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GRADO EN GEOGRAFÍA E HISTORIA

HISTORIA SOCIAL DE LA EDAD


MODERNA

Antonio L. Gallardo. Curso 2021-22


TEMA 1: HISTORIOGRAFÍA E HISTORIA SOCIAL
No siempre los historiadores y los sociólogos han sido buenos vecinos; entiéndase vecinos intelectuales toda
vez que los practicantes de la historia y la sociología se ocupan de la sociedad considerada en su conjunto y
de todo tipo de comportamientos humanos, diferenciándose de las especificidades de geógrafos,
politólogos, expertos en religiones, etcétera. En todo caso, podríamos definir la sociología como un estudio
de la sociedad humana con énfasis en las generalizaciones sobre su estructura y desarrollo.

Por otro lado, la historia se define mejor como el estudio de las sociedades humanas (en plural), destacando
las diferencias entre ellas y los cambios que han experimentado a lo largo del tiempo. Los dos enfoques
han sido en ocasiones vistos como contradictorios, si bien parece más pertinente tratarlos como
complementarios: sólo comparando una sociedad con otra podemos descubrir hasta qué punto una
determinada sociedad es única. Los cambios se estructuran y por ello las estructuras cambian.

Los historiadores, sin embargo, a menudo corren riesgos al olvidar lo anterior. Habitualmente se
especializan en una región particular y su “parroquia” puede llegar a parecerles absolutamente única, en
lugar de una combinación única de elementos que, cada uno en singular, tiene paralelos en otras partes. Los
teóricos sociales muestran, en opinión de Burke, un espíritu parroquial en sentido metafórico: lo hacen
siempre que generalizan acercar de la “sociedad” con base sólo a la experiencia contemporánea o cuando
hablan del cambio social sin tener en cuenta procesos de largo alcance. Así las cosas, puede decirse que no
siempre los historiadores y los sociólogos han hablado o hablan el mismo lenguaje. Braudel dijo al respecto
que el suyo era “un diálogo de sordos”.

Puede que todo parta de los procesos de preparación de sus trabajos, de sus valores o de sus estilos de
pensamiento. Los sociólogos, por ejemplo, se preparan para anotar o formular reglas generales, dejando a
un lado a menudo las excepciones. Mientras que, muchas veces, los historiadores prestan atención a lo
concreto a expensas de lo general. A continuación, se tratará de dar respuesta a dos cuestiones:

• ¿Cómo y por qué se desarrolló la oposición entre historia y sociología, o de modo más genérico,
entre historia y teoría?
• ¿Cómo, por qué y en qué medida se ha superado esa oposición?

1.1. LA DIFERENCIACIÓN

No se puede considerar que en el siglo XVIII hubiese disputas entre sociólogos e historiadores dado que la
sociología no existía todavía como disciplina independiente. Pese a que Charles de Montesquieu, Adam
Ferguson y John Millar han sido proclamados por sociólogos y antropólogos como sus precursores y alguna
vez han sido definidos como los “padres fundadores” de la sociología, jamás se propusieron fundar una nueva
disciplina. Lo mismo puede decirse de Adam Smith, visto por algunos como el fundador de la economía.

Es mejor definir a estos cuatro autores como teóricos sociales, que examinaban la “sociedad civil” de la
misma forma que pensadores anteriores, de Platón a Locke, habían examinado el “Estado”. El espíritu de las
leyes (1748) de Montesquieu, el Ensayo sobre la historia de la sociedad civil (1767) de Ferguson, las
Observaciones obre las distinciones de rango (1771) de Millar y La riqueza de las naciones (1776) de Smith
eran obras de teoría general, interesadas en la “teoría de la sociedad”. Los autores estudiaban sistemas
sociales y económicos (el “sistema feudal”, el “sistema mercantil”. Tenían en común la distinción de cuatro
tipos de sociedades según sus modos de subsistencia ya fueran estos la caza, la cría de animales, la
agricultura o el comercio. Estos teóricos sociales eran, en consecuencia, historiadores analíticos o
“filosóficos” y prueba de ello es que la referida obra de Smith era una breve historia económica de Europa.
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Asimismo, Montesquieu escribió sobre la grandeza y la decadencia de Roma, Ferguson sobre el progreso y
el fin de la República Romana, mientras que Millar se ocupó de la relación entre el gobierno y la sociedad
desde la época anglosajona hasta el reinado de Isabel I.

Además, por entonces otros autores estaban dejando a un lado los temas tradicionales de la historia (la
política y la guerra, fundamentalmente) para ocuparse de la historia social entendida como el análisis de los
procesos del comercio, las artes, el derecho y los usos y costumbres. Voltaire escribió en 1756 su Ensayo
sobre los usos, una suerte de historia social de Europa desde la época de Carlomagno. Mientras que la History
of Osnabrück (1768) de Justus Möser, influido por Montesquieu, fue una buena demostración del examen
combinado de instituciones y ambiente en Westfalia. En este sentido, también la Decadencia y caída del
Imperio Romano (1776-1788) de Edward Gibbon fue una historia tanto social como política. Los capítulos
sobre las invasiones bárbaras, destacando las características de las “naciones pastoriles” muestran deudas
para con Ferguson y Smith. Para Gibbon, la capacidad de ver lo general en lo particular era una característica
del llamado historiador “filosófico”.

Dando un salto en el tiempo, encontramos, sin embargo, que cien años más tarde la relación entre historia
y teoría social era menos simétrica de lo que lo había sido durante la Ilustración. Leopold von Ranke, el
más destacado historiador de finales del XIX, no rechazaba de plano la historia social pero sus libros se
concentraban por lo general en el Estado. Es en su época cuando la historia política recupera su posición de
predomino. Son varias las razones que confluyen en el alejamiento de lo social. En primer lugar, fue un
periodo en el que los gobiernos europeos vieron en la historia un instrumento para impulsar la unidad
nacional, como medio de educación de la ciudadanía o, si se quiere, como medio de propaganda política. En
segundo lugar, la revolución historiográfica asociada a Ranke tuvo mucho que ver con las fuentes y los
métodos. Se asistió a un viraje del uso de las historias o “crónicas” anteriores hacia el uso de los registros
oficiales de los gobiernos. Los historiadores empezaron a trabajar entonces regularmente en los archivos y
emplearon técnicas que reputaban más científicas para el análisis de la documentación.

De modo que los historiadores sociales parecían poco profesionales comparando su obra con la de los
historiadores del Estado; se hablaba de que se ocupaban de curiosidades sobre la vida cotidiana que no
tenían cabida en la verdadera historia. Por ello, puede decirse que la revolución histórica de Ranke tuvo una
consecuencia social imprevista. Como el nuevo enfoque “documental” funcionaba mejor para la historia
política tradicional, su adopción hizo que en cierto sentido muchos historiadores del siglo XIX pareciesen
más anticuados en la elección de sus temas que sus predecesores del siglo XVIII. Rechazaban la historia
social porque no se podía estudiar “científicamente”, sostenían. Mientras que otros historiadores rechazaron
directamente la sociología por una razón que no difería demasiado de lo anterior: era demasiado abstracta
y general y no dejaba margen para los aspectos singulares de los individuos y los acontecimientos.

Benedetto Croce o Herman Ebbinghaus hablaban directamente de pseudociencia para referirse a la


sociología. Por su parte, los teóricos sociales fueron adoptando una posición cada vez más crítica hacia los
historiadores, aunque continuaban estudiando la historia. El Antiguo Régimen y la Revolución Francesa
(1856), de Alexis de Tocqueville, era una obra histórica basada en documentos originales y a la vez un hito
en la teoría social y política. El Capital (1867), de Karl Marx, era una contribución innovadora tanto en la
historia económica como en la teoría económica: estudiaba la legislación laboral, el paso de las artesanías a
las manufacturas, las expropiaciones al campesinado, etcétera. Y ni que decir tiene que la obra de Marx,
aunque recibió poca atención de los historiadores decimonónicos, ha tenido una influencia extraordinaria
posteriormente. También Gustav Schmoller, figura de la llamada “escuela histórica” de la economía política,
es más conocido como historiador que como economista.

No obstante, estos tres autores eran más bien raros cuando combinaban la teoría y el interés por las
situaciones históricas concretas. A finales del siglo XIX era mucho más común la tendencia al largo plazo y

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al interés por la evolución. Comte hablaba de una historia social indispensable para el trabajo teórico de la
sociología, pero era una historia “sin nombres de individuos e incluso sin nombres de pueblos”. Se hablaba,
por ejemplo, de tres edades: la edad de la religión, la edad de la metafísica y la edad de las ciencias y,
mediante un método comparativo, cabía ubicar a cada sociedad en un escalón evolutivo.

Etnólogos como Edward Tylor en La cultura primitiva (1871) o Lewis Henry Morgan en La sociedad antigua
(1872) presentaban el cambio social como una evolución desde el salvajismo o el estado natural. El
sociólogo Herbert Spencer empleó, a su vez, ejemplos históricos, desde el Antiguo Egipto a la Rusia de
Pedro el Grande, para ilustrar el paso de sociedades “militares” a “industriales”.

En general, la evolución era vista como un cambio a mejor, pero no siempre. En la obra Comunidad y
sociedad (1887), de Ferdinand Tönnies, la evolución de la comunidad tradicional a la comunidad moderna,
caracterizada esta última por el anonimato, era trazada con una notable nostalgia del orden antiguo. Puede
decirse, después de esta panorámica, que los teóricos se tomaban en serio el pasado. No obstante, también
es cierto que a menudo mostraban escaso respeto por los historiadores. Comte hablaba despectivamente
de los “ciegos compiladores de anécdotas estériles”. En el mejor de los casos, los historiadores podían aspirar
a recolectar material para los sociólogos; en el peor, eran totalmente irrelevantes porque no suministraban
materiales adecuados para los constructores de las teorías. Spencer, así, decía que “las biografías de los
monarcas (y poco más aprenden nuestros hijos) arrojan muy poca luz sobre la ciencia de la sociedad”. Así
pues, la historia y el pasado podía ser interesante pero no lo que hacían los historiadores.

Destacados sociólogos de comienzos del siglo XX habían demostrado esa tendencia. En El tratado de
sociología general, Vilfredo Pareto dedicaba en 1916 muchas páginas al examen de la época clásica y
tomaba ejemplos del Medievo italiano. Emile Durkheim había estudiado historia con Fustel de Coulanges y
solía reseñar reseñas de libros de historia en L’année sociologique siempre y cuando fuesen más allá de los
acontecimientos. Por su parte, Max Weber atesoraba un profundo conocimiento histórico.

Antes de La ética protestante y el espíritu del capitalismo (1904-1905), había escrito sobre las compañías
comerciales medievales y se había preocupado por la historia agraria de la Roma antigua.

1.2. EL ABANDONO DEL PASADO

A la muerte de Durkheim (1917) y Weber (1920), la siguiente generación de teóricos sociales se apartó del
pasado. En el caso de los economistas puede decirse que eran arrastrados en dos direcciones. Unos, como,
por ejemplo, François Simiand en Francia, reunían datos estadísticos sobre el pasado para definir ciclos
comerciales. Pero combinaban su interés con un desprecio absoluto por la historia centrada en los
acontecimientos. Otros, en cambio, tendían a distanciarse del pasado y apostaban por una teoría económica
“pura”, siguiendo el modelo de la matemática pura.

Psicólogos tan distintos como Jean Piaget, autor de El lenguaje y el pensamiento en el niño (1923) y Wolfgang
Kohler, autor de La psicología Gestalt (1929), estaban adoptando métodos experimentales que no se podían
aplicar al pasado. Abandonaron la biblioteca por el laboratorio, en opinión de Peter Burke. También los
antropólogos sociales descubrieron el valor del trabajo de campo en otras culturas, en contraste con la
lectura de las descripciones hechas por viajeros, misioneros e historiadores. Bronislaw Malinowski, en sus
estudios sobre el anillo Kula en las islas Trobriand, insistió en que el trabajo de campo era el método
antropológico por excelencia; solo saliendo a las aldeas, al campo, se podía captar “el punto de vista del
nativo”.

También los sociólogos cambiaron su rumbo y se centraron en el presente. El primer departamento de


sociología de los Estados Unidos, el de la Universidad de Chicago, había tenido a un ex historiador como

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primer director, si bien en la década de 1920 sus sociólogos se dedicaban exclusivamente a la sociedad
contemporánea: lo hacían a través de su propia ciudad, estudiando los barrios pobres, los guetos, los
inmigrantes, etc. También otra estrategia que se alejaba del pasado era la de la elaboración de cuestionarios
y las entrevistas sobre grupos seleccionados. Los sociólogos conseguían generar sus propios datos mediante
encuestas y no necesitaban, decían, del pasado. Los motivos de estos cambios son variados. Señálese, en
primer lugar, que el propio centro de gravedad de la sociología estaba desplazándose de Europa a Estados
Unidos, donde el pasado no era tan importante ni tan visible en la vida cotidiana como en Europa. Además,
desde el punto de vista profesional, con la creación de asociaciones de sociólogos, departamentos y nuevas
publicaciones, existiría un afán de diferenciación.

Por otro lado, el ascenso del “funcionalismo” también habría jugado un papel preponderante. Las
costumbres y las instituciones podían ser explicadas según sus funciones sociales presentes, por la
contribución de cada elemento al mantenimiento de la estructura. Burke, ante este hecho, apunta que,
aunque los avances obtenidos gracias a estas posturas fueron notables y que los teóricos funcionalistas, así
como los historiadores neorrankeanos, eran más rigurosos que sus predecesores, pero también más
estrechos. Omitieron, o más bien excluyeron con deliberación, todo lo que no podían manejar en forma
compatible con las nuevas normas profesionales.

1.3. EL ASCENSO DE LA HISTORIA SOCIAL

Es irónico que los historiadores, justo cuando los antropólogos y los sociólogos estaban perdiendo el
interés por el pasado, comenzasen a reivindicar una “historia natural de la sociedad”. A finales del XIX,
algunos historiadores profesionales estaban cada vez más descontentos con la historia neorankeana. Karl
Lamprecht denunció al establishment histórico alemán por su énfasis en la historia política y de los grandes
hombres y pidió, en cambio, una “historia colectiva” que tomase sus conceptos de otras disciplinas. Por
ejemplo, de la psicología social y de la geografía humana. Otto Hinze, más tarde seguidor de Weber, pronto
comprendió que la historia que proponía Lamprecht era un “progreso más allá de Ranke”. Suya es esta cita:
“Queremos conocer no sólo los picos y las cumbres sino también la base de las montañas, no sólo las alturas
y las profundidades de la superficie, sino toda la masa continental”. No obstante, hacia 1900 la mayoría de
los historiadores alemanes no pensaba ir más allá de Ranke. Cuando Max Weber escribió sus estudios sobre
la relación entre protestantismo y capitalismo, sólo pudo apoyarse en la obra de unos pocos colegas
interesados en problemáticas similares. En consecuencia, los intentos de Lamprecht por romper el
monopolio de la historia política en el ámbito alemán fracasaron.

En cambio, en Estados Unidos y en Francia la campaña por la historia social encontró más apoyos. En 1890,
Frederick Jackson Turner, el gran historiador de la frontera norteamericana, lanzó un alegato similar al de
Lamprecht: era necesario considerar todas las esferas de la actividad del hombre para hacer historia.

Por su parte, Marc Bloch y Lucien Febvre abogaron por lo que llamaron “un nuevo tipo de historia. Los
Annales d’histoire économique et sociale criticaban de forma contundente a los historiadores
tradicionales. Ambos se oponían al predominio de la historia política y aspiraban a sustituirla por una
historia más amplia y humana; había que procurar una historia más atenta a las estructuras y no tanto a la
narración de los acontecimientos. Los dos representantes de la Escuela de Annales apostaban además por
un aprendizaje por parte de los historiadores de disciplinas próximas. Febvre se interesaba más por la
geografía y la psicología, mientras que Bloch se hallaba más cercano a la sociología de Durkheim,
mostrándose interesado en la idea de cohesión social y las representaciones colectivas.

Bloch, es sabido, fue asesinado por los alemanes en 1944, pero Febvre sobrevivió a la Segunda Guerra
Mundial y se convirtió el gran dominador de la historiografía francesa en la posguerra. Le sucedería Fernand
Braudel, autor de El Mediterráneo y el mundo mediterráneo en la época de Felipe II (1949). Había estudiado

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economía y geografía y creía firmemente en una comunión de las ciencias sociales. Tanto la historia como
la sociología debían ser cercanas ya que ambas deberían tratar de la experiencia humana en su conjunto.

En otros ámbitos geográficos, cabe destacar una estrecha comunión entre historia y teoría social en la figura
del brasileño Gilberto Freyre. Autor de Casa-grande e senzala (1993), ha sido descrito tanto como un
sociólogo como un historiador social. No obstante, se trata de un autor controvertido al que se le acusa de
negar o diluir el conflicto existente en las relaciones raciales en el Brasil colonial al hacer un análisis del
territorio a partir del punto de vista de las élites dominantes de las “casas-grandes”, esto es, de los individuos
que dominarían las grandes haciendas y emplearían en ellas a los esclavos. Freyre, en todo caso, fue uno de
los primeros en estudiar temas como la historia del lenguaje, de la comida, del cuerpo, la niñez, la historia
de la vivienda, como una descripción integral de las sociedades del pasado.

1.4. LA CONVERGENCIA DE LA TEORÍA Y LA HISTORIA

El vínculo entre historiadores y teóricos sociales, aunque muy endeble en ocasiones como se ha visto, jamás
llegó a perderse por completo. No obstante, fue sobre todo a partir de la década de 1960 cuando la
comunión entre las dos disciplinas -historia y teoría social- comenzó a hacerse más fuerte. Social origins of
dictatorship and democracy (1966), de Barrington Moore, o Peasant wars (1969), de Eric Wolf, por citar dos
ejemplos, expresaban y estimulaban un sentimiento de propósito común entre estas dos materias.

Desde entonces, un número creciente de antropólogos sociales (con Clifford Geertz y Marshall Sahlins, a la
cabeza) dieron una dimensión histórica a sus estudios. Y otro tanto han hecho sociólogos británicos como
Ernest Gellner, John Hall o Michael Mann, resucitando el proyecto dieciochesco de la “historia filosófica”,
apuntando a “discernir diferentes tipos de sociedad y a explicar las transiciones de un tipo a otro. En esa
misma escala está la obra del ya citado Eric Wolf Europa y los pueblos sin historia, estudio en el aborda la
relación entre Europa y el resto del mundo a partir de 1500. Además, desde esa década términos como
“sociología histórica”, “geografía es histórica”, “economía histórica e incluso “antropología histórica”
comenzaron a ser cada vez más frecuentes. Ello lleva a preguntarse dónde empieza, por ejemplo, la historia
social y dónde acaba la geografía histórica, si bien este tipo de dinámicas permite aprovechar habilidades y
puntos de vista distintos para una empresa común.

Hay razones obvias para la relación cada vez más estrecha entre la historia y la teoría social. La aceleración
del cambio social impuso éste a la atención de sociólogos y antropólogos. Los demógrafos que estudiaban la
explosión de la población mundial y los economistas que estudiaban las condiciones para el desarrollo de la
agricultura y la industria en los llamados países “subdesarrollados”, observaron que estaban estudiando el
cambio en el tiempo, es decir, historia. Algunos de ellos se vieron obligados a extender sus investigaciones a
un pasado más remoto. Mientras tanto se asistió a un desplazamiento masivo del interés de historiadores
de todo el mundo de la historia política tradicional a la historia social. Quizás tuviese que ver el hecho de
que a muchas personas les resultase más necesario hallar sus raíces y renovar sus vínculos con el pasado de
su propia comunidad: su familia, su ciudad, su pueblo, su grupo étnico o religioso...

Dicho lo cual, tanto el “giro teórico” de los historiadores sociales como el “giro histórico” de los teóricos
resultarían sumamente beneficiosos siendo múltiples las formas de combinar historia y teoría. E. P.
Thompson, abogando por el materialismo histórico, se ha definido en este sentido como a sí mismo como
un “empirista marxista”. Mientras que otros historiadores estarían interesados en teorías sin estar
comprometidos con ellas: las emplean para tomar conciencia de problemas, o dicho de otra manera, para
hallar preguntas antes que respuestas. Pero, en cualquier caso, las relaciones entre la sociología y la historia
no son fáciles y hay quienes han negado que pueda hablarse de “convergencia” entre ambas al ser esta una
palabra demasiado blanda para hacer justicia a una relación “enmarañada y difícil”. Claro que, por otro lado,
convergencia no implica necesariamente concordar.

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En otro orden de cosas, también se podría ver en la historia y la sociología dos vías paralelas. Por ejemplo,
cuando los historiadores descubrieron las explicaciones funcionales más o menos en el momento que los
antropólogos empezaban a encontrarles defectos; en cambio, los antropólogos han venido descubriendo la
importancia de los acontecimientos cuando muchos historiadores ya habían abandonado la histoire
événementielle por el estudio de estructuras subyacentes. En fin, de lo que no hay duda es de que en las
últimas décadas a lo que se asiste es a una época de límites borrosos y fronteras intelectuales abiertas. A su
vez, son muchos los senderos que pueden localizarse dentro de la historia social.

1.5. LOS ITINERARIOS DE LA HISTORIA SOCIAL

Hasta la década de 1980 la historia social, en su versión dominante, fue una historia de lo colectivo y lo
numeroso. Se trataba de una disciplina que pretendía medir fenómenos sociales a partir de indicadores
sencillos y cuantificables. En el haber de esa historia se situaba su capacidad para recopilar y analizar un
ingente material, pero al precio de haber concedido prioridad a las estructuras dejando a un lado, en cierta
forma, a los individuos. Ese tipo de historia -dominada por el funcionalismo, el estructuralismo y el
marxismo- fue, sin embargo, abandonada por un creciente número de investigadores que habían comenzado
a preocuparse por la memoria, el aprendizaje, la incertidumbre o la negociación en el seno de la sociedad;
en definitiva, estos historiadores comenzaban a apostar más por el sujeto que por los grandes modelos
condicionados por el determinismo material. Para ellos, el paradigma cuantitativo se había agotado y, así,
apostaron por un tipo de historia que no fuese concebida como una ciencia exacta, empeñada en encontrar
leyes objetivas que explicasen los hechos sociales, sino como una ciencia de lo singular.

Por otro lado, como ya se ha señalado, la historia social ya se había acercado a la antropología y a la semiótica
en las décadas pasadas. De este modo, si unos autores habían identificado como su objeto de estudio los
grandes grupos sociales (las clases), esta incipiente historia social apostaba por la diversidad en las formas.
Se interesaba por el género, la edad, el patronazgo, la etnicidad o, más recientemente, la indigeneidad y la
subalternidad. E incluso si la historia social tradicional apostaba por variables cuantificables como la
tecnología, la demografía o la economía, ahora se preferían otras variables culturales como por ejemplo las
visibles en los rituales o en las actividades simbólicas. Del mismo modo, frente al marco de las monarquías o
los imperios, se priorizaba lo local incluyendo en el análisis espacios tan reducidos como el de la aldea.

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TEMA 2. DEMOGRAFÍA
Una de las principales características de la primera Edad Moderna, o del llamado largo siglo XVI, es la
expansión demográfica. En realidad, se trató de la vuelta a una fase de crecimiento tras la profunda crisis
iniciada en 1347 con la llegada de la peste negra y que duraría unos cien años. Hacia 1450 comienza a
invertirse la tendencia, más claramente desde los a os setenta, dando paso a un siglo largo de incremento
de la población. Naturalmente, existen importantes diferencias regionales tanto en la cronología como en
la intensidad, y también en el límite final de dicha fase expansiva, que en algunas zonas se percibe ya hacia
los años setenta del siglo XVI y en otras no llegaría hasta las primeras décadas del XVII.

2.1. FUENTES Y CIFRAS

Si no resulta fácil generalizar, mucho menos lo es dar unas cifras aproximadas, siempre inciertas en una
época en la que no existían los conceptos actuales de demografía y estadística. Todo lo que tenemos son
estimaciones; a veces censos o recuentos generales realizados con finalidad fiscal o militar y habitualmente
defectuosos en su ejecución. Más precisas suelen ser las fuentes de menor radio de acción y, sobre todo, los
registros parroquiales, con el inconveniente obvio de que sus valoraciones se limitan a un ámbito espacial
reducido. Extrapolando los datos de la información parroquial que ha llegado hasta nosotros, los
historiadores de la población analizan tendencias y con la ayuda de los recuentos y otras fuentes aventuran
cifras. Por ello la dificultad de fijar estas de manera precisa y, consecuentemente, las variaciones a veces
notables que se perciben en los cálculos de diferentes autores. Se trata de unas cifras aproximadas e
inseguras, aunque eso sí orientativas, que nos permiten la comparación entre periodos, zonas y lugares.

Mucho más difícil es calcular la población para el conjunto de Europa, tanto para determinar los límites
geográficos y también por la falta de datos -o de datos fiables- en muchos lugares. Parece bastante claro
que hacia 1300-1340 Europa alcanzó una población elevada, llegando al límite en el crecimiento
demográfico de la Edad Media. Mucho más complicado es aventurarse a dar unas cifras, como también
cuantificar la caída demográfica drástica provocada por la crisis posterior, a la que se le ha atribuido un
retroceso de más de un tercio de la población europea, con algunos picos del 60% en países del norte.

El cambio de tendencia en la segunda mitad del siglo XV hizo que el conjunto de Europa contara hacia 1500
con 84 millones de habitantes, según las estimaciones de Massimo Livi Bacci. A mediados del siglo XVI
habría un total de 97 y 111 en 1600 (un aumento del 14,43%). Parece bastante seguro que, en el curso del
largo siglo XVI, el continente recuperó los niveles de población que ten a en el oeste antes de la peste
negra, y los superó en el este. En algunas zonas, el crecimiento comenzó a frenarse en las últimas décadas
del siglo, como consecuencia de las primeras manifestaciones de un cambio de coyuntura.

En el último decenio abundaron las malas cosechas, haciendo aumentar el precio de los cereales, que
constituían entre el 40% y el 60% del presupuesto de una familia pobre. Se han aducido causas climáticas,
pero también hubo de influir la tensión que comenzaba a manifestarse en muchas zonas entre población y
recursos alimenticios, en un sistema productivo como el del Antiguo Régimen, que limitaba el crecimiento
demográfico. La intensificación de las guerras y, sobre todo, los brotes epidémicos de finales de siglo,
especialmente en los países mediterráneos, hicieron el resto. De todos modos, la tendencia general alcista
de la población europea no se interrumpió, llegando en muchos lugares hasta las primeras décadas del siglo
XVII.

Si las cifras europeas son inseguras, no digamos las de otros continentes. Aun así, historiadores de la
demografía como Jean-Noel Biraben se han atrevido a hacer estimaciones sobre el conjunto de la población
mundial en el siglo XVI, las cuales nos ofrecen al menos una idea del orden respectivo de magnitudes:

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La mejor prueba de la
dificultad de tales
cálculos es que ni
siquiera en Europa son
dignas de confianza las
cifras de muchos de los
países. En opinión de Livi
Bacci, en 1550 solo eran
fiables las de Inglaterra,
Holanda, Francia, Italia y
España (52% de la
población europea sin
contar Rusia). El país más
poblado de ellos era Francia, con 19,5 millones seguido del espacio geográfico de Italia con 11,5 (9 en 1500).
España tenía 5,3; Inglaterra, 3, y Holanda, 1,3 (1 en 1500).

La evolución de sus poblaciones en la segunda mitad del siglo ofrece datos contrastados. Francia
prácticamente no creció (19,6 millones en 1600), como consecuencia de la grave crisis que supusieron las
guerras de religión, aunque el problema podría estar en las cifras de Livi Bacci, pue Jacques Dupaquier señala
15 millones en 1550 y 18,5 en 1600. Italia, en cambio, pasaría 13 ,5 millones, lo que supone un crecimiento
del 17,39&, menor en cualquier caso que el de España: 26,41% (6,7 millones a finales de lacenturia), a pesar
de que en el interior castellano la tendencia al alza se había detenido ya en las últimas décadas. Mayor
aún, un 36,66% (4,1 millones en 1600), fue el aumento de población de Inglaterra en el medio siglo que
coincidió grosso modo con el reinado de Isabel l. El crecimiento más modesto (15,38 %) fue el de Holanda,
con 1,5 millones de habitantes en 1600. Sin duda alguna influyó en ello la guerra en los Países Bajos a partir
de su levantamiento contra España en 1566, pero no conviene olvidar que su capacidad de crecimiento era
menor que la de territorios menos poblados, como Inglaterra o España, lo que nos lleva a la necesidad de
considerar no solo las cifras de población absoluta, sino también las de población relativa, la densidad de
población expresada en el n mero de habitantes por kilómetro cuadrado, pese a la dificultad de calcularla
por la imprecisión de datos.

