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1.

A los cristianos asediados [en Caffa] les parecía que se disparaban flechas desde
el cielo para herir y humillar el orgullo de los infieles, que morían rápidamente en con
señales en sus cuerpos y abscesos en sus articulaciones y en diversas partes, seguidos de
fiebre pútrida; los consejos y la ayuda de los médicos no servían de nada. En vista de
ello, los tártaros, agotados por aquella enfermedad pestilencial y derribados por todas
partes como golpeados por un rayo, al comprobar que perecían sin remedio, ordenaron
colocar los cadáveres sobre las máquinas de asedio y lanzarlos a la ciudad de Caffa. Así
pues, los cuerpos de los muertos fueron arrojados por encima de las murallas, por lo que
los cristianos, a pesar de haberse llevado el mayor número de muertos posibles y
haberlos arrojado al mar, no pudieron publicarse ni protegerse de aquel peligro. Pronto
se infectó todo el aire y se envenenó el agua, y se desarrolló tal pestilencia que apenas
consiguió escapar uno de cada mil.
Gabriele de Mussis (publicado por O.J. BENEDICTOW, La Peste Negra, p. 80)

2. En aquel momento, unos estudiantes que llegaron de Bolonia a Bohemia vieron


que en la mayoría de las ciudades y castillos por donde pasaron quedaban pocas
personas vivas, y que en algunos de ellos habían muerto todas. Además, en muchas
casas, quienes habían escapado con vida se hallaron tan debilitados por la enfermedad
que nadie era capaz de dar a otro un trago de agua ni ayudarle de ninguna manera, por
lo que pasaron el tiempo sumidos en una gran aflicción y angustia. Los sacerdotes que
administraban los sacramentos a los enfermos y los médicos que les proporcionaban
medicinas fueron también infectados y murieron. Así, muchos dejaban esta vida sin
confesión y sin los sacramentos de la Iglesia, pues los sacerdotes habían fallecido. Por
lo general, se abrían fosas grandes y anchas en las que se sepultaban los cuerpos de los
muertos. En muchos lugares, el aire estaba más infectado y era más letal que la comida
envenedada, debido a la corrupción de los cadáveres, pues no quedaba nadie para
enterrarlos. Además, de los mencionados estudiantes regresó sólo uno, y todos sus
compañeros murieron en el viaje.
Crónica de Praga (publicado por O.J. BENEDICTOW, La Peste Negra, p. 301)

3. En el año de gracia de 1349 ... una gran epidemia mortal se extendió por todo el
mundo, empezando por las zonas del sur y del norte, y acabando con una ruina tan
devastadora que apenas sobrevivieron un puñado de hombres. Las ciudades, antes
densamente pobladas, se quedaron sin habitantes, y la intensidad de la plaga creció tan
rápidamente que los vivos apenas podían enterrar a los muertos ... Una enfermedad
atacó al ganado; después se malograron las cosechas; más tarde la tierra se quedó sin
trabajar por falta de agricultores, que habían sido aniquilados. Y a estos desastres siguió
tal miseria que, después, jamás el mundo ha vuelto a tener la oportunidad de regresar a
su estado anterior.
(Thomas Walsingham, Historia Anglicana)
4. Digo que ya habían los años de la fructífera encarnación del Hijo de Dios llegado
al número de mil trescientos cuarenta y ocho, cuando la ciudad de Florencia, noble entre
todas las de Italia, fue pasto de una mortífera peste. La cual, bien por la fuerza de los
cuerpos astrales, o bien por nuestros inicuos actos, en virtud de la justa cólera de Dios,
fue enviada a los mortales para corregirnos, después de que durante algunos años se
había enseñoreado de las regiones orientales, en las que había cobrado innumerables
vidas y desde donde sin detenerse en lugar alguno, prosiguió de forma devastadora
hacia Occidente, extendiéndose continuamente.
No valían contra ella previsión ni providencia alguna, como el que limpiasen la
ciudad operarios nombrados al efecto o prohibir que los enfermos entrasen en la
población, o dar muchos consejos para preservar la salud, o hacer no una sino varias
veces al día humildes rogativas a Dios en procesiones u otras formas piadosas.
En cualquier caso, lo cierto es que, al comenzar la primavera del año
mencionado, comenzaron a manifestarse los dolorosos efectos de la pestilencia. Pero no
obraba como en Oriente, donde el verter sangre por la nariz era signo seguro de muerte,
sino que aquí, al empezar la enfermedad, les nacían a las hembras y varones en las
ingles y en los sobacos unas hinchazones que algunas veces alcanzaban el tamaño de
una manzana o de un huevo. La gente común daba a estos bultos el nombre de bubas. Y,
en poco tiempo, estas mortíferas inflamaciones cubrían todas las partes del cuerpo.
Luego, los síntomas de la enfermedad se trocaban en manchas negras o lívidas en
brazos, muslos y demás partes del cuerpo, bien grandes y diseminadas o apretadas y
pequeñas. Así, la buba primitiva, se convertía en signo inequívoco de futura muerte,
tanto como estas manchas.
Para curar esta enfermedad no parecían servir los consejos de médicos ni
medicina alguna, bien porque la naturaleza del mal no lo consintiera, o bien porque se
desconocía por la medicina el origen del mal y la forma de atajarlo. Así, no sólo eran
pocos los que curaban, sino que casi todos los afectados, al tercer día de la aparición de
los citados signos, o bien un poco después, morían sin fiebre alguna ni otro accidente.
(G. Boccaccio, El Decamerón (Introducción a la Primera Jornada)
5. Hubo aquel año una intensa hambre en casi toda la Galia. Muchos hombres
hicieron pan con pepitas de uva, con candelillas de avellano, algunos incluso con raíces
de helecho prensadas; las ponían a secar y las molían, mezclándolas con un poco de
harina. Otros muchos hacían lo mismo con la maleza de los campos. Los hubo que,
careciendo por completo de harina, cogían hierbas y las comían, con lo que se
hinchaban y sucumbían.
San Gregorio de Tours, Historia Francorum, VII, 45
Montanari hambre y abundancia, p. 14

