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José Benito Cabaniña

OCTUBRE 2023
CON ÉL
Una meditación para orar cada día con el
evangelio de la Misa

PALABRA
© José Benito Cabaniña, 2023
© Ediciones Palabra, S.A., 2023
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ÍNDICE

1 de octubre. Domingo
2 de octubre. Lunes. Santos Ángeles Custodios
3 de octubre. Martes
4 de octubre. Miércoles
5 de octubre. Jueves
6 de octubre. Viernes
7 de octubre. Sábado. Virgen del Rosario
8 de octubre. Domingo
9 de octubre. Lunes
10 de octubre. Martes
11 de octubre. Miércoles
12 de octubre. Jueves. Virgen del Pilar
13 de octubre. Viernes
14 de octubre. Sábado
15 de octubre. Domingo
16 de octubre. Lunes
17 de octubre. Martes
18 de octubre. Miércoles. San Lucas
19 de octubre. Jueves
20 de octubre. Viernes
21 de octubre. Sábado
22 de octubre. Domingo
23 de octubre. Lunes
24 de octubre. Martes
25 de octubre. Miércoles
26 de octubre. Jueves
27 de octubre. Viernes
28 de octubre. Sábado. San Simón y San Judas, Apóstoles
29 de octubre. Domingo
30 de octubre. Lunes
31 de octubre. Martes
Santoral de octubre
DOMINGO 1 DE OCTUBRE
VIGESIMOSEXTA SEMANA DEL TIEMPO ORDINARIO

EVANGELIO
San Mateo 21, 28-32
«¿Qué os parece? Un hombre tenía dos hijos. Se acercó al
primero y le dijo: “Hijo, ve hoy a trabajar en la viña”. Él le
contestó: “No quiero”. Pero después se arrepintió y fue. Se acercó
al segundo y le dijo lo mismo. Él le contestó: “Voy, señor”. Pero
no fue. ¿Quién de los dos cumplió la voluntad de su padre?».
Contestaron: «El primero». Jesús les dijo: «En verdad os digo que
los publicanos y las prostitutas van por delante de vosotros en el
reino de Dios. Porque vino Juan a vosotros enseñándoos el
camino de la justicia y no le creísteis; en cambio, los publicanos y
prostitutas le creyeron. Y, aun después de ver esto, vosotros no os
arrepentisteis ni le creísteis».

s
PARA MEDITAR

1. «Obras son amores...».


2. ¿Qué clase de hijo soy?
3. El «tercer» hijo.
1. Jesús pronunció esta parábola en el templo de Jerusalén,
hacia el final de su vida pública, cuando los dirigentes de Israel
estaban buscando abiertamente su ruina. Está dirigida no a
todos, sino a un grupo selecto de sacerdotes y senadores que
cuestionaban la autoridad de Jesús. El día anterior había echado
fuera del templo a los que vendían y compraban allí y esta
reacción de Jesús no había gustado a las autoridades religiosas de
Jerusalén. San Mateo recuerda que, al día siguiente, «Jesús llegó
al templo y, mientras enseñaba, se le acercaron los sumos
sacerdotes y los ancianos del pueblo para preguntarle: “¿Con qué
autoridad haces esto? ¿Quién te ha dado semejante autoridad?”»
(Mt 21, 23).
Jesús les respondió con otra pregunta: «El bautismo de Juan
¿de dónde venía, del cielo o de los hombres?». Y ellos, los
expertos en religión de su pueblo, no supieron qué contestar, ya
que «si decimos “del cielo”, nos dirá: “¿Por qué no le habéis
creído?”; y si le decimos “de los hombres”, tememos a la gente».
Por su parte, Jesús declaró: «Pues tampoco yo os digo con qué
autoridad hago esto» (Mt 21, 25-26).
El mensaje de la parábola es claro: lo que realmente importa,
delante de Dios, no son las palabras, sino las obras que muestran
la conversión del corazón. En un primer momento, las
autoridades judías le habían dicho «sí» a Dios, pero, con el paso
del tiempo, sus oraciones y actos de culto se habían llenado de
rutina y no servían para transformar su interioridad. Por eso,
cuando Juan Bautista comenzó a predicar la conversión en las
orillas del Jordán, no hicieron caso de su apremiante llamada a
cambiar de vida y no quisieron reconocerlo como enviado del
cielo.
Por el contario, entre la multitud de gentes que acudían a
escuchar a Juan Bautista y a recibir su bautismo de penitencia,
estaban algunos publicanos. Eran judíos que se dedicaban a
recaudar los impuestos por cuenta de los romanos. Ellos
establecían el cupo tributario de cada ciudadano. Lo habitual era
que exagerasen la demanda para quedarse ellos con la diferencia.
Por esta razón, cuando le preguntaron al Bautista: «Maestro,

¿qué debemos hacer nosotros?». Él les contestó: «No exijáis más
de lo establecido» (Lc 3, 12-13). Los publicanos formaban, junto
con las prostitutas, el grupo humano más despreciable en Israel.
Ellos y ellas están representados en esta parábola por el primer
hijo que, al principio, desobedece a su padre, pero después se
arrepiente y hace lo que su padre le mandó.

2. Jesús concluye esta parábola con unas palabras fuertes


dirigidas a los sacerdotes y senadores que le acosan: «Los
publicanos y las prostitutas van por delante de vosotros en el
reino de Dios. Porque vino Juan a vosotros enseñándoos el
camino de la justicia y no le creísteis; en cambio, los publicanos y
prostitutas le creyeron». Traducidas a nuestro lenguaje, estas
frases podrían sonar así: «Los alejados que no encuentran la paz
pero que siguen buscando a Dios; los que sufren por sus pecados
pero tienen en su corazón un deseo grande de encontrarse con
Dios, están más cerca de la salvación que los fieles rutinarios,
instalados en unas prácticas exteriores fijas de devoción, que no
alcanzan a poner en su corazón la caridad y bondad que llenan el
Corazón de Cristo.
Las palabras finales de Jesús nos impactan. Ojalá nos sirvan
para plantearnos si nuestra oración, tanto la vocal como la
meditación de la Palabra de Dios, los sacramentos que recibimos
y los actos de culto en los que participamos, en especial la Misa,
nos ayuden a establecer una relación de amistad con Jesucristo y
a aumentar nuestra paciencia con los defectos de las personas
con las que convivimos y trabajamos.

3. En esa corta parábola de los dos hijos, podemos adivinar


un «tercer» hijo. El primero dice no, pero después hace lo que su
padre le ordena. El segundo dice sí, pero no cumple el deseo de
su padre. El tercero dice sí y lleva a cabo lo que su padre le
confía. Este «tercer» hijo es Jesucristo, cuyo deseo resuena en la
Carta a los Hebreos: «Entonces yo dije: He aquí que vengo para
hacer, oh Dios, tu voluntad» (Hb 10, 7). Jesús no solo pronunció
estas palabras, sino que las cumplió, es más, las sufrió hasta la
muerte en la Cruz.
Un cristiano, discípulo de Jesús, procura mantener su mirada
fija en su Señor y Maestro, como hacían aquellas multitudes que
le seguían por los caminos de Palestina. San Pablo nos apremia:
«Tened entre vosotros los sentimientos propios de Cristo Jesús»
(Flp 2, 5). Jesús vivió unido a su Padre y de ahí sacaba la fuerza
interior para darse cada día a las gentes que le seguían. La vida
cristiana es una reproducción de la de Cristo, que se entrega «por
vosotros y por muchos», por los que se dejan amar por Él.
En esta parábola también se define la llamada divina a cada
cristiano. Dios nos emplaza a trabajar en su viña, que es el
mundo. Cada uno tiene su propio camino, pero la búsqueda de la
unión con Jesús pasa por preocuparse por su viña, que son los
demás. La llamada de Dios comporta siempre la misión de
anunciar a Jesucristo con nuestro ejemplo y nuestra amistad.
Nuestra pasión ha de ser conocer a Jesús, en el sentido bíblico del
verbo conocer, que es «tener experiencia de», «compartir la vida»,
para darlo a conocer a los demás y así extender el Reino de Dios
por toda la tierra.
LUNES 2 DE OCTUBRE
SANTOS ÁNGELES CUSTODIOS

EVANGELIO
San Mateo 18, 1-5.10
En aquel momento, se acercaron los discípulos a Jesús y le
preguntaron: «¿Quién es el mayor en el reino de los cielos?». Él
llamó a un niño, lo puso en medio y dijo: «En verdad os digo que,
si no os convertís y os hacéis como niños, no entraréis en el reino
de los cielos. Por tanto, el que se haga pequeño como este niño,
ese es el más grande en el reino de los cielos. El que acoge a un
niño como este en mi nombre me acoge a mí. Cuidado con
despreciar a uno de estos pequeños, porque os digo que sus
ángeles están viendo siempre en los cielos el rostro de mi Padre
celestial.

s
PARA MEDITAR

1. Los Ángeles Custodios.


2. Amigos de nuestro Ángel.
3. Agradecidos a Dios.
1. Hoy celebra la Iglesia la memoria de los Santos Ángeles
Custodios. El evangelio de la Misa recoge estas palabras de Jesús:
«Cuidado con despreciar a uno de estos pequeños, porque os digo
que sus ángeles están viendo siempre en los cielos el rostro de mi
Padre celestial» (Mt 18, 10). El Catecismo de la Iglesia Católica
enseña que «la existencia de seres espirituales, no corporales, que
la Sagrada Escritura llama habitualmente ángeles, es una verdad
de fe. El testimonio de la Escritura es tan claro como la
unanimidad de la Tradición» (nº 328). Y más adelante prosigue:
«Desde su comienzo hasta la muerte, la vida humana está
rodeada de su custodia y de su intercesión. “Cada fiel tiene a su
lado un ángel como protector y pastor para conducirlo a la vida”»
(S. Basilio, Eun. 3, 1) (nº 336).
Los ángeles son espíritus creados, con inteligencia y voluntad,
es decir, criaturas personales, que, según el Catecismo de la
Iglesia, «superan en perfección a todas las criaturas visibles» (nº
330). Dios encomienda a algunos de estos espíritus la misión de
cuidar, proteger y llevar al cielo a cada persona. A los que reciben
este encargo divino les llamamos ángeles custodios o ángeles de
la guarda. Hay unas palabras del Señor en el libro del Éxodo,
dirigidas en su momento al pueblo de Israel, y ahora a cada uno
de nosotros, que explican el papel de los ángeles en nuestras
vidas: «Voy a enviarte un ángel por delante, para que te cuide en
el camino y te lleve al lugar que he preparado» (Ex 23, 20). El
Catecismo de Trento explica el cometido de los ángeles custodios:
«Así como los padres, cuando los hijos precisan viajar por
caminos malos y peligrosos, hacen que les acompañen personas
que les cuiden y defiendan de los peligros, de igual manera
nuestro Padre celestial, a cada uno de nosotros nos da un ángel
para que, fortificados con su poder y auxilio, nos libremos de los
lazos furtivamente preparados por nuestros enemigos» (IV, c. 9,
nº 4).
Dice el salmo 91: «A sus ángeles ha dado órdenes para que te
guarden en tus caminos. Te llevarán en sus palmas, para que tu
pie no tropiece en la piedra». Y comenta san Bernardo: «Estas
palabras deben inspirarte una gran reverencia, deben infundirte
una gran devoción y conferirte una gran confianza. Reverencia
por la presencia de los ángeles, devoción por su benevolencia,
confianza por su custodia. Porque ellos estarán junto a ti, y lo
están para tu bien. Están presentes para protegerte, lo están en
beneficio tuyo. Y, aunque lo están porque Dios les ha dado esta
orden, no por ello debemos estarles menos agradecidos, pues
cumplen con tanto amor esta orden y nos ayudan en nuestras
necesidades, que son tan grandes» (Sermón 12, sobre el Salmo
Qui habitat).
2. ¡Qué seguridad nos tiene que dar la presencia en nuestra
vida de los Ángeles Custodios! Ellos nos consuelan, nos iluminan,
nos ayudan en nuestra lucha. De formas y modos muy diferentes,
los santos ángeles intervienen todos los días en nuestra vida
corriente. Busquemos en ellos fortaleza en la lucha diaria por ser
buenos cristianos y ayuda para que enciendan en nuestros
corazones el amor de Dios. Porque podemos hacernos amigos de
nuestro Ángel Custodio. Empecemos poniéndole un nombre, el
que nos guste más. Así lo personalizamos y nos será más fácil
dirigirnos a él. Recordemos alguna oración que nos hayan
enseñado nuestros padres, como: «Ángel de mi guarda, dulce
compañía, no me desampares ni de noche ni de día, no me dejes
solo, que me perdería». Repitámosla con frecuencia, para
acostumbrarnos a su presencia a nuestro lado.
Después, pidámosle favores espirituales y materiales: que nos
ayuden a mantener la atención cuando rezamos o meditamos la
vida de Jesús; que aparte de nuestro interior pensamientos que
nos pueden inclinar a ofender a Dios; que guarde nuestros labios
para que no salgan de ellos palabras de crítica o murmuración.
Este trato amistoso con nuestro Ángel Custodio ha de partir
del reconocimiento de su superioridad. Él es creatura, pero
mucho más perfecto que nosotros. Está –como nos acaba de
recordar Jesús– «viendo siempre en los cielos el rostro de mi
Padre celestial», y tiene poder sobre los elementos de la
naturaleza que nosotros no podemos alcanzar. Sus consejos y
sugerencias vienen de Dios y penetran más profundamente que la
voz humana. Y, a la vez, su capacidad para oírnos y
comprendernos es muy superior a la del amigo más fiel; no solo
porque su permanencia a nuestro lado es continua, sino porque
entra más hondo en nuestras intenciones, deseos y peticiones. El
Ángel puede llegar a nuestra imaginación directamente sin
palabra alguna, suscitando imágenes, recuerdos, impresiones,
que nos señalan el itinerario. Con todo, santo Tomás enseña que
los ángeles no pueden entrar en nuestras conciencias y, por tanto,
es preciso que les demos a conocer de algún modo nuestras
necesidades.

3. Muchos santos se distinguieron en su vida aquí en la tierra


por su amistad con su Ángel Custodio, al que acudían muy
frecuentemente. San Josemaría tuvo una particular devoción a
los Ángeles Custodios. El día que la Iglesia celebra la fiesta de los
Ángeles Custodios, el Señor le hizo ver con toda claridad la
fundación del Opus Dei, a través del cual resonaría en gentes de
toda condición humana y social la llamada a la santidad en
medio de sus quehaceres. Trataba a su Ángel Custodio y saludaba
al de la persona con la que conversaba. Decía que era un gran
«cómplice» en las tareas apostólicas, y le pedía también favores
materiales.
En una época de su vida, le llamó en alguna ocasión mi
relojerico, pues su reloj se le paraba con frecuencia y, careciendo
del dinero necesario para arreglarlo, le encargaba que lo pusiera
en marcha. Dedicaba un día de la semana, el martes, a tratarlo
con más empeño. En cierta ocasión, viviendo en Madrid, en
medio de un ambiente de persecución religiosa, difícil y
agresivamente anticlerical, se le abalanzó en la calle un sujeto de
mal aspecto con clara intención de agredirlo. De improviso, se
interpuso inexplicablemente otra persona, que repelió al agresor.
Fue cosa de un instante. Ya a salvo, su protector, acercándose, le
dijo quedamente al oído: ¡burrito sarnoso, burrito sarnoso!,
palabras con las que san Josemaría se definía a sí mismo, con
humildad, en la intimidad de su alma, y que solo conocía su
confesor. La paz y el gozo de reconocer la visible intervención de
su Custodio llenaron su alma.
Agradezcamos cada día a Dios el regalo del Ángel Custodio.
Vivamos con la convicción de que nunca estamos solos. Que su
compañía nos recuerde el amor de nuestro Padre Dios por cada
uno de nosotros, sus hijos. El Papa Francisco nos anima a
examinarnos sobre el trato con nuestro Ángel: «¿Cómo es mi
relación con mi Ángel Custodio? ¿Lo escucho? ¿Le doy los
buenos días en la mañana? ¿Le digo que me proteja durante el
sueño? ¿Hablo con él?, ¿le pido consejo? ¿Está a mi lado?»
(Homilía de la Misa, 2-X-2014).
MARTES 3 DE OCTUBRE

EVANGELIO
San Lucas 9, 51-56
Cuando se completaron los días en que iba a ser llevado al
cielo, Jesús tomó la decisión de ir a Jerusalén. Y envió
mensajeros delante de él. Puestos en camino, entraron en una
aldea de samaritanos para hacer los preparativos. Pero no lo
recibieron, porque su aspecto era el de uno que caminaba hacia
Jerusalén. Al ver esto, Santiago y Juan, discípulos suyos, le
dijeron: «Señor, ¿quieres que digamos que baje fuego del cielo
que acabe con ellos?». Él se volvió y los regañó. Y se
encaminaron hacia otra aldea.

s
PARA MEDITAR

1. Con toda libertad.


2. No es eso.
3. Un tesoro de frase.
1. «Jesús tomó la decisión de ir a Jerusalén». La traducción
literal del texto original griego dice: «Sucedió que como se iban
cumpliendo los días de su asunción, (Jesús) endureció su rostro
para ir a Jerusalén». La expresión «endureció su rostro» muestra
la determinación de la voluntad de Jesús, su decisión libre de
iniciar su último viaje a la ciudad donde sabe que le espera la
muerte en la cruz. Este es el plan de su Padre, y Jesús se decide a
realizarlo movido por su amor al Padre y a nosotros. «En su
obediencia al Padre, Jesús realiza su libertad como elección
consciente motivada por el amor. ¿Quién es más libre que él, que
es el Todopoderoso? Pero no vivió su libertad como arbitrio o
dominio. La vivió como servicio. De este modo “llenó” de
contenido la libertad, que de lo contrario sería solo la posibilidad
vacía de hacer o no hacer algo. La libertad, como la vida misma
del hombre, cobra sentido por el amor. En efecto, ¿quién es más
libre? ¿Quien se reserva todas las posibilidades por temor a
perderlas, o quien se dedica “decididamente” a servir y así se
encuentra lleno de vida por el amor que ha dado y recibido?»
(Benedicto XVI, Ángelus, 1-VII-2007).
Jesús vive su libertad como servicio, decide ponerse en
marcha hacia Jerusalén, hacia la Cruz, movido por el amor. Toma
esa resolución con esfuerzo, endureciendo su rostro, es decir,
decididamente. «Y, aun siendo Hijo, aprendió, sufriendo, a
obedecer», comenta el autor de la Carta a los Hebreos (Hb 5, 8).
¡Qué contraste con el modo más difundido de entender la libertad
hoy en día! Cuando el motivo de nuestras decisiones libres no es
el amor, entendido como entrega, sino el egoísmo, o la búsqueda
desenfrenada del placer, o la huida del dolor, nuestra vida se
achica, se complica, no va por el camino que lleva a la felicidad.
Nosotros, los cristianos, decidimos con libertad cuando
imitamos a Jesús y seguimos sus pasos. Aunque puede parecer
una paradoja, Jesús vivió de manera eminente su libertad en la
cruz, pues allí manifestó la potencia de su amor: «Nadie tiene
amor más grande que el que da la vida por sus amigos» (Jn 15,
13). Y cuando los que le rodeaban en el Calvario le gritaban: «Si
eres el Hijo de Dios, baja de la cruz» (Mt 27, 40), Jesús mostró su
libertad de Hijo resistiendo a esa sugerencia satánica y aguantó
hasta el final clavado en la cruz, para llevar a cabo la misión que
le había confiado su Padre.
2. «Y envió mensajeros delante de él. Puestos en camino,
entraron en una aldea de samaritanos para hacer los
preparativos. Pero no lo recibieron, porque su aspecto era el de
uno que caminaba hacia Jerusalén». También aquí se cumple lo
que san Juan describe en el prólogo de su evangelio: «Vino a su
casa y los suyos no lo recibieron» (Jn 1, 11).
Jesús notó rechazo también por parte de sus discípulos
cuando les manifestó «que tenía que ir a Jerusalén y padecer allí
mucho por parte de los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, y
que tenía que ser ejecutado y resucitar al tercer día» (Mt 16, 21).
Pedro, en efecto, «se lo llevó aparte y se puso a increparlo: “¡Lejos
de ti tal cosa, Señor! Eso no puede pasarte”». Y Jesús tuvo que
amonestarle con estas palabras: «¡Ponte detrás de mí, Satanás!
Eres para mí piedra de tropiezo, porque tú piensas como los
hombres, no como Dios» (Mt 16, 22-23).
Ahora, ya en Samaria, camino de Jerusalén, dos de sus
discípulos, Santiago y Juan, hermanos e hijos de Zebedeo, a los
que el Señor llamaba «hijos del trueno», por su carácter bronco,
al conocer la negativa de los samaritanos de ese pueblo a darles
alojamiento, tuvieron una reacción desmesurada, pues le
propusieron a Jesús: «Señor, ¿quieres que digamos que baje fuego
del cielo que acabe con ellos?» (Lc 9, 54). Al espíritu manso y
humilde de Jesús, esta sugerencia desmedida de los dos
discípulos le tuvo que doler. Y por eso se giró hacia ellos y les
reprendió.

3. El Espíritu Santo, que inspiró a los evangelistas, no puso


reparo alguno en que quedaran por escrito algunos defectos de
los discípulos de Jesús. ¡Cuánta paciencia tuviste que derrochar,
Señor, en tu convivencia diaria con ellos! Pensaban que el Mesías
iba a restaurar el reino de Israel tal como era durante el reinado
de David. Discutían entre ellos sobre quién era el mayor e incluso
Santiago y Juan se atrevieron a pedir los primeros puestos en el
gobierno. No entendían que los planes de tu Padre eran otros. Sin
embargo, con la fuerza que recibieron cuando vino sobre ellos el
Espíritu Santo en Pentecostés y su lucha diaria para imitar a su
Maestro, poco a poco fueron venciendo esas inclinaciones. Uno
de ellos, Juan, ya muy mayor, dejará el tesoro de sus tres Cartas,
cuyo tema principal es el amor.
Es consolador comprobar, en los evangelios y en las vidas de
los santos, que los que siguieron a Jesús y gozan de Dios para
siempre en el cielo no eran impecables: tenían defectos, como
todos los humanos, y no siempre vencían en su lucha por
erradicarlos. San Ignacio de Loyola era de carácter colérico, pero
a base de luchar, con la fuerza de Dios, conseguía dominarse
hasta el punto de que parecía una persona flemática. Una vez, de
broma, le preguntaron cómo habría reaccionado si el Papa le
hubiera pedido que echase al fuego las Reglas que tanto esfuerzo
le había costado escribir. San Ignacio respondió que habría
obedecido y que, con la gracia de Dios, le habría bastado un
cuarto de hora para tranquilizarse.
«Y se encaminaron hacia otra aldea». Ojalá hiciésemos un
tesoro de esta frase. En la vida, hay muchos acontecimientos que
nos contrarían: reacciones de personas que no esperábamos,
malos entendidos, ataques infundados, persecuciones que no
tienen explicación; en fin, sucesos que nos hacen pasar malos
ratos. En esos momentos, en vez de perder los nervios o
comenzar a dar vueltas a lo pasado para encontrar alguna razón,
lo mejor es «ir a otra aldea», es decir, concentrarnos en otra cosa.
Así nuestro ánimo no se alterará y evitaremos los pensamientos
de venganza y las faltas de caridad. La Virgen, Reina de la paz,
nos ayudará.
MIÉRCOLES 4 DE OCTUBRE

EVANGELIO
San Lucas 9, 57-62
Mientras iban de camino, le dijo uno: «Te seguiré
adondequiera que vayas». Jesús le respondió: «Las zorras tienen
madrigueras y los pájaros del cielo, nidos, pero el Hijo del
hombre no tiene dónde reclinar la cabeza». A otro le dijo:
«Sígueme». Él respondió: «Señor, déjame primero ir a enterrar a
mi padre». Le contestó: «Deja que los muertos entierren a sus
muertos; tú vete a anunciar el reino de Dios». Otro le dijo: «Te
seguiré, Señor. Pero déjame primero despedirme de los de mi
casa». Jesús le contestó: «Nadie que pone la mano en el arado y
mira hacia atrás vale para el reino de Dios».

s
PARA MEDITAR

1. Seguir es imitar.
2. Mirar los deseos.
3. Siempre fieles.
1. La vida cristiana consiste en seguir a Jesucristo. Es verdad
que no le vemos con los ojos del cuerpo, pero la fe nos da una
mirada que alcanza a Jesús y nos pone en comunicación con Él
por medio de la Palabra de Dios. Dice un proverbio latino: «El
camino es largo con las órdenes y corto con el ejemplo». Jesús es
un Maestro que va siempre por delante, enseñando con el
ejemplo, como nos cuenta san Marcos: «Estaban subiendo por el
camino hacia Jerusalén y Jesús iba delante de ellos» (Mc 10, 32).
Los amigos de Jesús durante los tres años de vida pública viven
con Él y le imitan. No tienen libros ni tampoco son estudiosos de
la Biblia. Cuando el Señor los envía por el mundo para anunciar
la Buena Nueva de la salvación, que es el mismo Jesucristo, ellos
simplemente enseñan lo que han visto y escuchado de Jesús.
San Lucas cuenta que, de camino a Jerusalén, se presentó uno
que dijo al Señor: «Te seguiré adondequiera que vayas». Jesús le
explica que, para poder seguirle, necesita renunciar a la certeza
de tener asegurado un techo para descansar, es decir, ha de estar
dispuesto a vivir como el Maestro, sin más miras que llevar a
cabo la misión que le ha confiado su Padre. «Las zorras tienen
madrigueras y los pájaros del cielo, nidos, pero el Hijo del
hombre no tiene dónde reclinar la cabeza». Seguir a Jesús
requiere imitarle en el señorío sobre los bienes de este mundo,
aprender de Él a conquistar esa libertad de corazón, fruto del
desprendimiento de lo que tenemos y usamos. Y no es tarea fácil,
porque todos sentimos la tentación de pensar que la posesión de
muchas cosas nos va a asegurar el futuro.
El desarrollo del marketing dificulta la lucha por mantener el
corazón libre, pues las tiendas y los centros comerciales están
llenos de objetos, prendas de vestir, y productos de todo tipo que
la publicidad nos presenta como necesarios, cuando en realidad
no lo son. Marcarse un tenor de vida sobrio nos ayuda a seguir de
cerca a Jesucristo. A nuestro alrededor vemos a mucha gente que,
sin darse cuenta, ha puesto como fin de su vida acumular
riqueza. Sin embargo, por muchas y muy valiosas que sean las
posesiones de una persona, nunca alcanzan a llenar las ansias de
felicidad que anidan en el corazón humano que solo Dios puede
llenar.
2. «A otro le dijo: “Sígueme”. Él respondió: “Señor, déjame
primero ir a enterrar a mi padre”. Le contestó: “Deja que los
muertos entierren a sus muertos; tú vete a anunciar el reino de
Dios”». Solo puede seguir a Jesús el que tiene un corazón libre de
ataduras, dispuesto a un amor-entrega sin condiciones. Para
lograrlo, hay que ejercitarse en usar los bienes materiales como
medios, no como fines. Y esa lucha debe empezar por los deseos,
que son el motor de la vida. Vale la pena, para conocer nuestro
interior, preguntarse de vez en cuando: «¿Cuáles son los deseos
que me mueven a trabajar?». «¿En qué o en quién he puesto toda
mi confianza, mi seguridad, ahora y en el futuro?». Los bienes de
este mundo en sí mismos no son malos. El Creador los ha puesto
a nuestra disposición, para que tengamos una vida agradable.
Pero nuestro corazón tiende a apegarse a esos bienes como si de
su abundancia dependiese nuestra felicidad aquí en la tierra.
Utilizamos bien los bienes de este mundo cuando los
destinamos a sostener a la familia y educar a los hijos; a adquirir
una mejor capacitación profesional y una mayor cultura para
mejorar nuestra aportación a la sociedad; y a proporcionar a
otros los medios necesarios, tanto materiales como espirituales,
para una vida digna de hijo de Dios. «El problema –señala el
Papa Francisco– no es el dinero en sí, porque este forma parte de
la vida cotidiana y de las relaciones sociales de las personas. Lo
que debemos reflexionar es sobre el valor que tiene el dinero para
nosotros: no puede convertirse en un absoluto, como si fuera el
fin principal». Y en otra ocasión, explicaba: «La verdadera
plenitud de vida se alcanza siendo pobres por dentro. Quien se
cree rico, exitoso y seguro, lo basa todo en sí mismo y se cierra a
Dios y a sus hermanos, mientras quien es consciente de ser pobre
y de no bastarse a sí mismo permanece abierto a Dios y al
prójimo. Y halla la alegría».
Nadie nace sabiendo vivir el desprendimiento de los bienes
materiales. Todos lo tenemos que aprender. Lo hacemos cuando
meditamos la vida de nuestro Modelo, Jesús, y aprovechamos la
sabiduría de otros y la experiencia propia. El mismo san Pablo
nos cuenta en su Carta a los cristianos de Filipos: «Aunque ando
escaso de recursos, no lo digo por eso; yo he aprendido a
bastarme con lo que tengo. Sé vivir en pobreza y abundancia.
Estoy avezado en todo y para todo: a la hartura y al hambre, a la
abundancia y a la privación. Todo lo puedo en aquel que me
conforta». Toda su confianza, toda su seguridad estaban en Dios.
Seguir de cerca a Jesús implica muchas veces sufrir
incomodidades que, recibidas como regalos divinos, nos unen a
Dios.

