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El Pase en nuestra Escuela - Ghent, 29 Septiembre 2019

Primer testimonio
“Dejar que pase…”

Florencia F.C. Shanahan

"...haz anillo de ese hueco, de ese vacío que está en el centro de tu ser.
No hay prójimo salvo ese hueco mismo que está en ti, el vacío de ti mismo"1

Si hoy estoy aquí es por un “poder querer”2 que me llevó, hace pocos meses, a pedir entrar
en el dispositivo del Pase de nuestra Escuela, la NLS. De este paso Lacan indica que, para
quien lo da, no puede sino “ir más allá: volverse responsable del progreso de la Escuela,
volverse psicoanalista de su experiencia misma.”3

Que el análisis había terminado fue la certeza que sostuvo ese querer. No al modo de un
empuje, sino de una constatación formulada como un: no está escrito. El destino no está ya
allí. Una sonrisa en mi rostro, una alegría en mi cuerpo, dije al analista: “si me lo cuentan no
lo creo”. Sin esperar ninguna respuesta me oí afirmar: “entonces tendré que contarlo yo”.
Yo, que había armado mi neurosis en un “defecto del contar” y al modo de un “no creer”. Lo
que se abría ante mí, inédito y palpitante, era un posible que no había existido hasta
entonces: que se escriba sin historia, sin guion. Que el destino se suelte, de instante en
instante, de la repetición y que la trama se afloje para permitir inventar, para alojar lo no
pensado, para dejar que pase.

No dejar que pase

Lo que no marchaba, aquello que en mi vida de sujeto se ponía en cruz4, había vestido
siempre los ropajes de una división. Qué me hacía sufrir? La no coincidencia, la
contradicción, la inconsistencia, todos los modos de la hiancia donde se anunciaba la falta,
la falla, el error. Especial y primordialmente la división que me habitaba, obturada de
diversos modos e imputada siempre a algún binario falso. Mientras tanto, en la escena
construida sobre la escena del mundo, esa división se actuaba, una y otra vez, como una
melodía cuya partitura se ejecutaba sin que yo pudiera leer las notas de las que estaba
hecha, un libreto que se representaba a mi pesar y de cuyo texto no alcanzaba sus letras. De
los varias formas que tomaba esa brecha, la del amor y el deseo (no poder ser deseada

1
Lacan, J., Seminario XVI, De un Otro al otro. p. 24.
2
Lacan, J., Proposición del 9 de Octubre de 1967 sobre el psicoanalista de la Escuela, en Momentos Cruciales
de la experiencia analítica, Manantial, Bs. As., 1987, p. 8.
3
Ibid.
4
Lacan, J., La Tercera
donde era amada, y no poder desear donde amaba), fue la que me llevó, tres veces, a
consultar a un analista. Quería curarme de eso. Al menos eso creí durante mucho tiempo.

Hace diez años, sin saber por qué (marca de la relación enigmática que me ligaba a mi
propia vida) relaté, en los primeros encuentros de la que sería mi última demanda de
análisis, una escena de mis 12 años. Especie de carozo de lo que había sido mi drama
subjetivo y de lo que se jugaría en el desenlace de la experiencia analítica. Mi madre
contaba la historia de dos colegas que se habían enamorado y se habían separado de sus
cónyuges para estar juntos. La increpé, entre angustiada y colérica: “Y qué hacés si te pasa?”
Su respuesta instaló un peso férreo en el lugar de la contingencia: “No dejas que te pase.”

Ese tiempo, umbral de salida de la infancia, constituía un nudo por el que hube de pasar
muchas veces, una especie de embrollo cuyos hilos eran palabras, silencios, secretos,
acontecimientos a partir de los cuales el fantasma fundamental se sellaría reorganizando los
elementos de la neurosis infantil. Uno de esos hilos, a los 12 años, fue el encuentro con la
Traumdeutung de Freud. Abrí sus páginas y no entendí nada. Allí mismo decidí que
estudiaría psicología en otra ciudad y que me dedicaría al psicoanálisis.