Ya en 1500 Holanda superaría los 60 habitantes por kilómetro cuadrado, mientras que Flandes llegaba a los
70, siendo 40 la media del conjunto de los Países Bajos. Tanto Holanda como Flandes estaban,
evidentemente, entre los territorios más densamente poblados de Europa, si bien, e igual que con las cifras
absolutas, hay que tener en cuenta que las densidades ofrecen variaciones importantes dentro de un
mismo país. En Italia, por ejemplo, con una densidad media de 44 habitantes por kilómetro cuadrado -según
datos de Roger Mols, que Massimo Livi Bacci reduce a 35-, la diferencia en la población relativa entre dos
regiones podía ser muy importante. Una región densamente poblada como Lombardía tenía 100-120
habitantes por kilómetro cuadrado en 1600, lo que constituía el máximo europeo, mientras que el resto
del centro norte italiano estar a entre los 50-80, y Córcega o Cerdeña tenían menos de 15. Tales diferencias
se daban también en otros países, hecho que nos hace considerar la mentira -y también la verdad- relativa
que supone toda media o generalización.

La densidad media de Francia estar a en torno a los 35 habitantes por kilómetro cuadrado, situándose
asimismo entre las áreas más densamente ocupadas de Europa. Bastante menor era la de España: entre 15
y 17 habitantes, aunque de nuevo aquí habría que tener en cuenta la diferencia entre zonas más pobladas,
como la meseta norte con 20 habitantes por kilómetro cuadrado -y aún más en la zona central del valle del
Duero- y el semidesiértico Aragón con 8 de media.

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Las zonas de mayor población de Europa eran el norte de Italia y los Países Bajos (del norte y del sur), además
de las cuencas de Londres y de París, partes de los valles del Rin y del Danubio, y las tierras en torno a las
ciudades de Nápoles y Roma. En el otro extremo se hallaban los despoblados, espacios vacíos o semivacíos,
bien por causa de las condiciones naturales (zonas pantanosas, montañas, etc.), o porque fueron
abandonados cuando retrocedió la población en la crisis bajomedieval. Como era habitual en los periodos
expansivos, el crecimiento de la población en el siglo XVI llevaría la recuperación de terrenos baldíos y a la
realización de saneamientos en marismas y zonas pantanosas. Especial importancia tuvo la conquista de
tierras al mar y el desecamiento de lagos interiores en los Países Bajos, un fenómeno plurisecular que no
se limita a esta fase de incremento demográfico, aunque adquirió una mayor intensidad. Entre 1550 y 1650
se recuperaron cerca de 162.000 hectáreas de tierras cultivables, al tiempo que se producía un incremento
demográfico de unas 600.000 personas. Hubo también saneamientos en Inglaterra, Francia e Italia, en esta
última sobre todo en el valle de Po.

2.2. LAS CIUDADES

De toda la Edad Moderna, la segunda mitad del siglo XVI fue el periodo en el que se dieron los mayores
incrementos en el porcentaje de población urbana. Tomando el umbral de 10.000 habitantes para distinguir
una ciudad de un núcleo prevalentemente rural, en el conjunto de Europa, según datos de Jan de Vries, la
población urbana habría aumentado a lo largo del siglo desde un 5,6% en 1500, al 6,3% en 1550 y el 7,6%
en 1600, pero tal vez el principal efecto del auge ciudadano del siglo XVI fuera la articulación de una red
urbana, imprescindible para el desarrollo de la economía capitalista. Las zonas con mayor índice de
urbanización del continente coinciden con las más densamente pobladas. Los porcentajes más altos se
encuentran también en los Países Bajos y el norte de Italia. En aquellos las provincias del norte, con 15,8%
en 1500 y 24,3% en 1600, se situarían a la cabeza, seguidas por el territorio de la actual Bélgica, si bien el
peso urbano de esta descendió en la segunda mitad del siglo desde el 22,7% en 1550 al 18,8% en 1600. Los
porcentajes del norte de Italia eran respectivamente el 15,1% y el 16,6%. En conjunto, la zona más
urbanizada era aún el área mediterránea, que solo sería superada por la Europa nordoccidental en el siglo
XVII. En 1600, los porcentajes de población urbana de Portugal y España se situaban respectivamente en el
14,1% y el 11,4%, mientras que la población urbana de Inglaterra y Gales suponía el 5,8%, y menos a n las
de Alemania, Escocia, Austria, Bohemia, Suiza, los países escandinavos o Polonia. Francia, al tiempo
mediterránea y nórdica, alcanzaba también un bajo porcentaje (5,9).

En 1500, las dos principales ciudades, con una población cada una en torno a los 200.000 habitantes, eran
París (225.000) y Nápoles, aunque también superaba dicha cifra Estambul, que no era propiamente una
ciudad europea. Las tres crecieron con fuerza en el siglo XVI. En 1600, la capital francesa era la primera, con
300.000 habitantes, seguida por Nápoles, que contaba 281.000 almas, con la particularidad de hallarse
situada en un espacio de baja densidad demográfica y poco urbanizado, lo que constituía una excepción.
Más complicadas son las cifras de Estambul, aunque algunos la elevan hasta los 700.000 habitantes -e incluso
800.000- a finales del siglo XVII. A finales del siglo, Londres se acercaba a París y Nápoles, pues su evolución
-que habría de continuar en los siglos siguientes hasta hacer de ella la primera ciudad europea- fue
formidable a lo largo de la centuria. Según datos de Roger Finlay, en 1500 contaba con 50.000 almas, 70.000
en 1550 y 200.000 en 1600. El caso de Londres es enormemente significativo, por cuanto ejemplifica el tipo
de ciudad en expansión durante el siglo XVI.

Frente a muchas de las localidades importantes a comienzos del siglo XV, que destacaban por su actividad
artesanal y mercantil (Pisa, Siena, Gante, Ypres, Brujas ... ), las que más se benefician ahora del auge urbano
son, por una parte, las capitales políticas, lo cual resulta lógico ante el fortalecimiento de los poderes
monárquicos y el auge de las nuevas cortes, y, por otra, los puertos marítimos, especialmente los más
directamente vinculados a las nuevas rutas oceánicas del comercio internacional. Londres era al tiempo

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capital política, como también París y Nápoles, e importante puerto marítimo, y ambos hechos explican su
fortuna en la Edad Moderna. Algo similar, aunque en menor escala, ocurre con Lisboa, que superaba
claramente los 100.000 habitantes a finales del siglo, lo mismo que el otro gran centro del comercio
intercontinental, Sevilla, que pasaría de 45.000 a 130.000, o que Amberes, centro principal de la naciente
economía capitalista durante buena parte del siglo XVI, y Amsterdam, que la sustituiría en tal papel. Todas
ellas habían crecido con fuerza y se situaban en ese segundo grupo de ciudades que alcanzaban o superaban
las 100.000 almas, al que pertenecían también Milán, Venecia, Roma o Madrid. Las dos primeras ya tenían
una crecida población en 1500, pero las otras debían su éxito a la capitalidad política, y especialmente
Madrid, que, en 1561, en vísperas del asentamiento en ella de la corte, tenía entre 9.000 y 13 .000
habitantes, para situarse en torno a los 100.000 a finales de siglo, convirtiéndose en un claro paradigma del
crecimiento desbocado de una capital política. En torno a las 100.000 almas tenían también las dos
principales ciudades sicilianas, Palermo y Mesina, que habían experimentado un fuerte crecimiento a lo largo
del siglo. Ambas competían por la capitalidad política, con ventaja habitualmente para Palermo, eran puertos
importantes en un reino de Sicilia que constituía uno de los espacios más urbanizados de Europa.

En un tercer escalón estaban las ciudades por encima de los 60.000 habitantes. Según Livi Bacci, las que
superaban los 50.000 no pasaban en toda Europa de 25 en 1500, aunque serían muchas más un siglo
después. Entre ellas estaban Génova, Bolonia, Florencia, Viena, Valencia, Lyon o Rouen. Bastantes dudas
plantea Moscú, que bien podría llegar o pasar de los 100.000. El número de ciudades con una población
entre los 30 y los 60.000 habitantes era lógicamente bastante mayor, contando entre otras con Bruselas,
Gante, Leiden, Haarlem, Hamburgo, Núremberg, Danzig, Augsburgo, Colonia, Praga, Cremona, Verana,
Toulouse, Burdeos, Marsella, Toledo (49.000) Barcelona (c. 40.000), Valladolid (36.500), Granada o Córdoba.

2.3. CAUSAS DEL CRECIMIENTO

La evolución positiva de la población europea obedeció en última instancia a la existencia de una coyuntura
favorable. Fueron los elementos que determinan los diferentes ciclos económicos (el clima, las cosechas, la
frecuencia e intensidad de las epidemias, el trabajo, la producción, los salarios, las relaciones sociales ... ) los
que marcaron la evolución de la población europea. Ello implica una explicación poco consistente desde el
punto de vista estrictamente demográfico. Ninguno de los factores que determinan el saldo demográfico
cambió sustancialmente, pero el resultado fue positivo.

Como escribe prudentemente el demógrafo Roger Mols, parece como si los matrimonios y nacimientos
fueran un poco más frecuentes y las muertes un poco menos:

• Hubo un ligero adelanto de la edad del matrimonio, así como un aumento de la natalidad, propios
ambos de los buenos tiempos, que generaban mayor optimismo ante la vida. Lo que había en el fondo
era la respuesta psicológica ante las nuevas oportunidades, una especie de mecanismo de regulación
demográfica después del anterior periodo de crisis.
• El incremento de la esperanza de vida, en fase de ascenso hasta el primer cuarto del siglo XVII, hubo
de contribuir también a una leve prolongación del periodo de fecundidad.
• El celibato religioso perdió parte del prestigio del que había gozado tradicionalmente, siendo objeto
de algunos ataques. Su desaparición en los países protestantes no dejaría de tener también efectos
favorables sobre la natalidad.
• Se redujo la mortalidad, tanto ordinaria como extraordinaria. En cuanto a la primera, el crecimiento
de la población estuvo respaldado por:
o Las posibilidades que ofrecía la tierra. En toda Europa se extendieron las roturaciones, que
incorporaban al cultivo tierras anteriormente incultas, muchas de ellas abandonadas en el
curso de la crisis iniciada a mediados del siglo XlV.

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o La mejora en la alimentación estuvo favorecida también por ciertos avances en los
transportes, sobre todo marítimos, los cuales permitieron que, en momentos de crisis, los
cereales llegaran con más facilidad que antes a los territorios en dificultades. Un buen ejemplo
es el llamado trigo del Báltico, que desde los años setenta comenzaba a compensar con cierta
regularidad las carencias de los países occidentales.
o Alguna influencia hubieron de tener también los esfuerzos de las autoridades civiles por
ocuparse de la asistencia pública. Los países protestantes fueron los primeros en los que la
atención a los necesitados se convirtió en un asunto civil, pero también en los católicos, en
los que continuó la actividad asistencial de la Iglesia y las organizaciones religiosas, hubo
avances en este sentido.

En cuanto a la mortalidad extraordinaria, las crisis fueron en general menos duraderas y menos
desastrosas:
o Hubo una disminución de las grandes carestías provocadas por las malas cosechas y el
consiguiente desabastecimiento.
o Las epidemias de peste tuvieron una incidencia menor que en otros periodos, lo que no
quiere decir que desaparecieran. La mayor parte fueron de peste bubónica, si bien en muchos
casos no resulta fácil distinguir la etiología de un contagio por la imprecisión de las fuentes.
Pero las enfermedades contagiosas siguieron causando elevadas mortandades,
especialmente en las grandes ciudades, donde su incidencia era mayor por la concentración
humana. En el conjunto del continente hubo tres periodos de gran difusión, que fueron: 1520-
1530, 1575-1588 y 1597-1604. Además de la peste, también fueron importantes:
§ El tifus, cuya agresividad aumentó a partir del siglo XVI, en que se estudia por vez
primera dicha enfermedad.
§ La malaria, que se daba sobre todo en llanuras húmedas, en muchas de las cuales era
endémica.
§ La viruela, que afectaba preferentemente a los niños y que comenzaba a provocar
graves crisis a finales del siglo XVI.
§ El sarampión infantil, o la tosferina, que atacó Roma y París en 1580.
§ Una enfermedad nueva, que se difundió por Europa desde finales del siglo XV, era la
sífilis, la cual alcanzaría su máxima virulencia en el siglo XVI, manteniéndose después
bajo cierto control. Es probable que tuviera una procedencia americana, si bien
algunos especialistas consideran que ya se había padecido anteriormente, aunque no
de forma epidémica. Su primera aparición fue entre los soldados del rey de Francia,
Carlos VIII, en las campañas de Nápoles. Sus efectos, con frecuencia mortales, y la
connotación moral negativa que implicaba su transmisión sexual, así como el
protagonismo de los ejércitos en su padecimiento y propagación, hicieron de ella una
enfermedad con denominaciones xenófobas, culpando de su contagio al detestado
vecino.
§ Sudor inglés (sweating sickness), más extraña y de naturaleza difícil de determinar
debido al parecer a un virus que provocaba la muerte en cuestión de horas.
Protagonizó varias epidemias en Inglaterra entre 1485 y 1551, extendiéndose en 1528
por buena parte de la Europa del norte y del centro hasta Rusia. Solo se libraron
Francia y los territorios al sur de los Alpes y los Pirineos. Después de 1551 desapareció
tan misteriosamente como habóa surgido, sin dejar rastro alguno.

Las migraciones de los microbios seguÍan la ruta Oriente-Occidente. Europa era su punto de
llegada hasta la expansión oceánica. Después comenzaron a pasar al Nuevo Mundo. Desde la
Baja Edad Media, la intensificación de los contactos entre civilizaciones dio lugar a un lento
proceso de unificación microbiana a escala. La entrada en contacto de mundos que habían

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permanecido separados hasta entonces, que constituye uno de los elementos más
novedosos de este siglo, tuvo efectos demográficos desastrosos. Los agentes patógenos
llevados por los europeos al Nuevo Mundo provocaron en los indígenas, que no habían
desarrollado defensas biológicas frente a ellos, mortandades catastróficas muy superiores a
las de las pestes conocidas hasta entonces en el viejo continente.

o Las guerras siguieron siendo casi constantes y generaron buen número de víctimas. Además
de ellas, hay que tener en cuenta las malas condiciones higiénicas que acompañaban a los
ejércitos de la época, con sus evidentes consecuencias sobre la salud de sus integrantes y de
los territorios en que se encontraban.

El avance demográfico del siglo XVl fue también el resultado de unas situaciones que, aunque no fueran
buenas, no eran al menos tan malas como en otros momentos, lo que nos remite nuevamente a esa
coyuntura favorable a la que hemos achacado la principal responsabilidad en el crecimiento demográfico.

Es evidente que el aumento de la población no siempre respondía a un saldo vegetativo favorable. En muchos
casos, la llegada de gentes de fuera tuvo una responsabilidad importantísima. Tal vez la migración más
constante, hasta el punto de habérsele atribuido un carácter estructural, fuera la que llevaba gentes del
campo a la ciudad. Solo así puede entenderse el aumento formidable de muchas de estas, teniendo en
cuenta además el carácter habitualmente negativo del saldo entre natalidad y mortalidad en las ciudades
del Antiguo Régimen. La causa esencial era la búsqueda de mejores condiciones de vida, la misma que
llevaba hacia otros territorios a gentes de regiones pobres con más población de la que podían soportar. Un
buen ejemplo es el de las regiones monta osas francesas de los Pirineos o el Macizo Central, que generaron
un importantísimo movimiento migratorio hacia Cataluña y, en menor medida, hacia Aragón y Valencia
desde finales del siglo XV hasta las primeras décadas del XVII. Entre 1570 y 1620 del 10% al 20% de los varones
adultos de Cataluña era de origen francés.

Otro tipo de migración bastante frecuente e importante era la motivada por causas religiosas, cuando no
raciales. Una de las primeras fue la de los judíos que no aceptaron convertirse al cristianismo, expulsados de
España en 1492, que movilizó entre 80.000 y 100.000 personas hacia diversos territorios, especialmente del
Mediterráneo, con grupos numerosos llegados a zonas bajo el dominio turco como Salónica o Estambul.
Mayor envergadura tuvieron posteriormente los movimientos de gentes de distinto credo causadas por la
Reforma. El territorio en que hubieron de ser más frecuentes fue Alemania, sobre todo tras la imposición en
la Paz de Augsburgo del principio cuius regio eius religio, que obligaba a los súbditos a profesar la fe del
príncipe de cada uno de los numerosos estados germanos. También se produjeron en otros lugares en los
que se difundieron las nuevas doctrinas, como Francia, Suiza, los Países Bajos, Bohemia, Inglaterra, Escocia,
Dinamarca o Suecia.
• En 1587, por ejemplo, la ciudad suiza de Ginebra ya había acogido 12.000 calvinistas franceses.
• Los Países Bajos, por su parte, sufrieron cuantiosas transferencias de gentes, expulsadas o que huían
para encontrarse con sus correligionarios.
• Los anabaptistas, perseguidos en diversos territorios protestantes, se dirigieron hacia Alemania,
Inglaterra, Polonia o Rusia.

Otras dos migraciones importantes y absolutamente nuevas fueron las que se produjeron en dirección a
América o al Imperio colonial portugués. La primera afectó sobre todo a españoles -casi exclusivamente de
la corona de Castilla- y se ha calculado que en el siglo XVI llevó al Nuevo Mundo unas 250.000 personas, cifra
muy elevada que mermó el crecimiento de la población española, habida cuenta además de que la mayor
parte eran varones solteros y jóvenes. La emigración portuguesa -muy difícil de cuantificar- hubo de afectar
también a su evolución demográfica. El Nuevo Mundo, por último, determinó otra migración nueva, aunque
en este caso no

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afectara demográficamente a Europa, el tráfico de esclavos negros organizado por los europeos desde el
golfo de Guinea hacia América.

Por culpa de la marcha de gentes hacia otros continentes, el saldo demográfico de las migraciones fue
negativo para Europa, especialmente para España y Portugal, los únicos países que poseían territorios
ultramarinos, pues las intentonas francesas o inglesas de establecerse en el Nuevo Mundo no pasaron de
eso. A Europa en cambio, sobre todo a la zona occidental que es la que conocemos mejor, apenas vinieron
gentes de fuera de ella. Una excepción difícil de cuantificar era la llegada, también forzada y cada vez más
residual, de esclavos negros que venían tradicionalmente en las caravanas que llegaban a los puertos
africanos del Mediterráneo, los cuales constituían un elemento del lujo domestico. Otra eran los musulmanes
apresados en los enfrentamientos endémicos del corso en el Mediterráneo, que solían ser utilizados como
remeros esclavos en las galeras o en trabajos en minas, arsenales, etc. Cierto es que el aporte que suponían
se veía compensado por los europeos que caían en manos de las embarcaciones musulmanas y eran
conducidos, también como esclavos, a puertos norteafricanos. El valor demográfico de ambos era escaso, no
asó el laboral, pues no solían reproducirse y en muchos casos eran rescatados o acababan volviendo a sus
lugares de origen.

2.4. PRIMEROS SÍNTOMAS DE LA CRISIS

A partir de los años setenta u ochenta del siglo XVl -e incluso antes en zonas de Castilla la Vieja, por
ejemplo, en tierras de Burgos desde los a os cincuenta- comenzaron a manifestarse en algunos territorios
los primeros indicios de que la expansión demográfica comenzaba a detenerse. Una de las causas estuvo en
la tensión entre población y producción alimenticia, pues a medida que la población iba aumentando crecía
su presión sobre la tierra cultivable, que fue extendiéndose a costa de las áreas de bosque y los
aprovechamientos comunales.

El precario equilibrio entre población y recursos empezaba a verse amenazado. Una de sus primeras
manifestaciones fue tal vez la subida de precios del cereal, mayor que la de otros artículos, y por supuesto
que la de los salarios. Las malas cosechas comenzaron a ser más frecuentes que en los años anteriores,
sobre todo a partir de la década de los noventa, tal vez por el inicio de un enfriamiento climático (inviernos
largos y fríos, primaveras y veranos más lluviosos y con menos calor).

Las epidemias fueron también más frecuentes y generalizadas. Bartolomé Bennassar señala la existencia al
menos de cuatro brotes graves:

• En 1563-1566 fueron afectados tanto el Atlántico norte como el Mediterráneo, con informaciones
que señalan para Londres 43.000 muertos en 1563, poco creíbles como todas las basadas en simples
estimaciones de los contemporáneos, pero que en cualquier caso nos permiten hacernos una idea de
la envergadura que hubo de tener esta crisis.
• Otra epidemia posterior, entre 1575 y 1578, se centró en Italia, Provenza, Marsella y el valle del Rin.
• En 1589, la peste barre la costa española del Mediterráneo, el Languedoc y otras zonas, provocando
también grandes mortandades. Solo en Barcelona hay informaciones que hablan de 10.935 muertos.
• Pero lo peor estaba aún por llegar. Fue la llamada gran peste atlántica que se extendió desde 1596 a
1601 y que constituyó el contagio más mortífero y generalizado de todo el siglo, abarcando desde el
Báltico a Marruecos. Desde los puertos alemanes del norte (Hamburgo y Lübeck) se fue extendiendo
a los Países Bajos, amplias zonas de Francia (Normandía, Bretaña y la Gironda), Castilla, Galicia,
Portugal, provincias vascas, Extremadura, valle del Guadalquivir, huerta valenciana, Marruecos,
Azores o Canarias. Sus últimos brotes tendrían lugar en Londres en 1603 (las cifras, siempre muy
inexactas, hablan de 30.000 muertos). Solo en España, que fue el territorio más perjudicado, pudo
producir entre 500.000 y 600.000 muertos, y probablemente un millón en el conjunto de los países a
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los que atacó. Al revés de lo habitual, que era el que los contagios vinieran de Oriente -especialmente
el mundo turco y Constantinopla-, España se vio sorprendida por la peste procedente del norte. Sus
efectos fueron especialmente graves en la corona de Castilla, en la que pudo dejar medio millón de
víctimas, que vinieron a agravar el importante desgaste generado por su protagonismo en el
sostenimiento financiero y humano de la hegemonía internacional.

2.5. LA EVOLUCIÓN DEMOGRÁFICA

La población muestra claramente la inexistencia de una crisis general y su distinta incidencia. En conjunto,
Europa no creció con la misma intensidad de la centuria anterior, pero el balance general resultó positivo
pasando -según Livi Bacci- de unos 111 millones en 1600 a 125 en 1700.

Las dificultades demográficas se iniciaron a finales del siglo XVI y comienzos del XVII, con una serie de malas
cosechas y epidemias (1596-1603), que, aunque crearon dificultades en muchas zonas de Europa, solo
dejaron una huella perdurable en los países mediterráneos, marcando en muchos territorios una tendencia
clara al retroceso de la población:

• Norte de Italia, la de 1630-31, que afectó también a Toscana.


• Para Alemania y Europa central la fase más dramática estuvo vinculada a la Guerra de los Treinta
Años (1618-1648), con todos sus males asociados (hambre, peste, guerra y muerte).
• En los años centrales de la centuria, de 1640 a 1660, con una incidencia especial de la peste
mediterránea entre 1647 y 1652, la del noroeste de 1665 a 1667 o la Guerra del Norte (1654-1660)
en el espacio Báltico y la Europa oriental.
• Una última fase de dificultades se produjo entre 1690 y 1715, coincidiendo con el cambio de siglo y
la guerra de sucesión de España, siendo especialmente sensible en Francia, con dos terribles crisis
de subsistencias de 1693-1694 y 1709.1710. Según William Doyle, la carestía de Finlandia en 1696-
97, que provocó la pérdida de un tercio de la población, fue probablemente la peor de la historia.

Aunque las cifras globales no son demasiado precisas, en Alemania y Europa centro-oriental, la Guerra de
los Treinta Años supuso pérdidas que se repartieron de forma desigual, castigando sobre todo las zonas
con mayor presencia de ejércitos y operaciones bélicas, como los valles de los grandes ríos. No obstante, las
valoraciones han tendido a moderarse, si hace tiempo se pensaba que Alemania pudo perder entre la mitad
y 2/3 partes de su población, hoy se considera que entre 15% y un 20%, bajando de 20 a 16-17 millones de
habitantes. Según Günter Franz, la guerra entre Suecia y Dinamarca (1658-1660) provocó una pérdida del
20% de la población danesa, aunque las valoraciones generales esconden siempre diferencias internas.

Un caso significativo es el de España, donde la crisis se focalizó casi exclusivamente en el interior castellano,
frente a una periferia en la que se dieron casos de crecimiento, como el área cantábrica debido en buena
parte a la extensión del cultivo de maíz o la zona mediterránea pese la incidencia de la expulsión de los
moriscos. En conjunto la población pasó de 6,8 millones a 7,5. En Italia descendió en la primera mitad del
siglo de 13,5 a 11,7 millones, caídas que afectó especialmente al norte, para recuperarse posteriormente,
alcanzando hacia 1700 las cifras iniciales. En Francia, el crecimiento compensó las frases negativas
especialmente intensas al final, pasando de 19,6 a 22,6 millones, siendo mayor el aumento la segunda mitad
de la centuria.

En los países del norte se dio también un saldo positivo a pesar de las dificultades. Ya en la primera mitad
del siglo, Inglaterra pasó de 4,1 millones a 5,2 descendiendo a 4,9 hacia 1700. En las Provincias Unidas se
pasó de 1,5 a 1,9 millones. Menos fiables son las cifras de los países escandinavos, aunque parece que
aumentaron un 50% a pesar de las guerras. El resultado fue un aumentó del peso demográfico del área
noroccidental, contribuyendo a la transferencia económica hacia esa zona. También hubo cambios en el
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centro de gravedad de diversos países, muy claro en España, consagrándose el predominio de la periferia
sobre el centro.

Particular de incidencia en la crisis demográfica tuvo la mortalidad catastrófica producida por las diversas
epidemias (peste, tifus, viruela, gripe, tercianas, sarampión…), que si bien veían reforzados sus defectos
cuando coincidían con malas cosechas, no las necesitaban para actuar. La más importante era la peste, cuya
incidencia y frecuencia recordaron al terrible siglo XIV. La primera gran oleada tuvo lugar entre 1596 y 1603,
la conocida como peste atlántica, la mayor catástrofe demográfica de Europa desde la peste negra. La
siguiente (1628-1632), afectó sobre todo al norte y centro de Italia y Francia. Según Carlo Cipolla, eliminó a
1,1 millones de personas, una cuarte parte de la población. A mediados de siglo (1647-52) se desencadenó
otro gran ataque sobre los países del Mediterráneo que incidió fuertemente en Andalucía, Valencia,
Cataluña, Aragón, Mallorca y Murcia, y fue muy grave en la península italiana entre 1656 y 1658. La de 1663-
1670, que fue la última de las grandes pestes europeas bien documentadas, afectó a los países del noroeste
de Europa, con grandes mortandades en ciudades como Londres (69.000 muertes en 1665 y otras 100.000
en el resto de Inglaterra). Prácticamente todos los territorios padecieron ciclos o oleada de peste. Francia,
por ejemplo, sufrió 4 entre 1600 y 1670 que frenarlo en considerablemente la tendencia al incremento
natural de población.

A parte de tales oleadas, hubo una gran cantidad de epidemias de carácter local o regional de forma que
pocas localidades se libraron de ella (Londres, Ámsterdam, Nápoles). A partir 1670 el peligro de la peste
comenzó a ceder, con episodios menos frecuentes y, lo que es muy importante, cada vez más localizados (y
posiblemente no imputables ya la peste propiamente dicha) como la de entre 1676 y 1685 que afectó a las
regiones españolas del Mediterráneo. No obstante, continuaron produciéndose otras epidemias
mortíferas.

Al estancamiento retroceso demográfico contribuyeron otra serie de elementos propios de una época de
dificultades, que se dieron sobre todo en las áreas más afectadas por la crisis. En primer lugar, los
comportamientos voluntarios: incremento del celibato, retrasó la edad del matrimonio, retroceso de la
natalidad, excepcionalmente prácticas contraceptivas. En las regiones con posibilidades de crecimiento,
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vinculadas a la expansión de la industria rural, el acceso al matrimonio fue en general más temprano y la
población creció. La mortalidad catastrófica incidía muy negativamente en las ciudades, cuya
concentración de población facilitaba el contagio, si bien hay que pensar también que las medidas
profilácticas se aplicarían en ellas con mayor efectividad que los ámbitos rurales.

