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Fredric Brown - La Trampa Fabulosa
Fredric Brown - La Trampa Fabulosa
LA TRAMPA FABULOSA
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Personajes
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En mi sueño y tenía el brazo extendido a través del cristal del escaparate de una
casa de empeños. Era la casa de empeños de la sección norte de la calle Clark,
situada en el lado oeste de la misma, media manzana at norte ec la avenida Grand.
Estaba alargando la mano a través del cristal para tocar un trombón de plata. Las
otras cosas que había en el escaparate estaban borrosas e impre-cisas.
Iba cantando y saltando a la comba por la acera, come solía hacer antes de que
em-pezara el bachillerato el año pasado, se vol-viera loca por los chicos y empezara
a pi-ntarrajearse la cara. Aún no había cumplido los quince; tenia tres años y medio
menos que yo. En mi sueño iba maquillada, profu-samente, pero también saltaba a la
comba y cantaba como cuando era pequeña: «Uno, dos, tres, O’Leary; cuatro, cinco,
seis, O’Leary; siete, ocho...»
Pero al tiempo que soñaba estaba despier-to. Resultaba confusa esa sensación, a
medio camino entre un estado y otro. El ruido del ferrocarril elevado que pasa
rugiendo casi forma parte del sueño, y los pasos de alguien que anda por el corredor
al que da la puerta del piso. Y, una vez ha pasado el tren, se oye el tictac del
despertador desde el suelo, junto a la cama, y el pequeño «clic» adicional que emite
cuando el timbre está a punto de estallar.
Lo apagué y volví a mi posición anterior, pero no cerré los ojos para no volver a
dormirme. El sueño se desvaneció. «Me gustaría tener un trombón —pensé—, por
eso he tenido ese sueño. ¿Por qué tenia que aparecer Gardie y despertarme?
»Tengo que levantarme en seguida —seguí pensando—. Papá estuvo bebiendo por
ahí anoche y aún no había regresado cuando me dormí. Esta mañana me va a
costar des-pertarlo.
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»Ojalá no tuviera que ir a trabajar. Ojalá pudiera tomar el tren hasta Janesville e ir a
ver al tío Ambrose a la feria. Hacía diez años que no lo había visto, desde que tenia
ocho años, pero me acordé de él porque pa-pá lo había nombrado el día anterior. Le
di-jo a mamá que su hermano Ambrose estaba con la feria de J. C. Hobart en
Janesville aquella semana, que no iban a ir a ningún sitio que estuviera más cerca de
Chicago, y que le gustaría poder tomarse un día de va-caciones para ir a Janesville.
Yo pensé que podría ir, pero me crearía problemas como le había pasado a papá y
no valía la pena.
Hacía un calor sofocante, para ser las sie-te de la mañana. La cortina de la ventana
estaba más tiesa que un palo. Casi resultaba difícil respirar. «Otro día infernal»,
pensé mientras terminaba de vestirme.
Aquella cara no hacía juego con el resto de su cuerpo. Quiero decir que, quizá
porque había hecho una noche tan calurosa, se ha-bía quitado la chaqueta del
pijama dejando al aire sus hermosos, redondos y firmes pechos. Tal vez resultarían
demasiado grandes cuan-do se hiciera mayor, pero ahora eran hermo-sos, y ella lo
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«Está creciendo muy de prisa —pensé—, y espero que sea lista, porque si no
cualquier día llegará a casa preñada, aunque no haya cumplido todavía los quince. »
Seguramente había dejado la puerta abier-ta de par en par a propósito, para que yo
mirara adentro y la viera de aquella manera. Y es que en realidad no era hermana
mía; ni siquiera media hermana. Era hija de mamá. Cuando papá se volvió a casar,
yo tenia ocho años y Gardie era una mocosa de cuatro. Mi verdadera madre había
muerto.
Dejé su puerta atrás pensando: «Maldita sea, maldita sea.» No podía hacer o pensar
nada más al respecto.
No se movió, lo cual quería decir que te-nía que entrar a despertarlo. Por alguna
razón no me gustaba entrar en su cuarto. Volví a llamar sin resultado, así que tuve
que abrir la puerta.
Papá no estaba.
Mamá estaba sola en la cama, dormida, y llevaba puesta toda la ropa menos los
zapa-tos. Iba vestida con su mejor traje, el de ter-ciopelo negro. Estaba muy
arrugado, y ella debía de haber bebido mucho para dormirse con el vestido puesto.
Era su mejor vestido. También estaba despeinada; no se había qui-tado el maquillaje
y se le había estropeado. La almohada estaba manchada de carmín. Toda la
habitación olía a alcohol. Había una botella en la cómoda casi vacía y sin tapón.
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Miré por todas partes para asegurarme de que papá no se había quedado en ningún
rincón de la habitación, pero no estaba allí. Los zapatos de mamá estaban tirados en
el extre-mo del rincón más alejado de la cama, como si los hubiera arrojado allí
desde el lecho.
Cerré la puerta incluso con mayores pre-cauciones de las que había tomado al
abrirla. Me quedé allí de pie un momento, sin saber qué hacer. Entonces, como el
hombre que a punto de ahogarse se agarra a cualquier cosa, empecé a buscarlo. «A
lo mejor llegó a casa borracho —me dije— y se durmió en algún sitio, en una silla o
en el suelo.»
Registré todo el piso. Miré debajo de las camas, dentro de los armarios, en todas
par-tes. Sabía que era una tontería, pero lo hice. Tenia que asegurarme de que no
estaba.
El agua del café hervía con furia y lanza-ba grandes bocanadas de vapor. Apagué el
fuego y tuve que detenerme a pensar. Supon-go que lo había estado evitando con la
cacería.
«TaI vez eso es lo que pasó —me dije—.¿Bunny Wilson? Anoche Bunny libraba.»
Bunny tenia el turno de noche. Papa bebía con Bunny muchas veces y en un par de
oca-siones él se había quedado a dormir en nues-tra casa; ye lo había encontrado
dormido en el sofá a la mañana siguiente.
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Si llamaba desde casa, mamá y Gardie podían despertarse y... Bueno, no sé qué
impor-taba eso, pero importaba.
Quizá solo quería marcharme de allí. Salí y bajé un piso de puntillas, luego me lancé
escaleras abajo corriendo.
Crucé la calle y me detuve. Me daba mie-do telefonear. Ya eran casi las ocho, así
que debía hacer algo en seguida o llegaría tarde al trabajo. Entonces me di cuenta
de que da-ba lo mismo; de todas maneras no iba a ir a trabajar ese día. No sabia lo
que iba a hacer. Me apoyé en un poste de teléfonos con una sensación de vació y de
mareo, come si no estuviera enteramente allí, como si me falta-ra una parte.
Deseaba que todo hubiera pasado ya. Quería saberlo de una vez, pero no quería
preguntárselo a la policial. ¿O se debía llamar primero a los hospitales?
Al otro lado de la calle un coche amino-raba la marcha. Dentro iban dos hombres;
uno de ellos estaba asomado a la ventanilla y miraba los números de las casas. Se
detuvo justo delante de la nuestra y los dos hombres salieron, uno por cada lado.
Eran policías; lo llevaban escrito, aunque no fueran de uniforme.
Crucé Ia calle y los seguí al interior del edificio. No intenté alcanzarlos; no quería
ha-blar con ellos. Solo quería escuchar cuando empezaran a hablar.
Los seguí escaleras arriba a medio piso de distancia. Cuando llegaron al cuarto, uno
de ellos se detuvo mientras el otro enfilaba el pasillo mirando los números de las
puertas.
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Continuaron subiendo. Ahora yo iba solo unos pasos detrás de ellos. Así fuimos
desde el cuarto piso hasta el quinto. El que iba jus-to delante de mí tenía el trasero
muy gordo y los pantalones le brillaban en la culera. Ca-da vez que subía un escalón
se le pegaban al cuerpo. Es gracioso, eso es lo único que re-cuerdo de ellos, aparte
de que eran corpulen-tos y policías. No les llegué a ver las caras. Se las miré, pero
no se las vi.
—Wallace Hunter —dijo uno de los policías—. ¿Vive aqui Wallace Hunter?
Yo oí que el corazón de mamá empezaba a latir más de prisa; supongo que aquello
bastó come respuesta, y supongo que su mirada respondió a la pregunta siguiente:
«¿Es... es usted la señora Hunter?», porque siguió ha-blando sin esperar
contestación.
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—¿Cómo? —la voz de mamá no era his-térica; era una voz sorda, apagada—.
¿Có-mo?
—Bueno..., pues...
Oí la voz del otro policía. La voz que me había preguntado en qué piso estaba el
número quince.
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—¿Por qué estás sentado ahí, eh? ¿Te han despedido o qué?
—Bueno, si te pones así... Yo solo quería ser amable contigo. Tú podrías ser un
buen chico, Ed. Tienes que apartarte de ese borra-cho holgazán de tu padre...
Me levanté y empecé a bajar las escaleras hacia él. Creo que iba a matarlo; no estoy
seguro. Me miró a la cara y su rostro cambió. No había visto nunca a un hombre
asus-tarse tanto y tan de prisa. Dio media vuelta y se alejó rápidamente. Yo me
quedé allí de pie, hasta que lo oí dos pisos más abajo.
Al cabo de un rato oí que se abría la puer-ta de nuestra casa. No me moví ni miré por
la barandilla, pero deduje por las voces y los pasos que se marchaban los cuatro.
Cuando se apagaron los ruidos, entré uti-lizando mi llave. Volví a encender el fuego.
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Pensé en papá y deseé haberlo conocido mejor. Nos llevábamos bien, nos
llevábamos de primera, pero no se me había ocurrido hasta entonces, cuando ya era
demasiado tar-de, pensar en lo poco que en realidad lo conocía.
Era como si lo estuviera mirando desde un sitio muy lejano y viera lo poco que sabía
de él, y me parecía que me había equivocado en muchas cosas.
Te pasas el día sentado ante una linotipia componiendo octavillas para A & P y una
revista que trata de pavimentos asfálticos y el informe financiero de un concilio
eclesiás-tico, y luego regresas a casa donde te espera una esposa que es una bruja
y que se ha pa-sado la tarde bebiendo y busca pelea, y una hijastra que es una
aprendiz de bruja.
Y un hijo que piensa que es algo mejor que tú porque es un golfo sabelotodo que
sacaba matrículas de honor en el colegio y cree que sabe más que tú y que es mejor
que tú.
Me acordé de que había una fotografía de papá en su dormitorio, así que entré y me
la quedé mirando. Se la había hecho unos diez años antes, más o menos en la
época en que se casaron.
Me quedé allí de pie mirándola. Yo no lo conocía. Era un extraño para mí. Y ahora
estaba muerto y nunca llegaría a conocerlo.
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Cuando dieron las diez y media, y mamá y Gardie seguían sin aparecer, me marché.
A esa hora el piso parecía un horno, y en las calles, donde el sol caía de plano,
hacía un calor abrasador. Desde luego, era un día infernal.
Me dirigí al oeste por la avenida Grand, andando debajo del ferrocarril elevado.
Pasé por un drugstore y pensé que debía entrar y llamar a la Elwood Press para
decirles que no iba a ir a trabajar aquel día. Y que papá tampoco iba a ir. Luego
pensé que no valía la pena; debía haber telefoneado a las ocho, ahora ya estarían
enterados de que no íbamos a ir.
Y aún no sabia lo que les iba a decir cuan-do me preguntaran que cuando iría. Pero
la razón principal era que todavía no quería ha-blar con nadie. De hecho aún no se
había hecho totalmente realidad, como sucedería cuando tuviera que empezar a
decirle a la gente: ¡Papá ha muerto.!
Lo mismo ocurría respecto a la policía; tendría que pensar y hablar del funeral y de
todas esas cosas. Había estado esperando a que volvieran mamá y Gardie, pero me
ale-graba de que no hubieran regresado. Tampoco quería verlas a ellas.
Le había dejado una nota a mama dicien-do que me iba a Janesville a decírselo al
tío Ambrose. Ahora que papá había muerto no podía negarse a que se lo dijera a su
propio hermano.
En realidad no es que tuviera tantas ganas de ver al tío Ambrose; supongo que ir a
Janesville no era más que una excusa para huir.
Por la calle Orleans bajé hasta Kinzie y crucé el puente, seguí canal abajo hasta la
estación de C&NW de la calle Madison. El próximo tren para St. Paul que pasaba por
Janesville salía a las once y veinte. Saqué el billete y me senté en un banco de la
estación a esperar.
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»No merecía el honor de la tinta. No in-tervenía ninguna banda ni salía ningún nido
de amor.
»Y está también el negro que encuentran hecho picadillo con una cuchilla a la
entrada de un sótano de la sección sur de la calle Haisted, y la chica que tomó
laúdano en la habitación de un hotel barato; y el impresor que había bebido
demasiado y lo habían seguido a la salida de la taberna porque le habían visto
billetes verdes en la cartera, ya que ayer era día de paga.
»Si pusieran estas cosas en los periódicos la gente se llevaría mala impresión de
Chica-go, pero ésa no era la razón por la que no las ponían. Las excluían porque
había dema-siadas. A no ser que se tratara de alguien importante o de alguien que
había muerto de un modo espectacular, o que saliera el sexo por alguna parte.
»La chica de alterne que seguramente ingirió el laudano en alguna parte anoche, o
quizá fue yodo o una sobredosis de morfina, o, si estaba suficientemente
desesperada, tal vez fuera incluso matarratas, podía haber te-nido un día glorioso en
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la prensa. Podía ha-ber saltado desde la ventana de un piso alto que diera a una
calle de mucho tránsito, des-pués de esperar en una cornisa a que se hu-biera
reunido un buen público y la policía hubiera intentado hacerla volver a entrar, y a que
los periódicos tuvieran tiempo de hacer llegar allí sus cámaras. Podía haber saltado
para convertirse en una masa sangrienta con las faldas arremangadas a la altura de
la cintura y para que los fotógrafos pudieran sacar unas buenas tomas mientras
yacía muerta en la acera.»
Deje los periódicos en el banco, salí por la puerta principal y me quedé allí mirando a
la gente que pasaba por la calle Madison.
«No es culpa de los periódicos —pensé—. Los periódicos no hacen más que dar a la
gente lo que pide. Es toda la maldita ciudad; la odio. »
Miraba pasar a la gente y los odiaba a todos. Si eran pulcros y parecían contentos,
comeo sucedía en algunos casos, aún los odia-ba mas. «Les importa un rábano —
pensé—- lo que les ocurre a los demás, por eso ésta es una ciudad en la que un
hombre no puede volver a casa con unas copas en el estomago sin que lo maten por
un par de asquerosos dólares.
Mientras tanto no perdía de vista el reloj de una joyería que había enfrente, y cuando
marcaba las once y siete minutos regresé al andén a través de la estación. Los
pasajeros estaban subiendo al tren de St. Paul. Ye su-bí también y me senté.
Hacía un calor horrible en el tren. El vagón se llenó rápidamente y una mujer gorda
se sentó a mi lado y me arrinconó contra la ventanilla. Había gente de pie en los
pasillos. No daba la impresión de que fuera a ser un buen viaje. Es curioso que, por
muy mal que se esté anímicamente, las incomodidades físicas pueden hacerte sentir
todavía peor
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«¿Para qué estoy haciendo esto, de todas maneras? —me pregunté—. Debería
bajar del tren, irme a casa y enfrentarme a la realidad. Lo único que hago es huir. Al
tio Ambrose le puedo mandar un telegrama.»
Los terrenos de la feria no eran más que un ruido mecánico. El órgano de vapor del
tiovivo competía con los altavoces del escena-rio para la exhibición de fenómenos y
con el tronar de un anuncio, a bombo y platillo, del espectáculo de los negros.
Debajo del tol-do del bingo una voz gritaba los números an-te un micrófono y se oía
en todo el recinto.
«Mas vale que pregunte», decidí. Miré a mi alrededor buscando a alguien que no
es-tuviera ocupado o que no gritara, y vi que el vendedor dc golosinas estaba
apoyado en un poste con la vista fija en el vacío. Me acerqué a él y le pregunté si
sabía dónde podía encontrar a Ambrose Hunter.
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«Dios mío —pensé—, si que es tio Am-brose.» Su cara me resultó familiar. Pero era
mucho más alto y..., bueno, supongo que a un niño de ocho años todos los adultos le
parecen altos. Y había engordado, aunque ahora veía claramente que no era gordo,
co-mo me había parecido a primera vista. Con todo, tenia los mismos ojos; par eso le
reco-nocí. Me acordaba muy bien de sus ojos. Parecía que te dirigían un guiño,
como si supie-ra algo de ti que fuera secreto y resultara graciosísimo.
—¿No se acuerda de mí, tio Ambrose? Soy Ed. Ed Hunter —dije—. He venido
des-de Chicago para decirle que anoche mataron a papá.
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—Lo han encontrado en un callejón, muerto. Desplumado. Era día de pago y ha-bía
salido a tomar unas copas...
El movió la cabeza despacio, dejó las tres pelotas de béisbol en uno de los
recipientes cuadrados del mostrador y dijo:
Me condujo más allá de las cajas en las que se amontonaban las falsas botellas de
le-che, que se suponía tenían que sen derribadas con las pelotas dc béisbol, y
levantó el panel lateral de la parte dc atrás.
Le seguí hasta una tienda que se levanta-ba a unos doce metros de su caseta. La
abrió y entró en primer lugar. Era una tienda de unos dos metros por tres de base;
las paredes eran retas hasta una altura de un metro y luego se inclinaban hasta
unirse en el centro. Allí se podía estar de pie cómodamente. En un extremo había un
catre, un baúl grande y un par de sillas plegables de lona.
Pero lo primero que vi fue la chica que dormía en el catre. Era menuda, esbelta y
muy rubia. Aparentaba unos veinte a veinti-cinco años, e incluso dormida era muy
gua-pa. Estaba vestida, con la excepción dc los zapatos, pero no parecía llevar nada
debajo del vestido estampado de algodón.
Mi tío le puso la mano en el hombro y la despertó. Cuando abrió los ojos, le dijo:
—Tienes que largarte, Toots. Este es Ed, mi sobrino. Tenemos que hablar y yo tengo
que hacer el equipaje. Ve a buscar a Hoagy y dile que necesito verlo de inmediato. Y
diñe que es importante, ¿oyes?
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—Una chica del espectáculo de poses —me explicó mi tío—. No trabajan hasta la
noche, así que ha venido a echar una siesta. La se-mana pasada me encontré un
canguro en la cama. En senio. John L., el canguro boxeador- del espectáculo del
Goso. En una feria puedes encontrarte cualquier cosa dentro de la cama.
Yo estaba sentado en una de las sillas de lona. El había abierto el baúl y extraía
cosas de el y las metía en una estropeada maleta que había sacado de debajo del
catre.
—Mira, Hoagy —empezó mi tio. Dejó de meter cosas en la maleta y se sentó junto a
ella—. Tengo que ir a Chicago. No sé cuán-do regresaré. ¿Quieres ocuparte de la
caseta mientras estoy ausente?
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—Claro que sí. Aquí estoy parado y te apuesto diez contra uno a que también estaré
parado en Springfield. Y si Harry puede usar la encerrona después de Springfield,
que se busque una danza del vientre. ¿Qué porcen-taje quieres?
—No quiero nada —respondió mi tío—. Dale a Maury lo mismo que le doy yo, y tú
quédate el resto. Solo quiero que te ocupes de ella hasta que yo regrese. Vigila el
baúl. Si cuando termine la temporada no he regresado, déjala en algún sitio para que
me la guarden.
—Lista de correos, Chicago. Pero no hace falta. Nadie sabe a donde iremos después
de Springfield, pero puedo seguiros en Bill-board, y cuando regrese ya nos veremos,
¿de acuerdo?
—De acuerdo. Vamos a celebrarlo con un trago. —El hombrón se sacó una botella
pla-na de media litro del bolsillo y se la alargó a mi tìo—. ¿Es éste tu sobrino Ed?
Toots se llevará una desilusión; quería saber si se iba a quedar con nosotros. Este
chico no sabe lo que se pierde, ¿eh?
El hombrón se rió.
—Mira, Hoagy, ¿por qué no te largas? Tengo que hablar con Ed. Su padre, mi
hermano Wally, murió anoche —dijo mi tío.
—Gracias, Hoagy. ¿Me dejas esta botella? Oye, puedes levantar la persiana ahora
mis-mo si quieres. Hay bastante gente; no me iba mal.
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El hombrón se marchó.
—No me vengas con ésas —replicó—. Mi-ra, Ed, no soy tan tonto como parezco. Y
te voy a decir una cosa: tú no te has desahoga-do. No has llorado, ¿verdad? Estás
más tie-so que un palo. Y así no puede ser. Será peor para ti. Estás amargado.
—Estoy perfectamente.
Todavía tenia en la mano la botella plana de medio litro que Hoagy le había dado. No
le había quitado el tapón. Yo la miré y le dije:
—Esa no es la respuesta. Si bebes, tiene que ser porque quieres. No para escapar
de algo. Has estado huyendo desde que te has enterado, ¿no? Wally intentó...
Demonios, Ed, tú no...
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—Yo aún odio esa porquería —proseguí—. El sabor, quiero decir. La cerveza no me
disgusta, pero no soperto el sabor del whisky. Quiero tomar una copa... a su salud.
Para compensar, solo un poco, de algún mo-do. Ya sé que él no se enterará, pero
quicero..., quiero tomarme una copa a su salud, como se hace muchas veces, como
para... Demonios, no lo sé explicar mejor!
—¡Mira por donde! —dijo mi tío. dejó la botella en el catre y se acercó al baúl—.
Tengo unos vasos de metal por ahí. Para un juego de vasos y pelotas. En una feria
casi es ilegal beber en algo que no sea una botella, pero caray, chico, ésta nos la
tenemos que beber juntos. Ye también quiero beber a la salud dc Wally.
Sacó tres vasos de aluminio metidos uno dentro de otro. Sirvió el líquido,
generosa-mente, en dos de ellos hasta un tercio de su capacidad, y me alcanzó uno.
Ninguno de los dos dijo nada durante un minuto; luego mi tío declaró:
—Tengo que ir a ver a Maury, el dueño de la feria, para decirle que me voy.
Salió rápidamente.
Yo me quedé allí sentado, con el horrible sabor de aquel whisky sin refinar en la
boca, pero no pensaba en eso. Pensaba en papá, y en que papá estaba muerto y no
le volvería a ver. De pronto me encontré llorando a la-grima viva. No era el whisky,
porque, aparte del saber y la quemazón, no actúa hasta un rato después de haber
tomado el primer tra-go. Era solamente que algo había estallado dentro de mí.
Supongo que mi tío sabía que iba a suceder y por eso me había dejado so-lo. Sabía
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Sin embargo, cuando dejé de llorar empe-cé a notar los efectos del alcohol. Estaba
ma-reado y tenía el estómago revuelto.
El tío Ambrose regresó. Debió de advertir que yo tenía los ojos enrojecidos porque
dijo:
—Ahora te encontrarás mejor, Ed. Tenías que desahogarte. Estabas más tirante que
la piel de un tambor. Ahora pareces humano.
—En una feria se dice «el jardín». En el otro lado del recinto. Pero no es mas que un
campo. No te preocupes por eso. Sal fuera si lo prefieres.
Salí, me fui a la parte de atrás de la tien-da e hice lo que tenia que hacer.
—Aunque no estés acostumbrado, una copa no tenia por qué marcarte, chico. ¿Has
comido?
—No me extraña —se rió—. Venga, pri-mero iremos a que nos den el rancho, y
cuan-do tengas algo en el estómago recogeré la ma-leta y saldremos para la
estación.
El tío Ambrose me pidió una comida completa y esperó hasta que me vio empezar a
comerla; entonces dijo que volvería en segui-da y me dejó comiendo.
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Regresó justo cuando ya estaba terminan-do. Se deslizó en el asiento del otro lado
de la mesa y me dijo:
—Acabo de llamar a la estación. Podemos tomar el tren que llega a Chi a las seis y
media de la tarde. Y también he llamado a Madge —Madge es el nombre de
mama— y me ha contado lo que pasó. Todo sigue igual y el interrogatorio es
mañana por la tarde. En la funeraria Heiden de la cable Wells. Ahi es donde..., donde
le han llevado.
—En Chicago no, Ed. Lo que hacen es llevar el cadáver, a no ser que se trate de
alguien o algo especial, a la funeraria privada más cercana. El Ayuntamiento corre
con los gastes, claro, a menos que los parientes le encarguen al de la funeraria que
se ocupe de ello. Del funeral, quiero decir.
—No lo creo. Pero ha dicho que el detec-tive que se ocupa del caso quería hablar
contigo y le ha sentado mal que no estuvieras. Ha dicho que le explicaría que ya
estabas en camino.
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—No te pongas así, chico. Nos conviene que esté de nuestra parte.
—¿Nuestra parte?
—Ya lo creo. Por eso he tenido que hablar con Hoagy y Maury, y dejarlo todo
arreglado —Maury compró la feria esta temporada, pero la dejó a nombre de
Ho-bart— para poder ausentarme todo el tiempo necesario. Ya lo creo, chico. ¿No
creerás que vamos a dejar que un hijo de perra mate a tu padre impunemente?
—Ellos solo se ocupan de los asuntos du-rante un tiempo limitado, a no ser que
ten-gan una buena pista. Nosotros tenemos todo el tiempo del mundo. Eso ya es
algo. Y ade-más tenemos una cosa que ellos no tienen. Nosotros somos los Hunter.
Quizás era descabellado, pero ye le creí. «Nosotros tenemos una cosa que ellos no
tie-nen. Nosotros somos los Hunter.» Me alegraba de no haber mandado un
telegrama.
Sus ojos volvían a hacer guiños. Pero detrás de ellos había algo más..., algo
mortífero. A pesar de aquel guiño de sus ojos, ya no parecía un hombre bajito y
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gracioso con un gran bigote negro. Parecía alguien a quien uno desea tener de su
parte cuando hay jaleo.
—¿Y después?
—Cuanto menos nos veamos Madge y yo, en general, mejor nos llevaremos. Ha
estado correcta cuando la he llamado por teléfono desde Jancsville, pero no quiero
forzar las cosas, ¿entiendes?
