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Naturaleza y política en Rousseau

Jorge R. De Miguel
(Univ. Nacional de Rosario – Cons. de Investigaciones)

Introducción
La obra política de Jean Jacques Rousseau es acaso, entre los clásicos del pensamiento
moderno, la que se constituye de una manera más deliberadamente crítica de su tiempo. Aunque
el cuestionamiento tiene lugar desde las mismas bases planteadas ya en los comienzos de la
modernidad, sus ideas están cerca de conformar un programa de acción revolucionaria. Esa
pequeña distancia la recorrieron prácticamente los insurgentes franceses de 1789 y los
movimientos por la independencia en el continente americano de finales del siglo XVIII y
principios del siglo XIX. Sin ser su único inspirador, el ginebrino estuvo presente en dichas
rebeliones, en especial, por el tono antimonárquico y libertario de su obra. Junto a la crítica,
Rousseau esboza un modelo alternativo, sin que sea claro, con frecuencia, la frontera que los
separa. Es acaso este propósito bifronte de su labor intelectual, el que la hace caer en aparentes
incoherencias. Cabe interrogarse, sin embargo, si una mayor limpieza metodológica hubiera
contribuido a reflejar mejor la propuesta. Porque tal vez pueda afirmarse que lo que Rousseau
deja es el estudio de los fundamentos de toda sociabilidad, a través de la indagación del modo
social existente y su posible perfeccionamiento. En todo caso, la búsqueda de la "polis" ideal
platónica sin que la crítica opere desde el modelo sino desde lo fáctico. Por eso, interpretando a
Rousseau aparece como más posible conocer su contexto histórico que desde Platón entrever la
ciudad griega. Esta línea argumental, que se procurará descubrir en los distintos niveles de su
obra, muestra además que la comprensión profunda de lo político conlleva la asunción de la
dualidad ser-deber ser, cuyos términos pueden distinguirse pero no suprimirse.

Estado de naturaleza y sociedad civil


Es bien claro que en Rousseau el modo principal de cuestionar la sociedad política es a
través del recurso al estado de naturaleza. Pero a diferencia de otras corrientes jusnaturalistas, su
intención es "purificar" dicho estado, evitando el error en que, a su juicio, han caído aquéllas: la
transferencia al modo de vida natural de ideas que, en verdad, son propias del mundo social.
(DD, Int., p. 207; I, p. 234; CS, I, 2, pp. 11/12; E, V, p. 97) Esta consagración de lo existente que
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habrían operado, entre otros, Hobbes, Puffendorf y Locke, transformándolo en ley natural, los
acercaría, a pesar de ellos, a la doctrina aristotélica. Rousseau, por el contrario, pretende
encontrar el fundamento de la politicidad en principios regulativos de la razón, que permitan
pensar normativamente la realización histórica1 . Su propuesta es, entonces, "dejar a un lado
todos los hechos", es decir, la existencia real, en algún momento del tiempo, de un estado de
naturaleza entre los hombres y conjeturar acerca de él, sobre el devenir del género humano "de
haber quedado abandonado a su suerte". En otras palabras, "separar lo que hay de originario y de
artificial en la naturaleza actual del hombre", aunque dicho estado de pureza no haya existido
jamás. (DD, Int., pp. 207/08; Pref., p.195, 199 y 200).

El derecho natural no puede derivarse, entonces, de la razón, sino de principios


anteriores a ella, expresivos de la naturaleza humana. Rousseau cree que el hombre originario es,
principalmente, un ser sensible, a quien el amor de sí y la piedad mueven a su propio cuidado y al
de los demás. La razón reconoce luego dichos principios, con lo cual se constituyen en ley
natural. Pero para la convivencia natural no es necesaria la reflexión, sino el solo reinado de los
sentimientos, en especial, el de la piedad, que rige como ley en dicho estado. De allí la
importancia del conocimiento del hombre natural, sin lo cual, la especulación racional puede
"ahogar" a la naturaleza. (DD, Pref., pp.198/99; I, pp. 239/40). Es por ello que la educación de
los sentimientos debe prevalecer sobre el ejercicio de la sabiduría para ser virtuoso. Contra la
tradición socrática de la adquisición racional de la virtud, Rousseau, hundido en el siglo de las
"luces", hace un paradójico llamamiento a los educadores, a los que enseñan a sentir, en
oposición a los que han confiado en el pensar como la suprema realización de la naturaleza
humana.

