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PESET 3leccionesdehistoriadelderecho
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I CONCEPTO DE HISTORIA DEL DERECHO
En esta primera lección hemos de precisar el sentido y contenidos de la
asignatura. La historia del derecho pretende conocer cómo se han establecido y
cambiado, cómo se han aplicado, las normas jurídicas a lo largo de los tiempos.
Desde la edad media hasta los inicios del siglo XX. La edad antigua, Roma, cuenta
con sus propios especialistas —figura en la carrera como asignatura el derecho
romano— ; los visigodos, siglos V a VII, sus códigos, pertenecen al mundo romano
en su etapa de vulgarización o simplificación. Por tanto, parece lógico prescindir
de estos siglos, empezando tras la invasión árabe, con el mundo feudal del
medievo. Veamos qué es la historia del derecho, a través de tres apartados
dedicados a conceptos fundamentales: derecho, historia e historia del derecho.
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ciudades… Las revoluciones de fines del XVIII e inicios del XIX representan un
cambio esencial en el derecho, al destruir viejas normas que suponían privilegios
para el clero y la nobleza, estableciendo un orden nuevo más favorable a la
burguesía. En el estado liberal contemporáneo se produce una intensa
concentración de poder, que se procura justificar con una representación elegida y
mitigar con la división de poderes.
En resumen, unos poderes sociales, estructurados por las clases dominantes,
establecen unas normas sobre la comunidad, a veces con fricciones más o menos
fuertes, en que se lucha por predominar; otras veces, logran armonía, con
transacciones entre los diversos sectores de la comunidad. En ocasiones, se
produce un cambio de los mismos poderes —la revolución— y un nuevo derecho
que engendra una estructura nueva de la comunidad o sociedad.
Conviene que el historiador parta de una idea del derecho amplia, que le
permita extraer todos los datos y posibilidades que la historia proporciona. Ha de
evitar limitaciones que reduzcan su campo de estudio, tales como:
a) El positivismo jurídico, como tendencia actual, que considera las leyes —las
normas escritas generales— como la esencia única del derecho. El historiador no
puede prescindir de otras fuentes, de la vida del derecho en su aplicación, de los
mecanismos y realidades del derecho. Le interesan las sentencias de los tribunales
o las doctrinas de los juristas, la práctica notarial…
b) Tampoco debe detenerse en la legitimación del derecho. Dejando aparte su
particular concepción de lo justo y lo injusto, debe intentar entender las
realidades jurídicas, los mecanismos y soluciones que rigen la convivencia entre
las personas, su vida real… No debe moverse en ámbitos del deber ser, sino del ser
de los acontecimientos de la vida jurídica en el pasado. No puede plantearse en su
estudio a quién le corresponde la justicia o si formas antiguas —el tormento, por
ejemplo— deben ser condenables en el siglo XVI o XVIII. Otra cosa es que en el
horizonte actual, a nosotros, nos parezcan absolutamente rechazables.
¿Qué es la historia?
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también los libros en que se nos narra. La historia transcurrida en el pasado nos
ha dejado una serie de restos o fuentes de conocimiento —luego nos ocuparemos
de estos conceptos—, y estas fuentes recogidas y estudiadas por el historiador,
dan lugar a una historiografía, a una bibliografía crítica —también denominada
bibliografía secundaria, ya que lo primordial son las fuentes—.
La historia, en el sentido primario —como acontecer de los hechos— es la
realidad del pasado, no en su totalidad, sino fundamentalmente dirigida a
entender al hombre. Los hombres en cuanto seres que crean una cultura, se
mueven desde unos condicionamientos sociales y económicos… Los hechos
fisiológicos —se ha dicho— no son, usualmente objeto de la historia, desaparecen
sin que interese el pulso cada instante, la respiración o los diversos movimientos:
interesan los hechos propiamente humanos e irrepetidos; por tanto, la atención
debe dirigirse hacia la historia de las ideas o de la cultura, hacia las grandes
individualidades de la historia, la grandeza de las grandes gestas… Pero, en la
actualidad, se está de vuelta de estas ideas, considerando que es más importante
lo estable y duradero en la historia: las clases o grupos sociales o las estructuras
económicas, la geografía y el clima, las enfermedades, el amor. las mentalidades…
Con toda brevedad: la historia es el estudio del pasado de los hombres para
describirlo, comprenderlo y, en último término, entender al hombre en el presente.
La complejidad de los fenómenos o hechos, la amplitud del campo —tantos siglos,
tantos sectores, tantos espacios— ha conducido a una especialización. Las
especialidades de la historiografía. son tantas que nos limitaremos a señalar los
grandes grupos de ciencias que colaboran en la tarea de describir el pasado.
A) En primer término, aludiremos a una serie de ciencias que son ajenas a la
historia —son ciencias del presente—, pero indispensables al historiador, para
interpretar el pasado. Poseen sus propios especialistas y el historiador habrá de
acudir a ellos: son, sobre todo, las ciencias sociales, tales como sociología,
economía, geografía o la estadística… Es difícil señalar donde está el límite de este
tipo de conexiones, porque ¿acaso la medicina no es necesaria para hacer historia
de la medicina o la matemática para la historia de la ciencia? En general, el
conocimiento del presente se hace a través de diferentes ciencias, mientras el del
pasado a través de la historiografía, de sus diversas ramas. Por ello, es preciso
acudir a las elaboraciones e investigaciones de las diversas ciencias actuales, de la
correspondientes ciencias paralelas: la historia social necesita de la sociología, la
historia económica de la economía… El conocimiento jurídico es un bagaje
necesario para el historiador del derecho.
Pero las ciencias a que he aludido en este primer apartado no son
propiamente las ciencias históricas, que se agrupan en los dos siguientes, como
ciencias auxiliares y especialidades de la historia.
B) En un segundo grupo se alinean las ciencias auxiliares de la historia, que
son instrumentos o técnicas específicas para un determinado aspecto o tipo de
problema. Son muchas, bastará mencionar algunas. La numismática es el estudio
de las monedas, que —aparte de su interés propio— nos pueden enseñar mucho
sobre precios o incluso datos de cronología de reyes. La paleografía o estudio de
letras antiguas, sirve para poder trasladar o transcribir una letra del siglo X o del
XVI —la cortesana castellana, tan difícil— a moldes actuales; no significa
traducirla, ni cambiar la ortografía que usaban, sino simplemente pasar letra a
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letra el escrito antiguo al actual. Un lector actual entiende, sin más, la letra del
XIX; con alguna dificultad, la del XVIII, pero le es imposible leer letras más
antiguas. La diplomática es el estudio de los diplomas o documentos en pergamino
—o en papel—, en especial los medievales; sus técnicas son decisivas, pues —
como hemos de ver— la historia crítica derivó, en buena parte, del desarrollo de
este conocimiento; el historiador dejó de apoyarse en crónicas y estudió los
documentos para elaborar su relato. Como los documentos no se escriben sino
para celebrar determinados actos jurídicos —no poseen la intencionalidad de las
crónicas de manipular o sesgar la verdad histórica— poseen mayor fiabilidad.
Pueden estar falsificados, desde luego, pero este extremo también se detecta a
través de los conocimientos de la diplomática… La sigilografía es el estudio de los
sellos que llevan los documentos, en su final, colgantes de plomo o de cera en los
diplomas. Hay otras muchas, pero he creído suficiente referirme tan sólo a
algunas, sobre todo a la paleografía y la diplomática, esenciales en la crítica de las
fuentes.
C) Pero, además, la historia no es un conocimiento unitario, sino que se divide
en muchas especialidades y materias, que tienen como punto central el estudio
del pasado. La diversificación se realiza:
a) Por su objeto, sea este una materia o sector del conocimiento, un espacio o
un tiempo. Y así aparecen las diversas especialidades, según la materia de que se
ocupan: historia económica o historia del arte, historia de la literatura. O por la
delimitación espacial o temporal: historia de España o de Francia, historia
universal o de Europa; historia medieval o historia contemporánea… Estas
parcelaciones se basan en la incapacidad del investigador o el docente para reunir
tan amplios conocimientos, así como en el interés concreto por unas u otras
zonas. A nosotros nos interesa más —en principio— la historia de Europa, la de
España y la de Valencia, como juristas la historia del derecho…
b) Desde Heródoto —padre de la historia— hasta hoy han transcurrido
veinticinco siglos de historiadores, que narran lo que vieron o lo que investigaron.
El método o perspectiva de enfoque, se ha diversificado según la época en que se
hizo la narración. La historiografía ha recorrido un largo camino y, por tanto, ha
atravesado diversos enfoques o técnicas que —no sé si me atrevería a decir— han
ido superándose o perfeccionándose. De ahí que cada materia conserve —si no se
renueva— vestigios de su origen. La historia del derecho, por haberse gestado en
los años primeros del XIX, con la escuela histórica alemana de Savigny, posee
ciertos caracteres o métodos de la vieja historia institucional.
Desde la edad media hasta nuestros días, ha habido numerosas formas y
modos de hacer historia. A grandes rasgos, puede afirmarse que las crónicas e
historias medievales y modernas, en el siglo XVII se superaron por una historia
crítica, que manejaba y se servía de documentos, para, con un rigor y unas
técnicas, depurar la verdad de las fuentes. Seguía interesada por los reyes y las
batallas, los obispos y los santos, los grandes personajes… En el XIX, Savigny y la
escuela histórica —el romanticismo alemán— se interesaron por el pueblo, por su
espíritu que se expresaba en el derecho e inició un nuevo campo, que, por lo
demás, tenía su correlato liberal en la afirmación que las naciones y los pueblos
lograron con la revolución francesa. Ya no había que limitar la historiografía a los
grandes personajes, ni siquiera a la política y las guerras nacionales; interesaba el
derecho, como un apartado más, como también la historia económica —como
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también las clases o estamentos, los usos o fiestas, el folclore, la literatura, etc.
Eso sí, con una narración separada de los diversos temas o aspectos… En el siglo
XX se quiso una historia total, que, desde los aspectos geográficos, sociales y
económicos pudiera alcanzar una explicación de una época, de un país —la
fundación de Annales en 1929 simboliza este giro—. Luego se terminó con esa
pretensión, se amplió el campo de la historia, de manera que no se limitase a
estos sectores, se abrió a nuevas posibilidades… . Pero, dejemos esta evolución de
la historiografía para la lección siguiente.
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Fuerza o poder social Tipo de fuente Fuente en concreto
Rey-Cortes Ley Partidas
A todas tres, puede designarse en derecho con el nombre de fuente de
creación del derecho. Un breve recorrido por las mismas, con algunos ejemplos,
servirá de aclaración a estos conceptos.
a’) Ley, en un sentido amplio es la norma escrita general: cualquier
disposición jurídica que se redacte y promulgue por escrito, dirigida a la
comunidad, a un grupo. Incluso el privilegio que se concede a una persona.
En un sentido estricto, la ley es la norma más importante del sistema jurídico
que se considere, derivada del poder más elevado. En Roma, en el bajo imperio, se
denominan leges a las normas dictadas por el emperador En la edad media y
moderna conserva ese sentido de disposición más importante, aprobada por el rey
y las cortes, aun cuando recibe otros nombres como ordenamiento de cortes en
Castilla, fueros en Aragón, Valencia o Navarra, constitucions en Cataluña… Dado
que la palabra leyes se aplicaba a las romanas, en toda la época del derecho
común, las normas escritas propias tuvieron que adoptar denominaciones que las
distinguieran. En el Estado liberal es la ley que se aprueba en cortes.
Incluso en la edad moderna se mantuvo toda una terminología para las
disposiciones reales, que daba luz sobre su sentido y procedencia: pragmática
sanción, es dada por el monarca como si fuera en cortes; albalá real o carta real es
el mandato del monarca directamente a través de secretario; mientras los decretos
los da el rey al consejo para que éste los curse y dé forma de reales cédulas; las
reales provisiones son normas de consejo, de las chancillerías y audiencias… En
los años liberales la ley fue la que se aprobaba en cortes, mientras el consejo de
ministros promulgaba reales decretos y cada uno de los ministros reales órdenes.
