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«Nada» es una de las respuestas favoritas de las esposas a la pregunta «¿Qué te pasa?

», aun
cuando es evidente que algo nos pasa.

La mayoría de las esposas deseamos evitar los conflictos. Sí, queremos que las cosas se
arreglen, pero lo queremos con poca o ninguna fricción. Queremos ser escuchadas, pero
muchas veces preferimos guardar silencio porque, quizás, lo que tenemos que decir no va a
ser del agrado de nuestros esposos y no queremos causar un ambiente incómodo en la
relación.

El problema es que estos silencios o «nadas» no resuelven la situación ni la hacen


desaparecer. Decir que estamos bien, cuando hay algo que necesita ser hablado, termina
acumulando escombros en una habitación que sigue necesitando ser limpiada.

Por un lado, guardar este tipo de silencio invita a nuestros esposos a llenar los espacios en
blanco. Lo que no decimos se asume y, por lo general, se asumen cosas que no son conforme
a la realidad. Por otro lado, evitar las conversaciones que necesitamos tener nos puede llevar
al resentimiento contra nuestros esposos. Quizás fuimos heridas o sucedió algo que no
entendimos bien, pero no hablarlo termina llevándonos al resentimiento.

Silencios bíblicos

A pesar de que guardar silencio no siempre representa una solución al problema, hay
momentos en los que la Biblia sí nos manda a callar:

El que retiene sus palabras tiene conocimiento,


Y el de espíritu sereno es hombre entendido (Pr 17:27).

El que guarda su boca y su lengua,


Guarda su alma de angustias (Pr 21:23).

Hay momentos en los que callar es lo mejor que podemos hacer. Quizás estamos muy
enojadas y podríamos decir cosas de las que nos arrepintamos. Pero no es lo mismo callar por
prudencia —porque no es el momento de hablar— que callar solo para evitar conflictos y
entonces guardar rencor.

Hay momentos en los que callar o dejar pasar la ofensa es bíblicamente lo


mejor que podemos hacer, pero a veces la situación amerita ser hablada

Por otra parte, la Biblia también nos llama a dejar pasar la ofensa: «La discreción del hombre
le hace lento para la ira, / Y su gloria es pasar por alto una ofensa» (Pr 19:11). Es decir, no
todas las ofensas demandan una conversación. Necesitamos tener una actitud que esté
dispuesta a dejar pasar la ofensa.
En su libro La libertad de perdonar, Jairo Namnún nos comparte algunos consejos que nos
pueden ayudar a discernir cuándo es momento de dejar pasar la ofensa:

1. Revisa tu corazón. ¿Estás molesta por las razones correctas? Es vital poder detenerte
y buscar en tu corazón por qué estás molesta.
2. Revisa la importancia. Hay cosas que genuinamente no valen la pena, donde nuestro
problema es nuestra alta sensibilidad y no tanto el que nos hayan ofendido.
3. Revisa los patrones. Si la causa de la ofensa parece ser algo atípico de la persona que
nos ofendió, es probable que haya algún tipo de malentendido o que esa persona esté
luchando con algo internamente. En ese caso, muestra gracia con simplemente pasar
por alto la ofensa.
Hay momentos en los que callar o dejar pasar la ofensa es bíblicamente lo mejor que
podemos hacer, pero a veces la situación amerita ser hablada.

Un compromiso con la verdad

Aunque lo veamos normal, cada vez que decimos que no nos pasa nada (cuando en realidad
algo está sucediendo) estamos siendo deshonestas. Pero la Biblia nos llama a dejar la falsedad
y a hablarnos la verdad unos a los otros (Ef 4:25).

En Jesús encontramos a alguien que supo guardar silencio cuando fue


maltratado y que también habló la verdad en todo momento

En lugar de responder de una manera deshonesta, podemos cambiar el «nada» por: «Sí, me
pasa algo, pero todavía no estoy lista para hablarlo, ¿podemos hablarlo más tarde?». O, si
reconocemos que la situación nos molestó por orgullo, en lugar de decir «no me pasa nada»
podemos responder y actuar de esta forma: «Sí me pasa algo, pero sé que no debió afectarme,
así que estoy orando que Dios cambie mi corazón».

Lo que tengamos que decir puede ser que ayude a nuestros esposos a ver áreas que no estaban
viendo. Pero sin duda también nos ayuda a nosotras, dándonos la oportunidad de conocer de
qué manera hemos fallado, para reconocer nuestra falta y pedir perdón.