Ahora bien, siendo el hombre en su condición originaria un ser sensible, su libertad, más
que su entendimiento, es lo que lo diferencia de los animales. La conciencia de ser libre muestra
su espiritualidad, capaz de sustraerse a la ley de la necesidad mecánica. Ello explica, además, la
igualdad natural entre los hombres, que es tal, aunque exista una cierta desigualdad fisica. (DD,
Pref., p.194; Int., pp.205/06; I, pp. 219/20; II, p. 287; CS, I, 1, pp.10/11; E, IV, p.93; EP, p.278).

Esta cuestión, a veces desenvuelta con cierta oscuridad por Rousseau, es básica en su
filosofía social. Merecería aclararse, entonces, que lo que los hombres viven inicialmente es la
igualdad en la libertad y en la conciencia de ser libres, distinta de la igualdad inconciente de las

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Dotti, Jorge E., El mundo de Juan Jacobo Rousseau, Buenos Aires, CEAL, 1980, p. 31.

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bestias. Aunque de hecho suceda que un hombre sea sometido por otro, ello obedece a
condiciones circunstanciales, como por ejemplo, inferioridad fisica o necesidad de conservación,
que una vez removidas, restablecen la libertad y la igualdad. Es decir, que de aquel hecho no se
deriva ningún derecho de esclavitud que consagre el mando perpetuo de unos sobre otros. (CS, I,
2, pp.11/12; 3, pp.13/14; 4, p.20).

Ese ser natural dotado de sentimientos no recae, sin embargo, en estado belicoso, como
creía Hobbes. En él, la guerra de todos contra todos se fundamentaba en la malignidad originaria
del hombre, que conducía al desborde de las pasiones sin otra valla que las pasiones de los otros.
Pero para Rousseau, en la condición natural, lo pasional es escasamente activo y el freno está en
su propia constitución. Afirma que el hombre nace bondadoso y que todo su sentir se vuelca a la
autoconservación: el amor de sí y la piedad lo llevan a hacer su bien con el menor mal posible
para otro y a buscar la protección del mal antes que el ataque. (DD, I, p.240; nota 9, p.309; E, II,
p.76). Rousseau piensa en un ser autosuficiente, que de hecho coexiste con otros pero en verdad
no los necesita. De tal manera, espera borrar todo atisbo de sociabilidad en el estado de
naturaleza. Deviene, entonces, una situación pacífica, no porque el hombre no haya desarrollado
aún su potencialidad, sino porque está en el mejor ámbito para expresarla. Allí es cierta la
posibilidad de igualar los deseos y las facultades para satisfacerlos, cuyo desequilibrio torna
miserable a la condición humana. El hombre primitivo es así feliz, ya que su querer no desborda
sus fuerzas naturales, sin que ello signifique hacerlo prisionero de su debilidad. Por el contrario,
se trata de alguien que vive la verdadera felicidad, consistente en el uso de una libertad real, con
la cual se basta a sí mismo; en suma, un ser que "sólo quiere lo que puede y hace lo que le
conviene". (E, II, pp.59,65,66; III, p.86).