Pero no es este el momento de ocuparnos de los distintos tipos de disposiciones
legales, que veremos en su lugar correspondiente.
b’) Costumbre es una norma no escrita que genera un uso repetido, quizá
expresando unas relaciones de fuerzas sociales en un ámbito determinado —como
las costumbres feudales—, o los usos de un pueblo, un grupo como los
mercaderes o los escolares universitarios… Pero no debe idealizarse esta fuente
como más benévola o más favorable, como más “consentida tácitamente”…
Hay tiempos, como la alta edad media, de gran predominio de la costumbre,
porque se están gestando nuevas relaciones de dominio y convivencia, pero no hay
juristas que las escriban. Se imponen y con el tiempo serán recogidas por
autoridades o particulares, que las coleccionan y arreglan para mayor facilidad y
mayor seguridad en el derecho existente. En todo caso, su importancia perduró en
la edad moderna, pues la costumbre podía establecerse contra la ley o provocar su
derogación el desuso.
c’) La jurisprudencia es una fuente importante de normas en el sistema
medieval y aun en el moderno. Vincula a las partes, pero también sirve de
precedente u orientación. Los jueces poseen un grande arbitrio en sus soluciones,
ya que las leyes se lo conceden en las penas o la variedad de las doctrinas se lo
permiten. Las sentencias no suelen estar motivadas, dando cauce a que impongan
su arbitrio. Mientras la costumbre pierde una parte de su extensión —con la
recepción del derecho común y la abundante legislación real— la jurisprudencia
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de los jueces se convierte en norma esencial. Sólo en el XIX, se procura someterlos
al imperio de la ley y, de poderosos personajes, convertirlos en la boca que la
pronuncia. Aun cuando es verdad que en su interpretación pueden modificar el
sentido literal y recto de la norma —o mejorarla en sus defectos—.
d’) También la doctrina de los autores —la ciencia o literatura jurídica— ha
tenido una importancia central en el pretérito, que hoy ha perdido. En el presente
apenas se cita en los tribunales que argumentan con leyes y jurisprudencia,
aunque puede servir para interpretar; además, quienes redactan la ley o quienes
la enseñan y aplican son juristas. Pero en el pasado —el caso de Roma es máximo
en los prudentes— poseen una importancia decisiva en los tribunales y en las
leyes. Se prohibe, a veces, su alegación, pero la justicia se imparte sobre
argumentaciones en torno a la doctrina común: basta hojear una alegación
forense del siglo XVII o XVIII, para ver las numerosas citas doctrinales que se
hacen. Sus textos son recogidos en las leyes: por ejemplo Partidas tiene, aparte de
textos del Corpus, otros de glosadores y posglosadores. Sin la doctrina no es
inteligible el ordenamiento jurídico de la edad moderna: el derecho regio es
limitado, debe completarse con el derecho común, formado no sólo por los Corpora
romano y canónico, sino por la doctrina que se ha escrito para su interpretación y
casuismo. Por tanto, en el antiguo régimen constituye un tipo de norma, siempre
que se vincule a la communis opinio, a la opinión común o de la mayoría.
b) Fuente de conocimiento del derecho es algo distinto, un concepto más
histórico que jurídico. Son aquellos restos —predominantemente escritos— a
través de los cuales podemos conocer el pretérito, en nuestro caso, el derecho del
pasado. Las fuentes de creación, si se han conservado hasta nosotros, son
también fuentes de conocimiento, por ejemplo Partidas, que fue una fuente de
creación de Alfonso X —aun cuando no se puso en vigor hasta cortes de Alcalá de
Henares de 1348 por Alfonso XI—, es hoy una fuente o medio de conocer su época
y el derecho de su época. Pero hay otras, como por ejemplo los documentos de
aplicación —ventas o testamentos— que nos sirven para conocer el derecho y no lo
crean (al menos en igual sentido que las leyes o la doctrina, aun cuando también
existe creación de derecho en esa aplicación). Como tampoco lo son una crónica,
en que se nos hable de tal o cual suceso jurídico, o un instrumento de tortura
medieval.
Las fuentes de conocimiento son variadas —dejando aparte las no escritas,
una pintura o restos arqueológicos, por ejemplo—, se pueden clasificar del modo
siguiente:
1. Fuentes no jurídicas:
Históricas, como crónicas, anales, memorias…
Literarias: poesía, novelas, piezas teatrales…
Científicas, como tratados de medicina o teología…
2. Fuentes jurídicas, que son la mayoría en los archivos, producidas por un acto
jurídico: la promulgación de una ley o la celebración de una compraventa.
Pueden ser:
Fuentes de creación, la ley, la costumbre, la
jurisprudencia y los autores.
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Fuentes de aplicación, o los variados documentos de la
vida del derecho, notariales o registrales, actas de organismos
administrativos o particulares, sus expedientes, cuentas…
El historiador se vale de las fuentes de conocimiento para elaborar su
historiografía, sus estudios; los acontecimientos se recogen de las fuentes
coetáneas. A veces, en tiempos de escasez documental, pueden extraerse datos de
escritos bastante posteriores, a falta de otros; pero coetáneo significa de aquellos
momentos o años. La distancia temporal entre el hecho y la fuente en que se
refleja no puede fijarse: desde luego es mayor en la edad media que en el presente
siglo, del que abundan documentos.
La obra del historiador constituye la bibliografía crítica, que ayuda a entender
el pretérito: parte de las fuentes en el inicio, después de su descripción e
interpretación se alcanza la teoría o construcción histórica. Es decir, la visión de
Bloch o de Ganshof acerca del feudalismo no es una mera recopilación de fuentes
sin sentido, sino una coherente visión de una época y unas instituciones, de la
sociedad feudal.
B) Las instituciones jurídicas están contenidas en las fuentes del derecho..
Estas recogen en sus páginas cómo se legisló, se sentenció y se hizo doctrina,
dentro de una época y un ámbito histórico determinado. Si abrimos las fuentes y
las leemos, nos hallamos ante un conjunto de prescripciones o normas, de
técnicas y soluciones que propone el rey o el juez que sentencia, el autor que
dictamina o argumenta —sobre compraventa o préstamo, sobre impuestos o sobre
municipio—. Son instituciones jurídicas… Su nombre deriva de la Instituta o las
Instituciones de Justiniano, que es un compendio de las normas que dio el
emperador en el Corpus iuris civilis; fue un manual de estudio obligado del
derecho, ya en Berito y Constantinopla, en las universidades medievales y
modernas, hasta el XIX.
La palabra y el concepto de instituciones posee varios sentidos y muy
encontrados, pero veamos qué ha significado en la historiografía del derecho.
Tiene dos sentidos:
— Como compendio o primeros elementos de una disciplina jurídica, sentido
que todavía se conserva en el XIX; algunos manuales de la facultad de derecho, se
denominaban aún Instituciones del derecho civil.
— Como conjunto de normas ordenadas que se refieren a un núcleo de
interés, sea un acto que ejecutan las personas, sea una función que cumplen… El
conjunto de las normas referidas al testamento o al préstamo en materia privada
constituyen la institución del testamento o del préstamo ; si se refieren a la
regulación del rey o las cortes, de un ministerio en materia pública, serán
instituciones públicas. Estas últimas, con frecuencia, están dotadas de
personalidad y es más sencillo comprender qué es una institución pública. Pues
bien, el conjunto de normas, escritas o no, que regulan determinados ámbitos del
derecho son las instituciones jurídicas. Se ha dicho que también hay normas
sociales o convicciones en torno a estas instituciones que completan su sentido y
fines.
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Aislamiento e integración en la historia del derecho
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Estos estudios o investigaciones de una institución a lo largo de siglos —
aislada de las demás y de la realidad económica y social en que se aplica el
derecho— carecen de sentido, salvo que se consideren recopilación de materiales
para estudios ulteriores. Debe reducirse el período y estudiar las instituciones en
conjunto, no aisladas, pues ello supone una pobreza de resultados, ya que no es
conveniente aislarlas: frente a una historia vertical —desde Roma hasta hoy—,
una historia horizontal que conecte las distintas instituciones para entender los
mecanismos y problemas del derecho en una época. Para comprender la vida de
un consejo y su papel en la monarquía hay que conocer los planos esenciales de
ésta, la burocracia, la política y las finanzas del momento; quiénes son sus
miembros, cómo actúan en sus decisiones, cómo afectan éstas a la sociedad…
Otra cosa es que se pueda elaborar una parcela concreta para reunir y disponer
materiales, pero será paso hacia una comprensión más amplia de la institución.
De no entenderla engarzada en más amplios espacios, se convierte en una mera
descripción de competencias, de requisitos, de formas, sin verla funcionar en un
entramado más amplio. Sólo con su máxima integración es posible que la
institución —los organismos o los concretos mecanismos jurídicos— pueda
entenderse.
Por tanto, hay que insertar en la explicación de las fuentes, los poderes e
instituciones públicas. No cabe limitarse a las leyes, sino atender a la
jurisprudencia o los autores —sobre todo, en la investigación—. De otro lado, el
derecho requiere una conexión con planteamientos de la historia social y
económica, de historia de las ideas… En suma, hay que buscar la mayor
integración en la enseñanza y en la investigación de la historia.
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manifestarse subjetivos en sus obras o su lenguaje soez… entre otros. La
convivencia de las tres comunidades medievales en la reconquista —cristianos,
musulmanes y judíos— gesta un carácter español. Por su parte, Sánchez Albornoz
en su España, un enigma histórico arremetía contra las hipótesis de Castro,
sosteniendo que el español lo es desde Séneca y aún antes. La verdad es que se
trata de meros ensayos sobre un tema tan deletéreo y lleno de implicaciones
políticas e ideológicas como el carácter del español y qué es España… Mucho más
realista aparece, con una negación de estos problemas, Caro Baroja en su libro El
mito del carácter nacional. Meditaciones a contrapelo. Dejémonos de caracteres de
lo español como líneas de delimitación de la asignatura e intentemos otros
criterios.
c) Se ha dicho que un criterio geográfico serviría: lo que hoy es España, en su
geografía, determinaría nuestra zona de interés en el pasado. Pero ¿por qué
mutilar los reinos y comunidades que en el pasado estuvieron bajo la misma
corona? ¿Por qué aplicar una realidad actual al pretérito? Más bien habría que
exigir criterios que amplíen, no que restrinjan desde posiciones actuales. Como es
el caso del germanismo de los historiadores alemanes que les lleva a interesarse
por los diversos pueblos germanos —anglosajones o visigodos— a pesar de no
estar comprendidos en la Alemania de su tiempo, sino en zonas lejanas.
d) Todo lo más podrá señalarse qué ámbitos ha tratado la historiografía del
derecho en sus últimos cien años, para desde ellos saber cuáles son las
coordenadas espaciales y temporales, con qué investigaciones y estudios
contamos. De los pueblos primitivos apenas se han preocupado, como tampoco de
la época romana, por tener sus propios especialistas y técnicas. Son los reinos
medievales el objeto del estudio de los historiadores del derecho; después la
monarquía absoluta de la edad moderna. Salvo Indias, no se atiende a otros
territorios como Italia o Flandes. ¿Razón? Porque también poseen sus propios
investigadores, mientras que en la América del sur y centro, por desgracia, éstos
no abundan. También por la mayor cercanía del derecho indiano a Castilla, a sus
textos, como Partidas, que rigen al otro lado del Atlántico. Después los siglos XIX y
XX también han motivado algunos estudios: hasta hace unos años, no
demasiados, pues el historiador del derecho tendía hacia las zonas lejanas en el
tiempo. Los especialistas de otras disciplinas positivas del derecho enmendaron
estas carencias estudiando —con mejor o peor fortuna— aspectos de la época
contemporánea del derecho constitucional, civil, penal o procesal. Los filósofos e
internacionalistas insistieron en los siglos XVI y XVII. Hoy han emprendido esta
tarea varios historiadores del derecho, mientras los investigadores del derecho
actual parecen algo menos interesados en la historia…
Por tanto, el ámbito de nuestro estudio es, en principio, la península, con las
Indias en la etapa colonial. Con dos advertencias importantes: la primera, que sólo
cabe entender nuestros ordenamientos en el marco europeo, desde el feudalismo o
el derecho común bajomedieval hasta las constituciones y los códigos
contemporáneos. La segunda, que Valencia, su derecho foral desaparecido, será
objeto de particular atención.
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II HISTORIA DE LA HISTORIOGRAFÍA JURÍDICA
En la lección anterior, ya hicimos unas breves referencias a los métodos o
enfoques de la historia desde el siglo XVII hasta el presente. Ahora analizaremos
con mayor detalle las etapas de esta evolución. Puede afirmarse que, tras su larga
existencia, la historia en general— y la historia del derecho en particular— han
atravesado tres fases, en los últimos siglos: la historia crítica, la historia
institucional y la historia actual.
