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Déjame que te cuente I

Cuentos en torno a nuestra ciudad


Déjame que te cuente I
Municipalidad de Lima

© Carlos Calderón Fajardo


© Guillermo Niño de Guzmán
© Carlos Rengifo
© Alina Gadea
© Ricardo Sumalavia

Francisco Gavidia Arrascue


Gerente de Educación y Deportes

José Carlos Juárez Espejo


Subgerente de Educación

Alex Alejandro Vargas


Jefe del Programa Lima Lee

Selección y edición: Miguel Dante Ildefonso Huanca


Ilustración de portada e interiores: Daniel Maguiña Contreras

Diagramación: María Fernanda Pérez Díaz


Cuidado de edición: José Miguel Juarez Zevallos

Editado por:
Municipalidad de Lima
Jirón de La Unión 300 - Lima
www.munlima.gob.pe

Publicación de distribuición gratuita


Prohibida su comercialización

Primera edición, octubre 2016


Tiraje 10,000 ejemplares

Hecho el Depósito Legal en la Biblioteca Nacional del Perú


N° 2016-14888

Impreso por Editorial Roel S.A.C.


Pasaje Miguel Valcárcel Nro. 361 Urbanización San Francisco - Ate, Perú
Presentación

La narrativa peruana contemporánea está considerada


entre las mejores de Hispanoamérica con autores, como
Ciro Alegría, José María Arguedas, Oswaldo Reynoso,
Mario Vargas Llosa, Julio Ramón Ribeyro, Manuel Scorza,
Miguel Gutiérrez y Alfredo Bryce Echenique.

Podríamos mencionar a más escritores que en su


conjunto han construido la visión de un país que se
caracteriza por la pluralidad, autores como Antonio Gálvez
Ronceros, Augusto Higa, Óscar Colchado o Alonso Cueto
(siguiendo en la nómina de algunos de los mayores).

Dentro de este trabajo con la ficción literaria, el tema


de la ciudad de Lima se erige como un reto al intentar
retratarla. Lima puede ser varias ciudades y culturas,
que quieren hacerse una y en un solo tiempo. Y es lo que
encontraremos en las historias presentadas en este libro que
reúne a cinco importantes narradores en la actualidad.

Agradecemos a los autores que colaboran en esta


colección y ayudan a promover la lectura de nuestros
vecinos. Sin su apoyo no hubiera sido posible que este
proyecto sea una realidad.
Carlos Calderón Fajardo
(Juliaca, 1946 - Lima, 2015)

Fue sociólogo de profesión, graduado en la Pontificia


Universidad Católica del Perú. En su vida como
escritor publicó, entre otros libros, La conciencia del
límite último (1990) y El fantasma nostálgico (que le
valió un lugar en la final del Premio Tusquets de
Novela en España 2006). Entre sus reconocimientos
están el primer lugar en el Concurso de Cuento José
María Arguedas 1974, primer puesto en el Concurso
Unanue de Novela con La colina de los árboles 1981,
el Premio Gaviota Roja de Novela 1984 con Así es la
pena en el paraíso y el Premio Hispamérica de Cuento
1985 organizado por la Universidad de Maryland,
teniendo como jurado a Roa Bastos, Mario Vargas
Llosa y Julio Cortázar. Falleció en 2015, dejando un
legado inmensurable a través de sus obras.

—5—
En una época en que ya
casi nadie usa sombrero

—7—
Si el día de la mudanza me hubiera metido a un cinema
estaría sentado cerca al ecran con las piernas levantadas
sobre una de las bancas sin tener que caminar por las calles
como un imbécil que husmea en el vestíbulo de los cines,
mirando a las mujeres desnudas y los anuncios.

Antes de echarme a caminar tengo que proponerme


un punto de llegada y calculo el tiempo que puedo emplear.
Caminar a paso largo parándome en los cines para ver las
fotografías de mujeres desnudas o corriendo una cuadra y
caminando otra media hora más o menos, desde Surquillo
hasta el Parque Salazar, a grandes zancadas y balanceando el
cuerpo (así camino yo). El Parque Salazar puede ser uno de los
tantos puntos de llegada. Otro punto es el parque Marsano, los
soldados de franco, la gente que se embarca en colectivos que
van al puerto, al Callao; allí están aglomeradas las sirvientas que
estudian en la nocturna y se “hacen la vaca”. El Cine Marsano
y las fotografías de las películas en el vestíbulo. Los cines de
Miraflores que sirven para huir de las mudanzas.

Cuando mi familia se mudó a Surquillo (hace poco que


nos hemos mudado a Surquillo), llegamos en un camión.
Los cargadores dejaron nuestros muebles y los catres en la
vereda. Yo sentado en un sillón, en plena calle, me sentía solo
y reflexionaba sobre los puntos de llegada. El Cine Pacífico
puede ser otro punto, la pileta de aguas rosadas, los gringos
en los cafés, las fotos de las mujeres desnudas en las vidrieras.

—9—
Pero si cruzo la línea del tranvía (de vuelta a Surquillo)
puedo irme tras las empleadas que trabajan en las grandes
tiendas y seguirlas hasta la puerta de los callejones; o puedo
incursionar más allá de los rieles del tranvía (hacia Miraflores)
y caminar por las calles de chalets y jardincitos. Llegar a las 7
de la noche a un punto de llegada (el Parque Salazar) y a esa
hora, desde el culebreante malecón sobre la bahía que es un
collar de luces prender un cigarrillo e inclinar la cabeza hacia
los acantilados, ahí es cuando me siento más solo que nunca
(he llegado a uno de los puntos).

Pero pude quedarme sentado en el sillón, en plena calle,


esperando que se echen abajo la puerta de nuestra nueva casa.
En ese momento mi padre corrió a la comisaría con un fajo
de papeles y recibos en la mano (es un hombre canoso y lleva
sombrero en una época en que ya casi nadie usa sombrero).
Pude seguir reflexionando pasivamente sobre los puntos de
llegada, reírme de nuestros trastos amontonados en la acera.
Lo que hice fue tomar una decisión, intentar algo, pararme
del sillón, caminar hacia el Parque Salazar, al Cine Pacífico, al
Cine Marsano, los solitarios que matan el tiempo sentados en
las bancas, las fotografías en el vestíbulo de los cines (siempre
he querido pelarme una de esas fotografías, andar con una
mujer desnuda en el bolsillo).

Al levantarme del sillón me iría a caminar por


las calles de Surquillo (mi nuevo barrio). Yo había
reflexionado un largo rato, sentado en el sillón, sobre los
puntos de llegada. Diminutos puntos en la gran ciudad,
lejos de nuestros trastos tirados en la vereda de la puerta de
nuestra nueva casa cerrada con tablas. Y ahora, andando,
pensé que mis recorridos futuros podían variar al escoger

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una bocacalle y no otra. Al día siguiente tomaría la otra
bocacalle y así cada recorrido (diario) sería distinto al
anterior. Caminatas únicas, ya que andaría por calles que
no he visto nunca (llegar a mil puntos diferentes).