El auge de la ciudad, que había caracterizado el siglo XVI, se interrumpió en el XVII, aunque obedeciera a
múltiples causas. las más afectadas fueron las ciudades del Mediterráneo, lo que provocó una ruralización
de la población italiana y española, especialmente en Castilla, que había sido la más beneficiada por el auge
urbano del siglo anterior. La excepción fueron las ciudades capitales, beneficiadas por el efecto de atracción
generado por la progresiva importancia de las Cortes barrocas. El caso de Madrid es especialmente
significativo en contraste con ciudades como Toledo o Burgos entre otras, así como en otras áreas, Valencia
desde la peste de 1647 y Sevilla a partir de la terrible de 1649. Otra excepción fueron algunos puertos como
Málaga y sobre todo Cádiz, progresivamente beneficiada por el desplazamiento del comercio con América
en perjuicio de Sevilla. En el noroeste europeo, en cambio, el mayor auge urbano estuvo vinculado
especialmente a la actividad económica.

A mediados de siglo, las 3 grandes ciudades europeas que superaban los 300.000 habitantes eran París,
Londres y Nápoles. Según Peter Laslett, a finales del siglo XVII, más de un inglés de cada 10 vivía en Londres
(550.000-575.000 habitantes) a pesar de los numerosos ataques de peste sufridos en los dos primeros tercios
de la centuria. En 1700, Ámsterdam tendría unos 220.000 habitantes. el mayor peso urbano del
Mediterráneo a finales del siglo XVI no se mantuvo, desplazándose hacia el noroeste.

Según datos de Jan Vries, 38 ciudades experimentaron un crecimiento notable entre 1600-1750, siendo
responsables del 80% del aumento neto de la población urbana en dicho siglo y medio, demostrando la
combinación de dos fenómenos:

• Pérdida de población de muchas ciudades


• Concentración en un número selecto de estas.

Treinta de las ciudades eran capitales políticas y/o puertos marítimos con una importante actividad
mercantil. Solo 7 se situaban en el ámbito mediterráneo: 3 capitales (Madrid, Turín y Roma) y 4 puertos
(Cádiz, Livorno, Málaga y Toulon), los tres primeros dominados por comerciantes de la Europa septentrional.

Los movimientos de población también fueron muy importantes, junto a las migraciones de radio corto,
muchas veces estacionales en busca de trabajo, las del campo a la ciudad o las permanentes de diferente
alcance, las que tuvieron un mayor efecto demográfico fueron las que se dirigieron a otros continentes,
sobre todo América. La causa principal fue la superpoblación entendida de acuerdo con las posibilidades de
subsistencia. Otras migraciones estuvieron determinadas por colonizaciones, provocando importantes
transferencias de población. Con ello se produjeron muy diferentes movimientos:

• Sicilia: Migración interior auspiciada por nobles propietarios de feudos que fundaron 130
localidades entre finales del siglo XVI y mediados del siglo XVII.
• Provincias Unidas: La desecación de nuevos polders en la primera mitad de siglo atrajo otros
emigrantes de las propias Provincias Unidas y de Alemania.
• Por despoblación previa: Como Alsacia, Franco Condado o el sur de Alemania que tras la guerra
recibieron una importante emigración suiza.
• Motivos políticos: 14.000 escoceses colonizaron el Ulster al que se unieron muchos más entre 1688
y 1715. La sujeción de Irlanda por parte de Cromwell propició también otras migraciones desde
Inglaterra o Gales.

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• Servicio militar: No regresando soldados a sus países, especialmente si eran pobres como Suiza o
Escocia, que suministraban abundantes mercenarios a los ejércitos.

Las migraciones más sensibles fueron las religiosas, sobre todo por su concentración en un corto de tiempo
y por ser forzosas. Así su papel fue muy importante en la colonización inglesa de América del Norte, aunque
fueron significativos otros movimientos:

• Expulsión de los moriscos de España (1609-1614): Respondía a una mezcla de motivos religiosos,
políticos y raciales. Salieron un mínimo de 300.000 personas al Norte de África, la mayoría de los
reinos de Valencia y Aragón.
• Hugonotes tras la revocación del edicto de Nantes (1685): Llevo a 150.000-200.000 personas a zonas
como las Provincias Unidas (50.000-60.000), Inglaterra (40.000-50.000), Alemania (30.000), Suiza
(22.000) o las colonias inglesas de América (10.000-15.000). A diferencia de los moriscos que eran
campesinos y gente sin importancia social, pertenecían a ámbitos muy variados, lo que supuso para
Francia una pérdida cualitativa considerable.
• Protestantes y católicos: Iniciada el siglo anterior, buscaron territorios propicios a sus creencias. Solo
en Bohemia emigraron entre 1620-48 100.000 personas. Muchos protestantes contribuyeron a la
colonización de Brandenburgo, Pomerania o la Prusia ducal así como al incremento demográfico en
los países escandinavos.

Con respecto a las emigraciones al Nuevo Mundo se dirigieron no solo a la América española o portuguesa,
también a las colonias establecidas en el siglo XVII por Inglaterra, Francia o las Provincias Unidas. Aunque
también existió emigración a las colonias de Asía fue mucho menor.

• España: Carlos Martínez Shaw ha reducido a 100.000 personas la estimación del número de
inmigrantes españoles a América en el siglo XVII, una cifra similar al siglo anterior, con una
participación creciente de las regiones del norte y del este.
• Portugal: Son cifran aún más complejas, si bien se ha calculado una salida anual de 2.000 emigrantes,
que subieron a unos 5.500 entre 1700 y 1720, atraídos por el oro brasileño.
• Inglaterra: Saldrían unas 378.00 personas entre 1630 y 1700.
• Provincias Unidas: Se calcula en un cuarto de millón en los siglos XVII y XVIII, la mayoría hacia Asia,
aunque este flujo de población fue ampliamente compensado por los inmigrantes que desde Europa
llegaban a los Países Bajos.
• Francia: Muy escasa, sobre todo hacia Canadá (27.000 personas entre 1600 y 1730) o las Antillas.

2.6. EL AUGE DEMOGRÁFICO DEL SETECIENTOS

El siglo XVIII marca una serie de novedades importantes en la demografía europea que permiten
considerarlo como el inicio de los grandes cambios que harían posible el paso del régimen demográfico
antiguo a moderno. Con todo, es un siglo caracterizado en general por la expansión económica, pero
subsistían muchas de las características que habían lastrado permanentemente la tendencia natural al
crecimiento:

• Elevada mortalidad ordinaria.


• Muy alta mortalidad infantil.
• Fuerte dependencia de los ciclos naturales de las cosechas.
• Escasa capacidad defensiva frente a las enfermedades.
• Azote periódico de la mortandad extraordinaria.

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En realidad, el siglo XVIII sigue perteneciendo al régimen demográfico antiguo, aunque en ciertos aspectos,
y en determinadas zonas, si intuyen ya los cambios y se inicia la curva ascendente de la población que ha
llegado ininterrumpidamente hasta nosotros, lo que permite considerarlo un período de transición. Por
primera vez se superaron ciertos topes de población europea, la cual en conjunto apenas había crecido
entre 1350 y 1700, ya que al final del periodo era apenas un 30% superior a la de tres siglos y medio antes.

Aunque la preocupación demográfica ya tenía precedentes en tiempos anteriores y el tamaño de la


población era un elemento esencial en los planteamientos mercantilistas, será ahora cuando los tratadistas
y políticos comienzan a considerarla como piedra angular de la prosperidad de un país: más fuerte cuántos
más habitantes poseyera. Es por ello el siglo en el que se inicia los grandes censos o recuentos de población
organizados por los gobiernos y realizados con una precisión cada vez mayor. Viejos conceptos como vecino
o fuego, propios de las averiguaciones de población con fines fiscal o militar, serán sustituidos
progresivamente pero el habitante. Surge así la demografía, vinculada inicialmente a la economía política,
e interesada en conocer la cuantía y detalles más concretos (sexo, grupos de edades, estado civil, etc.), Junto
a datos de carácter económico, como la distribución geográfica de los habitantes, actividades que realizaban
y otros.

Fue sobre todo en la segunda mitad de la centuria cuando las monarquías, influidas por la Ilustración,
pusieron en marcha censos y averiguaciones. Uno de los precedentes teóricos fue el texto del ingeniero
militar francés señor de Vauban, quien en 1686 publico un Methode génerale et facile pour faire le
dénimbrement des peuples. Ya desde los años veinte Suecia se interesó por la contabilidad de bautizos y
defunciones, y a partir de 1748 elaboró cada 3 años censos completos de su población. También hubo
importantes iniciativas en España. A mediados de siglo, aunque restringida a la mayor parte de la corona de
Castilla, se llevó a cabo un formidable y modélica averiguación demográfica, económica y social que fue el
catastro promovido por el marqués de la Ensenada (1750-1754). De entre los censos organizados por
monarcas ilustrados destacan los de María Teresa de Austria o el de Fernando IV de Nápoles (1764). En
España, en tiempos de Carlos III se realizaron los promovidos por el conde de Aranda, presidente del Consejo
de Castilla o el más completo de Floridablanca (1786-87), que además de los numerosos datos demográficos
aportaba un buen número de informaciones de interés económico y social. Ya Con Carlos IV hubo un último
recuento, el llamado de Godoy o de Larruga.

Sorprende que tales iniciativas no se llevaron a cabo ni en Inglaterra ni en Francia, los dos países más
avanzados del continente. En la primera, diversos debates parlamentarios plantearon cuestiones como la
ilicitud moral por la defensa de la libertad individual por ello se retrasó el primer censo hasta 1801, el mismo
año que en Francia, en la que sí hubo a mediados de siglo recuentos parciales llevados a cabo por los
intendentes de sus territorios. A los censos oficiales se unieron algunos privados, indicativos del interés que
comenzaba a despertar la cuestión entre algunos ilustrados.
Pese a su abundancia y fiabilidad de muchos de ellos, el conocimiento detallado de la demografía del siglo
XVIII sigue basándose como fuente primaria en los registros parroquiales en los que se conoce, aunque con
limitaciones, factores que determinan el incremento descenso de la población como natalidad, nupcialidad,
mortalidad y migraciones. Todo ello, junto con las dudas que plantean los datos de diferentes países y
regiones, nos hacen movernos aún en un terreno poco seguro, aunque más que antes.

Si a comienzos de siglo la población total europea era de unos 125 millones de habitantes, en 1750 era de
146 y en 1800 llegaba aproximadamente a los 195, lo que supone un incremento del 56%. El incremento
mayor se produjo entre 1750 y 1800, con tasas medias anuales del 0,6%. La presencia de la preocupación
demográfica dio lugar a posturas contrapuestas los cuales abrieron un debate que persistió a lo largo del
siglo:

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• Por un lado, los que, como Montesquieu, consideraban que la población de la tierra no llegaba a la
décima parte de la del mundo antiguo lo que hacía temer que pudiera despoblarse.
• Los que temían la consecuencia de una población excesiva, entre los que destacó el clérigo anglicano
Thomas Malthus (1766-1834), quien en su libro An Essay on the Principle of Population (1798), señaló
el diferente ritmo de aumento de la población y de la disponibilidad de alimentos, haciendo ver los
riesgos de que el incremento de aquélla se enfrentará con los límites impuestos por esta, base de la
teoría conocida como Maltusianismo.

El aumento demográfico del siglo no afectó solo Europa. Pese a la dificultad de calcular las cifras de otros
continentes, la población total de la tierra según los datos de Jean Noël Biraben, pasaría de 680 millones en
1700 (578 en 1600) a 771 millones en 1750 y 954 millones en 1800. El crecimiento no afectó por igual a
todos los países europeos, existiendo importantes diferencias regionales dentro de estos:

Los principales incrementos demográficos se dieron en países con una fuerte expansión económica o en
territorios anteriormente poco poblados y con unas economías débiles, objeto de una intensa inmigración
colonizadora (Pomerania Prusiana creció un 138% frente al 133% de Inglaterra), siendo también muy
elevados los incrementos de población en el ducado de Prusia, Silesia, Hungría o el interior de la Rusia
europea. Los mayores incrementos demográficos del siglo se vieron en el Nuevo Mundo, donde las colonias
inglesas de Norteamérica dieron un salto espectacular de 300.000 habitantes a más de 5 millones en 1800
(1.666%) teniendo como causa fundamental la inmigración masiva desde Europa.

Gran Bretaña es la mejor prueba de los efectos positivos de la interrelación entre economía y demografía.
Inglaterra y Gales pasaron de 4,9 millones a 8,6 millones (75,5%), Irlanda de 3 millones en 1725 a 5,3
millones en 1800 y Escocia de un millón a 1,6 en 1800. El Crecimiento demográfico sería aún mayor habida
cuenta de que se calcula que desde Gran Bretaña e Irlanda pasaron a América del Norte cerca de un millón
de personas.

En Alemania, solo en 1730-1740 se recuperaron los niveles anteriores a la Guerra de los Treinta Años, unos
20 millones, después de aquella fecha en algunas regiones orientales hubo incrementos del 100% o
superiores.

Suecia, pasó a lo largo del siglo de 1,37 millones a 2,35 millones, lo que supone un aumento del 71,5%, similar
al de Noruega, cuyos 520.000 habitantes de 1700 pasaron 880.000 un siglo después (69%).

Francia, España e Italia experimentaron un crecimiento más moderado. Francia que en 1700 era el país más
poblado de Europa, pasó de 22,6 a 29,3 millones, solo superados en aquella fecha por Rusia con 39
millones, lo que supone un incremento del 29,6%, aunque con importantes diferencias regionales. Tal
crecimiento escaso se ha explicado por factores diversos:

• Una estructura económica con fuerte desproporción entre población y trabajo, que generaría entre
4 y 5 millones de pobres en 1790.
• Un bajo nivel de salarios reales.
• La incidencia de las crisis cerealistas.
• El mantenimiento de una edad relativamente alta de acceso al matrimonio (27 años para los
hombres y 25 para las mujeres a finales del siglo).
• Una importante proporción de celibato.

Algunos de estos factores contribuyen a explicar también la compleja crisis que llevaría la Revolución.

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En el caso de España, pasó de 7,4 a 10,6 millones en 1800, un 43,2% más, con diferencias regionales también
importantes:

• Los mayores crecimientos se dieron en el litoral Mediterráneo.


• En Extremadura y Andalucía los tuvieron más moderados.
• En las regiones del Cantábrico, especialmente en el litoral, apenas crecieron debido a que habían
llegado prácticamente al límite de sus posibilidades tras el aumento demográfico del siglo anterior
gracias al maíz.

En el caso de Italia, el crecimiento también fue contrastado, pues si bien pasó de 13,6 a 18,3 millones (34,5%
más), hubo una gran diferencia entre el norte, más próspero que creció menos, y el sur y las islas, que lo
hicieron en mayor medida, especialmente el Reino de Nápoles.

Las Provincias Unidas tuvieron un crecimiento modesto pasando de 1,9 millones en 1650 (casi el doble que
1500) a 2,1 millones en 1800, un 10,5% que refleja un cierto estancamiento. En la Europa del Este y del
Norte, la disponibilidad de espacio de tierras facilitó los crecimientos demográficos que debieron mucho a
la inmigración. Es el caso de la nueva Monarquía de Prusia (Pomerania oriental, Silesia o la zona este de la
propia Prusia), en la que además de la inmigración colaboró la disminución de la edad de acceso al
matrimonio o el leve descenso de las tasas de mortalidad, frutos ambos de una coyuntura económica
favorable. En Rusia, el aumento fue espectacular (16 millones a 39 millones en un siglo), encontrando la
explicación al reparto de Polonia y la intensa colonización de algunas regiones, especialmente en la segunda
mitad de siglo.

En cuanto a la densidad de población, en 1800 las más elevadas eran las de Inglaterra o Alemania, con 66
y 68,6 habitantes por km respectivamente. También con diferencias regionales, ya que en Inglaterra las
regiones industriales del noroeste superaban los 200. Le seguían Italia (60,7) y Francia (43,4), mientras que
España, menos poblada, tenía una media de 21, aunque algunas regiones del norte superaban los 50 o 60.
En el otro extremo, la densidad de Rusia entre 1794 y 1796 (según datos de Marcel Reinheard) era de 7,1,
con grandes variaciones regionales, desde el 0,7 a 25,8 habitantes por km2 de zonas más pobladas del centro.

El crecimiento demográfico benefició ampliamente a las ciudades, aunque durante toda la Edad Moderna
siguieron alojando un porcentaje de población muy inferior al del mundo rural. Según datos de Jan de Vries,
que toma únicamente en consideración las localidades a partir de 10.000 habitantes, el territorio más
urbanizado era Holanda (28,8%), seguido de Inglaterra y Gales (20,3%), los territorios de la actual Bélgica
(18,3%) y Escocia (17,3%). Más baja proporción tenían Italia (14,4%), España (11,1%) o Francia (8,8%) similar
a Portugal (8,7%). Los países escandinavos ofrecieron una media del 4,6%, Austria-Bohemia 5,2% y Suiza
3,7%, la más baja de todas (sin datos de Rusia) era Polonia con un 2,5% de población urbanizada. Aunque
no ocurrió así en todos los países, la proporción de habitantes de las ciudades aumentó en general a lo
largo del siglo, a causa sobre todo de la inmigración, que corregía la tendencia urbana de predominio de la
mortalidad sobre la natalidad:

• Poca higiene, excrementos y malos olores.


• Mala pavimentación (en Londres el primer Paving Act es de 1762).
• Falta de agua.
• Mala Iluminación nocturna, con más inseguridad.
• Enterramientos dentro de las ciudades (hasta que a finales del siglo la política ilustrada insistió en
abrir cementerios del exterior)

Todas estas condiciones de la vida urbana empeoraban en los barrios más populares y afectaban de manera
especial a los inmigrantes pobres. No es de extrañar que Londres, por ejemplo, tuvieran 1751-1780 una
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mortalidad del 43,3 por 1000 frente al 30,4 del conjunto de Inglaterra y Gales. Otro de los grandes peligros
urbanos era el fuego, en Bruselas en 1695 el incendio destruyó cerca de 4.000 casas, por ejemplo. Las
ciudades europeas con más habitantes seguían siendo Londres, París y Nápoles, que continuaron su
crecimiento:

• Londres: Pasó de 550.000-575.000 habitantes en 1700 a 675.00 a mediados de siglo y 900.000 en


1800, lo que le convertía en la segunda ciudad más poblada tras Tokio.
• París: Contaba en 1789 entre 550.000 y 600.000 habitantes.
• Nápoles 417.000 habitantes en 1796.

Por encima de 100.000 habitantes había en 1700 10 ciudades pasaron a 17 en 1800, 5 de ellas por encima
de 200.000. las ciudades que más crecen son las capitales políticas como ocurre también con Berlín
(143.000 habitantes en 1783) o cortes de Estados menores como Dresde, cabezas del electorado de Sajonia
(58.000 habitantes en 1791) o la nueva ciudad de San Petersburgo, que alcanzó los 230.000 habitantes en
1800. Otro tipo de ciudad que creció de forma importante fueron los puertos marítimos como Nantes (de
40.000 a 80.000 habitantes entre 1720 y 1790), muy vinculada al comercio de esclavos, pero también Le
Havre, Marsella o Burdeos que en los 70-80 acaparó el 25% del comercio exterior. En Inglaterra destacaron
Bristol y Liverpool (que pasó de 12.000 a 78.000 habitantes). Otro gran grupo de las ciudades que crece son
las industriales como Leeds, Birmingham o Manchester, esta última, símbolo de la Revolución Industrial que
pasó de 12.500 habitantes en 1717, a 20.000 en 1758 y 84.000 en 1801.

El número de ciudades que superaron el listón de los 10.000 habitantes aumentó en el curso de la Edad
Moderna de 154 en 1700 a 364 en 1800, con un incremento solo en la segunda mitad del siglo del 40%, al
tiempo que las personas que vivían en ellas pasaron de 3,5 millones a 12. En el siglo XVI, el 71% de las
ciudades, y entre ellas las más grandes, se situaban la mitad sur con más del 50% de los habitantes de
ciudades por encima de los 10000 habitantes en la región mediterránea (España, Portugal e Italia), pero dicha
proporción se redujo en 1800 a poco más de un tercio. Según Jan de Vries el aumento de la población
urbana no estuvo relacionado necesariamente con la expansión demográfica de la zona respectiva, pues
los mayores incrementos se dieron tanto en territorios cuya población crecía como en otros en los que
estaba estancada o retrocedía, solo la segunda mitad del siglo XVI se había producido una coincidencia entre
un rápido crecimiento de la población y una rápida urbanización. En cuánto al ritmo, el único territorio
europeo que experimentó un proceso de urbanización gradual durante toda la Edad Moderna fueron las
islas británicas (incluída Irlanda). Las demás áreas registraron la mayor parte de su crecimiento urbano en
un período relativamente breve de la misma.

2.7. CAUSAS DEL CRECIMIENTO DE LA POBLACIÓN

Como ocurría habitualmente en el régimen demográfico antiguo, la natalidad estaba en relación directa
con la marcha de la economía, teniendo en cuenta que tras el retroceso del siglo anterior la superficie
cultivada europea estaba en condiciones de soportar un incremento notable de población. La producción
seguía dependiendo estrechamente de la naturaleza, con periódicas malas cosechas y carestías. No
obstante, el siglo XVIII contempló una mejora generalizada del clima, que disminuyó la frecuencia e
intensidad de las crisis de subsistencias. En plena Guerra de Sucesión de España, fue especialmente crudo en
Francia el invierno de 1709, a partir de entonces, sin embargo, la situación mejoró y las carestías no
volvieron a provocar mortandades masivas en Europa occidental y nórdica, lo que era un hecho novedoso
que anticipaba el cambio de régimen demográfico, si bien las crisis provocadas por las malas cosechas y el
alza de precios fueron frecuentes en las dos últimas décadas del siglo. La expansión de los intercambios y la
integración progresiva de los mercados ayudaron a paliar las crisis de subsistencias, pues ampliaron el radio
de acción del comercio, facilitando el abastecimiento desde zonas lejanas. Otro elemento favorable al
crecimiento demográfico fue la mejora de la alimentación, gracias, entre otras razones, a la difusión de

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cultivos de rendimiento muy superior como el maíz o la patata, aunque también contribuyó la expansión
del trigo y algunos cereales secundarios.

A finales del siglo XVIII, como punto de llegada a un largo proceso de cambio, buena parte de Europa
constituye un área de baja nupcialidad, lo que ya de por sí era una forma de limitar la reproducción. No
obstante, lo más novedoso ahora será el inicio de un cierto control de los nacimientos. En la Francia
posterior a 1770 hubo una tendencia a la reducción de la natalidad, que se mantuvo, no obstante, a niveles
elevados (en torno al 38 por 1000) debido a causas como el descenso de la nupcialidad, aumento del
celibato o retraso de la edad del matrimonio. Parece ser que las prácticas contraceptivas -existentes en
todo tiempo y lugar-alcanzaron en la Francia del siglo XVIII una extensión hasta entonces desconocida, con
la particularidad de que afectó en buena medida a sectores sociales elevados y llegando en las últimas
décadas de este siglo a los grupos populares. Fuera de Francia afectó también a la burguesía de Ginebra.
Aunque los datos no son claros y se deducen sobre todo de testimonios literarios y tratados de moral el
incremento de la contracepción por métodos naturales ha sido interpretado en ocasiones como
consecuencia de la incipiente descristianización.

Otro de los factores que contribuyó al crecimiento fue la disminución de la mortalidad, si bien las tasas
ordinarias no experimentaron cambios significativos. Los limitados avances de la medicina no fueron más
allá de las mejoras en la distribución y el uso de sustancias como la quinina contra las fiebres, mercurio contra
las enfermedades venéreas, la toma de cítricos contra el escorbuto o la discutida práctica de la inoculación
de la viruela. Mayor incidencia tuvieron probablemente las mejoras higiénicas puestas en práctica en
algunos países por la política ilustrada. Los poderes públicos colaboraron con disposiciones como la apertura
de cementerios fuera de ciudades y la prohibición progresiva de enterrar dentro de estas, medidas para
propiciar la limpieza de las calles, pavimentación, canalizaciones de agua potable y alcantarillado,
saneamiento de áreas pantanosas, etc. No conviene exagerar la importancia de la incidencia de tales
disposiciones que, aunque formaron parte de la política ilustrada distaron mucho de ser generalizadas y con
frecuencia no tuvieron gran éxito, habida cuenta además de la escasez de cambios en la higiene personal
de la mayoría de la población. Mayor fue la incidencia de las mejoras en la alimentación y la mayor
disponibilidad de alimentos

En Cualquier caso, la variación principal afectó a la mortalidad extraordinaria, que atacó a los europeos con
menos virulencia que el siglo anterior. El hecho más importante fue la retirada de la peste en Europa
occidental, cuyos últimos grandes contagios se dieron en los años 60 y 70 del siglo anterior, aunque
continuó endémica en los Balcanes, lo que explica sus últimas apariciones en la Europa del siglo XVIII. Durante
la Gran Guerra del Norte, la epidemia de 1708-1713 devastó los Balcanes, Austria, Bohemia, Europa Oriental
y el Báltico, llegando a extenderse hasta el sur de Alemania e incluso Italia. Los dos últimos brotes de peste
en el Mediterráneo fueron consecuencia de contagios transmitidos por vía marítima como la que ocurrió
entre 1700 y 1722 en Marsella y Provenza. En 1743 hubo un contagio en Mesina, con un alto número de
víctimas, pero después la peste quedó restringida a los Balcanes, Oriente y otros continentes solo incidentes
en Europa occidental en casos aislados.

Como causa del fin de la peste se ha señalado la sustitución de la rata negra, portadora de pulgas que la
transmitían, por la rata gris, procedente de Asia y que no vive en contacto con el hombre, pero parece que
la peste desapareció en muchos lugares antes de su llegada. Más importancia tuvieron otros elementos,
un conjunto de ellos, como mejora de eficiencia tras siglos de lucha, cuarentenas, cordones sanitarios o las
drásticas medidas para cortar el contagio. Con todo ello sí hubo epidemias distintas a las pestes y se
mantuvo la vinculación mortífera entre malas cosechas, desnutrición y enfermedad como ocurrió con la
carestía del Reino de Nápoles que unida a la viruela provocó 160.000 víctimas en 1764 (40.000 solo en la
capital), un 4,5% de la población. Pese a la dificultad de identificar las enfermedades a partir de unas fuentes

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que utilizan un mismo nombre para males que hoy distinguimos, las relevantes fueron el tifus (debido a la
falta de higiene), la viruela, el sarampión, la difteria, la disentería, etc.

Los mayores avances médicos se dieron en la lucha contra la viruela, enfermedad vírica con una especial
incidencia sobre la población infantil. Un primer método, objeto de fuertes debates, fue la inoculación. En
China ya se practicaba en el último cuarto del siglo XVII, pero fue Lady Wortley Montagu, esposa del
representante británico en Turquía, quien la introdujo En Europa en la década de los 20. Partiendo de la idea
de que casi todo el mundo habría de pasar antes o después de dicha enfermedad, se trataba de una
práctica preventiva consistente en introducir en un individuo sano pus procedente de un enfermo, con la
finalidad de provocar una reacción que el inmunizará. Las dudas sobre su eficacia, junto con las infecciones
que provocó, alimentaron una agria polémica que incluso llegó a las Cortes principescas.

Mucha mayor importancia tendría a finales de siglo el descubrimiento por el médico de inglés Edward
Jenner de la primera vacuna (1796), cuyo nombre procede de las vacas, pues observó que la viruela de estos
animales inmunizaba a los humanos. Aunque algunos autores consideran que la victoria contra la viruela se
debió en mayor medida al aislamiento de los focos de contagio, fue un paso gigantesco en la historia de la
medicina y pronto se difundió por Europa. En los primeros años del siglo XIX la corona española organizó una
expedición encabezada por el médico Francisco Javier Balmis, para extenderla por sus posesiones
ultramarinas, vacunando a 50.000 personas en la primera expedición que dio la vuelta al mundo con una
finalidad sanitaria.

Se ha señalado también la menor envergadura y frecuencia de las guerras, así como que la mayor disciplina
de los ejércitos redujo saqueos y actos vandálicos. Tal constatación es discutible, ya que hubo muchas
guerras y en ellas la mortalidad fue elevada. La de Sucesión de España, que inauguró el siglo, provoco en el
conjunto de los países implicados una cifra estimada de 1.250.000 víctimas muchas de ellas por enfermedad.
Solo en Francia costó un millón de muertos, incluidos los civiles y quienes perecieron por la gran hambruna
de 1709. Para Europa fue la guerra más mortífera desde la de los Treinta años y hasta las napoleónicas.