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sucedidos. Una sociedad como la del antiguo régimen es lógico que se interese por
los reyes o la nobleza, que en definitiva son quienes dominan el presente; por las
guerras, que son la actividad propia de reyes y nobles; por los monasterios y los
santos, los papas y obispos, que forman el clero…
En España el iniciador de la historia crítica es Nicolás Antonio, quien en el
XVII se propuso reunir todos los escritores hispanos, en sus Bibliotheca vetus y
Bibliotheca nova. Al ocuparse de los viejos autores —hasta 1500 en la Vetus— se
encuentra con algunos cronicones de Dextro, Máximo, Liutprando y Juan Pérez,
de los que desconfía. Arremetería contra el jesuita P. Román La Higuera que los
había fingido en el XVI y depuraría nuestra primera historia eclesiástica de sus
afirmaciones, que buscan sostener la venida de Santiago u otras piadosas
tradiciones —faltas de fundamento— de los primeros siglos de la historia
eclesiástica. Con todo, no pudo publicar su crítica de los cronicones, lo que hizo
Mayans, con el nombre de Censura de historias fabulosas (1742), no sin algunos
sinsabores. En el siglo XVIII, el agustino Flórez colecciona documentos medievales
en los tomos de la España sagrada, mientras Ferreras o Masdeu componen
sendas historias de España.
Se inicia, además, una historia del derecho separada de la historia general.
Con algún antecedente de escaso valor, su primer texto son los Sacra Themidis
Hispaniae Arcana, obra que por estar inacabada a la muerte de su autor Juan
Lucas Cortés (1624-1701) había de aparecer publicada, en 1703, por un
diplomático danés, Gerardo Ernesto de Franckenau, que compró sus papeles.
Juan Lucas Cortés es un alto funcionario de la burocracia de los Austrias, hombre
de aficiones históricas que, entre otras materias, se ocupó de los textos legales de
los diferentes territorios peninsulares, así como de las obras escritas sobre ellos
por los juristas, apoyado en los datos de la Bibliotheca nova de Nicolás Antonio.
Durante el XVIII no se produce ninguna obra de historia del derecho que merezca
especial atención. Existe un intento de Mayans y el abogado valenciano Nebot que
no llega a realizarse; quedaría en la carta de Mayans a Berní, que resume la
historia de nuestro derecho y figura al frente de su Instituta real, publicada en
1745. Igualmente Burriel, jesuita que fue encargado de revisar numerosos fondos
en años de disputas de la corona con la santa sede, vio interrumpido su trabajo y
recogidos sus papeles, que quedaron inéditos. Una larga carta a Ortiz de Anaya
recogería sus avances sobre nuestra historia jurídica… En verdad, durante el siglo
XVIII, tan sólo se publica un detestable manual, en que aparece incompleta la
historia primitiva o prerrománica, llena de errores y sin rigor crítico: me refiero al
de Antonio Hernández Prieto Sotelo.
Ya en el XIX existen valiosos trabajos. Un historiador y erudito Juan
Sempere Guarinos (1754-1827) publica una síntesis, una Historia del derecho
español. A lo largo del siglo aparecen otros numerosos manuales, entre los que
cabe destacar el de José María Antequera. Mayor importancia logra Francisco
Martínez Marina (1754-1833), clérigo liberal que publica notables estudios
jurídicos. Su Ensayo histórico-crítico sobre la legislación y principales cuerpos
legales de los reynos de León y de Castilla trataría sobre la edad media y sus
fueros, un sector que ha interesado especialmente a los historiadores posteriores.
Tras una breve introducción sobre los visigodos, traza un panorama de la
reconquista en León y Castilla: derechos de los príncipes y vasallos, formación de
señoríos, fueros locales con gran riqueza de datos y conocimiento de sus códices
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inéditos. Después la obra de Fernando III y, sobre todo, las Partidas de Alfonso X,
ya que se destinaba —aun cuando aparecería por separado— a ser prólogo de la
edición de este cuerpo legal por la academia de la historia. La mejor crítica y saber
de la ilustración española nutría este intento de Martínez Marina… Su Teoría de
las Cortes(1820) pretendía, en cierto modo, justificar la constitución de Cádiz de
1812, pero el rigor y buen historiar de Martínez Marina va más allá de este primer
propósito. Maneja las fuentes manuscritas, los procesos de cortes, que le permiten
presentar una excelente visión de las castellanas. Una historia erudita y ajustada
a los datos, capaz de lograr una síntesis de las cortes de Castilla y León, sus
funciones, sus poderes… Esta línea ilustrada, los mismos temas, continúa Tomás
Muñoz y Romero (1814-1867) con su esfuerzo de publicación de fuentes: su
colección de fueros o los numerosos volúmenes de actas de las Cortes de León y
Castilla. También debe mencionarse la voluminosa obra de dos historiadores,
Marichalar y Manrique, muy irregular y positivista o apegada a la acumulación
descriptiva de datos.
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sociales de la España goda, aparecida dos años después de su muerte. Este
ambicioso proyecto, que dejó sin terminar, muestra una indudable vocación hacia
la historia social. Comienza aclarando conceptos de sociedad, sociología,
instituciones sociales y fines de la sociedad, para trazar su plan; después describe
los aspectos políticos de los visigodos y la sociedad, dejando para una parte
especial los aspectos morales, religiosos, científicos y literarios, artes y economía y
—esta zona no llegó a escribirse— las instituciones jurídicas, en donde expondría
la historia externa o fuentes y la interna o instituciones.
Joaquín Costa (1846–1910) es un personaje de nuestra historiografía que
exige rehabilitación. Sus aportaciones en relación a la costumbre —por más que
no se compartan sus planteamientos— significan una vía de enriquecimiento y
una perspectiva social para la historia jurídica. Ante el empobrecimiento que
significaba equiparar derecho a ley —o historia del derecho con historia de la
legislación—, Costa resaltó la costumbre, que sería capaz de vivificar las leyes con
prolongaciones sociales y reales. Hay en él influencias de Savigny y la escuela
histórica.
El derecho, y menos su historia, no puede reducirse a la ley. El derecho es
vida y realidad que se inserta en las formaciones sociales de cada momento
histórico. La costumbre, es una “manera constante de realizar y expresar su vida
psíquica los hombres” y, según Costa, podía servir de instrumento conceptual
para trascender una historia meramente legislativa. La analiza teóricamente y
después va en su busca recogiendo costumbres agrarias, insistiendo en su método
de que reflejan una etapa anterior, una supervivencia de un tiempo pasado. Así,
sostiene el iberismo de algunas instituciones o rebusca en los refranes… Pero
importa en Costa su apelación a la costumbre como deseo y camino para el
estudio de un derecho vivido y no solamente atenido a la ley, que expresa tan sólo
mandatos y deseos de un poder. La costumbre, en cambio, puede iluminar mejor
el seno de una sociedad, al apreciar en concreto la vida del derecho.
Rafael Altamira y Crevea (1866-1951) recibió con agrado, como otros, las
tendencias de Costa. Su aceptación de una historia del derecho con amplias
prolongaciones sociales y económicas, conecta con su línea. En el año 1903
escribía:
El derecho como modalidad de la vida humana que abraza la totalidad de
ella, hállase en estrecha relación con todos los órdenes de actividad de los
individuos y las colectividades. Sólo por un esfuerzo de abstracción ha podido
concebirse como algo aparte del resto del hacer humano que le sirve de ocasión, de
motivo para manifestarse y que condiciona cada una de esas manifestaciones…
Siempre resulta que los hechos no jurídicos del hombre —o bien la parte no jurídica
o prejurídica de cada hecho— influyen necesariamente en el derecho y se muestran
en irreductible relación con él.
A través de este texto se observa la inclinación de Altamira hacia zonas más
abiertas, llenando huecos que existían en la historia más tradicional. La
posibilidad de entender al mismo tiempo el derecho engarzado en unas bases más
amplias que penetraran el mundo económico y social. En Altamira, cercano como
Costa a los krausistas, el derecho no puede reducirse a fuentes y textos legales.
Quiere superar la historia política, más descriptiva y de personajes, que se ha
afirmado con Ranke. Su libro de síntesis, la Historia de España y de la civilización
!16
española, muestra cómo concibe ese nuevo enfoque, que ha sido llamado
“institucional o de la cultura”, como acúmulo —si bien meramente yuxtapuesto—
de niveles políticos, económicos, sociales, culturales… Por otro lado, Altamira es el
iniciador de los estudios americanistas en España: el derecho y las instituciones
de Indias, que cultivó hasta el final de su vida en el destierro mexicano.
Rafael de Ureña y Smenjaud (1852-1930) debe ser mencionado entre
quienes impulsaron los estudios histórico-jurídicos. Arabista, buen conocedor de
nuestro derecho medieval, tratará de la literatura jurídica o de los juristas del
pasado que han escrito sobre derecho, materia escasamente desarrollada entre
nosotros —desempeñó una cátedra de doctorado en Madrid sobre historia de la
literatura jurídica—. También realizó estudios sobre juristas árabes o sobre la
legislación goda, sobre los Fueros aragoneses… Sobre todo, estudió los fueros de
frontera, en especial Cuenca y su familia, cuya magna edición se publicó después
de su muerte.
En la cumbre de esta dirección está Eduardo de Hinojosa y Naveros
(1852-1919), catedrático de letras en la central, que, no obstante, es considerado
iniciador de los estudios de historia del derecho, por sí o a través de sus
discípulos. Sin duda, gran historiador, su figura se ha mitificado, hasta
considerarlo padre de la historia del derecho, por los más conservadores.
Hinojosa, historiador de las instituciones medievales, concede menor
atención a fuentes —no era, en definitiva historiador del derecho—. Publica
algunos documentos medievales o participa en la edición del Breviario de Alarico
por la academia de la historia, pero la mayoría de sus trabajos versan sobre
instituciones. Incluso cuando estudia la literatura jurídica, procura conectarla con
las instituciones.
Destaca como hombre de archivo que no se conforma con las fuentes
impresas al elaborar sus trabajos. Conoce bien la bibliografía de sus temas —
introduce la alemana—, pero es desde el archivo como reconstruye el trazado
económico y social de sus investigaciones. Un viaje a Alemania en 1878 le permite
conectar con la avanzada historiografía jurídica de aquel país. Pero no es una
mera importación de datos o teoría lo que pretende, sino una asimilación de sus
técnicas y forma de hacer para proyectarlo al estudio de nuestro pasado.
Escribe valiosas monografías, al menos sus mejores aportaciones se hallan
unidas al estudio al pormenor de una época, de una zona. Si alguna vez intenta la
síntesis, en forma de manual, es por excepción. Ni siquiera se molesta en terminar
su Historia del derecho español (Tomo I, 1887), ya que dedica su esfuerzo a más
concretas zonas, en especial a la Cataluña medieval. Su estancia en Barcelona —
fue gobernador civil algunos años— explica su interés por Cataluña y la
frecuentación de sus archivos… El régimen señorial y la cuestión agraria en
Cataluña en la edad media (1905) es su aportación más acabada y completa, a la
que más horas dedicó. Tiene en cuenta los aspectos sociales y económicos de la
historia jurídica, las clases y estamentos durante la edad media. Posee un buen
conocimiento bibliográfico y de las fuentes legales catalanas, incluso las obras de
los grandes juristas. Pero sobre todo utiliza archivo con rigor y amplitud:
donaciones a monasterios e iglesias, concesiones de tierras para su cultivo,
registros en los capbreus, absoluciones o redenciones de censos, procesos,
sentencias… “escasísimos —dice— en número los diplomas publicados en
!17
comparación de la masa considerable de los que permanecen inéditos…” Se había
acercado al tema de los remensas en algunas otras publicaciones, así como a la
historia de las clases inferiores, y ahora aquellos y otros materiales se funden en
esta obra. Describe la reconquista y la repoblación, enlazando los avances
guerreros a las formas de repoblación y de explotación agraria. Después describe
el señorío como sujeción de los vasallos al señor, por razón de la jurisdicción que
el señor ejerce, por el territorio que domina y aun por vínculos personales, al
encomendarse los campesinos al señor, en demanda de protección en un mundo
feudal violento. El núcleo de la monografía se refiere a la situación de los payeses
de remensa, que están adscritos a la tierra y no la pueden abandonar; describe los
malos usos que recaen sobre ellos —el pago de la remensa o precio de la redención
por abandonar el señorío es el más gravoso— así como las grandes luchas del siglo
XV para liberarse de su condición, que logran a través de la sentencia arbitral de
Guadalupe de 1486, dada por Fernando el Católico.
Vemos, pues, que a fines del pasado siglo y comienzos del presente aparece
un claro interés por los estudios jurídicos, económicos y sociales. Vemos también
que los historiadores del derecho —Hinojosa, tan apreciado por ellos— están en el
centro de esta renovación, de una nueva historia institucional o de la civilización.