Pero sin embargo, hay muchos hechos inesperados


que pueden cambiar planes y reflexiones. Así, yo estoy solo,
(siempre ando solo). Pasa una mujer junto a mí, no es una
mujer “decente” (yo pienso que si lo fuera podría llamar
a un policía) ni una quinceañera (conocer a los padres,
sentarme a conversar en la sala) ni tampoco es una cholita
(me daría vergüenza andar con ella agarrados del brazo por
la calle). Es una mujer que pasa delante de mí. Me cruza en
la vereda. Se sobrepara nerviosa. Después de unos metros,
voltea y sonríe. Puede ser vendedora en uno de los grandes
almacenes de Larco, divorciada o viuda, (un retrato del
finado de su marido en la mesa de noche), solterona que
se imagina sola para siempre (ser feliz sin necesidad de un
hombre) y al salir todos los días de su trabajo y caminando
sola de regreso al callejón ha decidido que no puede vivir
así, sin cariño. O de repente simplemente vive sola, sola
en un departamento. Y cuando le quiero dar el zarpazo a
una hembra primero camino a una distancia prudencial
mirándole las piernas y las nalgas. Imagino todo lo que se
puede hacer solo yo con una mujer sola, una mujer que vive
sola en su departamento. Me hace entrar. Después me siento
en uno de los sillones, en la sala, y espero. Ella sale en bata
y me invita un trago, igualito que en el cine. Pero: Ud. qué
desea, yo a Ud. no lo conozco. Ud. se ha equivocado. No me
confunda, o ella apenas pueda que susurre: dejémoslo a la
casualidad... Ella se para delante de una tienda y vuelve a
voltear. Sigue caminando y todo termina cuando ella llega

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a la puerta de su casa, abre la puerta con su llave y después
cierra, o quizás toca el timbre (quiere decir que no vive sola).
Todo era posible. Pudo invitarme a entrar. Puede aguaitar
por la ventana y hacerme una seña.

Ella no volvió a salir de su casa. Ni siquiera asomó la


cabeza por la ventana (en paños menores tras la cortina). Me
sentía incómodo, como si parte de mi vida se hubiese muerto
sin empezar. Me sentía decaído, débil, y no era para menos.
Yo había estado parado en el vestíbulo de los cines, mirando
las fotografías de las películas. Había cruzado y recruzado la
línea del tranvía (para orientarme) y había pasado horas en
una banca del Parque Marsano. Ella había caminado largo
trecho conmigo y yo me sentía perdido. Y ambulaba yo por
Surquillo cuando fui a dar a una sala, la sala de una mujer
que en el fondo siempre había vivido sola. Ella me miró
tratando de decirme algo. Esa mujer estaba vieja y cansada,
sacudía con un plumero el polvo de los muebles.

Yo (sin saludar) me senté en uno de esos sillones tanques


que se pusieron de moda en la época de Odría. Cansado, me
sentía medio muerto (tenía que seguirle la corriente a la vieja
que estaba con un viejo). La señora escuchaba con sumisa
atención a un hombre canoso al que le veía las patillas blancas.
La cabeza la tenía cubierta por un sombrero plomo (en una
época en que ya casi nadie usa sombrero). El hombre canoso
tenía un largo papel lleno de cifras y no dejaba de fumar un
cigarrillo tras otro sin dejar de hablar, hasta que debajo de sus
pies quedaron un montón de colillas pisoteadas. A la señora
parecía no importarle. Parándose de su silla nos alcanzó una
taza de té a cada uno sin siquiera mirar los puchos tirados en
el suelo. Yo me hubiera quedado dormido en el sillón tanque

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Fui a dar a la sala de una mujer que siempre habia vivido sola, la vieja
escuchaba con sumisa atención a un hombre canoso que usaba sombrero.
pensando en las mujeres desnudas si es que el hombre
canoso y ensombrecido no se hubiera callado a la primera
palabra de la señora a tal punto que el viejo cohibido tuvo
que quitarse el sombrero.

—Sabe señor, la tasa que tiene usted en la mano,


tiene más de 50 años, era de la vajilla de mi abuela. En
mi casa duran las cosas señor. Cuando yo era una niña
me daba de cabezazos en la punta de la mesa sobre la
que usted ha puesto el sombrero. Y la vitrina, las copas;
a mi difunto le gustaba pellizcarles el filo y cuando se
escuchaba un zumbidito se reía y decía orgulloso que eran
finas. Y no le digo nada de los sillones. Mi finado regresó
de su empleo hace 50 años y me dijo gritando desde la
puerta: “Seré un pobre diablo Rosa, pero ya tienes tu juego
de sala”. Escuchábamos la radio en ese sillón tanque. Yo
me sentaba en sus rodillas. Está nuevo porque desde que
lo compré le puse un plástico encima. A la cama le bordé
una colcha morada. Media vida me la he pasado en esa
cama, y ahí mismo me voy a morir algún día.

Qué otra cosa me queda si he dormido tanto tiempo


en el mismo sitio. Y no señor, sépalo usted, nadie va a
quitarme mis cositas. Perdone que el té esté frío, pero los
inviernos están cada vez más húmedos. Y como le venía
diciendo, esta es mi máquina de coser. Me he pasado
media vida cosiendo con esa máquina, y usted mejor que
nadie lo sabe señor. Pero como usted ve, todo está tirado
en cualquier parte. Quizás la culpa no es sólo mía sino
también suya señor (la vieja le dice eso al viejo). Lo que
más me da pena es que el Señor, el Sagrado Corazón esté
botado en el suelo.

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Nosotros dos en una calle extraña (el viejo y la vieja).
Para mí una callejuela desierta y llena de tachos de basura
y gatos sin dueño. Soy el hombre canoso que huyó y yo
lo vi correr, su cabeza blanca. Lo vi sentado en la cantina,
llorando borracho, derramando el trago sobre la mesa. Ella
dejó de hablar. Nos cegó la luz repentina de un automóvil que
se nos venía encima. El automóvil frenó delante del sillón
tanque en donde yo estaba sentado. El chofer bajó agitando
furiosamente los brazos, gritándole groserías a la señora que
recogía sin inmutarse las tazas de té. Me podían llevar a la
comisaría, pedir mi testimonio, horas de interrogatorios
(que no se los deseo a nadie) y hasta podía salir en los
periódicos: “Arman casa en la vía pública”. Antes de que
llegara el policía, yo ya me había parado del sillón y estaba
dispuesto a zafar. Al llegar a la esquina volteé (la curiosidad
se lo come a cualquiera). Vi al policía con su casco blanco
y sus correajes parado delante de la cama. La señora se
cubría con la colcha con intenciones de no moverse.

Cuando media hora después, alguien se rió en mi


cara, recién me di cuenta (quizás por el pánico) que habían
recogido el sombrero plomo del viejo y lo llevaba en la
cabeza (en una época en que ya casi nadie usa sombrero).

— 15 —
Guillermo Niño de Guzmán
(Lima, 1955)

Se graduó con honores en la carrera de Lingüística


y Literatura en la Pontificia Universidad Católica del
Perú, hizo su tesis sobre el periodo de aprendizaje en
la vida y obra de Ernest Hemingway. Inicia su vida
periodística como corresponsal en la guerra de Bosnia
y el conflicto bélico entre el Perú y Ecuador (1994).
Como cuentista escribió Caballos de medianoche
(1984), Una mujer no hace un verano (1996) y Algo
que nunca serás (2007), tiene una novela histórica
para jóvenes El tesoro de los sueños (1995), en ensayos
y artículos dirigió La búsqueda del placer (1996) y
Relámpago sobre el agua (1999) y en relatos presenta
La caza de la mujer jaguar (2011). Por otra parte, ha
contribuido con textos críticos en diversos catálogos
de pintores y fotógrafos peruanos.