Contar

“No se sabía que eran dos” es lo dicho sobre mi nacimiento, que fue también el de mi
hermana melliza. Había un solo nombre elegido. Le fue dado a ella. Los corazones latían al
unísono y aun no existían las ecografías. Cuenta la anécdota que un pie se asomó y era tan
pequeño que la enfermera dijo: “algo está mal”. Fue una cesárea de urgencia, salvaje,
porque además el cordón umbilical me estaba ahogando. Quedé por varias semanas en una
incubadora, necesitada de apoyo. Pesaba poco más de un kilo y hubo la duda de si
sobreviviría. Mi madre me lo contó muchas veces: “sólo me dejaban tocarte con un dedo a
través de un agujerito.” Cuando finalmente me llevaron a casa, mi hermano mayor, de casi
tres años, exclamó horrorizado: “Otra más!?”

Muy pronto, dicen, ese bebé se reveló decidido y voraz: “Eras unos ojos enormes y una boca
que no paraba”.

Mi hermano mayor ocupaba el lugar que yo añoraba tener en el amor de mi madre. La


llegada de mi hermano menor, bajo el signo de la sorpresa y la adoración de mi padre, me
encuentra a mis 6 años sumida en un humor triste que durará hasta el comienzo de la
adolescencia. Apenas pude leer me refugié en los libros. También comencé a escribir.

En cuanto a mi hermana melliza, mis padres ponían un énfasis un poco exagerado en


diferenciarnos. Cada una lo suyo. Esto fue leído como un mapa con zonas de exclusión. De
mi lado quedó el exceso. Muy tempranamente asumí una posición de dominio e
independencia: llevar la delantera, siempre tener razón. Eso tomó varios nombres: ser
única, ser la primera. Hacerlo todo yo, y sola.

El mundo se me hacía lento y mediocre. Comía de más. En la escuela me aislaba de mis


pares al tiempo que desafiaba a los maestros. Sin embargo no hubo consulta psi en la
infancia o pubertad. Más bien la respuesta del Otro (especialmente materno) a las no muy
ruidosas erupciones sintomáticas que indicaban el lugar del malestar subjetivo, fue siempre
del orden de un 'dominar por la voluntad' (es decir, hacer cosas para acallar lo que surgiese)
o bien el recurso al discurso médico, que cada vez verificaba el buen funcionamiento físico.
En particular en relación a síntomas somáticos, el interior del cuerpo se inflaba en una
constipación inexplicable, mientras que en la superficie, diversas erupciones irritaban y
lastimaban la piel.

El ser Una idéntica a mí misma resultaba en una cierta exclusión del otro, reproduciendo la
matriz originaria: el dos no es posible, sólo hay lugar para uno. El padecimiento ligado a un
“no tener lugar” se articulaba a una demanda de presencia absoluta.

Me hacía, literalmente, insoportable [in/un-support-able]. Esta posición pude leerla


solamente después de muchos años en análisis. No me era evidente, y constituía una de las
fuentes mayores de sufrimiento. Me hallaba sometida a una especie de pegoteo que
operaba en esa posición: ‘ser insoportable’: a la vez imposible de aguantar y de sostener. El
reverso de esto se declinaba en “soportar cualquier cosa.”

En el momento de entrar al secundario, al final de mis 12 años, la apertura al mundo de la


seducción de los varones y a la transgresión de los ideales que sin embargo enarbolaba, me
sacó del aire sombrío que respiraba, y aplacó mi furia. Me introdujo a otro ‘dos’.

Tres veces

La primera consulta a una psicoanalista fue alrededor de los 17 y duró un par de años. Me
presenté diciendo: Quiero hacer un análisis porque me voy a dedicar a eso y quiero saber
cómo es. Lo que empujaba era, sin embargo, el haber hecho la primera experiencia del
desarreglo en la vida amorosa: una vez que el hombre conquistado vía el deseo me
empezaba a amar, yo ya no podía existir como mujer. Mi deseo se desvanecía en cuanto me
ubicaba salvando a ese hombre débil, dándole el apoyo que le había faltado, cuidándolo.

