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Coleccion Lima Lee 1 Dejame Que Te Cuente 1
Coleccion Lima Lee 1 Dejame Que Te Cuente 1
Editado por:
Municipalidad de Lima
Jirón de La Unión 300 - Lima
www.munlima.gob.pe
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En una época en que ya
casi nadie usa sombrero
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Si el día de la mudanza me hubiera metido a un cinema
estaría sentado cerca al ecran con las piernas levantadas
sobre una de las bancas sin tener que caminar por las calles
como un imbécil que husmea en el vestíbulo de los cines,
mirando a las mujeres desnudas y los anuncios.
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Pero si cruzo la línea del tranvía (de vuelta a Surquillo)
puedo irme tras las empleadas que trabajan en las grandes
tiendas y seguirlas hasta la puerta de los callejones; o puedo
incursionar más allá de los rieles del tranvía (hacia Miraflores)
y caminar por las calles de chalets y jardincitos. Llegar a las 7
de la noche a un punto de llegada (el Parque Salazar) y a esa
hora, desde el culebreante malecón sobre la bahía que es un
collar de luces prender un cigarrillo e inclinar la cabeza hacia
los acantilados, ahí es cuando me siento más solo que nunca
(he llegado a uno de los puntos).
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una bocacalle y no otra. Al día siguiente tomaría la otra
bocacalle y así cada recorrido (diario) sería distinto al
anterior. Caminatas únicas, ya que andaría por calles que
no he visto nunca (llegar a mil puntos diferentes).
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a la puerta de su casa, abre la puerta con su llave y después
cierra, o quizás toca el timbre (quiere decir que no vive sola).
Todo era posible. Pudo invitarme a entrar. Puede aguaitar
por la ventana y hacerme una seña.
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Fui a dar a la sala de una mujer que siempre habia vivido sola, la vieja
escuchaba con sumisa atención a un hombre canoso que usaba sombrero.
pensando en las mujeres desnudas si es que el hombre
canoso y ensombrecido no se hubiera callado a la primera
palabra de la señora a tal punto que el viejo cohibido tuvo
que quitarse el sombrero.
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Nosotros dos en una calle extraña (el viejo y la vieja).
Para mí una callejuela desierta y llena de tachos de basura
y gatos sin dueño. Soy el hombre canoso que huyó y yo
lo vi correr, su cabeza blanca. Lo vi sentado en la cantina,
llorando borracho, derramando el trago sobre la mesa. Ella
dejó de hablar. Nos cegó la luz repentina de un automóvil que
se nos venía encima. El automóvil frenó delante del sillón
tanque en donde yo estaba sentado. El chofer bajó agitando
furiosamente los brazos, gritándole groserías a la señora que
recogía sin inmutarse las tazas de té. Me podían llevar a la
comisaría, pedir mi testimonio, horas de interrogatorios
(que no se los deseo a nadie) y hasta podía salir en los
periódicos: “Arman casa en la vía pública”. Antes de que
llegara el policía, yo ya me había parado del sillón y estaba
dispuesto a zafar. Al llegar a la esquina volteé (la curiosidad
se lo come a cualquiera). Vi al policía con su casco blanco
y sus correajes parado delante de la cama. La señora se
cubría con la colcha con intenciones de no moverse.
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Guillermo Niño de Guzmán
(Lima, 1955)
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El sol de las brujas
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—¿Ella sabe que estoy aquí? —me preguntó, muy serio,
quizá demasiado para su edad.
—Claro —le contesté—. Háblale, si quieres.
—¿Qué le digo?
—No sé. Lo que te salga de adentro. —Él asintió. Al cabo
de un momento, me dijo:
—No se me ocurre nada.
Lo vi un poco cabizbajo y me arrepentí de haberlo traído.
—Bah, no te preocupes —le dije, acariciándole la
cabeza—. Basta con que pienses en ella.
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Era la primera vez que venía a visitar a mi madre, y traía conmigo a su nieto.
Él nunca la conoció, pero eso no fue impedimento para que le diga unas palabras.
ordenadas, como fichas de dominó boca abajo. No había
epitafios ni recordatorios. Las inscripciones se limitaban a
consignar los nombres y las fechas de nacimiento y de muerte.
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—¿Sí?
—Todo se ve distinto desde aquí. ¿Por qué no te echas
a mi lado?
—¿No está muy húmedo?
—Ven —me insistió—. Un ratito nomás.
—Bueno.