El concepto rousseauniano de felicidad dista de ser el desarrollo de la actividad racional,


según prescribía Aristóteles, pero además, permite entrever las condiciones de la vida ética en el
estado de naturaleza. Rousseau parece defender una moralidad natural, basada en los
sentimientos, bajo la máxima de "hacer el bien con el menor mal posible para otro", que se
traduce en una dependencia de las cosas y no de los hombres, como ocurre en la etapa societaria.
(DD, I, p.240; E, II, p.66). Es decir que es posible, entonces, que la libertad engendre una vida
virtuosa a tenor de las inclinaciones naturales y sin el auxilio de la razón. Rousseau se enfrenta
así con su época y con la tradición filosófica, como ya se ha dicho, pero no es menos cierto que
incurre en el error que reprocha a algunas corrientes jusnaturalistas. El principio de "hacer el bien
con el menor mal posible para otro" implica admitir que, aún queriendo ser virtuoso, se puede

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dañar a otro en el estado de naturaleza, y eso es una traslación de condiciones que el propio
Rousseau atribuye a la sociedad civil. Por otro lado, la máxima en sí misma exige racionalidad,
porque de qué otro modo más que con la reflexión podría discernir el hombre natural cuándo su
acción perjudica en mayor o en menor medida a un semejante. Es curioso, además, que esta ética
peculiar pudiera derivar en un estado apacible, cuando se reconoce que no había noción de lo
tuyo y de lo mío ni ninguna idea verdadera de justicia. Rousseau enlaza así propiedad y justicia,
"porque para dar a cada uno lo suyo es preciso que cada cual pueda tener algo". (DD, II, p.260; I,
p.241). Tampoco es posible una relación de obediencia, sea de amo a esclavo o la subordinación
politica, ya que los hombres primitivos no poseen nada y pueden prescindir de los otros: en uso
de su libertad toman lo que transitoriamente necesitan. (DD, I, pp.246/47; CS, I, 4, p.17). Esta
situación, cree Rousseau, hace inútil la ley del más fuerte, pero claro está, siempre y cuando cada
uno pudiera aprovisionarse ilimitadamente sin la ayuda de los demás.

Como toda tesis pactista, la de Rousseau debe responder también el interrogante acerca
de los motivos por los cuales los hombres necesitan acceder a una instancia societaria. Mucho
más si se tiene en cuenta que la descripción operada del estado de naturaleza no parece traslucir
por qué se desearía abandonarlo. Rousseau postula que el paso a la sociedad civil no es en modo
alguno abrupto, sino el fruto de un largo proceso de degeneración de lo natural. Es decir, se
tratan de explicar las causas por las cuales lo social deviene necesario. Si la condición primitiva
aseguraba la felicidad, no queda otra alternativa que defender la idea de que la sociedad adviene
luego de una etapa en que aquella condición se "desnaturaliza". Ese camino que recorre el
hombre primitivo, desde una vida de puras sensaciones, dominada por el deseo de conservar la
propia existencia, hasta la formación de la noción de propiedad (DD, II, pp.248 a 269), revela
varios flancos críticos de la teoría rousseauniana. Todo el proceso parece representar el
desenvolvimiento de la naturaleza del hombre, progresando a través de un sendero hacia su
propia destrucción, sin que se entienda entonces, por qué es válido oponerla a la sociedad civil.
¿Cómo podría el hombre esquivar semejante degeneración si es restituído al orden natural?
Rousseau explica que diversas necesidades llevan a los hombres a tener conciencia de ciertos
intereses comunes y, a la vez, a la solidificación de lo particular: nacen las familias y las
naciones, unidas por costumbres y caracteres similares. Del requerimiento de consideración de
los demás derivan ciertos deberes civiles, cuyo incumplimiento genera venganzas y
enfrentamientos. Esta sociedad incipiente, cercana al "hombre lobo del hombre" hobbesiano,
marca ya un alto grado de distanciamiento del estado primitivo. Sin embargo, Rousseau entiende

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que se ha arribado a un "justo medio" entre la indolencia de la etapa originaria y la desmedida


ambición individualista que se muestra en lo social. Este estado pre-societario, con ciertos rasgos
de moralidad, aunque sin leyes ni jueces convenidos, es juzgado por Rousseau como la época
más feliz, "la verdadera juventud del mundo", a partir de la cual se perfecciona el individuo, pero
se degrada la especie.