—Eso no es lo que yo quería decir. Yo tampoco creo que ella lo matara. Pero tienes
que quedarte en casa durante un tiempo. Allí es donde vivía tu padre, ¿entiendes?
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Mamá estaba sola cuando llegue a casa. Gardie había salido para ir quién sabe
adón-de; no le pregunté dónde estaba. Mamá llevaba un vestido negro que yo no
recordaba. Tenia los ojos enrojecidos, como si hubiera llorado mucho, y no iba
maquillada, salvo un poco de carmín que se había puesto en los labios y que estaba
algo estropeado en una esquina.
Su voz había cambiado totalmente. Era sorda, apagada, casi carente de inflexión.
Entré en la sala de estar y me senté, y ella también entró y se sentó. Yo estaba junto
a la radio y jugueteaba con las botones, sin encenderla.
—Mamá, siento haber..., bueno, haber huido y haberte dejado sola esta mañana.
De-bí haberme quedado —confesé, y era since-ro, aunque me alegraba de haber ido
a bus-car a tío Ambrose.
—Es igual, Ed —me contestó—. Su... su-pongo que entiendo por qué querías huir.
Pero ¿cómo te has enterado? Quiero decir que ya no estabas cuando han venido los
policías y...
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—Hemos llamado desde la funeraria. Pen-saba que habías ido a trabajar solo y
hcmas llamado para decírtelo. El encargado ha esta-do amable. Ha dicho que podías
tomarte los días de fiesta qué quisieras y que volvieras cuando tuvieras ganas.
¿Vas..., vas a volver, verdad, Ed?
—Supongo —respondí.
—Es una buena profesión. Y... Wally de-cía que estabas aprendiendo muy de prisa.
Deberías seguir.
Yo no supe qué contestar. Volví a jugue-tear con los botones de la radio sin mirarla.
Parecía tan desgraciada que yo no quería mirarla.
—Escucha, Ed...
—Sí, mamá.
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—Te irá bien. Y nos llevaremos bien has-ta entonces, ¿verdad, Ed?
—¿Lo sabes con certeza, Ed? —pregun-tó—. Que nos corresponde una
indemniza-ción, quiero decir.
—Con toda certeza —repuse—. El ITU es un buen sindicato. Puedes contar con ella.
Quizá también nos den algo en Elwood.
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—Quiero que Wally tenga un buen fune-ral, Ed. El mejor que le podamos dar.
Pensaba que tendríamos que endeudarnos y qui-zá pagar una parte con los
muebles. Le dije que unos doscientos era todo lo que podíamos pagar. Le voy a
decir que sea el doble.
—Papá no querría que te lo gastaras todo en eso. Deberías quedarte algo para el
prin-cipio, hasta que Gardie y tú estéis organizadas. Y además del entierro, habrá
que pagar el alquiler y siempre hay gastos, y..., bueno, no creo que debas hacerlo.
—Está bien, de acuerdo. Mañana por la mañana aún habrá tiempo. Voy a hacer
ca-fé, Ed, y nos tomaremos una taza. Aunque no tengas hambre, puedes tomar café.
—Quédate ahí sentado. —Echó una mira-da al reloj—. El hombre ese de homicidios
que quiere hablar contigo se llama Bassett; va a venir a las ocho.
—Y gracias, Ed, por... por decidir quedarte y todo eso. Pensaba que quizá...
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Yo misma casi sentí ganas de llorar. Parecía tonto allí sentado sin decir nada. Pero
no se me ocurría qué decir.
—Mamá...
Deseaba poder abrazarla e intentar consolarla, pero no se puede hacer una cosa así
de repente, cuando nunca se ha hecho. En diez años.
Bassett llegó a las ocho. Mamá y yo está-bamos tomando café y ella le sirvió una
ta-za. El se sentó al otro lado de la mesa, en-frente de mi. No paresia un detective de
la policía. No era alto, sino de estatura media, mas o menos como yo, y tampoco era
más grueso que yo. Tenía el cabello de un tono pelirrojo descolorido, y pecas
descoloridas también. Sus ojos parecían fatigados detrás de unas gafas de obtura de
concha.
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mamá estaba completamente vestida con la excepción de los zapatos. Eso no podía
tener nada que ver, y a él no le importaba. Daba lo mismo adónde hubiera ido.
Una vez hube terminado, él se quedó allí sentado, tomándose el café sin decir nada.
Yo no volvía a abrir la boca y mamá tampoco. Entonces sonó el teléfono y yo dije
que seguramente era para mí, así que fui a la sala de estar para contestar la
llamada.
—Es un tío estupendo. Mire, señor Basset, ¿le importa si le hago una pregunta
directa?
—Dispara chico.
—¿Qué posibilidades tiene la pol..., tienen ustedes de atrapar al culpable? Más bien
escasas, ¿no?
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iluminar con sus faros los callejones de ese distrito. Tiene que vigilar que no se
acerque el policía de guardia. El individuo al que está atacando puede oponer
resistencia y llevar la mejor parte.
»Pero una vez que lo ha hecho y se ha ido sin dejar rastro, está bastante seguro. Si
mantiene la boca cerrada..., puede que haya una posibilidad entre mil, o quizá entre
diez mil, de que lo atrapemos.
—En un caso como este —yo quería seguir generalizando; no quería hablar de
papá—, ¿en qué podría consistir esa posibilidad?
—Podrían ser muchas cosas. A lo mejor la clave es el reloj del hombre que ha
matado. Comunicamos el número a las casas de empeño, y al cabo de un tiempo
puede que aparezca en una de ellas y le podemos seguir el rastro.
—Bueno, otra manera. Podría ser que alguien lo hubiera seguido. Quiero decir que
pudo haber dejado ver que llevaba dinero encima en una taberna, y al salir cabe que
alguien le siguiera. Alguno de los que estaban en la taberna puede recordarlo y
darnos una descripción, o incluso es posible que alguien conociera al individuo,
¿entiendes?
—Primero en la calle Clark. Allí entró al menos en dos tabernas; puede que fueran
más. Sólo se tomó un par de cervezas en cada una. Iba solo. También sabemos cual
fue el último lugar donde estuvo; estamos bastante seguros de que fue el último.
Hacia el oeste, en la avenida Chicago, al otro lado de Orleáns. Allí también estaba
solo, y nadie salió inmediatamente detrás de él.
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—Porque compró unas botellas de cerveza para llevárselas a casa. Además era
alrededor de la una, y lo encontraron hacia las dos. El lugar donde lo encontraron
está entre esta casa y aquella taberna, como si se dirigiera ya hacia casa. En esa
ruta casi no hay tabernas. Sólo hay un par de ellas y ya las hemos investigado a
fondo. Pudo haberse detenido en una, pero... ¿y las botellas de cerveza, y el tiempo
y todo eso? Lo más probable es que no lo hiciera.
—Debía de ir andando hacia el sur por Orleáns y atajó por el callejón hacia Franklin.
Pero... Dios mío, en ese barrio, ¿por qué iba a querer pasar por un callejón?
—Hay dos respuestas —dijo Basset—. Una es que había bebido mucha cerveza.
Que sepamos, no había bebido nada más, y había estado dando vueltas por ahí
desde las nueve hasta la una. Un individuo que se dirige a casa rebosando cerveza
puede muy bien querer atajar por un callejón, aunque como tú dices no es un barrio
adecuado para hacerlo.
—Que no atajó por el callejón. Estaba cerca de Franklin, así que pudo haber ido por
Chicago hasta Franklin, y, una vez en Franklin, hacia el sur. Lo asaltan a la entrada
del callejón, y el que o los que lo hacen lo meten en el callejón, le dan una paliza y le
roban. Esas calles están desiertas a esa hora de la mañana. Ha habido muchos
atracos allí debajo del tren, en la calle Franklin.
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haber sido de una manera o de la otra; las posibilidades estaban al cincuenta por
ciento y parecía que las de que atraparan al culpable eran muy escasas; una entre
mil, como había dicho él.
»Puede —pensé— que sea más listo que tío Ambrose en cosas de este tipo.» Había
seguido a papá bastante bien, y eso no era un juego de niños en un barrio como el
mío. En la calle Clark y en la avenida Chicago no gustan los policías. Incluso a la
gente que no está fuera de la ley.
Cuando llegó tío Ambrose, mamá fue a abrirle. Hablaron unos minutos en el pasillo y,
aunque yo oía las voces, no entendí lo que decían. Cuando entraron en la cocina no
estaban enfadados. Mamá sirvió otra taza de café.
Pero no me había dado cuenta ni de la mitad hasta que tío Ambrose empezó a
preguntarle cosas referentes a la investigación. Bassett respondió a las dos primeras
preguntas y después una de las comisuras de su boca se elevó un poco.
Mi tío me miró con las cejas algo arqueadas. Bassett no me estaba mirando, así que
sacudí un poco la cabeza para hacerle saber que no me había ido de la lengua con
el detective. Un tipo listo. No sé cómo se dio cuenta tan de prisa.
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Yo me reí al ver cómo tío Ambrose le daba una palmadita en la cabeza y la trataba
como a una criatura. A Gardie no le gustó; lo noté. Cinco minutos de vida familiar y
se fue a su habitación.
El café se había enfriado y mamá estaba a punto de ir a preparar más cuando el tío
Ambrose dijo:
Yo insinué que quería ir con ellos. Dije que tenía sed y que me apetecía un Seven
Up o una Coca Cola. Tío Ambrose dijo que podía ir y mamá no protestó, así que me
fui con ellos.
Fuimos a un bar de la avenida Grand. Bassett dijo que era un lugar tranquilo donde
podríamos hablar. Si que era tranquilo: casi éramos los únicos clientes.
Nos sentamos en un reservado y pedimos dos cervezas y una Coca Cola. Basseett
dijo que tenía que llamar por teléfono y se fue a la cabina.
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No era que yo fuera inocente; sabía perfectamente que muchos policías no eran
honrados, sólo me extrañaba que tío Ambrose estuviera tan seguro en tan poco
tiempo..., o quizá no dijera más que disparates.
–Se nota cuando lo miras —explicó—. No sé cómo, pero lo sé. Antes llevaba un
puesto de metoposcopia en la feria, Ed. Es un engaño, claro, pero llegas a poder
juzgar a las personas.
—Lombroso ha sido...
Me dio un poco de miedo. No entendía por qué tenía que sobornar a Bassett, y temía
que se equivocara y que ofrecerle dinero resultara peor.
—Ya lo sé. Pero no podrán dedicarle mucho tiempo, y usted lo sabe. Yo quiero
ayudar en lo que pueda y sé que pudo hacerlo de un modo. Quiero decir que hay
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veces que con unos pocos dólares aquí y allí se puede hacer que cante alguien que
de otra manera no cantaría. Ya me entiende.
—Métase esto en el bolsillo, por si puede usarlo donde nos sirva de ayuda.
Confidencialmente.
Bassett cogió el billete. Le vi echar una mirada a la esquina por debajo de la mesa;
luego se lo metió en el bolsillo. Su cara permaneció impasible. No dijo nada.
Los ojos de Bassett, detrás de las gafas con montura de concha, parecían algo más
fatigados, algo más velados.
—Lo que le he contado al chico es lo único que sabemos —dijo—. Dos paradas en la
calle Clark, de una media hora cada una. La última parada en la avenida Grand,
donde compró la cerveza. Diez contra uno a que fue la última parada que hizo. Si
podíamos averiguar algo, tenía que ser allí. Pero no había nada que averiguar.
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—Al menos principalmente. Uno de los camareros no estaba seguro de lo que bebió.
Y en la avenida Chicago se tomó un whisky con la última cerveza; luego compró las
botellas para llevarse. Era el bar de Kaufman. Kaufman estaba detrás de la barra.
Dijo que parecía un poco bebido, un borracho sosegado, sin hacer eses ni nada.
Controlado.
—Si lo está es poca cosa, y no tiene nada que ver con esto. Identificó la fotografía de
su hermano después de que yo le empujara un poquito. Usé lo mismo que con los
demás; quiero decir que les dijimos que sabíamos que había estado allí y sólo
queríamos averiguar a qué hora se había marchado. Primero aseguró que no lo
había visto en su vida. Yo le dije que tenía pruebas de que había estado allí y sólo
quería saber cuándo, y que a él no lo metería en problemas. Así que volvió a mirar;
entonces lo soltó.
—¿Todo?
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—Quizá.
Como al hablar Hoagy, el hombrón, con mi tío de que la encerrona estaba parada.
Pero aquello era el lenguaje de la feria; por lo menos sabía por qué no lo entendía.
Esto era diferente; usaban palabras que yo conocía, pero no les encontraba el
sentido.
Me daba igual.
Bassett me miró y empecé a preguntarme si me caía tan bien como había creído.
—El chico tiene razón —dijo tío Ambrose—. Madge es... —se detuvo.— Ella no
hubiera matado a Wally.
—Seguro, un millón de casos. Pero no ha sido Madge. Mire, ella podía esperar a que
llegar a casa y atacarle con un cuchillo de cocina o algo parecido. Pero no ocurrió
así. Ella no lo hubiera seguido hasta un callejón y le hubiera dado con una cachip...
Oiga, ¿era una cachiporra?
—¿Cómo qué?
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—Cualquier cosa que pese lo suficiente para blandirla y que no tenga punta ni filo en
el lado que lo golpeó. Un mazo, un trozo de tubería, una botella vacía, un... Casi
cualquier cosa.
Observé una cuchara que se estaba arrastrando por el suelo, alejándose de la barra.
Era de esas grandes y negras, y se movía como dando tirones, corría un poco y
luego se quedaba inmóvil. Avanzaba un palmo, se detenía un segundo, y luego
avanzaba otro palmo.
Uno de los hombres que estaban de pie en la barra también la observaba. Se acercó
a ella, pero se le escurrió debajo del pie justo a tiempo.
—Mire —decía Bassett—. Tengo que irme a casa. Acabo de llamar a mi mujer; está
algo pachucha. Nada serio, pero quería que le llevara un medicamento. Hasta
mañana en el interrogatorio.
—De acuerdo —asintió mi tío—. Pero allí no podemos hablar, como he dicho
antes.¿Qué le parece Si después nos encontramos aquí?
Se marchó.
Pensándolo mejor, no era eso; no le paga-ban por hacer nada incorrecto. Sólo para
que estuviera de nuestra parte; para que fuera franco con nosotros. Para que nos
diera los datos exactos. Eso no estaba mal; lo que es-taba mal era aceptar dinero
para hacerlo. Pe-ro tenia a su esposa enferma.
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Entonces pensé que mi tío no sabía que tenía a su esposa enferma. Pero mi tío
sabía que aceptaría el dinero.
—A veces diez centavos es mucho dinero. A veces cien dólares no lo es. Creo que le
sacaremos provecho al dinero. Mira, chico, ¿qué te parece si hacemos la ronda?
Quiero decir si recorremos los bares en los que él estuvo. Quiero averiguar una cosa.
¿Te apetece?
—Bueno —respondí—. De todas maneras no podría dormirme. Y son solo las once.
—Creo que aparentas los veintiuno. Si te preguntan, yo soy tu padre, y tendrán que
creer lo que les diga. Los dos podemos ense-ñar la tarjeta de identidad con el mismo
ape-llido, pero no nos conviene.
—Eso es. En cada sitio que entremos pe-diremos una cerveza para cada uno. Yo me
beberé la mía de prisa, y tu vas tomando sor-bitos de la tuya. Luego intercambiamos
el va-so, ¿entiendes? De ese modo...
—Un poco de cerveza no me hará daño —interrumpí yo—. Ya tengo dieciocho años,
caramba.
—Un poco de cerveza no te hará daño, y no vas a beber más que eso. Cambiaremos
de vaso, ¿entendido?
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Anduvimos por Grand hasta Clark y nos dirigimos al norte. Nos detuvimos en la
es-quina de Ontario.
—Aquí es más o menos donde empezó —dije yo—. Es decir, debió de venir por
On-tario desde Wells, y desde aquí se dirigió hacia el norte.
Yo estaba allí de pie, mirando Ontario abajo, y casi tenía la sensación de que lo iba a
ver acercarse.
Era una tonteria. «Yace sobre un mármol en Heiden —pensé—. Le han quitado la
sangre y lo han llenado con líquido de embalsa-mar. Lo habrán hecho de prisa,
porque hace mucho calor.
—El Barril y el Glaciar, ésos son los ba-res, ¿no? —preguntó tío Ambrose.
—¡No escuchabas?
No dijo nada más. Empezamos a andar, mirando los nombres de los bares por los
que pasábamos. Hay una media de tres a cuatro tabernas por manzana en la
sección de la ca-lle Clark, desde el Loop hasta la plaza Bughouse. El Broadway de
los pobres.
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Sólo había unos pocos hombres en la barra, y ninguna mujer. Un borracho se ha-bía
dormido en una mesa del fondo del lo-cal. No nos quedamos más que el tiempo de
tomarnos una cerveza cada uno. El tío Am-brose se bebió la mayor parte de la mía.
Hicimos lo mismo en el Barril, que estaba al otro lado de la calle, cerca de Chicago.
Era del mismo estilo, algo mayor, algo más de gente, dos camareros en lugar de
uno, y tres borrachos dormidos en las mesas en vez de uno.
—¿No vas a intentar sonsacarles para averiguar lo que hacía o algo así? —pregunté.
El agitó la cabeza.
Había sido algo idiota. Este bar era dife-rente. Había música, si se podía llamar así.
Y casi el mismo número de mujeres que de hombres. Mujeres marchitas la mayoría.
Unas pocas eran jóvenes. La mayoría estaban borrachas.
No eran chicas de alterne. Quizá unas cuantas, decidí, eran prostitutas, pero no
mu-chas. No eran mas que mujeres.
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«Me alegro de que papá no viniera a si-tios como éste en lugar de ir al Barril y al
Glaciar —pensé—. Salió a beber; solo a beber.»
Nos dirigimos al norte otra vez, cruzamos de nuevo al lado oeste de la calle y
volvimos la esquina de la avenida Chicago.
Pasamos par la comisaría de policía. Cru-zamos La Salle y lucgo Wells. «En este
punto pudo dirigirse hacia el sur —pensé. Debían de ser alrededor de las doce y
media cuando pasó por aquí.
»Anoche. Sólo vino por aquí anoche. Se-guramente iba par el mismo lado de la calle
por el que nosotros vamos ahora. Pero ano-che, y aproximadamente a la misma
hora. Deben de ser casi las doce y media.»
Un tren rugió sobre nuestras cabezas y es-tremeció la noche. Resulta curioso que
los trenes hagan tanto ruido por la noche. En nuestro piso de Wells, que está a una
manza-na del tren, oigo todos los que pasan, si es-toy despierto. O por la mañana
temprano, cuando me acabo de levantar o estoy todavía en la cama. Durante el resto
del día ni se oyen.
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Nos quedamos en el mismo sitio unos cin-co minutes, sin hacer nada, ni siquiera
pen-sar. No le pregunté por qué no entrábamos en el bar de Kaufman.
Frente al extremo de la calle Orleáns ha-bía una farola, una de las pequeñas que
po-nen en mitad de la manzana.
En el extremo dc Franklin había otra de esas farolas, debajo del ferrocarril elevado,
justo a la izquierda de la entrada del callejón. No estaba especialmente oscuro. Si te
situabas en el extremo dc Orleáns veías el otro extremo.
La luz era alga escasa a mitad del callejón, pero se veía, y si había alguien allí su
silueta destacaba ante el extremo de Franklin.
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Hacia la mitad del callejón se veía la par-te trasera de unas casas de pisos, viejas y
destartaladas, cuya fachada principal daba a Huron y Eric. Las del lado de Eric
tenían balcones de madera con barandillas y unas escaleras también dc madera por
las que se llegaba a las puertas traseras de los pisos. Las del lado dc Hudson no
tenían balcones y estaban al nivel del callejón.
—Si vino por aquí, debía de seguirle al-guien —dijo el tío Ambrose—. Si hubiera
habido alguien esperándolo en el callejón, lo hubiera visto.
—Podía haber alguien subido en uno de ésos —dije yo señalando los balcones—.
Un hombre va haciendo eses debajo. El que sea baja par las escaleras y llega abajo
justo des-pués de pasar él, lo alcanza cerca del otro extremo, y...
—Pudiera ser, chico. Pero es poco proba-ble. Si estaba en el balcón es que vivía allí.
Nadie hace cosas como ésa en su propio callejón, tan cerca de casa. Y dudo de que
fue-ra haciendo eses. Claro que no te puedes fiar de lo que dice un camarero
cuando asegura que un cliente iba sereno al salir de su bar. No quieren
complicaciones.
—Pude haber sucedido así. No es proba-ble, pero pude haber sucedido —dije.
—Claro. Lo tendremos en cuenta. Habla-remos con todos los que viven en esos
pisos. No vamos a descartar ninguna posibilidad; no quería decir eso cuando he
dicho que no era probable.
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Desde luego, no podía estar como cuando acababa de caer. Lo habían pisoteado la
gen-te que pasaba por el callejón, y los camiones. Ahora estaba roto en trozos más
pequeños y más esparcido. Pero alrededor del centro del área que ocupaba el cristal
debió de ser dondec se le cayeron las botellas.
—Aquí hay un trozo con parte de la eti-queta —dijo mi tío—. Podemos ver si es la
marca que vende Kaufman.
La cogió y fuimos a situarnos bajo la luz de la farola del extremo del callejón.
—Es un trozo de la etiqueta de Topaz. Las he visto a miles en las botellas que papá
traía a casa. Kaufman tiene un letrero de To-paz, pera es una cerveza muy común
aquí. No lo prueba con seguridad.
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Miré hacia las tiendas de ambos lados del callejón. Una era un almacén de
materiales de fontanería. La otra estaba vacía. Parecía que hacía mucho tiempo que
estaba vacía; el cristal estaba tan sucio que no se veía nada a través de él.
—Me refiero a lo que vas a hacer con tu vida durante los próximos cincuenta y pico
de años.
La respuesta era tan obvia que tuve que pensármela dos veces.
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—Tener un oficio es bueno, pero debes ser tú quien tenga el oficio; no dejes que el
oficio te tenga a tí. Lo mismo ocurre con... Ay, demonios, ya te estoy dando
lecciones.
Hizo una mueca. Estaba a punto de decir «con las mujeres». Sabía que yo lo sabía,
así que no hacía falta que lo dijera. Me alegré de que creyera que tenía tanto sentido
común.
—Esta mañana he soñado que alargaba la mano por el escaparate de una casa de
empeños para coger un trombón. Gardie aparecía saltando a la comba por la acera y
me he despertado antes de coger el trombón. Ahora supongo que ya no tengo
secretos para tí, ¿no crees?
—Eso sería como dispararle a un pato inmóvill, Ed. Dos patos con una bala. Ten
cuidado con uno de esos patos. Ya sabes a cuál me refiero.
—Supongo.
—Es peligrosa, chico, para un muchacho come tú. Igual que Madge lo fue... No
im-porta. ¿Y qué es eso del trombón? ¿Has to-cado el trombón alguna vez?
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El camarero nos trajo los segundos boca-dillos. Yo ya no tenía tanta hambre. Con las
guarniciones parecía mucha comida. Primero me comí unas cuantas patatas fritas.
Luego levanté la tapa del bocadillo, incli-né la botella de ketchup y me eché una
bue-na cantidad.
Parecía...
Volví a colocar la tapa del bocadillo con un golpecito e intenté no pensar en lo que
parecía. Pero mi mente estaba otra vez en el callejón. Ni siquiera sabía si había
habido sangre; quizá no. Se puede matar a alguien de un golpe sin producir sangre.
Sin embargo, me daba asco solo el pensar en aquel bocadillo. Ojalá pudiera apartar
los pensamientos de él. Cerré los ojos y empecé a repetir la primera tontería que me
vino a la mente para evitar pensar en nada más: «Uno, dos, tres, O’Leary; cuatro,
cinco, seis, O’Leary...»
—Dios mío. Se me había olvidado. Jesús, espero que se haya acostado. Más vale
que vuelvas a casa corriendo.
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Le dije que de todos modos no quería co-merme lo que quedaba del segundo
bacadi-llo, y él casi había terminado el suyo. A la salida nos separamos; él se dirigió
al Wacket, hacia el norte, y yo me fui de prisa hacia casa.
Mamá había dejado una luz encendida en el fondo del recibidor para cuando yo
llega-ra, pero no estaba levantada. Su habitación estaba a oscuras. Me alegré. No
quería dar explicaciones y disculparme, y, si hubiera es-tado levantada esperando,
preocupada, quizá le hubiera echado la culpa al tío Ambrose.
No sé qué podía importarme la hora que era, pero quería saberlo. Me levanté y fui a
mirar el reloj de la cocina. Eran las siete y un minuto.
No había nadie más despierto. La puerta de Gardie estaba abierta y tampoco llevaba
puesta la chaqueta del pijama. Pasé de prisa.
El piso estaba muy silencioso. Tampoco parecía que hubiera mucho ruido en la calle,
excepto cuando pasaba el tren elevado por Franklin cada pocos minutos.
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«Esta mañana no tengo que despertar a papá —me dije—. Nunca más lo volveré a
despertar. Nadie volverá a despertarle.»
Me levanté y me vestí.
Hice café y me senté para tomarlo. Me preguntaba qué podía hacer para llenar la
mañana. Tío Ambrose dormiría hasta tarde; trabajando en una feria, debía de estar
acostumbrado a dormir hasta tarde. De todos modos no podíamos hacer nada para
la investigación hasta después del interrogatorio. Y luego hasta después del entierro.
Además, a la luz del día todo parecía un poco tonto. Un hombre bajito y con bigote y
un chico imberbe piensan que pueden encontrar, en todo Chicago, al atracador que
había escapado después de dar el golpe.
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Cogí otra taza y le serví el café; ella se sentó a la mesa frente a mí.
—Oye, el interrogatorio es hoy —dijo. Parecía que tenía ganas de ir. Como si hubiera
dicho: «Oye, hoy es el partido.»
—¿Cómo averiguaron quién era? —pregunté—. Quiero decir que no le debía quedar
ningún tipo de documentación encima; de lo contrario hubieran venido durante la
noche después de encontrarlo.
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Terminamos el café. Gardie lavó las tazas y regresó a su habitación para vestirse. Oí
que mamá se estaba levantando.