3. «Nadie que pone la mano en el arado y mira hacia atrás


vale para el reino de Dios». Cuando leemos la historia de Israel,
vemos su tendencia a mirar atrás. Poco después de atravesar el
mar Rojo, comienzan a echar de menos las comidas que hacían
en Egipto: «¡Ojalá hubiéramos muerto a manos del Señor en la
tierra de Egipto, cuando nos sentábamos alrededor de la olla de
carne y comíamos pan hasta hartarnos!» (Ex 16, 2-3). Llegados al
desierto de Sin, ante la escasez de agua, Israel vuelve a mirar
atrás: «¿Por qué nos has sacado de Egipto para matarnos de sed a
nosotros, a nuestros hijos y a nuestros ganados?» (Ex 17, 2-4).
Más tarde, cuando se abrían paso entre los pueblos del desierto,
murmuraban: «¿Por qué nos has sacado de Egipto para morir en
el desierto? No tenemos ni pan ni agua, y nos da náuseas ese pan
sin sustancia» (Nm 21, 4-6).
En la vida de Israel, como en la nuestra, hay momentos de luz
y momentos de oscuridad. Esas variaciones ponen a prueba
nuestra fidelidad a Jesucristo, pues el demonio aprovecha esos
periodos de debilidad para sembrar la sospecha sobre la bondad
y el amor de Dios, como hizo con Adán y Eva en el Paraíso. Decía
Gustave Thibon que la fidelidad consiste en no renegar en las
tinieblas de lo que se ha visto en la luz. También en la historia de
Israel, que se parece a la historia de cada ser humano, Dios
mantiene sus promesas a pesar de las continuas infidelidades de
su pueblo. En vez de mirar atrás, en vez de hacer a Dios
responsable de nuestras desgracias, hemos de alabarle siempre
por su fidelidad y pedirle que nos dé la fortaleza necesaria para
mantener firme nuestra decisión de seguirle, con la misma
determinación de Job: «Aunque me mate, yo esperaré» (Jb 13,
15).
Los médicos no quieren curar a los pacientes que usan otras
medicinas, además de las prescritas por ellos, sobre todo si tienen
efectos opuestos. Sin embargo, hoy en día, hay cristianos que
imitan ese modo de proceder: por un lado, aceptan parte de la
doctrina de Jesucristo que la Iglesia predica y, por otro, acogen
prácticas contrarias a las enseñanzas divinas. Hacen una
selección de los mandatos de Dios, tomando los que les
convienen y rechazando los que requieren una fe firme en Dios. A
la larga, ese modo de proceder va cercenando la fe, porque fe y
vida no se pueden separar. Miremos a Jesús, para aprender de Él
a ser fieles a Dios, pase lo que pase, pues solo Él tiene palabras de
vida eterna.
JUEVES 5 DE OCTUBRE
DÍA DE PETICIÓN Y ACCIÓN DE GRACIAS

EVANGELIO
San Mateo 7, 7-11
Pedid y se os dará, buscad y encontraréis, llamad y se os
abrirá; porque todo el que pide recibe, quien busca encuentra y al
que llama se le abre. Si a alguno de vosotros le pide su hijo pan,
¿le dará una piedra?; y si le pide pescado, ¿le dará una serpiente?
Pues si vosotros, aun siendo malos, sabéis dar cosas buenas a
vuestros hijos, ¡cuánto más vuestro Padre que está en los cielos
dará cosas buenas a los que le piden!

s
PARA MEDITAR

1. Aprender a pedir.
2. Con confianza de hijos.
3. Agradecidos.
1. Una vez terminadas las vacaciones y la recolección de las
cosechas, la comunidad cristiana ofrece a Dios tres días de acción
de gracias y de petición llamados «Témporas», que pueden
reunirse en una sola celebración. En este caso, la Iglesia nos
ofrece para meditar estas palabras de Jesús: «Pedid y se os dará,
buscad y encontraréis, llamad y se os abrirá; porque todo el que
pide recibe, quien busca encuentra y al que llama se le abre». A
veces escuchamos esta crítica a la oración de petición: «Si Dios lo
sabe todo, también sabrá lo que necesitamos. Entonces, ¿qué
sentido tiene exponerle nuestras necesidades y pedirle que las
remedie?». Ya en los primeros siglos del cristianismo se
escuchaba esta objeción. San Agustín explica que la oración de
petición tiene un carácter eminentemente pedagógico. Elevar a
Dios nuestras peticiones nos ayuda a ser conscientes de nuestra
dependencia de Dios, pues constatamos que necesitamos su
auxilio para todo.
La oración de petición es el modo más frecuente de dirigirnos
a Dios, pues nos damos cuenta de que no está en nuestras manos
conseguir lo que deseamos. Pero, obtengamos o no lo que
pedimos, el orar nos da la oportunidad de establecer un contacto
personal con Dios. Así, poco a poco, entramos en la «escuela de la
oración», donde aprendemos a encauzar nuestras peticiones
dentro del marco que el mismo Jesús nos enseñó: «Hágase tu
voluntad en la tierra como en el cielo». De esa manera
descubrimos que en nuestra oración de petición no se trata tanto
de convencer a Dios para que quiera lo que nosotros queremos,
sino de recibir de Él la luz y la fuerza para querer nosotros lo que
Él quiere, pues siempre será lo mejor para cada uno, ya que
nadie nos quiere tanto como nuestro Padre Dios.
Ante todo, debemos pedir lo que más necesita nuestra alma:
amar a Dios sobre todas las cosas de manera que cada día nos
unamos más a Él tratando de imitar a nuestro Señor Jesucristo.
Respecto a los medios materiales, pidámoslos en la medida en
que nos puedan servir para vivir más cerca de Dios. Enseña san
Agustín: «Pidamos los bienes temporales discretamente y
tengamos la seguridad –si los recibimos– de que proceden de
quien sabe que nos convienen. ¿Pediste y no recibiste? Fíate del
Padre; si te conviniera, te lo habría dado. Juzga por ti mismo. Tú
eres delante de Dios, por tu inexperiencia de las cosas divinas,
como tu hijo ante ti con su inexperiencia de las cosas humanas.
Ahí tienes a ese hijo llorando el día entero para que le des un
cuchillo o una espada. Te niegas a dárselo y no haces caso de su
llanto, para no tener que llorarle muerto» (Sermón 80, 2, 7).

2. Al relacionarnos con Dios para pedir lo que necesitamos,


hemos de acercarnos a Él con la confianza de los hijos, pues eso
somos. Jesucristo, el Hijo de Dios, nos enseña a poner la
Voluntad de Dios siempre por delante de nuestros deseos. El
amor de los padres a sus hijos, el mayor amor de la tierra, es una
sombra lejana del amor de Dios Padre hacia nosotros. Por eso,
para estimular nuestra confianza en el amor paternal de Dios,
Jesús nos dice: «Si a alguno de vosotros le pide su hijo pan, ¿le
dará una piedra?; y si le pide pescado, ¿le dará una serpiente?
Pues si vosotros, aun siendo malos, sabéis dar cosas buenas a
vuestros hijos, ¡cuánto más vuestro Padre que está en los cielos
dará cosas buenas a los que le piden!».
Junto con la fe y confianza en Dios, es necesario perseverar en
nuestras peticiones. Predicaba el Santo Cura de Ars: «¿No
convendréis conmigo en que, si no alcanzamos lo que pedimos a
Dios, es porque no oramos con fe, con el corazón bastante puro,
con una confianza bastante grande, o porque no perseveramos en
la oración como debiéramos? Jamás Dios ha denegado ni
denegará nada a los que le pidan sus gracias debidamente»
(Sermón sobre la oración).
Si alguna vez Dios no concede lo que le hemos pedido con
confianza de hijos, es que no nos convenía, igual que un padre o
una madre no dan a su hijo pequeño un cuchillo por mucho que
se empeñe el niño. Dios sabe mejor que nadie lo que nos
conviene. Para reforzar nuestra petición podemos solicitar
también las oraciones de otras personas que conocemos, como
hizo el centurión de Cafarnaún cuando envió a algunos
venerables judíos de la localidad a suplicar a Jesús que fuese a
curar a su criado emfermo.
3. Si bien nuestras necesidades son muchas, más abundantes
son los motivos para dar gracias a Dios, pues todo lo que tenemos
lo hemos recibido gratuitamente de manos de nuestro Padre
celestial. Al meditar los Evangelios nos damos cuenta de que la
vida de Jesús fue una continua acción de gracias a su Padre.
Antes de resucitar a Lázaro, Jesús ora en voz alta: «Padre, te doy
gracias porque me has escuchado» (Jn 11, 41). Y lo mismo hace
antes del milagro de la multiplicación de los panes, en la
institución de la Eucaristía y en muchas otras ocasiones.
San Josemaría Escrivá aconsejaba a sus hijos que diesen
gracias a Dios por todos los beneficios recibidos, incluidos
aquellos que nos pasan inadvertidos. Jesucristo recompensó al
samaritano que volvió a darle gracias al darse cuenta de que
estaba curado de la lepra con un regalo aún mayor: la fe y la
amistad con Él. Los otros nueve leprosos que no regresaron para
dar gracias se quedaron sin esos dones, más grandes que la
curación física de su enfermedad.
Incluso en el plano de las relaciones humanas, la gratitud
revela la calidad del alma de una persona. Como dice el refrán:
«Es de bien nacidos ser agradecidos». Sin esa virtud, las
relaciones humanas se hacen difíciles. Cuesta poco manifestar
nuestro agradecimiento a los demás y, sin embargo, el bien que
hacemos cuando decimos «gracias» con una sonrisa, por
cualquier pequeño servicio que recibimos, es grande. La gratitud
humana es propia de un corazón grande.
VIERNES 6 DE OCTUBRE

EVANGELIO
San Lucas 10, 13-16
«¡Ay de ti, Corozaín; ay de ti, Betsaida! Pues si en Tiro y en
Sidón se hubieran hecho los milagros que en vosotras, hace
tiempo que se habrían convertido, vestidos de sayal y sentados en
la ceniza. Por eso el juicio les será más llevadero a Tiro y a Sidón
que a vosotras. Y tú, Cafarnaún, ¿piensas escalar el cielo? Bajarás
al abismo. Quien a vosotros escucha, a mí me escucha; quien a
vosotros rechaza, a mí me rechaza; y quien me rechaza a mí,
rechaza al que me ha enviado».

s
PARA MEDITAR

1. Escuchad su voz.
2. Corazón penitente.
3. La Iglesia de Jesús.
1. En estas tres ciudades situadas a orillas del lago de
Genezaret, Corozaín, Betsaida y Cafarnaún, Jesús, el Hijo de Dios
hecho hombre, había anunciado la Buena Nueva. En sus casas,
plazas y calles, Jesús hizo muchos milagros, señales claras de su
divinidad, que confirmaban la verdad de su predicación. Sin
embargo, la mayoría de sus habitantes no habían acogido a
Jesús, como el Mesías Salvador, ni quisieron escuchar la
apremiante llamada del Señor: «Se ha cumplido el tiempo y está
cerca el reino de Dios. Convertíos y creed en el Evangelio» (Mc 1,
15).
A los peregrinos que visitan ahora las excavaciones de
Cafarnaún, donde puede verse un cartel con la inscripción:
«Cafarnaún, la ciudad de Jesús», les resulta difícil creer que estén
en uno de los lugares más sagrados del mundo. En su sinagoga,
situada probablemente en el lugar que ocupan hoy en día los
restos de otra sinagoga del siglo tercero, anunció Jesús que nos
daría a comer su Cuerpo y su Sangre. Allí están las ruinas de la
casa de Pedro, donde Jesús puso su residencia mientras recorría
las demás ciudades del contorno del lago. Allí llamó a muchos de
sus apóstoles. Y esas ruinas de oscuras piedras basálticas son
imagen del alma que ha recibido muchas enseñanzas de Dios
pero no las ha puesto en práctica.
La historia del pueblo elegido está marcada por las llamadas
de Dios para que escuchen a los profetas y no endurezcan su
corazón. Una de esas llamadas es el salmo 95: «Ojalá escuchéis
hoy su voz: No endurezcáis el corazón como en Meribá, como el
día de Masá en el desierto; cuando vuestros padres me pusieron a
prueba y me tentaron, aunque habían visto mis obras. Durante
cuarenta años aquella generación me asqueó, y dije: “Es un
pueblo de corazón extraviado, que no reconoce mi camino; por
eso he jurado en mi cólera que no entrarán en mi descanso”» (Sal
95, 8-11). Y esto que le sucedió con frecuencia al pueblo de Israel
se repite en la vida de los cristianos. Metidos en nuestras cosas,
ocupados en lo inmediato de cada día, es fácil caer en esa sordera
interior para las llamadas de Dios, que la Biblia llama «dureza de
corazón». Y la manera de evitar esta esclerosis interior es dedicar
un tiempo diario a la meditación de la Palabra de Dios, de la que
se sirve el Espíritu Santo para comunicarnos sus luces, lo que
Dios espera de nosotros.
2. Jesús describe el contraste entre la cerrazón de esas tres
ciudades a sus enseñanzas y milagros con la aceptación que
encontró en dos ciudades paganas del Líbano, Tiro y Sidón,
enemigas de Israel. San Mateo cuenta que en cierta ocasión Jesús
se marchó al norte de Palestina, a la región de Tiro y Sidón, dos
importantes puertos fenicios en el Mediterráneo. Allí se encontró
con una mujer pagana de esa región que «se puso a gritarle: “Ten
compasión de mí, Señor Hijo de David. Mi hija tiene un demonio
muy malo”». Su insistencia que vence todos los obstáculos
desarma a Jesús, que la alaba y le concede lo que pide: «”Mujer,
qué grande es tu fe: que se cumpla lo que deseas”. En aquel
momento quedó curada su hija» (Mt 15, 21-29).
«Pues si en Tiro y en Sidón se hubieran hecho los milagros
que en vosotras, hace tiempo que se habrían convertido, vestidos
de sayal y sentados en la ceniza». La vuelta a Dios por medio de
la conversión no puede quedarse en un sentimiento, sino que
requiere obras de penitencia que purifican el corazón y lo
preparan para escuchar la voz de Dios. ¿Cómo podemos hoy, en
nuestra situación, distinta de la de los contemporáneos de Jesús,
encontrar campos donde vivir ese espíritu de penitencia? Una
ocasión nos la brindan los contratiempos de cada día, cosas
pequeñas que nos contrarían porque no han pasado como
habíamos previsto, y nos obligan a cambiar de planes. La
penitencia consiste en aceptar serenamente esas situaciones, que
no dependen de nosotros, y ver en ellas una oportunidad para
ofrecerlas a Dios.
Podemos encontrar otras muchas ocasiones de penitencia en
el cumplimiento de nuestros deberes profesionales y familiares.
Se trata de vivir ahí el orden afrontando, por ejemplo, en primer
lugar, lo que requiere más esfuerzo, sin dejarlo para el final.
También podemos estar atentos a otros pequeños detalles, como
la puntualidad, que facilita el trabajo de los demás. Otro campo
para ejercitarnos en el espíritu de penitencia es no dar
importancia a nuestros estados de ánimo, y buscar modos de
servir a los demás con gestos que facilitan el buen trato y el
trabajo, como puede ser la sonrisa habitual o disimular el
cansancio o las preocupaciones. Todo este afán nos afina el oído
del corazón.

3. «Quien a vosotros escucha, a mí me escucha; quien a


vosotros rechaza, a mí me rechaza; y quien me rechaza a mí,
rechaza al que me ha enviado». Hace unos años, estaba de moda
el eslogan: «Jesús sí; Iglesia, no». Pero ese Jesús, separado de su
Iglesia, es un Jesús de fantasía, un Jesús individualista al que no
podemos encontrar sin la realidad de la Iglesia, que Él creó,
precisamente, para comunicarse con nosotros y hacernos llegar
la salvación que conquistó ofreciendo su vida en la Cruz y
resucitando glorioso a los tres días. Jesucristo y su Iglesia son
inseparables, a pesar de los pecados de los hombres que
componen la Iglesia en la tierra.
Una señal clara de la voluntad de Jesucristo de fundar una
Iglesia que continuase a lo largo de la historia del mundo la
misión salvadora que Él había recibido del Padre, es la
institución de los Doce. El número Doce hace referencia a las
doce tribus de Israel. Tras la decadencia del sistema de las doce
tribus, Israel esperaba que el Mesías lo reconstituiría. Y
efectivamente, Jesús elige a los Doce, los introduce en una
comunión de vida con Él y los hace partícipes de su misma
misión de anunciar el Reino de Dios y extenderlo por toda la
tierra. De esa forma, el pueblo de las doce tribus se convierte
ahora en un pueblo universal, su Iglesia.
La Iglesia comenzó a constituirse cuando unos pescadores de
Galilea encontraron a Jesús, se dejaron conquistar por Él: «Venid
conmigo, y os haré llegar a ser pescadores de hombres» (Mc 1,
17). Al final de su vida terrena, en la Última Cena, cuando
anticipando sacramentalmente la entrega de su vida en el
Calvario instituye la Eucaristía, Jesús crea una comunidad, la
Iglesia, unida en la comunión con Él mismo. Y, al frente de la
Iglesia, puso a Pedro, el primer Papa, para que él y sus sucesores
fueran custodios de la fe verdadera y fundamento de la unidad de
la Iglesia. Como ya decía san Ambrosio en el siglo IV: «Donde está
Pedro, allí está la Iglesia; y donde está la Iglesia, allí está Dios».
SÁBADO 7 DE OCTUBRE
MEMORIA DE LA BIENAVENTURADA VIRGEN MARÍA DEL
ROSARIO

EVANGELIO
San Lucas 10, 17-24
Los setenta y dos volvieron con alegría, diciendo: «Señor,
hasta los demonios se nos someten en tu nombre». Él les dijo:
«Estaba viendo a Satanás caer del cielo como un rayo. Mirad: os
he dado el poder de pisotear serpientes y escorpiones y todo
poder del enemigo, y nada os hará daño alguno. Sin embargo, no
estéis alegres porque se os someten los espíritus; estad alegres
porque vuestros nombres están inscritos en el cielo». En aquella
hora, se llenó de alegría en el Espíritu Santo y dijo: «Te doy
gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has
escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y las has revelado
a los pequeños. Sí, Padre, porque así te ha parecido bien. Todo
me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce quién es el
Hijo sino el Padre; ni quién es el Padre sino el Hijo y aquel a
quien el Hijo se lo quiera revelar». Y, volviéndose a sus discípulos,
les dijo aparte: «¡Bienaventurados los ojos que ven lo que
vosotros veis! Porque os digo que muchos profetas y reyes
quisieron ver lo que vosotros veis, y no lo vieron; y oír lo que
vosotros oís, y no lo oyeron».

s
PARA MEDITAR

1. El nombre de Jesús.
2. Gracias, Padre.
3. Razón de la alegría.
1. Jesús es el nombre que el arcángel san Gabriel encargó a
José que pusiese al Verbo de Dios, encarnado en las entrañas de
María, por obra del Espíritu Santo. En hebreo, Jeshua significa
«Dios salva». Este nombre ya se usaba en Israel, pues lo habían
llevado dos personajes importantes: Jesús Ben Siráh, el Sirácida,
autor del libro del Eclesiástico, y Josué, sucesor de Moisés, que
recibió la misión de entrar con el pueblo elegido en la tierra
prometida. Estas dos figuras convergen en Jesús de Nazaret, ya
que Él es la Sabiduría encarnada y lleva a su culminación la obra
de Moisés.
Los demonios se sometían a los discípulos de Jesús, cuando
estos invocaban el nombre del Maestro, porque pronunciar ese
nombre es ya una oración, un acto de fe en el poder divino del
Hijo de Dios hecho hombre. De ahí la tradición de repetir ese
nombre una y otra vez, incluso en conversaciones habituales,
pues, como señala el apóstol Pedro después de curar al paralítico
que pedía limosna a la puerta del Templo, «no hay salvación en
ningún otro, pues bajo el cielo no se ha dado a los hombres otro
nombre por el que debamos salvarnos» (Hch 4, 12).
San Pablo describe en la Carta a los cristianos del Filipos la
humildad de Jesús que se hizo esclavo nuestro y obediente hasta
la muerte en la Cruz. «Por eso Dios lo exaltó sobre todo y le
concedió el Nombre-sobre-todo-nombre; de modo que al nombre
de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra, en el
abismo, y toda lengua proclame: Jesucristo es Señor, para gloria
de Dios Padre» (Flp 2, 9-12). «Señor», en hebreo «Adonai», es la
forma en que los judíos nombran a Dios, evitando usar «Él es», la
respuesta divina a Moisés cuando este le preguntó su nombre. La
É
expresión «Yo soy-Él es» no es una definición filosófica de Dios.
La raíz hebrea que traducimos como «Yo soy» indica «fidelidad»,
como si dijera: «Yo estoy ahí» o «Yo soy el que siempre está
contigo».

2. Al recibir el Bautismo, Dios nos hace hijos suyos. Pero,


como sucede con todos los dones de Dios, ese don inmenso que
nos equipara a Adán y a Eva antes del pecado original, requiere
ser recibido libremente. Lo cultivamos cuando nos proponemos
parecernos al Hijo unigénito de Dios, Jesucristo: si lo tomamos
como modelo de nuestra vida y procuramos trabajar como Él, si
tratamos a los que nos rodean como Jesús, si intentamos
compensar con nuestro amor las ofensas que recibe el Señor, si
aprendemos de Él a dar gracias por todos los beneficios que nos
vienen del cielo.
Jesús prorrumpía frecuentemente en acciones de gracias a su
Padre. En ocasiones, como al regreso de los discípulos que había
enviado delante de Él para preparar a las personas a recibir el
anuncio de la Buena Nueva, Jesús pronuncia con sus labios lo
que de continuo salía de su corazón: «Te doy gracias, Padre,
Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a
los sabios y entendidos, y las has revelado a los pequeños. Sí,
Padre, porque así te ha parecido bien». Ojalá aprendamos a
dirigirnos con esa confianza a Dios Padre, no solo cuando
necesitamos su ayuda, sino también para agradecerle tantas y
tantas gracias actuales que nos envía habitualmente.
El Espíritu Santo es el que nos empuja y nos guía para que
imitemos a Jesús y aprendamos de Él a dirigirnos al Padre pues,
como afirma san Pablo, «cuantos se dejan llevar por el Espíritu
de Dios, esos son hijos de Dios» (Rm 8, 14). Dejarse llevar no
significa adoptar una postura pasiva, sino detectar en nuestra
oración interior, cuando meditamos la Palabra de Dios, las luces
y los pensamientos que Dios nos sugiere para seguirlos con toda
nuestra voluntad. De esa forma, Jesucristo se va formando en
nuestro interior, imitamos su manera de vivir, de orar y de amar.
Y si, a pesar de nuestras miserias, seguimos a Jesús con fidelidad
cada día, con el pasar de los años, podremos decir como san
Pablo: «Vivo, pero no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en
mí» (Ga 2, 20).

