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La casaca verde del Che

Nos acomodamos las mochilas y cerramos la puerta de la habitación. La señora


Mary, o la tía Mary, como insistió que la llamáramos para no despertar
sospechas, recibió la llave y nos despidió sin quitarse el cigarro de la boca.
Fumaba con los brazos cruzados en la entrada de la casa, mientras su esposo y su
hijo terminaban una tabla de surf. Acuérdanse que aquí en Varadero tienen su
hogar, dijo, con la voz áspera de tabaco negro. El marido, que era metereólogo
pero que le iba mucho mejor haciendo tablas de surf para extranjeros, levantó la
vista, miró al cielo y comentó: Se viene un chubascón.
La mañana estaba tibia y nublada y el viento mecía las palmeras. El cielo se
había tornado violeta y la tormenta parecía inminente. Era el tercer día de
lluvia, de los cinco que habíamos pasado en Varadero, el paraíso del sol, y no
queríamos más. Tomamos un taxi hasta el terminal de buses para seguir a Santa
Clara.
Tienen que ir a Santa Clara, nos había dicho Bárbaro en La Habana. Allá se libró
la batalla más importante de la revolución, después de eso el Batista se fue del
país, nos aleccionaba. Con Cristina ya teníamos planes de visitar esa ciudad,
porque allí estaba enterrado el Che Guevara y porque se decía que estaba también
la casaca que había usado en esa célebre foto donde aparece mirando hacia el
horizonte. Claro que está y allí viven mis papitos. Vayánse pa' allá, decía
Bárbaro, pese a que recién lo conocíamos.
El bus salía a las doce, según indicaba el tablero del terminal. Eran las diez
de la mañana; tendríamos que esperar dos horas. Pero no era nada nuevo: en Cuba
siempre hay que esperar. Pedimos los boletos.
-No se puede -respondió el vendedor.
-¿Por qué? ¿Están agotados? -preguntó Cristina y me miró con cara de reproche.
Ella me había dicho que compráramos los pasajes el día anterior, y yo, con un
ron en la mano, alegre y confiado en nuestra última noche en Varadero, le
respondí que no se preocupara, que no era necesario, porque allí todo el mundo
anda en tour, no a pie como nosotros, y nadie iría por boletos al terminal.
-No, no están agotados. Es un bus sólo para cubanos -explicó el boletero.
Yo suspiré aliviado.
-¿Y a qué hora sale el siguiente? -preguntó Cristina.
-El de extranjeros parte mañana.
-¿Mañana?
El hombre asintió con la cabeza.
-¿Y hoy no hay más buses a Santa Clara?
El hombre negó con la cabeza.
-No puede ser. No podemos pasar otro día aquí -argumentaba Cristina y yo la
apoyaba con mi propio movimiento de cabeza.
-Sí puede ser -decía el boletero, de lo más tranquilo-, hoy no hay más buses a
Santa Clara. Quédese otro día y viene mañana.
Me acordé otra vez de Bárbaro, que nos había dicho aquí todo funciona
ordenadito, vayan tranquilos, hermanos, y recordé también el chubascón que
pronosticó el marido de la señora Mary, y los días que habíamos visto llover
sobre el mar y que no queríamos repetir.
-¿No podríamos subir al bus de cubanos? -pregunté amablemente.
El boletero, que hasta ese instante mantenía una expresión de distancia o
pereza, me miró como si hubiera dicho una blasfemia, o yo fuera un espía pagado
por la CIA, y en un momento creí que apretaría un botón y se abriría el suelo y
caeríamos al pozo de los cocodrilos; pero sólo dijo, fuerte y claro:
-No, señor, no puede. Los buses para cubanos son para cubanos; los buses de
extranjeros son para extranjeros, ¿comprende? Estas son las reglas de la
revolución y a Cuba le ha costado mucho mantenerlas. Si tienen esa urgencia,
¿por qué no cogen un taxi? Afuera los encuentran.
El rostro de Cristina se ensombreció como el día. Para consolarla -y evitar la
tormenta-, dije que seguro eso era producto del bloqueo imperialista -aunque yo
no estaba tan seguro- y le pedí que se sentara mientras iba por los taxistas.