Lo que el ginebrino no termina de demostrar es la razón por la cual el progreso alcanza


allí su cúspide moral y, por tanto, debiera detenerse: por qué no antes, cuando no existían
compromisos mutuos, o por qué no después, cuando dicha comunidad evolucione. Rousseau
quiebra arbitrariamente la línea de continuidad: sólo "algún funesto azar", explica que el hombre
haya querido dejar esa situación tan favorable. Tal estado ha tenido vigencia histórica, ya que los
salvajes, en opinión de Rousseau, han sido hallados, por lo general, en ese punto de su desarrollo.
La pretensión de este argumento es la de hacer una confirmación fáctica, recurso que en su
momento no creyó útil para sustentar la hipótesis de una condición primitiva, "que tal vez nunca
haya tenido lugar". Estos saltos metodológicos son indicios de las dificultades con que Jean
Jacques se encuentra para explicar el advenimiento de la sociedad civil. Otro ejemplo de ello
aparece cuando afirma que aquel "funesto azar" está representado por la gran innovación
tecnológica que producen la metalurgia y la agricultura. El hierro y el trigo son el arquetipo de la
civilización y, a la vez, de la destrucción del género humano. Por ello, los pueblos americanos,
que desconocían tales recursos, se mantuvieron mucho más tiempo que los europeos en estado
salvaje. La explotación de las minas y de las tierras genera, entonces, en un remedo de las
observaciones platónicas, la necesidad del hombre de contar con los demás, produciendo más
allá de sus requerimientos individuales. Es el momento en que desaparece la igualdad natural y, a
tenor del trabajo, se introduce la propiedad, el derecho a disponer del producto y,
subsiguientemente, del suelo.

Este punto reviste singular trascendencia por los efectos que de él se derivan, pero es
preciso recordar que la significación dada por Rousseau al derecho de propiedad no es,
ciertamente, unívoca. En el Discurso sobre el origen de la desigualdad, la propiedad es
presentada como el motor de la oposición de intereses entre ricos y pobres, que deviene en un
estado de conflicto entre la posesión del primer ocupante y el derecho del más fuerte. Este nuevo
estado de guerra, a diferencia de la situación pre-propiedad ya descripta, se funda en la disputa
por los bienes materiales. La sociedad civil se origina, entonces, por la necesidad que tienen los
más beneficiados con la riqueza de evitar los riesgos de su conservación, a través de un derecho

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de propiedad reconocido por todos y no apoyado en la sola fuerza. Desde allí, los pobres
quedaron sojuzgados "creyendo asegurar su libertad", el derecho sucedió a la violencia, la
naturaleza fue sometida a la ley y el pueblo se decidió "a comprar una tranquilidad ideal al precio
de una felicidad real". Este "engaño" obliga a pensar, según Rousseau, que la mayoría de los
hombres no pudo haber acordado perder el único bien que poseía, la libertad, sino que, por el
contrario, es preciso adoptar como máxima fundamental del derecho político que los pueblos se
dieron jefes para defender esa libertad y no para esclavizarse. (DD, Int., p.206; II, pp.263 a 269,
274 y 278). En consecuencia, la tesis del Discurso es que la propiedad engendra la desigualdad y
tiñe de un conflicto permanente a la sociedad civil: la pérdida de unos implica la prosperidad de
otros; el acrecentamiento de la riqueza de algunos hace la sumisión de otros. (DD, II, p. 266; nota
9, pp.309/12).