— 17 —
El sol de las brujas

— 19 —
—¿Ella sabe que estoy aquí? —me preguntó, muy serio,
quizá demasiado para su edad.
—Claro —le contesté—. Háblale, si quieres.
—¿Qué le digo?
—No sé. Lo que te salga de adentro. —Él asintió. Al cabo
de un momento, me dijo:
—No se me ocurre nada.
Lo vi un poco cabizbajo y me arrepentí de haberlo traído.
—Bah, no te preocupes —le dije, acariciándole la
cabeza—. Basta con que pienses en ella.

Nos quedamos en silencio. Es difícil hablarle a un pedazo


de césped, pensé. Él se inclinó y posó las manos sobre la
lápida. Sus pequeños dedos recorrieron los surcos del epígrafe
grabado en bajo relieve como si fueran las líneas de un rostro.

El cementerio ocupaba la parte alta de una colina. Era


una vasta explanada de hierba recortada y mullida, sin árboles
y con pequeñas ondulaciones, y se asemejaba a un campo de
golf. La vista era estupenda. Desde allí se podía divisar la
ciudad, el reguero de casas y edificios, el complejo nudo de
calles y avenidas que se extendían a lo ancho y largo del valle.

Las lápidas no destacaban sobre el terreno, ya que habían


sido colocadas en posición horizontal. Todas eran del mismo
tamaño —unos monolitos rectangulares de mármol cremoso,
tiznado por la intemperie— y habían sido dispuestas en hileras

— 21 —
Era la primera vez que venía a visitar a mi madre, y traía conmigo a su nieto.
Él nunca la conoció, pero eso no fue impedimento para que le diga unas palabras.
ordenadas, como fichas de dominó boca abajo. No había
epitafios ni recordatorios. Las inscripciones se limitaban a
consignar los nombres y las fechas de nacimiento y de muerte.

Era la primera vez que venía. Cuando mi madre


falleció, yo vivía fuera del país y no había podido asistir al
funeral. Ahora había vuelto después de mucho tiempo y
había traído a mi hijo.
— ¿Nos vamos? —le dije. Ya no se veía a nadie en los
alrededores.
Él levantó una mano y susurró:
—Un momento. Le estoy diciendo algo a la abuela.
—Está bien. No hay apuro.

Volví a mirar hacia la ciudad. El cielo encapotado


se rasgó de pronto y asomaron unos jirones de luz que,
en cuestión de segundos, se ensancharon e inundaron el
horizonte con un fuerte resplandor. El sol de las brujas,
pensé, y me acordé de aquellas viejas historias que había oído
cuando era niño y que se referían a aquel fulgor repentino
que estallaba en los días más grises del invierno, al caer la
tarde, contra todo pronóstico. En un último intento, el sol
volvía a la carga y rompía la densa costra de nubes, como si
quisiera doblegar a la oscuridad que se avecinaba.

Contemplé el fenómeno y luego me percaté de que mi


hijo se había tendido sobre la hierba, delante de la lápida.
—¿Qué haces?
—Nada. Solo quería saber cómo se siente estar así.
¿Está prohibido?
—No, supongo que no.
—Oye, pa.

— 23 —
—¿Sí?
—Todo se ve distinto desde aquí. ¿Por qué no te echas
a mi lado?
—¿No está muy húmedo?
—Ven —me insistió—. Un ratito nomás.
—Bueno.

Me estiré junto a él y pasé mi brazo bajo su nuca


para que estuviera más cómodo. El olor de la hierba recién
cortada era muy intenso. Permanecimos callados mientras
observábamos las extrañas figuras que las nubes formaban en
el cielo. Era una sensación agradable y me asaltó la ilusión de
estar flotando a la deriva en un mar inusualmente calmo, con
la luz que rebotaba sobre el espejo del agua.Una corriente de
aire frío nos hizo levantar. El sol había desaparecido, aunque
persistía un brillo lejano.
—Vamos —dije—, se ha hecho tarde. Tu madre es capaz
de llamar a los bomberos.
Él sonrió.
—Mejor te cierro el cuello —le dije, abotonándole el
abrigo—. Ahora comienza a hacer mucho frío.
—Sí —dijo él—, pero no me importa.

Lo abracé y caminamos en silencio por entre las


lápidas, hundiendo nuestros pies en la hierba. Después
sentimos la grava del sendero y recorrimos el centenar
de metros que nos separaba del estacionamiento, donde
aguardaba solitario nuestro auto. Mi hijo subió y le ajusté el
cinturón de seguridad. Luego rodeé el vehículo y antes de
deslizarme tras el volante, con la puerta entreabierta, me
volví y eché una última ojeada a la ciudad que se esfumaba
a lo lejos. La claridad se había desvanecido, pero la noche

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no había llegado del todo. Pequeñas luces empezaban a
titilar en todo el valle. Entonces el recuerdo me vino de
golpe, como una lluvia imprevista de verano.

Yo ya había estado allí, mucho antes de que fuera un


cementerio. No lo había recordado simplemente porque
nunca había venido de día. En ese tiempo era una gran loma
de arena que se alzaba sobre un conjunto de urbanizaciones
nuevas, casi despobladas. Había una pista estrecha que
conducía hasta un mirador ubicado cerca de la cima, que
había sido construido para atraer a los compradores de
terrenos. Lo había descubierto paseando con Verónica, mi
novia de la universidad, cuya familia se había establecido en
las inmediaciones. Como nadie frecuentaba el lugar por las
noches, lo convertimos en nuestro refugio secreto.

Verónica tenía una hermosa cabellera de tono castaño


que le rozaba la cintura. Me encantaba su actitud desafiante,
la mirada traviesa con que me incitaba a correr riesgos y
quebrar mi habitual reserva. Usaba unas faldas ceñidas
que resaltaban sus piernas largas y esbeltas, las cuales solía
apoyar sobre mis muslos cuando nos sentábamos en una
banca del patio de la universidad. Ajena a las miradas
impertinentes, solo era consciente del placer y turbación que
su atrevimiento podía suscitarme. Pasábamos juntos mucho
tiempo y preferíamos estar sin compañía. Los sábados por la
noche subíamos al mirador en mi Volkswagen y bebíamos
unas cervezas mientras contemplábamos la ciudad que
hervía a lo lejos. Luego nos besábamos y hacíamos el amor
dentro del coche, arrebatados por el deseo de los veinte
años, aunque aguijoneados por un extraño desasosiego,
como si presintiéramos la inminencia de un desastre.

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La situación dio un vuelco cuando me ofrecieron
una beca para continuar mis estudios en el extranjero.
Dudé bastante en aceptarla, pues me resistía a alejarme
de Verónica. Sin embargo, ella me animó a irme. Sus
argumentos fueron irrebatibles. No podía desperdiciar
una oportunidad semejante. Después de todo, yo estaría
fuera solo un año. Si rechazaba la beca, tarde o temprano
lo lamentaría. Y, en caso de que más adelante me surgiera
una oferta de trabajo, ella se reuniría conmigo. Al final, sin
estar convencido del todo, emprendí el viaje. Por supuesto,
ignoraba que me iba para siempre.

No me resulta fácil explicar qué fue lo que ocurrió y


por qué no regresé. Solo diré que, cuando eres joven, cada
vez que doblas una esquina se abren nuevos derroteros y
perspectivas, pasajes insospechados que te llevan a otros
ámbitos y territorios jamás entrevistos. Todo sucede más
rápido de lo que imaginas. Si no coges un tren, el siguiente
tiene otro destino.

Han pasado muchas cosas desde entonces. Ahora


mi madre yace en ese cementerio, el mismo lugar donde
Verónica y yo nos entregábamos a febriles y desesperados
juegos amorosos. Lo que no ha cambiado es el panorama de
la noche, las luces que oscilan a la distancia, la ciudad que se
agazapa entre las sombras como una bestia herida.