Entré en la sala de estar y cogí una revista. Empecé a leer la historia de un hombre
rico que habían encontrado muerto en la suite de su hotel, con un lazo de cuerda de
seda amarilla alrededor del cuello, pero lo habían envenenado. Había muchos
sospechosos, todos con algún móvil. Su secretaria, a quién había hecho
proposiciones amorosas, un sobrino que heredó, un estafador que le debía dinero, el
novio de la secretaria. En el tercer capítulo, casi habían demostrado que había sido
el estafador, y entonces lo mataban a él. Encuentran un cordón de seda amarilla
alrededor de su cuello y ha sido estrangulado, pero no con el cordón de seda.
No sé por qué me acordé de la vez que papá me llevó al acuario. No sé por qué me
acordé de aquello; sólo tenía seis años, quizá cinco. Mi madre aún vivía, pero no
venía con nosotros. Recuerdo que papá y yo nos reíamos mucho juntos de las
expresiones de las caras de algunos peces, la pasmada sorpresa de los que tenían
la boca abierta en círculo.
Al pensar en ello me pareció que papá se reía mucho por aquellos días.
Gardie le dijo a mamá que se iba a casa de una amiga y que regresaría antes de las
doce. Estuvo lloviendo toda la mañana.
En el interrogatorio parecía que lo único que íbamos a hacer era quedarnos allí
sentados esperando a que empezara. Tenia lugar en la sala principal de la funeraria
Heiden. No había ningún letrero que anunciara «Hoy interrogatorio», pero debía de
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haber corrido la voz porque había bastante gente. Había asientos para unas
cuarenta personas, y estaban todos ocupados.
Allí estaba tío Ambrose, en un extremo de la última fila. Me había dedicado un guiño
y luego fingió no conocerme. Yo no me resistí a que me separaran de mamá y
Gardie y me senté en la parte de atrás, en el otro lado de la habitación.
Allí estaban Bassett y otros policías, uno de uniforme y los demás de paisano. Había
un individuo con una nariz larga y fina que parecía un jugador profesional.
Había también seis hombres sentados en unas sillas alineadas a un lado de la parte
delantera de la sala.
Entonces se llevó a los seis al depósito para ver el cadáver, y luego les tomó
juramento.
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—¿Cuándo fue la última vez que vio a su marido vivo, señora Hunter?
—Pues... no. Sólo dijo que se iba a tomar una cerveza. Supuse que iría a la calle
Clark.
—Bueno..., sí.
—Generalmente alrededor de las doce. A veces más tarde, a la una o las dos.
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—No. Me dio veinticinco dólares el miércoles por la noche para comida y... y gastos
de la casa. Siempre se quedaba el resto. El pagaba el alquiler y las facturas del gas
y de la luz, y esas cosas.
—Piénselo detenidamente. ¿No sabe de nadie que pudiera..., pudiera tener algún
motivo para odiarlo?
—No.
—No.
—No. En una ocasión lo sugirió. Yo le dije que no, que debíamos poner el dinero de
las primas en el banco. Pero no lo hicimos.
—Sí, lo esperé un rato. Luego pensé que iba a llegar demasiado tarde y me quedé
dormida.
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—Cuando su marido bebía, señora Hunter, ¿le parece a usted que... era dado a
correr riesgos como pasar por callejones o barrios peligrosos, o cosas de este tipo?
—Me temo que sí. Ya lo habían atracado dos veces. La última vez fue hace un año.
Yo escuchaba con atención. Aquello era nuevo para mí. Nadie me había dicho que
habían atracado a papá, ni siquiera una vez. Entonces comprendí una cosa. Un año
antes había dicho que había perdido la cartera; tuvo que sacarse otro carnet de la
seguridad social y del sindicato. Seguramente, supuso que no era asunto mío saber
cómo la había perdido.
Gardie se levantó y pasó por todo el galimatías. Se sentó en la silla y cruzó las
piernas.
Luego llamaron a declarar a uno de los hombres de paisano. Era uno de los policías
del coche patrulla. Su compañero y él encontraron el cadáver.
Circulaban a las dos hacia el sur, despacio, por la calle Franklin, debajo del ferrocarril
elevado, y el callejón estaba oscuro; dirigieron el foco al interior del callejón y lo
vieron allí tumbado.
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—¿Buscaron la documentación?
—¿Había tan poca luz donde estaba como para que los que pasaban por la calle no
lo vieran?
—Supongo. Hay una farola en Franklin, en ese extremo del callejón, pero estaba
apagada. También informamos de este hecho después, y pusieron otra bombilla. O
dijeron que iban a hacerlo.
—Bueno, tenía arañazos en la cara, pero pudo habérselos hecho al caer abajo
cuando lo golpearon.
—Había uno en el suelo, junto a él. Un sombrero de paja duro. Lo que se llama un
canotier. No estaba aplastado; no podía llevarlo puesto cuando lo golpearon. Eso y
el modo en que estaba tumbado me hace pensar que lo golpearon por detrás. El
atracador lo alcanzó, le derribó el sombrero con una mano y blandió la porra con la
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otra. No es posible quitarle el sombrero a alguien para pegarle por delante sin que se
entere, y esta persona hubiera...
El policía bajó del estrado que ocupaban los testigos. Yo pensé que en la noche
anterior no habíamos hecho las conjeturas correctas. No sabíamos que la farola
estaba apagada. En ese caso, sí que debía de estar oscuro el extremo de Franklin.
Un hombre bajo y gordo avanzó arrastrando los pies. Llevaba gafas de gruesos
cristales detrás de las cuales se ocultaban sus ojos.
Sí, Wallace Hunter, el fallecido, había estado en su taberna el jueves por la noche.
Estuvo allí media hora, no más, y después se marchó diciendo que se iba a casa. En
el bar de Kaufman se tomó un whisky y dos o tres cervezas. Respondiendo a otra
pregunta admitió que podían haber sido tres o cuatro cervezas, pero nada más.
Estaba seguro de que había sido únicamente un whisky.
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—¿Iba solo?
—Sí. Estaba de pie en la barra y dijo algo de irse a casa; no me acuerdo de las
palabras exactas. Y compró cuatro botellas para llevarse. Las pagó y se marchó.
—Sí, alguna que otra vez. Lo conocía de vista. No sabía cómo se llamaba hasta que
me enseñaron la foto y me dijeron lo que había pasado.
—Sí, casi todo el rato que estuvo. Fue una noche poco movida. Cerré temprano.
Poco después de marcharse él.
—Cuando se marchó empecé a limpiar para cerrar. Eso fue unos veinte minutos
antes de cerrar. Quizá treinta.
—¿Conocía usted a los dos hombres que se marcharon cuando entró él?
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—Algo. Uno de ellos tiene una tienda de embutidos y comidas preparadas en la calle
Wells. Es judío; no sé cómo se llama. El otro viene siempre con él.
—¿Andaba normalmente?
—Si. Tenía la voz un poco ronca y hablaba de un modo algo confuso. Pero no
estaba totalmente borracho.
Le tomaron juramento al médico forense. Resultó ser el hombre alto de la nariz larga
y fina, el que yo había pensado que parecía un jugador de faraón de los que salen
en las películas.
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—Hola, Bunny.
—Caray, Ed, lo... Ya sabes lo que quiero decir. ¿Puedo hacer algo para ayudar? —
dijo.
—Mira, Ed, si puedo hacer algo, avísame. Quiero decir que tengo algo de dinero en
el banco...
Bunny no tenía dinero para prestar sin que se lo devolvieran; yo sabía para qué
estaba ahorrando. Una pequeña imprenta propia era el sueño de Bunny Wilson, pero
cuesta mucho abrir una imprenta. Hay que sacrificarse mucho para empezar, y se
requiere capital.
—¿Quieres que pase por tu casa, Ed, para charlar con vosotros? ¿Crees que a
Madge le gustaría?
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—Claro que sí. Mamá te aprecia mucho. Supongo que eres el único amigo de papá
que le cae bien. Ven cuando quieras.
—Muy bien, ya pasaré, Ed. Quizá la semana que viene. Mi noche libre, el miércoles.
Tu padre era un tío estupendo, Ed.
Bunny me caía bien, pero yo ya había tenido bastante con aquello. Me aparté de él y
me fui a casa.
—¿Qué?
—Eso es verdad a medias —dijo él—. Pero no necesitas el arma. No vas a hacer
más que darle un pequeño susto a cierto individuo.
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—Sí —respondió.
—Bueno.
Una vez hube colgado, me pregunté a qué demonios me estaba prestando. Entré en
la sala de estar y encendí la radio. Daban un programa de gángsters y la volví a
apagar.
Al pensar detenidamente en ello me hice una idea de lo que había querido decir.
Estaba un poco asustado.
Era viernes por la tarde, acababa de tener lugar el interrogatorio. Mamá estaba en la
funeraria, concretando los últimos detalles. No sé dónde estaba Gardie.
Seguramente en el cine.
El día estaba húmedo y brumoso, y hacía un calor pegajoso. Por supuesto, me puse
mi mejor traje para el funeral. Se me adhirió al cuerpo como si hubiera estado forrado
de pegamento.
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Ya me había puesto la chaqueta, para estar vestido del todo, pero me la quité y la
volví a colgar hasta que faltara menos tiempo.
«Un granuja armado —pensé—. A lo mejor mi tío está un poco chiflado. Bueno,
quizá yo también esté un poco chiflado. Sea lo que sea, lo intentaré.»
—Sí —respondí yo—. Quería... Sólo quería preguntarle si puedo hacer algo.
Meneó la cabeza.
Me tendió una hoja de papel y leí los nombres. El encargado del taller, Jake Lancey
encabezaba la lista. Seguían otros tres linotipistas y dos operarios. Yo ni siquiera me
había acordado del taller. Me sorprendió un poco el saber que iban a venir.
—El funeral es a las dos. Todo está preparado. También habrá un organista.
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—A veces, chico, los familiares preferirían... En fin, verlo por última vez y despedirse
en privado, como ahora, y no desfilar frente al ataúd durante el funeral. ¿Has venido
por eso, chico?
Me condujo a una habitación que daba a una de las salas. No era la misma en que
había tenido lugar el interrogatorio, sino una del mismo tamaño situada al otro lado
del pasillo principal. Allí había un féretro colocado encima de una plataforma. Era un
féretro muy bonito. Estaba forrado en gris y adornado con perfiles cromados.
Levantó la parte de la tapa que cubría la mitad superior del cuerpo y salió de la
habitación sin hacer ruido.
Al cabo de un rato volví a colocar la tapa con suavidad y me alejé. Cerré la puerta del
cuartito al salir. Me marché sin ver al señor Heiden ni a nadie más.
Primero me dirigí hacia el este, luego hacia el sur. Atravesé el Loop y recorrí un buen
trecho de la parte sur de la calle State.
Entonces empecé a andar más despacio, me detuve, di media vuelta y regresé por
donde había venido.
Después, entré en un bar para tomarme un café y luego me fui a casa. Llegué
alrededor de las once.
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Lo noté en el olor. El aire, caliente y denso, estaba cargado de whisky. Olía igual que
la parte oeste de la calle Madison un sábado por la noche.
Cerré la puerta y no sé por qué le eché la llave. Me acerqué a la puerta del dormitorio
de mamá, la abrí sin llamar y entré.
Estaba vestida. Llevaba el traje negro nuevo que debía de haberse comprado el día
anterior. Se había sentado en el borde de la cama y llevaba una botella de whisky en
la mano. Parecía como aturdida, atontada. Intentaba fijar la vista en mí.
Se había recogido el pelo, pero ahora la mitad le caía a un lado. Los músculos de la
cara se le habían vuelto fláccidos y se había avejentado mucho. Estaba como una
cuba.
Esperaba que Gardie estuviera en casa; tenía que estar en casa para ayudarme. Ella
sabía manejar a mamá mejor que yo. Necesitaba ayuda.
En primer lugar corrí a la cocina, sostuve la botella de whisky boca abajo encima del
fregadero y la vacié. Tenía la impresión de que lo que corría más prisa era eliminar el
whisky.
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La voz de mamá llegó hasta mí desde detrás de la puerta cerrada. Decía palabrotas,
lloraba y manipulaba el picaporte. Pero no gritaba ni daba golpes fuertes; gracias a
Dios no estaba armando un escándalo.
El picaporte dejó de chirriar en el mismo momento en que yo dejé .la botella vacía en
el fregadero.
Estaban abriendo una ventana. La ventana del dormitorio de mamá daba al patio de
ventilación.
Iba a saltar.
Corrí a la puerta y agarré la llave para abrirla. Se resistió un poco, pero la ventana
también se estaba resistiendo. Aquella ventana siempre había sido difícil de abrir. Yo
la oía debatirse con ella. En ese momento sólo sollozaba; ya no gimoteaba ni soltaba
tacos.
Conseguí abrir la puerta y la alcancé justo cuando intentaba salir por la ventana.
Sólo había logrado subir el cristal hasta una altura de algo más de treinta
centímetros, y en ese punto se le había atascado. Sin embargo, intentaba
introducirse por la abertura.
La arranqué de allí y ella alargó la mano hacia mi cara con la intención de arañarme.
Sólo ocurrió una cosa. Le di un golpe en la barbilla, fuerte. Me las arreglé para
sujetarla antes de que cayera con demasiada fuerza. Se había desmayado
completamente.
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La sacudí y ella abrió los ojos y se incorporó. Cruzó los brazos sobre el pecho en un
arranque de súbito pudor, debido a que no estaba lo suficientemente despierta para
ser impúdica, y abrió unos ojos como platos.
—Mamá está borracha. Faltan tres horas para el funeral. Date prisa —le dije.
Le alcancé una bata, o un salto de cama o lo que fuera, que había en el respaldo de
una silla y salí de la habitación a toda velocidad. Sus pasos me siguieron de cerca.
Entré en el cuarto de baño y abrí el grifo del agua fría de la bañera. Lo abrí al
máximo; al principio, mientras estaba vacía salpicaba mucho y parte del agua caía
fuera, pero ¿qué importaba eso?
—He estado fuera desde las ocho hasta hace poco —respondí—. Ha debido de
levan-tarse poco después de irme yo. Habrá bajado a la calle y habrá comprado la
botella. Ha tenido tres horas enteras para hacerlo.
Yo sostuve a mama por los hombros y Gardie la cogió por las rodillas. Entre los dos
la pusimos encima de la cama y empezamos a quitarle el vestido por la cabeza.
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—No hay otro remedio. No le quites Ia combinación. ¿Qué más da? Vamos a
llevar-la al cuarto de baño.
—Sosténle la cabeza fuera del agua —le dije a Gardie—. Voy a preparar un café
bien fuerte.
—Abre una ventana en su cuarto para que se vaya el olor —me indicó ella.
—Ya lo he hecho.
Puse una olla con agua al fuego y café en la cafetera, de modo que todo estuviera
dispuesto para verter el agua encima y servirlo a continuación. Puse todo el café que
había.
—Ya está despertando. Pero no ..... Dios mío, Eddie, tres horas...
—Algo menos —dije yo—. Mira, cuando se recupere la ayudas a salir de la bañera y
a secarse. Yo me voy a la farmacia. Hay un medicamento. No sé cómo se llama.
Entré en mi cuarto y rápidamente me puse una camisa y unos pantalones secos. Iba
a tener que llevar el traje de diario al funeral, pero no me quedaba otra solución.
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Al pasar junto al cuarto de baño, la puerta estaba cerrada y se oía la voz de Gardie y
la de mamá. Hablaba de modo poco claro, pero no estaba histérica y no soltaba
tacos ni nada por el estilo. «A lo mejor lo conseguimos a tiempo», pensé.
El agua del café ya hervía. La eché en la parte superior de la cafetera y coloqué ésta
sobre un fuego muy bajo para mantenerla caliente.
Bajé a la farmacia de Klassen. Consideré que era preferible hablar con él, ya que lo
conocía y sabía que no lo contaría. Así que le expliqué la parte de verdad que estimé
necesaria.
—Tenemos un remedio nuestro que no está mal —me dijo—. Te lo voy a preparar.
—Para el aliento también —añadí yo—. Tendrá que estar cerca de la gente en el
funeral. Dame algo para eso.
Lo conseguimos. Se recuperó.
Esto se tenía que hacer por la otra gente y por respeto a papá.
Yo me senté a un lado de mamá y Gardie al otro. Tío Ambrose se sentó junto a mí.
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—Antes quiero hacer una cosa, Jake. Dentro de una o dos semanas, quizá. ¿Qué te
parece?
—Hay varias cosas en el armario de tu padre. ¿Te las mandamos a casa o prefieres
pasar a recogerlas?
Después del cementerio, después de que echaran tierra sobre el ataúd, tío Ambrose
vino a casa con nosotros.
Nos sentamos y apenas teníamos nada que decir. Tío Ambrose sugirió que
jugáramos a cartas, y mamá, él y yo jugamos un rato. Jugamos al rummy.
—Esta noche tómatelo con calma, chico —me dijo—. Descansa y prepárate para la
acción. Ven a buscarme al hotel mañana por la tarde.
—De acuerdo —accedí yo—. Pero ¿no puedo hacer nada esta noche?
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—No. Yo voy a ir a ver a Bassett; tú no tienes por qué venir. Lo voy a incordiar para
que averigüe quién vive en esos apartamentos que dan al callejón. El se puede
ocupar de los preliminares mejor que nosotros, y si hay alguna pista investigaremos
por ese lado también.
—Yo sí. Eso es lo que se le escapó a Bassett. Pero nosotros nos ocuparemos de
ello. Ven a buscarme a media tarde. Te esperaré en mi habitación.
Hacia las siete, mamá pensó que sería buena idea que me llevara a Gardie al cine,
por el Loop quizá.
Tal vez mamá quería estar sola. La estudié con disimulo mientras Gardie miraba la
cartelera del periódico. No parecía dispuesta a beber de nuevo.
Había sido bastante fuerte, pero se había recuperado muy bien y durante el funeral
estuvo hablando con la gente y todo eso sin que nadie se diera cuenta. Seguro que
ni tío Ambrose se imaginaba lo que había ocurrido. Aparte de Gardie, Klassen el
farmacéutico, y yo, nadie lo sabía.
Tenía los ojos rojos y la cara algo hinchada, pero se le hubieran puesto así de todas
formas al llorar.
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Gardie quería ver una película que a mí me parecía que iba a ser una sensiblería,
pe-ro salía una buena orquesta de swing, así que no puse objeciones.
Yo tenía razón; la película era una porque-ría. Sin embargo, la orquesta tenía un
grupo de metal que era divino. Divino. Había dos trombones que eran el no va más.
Uno de ellos, el que hacia los solos, era al menos tan bueno como Teagarden. Quizá
no tanto en los movimientos rápidos, pero tenía un tono que te llegaba adentro.
La pieza final fue un número movido y los pies de Gardie no paraban quietos.
Des-pués quería ir a bailar a algún sitio, pero yo le dije que nones. Ir al cine la noche
del fu-neral ya estaba bastante mal.
De repente me desperté. Oía voces. Mamá parecía estar borracha. La otra voz me
sona-ba, pero no sabía de qué.
No era asunto mío; sin embargo, sentía curiosidad por saber de quién era la otra voz.
Al final me levanté y fui hasta la puerta, don-de estaría más cerca. Pero la voz
masculina dejó de hablar y la puerta se cerró.
Una vez en la cama, me quedé mucho ra-to pensando, intentando identificar la voz.
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Por fin lo hice. Era Bassett, el policía de Homicidios, el del pelo descolorido y los ojos
descoloridos.
Quizá no era ésa la razón; aunque no es que tal posibilidad me pareciera mejor. Que
Bassett tuviera intención de seducirla, quiero decir. Recordaba que había dicho que
tenía a la esposa enferma.
No me hacían gracia ninguna de las dos. Y si estaba combinando los negocios con
el placer, bueno..., eso lo convertía en un sin-vergüenza peor que cada posibilidad
tomada por separado. Y al principio me había caído simpático. Incluso después de
aceptar el so-borno de tío Ambrose me caía bien.
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—Hola, Eddie. No puedo dormir. Así que más vale que me levante, ¿no crees?
—De acuerdo.
—Eddie.
—Dime.
—No lo sé.
—Sí que está en casa —la tranquilicé—. La oí llegar. Sólo quería decir que no sé
qué hora era. No miré el reloj.
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—¿Sí?
No había objeción posible a aquello. Es-peré a ver si decía algo más. Si no, no es
que fuera una idea especialmente práctica. Quie-ro decir que no podíamos hacer
nada para que mamá no bebiera.
—Comprará otra, Eddie. Cada una cues-ta un dólar cuarenta y nueve; sencillamente
comprará más.
—Tengo quince, Eddie. Los cumplo el mes que viene, y eso es como tenerlos. Y a
veces cuando salgo con chicos me tomo una copa. Nunca me he emborrachado,
pero... Oye, Eddie, ¿no ves que...?
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—Deja a papá en paz. Eso ya ha pasado. Y de todas formas, ¿qué tiene que ver con
que bebas tú? ¿Quieres decir que debes con-tinuar la tradición familiar, o algo por el
estilo?
—No seas tonto, Eddie. ¿Qué crees que hubiera podido hacer para que papá dejara
de beber?
—Yo te voy a decir lo que hubiera podi-do hacer que papá dejara de beber, Eddie:
verte a ti empezar a hacerlo. Tú siempre eras un santito. Sabía que tú nunca te
saldrías del buen camino, como él. Supón que hubieras empezado a llegar a casa
borracho, que hu-bieras empezado a ir con una pandilla de gamberros... A lo mejor
dejaba de beber pa-ra que tú hicieras lo mismo. Él te quería mu-cho, Eddie. Si
hubiera pensado que por su culpa te estabas convirtiendo en un...
—¡Basta! ¡Maldita sea! Papá está muerto. ¿De qué sirve venir con esas ideas ahora?
—Mamá no está muerta. Quizá tú no ten-gas muy buena opinión sobre ella, pero es
mi madre, Eddie.
Me quedé allí sentado, mirándola. Había una posibilidad, quizá una pequeña
posibili-dad de que funcionara. Quizá si Gardie se descarriaba en ese sentido, eso
despabilaría a mamá. Había perdido á papá, pero aún tenía a Gardie, y seguro que
no quería verla borra-cha como una cuba a los quince años.
Pero en ese momento pensé que no, que ése no era modo de hacerlo.
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—No lo hagas.
Pero entonces pensé: «No puedo evitarlo. Lo ha pensado bien y va a hacerlo. Quizá
podría detenerla ahora, pero no me voy a quedar aquí vigilándola todo el dia. »
«Quizá hubiera sido mejor —me dije yo— que te hubiera pegado.»
—Yo me lavo las manos. —Pensé que tal vez lograría hacerla enfadar y añadí—:
Ade-más es un truco. Tú sólo quieres emborra-charte para ver qué se siente.
«No te metas en esto, Eddie —me dije a mí mismo—. Tú no quieres tener nada que
ver en ello. Puede ir a la calle Clark a em-borracharse, y lo hará si tú intentas meter
baza. Y seguramente terminará en un burdel de Cicero. Y encima le gustará.»
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Estaba donde debía. No podía evitar que bebiera, pero tenía que quedarme para que
no se metiera en problemas. Cuando llegara a cierto punto seguro que querría salir.
Yo no podía dejarla.
No tenía alternativa.
—No lo soy.
Se rió y apuró la copa. Tomó un vaso de agua para suavizarlo, pero no se atragantó
ni nada.
—Tonterías.
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—Santito.
—Tonterías.
Lo presentí.
—No es la primera vez que bebo. No es que haya bebido mucho, pero algo sí. —
Co-gió otro vaso y echó whisky en él—. Vamos, Eddie, tómate esto. Por favor. No es
agrada-ble beber solo.
—¡Felicidades!
Entonces tuve que coger el mío y darle un golpecito al suyo. Yo sólo bebí un traguito,
pero ella se terminó su ración.
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Tomé un trago de mi vaso mientras ella apuraba el cuarto. Esta vez se atragantó un
poco.
—Un día me convertirá en artista, Eddie. ¿Qué opinas? ¿Qué tal lo hago?
—Estoy segura de que hasta podría hacer strip-tease. Como Gipsy Rose. Mira.
—Tú no eres hermano mío. Y de todas maneras, ¿qué tiene eso que ver con mi
mo-do de bailar? ¿Con mi modo de...?
Sus labios eran de un rojo subido y su cuerpo se apretaba contra el mío. Su boca
oprimía la mía sin que yo hiciera nada al respecto.
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—Gardie, maldita sea. Estate quieta. No eres más que una cría —le dije—. No
podemos.
—De acuerdo, Eddie. Lo que tú digas. Esta vez fui yo el que se atragantó, y ella se
rió de mi.
Serví las dos copas, me acerqué a la radio y jugué un poco con los botones. Cambié
de emisora y luego volví a la primera. No daban más que seriales.
—¿No soy más que una cría, Eddie? —preguntó. Se rió un poquito—. No soy más
que una cría, ¿eh?
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—No eres una cría, Gardie. Así que ter-minemos la botella primero. ¿De acuerdo?
Este es tu vaso.
—Toma. Esto va bien. De golpe, Gardie. Aquella copa me la tomé con ella. Sólo
quedaba una más en la botella; debíamos de habernos servido unas dosis muy
cargadas.
Empezó a dar un paso de danza hacia mí y tropezó. Tuve que sujetarla; mis brazos
la rodeaban y mis manos la tocaban.
La mayor parte se le cayó por encima, pe-ro algo entró. Cuando la sequé con mi
pa-ñuelo soltó una risita.
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Eran alrededor de las dos cuando tomé el ascensor del Wacker hasta el piso doce,
bus-qué la habitación de tio Ambrose y llamé a la puerta.
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—Bueno.
—Chico, Madge y Gardie son lo que son. Y nada se puede hacer al respecto.
—No todo es culpa de mamá —la justifi-qué yo—. Supongo que no puede evitar ser
como es.
—¿Cómo soy?
—Estás amargado. Muy amargado. No sólo por lo de Wallie. Me parece que viene de
antes. Chico, acércate a esa ventana y echa un vistazo fuera.
Su habitación estaba en el ala sur del ho-tel. Me acerqué y miré. Aún había niebla,
hacia un día gris. Pero hacia el sur se veía en la esquina el monstruoso edificio
Merchandi-se Mart, y entre éste y el Wacker otra pared horrible. La mayoría eran
edificios de ladri-llo, viejos y feos, que ocultaban vidas feas.