El fuerte crecimiento demográfico de muchos territorios de la Europa oriental haya su principal explicación
en la colonización de nuevas tierras inmigración generada por ella. Al retirarse los turcos, muchos colonos
germanos avanzaron hacia zonas escasamente pobladas de Hungría y el sur de Rusia. Se calcula que entre
1689 y finales de siglo, Hungría recibió unos 350.000 inmigrantes. Asimismo, desde finales del siglo XVII a la
muerte de Federico II (1786) se asentaron en los diversos territorios dominados por Prusia en torno a
430.000, una parte importante procedente del sur de Alemania. La conquista de Silesia por Prusia (1740) fue
seguida de una intensa colonización con vistas a consolidar su dominio. También Catalina II atrajo una
inmigración importante a las regiones del Volga, a la que se sumó a finales de siglo otra en dirección al Mar
Negro. La disponibilidad de tierras favorecía en todas estas zonas la reproducción de los recién llegados,
con edades tempranas de acceso al matrimonio. Menos éxito tuvo la política de atraer población extranjera
para colonizar Siberia.

Otro caso fue Alsacia, asolada durante la Guerra de los Treinta Años, que, desde mediados del siglo XVII,
acogió una importante inmigración con la participación notable de suizos, y que fue responsable del fuerte
crecimiento demográfico que experimentó en el siglo XVIII. Pero nos solo organizaron inmigraciones los
monarcas ilustrados del centro y el este de Europa también lo hicieron algunos occidentales, como fue el
caso de Carlos III, quien promovió a partir de 1767 el asentamiento de unos 6.000 colonos católicos suizos
y alemanes en Sierra Morena. Con todo, la migración más importante fue la que se desplazó a otros
continentes. Hacia 1800 América del Norte e Iberoamérica estaban pobladas por 4,5 y 4 millones de
habitantes de origen europeo, sobre todo británicos, españoles y portugueses, con aportaciones menores
de neerlandeses, alemanes y franceses. En conjunto, las causas del crecimiento demográfico generalizado
del siglo XVIII son complejas y siguen siendo objeto de discusión entre los especialistas. En última instancia,

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el fuerte incremento de la población obedeció a causas diversas o la combinación de varias de ellas. El
propio crecimiento sirvió de estímulo para la expansión agraria y la mejora de los cultivos, el incremento
de la producción manufacturera e industrial, el auge del comercio y las comunicaciones u otras series de
elementos que desempeñaron el doble papel de causas y efectos del incremento demográfico.

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TEMA 3. UNA SOCIEDAD ESTAMENTAL
Una cuestión previa para el estudio del orden social del Antiguo Régimen es la diferencia de posturas
existente entre los historiadores sobre la posibilidad de analizar dicho orden sirviéndonos del concepto de
clase creado por la sociología. Aunque su uso está extendido, lo cierto es que las fuentes históricas de la
Edad Moderna lo desconocen y se expresan en términos distintos a los de las posteriores a la Revolución
industrial. No se trata de una mera cuestión terminológica, dado que las sociedades que analizamos se
estructuraban a partir de principios diferentes a los de la fortuna y la apropiación de bienes materiales
que organizan las clases en las sociedades contemporáneas.

Es evidente que los grupos dominantes solían ser también los mejor situados de acuerdo con tales criterios,
pero la cuestión no es sencilla, pues, como afirma Ernst Hinrichs, el estamento no es algo aparente que solo
oculta las verdaderas relaciones de clase, sino una unidad real de identificación social en una comunidad
definida por la jerarquía, el honor y el prestigio. La característica esencial de la sociedad del Antiguo
Régimen era su división horizontal en estamentos o estratos superpuestos, procedentes de la vieja división
medieval a partir de las tres funciones básicas entre oratores (clero), bellatores (nobleza) y laboratores (el
común). Los dos primeros grupos, encargados respectivamente del culto divino y la defensa de la comunidad,
habían de ser sustentados por el tercero, mucho más numeroso, que ocupaba en consecuencia el estamento
o estrato inferior. Si las sociedades contemporáneas se basan en la igualdad -al menos teórica- de todos ante
la ley, en las sociedades del Antiguo Régimen ocurría exactamente lo contrario. La ley reconocía y se basaba
sobre el principio de la desigualdad de grupos e individuos.

Clero y nobleza, poseían leyes privadas (privata lex), de donde procede el término privilegio. Eran los
privilegiados. El resto, conocido en Francia como el tercer estado y en Castilla como el estado llano o el
común, estaba sometido a la ley general, aunque no sería del todo correcto decir que carecían de privilegios.
Aquellas sociedades se estructuraban a partir de grupos o colectivos, de forma que la pertenencia a una u
otra colectividad confería situaciones legales distintas. Pese a no ser privilegiados, los habitantes de un
determinado municipio que gozara de ciertas exenciones (fiscales, de aposentamientos, honoríficas, etc.)
tenían derecho a ellas, lo que les hacía disfrutar del privilegio inherente a su ciudadanía. Lo mismo ocurría
con los integrantes de un gremio o una corporación (universidad, consulado... ) que tuviera reconocido por
sus ordenanzas algún tipo de peculiaridad o privilegio. Era la consecuencia lógica de ese carácter colectivo o
corporativo propio de las sociedades del Antiguo Régimen, en las que el individuo carecía de reconocimiento.
Quienes más se acercaban a una consideración individual eran los privilegiados, o al menos algunos de
ellos. El propio término castellano de hidalgo o, en su versión más arcaica, hijodalgo (es decir, de alguien)
indicaba el reconocimiento de un individuo: aquel que se había destacado por algún mérito específico que
había llevado al rey a distinguirle del común. Lo mismo ocurría con los titulados, cuyo primer antepasado en
poseer dicho título lo había recibido del rey como reconocimiento a un servicio individual distinguido. Algo
parecido podría decirse del alto clero, que ocupaba los principales puestos eclesiásticos de cada país
(obispos, abades ... ). Con todo, no conviene exagerar la consideración individual de todos ellos, pues más
allá de quién fuera en cada momento el poseedor de un determinado cargo, la casa o el linaje tenían una
importancia superior y eran el elemento colectivo que compensaba los leves matices de individualidad a los
que nos hemos referido. Lo mismo ocurría con los altos cargos eclesiásticos, simples eslabones de una larga
cadena que habría de continuar y en la que lo importante era la dignidad en sí misma, no quién fuera en un
momento concreto su titular. Hasta los mismos reyes quedaban también concernidos por este dominio de
lo colectivo. Su casa o dinastía tenía sobre ellos un peso muy grande y les imponía numerosas obligaciones.

3.1. LAS NOBLEZAS

Desde un punto de vista jerárquico o formal, el clero era el primero de los estamentos. Sin embargo, como
tal estamento privilegiado no constituía en sí mismo un modelo, sino que repetía de forma mimética el de
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la nobleza, motivo por el cual analizaremos primero este. En el conjunto de Europa, sus miembros no
pasarían tal vez de un 1% o 2%, aunque había espacios (Hungría, Polonia, regiones españolas del Cantábrico)
donde llegaba o superaba el 10%. En realidad, más que de nobleza habría que hablar de noblezas, pues a
pesar de que en teoría se trataba de un estamento único, las diferencias en su seno eran muchas y en toda
Europa era abismal la distancia entre un miembro de la más alta nobleza y un simple hidalgo de pueblo. Las
cifras respectivas eran muy distintas, como lo muestra el caso extremo de Polonia, donde en el siglo XV solo
unas treinta familias pertenecían a la alta nobleza, frente a sectores inferiores que, para esa misma época,
contabilizaban entre 800.000 y un millón de personas. En principio, los privilegios unificaban a todas las
noblezas, aunque no la riqueza, ni la capacidad política o el estilo de vida.

Los privilegios eran de muy distinto tipo:

• Los había honoríficos y simbólicos, que variaban según los distintos niveles. Todos tenían derechos
como el de portar armas, situarse en determinados lugares en la iglesia o recibir un tratamiento
acorde con su dignidad. Pero los que ocupaban un lugar más elevado disfrutaban también de otros,
especialmente en la corte, como el de los grandes de España de permanecer cubiertos en presencia
del rey.
• Además de los variados de carácter honorífico, todos los nobles tenían el privilegio fiscal que les
excluía del pago de impuestos. Aunque se trataba exclusivamente de impuestos directos, en muchas
ocasiones -al igual que los eclesiásticos- lograron hacerlo extensivo a los indirectos, si bien la
tendencia en la Edad Moderna fue hacia una progresiva implicación fiscal de la nobleza.
• Existían también los privilegios jurídicos, que establecían la obligatoriedad de ser juzgados por
tribunales específicos, o los penales, en virtud de los cuales no podían sufrir penas infamantes, ni ser
azotados o apresados por deudas, y la pena capital que les estaba reservada era la decapitación en
lugar de la horca.

Había diferencias en el seno del estamento nobiliario:

Alta nobleza, formada por los que poseían títulos (duque -en algunos territorios también el superior de
príncipe-, marqués, conde, vizconde, barón). Todos ellos solían ser titulares de extensos feudos o señoríos,
que eran la base de su prosperidad económica y su poder territorial. Como tales ejercían en ellos funciones
de gobierno, administración y justicia por las que percibían impuestos. Además, en los casos en que eran
también propietarios de las tierras -de todas o parte de estas-, cobraban las rentas derivadas de dicha
propiedad, bien fuera en dinero o en especie. En algunos lugares tenían también derecho a prestaciones
diversas por parte de los campesinos, que se conocen de forma general por el nombre que recibían en
Francia de corveas, y procedían -como los propios dominios de los nobles- del sistema feudal.

La alta nobleza tenía, así, un importante poder territorial, pero en la Edad Moderna, y en los países en que
se desarrollaron las nuevas formas políticas basadas en el reforzamiento del poder real, los nobles titulares
de feudos o señoríos se convirtieron esencialmente, con escasas excepciones, en colaboradores de los
reyes en la administración territorial, lejos, de la vieja indisciplina feudal. Más aún, el incremento del poder
de reyes y soberanos implica una progresiva cortesanización, que llevó a la principal nobleza a residir la
mayor parte del año en las cortes reales y principescas. La sumisión al monarca fue para muchos de los
nobles una fuente importante de cargos, rentas, honores y recompensas, si bien es cierto que no todos
triunfaron en la misma medida, pues las cortes se convirtieron pronto en núcleo de las pugnas entre
facciones y grupos que competían por el poder y los favores.

Por otra parte, el estilo de vida noble, de lujo y dispendio, se vio reforzado en la corte, llevando a una espiral
de emulación y gastos que en muchos casos comprometió seriamente la economía de la nobleza cortesana.

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Los cargos públicos que recibían del rey eran una fuente de enriquecimiento, en ocasiones muy importante,
sobre todo en casos como el de España, en que podían ir de virreyes a México, Perú, Nápoles, Palermo .. ., o
de gobernadores a Flandes o a Milán, pero hay que tener en cuenta también que, en bastantes ocasiones,
tardaban en ser pagados y hubieron de tirar de sus propios recursos para subsistir, con la obligación además
de mantener el estilo de vida de lujo y dispendio que exigía su condición.

La base económica esencial de la alta nobleza eran sus tierras, en ocasiones muy abundantes, extensas y
repartidas por diversos territorios, lo que le garantizaba un elevado nivel de vida. Según datos de William
Doyle, en torno a 1790 los nobles -incluida la gentry- poseían entre el 70% y el 85% de la tierra en Inglaterra,
el 85% en Dinamarca (1780), en torno al 50% en España (1800) o en Venecia (1740) y entre un cuarto y un
tercio en Francia (1789). En este sentido, dentro del feudalismo moderno, que entre otras cosas se diferencia
del medieval por su sometimiento y colaboración con el poder real. Lo que si se produce es una evolución:

• En parte de Europa en que dicho sistema puede considerarse agotado, con una alta nobleza que
avanza claramente hacia la transformación en una clase de terratenientes privados (Inglaterra,
Países Bajos y países del norte).
• Una segunda en que es una supervivencia en vías de extinción, como es el caso del Mediterráneo,
con modelos regionales distintos como la rural francesa, el señorío español o la enorme variedad
italiana, en la que destaca la fuerte pervivencia del feudalismo meridional e insular.
• Una tercera, la Europa centro-oriental, en que el feudalismo adquiere una nueva importancia hasta
convertirse en un elemento estructural.

El modo de vida noble no solo implicaba habitualmente importantes ingresos, sino también grandes gastos
derivados de su extensa servidumbre, sus numerosas posesiones, la ostentación exigida por la importancia
de su casa o los numerosos pleitos en que se veían envueltos con frecuencia los diversos parientes en la
disputa por herencias y títulos. En la Edad Moderna se fueron extendiendo hacia el norte instituciones
similares al mayorazgo castellano, procedente del Derecho romano y en virtud de la cual el título y el
patrimonio pasaban exclusivamente al primogénito varón. Allí donde existían, se trataba de garantizar la
potencia y riqueza del linaje, aunque habitualmente la necesidad de buscar salida a los segundones y a las
hijas obligaba a importantes gastos compensatorios, dotes, etc. Para los hijos menores, las principales
salidas estuvieron en el ejército, la Iglesia o la universidad (que permitía el acceso a la burocracia).
Naturalmente, sus posibilidades eran mayores que las de quienes procedían de sectores sociales inferiores
y la mayor a de los principales puestos les estaban reservados. El mayorazgo suponía, asimismo, la
amortización de las propiedades, las cuales quedaban vinculadas al patrimonio de la casa nobiliaria, por lo
que salían del libre comercio y no podían ser vendidas sin permiso del rey. Era, en realidad, otro privilegio
que, en momentos de apuro, cuando las deudas se acumulaban sobre la casa -como ocurrió frecuentemente
en el siglo XVII- les garantizaba la intervención real. En tales casos, se nombraba un administrador del
patrimonio amenazado cuya finalidad era sanearlo. Para ello, por un lado, pagaba a los acreedores y, por
otro, asignaba al noble una cantidad suficiente para su mantenimiento digno, en concepto de alimentos. De
esta forma, el mayorazgo o vínculo servía para proteger los patrimonios nobiliarios de ambiciones ajenas
y de la mala gestión de sus titulares, pero también, con el tiempo, la endogamia de las grandes familias en
muchos territorios llevó a concentrar en pocas manos patrimonios y títulos nobiliarios.

En la cúspide de la alta nobleza se situaban los grandes de España, creados por Carlos V, los príncipes de la
sangre franceses – miembros de linajes descendientes de San Luis, aptos para heredar el trono- y los pares
de Francia o Inglaterra, categorías de las que formaban parte las principales casas nobiliarias, emparentadas
en algunas ocasiones con el propio rey:

• En 1775 había en Francia 47 duques y pares. Algunos de los príncipes de la sangre eran soberanos de
pequeños estados, como los Orleans-Longueville, del principado de Neucharel, en Suiza.
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• En Inglaterra, la alta nobleza era reducida; sin contar los escoceses, en 1704 había 161 pares
temporales (no eclesiásticos) y 182 en 1780, todos los cuales tenían asiento en la Cámara de los Lores.

Muchos de los miembros de la alta nobleza ocupaban las jerarquías superiores de las órdenes militares de
origen medieval, o de las distintas órdenes cortesanas que se fueron creando en las cortes sobre el modelo
de aquellas: la Jarretera en Inglaterra, el Toisón de Oro en Borgoña -que pasaría a España con Carlos V-, el
Espíritu Santo en Francia y tantas otras que podían citarse en los diversos reinos y principados. El puesto más
alto en todas ellas le correspondía no obstante al soberano. Dentro de las grandes familias conviene
distinguir entre el linaje, la casa y la familia, que establecían tres formas distintas -aunque relacionadas- de
comunidad de vida, que iban de lo gen rico a lo más concreto y reducido. Tomando el ejemplo de una de las
principales familias castellanas, el linaje sería Mendoza; la casa, los duques del Infantado, y la familia, la de
cada uno de los titulares sucesivos de dicho ducado.

Con cierta frecuencia -y alguna ligereza, cuando no prejuicios ideológicos- se ha tachado a la nobleza de
inculta y ociosa, dedicada a gastar sin tasa y al mero goce de la existencia. Ciertamente hubo casos que
responden a tal modelo, pero no conviene olvidar que, como sector social o clase dirigente que era, buena
parte de sus miembros se preparaban de forma concienzuda para dicha misión. Su educación,
frecuentemente a cargo de preceptores, se basaba en la cultura clásica, el latín y la historia, además de los
ejercicios propiamente nobles como la equitación, el manejo de la espada o la caza. Muchos conocían
idiomas y existen no pocos casos de nobles cultos, poseedores de importantes bibliotecas, mecenas y
coleccionistas artísticos. Al igual que ocurría con los príncipes, se escribieron muchos tratados dedicados a
la educación de la nobleza, cuya finalidad principal era infundirle los valores propios del papel que le estaba
reservado. También hubo manuales orientados a la formación para la vida de la corte, el más conocido de
los cuales fue El Cortesano (1528), escrito por el mantuano Baltasar Castiglione y que habría de tener amplia
difusión. No conviene olvidar que, en las sociedades del Antiguo Régimen y hasta que no comenzaron a
consolidarse -tardíamente- unos valores burgueses, el único modelo social existente era el de la nobleza,
lo cual, junto con las ventajas que implicaba su pertenencia a ella, explica el deseo de ennoblecimiento de
cuantos ascendían en la escala social gracias a la riqueza, la formación, la actividad desempeñada u otros
medios. La sociedad en su conjunto tendía a asimilar valores nobles, empezando por el del honor, que era
un importante elemento cultural de la nobleza.

Los nobles que ocupaban importantes puestos de gobierno desarrollaron con frecuencia notables carreras,
lo que les hizo gozar en su madurez de una destacada experiencia política de la que los monarcas podían
aprovecharse incluyéndolos en sus consejos de gobierno. El caso español del Consejo de Estado es un buen
ejemplo. La mayor a de sus miembros, especialmente en el siglo XVIII, atesoraban una dilatada experiencia
política, diplomática o militar. En la Edad Moderna, la nobleza se fue alejando de su anterior vinculación con
la actividad guerrera, al tiempo que la actividad militar recaía esencialmente sobre los plebeyos. Sin
embargo, los nobles se reservaron casi siempre los principales puestos de mando de los ejércitos.
Asimismo, eran los depositarios naturales de algunas funciones de gobierno, como ocurría en Inglaterra, en
que actuaban como jueces de paz impartiendo justicia en los niveles inferiores. La gradación de la nobleza
era muy variada. La corte no estaba reservada exclusivamente a la más alta. Al contrario, al ser el epicentro
de las oportunidades de medrar política y socialmente, atraía a buen número de nobles de menor
importancia, deseosos de cambiar su destino. Pero había también una nobleza media no cortesana, que vivía
en sus tierras y que solía tener una presencia o influencia en las ciudades más cercanas a sus dominios.

El nivel de la nobleza lo marcaba la jerarquía de los títulos, pero también y sobre todo la riqueza y el poder.
Descendiendo en tales escalas se llegaba hasta las situaciones inferiores de la peque a nobleza, como los
caballeros o los hidalgos en Castilla, los ritter alemanes, los hobereaux franceses o los gentlemen en
Inglaterra, aunque este último - la gentry- era un sector peculiar, mezcla de pequeña nobleza y clase media
rural y urbana, que se diferenciaba sobre todo por el reconocimiento social de que era objeto en su

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comunidad. Todos ellos carecían de títulos, aunque sí poseían escudos de armas y, en muchos casos,
pequeños señoríos. Su nivel económico era muy variable, desde posiciones muy desahogadas hasta casos
de penuria, si bien estos últimos han sido quizás exagerados por la literatura (el Lazarillo, el Quijote ... ).

Tal vez el mayor contrapunto a la estructuración estamental de la sociedad era la existencia de poderosas
redes clientelares, que recorrían verticalmente los distintos estamentos. En este sentido, muchos de los
nobles menores, igual que eclesiásticos y gentes no pertenecientes a la nobleza, integraban la clientela de
uno u otro alto señor, con quien les unían pactos tácitos de protección y auxilio, tras los que no resultaba
difícil ver la huella del feudalismo. Buena parte de la sociedad ofrecía, así, un vasto tejido de redes
clientelares que iban desde la corte a los diversos territorios y que, en ciertos casos, como ocurrió con
algunas de las revueltas nobiliarias francesas de la primera mitad del siglo XVII, eran capaces de movilizar
comarcas y provincias enteras en ayuda de personajes como el príncipe de Condé. Los estamentos eran en
principio cerrados, propios de un orden social estático como su propio nombre indica, pero no tanto como
pudiera serlo el sistema de castas de la India, pues en Europa existía una cierta movilidad social. Aunque
resultaba difícil ascender -o descender- del estado llano a la nobleza y viceversa, todo era cuestión de
tiempo, dos o tres generaciones como máximo. Una de las vías para ello era la imitación de los modos de
vida noble, la cual podía llevar, con el tiempo, al reconocimiento social como tal, con el consiguiente disfrute
de privilegios y exenciones. A veces, como ocurría en Castilla, la resistencia de las localidades al aumento de
los que no pagaban impuestos llevó a pleitos en los que se discutía la condición noble de un determinado
personaje. En tales casos era decisiva la declaración de testigos, que frecuentemente se compraban, lo que
facilitaba el acceso a la nobleza a quienes tenían medios. El rey, por su parte, podía ennoblecer a quien
quisiera, aunque esta prerrogativa, vinculada originariamente a los servicios destacados en la guerra, se ir a
pervirtiendo hacia el ennoblecimiento a cambio de dinero.

Asimismo, a medida que se desarrollaron las estructuras administrativas de las nuevas monarquías, fueron
cada vez más abundantes los magistrados, letrados, asentistas y arrendadores de impuestos, es decir,
burgueses enriquecidos o que habían prosperado gracias a los oficios públicos o los negocios, que se
integraron en la nobleza, frecuentemente mediante la compra de títulos o de oficios que implicaban la
consideración nobiliaria. El caso más característico es el de la nueva nobleza francesa de magistrados, que
se desarrolla sobre todo en el siglo XVII y que fue denominada noblesse de robe (por la vestimenta de los
magistrados), para distinguirla de la noblesse d'épée (de espada). El equivalente en España sería la nobleza
de oficio frente a la tradicional, de sangre. Otros ejemplos significativos serían los de Dinamarca y Suecia,
donde en distintos periodos del siglo XVII la Corona promovió nuevas noblezas basadas en el servicio al rey,
de las que formaban parte numerosos extranjeros. En el siglo XVIII surgieron también noblezas de servicio
en países como Austria o España, a partir de un concepto del honor basado más en los méritos que en la
sangre. A pesar del desprecio con que la vieja nobleza francesa o española veía a la nueva -términos ambos
con los que también se las conocía-, a los intentos que hizo para evitarlo (publicación de libros al respecto,
creación de cofradías o academias nobiliarias,...), y a la sátira de los advenedizos, como la de Le Bourgeozs
gentzlhomme de Moliere (1670), ambas tendían a integrarse y era frecuente que lo hicieran algunas
generaciones después, una vez olvidados los orígenes de los más recientes. En muchos casos, para una
nobleza de sangre endeudada o con dificultades económicas, el matrimonio con los ricos burgueses
ennoblecidos o sus herederos era una ocasión magnífica para, como se decía, redorar sus blasones.

3.2. EL CLERO

La mayor diferencia del clero con respecto a los otros dos estamentos era su carácter abierto. El único
requisito era integrarse en alguna de las muchas instituciones religiosas, pues el privilegio del clero -o los
eclesiásticos- era esencialmente colectivo, bastaba con formar parte. Aunque la Reforma católica atacó
frontalmente dicho fenómeno, en los primeros tiempos modernos hubo una elevada cantidad de
tonsurados, varones marcados por un afeitado circular (tonsura) en la coronilla, que les otorgaba la categoría

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de eclesiásticos, previa a la recepción de las órdenes menores. Lo mismo ocurría en los conventos y
monasterios masculinos y femeninos con sus muchos dependientes. Los privilegios del clero eran similares
a la nobleza y también en este caso las diferencias entre los miembros del estamento eran muy grandes:

El alto clero (cardenales, obispos y abades, sobre todo) no solo compartÍa con frecuencia el estilo de vida de
la nobleza, sino que en la mayor parte de los casos sus miembros eran segundones de familias nobles que,
al no poder heredar el tÍtulo, optaban por una carrera eclesiástica en la que tenían reservados la mayoría de
los principales puestos. En Alemania, por ejemplo, en 1520, 18 obispos eran familia de electores, duques,
margraves o condes, y había casos aún más llamativos como el de Francia, en la que, en vísperas de la
Revolución, todos los obispos eran nobles y muchos de ellos pertenecían a las principales familias del reino.
En la Europa Moderna solo algunos, pocos de los altos eclesiásticos tenían un origen humilde. Y lo mismo
ocurría en los monasterios femeninos.

El clero masculino se dividía, y divide, en dos grandes grupos:

El clero secular: Incluye al clero diocesano, del que formaban parte cuantos recibían ordenes menores y
mayores bajo la dependencia directa del obispo.
Al clero regular pertenecían los que aceptaban vivir bajo una regla específica, la que regía las diferentes
órdenes monásticas o conventuales. Eran los monjes cuyo nombre procede de la obligatoriedad de vivir en
un monasterio a las órdenes de un abad o los frailes. Los monasterios se ubicaban preferentemente en el
ámbito rural y, aunque las reglas variasen, habitualmente compaginaban la oración con el trabajo intelectual
o el cultivo de la tierra. En cambio, los frailes (defrater, hermano) vivían preferentemente en las ciudades y
no estaban sometidos a clausura. Al contrario, aunque tuvieran rezos comunitarios en el coro, la mayor a
de ellos, los miembros de las órdenes mendicantes (franciscanos, dominicos, carmelitas, agustinos,...), ten a
como obligación específica la de procurarse el sustento por medio de la limosna.

En cuanto a las órdenes femeninas, muchas de ellas paralelas a las formadas por varones, a partir del Concilio
de Trento fueron sometidas a la clausura, lo que las convirtió en monjas o habitantes de un monasterio
femenino. Entre ellas, al igual que sucedía con los hombres, había grandes diferencias que reproducían de
forma bastante precisa las de su respectivo origen social. Las categorías y puestos principales estaban
reservados para aquellas que aportaban dotes sustanciosas. Las otras eran destinadas habitualmente a
tareas subsidiarias y de servicio. Algunas fundaciones de conventos se hicieron exclusivamente para mujeres
de la familia real o la más alta nobleza, como ocurrió en Madrid con las Descalzas Reales, fundada por la
infanta Juana de Austria, hermana de Felipe II.

El clero no era una realidad exclusiva el mundo católico, a pesar de que fuera en este dónde alcanzó una
mayor relevancia y poder. Existía también entre los protestantes, aunque con peculiaridades dependientes
de las distintas confesiones. Había asimismo tres diferencias fundamentales con la Iglesia católica. La
principal era la inexistencia de regulares y las otras dos, derivadas de ella, la ausencia de monjas (mujeres
religiosas) y la menor riqueza territorial de la Iglesia, pues la Reforma suprimió los bienes territoriales de
monasterios, abadías y conventos. La posibilidad de los clérigos protestantes de acceder al matrimonio
contribuía a difuminar sus diferencias con el resto de la sociedad, pero en general eran también un
estamento dotado de privilegios. En Inglaterra, los obispos anglicanos formaban parte de la Cámara de los
Lores, y tanto en Dinamarca como en Suecia existió a un brazo del clero en el seno de los respectivos
parlamentos [Staendermode (Estados Generales) en Dinamarca y Riksdag (Dieta) en Suecia].

3.3. LOS BURGUESES

Por debajo de los dos sectores privilegiados se hallaba el amplio estamento del común o pueblo llano. Pero,
al igual que ocurría con los privilegiados, había en su seno grandes diferencias. La principal de todas la

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marcaban las posibilidades económicas, pues quienes se habían enriquecido con el comercio o las finanzas,
tal vez con la agricultura, y los que desempeñaban algún importante oficio después de una carrera
universitaria, o de comprarlo o heredarlo, veían cercana la posibilidad de convertirse en nobles, con todas
las ventajas que ello implicaba. Ambos grupos formaban la naciente burguesía, término que, si en puridad
solo debería aplicarse a los que prosperaban gracias a una actividad económica vinculada al capitalismo,
se suele usar también en relación con los magistrados, letrados, gentes que ocupaban puestos destacados
en la administración, abogados, etc., todos los cuales formaban la que algunos autores conocen como
burguesía de los oficios, para distinguirla de la anterior, procedente de los negocios.