Entré al auto, arranqué el motor y comenzamos el


descenso, serpenteando por la falda de la colina en penumbra.
Miré a mi hijo. Se había quedado dormido. Estiré la mano,
aferré la suya y nos adentramos en la noche oscura.

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Carlos Rengifo
(Lima, 1964)

Estudió Ciencias de la Comunicación en la


Universidad de San Martín de Porres, especializandose
en periodismo. Trabajó en diferentes medios de
comunicación y colaboró activamente en diversas
revistas literarias, gracias a ello incursionó como
escritor y publicó libros de cuentos como El puente
de las libélulas (1996), Criaturas de la sombra (1998)
y El rumor de la tormenta (2007), en novelas presenta
La morada del hastío (2001), La casa amarilla (2007),
Uñas (200t8) y La chica del sótano (2011), en glosas
publicó Prosas impúdicas (2005). En el 2011 con la
novela El jardín de la doncella ganó el XIV Premio de
Novela Corta Julio Ramón Ribeyro del Banco Central
de Reserva del Perú.

— 27 —
La primera vergüenza

— 29 —
Menuda manera de enterrar las cosas tradicionales y
nativas, de irlas olvidando porque el presente apremiaba
con su soplo rápido, urgía a quien se quedaba atrás a correr
con el ritmo de los tiempos, hábil mecanismo de aparentar
ser modernos y actuales, y estar prestos a divertirnos con
la llegada de la novedosa era, navegantes del ciberespacio
que ocultaba a todos en el anonimato, en la quietud del
deslumbramiento a través de los monitores, alejados ya
del calor de un encuentro cara a cara. ¿Quién podría ser
el que estaba del otro lado y quién el que respondía? La
imaginación en este caso era el recurso para dibujar rostros
y actitudes, y hasta sentimientos, y aquella capacidad no
fue ajena a Cenicienta que chateaba todas las tardes luego
de llegar del colegio.

Se despojaba del uniforme, almorzaba al vuelo


y durante dos o tres horas nadie la podía sacar de la
computadora, a la que estimaba más que a sus propias
muñecas. Conectada a la red se comunicaba con los que
había aceptado en su lista de messenger, y escribía eufórica
las respuestas en un diálogo que tenía mucho de ingenuidad
y de frases hechas. Con quien más intercambiaba mensajes
era con Garfield, que al coincidir por primera vez en un
chat le había dicho que era solitario, enfermizo y de nueve
años, uno más de los que tenía ella. En breves minutos
simpatizaron, luego enlistaron sus e-mails y a partir de
entonces se conocieron por medio de palabras que traían

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Cenicienta era la única persona con una identidad verdadera
dentro del anonimato del ciberespacio.

— 32 —
consigo reacciones, quejas, gustos comunes. La madre de
Cenicienta le gritaba que hiciera sus tareas; pero ella no se
apartaba del monitor hasta que Garfield se despidiera con un
«chao, nos vemos, tengo que tomar mis medicinas». Luego
abría sus cuadernos, preparaba lapiceros, reglas y lápices de
colores, y emprendía sus quehaceres escolares.

No era de las estudiosas, pero se defendía, traía a


casa la libreta de notas con puros azules y el uniforme
sin un ápice de suciedad ni de arrugas. «¿Tú no juegas
en los recreos?», le preguntaba su madre. Ella, en
efecto, casi ni se movía. Silenciosa y huraña, apenas si
participaba en clase, y durante los recreos se la pasaba
sentada en un rincón, viendo cómo los demás niños se
divertían. No tenía amigos, hablaba con algunas de sus
compañeras de aula por compromiso, y su único deseo
era que acabara la mañana cuanto antes para ir a casa
y encender la computadora. Con el mouse en la mano
podía olvidarse hasta de comer, hipnotizada por la
alegría de «encontrarse» con Garfield, quien la distraía
describiéndole a su perro San Bernardo, y la hacía
reír. Le mandaba caritas felices, signos graciosos; ella
contestaba enviándole corazones rojos. La relación se
fue gestando entre oraciones tipeadas a toda prisa y webs
que se abrían de improviso mostrando vistosas imágenes
de publicidad. Al cabo de un tiempo él le propuso que
fueran cibernovios y ella no tuvo que pensarlo mucho
para aceptar encantada. Esa misma tarde recibió su
primer beso virtual, el cual la entusiasmó sobremanera.
Contenta, se sintió diferente, más mujercita, y fue a
contárselo a su almohada sobre la cual reposó la cabeza
llena de proyectos y de planes.

— 33 —
Sus «citas» se daban generalmente a las tres, cuando
entraban en línea y empezaban a dialogar, al principio
de nimiedades, pero después de lo que les inquietaba.
Cenicienta le decía, por ejemplo, que estaba harta de su
madre porque no dejaba de reprenderla, y él respondía que
sentía lo mismo por su padre, a quien veía solo de vez en
cuando. Ella comentaba que su hermanito menor era un
tonto, y Garfield que la suya era igual. Cenicienta le enviaba
tarjetas musicales; él postales con vistas de Disneyworld
donde había ido, según dijo, en unas vacaciones. Lo
imaginó delgado, pálido, con un hoyuelo en la mejilla;
soñó con él por las noches, abrazada al oso de peluche que
era su confidente. Cuando se cansó de figurarlo, le urgió
que le mandara una foto suya, pues ya no bastaban las
palabras, y al día siguiente halló en su correo la fotografía
de un niño sonriente, de cabello oscuro y ojos claros. Saltó
de alegría, era mejor de lo que había esperado, ahora sí
estaba verdaderamente enamorada. Para corresponder a
aquel gesto le envió también su foto, una en la que aparecía
sentada ante un sándwich gigante en uno de esos locales
donde venden hamburguesas.

Garfield le comunicó que era muy linda, que poseía una


sonrisa de princesa y que él también estaba «templadazo».

Comenzó una etapa de idas y vueltas, de goces


interiores en cada mensaje dado y recibido, en medio de un
«romance» que iba llenando a Cenicienta en sus horas libres,
atrapándola dentro de un único espacio que creía suyo, allí
donde no estaban sus padres para gritarle, donde nadie se
interponía en esa hermosa relación. ¿Qué importaban los
castigos por sacar bajas notas en matemáticas, si del otro

— 34 —
lado del monitor siempre iba a estar su cibernovio para
consolarla? Una tarde él le hizo saber, puesto que entre
ambos había nacido algo bello, su deseo de conocerla
personalmente. Lo había pensado mucho, y no era justo que
solo se alegraran a la distancia.

A Cenicienta aquella idea ni se le había pasado por


la cabeza; su «amor» abarcaba el pequeño territorio de las
ventanas que se abrían tras un clic en la pantalla, y salir de
este universo era como romper la magia de lo intocable para
mancharla con la fealdad de la vida cotidiana. Sin embargo,
como estaba cerca la fecha de su cumpleaños, sugirió que
se vieran ese día especial, en casa, ya que los padres habían
dicho que lo celebrarían pese a su negativa. «Me van a
preparar un lonche y vendrán mis primos», escribió. «Sería
mostro que te aparecieras». Garfield prometió que iría, que
la pasarían bien; sin embargo, aquel día no dio ni rastros, ni
siquiera entró en el messenger donde ella estuvo chateando
un buen rato con amigos de México y de España.