—A eso me refería, chico. Cuando miras por la ventana, cuando miras algo, ¿sabes
lo que ves? A ti mismo. Las cosas parecen her-mosas o románticas o inspiradoras
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—Una vez leí un libro. Mira, chico, inten-ta no poner etiquetas a las cosas. Las
pala-bras engañan a la gente. Que llames a alguien impresor o borrachín o mariquita
o camione-ro, no quiere decir que le puedas colgar una etiqueta. Las personas
somos complicadas; no se nos puede etiquetar con una palabra.
Todavía estaba junto a la ventana pero me había vuelto de cara a él. Se levantó de
la cama y se acercó a mi. Me hizo dar media vuelta para que mirara otra vez por la
venta-na y se quedó allí de pie a mi lado, con una mano en mi hombro.
—Mira allí abajo, chico —dijo—. Quiero enseñarte otro modo de mirar las cosas. Un
modo que te hará bien en este momento.
Allí estábamos los dos de pie mirando por la ventana abierta las brumosas calles.
—Si —dijo—, una vez leí un libro. Tú también lo has leído, pero quizá nunca has
visto las cosas tal como son realmente, ni aun sabiéndolo. Aquello de allí abajo
parece al-go, ¿verdad? Algo sólido, cada parte está se-parada de las demás y entre
ellas hay aire.
»Pues no lo es. Sólo es una mezcla de átomos que dan vueltas, y los átomos están
formados por cargas eléctricas, electrones, que dan vueltas también, y hay espacio
entre ellos igual que hay espacio entre las estrellas. Es una gran mezcla de casi
nada, es es todo. Y no existe una línea nítida entre el lugar donde termina el aire y
empieza un edificio; sólo te parece que existe. Los átomos están simplemente un
poco más juntos.
»Y además de dar vueltas, también vibran adelante y atrás. Te parece que oyes
ruidos, pero sólo es que esos átomos tan separados giran un poco más de prisa.
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»Mira, hay un hombre que va andando calle Clark abajo. Bueno, él tampoco es nada.
Sólo es una parte del baile de los átomos y se mezcla con la acera que tiene debajo
y con el aire que lo rodea.
—Sigue mirando, chico. Hazte a la idea. Lo que te parece que ves es todo falso, una
fachada que esconde una trampa, si es que existen las trampas.
»Una mezcla continua de casi nada, eso es lo que en realidad hay ahí. Espacio entre
moléculas. La suficiente sustancia, materia real, si es que la hay, para formar un
grumo del tamaño de una pelota de fútbol.
—Chico, ¿vas a dejar que una pelota de fútbol mande sobre ti?
—Bueno, ¿nos vamos a dar una vuelta por la calle Clark para variar? —sugerí.
—Por la avenida Chicago. Un sitio que está cerca de Orleáns. Vamos a darle un
sus-to a un individuo llamado Kaufman.
—Hace muchos años que regenta un bar en un barrio muy malo. ¿Qué tipo de
ame-naza va a asustar a un tipo como ése?
—Ninguna. No vamos a amenazarle. Eso es lo que lo asustará. Nada más que eso.
—No lo entiendo —le dije—. A lo mejor es que soy tonto, pero no lo entiendo.
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—Claro, pero no puedo comprarme uno en este momento. Estos días no estoy
tra-bajando.
—Te lo pago yo. Necesitas uno azul oscu-ro, de rayas finas y con una hechura que
te haga parecer mayor. También necesitas el ti-po de sombrero adecuado. Es parte
del tra-bajo, chico, así que no protestes. Tienes que parecer un pistolero.
Compramos el traje, que costó cuarenta dólares, el doble de lo que había pagado yo
por el último que había comprado. Tío Am-brose era muy escrupuloso respecto al
estilo; miramos varios hasta que encontró el que quería.
—No es un traje muy bueno —me dijo—. No te durará mucho. Pero mientras sea
nue-vo, antes de que lo lleves a la tintorería, pa-rece un traje caro. Ven, vamos a
comprar el sombrero.
Compramos el sombrero. Una maravilla de sombrero con el ala levantada por detrás
y baja por delante. También quería comprar-me zapatos, pero lo convencí para que
sólo me limpiaran los que llevaba; eran casi nue-vos y una vez limpios hacían buen
efecto. Compramos una camisa de rayón que pare-cía de seda y una corbata
llamativa.
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Rectifiqué mi expresión.
—¿Eh? En Herzfeld’s.
—¿La morenita?
—Ahora la recuerdas, ¿no? —dijo después de asentir con la cabeza—. Claro. Ella
fue la que te compró este sombrero cuando el tuyo voló fuera del coche aquella
noche. ¿Por qué? Aquella semana te habías gastado unos trescientos dólares con
ella. Querías traértela a Chi.
—Yo te dije que no lo hicieras. Y yo soy el jefe; que te entre eso en la cabeza y no se
te escape. Chico, te habrías muerto hace dos años si yo no te hubiera cuidado. Yo
evito que te envalentones demasiado. Claro, yo... Maldita sea, quítate esa sonrisita
de la cara.
—El trabajo del banco Burton, en primer lugar. Siempre te apresuras demasiado con
el gatillo. Cuando aquel empleado alargó la ma-no hacia el timbre, igual le hubieras
podido cortar el brazo que matarlo; sólo estabas a unos pocos centímetros.
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—No está mal, Ed. Pero estás demasiado relajado. Te quiero más tenso, con más
ner-vio. Llevas una pistola en la sobaquera y es-tá cargada. Su peso no te deja
olvidar que la llevas. No te quites la pistola de la cabeza en ningún momento.
—De acuerdo.
—Y en cuanto a los ojos... ¿Te has fijado alguna vez en los ojos de alguien que se
haya fumado un par de porros, antes de que se fume más?
—Entonces ya sabes lo que quiero decir. Uno se convierte en el rey del universo, se
excita muchísimo. Pero a la vez es como un muelle sujeto por un hilo muy fino.
Puede quedarse quieto con una calma tremenda y ster aun así dar la impresión de
que es peligrosísimo que alguien lo toque con una vara de tres metros de largo.
—Ten los ojos así. Cuando mires a alguien, no lo mires con ira, como si quisieras
matarlo. Eso es de aficionados. Lo que tienes que hacer es atravesarlo con la mirada
como si no estuviera, como si no te importara un comino cargártelo o no. Míralo
como si fuera un poste de teléfonos.
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—Quizá más.
—Quiero llamar por teléfono, entonces. Es privado. ¿Me esperas en el vestíbulo, por
favor?
Llamé a casa. Si mamá hubiera cogido el teléfono, hubiera colgado. No quería hablar
con mamá antes de saber lo que Gardie le había dicho.
—Soy Ed, Gardie —dije—. ¿Está mamá por ahí o puedes hablar?
—Algo, pero más vale que lo olvidemos —la tranquilicé—. Te emborrachaste, eso es
todo. Pero que sea la última vez, ¿entendi-do? Si lo vuelves a hacer te daré una
azotaina.
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—Muy bien. Pues olvida esa idea para siempre. Las dos, ya sabes a qué me refiero.
¿Te acuerdas de lo que has hecho mientras estabas borracha?
—No me mientas. Seguro que te acuerdas. Con toda certeza, esta vez soltó una
risita.
—Oye, dile a mamá que seguramente llegaré muy tarde a casa, que no se preocupe.
Estoy con tío Am. A lo mejor paso con él la noche. Adiós.
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—Lo que quiero que hagas es esto, Ed. No hables, mira fijamente a Kaufman y
sigueme.
—De acuerdo.
Tío Ambrose se dirigió a una mesa del fondo y se sentó de cara a la barra. Yo
acer-qué una silla a un lado de la mesa para mirar en la misma dirección.
No era, pensé yo, especialmente agradable de observar. Era bajo y más bien obeso,
te-nía unos brazos muy largos y vigorosos. Apa-rentaba unos cuarenta o cuarenta y
cinco años. Llevaba una camisa blanca limpia con mangas enrolladas hasta el codo;
tenía los brazos peludos como un mono. Se peinaba el pelo hacia atrás y usaba
brillantina, pero le hacía falta afeitarse. Todavía llevaba puestas -las gafas de
gruesos cristales.
Registró veinte centavos en la caja por las cervezas que acababa de servir y a
conti-nuación salió por el final de la barra para acercarse a nuestra mesa.
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Sus ojos se cruzaron con los míos y yo no aparté la vista. Recordé las órdenes que
tenía. No moví ni un músculo, ni siquiera un músculo de la cara. Pero pensé: «Hijo
de pu-ta, lo mismo me da matarte que no.»
—Agua con gas. Dos vasos de agua con gas —decía mi tío.
Sus ojos se apartaron de los míos y miró a mi tío. Parecía confundido, como si no
supiera si tomárselo a broma y reírse o no.
Kaufman se las arregló para dar la impresión de que se encogía de hombros sin
hacerlo en realidad. Cogió el billete y se fue detrás de la barra. Regresó con los dos
vasos y el cambio.
Nosotros nos quedamos allí sentados sin hacer nada y sin decir nada. Muy de vez en
cuando, tío Ambrose echaba un traguito de su agua con gas.
Los dos hombres de la barra se marcha-ron y otro grupito, de tres esta vez, entró. No
les prestamos atención. Observábamos a Kaufman; no quiero decir que no
apartáramos los ojos de él ni un segundo, pero en general lo observábamos de
modo continuo.
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Entraron dos hombres más y la pareja que estaba sentada en la mesa se marchó.
A las siete entró a trabajar un camarero. Un hombre alto y delgado que sonreía
mu-cho y enseñaba muchos dientes de oro al hacerlo. Cuando éste se situó detrás
de la barra, Kaufman se acercó a nuestra mesa.
Kaufman lo miró un momento, recogió el cambio que mi tío había dejado encima de
la mesa y se fue a la barra a llenarnos los va-sos. Volvió y los dejó en la mesa sin
decir palabra. Se quitó el delantal, lo colgó en una percha y salió por la puerta de
atrás.
—Su preocupación no llega aún a ese punto. -Se ha ido a cenar. ¿Te parece buena
idea?
Me acababa de dar cuenta de que me había pasado otro día prácticamente sin
comer. Ahora que lo pensaba, tenía tanta hambre que me hubiera comido un buey.
Esperamos unos minutos más y salimos por la puerta principal. Nos dirigimos a la
calle Clark y cenamos en el pequeño restau-rante mexicano que hay a una manzana
al sur Chicago. Tienen el mejor chile de la ciudad.
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—Claro. Volveremos a las nueve y nos quedaremos hasta las doce. Entonces ya se
habrá puesto más que nervioso.
—La policía está avisada. Bassett ha ha-blado con el que recibirá la llamada en la
comisaría de Chicago. El informará a los que mande para ocuparse de la llamada, si
es que manda a alguien.
Ahora empezaba a ver para qué servían cien dólares. Este era el primer dividendo
sin contar con que Bassett había accedido -a investigar los edificios cuya parte de
atrás daba al callejón. A lo mejor lo habría hecho de todos modos, pero lo de ahora
era claramente un servicio extraordinario.
—Era un niño muy gracioso —me dijo tío Ambrose—. Ya sabes que era dos años
más joven que yo. Era muy travieso. Bueno, no es que yo fuera un angelito. Aún me
queda cierta inquietud; por eso trabajo en una feria. ¿Te gusta viajar, Ed?
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—¿Hasta ahora? Si no eres más que un cachorrito. Pero Wally se escapó de casa a
los dieciséis años. Eso fue el mismo año en que a nuestro padre le dio una apoplejía
y murió de repente; nuestra madre había muer-to tres años antes.
»Yo sabía que Wally escribiría tarde o temprano, así que me quedé en St. Paul
has-ta que recibí carta suya; la carta iba dirigida a papá y a mí. Estaba en Petaluma,
Califor-nia. Era el propietario de un pequeño perió-dico de allí; lo había ganado
jugando al póquer.
—Supongo que entonces ya habría perdi-do lo que hubiera sacado del periódico.
—¿Eh? ¡Ah, ya hacia tiempo que lo ha-bía perdido! Trabajaba en la casa de juego.
Llevaba una mesa de blackjack. Cuando yo llegué allí ya estaba harto de Juárez, así
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que dejó el juego. Le estaba cogiendo el gustillo a Mex y quería que me fuera con él
a Veracruz.
»Menudo viaje, chico. Veracruz está a más de mil ochocientos o dos mil kilómetros
de Juárez, y tardamos cuatro meses en llegar allí. Cuando salimos de Juárez
teníamos en-tre los dos, creo, ochenta y cinco dólares. Pero en Mex eso se convertía
en unos cuatro-cientos, y aunque en la frontera no era mu-cho, en cuanto te
adentrabas en el país unos trescientos kilómetros eras rico, si hablabas la jerga del
país y no caías en las trampas para incautos.
»Fuimos ricos durante la mitad de esos cuatro meses, riquísimos. Pero en Monterrey
encontramos a unos tipos que eran más listos que nosotros. En ese momento
debimos regresar a la frontera, a Laredo, pero decidi-mos seguir camino de Veracruz
y hacia allí nos fuimos. Llegamos andando y vestidos con ropas mexicanas, lo que
quedaba de ellas; hacía tres semanas que no teníamos un peso entre los dos. Casi
se nos había olvida-do el inglés; hasta hablábamos en mexicano entre nosotros para
practicar.
—¿Qué pasa?
—Yo hice latín en el bachillerato. Papá me sugirió que escogiera español y me dijo
que me ayudaría a hacer los deberes. Pensé que quizá se acordaría un poco de lo
que había estudiado. No se me ocurrió que lo hablara.
El tío Ambrose me miró serio, como si estuviera pensando, y no dijo nada durante un
rato.
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—Yo me fui a Panamá; él se quedó en Veracruz un tiempo. Veracruz tenía algo que
le gustaba.
—No —respondió mi tío escuetamente. Le echó una mirada al reloj y dijo—: Vamos,
chico. Tenemos que regresar al bar de Kauf-man.
—Hay tiempo. Habías dicho que volvería-mos a las nueve. Si Veracruz tenía algo
que le gustaba, y además tenía trabajo, ¿por qué no se quedó más tiempo?
—Venga, suéltalo.
—Se batió en duelo y ganó. Lo que le gus-taba de Veracruz era la mujer del alemán
que dirigía el periódico. El alemán le retó, con fusiles Máuser, y él no pudo evitarlo.
Ganó el duelo; le dio al alemán en el hombro y se lo tuvieron que llevar al hospital.
Pero Wally no tuvo más remedio que largarse rápidamen-te. Y a escondidas, en la
bodega de un car-guero. Después me contó lo que le había pasado. Lo descubrieron
al cabo de cuatro días y lo obligaron a trabajar para pagarse el pa-saje. Tenía que
fregar suelos aunque estuvie-ra tan mareado que no se tuviera en pie. A Wally nunca
le gustó el mar. Pero no pudo salir del barco hasta que no tocaron tierra por primera
vez, y eso fue en Lisboa.
—Estás de broma.
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—¿Qué es un picador?
—El lancero que va a caballo. Al caballo lo cornean casi en cada corrida. Los
rellenan con aserrín y los cosen para que vuelvan al ruedo. De todas maneras se
morirían, una vez corneados... Bueno, dejémoslo; a mí tam-poco me gustaba esa
parte de los toros. La última vez que vi una corrida fue en Juárez, hace unos años;
los caballos iban bien prote-gidos, y en ese caso está bien. Matar al toro limpiamente
con la espada está muy bien. Es-tá mejor que lo que hacen aquí en los mata-deros.
Utilizan un...
—No, nunca.
—Las cosas como ésas hay que practicar-las, o se pierden. Pero él era muy hábil
con las manos. Antes era rapidísimo en la linoti-pia. ¿Lo era todavía?
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—¿Volvisteis a estar juntos alguna vez? Aparte de las visitas esporádicas, quiero
decir.
—Claro. Yo había caído en desgracia en el negocio de los detectives, así que lo dejé
y Wally y yo viajamos juntos con un espectá-culo de magia. El hacía juegos
malabares y cosas por el estilo, pintado de negro.
—¿Yo? No. Wally era el hábil con las ma-nos. Yo, yo utilizo la boca. Yo hacia el
pre-gón y un número de ventri.
—Ventriloquia —me aclaró con una mue-ca—. Para ti un par de vagos. Venga, chico,
ahora sí que tenemos que irnos. Si quieres que te cuente mi vida y la de Wally no
puede ser todo de una vez, cuando tenemos trabajo en perspectiva. Ya son casi las
nueve.
No sabía que papá hubiera sido otra cosa que linotipista. No me lo imaginaba
comportándose como un niño travieso, vagabun-deando por México, batiéndose en
duelo, queriendo ser torero en España, haciendo juegos malabares en un
espectáculo de magia, participando en un espectáculo de varieda-des...
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El bar de Kaufman estaba más animado. Había media docena de hombres y dos
muje-res en la barra, unas parejas en dos reserva-dos, y una partida de pinochle en
una mesa apartada. La máquina de los discos funcio-naba a todo volumen.
Sin embargo, nuestra mesa estaba vacía. Nos sentamos en el mismo sitio de antes.
Kaufman estaba ocupado en la barra; no nos vio entrar ni sentarnos.
Nos vio y se dio cuenta de que lo obser-vábamos, más o menos un minuto después.
Estaba echando whisky en un vasito frente a un hombre que había en la barra, y el
whisky rebasó el borde del vaso y formó un charqui-to en la madera pulida.
Kaufman bajó las manos de las caderas y se las secó lentamente en el delantal. Sus
ojos pasaron de la cara de mi tío a la mía, y yo le dediqué una mirada serena e
indiferente.
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—Pero buscan algo. ¿No sería mucho más fácil si lo dijeran claro?
—Sí. Estoy seguro. Estaba en la fila de atrás; intentaba pasar desapercibido. ¿Es
usted amigo de ese tal Hunter, o qué?
—¿Qué Hunter?
Pareció que Kaufman iba a enfurecerse otra vez, pero volvió a esconder los cuernos.
—Le voy a facilitar las cosas. Busque lo que busque, no está aquí. No lo tengo yo.
Hablé perfectamente claro con los policías y en el interrogatorio. No sé nada
respecto a ese asunto que no les haya dicho ya. Y usted lo oyó. Usted estaba allí.
—Está todo claro. Así que ¿para qué han venido aquí? ¿Qué demonios quieren?
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Kaufman se levantó tan de prisa que la silla en la que había estado sentado se
levantó hacia atrás. Fue enrojeciendo paulatinamente del cuello para arriba. Se
volvió y recogió la silla, luego la colocó debajo de la mesa con cuidado, como si su
posición exacta fuera un asunto de gran importancia.
Unos minutos después, el camarero, el individuo alto y delgado, nos trajo lo que
habíamos pedido. Nos dirigió una alegre sonrisa y mi tío se la devolvió. Las
arruguitas de risa desdeñosa habían vuelto a las comisuras de sus ojos y no parecía
peligroso en absoluto.
—Gracias. Oye, el niño estaba encantado contigo, Am. Quiere saber cuándo
volverás.
—Pronto. Más vale que regreses al trabajo antes de que su señoría nos vea hablar.
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—Hay gente a la que se puede comprar, chico, y gente a la que no se puede. Me las
arreglé para meter unas monedas en la hucha su hijo.
Cuando llegué a casa, mamá y Gardie dormían. Mamá había dejado una nota en la
que pedía que la despertara cuando me levantara yo, porque quería empezar a
buscar trabajo.
Estaba cansado, pero no podía dormirme. Pensaba en las cosas que acababa de oír
acerca de papá.
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Pero cuando por fin me dormí, no soñé con papá. Soñé que yo era matador en una
plaza de toros de España. Tenía la cara cubierta de pintura negra grasienta y llevaba
un estoque en la mano. Y en la confusión que suele reinar en los sueños, el toro era
un toro de verdad..., un toro enorme y negro, y sin embargo no lo era. Era el dueño
de una taberna, un tal Kaufman.
Iba corriendo hacia mi con unos cuernos de un metro de longitud y afilados como
agujas, que brillaban a la luz del sol; y yo tenía miedo, estaba muerto de miedo...
Tío Ambrose se había enterado de que hacia esa hora llegaba Kaufman. El
camarero se marchaba entonces y regresaba por la noche, cuando había suficiente
trabajo para dos hombres.
No había nadie más; sólo Kaufman y nosotros. Pero se notaba algo en el ambiente,
algo más aparte del olor a cerveza y a whisky.
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Se fue detrás de la barra y regresó con dos vasos de agua con gas. Mi tío le dio
veinte centavos.
Regresó de nuevo detrás de la barra y empezó a secar vasos. No nos miraba. Una
vez se le cayó un vaso y se rompió.
Eran corpulentos y parecían tipos peligrosos. Uno había sido boxeador, se le notaba
en las orejas. Tenía la cabeza en forma de bala, hombros de mono y unos ojillos
pequeños, como de cerdito.
El otro parecía bajo al lado del primero, pero era sólo el contraste; si lo mirabas dos
veces te dabas cuenta de que debía de medir más de metro ochenta, y de que
desnudo rayaría los noventa kilos. Tenía cara de caballo.
Se detuvieron junto a la puerta y recorrieron el local con la vista. Sus ojos revisaron
cada uno de los reservados y se percataron de que estaban vacíos. Lo miraron todo
menos a nosotros. Mi tío movió un poco la silla en que estaba sentado y cambió los
pies de posición.
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Miré a tío Ambrose por el rabillo del ojo. Tenía la cara rígida y los labios inmóviles,
pero hablaba de modo que sólo yo pudiera oírlo. De momento me sorprendió que no
moviera la boca, pero entonces recordé el número de «ventri».
—Chico, me las arreglaré mejor yo solo. Tú vete al lavabo. Allí hay una ventana; sal
por ella y lárgate. Ahora mismo; en cuanto se tomen la copa empezarán.
«Yo soy el que se supone que va armado —pensé—. Yo soy el pistolero. Llevo un
traje que parece de cien dólares y un sombrero con el ala subida por detrás y baja
por delante. Además llevo un automático del 38 imaginario, con el seguro quitado.
Está en la sobaquera que tengo en el lado izquierdo.»
No dije nada; simplemente los miré. No les dije que no apartaran las manos de la
barra, pero no las movieron de allí.
Los observaba a los tres. Sobre todo ob-servaba los ojos de Kaufman. Debía de
tener una pistola detrás de la barra. Le observé los ojos hasta que descubrí dónde
estaba. No la veía desde mi posición, pero sabía dónde la guardaba.
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—Ha sido un truco sucio, George. Quizá deberías apartarte de la barra unos pasos.
Pasé al otro lado de la barra y cogí la pistola. Era un revólver del 32 con cañón cor-to
y montura del 38. Una buena pistola.
Hice girar la cámara y dejé que los cartu-chos cayeran en el agua sucia que había en
el fregadero de detrás de la barra. Después tiré la pistola.
Me volví para coger una botella y miré a tío Ambrose a través del espejo. Tenía una
sonrisa de gato de Cheshire. Me guiñó el ojo.
—¿No querrías darnos diez de la caja a cada uno, amigo? Es lo que nos
corresponde por el sucio truco que George nos ha jugado.
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—Permítame —dijo, y sacó la cartera. Extrajo dos billetes de a diez y les dio uno a
cada uno de los hombres que lo flanquea-ban—. Tienen razón. No querría que
salieran perjudicados en este asunto.
—Es usted un gran hombre, señor. Nos lo hemos ganado. ¿Quiere que...?
—No —dijo mi tío—. George nos cae bien. No querríamos que le pasara nada a
George. Sírvenos otra copa, Ed.
Les llené los vasos de Highland, saqué dos vasitos más y solemnemente los llené de
agua con gas.
—No te olvides de George —dijo tío Am-brose—. A lo mejor, George quiere tomar
algo con nosotros.
No lo cogió.
—No —dijo mi tío—. George nos cae bien. Es un buen hombre, una vez lo cono-ces.
Ahora más vale que os vayáis. El poli que tiene esta ronda pasará pronto por aquí y
puede que entre.
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Nos tomamos otra copa y los grandullo-nes se fueron. Todo se hizo de un modo muy
sociable.
—Hazle a George el favor de registrarlo todo, Ed. Has puesto seis whiskys, a
cincuen-ta centavos cada uno... Y cinco aguas con gas, contando la de George. —
Puso un bille-te de cinco dólares encima de la barra—. Marca tres y medio.
A los cinco minutos entró un hombre y pidió una cerveza. Kaufman se la sirvió.
—Pongo a Dios por testigo que yo no sé nada de lo que le pasó a ese tal Hunter. Lo
único que sé ya lo he dicho en el interro-gatorio.
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—Lo has hecho muy bien, Ed. No..., bue-no, para serte franco, no pensaba que
tuvie-ras eso escondido.
—Para serte franco también: yo tampoco lo pensaba. ¿Vamos a volver esta noche?
—Me he citado con Bassett a las once. Hasta esa hora, nada en particular.
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—Pero tengo el estómago revuelto. Esta-ba tieso de miedo todo el rato. Me apoyaba
en la barra para no caerme.
—Seguramente tienes razón al decir que no podrías dormir. Pero faltan dos horas
has-ta las nueve. ¿Qué quieres hacer?
—A lo mejor me paso por la Elwood Press. Quiero recoger los cheques que nos
de-ben a papá y a mí. Media semana..., no, más de media semana. Tres días son
tres quintos de semana.
—Sí. Están en la mesa del encargado. Y el encargado del turno de noche tiene llave.
También puedo coger las cosas del armario de papá y llevarlas a casa.
—Oye, ¿el taller no podría tener nada que ver con la muerte de tu padre?
—No le veo la relación. No es más que una imprenta; quiero decir que no falsifican
dinero, ni nada de eso.
—Bueno, debes estar atento por si acaso. ¿Tenia algún enemigo allí? ¿Le caía bien
a todo el mundo?
—Sí, se llevaba bien con todos. No es que tuviera amigos íntimos, pero se llevaba
bien con todo el mundo. Antes se veía mucho con Bunny Wilson. Pero desde que a
Bunny lo cambiaron al turno de noche, ya no se veían tanto. También está Jake, el
encargado del turno del día. Papá y él eran bastante amigos.
