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Cual hombre que camina solo y en las tinieblas, resolví andar tan lentamente y usar tanta circunspección en

todas las cosas que, aunque avanzará muy poco, me guardaría bien por lo menos de caer. Ni siquiera quise
comenzar desechando totalmente ninguna de las opiniones que hubieran podido deslizarse otro tiempo en mi
creencia sin haber sido introducidas por la razón, hasta después de haber pasado bastante tiempo haciendo el
proyecto de la obra que emprendía y buscando el verdadero método para llegar al conocimiento de todas las
cosas de que mi espíritu fuera capaz.
Siendo más joven había estudiado, dentro de la filosofía, un poco de lógica y un poco el análisis de los
geómetras y el álgebra, tres ciencias que parecían poder contribuir a mi búsqueda de la verdad. Sin embargo, al
examinarlas, advertí que, respecto de la lógica, sus silogismos y la mayor parte de sus instrucciones sirven para
explicar a otro las cosas que uno ya sabe (o aun, como el arte de Raimundo Lulio, para hablar sin juicio de
aquellas que uno ignora) que para aprenderlas. Y aunque realmente contenga preceptos muy buenos, están
mezclados con tantos otros que son nocivos y superfluos; de modo que separarlos es casi tan difícil como sacar
una Diana o una Minerva de un bloque de mármol todavía sin esbozar. Luego, respecto del análisis de los
antiguos y del álgebra de los modernos (aparte de que se aplican a materias muy abstractas y que no parecen de
utilidad alguna), el primero está siempre supeditado a la consideración de las figuras que no puede ejercitar el
entendimiento sin cansar mucho la imaginación; y, en la última, uno está sometido a tantas reglas y a tantas
cifras, que se ha hecho de ellas un arte confuso y oscuro que entorpece el espíritu en lugar de ser una ciencia que
lo cultive.
Todo lo anterior fue la causa de que yo pensara que era preciso buscar otro método que, abarcando las ventajas
de esos tres, estuviera exento de sus defectos. Y como la multitud de leyes sirve a menudo de excusa para los
vicios, de suerte que un Estado está mejor regido cuando, teniendo pocas, se observan estrictamente; así, en
lugar de ese gran número de preceptos de que se compone la lógica, creí que me bastarían los cuatro siguientes,
a condición de que tomara una firme y constante resolución de no dejar de cumplirlos ni una sola vez.
El primero consistía en no admitir jamás nada por verdadero que yo no conociera que evidentemente era tal; es
decir, evitar minuciosamente la precipitación y la prevención, y no abarcar en mis juicios nada más que lo que se
presentara tan clara y distintamente en mi espíritu que no tuviera ocasión de ponerlo en duda. El segundo, en
dividir cada una de las dificultades que examinara en tantas partes como fuera posible y necesario para mejor
resolverlas. El tercero, en conducir por orden mis pensamientos comenzando por los objetos más simples y más
fáciles de conocer, para subir poco a poco, como por grados, hasta el conocimiento de los más compuestos, y
suponiendo un orden aun entre aquellos que no se preceden naturalmente unos a otros. Y el último, en hacer en
todo enumeraciones tan completas y revisiones tan generales que tuviese la seguridad de no omitir nada. No sé
si deba relatar las primeras meditaciones que hice, pues son tan metafísicas y tan poco conocidas que tal vez no
serían del agrado de todo el mundo. Y, sin embargo, para que pueda juzgarse si los cimientos que tomé son
bastantes firmes, de algún modo me veo obligado a hablar de ellas.
Hacía mucho tiempo que, respecto de las costumbres, había advertido que a veces es bueno seguir opiniones que
sabemos muy inciertas, como si fueran indudables, como ya hemos dicho antes; pero, como ahora sólo deseaba
dedicarme a la investigación de la verdad, pensé que era preciso que hiciera todo lo contrario y que rechazara
como absolutamente falso todo aquello en que pudiera concebir la menor duda, a fin de ver si después de eso no
quedaría algo en mi espíritu que fuera completamente indudable. Así, a causa de que nuestros sentidos nos
engañan a veces, quise suponer que no hay nada que sea como ellos nos lo hacen imaginar. Y puesto que hay
hombres que se equivocan razonando, aun respecto de las más simples materias de la geometría, y cometen en
ellas paralogismos, juzgando que yo estaba expuesto a errar como cualquier otro, rechacé como falsas todas las
razones que antes había tomado por demostraciones. Y, por último, considerando que todos los mismos
pensamientos que tenemos estando despiertos, nos pueden venir también cuando dormimos, sin que haya
entonces ninguno que sea verdadero, me resolví a fingir que todo lo que alguna vez me había penetrado en el
espíritu, no era más verdadero que las ilusiones de mis sueños. Mas, inmediatamente después, me fijé en que,
mientras yo quería pensar así que todo era falso, era preciso que yo, que lo pensaba, fuera algo. Y advirtiendo
que esta verdad Pienso, luego existo, era tan firme y segura que no podían conmoverla todas las más
extravagantes suposiciones de los escépticos, juzgué que podía admitirla sin escrúpulo como el primer principio
de la filosofía que yo buscaba.

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