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El ángel y el

príncipe
D.A Cullen
adaptaciones
L a ur el l O ’ Do n nel l

Entre dos tierras

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ÍNDICE
Prólogo.......................................................................................... 4
Capítulo 1 ...................................................................................... 7
Capítulo 2 .................................................................................... 12
Capítulo 3 .................................................................................... 16
Capítulo 4 .................................................................................... 24
Capítulo 5 .................................................................................... 30
Capítulo 6 .................................................................................... 35
Capítulo 7 .................................................................................... 40
Capítulo 8 .................................................................................... 44
Capítulo 9 .................................................................................... 48
Capítulo 10 .................................................................................. 55
Capítulo 11 .................................................................................. 61
Capítulo 12 .................................................................................. 64
Capítulo 13 .................................................................................. 73
Capítulo 14 .................................................................................. 84
Capítulo 15 .................................................................................. 89
Capítulo 16 .................................................................................. 94
Capítulo 17 ................................................................................ 100
Capítulo 18 ................................................................................ 109
Capítulo 19 ................................................................................ 118
Capítulo 20 ................................................................................ 122
Capítulo 21 ................................................................................ 126
Capítulo 22 ................................................................................ 131
Capítulo 23 ................................................................................ 138
Capítulo 24 ................................................................................ 144
Capítulo 25 ................................................................................ 147
Capítulo 26 ................................................................................ 155
Capítulo 27 ................................................................................ 162
Capítulo 28 ................................................................................ 171
Capítulo 29 ................................................................................ 174
Capítulo 30 ................................................................................ 182
Capítulo 31 ................................................................................ 187
Capítulo 32 ................................................................................ 193
Capítulo 33 ................................................................................ 204
Capítulo 34 ................................................................................ 209
Capítulo 35 ................................................................................ 212
Capítulo 36 ................................................................................ 218
Capítulo 37 ................................................................................ 225
Capítulo 38 ................................................................................ 229
Capítulo 39 ................................................................................ 235
Capítulo 40 ................................................................................ 243
Capítulo 41 ................................................................................ 254
Capítulo 42 ................................................................................ 259
Capítulo 43 ................................................................................ 266
Capítulo 44 ................................................................................ 272

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Capítulo 45 ................................................................................ 277
Capítulo 46 ................................................................................ 283
Epílogo ...................................................................................... 290
RESEÑA BIBLIOGRÁFICA ...................... ¡Error! Marcador no definido.

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Prólogo

Francia, 1410

El coro de voces subió hasta los rincones más lejanos de la catedral, donde los ángeles
esculpidos escuchaban con sus caras sombrías las palabras en latín. Brillantes pilares de
mármol blanco descendían en espiral hacia las escaleras del gran altar. En el escalón superior
estaba el rey Quil VI y, detrás de él, ocho muchachos muy jóvenes vestidos con inmaculadas
túnicas blancas, cada uno sosteniendo una almohadilla de terciopelo rojo con borlas
doradas. Sobre cada una de las almohadillas había una espada resplandeciente. Encima y
detrás de los muchachos, las estatuas doradas de los santos abrían sus fríos brazos, con ojos
invisibles, en señal de bienvenida y de perdón.
El rey cambió su postura regia y dirigió su mirada hacia las altas puertas de madera, en
la parte de atrás de la iglesia. Sabía que ocho hombres jóvenes esperaban ansiosamente
afuera, con el aliento contenido en el pecho y con las palmas de las manos empapadas de
sudor nervioso. Cada uno entraría como un escudero, lleno de aprensiones y recelos
infantiles, y saldría convertido en un caballero del reino henchido del orgullo del guerrero.
Uno de los estandartes le llamó la atención. Se trataba del de Bella de Swan, el tercer
hijo del barón Charlie de Swan. Los ojos del rey Quil pasaron por encima de la masa de
personas que había a su alrededor y se posaron en dos hombres: los hermanos mayores de
Bella de Swan. Eran altos, aun para los cánones caballerescos. Emmett destacaba por su
belleza; se rumoreaba que su pelo color oscuro, sus ojos azules y su mirada de niño le habían
costado la virtud a más de una doncella. Ambos se habían hecho notar por sus habilidades
como expertos guerreros y esto complacía al rey, que adivinaba que Bella también sería una
excelente adquisición para sus tropas. Su Majestad estudió a los dos hermanos con
detenimiento. Vio cómo se apoyaban alternativamente, con cierto nerviosismo, en uno y
otro pie, y notó que incluso Jacob, por lo general el más calmado, parecía un tanto inquieto.
El rey frunció el entrecejo. A lo mejor los dos gigantes se sentían incómodos ante la
parafernalia civil que los rodeaba y deseaban que la ceremonia terminara pronto, para así
poder abandonar la iglesia, cosa que Quil comprendía. Los hermanos De Swan, al fin y al
cabo, no eran conocidos por su sociabilidad, sino por sus proezas en los campos de batalla.
El rey paseó su mirada sobre filas y más filas de nobles vestidos con sus mejores trajes
de seda y de satén. La condesa de Borgoña estaba allí. No lejos de ella, el llamativo sombrero
dorado de la duquesa de Orleans llamó su atención. Poco a poco, su frente se frunció al
terminar de inspeccionar a la nobleza que había concurrido a la cita. ¿Dónde estaba el padre
de Bella?
El coro de voces que había llenado el recinto se interrumpió de manera repentina,
haciendo que sus últimos ecos resonaran a lo largo y ancho de la catedral antes de
desaparecer en la nada.
Dirigiendo su mirada hacia los pajes que esperaban su señal en el triforio, el rey Quil
asintió con la cabeza. Cuando aquéllos pusieron los largos cuernos dorados sobre sus labios,
comenzó a sonar la música triunfante y todo el mundo volvió sus ojos hacia las pesadas
puertas de roble en el momento en que se abrían lentamente en la parte de atrás de la

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iglesia.
Ocho escuderos avanzaron por la nave engalanada, uno detrás de otro.
La luz del sol entraba por los vitrales coloridos de las ventanas, reflejando el brillo de
las cotas de malla plateadas y doradas que adornaban las armaduras de los caballeros. El rey
Quil entrecerró los párpados al recibir en sus ojos un rayo de luz. Se preciaba de ser un
soberano imparcial, que juzgaba a todos sus hombres de la misma manera, pero estaba
ansioso por ver a Bella de Swan, alrededor del cual se habían levantado tantos rumores y
tantas controversias. La primera vez que su nombre había llegado a oídos del rey fue con
ocasión de la captura y posterior sometimiento del castillo Picardy, la hazaña que le había
valido el título de caballero. El rey Quil había escuchado la misma historia varias veces, y en
todas ellas los logros de Bella parecían adquirir proporciones hercúleas. Desde entonces, el
nombre de Bella de Swan había surgido de tiempo en tiempo en las conversaciones casuales
que mantenía con su corte. Las maniobras estratégicas de aquel hombre eran,
efectivamente, muy ingeniosas.
Los iniciados subieron las escaleras hasta el gran altar, se inclinaron delante del rey y
luego se apartaron y formaron una fila a un costado de su amo y señor. Mientras el escudero
que precedía a De Swan se ponía de rodillas, el rey Quil trató de que no pareciera demasiado
obvio que estaba mirando por encima de la cabeza del hombre para captar la imagen de
Bella. Finalmente, como cuando se corre una cortina, el escudero se hizo a un lado y reveló a
Bella de Swan ante el rey Quil. El iniciado aún llevaba su yelmo. Todos los trazos de
benevolente sorpresa desaparecieron del semblante del rey, y la furia descendió sobre él.
Era una falta de respeto llevar puesto el yelmo en la casa de Dios, y mucho más cuando éste
le cubría la mayor parte de la cara, con excepción de los ojos. El rey Quil pudo ver el intenso
azul que rodeaba sus pupilas, un café que brillaba bajo la sombra del yelmo como un
inmenso cielo sin nubes. Sus ojos escrutaron al joven una vez más. «Es de muy baja
estatura», pensó el rey. «No puedo creer que el gran barón De Swan haya engendrado a este
enano. La ausencia del barón De Swan se debe quizás a que se siente molesto por el tamaño
de su hijo».
Mientras lo miraba, el rey se dio cuenta de que el café profundo de los ojos de Bella
estaba lleno de orgullo, pero también de algo más. Sin embargo, antes de que pudiera
discernir qué era ese algo más, el extraño brillo que se desprendía del café de sus ojos, Bella
se arrodilló ante el soberano e inclinó la cabeza en señal de reverencia.
Algo más sosegado, el rey Quil le ordenó con voz tranquila que se despojara del yelmo
y luego se volvió para recibir de uno de sus asistentes la espada ceremonial que reposaba
sobre una de las almohadillas de terciopelo. Mientras levantaba la espada con suma
reverencia, el rey oyó el crujido de la armadura a sus espaldas y supo que Bella se había
quitado el yelmo.
De repente, un murmullo de asombro colectivo se extendió entre la muchedumbre,
como cuando silba el viento en un campo de trigo.
El rey Quil se sobresaltó, y sus ojos se abrieron aún más al descubrir la razón por la cual
la diminuta estatura del joven se hizo de pronto tan evidente. El «hombre», al fin y al cabo
¡no era un hombre!
¡Él era ella!
¡No podía tener más de quince años! El asombro lo afectó como un golpe en el
estómago, dejándolo sin aliento y perplejo. El sedoso pelo castaño de la muchacha caía en
mechones ondulados sobre las láminas metálicas que cubrían sus hombros. Su nariz era una
delicada escultura tallada a la perfección, al igual que sus labios carnosos. El mentón era
fuerte, con una pequeña hendidura grabada deliciosamente en el centro. La belleza brillaba

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bajo sus rasgos infantiles. Tenía la cara inocente de un querubín. El rey Quil la contempló
durante un largo momento, y de pronto comprendió qué era aquel extraño brillo que
iluminaba sus ojos: era la luz del desafío, que acentuaba sus rasgos con firme determinación.
El rey se dio la vuelta para mirar a sus hermanos. Jacob disimulaba, había encontrado
un interés repentino en una hilacha imaginaria aparecida sobre su túnica de seda blanca; y
Emmett fingía escudriñar los ángeles pintados en las coloridas vidrieras de las ventanas de la
iglesia. Los labios del rey Quil se afinaron y su mirada se volvió a Bella.
¡Una muchacha! ¿Cómo había conseguido mantener ese secreto? se preguntaba.
El rey Quil se sentía anonadado. «Ahora me explico la ausencia del barón De Swan»,
pensó intentando que no se le alterase el gesto. Agarró con fuerza la espada, hasta que los
nudillos le dolieron con el esfuerzo. Sabía que no debía hacerla caballero del reino y que
debía castigarla por su audacia, pero sus hechos sobrepasaban el desafío que planteaba su
pequeño y terco mentón. La quería en su ejército. Necesitaba sus cualidades estratégicas.
No en vano, corrían tiempos desesperados.
Levantó la espada con un gesto ampuloso y notó que el cuerpo de ella se ponía rígido,
como si esperara recibir un golpe. Con el filo de la espada tocó ligeramente cada uno de los
hombros de su súbdita, según la tradición centenaria, y terminó la ceremonia con un
«¡Levántese, caballero Bella de Swan!».
La joven guerrera se irguió lentamente y un tanto insegura. Sus grandes ojos abiertos
brillaban de felicidad; sus rosados labios se abrían en un gesto de incredulidad.
El rey Quil se le acercó y colocó las manos encima de sus hombros.
—Bella, el camino que te espera estará lleno de dificultades. Tendrás que ser un
verdadero caballero; tendrás que demostrar coraje ante tus enemigos; tendrás que
comportarte con valentía y rectitud. Y recuerda que provienes de una línea de sangre que ha
sido siempre fuerte.
—Así lo haré —dijo Bella con expresión solemne y sincera.
El rey le acercó la espada. Bella la recibió muy cuidadosamente, la acarició con sus
dedos desnudos y posó los labios sobre ella antes de aceptarla de las manos del rey Quil. La
estudió durante un breve momento, con sus suaves rasgos faciales encendidos de orgullo, y
luego la enfundó en la vaina que llevaba al cinto.
El rey Quil se inclinó y le susurró al oído:
—No obstante, si tú y tus hermanos me volvéis a hacer un truco como éste, ordenaré
que os corten la cabeza a todos.
Se enderezó de nuevo y proclamó:
—¡A partir de ahora, seréis un caballero!
En señal de obediencia, lealtad y gratitud, Bella se inclinó hacia delante, en dirección al
rey Quil. El monarca repitió la ceremonia siete veces, después de lo cual se retiró un paso
atrás y se quedó mirando cómo los hombres —y la mujer— se volvían al unísono para
ponerse de frente a las personas congregadas en la catedral. Bella encabezó el desfile por la
nave principal de la iglesia, y al pasar delante de sus atemorizados hermanos, el rey vio cómo
les lanzaba una orgullosa y triunfal mirada. Echando los hombros hacia atrás y sosteniendo
el mentón bien alto, el caballero Bella de Swan avanzó confiadamente ante los ojos de la
muchedumbre que se agitaba y murmuraba a su paso.

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Capítulo 1

Inglaterra, 1414

Los vítores de la multitud reunida sonaban como un aguacero tormentoso al tiempo


que los caballos se embestían el uno al otro, levantando con sus cascos salpicaduras de
barro del campo cubierto de hierba. Los dos caballeros, completamente armados para el
torneo, se inclinaban sobre las cabezas de sus monturas, tan protegidas como ellos mismos,
y asían firmemente sus coloridas lanzas. La pluma blanca del yelmo del caballero retador
parecía derrotada, sumisa, al ser abatida por el aire que desplazaba el veloz semental en su
carrera. El campeón levantó su escudo hasta colocarlo frente al cuerpo, donde el
contrincante pudiera ver con claridad su emblema: un lobo rojo sobre fondo negro. Tras el
visor del yelmo de su oponente, el campeón vio los grandes ojos asustados del retador.
Segundos después, la lanza del campeón chocó contra el pecho del retador, lo que hizo que
la punta de madera se rompiera en pedazos al estrellarse contra la armadura. Alcanzado, el
retador fue arrojado al suelo estrepitosamente.
La multitud se puso de pie, embriagada, prorrumpiendo en aplausos y gritos de alegría.
El campeón tiró de las riendas de su caballo y giró sobre sí mismo, levantando el visor de su
yelmo para revelar el brillo de unos ojos negros e impenetrables. Sus pupilas contemplaron
con paciencia cómo el escudero ayudaba a levantarse a su tambaleante rival. Edward Cullen
esperó a que el derrotado caballero saliera dando tumbos de la arena antes de clavarle las
espuelas a su caballo para dar la vuelta triunfal delante de los asistentes.
Los campesinos que se alineaban alrededor del campo de justas le aclamaban: «¡Viva
el príncipe! ¡Viva el príncipe!».
La arrebatada sensación de poder que corría por las venas de Edward en cada torneo,
en cada triunfo, le daba un agradable sentimiento de invulnerabilidad, que él saboreaba, en
medio de los gritos de la multitud, como si fuera uno de sus vinos favoritos. Nunca había
conocido la derrota, ni en las justas deportivas ni en los campos de batalla.
Mientras cabalgaba hacia el palco de los nobles, todas las mujeres parpadearon con
visible nerviosismo, y algunas se inclinaron sobre el pasamano de madera para dejarle
entrever sus encantos. Él los contemplaba feliz, pero a sus dueñas les devolvía sus cálidas y
lujuriosas miradas con un frío desdén. Aquellas mujeres consentidas y empolvadas sólo le
inspiraban algunas ráfagas ocasionales de curiosidad. Eran todas demasiado parecidas para
despertar en él un verdadero interés. Algunos hombres le lanzaban miradas envidiosas,
mientras que otros bufaban en silencio, con ira contenida. Finalmente, Edward detuvo su
montura frente al trono del rey Aro. Se bajó del caballo y se inclinó ante su soberano.
Aro le sonrió abiertamente y se levantó de su sillón real. El monarca era un hombre
alto y musculoso, con el pelo castaño oscuro cortado a tazón.
La multitud guardó expectante silencio cuando Edward se aproximó al palco. Se quitó
el yelmo que le cubría la cabeza, revelando una tupida cabellera cobriza que le caía más allá
de los hombros y que brillaba, sudorosa, a la luz del sol. Las facciones de la cara estaban
bronceadas. Había algo poderoso en la forma de su mandíbula, en la curva sensual de sus
labios, en la profundidad de sus ojos oscuros.

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—Como siempre, hoy lo has hecho muy bien —dijo el rey Aro, hablándole en voz alta,
para que todos pudieran oírlo—. Eres el verdadero campeón de Inglaterra.
Hurras y gritos jubilosos se confundieron en un rugido ensordecedor.
Aro se inclinó hacia Edward.
—Ven, sigúeme, Edward —le ordenó.
Cuando Edward le estaba entregando las riendas de su caballo al escudero que lo
acompañaba, un muchacho joven traspasó la cerca de madera que rodeaba el campo y se le
acercó corriendo. Edward sonrió satisfecho, agitando su cobriza cabellera mientras el
muchacho exclamaba, con los ojos iluminados por la admiración:
—¡Has estado muy bien! Sabía que no iban a derrotarte.
—¿No tenías ninguna duda, Alex? —le preguntó Edward, haciéndole una mueca
divertida.
—¡Ninguna! —contestó Alex.
Edward no pudo ocultar una sonrisa ante el orgullo y el amor sin límites que emanaban
de aquellos ojos grandes, verdes e inquisitivos. Se fijó en la mugre que ensuciaba las
pequeñas manos de Alex cuando éste trato de tocar su yelmo. Edward inspeccionó
rápidamente la túnica de algodón marrón que llevaba puesta el muchacho y cayó en la
cuenta, con algún fastidio, de que estaba cubierta de barro. Pasó un dedo por una de las
mejillas de Alex, dejando un rastro de piel limpia entre la suciedad que le ocultaba el resto
de la cara.
—Deberías bañarte —le dijo Edward, mostrándole las manchas que tenía en la punta
de los dedos.
—Odio los baños —gruñó el muchacho mientras se le acercaba más, arrastrando los
pies.
Edward le entendía bien. Cuando era más joven, él también odiaba los baños. Le
quitaban demasiado tiempo y había cosas más importantes que hacer, como imitar a los
caballeros.
—Un caballero no puede salir al encuentro del rey con la cara sucia —explicó Edward
al muchacho, quien asintió de mala gana.
—Está bien.
Edward buscó con sus ojos verdes la tarima del rey, y como la encontró vacía resolvió
seguir el rumbo de los ricos trajes azules y dorados de la corte, hasta que distinguió entre
ellos al monarca, que en compañía de sus asistentes encabezaba la marcha por las calles que
conducían al centro de la ciudad. Cuando se volvía para despedirse, oyó que Alex le decía:
—Espero ser un caballero tan grande como tú algún día.
Edward se detuvo y miró al muchacho, que lo observaba con sus grandes ojos verdes
llenos de respeto y de admiración.
—Lo serás —le prometió Edward antes de moverse en dirección al séquito real.
Una procesión de damas y caballeros elegantemente vestidos seguía, como siempre, al
rey. Por el peso de la armadura, que dificultaba sus movimientos, a Edward le costó bastante
trabajo alcanzarlos. En su afán por hacerlo casi pisa la larga capa verde de un duque. La
duquesa, que acompañaba al duque, le dirigió una tímida sonrisa, lo que hizo que se agitara
un mechón de su cuidada cabellera. Edward se inclinó ligeramente ante ella y la adelantó.
Caminando con rapidez, logró llegar a donde estaba el rey Aro, que en ese momento
hablaba con un vendedor de sidra.
—La sidra de la aldea es maravillosa —le comentó el rey a Edward—. A pesar de que lo
han intentado con ahínco, mis sirvientes nunca han sido capaces de hacer una igual —añadió
llevándose una copa a los labios.

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Edward asintió con la cabeza. Se quedó mirando a los nobles que seguían los pasos del
rey y trataban de atraer su atención como si fueran halcones bien entrenados. No se le
ocultaba el hecho de que muchos de los nobles presentes le devolvían miradas llenas de
desprecio. Él también los despreciaba, como desdeñaba sus modales presuntuosos. Si
buscaban la atención del rey lo que tenían que hacer era actuar, arrebatarle un castillo al
enemigo o contribuir a financiar los gastos de la guerra que se avecinaba; pero en vez de ello
procuraban ganarse los favores del monarca luciendo bellos trajes, mostrando sus lindas
caras y prodigando palabras pretendidamente ingeniosas. Era un honor para Edward que
Aro hubiera preferido hablar con él antes que con la emperifollada nobleza que lo rodeaba.
El rey podía ser cualquier cosa menos tonto.
—Me han dicho que se trata de un secreto de la familia Roza —comentó el conde de
March, que vestía una larga capa dorada, embellecida con bordados de flores, que llegaba
hasta el suelo. Los bordes de sus anchas mangas tenían forma de hojas y estaban adornados
con rutilantes joyas. Sin lugar a dudas, era el más elegantemente vestido de todos los
nobles.
—Bueno, sí… —contestó el rey, acompañando su voz con un amplio gesto de la mano,
como haciendo caso omiso del asunto y del propio conde, y continuó su camino por la calle
embarrada. El sol calentaba con intensidad, y empezaba a resecar el suelo, del que ya se
levantaban pequeños remolinos de polvo.
Edward caminaba al lado del rey Aro, destacándose por encima de todos los caballeros
presentes, a quienes sobrepasaba ampliamente en estatura. Edward Cullen tenía una planta
realmente envidiable.
—¿No estás de acuerdo conmigo, Edward, en que hay demasiado chismorreo en las
calles? —preguntó el rey Aro.
—Cómo no —contestó Edward, y siguió al rey mientras éste dejaba atrás la aldea y se
internaba en el campo.
El conde de March trató en vano de mantener el paso y, jadeante, sacó del bolsillo un
pañuelo de encaje y se secó con él la frente.
—Es un día caluroso, señor, ¿no es cierto? —exclamó.
El rey Aro le dirigió una mirada desabrida.
—March, ¿por qué no vas con la condesa? —le sugirió—. Me parece que le cuesta
trabajo andar a tu velocidad.
Los ojos de Edward se volvieron hacia la condesa, quien se había desplomado en los
brazos de un hombre y en ese momento estaba siendo acomodada en el suelo. La mayor
parte de la corte había quedado atrás en ese momento, y a Edward le pareció evidente que
el rey deseaba hablar con él en privado. Se preguntó si el conde era verdaderamente tan
indiscreto, justo cuando éste se inclinó en señal de reverencia y pronunció unas breves
palabras:
—Como usted quiera, señor.
El rey Aro continuó su marcha campo a través, entre los pastizales. Edward lo siguió,
aunque no pudo dejar de pensar que hacía ya demasiado calor para andar por caminos
rurales arrastrando los treinta kilos que pesaba su armadura.
—¿Cómo te van las cosas, Edward? —le preguntó el rey Aro al tiempo que tomaba un
sorbo de la sidra.
Edward se encogió de hombros.
—El Castillo Oscuro está en manos muy capaces, señor. Los campesinos producen lo
suficiente para mantener las tierras. Creo que será un buen año.
—Bien —respondió Aro, que dejó de caminar de pronto y se detuvo a contemplar los

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campos que se extendían delante de él. La hierba silvestre parecía suspirar cuando la brisa la
acariciaba. Estaba tan alta que le llegaba a Edward hasta bien arriba de la pantorrilla.
—¿Entonces estás preparado para abandonar Inglaterra en el momento en que sea
necesario?
—Por supuesto —replicó Edward ansiosamente, ya que había esperado durante meses
a que los barcos de la flota inglesa lo llevaran a las costas de Francia—. ¿Zarpamos pronto,
pues?
Aro lo miró con cierta dureza.
—Hay rumores de que se trama un complot contra mi vida, de modo que temo no
poder llegar a Francia tan pronto como quisiera.
Edward frunció el ceño. Su cuerpo se puso rígido, lleno de ira contenida.
—Naturalmente, le ofrezco mis servicios, señor, si desea averiguar si los rumores son
ciertos.
Aro esbozó una sonrisa preocupada.
—Tengo a otros que serán mis oídos y mis ojos —contestó.
Edward, listo para replicar, volvió a fruncir el ceño, pero Aro continuó:
—No, Edward, tú eres un guerrero. Te necesito en Francia. No puedo abandonar
Inglaterra antes de resolver este asunto —añadió llevándose de nuevo la copa a los labios, y
siguió su camino—. ¿Has oído hablar de un caballero francés al que llaman el Ángel de la
Muerte?
El ánimo de Edward se agitó como si fuera una bandera movida por la suave brisa del
atardecer. El caballero había oído hablar de sus hazañas, pero sabía muy poco del hombre al
que se refería el rey. Sin embargo, por la manera en que le había preguntado, le pareció
entender que le estaba probando.
—He oído su nombre.
Aro se volvió a mirar a Edward. Sus ojos inquisitivos parecían pedir detalles y sus cejas
levantadas lo animaban a hablar.
—Sé que ha conquistado muchas tierras para los armagnacs —continuó Edward. Una
sonrisa se insinuó en los labios del rey mientras su interlocutor trataba de esquivar su
mirada, sintiendo que no había aprobado el examen, lo que no dejaba de molestarlo—. Y sé
que ha hecho muchas cosas buenas por su país —agregó con cierta incomodidad.
—Así es —confirmó Aro.
—¿Hay algo más que deba saber?
—Mucho.
Gradualmente, la sonrisa de Aro se borró de su cara mientras iba aminorando el paso.
Sus palabras habían sido muy bien meditadas, y estaban llenas de aflicción.
—El Ángel de la Muerte ha causado más bajas enemigas que cualquier otro caballero
francés. Es un caballero que no tiene comparación con ningún otro de los que se han
cruzado en nuestro camino.
—Pero es mortal —argüyó Edward—. La sangre corre por sus venas, y esa sangre
puede ser derramada.
—De acuerdo con los rumores, a este Ángel de la Muerte no le corre sangre, sino hielo
por las venas.
—Claro. Los rumores son el cotilleo de los cobardes.
—Sí, supongo que sí, Príncipe de las Tinieblas.
La respuesta del monarca sorprendió a Edward. Sabía que era natural que el rey
conociera el sobrenombre, pero no pudo reprimir el estremecimiento que experimentó su
cuerpo. Los rumores habían viajado rápido… ¡y lejos! Eran producto de la corte, que vivía

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propagando a sus espaldas toda clase de chismes.
—Los campesinos me llaman así —explicó.
—Y no sin razón, según lo que he escuchado.
—Sólo soy despiadado con nuestros enemigos, señor.
—Y por eso mismo debes ir a Francia a encontrarte con el Ángel de la Muerte. Ya te
están esperando los barcos que conducirán a tu ejército a través del Canal.
—¿Mi señor desea que lo capturemos para luego pedir por él un rescate?
—Preferiría, desde luego, que lo capturaras y que el pago del rescate nos sirviera para
financiar la guerra; pero si no puedes capturarlo, quítale la vida. Me uniré a ti en Francia tan
pronto como sea posible.
—Como usted desee, señor —dijo Edward inclinándose ligeramente.
—Muchos hombres han caído ante la fuerza de la espada de este caballero —añadió
Aro—. Te ordeno que actúes con cautela.
Edward asintió con la cabeza y se hizo a un lado. El rey le tomó la mano nuevamente.
—Te lo advierto, Edward. No subestimes al Ángel de la Muerte.
El rey Aro vio cómo su acompañante se alejaba de él. Tal vez debía habérselo dicho,
pero si Edward conociera la verdad, estaba seguro de que subestimaría aún más a su
enemigo. Además, aquel hombre necesitaba que le rebajaran un poco su excesiva confianza
en sí mismo. Sólo esperaba que Edward fuera capaz de matar al Ángel de la Muerte cuando
se enterase de que el Ángel de la Muerte era mujer.