—Bueno, he quedado con Bassett en aquel sitio de la avenida Grand donde lo vimos
la otra noche. Si quieres encontrarnos, ven al-rededor de las nueve.
—Allí estaré.
Me fui andando hasta Elwood, que está en la calle State, cerca de Oak. Resultaba
extraño ir de noche, y no ir a trabajar.
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Subí por las escaleras débilmente ilumina-das hasta el tercer piso y me quedé en la
puer-ta de la sala de composición, mirando hacia dentro. A lo largo del lado oeste de
la habi-tación estaban las linotipias, había seis. Bunny estaba trabajando en la que
quedaba más cerca de la puerta. En otras tres había más operarios.
La de papá estaba vacía. No porque él no estuviera allí, sino porque por la noche
tra-bajan menos hombres que durante el día y quedan máquinas libres. Permanecí
en la puerta varios minutos y nadie se percató de que estaba allí.
—Hola, Ed.
—Hola —respondí yo, y ambos nos que-damos sin saber qué decir.
—Pronto.
Ray Metzner abrió el cajón de la mesa que estaba cerrado con llave. Encontró los
che-ques, me los dio y yo me los metí en el bolsillo.
Se me había olvidado cómo iba vestido; me dio un poco de vergüenza que me vieran
así en aquel lugar.
—Oye, chico, cuando vuelvas, ¿por qué no les dices que te pongan en el turno de
noche en vez de en el de día? Nos ayudarías mucho, ¿verdad, Ray? -dijo Bunny.
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—Es una idea, Ed. Es un buen turno. Pa-gan más. Y... estás aprendiendo a manejar
el teclado, ¿no?
—Puedes practicar más por la noche. Siempre hay un par de máquinas paradas.
Hay menos prisas y te podemos dejar media hora para que practiques.
—Bueno —dije—. Me voy a los armarios y luego me marcho. Tienes una llave
maestra que abra el armario de papá, ¿no, Ray?
—Claro.
—Vete ahora, Bunny —dijo Metzner—. Yo marcaré por ti. Iría con vosotros, pero me
traigo la cena de casa.
Nos fuimos a la sala de los armarios. No había nada que necesitara en el mío. Abrí el
de papá. Sólo habla un suéter viejo, su tipó-metro y la maletita negra.
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No valía la pena llevarse el suéter a casa, pero tampoco quería tirarlo a la basura,
así que lo colgué en la percha de mi armario y me llevé la maleta. Estaba cerrada
con llave, de modo que no intenté abrirla allí.
Cuando llegara a casa ya averiguaría lo que había dentro. Nunca he sido curioso.
Era una maleta de cartón barata, de unos diez centímetros de profundidad, treinta de
an-chura y cuarenta y cinco de longitud. La ha-bía visto en el fondo de su armario
desde que trabajaba en Elwood con él.
—No hay más que cosas viejas que no quiero tener en casa, Ed. Nada importante.
Lo miré.
Lo había dicho de un modo tan extraño que tardé al menos un minuto en descifrar el
significado de aquella pregunta.
—No sospechan de mamá, si eso es lo que quieres decir con esa pregunta. Mamá
no tuvo nada que ver.
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—Ya lo sé, Ed. Eso es lo que... Oh, Dios mío, cada vez estoy metiendo más la pata.
No debí haber abierto la boca. No tengo la inteligencia suficiente para ser sutil.
Intentaba sacarte información sin darte ninguna, y va a ser al revés.
—Supongo que tienes razón. Pero en este caso era diferente. Se trataba de un
atraco.
—¿Dónde la viste?
—Me estaba tomando unas copas aquel miércoles, era mi noche libre, y llamé por
teléfono a tu casa alrededor de las diez para ver si estaba Wally. Y...
—Sí. Así que pasé por varios sitios, pensando que a lo mejor lo encontraría. No lo
encontré. Pero a eso de las doce estaba en un sitio que queda cerca de la avenida
Grand, no sé cómo se llama, y entró Madge. Dijo que había bajado a tomarse el
último trago antes de acostarse y que Wally aún no había regresado.
—No sé, chico. No lo parecía, pero con las mujeres nunca se sabe. Las mujeres son
extrañas. Bueno, tomamos unas copas y char-lamos. Era aproximadamente la una y
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—Es una buena coartada, si la necesitara. Pero no la necesita, Bunny. Oye, ¿por
eso viniste al interrogatorio? Me extrañó que estuvieras allí.
—Claro. Quería saber a qué hora había ocurrido y todo lo demás. Ni siquiera le
preguntaron a Madge si aquella noche ella estaba en casa o fuera. Así que me
tranquilicé. ¿No se lo han preguntado?
—Que yo sepa, no. No se ha hecho men-ción alguna. Yo sabia que había salido
porque aún estaba vestida cuando fui a despertar a papá aquella mañana, pero...
—¿Todavía estaba vestida? Dios mío, Ed, ¿por qué iba a estar...?
—Tenía una botella en casa y debió de seguir bebiendo mientras esperaba a papá—
expliqué—. Pero se durmió vestida.
—No estoy seguro, Bunny. —Le conté lo que ocurrió aquella mañana—: Se estaba
empezando a levantar cuando yo me marché. La oí. No se darían cuenta porque se
habría cambiado de vestido, o se habría puesto una bata. Si hubiera abierto la puerta
como yo la dejé, tenían que estar ciegos para no darse cuenta.
—En ese caso no pasa nada —dijo Bunny—. Si no saben que salió, no pasa nada.
-Si..., bueno, ya me entiendes.
—Claro.
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Cuando entré en el bar, tío Ambrose estaba solo en el reservado que habíamos
ocupado la otra noche. Aún faltaban unos minutos para las once.
Me miró y luego miró la maleta; sus ojos hicieron la pregunta que no formuló su
boca.
La puso encima de la mesa, delante de él, empezó a revolverse los bolsillos. Sacó
un clip de sujetar papeles, estiró una parte e hizo un gancho en la punta.
A primera vista parecía una extraña mezcolanza. Luego cada objeto adquirió
significado. Yo no le hubiera visto la lógica antes de que mi tío me contara algunas
de las cosas que había hecho papá de joven.
Habla una peluca negra y rizada de las que llevan los actores cómicos que imitan a
los negros; media docena de pelotas rojas de unos seis centímetros de diámetro, el
tamaño de las que se usan para hacer juegos malaba-res; una daga de artesanía
española metida en una funda, una pistola de tiro único muy bien ajustada, una
mantilla negra, una figurita de barro que representaba un ídolo azteca.
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Era la vida de papá, pensé, metida dentro de una maleta. Al menos una fase de su
vida. Eran cosas que quería guardar, pero no en casa, donde se podían estropear o
perder, o donde tendría que responder a preguntas sobre ellas.
Un ruido me hizo levantar la vista y allí estaba Bassett mirando hacia abajo:
Había cogido una de las pelotas de hacer juegos malabares y la estaba mirando
como se mira una bola de cristal. Tenía los ojos algo raros. No es que llorara,
exactamente, pero tampoco se podía decir que no lloraba.
—Cuéntaselo, chico.
—Parece poesía —señalé yo—. Por la forma de las líneas. Tío Am, ¿escribió papá
alguna vez poesías en español?
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Bassett estaba revolviendo el fajo y un papel más pequeño cayó de él. Era un
rectángulo de papel nuevo, de aproximadamente siete por diez centímetros. Estaba
impreso, pero recubierto de escritura a máquina y con una firma garabateada en
tinta.
Era el recibo de una cuota de una compañía- de seguros, la Central Mutual. Llevaba
fecha de hacía menos de dos meses, y era el recibo de la cuota trimestral de una
póliza que iba a nombre de Wallace Hunter.
Miré la cifra y solté un silbido. La póliza era por valor de cinco mil dólares. Una nota
que se leía debajo de «Seguro de vida» decía: «indemnización doble». Diez mil
dólares. ¿O el asesinato se considera muerte accidental?
—Me terno que no necesitamos más —decla-ró—. Un motivo. Me dijo que no tenía
seguro.
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—Oiga —dije una vez el camarero hubo anotado lo que queríamos y se hubo
marchado—, mamá no ha sido. Tiene una coartada. Los dos me miraron y tío
Ambrose levantó medio metro la ceja izquierda.
Observé la cara de Bassett mientras lo contaba, pero no podía decir nada. Cuando
hube terminado dijo:
—Bueno —dijo Bassett—, no daré ningún paso más hasta que hable con ese tal
Bunny. Puede que no valga la pena. Es un amigo de la familia..., eso quiere decir de
ella también. Es posible que estire la hora un poco para hacerle un favor.
Bassett se encogió de hombros. Pero no de modo que indicara que no lo sabía, sino
como queriendo decir que no deseaba hablar de ello.
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—Cállate, Ed. Vete a dar una vuelta a la manzana y tranquilízate. Me agarraba muy
fuerte y me hacía daño.
Bassett se levantó para dejarme salir del reservado; yo me puse de pie y salí a toda
prisa. «Que se vayan al infierno», pensé.
No había ocurrido una sola vez, sino a menudo. ¿Cuánto tiempo tenía yo entonces?
Me acordé de que andaba; al menos una vez andaba detrás de las pelotas de
colores vivos, y me había dado una para que jugara, y se rió cuando me la puse en
la boca para morderla.
No podía tener más de tres años, al me-nos no mucho más, la última vez que las
ha-bía visto. Se me habla olvidado por com-pleto.
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Aquello estaba muy bien. Yo esperaba que dijera algo. Lo miré a la cara y me lo
imagi-né con Gardie; pensé que había sido él quien había visto primero a papá en la
funeraria y que quizá habría trabajado su cuerpo, o ha-bría observado mientras
Heiden lo hacía, y..., caray, si hubiera sido otra persona, ha-bría sido diferente. Pero
cuando alguien ya no te cae bien desde un principio, pasa algo así y terminas
odiándolo.
A lo mejor iba a coger un cigarrillo; no lo sabía. No iba a querer sacar una pistola,
allí, en mitad de la calle, aunque no hubiera nadie en media manzana. Pero no
quería ave-riguarlo. Quizá yo sólo estaba buscando una excusa.
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Le solté la muñeca y lo agarré por la par-te de atrás del cuello del traje. Le di un
esti-rón para evitar que se agachara, y, cuando se apartaron nuestras sombras, vi
que lo que había en el suelo era un puño americano.
—Venga, recoge tus canicas y vete. Si abres la boca te daré un trompazo que se te
caerán todos los dientes.
Me lanzó una mirada muy expresiva, pero no se atrevió a decir nada. Se adelantó
para recoger sus cosas y yo lo miré y dije:
—Espera un momento.
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Era de piel labrada, muy bonita, y casi nueva. Pero había una raya que atravesaba
en diagonal la brillante superficie. Esa raya había sido causada por la afilada esquina
de una línea metálica de linotipia. La cartera ha-bía ido a parar a la plataforma de la
linoti-pia y papá dejó caer unas líneas encima des-de una galera. Yo estaba allí.
Oí que un coche volvía la esquina a toda velocidad; Bobby lo miró y echó a correr.
Yo salí detrás de él mientras me metía la car-tera en el bolsillo. Una voz gritó «Eh», y
el coche arrancó de nuevo.
Lo atrapé cuando intentaba atajar por un solar, y le estaba dando una paliza en el
mo-mento en que el coche patrulla se presentó; salieron los policías y nos agarraron.
Tenía ganas de soltar una patada hacia atrás, pero no iba a conseguir nada.
Mientras nos dirigíamos al coche patrulla, tragué todo el aire que pude hasta que me
recuperé lo suficiente para hablar, y entonces empecé a hablar muy de prisa.
El policía que me tenía sujeto me estaba pasando la mano por la parte exterior de los
bolsillos.
—Hay uno en Homicidios que se llama Bassett —dijo el otro—. ¿Qué caso es,
chico?
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Bassett y tío Am aún estaban en el reser-vado. Alzaron la vista y ninguno de los dos
demostró sorpresa alguna.
Bassett la cogió y la abrió. Había varios billetes. Uno de cinco y unos cuantos de a
dólar. Miró el carnet que había debajo del plástico y luego miró a Bobby.
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Luego les hizo una señal con la cabeza a los policías y dijo:
—De acuerdo.
—Norwald.
—Lo conozco. Decidle que seguramente llamaré por teléfono en seguida y le diré
que puede soltar a Reinhart. —Volvió a sacar la cartera y le dio a Bobby el dinero y
el car-net—. Supongo que no voy a necesitar esto. La cartera es una prueba, por
ahora.
Se lo llevaron.
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—Chico, me temo que esta noche no vas a poder dormir en casa. Te puedes ir con
tu tío, ¿no?
—¿Por qué?
—Tenemos que hacer una cosa que ya de-beríamos haber hecho inmediatamente.
Re-gistrar el piso. Por si encontrábamos la póli-za de seguros o cualquier otra cosa.
—Supongo que he metido la pata. He puesto las cosas muy difíciles —dije.
Se volvió y me miró.
—Estás hecho una facha. Ve a lavarte la cara y a arreglarte un poco. Me parece que
se te va a poner el ojo morado.
—Entusiasmado.
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—No lo sé, chico. No lo sé. Si encuentra la póliza, quizá no. Esta noche hemos
recibi-do dos buenos golpes: la póliza y la cartera. Los dos indican hacia el otro lado.
Pero in-tenta decírselo a Bassett.
Yo tenía otra vez la pelota roja de goma en la mano y jugaba con ella. Alargó el
bra-zo, me la quitó y empezó a estrujarla. Cada vez la dejaba casi plana.
—Debía de estar muy mal, Ed. Hacía diez años que no lo veía. Dios mío, lo que le
pue-de llegar a pasar a uno en diez años...
—Oye, tío Am, ¿crees que pudo hacérselo él solo de alguna manera? ¿Con una de
las botellas, por ejemplo? Esto parece absurdo, pero como dijiste que solía hacer
juegos con mazas, ¿pudo tirar una muy alto y esperar debajo a que cayera? Ya sé
que parece una tontería, pero...
—No es una tontería, chico. Pero hay una cosa que tú no sabes. Wally no se hubiera
podido suicidar. Tenía una..., bueno, no exactamente una fobia, digamos que un
im-pedimento físico. No podía suicidarse. No era miedo a la muerte. Puede que
quisiera morir. Yo recuerdo una vez que así lo deseaba.
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—No sé cómo puedes estar tan seguro. Quizás entonces no quería morir con la
sufi-ciente intensidad.
—Fue durante nuestro viaje a través de México, al sur de Chihuahua. Le mordió una
víbora cugulla. Estábamos solos, en un cami-no solitario que cruzaba el campo; no
era más que un sendero. No llevábamos botiquín, y tampoco nos hubiera servido de
nada lle-varlo. No existe antídoto para las picaduras de cugulla. Te mueres dentro de
las dos ho-ras siguientes, y es una de las peores y más dolorosas muertes posibles.
Un verdadero infierno.
»Dijo que la serpiente no era una cugulla. La habíamos matado de un tiro y aún
estaba allí en el suelo. Se trataba de una especie lo-cal que era casi idéntica a la
cugulla. Aunque era venenosa, no tenía comparación con la verdadera. Atamos a
Wallie encima del burro y lo llevamos así, a lo largo de cinco kilóme-tros, a casa del
médico del pueblo más cerca-no; y lo salvamos, o más bien lo salvó el médico.
—Tuvimos que quedarnos allí un mes. Aquel médico era un tío estupendo. Yo
tra-bajaba con él para ayudar a pagar nuestra estancia mientras Wallie se
recuperaba; por las noches leía sus libros, sobre todo los de fisiología y psiquiatría.
Tenía un montón, en inglés y en español.
»Gracias a ellos aprendí gran parte de lo que sé de esas materias, luego he seguido
le-yendo mucho, aparte de la práctica que ad-quieres trabajando en un puesto de
adivina-ción. Pero, chico, le hicimos una especie de psicoanálisis a Wally y estaba
claro. Hay gen-te que es incapaz de suicidarse; es una inca-pacidad mental y física.
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No es muy común, pero tampoco es muy rara. Se trata de una psicosis antisuicidio.
Y no es una cosa que se le pudiera pasar con la edad.
—Cierra bastante temprano los lunes por la noche. A partir de la una puede llegar a
casa en cualquier momento. Tendremos que marcharnos pronto; ya son más de las
doce.
Nos tomamos otra copa y nos fuimos. Pa-samos por el Wacker y dejamos la maleta
de papá allí. Luego nos dirigimos al norte por Clark hasta Oak, y por ésta hasta La
Salle.
Mi tío escogió un portal muy profundo del lado oeste de La Salle, justo al norte de la
esquina, y nos quedamos allí esperando. Esperamos casi una hora y pasó muy poca
gente.
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Esperamos a que hubiera pasado, salimos y nos colocamos uno a cada lado.
Se detuvo con tanta brusquedad como si se hubiera topado con una pared. Pero lo
cogimos uno por cada brazo y empezamos a andar de nuevo. Lo miré a la cara una
vez y ya no lo volví a mirar. No resultaba agrada-ble mirarlo. Era la cara de un
hombre que piensa que está prácticamente muerto y no le hace ninguna gracia. Sólo
veía el color de la acera bajo nuestros pies.
Llegamos a la entrada.
En el segundo piso, mi tío le sacó la llave del bolsillo y abrió la puerta de una
habita-ción. Entró y encendió la luz con un golpecito.
Mi papel había concluido. No me quedaba nada que hacer más que quedarme
apoyado en aquella puerta.
—Cállese y siéntese —le ordenó mi tío dándole un empujoncito con el que lo hizo
sentarse al borde de la cama.
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—Bonito reloj —dijo—. Espero que no moleste a los vecinos si suena a las dos.
Tenemos que tomar un tren.
—No le importa que lo tome prestado un momento, ¿verdad, George? —Me miró
desde el otro lado de la habitación—. Las pistolas son cosas peligrosas, chico.
Jamás he tenido una ni la tendré. No hacen más que complicar las cosas.
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—¿Nosotros? Somos incapaces de hacer tal cosa. Además George nos cae
simpático.
—Siga hablando.
—Harry Reynolds es un matón, pura dinamita. Hace tres semanas estaba en mi bar,
sentado en la parte de atrás con un par de individuos, cuando entró ese tal Wally
Hunter -a tomarse una copa. También venía con par de tipos.
—Normales. Impresores. Uno gordo y uno bajo. A uno yo no lo conocía, pero Hunter
-lo llamaba Jay. El otro ya había venido una vez con Hunter; se llama Bunny.
—Tomaron una copa cada uno —siguió Kaufman—. Después se fueron y uno de los
tipos de Reynolds salió detrás de ellos, como si tuviera intención de seguirlos.
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»Al día siguiente regresan. Dice que quie-re ponerse en contacto con Hunter por un
asunto y que la próxima vez que venga averigüe dónde vive. Me da un número de
telé-fono y me dice que en el momento en que Hunter pise la puerta lo llame a ese
número y le avise de que ha llegado, pero que no le diga nada a Hunter.
Kaufman asintió.
—Supongo que mandó a uno de sus hom-bres a seguir a Hunter a su casa, pero
debió de perderlo. Así que Reynolds volvió a sacar-me la dirección a mí. Me dijo lo
que me pa-saría si no..., si descubría que Hunter había estado allí y yo no se lo
había comunicado.
—¿Volvió Hunter por allí entre esa noche y la noche en que lo mataron? —preguntó
tío Am.
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—No, no regresó hasta al cabo de dos se-manas, la noche en que lo mataron. Y esa
noche pasó exactamente lo que conté en el interrogatorio, menos que llamé al
número de teléfono. Caray, tenía que llamar. Si no, Reynolds me hubiera matado.
—No, no contestaron al teléfono. Llamé dos veces. Una un par de minutos después
de entrar Hunter, y otra diez minutos más tarde. No contestaron. Me alegré lo
indeci-ble. No quería complicarme la vida y tenía que evitar que Reynolds tomara
represalias. ¿Qué les parece?
—No se preocupe por lo que nos parece a nosotros. No le crearemos problemas con
Reynolds. ¿Qué le dijo a Reynolds cuando lo vio?
—No lo he vuelto a ver. No ha venido más por el bar. Se puso en contacto con
Hun-ter de algún otro modo. El, o alguno de sus hombres debía de ir siguiendo a
Hunter aque-lla noche y esperó fuera mientras él estaba en el bar. Debía de estar...
Sonó la alarma del despertador y los tres dimos un salto. El tío Am alargó el brazo
hacia atrás y lo hizo callar. Echó la almoha-da otra vez encima de la cama y colocó el
pequeño 32 sobre la cómoda.
—Sólo a cosas grandes. Bancos, nóminas, cosas así. Su hermano está en chirona,
cade-na perpetua, por un banco.
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—George, usted no debería mezclarse con gente como ésa. ¿Quiénes eran los que
acompañaban a Reynolds la última noche que es-tuvo en el bar, la noche que entró
Waliy Hunter?
—¿Es eso todo lo que puede contarnos, George? —preguntó mi tío—. Ahora que ha
llegado hasta aquí, cuanto más mejor, ya me entiende.
Se dirigió a la puerta e hizo girar el pica-porte para abrirla, pero se volvió hacia
Kauf-man un momento.
—Mire, George, se supone que estoy cola-borando con la policía en este asunto;
puede que tenga que contarles algo. Ellos encontra-rán a Reynolds más fácilmente
que nosotros si el número de teléfono no sirve para nada. Si Bassett viene a verlo,
dígale lo mismo que a mí, menos lo del número de teléfono. Sólo tenía que conseguir
la dirección de Hunter, y Reynolds volvería a buscarla. Pero no volvió.
Salimos al rellano y bajamos las escaleras. El aire fresco de la noche nos dio de
lleno en la cara.
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—Yo también —dijo—. Estoy muerto de miedo. ¿Se lo decimos a Bassett o nos
diver-imos un rato?
—Intentemos divertirnos.
El aire fresco nos producía una sensación estupenda. Yo había sudado. El cuello de
la camisa me apretaba; me lo aflojé y me eché el sombrero hacia atrás.
Se trataba de nuevo de una reacción, pero de una reacción diferente. Me sentía más
al-to. No era nerviosismo, como después de la difícil situación por la que habíamos
pasado en la taberna.
Nos dirigimos hacia el sur por la calle Wells sin decir nada. No necesitábamos decir
nada. De algún modo, después de lo ocurri-do, tío Am se había convertido en una
parte de mí, y yo en parte de él.
Recordé aquella frase: «Somos los Hun-ter», y pensé: «Lo conseguiremos. La policía
no puede hacerlo, pero nosotros sí.» Ahora sabía que antes no lo había creído.
Ahora lo creía. Ahora lo sabia.
Tenía miedo, sí, pero era un tipo de mie-do agradable, como cuando se lee un buen
relato de fantasmas y los escalofríos te re-corren la espalda, pero te gusta.
Por la avenida Chicago nos dirigimos al este y pasamos por la comisaría de policía
que tenía las dos luces azules junto a la puer-ta. Al pasar por delante miré hacia el
interior y dejé de sentirme tan animado. Mamá y Gardie iban a pasarlo mal ahí
dentro. ¿O las llevarían al Departamento de Homicidios del centro de la ciudad?
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—Bueno —dije—. Pero ¿vamos a llamar a ese número esta noche? Se está
haciendo tarde.
Pedimos un plato de chile y un café cada uno en el garito que está justo al norte de
Superior. Teníamos todo el final del mostra-dor para nosotros solos; dos mujeres de
voz chillona estaban discutiendo en el otro extre-mo del mostrador sobre alguien que
se llama-ba Carey.
El chile era bueno, pero a mí no me sabía bien. Pensaba en mamá. «Al menos no
usan la manguera de goma con las mujeres», me dije.
—¿En qué?
—En cualquier cosa. ¿Qué más da? —Mi-ró a su alrededor y sus ojos se posaron en
el bolso que una de las mujeres había dejado encima del mostrador—. Piensa en
bolsos. ¿Has pensado alguna vez en bolsos?
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—Supongo.
—Mira, por ejemplo los pañuelos. Las mujeres llevan pañuelos en los bolsillos a
ve-ces, pero muy pequeños, mientras que los hombres los llevamos muy grandes. Y
no es porque tengan menos mocos en las narices que los hombres; es porque un
pañuelo gran-de haría un bulto grande. Pero volvamos a los bolsos.
—Cuanto más quepa en él, mejor bolso es, y cuanto más pequeño parezca, mejor.
Bueno, ¿cómo diseñarías tú un bolso que fue-ra grande y pareciera pequeño? Uno
que le hiciera decir a una mujer: «Oye, en este bol-so cabe más de lo que parece.»
—El enfoque tendría que ser empírico. Di-señarías muchos basándote sólo en la
apa-riencia y esperarías a que una mujer dijera que en uno de ellos cabían más
cosas de lo que parecía. Entonces lo estudiarías para ver por qué, e intentarías
poner lo mismo en los demás bolsos. Hasta puede que sea reducible a una
ecuación. ¿Sabes álgebra, Ed?
—No mucho —contesté—. Y al diablo los bolsos. Me hacen pensar en las carteras.
¿Crees que Bobby Reinhart no mentía cuan-do ha dicho que se la había dado
Gardie?
—Claro que no, chico. Si hubiera estado mintiendo, no hubiera acusado a alguien
que estuviera tan cerca. Hubiera dicho que se la había encontrado o algo así. Pero
no te preocupes.
—Sí me preocupo.
—Dios mío, ¿por qué? ¿No creerás que Gardie lo mató, le quitó la cartera y luego se
la dio a Bobby? ¿O que fue Madge, y dejó la cartera por ahí o se la dio a Gardie?
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—Ya sé que no fue ninguna de las dos. Pero el asunto no está nada claro. ¿De
dón-de la ha sacado Gardie?
—No se la llevó, eso es todo. Mucha gen-te se deja la cartera en casa cuando se va
de juerga. Se meten unos cuantos dólares en el bolsillo y se dejan la cartera en casa.
Gardie se la encontró y se quedó con el dinero que había dentro sin decir nada. Aun
así fue una tontería regalar la cartera, pero si se tratara de algo peor no hubiera
corrido el riesgo. Hu-biera echado la cartera en el incinerador.
—Eso es lo que debería haber hecho —di-je yo—. No tiene dos dedos de frente.
—Papá no lo consiguió.