Pero no fue necesario salir, porque ya estaban enterados de nuestra situación -
en Cuba todo el mundo se entera de tu situación- y nos rodeaban.
-¿Quieren ir a Santa Clara? -preguntó uno de ellos, de bigote ancho y profuso.
-¿Cuánto cobra? -consulté.
Cruzó un brazo por mi hombro, como si fuéramos viejos conocidos.
-Dame ciento cincuenta dólares, hermano, y ya nos vamos -dijo sonriendo.
-¿Ciento cincuenta dólares?
-Y al mediodía estás almorzando en Santa Clara. Déjame ayudarte con tu mochila.
El pasaje en bus costaba diez dólares; estábamos dispuestos a pagar más con tal
de salir ese día, pero ciento cincuenta dólares...
-No; es mucho dinero.
-¿Cuánto quieres pagar? -preguntó él, escondiendo la sonrisa tras el bigote.
-No sé, máximo cincuenta -improvisé.
-No pues, hermano. Yo te digo que por menos de ciento treinta no se puede.
Piensa: Santa Clara está a tres horas y yo te llevo a ti y a tu compañera
cómodos y tranquilos. ¿Tú sabes lo caro que está el petróleo? -disparó, pero yo
no tenía idea- Y mi carro está equipado con radio casetera y alza vidrios -
subrayó, como si fuera lo último en tecnología.
-Yo les hago un precio más barato -dijo otro. Era un hombre mayor, moreno y de
pelo canoso, con un gran habano entre los dedos.
-¿Cuánto?
-Cien dólares.
-Es mucho.
-Noventa... Nadie les cobra más barato.
Hice otras consultas y comprobé sus palabras. Noventa dólares era el precio más
económico, pero aún era demasiado dinero. Me senté junto a Cristina. Afuera el
viento levantaba papeles y formaba remolinos.
-Parece que el petróleo está caro -dije.
-No quiero quedarme otro día -contestó ella.
Los taxistas esperaban que tomáramos una decisión. Fui a la boletería y, con mi
mayor cara de amigo del pueblo cubano, traté de convencer al vendedor para que
nos dejara subir al bus de las doce. Mas no hubo caso.
El hombre no está hecho para la derrota, susurró una voz en mi interior. Era
Hemingway. Eran las palabras de Hemingway en El viejo y el mar, libro que decidí
llevar en el viaje. Resolví enfretar de nuevo a los taxistas, como el solitario
y valiente pescador de Hemingway. Lo hice amistosamente primero (amamos a Cuba,
somos amigos de la revolución), con fuerza y carácter luego (¿ustedes saben
realmente cuántos son cien dólares?) y como un soldado herido al final (por
favor, somos estudiantes, no tenemos dinero). El resultado: un tremendo e
inapelable fracaso, pero la certeza -mínima, es cierto, pero certeza al fin y al
cabo- de que no todo estaba perdido.
Entonces se aproximó otro tipo que había observado a distancia. En voz baja dijo
que mientras estuviera el guardia -guardia que no habíamos
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*****************************************************rido de la señora Mary- y
yo también me sentí iluminado.
-¿Cuánto cobra?
-Espérame que voy a verlo.
Regresó cinco minutos después, con actitud de traer buenas noticias, aunque no
nos hacíamos muchas esperanzas.
-Cincuenta.
-¿Por ambos? -preguntó Cristina.
-Sí, veinticinco y veinticinco.
A Cristina se le iluminó la otra mitad de la cara -cielo despejado- y yo me
sentí tan feliz como si hubiera ganado en la pesca milagrosa.
-Me llamo Basilio -dijo.
-Qué nombre tan bonito -respondí, cargando la mochila- ¿Dónde está su hermano?
-Allá afuera, síganme.
El hermano de Basilio estaba a cinco cuadras; poco más y salimos de Varadero.
-Es que no es un taxi oficial -nos explicó.
No era un taxi oficial, y con mucha solidaridad latinoamericana se le podía
llamar automóvil. Era un Lada antiquísimo, tal vez de la primera generación;
había sido blanco, pero el óxido lo cubría casi por completo, y tenía los
parachoques caídos. Vaya pesca. A pesar de su estado calamitoso, el Lada llevaba
los vidrios polarizados.
