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Los dos tonos de una anécdota. Escrito por J. E. Cuervo.

Énfasis en ilustración II

Terror

La noche empapaba el aire fuera del edificio de adoctrinamiento. Hambre y miedo retorcía los los
intestinos de un niño que salió apenas abrieron las puertas huyendo de los matones, los delincuentes
y los ojos extraños que recorrían las calles.
“Al menos en el transmilenio podré ir algo seguro hasta mi casa”, Aunque eran pocas cuadras hasta
llegar a la estación, se sentían tan agobiantes como una procesión, así que aceleró el paso.
Por fin llega, saca la tarjeta de acceso y al ponerla sobre el torniquete: saldo insuficiente.
Las reglas funcionan en su cerebro y si no paga no entra, así que decide intentar caminar. Si el bus
tarda media hora para llegar a mi parada de pronto caminando me demore una hora y media, pensó
en su ingenuidad agarrando la maleta y atravesando la calle.
Y, ¿si me pierdo? Si no camino tendré que acostarme con unos periódicos bajo el puente de la
Caracas, y ¿si me roban?, esos allá me están mirando desde hace rato, y ¿si por estar mirando la
gente mucho paso la calle y me deja pintado en el piso un carro?, hay tanto ruido que me siento
desorientado, y ¿si lo único que falta es que se vaya la luz y mi cuerpo desaparezca en la oscuridad,
sin rastro?
La luz de un semáforo parpadeaba en un intermitente amarillo cuando el viento lo empujay su
instinto lo hace correr hasta caer sin aliento y rasparse las rodillas frente a una estación que
desconocía. ¿Era la lluvia o el llanto lo que caía en su cara? Sonó el celular que creyó apagado. Era su
abuelita. Ya iban por él, pero tenía que esperar. Esperar a que alguien viniera a salvarlo o esperar a
que el destino decidiera su suerte.

Comedia

Hay veces que el antojo le gana a la lógica, así que gastar el dinero del pasaje en una empanada con
un bombombum le pareció buena idea a mi yo de 12 años.
“Me voy caminando por la ruta que hace el transmilenio”, pensé, pero con paticas de pato, un celular
descargado, una maleta más grande que mi cuerpo y un sentido de ubicación distorsionado la verdad
no iba a llegar muy lejos.
Calle arriba, calle abajo, un mal cruce y una estación cuyo nombre no conocía. Oficialmente, estaba
perdido, pero mi orgullo me decía que siguiera hacia adelante hasta que llegara.
Yo pensaba que tenía que caminar en línea recta pero obviaba que los buses daban una curva
cuando la calle 80 se unía con la autopista al Norte. Por suerte, el sexto sentido de las abuelitas hizo
que me llamara en el momento preciso cuando dejé de reconocer del todo dónde estaba, lo que
sacó lágrimas como cascadas.
“Pídale a un policía que lo deje colar” y yo sollozaba diciéndole “No…me va…a llevar… a la
cárcel…”. Le tocó a mi padre ir a recogerme. Cuando me vió, acurrucado y lleno de mocos, no me
dijo nada. Ese día prometí que no me volvería a pasar algo así.
Desde entonces me salto la registradora y no pago pasaje.

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