—No. Wally, no. —Hablaba despacio, como si escogiera las palabras una por una—.
Pero existe una diferencia. Gardie es egoísta; no se complicará la vida por la misma
causa que Wallie. Si se casa con quien no debe y le va mal, lo dejará y en paz.
»Wally era leal, chico, incluso a las cau-sas perdidas. No debería haberse casado
nun-ca. Pero tu madre era una mujer de verdad, Ed, y con ella fue feliz. Murió antes
de que él empezara a sentir el hormigueo. Y Madge lo atrapó de rebote.
Mamá había sido veneno para él, y hubie-ra sido veneno para cualquier hombre
decen-te como papá. O como papá antes de que empezara a beber. E incluso sus
borracheras eran sosegadas y no pendencieras.
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—Espera un poco, chico. ¿Por qué no nos tomamos otro café? —Los pidió y
conti-nuó—: Estoy intentando decidir cómo debo enfocar lo del número de teléfono.
Pienso mejor cuando estoy hablando de otra cosa. ¿Por qué no hablamos de otra
cosa?
—Te aburrían, ¿eh? —rió—. Eso es por-que no sabes nada de ellos. Cuanto más se
sabe de una cosa, lo que sea, más interesante te parece. Yo conocía a un tipo que
trabaja-ba en el ramo del cuero; era capaz de hablar de bolsos toda la noche. Lo
mismo que un feriante hablaría de ferias.
—Me acuerdo que en la feria le pediste a Hoagy que se hiciera cargo de tu juego de
las pelotas. El dijo que estaba parado y que si Jake podía usar la encerrona después
de Springfield que se buscara una danza del vientre. No entendí nada.
—Si. También me acuerdo de una cosa que han dicho esta noche. Wenworth tres-
ocho-cuatro-dos. ¿Has encontrado el enfoque ya?
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conferencia eró-tica con modelos de carne y hueso, sólo para hombres. A veinte
centavos por cabeza, y se les devuelve el dinero si no están satisfechos.
—Eso es lo que atrae a las moscas. Ellos también quieren saberlo. Tiene un buen
dis-curso, pero se puede leer en cualquier libro que explique lo que debe saber un
jovencito. Y usa modelos de carne y hueso, un par de chicas en traje de baño.
Explica de qué tipo son, como excusa para tenerlas en el es-cenario.
—¿La nuez?
—Los gastos generales, chico. Digamos que en un puesto te gastas treinta dólares al
día; bueno, estás pagando la nuez hasta que has ganado esa cantidad. El resto son
bene-ficios; has pagado la nuez.
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A veces resulta extraño cuánto se puede deducir, o al menos imaginar, de una voz.
Sólo una palabra, pero se notaba que era jo-ven, que era guapa y que era lista, en
todos los sentidos de la palabra «lista». Sólo por el modo en que decía aquella única
palabra, ya se ganaba la simpatía.
—¿Qué tal, muñeca? —preguntó mi tío—. ¿Te acuerdas de mí? Soy Sammy.
—Me parece que no —dijo la voz. Ahora era mucho más fría—. ¿Sammy qué más?
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—Vamos, claro que te acuerdas de mi. Sammy. El del bar, la otra noche. Mira,
Clai-re. Ya sé que es muy tarde para llamarte, pero, cariño, acabo de ganar unas
partidas. He invitado a los chicos a unas copas y no sé qué hacer con la pasta.
Quiero dar un pa-seo: Chez Paree, el Medoc Club, a todas par-tes. Quiero que la
mayor belleza de Chi ven-ga conmigo. Hasta puede que le compre un abrigo de
pieles, si le gusta la piel de conejo. ¿Qué te parece si te paso a buscar en un taxi y
nos vamos...?
—Por eso mismo. Chico, tú podrías tener las mujeres que quisieras. Mírate al espejo.
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—Empezamos por el lado contrario —di-jo con un suspiro—. Averiguar qué se sabe
de ese tal Harry Reynolds. Bassett sabrá algo de él, o se lo sacará al del depósito de
cadá-veres. Lo malo es que esperaba que ese nú-mero de teléfono nos
proporcionara cierta ventaja respecto a Bassett. Bueno, mañana podemos intentarlo
otra vez. Podemos ser un programa de radio por teléfono que da un premio de cien
dólares a quien conteste la llamada de un número elegido al azar, sepa cuál es la
capital de Illinois y nos diga su dirección. O podemos...
—¿Eh? ¿Cómo? Esos números que no vie-nen en la guía son muy difíciles de
investigar.
—Si encuentro a Bunny esta noche, nos puede dar la contestación mañana a
medio-día, creo. Podría ver a su cuñada antes de que ella se fuera a trabajar, y ella
lo podría llamar cuando saliera a comer. No puede lla-mar desde el trabajo para una
cosa así.
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—Su patrona, pero él sólo está autoriza-do a usarlo durante el día. Yo puedo ir a su
casa. Vive en la calle Halsted.
—De acuerdo, chico. Entonces nos sepa-ramos un rato. Toma diez dólares. Dáselos
a Bunny y dile que se los dé a su cuñada para que se compre un sombrero nuevo o
lo que quiera. Yo me voy a cazar a Bassett y a ave-riguar qué hemos sacado de la
investigación judicial. Estará más tranquilo cuando sepa que hemos hecho hablar a
Kaufman. O qui-zás ahora ya esté convencido de que iba por mal camino.
Empecé a andar y tuve la suerte de ver que se aproximaba un tranvía nocturno, así
que tardé sólo unos minutos en llegar a Hals-ted; desde allí me dirigí al sur hasta la
casa en la que vivía Bunny.
No tenía la luz encendida, lo cual quería decir que no estaba en casa o que estaba
dor-mido. Pero subí de todos modos. El asunto tenía la suficiente importancia para
desper-tarlo.
Cuando dieron las cuatro me hice café en su cocinita. Lo preparé muy fuerte.
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—Muy bien, Ed, muy bien. Y guárdate los diez dólares, ella me debe unos cuantos
favores.
—¿ Puedes hablar con ella antes de que se vaya a trabajar? —le pregunté.
—Claro, no hay problema. Vive muy le-jos. Se levanta a las cinco y media. Me
quedaré despierto y la llamaré a esa hora. Enton-ces me pondré el despertador a las
once o así para no estar dormido cuando me vuelva a llamar. Tú me puedes llamar a
partir de las doce. Me quedaré aquí hasta que llames.
—Al Wacker.
—Te acompaño un trecho. —Se miró el reloj—. Así cuando vuelva ya será hora de
llamar desde el drugstore de la esquina.
—No. Quizá has crecido o algo así. Sea lo que sea, me gusta. Creo que podrás
hacer cosas, Ed, si quieres. Y no quedarte estanca-do en la rutina, como yo.
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—No sé, Ed. La maquinaria es muy cara. He ahorrado un poco, sí, pero cuando
pien-so en lo que me cuesta... Si tuviera el sufi-ciente sentido común para no
emborracharme, ahorraría más, pero no lo tengo. Ya he cumplido los cuarenta y sólo
tengo ahorrado la mitad de lo que necesito. A este ritmo, ya seré viejo cuando pueda
empezar a montarlo.
—Es culpa mía, Ed. En realidad no tengo fuerza suficiente. Se puede conseguir casi
cualquier cosa si se quiere con la suficiente intensidad, si se renuncia a otras cosas.
Con lo que gano, y viviendo solo, podría ahorrar treinta dólares a la semana,
fácilmente. Po-dría haber recogido el dinero hace años. Pe-ro también quería
divertirme. Bueno, pues ya me he divertido, ¿de qué me quejo entonces?
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—Pasa por casa una tarde, Bunny, o tu próxima noche libre. Mamá..., mamá no
tie-ne muchos amigos y se alegrará de verte.
—Descuida, Ed. Gracias. Oye, ¿y si nos tomamos una copa en el bar de enfrente?
—Bueno.
En realidad no quería tomar nada, pero noté que no sé por qué quería que tomara
una copa con él. Había algo en el modo de decirlo.
Nos tomamos una copa, sólo una, y nos separamos enfrente del bar. Yo crucé
debajo del ferrocarril y me dirigí a la calle Clark.
No sabía si era la policía que aún estaba registrando, o mamá que había vuelto a
ca-sa, así que me quedé allí mirando hasta que vi a mamá pasar por delante de la
ventana. Aún iba vestida, por lo cual supuse que no hacía mucho que estaba en
casa. También vi a Gardie. Mamá iba y venía desde la cocina, así que deduje que
acababan de llegar e iban a comer algo antes de acostarse.
No quise subir. Bassett le debía de haber dicho a mamá que yo iba a pasar la noche
con tío Am y no estaría preocupada por mí. Quizá se preocuparía si supiera que aún
an-daba por ahí.
Salí del callejón y fui a parar a la calle Clark. Estaba amaneciendo y el cielo
aclara-ba por momentos.
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Bassett estaba con él. Habían apartado el escritorio de la pared para poder sentarse
uno a cada lado y estaban jugando a las cartas. Encima de la mesa había una
botella. Bassett tenía los ojos brillantes.
—¿Te encuentras mejor con el estómago lleno, chico? —me preguntó el tío Am.
—Me he comido tres desayunos. Ahora ya tengo bastante para todo el día.
—Gin rummy. A centavo el punto. Así que estáte calladito —dijo mi tío.
Me senté en el borde de la cama y los miré jugar. Tío Am ganaba; le pasaba trein-ta
puntos y dos casillas. Miré el papel donde apuntaban los tantos y vi que era la
tercera partida; tío Am había ganado las dos prime-ras, pero Bassett ganó aquella
mano.
Bebió un buen trago de la botella y se vol-vió a mirarme mientras mi tío repartía las
cartas de la siguiente mano. Tenía ojos de lechuza y dijo:
—Recoge tus cartas, Frank —le interrum-pió mi tío—. Terminemos la partida cuanto
antes. Ya pondré yo a Ed al corriente después.
Bassett cogió sus cartas. Se le cayó una y yo se la recogí. Por fin se las arregló y se
tomó otro trago de la botella. Era de litro y casi estaba vacía.
Bassett ganó aquella mano también. Pero tío Am hizo gin en la siguiente y ganó.
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—Déjalo. Son unos diez dólares por las tres partidas; añádelos a la cuenta de
gastos. Mira, Frank, voy a ir a buscar algo para co-mer. ¿Por qué no descansas un
poco? Ed se puede ir a casa. Cuando vuelva, si te has dor-mido, te despertaré.
Bassett tenía los ojos brillantes y medio cerrados. De repente estaba sintiendo los
efectos del whisky y estaba muy borracho. Se sentó en el borde de la cama
balan-ceándose.
Mi tío volvió a poner la mesa en su sitio. Miró a Bassett, hizo una mueca y le dio un
empujoncito en el hombro izquierdo. Bassett cayó hacia atrás y hacia un lado, y su
cabeza fue a parar a la almohada.
Tío Am le levantó los pies y se los puso encima de la cama. Le desató los zapatos y
se los quitó. También le quitó las gafas de montura de concha y el sombrero y los
dejó encima de la cómoda. Le aflojó la corbata y le desabrochó el botón del cuello de
la camisa.
—Hijo de puta.
—Bassett sabe que le ocultamos algo. Es un tipo listo. Es posible que vaya a ver a
Kaufman él mismo y le haga cantar.
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—Tú asustaste bastante a Kaufman. Cos-tará bastante hacerle cantar de nuevo. Nos
tiene más miedo a nosotros que a ese Harry Reynolds. —Medité un momento y
luego pre-gunté—: Oye, ¿qué hubiéramos hecho si hu-biera sonado el despertador
antes de que abriera la boca?
—Supongo que empezó a hacerlo la otra vez que lo asaltaron. Le quitaron la cartilla
de la seguridad social, el carnet del sindicato y todo lo que llevaba, incluida una
buena car-tera. Me imagino que supuso que si lo vol-vían a atracar o le quitaban la
cartera, sólo se llevarían el dinero. Supongo que es fácil que lo asalten a uno en la
calle Clark.
—Sí —dijo el tío Am—. De todos modos, Gardie lo había visto esconder la cartera
una vez y lo sabía. Así que la buscó y allí estaba, en la estantería, con veinte dólares
dentro. Se imaginó que no le iba a hacer daño a na-die quedándoselos.
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—Después de revisar la estantería y com-probar que había polvo detrás de los libros
y señales en el lugar en que había estado la cartera, exactamente donde ella había
dicho.
—Me parece que se ha convencido por fin de que no ha sido ella. Incluso antes de
que me pusiera en contacto con él y le contara lo de Reynolds. Han registrado el piso
bastante a fondo. No han encontrado ninguna póliza de seguros, ni ninguna otra
cosa de interés.
—Había oído hablar de él. Existe, y todo lo que Kaufman nos ha dicho concuerda
con lo que sabe Bassett. Cree que hay orden de arresto contra los tres. Harry
Reynolds, el Holandés y el Torpedo. Se cerciorará, averi-guará sus nombres y
revisará sus expedientes. Le parece que buscan a los tres por el asalto de un banco
de Wisconsin. Hace poco. De todos modos, ahora le interesa más ese ángu-lo del
asunto que importunar a Madge.
—Un hombre es como un caballo, Ed. Puedes llevarlo hasta el whisky, pero no
pue-des obligarlo a beber. No me has visto echar-le el whisky por el gaznate,
¿verdad?
—Tienes una mente retorcida y suspicaz. Pero es igual, ahora tenemos la mañana
li-bre. Dormirá hasta el mediodía, y nos ade-lantaremos a él en lo de la compañía dc
seguros.
—¿Por qué te preocupas por eso ahora que tenemos la pista de Reynolds?
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—De acuerdo. Tú eres joven; sobrevivirás. Yo debería tener más sentido común,
pero parece que no lo tengo. ¿Nos tomamos otro café?
—Falta más de una hora para que abran las oficinas. Voy a pedir el. café y luego me
cuentas más cosas de lo que papá y tú hicis-teis cuando estabais juntos.
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La Central Mutual resultó ser una filial de tamaño mediano de una compañía con
se-de en St. Louis. Ello nos beneficiaba; cuanto más pequeña fuera la compañía,
más posibi-lidades había de que recordaran a papá.
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—Lo sé —dijo mi tío—. Lo que nos inte-resa es averiguar si usted recuerda alguna
circunstancia de la póliza. Por ejemplo, por qué su existencia era mantenida en
secreto. Debió de dar una razón, alguna razón, al agente que le vendió la póliza.
—¿Es muy usual que alguien guarde en secreto una póliza como ésa? —preguntó
mi tío.
—Es bastante raro, pero no es la primera vez. El único caso que recuerdo de
momento es el de un hombre que tenía un cierto com-plejo de persecución. Temía
que sus parien-tes lo mataran si sabían que tenía un seguro. Sin embargo,
paradójicamente, los estimaba y no quería dejarlos desamparados en caso de que
muriera. Oh, no quería decir que se tratara del mismo caso...
Un hombre alto y de pelo canoso entró en el despacho con una carpeta en la mano.
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—¿Hablaste alguna vez con él, Henry? ¿Le preguntaste por ejemplo por qué no se le
debía enviar correspondencia?
—No, señor Bradbury —contestó el hom-bre a la vez que negaba con la cabeza.
—Gracias, Henry.
—Si. Está al corriente. Hay dos pequeños préstamos para pagar la prima. Se
deducirán del valor de la póliza, pero no ascienden a mucho. —Volvió otro par de
páginas y con-tinuó—: La póliza no se contrató en esta ofici-na. La mandaron desde
Gary, Indiana.
—No. No hay nada más que un duplica-do de éste en la oficina principal de St. Louis.
La póliza nos fue transferida desde Gary cuando el señor Hunter vino a Vivir a
Chica-go. Por las fechas veo que fue sólo unas se-manas después de que la póliza
se contratara.
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—¿Sabe usted si este agente, Anderz, aún trabaja en la oficina de Gary? —preguntó
el tío Am.
—No importa. Gracias de todos modos. Querrá una copia del certificado de
defun-ción, por supuesto
—Su madrastra —Tío Am le devolvió la carpeta —se levantó—. Muchas gracias. Oh,
a propósito, ¿los pagos eran trimestrales?
—Sí, a partir del primer pago. Pagó una prima de un año por adelantado con la
soli-citud inicial.
—¿Gary? —preguntó.
—Me detuve a pensar un momento y aña-dí—: Dios mío, a menos de una hora del
Loop y no he vuelto por allí desde que nos marchamos.
—¿Han ido alguna vez Wally o Madge? ¿De visita o algo así?
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—No que yo recuerde. Me parece que nin-guno de nosotros ha vuelto. Claro que yo
tenía sólo trece años cuando vinimos aquí, pero me acordaría.
No abrí la boca hasta que nos hubimos sentado en el Gary Express. Entonces él dijo:
—Durante un tiempo teníamos coche, y durante un tiempo no. Papá trabajó en dos o
tres imprentas distintas. Una temporada no trabajó porque tenía artritis en los brazos
y nos endeudamos mucho. Me parece que nun-ca llegamos a pagar todas las
deudas. Me da la impresión de que nos marchamos tan de repente porque no
podíamos pagar algunas de las deudas que teníamos.
—A mí me parece que sí. Quiero decir que no recuerdo que se hablara de ello. De
pron-to el camión llegó y se llevó los muebles, y papá tenía trabajo en Chicago y
teníamos que marcharnos inmediatamente... Espera un momento...
—Con calma, chico. Me parece que esta-mos llegando a algún sitio. ¡Dios mío, Ed,
qué tonto he sido!
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—Se me había pasado por alto mi mejor testigo porque lo tenía demasiado cerca
para verlo —dijo riendo—. Olvídalo. Volvamos a Gary.
—Continúa, chico. Escarba todo lo que puedas. Lo estás haciendo muy bien.
—Bueno, allí es donde fuimos a parar. ¿Qué quieres? ¿Que te cuente cuando
Gardie tuvo las paperas, o qué?
—Supongo que podemos dejar eso de la-do. Pero sigue intentándolo. Escarba más.
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—¿No te das cuenta de lo que me has es-tado contando, chico? Utiliza lo que hemos
averiguado esta mañana en la compañía de seguros como una pieza de
rompecabezas, utiliza las otras cosas que acabas de contar-me como piezas
también, y ¿qué te sale?
—Huimos de Gary. Nos fuimos de repen-te y sin decirle a nadie adónde íbamos.
Inclu-so dejamos una písta falsa. Pero era porque teníamos tantas deudas, ¿no?
—Chico, te apuesto un dólar. Intenta re-cordar a qué tiendas ibais cuando vivíais allí.
Al menos el colmado. Recórrelas hoy y pre-gunta. Te apuesto un dólar a que Wally
pa-gó en efectivo todo lo que debía antes de marcharse.
—¿Cómo iba a pagar si no tenía trabajo? La mayor parte del tiempo no teníamos un
céntimo. Y... ¡ Oh!
—La póliza de seguros —dije—. Fue en-tonces cuando la contrató. Y pagó la prima
de un año en efectivo. De cinco mil, serían más de cien dólares. Y necesitaría dinero
pa-ra pagar el traslado, y el alquiler del piso nuevo.
—Y —añadió mi tío— vivir varias sema-nas sin trabajar en Gary y varias más antes
de empezar a trabajar en Chicago. Y llevaros a toda la troupe al circo. Ahora que ya
estás sobre la pista, ¿qué más se te ocurre?
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—Yo diría que mil. Seguro que Wally pa-gó las deudas; tenía ciertas manías
respecto a eso. Bueno, chico, ya estamos llegando a Gary. A ver lo que
averiguamos.
Nos hicimos con una guía telefónica en la misma estación. Primero buscamos el
núme-ro de la Central Mutual y tío Am entró en una cabina telefónica.
Salió decepcionado.
—Anderz ya no trabaja allí. Se marchó hace unos tres años. Lo último que saben de
él es que estaba en Springfield, Illinois.
—Eso está bastante lejos. Doscientos cua-renta kilómetros. Pero a lo mejor tiene el
te-léfono a su nombre. Es un nombre bastante raro; podríamos probar.
—No creo que valga la pena, chico. Cuan-to más pienso en ello, menos importante
me parece. Quiero decir que no creo que Wally le contara nada. No le iba a contar de
dónde había sacado el dinero. Debió de darle algu-na razón para no querer que le
mandaran correspondencia a casa, pero me apuesto lo que quieras a que no le dio
la verdadera ra-zón. Me parece que tenemos una pista mejor.
—¿Cuál?
—Tú, Ed. Quiero que sigas pensando. ¿Te acuerdas de cómo se va a donde vivíais
antes?
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Lo tomamos y yo recordé la esquina don-de había que bajar. Casi todo estaba igual.
En la esquina estaba la misma tienda, y en la manzana y media que tuvimos que
recorrer desde la parada los edificios apenas hablan cambiado.
La casa estaba al otro lado de la calle. Era más pequeña de lo que yo la recordaba,
Y necesitaba urgentemente una mano de pin-tura. No la debían de haber pintado
desde que nosotros vivíamos en ella.
Sí que era la misma. Me resultó extraño darme cuenta de que yo recordaba que
llega-ba a la altura del pecho. No era la valla lo que había cambiado; era yo.
Cruzamos la calle.
Apoyé la mano en la valla y un enorme perro policía se acercó corriendo por un lado
de la casa. No ladraba, iba en serio. Aparté la mano y el perro no saltó la valía. Se
detu-vo gruñendo.
Seguimos andando despacio; el perro nos seguía desde el otro lado de la valla. Yo
con-tinué mirando la casa. Estaba estropeada. El porche se estaba hundiendo, los
peldaños de madera estaban inclinados y uno se había roto.
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—Sí. Ed Hunter.
—No, pero mi tío va a vivir cerca de aquí. Le presento a mi tío: señor Hagendorf,
Ambrose Hunter. Va a vivir cerca de aquí y he querido venir a presentárselo.
—Sí. Ed me ha indicado que debo hacer las compras aquí. He pensado que podría
abrir una cuenta.
—No vendemos a crédito, pero supongo que con usted podemos hacer una
excepción.
—Me dirigió una mueca y añadió—: Tu pa-dre llegó a acumular una buena deuda
algu-nas veces, pero me lo pagó todo antes de marcharse.
—Más que ninguna vez. Algo más de cien dólares; no recuerdo exactamente. Pero
me lo pagó todo. ¿Cómo van las cosas en Joliet?
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—No se te escapa nada, ¿eh, tío Am? ¿Eres el séptimo hijo de un séptimo hijo? Ah,
y gracias por captar por dónde iban los tiros. He pensado que si no lo
preguntábamos directamente...
Fui adonde tío Am me estaba esperando. Se acercaba un tranvía. Le hice una señal
y subimos a él.
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—No lo sé. Nunca hablaba de ello. Pode-mos consultar los archivos de algún
periódi-co para ver qué ocurrió por aquel entonces. Supongo que por eso yo lo había
olvidado: nunca hablaba de ello. Miró el reloj.
Nos hicimos con cambio abundante para que pudiera echar muchas monedas si era
necesario, y llamé a Bunny. Hice la llamada desde el vestíbulo de un hotel tranquilo y
de-jé la puerta de la cabina abierta para que tío Am oyera también.
—De nada, Ed. Ojalá pudiera ayudaros más. Si puedo hacer algo, lo que sea,
díme-lo. Pediré una noche libre en el trabajo si me necesitas. ¿Cómo os van las
cosas? Oye, cuando me ha avisado la señora Horth ha dicho que era conferencia.
¿Desde dónde llamas?
—Desde Garay. Hemos venido a ver a un individuo llamado Anderz, que le vendió a
papá esa póliza de seguros.
—¿Qué póliza?
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—¡Mira por dónde! Bueno, supongo que es una buena noticia para Madge. Me
preo-cupaba cómo se las iba a arreglar. Eso la ayudará mucho a empezar por su
cuenta. ¿Habéis visto al hombre ese?
En la sede del Gary Times nos enseñaron el volumen que incluía la fecha que
bus-cábamos.
No nos costó nada encontrarlo. Estaba en la primera página. Era la semana del juicio
de Steve Reynolds por asalto a un banco. El juicio duró tres días y terminó con el
veredic-to de culpabilidad. Le echaron cadena perpe-tua. Un tal Harry Reynolds,
hermano suyo, había sido testigo para la defensa y habla in-tentado proporcionarle
una coartada. Eviden-temente la coartada fue desechada, pero, por alguna razón
que no se mencionaba en el pe-riódico, no hubo juicio por perjurio.
Con las crónicas diarias del juicio había también fotografías. Una de Steve Reynolds
y otra de Harry. Las estudié bien hasta ase-gurarme de que los recordaba,
especialmente a Harry.
—Me parece que ya podemos volver a Chicago —dijo el tío Am—. No conocemos
los detalles, pero ya tenemos bastante. El res-to nos lo podemos imaginar casi todo.
—Por qué pudo esperar tres semanas des-pués del juicio para largarse. Mira, esto
es lo que yo supongo. A WaIly le toca estar en el jurado de Reynolds. Este
Scheweinberg fue expulsado por sobornar a los jurados, eso es lo que hacía. De
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algún modo llegó hasta Wally y le dio mil dólares, más o menos, pa-ra que votara en
favor de la inocencia. Sólo podía aspirar a dividir al jurado y conseguir un juicio nulo
basándose en las pruebas.
»Wally lo aceptó y... lo traicionó. Wally era capaz de hacerlo. Debió de hacerlo. Sacó
mil dólares de alguna parte. Inmediatamente después del juicio se gasta una parte
en una póliza de seguros..., de la envergadura sufi-ciente para que Madge no tuviera
que preo-cuparse del dinero hasta que vosotros hubie-rais terminado el colegio.
Luego se largó de Gary y camufló sus huellas para que no pu-dieran seguirlo. No sé
por qué esperó tres semanas; algo debía de protegerlo durante to-do ese tiempo.
Quizá tuvieran encerrado a Harry Reynolds durante unos días mientras intentaban
acusarlo de perjurio o de compli-cidad, y luego lo soltaron. Y con Harry suel-to, Wally
sabía que lo buscaría.
Se encogió de hombros.
—Supongo que sabría algo, pero no mu-cho. Sabemos que no le dijo nada de la
pó-liza de seguros que había contratado. Quizá no sabía nada. Le podía decir que le
había tocado la lotería para justificar el dinero extra. Quizá le dejó pensar que os
ibais de Gary para escapar de las deudas que había pagado sin que ella lo supiera.
