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EJERCICIO MENSUAL DEL ORATORIO

Octubre 2022
Equipo de Animación Litúrgica

I. Oración inicial
Canto: Ven alma de mi alma
(Mercedes Leticia Casas Sánchez, F.Sp.S)

Ven alma de mi alma,


ven espíritu de dios.
ven dulce huésped de mi casa,
ven consolador. (bis)

Pacifícame el corazón para ser artífice de paz,


donde haya guerras.
haz sereno tú mi caminar
para saber contemplar la belleza.
y el dolor en el rostro de mi hermano

Fortalece mi débil caminar en la lucha cotidiana,


cuando faltan las fuerzas.
y aún en medio de la oscuridad
haz que brille tu presencia, en mis horas inciertas
y saberme en el hueco de tus manos,
en tu regazo.
II. Trato familiar de la palabra de Dios

Del Santo Evangelio según San Lucas17, 11-19


¿no ha vuelto más que este extranjero para dar gloria a Dios?

Una vez, yendo Jesús camino de Jerusalén, pasaba entre Samaría y galilea. cuando iba a
entrar en una ciudad, vinieron a su encuentro diez hombres leprosos, que se pararon a lo
lejos y a gritos le decían: «Jesús, maestro, ten compasión de nosotros».

Al verlos, les dijo: «id a presentaros a los sacerdotes». Y sucedió que, mientras iban de
camino, quedaron limpios.

Uno de ellos, viendo que estaba curado, se volvió alabando a Dios a grandes gritos y se
postró a los pies de Jesús, rostro en tierra, dándole gracias. Este era un samaritano. Jesús,
tomó la palabra y dijo: «¿no han quedado limpios los diez?; los otros nueve, ¿dónde
están? ¿no ha habido quien volviera a dar gloria a Dios más que este extranjero?». Y le
dijo: «levántate, vete; tu fe te ha salvado».
Palabra del Señor.

III. Reflexión del Papa Francisco

Homilia Plaza de San Pedro, domingo 9 de octubre de 2016


(Jubileo extraordinario de la misericordia)

El evangelio de este domingo nos invita a reconocer con admiración y gratitud los dones de
Dios. En el camino que lo lleva a la muerte y a la resurrección, Jesús encuentra a diez
leprosos que salen a su encuentro, se paran a lo lejos y expresan a gritos su desgracia ante
aquel hombre, en el que su fe ha intuido un posible salvador: «Jesús, maestro, ten
compasión de nosotros» (lc 17,13). Están enfermos y buscan a alguien que los cure. Jesús
les responde y les indica que vayan a presentarse a los sacerdotes que, según la ley, tenían
la misión de constatar una eventual curación. De este modo, no se limita a hacerles una
promesa, sino que pone a prueba su fe. De hecho, en ese momento ninguno de los diez ha
sido curado todavía. Recobran la salud mientras van de camino, después de haber
obedecido a la palabra de Jesús. Entonces, llenos de alegría, se presentan a los sacerdotes,
y luego cada uno se irá por su propio camino, olvidándose del donador, es decir del padre,
que los ha curado a través de Jesús, su hijo hecho hombre.

Sólo uno es la excepción: un samaritano, un extranjero que vive en las fronteras del pueblo
elegido, casi un pagano. Este hombre no se conforma con haber obtenido la salud a través
de su propia fe, sino que hace que su curación sea plena, regresando para manifestar su
gratitud por el don recibido, reconociendo que Jesús es el verdadero sacerdote que,
después de haberlo levantado y salvado, puede ponerlo en camino y recibirlo entre sus
discípulos.
Qué importante es saber agradecer al señor, saber alabarlo por todo lo que hace por
nosotros. Y así, nos podemos preguntar: ¿somos capaces de saber decir gracias? ¿cuántas
veces nos decimos gracias en familia, en la comunidad, en la iglesia? ¿cuántas veces damos
gracias a quien nos ayuda, a quien está cerca de nosotros, a quien nos acompaña en la vida?
con frecuencia damos todo por descontado. Y lo mismo hacemos también con Dios. Es fácil
ir al señor para pedirle algo, pero regresar a darle las gracias… por eso Jesús remarca con
fuerza la negligencia de los nueve leprosos desagradecidos: «¿no han quedado limpios los
diez? los otros nueve, ¿dónde están? ¿no ha vuelto más que este extranjero para dar gloria
a Dios?» (lc 17,17-18).

En esta jornada jubilar se nos propone un modelo, más aún, el modelo que debemos
contemplar: María, nuestra madre. Ella, después de haber recibido el anuncio del ángel,
dejó que brotara de su corazón un himno de alabanza y acción de gracias a Dios: «proclama
mi alma la grandeza del Señor…». Pidamos a la Virgen que nos ayude a comprender que
todo es don de Dios, y a saber agradecer: entonces, os lo aseguro, nuestra alegría será
plena. Sólo quien sabe agradecer experimenta una plena alegría.

Para saber agradecer se necesita también la humildad. En la primera lectura hemos


escuchado el episodio singular de Naamán, comandante del ejército del rey de Aram
(cf. 2 r 5,14-17). Enfermo de lepra, acepta la sugerencia de una pobre esclava y se
encomienda a los cuidados del profeta Eliseo, que para él es un enemigo. sin embargo,
Naamán está dispuesto a humillarse. Y Eliseo no pretende nada de él, sólo le ordena que se
sumerja en las aguas del río Jordán. Esa indicación desconcierta a Naamán, más aún, lo
decepciona: ¿pero puede ser realmente Dios uno que pide cosas tan insignificantes?
quisiera irse, pero después acepta bañarse en el Jordán, e inmediatamente se curó.

