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A continuación se presenta un extracto del Libro “El hombre en busca de sentido”1, escrito por Viktor Frankl

(1905-1997) – neuro/psiquiatra austríaco, prisionero y sobreviviente de los campos de concentración nazista.


En 1946, apenas un año después de liberado, publica la primera versión del libro.

De acuerdo a las palabras del propio autor:


“Es la historia íntima de un campo de concentración contada por uno de sus supervivientes. No se ocupa de
los grandes horrores que ya han sido suficiente y prolijamente descritos (aunque no siempre y no todos los
hayan creído), sino que cuenta esa otra multitud de pequeños tormentos.” (pag. 9)

“Planes de fuga” (Pag. 57)


El prisionero de un campo de concentración temía tener que tomar una decisión o cualquier otra iniciativa.
Esto era resultado de un sentimiento muy fuerte que consideraba al destino dueño de uno y creía que, bajo
ningún concepto, se debía influir en él. Estaba además aquella apatía que, en buena parte, contribuía a los
sentimientos del prisionero. A veces era preciso tomar decisiones precipitadas que, sin embargo, podían
significar la vida o la muerte. El prisionero hubiera preferido dejar que el destino eligiera por él. Este querer
zafarse del compromiso se hacía más patente cuando el prisionero debía decidir entre escaparse o no escaparse
del campo.
En aquellos minutos en que tenía que reflexionar y decidir —y siempre era cuestión de unos minutos— sufría
todas las torturas del infierno.
¿Debía intentar escaparse? ¿Debía correr el riesgo? También yo experimenté este tormento. Al irse acercando
el frente de batalla, tuve la oportunidad de escaparme. Un colega mío que visitaba los barracones fuera del
campo cumpliendo sus deberes profesionales quería evadirse y llevarme con él. (…) En el último instante
surgieron ciertas dificultades técnicas y tuvimos que regresar al campo una vez más. (…) Aquella oportunidad
nos sirvió para surtirnos de algunas provisiones, unas cuantas patatas podridas, y hacernos cada uno con una
mochila. Entramos en un barracón vacío de la sección de mujeres, donde no había nadie porque éstas habían
sido enviadas a otro campo. El barracón estaba en el mayor de los desórdenes (…) Algunos tazones estaban
todavía en buen estado y nos hubieran servido de mucho, pero decidimos dejarlos. Sabíamos demasiado bien
que, en la última época, en que la situación era cada vez más desesperada, los tazones no sólo se utilizaban
para comer, sino también como palanganas y orinales. (Regía una norma de cumplimiento estrictamente
obligatorio que prohibía tener cualquier tipo de utensilio en el barracón, pero muchos prisioneros se vieron
forzados a incumplir esta regla, en especial los afectados de tifus, que estaban demasiado débiles para salir
fuera del chamizo ni aun ayudándoles.) (…) Volví corriendo a mi barracón y reuní todas mis posesiones.
Pasé una última visita rápida a todos mis pacientes que, hacinados, yacían sobre tablones podridos a ambos
lados del barracón. Me acerqué a un paisano mío, ya casi medio muerto, y cuya vida yo me empeñaba en salvar
a pesar de su situación. Tenía que guardar secreto sobre mi intención de escapar, pero mi camarada pareció
adivinar que algo iba mal (tal vez yo estaba un poco nervioso). Con la voz cansada me preguntó: "¿Te vas tú
también?" Yo lo negué, pero me resultaba muy difícil evitar su triste mirada. Tras mi ronda volví a verle. Y
otra vez sentí su mirada desesperada y sentí como una especie de acusación. Y se agudizó en mí la desagradable
sensación que me oprimía desde el mismo momento en que le dije a mi amigo que me escaparía con él. De
pronto decidí, por una vez, mandar en mi destino. Salí corriendo del barracón y le dije a mi amigo que no
podía irme con él. Tan pronto como le dije que había tomado la resolución de quedarme con mis pacientes,
aquel sentimiento de desdicha me abandonó. No sabía lo que me traerían los días sucesivos, pero yo había
ganado una paz interior como nunca antes había experimentado. Volví al barracón, me senté en los tablones a
los pies de mi paisano y traté de consolarle; después charlé con los demás intentando calmarlos en su delirio.
Y llegó el último día que pasamos en el campo. (…) Se habían ido llevando a casi todos los prisioneros a
otros campos. (…) Aquel día se dio la orden de que el campo iba a ser totalmente evacuado al atardecer. (…).