3. Los discípulos recordarían siempre estas palabras de Jesús,


cuando regresaron de su misión: «Estad alegres porque vuestros
nombres están inscritos en el cielo». La esperanza de que, si
somos fieles, escucharemos de la boca de Jesús: «Entra en el gozo
de tu Señor», mantiene nuestro ánimo sereno y confiado, aunque
tengamos dificultades y suframos persecución. Ya aquí en la
tierra podemos disfrutar de las pequeñas alegrías que Dios pone
en nuestro camino: por estar vivos, porque amamos y somos
amados, por el trabajo hecho con amor y por amor, por
compartir lo que tenemos, sea poco o mucho, etc.
La alegría es fruto del amor. San Juan nos enseña que «Dios es
amor», Amor sin medida, eterno, que nos envuelve. Seguir a
Jesús, Dios hecho hombre, llena el alma de gozo, aunque
corresponder a su amor exija esfuerzo y lucha contra nuestras
malas pasiones. El discípulo de Jesús es una persona alegre aun
en medio de las pequeñas o grandes contrariedades que puede
traer la vida. Ya nos lo prometió el Maestro: «Volveré a veros, y se
alegrará vuestro corazón, y nadie os quitará vuestra alegría» (Jn
16, 22).
La tristeza, salvo la que puede ser fruto de la enfermedad, es
una señal de que algo no va bien en nuestra relación con Dios.
Cuando viene, es el momento de mirar dentro del alma y ver si
nos estamos dejando llevar por el egoísmo de pensar en nosotros
mismos o hemos relegado a Dios a un segundo plano en nuestro
vivir de cada día, atraídos por otros afanes o deseos que
prometen mucho y siempre decepcionan porque no pueden llenar
de felicidad nuestro corazón. Para recuperar la alegría
necesitamos hacer oración, pedir luces a Dios, ser muy sinceros
con nosotros mismos para descubrir lo que va mal y acudir
arrepentidos al sacramento de la Penitencia para disfrutar del
abrazo de Jesús, que siempre nos espera.
DOMINGO 8 DE OCTUBRE
VIGESIMOSÉPTIMA SEMANA DEL TIEMPO ORDINARIO

EVANGELIO
San Mateo 21, 33-43
Escuchad otra parábola: «Había un propietario que plantó
una viña, la rodeó con una cerca, cavó en ella un lagar, construyó
una torre, la arrendó a unos labradores y se marchó lejos.
Llegado el tiempo de los frutos, envió sus criados a los labradores
para percibir los frutos que le correspondían. Pero los labradores,
agarrando a los criados, apalearon a uno, mataron a otro y a otro
lo apedrearon. Envió de nuevo otros criados, más que la primera
vez, e hicieron con ellos lo mismo. Por último, les mandó a su
hijo diciéndose: “Tendrán respeto a mi hijo”. Pero los labradores,
al ver al hijo, se dijeron: “Este es el heredero: venid, lo matamos y
nos quedamos con su herencia”. Y agarrándolo, lo sacaron fuera
de la viña y lo mataron. Cuando vuelva el dueño de la viña, ¿qué
hará con aquellos labradores?». Le contestan: «Hará morir de
mala muerte a esos malvados y arrendará la viña a otros
labradores que le entreguen los frutos a su tiempo». Y Jesús les
dice: «¿No habéis leído nunca en la Escritura: “La piedra que
desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular. Es el Señor
quien lo ha hecho, ha sido un milagro patente”? Por eso os digo
que se os quitará a vosotros el reino de Dios y se dará a un pueblo
que produzca sus frutos».
s
PARA MEDITAR

1. La viña del Señor.


2. Los viñadores.
3. La piedra angular.
1. Los oyentes de Jesús, al escuchar esta parábola, recordarían
el famoso «Canto a la viña» del profeta Isaías, que todos los
judíos conocían: «Mi amigo tenía una viña en un fértil collado. La
entrecavó, quitó las piedras y plantó buenas cepas; construyó en
medio una torre y cavó un lagar. Esperaba que diese uvas, pero
dio agrazones» (...). ¿Qué más podía hacer yo por mi viña que no
hubiera hecho? ¿Por qué, cuando yo esperaba que diera uvas, dio
agrazones? Y concluye diciendo: «La viña del Señor del universo
es la casa de Israel y los hombres de Judá, su plantel preferido.
Esperaba de ellos derecho, y ahí tenéis: sangre derramada;
esperaba justicia, y ahí tenéis: lamentos» (Is 5). Es claro, por
tanto, que la viña, tanto en el Canto de Isaías como en la
parábola de Jesús, se refiere a la elección de Israel, pueblo al que
Dios ha cuidado con especial esmero con vistas a la salvación de
todo el mundo.
Tanto el Canto de Isaías como la parábola de Jesús de los
viñadores homicidas, subrayan los cuidados del amo con su viña.
Especialmente en los países de oriente, donde hay sequía, plantar
y cultivar una viña requiere mucho trabajo. Pero en los dos
relatos, el dueño la cuida de un modo especial, pues la rodea con
una cerca, para evitar que entren animales, y además construye
una edificación para poner en ella un lagar y poder allí mismo
pisar la uva y producir vino. Destaca también la confianza que
demuestra en las personas en cuyas manos pone esa propiedad
que tanto cuidado y esfuerzo le ha costado.
San Juan Crisóstomo, al comentar esta parábola, amplía su
sentido. Los desvelos del amo por su viña no se refieren solo a lo
que Dios hizo por el pueblo elegido, sino por todo el mundo, pues
el Creador lo ha llenado de belleza. En este sentido, los viñadores
son todos los seres humanos, a los que Dios ha entregado el
mundo para que, por medio del trabajo, cooperen con Él para
llevar la obra creadora a su perfección. De ahí que no podamos
usar el mundo como si fuese nuestra propiedad privada, sino que
nos corresponde cuidarlo para que se convierta en lo que Dios
desea, la casa común en la que todos los hombres puedan vivir
con la dignidad propia de los hijos de Dios.

2. Sin embargo, en la parábola de Jesús, el protagonista no es


el pueblo de Israel, sino los arrendatarios de la viña, es decir, los
dirigentes del pueblo, sacerdotes y fariseos, pues la mayoría de
ellos se dedicaron a criticar a Jesús y a buscar la forma de
perderle. Otro elemento original de la parábola evangélica es la
figura del hijo del dueño y heredero de la viña, que representa al
mismo Jesucristo. Es interesante la precisión del Señor al hablar
del lugar donde asesinaron al hijo del dueño: «fuera de la viña»,
una alusión al Calvario que, en aquellos tiempos quedaba fuera
de la muralla de Jerusalén.
El dueño de la viña envía a sus criados a buscar los frutos que
le corresponden. Pero ¿es que Dios necesita algo de nosotros y del
mundo? Realmente, no. ¿Y puede nuestra tierra dar algún fruto
que tenga valor para Dios? Solo uno: el amor. Se trata de
corresponder al amor que el Señor ha derrochado al crear el
mundo, con todas sus maravillas, y al salvarnos enviando a su
Único Hijo para dar la vida por nosotros. En la Sagrada
Escritura, el vino es símbolo del amor. Al aceptar el amor de Dios
y agradecérselo, viviendo para agradarle, como Jesús hizo con su
Padre, nosotros estamos cultivando la viña del Señor para que
produzca el vino «fruto de la tierra», que es de Dios, y «del
trabajo del hombre», de nuestra correspondencia al amor infinito
de Dios.
En un momento dado, Jesús pasa de la parábola a la vida real.
Después de describir el maltrato de los viñadores a los enviados
del dueño y el asesinato del hijo, dirige a los oyentes esta
pregunta: «Cuando vuelva el dueño de la viña, ¿qué hará con
aquellos labradores»? Le contestan: «Hará morir de mala muerte
a esos malvados y arrendará la viña a otros labradores que le
entreguen los frutos a su tiempo». Y entonces «los sumos
sacerdotes y los fariseos, al oír sus parábolas, comprendieron que
hablaba de ellos. Y, aunque intentaban echarle mano, temieron a
la gente, que lo tenía por profeta» (Mt 21, 45-46).

3. Tras la narración de la parábola, Jesús cita los versículos


22-23 del salmo 118: «La piedra que desecharon los arquitectos
es ahora la piedra angular. Es el Señor quien lo ha hecho, ha sido
un milagro patente». San Pedro aplica estas palabras del salmo a
Jesús cuando, al declarar ante el Sanedrín por la curación del
cojo de nacimiento que pedía limosna ante la puerta del templo
llamada «Hermosa», dice: «Quede bien claro a todos vosotros y a
todo Israel que ha sido el Nombre de Jesucristo el Nazareno, a
quien vosotros crucificasteis y a quien Dios resucitó de entre los
muertos; por este Nombre, se presenta este sano ante vosotros. Él
es «la piedra que desechasteis vosotros, los arquitectos, y que se
ha convertido en piedra angular; no hay salvación en ningún
otro, pues bajo el cielo no se ha dado a los hombres otro nombre
por el que debamos salvarnos» (Hch 4, 10-13).
A primera vista se podría pensar que esta parábola se refiere a
sucesos pasados, que no tiene proyección en la actualidad, pues
después de Cristo ya no hay profetas. Pero profeta no es quien
predice acontecimientos futuros –eso es su certificado de
autenticidad–, sino el que transmite un mensaje de Dios, al
hablar en su nombre. Y no es del todo cierto que no haya profetas
después de Cristo, pues refiriéndose a la Iglesia, dijo Jesús:
«Quien a vosotros escucha, a mí me escucha» (Lc 10, 16).
Por eso no debe sorprender que la Iglesia haya recibido el
mismo trato que los siervos de la parábola a lo largo de los siglos.
Pues ha sido perseguida, hostigada, maltratada, despojada y con
mártires en todas las épocas –también hoy–, pero, a pesar de
todo, seguirá siendo la voz de Dios hasta el final de los tiempos.
El que haya malos ejemplos en el clero es doloroso, pero no se
puede poner como pantalla para alejarse de la Iglesia. En el
antiguo Israel también había falsos profetas y otros que eran
auténticos. Y, lógicamente, lo que Dios pedía era seguir a estos
últimos y no a los primeros.
LUNES 9 DE OCTUBRE

EVANGELIO
San Lucas 10, 25-37
En esto se levantó un maestro de la ley y le preguntó para
ponerlo a prueba: «Maestro, ¿qué tengo que hacer para heredar
la vida eterna?». Él le dijo: «¿Qué está escrito en la ley? ¿Qué lees
en ella?». Él respondió: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu
corazón y con toda tu alma y con toda tu fuerza y con toda tu
mente. Y a tu prójimo, como a ti mismo». Él le dijo: «Has
respondido correctamente. Haz esto y tendrás la vida». Pero el
maestro de la ley, queriendo justificarse, dijo a Jesús: «¿Y quién
es mi prójimo?». Respondió Jesús diciendo: «Un hombre bajaba
de Jerusalén a Jericó, cayó en manos de unos bandidos, que lo
desnudaron, lo molieron a palos y se marcharon, dejándolo
medio muerto. Por casualidad, un sacerdote bajaba por aquel
camino y, al verlo, dio un rodeo y pasó de largo. Y lo mismo hizo
un levita que llegó a aquel sitio: al verlo dio un rodeo y pasó de
largo. Pero un samaritano que iba de viaje llegó adonde estaba él
y, al verlo, se compadeció, y acercándose, le vendó las heridas,
echándoles aceite y vino, y, montándolo en su propia
cabalgadura, lo llevó a una posada y lo cuidó. Al día siguiente,
sacando dos denarios, se los dio al posadero y le dijo: “Cuida de
él, y lo que gastes de más yo te lo pagaré cuando vuelva”. ¿Cuál
de estos tres te parece que ha sido prójimo del que cayó en manos


de los bandidos?». Él dijo: «El que practicó la misericordia con
él». Jesús le dijo: «Anda y haz tú lo mismo».

s
PARA MEDITAR

1. Hacerse prójimo.
2. La Iglesia, posada.
3. Imitar a Jesús.
1. De Jerusalén a Jericó hay un desnivel aproximado de mil
metros. El camino baja por el desierto de Judea y, en las últimas
colinas, hay numerosas cuevas, donde, en la época de Jesús,
vivían bandidos. En esa bajada, bastante pronunciada, sitúa
Jesús la parábola del buen samaritano, para contestar a la
pregunta del maestro de la Ley: «¿Y quién es mi prójimo?». En
aquel tiempo, entre los judíos versados en la Ley de Moisés, había
opiniones diversas acerca de cuáles eran las personas a las que
había obligación de ayudar en caso de que padeciesen necesidad:
¿a los de mi familia, a los de mi clan o a los de mi tribu?, ¿a los
de mi mismo oficio?, ¿a los vecinos?
Jesús, al relatar la parábola del buen samaritano, le da la
vuelta a la pregunta. Más que preguntar quién es mi prójimo,
cada uno de nosotros ha de verse como prójimo de cualquiera
que esté necesitado de ayuda, sea o no de mi raza o nación o
religión, por el solo hecho de ser persona. No se trata de hacer
distingos entre unos y otros. Aquí la pregunta y la respuesta de
Jesús tratan sobre el amor, que es el «corazón» de la vida
cristiana. El buen samaritano se hace prójimo del hombre –
probablemente, un judío– asaltado y herido por los ladrones,
porque se hace cargo de su lamentable estado. No pregunta de
qué nación, raza o religión es. Es un ser humano, como él, al que
no puede dejar de ayudar. Y efectivamente, se compadece –hace
suyos los sufrimientos del otro–, se para, baja de la propia
cabalgadura, se inclina sobre el herido, le venda las heridas con
vino, para desinfectar, y con aceite, para suavizarlas, lo monta en
su caballo y lo lleva hasta la posada, donde lo cuida y paga por
adelantado los gastos de su recuperación.
En la parábola queda patente el contraste entre la actitud del
samaritano –los de esta nación eran despreciados como «herejes»
por los judíos, y no había trato entre ellos– y la del sacerdote del
Templo y el levita. Es posible que estos no se pararon porque les
pareció que el que estaba tirado en la cuneta ya había fallecido y
el contacto con un muerto les ponía en situación de impureza
legal con la que no podían ejercer sus funciones. Quizá, por la
vestimenta del asaltado, vieron que era samaritano, o llevaban
mucha prisa y prefirieron pasar de largo. Sea cual fuere el
motivo, el sacerdote y el levita no asistieron al hombre
necesitado, no fueron prójimo para él, no le amaron. Y al alejarse
así del accidentado, vaciaron de contenido su culto a Dios, ya que
el amor a Dios y el amor al prójimo son inseparables, como nos
enseñó Jesús: «Cada vez que lo hicisteis (dar de comer, de beber,
etc.) con uno de estos, mis hermanos más pequeños, conmigo lo
hicisteis» (Mt 25, 40).

2. Jesús nos enseña con esta parábola a vivir una compasión


no solo afectiva sino sobre todo efectiva, es decir, que nos mueva
a poner el remedio oportuno, con toda persona que encontremos
herida en el camino de la vida. Y hoy, por desgracia, son muchos
los que padecen la soledad, la falta de cariño, el abandono de los
suyos, o la falta de trabajo o de salud. Después están las heridas
más profundas causadas por los abusos, las separaciones
matrimoniales, que no solo afectan a los padres, sino, sobre todo,
a los hijos, y las producidas por los propios pecados y también
por la ignorancia. La Iglesia, donde Jesús prolonga su acción
salvadora, cura y recompone esas últimas llagas con el
Sacramento de la Penitencia y la Eucaristía.
Un cristiano no puede «pasar de largo», indiferente, junto al
prójimo que sufre. Encontrarse con alguien que nos necesita es
una gracia de Dios, que nos llama a salir de nuestro «ámbito de
comodidad» y complicarnos la vida para ayudar a nuestro
hermano. Al acercarnos a la persona que nos necesita, hemos de
hacerlo, no de una manera oficial o seca, sino poniendo el
corazón, como hizo Jesús cuando vivía en cuerpo mortal entre
nosotros. Por mucha prisa que llevemos, por urgente que parezca
la tarea que nos aguarda, nada hay más importante que atender a
una persona que sufre. Por eso, hemos de pararnos, como el
samaritano de la parábola y mirar con atención al necesitado,
para hacernos cargo, ponernos en su lugar y actuar como nos
gustaría que hicieran con nosotros si nos encontrásemos en esa
situación.
No hay que pensar que ayudar al prójimo consista siempre en
actos difíciles y complicados. Muchas veces lo que necesitan es
que alguien les escuche, pues desahogarse con alguien siempre
descansa. Otras veces es una sonrisa o unas palabras de ánimo, o
de aliento, o un buen consejo que les abra camino allí donde ellos
no ven salida. Aunque toda persona en apuros es nuestro
prójimo, en primer lugar, hemos de prestar atención a las
personas más cercanas: familia, amigos, compañeros de trabajo,
vecinos, etc. Ejercitarse en ver en los demás a Jesús que pasa a
nuestro lado nos ayudará a captar mejor sus necesidades.

3. Los Padres de la Iglesia y otros comentadores de los


Evangelios identifican a Jesús con el Buen Samaritano. El
hombre que cayó en manos de los salteadores representa a Adán
y Eva y sus descendientes, despojados de la gracia de Dios por el
pecado personal y los pecados personales. Los salteadores del
camino son el demonio, las pasiones que incitan a pecar, los
escándalos, etc. El sacerdote y el levita son figuras de la Antigua
Alianza, que no tenía medios para curar las heridas del pecado.
La posada es la Iglesia, donde todos pueden recibir la curación.
¿Qué le hubiera ocurrido a la víctima de los bandidos si no
hubiese pasado en aquellos momentos por el camino el
samaritano? ¿Qué nos hubiera ocurrido a nosotros si el Hijo de
Dios no hubiese emprendido su viaje a este mundo? Pero, movido
por su gran compasión y misericordia, bajó a nuestro mundo, se
acercó a nosotros para curar nuestras llagas, haciéndolas suyas,
como había profetizado Isaías: «Él soportó nuestros sufrimientos
y aguantó nuestros dolores; nosotros lo estimamos leproso,
herido de Dios y humillado; pero él fue traspasado por nuestras
rebeliones, triturado por nuestros crímenes. Nuestro castigo
saludable cayó sobre él, sus cicatrices nos curaron. Todos
errábamos como ovejas, cada uno siguiendo su camino; y el
Señor cargó sobre Él todos nuestros crímenes» (Is 54, 4-7).
Jesús, el penúltimo día de su vida en la tierra, en el ambiente
íntimo del Cenáculo, quiso dejarnos un resumen de su vida y,
mientras cenaban, «se levanta de la cena, se quita el manto y,
tomando una toalla, se la ciñe; luego echa agua en la jofaina y se
pone a lavarles los pies a los discípulos, secándoselos con la toalla
que se había ceñido» (Jn 13, 4-6). Y, para que ese momento se
quedase siempre grabado en la mente y el corazón de los suyos,
cuando acabó de lavarles los pies y volvió a la mesa, les dijo:
«¿Comprendéis lo que he hecho con vosotros? Vosotros me
llamáis “el Maestro” y “el Señor”, y decís bien, porque lo soy. Pues
si yo, el Maestro y el Señor, os he lavado los pies, también
vosotros debéis lavaros los pies unos a otros: os he dado ejemplo
para que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también lo
hagáis» (Jn 13, 12-16). ¡Jesús!, que nunca se nos olvide; ayúdanos
a vivirlo cada día.
MARTES 10 DE OCTUBRE

EVANGELIO
San Lucas 10, 38-42
Yendo ellos de camino, entró Jesús en una aldea, y una mujer
llamada Marta lo recibió en su casa. Esta tenía una hermana
llamada María, que, sentada junto a los pies del Señor, escuchaba
su palabra. Marta, en cambio, andaba muy afanada con los
muchos servicios; hasta que, acercándose, dijo: «Señor, ¿no te
importa que mi hermana me haya dejado sola para servir? Dile
que me eche una mano». Respondiendo, le dijo el Señor: «Marta,
Marta, andas inquieta y preocupada con muchas cosas; solo una
es necesaria. María, pues, ha escogido la parte mejor, y no le será
quitada».

s
PARA MEDITAR

1. Prioridad de la oración.
2. «Lectio divina».
3. Unidad de vida.
1. ¡Qué fácil nos pone san Lucas imaginarnos esta escena en
Betania, una aldea cercana a Jerusalén, donde vivía la familia
compuesta de tres hermanos, Marta, María y Lázaro, amigos
íntimos de Jesús! Marta, la mayor, recibe encantada a Jesús,
acompañado de los apóstoles, y enseguida se dispone a preparar
la comida para el grupo, no pequeño, que acompaña al Maestro.
María, arrebatada por la presencia del Dios hecho hombre en su
casa, se sienta a los pies de Jesús porque no quiere perderse
ninguna de sus palabras, un tesoro para su alma, sedienta de
Dios. Marta, después de pasar varias veces por el lugar donde
Jesús habla, con la esperanza de que su hermana la ayude en su
trajín, harta de la pasividad de María, se planta delante del Señor
y, con cierto enfado, le dice: «Señor, ¿no te importa que mi
hermana me haya dejado sola para servir? Dile que me eche una
mano».
Jesús, con tranquilidad, le responde: «Marta, Marta –una
repetición que expresa afecto–, andas inquieta y preocupada con
muchas cosas; solo una es necesaria. María, pues, ha escogido la
parte mejor, y no le será quitada». No hay en las palabras del
Señor ningún desprecio por la actividad de Marta, que solo
pretende acoger con el mayor cariño a Jesús y a los suyos, sino
más bien una llamada de atención que no debemos olvidar
nunca: que lo primero es escuchar la Palabra de Dios. Todo lo
demás, por muy bueno que sea, termina. «El cielo y la tierra
pasarán, pero mis palabras no pasarán» (Mt 24, 35).
Dar prioridad a la escucha de la Palabra de Dios supone, en
primer lugar, decidirse de verdad a dedicar un tiempo de nuestro
día a meditarla. Así lo hacían los primeros cristianos que
conservaban frescos los recuerdos del paso de Dios por la tierra.
Aunque nuestras ocupaciones no nos permitan dedicar mucho
tiempo a imitar a María de Betania, necesitamos acotar un rato
para hacer silencio dentro de nosotros y reproducir con la
imaginación la escena del Evangelio que queramos meditar,
quizá la que ese día la Iglesia proclama en la Misa. Para
«meternos» en esa escena, que sigue viva porque Jesús está vivo y,
con Él, todo lo que vivió, podemos servirnos de la lectio divina,
un ejercicio asequible a todos, para empezar a cultivar la oración
interior, con la mente y el corazón, sin ruido de palabras.
2. El primer paso consiste en leer un pasaje de la Sagrada
Escritura, fijándonos en los elementos principales. Nos podemos
servir de la ayuda de algún libro que nos explica el significado de
las palabras y el contexto del lugar, las costumbres, las alusiones
al Antiguo Testamento, etc. Esa lectura ha de hacerse despacio,
poniendo mucha atención y a veces será necesario volver a leer el
mismo pasaje varias veces para enterarnos bien. Después,
dejamos el libro, y hacemos una parada interior en la que el alma
intenta comprender lo que nos dice y su relación con nuestra
vida: esto es la meditación, el segundo paso. No se trata de
reflexionar –volverse uno hacia sí mismo–, sino de estar con la
mirada interior fija en Jesús y tratar de entender lo que dice, de
manera que dé luz a nuestro vivir.
A continuación, como respuesta a las luces que nos ha dado el
Señor, intentamos decirle algo, desde el fondo del corazón. A
veces será alguna petición, y en otras ocasiones manifestaremos,
con nuestras propias palabras interiores, el asombro por el amor
que nos muestra o el agradecimiento por su entrega, o el perdón
por nuestra falta de correspondencia. Se trata de entretenerse
con Dios en una conversación íntima y directa. A continuación,
podemos mantener el corazón atento, por si el Señor quiere
inspirarnos algún pensamiento o propósito. Después volvemos a
tomar el siguiente pasaje del libro para leerlo con detenimiento,
como al principio y seguimos el mismo proceso.
Por la aceleración con que vivimos y la abrumadora
información que nos llega a través de los medios y las redes
sociales, lo más difícil de esta práctica de la lectio divina es
conseguir el silencio del alma, es decir, acallar el bullir de nuestro
interior, compuesto de imágenes, sonidos, preocupaciones,
curiosidades, etc., para «recoger el corazón, recoger todo nuestro
ser bajo la moción del Espíritu Santo, habitar la morada del
Señor que somos nosotros mismos, despertar la fe para entrar en
la presencia de Aquel que nos espera, hacer que caigan nuestras
máscaras y volver nuestro corazón hacia el Señor que nos ama
para ponernos en sus manos como una ofrenda que hay que
purificar y transformar» (Catecismo de la Iglesia Católica, 2711).

3. El mayor reto de este modo de hacer oración es que afecte a


nuestra vida diaria, es decir, a nuestro modo de querer a las
personas con que convivimos, a nuestra manera de trabajar, de
aceptar las contrariedades que trae la vida, etc. Por eso el apóstol
Santiago nos recuerda: «Pero tenéis que poner la Palabra en
práctica y no solo escucharla engañándoos a vosotros mismos.
Porque quien se contenta con oír la palabra, sin ponerla en
práctica, es como un hombre que contempla la figura de su rostro
en un espejo: se mira, se va e inmediatamente se olvida de cómo
era. En cambio, quien considera atentamente la ley perfecta de la
libertad y persevera en ella –no como quien la oye y luego se
olvida, sino como quien la pone por obra–, ese será
bienaventurado al llevarla a la práctica» (St 1, 22-25).
Poner en práctica la Palabra de Dios requiere alimentar
nuestro trato con Jesús en la oración mental con las dificultades
que lleva consigo toda vida humana, tanto las que se refieren a la
vida familiar o social, como las que afectan a nuestra actividad
profesional. En el Evangelio vemos cómo los amigos de Jesús le
manifiestan con sencillez sus preocupaciones –Marta, por la
pasividad de su hermana; los apóstoles, por los celos que suscita
en ellos un exorcista judío que echaba demonios en nombre de
Jesús y no era discípulo– o sus inquietudes de futuro: «Ya ves,
nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido; ¿qué nos va a
tocar?» (Mt 19, 27).
La oración es la que da sentido a todo lo que hacemos.
Nuestro servicio desinteresado es auténtico cuando es fruto de la
escucha de la Palabra de Dios. Sin la oración, tanto vocal como
mental, nuestra fe se debilita, como se apaga la amistad entre las
personas cuando no hay un trato frecuente y solo se ven y hablan
muy de vez en cuando. Cuando meditamos este pasaje
evangélico, podemos preguntarnos si el Señor podría hacernos la
misma cariñosa advertencia que dirige a Marta, porque dejamos
para después los tiempos dedicados a estar a solas, en exclusiva,
con nuestro Salvador Jesucristo, con la excusa de que lo que
estamos haciendo es para bien de las almas, o por simple pereza
o dejadez.
MIÉRCOLES 11 DE OCTUBRE

EVANGELIO
San Lucas 11, 1-4
Una vez que estaba Jesús orando en cierto lugar, cuando
terminó, uno de sus discípulos le dijo: «Señor, enséñanos a orar,
como Juan enseñó a sus discípulos». Él les dijo: «Cuando oréis,
decid: “Padre, santificado sea tu nombre, venga tu reino, danos
cada día nuestro pan cotidiano, perdónanos nuestros pecados,
porque también nosotros perdonamos a todo el que nos debe, y
no nos dejes caer en tentación”».

s
PARA MEDITAR

1. «Abba».
2. El nombre de Dios.
3. Perdonar para ser perdonados.
1. Los discípulos de Jesús, que le acompañaban siempre,
notaban que, con frecuencia, el Maestro se retiraba a orar a solas
y permanecía largo tiempo en coloquio interior amoroso con
Dios. Ansiosos por imitar al Señor, sus amigos le pidieron un día
que les enseñara a orar, y Jesús les enseñó el Padrenuestro, la
oración por excelencia, que millones de cristianos han rezado
desde entonces. Meditar las palabras de esta oración es una
forma de acercarnos a la intimidad de trato de Jesús con su
Padre, es entrar y saborear los sentimientos del alma del Hijo de
Dios hecho hombre.
«Padre». ¡Qué bien nos viene pararnos para disfrutar de esta
palabra, con la que Jesús quiere que nos dirijamos a Dios! Al
pronunciarla, nos viene a la cabeza ese Dios único que nos ha
traído a cada uno a la vida porque nos ama, pues, como dice el
salmista: «Él modeló cada corazón y comprende todas sus
acciones» (Sal 33, 14). El amor de los padres a sus hijos es solo
una sombra lejana del amor de nuestro Padre Dios a cada ser
humano, creado a su imagen, es decir, con la capacidad de
descubrir a su Creador y bendecirlo y adorarlo como la fuente de
su ser.
Pero Jesús, el Hijo de Dios en sentido propio, e imagen de
Dios de un modo único, nos quiso revelar con la palabra «Padre»
quién es nuestro Creador. «Podemos invocar a Dios como “Padre”
–enseña el Catecismo de la Iglesia Católica–, porque él nos ha
sido revelado por su Hijo hecho hombre y su Espíritu nos lo hace
conocer. Lo que el hombre no puede concebir ni los poderes
angélicos entrever, es decir, la relación personal del Hijo hacia el
Padre (cfr. Jn 1, 1), he aquí que el Espíritu del Hijo nos hace
participar de esta relación a quienes creemos que Jesús es el
Cristo y que hemos nacido de Dios» (nº 2780).