Cuando en 1924 un grupo de discípulos de Hinojosa funda el Anuario de historia
del derecho sus números muestran amplitud de enfoque. Eran sus fundadores
Laureano Díez Canseco, Ramón Carande, José María Ots Capdequí, Galo
Sánchez, José Ramos Loscertales, Claudio Sánchez Albornoz. Era la fundación de
los más conservadores, encabezados por Díaz Canseco. Frente a los krausistas, a
publicaciones como el Boletín de la Institución libre de enseñanza o la Revista de
ciencias jurídicas y sociales de Ureña.
La historia del derecho aparecía injertada en la nueva historia institucional,
que en aquellos años suponía claro avance sobre la mera historia política, de los
reyes, los hechos y las batallas. Como historia de la civilización añadía las ciencias
y las artes, el folklore. ¿Sería excesivo afirmar que los aspectos económicos y
sociales correspondían entonces en buena parte a los historiadores del derecho,
junto a algunos historiadores generales que se volcaban hacia la historia de las
instituciones?
!18
dirección, que aspiraba a una historia integrada en sus diversos sectores. Quizá
podría decirse que esta superación de la historia institucional se logró por la
conversión de los historiadores desde un relato político fundamentalmente —
completado por elementos institucionales y de cultura— a una atención hacia
aspectos más globales de la historia. Dejan minucias descriptivas —o
protagonizadas por individuos— de la historia política y quieren acercarse y
comprender la historia desde el bloque social y económico. Cuantificar los datos
para una mayor exactitud. Abandonar el puro azar de la cadena de
acontecimientos para buscar una explicación de conjunto. Separarse de una
historia de las ideas —al estilo de Dilthey— para incardinarlas en su
circunstancia… Todo esto es muy vago: pero todavía lo es más apelar a una
historia integral o total. El último código historiográfico de Annales ha dado
resultados muy importantes que se pueden aprender en la última síntesis de
Braudel: Civilisation matérielle, économie et capitalisme, XVe-XVIIIe siècle (1979).
Hace algunos años se produjo otro profundo cambio en la historiografía
francesa de los Annales que supone nuevas posibilidades técnicas y
metodológicas, abrir paso al mundo de las ideas, a través de la historia de las
mentalidades, los aspectos de la vida cotidiana, la historia de la mujer, plantear
los grandes temas del poder, del amor y de la muerte… En el mundo anglosajón
habría que mencionar al grupo de historiadores —Hill, Thompson, Hilton… — en
torno a la revista Past and present, de orientación marxista. Hoy han aparecido
numerosas direcciones historiográficas que han abierto la historia a todo tipo de
posibilidades. La prosopografía como estudio de biografías colectivas para conocer
una clase o un grupo, unas conductas… La historia del imaginario… La historia
de las mentalidades como estructuras mentales que perviven a lo largo del tiempo
o una renovada historia de las ideas, como escribió Foucault… Vuelve la historia
institucional, tanto tiempo denostada, o la narrativa, como centro del relato
histórico —Montaillou de Le Roy Ladurie o El regreso de Martin Guerre de N. Z.
Davis… — No es posible aquí un repertorio de cuanto se está realizando. Se
requeriría mucho espacio para presentar con un mínimo de rigor las variadas
corrientes que en el momento actual andan buscando una redefinición de
métodos. Estamos en una fase abierta, muy cercana todavía, y no asentada. ¿Se
trata de un nuevo peldaño o una simple moda de temas y técnicas? ¿Un
complemento o un camino nuevo? No lo sé. Todo movimiento historiográfico —
toda obra bien hecha— aporta resultados, y son buenos, sin duda, los que van
produciéndose en los últimos años. Pero todavía no es posible saber si completan
una etapa anterior o van a establecer unos nuevos modelos. ¿Son un movimiento
coyuntural o afectan a la estructura del hacer histórico? Me inclino por la segunda
alternativa: la etapa de historia social y económica en exclusiva está muerta. En
todo caso, son una apertura o integración de posibilidades que permite respirar,
sin esa limitaciones que tantas veces gustan imponer algunos, afirmándose en
unos modos de hacer excluyentes, usados como armas de combate. Podría decirse
que hoy el objeto y el método de la historia se ha ensanchado inmensamente.
Nada le es ajeno, con tal que sirva para comprender mejor el pasado de un
individuo o de un colectivo. Pero todavía no han entrado con amplitud estas
nuevas formas en la historia del derecho.
Volvamos a España, a la historia del derecho. Con la guerra civil muchas
cosas cambiaron. La historia del derecho también se vio afectada por la muerte de
algunos o el exilio de muchos. El Anuario de historia del derecho español, al
!19
aparecer su volumen XIII, expresaba el cambio ocurrido, con cambios en su
consejo que reflejaban las modificaciones acontecidas —con un retrato de Franco
y una alabanza latina—. Aparecían algunos nombres cercanos al Opus Dei, de
acuerdo con su lanzamiento de los primeros años de la posguerra. Con la entrada
a primer plano de García Gallo, Álvaro d’Ors y el P. López Ortiz se confirmaba esta
tendencia. Sin embargo, hay interés en mantener una continuidad con lo anterior.
La guerra civil había significado un corte, pero se pretende que continúa la
escuela de Hinojosa. Escuela que ha sido en buena parte un mito. Para unos un
recuerdo del maestro, un punto de unión para fundar el Anuario, una dirección
institucional de los estudios y una exigencia de rigor. Para otros, una forma de
crear una microescuela dentro de nuestras universidades que domine el acceso y
las posibilidades dentro de la historia del derecho; para defenderse frente a los
historiadores generales, vallando un recinto… Un recinto de conservadurismo,
dentro de una revista, fundada en tiempos de Primo de Rivera, financiada por el
ministerio…
Sin embargo, hasta aquella ficción de continuidad se rompió, de forma
clara, a partir de los años cincuenta, cuando las nuevas direcciones
historiográficas irrumpieron en España, dejando a la historia institucional —a la
historia jurídica— anclada en tiempos anteriores. Jaime Vicens Vives, en 1950
asiste al congreso de ciencias históricas en París —se habían interrumpido por la
guerra mundial— y percibe nuevos derroteros en la historia. Había trabajado
largos años sobre las guerras de remensa y no le resultaban extraños los
planteamientos sociales o económicos. Conocía bien a Hinojosa y las direcciones
institucionales, pero en Francia encuentra una historiografía muy distinta, con las
formas de hacer de quienes se agrupan en torno a la revista Annales. A partir de
este momento su esfuerzo se centra en la introducción de nuevas formas de
historiar, más modernas, en busca de una historia total, con un apoyo geográfico
y un estudio de los problemas insertos en modelos generales, con un mayor aporte
de datos cuantitativos, con una atención a las bases económicas y sociales… En
suma, a la introducción de las nuevas direcciones europeas en España. En su
labor tropezaría con la historia institucional y con la historia de la cultura, cuando
pretendía remozar la historia española, desde otros supuestos que aquellos que
habían orientado a los historiadores del derecho…
Según Vicens Vives, la historia de la cultura cae en mera historia de ideas,
la historia institucional no comprende —a pesar de su positivismo histórico rígido
— la verdad del acontecer pretérito. El rigor que habían alcanzado los
historiadores del derecho era evidente: puso coto a la improvisación romántica,
exigió una crítica de las fuentes. Pero las instituciones olvidaron al hombre; se
escribieron gruesas monografías, hubo polémicas eruditas… El campo del
medievalismo fue profundamente afectado por el método filológico, que condujo
hacia bizantinas discusiones y ridículas metas, hasta un callejón sin salida, en
que se discuten palabras, no hombres… La historia institucional no detenta el
secreto del pasado ni con mucho… Hay una frase acertadísima de Vicens en estas
diatribas: “Ni los reglamentos, ni los privilegios, ni las leyes, ni las constituciones
nos acercan a la realidad humana. Son fórmulas que elevan límites, pero nada
más que límites. La expresión de la vida se halla en la aplicación del derecho, de la
ley, del decreto, del reglamento… ”
!20
Vicens Vives había atacado la historia del derecho. Con sus palabras, es
verdad, pero especialmente con sus obras. El reto —una crítica es siempre un reto
— pudo dar lugar a una discusión abierta para mejor entenderse ambas partes
contendientes y poder rectificar el uno quizá la dureza de su expresión, los otros
su orientación… Discusión sobre la nueva dirección de Vicens y la ciencia de los
Annales, en sus datos y sus construcciones, si era posible mejorarlas, en su
tendencia metodológica, si podían presentarse correcciones… La nueva
importación y reconstrucción de la historia económica y social estaba ahí, para ser
seguida o rectificada por los historiadores del derecho, que desde sus comienzos y
hasta ese momento habían atendido los aspectos sociales y económicos de la
historia, desde Hinojosa a nuestros días, antes de esta presencia de Vicens.
Pero se produjo el silencio. No hubo respuesta a Vicens ni rectificaciones,
desde las páginas del Anuario, ni en otros lugares. No se aceptó la discusión clara
y decidida, antes bien se optó por el retraimiento. Algunos no alteraron su forma
de estudio jurídico, social y económico, tal es el caso de Sánchez Albornoz y su
lejana escuela argentina o de Luis García de Valdeavellano. Dentro de líneas
tradicionales siguieron laborando sin desdeñar las bases económicas y sociales del
mundo jurídico… Incluso Carande se decantó por dedicarse a la historia
económica.
Pero García Gallo y otros respondieron con el retraimiento y la historia del
derecho se refugió en un estricto juridicismo. Se optó por prescindir de aspectos
sociales y económicos de la disciplina, quedarse en el mero atenimiento a las
cuestiones más aparentemente jurídicas, perder alas y posibilidades… Este autor,
en 1952, escribió un artículo en que decidía que la historia del derecho era una
disciplina puramente jurídica, frente a la tradición anterior, en España y fuera,
que siempre la había visto como una ciencia histórica. Sus razones podían
sintetizarse de esta manera:
Temía que la historia del derecho se confundiese con la historia general.
Cosa que si fuese necesaria y conveniente, no se comprende por qué sea un
peligro, más bien podía significar un enriquecimiento. Por tanto señala la
diferencia entre la historicidad del derecho y la de otros actos o fenómenos
históricos. Concibe una mayor persistencia en lo jurídico —trae algunos ejemplos
del derecho privado—, mientras la historia general es más individualizadora.
Ahora bien, la historia más reciente atiende a realidades constantes como,
por ejemplo, la estructura económica de una sociedad o sus clases, las
mentalidades, etc. Por otra parte, si el derecho posee una cierta tendencia a
mantener sus fuentes vigentes, no cabe duda de que éstas van transformándose
por diferentes interpretaciones y por el juego de normas complementarias o el
desuso de algunas de ellas. Sólo así es concebible que el texto de las Partidas
pueda haber estado vigente desde el siglo XIV hasta el XIX. Si el derecho privado
mantiene más una constante, en los sectores del derecho público —organización
del estado y de la administración— es evidente que los cambios legales son más
frecuentes y visibles…
La historia del derecho, considera García Gallo, es ciencia jurídica, no sólo
por su finalidad y orientación, sino también por sus métodos; debe ser estudiada
igual que se analiza el derecho vigente. Todo el mundo está de acuerdo en la
utilización —cautelosa y ponderada— de la técnica jurídica del presente en la
!21
reconstrucción del pasado; los historiadores del derecho son juristas y se dirigen a
juristas… Pero no hay que dejarse llevar por el presente hasta el punto de que no
podamos entender el pretérito; precisamente lo que interesa es llegar al pasado, a
sus problemas y situaciones —si el testamento desapareció en una época, no
podemos utilizar sus esquemas—. El método es histórico, y no parece posible
aplicar los métodos del positivismo jurídico para acercarnos a la historia, ni
tampoco el método coetáneo al período que queremos estudiar, el método de los
posglosadores para la edad media o el del iusracionalismo para los siglos XVII y
XVIII…
Crítica o defectos
La historia del derecho, por lo demás, presentaba una serie de deficiencias por
aquellos años. Hoy parece que empiezan a superarse, existe una auténtica
decisión entre historiadores del derecho de buscar nuevos planteamientos y
nuevas elaboraciones… Sin embargo, precisaremos algunos defectos o
limitaciones, que han sido tradicionales en los estudios de historia jurídica.
1) En primer lugar, su medievalismo. Una tendencia marcada a estudiar la
edad media, en especial los siglos VIII a XIII, siendo menos los trabajos referidos a
baja edad media. Precisamente las épocas más alejadas de nuestra tradición
jurídica, de la actualidad. Hasta hace poco había un cierto olvido del siglo XIX —y
del XX— que forman las líneas de nuestro ordenamiento actual. Las razones son
varias:
a) Por de pronto, los primeros historiadores del derecho, Martínez Marina o
Hinojosa, trabajaron en una época en que los textos medievales del siglo XIII —
Partidas, singularmente— se hallaban vigentes o lo habían estado no hacía
mucho. Dejaron estos cuerpos legales a la atención de los civilistas o penalistas,
mientras ellos se remontaban a la alta edad media. La parte histórica del derecho
civil o penal era bien conocida por los profesores de las diversas materias, y el
historiador se sentía forzado a ocuparse de períodos anteriores.