Escasamente conciliable con esta posición es la perspectiva adoptada en el artículo


Economía Política, donde Rousseau parece adscripto al liberalismo de John Locke: la sociedad
civil ha sido organizada para asegurar, además de la vida y la libertad de sus miembros, la
propiedad particular, que le es anterior; el derecho de propiedad es el más sagrado de los
derechos de los ciudadanos y, desde cierto punto de vista, más importante que la libertad misma,
ya que es la verdadera garantía del compromiso que existe entre ellos. (EP, pp.279, 283, 293/94).
La desigualdad inherente a la idea de propiedad se ha ocultado bajo una consideración genérica
de los miembros de la sociedad como "ciudadanos" y no como ricos y pobres. El desorden de la
sociedad no está motivado por la propiedad, sino por "los cambios constantes de estado y de
fortuna entre los ciudadanos", que pueden ser regulados por una "justa y sabia" economía, capaz
de conciliar la necesidad de conservación del Estado y el derecho de propiedad de los
particulares. (EP, pp. 294/95).

Estos criterios son perfeccionados en El Contrato Social, en el que Rousseau abandona


la idea de que la propiedad genera la desigualdad y es fuente de todos los males de la sociedad. Si
bien reitera que en el estado de naturaleza sólo existe la simple posesión, derivada de la fuerza o
del derecho del primer ocupante, pero que sólo se convierte en un titulo positivo de propiedad al
crearse, a través del contrato, la sociedad civil, ello no supone la destrucción de la igualdad
natural. Por el contrario, paralelamente, el pacto instituye una igualdad moral, de derecho, que
viene a reemplazar la desigualdad física dada por la Naturaleza. La sociedad no adviene, pues,
únicamente por las necesidades de los ricos, sino también por todos los demás móviles que
llevan a los hombres a procurar su conservación y mejorar su condición. Por el pacto los hombres

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entregan todo a la comunidad, incluso sus bienes, a los que recuperan como depositarios y
legítimos propietarios con el derecho de ser respetados por todos los demás miembros de la
sociedad. La diferencia de riqueza del estado de naturaleza deviene en una igualdad jurídica, que
sólo cuando la sociedad está mal gobernada se hace ilusoria y, por tanto, se mantiene la
usurpación del poderoso o del primer ocupante y la miseria de los demás. Pero en verdad, "el
estado social sólo es ventajoso a los hombres en tanto que todos tienen algo y ninguno de ellos
tiene nada en demasía". (CS, I, 8-9, pp.27/31; nota 4, p.290). La propiedad no resulta, pues, de un
fraude, sino que aparece como una conquista jurídica que todos están interesados en defender. El
estado civil asegura ahora a cada uno, incluso a los que menos tienen, un efectivo derecho a la
riqueza, que era ilusorio en el estado de naturaleza.

Es probable que el pensamiento más maduro reflejado en El Contrato Social, en el que


su autor desea fijar los principios del derecho político, avale la pretensión de considerarlo la
posición teóricamente más válida de Rousseau. Sin embargo, las diferencias que se aprecian con
el resto de su obra parecen provenir, más que de un cambio de concepciones, de la confusa
presentación que con frecuencia hace Rousseau de los planos del ser y del deber ser social. Su
intención de fijar principios suprapositivos a partir de los cuales juzgar el derecho vigente (E, V,
p. 97), se mezcla con la consideración de este último y de la efectiva realidad de su tiempo.

La doctrina de El Contrato Social establece que el paso al estado civil es sumamente


beneficioso para el hombre. Además de lo ya referido sobre la propiedad y la igualdad, alcanza la
justicia y la moralidad, al hacer prevalecer su razón antes que sus inclinaciones. Si bien abandona
la libertad natural, adquiere la libertad civil, limitada por la ley, pero resguardada de la fuerza de
los poderosos. (CS, I, 8, pp.26/28; II, 4, p.39). Pero otra cosa es si se mira el estado actual de la
civilización y el derecho. Al reaparecer los abusos que hicieron necesario el contrato en la propia
sociedad civil, aquellos principios se tornan vanos e ilusorios. Una vez más triunfa la fuerza,
pero ahora consagrada legalmente, bajo el fulgor de las "luces". Así retornan los vicios de la
naturaleza, por lo que se impone un regreso a las virtudes naturales, sin cuya presencia en el
corazón del hombre, la sociedad está condenada a la decadencia. (DD, nota 9, pp.313/16; E, IV,
p.93; I, pp.5, 8/9, 13; II, pp.64, 66; CS, I, 1, p.10).