2. «Santificado sea tu nombre». Jesús quiere que nuestro


primer y mayor deseo sea que nuestro Padre Dios sea reconocido
y alabado en toda la tierra. En la Sagrada Escritura, el nombre
equivale a la persona misma, es su identidad. Por eso Jesús
resume su vida en la oración sacerdotal de la Última Cena
diciendo a su Padre: «He manifestado tu nombre a los que me
diste de en medio del mundo» (Jn 17, 6). Desear que Dios sea
conocido y honrado por todos es desear que a todos alcance la
felicidad de saberse amados por Dios Padre. La cercanía de todos
a Dios transformaría el mundo en un paraíso. Conocer el nombre
É
de Dios –Padre– nos da la posibilidad de relacionarnos con Él,
que le podamos llamar, invocar. Jesucristo nos reveló el nombre
de Dios y así nos mostró que Dios quiere entrar en nuestro
mundo, hacerse accesible a cada uno de sus hijos y, por tanto,
también vulnerable, es decir, capaz de recibir las heridas de
nuestra indiferencia hacia su infinito amor.
«Venga tu reino». El reino de Dios es la salvación que nos
trajo y nos trae Jesucristo en cada momento de la historia
humana hasta el fin de los tiempos. Él, Jesús, es nuestra
salvación en persona, pues somos salvados cuando Jesús nos
incorpora a su muerte y resurrección al recibir el sacramento del
Bautismo. Cuando rezamos: «venga a nosotros tu reino», estamos
pidiendo que la vida de Jesús entre en nosotros por medio de la
gracia que recibimos en los sacramentos y por la oración. En el
fondo, con esta petición deseamos de todo corazón ser cristianos,
es decir, seguir a Jesús de tal modo que entremos en comunión
con Él y seamos cada vez más «uno» con Jesús.
«Danos cada día nuestro pan cotidiano». Los Padres de la
Iglesia interpretan estas palabras como la petición a Dios de la
Eucaristía y, por eso, la oración del Padrenuestro aparece en la
Santa Misa como una preparación para la Comunión. Jesús, que
no permitió que la multitud que le había seguido hasta zonas
poco habitadas para escuchar su Palabra se quedase sin comer,
sabe que el hambre del ser humano no se reduce solo al deseo del
pan, pues, como contesta al diablo en el desierto: «No solo de pan
vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios»
(Mt 4, 4). El milagro de la multiplicación de los panes no solo
supera al maná con que Dios alimentó a su pueblo en el desierto,
sino que apunta hacia otro sustento, la Eucaristía, el Pan vivo
que contiene al mismo Jesús, que desea vivir en nosotros, para
que seamos uno con Él.
3. «Perdónanos nuestros pecados, porque también nosotros
perdonamos a todo el que nos debe». Con estas palabras, Jesús
nos enseña que la forma de afrontar las ofensas que recibimos no
es la venganza, como nos sugieren nuestros instintos, sino el
perdón. Y nos revela también la condición de Dios Padre para
perdonarnos. Del perdón nos habló frecuentemente Jesús en el
Evangelio. En el Sermón de la Montaña, a propósito del quinto
mandamiento, nos enseña: «Por tanto, si cuando vas a presentar
tu ofrenda sobre el altar, te acuerdas allí mismo de que tu
hermano tiene quejas contra ti, deja allí tu ofrenda ante el altar y
vete primero a reconciliarte con tu hermano, y entonces vuelve a
presentar tu ofrenda» (Mt 5, 23-25).
El mismo san Mateo recoge la parábola del siervo desalmado,
un alto funcionario del rey, a quien su señor había perdonado
una deuda inmensa que, al salir del salón regio, se encuentra con
un compañero que le debía una pequeña suma y lo presiona sin
piedad y lo acaba metiendo en la cárcel hasta que pague su
deuda. Esta conducta inmisericorde indigna al rey que lo llama y
castiga. ¿Qué son las ofensas que podamos recibir nosotros, en
comparación con las que hemos infringido a Dios? Miremos a
Jesús en la Cruz y escuchemos su primera oración: «Padre,
perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lc 23, 34). Nos
cuesta perdonar porque para lograrlo hemos de superar el daño
recibido, purificándonos interiormente hasta cerrar la herida y
ofrecer al otro, con nuestro perdón, la oportunidad de
transformarse interiormente.
«Y no nos dejes caer en tentación». Es preciso distinguir las
pruebas, que son situaciones dolorosas, pero necesarias, para
madurar en la vida y también en nuestras relaciones con Dios, de
las tentaciones, cuyo fin es conducirnos al pecado y a la muerte.
Pedimos ahora al Padre que nos fortalezca el corazón para no
entrar en la tentación, es decir, para no dejarnos engañar por el
señuelo que nos presenta el diablo, «atrayente a los ojos y
deseable» (Gn 3, 6), pero cuyo fruto es la muerte. Para resistir a
las seducciones de la tentación, tomemos ejemplo de Jesús,
Vencedor del tentador que, en el desierto y en su agonía, se
defiende con la oración.
JUEVES 12 DE OCTUBRE
VIRGEN DEL PILAR

EVANGELIO
San Lucas 11, 27-28
Mientras él hablaba estas cosas, aconteció que una mujer de
entre el gentío, levantando la voz, le dijo: «Bienaventurado el
vientre que te llevó y los pechos que te criaron». Pero él dijo:
«Mejor, bienaventurados los que escuchan la palabra de Dios y la
cumplen».

s
PARA MEDITAR

1. La primera discípula.
2. Columna.
3. Fuertes en la fe.
1. «Bienaventurado el vientre que te llevó y los pechos que te
criaron», le gritó una mujer de entre la multitud a Jesús, mientras
hablaba. Y es que la manera de enseñar de Jesús emocionaba a la
gente por su calidez y sobre todo por el brillo de la verdad, que
sintonizaba enseguida con la voz de la propia conciencia. Sin
darse cuenta, esta mujer de entre el pueblo comenzó a cumplir lo
que la misma Madre de Dios había anunciado cuando, en casa de
su prima Isabel, dejó a su corazón explayarse en alabanzas a Dios
con el «Magnificat»: «Desde ahora me felicitarán todas las
generaciones, porque el Poderoso ha hecho obras grandes en
mí».
«Mejor, bienaventurados los que escuchan la palabra de Dios y
la cumplen». A Jesús le tuvo que agradar ese elogio a su Madre.
De hecho, lo retoma y explica el verdadero motivo por el que su
Madre y todos los que le siguen son bienaventurados. María, la
Madre de Jesús, merece alabanza por haber llevado en su seno
purísimo al Hijo de Dios y por haberlo alimentado y cuidado con
todo el amor de su corazón inmaculado. Pero el mérito mayor de
la Virgen es haber sido la primera y mejor discípula de su Hijo, el
mismo Dios. Así lo señala san Lucas cuando describe la respuesta
de la Virgen a los acontecimientos de la infancia de su Hijo:
«María, por su parte, conservaba todas estas cosas, meditándolas
en su corazón» (Lc 2, 19).
Leer y meditar la Palabra de Dios, recogida en la Sagrada
Escritura, y cumplirla, es decir, convertirla en vida propia, es lo
que María hizo como nadie durante toda su vida. Y nosotros, que
queremos seguir a Jesús, hemos de fijarnos en su vida para
aprender a ser buenos discípulos de su Hijo. A Jesús le agradan
todas las alabanzas que hacemos a su Bendita Madre. La Virgen
es la mejor senda para llegar a Jesús y, por Él, con Él y en Él, al
Padre y al Espíritu Santo. De su mano, vamos seguros hacia
Jesús. Él nos la dejó desde la Cruz, para que nos sintiésemos
siempre queridos y protegidos por su Madre. Alabándola nos
acercamos a Jesús. Aprendiendo de Ella, nos hacemos también
nosotros dignos de la bienaventuranza de su Hijo.

2. Hoy celebramos en España la fiesta de Nuestra Señora del


Pilar. Según una antigua tradición, la Virgen, mientras aún vivía,
se apareció en Zaragoza al Apóstol Santiago el Mayor, sobre una
columna o pilar, como señal de su presencia. La Virgen animó al
Apóstol Santiago y le prometió que le asistiría en la tarea de
evangelización que estaba realizando en España. Por eso, desde
entonces, «un aspecto característico de la evangelización en
España es su profunda vinculación a la figura de María. Por
medio de Ella, a través de muy diversas formas de piedad, ha
llegado a muchos cristianos la luz de la fe en Cristo, Hijo de Dios
y de María. ¡Y cuántos cristianos viven hoy también su comunión
de fe eclesial sostenidos por la devoción a María, hecha así
columna de esa fe y guía segura hacia la salvación!» (San Juan
Pablo II, Homilía en Zaragoza, 6-XI-1982).
Mientras el pueblo judío peregrinaba por el desierto hacia la
Tierra prometida, Dios les precedía, de día, como una columna
en forma de nube para señalarles el camino, y de noche, como
una columna de fuego para alumbrarles. En nuestro país y en
todo el mundo, la Virgen María siempre ha ido por delante en la
evangelización de los pueblos para llevarnos a Jesús, nuestro
Camino y nuestra Luz. Ella, con su intercesión maternal, facilita
el acercamiento a su Hijo a quienes se han alejado, quizá durante
muchos años. «Sí –comentaba san Juan Pablo II–, tenemos como
guía una columna que acompaña al nuevo Israel, la Iglesia, hacia
la Tierra prometida, que es Cristo, el Señor. La Virgen del Pilar es
el «faro esplendente», el «trono de gloria», que guía y consolida la
fe de un pueblo que no se cansa de repetir en la Salve Regina:
«Muéstranos a Jesús».
La tarea de evangelizar, que es dar a conocer a Jesucristo, que
nos revela con su vida, su muerte y resurrección el amor que Dios
Padre nos tiene, solo termina al final del mundo. Las
generaciones se suceden, mientras la historia humana avanza, y
cada una de ellas necesita la Luz de Cristo para poder vivir en el
mundo de un modo digno de los hijos de Dios. Esta misión de
anunciar a Jesús con la propia vida, con el ejemplo y al calor de
la amistad, no compete solo a los sacerdotes y religiosos, sino que
Dios la confía a cada bautizado, pues todos los cristianos estamos
llamados a ser apóstoles, es decir, enviados por Dios para ser «luz
del mundo».
3. En la oración «colecta» de la Misa de hoy, pedimos a Dios
todopoderoso y eterno que, por la intercesión de la gloriosa
Madre de su Hijo, nos conceda fortaleza en la fe, seguridad en la
esperanza y constancia en el amor. La fe es un tesoro que hemos
recibido de Dios. Como la realidad más valiosa de nuestra vida de
cristianos, hemos de cuidarla para que, verdaderamente, sea la
luz que alumbre nuestro caminar. La fe se fortalece cuando
buscamos cada día a Jesús en la meditación de su Palabra, y en
los sacramentos, especialmente en la Misa. Esa fe, poco a poco,
ha de hacerse vida en cada uno, por medio de la caridad con
todos, la comprensión, el perdón incondicionado, la ayuda
desinteresada. Al mismo tiempo, la fe necesita crecer con nuestro
desarrollo físico y por eso debemos alimentarla con el
conocimiento profundo de las enseñanzas de Jesús que nos
ofrece la Iglesia en la catequesis de niños, jóvenes y adultos y
otros medios que pone a nuestra disposición.
La práctica de la fe en el día a día acrecienta la confianza en
Dios. En nuestra vida se alternan días de gozo con otros de
oscuridad, temporadas en que nos parece que Jesús duerme y no
se hace cargo de nuestras zozobras y agitaciones interiores y
exteriores. Es el momento de ejercitar la esperanza que es confiar
en el amor que Dios nos tiene y que nos da seguridad, certeza de
que nunca nos va a faltar la ayuda del cielo para afrontar las
dificultades y sufrimientos que trae la vida humana. La esperanza
nos hace recordar, en los momentos difíciles, la luz y la alegría
que hemos tenido en otras ocasiones.
Con una fe fuerte y la confianza segura en Dios podemos
afrontar la aventura de amar con constancia. El cultivo del amor
a Dios, que es siempre respuesta, pues, como suele decir el Papa
Francisco, Él siempre nos «primerea», da fuerzas para amar a los
demás, primero a los que están más cercanos, sea cual fuere su
conducta con nosotros, y después a todos los que encontramos en
nuestro caminar. Este amor del que tratamos no es un mero
sentimiento, sino que nace de la voluntad de imitar el modo de
amar que nos mostró Jesús durante toda su vida, también cuando
le costaba afrontar las torturas de su Pasión y Muerte en la Cruz.
Y, precisamente allí, en el Calvario, nos encontramos a María,
que, como le anunció el anciano Simeón en el Templo, está
siendo atravesada por una espada de dolor, mientras ofrece su
vida, unida a su Hijo, por nuestra salvación. ¡Madre!, suplicamos
a la Virgen hoy, ¡ayúdanos a permanecer siempre firmes en la fe y
generosos en el amor!
VIERNES 13 DE OCTUBRE

EVANGELIO
San Lucas 11, 15-26
Estaba Jesús echando un demonio que era mudo. Sucedió
que, apenas salió el demonio, empezó a hablar el mudo. La
multitud se quedó admirada, pero algunos de ellos dijeron: «Por
arte de Belzebú, el príncipe de los demonios, echa los demonios».
Otros, para ponerlo a prueba, le pedían un signo del cielo. Él,
conociendo sus pensamientos, les dijo: «Todo reino dividido
contra sí mismo va a la ruina y cae casa sobre casa. Si, pues,
también Satanás se ha dividido contra sí mismo, ¿cómo se
mantendrá su reino? Pues vosotros decís que yo echo los
demonios con el poder de Belzebú. Pero, si yo echo los demonios
con el poder de Belzebú, vuestros hijos, ¿por arte de quién los
echan? Por eso, ellos mismos serán vuestros jueces. Pero, si yo
echo los demonios con el dedo de Dios, entonces es que el reino
de Dios ha llegado a vosotros. Cuando un hombre fuerte y bien
armado guarda su palacio, sus bienes están seguros, pero,
cuando otro más fuerte lo asalta y lo vence, le quita las armas de
que se fiaba y reparte su botín. El que no está conmigo está
contra mí; el que no recoge conmigo desparrama. Cuando el
espíritu inmundo sale de un hombre, da vueltas por lugares
áridos, buscando un sitio para descansar, y, al no encontrarlo,
dice: “Volveré a mi casa de donde salí”. Al volver se la encuentra
barrida y arreglada. Entonces va y toma otros siete espíritus
peores que él, y se mete a vivir allí. Y el final de aquel hombre
resulta peor que el principio».

s
PARA MEDITAR

1. Sinceridad con uno mismo.


2. Adversarios de Jesús.
3. Prepararse para el combate.
1. Las curaciones milagrosas que nuestro Señor Jesucristo
realizó mientras vivió en la tierra eran también señales o
símbolos de las sanaciones que venía a realizar en nuestras
almas. A este enfermo del que nos habla san Lucas, el demonio le
había trabado la lengua, de manera que no podía exponer el
estado de su alma para que los demás le ayudasen. Cuando
cometemos un pecado de esos que avergüenzan, el demonio suele
incitar a no hablar de él con quien nos asesora en nuestra vida
espiritual, por miedo a perder prestigio o a pasar un mal rato. Si
la persona cede a esta sugestión, el «demonio mudo» se apodera
de su voluntad y le incapacita para recibir la curación mediante
el perdón de Dios en el sacramento de la Penitencia.
Para afrontar esa tentación frecuente del demonio, conviene
cultivar la virtud de la sinceridad, desarrollando en nuestra alma
un amor grande a la verdad. Un modo concreto de ejercitarse en
esa virtud, cuando hablamos con nuestro asesor espiritual o
cuando nos confesamos, es contar siempre en primer lugar lo que
más nos avergüenza o lo que quisiéramos que no se supiese.
Actuar así cuesta, pero Dios lo premia con la paz y la alegría del
alma. Si nos callamos, el demonio se apodera del alma y la va
enredando cada vez más en el pecado, de manera que cuanto más
tiempo pasa, más difícil se hace hablar para abrirse y dejar que el
perdón y la gracia de Dios nos curen y fortalezcan.
La sinceridad con nosotros mismos nos lleva a reconocer
nuestras faltas y pecados, sin justificarlas con falsas razones.
Hemos de estar siempre alerta para no «adaptar» la verdad a lo
que nos conviene, pues todos tendemos a engañarnos a nosotros
mismos para evitar pasar el mal trago de reconocer que nos
hemos equivocado y tenemos, por tanto, que pedir perdón y
rectificar. Si, al acabar el día, nos detenemos unos minutos para
pedir luces al Espíritu Santo, examinar nuestra conducta,
reconocer nuestras faltas y pedir perdón a Dios, poco a poco
vamos desarrollando esa sinceridad con nosotros mismos,
necesaria para no deformarnos la conciencia.

2. En este pasaje del evangelio, Jesús se enfrenta a dos


adversarios: el demonio y algunos fariseos que le acusan de echar
los demonios por arte del mismo príncipe de los demonios,
Belcebú. Estos judíos ilustrados no pueden negar que Jesús tiene
poder para expulsar los demonios, pues le han visto hacerlo en
muchas ocasiones. Pero, para desacreditarlo delante de los que le
siguen y escuchan, atribuyen ese poder a Belcebú. Jesús les
responde con dos argumentos. Por un lado, es imposible que el
demonio luche contra sí mismo, pues se destruiría. Por otro,
¿están también endemoniados los discípulos de los fariseos a los
que estos enseñan a expulsar demonios?
El otro adversario es el demonio que, hasta la llegada de
Jesús, tenía bajo su dominio a los seres humanos, se sentía fuerte
y seguro, pues nadie podía con él. Pero he aquí que en aquellas
tierras de Palestina ha aparecido un hombre que es más fuerte
que él y le está presentando una guerra sin cuartel. Este combate
de las fuerzas del mal contra nuestro Salvador, que continúa y no
terminará hasta el final de la historia, exige de nosotros una clara
toma de posición: «El que no está conmigo está contra mí, y el
que no recoge conmigo desparrama» (Mt 12, 30). Aquí no cabe
neutralidad, pues la lucha del Maestro es también la lucha del
discípulo.
De todas formas, el discípulo de Jesús no puede abandonarse
por el hecho de saber que está con «el más fuerte». Tiene que
saber que su adhesión al Señor provoca la envidia del demonio,
que se propone, después de dar «vueltas por lugares áridos,
buscando un sitio para descansar», lanzar ataques cada vez más
fuertes y terribles. La lucha entre Jesús y el demonio continúa en
el corazón de cada cristiano, pues el Maligno no se da por
vencido con facilidad y quiere arrastrar a su lado a la mayor
cantidad posible de discípulos de Cristo.

3. Este pasaje del evangelio nos plantea la necesidad de


mantener un continuo combate espiritual, pues el demonio está
más presente en el mundo de lo que podamos imaginar. Su
fuerza consiste precisamente en hacerse olvidar y aparecer bajo
los aspectos más seductores y tranquilizadores. Él nos estudia a
cada uno y sabe lanzar sus ataques por el frente más
desguarnecido, ese defecto dominante en el que tenemos menos
defensas y que quizá nos parece que no es tan grave. Pero
cualquier cesión ante sus ataques abre al demonio un paso para
que pueda acceder más fácilmente a temas más serios.
De ahí la necesidad de estar continuamente armándonos y
fortaleciéndonos con la meditación de la Palabra de Dios, en la
que encontramos su promesa: «Sabed que yo estoy con vosotros
todos los días, hasta el final de los tiempos» (Mt 28, 20). Hemos
de cultivar al mismo tiempo el espíritu de penitencia, que avala
nuestra oración de petición. Otra arma importante es la
humildad, que nos lleva a desconfiar de nuestras fuerzas y a
poner continuamente toda nuestra confianza en los auxilios de
Dios, pues nuestros enemigos son poderosos, ya que «nuestra
lucha no es contra hombres de carne y hueso, sino contra los
principados, contra las potestades, contra los dominadores de
este mundo de tinieblas, contra los espíritus malignos del aire»
(Ef 6, 12).
De todas formas, hemos de vivir llenos de confianza en Dios,
pues Jesucristo resucitado ha vencido al demonio y quiere
unirnos a su combate, para que también nosotros podamos hacer
retroceder el mal que se propaga por el mundo, y participar así
en la victoria de Cristo. «¿No es acaso milicia la vida del hombre
sobre la tierra?», exclama Job. Como dice el salmista, Dios
siempre puede más: «Se levanta Dios, y se dispersan sus
enemigos, huyen de su presencia los que lo odian; como el humo
se disipa, se disipan ellos; como se derrite la cera ante el fuego,
así perecen los impíos ante Dios. En cambio, los justos se
alegran, gozan en la presencia de Dios, rebosando de alegría» (Sal
67, 2-5).
SÁBADO 14 DE OCTUBRE

EVANGELIO
San Lucas 11, 27-28
Mientras él hablaba estas cosas, aconteció que una mujer de
entre el gentío, levantando la voz, le dijo: «Bienaventurado el
vientre que te llevó y los pechos que te criaron». Pero él dijo:
«Mejor, bienaventurados los que escuchan la palabra de Dios y la
cumplen».

s
PARA MEDITAR

1. Escuchar a Dios.
2. Recogimiento interior.
3. Una cita diaria con Jesús.
1. La Virgen María, Madre de Dios, merece ser alabada no
tanto por haber llevado en su vientre al mismo Hijo de Dios y
haberle alimentado con sus pechos, como señala esa mujer del
pueblo, sino porque supo escuchar como nadie la Palabra de Dios
y llevarla a la práctica. Por eso la Virgen María es maestra de
oración. Muchos cristianos piensan que hacer oración es, sobre
todo, abrir nuestra alma a Jesús, desahogarnos con Él, contarle
nuestras cosas, exponerle nuestras necesidades y pedirle ayuda. Y
es verdad. Pero, poco a poco, el Espíritu Santo va guiando a las
almas para que aprendan a escuchar a Dios. El Catecismo de la
Iglesia Católica define la oración contemplativa como «escucha
de la palabra de Dios» (nº 2716).
La Carta a los Hebreos comienza así: «En muchas ocasiones y
de muchas maneras habló Dios antiguamente a los padres por los
profetas. En esta etapa final, nos ha hablado por el Hijo, al que
ha nombrado heredero de todo, y por medio del cual ha realizado
los siglos» (Hb 1, 1-2). El primer mensaje que Dios envía a los
hombres es la creación. Contemplando la belleza y la armonía de
la naturaleza, hechura divina, podemos elevarnos hacia su
Hacedor. Pero las consecuencias de la rebelión original dificultan
nuestra mirada contemplativa sobre la obra creadora de Dios. El
Antiguo Testamento nos descubre el afán de Dios por darse a
conocer a los hombres. Poco a poco, empezando por Abrahán,
siguiendo por Moisés y los profetas, Dios va desvelando al pueblo
elegido su plan de salvación para todo el género humano.
El punto culminante de ese plan divino de salvación es la
venida del Hijo de Dios al mundo. Jesucristo es, como dice san
Juan, el Verbo, es decir, la Palabra de Dios que se hace hombre,
para revelarnos que Dios es Amor. Escuchar a Jesús es escuchar a
Dios, pues Él es el revelador de Dios. En la Iglesia tenemos el
tesoro de la Sagrada Escritura, pues Dios ha querido iluminar a
los autores de los libros sagrados de la Biblia para que nos
transmitieran los mensajes divinos, primero, a través de los
profetas y la misma historia de Israel y, al final, por medio de su
mismo Hijo, Jesucristo. Ahí, a la Sagrada Escritura y, de modo
especial, a los Evangelios y demás escritos del Nuevo Testamento
hemos de acudir para escuchar a Dios.

2. La mejor manera de escuchar a Dios es meditar su Palabra,


recogida en las Sagradas Escrituras. Este tipo de oración interior,
sin ruido de palabras, donde intervienen no solo nuestra
inteligencia para entender lo que Dios nos dice, sino también
nuestro corazón para acoger y agradecer el amor paternal de
Dios hacia cada uno, e incluso nuestra imaginación, la emoción y
el deseo, para revivir, junto a Jesús, los acontecimientos de su
vida, que llamamos «misterios», requiere una atención especial.
La tradición de la Iglesia ha llamado a esa atención especial
«recogimiento interior».
Se trata de hacer silencio en nuestro interior, habitualmente
lleno de imágenes, preocupaciones, ansiedades, músicas, etc. No
es fácil encauzar nuestra atención hacia las palabras y los
acontecimientos de la vida de Jesucristo, si no logramos vaciar
nuestro interior de todo lo que bulle en el alma. Una forma de
«hacer silencio» dentro de nosotros puede ser recitar despacio
alguna oración que nos centre en Jesús.
El Catecismo de la Iglesia Católica señala que la meditación
de la Palabra de Dios «habitualmente se hace con la ayuda de
algún libro, que a los cristianos no les falta: las Sagradas
Escrituras, especialmente el Evangelio, las imágenes sagradas, los
textos litúrgicos del día o del tiempo» (nº 2705). Es
recomendable, una vez que nos hayamos puesto en presencia de
Dios, eliminando la agitación interior, leer despacio unos
párrafos del libro, incluso volviendo de nuevo sobre ellos, para
ahondar en el sentido de las palabras.