!22
b) También era la alta edad media la primera época que captaba su atención,
porque la época primitiva presentaba unas características singulares, una escasez
de datos que no permitía un trabajo profundo, y, en todo caso, estaba ligado su
estudio a técnicas muy especializadas; Roma, tenía sus propios especialistas en
las cátedras de derecho romano… Por ello, visigodos y alta edad media constituían
el comienzo de la disciplina; el resto vendría después. El período altomedieval era
la primera zona a atender y el objeto preferente de los historiadores juristas. Hoy
esto ha cambiado sustancialmente.
Pero, existían dos graves cuestiones, por de pronto la necesidad de saber la
lengua árabe, para estas zonas, cosa que muy pocos conocían —Ureña, López
Ortiz—. Sánchez Albornoz, que percibe claramente esta deficiencia por su
especialización en los primeros siglos medievales procuró compensar con
traducciones su falta de conocimiento de esta lengua. Por otro lado, los
historiadores del derecho se encontraron con los filólogos en sus estudios sobre
fueros locales o textos de aquellos siglos. Las ediciones de los lingüistas eran
mejores, sus estudios de transmisión de textos decisivos, pero los historiadores
del derecho procuraron ponerse a su altura, para determinar familias e
influencias acerca de los derechos locales del medievo.
2) Desvío de la investigación de archivo. Todavía hoy, hay historiadores del
derecho que realizan sus trabajos con escasa o ninguna labor de archivo. O que
trabajan los grandes textos sin conocer los originales, fiados de ediciones
inapropiadas —es el caso de Partidas—. Consideran que es suficiente con los
documentos o los textos publicados —los visigodos y los altomedievales lo están en
su mayor parte—, que bastan para reconstruir el pretérito de las normas.
Historiador y archivo son dos ideas inseparables, por lo que toda construcción que
no esté basada en una consideración de las fuentes de conocimiento de los
archivos posee fallos que indudablemente se revelan pronto a quien profundice.
Salvo en las épocas más antiguas, en que todos o la mayor parte de los textos
están publicados —y aun entonces hay un riesgo, que las transcripciones no sean
fiables—, resulta claro que la labor de archivo es imprescindible, y su consulta
limitada o su olvido, constituye un defecto esencial para el trabajo histórico-
jurídico.
3) Por otra parte, se consideró a los manuales, como eje de la investigación. Es
el caso de García Gallo o de Torres López. Los manuales, como los apuntes,
suponen una visión general y sintética para quienes se inician en la historia del
derecho; no tienen más valor que éste. Sin embargo, durante años se les ha
conferido una importancia que no tienen, confundiéndolos con los tratados de la
materia, que sintetizan a alto nivel, por uno o un grupo de autores, las cuestiones,
problemas y datos de la historia.
Sin embargo, en España y hasta no hace mucho, se tenían los manuales por
la cumbre de la investigación —algún autor confiesa que ha trabajado sus temas,
los ha elegido, en función del manual, de la visión iniciadora y general—. Lo que
es una ayuda para los estudiantes, aparte una manera de completar ingresos, se
presentaba como síntesis esencial. Por el contrario, la historiografía avanza tanto
a través de la monografía o estudio concreto, como a través de los tratados o
síntesis de alto nivel.
!23
Sin duda, esta perspectiva ha viciado un tanto el estudio del derecho en el
pretérito: interesaba más completar que profundizar, llegar a unas conclusiones
generales que analizar las cuestiones con toda su hondura…
4) Por último, también fue negativa para la historiografía jurídica la influencia
del positivismo jurídico. El positivismo puede entenderse en diferentes sentidos:
— Hablamos de la positivación de una ciencia —la física en el XVII o la
medicina en el XIX— cuando esta adopta el método positivo o moderno, basado en
la observación de los hechos y su estructuración en teorías o hipótesis
comprobadas.
— También de positivismo histórico, cuando, en el XIX ya definitivamente, la
historiografía adquiere un método y una crítica, según hemos visto en lecciones
anteriores. Positivismo que se ha superado en las nuevas direcciones, si bien
englobando en el nuevo camino o enfoque lo que significaba la crítica de textos.
— Incluso, denominamos con esta palabra una dirección filosófica, como es la
obra de Comte o de Spencer, que redactan una filosofía que pretende estar de
acuerdo con las ciencias y su positivismo.
— Pero, nos interesa el positivismo jurídico, que se refiere a un fenómeno
diferente, incluso posee dos sentidos: a) Algunos autores, en el XIX, tales como
Duguit o los positivistas italianos cercanos a Lombroso, pretendieron aplicar el
método de las ciencias naturales, con direcciones sociológicas o antropológicas —
la medición de cráneos y las teorías del criminal nato lombrosiano… —. b) Los
más de los juristas, en el siglo XIX, la escuela francesa de la exégesis del Código de
Napoleón o la pandectística alemana, entendieron el positivismo como atenimiento
al derecho positivo, como negación de planteamientos apriorísticos desde el
derecho natural. O también como purismo del derecho, frente a otros sectores —la
teoría pura de Kelsen— como la economía, la historia, la sociología… Estas
corrientes significan un empobrecimiento del fenómeno jurídico, ya que se quedan
en las leyes o en normas positivas, que sólo son juzgadas por su interna
coherencia. Vemos que, por ejemplo, como Karl Schmitt, el teórico nazi, puede
partir de Kelsen para la fundamentación del sistema, poniendo como norma
fundamental del ordenamiento, la decisión del Führer…
En la historiografía jurídica las corrientes positivistas se concretan en un
atenerse a las leyes, con olvido de otras normas jurídicas, como la jurisprudencia
o los autores; despreciar la práctica real del derecho o desligarlo del entorno
político, económico y social. Se pretende que el historiador del derecho debe
ceñirse al estudio de las normas, sin que deba ocuparse del marco en que se
mueven. Y si en el derecho actual, el positivismo sirve para deparar a los juristas
el conocimiento ordenado del derecho positivo, para que sirvan de vehículo entre
el poder y la sociedad, en la historia este método se revela insuficiente. ¿De qué
nos sirve ordenar los textos de Partidas o de Fueros de Valencia, si no somos
capaces de entender su sentido en la época? ¿Cómo considerar los textos del
pasado como algo dado por el poder, sin intentar averiguar por qué se dieron, qué
pretendían, cómo se aplicaban dentro de unas estructuras sociales y económicas?
El positivismo, si afecta a la historia, produce unas graves distorsiones en la
explicación de una época, de un derecho. Por ejemplo, a pretexto de que el
derecho romano no está vigente, se prescinde de este ordenamiento, que tiene,
!24
como el derecho canónico, una importancia, al menos tan notable como el derecho
real, si no más. Atiende a las fuentes legales, sobre todo, y deja la doctrina o la
jurisprudencia en un segundo término; lo que si hoy es así, no lo ha sido en otros
períodos. Si no ve la aplicación qué puede saber de la realidad del derecho… En
definitiva, el positivismo jurídico —que hoy domina fuertemente el mundo del
derecho— no supone más que un obstáculo para entenderlo con cierta
profundidad; y ello, tanto en el pretérito, como en el presente… Conocer las leyes
—que cambian constantemente— no es saber derecho…
!25
III FEUDALISMO
Conceptos esenciales
!26
Por otra parte, los campesinos también se encomiendan a los nobles o
eclesiásticos, al rey, porque no cabe libertad, que sería inmediatamente destruida
por los guerreros. Se agrupan en torno a algún noble o monasterio, en un
entramado que designamos como relaciones feudoseñoriales. Los señores son los
auténticos propietarios de las tierras y establecen en ellas a campesinos para su
cultivo, adscritos a la tierra y sin apenas derechos. Los pequeños campesinos que
pudieron existir fueron absorbidos durante aquellos años. Quedan sujetos a los
señores por dependencias personales —el ius maletractandi aragonés o los malos
usos catalanes—, por su jurisdicción o posibilidad de nombrar o intervenir en el
nombramiento de las autoridades que los gobiernan o juzgan y, por último, por un
conjunto de pagos por razón de las tierras que les otorgan. Con el tiempo, en la
península, desaparecen las dependencias personales, incluso las sernas —los
jornales que los campesinos están obligados a realizar en las tierras que se reserva
el señor o llevarle leña u otros trabajos—. Las relaciones entre señores y
campesinos se van organizando conforme a la enfiteusis romana del bajo imperio,
con una división de propiedades, entre el señor que, por su propiedad noble o
eminente, percibe determinados cánones o pensiones (dominio directo) y el
campesino que tiene sus tierras y las cultiva (dominio útil). Este último empieza a
tener derechos sobre las tierras, de modo que puede dejarlas sin que esto
signifique la pérdida de las mismas a favor del señor, ya que puede venderlas a
otros campesinos. A partir de la última edad media se amplia la posibilidad de
vender a clérigos o a burgueses.
Esta estructura en el dominio señorial se mantiene de forma más
persistente en determinadas zonas, como Galicia o Valencia y Cataluña, mientras
en otras se produce una evolución temprana, en el País Vasco o en Castilla y
Andalucía —estas han sido tierras de frontera—.
Ahora podemos establecer mejor la cronología del feudalismo, desde unas
nociones mínimas de sus realidades:
1) Prefeudalismo. Ya en los reinos bárbaros, desde el siglo VI o VII se
produce un proceso en esta dirección, ya que desde Carlomagno, y antes en la
época merovingia, aunque el poder real se mantiene se perciben fidelidades o
vasallajes, donaciones de tierras a sus más cercanos —como también entre los
visigodos—. Aunque existe un campesinado libre, el dominio señorial o grandes
extensiones de tierras de un noble que cultiva con esclavos o semilibres
permanece como herencia del bajo imperio romano.
2) Feudalismo clásico. A partir del siglo IX estas instituciones feudales se
consolidan, los grandes señores prestan vasallaje al rey y reciben a cambio unas
tierras o un feudo. Los feudos, además, se hacen hereditarios o se pueden vender,
de manera que la reversión a quien los ha dado es limitada, sólo por traición o
caso semejante. El proceso feudoseñorial se amplía, los campesinos se ven
sometidos, cada vez más, a dependencia de los señores.
Las ciudades, que surgen numerosas en el XII, no alteran estas estructuras.
Constituyen espacios libres, por lo común en los realengos o tierras del rey, con
unos estatutos o fueros que permiten el comercio, la artesanía, otros tipos de vida,
pero se encajan en núcleos diferentes de las zonas señoriales. En las cortes,
convocadas por el rey, junto a nobles y clérigos, dejan oír su voz, resuelven las
cuestiones, junto al monarca y los otros dos brazos o estamentos.
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3) Feudalismo tardío o neofeudalismo. Con la aparición de las monarquías
absolutas, ya no se necesita el ejército feudal —el rey paga y sostiene sus ejércitos
—. Los poderes políticos se reúnen en las cortes, si bien éstas menguan frente a la
potestad real. Por esta razón, aquellas relaciones feudovasalláticas desaparecen.
Pero se conserva la fuerza y riqueza de los dos estamentos dominantes: en los
cuadros de oficiales, en los grandes cargos de la monarquía. Y, desde luego, los
campesinos siguen en situación análoga, aunque se trasforma la propiedad a lo
largo del tiempo. Esta etapa corresponde a la edad moderna, que vive sobre
explotaciones económicas de régimen señorial.
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fácil defensa, y realizarán incursiones sobre el valle del Ródano. Durante un siglo
menudean sus destrucciones y pillajes, hasta que en 972 apresan a un ilustre
personaje, el abad de Cluny, y se desencadena una guerra que termina con el
enclave.
Húngaros
Como en su día los hunos, los húngaros o magiares irrumpen sobre Europa.