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no había llegado del todo. Pequeñas luces empezaban a
titilar en todo el valle. Entonces el recuerdo me vino de
golpe, como una lluvia imprevista de verano.
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La situación dio un vuelco cuando me ofrecieron
una beca para continuar mis estudios en el extranjero.
Dudé bastante en aceptarla, pues me resistía a alejarme
de Verónica. Sin embargo, ella me animó a irme. Sus
argumentos fueron irrebatibles. No podía desperdiciar
una oportunidad semejante. Después de todo, yo estaría
fuera solo un año. Si rechazaba la beca, tarde o temprano
lo lamentaría. Y, en caso de que más adelante me surgiera
una oferta de trabajo, ella se reuniría conmigo. Al final, sin
estar convencido del todo, emprendí el viaje. Por supuesto,
ignoraba que me iba para siempre.
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Carlos Rengifo
(Lima, 1964)
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La primera vergüenza
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Menuda manera de enterrar las cosas tradicionales y
nativas, de irlas olvidando porque el presente apremiaba
con su soplo rápido, urgía a quien se quedaba atrás a correr
con el ritmo de los tiempos, hábil mecanismo de aparentar
ser modernos y actuales, y estar prestos a divertirnos con
la llegada de la novedosa era, navegantes del ciberespacio
que ocultaba a todos en el anonimato, en la quietud del
deslumbramiento a través de los monitores, alejados ya
del calor de un encuentro cara a cara. ¿Quién podría ser
el que estaba del otro lado y quién el que respondía? La
imaginación en este caso era el recurso para dibujar rostros
y actitudes, y hasta sentimientos, y aquella capacidad no
fue ajena a Cenicienta que chateaba todas las tardes luego
de llegar del colegio.
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Cenicienta era la única persona con una identidad verdadera
dentro del anonimato del ciberespacio.
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consigo reacciones, quejas, gustos comunes. La madre de
Cenicienta le gritaba que hiciera sus tareas; pero ella no se
apartaba del monitor hasta que Garfield se despidiera con un
«chao, nos vemos, tengo que tomar mis medicinas». Luego
abría sus cuadernos, preparaba lapiceros, reglas y lápices de
colores, y emprendía sus quehaceres escolares.
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Sus «citas» se daban generalmente a las tres, cuando
entraban en línea y empezaban a dialogar, al principio
de nimiedades, pero después de lo que les inquietaba.
Cenicienta le decía, por ejemplo, que estaba harta de su
madre porque no dejaba de reprenderla, y él respondía que
sentía lo mismo por su padre, a quien veía solo de vez en
cuando. Ella comentaba que su hermanito menor era un
tonto, y Garfield que la suya era igual. Cenicienta le enviaba
tarjetas musicales; él postales con vistas de Disneyworld
donde había ido, según dijo, en unas vacaciones. Lo
imaginó delgado, pálido, con un hoyuelo en la mejilla;
soñó con él por las noches, abrazada al oso de peluche que
era su confidente. Cuando se cansó de figurarlo, le urgió
que le mandara una foto suya, pues ya no bastaban las
palabras, y al día siguiente halló en su correo la fotografía
de un niño sonriente, de cabello oscuro y ojos claros. Saltó
de alegría, era mejor de lo que había esperado, ahora sí
estaba verdaderamente enamorada. Para corresponder a
aquel gesto le envió también su foto, una en la que aparecía
sentada ante un sándwich gigante en uno de esos locales
donde venden hamburguesas.
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lado del monitor siempre iba a estar su cibernovio para
consolarla? Una tarde él le hizo saber, puesto que entre
ambos había nacido algo bello, su deseo de conocerla
personalmente. Lo había pensado mucho, y no era justo que
solo se alegraran a la distancia.
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idea que ella lo fuera a ver. Sus padres la recogerían
con el auto en el colegio y almorzarían juntos; luego la
llevarían a casa.
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todo de inmediato. «Hoy los niños nacen más vivos»,
decía, y la madre estaba de acuerdo: «Si parecen unos
pequeños adultos, con las respuestas sabias que te dan».
Otra cosa que le llamaba la atención, aparte de lo rápido
que crecían, era que tenían actitudes y comportamientos
distintos a los infantes de su época.
—Claro pues, si nosotros no teníamos computadoras
—dijo la madre.
—No solo eso; me refiero al hecho de que, antes, los
niños no se aburrían —replicó él—. Siempre estábamos
corriendo de un lado a otro, haciendo travesuras, jugando
al trompo, a la plancha quemada...