Molesta, la tarde siguiente le mandó un mensaje


diciéndole que era un mentiroso, que lo había estado
esperando con un pedazo de torta, el más grande, y él se
disculpó aduciendo que no pudo asistir por cuestiones de
salud. «Ahora todo el día me quedo en cama», tipeó, «mi
mami me da mis medicinas y veo tele hasta cansarme».
Cenicienta le advirtió que no lo perdonaría hasta que
le enviara cinco tarjetas musicales, cuatro poemas, tres
imágenes de gatos, dos de ponis y una lista de chistes.
Garfield cumplió a vuelta de correo, tras lo cual insistió
en verla. Se sentía muy solo, sin nadie que lo visitara, ni
sus compañeros de aula, de modo que sería una buena

— 35 —
idea que ella lo fuera a ver. Sus padres la recogerían
con el auto en el colegio y almorzarían juntos; luego la
llevarían a casa.

Desde que la dejó plantada, a Cenicienta se le había


metido el bichito de la curiosidad, más aún cuando él
empezó a explicarle las fases de su extraño mal, que no
era contagioso pero que podría acabar irremediablemente
con su vida. El hecho de enterarse de la gravedad de su
enfermedad, y que más tarde tal vez ya no sabría más de
él, la entristeció. De modo que, contagiada además por el
espíritu servicial de la madre (quien, una vez a la semana,
atendía como voluntaria a los ancianos desahuciados de
un asilo), aceptó. Y el día fijado, a la salida del colegio,
mientras esperaba a los padres de Garfield con la mochila
a la espalda, se sintió como una enfermera, o mejor, como
una doctora que iba a ver a su paciente.

Un Tercel azul se detuvo ante la acera y de él surgió


una mujer elegante que se acercó a Cenicienta. Sonriente, se
identificó como la madre del cibernovio, de quien aseguró que
estaba muy entusiasmado por verla. Halagó la belleza de la
niña, su pulcritud al vestir, señaló al marido que las esperaba
en el volante, y cogiéndola de la mano la llevó hasta el vehículo.
—Tengo que llamar a mi mamá —dijo Cenicienta. La
mujer asintió, sin dejar de sonreír.
—En casa puedes hacer todas las llamadas que
quieras —dijo. Abrió la portezuela trasera y la hizo entrar.

Durante el trayecto, el padre de Garfield habló de lo


adelantado que estaban los niños de ahora, de la facilidad
con la que entendían de informática, con la que captaban

— 36 —
todo de inmediato. «Hoy los niños nacen más vivos»,
decía, y la madre estaba de acuerdo: «Si parecen unos
pequeños adultos, con las respuestas sabias que te dan».
Otra cosa que le llamaba la atención, aparte de lo rápido
que crecían, era que tenían actitudes y comportamientos
distintos a los infantes de su época.
—Claro pues, si nosotros no teníamos computadoras
—dijo la madre.
—No solo eso; me refiero al hecho de que, antes, los
niños no se aburrían —replicó él—. Siempre estábamos
corriendo de un lado a otro, haciendo travesuras, jugando
al trompo, a la plancha quemada...
—Al teléfono malogrado —acotó la mujer, nostálgica.
—Sí; teníamos más contacto con la tierra, con la
naturaleza. Ahora, en cambio, los mocosos no se mueven
de sus computadoras ni para ir al baño. La única actividad
física que realizan es la de pulsar el índice sobre el mouse.
Sus juegos son muy mecánicos; debe ser por eso que se
aburren tanto, ¿no crees?

La madre de Garfield asintió y volteó hacia Cenicienta.

—¿Y tú también te aburres? —le preguntó.

Ella, que había estado mirando por la ventanilla, negó


con la cabeza. Había visto cómo el paisaje fue cambiando
paulatinamente, de casas limpias y modernas, con jardines
bien cuidados, a viviendas lúgubres y opacas, sin ningún
aditamento especial que las hermoseara, que las hiciera
atractivas a la vista o, por lo menos, dignas para vivir.
—¿Ya vamos a llegar? —quiso saber.
—Falta poco —dijo el padre.

— 37 —
El auto se internó en una zona de callejuelas accidentadas;
cuando empezó a dar vueltas en zigzag, ella sintió que se
mareaba, que los baches por los que pasaban la adormecían.
No sabía por qué de pronto se le cerraban los ojos, a lo mejor
era por el cansancio, producto de las horas seguidas de clase,
o tal vez por el efecto de un aerosol que le pareció haber oído
a su costado. Sea como fuere, y sin importarle ya por dónde
iba el vehículo antes de llegar a su destino, se quedó dormida.

Despertó con dolor de cabeza, tendida sobre una cama


de colchas coloridas. Se incorporó, vio intrigada de un lado
a otro todo lo que contenía la habitación en la cual estaba.
Había juguetes, objetos infantiles, estantes con revistas, dos
computadoras. Pensó que era el dormitorio de Garfield; se
preguntó dónde estaría, por qué no la habían despertado
para que lo viera. Iba a salir de la cama, cuando entró el
padre con gesto adusto.
—Qué bueno que ya estés despierta —dijo—. Vamos a
acabar con esto de una vez.

Cenicienta le preguntó por su hijo y él no contestó.


Serio, encendió las computadoras, sustrajo del estante
algunas revistas que las arrojó sobre la cama. Al rato apareció
la madre, esta vez sin sonreír, mirándola fijamente a los ojos,
luego ignorándola por completo. «¿Qué pasa?», se preguntó.
No entendía nada. Era como si no la conocieran, o como si
estuvieran enojados con ella. Volvió a inquirir por Garfield
y ambos cruzaron las miradas, esbozaron un rictus.
—Te dije que ese nombre funcionaría —dijo la mujer.
—Sí, tuviste razón, aunque yo hubiera preferido otro
—respondió el hombre—. Los niños ya no se tragan tan
fácilmente los nombres comunes.

— 38 —
De un maletín extrajo una cámara fotográfica, la
revisó, se la colgó al cuello. Del mismo maletín sacó una
pequeña filmadora y la puso sobre la mesa en la que estaban
las computadoras encendidas.
—Prepárala —le dijo a la mujer—. Voy por el otro niño.

Esta se acercó a Cenicienta y empezó a hablarle. Mientras


la escuchaba un miedo terrible se iba apoderando de ella,
un malestar ominoso que subía desde la ingle y atravesaba
su estómago hasta colmarla en una suerte de golpe trémulo,
de fuego quemando su interior. El pánico le hizo brotar las
lágrimas que se deslizaron raudas por sus mejillas, todavía sin
entender muy bien qué pasaba, percibiendo que se hundía en la
inquietud más horrenda, en el temor jamás imaginado, el cual
la inducía a obedecer guiada por la siniestra dulzura de una
amenazante voz. Envuelta en el frío de su propia desnudez vio
nacer la primera vergüenza tras los flashes que la asediaban de
todos lados, y aguantó la exhibición tragándose las ansias, la
angustia torturadora, sumando al espanto la certeza de haber
roto de un tirón su candidez, de haberse desgarrado en esos
momentos su frágil inocencia.

— 39 —
Alina Gadea
(Lima, 1966)

Se graduó en Derecho en la Pontificia Universidad


Católica del Perú y estudió en la Escuela de
Escritura Creativa del Centro Cultural PUCP.
En el 2009 publicó su primera novela Otra vida
para Doris Kaplan y tres años después presentó
Obsesión. Entre sus reconocimientos obtuvo el
Premio Copé Bronce 2006 en la XIV Bienal de
Cuento Petroperú con La casa muerta (relato
casi autobiográfico), en 2010 logró una mención
honrosa con su poemario A veinte centímetros
del suelo en el Concurso de Poesía Scriptura.