3. En esa meditación, donde se desarrolla verdaderamente la


escucha de Dios, que es lo que buscamos, no se trata solo de
reflexionar, o «rumiar» esas palabras o hechos que leemos, sino
de descubrir, por medio de ellas, el amor que Dios nos tiene. El
mismo Jesús y su misión salvífica es la personificación de ese
amor de Dios, como comenta san Juan: «tanto amó Dios al
mundo, que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en
él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3, 16). Así
profundizamos en las convicciones de fe, nuestro corazón se
vuelve hacia Dios y se fortalece nuestro deseo de seguir de cerca
de Jesús.
Cuando meditamos así la Palabra de Dios, suele el Señor
poner en nuestra inteligencia luces que nos descubren aspectos
de la vida de Jesús desconocidos hasta entonces. Otras veces
llegan pensamientos que no son nuestros, sino que los ha puesto
ahí Dios, pensamientos que nos llenan de paz. También notamos
que Dios remueve en nosotros el deseo de luchar para quitar
aquellos obstáculos que impiden o dificultan la entrada de Jesús
en nuestra vida. Son momentos para tomar resoluciones firmes,
pidiendo ayuda a Dios para llevarlas a cabo.
Dedicar un rato cada día a hacer este tipo de oración interior
o mental, que nos permite de verdad escuchar a Dios y establecer
un trato de amistad con Jesús, puede costar, pero vale la pena.
Santa Teresa escribió en el Libro de la vida: «No es otra cosa
oración mental, a mi parecer, sino tratar de amistad, estando
muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama». Vale
la pena perseverar en este ejercicio de buscar a Dios para
escucharle meditando la Sagrada Escritura cada día. Muchas
veces nos encontraremos áridos, con dificultad para conseguir
silenciar nuestro interior, quizá con sensación de impotencia
para sacar fruto de esa meditación, pero el hecho de estar ahí,
junto a Jesús, o donde podamos, buscando escucharle, es ya un
acto de fe y de confianza en Dios. La Virgen María, siempre a
nuestro lado, nos ayudará a ser fieles a esta cita diaria con su hijo
Jesús.
DOMINGO 15 DE OCTUBRE
VIGESIMOCTAVA SEMANA DEL TIEMPO ORDINARIO

EVANGELIO
San Mateo 22, 1-14
Volvió a hablarles Jesús en parábolas, diciendo: «El reino de
los cielos se parece a un rey que celebraba la boda de su hijo;
mandó a sus criados para que llamaran a los convidados, pero no
quisieron ir. Volvió a mandar otros criados encargándoles que
dijeran a los convidados: “Tengo preparado el banquete, he
matado terneros y reses cebadas y todo está a punto. Venid a la
boda”. Pero ellos no hicieron caso; uno se marchó a sus tierras,
otro a sus negocios, los demás agarraron a los criados y los
maltrataron y los mataron. El rey montó en cólera, envió sus
tropas, que acabaron con aquellos asesinos y prendieron fuego a
la ciudad. Luego dijo a sus criados: “La boda está preparada, pero
los convidados no se la merecían. Id ahora a los cruces de los
caminos y a todos los que encontréis, llamadlos a la boda”. Los
criados salieron a los caminos y reunieron a todos los que
encontraron, malos y buenos. La sala del banquete se llenó de
comensales. Cuando el rey entró a saludar a los comensales,
reparó en uno que no llevaba traje de fiesta y le dijo: “Amigo,
¿cómo has entrado aquí sin el vestido de boda?”. El otro no abrió
la boca. Entonces el rey dijo a los servidores: “Atadlo de pies y
manos y arrojadlo fuera, a las tinieblas. Allí será el llanto y el
rechinar de dientes”. Porque muchos son los llamados, pero
pocos los elegidos».

s
PARA MEDITAR

1. Invitación al banquete pascual.


2. Nadie excluido.
3. El traje nupcial.
1. Estamos al final de la vida pública del Señor. Los fariseos y
saduceos se han puesto de acuerdo para acabar con la vida de
Jesús de Nazaret. En este ambiente, Jesús describe en esta
parábola la respuesta de los hombres a los desvelos del amor de
Dios. En aquella época, cuando un rabino contaba una parábola
en la que el protagonista era «un rey», todos entendían que se
estaba refiriendo a Dios. Por otro lado, en el Antiguo Testamento,
el símbolo más frecuente para significar la alianza de Dios con su
pueblo era la boda, es decir, la alianza matrimonial, que siempre
se celebraba con un gran banquete. Por eso el profeta Isaías
anuncia la salvación que traerá el Mesías esperado, con estas
palabras: «Preparará el Señor del universo para todos los
pueblos, en este monte, un festín de manjares suculentos, un
festín de vinos de solera; manjares exquisitos, vinos refinados» (Is
25, 6).
Otros profetas, además de Isaías, habían anunciado una
nueva alianza cuando llegase el Mesías y así lo entendían los
sabios de Israel. Jesús, al hablar de las bodas del hijo del rey, está
aludiendo a esa nueva alianza. En esta parábola hay una mezcla
de la respuesta de Israel, a lo largo de los siglos, con la de los
contemporáneos de Jesús. Los primeros criados que envía el rey
son los profetas del Antiguo Testamento que Dios envió para
anunciar la nueva alianza y que fueron recibidos con
indiferencia, con malos tratos y, en ocasiones, asesinados.
Respecto a la reacción de Israel ya en tiempos de Jesús, la
mayoría de los jefes del pueblo no hicieron caso a su predicación
y más tarde comenzaron a conspirar contra Él para matarlo. Ni
el anuncio del Bautista, ni las parábolas del Reino, ni los
milagros y victorias sobre el demonio, ni la misma persona de
Jesucristo y sus maravillosas enseñanzas lograron hacer mella en
ellos, sino que su odio fue en aumento.
Es una grave insensatez rechazar la invitación divina, es decir,
vivir dándole la espalda a Dios, como si el encuentro definitivo
con Él estuviese tan lejano que no valiese la pena prepararse para
ese momento. La salvación del alma es el bien más importante de
la vida de un hombre y nada hay que tenga más valor, ni los
negocios, ni las propiedades. Hoy en día, muchos ponen los
mismos pretextos que los invitados de la parábola para no
responder a las amables invitaciones del Señor, como si lo
terreno fuese definitivo. Otros ponen otras excusas, pero el hecho
sigue siendo el mismo: se excluyen voluntariamente de la
salvación de Dios por preferir otras cosas. ¡Qué dolor nos debe
producir esta conducta! Hemos de pedir a Jesús, que les abra el
corazón para que entiendan el valor de lo que les ofrece
gratuitamente el Señor.

2. San Agustín clama así al comentar esta loca postura de los


que rechazan la invitación divina: «Ayúdanos, Señor, a dejarnos
de vanas y malas excusas y a ir a esa cena... No sea la soberbia
impedimento para ir al festín, alzándonos con jactancia, ni nos
apegue a la tierra una curiosidad mala, distanciándonos de Dios;
no nos estorbe la sensualidad ni las delicias del corazón. Haz que
acudamos... ¿Quiénes vinieron a la cena sino los mendigos, los
enfermos, los cojos, los ciegos? (...). Vendremos como pobres,
pues nos invita quien, siendo rico, se hizo pobre por nosotros, a
fin de enriquecer con su pobreza a los pobres. Vendremos como
enfermos, porque no han menester de médico los sanos, sino los
que andan mal de salud. Vendremos como lisiados y te diremos:
“Endereza mis pasos conforme a tu palabra” (Sal 118, 113).
Vendremos como ciegos y te pediremos: “Ilumina mis ojos para
que jamás duerma en la muerte” (Sal 12, 4)» (Sermón 112, 8).
El rechazo de los primeros invitados a la boda del hijo del rey
–«no se la merecían», comenta el rey– tiene como efecto que la
invitación se extiende a personas de todo tipo y condición. La
nueva Alianza llamará a todas las gentes. Nadie está excluido del
banquete nupcial. Esto es lo que ocurrió cuando Jesús resucitó.
Todos los hombres están convocados al banquete pascual, y el
mismo Jesucristo proporcionará a cada uno de los comensales el
vestido nupcial, símbolo del don gratuito de la gracia santificante,
una participación en la misma vida de Dios, que recibimos en el
Bautismo.
A la generosidad de Dios tiene que responder el hombre con
su libertad, poniendo algo de su parte. En la parábola, Jesús
cuenta que los «criados salieron a los caminos y reunieron a
todos los que encontraron, malos y buenos». En aquella época,
cuando uno era invitado a una boda de postín, si no podía
conseguir el traje de etiqueta adecuado, quizá por falta de
recursos, el anfitrión –en este caso, el rey– le prestaba uno para la
ocasión. Eso explica la extrañeza del rey cuando, al entrar en la
sala del banquete para saludar a los comensales, descubre que
uno de ellos no llevaba el preceptivo traje de fiesta y, encarándose
con él, le pregunta el motivo. Al no responder el otro, el rey se
siente ofendido porque se da cuenta de que ese invitado no se ha
puesto el vestido de gala por negligencia, faltando así al respeto
al anfitrión. De ahí, la reacción airada del rey.

3. ¿Cómo es posible que este comensal haya aceptado la


invitación del rey y, al entrar en la sala del banquete, se le haya
abierto la puerta, pero no se haya puesto el vestido nupcial? San
Gregorio Magno, al comentar este pasaje de la parábola de Jesús,
explica que este comensal responde a la invitación de Dios a
participar en su banquete; tiene, en cierto modo, la fe, que le ha
abierto la puerta de la sala, pero le falta algo esencial: el vestido
nupcial, que es la caridad, el amor. Y añade san Gregorio: «Cada
uno de vosotros, por tanto, que en la Iglesia tiene fe en Dios, ya
ha tomado parte en el banquete de bodas, pero no puede decir
que lleva el vestido nupcial si no custodia la gracia de la caridad»
(Homilía 38, 9: PL 76, 1287).
En la nueva economía de la salvación, esta parábola se puede
aplicar a los que, habiendo recibido en el Bautismo la gracia
santificante, donde han sido revestidos de Cristo, la han perdido
al ofender a Dios gravemente y se atreven a acercarse a recibir a
Jesús en la Eucaristía sin acudir al sacramento de la Penitencia,
donde el Señor perdona nuestros pecados cuando nos
arrepentimos y nos confesamos. En el fondo, esta parábola es un
llamamiento a la responsabilidad de cada cristiano, para que se
preocupe de vivir siempre en gracia de Dios, pues nadie conoce el
momento de su muerte.
«Muchos son los llamados, pero pocos los elegidos». En otra
ocasión, «uno le preguntó: “Señor, ¿son pocos los que se salvan?”.
Él les dijo: “Esforzaos en entrar por la puerta estrecha, pues os
digo que muchos intentarán entrar y no podrán”» (Lc 13, 23-24).
Nadie está predestinado. Nadie se queda al margen de la
invitación divina. El Apocalipsis no dice que sean pocos los
salvados, sino más bien lo contrario: «Después de esto, vi una
muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de todas las
naciones, razas, pueblos y lenguas, de pie delante del trono y
delante del Cordero, vestidos con vestiduras blancas y con palmas
en sus manos» (Ap 7, 9). El amor de Dios no cesa de invitar a
cada persona hasta el último momento de la vida.
LUNES 16 DE OCTUBRE

EVANGELIO
San Lucas 11, 29-32
Estaba la gente apiñándose alrededor de él y se puso a
decirles: «Esta generación es una generación perversa. Pide un
signo, pero no se le dará más signo que el signo de Jonás. Pues
como Jonás fue un signo para los habitantes de Nínive, lo mismo
será el Hijo del hombre para esta generación. La reina del Sur se
levantará en el juicio contra los hombres de esta generación y
hará que los condenen, porque ella vino desde los confines de la
tierra para escuchar la sabiduría de Salomón, y aquí hay uno que
es más que Salomón. Los hombres de Nínive se alzarán en el
juicio contra esta generación y harán que la condenen; porque
ellos se convirtieron con la proclamación de Jonás, y aquí hay
uno que es más que Jonás».

s
PARA MEDITAR

1. La señal de Jonás.
2. La fe y los milagros.
3. Limpiar el alma.
1. El pasaje paralelo de san Mateo nos explica el contexto de
estas palabras de Jesús. «Entonces algunos escribas y fariseos le
dijeron: “Maestro, queremos ver un milagro tuyo”» (Mt 12, 38).
La mayor parte de los escribas y fariseos no creían en Jesús. Lo
que les mueve a pedir un milagro es la curiosidad y quizá el afán
de asistir a un espectáculo. De un modo parecido se comportó
Herodes, cuando el gobernador romano de Judea, Poncio Pilato,
le envió a Jesús maniatado, al enterarse de que procedía de
Galilea, bajo la jurisdicción de Herodes. Escribe san Lucas que
«Herodes, al ver a Jesús, se puso muy contento, pues hacía
bastante tiempo que deseaba verlo, porque oía hablar de él y
esperaba verle hacer algún milagro. Le hacía muchas preguntas
con abundante verborrea; pero él no le contestó nada» (Lc 23, 8-
10).
En este caso, Jesús no responde con el silencio, como hizo con
Herodes, sino que reprocha a los que le piden un milagro su falta
de fe, que está en el origen de su petición. Además, les remite a
un signo ya pasado, conocido por todos, el signo de Jonás, que
san Mateo explica así: «Tres días y tres noches estuvo Jonás en el
vientre del cetáceo: pues tres días y tres noches estará el Hijo del
hombre en el seno de la tierra» (Mt 12, 40). Con estas palabras
Jesús muestra que su resurrección gloriosa, tres días después de
su muerte en la Cruz, los mismos días que Jonás estuvo en el
vientre de la ballena, es la prueba decisiva de su divinidad, y la
confirmación de la veracidad de su misión salvadora y de todas
sus enseñanzas.
El libro de Jonás cuenta la historia de un hombre con este
nombre que es enviado por Dios para anunciar a los habitantes
del Nínive, capital del reino asirio, que al cabo de cuarenta días,
la ciudad va a ser arrasada. Los asirios habían invadido el norte
de Israel y deportado a la mayoría de sus habitantes. Eran por
tanto enemigos de los judíos y por eso Jonás se resiste a cumplir
el encargo del Señor y huye a Tarsis en un barco, pues piensa
que, lejos de Israel, Dios no le alcanzará. Sin embargo, no es así,
pues el Señor envió un viento fuerte que puso a la nave en peligro
de hundirse. Jonás explica a los marineros que él es la causa de
esa tempestad y ellos lo arrojan al mar para salvarse. Dios hace
regresar a su tierra a Jonás en el vientre de un gran pez, Jonás
cumple con su misión, los ninivitas hacen penitencia y así Dios
les salva de la destrucción.

2. Así como Jonás llevó a Nínive un mensaje de salvación,


Jesús, enviado por su Padre, trae primeramente a Israel la Buena
Noticia, destinada a todo el mundo: que ha llegado el momento
en que Dios va a cumplir la promesa de liberarnos del pecado y
hacernos de nuevo hijos suyos. Pero los judíos, para recibirla,
han de creer que Jesús, el hombre que ellos han visto crecer y
trabajar en un pueblecito de Galilea llamado Nazaret, es Dios.
Los milagros que realiza Jesús son signos, señales que muestran
su origen divino. En ese momento de su vida, ya ha realizado
muchos, pero los escribas y fariseos no ven la mano de Dios en
esas señales, como la gente sencilla, y no creen; es más,
conspiran para acabar con el nazareno.
El milagro es una ayuda a la razón para creer. Si falta la
buena disposición para abrirse a la verdad, porque la mente está
llena de prejuicios, no valdrán para nada los milagros, por muy
espectaculares que sean. Así se lo explica Abrahán al rico que
padece en el infierno cuando le pide: «Te ruego, entonces, padre,
que le mandes (a Lázaro) a casa de mi padre, pues tengo cinco
hermanos: que les dé testimonio de estas cosas, no sea que
también ellos vengan a este lugar de tormento». Abrahán le dice:
«Tienen a Moisés y a los profetas: que los escuchen». Pero él le
dijo: «No, padre Abrahán. Pero si un muerto va a ellos, se
arrepentirán». Abrahán le dijo: «Si no escuchan a Moisés y a los
profetas, no se convencerán ni aunque resucite un muerto» (Lc
16, 27-31).
Bruce Marshall, un inglés converso que participó y fue herido
en la Primera Guerra Mundial, trató este tema en su primera
novela: El milagro del Padre Malaquías. Un sencillo vicario
parroquial logra, con su oración, que el Señor traslade a los
acantilados de Escocia una casa de mala vida situada frente a su
parroquia. Tanto las personas que trabajan allí, como sus
clientes, ven sorprendidos cómo la casa vuela y se traslada a unas
rocas frente al mar. Los viandantes que pasan por donde estaba la
casa, ven allí el hueco. Pero tanto unos como otros encuentran
siempre alguna explicación natural para ese fenómeno. Todo,
menos admitir que se trata de un hecho sobrenatural. Al final, el
pobre coadjutor, para evitar graves amenazas de los propietarios
del establecimiento al obispo, vuelve a rezar y la casa regresa
volando hasta donde antes estaba. Si uno no quiere creer, ya
puede ser testigo de algo maravilloso, que no creerá.

3. La experiencia de la vida demuestra que el que tiene fe no


necesita milagros y que el que no está dispuesto a creer, ningún
milagro le va a hacer cambiar de postura. Lo dice el mismo san
Juan: «Habiendo hecho tantos signos delante de ellos, no creían
en él» (Jn 12, 37). No creen que Jesús haya curado al ciego de
nacimiento, a pesar de la encuesta detallada que hacen al ciego
que ahora ve, e incluso a sus padres. La verdad que anuncia Jesús
no puede entrar en un alma que, de antemano, se ha cerrado a la
posibilidad de creer en el Salvador. El mismo Poncio Pilato, que
parece interesado en las respuestas de Jesús, no espera a que el
Señor responda a su pregunta: «Y ¿qué es la verdad?». Le vuelve
la espalda a Jesús. No está dispuesto a escuchar.
La fe es un regalo divino. Se nos infunde cuando recibimos el
Bautismo y es Dios quien nos la aumenta y afianza, a medida que
nosotros la imploramos y retiramos los obstáculos que impiden
su desarrollo. La primera y principal disposición del alma para
que Dios nos aumente la fe es la humildad, ese caminar en la
verdad de nuestra condición de creaturas, que todo lo han
recibido de Dios y no pueden nada sin Él. Para que esta virtud
arraigue en el alma, es preciso reconocer nuestros pecados sin
justificarlos y acudir a buscar en el sacramento de la Confesión la
limpieza que necesitamos para sintonizar con la mirada de Dios.
Después, es necesaria una apertura del corazón a la verdad, que
facilita el poder escuchar a Dios que nos habla especialmente
cuando meditamos los Evangelios y demás libros de la Sagrada
Escritura.
Pío XII escribió en la famosa encíclica Humani generis: «Dios
se deja ver de quienes son capaces de verle, porque tienen
abiertos los ojos de la mente. Porque todos tienen ojos, pero
algunos los tienen cubiertos de tinieblas y no pueden ver la luz
del sol. Y no deja de brillar la luz solar porque los ciegos no la
vean, sino que se debe atribuir esta oscuridad a su falta de
capacidad para ver». Para mantener los ojos del alma abiertos y
limpios necesitamos buscar el trato de amistad con Jesús en la
meditación diaria de la Sagrada Escritura y acudir
frecuentemente a recibir en el sacramento de la Penitencia el
perdón de los pecados.
MARTES 17 DE OCTUBRE

EVANGELIO
Lucas 11, 37-41
Cuando terminó de hablar, un fariseo le rogó que fuese a
comer con él. Él entró y se puso a la mesa. Como el fariseo se
sorprendió al ver que no se lavaba las manos antes de comer, el
Señor le dijo: «Vosotros, los fariseos, limpiáis por fuera la copa y
el plato, pero por dentro rebosáis de rapiña y maldad. ¡Necios! El
que hizo lo de fuera, ¿no hizo también lo de dentro? Con todo,
dad limosna de lo que hay dentro, y lo tendréis limpio todo».

s
PARA MEDITAR

1. Sentido de los ritos exteriores.


2. Huir de la contaminación interior.
3. Unidad de vida.
1. En la Antigua Alianza, la que hizo Dios con Israel para
preparar un pueblo que le acogiese cuando tomase nuestra carne,
había muchas prescripciones que, al mismo tiempo que
facilitaban, a veces de manera detallada, la higiene personal,
servían también para simbolizar la limpieza de corazón con la
que debería un israelita acercarse a Dios. Los judíos hacían –y
siguen ahora haciendo– frecuentes abluciones con agua,
especialmente antes de las comidas. Los fariseos se lavaban las
manos muchas más veces de las que estaban establecidas por
Moisés. El problema estaba en que ellos se quedaban con el
cumplimiento del rito exterior sin profundizar en su sentido:
limpiar el interior, los pensamientos, los deseos, los afectos, etc.
El Señor les llama necios. La necedad de los fariseos consistía
en cultivar una manera de vivir la religión que se fijaba solo en
los ritos y las observancias exteriores. Con el paso del tiempo,
habían olvidado la finalidad de esas acciones, que era facilitar la
pureza de corazón, la pureza de intención, el reconocimiento de
que todo lo positivo de nuestra vida proviene de Dios y, sobre
todo, el mandato de amar al prójimo como a uno mismo. Dios, al
crear al ser humano, unió el alma con el cuerpo. Ellos
incomunicaban estas dos dimensiones del hombre, pues sus
acciones no afectaban a su interior, no mejoraban su corazón.
Por eso no entendían, es más, se rebelaban contra las enseñanzas
y el modo de vida de Jesús, que miraba el corazón y pedía la
conversión interior.
Todos los cristianos tenemos también un fariseo dentro.
Corremos el riesgo de entender la religión de Jesús como un
conjunto de prácticas exteriores que nos darían la salvación solo
con cumplirlas. Con frecuencia olvidamos que el principal
mandamiento no se refiere a algo exterior, sino al amor, realidad
interior que, desde dentro, se manifiesta hacia el exterior con
obras de caridad, en primer lugar, con Dios, reconociéndole como
nuestro Señor, adorándole y dándole culto, y como consecuencia,
hacia los demás, especialmente con los más cercanos, con la
comprensión, con el perdón, y detectando sus necesidades para
ayudarles.

2. Nos lavamos para quitar de nuestro cuerpo el polvo, el


barro y cualquier tipo de manchas. Pero nuestra alma también se
puede manchar, por ejemplo, con los malos pensamientos o
deseos o intenciones que apuntan a acciones malas, y, por
supuesto, con actos pecaminosos. Los lavados rituales de los
judíos no quitaban las manchas del alma, pero podían ayudar a
esperar con fe la llegada del Mesías, el Cordero de Dios, que iba a
ofrecernos la limpieza de nuestros pecados, cargándolos sobre Él
y entregando su vida en la Cruz para obtenernos la remisión de
nuestras culpas. El medio que inventó Dios para limpiar nuestras
almas fue el lavado del Bautismo, con un agua que recibe de las
palabras que nos enseñó Jesús, la fuerza divina para perdonar los
pecados y hacernos de nuevo hijos de Dios.
De pequeños hemos aprendido a lavarnos las manos antes de
las comidas y los dientes al acabar. También lavamos la fruta
antes de ponerla en la mesa para librarla de restos de fungicidas.
Ponemos, y está muy bien, todos esos medios para impedir la
entrada de microbios nocivos en nuestro cuerpo. ¿Estamos igual
de vigilantes para impedir la entrada en nuestra alma de
pensamientos o imágenes o palabras que pueden contaminar
nuestro interior y empujarnos a ofender a Dios? ¿A quién se le
ocurriría la peregrina idea de entrar en una farmacia y, por
curiosidad, ponerse a probar de este o de aquel botecito, atraídos
por el color del líquido o de las píldoras? Y, sin embargo,
hacemos zapping en la televisión, sin saber si lo que nos vamos a
encontrar puede hacernos daño.
Controlar lo que, desde fuera, entra en nuestra alma, en forma
de palabras o imágenes, es necesario para que nuestro interior no
se convierta en un mundo que nos arrastra y lleva a donde no
queremos ir. Antes de tomar un libro o encender la televisión, o
leer en un periódico o revista una noticia morbosa, deberíamos
pararnos un momento y pensar si lo que vamos a hacer nos va a
facilitar o dificultar el control de nuestros pensamientos. Hay
quienes se justifican a sí mismos apelando a que son libres para
hacer lo que deseen. Y es verdad. Pero una persona sensata sabe
que no todo lo que el mundo le ofrece le va a ser útil.
3. El drama de los fariseos, que también nos puede afectar a
los cristianos, es la separación entre los actos de piedad o de
culto a Dios y la vida. Podemos, con facilidad, entrar en la
dinámica de tener como dos vidas separadas. Una, la de nuestra
relación con Dios, la asistencia a Misa, las oraciones o
devociones; y la otra, nuestra vida con la familia, o con los
compañeros de profesión o de diversión, como si fuesen dos
esferas tangentes, pero no compenetradas en una única
existencia.
Hay unas palabras fuertes de Jesús, que nos deberían
despertar, si notamos que en nosotros se da esa separación, esa
«doble vida»: «No todo el que me dice “Señor, Señor” entrará en
el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre
que está en los cielos. Aquel día muchos dirán: “Señor, Señor, ¿no
hemos profetizado en tu nombre y en tu nombre hemos echado
demonios, y no hemos hecho en tu nombre muchos milagros?”.
Entonces yo les declararé: “Nunca os he conocido. Alejaos de mí,
los que obráis la iniquidad”» (Mt 7, 21-24).
Ser cristiano no es vivir un conjunto de prácticas de piedad,
sin conexión con la vida de cada día. Ser cristiano es ser
consciente de que nuestra vida natural está sumergida en la vida
de Jesucristo resucitado, que recibimos como un germen en el
Bautismo y que el Espíritu Santo quiere desarrollar en nosotros.
Y esa vida crece, se desarrolla al recibir los sacramentos y en la
escucha de la Palabra de Dios. Pero los sacramentos y la escucha
de la Palabra de Dios son para que nuestra vida se vaya
pareciendo a la de Jesús, es decir, para que se convierta en una
vida que llega a su plenitud en la medida en que se entrega a los
demás por la caridad.
MIÉRCOLES 18 DE OCTUBRE
SAN LUCAS

EVANGELIO
Lucas 10, 1-9
Después de esto, designó el Señor otros setenta y dos, y los
mandó delante de él, de dos en dos, a todos los pueblos y lugares
adonde pensaba ir él. Y les decía: «La mies es abundante y los
obreros, pocos; rogad, pues, al dueño de la mies que envíe
obreros a su mies. ¡Poneos en camino! Mirad que os envío como
corderos en medio de lobos. No llevéis bolsa, ni alforja, ni
sandalias; y no saludéis a nadie por el camino. Cuando entréis en
una casa, decid primero: “Paz a esta casa”. Y si allí hay gente de
paz, descansará sobre ellos vuestra paz; si no, volverá a vosotros.
Quedaos en la misma casa, comiendo y bebiendo de lo que
tengan: porque el obrero merece su salario. No andéis cambiando
de casa en casa. Si entráis en una ciudad y os reciben, comed lo
que os pongan, curad a los enfermos que haya en ella, y decidles:
“El reino de Dios ha llegado a vosotros”».

s
PARA MEDITAR

1. La mies es mucha.
2. Un mundo necesitado de Dios.
3. Instrucciones.
1. Además de los doce apóstoles, seguían al Señor, desde el
bautismo de Juan, un numeroso grupo de discípulos. A algunos
de ellos los conocemos gracias a los Hechos de los Apóstoles,
como, por ejemplo, José, al que llamaban Barsabas, o Matías, que
fue elegido apóstol para ocupar el puesto de Judas Iscariote.
Cleofás es el nombre de uno de los dos discípulos a los que se
apareció Jesús resucitado cuando iban de camino a Emaús.
Aunque no pertenecían al grupo de los Doce, estos discípulos
estaban disponibles para lo que el Señor les pidieses.
El evangelio de la Misa de hoy, fiesta de San Lucas, nos cuenta
que Jesús designó a «otros setenta y dos, y los mandó delante de
Él, de dos en dos, a todos los pueblos y lugares adonde pensaba ir
él». Una peculiaridad del Evangelio de san Lucas es precisamente
el mostrarnos con esta escena que la misión de dar a conocer a
Jesús no está reservada a los Doce apóstoles y sus sucesores, sino
que se extiende a todos los seguidores de Jesús, a todos los
bautizados.
Hoy son actuales las palabras de Jesús: «La mies es abundante
y los obreros, pocos; rogad, pues, al dueño de la mies que envíe
obreros, a su mies». En los tiempos de Jesús, los campesinos no
cosechaban el trigo segando como lo hacemos ahora, sino que
arrancaban solo las espigas a mano. Jesús usó este modo de
trabajar como metáfora de la misión que encomienda a todos los
que le siguen. Las espigas representan a las personas que aún no
conocen a Dios y que, sin embargo, como todos los hombres,
están llamados a gozar eternamente de Dios en el cielo.