¿Qué tal? Edward va a buscar al Ángel de la muerte

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Capítulo 2

Al este de Yprès, Francia, 1415

El ruido de metal contra metal sonó en el amplio claro del bosque cuando las dos
espadas se encontraron, extendiendo el eco melódico de su choque a través de la espesura
que rodeaba el lugar.
—¡Atento a sus fintas! —gritó una voz que se unió a la reverberación en los árboles
cercanos. Jacob de Swan estaba acostado a su lado, sobre la hierba gruesa del claro,
escudriñando con sus ojos oscuros a los combatientes que blandían pesados sables. Asintió
con satisfacción cuando la joven, minúscula en comparación con el peso y los anchos
hombros de Emmett, detuvo con facilidad una embestida de su hermano. Jacob se rió entre
dientes, parpadeando de felicidad. Su hermana era buena guerrera. Conocía muy bien las
limitaciones de su espada y de sus propias fuerzas; sabía observar y ser paciente, lo que
hacía de ella, a pesar de su tamaño, un peligroso enemigo, siempre digno de tenerse en
cuenta.
Al hacer un amago, Bella se hizo daño en un brazo por el impacto de las armas, que
volvían a chocar en ese instante. Jadeante, se echó para atrás. Un hilillo de sudor en las
mejillas, que le caía desde la línea del pelo, brillaba como un diamante a la luz del sol. Con su
brazo libre, se quitó de la frente un mechón de pelo.
Una gran sonrisa iluminó la cara de niño de Emmett.
—Vamos, vamos. ¡No me irás a decir que estás cansada por haber intercambiado
apenas unos cuantos golpes!
Una mueca fría se dibujó en los finos labios de ella.
—No te he dicho nada hasta ahora, hermano, pero te aconsejo que cuides tus partes
ciegas —contestó Bella antes de acometerle
Emmett detuvo el golpe con bastante esfuerzo, colocando la espada, a modo de
protección, sobre su propia cabeza. Luego contraatacó.
Bella esquivó el movimiento, la espada de Emmett se clavó en el suelo, y cuando la
sacó notó que la punta se le había llenado de tierra.
—Ya sabes que es demasiado rápida para ti, Emmett —le gritó Jacob.
Bella se burló de la tierra que ensuciaba el extremo de la espada de su hermano.
—No te ensañes con el suelo, Emmett. Tu oponente está delante de ti, no debajo de ti.
Emmett arremetió contra Bella con dos veloces sablazos, pero ella los esquivó con gran
agilidad, se hizo a un lado y se quedó mirándolo con ojos desafiantes.
—Estás creciendo, hermanita —comentó Emmett.
—No la provoques, Emmett —le aconsejó Jacob, pero ya era demasiado tarde.
Bella embistió de pronto a su hermano y con el hombro le golpeó en el estómago. El
impacto lo hizo caer de espaldas. Sin aliento, Emmett quedó anonadado durante un
momento, y antes de que pudiera recobrarse, Bella se plantó ante él y colocó la punta de la
espada en la garganta del hermano.
—O te rindes o te mueres —dijo ella.
—Me rindo ante el Ángel de la Muerte —contestó Emmett de buena gana.

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Bella retiró la espada y le dio un golpe en el hombro con el puño libre.
—Odio que me digan hermanita —masculló.
—No volveré a cometer ese error —contestó Emmett.
Bella se retiró un paso atrás y tendió la mano a Emmett, para dar por terminado el
combate.
—Ha sido un buen movimiento —comentó Emmett—, aunque un tanto imprudente.
—Pero te he vencido —respondió Bella, agachándose para recoger una prenda del
exuberante pasto.
—Si hubiera movido mi espada, habrías corrido ciegamente hacia ella.
—Pero no lo hiciste —dijo su hermana, limpiando suavemente con la prenda la hoja de
su espada—. No critiques mi movimiento sólo porque terminaste con las nalgas en el suelo.
Tú te rendiste. Yo gané. Aquí no hay «síes» que valgan.
—Tiene razón —comentó Jacob mientras se les acercaba—. Te ha derrotado, y me
temo que eso te hace rechinar los dientes.
—¡Tonterías! —exclamó Emmett, sacudiendo la hierba que se había pegado a su
túnica amarilla—. Yo simplemente…
—¡Ángel! —se oyó una voz aguda, procedente del bosque, que interrumpió a Emmett.
Bella volvió la cabeza y vio que su paje, Colin, venía corriendo hacia ella. Su capa de
algodón marrón se enredó con la rama de un árbol, pero con una rapidez increíble se liberó
y consiguió llegar hasta el lugar donde se encontraba el «Ángel».
—Toma aliento, Colin —le dijo Bella, colocándole una mano encima del hombro—, y
cuéntame qué ha pasado.
—Hemos… —comenzó él a farfullar, agotado.
—Respira hondo —insistió Bella.
—Hemos… —siguió diciendo Colin, después de tomar aire y recobrar la compostura—,
¡hemos capturado a un inglés, mi señora!
Bella levantó la mirada hacia Jacob antes de decidirse a marchar por donde había
llegado Colin. Oyó las fuertes pisadas de sus hermanos, que la seguían. El olor de la carne de
venado que traía una brisa ligera procedente del oeste afectó a su vacío estómago, a pesar
de la ansiedad que la dominaba. Maniobró como una experta entre las tiendas
desordenadamente levantadas en distintos sitios, esquivando a los perros que ladraban a su
paso y atropellando a dos hombres absortos en una partida de ajedrez.
Aminoró el paso al ver que Brandy Vignon, su explorador, se le acercaba.
—¿Tú lo encontraste? —preguntó.
—Así es, mi señora —contestó Brandy.
A Bella siempre le molestaba hablar con Brandy, porque, aunque era el mejor
explorador que tenía, mirarlo a la cara era como mirar a un abismo, o mejor a un ser
desprovisto de emociones. Tenía los ojos oscuros, tanto que ella no podía distinguir la pupila
del iris. Brandy no había hecho nunca nada que indujese a sospechar de él; por el contrario,
era un luchador leal, tan experto en el manejo de la espada como hábil para desaparecer en
las sombras, pero había algo frío en su carácter que encendía las alarmas de Bella. Evitaba el
sol, de modo que su piel permanecía siempre blanca, casi tan blanca como la muñeca de
porcelana que alguna vez su padre le había regalado a su hermana. Su destreza para
infiltrarse entre los ingleses le había ganado el respeto de Bella, y su dominio de la lengua
inglesa era incluso superior al suyo propio.
—¿Dónde? —preguntó.
—Al noroeste de aquí —repuso Brandy—. Dijo que se había separado de su ejército.
Que se había perdido.

- 13 -
Bella continuó la marcha, ansiosa por ver a su enemigo, y cuando se acercó a las
tiendas de los prisioneros notó que, sospechosamente, varios de sus hombres estaban
sentados cerca de la entrada de una de ellas. Todos disimulaban ahora, con la cabeza
agachada, como si les absorbiese alguna labor: algunos afilaban sus armas y otros limpiaban
sus escudos hasta dejarlos brillantes como gemas. Bella sabía que todos estaban pendientes
del resultado del interrogatorio. Hacía más de dos semanas que no habían participado en
una batalla, y estaban deseosos de enfrentarse a los ingleses lo antes posible.
—¿Qué puedo hacer yo, Ángel? —preguntó Colin.
Bella se detuvo y el muchacho se colocó delante de ella. Jadeaba vigorosamente, y
Bella sabía que había tenido que correr para seguirle el paso. Le sonrió, le acarició la hirsuta
cabellera y le entregó su espada.
—Llévala a mi tienda —le ordenó—, y dile a Mel que me la cuide.
—Así lo haré, señora —murmuró Colin con tono reverente, mirando la espada con los
ojos muy abiertos. Luego la llevó, despacio y con cuidado, a la tienda de su Ángel.
Bella intercambió una siniestra mirada con Emmett antes de continuar.
Dos guardias custodiaban la entrada de la tienda. Más que hombres, parecían gárgolas
de piedra colocadas sobre los pilares de una iglesia. Vestidos con cotas de malla, sus túnicas
blancas sobresalían encima de los tejidos metálicos que protegían sus cuerpos.
Bella retiró la colgadura que servía de puerta de la tienda y entró.
El prisionero se encontraba atado a una gran estaca plantada en el suelo, amarrado
por las manos y los pies. De constitución más bien pequeña y vestido con un jubón de cuero,
el inglés le pareció a Bella más un escudero que un soldado de infantería. Su mandíbula
denotaba determinación y sus ojos oscuros eran cautelosos y desconfiados. Evaluó a Emmett
y a Jacob con una rápida mirada y sus labios se contrajeron de inmediato en una mueca de
desprecio. Cuando volvió la cabeza hacia Bella, sus ojos se abrieron, sorprendidos. No
esperaba encontrar a una mujer.
No estaba sucio. Sus mejillas no estaban hundidas por falta de alimentos, ni sus labios
estaban resecos por falta de agua.
—No creo que se haya perdido —dijo ella, sin pensar que el prisionero pudiera
entender el significado de las palabras francesas que había pronunciado.
—Estoy de acuerdo —declaró Jacob. Bella se acercó al prisionero.
Emmett la siguió, protegiéndola, y se quedó a su lado
—¿A qué señor le prestas tus servicios? —preguntó Bella al hombre en un inglés
perfecto.
La frente del prisionero se arrugó, en clara señal de confusión, y su mirada viajó por el
cuerpo femenino de ésta, valorándolo despacio y con un agrado difícil de disimular. Ella le
sostuvo la mirada, ligeramente insolente, y al final clavó sus ojos en los del prisionero.
Emmett le dio una bofetada en la cara. La cabeza del hombre se inclinó hacia un lado.
Una cadena de plata alrededor del cuello del prisionero brillaba a la luz de las velas.
Bella avanzó hacia él y el hombre la miró con ojos desafiantes cuando ella retiró la tela del
jubón que le cubría el pecho, y allí, colgada de la cadena, apareció una medalla de plata con
la figura de un lobo encerrado en un círculo. Bella contempló la medalla durante largo rato.
Apretó los dientes con cierta dureza y su mano tembló de ira al asir la medalla con los dedos.
El metal frío le mordió la palma como si fuera un ser vivo.
—Está más cerca de lo que pensábamos —dijo Emmett con tono burlón.
—Mucho más cerca —asintió Bella, volviendo a poner el medallón sobre el pecho del
hombre.
Sus ojos cafés se elevaron muy despacio hasta encontrar la mirada del enemigo.

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—Tráeme los polvos de la verdad, Emmett —dijo Bella, viendo cómo la cara del
prisionero se llenaba de temor y de incredulidad.
—El Ángel de la Muerte —murmuró con la voz entrecortada.
—Ya nos dirá dónde acampa el ejército inglés. Mañana, antes del amanecer, tendré en
mi poder al Príncipe de las Tinieblas.

Y Ahora Bella va detrás de Edward

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Capítulo 3

Edward se despertó con un presentimiento, una sensación de hormigueo que le


recorría todo el cuerpo. Algo había salido terriblemente mal. Se sentó, tratando de penetrar
la oscuridad con sus ojos, y sus oídos hicieron un esfuerzo sobrehumano por escuchar algo
entre el silencio reinante. Después de un largo rato sus ojos se acostumbraron a la
oscuridad, pero siguió siendo incapaz de oír nada.
Trató de relajarse pasándose las manos por su cobriza cabellera, pero no lo consiguió.
Cada minuto que pasaba crecía dentro de él un sentimiento de desastre inminente que lo
carcomía por dentro. Hacía más de un día que los guardias que mandara de avanzadilla
tenían que haber regresado, y hacía más de un día que Edward sentía un nudo en el
estómago.
Se incorporó, bajó las piernas del camastro de paja y se puso de pie. Comenzó a
caminar de un lado a otro, esperando calmar la ansiedad que se había apoderado de él, pero
su mente estaba en la guerra… y en el motivo por el cual se había metido en problemas. El
Ángel de la Muerte había demostrado ser un oponente astuto. El ejército francés había
descubierto su rastro en varias ocasiones y enseguida había vuelto a apoderarse de los
pueblos franceses que Edward conquistara en nombre del rey Aro.
Ese Ángel de la Muerte era un adversario digno de tal nombre, y Edward había
aprendido a respetarlo. Y el día anterior, en medio de su creciente ansiedad, le había llegado
nuevamente un rumor —hasta ahora el más desconcertante de todos— acerca del caballero.
Se decía que el Ángel de la Muerte era una mujer.
De repente, con rapidez, Edward buscó sus ropas. Luego se ajustó las botas negras de
cuero y abrió la cortina de la tienda para contemplar la noche estrellada.
¿Y qué pasaba si el Ángel de la Muerte era, en efecto, una mujer? Tal cosa tal vez
explicaría la manera irracional, impredecible, y a los ojos de Edward completamente
alocada, en que se movía el ejército francés.
Pero ninguna mujer era así de brutal. Ninguna mujer tenía la inteligencia suficiente
para dirigir un ejército. Y, ciertamente, ninguna mujer podía blandir una espada con la fuerza
necesaria para desarmar a un hombre y, mucho menos, para derribarlo en un torneo de
caballería, como contaban las leyendas que hacía una y otra vez el Ángel de la Muerte.
Un movimiento llamó su atención y Edward volvió la cabeza para ver una sombra
pequeña y familiar que caminaba por su campamento.
—Alex —le gritó.
La sombra se detuvo y lo miró. Antes de desaparecer tras una nube, la luna se detuvo
por unos instantes para reflejarse en los ojos del muchacho y, una vez más, Edward sintió
una momentánea punzada de culpa. Alex era demasiado pequeño, demasiado joven, para
estar allí. Debía haberlo dejado en Inglaterra. Pero tan rápidamente como habían salido a la
superficie, las dudas se esfumaron. Alex estaba donde debía estar, con él.
Mientras el muchacho se acercaba, Edward le preguntó:
—¿Qué haces levantado a esta hora de la noche?
Alex lo miró a través de su rebelde pelo rojizo y se negó a ser devuelto a la cama.
—No puedo dormir —contestó.

- 16 -
—¿Tú tampoco? —dijo pensativamente Edward, tornando su mirada hacia el
horizonte, a una hilera de colinas situada más allá del campamento. Aguzó la vista, tratando
de ver algo que no estaba allí. Le molestaba mucho, incluso más de lo que podía admitir, que
Alex no pudiera dormir. Y le inquietaba. Alex y él tenían la misma sangre, y los dos
compartían un especial sentido de la supervivencia, un instinto que trascendía cualquier
pensamiento racional.
Contemplando las suaves colinas que recortaban el horizonte, los recuerdos le
inundaron la cabeza. Recuerdos amargos. Su padre estaba enfermo, muy enfermo. Apenas
podía mantenerse en pie cuando le colocaban la armadura encima de sus hombros, y en
alguna ocasión había sido necesario designar a dos caballeros para que cabalgaran junto a él
y le ayudaran a no caerse de la silla. En un encuentro con el enemigo era imposible
mantenerlo encima del caballo, y en todos los torneos era el primero en perder el equilibrio.
La gente comenzó a llamarlo «el caballero que se rinde», y la nobleza, siempre venenosa,
adoptó rápidamente la maldita frase.
Su enfermedad se prolongó durante la mayor parte de la niñez y de la juventud de
Edward. Tenía cinco años cuando su padre comenzó a perder en los torneos, y apenas seis
cuando los otros niños empezaron a burlarse de él. Más de una vez había acabado con un
ojo negro tras las peleas en las que defendía el nombre de su padre, que al fin y al cabo era
su propio nombre.
Los caballeros que estaban al servicio de su padre comenzaron a abandonarlo y su
progenitor tenía que reemplazarlos con viles mercenarios. Contrató a un grupo llamado La
Jauría de los Lobos, cuyos miembros vestían gruesas pieles de animales salvajes y nunca se
bañaban. Llevaban el pelo, las barbas y los bigotes enmarañados, descuidados y sucios.
Durante las comidas se sentaban en el suelo y esperaban ansiosamente a que les llegara el
turno para abalanzarse sobre su buen pedazo de jabalí asado. En cuanto el padre terminaba
el suyo y volvía a su asiento, atacaban la comida como si se tratara de una presa, con la furia
de los animales salvajes. En un abrir y cerrar de ojos, arrancaban los trozos de carne, se
retiraban a un rincón de la habitación y comían en la oscuridad, lejos de aquellos que
pudieran robarles su alimento. Edward se preguntaba con frecuencia por qué los mantenía
su padre, por qué les pagaba para tenerlos en su casa.
Un día Edward se hallaba holgazaneando por los campos, viendo cómo ejercitaban sus
habilidades los pocos caballeros que aún quedaban al servicio de su padre. Tenía nueve años
y sentía una fuerte urgencia, casi una necesidad, de pelear. Su padre nunca le había
preguntado si quería aprender, y por lo tanto, Edward se contentaba con mirar a los
caballeros cuando practicaban y luego trataba de imitar sus movimientos en la soledad de su
habitación. En esa ocasión, tres caballeros se encontraban entrenándose en el campo, dos
de ellos blandiendo sus espadas y un tercero observándolos y gritándoles consejos desde la
cerca de madera que rodeaba el escenario del combate. La Jauría de los Lobos se acercó
desde el bosque. Casi siempre se desplazaban en grupos, y en esta ocasión no hicieron una
excepción. Cinco hombres entraron al recinto donde practicaban los caballeros, y Edward se
preguntó si éstos serían capaces de poner en su lugar a semejantes salvajes.
Los caballeros les dijeron que no estaban autorizados para entrar al campo.
Los de La Jauría de los Lobos se miraron los unos a los otros y uno de ellos dio un paso
al frente. Sus cabellos eran negros y en la cara tenía una cicatriz que iba desde la mejilla
izquierda hasta la parte inferior del cuello. Parte de la marca quedaba cubierta con una piel
de lobo que llevaba por encima de su túnica deshilachada. Sus botas estaban descosidas a la
altura de los talones por lo que parecía ser el corte de un cuchillo. Su estatura no se
equiparaba a la del caballero, pero su constitución era la de un muro de piedra.

- 17 -
—Nosotros iremos adonde nos plazca —dijo con la voz ronca.
—¿Eso significa que nos estás retando? —preguntó sonriendo uno de los caballeros.
—Nosotros no retamos a nadie —contestó el hombre—. La gente nos permite hacer lo
que queramos.
—No esta vez, bárbaro —replicó el caballero mientras se le aproximaba con la espada
en la mano—. Ya te he dicho que aquí no eres bienvenido.
El hombre retiró con cierta parsimonia la piel de lobo que cubría su túnica y sacó una
espada que tenía ajustada al cinturón. El caballero lo atacó de inmediato y el hombre se
defendió durante un breve tiempo. Después, con un rugido, avanzó hacia su contrincante y
Edward vio con ojos desorbitados por el asombro cómo lo desarmaba en dos movimientos.
—Creo que el que no es bienvenido eres tú —dijo el hombre poniendo la punta de la
espada en el cuello del rival.
Los tres caballeros huyeron del campo con la poca dignidad que les quedaba, y dos
días más tarde renunciaron al servicio de su padre. A la mañana siguiente, Edward comenzó
a seguir los pasos de La Jauría de los Lobos y, lo que es más importante aún, a seguir los
pasos del hombre de la cicatriz, al que supo que llamaban Noche. Empezó a imitarlo en todo.
Durante las comidas esperaba a que su padre se sentara y luego corría hacia el festín de la
carne y agarraba los pedazos con las manos desnudas. Dormía en el gran salón, con La Jauría
de los Lobos, y a Noche lo espiaba cuando hacía la guardia, aunque éste nunca le prestó
atención.
Hasta que una noche lo atacaron dos escuderos cuando caminaba solo por el pueblo.
Lo acosaron a empujones, lo humillaron y, desde luego, lo tildaron de «muñeco» y de ser el
«hijo del caballero que se rinde». Cuando Edward les asestó el primer puñetazo, saltaron
sobre él y lo dejaron indefenso, ya que además de torpe y poco ágil, era dos años menor que
los que lo agredían. Lo abandonaron con la nariz ensangrentada, los labios rotos y más
moratones en el cuerpo de los que podía contar. Logró ponerse de rodillas tembloroso, se
limpió con las mangas de la camisa la nariz ensangrentada… ¡y los vio! Hacia la parte baja de
la calle, tres hombres pertenecientes a La Jauría de los Lobos lo estaban mirando desde la
esquina. Despacio, le volvieron la espalda y se alejaron. Edward se sentía demasiado
aturdido para seguirlos, y sólo a la mañana siguiente se dio cuenta de que en realidad eran
ellos los que lo vigilaban a él.
Había amanecido con los músculos doloridos y mareado. Logró levantarse de la cama,
con bastante trabajo, y ya se encaminaba por el corredor del castillo hacia la estancia de su
padre cuando oyó una voz que lo llamaba.
—¡Niño!
Edward se detuvo, se volvió a mirar y encontró a Noche al borde de la sombra de las
escaleras.
—Me has estado siguiendo.
Edward no se movió. Quería huir, pero sabía que era imposible, que sus piernas no le
hubieran obedecido.
—Te ayudaré, niño.
Los ojos de Edward brillaron.
—¿Me enseñarás a pelear?
—No —contestó Noche—, te enseñaré mucho más que eso.
Durante los meses siguientes, Noche le enseñó a descubrir las huellas de los animales y
a cazar, pero sobre todo le enseñó a luchar. Día y noche debía estar alerta, esperando los
ataques inesperados de Noche, anticipándose a sus próximos asaltos. Su innato sentido de la
supervivencia se fue afilando hasta adquirir la agudeza de una cuchilla de afeitar.

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Una tarde, cuando Edward apenas tenía doce años, se hallaba sentado muy cerca de
Noche, delante del fuego de la chimenea del gran salón del castillo, cuando el hombre lo
agarró del brazo y le hizo un corte con un puñal. Más por la impresión que le produjo el
corte que por el dolor, Edward retiró el brazo y, con el corazón latiéndole
desenfrenadamente, vio cómo Noche se hacía otra herida a sí mismo con el filo del puñal. A
continuación volvió a agarrar el brazo de Edward, como si estuviera ejecutando un rito
milenario, lo apretó contra el suyo e hizo que la sangre de las dos heridas se mezclara.
—Recuerda siempre que eres uno de los nuestros —le dijo, y le estrechó la mano
mirándolo de frente a los ojos.
Al día siguiente, cuando bajaba las escaleras de piedra que conducían al gran salón,
Edward se enteró de que La Jauría de los Lobos se había ido. Se puso furioso. No podía
entender por qué se habían marchado, y lo que era todavía más importante, no podía
entender por qué no se lo habían llevado con ellos. Cuando su padre trató de consolarlo,
Edward lo rechazó, y esa misma tarde tuvo su primera confrontación con los muchachos del
castillo.
Era una tarde húmeda y nublada, y Edward aún podía recordar el penetrante olor a
cuero que siempre imperaba en el taller del herrero. Mientras esperaba a que el hombre le
entregara la espada de su padre, que se había comprometido a recoger, había estado
pensando en la conversación que escuchó entre su padre y uno de sus mayordomos, quien
le manifestaba sus temores de que los mercenarios pudieran volverse en contra suya y tratar
de apoderarse del castillo. Perdido en estos pensamientos amargos, Edward dobló una
esquina y chocó con tres escuderos. Hizo lo posible por pasar de largo, pero ellos le cerraron
el paso y comenzaron a mofarse de él y a provocarlo. La ira que surgió en su interior lo
consumió por completo. Dejó a un lado la espada de su padre y atacó al que tenía más cerca.
Rodaron por el suelo, entre la mugre y el barro, lanzándose furiosos puñetazos. Tras unos
instantes de intercambio de golpes, los otros dos forajidos intervinieron en la pelea y lo
golpearon sin misericordia. Edward no recordaba mucho de lo ocurrido entonces, salvo que
cuando todo terminó se hallaba de pie en mitad de la calle, con los puños listos a
enfrentarse al enemigo, y que los tres escuderos huían de él.
Desde aquel día no había perdido una sola batalla. Noche y su Jauría de los Lobos le
habían enseñado lo que tenían que enseñarle. Y sin embargo, aquella vieja sensación de
ansiedad aún lo atormentaba. Bajó la mirada hacia Alex, que estaba junto a él, escrutando el
horizonte, tal como Edward lo había hecho antes. Se arrodilló junto al muchacho,
colocándole una mano en el hombro, y esperó a que levantara sus grandes ojos verdes.
—En caso de un ataque, recuerda lo que te dije.
Alex asintió con entusiasmo.
—Que hay que pelear con honor.
—No —agregó Edward frunciendo el entrecejo—. Debes irte donde está la retaguardia
del ejército y esperar el desenlace del combate.
—Yo quiero pelear —dijo Alex, haciendo con sus labios una mueca de desaprobación—
. Quiero cortarle la cabeza a uno de esos franceses.
Edward sonrió con cierto orgullo, pero el pensamiento de que Alex pudiera resultar
lastimado lo contuvo.
—Esto no es un juego, Alex. Estamos en medio de una guerra. Lo que quieren esos
hombres es matarte. Eres demasiado pequeño para enfrentarte a un hombre armado.
—Pero si he estado practicando —objetó Alex con terquedad.
—Lo sé. Y sé también que has progresado, aunque no lo suficiente como para hacerle
frente a un hombre que te dobla en tamaño —le explicó Edward pacientemente—.

- 19 -
Prométeme, Alex, que te irás adonde está la retaguardia del ejército.
Alex suspiró, mostrándose más que desilusionado, y levantó de una patada el polvo del
campo.
Edward le apretó el hombro con gentileza.
—¿Me lo prometes, muchacho? —insistió.
—Te lo prometo —dijo Alex a regañadientes.
Edward contempló su alicaído rostro. Rechazarlo le rompía el corazón, pero no estaba
dispuesto a poner en peligro la vida del muchacho en un encuentro con el enemigo. Levantó
la mano y con ella retiró el mechón de pelo rojizo que ocultaba sus ojos.
—Trata de descansar, Alex —le aconsejó—. Si no me equivoco, no pasará mucho
tiempo antes de que entremos en batalla.
Alex se escabulló en la oscuridad.
Edward volvió a su tienda, y después de colocar en su sitio la cortina que hacía las
veces de puerta, se dirigió hacia una palangana de agua que sus criados habían colocado en
una mesa al lado de la cama. Se inclinó sobre la mesa, apoyó las manos a uno y otro lado de
la palangana y se quedó mirando el reflejo de sus facciones en el agua. ¿Qué le había
sucedido a su avanzadilla?
—¡Diablos! —gruñó, y sumergió sus manos en el agua para luego lavarse la cara,
sintiendo el frío del líquido contra su templada piel.
Se echó varias manotadas de agua en la cara y dejó que le escurriera por las mejillas
hasta caer de nuevo en la palangana. Suspirando, se limpió los restos de agua que quedaban
en sus ojos y pensó que faltaba menos de una hora para que despuntara el amanecer. No
valía la pena, por lo tanto, acostarse de nuevo.
La luz de una sola vela, que descansaba al lado de la palangana, hizo brillar su imagen
temblorosa en la superficie ya quieta del agua. Mientras Edward la observaba, la imagen
cambió, moviéndose ligeramente. Poco a poco, el agua comenzó a rizarse, distorsionando la
imagen de la luz de la vela. Las ondulaciones se volvieron más fuertes y más pronunciadas, y
entonces oyó en la distancia un retumbar estruendoso que con el transcurso de cada
segundo iba creciendo en intensidad. Edward se enderezó rápidamente. ¡Caballos! ¡Caballos
que corrían hacia ellos al galope!
Desenvainó la espada, que brilló con la misma luz de la vela que antes se reflejara en el
agua y, respirando profundamente, retiró con urgencia la cortina de la tienda y salió al
exterior.
De inmediato sintió que unos tenebrosos cascos negros se le echaban encima. Saltó
hacia atrás de manera instintiva, cayó al suelo y rodando por él. El caballo sin jinete, que
echaba espuma por la boca, relinchó y pasó corriendo a su lado.
Los gritos de batalla resonaban a lo largo y ancho del campo. «¡Por la sangre de Dios!»,
pensó. «¡Nos están atacando!». Alguien dio un alarido de dolor a sus espaldas. Edward se
arrastró, tan agachado como le fue posible, hasta el lugar del que procedía la voz, aferrando
firmemente la empuñadura de su espada. Cruzó a la derecha, moviéndose alrededor de una
tienda, y vio a uno de los atacantes desplomado sobre un tonel. Edward sonrió con
amargura cuando notó que Jasper Whitlock limpiaba su espada con la túnica del hombre
muerto. Jasper era su segundo al mando, lo más parecido a un amigo que había podido
encontrar durante los años que había pasado librando guerras contra los enemigos del rey
Aro.
Jasper alzó los ojos y le hizo señas de que se aproximara.
—¿Qué diablos les ha pasado a nuestros centinelas? ¿Por qué no nos han avisado? —
preguntó Edward en medio del jaleo que amenazaba con ahogar sus palabras.