— 41 —
La casa del acantilado

Para mi hija Alina

— 43 —
Nosotros vivíamos en una casa estilo Tudor, cuya
espalda colindaba con la de otra similar. Tenían la
particularidad de ser frescas en el verano y cálidas en el
invierno; abríamos las ventanas que daban al acantilado o
llenábamos la chimenea con leña.

Desde los altos podíamos ver la parte posterior de la


casa vecina. El jardín de ellos estaba separado del nuestro
por un muro, cuya enredadera compartíamos y podábamos,
una vez ellos, una vez nosotros. Más allá del jardín y la
espalda de la casa gris, se veía el mar sin color, de invierno.

A la hora del almuerzo era hermoso mirar a Teresa


desde nuestra ventana, a través del jardín. Todos los días a
la misma hora, sentada a la cabecera del comedor enorme
de madera. La casa era gris por fuera y por dentro y tenía
el acabado imperfecto del adobe en las paredes. No sólo era
antigua la casa, sino todo lo que había en ella. Teresa y don
Eduardo siempre fueron viejos desde el principio, desde que
nací y lo siguieron siendo por muchos años.

Lo que más me gustaba era el comedor. Años después


descubrí que no era tan grande, sino que sólo lo era a los ojos
de una niña pequeña. Tenía dos aparadores con porcelanas
antiguas y platería. Una ventana de cocadas ocupaba casi la
totalidad de una de las paredes y en la de enfrente había un
cuadro del pintor Merino.

— 45 —
Nosotros vivíamos en una casa estilo Tudor, al igual que Teresa y don
Eduardo. Esas casas tenían una vista al acantilado y la particularidad
de ser cálidos en invierno.
No sé realmente si yo la veía o sólo la adivinaba sentada
a la mesa del comedor, porque ahora que lo pienso, la puerta
que daba al jardín no era lo suficientemente grande para
verla a través de la ventana de los altos de mi casa. Da lo
mismo, porque me parece que la veo hasta ahora, con la
campana de plata en la mano.

Teresa vestía de la manera más elegante que jamás haya


visto. Salía todas las mañanas a misa. Alguna vez la vi con
un sastre de lino color manteca, entallado, con medias de
seda del mismo color y zapatos estilo Channel con la punta
de charol negro y cartera a juego. Tenía una belleza rara que
le venía de adentro y le salía por los ojos.

Ellos nunca tuvieron hijos, no sé si porque se casaron


muy tarde o porque simplemente así les tocó, pero pienso
que tal vez de haberlos tenido, ella no hubiera sido tan
cariñosa conmigo.

En mis paseos largos en bicicleta daba la vuelta a la


enorme manzana. Es curioso, porque hasta ahora después
de tantos años, cuando paso por ahí, veo que la manzana de
nuestras antiguas casas sigue siendo enorme, aunque ahora
poblada de edificios. Su casa silenciosa, con el sonido de la
campana a la hora del almuerzo, es ahora una construcción
aparatosa y moderna de quince pisos; donde antes vivían
Teresa y don Eduardo ahora viven veinte familias.

Pero volviendo al pasado, frecuentemente buscaba


a Teresa. Ella me invitaba a tomar helados. Yo pasaba la
verja por la pequeña puerta de madera y dejaba la bicicleta
en el zaguán de la casa. Recuerdo un olor a naranjas y una

— 47 —
quietud especial. El crujido del piso apolillado de pino oregón
me hacía volver en mí. Atravesaba la sala con los cuadros de
sus antepasados pintados por Merino. Ella entraba y salía del
comedor a su cocina. Traía un pastel recién horneado y tibio y
unos helados batidos por ella servidos en una copa de cristal.

Un día don Eduardo murió. Era ya muy viejo y se fue a


la manera que ellos tenían de hacer las cosas; discretamente.
Ella nunca derramó una lágrima, al menos no delante de
nosotros. Tal vez lo haría cuando nadie la veía. Siguió su
vida, siempre con una sonrisa plácida en la cara.

Al cabo de unos meses, durante las noches, Teresa


comenzó a sentir ruidos en los bajos de la casa. Una noche
se encerró en su cuarto echándole dos vueltas de llave a su
puerta. Después de un rato de oír pasos y puertas que se
abrían y cerraban se durmió exhausta y asustada. Al día
siguiente, al bajar, se encontró con que faltaban algunas
cosas como las piezas de plata que guardaba en el aparador.

A la noche siguiente cerró bien la puerta principal y la


de su cuarto. Se dispuso a dormir luego de unas abluciones y
ponerse su camisón de hilo blanco. Dormía tranquilamente
cuando un ruido la volvió a sobresaltar. Esta vez se levantó
y trancó como pudo la puerta con un pequeño mueble en
forma de riñón que se encontraba a la entrada del cuarto. Los
ruidos continuaban en el primer piso de la casa. Esta vez se
oía que cortaban y arrastraban algo. A la mañana siguiente
se levantó y bajó despacio, agarrándose de la baranda. Notó
que faltaba algo, pero no sabía exactamente qué era. Luego
de unos instantes descubrió que de los cuadros de Merino
solo quedaban los marcos de pan de oro.

— 48 —
—Han cortado los lienzos con una navaja y se los
han llevado enrollados— pensó. Así fueron pasando los
días, con su habitual calma interrumpida por los visitantes
indeseables y desconocidos que venían a la casa por las
noches, a llevarse los recuerdos de su vida y de su familia,
que era lo único que conservaba y sus únicos acompañantes.

Unos meses más tarde la casa había sido desmantelada,


dejándola aún más solitaria de lo que ya estaba con ella y sin
don Eduardo. Era un páramo, sin siquiera muebles donde
sentarse. Qué lejos había quedado el comedor con el sonido de
la campana de plata. La quietud de la casa que me complacía
tanto se había convertido en un silencio estremecedor.

Un día de invierno Teresa salió de la casa con su


habitual serenidad. Vino por ella un Remisse, antiguo
Chrysler imperial negro de la estación de taxis de
Miraflores. El viento soplaba desde el acantilado. Sólo
llevaba dos maletas que el chofer colocó en la maletera.
Nunca más regresarían aquellas tardes.

Una mañana fría vi por la ventana, por la que solía mirar


a Teresa, una cuadrilla de hombres desperdigados por toda
la casa. En los lados del techo a dos aguas, en el jardín y en
los alfeizares de las ventanas. El adobe es sumamente fácil
de demoler. En unas horas, con sus picos y palas, habían
terminado con cien años de historias, con recuerdos de
familias que vivieron felices alguna vez ahí. La casa había
muerto, pero Teresa siguió viviendo cerca de nosotros. Pasaron
muchos años desde el día que Teresa se fue. Frecuentemente
pensaba en ella y hubiera querido volver a verla en su casa del
acantilado. ¿La encontraría donde se mudó?

— 49 —
Un día me decidí a visitarla. La casa quedaba a pocas
cuadras de las que fueron nuestras, pero no tan cerca del
mar. Me detuve en la vereda polvorienta. Miré la fachada.
Era gris como la anterior, aunque afrancesada y de un estilo
neoclásico, con columnas blancas, molduras de yeso y piso
de cuadros blanco con negro. No era tan antigua como la
casa de mi recuerdo de la niñez, pero lo era de todos modos.