-Este es mi tesoro -dijo el hermano de Basilio, un hombre bajito y moreno
llamado Michael.
Un tesoro recién sacado del mar, susurré a Cristina, en cuyo rostro aparecieron
de nuevo los cúmulonimbos de tormenta.
-¿Funciona bien? -preguntó ella.
-Ya verá como corre mi tesoro, señorita.
No teníamos más opción: subimos al Lada. Lo primero que nos inquietó, además de
su potencia aún desconocida, es que no había manillas para bajar los vidrios
polarizados traseros; en su lugar quedó un orificio y el perno desnudo. Lo
segundo es que no partíamos nunca. Michael conversaba con Basilio en la vereda
como si tuviera todo el día libre.
-¿Qué pasa, por qué no nos vamos? -preguntó Cristina.
-Deme un minuto, señorita -respondió Michael.
En ese momento me di cuenta de lo diferente que podían ser dos hermanos: Basilio
era blanco, pelo claro y estatura media, y Michael era negrito, cabello motudo y
estatura mínima. Apareció un tercer personaje, grande y calvo, que traía un
tarro de pintura y una bolsa plástica. Michael subió y se acomodó frente al
volante, que le quedaba alto, tan bajito era, y el calvo se instaló de copiloto,
ocupando dos tercios del espacio.
-¿Él también viaja con nosotros? -preguntó Cristina.
-Sí, es mi hermano -dijo Michael.
¿Otro más?, pensé.
-¿Y Basilio también es su hermano?
Michael no escuchó la pregunta, porque en ese instante encendió el motor y el
Lada tosió como viejito asmático. Basilio se acercó a la ventana y gritó:
-Déjalos en la casa de José, el amigo mío, el colorao.
-Okey -respondió Michael.
-Oiga, espere -se adelantó Cristina-. ¿A dónde nos quiere llevar?
-No se preocupe, señorita -dijo Basilio-. José es amigo mío y les puede dar
alojamiento económico. Llévalos para allá -ordenó y Michael asintió y hasta el
calvo aprobó la idea con el dedo gordo en alto.
-Ah, no. Nos bajamos -replicó Cristina-. Esto no puede ser.
-No se alarme, señorita. Los llevamos donde ustedes nos digan -aseguró Michael,
mientras hacía partir el Lada y dejábamos a Basilio atrás.
-¿Qué es lo que pasa? -intervine- ¿Por qué nos mandan a un lugar sin
preguntarnos? ¿Por qué viene él con nosotros? -agregué indicando al calvo.
-No pasa nada, compañero. Este es mi hermano Anito y siempre andamos juntos. Y
Basilio sólo quiere ayudar a su amigo José. Acá en Cuba las cosas son así.
-¿Basilio también es hermano de ustedes? -pregunté.
-En Cuba todos somos hermanos o medio hermanos -habló el calvo Anito.
-Queremos que nos dejen en la tumba del Che -dijo Cristina
-Pues a la tumba del Che vamos directo.
Tomé la mano de Cristina para tranquilizarla. O tranquilizarme. Todo parecía
sospechoso: Basilio, el pequeño Michael y el grandulón Anito, el auto
polarizado.
-¿Cómo bajamos los vidrios?
-Las ventanas están malitas. Si quiere intente con la llave -propuso Michael.
Anito me extendió la herramienta y traté de hacer rodar el perno, pero éste no
se movió.
-¿Quieren más aire? -preguntó, bajando todo el vidrio de su ventana.
Habíamos tomado la carretera y salíamos de Varadero. El cielo pasó del violeta
al azul oscuro, oscurísimo. Junto al camino nos despidió un letrero que decía:
"El dinero del turismo es para el pueblo de Cuba".
-Aquí no pasa nada. Cuba es el país más seguro del mundo -afirmó Michael.
Cristina miraba a través del vidrio ahumado para reconocer el camino. Yo saqué
el mapa de la isla e identifiqué la carretera. Anito abrió la bolsa de plástico
y entusiasmado le mostraba el contenido a su hermano. Eran casetes de música; de
la mejor, decía.
-¿Les gusta la música? -preguntó.