El contrato social y la voluntad general


Delineada la sociedad civil, es preciso mostrar el fundamento de la legitimidad de la
autoridad política. Siguiendo el mismo criterio utilizado hasta ahora, la mera existencia del poder

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no debe confundirse con su legitimación, esto es, se trata de indagar las condiciones bajo las
cuales se erige el gobierno de manera de visualizar en qué consisten sus abusos.

Siendo que nadie puede alegar un título natural de dominio sobre otro, ni la sola fuerza
produce derecho, como se ha visto, la base de la autoridad sólo puede estar dada por las
convenciones, a través de las cuales, los hombres se obligan voluntariamente a someterse a otros.
(CS, I, 4, pp. 14/15). Aunque la elaboración más importante se encuentra en El Contrato Social,
la tesis pactista de Rousseau ya aparece esbozada en obras anteriores. En el Discurso se muestra
que por el contrato se conforma una solo voluntad, un "yo común", que en el artículo Economía
Política se llamará "voluntad general". El pacto, que viene precedido por una etapa también
convencional en la que, aparentemente, la autoridad política reside en la comunidad toda,
instituye magistrados depositarios del poder público. (DD, II, pp. 268/69, 274/76; EP, pp.281,
299). Aunque ya están presentes en el pacto las condiciones de revocabilidad y de limitación del
gobierno, se trata, principalmente, de un contrato de sumisión. En cambio, la doctrina elaborada
en El Contrato Social es que el mismo establece la asociación política y que el acto por el cual
un pueblo se da un gobierno no es un nuevo contrato, sino una ley, una manifestación de la
voluntad general creada por la convención fundamental. (CS, I, 5, p.21; III, 16 y 18, pp.101 y
103). Rousseau se distingue así del jusnaturalismo de Puffendorf y su teoría del doble contrato,
de asociación y de sumisión, y de otras corrientes para las cuales la constitución de la sociedad
civil coincide con la del gobierno.

La diferenciación del momento asociativo y el momento de la autoridad le habría


dificultado a Rousseau la fundamentación de que la soberanía permanece en totalidad en manos
de los ciudadanos, si no hubiera recurrido a la idea de que lo que se instituye por el pacto no es
un gobierno sino la voluntad general. El cuerpo político así constituído permite que cada uno se
entregue a los demás, pero mantenga su libertad, ya que no obedece más que a sí mismo. (CS, I,
6, pp. 21/23). Soberano y pueblo coinciden en una solo persona, y ello es la garantía de que el
Estado pueda alcanzar el bien común. (DD, "A la República de Ginebra", p. 181; CS, II, 1, p.32).

La tendencia a considerar la oposición de intereses como perjudicial a la comunidad


política, une a ciertas corrientes modernas con el planteo clásico de la "polis" ética. También se
aprecia en Rousseau: si no hay al menos un punto de acuerdo, ninguna sociedad podría existir.
(CS, II, 1, p.32). La duda es hasta qué punto ese "yo común" soporta el disenso, o bien, cuál es el

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Jorge R. De Miguel – Naturaleza y política en Rousseau

límite de la tolerancia de los ciudadanos que al no concordar con la voluntad general son
considerados como equivocados. (CS, IV, 2, pp. 109/10).

