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Capítulo III

En el presente acápite se pretende describir, de modo sucinto y esquemático, las


articulaciones y contradicciones existentes entre diferentes perspectivas teóricas que, a lo
largo de la historia intelectual global, abordaron y abordan los problemas de la nación y el
nacionalismo. Esta tarea, dotada de alta complejidad, aspira a vislumbrar casi la totalidad
de enfoques teóricos que se han elaborado hasta la fecha, nuestro objetivo último consiste
en desarrollar una síntesis abarcadora que contemple a la mayor cantidad posible de teorías
y modelos analíticos. Sin embargo, por obvias limitaciones logísticas, tal empresa parece
ser irrealizable. Con el afán de desarrollar una explicación didáctica, siguiendo a Özkirimli
(2000) organizaré la exposición de las teorías sobre nación y nacionalismo a partir del
siguiente esquema cronológico:

a) Siglos XVIII y XIX: momento de emergencia de los primeros atisbos de reflexión


teórica en torno a cuestiones referidas a la nación y el nacionalismo. Se evalúa
principalmente la contribución de filósofos —Kant, Herder, Fichte, Rousseau, Mill,
Marx, Engels, Bauer y Renner— e historiadores —Michelet, Renan, von Treitschke
y Lord Acton—.
b) 1918-1945: etapa de transición hacia un estadio de abordaje académico y científico,
sobre todo desde la investigación histórica. Se revisan las obras de Carleton Hayes,
Hans Kohn y Louis Snyder. Este momento estuvo influenciado por los procesos de
descolonización y constitución de Estados independientes en Asía y África.
c) 1945 a 1980: momento de incorporación de la Sociología y la Ciencia Política en el
debate sobre nación y nacionalismo. Se analizan los aportes de teóricos
circunscritos en el paradigma de construcción de naciones (nation-building) y en el
enfoque modernista. En términos específicos, se revisan las contribuciones de
Daniel Lerner, Karl W. Deutsch y otros.
d) 1980 hasta la actualidad: etapa de diversificación teórica y surgimiento de enfoques
explicativos alternativos al modernismo hegemónico.

3.1. Antecedentes
Las nociones de nación y nacionalismo, como señala Moreno Almendral (2015), no
habrían llegado a producirse si no nos remontamos al pensamiento del romanticismo
alemán. Aunque existen ciertas objeciones a esta afirmación (Gellner, 1997; Smith, 1983),
considero que este movimiento artístico y cultural, aunque no tuvo mucha carga
determinativa, influyó en la constitución de movimientos nacionalistas y en la
estructuración de sus respectivos imaginarios nacionales. Antes de mencionar los aportes
proveídos por la corriente romanticista es necesario señalar que esta se desarrolló en
función a un contexto teórico previo: el idealismo trascendental de Kant. Fue el pensador
de Königsberg quien introdujo los conceptos de voluntad autónoma e imperativo
categórico, esenciales para el surgimiento de una idea de comunidad nacional enmarcada en
el enfoque organicista e historicista de Fichte y Herder (Moreno Almendral, 2015).

Fichte, a partir de las elucubraciones planteadas por Kant, desarrolló una idea
central para pensar la nación desde una perspectiva organicista: la totalidad es anterior a sus
partes constitutivas, estas no pueden existir de forma autónoma, al margen de un todo
coherente y ordenado. En última instancia, realizando inferencias aplicadas al plano
antropológico, la libertad individual, en cuanto autorrealización humana, radica en la
identificación con un todo estructurado (Özkirimli, 2000). Las consecuencias de este
postulado, en última instancia, promovieron la consolidación de una postura que piensa el
Estado y el Estado-nación, no como colección de sujetos unidos con la finalidad de
proteger sus intereses particulares, sino como entidades que determinan a los sujetos
individuales. Como aduce Özkirimli (2000), solo cuando Estado e individuo logran confluir
es posible pensar en la consecución de la idea de libertad.

Por otra parte, desde un enfoque historicista que converge con el organicismo de
Fichte, Herder sostuvo que todos los idiomas existentes en el mundo constituyen un modo
de manifestación y expresión de valores universales, singulares y específicos. A partir de
estos supuestos se arriba a una definición de comunidad que, a partir de algunas
confluencias con el organicismo, se consolida como totalidad dotada de unidad propia, no
estructurada a partir de la mera articulación de sus partes constitutivas. Las consecuencias
de estos planteamientos generaron la enunciación de un principio nacionalista con gran
capacidad de movilización colectiva: las naciones deben propender necesariamente a la
autodeterminación y estructuración de un gobierno propio. De modo sintético, una
comunidad nacional debe establecer sus propias estructuras estatales: así se formuló la 'fatal
ecuación de idioma, estado y nación, que es la piedra angular de la versión alemana del
nacionalismo' (Smith 1983: 33).

Por otro lado, otras ideas también han contribuido a la formación de la doctrina
nacionalista. La principal de ellas fue el principio de autodeterminación, es decir, 'la idea de
que un grupo de personas tiene un conjunto de intereses compartidos y debe permitírseles
expresar sus deseos sobre cómo se deben promover mejor estos intereses' (Halliday 1997d:
362), asociado en su mayoría al pensador político francés Jean-Jacques Rousseau (1712-
78). De hecho, Kedourie no considera que la contribución de Rousseau sea importante,
señalando que no tenía una teoría sistemática del Estado (1994: 32-3). Sin embargo,
muchos académicos están en desacuerdo con Kedourie y mantienen que los escritos de
Rousseau desempeñaron un papel crucial en la formación del pensamiento romántico
alemán (Dahbour e Ishay 1995; O'Leary 1996; Halliday 1997d).

Para Rousseau, el mayor peligro que enfrenta el hombre al vivir en sociedad es 'la
posible tiranía de la voluntad de sus semejantes' (Barnard 1984: 245). Para protegerse
contra este peligro, los hombres necesitan intercambiar su voluntad egoísta por la 'voluntad
general'. Esto solo se puede lograr si dejan de ser hombres naturales y se convierten en
ciudadanos. Los hombres naturales viven para sí mismos, mientras que los hombres como
ciudadanos dependen de la comunidad de la que forman parte. Al convertirse en ciudadano,
el hombre intercambia la independencia por la dependencia y la autarquía por la
participación, y '[l]as mejores instituciones sociales son aquellas que hacen que los
individuos sean conscientes en mayor medida de su interdependencia mutua' (ibid.: 245).
En resumen, una asociación política tiene sentido solo si puede proteger a los hombres de
los caprichos de los demás: 'esto solo puede lograrse si sustituye la ley por el individuo, si
puede generar una voluntad pública y dotarla de una fuerza que esté más allá del poder de
cualquier voluntad individual' (ibid.: 246).

Mientras Rousseau enfatiza la distinción entre el hombre y el ciudadano, no prevé


relaciones conflictivas entre ciudadanía y patriotismo. Según Rousseau, argumenta
Barnard, tanto el 'ciudadano' como el 'patriota' solo son concebibles dentro del contexto del
estado-nación: '[n]i el ciudadano ni el patriota calificarían como cosmopolitas' (ibid.: 249).
Por otro lado, no es fácil engendrar una conciencia simultánea de patriotismo y ciudadanía.
Solo en el cantón 'la ciudadanía está impregnada del ardor apasionado que anima al
patriota'. Un estado tan grande como Polonia, por ejemplo, no puede lograr esta
coincidencia de ciudadanía y patriotismo a menos que esté organizado como una
confederación de estados autónomos (ibid.: 250).

En este punto, es necesario señalar que las fuentes de la ciudadanía y el patriotismo


son diferentes para Rousseau. Él define el patriotismo como ese 'sentimiento fino y vivo
que le da a la fuerza del amor propio toda la belleza de la virtud, y le presta una energía
que, sin desfigurarlo, lo convierte en la más heroica de todas las pasiones' (citado en ibid.).
El amor a la propia patria, escribe Rousseau, es 'cien veces más ardiente y encantador que
el de una amante' (citado en Barnard 1983: 236). A diferencia del patriotismo, que es obra
de la voluntad espontánea, la ciudadanía es obra de la voluntad racional. Rousseau afirma
que los hombres no se unen simplemente porque se parecen entre sí. En otras palabras, las
similitudes culturales no son suficientes para convertirse en una nación: los individuos
deben ver un propósito en compartir esa cultura. Se deduce que lo que constituye la
ciudadanía no son sentimientos de afinidad o amor, sino un acuerdo razonado sobre lo que
está y lo que no está en el interés común, y la voluntad de cumplir dicho acuerdo. Por lo
tanto, la ciudadanía no deriva del patriotismo; mientras que el patriotismo es un don
espontáneo e inmediato, la ciudadanía es una creación artificial y mediada. (Barnard 1984:
252-3)

Rousseau creía que, sin algún grado de libertad política, los hombres no tienen
forma de saber cómo expresar su propia voluntad. 'No podemos saber qué harían o no
harían o dirían si están esclavizados'. (ibid.: 260) Esta postura fue particularmente clara en
el caso de los judíos. Según él, los judíos estaban destinados a permanecer incapaces de
escapar de la tiranía ejercida contra ellos hasta que tuvieran una patria libre y justa en la
que vivir: 'no será hasta que tengan "un estado libre propio, con escuelas y universidades,
donde puedan hablar y debatir sin riesgo", que podremos saber lo que tienen que decir o
desean lograr' (ibid.).
Esto nos lleva a otra fuente muy importante de influencia en el desarrollo de la idea
de nacionalismo, que fue, por supuesto, la Revolución Francesa de 1789. De hecho, fue
dentro del contexto de la Revolución Francesa que la noción de nación se puso en práctica
en términos legales y políticos. Para los revolucionarios de 1789, la nación era la única
fuente legítima de poder político (Baycroft 1998: 5). Aquí, el concepto de 'nación'
expresaba 'la idea de una ciudadanía compartida, común y igual, la unidad del pueblo': de
ahí el lema de la Revolución Francesa, libertad, igualdad, fraternidad (Halliday 1997d:
362). En esto, los revolucionarios se inspiraron en un libro del abate Emmanuel Joseph
Sieyès titulado ¿Qué es el Tercer Estado? En el antiguo régimen, el parlamento francés, los
Estados Generales, estaba compuesto por tres partes: el Primer Estado, que comprendía a la
nobleza; el Segundo Estado, que abrazaba al clero; y el Tercer Estado, que representaba a
todos los demás. Sieyès argumentó en su libro que todos los miembros de la nación eran
ciudadanos, por lo tanto, iguales ante la ley. Rechazó 'el principio de clase y los privilegios
feudales de la alta clase y afirmó que los dos primeros estados ni siquiera calificaban como
partes de la nación' (Baycroft 1998: 6). Halliday señala que esta evolución en Francia se
reflejó en las Américas, en la revuelta contra el dominio británico en el norte (1776-83) y
en la revuelta contra el dominio español en el sur (1820-28). En ambos casos, la base de la
revuelta fue política, es decir, el rechazo del gobierno desde los centros imperiales en
Europa (1997d: 362).

La traducción de estas diversas ideas en una ideología completamente desarrollada


llevó tiempo. Pero la doctrina política que reconocemos hoy como nacionalismo ya estaba
en su lugar a principios del siglo XIX. Por otro lado, el interés académico en ella todavía
era en gran parte ético. En el siglo XIX encontramos dos tipos de respuestas al
nacionalismo. El primero, que llamaré el enfoque 'partidista' por falta de un término mejor,
fue la aproximación de académicos y pensadores que simpatizaban con el nacionalismo y
que usaron sus obras para justificar o mejorar nacionalismos particulares. El segundo fue el
enfoque 'crítico' de aquellos que eran escépticos respecto al nacionalismo y que lo veían
como una etapa temporal en la evolución histórica de las sociedades humanas (cf. Snyder
1997; Smith 1996a). Esta actitud crítica no se limitaba a los marxistas; algunos liberales
también, notablemente Lord Acton, desconfiaban del nacionalismo y sus implicaciones.
Las figuras pioneras de los incipientes campos de la sociología y la ciencia política, como
Weber, Durkheim, Tonnies, Mosca y Pareto, no alteraron el patrón establecido por sus
predecesores y tomaron su lugar dentro de uno de estos dos campos.

Sin embargo, antes de continuar, es necesario agregar dos advertencias a esta


imagen. En primer lugar, esta clasificación binaria no implica una separación completa
entre las dos categorías. Había algunas similitudes entre aquellos que simpatizaban con el
nacionalismo y aquellos que se oponían. De estas, quizás la más importante fue que los
académicos y pensadores de ambos campos daban por sentada la existencia de naciones y
nacionalismo. Ninguno de ellos cuestionaba la 'naturalidad' de la nacionalidad. En segundo
lugar, las etiquetas que adjunté a estas categorías no denotan atributos 'eternos' o absolutos.
Las actitudes hacia el nacionalismo no solo cambiaban de un pensador a otro, sino que
también estaban sujetas a fluctuaciones con el tiempo. Por lo tanto, las etiquetas en cuestión
deben tomarse por su valor nominal, es decir, como indicadores aproximados de la
principal diferencia entre las actitudes de estos dos grupos de pensadores.

El grupo "partidista", compuesto principalmente por historiadores simpáticos al


nacionalismo, desempeñó un papel significativo en la promoción de varios movimientos
nacionales. Los historiadores nacionalistas a menudo contribuyeron a la construcción y
promoción de identidades nacionales al descubrir o incluso inventar pruebas históricas,
costumbres, mitos, símbolos y rituales que respaldaban la existencia y la cultura de su
nación. Aquí, discutiré brevemente las contribuciones de tres de estos historiadores: Renan,
Michelet y von Treitschke. Las opiniones de Renan se discutirán más adelante en esta
sección debido a su impacto significativo en las generaciones posteriores.

El historiador alemán Heinrich von Treitschke (1834-1896) fue conocido por sus
opiniones nacionalistas y militaristas, a menudo entrelazadas con el antisemitismo. Creía
que el estado tenía autoridad suprema sin ninguna entidad superior por encima de él. Según
él, el estado formulaba leyes que se aplicaban a todos los individuos dentro de su territorio,
y ejercía su poder a través de la guerra, que consideraba el pináculo de la ciencia política.
Von Treitschke argumentaba que la unidad del estado debería basarse en la nacionalidad,
entendida no solo como un vínculo legal sino también como una relación de sangre
compartida, ya sea real o imaginada.
La definición de von Treitschke del patriotismo enfatizaba la conciencia de
cooperar con el cuerpo político, estar arraigado en los logros ancestrales y transmitirlos a
los descendientes. Estas creencias lo llevaron a apoyar la unificación de Alemania bajo el
liderazgo prusiano. Creía que había dos fuerzas impulsoras en la historia: la tendencia de
cada estado a unificar a su población en una sola unidad en términos de idioma y
costumbres, y el impulso de las nacionalidades vigorosas a establecer su propio estado.
Dado su punto de vista de que solo los estados grandes y poderosos se consideraban
nacionalidades "vigorosas", veía a Prusia como el agente unificador del pueblo alemán,
abogando por la incorporación de estados más pequeños en los territorios prusianos para
lograr una "Gran Alemania".

El historiador francés Jules Michelet (1798-1874), por otro lado, veía a la nación
como la garantía suprema de la libertad individual (Smith 1996a: 177-8). La Revolución de
1789 había señalado una nueva era, una era de fraternidad, y en esta nueva era no había ni
pobres ni ricos, nobles ni plebeyos. Los conflictos en la sociedad se habían resuelto; los
enemigos habían hecho las paces. La nueva religión era la del patriotismo y esta religión
era "el culto al hombre y la fuerza motriz de la historia moderna francesa y europea" (ibid.:
178). Michelet apoyó los movimientos nacionalistas en Italia, Polonia e Irlanda, todos parte
del movimiento Joven Europa de Mazzini, y los vio como "simpatizantes fraternales de
Francia".

El campo partidista no estaba compuesto solo por historiadores. El renombrado


teórico político inglés John Stuart Mill (1806-1873) es un buen ejemplo. Al igual que sus
predecesores nacionalistas liberales, Mill fusionó el concepto de ciudadanía republicana
con el principio de nacionalidad, que definió de la siguiente manera:

"Una porción de la humanidad puede considerarse como una Nacionalidad si están


unidos entre sí por simpatías comunes que no existen entre ellos y otros, que los hacen
cooperar entre sí más dispuestos que con otras personas, desear estar bajo el mismo
gobierno y desear que sea un gobierno de ellos mismos o de una parte de ellos
exclusivamente" (1996: 40).
Donde existe el sentimiento de nacionalidad, argumentó Mill, "hay un caso prima
facie para unir a todos los miembros de la nacionalidad bajo el mismo gobierno y un
gobierno para ellos mismos aparte. Esto es simplemente decir que la cuestión del gobierno
debe ser decidida por los gobernados" (ibid.: 41). Aquí encontramos una vez más el
principio de la autodeterminación al que Mill añadió la idea del gobierno representativo.
Para él, las instituciones libres eran casi imposibles en un país compuesto por diferentes
nacionalidades: "Entre un pueblo sin sentimiento de solidaridad, especialmente si leen y
hablan diferentes idiomas, no puede existir la opinión pública unida, necesaria para el
funcionamiento del gobierno representativo" (Mill 1996: 41-2). En resumen, los límites de
los gobiernos deberían coincidir en su mayoría con los de las nacionalidades si queremos
tener instituciones libres.

Estas opiniones nos permiten pasar al campo "crítico". El historiador y filósofo


inglés Lord Acton (1834-1902), quien publicó un ensayo casi contemporáneo sobre el
mismo tema (1862, reproducido en Balakrishnan 1996b), es un buen punto de partida. Al
criticar a Mill, Lord Acton sugirió que la libertad individual se mantenía mejor en un estado
multinacional.

Si tomamos el establecimiento de la libertad para la realización de los deberes


morales como el fin de la sociedad civil, debemos concluir que los estados que, como los
Imperios Británico y Austriaco, incluyen varias nacionalidades sin oprimirlos, son
sustancialmente los más perfectos (1996: 36).

Para Acton, insistir en la unidad nacional conducía a la revolución y al despotismo.


Los estados en los que "no ha ocurrido una mezcla de razas son imperfectos" y "aquellos en
los que sus efectos han desaparecido están en decadencia" (ibid.). Se sigue que "un Estado
que no puede satisfacer a diferentes razas se condena a sí mismo; un Estado que se esfuerza
por neutralizar, absorber o expulsarlas, destruye su propia vitalidad". Por lo tanto, "la teoría
de la nacionalidad... es un paso atrás en la historia" (ibid.).

Los marxistas fueron indudablemente el grupo más importante dentro del campo
crítico. Es bien sabido que el nacionalismo siempre ha planteado dificultades para la
escuela marxista, y estas dificultades han sido tanto políticas como teóricas (Kitching 1985;
Munck 1986; Calhoun 1997). ¿Es el nacionalismo una forma de 'falsa conciencia' que
desvía al proletariado del objetivo de la revolución internacional? ¿O debemos ver la lucha
del proletariado con la burguesía primero como una lucha nacional? Si es así, ¿cómo se
relacionan estas luchas de clases nacionales con la construcción del socialismo
internacional (Kitching 1985: 99)? Además de estos problemas teóricos, los marxistas
también se enfrentaron a exigencias políticas. Los partidos comunistas tuvieron que
cambiar sus posiciones con respecto al nacionalismo por razones tácticas y estratégicas. A
veces se condenaba el nacionalismo (como en el caso de los movimientos nacionalistas
contra el Imperio Austrohúngaro), a veces se apoyaba ardientemente (como en el caso de
los movimientos nacionalistas anticoloniales).

Los académicos ofrecen diferentes explicaciones para esta actitud ambivalente y la


falta resultante de una teoría marxista del nacionalismo. Por ejemplo, Kitching argumenta
que los marxistas, al tener sus raíces en el racionalismo de la Ilustración, no pudieron
explicarse satisfactoriamente a sí mismos, y mucho menos a los demás, "cómo la lealtad a
una nación y, en particular, la colocación de la identidad nacional por encima de la
identidad de clase, puede ser una cosa racional". Por esta razón, sostiene, ofrecieron
explicaciones psicológicas y vieron el nacionalismo como una manifestación de
"emociones irracionales" motivadas ideológicamente (Kitching 1985: 99). Calhoun señala
que "ninguno de los otros grandes analistas sociales y políticos ha sido tan ampliamente
criticado por no comprender la importancia del nacionalismo como Marx y Engels" y
señala su internacionalismo excesivamente confiado como causa de este fracaso (1997: 26).
Según Calhoun, su mayor error fue asumir que las personas responderían a los desafíos
materiales de la integración económica global simplemente como trabajadores. Sin
embargo, "los trabajadores sufrían privaciones económicas como jefes de hogar, como
miembros de comunidades, como personas religiosas, como ciudadanos, no solo como
trabajadores" (ibid.: 27). Además, incluso cuando se consideraban a sí mismos como
miembros de la clase trabajadora, la mayoría de los trabajadores seguían considerándose
primero como miembros de ocupaciones particulares, como tejedores de seda, relojeros, y
así sucesivamente. En resumen, sus respuestas a las desigualdades económicas estaban
moldeadas por sus otras identidades, además de sus lealtades de clase. Guibernau, por otro
lado, intenta explicar el fracaso de Marx y Engels para lidiar adecuadamente con el
nacionalismo señalando su búsqueda de una "gran teoría" capaz de explicar todas las etapas
de la evolución de la sociedad. Para Marx, el atributo central de todos los sistemas sociales
desde la Antigua Grecia hasta el presente era la "lucha de clases". En consecuencia, explicó
los aspectos sociales, políticos e ideológicos de las sociedades haciendo referencia a la
economía, es decir, al modo y las relaciones de producción.

Este "problema clásico" del marxismo ha desencadenado un animado debate entre


los marxistas del siglo XX. Según Poulantzas, por ejemplo, el fracaso para teorizar el
nacionalismo revela todos los callejones sin salida del marxismo tradicional (Poulantzas
1980, citado en James 1996: 49). Poulantzas rechaza la afirmación de que los marxistas
hayan subestimado el nacionalismo al llamar la atención sobre los diversos debates que han
tenido lugar dentro del movimiento obrero. Para él, el hecho de que no se haya podido
formular una teoría del nacionalismo a pesar de todos estos apasionados debates muestra
claramente que no hay una teoría marxista de la nación (James 1996: 49). Otros no están de
acuerdo con él. Un grupo de escritores mantiene que "es más importante reconocer la
fortaleza de la teoría del nacionalismo [marxista] que preocuparse por sus imperfecciones
(Blaut 1982, citado en James 1996: 50). Otro grupo se dirige directamente a la afirmación
de que no hay una teoría marxista de la nación. Nimni (1991), por ejemplo, rechaza la idea
de que la posición de Marx y Engels frente al nacionalismo esté condicionada por
exigencias políticas, argumentando que, a pesar de su naturaleza fragmentaria, sus escritos
sobre la nación tienen una coherencia subyacente. Del mismo modo, Munck critica los
intentos de menospreciar a los socialistas que intentaron abordar el nacionalismo, como
Bauer, Ber Borochov, Connolly y Gramsci, y sostiene que proporcionan ideas importantes
sobre la naturaleza del nacionalismo: "Ahora es necesario forjar algún tipo de enfoque
marxista coherente sobre el nacionalismo basado en estos escritores" (1986: 168). Los neo-
marxistas también han intentado superar "el gran fracaso histórico del marxismo"
formulando su propia teoría (por ejemplo, Hechter 1975; Nairn 1981; Hroch 1985).
Algunos de estos intentos se discutirán en el Capítulo 4.

Marx (1818-83) y Engels (1820-95), quienes vivieron y trabajaron en la era del


nacionalismo, consideraban que "la nación moderna era el resultado directo de un proceso
por el cual el modo de producción capitalista reemplazaba al feudalismo" (Nimni 1991:
18). Fue la transición a una economía capitalista la que forzó a las formaciones sociales
existentes en Europa Occidental a volverse más homogéneas y centralizadas políticamente.
Según Nimni, esta conceptualización de la formación nacional estaba condicionada por su
tendencia a explicar cada fenómeno social significativo en términos de una lógica de
desarrollo general, lo que los llevó a ver el nacionalismo como una etapa necesaria pero
temporal en la evolución de la historia (ibid.: 3-4).

Fue en el contexto de esta lógica evolutiva que Marx y Engels revivieron la


distinción hegeliana entre naciones "históricas" y "no históricas" (Munck 1986: 9). Nimni
señala que en sus escritos, el término "nación" se reservaba para la población permanente
de un Estado-nación, mientras que una comunidad etnocultural que no había alcanzado un
estatus nacional completo, es decir, carecía de su propio Estado, se denominaba
"nacionalidad" (1991: 23). Creían que las nacionalidades se convertirían en naciones al
adquirir su propio Estado o permanecerían como "pueblos sin historia" (Geschichtslosen
Volkd). Estas nacionalidades no históricas eran inherentemente reaccionarias, porque no
podían adaptarse al modo de producción capitalista. Dado que su existencia dependía de la
supervivencia del antiguo orden, eran necesariamente regresivas (ibid.).

En consonancia con esta actitud general, Marx y Engels apoyaron los procesos de
unificación de lo que consideraban naciones históricas, como Alemania e Italia, mientras
rechazaban los de las pequeñas nacionalidades no históricas, como en el caso de los
movimientos contra los imperios austrohúngaro y ruso. En general, Marx y Engels
pensaban que un idioma y tradiciones comunes, o homogeneidad geográfica e histórica, no
eran suficientes para constituir una nación. "En cambio, se requería un cierto nivel de
desarrollo económico y social, dando prioridad a las unidades más grandes" (Munck 1986:
11). Según Munck, esto explica por qué se opusieron a la cesión de Schleswig y Holstein a
Dinamarca en 1848. Para ellos, Alemania era más revolucionaria y progresiva que las
naciones escandinavas debido a su mayor nivel de desarrollo capitalista.

Marx y Engels no cambiaron esta postura durante las revoluciones de 1848. Para
ellos, solo las grandes naciones históricas de Alemania, Polonia, Hungría e Italia cumplían
con los criterios para Estados nacionales viables. Otras nacionalidades menos dinámicas,
"estos fragmentos residuales de pueblos", no merecían el apoyo de la clase trabajadora.
Engels fue particularmente crítico con los eslavos del sur, a quienes describió como
"pueblos que nunca han tenido una historia propia ... [que] no son viables y nunca podrán
lograr ninguna independencia" (Marx y Engels 1976, citado en Munck 1986: 12).

Algunos comentaristas afirman que Marx y Engels revisaron sus actitudes sobre el
problema de la nacionalidad durante la década de 1860 (Munck 1986; Guibernau 1996).
Munck señala la Guerra de Crimea de 1853-56, donde apoyaron la independencia de los
pueblos eslavos del Imperio Otomano, como ejemplo de este cambio de actitud. El caso
irlandés, sostiene, es aún mejor (1986: 15). Marx y Engels pensaban que Inglaterra no
podía embarcarse en un camino revolucionario hasta que se resolviera la cuestión irlandesa
a favor de Irlanda: "La separación e independencia de Irlanda de Inglaterra no solo fue un
paso vital para el desarrollo irlandés, sino que también fue esencial para el pueblo británico,
ya que 'Una nación que oprime a otra forja sus propias cadenas'" (Nimni 1991: 33).

Un punto final que debe destacarse es el compromiso de Marx y Engels con el


internacionalismo. Según Munck, los padres fundadores del marxismo nunca traicionaron
el internacionalismo del Manifiesto Comunista, donde escribieron:

"Las diferencias nacionales y la antagonismo entre los pueblos están desapareciendo


cada vez más, gracias al desarrollo de la burguesía, a la libertad del comercio, al mercado
mundial, a la uniformidad en el modo de comunicación y en las condiciones de vida
correspondientes. (1976: 507)

De manera similar, en su artículo sobre el "Sistema nacional de la economía


política" de Friedrich List, Marx comentó:

"La nacionalidad del trabajador no es ni francesa, ni inglesa, ni alemana, es el


trabajo, la esclavitud libre, el autoexpendio. Su gobierno no es ni francés, ni inglés, ni
alemán, es el capital. Su aire nativo no es ni francés, ni inglés, ni alemán, es el aire de la
fábrica. La tierra que le pertenece no es ni francesa, ni inglesa, ni alemana, yace a pocos
pies bajo tierra. (Marx y Engels 1975, citado en Guibernau 1996: 16).

Engels expresó opiniones similares. Argumentó que el proletariado solo debe pensar
en términos internacionales porque: "La Internacional no reconoce ningún país; desea unir,
no disolver. Se opone al grito de la Nacionalidad, porque tiende a separar a las personas de
las personas y es utilizado por los tiranos para crear prejuicios y antagonismos" (citado en
Guibernau 1996: 16).

Por otro lado, ciertas secciones del Manifiesto Comunista, especialmente las que
tratan sobre la naturaleza de la lucha del proletariado, muestran una perspectiva más
complicada:

"Aunque no en sustancia, pero en forma, la lucha del proletariado con la burguesía


es al principio una lucha nacional. El proletariado de cada país debe, por supuesto, resolver
sus asuntos con su propia burguesía" (1976: 495).

"Dado que el proletariado debe primero adquirir la supremacía política, debe


convertirse en la clase líder de la nación, debe constituirse como la nación, es, hasta cierto
punto, en sí misma nacional, aunque no en el sentido burgués de la palabra" (Ibid.: 502-3).

Algunos comentaristas afirman que estas frases reflejan su ambivalencia sobre la


cuestión nacional. Por un lado, se llama a los trabajadores a emprender una lucha nacional,
es decir, contra sus propias burguesías; por otro lado, se espera que permanezcan leales a la
causa de la revolución internacional. La pregunta sobre cómo se pueden reconciliar estos
dos objetivos aparentemente paradójicos queda sin respuesta. Sin embargo, según otros
estudiosos, especialmente Munck, el significado de estas frases está lejos de ser ambiguo.
Los trabajadores deben primero convertirse en la clase líder ("clase nacional" en la primera
edición alemana) en su nación: solo entonces pueden trabajar para disminuir los
antagonismos nacionales. Al decir esto, concluye Munck, Marx y Engels no traicionan su
internacionalismo (1986: 24; cf. Guibernau 1996: 18).

El análisis más sofisticado del nacionalismo dentro de la tradición marxista


proviene de Otto Bauer (1881-1938). El destacado trabajo de Bauer, "Die
Nationalitatenfrage und die Sozialdemokratie" (1907), ha sido descrito de diversas formas
como "el primer análisis marxista sustancial de los Estados nacionales y el nacionalismo"
(Bottomore 1983, citado en James 1996: 48), "el intento más importante y convincente
entre los marxistas de la época de comprender el nacionalismo" (Breuilly 1993a: 40) y "el
primer estudio completo del nacionalismo desde un punto de vista histórico" (Smith 1996a:
182). Un breve resumen del contexto histórico y político en el que Bauer escribió su libro
nos permitirá evaluar mejor sus ideas, ya que estaban diseñadas principalmente para
satisfacer las necesidades inmediatas de los Socialdemócratas austriacos que estaban
tratando de resolver los problemas que enfrentaba su partido, y en general, el imperio
austrohúngaro (Smith 1996a: 181).

Bauer también encontró una manera de unir nación y clase. Argumentó que la
cultura nacional está moldeada por la contribución de diversas clases. En una sociedad
socialista, cesarían los conflictos entre diferentes nacionalidades, porque las relaciones
antagónicas se basaban en divisiones de clase. Una vez que se eliminaran las divisiones de
clase, las distinciones nacionales darían lugar a la cooperación y la convivencia. En otras
palabras, siempre y cuando la identidad nacional no se distorsione por divisiones de clase,
los miembros de la nación podrían participar en la experiencia nacional de manera más
intensa. Bauer llegó a esta conclusión al observar las relaciones checo-alemanas en Austria-
Hungría. "Era esencial separar las cuestiones nacionales (culturales y no antagónicas) de las
cuestiones de clase (económicas y antagónicas)". (Breuilly 1993a: 40) Esto solo se podía
lograr dando a cada nación un grado satisfactorio de autonomía, dejando que el conflicto se
centrara en torno a las divisiones de clase.

Antes de pasar a Renan, el último pensador que revisaré en esta sección, unas
palabras sobre las contribuciones de los padres fundadores gemelos de la sociología, Émile
Durkheim (1858-1917) y Max Weber (1864-1920), serán útiles. A principios del siglo XX,
estaba bastante claro que la nación no iba a desaparecer en el futuro previsible. Sin
embargo, una generación después de Marx y Engels, todavía no existían estudios
sistemáticos del nacionalismo, o, en palabras de James, "nada que se acerque a lo que
podríamos llamar una teoría de la nación" (1996: 83). Los teóricos sociales de la época
exploraron muchas de las cuestiones que habían sido descuidadas por generaciones
anteriores, incluida la religión, pero generalmente ignoraron el nacionalismo, con las
parciales excepciones de Georg Simmel, quien intentó dar sentido al proceso de integración
nacional argumentando que los franceses deben su unidad nacional a su lucha contra Gran
Bretaña, y Gaetano Mosca, quien afirmó que el nacionalismo estaba reemplazando a la
religión y convirtiéndose en el principal factor de cohesión moral en Europa (James 1996:
86-7). Ni Durkheim ni Weber intentaron perturbar esta generalizada "reticencia" hacia el
nacionalismo. Impregnados de la geopolítica de su época, se contentaron con aliarse con
uno de los dos campos (ambos escritores simpatizaban con sus respectivos nacionalismos).
Sin embargo, sus escritos contenían una serie de temas que se convertirían en centrales para
las teorías de las generaciones posteriores (Smith 1998: 13).

Las opiniones de Durkheim sobre el nacionalismo se pueden destilar a partir de sus


escritos sobre la religión y la conciencia colectiva (McCrone 1998: 18). Influenciado por
los eventos de la Tercera República (1870-1914), especialmente por la derrota ante Prusia
en 1870, la Comuna de París y el Affaire Dreyfus, "no aprobaba el nacionalismo,
denunciándolo como una forma extrema y mórbida de patriotismo" (ibíd.). Smith
argumenta que dos aspectos del trabajo de Durkheim han influido en las teorías
contemporáneas del nacionalismo, específicamente en el paradigma modernista. El primero
fue "su análisis de la religión como el núcleo de la comunidad moral y su consecuente
creencia de que 'hay algo eterno en la religión'... porque todas las sociedades sienten la
necesidad de reafirmarse y renovarse periódicamente a través de rituales y ceremonias
colectivas" (Smith 1998: 15). El segundo aspecto fue "su análisis de la transición de la
'solidaridad mecánica' a la 'solidaridad orgánica'" (ibíd.). Básicamente, Durkheim
argumentaba que las tradiciones y la influencia de la conciencia colectiva disminuían, junto
con las fuerzas impulsivas, como la afinidad de sangre, el apego al mismo suelo, el culto
ancestral y la comunidad de hábitos. Su lugar era ocupado por la división del trabajo y su
complementariedad de roles (ibíd.). Este aspecto de su trabajo tuvo una influencia
particularmente importante en algunas teorías modernistas del nacionalismo, especialmente
en la de Ernest Gellner.
Weber, por otro lado, fue "tanto un cosmopolita como un nacionalista
contradictoriamente apasionado" (James 1996: 89). Según Smith, los aspectos de su obra
que resultaron más influyentes para las teorías posteriores incluyeron

la importancia de las memorias políticas, el papel de los intelectuales en la


preservación de los "valores culturales insustituibles" de una nación y la importancia de los
estados-nación en el surgimiento del carácter especial del Occidente moderno. (1998: 13)

De estos, el tercer aspecto fue el más importante. Para Weber, la nación era
esencialmente un concepto político. La definió como "una comunidad de sentimiento que
se manifestaría adecuadamente en un estado propio" (1948, citado en Smith 1998: 14). En
otras palabras, lo que distinguía a las naciones de otras comunidades era la búsqueda de la
estadidad. Esta concepción particular de la nacionalidad, argumenta Smith, "ha inspirado a
varios teóricos contemporáneos de los estados-nación a enfatizar las dimensiones políticas
del nacionalismo y especialmente el papel del estado occidental moderno" (ibíd.).

El último erudito cuya contribución se discutirá en esta sección es el historiador


francés Ernest Renan (1823-92), quien ofreció quizás el análisis más perspicaz de este
período. ¿Algunas de las ideas contenidas en la famosa conferencia que pronunció en la
Sorbona en 1882, titulada “Qu’est-ce qu’une nation?" (1990), tuvieron un impacto
sustancial en las teorías de las generaciones posteriores y lo convirtieron en una figura de
casi cita obligatoria. Las formulaciones de Renan, por lo tanto, serán un paso perfecto hacia
los estudios del siglo veinte.

En esta conferencia, Renan rechazó las concepciones populares que definían las
naciones en términos de características objetivas como raza, idioma o religión. Él preguntó:

¿Cómo es que Suiza, que tiene tres idiomas, dos religiones y tres o cuatro razas, es
una nación, cuando la Toscana, que es tan homogénea, no lo es? ¿Por qué Austria es un
estado y no una nación? ¿En qué se diferencia el principio de la nacionalidad del de las
razas? (1990: 12)

Para Renan, las naciones no eran entidades eternas. Tuvieron un comienzo y tendrán
un fin. La nación es "un alma, un principio espiritual":
Una nación es... una solidaridad a gran escala, constituida por el sentimiento de los
sacrificios que uno ha hecho en el pasado y de aquellos que uno está dispuesto a hacer en el
futuro. Supone un pasado; sin embargo, se resume en el presente en un hecho tangible, a
saber, el consentimiento, el deseo claramente expresado de continuar una vida común. La
existencia de una nación es, si me permite la metáfora, un plebiscito diario, al igual que la
existencia de un individuo es una afirmación perpetua de la vida. (Ibíd.: 19)

En resumen, raza, idioma, interés material, afinidades religiosas, geografía y


necesidad militar no estaban entre los ingredientes que constituían una nación; un pasado
heroico común, grandes líderes y verdadera gloria lo eran. Otro ingrediente muy importante
era el "olvido colectivo": "el olvido, me atrevería a decir incluso error histórico, es un
factor crucial en la creación de una nación... Ningún ciudadano francés sabe si es
burgundio, alano, taifal o visigodo, sin embargo, cada ciudadano francés tiene que haber
olvidado la masacre de San Bartolomé" (ibíd.: 11). Lo que Renan quería, entonces, era
afirmar "la primacía de la política y la historia compartida en la génesis y el carácter de las
naciones" (Smith 1996a: 178).

Estas ideas nos llevan al siglo XX. Los análisis de Renan y Bauer reflejan la
creciente importancia del nacionalismo como ideología y movimiento político, y como
tema de investigación académica por derecho propio (ibid.: 182). Las repercusiones
políticas de la doctrina del nacionalismo y las dificultades que generó requerían análisis
más neutrales. En otras palabras, se necesitaba comprender el nacionalismo, no defenderlo
ni criticarlo. Las experiencias de la Primera Guerra Mundial y sus consecuencias hicieron
que esta necesidad fuera aún más apremiante. 1918-45

La necesidad de análisis imparciales del nacionalismo fue satisfecha en cierta


medida por "los trabajos de historiadores con inclinaciones sociológicas a partir de la
década de 1920" (Smith 1998: 16). Snyder argumenta que los primeros escritos de Carleton
Rayes y Hans Kohn superaron a sus predecesores en cinco aspectos distintos:
Definieron el nacionalismo como un tema discreto de investigación, trataron el
nacionalismo como un hecho positivo en lugar de una norma convincente, reconocieron
que el nacionalismo era en cierto sentido un desarrollo histórico, utilizaron el análisis
comparativo y generalmente evitaron las analogías biológicas. (1997: 233)

Por otro lado, también hubo una similitud importante entre los estudios de este
período y los de las generaciones anteriores. Historiadores como Carleton Rayes, Hans
Kohn, Alfred Cobban, E. H. Carr y Louis Snyder aún daban por sentada la nación, es decir,
la consideraban como un "hecho". Esta presuposición tácita limitaba inevitablemente la
eficacia analítica de sus estudios. Sin embargo, sus escritos abrieron una nueva era en el
estudio del nacionalismo y actuaron como una fuente constante de inspiración para los
teóricos modernos.

Encontramos dos tipos de estudios en el período entre 1918 y 1945. En primer


lugar, estaban las historias de nacionalismos particulares. Como observa Breuilly, estas
"historias" tienden a ser absorbidas por su objeto: "la mera restricción a un marco
"nacional" implica acuerdo con el argumento nacionalista de que existe una nación" (1985:
65). Por lo general, se pasan por alto las preguntas que comienzan con "por qué". Una
historia típica de este tipo comienza con la situación tradicional y prenacional. El
historiador resalta las debilidades de las instituciones prenacionales y critica la falta de
centralización política. La historia continúa con el desmoronamiento de las instituciones
tradicionales ante las fuerzas modernizadoras. En el desenlace, los nacionalistas llegan y
salvan a la nación de desaparecer al restaurar la unidad nacional (Breuilly 1996: 156-7).
Breuilly argumenta que la forma narrativa no explica nada, ya que se basa en supuestos
muy cuestionables. Además, las narrativas no resaltan la contingencia de los resultados.
Estas historias tienden a no afirmar el simple hecho de que las cosas podrían haber sido de
otra manera (ibid.: 157-8). Smith también critica el formato narrativo y cronológico de
estos estudios y agrega su sesgo europeo a la lista de críticas (1983: 257).

En segundo lugar, estaban las tipologías. La mayoría de los académicos de ese


período intentaron construir esquemas clasificatorios para ordenar las variedades de
nacionalismo en tipos recurrentes (Smith 1996a: 182). Según James, esto reflejaba el deseo
de evitar el notorio problema de la definición y la dificultad de formular una teoría de la
nación (1996: 127).

Smith considera que Rayes fue el primer académico en adoptar una postura más
neutral hacia el nacionalismo, una que busca distinguir los diversos tipos de ideología
nacionalista (1996a: 182). Para Rayes,

el nacionalismo, la devoción suprema de los seres humanos hacia nacionalidades


bastante grandes y la fundación consciente de una "nación" política en una nacionalidad
lingüística y cultural, no se predicó ni se puso en práctica ampliamente hasta el siglo XVIII.
(1955: 6)

Hasta ese momento, las personas habían sido patrióticas en relación a su ciudad,
localidad, gobernante o imperio, pero no en relación a su nacionalidad. La idea de que las
"nacionalidades son las unidades fundamentales de la sociedad humana y los agentes más
naturales para llevar a cabo reformas necesarias y promover el progreso humano" comenzó
a recibir un respaldo enfático en Europa solo en el siglo XVIII (ibíd.: 10). Según Hayes, el
nacionalismo moderno se manifestó en seis formas diferentes (1955; para un resumen
conciso, ver Snyder 1968: 48-53):

Nacionalismo Humanitario

Este fue el tipo más temprano y durante algún tiempo el único tipo de nacionalismo
formal. Expuesto en el siglo XVIII, las primeras doctrinas del nacionalismo estaban
impregnadas del espíritu de la Ilustración. Se basaban en el derecho natural y se
presentaban como pasos inevitables, por lo tanto, deseables en el progreso humano. En su
objetivo, todos eran estrictamente humanitarios. Hayes sostiene que el nacionalismo
humanitario tuvo tres principales defensores: el político tory John Bolingbroke, que
abogaba por una forma aristocrática de nacionalismo; Jean-Jacques Rousseau, que
promovía un nacionalismo democrático; y finalmente, Johann Gottfried von Herder, que
estaba principalmente interesado en la cultura, no en la política. A medida que el siglo
XVIII llegaba a su fin, el nacionalismo humanitario experimentó una transformación
importante. El nacionalismo democrático se volvió "jacobino"; el nacionalismo
aristocrático se volvió "tradicional"; y el nacionalismo que no era ni democrático ni
aristocrático se convirtió en "liberal".

Nacionalismo Jacobino

Esta forma de nacionalismo se basó en teoría en el nacionalismo democrático


humanitario de Rousseau y fue desarrollada por líderes revolucionarios con el propósito de
salvaguardar y extender los principios de la Revolución francesa. Desarrollándose en medio
de una guerra extranjera y una rebelión interna, el nacionalismo jacobino adquirió cuatro
características: se volvió sospechoso y bastante intolerante ante el disenso interno;
finalmente, dependió de la fuerza y el militarismo para lograr sus objetivos; se volvió
fanáticamente religioso; y se caracterizó por su celo misionero. Los jacobinos hicieron que
su nacionalismo fuera mucho más exclusivo que el de sus predecesores. Su tragedia fue que
"eran idealistas, fanáticamente, en un mundo malvado" (Hayes 1955: 80). Por lo tanto,
cuanto más luchaban, más nacionalistas se volvían. Legaron a las generaciones posteriores
la idea de 'la nación en armas' y 'la nación en las escuelas públicas'. El nacionalismo
jacobino también estableció el patrón para los nacionalismos del siglo XX, en particular el
fascismo italiano y el nacionalsocialismo alemán.

Nacionalismo Tradicional

Ciertos intelectuales que se opusieron a la Revolución francesa y a Napoleón


abrazaron una forma diferente de nacionalismo. Su marco de referencia no era la "razón" o
la "revolución", sino la historia y la tradición. Detestaban todo lo que se suponía que
representaba el jacobinismo. Por lo tanto, mientras que este último era democrático y
revolucionario, el nacionalismo tradicional era aristocrático y evolutivo. Para los
tradicionalistas, la nacionalidad y el estado acababan de evolucionar. No era necesario
discutir sus orígenes. En ese sentido, el estado no era una simple asociación que se podía
crear o disolver a voluntad. Era una combinación entre los vivos, los muertos y aquellos
que aún estaban por nacer. Sus exponentes más ilustres fueron Edmund Burke, el vizconde
de Bonald y Friedrich von Schlegel. El nacionalismo tradicional fue la poderosa fuerza
motivadora de las revueltas en Francia y detrás de la creciente resistencia popular en el
continente, como se ejemplifica en los despertares nacionalistas en Alemania, Holanda,
Portugal, España e incluso Rusia.

Nacionalismo Liberal

A medio camino entre el nacionalismo jacobino y el tradicional se encontraba el


nacionalismo liberal. Surgió en Inglaterra, "ese país de compromisos perpetuos y de aguda
autoconciencia nacional" (ibid.: 120), en el siglo XVIII. Su principal portavoz fue Jeremy
Bentham, quien estaba decidido a limitar el alcance y las funciones del gobierno en todas
las esferas de la vida. Para él, la nacionalidad era la base adecuada para el Estado y el
gobierno. La guerra, en este contexto, era peculiarmente mala y debería eliminarse. El
nacionalismo liberal de Bentham se extendió rápidamente desde Inglaterra al continente.
Sus enseñanzas fueron adoptadas en Alemania (Wilhelm von Humboldt, Baron vom Stein,
Karl Theodor Welcker), Francia (François Guizot, Victor Hugo, Casimir-Périer) y en Italia
(Guiseppe Mazzini). Hubo muchas diferencias de detalle entre estos apóstoles con respecto
al alcance e implicaciones del nacionalismo liberal. Pero todos asumieron que cada
nacionalidad debería ser una unidad política bajo un gobierno constitucional independiente
que pondría fin al despotismo, la aristocracia y la influencia eclesiástica y garantizaría a
cada ciudadano el ejercicio más amplio posible de la libertad personal. El nacionalismo
liberal logró sobrevivir a la Primera Guerra Mundial. Sin embargo, también sufrió una
transformación. "Su liberalismo disminuyó a medida que su nacionalismo creció" porque
ahora tenía que competir con una nueva forma de nacionalismo (ibid.: 163).

Nacionalismo Integral

En la revista L'Action Française, Charles Maurras, el principal defensor de este tipo


de nacionalismo, definió el nacionalismo integral como "la búsqueda exclusiva de políticas
nacionales, el mantenimiento absoluto de la integridad nacional y el aumento constante del
poder nacional, ya que una nación declina cuando pierde su poder" (citado en Hayes 1955:
165). El nacionalismo integral era hostil al internacionalismo de los humanitarios y
liberales. Hacía de la nación no un medio para la humanidad, sino un fin en sí mismo.
Colocaba los intereses nacionales por encima de los del individuo y de la humanidad,
negándose a cooperar con otras naciones. Por otro lado, en asuntos internos, el
nacionalismo integral era altamente antiliberal y tiránico. Requería que todos los
ciudadanos se conformaran a un estándar común de modales y morales, y compartieran el
mismo entusiasmo irracional por él. Subordinaría todas las libertades personales a su propio
propósito y, si el pueblo se quejara, limitaría la democracia en nombre del "interés
nacional". La filosofía del nacionalismo integral se derivó de las escrituras de un grupo
variado y numeroso de teóricos de los siglos XIX y XX, como Auguste Comte, Hippolyte
Adolpe Taine, Maurice Barrès y Charles Maurras. El nacionalismo integral floreció en la
primera mitad del siglo XX, especialmente en países como Italia y Alemania. También se
sintió su impacto en países como Hungría, Polonia, Turquía y Yugoslavia.

Nacionalismo Económico

Superpuesto a estas formas en desarrollo estaba el continuo nacionalismo


económico. Inicialmente, las consideraciones políticas se encontraban detrás de este
nacionalismo, pero luego se desarrolló una tendencia a considerar al estado como una
unidad económica además de política. Se establecieron aranceles y se elogiaba la
autosuficiencia económica. La lucha resultante por mercados y materias primas se produjo
durante el auge del nacionalismo integral. El nacionalismo económico se fusionó con el
imperialismo y se convirtió en una de las fuerzas impulsoras de la historia contemporánea.

Esta es, en forma resumida, la tipología de Hayes. Snyder sostiene que esta
clasificación se distingue por dos características: 'hace hincapié en un enfoque cronológico
o vertical, tratando el nacionalismo desde sus orígenes en forma moderna en la Revolución
Francesa; y su área se limita principalmente al continente europeo' (1968: 64). Smith critica
este fuerte sesgo regional, es decir, francoinglés. También señala un problema más
fundamental, a saber, la formulación de una tipología basada en distinciones puramente
ideológicas. Argumenta que tal tipología no es 'fácilmente adaptable al análisis sociológico,
ya que diferentes corrientes de la ideología pueden encontrarse dentro de un solo
movimiento, por ejemplo, elementos Tradicionales, Jacobinos e Integrales en el Ba'athismo
Sirio' (1983: 196).
Una tipología mucho más influyente fue la de Hans Kohn. Para él, el nacionalismo
fue el fruto de un largo proceso histórico. Argumenta que 'el nacionalismo moderno se
originó en los siglos XVII y XVIII en el noroeste de Europa y sus asentamientos en
América. Se convirtió en un movimiento europeo general en el siglo XIX' (1957: 3). La era
del nacionalismo, continúa, trajo consigo un sentido de diferenciación consciente y
creciente: 'ha hecho que las divisiones de la humanidad sean más pronunciadas y ha
difundido la conciencia de aspiraciones antagónicas a multitudes de personas más amplias
que nunca' (ibid.: 4). Kohn distinguía entre dos tipos de nacionalismo, a saber, el
nacionalismo 'occidental' y el 'oriental', en términos de sus orígenes y principales
características (Kohn 1967: 329-31; Snyder 1968: 53-7; Smith 1983: 196; Smith 1996a:
182). En el mundo occidental, por ejemplo, en Inglaterra, Francia, los Países Bajos, Suiza,
Estados Unidos y los dominios británicos, el nacionalismo fue el producto de factores
políticos y sociales. Fue precedido por la formación del estado nacional o coincidió con él.
En Europa Central y Oriental y en Asia, por otro lado, el nacionalismo surgió más tarde y
en una etapa más atrasada del desarrollo social y político. En conflicto con el patrón estatal
existente, encontró su primera expresión en el ámbito cultural y buscó su justificación en el
hecho 'natural' de una comunidad unida por lazos tradicionales de parentesco y estatus. Las
fronteras del cuerpo político existente rara vez coincidían con las del nacionalismo en
ascenso.

El nacionalismo occidental nació del espíritu de la Ilustración. Estaba estrechamente


relacionado en su origen con los conceptos de libertad individual y cosmopolitismo
racional: por lo tanto, era optimista, pluralista y racionalista. Era en gran medida la
expresión de las aspiraciones políticas de las clases medias en ascenso. Además, 'el
nacionalismo en Occidente enfatizaba la realidad política' (Snyder 1968: 55). La nación se
consideraba una cosa vital, existente y real. Se buscaba la integración política en torno a un
objetivo racional.

El nacionalismo en el mundo no occidental rechazó o minimizó el espíritu de la


Ilustración: en cambio, se elogiaba la uniformidad autoritaria del estado y la fe. El
nacionalismo significaba poder colectivo y unidad nacional, independencia de la
dominación extranjera (en lugar de la libertad en el hogar) o la necesidad de expansión por
parte de la nación superior. Reflejaba las aspiraciones de la baja aristocracia y las masas.
Dado que no estaba arraigado en una realidad política y social, carecía de autoconfianza y
este complejo de inferioridad a menudo se compensaba con exceso de confianza. La
dependencia del Occidente, que durante mucho tiempo siguió siendo el modelo, junto con
el atraso social, produjo un nacionalismo mucho más emocional y autoritario. El mundo no
occidental también estaba desconectado de la realidad política. Se sumió en la búsqueda de
la patria ideal. Su nacionalismo se preocupaba principalmente por mitos y sueños del
futuro, sin conexión inmediata con el presente.

Los dos nacionalismos tenían concepciones diferentes de la nación. La idea


occidental era que las naciones surgían como uniones voluntarias de ciudadanos. Los
individuos expresaban su voluntad en contratos, convenios y plebiscitos. La integración se
lograba en torno a una idea política y se hacía especial hincapié en las similitudes
universales de las naciones. En el mundo no occidental, la nación se consideraba una
unidad política centrada en el concepto irracional y pre-civilizado del pueblo. El
nacionalismo encontraba su punto de reunión en la comunidad popular, elevándola a la
dignidad de un ideal o un misterio. Aquí, se hacía hincapié en la diversidad y
autosuficiencia de las naciones.

Como este resumen breve revela, Kohn estaba mucho más interesado en el valor
moral de los diferentes tipos de nacionalismo que en proporcionar una clasificación
descriptiva de estos tipos. Sin embargo, Snyder sostiene que la tipología de Kohn 'aclara
muchas inconsistencias y contradicciones en torno al significado del nacionalismo'.
Muestra 'cómo la idea del nacionalismo podría ser comunicada por difusión cultural,
mientras que al mismo tiempo su significado y forma podrían adquirir características
dirigidas por los objetivos y aspiraciones de los pueblos involucrados' (Snyder 1968: 56-7).
Por otro lado, las connotaciones moralistas de la clasificación dejan a Kohn vulnerable a la
acusación de eurocentrismo. Los críticos argumentan que 'la tipología es demasiado
favorable para el mundo occidental, que Kohn purifica el nacionalismo occidental de
impurezas tribales y que pasa por alto cualquier manifestación de nacionalismo
antidemocrático o no occidental en Occidente' (Snyder 1968: 57). Snyder sostiene que esta
crítica es injusta. Para él, Kohn no pasa por alto los efectos perjudiciales del nacionalismo
en Occidente y en las naciones no occidentales. Su fórmula, argumenta Snyder, tiene en
cuenta graduaciones de luz y sombra: 'la sociedad abierta y pluralista nunca es perfecta'
(ibid.).

Sin embargo, esta no fue la única crítica dirigida contra la tipología de Kohn. Smith
plantea una serie de objeciones a este esquema: no aborda las experiencias latinoamericanas
y africanas; su distinción espacial entre 'Este' y 'Oeste' no es adecuada, ya que España,
Bélgica e Irlanda, al estar socialmente rezagadas en ese momento, pertenecen al grupo
'Oriental'; algunas nacionalismos, como los de las élites turcas o tanzanas, mezclan
elementos 'voluntaristas' y 'orgánicos' en un solo movimiento; se incluyen demasiados
niveles de desarrollo, tipos de estructura y situaciones culturales dentro de cada categoría
(1983: 197). No obstante, la clasificación de Kohn demostró ser muy duradera y arrojó su
sombra sobre las tipologías de períodos posteriores.

Otra contribución a las tipologías de ese período proviene del propio Snyder. En su
trabajo anterior, Snyder optó por una clasificación cronológica de los nacionalismos (1954;
ver también 1968: 48):

• Nacionalismo integrador (1815-71). En este período, el nacionalismo fue una


fuerza unificadora. Ayudó a consolidar estados que habían superado sus divisiones feudales
y unió a otros que se habían dividido en diversas facciones. Las unificaciones de Alemania
e Italia fueron productos de esta fase.

• Nacionalismo disruptivo (1871-90). El éxito del nacionalismo en la formación de


la unificación de Alemania e Italia despertó el entusiasmo de las nacionalidades sometidas
en otros países. Las minorías en el Imperio Otomano, Austria-Hungría y otros estados
conglomerados buscaron liberarse de la opresión.

• Nacionalismo agresivo (1900-45). La primera mitad del siglo XX presenció la


colisión de intereses nacionales opuestos y el impacto explosivo de dos guerras mundiales.
Durante este período, el nacionalismo se identificó estrechamente con el imperialismo.
• Nacionalismo contemporáneo (1945-). Esta forma más reciente de nacionalismo se
afirmó en parte en las revueltas coloniales contra el imperialismo europeo. Este período de
emancipación colonial y construcción de naciones vio la extensión del nacionalismo en un
marco global.

La taxonomía histórica desarrollada por Snyder no está exenta de críticas. Smith


argumenta que no es histórica; por ejemplo, los movimientos serbio, griego y belga son
tempranos (en la fase 'integradora') y de gran importancia, los tres fueron 'disruptivos' para
los sistemas políticos existentes. Por el contrario, los casos japonés e indio fueron
'integradores', aunque aparecieron en el período 'disruptivo'. Además, las fechas elegidas
son arbitrarias, basadas en gran medida en el modelo alemán (Smith 1983: 194; Smith
1996a: 184).

Observando que la conceptualización cronológica tiene poco sentido para los


'nuevos' nacionalismos del período posterior a 1945, Snyder desarrolló una clasificación
continental o regional en su trabajo posterior. Esta clasificación, argumentaba, se basa en
características generales de áreas y no debe confundirse con movimientos como el
panafricanismo, el panarabismo o el panamericanismo (1968: 64-8):

• Europa: Nacionalismo fisiparista. En Europa, el nuevo nacionalismo recapitula la


experiencia del antiguo y tiende a permanecer fragmentado, dividido y particularista.
Refleja la ideología de las naciones pequeñas como las unidades político-económicas
definitivas. A pesar de las conversaciones sobre una Unión Europea o sobre Europa como
una 'tercera fuerza', el nacionalismo sigue siendo fuerte e inflexible.

• África: Nacionalismo negro. El nacionalismo africano surgió con un impacto


explosivo y uno tras otro, los estados obtuvieron su independencia. Un elemento importante
en este proceso fue la aparición de un motivo étnico dominante. Esta fue la respuesta
predecible de los pueblos que estuvieron sometidos al imperialismo blanco durante muchas
décadas. En forma, el nacionalismo africano imitó los modelos occidentales, pero en lo más
profundo, había un núcleo racial de hostilidad hacia la dominación blanca.
• Medio Oriente: Nacionalismo político-religioso. La experiencia de liberación,
independencia y construcción nacional en el Medio Oriente fue similar a la de África. Aquí,
el nacionalismo se vio afectado por la proximidad cercana a las civilizaciones occidentales.
El elemento religioso siempre desempeñó un papel crucial en él. El surgimiento del
nacionalismo árabe, la reconstrucción de Israel y la aparición del nacionalismo estatal en
Turquía y Egipto estuvieron condicionados por muchos factores, pero en todos estos casos,
el nacionalismo religioso, teñido de connotaciones políticas, fue un denominador común.

• Asia: Nacionalismo anticolonial. El patrón de desarrollo del nacionalismo en Asia


fue volátil e impredecible. Si bien variaba de un país a otro, se distingue en general por un
tono antioeste. Es bastante sensible a la dominación desde el exterior. En el nacionalismo
asiático, las motivaciones psicológicas del anticolonialismo y el antiimperialismo son más
fuertes que los impulsos económicos.

• América Latina: Nacionalismo populista. En América Latina, el nacionalismo


tenía un matiz revolucionario, "reflejando generaciones de cambios políticos afectados por
la rebelión contra la autoridad establecida pero 'temporal'" (Snyder 1968: 67). La
democracia se utilizaba solo en forma: su espíritu o significado más profundo no
prevalecía. El poder se reservaba para el grupo más fuerte, generalmente la junta militar.
Este proceso, alejado del racionalismo parlamentario británico, fue una combinación de
"orgullo español, volubilidad y feroz sentido de la independencia". El partido en el poder a
menudo reclamaba el monopolio exclusivo de la imagen nacional. Y las muchas variantes
del nacionalismo tenían en común la idea de oponerse a la 'dominación yanqui'.

• Estados Unidos: Nacionalismo del crisol. Estados Unidos estaba compuesto por
personas que fueron expulsadas de sus tierras natales y llegaron a una tierra extraña,
convirtiéndose en un período relativamente corto de tiempo más similares que diferentes.
'Su nacionalismo fue una amalgama de idealismo espiritual (libertarismo e igualitarismo) y
materialismo (negocios e industria)' (ibid.). Bajo la influencia de la herencia puritana, el
nacionalismo estadounidense adquirió un tono moralista, un deseo de convencer al resto del
mundo de que la forma de gobierno estadounidense era la mejor de la tierra y que todos los
demás pueblos deberían imitar las virtudes e ideales estadounidenses. Cuando Estados
Unidos asumió el papel de liderazgo, se mantuvo el núcleo de este nacionalismo, mientras
se le añadieron características como la transición del provincialismo al nacionalismo, la
retirada del aislacionismo autárquico y el anticomunismo.

• Unión Soviética: Nacionalismo mesiánico. El objetivo del comunismo en la Unión


Soviética era destruir la arcaica sociedad zarista maldita por el nacionalismo capitalista y
burgués. Irónicamente, sin embargo, la Rusia soviética revivió el nacionalismo mesiánico
zarista en otra forma. El nacionalismo zarista anterior se había limitado a la rusificación de
áreas contiguas. El nuevo nacionalismo soviético, por otro lado, buscaba la expansión no
solo en países vecinos, sino en cualquier área débil del mundo capitalista. El impulso
soviético por la expansión adquirió el fervor de la yihad islámica contra los incrédulos.