6. [Año 591]. Hubo una gran sequía que dejó los pastos sin hierba. A causa de ello
se propagó en el ganado y los rebaños un agrave epidemia que se llevó casi todas las
reses. No sólo afectó a los animales domésticos, sino también a las distintas especies de
animales salvajes. En los bosques, en las zonas más inaccesibles, se encontraron los
despojos de muchos ciervos y otros animales.
San Gregorio de Tours, Historia Francorum, X, 30
Montanari hambre y abundancia, p. 36

7. [1032-1033] El hambre empezó a propagarse por doquier, amenazando de muerte


a casi toda la humanidad. Las condiciones climáticas estaban tan alteradas que nunca
llegaba el momento oportuno para sembrar ni el tiempo apropiado para cosechar, sobre
todo a causa de las inundaciones... la tierra estaba tan empapada por las continuas
lluvias que en tres años seguidos no se pudo labrar un solo surco que permitiese
sembrar. En la época de la cosecha, las malas hierbas y la perniciosa cizaña cubrían los
campos de labor. Allí donde la cosecha era mejor, un moyo de simiente al cosechar
rendía cinco celemines [es decir, menos de lo sembrado], y de esos cinco celemines
apenas se podía obtener un puñado de grano. Esta carencia vindicativa se originó en
Oriente, y tras devastar los territorios griegos llegó a Italia para propagarse luego por
Galia y llegar finalmente hasta el último rincón de Inglaterra. Todas las capas sociales
sufrieron el azote de la falta de comida; los ricos desfallecían de hambre lo mismo que
los pobres, y las exacciones de los poderosos cesaron debido a la indigencia general. Si
se llegaba a vender algo de comida, el vendedor podía alzar el precio a su antojo,
encontrando siempre compradores... Mientras tanto, la gente después de haber acabado
con los cuadrúpedos y las aves, sintiendo el terrible mordisco del hambre, empezó a
comer los animales muertos y otras porquerías. Hubo quien trató de matar el hambre
comiendo raíces silvestres y plantas acuáticas, pero fue en vano: la ira vengadora de
Dios no daba tregua...
En aquel tiempo - ¡oh, desdicha!- la furia del hambre obligó a los hombres a
devorar carne humana, algo de lo que en el pasado apenas se había oído hablar. Los
caminantes eran atacados por hombres más fuertes que ellos, descuartizados, asados u
devorados. Muchos de los que se desplazaban a otros lugares huyendo de la inanición
fueron degollados por la noche en las casas donde se alojaban, sirviendo de sustento a
sus hospedadores. Muchas personas atraían a los niños con el señuelo de una fruta o un
huevo, los llevaban a un lugar apartado, los asesinaban y se los comían. En
innumerables lugares hasta los cadáveres fueron desenterrados y devorados para aplacar
el hambre. Tanto se prolongó esa furia malsana, que el ganado suelto estaba más seguro
que el hombre...
Raúl Glaber, Hisoriae, IV, 10
Montanari hambre y abundancia, p. 48-49
8. [Flandes, 1316] ... Y el pueblo comenzó en muchos lugares a comer poco pan,
porque no había y muchos mezclaban como podían las habas, cebadas, arvejas y todos
los granos que conseguían, y hacían con todo un pan que luego comían. A causa de las
intemperies y del hambre tan atroz, los cuerpos comenzaban a debilitarse y las
enfermedades a desarrollarse y resultó de ello una mortandad tan fuerte que ningún ser
entonces vivo había visto jamás nada parecido o había oído hablar de algo igual. Yo
certifico que en Tournai morían cada día tantas personas, hombres y mujeres,
pertenecientes a las clases dirigentes, medias y pobres, que el aire estaba, por así
decirlo, completamente corrompido... Pobres mendigos morían en gran número en las
calles, sobre los estercoleros y por todas partes...
(Chronique et annales de Gilles le Muisit, abbé de Saint-Martin de Tournai)

9. Las paredes de todas las casas son de lubinas, salmones y arenques, y en los
tejados el armazón de esturiones, las tejas jamones y los cabios salchichas... De trozos
de carne asada y paletillas de cerdo están rodeados todos los trigales; por las calles se
asan grandes ocas, y ellas mismas se dan vuelta, y son seguidas de cerca por una blanca
salsa de ajo; y os digo que por doquier, por los senderos y calles, se encuentran mesas
servidas con blancos manteles: todos los que lo desean pueden comer y beber
libremente en ellas; sin prohibición ni oposición cada cual toma lo que desea, pescado o
carne, y quien quisiere llevarse un carro lleno podría hacerlo... Y es sacrosanta verdad
que en ese bendito país corre un río de vino... la mitad vino tinto, del mejor que se
pueda hallar en Beaune o ultramar, y la otra mitad vino blanco, del más generoso y
exquisito que se haya dado nunca en Auxerre, La Rochela o Tonnerre
Fabliaux. Racconti comici medievali, ed. G.C. Belleti, 1982, n IX
[Montanari hambre y abundancia, p. 96-97]

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