—No tiene sentido, ¿verdad? —dije yo—. Es lo suficientemente honrado para pagar
unas deudas que podía haber dejado sin pa-gar, ya que se marchaba de todas
formas, pero acepta el soborno de unos gángsters.
—Hay una diferencia, chico. Wally consi-deraría que no está mal engañar a un
ladrón. Caray, yo no sé si tenía o no razón en eso y no me importa. Hacia falta tener
buenas aga-llas para aceptar dinero por una cosa así y luego no cumplir lo
convenido.
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—Más vale que me vaya a casa, me bañe y me ponga ropa limpia. Estoy pegajoso
—dije.
—Mira, chico, no podemos seguir toda la vida sin dormir. Vas y te echas una siesta
además. Ya son casi las dos. Duermes un ra-to y te pasas por el hotel a eso de las
siete o las ocho. Le echaremos un vistazo al Milan Towers esta noche, pero no
debemos estar atontados cuando lo hagamos.
La puerta estaba cerrada con llave y tuve que abrirla. En cierto modo me alegraba de
que no hubiera nadie en casa. Al cabo de veinte minutos ya me había dado un baño
y estaba en la cama. Puse el despertador a las siete.
—¡Hola, extraño!
También me preguntó si quería cenar, y yo le contesté que iba a buscarme una taza
y tomaría café.
Volví con la taza y me acerqué una silla. No podía evitar mirar a mamá. Había ido a
un salón de belleza y estaba muy cambiada. Llevaba un vestido negro, nuevo, pero
la favorecía mucho. Iba un poco maquillada, no demasiado.
Gardie tampoco estaba mal, pero me pu-so mala cara cuando me miró. Me dio la
im-presión de que me guardaba rencor por el asunto de la cartera y mi pequeña
pelea con Bobby Reinhart.
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—¿Amigos? ¡Tonterías! ¿Quién más, aparte de ti? Ed, me han dicho que has
esta-do en Gary esta mañana. Has visto nuestra antigua casa —comentó mamá.
—Desde luego, era una pocilga. Este piso está bastante mal, pero lo de Gary era
una pocilga.
Yo no dije nada.
Me puse azúcar y leche en el café que ma-má acababa de servirme. No estaba muy
ca-liente, así que me lo bebí de un trago y dije:
—Vaya, Ed, contábamos contigo para ju-gar a las cartas —dijo Bunny—. Cuando
nos hemos dado cuenta de que estabas en casa, Madge ha mirado tu despertador y
ha visto que te ibas a levantar a las siete. Pensábamos que te ibas a quedar.
—¿Qué vas a hacer, Eddie? No quiero de-cir ahora, sino en general. ¿Vas a volver
al trabajo?
—Pensaba que a lo mejor querrías venir a Florida con nosotras, eso es todo. Así que
no quieres, ¿eh?
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—Gardie no debería haberlo expresado de ese modo, Ed. Lo que quiere decir es que
tú tienes trabajo, y yo tengo que seguir pagan-do el colegio hasta que termine y...
—Es igual, mamá —le dije—. De verdad, ni se me había ocurrido aspirar a una parte
del dinero. Yo estoy bien como estoy. Bue-no, adiós. Adiós, Bunny.
—En serio, Bunny, no puedo. Me gusta-ría que lo conocieras, pero otra vez será.
Es-ta noche tenemos que resolver un asunto. Es-tamos..., bueno, ya sabes lo que
estamos haciendo.
—Quizá tengas razón, Bunny. Pero ahora que ya hemos empezado, vamos a seguir
has-ta el final. Es un poco tonto supongo, pero así es.
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—Ya nos has ayudado. Nos has ayudado mucho al conseguir esa información. Si
sale algo más ya te lo diré. Muchas gracias, Bunny.
—Sí, mucho. —Le miré la cara en el es-pejo. Estaba algo hinchada y tenía los ojos
enrojecidos. Le pregunté—: Tú no, ¿verdad?
—¿Del todo?
—No lo sé. Me parece que aún se guarda algo, pero no sé qué. De hecho no me
sorprendería, Ed, que nos estuviera engañando, pero no logro descubrir en qué.
—Bastante bien. Le he contado lo de Gary, el juicio, el dinero extra que tenía Wally...
Se lo he contado todo menos la di-rección del Milan Towers y el número de te-léfono.
Tengo la corazonada de que él se es-tá guardando algo más importante que esto.
—Que tengan suerte. Caerá de pie, chico. Ese dinero no le durará más de un año.
Pero entonces ya tendrá otro marido. Aún tiene buen tipo y, si no recuerdo mal, era
seis o siete años más joven que Wally.
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—En el apartamento cuarenta y tres vive una chica sola —dijo—. Se llama Claire
Raymond. Un plato muy suculento, según el ca-marero. El marido no está. Al
camarero le parece que están separados. Incluso piensa que la ha abandonado;
pero el alquiler está pagado hasta fin de mes, así que está vivien-do sola y allí, al
menos hasta esa fecha.
—¿Benny?
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Me quedé pensando un momento. Había hecho nueve décimos del trabajo él solo;
yo no había hecho más que seguirle los pasos. ¿Es que no iba a tener el seso y la
fortaleza suficiente para hacer algo por mí mismo una vez? Especialmente cuando él
necesitaba dor-mir y yo no.
Respiré hondo y solté el aire lentamente. «Allá voy», me dije a mí mismo, y apa-gué
la luz.
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Aflojé el paso porque se me ocurrió que no sabía lo que iba a hacer. Aún era pronto
y tenía hambre, así que me detuve a cenar. Cuando hube terminado todavía no tenía
idea.
Había en la esquina del edificio una cafe-tería que se comunicaba con el vestíbulo.
En-tré y me senté en la barra. Era lujosísima. Iba a pedir una cerveza, pero hubiera
hecho el ridículo pidiendo una cerveza en un sitio como aquél.
—Whisky de centeno —le dije al camare-ro. Me acordé de que George Raft, cuando
hacia de Ned Beaumont en la película La lla-ve de cristal, siempre pedía whisky de
cente-no. Intenté emular a George Raft.
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El camarero hizo girar hábilmente el vaso en la barra y lo llenó con una botella de
Old Overholt.
—¿Agua? —preguntó.
—Sí.
Me devolvió treinta y cinco centavos del billete de dólar que había dejado en la barra.
«No tengo que correr a beberlo», pensé. Sin volverme, estudié el local a través del
es-pejo que había detrás de la barra. «¿Por qué tienen espejos todos los bares?»,
me pregun-té. Lo lógico es que cuando alguien se em-borracha no le apetezca en
absoluto verse en un espejo. Al menos la gente que bebe para escapar de sí misma.
Por el espejo alcanzaba a ver lo que ha-bía al otro lado de la puerta que comunicaba
con el hotel. Distinguí un reloj. Las agujas se veían al revés en el espejo y tardé un
poco en descifrar que eran las nueve y cuarto.
»El primer paso consistirá en entrar en el vestíbulo y llamar arriba. Pero ¿qué voy a
decir?»
Volví a recorrer el local con la vista, a través del espejo. En el otro extremo de la
barra habla un hombre solo. Parecía un prós-pero hombre de negocios. Me pregunté
si lo sería de verdad. Igual podía ser un gángster. Y el italiano bajito y moreno que
estaba sen-tado en el reservado podía ser un comisionis-ta, aunque parecía un
torpedo. Incluso podía ser Benny Rosso. Podía preguntárselo, pero si lo era y él iba
armado y yo no... Quizá lo era y no me lo quería decir.
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Me tomé un sorbo del whisky de centeno y no me gustó, así que me lo bebí todo de
un trago para terminarlo cuanto antes, e in-mediatamente apuré el agua para evitar
profanar aquella elegante y reluciente barra explotando encima. Confié en que nadie
se hubiera dado cuenta de mi falta de dignidad representada por el rápido recurso al
agua.
Miré el reloj que se veía al revés en el espejo y me pareció que marcaba las tres y
treinta y uno, así que calculé que serian las nueve y veintinueve.
El camarero iba a volver a pasar por don-de estaba yo, pero sacudí la cabeza. Me
pre-gunté si me habría visto casi ahogarme al be-ber. Me sentía ridículo; sin
embargo me que-dé allí sentado un minuto más y luego me levanté y me dirigí a la
puerta del vestíbulo. Tenía la sensación de que me colgaba el fal-dón de la camisa y
todo el mundo me miraba.
Cuando empezó a tocar cerré los ojos y permanecí allí de pie absorbiendo la
introduc-ción sin mover un músculo, pero abandonan-do todo el cuerpo a la música.
Luego volví a abrir los ojos y salí al ves-tíbulo, montado en el agudo gemido del
cla-rinete, borracho como una cuba. Pero no a causa del whisky de centeno.
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—¿Qué Ed?
—No me conoces, pero estoy llamando desde el vestíbulo de tu casa. ¿Estás sola?
—¿Hunter? No.
—¿Quién eres?
—No.
—¿Conoces a Harry?
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—Oh.
—Voy a subir —dije yo—. Abre la puerta pero no quites la cadena. Si no te parezco
el hombre lobo, o cualquier otra clase de lobo, a lo mejor quitas la cadena.
Colgué antes de que me dijera que no. Pensé que le había despertado la curiosidad
lo suficiente para que me dejara entrar.
No quería dejarle tiempo para que recapa-citara ni para que llamara por teléfono. No
esperé el ascensor; subí a pie los tres pisos.
Era joven y era una maravilla. Me di cuen-ta incluso a través de los diez centímetros
de puerta abierta. Era el tipo de chica que obli-ga a silbar dos veces.
Pasé a la parte delantera del sofá y me senté. Adelanté las manos hacia la chimenea
y me las restregué como si estuviera ca-lentándomelas.
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—Hace una noche espléndida —dije—. Hay dos metros de nieve en el bulevar. Mis
perros esquimales han caído agotados antes de llegar a Ontario. El último kilómetro
he tenido que recorrerlo a gatas. —Me restregué las manos un poco más.
Ella estaba de pie en el extremo del sofá mirándome, con los brazos en jarras. Tenía
los brazos bonitos para llevar un vestido sin mangas; y llevaba un vestido sin
mangas.
—Tengo que tomar un tren del miércoles dentro de una semana —repliqué.
Hizo un ruidito que debía de ser un reso-plido de la gente bien educada y dijo:
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—Si eso es lo que te preocupa, puedes to-marte una créme de menthe. Los muebles
no son míos.
Cogió un par de copitas de licor del estan-te superior y las llenó de créme de menthe.
Me entregó una.
Tenía un pelo negro azabache que era a la vez liso y ondulado. Era esbelta y casi
tan alta como yo. Tenía los ojos claros y serenos.
—Entonces no lo sabia. No te había visto nunca. No, no quería hablar contigo por
eso.
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Le dio una gran chupada al cigarrillo y dejó salir el humo por la nariz lentamente.
Luego dijo:
—Si te pregunto cómo te has puesto mo-rado ese ojo, supongo que me contestarás
que te ha mordido un San Bernardo.
—¿Por qué?
—Sí.
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—Te las arreglas mejor con monosílabos. En lo del ojo morado decías la verdad.
Tomó otro sorbo del licor y siguió mirán-dome por encima del borde del vasito.
—Ed.
—Hunter. Eso son dos silabas. Intentaba limitarme a Ed. Ha sido culpa tuya.
—Sí.
—Adelante.
—Para matarlo.
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—Y música —le dije—. La música aman-sa a las fieras. ¿Y esos discos, si es que
tie-nes alguno?
—Dorsey
Sabia que quería decir Tommy. Sacó los discos y los colocó en el aparato que
conectó en automático.
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Se volvió y me miró.
»Me voy a ir allí y voy a buscar trabajo y a vivir en una pensión con una sola
almoha-da en la cama. Volveré a aprender a vivir con veinticinco dólares a la
semana. O lo que sea. A lo mejor esto te parece extraño.
—No especialmente. Pero una reserva en el banco ¿no seria un buen comienzo
para...?
—No, Ed. Por dos razones muy buenas. Primero, una traición no sería un comienzo
muy bueno que digamos. Segundo, no sé dónde está Harry. Hace una semana que
no lo veo; no, casi dos semanas. Ni siquiera sé si está en Chicago. Ni me importa.
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Le alargué una mano a Claire y ella se levantó y se acercó a mí. Bailamos. Era una
melodía melancólica. Muy, muy melancólica. Ya nadie la toca así. Me emocionó.
Hasta que la música no dejó de sonar no me di cuenta de que tenía a Claire en los
brazos, y que no luchaba por deshacerse de mí y que besarla iba a ser la cosa más
natu-ral del mundo.
Lo fue. Y allí, en el silencio que reinaba entre disco y disco, en el silencio de aquel
beso, oímos una llave que giraba en la puerta.
Ella se había soltado de mis brazos casi antes de que yo identificara el sonido.
Estaba en una habitación oscura. Volví a dejar la puerta en la posición en que estaba
antes, abierta sólo unos centímetros.
La oí decir:
Por la abertura de la puerta vi a Claire ir a apagarlo. Estaba pálida de ira y tenía los
ojos..., bueno, me alegro de que a mí no me miraran así.
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—Oye, nena.
Habla entrado más en la habitación. Lo vi por primera vez. Por su voz sólo había
podido deducir que no era una soprano. Aho-ra lo veía. Era una mole.
—Lárgate de aquí.
Se quedó allí de pie, sonriendo y dándole vueltas al sombrero en las manos. Su voz
se suavizó.
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—¿No lo sabes?
Sacó un cigarro puro de buen tamaño del bolsillo, se lo metió entre los gruesos
labios y lo encendió calmosamente con un encende-dor de plata. Se volvió a poner
el sombrero y repitió:
—¿No lo sabes?
—¿Vas a qué? —Se rió entre dientes—. ¿Vas a llamar a la policía? ¿Con cuarenta
mil dólares recién salidos de Waupaca en ca-sa? No me hagas reír. Ahora
escúchame aten-tamente, nena. Primero, estoy al corriente de la situación. Harry
fingió romper contigo; y fue listo, pues lo hizo antes del trabajo de Waupaca.
Nosotros, como unos tontos, le de-jamos quedarse con el botín cuando nos
se-paramos. Y ahora ¿dónde está Harry? No lo sé, pero lo averiguaré. Además, sé
dónde están los cuarenta mil dólares. Aquí.
Me había equivocado al pensar que esta-ba agarrotado. Sólo era que andaba así. Su
mano salió disparada como una serpiente y agarró a Claire por la muñeca. La atrajo
ha-cia si con un estirón y la sujetó de espaldas inmovilizándole los dos brazos contra
el pe-cho de él, con una sola mano.
Estaba de espaldas a mí. Yo no sabía qué hacer contra una montaña de músculos
como aquélla, pero abrí la puerta. Busqué algo con la vista. Lo único que vi fue el
atizador, que casi no pesaba nada, junto a la falsa chi-menea.
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—Un momento, nena —dijo—. Voy a aflojar la mano que tengo encima de tu boca lo
suficiente para que me digas sí o no. Una opción es que nos llevemos el dinero tú y
yo, y a Harry lo demos por desaparecido. La otra... Bueno, no te va a gustar...
Yo ya había agarrado el atizador. Mis pies no habían hecho el menor ruido. Pero,
Dios mío, era un atizador de juguete. No estaba hecho para atizar un fuego ni para
pegarle a un gigante en la cabeza. No pesaba nada; lo único que podía hacer era
enfurecerlo.
Me acordé de una cosa que había leído. Había un golpe de jiu-jitsu que se aplicaba a
un lado del cuello, paralelamente a él y justo debajo de la mandíbula. Se daba con el
bor-de de la mano plana y podía paralizar o in-cluso ser fatal.
Soltó a Claire con las dos manos y volvió la cabeza justo en el ángulo que yo habla
calculado. Descargué el atizador con todo el impulso que le pudo imprimir mi brazo.
Le di justo en la línea de puntos que hubiera indicado el lugar preciso si su cuello
hubiera estado representado en un diagrama.
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Una vez me hube hecho con él, me tran-quilicé un poco. Incluso oía lo que estaba
pasando, y lo que pasaba era que Claire se estaba riendo. Estaba de rodillas
intentando levantarse y se estaba riendo a carcajadas. Era una risa como de
borracho.
Y empezó a reírse otra vez. Pero era sólo la boca lo que reía. Tenía la cara pálida y
la mirada asustada. Se puso de pie y atravesó la habitación tambaleándose
deliberadamen-te.
—¿No te das cuenta, tonto? Una caída co-mo ésa, tan estrepitosa, es un asesinato o
un accidente..., o un borracho. Si oyen que des-pués hablan y andan y se ríen
piensan que sólo ha sido un borracho. Si después no hay más que silencio, llaman a
recepción.
—Claro —dije; pero lo había dicho muy bajo, así que lo repetí en voz alta,
demasia-do alta, después de carraspear—: Claro.
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Pero lo estaba. Metí la mano dentro de su chaqueta y no encontré latido alguno por
más que busqué. Me parecía increíble. Un golpe así, que se lee en un libro y no te
aca-bas de creer que funciona si lo pones en prác-tica tú. Si lo hace un experto en
jiu-jitsu, puede, pero no si lo pruebas tú.
Tenía tanto miedo de que ni siquiera lo afectara, que se lo había propinado con la
fuerza de todo mi cuerpo. Había funcionado. Estaba muerto y bien muerto.
—No.
—Yo tampoco.
El gramófono había cambiado de disco otra vez. Empezó a tocar Wang- Wang Blues.
Me levanté y lo apagué. Si los vecinos de aba-jo o de los lados hubieran querido
llamar a la policía o a recepción, ya lo habrían hecho.
Me volví a sentar en el sofá. Claire me cogió la mano y nos quedamos allí sentados,
sin mirarnos, sin hablar, con la vista fija en la chimenea que no tenía fuego ni nunca
lo tendría.
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—Tenemos que hacer algo. Una opción es llamar a la policía y contarles la verdad.
Otra es largarnos de aquí y dejar que lo descubran cuando sea. La tercera seria más
difícil: po-dríamos llevarlo a alguna parte.
—No podemos llamar a la policía, Ed. Descubrirían que Harry ha vivido aquí. Lo
descubrirían todo. Me acusarían de complicidad en todos sus robos... —Se puso
blanca como el papel—. Ed, me llevaron con ellos una vez, me hicieron esperar en el
coche y actuar de vigía. Dios mío, qué tonta fui por no darme cuenta de que lo
hacían para ase-gurarse de que no hablaría jamás. La policía sabe que el Holandés
estaba en ese trabajo y si...
—Entonces más vale que no llamemos. Pero tú te vas a marchar de aquí de todos
modos. Te vas a ir a Indianápolis. ¿No po-drías irte esta noche?
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Indianápolis, tendría que ir a otra parte. Habría carteles de «Se busca» con mi foto.
Todo el resto de mi vida estaría...
Cuando contestó me sentí tan aliviado que me flojearon las rodillas y tuve que
sentarme en la silla que había al lado del teléfono.
—Joven presumido e insolente, ¿por qué te has marchado sin decirme nada? He
esta-do esperando a que llamaras. Supongo que te has metido en un lío, ¿verdad?
—Supongo que sí. Estoy llamando desde el número de teléfono que teníamos.
—Claire y yo —le dije—. Oye, esta llama-da pasa por la centralita del hotel,
¿verdad?
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—Buena idea.
—Claire y yo íbamos bien, pero se nos presentó una visita. Un tipo llamado
Holan-dés. El Holandés... bebió demasiado y ha perdido el conocimiento. Queremos
llevarlo a su casa sin pasar por el vestíbulo principal. Sería mejor que no lo
encontraran aquí. Si alguien tuviera un coche y lo aparcera en el callejón de atrás
junto a la entrada de servi-cio, y nos ayudara a meterlo en el mon-tacargas...
—Me parece que te entiendo. Bueno, chi-co, aguanta que vienen refuerzos.
Cuando colgué el teléfono y volví al sofá junto a Claire, estaba mucho más tranquilo.
—Ed, has llamado a ese hombre tío Am. ¿Es de verdad tu tío?
—Ese rollo tan raro de que Harry mató a tu... tu padre la semana pasada y tú y tu tío
lo estáis buscando por eso, pero tu tío estaba dormido..., ¿no iba eso junto con los
dos metros de nieve en el bulevar Michigan y los perros esquimales agotados y...?
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—Ya te lo dije, ¿no? Oye, Claire, piensa. ¿Oíste a Harry o al Holandés o a Benny
mencionar el nombre de Hunter alguna vez?
Yo quería creerla. De verdad quería creer todo lo que me decía. Pero tenía que
ase-gurarme.
Ni siquiera dudó.
—Sí. Hace... dos o tres semanas. Harry me dijo que quizá llamaría un hombre
llama-do Kaufman y me dejaría un recado. Dijo que el recado podía ser una dirección
y que la anotara y se la diera. O también podía ser que una persona con la que Harry
quería en-contrarse estuviera en el bar de Kaufman en ese momento; en ese caso
tenía que ponerme rápidamente en contacto con Harry si sabía dónde estaba.
—¿Llamó Kaufman?
—Quizá Harry, si fue hace más de una semana. Había veces en que él estaba en
ca-sa y yo no. Sólo él. Ed, ¿ese hombre que Harry quería ver, si iba al bar de
Kaufman, era tu padre?
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Asentí con la cabeza. Lo que decía Claire se ajustaba a lo que había dicho Kaufman
como un guante, lo cual demostraba que nin-guno de los dos mentía.
—Sólo que está en la cárcel. En Indiana, me parece. Pero eso fue antes de que yo
conociera a Harry. Ed, ahora sí que quiero una copa. ¿Y tú? ¿Sabes preparar un
martini? ¿O prefieres otra cosa?
Cuando sonó el timbre llevaba un vaso con cubitos de hielo y una botella de vermut
en la mano.
Pero cuando abrí la puerta, con la cadena puesta, tenía la mano en el revólver que
lle-vaba en el bolsillo.
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—Sí. No te ha ido mal. Quítate ese car-mín de la boca y estarás aún mejor. ¿Donde
está?
Nos dirigimos a la sala de estar. Cuando vio a Claire levantó un poco las cejas y yo vi
que sus labios tomaron involuntariamente la forma que por lo general adoptan los
labios de los hombres para soltar un silbido cuando ven a alguien como Claire.
—Chico, hubieras tenido que decirme que trajera una grúa. —Se acercó para
mirarlo—. No hay sangre ni señales. Eso ya es algo. ¿Qué hiciste? Le diste un susto
de muerte.
—Estoy bien. Me he tomado dos copas de tinta verde, pero eso ha sido hace varias
semanas. Y un whisky de centeno en el bar de abajo, pero eso fue el año pasado.
Claire terminó de preparar las bebidas y nos entregó un vaso a cada uno. Yo tomé
un sorbo del mío. Tenía buen sabor; me gustó.
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—Yo también.
—Lo dudo. Bueno, vamos a empezar. ¿Crees que puedes con la mitad de tu amigo
borracho?
—El taxi está en el callejón, junto a la puerta de servicio. Pero está cerrada. Yo he
entrado por la puerta principal. ¿Tienes llave?
—Se abre desde dentro. Podemos poner un trozo de cartón en la cerradura para que
no se cierre y podamos volver a entrar. El ascensor estará en la planta baja. Voy a
buscarlo.
—No —dijo tío Am—. Los ascensores ha-cen ruido. Sobre todo los que casi nunca
funcionan a medianoche. Lo bajaremos por la escalera de servicio. Tú te adelantas
para vigilar que no haya nadie. Si ves a alguien, diles algo; así oiremos y nos
pararemos a esperar.
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El tío Am cogió al Holandés por los hom-bros y yo por los pies. Pesaba demasiado
pa-ra intentar llevarlo de pie, como a un borra-cho. Íbamos a tener que llevarlo a
cuestas y correr el riesgo.
Todo fueron facilidades. La puerta estaba como Claire había dicho. No había nadie
en el callejón. Lo metimos en el taxi, lo deposi-tamos en el suelo de la parte de atrás
y lo tapamos con una manta que Claire había ba-jado a tal efecto.
—Hay un callejón que va a dar a Frank-lin. No, olvídalo, ése sería el último sitio...—
dije yo.
—Una chica inteligente —dijo tío Am—. Si existe una relación entre quién es y dónde
ha sido encontrado, parecerá que lo han abandonado allí. La investigación se
centrará lejos del Milan.
Salimos del callejón en Fairbanks, nos di-rigimos al norte hasta Erie, y fuimos por
Erie hasta el bulevar. Nos incorporamos al denso tráfico de éste y seguimos hacia el
norte, has-ta la calle División.
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Claire le dio la dirección exacta y diez mi-nutos después ya nos habíamos deshecho
del Holandés. No perdimos tiempo antes de mar-charnos de allí.
No habíamos dicho ni una sola palabra. Y seguimos sin hablar hasta estar de nuevo
rodeados por el intenso tránsito del bulevar en dirección sur. Se oyó un reloj que
daba las dos.
Claire estaba muy callada en un rincón del asiento posterior; yo le había pasado el
bra-zo por los hombros.
—Vosotros dos os quedaréis aquí. Ed, da-me la pistola; voy a inspeccionar. Podría
ha-ber alguien esperando. Claire, dame la llave.
—Voy a tomar el tren mañana a primera hora, Ed. Aquí.., aquí tendría miedo, sola.
¿Te quedas y me acompañas al tren, por favor?
—Chicago es muy grande. ¿Por qué no te quedas aquí y te trasladas a otra parte de
la ciudad, por lo menos hasta que haya pasado todo? —le pedí yo.
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Yo quería discutirlo, pero en mi interior sabia que tenía razón. No sé cómo lo sabia,
pero lo sabia.
—Venga, vosotros dos. Aquí está la llave y la pistola, Ed. Oye, no sabes para qué
ha-brán utilizado esta pistola. Quédatela esta no-che, pero deshazte de ella antes de
volver al Wacker. Y no dejes huellas digitales.
—Supongo.
—¿No quiere subir a tomar una copa, Am? —preguntó Claire, mientras salíamos del
taxi.
—Me parece que no, chicos. Este taxi y esta gorra me están costando veinticinco
dó-lares la hora y hace ya dos horas que los tengo. No quiero pasarme.