Según Smith, estos tipos regionales generales, necesariamente superpuestos, solo


sirven para resaltar la difusión global del nacionalismo. Sin embargo, actúan como una
corrección al eurocentrismo de las tipologías anteriores (1996a: 184).

Otra tipología, en gran medida olvidada en las discusiones recientes sobre el


nacionalismo (Gellner l995a: 20), fue la del renombrado historiador británico E. H. Carr.
Carr estaba más interesado en delinear las diversas etapas del nacionalismo europeo que en
el valor ético del mismo. Para él, 'la nación no es un grupo "natural" o "biológico" en el
sentido, por ejemplo, de la familia'. No es una entidad definible y claramente reconocible:
'Está confinada a ciertos períodos de la historia y a ciertas partes del mundo' (Carr 1945:
39). Carr concede que la nación moderna tiene un lugar y una función en la sociedad más
amplia. Pero, continúa, la afirmación del nacionalismo de hacer de la nación 'el único
soberano legítimo depositario del poder político y la unidad constituyente última de la
organización mundial' debe ser desafiada y rechazada (ibid.).

Según Carr, 'la historia moderna de las relaciones internacionales se divide en tres
períodos en parte superpuestos, marcados por visiones muy diferentes de la nación como
entidad política' (ibid.: 1; véase también Smith 1996a: 183). El primer período comenzó
con la gradual disolución de la unidad medieval del imperio y la iglesia y el establecimiento
del estado nacional. Fue terminado por la Revolución Francesa y las guerras napoleónicas.
En este período, la nación estaba identificada con la persona del soberano. Las relaciones
internacionales eran simplemente relaciones entre reyes y príncipes. Igualmente
característico del período era el 'mercantilismo', cuyo objetivo no era promover el bienestar
de la comunidad y sus miembros, sino aumentar el poder del estado, del cual el soberano
era la personificación.

El segundo período, argumenta Carr, 'fue esencialmente el producto de la


Revolución Francesa y, aunque sus cimientos se socavaron en gran medida a partir de 1870,
duró hasta la catástrofe de 1914' (1945: 2). Este fue el período más ordenado y envidiable
de las relaciones internacionales. Su éxito dependía del equilibrio entre el nacionalismo e
internacionalismo, y de encontrar un compromiso entre el poder político y económico para
que cada uno pudiera desarrollarse por separado. La difusión de la idea del nacionalismo
popular-democrático, formulado por primera vez por Rousseau, también desempeñó un
papel en esto.

Por otro lado, el tercer período comenzó a tomar forma a finales del siglo XIX
(después de 1870) y alcanzó su punto culminante entre 1914 y 1939. Este período se
caracterizó por el crecimiento catastrófico del nacionalismo y la bancarrota del
internacionalismo. El restablecimiento de la autoridad política nacional sobre el sistema
económico, 'un corolario necesario de la socialización de la nación', en palabras de Carr
(ibid.: 27), fue crucial para llevar a cabo este estado de cosas.

Carr no es pesimista sobre el futuro de las relaciones internacionales. Él cree que el


estado-nación moderno está siendo atacado desde dentro y desde fuera, 'desde el punto de
vista del idealismo y desde el punto de vista del poder':

En el plano de la moralidad, está siendo atacado por aquellos que denuncian sus
implicaciones inherentemente totalitarias y proclaman que cualquier autoridad internacional
que merezca el nombre debe interesarse en los derechos y el bienestar no de las naciones,
sino de hombres y mujeres. En el plano del poder, está siendo socavado por los desarrollos
tecnológicos modernos que han vuelto obsoleto a la nación como unidad de organización
militar y económica y que están concentrando rápidamente la toma de decisiones efectiva y
el control en manos de grandes unidades multinacionales. (Ibíd.: 38)
El futuro, concluye Carr, depende de la fuerza de cada una de estas fuerzas y de la
naturaleza del equilibrio que pueda lograrse entre ellas.

De pasada, cabe señalar que la tipología de Carr ha sido criticada por Smith por no
permitir la posibilidad de una ola de nacionalismos anticoloniales o de nacionalismos de
secesión renovados en Europa y el Tercer Mundo. Según Smith, esto refleja la base moral y
teleológica de su análisis, así como su eurocentrismo (1996a: 183). Esto nos lleva a la
tercera etapa del debate teórico sobre el nacionalismo, anunciada por el final de la Segunda
Guerra Mundial.

De 1945 a finales de la década de 1980, la experiencia de la descolonización, es


decir, la disolución de los imperios coloniales y el establecimiento de nuevos estados en
Asia y África, junto con los desarrollos generales en las ciencias sociales, inauguró el
período más intenso y prolífico de investigación sobre el nacionalismo. Los primeros
estudios de este período se llevaron a cabo bajo la influencia de la escuela de la
modernización, que entonces estaba en ascenso dentro de las ciencias sociales
estadounidenses. Esto se debió principalmente a la incursión de científicos políticos
estadounidenses en el debate. En realidad, científicos políticos como Apter, Coleman,
Binder, Halpern, Pye y Emerson estaban más interesados en los problemas generales del
desarrollo que en el nacionalismo en sí. Sin embargo, los procesos de construcción de
naciones eran fundamentales para el desarrollo político y económico, y no era posible
estudiar estos procesos sin tener en cuenta el nacionalismo. Smith sostiene que las
contribuciones de los teóricos de la modernización fueron cruciales en el sentido de que
ayudaron a desplazar el estudio de las causas y consecuencias del nacionalismo desde su
contexto europeo hacia un plano más amplio y global (1983: 258).

El punto de partida de las teorías de la modernización fue la distinción sociológica


clásica entre sociedades 'tradicionales' y 'modernas'. Basándose en esta distinción, los
estudiosos de la época postularon tres etapas diferentes en el proceso de modernización:
tradición, transición y modernidad. En estos relatos, la modernización significaba la ruptura
del orden tradicional y el establecimiento de un nuevo tipo de sociedad con nuevos valores
y nuevas relaciones. Smith resume este argumento de manera adecuada:
"Para sobrevivir a una dolorosa desarticulación, las sociedades deben
institucionalizar nuevos modos de cumplir los principios y desempeñar las funciones con
los que las estructuras anteriores ya no pueden lidiar. Para merecer el título, una nueva
'sociedad' debe reconstituirse a sí misma a imagen de la antigua... Los mecanismos de
reintegración y estabilización pueden facilitar y facilitar la transición; entre ellos se
encuentran las ideologías colectivas como el nacionalismo, que surgen naturalmente en
períodos de crisis social y parecen significativas y efectivas para los participantes de la
situación." (1983: 49-50)

El nacionalismo, entonces, tiene una clara 'función' en estos relatos. Puede


proporcionar identidad en un momento de cambio rápido; puede motivar a las personas a
trabajar para un cambio adicional; puede proporcionar pautas en campos como la creación
de un sistema educativo moderno y una cultura 'nacional' estándar (Breuilly 1993a: 418-
19). El arquetipo de estos relatos funcionalistas fue el libro de Daniel Lerner "The Passing
of a Traditional Society" (1958).

El libro de Lerner se basaba en la historia de tres personajes de Balgat, un pequeño


pueblo de Turquía, cerca de la capital Ankara (Smith 1983: 89-95). Estos personajes
representaban las diferentes etapas del proceso de modernización: el Jefe del pueblo,
contento, paternal, fatalista, era la personificación de los valores tradicionales turcos; el
Comerciante, inquieto, insatisfecho, era el hombre de transición; y Tosun, el informante de
Lerner de la ciudad capital, era el hombre de la modernidad. La lógica subyacente era
simple: 'todas las sociedades deben pasar de una etapa tradicional cara a cara a través de
una "transición" ambivalente e incierta para finalmente alcanzar el "participante" y la
sociedad y cultura nacional moderna' (Smith 1983: 90). Que habrá una transición al modelo
occidental de sociedad no estaba en disputa: lo único que importaba era la 'velocidad'.
¿Dónde se encontraba el nacionalismo en esta imagen? Aunque el nacionalismo solo
recibió una mención pasajera en la historia de Lerner, estaba implícitamente presente como
la ideología de los 'Transicionales', usando el término de Smith (ibid.: 94). Era una parte
natural del proceso de transición, una consecuencia inevitable.
El relato de Lerner fue un ejemplo típico de una serie completa de teorías inspiradas
en el paradigma de la modernización. Todos estos relatos compartieron la suposición básica
de que el nacionalismo era un concomitante del período de transición, que ayudaba a aliviar
los sufrimientos causados por ese proceso. Previsiblemente, las teorías funcionalistas del
nacionalismo han sido objeto de muchas críticas. Las principales objeciones a tales relatos
pueden resumirse de la siguiente manera:

Las teorías funcionalistas derivan explicaciones a partir de estados finales. En estas


explicaciones, las consecuencias preceden a las causas y los eventos se consideran
completamente fuera del entendimiento de los agentes humanos (O'Leary 1996: 86). Esto
inevitablemente limita la gama de opciones inicialmente disponibles para las personas que
podrían responder de manera racional a su situación, y por lo tanto, redefinirla y
modificarla (Minogue 1996: 117; Smith 1983: 51). Smith argumenta que existen
numerosos casos de comunidades tradicionales que no lograron desarrollar ninguna forma
de protesta cuando se sometieron a la modernización. La mayoría de las explicaciones
funcionalistas, continúa, no pueden lidiar con estas excepciones (1983: 51). Además, Smith
señala que la mayoría de los objetivos que se cree que sirven al nacionalismo son lógica e
históricamente posteriores a la aparición de un marco conceptual nacionalista: por lo tanto,
no se pueden invocar para explicarlo.

Las explicaciones funcionalistas son demasiado holísticas. Las funciones del


nacionalismo, como la solidaridad o la modernización, son términos tan amplios que
difícilmente se puede conectar algo tan específico como el nacionalismo con ellos. A la luz
de esta observación, Breuilly plantea la siguiente pregunta: "¿Se está sugiriendo que sin
nacionalismo no se podrían lograr estas cosas?" (1993a: 419).

Las teorías funcionalistas no pueden explicar la variedad de respuestas históricas a


la modernización. Smith pregunta: "¿Por qué el tipo de nacionalismo de Pakistán fue del
llamado tipo neo-tradicional, mientras que el de Turquía fue secular? ¿Por qué la respuesta
bolchevique en Rusia, la fascista en Italia, la socialista en Yugoslavia e Israel?" (1983: 53).
Existen una multitud de funciones que se sugiere que el nacionalismo puede
desempeñar. Para algunos, observa Breuilly, ayuda a la modernización; para otros, ayuda a
mantener identidades tradicionales. No hay una interpretación acordada: el nacionalismo se
asocia con diferentes funciones en diferentes contextos (1993a: 419).

Los funcionalistas tienden a simplificar y reificar los tipos ideales de 'tradición' y


'modernidad'. Sin embargo, la realidad es mucho más compleja. Además, estos tipos están
modelados según valores occidentales (Smith 1983: 50).

Otra variante de las teorías de la modernización es el llamado 'enfoque de


comunicaciones', generalmente asociado a la idea de 'construcción nacional'. El exponente
más ilustre de este enfoque fue el científico político estadounidense Karl W. Deutsch
(1966). Deutsch comienza por definir a un 'pueblo' como un gran grupo de personas
vinculadas por hábitos complementarios y facilidades de comunicación. Para Deutsch, '[l] a
membresía en un pueblo consiste fundamentalmente en una complementariedad amplia de
comunicación social. Consiste en la capacidad de comunicarse de manera más efectiva y
sobre una gama más amplia de temas con miembros de un grupo grande que con personas
externas' (1966: 97). Basándose en estas aclaraciones conceptuales preliminares, propone
una definición funcional de nacionalidad:

En las luchas políticas y sociales de la era moderna, la nacionalidad significa una


alineación de un gran número de individuos de las clases medias y bajas vinculados a
centros regionales y grupos sociales líderes a través de canales de comunicación social e
intercambio económico, tanto indirectamente de enlace a enlace como directamente con el
centro. (Ibíd.: 101)

En la era del nacionalismo, las nacionalidades luchan por adquirir un cierto control
efectivo sobre el comportamiento de sus miembros. Se esfuerzan por dotarse de poder, con
algún mecanismo de coerción lo suficientemente fuerte como para hacer posible la
aplicación de comandos: 'Una vez que una nacionalidad ha añadido este poder de
compulsión a su cohesión y apego anteriores a los símbolos del grupo, a menudo se
considera a sí misma una nación y es considerada como tal por otros' (ibíd.: 104-5). Este
proceso está respaldado por una variedad de acuerdos funcionalmente equivalentes. Más
específicamente, lo que puso en marcha la construcción nacional fueron procesos
sociodemográficos como la urbanización, la movilidad, la alfabetización, y así
sucesivamente. Los mecanismos de comunicación desempeñaron un papel importante en
este escenario. Tenían que proporcionar nuevos roles, nuevos horizontes, experiencias y
ensoñaciones extrañas para mantener el proceso en marcha sin problemas (Smith 1983: 99).

El enfoque de comunicaciones en general, y el modelo de Deutsch en particular,


tuvieron sus críticas:

• El defecto crucial de este enfoque, argumenta Smith, es su omisión del contexto


particular de creencias, interpretaciones e intereses dentro de los cuales operan los medios
de comunicación masiva. Los mecanismos de comunicación siempre fueron aquellos
desarrollados en Occidente y se consideraba que sus efectos fuera de Occidente eran
idénticos a los resultados occidentales (1983: 99, 101).

• La concepción de la comunicación de masas en estas teorías es unidimensional.


Los sistemas de comunicación no transmiten una sola ideología, es decir, 'modernización', y
los mensajes transmitidos no son percibidos de la misma manera por los individuos que
componen una comunidad. De hecho, señala Smith, 'la exposición a sistemas de
comunicación de masas no conlleva automáticamente el deseo de "modernidad" y sus
beneficios' (1983: 101).

• Breuilly señala que la intensificación de las comunicaciones entre individuos y


grupos puede llevar tan a menudo a un aumento del conflicto interno como a un aumento de
la solidaridad. Además, dicho conflicto o solidaridad pueden expresarse en términos
distintos de los nacionalistas. Las estructuras de comunicación no indican qué tipos de
conflictos y solidaridades existen dentro de una comunidad particular y, por lo tanto, no
pueden predecir por sí solas qué tipos de nacionalismo se desarrollarán (1993a: 406-7).

El trabajo de Deutsch dio un nuevo impulso al debate sobre el nacionalismo. En la


década de 1960, se produjo un crecimiento del interés interdisciplinario en los fenómenos
nacionales, un aumento repentino en el número de estudios que trataban el nacionalismo
como un tema en sí mismo y, en parte como resultado de esto, una diversificación de las
perspectivas teóricas. Fue en este contexto que se publicaron las obras pioneras del enfoque
modernista, a saber, "Nationalism" de Kedourie y "Thought and Change" de Ernest Gellner.
Las explicaciones modernistas se convirtieron en la ortodoxia dominante en el campo hasta
principios de la década de 1980.

El ataque conservador de Kedourie al nacionalismo fue un hito en la evolución del


debate teórico. Para él, el nacionalismo es una doctrina inventada en Europa a principios
del siglo XIX... En resumen, la doctrina sostiene que la humanidad está naturalmente
dividida en naciones, que las naciones se conocen por ciertas características que se pueden
determinar, y que el único tipo legítimo de gobierno es el autogobierno nacional ([1960]
1994: 1).

Como hemos visto anteriormente, Kedourie rastrea los orígenes de esta doctrina
hasta el pensamiento romántico alemán. Lo explica en términos de una revolución en la
filosofía europea, mostrando cómo tuvo lugar esta revolución y qué pensadores
contribuyeron a ella. Le da un gran peso en su relato al papel desempeñado por la
epistemología de Kant... El dualismo epistemológico, la analogía orgánica desarrollada por
Fichte y sus discípulos, y el historicismo. Pero la historia no termina aquí. Kedourie
sostiene que la revolución en las ideas estuvo acompañada por una agitación en la vida
social: 'en el momento en que la doctrina estaba siendo elaborada, Europa estaba en
agitación... Cosas que no se habían considerado posibles ahora se veían realmente posibles
y factibles' (1994: 87). En este punto, Kedourie llama nuestra atención sobre el bajo estatus
social de los románticos alemanes cuya movilidad ascendente estaba bloqueada en ese
momento (Smith 1983: 33). La generación más joven estaba inquieta espiritualmente,
insatisfecha con las cosas tal como eran, ansiosa por el cambio. Esta inquietud fue en parte
causada por la leyenda de la Revolución Francesa. Pero lo que realmente la causó fue 'una
ruptura en la transmisión de hábitos políticos y creencias religiosas de una generación a la
siguiente' (Kedourie 1994: 94). La representación de Kedourie de esta situación es bastante
vívida:
Los hijos rechazaron a los padres y sus formas; pero el rechazo se extendió también
a las prácticas, tradiciones y creencias que a lo largo de los siglos habían moldeado y
formado estas sociedades que de repente parecían tan restrictivas, tan carentes de gracia,
tan desprovistas de consuelo espiritual y tan incapaces de atender a la dignidad y
realización del individuo (ibíd.: 95).

Según Kedourie, esta revuelta contra las viejas formas también puede explicar la
naturaleza violenta de muchos movimientos nacionalistas, porque estos, aparentemente
dirigidos contra extranjeros, también eran la manifestación de un choque generacional: 'los
movimientos nacionalistas son cruzadas de niños; sus propios nombres son manifiestos
contra la vejez: Joven Italia, Joven Egipto, Jóvenes Turcos' (ibíd.: 96). Tales movimientos
satisfacían una necesidad importante,

[la necesidad] de pertenecer juntos en una comunidad coherente y estable.


Normalmente, esa necesidad se satisface con la familia, el vecindario, la comunidad
religiosa. En el último siglo y medio, esas instituciones en todo el mundo han tenido que
soportar el peso de cambios sociales e intelectuales violentos, y no es casualidad que el
nacionalismo fuera más intenso donde y cuando esas instituciones tenían poca resistencia y
estaban mal preparadas para resistir los poderosos ataques a los que se vieron expuestas.

Estos jóvenes frustrados pero apasionados recurrieron a la literatura y la filosofía


que parecían abrir paso a un mundo más noble, 'un mundo más real y emocionante que el
mundo real', sin darse cuenta de que la especulación filosófica era incompatible con el
orden civil. Sin embargo, no había medios efectivos para controlar las 'reflexiones' de los
jóvenes, ya que no eran fruto de una conspiración: 'Eran inherentes a la naturaleza de las
cosas; emanaban del propio espíritu de la época' (ibíd.: 100).

"Esta es una tesis poderosa y original", comenta Smith (1983: 34). Pero esta
originalidad no la hace inmune a las críticas. Las principales objeciones a la explicación de
Kedourie se pueden resumir de la siguiente manera:

Gellner discrepa con Kedourie en cuanto a la contribución de Kant a la doctrina del


nacionalismo. Para él, 'Kant es la última persona a la que se le podría atribuir la
contribución al nacionalismo'. De hecho, 'si existe alguna conexión entre Kant y el
nacionalismo, entonces el nacionalismo es una reacción en su contra, y no su descendencia'
(1983: 132, 134). Smith se une a Gellner aquí y argumenta que incluso si la interpretación
de Kant de Kedourie es correcta, Kedourie olvida la deuda de Kant con Rousseau (1983:
35).

Como señaló AB al principio de esta sección, Gellner argumenta, en contra de


Kedourie, que no aprenderemos mucho sobre el nacionalismo estudiando a sus propios
profetas (1983: 125). De manera similar, Smith acusa a Kedourie de 'determinismo
intelectual'. Los factores sociales y políticos en la explicación de Kedourie, como la
movilidad bloqueada de la intelligentsia alemana, el colapso de las formas tradicionales,
quedan oscurecidos por los desarrollos en el ámbito intelectual: los factores sociales se
convierten en variables contributivas o intervinientes en lo que equivale a una explicación
de un solo factor (1983: 37-8).

Smith se opone al uso de Kedourie del 'necesidad de pertenecer', argumentando que


este factor no proporciona respuestas a las siguientes preguntas: '¿por qué solo en ciertos
momentos y lugares fue la nación la que reemplazó a la familia, la comunidad religiosa, el
pueblo?'; '¿por qué parece que esta necesidad afecta a algunos y no a otros en una población
dada?'; '¿cómo podemos medirla en relación con otros factores?' Sin estas respuestas,
concluye Smith, el argumento es 'un pedazo de psicologismo circular' (1983: 35). Breuilly
hace un punto similar al argumentar que las 'necesidades de identidad' abarcan mucho más
que el nacionalismo. Observa que algunos de los que han sufrido una crisis de identidad se
han vuelto hacia otras ideologías, como la de clase o la religión; algunos aceptaron los
cambios que han tenido lugar y buscaron simplemente avanzar en sus intereses tanto como
fuera posible bajo las nuevas condiciones; algunos recurrieron al alcohol; y sobre la
mayoría no sabemos nada. También señala que el nacionalismo no ha recibido su apoyo
más fuerte de aquellos grupos que uno imaginaría que habrían sido más dañados por una
crisis de identidad (1993a: 417).

Finalmente, Smith mantiene que el modelo de Kedourie no explica cómo las ideas
han contribuido a la desintegración de las estructuras existentes. Señala que el cambio
social rápido ocurrió antes del siglo XVIII también. Las instituciones tradicionales siempre
fueron criticadas, la mayoría de las veces por las generaciones más jóvenes. Entonces, ¿por
qué apareció el nacionalismo de manera tan esporádica en épocas anteriores? ¿Qué fue
único en el reciente ataque a la tradición (1983: 39-40)?

La década de 1970 presenció una nueva ola de interés en el nacionalismo. La


contribución de académicos neo-marxistas que enfatizaron el papel de los factores
económicos en sus explicaciones fue particularmente importante en ese contexto.
Contribuciones significativas de ese período incluyen "Internal Colonialism: The Celtic
Fringe in British National Development, 1536-1966" (1975) de Michael Hechter y "The
Break-up of Britain" ([1977] 1981) de Tom Nairn, entre muchas otras. El debate recibió un
nuevo giro en la década de 1980. Las obras de John Armstrong (1982) y Anthony D. Smith
(1986) sentaron las bases para una crítica 'etnosimbólica' de las teorías modernistas.
Irónicamente, los grandes clásicos del enfoque modernista también se publicaron en este
período. "Nations and Nationalism" de Ernest Gellner, "Imagined Communities" de
Benedict Anderson y "The Invention of Tradition" de Eric Hobsbawm y Terence Ranger,
todos publicados en 1983, prepararon el escenario para las discusiones ardientes, a veces
incluso polémicas, de la última década (todas estas teorías se discutirán detenidamente en
los Capítulos 4 y 5). Con estos estudios, el debate sobre el nacionalismo alcanzó su etapa
más madura.

Desde finales de la década de 1980 hasta el presente

He argumentado anteriormente que hemos entrado en una nueva etapa en el debate


sobre el nacionalismo desde finales de la década de 1980. Este argumento se sustentará
ampliamente en el Capítulo 6, que se dedica a enfoques recientes. Aquí, consideraré
brevemente la siguiente pregunta: ¿qué separó los estudios de la última década de los de
períodos anteriores?

La respuesta es bastante simple: algunos de los estudios producidos en este período


intentaron trascender el debate 'clásico', que abarcó la mayor parte del siglo XX y alcanzó
su apogeo en las últimas tres décadas, cuestionando los principios fundamentales en los que
se basa y añadiendo nuevas dimensiones al análisis de los fenómenos nacionales. Lo que
subyacía en estos intentos era la creencia de que el debate clásico se había polarizado
innecesariamente en torno a ciertas cuestiones, como la modernidad de las naciones, y no
había abordado muchos problemas cuyo análisis podría mejorar en gran medida nuestra
comprensión del nacionalismo. Por ejemplo, los académicos principales no intentaron
comprender por qué la nacionalidad sigue siendo tan fundamental para la política y la
cultura modernas. Ofrecieron varias explicaciones sobre los 'orígenes' de las naciones, pero
dieron por sentada nuestra 'nacionalidad' o, se podría decir, 'nacionalidad-en-el-presente'.
Insatisfechos con tales explicaciones simplistas, una serie de estudios recientes intentaron
identificar 'los factores que llevan a la producción y reproducción continua del
nacionalismo como una formación discursiva central en el mundo moderno' (Calhoun 1997:
123; Billig 1995).

Además, el debate clásico ignoró las experiencias de los llamados grupos


'marginales'. Las minorías étnicas, los negros, las mujeres, las sociedades poscoloniales
apenas podían encontrar un lugar en la literatura convencional. Una vez más, una serie de
estudios producidos en la 'última década' intentaron compensar este abandono de décadas
(véase, por ejemplo, Chatterjee 1986; Bhabha 1990b; Yuval-Davis 1997).

Finalmente, la interacción entre los estudios sobre el nacionalismo y la


investigación realizada en otros campos, como diásporas, multiculturalismo, identidad,
migración, ciudadanía y racismo, aumentó. A esto se sumaron las perspectivas ganadas de
enfoques epistemológicos alternativos como el feminismo o el posmodernismo. Esto
permitió una comprensión más enriquecedora de la dialéctica de la auto-identificación
nacional. A la luz de estas observaciones, creo que se puede concluir justamente que hemos
llegado a una nueva etapa en el estudio del nacionalismo, de hecho, una etapa que promete
ser más prolífica que las anteriores.

Preguntas principales, problemas fundamentales

La discusión anterior sugiere que el debate 'académico' sobre el nacionalismo


alcanzó su etapa más madura en la segunda mitad del siglo XX. Muchos de los temas
discutidos en la literatura tomaron forma en ese período. En esta sección, intentaré
identificar las principales preguntas en torno a las cuales gira el debate teórico
contemporáneo. Estas son:
• ¿Qué es la nación? ¿Qué es el nacionalismo?

• ¿Cuáles son los orígenes de las naciones y los nacionalismos? ¿Hasta qué punto
son fenómenos modernos?

• ¿Cuáles son los diferentes tipos de nacionalismo?

Es importante señalar desde el principio que estas no son las únicas preguntas
abordadas por los estudiosos del nacionalismo. Sin embargo, incluso una mirada superficial
a sus escritos revelará que la mayoría de los otros problemas que exploraron derivan de
estas tres preguntas. En ese sentido, se pueden considerar como preguntas 'primarias', es
decir, preguntas que la mayoría, si no todos, los teóricos abordan, en contraposición a
preguntas 'secundarias', o derivadas, que aparecen en estudios particulares. Algunas de
estas preguntas secundarias también se mencionarán en la discusión que sigue. También se
debe enfatizar que la cantidad de preguntas primarias y la prioridad que se les otorga varía.
Mientras que algunos académicos argumentan que no es posible comprender el
nacionalismo sin ponerse de acuerdo primero en definiciones básicas, otros sostienen que el
problema más importante es la relación del nacionalismo con los procesos de
modernización. Otros, por otro lado, se dedican a desarrollar tipologías, sosteniendo que no
se puede idear una teoría que explique diversas formas de nacionalismo. Estos diferentes
puntos de vista también se explorarán a continuación.

¿Qué es la Nación? ¿Qué es el Nacionalismo?

En un ensayo reciente, Tilley argumenta que "la mayoría de los argumentos en la


academia podrían resolverse si las personas primero se tomaran el tiempo para definir sus
términos" (1997: 497). En ningún lugar se demuestra mejor este principio, continúa, que en
la creciente literatura sobre la etnicidad. Lo mismo podría argumentarse fácilmente en el
caso del nacionalismo.

De hecho, este es probablemente el único punto en el que hay un consenso general


entre los estudiosos de los fenómenos nacionales. Entonces, ¿cómo podemos explicar esta
falta de acuerdo o, dicho de otra manera, la existencia de una gran cantidad de definiciones,
cada una destacando un aspecto diferente de su objeto de estudio?
Walker Connor, un eminente estudioso del nacionalismo que ha escrito
extensamente sobre los problemas de definición, responde a esta pregunta señalando el uso
incorrecto generalizado de los términos clave, en particular la 'interutilización' de las
palabras 'estado' y 'nación' (1994: 92). En realidad, los orígenes de esta confusión se
remontan a la década de 1780, cuando Jeremy Bentham inventó el término 'internacional'
para lo que ahora llamaríamos 'relaciones interestatales' (agradezco especialmente a Fred
Halliday por recordarme este punto). Como señala Connor, la tendencia a equiparar nación
con estado no se limita a la academia. Podemos observar sus reflejos en la escena política,
como lo demuestran los términos erróneos 'Liga de las Naciones' o 'Naciones Unidas' (ibid.:
97).

Lo que subyace a esta confusión es la ambigüedad de la relación entre 'nación' y


otros conceptos 'afines', como etnicidad, grupo étnico, etc. Es comúnmente aceptado que la
nacionalidad es diferente de otros criterios objetivos que forman la base de identidades
individuales o colectivas, como clase, región, género, raza o creencia religiosa. Pero el
grado en que cada uno de estos elementos contribuye a la construcción de identidades
nacionales, y por lo tanto a la definición de la nación, es motivo de gran controversia. Las
diferencias de opinión que existen sobre este tema se reflejan en las definiciones
competidoras que circulan en la literatura. Mientras que algunos académicos enfatizan
criterios 'objetivos' como religión, idioma o raza, otros destacan la importancia de criterios
'subjetivos' como la autoconciencia o la solidaridad en la definición de una nación. La
mayoría de los académicos emplean una combinación de ambos. Existe un desacuerdo
similar entre quienes ven la nación como una entidad 'autodefinida' (es decir,
autoconciencia) y quienes la ven como una entidad 'otra definida' (es decir, reconocimiento
por la comunidad internacional).

El caso del nacionalismo no es más prometedor. Como señala Breuilly, el


nacionalismo puede referirse a ideas, sentimientos y acciones (1993a: 404). Cada definición
tendrá diferentes implicaciones para el estudio del nacionalismo: aquellos que lo definen
como una idea se centrarán en los escritos y discursos de intelectuales o activistas
nacionalistas; aquellos que lo ven como un sentimiento se concentrarán en el desarrollo del
lenguaje u otras formas compartidas de vida y tratarán de ver cómo estas "formas
populares" son adoptadas por la intelligentsia o los políticos; finalmente, aquellos que
tratan el nacionalismo como un movimiento se centrarán en la acción política y el conflicto
(ibid.).

Por otro lado, Kellas sostiene que el nacionalismo es tanto una 'idea' como una
'forma de comportamiento' (1991: 3). El nacionalismo es una 'doctrina' para Kedourie
(1994: 1), un 'movimiento ideológico' para Smith (199la: 51), un 'principio político' para
Gellner (1983: 1) y una 'formación discursiva' para Calhoun (1997: 3).

Hasta ahora, he argumentado que el estudio del nacionalismo ha sido gravemente


afectado por el uso incorrecto de los términos clave, que a su vez se debe a la relación
ambigua de los conceptos de nación y nacionalismo con conceptos afines, como etnicidad,
grupo étnico, etc. Sin embargo, hay dos factores más que agravan esta situación.

El primero es el pensamiento "idealista" sobre las naciones y el nacionalismo.


Principalmente defendido por ideólogos nacionalistas, pero también adoptado por la
corriente principal de la academia hasta la segunda mitad del siglo XX, este modo de
pensar veía a las naciones como entidades naturales y/o primordiales. Aquellos que
defendían esta visión en su mayoría evitaban definir la nación, que daban por sentada, y se
dedicaban a elaborar tipologías (Symmons-Symonolewicz 1985: 215). Este enfoque ha sido
objeto de críticas crecientes desde la década de 1960 en adelante y en gran medida
desacreditado por los estudios recientes sobre etnicidad y nacionalismo.

El segundo factor es la estrecha relación entre el concepto de nación y la política.


Como señala Calhoun, 'la noción de nación está tan profundamente imbricada en la política
moderna que es "esencialmente controvertida", porque cualquier definición legitimará
algunas reclamaciones y deslegitimará otras' (1993: 215). El conocimiento científico, las
metodologías y las definiciones no evolucionan en un vacío sociohistórico (MacLaughlin
1987). Los académicos inevitablemente se ven afectados por el contexto político en el que
desarrollan sus ideas, por lo tanto, las definiciones que formulan reflejan un intrincado
complejo de intereses y relaciones. Breuilly resume esto de manera brillante: 'la pura
universalidad y el aparente poder del nacionalismo han creado una vasta gama de casos e
intereses creados que dificultan ponerse de acuerdo sobre enfoques básicos del tema' (1985:
65).

Esta breve discusión muestra claramente que el 'vocabulario impreciso' continúa


saboteando nuestros esfuerzos por entender el nacionalismo. Dada la abundancia de
definiciones y la falta de acuerdo general en cualquiera de ellas, me he abstenido de
priorizar cualquier definición en el curso de esta discusión. También he tratado de mantener
el número de ejemplos al mínimo, ya que se proporcionarán muchas definiciones
competidoras de los conceptos de nación y nacionalismo en los capítulos siguientes.

¿Cuáles son los orígenes de las naciones y el nacionalismo? ¿En qué medida son
fenómenos modernos?

La segunda pregunta clave abordada por los académicos se refiere a los orígenes y
la naturaleza de los fenómenos nacionales. Esta pregunta es la precursora de una gran
cantidad de preguntas secundarias: ¿Cuál es la relación entre el nacionalismo y los procesos
de modernización? En otras palabras, ¿hasta qué punto son las naciones y los nacionalismos
productos de condiciones modernas como el capitalismo, la industrialización, la
urbanización y el secularismo? ¿Cómo afectó el surgimiento del estado moderno al
surgimiento del nacionalismo? ¿Cómo se relacionan las naciones modernas con las
comunidades étnicas premodernas? ¿Son las naciones simplemente los descendientes
lineales de sus contrapartes medievales? ¿O son creaciones recientes de una intelligentsia
nacionalista frustrada por las veleidades del antiguo régimen? ¿Es el nacionalismo una
especie de 'mito' inventado y propagado por élites que luego lo utilizan para movilizar a las
masas en apoyo de su lucha por obtener o mantener el poder? ¿Es una especie de 'opio' que
desvía a las masas de cumplir con su verdadero yo?

Uno puede multiplicar estas preguntas. Pero el punto es que todas estas preguntas
secundarias derivan del mismo dilema básico: ¿en qué medida son las naciones y los
nacionalismos fenómenos modernos? Los intentos de resolver este dilema han sentado las
bases de lo que posiblemente sea la división más fundamental del debate teórico sobre el
nacionalismo, es decir, la que existe entre los "primordialistas" y los "modernistas". En
términos generales, aquellos que creen que las naciones son entidades "perennes" caen
dentro de la primera categoría, y aquellos que creen en la modernidad de las naciones y el
nacionalismo caen dentro de la segunda. Esta clasificación es ampliamente aceptada en la
literatura actual. Las etiquetas adjuntas a las categorías pueden variar: algunos prefieren el
término "esencialista" en lugar de "primordialista"; otros optan por el epíteto
"instrumentalista" o "constructivista" en lugar de "modernista".

Pero la descripción de las categorías y la lógica de la clasificación siguen siendo las


mismas. Cabe señalar que en los últimos años se ha añadido una tercera categoría a esta
clasificación. Esta categoría está compuesta por los "etno-simbolistas", que presentan su
posición como un punto intermedio entre estos dos polos opuestos. En pocas palabras, los
etno-simbolistas enfatizan la durabilidad de los lazos étnicos premodernos y muestran
cómo las culturas étnicas establecen límites a los intentos de élite de forjar la nación. Es
importante destacar que no todos los académicos están contentos con la clasificación
convencional. Por ejemplo, Conversi (1995) introduce una clasificación de cinco niveles
con la adición de enfoques "homeostáticos" y "transaccionalistas" a las categorías que
mencioné anteriormente. Por otro lado, también hay académicos que insisten en mantener
la clasificación bifurcada fusionando a los etno-simbolistas en los primordialistas (véase,
por ejemplo, Breuilly 1996: 150). En el resto del libro, seguiré la clasificación convencional
de tres categorías, principalmente para representar la tendencia general en el campo. Sin
embargo, también revisaré las críticas dirigidas contra esta clasificación e introduciré mi
propia categorización en el capítulo final.

¿Cuáles son los diferentes tipos de nacionalismo (si los hay)?

La pregunta final se refiere a las variedades de nacionalismo. Como hemos visto


anteriormente en este capítulo, esta fue de hecho la única pregunta abordada por toda una
generación de académicos, y los esquemas clasificatorios desarrollados por Kohn, Rayes y
Snyder se discutieron en ese contexto. Sin embargo, las tipologías no son peculiares de los
estudios de primera generación. Argumentando que no es posible una única teoría universal
del nacionalismo, algunos académicos continúan sosteniendo que la mejor manera de
abordar el nacionalismo es desarrollar tipologías (por ejemplo, Hall 1993). En su opinión,
el nacionalismo es un fenómeno camaleónico, capaz de asumir una variedad de formas
ideológicas. No es posible dar cuenta de todas estas variaciones en una única "gran" teoría.
Sin embargo, esto no debería condenarnos al particularismo completo: "al contrario, se
puede cultivar un terreno intermedio delineando varios tipos ideales de nacionalismo" (Hall
1993: 1).

Como era de esperar, las tipologías abundan en la literatura, incluso si dejamos de


lado las anteriores. Aquí, enumeraré algunos ejemplos: Smith sigue el ejemplo de Kohn y
establece una distinción entre un modelo cívico-territorial "occidental" de la nación que
produce nacionalismos "territoriales" y un modelo étnico-genealógico "oriental" que
produce nacionalismos "étnicos" (1991a: 79-84). Breuilly identifica tres categorías en
función de la relación entre el movimiento nacionalista y el Estado al que se opone o
controla: 'separación', 'reforma' y 'unificación'. Luego divide cada una de estas categorías en
dos subcategorías según la naturaleza de la entidad política a la que se opone, es decir,
'opuesto a los Estados no nacionales' y 'opuesto a los Estados nacionales' (1993a: 9); Hall
introduce una clasificación que consta de cinco categorías en función de la lógica
característica y el sustento social de varias formas de nacionalismo. Los títulos que elige
para sus categorías son bastante singulares: 'la lógica de la sociedad asocial', 'revolución
desde arriba', 'deseo y miedo bendecidos por la oportunidad', 'nacionalismo del
Risorgimento', 'nacionalismo integral' (1993). Alter identifica tres variedades, a saber,
nacionalismos de 'Risorgimento', 'reforma' y 'integral' (1989). Finalmente, Sugar distingue
cuatro tipos de nacionalismo en Europa del Este: nacionalismos 'burgués', 'aristocrático',
'popular' y 'burocrático'.

Esta lista se puede duplicar o incluso triplicar. Pero una lista exhaustiva no sería útil
en esta etapa. Se proporcionarán más ejemplos al discutir las teorías particulares. Basta
decir que casi todos los académicos reconocen la naturaleza multifacética del nacionalismo,
mientras que algunos van un paso más allá y argumentan que clasificar los diferentes tipos
según sus características intrínsecas es todo lo que se puede lograr teóricamente.

¿Cuál es el Primordialismo?
El primordialismo es el paradigma más antiguo de naciones y nacionalismo. En
primer lugar, el primordialismo es un enfoque, no una teoría. Es un término "paraguas"
utilizado para describir a los académicos que sostienen que la nacionalidad es una parte
"natural" de los seres humanos, tan natural como el habla, la vista o el olfato, y que las
naciones han existido desde tiempos inmemoriales. En ese sentido, no difiere de los
términos "modernista" o "etno-simbolista", que se utilizan para clasificar diversas teorías
con respecto a sus características comunes, lo que permite a los investigadores compararlas
de manera sistemática.

El denominador común de los modernistas es su convicción en la modernidad de las


naciones y el nacionalismo; el de los etno-simbolistas es el énfasis que ponen en sus
explicaciones sobre los pasados y culturas étnicas; finalmente, el de los primordialistas es
su creencia en la antigüedad y naturalidad de las naciones. Más allá de estos denominadores
comunes, las teorías desarrolladas por los académicos de cada categoría exhiben una
diversidad desconcertante. Sin embargo, cuando echamos un vistazo rápido a la literatura
sobre nacionalismo, notamos que los primordialistas son tratados como una categoría más
homogénea que, por ejemplo, los modernistas. La superficialidad de esta visión ha sido
revelada por los debates recientes sobre la etnicidad. Los primordialistas no son diferentes
de los modernistas o cualquier otra categoría en cuanto a la diversidad que albergan. Me
referiré a estas diferencias en un momento, pero primero enfoquémonos en el término
"primordialismo" en sí.

El término proviene del adjetivo "primordial", que se define de tres maneras:


"primero en orden de tiempo, original, elemental"; "primero en orden de aparición en el
crecimiento o desarrollo de un organismo (significado biológico)"; y "un principio
elemental, primero, primeval, trascendental". Se cree generalmente que Edward Shils fue el
primero en utilizar este término. En su famoso artículo de 1957, Shils utiliza el término "en
referencia a las relaciones dentro de la familia". Argumenta que la fuerza de los afectos que
uno siente por los miembros de su familia no proviene de la interacción, sino de "cierta
importancia inefable... atribuida al vínculo de la sangre" (Shils 1957: 142). Para Shils, estos
afectos solo podían describirse como "primordiales". Shils afirma que su conceptualización
de las relaciones primordiales fue influenciada por varios libros sobre sociología de la
religión, especialmente por "Conversion" de A. D. Nock y "Greek Popular Religion" de
Martin P. Nilsson. Eller y Coughlan argumentan que esto también podría explicar el
lenguaje místico y espiritual que utiliza para describir los lazos familiares (1993: 184).
Clifford Geertz, otro nombre identificado con el primordialismo, utiliza una definición
similar.

Por una conexión primordial se entiende aquella que se deriva de los "dados" -o,
más precisamente, dado que la cultura inevitablemente está involucrada en estos asuntos,
los "dados" asumidos- de la existencia social: la contigüidad inmediata y la conexión con
los parientes principalmente, pero más allá de ellos, la dado que proviene de nacer en una
comunidad religiosa particular, hablar un idioma específico, o incluso un dialecto de un
idioma, y seguir prácticas sociales particulares. Estas coincidencias de sangre, lenguaje,
costumbre, y demás, se perciben como teniendo una coerción inefable y a veces
abrumadora en sí mismas. (Geertz 1993: 259)

Es necesario enfatizar desde el principio que no podemos considerar las


explicaciones primordialistas del nacionalismo de manera independiente del debate sobre la
etnicidad. Los argumentos primordialistas se formulan primero para explicar los orígenes y
la fuerza de las identidades étnicas. De esta manera, tanto Shils como Geertz utilizan el
término 'primordial' para describir la naturaleza de los vínculos étnicos. Esto llevó a
algunos escritores a sugerir que, de hecho, existen dos debates separados, uno sobre la
antigüedad de las naciones entre los 'perennialistas' y los 'modernistas' y otro sobre la
naturaleza de los lazos étnicos entre los 'primordialistas' y los 'instrumentalistas' (Smith
1994: 376). Esta confusión inevitablemente se refleja en las discusiones sobre el
primordialismo. En lo que sigue, trataré de separar estos debates tanto como sea posible y
trataré de mostrar cómo, es decir, en qué significados, se importa el término de la literatura
sobre etnicidad.

He señalado anteriormente que los primordialistas no forman una categoría


monolítica. Por lo tanto, es posible identificar tres versiones diferentes del primordialismo.
Para una presentación más sistemática, las llamaré enfoques 'naturalista', 'sociobiológico' y
'culturalista'. La clasificación que utilizaré aquí está inspirada en los trabajos recientes de
Smith (1994: 376-7; 1995: 31-3; 1998: capítulo 7). Otra clasificación es desarrollada por
Tilley (1997). Ella divide los enfoques primordialistas nuevamente en tres categorías y las
llama enfoques 'biológicos', 'psicológicos' y 'culturales'. Sin embargo, la clasificación de
Tilley está diseñada para identidades étnicas y se basa en diferentes definiciones que las
adoptadas aquí.

Enfoque Naturalista

Este enfoque, que puede considerarse la versión más extrema del primordialismo,
afirma que las identidades nacionales son una parte 'natural' de todos los seres humanos, al
igual que el habla o la vista: un hombre tiene una nacionalidad como tiene una nariz y dos
oídos (Gellner 1983: 6). La nación a la que uno pertenece está predeterminada,
'naturalmente fijada': en otras palabras, uno nace en una nación de la misma manera que
nace en una familia (Smith 1995: 31). La división de la humanidad en diferentes grupos con
diferentes características culturales es parte del orden natural y estos grupos tenderán a
excluir a otros (Lieven 1997: 12). Aquellos que suscriben esta vista sostienen que las
naciones tienen 'fronteras naturales', por lo tanto, 'un origen y un lugar específicos en la
naturaleza, así como un carácter peculiar, una misión y un destino' (Smith 1995: 32). Como
señala Smith, los naturalistas no hacen una distinción entre naciones y grupos étnicos. El
nacionalismo es un atributo de la humanidad en todas las edades (ibid.).

No sorprendentemente, esta es la opinión respaldada por la mayoría, si no todos, los


nacionalistas. Desde el siglo XIX, esta 'visión ideológica del pasado', para usar las palabras
de Hutchinson (1994), ha continuado dando forma a las obras de los historiadores
nacionalistas y a la retórica de las élites que luchaban por obtener o mantener el poder
estatal. Así, historiadores como Frantisek Palacky, Eoin MacNeill y Nicolae Iorga, todas
figuras influyentes en sus respectivos movimientos nacionales, afirmaban que las naciones
eran entidades primordiales que 'eran objetivamente identificables a través de su estilo de
vida distintivo, su apego a una patria territorial y su lucha por la autonomía política'
(Hutchinson 1994: 3). Según ellos, el pasado era la historia de la lucha perpetua de la
nación por su autorealización.

Existen una serie de temas recurrentes en cada narrativa nacionalista. Permítame


ilustrar brevemente algunos de estos temas con la ayuda de un ensayo del patriota turco
Tekin Alp [Moise Cohen], tomado de Nationalism in Asia and Africa de Kedourie (1971).
En primer lugar, está el tema de la antigüedad de la nación ('particular'):

"... ya era hora de hacer entender a todo el mundo, y empezar por los propios turcos,
que la historia turca no comienza con la tribu de Osman, sino que, de hecho, comienza doce
mil años antes de Jesucristo... Las hazañas de los turcos otomanos constituyen simplemente
un episodio en la historia de la nación turca, que ha fundado varios otros imperios" (Ibíd.:
210).

En segundo lugar, está el tema de la Edad de Oro:

"Mientras el resto de la humanidad vivía en cuevas, llevando una vida muy


primitiva, el turco ya había llegado a ser lo suficientemente civilizado en su tierra natal
como para conocer el uso de la madera y el metal... En un momento en que los turcos
habían alcanzado un alto nivel de cultura en su propia tierra natal, los pueblos de Europa
todavía estaban en un estado salvaje y vivían en completa ignorancia" (Ibíd.: 216, 219).

En tercer lugar, está el tema de la superioridad de la cultura nacional:

"Si los turcos no hubieran entrado en la sociedad musulmana, la civilización que


llamamos islámica no habría existido... Es porque los turcos que crearon este movimiento
eran superiores a los demás pueblos musulmanes desde el punto de vista de la cultura y la
civilización" (Ibíd.: 221).

En cuarto lugar, está el tema de los períodos de decadencia, o en palabras de


Gellner, 'períodos de somnolencia' (1997: 93):

"... los turcos fueron agentes de la cultura y el progreso, y ... nunca dejaron de serlo
excepto cuando estuvieron subyugados por culturas extranjeras y fuerzas morales. Las
naciones civilizadas no deben tener en cuenta este breve período de decadencia, cuando el
pueblo turco actuaba fuera de su carácter" (Kedourie 1971: 210).

Finalmente, está el tema del héroe nacional, que llega y despierta a la nación,
poniendo fin a este período 'accidental' de decadencia:
"No podía tolerar, por lo tanto, esta falsa concepción de la historia turca que estaba
en curso entre algunos de los intelectuales turcos... Por lo tanto, se le ocurrió eliminarla
mediante un estallido revolucionario que la sometería al mismo destino que otras
concepciones erróneas de las que el pueblo turco ha sufrido durante siglos" (Ibíd.: 211).

Como mencioné anteriormente, Smith distingue dos afirmaciones separables dentro


de la versión naturalista del primordialismo. Algunos escritores sugieren que las naciones
han existido desde tiempos inmemoriales sin suscribir la idea de que resultan de algún tipo
de lazos 'primordiales' (Smith 1984). Smith introduce el término 'perennialismo' para
abarcar esta versión menos radical del primordialismo. El término proviene del adjetivo
'perenne', que significa 'continuar o perdurar a lo largo del año o a lo largo de muchos años'
y 'crecer continuamente, sobrevivir' (The New International Webster's Comprehensive
Dictionary of the English Language, 1996 edn): de ahí el nombre 'perennialista' para
aquellos que ven a las naciones como entidades históricas que se han desarrollado a lo largo
de los siglos, con sus características intrínsecas en gran parte inalteradas (Halliday 1997a;
Smith 1984, 1995). Smith sostiene que los perennialistas no necesariamente son
primordialistas, ya que es posible conceder la antigüedad de los lazos étnicos y nacionales
sin sostener que son 'naturales'.

Una de las ideas fundamentales del perennalismo es que las 'naciones modernas son
los descendientes lineales de sus contrapartes medievales' (Smith 1995: 53). Según esta
perspectiva, podríamos encontrarnos con naciones en la Edad Media, incluso en la
antigüedad. La modernidad, 'a pesar de todo su progreso tecnológico o económico, no ha
afectado las estructuras básicas de la asociación humana'; por el contrario, es la nación y el
nacionalismo lo que engendra la modernidad (ibid.). Los perennalistas reconocen que las
naciones pueden experimentar períodos de recesión o decadencia en el curso de su viaje
histórico: pero la 'mala fortuna' no puede destruir la 'esencia' nacional. Todo lo que es
necesario es 'reavivar las llamas del nacionalismo', despertar de nuevo a la nación. Minogue
utiliza la metáfora de la Bella Durmiente para representar esta visión: la nación es la Bella
Durmiente que espera un beso para ser revivida, y los nacionalistas son el príncipe que
proporcionará este beso 'mágico' (Smith 1995: 168).
La distinción de Smith entre primordialismo y perennalismo parece ser útil. De
hecho, hay muy pocos estudiantes de nacionalismo que continúan respaldando la posición
'fundamental' del primordialismo. En palabras de Brubaker, 'ningún académico serio hoy en
día sostiene la opinión que se atribuye rutinariamente a los primordialistas en
configuraciones de hombre de paja, a saber, que las naciones o grupos étnicos son entidades
primordiales e inmutables' (1996: 15). Por otro lado, siempre es posible encontrar
académicos que creen en la antigüedad de las naciones y el nacionalismo.

La pregunta de 'quién puede considerarse como un perennalista en la literatura sobre


nacionalismo' ha sido objeto de controversia. Por ejemplo, Smith trata a John Armstrong
como perennalista (Smith 1984), mientras que Armstrong es considerado por muchos
académicos como el pionero del etno-simbolismo. Esta controversia se debe en parte a
problemas de definición, cuya resolución depende de cómo clasificamos a los académicos
que sostienen que la formación de las naciones debe examinarse a largo plazo. Si decidimos
que el enfoque anterior es etno-simbolismo, entonces deberíamos colocar a académicos
como Armstrong y Llobera en la misma categoría que Smith. Si, por otro lado, llegamos a
la conclusión de que tal perspectiva es perennalista, entonces también deberíamos
considerar a Smith como perennalista. De hecho, hay académicos que adoptan esta última
posición (Breuilly 1996). Permítanme concluir esta subsección con las opiniones de dos
académicos del campamento perennalista, Josep R. Llobera (1994) y Adrian Hastings
(1997).

Los perennalistas no identifican una fecha específica de nacimiento para el


nacionalismo. Así, mientras que Llobera rastrea los orígenes de las naciones hasta la Edad
Media (1994: 219-21), Hastings argumenta que la conciencia nacional se formó en
Inglaterra, la primera nación según él, entre los siglos XIV y XVI (1997: 5). Más
específicamente, Llobera sostiene que solo si adoptamos una definición muy restringida del
nacionalismo podemos concluir que es un fenómeno reciente y afirma que ya existía un
sentido rudimentario de identidad nacional en la época medieval (1994: 220). Hastings, por
otro lado, argumenta que es posible identificar un nacionalismo inglés de cierto tipo en el
siglo XIV, especialmente en las largas guerras con Francia, y sostiene que este
nacionalismo completó su desarrollo en los siglos XVI y XVII (1997: 5). Estos ejemplos
revelan claramente que, para los escritores perennalistas, los orígenes tanto de las naciones
como del nacionalismo se remontan a la Edad Media, es decir, mucho más allá de la época
moderna. La 'esencia' que diferencia a una nación en particular de las demás logra
mantenerse intacta a pesar de todas las vicisitudes de la historia. En este contexto, centrarse
exclusivamente en el período moderno, es decir, en los últimos dos siglos, para comprender
los procesos de formación de la nación es "una receta para el desastre sociológico" (Llobera
1994: 3).

Enfoque Sociobiológico

El enfoque sociobiológico del nacionalismo ha ganado nuevo impulso en los


últimos años con las obras de una serie de académicos que han aplicado los hallazgos del
nuevo campo de la sociobiología al estudio de los lazos étnicos. La pregunta básica que
plantea la sociobiología es: '¿por qué los animales son sociales, es decir, por qué cooperan?'
(van den Berghe 1978: 402). Según Pierre van den Berghe, el principal exponente de este
enfoque en la literatura sobre el nacionalismo, la respuesta a esta pregunta se conocía
intuitivamente desde hace mucho tiempo: 'los animales son sociales en la medida en que la
cooperación es mutuamente beneficiosa'. Lo que hace la sociobiología, argumenta van den
Berghe, es proporcionar el mecanismo genético principal para la sociabilidad animal, es
decir, la selección de parentesco para aumentar la aptitud inclusiva:

un animal puede duplicar sus genes directamente a través de su propia


reproducción, o indirectamente a través de la reproducción de parientes con los cuales
comparte proporciones específicas de genes. Por lo tanto, se espera que los animales se
comporten de manera cooperativa y, de esta manera, mejoren la aptitud de cada uno en la
medida en que estén genéticamente relacionados. Esto es lo que se entiende por selección
de parentesco. (Ibíd.: 402)

Van den Berghe sostiene que la selección de parentesco, o el apareamiento con


parientes, también es un poderoso cemento de la sociabilidad en los seres humanos. De
hecho, tanto la etnicidad como la raza son extensiones del lenguaje del parentesco: 'por lo
tanto, los sentimientos étnicos y raciales deben entenderse como una forma extendida y
atenuada de selección de parentesco' (ibíd.: 403). Que el parentesco extendido a veces sea
putativo en lugar de real no es importante. Al igual que en las unidades de parentesco más
pequeñas, el parentesco a menudo es lo suficientemente real 'como para convertirse en la
base de estos poderosos sentimientos que llamamos nacionalismo, tribalismo, racismo y
etnocentrismo' (ibíd.: 404). Si ese es el caso, ¿cómo reconocemos a nuestros 'parientes'?
Según van den Berghe, 'solo unas pocas sociedades del mundo utilizan principalmente
fenotipos morfológicos para definirse a sí mismas'. Por lo tanto, los criterios culturales de
pertenencia al grupo son más relevantes que los físicos, si es que se usan estos últimos. De
alguna manera, esto es inevitable porque las poblaciones vecinas se parecen en términos de
su composición genética. El color de ojos en Europa, señala van den Berghe, es un buen
ejemplo. Cuanto más al norte se va, mayor es la proporción de ojos ligeramente
pigmentados. 'Sin embargo, en ningún momento del viaje hay una discontinuidad notable'.
Los criterios para identificar a los parientes, por otro lado, deben discriminar de manera
más confiable entre grupos que dentro de grupos. En otras palabras, 'el criterio elegido debe
mostrar más variación entre grupos que dentro de los grupos'. Los criterios culturales, como
las diferencias de acento, la ornamentación corporal y similares, cumplen este requisito de
manera mucho más confiable que los físicos (ibíd.: 406-7).

Al señalar que la selección de parentesco no explica toda la sociabilidad humana,


van den Berghe identifica dos mecanismos adicionales: la reciprocidad y la coerción. 'La
reciprocidad es la cooperación para beneficio mutuo y con expectativas de reciprocidad, y
puede operar entre parientes o entre no parientes. La coerción es el uso de la fuerza para
beneficiar a una sola parte'. Todas las sociedades humanas continúan organizándose sobre
la base de los tres principios de sociabilidad. Pero, agrega van den Berghe, 'cuanto más
grande y compleja se vuelve una sociedad, mayor es la importancia de la reciprocidad'
(ibíd.: 403). Además, mientras que la selección de parentesco, ya sea real o putativa, es más
dominante en las relaciones dentro del grupo, la coerción se convierte en la regla en las
relaciones interétnicas (o interraciales). Los grupos étnicos pueden entrar ocasionalmente
en una relación simbiótica, mutuamente beneficiosa (reciprocidad), pero esto suele ser de
corta duración: las relaciones entre diferentes grupos suelen ser más bien antagonistas
(ibíd.: 409).
El Enfoque Cultural

Este enfoque, que también podría llamarse "primordialismo cultural", generalmente


se asocia con las obras de Edward Shils y Clifford Geertz. Eller y Coughlan argumentan
que el concepto de primordialismo utilizado en las obras de estos escritores contiene tres
ideas principales:

Las identidades o vínculos primordiales son "dadas", a priori, no derivadas,


anteriores a toda experiencia e interacción, de hecho, toda interacción se lleva a cabo dentro
de realidades primordiales. Los vínculos primordiales son "naturales", incluso
"espirituales", en lugar de sociológicos... [T] no tienen fuente social. En consecuencia, se
supone que esas cosas llamadas primordiales tienen historias largas.

Los sentimientos primordiales son "inefables", abrumadores y coercitivos... Si un


individuo es miembro de un grupo, necesariamente siente ciertos vínculos con ese grupo y
sus prácticas (especialmente el idioma y la cultura).

El primordialismo es esencialmente una cuestión de emoción y afecto (1993: 187).

Estos argumentos han revelado una interpretación errónea, causada por una lectura
descuidada de Geertz y Shils, que pasó en gran medida desapercibida durante muchos años
y llevó a una discusión altamente polémica (véase, por ejemplo, Grosby 1994; Tilley 1997).
Como se recordará, Geertz cita las congruencias de sangre, idioma, religión y prácticas
sociales particulares entre los objetos de los vínculos étnicos. Contrariamente a las
formulaciones de Eller y Coughlan, sin embargo, Geertz nunca sugiere que estos objetos
sean en sí mismos "dados" o primordiales: más bien, son "supuestos" como dados por
individuos. Lo que atribuye la cualidad de ser "natural" o místico a los "dados de la
existencia social" son las percepciones de aquellos que creen en ellos. En palabras de
Smith,

Geertz está subrayando el poder de lo que podríamos llamar un 'primordialismo de


los participantes'; no está diciendo que el mundo esté constituido por una realidad
primordial objetiva, solo que muchos de nosotros creemos en objetos primordiales y
sentimos su poder. (1998: 158)
Como argumenta con fuerza Tilley, el enfoque de Geertz hacia la cultura de hecho
puede considerarse "constructivista". Nada ilustra esto mejor que estas palabras que toma
de La interpretación de las culturas:

Creyendo, con Max Weber, que el hombre es un animal suspendido en redes de


significado que él mismo ha tejido, tomo la cultura como esas redes, y su análisis, por lo
tanto, no es una ciencia experimental en busca de leyes, sino una ciencia interpretativa en
busca de significado. (1993: 5)

Lo mismo ocurre con Shils. Eller y Coughlan infieren del ensayo de Shils de 1957
que él cree en la sacralidad de los vínculos primordiales. La evidencia, argumentan, la
proporciona su siguiente afirmación: 'la propiedad primordial... podría haber tenido la
sacralidad atribuida' (Shils 1957: 142). Pero, como Geertz, Shils no atribuyó sacralidad a
estos vínculos (Tilley 1997). En cambio, notó que el vínculo deriva su fuerza de 'un cierto
significado inefable atribuido al lazo de la sangre' (Shils 1957: 142, énfasis añadido).
Ironicamente, Eller y Coughlan también se refieren a estas palabras, antes de llegar a su
veredicto final sobre Shils. Aquí, debe señalarse que Eller y Coughlan no son los únicos
que han caído presa de esta confusión; muchos académicos han compartido la confusión
(véase, por ejemplo, Brass 1991).

El primordialismo cultural en el sentido de Geertz, entonces, se puede definir como


un enfoque que se centra en las redes de significado tejidas por los propios individuos.
Como Tilley explica de manera convincente, Geertz de hecho está "utilizando el término
'primordial' más en su sentido de 'primero en una serie'... para resaltar las formas en que los
conceptos fundacionales proporcionan la base para otras ideas, valores, costumbres o
ideologías sostenidas por el individuo" (1997: 502).

Una definición como esta me permite plantear una afirmación algo controvertida, a
saber, que algunos académicos que avanzan una definición 'subjetiva' de la nación también
podrían considerarse como primordialistas culturales. Un ejemplo podría ser Walker
Connor, quien define la nación como 'un grupo de personas que siente que están
relacionadas ancestralmente'. Connor continúa: 'Es el grupo más grande que puede reclamar
la lealtad de una persona debido a los lazos de parentesco sentidos; desde esta perspectiva,
es la familia extendida por completo' (Connor 1994: 202, énfasis añadido). Ahora bien,
Connor es visto por muchos académicos como un modernista (por ejemplo, Hutchinson
1994). En cierto sentido, esto es cierto, ya que él rechaza explícitamente la afirmación de
que las naciones existieron en la Edad Media (Connor 1994: 210-27), pero esto no
contradice la definición de 'primordialismo cultural' que he propuesto anteriormente. Dicha
definición no especifica ninguna fecha para el surgimiento de las naciones y/o el
nacionalismo, al igual que lo hacía Geertz. Solo establece que los individuos se sienten
vinculados a ciertos elementos de su cultura, asumiendo que son 'dados', 'sagrados' y 'no
derivados'. El enfoque, entonces, trata de percepciones y creencias. Esto también es lo que
Connor elige enfatizar, como demuestra la cita anterior. En el mismo ensayo, sugiere que lo
que influye en las actitudes y el comportamiento no es 'lo que es' sino 'lo que la gente
percibe que es' (1994: 197). Esto, en mi opinión, lo convierte en un primordialista cultural
en el sentido que he especificado anteriormente.