- 20 -
—No sé —gritó Jasper.
—¿Quiénes son?
Jasper se agachó para palpar el cadáver del invasor y le arrancó un pedazo de la túnica,
que de inmediato le entregó a su señor.
Edward tomó en sus manos el trozo de tela y lo miró. Sus labios se curvaron en una
mueca de desprecio y sus ojos se tornaron fríos cuando apretó las hilachas del tejido.
Reconoció inmediatamente el símbolo: la silueta de un ángel negro contra un fondo blanco.
La marca del Ángel de la Muerte.

* * *
Bella terminó de batirse con un inglés, hiriéndole limpiamente el brazo con el que
sostenía la espada, y alzando rápidamente la vista para valorar la situación. Sus caballeros,
bien armados y entrenados, intercambiaban golpes con hombres que estaban apenas
parcialmente vestidos. Muchos de los ingleses habían caído, y sus tropas ya cercaban al
resto. La batalla casi había terminado. El sabor áspero del humo llenaba su boca, y podía
oírse el crepitar del fuego que incendiaba las tiendas vecinas, con deslumbrante resplandor.
Se quedó mirando el campo de batalla. Sólo unas cuantas tiendas permanecían en pie,
y sólo unos pocos ingleses insistían en defender el terreno y se negaban a salir corriendo.
Entre los caballeros armados que aún blandían sus espadas, se fijó en un hombre que se
destacaba de los otros por su estatura. Su cobriza cabellera reflejaba como en un gesto de
desafío infernal las chispas que se desprendían de su espada cuando ésta detenía las
arremetidas de la infantería. Mientras lo observaba, vio que derribaba a uno y luego a otro
de sus caballeros. Iracunda, Bella espoleó su caballo blanco, que le gustaba montar en horas
de peligro, pero una densa nube de humo nubló de pronto su visión. Con el escudo abanicó,
furiosa, el humo, pero cuando éste se desvaneció en el aire se dio cuenta de que el hombre
ya no estaba. Dirigió su mirada hacia la izquierda y hacia la derecha, pero en ninguna parte
podía verlo.
Se bajó del caballo a inspeccionar la escena que tenía delante de sus ojos. El sol,
dubitativo, apenas permitía distinguir la línea del horizonte, como si estuviera temeroso de
iluminar la muerte y la destrucción que cubrían por doquier el campo de batalla. Casi todas
las tiendas habían sido pisoteadas por los cascos de los caballos, y los hombres yacían
despatarrados, muertos o muriéndose, en todos los rincones del terreno. Alcanzó a ver
cómo huía hacia el bosque el último de los ingleses, y cuando Emmett soltó las riendas de su
montura para galopar tras él, lo detuvo con un gesto firme y sacudió la cabeza en señal de
desaprobación. Déjalo ir, pareció decirle. Servirá para nuestros propósitos. Correrá la noticia
de nuestra victoria y se conocerá la derrota del Príncipe de las Tinieblas.
—¡Encuentren al Príncipe de las Tinieblas! —ordenó Bella.
Estaba segura de que se había escondido en alguna parte. Él nunca hubiera huido y,
por lo tanto, o estaba muerto o estaba inconsciente. Esperaba que no estuviera muerto, ya
que quería conocerlo. De él se decía que tenía los ojos verdes, que su cabellera cobriza le
erizaba los cuernos al mismo demonio, que había sido criado por los lobos y que la fortaleza
de sus brazos era suficiente para cortarles la cabeza a cinco hombres con un solo
movimiento de su espada. Bella sonrió para sus adentros. Se trataba, probablemente, de un
hombre flaco y enjuto, sin ninguna relación con las habladurías que adornaban sus hazañas,
pero Bella prefería imaginarse a su odiado enemigo a la luz de las versiones más oscuras que
corrían sobre él. Esto se sumaba a su misterio, a su leyenda, según la cual con una sola
mirada, una mirada que parecía provenir de las profundidades del infierno, podía robarle el

- 21 -
corazón a una mujer.
Una vez más, sus ojos se fijaron en la carnicería que había a su alrededor.
«Verdaderamente», pensó con amargura, «hoy me he ganado mi reputación». Caminó a lo
largo de lo que quedaba del campamento de los ingleses, viendo el espectáculo de las
tiendas incineradas y de los cadáveres atravesados por lanzas y cuchillos. De pronto tropezó
con un caballero caído que sangraba profusamente por una herida en el pecho y al que se le
notaba, debajo de la armadura, el brillo de una cadena metálica. Se detuvo, odiándose a sí
misma por ello, consciente de que cuanto más mirara al hombre más humano le parecería.
Bella contempló el color de sus ojos y se preguntó, como mil veces lo había hecho
antes, si tenía familia. ¿Quién lo lloraría, ahora que estaba a punto de morir? ¿Una esposa?
¿Unos hijos? ¡Oh!, se odiaba a sí misma. ¿Por qué se atormentaba? No era ni la primera ni la
última vez que ordenaba matar a un hombre, así como no era tampoco ni la primera ni la
última vez que caminaba entre un reguero de cadáveres haciéndose las mismas preguntas.
¿Qué sentía una persona al ser amada? ¿Qué sentía una persona al ser despedida con un
beso antes de irse a una batalla?
Las manos del hombre se movieron y Bella se le acercó. Sus párpados se cerraron y un
quejido escapó de sus labios. Bella se arrodilló al lado de su enemigo. La preocupación se le
notaba en la manera de arrugar la frente. Era posible que, después de todo, volviera a
reunirse con la gente que lo amaba. Le quitó el yelmo y buscó algo en los alrededores para
contener el flujo de sangre que manaba de su pecho. Sus ojos se fijaron en un pedazo de
túnica que estaba tirado en el suelo. Lo agarró y le presionó la herida por encima de la malla
que le servía de coraza.
Sus ojos se abrieron, llenos de dolor febril.
—Descansa —le dijo Bella en inglés—. La batalla ha terminado.
La mirada del hombre se concentró en ella y la confusión se apoderó de sus rasgos
cubiertos de sangre y de barro. Bella se dio cuenta de que la observaba con un gesto de
desprecio en la boca.
—¿Eres el Ángel de la Muerte? —le preguntó con voz burlona.
Bella lo ignoró, presionando el pedazo de túnica contra la herida y tratando de
despojarlo de su armadura.
—Necesitarás un médico —señaló—, o no sobrevivirás.
Elevó sus ojos hacia los de él, y retrocedió ante el destello de odio y desprecio que
brillaba en sus pupilas.
—Preferiría estar muerto antes de permitir que tus sucias manos me toquen —replicó
antes de escupirle a la cara.
Sorprendida, Bella se levantó de nuevo. ¡Había tratado de ayudarlo! ¡Había tratado de
salvarle la vida para que pudiera volver a reunirse con la gente que lo amaba! Pero sus
esfuerzos habían sido en vano. La sorpresa se convirtió rápidamente en furia. Su boca se
cerró y los ojos se estrecharon. El viento echó hacia atrás la capa que llevaba puesta y
levantó pequeños remolinos de polvo en el campo de batalla. El turno del desprecio le había
llegado a ella, y sus ojos lo miraron con un odio concentrado al limpiarse de la cara el
escupitajo.
El viento dejó de soplar. Cuando Bella volvió a mirarlo, todo estaba en calma.
—Entonces morirás —sentenció, y se dispuso a abandonarlo.
—¡Bella! —era la voz de su hermano, que estaba tras ella.
Se volvió con los ojos encendidos de ira.
—¿Qué quieres? —indagó.
Emmett se despojó del yelmo, lleno de excitación, y sus ojos azules brillaron más que

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de costumbre.
Bella conocía esa mirada. Había visto esa confianza muchas veces antes. Significaba
sólo una cosa: éxito. La furia se esfumó y sintió que la sangre fluía precipitadamente por sus
venas. ¡Lo tenían! ¡Estaba en su campo y era su prisionero! ¡El Príncipe de las Tinieblas era
suyo!
—Lo llevaré a la tienda para someterlo a los polvos de la verdad —dijo Emmett.
Bella asintió. Luego, cuando Emmett se retiraba, su mano le agarró el brazo al
prisionero. Y cuando éste levantó la vista, ella inclinó la cabeza sobre el caballero caído.
—Y llama a un médico para que vea a este canalla —ordenó.

Atraparon a Edward

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Capítulo 4

La nube blanca se desvaneció lentamente ante Bella cuando atravesó el suave humo
que soltaban las antorchas encendidas colocadas alrededor de la tienda. Un escalofrío, casi
un presentimiento, erizó su piel cuando vio que las volutas subían en espiral alrededor de las
formas que permanecían en sombra. Se detuvo, tratando de que la excitación no se disipara
de sus venas. En el pasado, los hombres habían sido tantas veces incapaces de colmar sus
expectativas, que ahora temía ser defraudada una vez más por éste, la más poderosa de
todas las leyendas. Pero su sombra la atraía, lo que hizo que dejara a un lado las dudas.
Tenía que conocer sus secretos.
Bella continuó moviéndose a través del humo hasta que el oscuro aspecto borroso del
cuerpo masculino adquirió una forma sólida. Había luchado hasta el final, pensó, tal como
ella lo hubiera hecho. Emmett le había contado que se habían requerido veinte hombres
para someterlo. ¿Veinte hombres? Ella quería creerlo, pero no podía descartar que Emmett
estuviera exagerando, aunque no era su costumbre inflar la verdad. Saliendo de la niebla
que la rodeaba, avanzó hacia la figura encadenada a un poste en la tienda.
La cabeza le colgaba hacia abajo y la melena cobriza le cubría el pecho. De modo que
tiene el pelo cobrizo, pensó, y se preguntó si era verdad que debajo del pelo se escondían los
cuernos.
Bella se le acercó despacio, procurando apreciar la complexión de su cuerpo. No se
desilusionó. La necesidad que sentía de tocarlo era abrumadora. Tendió la mano hacia el
pelo que cubría su torso desnudo y se maravilló ante el tamaño de sus músculos, duros,
poderosos, curvas esculpidas sobre carne caliente. «Magnífico», pensó, y se dejó envolver
por el olor a almizcle que emanaban sus poros.
El prisionero se movió hacia un lado y otro, como si estuviera tratando de aclarar su
mente. Levantó la cabeza muy despacio, y una extraña emoción pasó por la columna
vertebral de Bella cuando sus ojos verdes, los ojos de la esmeralda, iluminaron su cara con
un brillo parecido al de la luz de la luna.
—¿Te estás divirtiendo? —le preguntó con voz baja y sugestiva.
A través de la oscuridad que lo envolvía como un velo, distinguió el fulgor de sus
dientes blancos. Bella retiró su mano del torso del prisionero y se quedó mirando cómo las
sombras desaparecían cuando su cara comenzaba a ser iluminada por la luz de las antorchas.
Un estremecimiento la recorrió. La luz de las antorchas le reveló los rasgos de una boca
sensual, ahora decorada por un gesto cínico, y un mentón espartano que parecía heredado
de un linaje de guerreros antiguos.
Bella se dio cuenta de que había estado conteniendo la respiración mientras admiraba
al ejemplar del sexo masculino que tenía delante de ella. No podía creer lo que veían sus
ojos. ¿Era éste el hombre que había nacido sin corazón? ¿Era éste el hombre que tenía
pactos con el diablo? ¿El más temido de todos los bárbaros que poblaban Inglaterra?
Y si era así, ¿cómo podía ser tan bien parecido?
Ignoró sus comentarios anteriores y dio un paso atrás. Las brumas envolvían su cuerpo
como si fueran una capa desplegada alrededor de ella. Rápidamente recobró la compostura
y sus ojos cafés volvieron a depositarse en él sin emoción alguna.

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—De modo —murmuró— que eres el Príncipe de las Tinieblas.
Él la miró fijamente a los ojos, como si estuviera leyéndole la mente.
Bella vio las emociones que pasaban por su cara: reconocimiento, incredulidad y, por
supuesto, ira. Sus ojos se abrieron aún más que antes.
—¿El Ángel de la Muerte? ¿Una mujer?
—¿Has oído los rumores que corren?
—¡Quítame las cadenas en este mismo instante!
Bella no pudo dejar de reír cuando vio cómo trataba de soltarse de las cadenas y le
daba órdenes como si ella fuera una sirviente cualquiera.
—Te doy la bienvenida al campamento —le dijo.
Sus ojos se volvieron fríos, y se cerraron hasta convertirse en una especie de línea tan
delgada como una cuchilla de afeitar. Y cuando habló, su voz sonó como un gruñido
despectivo.
—No percibo mucho calor en tu saludo, mujer. Es posible que estés hecha de hielo,
como cuentan las historias.
Bella sintió cómo el calor de su mirada de odio pasaba por su cuerpo, congelándole la
sangre.
—¿Y es que debo recibir con los brazos abiertos al más mortal de nuestros enemigos?
—preguntó con suavidad mientras su mano delgada volaba al cinturón de su túnica y, con un
movimiento rápido, sacaba de su vaina un puñal afilado—. ¿No debería saludarte, más bien,
con el filo de esta daga? —añadió, esperando ver el miedo reflejarse en los bellos rasgos de
su cara.
Pero no lo vio.
Al contrario, el prisionero soltó una carcajada. Una ira inmediata y ardiente recorrió su
cuerpo, arropándolo con una nube negra de rabia. Como un rayo cegador que estalla de
repente en una oscura tormenta de furia, arremetió contra él. El filo del puñal le hirió las
mejillas, cortándole la piel, y el corte comenzó a escupir una sangre brillante, intensamente
roja. Vio cómo le escurría por la cara, y un sentimiento de horror enfrió su arrebato. No
había querido lastimarlo.
La risa no abandonó al Príncipe de las Tinieblas mientras alzaba la cabeza.
—Eres de verdad valiente, mi señora —afirmó—. Se necesita tener el corazón robusto
para golpear y herir a un hombre indefenso.
Ella recobró la compostura tras soltar una risa nerviosa.
—¿Me tomas por tonta? —inquirió—. ¿Crees que debería quitarte las cadenas para
que luego me estrangularas con tus propias manos?
Él volvió su mejilla sana hacia ella.
—¿Tal vez preferirías herirme el otro lado de la cara?
Bella quedó asombrada. Sin embargo, el aguijón de su pregunta hizo que la idea le
pareciera atractiva, motivo por el cual levantó la hoja de su puñal, presionándolo contra la
piel del prisionero. Los nudillos de la mano alcanzaron a rozar su mejilla y un leve temblor
agitó su columna vertebral. Se quedó mirándole el perfil un largo rato, dándose cuenta de lo
cerca que estaba de él y comprendiendo que el escalofrío que sentía en su cuerpo no era de
frialdad ni, mucho menos, de repulsión. Por el contrario, sintió que disfrutaba tocándole la
piel. Se puso furiosa consigo misma, entornó los ojos e hizo rechinar sus dientes. Su mano
tembló al retirar de su mejilla la hoja del puñal.
—No te gustaría demasiado —le dijo.
—¡Puta! —contestó él.
Bella ignoró su explosivo comentario.

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—Cuéntame cuántos hombres tiene Aro en su ejército.
Como esperaba, la ingeniosa boca del Príncipe de las Tinieblas permaneció cerrada, y
ella retornó la daga a su funda.
—¿Está entre sus planes atacar a Francia? —preguntó con voz inquisitiva, mirándolo
de frente mientras dejaba que las yemas de sus dedos entraran en contacto con el
contenido de la bolsa que llevaba atada al cinto. Se trataba de una extraña mezcla de
hierbas, raíces y flores silvestres, machacadas hasta que quedaban convertidas en un fino
polvo. Emmett había aprendido la receta de una gitana a quien llamaba con frecuencia para
que le adivinara el porvenir. Bella también la había usado en repetidas ocasiones, y era
testigo de que sus misteriosos poderes le añadían un potente combustible al miedo que su
leyenda había despertado entre las mentes débiles de sus enemigos franceses.
—Si verdaderamente esperas que conteste tus preguntas con sinceridad, eres todavía
más imbécil de lo que la leyenda dice sobre ti —replicó él en tono desafiante.
Bella hizo caso omiso del insulto y se inclinó sobre su cara hasta que sus labios casi
tocaron los del prisionero.
—Ya me contarás tus pensamientos más profundos —le dijo—. Ya me contarás tus
secretos.
—No lo creo —respondió el prisionero.
Bella, viendo la confusión que denotaban sus ojos, a pesar de sus provocadoras
palabras, sonrió burlonamente. Alzó los dedos, a los que ya se les había pegado el polvo de
las hierbas, las raíces y las flores silvestres machacadas, y se los pasó seductoramente por los
labios antes de que él volviera el rostro y, escupiendo con fuerza, moviera la cabeza hacia un
lado y hacia el otro.
De repente, sus dientes comenzaron a castañetear, y unos instantes después todo su
cuerpo se estaba retorciendo en convulsiones horribles. Bella sabía que algo parecido a
dagas de hielo, delgadas y afiladas, corrían por su torrente sanguíneo, solidificándolo, y
amenazaban con hacer estallar sus venas. Él trató de hablar, pero el polvillo que moteaba
sus labios se lo impidió.
—Yo… yo… —alcanzó a murmurar antes de que lo acometiera otra convulsión por todo
el cuerpo—. Yo…
—Sí, tú terminarás hablando —aseveró Bella, con el ceño fruncido y sintiéndose un
tanto desilusionada. Había sido relativamente fácil someter al Príncipe de las Tinieblas. «No
es en realidad un príncipe», pensó. «Es sólo un hombre como cualquier otro».
Vio cómo se esforzaba por dejar de temblar y cómo la miraba con los ojos encendidos
por el fuego de la venganza.
—Yo… yo… yo te mataré algún día por esto —alcanzó a decirle con los dientes
apretados.
Los ojos de Bella brillaron con el desafío. A ningún otro hombre había tenido que
aplicarle dos dosis seguidas, pero en este caso se trataba del gran Príncipe de las Tinieblas.
Una segunda dosis debería rendir su voluntad, pensó mientras sus dedos tocaban
nuevamente el polvo mágico, que se adhirió inmediatamente a ellos. Levantó la mano, pero
cuando la acercaba a sus labios, él volvió la cara y sus dedos rozaron su mejilla herida,
empapándose de sangre. En ese mismo instante vio que el Príncipe de las Tinieblas emitía un
grito de dolor. Sabía que era frío, muy frío. Sus hombros se encorvaron, temblorosos por la
sensación ardiente que le producía el polvo. Ella contempló su torso desnudo, y no pudo
dejar de admirar la fortaleza de su cuello, la firmeza de su pecho y la dureza de su estómago.
El cuerpo del prisionero sufrió una última sacudida, y luego se calmó del todo.
Bella dio un paso hacia él. Tenía los ojos en blanco, como si su mente se hubiera

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quedado vacía de repente.
—¿Cuál es tu nombre? —le preguntó frotándose los dedos.
—La gente me llama el Príncipe de las Tinieblas —dijo la voz apocada del prisionero.
—¿Pero cuál es tu verdadero nombre?
—Edward Cullen.
—¿Cuántos soldados hay en el ejército del rey Aro?
—Los suficientes para destruirte sin misericordia de ninguna especie —fue la respuesta
desprovista de emoción que obtuvo.
—No te estaba pidiendo tu opinión —replicó Bella—, te estaba preguntando por los
números. Habla.
—Dos mil arqueros y cinco mil hombres en armas.
Bella sonrió, ya que se trataba de una información valiosa.
—Háblame de los arqueros —agregó—. ¿Son tan buenos como dice todo el mundo?
—Sí, pero… —dijo Edward, y luego se quebró su voz.
—Continúa. Tienes que contarme todo lo que sabes —insistió ella.
—Los arqueros… —murmuró—… no sirven para nada en este momento. Muchos de
ellos han muerto, y entrenar a quienes puedan reemplazarlos tomará no menos de seis
meses.
Bella no pudo controlar la risa que se le agolpaba en la garganta.
—¿Atacar a Francia es parte de los planes del rey Aro? —preguntó de nuevo.
—Sólo está planeando reconquistar las tierras que con todo derecho pertenecen a
Inglaterra —reveló Edward sin tapujos de ninguna índole.
—¡De modo que sí piensa atacarnos! ¿Cuándo? ¡Habla!
—No sé —declaró finalmente el hombre.
Durante un instante, Bella pensó que había visto un destello de luz detrás de las
pupilas de sus ojos verdes. Frunció el ceño. Un momento de duda paralizó su razonamiento.
¿El polvo será lo suficientemente fuerte? ¿Le estará haciendo efecto? Borró toda
incertidumbre que pudiera abrigar su pensamiento. El polvo no le había fallado nunca y no
tenía razones para desconfiar de él ahora, aunque estaba segura de que su efecto no duraría
mucho tiempo más.
Bella estudió a su prisionero. Sus ojos eran verdes, inescrutables y misteriosos. Le
recordaban, extrañamente, a los ojos de los lobos, pero también sabía que la leyenda podía
enturbiar sus pensamientos. El pelo rebelde de Edward brillaba a la luz de las antorchas,
dándole una aureola de animal salvaje. El amago de un incierto sentimiento de culpa tocó el
corazón de Bella cuando vio que un mechón de su cobriza cabellera se había humedecido
con la sangre que aún corría por su mejilla. «¿Cómo pude cortarle la cara?», se dijo. «Una
cara tan bella y perfecta…».
Quiso aproximarse para quitarle el pelo de la herida, pero su mano se congeló a mitad
del camino. «¿Qué estoy haciendo? ¡Él es el enemigo! ¡Se merece mucho más que un simple
corte en la mejilla!». Se apartó de nuevo, sintiéndose mareada por los sentimientos que
agitaban su interior y que la hacían verse como un ser débil. La ira volvió a apoderarse de sus
emociones. ¿Cómo era posible que él suscitara en ella unas ganas irresistibles de tocarlo?
¿Cómo podía mostrarse blanda de corazón cuando sus palabras estaban llenas de odio? ¡Al
diablo! ¡Granuja! Le dio la espalda durante un momento, abriendo y cerrando las manos, y
cuando se volvió a mirarlo se sintió próxima a explotar, a golpearlo sin descanso por haberla
convertido en una mujer débil, dócil e indefensa.
Una ráfaga de viento les llegó de afuera, levantando la cortina de la tienda y haciendo
que el pelo de Bella volara por encima de su cara y de sus hombros. El fuego de su alma le

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enrojeció las mejillas e imprimió en sus ojos cafés una brillantez extraordinaria.
Él abrió los suyos y quedó estupefacto.
Bella se contuvo, confundida al ver la maravillosa expresión de su cara.
—¿Qué? —preguntó retirándose el pelo que cubría sus ojos.
—Eres bella —murmuró el prisionero. El impacto de sus palabras reemplazó la furia
que sentía hacia él.
—¿Qué has dicho?
Edward desvió su mirada.
Bella había escuchado sus palabras con absoluta claridad, pero su mente se negaba a
reconocerlas. «Bella» no era un adjetivo que los hombres usaran comúnmente para
describirla. El Ángel de la Muerte. La Reina de Hielo. Éstas eran las expresiones que usaban
los hombres para referirse a ella.
Se sentía tan sorprendida por su declaración que no supo cómo comportarse. Los
nervios la habían paralizado. Estaba perdiendo segundos muy valiosos. Tenía que pensar en
una nueva pregunta. Una pregunta…
Bella. Él había dicho que ella era bella. Se sentía reblandecida, y ya no lo miraba como
se mira a un enemigo sino como…
¡No!
Salió de la tienda para respirar el aire de la noche y pasó al lado de un grupo de
hombres que jugaban a los dados. Dentro de su cabeza, la voz de Edward repetía
suavemente el adjetivo una y otra vez. En su afán, casi atropella al cocinero que estaba
preparando un pato ahumado para la cena. ¡Bella! La palabra sonaba en sus oídos como una
plaga que se le extendía por todo el cuerpo y le afectaba el pensamiento. Llegó a su tienda y,
antes de desaparecer en el interior, apenas alcanzó a decirle al guardia, que vigilaba la
cortina de la puerta como si fuera una estatua de piedra, que no deseaba ser molestada.
Cuando ya se encontraba a salvo en sus cuarteles, Bella miró a su alrededor hasta que
la vista se posó en un cofre de madera ceñido por anchas bandas de plata. Se acordó de que
una tía suya se lo había regalado hacía cinco años, con la esperanza de que se volviera más
femenina. Ella nunca había hecho uso de lo que había dentro del cofre: trajes insinuantes,
finísimas prendas interiores, elaboradas peinetas y piezas de joyería, todo lo cual
consideraba indignas muestras de feminidad.
Abrió el cofre. Después de años de desuso, la madera crujió en señal de rechazo. Se
dejó caer de rodillas y metió sus manos entre los vestidos de terciopelo, los camisones de
seda, los collares de perlas, los pendientes de rubí y los anillos de oro, elementos todos que
había acumulado a lo largo de los años, hasta que encontró el objeto que buscaba.
Era un espejo con incrustaciones de oro y diamantes, esculpidas delicadamente en el
marco de metal. Lo cogió con ambas manos y se quedó mirando a la persona que le devolvía
la mirada desde la brillante superficie. Ya no era la niña que había sido cinco años antes.
La piel de su rostro le pareció tan tersa y suave como antes, al igual que los huesos de
sus pómulos, y en el café de sus ojos creyó ver un color más profundo.
Bella movió el espejo, tratando de verse de perfil. No podía ver nada que la hiciera
atractiva, nada que la hiciera diferente. Y sin embargo, él le había dicho que era bella, algo
que ella no pensaba de sí misma y que nadie le había dicho nunca hasta entonces. Nunca.
Estaba inspeccionando sus facciones cuando vio en la superficie del espejo que la
cortina de la tienda se abría y que Emmett se deslizaba a su interior.
—¿Qué has descubierto? —le preguntó con palabras que apenas ocultaban la
excitación que sentía.
Bella lo ignoró, mirándose a sí misma en el espejo y procurando descubrir en su reflejo

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la belleza que Edward había visto en ella. Era lo único que le importaba.
—¿Bella? —la llamó de nuevo Emmett, arrugando la frente en señal de confusión y
despachándose luego con rabia—. ¿Te ha hecho daño? ¿Qué te ha hecho? Debería haberte
acompañado alguien durante el interrogatorio…
—Emmett —contestó Bella, medio ausente, volviendo su cara hacia el espejo—,
¿piensas que soy bella?
Un gesto de sorpresa apareció en su cara de niño, y durante un momento lo mantuvo
inmóvil. De pronto, no obstante, inclinó la cabeza hacia atrás y comenzó a reír con unas
carcajadas que brotaban de su garganta como si ésta fuera una fuente inagotable.
El rostro de Bella se ruborizó intensamente, y sus ojos pasaron del café de la inocencia
al café profundo del mar embravecido. Lentamente, y con la mandíbula rígida por el
incontrolable enfado, colocó el espejo a un lado y cerró la tapa del pesado cofre de madera.
Emmett interrumpió su risa cuando captó un destello asesino en los ojos de su
hermana.
—Lo siento mucho, Bella —dijo con cierto nerviosismo—. No era mi intención reírme
de ti. Es sólo que… bueno, es sólo que si hace un rato te hubiera sugerido que eres bella, me
habrías cortado la lengua.
Aún tenía la mandíbula rígida, tanto como la piedra, y lo que indicaba su actitud era
que nadie, absolutamente nadie, tenía derecho a reírse de ella.
—Por favor, Bella —dijo Emmett sinceramente—. Perdóname.
—Vete —le contestó su hermana dándole la espalda.
—¿Qué?
—Que te vayas antes de que diga algo de lo cual después me arrepienta —aclaró
secamente Bella.
Emmett la estudió durante algunos segundos y luego abandonó la tienda. Después de
que los pasos de su hermano se perdieran en la oscuridad, Bella se castigó a sí misma. «No
eres bella», se dijo. «Eres un guerrero, un caballero, y los caballeros no son bellos. Son
fuertes, curtidos, implacables. Yo nunca seré bella».
Y sin embargo, a los ojos de la más poderosa de todas las leyendas, a los ojos del más
osado caballero inglés, ella sí era bella.
El polvo de la verdad nunca mentía.