Sé que esto es difícil y soy la primera que necesita ponerlo en práctica, pero no estamos solas.
En Jesús encontramos a alguien que supo guardar silencio cuando fue maltratado y que
también habló la verdad en todo momento. Uno que por Su obra nos ha capacitado, en el
poder del Espíritu Santo, para que podamos vivir como es agradable a Él y sin temor, porque
en Jesús estamos seguras. Así que no temas hablar la verdad, cuando lo que honre a Cristo
sea dar una respuesta honesta a tu esposo.

Patricia Namnún es coordinadora de iniciativas femeninas de Coalición por el Evangelio, desde


donde escribe, contacta autoras, y adquiere contenidos específicos para la mujer. Sirve en el
ministerio de mujeres en la Iglesia Piedra Angular, República Dominicana. Patricia es graduada
del Instituto Integridad & Sabiduría y tiene un certificado en ministerio del Southern Baptist
Theological Seminary, a través del programa Seminary Wives Institute. Ama enseñar la Palabra a
otras mujeres y está felizmente casada con Jairo desde el 2008 y juntos tienen tres hermosos hijos,
Ezequiel, Isaac, y María Ester. Puedes encontrarla en Instagram y YouTube.

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La muerte de los hijos de Aarón, Nadab y Abiú, fue un evento triste y desgarrador (Lv 10:1-
7). Dios acababa de establecer Su pacto con el pueblo de Israel y, después de tanto tiempo, un
grupo de seres humanos podía volver a entrar ante Su presencia. El disfrute de este privilegio,
que debía ser motivo de gozo, inició con una tragedia.

Dios había establecido que solo Aarón y sus hijos serían los encargados de mediar entre un
pueblo pecador y un Dios santo (Lv 8; Éx 28:1). Aarón inició su oficio tal como Dios le
mandó que lo hiciera (Lv 9:6). Dios aceptó las ofrendas, mostró Su gloria y todo el pueblo se
postró en adoración (vv. 22-24). Sin embargo, el relato da un giro drástico cuando llegó el
turno de los hijos mayores de Aarón. Nadab y Abiú entraron en la presencia del Señor y
ofrecieron fuego extraño, así que Dios los consumió de inmediato (10:2).

Esta historia nos deja muchas interrogantes. Tal vez la que más llama la atención es: ¿En qué
consistió el pecado de los hijos de Aarón que mereció una respuesta tan fulminante de Dios?

Me gustaría señalar en el texto tres factores que pudieron estar presentes en el pecado de los
hijos de Aarón. Todas estas posibles explicaciones apuntan a una verdad suprema que todos
aquellos que estamos en el ministerio pastoral debemos tener en cuenta.

1. El problema del fuego extraño

Uno de los factores relacionados al pecado de Nadab y Abiú tiene que ver con el hecho de
que ofrecieron fuego extraño (Lv 10:1). Una interpretación de esto sugiere que Nadab y Abiú
encendieron sus incensarios con un tipo de fuego o combustible inadecuado.

Los pastores son instrumentos dados por Dios por los cuales hace fluir Su
bendición, para que la iglesia sea edificada y nutrida con la Palabra de
Dios

En aquel tiempo no existían mecanismos para generar una llama de manera sencilla, como los
encendedores y mecheros que tenemos hoy. Para iniciar un fuego era necesario llevar consigo
una antorcha o, al menos, unas brasas encendidas de otra fogata. El fuego que ofrecieron ante
Dios habría sido extraño en el sentido de que no estaba autorizado por Dios para Su
adoración. Es posible que los hijos de Aarón hayan intentado imitar algún tipo de adoración
típica de los pueblos paganos que rodeaban a Israel, sin tomar en serio las demandas
específicas y singulares de Dios para acercarse a Su presencia.

2. El problema del alcohol

Otro factor que posiblemente estuvo involucrado en el pecado de los hijos de Aarón pudo ser
que estuvieran bajo la influencia de alguna bebida embriagante cuando entraron a la
presencia del Señor. Esta interpretación se desprende del mandato que Dios le da a Aarón y a
sus hijos menores, en las instrucciones que siguen al relato: «Ustedes no beberán vino ni
licor, ni tú ni tus hijos contigo, cuando entren en la tienda de reunión, para que no mueran»
(10:9).

Este contexto puede insinuar que Nadab y Abiú estaban bajo los efectos de una bebida así
cuando no consideraron las medidas pertinentes para acercarse al Señor, lo cual provocó sus
respectivas muertes.