Permítanme recapitular brevemente lo que he dicho hasta ahora antes de pasar a las
críticas planteadas contra las explicaciones primordialistas. Además del enfoque naturalista
que caracteriza los escritos de los nacionalistas, el primordialismo aparece en tres formas
diferentes en la literatura sobre el nacionalismo. Los perennalistas argumentan que las
naciones siempre han existido y que las naciones modernas no son más que extensiones de
sus homólogas medievales. Los sociobiólogos buscan los orígenes de los lazos étnicos y
nacionales en mecanismos genéticos e instintos, tratando la nación como una extensión del
idioma de parentesco o una especie de super-familia. Finalmente, los primordialistas
culturales se centran en las percepciones y creencias de los individuos. Lo que genera los
fuertes vínculos que las personas sienten por los 'dados de la existencia social', argumentan
los culturalistas, es la creencia en su 'sacralidad'.

Una crítica al primordialismo


Se han planteado varias objeciones contra el enfoque primordialista. Para mayor
claridad, me centraré principalmente en las críticas generales, mencionando solo las
acusaciones particulares dirigidas a las diferentes versiones del primordialismo cuando sea
necesario. Esto también me permitirá evitar el riesgo de terminar con una lista agotadora.
Las críticas que discutiré se refieren a cinco aspectos de las explicaciones primordialistas:
la naturaleza de los lazos étnicos y nacionales, el origen de los lazos étnicos y nacionales, la
relación de los vínculos étnicos y nacionales con otros tipos de afectos personales, la
cuestión de la emoción y el afecto, y la fecha de la aparición de las naciones.

La naturaleza de los lazos étnicos y nacionales

Un denominador común de los primordialistas, con la excepción de los


culturalistas, es su creencia en la 'dadosidad' de los lazos étnicos y nacionales.
Si los fuertes vínculos generados por el idioma, la religión, el parentesco y
otros factores son dados por la naturaleza, entonces también son fijos o
estáticos. Se transmiten de una generación a la siguiente con sus
características 'esenciales' inalteradas. En otras palabras, lo que presenciamos
hoy es simplemente una reafirmación de la esencia nacional. Esta vista es
desafiada en los últimos años por un número cada vez mayor de estudios sobre
la etnicidad. Estos estudios enfatizan el papel de la elección individual en la
construcción de identidades étnicas, sosteniendo que, lejos de ser
autosostenibles, requieren un esfuerzo creativo y una inversión. Son
redefinidos y reconstruidos en cada generación a medida que los grupos
reaccionan a las condiciones cambiantes. Esto lleva a que el contenido y los
límites de las identidades étnicas sean fluidos, no fijos. Eller y Coughlan,
siguiendo a Nagel, sugieren que los estudios recientes ofrecen un sólido
argumento para ver la etnicidad como 'una definición socialmente construida y
variable del yo y del otro, cuya existencia y significado se negocian, revisan y
revitalizan continuamente'. (Nagel 1991, cited in Eller and Coughlan 1993: 188) .

Una argumentación similar proviene de Brass, quien adopta un enfoque


'instrumental' hacia la etnicidad (1991: 70-2). Según él, algunos vínculos primordiales son
claramente variables. Para empezar, sostiene Brass, muchas personas hablan más de un
idioma, dialecto o código en sociedades en desarrollo multilingües. Muchas personas
analfabetas en estos países, lejos de estar apegadas a sus lenguas maternas, ni siquiera
sabrán su nombre cuando se les pregunte. En algunos casos, miembros de diferentes grupos
étnicos elegirán cambiar su idioma para brindar mejores oportunidades a sus hijos o para
diferenciarse aún más de otros grupos étnicos. Finalmente, argumenta Brass, muchas
personas nunca piensan en su idioma de todos modos, ni le otorgan ninguna importancia
emocional.

La situación no es diferente para otras fuentes de vínculos étnicos y nacionales. Las


religiones también han estado sujetas a muchos cambios a lo largo de los siglos. Brass
sostiene que 'los cambios en las prácticas religiosas, bajo la influencia de reformadores
religiosos, son acontecimientos comunes en sociedades premodernas, modernizadoras e
incluso en sociedades postindustriales' (ibid.: 71). Además, algunas personas en entornos
cosmopolitas se han embarcado en búsquedas espirituales alternativas. En cuanto al lugar
de nacimiento, se puede conceder que la tierra natal de una persona todavía es importante
para algunas personas; pero, señala Brass, muchas personas han emigrado por elección
desde sus lugares de origen y una proporción considerable de ellas ha optado por asimilarse
a su nueva sociedad y ha perdido cualquier sentido de identificación con sus lugares de
origen. Más importante aún, el apego de una persona a su región o tierra natal rara vez se
vuelve políticamente significativo a menos que haya algún grado de percepción de
discriminación contra la región o su gente en la sociedad más amplia. Además, incluso el
hecho del lugar de nacimiento de una persona está sujeto a variaciones, ya que una región
puede definirse de muchas maneras. En cuanto a las conexiones de parentesco, Brass
afirma que 'el rango de relaciones de parentesco genuinas suele ser demasiado pequeño
como para ser políticamente significativo' (ibid.). Las relaciones de parentesco 'ficticias'
pueden ampliar el rango de grupos étnicos, pero el hecho de que sean ficticias supone su
variabilidad por definición. Además, el significado de tales relaciones ficticias variará
naturalmente de persona a persona, ya que el carácter 'imaginario' del apego dominará en
estas relaciones.

Por otro lado, Smith argumenta que 'los vínculos étnicos, al igual que otros lazos
sociales, están sujetos a fuerzas económicas, sociales y políticas, y por lo tanto fluctúan y
cambian según las circunstancias' (1995: 33). Los matrimonios mixtos, las migraciones, las
conquistas externas y la importación de mano de obra han hecho que sea muy poco
probable que muchos grupos étnicos conserven 'la homogeneidad cultural y la "esencia"
pura postulada por la mayoría de los primordialistas' (ibid.).

Algunos primordialistas conceden que los límites y el contenido de las identidades


étnicas pueden cambiar con el tiempo. Pero insisten en que la 'esencia' de la cultura étnica,
como sus mitos de origen y símbolos, persiste a lo largo del tiempo. Según Brass, incluso
esta posición fundamental plantea una serie de problemas. Afirma que, excepto para ciertos
grupos étnicos que tienen ricas herencias culturales como los judíos, muchos movimientos
crean sus culturas "después del hecho". Estos movimientos no fueron menos exitosos en
generar cohesión y solidaridad que los grupos con una herencia cultural más rica. Cita el
"crecimiento explosivo" de los movimientos políticos étnicos en los Estados Unidos para
ilustrar este punto (1991: 72-3). Eller y Coughlan argumentan lo mismo para los nuevos
grupos étnicos que aparecen bajo el dominio colonial. Observan que en muchas partes del
mundo, especialmente en África, se están creando "nuevas identidades y grupos étnicos que
reclaman, y reciben de algunos investigadores, estatus primordial. Estos nuevos
primordiales (una contradicción impactante en términos) son "hechos", no "dados"" (1993:
188). En la mayoría de estos casos, faltaban los elementos culturales apropiados, por lo que
a menudo se construyeron (Kasfir 1979, citado en Eller y Coughlan 1993: 188). En
resumen, la suposición de que los vínculos primordiales y las fuentes culturales que los
generan son 'dados' no se ajusta a los hechos. Es importante destacar que esta crítica no es
exclusiva de los académicos instrumentalistas; como hemos visto, los etno-simbolistas, en
particular Smith, expresan preocupaciones similares.

Los orígenes de los lazos étnicos y nacionales

Otra afirmación fundamental de los primordialistas (con la excepción de los


primordialistas culturales) es que los vínculos étnicos y nacionales son 'independientes', por
lo tanto, previos a toda interacción social. Esto crea automáticamente una aureola mística
en torno a ellos: los sentimientos primordiales son inefables, es decir, 'incapaces de
expresarse con palabras', por lo tanto, no analizables. Eller y Coughlan afirman que 'el
primordialismo tiende a tratar la identificación de los vínculos "primordiales" como el fin
exitoso e inevitable del análisis' (1993: 189).

Brass no está de acuerdo con esta afirmación primordialista. Argumenta que el


conocimiento de las culturas étnicas no nos permite predecir qué grupos étnicos
desarrollarán un movimiento político exitoso ni la forma que este movimiento asumirá. Cita
los ejemplos de la creación de Israel y Pakistán. Según Brass, el conocimiento del judaísmo
ortodoxo o del islam tradicional en la India habría sugerido que las posibilidades menos
probables habrían sido el surgimiento de un movimiento sionista o el movimiento para la
creación de Pakistán, ya que las autoridades religiosas tradicionales en ambos casos se
oponían a un estado secular (1991: 73). Breuilly plantea un punto similar al argumentar que
el uso de las culturas étnicas de manera nacionalista transformará sus significados. Sugiere
que 'es la forma en que el nacionalismo construye identidades de nuevo, incluso si esa
construcción involucra apelaciones a la historia y la cultura y se ve a sí misma como un
descubrimiento en lugar de una construcción, a lo que se debe prestar atención' (1993a:
406).

Zubaida se une a Brass y Breuilly al argumentar que no hay una forma sistemática
de designar una nación (1978: 53). Plantea la pregunta '¿por qué India constituye una
"nación" mientras que el antiguo Imperio Otomano, posiblemente con una mayor
homogeneidad que la India moderna, no lo hizo?'. La respuesta, sostiene, radica en
conjunturas históricas: 'No hay una forma sistemática en la que cualquier discurso teórico
social pueda justificar el estado de nación en un caso y negarlo en el otro' (ibid.).

Gellner aborda este problema de su propia manera notable (1996b; 1997: capítulo
15). Para él, la pregunta crucial es: '¿tienen las naciones ombligos?' La analogía aquí se
refiere al argumento filosófico sobre la creación de la humanidad (McCrone 1998: 15). Si
Adán fue creado por Dios en una fecha determinada, entonces no tenía ombligo, porque no
pasó por el proceso por el cual las personas adquieren ombligos. Lo mismo ocurre con las
naciones, dice Gellner. La comunidad étnica y cultural nacional es como el ombligo.
'Algunas naciones lo tienen y otras no, y en cualquier caso no es esencial' (1996b: 367). Si
el modernismo cuenta la mitad de la historia, eso es suficiente para él, porque 'las partes
adicionales de la historia en la otra mitad son redundantes' (ibid.: 370). Se refiere a los
estonios para ilustrar su argumento. Los estonios, argumenta, son un ejemplo claro de
nacionalismo exitoso sin ombligo (1997: 96-7):

"Al principio del siglo XIX ni siquiera tenían un nombre para sí mismos. Solo se les
conocía como personas que vivían en la tierra en oposición a los burgueses y aristócratas
alemanes o suecos y los administradores rusos. No tenían etnónimo. Eran solo una
categoría sin conciencia étnica. Desde entonces han tenido un éxito brillante en la creación
de una cultura vibrante ... Es una cultura muy vital y vibrante, pero fue creada por el tipo de
proceso modernista que luego generalizo para el nacionalismo y las naciones en general"
(1996b: 367-8).

Cabe señalar de paso que esta crítica es válida también en el caso de las
explicaciones sociobiológicas. Estas explicaciones, basadas en factores presumiblemente
'universales' como los lazos de sangre y las relaciones de parentesco, no pueden explicar
por qué solo una pequeña proporción de grupos étnicos llega a ser consciente de su
identidad común, mientras que otros desaparecen en las nieblas de la historia. Si aceptamos
que los grupos étnicos son extensiones del lenguaje de parentesco, es decir, super-familias,
entonces esto debería ser válido para todos los grupos étnicos. Pero, como algunos
académicos han señalado, por cada movimiento nacionalista exitoso, hay otros que no lo
son (Gellner 1983: 44-5; Halliday 1997a: 16). ¿Por qué algunos grupos efectivamente
establecen su propio techo político mientras que otros fallan? Las explicaciones
sociobiológicas no responden a esta cuestión. Además, Smith señala que los mecanismos
propuestos por los sociobiólogos no explican 'por qué la búsqueda del éxito reproductivo
individual debería trascender a la familia extendida y llegar a unidades culturales mucho
más amplias como las etnias' (1995: 33).

La relación entre los lazos étnicos y nacionales con otros tipos de vínculos
personales

Otra objeción planteada contra los primordialistas se refiere a su tendencia a dar


prioridad a las identidades étnicas y nacionales entre otras formas de identidad. Smith
argumenta que 'los seres humanos viven en una multiplicidad de grupos sociales, algunos
de los cuales son más significativos y relevantes que otros en diversos momentos' (1995:
33). Los individuos tienen identidades y roles múltiples: familiares, territoriales, de clase,
religiosas, étnicas y de género (Smith 1991a: 4). Estas categorías a veces se superponen o
complementan entre sí; en otros momentos, chocan. No es posible predecir cuál identidad
será dominante en un momento particular. La relevancia de cada categoría cambia según las
circunstancias.

La cuestión de la emoción y el afecto

El primordialismo se trata de emociones y afectos. Incluso la terminología utilizada


refleja esto: apego, vínculo, lazo, sentimiento. La dimensión afectiva hace que las
identidades primordiales sean cualitativamente diferentes de otros tipos de identidades,
como las de clase (Eller y Coughlan 1993: 187).

Eller y Coughlan, aunque reconocen el importante papel que desempeñan las


emociones en la vida social humana, se oponen a su mistificación. Argumentan que la
mistificación de lo primordial ha llevado a una falacia, a saber, la desocialización del
fenómeno. Se sugiere que estos lazos emocionales no nacen en la interacción social, sino
que simplemente están "implícitos en la relación (de parentesco o étnica) en sí misma"
(1993: 192). Según Eller y Coughlan, la fuente de esta falacia "es el fracaso de la sociología
y la antropología para tratar de manera inteligible con la emoción" (ibid.). Para ilustrar esto,
se refieren a las observaciones de Durkheim sobre la religión. La pregunta crucial,
argumentan, es "¿cómo se inducen los sentimientos (religiosos o étnicos) en las personas?"
La respuesta es la misma para ambos: en los rituales. Los rituales mágicamente producen su
efecto en los participantes, intensificando algunas sensaciones, produciendo otras en ese
mismo momento. Hay poca o ninguna conciencia de las actividades cotidianas que podrían
producir o reproducir el sentimiento o el conocimiento, religioso o de otro tipo. (¡Ibid.:
193)

Parece difícil estar en desacuerdo con las afirmaciones de Eller y Coughlan. Sin
embargo, es necesario enfatizar una vez más que Geertz, quien es su principal objetivo, no
merece estas críticas. Por el contrario, la salida de este callejón sin salida está oculta en los
escritos de Geertz. Como argumenta Tilley de manera convincente:

"Los elementos 'primordiales' de la cultura no son afecto, sino el marco cognitivo


que da forma e informa al afecto... Ciertas suposiciones o sistemas de conocimiento
preparan el escenario para el afecto, y en la medida en que tales sistemas de conocimiento
formen un tipo de sustrato cognitivo no solo para el afecto sino también para la mayoría del
pensamiento consciente, podrían considerarse 'primordiales'." (1997: 503)

La Fecha de Emergencia de las Naciones

Una crítica final se refiere a la creencia de los perennistas en la antigüedad de las


naciones y el nacionalismo. Zubaida (1978) refuta esta afirmación desde un punto de vista
modernista en un artículo escrito hace más de 20 años. Según Zubaida, el problema más
serio al que se enfrentan los nacionalistas es la novedad histórica tanto del concepto de
nación como de las formas de unidades políticas ahora llamadas estados-nación. Muchos de
los estados y imperios en la historia gobernaron poblaciones diversas. Ni el personal del
estado ni la población sujeta eran étnicamente homogéneos. Los gobernantes, con
frecuencia, tenían una etnia diferente que la población que gobernaban. Además, "la etnia
compartida entre el gobernante y el gobernado no siempre constituía motivos para el favor
o el apoyo mutuo" (1978: 54). En otras palabras, la etnicidad no era tan importante como lo
es hoy (véase también Breuilly 1993a: 406).

Zubaida recurre al Imperio Otomano para ilustrar sus argumentos. Señala que el
aparato estatal y militar del Imperio Otomano no era exclusivamente turco, incluía varias
etnias del Cáucaso, albaneses y kurdos, y las poblaciones de habla turca no eran favorecidas
sobre las demás. En resumen, "dentro de esta forma de organización política, las unidades
de identidad y solidaridad de ninguna manera eran siempre las de etnia, lengua común,
cultura, etc., sino que variaban y se superponían en diferentes momentos y lugares" (ibid.).
Incluso las guerras y conflictos eran diferentes de los que presenciamos hoy. Las partes
contendientes no eran étnicamente homogéneas; miembros de los mismos grupos étnicos
luchaban entre sí al servicio de diferentes señores. Según Zubaida, los nacionalistas, con el
fin de establecer continuidad histórica, "evaden estos obstáculos o los explican como
manifestaciones de opresiones nacionales pasadas y dispersiones" (ibid.: 55). Breuilly hace
el mismo punto al argumentar que ser alemán en la Alemania del siglo XVIII no tenía el
mismo significado que ser alemán hoy. Hace dos siglos, la germanidad era solo una
identidad entre otras: estamento social, confesión religiosa, y así sucesivamente (1993a:
406).

Otro intento de contrarrestar los argumentos presentados por los perennistas


proviene de Smith (1991a: 45-51). El hecho de que Smith sea un etno-simbolista, por lo
tanto, más sensible a los pasados y culturas étnicas que los modernistas, hace que este
intento sea aún más interesante. Comienza su crítica haciendo la siguiente pregunta:
"¿Había naciones y nacionalismo en la antigüedad?"

Smith intenta responder a esta pregunta observando algunas civilizaciones


premodernas. El antiguo Egipto es su primer punto de referencia. Smith argumenta que si
bien los antiguos egipcios constituían lo que él llama una etnia, es decir, una comunidad
étnica, con un etnocentrismo correspondiente, estaban lejos de ser una nación en el sentido
contemporáneo de la palabra (1991a: 45). Su economía estaba dividida en regiones y
distritos; la producción se dirigía hacia la autosuficiencia, no hacia el comercio
interregional. Legalmente, no existía la idea de ciudadanía, por lo tanto, no había
concepción de derechos y deberes. La educación estaba dividida por clases y lejos de estar
centralizada. Finalmente, si bien existían mitos y recuerdos comunes que diferenciaban a
los egipcios de otros pueblos, estos operaban en gran medida a través de instituciones
religiosas y "no podían compensar el regionalismo que a menudo socavaba la unidad del
estado egipcio" (ibid.: 46). En resumen, es más correcto llamar al antiguo Egipto un estado
étnico que una nación. Smith también argumenta que no es posible hablar de un
nacionalismo egipcio, ya que el nacionalismo se puede definir como una ideología, y un
movimiento, que presupone "un mundo de naciones, cada una con su propio carácter, y una
lealtad primordial a la nación como la única fuente de poder político y la base del orden
mundial" (ibid.: 46-7). Era difícil encontrar tales movimientos incluso en el mundo
medieval, y mucho menos en el antiguo Egipto.

Smith luego se dirige a los antiguos griegos y judíos. En el caso de la antigua


Grecia, Smith señala que la unidad era más cultural que política. De hecho, incluso en el
ámbito cultural, la imagen era más compleja, ya que los rituales religiosos y las formas
artísticas variaban de una ciudad-estado a otra. Entonces, nuevamente, Smith sostiene, es
más apropiado hablar de un etnocentrismo griego. En cuanto a los judíos, se puede sugerir
que mostraban más unidad que los dos ejemplos anteriores. Pero aquí, la religión
complicaba las cosas, ya que había una "casi identidad en el pensamiento y la práctica
judíos de lo que consideramos fenómenos separados, es decir, la comunidad religiosa y la
nación con el mesianismo religioso y el nacionalismo" (ibid.: 48).

Lo que complica aún más las cosas en todos estos casos y en general para cualquier
intento de ver si había naciones y nacionalismo en la antigüedad es la falta de evidencia,
incluso de las pequeñas élites gobernantes (Smith 1991a: 47). En palabras de Connor,

"Una discrepancia tan grande entre autoridades eminentes [sobre la cuestión de


cuándo han surgido las naciones] ha sido posible debido a la casi ausencia de pruebas
concluyentes. El nacionalismo es un fenómeno de masas. El hecho de que los miembros de
la élite gobernante o la intelligentsia manifiesten sentimiento nacional no es suficiente para
establecer que la conciencia nacional ha impregnado los sistemas de valores de las masas.
Y las masas, hasta tiempos recientes, totalmente o semi analfabetas, proporcionaron pocas
pistas sobre su visión de sí mismas como grupo" (1994: 212).

Estas y otras críticas llevaron a una marginación de las versiones extremas del
primordialismo en la literatura sobre el nacionalismo. Algunos estudiosos incluso
sugirieron que el uso sociológico del primordialismo debería ser abandonado por completo
"debido a su falta de respaldo empírico y su pasividad social inherente y
antintelectualismo" (Eller y Coughlan 1993: 200). Obviamente, estas opiniones no son
compartidas por todos. Brass, por ejemplo, aunque critica duramente algunos de los
argumentos presentados por los primordialistas, reconoce que la perspectiva primordialista
es relevante para nuestra comprensión de los grupos étnicos con herencias culturales largas
y ricas (1991: 74). Admite que tales herencias proporcionan un medio eficaz de
movilización política. Del mismo modo, Smith defiende el concepto argumentando que nos
permite comprender el poder duradero y el control de los lazos étnicos (1995: 34).
Sugeriría que la verdadera importancia del concepto radica en otro lugar. El
primordialismo, definido por Geertz y elaborado por Tilley, es decir, en el sentido de redes
de significado tejidas por individuos y las fuertes emociones que estos significados
generan, nos permite explorar cómo se producen y reproducen estos significados y cómo
estos "sistemas de conocimiento se sugieren a sí mismos como 'dados', anteriores al
pensamiento y la acción individuales" (Tilley 1997: 503). El concepto subraya la
importancia de las percepciones y creencias en la orientación de la acción humana. En este
contexto, parece bastante irrazonable seguir la sugerencia de Eller y Coughlan y eliminar el
término del léxico sociológico.

Cualquier librería contendrá una gran cantidad de libros sobre historias nacionales
que enfatizan las raíces primordiales de naciones particulares. Una introducción útil en este
sentido es una colección de ensayos editados por Kedourie (1971). Compilado a partir de
escritos de varios nacionalistas, el libro ilustra muchos de los temas que se repiten en las
narrativas nacionalistas. Para un enfoque sociobiológico del nacionalismo, consulte van den
Berghe (1978). Para el primordialismo cultural, consulte los famosos artículos de Shils
(1957) y Geertz (1993) [1973], capítulo 10. Para una crítica del primordialismo desde un
punto de vista instrumental, consulte a Brass (1991). Una comparación entre el
primordialismo, el instrumentalismo y el constructivismo se proporciona en Tilley (1997).
Para una discusión controvertida sobre Shils y Geertz, consulte a Eller y Coughlan (1993).

El Modernismo

El modernismo surgió como una reacción al primordialismo de las generaciones


anteriores que aceptaban tácitamente las suposiciones básicas de la ideología nacionalista.
Según Smith, el modernismo clásico alcanzó su formulación canónica en la década de
1960, sobre todo en el modelo de "construcción de naciones" que tuvo un gran atractivo en
las ciencias sociales tras el movimiento de descolonización en Asia y África (1998: 3). Esto
fue seguido por una variedad de modelos y teorías, todos los cuales consideraban a las
naciones como construcciones históricamente formadas. Las explicaciones modernistas
pronto se convirtieron en la ortodoxia dominante en el campo. A pesar de las críticas
sostenidas por los etno-simbolistas desde principios de la década de 1980, muchos
académicos todavía hoy suscriben alguna forma de modernismo.
El denominador común de todos estos estudios es la creencia en la modernidad de
las naciones y el nacionalismo. Según esta perspectiva, ambos aparecieron en los dos
últimos siglos, es decir, tras la Revolución Francesa, y son productos de procesos
específicamente modernos como el capitalismo, el industrialismo, el surgimiento del Estado
burocrático, la urbanización y el secularismo (Smith 1994: 377; 1995: 29). De hecho, se
convierten en una necesidad sociológica solo en el mundo moderno: no había lugar para
naciones o nacionalismo en la era premoderna. En resumen, "el nacionalismo surge antes
que las naciones. Las naciones no crean estados y nacionalismos, sino al revés"
(Hobsbawm 1990: 10).

A pesar de esta creencia básica, los modernistas tienen muy poco en común. Todos
ellos enfatizan diferentes factores en sus explicaciones sobre el nacionalismo. Con esto en
mente, me abstendré de tratar a los académicos modernistas como una categoría
'monolítica', y los dividiré en tres categorías en función de los factores clave: económicos,
políticos y socio-culturales, que han identificado. A primera vista, esta clasificación puede
parecer excesivamente simplista; podría argumentarse que ninguno de estos teóricos se
basa en un solo factor en sus explicaciones sobre el nacionalismo. Sin embargo, la mayoría
de las teorías que discutiremos a continuación, independientemente de su grado de
sofisticación, enfatizan un conjunto de factores a expensas de otros. De hecho, esto es lo
que subyace en la principal crítica formulada contra las interpretaciones modernistas, es
decir, la acusación de 'reduccionismo' (Smith 1983; Calhoun 1997). Además, la
clasificación que estoy introduciendo aquí no consiste en categorías 'mutuamente
excluyentes'. Los académicos se clasifican en función del factor que 'priorizan' al explicar
el nacionalismo. Esto no implica que hayan identificado un solo factor en sus teorías, sino
que han otorgado un 'mayor peso' a un conjunto de factores en lugar de otros.

Transformación Económica

Comenzaré mi revisión crítica con académicos neo-marxistas que enfatizan los


factores económicos en sus teorías. A finales de la década de 1960 y la década de 1970, la
perspectiva marxista tradicional comenzó a ser cuestionada con la aparición de
movimientos nacionalistas anticoloniales en muchas partes del Tercer Mundo. La mayoría
de los intelectuales de izquierda simpatizaban con estos movimientos y algunos incluso
estaban activamente involucrados en ellos. Cada vez se reconocía más que la lucha contra
el "neoimperialismo", el "imperialismo económico" o el "capital internacional" era, en
primer lugar, una lucha nacional (Zubaida 1978: 65-6).

Otro desarrollo que llevó a muchos marxistas a 'llegar a un acuerdo' con su credo
fue el reciente 'resurgimiento étnico' en Europa y América del Norte. La proliferación de
movimientos nacionalistas 'fisiparos', basados en apegos aparentemente primordiales que se
pensaba que habían sido olvidados tanto por liberales como por marxistas, amenazaba
ahora la unidad de los estados nacionales establecidos en el mundo occidental (James 1996:
105-7). El marxismo tradicional estaba mal preparado para hacer frente a estos desarrollos.
Fue en este contexto que surgieron intentos de reformar el credo ortodoxo. La nueva
generación de marxistas, que no tenía la intención de 'desmantelar el viejo edificio', en
palabras de James, otorgó un mayor peso al papel de la cultura, la ideología y el lenguaje en
sus análisis (ibid.: 107). La Nueva Izquierda tenía una actitud mucho más ambivalente
hacia el nacionalismo. Probablemente la declaración más importante de esta posición fue
"La Desintegración de Gran Bretaña" de Tom Nairn (1981).

Tom Nairn y 'Desarrollo Desigual'

El intelectual marxista escocés Tom Nairn enseñó ciencias sociales y filosofía en la


Universidad de Birmingham y en el Hornsey College of Art. Fue despedido de este último
en 1968 por participar en las rebeliones estudiantiles del mismo año. Regresó a la vida
académica en 1993-94 y desde entonces ha estado enseñando sobre nacionalismo en la
Universidad de Edimburgo.

Nairn fue fuertemente influenciado por los escritos de Gramsci. Leyó a Gramsci en
1957-58 cuando estudiaba en la Scuola Normale Superiore de Pisa. En 1963, publicó un
análisis gramsciano de la historia de la clase inglesa titulado 'La Nemesi Borghese' en fl
Contemporaneo (Forgacs 1989: 75). Este análisis subyació a una serie de artículos sobre el
estado británico y el movimiento laborista, publicados principalmente en la New Left
Review, cuyo comité editorial se unió en 1962. Junto con ensayos similares de Perry
Anderson, otra figura influyente de la New Left, estos se conocieron como las 'tesis Nairn-
Anderson' y llevaron a un importante debate con Edward Thompson en la década de 1960.
En 1975, publicó una polémica en forma de libro contra la oposición de la izquierda
británica al Mercado Común. Esto fue el preludio de un compromiso a largo plazo con
cuestiones de nacionalismo, que resultó en "La Desintegración de Gran Bretaña: Crisis y
Neo-Nacionalismo" (1981), originalmente publicado en 1977 (Eley y Suny 1996b: 78).

Aunque nunca abandonó el marxismo, Nairn es bastante simpático a las demandas


del Partido Nacional Escocés (SNP, por sus siglas en inglés). Para él, esto refleja 'el dilema
de una identidad nacional insegura' (1981: ...)

Aunque nunca abandonó el marxismo, Nairn es bastante simpático a las demandas


del Partido Nacional Escocés (SNP) . Para él, esto refleja 'el dilema de una identidad
nacional insegura' (1981: 397). Gellner, quien piensa que la teoría de Nairn sobre el
nacionalismo es sustancialmente correcta pero está desconcertado sobre cómo Nairn podría
pensar que su teoría era compatible con el marxismo, interpreta este dilema de una manera
diferente. El pasaje, que refleja el estilo excepcionalmente ingenioso de Gellner, vale la
pena citarlo en su totalidad:

"Los cristianos han pasado por al menos tres etapas: la primera, cuando realmente
creían lo que decían, cuando el mensaje real y su promesa de salvación era lo que los atraía,
y cuando la continuidad histórica con los creyentes anteriores era irrelevante; la segunda,
cuando tuvieron que luchar para mantener su fe frente a razones cada vez más apremiantes
para la incredulidad, y muchos se quedaron en el camino; y la tercera, la de la teología
modernista, cuando la 'creencia' ha adquirido un contenido insignificante (o de escala
deslizante), cuando la afirmación de continuidad con sus predecesores puramente
nominales se convierte en la única recompensa psíquica real y el significado de la adhesión,
y es la doctrina la que se minimiza como irrelevante. Los marxistas parecen condenados a
pasar por las mismas etapas de desarrollo. Cuando lleguen a la tercera etapa (algunos ya lo
han hecho), sus puntos de vista tampoco serán de ningún interés intelectual. Tom Nairn
todavía está en la segunda etapa... Sus luchas con o por la fe todavía son apasionadas,
turbadas y sinceras, lo que le da al libro parte de su interés." (1979: 265-6)
El objetivo declarado de Nairn en "La Desintegración de Gran Bretaña" no es
proporcionar una teoría del nacionalismo, sino presentar 'el esbozo más escueto' de cómo
podría hacerse esto. Comienza con la siguiente afirmación: 'la teoría del nacionalismo
representa el gran fracaso histórico del marxismo' (1981: 329). Este fracaso, que se puede
observar tanto en la teoría como en la práctica política, era inevitable. Además, no fue
peculiar de los marxistas: nadie pudo o lo hizo proporcionar una teoría del nacionalismo en
ese período simplemente porque el momento aún no estaba maduro para ello. Sin embargo,
Nairn mantiene, el nacionalismo se puede entender en términos materialistas. La tarea
principal del teórico es encontrar el marco explicativo adecuado dentro del cual el
nacionalismo pueda ser evaluado adecuadamente.

Según Nairn, las raíces del nacionalismo no deben buscarse en la dinámica interna
de las sociedades individuales, sino en el proceso general de desarrollo histórico desde
finales del siglo XVIII. Así, el único marco explicativo que tiene utilidad es el de 'la
historia mundial' en su conjunto. El nacionalismo, en este sentido, está 'determinado por
ciertas características de la economía política mundial, en la era entre las revoluciones
francesa e industrial y el día de hoy' (1981: 332). Aquí podemos ver que las opiniones de
Nairn sobre el tema han sido fuertemente influenciadas por la 'escuela de dependencia',
especialmente por el trabajo de André Gunder Frank, Samir Amin e Immanuel Wallerstein
sobre el sistema internacional de explotación capitalista (Zubaida 1978: 66).

Por otro lado, los orígenes del nacionalismo no se encuentran en el proceso de


desarrollo de la economía política mundial en sí, en otras palabras, el nacionalismo no es
simplemente una consecuencia inevitable de la industrialización, sino el 'desarrollo
desigual' de la historia desde el siglo XVIII. Durante muchos siglos, se creía que sería
precisamente lo contrario, es decir, que la civilización material se desarrollaría de manera
uniforme y progresiva. Según esta vista, característica del pensamiento de la Ilustración, los
estados de Europa Occidental iniciaron el proceso de desarrollo capitalista y acumularon el
capital necesario para perpetuar este proceso durante mucho tiempo. La idea del 'desarrollo
uniforme' sostenía que 'este avance podría seguirse fácilmente y que las instituciones
responsables de ello podrían ser copiadas, por lo que la periferia, el campo del mundo,
alcanzaría a los líderes en su debido momento' (Nairn 1981: 337). Pero la historia no se
desarrolló como esperaban los filósofos occidentales. El desarrollo capitalista no se
experimentó 'de manera uniforme'.

En cambio, el impacto de los países líderes se experimentó como dominación e


invasión. Esto fue de alguna manera inevitable porque la brecha entre el núcleo y la
periferia era demasiado grande y 'las nuevas fuerzas de desarrollo no estaban en manos de
una élite benéfica e interesada en el avance de la Humanidad' (ibid.: 338). Los pueblos de
los países atrasados aprendieron rápidamente que '[e]l progreso en abstracto significaba
dominación en lo concreto, por poderes que no podían evitar percibir como extranjeros o
alienígenas'. Sin embargo, las expectativas populares no fueron frustradas por el
reconocimiento de este hecho. Dado que estas expectativas siempre estaban por delante del
progreso material en sí, 'las élites periféricas no tuvieron más opción que tratar de satisfacer
estas demandas tomando las riendas'. Para Nairn, 'tomar las riendas' denota gran parte del
contenido del nacionalismo. Las élites tuvieron que persuadir a las masas para que tomaran
el atajo. Tuvieron que cuestionar la forma concreta que asumió el progreso a medida que se
embarcaban en su propio progreso. Querían fábricas, escuelas y parlamentos, así que
tuvieron que copiar a los líderes de alguna manera; pero tenían que hacerlo de una manera
que rechazara la intervención directa de estos países. 'Esto significaba la formación
consciente de una comunidad militante e interclasista, fuertemente (aunque de manera
mítica) consciente de su propia identidad separada frente a las fuerzas exteriores de
dominación' (ibid.: 340). No había otra manera de hacerlo. 'La movilización tenía que ser
en términos de lo que existía; y todo el punto del dilema era que no había nada allí'. O más
exactamente, solo había gente con su lengua, folklore, color de piel y demás. En estas
circunstancias, 'la nueva intelligentsia de clase media del nacionalismo tuvo que invitar a
las masas a la historia; y la tarjeta de invitación tenía que estar escrita en un lenguaje que
entendieran' (ibid.).

En resumen, el costo sociohistórico de la rápida implantación del capitalismo en la


sociedad mundial fue el 'nacionalismo'. Sin embargo, eso no era toda la historia. Por
supuesto, era posible terminar la historia aquí y deducir de todo esto una teoría del
anticolonialismo en la que el nacionalismo podría verse bajo una luz moral positiva, es
decir, como la fuerza motriz de las luchas periféricas contra las fuerzas imperialistas de
Occidente. Pero la historia era dialéctica. El proceso no terminó con la aparición del
nacionalismo en los países periféricos bajo el impacto del desarrollo desigual; una vez que
tuvo éxito, el nacionalismo reaccionó en los países centrales y ellos también cayeron bajo
su hechizo. Estos países no inventaron el nacionalismo; no necesitaban hacerlo porque
estaban al frente y 'poseían las cosas que realmente importan en el nacionalismo' (ibid.:
344). Pero una vez que el estado-nación se había transformado en una norma convincente, o
el 'nuevo clima de la política mundial', los países centrales estaban destinados a convertirse
en nacionalistas. En resumen, '"el desarrollo desigual" no es solo la historia de mala suerte
de los países pobres' (ibid.). Los 'miembros fundadores' y los 'recién llegados' se forzaban
mutuamente a cambiar continuamente. A largo plazo, el nacionalismo en el área central era
tan inevitable como el nacionalismo en la periferia.

Esta imagen, sostiene Nairn, muestra claramente que no es significativo hacer una
distinción entre nacionalismos 'buenos' y 'malos'. Todos los nacionalismos contienen las
semillas tanto del progreso como del retroceso. De hecho, esta ambigüedad es su razón de
ser histórica:

"Es a través del nacionalismo que las sociedades intentan impulsarse hacia ciertos
objetivos (industrialización, prosperidad, igualdad con otros pueblos, etc.) a través de un
cierto tipo de regresión, mirando hacia adentro, recurriendo más profundamente a sus
recursos indígenas, resucitando héroes folclóricos del pasado y mitos sobre sí mismos, y así
sucesivamente" (ibid .: 348).

Se sigue que la sustancia del nacionalismo es siempre moral y políticamente


ambigua. En este sentido, el nacionalismo puede ser representado como el antiguo dios
romano Jano, que se encontraba sobre las puertas con una cara mirando hacia adelante y
otra hacia atrás. El nacionalismo se encuentra sobre el paso hacia la modernidad: "A
medida que la humanidad se ve forzada a través de su estrecha puerta, debe mirar
desesperadamente hacia el pasado para reunir fuerza donde pueda encontrarse para la
prueba del 'desarrollo'" (ibid .: 349).
El mayor fracaso del marxismo ortodoxo fue la convicción de que la clase siempre
es más importante en la historia que las diferencias nacionales. Pero, Nairn afirma, la
propagación desigual e imperialista del capitalismo se aseguró de que la contradicción
fundamental no fuera la lucha de clases, sino la de la nacionalidad: "A medida que el
capitalismo se expandía y destruía las antiguas formaciones sociales que lo rodeaban, estas
siempre tendían a desmoronarse a lo largo de las líneas de falla contenidas en su interior. Es
una cuestión de verdad elemental que estas líneas de fisura casi siempre eran líneas de
nacionalidad" (Nairn 1981: 353).

Ahora era el momento adecuado para la formulación de una teoría marxista del
nacionalismo. El marxismo debía deshacerse de sus fundamentos iluministas y convertirse
en una "auténtica teoría mundial", es decir, una teoría que se enfoca en el desarrollo social
de todo el mundo. El "enigma del nacionalismo" había mostrado la naturaleza eurocéntrica
del marxismo. Sin embargo, no pudo ver, ni superar, estas limitaciones teóricas hasta que
no hubieran sido socavadas en la práctica. Los eventos de las décadas de 1960 y 1970
fueron cruciales en ese sentido, ya que permitieron que el marxismo llegara a un acuerdo
con sus propios fracasos. Finalmente, fue posible separar lo duradero, el "materialismo
histórico científico", de la ideología, "el grano de la cáscara representada por la derrota de
la filosofía occidental" (ibíd.: 363).

Estos fueron los argumentos básicos de Nairn, tal como se expresaron en "The
Break-up of Britain". Nairn persevera en la dirección general de este relato en sus escritos
posteriores, desarrollando, sin embargo, una actitud mucho más simpática hacia el
"primordialismo" (1997, 1998). Ahora pasemos a las principales críticas planteadas contra
la teoría de Nairn. Estas se pueden resumir de la siguiente manera: la teoría de Nairn no se
ajusta a los hechos; perpetúa la distinción marxista clásica entre naciones "históricas" y "sin
historia"; es "esencialista"; no proporciona una explicación adecuada de los orígenes de las
naciones y el nacionalismo; es "reduccionista"; finalmente, pretende que los nacionalismos
siempre tienen éxito.

La Teoría de Nairn No Se Ajusta a los Hechos


Breuilly argumenta que la teoría de Nairn, aunque plausible en abstracto, no se
ajusta a los hechos. Sostiene que Nairn invierte la secuencia real de eventos al ubicar los
orígenes del nacionalismo en los países menos desarrollados. Para Breuilly, el nacionalismo
se origina en Europa antes de la creación de imperios coloniales en áreas ultramarinas. Por
lo tanto, los nacionalismos anticoloniales, que pueden verse como una reacción al
imperialismo, son posteriores a los nacionalismos europeos. Además, no es posible explicar
los primeros movimientos nacionalistas en términos de explotación económica o atraso.
Breuilly cita el ejemplo del nacionalismo magiar en el Imperio Habsburgo para respaldar
esta afirmación. Señala que los magiares, que desarrollaron el primer movimiento
nacionalista fuerte en el Imperio Habsburgo, no eran un grupo atrasado o explotado; por el
contrario, tenían varios privilegios. Breuilly argumenta que el nacionalismo magiar fue una
reacción al control opresivo ejercido por Viena. También hubo otros movimientos
nacionalistas, especialmente entre los grupos no magiares explotados por los magiares,
pero, insiste Breuilly, esto fue un desarrollo posterior (1993a: 412-3). Del mismo modo,
Smith argumenta que ubicar los orígenes del nacionalismo en la periferia constituye un
error histórico, ya que los primeros sentimientos y movimientos nacionalistas ocurrieron en
las áreas "centrales" de Inglaterra, Francia, Holanda, España, etc. (1983: xvii). Orridge
multiplica el número de ejemplos. Señala que Cataluña y el País Vasco, donde existen
fuertes movimientos nacionalistas, eran y son las regiones más desarrolladas de España.
Del mismo modo, Bohemia, "el corazón del nacionalismo checo del siglo XIX" en palabras
de Orridge, era la parte más desarrollada del Imperio Habsburgo. Finalmente, Bélgica
estaba altamente industrializada en el momento en que se separó de los Países Bajos en la
década de 1830 (Orridge 198lb: 181-2). Como recuerda Orridge, Nairn trata de evitar estas
críticas argumentando que el "desarrollo desigual" a veces puede operar en sentido
contrario y producir periferias altamente desarrolladas dentro de estados atrasados. Sin
embargo, Orridge señala que también existen "instancias de nacionalismo que no van
acompañadas de grandes diferencias en el nivel de desarrollo en relación con su entorno"
(ibid.: 182). Así, no hubo una diferencia significativa, en lo que respecta a su nivel de
desarrollo, entre Noruega y Suecia o Finlandia y Rusia, cuando los países más pequeños
desarrollaron sus nacionalismos. Del mismo modo, cuando las naciones balcánicas ganaron
su independencia a lo largo del siglo XIX, no eran más desarrolladas ni más atrasadas que
la región central del Imperio Otomano. Orridge mantiene que es más difícil acomodar estos
casos dentro de la teoría de Nairn (ibid.).

Una dificultad adicional con la explicación de Nairn es que existen casos de


"desarrollo desigual" sin movimientos nacionalistas fuertes. Orridge se pregunta por qué no
existe un equivalente a los nacionalismos de Escocia y Gales en el norte de Inglaterra o el
sur de Italia (ibid.). Breuilly va un paso más allá y argumenta que es difícil correlacionar la
fuerza e intensidad de un movimiento nacionalista con el grado de explotación económica y
el atraso. Señala que los nacionalismos a menudo se han desarrollado más rápido en las
áreas menos explotadas o atrasadas y que no hubo movimientos nacionalistas significativos
en áreas donde tenía lugar la forma más cruda de explotación (1993a: 413).

Nairn Perpetúa la Distinción Clásica Marxista entre Naciones "Históricas" y "Sin


Historia"

Nairn tiende a tratar la formación original de las naciones "históricas" como un


hecho histórico dado (James 1996: 111). En otras palabras, no cuestiona los orígenes de las
'naciones centrales'; simplemente señala que deben sus nacionalismos a un proceso
dialéctico en el que los nacionalismos periféricos reaccionan sobre ellos, forzándolos a
convertirse en nacionalistas. Permanece en silencio sobre cómo estas naciones llegaron a
existir en primer lugar. Esta tendencia se manifiesta claramente en su actitud hacia Escocia,
su 'patria'. Como señala Benedict Anderson, otro escritor de New Left Review, Nairn trata a
su 'Escocia' como un dato primordial no problemático (1991: 89). Pero Escocia presenta
una anomalía para la teoría de Nairn porque el nacionalismo escocés se desarrolla en una
fecha relativamente posterior (Tiryakian 1995: 221). Nairn explica esto señalando que
Escocia había sido incorporada al estado británico antes del gran período de
industrialización. Por lo tanto, no experimentó explotación económica hasta hace muy poco
(Nairn 1974).

La Teoría de Nairn es 'Esencialista'

La tendencia de Nairn a tratar la existencia de las naciones 'históricas' como un


hecho dado nos lleva a la tercera crítica formulada contra su teoría, a saber, la del
esencialismo. Zubaida pregunta acertadamente cómo, sin asumir la existencia de naciones
esenciales, podría 'la nacionalidad' constituir las 'líneas de falla' contenidas dentro de las
antiguas formaciones sociales (1978: 69; ver la cita relevante de Nairn arriba). Nairn parece
confirmar esta observación cuando afirma que Inglaterra era 'un país de antigua y estable
nacionalidad' (1981: 262) o que 'el nacionalismo, a diferencia de la nacionalidad o la
variedad étnica, no puede considerarse un fenómeno "natural"' ( ibid.: 99, énfasis añadido).
Claramente, entonces, la nacionalidad o la variedad étnica son fenómenos 'naturales' para
Nairn.

Basándose en estos ejemplos, Zubaida argumenta que Nairn cae en las suposiciones
fundamentales del discurso nacionalista. Nairn considera a las naciones como "super-
sujetos históricos" que "movilizan", "aspiran" y "se impulsan hacia adelante", entre otras
cosas. Sin embargo, Zubaida señala que debe existir una manera de determinar
sistemáticamente "una nación" para que las líneas de falla sean consideradas como las de la
nacionalidad (1978: 69). MacLaughlin se une a Zubaida al argumentar que Nairn otorga un
grado mayor de agencia histórica y poder explicativo a factores como la etnicidad y la
ideología nacionalista de lo que parecería estar justificado por la evidencia (1987: 14).

Este punto lleva a Orridge a cuestionar la relación entre el "desarrollo desigual" y


las identidades étnicas preexistentes. Plantea la siguiente pregunta: "¿El desarrollo desigual
por sí solo crea el sentido de separación o necesita un fuerte sentido de distinción
preexistente para funcionar?" (198lb: 188). Orridge sostiene que Nairn no es muy claro en
este punto y argumenta que ninguna nacionalidad europea moderna se ha distinguido de su
entorno únicamente por el desarrollo desigual. Según Orridge, el desarrollo desigual debe ir
acompañado de otras características distintivas, como la religión o el idioma, para que el
descontento tome la forma de nacionalismo. Esto también puede explicar por qué no
existen movimientos nacionalistas en el norte de Inglaterra o el sur de Italia (ibid.: 188-9).
Esta crítica etno-simbolista (primordialista) también es expresada por Llobera, quien
argumenta que los efectos del capitalismo se sintieron en un momento en que las
identidades nacionales ya existían (1994: 215).

En sus escritos recientes, Nairn se acerca más al "esencialismo". Él enfatiza la


necesidad de un nuevo paradigma que combine la sociología y la biología para estudiar el
nacionalismo y aboga por un enfoque de "ciencia de la vida" que vincule la biología, el
parentesco, los estados nacionales políticos y la nacionalidad resurgente. Además, afirma
que "el tipo de reconfiguración que caracteriza al nacionalismo moderno no es una creación
ex nihilo, sino una reformulación limitada por parámetros determinados del pasado" (1997:
13; 1998: 121). Estos escritos indican que Nairn no ha avanzado significativamente en
alejarse de las perspectivas esenciales, lo que plantea preguntas sobre su alineación con el
nacionalismo escocés en lugar del marxismo.

Según Orridge, la teoría de Nairn explica por qué debería haber una diferencia en el
desarrollo entre las áreas centrales y periféricas y por qué aquellos en la periferia deberían
oponerse a este estado de cosas, pero no explica por qué esta reacción toma la forma de
nacionalismo. Las élites periféricas bien podrían optar por reformar sus instituciones
tradicionales en lugar de crear nuevas. Orridge argumenta que el nacionalismo no es
simplemente una reacción contra la sumisión y la superioridad: "es un intento de construir
un tipo particular de orden político y tiene su propio contenido subjetivo" (198lb: 183).
Para él, lo que subyace a este fallo es la ausencia de una teoría del Estado-nación en los
escritos de Nairn. Obviamente, puede que no sea necesario que una teoría del nacionalismo
explique el surgimiento de los Estados-nación, pero seguramente debe explicar "por qué,
una vez existente, esta forma de organización política ha resultado tan atractiva" (ibid.:
184).

En resumen, el desarrollo desigual puede indicarnos que el mundo está dividido en


unidades más pequeñas, pero no explica por qué estas unidades toman la forma de Estados-
nación.

La Teoría de Nairn es 'Reduccionista'

Una objeción común planteada contra todas las teorías neo-marxistas y la mayoría
de las teorías modernistas del nacionalismo se refiere a su "reduccionismo". En el corazón
de esta objeción yace la creencia de que el nacionalismo es demasiado complejo para ser
explicado en términos de un solo factor. Así, Smith argumenta que la fórmula de Nairn es
demasiado simple y rudimentaria para abarcar la variedad y el momento de los
nacionalismos. Además, "no podemos simplemente reducir los 'sentimientos' étnicos a
'verdaderos' intereses de clase, si solo porque los sentimientos son igualmente 'reales' y el
nacionalismo involucra mucho más que sentimientos" (1983: xvii-xviii; véase también
Orridge 198lb: 190).

Los Nacionalismos de Nairn Siempre Tienen Éxito

Esta crítica proviene de Zubaida. En la narración de Nairn, las masas siempre son
movilizadas por el nacionalismo, ya que les ofrece "algo real e importante, algo que la
conciencia de clase nunca podría haber proporcionado" (1981: 22). Para Zubaida, esto
constituye otro aspecto de la participación de Nairn en los mitos nacionalistas. Zubaida
argumenta que los movimientos nacionalistas son altamente variables en cuanto a sus
contenidos y objetivos. La naturaleza de la relación entre los líderes nacionalistas y el
apoyo de masas no puede ser asumida, sino que debe mostrarse en relación con cada caso
particular (1978: 69-70).

El libro de Michael Hechter, "Internal Colonialism: The Celtic Fringe in British


National Development, 1536-1966" (1975), fue otra contribución influyente a la creciente
literatura sobre nacionalismo desde el campo neo-marxista. El libro de Hechter fue
particularmente importante en dos aspectos. En primer lugar, introdujo el concepto de
'colonialismo interno' de Lenin en el estudio del nacionalismo. Antes de eso, el concepto se
utilizaba en otros contextos, especialmente por Gramsci para discutir el Mezzogiorno
italiano y, más recientemente, por sociólogos latinoamericanos para describir las regiones
amerindias de sus sociedades (Hechter 1975: 9). En segundo lugar, a diferencia de muchos
de sus predecesores, Hechter hizo un uso sostenido de datos cuantitativos y análisis
estadístico multivariado para respaldar su tesis. El libro dio lugar a una variedad de estudios
en ambos lados del Atlántico que lo desafiaron o siguieron sus pasos (Tiryakian 1985: 6).
Hechter posteriormente revisó sus suposiciones originales en respuesta a las críticas que
cuestionaban la adecuación factual de su teoría (1985). Más recientemente, adoptó un
análisis de 'elección racional' de las fortunas cambiantes de los partidos políticos
etnoregionales, lo que a su vez lo llevó "a plantear preguntas microsociológicas sobre la
naturaleza de la solidaridad de grupo" (Tiryakian 1985: 6; Hechter y Levi 1979). Hechter
actualmente enseña sociología en la Universidad de Arizona.

El punto de partida de Hechter fueron los problemas de conflicto étnico y


asimilación que preocuparon a la política estadounidense desde la década de 1960. En
términos generales, existían dos formas alternativas de resolver estos problemas en la
literatura académica sobre relaciones intergrupales: el "asimilacionismo" y el
"nacionalismo". Hechter señala que la mayoría de los académicos respaldaban la posición
asimilacionista en ese momento. En resumen, los asimilacionistas sostenían que las
minorías étnicas/raciales eran pobres y frustradas porque estaban aisladas de la cultura
nacional. Las normas y valores de las comunidades gheto eran disfuncionales en la
sociedad más amplia. Esto implicaba una solución: si los gobiernos invertían los recursos
necesarios para educar y socializar a los niños del ghetto, entonces los problemas de mal
ajuste y la llamada "cultura de la pobreza" cesarían (1975: xiv-xv).

Según Hechter, una perspectiva asimilacionista subyace en un modelo particular de


desarrollo nacional. Él llama a esto el 'modelo de difusión del desarrollo'. Este modelo
identifica tres etapas en el proceso de desarrollo nacional. La primera etapa es preindustrial.
En esta etapa, no hay relación entre el núcleo y la periferia: existen virtualmente aislados
entre sí. Además, existen diferencias fundamentales en sus instituciones económicas,
culturales y políticas. El aumento del contacto entre el núcleo y las regiones periféricas
lleva a la segunda etapa del desarrollo nacional. La segunda etapa generalmente se asociaba
con el proceso de industrialización. 'Por lo general, la visión difusionista sostiene que de la
interacción surgirá la similitud' (1975: 7). Se creía que las instituciones del núcleo en
desarrollo, con el tiempo, 'se difundirán' en la periferia. Las formas culturales de la
periferia, que evolucionaron en completo aislamiento del resto del mundo, se renovarán o,
en palabras de Hechter, se 'actualizarán' como resultado del aumento del contacto con el
núcleo modernizador. Es cierto que la gran desorganización social causada por la
industrialización y la expansión de la interacción regional podría llevar inicialmente a un
mayor sentido de separación cultural en la periferia, induciendo a aquellos que sufren este
proceso de cambio rápido a aferrarse a sus patrones culturales familiares. Sin embargo, este
'comportamiento tradicional' es temporal: tenderá a disminuir a medida que la
industrialización promueva el bienestar general y reduzca las diferencias regionales
iniciales. El modelo postula que, a largo plazo, las regiones del núcleo y la periferia se
volverán culturalmente homogéneas, ya que las bases económicas, políticas y culturales de
las diferenciaciones étnicas desaparecerán. En la tercera y última etapa, la riqueza regional
se igualará; las diferencias culturales ya no tendrán un significado social; y los procesos
políticos se llevarán a cabo dentro de un marco de partidos nacionales (ibid.: 7-8).

Hechter argumenta que este es un modelo 'demasiado optimista' de cambio social.


Para él, el modelo que parece ser más realista es lo que él llama el 'modelo de colonización
interna'. Este modelo sostiene que surgirá una relación completamente diferente del
aumento del contacto entre el núcleo y la periferia. El núcleo dominará políticamente a la
periferia y la explotará económicamente. Con la excepción de un pequeño número de casos,
la industrialización y el aumento del contacto regional no conducirán al desarrollo nacional
(ibid.: 8-9).

Las principales suposiciones de este modelo se pueden resumir de la siguiente


manera. La ola desigual de modernización sobre los territorios estatales crea dos tipos de
grupos: grupos 'avanzados' y 'menos avanzados'. Como resultado de esta ventaja inicial
fortuita, los recursos y el poder se distribuyen de manera desigual entre los dos grupos. El
grupo más poderoso, o el núcleo, intenta 'estabilizar y monopolizar sus ventajas a través de
políticas destinadas a la institucionalización del sistema de estratificación existente' (ibid.:
9). La economía del núcleo se caracteriza por una estructura industrial diversificada,
mientras que la economía periférica es dependiente y complementaria a la del núcleo:

La industrialización periférica, si ocurre, es altamente especializada y orientada a la


exportación. La economía periférica, por lo tanto, es relativamente sensible a las
fluctuaciones de precios en el mercado internacional. Las decisiones sobre inversión,
crédito y salarios tienden a tomarse en el núcleo. Como consecuencia de la dependencia
económica, la riqueza en la periferia se rezaga detrás del núcleo. (Ibid.: 9-10)
Por otro lado, el grupo avanzado regula la asignación de roles sociales de tal manera
que los roles más prestigiosos se reservan para sus miembros. Por el contrario, a los
miembros del grupo menos avanzado se les niega el acceso a estos roles. Hechter llama a
este sistema de estratificación la 'división cultural del trabajo'. Este sistema puede ser
impuesto de facto, cuando el estado interviene activamente para negar ciertos roles a los
miembros de la colectividad desfavorecida. Alternativamente, puede ser preservado de iure,
a través de políticas discriminatorias, es decir, proporcionando un acceso diferencial a las
instituciones que confieren estatus en la sociedad, como instituciones educativas, religiosas
o militares (ibid.: 39-40). La división cultural del trabajo lleva a que los individuos se
identifiquen con sus grupos y contribuye al desarrollo de una identificación étnica
distintiva. 'Los actores sociales llegan a definirse a sí mismos y a otros según el rango de
roles que se espera que cada uno desempeñe. Son ayudados en esta categorización por la
presencia de signos visibles' (ibid.: 9). Tales signos visibles aumentan la solidaridad del
grupo y los unen en torno a una cierta comunidad de definiciones.

Basándose en el marxismo, Hechter identifica dos condiciones adicionales para el


surgimiento de la solidaridad de grupo. Primero, debe haber desigualdades económicas
sustanciales entre individuos de tal manera que estos individuos puedan llegar a ver esta
desigualdad como parte de un patrón de opresión colectiva. Pero esto por sí solo no es
suficiente para el desarrollo de la solidaridad colectiva, ya que también debe haber 'una
conciencia social acompañante y una definición de la situación como injusta e ilegítima', de
ahí la segunda condición: debe existir una comunicación adecuada entre los miembros del
grupo oprimido (ibid.: 42). Estas observaciones generales se pueden resumir en tres
proposiciones:

Cuanto mayores sean las desigualdades económicas entre colectividades, mayor


será la probabilidad de que la colectividad menos favorecida tenga solidaridad de estatus y,
por lo tanto, resistirá la integración política.

Cuanto mayor sea la frecuencia de la comunicación intra-colectividad, mayor será la


solidaridad de estatus de la colectividad periférica.
Cuanto mayores sean las diferencias intergrupales de cultura, especialmente en lo
que respecta a la identificabilidad, mayor será la probabilidad de que la colectividad
periférica culturalmente distinta tenga solidaridad de estatus (¡ibid.: 43).

En resumen, cuando las diferencias culturales objetivas se superponen a las


desigualdades económicas, lo que lleva a una división cultural del trabajo, y cuando existe
un grado adecuado de comunicación intra-grupo, se minimizan las posibilidades de una
integración política exitosa de la colectividad periférica en la sociedad nacional (ibid.). Los
miembros del grupo desfavorecido pueden comenzar a afirmar que su cultura es igual o
superior a la del grupo favorecido, reclamar la separación de su nación y buscar la
independencia (ibid.: 10).

La imagen dibujada por el modelo de colonialismo interno es en muchos aspectos


similar a la de la situación colonial en el extranjero. La economía periférica/colonial se ve
forzada a un desarrollo complementario al del núcleo/metrópoli y, por lo tanto, se vuelve
dependiente de los mercados internacionales. El movimiento de mano de obra en la
periferia/colonia está determinado por las decisiones tomadas en el núcleo/metrópoli. Esta
dependencia económica se refuerza a través de medidas políticas y militares. Existe un
menor nivel de vida en la periferia/colonia y un sentido más fuerte de privación. La
discriminación basada en el idioma, la religión u otras formas culturales es una rutina y
ocurre a diario (ibid.: 31-4).

Hechter sostiene que el modelo de colonialismo interno proporciona una


explicación mucho más adecuada del proceso de desarrollo nacional que el modelo de
difusión. Explica la persistencia del atraso en medio de la sociedad industrial y la
volatilidad de la integración política. Además, al vincular las diferencias económicas y
ocupacionales entre grupos con sus diferencias culturales, sugiere una explicación para la
resistencia de las culturas periféricas (ibid.: 34).

El modelo de colonialismo interno desarrollado por Hechter ha sido objeto de varias


críticas, algunas de las cuales se revisarán a continuación (Page 1978; Brand 1985; Kellas
1991). La objeción más importante a la teoría se refería a su (in)adecuación factual: ciertos
casos parecían no ajustarse al modelo. En particular, Escocia constituía una verdadera
anomalía para la explicación de Hechter, ya que los escoceses no parecían relegados a
posiciones sociales inferiores en Gran Bretaña y Escocia había estado industrializada al
igual que Gran Bretaña desde el siglo XVIII en adelante (Kellas 1991: 40). A la luz de estas
críticas, Hechter realizó una importante enmienda a su teoría (1985).

La inspiración para la enmienda vino de los judíos estadounidenses. Como se


recordará, Hechter argumentó en su teoría original que las desigualdades económicas
aumentan la solidaridad de grupo. Por otro lado, los judíos en Estados Unidos también
tenían una alta solidaridad, pero "en ningún sentido se les podía considerar materialmente
desfavorecidos" (1985: 21). Hechter explica esta anomalía señalando el alto grado de
"especialización ocupacional" entre los judíos. La agrupación de los judíos en nichos
ocupacionales específicos contribuyó a la solidaridad del grupo al promover la igualdad de
estatus y una comunidad de intereses económicos dentro de los límites del grupo.
Basándose en esta observación, Hechter concluye que la división cultural del trabajo tenía
al menos dos dimensiones separadas e independientes: "una dimensión jerárquica, en la que
los diversos grupos estaban distribuidos verticalmente en la estructura ocupacional, y una
segmentación, en la que los grupos estaban especializados ocupacionalmente en cualquier
nivel de la estructura" (ibid.: 21).