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Capítulo 5

El sol calentaba los hombros desnudos de Edward. Sus manos estaban atadas por
delante y le habían amarrado los pies, de un tobillo al otro, con una cuerda que pasaba por
debajo del caballo en el que iba montado. Nada de esto le molestaba, aunque habían estado
cabalgando desde primeras horas de la mañana. Su mente se encontraba absorta en la
persona que lo había capturado. No podía dejar de mirar cómo presidía, tan estirada, la
marcha del ejército. La rabia lo consumió. Podía sentir cómo las cuerdas que tenía alrededor
de las muñecas se le enterraban en la carne cuando apretaba las manos. ¡Era una desgracia
haber sido capturado por una mujer! Distraído con estos pensamientos, sin embargo, su
mente trataba de encontrar la manera de escapar, pero no podía quitarle los ojos de encima
a quien cabalgaba delante de sus tropas con tanta propiedad, con tan extraña gracia.
Si sus compañeros de la Jauría de los Lobos lo hubieran visto ahora, ¡cómo se hubieran
reído! ¡El gran Príncipe de las Tinieblas capturado por una mujer! ¡Increíble! El pensamiento
de que aquellos hombres pudieran burlarse de él lo hacía apretar los dientes. «¡Maldita
sea!», se dijo. «¿En qué estaba pensando? ¡Todos los sentidos de mi cuerpo me lo había
advertido, y sin embargo, ignoré los avisos que me hacían mis instintos!». Ella era tan
calmada, tan engañosa. ¿Cómo pudo burlar a sus centinelas? Volvió a apretar los dientes,
lleno de frustración. «¡Es suficiente!», pensó. «Ya todo ha terminado. Lo que debo hacer es
afrontar los hechos tal como son y esperar a que se presente alguna oportunidad. Tarde o
temprano se presentará, y cuando suceda, estaré listo para aprovecharla».
Ella ordenó que el ejército de detuviera y desmontó. Los ojos de él siguieron cada uno
de sus movimientos cuando se puso delante de un hombre que casi la doblaba en estatura y
comenzó a hablar con él. ¿Cómo era posible que aquellos hombres se dejaran dirigir por una
mujer?, se preguntó Edward, quien creyó ver que ella lo miraba antes de desaparecer tras
los árboles de un pequeño claro del bosque.
De pronto sintió un tirón en las cuerdas que tenía apretadas alrededor de los tobillos y
vio cómo dos hombres deshacían los nudos. Estaban bien armados, pero ninguno de ellos
llevaba el yelmo puesto. Podría escaparse, aunque con las manos atadas nunca hubiera
podido pelear con ellos.
Permitió que lo bajaran del caballo y cayó al suelo con un ruido sordo. Le ayudaron a
ponerse de pie y lo condujeron a empujones hacia delante. Las piernas le dolían después de
tanto tiempo de inmovilidad, y por poco tropieza en el camino. Se enderezó rápidamente
cuando oyó una risa contenida entre los hombres que lo iban siguiendo a sus espaldas. Se
preguntó adonde lo llevaban, pero otro empellón contestó por él la pregunta. Lo llevaban
hacia más allá del claro del bosque, y cuando pasó delante del ejército notó que los soldados
se volvían a mirarlo. Había ira y resentimiento en sus ojos, y Edward tuvo un momento de
satisfacción. «Deberían odiarme», pensó, «tanto como yo los odio a ellos».
Al terminar de recorrer el claro del bosque la vio en pie al lado de un árbol muy alto. Se
detuvo de inmediato, paralizado por el pensamiento de que ella lo había mandado llamar.
«¿Qué querrá de mí? ¿Volver a torturarme?», se preguntó.
Los soldados lo arrojaron a los pies de ella y lo obligaron a morder el polvo, haciéndole
sentir náuseas. Escupió, se puso de rodillas y se quitó la mugre de los ojos con las manos

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atadas.
Los soldados que lo vigilaban le pasaron una cuerda alrededor del cuello y le
entregaron el extremo opuesto a la jefa. Durante algunos segundos se inquietó ante la
perspectiva de que lo fueran a colgar de alguna rama, pero luego vio que ella aseguraba el
otro extremo de la cuerda a la base del árbol. ¿Pretendía humillarlo como a un perro?
Cuando terminó de atar la cuerda, les ordenó a los soldados que se marcharan.
Edward los siguió con la mirada, inspeccionó con gran curiosidad el claro del bosque y
se volvió hacia ella.
Estaban solos.
Su enemiga, su acompañante ahora, era muy valiente o, por el contrario, muy
estúpida, pero en todo caso había ocupado el centro de sus pensamientos desde el
momento mismo en que la vio por primera vez, atravesando la neblina que producía el
humo de las antorchas, como un ángel que de pronto sale de las nubes. Ella le dio la espalda
y Edward sintió una punzada de frustración: ¿cómo podía conocer sus intenciones si ni
siquiera podía distinguirle la cara?
Se puso de pie y, dando un paso hacia ella, murmuró muy suavemente:
—¿Crees que amarrándome a un árbol estarás a salvo, Ángel?
La notó rígida. El pelo de la muchacha acarició los nudillos de sus manos cuando, con
descaro, las colocó sobre sus frías cotas de malla.
—¿A salvo de qué? —dijo ella con la voz temblorosa, pero sin apartarse—. Tú eres mi
prisionero. ¿O es que lo has olvidado?
—Es cierto que estoy atado —murmuró Edward al levantar las manos para luego
dejarlas descansar alrededor del cuello de ella—, pero también es cierto que mis manos
están lejos de no poderse defender.
«Aprieta», se dijo a sí mismo.
Ella lo miró y Edward se sintió paralizado. Aquellos ojos, del color como el chocolate, lo
mantuvieron congelado en su sitio. ¿Se trataba de otro de sus trucos mágicos? Aquellos
labios, tan llenos y tan rojos como los pétalos más suaves de una rosa, lo extasiaban.
La mujer se movió, colocándose con facilidad fuera de su alcance. Edward se quedó
donde estaba, delante del árbol, absolutamente estupefacto. ¿Era ésta la mujer que lo había
capturado? ¡No podía ser! ¡Por la sangre de Cristo, si era un bocado delicioso! Incluso en
aquel indigno y extraño momento, sintió que un torrente de pasión lo recorría por dentro
como una corriente tormentosa.
Sacudió la cabeza. ¿Qué le había sucedido? ¡Le había puesto las manos alrededor del
cuello! ¡La hubiera podido estrangular ahí mismo! ¿Le habría hecho perder el juicio con esos
polvos mágicos que utilizaba? En vez de torturar a sus prisioneros como lo hacían los
auténticos caballeros, ¡ella se valía de pociones misteriosas y de otras artimañas propias de
las mujeres! ¡Cobarde!
La buscó con la mirada. Ahí estaba, contemplándolo con ese brillo de los ojos tan
cautivador y, sin embargo, amenazante. ¡Era tan pequeña! El hecho de que dirigiera un
ejército le parecía a Edward algo inconcebible.
Pero ella fue capaz de capturarte, le dijo, riéndose de él, una voz interior.
Bella se alejó haciendo un movimiento para que su pelo luminoso cayera en cascadas
sobre sus mejillas y luego le llegara hasta bien abajo de los hombros, brillando a la luz del sol
como una seda color café.
¡Una mujer!, pensó Edward. ¡No podía ser! Tenía que haber un hombre que la
ayudara.
—Se rumorea que los comandantes del ejército son tus amantes —aventuró, medio

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afirmando, medio preguntando.
Unos ojos furiosos le devolvieron la mirada.
—No necesito que me ayuden a comandar mi ejército —respondió, captando el
sentido oculto del comentario del prisionero.
«¡Miente!», se dijo con el ceño fruncido. «Ninguna mujer hubiera sido capaz de
capturarme sin la ayuda de un hombre». Se encogió de hombros ante el profundo
sentimiento que nació dentro de él y que le revelaba que ella estaba diciendo la verdad.
Aguzó la vista, tratando de apreciar en sus debidas dimensiones a la mujer real que tenía
delante de sus ojos, pero mientras la estudiaba con toda la atención del caso notó que su
frente se arrugaba y que sus labios se apretaban, sólo para resaltar su deslumbrante belleza.
Maldijo su suerte.
Sin previo aviso, y con una rapidez inusitada, ella se agachó a recoger un frasco que
yacía en el suelo.
—Debes de estar sediento —murmuró con la voz alterada por una furia contenida.
Edward no respondió. El frasco, ¿no contendría alguna pócima, quizás algún veneno?
Ella se le aproximó, balanceando ligeramente las caderas. Se detuvo delante de él y le
ofreció el frasco. El hombre lo miró durante un rato largo y, luego, dirigió sus ojos hacia ella
y notó que en sus labios comenzaba a dibujarse una sonrisa. ¡Lo sabía! Sabía que él
desconfiaba.
Bella abrió el frasco y se lo llevó a la boca, y Edward no pudo dejar de observar los
delicados movimientos que hacía su garganta al beber. Cuando sació su sed se lo ofreció de
nuevo. El pensamiento de que sus labios tocaran lo que momentos antes habían tocado los
de ella atemperó la rabia y el deseo del caballero cautivo. La hubiera podido tomar entre sus
brazos y besarla con toda la pasión y toda la frustración que sentía fluir por sus venas, pero
lo que hizo fue recibir el frasco, llevárselo a los labios y beber un vino que le supo a gloria. El
maravilloso líquido rodó por su garganta, refrescándole, y mientras se alegraba de poder
tomarlo sintió que su rabia, de alguna manera, lo abandonaba. Tenía sed, mucha sed, y
cuando bajó el frasco y miró al Ángel de la Muerte, comprendió que su sed se había
calmado, pero que su hambre seguía viva.
Ella le dio la espalda y se agachó. Edward la siguió con los ojos en todos y cada uno de
sus movimientos, observando cómo la cota de malla le ceñía la figura y cómo sus manos
delicadas recogían una hogaza de pan para ofrecérsela.
Miró el pan con cierta cautela. Ella lo partió por la mitad y le ofreció un pedazo, que
Edward aceptó de buena gana.
—¿No tienes a nadie más para atenderme? —preguntó con fingida inocencia.
Una sonrisa asomó a su cara, relajando el ambiente y acabando con la tensión y la
solemnidad del momento; Edward sintió que su espíritu, o quizás la pasión, se elevaba por
encima de su voluntad.
—¿No harías tú lo mismo si yo fuese tu prisionera? —preguntó.
«Claro. Haría lo mismo, aunque de una manera totalmente diferente», pensó él.
Mordió el pedazo de pan.
La joven pareció azorarse durante un momento y dejó de mirarle, lo que le indicó a
Edward que estaba muy confusa. La única imagen que una y otra vez se le venía a la cabeza
era la estampa de su blanca y deliciosa garganta femenina en el momento de beber el vino.
Se sentía ridículo. No podía creer que una mujer tan frágil mandara el ejército francés que
había derrotado a sus tropas y lo había hecho prisionero. La mayor parte de las mujeres que
había conocido en su vida se sentían intimidadas ante su presencia. Ésta, sin embargo, no.
—¿No me tienes miedo? —le preguntó Edward.

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Bella le devolvió la mirada.
—Un caballero nunca siente miedo —contestó.
Él se le acercó aún más. Notó, divertido, que se sonrojaba, y cuando pudo penetrar en
las profundidades de sus ojos cafés susurró:
—Pero tú, además de un caballero, también eres una mujer.
—Soy una mujer, no obstante, que no conoce el miedo —replicó con insolencia.
—Algún día lo conocerás —murmuró Edward, sonriente, mientras desgarraba el pan
con los dientes.
—Supongo que en cuestión de miedos tienes muchas cosas que enseñarme —infirió
ella.
—Así es.
—Entonces enséñame —contestó con un brusco movimiento de sus hombros que hizo
que varios mechones de su cabellera cayeran a la altura de sus senos—. No tardarás en ver
que soy una pésima estudiante.
Edward le tomó el pelo con la yema de los dedos y lo acarició hacia un lado y otro,
estudiándolo con delicada atención. Se sentía fascinado por su suavidad, una suavidad que
jamás hubiera esperado encontrar en el pelo de un guerrero.
—¿Es ésta tu manera de hacer las cosas? —preguntó ella de pronto—. ¿Intimidas
siempre a la gente?
Sorprendido, Edward levantó los ojos.
—No sabía que te estuviera intimidando.
Ella retiró el pelo de sus manos.
—Parecías devorarme con la mirada.
La sonrisa que apareció en los labios de Edward se asemejaba al feroz gesto de los
lobos.
—La idea no me atrae.
Bella pareció primero sorprendida y luego furiosa. Sus mejillas adquirieron la tonalidad
del rojo profundo, y Edward comprendió, no sin cierto desasosiego, que la pasión había
vuelto a florecer en sus entrañas.
—Aunque seas francesa —remachó.
Las mejillas de la dama se tornaron aún más rojas, sus labios se volvieron aún más
delgados y sus ojos cafés comenzaron a brillar con una fuerza incandescente.
—¿Tan poco atractivas encuentras a las mujeres francesas? —preguntó.
Él se encogió de hombros, contestando la verdad.
—En general, sí.
—Pero yo he escuchado lo contrario. Lo que me dicen es que en todas partes te
apoderas de las hembras, sean ellas inglesas o francesas… bovinas o porcinas.
Él hizo rechinar los dientes. Las palabras de ella eran verdaderos dardos envenenados.
Si no tuviera las manos atadas, pensó, no se atrevería a pronunciar esas palabras, y mucho
menos delante del Príncipe de las Tinieblas.
—Desátame —le ordenó.
—Tratas a todas las mujeres como si ellas fueran tus sirvientas —le dijo delante de sus
propias narices—. Pues bien, lord Cullen, aún tienes mucho que aprender, y yo estaré
contenta de enseñarte. Por ahora, sin embargo, no eres mi alumno, sino mi esclavo.
La ira de Edward se desató por completo. Si tuviera otra oportunidad… Si pudiera
escapar… Si no la hubiera subestimado hasta el extremo en que la había subestimado…
De repente, no obstante, la tenía delante de él, agarrándole la cara con una mano y
obligándole a bajar el mentón. Desconcertado, agachó la cabeza y sintió cómo los labios de

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ella se unían a los suyos, con ansiedad contenida, y le robaban por las bravas un beso.
Edward se quedó tan sorprendido que al principio fue incapaz de reaccionar, aunque
enseguida sintió cómo se ponía en tensión cada nervio de su cuerpo.
Los senos de Bella subían y bajaban al ritmo de su respiración, mientras sus grandes
ojos lo miraban extasiados y, de pronto, al notar que él se le acercaba todavía más, quizás
con la intención de devolverle el beso, dio un paso atrás y le volvió la espalda.
Una inquietante sensación de rabia lo invadió por todas partes. Se maldijo a sí mismo
por la instantánea respuesta que sus labios le habían dado a los suyos, por ese incontrolable
acceso de placer que había encendido todo su cuerpo en un instante. Se maldijo mil veces.
¿A qué estaba jugando esa mujer? ¿El beso que había estampado en su boca era el comienzo
de las lecciones que le había prometido? Si lo era, él tenía poco que enseñarle. Ella debía
saberlo todo, pues… ¡qué manera de besar la de esa odiosa dama!
—¡Guardia! —gritó entonces Bella.
Edward se puso alerta al ver que varios hombres armados se le acercaban desde el
claro del bosque y lo miraban con ojos acusadores.
—Continuamos nuestra marcha—les dijo—. Vuélvanlo a subir a su caballo.
Cuando Edward abrió la boca para hablar, se dio cuenta de que ella se alejaba por el
claro del bosque. Cerró los labios despacio y descubrió que le estaban rechinando los
dientes. Se miró las manos atadas. El pan se había deshecho en migajas, y las migajas caían
por sus dedos al suelo.

Ya ven se han intercambiado los papeles y ahora Edward es el prisionero

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Capítulo 6

—Debimos detenernos hace tiempo ya para pasar la noche —dijo Emmett a espaldas
de Bella. La mente de Bella se negó a concentrarse en sus palabras. Vio cómo el sol se
ocultaba tras la línea del horizonte, manchando el cielo con un trazo de sangre roja, y
aunque una voz dentro de ella le decía que Emmett tenía razón, estaba preocupada y, más
que preocupada, asustada por los sueños que la noche traería consigo: sueños relacionados
con unos labios cálidos y una cara oscura con los ojos del color de las sombras más
profundas. Él estaría ahí, en sus fantasías, haciéndole señas para que se acercara.
Clavó las espuelas a su caballo. «¿Por qué lo hice?», se preguntó, viendo cómo los
nudillos de sus manos se volvían blancos a causa de la fuerza con que sostenía las riendas.
«¿Por qué lo besé? ¿Fue para demostrarle que no era más que uno de mis muchos
prisioneros?». Incluso mientras lo pensaba, Bella sabía que no era cierto. Había querido
besarlo desde la primera vez que lo vio, atado y hermoso, en la tienda.
Incluso ahora, después de las interminables horas que habían transcurrido, no podía
concentrarse. Él ocupaba su mente y dominaba sus pensamientos. «¡Es el enemigo!», se
dijo, y en ese momento tiró de las riendas del caballo y permitió que la montura de Emmett,
que la miraba con los ojos muy abiertos, la sobrepasara. Jacob venía junto a su hermano,
mirándola también con inquietud, y detrás marchaban los demás caballeros, cansados ya de
la larga cabalgata que los acercaba cada vez más al castillo de los De Swan y que los hacía
refunfuñar constantemente. Bella no les prestó atención, ya que sus ojos buscaban la
columna de hombres que custodiaban al prisionero.
Lo encontró inmediatamente. Su alto torso se erguía, muy derecho, sobre el caballo, y
como tenía el sol a sus espaldas, los hombros habían adquirido un encantador color rojizo.
Sus manos estaban amarradas, al igual que los tobillos, asegurados con una cuerda por
debajo del vientre del caballo, y pese a ello los guardias se mantenían a prudente distancia.
—Ciertamente no pareces el Príncipe de las Tinieblas —oyó Bella que le decía uno de
los guardias.
—Es que los ingleses le dan un título nobiliario a cualquier mendigo que encuentren en
la calle —se mofó el que marchaba al lado.
—¿Dónde están tus cuernos?
—¿Y dónde está tu fuerza legendaria?
—Si esto es lo mejor que tiene Inglaterra para hacernos frente, entonces no debemos
preocuparnos por nada, ¿no crees?
—Vamos, vamos… —añadió otro de los guardias—. Muéstranos lo fuerte que es
Inglaterra.
La cabeza de Edward permaneció inclinada y con los párpados caídos, como si
estuviera descansando, pero Bella vio cómo sus hombros se contraían y después se
relajaban. Cuando el hombre giró un poco la cabeza vio que tenía la mandíbula apretada.
—Fuerza no tiene —comentó un tercero—, y eso es así hasta el punto de que me
atrevería a decir que mi mujer sería capaz de ponerlo de rodillas.
—Y seguro que le gustaría —dijo entre carcajadas el primero.
El segundo guardia le enterró al chistoso un puño en las costillas.

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—¿Crees que nos entiende? —preguntó otro—. A lo mejor no habla francés.
—Pero lo entiende —dijo Bella, conduciendo a su caballo al lado del de Edward—.
Mírenle los ojos y vean cómo brillan de odio. Todos los fuegos del infierno están encerrados
en su cuerpo.
—Y arden sólo para ti, Ángel —repuso Edward en inglés, dirigiendo sus ojos hacia ella.
Bella se sintió arrastrada por el calor de su mirada. Su corazón se aceleró y las llamas
del deseo comenzaron a quemarle la columna vertebral, hacia arriba y hacia abajo,
dejándola débil y, por supuesto, vulnerable. No podía quitarle la vista de encima, y cuando
los caballos aceleraron su marcha, ansiosos de llegar a casa, pudo apreciar la fortaleza de sus
piernas. Bella sintió, a lo largo y ancho de todo su cuerpo, un estremecimiento
inconfundible.
—¿Has venido a torturarme con tus besos? —le preguntó con la voz ronca.
Bella no pudo dejar de admirar cómo sus labios acariciaban cada palabra que
pronunciaba, y acordándose del beso que se había atrevido a darle, cayó en la cuenta de que
un ligero hormigueo le alteraba los nervios. Finalmente retiró la mirada de sus labios, y al
hacerlo se pasó la lengua por los suyos. La suave risa de Edward llegó a sus oídos, y ella
enderezó los hombros.
—Es evidente que tu leyenda te precede —exclamó Bella para cambiar de tema.
Edward no respondió, y Bella elevó sus ojos hacia él, viendo cómo se arrugaba su
frente con evidente confusión.
—Rendirás cuentas a mucha gente —añadió Bella—, y pagarás por los pecados de tu
rey.
—Lo haré gustosamente —respondió Edward al tiempo que apretaba la mandíbula.
Bella lo volvió a mirar, sorprendiéndose por la sensación de pesar que oprimía su
pecho. Lo arrojarían a un calabozo y pondrían su cabeza en la tabla del verdugo. Contra toda
lógica, Bella deseó…
Pero no tenía derecho a desear nada en lo que a él se refería. Su prisionero había
asesinado a muchos de sus hombres, había saqueado las ciudades francesas y, sin embargo,
tenía unos ojos misteriosamente extraños…
Bajó de nuevo la mirada.
—Es posible que el corazón del Ángel de la Muerte no esté hecho de hielo, como
cuentan las historias —se aventuró a decir Edward.
Bella reprimió las emociones que sobresaltaban su corazón.
—Te equivocas.
—¿Estás segura? —el prisionero sonrió con suavidad.
Bella lo miró de nuevo. Era un error, lo supo de inmediato. Él le devolvió la mirada con
las comisuras de los labios curvadas en una amable sonrisa, y ella sintió que un hormigueo
cálido recorría otra vez su columna vertebral y que el fuego del deseo se instalaba como un
descarado huésped en su bajo vientre. Quería tocarlo. Sentía una urgencia abrumadora de
pasar los dedos por el salvaje pelo cobrizo de su cabellera y se alteró al darse cuenta de que
estaba a punto de hacerlo. Se contuvo rápidamente, no obstante, consciente de los impulsos
que la desgarraban por dentro. Tenía que escapar de los inconfundibles temblores que le
acariciaban el cuerpo. «¡No estoy haciendo bien las cosas!», pensó, y espoleó al caballo para
regresar al sitio que le correspondía, al frente de su ejército, deseando ardientemente
librarse de las emociones que suscitaba en ella el Príncipe de las Tinieblas.

* * *

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—Eres bella —le susurraba Edward al oído, rozándole la nuca. Sus fuertes manos le
acariciaban la espalda, con la suavidad de las plumas, antes de rendirla con un estrecho y
volcánico abrazo. Sus cálidos labios viajaban delicadamente por su cuello, buscaban la línea
tenue de su mentón y se depositaban en su boca. Sus besos sabían a…
Un sueño, o quizás una pesadilla. Bella abrió los ojos a la solitaria oscuridad que la
rodeaba. El colchón donde yacía estaba frío, y los sonidos de la noche llegaron a su tienda:
lanzas que chocaban las unas con las otras, palabras murmuradas, hombres que afilaban sus
armas, ruidos familiares a los que no prestó atención.
Su mente ardía con el recuerdo del beso, pero los sentimientos de culpa aún
ensombrecían su corazón. En la oscuridad de su propia tienda dejó que sus pensamientos
volaran libremente, y volaron hacia Edward, hacia el Edward de sus fantasías, hacia el
hombre del tacto gentil, de las palabras suaves y de la tierna sonrisa.
Bella no entendía qué era lo que la atraía irresistiblemente hacia aquel hombre, ni por
qué no podía quitarse de la cabeza la imagen de su cuerpo. No quería pensar en él, pero
cuando lo hacía surgían dentro de ella innumerables imágenes deliciosamente placenteras.
De pronto se abrió la cortina de su tienda y el roce de la lona la sacó de sus
ensoñaciones. De inmediato se inclinó sobre la estera donde había dormido, y sus manos
buscaron instintivamente la espada.
—Bella —oyó que la llamaba una voz familiar.
—Jacob —contestó, y apartó su mano del puño de la espada, sentándose, ya más
tranquila, en la cama.
—Ordené que dos hombres se adelantaran para anunciar nuestra llegada al Castillo de
los De Swan —le informó Jacob.
—Bien —comentó Bella distraída. Su camisón rozó su piel con suavidad cuando
encogió las rodillas y se abrazó las piernas dobladas—. A nuestro padre le encantará conocer
la noticia de que estás a punto de llegar a casa.
Su hermano se paró por un momento al lado de la estera que hacía las veces de
colchón. Aunque ella alcanzó a distinguir un resplandor de luz en las cotas de malla que
llevaba puestas, no podía ver la expresión de su rostro. Sabía que la estaba estudiando con
detenimiento, y por ello, porque no quería revelar sus pensamientos traidores acerca del
prisionero, pensamientos que hasta hace poco le habían parecido peligrosamente
maravillosos, se alegró de que la oscuridad aún fuera capaz de protegerla.
—No es justo —dijo él.
Bella lo miró confundida.
—A nuestro padre —aclaró— le encantará verte a ti también.
—Tal vez —respondió con un gesto dubitativo—. Al fin y al cabo, le traigo al Príncipe
de las Tinieblas.
—A nuestro padre siempre le ha encantado verte.
—Pero no me toma en serio. Es a vosotros dos a quienes considera verdaderos
caballeros.
—Lo único que nuestro padre ha querido siempre, Bella, es que seas feliz.
—Nuestro padre quería que fuera como Ángela. Cada vez que regreso a casa al frente
de este gran ejército, me pregunta por la corte y por las modas imperantes en los círculos de
la nobleza. ¡Como si yo las conociera o me interesara por ellas!
—Nuestro padre quiere lo mejor para ti.
—Nuestro padre quiere que yo sea una dama. Nunca me ha visto como un soldado.
Alguna vez pensé que cuando me convirtiera en caballero de este ejército me miraría como
os mira a ti y a Emmett. Pero no. Nunca me ha mirado así.