Esta interpretación no está fuera de consonancia con la sobriedad que se pide a los líderes del
pueblo de Dios. Por ejemplo, en el Nuevo Testamento, encontramos que una de las
características del candidato al ministerio pastoral es que debe ser sobrio, no dado al vino (1
Ti 3:2-3). La falta de sobriedad puede ser la causa de muchos tropiezos en el ministerio,
como pudo haber sido la razón de la muerte de los hijos de Aarón.

3. El problema del lugar santísimo

Otro posible factor involucrado en el pecado de Nadab y Abiú se desprende de la frase


«delante del SEÑOR» (Lv 10:1). Esto podría indicar que ellos traspasaron el velo que dividía
el lugar santo del lugar santísimo, tomando la atribución de hacer lo que solo podía hacer su
padre, como sumo sacerdote, una vez al año y a través de un procedimiento riguroso.

Entrar al lugar santísimo estaba prohibido para todo el pueblo, incluso para el sumo sacerdote
durante todo el año, excepto para el gran día de expiación. En aquel día, el sumo sacerdote
podía entrar solo después de purificarse y ofrecer sacrificio por sus pecados. No hacerlo
acorde al mandato de Dios conllevaba la muerte (16:1-4). Si los hijos de Aarón entraron al
lugar santísimo de manera indebida, esto también explicaría el trágico desenlace.

El verdadero problema de los hijos de Aarón

Cualquiera de estas explicaciones anteriores pudo ser o sumar a la causa de la muerte de


Nadab y Abiú. Sin embargo, existe una razón más importante en el pasaje que apunta a un
problema mucho más serio que las conductas indebidas.

La falta de santidad es un problema mortal en el ministerio pastoral

Después de la muerte de los hijos de Aarón, Moisés intervino para transmitir las palabras de
Dios: «Como santo seré tratado por los que se acercan a Mí, y en presencia de todo el pueblo
seré honrado» (10:3). Lo interesante es que estas palabras fueron suficientes para que Aarón
callara ante el resultado de la acción de sus hijos.

Dios les estaba recordando que, para que el pueblo pudiera contemplar Su gloria, se requería
santidad, en especial de los que ministraban en el tabernáculo. Este fue el verdadero problema
de los hijos de Aarón. Más allá de todas las posibles explicaciones puntuales, Nadab y Abiú
murieron porque no buscaron la santidad en lo que estaban haciendo. La falta de santidad
puede explicar todas las interpretaciones anteriores.
Santidad en el ministerio

Dios sigue siendo el mismo ayer, hoy y por los siglos. Aunque vivimos bajo un nuevo y
mejor pacto, el Señor sigue demandando santidad de Su pueblo y, en especial, de Sus
ministros. Los pastores son instrumentos dados por Dios para que la iglesia sea edificada y
nutrida con la Palabra de Dios (Ef 4:11-12).

Por la misericordia y la gracia de Dios, no sale fuego de Su presencia que nos consuma
cuando no andamos en rectitud. La sangre de Jesús abrió un camino seguro para que todos
Sus hijos lleguen hasta la presencia del Padre (He 10:19-20). Pero muchas veces la iglesia
parece débil y sin vida porque, debido a la falta de santidad de sus líderes y pastores, el
crecimiento que trae Dios no fluye al resto de los hermanos como Él lo ha establecido. La
falta de santidad es un problema mortal en el ministerio pastoral.

Los pastores hacemos bien en tener un temor sano ante las responsabilidades de nuestro
ministerio. Pero a la vez, debemos poner nuestra confianza en la obra de Cristo y en Su
evangelio. Cristo compró nuestra redención en la cruz y nos declaró santos (Ef 2:19),
mientras nos capacita cada día para crecer en santidad, hasta que lleguemos a la medida de la
estatura de Su plenitud (4:12-13). Gracias a Jesús y al poder del Espíritu Santo que nos envió,
es posible ser santos.

El evangelio nos motiva a vivir en santidad, pero esta meta también se alimenta del sentido
de responsabilidad por la tarea que Dios nos ha encomendado. Dios nos ha dado el privilegio
hermoso de ser instrumentos de edificación por el cual nutre las vidas de Sus hijos. Debemos
tener sumo cuidado de nosotros mismos y de lo que enseñamos, para el beneficio de quienes
nos oyen (1 Ti 4:16).