En ese minuto la música era lo que menos nos importaba. Anito puso una de las
cintas y de la radio salió la batería estrepitosa de Phil Collins. Ambos lo
celebraron con júbilo, como si fuera el hit del momento. El Lada había ganado
velocidad y avanzaba dejando una negra estela de humo petrolero. Cercada por
campos y palmeras, la carretera era una lengua de asfalto ancha y solitaria,
casi desolada; sólo a veces cruzaba un camión por la otra pista o algún
automóvil de los años 50. El repertorio musical continuó con viejos cracks:
Debbie Gibson, Rod Stewart, Cindy Lauper, Michael Jackson.
-Estos son cantantes -decía Anito, fascinado.
Era una extraña banda sonora para ese entorno, extraña y estridente; mas ellos
estaban felices. Cuando cumplíamos una hora de viaje, me sobresalté nuevamente.
Habíamos llegado a un cruce y, en lugar de seguir la carretera central, tomamos
otro camino.
-Se equivocó, es por allá -dije.
-Es mejor esta ruta. Es más directa -afirmó Michael.
-Por la carretera central hay muchos controles -explicó Anito.
De modo que continuamos el viaje por una vía desconocida, casi invisible: la
busqué en el mapa, pero no figuraba.
-¿Está ahí? -me preguntó Cristina.
-Sí -mentí.
Una sensación de frío me recorrió el estómago y la espalda. Pero aunque no sabía
a dónde conducía la ruta, me tranquilizaba el hecho de que se veía más
transitada que la carretera; claro que los vehículos eran muy distintos:
carretas tiradas por burros y desvencijados tractores. Parecía un paisaje
campesino de otra época. Cada vez que nos cruzábamos con algún vehículo, Michael
hacía sonar la bocina y Anito saludaba con su brazo por la ventana.
Yo seguía con el mapa entre mis piernas. Al llegar a los diferentes pueblos,
Michael me decía el nombre. Búscalo, hermano, ahí debe estar. Era verdad: allí
estaba cada uno. Progresivamente nos acercábamos a Santa Clara y mi espalda se
distendía. ¿Lo encontraste? ¿Ves que vamos bien?, preguntaba. Yo asentía y, aún
preocupado, le sonreía a Cristina, que se mantenía tensa.
Todo iba bien, como decía Michael, hasta que entramos a Jicotea.
-Vamos a desviarnos un poco -dijo, al mismo tiempo que viraba por una calle
sucia y estrecha.
-¿Por qué? ¿A dónde vamos? -saltó Cristina.
-Tenemos que pasar a la casa de un amigo. Es sólo un momentico -habló Anito-. Al
rato volvemos a la carretera.
Ahora sí que nos asaltan y nos matan, pensé. Busqué el cortaplumas en el
bolsillo y me encomendé a Hemingway y al Che Guevara juntos. Pero ellos parecían
tan perdidos como nosotros (Michael y Anito, quiero decir). La calle subía por
una colina y, a medida que avánzabamos, el Lada carraspeaba semi ahogado.
-¿Tú sabes bien dónde es? -preguntó Anito.
-No sé. A ver, pregúntale a esos negritos -dijo Michael.
Los negritos eran cuatro niños tan morenitos como Michael.
-¿Ustedes saben dónde es que vive Jimmy, el que pinta?
-Tienes que ir recto, todo recto -contestó uno- y pasar el camino de tierra.
Allá donde está el árbol grande, por ahí vive Jimmy el que pinta.
Entramos en el camino de tierra. Avanzábamos a tropezones, porque la calle
estaba cubierta de piedras. Con cuidado, Michael, decía Anito, que en cada salto
se golpeaba la calva en el techo. El paisaje se volvía más inquietante a cada
segundo: casas empobrecidas y algunos perros mordisqueando la basura. Llegamos
al árbol grande. Alrededor había dos hileras de chozas cansadas y gente en la
vereda. ¿Dónde será?, se preguntaban los hermanos. Por fin una señora despejó la
incógnita. Era una casa pequeña, en cuyas paredes había un fantasmal tono rosa;
tenía la puerta abierta y a través de ella se podía ver el piso de tierra.
Michael y Anito bajaron.