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—Por eso querías capturar a toda costa al Príncipe de las Tinieblas, ¿verdad? Buscas su
admiración. Como cuando arremetiste contra el castillo de los Burgh.
—Esta vez será diferente —continuó diciendo ella, ignorando por completo la
presencia de Jacob—. Nuestro padre se dará cuenta de que yo también soy caballero de su
ejército y de que fui yo quien capturó al Príncipe de las Tinieblas —añadió con una mezcla de
orgullo por haberlo capturado y, al mismo tiempo, de inquietud por los perturbadores
sentimientos que en su alma despertaba el prisionero.
Jacob se arrodilló delante de ella.
—Bella… —le dijo con preocupación en la voz.
Su hermana no le respondió. No podía responderle. Hubiera debido sentirse jubilosa
ante la perspectiva de arrojar al Príncipe de las Tinieblas a los pies de su padre, pero de
repente sintió una especie de desasosiego y de temor por un inminente desastre. Recogió
las manos sobre su regazo.
Jacob estaba tan quieto que no oía ni su respiración.
A Bella no le agradaba sentir sobre ella la mirada intensa y escrutadora de su hermano.
Se levantó de la cama de campaña y pasó a su lado restregándose el pelo con los dedos,
como un tigre atormentado
—¿Quieres saber la verdad? ¡Por Dios, Señor! ¡A veces creo que estoy perdiendo la
razón, pero sencilla y llanamente no puedo dejar de pensar en él, hasta el punto de que en
ocasiones pienso que soy yo su prisionera, y no al revés!
—No tienes que preocuparte por tus sentimientos —insinuó Jacob—. Cuando
lleguemos al castillo de los De Swan, nuestro padre lo encerrará en las mazmorras.
—¡Nadie le pondrá la mano encima, excepto yo! —exclamó Bella con una ardiente
determinación, y cuando sus palabras salieron de su boca se sintió sorprendida al
comprender que la necesidad de proteger a Edward se había convertido en una especie de
segunda naturaleza.
—¡Entonces hazlo! —ordenó entre dientes Jacob.
Bella se volvió a mirarlo, confundida, y trató de distinguir sus rasgos en la oscuridad.
—No te entiendo —le aseguró—. ¿Qué debo hacer?
—Tómalo como tu amante.
—¿Cómo? —cuestionó Bella—. ¡Es nuestro enemigo!
—Es un hombre.
—¡Jamás pensaría en traicionar a nuestro país acostándome con el Príncipe de las
Tinieblas!
—Una noche de pasión no constituye una traición al país.
—¡No lo haré!
Jacob se quedó mirándola olímpicamente, como uno de aquellos dioses de la
Antigüedad que impartían justicia a diestro y siniestro.
—Sácatelo de la mente —le dijo—. Te está nublando el juicio.
Tomar como amante al Príncipe de las Tinieblas… ¡Qué ocurrencia! El simple
pensamiento la horrorizaba, y sin embargo, notaba en su estómago un extraño tintineo de
excitación cuando se imaginaba que sus labios la besaban y que sus manos acariciaban su
piel desnuda. Las palabras de Jacob alteraron su ánimo y su cuerpo como una piedra al caer
en un estanque tranquilo.
—Te daré el mismo consejo que le daría a cualquier otro guerrero —advirtió Jacob—:
creo que, en tu estado actual, serías un comandante poco eficiente y, además, un blanco
fácil de alcanzar —y se incorporó para salir de la tienda.
—Jacob —Bella lo detuvo con gentileza—. ¿Es así cómo los hombres apresan a las

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mujeres?
Jacob sonrió.
—No bajo tu mando —le dijo—, pero en otros ejércitos es así. Los hombres toman
prisioneras a las mujeres de las aldeas, y casi siempre con el mismo propósito.
—¿Y tú crees que Edward estaría dispuesto? —preguntó al sentir una oleada de deseo
que recorría todo su cuerpo.
—Nunca he conocido a un hombre que rechace a una mujer.
—¿Y qué consejo adicional le darías, no a tu jefe, sino a tu hermana?
—Hace cinco años le aconsejé a mi hermana que se quedara en casa… —le
respondió—. Te lo traeré enseguida.
—¡No, espera! —suplicó Bella, pero su hermano ya había salido. Ella retiró su mirada
de la entrada de la tienda y comenzó a caminar nerviosamente de un lado para otro. «No me
traerá a Edward», pensó. «¿Cómo se atreve a burlarse de mí? Pues bien, tomaré a Edward
como amante sólo para fastidiarlo».
Continuó caminando como una fiera enjaulada, a la espera de que algo ocurriera.
Sentía nudos dentro del estómago y las rodillas le temblaban. Apretó las manos sobre los
codos, se abrazó, tratando de protegerse del frío, y cuando pasaron varios minutos y Jacob
no regresó, se sentó sobre el camastro donde había dormido. «Jacob no será capaz de
traérmelo», se dijo en un acceso de desilusión. Él no permitiría que su hermana fuese
violada, pero para un guerrero como ella, no se trataría de una violación sino de un
desahogo. O en todo caso la violadora sería ella.
¿Por qué todo resultaba mucho más sencillo para un hombre?
Bella esperó unos minutos más, y al ver que nadie aparecía en su tienda, se recostó
sobre la estera. Comprendió que se llenaba de una inexplicable sensación de vacío, y cerró
los ojos.
Él no iría.

Será capaz Bella de tomar como amante a Edward

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Capítulo 7

El ruido de unos pasos ligeros la despertó. Bella se enderezó para enfrentarse al


intruso y al instante supo quién era la sombra que se recortaba en la oscuridad. Se inclinó
sobre una mesa pequeña que había al lado del camastro para encender una vela y lo miró.
La luz temblorosa de la llama se deslizó sobre sus músculos como si fuera oro líquido. ¡Era
tan poderoso, y tan endiabladamente guapo! Las cuerdas le atenazaban las manos por
detrás de la espalda, pero él no parecía molesto al dirigirle la mirada penetrante de sus ojos
verdes.
—¿Solicitaste mi presencia? —preguntó con frialdad.
Bella sacó las piernas de debajo de las mantas y se puso de pie. Sabía que no debía
sentir por él lo que sentía, pero no pudo negarse a dar un paso en dirección al hombre
deseado.
Los ojos del prisionero recorrieron atrevidamente todo su cuerpo. La luz de la vela
hacía de su camisón una prenda virtualmente transparente, permitiéndole contemplar todas
sus curvas. Ella vio que su respiración se detenía y avanzó hacia él un paso más, y luego otro,
hasta que quedó frente a él, muy cerca. ¡Cómo quería que la tocara! El fantasma de una
sonrisa pasó por sus labios ante la ironía de la situación. Finalmente había encontrado a un
hombre cuyas caricias anhelaba, pero ese hombre era su enemigo. Cuando levantó la mirada
y la clavó sobre sus ojos verdes, notó un gesto de irritación y de confusión en él. Deseaba
que se sintiera seguro. Alzó una mano para palparle la herida que ella le había hecho en la
mejilla, pero Edward se retiró de inmediato.
—No te haré daño —susurró, dándose cuenta de lo absurdas que sonaban tales
palabras en cuanto salieron de sus labios. La cicatriz que atravesaba su mejilla era la prueba
permanente del dolor que ella le había causado. Retiró la mano y dio un paso atrás.
—¿Qué quieres de mí? —preguntó Edward—. ¿Para qué me has citado en tu tienda?
Ella desvió la mirada y se acercó al camastro donde había dormido.
—Eres un hombre muy atractivo —aseguró.
—¿Y por eso me mandaste llamar? —le contestó con un tono claramente receloso.
Tal vez era ridículo, pensó Bella. Los hombres no parecían tener problemas para
apoderarse de lo que querían o de quien querían. «A lo mejor estoy complicando más las
cosas de lo que debiera», pensó, y enderezando los hombros se volvió a acercar a él.
—En cierto modo, sí —le contestó, viendo cómo arrugaba la frente.
«No le tengo miedo», se dijo a sí misma, y se le acercó todavía más. «Él es mi
prisionero».
—No te diré absolutamente nada —gruñó él—. Aunque me hagas beber otra vez tus
venenos.
—No quiero saber nada más —respondió ella, tocando su brazo con la yema de los
dedos y maravillándose de nuevo ante la fuerza y la elegancia de sus músculos. Él apretó el
puño y ella sintió que sus tendones se contraían al contacto con sus manos. El poder
explosivo que se movía bajo las yemas de sus dedos la asombró y, con el corazón latiéndole
desbocadamente, continuó viajando por la parte superior de su brazo hasta llegar a su
pecho.

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—¿Qué crees que estás haciendo, mujer? —le preguntó en un francés sin acento.
—Tu presencia ha sido una… ha sido una alteración para mí, un problema que quiero
resolver enseguida.
Alzó la vista y se encontró con aquellos ojos verdes que la contemplaban desde arriba.
La cabellera cobriza le caía sobre sus poderosos hombros, y ella levantó la mano para tocar
su gruesa cota de malla.
Edward se echó hacia atrás instantáneamente, intentando ver de reojo si en las yemas
de sus dedos tenía adherido el temible polvo blanco.
Bella le acarició el pelo con delicadeza, inclinándose cada vez más sobre su fuerte
pecho.
—¿Te asusta que te toque? —le susurró con un suspiro suave.
Los ojos verdes de Edward le examinaron las facciones de la cara, pero Bella no pudo
leer sus pensamientos. Su enigmática mirada se depositó en su cuello y luego bajó hasta las
profundidades de sus senos, que ya rozaban su pecho. Ella sintió un ligero temblor, como si
él los hubiera acariciado, y luego escuchó la respuesta:
—Aborrezco que me toques —replicó.
—Pero tu cuerpo te traiciona.
—¡Apártate de mí, bruja! —gruñó.
Bella nunca había recibido órdenes de buena gana, y mucho menos cuando provenían
de uno de sus prisioneros. Se puso de puntillas y presionó sus labios contra los del caballero.
Al principio le parecieron tan insensibles como un muro de piedra, pero de pronto se
abrieron y a través de ellos comenzó a fluir esa pasión cálida que había tratado de esconder
y que ahora quedaba liberada. La lengua se deslizó en su boca, explorando todas sus
cavidades, y sus manos se hundieron en sus caderas. Luego, con un gemido, volvió la cabeza
y apartó sus labios.
—No te olvides de quién es el prisionero —le dijo ella, que no podía resistir el impulso
febril de tocar con sus manos los contornos de su ancho pecho, una obra perfecta,
semejante a una escultura labrada en el más puro de todos los mármoles, sin una sola veta
defectuosa. Como si estuviera moldeando el cuerpo con sus propias manos, acarició con
ellas la curva del torso y continuó descendiendo hacia sus piernas, donde se topó con el
borde de los pantalones. Se preguntó si las partes que cubrían serían tan perfectas como su
pecho desnudo. Quería palpar y ver el resto, no sin antes haberse maravillado ante los
exquisitos detalles de sus músculos en flor. Pero no podía hacerlo. Apartó de inmediato las
manos.
—¿Asustada? —le preguntó el prisionero con ironía.
El desafío era suficiente. Sus manos se movieron alrededor de la apertura de los
pantalones, tratando de desatarlos, pero de pronto se contuvo y se apartó otra vez de él.
Temblaba de la cabeza a los pies y sabía que no era a causa de la rabia. Elevó los ojos hacia
las alturas en busca de un consejo, de una guía, de algo, ¡de cualquier cosa!
Edward se le acercó y la volvió a tocar con los ojos encendidos.
—Desátame —le suplicó.
Como si estuviera bajo los efectos de un extraño embrujo, ella obedeció. Se dejó caer
sobre los músculos de su pecho, le pasó las manos por la espalda y le quitó las cuerdas con
que los guardias le habían atado las muñecas. Las ligaduras cayeron al suelo,
amontonándose alrededor de sus pies, y Bella notó el cambio de inmediato. Sus hombros se
enderezaron, en señal de confianza, y sus ojos brillaron de ansiedad. Una de las manos del
caballero serpenteó por su nuca y la otra fue a explorar sus senos, al tiempo que las caderas
de ambos se entrelazaban. Bella se quedó sin respiración al sentir el aliento de él sobre sus

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mejillas.
—¿Es ésta la cura que estabas buscando? —le preguntó a Edward con una voz
profunda.
Bella sintió que su cuerpo respondía al duro contacto muscular que la presionaba tan
íntimamente, y sin embargo, la furia animal que adivinó en los ojos del hombre la paralizó.
Se juró a sí misma que había visto en ellos, cuando él descendía hasta sus senos, que se
erguían y vibraban bajo el camisón al ritmo de su respiración acelerada, el fuego del infierno.
Levantó una mano temblorosa y la depositó sobre su ancho pecho desnudo. Una hoguera se
encendió en su sexo cuando él volvió a acariciarle las caderas, y echando la cabeza hacia
atrás abrió los labios y lo invitó a besarla de forma plena, larga y profunda.
Edward contempló sus labios húmedos y se movió con premeditada lentitud hacia
ellos, pero cuando ya estaba a punto de tocarlos se detuvo abruptamente, emitiendo un
suspiro feroz. Le colocó una mano alrededor de la garganta, haciéndola temblar de miedo y
de deseo, y con el dedo índice le acarició un lado de la nuca. Ella vio que su dura mirada
comenzaba a suavizarse y percibió una calidez tan íntima en los rasgos de su cara que quiso
arrojarse entre sus brazos. Luego, sin advertencia previa, él se puso rígido y sus ojos
volvieron a llenarse de rabia. Tiró del cuello de su camisón y lo hizo pedazos.
Sorprendida, Bella trató de apartarse de él, pero sus manos la aferraban firmemente y
sin vacilaciones. Creyó ver una sombra de satisfacción en su cara, y comprendió que se había
equivocado: los ojos del prisionero no brillaban de lujuria, sino de deseo de venganza.
Y sin embargo, la mirada masculina recorrió su cuerpo y una de sus manos le apretó
los senos, cuyos pezones erectos parecían más firmes que nunca. La acercó hacia él todavía
más, presionándole la base de la espalda con la otra mano, y luego le besó los senos con la
urgencia de un hambriento.
Bella se arqueó hacia él. Puñaladas de placer le herían el vientre, añadiendo
combustible a un fuego que ya se había encendido. Sentía sensaciones que nunca había
sentido antes, y quería sentir más. Deseaba que él colmara todos los deseos de su corazón, y
sabía que antes de que terminara la noche le susurraría su nombre al oído. Lo rodeó con sus
brazos, se abrazó a su pecho y enterró la cara en su cobriza cabellera.
—Edward —murmuró.
Edward dejó que su mano llegara aún más abajo, hasta posarse en la redondez de las
nalgas, y cuando ella suspiró hundió sus dedos entre los pliegues de su feminidad. Con
gentileza, le mordió los pezones e introdujo un dedo en la vagina.
Espirales de éxtasis pasaron volando por su mente al empezar a mover las caderas al
ritmo de su mano. ¡Jamás se había imaginado que pudiera existir un placer semejante!
Edward la agarró del pelo y la obligó a doblar la cabeza hacia atrás. Qué fácil sería para
él hundir los dientes en la carne blanca y cremosa de su cuello hasta matarla, pero qué
delicias tan indescriptibles sintió cuando sus labios rozaron su piel y mordisquearon el
delicado cuello de la francesa.
Bella se perdió, se entregó por completo a un mundo en el que sólo existía Edward,
cuyos dedos expertos enviaban oleadas de éxtasis a través de todo su cuerpo.
La dejó caer al suelo cubierto de alfombras y se arrodilló entre sus piernas.
Cuando la cubrió con su cuerpo, Bella no pudo dejar de pensar en la imagen de un lobo
al acecho. Sintió que algo le rozaba los muslos y miró hacia ellos. El tamaño de su
masculinidad la dejó asombrada —¡seguramente la partiría en dos!—, y de repente sintió
que los nervios le fallaban y trató de esquivar su arremetida erótica.
—Esto te curará todos tus males, Ángel —le dijo él con amargura, mientras miraba su
miembro viril, que latía de lujuria, y luego lo tomaba con la mano y lo dirigía como un

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proyectil hacia ella.
Bella cerró los ojos, preparándose para lo peor, y dobló su cuerpo ante la embestida.
—Abre los ojos —ordenó él.
Ella los mantuvo cerrados.
—¡Mírame!
Sin saber muy bien qué hacer, Bella abrió los ojos y vio la infinita negrura del odio
reflejada en sus ojos. La penetró con enorme dureza. Sólo años de disciplina militar le
impidieron gritar en su agonía. Se agarró firmemente de sus hombros, confiando en que eso
fuera todo lo que significaba «penetrar» a alguien, y esperó que él no se moviera.
Pero comenzó a moverse suavemente hacia delante y hacia atrás, hacia delante y hacia
atrás, hacia delante y hacia atrás.
Se mantuvo rígida ante su asalto, y con cada movimiento de su miembro, sus fantasías
se convertían en cenizas. El dolor le llenó los ojos de lágrimas, pero desde el principio supo
que nunca las derramaría. Se mordió los nudillos de una mano para no ponerse a llorar, y
con la otra trató de apartarlo. ¡Eso no podía ser así!
Bella sintió que su cuerpo se volvía cada vez más rígido y oyó que él gruñía hasta
quedar completamente quieto encima de ella. Experimentó una especie de respiro y por
primera vez desde que él la había penetrado pudo relajarse. Le acarició los hombros
delicadamente, esperando que él hiciera lo mismo con los suyos. ¡Había sido tan brutal! Para
olvidar la dureza de su comportamiento necesitaba que él le susurrara una palabra tierna y
que pronunciara su nombre en medio de un suspiro.
Él le apartó las manos de su pecho y le acercó la cara al oído.
Ella supo que ahora lo diría, que ahora le susurraría su nombre suavemente.
—¡Mujerzuela! —le dijo, sin embargo, con desprecio.
Los últimos vestigios de su fantasía se rompieron en pedazos y quedó anonadada y
herida. Afrontó su mirada, sintiéndose totalmente vulnerable por primera vez en su vida, y
buscó en los duros ojos de Edward alguna explicación.
La decepción llenó la expresión de su cara cuando vio lo que estaba escrito en el rostro
de él.
Edward se incorporó y comenzó a vestirse.
Ella cubrió su desnudez con una piel de oveja que había encima del camastro y esperó
a que él saliera de la tienda. Luego apagó la vela, tan rápido como le fue posible, y se ocultó
en la oscuridad.

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Capítulo 8

—¡Maldita sea! —murmuró Edward al abrir la cortina de la tienda con toda la rabia
que estremecía su cuerpo—. ¡No puedo matarla! Aunque sabía que me estaba usando como
a un perro cualquiera para saciar su lujuria, ¡no pude decidirme a estrangularla, a eliminar la
existencia de su endemoniado cuerpo!
El aroma de la carne de venado recién asada le llegó con la suave brisa que desordenó
su pelo. Levantó ligeramente la cabeza y de repente comprendió que estaba fuera de la
tienda, desatado, y, además, sin guardias a su alrededor.
¡Huir!
Apenas había acariciado el pensamiento cuando poderosas manos lo agarraron de los
hombros y los brazos y lo obligaron a ponerse de rodillas. Luchó, pero le inmovilizaron los
brazos sin que pudiera evitarlo y le colocaron cadenas alrededor de las muñecas y de los
tobillos antes de que tuviera tiempo de respirar de nuevo.
Maldijo silenciosamente. La ramera lo había perturbado una vez más, y de nuevo
pensar en ella le había impedido escapar. Su imagen le había quitado segundos preciosos. Lo
hicieron levantase y lo empujaron hacia delante. Cuatro hombres le condujeron nuevamente
a su tienda, donde fue encadenado a una estaca. Bien encadenado, lo dejaron solo.
Sentado sobre el duro suelo en medio de la más profunda oscuridad, Edward cerró los
ojos y trató de convertir su rabia en pensamiento práctico, útil para escapar. Ya le llegaría la
hora de la venganza, pero por el momento era necesario esperar. Soltó aire despacio,
controlando la respiración, al tiempo que el pensamiento de lo que había ocurrido pocos
minutos antes se agitaba en la superficie de su mente. No había sido más que un semental,
un instrumento para satisfacer los deseos de la prostituta. Volvió a sentir que la rabia le
inflamaba el pecho y apretó sus labios. ¡Por la sangre de Cristo!, pensó. ¿Cómo podía ser tan
fría? ¡Quizás había plantado su semilla dentro de ella! ¿No se había dado cuenta?
Tal vez no lo sabía.
Ese pensamiento lo anonadó, como si hubiera recibido un golpe en la cabeza. No,
pensó, no podía ser. Ella no era una ramera. La manera tan seductora en que se había
plantado delante de la luz de la vela, envuelta en su fino camisón, se le había grabado en la
memoria como una marca de fuego. No era posible que fuera tan inexperta en estas cosas.
Pero mientras pensaba esto, su mente volvió a repasar la secuencia de acontecimientos que
lo habían llevado a hacerle el amor. Le había parecido dubitativa en el momento de tocarlo y
tímida por su desnudez, pero no podía descartar que todo aquello fuera un truco. Su forma
de besarlo, los arqueos y suspiros de su delicado cuerpo, el despreocupado abandono al que
se había entregado le indicaban que tenía experiencia en el arte del amor.
Aun así, en el momento de penetrarla había notado un cierto temor en su cara. El
recuerdo del cuerpo femenino apretado contra el suyo le provocó una erección. «¡No puedo
matarla!», pensó de nuevo. «¡Imposible hacerlo, con esos brillantes ojos cafés que me
traspasaban el alma y que me mostraban la calidez de su deseo tan naturalmente! A lo
mejor no he debido ser tan rudo… ¿Qué me está pasando? ¡Es francesa! Me utilizó y yo
siento lástima por ella». Sus labios se curvaron en una mueca al cambiar de posición.
Lentamente, su frente se arrugó al pensar en el momento en que la había poseído, y se

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arrugó aún más cuando se preguntó si entre los dos no se habría interpuesto una barrera
insalvable.
Colocó como pudo su mano atada entre las piernas y sintió la humedad que había allí,
la única evidencia física de que en verdad habían estado juntos. Levantó la mano y se la puso
delante de la cara, estudiando la mancha adherida a la punta de sus dedos. Su ansiedad se
hizo aún más honda al preguntarse qué clase de demonio era la mujer que lo había
capturado. ¿Por qué lo había hecho ir a su tienda para luego seducirlo? ¿Qué podía ganar
ella con el encuentro amoroso que habían tenido?
Las dudas emponzoñaban su mente como si fueran mosquitos molestos. Recordó de
nuevo las intimidades del encuentro y comprendió que, si por él fuera, lo repetirían cientos
de veces en el futuro. Pero tenía que saberlo. ¿Le había robado su virginidad?

* * *
Los días siguientes transcurrieron con extremada lentitud, y por más que lo intentara,
sencilla y llanamente no había suficientes cosas en las que pudiera ocupar sus pensamientos.
Las imágenes y las sensaciones que deseaba olvidar volvían una y otra vez: los rizos rebeldes
que ocultaban la curva suave y delicada de su cuello; los labios seductores y abiertos que
prometían el sabor de la miel, una dulzura que hubiera querido saborear.
Edward golpeó el suelo por enésima vez, ahondando el hueco que ya había allí.
Tenía que saber si había sido él quien le había robado la virginidad. Si había sido así…
entonces se había comportado como un perro salvaje. Si lo hubiera sabido, nunca la hubiera
poseído de aquella manera. No, pensó con decisión. Tenía que estar acostumbrada a seducir
a los hombres. Al fin y al cabo, eran muchos los prisioneros que estaban a su disposición. Y
él, con seguridad, no había sido el primero. ¡No podía haber sido el primero! ¿Por qué habría
de escoger a un enemigo para entregarle su virginidad?
Él había llevado a la cama a muchas mujeres, sobra decirlo. Algunas de ellas casadas
con grandes señores de la nobleza, otras simples rameras. Pero nunca se había acostado con
una virgen, ya que, por lo general, ponían demasiados problemas, como le había enseñado
un amigo mucho tiempo atrás. En efecto, en el pasado, cuando apenas era un escudero
próximo a recibir los honores de la caballería inglesa, su amigo Santiago Burke había pasado
una noche con la hija virgen de un granjero que luego lo acusó de haberla violado. Burke
había tenido que pagar una enorme suma de dinero, aun cuando la puta había mentido.
Edward, por lo tanto, solía evitar a las vírgenes como quien huye de una plaga. Incluso
en el Castillo Oscuro, donde era costumbre que los señores durmieran con las campesinas
durante su primera noche nupcial, nunca había ejercido ese derecho. Si la esposa de algún
noble se detenía en el Castillo Oscuro y estaba interesada, la llevaba a la cama sin ningún
remordimiento. Muchas de aquellas mujeres valoraban una noche con el Príncipe de las
Tinieblas porque sabían que sus pares las envidiarían. El les daba lo que querían y luego las
apartaba de sus pensamientos, pero con Bella, su enigmática enemiga, no había sido capaz
de hacerlo. Ella lo había seducido. Lo había invitado a sus aposentos a sabiendas de que la
podía estrangular, y se había plantado delante de él como una atrevida tentación. ¡No podía
ser virgen! ¡Imposible!
A la hora de hacer el amor, ninguna mujer decente había estado a su altura. Ni siquiera
el Ángel de la Muerte. «No le diste la oportunidad de estarlo», le susurró una voz interior,
pero inmediatamente la hizo a un lado. Todas las mujeres, mientras yacían bajo su cuerpo,
pretendían tenerle miedo al Príncipe de las Tinieblas y se comportaban como señoritas
indefensas. Las despreciaba una vez que había terminado, como despreciaba a la francesa

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que lo había hecho prisionero.
Las prostitutas, por el contrario, a la hora de hacer el amor se colocaban a su altura. A
dos de las mejores las mantenía en un castillo que tenía cerca de Sussex. Una de ellas era
Tanya, la rubia. En recuerdo de las mujeres de la Jauría de los Lobos, la había obligado a
cortarse el pelo. A ella le encantaba complacerlo y, efectivamente, lo complacía, al igual que
a la mayoría de sus hombres, cosa que no le molestaba.
Y estaba también Victoria. Le gustaba enredar sus manos en su larga cabellera rojiza y
tirar de ella cuando la poseía como un perro, por detrás. Tenía los senos grandes, los más
grandes que había visto en su vida, y comía como una bestia para mantenerlos así. Edward
sabía que nunca se acostaba con otros hombres. Creía ser suya, y cuando él se revolcaba con
Tanya, se ponía furiosa. Ya se le había olvidado cuántas riñas, por dicha causa, había
presenciado entre las dos rameras.
Pero ninguna de las dos putas era virgen cuando él la penetró por primera vez.
Ninguna de estas dos mujeres había llegado virgen a él, y si el Ángel…
No, pensó. ¿Por qué le habría escogido a él? ¿Por qué no habría escogido a uno de sus
propios hombres? Debía de haber un montón de franceses capaces de satisfacerla. ¿Acaso
no tenía pretendientes? ¿O era más bien que las leyendas que circulaban alrededor del
Príncipe de las Tinieblas la intrigaban?
El recuerdo de la noche anterior lo asaltó una vez más, paralizándolo de pura ansiedad.
¿Había plantado una semilla inglesa en el vientre de una mujer francesa? Por la sangre de
Dios, ¿qué había hecho? Con todas sus mujeres había sido muy cuidadoso, y cuidadoso hasta
el punto de que en varias ocasiones, en el momento de llegar al éxtasis, se había retirado de
ellas para no preñarlas. Con el Ángel, sin embargo, había sido diferente. No había pensado
las cosas. Lo único que quería era castigarla y mostrarle la fortaleza de Inglaterra. Ésta era
una manera de incapacitar al Ángel de la Muerte, pensó con cierto sarcasmo. Se sintió
humillado ante la idea de tener un bastardo francés. Nunca había eludido sus
responsabilidades, y si ella tenía un hijo, él lo cuidaría como es debido. ¿Pero cómo proteger
a un niño francés de las chanzas ridiculas a las que lo someterían los ingleses?
¡Estas preguntas lo estaban volviendo loco! Tenía que conocer las respuestas. Tenía
que verla.
—¡Guardia! —gritó.

* * *
Bella no había dormido bien, ya que sus sueños le traían a la mente las palabras
condenatorias de Edward. Deambulaba distraídamente por el campo mientras recordaba los
sucesos de la noche anterior: la forma en que lo había citado a su tienda, cómo había
permitido que él la tocara. No se había comportado mejor que las putas del campamento. Se
había comportado exactamente igual, como una ramera.
La palabra todavía resonaba en sus oídos. Cada vez que pensaba en ella, se sentía
como quien se echa sal en una herida, a una herida muy profunda. Él no había sido gentil.
¿Cómo había podido ver alguna muestra de ternura en las miradas de odio que él le dirigía?
Él era su enemigo, y aunque ella lo hubiera olvidado, o pasado por alto, Edward no.
—Me estás esquivando.
Bella levantó la mirada y vio que Jacob se había unido a ella. Su frente y su larga túnica
roja estaban empapadas de sudor, y su espada colgaba de la vaina, al cinto.
—No, no te estoy evitando. He estado muy ocupada esta mañana.
—¿Preparándote para el encuentro con nuestro padre?