La interpretación que marcó, unos años más tarde, cuando ya estaba en la universidad, la
entrada en análisis en mi segunda experiencia, localizó la identificación a los rasgos
maternos de la voluntad y la exigencia. El analista dijo: “por querer separarse de su hermana
se quedó muy pegada a su madre.” Esta consulta se produce luego de un tiempo de
repetición sistemática del programa enamorar a un hombre que necesite apoyarse en mí.
Todas esas historias se sabían terminadas antes de empezar.

Mientras tanto, continuaba haciéndome un ser con el saber que puede poseerse, brillando
en los estudios y creyendo darme un nombre con cada 10 que obtenía del Otro. Todo esto
se inflaba más y más con el silencio mortificante de las largas sesiones de tiempo fijo.

Aun así, hubo efectos terapéuticos y de cambio de posición subjetiva. A partir de un


encuentro algo de la metáfora del amor devino posible y pude así asumir el riesgo de amar a
un hombre y elegirlo. La serie de partenaires hasta entonces compartían el rasgo de un
desdén por la inteligencia, por los libros y las palabras. El hombre elegido (que me deseaba
y me amaba) rompería esta serie, abriéndome a un tener, que me posibilitará consentir a la
maternidad que había rechazado de forma fulminante al momento del despertar sexual.
El confrontarme a lo real de la clínica en los inicios de mi práctica y a la decisión por la
Orientación Lacaniana también jugaron aquí su papel. Me separé del destino universitario
que me estaba reservado (la carrera de mi madre y de mi hermana ) y de la vía de
producción del saber en el ámbito académico, a los que me aferraba para poder pararme
(es decir, para erguirme en una imagen de completud). Me mudé de país siguiendo el
anhelo y las raíces de mi marido.

La demanda al tercer analista se produce cuando, habiendo devenido madre, el no saber


con el que me confronta la maternidad me interroga de modo angustiante, al tiempo que la
disyunción entre amor y deseo se reactualiza.

Rápidamente sitúo las coordenadas de mi sufrimiento en términos del mito de la unión de


mis padres. Al igual que en mi caso con mi marido, mis padres se conocieron en una fiesta,
bailando. Mi madre era muy joven y le dijo una frase que lo deslumbró. Ubicándose como
siendo lo que le falta al otro, una mujer es para un hombre su sostén. “Sin ella (él) no
tendría nada”.

Se esboza entonces la pregunta por aquello que constituiría mi diferencia. El analista me


señala el diván en el que me acostaré para relatar el primer sueño: “Usted me da un anillo y
me pregunta cuál es su verdadero nombre.” El equivoco resuena: el nombre del analista / el
nombre de ella / el nombre del anillo.

Buscaba un nombre con desesperación y eso esperaba de mi analista.

Lo impensable

Pocos meses después de comenzar este último análisis, lo real hace irrupción de modo
brutal en mi vida. Mi madre y mi hermano mueren repentinamente. Los dos estaban sanos
y eran muy jóvenes. No hubo sobre la causa, para ambos, ningún saber definitivo. El mundo
estalla en mil pedazos. Intento sostener(me) como puedo.

Se abre un tiempo nuevo en el análisis. El agujero de estas pérdidas me revela que había
sido la muerte la que había caído bajo la represión y me impedía acceder a mi historia y a
los determinantes de ese camino que se me había trazado y del cual me quería separar.

Asocio las escenas que había contado muchas veces con elementos nuevos: los libros de la
infancia y la pre-adolescencia eran historias de pura tragedia. “Cuentos de amor, de locura y
de muerte”5. La muerte de un hijo o de un hermano y el suicidio siempre en primer plano.