—Que Dios os bendiga, hijos míos. No hagáis nada que no haría yo.
Se alejó.
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Se acercó un poco más a mí. Le solté la mano y le pasé el brazo por los hombros. La
besé.
Así lo hicimos.
Cuando desperté, Claire ya se había vesti-do y estaba llenando una maleta. Miré el
re-loj de la mesilla y vi que sólo eran las diez.
Me sonrió y dijo:
—No, ya no nieva. Ahora iba a despertarte. Hay un tren a las once y cuarto.
Tenemos que darnos prisa si queremos desayunar algo.
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—Hay una parada enfrente. A esta hora de la mañana encontraremos uno sin
pro-blemas.
Yo cogí las dos maletas y ella cogió el ma-letín y un paquete pequeño, y vi que este
úl-timo estaba dispuesto para ser enviado por correo. Se percató de que lo miraba y
dijo:
—Un regalo de cumpleaños para un ami-go. Debería haberlo enviado hace dos días.
Recuérdamelo.
Le alargué los brazos pero ella no se acer-có a mí. Agitó la cabeza lentamente y dijo:
—No, Ed. Sin despedidas, por favor. La noche pasada ha sido la despedida para
no-sotros. Y no debes buscarme nunca; no de-bes intentar seguirme.
—Ya sabrás por qué cuando hayas tenido tiempo para recapacitar. Te darás cuenta
de que tengo razón. Tu tío lo sabe; a lo mejor, él te lo puede explicar. Yo no puedo.
—Pero...
—Casi, diecinueve.
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—Como Harry no. Ahí ya no vuelvo a caer. Un tipo con dinero, pero ganado de otra
manera. Esto es lo que he aprendido en Chicago. Especialmente anoche con el
Holan-dés. Me alegro de que estuvieras aquí, Eddie.
—De acuerdo.
Cogí las maletas y salí. Tomamos un taxi de la parada frente al hotel y nos dirigimos
a la estación Dearborn.
En el taxi, Claire se sentó muy erguida, pero me di cuenta de que tenía lágrimas en
los ojos.
«¿Por qué no pueden las mujeres ser con-secuentes? —pensé—. ¿Por qué no
pueden ser buenas o malas, y decidir de una vez por todas cómo quieren ser?
Supongo que la ma-yoría de la gente somos así, buenos y malos a la vez, pero las
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mujeres mucho más, y en-cima cambian con gran facilidad. Tan pron-to hacen cosas
absurdas para ser amables, co-mo para ser antipáticas.»
—Bésame otra vez, Ed, si... si todavía quieres después de contarte la verdad.
—Ni lo intentes, Ed. Sigue con tu trabajo y sigue siendo lo que eres. Y no entres en
la estación conmigo. Ahí viene un mozo a bus-car mis maletas.
—Ya casi es la hora, Ed. Por favor, quédate en el taxi. Hazle caso a mamá. Adiós.
—Adiós —dije.
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—Me he confundido al decirle que volvie-ra al Milan Towers. Quiero decir al Wacker,
en la calle Clark.
Saqué un par de dólares de la cartera y se los di. No esperé el cambio. Salí a toda
prisa del taxi y empecé a correr hacia la estación. Llegaría antes andando que en el
taxi, por-que éste tendría que dar la vuelta a la man-zana y esperar en los semáforos
de cada esquina.
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Pero era una manzana muy larga la que mediaba entre Harrison y Polk. Casi me
atro-pella un coche mientras cruzaba la calzada enfrente de la estación; seguí
corriendo hasta que traspuse las puertas.
Entonces dejé de correr y crucé la estación con paso rápido mirando hacia todas
partes. No me había dado cuenta hasta entonces de lo enorme que era. No vi a
Claire ni al hom-bre que podía estar siguiéndola.
—Dos: el St. Louis Flyer, del andén nú-mero seis, y el número diecinueve, del andén
número uno, para Fon Wayne, Columbus, Charleston...
Eché a correr.
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—La última posibilidad desesperada era el mozo, pensé. Si encontrara al mozo que
se había llevado... Miré alrededor y había una docena de mozos a la vista de
diferentes partes de la estación. Todos se parecían, pero me di cuenta de que ni
siquiera había mirado al que se había llevado sus maletas. Miraba a Claire.
—¿Le ha llevado dos maletas y un male-tín a una señora sola desde un taxi hace
po-co rato? —le pregunté.
—He llevado a una mujer al tren de St. Louis hace aproximadamente ese tiempo. No
me acuerdo con exactitud si eran dos maletas y un maletín. Me parece que había
también una funda de violín.
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descabellada el que nos hubiera venido siguiendo y fuera Rosso. Todos los italianos
de Chicago no podían ser un pistolero llamado Rosso.
Claro que me había dado esquinazo, pero ya me había dicho por qué.
«Después de lo que pasó anoche —pensé—, nunca podré enfadarme con Claire. Y
cuando esté casado y establecido y tenga hijos y nietos, aún me quedará un poco de
amor para su recuerdo.»
Me fui antes de que me pusiera a mí mismo en ridículo llorando a lágrima viva o algo
así.
Me encaminé a la parte sur de Clark y cogí un tranvía que iba hacia el norte.
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—Adelante.
Entré.
—No, chico. Hace una media hora que casi estoy despierto y he estado pensando.
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—Cuéntamelo, Ed. Te puedes saltar las cosas personales, pero cuéntame todo lo
que esa chica te dijo acerca de Harry Reynolds, y que pasó con el Holandés anoche,
y lo de esta mañana. Empieza por el principio, por el momento en que te fuiste de
aquí ayer por la tarde.
—Dios mío, vaya memoria, chico. Pero ¿no ves los huecos?
—¿Qué huecos? ¿Quieres decir que Claire cambió lo que me contó sobre sí misma?
Sí. Pero ¿qué tiene eso que ver con nuestro asunto?
—No lo sé, chico. A lo mejor, nada. Esta mañana me encuentro viejo, o esta tarde, o
lo que sea. Tengo la sensación de que hemos estado corriendo en círculos sin llegar
a ningún sitio. Caray, quizá tú tengas más sentido común que yo. No lo sé. A mí me
preocupa Bassett.
—No. Eso es lo que me preocupa. Bueno, parte de lo que me preocupa. Algo anda
mal y no sé lo que es.
—No sé cómo explicarlo. Digamos que a ti te encanta la música. Hay una nota
disonante en un acorde y no la encuentras. Tocas cada nota por separado y suena
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bien, pero escuchas todo el acorde otra vez y hay algo que desentona. No es un
mayor ni un menor, ni una séptima disminuida. Es un ruído.
—No es el trombón, chico. Tú no. Pero escucha, lo presiento, alguien nos está
haciendo creer algo. No sé el qué. Me parece que Bassett, pero no sé qué es.
—¿Qué?
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Aquella tarde y aquella noche fueron algo extrañas. Fuimos a muchos sitios y lo
pasa-mos bien, pero no lo pasamos bien. Tenía-mos una sensación parecida a la
calma del aire cuando el barómetro está bajando antes de que estalle la tormenta.
Incluso yo lo no-taba. Tío Am estaba intranquilo, como si es-perara algo y no supiera
lo que era. Por pri-mera vez desde que lo conocía estaba de mal humor. Llamó tres
veces al Departamento de Homicidios para ver si estaba Bassett, y Bas-sett no
estaba.
Cuando respondí, se echó una bata enci-ma y salió. Debía de acabar de acostarse;
aún no se había dormido.
—Me alegro de que hayas venido a casa para variar, Ed. Quería hablar contigo.
—Sólo un par de dólares. Pero tengo vein-titantos en una libreta de ahorros que abrí.
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—Claro. Te presto los veinte, pero me gustaría quedarme el resto para mi. Los
sa-caré mañana. Si necesitas más, quizá Bunny pueda prestarte.
—Pero si tú me puedes dejar veinte, ya me las arreglaré. El del seguro ha dicho que
serían sólo unos días.
—De acuerdo, mamá. Iré al banco maña-na a primera hora. Buenas noches.
En el exterior un reloj dio la una y recor-dé que era miércoles por la noche. «Hace
una semana, aproximadamente a esta misma ho-ra, estaban matando a papá»,
pensé.
Parecía que había pasado mucho tiempo. Parecía casi un año; habían pasado tantas
co-sas desde entonces. Sólo había transcurrido una semana. También pensé:
«Tengo que vol-ver a trabajar. No puedo pasar mucho tiem-po más sin trabajar. Ya
hace una semana. El lunes que viene tendré que regresar. Sin em-bargo, volver al
trabajo será todavía más extraño que regresar a esta habitación.»
Eran casi las once cuando me desperté. Me vestí y fui a la cocina. Gardie había
sali-do. Mamá estaba preparando café. Parecía que acababa de levantarse.
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—No tenemos nada en casa. Si quieres ir al banco ahora, puedes traer huevos y
tocino cuando vuelvas —dijo.
—Bueno —respondí.
Fui al banco y a la vuelta compré cosas para desayunar. Mamá preparó el desayuno
y acabábamos de despacharlo cuando sonó el teléfono. Lo cogí y era tío Am.
Regresé a la mesa y cogí la taza de café para terminármelo sin sentarme. Le dije a
mamá que tenía que encontrarme con tío Am inmediatamente.
—Se me había olvidado —dijo ella—. Anoche Bunny vino porque quería verte, y,
como no sabía cómo ponerse en contacto contigo, dejó una nota. Es algo
relacionado con su viaje de la semana que viene.
—¿ Dónde está?
La cogí mientras iba camino de la puerta y la leí a la vez que bajaba las escaleras.
Bunny había escrito: «Supongo que Madge te ha dicho por qué me voy a Springfield
es-te fin de semana. Me dijiste que un hombre llamado Anderz, que le había vendido
el se-guro a tu padre en Gary se había trasladado a Springfield y lo querías ver.
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Me metí la nota en el bolsillo. Se lo pre-guntaría a tío Am, pero había dicho que no
creía que el agente de seguros pudiera decir-nos nada. Sin embargo, quizá valdría la
pe-na intentarlo, si Bunny iba a ir de todas formas.
—Hola, chico. Cierra la puerta. Frank es-tá a punto de explotar, pero le he dicho que
aguantara hasta que llegaras tú.
Bassett había abierto la boca para conti-nuar. La volvió a cerrar y miró a tío Am. Tío
Am le dedicó una mueca y dijo:
—Evidente, querido Bassett. ¿Qué otra cosa alegre y agradable podías ir a decir con
ese tono de voz y esa mirada en la cara? Has dejado que nosotros te sacáramos las
casta-ñas del fuego.
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—Confiaba en tí, Am. Te creía un tipo listo. Cuando descubristeis que a Harry le
ha-bía interesado tu hermano y empezasteis a buscarlo, os dejé actuar. Pensé que
nos lleva-ríais hasta ellos.
—Pero no lo hicimos.
—Muy amable de tu parte, Frank. Te que-das con mis cien dólares y con la
recompen-sa, ¿no? —dijo tío Am.
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—¿Apuestas?
Bassett nos miró, primero a él y luego a mí. Tenía los ojos medio cerrados.
—No debería participar en la apuesta que ha empezado otro hombre, pero... —sacó
veinte dólares y me los dio.
Bassett se la sacó del bolsillo y la abrió. Tío Am bebió un sorbo largo y yo eché un
traguito para ser sociable. Bassett se tomó un buen trago y la dejó en el suelo, junto
a la cama.
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Yo me incliné hacia delante, pero tío Am me cogió por el brazo y me echó hacia
atrás. No me soltó.
—Una dama que en Chicago utilizaba el nombre de Claire Redmond. Creemos que
su nombre verdadero era Elsie Coleman. Era de Indianápolis. Según los informes, no
estaba nada mal.
—¿Estaba?
—También está muerta —dijo Bassett—. La mató Benny anoche, y lo cogieron con
las manos en la masa. Fue en un tren, en Georgia. Nos han llamado desde allí esta
ma-ñana. Benny ha cantado abundantemente cuando lo han atrapado acuchillando a
la dama.
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—Te has desviado, Frank. ¿Por qué iba a acuchillar a esa Elsie-Claire Coleman-
Red-mond? —preguntó el tío Am.
—Pensó que se estaba largando con la pasta. A lo mejor tenía razón; no lo sé. De
todos modos, la estaba siguiendo. Ella tenía un compartimiento en el tren. Durante la
no-che entró él y empezó a buscar la cama. Ella lo oyó y gritó, y él la acuchilló. Pero
casual-mente había dos comisarios en el vagón. Lo cogieron antes de que saliera del
comparti-miento. Sin embargo la pasta no estaba allí.
—Pásame la botella, Frank —dijo tío Am—. Voy a tomar otro trago de ese whisky de
contrabando.
—No lo sé. Archivar el caso. Trabajar en otro asunto. ¿Se te ha ocurrido alguna vez
que acaso no fue más que un asalto con vio-lencia normal y corriente después de
todo, y que nunca cogeremos al culpable?
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les dé luz verde. Pero supongo que la única razón por la que aún no lo he hecho es
que todavía no he vis-to a ese tal Wilson. A lo mejor lo voy a ver ahora y así zanjo el
asunto.
—Estoy hecho un marrano. Más vale que me lave antes de volver a salir.
Miró a Bassett, respiró hondo y soltó el aire despacio. Bassett se estaba secando las
manos en la toalla. Puso las gafas en una funda, se las metió en el bolsillo y se
restre-gó los ojos.
—Bueno... —empezó.
—En cuanto a los cien dólares —dijo mi tío—, ¿te gustaría saber dónde buscar los
cuarenta mil de Waupaca? ¿ Pagarías cien dó-lares por saberlo aunque tuvieras que
salir de la ciudad para buscarlos?
—Claro que pagaría cien para conseguir cuatro mil. Pero tú me tomas el pelo.
¿Có-mo vas a saber tú dónde están?
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Bassett se lo quedó mirando. Luego extra-jo lentamente la cartera del bolsillo. Sacó
cin-co billetes de veinte y se los dio a tío Am.
—El dinero fue enviado por correo desde Chicago ayer, pocos minutos antes de las
on-ce. Claire lo envió por delante. Iba dirigido a Elsie Cole, Lista de Correos, Miami.
Los labios de Bassett se movieron, pero no dijo nada que yo alcanzara a oír.
—Supongo que has ganado la apuesta, tío Am —le dije, y le entregué los dos billetes
de veinte dólares; él los puso en la cartera con los que Bassett le había dado.
—No te lo tomes tan mal, Frank —acon-sejó tío Am—. Te vamos a hacer otro favor.
Vamos a ir a casa de Bunny Wilson contigo. Yo tampoco lo conozco.
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Mientras andábamos por la avenida Grand, hacia un calor que parecía el Sahara y
con cada minuto que pasaba se hacia más intenso. Me quité la chaqueta y el
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sombrero. Miré a tío Am, que iba andando a mi lado y no parecía tener calor en
absoluto. Vestía tra-je, chaleco y corbata. «Debe de haber un tru-co para aparentar
que no se tiene calor», pensé.
Entramos todos.
Tío Am estaba mirando fijamente a Bunny con una expresión muy rara en la ca-ra.
Parecía confundido, casi perplejo.
—Bunny, es mi tío Am. Y éste es el señor Bassett, el detective que trabaja en el caso
de papá —dije yo.
Miré a Bunny y no vi nada que pudiera causar perplejidad. Se había puesto una bata
descolorida encima de lo que llevara para dormir, si es que llevaba algo. Iba mal
afei-tado y tenía el pelo revuelto. Evidentemente, se había tomado unas copas la
noche ante-rior, pero no tantas como para tener una gran resaca.
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Bunny se levantó y se acercó a la cómo-da. Vi que había allí una botella y varios
vasos.
—¿Quieren tomar...?
Iba a dar un paso hacia la cama, pero se detuvo cuando vio que mi tío no le prestaba
atención en absoluto. Todavía estaba miran-do fijamente a Bunny, con la misma
extraña expresión en la cara.
Un largo silencio.
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—A lo mejor soy tonto, pero ¿cómo iba él a cobrar esto? Madge es la beneficiaria,
¿no?
—Tenía pensado casarse con Madge —dijo tío Am—. Sabia que le gustaba y que
pronto buscaría otro marido. Es de las que se vuelven a casar. No iba a querer volver
a trabajar de camarera cuando un hombre con un buen trabajo como Bunny quería
mante-nerla. Y ya no es tan joven y..., bueno, no hace falta que haga un diagrama,
¿verdad?
—¿Quieres decir que no sabía que existía el recibo de la prima y pensaba que
Madge no se enteraría de que era beneficiaria de una póliza de seguros hasta
después de haberse casado con él? Pero ¿cómo hubiera explicado el haber tenido la
póliza escondida? —pre-guntó Bassett.
—No tendría que explicarlo —declaró mi tío—. Una vez casados, podía fingir haberla
encontrado entre las cosas de Wally. Y Madge le dejaría usar el dinero para montar
su propia imprenta; la podría convencer, porque ésta les proporcionaría una renta
toda la vida.
—Siempre incitaba a WalIy para que fuera más ambicioso. Pero Wally no quería.
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—Bunny, todavía no lo entiendo —dijo—. y si A no ser que... ¿De quién fue la idea?
¿Suya o de Wally?
—Bueno, me dijo dónde guardaba la póliza, en el armario del trabajo, y me dijo que
nadie lo sabía. Me decía cosas como: —«Bunny, a Madge le gustas. Si algo llegara a
pasarme... » El lo preparó todo. Me dijo que si le pasaba algo, sería mejor que
Madge no se enterara de lo de la póliza inmediatamente; -que si se hacia con el
dinero en seguida, iría a California o a algún sitio y se lo gastaría, y que le gustaría
poder arreglarlo de modo que no supiera que le correspondía dinero hasta que
estuviera casada con alguienn que lo invirtiera por ella.
—Pero, hombre —dijo Bassett—, eso no es sugerirle que lo mate. Sólo dijo que si
moría...
—Esas eran sus palabras, pero no lo que quería decir. Me dijo que ojalá tuviera
fuerzas para matarse, pero que no las tenía. Que cualquiera le haría un favor...
—Lo que le dije a Ed hasta las doce y media. Entonces llevé a Madge a casa, y no a
la una y media. Supuse que después ella no se acordaría de todas formas de qué
hora era; si yo decía que era la una y media nos protegería a los dos.
»Ya había dejado de buscar a Wally. Sabía -de un lugar donde jugaban a póquer
du-rante toda la noche en la avenida Chicago, cerca del río. Subía por la calle
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Orleáns y casi había llegado a Chicago cuando me en-contré con Wally, que iba en
sentido contrario hacia casa, con cuatro botellas de cerve-za bastante bebido.
»Insistió en que lo acompañara. Me dio una de las botellas para que la llevara. Una.
Escogió el callejón más oscuro para atajar. La farola del otro extremo estaba
apagada. Dejó de hablar cuando entramos en el calle-.
Andaba algo delante de mi, se quitó el sombrero y..., bueno, quería que lo hiciera, y
si lo hacia yo podía tener a Madge y mi propio taller como siempre había querido
y...,bueno, lo hice.
—Cállate —le interrumpió mi tío—. Ya tienes lo que querías. Déjalo en paz. Ahora
entiendo todo.
—¡Eh, no...! —gritó, y se lanzó hacia el otro lado de la habitación para agarrar el
picaporte de la puerta que se cerraba antes de que Bunny la trabara desde dentro.
Mi tío a su vez se lanzó sobre Bassett y el pestillo de la puerta del cuarto de baño
enca-jó con un chasquido.
—Claro, Frank —dijo mi tío—. ¿Tienes alguna idea mejor? Vamos, Ed. Vámonos de
aquí.
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Casi tuve que correr para seguirle el paso una vez nos encontramos en la acera.
—Vaya par de tontos, chico. Íbamos a ca-zar lobos y hemos atrapado un conejo.
—Eso mismo pienso yo. Ha sido culpa mía, chico. Cuando he visto esa nota hace
una hora, he sabido que había sido Bunny, pero no me imaginaba por qué. No lo
cono-cía y... Caray, no tengo que excusarme. De-bí de haber ido a verlo solo. Pero
no, tenía que impresionar al público y llevar a Bassett.
—¿Cómo supiste por la nota...? —pregun-té—. Oh, ahora lo entiendo; ahora que sé
que hay algo y ya sé qué es. Escribió bien el apellido. Es eso, ¿no?
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—Eso espero. Sin embargo, tenía que ha-ber sido más listo.
—Contrató la póliza hace cinco años en Gary. Aceptó el soborno de Reynolds para
que votara a favor de la inocencia de su her-mano, y votó culpable. Debió de
suponer que la banda de Reynolds lo mataría por ello.
—Debía de meditarlo, Ed. Siguió pagan-do el seguro. Quizá decidió seguir hasta que
tú hubieras acabado los estudios y tuvieras un buen empleo. Quizás empezó a incitar
a Bunny en la época en que tú entraste en El-wood. ¡Dios mío!
—Entonces te voy a invitar a uno con es-tilo, Ed. Ven, te voy a enseñar una cosa.
—¿Qué?
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Anduvimos hacia el norte dos manzanas por el lado este del bulevar Michigan, hasta
el hotel Allerton. Entramos y subimos en un ascensor especial. Estuvimos dentro
mucho tiempo. No sé cuántos pisos subimos, pero el Allerton es un edificio muy alto.
En el último piso había un bar muy ele-gante y lujoso. Las ventanas estaban abiertas
y no hacía calor. A esa altura la brisa era fresca y no parecía que saliera de un
horno.
Nos sentamos en una mesa situada junto a una ventana del lado sur que daba al
Loop. Era una vista muy hermosa bajo la intensa luz del sol. Los altos y estrechos
edificios pa-recían dedos que se estiraran hacia el cielo para tocarlo. Era como el
escenario de una novela de ciencia ficción. No parecía real aunque lo estuvieras
mirando.
—Es una trampa fabulosa, chico. Aquí pueden suceder las cosas más
descabelladas, y no todas son malas.
—Como Claire.
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—Pero ahora ya ha pasado todo. Tengo que volver al trabajo. ¿Vas a regresar a la
feria?
—Por nada. Es un buen oficio. Mejor que trabajar en una feria. Es muy inseguro. A
veces haces dinero, pero te lo gastas. Vives en tiendas de campaña como los
beduinos. Nunca tienes un hogar de verdad. La comida es mala y cuando llueve te
vuelves loco. ¡ Me-nuda vida!
Yo estaba decepcionado. No iba a ir con él, por supuesto, pero me habría gustado
que él quisiera que lo acompañara. Era una ton-tería, pero así era.
—Sí, vaya vida, chico. Pero si estás lo su-ficientemente loco como para querer
intentar-lo, a mí me encantaría enseñarte todos los trucos. Te acostumbrarías; tienes
madera.
—Adiós —dije.
Nos dimos la mano. El se fue y yo me quedé allí, sentado ante la mesa y mirando por
la ventana.
La camarera regresó para preguntarme si quería tomar otra cosa y le dije que no.
Permanecí sentado allí hasta que las som-bras de los monstruosos edificios se
alarga-ran y la luz del lago se oscureció. La fresca brisa penetraba por la ventana.
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Entonces me levanté; temía que se hubie-ra marchado sin mi. Busqué una cabina de
teléfonos y llamé al Wacker. Me pusieron con su habitación y aún estaba allí.
—Me voy corriendo a casa a hacer las ma-letas. ¿Nos encontramos en la estación?
—¿Que no tienes dinero? No puede ser. Hace unas horas tenias doscientos dólares.
—Es un arte, Ed —dijo riendo—. Ya te he dicho que el dinero de la feria no dura casi
nada. Oye, te espero en la esquina de Clark y Grand dentro de una hora.
Tomare-mos un tranvía hasta donde podamos mon-tarnos en un mercancías.
Corrí a casa e hice las maletas. En parte me alegraba y en parte me daba pena que
mamá y Gardie no estuvieran. Les dejé una nota.
Cuando llegué a la esquina tío Am ya es-taba allí. Llevaba su maleta y una funda de
trombón, nueva.
—Un regalo de despedida, chico. En una feria puedes aprender a tocarlo. En una
feria cuanto más ruido hagas mejor. Y algún día habrás ganado suficiente dinero
tocándolo y podrás marcharte de la feria. El primer tra-bajo de Harry James fue en la
orquesta de un circo.
No me dejó abrir el estuche allí. Nos mon-tamos en el tranvía y fuimos hacia las
afue-ras de la ciudad. Llegamos a un patio de car-ga y cruzamos las vías.
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—Ahora somos vagabundos, chico. ¿Has comido puchero alguna vez? Mañana
hare-mos uno. Mañana por la noche llegaremos a la feria.
Era un trombón profesional, el mejor. Era dorado y estaba tan reluciente que parecía
un espejo. No pesaba nada. Era del tipo que usaban Teagarden o Dorsey.
Me lo acerqué a los labios y soplé hasta que encontré la primera nota. Era torpe y
confusa, pero era por culpa mía, no del trom-bón. Con cuidado fui tocando toda la
escala.
Entonces alguien gritó «¡ Eh!» y yo miré y vi que mi serenata nos había creado
proble-mas. Un guardafrenos iba corriendo al lado del vagón.
—¡ Bajen de aquí! —-gritó, y puso las ma-nos en el suelo del vagón para saltar
adentro.
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—Dame la bocina, chico —dijo mi tío, y me quitó el trombón de las manos. Se acercó
a la puerta, se lo llevó a los labios y solió un ruido atroz, una nota descendente que
sona-ba horrible, mientras empujaba la bomba del trombón hacia la cara del hombre.
Este soltó un taco y se desasió. Siguió corriendo unos metros más, pero el tren iba
demasiado rápido y se quedó atrás.
Conseguí dejar de reír y me volví a poner la boquilla en los labios. Soplé y salió una
nota clara, un tono claro, hermoso, resonan-te, que había conseguido por
casualidad.
Pero entonces el tono se rompió y sonó peor que la horrible nota que mi tío acababa
de tocar para el guardafrenos.
Tío Am empezó a reírse y yo intenté soplar otra vez, pero no pude, porque también
me estaba riendo.
Durante un minuto nos estuvimos riendo el uno del otro, y cada vez era peor y no
podíamos dejar de reír. De esta manera el mercancías nos llevó fuera de Chicago,
los dos riéndonos como un par de idiotas.
FIN
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