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Fútbol y romanticismo

Julio Llamazares - El País - 14/08/2021

Entristece cada vez más el grado de mercantilización de un juego que ya no se rige por los principios
del deporte sino por los de la economía

Crecí viendo jugar al Hulleras de Sabero, el equipo de la empresa minera de mi pueblo, que
competía desde su modestia (muchos de los jugadores eran mineros) contra los grandes equipos de
la región: la Cultural Leonesa, la Ponferradina, el Salamanca…, y desde entonces guardo ese punto
de romanticismo que me hace pensar que el fútbol es un deporte y un juego y no un negocio en
manos de constructores y de grupos de poder no siempre atentos a cumplir las normas. Por eso
simpatizo con esos clubes que luchan contra los grandes sin importarles la diferencia de
presupuestos y en especial con aquellos de trayectorias heroicas como el Numancia de Soria o el
Deportivo de La Coruña (que pasó de ganar la Liga a bajar a Segunda B), aunque, puesto a elegir uno,
me decanto por el único con vocación de descenso que conozco en un mundo en el que todos
quieren ganar: el Titánico de Laviana. Debiéndole el nombre al buque que naufragó el año en el que
se creó el equipo, parece claro que lo suyo no era competir por grandes títulos...

A los que nos gusta el fútbol nos entristece cada vez más el grado de mercantilización de un juego
que ya no se rige por los principios del deporte sino por los de la economía. Sabemos que el fútbol
mueve mucho dinero, que los jugadores son megaestrellas que cobran fortunas auténticas y que
detrás del juego hay muchos intereses escondidos, pero queremos seguir creyendo que al final el
balón es el que manda y no todos esos que manejan el negocio, unos a cara descubierta y otros
moviendo los hilos desde despachos que no conocemos. El problema es que de un tiempo acá
(desde que las televisiones comenzaron a controlar el juego), el fútbol se ha convertido en el
vellocino de oro, no de los aficionados de siempre, esos que se divierten y sufren con sus equipos,
sino de todos los especuladores y negociantes del mundo, que han visto en él un modo fácil de hacer
dinero y, a la vez, una plataforma para sus otros negocios, incluso para influir políticamente en su
entorno. Nadie duda de que hoy el presidente de algún equipo tiene más poder que el del Gobierno
y hay agentes de futbolistas que mueven más dinero que muchas multinacionales. El problema es
que, como en la película de Los hermanos Marx en el Oeste, el negocio del fútbol se ha convertido
en un tren cuyos vagones hay que quemar para que continúe andando y el combustible ha
empezado a escasear, en parte por la voracidad de quienes viajan en ese tren, en parte porque la
pandemia de covid lo ha hecho descarrilar de pronto. Como sucediera con la inmobiliaria, la burbuja
del fútbol ha estallado de repente y amenaza con dejar muchos cadáveres en el camino, el primero
de ellos el del Barcelona, que ha tenido que dejar marcharse a su megaestrella Messi porque ya no
puede pagarle el sueldo. Todo indica que no será el único club de fútbol al que le saltarán las
costuras ante el estallido de una burbuja que todos sabían que se iba a producir porque el
crecimiento eterno no existe. Ahora lo que queda es lamentarse y culpar al maestro armero de lo
que sucede, que es lo mejor que se puede hacer cuando la gallina de los huevos de oro deja de
ponerlos. Para el fútbol el tiempo del romanticismo ya pasó.

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