Puedo escuchar entonces que la frase “no se sabía que eran dos” localiza una falta de saber
en el Otro que atañe a mi existencia, a mi presencia en el mundo. Surge el recuerdo de una
escena infantil, de alrededor de los 6 años: estoy en brazos de mi madre y le pregunto “por
qué existe algo y no nada? Por qué hay y no no hay?” Balbucea una respuesta y yo siento

5
Quiroga, H., Cuentos de amor, de locura y de muerte, 1917.
que no entiende lo que le pregunto. Mi cuerpo queda tomado por una furia impronunciable.
Y una soledad abismal.

Hacia la mitad del trayecto analítico, un sueño me despierta dejando en mi boca un sabor
amargo: “Hay jirones de nube con forma de anillo que se mueven en el cielo. Intento sacarle
una foto pero no logro capturarlo.” Asocio con el sueño de la entrada (el del anillo) y afirmo:
“eso no funciona. La imagen no lo atrapará”. Experimento cómo me desinflo. Y también se
desinfla el mundo a mi alrededor.

Transmití a los pasadores que mi análisis podía resumirse así: “entre burbuja y agujero”.
Desde mi primera experiencia como analizante intenté decir lo que me sucedía en el lazo
con los otros, marcado por la rivalidad imaginaria y la exacerbación de todas las pasiones de
las que este registro es la sede: “entro como por un tubo.” De eso no lograba salir: el reverso
de ese “pararse” fálico era una experiencia de desprendimiento, de abismo en el que caía,
aspirada por una soledad que se hacía tanto más espesa cuanto más intentaba cubrirla.

Varios sueños ubicaron esta alternancia, este modo de existir entre la inflación y el vacío.
Uno de ellos, en los que me veo al borde de un acantilado, me hace recuperar la memoria
de una fobia infantil a los balcones: no podía subirme, la sensación de vértigo desdoblada
entre la pregunta “quién garantiza que se sostiene? Cómo es que no se cae?” y la angustia
de ser atraída por la inminencia de una caída libre.

En la intersección de este binomio localizo además el modo en que las especies prevalentes
del objeto se pusieron en juego en mi caso: lo oral, la mirada y la voz. Un poema escrito
durante el análisis anterior y enviado al analista actual, con un epígrafe de “Los Hombres
Huecos” de T.S. Eliot, introduce los ojos como agujeros negros, e ilumina el hilo que me
mantenía suspendida de la mirada del Otro (mirada tanto de amor como feroz) ante el vacío
del enigma de su deseo.

Incluso si no es posible hacer un análisis sin la historia, sin las ficciones, en lo que concierne
al síntoma, “aquello de lo cual se está cautivo,”6 no se trata del vínculo a ningún personaje
o vivencia como tal: el trauma [troumatisme] es Otra cosa. Eso descubrí gracias a la
modalidad de silencio que encarnó el analista: presencia sonora, cuerpo moviente: el
equívoco que embrollaba saber, parar y separar se extrae como una madeja que me ataba
desde el interior. “Se-parar-me” / “Saber-Parar-Se” / “Saber-parar” / “Ser-Par”, etc. Los hilos
se aflojan, y con ello lo que daba consistencia al pensamiento, y al cuerpo.

No poder parar y no dejar que pase articulan dos caras del síntoma como respuesta
paradójica: solución y pathos. Participaba de todo, estaba en todas partes, tapaba cada
agujero antes de que surgiese.

Exclusión del origen y fantasma

Una intervención, vivida por mi como cruel, abrió a la cuestión del padre (intocada en los
análisis anteriores) e inauguró la vía que llevaría a la construcción del fantasma y a su

6
Lacan, J., Seminario XXV, El momento de concluir, clase del 10/01/78, inédito.
atravesamiento. Durante el trabajo de duelo me cuestiono volver a mi país. El analista me
interpela: “volver a qué? A sostener a su padre?”