Hechter sostiene que esta segunda dimensión nos permite entender el caso escocés.
Escocia no experimentó un colonialismo interno en gran medida, sino que en su lugar tenía
un alto nivel de "autonomía institucional". Según el Acta de Unión firmada en 1707 entre
Inglaterra y Escocia, esta última tenía el derecho de establecer sus propias instituciones
educativas, legales y eclesiásticas. Hechter argumenta que esta autonomía institucional creó
una base potencial para el desarrollo de una "división cultural segmentada" del trabajo. Los
escoceses se agrupaban en los nichos ocupacionales específicos creados por la autonomía
institucional de Escocia. Lejos de ser discriminados por su distinción cultural, a menudo
debían sus trabajos mismos a la existencia de esta distinción. Además, estos trabajos no
eran menos prestigiosos que los que se encontraban en Inglaterra. La existencia de estas
instituciones ayudó a aquellos en la periferia a identificarse con su cultura y proporcionó un
fuerte incentivo para la reproducción de esta cultura a lo largo de la historia (ibid.: 21-2).
El modelo de "colonialismo interno" desarrollado por Hechter ha sido objeto de
diversas críticas, y algunas de ellas se mencionarán a continuación (Page 1978; Brand
1985; Kellas 1991). La objeción más importante a la teoría se refiere a su (in)adecuación
factual y a su reduccionismo.

El modelo de 'Colonialismo Interno' de Hechter no se Ajusta a los Hechos

Los ejemplos más evidentes son Cataluña y Escocia. Cataluña nunca ha sido una
colonia interna. Por el contrario, era, y sigue siendo, la economía regional más fuerte de
España. Brand señala que Cataluña fue la única economía industrial en España cuando el
nacionalismo adquirió apoyo masivo, "segunda solo después de Gran Bretaña en su
capacidad productiva y superioridad técnica en la industria textil" (1985: 277). Escocia, por
otro lado, fue un caso de "sobre-desarrollo": "los escoceses habían sido innovadores en el
contexto británico durante mucho tiempo, en educación, finanzas, tecnología, y las ciencias
físicas y sociales" (Hechter 1985: 20). Ya hemos discutido el intento de Hechter de
enmendar su teoría al agregar una segunda dimensión a la división cultural del trabajo, a
saber, la dimensión 'segmentada', mediante la cual los miembros de los grupos
desfavorecidos se agrupan en nichos ocupacionales específicos. En el caso escocés, esta
división segmentada del trabajo opera a través del mecanismo de "autonomía institucional":
los escoceses, al encontrar empleo en instituciones específicamente escocesas,
desarrollaron un mayor grado de solidaridad de grupo de lo que preveía la teoría original.

Sin embargo, esta enmienda no salva la teoría de Hechter. Brand argumenta que la
versión inicial estaba vinculada a un modelo marxista más amplio de la sociedad. Pero la
nueva versión no guarda relación alguna con la teoría original propuesta por Lenin. Por lo
tanto, Brand concluye que "no tiene sentido llamar a esto 'colonialismo interno'" (1985:
279). Más importante aún, las condiciones de segmentación, citadas específicamente para
lidiar con casos excepcionales como Escocia o Cataluña, no existían en estos países.

En primer lugar, la proporción de escoceses que trabajaban en las instituciones


creadas por el Tratado de Unión de 1707 era muy pequeña. En segundo lugar, "incluso si
permitimos que su centralidad supere su pequeño tamaño, hay muy poca evidencia de que
fueran importantes en las primeras organizaciones regionalistas y nacionalistas" (Brand
1985: 281). Brand señala que estas instituciones específicamente escocesas no han sido
simpatizantes del nacionalismo. Por ejemplo, la Iglesia de Escocia comenzó a apoyar el
Autogobierno después de la Segunda Guerra Mundial y para entonces, era una fuerza que
disminuía rápidamente en la sociedad escocesa. Finalmente, un número considerable de
escoceses trabajaba en los servicios coloniales y administrativos del Imperio Británico
(Smith 1983: xvi). El caso de Cataluña tampoco era más prometedor. Como se mencionó
anteriormente, Cataluña era una región altamente industrializada. Sin embargo, "los
trabajadores industriales de Cataluña, especialmente los de Barcelona, eran los más difíciles
de reclutar para la causa catalana" (Brand 1985: 282). Por otro lado, Brand señala que el
desglose ocupacional de la población en Escocia no tiene la característica que Hechter
identificó entre los judíos estadounidenses. Una gran proporción de escoceses se dedicaba a
la agricultura. Para que la agrupación ocupacional produzca una mayor solidaridad de
grupo, debe haber suficiente comunicación entre los miembros del grupo en cuestión. Sin
embargo, de todas las ocupaciones, los trabajadores agrícolas son los más difíciles de
organizar. Brand sostiene que gran parte de esto se debe a la mera geografía, ya que se
puede contactar a doscientos hombres en una fábrica en media hora, mientras que esto
puede llevar tres semanas en el campo (1985: 280). Pero el meollo del asunto radica en otro
lugar. Se puede conceder que las personas concentradas en ocupaciones particulares se
reunirán regularmente y compartirán opiniones. A partir de esta interacción, probablemente
surgirá un punto de vista. Sin embargo, "esto no responde a la pregunta de por qué debería
surgir específicamente un punto de vista nacionalista" (Brand 1985: 282).

El modelo de Hechter es reduccionista

A pesar de la enmienda al modelo anterior, la teoría de Hechter continúa explicando


las divisiones culturales y los sentimientos étnicos por puras características económicas y
espaciales. Dicho enfoque reduce el nacionalismo a un descontento causado por las
desigualdades económicas regionales y la explotación. Solo tenemos que considerar los
casos de resurgimiento étnico entre los armenios dispersos, judíos, negros y gitanos para
darnos cuenta de la superficialidad de esta visión. Según Smith, la explotación económica
solo puede exacerbar un sentido preexistente de agravio étnico (1983: xvi; cf. Orridge
198lb: 188-9).
Además, Smith sostiene que explicar el nacionalismo mediante un solo factor, es
decir, el "colonialismo interno", limita inevitablemente la utilidad del modelo. Como tal, el
modelo no puede explicar por qué ha habido casos de resurgimiento nacional en áreas
donde el impacto del capitalismo, y mucho menos de la industrialización, ha sido mínimo
(eritreos); por qué ha habido un largo intervalo de tiempo entre el inicio de la
industrialización y el resurgimiento nacionalista dentro de los estados occidentales; y por
qué no ha habido un resurgimiento étnico o un fuerte movimiento nacionalista en áreas
económicamente atrasadas como el norte de Inglaterra o el sur de Italia (1983: xvi).

Transformación Política

Otra variante del modernismo ha sido propuesta por académicos que se centran en
las transformaciones en la naturaleza de la política, como el surgimiento del estado
burocrático moderno o la extensión del sufragio, para explicar el nacionalismo. Aquí,
discutiré las contribuciones de tres académicos que adoptaron este enfoque, a saber, John
Breuilly, Paul R. Brass y Eric J. Hobsbawm. Dado que las críticas dirigidas contra estas
teorías tienden a converger en una serie de supuestos compartidos por los tres académicos,
los revisaré al final de la sección.

John Breuilly y el Nacionalismo como Forma de Política

"Nationalism and the State" de John Breuilly se ha establecido como una de las
obras clave sobre el nacionalismo desde su publicación inicial en 1982. El extenso estudio
histórico de Breuilly difiere de los estudios históricos de períodos anteriores, que eran
principalmente narraciones cronológicas de nacionalismos particulares, por su insistencia
en combinar perspectivas históricas con análisis teóricos. A través del análisis comparativo
de una amplia variedad de ejemplos, Breuilly introduce una nueva concepción del
nacionalismo, a saber, el nacionalismo como una forma de política, y construye una
tipología original de movimientos nacionalistas. La amplitud de su libro (revisa más de 30
casos individuales de nacionalismo de diferentes continentes y períodos históricos) incluso
es apreciada por críticos que conceden que el libro es una fuente "valiosa y útil" de
información (Symmons-Symonolewicz 1985b: 359). Breuilly actualmente enseña historia
en la Universidad de Birmingham.

Es importante destacar desde el principio que el análisis histórico de Breuilly no


constituye una "teoría del nacionalismo". Su objetivo, declarado en la introducción, es
esbozar y aplicar un procedimiento general para el estudio del nacionalismo (1993a: 1).
Afirma claramente que es escéptico de las "grandes" teorías o estudios que desarrollan un
argumento general utilizando ejemplos solo de manera ilustrativa. Cree que tales ejemplos
son no representativos y están desvinculados de su contexto histórico. Para él, un marco
general de análisis solo es aceptable si permite un análisis efectivo de casos particulares.
Breuilly argumenta que esto requiere dos procedimientos. Primero, es necesario desarrollar
una tipología del nacionalismo, ya que los nacionalismos son demasiado variados para ser
explicados por un solo método de investigación. Por lo tanto, cualquier estudio debe
comenzar identificando varios tipos de nacionalismo que se puedan considerar por
separado. En segundo lugar, cada tipo debe investigarse mediante el método de la historia
comparada (ibid.: 2). A la luz de estas observaciones, Breuilly primero desarrolla una
tipología del nacionalismo, luego selecciona algunos casos de cada categoría y los analiza
en profundidad utilizando los mismos métodos y conceptos. Este procedimiento,
argumenta, le permite comparar y contrastar estos diferentes tipos de manera sistemática.

Breuilly utiliza el término "nacionalismo" para referirse a "movimientos políticos


que buscan o ejercen el poder estatal y justifican tal acción con argumentos nacionalistas".
A su vez, un argumento nacionalista es una doctrina política construida sobre tres
afirmaciones básicas:

Existe una nación con un carácter explícito y peculiar.

Los intereses y valores de esta nación tienen prioridad sobre todos los demás
intereses y valores.

La nación debe ser lo más independiente posible. Esto generalmente requiere al


menos la consecución de la soberanía política.
Breuilly señala que el nacionalismo ha sido explicado de diversas maneras en la
literatura, haciendo referencia a ideas, intereses de clase, modernización económica,
necesidades psicológicas o cultura. Sin embargo, para él, aunque los nacionalismos
particulares pueden iluminarse en relación con esta o aquella clase, idea o logro cultural,
ninguno de estos factores puede ayudarnos a entender el nacionalismo en general. Sostiene
que todos estos enfoques pasan por alto un punto crucial, a saber, que el nacionalismo se
trata ante todo de política y que la política se trata de poder. "El poder, en el mundo
moderno, se trata principalmente del control del Estado". Nuestra tarea central, por lo tanto,
es "relacionar el nacionalismo con los objetivos de obtener y utilizar el poder estatal.
Necesitamos entender por qué el nacionalismo ha desempeñado un papel importante en la
búsqueda de esos objetivos" (ibid.: 1). En otras palabras, debemos descubrir qué es lo que
hace que el nacionalismo sea tan importante en la política moderna. Solo entonces
podríamos considerar las contribuciones de otros factores como la clase, los intereses
económicos o la cultura. Se sigue que el primer paso en la formulación de un marco
analítico para estudiar el nacionalismo es considerarlo como una forma de política. Breuilly
argumenta que tal enfoque también nos permitirá evaluar la importancia del tema, ya que es
posible preguntar cuánto apoyo son capaces de obtener los movimientos nacionalistas
dentro de su sociedad, mientras que es muy difícil estimar la importancia de las ideas o
sentimientos (1996: 163).

El siguiente paso consiste en relacionar el nacionalismo con el proceso de


modernización. Breuilly concibe la modernización como un cambio fundamental en la
"división genérica del trabajo". La etapa más importante de este cambio es la transición de
una división del trabajo "corporativa" a una "funcional". La primera existe en una sociedad
donde una colección de funciones son realizadas por instituciones particulares,
generalmente en nombre de algún grupo distinto. Breuilly se refiere a los gremios como un
ejemplo de tales instituciones. Un gremio ideal-típico realizará funciones económicas
(regulación de la producción y distribución de bienes y servicios), funciones culturales
(educación de aprendices, organización de actividades recreativas o ceremoniales para los
miembros del gremio) y funciones políticas (administración de tribunales que imponen
sanciones por comportamiento indisciplinado, envío de miembros a los gobiernos locales).
En tal orden, las iglesias, señoríos, comunas campesinas e incluso los monarcas son
multifuncionales. Breuilly argumenta que este orden fue cada vez más criticado a partir del
siglo XVIII y se estaba desmoronando en muchas partes de Europa occidental y central. El
nuevo orden se basaba en una división del trabajo diferente, con cada función social
importante realizada por una institución particular. Las funciones económicas se entregaron
a individuos o empresas que compiten en un mercado libre; las iglesias se convirtieron en
asociaciones libres de creyentes; y el poder político fue delegado a burocracias
especializadas controladas por parlamentos elegidos o déspotas ilustrados (ibid.: 163-4).

Históricamente, esta transformación no fue suave. Se desarrolló a diferentes ritmos


y de diferentes maneras. La vinculación de esta transformación con la política nacionalista
constituye el tercer paso del marco general de Breuilly. Argumenta que esto requiere
centrarse en un aspecto de la transformación, a saber, el desarrollo del Estado moderno
(ibid.: 164).

Según Breuilly, el Estado moderno se desarrolló originalmente en una forma liberal.


Así, los poderes públicos se entregaron a instituciones estatales especializadas
(parlamentos, burocracias) y muchos poderes privados quedaron bajo el control de
instituciones no políticas (mercados libres, empresas privadas, familias, etc.). Esto implicó
una doble transformación: "instituciones como la monarquía perdieron poderes privados...
otras instituciones como iglesias, gremios y señoríos perdieron sus poderes públicos frente
al gobierno" (1993b: 22). De esta manera, continúa Breuilly, la distinción entre el estado
como "público" y la sociedad civil como "privada" se hizo más clara.

Por otro lado, con el colapso de la división del trabajo corporativa, hubo un nuevo
énfasis en las personas como individuos en lugar de como miembros de grupos particulares.
Bajo tales circunstancias, el principal problema era cómo establecer la conexión entre el
Estado y la sociedad, o dicho de otra manera, cómo reconciliar los intereses públicos de los
ciudadanos y los intereses privados de individuos egoístas. Fue precisamente en este
momento cuando las ideas nacionalistas entraron en escena. Breuilly sostiene que las
respuestas proporcionadas a esta pregunta crítica tomaron dos formas principales y el
nacionalismo desempeñó un papel crucial en ambas (1996: 165; 1993b: 23).
La primera respuesta fue 'política' y se basó en la idea de la ciudadanía. En este
caso, Breuilly observa que la sociedad de individuos se definió simultáneamente como una
entidad política de ciudadanos. Según esta perspectiva, el compromiso con el estado solo
podía generarse mediante la participación en instituciones democráticas y liberales. La
'nación' era simplemente el cuerpo de ciudadanos y solo los derechos políticos de los
ciudadanos, no sus identidades culturales, importaban. Breuilly afirma que tal concepción
de la nacionalidad subyacía a los programas de los patriotas del siglo XVIII. En su forma
más extrema, equiparaba la libertad con la implementación de la 'voluntad general' (1996:
165). Por otro lado, la segunda respuesta era 'cultural': consistía en enfatizar el carácter
colectivo de la sociedad. Inicialmente, esto fue formulado por las élites políticas que se
enfrentaban tanto a un problema intelectual (¿cómo legitimar la acción del estado?) como a
un problema político (¿cómo podía asegurarse el apoyo de las masas?). Posteriormente, esta
solución se estandarizó y se convirtió en la principal forma de proporcionar una identidad a
los miembros de diferentes grupos sociales (ibíd.).

Breuilly sostiene que la incapacidad del liberalismo para lidiar con la colectividad...

Breuilly sostiene que la incapacidad del liberalismo para lidiar con los intereses
colectivos o comunitarios fue muy crucial en este contexto. Además, muchos grupos no se
sintieron atraídos por el liberalismo, que según las palabras de Breuilly, era "la primera
doctrina política de la modernidad", ya que el sistema que engendró se basaba en gran
medida en desigualdades socialmente estructuradas. Según Breuilly, estos grupos eran
presa fácil para los ideólogos nacionalistas. Pero la situación no era tan simple. Lo que
complicó aún más las cosas fue la necesidad "moderna" de desarrollar lenguajes políticos y
movimientos que pudieran atraer a una amplia gama de grupos. Esto se podía hacer mejor a
través del nacionalismo, que según él era una "ideología de prestidigitación" que conectaba
las dos soluciones, es decir, la nación como un cuerpo de ciudadanos y como una
colectividad cultural (ibíd .: 166; 1993b: 23-4).

Breuilly argumenta que el panorama general esbozado hasta ahora no nos permite
analizar movimientos nacionalistas particulares, principalmente porque, al ser políticamente
neutral, el nacionalismo ha asumido una variedad desconcertante de formas. Para investigar
todas estas formas diferentes, se requiere una tipología y conceptos auxiliares que nos
hagan prestar atención a las diferentes funciones desempeñadas por la política nacionalista
(1996: 166). Breuilly se concentra en dos aspectos de los movimientos nacionalistas al
desarrollar su tipología. El primero de estos aspectos se refiere a la relación entre el
movimiento y el estado al que se opone o controla. En un mundo donde la fuente básica de
legitimidad política aún no era la nación, dichos movimientos eran necesariamente
opositores:

"Fue solo en una etapa posterior que los gobiernos, ya sea formados por el éxito de
las oposiciones nacionalistas o adoptando las ideas de esas oposiciones, harían de los
argumentos nacionalistas la base de sus reclamaciones de legitimidad" (ibíd.).

Breuilly sostiene que la incapacidad del liberalismo para lidiar con los intereses
colectivos o comunitarios fue muy crucial en este contexto. Además, muchos grupos no se
sintieron atraídos por el liberalismo, que según las palabras de Breuilly, era "la primera
doctrina política de la modernidad", ya que el sistema que engendró se basaba en gran
medida en desigualdades socialmente estructuradas. Según Breuilly, estos grupos eran
presa fácil para los ideólogos nacionalistas. Pero la situación no era tan simple. Lo que
complicó aún más las cosas fue la necesidad "moderna" de desarrollar lenguajes políticos y
movimientos que pudieran atraer a una amplia gama de grupos. Esto se podía hacer mejor a
través del nacionalismo, que según él era una "ideología de prestidigitación" que conectaba
las dos soluciones, es decir, la nación como un cuerpo de ciudadanos y como una
colectividad cultural (ibíd .: 166; 1993b: 23-4).

Breuilly argumenta que el panorama general esbozado hasta ahora no nos permite
analizar movimientos nacionalistas particulares, principalmente porque, al ser políticamente
neutral, el nacionalismo ha asumido una variedad desconcertante de formas. Para investigar
todas estas formas diferentes, se requiere una tipología y conceptos auxiliares que nos
hagan prestar atención a las diferentes funciones desempeñadas por la política nacionalista
(1996: 166). Breuilly se concentra en dos aspectos de los movimientos nacionalistas al
desarrollar su tipología. El primero de estos aspectos se refiere a la relación entre el
movimiento y el estado al que se opone o controla. En un mundo donde la fuente básica de
legitimidad política aún no era la nación, dichos movimientos eran necesariamente
opositores:

"Fue solo en una etapa posterior que los gobiernos, ya sea formados por el éxito de
las oposiciones nacionalistas o adoptando las ideas de esas oposiciones, harían de los
argumentos nacionalistas la base de sus reclamaciones de legitimidad" (ibíd.).

Paul R. Brass y el Instrumentalismo

El profesor de Ciencias Políticas y Estudios del Sur de Asia en la Universidad de


Washington-Seattle, Paul R. Brass, es más conocido en la literatura sobre nacionalismo por
sus estudios que enfatizan la naturaleza 'instrumental' de la etnicidad. En términos
generales, los instrumentalistas sostienen que las identidades étnicas y nacionales son
herramientas convenientes en manos de grupos élites en competencia para generar apoyo
masivo en la lucha universal por la riqueza, el poder y el prestigio (Smith 1986: 9). En
marcado contraste con los primordialistas, que ven la etnicidad como un 'dado' de la
condición humana, argumentan que los lazos étnicos y nacionales se redefinen y
reconstruyen continuamente en respuesta a condiciones cambiantes y a las manipulaciones
de las élites políticas. Se sigue de esto que el estudio de la etnicidad y la nacionalidad es en
gran parte el estudio de un cambio cultural inducido políticamente. Más precisamente, es el
estudio del proceso por el cual las élites y las contraélites dentro de los grupos étnicos
seleccionan aspectos de la cultura del grupo, les otorgan nuevo valor y significado, y los
utilizan como símbolos para movilizar al grupo, defender sus intereses y competir con otros
grupos (Brass 1979: 40-1).

Estas opiniones llevaron a Brass a un acalorado debate con Francis Robinson sobre
el papel de las élites políticas en el proceso que culminó en la formación de dos estados
nacionales separados en el subcontinente indio, India y Pakistán. Dejando este intercambio
altamente polémico para la sección de críticas, ahora me centraré en la explicación de Brass
sobre el nacionalismo, que puede considerarse como la ilustración 'quintesencial' de la
posición instrumentalista.

El marco teórico de Brass se basa en algunas suposiciones básicas. La primera se


refiere a la variabilidad de las identidades étnicas. Brass sostiene que no hay nada
inevitable en el surgimiento de identidades étnicas y su transformación en nacionalismo.
Por el contrario, la politización de las identidades culturales solo es posible en condiciones
específicas que deben identificarse y analizarse cuidadosamente. En segundo lugar, los
conflictos étnicos no surgen de las diferencias culturales, sino del entorno político y
económico más amplio que también da forma a la naturaleza de la competencia entre
grupos élites. En tercer lugar, esta competencia también influirá en la definición de los
grupos étnicos relevantes y su persistencia. Esto se debe a que las formas culturales, los
valores y las prácticas de los grupos étnicos se convierten en recursos políticos para las
élites en su lucha por el poder y el prestigio. Se transforman en símbolos que pueden
facilitar la creación de una identidad política y la generación de un mayor apoyo; por lo
tanto, sus significados y contenidos dependen de las circunstancias políticas. Finalmente,
todas estas suposiciones muestran que el proceso de formación de la identidad étnica y su
transformación en nacionalismo es reversible. Dependiendo de las circunstancias políticas y
económicas, las élites pueden optar por minimizar las diferencias étnicas y buscar la
cooperación con otros grupos o con las autoridades estatales (Brass 1991: 13-16).

Habiendo establecido sus suposiciones básicas, Brass se propone desarrollar un


marco general de análisis que se centre en los procesos de formación y cambio de
identidad. Comienza por definir lo que llama una 'categoría étnica'. En palabras de Brass:

"cualquier grupo de personas que difiera de otros grupos en términos de criterios


culturales objetivos y que contenga en su membresía, ya sea en principio o en la práctica,
los elementos para una división completa del trabajo y para la reproducción, forma una
categoría étnica" (¡Ibid.: 19).
Sin embargo, Brass enfatiza rápidamente que estos 'criterios culturales objetivos' no
son fijos; por el contrario, son susceptibles de cambio y variación. Además, agrega que en
las sociedades premodernas donde el proceso de transformación étnica (en nacionalismo)
aún no ha comenzado o en las sociedades posindustriales donde ha tenido lugar una gran
asimilación cultural, las fronteras que separan diversas categorías étnicas no son tan claras.

Las fronteras en cuestión se vuelven más claras y nítidas en el proceso de


transformación étnica. En este proceso, que debe distinguirse de la mera persistencia de
diferencias étnicas en una población,

"se seleccionan marcadores culturales y se utilizan como base para diferenciar al


grupo de otros grupos, como centro para mejorar la solidaridad interna del grupo, como
reclamo de un estatus social particular y, si el grupo étnico se politiza, como justificación
para una demanda de derechos grupales en un sistema político existente o para el
reconocimiento como una nación separada" (1991: 63).

Brass señala que la existencia de marcadores culturales objetivos, en este caso,


entendidos como diferencias étnicas, en una población dada es una condición necesaria
pero no suficiente para que comience el proceso de transformación étnica. Otra condición
necesaria pero aún no suficiente es la presencia de competencia entre élites por el liderazgo
de un grupo étnico o por el control de diversos recursos tangibles e intangibles. Según
Brass, la competencia por el control local puede adoptar cuatro formas diferentes: entre
controladores locales de tierras y autoridades ajenas, entre élites religiosas en competencia,
entre élites religiosas locales y aristocracias nativas colaboracionistas, y entre élites
religiosas nativas y aristocracias ajenas. Otro tipo general de competencia surge de los
procesos desiguales de modernización y toma la forma de competencia por empleos en el
gobierno, la industria y las universidades (ibíd.).

Sin embargo, como se enfatizó anteriormente, ni la existencia de diferencias étnicas


ni la competencia entre élites son condiciones suficientes para el inicio del proceso de
transformación étnica. Las condiciones suficientes, argumenta Brass, son:
"la existencia de medios para comunicar los símbolos seleccionados de identidad a
otras clases sociales dentro del grupo étnico, la existencia de una población socialmente
movilizada a la cual se pueden comunicar los símbolos y la ausencia de una profunda
división de clases u otras dificultades en la comunicación entre élites y otros grupos y
clases sociales" (¡Ibid.).

Brass menciona el aumento en las tasas de alfabetización, el desarrollo de medios de


comunicación de masas, en particular periódicos, la estandarización de los idiomas locales,
la existencia de libros en idiomas locales y la disponibilidad de escuelas donde el idioma de
instrucción es el idioma nativo entre los factores necesarios para promover dicha
comunicación entre clases. Refiriéndose a Deutsch, sostiene que el crecimiento de las
instalaciones de comunicación debe ser complementado por la aparición de nuevos grupos
en la sociedad que están 'disponibles' para una comunicación más intensa y que exigen
educación y nuevos empleos en los sectores modernos de la economía. En resumen, la
demanda es tan importante como la oferta.

Brass señala de pasada que un alto grado de movilización comunitaria se logrará


más fácilmente en dos tipos de situaciones: (a) donde existe una élite religiosa local que
controla los templos, santuarios o iglesias y las tierras adjuntas a ellos, así como una red de
escuelas religiosas; y (b) donde el idioma local ha sido reconocido por las autoridades
estatales como un medio legítimo de educación y administración, proporcionando así a la
intelligentsia nativa los medios para satisfacer a los nuevos grupos sociales que aspiran a la
educación y oportunidades laborales (ibíd.: 63-4).

Según Brass, las condiciones necesarias y suficientes para la transformación étnica


también son condiciones previas para el desarrollo de un movimiento nacionalista exitoso.
Sostiene que el nacionalismo como fenómeno elitista puede surgir en cualquier momento,
incluso en las primeras etapas de la transformación étnica. Sin embargo, para adquirir una
base masiva, debe ir más allá de la mera competencia entre élites:
"La base masiva del nacionalismo puede crearse cuando ocurre una competencia
intraclase generalizada provocada por el movimiento de un gran número de personas de un
grupo previamente predominantemente rural o de un grupo desfavorecido hacia sectores
económicos ocupados predominantemente por otros grupos étnicos. Si dicho movimiento
es resistido por el grupo dominante, apoyado abierta o tácitamente por las autoridades
estatales, entonces el grupo aspirante será fácilmente movilizado por apelaciones
nacionalistas que desafíen la estructura económica existente y los valores culturales
asociados con ella" (ibíd.: 65).

Por otro lado, si el grupo dominante percibe las aspiraciones del grupo
desfavorecido como una amenaza para su estatus, puede desarrollar un movimiento
nacionalista propio. Brass argumenta que la distribución desigual de grupos étnicos en
áreas urbanas y rurales puede exacerbar la situación, ya que esto llevará a una feroz
competencia por recursos escasos y/o por el control de la estructura estatal.

Si bien la base masiva del nacionalismo se proporciona mediante la competencia


étnica por oportunidades económicas, o lo que Brass llama 'competencia sectorial por el
control del poder estatal', las demandas que se articulan y el éxito de un movimiento
nacionalista dependen de factores políticos. Brass menciona tres de estos factores: la
existencia y las estrategias de las organizaciones políticas nacionalistas, la naturaleza de la
respuesta gubernamental a las demandas de los grupos étnicos y el contexto político general
(ibíd.).

Organización Política

Según Brass, el nacionalismo es, por definición, un movimiento político. Por lo


tanto, requiere una organización sólida, un liderazgo hábil y recursos para competir
efectivamente en el sistema. Brass presenta cinco proposiciones con respecto a las
organizaciones políticas. En primer lugar, las organizaciones que controlan los recursos de
la comunidad son probablemente más efectivas que aquellas que no lo hacen. En segundo
lugar, las organizaciones que logran identificarse con la comunidad en su conjunto son
probablemente más efectivas que aquellas que 'meramente' representan a la comunidad o
aquellas que persiguen sus propios intereses. En tercer lugar, las organizaciones
nacionalistas efectivas deben ser capaces de dar forma a la identidad de los grupos que
lideran. En cuarto lugar, deben ser capaces de proporcionar continuidad y resistir cambios
en el liderazgo. Finalmente, para que un movimiento nacionalista sea exitoso, una
organización política debe ser dominante en la representación de los intereses del grupo
étnico frente a sus rivales (ibíd.: 48-9).

Políticas Gubernamentales

Brass sostiene que los mecanismos institucionales en una determinada entidad


política y las respuestas de los gobiernos a las demandas étnicas pueden ser muy cruciales
para determinar la capacidad de un grupo en particular para sobrevivir, definirse a sí mismo
y alcanzar sus objetivos finales. Las estrategias adoptadas por los gobiernos para prevenir la
'reavivación de las llamas étnicas' muestran una gran diversidad. Van desde las formas más
extremas de represión (genocidio, deportación) hasta políticas diseñadas para socavar la
base social de los grupos étnicos (asimilación a través de la educación, integración de
líderes étnicos en el sistema). Alternativamente, los gobiernos pueden intentar satisfacer las
demandas étnicas siguiendo políticas explícitamente pluralistas. Estas pueden incluir el
establecimiento de estructuras políticas como el federalismo o algunas concesiones
especiales como el derecho a recibir educación en la lengua nativa (ibíd.: 50).

Contexto Político

El tercer factor que puede influir en el éxito de los movimientos nacionalistas es el


contexto político general. Según Brass, tres aspectos del contexto político son
particularmente importantes: 'las posibilidades de reorganización de fuerzas sociales,
políticas y organizaciones, la disposición de las élites de grupos étnicos dominantes a
compartir el poder con líderes de grupos étnicos aspirantes y la disponibilidad potencial de
arenas políticas alternativas' (1991: 55).

Brass señala que la necesidad de reorganización política puede no surgir en


sociedades que se están modernizando temprano, donde los primeros grupos en organizarse
políticamente son grupos étnicos, o donde las organizaciones líderes articulan
nacionalismos locales. Esta necesidad surge cuando las organizaciones políticas existentes
no pueden hacer frente a los cambios sociales que erosionan sus bases de apoyo o en
tiempos de agitación revolucionaria.

Brass argumenta que una reorganización política general llevará al establecimiento


de nuevas organizaciones nacionalistas y les presentará nuevas oportunidades para asegurar
el apoyo masivo.

Por otro lado, la disposición de las élites de grupos étnicos dominantes a compartir
el poder político determina la forma en que se resuelven los conflictos étnicos: '[donde esa
disposición no existe, la sociedad en cuestión se encamina hacia el conflicto, incluso la
guerra civil y el secesionismo. Sin embargo, donde existe esa disposición, las perspectivas
de soluciones pluralistas para los conflictos de grupos étnicos son buenas' (ibíd.: 57-8).

El tercer aspecto crucial del contexto político general es la disponibilidad de arenas


políticas alternativas y el precio que deben pagar los grupos étnicos por cambiar a tales
arenas. Brass sostiene que los estados unitarios que contienen minorías geográficamente
concentradas enfrentarán en algún momento demandas de descentralización administrativa
y/o política, si las necesidades políticas de estas minorías no son satisfechas adecuadamente
por las autoridades estatales. En tales circunstancias, los gobiernos pueden optar por la
reorganización de antiguas arenas políticas o la construcción de nuevas para satisfacer las
demandas étnicas. Según Brass, el uso de estas estrategias funciona mejor bajo las
siguientes condiciones:

• donde existe un sistema relativamente abierto de negociación política y


competencia;

• donde existe una distribución racional de poder entre las unidades federales y
locales de manera que la captura de poder en un nivel por parte de un grupo étnico no cierre
todas las vías significativas hacia el poder;
• donde existen más de dos o tres grupos étnicos;

• donde los conflictos étnicos no se superponen con desacuerdos ideológicos entre


unitaristas y federalistas; y

• donde las potencias externas no están dispuestas a intervenir (ibíd.: 60-1).

Brass afirma que donde falte cualquiera de estas condiciones, las soluciones
pluralistas (o federalistas) pueden fallar y puede surgir la guerra civil o la secesión. Sin
embargo, Brass agrega que el secesionismo es una estrategia de alto costo que la mayoría
de las élites políticas no adoptará a menos que se agoten todas las demás alternativas y haya
una perspectiva razonable de intervención externa a su favor (ibíd.: 61). Como resultado de
esto, el secesionismo ha sido la estrategia menos adoptada en la resolución de conflictos
étnicos en el período posterior a la Segunda Guerra Mundial (véase también Mayan 1990).

Es difícil hacer justicia a esta teoría sofisticada en unas pocas páginas. Basta con
decir que, para Brass, o en ese sentido para cualquier 'instrumentalista', la competencia y la
manipulación de élites proporcionan la clave para comprender el nacionalismo.

Eric J. Hobsbawm y la 'Invención de la Tradición'

El distinguido historiador marxista Eric J. Hobsbawm es otro académico que


enfatizó el papel de las transformaciones políticas en su análisis del nacionalismo. Nacido
en el año de la Revolución Bolchevique, Hobsbawm creció en Viena mientras la amenaza
del nazismo se extendía por Europa Central. Viviendo a través de la destrucción del
fascismo estatal, se ha convertido en 'el crítico más ferviente de las "nuevas nacionalidades"
de Europa, argumentando que la era mazziniana en la que el nacionalismo era integrador y
emancipador ha pasado hace mucho' (Anderson 1996: 13). También debe tenerse en cuenta
que la teoría de Hobsbawm sobre el nacionalismo es parte de su proyecto más amplio de
escribir la historia de la modernidad: de ahí su relato del nacionalismo como un producto de
la revolución industrial y las convulsiones políticas de los dos últimos siglos. Hobsbawm
reunió sus tesis en "La invención de la tradición" (1983), que coeditó con Terence Ranger
y, más recientemente, en "Nations and Nationalism since 1780: Programme, Myth, Reality"
(1990), que consta de las Conferencias Wiles que pronunció en la Universidad Queen's de
Belfast en 1985.

Según Hobsbawm, tanto las naciones como el nacionalismo son productos de la


"ingeniería social". Lo que merece atención particular en este proceso es el caso de las
"tradiciones inventadas", por las cuales se refiere a:

"un conjunto de prácticas, normalmente gobernadas por reglas aceptadas de manera


explícita o tácita y de naturaleza ritual o simbólica, que buscan inculcar ciertos valores y
normas de comportamiento mediante la repetición, lo que automáticamente implica
continuidad con el pasado" (1983: 1).

Hobsbawm argumenta que "la nación" y sus fenómenos asociados son las
tradiciones inventadas más pervasivas. A pesar de su novedad histórica, establecen
continuidad con un pasado adecuado y "utilizan la historia como legitimadora de la acción
y cemento de la cohesión del grupo" (ibíd.: 12). Para él, esta continuidad es en gran parte
ficticia. Las tradiciones inventadas son "respuestas a situaciones novedosas que toman la
forma de referencia a situaciones antiguas" (ibíd.: 2). Hobsbawm cita la elección deliberada
del estilo gótico para el parlamento británico reconstruido en el siglo XIX para ilustrar este
punto.

Hobsbawm distingue entre dos procesos de invención, a saber, la adaptación de


antiguas tradiciones e instituciones a nuevas situaciones, y la invención deliberada de
"nuevas" tradiciones con fines bastante novedosos. El primero se encuentra en todas las
sociedades, incluidas las llamadas "tradicionales", como fue el caso de la Iglesia Católica
ante nuevos desafíos ideológicos y políticos o los ejércitos profesionales frente al
reclutamiento. El segundo, sin embargo, ocurre solo en períodos de cambio social rápido,
cuando la necesidad de crear orden y unidad se vuelve primordial. Esto explica la
importancia de la idea de "comunidad nacional", que puede asegurar la cohesión frente a la
fragmentación y desintegración causada por la rápida industrialización (Hobsbawm y
Ranger 1983: capítulo 7; Smith 1991b: 355).

Según Hobsbawm, el período de 1870 a 1914 puede considerarse como el apogeo


de las tradiciones inventadas. Este período coincide con la emergencia de la política de
masas. La incursión de secciones hasta entonces excluidas de la sociedad en la política creó
problemas sin precedentes para los gobernantes, que encontraron cada vez más difícil
mantener la obediencia, lealtad y cooperación de sus súbditos, ahora definidos como
ciudadanos cuyas actividades políticas se reconocían como algo a tener en cuenta, aunque
solo fuera en forma de elecciones (Hobsbawm y Ranger 1983: 264-5). La "invención de la
tradición" fue la principal estrategia adoptada por las élites gobernantes para contrarrestar
la amenaza que planteaba la democracia de masas. Hobsbawm destaca tres innovaciones
principales de ese período como particularmente relevantes: el desarrollo de la educación
primaria; la invención de ceremonias públicas (como el Día de la Bastilla); y la producción
masiva de monumentos públicos (ibíd.: 270-1). Como resultado de estos procesos, "el
nacionalismo se convirtió en un sustituto de la cohesión social a través de una iglesia
nacional, una familia real u otras tradiciones cohesivas, o presentaciones colectivas de
grupo, una nueva religión secular" (ibíd.: 303). Y dado que gran parte de lo que constituye
subjetivamente la "nación" moderna consiste en tales construcciones y está asociado con
símbolos apropiados y, en general, bastante recientes o discursos adecuadamente adaptados
(como la "historia nacional"), el fenómeno nacional no puede investigarse adecuadamente
sin prestar atención cuidadosa a la "invención de la tradición" (ibíd.: 14).

A la luz de estas observaciones, Hobsbawm coincide con la definición de


nacionalismo de Gellner en su trabajo posterior, es decir, "un principio que sostiene que la
unidad política y nacional debe ser congruente" (1990: 9; Gellner-1983: 1). Para él, este
principio también implica que los deberes políticos de los ciudadanos hacia la nación
prevalecen sobre todas las demás obligaciones. Esto es lo que distingue al nacionalismo
moderno de las formas anteriores de identificación grupal que son menos exigentes. Tal
concepción del nacionalismo anula las comprensiones "primordiales" de la nación que la
tratan como una categoría "dada" e inmutable. Hobsbawm argumenta que las naciones
pertenecen a un período particular y históricamente reciente. No tiene sentido hablar de
naciones antes del surgimiento del estado territorial moderno; estos dos están
estrechamente relacionados entre sí (1990: 9-10). Aquí, Hobsbawm vuelve a referirse a
Gellner:

"Las naciones como una forma natural y dada por Dios de clasificar a los hombres,
como un destino político inherente aunque largamente retrasado, son un mito; el
nacionalismo, que a veces toma culturas preexistentes y las convierte en naciones, a veces
las inventa y a menudo borra culturas preexistentes: eso es una realidad y, en general, una
realidad inevitable" (Gellner 1983: 48-9).

En resumen, "las naciones no crean estados y nacionalismos, sino al revés"


(Hobsbawm 1990: 10).

Por otro lado, Hobsbawm sostiene que los orígenes del nacionalismo deben
buscarse en el punto de intersección de la política, la tecnología y la transformación social.
Las naciones no son solo productos de la búsqueda de un estado territorial; pueden surgir
en el contexto de una etapa particular de desarrollo tecnológico y económico. Por ejemplo,
las lenguas nacionales no pueden emerger como tales antes de la invención de la imprenta y
la difusión de la alfabetización en amplias secciones de la sociedad, por lo tanto, la
escolarización masiva (ibíd.). Según Hobsbawm, esto demuestra que las naciones y el
nacionalismo son fenómenos duales,

"construidos fundamentalmente desde arriba, pero que no pueden entenderse a


menos que también se analicen desde abajo, es decir, en términos de las suposiciones,
esperanzas, necesidades, anhelos e intereses de las personas comunes, que no son
necesariamente nacionales y mucho menos nacionalistas" (ibíd.).

Hobsbawm encuentra insuficiente la explicación de Gellner en ese aspecto, ya que


no presta suficiente atención a la perspectiva desde abajo. Obviamente, las opiniones y
necesidades de las personas comunes no son fáciles de descubrir. Pero, continúa
Hobsbawm, es posible llegar a conclusiones preliminares a partir de los escritos de
historiadores sociales. Sugiere tres conclusiones de este tipo. Primero, las ideologías
oficiales de los estados y los movimientos no son guías confiables de lo que piensan las
personas comunes, incluso los ciudadanos más leales. En segundo lugar, no podemos
asumir que para la mayoría de las personas, la identificación nacional siempre es o alguna
vez es superior a otras formas de identificación que constituyen el ser social. Y en tercer
lugar, la identificación nacional y lo que significa para cada individuo puede cambiar con el
tiempo, incluso en el transcurso de períodos cortos (ibíd.: 10-11).

Hablando en términos generales, Hobsbawm identifica tres etapas en la evolución


histórica del nacionalismo. La primera etapa abarca el período desde la Revolución
Francesa hasta 1918, cuando nació el nacionalismo y ganó terreno rápidamente. Hobsbawm
hace una distinción entre dos tipos de nacionalismo en esta etapa: el primero, que
transformó el mapa de Europa entre 1830 y 1870, fue el nacionalismo democrático de las
"grandes naciones" que se originó en los ideales de la Revolución Francesa; y el segundo,
que surgió a partir de 1870, fue el nacionalismo reactivo de las "pequeñas naciones", en su
mayoría en contra de las políticas de los imperios otomano, austrohúngaro y zarista (1990:
capítulo 1; Smith 1995: 11).

La segunda etapa de Hobsbawm abarca el período de 1918 a 1950. Para él, este
período fue el "apogeo del nacionalismo", no debido al auge del fascismo, sino al
surgimiento del sentimiento nacional en la izquierda, como se ejemplifica en el transcurso
de la Guerra Civil Española. Hobsbawm afirma que el nacionalismo adquirió una fuerte
asociación con la izquierda durante el período antifascista, "una asociación que
posteriormente fue reforzada por la experiencia de la lucha anticolonial en los países
colonizados" (1990: 148). Para él, el nacionalismo militante no era más que la
manifestación de la desesperación, la utopía de "aquellos que habían perdido las antiguas
utopías de la era de la Ilustración" (ibid.: 144).

El siglo XX tardío constituye la última etapa de Hobsbawm. Él argumenta que los


nacionalismos de este período fueron funcionalmente diferentes de los de los períodos
anteriores. Los nacionalismos del siglo XIX y principios del siglo XX fueron "unificadores
y emancipatorios", y fueron un "hecho central de la transformación histórica". Sin embargo,
el nacionalismo a finales del siglo XX ya no era "un vector importante del desarrollo
histórico" (ibid.: 163). Son esencialmente negativos o, más bien, divisivos... En cierto
sentido, se les puede considerar como sucesores, a veces herederos, de los movimientos de
pequeñas nacionalidades dirigidos contra los imperios Habsburgo, zarista y otomano... Una
y otra vez parecen ser reacciones de debilidad y miedo, intentos de erigir barricadas para
mantener a raya a las fuerzas del mundo moderno (ibid.: 164).

Hobsbawm cita los nacionalismos de Quebec, Gales y Estonia para ilustrar esta
afirmación y argumenta que, a pesar de su evidente prominencia, el nacionalismo es
históricamente menos importante. Después de todo, el hecho de que los historiadores estén
avanzando rápidamente en el análisis del nacionalismo significa que el fenómeno ha pasado
su apogeo. Concluye: "El búho de Minerva que trae la sabiduría, dijo Hegel, vuela al
anochecer. Es una buena señal que ahora esté circulando alrededor de las naciones y el
nacionalismo" (ibid.: 181, 183).

Hasta ahora, he intentado resumir las teorías/enfoques de tres académicos que se


centran en el papel de las transformaciones políticas para explicar el nacionalismo. Una
breve recapitulación de sus argumentos principales será útil aquí para establecer el contexto
de las críticas. Breuilly trata el nacionalismo principalmente como una forma de política e
intenta darle sentido en el contexto del desarrollo del estado moderno. Despreciando las
"teorías generales", desarrolla una tipología del nacionalismo y explora cada tipo mediante
el método de la historia comparativa. Brass, por otro lado, ofrece una explicación
"instrumentalista" del nacionalismo que enfatiza el papel de la competencia de élites en el
origen de identidades étnicas y nacionales. Sostiene que las formas culturales, valores y
prácticas de los grupos étnicos se convierten en recursos políticos para las élites que están
involucradas en una lucha interminable por el poder y/o ventaja económica. Por lo tanto, el
estudio de la etnicidad y la nacionalidad debe ser el estudio del "cambio cultural inducido
políticamente". Finalmente, Hobsbawm considera que la nación y sus fenómenos asociados
son productos de "ingeniería social", más específicamente, como tradiciones inventadas por
las élites gobernantes que se sintieron amenazadas por la incursión de las masas en la
política. Su objetivo era asegurar la obediencia y lealtad de sus súbditos, ahora redefinidos
como ciudadanos, en una época en que otras formas de legitimidad, como la religión o la
dinastía, estaban perdiendo terreno rápidamente. Al establecer una continuidad con un
pasado histórico adecuado, suavizaron la transición a un nuevo tipo de sociedad.

Con el fin de una presentación más sistemática, dividiré las críticas formuladas
contra las explicaciones políticas en dos categorías. La primera categoría estará dedicada a
críticas "generales" que se centran en las suposiciones comunes a las tres cuentas.
Identificaré cuatro críticas de este tipo: las teorías de "transformación política" son
engañosas en lo que respecta a la fecha de las primeras naciones; no logran explicar la
persistencia de lazos étnicos premodernos; no pueden explicar por qué tanta gente está
dispuesta a morir por sus naciones; y, finalmente, ponen demasiado énfasis en un conjunto
de factores en detrimento de otros. La segunda categoría, por otro lado, se reservará para
críticas más "específicas", es decir, críticas dirigidas contra aspectos particulares de cada
teoría. Se destacarán tres críticas de este tipo: la construcción del estado no debe
equipararse con la construcción de la nación; los instrumentalistas exageran el papel
desempeñado por las élites en la formación de las identidades nacionales; y Hobsbawm
fracasa en sus predicciones sobre el futuro del nacionalismo. Ahora permítanme discutir
cada una de estas críticas con más detalle.

Teorías de 'Transformación Política' son Engañosas en lo que Respecta a la Fecha


de las Primeras Naciones

Principalmente articulada por los etno-simbolistas, este 'contraargumento' sugiere


que los primeros ejemplos de nacionalismo se pueden encontrar mucho antes del siglo
XVIII. Por ejemplo, Smith, aunque reconoce que el nacionalismo como ideología y
movimiento es un fenómeno bastante reciente, argumenta que los orígenes de los
sentimientos nacionales se pueden rastrear hasta los siglos XV y XVI en muchos estados de
Europa Occidental. Según Smith, las pequeñas clases clericales y burocráticas de Francia,
Inglaterra, España y Suecia comenzaron a sentir un fuerte apego a su nación, que concebían
como una comunidad territorial y cultural, a partir del siglo XV en adelante. Y un
nacionalismo de la 'clase media' más amplia ya estaba presente en el siglo XVI,
especialmente en Inglaterra y los Países Bajos (1995: 38). De manera similar, Greenfeld
sitúa el surgimiento del sentimiento nacional en Inglaterra en el primer tercio del siglo XVI
(1992: 42). Hastings va un paso más allá y sostiene que 'el nacionalismo inglés de cierto
tipo ya estaba presente en el siglo XIV en las largas guerras con Francia' (1997: 5). Sin
embargo, admite que la fase más intensa de ese nacionalismo debe ubicarse a finales del
siglo XVI.

Tales Teorías Fallan en Explicar la Persistencia de Lazos Étnicos Pre-modernos

Los etno-simbolistas también argumentan que los modernistas políticos no pueden


explicar la relevancia continua de los lazos étnicos premodernos. Sosteniendo que las
estructuras tradicionales han sido erosionadas por las revoluciones de la modernidad, los
modernistas no se dan cuenta de que el impacto de estas revoluciones ha sido más marcado
en ciertas áreas que en otras y ha penetrado en algunas capas de la población más
profundamente que en otras. Smith argumenta que la religión y la etnicidad en particular
han resistido la asimilación al 'ethos dominante y secular de la modernidad' (1995: 40-41).
Para él, las teorías que no tienen en cuenta la durabilidad de los lazos étnicos no pueden
responder a las siguientes preguntas: '¿Pueden tales manipulaciones esperar tener éxito más
allá del momento inmediato? ¿Por qué debería una versión inventada del pasado ser más
persuasiva que otras? ¿Por qué apelar al pasado en absoluto, una vez que se ve que la
cadena de tradición está más allá de toda reparación?' (1991b: 357).

Basándose en estas observaciones, Smith objeta la noción de 'tradiciones inventadas'


de Hobsbawm y afirma que estas resultan ser más parecidas a la 'reconstrucción' o
'redescubrimiento' de aspectos del pasado étnico. Señala que, aunque el pasado puede
interpretarse de diferentes maneras, no es cualquier pasado, sino más bien el 'pasado de esa
comunidad en particular, con sus patrones distintivos de eventos, personajes y entornos'.
Este pasado actúa como una restricción a las manipulaciones de las élites, y por lo tanto, a
la invención (1991b: 358). Las 'nuevas' tradiciones serán aceptadas por las masas en la
medida en que puedan mostrarse como continuas con el pasado vivo. Lieven hace un punto
similar, argumentando que desde un punto de vista práctico, no académico, 'es de
importancia secundaria de dónde provienen las ideas nacionalistas..., cuán "genuinas" o
"artificiales" puedan ser, o cuán recientemente fueron generadas'. La prueba real es:
¿funcionan? En otras palabras, ¿tienen éxito en movilizar a las personas a las que apelan?
¿Las hacen estar dispuestas a luchar y morir? (1997: 16).

Estas Teorías no Pueden Explicar por qué Tanta Gente está Dispuesta a Morir por
sus Naciones

Otra crítica expresada por los escritores etno-simbolistas se refiere al


instrumentalismo de estas teorías. Para ellos, tales explicaciones no pueden dar cuenta de
por qué millones de mujeres y hombres han sacrificado sus vidas por sus naciones. Smith
argumenta que este fracaso se debe al método 'de arriba hacia abajo' empleado por la
mayoría de los teóricos modernistas: 'Se concentran, en su mayor parte, en la manipulación
de élites de "las masas" en lugar de en la dinámica de la movilización masiva en sí misma'
(1995: 40). Como resultado de esto, no prestan suficiente atención a las necesidades,
intereses, esperanzas y anhelos de las personas comunes. No notan que estas necesidades e
intereses están diferenciados por clase, género, religión y etnicidad (ibid.). Esto también se
aplica a Hobsbawm, quien critica a Gellner por ignorar 'la perspectiva desde abajo'. Koelble
señala que Hobsbawm 'no proporciona en sí mismo un análisis de los efectos de la
modernización en las clases bajas' (1995: 78). Como mencioné anteriormente, para los
escritores etno-simbolistas, la respuesta radica en la 'etnohistoria' subjetiva que continúa
dando forma a nuestra identidad y ayuda a determinar nuestros objetivos y destinos
colectivos. Por lo tanto, prefieren centrarse en las formas en que estos grupos han sido
movilizados por sus propias tradiciones culturales y políticas, sus recuerdos, mitos y
símbolos (Smith 1991b: 358).

De manera sorprendente, Breuilly expresa una queja similar sobre el enfoque


instrumentalista. Argumenta que este enfoque no puede explicar por qué, y cómo, el
nacionalismo convence a aquellos que no tienen interés, o aquellos que realmente van en
contra de sus propios intereses, en apoyarlo (1993b: 21). En realidad, todas estas críticas
giran en torno a una pregunta simple: ¿cómo logra el nacionalismo persuadir a tantas
personas para que entreguen sus vidas por su país? En otras palabras, ¿cómo explicamos el
atractivo emocional o el 'encanto' del nacionalismo?
Estas teorías ponen demasiado énfasis en un conjunto de factores a expensas de
otros

Esta última crítica se refiere a la representación de la historia reciente por parte de


los modernistas. Algunos escritores etno-simbolistas argumentan que los modernistas
representan los últimos dos siglos como moldeados por una única transición decisiva.
Revoluciones políticas, despegue industrial y declive de la autoridad religiosa fueron las
principales características de esta transición. Hutchinson llama a esto el modelo
'revolucionario' de la modernización (1994: 23). Para los académicos que adoptan alguna
versión del modelo revolucionario, el nacionalismo es uno de los subproductos, aunque
importante, de esta trascendental transición hacia la modernidad. Hutchinson sostiene que
este modelo no puede explicar la formación mucho más evolutiva de los Estados nacionales
en Europa occidental. Según él, este proceso debe examinarse en la longue durée, es decir,
centrándose en un período de tiempo mucho más amplio. En otras palabras, el nacionalismo
posterior al siglo XVIII solo se puede entender dentro del marco de 'una teoría más amplia
de la formación étnica que se refiera a los factores que pueden ser comunes a los períodos
premodernos y modernos' (ibid.: 24; véase también Llobera 1994).

Smith plantea esto de manera diferente. Argumenta que los enfoques modernistas
subestiman la importancia de los contextos culturales y sociales locales. Para él, lo que
determina la intensidad, el carácter y el alcance del nacionalismo es la interacción entre la
marea de la modernización y estas variaciones locales. Acepta que la modernidad
desempeñó su papel en la generación de nacionalismos aborígenes en Australia, al igual
que lo hizo en Francia y Rusia; pero esto no nos dice mucho sobre el momento, el alcance y
el carácter de estos nacionalismos completamente diferentes (1995: 42).

Críticas específicas

No se debe confundir la construcción del Estado con la construcción de la nación

Smith sostiene que la construcción del Estado no debe confundirse con la forja de
una identidad nacional entre poblaciones culturalmente homogéneas, porque el
establecimiento de instituciones estatales incorporadoras no garantiza que la población se
identifique con estas instituciones y el mito nacional que promueven. Por el contrario, la
formulación de un mito asimilativo por parte de las élites gobernantes puede alienar a
aquellos grupos que se niegan a identificarse con él (Smith 1995: 38). Se refiere a las
experiencias de los nuevos estados de Asia y África para ilustrar este punto y argumenta
que en muchos casos "no ha habido una fusión de etnias a través de una identidad nacional
territorial, sino la persistencia de profundas divisiones y antagonismos étnicos que
amenazan la existencia misma del Estado" (ibid.: 39). En otros casos, los intentos de las
autoridades estatales de crear una identidad nacional homogénea fueron percibidos como
represión, incluso como "etnocidio" o genocidio por parte de los grupos victimizados, que a
su vez recurrieron a la resistencia masiva, si no a la revuelta abierta, para contrarrestarlos.
En resumen, el papel del Estado moderno en la génesis del nacionalismo no debe
exagerarse. Hay otras fuerzas que pueden predisponer a las poblaciones a programas
nacionalistas (ibid.).

Los instrumentalistas exageran el papel desempeñado por las élites en la formación


de identidades nacionales

Esta crítica llevó a un memorable intercambio entre Francis Robinson y Paul R.


Brass sobre el peso relativo que se debe otorgar a los valores islámicos y a la manipulación
de élites en el proceso que condujo a la formación de dos estados separados en el
subcontinente indio (Brass 1977, 1979; Robinson 1977, 1979). Acusando a Brass de
exagerar el papel de la manipulación de élites en este proceso, Robinson sostiene que los
valores e ideas religiosas-políticas del islam, especialmente aquellos que enfatizan la
existencia de una comunidad musulmana, limitaron el rango de acciones disponibles para
los grupos élites musulmanes. Estas ideas formaron "sus propias aprehensiones sobre lo que
era posible y sobre lo que deberían estar tratando de lograr" y, por lo tanto, actuaron como
un factor limitante en la cooperación entre hindúes y musulmanes (1979: 106).

Para Robinson, las diferencias religiosas entre musulmanes e hindúes en el siglo


XIX eran demasiado grandes para permitir la convivencia pacífica: de alguna manera,
estaban predispuestos a vivir como grupos nacionales separados. Brass no ignora estas
diferencias, ni más generalmente los valores culturales preexistentes que pueden influir en
la capacidad de las élites para manipular símbolos particulares. Pero para él, la pregunta
crucial es:

"Dado que existe en una sociedad multiétnica una serie de distinciones culturales
entre los pueblos y conflictos culturales reales y potenciales entre ellos, ¿qué factores son
críticos para determinar cuáles de esas distinciones, si las hay, se utilizarán para construir
identidades políticas?" (1991: 77)

Aquí, Brass se centra en el papel de las élites políticas, el equilibrio entre las tasas
de movilización social y asimilación entre grupos étnicos, la construcción de
organizaciones políticas para promover identidades grupales y la influencia de las políticas
gubernamentales. Claramente, la respuesta a esta pregunta tiene implicaciones teóricas más
amplias con respecto a la división más fundamental de la literatura sobre nacionalismo, es
decir, la que existe entre los "primordialistas" y los "instrumentalistas". Ambos escritores
están de acuerdo en que estas son posiciones extremas y que la respuesta se encuentra en
algún punto intermedio (Brass 1991: capítulo 3; Robinson 1979: 107). Como muestra la
discusión anterior, Brass tiende hacia la posición instrumentalista, mientras que Robinson
insiste en que "el equilibrio del argumento debería inclinarse más hacia la posición de los
primordialistas" (1979: 107).

Hobsbawm falla en sus predicciones sobre el futuro del nacionalismo

Hemos visto que para Hobsbawm, el nacionalismo ya no constituye el principal


vector del desarrollo histórico: ha perdido rápidamente terreno a finales del siglo XX frente
a las fuerzas de la globalización. Los fragmentos de nacionalismos étnicos y lingüísticos
que presenciamos hoy en día no son más que reacciones efímeras de debilidad y temor de
aquellos que se sienten amenazados por los procesos de modernización (1990: capítulo 6).
Algunos académicos argumentaron que esta era una predicción bastante "ingenua", como
han revelado los acontecimientos de la última década, especialmente el "auge de la
nacionalidad" posterior a 1989. Tiryakian, por ejemplo, afirma que "el historiador más
perspicaz no fue más visionario sobre la inminente implosión del Imperio Soviético que
cualquier otra persona" (1995: 213).

Smith hace el mismo punto con ejemplos. Él argumenta que el nacionalismo


continúa floreciendo, aunque a veces en formas menos violentas, en algunas de las
sociedades industriales más avanzadas, como Francia, Canadá, España y Estados Unidos
(1995: 42-3). También está el problema reciente de la xenofobia y la violencia étnica
Violencia contra inmigrantes, trabajadores invitados y solicitantes de asilo. Smith señala
que esto toma tanto formas populares como oficiales. Dada la continua influencia de la
etnicidad, concluye que "sería una locura predecir una pronta superación del nacionalismo
y una inminente trascendencia de la nación" (ibid.: 160).

Transformación Social/Cultural

El último grupo de teorías que consideraré en este capítulo destaca la importancia


de las transformaciones sociales/culturales para comprender los fenómenos nacionales. Se
revisarán los análisis influyentes de Ernest Gellner y Benedict Anderson en esta sección. El
capítulo concluirá con una evaluación del relato de Hroch sobre el surgimiento de los
movimientos nacionales entre las "pequeñas naciones" de Europa Central/Este.

Ernest Gellner y las 'Culturas Elevadas'

Hemos visto que para Hobsbawm, el nacionalismo ya no constituye el principal


vector del desarrollo histórico: rápidamente perdió terreno a finales del siglo XX frente a
las fuerzas de la globalización. Los fragmentos de nacionalismos étnicos y lingüísticos que
presenciamos hoy en día no son más que reacciones efímeras de debilidad y miedo por
parte de aquellos que se sienten amenazados por los procesos de modernización (1990:
capítulo 6). Algunos académicos argumentaron que esta era una predicción bastante
"ingenua", como revelaron los acontecimientos de la última década, especialmente el "auge
de las nacionalidades" posterior a 1989. Tiryakian, por ejemplo, afirma que "el historiador
más perspicaz no fue más previsor sobre la inminente implosión del Imperio Soviético que
cualquier otra persona" (1995: 213).
Smith hace el mismo punto con ejemplos. Él argumenta que el nacionalismo sigue
floreciendo, aunque a veces de formas menos violentas, en algunas de las sociedades
industriales más avanzadas como Francia, Canadá, España y Estados Unidos (1995: 42-3).
También está el problema reciente de la xenofobia y la violencia étnica contra inmigrantes,
trabajadores invitados y solicitantes de asilo. Smith señala que esto toma tanto formas
populares como oficiales. Dada la continua influencia de la etnicidad, concluye que "sería
una locura predecir una pronta superación del nacionalismo y una inminente trascendencia
de la nación" (ibid.: 160).

Transformación Social/Cultural

El último grupo de teorías que consideraré en este capítulo destaca la importancia


de las transformaciones sociales/culturales para comprender los fenómenos nacionales. Se
revisarán los análisis influyentes de Ernest Gellner y Benedict Anderson en esta sección. El
capítulo concluirá con una evaluación del relato de Hroch sobre el surgimiento de los
movimientos nacionales entre las "pequeñas naciones" de Europa Central/Este.