-¿Aquí vive Jimmy, el que pinta? -gritaron por la puerta.
-¿Quién pregunta? -respondieron desde el interior.
-Le tenemos un trabajito -volvió a gritar Michael.
Salió una mujer gorda, mulata, y se quedó mirando el automóvil. Ese Jimmy debe
ser un reductor de extranjeros, pensé, angustiado. Bájate, para que te vean los
vecinos, me dijo Cristina. Lo hice. Estiré piernas y brazos lentamente y recorrí
el entorno con la vista. Los vecinos me miraron con recelo, como se observa a un
intruso. Michael y Anito se alarmaron.
-Este es mi primo... Ignacio -dijo Michael.
-Buenas tardes -me saludó la mujer.
Jimmy el que pinta estaba por llegar, dijo. Esperamos cinco minutos y seguimos,
aseguró Michael. Encendí un cigarro. Un grupo de niños se acercó al Lada y
saludó a Cristina por la ventana del copiloto. Vayánle pa'otro lao, ordenó
Anito. Entonces apareció un hombre flaco y sucio, con la barba rala y los ojos
hundidos. Era Jimmy, el que pinta.
-¿Es éste? -preguntó, mirando fijo el Lada.
Jimmy resultó ser pintor de autos y Michael y Anito querían pintar el suyo.
Respiré más tranquilo, aunque aún palpaba el cortaplumas en mi bolsillo. Le
entregaron el tarro de pintura que habían llevado. Jimmy leyó la etiqueta y
enseguida inspeccionó el tesoro.
-Esto no se puede -dijo.
-¿Por qué? ¿Cuál es el problema, compañero? -inquirió Michael.
-Esta pintura no sirve. Hay que cambiarlo todo, todita la cobertura. Mírala:
esto es óxido, hay que sacarlo.
-¿Qué es lo que tú dices, compañero? Esta es pintura original, ¿me oyes? O-ri-
gi-nal -silabeó Anito.
-Pero ya está podrida, no se puede hacer na' con ella.
-Este carro era de mi papito. Ha tenido una sola familia, óyeme. Una sola. ¿Cómo
es que va a estar mal? Míralo bien, compañero -insistía Anito.
Los hermanos defendían el auto con vehemencia, ante la impasible desaprobación
de Jimmy. Pronto la discusión se hizo colectiva; los vecinos se sumaron y todo
el que pasaba daba su opinión. Los cinco minutos de espera se transformaron en
quince. Cristina decidió bajar y, antes de que dijera nada -porque lo iba a
decir-, Anito recogió el tarro y tomó a Michael de un brazo, levantándolo del
suelo.
-Nos vamos -dijo.
Deshicimos el camino en silencio. Los hermanos no hablaban. Ni se miraban. Había
una tensa calma en el Lada, interrumpida sólo por los ¡carajo! que Anito
profería cada vez que volvía a golpearse la calva en el techo. Al ingresar a la
carretera, programó nuevamente a Phil Collins y Michael continuó enumerando los
siguientes poblados.
Nos acercábamos a Santa Clara.
-Estamos por llegar -le dije a Cristina.
Ella sonrió por primera vez en el viaje y eso me alegró.
-Sí, señor, ya queda tantito para la tumba del Che -precisó Michael.
-El Che Guevara... Era fuerte el hombre -dijo Anito-. Era fuerte.
-Ese sí -lo apoyó Michael-, ese hombre tenía cojones. Y murió como tenía que
ser, en su ley.
-A que yo me le parezco -afirmó Anito.
-¿Al Che? En lo hablador será, hermano, seguro que sí.
-No te lo creas, Michael. ¿Me has visto cuando me pongo las botas y la chaqueta
verde? Las mulatas me persiguen como mosquitos.
-Como mosquitos quieren alejarte, Anito, porque esa chaqueta y esas botas huelen
a mierda de pantano.
-Ah, no. Eso no es así. A Siomara le encanta y ella me dijo: eres fuerte y
grande como el Che.
-¿Siomara, la jinetera? ¿Es que tú no sabes, hermano? Esa mulata, jinetera y
todo, ama los trajes verdes porque está loca por Fidel. Como tú lo escuchas. Así
que Anito, yo creo que ella te dijo Fidel, y tú escuchaste Che.