Se levanta el velo que había cubierto, como una zona oscura, las caídas que mi padre había
atravesado al momento de mi nacimiento y a mis 12 años. Los duelos por la muerte de su
propio padre y el suicidio del hijo de su hermano, esquizofrénico, que llevaba el nombre de
mi primer amor, ciernen el “fundamento neurótico” que se revela a la base de mi elección
de dedicar mi vida al psicoanálisis y a la locura.

Se localiza el impasse de haber tratado de resolver lo imposible de la no-relación con el par


sostener/ser sostenida. Y se depura que ese modo de sostener es “corregir.” “Corregir al
Otro como modo de sostenerlo.” Finalmente me doy de bruces con la formulación
fantasmática de mi ser de objeto como un “error.” El colmo del goce del exceso, hacerse
excepción a partir de identificarse con “lo que esta de más”, “lo que sobra.”

El silencio en las sesiones se hace espeso, casi puedo tocarlo. Es la desolación más profunda.
El analista está de viaje y le escribo: “Sumida en una angustia flotante, corporal /
Suspendida al borde de la nada en la que me he transformado / No hay espejos / Agujero
negro, mi Kern... / Pienso en soltarlo todo / Yo que no tenía un lugar en el mundo / Ni un
nombre / Busco mi voz de nadie.”7

Conozco por primera vez en mi vida el insomnio y la angustia en tanto “quedar reducida a
ser un cuerpo.” Mi matrimonio zozobra. Se evidencia la dificultad de separación con mi hijo.
Me alejo del rol de ser la que “mantiene unida a la familia.” No hay de qué agarrarse. Nada
se sostiene. Dura casi tres años.

El fin de análisis y el goce de la vida

Un sueño, que forma un arco con los otros dos que he relatado, escandió el punto que daría
lugar a la salida. Me despierto y llamo al analista para ir a contarlo en sesión. “Estoy en una
sala que parece una boda... las mesas se ven en perspectiva, con un punto de fuga, como
formando círculos concéntricos. Aparezco en primer plano, mi cabeza abierta al medio. Es un
tajo.”

Un fenómeno extraño acontece cuando al relatarlo, emerge el pensamiento del sueño de la


entrada en análisis: un anillo, un vacío, una letra: O. En una mixtura de imagen y sensación
corporal el tajo de mi cabeza abierta (en el sueño actual) se superpone en mi mente a ese
anillo, cruzándolo. Tiemblo sobre el diván. Al unísono, en una superposición de voces, el
analista dice: “conjunto vacío” en el instante mismo en que me oigo exclamar: “Otro
tachado.”

La angustia cede. Hay efectos de vivificación, una levedad que me invade en oleadas, y la
alegría, afecto recuperado y que me retorna como pequeños signos en los encuentros con
los otros. Luego de casi diez años vuelvo a escribir poesía diariamente y a escuchar música
nuevamente.

7
Valéry, P., La Pitia.
Hay también lo que cambia en mi práctica: puedo escuchar cada voz como única, ya no
escucho solo lo que alguien dice sino el modo singular en que habla. Me dejo afectar por la
resonancia de las palabras y del silencio.

Los lazos y el trabajo con los demás se torna más placentero, ha perdido su coloración de
carga, su peso de obligación. Hay momentos que devienen oportunidad de celebración.
Puedo además, tanto en mi familia como más allá, correrme del lugar de hac(s)erlo todo.

El deseo retorna en el encuentro con el cuerpo del otro. Digo en sesión: “estoy incendiada.”
El analista casi me grita: qué?!?! Repito: incendiada. La piel arde. El significante ‘fuego’
resuena insensato sin que haya ninguna búsqueda para ligarlo a nada.

La cosa hablada se reduce y la relación al tiempo sufre una especie de aceleración. Presento
un caso en otra ciudad, con un analista que encarnaba para mi una versión del Otro feroz y
voraz. No me es posible atravesar con palabras la opacidad de lo que allí se produce. Sólo sé
que vuelvo a sesión y digo: “mi voz por fin está en mi cuerpo.” Corte. Envío un e-mail: “he
dejado mi encendedor sobre el diván.” Recibo dos palabras que me precipitan a volver
urgentemente: “on fire.”