Ernest Gellner y las 'Culturas Elevadas'

Torn Nairn una vez hizo la importante observación de que "la biografía personal y
la experiencia de vida han sido un determinante importante de lo que y cómo se estudia el
nacionalismo" (citado en McCrone 1998: 172). Nada ilustra esto mejor que el trabajo del
polímata checo Ernest Gellner. Las circunstancias de la vida de Gellner hicieron que fuera
completamente imposible para él ignorar el nacionalismo (Hall 1998: 1; véase también Hall
y Jarvie 1996a; Gellner 1997; McCrone 1998). Nacido en París en 1925, creció en Praga,
que en ese momento era una ciudad multicultural y altamente cosmopolita. Ambos padres
eran bohemios de clase media baja de origen judío, quienes cambiaron su lealtad de la
comunidad alemana a la checa (Hall 1998: 1). Gellner hablaba alemán con sus padres,
checo con su hermana y amigos, y aprendió inglés después de ser enviado a la Escuela de
Gramática Inglesa de Praga.
A finales de la década de 1930, cuando la amenaza nazi se hizo evidente, la familia
huyó del país, cruzando Alemania en tren: "no todos sus parientes lograron escapar a
tiempo" (Gellner 1997: viii). Más tarde, se unió a la brigada checa que luchó como parte
del ejército británico y participó en combates en el norte de Europa en 1944 y 1945. Como
miembro de la brigada, participó en los desfiles de la victoria en Pilsen y Praga en mayo de
1945. Estas experiencias llevaron a Gellner a teorizar sobre el nacionalismo. Podríamos
señalar de paso que gran parte de la teorización sobre el nacionalismo ha sido realizada por
académicos con antecedentes similares, es decir, que provienen de entornos urbanos
cosmopolitas destruidos por el surgimiento del nacionalismo, como Hans Kohn, Karl W.
Deutsch, Miroslav Hroch, Eric J. Hobsbawm y Elie Kedourie.

La teoría de Gellner generalmente se considera como el intento más importante de


dar sentido al nacionalismo. La originalidad de su análisis es reconocida incluso por sus
críticos más vehementes. Así, el marxista Tom Nairn llama al ensayo de Gellner de 1964
"el estudio más importante e influyente reciente en inglés" (1981: 96). Otro crítico, Gavin
Kitching, elogia la "claridad contundente" de Gellner en "Nations and Nationalism" (1985:
98). Finalmente, Anthony D. Smith, quien escribió su tesis de doctorado bajo los auspicios
de Gellner en 1966, considera que su teoría es "uno de los intentos más complejos y
originales de lidiar con el fenómeno omnipresente del nacionalismo" (1983: 109).

La originalidad del análisis de Gellner radica en su amplio alcance teórico. Las tesis
que presentó en el séptimo capítulo de "Thought and Change" (1964) superaron a las de sus
predecesores en términos de alcance y detalle. Sin embargo, el alcance de su análisis
también lo convirtió en blanco de numerosas críticas. Es ciertamente cierto que Gellner no
fue modesto al presentar su modelo:

"Un modelo teórico está disponible que, partiendo de generalizaciones que son
eminente-mente plausibles y que no son seriamente cuestionadas, en conjunción con los
datos disponibles sobre la transformación de la sociedad en el siglo XIX, explica el
fenómeno en cuestión" (1996a: 98).

Después de proporcionar un breve resumen de su modelo, continúa:


El argumento... me parece virtualmente euclidiano en su coherencia. Me parece
imposible que se presenten estas conexiones claramente y que no se asienta a ellas... Como
una cuestión lamentable, un asombroso número de personas ha fallado en aceptar la teoría
incluso cuando se les presenta. (Ibíd.: 110-11)

El análisis de Gellner (en particular, la versión original formulada en "Thought and


Change") estableció los términos del debate en los años posteriores y provocó una gran
cantidad de trabajos que evaluaron críticamente su contribución al estudio del nacionalismo
(véase, por ejemplo, Hall y Jarvie 1996b; Hall 1998). Mientras tanto, Gellner continuó
refinando su modelo y defendiéndolo frente a las crecientes críticas. Dividió sus últimos
años entre Cambridge y Praga, donde estableció un Centro para el Estudio del
Nacionalismo, en el antiguo Colegio de Praga de la Universidad de Europa Central.
Falleció prematuramente el 5 de noviembre de 1995, un mes antes de una conferencia
organizada por la Universidad de Europa Central para conmemorar el día de su
septuagésimo cumpleaños. Las "últimas palabras" de Gellner sobre el nacionalismo se
recopilan en un pequeño volumen que vio la luz en 1997.

La teoría de Gellner sobre el nacionalismo se puede entender mejor en el contexto


de una larga tradición sociológica cuyos orígenes se remontan a Durkheim y Weber. La
característica fundamental de esta tradición es una distinción básica entre sociedades
"tradicionales" y "modernas". Siguiendo los pasos de los padres fundadores de la
sociología, Gellner planteó tres etapas en la historia humana: la de cazadores-recolectores,
la de la sociedad agrícola-literaria y la sociedad industrial. Esta distinción forma la base de
la explicación de Gellner, que presenta como una alternativa a las "falsas teorías del
nacionalismo". Identifica cuatro teorías de este tipo:

La teoría nacionalista que ve el nacionalismo como un fenómeno natural, evidente


por sí mismo y autogenerado.

La teoría de Kedourie que lo trata como una "consecuencia artificial de ideas que no
necesitaban ser formuladas nunca y aparecieron por un lamentable accidente".
La teoría de la "Dirección Equivocada" favorecida por los marxistas, que sostiene
que el "mensaje despertador estaba destinado a las clases, pero debido a un terrible error
postal, fue entregado a las naciones".

La teoría de los "Dioses Oscuros" compartida tanto por amantes como por
detractores del nacionalismo, que lo considera "la reaparición de las fuerzas atávicas de la
sangre o el territorio" (1983: 129-30).

Por otro lado, para Gellner, "el nacionalismo es principalmente un principio político
que sostiene que la unidad política y nacional deben ser congruentes" (ibíd.: 1). También es
una característica fundamental del mundo moderno, ya que en la mayor parte de la historia
humana las unidades políticas no estaban organizadas según principios nacionalistas. Las
fronteras de las ciudades-estado, las entidades feudales o los imperios dinásticos rara vez
coincidían con las de las naciones. En tiempos premodernos, la nacionalidad de los
gobernantes no era importante para los gobernados. Lo que contaba para ellos era si los
gobernantes eran más justos y misericordiosos que sus predecesores (1964: 153). El
nacionalismo se convirtió en una necesidad sociológica solo en el mundo moderno. Y la
tarea de una teoría del nacionalismo es explicar cómo y por qué ocurrió esto (1983: 6;
1996a: 98).

Gellner intenta explicar la ausencia de naciones y nacionalismos en las épocas


premodernas haciendo referencia a la relación entre poder y cultura. No se detiene mucho
en la primera fase, la de cazadores-recolectores, ya que en esta etapa no existen estados, por
lo tanto, no hay espacio para el nacionalismo, que pretende dotar a la cultura nacional de un
techo político. Por otro lado, las sociedades agro-literate se caracterizan por un sistema
complejo de estatus bastante estables: "la posesión de un estatus y el acceso a sus derechos
y privilegios es de lejos la consideración más importante para un miembro de tal sociedad.
Un hombre es su rango" (1996a: 100-1). En tal sociedad, el poder y la cultura, dos socios
potenciales destinados a unirse según la teoría nacionalista, no tienen muchas inclinaciones
para unirse: la clase dominante, compuesta por guerreros, sacerdotes, clérigos,
administradores y burgueses, utiliza la cultura para diferenciarse de la gran mayoría de los
productores agrícolas directos que están confinados a pequeñas comunidades locales donde
la cultura es casi invisible (1983: 9-10, 12). La comunicación en estas unidades
autocontenidas es "contextual", en contraste con la comunicación "sin contexto" de las
capas letradas. Por lo tanto, este tipo de sociedad se caracteriza por "una discrepancia, y a
veces conflicto, entre una cultura alta y una baja" (1996a: 102). No hay incentivo para que
los gobernantes impongan la homogeneidad cultural en sus súbditos; por el contrario, se
benefician de la diversidad. La única clase que podría tener interés en imponer ciertas
normas culturales compartidas es el clero, pero no tienen los medios necesarios para
incorporar a las masas en una cultura alta (1983: 11). La conclusión general de Gellner es
bastante simple: dado que no hay homogeneización cultural en las sociedades agro-
literarias, no puede haber naciones.

Gellner postula una relación completamente diferente entre el poder y la cultura en


las sociedades industriales. Ahora, "una cultura alta impregna toda la sociedad, la define y
necesita ser sostenida por la política" (1983: 18). La cultura compartida no es esencial para
la preservación del orden social en las sociedades agro-literarias, ya que el estatus, es decir,
el lugar de un individuo en el sistema de roles sociales, es ascriptivo. En tales sociedades, la
cultura simplemente subraya la estructura y refuerza lealtades existentes. Por otro lado, la
cultura desempeña un papel más activo en las sociedades industriales, que se caracterizan
por altos niveles de movilidad social, y en las que los roles ya no son ascriptivos. La
naturaleza del trabajo es bastante diferente de la de las sociedades agro-literarias:

El trabajo físico en cualquier forma pura ha desaparecido casi por completo. Lo que
todavía se llama trabajo manual no implica balancear un pico o cavar tierra con una pala...
generalmente implica controlar, administrar y mantener una máquina con un mecanismo de
control bastante sofisticado. (1996a: 106)

Esto tiene profundas implicaciones para la cultura en el sentido de que el sistema ya


no puede tolerar la dependencia del significado de "idiosincrasia dialéctica local", por lo
tanto, la necesidad de una comunicación impersonal y sin contexto y un alto nivel de
estandarización cultural. Por primera vez en la historia, la cultura se vuelve importante por
derecho propio: "no subraya tanto la estructura, sino que la reemplaza" (Gellner 1964: 155;
véase también O'Leary 1996).

Sin embargo, hay otro factor que contribuye a la estandarización de la cultura. La


sociedad industrial se basa en la idea de un "crecimiento perpetuo" y esto solo se puede
sostener mediante una transformación continua de la estructura ocupacional: "esta sociedad
simplemente no puede constituir un sistema estable de roles atribuidos, como lo hizo en la
era agraria... Además, el alto nivel de habilidad técnica requerido para al menos una
proporción significativa de los puestos... significa que estos puestos deben llenarse de
manera 'meritocrática'" (Gellner 1996a: 108). La consecuencia inmediata de esto es 'un
cierto tipo de igualitarismo'. La sociedad es igualitaria porque es móvil y, de cierta manera,
debe serlo. Las desigualdades que continúan existiendo tienden a estar camufladas en lugar
de ser desafiadas.

Por otro lado, la sociedad industrial también es una sociedad altamente


especializada. Sin embargo, la distancia entre sus diferentes especializaciones es mucho
menor. Esto explica por qué tenemos 'formación genérica' antes de cualquier formación
especializada en el trabajo:

"Una sociedad moderna es, en este sentido, como un ejército moderno, solo que
más. Proporciona una formación muy prolongada y bastante exhaustiva para todos sus
reclutas, insistiendo en ciertas cualificaciones compartidas: alfabetización, capacidad
numérica, hábitos de trabajo básicos y habilidades sociales... La suposición es que
cualquiera que haya completado la formación genérica común a toda la población puede ser
reentrenado para la mayoría de los otros trabajos sin demasiada dificultad" (1983: 27-8).

Este sistema educativo es muy diferente del principio de uno a uno o en el trabajo
que se encuentra en las sociedades premodernas: 'los hombres ya no son formados en la
rodilla de su madre, sino más bien en la école maternelle' (1996a: 109). Un estrato muy
importante en las sociedades agro-literarias era el de los empleados que podían transmitir la
alfabetización. En la sociedad industrial, donde la exoeducación se convierte en la norma,
cada hombre es un empleado: son y deben ser 'móviles y estar listos para cambiar de una
actividad a otra, y deben poseer la formación genérica que les permite seguir los manuales e
instrucciones de una nueva actividad u ocupación' (1983: 35). Se deduce que

"la empleabilidad, la dignidad, la seguridad y el autorespeto de los individuos...


ahora dependen de su educación... La educación de un hombre es de lejos su inversión más
preciosa y, de hecho, le confiere identidad. El hombre moderno no es leal a un monarca o
una tierra o una fe, sea lo que diga, sino a una cultura" (¡bid.: 36).

Obviamente, esta infraestructura educativa es grande y extremadamente costosa. La


única agencia capaz de sostener y supervisar un sistema tan vasto es el estado central:

"Dada la competencia de varios estados para áreas de captación superpuestas, la


única forma en que una cultura dada puede protegerse contra otra, que ya tiene su estado
protector particular, es adquirir uno propio, si aún no lo posee. Así como cada chica debería
tener un esposo, de preferencia el suyo propio, cada cultura debe tener su estado, de
preferencia el suyo propio" (1996a: 110).

Esto es lo que une al estado y la cultura: 'El imperativo de la exo-socialización es la


clave principal de por qué el estado y la cultura deben estar vinculados ahora, mientras que
en el pasado su conexión era débil, fortuita, variada, suelta y a menudo mínima. Ahora es
inevitable. De eso se trata el nacionalismo' (1983: 38).

En resumen, el nacionalismo es un producto de la organización social industrial.


Esto explica tanto su debilidad como su fuerza. Es débil en el sentido de que el número de
naciones potenciales supera con creces el número de aquellas que realmente hacen la
reclamación. La mayoría de las culturas ingresan en la era del nacionalismo sin siquiera el
"más débil esfuerzo" por beneficiarse de él ellos mismos (ibid.: 47). Prefieren permanecer
como culturas "salvajes", produciéndose y reproduciéndose espontáneamente, sin diseño
consciente, supervisión ni nutrición especial. Por otro lado, las culturas que caracterizan la
era moderna son culturas "cultivadas" o de "jardín" que suelen sustentarse en la
alfabetización y personal especializado y perecerían si se les privara de su alimentación
distintiva (ibid.: 50; ver también Smith 1996d: 132-3).
Por otro lado, el nacionalismo es fuerte porque "determina la norma para la
legitimidad de las unidades políticas en el mundo moderno" (Gellner 1983: 49). El mundo
moderno se puede representar como una especie de "acuario gigante" o "cámara de
respiración" diseñada para preservar diferencias culturales superficiales. La atmósfera y el
agua en estas cámaras están específicamente adaptadas a las necesidades de una nueva
especie, el hombre industrial, que no puede sobrevivir en la atmósfera dada por la
naturaleza. Pero el mantenimiento de este aire o líquido que preserva la vida no es
automático: 'requiere una planta especial. El nombre de esta planta es un sistema educativo
y de comunicación nacional' (ibid.: 51-2).

Esto es lo que subyace a la afirmación de Gellner de que 'las naciones solo pueden
definirse en términos de la era del nacionalismo'. Las naciones pueden surgir 'cuando las
condiciones sociales generales hacen posible culturas elevadas, estandarizadas,
homogéneas, sostenidas centralmente, que impregnan a poblaciones enteras y no solo a
minorías de élite'. Por lo tanto, 'es el nacionalismo el que engendra naciones, y no al revés'
(ibid.: 55; ver también Smith 996d: 132):

"'El nacionalismo es, fundamentalmente, la imposición general de una cultura


elevada en la sociedad, donde previamente las culturas bajas habían ocupado las vidas de la
mayoría, y en algunos casos de la totalidad, de la población... Es el establecimiento de una
sociedad anónima, impersonal, con individuos atomizados mutuamente sustituibles, unidos
sobre todo por una cultura compartida de este tipo. (ibid.: 57).

¿Cómo llegan los pequeños grupos locales a ser conscientes de su propia cultura
"salvaje" y por qué buscan convertirla en una cultura "de jardín"? La respuesta de Gellner a
esta pregunta es simple: la migración laboral y el empleo burocrático revelaron "la
diferencia entre tratar con un co-nacional, alguien que comprende y simpatiza con su
cultura, y alguien hostil a ella. Esta experiencia concreta les enseñó a ser conscientes de su
cultura y a amarla (o, de hecho, a querer deshacerse de ella)" (ibid.: 61). Así, en
condiciones de alta movilidad social, "la cultura en la que se ha aprendido a comunicarse se
convierte en el núcleo de la identidad" (ibid.).
Este es también uno de los dos principios importantes de fisión en la sociedad
industrial. Gellner llama a esto "el principio de las barreras a la comunicación", barreras
basadas en culturas preindustriales. El otro principio es lo que él llama "rasgos resistentes a
la entropía" como el color de piel, hábitos religiosos y culturales profundamente arraigados
que tienden a no dispersarse uniformemente por toda la sociedad, incluso con el paso del
tiempo (ibid.: 64). Gellner sostiene que en las etapas posteriores del desarrollo industrial,
cuando "el período de miseria aguda, desorganización, casi hambruna, alienación total de
las clases bajas ha terminado", son los persistentes rasgos "contraentrópicos" (ya sean
genéticos o culturales) los que se convierten en la fuente de conflicto. En palabras de
Gellner, "el resentimiento se engendra ahora menos por alguna condición objetivamente
intolerable... ahora se produce principalmente debido a la distribución social no aleatoria de
algún rasgo visible y habitualmente notado" (ibid.: 74-5). Este conflicto puede dar lugar a
nuevas naciones organizadas en torno a una cultura alta o una cultura previamente baja.

He intentado ofrecer un relato relativamente completo de la teoría de Gellner,


centrándome principalmente en "Naciones y nacionalismo", haciendo referencia al capítulo
anterior en "Pensamiento y cambio" y a otros escritos solo cuando corresponde. Gellner
más tarde retrabajó su teoría y realizó algunas refinaciones importantes. Una de estas
refinaciones se refiere a la transición de una sociedad agraria a una sociedad industrial
plenamente desarrollada. Observando que la versión original de su teoría permanecía en
silencio sobre este tema, Gellner postuló cinco etapas en el camino desde un mundo de
imperios no étnicos y microunidades hasta uno de estados nacionales homogéneos (1995a,
1996a):

Línea de base. En esta etapa, la etnicidad todavía no es importante y la idea de una


conexión entre ella y la legitimidad política está completamente ausente.

Irredentismo nacionalista. Las fronteras y estructuras políticas de esta etapa se


heredan de la era anterior, pero la etnicidad, o el nacionalismo, como principio político
comienza a operar. Las fronteras y estructuras antiguas están bajo presión debido a la
agitación nacionalista.
Irredentismo nacional triunfante y autodestructivo. En esta etapa, los imperios
multiétnicos colapsan y el principio dinástico-religioso de legitimación política es
reemplazado por el nacionalismo. Emergen nuevos estados como resultado de la agitación
nacionalista. Pero, Gellner sostiene que esta situación es autodestructiva, ya que estos
nuevos estados son igual de "asediados por minorías" que los más grandes que
reemplazaron.

Nacht und Nebel. Esta es una expresión utilizada por los nazis para describir
algunas de sus operaciones secretas en el transcurso de la Segunda Guerra Mundial. En esta
etapa, se suspenden todos los estándares morales y el principio del nacionalismo, que exige
unidades nacionales homogéneas, se implementa con una nueva crueldad. El asesinato en
masa y el desplazamiento forzado de la población reemplazan a métodos más benignos
como la asimilación.

Etapa postindustrial. Este es el período posterior a 1945. El alto nivel de saturación


del principio nacionalista, acompañado de una riqueza general y una convergencia cultural,
lleva a una disminución, aunque no a la desaparición, de la virulencia del nacionalismo
(1996a: 111-12).

Para Gellner, estas cinco etapas representan una cuenta plausible de la transición de
un orden no nacionalista a uno nacionalista. Sin embargo, este esquema no es
universalmente aplicable, ni siquiera en Europa. Observa que las etapas que postuló se
desarrollaron de diferentes maneras en diversas zonas horarias. Identifica cuatro zonas
horarias en Europa:

Yendo de oeste a este, primero está la costa atlántica. Aquí, desde tiempos
premodernos, existían estados dinásticos fuertes. Las unidades políticas basadas en Lisboa,
Londres, París y Madrid correspondían aproximadamente a áreas culturales y lingüísticas
homogéneas. Por lo tanto, cuando llegó la era del nacionalismo, se requería relativamente
poco rediseño de fronteras. En esta zona, apenas se encuentra "nacionalismo etnográfico",
es decir, "el estudio, codificación e idealización de las culturas campesinas en interés de
forjar una nueva cultura nacional". El problema era más bien el de convertir a los
campesinos en ciudadanos, no tanto el de inventar una nueva cultura basada en la
idiosincrasia campesina.

La segunda zona horaria corresponde al territorio del antiguo Sacro Imperio


Romano Germánico. Esta área estaba dominada por dos culturas altas bien dotadas que
existían desde el Renacimiento y la Reforma, a saber, las culturas alemana e italiana. Así,
quienes intentaron crear una literatura alemana a fines del siglo XVIII simplemente estaban
consolidando una cultura existente, no creando una nueva. En términos de alfabetización y
autoconciencia, los alemanes no eran inferiores a los franceses y existía una relación similar
entre los italianos y los austriacos. Aquí solo se requería dotar a la cultura alta existente de
su techo político.

Las cosas fueron más complicadas en la tercera zona horaria más al este. Esta fue la
única área donde todas las etapas se desarrollaron completamente. Aquí no había culturas
altas bien definidas ni estados para cubrirlas y protegerlas. El área se caracterizaba por
antiguos imperios no nacionales y una multiplicidad de culturas populares. Por lo tanto,
para que se llevara a cabo el matrimonio entre cultura y política requerido por el
nacionalismo, ambos socios tenían que ser creados. Esto hizo que la tarea de los
nacionalistas fuera más difícil y, a menudo, su ejecución más brutal.

Finalmente, está la cuarta zona horaria. Gellner sostiene que esta zona compartió la
trayectoria de la anterior hasta 1918 o principios de la década de 1920. Pero luego, los
destinos de las dos zonas divergieron. Mientras que dos de los tres imperios que cubrían la
cuarta zona, el Imperio Habsburgo y el Imperio Otomano, se desintegraron, el tercero fue
dramáticamente revivido bajo una nueva dirección y en nombre de una nueva e inspiradora
ideología. Gellner señala que el avance victorioso del Ejército Rojo en 1945 y la
incorporación de una parte considerable de la zona tres en la zona cuatro complicaron aún
más las cosas. El nuevo régimen pudo reprimir el nacionalismo a costa de destruir la
sociedad civil. Por lo tanto, cuando el sistema fue desmantelado, el nacionalismo surgió con
toda su fuerza, pero pocos de sus rivales. Haber sido artificial Agentes humanos, en los que
las consecuencias preceden a las causas, y en los que surgen sospechas de que se están
invocando tácitamente entidades supraindividuales y holísticas para realizar un trabajo
explicativo."
Al final de la segunda etapa, la cuarta zona horaria puede retomar su curso normal
en la etapa tres (nacionalismo irredentista), cuatro (masacres o traslados de población) o
cinco (disminución del conflicto étnico). Cuál de estas opciones prevalecerá, esa es la
pregunta crucial que enfrentan los territorios de la antigua Unión Soviética.

Como mencioné anteriormente, la amplitud teórica de su modelo y el tono asertivo


con el que lo presentó convirtieron a Gellner en blanco de muchas críticas. Aquí, me
limitaré a las críticas estándar planteadas contra su teoría, que se pueden resumir de la
siguiente manera: el modelo de Gellner es demasiado funcionalista; malinterpreta la
relación entre la industrialización y el nacionalismo; no logra explicar el resurgimiento de
los sentimientos étnicos y nacionalistas dentro de las sociedades industriales avanzadas; su
modelo no puede explicar las pasiones generadas por el nacionalismo; los procesos
subyacentes en su explicación son demasiado generales y vacuos.

La Teoría de Gellner es Demasiado Funcionalista

Muchos académicos rechazan el funcionalismo evidente en la teoría de Gellner. Es


cierto que Gellner intenta explicar el nacionalismo en función de las consecuencias que
genera. Más específicamente, "el nacionalismo se 'explica' haciendo referencia a un
resultado histórico (la aparición de la Sociedad Industrial) que cronológicamente le sigue"
(Kitching 1985: 102). Para Gellner, el nacionalismo es necesario para la sociedad
industrial, que no podría "funcionar" sin él: así, el nacionalismo es beneficioso para los
estados modernizadores. En esta imagen, el nacionalismo no es intencional por parte de los
actores que producen la modernización, ya que no son conscientes de la relación causal
entre estos dos procesos (O'Leary 1996: 85). O'Leary sostiene que:

"El argumento de Gellner muestra todos los vicios del razonamiento funcionalista,
en el que ocurren eventos y procesos que son tratados de manera poco plausible como
completamente más allá de la comprensión de los agentes humanos, en el que las
consecuencias preceden a las causas, y en el que surgen sospechas de que se están
invocando tácitamente entidades supraindividuales y holísticas para realizar un trabajo
explicativo" (Ibíd.: 86).
Por otro lado, Breuilly señala que se sugieren muchas funciones que el
nacionalismo puede desempeñar. Para algunos, el nacionalismo facilita el proceso de
modernización; para otros, ayuda a la preservación de identidades y estructuras
tradicionales. Para algunos, es una función de interés de clase; para otros, de necesidad de
identidad. Dado que no existe una interpretación universalmente aceptada, no tiene sentido
explicar el nacionalismo en términos de la "función" que cumple (Breuilly 1993a: 419).

Minogue va un paso más allá y argumenta que las explicaciones funcionales tienden
a tratar al investigador/teórico como una especie de ser omnisciente. Tales explicaciones
implican que lo que las personas están haciendo es en realidad diferente de lo que creen que
están haciendo, y el teórico está en posición de percibir la realidad. Por lo tanto, los
nacionalistas pueden pensar que están liberando a la nación, pero Gellner sabe que lo que
realmente están haciendo es facilitar la transición a una sociedad industrial. El teórico
olímpico detecta las causas reales de lo que está sucediendo y las revela a los lectores
(Minogue 1996: 117). Minogue también critica a Gellner, y a las explicaciones funcionales
en general, por subestimar las condiciones completas de la agencia humana. Sostiene que
los individuos responden de manera racional a las situaciones en las que se encuentran a la
luz de su comprensión de ellas. Según Minogue, "diferentes ideas, como el aleteo de la
famosa mariposa que provoca una tormenta en el otro lado del mundo, pueden llevar a
consecuencias bastante impredecibles" (ibíd.: 118). Descartar estas ideas puede condenar
una teoría a la extrapolación.

El funcionalismo de Gellner no se manifiesta solo en su representación de la


relación entre nacionalismo e industrialización. Su relato del surgimiento de la educación
en masa también muestra tonos similares de funcionalismo. La teoría postula que el nuevo
sistema educativo basado en la formación genérica es un producto de las nuevas
condiciones sociales. Pero nuevamente, un proceso, en este caso, el surgimiento de sistemas
educativos estandarizados, se explica haciendo referencia a una función que se supone que
cumple. Breuilly pregunta: "La educación eventualmente puede funcionar de esta manera,
pero ¿explica su desarrollo?" (1985: 68). Su respuesta es negativa: "a menos que se
especifique una intención deliberada por parte de grupos clave para producir este resultado
o algún mecanismo de retroalimentación que 'seleccione' patrones de educación de
formación genérica en lugar de otros patrones, esto no puede considerarse una explicación"
(ibid.).

Además de estas complicaciones teóricas, el funcionalismo de Gellner también crea


dificultades factuales. Esto nos lleva a la segunda crítica.

Gellner Malinterpreta la Relación entre Industrialización y Nacionalismo

Este es probablemente el cargo más común formulado contra la teoría de Gellner.


Muchos académicos ponen en duda las suposiciones de Gellner señalando una serie de
"contraejemplos". En primer lugar, se argumenta que muchos movimientos nacionalistas
florecieron en sociedades que aún no habían experimentado la industrialización. Por
ejemplo, Kedourie afirma que la doctrina del nacionalismo se articuló en tierras de habla
alemana en las que apenas había industrialización (1994: 143). Kitching hace un punto
similar para Gran Bretaña, afirmando que el surgimiento del nacionalismo en las Islas
Británicas precede incluso al industrialismo temprano en 150-200 años (1985: 106).
Minogue sugiere lo contrario al afirmar que Gran Bretaña se industrializó sin tener
nacionalismo en absoluto y concluye que el nacionalismo no es una condición necesaria de
la sociedad industrial (1996: 121). Kedourie coincide con Minogue y argumenta que las
áreas donde el industrialismo apareció primero y progresó más, es decir, Gran Bretaña y
Estados Unidos, son precisamente las áreas donde el nacionalismo es desconocido (1994:
143). Sin embargo, esta discrepancia no salva la teoría de Gellner. Abundan los
contrajemplos. Áreas como Grecia, los Balcanes y partes del Imperio Otomano cayeron
presas de la ideología nacionalista cuando aún eran inocentes de industrialización
(Kedourie 1994: 143).

Breuilly señala que se pueden encontrar sentimientos nacionales ampliamente


compartidos en partes del mundo que aún no han alcanzado esta etapa. Según él, la
agricultura comercial, la educación en masa y los sistemas modernos de comunicación
pueden producir todos los efectos relacionados con el industrialismo que Gellner relaciona
con la industrialización. Así concluye que existen otros medios para difundir una cultura
nacional en sociedades no industriales (1996: 162). Los nacionalismos anticolonialistas o
poscoloniales son otro ejemplo. El nacionalismo de Gandhi, por ejemplo, fue
explícitamente hostil al industrialismo. En Rusia, un régimen profundamente hostil al
nacionalismo se apoderó del imperio en 1917 y procedió a proporcionar las condiciones
que Gellner considera necesarias para una sociedad industrial (Minogue 1996: 120). Un
problema final es creado por la Alemania nazi, Italia en la era fascista y Japón en las
décadas de 1920 y 1930, que produjeron los movimientos nacionalistas más frenéticos a
pesar de su alto nivel de industrialización (Kedourie 1994: 143). En resumen, el
nacionalismo precedió a la industrialización en muchos lugares; y en otros lugares, el
nacionalismo no fue un acompañante del proceso de industrialización.

Vale la pena señalar que Gellner intenta contrarrestar estas críticas argumentando
que 'el industrialismo proyecta una larga sombra' antes de su realidad actual y que, en
cualquier caso, solo los intelectuales eran nacionalistas (debate en la radio BBC con
Kedourie, citado en Minogue 1996: 120). Por otro lado, admite explícitamente que el
nacionalismo de los Balcanes constituye un problema para su teoría (1996c: 630).

La Teoría de Gellner No Explica el Resurgimiento de los Sentimientos Étnicos y


Nacionalistas en Sociedades Industrializadas Avanzadas

Como se recordará, uno de los argumentos centrales de Gellner era que la sociedad
industrial tardía seguiría siendo una en la que el nacionalismo persistiría, pero en una forma
más atenuada, menos virulenta (1983: 122). Esta argumentación fue una consecuencia
inevitable del vínculo entre industrialismo y nacionalismo que postuló en su teoría. Kellas
cuestiona la validez de esta suposición al señalar los movimientos nacionalistas
contemporáneos que han estallado en países industrializados desde hace mucho tiempo,
como Gran Bretaña, España y Bélgica (1991: 44). Del mismo modo, Hutchinson argumenta
que la teoría de Gellner no puede explicar el resurgimiento de "nacionalismos terroristas
feroces" en el corazón de Europa, por ejemplo, entre los relativamente prósperos vascos y
catalanes en España (1994: 22). Por otro lado, Smith hace el mismo punto al invocar la
reacción popular al Tratado de Maastricht en países como Francia, Gran Bretaña y
Dinamarca. Según él, las dudas y la resistencia populares que hemos presenciado en estos
países sugieren que no debemos pasar por alto la importancia continua de las tradiciones y
experiencias nacionales (1996d: 141).

El Modelo de Gellner No Puede Explicar las Pasiones Generadas por el


Nacionalismo

Como Gellner mismo señala, este punto ha sido planteado por varios críticos desde
diferentes extremos del espectro ideológico (1996c: 625). Por ejemplo, Perry Anderson,
una figura destacada de la Nueva Izquierda, sostiene que la teoría de Gellner no puede
explicar el poder emocional del nacionalismo y agrega: '[d] onde Weber quedó tan
embrujado por su hechizo que nunca pudo teorizar sobre el nacionalismo, Gellner teorizó
sobre el nacionalismo sin detectar el hechizo' (1992: 205). O'Leary y Minogue, que no
tienen nada que ver con el marxismo, hacen el mismo punto: mientras que O'Leary acusa a
Gellner de depender de 'explicaciones cultural y materialmente reduccionistas de las
motivaciones políticas que generan el nacionalismo', Minogue critica su falta de atención al
poder de la identidad (O'Leary 1996: 100; Minogue 1996: 126).

Como vimos anteriormente, este punto también constituye uno de los argumentos
centrales de la crítica etno-simbolista a las teorías modernistas. Smith, el principal
exponente del enfoque etno-simbolista, comienza haciendo la siguiente pregunta: ¿por qué
las personas deberían identificarse fervientemente con una alta cultura inventada y estar
dispuestas a dar sus vidas por ella (1996d: 134)? Gellner busca la respuesta en los sistemas
modernos de educación en masa. Sin embargo, Smith señala que el ardor de los primeros
nacionalistas, aquellos que crean la nación en primer lugar, no puede ser producto de un
sistema nacional de educación en masa que aún no ha llegado a existir en esa fecha (1996d:
135). No es posible establecer un sistema educativo 'nacional' sin primero determinar quién
es la 'nación'. ¿Quién recibirá la educación? ¿En qué idioma? Explicar el nacionalismo de
aquellos que proponen respuestas a estas preguntas, es decir, aquellos que 'construyen' la
nación, mediante la educación en masa es caer, una vez más, en la trampa del
funcionalismo. Según Smith, la solución a este problema radica en las culturas étnicas
preexistentes, cuyos elementos (mitos, símbolos y tradiciones) se han incorporado a las
culturas nacionales nacientes.

Gellner rechaza estas acusaciones argumentando que se basan en una interpretación


errónea de su teoría. Él enfatiza que el modelo no explica el nacionalismo por el uso que
tiene en la legitimación de la modernización, sino por el hecho de que 'los individuos se
encuentran en situaciones muy estresantes, a menos que se cumpla el requisito nacionalista
de congruencia entre la cultura de un hombre y la de su entorno' (1996c: 626). Sostiene que
sin tal congruencia, la vida sería un infierno: de ahí la profunda pasión que se cree que está
ausente de la teoría. La pasión, continúa, no es un medio para un fin, 'es una reacción a una
situación intolerable' (ibid.). Es mejor terminar esta subsección con la respuesta de Gellner
a Anderson:

"Perry se equivoca completamente: soy profundamente sensible al hechizo del


nacionalismo. Puedo tocar alrededor de treinta canciones folclóricas bohemias (o canciones
presentadas como tales en mi juventud) en mi armónica. Mi amigo más antiguo, a quien
conozco desde los tres o cuatro años y que es checo y un patriota, no soporta escucharme
tocarlas porque dice que lo hago de una manera tan cursi, 'llorando en la armónica'. No creo
que hubiera podido escribir el libro sobre nacionalismo que escribí si no fuera capaz de
llorar, con la ayuda de un poco de alcohol, sobre las canciones folclóricas, que resultan ser
mi forma favorita de música" (ibid.: 624-625).

Los Procesos Subyacentes en su Explicación son Demasiado Generales y Vacíos

Según Zubaida, todas las teorías generales del nacionalismo asumen una
'homogeneidad sociológica', es decir, que existen estructuras sociales y procesos comunes
que subyacen a los fenómenos ideológicos/políticos (1978: 56). Señala que todas estas
teorías comparten una estructura básica a pesar de sus variaciones conceptuales y
terminológicas. Para ilustrar esta estructura, se enfoca en la teoría de Gellner, que puede
considerarse el ejemplo más claro de tales teorías. Los principales elementos de la narrativa
son: un proceso histórico mundial (modernización/industrialización); sociedades
tradicionales que este proceso afecta a diferentes ritmos, lo que lleva a diferencias en el
grado de desarrollo y resulta en la ruptura de lazos y estructuras tradicionales; grupos
sociales particulares (intelectuales y proletariado para Gellner) que emprenden la doble
lucha contra la tradición y contra los enemigos externos. La historia termina con el
establecimiento de estados nacionales. A eso le sigue la lucha para reemplazar las lealtades
tradicionales por las nacionales entre la población en general. Para Gellner, esto es
generado por un sistema educativo que produce ciudadanos con las calificaciones
necesarias (ibid.: 57).

Según Zubaida, la realidad es mucho más compleja. Él argumenta que las


explicaciones sociológicas de los movimientos nacionalistas se basan en procesos y grupos
que no son generalizables ni comparables entre los diversos contextos sociales. Por
ejemplo, el término 'industria' no tiene el mismo significado en todas partes: abarca una
amplia gama de formas de producción, desde pequeños talleres hasta estaciones nucleares.
Además, las consecuencias del desarrollo industrial no son uniformes: factores como la
intensidad de capital, la estratificación o segmentación de los mercados laborales, la fuente,
naturaleza y duración de la inversión de capital, la relación de la industria con el sector
agrícola pueden influir en el resultado de la industrialización y dar lugar a configuraciones
socioeconómicas muy diferentes. En resumen, la industrialización puede no llevar al
nacionalismo en todas estas sociedades. La teoría de Gellner, o en ese sentido cualquier
teoría general del nacionalismo, pasa por alto las variaciones regionales e históricas (1978:
58-9). En su reseña del libro "Nations and Nationalism" de Gellner, Breuilly hace un punto
similar al argumentar que se necesita un modelo más diferenciado para explicar el
nacionalismo (1985: 70).

Benedict Anderson y 'Comunidades Imaginadas'

El año 1983 vio la publicación de otro libro muy influyente sobre el nacionalismo,
junto con "Nations and Nationalism" de Gellner y "The Invention of Tradition" de
Hobsbawm y Ranger, titulado "Comunidades Imaginadas: Reflexiones sobre el origen y la
propagación del nacionalismo". Su autor, Benedict R. O'G. Anderson, era un especialista en
el sudeste asiático que había realizado una extensa investigación de campo en Indonesia,
Siam y Filipinas. El impulso inicial para escribir este libro, recuerda Anderson más tarde,
surgió de 'la guerra triangular de Tercera Indochina que estalló en 1978-79 entre China,
Vietnam y Camboya' (1998: 20). En términos más generales, Anderson estaba intrigado por
el hecho de que 'desde la Segunda Guerra Mundial, cada revolución exitosa se ha definido
en términos nacionales' y buscaba explicar cómo llegó a existir esta situación, centrándose
principalmente, aunque no exclusivamente, en las fuentes culturales del nacionalismo,
especialmente en las transformaciones de la conciencia que hicieron que las naciones
existentes fueran concebibles (Eley y Suny 1996b: 242).

El punto de partida de Anderson es que la nacionalidad y el nacionalismo son


artefactos culturales de un tipo particular. Para comprenderlos adecuadamente, necesitamos
averiguar cómo han llegado a existir, de qué manera han cambiado sus significados con el
tiempo y por qué gozan de una legitimidad emocional tan profunda. Anderson sostiene que
el nacionalismo surgió hacia finales del siglo XVIII como resultado de la 'destilación
espontánea de una compleja "cruza" de fuerzas históricas discretas' y una vez creados, se
convirtieron en modelos que podían ser utilizados en una amplia variedad de terrenos
sociales y por una igualmente amplia variedad de ideologías (1991[1983]: 4). Para él, una
explicación persuasiva del nacionalismo no debe limitarse a especificar los factores
culturales y políticos que facilitan el crecimiento de las naciones. El verdadero desafío
radica en mostrar por qué y cómo estos artefactos culturales particulares han despertado
tales apego emocional. En otras palabras, la pregunta crucial es: '¿qué hace que las
imaginaciones reducidas de la historia reciente (apenas más de dos siglos) generen tales
sacrificios colosales?' (ibid.: 7). Antes de abordar esta pregunta, sin embargo, considera el
concepto de 'nación' e intenta ofrecer una definición viable.

Para Anderson, la confusión terminológica que rodea al concepto de nación se debe


en parte a la tendencia a tratarlo como un constructo ideológico. Las cosas serían más
fáciles si se considerara que pertenece a la misma familia que 'parentesco' o 'religión'; de
ahí su definición de la nación como 'una comunidad política imaginada, imaginada como
inherentemente limitada y soberana'. Es imaginada porque 'los miembros incluso de la
nación más pequeña nunca conocerán a la mayoría de sus compañeros, no los conocerán, ni
siquiera oirán hablar de ellos, sin embargo, en la mente de cada uno vive la imagen de su
comunión'. Es imaginada como limitada porque cada nación tiene límites finitos más allá
de los cuales se encuentran otras naciones. Es imaginada como soberana porque nació en la
época de la Ilustración y la Revolución, cuando la legitimidad de los reinos divinamente
ordenados y jerárquicos estaba disminuyendo rápidamente: las naciones soñaban con ser
libres, y si bajo Dios, al menos directamente. Finalmente, se imagina como una comunidad
porque, 'independientemente de la desigualdad y explotación reales que puedan prevalecer
en cada una, la nación siempre se concibe como una camaradería horizontal profunda'.
Según Anderson, en última instancia, este sentido de fraternidad hace posible que tantos
millones de personas estén dispuestas a sacrificar sus vidas por su nación (ibid.: 6-7).

Aquí es importante destacar que para Anderson, 'imaginar' no implica 'falsedad'.


Hace este punto de manera bastante contundente cuando acusa a Gellner de asimilar
'invención' a 'fabricación' y 'falsedad', en lugar de a 'imaginación' y 'creación', con la
intención de mostrar que el nacionalismo se disfraza bajo falsas pretensiones. Tal punto de
vista implica que existen comunidades 'reales' que pueden compararse ventajosamente con
las naciones. De hecho, sin embargo, todas las comunidades más grandes que pequeños
pueblos de contacto cara a cara (quizás incluso estos) son imaginadas. Las comunidades,
concluye Anderson, no deben distinguirse por su falsedad o autenticidad, sino por el estilo
en el que son imaginadas (ibid.: 6).

Luego, Anderson se centra en las condiciones que dan lugar a tales comunidades
imaginadas. Comienza con las raíces culturales del nacionalismo, argumentando que 'el
nacionalismo debe entenderse al alinearse, no con ideologías políticas autoconscientes, sino
con los grandes sistemas culturales que lo precedieron, de los cuales, así como en contra de
los cuales, surgió' (ibid.: 12). Cita dos de estos sistemas como relevantes, la comunidad
religiosa y el reino dinástico. Ambos de estos sistemas ejercieron su influencia sobre gran
parte de Europa hasta el siglo XVI. Su declive gradual, que comenzó en el siglo XVII,
proporcionó el espacio histórico y geográfico necesario para el surgimiento de las naciones.
La decadencia de las 'grandes comunidades religiosamente imaginadas' fue
particularmente importante en este contexto. Anderson enfatiza dos razones para este
declive. La primera fue el efecto de las exploraciones del mundo no europeo, que ampliaron
el horizonte cultural y geográfico general, y mostraron a los europeos que eran posibles
otras formas de vida humana. La segunda razón fue el gradual deterioro del propio lenguaje
sagrado. El latín era la lengua dominante de una alta intelectualidad paneuropea; de hecho,
era la única lengua enseñada en la Europa occidental medieval. Pero para el siglo XVI, todo
esto estaba cambiando rápidamente. Cada vez más libros se publicaban en lenguas
vernáculas y la publicación dejaba de ser una empresa internacional (1991: 12-19).

¿Cuál fue la importancia de todos estos desarrollos para el surgimiento de la idea de


nación? La respuesta, argumenta Anderson, radica en el papel crucial desempeñado por las
religiones tradicionales en la vida humana. En primer lugar, suavizaban los sufrimientos
resultantes de la contingencia de la vida ('¿Por qué está paralizado mi mejor amigo? ¿Por
qué está retrasada mi hija?') al explicarlos como 'destino'. A un nivel más espiritual, por
otro lado, proporcionaban salvación ante la arbitrariedad de la fatalidad al convertirla en
continuidad (vida después de la muerte), al establecer un vínculo entre los muertos y los
aún no nacidos. Previsiblemente, la disminución de las visiones del mundo religiosas no
llevó a una disminución correspondiente del sufrimiento humano. De hecho, ahora, la
fatalidad era más arbitraria que nunca. 'Lo que se requería entonces era una transformación
secular de la fatalidad en continuidad, de la contingencia en significado'. Nada estaba mejor
adaptado para este fin que la idea de nación, que siempre se presenta desde un pasado
inmemorial y, lo que es más importante, se desliza hacia un futuro ilimitado: '[e]s la magia
del nacionalismo convertir el azar en destino' (ibid.: 11, 12).

Sin embargo, sería demasiado simplista sugerir que las naciones surgieron de las
comunidades religiosas y los reinos dinásticos y los reemplazaron. Debajo de la disolución
de estas comunidades sagradas, se estaba produciendo una transformación mucho más
fundamental en los modos de aprehender el mundo. Este cambio se refiere a la concepción
cristiana medieval del tiempo, que se basa en la idea de simultaneidad. Según tal
concepción, los eventos se sitúan simultáneamente en el presente, el pasado y el futuro. El
pasado prefigura el futuro, de modo que este último 'cumple' lo anunciado y prometido en
el primero. Los sucesos del pasado y el futuro no están vinculados ni temporal ni
causalmente, sino por la Providencia Divina, que solo puede idear tal plan de la historia. En
tal visión de las cosas, nota Anderson, 'la palabra "mientras tanto" no puede tener un
significado real' (ibid.: 24). Esta concepción de 'simultaneidad-a lo largo del tiempo' fue
reemplazada por la idea de 'tiempo homogéneo vacío', un término que Anderson toma de
Walter Benjamín. La simultaneidad se entiende ahora como transversal, a través del
tiempo, marcada por la coincidencia temporal y medida por el reloj y el calendario. La
nueva concepción del tiempo permitió 'imaginar' la nación como un 'organismo sociológico'
que avanza constantemente hacia abajo (o arriba) en la historia (ibid.: 26). Para ilustrar este
punto, Anderson examina dos formas populares de imaginación, la novela y el periódico.

Primero, considera una trama simple de novela que consta de cuatro personajes: un
hombre (A) tiene una esposa (B) y una amante (C), quien a su vez tiene un amante (D).
Suponiendo que (C) ha jugado bien sus cartas y que (A) y (D) nunca se encuentran, ¿qué
los une en realidad? En primer lugar, que viven en 'sociedades' (Lübeck, Los Ángeles):
'[e]stas sociedades son entidades sociológicas de una realidad firme y estable tal que sus
miembros (A y D) incluso pueden describirse pasándose por la calle sin conocerse nunca y
seguir estando conectados' (ibid.: 25). En segundo lugar, que están conectados en la mente
de los lectores. Solo los lectores podrían saber qué están haciendo (A) y (D) en un
momento particular en el tiempo. Según Anderson, el hecho de que todos estos actos se
realicen al mismo tiempo en el reloj y el calendario, pero por actores que pueden estar en
gran medida inconscientes los unos de los otros, muestra la novedad de este mundo
imaginado que el autor conjura en la mente de sus lectores (ibid.: 26).

Esto tiene profundas implicaciones para la idea de nación. Un estadounidense


probablemente nunca conocería, ni siquiera sabría los nombres de más que un puñado de
sus compatriotas. No tendría idea de lo que están haciendo en un momento determinado.
Sin embargo, tiene plena confianza en su existencia y su 'actividad constante, anónima y
simultánea' (ibid.).
Un vínculo similar se establece a través del periódico, que encarna una ficción
profunda. Si echamos un vistazo rápido a la portada de cualquier periódico, encontraremos
varias historias aparentemente independientes. Anderson pregunta: ¿qué los conecta entre
sí? Primero, la coincidencia en el calendario. La fecha en la parte superior del periódico
proporciona la conexión esencial: 'Dentro de ese tiempo, "el mundo" avanza con firmeza'.
Si, por ejemplo, Mali desaparece de las primeras páginas de los periódicos, no pensamos
que Mali haya desaparecido por completo. 'El formato novelesco del periódico nos asegura
que en algún lugar, "el personaje" Mali sigue avanzando en silencio, esperando su próxima
aparición en la trama' (ibid.: 33). La segunda conexión la proporciona el consumo masivo
simultáneo de periódicos. En ese sentido, el periódico puede considerarse como una 'forma
extrema del libro', un 'libro vendido a gran escala' o 'bestsellers de un día' (ibid.: 33-4).
Sabemos que una edición en particular se leerá entre esta y aquella hora, solo en este día,
no en otro. Esto es, de alguna manera, una ceremonia masiva, una ceremonia realizada en
privado y en silencio, '[s]in embargo, cada comulgante es muy consciente de que la
ceremonia que realiza está siendo replicada simultáneamente por miles (o millones) de
otros de cuya existencia está seguro, pero de cuya identidad no tiene la más mínima noción'
(ibid.: 35). Es difícil imaginar una figura más vívida para la comunidad imaginada secular y
históricamente cronometrada. Además, al observar que las réplicas exactas de su propio
periódico son consumidas por sus vecinos, en el metro o la peluquería, el lector
constantemente se tranquiliza de que el mundo imaginado está arraigado en la vida
cotidiana: 'la ficción se filtra en la realidad de manera silenciosa y continua, creando esa
confianza notable en la comunidad en el anonimato que es el sello distintivo de las naciones
modernas' (ibid.: 36).

En resumen, los orígenes culturales de la nación moderna pueden ubicarse


históricamente en la intersección de tres desarrollos: un cambio en las concepciones del
tiempo, el declive de las comunidades religiosas y de los reinos dinásticos. Pero la imagen
aún no está completa. El ingrediente faltante lo proporciona la edición comercial de libros a
gran escala, o lo que Anderson llama 'capitalismo impreso'. Esto hizo posible, más que
cualquier otra cosa, que un número creciente de personas se pensara a sí mismas de
maneras profundamente nuevas.
El mercado inicial para la edición capitalista de libros era el delgado estrato de
lectores de latín. Este mercado, señala Anderson, se saturó en 150 años. Sin embargo, el
capitalismo necesitaba mercados y, por lo tanto, ganancias. La lógica inherente del
capitalismo obligó a los editores, una vez que el mercado elitista de lectores de latín estaba
saturado, a producir ediciones baratas en las lenguas vernáculas con el objetivo de llegar a
las masas monolingües. Este proceso fue precipitado por tres factores. El primero fue un
cambio en el carácter del latín. Gracias a los humanistas, se descubrieron y difundieron las
obras literarias de la antigüedad pre-cristiana, lo que generó un nuevo interés en el
sofisticado estilo de escritura de los antiguos, lo que alejó aún más al latín de la vida
eclesiástica y cotidiana. El segundo fue el impacto de la Reforma, que debió gran parte de
su éxito al capitalismo impreso. La coalición entre el protestantismo y el capitalismo
impreso creó rápidamente grandes públicos lectores y los movilizó con fines políticos y
religiosos. El tercero fue la adopción de algunas lenguas vernáculas como lenguajes
administrativos. Anderson señala que el surgimiento de los vernáculos administrativos
precedió tanto a la imprenta como a la Reforma, por lo que debe considerarse un factor
independiente. Juntos, estos tres factores llevaron al derrocamiento del latín y crearon
grandes públicos lectores en las lenguas vernáculas (ibid.: 38-43).

Anderson sostiene que estas lenguas impresas sentaron las bases para las
conciencias nacionales de tres maneras. En primer lugar, crearon 'campos unificados de
intercambio y comunicación por debajo del latín y por encima de los vernáculos hablados'.
En segundo lugar, el capitalismo impreso otorgó una nueva fijeza al lenguaje que ayudó a
construir la imagen de la antigüedad, tan central para la idea de la nación. Y tercero, el
capitalismo impreso creó lenguajes de poder de un tipo diferente de los vernáculos
administrativos anteriores. En resumen, lo que hizo imaginable a las nuevas comunidades
fue 'una interacción medio fortuita pero explosiva entre un sistema de producción y
relaciones productivas (capitalismo), una tecnología de comunicación (la imprenta) y la
fatalidad de la diversidad humana' (ibid.: 42-4).
Habiendo especificado los factores causales generales que subyacen al surgimiento
de las naciones, Anderson se adentra en contextos históricos y culturales particulares con el
objetivo de explorar el desarrollo "modular" del nacionalismo. Comienza considerando
América Latina. Esta sección contiene uno de los argumentos más interesantes y
controvertidos del libro, a saber, que las comunidades criollas de las Américas
desarrollaron su conciencia nacional mucho antes que la mayoría de Europa. Según
Anderson, dos aspectos de los nacionalismos latinoamericanos los separaron de sus
homólogos europeos. En primer lugar, el idioma no desempeñó un papel importante en su
formación, ya que las colonias compartían un idioma común con sus respectivas metrópolis
imperiales. En segundo lugar, los movimientos nacionales coloniales fueron liderados por
élites criollas y no por la intelligentsia. Por otro lado, los factores que incitaron estos
movimientos no se limitaron al endurecimiento del control de Madrid y la difusión de las
ideas liberalizadoras de la Ilustración. Cada una de las Repúblicas Sudamericanas había
sido una unidad administrativa entre los siglos XVI y XVIII. Esto las llevó a desarrollar una
"realidad más firme" con el tiempo, un proceso precipitado por "peregrinaciones
administrativas", o lo que Anderson llama el "viaje entre tiempos, estados y lugares". Los
diccionarios criollos se encontraron con sus colegas ("compañeros de peregrinaje") de
lugares y familias que apenas habían oído hablar en el transcurso de estas peregrinaciones
y, al experimentarlos como compañeros de viaje, desarrollaron una conciencia de conexión
(¿por qué estamos... aquí... juntos?) (ibid.: 50-6).

La época de los movimientos nacionales exitosos en las Américas, argumenta


Anderson, coincidió con el inicio de la era del nacionalismo en Europa. Los ejemplos
anteriores de nacionalismos europeos eran diferentes de sus predecesores en dos aspectos:
las lenguas impresas nacionales eran un tema importante en su formación y tenían
"modelos" a los que podían aspirar desde el principio. Anderson cita dos desarrollos que
aceleraron el surgimiento de nacionalismos lingüísticos clásicos. El primero fue el
descubrimiento de distantes civilizaciones "grandiosas", como la china, japonesa, india,
azteca o incaica, que permitió a los europeos pensar en sus civilizaciones como una entre
muchas, y no necesariamente la Elegida o la mejor (ibid.: 69-70).
El segundo fue un cambio en las ideas europeas sobre el lenguaje. Anderson
observa que el estudio científico comparativo de las lenguas comenzó a fines del siglo
XVIII. En este período, se revivieron las lenguas vernáculas; se produjeron diccionarios y
libros de gramática. Esto tuvo profundas implicaciones para las antiguas lenguas sagradas,
que ahora se consideraban en pie de igualdad con sus rivales vernáculas. La manifestación
más visible de este igualitarismo eran los "diccionarios bilingües", ya que
"independientemente de las realidades políticas exteriores, dentro de las páginas del
diccionario checo-alemán/alemán-checo, las lenguas emparejadas tenían un estatus común"
(ibid.: 71). Obviamente, esta "revolución lexicográfica" no se experimentó en el vacío. Los
diccionarios o libros de gramática se producían para el mercado de la imprenta, y por lo
tanto para públicos consumidores. El aumento general de las tasas de alfabetización, junto
con un crecimiento paralelo en el comercio, la industria y las comunicaciones, creó nuevos
impulsos para la unificación lingüística vernácula. Esto, a su vez, facilitó la tarea del
nacionalismo.

Por otro lado, estos desarrollos crearon problemas políticos cada vez mayores para
muchas dinastías en el transcurso del siglo XIX porque la legitimidad de la mayoría de ellas
no tenía nada que ver con la "nacionalidad". Las familias dinásticas gobernantes y la
aristocracia se veían amenazadas con la marginación o la exclusión de las incipientes
"comunidades imaginadas". Esto llevó a los "nacionalismos oficiales", un término que
Anderson toma de Seton-Watson, que fue un medio para combinar la naturalización con la
retención del poder dinástico, en particular sobre los vastos dominios políglotos
acumulados desde la Edad Media, o, dicho de otra manera, para extender la corta y ajustada
piel de la nación sobre el gigantesco cuerpo del imperio (ibid.: 86).

Anderson destaca que los nacionalismos oficiales se desarrollaron después y en


reacción a los movimientos nacionales populares que proliferaron en Europa desde la
década de 1820. Por lo tanto, históricamente eran "imposibles" hasta después de la
aparición de estos últimos. Además, estos nacionalismos no se limitaron a Europa. Políticas
similares se llevaron a cabo en los vastos territorios asiáticos y africanos sometidos en el
transcurso del siglo XIX. También fueron adoptadas y imitadas por las élites gobernantes
indígenas en áreas que escaparon a la subyugación (ibid.: 109-10).
Esto lleva a Anderson a su parada final, es decir, los nacionalismos anticoloniales
en Asia y África. Sostiene que esta "última ola" de nacionalismos estuvo en gran medida
inspirada por el ejemplo de movimientos anteriores en Europa y las Américas. En este
proceso desempeñaron un papel clave los nacionalismos oficiales que transplantaron sus
políticas de "rusificación" a sus colonias extrapeninsulares. Anderson afirma que esta
tendencia ideológica se fusionó con las exigencias prácticas, ya que los imperios de finales
del siglo XIX eran demasiado grandes y extensos para ser gobernados por un puñado de
nacionales. Además, el Estado estaba multiplicando rápidamente sus funciones tanto en las
metrópolis como en las colonias. Entonces, lo que se necesitaba eran cuadros subordinados
bien educados para las burocracias estatales y corporativas. Estos fueron generados por los
nuevos sistemas educativos, lo que a su vez condujo a nuevas peregrinaciones, esta vez no
solo administrativas, sino también educativas.

Por otro lado, la lógica del colonialismo significaba que los nativos eran invitados a
las escuelas y oficinas, pero no a las salas de juntas. El resultado: "inteligentsias bilingües
solitarias no vinculadas a sólidas burguesías locales" que se convirtieron en los principales
portavoces de los nacionalismos coloniales (ibid.: 140). Como inteligentsias bilingües,
tenían acceso a modelos de nación y nacionalismo, "destilados de las turbulentas y caóticas
experiencias de más de un siglo de historia estadounidense y europea". Estos modelos
podían ser copiados, adaptados y mejorados. Finalmente, las tecnologías de comunicación
mejoradas permitieron a estas inteligentsias propagar sus mensajes no solo a las masas
analfabetas, sino también a las masas letradas que leían diferentes idiomas (ibid.). En las
condiciones del siglo XX, la construcción de naciones era mucho más fácil que antes.

Es difícil hacer justicia al análisis sofisticado de Anderson en unas pocas páginas.


Basta con decir que constituye uno de los enfoques más originales sobre el nacionalismo
hasta la fecha. Antes de continuar, es necesario señalar que la teoría de Anderson no ha sido
inmune a las críticas generales planteadas contra las explicaciones modernistas del
nacionalismo. No las repetiré aquí, ya que se discutieron en detalle en secciones anteriores.
Además de estos puntos generales, es posible identificar cinco objeciones específicas a la
explicación de Anderson:
Es culturalmente reduccionista; sus argumentos sobre la relación entre nacionalismo
y religión no funcionan para ciertos casos.

Su tesis de que el nacionalismo nació en las Américas va en contra de la evidencia


disponible.

Sus ejemplos de nacionalismo oficial no son correctos.

Malinterpreta el surgimiento de los nacionalismos anticoloniales.

No da suficiente importancia a la agencia de las poblaciones colonizadas en la


formación de sus propios nacionalismos.

La cuenta de Anderson es culturalmente reduccionista

El énfasis de Anderson en la forma en que las naciones como 'comunidades


imaginadas' se construyen a través de representaciones culturales llevó a algunos
académicos a acusarlo de 'reduccionismo cultural'. Breuilly, por ejemplo, critica a
Anderson por subestimar la dimensión política del nacionalismo y, más específicamente,
por exagerar la importancia del nacionalismo cultural en la Europa del siglo XIX (1985: 71-
2). Según Breuilly, las tesis de Anderson, aunque plausibles en el siglo XVIII en América,
flaquean cuando se trasladan a Europa: no puede abordar el espinoso problema de la falta
de congruencia entre el nacionalismo 'cultural' y 'político' en ciertos casos (ibid.). Para
ilustrar este punto, Breuilly señala la unificación 'política' de Alemania, que no estuvo
acompañada de una unificación 'cultural'. La dimensión política desempeña un papel más
significativo incluso en el caso de los movimientos de liberación que se desarrollaron en el
siglo XVIII en América, para los cuales el argumento de Anderson funciona mejor. La
mayoría de estos movimientos, señala Breuilly, trabajaron dentro del marco territorial
establecido por el sistema colonial.

En general, Breuilly coincide con Anderson en que la dimensión cultural es


importante para entender el nacionalismo, pero agrega que esta dimensión solo puede
explicar por qué ciertos grupos pequeños pueden estar dispuestos a imaginarse como una
nación y actuar políticamente sobre esa base. La teoría de Anderson, continúa, no puede
proporcionar una respuesta a la pregunta de 'por qué estos grupos son importantes', en otras
palabras, '¿por qué alguien ya sea arriba (en el poder) o abajo (en la sociedad que se
reclama como nacional) toma en serio estos argumentos' (ibid.: 73). Breuilly sostiene que la
teoría de Gellner es más satisfactoria en este sentido, ya que intenta identificar algunos
cambios básicos en la estructura social que podrían respaldar el tipo de procesos culturales
que considera Anderson. Concluye afirmando que un examen más detenido de las
relaciones entre el estado moderno y el nacionalismo podría ofrecer una solución a este
problema.