Raza nómada y combativa, pondrá en jaque a los pueblos europeos: en el 833
están en el mar de Azov, y atraviesan los Cárpatos en el 896 hacia las grandes
llanuras del Danubio. Carlomagno, en sus campañas del este había destruido a
los ávaros, por lo que nada podía contener su marcha. A fines de este siglo pasan
por el Po, llegan a Baviera y Sajonia. En el 955 son derrotados por Otón I el
grande y cesan sus oleadas. Aunque la causa quizá esté en las enfermedades que
sufren o en su conversión al cristianismo y su asentamiento agrario…
Normandos
Son, en verdad, la gran plaga. Sus incursiones son constantes, su marina
no tiene rival en el occidente, ya que se han olvidado las artes náuticas en los
reinos bárbaros: sólo Bizancio las conserva. Los normandos son pueblos
germánicos de la Escandinavia que no descendieron en la primera etapa de las
invasiones sobre Roma: suecos, noruegos y daneses. A partir del 800 empiezan
sus incursiones, bien en forma de razias, remontando a veces los ríos —por el
Guadalquivir llegan a Córdoba—, bien estableciéndose en diversas zonas: los
reinos daneses de Inglaterra, con Knut el grande, o la Normandía francesa o, por
fin, el más meridional, el reino de Sicilia. Hacia fines del X y los inicios del XI la
conversión marca, como para húngaros, el cese de su amenaza; no porque
invadiesen por odios religiosos, sino porque la conversión y el contacto con el sur
ha ido produciendo un cambio de mentalidad, una adaptación a los usos y la
civilización de la Europa feudalizada. ¿También las defensas de Europa han
aumentado en relación a los normandos? Evidentemente no, sino que son más
débiles. La causa del fin de las invasiones debe hallarse en el seno de los pueblos
nórdicos, que tal vez han tenido unos momentos de gran desarrollo demográfico,
eclipsados por las constantes guerras y el poblamiento de Normandía o Sicilia —
reinos que, por lo demás, se feudalizan—.
Los tiempos estuvieron llenos de dureza por las invasiones y por la
existencia de una vida basada en la guerra. Unas destrucciones que inciden sobre
un proceso abierto hacia el feudalismo, en busca de unas estructuras que
asegurasen cierta paz, unos ejércitos…
!29
referirnos a los que dominan el estamento, por su riqueza y poder, un concepto
más social, aunque ligado al de estamento.
A) La nobleza.
Se crea en los inicios del feudalismo un estamento guerrero que perdura, aun
cuando todavía hay cierta posibilidad de cambiar las personas y casas. La nobleza
pretende un abolengo que se remonta a los tiempos romanos, cuando en verdad,
por el cambio, era más reciente, todo lo más de la época posterior a Carlomagno.
En Castilla la nobleza del XII y XIII cambia por las guerras y la fortuna; a partir
del XV hasta el XIX se fijarán unas casas, unos títulos, cuando ya sus actividades
guerreras han decaído y su grandeza se basa en mayorazgos y el favor real. En los
textos es evidente también la formación de un estamento nobiliario; la palabra
noble significa sólo libre y en el XI ya se restringe a una clase con territorios, con
vocación guerrera.
La vida noble es la guerra; el heroísmo y la fortaleza sus virtudes. El botín es
forma de adquirir, así como las mercedes que se le hacen o las soldadas que les
paga el rey o los señores más poderosos a sus caballeros y hueste. En un mundo
violento, quienes podían llevar armas —a partir del XII empiezan a prohibir que las
lleve quien no sea noble— son la clase dominante. Los nobles desprecian a los
villanos y al pueblo, incluso a los burgueses: estos les devuelven con la misma
moneda. Girard de Rousillon, un noble aventurero, va errante con su mujer y
séquito en época de desgracia; se encuentran a unos mercaderes y, por ocultarse,
dice que ha muerto. ¡Gracias a Dios! exclaman y Girard dice que si hubiera tenido
a mano la espada hubiera dado muerte a alguno. Las continuas guerras con los
campesinos descubren análoga oposición con aquéllos. Los nobles, según un texto
de la época “están siempre ocupados en querellas y masacres, se resguardan de
sus enemigos, triunfan sobre sus iguales y oprimen a los inferiores”. En sus
fortalezas —en sus cortes— en especial en Francia viven un estilo de vida
cortesano, a partir del siglo XII. Torneos usuales —el primero datado en 1066—,
cierto culto a la mujer en una literatura distinta de la clerical, y de la burguesa
posterior. Sublimación de las relaciones amorosas en un platonismo literario. En
fin, junto a la guerra, un mundo complementario. El señor noble no se ocupa más
que de la guerra y la caza; su jurisdicción es ejercida por gentes que designa, así
como la administración de sus estados y el cultivo de sus tierras.
La orden de caballería es, sin duda, el ideal que expresa la grandeza del
estamento, la hermandad entre sus miembros. A partir de la segunda mitad del XI
está ya consolidada, con unos ritos y unos ideales. El que se inicia recibe de un
caballero más antiguo la espada y una palmada en la espalda, como signo plástico
y visible de aceptación y de iniciación. Ya no es bastante una situación de hecho,
tener caballo y ser guerrero, sino una consagración y entrada en una orden que la
iglesia bendice y acepta. Otros pontificales del XII y XIII muestran la bendición de la
espada o la entrega de todas las armas por un clérigo; a partir del siglo XV se
unifica en un pontifical romano. La idealización de la guerra sirve de justificación
a los caballeros y la iglesia se hermana con ellos y, en cierta manera, controla su
actividad, al depararles un código y unos ritos. Por lo demás, el código de
caballería a que están sometidos los guerreros feudales suponía: la fidelidad en el
vasallaje, gloria y esplendidez, grandeza de la guerra y desprecio del reposo, ayuda
al prójimo, en especial a viudas y huérfanos, no jurar en falso, no matar al
vencido… Cristián de Troyes califica a la caballería como “la más alta orden que
!30
Dios ha hecho”, aun cuando no es una orden sino en sentido analógico con las
monásticas, mendicantes o las órdenes militares. San Anselmo es la excepción
cuando ataca el estamento guerrero, al decir non militia, sed malitia, no milicia
sino malicia, referido a su vida y costumbres. Marc Bloch alude con penetración al
sentido eclesial de esta creación: “Así la iglesia, enseñándoles una tarea ideal,
terminaba por legitimar la existencia de esta “orden” de guerreros, concebida
como una de las divisiones necesarias de una sociedad bien organizada… ”
La clase guerrera comienza siendo un oficio con posibilidades de que entren
diversas personas, pero se va cerrando. Los hijos de caballeros son los únicos
admitidos en la orden de caballería, cuando posean sus armas y su caballo y sean
vasallos. La herencia da derecho al rito de iniciación. Ya no pueden llevar armas
sino los caballeros y las diferencias se hacen claras: así entre los templarios están
los caballeros blancos y, por debajo, los sargentos pardos, no nobles. Se prohibe la
orden a los hijos de villanos; se ven con disgusto las disposiciones de los reyes que
hacen nobles a cambio de dinero. Forman un mundo aparte, con endogamia,
incluso por estratos: los condes de Carrión desprecian a las hijas del Cid.
Porque dentro de la nobleza existen diversos escalones en una jerarquía; todos
son iguales por su vocación guerrera y su género de vida, todos pertenecen a la
orden de caballería, pero entre los grandes señores con tierras y ejército propio —
barones, ricoshombres, pares o magnates— y los simples caballeros o hidalgos
puede existir un abismo. Pueden ser incluso pobres: el caso del Cid, aventurero
que reúne riquezas, al compararlo con los infantes de Carrión, marca esta
diferencia.
Por lo demás, la clase guerrera no suele saber de letras. El dicho carolingio —
quien a los 12 años no monta a caballo y se queda en la escuela, no es bueno sino
para clérigo— es sobradamente significativo. De Otón I se dice que aprende a leer
a los 30 años, mientras que algún otro emperador alemán no supo nunca, el Cid
apenas sabe firmar. También hay excepciones: Otón III, sabe griego y latín, o
Alfonso X. Pero la regla es que la cultura esté en manos de los clérigos, que son,
ciertamente, el estamento sabio.
B) El clero
La iglesia es el otro estamento privilegiado con exención de impuestos y cargas,
con dominio de territorios —tanto por los obispos o mitras como por los
monasterios—. Pensemos en la mitra de Toledo o en Sahagún, Valldigna o Poblet.
Participa en la curia regia o consejo real, después en las cortes. Sin embargo, creo
que es un estamento de menor importancia que la clase guerrera para explicar los
aspectos del feudalismo. Es clase más abierta que la nobiliaria, pues pueden
acceder a ella gentes de muy diversa procedencia. Ahora bien, sus cabezas —
abades, generales de órdenes, obispos… — proceden por lo común de la clase
nobiliaria, con algunas excepciones.
Tiene como función esencial la cultura, primero en los monasterios, después en
las universidades y conventos de las órdenes mendicantes.
1) Sustenta la cultura y da una justificación de aquella sociedad estamental,
a través de su intervención en la vida o las ideas. La iglesia vive entre los nobles y
se hace presente en sus momentos claves: en la entrada en la orden de caballería
o en la prestación de vasallaje. Justifica una división de la sociedad en estamentos
!31
o estados como procedente de Dios. La edad media es época religiosa y la cultura
está en sus manos por completo hasta la aparición de una cultura nobiliaria desde
el siglo XII y, después, una cultura burguesa, o de las ciudades. Con todo, su
preponderancia en las doctrinas y ciencias, llega a la edad moderna, en especial a
través de la teología y el derecho canónico. Pero en los siglos primeros de la época
feudal es la iglesia la depositaria del saber y extiende su predicación —medio
esencial para la comunicación— a una población ignorante, que no sabe leer. La
magia se une, a veces, a una cultura de tipo místico; en todo caso, se impone una
interpretación religiosa del mundo. Rabano Mauro, sabio de la corte de
Carlomagno, en su De universo libri XXII realiza una interpretación de las cosas
desde una perspectiva de Dios, los ángeles buenos y los demonios malos. Ramon
Llull en el Libro de las maravillas, ya en siglos bajomedievales, mientras cuenta
mil historias y apólogos, estructura sus paginas desde Dios, la virgen, los ángeles
y los demonios, en un mundo religioso.
2) De otro lado, la iglesia actúa como señor feudal. Los monasterios,
fundados a partir del siglo VI son núcleos de supervivencia y protección de sus
vasallos. Los reyes y los nobles les conceden sus donaciones en tierras y bienes.
Los monjes se entroncan con el rey a través del abad, que es guerrero; otro tanto
se puede decir de los obispos medievales guerreros —a diferencia de las órdenes
mendicantes del XIII, que son ciudadanas y dirigidas y sostenidas por las ciudades
—.
Dentro del estamento eclesiástico aparece también una clara dualidad entre
el alto clero, de ascendencia noble con frecuencia, y el bajo clero que pertenece a
todas las clases. La identidad del estamento clerical da una sensación de mayor
apertura, que quizá no indica donde está realmente el poder. El alto clero de
obispos y abades —junto con magnates— forma un grupo o clase dominante en el
sistema feudal. Por debajo, tonsurados, monjes y frailes, hidalgos y caballeros, se
sienten identificados en el estamento, con sus ventajas, pero sin parangón con los
grandes terratenientes, títulos y personajes, más cercanos al rey, al poder.
Las reformas de Gregorio VII —la lucha de las investiduras del siglo XI—
pretendieron restaurar la disciplina y separar un tanto la iglesia del mundo
feudal, la intervención de los señores en los nombramientos eclesiales. Ahora bien,
no cambia esencialmente, corrige abusos y afirma la potestad pontificia frente a
los señores laicos, frente a los emperadores… Los clérigos y los monjes seguirán
siendo —en sus altos cargos— señores feudales. Incluso se habla de una
feudalización de la iglesia, pues algunas de sus instituciones se hacen sobre los
modelos de organización del feudalismo clásico: obispos que piden homenaje de
sus sometidos o que dan investidura de las parroquias —en el Conde de Lucanor
de Don Juan Manuel podemos ver que el clásico pacto con el diablo, toma forma
de vasallaje feudal—. La reforma gregoriana supone limitar la sujeción de las
parroquias a los señores —se sustituye la palabra propiedad por la de patronato,
aunque la relación de fondo sigue análoga—. Y los nombramientos de reyes y
emperadores sobre obispos y abades continuarían…
!32
Ganshof— los consideran las dos instituciones esenciales del feudalismo. Cuando
se unan automáticas, siempre que se acompañen vasallaje y beneficios —y se
hagan hereditarios éstos— estamos en el feudalismo clásico, el más puro, el
modelo que se impone en Francia, Italia y el centro de Europa.