Se trataba, en ambos casos, de un grupo predominantemente urbano -lo que no excluye la existencia de
campesinos ricos- y sin duda alguna dinámico, pues, aunque no era nuevo -procedía, como el capitalismo,
de la Baja Edad Media- introducía un elemento de novedad que, al cabo, contribuyó a al fin del Antiguo
Régimen. Por el momento, muchos de los burgueses participaban en el gobierno de las ciudades, integrados
en el “patriciado urbano” y que incluía también algunos miembros de la nobleza local. Lo característico de
dicho grupo era un elevado nivel de vida, que los llevaba a compararse con los patricios romanos para
distinguirse de la plebe. También en las ciudades existían los bandos y clientelas, integrados a veces en redes
más amplias, lo que daba lugar a frecuentes tensiones y luchas por el poder. Por lo demás, en la medida en
que sus posibilidades económicas se lo permitían imitaban el estilo de vida de la nobleza. No solo era el
deseo de emularla e identificarse con ella, mezclarse incluso si les era posible y acceder a tal condición. En
realidad de que no existía ningún otro modelo social, pues el burgués, basado en una conciencia y unos
ideales de vida propios, no se constituiría plenamente, al menos, hasta avanzado el siglo XVIII. El único ideal
social era el de integrarse en la nobleza, cuyos valores y estilo de vida eran el paradigma para todos. Por tal
motivo, a mediados del siglo XX, Fernand Braudel habló de la traición de la burguesía, concepto aplicable
explícitamente a la de los negocios y alusivo al comportamiento de aquellas gentes que, después de haber
emergido del estado llano gracias a sus actividades económicas, traicionaban su presumible mentalidad
burguesa para imitar el estilo de vida de la nobleza, integrarse en ella y abandonar sus negocios, tratando
de vivir de la tierra como la nobleza tradicional. En realidad, la naciente burguesía no había desarrollado aún
una conciencia de grupo. Por ello habría que hablar propiamente de burgueses, pues eran elementos
aislados, más que integrantes de un conjunto carente aún de muchas de las características que permitirían
definirlo como tal. La figura más característica de la naciente burguesía de los negocios era el mercader o
comerciante, un personaje que sol a actuar también como empresario manufacturero, banquero, cambista
o asegurador, pues habitualmente no existía especialización en dichas tareas, como tampoco en las
mercancías con las que trabajaba (tejidos, especias, cereales, metales,...). La única diferencia según Carla
Cipolla- estaba entre los comerciantes que operaban a escala internacional, moviendo capitales notables, y
los que lo hacían a escala local, con medios y horizontes muy limitados.

3.4. EL CAMPESINADO

El resto del estado llano estaba formado por los campesinos y los habitantes de las ciudades. Los campesinos
-ampliamente mayoritarios en unas sociedades abrumadoramente agrícolas- suponían en torno al 80- 90%
de la población. También entre ellos había una multiplicidad de situaciones, que dependían, por una parte,
de su situación jurídica y, por otra, de su relación de propiedad con la tierra. En el primer aspecto, la
diferencia inicial es la que separa a los campesinos que trabajan en tierras feudales o señoriales de los que
se encontraban en zonas de realengo, dependientes directamente de la administración y la justicia del rey.
La mayor parte del campesinado de ambos grupos era libre, pero en ciertas zonas de Europa seguía habiendo
campesinos siervos, es decir, ligados a la tierra y con su libertad restringida en mayor o menor grado por la
dependencia de un señor.

En la Europa occidental, ya desde el inicio de la Edad Moderna, la tendencia fue hacia la desaparición de
la servidumbre, de la que quedaron restos no obstante durante toda la Edad Moderna en territorios como

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Saboya, algunos cantones suizos, Baden, Hannover o la propia Francia. Por el contrario, en Europa oriental
(este del río Elba, noreste de Alemania, Prusia, Polonia, Rusia, Bohemia, Silesia, Hungría,... ) la escasez
demográfica, junto con el incremento de la demanda cerealista por parte de la Europa m s poblada del
oeste, el centro y el sur, introdujeron la segunda servidumbre -así llamada para distinguirla de la original
del medievo-, fijando al campesino a la tierra y exigiéndole fuertes prestaciones, que iban desde tributos en
dinero o en especie a corvea, prestaciones personales en virtud de las cuales había de trabajar varios días a
la semana en la reserva señorial -tres parece que eran habituales en el siglo XVIII , y a veces más, sobre todo
en periodos de faenas intensivas como la cosecha-. En algunos casos, la distancia a recorrer hasta las tierras
del señor era grande, lo que añadía un esfuerzo y un tiempo suplementario. A ello se unían derechos de los
señores que restringían la libertad de sus siervos de formas diversas, que variaron en los distintos territorios
y periodos. Con frecuencia, los campesinos no podían casarse fuera de los dominios del señor.

En cuanto a la relación de propiedad con la tierra, existían también grandes diferencias entre unas zonas y
otras. Los más beneficiados eran los campesinos dueños de la tierra que trabajaban, aunque su fuerza e
importancia dependían, obviamente, de la extensión de esta. Pocos de ellos eran campesinos ricos, con
propiedades suficientemente grandes como para permitirles tal situación. Eran los llamados labradores
acomodados o villanos ricos en Castilla, gros laboureurs en Francia o yeomen (grandes y medianos
propietarios y arrendatarios) en Inglaterra, sí bien el concepto de gran propiedad era variable, dependiendo
del tipo de tierras. No es lo mismo que fueran de secano y cerealistas o que se tratara de cultivos más
orientados al mercado, como las viñas de ciertas regiones. Los campesinos con tierras abundantes
contrataban trabajadores para cultivarlas y, en muchos casos, daban en arriendo parte de estas. Algunos
arrendatarios tenían a su cargo también grandes extensiones, lo que les obligaba asimismo a emplear
trabajadores asalariados. Aunque hay que tener en cuenta que los principales propietarios de la tierra no
eran campesinos, sino nobles, eclesiásticos o monasterios, los campesinos ricos y los arrendatarios
importantes eran los elementos emergentes del mundo agrario, grupo en el que podríamos incluir también
a buen número de los delegados y administradores de nobles y señores propietarios. Muchos de ellos, sobre
todo en las zonas más prósperas, podrían ser considerados como burgueses procedentes del mundo rural.
De hecho, basándose en su prosperidad económica, pudieron protagonizar los lentos procesos ya descritos
de ascenso social hacia la nobleza. En cualquier caso, se trataba de los menos. La mayoría de los campesinos
se hallaba en condiciones bastante peores. Había propietarios medios y, sobre todo, pequeños propietarios.
El tamaño de la tierra marcaba, obviamente, su capacidad económica, así como las posibilidades que tenían
de resistir las frecuentes crisis. Si no tenían reservas, cuando venían mal las cosas se veían obligados a
endeudarse, pidiendo créditos (en Castilla censos) e incluso préstamos a interés, o anticipos sobre la cosecha
venidera. Cuando eran incapaces de resistir el endeudamiento, se veían forzados a ceder la propiedad, en lo
que constituyó un importante mecanismo de apropiación territorial por parte de burgueses y ahorradores
de las ciudades.

Para gentes con dinero y deseosas de ascender en la escala social, la posesión de tierras y el vivir de rentas
era el mayor signo de prestigio. Una situación no muy diferente era la de los medianos y pequeños
arrendatarios, con la única diferencia de que su capacidad de endeudamiento era menor, al no tener la
garantía de la propiedad. La diferencia entre ellos la marcaban los tipos de arrendamientos y las formas
diversas de pago de las rentas (en especie o en dinero). Los que se hallaban en mejor situación eran quienes
se beneficiaban de los censos enfitéuticos, en los que el propietario -habitualmente el señor- se había
reservado el dominio eminente y cedido al campesino, por plazos indefinidos o muy largos, a veces durante
generaciones, el domino útil de la tierra, a cambio de un canon (censo, laudemio, luismo), generalmente no
muy gravoso, lo que permitió que algunos enfiteutas pudieran incluirse entre el peque o porcentaje de los
campesinos ricos. Una situación parecida era la del tenant inglés, que gozaba de arrendamientos a largo
plazo similares a los sistemas enfitéuticos del continente, lo que hacía de él casi un propietario.
Se trataba, sin embargo, de un tipo de contratos propio de épocas de baja presión demográfica sobre la
tierra, en las que lo que interesaba al propietario era hacerla producir. Pero en los momentos de expansión

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demográfica, como fueron en general los siglos XVI y XVIII, los dueños de la tierra trataban de convertir los
censos y arrendamientos largos en arrendamientos simples, a poder ser a plazos cortos, para beneficiarse
también del incremento de los precios. En cuanto al pago del canon, podía estar estipulado en dinero o en
especie. En los periodos expansivos citados, de auge demográfico e incremento de los precios, lo que más le
interesaba al propietario -y menos al campesino- era que el pago fuera en especie, pues su precio subía con
los años, en lugar de percibir una cantidad monetaria fija cuyo poder adquisitivo iba menguando.

Otro tipo de contrato era el de aparcería o reparto de frutos, frecuente en el ámbito mediterráneo y que
ofrecía diversas formas y proporciones, aunque era frecuente la división en dos mitades, como indican los
propios nombres: mezzadria en Italia, metairie en Francia y halbpacht en Alemania. Por último, existía
también el arrendamiento simple, generalmente por plazos no demasiado largos, que era el más
interesante para el propietario en los periodos de prosperidad.

El último escalón dentro del campesinado eran los jornaleros y trabajadores sin tierra, que se ganaban la
vida en las propiedades de otros a cambio generalmente de un salario. En ciertas zonas, como el sur de Italia
o de España, eran especialmente abundantes, como consecuencia del predominio de la gran propiedad
feudo-señorial. Tanto ellos como los pequeños -y en algunos casos, medianos propietarios o arrendatarios
formaban la gran mayoría de la población rural. Cuando las cosas iban mal y se acumulaban varios años de
malas cosechas, masas de campesinos procedentes de tales sectores abandonaban el campo e iban a las
ciudades en busca de trabajo -o de caridad- que les permitiera subsistir.

Hay que tener en cuenta, sin embargo, que frecuentemente las diversas categorías que hemos analizado
no se daban en estado puro. Un campesino podía ser propietario de una pequeña extensión de tierra y
arrendatario de otras superficies, algunos pequeños propietarios o arrendatarios trabajaban para otros más
potentes, etc. Los propietarios o cultivadores directos, además de otros tributos y, en el caso de los segundos,
también rentas, estaban obligados a pagar el diezmo, una carga destinada inicialmente al sostenimiento de
la iglesia local, que gravaba exclusivamente la producción agropecuaria, en una cantidad aproximada de un
10%. Su importancia y tradición eran tales que en los países protestantes se siguieron pagando diezmos, bien
fuera a la Iglesia o a los nobles que se habían apoderado de sus tierras. La gran diferencia existente en el
seno del campesinado era la relativa al nivel de vida. Un 60% o 70%, con independencia de su condición, no
era capaz de hacer frente a las situaciones difíciles. Su situación era por ello precaria y se fue deteriorando
aún más durante la Edad Moderna, a medida que avanzaba la propiedad individual -con frecuencia de
burgueses y habitantes de las ciudades- a costa en muchos casos de los bienes comunales y de uso colectivo.

3.5. PUEBLO URBANO Y MARGINADOS

El último gran sector del pueblo llano eran los habitantes no privilegiados de las ciudades. Si quitamos de
ellos a los burgueses y gentes con medios suficientes para mantener un nivel de vida por encima de la
mayoría, nos quedamos con los trabajadores de las ciudades y con los pobres y mendigos. Buena parte de
los primeros estaban agrupados en los numerosos gremios, cada uno de los cuales reglamentaba una
actividad productiva concreta, hasta llegar en muchos casos a una auténtica especialización, lo que hacía que
hubiera decenas de gremios, y en algunas ciudades superasen el centenar. Pero el gremio no era
exclusivamente una organización productiva, sino que tenía también funciones religiosas y de solidaridad
para con aquellos de sus miembros que la necesitasen (viudas, huérfanos, ancianos, enfermos o impedidos),
para lo que se organizaban en hermandades o cofradías. En algunas ciudades, y entre ellas Londres o París,
tuvieron alguna participación en el gobierno municipal, la recaudación de impuestos o el reclutamiento y la
defensa. No obstante, su posición era siempre secundaria respecto a los miembros del patriciado urbano. Al
cabo, eran eficaces instituciones de control social, por lo que en los momentos de dificultades las
autoridades trataban de atraérselos -sobre todo a los m s importantes-, sabedoras de su notable influjo en
los sectores populares de la ciudad. Como reflejo de la sociedad de la que surgían, los gremios participaban

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de las discriminaciones existentes en ella. En general no admitían a hijos ilegítimos, además por supuesto de
las discriminaciones religiosas y raciales. Pero los gremios no agotaban toda la realidad del pueblo llano de
las ciudades. Dejando a un lado el hecho de que su existencia no era universal, había también trabajadores
de sectores que no habían llegado a organizarse en gremios, aunque seguramente ello probaba la escasa
importancia de su actividad. Más numerosos eran los criados y criadas, muy abundantes en el Antiguo
Régimen y que formaban parte, en principio, de las familias en cuya casa trabajaban y vivían, aunque no por
ello dejasen de pertenecer al estamento popular urbano. En la Francia del siglo XVIII, los criados de ambos
sexos, frecuentemente solteros, suponían el 8% de la población activa.

También los trabajadores eventuales, atentos a contratarse en diversas tareas con las que procurarse el
mantenimiento y que formaban un sector más inestable por la escasez en que solían moverse. Muchos de
los emigrantes procedentes del campo se contarían entre ellos, así como también en el sector de los pobres
y vagabundos. Aunque los pobres no eran privativos de la ciudad, el mundo urbano les atraía
especialmente por sus mayores posibilidades. Su número era muy elevado, superando habitualmente el
10% de la población, pero podían aumentar muy fácilmente, pues en una economía tan precaria las malas
cosechas, el aumento de precios, las epidemias, la muerte del padre de familia y tantos otros
acontecimientos a la orden del d a eran capaces de sumir en la pobreza a un elevado porcentaje de las
gentes. Una parte importante de los pobres estaba plenamente insertada en la sociedad, que subvenía a
sus necesidades a través de la caridad privada, las iglesias y las organizaciones públicas que fueron
surgiendo (asilos, lazaretos... ), acordes con la idea que habría de desarrollarse en la Edad Moderna de que
los municipios se hicieran cargo de la asistencia social, desarrollada hasta entonces sobre todo por las
instituciones religiosas. Obras corno la del humanista valenciano Luis Vives De subventione pauperum,
publicada en Brujas en 1526, expresaban claramente esta nueva política social. En Inglaterra, las leyes de
pobres crearon un impuesto para la asistencia social que se cobraba en las parroquias. El buen pobre tenía
un indudable carácter evangélico, y resultaba imprescindible para que el resto de la sociedad pudiera ejercer
la virtud teologal de la caridad.

Sin embargo, la Edad Moderna contemplar a una evolución desde tales planteamientos a la consideración
del pobre como un elemento potencialmente peligroso, que convenía recoger y controlar en los numerosos
albergues o instituciones similares que se crearon al efecto. En el siglo XVIII y desde el pragmatismo
ilustrado, avanzaría la consideración del pobre como individuo improductivo, al que hay que obligar a
trabajar. El problema, más que en los pobres reconocidos o de solemnidad, estaba en los vagabundos y
mendigos incontrolados, que aumentaban en los periodos de dificultades y eran más inclinados a delinquir.
Ya a finales del siglo XVI, el médico español Cristóbal Pérez de Herrera, en su obra Discursos del amparo de
los legítimos pobres (1598), distinguía entre pobres verdaderos y pobres fingidos, que habían de ser
controlados y sometidos a trabajos obligatorios. También habría que tener en cuenta los grupos marginados,
en su mayor parte por motivos religiosos. Tal vez los más numerosos fueran los judios, presentes en
numerosos países y objeto generalmente de discriminación. Las cosas mejoraron algo para ellos en el siglo
XVIII, aunque continuaron teniendo problemas. Hasta mediados de dicha centuria hubieron de pagar en
Francia un impuesto de capitación, y en Inglaterra, el esfuerzo realizado en 1753 para nacionalizarlos hubo
de abandonarse ante la resistencia popular. Solo en la Prusia del siglo XVIII disfrutaron de una cierta igualdad
de hecho con los cristianos, aunque la legal no la consiguieron hasta 1811-1812.

Un sector, no propiamente marginado sino propiedad de otros, eran los esclavos, que se mantenían sobre
todo en el servicio doméstico. En general tendían a desaparecer, si bien en lugares como Rusia eran
abundantes. En Europa occidental eran mayoritariamente de raza negra, pero existían también otros, como
los musulmanes apresados por los cristianos que participaban en el corso mediterráneo, los llamados en
España esclavos del rey, que trabajaban en algunas minas y labores de especial dureza.

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TEMA 4. “RAZA”: UNA CATEGORÍA PARA LA HISTORIA
SOCIAL DE LA EXCLUSIÓN
La ciencia genética ha demostrado la carencia de argumentos biomoleculares para establecer la categoría de
“raza” como un criterio válido para ordenar la diversidad humana. Luigi Luca Cavalli-Sforza ha apuntado que
en cualquier sistema genético siempre se encuentra un gran elevado grado de polimorfismo, de ahí que
pueda señalarse que el mito de la pureza genética sea simplemente eso: un mito, una falacia sin base
alguna. En consecuencia, puede afirmarse que cualquier clasificación racial simplifica la diversidad humana
de tal manera que se torna una finalidad en sí misma, omitiendo la gran variedad genética y todas las posibles
zonas de transición que son negadas al establecer compartimentos estancos. Por tanto, podemos aseverar
que las “razas” se basan en objetivos de marginación. Con ello se demuestra de qué manera las relaciones
interhumanas se han estructurado por medio de la significación de características biológicas o
seudobiológicas con el fin de construir colectividades diferenciadas. La de raza es una construcción social,
una categoría a menudo destinada a la exclusión a la que los modernistas han venido dedicando cada vez
mayor atención. A modo de paradigma explicativo, se abordará el caso concreto de la península Ibérica
analizando dos minorías y la oposición que generaron en sus sociedades: cristianos nuevos y moriscos.

4.1. LA LIMPIEZA DE SANGRE

Tras la persecución y los motines en contra de los judíos en la península Ibérica en el año 1391, gran parte
de la comunidad sefardí consideró como única posibilidad de supervivencia su conversión al cristianismo. Un
siglo más tarde, aunque se calcula que unos 200.000 judíos pudieron abandonar los reinos de la Monarquía,
se repitieron las conversiones en masa como consecuencia del edicto de expulsión de los judíos
promulgado por los Reyes Católicos en 1492. Muchos, es sabido, se refugiaron en Portugal si bien también
fueron expulsados de ese reino en 1497, encontrando después acomodo en el Magreb, en los Países Bajos o
en la ciudad de Hamburgo, donde la comunidad sefardita creció y floreció. En los territorios ibéricos, la nueva
posición socioeconómica de los neófitos, derivada de las conversiones, estimuló reacciones que
probablemente fueron de envidia y angustia por la competencia generada en numerosos oficios y beneficios.
Paralelamente, algunos conversos de la primera generación continúan practicando su cultura y su religión
judía bajo el manto del cristianismo. Incurren así en delito de herejía: criptojudaísmo.

Como secuela, en las instituciones españolas se difunde rápidamente una tendencia excluyente. Con el fin
de impedir a los judeoconversos su acceso a cargos y diversas instituciones, se decretan los Estatutos de
Limpieza de Sangre. Mecanismo de discriminación legal, la también llamada Pureza de Sangre, fue
instaurada por vez primera en la Sentencia-Estatuto de 1449 en Toledo y fue extendiéndose a diversas
instituciones a lo largo de los siglos XV, XVI y XVII. Si es, no obstante, prematuro referirse a ese momento,
para hablar de un sistema ideológico en torno a la limpieza de sangre, no hay dudas de que las aportaciones
de Juan Martínez Silíceo en 1547 terminarían por asentar ese modelo. Los estatutos, con las investigaciones
genealógicas que conllevaban, vetaban el acceso a colegios mayores, órdenes militares, monasterios,
cabildos catedralicios o a la propia Inquisición, a aquellos cristianos a los que se les pudiese comprobar
sangre “judía, mora o hereje” en sus antepasados. Por ello, para acceder a las instituciones se hizo necesario
certificar la pureza de sangre presentando un árbol genealógico. El procedimiento, denominado “prueba de
sangre”, trataba de demostrar el carácter inmaculado de los aspirantes y consistía en un riguroso análisis de
su linaje. De este modo, las cláusulas de la limpieza de sangre reflejan el miedo de la sociedad cristiana vieja
ante una asimilación judeoconversa. De acuerdo con ello, la limpieza de sangre tenía la función de bloqueo
y obstaculización de la movilidad vertical de los cristianos nuevos. La limpieza de sangre representó pues
el comienzo de un nuevo sistema de segregación, puesto que después de las conversiones los
judeoconversos seguían siendo discriminados por su ascendencia, aunque los bautizos se hubiesen
efectuado varias generaciones antes. A raíz de la evidente contradicción que representaba esta

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normatividad con respecto a la doctrina cristiana y a la función del bautismo como rito de integración
cristiano, se recurrió a construir un mundo de ideas que justificara tal normatividad. Fue entonces cundo
se comenzó a esgrimir que la “sangre judía” de los “cristianos nuevos” conservaba su carácter deshonesto
y degenerado, dado que las inclinaciones malignas y la falta de moral de los judíos se heredaban de
generación en generación, sin importar siquiera que hubiesen sido bautizados. En la obra Centinela contra
los judíos (1674), Francisco de Torrejoncillo plasmó la idea de que el ser judío se definía por la sangre, sin
importar si la persona estaba o no bautizada. “[Para] ser enemigos de Christianos [...] no es necesario ser
padre, basta la madre, y esta aun no entera, basta la mitad, y ni aun tanto, basta un quarto, y aun octavo, y
la Inquisición Santa ha descubierto en nuestros tiempos que hasta distantes veinte un grados se han conocido
judaiçar”. El ejemplo del discurso teológico demuestra que a través de un discurso teológico también se
pudo fabricar un determinismo biológico en detrimento de personas que eran calificadas como “impuras”
y, consecuentemente “inferiores” por tener antepasados o bien judíos o musulmanes.

4.2. SOBRE “RAZA” Y “LIMPIEZA”

Es muy probable que la primera vez que se utilizó el término “raza” en la literatura hispana fuese en la obra
Corvacho, o Reprobación del amor mundando escrita por Alfonso Martínez de Toledo en el año 1438. En ella,
la “raza” era entendida simplemente como una manifestación de procedencia, es decir, era un equivalente
al término linaje: “el bueno y de buena raza todavía retrae de donde viene, y el desaventurado, de vil raza y
linaje, por grande que sea y mucho que tenga, nuca retraerá sino la vileza de donde desciende”. El autor
utiliza en sus páginas la expresión “raza” de forma neutral y sólo la inclusión de un adjetivo positivo
(“buena raza”) o peyorativo (“vil raza”) hace que el término obtenga un componente ideológico. Además,
se demuestra en su lectura que la palabra “raza” estaría acompañada de un ethos natural, que resultaría ser
inmanente e invariable del der y que, por tanto, permanecería siempre en su seno. Casi cincuenta años
después, el humanista Antonio de Nebrija incluyó en su Diccionario (1493) dos acepciones del término raza:
raça como rayo de sol o, raça del paño, es decir, un defecto de la tele, donde la irregularidad del tejido
permite que pasen los rayos del sol. Si se entiende, que estas formas serían las habituales para utilizar el
término en el siglo XV pese a los avances de Martínez de Toledo, se puede inferir que no existía todavía un
enlace semántico con la “limpieza de sangre”. El arzobispo Siliceo, a propósito de la instauración de los
estatutos de limpieza de sangre en el arzobispado de Toledo en 1547 fue el primero en utilizar el término
“raza” en ese contexto. Los que fuesen beneficiarios o canónigos de esa iglesia debían ser cristianos viejos
“sin raza de judío ni moro ni herejes”. Más adelante, otros autores como Augustín Salucio, Vicente da Costa
Matos o Diego Gauillan Vela recurrieron a ese término a la manera de Silíceo. “Raza” era sinónimo de
“mácula”, de “sangre impura”. Así pues, si también la raza era un defecto de los tejidos, lo era también de
las personas. Augustín Salucio escribió “para tener raza basta un rebisabuelo judio, aunque los otros 15 sean
Cristianisimos y nobilissimos.”

Tal vez mucho más influyente fue el lexicógrafo toledano Sebasstián dee Covarrubias, quien en su Tesoro de
la lengua castellana (1611) afirmó: “Raza en los linages se toman en mala parte, como tener alguna raza de
Moro, o Judio.” Por su parte, el filólogo Lorenzo Franciosini ofreció en su muy difundido Vocabolario italiano
e spagnolo (1620) una definición que pone de manifiesto la cercanía entre “limpieza” y “raza”. Según esta,
“Limpio es a veces utilizado en España. Todo el que es cristiano viejo, es porque no tiene raza, ni procedencia
mora ni judía”. En 1638 Jiménez Patón aborda igualmente la pregunta sobre el significado del “ser limpio” y
afirma: “[...] que son los limpios Christianos viejos, sin raza, macula, ni descendencia, ni fama, ni rumor dello”.
Parece casi innecesario aclarar que en este contexto la utilización del término “raza” no corresponde a una
categoría de las ciencias naturales para catalogar a la humanidad en diferentes agrupaciones. Este significado
perteneciente al uso contemporáneo del término “raza” fue apenas introducido por estudiosos como Bernier
(1620-1688), Lineo (1707-1778) o Buffon (1707-1788), y más tarde por racistas como Gobineau y
Chamberlain. Por tanto, no existe un nexo semántico-ideológico entre el término “raza” utilizado en los
siglos XVI-XVII, con el utilizado en los siglos XVIII-XX.

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En todo caso, y aunque el antijudaísmo de la Edad Moderna fue complementado por la ciencia aristotélica
ello no permite hablar de un racismo científico. Sobre lo anterior refiérase cómo, en 1645, el teólogo Castejón
y Fonseca, basándose en Galeno, trató de integrar teorías médicas clásicas con la perspectiva teológica
cuando afirmó que “las inclinaciones proceden de los humores: estos recivimos de nuestros ascendientes, de
qualquiera podemos recibir veneno”. Así pues, los tratados sobre la limpieza de sangre se articulan
mediante la racionalización y apropiación de formas de argumentación no teológicas, sin necesidad de
alcanzar un cientifismo, algo, por otro lado, inaceptable por parte de la Inquisición. Y es así, puede afirmarse
sin miedo, como el elaborado discurso de la “limpieza de sangre” se consolida como un “mecanismo racional”
con fundamento teológico.La lógica de la “limpieza” se constituye como una construcción ideológica, la
cual a través de un discurso desarrollado a posteriori intentaba legitimar los “estatutos de limpieza de
sangre”. Esta se conformó mediante la fusión de elementos provenientes del fanatismo religioso y de la
instrumentalización de las ciencias naturales griegas, para finalmente canalizar los resentimientos sociales y
las ambiciones de honor y de poder. En pocas palabras: el ideario de la “limpieza de sangre” pone en
evidencia el miedo y la envidia social inherentes a su época. Los argumentos “raza” y “sangre” actuaron como
columna vertebral de este sistema ideológico y doctrinario. Así las cosas, se podría proponer el término
“antijudaísmo racial”, un oxímoron que expresa la fusión entre la argumentación de la “limpieza de sangre”
fundamentada tanto en la teología como en las ciencias aristotélicas, y la oscilación difusa y contradictoria
entre origen (linaje/“raza”) y pertenencia religiosa.