2. San Juan Pablo II describía así el panorama que ofrece el


mundo en esta época: «Enteros países y naciones, en los que en
un tiempo la religión y la vida cristiana fueron florecientes y
capaces de dar origen a comunidades de fe viva y operativa, están
ahora sometidos a dura prueba e incluso alguna que otra vez son
radicalmente transformados por el continuo difundirse del
indiferentismo, del secularismo y del ateísmo. Se trata, en
concreto, de países y naciones del llamado Primer Mundo, en el
que el bienestar económico y el consumismo –si bien
entremezclado con espantosas situaciones de pobreza y miseria–
inspiran y sostienen una existencia vivida “como si no hubiera
Dios”.
»Ahora bien, el indiferentismo religioso y la total irrelevancia
práctica de Dios para resolver los problemas, incluso graves, de la
vida, no son menos preocupantes y desoladores que el ateísmo
declarado. Y también la fe cristiana –aunque sobrevive en
algunas manifestaciones tradicionales y ceremoniales– tiende a
ser arrancada de cuajo de los momentos más significativos de la
existencia humana, como son los momentos del nacer, del sufrir y
del morir».
Estamos en un mundo parecido al que se encontraron los
primeros cristianos, y ellos supieron buscar la fuerza para
transformar ese ambiente en la oración. El mundo de hoy lo que
más necesita son cristianos santos, alegres, convencidos de que
con Dios lo podemos todo. El trato diario con Jesús resucitado, al
que buscamos y encontramos en la meditación de la Palabra de
Dios, nos enciende el corazón y nos transmite el afán que
quemaba el corazón de Cristo y que le movía a recorrer todos los
caminos de Palestina en busca de las ovejas que se habían
perdido.

3. Jesús no se limita a enviar a esos setenta y dos discípulos


para que preparasen a la gente de los pueblos que Él iba a visitar,
sino que les da unas instrucciones claras y precisas. En primer
lugar, los envía «de dos en dos», para que se cuiden mutuamente
y den ejemplo de amor fraterno. Les advierte que van a encontrar
dificultades –«como corderos en medio de lobos»– pero, a pesar
de todo, deben ser sembradores de paz.
Y sigue enseñándoles que no se preocupen de acumular
medios materiales pues su Padre Dios se encargará de
proporcionarles lo que necesiten. Les da también poder de curar
a los enfermos de las casas que les reciban, como una señal de la
misericordia de Dios. Cuando no les reciban, se marcharán a otro
lado, no sin antes advertirles de la responsabilidad al rechazar el
reino de Dios.
Más adelante nos cuenta san Lucas el entusiasmo de esos
discípulos cuando regresaron y narraron a Jesús los prodigios
que Dios había obrado por sus manos. San Lucas tuvo el
privilegio de ayudar a san Pablo en su tarea de evangelizar
muchas ciudades del Imperio Romano, tanto en Oriente como en
Occidente. Al escribir este pasaje de su Evangelio daría gracias a
Dios por haberle permitido anunciar a Jesús a muchas personas.
Ojalá que este pasaje despierte también en nosotros la conciencia
de ser enviados por Jesús para darle a conocer a todos los que
encontramos en el camino de la vida, con nuestra amistad llena
de afecto y con el testimonio de nuestra experiencia del amor de
Dios.
JUEVES 19 DE OCTUBRE

EVANGELIO
Lucas 11, 47-54
¡Ay de vosotros, que edificáis mausoleos a los profetas, a
quienes mataron vuestros padres! Así sois testigos de lo que
hicieron vuestros padres, y lo aprobáis; porque ellos los mataron
y vosotros les edificáis mausoleos. Por eso dijo la Sabiduría de
Dios: “Les enviaré profetas y apóstoles: a algunos de ellos los
matarán y perseguirán”; y así a esta generación se le pedirá
cuenta de la sangre de todos los profetas derramada desde la
creación del mundo; desde la sangre de Abel hasta la sangre de
Zacarías, que pereció entre el altar y el santuario. Sí, os digo: se
le pedirá cuenta a esta generación. ¡Ay de vosotros, maestros de la
ley, que os habéis apoderado de la llave de la ciencia: vosotros no
habéis entrado y a los que intentaban entrar se lo habéis
impedido!». Al salir de allí, los escribas y fariseos empezaron a
acosarlo implacablemente y a tirarle de la lengua con muchas
preguntas capciosas, tendiéndole trampas para cazarlo con
alguna palabra de su boca.

s
PARA MEDITAR

1. Matar a los profetas.


2. Mantener la conciencia lúcida.
3. A la escucha de la Palabra de Dios.
1. Cada cierto tiempo aparecen personas que anuncian
grandes catástrofes e incluso el fin del mundo. Siempre hay quien
los cree, aunque la gente razonable no suele hacer caso de ellos.
Los profetas del Antiguo Testamento eran de otro tipo. Aunque en
el lenguaje moderno el término «profetizar» significa predecir el
futuro, esa no es la misión de los profetas que envía Dios. Su
tarea es dar a conocer a todos lo que Dios les revela a ellos. Dios
les ilumina la mente para que amonesten a los hombres a fin de
que dejen los malos caminos y vuelvan su corazón al Señor.
En ocasiones, la verdad produce reacciones violentas. Nadie
se enfada si otro le da una correcta información sobre el horario
de los trenes, o sobre el modo de llegar a un determinado lugar.
La verdad puede enfurecer si, cuando estamos viviendo mal y
alguien nos lo hace ver para ayudarnos a cambiar, nos
empeñamos en demostrarnos a nosotros mismos y a los demás
que lo que estamos haciendo está bien.
Uno de los efectos del pecado continuado es la oscuridad de la
mente. Las malas pasiones consentidas pueden llegar a doblegar
la conciencia, de manera que esta se convierte en un ojo interior
enfermo que, en vez de ver nuestra conducta como es en la
realidad, la califica como a nosotros nos conviene para no tener
que rectificar. Y, con frecuencia, en esos casos buscamos falsos
profetas que nos confirmen en nuestra falsa visión.

2. En un cuento sufí, Nasrudín, su protagonista, se encuentra


dando vueltas alrededor de una farola. Está concentrado
buscando algo en el suelo. Al verlo, un vecino le pregunta qué ha
perdido, a lo que Nasrudín contesta que no encuentra una llave.
El vecino se pone a buscar con él, para ayudarle. Y enseguida se
suma a la búsqueda un tercero, otro vecino, sin resultado. Tras
un buen rato dando vueltas y más vueltas alrededor de la farola,
ninguno de los tres encuentra la dichosa llave de Nasrudín.
«¿Recuerdas dónde la perdiste?», pregunta uno de los vecinos,
cansado. «La he perdido dentro de casa», responde Nasrudín.
Perplejos, los dos ayudantes le preguntan entonces que por qué
no busca dentro de la casa. A lo que Nasrudín responde con
pasmosa tranquilidad que porque en su casa hay menos luz que
fuera, al lado de la farola.
El corazón del hombre es como un castillo cerrado con llave.
Cuando alguien, para justificar su mal obrar, fuerza su
conciencia, es como si perdiera la llave que le abre a la verdad de
su vida. Y la desorientación puede llegar al extremo de buscar la
llave, es decir, la solución, fuera de nosotros mismos, en profetas
o doctrinas falsas, cuando el verdadero remedio está en meternos
dentro de nosotros y desenmascarar todo el montaje que hemos
construido para evitar reconocer que estamos equivocados.
Hemos sido creados para gozar una eternidad de la bondad y
belleza de Dios en el cielo. Importa mucho no perder el camino
que lleva allí. Todos somos débiles y tenemos dentro de nosotros
tendencias que nos inclinan al mal, que nos dañan y ofenden a
Dios. Todos somos pecadores y, por debilidad, podemos hacer
cosas malas. Pero la conciencia debe estar siempre sana. Lo que
sería nefasto es hacer cosas malas y decir, para justificarnos, que
son buenas. Para evitarlo, nos ayuda examinar nuestra vida al
acabar el día para reconocer nuestros pecados o faltas y pedir
perdón a Dios.

3. Los verdaderos profetas, de tiempos antiguos y de ahora, –


pues el don de profecía no se ha extinguido–, son los que
estimulan a los demás a escuchar la Palabra de Dios, recogida en
las Sagradas Escrituras y, de modo especial, en los Evangelios. Se
trata de un escuchar que es también acoger en la propia vida,
como escribe al apóstol Santiago en su Carta: «Poned en práctica
la palabra y no os contentéis con oírla, engañándoos a vosotros
mismos. Porque quien oye la palabra y no la pone en práctica, ese
se parece al hombre que se miraba la cara en un espejo y, apenas
se miraba, daba media vuelta y se olvidaba de cómo era» (St 1,
22-25).
Poner en práctica la Palabra de Dios es recibir en los
sacramentos la fuerza para dejar a Jesús vivir en nosotros, pues
su Persona es nuestra Ley. Jesucristo es la verdadera llave que
nos abre a la verdad sobre Dios y sobre nosotros mismos. Él es el
Camino y la Puerta por la que debemos entrar para recibir la
salvación y entrar en el Reino de Dios.
Jesús pronuncia palabras fuertes para denunciar la hipocresía
de los maestros de la ley, capaces de construir mausoleos a los
profetas que sus antepasados asesinaron y, al mismo tiempo, no
vivir sus enseñanzas. Reaccionaron contra Jesús, que les invitaba
a reconocer sus pecados y convertirse. En vez de escucharle, lo
declararon enemigo a destruir, igual que sus padres hicieron con
los profetas del Antiguo Testamento. Pidamos a Jesús la gracia de
una conciencia recta, sintonizada con Dios, no acomodada a
nuestras verdades, sino intérprete del querer divino.
VIERNES 20 DE OCTUBRE

EVANGELIO
Lucas 12, 1-7
Mientras tanto, miles y miles de personas se agolpaban hasta
pisarse unos a otros. Jesús empezó a hablar, dirigiéndose primero
a sus discípulos: «Cuidado con la levadura de los fariseos, que es
la hipocresía, pues nada hay cubierto que no llegue a descubrirse,
ni nada escondido que no llegue a saberse. Por eso, lo que digáis
en la oscuridad será oído a plena luz, y lo que digáis al oído en las
recámaras se pregonará desde la azotea. A vosotros os digo,
amigos míos: No tengáis miedo a los que matan el cuerpo, y
después de esto no pueden hacer más. Os voy a enseñar a quién
tenéis que temer: temed al que, después de la muerte, tiene poder
para arrojar a la gehenna. A ese tenéis que temer, os lo digo yo.
¿No se venden cinco pájaros por dos céntimos? Pues ni de uno
solo de ellos se olvida Dios. Más aún, hasta los cabellos de vuestra
cabeza están contados. No tengáis miedo: valéis más que muchos
pájaros».

s
PARA MEDITAR

1. La hipocresía de muchos fariseos.


2. «No tengáis miedo».
3. Combatir las faltas de libertad.
1. En el mundo griego antiguo, se llamaba hipócrita al actor
de teatro que, con máscara y disfraz, adoptaba diversas
personalidades según los papeles que debía representar. Unas
veces era rey, otras, esclavo. Se ocultaba a sí mismo con vestidos
y caretas y, cara al público que asistía a la función, tomaba las
cualidades de otra persona. Lo único que buscaba era agradar a
las personas que asistían a la función.
Muchos fariseos vivían de cara a los demás, no de cara a Dios.
Su vida era igual de falsa que las de los actores cuando
representaban una obra de teatro. Lo que les importaba más que
nada era el juicio de los hombres, no agradar a Dios. En otra
ocasión, Jesús les llamó «sepulcros blanqueados», porque su
interior estaba lleno de la inmundicia del pecado, pero en su
exterior aparentaban ser personas cumplidoras de todos los
preceptos de la Ley, incluso haciendo ostentación de su piedad.
El Señor quiere que los suyos vivan de otra manera, que lo
que sale fuera en la conducta refleje lo que hay en el corazón. Se
trata de desembarazarse de todo tipo de máscaras o disfraces
que, en el fondo, ocultan la verdad de nuestra vida tal como la ve
Dios. Siempre nos asombra la alabanza que Jesús dirigió a
Natanael, cuando se acercó por primera vez al Maestro, traído
por su amigo Felipe: «Ahí tenéis a un israelita de verdad, en
quien no hay engaño» (Jn 1, 47).

2. En este pasaje del Evangelio que meditamos, Jesús nos


invita a no tener miedo de los hombres. El miedo es una
sensación o emoción desagradable que experimentamos ante un
peligro presente o futuro, real o imaginario. En la infancia son
frecuentes los miedos por peligros que no son reales. Ya de
adultos, el miedo puede transformarse en angustia cuando se
pierde el sentido de la vida y esta se vacía de proyectos, muchas
veces a causa de haber dejado de lado al origen y fundamento de
nuestra vida: Dios.
La fe en Dios, revelado por Jesucristo, aleja todos los miedos.
Sabemos que Dios es nuestro Padre, y que nos ama como no
podemos imaginar. Cuando le buscamos por medio de la oración,
sentimos la necesidad de abandonarnos en sus manos y ahí
estamos seguros, como cuando estábamos en brazos de nuestra
madre. Escribe san Juan en su Primera Carta: «No hay temor en
el amor, sino que el amor perfecto expulsa el temor, porque el
temor tiene que ver con el castigo; quien teme no ha llegado a la
plenitud en el amor. Nosotros amamos a Dios, porque él nos amó
primero» (1 Jn 4, 18-20).
En este pasaje del Evangelio de san Lucas, se repita varias
veces una expresión que salió con frecuencia de labios de Jesús:
«No tengáis miedo». Con estas palabras, Jesús nos tranquiliza,
como hizo en varias ocasiones con los apóstoles y como hizo con
san Pablo en un momento especialmente delicado de su misión
evangelizadora en Corinto: «No temas, sigue hablando y no te
calles, pues yo estoy contigo, y nadie te pondrá la mano encima
para hacerte daño, porque tengo un pueblo numeroso en esta
ciudad» (Hch 18, 9-11).

3. Los miedos afectan a nuestra libertad. Es bueno reconocer


como una enfermedad nuestras faltas de libertad, pues no somos
libres cuando nos gobierna algo que no es amor; por ejemplo,
cuando nos dejamos llevar por el afán de poseer cosas o dominar
a otros o por el orgullo, que exalta nuestro ego, para demostrar a
los demás que somos mejores; cuando tomamos decisiones
movidos por el miedo a quedar mal o al qué dirán o al
sufrimiento o por miedo a que Dios nos castigue; cuando
actuamos movidos por un apegamiento afectivo o cuando nos
dejamos llevar por el perfeccionismo o por el legalismo o por la
rigidez que huye de todo riesgo o por el interés de conseguir algo
a cambio o por buscar que se den cuenta de que he sido yo quien
ha hecho o logrado esto o lo otro o por el resentimiento o el
deseo de venganza o por el desaliento.
Pidamos a Dios que nos ayude a discernir nuestras faltas de
libertad, esos condicionamientos más o menos conscientes,
consecuencia del miedo a quedar mal o a perder el prestigio, o a
que hablen mal de nosotros o nos causen algún perjuicio. Jesús
siempre está a nuestro lado. Es nuestro compañero en el viaje de
la vida. Camina a nuestro lado como hizo con aquellos dos
discípulos que abandonaban a los demás, decepcionados por la
muerte que había sufrido Jesús, al que ellos habían seguido
pensando que liberaría a Israel del yugo de los romanos.
Meditemos estas palabras de Jesús: «¿No se venden cinco
pájaros por dos céntimos? Pues ni de uno solo de ellos se olvida
Dios. Más aún, hasta los cabellos de vuestra cabeza están
contados. No tengáis miedo: valéis más que muchos pájaros».
Valemos toda la sangre de Cristo. ¿Cómo no nos va a cuidar
nuestro Padre Dios?
SÁBADO 21 DE OCTUBRE

EVANGELIO
Lucas 12, 8-12
Os digo, pues: «Todo aquel que se declare por mí ante los
hombres, también el Hijo del hombre se declarará por él ante los
ángeles de Dios, pero si uno me niega ante los hombres, será
negado ante los ángeles de Dios. Todo el que diga una palabra
contra el Hijo del hombre podrá ser perdonado, pero al que
blasfeme contra el Espíritu Santo no se le perdonará. Cuando os
conduzcan a las sinagogas, ante los magistrados y las
autoridades, no os preocupéis de cómo o con qué razones os
defenderéis o de lo que vais a decir, porque el Espíritu Santo os
enseñará en aquel momento lo que tenéis que decir».

s
PARA MEDITAR

1. Confesar la fe.
2. No juzguéis.
3. Siempre defendidos.
1. En tiempos de persecución contra los cristianos, cuando
está en riesgo la propia vida, ¿estamos obligados a confesar
voluntariamente nuestra fe en Jesucristo, sin que nadie nos lo
pida? Los expertos en moral enseñan que no existe tal obligación,
pero no se puede renegar de la fe, es decir, debemos confesarla
cuando nos lo pidan. La experiencia muestra que no es buena
práctica poner en evidencia la propia fe en locales públicos ni dar
argumentos basados en la fe a personas que no comparten
nuestra fe. La mejor manera de anunciar a Jesucristo a las
personas que nos rodean es mostrarlo con nuestra conducta. Eso
provocará que algunos se sientan removidos y nos busquen para
que les ayudemos a encontrar el sentido de la vida.
Simón Pedro, el primero de los apóstoles, renegó del Maestro
cuando una criada del sumo sacerdote le reconoció como uno de
los que estaban con Jesús. Y lo volvió a hacer con otros dos que
afirmaron que era discípulo de Cristo. Renegar de Cristo es un
grave pecado, pero también podemos decir que todo el que
comete un pecado mortal reniega de Jesús, aunque no tenga esa
intención. Cuando negamos a Cristo también renegamos de
nosotros mismos, porque estamos manchando la imagen de Dios
en el corazón.
La expresión que usa Jesús, «ante los ángeles de Dios», nos
traslada al Juicio final, cuando el Hijo de Dios aparezca en el
cielo rodeado de sus ángeles y todos los hombres lo vean venir
«sobre las nubes del cielo con gran poder y majestad» (Mt 24, 30).
Los pintores han representado esta escena colocando a los
elegidos a la derecha de Cristo, ascendiendo cogidos de las manos
hacia lo alto. A la izquierda, los condenados resbalan hacia el
abismo, volviéndose de espaldas, para representar que el que ha
renegado de Cristo, ha renegado de sí mismo y se ha separado de
los demás.

2. Aunque nosotros, cuando ofendemos a alguien y, al darnos


cuenta y pedirle perdón, conseguimos que lo olvide y nos
perdone, realmente lo que hemos hecho en el pasado no se puede
borrar. Lo hecho en el pasado solo Dios lo puede borrar, pues Él
es el Señor del tiempo y de la eternidad. Por tanto, se puede
afirmar que solo Dios puede perdonar en el sentido pleno de esta
palabra.
El domingo de Pascua por la tarde, cuando Jesús resucitado
aparece en el Cenáculo donde están reunidos sus discípulos, les
dice mientras sopla sobre ellos: «Recibid el Espíritu Santo; a
quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados» (Jn
20, 22-23). En la Iglesia, los sucesores de los apóstoles perdonan
los pecados con esa misma fuerza del Espíritu Santo. Por tanto,
quien no cree en la fuerza del Espíritu Santo y lo niega, él mismo
se priva de la posibilidad de quedar limpio de sus pecados y
liberado del mal.
Los judíos llegaron a decir que la fuerza con la que Jesús
obraba los milagros procedía de Satanás. Su resistencia a
reconocer que esa fuerza solo podía venir del Espíritu de Dios,
que guiaba los pasos de Jesús, procedía de una tremenda
ceguera, consecuencia de su deseo de apoderarse de Jesús para
matarlo. Nosotros deberíamos cuidar más los juicios que con
frecuencia hacemos sobre las personas que nos rodean, movidos
por pequeños indicios, sin consistencia. Los llamados juicios
temerarios negativos manchan el alma y enfrían la caridad. Jesús
nos previno: «No juzguéis, para que no seáis juzgados. Porque
seréis juzgados como juzguéis vosotros, y la medida que uséis, la
usarán con vosotros» (Mt 7, 1-2).

3. «Cuando os conduzcan a las sinagogas, ante los


magistrados y las autoridades, no os preocupéis de cómo o con
qué razones os defenderéis o de lo que vais a decir, porque el
Espíritu Santo os enseñará en aquel momento lo que tenéis que
decir». Cuando una persona es acusada de un delito, busca un
buen abogado defensor. Este estudia el caso a fondo y prevé las
preguntas del juez y las objeciones de la parte contraria, pues su
objetivo es lograr que su cliente sea absuelto de su delito. Si lo
consigue, exige que su cliente le pague bien y tiene derecho a ello.
Cuando lo que está en juego son los intereses de Dios, Dios
mismo se defiende. Jesús nos presenta al Espíritu Santo diciendo:
«Yo le pediré al Padre que os dé otro Paráclito, que esté siempre
con vosotros, el Espíritu de la verdad» (Jn 14, 16-17). La palabra
griega «parakletos» significa literalmente «aquel que es
invocado», es por tanto el abogado, el defensor. En las «Actas de
los mártires», se puede comprobar cómo las respuestas de los
cristianos a sus acusadores provienen del Espíritu Santo, tal y
como Jesús lo predijo.
Aunque en el mundo occidental no haya ahora persecuciones
crueles a los cristianos, en la vida de cada bautizado no faltan
nunca problemas que a veces nos parecen que no tienen solución.
Es el momento de acudir al Espíritu Santo, nuestro Defensor, con
una capacidad infinita de desatar los nudos más complejos de la
existencia humana. Veremos entonces cómo, por medio de otras
personas que tienen el don de consejo o directamente, Él nos
ilumina para encontrar una salida a aquella situación crítica.
DOMINGO 22 DE OCTUBRE
VIGESIMONOVENA SEMANA DEL TIEMPO ORDINARIO

EVANGELIO
Mateo 22, 15-21
Entonces se retiraron los fariseos y llegaron a un acuerdo para
comprometer a Jesús con una pregunta. Le enviaron algunos
discípulos suyos, con unos herodianos, y le dijeron: «Maestro,
sabemos que eres sincero y que enseñas el camino de Dios
conforme a la verdad, sin que te importe nadie, porque no te fijas
en apariencias. Dinos, pues, qué opinas: ¿es lícito pagar impuesto
al César o no?». Comprendiendo su mala voluntad, les dijo Jesús:
«Hipócritas, ¿por qué me tentáis? Enseñadme la moneda del
impuesto». Le presentaron un denario. Él les preguntó: «¿De
quién son esta imagen y esta inscripción?». Le respondieron: «Del
César». Entonces les replicó: «Pues dad al César lo que es del
César y a Dios lo que es de Dios».

s
PARA MEDITAR

1. Al César lo que es del César.


2. A Dios lo que es de Dios.
3. Fe y actuación pública.
1. El sistema de impuestos se basa en que el hombre vive en
una sociedad que lo protege y, por tanto, tiene obligación de
contribuir a su mantenimiento. La contribución de cada uno al
bien común no se reduce al pago de una suma de dinero, sino
que abarca también otros deberes como son, por ejemplo, estar al
servicio de la verdad en el caso de los periodistas o la rapidez,
eficiencia y cortesía con que deben trabajar los funcionarios, etc.
En el caso del Imperio Romano, los impuestos se recogían en
nombre del emperador. Para los judíos, pagar el impuesto al
César, símbolo del poder que ocupaba su país, era una
humillación. Al mismo tiempo, hablar contra el César era
arriesgado pues, si llegaba a oídos del gobernador romano,
podría acarrear incluso la muerte. Por eso la pregunta que los
fariseos y herodianos plantean a Jesús era una verdadera trampa,
aunque estuviese precedida de una alabanza hipócrita, pues ellos
no creían en lo que estaban diciendo cuando alababan al Señor.
La respuesta de Jesús está llena de realismo y, al mismo
tiempo, de sabiduría. Es claro que el tributo al César se debe
pagar porque la imagen de la moneda es suya. Los judíos, por
motivos religiosos, no podían tener ni imágenes ni
representaciones, pero hacían una excepción con la efigie del
César en el dinero que tenían en sus bolsas. Pero el Señor va más
allá. Cada persona humana lleva en sí misma la imagen de Dios
porque solo a Él debe su existencia. Y de ahí se deriva el gozoso
deber de dar gracias a Dios porque todo lo que somos y tenemos
es fruto de su amor por nosotros, y la necesidad de darle el culto
que merece por ser nuestro Creador y Señor.

2. La Iglesia siempre ha enseñado la justa autonomía de las


realidades temporales, en el sentido de que «las cosas creadas y la
sociedad misma gozan de propias leyes y valores, que el hombre
ha de descubrir, emplear y ordenar poco a poco (...). Pero si
autonomía de lo temporal quiere decir que la realidad creada es
independiente de Dios y que los hombres pueden usarla sin
referencia al Creador, no hay creyente alguno al que se le escape
la falsedad envuelta en tales palabras. La creatura sin el Creador
desaparece» (Concilio Vaticano II, Gaudium et Spes, 36).
El fundamento de la dignidad de cada persona humana, sea
cual sea su edad, profesión, salud o conducta, se basa en que es
imagen de Dios, es decir, que la misma existencia refleja el amor,
la bondad y la gloria de Dios. De ahí que el hombre no pueda
nunca ser usado, es decir, considerado como un medio para
alcanzar un objetivo. Aunque se trate del último mendigo,
enfermo o incapaz, el hombre es siempre imagen de Dios y, como
tal, debe ser siempre tratado con honor y veneración.
El hecho de que Jesús distinga los deberes cívicos del hombre
y los deberes hacia su Creador y Salvador no quiere decir que el
cristiano esté dividido por dentro. Tenemos un solo corazón y
una sola alma, con sus virtudes y sus defectos que, lógicamente,
se manifiestan en nuestras acciones. Así pues, tanto en su vida
privada como en su vida pública, el cristiano ha de buscar su
inspiración en la vida y las enseñanzas de Jesús.