1 Viktor Frankl. El hombre en busca de sentido. Editorial Herder. Barcelona. 1991.


Por la tarde aún no habían aparecido los camiones que vendrían a recoger a los enfermos. Todo lo contrario;
de pronto se cerraron las puertas del campo y se empezó a ejercer una vigilancia estrecha sobre la alambrada,
para evitar cualquier intento de fuga. Parecía como si hubieran condenado a los prisioneros que quedaban a
quemarse con el campo. Por segunda vez, mi amigo y yo decidimos escapar. Nos dieron la orden de enterrar
a tres hombres al otro lado de la alambrada. (…) Hicimos nuestros planes: cuando lleváramos el primer
cadáver sacaríamos la mochila de mi amigo ocultándola en la vieja tina de ropa sucia que hacía las veces de
ataúd; con el segundo cadáver llevaríamos mi mochila del mismo modo y en el tercer viaje trataríamos de
evadirnos. Los dos primeros viajes los hicimos según lo acordado. (…) Después de tres años de reclusión, me
imaginaba con gozo cómo sería la libertad, pensaba en lo maravilloso que sería correr en dirección al frente.
Más tarde supe lo peligroso que hubiera sido semejante acción. Pero no llegamos tan lejos. (…) la verja del
campo se abrió de pronto y un camión espléndido, de color aluminio y con grandes cruces rojas pintadas entró
despacio hasta la explanada donde formábamos. En él venía un delegado de la Cruz Roja de Ginebra y el
campo y los últimos internados quedaron bajo su protección. (…) Ya no teníamos necesidad de salir corriendo
ni de arriesgarnos hasta llegar al frente de batalla.
En nuestra excitación habíamos olvidado el tercer cadáver, así que lo sacamos afuera y lo dejamos caer en la
estrecha fosa que habíamos cavado para los tres cuerpos. (…)
El último día que pasamos en el campo fue como un anticipo de la libertad. Pero nuestro regocijo fue
prematuro. El delegado de la Cruz Roja nos aseguró que se había firmado un acuerdo y que no se iba a evacuar
el campo; sin embargo, aquella noche llegaron los camiones de las SS trayendo orden de despejar el campo.
Los últimos prisioneros que quedaban serían enviados a un campo central desde donde se les remitiría a Suiza
en 48 horas para canjearlos por prisioneros de guerra. Apenas podíamos reconocer a los SS, de tan amables
como se mostraban intentando persuadirnos para que entráramos en los camiones sin miedo y asegurándonos
que podíamos felicitarnos por nuestra buena suerte.
Los que todavía tenían fuerzas se amontonaron en los camiones y a los que estaban seriamente enfermos o
muy débiles les izaban con dificultad. Mi amigo y yo —que ya no escondíamos nuestras mochilas— estábamos
en el último grupo y de él eligieron a trece para la última expedición. El médico jefe contó el número preciso,
pero nosotros dos no estábamos entre ellos. Los trece subieron al camión y nosotros tuvimos que quedarnos.
Sorprendidos, desilusionados y enfadados increpamos al doctor, que se excusó diciendo que estaba muy
fatigado y se había distraído. (…) Nos sentamos impacientes, con nuestras mochilas a la espalda, y esperamos
con el resto de los prisioneros a que viniera un último camión. Fue una larga espera. Finalmente, nos echamos
sobre los colchones del cuarto de guardia, ahora desierto, exhaustos por la excitación de las últimas horas y
días, durante las cuales habíamos fluctuado continuamente entre la esperanza y la desesperación. Dormimos
con la ropa y los zapatos puestos, listos para el viaje.
El estruendo de los rifles y cañones nos despertó. Los fogonazos de las bengalas y los disparos de fusil
iluminaban el barracón. El médico jefe se precipitó dentro ordenándonos que nos echáramos a tierra. (…)
Entonces nos dimos cuenta de lo que sucedía: ¡la línea de fuego había llegado hasta nosotros! Amenguó el
tiroteo y empezó a amanecer. Allá afuera, en el mástil junto a la verja del campo, una bandera blanca flotaba
al viento. Hasta muchas semanas después no nos enteramos de que, durante aquellas horas, el destino había
jugado con los pocos prisioneros que quedábamos en el campo. Otra vez más pudimos comprobar cuan
inciertas podían ser las decisiones humanas, especialmente en lo que se refiere a las cosas de la vida y la
muerte. Ante mí tenía las fotografías que se habían tomado en un pequeño campo cercano al nuestro.
Nuestros amigos que pensaron viajar hacia la libertad aquella noche, transportados en los camiones, fueron
encerrados en los barracones y seguidamente murieron abrasados. Sus cuerpos, parcialmente carbonizados,
eran perfectamente reconocibles en la fotografía.

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