4.3. A PROPÓSITO DE LOS MORISCOS

Los moriscos, como ya se ha señalado, también participaron de este esquema de exclusión. Aunque en las
capitulaciones de la conquista de Granada se había garantizado a la población local el mantenimiento de su
lengua, su cultura y su religión, poco menos de una década después, tras tensiones derivadas de los abusos
de los nuevos señores establecidos en la región, los levantamientos de los musulmanes fueron la excusa
perfecta para que se rompiese lo acordado: todos los moriscos que vivían en la corona de Castilla habrían
de elegir entre el bautismo o el exilio. En Valencia, en todo caso, la Corona prometió en las Cortes que los
musulmanes no serían convertidos a la fuerza, si bien todo ello se vino abajo en la revuelta de las Germanías.
El problema, a pesar de todo, era el de la asimilación de los moriscos a pesar de ser nuevos convertidos. En
un principio existía la confianza de que se podía conseguir mucho mediante la predicación y la enseñanza.
Las concordias suscritas en 1526 y 1528 hacían ver a los moriscos que la Inquisición no sería demasiado
rigurosa en sus pesquisas al menos durante el término de cuarenta años, durante los cuales serían
instruidos en el cristianismo. Pero lo cierto es que hacía 1570 un observador comentaba: “No sé que es la
causa que estamos tan ciegos que [...] andamos a convertir los infieles del Japón, de la China y de otras partes
y provincias remotísimas, que, aunque es obra muy buena y muy santa parece que es como si uno que tienecla
casa llena de víboras y escorpiones no pusiera cuidado en limpiarla de ellos, y dejando en evidente peligro a
su mujer e hijos, se fuese a cazar leones o avestruces a África”. Efectivamente, había quejas constantes de
que las misiones peninsulares no habían atraído el entusiasmo de ultramar y todavía en una fecha tan
tardía como 1604 había propuestas para instruir a los predicadores en la lengua árabe, de suerte que
pudieran actuar con mayor efectividad. Fray Jaime Bleda, dominico valenciano y principal defensor de la
expulsión de todos los moriscos, creía, no obstante, que la predicación no era el único problema. Basándose
en su experiencia como rector parroquial a finales del siglo XVI consideraba que los moriscos rechazaban el
cristianismo no por “ignorancia” sino por “malicia”. De todos modos, en esa época la cuestión morisca había
cambiado. En la década de los sesenta del siglo XVI los cuarenta años de gracia concedidos por las concordias
ya se habían cumplido. Así, en 1566 fueron resucitadas viejas medidas prohibiendo la lengua y las
costumbres árabes, a pesar de que hubiese quien, como Francisco Núñez Muley, recordase que los cristianos
egipcios hablaban árabe y que los trajes y los elementos musicales de Granada eran regionales y no
religiosos. Las tensiones derivadas por esas prohibiciones fueron el caldo de cultivo en el que se produjo
la segunda revuelta de las Alpujarras (1568-1570), cuya liquidación motivó la dispersión de los granadinos

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por toda Castilla. A partir de entonces el problema morisco fue sobre todo valenciano y, en menor medida,
aragonés. En esta última fase de unas Españas musulmanas la Inquisición adquirió una notable importancia,
pero también lo hizo la parroquia. La estructura parroquial, aunque imperfecta, generó una nueva rutina
de observancia religiosa, reflejada en los registros de bautismos, matrimonios y defunciones. Los intentos
de establecer parroquias en territorios musulmanes habían empezado ya en 1535 en Valencia, pero era algo
que avanzaba lentamente por los costes implicados: la destrucción o reedificación de la mezquita, la dotación
de un clérigo residente constituía gastos difíciles de cubrir. El diezmo iba tradicionalmente a parar a obispos
o capítulos catedralicios y sólo una pequeña proporción a las parroquias. Así las cosas, a comienzos del siglo
XVII sólo 74 de 129 parroquias moriscas en Valencia podía garantizar el pago de un clérigo. Aunque carentes
de financiación adecuada, las parroquias llegaron, no obstante, a afirmarse como los espacios de la vida
cotidiana también para los moriscos. Así, como ya se ha señalado, se estableció un control más estricto
sobre los diferentes estadios del ciclo vital. Con todo, seguían existiendo dudas sobre posibles ritos paralelos
y Bleda creía que normas canónicas relacionadas con la dispensa de consanguineidad, la bigamia o la
anulación del matrimonio no siempre se podían hacer cumplir. Como sugería el obispo de Orihuela en 1595
el verdadero matrimonio era el redactado por el alfaquí, es decir, el maestro o sabio de la ley musulmana.

Ciertamente, los ejemplos que atestiguan la supervivencia, por ejemplo, de la dote islámica (la dotación de
la novia por el novio), más que la dote europea, sugerirían como mínimo que una cultura distinta seguía viva
en el seno de la familia. Los rituales musulmanes de la muerte -colocación de la persona fallecida de modo
que mirase al este, entierro en tierra virgen- se combatían todavía en 1570 mediante órdenes para que los
sacerdotes fuesen llamados al lecho de muerte de los moriscos y testificasen la colocación del cadáver en la
tumba. Además, los alguaciles responsables de hacer cumplir los edictos contra las prácticas musulmanas
estaban sujetos a gran presión en las pequeñas comunidades y los carniceros cortaban la carne a la manera
musulmana con tal de no perder clientes. Y en cierta medida los moriscos seguían gozando, en ocasiones,
de una protección informal. El arzobispo Ribera de Valencia, por ejemplo, dudaba de que los moriscos
llegasen a convertirse en verdaderos cristianos, pero le repugnaba la idea que se procediese contra ellos con
excesivo rigor, por las implicaciones sociales que algo así podría suponer. De todos modos, sería en la Corte
donde se dirimiese el destino de los moriscos a partir del último tercio del siglo XVI, un momento en el que,
además, empezó a detectarse una creciente conflictividad entre señores y aljamas. Además, si la población
morisca en la primera mitad de ese siglo había retrocedido, entre 1565 y 1609 experimentaría un
crecimiento de un 70%. Esto generó miedo y sospechas. El viejo argumento de que los moriscos eran una
“quinta columna”, un aliado potencial del Turco, el enemigo de la Monarquía Hispánica, ya no era tan
relevante como lo había sido hasta la batalla de Lepanto (1571) pero la situación de los principados
berberiscos y las incursiones de sus piratas era preocupante. También corrieron bulos de alianzas con los
ingleses y los franceses en torno a 1600. La intranquilidad, fuera todo aquello verdad o no, alimentaría la
decisión del desenlace de la expulsión entre 1609 y 1614. En esos años 275.000 personas fueron conducidas
desde los puertos españoles al norte de África. A nivel de toda la Monarquía Hispánica puede que el trastorno
no fuese muy grande, pero en el caso de Aragón y, sobre todo, en Valencia, la medida fue del todo
traumática, afectando a una de cada tres personas. Continúa argumentándose sobre los efectos económicos
de la expulsión, pero sin duda el acontecimiento hizo que bajara el telón de un pluralismo cultural que había
caracterizado a Iberia hasta ese momento.

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TEMA 5. FAMILIA, GÉNERO y COMUNIDAD
La vida social durante el Antiguo Régimen estuvo vertebrada por una serie de instituciones -englobadas
necesariamente dentro de los poderes inmediatos- que tuvieron a menudo un mayor predicamento que los
órganos más visibles del llamado “Estado Moderno”. Estas instituciones encuadraban y controlaban a los
hombres y a las mujeres al tiempo que tendían a otorgarles una cierta protección y seguridad. La familia y
la comunidad son dos de esos poderes inmediatos que enmarcan los procesos vitales en la Época Moderna
si bien es de reseñar que fue también en su seno donde se produjeron abusos, tensiones y conflictos. No
son, por supuesto, estas instituciones específicas de este periodo, pero sí lo es la presión que
paulatinamente irán ejerciendo sobre ellas el aparato burocrático-administrativo de un poder centralizado
y la Iglesia, a través de instrumentos tales como el disciplinamiento social o la confesionalización, así como,
en algunos casos, los señoríos. Por otro lado, en lo que se refiere a las mujeres, los estudios de género han
puesto, además, de manifiesto que las relaciones entre los sexos no están determinadas por lo biológico sino
por lo social, siendo, por lo tanto, de naturaleza histórica. Quiere esto decir que la relación construida en la
historia entre las mujeres y los hombres no puede verse -tampoco en la Modernidad- supeditada a la
sexualidad y al reduccionismo biológico.

5.1. LA FAMILIA

Han sido varios los autores que han apuntado cómo en el periodo moderno, para la inmensa mayoría de la
población la vida transcurría en el marco de la familia; en consecuencia, sólo los cabezas de familia podrían
aspirar a tener cierta visibilidad en el ámbito público. A ese estatus, se accedía generalmente cuando un
individuo se convertía en vecino; esto es, el individuo se establecía de forma independiente al frente de una
unidad familiar en una determinada comunidad.

La familia era, además, una unidad de reproducción biológica, una pieza clave en la reproducción social a
través de la descendencia: el acceso a determinados medios de producción o a un oficio, el cortejo o la
elección de un determinado matrimonio, la posibilidad, en consecuencia, de formar una familia propia, eran
aspectos que, en su totalidad, se regían por unos usos y costumbres que regulaban la estructuración, la
sociabilidad y el funcionamiento de las familias.

5.1.1. Los diferentes modelos de familia

Sería equivocado considerar que en la Europa Moderna sólo existió un único modelo de familia. En el siglo
XIX estaba bastante asentada la idea de que en la época preindustrial las características principales de las
familias habían sido su gran extensión y su estructura compleja: múltiples parejas y varias generaciones
conviviendo bajo un mismo techo y bajo la autoridad de un único cabeza de familia. Se pensaba además que
la industrialización habría provocado una ruptura de ese modelo, que habría sido sustituido por uno más
simple: el conformado por la familia nuclear (pareja e hijos).

Hubo quienes consideraron que esta evolución redundó en una liberación del individuo de las trabas
familiares. Pero hubo también quien defendió lo contrario: el cambio habría provocado inestabilidad en la
célula social básica. F. Le Play, el más célebre defensor de la familia troncal frente a una legislación liberal de
carácter individualista y frente a los efectos de la industrialización, fue quien más contribuyó a difundir la
idea de que el de la familia troncal había sido el modelo más habitual en el pasado.

El llamado Grupo de Cambridge -liderado por Peter Laslett- difundió en cambio una visión contraria,
mostrando que el modelo familiar predominante en Inglaterra y otras regiones de la Europa occidental
habría sido el de la familia sencilla. En cualquier caso, investigaciones posteriores, basándose en una
metodología similar a la de aquel (análisis de registros parroquiales), han puesto de manifiesto que la
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pluralidad habría sido la norma. Han sido aceptados, no obstante, una serie de criterios básicos para la
organización de los grupos domésticos, que en su día fueron utilizados por Laslett:

- Es fundamental establecer si se producen o no fenómenos de “neolocalismo” por el cual la nueva


pareja establece una residencia separada o sigue conviviendo en el núcleo familiar.
- Considerar los criterios familiares que afectan a la fecundidad, como es la edad de acceso al
matrimonio, el celibato definitivo o las segundas nupcias de las viudas.
- Los lazos de parentesco existentes en el grupo.
- En último término, la organización del trabajo en esas unidades.

Encontramos tres grandes modelos familiares en la Europa Moderna:

• La familia nuclear o sencilla. Formada por pareja e hijos pero que, evidentemente, atraviesa
diferentes fases a lo largo de su existencia. Así inicialmente es sólo el núcleo conyugal, mientras que
en una llamada etapa de plenitud se añaden los hijos del matrimonio. El ciclo se concluiría con la
madre viuda y algunos de los hijos solteros que habrían permanecido en la casa o simplemente con
la vida en solitario del padre o de la madre cuando los hijos han abandonado el hogar.

• La familia troncal. Se caracteriza porque la pareja formada por uno de los hijos y la nuera (o yerno
e hija) y su descendencia, convive con la pareja de progenitores y también, temporal o
definitivamente con algún hermano o hermana solteros. En la fase teórica de plenitud estaría
constituida por tres generaciones.

• La familia comunitaria o compleja. Se trata de una familia con varios núcleos conyugales y su
descendencia. La diferencia principal con la troncal es, por tanto, que no se limita a una única
pareja.

Los modelos ya estaban asentados en Europa desde épocas pasadas, pero durante la Modernidad cada tipo
parece adaptarse mejor a determinados condicionantes socioeconómicos.

La familia compleja dispone de una gran fuerza de trabajo familiar; sin necesidad de asalariados puede
ocuparse de grandes explotaciones. Predomina en zonas donde el poder del señor o del propietario de la
tierra es elevado y obliga a mantener ese elevado nivel de fuerza de trabajo para evitar que se pierda la
parcela de tierra que le ha sido asignada a la familia. Es habitual del este de Europa, coincide con el área
geográfica de la Segunda Servidumbre. También es visible en zonas de aparcería del centro de Italia, de
Francia y los Balcanes. El interés del señor y el de los miembros del grupo es que los hijos la abandonen.

La familia troncal predomina en áreas de economía pastoril y se adapta al objetivo de la perduración de


una casa. Este concepto de casa engloba no sólo un núcleo habitado sino una unidad de explotación -tierras,
prados-, y una serie de derechos comunitarios sobre esos pastos, la explotación del bosque, etcétera. Incluye,
además, aspectos inmateriales como el nombre de la familia o la tradición del linaje. Está relacionada, pues,
con el Oikos de la tradición griega y los modos de proceder -centrados en la salvaguardia de la familia y de
la “casa grande” en la que caben todas sus actividades- son de naturaleza oeconómica, si se acude a la
definición que hizo Otto Brünner de este concepto. Una consecuencia de lo anterior es un sistema de
herencia no igualitario: se impone el heredero único que a la muerte del padre adquirirá el rango de cabeza
de familia. El resto de los hermanos abandonan el núcleo, o bien integrándose en otra como esposa o nuera,
o buscándose la vida en la emigración, recibiendo una dote a menudo. Los solteros pueden permanecer en
el núcleo, pero sometidos al cabeza de familia.

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La familia nuclear predomina en la Europa noroccidental y en amplias zonas del Mediterráneo. No responde
a objetivos tan específicos como los descritos para los otros dos modelos. Está definida por su adaptación a
un sistema desigualitario o a formas de reparto más igualitarias. La formación de nuevas unidades
domésticas sólo es posible a la muerte del padre, o bien buscando acomodo en otras tierras o actividades.
Abandonar el hogar, salvo en el caso del heredero, es lo más habitual en Inglaterra a cambio de una dote o
ayuda y ello motiva que la edad de acceso al matrimonio sea baja siempre y cuando los salarios sean altos;
en caso contrario, asciende esa edad por lo que la dinámica familiar se ve influenciada por el mercado.

En Francia, las costumbres hereditarias en el norte y oeste, zonas de predominio nuclear, son de tipo
igualitario frente a las desigualdades del sur. Es curioso el caso de Normandía, donde los hijos deben aportar
al conjunto de la herencia los bienes que han recibido en vida de sus padres, normalmente la dote nupcial,
produciéndose una restauración obligatoria de los bienes que han de ser repartidos, materialmente o
mediante equivalente, entre todos.

5.1.2. Las tensiones familiares

La familia comunitaria es quizás la más estable de los tres modelos presentados; es la que experimenta una
evolución más lenta y la que exige de mayor cohesión, contribuyendo a ello el poder del cabeza de familia.
Esta situación, no obstante, no excluye el surgimiento de tensiones. El relevo del patriarca es motivo
habitual del conflicto al verse relegados algunos de los aspirantes tal vez ante un miembro de una
generación posterior.

También la convivencia entre las parejas puede ser motivo de fricción. Si estos problemas llegan al extremo
se podría producir una escisión incluso de naturaleza traumática. Pero lo habitual es que la vida en el seno
de la familia comunitaria se desarrolle en un universo cerrado en el que la voluntad individual se ve
supeditada a las necesidades grupales. Los lazos de parentesco y las solidaridades suelen hacer que las
tensiones sean controladas.

La familia troncal se presenta, por su parte, como foco de grandes tensiones que a menudo desembocan
en la violencia. Existen en su ciclo vital dos coyunturas de gran competencia:

• La designación del heredero -no siempre dependiente de la primogenitura-, que enfrenta a los
hermanos entre sí.
• La cohabitación de la pareja joven con la de los padres a la espera de un relevo al frente de la
jefatura familiar que puede tardar años.

Esos dos problemas eran también visibles en las familias comunitarias, pero aquí son más agudos. La
familia troncal proyectó esas tensiones en el establecimiento de alianzas matrimoniales con otros grupos
domésticos. Guiadas por el deseo de mantener o engrandecer su casa, las familias desarrollaron estrategias
que pueden ser calificadas de “conquista” buscando alianzas ventajosas con los vecinos. Es a través de las
dotes como se desarrolla esa estrategia tratando que lo ingresado por la cesión de una nuera sea superior
al desembolso de las dotes otorgadas a las hijas.

Otra fórmula para el engrandecimiento de la casa es una estrategia que implica a varias generaciones y
que aspira a reintegrar en la casa aquello que salió de ella en un momento concreto. Hablamos pues de
alianzas matrimoniales a menudo consanguíneas y que pueden suponer que la voluntad de los interesados
apenas cuente frente a las necesidades de la casa. La familia nuclear encuentra sus mayores tensiones en el
momento en el que los niños pasan a la adolescencia (si no antes) y comienzan un ciclo en el que actúan
como trabajadores, sirvientes o ayudantes dentro de la casa. Su aportación a la fuerza laboral de la casa
es quebrada radicalmente cuando la abandonan debido a la emigración o el matrimonio. No obstante, es

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habitual en muchas sociedades el intercambio de hijos sirvientes. La socialización de los jóvenes se produce,
así, estando separados de la familia propia, bajo la autoridad de otro jefe de familia con menores vínculos
afectivos, favoreciendo la preparación para una vida independiente y un cierto individualismo.

En cualquier caso, la búsqueda de la alianza matrimonial se produjo generalmente en un área bastante


circunscrita, endogámica y consanguínea. Hay cuestiones económicas que están detrás de todo ello, como
se ha visto, pero también elementos vinculados a lo simbólico: mediante las alianzas y los vínculos sociales
se refuerza siempre la cohesión de la comunidad, de ahí que la elección del matrimonio sea un proceso que
interesa al núcleo familiar y a la colectividad.

5.1.3 El papel de la mujer

Ya se ha referido la preponderancia del hombre en el ámbito doméstico a partir de su rol de pater familias.
Ese papel se encontraba, además, sustentado en el mundo cristiano por la imagen de la Sagrada Familia, si
bien en este ámbito no de menor importancia fue el concedido a la mujer. Para los moralistas la figura
femenina de María ejemplificaba la bondad que se le suponía posible a las mujeres a la imitación de la Virgen,
sin mancha de pecado original. Pero, al mismo tiempo, era también en la Biblia donde se encontraba a la Eva
pecadora y la inclinación al mal de la estirpe femenina. De este modo, ambas imágenes podían convivir en
discurso moral como imágenes contrapuestas.

Fue a partir de estos mimbres ideológicos como se elaboraron sus discursos sobre las mujeres y para la
formación de estas tanto los humanistas como los representantes de la neo-escolástica. Así, Juan Justiniano,
en el prólogo a la Formación de la mujer cristiana de Luis Vives, no dudaba en la superioridad del hombre a
la hora de educar a la mujer: al hombre cabía formar y educar a las mujeres, así como gobernar la casa y la
república. Virtudes de la mujer cristiana eran, pues, el encierro y la domesticidad, así como la fidelidad, la
entrega y la abnegación. Del mismo modo, Vives consideraba que la castidad y la obediencia, así como la
sumisión, eran valores que debían aprenderse en la más temprana juventud, desde niñas. Es el acatamiento
al marido aquello que produce la paz y la concordia familiar, sentenciará. Fray Luis de León, por su parte,
explicará en La perfecta casada que las mujeres que pretendían realzar su belleza eran sospechosas de
engaño hacia los hombres. Pero también hay testimonios como los del padre Mexía que hablan de que fue
Dios quien “crió a la mujer tan hermosa: para que, mirando, hablando, riendo y llorando, le trayga a sí como
piedra yman”.

Sin negar la imagen negativa de la mujer que se observa en este tipo de opiniones, a juicio de la historiadora
Isabel Morant, es posible, no obstante, vislumbrar una cierta capacidad de actuación de las mujeres,
concediéndoles un reconocimiento como actoras importantes en la vida conyugal. Este papel de mayor
ascendencia en el matrimonio es visible, muy a menudo, en los grupos privilegiados de la sociedad. La
llamada diplomacia en femenino, en la que las mujeres participaron no sólo a través de las estratégicas
alianzas matrimoniales de las monarquías, sino dando pie a canales de transmisión de ideas, acuerdos,
valores y negocios pensados, gestionados y sellados por estas mujeres, pone en cuestión la idea de
sometimiento absoluto. Además, si en un ámbito más general puede pensarse que el matrimonio
condicionaba la libertad de la mujer, entonces podrá aceptarse que no pocas veces la viudedad daba paso a
una participación notable de la mujer en la vida pública.

Cuando la familia perdía al padre y los hijos no habían alcanzado la mayoría de edad -lo cual debía de ser
bastante frecuente-, la viuda pasaba a ser el cabeza de familia. A veces, cierto es, volvían a contraer nuevas
nupcias, pero hasta que lo hacían, gozaban de un estatuto de notable autonomía por más que algún familiar
cercano pudiese ejercer sobre ellas cierta influencia. Eran esas mujeres quienes gestionaban los patrimonios,
quienes dotaban a sus hijas y quienes podían negociar sus casamientos; si bien no es menos cierto que, en
ocasiones, la viudedad podía precipitar a la miseria a toda una unidad familiar. Por otro lado, si el desempeño

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de la mujer como fuerza de trabajo en el ámbito doméstico es evidente, no de menor importancia son los
casos que hablan de actividades productivas fuera de ese contexto o al menos en intersticios donde el taller
y la vivienda se confunden, sin contar con la producción del método verlagystem.

En todo caso, lo que sí que parece evidente es que las mujeres -con la excepción de aquellas que se
desempeñaban como nodrizas, amas o criadas en las grandes casas- pasaron a ocupar preferencialmente
empleos en lo que se ha venido en llamar el sector periférico. Es decir, frente a la “estabilidad” relativa de
algunas procesiones de un sector central caracterizado por una mano de obra cualificada, las trabajadoras
se movieron por un arco ocupacional en el que la cualificación no era reconocida, las bajas remuneraciones
eran más habituales y la estacionalidad y la irregularidad en el empleo más comunes. Hay datos, pese a
todo, que hablan de la importancia de la mujer en el sector textil: por ejemplo, en la Córdoba de finales del
siglo XVI, o en la Florencia de comienzos del siglo XVII. En el Madrid del año 1625, conocemos que había
mujeres que trabajaban como posaderas, gallineras, mesoneras o incluso como tratantes en el Rastro.

Una palabra también para el mundo conventual. Fueron muchas las mujeres que en el Antiguo Régimen
pasaron sus días en clausura. Frente a lo que pudiera parecer, estas mujeres no perdían el contacto con el
exterior por competo: mantenían vínculos familiares, recibían visitas en algunos casos y estaban al corriente
de lo que sucedía extramuros. Teresa de Jesús o María de Jesús de Ágreda son ejemplos paradigmáticos de
esta situación y, en consecuencia, representativos de esas capacidades.

5.2. LA COMUNIDAD

En el mundo rural, contexto en el que se desarrolló el ciclo vital de la mayor parte de la población durante
la Edad Moderna, la comunidad local (generalmente, la aldea) jugó también un papel preponderante. Como
en el caso de las familias, la organización comunitaria observada en el periodo moderno surgía de unas raíces
anteriores y que, por tanto, entre los siglos XV y XVIII ya estaban plenamente definidas. La solidaridad entre
las distintas familias de un lugar era así visible en el aprovechamiento, a menudo compartido, del medio
natural o de los ciclos de trabajo. Pero también respondía a un deseo común de lograr una paz pública
interna o una defensa frente a las agresiones del exterior, ya fuera desde las comunidades vecinas o desde
ámbitos de poder superior. La participación en festividades o en actividades religiosas fomentaba esa idea
de comunidad y garantizaba un refuerzo de la identidad local. Así las cosas, puede afirmarse que las
condiciones de contigüidad y estabilidad de la vida comunitaria conducirían a una organización colectiva que
se asentaba en tradiciones comunes y en la que la miniaturización del espacio político-administrativo era la
norma.

5.2.1 La parroquia y la cofradía

La parroquia fue una de las instituciones que mayor predicamento tuvo en la comunidad local. Su área de
acción solía coincidir con el de la aldea si bien en zonas de hábitats dispersos podía cubrir varios lugares de
dimensiones aún más reducidas. La parroquia encuadraba a los individuos desde su nacimiento hasta su
muerte, siendo el escenario de la ritualización de cada uno de los pasos fundamentales en el ciclo vital: el
nacimiento, el matrimonio, la paternidad y, en fin, la muerte. Pero influía además en el cotidiano marcando
además los ritmos semanales y estacionales vinculados al trabajo, llegando incluso a definir periodos de
abstinencia sexual a lo largo del año. Símbolo de la constante presencia de la parroquia en las vidas de los
miembros de una comunidad serían las campanas que regularían ritmos, servirían de avisos frente a peligros
o de convocatoria para muchas de las actividades comunitarias.

La parroquia, además de ser pues un lugar de reunión e incluso de refugio, estimulaba la organización
comunitaria mediante la exigencia de respuesta colectiva a algunas exigencias del culto. La construcción y el
mantenimiento de las estructuras de las iglesias, su ornamentación o su limpieza, podía depender de grupos

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de individuos organizados en torno a las llamadas fábricas. Además, las ayudas mutuas, la beneficencia o la
enseñanza eran actividades que podían repercutir sobre la comunidad. Y, en efecto, fueron las cofradías,
esas sociedades de mutua ayuda bajo una invocación religiosa, aquellas que tuvieron una mayor importancia
a la hora de estrechar lazos y velar por una vida ordenada y acorde al respeto de normas de convivencia
establecidos por la Iglesia de todos y cada uno de sus miembros.

5.2.2. El municipio

El carácter civil de la acción y organización de la actividad comunitaria fue visible a través del papel de los
municipios allá donde los núcleos de población alcanzaban mayores dimensiones. Con un reconocimiento
jurídico consolidado en el Medievo, los municipios constituían instituciones de carácter permanente que
actuaban en nombre de todos los vecinos de un lugar. Sus funciones, eran amplísimas, pero puede
destacarse:

• En primer lugar, su papel en la regulación de la vida agraria. En las zonas de campos abiertos de la
Europa nororiental (donde predominaba la rotación trienal), los municipios fueron responsables de
la fijación del cultivo que se debía llevar en cada una de las grandes hojas en que se dividen los
campos, así como de las fechas de la realización de las principales tareas agrícolas. La propiedad
privada y la explotación de cada familia podían verse sometidas así a una serie de servidumbres
comunitarias cuya regulación dependía del común. Además, el aprovechamiento de las tierras
comunales, ya fuera para pastos o para la extracción de leña u otros productos forestales, era
regulada dentro de su marco competencial.
• Fundamental era también garantizar el abastecimiento de la población y para ello el municipio debía
vigilar que en épocas de escasez no se pudiesen extraer productos de primera necesidad; igualmente,
podía solicitar a poderes superiores permisos para la organización de ferias o mercados, mientras que
determinadas obras públicas, como la reparación de los caminos y de los canales dependían
directamente de ellos.
• Sus ordenanzas, por último, se ocupaban de asuntos relacionados con la enseñanza e incluso con la
sanidad. En momentos de epidemias, los cercos sanitarios o el control de los enfermos y posibles
infectados dependió de ellos.

Existiría, como telón de fondo, en el municipio y en la comunidad una constante vocación autónoma que
choca radicalmente con la idea de sumisión al poder político central y es, de hecho, en sus relaciones con
el mundo exterior donde más se haría notar la actuación política del común. Cierto es que esa acción se vio
amenazada tanto por la Iglesia, como por los señoríos y el príncipe, pero el carácter resistente de las
comunidades no debe ser obviado pese a los retrocesos que en muchas ocasiones padecerían. De estos
últimos puede referirse que, en entornos rurales, obedecieron a tres causas principales: el empobrecimiento,
las divisiones en su interior y la pérdida de la autonomía. Así, el empobrecimiento se traduce en
endeudamiento y en una perdida de bienes y derechos. Con ocasión de coyunturas extraordinarias, pero
de relativa frecuencia, como las malas cosechas, las epidemias o las devastaciones causadas por las guerras,
no serían pocas las veces en las que fue necesario recurrir al crédito cargando las rentas municipales e
hipotecando actuaciones futuras. Cuando las cargas son demasiado grandes habrá que vender parte de los
comunales, y es ahí cuando el señor o el príncipe tratan de apropiarse de las tierras comunales. Un ejemplo
significativo es el proceso de cercamientos (enclosures) que se produce en Inglaterra.

Por otro lado, la división interna de la comunidad es el resultado de los intereses divergentes de sus
miembros y puede provocar una crisis en la solidaridad. Allá donde la propiedad y la explotación es más
desigual, mayor podrá ser la represión comunitaria y (también) la reacción del común. Y, en efecto, los cargos
políticos suelen estar en manos de las oligarquías locales, pudiendo imponer sus decisiones a la mayoría.

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La pérdida de la autonomía es el último eslabón de la decadencia municipal ante la presión externa. Los
corregidores, los intendentes u otros funcionarios hablan a las claras de cierta intromisión externa; y lo
mismo puede decirse de las visitas parroquiales que se organizan desde el obispado y que condicionan a la
comunidad. Los señores, por su parte, pueden designar quiénes serán los líderes de una determinada
población, de forma directa o indirecta, haciendo uso además de sus redes clientelares.

5.2.3 El régimen señorial y las comunidades

Es fácil convenir en que el poder de los señores procedía de dos fuentes:

La propiedad efectiva de la tierra. Su capacidad de disposición de la tierra les otorgaba un enorme poder de
presión sobre una comunidad que precisaba de ella para su trabajo y su sustento. No obstante, los grados
de dominio que el señor tiene sobre las tierras de su señorío y la forma de cesión de estas a los campesinos
son muy variados.