3. Con su respuesta a los fariseos y herodianos, Jesús


estableció dos esferas, la temporal o política, que organiza la
convivencia entre los hombres, y la espiritual, que se refiere a
nuestras relaciones con Dios. Ni el Estado debe nunca ocuparse
de lo divino, ni la Iglesia tomar partido en las cuestiones
temporales, opinables y cambiantes. Jesús se negó expresamente
a ser constituido juez en cuestiones terrenas. Los cristianos no
podemos caer en lo que Jesús evitó con todo cuidado: unir el
Evangelio, que es universal, con un sistema político determinado.
La misión de la Iglesia es ayudar a todos los hombres a llegar a
su destino eterno en Dios y su preocupación por los problemas de
la sociedad se limita a lo que afecta a su misión.
En cambio, corresponde a los laicos preocuparse de buscar
soluciones a los problemas sociales, a fin de crear un mundo cada
vez más humano y que favorezca así el encuentro con Cristo, que
es la Luz del mundo. Cuando un cristiano actúa en la vida
pública o en la enseñanza o en cualquier actividad que tenga
relevancia social, no puede prescindir de su fe, como si esta
afectase solo a su esfera privada. El Concilio Vaticano II enseña
que «los seglares cumplen la misión de la Iglesia en el mundo,
ante todo con la concordancia de su vida y su fe, con la que se
convierten en luz del mundo; con la honradez en todos los
negocios, la cual atrae a todos hacia el amor de la verdad y del
bien y, finalmente, a Cristo y a la Iglesia; con la caridad fraterna,
por lo que, participando en las condiciones de vida, trabajo y
sufrimiento de sus hermanos, disponen los corazones de todos
hacia la acción de la gracia salvadora» (Decreto Apostolicam
actuositatem, 13).
El papa san Juan Pablo II exhortaba a los laicos a vivir e
«infundir en las realidades temporales la savia de la fe de Cristo,
conscientes de que esa fe no destruye nada auténticamente
humano, sino que lo refuerza, lo purifica, lo eleva. Demostrad ese
espíritu en la atención prestada a los problemas cruciales. En el
ámbito de la familia, viviendo y defendiendo la indisolubilidad y
los demás valores del matrimonio, promoviendo el respeto a toda
vida desde el momento de la concepción. En el mundo de la
cultura, de la educación y de la enseñanza, eligiendo para
vuestros hijos una enseñanza en la que esté presente el pan de la
fe cristiana» (Homilía en la Misa en el Nou Camp, Barcelona, 7-
XI-1982).
LUNES 23 DE OCTUBRE

EVANGELIO
Lucas 12, 13-21
Entonces le dijo uno de la gente: «Maestro, dile a mi hermano
que reparta conmigo la herencia». Él le dijo: «Hombre, ¿quién
me ha constituido juez o árbitro entre vosotros?». Y les dijo:
«Mirad: guardaos de toda clase de codicia. Pues, aunque uno
ande sobrado, su vida no depende de sus bienes».Y les propuso
una parábola: «Las tierras de un hombre rico produjeron una
gran cosecha. Y empezó a echar cálculos, diciéndose: “¿Qué
haré? No tengo donde almacenar la cosecha”. Y se dijo: “Haré lo
siguiente: derribaré los graneros y construiré otros más grandes,
y almacenaré allí todo el trigo y mis bienes. Y entonces me diré a
mí mismo: Alma mía, tienes bienes almacenados para muchos
años; descansa, come, bebe, banquetea alegremente”. Pero Dios
le dijo: “Necio, esta noche te van a reclamar el alma, y ¿de quién
será lo que has preparado?”. Así es el que atesora para sí y no es
rico ante Dios».

s
PARA MEDITAR

1. La sabiduría del cristiano.


2. ¿Dónde está nuestro tesoro?
3. Pensar en la muerte.
1. Jesús se niega a hacer lo que le pide uno de entre la
muchedumbre: «Dile a mi hermano que reparta conmigo la
herencia», porque Él no ha venido a nuestro mundo para resolver
esos problemas, sino para enseñarnos a vivir nuestra relación con
los bienes materiales de modo que nos sirvan para entrar en la
vida eterna. La riqueza, siendo en sí misma un bien, no es un
bien absoluto, sino un medio para obtener la salvación; no la
podemos buscar como si fuese el fin de nuestra vida, ni poner en
ella nuestra esperanza como si de ella dependiera nuestra
felicidad en esta vida y en la otra. Jesús nos enseña que, «aunque
uno ande sobrado, su vida no depende de sus bienes».
Sin embargo, aun cuando es razonable ahorrar para
sobrevivir cuando vengan tiempos difíciles, nuestro corazón
tiende a buscar seguridad acumulando dinero y riquezas, como si
nuestra felicidad dependiera de ellas. Ahí entra en juego el
pecado capital de la avaricia que lleva a acumular por pasión, no
por necesidad. Entonces, ya no es el dinero el que sirve al que lo
tiene, sino el hombre quien sirve al dinero. La fortuna es como el
fuego: buen siervo, pero terrible señor. El afán desmedido de
dinero le roba al hombre el tiempo, la salud y, en cierto modo,
también la vida, pues con la manía de acumular ya no consigue
gozar ni siquiera de lo que tiene.
Parece que el hombre que le pide a Jesús que intervenga en un
litigio con su hermano estaba más preocupado por aquel
problema que por escuchar las enseñanzas de Jesús. Se nota que
ahí, en obtener esa parte de la herencia, tenía puesto su corazón.
Esa riqueza era su tesoro, en ella tenía puesta su esperanza.
Jesús, con la parábola del hombre rico que piensa asegurar su
vida futura con el dinero que va a obtener por una gran cosecha,
nos enseña la verdadera sabiduría: no dejar que el corazón se
apegue a los bienes de este mundo porque todo pasa. Por eso san
Pablo nos aconseja: «Buscad los bienes de allá arriba, donde
Cristo está sentado a la derecha de Dios; aspirad a los bienes de
arriba, no a los de la tierra» (Col 3, 1-2).

2. El nuevo rico de la parábola de Jesús piensa que va a poder


asegurar su futuro construyendo unos nuevos graneros donde
almacenar el trigo de esa gran cosecha. Pero pensando así se
convierte en un necio, pues no se da cuenta, con la experiencia de
las cosas visibles, de que aquí abajo nada dura para siempre, sino
que todo pasa: la juventud, la fuerza física, las comodidades, el
poder que da tener un cargo relevante, el dinero. Es necedad
hacer que la propia vida dependa de esas realidades pasajeras y,
sobre todo, pensar que uno es quien decide la duración de la
propia vida. La única seguridad verdadera es confiar en Dios: la
Providencia divina.
En el diálogo que el rico de la parábola tiene consigo mismo,
de repente aparece otro personaje, Dios, que no había sido tenido
en cuenta y que, con sus palabras, revela que el razonamiento del
labrador adinerado es totalmente equivocado. «Necio, esta noche
te van a reclamar el alma, y ¿de quién será lo que has
preparado?». No ha tenido en cuenta que estamos en este mundo
«de paso», y que, como escribe san Pablo, «aquí no tenemos
ciudad permanente, sino que andamos en busca de la futura» (Hb
13, 14).
Los antiguos griegos metían en la boca de los muertos una
moneda para pagar la barca con la que tendrían que cruzar el río
que los separaba del mundo de los muertos. Los pueblos
primitivos ponían alimentos en las tumbas para que el muerto no
pasase hambre. Tanto unos como otros tenían una experiencia
común: nadie lleva sus bienes al más allá.
San Juan Crisóstomo decía que en la eternidad vale una sola
moneda: la caridad. Jesús dejó bien claro cómo asegurar la vida
eterna: «No atesoréis para vosotros tesoros en la tierra, donde la
polilla y la carcoma los roen y donde los ladrones abren boquetes
y los roban. Haceos tesoros en el cielo, donde no hay polilla ni
carcoma que los roen, ni ladrones que abren boquetes y roban.
Porque donde está tu tesoro, allí estará tu corazón» (Mt 6, 19-22).

3. La Iglesia nos enseña: «Estén todos atentos a encauzar


rectamente sus afectos, no sea que el uso de las cosas de este
mundo, y un apego a las riquezas contrario al espíritu de pobreza
evangélica, les impida la prosecución de la caridad perfecta»
(Concilio Vaticano II, Lumen gentium, 42). El mal uso de los
bienes materiales puede provenir en primer lugar de la intención
con que se desean, como si fueran bienes absolutos de los que
dependiera nuestra vida; también pueden ser desordenados los
medios que se emplean para conseguirlos; y la avaricia puede
estar también en el uso que se haga de ellos, si se emplean, por
ejemplo, solo para provecho propio, sin plantearse cómo sacarles
partido para ayudar a los demás y dar limosna.
«Esta noche te van a reclamar el alma», le dice Dios al rico
necio. Nuestra vida es corta, nuestros días está numerados y
contados, estamos en manos de Dios y, dentro de un tiempo –
quizá no demasiado largo– nos encontraremos cara a cara con
Dios, que nos pedirá cuenta de los talentos que nos ha concedido.
Un día cualquiera será nuestro último día y no sabemos cuándo
será. Cada día mueren miles de personas. Quizá, de entre esos,
unos han muerto con el corazón preocupado por cosas de poca
monta. Otros tenían el corazón puesto en cosas humanas pero
dirigidas a Dios y, al llegar arriba, se encontrarán con un tesoro.
Pensar en la muerte nos ayuda a vivir con sabiduría, en vigilia,
para no dejar que nuestro corazón se apegue a lo que se va a
quedar aquí. Si los bienes de que disponemos los dirigimos a
Dios, los utilizaremos con desprendimiento, y no nos quejaremos
si alguna vez faltan; su carencia no nos quitará la alegría.
Podremos decir como san Pablo: «Aunque ando escaso de
recursos, no lo digo por eso; yo he aprendido a bastarme con lo
que tengo. Sé vivir en pobreza y abundancia. Estoy avezado en
todo y para todo: a la hartura y al hambre, a la abundancia y a la
privación. Todo lo puedo en aquel que me conforta» (Flp 4, 11-
13).
MARTES 24 DE OCTUBRE

EVANGELIO
Lucas 12, 35-38
«Tened ceñida vuestra cintura y encendidas las lámparas.
Vosotros estad como los hombres que aguardan a que su señor
vuelva de la boda, para abrirle apenas venga y llame.
Bienaventurados aquellos criados a quienes el señor, al llegar, los
encuentre en vela; en verdad os digo que se ceñirá, los hará
sentar a la mesa y, acercándose, les irá sirviendo. Y, si llega a la
segunda vigilia o a la tercera y los encuentra así, bienaventurados
ellos».

s
PARA MEDITAR

1. Advertencia.
2. Bienaventuranza.
3. Promesa divina.
1. Este breve pasaje del Evangelio de san Lucas contiene una
advertencia, una bienaventuranza y una promesa. Los hebreos y,
en general, los orientales usaban amplias vestiduras para estar en
casa. Antes de viajar, se colocaban un ceñidor para poder andar
sin tropezar con la túnica. En el Éxodo se cuenta que Dios les
prescribió que celebrasen la solemne cena de la Pascua anual con
«la cintura ceñida, las sandalias en los pies, un bastón en la
mano» (Ex 12, 11), para revivir el momento en que sus
antepasados, liberados por Dios de la esclavitud de Egipto, se
pusieron en camino hacia la Tierra Prometida. La metáfora de las
lámparas encendidas indica una actitud atenta, propia del que
está a la espera de alguien importante.
El cristiano ha de vivir con la actitud interior de quien se
prepara para emprender un viaje que acaba en la otra vida. Está,
por tanto, a la espera de Dios que, cuando menos lo espere,
vendrá a buscarle, para vivir eternamente con Él. La advertencia
de Jesús tiene que ver con esa «vigilancia expectante», de la cual
tratará en las siguientes páginas del Evangelio. «Vigilar es propio
del amor. Cuando se ama a una persona, el corazón vigila
siempre, esperándola, y cada minuto que pasa sin ella es en
función de ella y transcurre vigilante (...). Jesús pide amor. Por
eso solicita vigilancia» (Ch. Lubich, Meditaciones, p. 33).
En Italia, cerca de Castelgandolfo, hay una imagen de la
Virgen, colocada en un cruce de carreteras, con la siguiente
inscripción: Cor meum vigilat (Mi corazón está en vela). El
corazón de nuestra Madre, Santa María, siempre está despierto
por amor, pendiente de las necesidades de cada uno de sus hijos.
Así debe estar también nuestro corazón, despierto para descubrir
a Jesús, que pasa cerca de nosotros. San Ambrosio señala que si
el alma está adormecida, Jesús se marcha sin haber llamado a
nuestra puerta, pero si el corazón está en vela, llama y pide que
se le abra. Eso mismo escribe san Juan en el Apocalipsis: «Mira,
estoy de pie a la puerta y llamo. Si alguien escucha mi voz y abre
la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo» (Ap 3,
20).

2. «Bienaventurados aquellos criados a quienes el señor, al


llegar, los encuentre en vela». Estar en vela significa mantener
una lucha constante, cada día, contra todo lo que en nosotros se
opone al amor a Dios y a los demás. Normalmente este combate
personal se da en pequeños detalles, como, por ejemplo, vivir con
puntualidad los actos de piedad diarios. La experiencia nos
enseña que, frecuentemente, surgen problemas a lo largo del día
que, en una primera mirada, parecen exigir que pospongamos
esos actos de piedad. Es el momento de ejercitar la fe y dar
preferencia a esos encuentros con Dios, salvo que se trate una
necesidad física urgente de algún familiar o amigo.
Otras veces esa lucha en pequeños detalles está centrada en la
caridad con las personas con las que vivimos o trabajamos.
Sabemos cuánto cuesta ser cordial o escuchar con atención
cuando estamos cansados o nerviosos, o servir cuando uno está
cargado de tareas o abrumado por las preocupaciones. Hay
personas que tienden a retrasar aquellos trabajos complejos que
van a requerir un estudio largo y fatigoso y su lucha consistirá en
afrontarlos cuanto antes, mejor en los primeros momentos,
cuando la mente está fresca y puede poner más atención.
Ser bienaventurado es ser dichoso, feliz. Y es verdad que esta
lucha por amor en las pequeñas cosas de cada día, sobre todo la
que se refiere a facilitar la vida a los que tenemos alrededor,
olvidándonos de nosotros mismos, llena el alma de paz y alegría,
aun en medio de los problemas habituales. En ocasiones veremos
que no hemos alcanzado las pequeñas metas que nos habíamos
propuesto. Esos fracasos también los podemos convertir en
ocasión de unirnos al Señor, quizá con este «chantaje» cariñoso:
«¿Ves, Señor, cómo necesito que me ayudes más?».

3. «En verdad os digo que se ceñirá, los hará sentar a la mesa


y, acercándose, les irá sirviendo». Esta es la promesa del Señor a
los que encuentre vigilantes cuando venga a buscarlos con la
muerte. Se suele hablar de la muerte como soledad, pues
interrumpe todas nuestras relaciones terrenas. Pero en el
evangelio Jesús la presenta como un encuentro con el Señor,
como un banquete nupcial. Para nosotros, la muerte es
encontrarnos con una persona a la que nunca hemos visto pero
con la que hemos estado en contacto mucho tiempo. Es verdad
que el encuentro puede ser imprevisto pero, si es con alguien que
sabemos que nos ama, siempre será gozoso.
Dios nos promete que se convertirá en nuestro servidor, es
decir, un amigo deseoso de colmar de alegría a quien le ha sido
fiel, y Dios lo puede todo. En el Credo confesamos que esperamos
«la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro». Y
nos viene bien pensar con frecuencia en esa vida del mundo
futuro, donde Dios, todo Amor, cumplirá con cada uno de sus
hijos que le han buscado con la fe durante la vida terrena, la
promesa de convertirse en su siervo, lleno de recursos para llenar
de felicidad nuestro corazón.
En una fiesta, los invitados saborean buenos manjares, pero la
gente no va a la fiesta solo para comer bien, pues esto también lo
puede hacer en casa. Van, sobre todo, para encontrarse con
amigos. Después de la muerte no solo nos encontraremos con
Jesús, sino con todos los que pertenecen a su familia, que serán
nuestros amigos.
MIÉRCOLES 25 DE OCTUBRE

EVANGELIO
Lucas 12, 39-48
«Comprended que, si supiera el dueño de casa a qué hora
viene el ladrón, velaría y no le dejaría abrir un boquete en casa.
Lo mismo vosotros, estad preparados, porque a la hora que
menos penséis viene el Hijo del hombre». Pedro le dijo: «Señor,
¿dices esta parábola por nosotros o por todos?». Y el Señor dijo:
«¿Quién es el administrador fiel y prudente a quien el señor
pondrá al frente de su servidumbre para que reparta la ración de
alimento a sus horas? Bienaventurado aquel criado a quien su
señor, al llegar, lo encuentre portándose así. En verdad os digo
que lo pondrá al frente de todos sus bienes. Pero si aquel criado
dijere para sus adentros: “Mi señor tarda en llegar”, y empieza a
pegarles a los criados y criadas, a comer y beber y
emborracharse, vendrá el señor de ese criado el día que no espera
y a la hora que no sabe y lo castigará con rigor, y le hará
compartir la suerte de los que no son fieles. El criado que,
conociendo la voluntad de su señor, no se prepara ni obra de
acuerdo con su voluntad, recibirá muchos azotes; pero el que, sin
conocerla, ha hecho algo digno de azotes, recibirá menos. Al que
mucho se le dio, mucho se le reclamará; al que mucho se le
confió, más aún se le pedirá.

s
PARA MEDITAR
1. Estar de guardia.
2. El buen administrador.
3. Responsabilidad.
1. «Comprended que, si supiera el dueño de casa a qué hora
viene el ladrón, velaría y no le dejaría abrir un boquete en casa.
Lo mismo vosotros, estad preparados, porque a la hora que
menos penséis viene el Hijo del hombre». La guardia costera de
los Estados Unidos tiene como lema: Semper paratus (Siempre
preparado). El que conduce un coche tiene que estar atento al
que va delante, por si frena de repente, y al que viene detrás, por
si quiere adelantarle, para no coincidir en la misma maniobra. La
vigilancia que nos pide Jesús es atención a la propia vida para no
descaminarnos y atención a las llamadas y a los dones de Dios
para responder con rapidez.
Vigilar quiere decir estar “de guardia”, despiertos y atentos a
Jesús que pasa a nuestro lado, en aquella persona o en aquella
otra que necesita ayuda. Vigilar quiere decir estar a la espera de
la visita final de Jesús, cuando nos llame a su presencia, para que
no nos coja de sorpresa. El Señor nos advirtió con palabras
fuertes del peligro que corren las personas que están en sus cosas
y se olvidan de prepararse para esa última llamada de Dios en el
momento de la muerte.
La Sagrada Escritura está llena de ejemplos: que no nos pase
«como sucedió en los días de Noé (...), comían, bebían, se
casaban los hombres y las mujeres tomaban esposo, hasta el día
en que Noé entró en el arca; entonces llegó el diluvio y acabó con
todos. Asimismo, como sucedió en los días de Lot: comían,
bebían, compraban, vendían, sembraban, construían; pero el día
que Lot salió de Sodoma, llovió fuego y azufre del cielo y acabó
con todos» (Lc 17, 26-31). Se dejaron absorber por las realidades
y ocupaciones materiales hasta quedar atrapados por ellas. Todos
corremos ese riesgo si no estamos atentos.

2. Pedro le dijo: «Señor, ¿dices esta parábola por nosotros o


por todos?». Es claro que estos avisos de Jesús se refieren a todos,
pero Dios pedirá a cada uno cuenta de su vida según sus
circunstancias y las gracias que haya recibido. Cada persona que
viene a este mundo trae una misión, un papel a desempeñar en
bien de los demás. Cuando es joven, si tiene sentido de
responsabilidad, al examinar los talentos recibidos, se preguntará
sobre el sentido que Dios quiere que dé a su vida y, al descubrir a
qué está llamado, se aplicará a desempeñar su cometido lo mejor
posible.
Y el Señor dijo: «¿Quién es el administrador fiel y prudente a
quien el señor pondrá al frente de su servidumbre para que
reparta la ración de alimento a sus horas?». Ante Dios, no somos
dueños de nuestra vida y nuestras cualidades, sino
administradores. Podemos disponer de todo, pero según la
intención y el deseo de quien nos lo ha confiado. Hay
administradores que incumplen la ley con desenvoltura; otros
observan meticulosamente la ley, pero sin iniciativa. Dios nos
pide que tengamos iniciativa en la administración del mundo,
pero con prudencia y fidelidad a sus mandatos. Dios ha creado el
mundo con amor y quiere que con ese espíritu sea administrado
por los hombres.
«Bienaventurado aquel criado a quien su señor, al llegar, lo
encuentre portándose así. En verdad os digo que lo pondrá al
frente de todos sus bienes». Un pensador francés definió la
fidelidad como «no renegar en las tinieblas de lo que se ha visto
en la luz». La vida da muchas vueltas: hay temporadas en las que
todo se ve claro y hay otras en que caminamos en la oscuridad:
falta sentimiento, aumenta la sensación de fracaso e inutilidad,
nos parece que todo lo que vimos y escuchamos al comienzo ha
sido una ilusión...

3. El diablo sabe sacar partido de estas situaciones. E igual


que aprovechó la debilidad física de Jesús, después de un
prolongado ayuno en el desierto y su angustia en el Huerto de los
Olivos, para sugerirle un camino distinto al que su Padre le trazó,
así hace con nosotros. Por eso necesitamos estar alerta,
especialmente cuando toca ir a contrapelo, para vivir
abandonados en manos de nuestro Padre Dios y cultivar un trato
con Jesús en el que le acompañamos en su Pasión.
«Al que mucho se le dio, mucho se le reclamará; al que mucho
se le confió, más aún se le pedirá». La virtud de los
administradores es la responsabilidad. El empleado de Banco es
responsable de las cuentas; el policía, del orden público; el jefe de
estación, del horario de los trenes. El cristiano es responsable de
sacar partido para el bien y la salvación de los demás, de los
talentos que se le han confiado. Pidamos al Espíritu Santo que
nos empuje a perseverar amorosamente en la tarea que el Señor
nos ha encomendado.
JUEVES 26 DE OCTUBRE

EVANGELIO
Lucas 12, 49-53
He venido a prender fuego a la tierra, ¡y cuánto deseo que ya
esté ardiendo! Con un bautismo tengo que ser bautizado, ¡y qué
angustia sufro hasta que se cumpla! ¿Pensáis que he venido a
traer paz a la tierra? No, sino división. Desde ahora estarán
divididos cinco en una casa: tres contra dos y dos contra tres;
estarán divididos el padre contra el hijo y el hijo contra el padre,
la madre contra la hija y la hija contra la madre, la suegra contra
su nuera y la nuera contra la suegra.

s
PARA MEDITAR

1. Fuego de amor divino.


2. Extender el fuego de Dios.
3. La paz, fruto del combate.
1. Jesús abre el corazón a sus discípulos. Como Amigo
verdadero, les da a conocer sus más íntimos sentimientos, sus
deseos más ardientes. Ha venido a prender en el corazón de todos
los hombres el fuego que arde en el suyo. En la Sagrada Escritura
el fuego aparece como símbolo del amor de Dios, pues el amor,
como el fuego, tiene la fuerza de las llamas y se enciende cuando
tratamos a Dios en la oración y en la Eucaristía.
El corazón de Cristo está encendido con el mismo Amor
divino, el Espíritu Santo. Él le guía y le conduce hacia el
Calvario, donde Jesús nos entrega voluntaria y libremente su
vida, viviendo lo que nos dijo: «Nadie tiene amor más grande que
el que da la vida por sus amigos» (Jn 15, 13).
San Agustín comenta así este pasaje: «Los hombres que
creyeron en Él comenzaron a arder, recibieron la llama de la
caridad. Es la razón por la que el Espíritu Santo se apareció en
esa forma cuando fue enviado a los Apóstoles: “Vieron aparecer
unas lenguas, como llamaradas, que se dividían, posándose
encima de cada uno de ellos” (Hch 2, 3). Inflamados con este
fuego, comenzaron a ir por el mundo y a inflamar a su vez y a
prender fuego a los enemigos de su entorno. ¿A qué enemigos? A
los que abandonaron a Dios que los había creado y adoraban
imágenes que ellos habían hecho» (Comentario al salmo 96, 6).

2. Antes de soplar sobre sus discípulos al final de la tarde del


domingo de Pascua para entregarles su Espíritu, el Espíritu
Santo, Jesús les dijo: «Como el Padre me ha enviado, así también
os envío yo» (Jn 20, 21). Ahora nos toca a nosotros, que hemos
recibido el Espíritu Santo en el Bautismo y la Confirmación, ir
por el mundo para encender en los corazones de nuestros amigos
el amor a Dios.
Así extendieron por todo el mundo en pocos años el fuego del
amor de Dios los primeros cristianos, cada uno desde el lugar que
ocupaban en la sociedad. Arrastraban a los demás en primer
lugar por su caridad, especialmente hacia los más necesitados. Y
después por su honradez y por la valentía con que sufrían las
persecuciones a causa de su fe en Jesús. El Espíritu Santo
actuaba por medio de ellos y así se propagó el incendio de la fe
cristiana por todo el Imperio Romano.
La vida cristiana consiste en imitar la vida de Jesucristo. Por
medio de la meditación frecuente de la Palabra de Dios contenida
en las Escrituras y especialmente en los Evangelios, aprendemos
a pensar, mirar, sentir, obrar y reaccionar como Jesús. Y Jesús
ardía interiormente al ver a todas aquellas gentes que vagaban
«como ovejas sin pastor» (Mt 9, 36), igual que pasa ahora con
tanta gente a nuestro alrededor.