Los microbuses pasaban delante de mí. La polución,


el ruido de las bocinas y la aglomeración de gente por un
lado, y por el otro, la quietud que emergía de la casa. Estaba
enquistada entre dos inmensos edificios tugurizados
con bodegas, grandes almacenes, oficinas y personas
entrando y saliendo apresuradamente, casi todas jóvenes y
advenedizas en ese barrio.

Teresa y su casa formaban parte del pasado; las dos


eran especialmente delicadas y diferentes en su esencia a
todo lo que las rodeaba.

Poco después que toqué la puerta una mujer la abrió,


mirándome con desconfianza desde el zaguán a través de
la verja que separaba la casa de la calle. Llevaba un manojo
grande de llaves antiguas y pesadas. Después de algunas
preguntas me hizo entrar. Había algo en el aire que hacía
acordar a aquella casa del acantilado. Era un olor a mantel
almidonado y a naranjas.

Desde la sala me pareció ver la mesa del comedor


que yo solía mirar desde mi ventana. No lo era. Sólo era
el pasado tratando de colarse en el presente. Se adivinaba
un jardín detrás del cual por un momento creí encontrar

— 50 —
la parte posterior de la casa en que viví. Tampoco lo era;
debí confundirme por unos instantes entre el ayer y el hoy.
La línea que los divide, a veces, es tan tenue que por unos
segundos puede hacernos creer que seguimos siendo niños.

Teresa bajó las escaleras como en esas tardes de antes.


Y fui a visitarla muchas veces más. Cada vez me iba de su
casa con la sensación de que ella seguiría viviendo siempre
cerca de nosotros. Hasta un tiempo después que por motivos
absurdos no volví a visitarla. Tal vez por esas cosas que nos
distraen de lo que verdaderamente nos importa.

Un día pasé en el carro delante de su casa con dirección a


un gran almacén. Un letrero en la ventana de su cuarto decía:

Ofaldi vende
Razón teléfono 2423232

Sentí el impacto de que Teresa había muerto, pero


seguí conduciendo hasta el estacionamiento de esa enorme,
abarrotada y detestable tienda impersonal.

Apenas unos días después en que volví hacia ese lugar


a comprar algo sin importancia, al pasar vi que la casa no
estaba más. Sólo había plásticos alrededor y un buldózer
removiendo los cimientos.

— 51 —
Ricardo Sumalavia
(Lima, 1968)

Estudió Lingüística y Literatura en la Pontificia


Universidad Católica del Perú, luego siguió una
Maestría de Literatura Peruana y Latinoamericana
en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos,
actualmente se desempeña como docente y
traductor. Entre sus principales publicaciones
destacan Habitaciones (1993), Retratos familiares
(2001), Enciclopedia mínima (2004) y Enciclopedia
plástica (2016). Fue finalista del Premio Herralde
2006 con la novela Que la tierra te sea leve.

— 53 —
Puertas marrones

— 55 —
Mi padre nunca quiso tener muchos amigos, pero
los pocos que llegaron a frecuentar la casa lo hacían con
un gran respeto y consideración a sus años como agente
municipal. Y este aprecio siempre les fue devuelto como
era debido. No era de extrañarse, entonces, que lo buscaran
para comunicarle que don Félix, su amigo, había muerto.
Le contaron que había sido arrollado por un auto en el jirón
Carabaya, frente a su taller de imprenta, justo cuando salía
acompañado por sus operarios. «Fue absurdo», repetían
estos mirando a mi padre y viéndose entre sí, como
sobrevivientes de una inadvertida batalla. Agregaron que
don Félix murió mientras era llevado dentro del taller.

La ambulancia ya había sido llamada, pero solo llegó
para certificar la muerte de quien aún yacía sobre una
mesa, entre letras de molde y pliegos de papel, a la espera
del fiscal de turno.

Le dijeron a mi padre que por su condición de amigo


él era el indicado para darle la noticia a doña Lucía y sus
hijos. La familia de don Félix vivía en la calle siguiente,
al final de una larga cuadra elevada, semejante a una
pendiente, que se truncaba en una plazoleta frente a la
Iglesia Santa Ana. Mi padre se mantuvo sereno. Aceptó
el encargo y luego muy cortésmente les pidió a aquellos
hombres que se retiraran. Mi madre y yo lo vimos caminar
hacia su cuarto y reaparecer con una casaca azul encima.

— 57 —
Mi madre no lloró, pero su tristeza era evidente. Ambos
intercambiaron una rápida mirada. Cuando mi padre subía
el cierre de su casaca se dirigió a mí y ordenó que me alistara,
que iba a acompañarlo a la casa de la señora Lucía. Mi madre
intervino y le sugirió que no era una buena idea; pero
él ya estaba junto a la puerta marrón de nuestra casa,
esperándome. Me alisté lo más pronto posible, y antes de
cruzar la puerta, mi madre me pasó la mano por el cabello,
alisándomelo, y me dijo que no peleara con los hijos de
Lucía. Asentí y fui a reunirme con mi padre, quien tenía
un par de metros avanzados.

Los hijos de la señora Lucía eran una pareja de doce


y diez años. A ambos les gustaba cantar y eran obesos.
Quien mejor cantaba era la muchacha, la mayor; realmente
sorprendente. El otro, a pesar de su edad, corporalmente
era bastante desarrollado y sus cuerdas vocales no le
respondían de manera tan sublime como a su hermana.
Los dos usaban anteojos de gran medida y con gruesas
monturas de carey negro que por aquellos años no era muy
usual entre los jóvenes y niños. Sin lugar a dudas la elección
provenía de la madre, ya que ella usaba unos iguales. Ella,
doña Lucía, sin alcanzar la obesidad de sus hijos, era una
mujer rolliza y atractiva. Tenía una cabellera larga, lacia y
castaña. Aún hoy puedo imaginarla con las tupidas pecas
en su rostro, concentradas bajo sus pómulos.

Mi padre y yo nos detuvimos justo en medio de las


dos hojas del portón. La entrada a aquella casa era una
gran puerta marrón de madera vieja y picada por las
polillas que, sin embargo, por ser tan gruesa y repintada,
no perdía su solidez. Era de aquellas puertas que no

— 58 —
se pueden tocar con los nudillos, sino con la palma de
la mano. Observé a mi padre humedecerse los labios
repetidas veces, como si nunca fuera suficiente para
hablar con claridad. Bajó la cabeza en un par de ocasiones
y masculló algunas palabras, repasando quizás lo que
diría. Fue en la segunda ocasión, mientras mi padre tenía
la cabeza inclinada, que la señora Lucía abrió el portón y
se quedó quieta, sorprendida, mirando a mi padre.

Detrás de ella estaban sus hijos. La mayor, Cinthia,


limpiaba meticulosamente sus anteojos con el extremo de su
blusón rosa. Para ella la sorpresa fue todavía mayor porque
no pudo reconocernos sin sus gafas puestas. Observé a su
hermano Elías y no encontré en él ninguna reacción. Nos
miraba con indiferencia.

Fue notable ver a mi padre erguirse de inmediato


y saludar a la familia de su amigo. Mientras él hablaba
iba avanzando hacia el patio, obligando, a su vez, a
retroceder a la señora Lucía y sus hijos. No recuerdo
con exactitud qué le dijo a aquella mujer, lo cierto es que
ambos atravesaron el patio y entraron a la sala de la casa
por una puerta angosta. Creo recordar en ella un penoso
gesto de angustia.

El patio, aunque no muy espacioso, era una magnífica


extensión de la casa. Estaba adornado por frescas plantas de
grandes hojas que se erguían en macetas igual de grandes.
Varias puertas, todas marrones, rodeaban este patio. Cada
una correspondía a un ambiente distinto: a la sala, la cocina,
un baño y dos que supuse daban a las habitaciones de Elías
y Cinthia, y a la de sus padres.

