Cuando lo veo así, como ayer, siento que no soy importante para él, que no
tengo un lugar en su vida; me angustio y me surge una bronca terrible, tanto que si la cosa no se
arregla, termino pensando que no lo quiero ver nunca más”
Mientras escucho lo que dice la paciente, se me ocurren distintas alternativas para intervenir. Elijo
mantenerme en un plano cercano a su experiencia (como corresponde a la actitud exploratoria),
focalizar en la modalidad autocentrada de su funcionamiento mental, mediante la cual interpreta los
estados de humor del novio, e intervenir sobre este punto.
Le digo entonces que parecería que ella hace una referencia a sí misma del malhumor de él, que le
cuesta descentrarse y ver las cosas desde el punto de vista de Leonardo. Agrego la pregunta de si
supone que el malestar de su novio posee para éste el mismo significado que tiene para ella (que no la
quiere).
Camila reflexiona unos instantes y dice que sabe lo importante que para él es su trabajo y lo
angustiado que está por haber invertido sus ahorros en ese emprendimiento que no termina de sacar
adelante, por más que se esfuerza mucho en ello. Y que si lo piensa desde él, no cree que para él tenga
relación esa angustia con lo que siente por ella.
Agrega que se siente sorprendida por lo que le digo de la autorreferencia, pero que ahora que lo
estamos hablando, cree que puede ser algo habitual en ella el vivir las cosas de ese modo en la relación
con su novio, pero tiene que pensarlo más porque no lo tiene claro.
Como estábamos sobre el final de la hora, le digo que considero que puede ser de utilidad que esté
atenta, que se autoobserve tratando de detectar las veces que se activa esta autorreferencia y los efectos
que le produce, que trate de ponerla en foco y ver cómo funciona.
Agrego, por último, que puede serle de provecho preguntarse, cuando se da cuenta que este proceso
comienza a activarse, si para él -esto es, visto por él desde su propio punto de vista- su malestar tendrá
también el significado que ella le atribuye.
En este momento, Camila comenta que el hecho de referirlo a su padre era algo con lo cual no podía
hacer nada, mientras que con esto que le digo es como que tiene otra perspectiva y más esperanzas:
ahora puede observar y puede hacer algo con lo que le ocurre.
Así las cosas, dos días después recibo un mail de parte de la paciente, en el que pone por escrito lo que
consideró lo más importante de la sesión -de acuerdo a uno de los ítems del diario de sesiones.
Dice lo siguiente:

“Lo más útil de la sesión fue encontrar que había una secuencia, que la violencia que se desata en mi
es producto de una interpretación que se opera en mi cabeza. Nunca lo había pensado de esta forma,
no me había dado cuenta de la autorreferencia que yo hacía, ni que era esto lo que me angustiaba y
enojaba tanto.
A la tarde cuando se acercaba el fin de la jornada, me comuniqué con Leonardo de otro modo, desde otro
lugar, ya que pude tomar distancia y pensar que si está cansado es porque está cansado y no porque
me quiere menos. Eso hizo que nos encontráramos distinto, con un humor distinto los dos.
Pienso qué lejos estuve siempre de tener esta conciencia sobre mí. Nunca antes entendí por qué ni cómo
pasaba de un estado a otro. En una época era así y ni siquiera me daba cuenta; después, el análisis
anterior hizo que viera algo de esto, pero jamás pude preguntarme ni ver con claridad estas secuencias.
Veo que es de una importancia sustancial el detalle con que explorás y me proponés explorar en lo
que siento. Y comprendo y veo a cada paso, cómo obtura, detiene la exploración, el quedarse en "eso es lo
que pasaba con tu papá y/o mamá". [subrayados agregados]