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—Sí —mintió ella, quien no había considerado el encuentro con su padre ni un
instante, ya que sus pensamientos estaban concentrados en Edward.
Jacob la miró con detenimiento. Los segundos se volvieron minutos, y aunque ella no
le devolvió la mirada, él continuaba observándola, ejerciendo sobre la joven una presión
silenciosa.
—Bueno, no exactamente —admitió sin tapujos mientras paseaba sus ojos por el
suelo.
—¿Cómo te fue anoche? —le preguntó.
—Vino a mi tienda, como sabes.
—¿Y qué ocurrió? ¿Seguiste mi consejo?
—Sí.
Pasó un largo momento de silencio y Bella elevó su mirada hacia el cielo azul que
iluminaba el horizonte, moviendo los hombros para que la cota de malla se ajustara a ellos
confortablemente.
—¿Te deshiciste de él? ¿Le has olvidado tras desahogarte? —preguntó Jacob con
suavidad.
—Sí. Absolutamente —declaró Bella con más énfasis del necesario—. No quiero volver
a verlo nunca más.
Jacob suspiró aliviado.
—Entonces funcionó —dijo—. Bien. Porque está pidiendo verte.
Bella apretó sus labios. ¿Qué quería Edward? ¿Abrazarla y besarla delicadamente?, se
preguntó con amargura. No era probable.
Bella levantó su mentón, entornando los ojos, y le dio a Jacob su respuesta.

Que relajo el que se tiene este par

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Capítulo 9

—¿Qué quieres decir con eso de que no desea verme? —preguntó Edward indignado.
Durante horas había estado esperando una respuesta que estaba seguro sería afirmativa, y
hasta había pensado en la posibilidad de que Bella lo visitara por propia iniciativa. ¡Tenía que
verla!
El guardia lo vigilaba en silencio, y la suciedad de su cota de malla reflejaba la sosa
expresión de su rostro. Habló con ecuanimidad:
—Ella, en resumidas cuentas, no quiere verte a ti —respondió—. Es bien sencillo.
Edward ardió por dentro de ira y caminó de un lado a otro, sin saber muy bien qué
hacer, aunque las cadenas que le habían amarrado a los tobillos, pese a no estar ahora
fijadas al poste, no le permitían sino arrastrar los pies por el suelo. Se volvió hacia el guardia
y le repitió sus palabras:
—¡Debo verla!
El guardia permaneció en silencio, con una mueca de diversión en la cara.
—Deja de reírte de esa manera, imbécil —gruñó Edward.
El guardia esbozó una sonrisa aún más amplia, dejando ver sus dientes.
—¡Maldito bastardo!
Edward se le echó encima y con toda su furia reprimida arremetió con la cabeza contra
el pecho del guardia. La cota de malla del hombre se dobló con el impacto. Edward quedó
aturdido durante algunos segundos, pero cuando el guardia se quejó con un gruñido
lastimoso y se desplomó a sus pies, se dirigió rápidamente hacia la cortina de salida de la
tienda y se precipitó hacia el exterior… con tan mala suerte que cayó en los brazos de tres
guardias que lo vigilaban desde afuera. Lo arrojaron al suelo y uno de ellos le colocó la rodilla
en la espalda.
—¡Ángel! —gritó Edward antes de que uno de los guardias lo golpeara hasta dejarlo
inconsciente.

* * *
La cabeza le latía con fuerza. Le hubiera gustado darse masaje con las yemas de los
dedos, pero las cadenas con que lo habían sujetado a una estaca enterrada en el suelo no le
permitían hacerlo. ¿Acaso pensaban que podía morder los eslabones metálicos hasta
romperlos? Quería soltar una sonora carcajada ante tan absurda idea, pero la cabeza le dolía
demasiado.
«Bella no quiere verme», pensó. Sus labios se retorcieron en una mueca de desagrado.
«No era virgen», se dijo. ¿Cómo podía serlo, estando al frente de un ejército de hombres
que la seguían a todas partes? La simple vista de sus dulces nalgas y de sus caderas cuando
montaba a caballo hubiera enloquecido de lujuria a cualquier hombre, y era posible que al
menos una docena de nobles caballeros hubiera disfrutado sus encantos.
Sacudió la cabeza en señal de disgusto. «Debí matarla», pensó.
Suspirando, se acostó en el suelo, y a través de la ranura de la cortina de la entrada,

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que estaba medio abierta, distinguió las llamas de una hoguera que alguien había encendido
en medio de la oscuridad.
Cuando recobró la conciencia, encontró a su lado unos trozos de pan y un pedazo frío
de carne de pato. Y aunque no tenía hambre, se lo comió para obtener la fuerza que
necesitaba para escapar.
De repente, sus cinco sentidos se pusieron en estado de alerta. Había extraños
movimientos en la parte exterior de la tienda y escuchó sobre las ramas que cubrían la tierra
del campamento los desplazamientos de alguien que… de alguien que no estaba armado, a
juzgar por la ligereza de sus pasos. A través de la ranura de la cortina pudo ver que una
sombra se interponía entre él y la hoguera. La sombra era pequeña, demasiado pequeña
para ser la de un guardia y demasiado estilizada para ser la de un caballero.
Edward se apoyó sobre los codos, frunciendo el ceño. La cortina se abrió y la figura
entró a la tienda. Vestía una andrajosa túnica de algodón y unos calzones negros que le
llegaban hasta las rodillas.
La furia y el miedo pugnaron por dominarlo, apretándole el estómago y afinando sus
labios.
—Alex —susurró.
Una sonrisa iluminó la cara del muchacho.
—Estoy aquí para liberarte —dijo Alex, apartando con su mano un mechón de pelo
rojizo que cubría sus ojos—. No sé todavía cómo, pero te liberaré.
Edward intentó acercársele, pero las cadenas que lo mantenían atado a la estaca se lo
impidieron.
—Quiero que te vayas inmediatamente —le dijo—. Ahora mismo.
Los labios de Alex se doblaron hacia abajo y su pequeña cabeza se inclinó hacia un
lado.
—No puedo dejarte aquí —le contestó.
—Te dije que te mantuvieras en la retaguardia del ejército. ¿Es que acaso no me
escuchaste? —le preguntó con una ira que había ahogado su miedo.
—Te escuché muy bien —respondió Alex disgustado—, pero entonces salieron
corriendo —añadió mostrando una terca obstinación en sus grandes ojos de felino.
«Él nunca saldría corriendo», le dijo a Edward una de sus voces interiores. Edward le
había enseñado a no salir corriendo jamás, pero sentía pánico al pensar que el muchacho
estaba en pleno campamento enemigo, arriesgando su vida por tratar de salvarlo.
—Debes irte ahora mismo —le ordenó, furioso consigo mismo por no poder sacarlo de
la tienda de inmediato.
—No me iré sin ti —repuso Alex con una leve sonrisa.
Edward sabía que las órdenes no funcionaban ni con él ni con el muchacho, pero aun
así luchó por controlar sus emociones.
—Escúchame, Alex —le dijo apretando los dientes—. Eres todavía un muchacho, y no
puedes permitirte el lujo de enfrentarte tú solo a todo un ejército francés.
—Te tengo a mi lado —respondió Alex con sencillez.
—Estoy encadenado —agregó Edward, mostrándole los grilletes que le maltrataban los
tobillos, y que brillaban a la luz de la hoguera, que se filtraba por la cortina de la tienda—.
No te serviré de nada.
—Te liberaré —insistió Alex.
Una inocultable sensación de rabia se apoderó de las entrañas de Edward, que pudo
sentir cómo sus puños se cerraban. El muchacho, temeroso, dio un paso atrás y se acurrucó
en el suelo.

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—Es peligroso, Alex. Estás rodeado de enemigos por todas partes. A mí me vigilan los
guardias muy de cerca. No puedes liberarme. Debes escapar de inmediato.
—No soy un prisionero —dijo Alex—. Ellos están convencidos de que soy uno de esos
muchachos del pueblo que vienen a ayudarles en el campo de batalla. Los guardias me
dejaron entrar para que recogiera las sobras de tu comida —concluyó con un orgullo mal
disimulado.
Sin embargo, todo lo que Edward veía era el peligro en que se encontraba el
muchacho. ¿Qué iba a suceder si el Ángel de la Muerte lo descubría? ¿Qué iba a suceder si
ella lo apresaba para sonsacarle información? ¿Podría sobrevivir a las torturas, o él tendría
que convertirse en un traidor a su país para salvar al chico? ¿Y qué ocurriría si ella se
enteraba de que su único punto flaco en la vida se hallaba indefenso en medio del
campamento enemigo?
—Tú no sabes lo que puede suceder aquí, Alex —murmuró en voz baja—. Debes
confiar en mí cuando te digo que no puedes quedarte.
—Yo no estoy en peligro —contestó el otro.
—Sí lo estás. Mucho más de lo que te imaginas. Y al estar aquí, me colocas en una
situación de peligro aún mayor.
Imitando a Edward, Alex arrugó la frente y miró hacia el suelo.
—Yo sólo quería impedir que te hicieran daño —alcanzó a decir entre dientes.
El corazón de Edward se enterneció inmediatamente. Quería ayudar al muchacho.
Quería decirle que lo que estaba haciendo estaría bien si fuera un hombre hecho y derecho.
Quería contarle que algún día sería un valiente caballero y que se sentía orgulloso de que
hubiera tratado de rescatarlo. Pero sabía que si lo hacía, Alex sacaría la conclusión de que
debía quedarse para liberarlo. Tenía que ser firme.
—Ven aquí, muchacho —le ordenó.
Alex se le acercó, mirándolo con ojos desilusionados.
Edward le colocó las manos encima de los hombros y se quedó mirándolo fijamente.
—Yo puedo cuidarme a mí mismo. Necesito que abandones el campamento, que
encuentres al rey Aro y qué te quedes donde él está.
—Pero yo sé que puedo liberarte, Príncipe —alegó con sinceridad.
Las arrugas en la frente de Edward se hicieron aún más profundas. Qué terquedad.
Qué persona tan supremamente terca. ¿Por qué no era capaz de hacerle caso?
—No. No puedes quedarte. No serás capaz de liberarme. ¡Te quiero fuera de este
campamento ahora mismo!
Nunca antes le había levantado la voz al muchacho, pero tenía que hacerlo entrar en
razón.
—¡Anda! —insistió—. Déjame aquí. Te veré en el campamento del rey Aro —y lo incitó
a caminar hacia la cortina de la tienda—. ¡Vete!
Alex apartó con su mano el mechón de pelo que caía delante de sus ojos, y Edward vio
que una lágrima corría por sus mejillas cuando se agachaba por debajo de la cortina de la
tienda y desaparecía en la oscuridad.
—¿Le tienes miedo al Príncipe de las Tinieblas, piojoso?
Edward se enderezó en la tienda al oír las ridículas voces de los guardias.
—¡Oye! ¡No nos trajiste las sobras de su comida!
Malditos guardias. Una ira nacida de su instinto protector explotó en el interior de
Edward. Quería cortarles la garganta por hablarle a Alex con semejante falta de respeto.
—¡Cobarde!
Soltaron una carcajada y Edward explotó, tratando de lanzarse hacia delante. El

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muchacho tenía más coraje que cualquiera de ellos. Sus cadenas, sin embargo, le impidieron
avanzar. Aun así, hizo lo posible por salir de la tienda. Las risotadas que seguía oyendo en el
aire de la noche lo enardecieron. Los grilletes se le clavaban en la carne de los brazos y de los
tobillos, a pesar de lo cual luchó contra ellos con toda la fuerza que pudo reunir. Poco a
poco, las burlas de la soldadesca francesa amainaron. Hundiendo los pies en la tierra,
Edward trató, una vez más, de deshacerse de sus cadenas, pero toda la fortaleza de sus
músculos no fue capaz de romperlas. Finalmente desistió, dejando caer los agotados brazos.
«Estoy encadenado y no sirvo para nada», pensó. «Ni siquiera para defender a Alex». Nunca
olvidaría este sentimiento de impotencia, y nunca perdonaría a quienes se lo habían
causado.

* * *
A la mañana siguiente, uno de los hombres de Bella fue a llevárselo. Le ordenó que se
pusiera de pie y que saliera de la tienda. El sol apenas despuntaba en el horizonte, y Edward
sabía que era muy temprano. El campamento estaba silencioso y en calma, y sólo algún que
otro hombre caminaba entre las tiendas.
El guardia lo condujo hasta los límites del campamento y luego le hizo tomar un
camino que se abría paso entre arbustos espesos hasta lo más profundo del bosque.
Grandes árboles se levantaban a su alrededor. El sol de la mañana los miraba a través de las
hojas, desde las alturas, y numerosas semillas y raíces salpicaban la senda. La idea de
escapar pasó por la mente de Edward, pero los grilletes que le apretaban los tobillos y las
muñecas, más la espada que el hombre cargaba al cinto, lo disuadieron. El guardia lo empujó
hacia una estrecha línea de matorrales y de pronto salieron a un ancho claro. Edward se
detuvo.
Bella estaba allí.
Pequeñas gotas de sudor brillaban en su frente, y no lejos de ella había un sable
clavado en el suelo. Llevaba una amplia túnica verde, de mangas anchas, amarrada a la
cintura por un fino cinturón de cuero. Unos pantalones blancos se ajustaban a sus estilizadas
piernas, y unas botas negras acentuaban las curvas de sus pantorrillas. Una ráfaga de deseo
atravesó el cuerpo de Edward, que de inmediato se maldijo en silencio. La luz del sol brillaba
sobre el yelmo que Bella había colocado a sus pies, y su pelo suelto se derramaba en
desorden sobre los hombros.
—¿Eras virgen? —inquirió con inocultable brusquedad al acercársele. La pregunta salió
de sus labios sin haberla pensado, como si su obsesiva atención a ella les hubiera dado vida
propia. Esperó que lo abofeteara por su audaz interrogante, especialmente por hablar
delante del guardia, pero cuando vio que nada había sucedido, supuso que el hombre no
entendía el inglés.
Pero Bella sí lo entendía.
—No me lo preguntaste cuando me estabas haciendo el amor —le contestó achicando
los ojos.
—Quiero saberlo —dijo él ya más calmado.
—No importa —le contestó Bella, mirando hacia los árboles que delimitaban el claro
del bosque—. En todo caso, ya no lo soy.
—Ángel —murmuró Edward confundido, sintiendo un deseo abrumador de tomarla
entre sus brazos y estrecharla contra su pecho—. Me hiciste llevar semidesnudo a tu tienda
en medio de la noche. ¿Qué querías que hiciera?
—Hiciste todo lo que yo esperaba que hicieras —repuso ella con amargura.

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—Entonces no eras virgen.
—¿Por qué te importa tanto saberlo?
Edward la miraba con atención, escuchando los cambios que se producían en su voz.
—Que me lo digas es lo menos que espero de ti. Al fin y al cabo, te presté mis servicios
adecuadamente.
Ella se volvió a mirarlo con sus ojos de zafiro llenos de rabia.
—¿Adecuadamente? ¡Sangré esa noche! ¡No te debo nada!
—Todas las vírgenes sangran.
Bella esquivó su mirada. Una ligera turbación apareció en sus mejillas, pero Edward
tenía su respuesta preparada.
—¡Por la sangre de Dios! —lamentó—. ¿Por qué escoger a tu enemigo para que te
enseñe las artes del amor? ¿Por qué no elegiste a un francés? ¿Por qué no escogiste a uno
de tus propios hombres?
Ella apretó unas bolas pequeñas que tenía en la mano.
—¡Desátalo! —le ordenó al guardia en francés.
El guardia levantó las manos de Edward y le quitó los grilletes, y cuando se agachó para
despojarlo de las cadenas de los tobillos, Edward se restregó los puños, tratando de activar
en ellos la circulación de la sangre. Sus ojos no podían dejar de mirar a Bella con curiosidad.
¿Qué estaría tramando?
—Entrégale tu espada —le dijo Bella al guardia.
—¿Cómo dice, mi señora? —contestó el guardia.
—¡Que le entregues tu espada! —gritó Bella.
El guardia dudó sólo un segundo antes de sacar la espada de su funda y tender a
Edward su empuñadura. El prisionero miró la espada en las manos del guardia y luego
levantó la vista hacia Bella, que respiraba con dificultad al desenterrar la punta de su sable y
encaminarse hacia él.
Las cejas de Edward se alzaron, divertidas. ¡Ella quería luchar con él!
—Hice todo lo que hice porque tú querías que lo hiciera —dijo Edward mirando de
reojo al guardia, un hombre viejo y experimentado en el campo de batalla, muy
probablemente, pero más pequeño y pesado que Edward. Podía derrotar al guardia, y el
Ángel no era un enemigo para él.
—Esta es la lección número dos —fueron las palabras dulces de Bella.
Edward sintió la empuñadura de la espada en la palma de su mano. Sabía que podía
derrotarlos a ambos, pero si quería escapar primero debía atrapar al Ángel.
—No me tomes por tonto —le dijo—. Tu guardia me hará pedazos en el instante
mismo en que vea que tu vida está en peligro, aunque le ordenes lo contrario.
—Trae a Jacob —ordenó de nuevo Bella al guardia.
—¿Dejándola sola, mi señora? —respondió el hombre.
Una sonrisa afloró en las comisuras de los labios de Edward.
—¡Te he dado una orden!
El guardia se puso rígido, y se volvió para irse, aunque antes de hacerlo le quitó la
espada a Edward, cuyas esperanzas se desvanecieron. ¿Bella había cambiado de parecer?
¿Ya no quería luchar con él? Pero entonces, ¿por qué quería quedarse sin protección en el
bosque? ¿No sería que deseaba asesinarlo?
—Déjale la espada —le ordenó Bella una vez más.
El guardia se volvió a mirarla. Hizo una pausa, contemplando el filo de la espada que
tenía en sus manos, y luego la tiró al suelo y desapareció tras los árboles y los arbustos.
Bella sonrió a Edward, retándolo con los ojos.

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—Tienes algunos minutos para derrotarme antes de que mi ejército caiga sobre ti —le
dijo—. ¿Crees que puedes hacerlo?
—Sin duda alguna —contestó Edward.
Había llegado su oportunidad. Este ángel, a no dudarlo, no sabía medir los riesgos,
pero Edward no tenía más remedio que admirar su coraje. Una sonrisa pasó por su cara en el
momento de ir a recoger la espada. «Si lo que ella desea es luchar, que así sea», pensó. Se
quedó mirando el filo de la espada durante unos cuantos segundos y… y arremetió contra
ella, sin previo aviso, blandiendo en alto el arma.
Ella esquivó su arremetida con facilidad.
—Si eso es lo mejor que sabes hacer —le dijo—, te espera una triste derrota.
La cara de Bella se suavizó y Edward aprovechó el descuido, que la hacía vulnerable,
para atacar. Embistió contra ella con la punta de la espada hacia abajo y cuando estaba cerca
levantó la hoja y apuntó a su estómago.
De repente, la espada de Bella adquirió vida, contrarrestando el golpe, y con un rápido
giro de su muñeca hizo que la espada de Edward saliera volando por los aires y cayera al
suelo, tras lo cual se le acercó con ojos desafiantes y le colocó la punta de la espada en el
cuello.
La sorpresa paralizó a Edward antes de que fuera capaz de disimular con una sonrisa
forzada. ¡Nunca antes se había encontrado en una situación tan comprometida! «He estado
jugando con ella», trató de pensar, para consolarse. Pero no había sido tan astuto como para
prever su deslumbrante defensa. Considerando que tenía enfrente a una mujer, debía
aceptar que era buena guerrera.
—¿Es eso lo mejor que puedes hacer? —le preguntó de nuevo.
—Para pelear con la espada eres más hábil que para seducir a los hombres —le
contestó.
—Recógela —le dijo ella.
Llegó la hora de ponerla en su sitio, pensó Edward al recoger la espada y volverse hacia
ella.
La joven respondió con la más amplia de todas sus sonrisas, lo atacó de manera
inesperada y cuando entrechocaron sus espadas le agarró del puño.
El contacto de su pequeña mano con su piel le produjo un tintineo interior que se le
extendió por todo el brazo. Lleno de furia, Edward liberó su puño y la empujó hacia atrás,
pero Bella logró sobreponerse y lo atacó una vez más, obligándolo a blandir su arma lo mejor
que pudo.
—¿Por qué estás tan amargada, ángel? —provocó en posición de asalto—. Te di todo
lo que me pediste.
—¿Todos los hombres terminan así de rápido? —preguntó ella al detener el golpe.
—Si no te hubieras comportado como una prostituta en celo, te habría tratado con
mayor delicadeza.
—¿A sabiendas de que era tu enemigo? No me digas mentiras. Querías herirme, así
como ahora quieres matarme.
—Matarte sería demasiado fácil.
—No te hagas ilusiones sobre tu valía, ya que no eres tan bueno como piensas —
contestó Bella atacándolo con fuerza.
Edward esquivó el golpe y detuvo su avance, y cuando ella levantó su espada y la
estrelló contra su acero, iluminando con sus chispas las hojas del metal, la cara se le quedó a
muy pocos centímetros de distancia, lo que le permitió apreciar sus ojos cafés.
—Eres hábil, Ángel, debo admitirlo.

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Sus labios llenos, tan cercanos, le parecieron increíblemente sensuales. Concentró
todas sus energías en la espada, arrimándose a su cara cada vez más. Ella resistió
valientemente, pero en vano, ya que su enemigo la aventajaba en fortaleza física, lo que le
permitió casi rozar sus labios.
—Siempre consigo lo que quiero, Ángel. Ríndete.
—Nunca —murmuró ella.
—¡Bella! —gritó una voz en la distancia.
Edward se apartó de ella y se volvió para mirar hacia los árboles de donde había salido
el grito.
—Baja tu arma —le aconsejó Bella en tono imperativo.
Edward la miró. ¿Había algo de preocupación en su voz?
—¡Bella! —volvió a sonar el grito, esta vez más cerca.
Edward miró hacia el lugar de donde provenía la voz y de inmediato dobló la cabeza en
dirección contraria. Las ramas de los árboles ubicados en el extremo opuesto del claro se
balanceaban con la brisa, como haciéndole señales desde lejos, pero él sabía que no
conseguiría escapar. Sería imposible, con la rigidez que sentía en sus piernas, causada por el
largo confinamiento. Una flecha en la espalda lo derribaría antes de que alcanzara a
esconderse en el bosque. Miró a Bella. Con el brazo de la espada descansando en sus
caderas, ella le devolvió la mirada con aquellos ojos cafés que parecían esperar a que él
hiciera su próximo movimiento. Su primer impulso fue echarse encima de ella, colocarle la
espada en la garganta y amenazar a sus hombres con matarla si no se retiraban en el acto.
Avanzó un paso hacia ella y le atenazó las muñecas. Para su sorpresa, Bella no opuso
resistencia. Edward supo que podía doblegarla y que ella se lo permitiría, y durante un
instante se sintió confundido y perplejo. Oyó el eco de unas voces en el claro, y cuando por
fin se decidió a lanzarse sobre la mujer, los árboles se abrieron como por arte de magia y un
grueso grupo de hombres avanzó hacia él, amenazándolo con sus armas y gritándole
palabras soeces.
Edward soltó las muñecas de Bella y arrojó su espada al suelo. Levantó las manos y dio
un paso hacia atrás, pero un hombre moreno lo golpeó por la espalda y lo derribó. Los otros
soldados lo rodearon y comenzaron a darle puñetazos y patadas sin misericordia. Edward se
defendió como pudo, conformándose con asestarles algún que otro rodillazo a aquellos
bastardos franceses, que eran demasiados. Trató de protegerse la cara con los brazos, mas
una bota lo golpeó en la nuca y su visión se hizo borrosa al mismo tiempo que un dolor
intenso le torturaba el cráneo.
Al recobrar la visión, aún adolorido, vio que una espada muy pulida se posaba encima
de su abdomen, centelleando.

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Capítulo 10

—¡Emmett! —gritó Bella, intentando agarrar el brazo con el que su hermano blandía la
espada.
Jacob lo alcanzó primero, deteniendo con la palma de la mano el impulso de su
antebrazo.
Bella sintió estallar el corazón dentro del pecho. El terror absoluto que se apoderó de
ella al ver que su hermano estaba a punto de matar a Edward se disipó, para ser
reemplazado casi de inmediato por una furia lacerante. Tenía que llevar a Edward al
campamento, lejos de Emmett y de sus hombres. Temblando de miedo y frustración, Bella
miró a Edward.
—Levántate —le ordenó.
Edward movió los brazos que le protegían la cara y dirigió sus ojos hacia ella, quien vio
en los suyos un destello de incredulidad. Después, con un gemido, se enderezó sobre su
estómago, ayudándose con las manos y con las rodillas.
Bella se movió hacia él, experimentando en su interior un cierto impulso de protegerlo.
—¡Que te levantes! —le gritó Emmett mientras le daba tal patadón en las costillas que
volvió a tirarlo al suelo.
Bella se volvió hacia Emmett con los puños de las manos apretados.
—Si lo vuelves a tocar haré que te arrojen a una mazmorra —le dijo, y se arrodilló al
lado de Edward.
Yacía de espaldas, agarrándose el estómago con ambas manos. Bella vio que el dolor le
torcía la boca y notó que la tensión le endurecía los músculos del cuello. Por lo demás, su
cara estaba desprovista de cualquier tipo de emoción. Cerró los ojos durante un rato largo,
como si tratara de controlar el dolor, y cuando los abrió los tenía más verdes e
impenetrables que nunca.
Bella levantó la mirada, buscando a Emmett entre los hombres, y se le enfrentó sin
miramientos.
—¿Estás loco? —le preguntó—. ¡Hubieras podido matarlo!
Emmett juntó las cejas y apretó el mentón.
—Y él hubiera podido matarte a ti.
—Yo no estaba en peligro —dijo Bella con brusquedad.
—¿Que no estabas en peligro? —gruñó Emmett, a quien las palabras le salían de los
labios como las flechas salen disparadas de los arcos—. ¡Si hasta le diste una espada!
Tenemos en nuestro poder a un asesino sin entrañas, que ha matado a miles de personas, ¡y
tú le das una espada!
—La decisión debía tomarla yo y nadie más. ¡Él es mi prisionero, y puedo hacer con él
lo que me dé la gana!
—Bella, Emmett… —intervino Jacob, interponiéndose entre los dos—. Éste no es el
sitio, ni la hora, para discutir estas cosas —añadió con suavidad, pero con decisión.
Emmett se asomó por encima de los hombros de Jacob para encararse con su
hermana.
—No permitiré que le des un arma. Te pones en peligro a ti misma y pones en peligro a

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todo el mundo.
—¿Que tú no me lo permitirás? —vociferó Bella con los ojos encendidos de rabia—.
¡Soy yo la que no permitiré que lo sigas golpeando!
—¿Y a ti qué te importa? Se trata de un inglés, y a los ingleses puedo golpearlos como
a mí me dé la gana.
La furia de Bella se desbocó. Quería agarrar del cuello a Emmett y sacudirlo hasta que
comprendiera la tremenda estupidez de sus palabras. Se quedó absolutamente quieta
durante algunos segundos, sabiendo que si se movía, o que si Emmett decía una palabra
más, ¡una sola!, explotaría. Apartó la vista de Emmett, procurando controlar su rabia, pero
sus ojos terminaron posándose en Edward, que estaba sentado en el suelo, sin fuerzas para
levantarse, y con un brazo alrededor del estómago. La miraba con curiosidad y, al mismo
tiempo, con cierto regocijo.
—Lleváoslo de aquí —murmuró ella.
—¡Ya habéis oído! —gritó Emmett—. ¡Llevad al perro a su tienda!
—No me refería a él —dijo ella con los ojos encendidos—. ¡A ti!
Emmett la miró con incredulidad, pero cuando ella le devolvió la mirada, dio la vuelta y
se abrió paso por entre los hombres que lo rodeaban.
Los ojos de Bella volvieron a Edward.
—Haré que lo lleven a su tienda —le susurró Jacob al oído—, y tú vete a descansar un
rato. Más tarde vendré a verte.
—Lo quiero en mi tienda hasta que sanen sus heridas —dijo Bella.
—Pero Bella… —comenzó a farfullar Jacob.
—Me siento responsable —adujo ella—. Si no le hubiera dado la espada, nada de esto
habría sucedido. Sólo deseo estar segura de que se recupera. Ningún prisionero debe ser
tratado así.
Jacob levantó la mano para indicar a sus hombres que se llevaran a Edward. Cuatro
soldados dieron un paso hacia delante y se agruparon alrededor del prisionero. Uno de ellos
se agachó y le ofreció la mano, pero Edward la rechazó —despreciaba todas las ayudas que
un francés pudiera prestarle—, y lentamente se puso de pie.
Bella sintió que su mirada no se apartaba de ella. Sus ojos le quemaron la piel y le
llegaron al alma cuando se enfrentaron a los suyos. Tenía unos ojos misteriosos,
oscuramente misteriosos, que enviaban dardos que se clavaban en lo más íntimo de ella.
Jacob le indicó el camino y los hombres comenzaron a moverse hacia el campamento.
Tras esperar un momento, Bella los siguió a través de los arbustos. La brisa que
soplaba desde el bosque le hizo sentir frío, motivo por el cual se agarró los codos con las
manos. ¿Por qué había permitido que todo esto sucediera? ¿Por qué no había sido capaz de
detener a sus hombres? ¿Habían actuado así porque estaban preocupados por ella, o simple
y llanamente porque odiaban a Edward?
Edward. A lo lejos, entre los hombres que lo conducían al campamento, distinguió sus
poderosas zancadas. Sus ojos se fijaron en su torso desnudo, en su fuerte cuello, en sus
amplias espaldas, y luego se posaron en las señales rojas sobre las costillas. Tenía tantas
ansias de cuidarle, curarle aquellas magulladuras, que por poco tropieza con una raíz y cae al
suelo.
Jacob miró hacia atrás y vio cómo ella, rápidamente, recobraba la compostura. Era
necesario darse prisa, pensó Bella, sintiendo una especie de urgencia que la carcomía por
dentro. Tenían que llevarlo al campamento para que ella pudiera vendarle las heridas cuanto
antes. La piel de su pecho, ligeramente bronceada por el sol, le llamó de nuevo la atención.
«Todo ha sido culpa mía», pensó, y sintió que una puñalada le atravesaba el corazón. Nunca