Es conocido que Rousseau se cuida de no hacer aparecer la voluntad general como un


monstruo demoledor del individuo: el soberano no es un amo; antes bien, representa lo igual de
los ciudadanos. (CS, II, 1, pp. 32/33). Pero para que esa relación haga subsistir la libertad,
Jean-Jacques ha debido consentir un desdoblamiento del hombre social: en tanto hombre, su
voluntad particular puede ser contraria o diferente a la voluntad general; en tanto ciudadano, su
querer es el querer común. (CS, I, 7, p.25). Allí donde los hombres vean una oposición de
intereses con la voluntad general, es indicio de que pretenden hacer prevalecer su interés privado
y que ella está tomada como suma de voluntades individuales. La particularidad tiene un estatuto
"sui generis" en la sociedad civil: vale mientras quiera por sí pero no le es dado asociar opiniones
comunes. (CS, II, 3, pp. 35/36; IV, 1, p.106; EP, pp. 281/82). Es decir, la voluntad general
subsiste si cada uno es plenamente independiente de otro. La dualidad hombre-ciudadano y la
tensión voluntad general-voluntad particular crean una atmósfera teórica tal como para que
convivan en ella liberales demócratas y totalitarios. Es cierto que Rousseau está lejos, sin
embargo, de justificar un poder absoluto: el soberano es el pueblo como voluntad general y el
pacto no puede ser más que revocable, puesto que no se crea un superior, sino que las partes son
sus propios jueces. (DD, II, p.276; CS, III, 18, p.105).

Ley, gobierno y Estado


La forma política con la cual una sociedad se gobierna deriva de una ley, como se ha
dicho, una manifestación primera de la voluntad general. De allí la importancia que adquiere la
legislación en la sociedad civil: pone en movimiento la voluntad del cuerpo político. (CS, II, 6,
p.42). Rousseau está convencido de la supremacía que debe tener la ley en un Estado bien
constituído, pero a condición de que el poder legislativo sea común a todos los ciudadanos y la
ejecución se encuentre confiada a los magistrados. (DD, "A la República de Ginebra",
pp.183/84). De modo que la ley articula la peculiar relación entre la voluntad general y el
gobierno. La jerarquía de la ley humana viene dada por el hecho de que establece la obligatoria
reciprocidad del derecho y la sanción por el incumplimiento correspondiente. A partir del pacto,
la justicia universal, originada en Dios, pero de insegura aplicación en el estado de naturaleza,
deviene en una legalidad convenida, que no por ello desconoce a aquélla. Es el pueblo el que
estatuye sobre sí mismo. (CS, II, 6, pp.42/43; EP, pp. 283/84).

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El jusnaturalismo de Rousseau desea evitar así que el gobernante se apoye en un orden


supratemporal; es un mandatario de la voluntad general. Pero a la vez, sortea la obligada
referencia a un derecho natural, ya que la ley humana como acto de la voluntad general es
siempre justa, "puesto que nadie es injusto hacia sí mismo". (CS, II, 6, p.44; nota 9, p.291).
¿Cómo es posible entonces constituir una voluntad general infalible? Rousseau responde
recurriendo al argumento -por cierto poco convincente- de la necesidad de un legislador de
inteligencia superior que, sin embargo, luego no se constituya en autoridad. (CS, II, 7, pp.45/49).
Al decir de Dotti, esta "mediación extrarracional", comparable al "infalible pedagogo", es una
verdadera "demiurgia" social, capaz de remediar las limitaciones humanas y recuerda, como en el
caso del recurso al azar en el estado de naturaleza, la caída teórica en incoherencias llamativas2.

Las leyes que específicamente contemplan la relación del soberano consigo mismo, del
todo con el todo, son las "leyes fundamentales", puesto que originan el Estado. Es obvio que, por
la naturaleza del contrato social, dicha legislación es revocable por el pueblo. Con todo,
Rousseau declara que la verdadera constitución proviene de las normas de la costumbre y de la
opinión, recinto del espíritu con el cual se instituye un pueblo. (CS, II, 12, pp.59/61). Además de
la desconfianza en que la legislación escrita exprese la genuina razón de la voluntad general,
acaso Rousseau confíe en la presencia de un derecho consuetudinario, que al ser menos
quebrantable, asegure un orden social más sólido.