Resulta claro cómo Camila daba por sentado (en posición objeto y de un modo implícito) que el
malestar de Leonardo significaba realmente lo que ella interpretaba que significaba (que no la quería,
que no era importante para él), sin poder tomar conciencia de esta interpretación como tal, en la
medida en que realizaba una equiparación entre el proceso mental y el hecho, en una posición no
mentalizante.
La creencia a partir de la cual realizaba esta interpretación, que podríamos sintetizar del siguiente
modo: “si me quisiera, estaría contento” muestra claramente su carácter autorreferencial. A partir de
la misma, el mal humor y el enojo de Leonardo significaban para la paciente algo que tenía que ver
con ella.
Cabe agregar que dicha dificultad era en Camila contexto-dependiente, ya que en otras relaciones (o
en otros momentos en la relación con su novio) era capaz de tener una actitud descentrada y
empática.
En lo que hace a mi intervención, podría decir que tuvo tres objetivos:
a) Por un lado, favorecer que Camila se ubicara en una postura metacognitiva desde la cual le fuera
posible tomar distancia y observar el modo autorreferencial de funcionamiento de su mente, mediante
el cual interpretaba el significado de los malestares de Leonardo.
b) Por otro lado, que al tomar conciencia del modo en que interpretaba dichos malestares, advirtiera
que era justamente esa interpretación la que se hallaba en la base de sus estados de furia.
c) Por último, con la pregunta que agregué (si suponía que el malestar de su novio tenía para éste el
mismo significado que para ella) me proponía ayudarla a que se descentrara y pudiera mirar las cosas
desde el punto de vista de él, lo cual -si lo lograba- le ayudaría a poder poner en tela de juicio su
propia interpretación de los hechos y, por tanto, a regular mejor sus emociones, o inclusive, a dejar
sin sustento al surgimiento de la furia.
La respuesta de la paciente en la sesión fue elocuente de un descentramiento logrado, ya que pudo
incluir más información sobre lo que le ocurría a su novio (por ejemplo, el tema de los ahorros y la
angustia ante la posibilidad de perderlos), que hasta ese momento no había mencionado y que no
había tenido en cuenta mientras miraba las cosas desde su exclusivo punto de vista.
La propuesta que agregué, de que se autoobservara e interrogara cada vez que advirtiera que el
proceso volvía a activarse, buscaba favorecer su protagonismo, su posición activa en el proceso y,
fundamentalmente, ayudarla a que adoptara la posición metacognitiva con mayor frecuencia in situ,
esto es, en las circunstancias de su vida donde surgían estos problemas, lo cual habría de servirle -
como fue dicho- para enfocar las cosas de otro modo, regular mejor sus emociones y propiciar otro
clima relacional.
El contenido del mail de Camila es elocuente respecto a la posibilidad que tuvo de conquistar en la
vida real dicho descentramiento, al menos en la ocasión que refiere.
Sin duda que este proceso debe ser repetido numerosas veces hasta que el consultante vaya logrando
un mayor desarrollo de sus capacidades mentalizadoras, de modo tal que adopte más fácilmente la
postura metacognitiva, el descentramiento y la empatía con el punto de vista del otro.
El resultado final esperable del trabajo terapéutico y la práctica entre sesiones es que el
descentramiento y la empatía se vuelvan automáticos e involuntarios, de modo tal que queden
plenamente incorporados al self.
Por último, vale la pena señalar que los comentarios que hace Camila en el final del mail, acerca de la
“importancia sustancial” que tiene para ella esta modalidad de trabajo exploratorio, resultan un
valioso testimonio sobre la utilidad clínica del mismo.

Consideraciones finales:

Al comienzo de este artículo establecí una diferenciación entre la tarea interpretativa que recae sobre
los contenidos, por un lado, y las acciones que focalizan en los procesos o funciones, por otro, y a lo
largo del mismo me centré en un modo de trabajo que busca promover la función mentalizadora del
paciente. Intenté, asimismo, mostrar algunos de los beneficios que de ello se derivan para este último.
No obstante, estas consideraciones no implican desconocer la importancia del trabajo interpretativo y
de la búsqueda del insight, en la medida en que se encuentra en juego el abordaje de contenidos que
son derivados de un conflicto inconsciente y que el paciente posee (o ha recuperado mediante un
trabajo promotor de la mentalización) un funcionamiento reflexivo suficientemente adecuado como
para poder beneficiarse de tales interpretaciones sin quedar abrumado por las mismas, como ocurre
en aquellos casos en que la capacidad de mentalizar es deficitaria (Bateman, Fonagy, 2004, 2006).
Por otra parte, estimo que el hecho de mantener en foco la experiencia concreta del paciente mediante
esta actitud exploratoria, ayudará también al profesional a no perder contacto con la misma en sus
intervenciones interpretativas. Cuando el terapeuta no mantiene dicho foco, corre el riesgo de
centrarse más en sus propios procesos mentales, en sus asociaciones, en su propio modo de entender
lo que verbaliza el consultante a partir de determinado marco teórico, que en lo que éste experimenta
como significativo. En esos casos puede ocurrir que el mismo sienta que la interpretación no se
conecta con su experiencia subjetiva, no le aporta un esclarecimiento que necesita y que muchas
veces no sepa tampoco qué hacer con ella. También puede ocurrir -lo que es más problemático aún-
que el paciente se sobreadapte a tales interpretaciones, desconectándose con ello de su propio
vivenciar y ubicándose en una posición pseudo-mentalizadora. En el ejemplo citado previamente se
pueden advertir algunos efectos de una relación analítica establecida en estos términos, en las
referencias de Camila a su análisis anterior.
El centrarse en la experiencia concreta del consultante y, particularmente, el favorecer un feedback
sistemático por parte de este último, tal como fue señalado más arriba, alejan este riesgo, estimulan la
participación activa del paciente en el proceso y proveen al terapeuta de una valiosa información
acerca de cómo aquél procesa la que acontece en la sesión, cómo vivencia sus intervenciones, cómo
evalúa que le ayudan -o no- para lidiar con los problemas por los que consultó, etc. (Lanza Castelli,
2008a, 2008b).
Considero que esta manera amplia de abordar la clínica, que da su lugar a la importancia que tiene la
consecución del insight, pero que enfatiza fuertemente la importancia de que el consultante desarrolle
su capacidad de mentalizar, a la vez que favorece la posición activa de este último en el interior de un
equipo de trabajo, así como el feedback que puede brindar, muestra una eficacia clínica apreciable y
contribuye de modo significativo al empoderamiento del paciente y a su crecimiento mental.

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