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debió permitir que abandonara su tienda. «No debí llevarlo al bosque. No he hecho más que
perjudicarlo».
Después enderezó los hombros. No. Ella no era la responsable de lo sucedido. Fue
Edward quien pidió verla… y ella debería odiarlo, pensó, entornando los ojos.
Pero incluso cuando se decía a sí misma esas cosas, el recuerdo de sus ojos suscitaba
en ella ondas de calor que destrozaban su odio y lo convertían en algo completamente
distinto.
Finalmente, emergieron de los árboles del bosque y entraron al campamento. Una
brisa suave agitó su pelo y lo desordenó sobre los hombros. Mientras se movían alrededor
de las tiendas y de las hogueras apagadas, los ojos de Bella continuaron estudiando al
prisionero. Vio que tenía cicatrices en los brazos y que varios cardenales le cubrían el
estómago, pero las magulladuras que se habían formado cerca de sus costillas eran las que
más la preocupaban.
Cuando se acercaron a su tienda, aceleró el paso para sostener la cortina de entrada,
observó atentamente cómo sus hombres lo escoltaban hasta el interior, y cuando los cuatro
guardias se retiraron, Bella vio que Jacob se quedaba junto a la puerta sosteniendo las
cadenas en sus manos.
—Deja que al menos lo encadene, Bella —le suplicó.
Bella miró a Edward antes de asentir, y Jacob avanzó hacia Edward. Observó cómo le
agarraba los puños, y vio que los brazos de Edward se tensaban cuando Jacob le colocó los
grilletes alrededor de las muñecas y, luego, de los tobillos. Jacob se cercioró de que el
trabajo quedaba bien hecho, y después se acercó a Bella.
—Aquí estás en peligro, hermana —le susurró al oído—. Estás obcecada y no te das
cuenta de ello. Emmett tiene razón, debes comprenderlo.
—Emmett se lo buscó —se defendió ella—. No tiene derecho a decirme lo que puedo
o no puedo hacer.
—Me refiero a lo que sientes por el inglés —agregó Jacob sacudiendo la cabeza—. Me
equivoqué cuando te sugerí que lo trajeras a tu tienda. Eso sólo ha contribuido a aumentar
tu atracción.
—¿Cómo puedes decir eso? —preguntó Bella—. Lo único que siento por ese hombre
es desprecio.
—No puedes despreciarlo cuando lo miras con tanta ternura.
Bella miró a Edward, con sus sentimientos convertidos en un campo de batalla.
Debería odiar a ese hombre, a ese enemigo de Francia, por la forma en que la había tratado.
Debería saber que no hay bondad ni gentileza en Inglaterra. Y sin embargo, cuando lo
miraba, su corazón se volvía cálido.
El prisionero tenía una voluntad férrea, implacable en su determinación de no dar un
paso atrás. Incluso ante las adversidades más grandes, se hallaba decidido a no rendirse. Ella
observaba, y sin poder evitarlo admiraba su capacidad de resistencia cada vez que
contemplaba sus ojos verdes.
Una lluvia de luz solar atravesó la cortina de la tienda, dando a Edward un baño de
luminosidad que le resaltó los músculos de los brazos y las cadenas que le habían colocado
alrededor de las muñecas. ¿Y si él hubiera nacido francés?, pensó. ¿Si en vez de ser
enemigos hubieran sido aliados?
—Nunca antes te habías peleado tan abiertamente con Emmett —dijo Jacob—.
Defendiste al prisionero por encima de tu hermano, ¡y lo hiciste delante de todos los
hombres!
—¡Emmett se comportó como un bárbaro, e incluso los hombres actuaron como

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simples animales! ¿Qué ha pasado con el honor y con el orgullo? Edward había depuesto su
espada. ¡Estaba indefenso!
—Te estaban protegiendo, Bella. Emmett y los hombres creyeron que podía lastimarte.
—No necesito que me protejan de Edward.
—¿Estás segura?
Bella miró de nuevo a Edward, frunciendo la frente. ¿Qué le estaba haciendo aquel
hombre a ella? Bajo la mirada, él movió los brazos y los grilletes metálicos sonaron como una
campana.
—Necesitas protegerte de él más de lo que te imaginas —murmuró Jacob antes de
abandonar la tienda con gesto de grave preocupación.
Bella se acercó cautelosamente a Edward. Un mechón de pelo cobrizo caía sobre su
frente bronceada. Sus ojos se encontraron. Ella se sorprendió al hallarlos pensativos. La
mirada de Bella se dirigió a las costillas, a los hematomas aún rojos que las cubrían. Trató de
tocarlos con sus manos, pero Edward se retiró. Bella lo miró con inquietud, y luego la
resignación bañó su cara y le hizo desviar la mirada.
Él levantó los puños, mostrándole las cadenas.
—¿Crees que son necesarias?
—Muchos creen que sí —replicó ella con suavidad.
—¿No eres tú quien manda el ejército? ¿Tu palabra no es la ley?
—No te volverán a tocar.
—No puedes asegurar que no seré atacado de nuevo.
Por la mente de Bella pasaron las imágenes de las botas que lo pateaban y oyó de
nuevo las órdenes no atendidas que ella misma había dado a sus hombres para que se
detuvieran.
—Quieren matarme —afirmó Edward.
—Eres el enemigo —contestó Bella con estoicismo.
De repente, las manos atadas del amado prisionero estaban sobre sus mejillas,
obligándola a volver la cara hacia él.
—Bella —le dijo, y su nombre salió de sus labios como un suspiro—, tus hombres
tratarán de herirme nuevamente.
Bella sintió el calor de las manos en sus mejillas. Estaba tan cerca que su aliento le
besaba los labios, y durante un momento apenas pudo moverse, apenas pudo respirar.
Los dedos de Edward le acariciaron la línea del mentón, haciendo que el calor de sus
caricias se extendiera por todo el cuerpo.
—Desátame —murmuró.
Bella vio cómo sus labios acariciaban las palabras mientras hablaba, y sobrecogida,
impulsada por una fuerza irresistible, acercó sus labios a los del hombre y los abrió en señal
de entrega, ofreciéndolos, ofreciéndose entera.
—Déjame ir.
Lo miró con los ojos muy abiertos, aterrorizada ante semejante idea. Con firmeza, se
negó a aceptarla; las rodillas le temblaron cuando dio un paso atrás.
—No puedo.
Edward cerró los ojos, y un gesto de desilusión apareció en la tenue línea de sus labios.
—¿Cómo me puedes pedir que traicione a mi país —preguntó ella—, que abandone el
juramento que le hice a mi padre, y que además lo haga por ti? Tú no harías lo mismo por
mí.
—Tú eres mujer —dijo Edward, que intentaba razonar mientras sus ojos, llenos de
rabia, se concentraban en los de la joven.

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—¿Verdaderamente crees —inquirió ella levantando los hombros— que, sólo por el
amor de un hombre una mujer debería dejar todo lo que ha conseguido tan duramente
durante tantos años?
—Sí —replicó él.
Bella sacudió su cabeza.
—Yo no haría eso. Y mucho menos por ti, un hombre que no tiene amor dentro de él.
Un hombre sin alma, sin nada que ofrecer.
Se miraron con cierta desconfianza durante un rato largo, mientras Bella sentía que
una corriente de pesar y tristeza la inundaba por dentro. La cara de Edward era dura y fría,
inflexible ante las emociones. Ella se volvió para coger el recipiente de agua que había
encima de su mesilla de noche, al lado del camastro de campaña.
—Cuidaré tus heridas —le dijo.
Él le dio la espalda cuando ella se acercó.
—Ningún hombre francés, ninguna mujer francesa, podrá infligirme jamás heridas de
las cuales yo no sea capaz de curarme con mis propios medios —declaró.
Ella se detuvo a mitad del camino que había entre Edward y la mesilla de noche. «Debe
de odiarme mucho… tanto como yo lo odio a él», pensó, y volvió a colocar el recipiente de
agua en su lugar.
—En el castillo de los De Swan estarás a salvo —le explicó—. Mi padre nos está
esperando. Es un hombre de honor.
—Tu padre no será diferente de tus otros hombres —dijo Edward con desprecio.
Bella se irguió de indignación.
—Él es mi carne y mi sangre. Hay una parte de él en mí. Será diferente.
—Él es un hombre y, como tal, no mostrará ni gentileza ni misericordia hacia un inglés.
Se encaró con él, furiosa.
—Eres demasiado rápido y ligero a la hora de juzgarnos. ¿Nos conoces tan bien? —le
preguntó, acompañando cada una de sus palabras con un toque de amargura.
Edward alzó sus ojos verdes hacia ella. Como si fueran de fuego, la quemaron por
dentro hasta que su corazón se derritió. Sintió que una llamarada ardía en su interior; no
podía mirarlo sin sentir la urgencia de tocarlo. ¿Qué misterioso hechizo ejercía sobre ella?,
se preguntó. ¿Estaba delante de un auténtico demonio?
—Creo que te conozco bien —susurró con una voz burlona y seductora al mismo
tiempo—. Si me llevas delante de tu padre, será como enviarme a la muerte.
Un repentino escalofrío ahogó las llamas que su mirada había encendido en ella. No
podía entender la finalidad de sus palabras. Se apartó para abandonar la tienda, y al salir les
dijo a los soldados que condujeran a Edward a la tienda de los prisioneros. No lo tendría con
ella.

* * *
Durante el resto del día y hasta bien entrada la noche, no pudo olvidar las palabras de
su prisionero: «enviarme a la muerte». Luchó contra la imagen de Edward muerto sobre un
charco de sangre, y no pudo creer que su padre fuera capaz de hacer tal cosa. Todo lo que
quería era que su padre viera al Príncipe de las Tinieblas y que supiera que había sido ella
quien lo había capturado.
Bella recordó el día en que decidió convertirse en caballero y el momento en que
pronunció los juramentos de rigor. Le estaba contando a su padre cómo eran las lecciones
que recibía y se encontraba tan excitada que hubiera sido capaz de correr indefinidamente

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alrededor del campo del torneo. Su padre había asentido y sonreído con sus historias, pero
sus ojos se hallaban fijos en el espacio donde Jacob se estaba ejercitando. Cuando le contó a
su padre que su maestro le había dicho que era muy superior a muchos de sus alumnos
hombres, su padre había gritado en señal de júbilo y había levantado las manos en el aire.
Una sonrisa iluminó su cara al ver el orgullo que brillaba en sus ojos. Orgullo y cariño…
Hasta que cayó en la cuenta de que su padre miraba hacia el campo de justas, donde
Jacob había derribado a su oponente al suelo. El orgullo que habían desplegado los ojos de
su padre no estaba dedicado a ella, sino al talento guerrero de Jacob.
Desde aquel día, Bella había querido que su padre la mirara de la misma manera en
que miraba a Jacob, de la misma manera en que miraba a Emmett. Sin embargo, cuando la
miraba a ella, lo único que denotaban sus ojos era tolerancia y, en el mejor de los casos, una
cariñosa condescendencia, a veces teñida de cierta irritación.
Cruzó los brazos por detrás de la cabeza y se quedó mirando el techo de la tienda.
Imaginó que los ojos de su padre la miraban, y que sus labios se abrían en una gran sonrisa al
ver que ella le había llevado al Príncipe de las Tinieblas. Se sentiría orgulloso de su hija y le
diría…
Un grito agudo interrumpió el silencio de la noche:
—¡Fuego!

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Capítulo 11

¡Fuego!
El urgente grito de alarma despertó a Edward del sopor en que estaba y lo impulsó a
ponerse de pie con todos sus sentidos instantáneamente alerta. Algunas veces había oído el
grito en el castillo en que transcurrió su infancia, mientras crecía, y había sido entrenado
para responder con rapidez. Sus compañeros de armas luchaban contra la amenaza de las
llamas con la misma energía con que rechazaban a cualquier atacante.
El fuego era un enemigo odiado por todos los hombres. La parte trasera de la tienda-
prisión de Edward brillaba ligeramente con la luz anaranjada de las llamas. ¡El fuego estaba
cerca! El humo entraba por la rendija que había entre la carpa de la tienda y el suelo, y
lentamente se elevaba hasta el techo.
En el exterior de la tienda podía oír los gritos de los hombres que pedían más agua. Un
caballo relinchó asustado y luego se alejó al galope.
De repente, un amenazante destello de luz brilló en la pared de la tienda. Se acercaban
a ella las llamas del incendio. Edward sintió que la temperatura se elevaba dramáticamente
en su prisión. Gotas de sudor surgían de su frente para después caer al suelo, mientras que
un velo de humedad aparecía en sus brazos y en sus piernas. El grillete de su pie izquierdo se
deslizó sobre su tobillo. Edward se agachó y comenzó a tratar de deshacerse de él: tiró de él,
lo retorció, hizo todo lo posible por abrirlo como fuera.
Detrás de él la pared se iluminó. Detuvo su lucha con el grillete el tiempo suficiente
para ver que una lengua de fuego serpenteaba por debajo de la tienda y comenzaba a
escalar por la pared de tela.
Volvió su atención hacia el tobillo. Cuando los guardias desistieron de encadenarlo a la
estaca del suelo, comprendió que eso le daba una oportunidad. Había conseguido quitarse
una de las botas y algo había progresado antes con las argollas. Ahora, cuando el sudor le
lubricaba los grilletes, estaba seguro de que podía quitárselos. Tenía que hacerlo. Nadie
parecía preocuparse por sacarlo del lugar en que se hallaba. Era el momento.
Fuera, los gritos crecieron en intensidad, en competencia con la furia de las llamas.
Más y más hombres pedían agua a voz en cuello, corriendo en todas las direcciones, y más y
más caballos relinchaban llenos de terror.
Edward se esforzó por librarse de los grilletes de sus tobillos, hablando consigo mismo
para darse ánimo. «Voy a escapar. Todo lo que necesito es quitarme las cadenas y escapar.
La noche será mi aliada, mi manto encubridor. Ella sabrá esconderme, como tantas veces lo
ha hecho en el pasado».
El calor que se sentía dentro de la tienda creció. El sudor salía cada vez más libremente
por todos los poros de su cuerpo. El grillete se deslizó aún más hacia abajo, cortándole la piel
y haciéndole sangrar por las heridas. Tiró de las argollas con toda la fuerza que pudo reunir,
ignorando el dolor que se causaba. Al fin y al cabo, ese dolor no era nada comparado con lo
que sucedería si no podía escapar de aquella tienda, que se estaba convirtiendo en un
llameante infierno.
De pronto, para su sorpresa, su pie quedó libre. Se levantó de inmediato y cojeó hasta
la cortina de entrada, haciendo sonar las cadenas que aún tenía sujetas al pie derecho.

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Detrás de él, las paredes de la tienda desaparecían en las fauces del infierno, devoradas por
el fuego que lo rodeaba sin tregua. Al correr hacia fuera alcanzó a oír el rugido ensordecedor
de las llamas.
Los guardias habían abandonado sus puestos de vigilancia para ir a combatir el fuego.
Vio que al menos quince tiendas ardían en la oscuridad, y que muchas otras estaban ya
convertidas en cenizas negras. Se escondió detrás de una tienda vecina, miró hacia la
izquierda y vio que en la distancia se abría un camino hacia el bosque. Comenzó a moverse
hacia los árboles, pero con el rabillo del ojo notó el movimiento de una pequeña sombra en
un rincón, que lo hizo volverse hacia su antigua prisión.
El humo ocultaba parcialmente la figura del muchacho que corría hacia la tienda en
llamas. ¡No! ¡No podía ser! Edward se lanzó detrás de él.
Se detuvo en seco al entrar. El fuego estaba en todas partes y el calor era insoportable.
Edward entornó los ojos para resistir la agresión del humo. Sus finos oídos escucharon el
crepitar de las llamas e instintivamente saltó hacia su izquierda cuando uno de los soportes
incendiados de la tienda se derrumbó. Sintió los ardientes latigazos de las llamas alrededor
de sus piernas, y al levantarse giró hacia el lado opuesto, buscando escapar de aquel calor
infernal.
Vio que el muchacho yacía en un rincón de la tienda, con las piernas recogidas sobre el
pecho y los brazos protegiéndole la cara.
—¡Aquí! —gritó Edward, pero el fuego aulló a su alrededor, ahogando su voz,
exigiendo carne humana para alimentar su apetito insaciable.
El muchacho yacía inmóvil tras un manto de llamas.
Edward sintió que sus entrañas se encogían de miedo y, protegiéndose la cara con sus
manos encadenadas, saltó sobre la cortina de fuego. El dolor le quemó la espalda, pero lo
resistió. Se agachó y levantó al muchacho en sus brazos, apretándolo contra el pecho,
procurando protegerlo del fuego.
Edward logró salir por un lateral de la tienda, pasando por encima de los restos de lona
incendiada y dirigiéndose hacia el campo abierto. Se alejó de las llamas, del intenso calor, y
luego se puso de rodillas, manteniendo al chico aferrado a su pecho. No podía permitir que
muriera. Estaba asustado, asustado de lo que encontraría si miraba los ojos del muchacho.
Alex parecía tan blando y tranquilo en sus brazos… Las lágrimas asomaron a los ojos de
Edward cuando abrazó al muchacho, dispuesto a cambiar su vida por la del pequeño.
Después lo retiró de su pecho, sintiendo como si se arrancara un pedazo de la piel de su
propio cuerpo.
—Te dije que te fueras —habló con desesperación al muchacho, que no podía oírle—.
¿Por qué estás todavía aquí?
Finalmente, lo colocó con suavidad en el suelo y miró sus ojos abiertos. No había vida
en ellos, sólo el reflejo de la luna llena. Hizo el intento de sacudirle los hombros, pero se
detuvo al ver que sus manos temblaban.
Apretó los puños durante un momento, temeroso de que, al tocarlo, el muchacho no
se moviera.
—Levántate, Alex —le dijo con la voz ronca.
Nada.
Le acarició cautelosamente los hombros, y cuando vio que el joven no se movía, sintió
que una honda desesperación surgía dentro de él. Volvió a tocar los hombros del muchacho
y los sacudió con fuerza, con salvajismo casi. «No», pensó, con los ojos llenos de lágrimas.
—Vamos, Alex —le ordenó Edward—. Levántate.
Pero el muchacho no se movía, ni sus ojos parpadeaban.

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—¡Te he dicho que te levantes! —gritó.
Pasó un momento, y luego otro. Y como Alex no se movía, Edward se sentó a su lado y
lo miró con cara de estúpido. «No puede ser», pensó. «No puedo creerlo. No puede ser Alex.
Le dije que se fuera. Se lo ordené. Él nunca me ha desobedecido».
Y luego lo vio: el mechón de pelo rojizo que siempre le cubría los ojos descansaba
limpiamente a un lado de su cabeza, durmiendo para toda la eternidad.
Edward comenzó a temblar. Abrazó a Alex, manteniéndolo apretado contra su
corazón, y hundió la cara en el cuello del muchacho.
—¡Oh, Dios, Alex! —suspiró, incapaz de hablar, de hacer pasar una sola palabra a
través de su garganta cerrada—. ¿Por qué no me escuchaste? ¿Por qué no pudiste…?
Acarició la cabeza rojiza de Alex, apretándolo contra su pecho y con la visión nublada
por las lágrimas. Finalmente, se sintió sobrecogido por la pena, por la agonía y por el dolor.
Echó la cabeza hacia atrás.
—¡Nooooo! —rugió, y el eco de su angustia se perdió en la noche.
En el bosque cercano, los lobos comenzaron a aullar.

Pobre Alex

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Capítulo 12

Cuando Bella se le acercó, Edward volvió los ojos hacia ella, agachado como un lobo,
con el labio superior erizado, casi gruñendo. Bella se quedó fría, cautivada por la impasible
figura que Edward sostenía tan cerca de su pecho. Frunció el ceño cuando vio la cenicienta
textura de la pequeña cara a través del hollín que caía como una lluvia negra procedente del
incendio, y luego sus ojos se movieron del muchacho hacia el rostro desolado de Edward. La
luz anaranjada del fuego que aún ardía a su alrededor dibujaba largas sombras bajo sus ojos,
y parecía tan perdido en el mundo que la joven avanzó instintivamente hacia él con ánimo
de consolarlo.
Edward no le permitió acercarse, y una vez más, un prolongado gruñido, saturado de
angustia, salió de lo más profundo de su garganta. Asustada, Bella retrocedió. ¿Quién era
ese muchacho que evocaba tan hondos sentimientos en el Príncipe de las Tinieblas? ¿Y qué
estaba haciendo allí en el campamento?
Tres de sus hombres pasaron corriendo al lado de Bella y se detuvieron al ver al
Príncipe de las Tinieblas. Uno de los caballeros la miró a ella, después a Edward y siguió
avanzando cautelosamente hacia el prisionero y el chico.
Con la cara contraída por el odio, Edward apoyó la cabeza del muchacho sobre su
brazo izquierdo.
—No lo toques —gruñó, apretándolo contra su pecho.
El caballero miró a Bella sin saber muy bien qué hacer. Ella dio un paso hacia adelante,
dubitativa, tendiéndole las manos.
—Edward… —dijo con suavidad, tratando de consolarlo. Sus despreciativos ojos verdes
volvieron a mirarla.
—Mantente alejada de mí —le contestó con rabia.
Bella bajó las manos.
—El incendio fue un accidente —dijo en tono de infinita paciencia—. Nadie quería
hacer daño al muchacho.
Sus ojos se achicaron en señal de incredulidad.
—¿Hacerle daño? ¡Tú y tu ejército de franceses lo habéis asesinado! —gritó con la voz
llena de odio.
Los hombres de Bella lo rodearon de inmediato. Ella sacudió la cabeza para detener el
movimiento de los soldados, pero sus órdenes llegaron demasiado tarde.
Al ver que uno de los hombres se le acercaba, Edward lo recibió con un puñetazo en la
cara. Los otros dos lo asaltaron por la espalda y lo tumbaron al suelo junto con el muchacho,
al que alcanzó a proteger bajo su cuerpo. Bella se quedó asombrada de la fuerza con que
repelió a los dos hombres para que el cadáver de Alex no sufriera ningún daño.
Un relámpago estalló en el cielo, iluminando la cara atormentada de Edward. Los dos
caballeros consiguieron sujetarlo y lo obligaron a ponerse de pie. Bella abrió la boca para
ordenarles que se detuvieran, pero en ese instante Edward golpeó con su rodilla a un
hombre en el estómago y lo tiró al suelo. Luego se volvió hacia el otro guardia, lo agarró del
cuello, lo levantó sobre su cabeza y, como si fuera una muñeca de trapo, lo arrojó también al
suelo.

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Respirando con dificultad, miró de nuevo al muchacho, justo en el momento en que
otro relámpago iluminaba el cielo oscurecido. Se agachó, lo levantó con ternura entre sus
brazos y avanzó hacia Bella.
—No te puedo dejar ir —dijo ella con el pulso acelerado. ¿Pero cómo podía detenerlo?
No estaba armada y él era tan fuerte que…
—No te lo estoy pidiendo —declaró Edward con llaneza, quedándose a un paso de ella.
Bella quedó inmóvil.
—No me obligues a lastimarte —le advirtió Edward, con el rostro cubierto por las
sombras de la oscuridad, y los hombros apenas delineados por el fuego moribundo que aún
ardía a sus espaldas—. Nunca he hecho daño a una mujer.
Las primeras gotas de lluvia cayeron sobre las mejillas de Bella, a quien le costó trabajo
tragar saliva.
—Para escapar tendrás que matarme —le dijo.
—¿Y piensas que no lo haría? —respondió con una mueca de desprecio—. ¿Después
de lo que le hiciste al muchacho?
—Yo no le hice nada, Edward.
—Si no me hubieras capturado, ¡Alex estaría vivo! —explotó él.
Bella se quedó mirándolo. La rabia, el odio, pero sobre todo el dolor se le habían
grabado muy profundamente en las líneas que rodeaban sus grandes ojos verdes. Las cejas
de ella se alzaron en señal de simpatía y de sus ojos brotó una tierna comprensión.
—Me gustaría poder traerlo de nuevo a la vida —suspiró.
La frente de Edward se contrajo al contemplar una vez más el cadáver que tenía en sus
brazos.
La lluvia comenzó a caer entonces de verdad, empapandolos rápidamente hasta los
huesos.
—No permitiré que lo entierren en suelo francés —le dijo a ella con una voz apenas
audible—, y no consentiré que tus esfuerzos hayan sido en vano —le susurró a Alex.
De pronto, Edward se abalanzó sobre la mujer, golpeándola con fuerza en los
hombros, y salió corriendo hacia el bosque. Bella se recuperó rápidamente. Una veloz
mirada al campamento le reveló que el fuego estaba reducido ya a dos tiendas que ardían en
la distancia. Se volvió hacia el prisionero y lo siguió entre los árboles. Atravesó jadeando una
fila de arbustos, con el tiempo justo de ver cómo su espalda desaparecía tras el espeso
follaje. El muchacho en sus brazos y el grillete alrededor de uno de sus tobillos no le
permitían alejarse con la prontitud que hubiera deseado, lo que a su vez le permitía a ella
seguirle bien el paso. La lluvia le cubrió la cara y las ramas le arañaron los brazos y le
destrozaron la ropa, pero Bella no estaba dispuesta a detenerse. «No escapará», pensó, al
tiempo que un temor inconcebible nacía dentro de ella. «¡No puede escapar! Tengo que
sentirlo junto a mí de nuevo…». ¿De dónde provenía ese pensamiento? No; se engañó. No
sentía ningún interés por él. Simplemente, debía llevarlo al castillo de su padre… Era su
prisionero y tenía que entregarlo…
Siguió avanzando hacia él, obligando a sus piernas a correr cada vez más rápido, y
cuando el bosque se hizo más espeso, la oscuridad se cerró a su alrededor, dificultándole la
visión. Continuó su marcha casi a ciegas, tratando de no chocar con los árboles que se
interponían en su camino. Podía oírlo delante; oía el crujido de las ramas bajo sus botas;
podía oír cómo los arbustos le abrían paso cuando los atravesaba. Su corazón latía a un
ritmo desbocado y casi no alcanzaba a respirar. Buscó la manera de abrirse paso en medio
del follaje, siguiendo desesperadamente aquellos ruidos. No podía salirse con la suya… ¡No
podía escapar!