Balakrishnan hace un punto similar cuando argumenta que las afinidades culturales
generadas y moldeadas por el capitalismo impreso no parecen ser suficientes para explicar
los enormes sacrificios que las personas a veces están dispuestas a hacer por su nación. Es
más fácil entender los sacrificios que las personas hacen por su religión, ya que 'cuestiones
más importantes que la mera vida en esta tierra están en juego' (1996a: 208). Es más difícil
ver cómo las sociedades que operan en una lengua vernácula podrían inspirar el mismo
patetismo. En esta etapa, Balakrishnan señala el impacto de las guerras en la formación de
la conciencia nacional y culpa a Anderson por descuidar el papel de la dominación y la
fuerza en la historia (ibid.: 208-11). Smith está de acuerdo con Balakrishnan y llama la
atención sobre las necesidades del 'estado en guerra', que anteceden tanto a la impresión
como al capitalismo en expansión en Europa occidental (1991b: 363).

Los argumentos de Anderson sobre la relación entre nacionalismo y religión no


funcionan en ciertos casos

Kellas sostiene que la religión no siempre es reemplazada por el nacionalismo: se


refiere a los ejemplos de Irlanda, Polonia, Armenia, Israel e Irán, donde las instituciones
religiosas han reforzado el nacionalismo para respaldar este argumento. También hay casos
en los que el nacionalismo y la religión prosperan juntos. Por lo tanto, es difícil relacionar
el surgimiento del nacionalismo con la disminución de la religión (1991: 48).

Greenfeld va un paso más allá y argumenta que '[e]l nacionalismo surgió en un


momento de fervoroso sentimiento religioso, cuando las preguntas sobre la identidad
religiosa se volvieron más agudas en lugar de menos, y la fe se volvió más significativa, el
tiempo de la Reforma' (1993: 49). Según Greenfeld, el nacionalismo pudo desarrollarse y
establecerse con el apoyo de la religión. Incluso en etapas posteriores, cuando la reemplazó
como la pasión dominante, en muchos casos incorporó la religión como parte de la
conciencia nacional.

El mismo punto es planteado por Smith, quien observa que el nacionalismo


religioso, 'o la superposición (o convivencia incómoda) de la religión masiva en el
nacionalismo', ha experimentado un notable resurgimiento en el mundo islámico, el
subcontinente indio y partes de Europa y la Unión Soviética. Para Smith, esto no es
sorprendente, ya que las religiones mundiales a menudo han servido como depósitos de
mitos, símbolos y recuerdos populares que a menudo forman la base de las naciones
modernas (1991b: 364).

Su tesis de que el nacionalismo nace en las Américas va en contra de la evidencia


disponible

Como se mencionó anteriormente, la afirmación de Anderson de que los


movimientos de liberación nacional en las Américas constituyen los primeros ejemplos del
nacionalismo moderno ha sido objeto de mucha controversia. Los primeros ejemplos de
nacionalismo se han identificado de diversas maneras, apareciendo en Inglaterra (Greenfeld
1992; Hastings 1997), Francia (Alter 1989), Alemania (Kedourie 1994), entre otros lugares.
Anderson, por otro lado, afirma que 'es un signo asombroso de la profundidad del
eurocentrismo que tantos académicos europeos persistan, a pesar de toda la evidencia, en
considerar el nacionalismo como una invención europea' (1991: 191, nota 9). El argumento
de Anderson sobre el 'lugar de nacimiento' del nacionalismo no fue atacado directamente
hasta hace poco. Este silencio terminó en 1997, cuando Hastings afirmó que Anderson no
explica por qué la primera ola de construcción de naciones fue la estadounidense. Según
Hastings, Anderson no ofrece ninguna explicación 'sobre por qué el aumento de libros no
tuvo en el siglo XVI el efecto que postula para finales del siglo XVIII' (1997: 11).
Los ejemplos de nacionalismo oficial de Anderson no son correctos

Esta crítica proviene de Breuilly, quien argumenta que Anderson agrupa algunos
casos genuinos de nacionalismo oficial (Rusia, Siam) con casos que deben entenderse de
manera bastante diferente (1985: 72). Cita el nacionalismo magiar como ejemplo. Según
Breuilly, el nacionalismo magiar no puede entenderse como una respuesta aristocrática a
amenazas nacionalistas de grupos subordinados. De hecho, continúa Breuilly, la secuencia
cronológica es la contraria: fue el desarrollo del nacionalismo magiar lo que ayudó a
promover movimientos nacionalistas entre grupos subordinados. Breuilly señala que estos
movimientos adquirieron el carácter de un 'nacionalismo oficial' solo en una etapa
posterior.

Más complicado fue el caso de lo que Anderson llama una política de nacionalismo
oficial inglés en la India. Breuilly admite que se persiguió una política de anglificación en
la India y que esta estaba marcada por suposiciones de superioridad cultural; pero,
argumenta, esta política nunca se concibió en términos nacionales. Esto fue similar a la
política de los Habsburgo de adoptar el alemán como lengua oficial del gobierno, que no
tenía nada que ver con el nacionalismo, sino más bien con la elección del vehículo más
adecuado para el ejercicio de un gobierno racional. El problema real fue (y esto también lo
enfatizó Anderson) 'que la transferencia de ciertas cualidades inglesas a los indios no se
concebía como sinónimo de la transferencia de la "inglaterra" y esto llevó a una cruel
desilusión entre algunos indios' (ibid.). Breuilly concluye señalando que el gobierno
británico nunca intentó convencer a los indios de que compartieran una identidad nacional
común con quienes tenían el poder. Por lo tanto, no podemos hablar de una política de
'nacionalismo oficial' en este caso.

Anderson interpreta incorrectamente el surgimiento de los nacionalismos


anticoloniales

Esta última objeción es planteada por Chatterjee. Basándose en la definición de


Anderson sobre la nación, Chatterjee pregunta:
Si los nacionalismos en el resto del mundo tienen que elegir su comunidad
imaginada a partir de ciertas formas 'modulares' ya disponibles para ellos en Europa y las
Américas, ¿qué les queda por imaginar? La historia, parece, ha decretado que nosotros en el
mundo poscolonial solo seremos consumidores perpetuos de la modernidad. Europa y las
Américas, los únicos verdaderos sujetos de la historia, han pensado en nuestro nombre no
solo el guión de la iluminación colonial y la explotación, sino también el de nuestra
resistencia anticolonial y nuestra miseria poscolonial. Incluso nuestras imaginaciones deben
permanecer para siempre colonizadas. (1996: 216)

Chatte1jee rechaza tal interpretación basándose en la evidencia proporcionada por


los nacionalismos anticoloniales. Sostiene que 'los resultados más poderosos y creativos de
la imaginación nacionalista en Asia y África se basan no en una identidad, sino más bien en
una diferencia con las formas "modulares" de la sociedad nacional propagadas por el
Occidente moderno' (ibid.). Según Chatte1jee, este error común surge de tomar las
afirmaciones del nacionalismo como un movimiento político demasiado literal y serio. Sin
embargo, afirma, 'como historia, la autobiografía del nacionalismo está fundamentalmente
defectuosa' (ibid.: 217).

Su propia interpretación se basa en el argumento de que el nacionalismo


anticolonial crea su propio ámbito de soberanía dentro de la sociedad colonial mucho antes
de que comience su lucha con el colonizador. Lo hace dividiendo las instituciones y
prácticas sociales en dos ámbitos: el material y el espiritual. El material es el ámbito de la
economía, la artesanía estatal, la ciencia y la tecnología donde Occidente es superior. En
este ámbito, por lo tanto, se debe reconocer la superioridad del Occidente y replicar su
éxito. El ámbito espiritual, por otro lado, lleva las marcas esenciales de la identidad cultural
de la nación. En este ámbito, se debe preservar la singularidad de la propia cultura. Como
resultado de esta división, 'el nacionalismo declara que el ámbito de lo espiritual es su
territorio soberano y se niega a permitir que la potencia colonial intervenga en ese ámbito'.
Esto no significa que el ámbito espiritual permanezca sin cambios. Por el contrario, aquí el
nacionalismo lanza su proyecto más creativo e históricamente significativo: 'crear una
cultura nacional "moderna" que no sea occidental'. Si la nación es una 'comunidad
imaginada', entonces aquí es exactamente donde trabaja la imaginación. Según Chatte1jee,
las dinámicas de este proceso son pasadas por alto por las historias convencionales del
nacionalismo (y, por lo tanto, por Anderson), en las que la historia comienza con la lucha
por el poder político (ibid.: 217-18).

Miroslav Hroch y las tres fases del nacionalismo

El último modelo teórico que discutiré en esta sección es el del historiador checo
Miroslav Hroch. Su trabajo, compilado en "Die Vorkämpfer der nationalen Bewegungen
bei den kleinen Völkern Europas: Eine vergleichende Analyse zur gesellschaftlichen
Schichtung der patriotischen Gruppen" (Praga 1968) y "Obrození malých evropských
národů. I: Národy severní a východní Evropy" (Praga 1971), fue pionero en muchos
aspectos. Hroch fue el primer académico que emprendió el análisis social-histórico
cuantitativo de los movimientos nacionalistas en un marco comparativo sistemático. En
segundo lugar, relacionó la formación de la nación con los procesos más amplios de
transformación social, especialmente aquellos asociados con la difusión del capitalismo,
pero lo hizo evitando el reduccionismo económico, centrándose en los efectos de la
movilidad social y geográfica, una comunicación más intensa, la difusión de la
alfabetización y el cambio generacional como factores mediadores. Finalmente,
proporcionó 'un modelo de desarrollo político fundamentado social y culturalmente' (Eley y
Suny 1996b: 59).

Curiosamente, los estudios pioneros de Hroch no fueron traducidos al inglés hasta


1985. Hasta entonces, sus hallazgos se hicieron accesibles a un público más amplio a través
de los escritos de Eric Hobsbawm (1972) y Tom Nairn (1974), quienes ambos consideraron
el trabajo de Hroch como un excelente ejemplo de análisis comparativo. En una línea
similar, Gellner comentó que la publicación de "Social Preconditions of National Revival in
Europe" (1985) le hizo difícil abrir la boca por miedo a cometer algún error (citado en Hall
1998: 6). Como señalan Eley y Suny, su trabajo sigue siendo relativamente poco imitado y
esto es lo que lo hace tan "importante y emocionante" (1996a: 16).
El punto de partida de Hroch es una observación empírica: a principios del siglo
XIX, había ocho "naciones-estado" en Europa con una lengua literaria más o menos
desarrollada, una alta cultura y elites gobernantes étnicamente homogéneas (incluyendo la
aristocracia y una emergente burguesía comercial e industrial). Estas ocho naciones-estado
-Inglaterra, Francia, España, Suecia, Dinamarca, Portugal, los Países Bajos y más tarde
Rusia- fueron productos de un largo proceso de construcción de naciones que había
comenzado en la Edad Media. También había dos naciones emergentes con una cultura
desarrollada y una élite étnicamente homogénea, pero sin un techo político: los alemanes y
los italianos (Hroch 1993, 1995, 1996).

Al mismo tiempo, había más de 30 "grupos étnicos no dominantes" dispersos en los


territorios de imperios multiétnicos y algunos de los estados mencionados anteriormente.
Estos grupos carecían de su propio estado, una élite gobernante autóctona y una tradición
cultural continua en su propia lengua literaria. Por lo general, ocupaban un territorio
compacto, pero estaban dominados por una clase gobernante "exógena", es decir,
perteneciente a un grupo étnico diferente (Hroch 1995; 1996). Hroch señala que aunque
estos grupos han llegado a identificarse con Europa del Este y el sudeste, también había
comunidades similares en Europa Occidental (1993: 5). Tarde o temprano, algunos
miembros de estos grupos se dieron cuenta de su propia etnicidad y comenzaron a
concebirse a sí mismos como una nación potencial. Comparando su situación con la de las
naciones establecidas, detectaron ciertos déficits que la futura nación carecía y comenzaron
esfuerzos para superarlos, buscando el apoyo de sus compatriotas. Hroch observa que esta
agitación nacional comenzó muy temprano en algunos casos, alrededor de 1800 (griegos,
checos, noruegos, irlandeses), una generación después en otros (finlandeses, croatas,
eslovenos, flamencos, galeses) o incluso tan tarde como en la segunda mitad del siglo XIX
(letonios, estonios, catalanes, vascos) (1996: 37).

Hroch denomina a estos "esfuerzos organizados para lograr todas las atribuciones de
una nación plenamente desarrollada" como un movimiento nacional. Argumenta que la
tendencia a hablar de ellos como "nacionalistas" conduce a una seria confusión, ya que el
nacionalismo stricto sensu es algo diferente, a saber, esa "perspectiva que da absoluta
prioridad a los valores de la nación sobre todos los demás valores e intereses" (1993: 6). En
ese sentido, el nacionalismo era solo una de las muchas formas de conciencia nacional que
surgieron en el curso de estos movimientos. El término "nacionalista" podría aplicarse a
figuras representativas como el poeta noruego Wergeland, quien intentó crear un lenguaje
para su país, o el escritor polaco Mickiewicz, quien anhelaba la liberación de su patria, pero
no se puede sugerir que todos los participantes de estos movimientos fueran "nacionalistas"
como tal. El nacionalismo, por supuesto, se convirtió en una fuerza significativa en estas
áreas, admite Hroch, pero al igual que en Occidente, esto fue un desarrollo posterior. Los
programas de los movimientos nacionales clásicos eran de un tipo diferente. Según Hroch,
incluyeron tres grupos de demandas:

El desarrollo o mejora de una cultura nacional basada en la lengua local que debía
utilizarse en la educación, la administración y la vida económica.

La creación de una estructura social completa, que incluyera a sus élites educadas y
clases empresariales "propias".

El logro de derechos civiles iguales y de cierto grado de autoadministración política


(1995: 66-7).

El momento y la prioridad relativa de estos tres conjuntos de demandas variaban,


pero la trayectoria de cualquier movimiento nacional solo se completaba cuando se
cumplían todas (1993: 6).

Por otro lado, Hroch distingue tres fases estructurales entre el punto de partida de
cualquier movimiento nacional y su finalización exitosa. Durante el período inicial, que él
llama Fase A, los activistas se comprometían con la investigación académica sobre los
atributos lingüísticos, históricos y culturales de su grupo étnico. En esta etapa, no
intentaban llevar a cabo una agitación patriótica ni formular objetivos políticos, en parte
porque estaban aislados y en parte porque no creían que serviría para ningún propósito
(1985: 23). En el segundo período, Fase B, surgieron nuevos activistas que tenían la
intención de convencer a tantos miembros de su grupo étnico como fuera posible para que
se unieran al proyecto de crear una nación. Hroch señala que estos activistas no tuvieron
mucho éxito al principio, pero sus esfuerzos encontraron una creciente recepción con el
tiempo. Cuando la conciencia nacional se convirtió en una preocupación de la mayoría de
la población, se formó un movimiento de masas, que Hroch denomina Fase C. Fue solo en
esta etapa que se pudo formar una estructura social completa (1993: 7; 1995: 67). Hroch
enfatiza que la transición de una fase a la siguiente no se produjo de golpe: "entre las
manifestaciones de interés académico, por un lado, y la difusión masiva de actitudes
patrióticas, por el otro, existe una época caracterizada por la agitación patriótica activa: el
proceso de fermentación de la conciencia nacional" (1985: 23).

Esta periodización, continúa Hroch, permite comparaciones significativas entre los


movimientos nacionales. Para él, el criterio más importante para cualquier tipología de
movimientos nacionales es la relación entre la transición a la Fase B y luego a la Fase C,
por un lado, y la transición a una sociedad constitucional, por otro. Combinando estas dos
series de cambios, identifica cuatro tipos de movimientos nacionales en Europa:

En el primer tipo, la agitación nacional comenzó bajo el antiguo régimen de


absolutismo, pero llegó a las masas en un período de cambios revolucionarios. Los líderes
de la Fase B formularon sus programas nacionales en condiciones de agitación política.
Hroch cita el caso de la agitación checa en Bohemia y los movimientos húngaros y
noruegos para ilustrar este tipo. Todos estos movimientos entraron en la Fase B alrededor
de 1800. Los noruegos obtuvieron su independencia (y una constitución liberal) en 1814;
los programas nacionales checos y magiares se desarrollaron en el curso de las revoluciones
de 1848.

En el segundo tipo, la agitación nacional comenzó nuevamente bajo el antiguo


régimen, pero la transición a la Fase C se retrasó hasta después de una revolución
constitucional. Este cambio se debió a un desarrollo económico desigual, como en Lituania,
Letonia, Eslovenia o Croacia; o a la opresión extranjera, como en Eslovaquia o Ucrania.
Hroch sostiene que la Fase B comenzó en Croacia en la década de 1830, en Eslovenia en la
década de 1840, en Letonia a fines de la década de 1850 y en Lituania no antes de la década
de 1870. Esto retrasó la transición a la Fase C hasta la década de 1880 en Croacia, la década
de 1890 en Eslovenia y la revolución de 1905 en Letonia y Lituania.

Sostiene que las políticas de magiarización retrasaron la transición a la Fase C en


Eslovaquia hasta después de 1867, al igual que la forzada rusificación en Ucrania.

3. En el tercer tipo, ya se había formado un movimiento de masas bajo el antiguo


régimen, es decir, antes del establecimiento de un orden constitucional. Este modelo se
limitaba a los territorios del Imperio Otomano en Europa: Serbia, Grecia y Bulgaria.

En el último tipo, la agitación nacional comenzó en condiciones constitucionales en


un entorno capitalista más desarrollado; este patrón era característico de Europa Occidental.
En algunos de estos casos, la transición a la Fase C se experimentó bastante temprano,
como en las tierras vascas y Cataluña, mientras que en otros ocurrió después de una Fase B
muy larga, como en Flandes, o no ocurrió en absoluto, como en Gales, Escocia o Bretaña
(para estos tipos, ver 1985: capítulo 7; 1993: 7-8).

Hroch sostiene que estos patrones no nos permiten entender los orígenes y
resultados de varios movimientos nacionales, ya que se basan en generalizaciones.
Cualquier explicación satisfactoria debe ser "multicausal" y establecer los vínculos entre las
fases estructurales que hemos identificado anteriormente. A la luz de estas consideraciones,
Hroch intenta proporcionar respuestas a las siguientes preguntas: ¿cómo afectaron las
experiencias (y estructuras) del pasado al proceso moderno de construcción de naciones?
¿Cómo y por qué la inquietud académica de un pequeño número de intelectuales se
transformó en programas políticos respaldados por fuertes vínculos emocionales? ¿Qué
explica el éxito de algunos de estos movimientos y el fracaso de otros? Comienza
considerando los "antecedentes de la construcción de naciones".

Según Hroch, las experiencias del pasado, o lo que él llama "el preludio de la
construcción moderna de naciones" (es decir, intentos anteriores de construcción de
naciones), no solo fueron importantes para las "naciones estatales" de Occidente, sino
también para los grupos étnicos no dominantes de Europa Central y del Este. El legado del
pasado encarnaba tres recursos significativos que podrían facilitar el surgimiento de un
movimiento nacional. El primero de ellos eran "los vestigios de una autonomía política
anterior". Las propiedades o privilegios otorgados bajo el antiguo régimen a menudo
llevaban a tensiones entre los estados y el absolutismo "nuevo", lo que a su vez
proporcionaba desencadenantes para los movimientos nacionales posteriores. Hroch señala
la resistencia de las propiedades húngaras, bohemias y croatas al centralismo josefino para
ilustrar su argumento. Un segundo recurso fue "la memoria de una independencia o
soberanía pasada". Esto también podría desempeñar un papel estimulante, como
demuestran los casos de los movimientos checos, lituanos, búlgaros y catalanes.
Finalmente, la existencia de "una lengua escrita medieval" fue crucial, ya que esto podría
facilitar el desarrollo de una lengua literaria moderna. Hroch señala que la ausencia de este
recurso se exageró mucho en el siglo XIX, lo que llevó a una distinción entre "pueblos
históricos" y "pueblos no históricos". De hecho, su importancia se limitaba al ritmo en el
que se desarrollaba la conciencia histórica de la nación (1993: 8-9; 1995: 69).

Independientemente del legado del pasado, el proceso moderno de construcción de


naciones siempre comenzaba con la recopilación de información sobre la historia, lengua y
costumbres del grupo étnico no dominante. Los arqueólogos étnicos de la Fase A excavaron
el pasado del grupo y allanaron el camino para la posterior formación de una identidad
nacional. Pero, argumenta Hroch, sus esfuerzos no pueden llamarse un movimiento político
o social organizado aún, ya que aún no articulaban demandas nacionales. La transformación
de su actividad intelectual en un movimiento en busca de cambios culturales y políticos fue
producto de la Fase B. Hroch distingue tres desarrollos que precipitaron esta
transformación:

una crisis social y/o política del antiguo orden, acompañada de nuevas tensiones y
horizontes;

la aparición de descontento entre elementos significativos de la población;


la pérdida de fe en los sistemas morales tradicionales, sobre todo una disminución
en la legitimidad religiosa, incluso si esto solo afectaba a pequeños grupos de intelectuales
(1993: 10).

Por otro lado, el inicio de la agitación nacional (Fase B) por parte de un grupo de
activistas no garantizaba la aparición de un movimiento de masas. El apoyo masivo y el
logro exitoso del objetivo final, es decir, la formación de una nación moderna, dependían a
su vez de cuatro condiciones:

una crisis de legitimidad, vinculada a tensiones sociales, morales y culturales;

un volumen básico de movilidad social vertical (algunas personas educadas deben


provenir del grupo étnico no dominante);

un nivel bastante alto de comunicación social, que incluye alfabetización, educación


y relaciones de mercado;

conflictos de interés relevantes a nivel nacional (ibid.: 12).

Hroch toma las segunda y tercera condiciones de Deutsch. Acepta que un alto nivel
de movilidad social y comunicación facilita la aparición de un movimiento nacional. Sin
embargo, su respaldo no es incondicional. Señala que estas condiciones no funcionan en al
menos dos casos. En primer lugar, señala el caso del distrito de Polesie en la Polonia de
entreguerras, donde había una movilidad social mínima, contactos muy débiles con el
mercado y escasa alfabetización. El mismo patrón prevalecía en el este de Lituania, Prusia
Occidental, Baja Lusacia y varias regiones de los Balcanes. En todos estos casos, la
respuesta a la agitación nacional fue bastante ardiente. Por otro lado, en Gales, Bélgica,
Bretaña y Schleswig, los altos niveles de movilidad social y comunicación no fueron
suficientes para generar apoyo masivo a los respectivos movimientos nacionales (1993: 11).

Basándose en estas observaciones, Hroch argumenta que debe haber otro factor que
ayudó a la transición a la Fase C. Esto es lo que él denomina "un conflicto de interés
relevante a nivel nacional", es decir, "una tensión o colisión social que se pueda mapear en
divisiones lingüísticas (y a veces también religiosas)". Según Hroch, el mejor ejemplo de
tal conflicto en el siglo XIX fue la tensión entre los nuevos graduados universitarios
procedentes de un grupo étnico no dominante y una élite cerrada de la nación dominante
que mantenía un control hereditario sobre los cargos principales en el Estado y la sociedad.
También hubo enfrentamientos entre campesinos del grupo no dominante y terratenientes
de la nación dominante, entre artesanos del primero y grandes comerciantes del segundo.
Hroch destaca que estos conflictos de interés no se pueden reducir a conflictos de clase, ya
que los movimientos nacionales siempre reclutaban partidarios de varias clases (ibid.: 11-
12).

Finalmente, Hroch plantea la siguiente pregunta: "¿por qué los conflictos sociales
de este tipo se articulan en términos nacionales de manera más exitosa en algunas partes de
Europa que en otras?" (ibid.: 12). Afirma que la agitación nacional comenzó antes y avanzó
más en áreas donde los grupos étnicos no dominantes vivían bajo opresión absolutista. En
tales áreas, los líderes de estos grupos, y el grupo en su conjunto, apenas tenían educación
política y no tenían experiencia política en absoluto. Además, había poco espacio para
discursos políticos alternativos y más desarrollados. Por lo tanto, fue más fácil articular
hostilidades en categorías nacionales, como fue el caso de Bohemia y Estonia. Según
Hroch, esto fue precisamente por qué estas regiones eran diferentes de Europa Occidental.
Los niveles más altos de cultura y experiencia política en Occidente permitieron que los
conflictos de interés relevantes a nivel nacional se articularan en términos políticos. Este
fenómeno se observó en los casos flamencos, escoceses y galeses, donde los programas
nacionales de los activistas tuvieron dificultades para ganar un seguimiento masivo y en
algunos casos nunca lograron hacer la transición a la Fase C. Hroch continúa: "La lección
es que no es suficiente considerar solo el nivel formal de comunicación social alcanzado en
una sociedad dada, también se debe analizar el complejo de contenidos mediados a través
de él" (ibid.). La Fase C se puede alcanzar en un tiempo relativamente corto si los objetivos
articulados por los agitadores corresponden a las necesidades y aspiraciones inmediatas de
la mayoría del grupo étnico no dominante. Permítanme concluir esta breve revisión con una
observación general de Hroch sobre el resurgimiento étnico contemporáneo en Europa
Central y del Este:
en una situación social donde el antiguo régimen estaba colapsando, donde las
viejas relaciones estaban en flujo y la inseguridad general iba en aumento, los miembros del
"grupo étnico no dominante" verían la comunidad de lengua y cultura como la certeza
última, el valor inequívocamente demostrable. Hoy, como el sistema de economía
planificada y la seguridad social se desmorona, una vez más, la situación es análoga, el
idioma actúa como sustituto de los factores de integración en una sociedad desintegrada.
Cuando la sociedad falla, la nación aparece como la garantía última. (Citado en Hobsbawm
1996: 261)

La aproximación de Hroch ha sido criticada por dos razones, a saber, por reificar
naciones y por minimizar la importancia de los factores políticos.

Hroch Reifica Naciones

Esta crítica proviene de Gellner, quien describe el enfoque de Hroch como "un
intento interesante de salvar... la visión nacionalista de sí mismo" al confirmar que las
naciones realmente existen y se expresan a través de la lucha nacionalista (1995a: 182). Lo
que subyace detrás de esta crítica es la distinción de Hroch entre las "naciones-estado"
establecidas y los "grupos étnicos no dominantes". Como hemos visto anteriormente, Hroch
argumenta que en el siglo XIX hubo ocho naciones-estado completamente desarrolladas en
Europa Occidental, que fueron productos de un largo proceso de desarrollo que comenzó en
la Edad Media. Este argumento llevó a algunos académicos a sugerir que el enfoque de
Hroch era una mezcla de primordialismo y modernismo. Por lo tanto, según Hall, "Hroch se
acerca más a Anthony Smith [figura principal del etno-simbolismo] al insistir en que el
nacionalismo sería ineficaz si su apelación no estuviera dirigida a una comunidad
preexistente" (1998: 6). Sin embargo, Hroch rechaza tal interpretación, señalando que
utilizó el término "revival" en sentido metafórico, sin implicar que las naciones fueran
categorías eternas (1998: 94). Las objeciones de Gellner, comenta Hroch, se basan en parte
en un malentendido y en parte en una interpretación inadecuada de los términos y
conceptos que utilizó en su modelo (ibid.: 106, nota 30). Para él, la diferencia básica de
opinión radica en otro lugar:
"No puedo aceptar la idea de que las naciones son simplemente un 'mito', ni acepto
la comprensión global de Gellner del nacionalismo como una explicación de todo propósito
que incluye categorías de las cuales la nación es simplemente un derivado. La relación
entre la nación y la conciencia nacional (o identidad nacional o 'nacionalismo') no es de una
derivación unilateral sino de una correlación mutua y complementaria, y la discusión sobre
cuál de ellos es 'primario' puede, al menos por el momento, dejarse a los filósofos e
ideólogos" (ibid.: 104).

Hroch Minimiza la Importancia de los Factores Políticos

El modelo de Hroch también fue criticado por ignorar los determinantes políticos
del nacionalismo (Hall 1993: 25). Hroch intenta restablecer el equilibrio en su trabajo
posterior al centrarse más en la dimensión política. En un artículo reciente sobre la
autodeterminación nacional, por ejemplo, examina cómo la estructura de los programas
nacionales fue moldeada por el entorno político en el que operaban y cuándo las demandas
políticas ingresaron en estos programas nacionales (1995). Básicamente argumenta que "la
fuerza y el momento de la llamada a la autodeterminación no dependieron de la intensidad
de la opresión política y no tuvieron correlación con el nivel de demandas lingüísticas y
culturales". La autodeterminación se volvió más exitosa en movimientos "que se basaban
en una estructura social completa de su grupo étnico no dominante y que podían usar
algunas instituciones o tradiciones de su estado anterior" (ibid.: 79).

Esto es lo que la guerra nos está haciendo, reduciéndonos a una sola dimensión: la
Nación. El problema con esta nacionalidad, sin embargo, es que mientras antes yo era
definido por mi educación, mi trabajo, mis ideas, mi carácter, y sí, también por mi
nacionalidad, ahora me siento despojado de todo eso. Ya no soy nadie porque ya no soy una
persona. Soy uno de los 4.5 millones de croatas... Ya no estoy en posición de elegir... Algo
que la gente valoraba como parte de su identidad cultural se ha convertido en su identidad
política y se ha transformado en algo así como una camisa que no le queda bien.

Puede que sientas que las mangas son demasiado cortas, el cuello demasiado
apretado. Pero no hay escapatoria; no hay nada más que ponerse. No es necesario sucumbir
voluntariamente a esta ideología de la nación; uno es absorbido por ella. Así que en este
momento, en el nuevo estado de Croacia, a nadie se le permite no ser croata.

¿Qué es el etno-simbolismo?

Los argumentos modernistas han sido desafiados en los últimos años por varios
académicos que se centraron en el papel de los lazos étnicos y los sentimientos
preexistentes en la formación de las naciones modernas. En su determinación por revelar la
naturaleza "inventada" o "construida" del nacionalismo, estos académicos argumentaron
que los modernistas pasaron por alto sistemáticamente la persistencia de mitos, símbolos,
valores y recuerdos anteriores en muchas partes del mundo y su significado continuo para
un gran número de personas (Smith 1996c: 361). Ya hemos discutido la crítica etno-
simbolista al modernismo en el pasado.

preceding chapter. In this chapter, I will abstain frorn repeating these criticisrns and
concent:rate instead on their own account of the rise of nations and nationalisrns.

The terrn 'ethno-syrnbolist' seerns to be a good starting point. Broadly speaking, this
terrn is used to denote scholars who airn to uncover the syrnbolic legacy of pre-rnodern
ethnic identities far today's nations (Srnith 1998: 224). Uneasy with both pales of the
debate, that is, prirnordialisrn/perennialisrn and rnod ernisrn, ethno-syrnbolists like John
Arrnstrong, Anthony D. Srnith and John Hutchinson proposed a third position, a
cornprornise or a kind of 'rnidway' between these two approaches. However, the terrn has
not been appropriated by the writers in question until recently. For exarnple Arrnstrong,
considered by rnany as the pioneer of this approach, never rnentions the terrn in his studies.
For Srnith, Arrnstrong is a 'perennialist', while far Hutchinson, both Srnith and Arrnstrong
are 'ethnicists' (Srnith 1984; Hutchin son 1994: 7) .

The terrn rnostly appears in the writings of researchers who syrnpathize with such
views. Hence, in an article on the theories of nationalisrn, Conversi defines 'ethno-
syrnbolisrn' as an approach which rejects the axiorn that nations rnay be ipso facto
invented," clairning that they rely on a pre-existing texture of rnyths,, rnernories,
values and syrnbols and which, by so doing, tries to transcend the polarization between
prirnordialisrn and instru rnentalisrn (1995: 73-4) . The rnodernists, on the other hand,
ignore the terrn altogether and regard ethno-syrnbolisrn as a less radical version of
'prirnordialisrn' (far exarnple Breuilly 1996: 150). This confusion carne to an end
recently, when Srnith explicitly acknowledged - and defined - the terrn (1996c, 1998) .

Ethno-syrnbolists forrn a more hornogeneous category than both the prirnordialists


and the rnodernists. Guided by a common rev erence far the past, they lay stress on similar
processes in their explanations of national phenomena. According to them, the for mation
of nations should be examined in la long;ue durée, that is, a 'time dirnension of many
centuries' (Armstrong 1982: 4), far the emergence of today's nations cannot be
understood properly without taking their ethnic forebears into account. In other words, -
the rise of nations needs to be contextualized within the larger phenornenon of ethnicity
which shaped them (Hutchinson 1994:\,

El párrafo que proporcionaste se refiere a la discusión sobre la perspectiva


conocida como "etno-simbolismo" en el estudio de las naciones y el nacionalismo. A
continuación, te proporciono una traducción:

"Capítulo anterior. En este capítulo, me abstendré de repetir estas críticas y me


centraré en cambio en su propia explicación del surgimiento de las naciones y el
nacionalismo.

El término 'etno-simbolista' parece ser un buen punto de partida. En términos


generales, este término se utiliza para denotar a los académicos que buscan descubrir el
legado simbólico de las identidades étnicas premodernas para las naciones actuales (Smith
1998: 224). Incómodos con ambos lados del debate, es decir, el
primordialismo/perennialismo y el modernismo, los etno-simbolistas como John
Armstrong, Anthony D. Smith y John Hutchinson propusieron una tercera posición, un
compromiso o una especie de 'vía intermedia' entre estos dos enfoques. Sin embargo, el
término no ha sido adoptado por los escritores en cuestión hasta hace poco. Por ejemplo,
Armstrong, considerado por muchos como el pionero de este enfoque, nunca menciona el
término en sus estudios. Para Smith, Armstrong es un 'perennialista', mientras que para
Hutchinson, tanto Smith como Armstrong son 'etnicistas' (Smith 1984; Hutchinson 1994:
7).

El término aparece principalmente en los escritos de investigadores que simpatizan


con tales puntos de vista. Por lo tanto, en un artículo sobre las teorías del nacionalismo,
Conversi define 'etno-simbolismo' como un enfoque que rechaza el axioma de que las
naciones puedan ser inventadas ipso facto, argumentando que se basan en una textura
preexistente de mitos, recuerdos, valores y símbolos, y que, al hacerlo, intenta superar la
polarización entre el primordialismo y el instrumentalismo (1995: 73-4). Los modernistas,
por otro lado, ignoran completamente el término y consideran el etno-simbolismo como
una versión menos radical del 'primordialismo' (por ejemplo, Breuilly 1996: 150). Esta
confusión llegó a su fin recientemente, cuando Smith reconoció explícitamente -y definió-
el término (1996c, 1998).

Los etno-simbolistas forman una categoría más homogénea que tanto los
primordialistas como los modernistas. Guiados por un común respeto por el pasado,
enfatizan procesos similares en sus explicaciones de los fenómenos nacionales. Según ellos,
la formación de las naciones debe examinarse en una larga duración, es decir, una
'dimensión temporal de muchos siglos' (Armstrong 1982: 4), ya que el surgimiento de las
naciones actuales no puede entenderse adecuadamente sin tener en cuenta a sus antepasados
étnicos. En otras palabras, el ascenso de las naciones necesita ser contextualizado dentro
del fenómeno más amplio de la etnicidad que las moldeó (Hutchinson 1994: 7).

Las diferencias entre las naciones modernas y las unidades culturales colectivas de
eras anteriores son de grado más que de tipo. Esto sugiere que las identidades étnicas
cambian más lentamente de lo que generalmente se cree. Una vez formadas, tienden a ser
excepcionalmente duraderas bajo las vicisitudes 'normales' de la historia (como
migraciones, invasiones, matrimonios mixtos) y persisten durante muchas generaciones,
incluso siglos (Smith 1986: 16). En resumen, la era moderna no es una tabula rasa:

Por el contrario, emerge de las complejas formaciones sociales y étnicas de épocas


anteriores, y los diferentes tipos de comunidades étnicas, que las fuerzas modernas
transforman pero nunca borran. La era moderna, en este sentido, se asemeja a un
palimpsesto en el que se registran experiencias e identidades de diferentes épocas y una
variedad de formaciones étnicas, las anteriores influyendo y siendo modificadas por las
posteriores, para producir el tipo compuesto de unidad cultural colectiva que llamamos 'la
nación' (Smith 1995: 59-60)."

Los etno-simbolistas rechazan el "continuismo" tajante de los perennalistas y


otorgan un peso adecuado a las transformaciones provocadas por la modernidad. También
rechazan las afirmaciones de los modernistas al argumentar que existe una mayor medida
de continuidad entre las eras "tradicionales" y "modernas" o "agrarias" y "industriales". De
ahí la necesidad de una teoría más amplia de la formación étnica que resalte las diferencias
y similitudes entre las unidades nacionales contemporáneas y las comunidades étnicas
premodernas (Smith 1986: 13).

Smith sostiene que este enfoque es más útil que sus alternativas al menos de tres
maneras. En primer lugar, ayuda a explicar qué poblaciones tienen más probabilidades de
iniciar un movimiento nacionalista bajo ciertas condiciones y cuál sería el contenido de este
movimiento. En segundo lugar, este enfoque nos permite comprender el importante papel
de las memorias, valores, mitos y símbolos. Según Smith, el nacionalismo en su mayoría
implica la búsqueda de objetivos simbólicos, como la educación en un idioma particular,
tener un canal de televisión en su propio idioma o la protección de antiguos lugares
sagrados. Las teorías materialistas y modernistas del nacionalismo no logran iluminar estos
asuntos, ya que no pueden comprender el poder emotivo de las memorias colectivas.
Finalmente, el enfoque etno-simbolista explica por qué y cómo el nacionalismo es capaz de
generar un apoyo popular tan amplio. "La inteligencia puede 'invitar a las masas a la
historia'... Pero, ¿por qué responden 'las personas'? ¿Por el bien de beneficios materiales?
Según Smith, la respuesta no puede ser tan simple. Los enfoques etno-simbolistas intentan
arrojar luz sobre este proceso (1996c: 362).

En las subsecciones siguientes, discutiré las contribuciones de dos figuras


principales del etno-simbolismo, John Armstrong y Anthony D. Smith. Concluiré el
capítulo considerando las principales críticas dirigidas contra los argumentos etno-
simbolistas.

John Armstrong y los "Complejos de Mito-Símbolo"

Profesor Emérito de Ciencia Política en la Universidad de Wisconsin-Madison y ex


Presidente de la Asociación Americana para el Avance de Estudios Eslavos, John
Armstrong es un destacado especialista en política de Europa del Este. Es autor del clásico
"Ukrainian Nationalism" (1963). Sin embargo, su obra más importante en el campo, su
magnum opus en palabras de Hutchinson y Smith (1994: 362), es el pionero "Nations
Before Nationalism" (1982). Profundizando en el proceso de formación de la identidad
étnica en las civilizaciones islámicas y cristianas premodernas, este libro tiene la cualidad
de ser el primer estudio que arroja dudas sobre las suposiciones modernistas.

El objetivo declarado de Armstrong es explorar "el surgimiento de la intensa


identificación grupal que hoy llamamos 'nación'" adoptando lo que él llama una
"perspectiva temporal extendida" que se remonta a la antigüedad (1982: 3). Después de
examinar grupos étnicos en el transcurso de su largo viaje histórico, se detiene en el
"umbral del nacionalismo", es decir, antes del período en que el nacionalismo se convierte
en la doctrina política dominante (el siglo XVIII). Justifica esto señalando que le preocupa
más la persistencia que la génesis de patrones particulares (ibid.: 4). Esto llevó a muchos
académicos, incluido Smith, a llamar a su enfoque "perennialista", e incluso
"primordialista". Sin embargo, se puede afirmar que los argumentos presentados en este
estudio, en particular la perspectiva general de Armstrong, han sentado las bases para el
etno-simbolismo, que se estableció de manera más sólida con el trabajo de Smith. Vale la
pena señalar que Armstrong todavía es considerado el "padre fundador" del etno-
simbolismo por un número considerable de académicos. Sin embargo, el propio autor se
abstiene de usar un término para describir su punto de vista.

Armstrong suaviza esta postura en su trabajo más reciente. Aunque se mantiene


firme en su creencia de que las naciones existían antes del nacionalismo, sin embargo, está
de acuerdo con Anderson y Hobsbawm en que, al igual que otras identidades humanas, la
identidad nacional había sido una invención. La única discrepancia que queda, según
Armstrong, es "sobre la antigüedad de algunas invenciones y el repertorio de características
de grupo preexistentes en las que los inventores pudieron basarse" (1995: 36). En este
punto, parece estar de acuerdo con Greenfeld (1992), quien ubicó los orígenes del
nacionalismo en la Guerra Civil Inglesa. Desafortunadamente, Armstrong no proporciona
una explicación para este cambio. Esto a su vez lo convirtió en el blanco de muchas críticas
(ver, por ejemplo, Rizman 1996: 339). Antes de discutir esto, sin embargo, es necesario
resumir los principales argumentos de Armstrong tal como se articulan en "Nations Before
Nationalism".

Para Armstrong, la conciencia étnica tiene una larga historia: es posible encontrar
rastros de ella en civilizaciones antiguas, por ejemplo, en Egipto y Mesopotamia. En este
sentido, el nacionalismo contemporáneo no es más que la etapa final de un ciclo más
grande de conciencia étnica que se remonta a las formas más tempranas de organización
colectiva. La característica más importante de esta conciencia, según Armstrong, es su
persistencia. Por lo tanto, la formación de identidades étnicas debe examinarse en una
dimensión temporal de muchos siglos, similar a la "longue durée" enfatizada por la escuela
de historiografía de los Annales. Solo una perspectiva temporal extendida puede revelar la
durabilidad de los vínculos étnicos y el "significado cambiante de las fronteras para la
identidad humana" (1982: 4).

Este énfasis en las fronteras sugiere la posición de Armstrong con respecto a las
identidades étnicas. Adoptando el modelo de interacción social del antropólogo noruego
Fredrik Barth, argumenta que "los grupos tienden a definirse no por referencia a sus propias
características, sino por exclusión, es decir, comparándose con 'extraños'" (ibid.: 5). Se
deduce que no puede haber una "característica" o "esencia" fija para el grupo; los límites de
las identidades varían según las percepciones de los individuos que forman el grupo. Por lo
tanto, tiene más sentido centrarse en los mecanismos de límites que distinguen a un grupo
en particular de los demás en lugar de en las características objetivas del grupo. Para
Armstrong, el enfoque actitudinal de Barth ofrece muchas ventajas. En primer lugar,
permite cambios en el contenido cultural y biológico del grupo siempre y cuando se
mantengan los mecanismos de límites. En segundo lugar, muestra que los grupos étnicos no
necesariamente se basan en la ocupación de territorios particulares y exclusivos. La clave
para entender la identificación étnica es la "experiencia inquietante de enfrentar a otros"
que permanecieron mudos en respuesta a los intentos de comunicación, ya sea oral o a
través de gestos simbólicos (ibid.). La incapacidad para comunicarse inicia el proceso de
"diferenciación", que a su vez conlleva un reconocimiento de la pertenencia étnica.

Esta concepción de grupo étnico, es decir, un grupo definido por exclusión, implica
que no hay una forma definitoria de distinguir la etnicidad de otros tipos de identidad
colectiva. Los lazos étnicos a menudo se superponen con lealtades religiosas o de clase. "Es
precisamente esta calidad compleja y cambiante la que ha alejado a muchos científicos
sociales de analizar la identidad étnica a lo largo de largos períodos de tiempo" (ibid.: 6).
Basándose en esta observación, Armstrong declara que le preocupa más la interacción
cambiante entre las lealtades de clase, étnicas y religiosas que las "definiciones
compartimentadas". Sin embargo, para hacerlo, el enfoque de la investigación debe cambiar
de las características dentro del grupo a los mecanismos simbólicos de límite que
diferencian estos grupos, sin pasar por alto el hecho de que los mecanismos en cuestión
existen en la mente de los sujetos en lugar de como líneas en un mapa o normas en un libro
de reglas (ibid.: 7).

Ya he señalado que Armstrong enfatiza especialmente la durabilidad y persistencia


de estos mecanismos simbólicos de límite. Para él, "[m]ito, símbolo, comunicación y un
conjunto de factores actitudinales asociados suelen ser más persistentes que los factores
puramente materiales" (ibid.: 9). Entonces, ¿cuáles son los factores que garantizan esta
persistencia? Armstrong intenta especificar y analizar estos factores en el resto de su libro.

Comienza con el factor más general, es decir, las formas de vida y las experiencias
asociadas a ellas. Dos formas de vida fundamentalmente diferentes, la nómada y la
sedentaria, son particularmente importantes en este contexto, porque los mitos y símbolos
que encarnan, expresados, en particular, en la nostalgia, crean dos tipos de identidades
basadas en principios incompatibles. Así, el principio territorial y su nostalgia peculiar se
convirtieron en última instancia en la forma predominante en Europa, mientras que el
principio genealógico o seudo-genealógico continuó prevaleciendo en la mayor parte del
Medio Oriente. El segundo factor es la religión, que refuerza esta distinción básica. Las dos
grandes religiones universales, el Islam y el Cristianismo, dieron origen a civilizaciones
diferentes y los mitos/símbolos asociados con ellas dieron forma a la formación de
identidades étnicas de manera específica. El tercer factor de Armstrong es la ciudad. El
análisis del efecto de las ciudades en la identificación étnica requiere, argumenta
Armstrong, el examen de una serie de factores, que van desde el impacto de la planificación
urbana hasta los efectos unificadores o centrífugos de diversos códigos legales,
especialmente el Lübeck y el Magdeburgo. Luego pasa al papel de las entidades imperiales.
En este punto, la pregunta central es "cómo se podría transferir la intensa conciencia de
lealtad e identidad establecida a través del contacto cara a cara en la ciudad-estado a las
aglomeraciones más grandes de ciudades y campiña conocidas como imperios" (ibid.: 13)?
Aquí, Armstrong enfatiza los diversos efectos del mito mesopotámico de la entidad política,
lo que él llama 'mythomoteur', como reflejo del dominio celestial. Argumenta que este mito
se utilizó como vehículo para incorporar las lealtades de la ciudad-estado en un marco más
amplio. Para él, esto podría constituir el ejemplo más temprano de 'transferencia de mitos
con fines políticos' (ibid.). Finalmente, Armstrong introduce la cuestión del lenguaje y
evalúa su impacto en la formación de identidades en la era pre-nacionalista. Contrariamente
a las suposiciones comunes, Armstrong concluye que "la importancia del lenguaje para la
identidad étnica es altamente contingente" en eras premodernas (ibid.: 282). Su importancia
dependía a largo plazo de las fuerzas y lealtades políticas y religiosas.

El trabajo de Armstrong, a pesar de su enfoque casi exclusivo en las civilizaciones


medievales europeas y de Oriente Medio, ofrece una visión mucho más completa del
proceso de identificación étnica que otros estudios comparables en el campo. En palabras
de Smith:

"Ningún otro trabajo intenta reunir tal variedad de pruebas: administrativas, legales,
militares, arquitectónicas, religiosas, lingüísticas, sociales y mitológicas, a partir de las
cuales construir un conjunto de patrones en la lenta formación de la identidad nacional... Al
hacerlo, Armstrong presenta un fuerte argumento para fundamentar el surgimiento de
identidades nacionales modernas en estos patrones de persistencia étnica, y especialmente
en la influencia a largo plazo de los 'complejos mito-símbolo'." (1998: 185)
Fue Smith quien exploró estos problemas más a fondo y elaboró el marco de
análisis desarrollado por Armstrong.

Anthony D. Smith y 'los Orígenes Étnicos de las Naciones'

Uno de los pocos académicos especializados en el estudio de la etnicidad y el


nacionalismo, Anthony D. Smith es el principal exponente del etno-simbolismo en el
campo. En sus numerosos libros y artículos sobre el tema, Smith se centró especialmente en
las raíces premodernas de las naciones contemporáneas, alejándose de las interpretaciones
modernistas predominantes que desprecian el pasado. Su compromiso intelectual con el
nacionalismo durante tres décadas llevó a algunos académicos a llamarlo 'el principal guía'
en el campo para los lectores de habla inglesa (Hobsbawm 1990: 2). La contribución de
Smith al estudio del nacionalismo no se limita a sus escritos; también desempeñó un papel
importante en el establecimiento de ASEN, una asociación dedicada a promover el estudio
de la etnicidad y el nacionalismo, en la London School of Economics and Political Science,
donde todavía imparte clases sobre nacionalismo. En cierto sentido, Smith es el último
representante de una cadena de académicos que contribuyeron a lo que Gellner llama el
'debate de la LSE' (1995a: 61), continuando una tradición que le fue legada por distinguidos
eruditos como Elie Kedourie, Kenneth Minogue y Ernest Gellner.

Sin embargo, Smith difiere de la generación que lo precedió en un aspecto


importante. La mayoría de los participantes en el debate de la LSE, incluidos Kedourie,
Minogue y Gellner, eran partidarios del paradigma modernista. Smith, por otro lado, basa
su enfoque en una crítica al modernismo. Su tesis central es que las naciones modernas no
pueden entenderse sin tener en cuenta los componentes étnicos preexistentes, cuya falta
podría crear un serio impedimento para la 'construcción de la nación' (1986: 17). Smith
reconoce que existen varios casos en los que hubo poco en términos de una rica herencia
étnica. Pero, continúa, tales casos extremos son raros. 'Por lo general, ha habido alguna
base étnica para la construcción de naciones modernas, aunque solo sean algunos recuerdos
vagos y elementos de cultura y supuesta ascendencia, que se espera revivir' (ibíd.). Se
deduce que el surgimiento de las naciones contemporáneas debe estudiarse en el contexto
de su trasfondo étnico. Esto significa fundamentar nuestra comprensión del nacionalismo
moderno en una base histórica que involucra largos períodos de tiempo, para ver hasta qué
punto sus temas y formas fueron prefigurados en períodos anteriores y hasta qué punto se
puede establecer una conexión con lazos y sentimientos étnicos anteriores. (Ibíd.: 13).

Fundamentando nuestra comprensión del nacionalismo moderno en una base


histórica que involucra considerables lapsos de tiempo, para ver hasta qué punto sus temas
y formas fueron prefigurados en períodos anteriores y hasta qué punto se puede establecer
una conexión con vínculos y sentimientos étnicos anteriores. (¡Ibid.: 13)

Según Smith, si queremos superar las generalizaciones amplias tanto del


modernismo como del primordialismo, necesitamos formular definiciones claras de
términos clave como nación, estado-nación y nacionalismo, rompiendo así un punto muerto
que dificulta el progreso en el campo (1994). Comienza proponiendo la siguiente definición
de nación, derivada en gran medida de las imágenes y suposiciones sostenidas por la
mayoría o todos los nacionalistas: una nación es "una población humana nombrada que
comparte un territorio histórico, mitos comunes y recuerdos históricos, una cultura pública,
una economía común y derechos y deberes legales comunes para todos los miembros"
(1991a: 14). Smith sostiene que tal definición revela la naturaleza compleja y abstracta de
la identidad nacional, que es fundamentalmente multidimensional.

Por otro lado, los orígenes de las naciones son tan complejos como su naturaleza.
Podríamos comenzar a buscar una explicación general haciendo las siguientes preguntas:

¿Qué es la nación? ¿Cuáles son las bases étnicas y los modelos de naciones
modernas? ¿Por qué surgieron estas naciones en particular?
¿Por qué y cómo surge la nación? Es decir, ¿cuáles son las causas y mecanismos
generales que ponen en marcha el proceso de formación de la nación a partir de vínculos y
recuerdos étnicos variables?

¿Cuándo y dónde surgió la nación? (1991a: 19).

Para Smith, la respuesta a la primera pregunta debe buscarse en comunidades


étnicas anteriores (prefiere usar el término francés "ethnie") ya que las identidades y
legados premodernos constituyen la base de muchas naciones contemporáneas. Él postula
seis atributos principales para tales comunidades: un nombre propio colectivo, un mito de
ascendencia común, recuerdos históricos compartidos, uno o más elementos
diferenciadores de una cultura común, una asociación con una tierra específica, un sentido
de solidaridad para sectores significativos de la población (imd.: 21). Como revela esta
lista, la mayoría de estos atributos tienen contenido cultural e histórico, así como un fuerte
componente subjetivo. Esto sugiere, en contraposición a la retórica de las ideologías
nacionalistas, que la ethnie está lejos de ser primordial. Según Smith, a medida que la
importancia subjetiva de cada uno de estos atributos aumenta y disminuye para los
miembros de una comunidad, lo hace también su cohesión y autoconciencia (imd.: 23).

Si la ethnie no es una entidad primordial, ¿cómo llega a existir? Smith identifica dos
patrones principales de formación de la ethnie: coalescencia y división. Con coalescencia se
refiere a la unión de unidades separadas, que a su vez pueden descomponerse en procesos
de amalgamación de unidades separadas como estados ciudadanos y de absorción de una
unidad por otra, como en la asimilación de regiones. Con división se refiere a la subdivisión
mediante fisión, como en el cisma sectario o mediante "proliferación" (un término que toma
prestado de Horowitz), cuando una parte de la comunidad étnica la abandona para formar
una nueva unidad, como en el caso de Bangladesh (imd.: 23-4).

Smith señala que una vez formadas, las ethnies tienden a ser excepcionalmente
duraderas (1986: 16). Sin embargo, esto no debería llevarnos a la conclusión de que viajan
a través de la historia sin sufrir cambios en su composición demográfica y/o contenido
cultural. En otras palabras, deberíamos tratar de evitar los polos extremos del debate
primordialista-instrumentalista al evaluar la recurrencia de los lazos y comunidades étnicas.
Smith admite que hay ciertos eventos que generan cambios profundos en los contenidos
culturales de las identidades étnicas. Entre estos, destaca la guerra y la conquista, el exilio y
la esclavitud, la llegada de inmigrantes y la conversión religiosa (1991a: 26). Sin embargo,
lo que realmente importa es hasta qué punto estos cambios se reflejan en la sensación de
continuidad cultural que une a las generaciones sucesivas. Para Smith, incluso los cambios
más radicales no pueden destruir esta sensación de continuidad y etnicidad común. Esto se
debe en parte a la existencia de una serie de fuerzas externas que ayudan a cristalizar las
identidades étnicas y aseguran su persistencia a lo largo de largos períodos. De estas, la
creación del estado, la movilización militar y la religión organizada son las más cruciales.

A la luz de estas observaciones, Smith se propone especificar los principales


mecanismos de autorrenovación étnica. El primer mecanismo de este tipo es la religión. La
historia de los judíos está repleta de muchas instancias de esto. Por el contrario, los grupos
propensos a la conservación religiosa a menudo luchan por compensar su incapacidad para
introducir reformas. Este fue el dilema al que se enfrentaron los griegos a principios del
siglo XIX. Cuando la ortodoxia religiosa fracasó en cuanto a las aspiraciones populares, las
clases medias griegas recurrieron a discursos ideológicos populares para realizar sus
objetivos. El segundo mecanismo es el "buen vecindario cultural", entendido en el sentido
de contacto controlado e intercambio selectivo entre diferentes comunidades. Aquí
nuevamente, se pueden encontrar ejemplos en la historia judía. El enriquecedor encuentro
entre las culturas judía y griega, sostiene Smith, enriqueció todo el campo de la cultura e
identidad judías. El tercer mecanismo es la "participación popular". Los movimientos
populares en busca de una mayor participación en el sistema político evitaron que muchas
ethnies se marchitaran, generando un celo misionero entre los participantes de estos
movimientos. El último mecanismo de autorrenovación étnica identificado por Smith son
los "mitos de elección étnica". Según Smith, las ethnies que carecen de tales mitos tienden
a ser absorbidas por otras después de perder su independencia (ibid.: 35-6).

Juntos, estos cuatro mecanismos aseguran la supervivencia de ciertas comunidades


étnicas a lo largo de los siglos a pesar de los cambios en su composición demográfica y
contenido cultural. También conducen a la formación gradual de lo que Smith llama
"núcleos étnicos". Estas "ethnies cohesionadas y autónomamente distintivas" sirven de base
para los estados y reinos en períodos posteriores.

Así, la identificación de los núcleos étnicos nos ayuda mucho a responder la


pregunta "¿quién es la nación?" Smith observa que la mayoría de las naciones posteriores
se construyen en torno a una ethnie dominante, que anexó o atrajo a otras comunidades
étnicas al estado que fundó y al cual le dio un nombre y un carácter cultural (ibid.: 38-9).

Sin embargo, esta observación no es suficiente para justificar nuestra búsqueda de


los orígenes de las naciones en la era premoderna, ya que existen muchos casos de naciones
formadas sin antecedentes étnicos inmediatos. En otras palabras, la relación entre las
naciones modernas y los núcleos étnicos anteriores es problemática. En este punto, Smith
enumera tres razones más para respaldar su argumento. En primer lugar, las primeras
naciones se formaron sobre la base de núcleos étnicos. Al ser poderosas e influyentes
culturalmente, estas naciones proporcionaron modelos para los casos posteriores de
formación de naciones. La segunda razón es que este modelo encajaba fácilmente en el tipo
de comunidad premoderna "demótica" (que se explicará a continuación). En palabras de
Smith, "el modelo étnico fue sociológicamente fértil". Finalmente, incluso cuando no había
antecedentes étnicos, la necesidad de fabricar una mitología y simbolismo coherentes se
convirtió en algo primordial en todas partes para garantizar la supervivencia y la unidad
nacionales (ibid.: 40-1).

La existencia de lazos étnicos premodernos nos ayuda a determinar qué unidades de


población es probable que se conviertan en naciones, pero no nos dice por qué y cómo se
produce esta transformación. Para responder a la segunda pregunta general planteada
anteriormente, es decir, "¿por qué y cómo surge la nación?", debemos especificar los
principales patrones de "formación de la identidad" y los factores que desencadenaron su
desarrollo. Smith comienza por identificar dos tipos de comunidades étnicas, las "laterales"
(aristocráticas) y las "verticales" (demóticas), señalando que estos dos tipos dieron lugar a
diferentes patrones de formación de naciones.

Las ethnies "laterales" estaban generalmente compuestas por aristócratas y altos


miembros del clero, aunque en algunos casos también podrían incluir burócratas, altos
funcionarios militares y comerciantes más ricos. Smith explica por qué eligió el término
"lateral" al señalar que estas ethnies estaban socialmente confinadas a las capas superiores y
geográficamente dispersas para formar lazos con las capas superiores de otras ethnies
laterales vecinas. Como resultado, sus fronteras eran "irregulares", pero carecían de
profundidad social, "y [su] a menudo marcado sentido de la etnicidad común estaba
vinculado a [su] espíritu de cuerpo como una estratificación de alto estatus y clase
dominante" (1991a: 53). Por el contrario, las ethnies "verticales" eran más compactas y
populares. Su cultura se difundía también a otras secciones de la población. Las divisiones
sociales no se basaban en diferencias culturales; "más bien, una cultura histórica distintiva
ayudaba a unir a diferentes clases en torno a una herencia y tradiciones comunes,
especialmente cuando estas estaban amenazadas desde el exterior" (ibid.). Como resultado,
el vínculo étnico era más intenso y exclusivo, y las barreras para la admisión eran mucho
más altas.

Como se señaló anteriormente, estos dos tipos de comunidades étnicas siguieron


trayectorias diferentes en el proceso de convertirse en una nación. Smith llama al primer
camino lateral "incorporación burocrática". La supervivencia de las comunidades étnicas
aristocráticas dependía en gran medida de su capacidad para incorporar a otras capas de la
población en su órbita cultural. Esto se realizó con mayor éxito en Europa Occidental. En
Inglaterra, Francia, España y Suecia, la ethnie dominante pudo incorporar a las clases
medias y las regiones periféricas en la cultura de élite. Según Smith, el vehículo principal
en este proceso fue el estado burocrático recién emergente. A través de una serie de
"revoluciones" en las esferas administrativa, económica y cultural, el estado pudo difundir
la cultura dominante hacia abajo en la escala social. Los principales componentes de la
"revolución administrativa" fueron la extensión de los derechos de ciudadanía, el
reclutamiento, la tributación y la construcción de una infraestructura que conectaba partes
distantes del territorio. Estos desarrollos se complementaron con "revoluciones" paralelas
en las esferas económicas y culturales. Smith destaca dos de estos procesos como
relevantes para la formación de naciones, a saber, el movimiento hacia una economía de
mercado y el declive de la autoridad eclesiástica. Este último fue particularmente
importante en permitir el desarrollo de estudios seculares y el aprendizaje universitario.
Esto, a su vez, llevó a un "auge" en los modos populares de comunicación, como novelas,
obras de teatro y revistas. Un papel importante lo desempeñaron en estos procesos los
intelectuales y profesionales (ibid.: 59-60).

La segunda ruta de formación de naciones, lo que Smith llama 'movilización


vernácula', partió de una ethnie vertical. La influencia del estado burocrático fue más
indirecta en este caso, principalmente porque las ethnies verticales solían ser comunidades
subyugadas. Aquí, el mecanismo clave de persistencia étnica era la religión organizada. Fue
a través de mitos de elección, textos y escrituras sagradas y el prestigio del clero que se
garantizó la supervivencia de las tradiciones comunales. Pero las comunidades demóticas
tenían problemas propios, que surgieron en las etapas iniciales del proceso de formación de
la nación. Para empezar, la cultura étnica generalmente se superponía con el círculo más
amplio de cultura y lealtad religiosa, y no había una agencia coercitiva interna para romper
el molde. Además, los miembros de la comunidad simplemente asumían que ya constituían
una nación, aunque sin un techo político. En estas circunstancias, la tarea principal de la
intelligentsia secular era alterar la relación básica entre la etnicidad y la religión. En otras
palabras, la comunidad de los fieles debía distinguirse de la comunidad de la cultura
histórica. Smith identifica tres orientaciones diferentes entre los intelectuales que se
enfrentaron a este dilema: un retorno consciente y modernizador a la tradición
('tradicionalismo'); un deseo mesiánico de asimilarse a la modernidad occidental
('asimilación' o 'modernismo'); y un intento más defensivo de sintetizar elementos de la
tradición con aspectos de la modernidad occidental, por lo tanto, revivir una comunidad
prístina modelada según una antigua edad de oro ('revivalismo reformista') (ibid.: 63-4).