3. «Con un bautismo tengo que ser bautizado, ¡y qué angustia


sufro hasta que se cumpla!». Este bautismo de sangre, cuyo deseo
enciende el corazón de Cristo, es la entrega de su vida en el
Calvario. Es el inmenso amor a su Padre y a nosotros, sus
hermanos, lo que le produce ese sufrimiento. Su afán de
alcanzarnos a todos la salvación por medio de su sacrificio en la
Cruz es tan grande que llega hasta producirle angustia.
«¿Pensáis que he venido a traer paz a la tierra? No, sino
división». Estas palabras de Jesús parecen contradecir las
profecías del Antiguo Testamento que llaman al Mesías «Príncipe
de la paz» (Is 9, 5), y los cantos de los ángeles que anuncian en
Belén a los pastores el nacimiento de Jesús: «Gloria a Dios en el
cielo y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad» (Lc 2,
14). San Pablo escribe a los Efesios que «Jesús es nuestra paz»
(Ef 2, 14) y el mismo Jesucristo dice a sus discípulos al final de su
vida: «La paz os dejo». Pero el Señor añade una aclaración que
nos ayuda a entender la «división» a la que alude ahora: «No os la
doy yo como la da el mundo» (Jn 14, 17).
La paz que Jesús vino a traer no significa que no vayamos a
tener conflictos y luchas, ya que su paz –mucho más profunda
que la que da el mundo– es fruto precisamente de una lucha
constante contra el enemigo de Dios y de los hombres, Satanás.
El que quiera ser fiel a Jesús ha de estar dispuesto a afrontar
incomprensiones e incluso verdaderas persecuciones, a veces
provenientes de personas muy cercanas, como sucede con
frecuencia cuando una persona joven decide entregar su vida a
Dios, porque ha recibido esa llamada y el don del celibato. Y
además de esos problemas causados por agentes exteriores, los
cristianos recibimos la paz de Cristo como fruto del combate de
cada día contra las propias tendencias desordenadas, para
agradar a Dios, nuestro Amor.
VIERNES 27 DE OCTUBRE

EVANGELIO
Lucas 12, 54-59
Decía también a la gente: «Cuando veis subir una nube por el
poniente, decís enseguida: “Va a caer un aguacero”, y así sucede.
Cuando sopla el sur decís: “Va a hacer bochorno”, y sucede.
Hipócritas: sabéis interpretar el aspecto de la tierra y del cielo,
pues ¿cómo no sabéis interpretar el tiempo presente? ¿Cómo no
sabéis juzgar vosotros mismos lo que es justo? Por ello, mientras
vas con tu adversario al magistrado, haz lo posible en el camino
por llegar a un acuerdo con él, no sea que te lleve a la fuerza ante
el juez y el juez te entregue al guardia y el guardia te meta en la
cárcel. Te digo que no saldrás de allí hasta que pagues la última
monedilla».

s
PARA MEDITAR

1. El Dios de la Alianza.
2. Jesús, la señal de Dios.
3. Los signos de los tiempos.
1. Interpretar el tiempo presente quiere decir descubrir las
señales que Dios nos envíe para que le reconozcamos y le
alabemos. En el Antiguo Testamento, Dios busca en cada
momento de la historia de Israel la manera de darse a conocer a
su pueblo. Con Abrahán, el fundador de la nación que Dios iba a
elegir para hacerse hombre cuando llegase el momento oportuno,
Dios se comunica por medio de mensajes y promesas para
establecer una relación especial –una Alianza– que renovará con
cada uno de los patriarcas, Isaac y Jacob, al que cambia su
nombre por Israel.
Años después, Dios hace oír su voz a Moisés, atraído por la
zarza ardiente en el monte Horeb, para comunicarle la misión de
liberar a su pueblo de la esclavitud de Egipto, con numerosos
prodigios y señales que muestran el poder de Dios, siempre fiel a
sus promesas. Los años que el pueblo de Dios vaga por el desierto
son la ocasión de aunar a las doce tribus para convertirlas en una
nación cuyo principal elemento de unión es ser el pueblo elegido.
Una vez instalados en Canaán, Dios les envía profetas para
hacer ver a los israelitas sus continuas infidelidades a la Alianza y
exhortarlos a convertirse una y otra vez al Señor. El único y
verdadero Dios se ha desposado con su pueblo con su Alianza, y
por medio de los profetas manifiesta su decepción ante la
conducta de Israel que le abandona para seguir a los dioses de los
países vecinos y olvida al que los salvó de la esclavitud de Egipto.

2. «En muchas ocasiones y de muchas maneras habló Dios


antiguamente a los padres por los profetas. En esta etapa final,
nos ha hablado por el Hijo, al que ha nombrado heredero de
todo, y por medio del cual ha realizado los siglos» (Hb 1, 1-3).
Llega Jesús, el Dios hecho Hombre, y los que le escuchan no
entienden las señales que Jesús les da para manifestar que es el
Mesías, el Hijo de Dios.
Estas señales son, además de la fuerza de verdad que emanan
todas sus enseñanzas y que hacen exclamar a los guardias del
Templo enviados por los fariseos y sacerdotes para prender a
Jesús: «Jamás ha hablado nadie como ese hombre» (Jn 7, 46), los
milagros, que realiza con su palabra de manera inmediata:
resucitar a muertos, hacer andar a paralíticos, dar vista a ciegos
de nacimiento, curar a leprosos, expulsar demonios, etc.
Esta ceguera para no distinguir por medio de esas señales la
llegada del tiempo mesiánico y creer en Él como el que viene a
salvar al mundo, es la que Jesús les hace ver llamándoles
«hipócritas», pues como pescadores u hombres del campo están
habituados a pronosticar el clima por la dirección del viento o la
forma y color de las nubes y decidir el momento oportuno para
realizar sus tareas. Sin embargo, no se dan cuenta o no quieren
enterarse de que ha llegado el tiempo en que Dios está
cumpliendo su promesa de salvación universal.

3. También ahora el Señor pasa junto a nosotros y, siempre


respetando delicadísimamente nuestra libertad, nos envía señales
para que nos aprestemos a escuchar sus llamadas. Y puede
suceder, como a los contemporáneos de Jesús que, excesivamente
ocupados en ganar dinero, distraídos por los reclamos de la
publicidad o atraídos por tantos anzuelos que prometen una
felicidad solo aparente, no sepamos distinguir esas señales de
Dios, que busca encaminarnos de nuevo por la senda verdadera,
como hizo tantas veces con Israel.
El Concilio Vaticano II acuñó la expresión «signos de los
tiempos» en sus decretos sobre la Iglesia, la Liturgia o la relación
con el mundo, al plantearse la salvación divina como una
realidad que se realiza en la historia y que, igual que sucedió en
Israel, las señales por las que Dios nos busca se acomodan a los
cambios en la cultura de cada época. A medida que pasa el
tiempo, por la acción del Espíritu Santo, crece en la Iglesia la
comprensión de la Palabra de Dios y, también, la necesidad de
discernir bien los «signos de los tiempos» para responder a Dios
con una fidelidad renovada.
Necesitamos pedir a Dios cada día que nos aumente la fe para
discernir bien lo que nos pide en cada circunstancia. Ahora es el
momento. No esperemos al final de nuestra vida, cuando nos
tengamos que enfrentar al juicio divino, para rectificar, reparar,
perdonar y agradecer. Ahora es el tiempo oportuno para
encontrar en las señales divinas la invitación a enmendar lo que
sea necesario, experimentando la misericordia de Dios en al
sacramento de la Penitencia.
SÁBADO 28 DE OCTUBRE
SAN SIMÓN Y SAN JUDAS, APÓSTOLES

EVANGELIO
Lucas 6, 12-19
En aquellos días, Jesús salió al monte a orar y pasó la noche
orando a Dios. Cuando se hizo de día, llamó a sus discípulos,
escogió de entre ellos a doce, a los que también nombró
apóstoles: Simón, al que puso de nombre Pedro, y Andrés, su
hermano; Santiago, Juan, Felipe, Bartolomé, Mateo, Tomás,
Santiago el de Alfeo, Simón, llamado el Zelote; Judas el de
Santiago y Judas Iscariote, que fue el traidor. Después de bajar
con ellos, se paró en una llanura con un grupo grande de
discípulos y una gran muchedumbre del pueblo, procedente de
toda Judea, de Jerusalén y de la costa de Tiro y de Sidón. Venían
a oírlo y a que los curara de sus enfermedades; los atormentados
por espíritus inmundos quedaban curados, y toda la gente
trataba de tocarlo, porque salía de él una fuerza que los curaba a
todos.

s
PARA MEDITAR

1. Una acción decisiva.


2. Primero, oración.
3. La fuerza curativa de Jesús, hoy.
1. A primera vista no parece que el momento en que Jesús
elige a los doce apóstoles de entre sus discípulos sea un
acontecimiento importante en su vida y en su misión. A
continuación, el Señor sigue enseñando a las gentes y haciendo
milagros, y los apóstoles le acompañan como antes de su
elección. Solo después de la muerte de Jesús se hacen ver y
vamos conociendo sus personalidades.
Pero este hecho adquiere relevancia cuando lo leemos en el
contexto del Antiguo Testamento. Israel tiene doce tribus, cuyo
origen son los doce hijos de Jacob. Todas unidas forman Israel, el
pueblo elegido. Los israelitas descienden de Abrahán y están
unidos por vínculos de sangre. Sin embargo, con Jesús comienza
una nueva época en la historia de la salvación. Con la elección de
los Doce, el Señor funda el nuevo Pueblo de Dios, la Iglesia. Lo
que une a los apóstoles no es un parentesco humano, sino las
enseñanzas que han recibido del Maestro, la Sangre de Cristo que
reciben en la Eucaristía y el Espíritu Santo que descenderá sobre
ellos.
El evangelista san Marcos señala que Jesús «instituyó doce
para que estuvieran con él y para enviarlos a predicar» (Mc 3, 14-
15). A ellos les encomendó la misión de evangelizar el mundo
entero con la Buena Nueva de Jesús. En el momento el que el
Señor los eligió, nadie se dio cuenta de la trascendencia de esta
acción, pero las obras de Dios son como chispas que no se
detectan pero que después se convierten en un fuego que arde y
cambia el mundo.

2. La noche anterior a la elección de los Doce, Jesús no


durmió, la pasó en oración. Este apunte de san Lucas debería
despertar nuestra atención para valorar, como una de las
acciones más decisivas en la vida de Jesús, la elección de los
Doce. Y, al mismo tiempo, Jesús nos está enseñando con este
modo de proceder que la oración debe preceder siempre
cualquier decisión de cierta entidad en nuestra vida.
Para acertar en lo que nos proponemos hacer no basta poner
todos los medios humanos. En la vida de un cristiano sucede algo
parecido al trabajo de un agricultor. Para que la tierra dé fruto,
no es suficiente preparar el campo, sembrar y cuidar después el
crecimiento de la planta. Todo ese esfuerzo puede resultar baldío
si Dios no envía a su tiempo la lluvia y el calor. San Ignacio de
Loyola aconsejaba a sus hermanos trabajar como si todo
dependiera de su esfuerzo y rezar como si todo dependiera
exclusivamente de Dios.
Todos los santos han seguido esa pauta en sus vidas.
Necesitamos rezar antes de comenzar cualquier trabajo, aunque
sea una breve oración o incluso hacer solo la señal de la cruz. Así
le pedimos al Señor que bendiga lo que vamos a hacer, de manera
que sirva para su plan de salvación.

3. «Toda la gente trataba de tocarlo, porque salía de él una


fuerza que los curaba a todos». San Mateo nos cuenta la historia
de aquella mujer que padecía de hemorragias que ningún médico
había podido curar y que, sin que nadie lo notase, se acercó a
Jesús con una fe gigante para tocar la orla de su manto y quedó
curada al instante. La Humanidad de Cristo tenía esa fuerza
curativa porque estaba unida a su divinidad.
Esas curaciones corporales que realizó Jesús durante su
estancia en este mundo simbolizaban esas otras acciones de
Jesús con las que sanaba las almas, limpiándolas de la lepra del
pecado, dándoles la luz de la fe y la vida de Dios. Cuando Jesús
dejó de estar visiblemente junto a nosotros, nos dejó en la Iglesia
los sacramentos, acciones suyas con las que realiza esos milagros
espirituales con los que da vida eterna, fortalece, alimenta y
limpia nuestras almas y nos acompaña en los momentos
decisivos de nuestra vida.
La Iglesia de Jesucristo es un misterio de fe. En Ella Jesús
sigue presente junto a nosotros, ahora por la acción de su
Espíritu que prolonga, en todos los lugares y a lo largo del tiempo
hasta el fin del mundo, esos milagros espirituales y corporales
que Jesús realizó. Cumple así su promesa: «Y sabed que yo estoy
con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos» (Mt 28,
20).
DOMINGO 29 DE OCTUBRE
TRIGÉSIMA SEMANA DEL TIEMPO ORDINARIO

EVANGELIO
Mateo 22, 34-40
Los fariseos, al oír que había hecho callar a los saduceos, se
reunieron en un lugar y uno de ellos, un doctor de la ley, le
preguntó para ponerlo a prueba: «Maestro, ¿cuál es el
mandamiento principal de la ley?». Él le dijo: «Amarás al Señor
tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu
mente». Este mandamiento es el principal y primero. El segundo
es semejante a él: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo. En
estos dos mandamientos se sostienen toda la Ley y los Profetas».

s
PARA MEDITAR

1. El mandamiento principal.
2. Alma, mente y corazón.
3. El termómetro del amor a Dios.
1. En la Ley de Moisés había más de seiscientos preceptos y
prohibiciones. La pregunta que le formula un doctor de la ley a
Jesús «para ponerlo a prueba» debía de ser un tema de frecuente
discusión entre los expertos en la Ley que Dios dejó a los judíos.
En esas discusiones seguramente todos buscaban un principio
unificador de todos los mandamientos y no era fácil encontrarlo.
Jesús responde con prontitud y sin dudar: «Amarás al Señor tu
Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente.
Este mandamiento es el principal y primero. El segundo es
semejante a él: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. En estos
dos mandamientos se sostienen toda la Ley y los Profetas».
Para manifestar que el amor a Dios debe alcanzar a la
totalidad del hombre, Jesús enumera las tres facultades más
profundas de la psicología humana: el corazón, la voluntad y la
mente. Realmente el ser humano, al que Dios creó a su imagen y
semejanza, refleja a su Creador y, por tanto, se realiza como
persona, cuando ama a Dios. Eso es lo único que importa porque
para eso ha sido creado, para amar a Dios y al prójimo en la
tierra y para gozar de Dios eternamente en el cielo.
Amar con todo el corazón quiere decir amar sin poner
término ni medida. Amar a Dios y al prójimo no quiere decir que
debamos sentir una emoción especial cada vez que oramos o
adoramos o servimos a los que nos rodean. El amor es mucho
más que un sentimiento, es un acto de la voluntad que consiste
en poner la felicidad del amado por delante de la nuestra. Y esto,
no solo como un deseo, sino con actos concretos de entrega a
Dios y a los demás, estén o no acompañados por sentimientos
agradables.

2. Amar con toda tu mente quiere decir que el amor a Dios


incluye poner en juego también nuestra inteligencia, sobre todo
por medio del conocimiento. Un cristiano ha de tener sed de
conocer cada vez más a Dios. Jesucristo, durante su estancia con
nosotros en Palestina, nos dio a conocer al Padre y nos envió el
Espíritu Santo que «dará testimonio de mí» (Jn 15, 26). Y así es:
cuando meditamos la Palabra de Dios que se contiene en la
Sagrada Escritura y, especialmente, en los Evangelios, el Espíritu
Santo ilumina esos textos y así nos regala sus luces para que
ahondemos en el conocimiento de Dios y, sobre todo, para que
imitemos la vida de Jesús.
Amar a Dios «con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda
tu mente» quiere decir que Dios debe ser para nosotros lo
primero y todos los demás amores son abarcados por ese amor
supremo y absoluto a Dios. Podemos preguntarnos, en este rato
de oración, si, en la práctica, cada día damos prioridad a las
manifestaciones de nuestro amor a Dios, como son la asistencia a
Misa, la meditación de la Palabra de Dios y los demás actos de
piedad que tenemos previstos para mantener la presencia de
Dios.
Es claro que amar a Dios de esta manera supera nuestras
fuerzas, pues se trata de imitar la forma de amar que nos ha
mostrado Jesús, en su paso por nuestra tierra. Por eso, para
seguir los pasos de Jesús, hemos de pedirle que nos envíe su
Espíritu. Hemos recibido al Espíritu Santo en el Bautismo y en el
sacramento de la Confirmación. Además, cuando recibimos un
sacramento, el Espíritu Santo viene de nuevo a nuestra alma.

3. Jesús, en su contestación al doctor de la Ley, estableció una


relación de semejanza entre el primer y el segundo mandamiento.
Sobre esto no le había interrogado el experto y, sin embargo,
Jesús lo añade en su respuesta. Al final, el Señor nos reveló que
en la unión de estos dos mandamientos está el principio
fundamental en que se apoya toda la revelación bíblica.
El amor al prójimo es la señal de la autenticidad de nuestro
amor a Dios y es lo que caracteriza y distingue al verdadero
discípulo de Jesucristo. Cuando nos centramos, impulsados por
el Espíritu Santo, en poner en práctica el mandamiento del amor,
sabemos que verdaderamente estamos siguiendo las pisadas de
Jesús. Para eso necesitamos meditar la Palabra de Dios que,
primero, entra en nuestro corazón con las luces e inspiraciones
del Espíritu de Jesús, para salir de nosotros hecha caridad,
entrega a los demás, amor con obras de servicio.
El amor a los demás se manifiesta en la manera de tratarlos,
que siempre debe estar llena de delicadeza y respeto; en pensar
siempre bien de todos, en no hablar nunca mal de nadie, en
prestar las pequeñas ayudas que están en nuestra mano a las
personas que viven o trabajan con nosotros, en la oración por el
más necesitado.
LUNES 30 DE OCTUBRE

EVANGELIO
Lucas 13, 10-17
Un sábado, enseñaba Jesús en una sinagoga. Había una mujer
que desde hacía dieciocho años estaba enferma por causa de un
espíritu, y estaba encorvada, sin poderse enderezar de ningún
modo. Al verla, Jesús la llamó y le dijo: «Mujer, quedas libre de tu
enfermedad». Le impuso las manos, y enseguida se puso derecha.
Y glorificaba a Dios. Pero el jefe de la sinagoga, indignado porque
Jesús había curado en sábado, se puso a decir a la gente: «Hay
seis días para trabajar; venid, pues, a que os curen en esos días y
no en sábado». Pero el Señor le respondió y dijo: «Hipócritas:
cualquiera de vosotros, ¿no desa-ta en sábado su buey o su burro
del pesebre, y los lleva a abrevar? Y a esta, que es hija de
Abrahán, y que Satanás ha tenido atada dieciocho años, ¿no era
necesario soltarla de tal ligadura en día de sábado?». Al decir
estas palabras, sus enemigos quedaron abochornados, y toda la
gente se alegraba por todas las maravillas que hacía.

s
PARA MEDITAR

1. Solo miraba al suelo.


2. Las tres atracciones.
3. La verdadera libertad.
1. Esta mujer llevaba dieciocho años poseída por un espíritu
que no le permitía mirar al cielo. Vivía atada, sometida por un
demonio. Su columna estaba doblada, solo podía mirar al suelo.
Jesús, que viene a liberarnos de la esclavitud del demonio, entra
en la sinagoga, la ve y, movido a compasión, la cura sin que la
mujer se lo pida. El Señor se acerca ella, le impone las manos
sobre la cabeza e, inmediatamente, el mal espíritu se marcha y la
mujer se endereza. Ya puede mirar al cielo y su mirada, llena de
agradecimiento, se encuentra con la mirada de Jesús, que le
sonríe.
A esta mujer se parecen los que tienen su corazón puesto en
las cosas de la tierra, en ganar dinero, en acumular bienes, en
conseguir escalar los puestos más altos de la sociedad, en buscar
los honores y el triunfo social a toda costa. A base de mirar hacia
abajo, poco a poco su alma se va encorvando y llega un momento
en que se olvidan de cómo se mira al cielo y a todas las cosas
hermosas que Dios ha creado en este mundo para disfrute del
hombre.
Los Padres de la Iglesia de la escuela antioquena pensaban
que la imagen de la presencia de Dios en el hombre estaba en la
posición erecta, símbolo de su posición como virrey del mundo,
que Dios le había dado al crearnos. Pero el apartamiento de Dios
por el pecado original sometió al hombre a fuerzas inferiores a él.
Hace poco tiempo hemos sufrido una dolorosa experiencia de
esto. Un virus ha provocado en todo el mundo miles de muertes
durante dos años.

2. San Juan describe en su primera Carta las tres atracciones


que pueden esclavizar a los hombres doblando la columna de su
alma de forma que no pueda contemplar el cielo y relacionarse
con Dios: «Porque lo que hay en el mundo –la concupiscencia de
la carne, y la concupiscencia de los ojos, y la arrogancia del
dinero–, eso no procede del Padre, sino que procede del mundo»
(1 Jn 2, 16). La concupiscencia de la carne es la atracción que
todos sentimos para satisfacer los caprichos de los sentidos, de
los apetitos y de la comodidad. Si nos dejamos llevar de esa
tendencia, quedamos esclavizados, inclinados como esa mujer
judía.
Lo que san Juan llama «concupiscencia de los ojos» es una
fuerza que pega nuestra mirada a las cosas terrenas, como una
avaricia profunda que solo valora lo que se puede tocar.
Dominados por esta tendencia, perdemos de vista las realidades
eternas, lo que no pasa y da valor a nuestra vida.
A la tercera mala tendencia, san Juan la llama literalmente
«orgullo o soberbia de la vida». Se trata de un engreimiento o
sobrevaloración de uno mismo que va mucho más lejos que la
mera vanidad y que produce un embotamiento de los ojos del
alma. El hombre poseído por esta enfermedad se cree
autosuficiente pues piensa que le basta su razón para entender
todo y prescinde de Dios.

3. «Mujer, quedas libre de tu enfermedad», le dijo Jesús a la


mujer encorvada. Estas palabras resumen la tarea salvadora del
Señor. El cristianismo es un mensaje de libertad. Jesús ha venido
a la tierra «a proclamar a los cautivos la libertad» (Lc 4, 18). Con
la entrega amorosa de su vida en la Cruz, nos ha proporcionado
la fuerza para vencer esas atracciones que atan la mirada de
nuestro espíritu al suelo.
«Hermanos, habéis sido llamados a la libertad» (Ga 5, 13),
escribe san Pablo a los gálatas. No se refiere a la libertad social,
fruto de leyes justas, una buena organización del estado y unos
gobernantes que busquen el bien común de los ciudadanos, sino
a la liberación de esas atracciones desordenadas que tratan de
arrastrarnos a una vida pegada a la tierra, sin horizonte
sobrenatural.
Los cristianos sabemos que esa profunda libertad interior que
trajo al mundo Jesucristo, solo la experimentan los que pisan en
las huellas que nos dejó el Señor en su caminar por nuestra
tierra. Entonces entendemos el sentido de los acontecimientos y
el valor de la aceptación amorosa de la Cruz. La libertad se nos
presenta como una conquista, una victoria que obtenemos con
las armas y las fuerzas que nos ha traído Jesús: la oración, los
sacramentos y la imitación de la vida del Señor, día a día.
MARTES 31 DE OCTUBRE

EVANGELIO
Lucas 13, 18-21
Decía, pues: «¿A qué es semejante el reino de Dios o a qué lo
compararé? Es semejante a un grano de mostaza que un hombre
toma y siembra en su huerto; creció, se hizo un árbol y los
pájaros del cielo anidaron en sus ramas». Y dijo de nuevo: «¿A
qué compararé el reino de Dios? Es semejante a la levadura que
una mujer tomó y metió en tres medidas de harina, hasta que
todo fermentó».

s
PARA MEDITAR

1. Con la fuerza de Dios.


2. Una llamada a la fe y a la esperanza.
3. Dos enseñanzas.
1. Aunque hayan sido pronunciadas en diversos momentos,
estas dos parábolas tienen un mensaje parecido. La mente
oriental no se fija en el proceso biológico de crecimiento (esto es
propio de la mente occidental), sino en el estadio inicial y el final
y se sorprende ante el contraste entre esos dos estadios, tan
diferentes. El sentido de estas dos parábolas es muy claro: de los
comienzos más insignificantes, de la nada a los ojos humanos,
crea Dios su reino poderoso, para salvar a todos los pueblos.
Jesús cuenta esta parábola como respuesta a la dificultad que
sus oyentes tenían para creer que, con Jesús, había llegado al
mundo el reino mesiánico, la salvación prometida. Pues lo que
ellos veían –un rabí de un pueblo remoto de Galilea, rodeado por
un grupo de amigos que no eran expertos en la Ley, ni tenían
poder, ni dinero– era muy poca cosa para traer el reino de Dios.
La historia nos confirma que la parábola del grano de mostaza
se cumplió en la Iglesia. Hacia el año 200, no por el poder de
aquel puñado de amigos de Jesús, sino por la fuerza del Espíritu
Santo que actuaba en ellos, Tertuliano podría escribir a las
autoridades del Imperio Romano: «Nosotros somos de ayer, y, sin
embargo, llenamos ya vuestras ciudades, islas, fuertes, pueblos,
concejos, así como los campos, tribus, decurias, el palacio, el
senado, el foro, solamente os hemos dejado vuestros templos».

2. Esta parábola es aplicable no solo a la Iglesia y a las


instituciones que, impulsadas por el Espíritu Santo, nacen en
ella, sino a la vida cristiana de cada fiel, que empieza pequeña
pero la perseverancia da siempre frutos más allá de lo que uno
podría soñar.
En el fondo, esa parábola es una llamada a la fe y a la
esperanza, a tener ánimo, porque, como escribe san Pablo: «el
que ha inaugurado entre vosotros esta buena obra la llevará
adelante hasta el día de Cristo Jesús» (Flp 1, 6). En las obras de
Dios, los cálculos humanos son falsos. Dios es el que siembra y el
que impulsa el crecimiento. Si todo se redujera a nuestra fuerzas
y capacidades, habría motivo para el desaliento. Pero no es así y
por eso los cristianos vivimos de esperanza.
Algunos autores han visto en la mujer que pone la levadura en
la masa una figura de la Iglesia, pues ella distribuye los medios de
salvación, que son los sacramentos, entre los que destaca la
Eucaristía, verdadero Pan de vida, un pan «que ha bajado del
cielo: no como el de vuestros padres, que lo comieron y
murieron; el que come este pan vivirá para siempre» (Jn 6, 58).

3. De la meditación de esta parábola podemos sacar dos


enseñanzas:
La primera, reconocer que lo que nos hace crecer en cercanía
e intimidad con Dios y dar fruto es la gracia divina y no nuestro
esfuerzo humano, aunque este sea necesario, como enseña san
Pablo: «Yo planté, Apolo regó, pero fue Dios quien hizo crecer; de
modo que, ni el que planta es nada, ni tampoco el que riega; sino
Dios, que hace crecer» (1 Co 3, 7-8).
La segunda, la necesidad de recurrir a esa levadura divina que
son las fuentes de la gracia: los sacramentos y la oración. Esta
parábola nos previene contra el peligro del voluntarismo,
predicado por Pelagio, entre los siglos IV y V, que siempre rebrota
de maneras diferentes en la historia de la Iglesia.
SANTORAL DE OCTUBRE

Lunes 2 SANTOS ÁNGELES CUSTODIOS


Martes 3 SAN FRANCISCO DE BORJA
Miércoles 4 SAN FRANCISCO DE ASÍS
TÉMPORAS DE ACCIÓN DE GRACIAS Y DE
Jueves 5
PETICIÓN
Viernes 6 SAN BRUNO
Sábado 7 NUESTRA SEÑORA DEL ROSARIO
Lunes 9 SAN DIONISIO Y SAN JUAN LEONARDI
Martes 10 SANTO TOMÁS DE VILLANUEVA
SANTA MARÍA SOLEDAD TORRES ACOSTA Y SAN
Miércoles 11
JUAN XXIII
Jueves 12 VIRGEN DEL PILAR
Sábado 14 SAN CALIXTO I
SANTA EDUVIGIS Y SANTA MARGARITA DE
Lunes 16
ALACOQUE
Martes 17 SAN IGNACIO DE ANTIOQUÍA
Miércoles 18 SAN LUCAS
SAN PEDRO DE ALCÁNTARA, SAN JUAN DE
Jueves 19 BRÉBEUF E ISAAC JOGUES Y SAN PABLO DE LA
CRUZ
Domingo 22 SAN ANTONIO MARÍA CLARET
Sábado 28 SANTOS SIMÓN Y JUDAS

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