Dios demanda santidad de Sus ministros para que Su gloria impacte a todo Su pueblo. Por
eso debemos pastorear con santidad al rebaño de Dios, el cual el Príncipe de los pastores nos
ha encomendado por un tiempo y por el cual tendremos que dar cuentas (1 P 5:4; He 13:17).

Samuel García es pastor de educación y alcance en la Iglesia Bella Vista, ministerio hispano de la
Iglesia Bautista Bellevue en Memphis, TN. Estudia en el SBTS, haciendo un PhD en Teología
Sistemática. Casado por 15 años con Janet García, tienen dos hijas: Sarai y Sophia. Nacido en Cuba,
se mudó a los Estados Unidos en 2010. Fue ordenado al ministerio en Miami, en 2012. Tienen un
ministerio que se llama “Conocimiento y Carácter”. Puede seguirlo en Twitter.

VIDA CRISTIANA

Sé un padre que envía

12 JUNIO, 2023 | BRADLEY BELL


©Unsplash

El domingo, entregaré flechas. Dos parejas de padres se presentarán. Se pararán frente a la


iglesia sosteniendo a los recién nacidos. Diré unas palabras. Pondremos una flecha en sus
manos. Luego oraremos. Por supuesto, oraremos para que esas pequeñas flechas sean
enviadas. Pero también oraremos para que arqueros poderosos las envíen.

Hablo de lo que podríamos llamar «el padre que envía». Se trata del padre y la madre que
aceptan su encargo de parte del Señor y ante la iglesia de criar a los hijos para que lleguen a
ser todo lo que Dios los creó para ser. Eso significa que algunos de esos niños crecerán y se
convertirán en misioneros.

Llamado a las armas

Extraigo esta visión del Salmo 127. Es un cántico de ascenso, un himno compartido por el
pueblo de Israel cuando se acercaban a adorar en Jerusalén, muchos de ellos con niños a
cuestas. Juntos cantaban:

Un don del SEÑOR son los hijos,


Y recompensa es el fruto del vientre.
Como flechas en la mano del guerrero,
Así son los hijos tenidos en la juventud.
Bienaventurado el hombre que de ellos tiene llena su aljaba;
No será avergonzado
Cuando hable con sus enemigos en la puerta (Sal 127:3-5).

Aquí no vemos ninguna postura defensiva. La analogía es todo lo contrario. Ser un guerrero
con una aljaba llena de flechas es una imagen de confianza. El Señor ha bendecido
valientemente a los padres. Ha tomado la iniciativa enviándoles hijos. Por lo tanto, los padres
pueden ser igual de valientes. Después de todo, ¿qué es una reserva de flechas guardadas en
la aljaba?

El Señor ha bendecido valientemente a los padres. Ha tomado la iniciativa


enviándoles hijos

Sin embargo, eso es precisamente lo que los padres desean a menudo cuando se trata de la
misión global de Dios. Que un hijo crezca y se marche lejos —sin mencionar a Oriente
Medio— es una idea que da miedo. En realidad, ¡debería serlo si amamos a nuestros hijos!
No queremos que se pierdan la Navidad. No queremos separarnos de nuestros nietos. Nos da
escalofríos pensar en su regreso en un ataúd.

Pero quizá nuestro amor no sea demasiado fuerte, sino demasiado débil.

Llamado al amor
A lo largo de mis años trabajando con candidatos a misioneros, he llegado a anticipar el
mayor obstáculo en sus relaciones: padres que no les apoyan. Independientemente de que sus
padres sean cristianos o no, el antagonismo puede variar desde comentarios sutilmente
manipuladores hasta franca hostilidad. Tengo la sensación de haberme sentado cientos de
veces con misioneros que lloraban antes de salir al campo, animándoles a amar a sus afligidos
padres con el mismo amor que sienten por los pueblos no alcanzados. Esta lucha puede ser un
catalizador útil, que les prepare para los dolores en el extranjero. Pero no debería ser así.

Creo que esto puede redimirse. Es posible que los padres se conviertan en enviadores
solidarios. También los he pastoreado. He visto cómo sus lágrimas se convertían en rastros de
alegría. He sido testigo de su propio viaje: de ser un obstáculo a ser un aliado.