— 59 —
Cuando nos quedamos solos los tres, permanecimos
en silencio. A los hermanos parecía no importarles la
visita de mi padre; solo Cinthia, por un instante, trató
de agudizar su debilitada vista por una de las ventanas
que daba a la sala. Pronto desistió y se volvió hacia mí.
Pensé que me diría algo, que me interrogaría por nuestra
presencia, pero no fue así. Alzó los brazos y de inmediato
me rodeó con ellos, dándome un fuerte estrujón. Yo me
encontré completamente inutilizado y sin aire. Traté de
echar la cabeza hacia atrás, pero aún así sentí su respiración
caliente y agitada. Atenazado y confundido como estaba,
no atiné a librarme del abrazo. No había imaginado antes
que Cinthia tuviera los senos tan desarrollados para su
edad. Supongo que la curiosidad hizo que me rindiera por
unos momentos. Luego la escuché soltar una risita que
resonó como el chillido de un ratón y me apretó todavía
más contra su cuerpo.

Su hermano le ordenó de repente que me soltara.


Solo entonces, ante las palabras de Elías, los brazos de
ella fueron cediendo hasta finalmente abandonarme. Al
verme librado él me cogió de los cabellos y tiró de ellos en
un violento vaivén, hasta hacerme caer cerca de la puerta
del baño. Me puse de pie instintivamente, muy rápido, y al
verlo venir no dudé en meterme al baño y trancar la puerta.
Estaba muy oscuro adentro; no obstante, preferí no
encender la luz, quizás pensando que así me protegía o a lo
mejor escapando de la expresión ridícula que debía tener
reflejada en el espejo de aquel lugar. También recuerdo
que de la redecilla del sumidero se escapaba un olor acre
que se espesaba y mezclaba con aromas de jabones y
desinfectantes. No tenía intenciones de salir de allí, pues

— 60 —
me encontraba aturdido, con la cabeza adolorida y muchas
ganas de llorar. Pegué el oído a la puerta para saber si ellos
me obligarían a salir. No oí nada. Sin embargo, por esos
intentos pude escuchar algo, descubrí un haz de luz que
atravesaba la puerta y que salía de un diminuto agujero
que me permitió ver qué era lo que hacían ellos afuera.
El susto y el dolor me abandonaron enseguida; saber lo
que sucedía en el patio me tranquilizaba, solo tenía que
observarlos y esperar a que mi padre me llamara.

Por el agujero únicamente podía ver a uno de los dos


hermanos. A ratos parecían discutir; en otros era como si
se estuvieran poniendo de acuerdo. En ningún momento
miraron a la puerta del baño. Pasado unos minutos Cinthia
fue hacia una de las puertas, la que debía ser su habitación,
supongo, y recostada sobre ésta, empezó a cantar. Lo hizo
con un tono bajo y cadencioso, como si preparara la voz
para un esfuerzo mayor. Repentinamente y sin poder
verlo escuché la voz de Elías. Su voz era aflautada pero
sabía cómo hacerla agradable. Ambos ensayaban una
canción que solían entonarla en las reuniones que mi
padre y don Félix organizaban para sus demás amigos.
Recordé que los sábados el padre de estos niños los llevaba
puntualmente donde un profesor de canto. Y aquel día
era sábado. Cinthia y Elías cantaban siguiendo la pauta
imaginaria del maestro, pero cantaban para sí mismos,
exigiéndose tonos verdaderamente difíciles de alcanzar
y mantener. Como solo podía ver a Cinthia observé su
rostro encendido y perlado de transpiración. Imaginé a
Elías de la misma manera, quizá también recostado sobre
su puerta. A veces cantaban a dúo, otras se alternaban y
siempre eran inmejorables.

— 61 —
Tardé unos minutos en darme cuenta y descubrir que
por las infladas mejillas de Cinthia corrían lágrimas. Ella se las
iba limpiando con el dorso de su mano. Pese a esto su voz no se
quebró en ningún momento ni el tono decayó. Solo concedió
que la melodía se abriese como un velo, en una pausa que
duró un segundo larguísimo, dejando un silencio propicio
para escuchar unos gemidos de placer entrecortados que
provenían de la sala, donde se encontraban mi padre y
la señora Lucía. Estos ruidos se hicieron más agitados,
interrumpiéndose a ratos por balbuceos que no alcancé a oír.

El velo se volvió a tender: la voz de Cinthia continuó


con lo suyo, esforzándose por cantar lo mejor posible. Yo
me encontraba concentrado en todo ello, tratando de
comprender lo que hacían mi padre y la señora Lucía, cuando
un estrépito proveniente del otro lado del baño me obligó a
reaccionar. Como todo estaba oscuro no entendía qué pasaba
ni de dónde provenía aquel alboroto. Sorpresivamente
la ventana del baño se abrió y vi a Elías introduciéndose
con inverosímil agilidad. Escuché sus resoplidos mientras
se colgaba de manos del marco de la ventana. Agitaba sus
piernas, rápidamente, tratando de encontrar un punto de
apoyo, pero no pudo resistir más y cayó al pie de la bañadera
dando un quejido bastante extraño, semejante a un agónico
animal. Entonces intenté salir de allí. Reaccioné muy tarde,
él ahora me tenía sujeto del cuello de la camisa. Abrió la
puerta del baño y me llevó hacia el centro del patio. Seguía
con sus resoplidos y se mostró sorprendido de escuchar a
su hermana todavía cantando. Le gritó que se callara, pero
ella no le hizo caso. Cantaba. Y ya ni siquiera se cuidaba
de secarse las lágrimas. Elías me arrastró hacia Cinthia,
tratando de cogerla con su mano libre. Apretó aún más mi

— 62 —
Elías logró ingresar al baño y me sacó a empujones hasta el
centro del patio, continuó apretando de mi camisa, mientras
Cinthia seguía cantando sin dejar de llorar.
camisa y jaló de ella. Luego me soltó y recién entonces Cinthia
dejó de cantar. Los tres dirigimos la mirada a la puerta de
la sala y vimos salir a la señora Lucía y a mi padre. Detrás
de aquellas gafas tan gruesas se veían diminutos los ojos de
la señora Lucía. Estaban irritados de tanto llorar y miraban
al suelo. En ese momento no me di cuenta de la vergüenza
que albergaba en su mirada. Sus hijos fueron hasta ella y la
tomaron de las manos. Observaban a su madre con aflicción.
Después se dirigieron a mí, como si tuviera que ser yo quien
les explicara lo que sucedía. Ante mi silencio cambiaron de
expresión y me vieron con desprecio.

Mi padre dijo que era hora de marcharse y me hizo


una seña para salir.

Salimos a la calle y desde allí escuché a la señora Lucía


hablándoles a sus hijos. No pude oír qué les decía, solo
contemplé sus rostros bañados en sudor. Luego, aunque
le fue difícil, mi padre se encargó de cerrar el portón y no
pude ver nada más.

— 64 —
ÍNDICE

Carlos Calderón Fajardo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .......................... 5


En una época en que ya casi nadie usa sombrero . .......................... 7

Guillermo Niño de Guzmán . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .......................... 17


El sol de las brujas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . ......................... 19

Carlos Rengifo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 27
La primera vergüenza . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .......................... 29

Alina Gadea . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .......................... 41


La casa del acantilado . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .......................... 43

Ricardo Sumalavia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 53
Puertas marrones . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 55

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