—Al teléfono malogrado —acotó la mujer, nostálgica.
—Sí; teníamos más contacto con la tierra, con la
naturaleza. Ahora, en cambio, los mocosos no se mueven
de sus computadoras ni para ir al baño. La única actividad
física que realizan es la de pulsar el índice sobre el mouse.
Sus juegos son muy mecánicos; debe ser por eso que se
aburren tanto, ¿no crees?
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El auto se internó en una zona de callejuelas accidentadas;
cuando empezó a dar vueltas en zigzag, ella sintió que se
mareaba, que los baches por los que pasaban la adormecían.
No sabía por qué de pronto se le cerraban los ojos, a lo mejor
era por el cansancio, producto de las horas seguidas de clase,
o tal vez por el efecto de un aerosol que le pareció haber oído
a su costado. Sea como fuere, y sin importarle ya por dónde
iba el vehículo antes de llegar a su destino, se quedó dormida.
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De un maletín extrajo una cámara fotográfica, la
revisó, se la colgó al cuello. Del mismo maletín sacó una
pequeña filmadora y la puso sobre la mesa en la que estaban
las computadoras encendidas.
—Prepárala —le dijo a la mujer—. Voy por el otro niño.
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Alina Gadea
(Lima, 1966)
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La casa del acantilado
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Nosotros vivíamos en una casa estilo Tudor, cuya
espalda colindaba con la de otra similar. Tenían la
particularidad de ser frescas en el verano y cálidas en el
invierno; abríamos las ventanas que daban al acantilado o
llenábamos la chimenea con leña.
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Nosotros vivíamos en una casa estilo Tudor, al igual que Teresa y don
Eduardo. Esas casas tenían una vista al acantilado y la particularidad
de ser cálidos en invierno.
No sé realmente si yo la veía o sólo la adivinaba sentada
a la mesa del comedor, porque ahora que lo pienso, la puerta
que daba al jardín no era lo suficientemente grande para
verla a través de la ventana de los altos de mi casa. Da lo
mismo, porque me parece que la veo hasta ahora, con la
campana de plata en la mano.
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quietud especial. El crujido del piso apolillado de pino oregón
me hacía volver en mí. Atravesaba la sala con los cuadros de
sus antepasados pintados por Merino. Ella entraba y salía del
comedor a su cocina. Traía un pastel recién horneado y tibio y
unos helados batidos por ella servidos en una copa de cristal.
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—Han cortado los lienzos con una navaja y se los
han llevado enrollados— pensó. Así fueron pasando los
días, con su habitual calma interrumpida por los visitantes
indeseables y desconocidos que venían a la casa por las
noches, a llevarse los recuerdos de su vida y de su familia,
que era lo único que conservaba y sus únicos acompañantes.
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Un día me decidí a visitarla. La casa quedaba a pocas
cuadras de las que fueron nuestras, pero no tan cerca del
mar. Me detuve en la vereda polvorienta. Miré la fachada.
Era gris como la anterior, aunque afrancesada y de un estilo
neoclásico, con columnas blancas, molduras de yeso y piso
de cuadros blanco con negro. No era tan antigua como la
casa de mi recuerdo de la niñez, pero lo era de todos modos.
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la parte posterior de la casa en que viví. Tampoco lo era;
debí confundirme por unos instantes entre el ayer y el hoy.
La línea que los divide, a veces, es tan tenue que por unos
segundos puede hacernos creer que seguimos siendo niños.
Ofaldi vende
Razón teléfono 2423232
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Ricardo Sumalavia
(Lima, 1968)
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Puertas marrones
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Mi padre nunca quiso tener muchos amigos, pero
los pocos que llegaron a frecuentar la casa lo hacían con
un gran respeto y consideración a sus años como agente
municipal. Y este aprecio siempre les fue devuelto como
era debido. No era de extrañarse, entonces, que lo buscaran
para comunicarle que don Félix, su amigo, había muerto.
Le contaron que había sido arrollado por un auto en el jirón
Carabaya, frente a su taller de imprenta, justo cuando salía
acompañado por sus operarios. «Fue absurdo», repetían
estos mirando a mi padre y viéndose entre sí, como
sobrevivientes de una inadvertida batalla. Agregaron que
don Félix murió mientras era llevado dentro del taller.
La ambulancia ya había sido llamada, pero solo llegó
para certificar la muerte de quien aún yacía sobre una
mesa, entre letras de molde y pliegos de papel, a la espera
del fiscal de turno.