Su capacidad de mando militar y judicial en un determinado territorio. La capacidad de mando provenía de


su papel de defensor del territorio y de su función militar. En el Medievo, la importancia militar de los señores
había ido, en todo caso, disminuyendo frente al ascenso de las monarquías, quedando poco a poco, el
ejercicio de la fuerza sobre los vasallos en manos del aparato de estas. Los señores, por su parte, mantuvieron
un importante poder jurisdiccional, siendo esa una de sus principales fortalezas. Se pueden distinguir tres
áreas de tipificación del señorío en la Edad Moderna:

• La Europa al este del río Elba. Fue el escenario de la llamada Segunda Servidumbre. Sus tres
características básicas fueron las siguientes:

a) Una enorme extensión de las reservas señoriales, es decir, de la tierra que el señor se reservaba
para explotarla directamente.

b) El recurso a la corvea: como contrapartida de las parcelas familiares que el señor otorgaba, los
campesinos se veían obligados a trabajar, normalmente a cambio de nada y en ocasiones a
precios tasados por el señor, las tierras de este en una serie de días a la semana, cuyo número
fue aumentando paulatinamente.

c) Sujeción del campesino a la tierra, impidiendo su posibilidad de emigración, controlando que los
matrimonios se realizasen dentro del señorío y a temprana edad, al tiempo que se limitaban los
aprendizajes de oficios.

El sistema, pues, se basaba en un enorme poderío nobiliario ante monarquías débiles, como la
polaca, u otras que, aunque se reforzaron, durante la Edad Moderna -piénsese en la Rusia de los
Romanov- hubieron de conceder a la nobleza el control de sus siervos a cambio de su apoyo.

• Europa occidental. La servidumbre había desaparecido prácticamente por completo durante la


Edad Moderna. No obstante, hay diferentes modelos dependiendo del grado de control del señor
sobre la tierra o la forma de cesión. Así, se pueden observar características comunes en buena parte
de Francia, en los territorios de la corona de Aragón y en el norte de Italia. En esas regiones los
señores habían repartido la tierra en enfiteusis entre los campesinos. Esta forma de cesión suponía
una división del dominio sobre la tierra: el dominio directo quedaba en manos del señor, mientras
que el útil correspondía al campesinado.

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De este modo los miembros de este último grupo tenían una gran autonomía dentro del derecho útil:
podían transmitir el usufructo por herencia o dote, venderlo o hipotecarlo; a cambio, debían pagar
censos anuales al señor en dinero o especias. Así las cosas, el señor ejerce fundamentalmente un
poder jurisdiccional, si bien no faltarán los intentos de recuperar las tierras cedidas en arrendamiento
a corto plazo. Eso, de hecho, era lo que estaban haciendo los señores en el norte de Francia o el sur
de Italia y España, territorios que se encuadran en una modalidad de cesión diferente. Allí sí que
mantuvieron grandes extensiones de tierra, que arrendaban a corto plazo o en aparcería. De este
modo, en estos casos su influencia en las regiones es más en el papel de los grandes propietarios,
siendo, en cambio, la élite local arrendataria, la que suele actuar como administradores y delegados
del señor, quien tiene una presencia más visible en el territorio.

• El caso inglés. En Inglaterra se observó un proceso de concentración de tierras en manos de los


señores a costa de los campesinos. El fenómeno fue el resultado de tres fórmulas de actuación:
o La compra de esas tierras.
o La paulatina expulsión de los campesinos del dominio útil aumentando los derechos de
transmisión entre generaciones.
o La simple usurpación de los terrenos comunales, que eran considerados por las élites poco
improductivos.

De este modo, las fincas fueron arrendadas a empresarios capitalistas que emplearon generalmente
a asalariados y ello condujo a una pérdida del influjo social del señor. Sin embargo, aunque estamos
hablando de individuos que generalmente residen en Londres, habitualmente mantuvieron sus
mansiones y se encargaron de gestionar las propiedades a través de intermediarios.

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TEMA 6. ESPACIOS Y ELEMENTOS DE SOCIABILIDAD
El estudio de las formas de sociabilidad, entendidas como las relaciones entre los individuos, es uno de los
grandes campos de la historia social. Maurice Agulhon, considerado su principal precursor, acudió a esta
categoría para definir cualquier relación humana al entender que la noción de sociabilidad sería definida
como principio de esas mismas relaciones humanas y como la visible aptitud de cualquier individuo para
vivir en sociedad. Todo grupo humano, estimó Agulhon, posee su sociabilidad no siendo unos individuos
más “sociables” que otros; cada cuál, entiéndase, sería sociable a su manera y es esta circunstancia la que
desplaza el componente ideológico de la sociabilidad para convertirla en un sujeto histórico. Por ello, es
posible observar una evolución en las formas de sociabilidad y definir diferentes elementos que actuaron
como vasos comunicantes en su práctica. Así, ya se ha referido que, en las zonas rurales, la comunidad local,
jalonada por la parroquia y el concejo, constituyó, junto con la casa, uno de los grandes escenarios en los
que se desarrolló la vida de hombres mujeres durante la Modernidad. No obstante, el progresivo (aunque
lento) desarrollo del urbanismo en Europa generó o bien afianzó nuevos espacios para la sociabilidad más
allá de esos dos ejes directores. Paralelamente, tanto el mundo señorial como y sobre todo el entorno
cortesano dieron pie a nuevas formas relacionales (circunscritas a una minoría) que convivieron con las
tradicionales y en las que el simbolismo y el estatuto jugarían un papel fundamental. Además, cabría hablar
de unos modelos de sociabilidad formales, regidos en parte por las instituciones, y de otros de naturaleza
informal en contraposición al negocio y la ocupación en los que la esfera privada y el ocio son determinantes.

6.1. ENTORNOS CORTESANOS

La sociedad cortesana es el título de un célebre libro escrito por Norbert Elias en 1969. Elias mostró con sus
estudios la preeminencia de la corte como modelo relacional sobre todo a finales del siglo XVII y presentó
una sociedad cortesana que actuaba como un poderoso agente en el proceso civilizador. Se basó en
concreto en la corte de Luis XIV y presentó la corte monárquica como un instrumento que habría
contribuido a una domesticación de la nobleza, supeditada ahora a un intenso culto al rey. De esta forma,
la corte servía para atraerse al entorno inmediato del rey a toda la nobleza y que su funcionamiento se
regía por una compleja concesión de dádivas, honores y, en definitiva, prestigio. Luis XIV, en cualquier caso,
no fue el inventor de la corte, pero su modelo, como apuntó Elias, fue quizás el más apurado.

La concentración de individuos en torno a la persona del rey, ya fueran estos nobles, oficiales, pretendientes
o sirvientes, fue, pues, una constante en la Europa del Antiguo Régimen, si bien es interesante señalar que
la corte, durante el periodo moderno, comenzó -a través de su sociabilidad- a tener una función política
que en último término estaba destinada a reforzar la autoridad regia. El entorno cortesano, en
consecuencia, debía proporcionar un escenario de brillantez y esplendor para el rey y su familia y hacer de
él el ecosistema en el que las expectativas de todos aquellos que le rodeaban podrían verse colmadas. En
este sentido, incluso la rutina diaria del rey, desde que se despertaba hasta que, caída la noche, regresaba a
sus aposentos, podía servir para visibilizar jerarquías entre sus súbditos, favores del rey o caídas en desgracia:
estar próximo a la alcoba del rey, acompañarle mientras almorzaba, asistirle o servirle en su cotidianeidad
eran acciones destinadas a dar visibilidad a esas relaciones. Se trataba, pues, del servicio doméstico de la
casa real -a menudo indistinguible de la corte- y, ciertamente, el comportamiento que se tuviera en ella podía
ser determinante en la consecución de objetivos por parte de un determinado individuo.

Por otro lado, los bailes, las fiestas o las representaciones teatrales a las que el rey asistía no tenían sólo
como objeto primordial el entretenimiento del entorno cortesano, sino que, con símbolos e imágenes de
poder, se trataba con ellos de publicitar la grandeza del monarca. En ese mismo sentido deben ser
interpretadas la restauración y ampliación de palacios reales o el traslado de la corte francesa a Versalles en
1682. Pero, a pesar de esta magnificencia, no fueron pocos los autores que vieron en la corte un lugar
peligroso y demasiado poblado. “Todas son cortas las cosas en las Cortes, sino es la maldad, y la bellaquería
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que es perpetua y nunca se acaba”, escribió a comienzos del siglo XVII Julio Antonio Brancalasso en Nápoles.
Asimismo, Pedro Fernández de Navarrete dijo de la corte española que la población que había en ella era
demasiado numerosa: “La que ay en esta Corte, es excessiua en numero, y assi es bien descargarla de mucha
parte de ella, y mandar à los que huuieren de salir, que se vayan a sus tierras”. Pero en otras ocasiones, el
que una ciudad hubiese perdido su corte, como le sucedió a Valladolid a comienzos del siglo XVII o a Lisboa,
entre 1581 y 1640, era motivo de preocupación: Lisboa se hallaba entonces “sola y casi viuda” se dijo
entonces, y algo así podía repercutir en el entorno urbano y en su vida diaria.

6.2. EL ESCENARIO URBANO

La ciudad moderna fue deudora de dos grandes procesos de larga duración:

• La fase que ha sido denominada como la de la ruina de la ciudad de la Antigüedad y que abarcaría el
periodo comprendido entre el Bajo Imperio Romano y las llamadas invasiones bárbaras
configurando un mundo urbano en decadencia.
• La fase de expansión que se inicia e el siglo XI y que, muy lentamente, conecta con los ciclos de los
siglos XVI al XVIII, asentando un modelo de ciudad en el que tanto la civitas latina como el burgo
medieval dan cuerpo tanto a su fisonomía como a su naturaleza política independiente frente a otros
poderes.

James Casey ha hablado, en este sentido, de que la ciudad moderna, distinguida tanto por sus murallas
como sus privilegios, se erigiría como una suerte de bastión de la libertad en no pocos espacios de Europa.

La ciudad era, además, cabeza de un sistema regional de tipo autárquico. De ella dependía un hinterland
sobre la que extendía su jurisdicción y privilegios y daba cuerpo a un espacio de representación pública,
así como a un nodo de transacciones e intercambio y de circulación de bienes, personas e ideas. En
consecuencia, se puede afirmar que las relaciones entre los individuos urbanos gozaron de ciertos rasgos
específicos, en comparación con aquello que sucedía en el campo, y que la sociabilidad estuvo condicionada
por ellos. Si la ciudad moderna sólo podía mantener su tamaño gracias a la afluencia constante de
inmigrantes, se comprenderá mejor, podría pensarse, que en ellas el número de marginados y desarraigados
fuese alto. Sin negar lo anterior, cabe señalar que los lazos entre la ciudad y el campo facilitaron la
integración de los migrantes en estructuras de solidaridad formadas por parientes o por vecinos afincados
con anterioridad en ella y que hicieron que el recién llegado no necesariamente se sintiese solo en las calles
de la ciudad. La llamada “patria chica” funcionaba como aglutinante de una colectividad desplazada y fue
frecuente, también en un nivel superior, que en los núcleos más cosmopolitas las “naciones” gozasen de
visibilidad y de centros de sociabilidad plenamente reconocibles por sus convecinos. En Roma, por ejemplo,
había iglesias nacionales de florentinos, milaneses, aragoneses, franceses, castellanos... mientras que, en el
Madrid barroco, las iglesias de San Antonio de los portugueses (más tarde de los alemanes) o de San Fermín
de los navarros congregaban a los individuos provenientes de esos territorios ya fuera porque se encontrasen
en la ciudad de forma permanente o estuviesen en ella de forma puntual.

En la ciudad, por otra parte, las solidaridades verticales, por las que el débil se podía sentir la protección de
un superior, fueron un medio habitual de integración. Los bandos, grupos faccionarios que podían
disputarse los oficios de una población y a cuyos líderes les asistía una amplia variedad de oficiales y lacayos,
constituían una buena muestra del clientelismo. Las disputas que a su vez estos protagonizaron y en las que
la violencia en los ámbitos no reglados fue otra práctica más de sociabilidad hablan a las claras de su
influencia en la configuración del espacio público. Contra los bandos y los problemas que acarrearon se
empeñaron las autoridades supra-municipales y centrales. Aglutinantes eran también las parroquias y los
barrios en los que se dividían las ciudades, así como las cofradías. En este caso no sólo se trata de
agrupaciones que acogen a los vecinos bajo una advocación de un patrón -un santo o la virgen-.

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Había también grupos estructurados según oficios o profesiones, que daban pie a hermandades o que eran
capaces de dotarse de hospitales asistenciales, y es ahí donde pueden confundirse con los gremios. Las
estructuras gremiales eran, en todo caso, todo menos igualitarias. Estaban controladas por los grandes
maestros, a los que seguían oficiales y los aprendices. Para poder llegar a lo alto del escalafón era necesaria
toda una vida y, por supuesto, eran sólo unos pocos los que lo lograban. Los gremios, como es sabido, se
distribuían generalmente por calles concretas de las ciudades, condicionando su disposición y su entramado,
si bien fueron otros elementos urbanísticos surgidos durante la Modernidad los que tuvieron una mayor
influencia en la nueva sociabilidad.

Las plazas mayores que empezaron a caracterizar a las ciudades españolas a partir del siglo XVI, amplias y
de líneas rectas, eran espacios para el comercio, para el diálogo, para las procesiones, los autos de fe, los
espectáculos tauromáquicos... Solían ser porticadas y ello facilitaba el tránsito tanto en los días fríos y
lluviosos del invierno como en las tórridas jornadas veraniegas. En una ciudad universitaria como Salamanca,
la plaza sería incluso el escenario para actos relacionados con el doctoramiento de sus estudiantes. La plaza
mayor era, además, un símbolo del poder de la ciudad y en ella solían encontrarse los edificios públicos
municipales, siendo expresión de una sociedad civil que en cierta manera ostentaba sus derechos ante el
visitante. Las alamedas y los paseos, flanqueados con álamos u otros árboles, también participaron de esos
esquemas, siendo además lugares de recreo y esparcimiento vinculados al ocio. El Prado en Madrid fue
diseñado en época de Carlos III, ajardinando una avenida que ya habían disfrutado los madrileños durante
siglos. Fue también en el siglo XVIII cuando Granada estableció su paseo junto al Genil. En el siglo XVII era
más frecuente que los potentados de la ciudad paseasen a orillas del otro río, el Darro. Mientras que en
Valladolid las primeras delimitaciones del actual Campo Grande datan de mediados del setecientos.

6.3. CAFÉS, TERTULIAS, SALONES: EN TORNO A LA CONVERSACIÓN

En la sociabilidad dieciochesca inevitablemente se va abriendo paso el paseo como punto de encuentro y


de diálogo, pero serán otros espacios como los cafés, los salones o las sociedades, con sus tertulias, los
lugares en los que la conversación se hallará siempre presente como un rasgo distintivo de sociabilidad. Esta
forma de comunicación -la de la conversación- tiene un carácter transversal y representa uno de los rasgos
distintivos de la nueva sociabilidad como es el trato igualitario entre los interlocutores. Estos deben respetar
unos modos: el arte de la transición en los temas, la fluidez, la continuidad, naturalidad y progresión
argumental, la etiqueta conversacional que impide gritar o interrumpir y exige atender...

Ese fenómeno de la conversación había estado regulado desde los tiempos del Renacimiento; en los
tratados sobre la materia se describían actitudes, la conveniencia de temas y materias, los modos de
abordarlos y las maneras de comportarse e intervenir en la conversación, según quién fuera el hablante y
cuál su condición. Sin embargo, el cambio en el siglo XVIII, propio de la sociabilidad moderna del momento,
es que muchas de esas reglas desaparecen o son sustituidas por otras –en especial cuando la conversación
se desarrolla en lugares ajenos a las convenciones de los espacios cortesanos y eclesiásticos--, y, en su lugar,
se privilegia cierto igualitarismo que proporciona la amistad, tanto si la reunión es en la propia casa o en el
espacio público de tabernas, cafés, librerías o mentideros. Pagar la consumición igualaba y daba derechos,
que se completaban cuando de por medio estaba la amistad entre los hablantes, como se indica en El café
de Alejandro Moya. La amistad, es decir, la relación sincera y educada entre los individuos (basada en la
utilidad civil, el buen gusto y trato), era un valor en alza en la época, y se instaló como uno de los pilares
sobre los que levantar la nueva sociedad; a ella había que añadir los de la sociabilidad, la urbanidad y la
civilización. Todos dirigidos a crear un mundo basado en valores y formas de relación renovados, como el
de la urbanidad, que Feijoo cifraba en el “ceremonial de la buena educación”, cuya práctica hacía grato el
trato humano. Y ciertamente en la Europa del siglo XVIII surgen nuevas prácticas en las que esos nuevos
registros son vitales. Así, en Francia los salones desempeñan un destacado papel intelectual y político en el
que las mujeres llegan a ocupar un papel privilegiado. El fenómeno tiene una gran difusión y también alcanza

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gran éxito en la península Ibérica. En España las relaciones sociales experimentan en el siglo XVIII cambios
notables, de acuerdo con las transformaciones derivadas del reformismo ilustrado. Por un lado, el nuevo
fenómeno se inscribe en un proceso de privatización. Y de separación entre clases altas (a menudo
burguesas) y los grupos populares, situándose a medio camino entre la más elevada sociabilidad de corte y
las tradicionales sociabilidades básicas de parentesco, vecindad, trabajo o religiosidad. Pero, por otro lado,
esta novedosa tendencia señala hacia la apertura en otros muchos aspectos.

El ámbito doméstico-privado se va combinando con los establecimientos públicos y cada vez se da una
mayor integración entre hombres y mujeres llegando estas últimas a ocupar un destacado lugar en esas
prácticas: sobre todo en los salones. A este respecto, se ha demostrado que el papel y el protagonismo
político no fue el mismo antes y después de la Revolución Francesa: la exclusión de la ciudadanía -como
devaluación de la contribución de la mujer a la vida pública- durante el ciclo revolucionario contrasta con el
papel que las mujeres tuvieron en los salones del Antiguo Régimen. Tertulias, academias, salones, cafés
fueron en el siglo XVIII escenarios y tiempos esenciales en la vida de relación social y en muchos casos
bebidas y alimentos de reciente introducción y origen exótico sirven de eje articulador. Inherentes a las
tertulias de comienzos del siglo XVIII y de finales del XVII eran algunos refrescos. Bebidas como el chocolate,
el café o el té se constituyen como elementos imprescindibles de esta nueva sociabilidad. De este modo,
al tradicional chocolate se juntará el café, producto que dará nombre a establecimientos que, además de
espacios de consumo, se convertirán inevitablemente en centros de conversación y sociabilidad. La bottega
del caffè, obra teatral de Carlo Goldoni escrita en 1750, es un buen ejemplo de esta nueva realidad. La
comedia se desarrolla entorno a uno de estos establecimientos en la ciudad de Venecia: es un lugar de
encuentro, de paso, que sirve a su autor para reflexionar sobre la nueva burguesía, sus dinámicas y sus
intereses. Otros autores también dedicaron obras a esos nuevos espacios de conversación. Es el caso, en
España, de Leandro Fernández de Moratín o de Ignacio González del Castillo, cuyas tramas transcurren en
los cafés y en las tabernas. En otro orden de cosas, Jovellanos habló en su Memoria sobre espectáculos y
diversiones públicas (1792) de la necesidad de crear “casas de conversación”; estas serían similares a los
clubes ingleses, si bien, a diferencia de los exitosos cafés, no tendrían demasiado desarrollo. Esos nuevos
lugares que representaban los cafés fueron vistos con relativa frecuencia como perturbadores del orden
anterior. De este modo, fueron enjuiciados en sintonía con la visión anterior que se tenía de otras novedades
coetáneas. Así sucedió con los periódicos; con los nuevos modelos de conducta basados en el buen gusto,
en el hombre de bien; con el nuevo modo de tratar las materias que se debatían, alejadas del asedio serio y
supuestamente sistemático que le dedicaban los sabios y los eruditos, muchos de los cuales eran contrarios
a las tertulias y a la conversación porque las materias, el conocimiento, se escapaban de su control y pasaban
a ser del dominio público, si bien no se estudiaban con la precisión que ellos consideraban necesaria, y
muchas veces se hacía de forma aproximativa, divulgativa y como forma de opinión. Los cafés y las tertulias,
la conversación, en definitiva, hizo que el saber abandonara los entornos conocidos que hasta entonces le
eran propios, dominados por el mundo de la erudición, y pasara a difundirse en otros ámbitos.

Los Vicios de las tertulias y concurrencias del tiempo, de Gabriel Quijano, aparecido en 1785, y el Tratado
sobre las tertulias, de 1804, compuesto por un sacerdote que oculta su nombre, son otros dos escritos
emblemáticos de la resistencia a las nuevas formas de sociabilidad que representa la conversación. En estos
libros se exponen los efectos y defectos de las conversaciones, sus excesos y perjuicios. Quijano sabe que
no se habla de religión, sino de política, de escabrosidades, de Voltaire y de Rousseau, de vanidades. No son
reuniones educativas, como se denunciaba también en 1762, sino “costumbre moderna”, “invención
diabólica”, que ponen de relieve el cambio que se daba en los intereses de la sociedad, que, sin olvidar los
aspectos religiosos, daba cabida y realce a lo secular y a la reunión de hombres y mujeres. Pero, en cualquier
caso, el desarrollo de estas nuevas formas de sociabilidad continuaría y, en cierta forma, ello vendría
acompañado de avances en la sociedad. Avances, todos ellos, que pretenderían “civilizarla” y perfeccionarla
haciendo de la libre relación entre los sexos su mejor instrumento.

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TEMA 7. LA CONFLICTIVIDAD SOCIAL
A mediados del siglo XVI el embajador veneciano en España, Antonio Tiepolo, afirmó en una de sus relaciones
que en Castilla la justicia se ejercitaba “con igual rigor con los Grandes que con cualquier otro [individuo]”. A
su juicio, esa era la razón última por la que era posible que el pueblo común jamás se rebelase y por la que
se viviese en sus campos y en sus ciudades un supuesto clima de paz. Ciertamente, la apreciación del
diplomático era compartida por otros autores, como el viajero francés Bartolomé Joly, quien a comienzos
del Seiscientos aseguró que las leyes no dejaban, en efecto, fuera de su ejecución a los grandes señores,
como sucedía en Francia, el reino del que provenía. No obstante, sería demasiado inocente considerar que
el ejercicio y práctica del derecho fuese en la península Ibérica tan apurado como planteaban esos
comentadores. La conflictividad estaba, en realidad, a la orden del día en la Castilla de los siglos modernos,
al igual que sucedía en todo el continente europeo. Sin ir más lejos, en la Castilla de Felipe II las alteraciones
de 1591 tras la aprobación del Servicio de los Millones son una prueba de ello, así como los motines de
naturaleza anti-fiscal que tuvieron lugar durante el reinado de Felipe IV (i. e., el motín de la sal de 1632). Esta
unidad se ocupa, a ese respecto, de las expresiones del conflicto social durante la Edad Moderna, y lo hace
partiendo del marco teórico desarrollado por E. P. Thompson para referirse a la “economía moral de la
multitud”. Este concepto surge como clave explicativa para comprender las reivindicaciones de los grupos
populares durante el Antiguo Régimen. Se considera así que las reflexiones de Thompson -célebre
exponente de la escuela marxista británica-, a propósito de los motines populares de Inglaterra del siglo XVIII,
son todavía hoy completamente imprescindibles a la hora de detallar los movimientos de esos sectores de
las sociedades modernas, así como sus motivaciones durante determinados episodios de insubordinación y
oposición. Se parte, en consecuencia, de una “historia desde abajo” (History from below) que ha
privilegiado en sus investigaciones las experiencias silenciadas en los relatos historiográficos
convencionales y que tiene plena vigencia en los marcos explicativos de los historiadores en la actualidad.
Ya a finales del siglo XX, el propio Thompson diría que, aunque él había sido quien había engendrado e
introducido el término “economía moral” en el discurso académico, hacía ya mucho tiempo que ese
concepto había olvidado quién era su padre... “Ya no soy responsable de sus actos. Y será interesante ver lo
que hace a partir de ahora”, escribió entonces (La economía moral revisada, en Costumbres en común, 1995).

7.1. LA ECOMONÍA MORAL DE LA MULTITUD

Las descripciones de los motines populares en las que estos surgen como movimientos ocasionales y
espasmódicos en la trama histórica constituyen un lugar común en los estudios sobre las revueltas
populares. Muchos historiadores se han referido a ellos hasta mediados del siglo XX (y también con
posterioridad) como irrupciones compulsivas, casi como movimientos irracionales, que poco tenían de
autoconciencia y proactividad y que surgían como simples y abruptas respuestas a estímulos económicos.
Se ha hablado de las masas como de marionetas, carentes de motivaciones y sin ninguna capacidad
organizativa. Así, se diría que para la comunidad historiográfica bastaba una mala cosecha o una
disminución en el comercio para encontrar una explicación a esos fenómenos. M. Beloff, en Public Order
and Popular Disturbances, 1660-1714 (Oxford, 1938), apuntó, como paradigma de este enfoque, que los
motines de subsistencia de comienzos del siglo XVIII estaban guiados por el resentimiento y que surgían
siempre en momentos en los que el desempleo y los altos precios se combinaban creando condiciones
insoportables. Era entonces cuando se producían ataques contra tratantes de cereales y molineros, siendo
además estos ataques simples excusas para el crimen y para la aparición de toda clase de malhechores. Hubo
además quien, en esa línea, habló de “rebeliones del estómago” enfatizando una apuesta explicativa en la
que la violencia surgía únicamente como un burdo recurso instintivo frente al hambre. De acuerdo con estas
ideas surge una evidencia que resulta incontestable: la gente protesta cuando tiene hambre, como
irónicamente ha considerado E. P. Thompson. Pero la objeción a esta lectura es, como ha dicho este mismo
historiador, que puede llevar a dar por concluida la investigación histórica en el punto exacto en el que esta
adquiere verdadero interés sociológico o cultural. Es justo ése el momento ante el que cabría hacer ciertas
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preguntas. En primer lugar, ¿qué es lo que hace la gente cuando está hambrienta? Y, sobre todo, ¿cómo es
modificada su conducta por la costumbre, la cultura y la razón?

Han sido muchos los historiadores que han pecado de reduccionismo económico para eliminar las
complejidades inherentes a las motivaciones, las conductas y las funciones de los actores que tomaron parte
en los motines y en las muchas modalidades de protesta que se registraron durante la Edad Moderna. Y todo
ello ha empujado, además, a una imagen “abreviada” de un hombre que resulta ser estrictamente
económico. Frente a ella, E. P. Thompson consideró que era posible detectar en toda acción de masas del
siglo XVIII alguna noción legitimadora. Entendía este autor por legitimación el que los hombres y mujeres
que formaban una multitud insurgente creyesen estar defendiendo derechos o costumbres tradicionales y,
en general, contar con el amplio consenso de la comunidad a la que pertenecían. De este modo, podría
indicarse que en ocasiones el consenso popular era confirmado por una cierta tolerancia por parte de las
autoridades ante sus actos, pero en la mayoría de los casos, el consenso era tan marcado y enérgico que
anulaba las motivaciones del temor o el respeto frente a esos individuos.

El motín de subsistencia en la Inglaterra del siglo XVIII fue, pues, una forma muy compleja de acción popular
indirecta, disciplinada y con claros objetivos, siendo esta definición trasladable a otros ámbitos durante la
modernidad europea. Hasta qué punto esos objetivos fueron alcanzados -esto es, hasta qué punto el motín
de subsistencia fue una forma de acción coronada por el éxito- resulta, por otro lado, una cuestión
sumamente profunda, pero la respuesta a esa pregunta sólo podrá alcanzarse si son identificados los
objetivos propios de la multitud. Es cierto, por supuesto, que los motines de subsistencia encontraban su
origen en un alza vertiginosa de los precios, motivada por prácticas como la especulación, o en el hambre.
Pero estos agravios operaban dentro de un consenso popular que establecía, dentro de una noción
consensuada de aquello que era el bien común, qué prácticas eran legítimas y cuáles ilegítimas en la
comercialización, en la elaboración del pan y en otras actividades relacionadas con el mantenimiento y la
subsistencia de la comunidad local. Todo ello, por consiguiente, estaba basado en una idea tradicional de las
normas y obligaciones sociales, de las funciones económicas propias de los distintos sectores dentro de la
comunidad que, tomadas en conjunto, puede decirse que constituían lo que E. P. Thompson define como la
“economía ‘moral’ de los pobres”. Un atropello a esos supuestos morales, tanto como la privación en sí de
los mismos, constituía la ocasión habitual para la acción directa, ha indicado este autor.