El calvo quedó pensativo y después de un rato dijo:
-Puede ser. ¡Al carajo con Siomara!
Los hermanos rieron juntos, y sus carcajadas eran tan alegres y sonoras, que nos
hicieron sonreír. Ya no parecían amenazantes como al comienzo. Al contrario, me
provocaron algo parecido a la ternura. Pocos minutos después, arribábamos a
nuestro destino.
-Aquí es Santa Clara -anunció Michael.
La ciudad se veía triste, derruida, como casa abandonada. Tal vez era la gris
luz del día, pero no parecía el escenario de la decisiva batalla de la
revolución. Michael detuvo el Lada.
-Hasta aquí podemos dejarlos. La tumba del Che está a cien metros. No podemos ir
hasta allá -explicó.
-Está todo rodeado de policías -agregó Anito.
-Está bien así. No se preocupen -dijo Cristina.
Nos ayudaron a bajar las mochilas y les entregué su dinero.
-Gracias, hermano -dijo Anito, con un resplandor en la cara.
En ese momento sentí espontáneas ganas de abrazarlos o invitarles una cerveza.
De pronto me parecieron indefensos y vulnerables como un par de niños. Pero sólo
nos depedimos con un apretón de manos.
-Sigan recto y van a encontrar la tumba -señaló Michael.
Regresaron al Lada. El automóvil dio la vuelta en dirección a Varadero; Michael
tocó la bocina y Anito sacó su brazo por la ventana. Cristina y yo nos
acomodamos las mochilas y caminamos en el sentido que nos indicaron.
La tumba del Che resultó ser un gran plaza de cemento, larga y ancha como campo
de fútbol, rodeada de policías y militares. A través de una escalinata, se
accedía al altar donde estaba la estatua del guerrillero, de pie sobre un
monolito de piedra. La escultura era inmensa y lo representaba en acción con el
fusil en la mano derecha. Más abajo, otro monolito reproducía una frase:
"Estaría dispuesto a entregar mi vida por la liberación de cualquiera de los
países de Latinoamérica". Daba escalofríos. La leí dos veces y observé el rostro
de la estatuta: en su cara no había vacilación ni miedo
Bajo la superficie se encontraba el nicho y el museo y allí no se podía tomar
fotografías. Una exposición recorría su vida y explicaba cómo se transformó en
guerrillero. Había fotos suyas de niño, de joven en motocicleta, y de
comandante; había también una buena cantidad de objetos personales, como su
cámara, la cantimplora que llevaba durante la campaña de la revolución y los
increíbles instrumentos que habilitó para operar y sacar muelas en la Sierra
Maestra; instrumentos que producían pánico.
En una vitrina antibalas, estaba la famosa casaca verde que llevaba el día que
Alberto Korda lo inmortalizó. Marzo, 1960, decía la tarjeta informativa. La
observé detenidamente y me estremecí. Me alejé y volví a acercarme. Le di la
vuelta.
-¿Esta es la casaca verdadera del Che Guevara? -pregunté a una guía.
-Sí, señor. Fue restaurada, pero es la original.
No parecía el chaleco de un hombre fornido, como era Anito y como pretendía la
estatua del mausoleo. La espalda era estrecha, como la de un muchacho, y las
mangas medianas. Era la casaca de un hombre de estatura y contextura media.
Salimos. Miramos por última vez la escultura. La oscuridad del cielo la hacía
ver como un monumento sombrío. Mientras bajábamos la escalinata, sentí una
inexplicable congoja. Comenzaban a caer las primeras gotas del chubascón.

Andrés Gómez Bravo nació en Santiago en 1971. Estudió periodismo y estética en


la Universidad Católica. En 1999 obtuvo el premio Juegos Literarios Gabriela
Mistral por su obra de teatro El Sótano y en 2001, un jurado presidido por el
escritor Rodrigo Rey Rosa le otorgó el premio único del concurso de cuento de
Revista Paula. Acaba de publicar el volumen de relatos Manzana envenenada,
ganador del premio del Consejo Nacional del Libro al mejor conjunto de cuentos
inéditos.

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