Vuelvo y digo mi asombro, que emana de mi cuerpo y de mi voz: “si me lo cuentan no lo


creo… No hay nada que corregir, no hay nada que agregar”. Sin saber que lo sería, me voy
de la última sesión y me instalo en el café de siempre. Abro el ordenador y me apronto a
leer las noticias. Estallo de risa y escribo al analista: “Hoy se fotografió por primera vez un
agujero negro. Un anillo de fuego. Vuelvo a decirle adiós.” Así lo hice, y a la mañana
siguiente llamé al Secretariado del Pase.

Cuántas veces había bromeado con la marca que me había hecho adorar en la adolescencia
a Tolkien y su Señor de los Anillos: “Uno… para gobernarlos a Todos” La identificación al Uno
totalizador, que ordena y controla, había dado paso - vía la asunción de lo insoportable - a
otro Uno, más solo y más suelto. Pasaje de un régimen de goce que no puede sino repetir
siempre la misma historia, a un régimen no-todo que incluye el agujero y posibilita que eso
no esté ya escrito, ya allí, es decir, que habilita el encuentro.

En un texto producido en el tramo final lo llamé “Una, jamás la misma.” Una que incluye, no
al Otro, sino a lo Otro, la otredad. “Tractorcito” y “polvorita”, de estos dos S1 con los que me
habían nombrado mi padre y mi madre respectivamente, extraídos en el análisis y
desinflados de su valor de ideal y de mandato, queda la misma fuerza, el mismo fuego. Una
energía ahora sin plomada, brota de ese tajo, disponible para un uso nuevo.

La interpretación Encore

Para Lacan, la interpretación no forma un binario más que con el cuerpo en tanto presencia.
No se trata del inconsciente texto y su interpretación. Este es otro modo de advertir sobre la
confusión entre uno y dos. La topología propia del acto analítico se articula a la función
poética: “el motérialisme, que en su centro encierra un vacío.”8

No había acaso escrito al analista para decirle mi definición de la poesía cuando volví a
practicarla en el umbral del momento de destitución subjetiva? En mis poemas siempre he
escrito sobre los ojos, las ventanas y la muerte. También sobre la palabra y sobre mi ser de
mujer. Hoy se me hace evidente que la poesía es poder escribir sin saber.” El analista agrega:
“sin otro saber que dejarse llevar por el saber de la lalengua.”

La poética capaz de tocar el goce, la interpretación que incide en la economía del parlêtre,
es no la interpretación ‘aún’ [encore] si no la interpretación ‘un/en-cuerpo’ [un/en-corps].
“Un decir que es del orden de un acontecimiento” puede entonces dar lugar a un nuevo uso
del significante que es acción sobre el síntoma, y extingue de él la parte del fuego que sufre
y que daña.

En la entrevista en la que demandé mi entrada al dispositivo del pase, confrontada al


ofrecimiento de hacerlo en otra Escuela en la que podría asegurarse más fácilmente la
disponibilidad de pasadores que hablasen español, me sorprendí respondiendo
decididamente que no. “Será en la NLS. Testimoniaré en el idioma de los pasadores que se
me asignen.” El primero que me escuchó, fue en francés. Jamás había pensado mi historia
en francés; ni mis sueños, ni las fórmulas que el análisis había arrojado. Pues bien, descubrí
que ese pensar no era necesario. El goce de la vida, aquel al que un análisis puede dar
acceso, a diferencia del goce fálico, no tiene palabra ni traducción posible. Se tratará en
todo caso, cada vez, una por una, de dejar que pase…

8
Laurent, E., La interpretación. De la verdad al acontecimiento. Argumento del Congreso de la NLS 2020.

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