El corazón de María, más que ningún otro, es un corazón humilde y capaz de acoger los
dones de Dios. Y Dios, para hacerse hombre, la eligió precisamente a ella, a una simple joven
de Nazaret, que no vivía en los palacios del poder y de la riqueza, que no había hecho obras
extraordinarias. preguntémonos ―nos hará bien― si estamos dispuestos a recibir los dones
de Dios o si, por el contrario, preferimos encerrarnos en las seguridades materiales, en las
seguridades intelectuales, en las seguridades de nuestros proyectos.

Es significativo que Naamán y el samaritano sean dos extranjeros. Cuántos extranjeros, e


incluso personas de otras religiones, nos dan ejemplo de valores que nosotros a veces
olvidamos o descuidamos. El que vive a nuestro lado, tal vez despreciado y discriminado
por ser extranjero, puede en cambio enseñarnos cómo avanzar por el camino que el señor
quiere. También la madre de Dios, con su esposo José, experimentó el estar lejos de su
tierra. También ella fue extranjera en Egipto durante un largo tiempo, lejos de parientes y
amigos. Su fe, sin embargo, fue capaz de superar las dificultades. Aferrémonos fuertemente
a esta fe sencilla de la santa madre de Dios; pidámosle que nos enseñe a regresar siempre
a Jesús y a darle gracias por los innumerables beneficios de su misericordia.
IV. Vidas de santos e historias ejemplares

Patrona de Silesia
Aunque si su noble figura se movía delicadamente dentro de un vestido de seda, y aún si
coronaba su frente una elegante diadema con incrustaciones de rubíes, para Eduviges no
era un problema acercarse a los necesitados y mostrarse caritativa.
Proveer a los pobres era una práctica común para las mujeres nobles
de la edad media. Para muchas, un gesto inspirado en un sincero
impulso de piedad. Para otras, era solo un gesto formal dictado por
una munificencia1 solo exterior. Pero ya sea que estas prácticas
caritativas fueran realizadas por libre elección o por pura obligación,
esas costumbres medievales eran una regla general, pero las reglas,
incluso las del fuerte consenso social, estaban destinadas a ser rotas.

La riqueza de la pobreza
Efectivamente, la excepción tuvo un nombre: Eduviges, que
alrededor de 1190 era una noble bávara2 que ya a los 16 años estaba
destinada a contraer matrimonio con Enrique el barbudo, heredero
del ducado de la Baja Silesia. Desde el principio, la joven duquesa,
que pronto sería madre (tendrá seis hijos), encarnó entre sus
súbditos el más bello ideal de una reina: no será solo con la ropa
material, sino con el terciopelo de su constante generosidad que Eduviges asistirá a las
personas pobres y miserables. Se empeñará para construir refugios y hospicios para la gente
que tenía poco o nada. Ella, aun siendo alemana, estaba tan cerca del pueblo que en su
mayor parte era polaco, que aprendió su idioma y sobre todo era tan sobria en sus modos
y costumbres que abandonó de una manera sin precedentes todos los cánones de la moda
que su noble rango le imponía. Eduviges no se avergonzaba de vestir ropa usada, zapatos
viejos y fajas de cargador. La duquesa no quería distinguirse de los pobres, porque los
pobres -decía ella- son "nuestros patrones".

La monja duquesa
Eduviges le compartió esta convicción a Gertrudis, la última de sus seis hijos y la única que
le sobrevivirá. Los años que hasta entonces había vivido como esposa y madre habían sido
turbulentos y atormentados. La duquesa, que apoyó fielmente a su marido en sus delicados
deberes de gobierno, también vio morir jóvenes a los tres hijos y a dos de las tres hijas. Sus
valores cristianos, mezclados con el rigor del tiempo que impedían las manifestaciones
emotivas de sus penas, condicionaron a Eduviges para soportar muy fríamente el terrible
dolor que la oprimía. Sin embargo, aunque no lloraba ni daba alguna muestra exterior en
su sufrimiento, su estoico comportamiento no era sólo una cáscara vacía impuesta por los
protocolos reales. Tenía en su interior el consuelo de la fe, de la oración intensa y diaria que

1
Generosidad espléndida, especialmente la de un rey, magnate, soberano, etc.
2
Relativo a Baviera, región alemana, o a sus habitantes.
con los años se transformará en una clara atracción por la vida consagrada. En efecto,
después de la muerte de su marido, para la viuda Eduviges era casi natural buscar y hallar
un alivio en el monasterio cisterciense de Trebnitz, que ella misma fundó en 1202. La
duquesa se consagró al Señor como monja y cuando murió, el 15 de octubre de 1243, nadie
dudaba que una santa había concluido su luminoso camino sobre la tierra. Santa la
proclamó Clemente IV en 1267.

Santa Eduviges y San Juan Pablo II

Al poco tiempo de ser elegido papa, el 16 de octubre de


1978, San Juan Pablo II agradeció de manera especial a
Santa Eduviges, que, en Polonia, tierra natal del papa
peregrino, despierta un espíritu de recogimiento
particular.

El 5 de junio de 1979, en la misa que presidió en el


santuario de Jasna Góra, en Trzebnica, Wroclaw, Juan
Pablo II explicó por qué tenía presente constantemente a
Santa Eduviges diciendo: "y lo hago por una razón
concreta. La providencia divina, en sus inescrutables
designios, eligió el día 16 de octubre de 1978 como el día del cambio definitivo en mi vida”.
Ese día fue el primero de su largo pontificado.

V. Oración final

Espacio de gratitud.

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