La solución adoptada por los intelectuales tuvo profundas implicaciones para la


forma, el ritmo, el alcance y la intensidad del proceso de formación de la nación. Pero
independientemente de la solución adoptada, la tarea principal de una intelligentsia étnica
era 'movilizar a una comunidad anteriormente pasiva para formar una nación en torno a la
nueva cultura histórica vernácula que ha redescubierto' (ibid.: 64). En cada caso, tenían que
proporcionar 'nuevas autodefiniciones y metas comunales', construir 'mapas y moralidades
a partir de un pasado étnico vivo'. Esto se podía hacer de dos maneras: mediante un retorno
a la 'naturaleza' y sus 'espacios poéticos', que constituyen el hogar histórico del pueblo y el
depósito de sus recuerdos; y mediante un culto a las edades doradas. Estos dos métodos
eran utilizados con frecuencia por los 'intelectuales-educadores' para promover una
revitalización nacional.

Es importante señalar de paso que Smith identifica una tercera ruta de formación de
naciones en su trabajo posterior, la de las naciones de inmigrantes que consisten en gran
parte en fragmentos de otras ethnies, particularmente las del extranjero:

"En los Estados Unidos, Canadá y Australia, los colonos inmigrantes han impulsado
un nacionalismo providencialista de frontera; y una vez que se admitieron grandes oleadas
de inmigrantes culturalmente diferentes, esto ha fomentado una concepción 'plural' de la
nación, que acepta e incluso celebra la diversidad étnica y cultural dentro de una identidad
nacional política, legal y lingüística superior" (1998: 194; véase también 1995: capítulo 4).

Esto nos lleva a la última pregunta que guía el marco explicativo de Smith, a saber,
'¿dónde y cuándo surgió la nación?' 'Es en este punto donde el nacionalismo entra en el
escenario político'. El nacionalismo, sostiene Smith, no nos ayuda a determinar qué
unidades de población son elegibles para convertirse en naciones, ni por qué lo hacen, pero
desempeña un papel importante en determinar cuándo y dónde surgirán las naciones
(1991a: 99). El siguiente paso, entonces, es considerar el impacto (político) del
nacionalismo en varios casos particulares. Pero esto no se puede hacer sin aclarar el
concepto mismo de nacionalismo.

Smith comienza observando que el término 'nacionalismo' se ha utilizado de cinco


maneras diferentes:

todo el proceso de formación y mantenimiento de naciones;

una conciencia de pertenecer a la nación;

un lenguaje y simbolismo de la 'nación';


una ideología (que incluye una doctrina cultural de las naciones); y

un movimiento social y político para lograr los objetivos de la nación y realizar la


voluntad nacional (1991a: 72).

Smith enfatiza los significados cuarto y quinto en su propia definición. Por lo tanto,
el nacionalismo es 'un movimiento ideológico para lograr y mantener la autonomía, la
unidad y la identidad en nombre de una población que algunos de sus miembros consideran
que constituye una "nación" real o potencial' (ibid.: 73). Los términos clave en esta
definición son autonomía, unidad e identidad. La autonomía se refiere a la idea de
autodeterminación y al esfuerzo colectivo para realizar la verdadera voluntad nacional
'auténtica'. La unidad denota la unificación del territorio nacional y la reunión de todos los
nacionales en la patria: también significa la hermandad de todos los nacionales en la
nación. Finalmente, la identidad significa 'igualdad', es decir, que los miembros de un grupo
particular son similares en aquellos aspectos en los que difieren de los no miembros, pero
también implica el redescubrimiento del 'yo colectivo' (o el 'genio nacional') (ibid.: 74-7).

Por otro lado, la 'doctrina central' del nacionalismo consiste en cuatro proposiciones
centrales:

El mundo está dividido en naciones, cada una con su propio carácter peculiar,
historia y destino.

La nación es la fuente de todo poder político y social, y la lealtad a la nación tiene


prioridad sobre todas las demás lealtades.

Los seres humanos deben identificarse con una nación si quieren ser libres y
realizarse a sí mismos.

Las naciones deben ser libres y seguras si se quiere que prevalezca la paz en el
mundo (ibid.: 74).
Smith luego pasa a los tipos de nacionalismo. Basándose en la distinción filosófica
de Kohn entre una versión más racional y una versión más orgánica de la ideología
nacionalista, identifica dos tipos de nacionalismo: nacionalismos 'territoriales' y 'étnicos'
(basados en modelos 'occidentales', cívico-territoriales, y 'orientales', étnico-genealógicos
de la nación, respectivamente). Sobre esta base, construye una tipología provisional de
nacionalismos, teniendo en cuenta la situación general en la que se encuentran los
movimientos antes y después de la independencia:

Nacionalismos territoriales

(a) Movimientos preindependencia basados en un modelo cívico de la nación que


primero buscarán expulsar a los gobernantes extranjeros, luego establecer una nueva
nación-estado en el antiguo territorio colonial: estos son nacionalismos 'anticoloniales'.

(b) Movimientos posindependencia basados en un modelo cívico de la nación


intentarán reunir a menudo poblaciones étnicas dispares e integrarlas en una nueva
comunidad política que reemplace al antiguo estado colonial: estos son nacionalismos de
'integración'.

Nacionalismos étnicos

(a) Movimientos preindependencia basados en un modelo étnico/genealógico de la


nación buscarán separarse de una unidad política más grande y establecer una nueva
'etnonación' en su lugar: estos son nacionalismos de 'secesión' y 'diáspora'.

(b) Movimientos posindependencia basados en un modelo étnico/genealógico de la


nación buscarán expandirse al incluir a compatriotas étnicos fuera de las fronteras actuales
y establecer una 'etnonación' mucho más grande mediante la unión de estados cultural y
étnicamente similares: estos son nacionalismos 'irredentistas' y 'pan'.

Smith admite que la tipología que desarrolla no es exhaustiva. No incluye algunos


ejemplos conocidos de nacionalismo como el nacionalismo 'integral' de Maurras. Sin
embargo, insiste en que tal tipología básica nos ayuda a comparar nacionalismos dentro de
cada categoría. Permítame concluir esta subsección con una representación diagramática
simple de las dos principales rutas de formación de naciones postuladas por Smith:

I. Etnias laterales (aristocráticas) incorporación burocrática naciones cívico-


territoriales nacionalismos territoriales (desde arriba; generalmente liderados por las élites).

II. Etnias verticales (demóticas) movilización vernácula naciones étnico-


genealógicas nacionalismos étnicos (desde abajo; generalmente liderados por la
inteligencia).

Los escritores etno-simbolistas son conceptualmente confusos

Una mirada rápida a la literatura revelará que el marco de análisis desarrollado por
Armstrong y Smith tuvo su cuota de críticas. Hay seis objeciones principales a las
interpretaciones etno-simbolistas: los escritores etno-simbolistas están conceptualmente
confundidos; subestiman las diferencias entre las naciones modernas y las comunidades
étnicas anteriores; no es posible hablar de naciones y nacionalismos en épocas
premodernas; los etno-simbolistas subestiman la fluidez y maleabilidad de las identidades
étnicas; la relación entre las identidades nacionales modernas y el material cultural del
pasado es, en el mejor de los casos, problemática; y su análisis del proceso de formación de
la conciencia étnica es engañoso. Ahora consideremos cada una de estas críticas con más
detalle.

Los escritores etno-simbolistas son conceptualmente confusos

Según los defensores de esta opinión, los argumentos etno-simbolistas constituyen


una ilustración típica del "caos terminológico" que afecta al estudio del nacionalismo.
Connor, un crítico severo de la licencia conceptual en el campo, señala que una de las
manifestaciones más comunes de esta confusión es la interutilización de los términos
etnicidad, grupo étnico y nación (1994: capítulo 4). Smith y Armstrong son acusados de
caer en la misma trampa. O'Leary lo expresa de manera muy sucinta cuando señala que no
es demasiado sorprendente encontrar el nacionalismo en el siglo XVI si se concede al
término un rango empírico tan amplio. Según él, "la mayoría de quienes discuten sobre las
'naciones' antes del 'nacionalismo' están, de hecho, estableciendo la existencia de
precedentes culturales y materiales étnicos y otros, que posteriormente son moldeados y
remodelados por los nacionalistas en busca de la construcción de la nación" (1996: 90).
Symmons-Symonolewicz hace un punto similar, argumentando que esta confusión se debe
en parte a la falta de una definición generalmente aceptable de la nación. Para él, una
nación no es simplemente un grupo étnico grande, ni todo grupo étnico grande es una
nación. Para convertirse en una nación, mantiene, un grupo étnico debe experimentar
muchos cambios que transformen su estructura y mentalidad. Además, en el transcurso de
su viaje a través de la historia, las naciones absorben muchos elementos extranjeros y un
flujo constante de influencias de otras culturas y sociedades (l985a: 220). Esta observación
nos lleva a la segunda crítica dirigida contra el etno-simbolismo.

Los etno-simbolistas subestiman las diferencias entre las naciones modernas y las
comunidades étnicas anteriores

Symmons-Symonolewicz sostiene que Smith elimina las diferencias entre los


fenómenos étnicos y nacionales al atribuir a todos los grupos étnicos una conciencia grupal
plenamente desarrollada y un profundo sentido de la historia (1985a: 219). Sin embargo, la
mayoría de los grupos premodernos no eran conscientes de las idiosincrasias culturales que
los diferenciaban de otros. Incluso cuando existía una conciencia de este tipo, generalmente
estaba limitada a una élite intelectual, ya que el escenario aún no estaba preparado para la
difusión de los sentimientos étnicos al público en general (1981: 152). Breuilly coincide
con Symmons-Symonolewicz al argumentar que es imposible saber qué significado tenían
tales sentimientos para la mayoría de la gente (1996: 151; cf. Hobsbawm 1990: 11). La
razón principal de esto es la casi ausencia de datos sobre las ideas, sentimientos y opiniones
de las masas.

Breuilly señala otra diferencia entre las naciones modernas y las comunidades
étnicas anteriores a la luz de los propios argumentos de Smith. Esto concierne a la falta de
base institucional de las identidades premodernas. Smith argumenta que los tres elementos
fundamentales de la nacionalidad moderna, es decir, la identidad legal, política y
económica, están ausentes en las etnias premodernas. Según Breuilly, sin embargo, "estas
son las principales instituciones en las que la identidad nacional puede tomar forma". Esto
lleva a una contradicción en los argumentos de Smith porque, sostiene Breuilly, las
identidades establecidas fuera de las instituciones, especialmente aquellas que pueden unir
a las personas a lo largo de amplios espacios sociales y geográficos, son necesariamente
fragmentarias, discontinuas y esquivas (1996: 150-1). Señala que solo había dos
instituciones en épocas premodernas que podían proporcionar una base institucional para
las lealtades étnicas, a saber, la iglesia y la dinastía. Sin embargo, estas instituciones
generalmente llevaban en su núcleo un sentido alternativo, en última instancia conflictivo,
de identidad en comparación con el del grupo étnico.

Otra diferencia es destacada por Calhoun, quien señala que el nacionalismo no es


simplemente una afirmación de similitud étnica, sino una afirmación de que ciertas
similitudes deben contar como la definición de comunidad política. Por esta razón, el
nacionalismo necesita límites rígidos de una manera en que la etnicidad premoderna no lo
hace: "El nacionalismo exige homogeneidad interna en toda una nación putativa, en lugar
de continuos graduales de variación cultural o bolsillos de distinción subcultural" (1993:
229). Lo más distintivo es que los nacionalistas generalmente afirman que las identidades
nacionales son más importantes que otras identidades personales o grupales (como género,
familia o etnia) y vinculan directamente a los individuos con la nación en su conjunto. En
contraste con esto, la mayoría de las identidades étnicas fluyen de la membresía familiar, el
parentesco o la membresía en otros grupos inmediatos (como género, familia o etnia) y
vinculan directamente a los individuos con la nación en su conjunto. En contraste con esto,
la mayoría de las identidades étnicas fluyen de la membresía familiar, el parentesco o la
membresía en otros grupos inmediatos.

Smith rechaza estas críticas en su libro reciente (1998). Concede que sus
definiciones de la nación y de la etnia están estrechamente alineadas. Pero argumenta que
son precisamente esas características de las naciones que las etnias carecen, es decir, un
territorio claramente delimitado, una cultura pública, una unidad económica y derechos y
deberes legales para todos, lo que finalmente diferencia a las naciones de las etnias
anteriores (1998: 196). Smith afirma que aquellos que plantean la acusación de
"nacionalismo retrospectivo" confunden una preocupación por la larga duración con el
perennalismo. Para él, los etno-simbolistas separan claramente un nacionalismo moderno
de los sentimientos étnicos premodernos. Lo que intentan hacer, comenta, es rastrear en el
registro histórico "la formación a menudo discontinua de identidades nacionales hasta sus
fundamentos culturales preexistentes y lazos étnicos, lo que es una cuestión de observación
empírica en lugar de una teorización a priori". Finalmente, Smith reconoce el papel
importante que desempeñan las instituciones como portadoras y preservadoras de
identidades colectivas. Sin embargo, argumenta que la comprensión de Breuilly de tales
instituciones es estrechamente modernista. Un número significativo de personas fue
incluido en escuelas, templos, monasterios y una serie de instituciones legales y políticas.
Lo más importante fue su inclusión "en códigos lingüísticos y en literatura popular, en
rituales y celebraciones, en ferias comerciales y mercados, y en territorios étnicos o
'patrias', por no mencionar el trabajo forzado y el servicio militar" (ibid.: 197). Obviamente,
no todas estas instituciones reforzaron un sentido de etnicidad común, pero muchas lo
hicieron. Smith concluye afirmando que hay muchos más casos de identidades étnicas en
épocas premodernas de lo que Breuilly permite y que algunas de ellas tienen "importancia
política", como los estados étnicos de la antigüedad helenística.

Es Imposible Hablar de Naciones y Nacionalismos en Épocas Pre-Modernas

¿Podemos afirmar entonces que existían naciones y nacionalismos en épocas


premodernas? Para los académicos que suscriben alguna forma de modernismo, la
respuesta a esta pregunta es negativa. Eley y Suny argumentan que los griegos en el período
clásico o los armenios en el siglo V no eran (y no podían ser) naciones en el sentido
moderno del término. Independientemente de su grado de cohesión y conciencia, estas
formaciones etnorreligiosas no hacían (y no podían hacer) reclamaciones territoriales, de
autonomía o independencia, ya que estas demandas políticas solo fueron autorizadas en la
era del nacionalismo (1996a: 11). Hall hace un punto similar al señalar que la mayoría de
las condiciones que facilitaron el crecimiento de las naciones, como la comunicación
efectiva, el transporte económico y el aumento en las tasas de alfabetización, fueron
productos de procesos de modernización (1993: 3).
Symmons-Symonolewicz sostiene que solo había tres tipos de sentimientos
colectivos en la Edad Media: religiosos, políticos y étnicos. El primero contenía lealtad a la
iglesia o a varios movimientos heréticos; el segundo incluía lealtades feudales, de ciudad-
estado, dinásticas, monárquicas e imperiales; y el tercero consistía en lealtad al vecindario o
la región. Algunas de estas lealtades se desvanecieron con el tiempo; otras fueron
reemplazadas por nuevas lealtades; y otras proporcionaron los "ladrillos y mortero" a partir
de los cuales se construyó la unidad cultural de la futura nación. Sin embargo, no es posible
saber con certeza cuál de estos sentimientos era dominante en una situación particular
(1981: 158-63).

Lo que todos estos académicos comparten es la creencia en la modernidad de las


naciones y los nacionalismos. El nacionalismo implica una nueva forma de identidad o
membresía grupal (Calhoun 1993: 229). En este sentido, las historias anteriores de las
naciones no deben leerse simplemente como prehistorias, sino "como desarrollos históricos
variados cuyas trayectorias permanecieron abiertas" (Eley y Suny 1996a: 11). Smith intenta
contrarrestar estas críticas al conceder que el nacionalismo "tanto como ideología y
movimiento, es un fenómeno totalmente moderno", pero insiste en que "la 'nación moderna'
en la práctica incorpora varias características de la etnia premoderna y debe mucho al
modelo general de la etnicidad que ha sobrevivido en muchas áreas hasta el amanecer de la
'era moderna'" (1986: 18).

Los etno-simbolistas subestiman la fluidez y maleabilidad de las identidades étnicas

Los académicos modernistas no comparten la creencia etno-simbolista en la


persistencia de las identidades étnicas. Según Kedourie, por ejemplo, la identidad étnica no
es un objeto inerte o estable. Observa que ha demostrado ser altamente plástica y fluida a lo
largo de los siglos y ha estado sujeta a cambios y revoluciones de gran alcance. Por lo
tanto, "el ciudadano pagano romano de África del Norte se convierte, a través de su
descendiente biológico, en el súbdito cristiano de un emperador cristiano, luego en
miembro de la umma musulmana y hoy quizás en ciudadano de la República Democrática
Popular de Argelia o la Yamahiriya Libia" (1994: 141).
Calhoun, por otro lado, argumenta que el nacionalismo transforma
fundamentalmente las identidades étnicas preexistentes y otorga nuevo significado a las
herencias culturales (1997: 49). Apoya este argumento al señalar que el significado social y
cultural de las tradiciones étnicas cambia drásticamente cuando se escriben y a veces
nuevamente cuando se reproducen a través de medios visuales (ibid.: 50).

La relación entre las identidades nacionales modernas y el material cultural del


pasado es problemática en el mejor de los casos

Los modernistas también cuestionan la importancia del material cultural del pasado.
Breuilly admite que los intelectuales y políticos nacionalistas aprovechan los mitos y
símbolos del pasado y los utilizan para promover una identidad nacional particular. Pero
continúa diciendo que "es muy difícil correlacionar su grado de éxito con la importancia
'objetiva' de tales mitos y símbolos" (1996: 151). Señala el hecho de que en muchos casos,
los nacionalistas inventan mitos. Además, ignoran aquellos que van en contra de sus
propósitos. Por lo tanto, por cada mito nacional que se ha utilizado, hay muchos otros que
han desaparecido en las brumas de la historia. Además, los mitos y símbolos del pasado
pueden ser utilizados para varios fines, a menudo conflictivos. Finalmente, también hay
muchos movimientos nacionalistas que han tenido éxito sin tener una rica etnohistoria en la
que basarse (ibid.).

Calhoun coincide con Breuilly y argumenta que notar la continuidad en las


tradiciones étnicas no explica ni cuáles de estas tradiciones perduran ni cuáles se convierten
en la base de naciones o reclamaciones nacionalistas (1997: 49). Además, las tradiciones no
se heredan simplemente, deben ser reproducidas:

"las historias deben contarse una y otra vez, partes de las tradiciones deben
adaptarse a nuevas circunstancias para mantenerlas significativas, lo que parece una
actualización menor puede resultar en cambios significativos de significado, y las 'morales'
de las historias, las lecciones que se extraen de ellas, a veces cambian incluso cuando las
narrativas permanecen iguales... Decir de manera demasiado simple que el nacionalismo se
basa en tradiciones étnicas, por lo tanto, oculta a nuestra vista importantes diferencias en
escala y modo de reproducción" (¡bid.: 50).
La interpretación etno-simbolista del proceso de formación de la conciencia étnica
es engañosa

Esta crítica proviene de Zubaida, quien se centra en la definición de comunidad


étnica (o etnia) de Smith, o más precisamente, en el elemento de 'solidaridad' que aparece
en esa definición (1989). Argumenta que esta 'sensación de solidaridad' es una noción
problemática en el contexto de Europa Occidental. La solidaridad no se generó
espontáneamente por la existencia comunitaria común, ni por parentesco, vecindario o
redes religiosas. Estos pertenecían a comunidades mucho más pequeñas. La solidaridad,
sostiene Zubaida, se generó a partir de procesos políticos y socioeconómicos y durante
mucho tiempo estuvo condicionada a su operación. Esto tiene profundas implicaciones para
el argumento de Smith porque revela que

"la etnicidad común" y la solidaridad no son el producto de factores comunales


dados a la modernidad, sino que son ellos mismos el producto de los procesos
socioeconómicos y políticos que, en Occidente, se institucionalizaron en el Estado y la
sociedad civil" (1989: 330).

Zubaida desarrolla este argumento al señalar que cada sociedad ofrece a sus
miembros una serie de identificaciones posibles, de las cuales la 'nacional', si existe y
cuándo existe, es solo una. Qué identificación se convierte en la base de solidaridades
políticas en un momento dado, argumenta, depende de procesos y eventos particulares. Por
lo tanto, se puede hablar de una etnia francesa o inglesa para el siglo XV; pero, "la pregunta
es bajo qué condiciones se convirtieron en los focos de solidaridad política en contra de
otras identificaciones posibles, para quiénes y con qué grado de éxito" (ibid.: 331). Según
Zubaida, una vez que se logra la identificación nacional, debe mantenerse. El éxito y la
duración de las identidades nacionales dependían de logros económicos y políticos como la
intensificación de la división del trabajo (que es muy efectiva para romper el molde de las
solidaridades 'primordiales'), la extensión de las instituciones estatales (que garantizará la
seguridad de los ciudadanos) y la prosperidad (que da a los ciudadanos un interés en la
entidad nacional). El éxito de los antiguos estados nacionales de Occidente se basó en un
largo proceso de centralización e institucionalización. La etnicidad común y la
homogeneidad cultural fueron productos de estos procesos y no sus determinantes (ibid.).

¿Por qué 'nuevo'?

Uno de los argumentos de este libro es que hemos entrado en una nueva etapa en el
debate teórico sobre el nacionalismo desde finales de la década de 1980. Este argumento
bastante enfático se introdujo y se discutió brevemente en el Capítulo 2, donde se
proporcionó una descripción histórica del debate. De hecho, es cierto que la afirmación
parece una exageración de la situación actual, dado que una serie de estudios
independientes se tratan como una categoría separada, que luego se diferencia
cualitativamente del conjunto de trabajo producido hasta ahora. En ese sentido, el
argumento necesita respaldo con pruebas más concretas. Pero antes de eso, se requiere una
mayor clarificación. Esta afirmación no se basa en la presuposición de que las
intervenciones de la última década ofrecen ideas completamente nuevas o 'revolucionarias',
invalidando todo lo que se había dicho previamente sobre el tema. Por el contrario, la
mayoría de los académicos de este período son generalmente simpáticos a los argumentos
modernistas (Smith 1998: 220, 224).

La característica distintiva de esta constelación de estudios es su actitud crítica hacia


la erudición convencional sobre el nacionalismo. A pesar de que cada uno destaca un
problema diferente con las teorías anteriores, todos cuestionan las suposiciones
fundamentales de sus predecesores, explorando los problemas ignorados por estos últimos.
En resumen, el denominador común de estos estudios es su creencia en la necesidad de
trascender el debate clásico proponiendo nuevas formas de pensar sobre los fenómenos
nacionales. Eso explica la cita inicial de Cicerón: los académicos de la última década
cuestionan sus hábitos visuales y tratan de descubrir lo que se encuentra detrás de sus
suposiciones de sentido común. En cierto sentido, entonces, las palabras de Cicerón
constituyen el lema de la nueva era.

El surgimiento de nuevas teorías fue precipitado por una transformación más


general en las ciencias sociales, que a su vez reflejó los desarrollos en el mundo real,
especialmente el surgimiento de un movimiento de mujeres, la escritura de historias
alternativas que niegan la homogeneidad de las culturas nacionales y la naturaleza
cambiante de las sociedades occidentales como resultado de la migración creciente. El
crecimiento de los 'estudios culturales' fue particularmente importante en este contexto.

Los orígenes de esta 'incitación interdisciplinaria' se remontan a finales de la década


de 1950, cuando se publicaron obras como The Uses of Literacy (1957) de Richard Hoggart
y Culture and Society (1958) de Raymond Williams, entre otros. El objetivo común de
estos académicos era 'devolver la cultura' a las ciencias sociales (Eley y Suny 1996a: 20).
En estos estudios, la cultura no se consideraba como un todo coherente y armónico, sino
como un concepto profundamente disputado cuyo significado se negocia, revisa y
reinterpreta continuamente. En este sentido, la cultura no estaba divorciada de la
fragmentación social, las divisiones de clase, la discriminación por género y etnia, y las
relaciones de poder: la cultura era más a menudo lo que las personas eligen luchar (ibid.: 9).

Los estudios pioneros de Hoggart y Williams fueron seguidos rápidamente por un


creciente cuerpo de trabajo que se centraba en cuestiones de culturas juveniles y estilo,
medios de comunicación de masas, género, raza, memoria popular y la escritura de la
historia. En Gran Bretaña, no pasó mucho tiempo antes de que los estudios culturales
adquirieran una base institucional, primero en el Centro de Estudios Culturales
Contemporáneos de Birmingham y luego en diversas universidades. En los Estados Unidos,
por otro lado, el impacto de esta "conversación interdisciplinaria emergente" fue más
pronunciado en áreas como los estudios literarios, los estudios cinematográficos, la
antropología y los estudios de género. La creciente literatura de estudios culturales hizo uso
de una amplia gama de teorías, desde Gramsci hasta enfoques psicoanalíticos, e incorporó
las perspectivas epistemológicas alternativas proporcionadas, especialmente el feminismo,
el poscolonialismo y el posmodernismo (Eley y Suny 1996a; Eley 1996). ¿Cómo se vio
afectado el estudio del nacionalismo por todos estos desarrollos? Es posible identificar dos
influencias principales en este contexto. En primer lugar, se criticó el carácter eurocéntrico
y ciego al género de la literatura predominante; se puso un mayor énfasis en las jerarquías
de poder internas (dentro de las naciones) y externas (entre las naciones). En segundo lugar,
aumentó la interacción de los estudios sobre nacionalismo con campos en desarrollo como
la migración, la raza, el multiculturalismo, las diásporas y otros. En otras palabras, hubo un
renovado énfasis en la naturaleza interdisciplinaria del nacionalismo como objeto de
investigación (cf. Smith 1998: xiii). Ahora permítame elaborar cada una de estas
influencias. La característica común de las teorías y enfoques que he revisado en capítulos
anteriores es su participación en la reproducción de los discursos dominantes. Ninguna de
estas teorías tuvo en cuenta las experiencias de los "subordinados", por ejemplo, las
antiguas colonias europeas y sus sucesores poscoloniales, o las mujeres, las minorías
étnicas y las clases oprimidas. Incluso los académicos marxistas y neo-marxistas, que
basaron sus teorías en las experiencias de naciones que ocupan una posición dependiente (o
periférica) en la economía política mundial, cayeron en el eurocentrismo, centrándose en
las experiencias de países como Escocia e Irlanda e ignorando las desilusiones de las
decenas de antiguas colonias en Asia y África. Tomando esta "ceguera teórica" como punto
de partida, varios académicos intentaron formular marcos de análisis que destacaran las
experiencias de los subordinados. Entre estos, los enfoques que enfatizan la participación
diferencial de las mujeres en proyectos nacionalistas, las experiencias de las sociedades
poscoloniales y la dimensión cotidiana del nacionalismo, así como los análisis
posmodernos, fueron los más importantes. Como observa acertadamente McClintock, "las
teorías del nacionalismo tienden a ignorar el género como una categoría constitutiva del
nacionalismo en sí" (citado en Eley y Suny 1996b: 259). Esta importante brecha fue llenada
por académicas como Nira Yuval-Davis, Floya Anthias, Sylvia Walby, Deniz Kandiyoti y
Cynthia Enloe, entre otras, que exploraron el carácter de género de la membresía en la
nación. En realidad, las mujeres nunca estuvieron ausentes del discurso nacionalista:
figuran como amantes de "conquistadores", víctimas de violación en tiempos de guerra,
prostitutas militares, heroínas de películas, modelos de calendarios patrióticos y, por
supuesto, como trabajadoras, esposas, novias e hijas que esperan con devoción en casa
(Enloe 1993, citado en Eley y Suny 1996a: 27). La nación invariablemente se imagina
como una gran familia y la patria como una mujer "vulnerable" que necesita protección. La
violación se convierte en un arma en la guerra y el asalto sexual a las mujeres a menudo se
interpreta como un ataque directo a la identidad de toda la comunidad (McCrone 1998: 125;
Enloe 1995). Como resultado, [l]as ansiedades sobre la salud de la nación, su futuro
demográfico y sus eficiencias productivas, o las estabilidades de la estructura social, suelen
traducirse en una política dirigida a y contra las mujeres, ya sea a través de sistemas de
bienestar materno e infantil, mediante retóricas de valores familiares o mediante ofensivas
políticas en torno a la salud reproductiva, la regulación de la sexualidad o el control directo
de los cuerpos de las mujeres (Eley y Suny 1996a: 26).

Sin embargo, a pesar de su centralidad en el discurso nacionalista, las mujeres son


excluidas de la esfera pública y confinadas a sus hogares. Por lo tanto, para analizar la
marginación (y el silenciamiento) de las mujeres por parte del cuerpo político nacional,
debemos mirar en la familia y el hogar, en los detalles poco espectaculares de la vida
cotidiana. Eso es precisamente lo que las académicas feministas estaban tratando de hacer.
Exploraron cómo las mujeres participan en varios proyectos nacionales, qué roles
desempeñan, o se ven obligadas a desempeñar, dentro de ellos, revelando las constelaciones
políticas/ideológicas que subyacen a estos roles y su asignación. De alguna manera, se
rebelaron contra el confinamiento de las mujeres a una posición secundaria, siempre
subordinada.

Otra característica fundamental de los escritos predominantes sobre el nacionalismo


es su perspectiva eurocéntrica, o para usar el término de Yuval-Davis, "eurocéntrica-
occidental" (1997: 3). Los orígenes de esta actitud se remontan a la tradición de la
Ilustración de la cual provienen muchos de los conceptos e ideas que asociamos hoy con la
democracia. El imperialismo y el colonialismo fueron los ingredientes principales de esta
tradición desde el principio. En muchos aspectos, el avance de la democracia en Europa,
por ejemplo, la difusión de la ciudadanía universal, dependía de la explotación de personas
en otras partes. Esta compleja relación dialéctica entre Europa y sus "otros" se replicaba
dentro de Europa misma, entre culturas metropolitanas y periféricas, ciudad y campo,
nacionalidades dominantes y subordinadas, Este y Oeste (Eley y Suny 1996a: 28).

La exploración de estas relaciones y la deconstrucción de las codificaciones


negativas del nacionalismo, es decir, "las formas en que incluso las imaginaciones más
generosas y democráticas de la nación implican procesos de posicionamiento protector y
excluyente contra otros", fue uno de los avances teóricos más importantes de la última
década (ibid.). No sorprendentemente, este proceso de "relectura" fue iniciado por
académicos de fuera de Europa, especialmente por el Grupo de Estudios Subalternos
surgido del marxismo indio. Académicos como Partha Chatterjee y Ranajit Guha intentaron
reinterpretar la historia de Asia del Sur desde el punto de vista de los subordinados. Su
objetivo era revelar cómo los discursos hegemónicos de Occidente servían para suprimir las
voces de los "subalternos". El instrumento occidental más importante en este proceso era el
"conocimiento": así, debían desvelarse las diversas formas en que el conocimiento se usaba
para dominar el mundo. Según Chatterjee, las ideas occidentales de racionalidad relegaban
las culturas no occidentales al "tradicionalismo no científico". El enfoque relativista, por
otro lado, que sostiene que cada cultura es única, se basaba en una concepción esencialista
de la cultura que impedía la comprensión desde fuera. Ambas visiones, sostiene Chatterjee,
eran reflejos de las relaciones de poder (Chatterjee 1986, 1990; véase también Eley y Suny
1996a: 29). Para él, el nacionalismo anti/postcolonial, aunque un "discurso derivado",
nunca fue totalmente dominado por los modelos occidentales de nacionalidad. No podía
imitar al Oeste en todos los aspectos de la vida, ya que entonces la propia distinción entre
Occidente y Oriente desaparecería y "la autoidentidad de la cultura nacional estaría
amenazada" (Chatterjee 1990: 237).

Como se explicó en el Capítulo 4 (al considerar la crítica de Chatterjee a Anderson),


la resolución nacionalista de este dilema fue separar el ámbito de la cultura en dos esferas,
la material y la espiritual. "Lo que era necesario era cultivar las técnicas materiales de la
civilización occidental moderna, al tiempo que se conservaba y fortalecía la esencia
espiritual distintiva de la cultura nacional" (ibid.: 238). En resumen, la mayor contribución
de académicos como Chatterjee y Guha fue ofrecer una interpretación "no eurocéntrica" de
los nacionalismos anti/postcoloniales.

Un tercer tema descuidado por la corriente principal de la investigación sobre el


nacionalismo se refiere al terreno familiar de la "vida cotidiana". Buscando explicaciones a
nivel macro, los enfoques tradicionales prestaron poca atención al nivel micro, es decir, a
las manifestaciones cotidianas del nacionalismo. Sin embargo, como argumenta Billig
(1995), el nacionalismo debe reproducirse a diario si quiere persistir (véase también Essed
1991; van Dijk 1993, 1998). Este proceso de reproducción no es conscientemente
registrado por los participantes, ya que la vida cotidiana es también el ámbito del
"inconsciente": en otras palabras, la "conciencia cotidiana es ingenua" (Blaschke 1980,
citado en Eley y Suny 1996a: 22). En resumen, para entender el arraigo continuo del
nacionalismo, debemos investigar el proceso por el cual las personas comunes siguen
imaginándose a sí mismas como una comunidad abstracta. Como observa McClintock, los
"fetiches nacionales" desempeñan un papel importante en este proceso:

Más a menudo que no, el nacionalismo toma forma a través de la organización


visible y ritual de objetos fetiches, como banderas, uniformes, logotipos de aerolíneas,
mapas, himnos, flores nacionales, cocinas nacionales y arquitecturas nacionales, así como a
través de la organización de espectáculos colectivos fetichistas en deportes en equipo,
desfiles militares, mítines masivos, las innumerables formas de cultura popular, etc. (1996:
274)

Este recordatorio continuo, dado por sentado por la mayoría de las personas,
transforma la identidad nacional en una forma de vida, una manera de ver e interpretar el
mundo, asegurando así la existencia de la nación (Yumul y Özkmmh 1997).

El toque final a la imagen que hemos dibujado hasta ahora proviene del
postmodernismo. Este no es el lugar para resumir todos los debates en torno al
postmodernismo o la posmodernidad, dado que solo una revisión de las definiciones
proporcionadas para estos términos requeriría un volumen separado. Sin embargo, no es
posible evaluar el impacto de los enfoques posmodernos en el estudio del nacionalismo sin
ofrecer primero una definición de trabajo del concepto de posmodernidad. La definición de
Bauman es bastante útil en este sentido:

La posmodernidad es la modernidad que alcanza la mayoría de edad: la modernidad


que se mira a sí misma a distancia en lugar de desde adentro, que hace un inventario
completo de sus ganancias y pérdidas, que se psicoanaliza a sí misma, que descubre las
intenciones que nunca antes había explicitado, que las encuentra mutuamente canceladoras
e incongruentes. La posmodernidad es la modernidad que llega a un acuerdo con su propia
imposibilidad: una modernidad autocontrolada, que conscientemente descarta lo que antes
hacía inconscientemente. (1991: 272)
Como sucede con casi cualquier definición, la formulación de Bauman no está
exenta de problemas. Plantea tantas preguntas como intenta responder: "¿Qué es la
modernidad?", "¿Hemos pasado todos por la era moderna?" y así sucesivamente. Sin
embargo, constituye un buen punto de partida en términos de considerar las implicaciones
del posmodernismo para el estudio del nacionalismo.

En términos generales, es posible distinguir dos temas que recurrentemente


aparecen en los análisis posmodernos. El primero de estos temas es la producción y
reproducción de identidades nacionales a través de la cultura popular. Esto no solo requiere
centrarse en las tecnologías de comunicación y los géneros populares hasta ahora excluidos
de la agenda académica, sino también "deconstruir" los significados y valores promovidos a
través de estas tecnologías, desentrañando así las relaciones de poder que subyacen en
ellos. En consecuencia, se examinan las tecnologías visuales del cine, la fotografía, la
televisión y el video; se disecciona una amplia gama de productos culturales populares,
desde libros y revistas hasta alimentos, moda y vestimenta (Eley y Suny 1996a). En estos
estudios, los textos se "releen" y los significados se "reconstruyen" porque, según los
posmodernistas, cada texto es una narrativa y cada narrativa puede interpretarse de
innumerables maneras diferentes. Los discursos hegemónicos, o "meta-narrativas", no son
más que un engaño; por lo tanto, deberían ser rechazados explícitamente.

En este contexto, varios académicos problematizaron la noción de "identidad". En


palabras de Stuart Hall,

"[l]a identidad no es tan transparente o no problemática como pensamos. Tal vez, en


lugar de pensar la identidad como un hecho consumado, que las nuevas prácticas culturales
representan, deberíamos pensar, en cambio, la identidad como una 'producción', que nunca
está completa, siempre en proceso y siempre constituida dentro, no fuera, de la
representación." (1990: 222)

Desde esta perspectiva, las identidades nunca son fijas, esenciales o inmutables.
Más bien, son "los puntos inestables de identificación o sutura, que se crean dentro de los
discursos de la historia y la cultura. No una esencia, sino una posición" (ibid.: 226). La
historia cambia nuestra concepción de nosotros mismos. Clave para este cambio, argumenta
Hall, es el concepto de "Otro", porque la identidad es también la relación entre nosotros y el
Otro: "solo cuando hay un Otro puedes saber quién eres". No hay identidad "sin la relación
dialógica con el Otro. El Otro no está afuera, sino también dentro del Yo, de la identidad"
(1996b: 345).

Según Hall, esta "descentralización" de la identidad es una consecuencia de la


relativización del mundo occidental: "del descubrimiento de otros mundos, otras personas,
otras culturas y otros idiomas" (ibíd.: 341). Las identidades nacionales se erosionan
gradualmente debido a las fuerzas de la globalización, que aumentan la interdependencia
del planeta por un lado y conducen a la formación de identidades locales sólidas por otro
(véase también McCrone 1998: 34-5). En este contexto, la idea de una identidad nacional
"unificada" o de una cultura nacional "homogénea" ya no es sostenible.

Otro tema explorado por académicos posmodernos, en particular Homi Bhabha, son
las "formas de contestación dentro del marco dominante del nacionalismo" (Eley y Suny
1996a: 29). Basándose en los escritos de Derrida, Fanon, Foucault y Lacan, Bhabha
enfatiza el papel de las personas en los "márgenes" nacionales, es decir, las minorías
étnicas, los trabajadores extranjeros y los inmigrantes, en el proceso de definición de las
identidades nacionales. Según Bhabha, las poblaciones "híbridas" impugnan las
construcciones dominantes de la nación al producir sus propias contra-narrativas. Estas
contra-narrativas, argumenta, "perturban aquellos movimientos ideológicos a través de los
cuales se otorgan identidades esencialistas a las 'comunidades imaginadas'" (1990a: 300).
El conflicto resultante entre narrativas competidoras, por otro lado, aumenta la
permeabilidad de las fronteras nacionales e intensifica la ambivalencia de la nación como
forma cultural y política (Bhabha 1990a; Rutherford 1990; véase también Rattansi 1994).
Esto nos lleva al segundo cambio amplio generado por los desarrollos en las ciencias
sociales.

Como he explicado brevemente anteriormente, los estudios en cuestión desafiaron


las concepciones ortodoxas que consideraban a los individuos como sujetos coherentes con
una identidad unificada. Enfatizaron las diversas dimensiones de la subjetividad, como el
género, la raza, la etnia y la clase, señalando que estas dimensiones están inextricablemente
entrelazadas; por lo tanto, no tiene sentido tratarlas por separado. Lo que moldea las
preferencias de un individuo es la interacción de varias dimensiones que componen su
subjetividad y no una dimensión particular de esa subjetividad. Las experiencias y
reacciones de una mujer de clase trabajadora negra de una minoría étnica son diferentes de
las de un hombre blanco de clase media de la etnia dominante. Este punto, que hoy parece
una verdad evidente, fue en gran parte pasado por alto por los participantes del debate
clásico. Lo que intentaron hacer los estudios recientes fue poner de relieve estas diferencias
y llamar nuestra atención sobre la multidimensionalidad de las construcciones de la
subjetividad. En resumen, la interacción entre la investigación sobre el nacionalismo y la
realizada en otras áreas "hermanas" aumentó en la última década, lo que a su vez hizo que
el estudio del nacionalismo fuera más complicado, pero también más gratificante.

Hasta ahora, he intentado resumir las diferencias fundamentales entre los estudios
de la última década y los de los períodos anteriores. Este resumen tenía como objetivo
respaldar la afirmación de que hemos entrado en una nueva etapa en el debate sobre el
nacionalismo desde finales de la década de 1980. El argumento puede fortalecerse aún más
examinando detenidamente algunos estudios que cuestionan las teorías ortodoxas sobre
naciones y nacionalismo. Por lo tanto, dedicaré las siguientes secciones al análisis de
Michael Billig sobre la reproducción diaria de la nacionalidad y a la encuesta de Nira
Yuval-Davis sobre la relación entre género y proyectos nacionalistas.

La reproducción de las naciones y los nacionalismos ha sido generalmente pasada


por alto en las escrituras convencionales sobre el tema. El tema fue abordado por primera
vez por académicos que intentaron proporcionar una comprensión de género del
nacionalismo. Como veremos en la siguiente sección, estos académicos exploraron la
contribución de las mujeres en varias dimensiones de los proyectos nacionalistas,
particularmente su papel en la reproducción biológica, simbólica e ideológica del
nacionalismo (Jayawardena 1986; Yuval-Davis y Anthias 1989; Yuval-Davis 1997). Otra
excepción importante ha sido el erudito marxista francés Étienne Balibar, quien trató la
nación como una formación social, en el sentido de
"una construcción cuya unidad permanece problemática, una configuración de
clases sociales antagónicas que no es completamente autónoma, solo volviéndose
relativamente específica en su oposición a otras y a través de las luchas de poder, los
grupos de interés en conflicto y las ideologías que se desarrollan a lo largo del tiempo a
través de este antagonismo". (1990: 334)

Según Balibar, el principal problema planteado por la existencia de formaciones


sociales no era el de su inicio o su fin, sino principalmente el de su reproducción, es decir,
"las condiciones bajo las cuales pueden mantener esta unidad conflictiva que crea su
autonomía a lo largo de largos períodos históricos" (ibid.: 334-5). Es el influyente
psicólogo social británico Michael Billig quien se propone especificar estas condiciones. El
influyente libro de Billig "Banal Nationalism" (Nacionalismo banal) (1995) puede
considerarse como el primer estudio que proporciona un análisis sistemático de la
reproducción del nacionalismo.

El enfoque de Billig se basa en una crítica de las teorizaciones ortodoxas que


tienden a asociar el nacionalismo con "aquellos que luchan por crear nuevos estados o con
políticas de extrema derecha" (1995: 5). Según esta visión, el nacionalismo es propiedad de
"otros", los estados periféricos que aún deben completar sus procesos de construcción de la
nación, y no "nuestros", los establecidos "estados-nación" de Occidente. El nacionalismo es
un estado de ánimo temporal en Occidente, que solo se manifiesta en ciertas condiciones
"extraordinarias", es decir, en tiempos de crisis, desapareciendo repentinamente una vez
que se restauran las condiciones normales. En ese sentido, las crisis son como infecciones
que causan fiebre en un "cuerpo sano". Cuando la crisis disminuye, "la temperatura baja;
las banderas se enrollan; y luego, todo vuelve a la normalidad" (ibid.). Billig rechaza esta
imagen simplista, incluso ingenua. Para él, las crisis dependen de bases ideológicas
existentes. No crean estados-nación como estados-nación: "[e]n tiempos intermedios, los
Estados Unidos de América, Francia, el Reino Unido y así sucesivamente continúan
existiendo. Diariamente, se reproducen como naciones y sus ciudadanos como nacionales".
Sin embargo, "este recordatorio es tan familiar, tan constante, que no se registra
conscientemente como un recordatorio". Billig introduce el término "nacionalismo banal"
para cubrir "los hábitos ideológicos que permiten que las naciones establecidas de
Occidente se reproduzcan": "La imagen metonímica del nacionalismo banal no es una
bandera que se agita conscientemente con pasión ferviente: es la bandera que cuelga
inadvertida en el edificio público" (ibid.: 6-8).

Esta concepción pone en duda las interpretaciones convencionales que sostienen


que el nacionalismo se convierte en algo superfluo para la vida cotidiana una vez que se
establece el estado-nación, solo para regresar cuando se rompen las rutinas ordenadas.
Según Billig, el nacionalismo no desaparece cuando la nación adquiere un techo político:
en cambio, se absorbe en el entorno de la patria establecida (ibid .: 41). Los símbolos de la
nacionalidad (monedas, billetes, sellos) se convierten en parte de nuestra vida diaria. Estos
pequeños recordatorios convierten el espacio de fondo en un espacio "nacional".

Billig sostiene que no es posible explicar todos estos hábitos rutinarios o la reacción
popular tras los momentos de crisis en términos de identidad. La identidad nacional,
argumenta, no es un accesorio psicológico que las personas siempre llevan consigo, para
usarlo cuando sea necesario. Como un teléfono móvil, este equipo psicológico permanece
en silencio la mayor parte del tiempo: "luego ocurre la crisis; el presidente llama; suenan
campanas; los ciudadanos responden; y la identidad patriótica se conecta" (ibid.: 7). Según
Billig, este enfoque no nos lleva muy lejos. Para que la identidad nacional cumpla su
función, las personas deben saber qué es esa identidad. En otras palabras, deben tener
suposiciones sobre lo que es una nación y, de hecho, qué es el patriotismo.

Esta información proviene de diferentes fuentes. Por ejemplo, las historias


nacionales nos cuentan la historia de un pueblo que viaja a lo largo del tiempo, "nuestro"
pueblo, con "nuestras" formas de vida. Por otro lado, la comunidad nacional no puede
imaginarse sin imaginar también comunidades de extranjeros que hacen que "nuestra"
cultura sea única: no puede haber "nosotros" sin un "ellos" (ibid.: 78-9). Es en esta etapa
donde entran en juego los juicios estereotipados. Los estereotipos se convierten en medios
para distinguir "ellos" de "nosotros": "nosotros" representamos el estándar, lo normal,
frente a lo cual las desviaciones "de ellos" parecen notables. Esta comunidad única de
cultura también se asocia con un territorio particular, un espacio geográfico delimitado que
es "nuestra" patria. De hecho, todo el mundo está compuesto por comunidades de cultura
como la nuestra, cada una vinculada a una pieza específica de tierra. "Si 'nuestra' nación se
va a imaginar en toda su particularidad, debe imaginarse como una nación entre otras
naciones" (ibid.: 83). Para Billig, esta conciencia internacional es integral para el discurso
moderno del nacionalismo.

Estas observaciones plantean otra pregunta: ¿por qué nosotros, en las naciones
establecidas, no olvidamos nuestra identidad nacional? Para Billig, la respuesta corta es que
"constantemente se nos recuerda que 'vivimos en naciones'; 'nuestra' identidad se está
señalando continuamente". Las "rutinas familiares cotidianas del lenguaje" juegan un papel
importante en este proceso de recordar. "Pequeñas palabras, en lugar de frases memorables
y grandiosas", hacen que nuestra identidad nacional sea inolvidable. Para explorar tales
asuntos, no solo debemos prestar atención a palabras como "pueblo" (o "sociedad"), sino
que también debemos volvemos "lingüísticamente microscópicos", ya que el secreto del
nacionalismo banal yace en pequeñas palabras como "nosotros", "esto" y "aquí" (ibid.: 93-
4). Como era de esperar, estas palabras son las más utilizadas por los políticos.

Los políticos desempeñan un papel importante en la reproducción del nacionalismo,


pero no porque sean figuras de gran influencia. Por el contrario, muchos comentaristas
argumentan que su peso en los mecanismos clave de toma de decisiones está
constantemente disminuyendo, en parte como resultado de la creciente globalización. "Los
políticos son importantes porque, en la era electrónica, son figuras familiares". Sus rostros
aparecen regularmente en los periódicos o en las pantallas de televisión. De alguna manera,
son las "estrellas" de la era moderna: sus palabras llegan diariamente a millones (ibid.: 96).
En tal contexto, lo que dicen (y cómo lo dicen) es de suma importancia. Casi todos los
políticos juegan la "carta patriótica". Pero, lo que es más importante, los políticos afirman
hablar en nombre de la nación. Evocando a toda la nación como su audiencia, se presentan
retóricamente como representantes del interés nacional (ibid.: 106). Utilizando un complejo
deíctico de la patria, invocan el "nosotros" nacional y colocan "nosotros" dentro de
"nuestra" patria. Cuando las frases que hacen la patria se utilizan regularmente, "somos"
recordados sin darnos cuenta de quiénes "somos" y dónde estamos.

Además, ' [l] os políticos no son los únicos actores que contribuyen a la
reproducción diaria de la nacionalidad. Sus formas retóricas y deícticas son tomadas por los
periódicos. Al igual que los políticos, los periódicos afirman estar en el centro de la nación.
Las columnas de opinión y editoriales evocan un "nosotros" nacional, que incluye tanto a
lectores como a escritores (así como a un público universal). Lo que une al lector y al
escritor, lo que los hace "nosotros", es la identidad nacional. Los periódicos también
contribuyen al proceso de imaginar un "nosotros" nacional mediante su organización
interna y la estructura de presentación de las noticias. Las noticias "locales" se separan de
las noticias "extranjeras". Y " 'local" indica más que el contenido de la página en particular:
señala el hogar del periódico y de los lectores supuestos. Nosotros, los lectores, seguimos
las señales direccionales y encontramos nuestro camino en el territorio familiar del
periódico: 'A medida que lo hacemos, estamos habitualmente en casa en una estructura
textual, que utiliza las fronteras nacionales de la patria para dividir el mundo en "patria" y
"extranjero"' (ibid.: 119).

Una de las tesis más originales del estudio de Billig se relaciona con el papel de los
científicos sociales en la reproducción del nacionalismo. Según Billig, los académicos
contribuyen a este proceso mediante:

• Proyectando el nacionalismo: estos enfoques definen el nacionalismo de una


manera muy restrictiva, como un fenómeno extremo o excesivo, confinándolo así a
movimientos nacionalistas inducidos por emociones irracionales. De esta manera, el
nacionalismo se proyecta sobre "otros"; "nuestros" se pasa por alto, se olvida e incluso se
niega teóricamente.

• Naturalización del nacionalismo: algunos teóricos reducen el nacionalismo a una


necesidad psicológica al argumentar que las lealtades contemporáneas hacia los estados-
nación son instancias de algo general o endémico de la condición humana. Como tal, el
"nacionalismo banal" no solo deja de ser nacionalismo, sino que también deja de ser un
problema para la investigación.

Billig señala que algunos académicos hacen ambas cosas simultáneamente. Esto
lleva a una distinción teórica (y retórica): nuestro nacionalismo se presenta como algo
natural y beneficioso, mientras que el "nacionalismo" se percibe como propiedad de
"otros".
No se presenta como nacionalismo, algo peligrosamente irracional, excedente y
ajeno. Se encuentra una nueva etiqueta para ello, 'patriotismo', que es beneficioso y
necesario. Como resultado, 'nuestro patriotismo' se presenta como natural, por lo tanto,
invisible, mientras que 'nacionalismo' se percibe como propiedad de 'otros'.

• Si el nacionalismo banal es tan amplio, ¿qué deben hacer los científicos sociales?
En primer lugar, deben confesar. Billig admite que siente placer si un ciudadano de la patria
corre más rápido o salta más alto que los extranjeros. De manera similar, confiesa que lee
las noticias locales con mayor interés. En general, todos somos participantes en el discurso
del nacionalismo: 'está presente en las mismas palabras que podríamos intentar usar para el
análisis'. En ese sentido, se puede argumentar que todos los textos sobre nacionalismo,
incluso los críticos, contribuyen a su reproducción.

. lo que sea olvidado en un mundo de sobrecarga de información, no olvidamos


nuestras patrias. Si nos están preparando rutinariamente para los peligros del futuro,
entonces esto no es una preparación que rellena un depósito de energía agresiva. Es una
forma de lectura y observación, de comprensión y de dar por sentado. Es una forma de vida
en la que constantemente se nos invita a relajarnos, en casa, dentro de las fronteras de la
patria. Esta forma de vida es la identidad nacional, que se renueva constantemente, con sus
peligros potenciales que parecen tan inofensivamente hogareños. (Billig 1995: 127)

Género y Nación

Un tema clave en el análisis de naciones y nacionalismo ha sido la participación


diferencial de varios grupos sociales en proyectos nacionalistas. En general, se ha
reconocido que los movimientos nacionalistas se basan en diferentes sectores de la
población de manera desigual, y ha habido una gran cantidad de trabajos que analizan
varios aspectos de estos movimientos, como sus composiciones de clase, los niveles de
educación de sus participantes, entre otros. Sin embargo, este cuerpo de trabajo no se ha
ocupado de la integración diferencial de mujeres y hombres en los proyectos nacionales
(Walby 1996: 235). Como señala Yuval-Davis, la mayoría de las teorizaciones
hegemónicas sobre naciones y nacionalismo, a veces incluso escritas por mujeres (por
ejemplo, Greenfeld 1992), han ignorado las relaciones de género como irrelevantes (1997:
1). El nacionalismo ha sido generalmente considerado como un fenómeno masculino,
surgido de la memoria masculinizada, la humillación masculinizada y la esperanza
masculinizada (Enloe 1989: 44).

Estas suposiciones han sido cada vez más cuestionadas desde mediados de la década
de 1980. McClintock, por ejemplo, argumenta que el nacionalismo se constituye desde el
principio como un discurso de género y no se puede entender sin una teoría del poder de
género (1996: 261). Nuestra tarea, continúa, debe ser formular una teoría feminista del
nacionalismo, que podría ser estratégicamente cuádruple:

(1) investigar la formación de teorías masculinas sancionadas desde una perspectiva


de género; (2) llevar a la visibilidad histórica la participación cultural y política activa de
las mujeres en las formaciones nacionales; (3) relacionar críticamente las instituciones
nacionalistas con otras estructuras e instituciones sociales; y (4) al mismo tiempo, prestar
una atención escrupulosa a las estructuras de poder racial, étnico y de clase que continúan
afectando a las formas privilegiadas del feminismo. (¡Ibid.)

Esto fue en cierto modo lo que académicos como Kumari Jayawardena (1986),
Cynthia Enloe (1989), Sylvia Walby (1996), Nira Yuval-Davis y Floya Anthias (1989;
Yuval-Davis 1997) intentaban hacer, es decir, proporcionar una comprensión de género de
las naciones y el nacionalismo. Entre ellos, el trabajo de Nira Yuval-Davis fue
particularmente importante. En una intervención anterior, Yuval-Davis y su coeditora Floya
Anthias (1989) exploraron las diversas formas en que las mujeres afectan y son afectadas
por los procesos étnicos/nacionales y cómo estos se relacionan con el Estado. Más tarde,
Yuval-Davis elaboró algunas de las tesis desarrolladas en este libro y las expandió en un
libro completo titulado "Género y Nación" (1997).

El punto de partida de Anthias y Yuval-Davis, en la introducción de su influyente


obra "Mujer-Nación-Estado", es la insuficiencia de la crítica feminista al Estado. Para ellas,
el mérito de las feministas y las feministas socialistas fue revelar cómo el Estado construye
a hombres y mujeres de manera diferente. De esta manera, pudieron arrojar luz sobre la
forma en que el Estado del bienestar ha constituido al "sujeto estatal" de manera sexuada,
es decir, como esencialmente masculino en sus capacidades y necesidades (Anthias y
Yuval-Davis 1989: 6). Sin embargo, Anthias y Yuval-Davis sostienen que no es suficiente
criticar la comprensión del Estado de la ciudadanía, ya que este concepto solo se refiere a la
forma en que el Estado actúa sobre el individuo y no a la forma en que el Estado forma su
proyecto político. Por lo tanto, por sí solo no puede explicar las fuerzas sociales dominantes
dentro del Estado. Según ellas, la noción de ciudadanía no encapsula adecuadamente las
relaciones de control y negociación que tienen lugar en diversas áreas de la vida social. Lo
que se requiere, entonces, es identificar las formas en que las mujeres participan en los
procesos nacionales y étnicos dentro de la sociedad civil y explorar cómo se relacionan con
el Estado. Antes de hacerlo, sin embargo, Anthias y Yuval-Davis enfatizan que no hay una
categoría unitaria de mujeres que pueda ser concebida sin problemas como el foco de las
políticas étnicas, nacionales y estatales: "Las mujeres están divididas según líneas de clase,
etnia y ciclo de vida, y en la mayoría de las sociedades se dirigen diferentes estrategias a
diferentes grupos de mujeres" (ibid.: 7). A la luz de estas observaciones, Anthias y Yuval-
Davis sugieren cinco formas principales en que las mujeres tienden a participar en procesos
étnicos y nacionales:

(a) como reproductoras biológicas de miembros de colectividades étnicas;

(b) como reproductoras de los límites de los grupos étnicos/nacionales;

(c) como participantes centrales en la reproducción ideológica de la colectividad y


como transmisoras de su cultura;

(d) como signos de diferencias étnicas/nacionales, como enfoque y símbolo en


discursos ideológicos utilizados en la construcción, reproducción y transformación de
categorías étnicas/nacionales; y

(e) como participantes en luchas nacionales, económicas, políticas y militares


(ibid.).

Como Reproductoras Biológicas de Miembros de Colectividades Étnicas


Yuval-Davis señala que la mayoría de las discusiones sobre los derechos
reproductivos de las mujeres se han centrado en los efectos de la existencia o ausencia de
estos derechos en las mujeres como individuos. Sin embargo, argumenta que las presiones
sobre las mujeres para tener o no tener hijos a menudo se relacionan con ellas "no como
individuos, trabajadoras y/o esposas, sino como miembros de colectividades nacionales
específicas": "[s]egún diferentes proyectos nacionales, en circunstancias históricas
específicas, a algunas o todas las mujeres en edad de procrear se les pediría, a veces se les
sobornaría y a veces incluso se les forzaría, a tener más o menos hijos" (1997: 22).

Yuval-Davis identifica tres discursos principales que tienden a dominar las políticas
nacionalistas de control de la población. El primero es el discurso de "la gente como
poder", en el que se considera que el futuro de la nación depende de su crecimiento
continuo (ibid.: 29-31). Aquí, se persiguen diversas políticas para alentar a las mujeres a
tener más hijos. En Israel, por ejemplo, se hacían llamados a las mujeres para que tuvieran
más hijos en momentos de inmigración lenta o crisis nacional. Este estímulo generalmente
se basaba en discursos religiosos sobre el deber de las mujeres de tener más hijos. Los
políticos alimentaban el temor a un "holocausto demográfico" al llamar la atención sobre
dichos populares palestinos ("Los israelíes nos vencen en las fronteras, pero los vencemos
en los dormitorios"), utilizando esto para aumentar la presión sobre las mujeres. Sin
embargo, el Estado no siempre se basa en la movilización ideológica y puede adoptar
medidas menos radicales, como el establecimiento de sistemas de prestaciones por hijo o la
asignación de préstamos (esquemas de beneficios maternos) con este propósito (Anthias y
Yuval-Davis 1989: 8-9; Yuval-Davis 1989).

El segundo discurso identificado por Yuval-Davis es el Eugenésico. Los


Eugenesistas se preocupaban no por el tamaño de la nación, sino por su "calidad" (1997:
31-2). Esto ha dado lugar a diversas políticas destinadas a limitar el número físico de
miembros de grupos "indeseables". Estas políticas a veces pueden tomar la forma de
controles de inmigración; en otros momentos, pueden incluir medidas más extremas, como
la expulsión física de grupos particulares o su exterminio real (por ejemplo, judíos y gitanos
en la Alemania nazi). Otra estrategia es limitar el número de personas nacidas en grupos
étnicos específicos controlando la capacidad reproductiva de las mujeres. Nuevamente, aquí
se persiguen diversas políticas, que van desde la esterilización forzada hasta la
movilización masiva de campañas de control de la natalidad. Una consecuencia de esta
estrategia es el estímulo activo al crecimiento de la población del "tipo correcto", es decir,
del grupo étnico dominante (Anthias y Yuval-Davis 1989: 8-9).

Hoy en día, las políticas eugenésicas se implementan con mayor vigor en Singapur,
donde el Primer Ministro Lee Kuan Yew pidió a las mujeres altamente educadas que
tuvieran más hijos, como parte de su deber patriótico, mientras que a las madres pobres y
no educadas se les otorgaba una recompensa en efectivo de $10,000 si aceptaban ser
esterilizadas (Yuval-Davis 1997: 32).

El tercer discurso identificado por Yuval-Davis es el Malthusiano. En marcado


contraste con el primer discurso, los malthusianos ven la reducción del número de hijos
como la forma de evitar un futuro desastre nacional (1997: 32-5). Este discurso es más
visible en los países en desarrollo, donde se adoptan una serie de políticas destinadas a
reducir la tasa general de crecimiento. "Las mujeres a menudo son la población objetivo
'captiva' de tales políticas" (ibid.: 33). Yuval-Davis observa que el país que ha llegado más
lejos en este sentido es China. Aquí, se tomaron varias medidas para que la mayoría de las
familias no tuvieran más de un hijo. Las sanciones por evadir estas medidas iban desde el
desempleo para los padres hasta la exclusión de la educación para los hijos. Según Yuval-
Davis, el efecto de las políticas malthusianas es altamente sexuado: "donde hay una fuerte
presión para limitar el número de hijos y donde los hijos varones son más valorados por
razones sociales y económicas, las prácticas de aborto e infanticidio se dirigen
principalmente a las niñas" (ibid.: 34).

Como Reproductoras de los Límites de los Grupos Étnicos/Nacionales

Basándose en el trabajo de Armstrong, Yuval-Davis argumenta que la unidad mítica


de las "comunidades imaginadas nacionales" se mantiene y se reproduce ideológicamente
mediante un sistema completo de "guardias de fronteras" simbólicos que clasifican a las
personas como miembros y no miembros de una colectividad específica. Estos guardias de
fronteras están estrechamente relacionados con "códigos culturales específicos de estilo de
vestimenta y comportamiento, así como con cuerpos más elaborados de costumbres,
religión, modos de producción literaria y artística, y, por supuesto, lenguaje" (1997: 23).
Las relaciones de género y la sexualidad desempeñan un papel significativo en todo esto, ya
que las mujeres generalmente se ven como encarnaciones y reproductoras culturales de las
colectividades étnicas/nacionales. Según Yuval-Davis, esta dimensión de la vida de las
mujeres es crucial para comprender sus subjetividades, así como sus relaciones entre sí, con
los hombres y con los niños.