Pero el mejor escenario es que los padres sean enviadores proactivos, que transmitan a sus
hijos una visión para las misiones, que tiren de la cuerda y suelten la flecha. Uno de los
mejores ejemplos de esto proviene de la autobiografía de John G. Paton, un misionero
escocés en las islas Nuevas Hébridas del Pacífico Sur. Paton atribuyó su profundo sentido del
llamado a sus padres. Cuando por fin encontró el valor para admitir su deseo de ser enviado,
sus nervios se calmaron para siempre gracias a la memorable respuesta de ellos:

Alabamos a Dios por la decisión a la que te ha conducido… Cuando nos fuiste entregado, tu
padre y tu madre te pusieron sobre el altar, su primogénito, para ser consagrado, si Dios lo
consideraba oportuno, como misionero de la cruz; y ha sido una oración constante de ellos
que pudieras estar preparado, capacitado y conducido a esta misma decisión; y oramos con
todo nuestro corazón para que el Señor acepte tu ofrenda, te conserve durante mucho tiempo
y te conceda muchas almas.

Los Paton no adoptaron una postura defensiva. Más bien, James y Janet Paton llevaban
mucho tiempo afilando su pequeña flecha, deseosos de enviarla si Dios quería. Cuando Dios
quiso, se convirtieron en arqueros para el Pacífico Sur.

Llamado al sacrificio

Este envío sacrificial no fue menos difícil para tales padres guerreros. Más adelante, Paton
hace una emotiva descripción de su partida, cuando su padre le acompañó lo más lejos
posible antes de su adiós final.

Sus labios no cesaban de moverse en silenciosas oraciones por mí, y sus lágrimas caían
rápidamente cuando nuestros ojos se encontraban en miradas ante las cuales todo discurso era
vano. Nos detuvimos al llegar al lugar convenido para la despedida; me estrechó firmemente
la mano durante un minuto en silencio, y luego dijo solemne y afectuosamente: «¡Dios te
bendiga, hijo mío! Que el Dios de tu padre te prospere y te guarde de todo mal». Incapaz de
decir más, sus labios siguieron moviéndose en silenciosa plegaria; entre lágrimas nos
abrazamos, y nos separamos… Observé entre lágrimas cegadoras, hasta que su figura se
desvaneció de mi vista; y entonces, apresurándome a seguir mi camino, prometí profunda y
repetidamente, con la ayuda de Dios, vivir y actuar de modo que nunca entristeciera o
deshonrara a un padre y una madre como los que Él me había dado.
James y Janet Paton llevaban mucho tiempo perfeccionando su pequeña
flecha, deseosos de enviarla si Dios quería

Hasta el día de hoy no puedo leer esto sin derramar lágrimas. Es una canción de ascenso,
cantada al son de la cuerda del arco. No solo es conmovedor como ejemplo, sino que atrae a
mi corazón a convertirse en un enviador más abnegado.

Cuando considero la idea de entregar un día a una o más de mis cuatro hijas a las hostilidades
de las misiones mundiales, recuerdo que es una ofrenda digna de mi Dios, el Dios que envió
primero a Su Hijo, Jesucristo. El dolor que soportaré al ver a mi hija desaparecer en el
aeropuerto, y luego verla soportar la muerte diaria de un misionero, solo servirá para hacerme
más parecido al Dios que envía y que vive en mí.

Lo mismo puede decirse de ti, querido padre. Así que el domingo oraré por los arqueros
mientras reparto flechas. Quizá algún día yo mismo lance algunas flechas misioneras.

Publicado originalmente en The Gospel Coalition. Traducido por Eduardo Fergusson.

Bradley Bell sirvió como misionero y es el pastor principal de la Iglesia Antioch de Louisville
(Kentucky) y editor jefe de The Upstream Collective. Es autor de The Sending Church Defined [La
definición de iglesia que envía] y escribe en BrokenMissiology.org. Él y su esposa, Katie, tienen
cuatro hijas.

 Alimenta tu alma con «la leche pura de la palabra, para que por ella crezcan para
salvación» (1 P 2:2).
 Pide a Dios dominio propio, «porque no nos ha dado Dios espíritu de cobardía, sino
de poder, de amor y de dominio propio» (2 Ti 1:7).
 Ten en tu mesa algunos pasajes que te ayuden a no perder el rumbo, por ejemplo:
«Entonces, ya sea que coman, que beban, o que hagan cualquier otra cosa, háganlo
todo para la gloria de Dios» (1 Co 10:31).
 Agradece a Dios porque «el que comenzó en ustedes la buena obra, la perfeccionará
hasta el día de Cristo Jesús» (Fil 1:6).
Dios creó los alimentos para nutrirnos y para que disfrutáramos de ellos, pero la
plenitud solo la podemos encontrar en el evangelio a través de Cristo.

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