Estos dos elementos ya se utilizaban en la época anterior de Carlomagno o
entre los visigodos, pero no eran constitutivos de la estructura del poder, que
todavía se mantiene en los monarcas. Carlos Martel o Pipino tomaron bienes de la
iglesia para remunerar a quienes les favorecen, teniéndolas en forma vitalicia en
precario, con un censo a la iglesia; por otro lado, tienen vasallos, que no son
meros guerreros a su servicio, sino nobles de elevada alcurnia. Aparece ya la
encomendación y un juramento de fidelidad, que consiste en darse las manos y
jurar ante cosas santas. No era posible salir de esta relación, salvo caso de
muerte, o golpear al vasallo, quererle esclavizar, violar o seducir a su mujer o hija,
quitarle un bien, perseguirle con la espada en alto o no defenderlo en su
necesidad. Los vasallos le ayudan en lo militar y en el tribunal. A algunos no les
da el monarca beneficio, a otros sí. El beneficio —en tierras, o en dinero a veces—
se concede en precario por los monarcas, que pueden reclamarlo o por muerte del
vasallo recobrarlo. En el siglo IX, el vasallaje y el beneficio se van uniendo: en el
815 un capitular de Ludovico Pío para España permite que los hispanos se
puedan encomendar a los condes, y si reciben algún beneficio deberán prestar a
cambio del mismo “el servicio de nuestros vasallos a nosotros”. En el 877 por un
capitular de Carlos el Calvo en Quercy-sur-Oise, cuando se dirige en expedición a
Italia, confirma todos los beneficios y cargos; deben, en caso de muerte, continuar
los hijos, con disposiciones acerca de la administración si es menor… Se está
recogiendo una realidad de efectiva herencia, aunque se trate de una disposición
provisional.
Pero veamos estas instituciones en el feudalismo clásico. El material
legislativo empieza a recogerse desde el siglo XII, pero es evidente a través de otras
fuentes la estructuración feudal desde el siglo IX. Los dos elementos dependen uno
de otro, como prestaciones de las dos partes, que las sujetan a una serie de
obligaciones.
— El vasallaje es el elemento esencial, pues cabe que no vaya acompañado
de un beneficio de tierras. Supone un acuerdo, que reviste la forma de homenaje,
que consiste en un ceremonial externo y una declaración de voluntad con
juramento: se conservan ejemplares desde inicios del XI. El señor pregunta si
quiere ser su vasallo, o bien el propio vasallo se declara como tal; también a veces
hay un juramento ante un clérigo, en que se promete la fe y el homenaje. La
inmisión de las manos del vasallo entre las del señor supone la forma externa y
visual, acompañado, a veces, del ósculo. A partir del siglo XII empieza a
desaparecer la ceremonia externa —los clérigos en general o todos en Italia se
limitan al juramento de fidelidad—. De esta relación se derivan obligaciones para
ambas partes. El vasallo debe el auxilium y el consilium.
a) Auxilio que es fundamentalmente guerrero, obligación de presentarse con
todas sus fuerzas, en proporción al feudo que se posee —mientras en Inglaterra
según las necesidades del ejército—. A veces se paga una cantidad por liberarse.
Van a la guerra (expeditio) o a una cabalgada (equitatio) o también están obligados
a la custodia de castillos (estage). A veces logran remuneración a partir de un
determinado número de días de servicio al rey o al señor… Incluso, como caso
!33
excepcional, hay formas de prestación distintas, de tipo administrativo o
doméstico.
b) El consejo es la participación en el tribunal o en la curia regia para
ayudar en la administración de la justicia y legislar…
El señor a cambio les guarda fidelidad y los protege, acudiendo en su ayuda
cuando son atacados, y les mantiene, usualmente a través de la concesión del
beneficio. Por otro lado, estos señores subinfeudan a caballeros o soldados, para
su propia hueste o vasallos, que sólo tendrán relación con el rey a través de sus
señores, no directamente. La diffidatio o ruptura del vasallaje se produce en casos
específicamente establecidos —otra cosa sería la realidad de la lucha feudal entre
señores—. Se quiebra la fidelidad, se confisca el feudo y se manifiesta, con un
ritual determinado. Por último, hemos de insistir en la posibilidad de varios
compromisos por un noble, lo que da lugar a un señor principal —al que se presta
el homenaje ligio— y otros llanos; en caso de guerra el vasallo deberá ir con unos y
otros, pero si se enfrentan entre sí la preferencia está en favor del principal.
— Junto al vasallaje, el beneficio o feudo. Puede comprender tierras o un
castillo, cargos u “honores” —a estos últimos se les llama “feudos de dignidad”—.
Las tierras o propiedades son la regla general, pero existen excepciones:
— Feudos de bolsa, consistentes en una cantidad de dinero para obtener o
comprar un beneficio, o una renta fija asignada sobre determinadas rentas.
— Feudos de iglesias o abadías, que terminan con la reforma gregoriana.
— Feudos sobre honores o cargos, que se van asimilando a los feudos.
Vasallajes y beneficios no se pueden considerar como una cadena que va
simplemente desde el rey a los señores. La trama es más compleja, ya que estos,
reciben vasallajes y conceden feudos o soldadas a otra nobleza menor: serían las
subinfeudaciones o cesiones de una parte del beneficio a un subvasallo o
vasvassor, de rango inferior, que formará parte de su ejército.
De otro lado, una misma persona puede estar ligada por dos o más
vasallajes y recibir varios beneficios. Feudo ligio es el que corresponde al vasallaje
principal, que predomina sobre otros planos o llanos prestados a otros señores por
el mismo vasallo.
La investidura es el negocio o acto de conceder el feudo, que sigue
usualmente al homenaje: es un acto (con el cetro, anillo o guante que se entrega) o
un objeto de mando (como el báculo, lanza, estandarte). Mediante la investidura se
adquiere esa posesión del feudo, sin más. A veces se acompaña este acto de una
carta o acta escrita. Por lo demás, si al comienzo no existía la posibilidad de
disponer del feudo —se podía usar y gozar, pero no enajenarlo—, a partir del siglo
X y XI se va generalizando en Francia e Italia. La herencia del feudo se va
imponiendo, con nuevo homenaje del heredero al señor —quien consiente—. El
heredero paga algo, rentas de un año o una cantidad. Se sigue la línea masculina
y de primogenitura. No suele dividirse y, si se hace esta división (paraje), suele ser
entre los hermanos, pero frente al señor aparece uno como único feudatario.
Cuando el heredero es menor se nombra un curador o baiulus, que es noble; y si
fuera mujer, le representa su marido e incluso el señor se ocupa del matrimonio
de sus feudatarios femeninos. En cuanto a la transmisión inter vivos suele hacerse
con dos actos: uno de permuta, venta o donación entre el actual feudatario y
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quien adquiere; otro, también necesario, de renuncia ante el señor o rey que lo
concede al segundo. Hay pues una intervención del señor, si bien en el siglo XII ya
parece que es imposible que se niegue a aceptar el primer acto o la disposición
entre partes.
!35
puede deducirse de un mayor poder del monarca o de diferencias con el francés
que no hay feudalismo en las mesetas o en Andalucía.
En la época asturleonesa se mantienen relaciones vasalláticas y beneficiales,
como herencia de los godos, que se incrementan al correr del tiempo. Aparecen
personas ligadas por especiales vínculos de fidelidad, a las que se conceden,
usualmente, tierras en propiedad o con el nombre de atondos o prestimonios. No
todo vasallo las recibe, ni el ejército está formado, tan sólo, por quienes ostentan
esa calidad de vasallos, pero estas relaciones forman el entramado del poder
político en estos siglos de prefeudalismo.
Los reinos occidentales de la península, desde Galicia y Asturias hasta León
y Castilla vivieron esquemas feudales. A fines del XI y en los siguientes se acentuó
esta configuración, sin duda por influencia de Francia, que se hizo presente a
través del camino de Santiago o por relaciones más cercanas: con el matrimonio
de las hijas de Alfonso VI con príncipes franceses o la presencia de obispos
franceses o de los monjes cluniacenses. Se manifiesta en Partidas ampliamente,
por influjo de los Libri feudorum. La terminología refleja esta situación. Aun
cuando no generalizada, aparece la denominación de vasallo para designar estas
relaciones o la palabra feudo en casos aislados; así, en la Historia compostelana
que habla de feuda temporaria o también en la obra de Ximénez de Rada. En
Aragón se habla de beneficios, para referirse a las caballerías o tierras necesarias
para mantener los nobles menores su caballo y armas. También en este reino se
habla de honores. Incluso hay, en general, cierta feudalización de los cargos
públicos como condados, mandationes, tenencias y honores —si bien no se hacen
hereditarios—.
— El vasallaje se presta por los grandes señores al monarca —son vasallos
sus hijos y sus familiares, algunos prelados, los ricoshombres más importantes—.
Por otra parte, numerosos milites o fijosdalgo aparecen dependiendo del rey, como
vasallos de criazón a los que el monarca criaba, armaba, casaba y daba bienes,
según aparece en el Fuero Viejo (1,4,2); a otros con dependencia más tenue sólo
les daba soldada. Los señores, por su lado, también tenían guerreros vinculados a
sus personas, que acudían con ellos a la guerra a cambio de una soldada o un
beneficio.
El homenaje se hacía usualmente a través del besamanos, sin duda por
influencia musulmana. En el Fuero Real se dice :”Cuando algún hidalgo se
quisiere tornar vasallo de otro, bese la mano de aquel que recibe por señor e
tórnese su vasallo… ” (3,13,1). Con la europeización de Alfonso VI, a fines del XI,
se hace frecuente también el homenaje al estilo ultrapirenaico y catalán, tanto en
Castilla como en Aragón, donde se llama “homenaje de mano”. A veces se utiliza
con finalidad distinta de la estricta expresión de dependencia vasallática
nobiliaria, ya que algunos concejos lo prestan a sus señores o al rey. En la Crónica
latina de los reyes de Castilla se dice con referencia a la sucesión real: “a la
muerte del glorioso rey, su hijo Enrique fue elevado al reino y recibido por todos
los castellanos, los prelados de las iglesias y los pueblos de las ciudades y le
hicieron omagium manuale”. También aparece como contrato de homenaje para
fortalecer una promesa jurada: la fórmula del placitum o pacto de homenaje se
encuentra en las escrituras asturleonesas, pero es a partir de principios del XII
cuando se presta usualmente con las promesas y, caso de incumplimiento, se cae
en traición. O en los tratados internacionales, como es el caso de Tudilén entre
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Alfonso VII y Ramón Berenguer IV en 1151, en que se prestan doble y recíproco
homenaje. Pero la ampliación del uso del homenaje no contradice su existencia
para fines feudovasalláticos.
— Junto al vasallaje, hemos de considerar el beneficio. Aparecen donaciones
en propiedad que pueden ser interpretadas como feudos hereditarios. Hilda
Grassotti, desde una postura contraria a que exista feudalismo en Castilla, hace
ver que se otorgan a amigos, a servidores de palacio o a otras personas de las que
no consta su calidad de vasallos; otras veces se dan a un matrimonio, a mujeres,
a iglesias, a las órdenes militares, a judíos… Es tal la cantidad de tierras que va
conquistando el monarca que, necesariamente ha de concederlas, a muchas
personas.
En todo caso, entre estas donaciones en propiedad, también aparecen las
que tienen un carácter beneficial. Otras veces se confieren por cierto tiempo —de
por vida— con el nombre de prestimonios o atondos, como feudos. La concesión se
hace por escritura pero a veces el diploma no indica con claridad su sentido o
motivo, si es por vasallaje… En general, los prestimonios son temporales: las
cortes de Benavente de 1202 distinguen entre los que son ad tempus y los
vitalicios, in vita sua. Unos y otros permiten ir construyendo un entramado feudal,
donde los feudos temporales se hacen hereditarios. Incluso cargos públicos, con el
nombre de tenencias o de honores, se feudalizan.
El objeto del prestimonio o beneficio puede ser vario, desde un reino como
Asturias, un condado como Portugal, una plaza fuerte o un castillo, ciudades,
villas, tierras, casas…
La existencia de soldadas o pagos en dinero a vasallos y a quienes no lo
eran, dota de especiales caracteres a la situación que se describe. Al debilitarse las
fuerzas musulmanas y pagar parias, o con los nuevos impuestos, el monarca
obtiene grandes ingresos. Y daría soldadas:
a) A vasallos, con lo que equivaldrían a feudos de bolsa ultrapirenaicos.
b) A vasallos y no vasallos por acudir a la guerra, con lo que el ejército real
no depende de las huestes feudales, ya que la nobleza castellana basa en sus
soldadas su ejercicio guerrero. Así, en 1200, Alfonso IX concede privilegios
generales a los infanzones guipuzcoanos, con el deber de acudir a la guerra,
dándoles caballos, armas y soldadas, según el fuero de los infanzones. Incluso les
paga a los caballeros villanos de Ávila por acudir a la guerra.