El gobierno, a su vez, no debe ser confundido con el Estado. Rousseau lo identifica con el
poder ejecutivo, la fuerza que pone en acción la voluntad general. Esta configura un poder
legislativo, que es el pueblo mismo, no un conjunto de representantes, ya que la soberanía no
puede ser representada. El gobierno es así la mediación entre el Estado y el soberano, que no
existe más que por el soberano, al tiempo que el Estado existe por sí mismo, es decir, es
resultado del pacto. El Príncipe no dispone de una voluntad particular oponible al pueblo. Su
fuerza es la fuerza pública, la de la voluntad general, que se destina a la conservación del Estado.
(CS, III, 1, pp.61/62, 66; 15, p.98; EP, p.283).

La forma de gobierno adecuada a esta descripción no puede ser una democracia del tipo
ateniense, ya que en ella gobierno y soberano son una misma persona. Más bien, se acerca a una

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Dotti, Jorge E., El mundo de Juan Jacobo Rousseau, p. 32. Según Chevallier, aunque Rousseau invoque
directamente a Moisés, Solón y Licurgo como modelos de legisladores, es probable que esté pensando en Calvino en
la “Ciudad-Iglesia” de Ginebra. (Chevallier, Jean-Jacques, Los grandes textos políticos, trad. Antonio Rodríguez
Huéscar, 7ª. ed., Madrid, Aguilar, 1979, p. 159).

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aristocracia o a una monarquía. Rousseau se inclina por la primera, en su modalidad electiva, por
considerar que a la ventaja de la distinción de los dos poderes, se suma el origen por elección,
que obliga a exponer los respectivos méritos. La monarquía, en cambio, entraña el riesgo de que
una persona colectiva, el gobierno, expresada en un individuo, caiga presa fácilmente de los
intereses particulares. (CS, III, 4, 5 y 6, pp.71/83).

Ahora bien, más que la consideración de las formas de gobierno, es revelador del fondo
del pensamiento rousseauniano la idea de que existe un vicio inherente a la constitución del
cuerpo político: la oposición príncipe-soberano y su tendencia a la opresión del segundo por el
primero. Esto se consuma cuando el gobierno usurpa la soberanía; el resultado es la ruptura del
pacto social, de la obligación política, y la consiguiente vuelta de los ciudadanos a su estado de
libertad natural. (CS, III, 10, pp.90/92). Lo que quiere decir Rousseau es que la confianza en
disponer de Estados bien constituídos que, aunque "mortales", sean de vida longeva, está
depositada en la autoridad soberana, no en un buen gobierno. Tampoco supone contar sólo con
buenas leyes, sino con un poder legislativo que no se delegue en diputados, donde los ciudadanos
tengan lo público como su asunto principal. (CS, III, 11 a 15, pp.92/98). Esto último restaura la
noción clásica de la democracia directa, pero bajo la forma de una crítica explícita al sistema
representativo. ¿Era necesario disociar este tipo de constitución de la que se expresa a través de
la voluntad general? ¿No puede existir una manera de conciliarlas en un gobierno parlamentario
representativo de la soberanía popular? La historia ha demostrado que es posible, pero a favor de
Rousseau hay que reconocer que una instancia soberana no coincidente con el gobierno ha sido la
mayor garantía contra los despotismos.

Referencias
Obras de J.J. Rousseau:
DD: Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres, en J. J. Rousseau,
Del Contrato Social – Discursos, trad. Mauro Armiño, Madrid, Alianza, 1980, pp. 177-287 y 301-
334.
CS: Del Contrato Social o Principios del Derecho Político, en J. J. Rousseau, Del Contrato Social –
Discursos, pp. 5-141 y 289-297.
EP: “De L ’Economie Politique” (artículo publicado en la Enciclopedia) en Oeuvres Completes de Jean-
Jacques Rousseau, T. III, Paris, Hachette, 1908, pp. 278-305.
E: Emilio o de la Educación, en J. J. Rousseau, Emilio y otras páginas (selección), trad. José Marchena
y Jorge E. Dotti, Buenos Aires, CEAL, 1982, pp. 5-98.

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