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Mi madre no lloró, pero su tristeza era evidente. Ambos
intercambiaron una rápida mirada. Cuando mi padre subía
el cierre de su casaca se dirigió a mí y ordenó que me alistara,
que iba a acompañarlo a la casa de la señora Lucía. Mi madre
intervino y le sugirió que no era una buena idea; pero
él ya estaba junto a la puerta marrón de nuestra casa,
esperándome. Me alisté lo más pronto posible, y antes de
cruzar la puerta, mi madre me pasó la mano por el cabello,
alisándomelo, y me dijo que no peleara con los hijos de
Lucía. Asentí y fui a reunirme con mi padre, quien tenía
un par de metros avanzados.
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se pueden tocar con los nudillos, sino con la palma de
la mano. Observé a mi padre humedecerse los labios
repetidas veces, como si nunca fuera suficiente para
hablar con claridad. Bajó la cabeza en un par de ocasiones
y masculló algunas palabras, repasando quizás lo que
diría. Fue en la segunda ocasión, mientras mi padre tenía
la cabeza inclinada, que la señora Lucía abrió el portón y
se quedó quieta, sorprendida, mirando a mi padre.
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Cuando nos quedamos solos los tres, permanecimos
en silencio. A los hermanos parecía no importarles la
visita de mi padre; solo Cinthia, por un instante, trató
de agudizar su debilitada vista por una de las ventanas
que daba a la sala. Pronto desistió y se volvió hacia mí.
Pensé que me diría algo, que me interrogaría por nuestra
presencia, pero no fue así. Alzó los brazos y de inmediato
me rodeó con ellos, dándome un fuerte estrujón. Yo me
encontré completamente inutilizado y sin aire. Traté de
echar la cabeza hacia atrás, pero aún así sentí su respiración
caliente y agitada. Atenazado y confundido como estaba,
no atiné a librarme del abrazo. No había imaginado antes
que Cinthia tuviera los senos tan desarrollados para su
edad. Supongo que la curiosidad hizo que me rindiera por
unos momentos. Luego la escuché soltar una risita que
resonó como el chillido de un ratón y me apretó todavía
más contra su cuerpo.
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me encontraba aturdido, con la cabeza adolorida y muchas
ganas de llorar. Pegué el oído a la puerta para saber si ellos
me obligarían a salir. No oí nada. Sin embargo, por esos
intentos pude escuchar algo, descubrí un haz de luz que
atravesaba la puerta y que salía de un diminuto agujero
que me permitió ver qué era lo que hacían ellos afuera.
El susto y el dolor me abandonaron enseguida; saber lo
que sucedía en el patio me tranquilizaba, solo tenía que
observarlos y esperar a que mi padre me llamara.
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Tardé unos minutos en darme cuenta y descubrir que
por las infladas mejillas de Cinthia corrían lágrimas. Ella se las
iba limpiando con el dorso de su mano. Pese a esto su voz no se
quebró en ningún momento ni el tono decayó. Solo concedió
que la melodía se abriese como un velo, en una pausa que
duró un segundo larguísimo, dejando un silencio propicio
para escuchar unos gemidos de placer entrecortados que
provenían de la sala, donde se encontraban mi padre y
la señora Lucía. Estos ruidos se hicieron más agitados,
interrumpiéndose a ratos por balbuceos que no alcancé a oír.
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Elías logró ingresar al baño y me sacó a empujones hasta el
centro del patio, continuó apretando de mi camisa, mientras
Cinthia seguía cantando sin dejar de llorar.
camisa y jaló de ella. Luego me soltó y recién entonces Cinthia
dejó de cantar. Los tres dirigimos la mirada a la puerta de
la sala y vimos salir a la señora Lucía y a mi padre. Detrás
de aquellas gafas tan gruesas se veían diminutos los ojos de
la señora Lucía. Estaban irritados de tanto llorar y miraban
al suelo. En ese momento no me di cuenta de la vergüenza
que albergaba en su mirada. Sus hijos fueron hasta ella y la
tomaron de las manos. Observaban a su madre con aflicción.
Después se dirigieron a mí, como si tuviera que ser yo quien
les explicara lo que sucedía. Ante mi silencio cambiaron de
expresión y me vieron con desprecio.
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ÍNDICE
Carlos Rengifo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 27
La primera vergüenza . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .......................... 29
Ricardo Sumalavia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 53
Puertas marrones . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 55