El monarca castellanoleonés conservó o disfrutó de amplios poderes gracias
a la guerra y a su poderosa hacienda; tuvo poder sobre todos los habitantes de su
reino aunque fuesen de señoríos. La posibilidad de reunir amplios contingentes
bélicos sin fiar sólo en el ejército feudal de sus vasallos es esencial, pero no
permite creer que en Castilla no hay feudalismo —es distinto—. En época de
trastornos o de monarcas débiles se imponen los señores feudales; en general los
reyes se apoyaron en sus vasallos o en no vasallos, como también en las órdenes
militares o en las ciudades pobladas de caballeros villanos…
— Las relaciones entre señor y vasallo, son las usuales. El vasallo está
obligado a ayudar al señor en la guerra y le aconseja, le acompaña en el exilio… La
relación vasallática no se mantiene de por vida, en ocasiones, ni parece que se
transmita necesariamente a descendientes, como es usual en otras zonas. Así, en
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un texto de don Juan Manuel, éste pide al monarca que mantenga a su hijo en
sus honras y se las aumente, porque han sido buenos vasallos.
En todo caso, el vasallo puede despedirse o desnaturarse del monarca, con
una fórmula análoga a la prestada para entrar en vasallaje. En Fuero Viejo (1,3,3)
se concreta, como en otros textos: “Señor don Fulán, rico ome, beso vos la mano
por él, e de aquí a adelante ya no es vuestro vasallo… ” —es un caso en que se
despide por intermediario—. Algún texto de Fuero Real (3,14,4) atestigua que los
vasallos pueden independizarse cuando el señor muere, aunque de hecho se suele
mantener la relación con los descendientes. Al morir el vasallo, lo usual es que se
pague una cantidad —luctuosa o minción— y continúan los sucesores.
La posibilidad de despedirse o desnaturarse no es admisible durante el
primer año, salvo por una de estas tres causas:
— Si el señor procura la muerte de su vasallo.
— Si realiza actos contra la honra de su mujer.
— Si lo deshereda —es decir, no le da bienes— injustamente.
Una vez pasado el año, puede despedirse, mediante el besamanos y la
devolución de todos los bienes que ha recibido de su señor. A partir de este
momento, puede hacerse vasallo de otro, si bien queda obligado en relación al
primero a no herirle ni matarle. El vasallo del rey que se desnaturaba podía salir
del reino, con pérdida de sus propiedades y heredades, y se dirigía por lo común a
la España musulmana —sus propios vasallos podían seguirle hasta que hubiese
encontrado nuevo señor—.
El rey, por su parte, podía despedir al vasallo por la ira regia, airarle y
romper el vínculo feudal. La ira regia suponía que el vasallo había perdido el favor
y protección real, y debía exilarse o partir al destierro, al que también podían
acompañarle sus vasallos. Según Partidas el rey podía proscribir de su reino a sus
vasallos ricoshombres, por malquerencia que el rey tuviese contra ellos, por ser
responsables de delitos o por traición contra el monarca. El vasallo podía pedirle
merced o perdón por tres veces. El rey debía facilitarle caballo y provisiones y no
hacerle daño hasta que llegase a ponerse bajo otro señor. Quedaba un cierto
vínculo entre ellos, a pesar de estar roto el vínculo de vasallaje… Cuando el rey
estaba en batalla podía volver a ofrecerse pidiendo perdón. El Cid ejemplifica esta
situación…
Señores y campesinos
Dentro del mundo feudal, en la alta edad media, aparecen dos niveles
distintos: las relaciones que organizan el poder público, las conexiones entre el rey
—o el señor principal— con los señores feudales, que ya hemos visto. Y, por otro
lado, las relaciones dentro de los señoríos entre los señores y los campesinos, la
explotación de la tierra y su trabajo. Bloch, Ganshof y otros autores en la Historia
económica de Cambridge, me sirven fundamentalmente para esta visión de los
señoríos.
A) Servidumbre y propiedad
Los campesinos constituyen, antes de la creación de las ciudades, el núcleo
más numeroso de la población —aparte quedan los criados y esclavos—. Su
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situación se ha generado ya en el bajo imperio —desde el siglo IV—, en que los
hombres empiezan a vivir, en grandes masas, adscritos a la tierra, protegidos por
un terrateniente —explotados también—. El señorío, en sus rasgos esenciales, se
encuentra formado en la época carolingia, si bien deja resquicios a la propiedad
libre o alodial. Lentamente se va consolidando desde el colonato romano, a través
de los reinos bárbaros hacia el período feudal. A medida que el poder público se
debilita, los monarcas conceden señoríos, y éstos engloban a las gentes libres que
no pueden subsistir en época de tantas dificultades. Hasta el final del imperio
carolingio, sin embargo, un principio de poder y organización real se mantiene, y
las grandes explotaciones coexisten con campesinos o labriegos libres; en
Cataluña o en el reino asturleonés quedan rastros de aquella primitiva libertad.
Pero los señores van adquiriendo un poder de hecho, que conduce aquella
sociedad y economía hacia el feudalismo. Cada vez hay menos propiedad libre —
aun cuando como advierte Bloch, ésta sólo se conoce al pasar a ser de señorío,
porque los archivos de que disponemos son de la iglesia o de los señores laicos—.
En todo caso, hay una tendencia creciente a la desaparición de los pequeños
propietarios, que no tienen más remedio que sujetarse, porque aun sobre los que
están en zonas del rey, los funcionarios tienden a comportarse como señores; e
incluso el monarca, con el tiempo, concede los cargos como beneficios. Mientras,
los señores adquieren inmunidad —o ejercicio de los poderes públicos y el cobro
de impuestos en su beneficio—. La situación va llevando —en un proceso lógico y
real— hacia el feudalismo. En Inglaterra se conservan suficientes testimonios para
apreciar la anexión de las tierras a los señoríos cercanos, porque se necesita
protección, tras la conquista normanda. En general, es el propio campesino quien
tiene interés en ceder su tierra y recibirla, a un tiempo, como tenure o tenencia,
subordinada al señor. Su reducida extensión le basta para la subsistencia
mínima. Tan sólo en determinadas zonas —por diversas razones, pero
fundamentalmente porque pueden sostenerse con apoyo de otros poderes— se
mantiene la existencia de hombres libres.
En todo caso, no hemos de pensar en una progresiva liberalización de los
campesinos, hipótesis hoy en retirada, pues a lo largo de los siglos de feudalismo,
hasta el XVIII, las situaciones varían según lugares y épocas. Es evidente que en
Cataluña la liberación de los remensas por la sentencia arbitral de Guadalupe o
en Castilla, cuando se les concede a los campesinos la venta de sus tierras a otros
de su misma condición, luego también a villanos o habitantes de las ciudades,
parece confirmar la línea, pero siempre depende de situaciones concretas.
Labrousse que en el setecientos francés el campesino está siempre al límite de la
mera subsistencia.
Para los hombres de la época no era fácil distinguir las diferentes clases o
situación de los campesinos. Hay una distinción clara entre esclavos o siervos y
libres, pero en la realidad tienden a confundirse. Hay señoríos serviles —con
mayores cargas, con gentes que en su origen son esclavos— y otros ingenuos o
libres, pero las diferencias tienden a esfumarse. Las parcelas o tenures se igualan
en el señorío, a fin de que todos soporten igual carga. Pueden ser serviles, que en
su origen habían sido cultivados por esclavos y su situación es peor, y libres, que
son los más. Pueden convivir unos y otros dentro del mismo señorío, siendo más
los últimos: así en Saint Germain-des-Près en el siglo IX hay 191 serviles frente a
1.430 libres. Pero se van mezclando paulatinamente, pues hombres libres
cultivarían parcelas serviles. La esclavitud, en todo caso, se va extinguiendo, por
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razones religiosas, y también por otras económicas, ya que el trabajo servil no
rinde, ni tampoco es posible reponer —en grandes números— los esclavos.
Además, asentados en las tierras adquieren una situación semejante a los
campesinos con parcelas libres. Legalmente podían ser esclavos, pero sus
prestaciones tendían a confundirse con las de otros campesinos, su situación se
hace homogénea con los demás. Otra cosa es que la esclavitud como servicio
doméstico —incluso entre artesanos— se mantenga, con números más reducidos,
hasta el final del feudalismo.
El señorío es una unidad económica de explotación, al tiempo que una
unidad política de organización. El señorío no es una tierra unida o coto redondo,
sino que muchas veces son territorios fragmentados —otro tanto puede decirse de
la reserva del señor—. Podían entrecruzarse los de varios señores… Pero lo usual
es que se formen en una porción de tierra conjunta, con la casa o castillo en el
centro. La tierra se considera propiedad del señor, mientras el campesino está
adscrito a ella, a la gleba, y debe cumplir unas prestaciones y pagos: unos días de
trabajo agrícola al señor —para cultivo de la reserva señorial, servirle como
hombres de oficio, a veces, como albañiles o artesanos, leñadores—. Le dan una
parte de su cosecha, como renta pagada en especie o, a veces, en dinero —en este
caso han de vender en el mercado—. Están sometidos a su jurisdicción…
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Intentemos una breve descripción del señorío. Hemos visto cómo los
monarcas concedían extensos feudos o beneficios. El que recibe los va a poblar —o
los tiene ya poblados, pues no cabe imaginar siempre el proceso desde su inicio—.
Una parte la subinfeuda a caballeros o nobles de categoría inferior, que son sus
vasallos y forman su hueste; éstos a su vez tendrán que poblar con campesinos
sus tenencias nobles —caballerías se denominan en Cataluña o Aragón—. En el
resto del señorío, una parte —la reserva señorial o mansus dominicatus— es
propia del señor que la cultiva directamente con prestaciones de jornales o
servicios por los campesinos, que se llaman sernas en Castilla y corveas en
Francia; otra parte, formada por parcelas o tenencias, pasa a manos de los
campesinos, a cambio de unos pagos al señor en especie o en dinero. La casa o
corte, el castillo del señor, es el centro, con el palacio, graneros, tienda del señor,
hornos y almazaras: una pequeña población, incluso con viviendas de los
campesinos. Los bosques y baldíos o las praderas suelen ser de uso común,
reservándose el señor una serie de privilegios: por ejemplo, la caza. El señor
dispone pues de una serie de días, de unas sernas, que se utilizan para el cultivo
de su reserva. En tiempos primeros, lo hace a veces con esclavos, como en el 862
la hacienda real de Ingolstadt.
El monarca, con escaso poder, concede inmunidad a los señores, de modo
que no pueden entrar sus agentes en el coto señorial; les hace donación de todos
los impuestos y gravámenes que pueden recogerse del señorío; les vende o dona la
jurisdicción sobre todos los habitantes del señorío —incluso las tierras o condados
de la monarquía se conceden como beneficios o feudos—. Los campesinos se ven
obligados a encomendarse o ponerse bajo el patronato de los poderosos para poder
subsistir, frente a otros señores, los recaudadores o los jueces.
Los campesinos, por lo demás, están sujetos a la tierra, incluso en los siglos
finales tienen dificultades para abandonarlas, dificultades de tipo económico:
antes les está prohibido por derecho. Prestan corveas o sernas —jornales o días de
trabajo— al señor, así como pagos, en general en especie. Han de cocer el pan o
moler la oliva en el horno o la almazara del señor, respetar su caza, llevarle
regalos, leña… Se suceden generación tras generación sobre las tierras de que
extraen el mínimo de subsistencia. Están sujetos a la jurisdicción del señor… Le
pagan impuestos, así como el diezmo en favor de la iglesia.
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c) Asimismo disminuye el número de tenencias, sustituidas por otras formas
de explotación diferentes, más rentables; se explota la tierra a través de
arrendamientos a largo plazo como medio de sostener los dominios, bien con pago
en especie o en dinero. Su duración será de tres a veinte años, con renovaciones;
otros serían vitalicios. Y en todo caso, convivían con tenencias hereditarias; los
elementos jurisdiccionales priman sobre los territoriales, es decir, tienen más
importancia los monopolios o los gravámenes que imponen.
d) Por otro lado, y junto al dominio señorial van apareciendo, en especial en el
realengo, ciudades con franquicias y cartas que llevan a un cambio esencial a
aquella sociedad feudal primera.
Con la recepción del derecho común —resucita el derecho romano— estas
complejas y variadas relaciones feudoseñoriales se interpretarán como en el bajo
imperio, mediante la enfiteusis. Este contrato y derecho real, se configura con los
postglosadores como una propiedad dividida: el señor tiene el dominio directo, el
campesino el útil o tenencia, con unas obligaciones y pagos en favor de aquél.
Esta figura, muy flexible, se utilizaría para expresar todo el conglomerado de
derechos y obligaciones señoriales. Había —sobre una misma tierra— una
propiedad noble, sobre el conjunto del señorío, mientras los campesinos gozaban
de su dominio útil o propiedad campesina.
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