Dado su papel central como guardianes simbólicos de las fronteras, es fácil entender
por qué las mujeres son controladas no solo al ser alentadas o desalentadas a tener hijos,
sino también en términos de la manera "correcta" en que deben tenerlos, es decir, de
maneras que reproduzcan los límites de su grupo étnico o el de sus esposos (Anthias y
Yuval-Davis 1989: 9). Por lo tanto, en algunos casos no se les permite tener relaciones
sexuales con hombres de otros grupos (como hasta hace poco en Sudáfrica). Esto es
especialmente cierto para las mujeres pertenecientes al grupo étnico dominante. El
matrimonio legal generalmente es un requisito previo para que el hijo sea reconocido como
miembro del grupo. A menudo, las tradiciones religiosas y sociales dictan quién puede
casarse con quién para que se puedan mantener el carácter y los límites del grupo a lo largo
de las generaciones (ibid.). En Israel, por ejemplo, es la madre la que determina la
nacionalidad del hijo. Pero si la madre está casada con otro hombre, entonces el hijo será un
proscrito (incluso si está divorciada según la ley civil, en lugar de la religiosa, porque los
matrimonios civiles no son reconocidos por el tribunal religioso) y no se le permitirá
casarse con otro judío durante diez generaciones (Yuval-Davis 1989: 103).

Como Participantes Centrales en la Reproducción Ideológica de la Colectividad y


como Transmisoras de su Cultura

Como se mencionó anteriormente, las mujeres suelen ser vistas como las
"portadoras culturales" del grupo étnico/nacional. Son las principales socializadoras de los
niños pequeños y, por lo tanto, a menudo se les exige transmitir la rica herencia de
símbolos, tradiciones y valores étnicos a los jóvenes miembros del grupo (Anthias y Yuval-
Davis 1989: 9). En este sentido, Yuval-Davis destaca la necesidad de tratar la "cultura" no
como una categoría fija y reificada, sino más bien "como un proceso dinámico, en
constante cambio, lleno de contradicciones internas que diferentes agentes sociales y
políticos, posicionados de manera diferente, utilizan de diferentes maneras" (1997: 67).

Como Significantes de las Diferencias Étnicas/Nacionales

Las mujeres no solo transmiten la herencia cultural de los grupos étnicos y


nacionales, sino que también la "simbolizan". A menudo se imagina a la nación como una
mujer amada en peligro o como una madre que perdió a sus hijos en la batalla.
Supuestamente, es por el bien de las "mujeres y los niños" que los hombres van a la guerra
(Enloe 1990, citada en Yuval-Davis 1997: 15). Yuval-Davis argumenta que esta "carga de
representación" ha llevado a la construcción de las mujeres como las portadoras del honor
de la colectividad (1997: 45). Por lo tanto, generalmente se desarrollan códigos y
regulaciones específicos que definen quién o qué es una "mujer adecuada" y un "hombre
adecuado". En el movimiento de la Juventud Hitleriana, por ejemplo, el lema para las niñas
era "Sé fiel; sé pura; sé alemana". Para los niños era "Vive fielmente; lucha valientemente;
muere riendo" (ibid.). A veces, la diferencia entre dos grupos étnicos se determina por el
comportamiento sexual de las mujeres. Por ejemplo, una niña chipriota "verdadera" debería
comportarse de manera sexualmente apropiada. Si no lo hace, ni ella ni sus hijos pueden
pertenecer a la comunidad (Anthias y Yuval-Davis: 10; véase también Anthias 1989). En
palabras de Yuval-Davis:

"[o]tras mujeres en muchas otras sociedades también son torturadas o asesinadas


por sus familiares debido a la adulterio, huida de casa y otras transgresiones culturales de
conducta que se perciben como una deshonra y vergüenza para sus parientes masculinos y
la comunidad" (1997: 46).

Como Participantes en Luchas Nacionales, Económicas, Políticas y Militares

La categoría que se explora con más frecuencia se refiere al papel de las mujeres en
las luchas nacionales y étnicas. Yuval-Davis argumenta que aunque las mujeres no siempre
participaban directamente en la lucha (aunque no era raro que lo hicieran), siempre tenían
roles específicos en el combate, "ya sea cuidando de los muertos y heridos o convirtiéndose
en la posesión encarnada de los victoriosos" (1997: 95). Sin embargo, esta "división sexual
del trabajo" generalmente desaparece cuando no hay una diferenciación clara entre el
"frente de batalla" y el "frente interno". En este punto, Yuval-Davis se refiere a la
cambiante naturaleza de la guerra y a la profesionalización de los militares como factores
que han tenido un impacto positivo en la incorporación de las mujeres al ámbito militar.
Pero, agrega, "es solo muy raramente, si es que alguna vez, que las relaciones de poder
diferenciales entre hombres y mujeres han sido borradas, incluso dentro de los ejércitos de
liberación nacional más socialmente progresistas o las fuerzas armadas profesionales
occidentales" (ibid.: 114).

En Gender and Nation, Yuval-Davis también ofrece un análisis más detallado de la


ausencia de las mujeres en la teorización predominante sobre naciones y nacionalismo.
Menciona dos explicaciones que podrían ser relevantes en este sentido. La primera
proviene de Carole Pateman, quien rastrea los orígenes de este "olvido colectivo
académico" hasta las teorías fundacionales clásicas que han dado forma a la comprensión
de sentido común del orden político y social occidental. Estas teorías dividen la esfera de la
sociedad civil en dos dominios, el público y el privado, y ubican a las mujeres (y la familia)
en el dominio privado, que no se considera políticamente relevante (Yuval-Davis 1997: 2).
Rebecca Grant, por otro lado, argumenta que las teorías fundacionales tanto de Hobbes
como de Rousseau retratan la transición del estado de naturaleza a una sociedad ordenada
exclusivamente en términos de lo que asumen que son características masculinas: la
naturaleza agresiva de los hombres (Hobbes) y la capacidad de razonar en los hombres
(Rousseau). Las mujeres no forman parte de este proceso y, por lo tanto, quedan excluidas
de lo "social". Grant sostiene que las teorías posteriores aceptaron estas suposiciones como
válidas (ibid.).

Yuval-Davis señala que la falta de atención a las cuestiones de género en la


literatura convencional sobre nacionalismo continúa sin cesar, a pesar de algunas
excepciones raras pero bienvenidas. Un ejemplo excelente de esto es un lector reciente
sobre nacionalismo, titulado "Oxford Reader Nationalism" (1994), editado por John
Hutchinson y Anthony D. Smith. En este libro, el único extracto relacionado con
nacionalismo y relaciones de género se encuentra en la última sección llamada "Más allá
del nacionalismo" y se introduce con las siguientes palabras: "La entrada de las mujeres en
la arena nacional, como reproductoras culturales y biológicas de la nación y como
transmisoras de sus valores, también ha redefinido el contenido y los límites de la etnicidad
y la nación" (1994: 287). La respuesta de Yuval-Davis es concisa: "Pero, por supuesto, las
mujeres no simplemente 'entraron' en la arena nacional: siempre estuvieron allí y fueron
centrales en sus construcciones y reproducciones" (1997: 3).

Otro tema desarrollado en el estudio reciente de Yuval-Davis se relaciona con la


multidimensionalidad de los proyectos nacionalistas. Observando que los proyectos
nacionalistas a menudo son multiplex, Yuval-Davis argumenta que "los diferentes
miembros de la colectividad tienden a promover construcciones en competencia que
tienden a ser más o menos excluyentes, más o menos vinculadas a otras ideologías como el
socialismo y/o la religión" (1997: 21). Para ella, los intentos de clasificar todos estos
diferentes estados y sociedades según diferentes tipos de nacionalismo constituirían una
tarea imposible y carente de fundamento histórico. En cambio, debemos tratar estos tipos
como diferentes dimensiones de proyectos nacionalistas que se combinan de diferentes
maneras en casos históricos específicos.

Basándose en esta observación, Yuval-Davis diferencia entre tres dimensiones


principales de proyectos nacionalistas. La primera es la dimensión "genealógica", que se
construye en torno al origen específico de las personas o su raza (Volknation). La segunda
es la dimensión "cultural", en la que se construye la herencia simbólica proporcionada por
el lenguaje, la religión y/u otras costumbres y tradiciones como la "esencia" de la nación
(Kulturnation). Finalmente, está la dimensión "cívica", que se centra en la ciudadanía como
determinante de los límites de la nación, relacionándola directamente con nociones de
soberanía estatal y territorialidad específica (Staatnation) (ibid.). Según Yuval-Davis, las
relaciones de género desempeñan un papel importante en cada una de estas dimensiones y
son cruciales para cualquier teorización válida de ellas.

Para obtener más información sobre los enfoques recientes del nacionalismo, se
recomienda comenzar con la excelente descripción general proporcionada por Eley y Suny
(1996a). También hay una creciente literatura sobre género y nación desde mediados de la
década de 1980. Las introducciones más útiles son los trabajos de McClintock (1996)
[1991] y Walby (1996) [1992]. Otros trabajos que deben consultarse son los de
Jayawardena (1986), Yuval-Davis y Anthias (1989) y Yuval-Davis (1997). Para obtener
una interesante colección de estudios de caso, consulte West (1997).

En cuanto a los nacionalismos poscoloniales, los trabajos a consultar son los de


Chatterjee (1986, 1990). La reproducción del nacionalismo se analiza en Balibar (1990) y
Billig (1995). Para un análisis "deconstructivista" del nacionalismo, consulte a Bhabha
(1990b).

Otros trabajos de uso general son los de Calhoun (1997) y Brubaker (1996, 1998),
ambos advierten sobre los peligros de reificar las naciones y tratan el nacionalismo en
primer lugar como un tipo de discurso.

CONCLUSIONES

Resumiendo el Debate: Una Evaluación Crítica

En los capítulos anteriores, he intentado proporcionar una descripción detallada de


las teorías recientes sobre el nacionalismo. Mientras lo hacía, me limité a esbozar los
principales argumentos de cada teoría/enfoque y las críticas principales dirigidas contra
ellas, sin entrar en una crítica personal extensa. Esto fue necesario en cierto modo, ya que
mi primer objetivo al escribir este libro era ofrecer una imagen lo más completa posible del
debate teórico, con todas las perspectivas, más o menos, igualmente representadas. En este
capítulo, sin embargo, abandonaré mi búsqueda de objetividad (una tarea interminable y
vana) y presentaré mi propia visión del debate. En primer lugar, expondré mis objeciones a
las teorías/enfoques revisados hasta ahora. Para una presentación más sistemática, dividiré
estas objeciones en dos categorías: aquellas relacionadas con la "forma" del debate, es
decir, la forma en que se presentan enfoques particulares, y aquellas relacionadas con el
"contenido" del debate, es decir, los argumentos específicos propuestos por cada teórico o
grupo de teóricos. Luego, propondré un marco de análisis que podría utilizarse en el estudio
del nacionalismo basado en ideas presentadas por varios académicos. Concluiré el libro
expresando algunas reflexiones, necesariamente especulativas, sobre el futuro del debate.

Críticas con respecto a la Forma del Debate

Como ya hemos visto, los académicos del nacionalismo generalmente se dividen en


tres categorías en términos del enfoque particular que defienden: primordialistas,
modernistas y etno-simbolistas. He adoptado la misma clasificación en este libro. Sin
embargo, mi elección se condicionó por la preocupación de reflejar la tendencia general en
el campo, no por la creencia en la validez de la clasificación, aunque admito que las
clasificaciones no pueden ser empíricamente correctas o incorrectas (Breuilly 1993a: 9).
Hay una serie de dificultades con esta clasificación. En primer lugar, los términos utilizados
para describir varias teorías/enfoques son engañosos, es decir, no representan con precisión
las obras en cuestión. Esto se debe principalmente al uso de criterios ambiguos y mal
definidos en la clasificación.

Comencemos con el "primordialismo". Como he argumentado antes, en contra de


las afirmaciones de Eller y Coughlan (1993), este término cumple una función importante
al destacar el papel de las percepciones y creencias en la guía de las reacciones de las
personas. Por otro lado, el concepto tiene un uso limitado como término que describe un
enfoque particular del nacionalismo y lleva a confusiones graves. Principalmente empleado
para denotar el punto de vista nacionalista, el término se estira erróneamente para cubrir la
posición de académicos como Geertz y Shils, quienes se centran en las formas en que las
identidades étnicas son "percibidas" por los individuos. Como expliqué anteriormente, tiene
más sentido llamar a su enfoque "constructivista", ya que ambos autores tratan la cultura en
función de los significados que se le atribuyen. Desde este punto de vista, la cultura nunca
es "dada" ni fija: está moldeada por las percepciones y creencias de quienes viven en una
comunidad particular.

El concepto de 'modernismo' es aún más problemático, ya que se convirtió en una


especie de término general bajo el cual se subsumen varios enfoques bastante divergentes.
El único punto "aparente" de intersección entre estas diversas interpretaciones es su
creencia en la modernidad (en el sentido de reciente) de las naciones y el nacionalismo; de
ahí el término 'modernista', acuñado por Smith (1986; 1991b; 1994; 1998). Sin embargo,
aparte de esta convicción compartida, hay poco en común entre los llamados modernistas.
Siendo críticos rigurosos del trabajo de los demás, enfatizan diferentes factores, a veces
conflictivos, en sus explicaciones. Este punto es pasado por alto por los escritores etno-
simbolistas que tienden a ampliar el denominador común que une a estos académicos.
Según ellos, los modernistas no solo consideran a las naciones como un concomitante
necesario de los procesos de modernización, sino también como construcciones
"inventadas", por lo tanto, "falsas" o "artificiales", que se convierten en instrumentos de
élites y líderes en sus luchas universales por el poder. Además, sostienen que los
modernistas creen que el nacionalismo es un fenómeno históricamente específico y
transitorio (véase, por ejemplo, Smith 1995: 35-7). Al presentar estos supuestos como las
suposiciones compartidas de los "modernistas", luego dirigen sus críticas a todos estos
académicos, tratándolos como una categoría unitaria y homogénea. Sin embargo, esto
constituye una simplificación excesiva de las teorías en cuestión.

En primer lugar, no todos los "modernistas" aceptan la "falsedad" de las naciones.


Ya hemos visto cómo esta opinión, generalmente asociada con Gellner y Hobsbawm, es
rechazada por Anderson. Sus palabras valen la pena repetirlas aquí: 'Gellner está tan
ansioso por mostrar que el nacionalismo se disfraza bajo falsas apariencias que asimila
"invención" a "fabricación" y "falsedad", en lugar de a "imaginación" y "creación"' (1991:
6). En resumen, para Anderson, el hecho de que las naciones sean "imaginadas" no implica
que sean "falsas" o "artificiales". Por otro lado, el papel de las élites en el fomento del
nacionalismo es explorado por académicos como Brass, que suscriben alguna forma de
"instrumentalismo". Gellner, Anderson u otros escritores neo-marxistas no se centran
demasiado en este tema. Finalmente, la afirmación de que el nacionalismo es un fenómeno
transitorio que desaparecerá (o perderá su virulencia) una vez que la nación esté
firmemente establecida y logre un alto nivel de riqueza solo es hecha por Gellner y
Hobsbawm. Claramente, estas no son disputas menores. ¿Cómo, entonces, los etno-
simbolistas podrían no notar estas diferencias? Parte de la respuesta podría radicar en la
firme búsqueda de los etno-simbolistas de una interpretación alternativa. En un intento de
diferenciar su posición de los enfoques disponibles, los etno-simbolistas pasan por alto las
diferencias entre las diversas explicaciones "modernistas" y las tratan como un conjunto
coherente, presentándonos así una imagen fuertemente dicotomizada del debate. Esto les
permite formular una interpretación alternativa al distanciarse tanto de los primordialistas
como de los modernistas, y presentarla como un "camino intermedio" sensato entre estas
cuentas polarizadas. Sin embargo, es necesario señalar que cualquier respuesta a esta
pregunta, incluida esta, sería necesariamente especulativa.

En cuanto a los etno-simbolistas, estoy de acuerdo con la opinión, prevalente entre


los modernistas, de que no deberían ser tratados como una categoría separada (Breuilly
1996; Gellner 1996b; cf. Lieven 1997). Sin embargo, no es fácil decidir dónde colocarlos
dada la rigidez de las categorías disponibles. Los etno-simbolistas hacen dos afirmaciones
diferentes, en su opinión compatibles. Por un lado, reconocen la modernidad del
nacionalismo como ideología y movimiento, incorporando muchos de los factores
identificados por los "modernistas" en sus análisis. Por otro lado, sostienen que las naciones
modernas se construyen en torno a núcleos étnicos preexistentes y que las culturas étnicas
anteriores proporcionan el material a partir del cual se forjan las identidades nacionales
actuales. Estas afirmaciones apuntan a la necesidad de desarrollar una nueva clasificación
basada en una redefinición de las categorías existentes.

A la luz de estas consideraciones, optaré por una clasificación binaria que consiste
en enfoques "esencialistas" y "constructivistas". Cualquier intento de defender esta
clasificación debe comenzar por proporcionar una definición de trabajo de estos términos.
La definición de Calhoun sobre el "esencialismo" parece ser un buen punto de partida:

El "esencialismo" se refiere a una reducción de la diversidad en una población a un


solo criterio que se considera su "esencia" definitoria y más crucial. Esto a menudo se
combina con la afirmación de que la "esencia" es inevitable y dada por la naturaleza. Es
común asumir que estas categorías culturales abordan colecciones de personas realmente
existentes y discretamente identificables. Más sorprendentemente, muchos también asumen
que es posible entender cada categoría, alemanes, por ejemplo, o mujeres, negros o
homosexuales, al centrarse únicamente en su identificador principal en lugar de en la forma
en que se superpone, disputa y/o refuerza a otras (1997: 18).
Según este punto de vista, un individuo pertenece a una y solo una nación, al igual
que pertenece a una y solo una raza y un género. Cada una de estas categorías claramente
delimitadas (e indivisibles) describe un aspecto particular del ser del individuo (Calhoun
1997: 18). Esto implica que el individuo puede tener diferentes autodefiniciones en función
de diferentes categorías. En ese sentido, no hay interacción entre las categorías en cuestión.
Tal definición nos permite tratar juntos a los primordialistas y a los etno-simbolistas. Ya
hemos visto que los primordialistas consideran que la nacionalidad es una parte "natural"
de todos los seres humanos. En algunos casos, las identidades étnicas y nacionales yacen
latentes durante siglos debido a la traición o la opresión. Pero la "esencia" nacional,
inmutable y persistente, siempre está allí para ser "despertada". Las afirmaciones de los
etno-simbolistas no están muy lejos. Lo que une a Armstrong y Smith es su creencia en la
"persistencia" y "durabilidad" de los lazos étnicos. Ambos argumentan que los mitos,
símbolos y valores que forman la base de muchas culturas nacionales modernas "tienden a
ser excepcionalmente duraderos bajo circunstancias "normales" y a persistir durante
muchas generaciones, incluso siglos, estableciendo límites a los intentos de manipulación
de las élites (Smith 1986: 16, énfasis añadido). En ese sentido, la aceptación de Smith de la
modernidad del nacionalismo no afecta su esencialismo. El nacionalismo es moderno, pero
nunca "contingente": cada nacionalismo se construye en torno a tradiciones étnicas
"particulares". Para decirlo de otra manera, hay una "esencia" étnica/nacional (un
"complejo de mitos-símbolos") subyacente en muchos, si no en todos, los nacionalismos
contemporáneos. Y lo que impulsa a tantas personas en todo el mundo a sacrificar sus vidas
por su nación es precisamente esta "esencia".

Algunos académicos de hecho han reconocido el esencialismo inherente en el


análisis de Smith. Según Norval, por ejemplo, la insistencia de Smith en retener una forma
de etnicidad preexistente y premoderna lo lleva a someter la teorización de las naciones
(como comunidades imaginadas) a una reducción objetivista, "un "fundamento" fuera de
todas las formas de construcción discursiva":

Comunidades imaginadas, en estas interpretaciones, no pueden ser nada más que


formas ideológicas que cubren realidades subyacentes más profundas, realidades que
pueden ser reveladas al retirar el velo de manipulación que parecen construir. (1996: 62)
Patrik Hall plantea un punto similar, argumentando que el naturalismo cultural (el
término que utiliza para el etno-simbolismo) es del mismo tipo que el 'descubrimiento' de la
cultura durante el Romanticismo:

La noción subjetiva de Volkgeist de Herder es del mismo tipo que la noción de


Srnith del Mito motor simbólico. En ambos casos, se enfatizan las imaginaciones, los mitos
y los símbolos, no ningún marcador cultural 'objetivo'. Ambas nociones enfatizan la unidad
cultural en lugar de las contradicciones sociales y políticas (1998: 40).

Para ambos escritores, las implicaciones de tal enfoque pueden ser bastante
peligrosas. Como argumenta acertadamente Norval,

[un] rechazo de la naturaleza simbólicamente constituida de ciertas formas de


identificación en favor de un descubrimiento de la realidad objetiva cae en una forma de
teorización que ha sido problematizada de manera decisiva por su racionalismo, sus
afirmaciones de un reino de verdad no accesible a la conciencia de aquellos que participan
en la construcción de sus propias identidades y, finalmente, sus posibles consecuencias
autoritarias (1996: 62).

Hall, por otro lado, sostiene que 'al hacerlo depender de una categorización cultural,
el nacionalismo se convierte en una expresión natural de la etnia o la cultura' (1998: 40). En
ese sentido, 'poco importa que la etnia o la cultura sean construcciones'. El argumento,
concluye Hall, corre el riesgo de ser utilizado como una retórica política apologética.

Estas críticas nos llevan a la segunda categoría, que consiste en 'constructivistas' que
enfatizan el carácter intersubjetivo del proceso de formación de la identidad
étnica/nacional. El término 'socialmente construido' es una contribución reciente a la
literatura sobre el nacionalismo. Tilley argumenta que este término permite reconocer dos
puntos cruciales: primero, que 'las lógicas, valores y significados que se acumulan en las
costumbres están interrelacionados y se informan mutuamente'; y segundo, que 'tales
sistemas de conocimiento/valor están continuamente remodelados a medida que los grupos
reaccionan a las cambiantes condiciones ambientales y sociales' (1997: 511). La segunda
idea es más importante para los propósitos de nuestra discusión. Implica que los
significados (y valores) atribuidos a varios elementos de la cultura nacional, es decir, mitos,
símbolos y tradiciones, se negocian, revisan y redefinen interminablemente. En otras
palabras, la membresía étnica no se otorga externamente ni es fija: la determina, consciente
o inconscientemente, el propio grupo y varía según las circunstancias cambiantes.

Esta perspicacia nos permite descubrir otra similitud en los llamados 'modernistas'.
Todos los académicos incluidos en esta categoría argumentan que se volvió posible y
necesario 'imaginar' o 'inventar' naciones como resultado de cambios en las condiciones
económicas, políticas o sociales. La transformación enfatizada por cada académico y los
factores subyacentes que identificaron muestran una gran diversidad: para Nairn, la clave
para entender el nacionalismo es el 'desarrollo desigual'; para Hechter, es el 'colonialismo
interno'; para Breuilly, el surgimiento del estado moderno; para Gellner, la
industrialización; para Anderson, una serie de factores interconectados, que van desde una
revolución en las concepciones del tiempo hasta el 'capitalismo de impresión'. Además, no
están de acuerdo en el grado de 'autenticidad' de las naciones. Lo que los une, o lo que
permanece constante en sus teorías, es la creencia de que todas las colectividades humanas
estuvieron sujetas a cambios fundamentales en algún momento de la historia que
perturbaron el orden existente, obligándolas a encontrar nuevas formas de organizar la vida
social/política. El hilo de su argumento se desarrolla de la siguiente manera: las formas más
antiguas de organización se vuelven redundantes bajo el impacto de los cambios en la vida
económica, política y social, que también crean las condiciones necesarias para 'imaginar'
nuevas formas (Anderson, Gellner, Hobsbawm, Breuilly, Nairn y Hechter); con la
invención de nuevas formas de organización colectiva, se redefine el concepto de
legitimidad política y se abandonan los antiguos principios de legitimidad, el dinástico y el
religioso (Anderson, Breuilly, Brass); las élites emergentes 'invitan a las masas a la historia'
en un intento de obtener su apoyo para el proceso posterior de 'construcción de la nación'
(Brass, Breuilly, Nairn, Hroch); las mejoras en las tecnologías de comunicación y el
aumento correspondiente en las tasas de escolarización y alfabetización les ayudan a
transmitir sus mensajes a secciones cada vez más amplias de la población (Anderson,
Gellner, Hobsbawm, Breuilly, Brass); en consecuencia, las lealtades a pequeña escala
generadas por el contacto cara a cara se erosionan gradualmente y son reemplazadas por
vínculos a gran escala sentidos por una sociedad 'impersonal' y 'anónima' cuyos miembros
nunca conocerán, ni siquiera oirán hablar de la mayoría de sus compañeros de membresía
(Anderson, Gellner, Breuilly, Brass).

Para fines de clasificación, no importa quién 'crea' o 'imagina' la nación en primer


lugar, ni cómo se propaga el nacionalismo entre estratos más amplios. Los académicos
optan por diferentes escenarios para responder a estas preguntas. Lo que importa para la
clasificación es determinar el denominador común que vincula estos diferentes escenarios.
El proceso que he esbozado anteriormente captura esta similitud. Este proceso puede no ser
tan visible o llamativo como el otro criterio: la fecha de aparición de las naciones, utilizado
en la clasificación de enfoques constructivistas/modernistas, pero es más completo y
representativo. En realidad, la utilidad del principio de clasificación alternativo es bastante
discutible. Ya hemos visto que los académicos constructivistas/modernistas proponen
diferentes fechas para el surgimiento de las naciones. Más importante aún, este criterio
lleva a confusiones graves en el caso de académicos que generalmente se consideran
'modernistas', pero que remontan los orígenes de las naciones hasta la Edad Media.

Liah Greenfeld es un buen ejemplo. Para Greenfeld, la idea moderna de la nación


surgió en la Inglaterra del siglo XVI, que fue la primera nación del mundo y la única
durante unos doscientos años (1992: 14). Por otro lado, Greenfeld también sitúa los
orígenes del nacionalismo en un proceso de cambio (movilidad social ascendente o
descendente, la aparición de nuevos roles) y la reacción de las personas ante ello. Según
sostiene, el nacionalismo fue una respuesta de individuos en sectores elitistas de la
sociedad, que se vieron personalmente afectados por las contradicciones de la sociedad de
órdenes. Los plebeyos en ascenso, que alcanzaron la cima de la escalera social, encontraron
inaceptable la imagen tradicional de la sociedad de órdenes en la que la movilidad social
era una anomalía, y la reemplazaron por la de una 'nación', haciéndola sinónima de 'pueblo'
de Inglaterra. Como resultado de esta redefinición, 'cada miembro del pueblo fue elevado a
la dignidad de la élite, convirtiéndose, en principio, en igual de cualquier otro miembro'
(1993: 49). La cualidad notable de la identidad nacional, para Greenfeld, es que 'garantiza
estatus con dignidad a cada miembro de lo que sea definido como una entidad política o
sociedad' (ibid.). Una vez más, la idea de 'constructivismo' parece ser más útil que el
criterio alternativo de 'modernidad' como principio de clasificación, ya que nos permite
ubicar a Greenfeld de manera ordenada en una categoría particular, es decir, la de los
'constructivistas'.

¿Cuál de las teorías/enfoques que hemos revisado mejora nuestra comprensión del
nacionalismo? En otras palabras, ¿cuál es el enfoque más fructífero en términos de "romper
la nuez del nacionalismo" (Gellner 1995a: 61)? Consideremos cada uno de estos enfoques
por separado, siguiendo nuevamente la clasificación comúnmente adoptada de tres
categorías.

No es necesario detenerse demasiado en el enfoque primordialista. Como observa


Brubaker, muy pocos académicos hoy en día continúan suscribiendo la visión de que las
naciones son entidades primordiales e inmutables (1996: 15). Casi todos admiten que las
naciones nacen en un período específico de la historia, a pesar de las discrepancias sobre la
fecha exacta de su surgimiento o el peso relativo de las tradiciones premodernas y las
transformaciones modernas en su formación. La creencia pseudo-científica e
ideológicamente motivada de que las naciones existen desde tiempos inmemoriales tiene
poco respaldo en el mundo académico.

Esto se debe en gran medida a los estudios modernistas que han estado tratando de
demostrar durante las últimas cuatro décadas que la imagen dibujada por los primordialistas
está lejos de representar la realidad sobre las naciones y el nacionalismo. Las suposiciones
generales del modernismo parecen ser fundamentalmente correctas. La mayoría de las
naciones que conforman el mapa mundial hoy, incluyendo las antiguas naciones
"históricas" de Europa Occidental, son productos de los desarrollos de los dos últimos
siglos. Para respaldar esta afirmación, basta con considerar el caso del "idioma", el símbolo
por excelencia de la nacionalidad para muchos nacionalistas. Los estudios modernistas han
revelado que, por ejemplo, en Francia, el 50 por ciento de la población no hablaba francés
en absoluto y solo el 12-13 por ciento lo hablaba correctamente en 1789, el año de la Gran
Revolución. En el caso de Italia, por otro lado, solo el 2,5 por ciento de la población usaba
el italiano para propósitos cotidianos en el momento de la unificación (Hobsbawm 1990:
60-1). A pesar de todos los esfuerzos en contra, el noruego nunca se estableció como más
que un idioma minoritario en Noruega, que ha sido un país bilingüe desde 1947 con el
noruego confinado al 20 por ciento de la población (ibid.: 55). Es posible multiplicar estos
ejemplos. Sin embargo, lo que es importante para nuestros propósitos es que en la mayoría
de los casos el nacionalismo se vuelve predominante después de que se establece el estado.
Como reconoció Pilsudski, el eventual libertador de Polonia: "Es el estado el que hace la
nación y no la nación el estado". Pero quizás la declaración más franca de esta opinión
proviene de Massimo d'Azeglio, quien una vez dijo: "Hemos hecho Italia, ahora tenemos
que hacer italianos" (citado en ibid.: 44-5).

En mi opinión, la dirección general de estos argumentos sigue siendo convincente a


pesar de las obras de Armstrong y Smith. Las naciones son un producto de la era del
nacionalismo. Obviamente, no hay nada de moderno en los afectos que las personas sienten
por las comunidades de las que son miembros. A lo largo de la historia, las personas se
sintieron apegadas a una gran variedad de grupos o instituciones, como ciudades-estado,
imperios, familias o gremios. Dado esto, la pregunta crucial es: ¿por qué estas adhesiones
han desaparecido o se han transformado en lealtades 'nacionales'? ¿Y cuál es el grado de
similitud entre las adhesiones premodernas y los lazos colectivos contemporáneos sentidos
por la comunidad abstracta de la nación, que consta de millones de 'extraños'? Es cierto que
los grupos étnicos eran prominentes y generalizados en gran parte de la antigüedad y la era
medieval, pero, ¿hasta qué punto se parecen estos grupos a las naciones de hoy? Se podría
argumentar que mucho menos de lo que los etno-simbolistas nos hacen creer si
consideramos que una miríada de eventos 'desfavorables', como migraciones, conquistas,
genocidios y matrimonios mixtos, han tenido lugar a lo largo de la historia, alterando la
composición étnica / cultural de cualquier grupo en particular.

Además, como señala Calhoun, las identidades étnicas se constituyen, mantienen y


evocan en procesos sociales que involucran diversas intenciones, construcciones de
significado y conflictos: 'no solo hay reclamos de posibles lealtades colectivas en
competencia, sino también reclamos en competencia sobre lo que significa una identidad
étnica o de otro tipo en particular' (1997: 36). En otras palabras, las construcciones
dominantes de la nacionalidad son continuamente desafiadas por definiciones alternativas,
a menudo conflictivas. El individuo, entonces, tiene que tomar dos decisiones: no solo tiene
que decidir a qué comunidad pertenecer, sino también qué definición comunal particular
respaldar. Algunos de estos puntos son reconocidos por los escritores etno-simbolistas. Por
ejemplo, Smith admite que las tradiciones, costumbres e instituciones del pasado son
'reconstruidas' y 'reinterpretadas' (199lb: 358-9). Sin embargo, insiste en que las culturas
étnicas tienden a persistir a lo largo de muchas generaciones, formando "moldes" en los
cuales pueden desarrollarse todo tipo de procesos sociales y culturales, y sobre los cuales
pueden ejercer influencia todo tipo de circunstancias y presiones (1986: 16). Luego, la
pregunta que espera una respuesta es: ¿hasta qué punto una cultura 'reconstruida' y
'reinterpretada' es la misma cultura? Smith no aborda directamente esta pregunta. La
respuesta radica en el 'discurso' del nacionalismo. Lo que reconstruye y reinterpreta las
culturas premodernas es el discurso nacionalista. En la era del nacionalismo, los mitos,
símbolos y tradiciones del pasado se utilizan de manera diferente y a veces conflictiva. Las
preocupaciones políticas desempeñan un papel crucial en este proceso, ya que cualquier
definición en particular legitimará algunas reclamaciones y deslegitimará otras (Calhoun
1993: 215). Todos estos intentos están guiados por las 'exigencias' de la construcción del
Estado, que es un fenómeno peculiarmente moderno.

Esto nos lleva a otra crítica planteada contra las explicaciones modernistas,
generalmente expresada en forma de pregunta: ¿por qué tantas personas sacrifican sus vidas
por sus naciones? ¿Estarían dispuestas a dar sus vidas voluntariamente por los productos de
la 'imaginación colectiva' (Smith 199lb; 1998: 140)? Sin embargo, esta crítica pasa por alto
un punto crucial. El hecho de que las naciones sean 'inventadas' o 'imaginadas' no las hace
'menos reales' a los ojos de quienes creen en ellas. Como observa Halliday, la revelación de
la falsedad de un mito dado no afecta a su efectividad porque

"...una vez generados y expresados, [los mitos] pueden adquirir una vida
considerable por sí mismos. Mitos de odio racista, por ejemplo, pueden comenzar como
mentiras inventadas por xenófobos ociosos, pero una vez transmitidos al ámbito político y
difundidos en contextos interétnicos tensos, adquieren una fuerza y una realidad que antes
les faltaban" (1995: 7).

Este punto también es reconocido por académicos que son simpatizantes del
nacionalismo. Así, en su defensa reciente de la nacionalidad, Miller argumenta que las
identidades nacionales contienen un elemento considerable de mito. Algunos de estos mitos
son invenciones absolutas; otros dan una interpretación particular a eventos cuya ocurrencia
no está en disputa (1995: 37-42). Miller continúa con una cita de Orwell: 'Los mitos que se
creen tienden a volverse verdaderos, porque establecen un tipo o "persona" a la que la
persona promedio hará todo lo posible por parecerse' (ibid.: 37).

Archard coincide con Miller y señala que los mitos nacionales, profundamente
arraigados en la cultura popular, seguirán siendo aceptados como verdaderos en la medida
en que sirvan a propósitos prácticos importantes: 'Su aceptación probablemente dependerá
menos de que haya pruebas convincentes de su verdad que de que satisfagan la necesidad
de la población de sentir que deberían ser verdaderos' (1995: 478). Esto es precisamente lo
que pasan por alto los etno-simbolistas. La crítica puede ser válida en el caso de Gellner y
Hobsbawm, quienes mantienen que las naciones y los mitos que las componen son
fabricaciones completas. Sin embargo, ni Anderson, ni Breuilly, ni Brass afirman que las
naciones sean 'falsas'. Lo que importa son las percepciones y creencias

de los individuos que componen la nación. Cuando se creen, los mitos se vuelven
'reales' y las naciones se convierten en cosas concretas. En ese sentido, 'la imaginación no
es simplemente un ejercicio "mental" o "intelectual"; es material, vivida, tangible' (Sofos
1996: 251). Y es este proceso de reificación el que necesita ser explorado, no la verdad o
falsedad de los mitos nacionales (o de cualquier otro tipo). Como observa Ernst Cassirer:

"Indagar en la 'verdad' de los mitos políticos es... tan absurdo como preguntar por la
verdad de una ametralladora o un avión de combate. Ambos son armas; y las armas
demuestran su verdad mediante su eficacia. Si los mitos políticos pudieran superar esta
prueba, no necesitarían ninguna otra ni mejor prueba..." (Citado en Kapferer 1988: 27).

Hay un segundo problema con esta crítica. La opinión de que las personas no
sacrificarán sus vidas por invenciones de su imaginación (lo que lleva a Smith a buscar en
otros lugares, es decir, en el pasado étnico, para explicar los enormes sacrificios generados
por el nacionalismo) se basa en la suposición implícita de que cada miembro de la nación es
completamente consciente de este proceso de imaginación, en otras palabras, que todos
tienen acceso sin restricciones y en igualdad de condiciones a las verdades sobre los mitos
nacionales. Esta es una suposición muy dudosa, por decir lo menos. ¿Cómo descubriría un
'ciudadano' común, que constantemente se enfrenta a la 'realidad' de la nación, que la
comunidad a la que pertenece es en realidad una 'comunidad imaginada'? ¿Leyendo a
Benedict Anderson? ¿Debemos suponer que todos leen a Anderson o Hobsbawm? ¿Qué
pasaría incluso si lo hicieran? ¿Se darían cuenta de repente de que todo lo que han
aprendido hasta ahora sobre su nación no es más que una serie de cuentos quiméricos que
reflejan los intereses de un pequeño número de élites? En mi opinión, esa visión no nos
llevará muy lejos. Calhoun resume esto de manera sucinta:

"Lo que le da fuerza a la tradición (o a la cultura en general) no es su antigüedad,


sino su inmediatez y su carácter dado. Algunas auto-comprensiones nacionalistas pueden
ser históricamente dudosas pero muy reales como aspectos de la experiencia vivida y bases
para la acción... Las personas pueden incluso unirse en rituales públicos que afirman
narrativas que saben que son problemáticas, pero obtienen una identificación con ellas
como 'nuestras historias', una sensación de complicidad en la producción de estas ficciones
y un reconocimiento de ellas como condiciones de fondo de la vida cotidiana... Así que no
fue la antigüedad del nacionalismo eritreo lo que importó para movilizar a la gente contra el
gobierno etíope, por ejemplo, sino la realidá de ser eritreos." (1997: 34-5, énfasis añadido).

Otro factor que explica las poderosas emociones generadas por el nacionalismo está
oculto en el terreno familiar de la vida cotidiana (Tilly 1994). Los individuos que
componen la nación participan en una miríada de relaciones sociales "no nacionales" a lo
largo de sus vidas. Mientras lo hacen, invierten confianza, recursos y esperanzas para el
futuro. Todas estas redes y recursos dependen directa o indirectamente del respaldo del
Estado, o al menos de su existencia. Por lo tanto, cada amenaza a la supervivencia de la
nación se refleja en la vida diaria de millones de "nacionales", poniendo en peligro todo lo
que valoran. En otras palabras, "[e]n la medida en que las solidaridades definidas a nivel
nacional y local coinciden realmente, las amenazas y oportunidades para las identidades
nacionales se ramifican en los asuntos locales y afectan el destino de muchas personas"
(Tilly 1994: 18). En ese sentido, existe una fuerte conexión entre la existencia de la nación
y la de sus miembros individuales. Si la nación enfrenta la amenaza de la extinción, lo
mismo sucede con sus ciudadanos.
Otto Bauer fue probablemente el primer académico en enfatizar este punto cuando
definió la nación como una "comunidad de destino". Para él, "[l]a comunidad de destino no
significa solo sometimiento a un destino común, sino más bien la experiencia común del
mismo destino en una comunicación constante y una interacción continua entre sí" (1996:
51). Yuval-Davis argumenta que este factor puede explicar los lazos que las personas
sienten por sus naciones en sociedades de colonos o estados poscoloniales en los que no
hay mitos compartidos de origen común (1997: 19). En resumen, hacer sacrificios por la
nación a menudo significa proteger la propia vida, y las cosas que uno valora, lo que
explica en parte por qué el nacionalismo puede generar emociones tan poderosas (véase
también Smith 1998: 140).

El verdadero problema con las explicaciones modernistas es su tendencia a explicar


el nacionalismo en términos de una "variable maestra". Algunos de estos académicos,
especialmente Nairn y Hechter, ocasionalmente han sido acusados de "reduccionismo",
pero hasta hace poco (Calhoun 1997: 20-3) esto no se consideraba un problema común a
todas las explicaciones modernistas. Los nacionalismos son demasiado variados para ser
explicados por un solo factor: camaleónicos, toman su color de su contexto (Smith 199la:
79). Las teorías y enfoques que intentan dar sentido a un fenómeno tan cambiante como el
nacionalismo sobre la base de un solo proceso caen en el reduccionismo, sin importar cuán
completo sea este proceso. Exploraré este punto con más detalle al presentar mi propio
marco de análisis.

Aquí es necesario destacar otro punto, a saber, que los académicos que intentan
evitar el reduccionismo o la "parsimonia causal", para usar el término de Calhoun, cometen
el error opuesto al incorporar tantas variables como sea posible en su teoría, haciendo que
sea demasiado general para ser útil. El análisis de Anthony D. Smith sobre el nacionalismo
es un buen ejemplo. Los factores identificados por Smith incluyen la centralización estatal,
la tributación, el reclutamiento, la burocratización, la extensión de los derechos de
ciudadanía, mejoras en las redes de comunicación, el movimiento hacia una economía de
mercado, la acumulación de capital, el declive de la autoridad eclesiástica, el desarrollo de
la educación secular y de la educación universitaria, el aumento en el número de modos
populares de comunicación como novelas, revistas y obras de teatro, la entrada de
intelectuales y profesionales en los aparatos estatales, el redescubrimiento de culturas
étnicas, y así sucesivamente. Es importante destacar que la mayoría de estos factores son
aquellos identificados por los modernistas (Smith 199la: 54-68). ¡No es de extrañar que el
nacionalismo se "explique" cuando se invocan tantos factores! Es cierto que todos estos
factores han contribuido de una forma u otra al surgimiento de movimientos nacionalistas.
Pero aquí radica el problema: "en el nivel de la actividad práctica, existen muchos
nacionalismos diversos" (Calhoun 1997: 21). Se deduce que cuando analizamos el
"nacionalismo", en realidad estamos tratando con objetos de análisis heterogéneos, no con
un fenómeno único y unitario, de ahí la imposibilidad de explicaciones "macro" o una
teoría general del nacionalismo.

En cuanto a los estudios recientes, la mayoría de las críticas que plantean contra la
literatura convencional parecen estar bien fundamentadas. Es cierto que las
teorías/enfoques ortodoxos, con su perspectiva eurocéntrica y ciega al género, nos
presentaron una imagen sesgada e incompleta de los fenómenos nacionales. Dadas las
tendencias generales en las ciencias sociales, era inevitable que las cuestiones descuidadas
(o los grupos cuyas "voces" han sido suprimidas) se integraran en el estudio del
nacionalismo. Esta tarea fue en gran parte lograda por los estudios de la última década. En
ese sentido, llenaron una brecha importante en un campo hasta entonces dominado por
enfoques "convencionales". Debe destacarse que el marco de análisis que propondré a
continuación está inspirado en gran medida en las ideas desarrolladas en estos trabajos.

El marco que propongo para el estudio del nacionalismo es una síntesis de ideas de
varios académicos y tiene como objetivo proporcionar un enfoque analítico en lugar de una
única teoría universal. Reconoce la complejidad y diversidad del nacionalismo como un
fenómeno que puede tomar diversas formas según los contextos históricos, sociales y
políticos.

Proposición 1: No puede haber una 'Teoría General' del Nacionalismo

Esta proposición reconoce que la diversidad y complejidad del nacionalismo hacen


imposible formular una única teoría general que explique todas las formas de nacionalismo.
El nacionalismo emerge en diferentes períodos históricos y entornos, y su dominio en
contextos específicos depende de la historia local, la naturaleza del poder estatal y los
movimientos competidores por la lealtad.

Proposición 2: El Nacionalismo como Fenómeno Multifacético

Esta proposición enfatiza que el nacionalismo debe estudiarse como un fenómeno


multifacético con diversas dimensiones. Comprende aspectos tanto políticos como
culturales, así como dimensiones emocionales y simbólicas. Los investigadores deben
considerar el nacionalismo como una compleja interacción de estas facetas.

Proposición 3: El Análisis Contextual es Crucial

Esta proposición destaca la importancia de analizar el nacionalismo dentro de


contextos específicos. Los investigadores deben tener en cuenta las condiciones históricas,
sociales y políticas en las que surge y evoluciona el nacionalismo. El análisis contextual
permite una comprensión más profunda de los impulsores y expresiones del nacionalismo.

Proposición 4: Múltiples Causas y Motivaciones

El nacionalismo debe abordarse como un fenómeno con múltiples causas y


motivaciones. Los investigadores deben considerar factores como los intereses de las élites
políticas, las condiciones económicas, las identidades culturales y los vínculos emocionales
al estudiar el nacionalismo. No existe una única causa o motivación que pueda explicar
todos los casos de nacionalismo.

Proposición 5: Enfoque Comparativo e Interdisciplinario

El estudio del nacionalismo se beneficia de un enfoque comparativo e


interdisciplinario. Los investigadores deben obtener ideas de varias disciplinas, incluyendo
historia, sociología, ciencia política, antropología y estudios culturales. El análisis
comparativo permite una comprensión más amplia del nacionalismo al examinar diferentes
casos y contextos.
Este marco tiene como objetivo guiar a los investigadores en su estudio del
nacionalismo, enfatizando la necesidad de un análisis específico del contexto, el
reconocimiento de su naturaleza multifacética, la consideración de múltiples causas y
motivaciones, y los beneficios de enfoques interdisciplinarios y comparativos.

Cómo estudiar el nacionalismo? Hacia un marco analítico

A la luz de las críticas expresadas en la sección anterior, sugeriré un marco general


de análisis para el estudio del nacionalismo. Antes de continuar, sin embargo, hay dos
aclaraciones importantes. En primer lugar, no estoy presentando una "teoría del
nacionalismo". Por el contrario, la primera proposición de mi "marco analítico" es que no
puede existir tal teoría. En segundo lugar, las cinco proposiciones que conforman el marco
no surgen de la nada: son una síntesis de las ideas presentadas por varios académicos. La
originalidad del marco radica en combinar estas ideas, extraídas de una serie de trabajos a
veces no relacionados (incluso defendiendo posiciones contradictorias) en un conjunto
coherente.

Proposición 1: No puede existir una 'Teoría General' del Nacionalismo

Este punto, planteado hace dos décadas por Sami Zubaida (1978), puede parecer
una "verdad evidente" hoy en día. Se puede afirmar que no está disponible una única teoría
universal en el caso de la mayoría de los fenómenos sociales, no solo el nacionalismo.
Curiosamente, sin embargo, el reconocimiento explícito de este punto por parte de
destacados estudiosos del nacionalismo data solo de la década de 1990 (Hall 1993; Smith
1996b, 1996c). Ya he señalado que el nacionalismo es un fenómeno proteico, capaz de
asumir una multiplicidad de formas según el contexto histórico, social y político en el que
prevalece. Esta diversidad excluye la posibilidad de formular una "teoría general" (Jenkins
y Sofos 1996: 11). Como observa Zubaida, una teoría sociológica del nacionalismo no
puede conformarse solo con la homogeneidad ideológica de los nacionalismos, sino que
también implicaría una homogeneidad sociológica, es decir, estructuras y procesos sociales
comunes que subyacen a los fenómenos ideológicos/políticos. Esto es, para él,
precisamente lo que asumen y buscan demostrar las teorías del nacionalismo (1978: 56).
Pero tales suposiciones son engañosas y, de hecho, ahistóricas, ya que los nacionalismos
nacen en diferentes períodos históricos y en una variedad de entornos disímiles:

Por qué el nacionalismo llega a dominar en aquellos entornos donde lo hace, o para
algunas personas y no otras dentro de una población nacional aparente, son preguntas que
en su mayoría solo se pueden responder en contextos específicos, con conocimiento de la
historia local, de la naturaleza del poder estatal (y de otras élites) y de qué otros
movimientos potenciales y reales compitieron por la lealtad. (Calhoun 1997: 25)

Además, las contingencias históricas desempeñan un papel importante en la


formación de nacionalismos particulares. Este punto está articulado de manera más
contundente por Halliday (1997a, 1997b) y Brubaker (1996, 1998). Halliday, por ejemplo,
observa que muchos de los grupos étnicos que reclamaron el estatus de "nación" no
lograron obtenerlo y desaparecieron en la niebla de la historia. Sostiene que la división real
del mundo en 193 naciones no es un hecho "dado", como argumentarían los perpetuos, sino
un producto de una serie de factores contingentes: guerras, conflictos, tratados, que podrían
haber tenido resultados muy diferentes. Se deduce que el mapa mundial, tal como lo
conocemos hoy, podría haber sido muy diferente (1997c).

Entonces, ¿qué debemos hacer? ¿Deberíamos abandonar todos los intentos de


analizar o teorizar sobre los nacionalismos? James, por ejemplo, acusa a Zubaida de caer
presa de un postestructuralismo "excesivamente exuberante" que desconfía de cualquier
forma de "gran teoría" (1996: 113). En mi opinión, Zubaida no merece esta crítica.
Reconocer la "imposibilidad" de una teoría universal de los nacionalismos no implica que
los nacionalismos no deban (o no puedan) ser teorizados en absoluto. Más bien, podríamos
formular teorías parciales que expliquen diferentes aspectos de los nacionalismos. Como
argumenta Calhoun, "comprender el nacionalismo en su multiplicidad de formas requiere
múltiples teorías" (1997: 8). Abordar el tema de la reproducción de la nacionalidad
requerirá una teoría diferente a la pregunta sobre la participación diferencial de mujeres y
hombres en proyectos nacionalistas. El intento de Yiival-Davis (1997) de analizar el papel
de las mujeres en la reproducción de colectividades étnicas/nacionales es un buen ejemplo.
Estas "teorías parciales" que se centran en aspectos específicos de los nacionalismos son
más útiles que las ambiciosas "grandes teorías" que pretenden

Proposición 2: No hay un 'único' nacionalismo

El proyecto de formular una teoría euclidiana se ve aún más obstaculizado por las
variaciones internas (y contenidos cambiantes) de nacionalismos particulares. No solo
existen diferentes tipos de nacionalismo, sino que diferentes miembros de la nación
promueven construcciones diferentes, a menudo conflictivas, de la nacionalidad
(McClintock 1996: 264). Una serie de ideologías y movimientos, a veces bastante
divergentes, compiten por capturar la lealtad de los "nacionales". En ese sentido, "el
nacionalismo rara vez es el nacionalismo de la nación, sino que representa el lugar donde
visiones muy diferentes de la nación compiten y negocian entre sí" (Duara 1993: 2). Por lo
tanto, no tiene sentido hablar de un solo nacionalismo francés o turco unitario.

En Turquía, por ejemplo, islamistas, kemalistas laicos, ultranacionalistas y liberales


tienen diferentes concepciones de la nacionalidad. Mientras que los kemalistas optan por (al
menos en la superficie) una identidad nacional "cívico-territorial", los ultranacionalistas
niegan cualquier forma de pluralismo cultural, promoviendo en cambio la unidad étnica y
cultural, incluso la "identidad", de todos los que viven en Turquía. Los liberales suscriben
modelos occidentales de nacionalidad, mientras que los izquierdistas adoptan
nacionalismos del Tercer Mundo antiimperialistas que son en gran medida hostiles a
Occidente. En resumen, no existe un "único" nacionalismo turco; más bien, existen
nacionalismos turcos. Esto muestra claramente que nos enfrentamos a "objetos de análisis
heterogéneos" (Calhoun 1997: 21). Las diferencias entre y dentro de los nacionalismos no
pueden ser abordadas por una sola teoría euclidiana, por muy completas y sofisticadas que
sean sus premisas. Ahí radica el dilema de los estudios convencionales que se esfuerzan por
explicar por qué existen tantas excepciones a la aproximación particular que promueven. La
principal fuente de este dilema es su tendencia a tratar cualquier nacionalismo particular
como un todo coherente y homogéneo.
Entonces, ¿qué une a todos estos nacionalismos diferentes? En otras palabras,
¿cómo podemos identificar una amplia gama de movimientos, políticas e ideologías como
'nacionalistas'?

Proposición 3: Lo que une estas diversas formas de nacionalismo es el 'Discurso del


Nacionalismo'

La respuesta a estas preguntas radica en el discurso nacionalista: 'El denominador


común entre el proteccionismo económico japonés, la limpieza étnica serbia y los
estadounidenses cantando el "Himno Nacional" antes de los juegos de béisbol... es una
forma discursiva que da forma y vincula a todos ellos' (Calhoun 1997: 21-2). Una variedad
de movimientos, ideologías y políticas, que surgen en diferentes contextos y siguen
trayectorias históricas diferentes, están unidos por el uso de una retórica común. El
nacionalismo es, ante todo, 'una forma de lectura y observación, de comprensión y de dar
por sentado' que moldea nuestra conciencia (Billig 1995: 127), o en resumen, una forma de
construir la realidad social en la que vivimos (Calhoun 1997: 12; ver también Brubaker
1998: 291-2). Tanto el gobierno japonés como el soldado serbio explicarían sus acciones
recurriendo a una retórica común, es decir, la retórica del 'interés nacional'. En ese sentido,
el discurso del nacionalismo es el marco explicativo y de legitimación último en el mundo
de hoy.

Esto también capta la 'modernidad' de los nacionalismos. Lo que define a las


colectividades culturales como 'naciones' y a los miembros de estas colectividades como
'ciudadanos' es el discurso del nacionalismo. Las naciones solo pueden existir en el
contexto del nacionalismo. Y esto es precisamente lo que separa a las comunidades étnicas
anteriores de las naciones contemporáneas. Por otro lado, el uso de una retórica común nos
permite formular una 'definición general' del nacionalismo, es decir, 'una forma particular
de construir la realidad social que experimentamos', que, en mi opinión, es más útil que las
definiciones objetivas o subjetivas alternativas de los fenómenos nacionales. Es, por
supuesto, posible hacer una lista de las características objetivas que una colectividad debe
poseer para convertirse en una nación, como religión común, etnia, idioma, territorio
específico, y así sucesivamente. Sin embargo, formular la 'lista perfecta' es una tarea difícil,
si no imposible, de hecho, como señala Yuval-Davis, algunas de estas listas suenan como
una lista de compras (1997: 19). La mayoría de las naciones de hoy carecen de una o más
de las características comúnmente citadas por los estudiosos del nacionalismo. Además,
nunca estaremos en posición de determinar cuántas de estas características debe poseer una
colectividad, y cuáles, para convertirse en una nación. En cuanto a las características
subjetivas como lealtad o solidaridad, son condiciones necesarias pero no suficientes para
ser una nación. Los individuos se sienten apegados a muchas otras colectividades e
instituciones, incluyendo sus familias, parientes o regiones. Por lo tanto, los apegos per se
no pueden explicar la existencia de una nación o del nacionalismo. El elemento clave de
una 'definición general', entonces, es el discurso del nacionalismo, que es compartido por
todos los movimientos, políticas o ideologías que llamamos 'nacionalistas' (Calhoun 1997:
21-2). Todas las naciones hacen uso de este discurso para definirse, justificarse y
reproducirse.

Si el discurso del nacionalismo es el denominador común de todos los


nacionalismos, entonces, deberíamos ser más específicos al respecto. El discurso
nacionalista tiene tres características principales:

Sostiene que los intereses y valores de la nación prevalecen sobre todos los demás
intereses y valores (Breuilly 1993a: 2; Smith 199la: 74).

Considera que la nación es la única fuente de legitimidad. Aquí, no solo me refiero


a la 'legitimidad política'. La nación (o el nacionalismo) puede usarse para justificar todo
tipo de acciones que de otra manera no serían toleradas. Como observa Lofgren, '[h]ay una
magia empoderadora en el prefijo nacional... Esta simple adición transforma a su sujeto, lo
hace más oficial, más sagrado, más emocional' (1993: 161).

Opera a través de divisiones binarias, entre 'nosotros' y 'ellos', 'amigos' y 'enemigos'.


Estas categorías están claramente separadas entre sí por 'conjuntos mutuamente excluyentes
de derechos y deberes asignados, significado moral y principios de comportamiento'
(Bauman 1992: 678; ver también McCrone 1998: 116-19). Define 'nosotros' en términos del
Otro: 'solo a través de la relación con el Otro, la relación con lo que no es, con precisión lo
que le falta, con lo que se ha llamado su afuera constitutivo, se puede construir el
significado "positivo" de la [identidad]' (Hall 1996a: 4-5).
Proposición 4: El Discurso Nacionalista solo Puede ser Efectivo si se Reproduce a
Diario

Como Brubaker argumenta de manera convincente, 'el nacionalismo no es una


"fuerza" que se mida como resurgente o en retroceso. Es un conjunto heterogéneo de
idiomas, prácticas y posibilidades orientadas a la "nación" que están continuamente
disponibles o "endémicas" en la vida cultural y política moderna' (1996: 10). Entonces,
¿por qué el nacionalismo es tan esencial para la política y la cultura modernas? O en
palabras de Billig, '¿por qué "nosotros", en naciones establecidas y democráticas, no
olvidamos "nuestra" identidad nacional' (1995: 93)? Las respuestas a estas preguntas
radican en la reproducción de la nacionalidad a diario. No podemos comprender
completamente el nacionalismo sin tener en cuenta sus manifestaciones cotidianas, ya que
las estructuras "macro", como las ideologías, se crean y reproducen a nivel "micro", es
decir, a través de las relaciones sociales y las prácticas cotidianas de la vida diaria (Billig
1995; cf. Essed 1991; van Dijk 1993, 1998). En ese sentido, sería engañoso limitar el
nacionalismo al racismo flagrante, discursos más sutiles de dominación racial y étnica o al
etnocentrismo agresivo. El nacionalismo también implica las opiniones cotidianas, las
actitudes y los actos aparentemente ingenuos de discriminación (van Dijk 1993: 5). Las
huellas del nacionalismo se pueden encontrar en todas las estructuras, instituciones,
procesos y políticas que perpetúan la hegemonía de un (grupo étnico/nacional) sobre otro.

Como Essed (1991) señala, sin un conocimiento mínimo de cómo lidiar en la vida
cotidiana, por ejemplo, el conocimiento del lenguaje, las normas, las costumbres y las
reglas, no se puede vivir en sociedad. Este conocimiento es proporcionado por una variedad
de instituciones, desde la familia y la escuela hasta los medios de comunicación y el lugar
de trabajo. Juntas, estas instituciones forman el proceso de socialización y transmiten el
conjunto de conocimientos necesario para enfrentar la vida cotidiana de una generación a la
siguiente, asegurando así que el sistema existente se internalice. Inspirado en la noción de
'racismo cotidiano' de Essed, introduciré el término 'nacionalismo cotidiano' y lo definiré
(parafraseando la definición concisa de Essed) como 'la integración del nacionalismo en
situaciones cotidianas a través de prácticas que activan relaciones de poder subyacentes'
(1991: 50). Cuando el discurso nacionalista se filtra en la vida cotidiana, su reproducción se
vuelve inevitable. Mientras el sistema se reproduzca a sí mismo, reproduce el 'nacionalismo
cotidiano' (ibíd.).

La implicación de estas observaciones no es difícil de adivinar: el lenguaje que


usamos en nuestra vida cotidiana y las actitudes que guían nuestras relaciones sociales no
son tan inocentes como parecen. Declaraciones aparentemente ingenuas como 'los
musulmanes tienen normas culturales diferentes a las nuestras' se transforman fácilmente en
afirmaciones estereotipadas como 'los musulmanes son terroristas' en situaciones de crisis.
Vale la pena señalar que esta transformación no se registra generalmente conscientemente.
Tendemos (o preferimos) olvidar que las descripciones ingenuas forman la base de muchos
estereotipos y prejuicios.

Proposición 5: Dado que existen diferentes construcciones de la nacionalidad,


cualquier estudio del nacionalismo debe reconocer las diferencias de etnia, género, clase o
lugar en el ciclo de vida que afectan la definición y redefinición de las identidades
nacionales.

Ya he argumentado que el discurso nacionalista promueve identidades categóricas


sobre identidades relacionales. Para Calhoun, esto no es sorprendente porque el
nacionalismo se dirige a 'colectividades a gran escala en las cuales la mayoría de las
personas no podría entrar concebiblemente en relaciones cara a cara con la mayoría de los
demás' (1997: 46). Sin embargo, la identidad no es una categoría fija y 'dada': al contrario,
es 'siempre móvil y procesual, en parte autoconstrucción, en parte categorización por otros,
en parte una condición, un estatus, una etiqueta, un arma, un escudo, un fondo de
recuerdos, etc.' (Malkki 1996: 447-8). Las autodefiniciones individuales cambian según la
posición diferencial en las dimensiones de género, raza, etnia, clase o lugar en el ciclo de
vida. La contribución más importante de los estudios de la última década fue incorporar
estas dimensiones al estudio de los nacionalismos, presentándonos así una imagen más
completa de la formación de las identidades nacionales (Yuval-Davis y Anthias 1989;
Yuval-Davis 1997).

Gellner, E. (1997). Naciones y nacionalismo (J. Setó (trad.)). Alianza Editorial.


https://doi.org/10.2307/j.ctt20fw6nc.10
Moreno Almendral, R. (2015). El debate académico sobre nación y nacionalismo desde los
orígenes hasta la consolidación del predominio anglosajón. Arbor, 191(775).
https://doi.org/10.3989/arbor.2015.775n5011

Özkirimli, U. (2000). Theories of Nationalism. A Critical Introduction. Macmillan Press


Ltd.

Smith, A. D. (1983). Theories of Nationalism. Duckworth.

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