Aunque esta “economía moral” no puede ser descrita como “política” en ningún sentido progresista,
tampoco puede, no obstante, definirse como apolítica, puesto que supone nociones del bien público
categórica y apasionantemente sostenidas, que, ciertamente, encontraban algún apoyo en la tradición
paternalista de las autoridades; nociones de las que el pueblo, a su vez, se hacía eco tan estrepitosamente
que las autoridades eran, en cierta manera, sus prisioneros. De ahí que esta economía moral tiñese, con
carácter muy general el gobierno y el pensamiento del siglo XVIII, en vez de interferir únicamente en
momentos de disturbios. La palabra “motín”, considera E. P. Thompson, es demasiado corta para abarcar
todo ese mundo. Bajo lo esporádico e irrelevante de la protesta popular de ese periodo subyacen, en
realidad, experiencias organizativas de las cuales ese residuo social al que llaman multitud fue capaz de
generar propuestas y alternativas a unas relaciones sociales que se les tornaban cada vez más desfavorables.

7.2. EL PRECIO DEL PAN Y LOS MOTINES POPULARES

Establecida la premisa de E. P. Thompson a propósito de la economía moral no cabe, en cualquier caso,


negar (como tampoco él lo hace) el que la escasez o la subida de precios fuese generalmente una condición
previa a todas esas propuestas populares. Sin ir más lejos, parece obvio apuntar que en los años de malas
cosechas los grupos populares urbanos estuviesen a merced de las decisiones sobre la venta y el precio de
los alimentos, y es así como se entienden sus exigencias para que, por ejemplo, demandasen a las
magistraturas ciudadanas que obligasen a los panaderos y a los intermediarios a vender el pan a un precio

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que el común se pudiese costear. Las concentraciones ante las casas consistoriales, los revuelos en las plazas
de abastos e incluso el pillaje hasta que las autoridades se veían forzadas a suspender los envíos de grano al
exterior o a regular su precio son manifestaciones de un entendimiento consensuado del bien común. El
historiador francés Yves-Marie Bercé ha apuntado cómo también era entonces cuando el imaginario
colectivo reproducía una memoria del hambre; cómo en todas partes se contaban viejas historias de grandes
penalidades y hambrunas durante las cuáles los más necesitados se habían visto empujados a alimentarse a
base de hierbas o a “devorar a sus propios vástagos”, contarían algunos, evidenciando cuadros de ansiedad
entre los integrantes de esas economías de subsistencia. Ciertamente, si la autarquía y la autosuficiencia
eran el ideal de cualquier localidad durante el Antiguo Régimen las limitaciones estructurales de algunos
territorios minaban ese ideal con frecuencia haciendo necesarias las importaciones. Pero incluso ahí, con
subidas puntuales de los derechos aduaneros o con la elevada tasación sobre elementos esenciales para la
conservación, tales como la sal, hacían que la conflictividad creciese.

En otros casos, las revueltas podían ser también consecuencia de una presión militar que, en coyunturas
de guerra, ahogaba la cotidianeidad de esas sociedades. En el caso de las machinadas (o matxinadas), las
revueltas sucedidas a lo largo del siglo XVIII en las provincias vascas, se ha señalado que los elementos que
confluyeron para hacer posible su aparición estuvieron imbricados en una coyuntura agraria caótica, una
tributación extraordinaria y una situación bélica. El aumento del precio del pan es también el detonante de
los sucesos acaecidos en Madrid en torno al motín de Esquilache, acompañado además de un descenso en
los salarios a mediados del siglo XVIII. Las llamadas “insurrecciones” o “levantamientos de los pobres” que
desde 1709 y hasta 1800-1801 se producen en Inglaterra también apuntan hacia esa dirección. De fondo se
encuentran, además, las políticas de liberalización del mercado de granos que atentaban contra el
ordenamiento planteado por las comunidades locales.

Interesa, además, destacar que en cierto sentido todo convergía con un modelo de corte paternalista. Según
este modelo, la comercialización debía ser, en lo posible, directa, del agricultor al consumidor, de suerte
que los productores debían conducir sus bienes al mercado local no vendiéndolo mientras estuviese en las
mieses y tampoco retenerlo con la esperanza de subir los precios. De este modo, se creía que los mercados
debían estar controlados: no se podían hacer ventas antes de determinadas horas que eran anunciadas al
toque de las campanas; los pobres debían tener la oportunidad de comprar primero el grano y sólo cuando
sus necesidades estuviesen cubiertas una segunda campana permitiría que los comerciantes al por mayor
pudiesen adquirir sus productos. En Sevilla, por ejemplo, estaba establecido que esos comerciantes
únicamente pudiesen participar en el comercio después del mediodía y que las reventas sólo pudiesen ser
practicadas extramuros. Pero, además, los molineros y los panaderos eran considerados servidores de la
comunidad en la que trabajaban no para lucrarse sino para lograr una ganancia razonable. Ahora bien, el
problema de este sistema fue que resultaba del todo imposible limitar los precios de forma constante. Por
lo que las autoridades serían plenamente conscientes de que el modelo “paternalista” iba perdiendo terreno
hasta que una nueva insurrección lo situaba de nuevo como solución exigida por los populares frente a la
emergencia. Pero ello, no obstante, no debería hacer pensar que la economía moral dependiese de esos
paternalistas. Antes, al contrario, es preciso referir que la ética popular sancionaba la acción directa de la
muchedumbre, mientras que los valores de orden que apuntalaban el modelo paternalista se oponían a
ella categóricamente. Además, y yendo un paso más allá, cabe decir que era frecuente que la multitud
exigiese a las autoridades locales que tomasen partido en el motín y que, en cierto modo, lo aprobasen o
sancionasen poniéndose del lado del pueblo al reconocer los derechos demandados. Estos, como ya se ha
señalado, solían consistir en un justiprecio o en el acceso, sin trabas ni dificultades, a un abastecimiento que
resultaba básico para el sustento. En este sentido, cabe indicar que mientras que en las zonas productoras
los movimientos y las protestas iban encaminados a evitar la extracción de granos; en los núcleos urbanos
se temía el desabastecimiento exigiendo a aquellos que tuviesen bienes almacenados a ponerlos de
inmediato a disposición de la colectividad.

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Jerónimo Castillo de Bobadilla, el autor de Política para corregidores (1597) escribió a ese respecto: “Muchas
vezes hize sacar el trigo sobreado no sólo de casas de seglares, pero de canónigos y clérigos ricos, y aun de
las iglesias y de los obispos, y de sus mayordomos, que lo grangean y venden a precios y por modos injustos”.
La Monarquía, opinaba este autor, debía apoyar a los corregidores en esta tarea con mayor efectividad
pues él mismo se había visto excomulgado durante más de dos meses por tales acciones. Pero el problema,
según otros autores, era que si la Iglesia vendía los diezmos de su diócesis al precio oficial los propios pobres
perderían toda vez que ello disminuiría la renta de los obispados, que no tendrían recursos para ejercitar la
caridad. Esa al menos era la opinión del obispo de Córdoba, Antonio de Tapia, en 1652, y si bien parece poco
ilustrativa de la realidad económica de los territorios peninsulares sí resulta adecuada para comprender
cómo las disparidades a propósito del bien común afloraban en diferentes sectores.

En todo caso, según se creía por entonces, la tranquilidad de la población dependía de mantener la pieza
de pan de kilo y medio -considerada necesaria para mantener un hogar medio durante un día- a dos reales,
siendo esta cuantía la mitad del ingreso de un trabajador medio en aquel tiempo. De este modo, cuando,
por ejemplo, en la primavera de 1652 alcanzó los seis reales en Sevilla los alborotos no tardarían en llegar.
Hubo motines en los barrios de Omnium Sanctorum y Feria, al tiempo que grupos aislados atacaron las casas
de algunos comerciantes. Unos días después, y como medida de aquietar la situación, un decreto redujo el
valor de la pieza de pan a un real y medio. Los amotinados, en cualquier caso, aún tuvieron tiempo de invadir
la Audiencia y de amenazar al regente y al arzobispo para que también la moneda -devaluada- recuperase
su antiguo valor. Estos disturbios andaluces, extensibles en todo caso a otras realidades geográficas, arrojan
luz sobre el frágil compromiso en que en última instancia descansaba el orden público. En particular hablan
a las claras de la obligación de las élites locales de proporcionar pan a un precio asequible. En consecuencia,
es importante señalar que rara vez eran puestas en cuestión las jerarquías social y política; más bien, podría
decirse, el pueblo demostró su confianza una y otra vez en el patriciado, cuyos integrantes fueron
recurrentemente indicados como corregidores de los populares.

En lo que respecta a Inglaterra, de nuevo E. P. Thompson ha señalado que si el motín es ciertamente un


modelo de protesta social derivado de un consenso respecto a la economía moral del bienestar público en
tiempos de escasez, normalmente no parece útil examinarlo en relación con otras intencionalidades
políticas. No obstante, él mismo ha señalado cómo entre aquellos protagonistas de las protestas fueron
habituales las referencias a los “antiguos principios niveladores”, es decir, determinadas imprecaciones
contra los ricos y una recurrente demanda de “nivelación” económica. En todo caso, parece más útil recordar
que la idea de “economía moral” hubo de prevalecer y hacer frente a una incipiente economía de mercado
como la que se empezaba a vislumbrar en el siglo XVIII. Las confrontaciones precisamente en el mercado,
en una sociedad “preindustrial” son, a este propósito, más universales que cualquier experiencia nacional, y
los preceptos morales elementares del “precio razonable” son igualmente universales. Se puede sugerir, en
consecuencia, cómo para las comunidades tradicionales la escasez representó siempre un profundo impacto
psíquico y que, acompañado de injusticias comúnmente detectadas, deparaba las reacciones a las que aquí
se han aludido.

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TEMA 8. SUBALTERNIDAD, ALTERIDAD Y MUNDO COLONIAL
Una de las realidades más llamativas tanto de Europa como de los ámbitos coloniales durante la Modernidad
es la desigualdad social, en ocasiones consentida y potenciada por el conformismo de una mentalidad
cristiana y jerarquizante. A este respecto, incluso desde el punto de vista jurisdiccional, la idea de una
sociedad corporativa como fue la del periodo moderno refuerza ese paradigma al ser aquella explicada a
través de la metáfora que la compara al cuerpo humano. Como es sabido, el rey es en ella lo que la cabeza
al cuerpo, ejerciendo funciones dominantes en un ente que se supone vivo. No obstante, huelga decir que
en ese sujeto (en todo caso) todos los órganos resultan indispensables para que se mantenga la integridad y
la unidad del ser: sin ellos -se entiende-, la cabeza no subsistiría. De ahí que desde el plano social pueda
decirse también que el pobre es un ser necesario ya sea para la salvación eterna del rico que le concede
limosna o para sostener un régimen de explotación en el que el acceso a los recursos más básicos puede
surgir como un elemento vetado a los grupos más desfavorecidos de la sociedad. Ciertamente, durante el
Antiguo Régimen era frecuente que en coyunturas de crisis el umbral de la pobreza se desplazase y que
englobase a buena parte de los trabajadores más humildes, siendo generalmente el problema para estos no
tanto los bajos salarios como el alza de precios.

Este capítulo, así las cosas, analiza la cuestión de la pobreza y su relación con la categorización de los grupos
subalternos y la alteridad. Pero también como esta última se construye atendiendo a otros elementos de
base étnica o cultural con objeto de preguntarse por la pervivencia de estereotipos asociados a determinados
grupos humanos durante un largo periodo de tiempo. En último término, trasladando la mirada fuera de
Europa, se reflexiona en estas páginas sobre el término “bárbaro” como elemento básico en la
construcción de la otredad. Tal y como ha señalado Edward Said, la práctica de establecer en la mente un
espacio familiar que es “nuestro” y un espacio no familiar que es el “suyo” es una manera de hacer
distinciones geográficas que pueden ser totalmente arbitrarias: no requiere que los bárbaros reconozcan esa
distinción. A “nosotros” nos basta con establecer en esas fronteras en nuestras mentes y así ellos pasan a
ser “ellos” y tanto su territorio como su mentalidad, diferentes a los “nuestros”.

8.1. LA POBREZA

A la pobreza, en una sociedad jerarquizada típica del Antiguo Régimen, se accedía generalmente de idéntica
manera de como se llegaba a la riqueza de forma más directa: casi siempre por medio de la herencia. El
pobre fue, en ese contexto, el heredero permanente de un desamparo institucionalizado por voluntad
divina y un individuo que dependió de traspasos de rentas y bienes voluntarios de los otros miembros de la
sociedad de que formaba parte. Su pervivencia y el problema social que generó su mera presencia fueron,
con todo, objeto de preocupación básica para las autoridades que se afanaron incluso por caracterizar las
distintas tipologías de pobres que, a su juicio, existirían. Así, hay que hablar de pobres verdaderos y falsos.

• Pobres verdaderos: si bien son muchos, aparecían caracterizados por una dignidad y una vergüenza
evangélicas, y fueron los mendigos en los que recayeron los esfuerzos públicos y privados basados
en la caridad.
• Pobres falsos: legión por ejemplo en la España de los siglos XVI y XVII, fueron los actores que pueden
ser identificados con la picaresca más cotidiana y de los que la literatura española del Siglo de Oro
dio buena cuenta; piénsese en el Lazarillo de Tormes o en El Buscón de Francisco de Quevedo. Estos,
frente al amparo que merecían los pobres verdaderos, fueron sistemáticamente perseguidos y
reprendidos.

Ciertamente sólo hubo un paso entre considerar a ese pobre verdadero un buen pobre y al falso un mal
pobre, según los preceptos de una escolástica que uniformizaba conceptos y tratamientos ante una práctica
como era la de la marginación social. De ahí que el pobre verdadero - que era visto como “bueno” y un buen
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preceptor de la limosna, así como una suerte de intermediario con Dios cuyo modo de vida resultaría
vocacional- debiese ser atendido justamente, siendo además su función de pedigüeño plenamente
aceptada. Mientras que el pobre falso resultaba ante todo un ladrón, siendo igualmente aquel individuo
que le concedía limosna culpable (casi siempre involuntario y desprevenido) de facilitar el vagabundeo y la
referida picaresca del fingimiento.

Es por ello por lo que puede afirmarse que las prevenciones de las autoridades hacia los vagabundos no
estuviesen desprovistas de fundamento. En la Europa Moderna resultaba difícil diferenciar a los
“miserables” de los “truhanes”, es decir, los simples delincuentes. Por lo que no faltaban las advertencias
frente a esos “falsos pobres” que, por ejemplo, fingían enfermedades inexistentes y que practicaban el
hurto. Estas prevenciones y avisos eran visibles, por ejemplo, en las narraciones de viajeros o en obras como
el Liber vagatorum, verdadero arquetipo del pauperismo que conoció numerosas ediciones después de que
viese por vez primera la luz hacia el año 1509/1510. En esa línea, otro tratado, Il Vagabondo, una
reelaboración del Speculum cerretanorum, dio buena cuenta de las hermandades de estafadores y
vagabundos (conocidos como cerretani) que, especialmente en Umbria, la región del centro de Italia,
recorrían campos y ciudades enseñando falsas imágenes milagreras o haciéndose pasar por enfermos para
vivir a costa de los piadosos.

En ese contexto, se miraba además con cierta sospecha a los vendedores ambulantes que rozaban el
vagabundeo, y eso explicaría, junto con otros factores culturales, la persecución que de forma generalizada
padecieron los gitanos, debido a su carácter nómada e itinerante. Sistemáticamente, este grupo étnico fue
objeto de un tratamiento discriminatorio por el que sus integrantes fueron considerados paradigmáticos
ejemplos de esos falsos pobres. En realidad, padecían un castigo selectivo, con tristes hitos como la Gran
Redada orquestada en España por el marqués de la Ensenada en 1749, que tenía que ver en última
instancia con su no integración en la comunidad. Algo que, por ejemplo, en las zonas del Levante español
también había sucedido con los moriscos. Las condenas frente a los no integrados, así, solían consistir en
los países mediterráneos en el envío a galeras, cuando no se producían mutilaciones o el castigo mediante
la obligación de participar en otros trabajos forzados. Al entender de los teóricos de la caridad moderna, ese
era el fin que les debía esperar a esos individuos díscolos, si bien al mismo tiempo cabe referir que el trato
discriminatorio se basó igualmente en una distinción funcional. De este modo, el peregrino, aunque sacase
moneda del reino y llevase una vida itinerante, no recibiría ese tipo de ataques, siendo considerada “buena”
su función penitencial y viajera, siendo pues perfectamente distinguido del simple vagabundo por más que
este pudiese trazar un periplo del todo inofensivo. Nótese, no obstante, que a los peregrinos del Camino de
Santiago se les limitaba su deambular a una franja de terreno que se extendía pocos quilómetros al norte y
al sur del eje jacobeo.

En cualquier caso, tal y como ha explicado José Antonio Maravall, el llamado Estado Moderno no eludió
jamás el trato desigual: buscó siempre proteger al pobre justificado y, al mismo tiempo que pretendió
frenar el crecimiento del número de marginados, perpetuó la desigualdad sentando las bases de una
“marginación permanente y consentida”. Si nos preguntamos quiénes fueron los pobres del Antiguo
Régimen, podremos decir así, con Frantisek Graus, que fueron individuos “felices”, construidos y exaltados
por la necesidad y por una literatura eclesiástica que los identificaba como prototipos de vida evangélica.
Pero, por otro lado, como ha apuntado Julio Valdeón, los pobres también fueron, ante todo, aquellos
individuos que carecieron de los elementos más indispensables para subsistir por más que para autores como
Manuel Fernández Álvarez se afanasen en señalar que ser pobre fuese entonces, quizás pensando en el
pícaro, una verdadera profesión.

A propósito de esta última noción, aunque bastante discutible, cabría pensar en los perfiles distintivos del
bandolerismo. Pues si bien los bandoleros responderían con sus prácticas a una necesidad procedente de la
miseria más elemental, también beberían de los hábitos y la tradición de violencia que eran consustanciales

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a toda la sociedad moderna. El bandido, en cualquier caso, era aquel que se hallaba proscrito y que, en
consecuencia, se ubicaba voluntaria o involuntariamente en los márgenes de una sociedad. Acudiendo a
la etimología italiana, el bandito era aquel individuo que había sido expulsado mediante un bando. El
bandolerismo, ha llegado a decir Fernand Braudel, fue una forma menor o latente de los grandes
alzamientos campesinos. Como ha señalado este mismo autor, la historia no dispone, sin embargo, de
suficientes informaciones para averiguar el número de individuos que podrían ser considerados como
actores de esas prácticas o de cualquier otra expresión de la pobreza.

Es posible, eso sí, indicar, gracias a aproximaciones demográficas que apuestan por una interrelación entre
las fuentes parroquiales y la información específica de la documentación fiscal, series y tendencias como se
ha hecho para diferentes ciudades de la época moderna. Por ejemplo, Bartolomé Benassar estimó de forma
cautelosa para el Valladolid del siglo XVI que un 10% de su población estaba compuesta por pobres. Pero
el pobre es con frecuencia un individuo itinerante que escapa de esas cuentas por más que el aparato
represor y regenerativo de las instituciones del Antiguo Régimen pretenda contabilizarlo y limitar su
movilidad geográfica incluso mediante el establecimiento de hospicios y otras instituciones asistenciales.

8.2. LA ALTERIDAD COMO PRINCIPIO DE MARGINACIÓN

Ya se ha dicho que la pobreza, sobre todo cuando se observaba personificada en vagabundos, pícaros o
maleantes, tendía a definir una marginación que enfatizaba la posición ocupada por unos individuos que no
estaban integrados plenamente en la sociedad moderna. En este sentido, puede decirse que los pobres,
además de representar un caso típico de subalternidad, daban pie igualmente a una construcción de la
otredad que era operada por los miembros de la comunidad política en la que parecían no encajar si es que
no eran “buenos pobres”. Así, frente al vecino que teóricamente llevaba una vida ordenada y sencilla,
conforme a la costumbre y la religión, y frente a las unidades familiares que ese encabezaba, la alteridad
construía la imagen de unos sujetos desarraigados que ya fuera por unas condiciones económicas precarias
o por otros factores se situaban en los márgenes de ese cuerpo político. La pobreza, en consecuencia, podía
ser un indicio de alteridad pero lo cierto es que durante el Antiguo Régimen esta también respondió a
criterios étnicos y culturales con los que podía convivir.

Además de a la referida comunidad gitana, al respecto de la construcción de la otredad ha de acudirse a las


comunidades morisca y cristiano-nueva en el caso de la península Ibérica; si bien los indicios de distinción
van mucho más allá de estos dos casos más conocidos. El mero hecho de que una determinada población
se ubicase en una zona próxima a una frontera política podía, por ejemplo, ser un elemento determinante
para desconfiar de ella debido a sus contactos cotidianos con extranjeros. El caso de los rayanos, esto es,
los habitantes de la Raya -la frontera hispano-portuguesa-, constituye en este sentido un claro ejemplo de
construcción de alteridad, asociada además a la imagen del rústico. Las diferencias lingüísticas jugaron,
además, un papel preponderante en esta diferenciación. Los habitantes de Barrancos, una población
portuguesa asentada junto a la frontera y en la que aún hoy se habla un dialecto altamente influenciado por
el español de Andalucía, “ni eran portugueses ni dejaban de serlo”, se decía en una crónica del siglo XVII. Por
otro lado, durante la Modernidad no faltan testimonios que, más allá de las lenguas, nos hablan de los
diferentes acentos regionales. Sobre todo, en el mundo del teatro: la commedia dell’arte italiana, el teatro
clásico inglés o las comedias castellanas son todo un compendio de clichés y estereotipos que ofrecen claves
para entender qué acentos eran entendidos como ridículos, pueblerinos o despreciables... Podemos
imaginar el castellano hablado por la nobleza gallega de la segunda mitad del siglo XVII mezclando vocablos
castellanos y gallegos: de sus miembros se decía frecuentemente que tenían “pronunciación gallega”. Pero
lejos de ser bien recibido, ese acento provocaba la risa de personas como el notario apostólico Joseph de
Casanova cuando en 1650 afirmaba que “los de Castilla la Vieja, Montañeses y Gallegos usan infinidad de
vocablos con tan mal sonido que nos mueve la risa”. Interesaría, con todo, saber si cualquier desvarío en el

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idioma de la corte en Madrid, esto es, el castellano, sería acogido con el mismo escepticismo. El padre Martín
Sarmiento ofrece pistas cuando dice que en esa ciudad los hablantes se delataban en el siglo XVIII “por el
acento, frase, pronunciación o voces”, si bien denunciaba después que solamente se reían del deje gallego,
ha recordado el sociolingüista Henrique Monteagudo. Pero si la historia del acento nos habla de estereotipos,
la historia del no-acento, es decir, la tendencia a ocultar el acento -han apuntado Peter Burke y otros
autores, puede servir para percibir cambios en las prácticas y mentalidades políticas de la época: las formas
estándar de las lenguas vernáculas expresarían, frente a la diversidad, la posición de preeminencia de unas
élites que no solamente se distanciaban de las tradiciones clásicas, sino también de la cultura popular con
sus idiomas regionales o sus dialectos.

8.3. MÁS ALLÁ DE EUROPA

Algunos autores han apuntado que en la estructura dialógica entre el yo y el otro se encuentra una de las
claves que caracterizaría la mentalidad y que ha forjado una de las imágenes de mayor potencia en la
diferenciación cultural: la del salvaje o el bárbaro.

Esta categoría, ha explicado Roger Bartra, se localiza en la naturaleza interna de la cultura occidental. Dicho
de forma radical: “el salvaje es un hombre europeo, y la noción de salvajismo fue aplicada a pueblos no
europeos como una transposición de un mito perfectamente estructurado cuya naturaleza solo se puede
entender como parte de la evolución de la cultura occidental”. La función primaria del término “bárbaro”,
ha recordado Anthony Padgen en su magistral La caída del hombre natural. El indio americano y los orígenes
de la etnología comparativa (1988 [1982]), era distinguir a los miembros de la sociedad a la que pertenecía
el observador de los que no lo eran. Desde la época clásica, el de bárbaro era, pues, un término que calificaba
a los no griegos o, por extensión, a los no europeos. Puede decirse que es un término inestable: se aplicaba
a muchos grupos distintos (turcos, escitas, etíopes e incluso irlandeses y normandos, con el paso del
tiempo). No obstante, el elemento que todos los usos tenían en común era la implicación de inferioridad.
Los griegos habían acuñado el término bárbaro con el significado de “extranjero”, pero hacia el siglo IV de
nuestra era “bárbaro” ya se había convertido en una palabra que solamente se usaba para referirse a los
inferiores. Los bárbaros, habían entendido los clásicos, no sabían hablar griego, balbucían, y además tampoco
tenían capacidad para formar sociedades civiles. Esos dos elementos eran los que, además, distinguían a los
hombres de los animales por lo que los bárbaros habían fracasado en su desarrollo como individuos. Por lo
tanto, es fácil aventurar que, si los griegos no reconocían a los bárbaros esas dos condiciones, les estaban
negando la humanidad. Para los europeos, pues, entrada la Edad Moderna, los indios americanos y los
africanos -vistos como nuevos viejos bárbaros- eran, en el peor de los casos, “miembros defectivos de su
propia especie”.

Además, vinculando el pensamiento griego a la tradición cristiana, los hombres bárbaros parecían
incapacitados para la doctrina cristiana, aunque esto exigiese una pertinente evangelización. Es posible
afirmar, en consecuencia, que, con su llegada a América, los europeos desembarcaron en ella con sus
propios “bárbaros”, con unas construcciones mentales que ahondaban en la tradición.

De una parte, existían los fenómenos naturales fantásticos que referían la existencia de sátiros, faunos,
pigmeos, caníbales o amazonas y, de otra, junto a esos seres fantásticos, también existía fundamentalmente
en África un mundo real de pueblos “salvajes” y de flora y fauna extrañas y sin calificar. Por ello, las
impresiones de Colón sobre la tierra a la que llega a finales del siglo XV es una mezcla entre realidad y
fantasías. Colón comparaba a los indios con los africanos y los canarios; pero también se refería a las
amazonas y a los antropófagos caribeños que las atendían. América, como aparece en los escritos de Colón,
pero también en los de Vespucci y Pigafetta, a propósito de la circunnavegación magallánica, rara vez se veía
como algo nuevo: resultaba una extensión de realidades conocidas ya fueran estas tangibles o imaginarias.
Esta mezcla de lo fantástico y lo familiar daba pie a la creencia de que lo nuevo podía ser descrito con lo

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antiguo. Pero cuando las múltiples diferencias que comenzaron a registrarse hicieron cada vez más difícil
este recurso, los métodos descriptivos y la analogía hubieron de ser reemplazados. Había que acuñar quizás
nuevos vocabularios para clasificar a esos bárbaros. Los bárbaros, se dijo, eran hombres que no habían
logrado progresar. Ahora bien, si paulatinamente se tenderá -y en eso la Escolástica tuvo mucho que ver-
a humanizar a esos bárbaros (piénsese en la llamada Controversia de Valladolid), ello no debe hacer olvidar
que el reconocimiento de una “diferencia cultural” no fue sino una forma de encubrir una “diferencia
colonial”. La matriz clasificatoria o proto-racial, que coloca a los europeos como una civilización "modelo"
en el pináculo de la humanidad, constituirá la estrategia o el mecanismo fundamental que las diferentes
expresiones históricas del eurocentrismo —en los siglos XVII y XVIII fundamentalmente—, utilizarán en la
construcción de la otredad.

Un indio, dirán tanto Francisco de Vitoria como Montaigne, no se diferencia tanto de un rústico. El europeo
culto sólo se distinguía de él en último término por su educación, de ahí la subordinación que el indígena
debe al colonizador. En los argumentos de Vitoria, se ha dicho, resuena la concepción aristotélica respecto
a la posición dominante del libre sobre el siervo. La subordinación está íntimamente ligada a la ausencia de
razón deliberativa o a la inmadurez. El velo con el que las "diferencias coloniales" fueron ocultadas, habría
sido la base subjetiva sobre la que en América se construyó una "otredad". Se travistieron, así las
naturalizaciones de la inferioridad y superioridad de algunos pueblos sobre otros (de los europeos sobre los
nativos americanos) como meras "diferencias culturales", y crecerá la idea (“universal”) de la liberación del
salvajismo en un proyecto como el de la Ilustración europea que encontrará entre los criollos americanos a
sus embajadores.

En cierto sentido, en esta construcción de la otredad que mana de Europa está implícitamente expresado
el que la civilización se correspondería con la mejora y el bien mientras que la barbarie caminaría siempre
o casi siempre de la mano del mal.

Decimos, en cualquier caso, “casi siempre” porque también habría habido espacio para el mito del buen
salvaje. Para Las Casas, antes de que esa idea triunfase, los españoles habían sido “bárbaros” en su trato
con los indios, pero esas retóricas en la utilización de esa terminología serían en América bastante menos
habituales que las que colocaban siempre a los nativos en una posición subalterna.

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