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De pronto, el eco de un grito en medio de la noche la aterrorizó.
El desgarro que percibió en la voz que gritaba le tocó las fibras más íntimas de su ser y
la incitó a apretar el paso. ¿Estaba herido? ¿Acaso algunos de sus hombres lo habían
encontrado indefenso en el bosque y lo habían atravesado con una espada?
Lo siguiente que supo fue que el bosque había desaparecido y que ella estaba
suspendida en el aire, sobre un brillante estanque. Luego sintió que caía, que caía cada vez
más hondo en la negrura del agua que quería tragarla. El grito de pánico que alcanzó a soltar
se ahogó cuando se estrelló contra el agua, sumergiéndose bajo la superficie. Frenética,
movió las piernas y los brazos y nadó, impulsándose de nuevo hacia arriba, pero un fuerte
remolino la arrastró otra vez bajo el agua.
De repente sintió que era escupida del agua, elevándose en el aire de la noche,
jadeante y farfullando palabras incoherentes. Bella cayó de nuevo en la tormentosa
corriente. Por poco se estrella contra las rocas que sobresalían aquí y allá en medio de los
rápidos, y cuyas peligrosas formas sólo eran visibles cuando las iluminaba algún relámpago
ocasional. Sus manos se agitaron en busca de cualquier cosa que llevara la corriente con ella,
pero el agua fluía con demasiada fuerza y la arrastraba. Luchó desesperadamente por
respirar. Era como si el río, o lo que fuera, estuviese tratando de absorberla, ola tras ola,
hasta que sin previo aviso surgió de las lóbregas profundidades una roca negra y se golpeó
contra ella, causándole un dolor terrible en la espalda y en el brazo izquierdo. Abrió la boca
para gritar, pero el agua la asaltó de nuevo, llenándole la boca y asfixiándola. Trató de
colocar su mano derecha en la espalda, donde sentía latidos dolorosos, pero la fuerza
turbulenta del agua la mantenía demasiado ocupada en la tarea de sostener su cabeza por
encima de las olas. El agua la arrastró con ella hasta que al fin, después de lo que a Bella le
parecieron horas, las aguas se aquietaron. Flotó durante un rato, recuperando el aliento. Se
sentía mareada y débil. El brazo izquierdo le dolía por el impacto de la roca. La corriente,
ahora más sosegada, la empujaba hacia la noche negra y hacia las aguas aún más negras. Se
sentía tan cansada, tan abrumadoramente cansada… qué fácil hubiera sido dejar de luchar,
entregarse por fin y permitir que el río le cubriera la cabeza. Qué sencillo era lograr el
descanso, la paz.
Fue entonces cuando vio a Edward, lejos de ella. Su forma oscura estaba perfilada por
la claridad del cielo. Permanecía en pie encima de una roca grande y con las dos manos
sostenía el cadáver del muchacho, que colgaba como un fardo, con las piernas
balanceándose en el agua. Logró impulsar su cuerpo con un último esfuerzo, y con un rápido
movimiento de sus brazos trató de maniobrar hacia el lugar donde se encontraba Edward.
Luego lo oyó. ¡Era el horroroso rugido de una avenida de agua! Mientras se acercaba a
Edward, el rugido le llenó la cabeza. La corriente se volvió de pronto más fuerte y Bella trató
de luchar contra ella, pero era empresa imposible porque el agua la empujaba cada vez con
más fuerza.
Vio a Edward; había encontrado apoyo en una roca y, sin dejar de sujetar la camisa del
muchacho con una mano, le ofrecía a ella la otra. Bella vio que sus labios se movían pero no
pudo escuchar sus palabras a causa del rugido que seguía martilleándole la cabeza. Pudo
levantar una mano por encima de la superficie del agua, mientras pataleaba con todas sus
fuerzas. No sería capaz de llegar. ¡Él estaba demasiado lejos!
Y entonces, Edward se echó todavía más hacia delante y le tendió la mano. El agua la
arrastró con mayor fuerza, ¡hasta que sus pies se balancearon al borde del abismo! Bajo ella,
la horrible boca de la oscuridad devoraba una cascada.
—¡Agárrame la mano! —gritó él. Sus palabras al fin eran audibles sobre el estruendoso
sonido del agua al estrellarse contra las rocas que la esperaban en las profundidades de la

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catarata.
Bella levantó la mano izquierda y se agarró a su puño, pero no fue capaz de
sostenerse.
Sus ojos desesperados buscaron los del inglés.
—¡Agárrala! —le ordenó éste.
Bella levantó otra vez la mano hacia él, pero al tocarle la piel sintió que se le iba de
nuevo. Gritó al comprender que el agua la empujaba irresistiblemente hacia la cascada, pero
Edward logró asirla de la punta de los dedos, tensando los músculos del cuello y de la cara
para potenciar el supremo esfuerzo. Se agarró como pudo a la roca en su intento de rescatar
a Bella y al mismo tiempo sostener al muchacho. Con una de sus manos sujetó
desesperadamente los dedos de Bella, y con la otra mantuvo las piernas del chico por
encima del agua, pero no podía hacer las dos cosas a la vez durante mucho rato.
Bella vio que Edward miraba el cuerpo del muchacho y después volvía los ojos hacia
ella. Maldijo en voz alta, y para sorpresa suya, soltó el cadáver de Alex y le agarró las
muñecas, asiéndola con firmeza y contemplando con ojos aterrorizados cómo el cuerpo del
chiquillo era arrastrado graciosamente, silenciosamente, hacia las profundidades de la
cascada.
Edward la sacó del agua y la depositó sobre la roca.
Durante un momento, Bella yació sobre el regazo de Edward, abrazándolo con fuerza
mientras trataba de recuperar la respiración. No podía ni abrir los ojos. Una lluvia recia
humedecía todavía más su cara. Finalmente, elevó la vista hacia él y notó que sus ojos
miraban para un lado y para el otro, escudriñando las orillas del tremendo río.
—¿Puedes nadar hasta la orilla? —preguntó sin mirarla.
Bella no contestó. Sabía que no podía sin antes descansar un rato. Comenzó a negar
con la cabeza.
La luz de un relámpago estalló en el cielo cuando él volvió sus ojos impasibles hacia
ella. El extraño resplandor se proyectó sobre su cara creando una larga sombra que lo hacía
parecer un príncipe en medio de las tinieblas, haciendo honor a su sobrenombre. Bajo su
mirada escrutadora, Bella sintió el fuerte brazo alrededor de su cintura y vio que sus piernas
descansaban sobre los muslos masculinos en una peligrosa intimidad. Apartó la vista, pero
sus suaves y burlonas palabras le llegaron irremediablemente a los oídos:
—Trata de mantener tus deseos bajo control, Ángel.
Se encontraron las miradas. La furia ardía en los ojos de la joven, pero era furia contra
ella misma, por dejarse llevar por la pasión. ¿De verdad era tan transparente?
—Me interpretas mal —dijo imperiosamente.
Mientras él inclinaba su cabeza hacia ella, Bella levantó las mejillas. Sus ojos la
quemaban con desdén.
—¿Entonces no necesitas que te preste mis servicios sexuales… ahora? —ironizó con
amargura.
—Ni ahora ni nunca más —contestó ella—. Preferiría tirarme a la corriente.
—Eso se puede arreglar —le dijo él en tono serio, aunque sin quitarle los brazos de la
cintura—. Pero dime, ¿puedes o no puedes nadar hasta la orilla?
Ella oía el ruido del agua que se deslizaba hacia el salto para luego estrellarse contra
las rocas en las profundidades del abismo. La orilla estaba demasiado lejos. Sabía que no lo
lograría. Sin embargo, lo que deseaba con todo su corazón era poder hacerlo, sólo para
alejarse de aquel insoportable y engreído perro sarnoso.
—Contéstame antes de que te eche al agua —le ordenó.
Ella tensó sus hombros.

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—No recibo órdenes de mis prisioneros —le dijo.
Las palabras burlonas de Edward volvieron a sonar en sus oídos, aunque esta vez más
cerca.
—Creo que ahora la prisionera eres tú.
Bella se liberó de sus brazos y se volvió hacia él, pero al hacerlo perdió el equilibrio y
comenzó a rodar por la roca. Por fortuna, Edward alcanzó a sujetarla por las muñecas,
impidiendo que cayera al agua. La mujer se zafó otra vez de él con furia, asegurándose bien
sobre sus pies, pero un dolor intenso recorrió todo su brazo izquierdo y su visión se hizo
borrosa. Se desmayó un instante sobre Edward.
Él la agarró de los brazos, echándose hacia atrás, y sintió que su cuerpo le caía encima.
—Estás herida —le dijo, al ver que abría los ojos.
—No —mintió ella débilmente—. Estoy bien.
—Espérame aquí —le ordenó, y se incorporó.
Cuando se puso de pie, Bella sintió que sus ojos eran atraídos hacia él como las llamas
atraen a las mariposas, porque cuando otro relámpago se dibujó sobre el oscuro cielo, su
cuerpo parecía brillar con un fuego radiante.
Saltó al agua, cortándola limpiamente con su cuerpo, y ella vio cómo desaparecía bajo
la superficie del líquido negro para emerger segundos después cerca de la orilla. Pero vio
también el esfuerzo que le costó combatir contra la corriente. Sus fuertes brazos cortaban el
agua, ayudándose con los pies, pero aun con el poder de sus piernas, se acercaba
peligrosamente al borde de la cascada. ¿Qué haría ella en el caso de que él no lograra llegar
a la orilla? Conteniendo la respiración, Bella vio cómo se aferraba a la rama de un árbol y
luego tenía que soltarla. Hizo un último esfuerzo, y ella rezó en silencio, hasta que se dio
cuenta de que había alcanzado la tierra, donde se puso en pie, caminó un trecho y se sentó
en la orilla húmeda.
Bella se sentó sobre la roca y cerró los ojos, dejando escapar un suspiro de alivio. Lo
había logrado. Un rayo zigzagueó en el cielo, como en señal de advertencia. Bella alzó la
vista. Luego miró hacia el hombre. La orilla estaba vacía.
Fue presa del pánico. ¿La había dejado sola? ¿La había abandonado en la roca para que
muriera allí? ¡Por supuesto! ¿Qué mejor manera de escapar? Se hizo mil reproches a sí
misma. ¿En qué estaba pensando? ¿Cómo había sido capaz de dejarlo ir?
Sus ojos observaron la orilla con atención. Reinaba la oscuridad entre los árboles y
arbustos que delimitaban la playa, haciendo casi imposible discernir algún movimiento.
¡Maldita sea! Se incorporó sobre la roca, calibrando la distancia que había entre ella y la
orilla.
Algo húmedo y nervudo rozó su mejilla. Gritó, quitándoselo de encima con un
movimiento frenético de su mano. Oyó cómo caía al agua y vio cómo se deslizaba corriente
abajo. «¡Una culebra!», pensó. Desapareció, pero ella, con los nervios de punta, continuó
buscando cualquier movimiento del reptil en el agua. Había oído hablar de serpientes
capaces de devorar a un hombre, y un escalofrío la estremeció de pies a cabeza.
Mientras buscaba a la culebra en el agua, algo cayó sobre su cabeza y se balanceó
delante de sus ojos como si fuera una cuerda mojada. ¡Otra serpiente! Al agarrarla con las
manos se dio cuenta de que era una especie de bejuco, algo así como una liana. Tiró con
fuerza y lo siguió con la mirada hasta que vio a Edward en la orilla, sosteniendo el otro
extremo con sus manos y haciéndole señales de que se lo atara alrededor de la cintura.
Cerró los ojos con silencioso agradecimiento.
Bella hizo lo que él le indicó, amarrándose el bejuco. Sin aviso previo, Edward tiró de la
liana con enorme fuerza, ella voló sobre el río y cayó al agua en medio de un estruendo

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espantoso. La corriente la envolvió de inmediato, acercándola a la catarata, pero otra fuerza
la sujetaba de la cintura y la acercaba a la orilla. Era la fuerza del bejuco. Era la fuerza de
Edward.
Trató de nadar, pero el brazo izquierdo le dolía con cualquier movimiento. Finalmente,
sintió el barro de la orilla bajo sus pies. Se tambaleó unos cuantos pasos sobre sus piernas
cansadas y doloridas y cayó de rodillas en tierra.
Edward comenzó a desatarle el bejuco de la cintura.
Bella le miró y se quitó sus manos de encima.
—Podías haberme dicho que saltara, en lugar de tirar así de mí.
—No me habrías oído —respondió él, apartándose con aire altivo.
Bella se levantó, mirándolo con desprecio. Trató de desatar el bejuco, pero cada vez
que movía el brazo, el dolor le llegaba hasta los hombros. Lo intentó de nuevo, pero la
agonía era excesiva. Le dio la espalda a Edward.
—Eso no te da derecho a ahogarme.
—¿Ahogarte? Te he salvado la vida.
Bella apretó su brazo izquierdo contra el bejuco, manteniéndolo quieto, y al fin logró
desatarlo. Lo tiró al suelo y se volvió hacia él.
—¡Tu brazo! —exclamó Edward.
—Estoy bien —dijo ella, sabiendo que no era cierto.
Otro relámpago rasgó el cielo nocturno, resaltando los contornos del cuerpo húmedo
de Edward. Con unos simples pantalones y una sola bota, parecía más desnudo que vestido.
Luego, la luz del relámpago se extinguió y su presencia se convirtió en una sombra. Levantó
los ojos hacia el cielo y sólo pudo ver las hojas de los árboles y las cortinas de lluvia que caían
sobre su cara.
—¿Sabes dónde estamos?
Su voz llegaba hasta ella a través de la oscuridad.
—No te lo puedo decir sin ver las estrellas —contestó, quitándose un mechón de pelo
que caía sobre su cara para inspeccionar los alrededores.
—Necesitamos encontrar algún refugio —decidió él.
—¿No podemos construirlo con las hojas y las ramas de los árboles? —añadió Bella
mientras sus ojos escrutaban el suelo del bosque.
—Hemos de seguir hacia abajo —afirmó él—. Puede haber una cueva detrás de la
cascada
La mirada de Bella parecía querer morderlo, destrozarlo.
—Muévete —ordenó el hombre, avanzando hacia ella.
Bella dio un paso atrás, sintiéndose ultrajada.
—No me des órdenes como si fuera tu sirviente.
—Te las doy, entonces, como si no fuera tu prisionero —declaró con mordacidad e
indiferencia y continuó avanzando hacia ella, que se retiró fuera de su alcance.
—No soy tu prisionera, y lo que intento es regresar contigo al campamento.
—Entonces te equivocas —contestó sujetándola por las muñecas.
Ella opuso resistencia, luchando contra su dominio con los pies enterrados en el barro,
pero sus manos eran poderosos grilletes, imposibles de romper. Edward se agachó, rodeó las
piernas de ella con sus brazos y la levantó hasta sus hombros. La rabia la consumió y golpeó
su ancha espalda con los puños cerrados, pese al dolor que sentía en el brazo. Era como
golpear una piedra. Él caminaba por el bosque en la misma dirección de la corriente del río.
El camino estaba resbaladizo, pero sus pisadas se hundían en el suelo con seguridad y con
confianza. Bella se retorció entre sus brazos, y durante un momento él perdió el equilibrio.

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—No me obligues a atarte las manos —la amenazó.
Aunque hablaba en voz baja, lo oyó por encima del ensordecedor ruido del agua. La
furia se apoderó de ella y la obligó a cerrar la boca, jurándose a sí misma que escaparía.
Llegaron a la cima de una colina y Edward la deslizó hasta el suelo. La cascada resplandecía
delante de ellos.
Un trueno rugió sobre sus cabezas cuando Edward entró al agua. Bella aprovechó para
dar un paso atrás, levantó un pie y le propinó una patada en todo el centro de la espalda. Él
cayó hacia delante, en el agua, y tuvo que soltarle las muñecas.
Bella huyó hacia el bosque, corriendo entre los árboles y sintiendo que la idea de
escapar había insuflado renovadas energías en sus músculos cansados. Sus pies resbalaban
en el barro al tiempo que se internaba en la oscuridad, procurando ocultarse detrás de los
grandes troncos y saltando por encima de sus ramas caídas. Al cabo de un rato su furia se
desvaneció y aminoró el ritmo de la carrera. «Lo necesito», pensó, «y debo llevarlo conmigo
al campamento».
Aminorar el paso fue suficiente. Aun sin mirar hacia atrás, sabía que la distancia entre
los dos era cada vez menor. Oyó sus pasos, y el simple hecho de oírlos despertó en ella su
espíritu desafiante. Continuó la fuga, pero ya era demasiado tarde. La detuvo, agarrándola
por la cintura y levantándola del suelo, y cuando ella luchó por zafarse, golpeándolo con
todas sus fuerzas, la arrojó de espaldas contra el tronco de un árbol.
El dolor se disparó otra vez en su brazo izquierdo y la hizo lloriquear de rabia. Y cuando
lo miró de frente, sus ojos brillaban a la luz de los relámpagos.
—No puedes escapar de mí —le susurró al oído—. No puedes hacerlo ahora. ¡Ni
podrás conseguirlo nunca!
La joven sintió que apretaba su cuerpo contra ella para mantenerla en su lugar, para
reducirla al silencio, para tenerla cautiva. Bella no podía apartar la vista de sus ojos. «Cómo
debe odiarme», pensó.
Luego los labios de Edward se fundieron con su boca, abrasándola de un lado a otro,
pidiendo permiso para entrar. Se desconcertó durante un momento, agitando las manos
sobre su pecho en señal de débil protesta. Después, muy lentamente, sus labios avivaron el
fuego que ardía dentro de ella, hasta que se relajó por completo y acabó entregada. Él
deslizó la lengua en su boca, presionándola con fortaleza y exigiéndole que se rindiera. Bella
sintió cada uno de sus pétreos y poderosos músculos contra ella. El calor de aquellos labios
anulaba su voluntad. Cerró los ojos y dejó que sus besos, como la lluvia, le bañaran todo el
cuerpo.
Luego él se apartó. Ella no podía moverse, no quería que el beso terminara, no quería
que la ternura pasara, y cuando al fin abrió los ojos, encontró que una sonrisa burlona le
curvaba los labios y que había cierta mofa en sus ojos.
—Creo que me he confundido. Es posible que haya usado el método equivocado para
controlarte —murmuró.
La humillación, el dolor y la rabia se agolparon en su pecho. Se estremeció.
—Ningún hombre puede controlarme —respondió, luchando por odiarle.
—¿Quieres que pongamos tus palabras a prueba? —le preguntó mientras la
presionaba de nuevo, cada vez más fuerte, frustrando sus vanos esfuerzos por escaparse.
—Eres un perro sarnoso —le dijo con desprecio—. No tienes honor. ¿Cómo pudo tu
rey hacerte caballero?
—Yo me estaba preguntando lo mismo sobre ti.
Sus ojos furiosos se enfrentaron al tiempo que los relámpagos rasgaban el cielo y los
truenos retumbaban entre los formidables árboles del bosque que los rodeaba. Edward la

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agarró del brazo y la empujó hacia el río.
—Ahora muévete —le ordenó—, si no quieres que trate de controlarte de nuevo.
Bella tropezó y cayó de rodillas en el barro. Se levantó rápidamente y caminó bajo el
aguacero hasta el río, un trecho que recorrió enseguida. El río ahora estaba en calma, con
excepción del agua del salto que se precipitaba contra las rocas. Finas gotas de lluvia caían
sobre el estanque. Oyó sus pasos en el barro cuando se le aproximaba desde atrás.
—Tu brazo está sangrando —le dijo, y Bella se sorprendió por la preocupación que
parecía denotar su voz.
Ella se palpó la parte de atrás del brazo herido. La túnica se le había rasgado y cuando
tocó la piel, un dolor intenso afectó a todo el brazo. Retiró los dedos y vio que había sangre
en ellos.
Edward se le acercó. Ella podía sentir su presencia.
—Hay que vendarlo —murmuró.
Bella no contestó. La sangre que había en sus dedos era de un rojo profundo, aun
cuando la lluvia la diluía. Ella tenía que convencerlo de que la llevara al campamento.
Emmett se encargaría de su herida.
Ignorando el agudo dolor y el agotamiento, entró al río y se dirigió hacia la cascada, y
cuando se acercó a ella, se dio cuenta de que Edward tenía razón. Había una cueva detrás
del agua que caía con fuerza. Trepó a una roca y se encaminó hacia el refugio. Detrás de la
cascada había un pequeño saliente de piedra que le permitió reptar hasta la entrada del
oscuro hueco enclavado en la pared del peñasco. La cueva era pequeña, aunque con espacio
suficiente para albergar a cinco personas acostadas, es decir más del que necesitaban
Edward y ella.
Pero era un lugar oscuro y húmedo. El suelo estaba empapado, y el agua caía del
techo. Había algo tenebroso en el lugar, y cuando entró a la cueva, sintió un escalofrío.
—Quítate la ropa —le dijo él.
Bella se volvió a mirarlo. ¿La iba a violar? ¿Allí? Su silueta se dibujaba contra el agua
como una sombra oscura en la boca de la cueva. Podía sentir sus ojos sobre ella.
Él dio un paso hacia delante y Bella retrocedió hasta que su espalda tocó la pared de
piedra.
—No me entregaré a ti —le dijo—. Pelearé hasta el último aliento.
Él soltó una carcajada que retumbó por toda la cueva.
—No me gustaría que lo hicieras de ninguna otra manera —le contestó al ponerle las
manos en los hombros.
Bella sintió que temblaba cuando él le retiró con la mano el pelo húmedo que cubría
sus hombros.
—Quítate la ropa o lo haré yo en tu lugar —le dijo.
—Sólo… sólo llevo una camisa puesta bajo la túnica —replicó Bella sin aliento.
—He visto muchas camisas antes —la interrumpió Edward—. La tuya no será
diferente.
Furiosa, Bella lo empujó hacia atrás. Él se plegó a su deseo, retirándose un poco,
aunque sin quitarle los ojos de encima. Ella le devolvió la mirada, tratando de averiguar qué
era lo que quería. Incapaz de leer en aquellos ojos verdes, levantó la barbilla, cerró los ojos y
se despojó de la túnica, pasándola por encima de la cabeza. Se quedó delante de él, con la
túnica en las manos y mirándolo con rabia.
—Los pantalones y las botas también —le ordenó con voz ronca.
Bella dejó que la túnica cayera al suelo y se sentó encima de una piedra. Levantó el pie
izquierdo y se quitó la bota. Luego repitió el movimiento con el pie derecho. Se puso de pie y

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se bajó los pantalones, que cayeron al suelo al lado de la túnica.
Edward se aproximó lentamente y Bella dejó que sus manos se deslizaran sobre sus
caderas. El diáfano material de su camisa estaba húmedo y, por lo tanto, se le pegaba al
cuerpo. Las mangas eran meras tiras de tela, y el tejido alrededor de sus pechos estaba
arrugado. La falda era más corta de lo habitual, y le caía hasta la mitad de los muslos.
Usualmente, le gustaba que la falda le ciñera las piernas, por encima de los pantalones, y se
amarraba la túnica con un cinturón por encima. La camisa era la única prenda femenina de la
que no podía prescindir, ya que la protegía de las ásperas túnicas de lana que a veces tenía
que ponerse.
Edward la contempló durante un rato largo y ella le devolvió, furiosa, la mirada.
Finalmente, él se agachó para recoger la túnica, las botas y los pantalones, y luego se alejó
de ella.
Bella vio que extendía sus ropas sobre el suelo de la cueva y que luego se sentaba
encima de una piedra. Un relámpago iluminó el interior del recinto, lo que le permitió ver
cómo los músculos de sus hombros se tensaban y después se relajaban con el esfuerzo de
quitarse la bota. Su pelo largo y húmedo le caía sobre los hombros. Se detuvo un momento a
observar la cadena que aún le ceñía el otro pie, y luego se levantó y la miró de frente.
Bella lo miró también. Sus intensos ojos verdes la quemaban por dentro, haciendo que
temblaran las fibras más íntimas de su ser. De pronto se dio cuenta de lo transparente que
era su camisa, y en un intento inútil de desviar su mirada, cruzó los brazos sobre el pecho.
Una sonrisa iluminó los labios de Edward, que se levantó y se acercó. Bella sintió que
su corazón latía con fuerza y que una corriente de deseo pasaba por su espina dorsal.
Edward era mucho más alto que ella y, por supuesto, mucho más fuerte. Un extraño
calor irradiaba su cuerpo, y ella lo disfrutaba como si procediera del sol, y podía sentir
además la abrasadora intensidad de sus ojos. La seducía aquel peligro, pero se negó a
rendirse ante él. De repente decidió lo contrario, aun a sabiendas de que podía salir herida
de la experiencia. Vio que una de sus manos se alzaba para tocarla. «No. Lucharé contra él»,
se juró a sí misma.
—Créeme, Ángel —le dijo con voz quejumbrosa—. Mi mente está en otras cosas.
Luego le tocó el brazo izquierdo. Olas de deseo anegaron su cuerpo, su piel, sus
pechos, su vientre. Sentía que flotaba en un mar de pasión, luchando contra la corriente que
la asaltaba y, sin embargo, degustando el calor de aquel tacto. Después la mano se retiró y
ella volvió a las playas de la realidad.
Edward le tomó la mano y vio que la sangre manchaba la yema de sus dedos.
—Déjame ayudarte —dijo.
Bella se estremeció ante los efectos que él causaba en su cuerpo y supo que tenía que
apartarse de él antes de que le infectara la mente y la sumiera en la confusión, como había
sucedido antes. Retiró los dedos de sus manos, y al hacerlo el dolor la golpeó en todo el
brazo, que se tocó con aprensión. Sintió la humedad de la sangre.
—No quiero tu ayuda —le contestó.
Edward retrocedió. La observó desde arriba durante un momento interminable,
negándose a quitarle los ojos de encima, y después se fue hasta el otro extremo de la cueva.
Bella se sentó sobre una roca. No sabía si se encontraba exhausta por la herida, por el
agua o por su constante guerra contra Edward. Todo lo que sabía era que tenía que regresar
al campamento, y que debía hacerlo con Edward. Como fuese, a cualquier precio.

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Capítulo 13

Edward se volvió hacia Bella por enésima vez y vio cómo la luz de la mañana le bañaba
todo el cuerpo a medida en que el sol se levantaba. Su camisa estaba casi seca, y la tela se
ajustaba mejor a las suaves curvas de sus senos. Aún dormía, doblada sobre sí misma entre
dos rocas que había hacia la parte de atrás de la cueva, y él no había tenido la oportunidad
de echarle una mirada a su herida. Sabía que el corte era profundo, a juzgar por el charco de
sangre que se había formado al lado de sus caderas. «¿Por qué será tan terca?», se
preguntó. «¿Estará dispuesta a dejarse morir?».
Con los ojos ausentes, se frotó los puños doloridos. Durante la noche, mientras ella
dormía, había luchado con denuedo con el resto de sus cadenas. Miró hacia el exterior de la
cueva a través de la cascada que los mantenía ocultos, pero sin ver realmente lo que había
detrás. Ella era la causa de todos sus sufrimientos, pensó. «Me mira a los ojos y ve el odio
que siento por ella, como debería verlo. Yo debería odiarla, odiarla por atreverse a hacer
frente al Príncipe de las Tinieblas. Por tratar de engañarlo y, sobre todo, por haber matado a
Alex». Si ella no lo hubiera capturado, el muchacho no habría ido a buscarlo al campamento.
De nuevo, la imagen de Alex apareció en su mente y vio una vez más aquel mechón de
pelo que solía cubrir sus ojos. El pesar se apoderó de su alma y se aposentó en su garganta,
cerrándola hasta que casi ya no pudo respirar. Hubiera sido un magnífico caballero, pensó
Edward con tristeza. Un gran caballero. Y ahora, ni siquiera había podido darle el entierro
que se merecía. El agua se llevó su cuerpo de la misma manera en que el fuego y el humo le
robaron la respiración. «¡Maldita sea esta tierra de los franceses!».
Sacudió la cabeza. Construiría una tumba en su memoria cuando regresara al Castillo
Oscuro, se prometió en silencio. Y llevaría a Inglaterra a la que lo había matado, para que
sufriera allí por el crimen que había cometido.
Una vez más sus ojos se sintieron irresistiblemente atraídos hacia ella. Parecía tan
pálida, tan indefensa y tan pequeña… ¿Cómo podía ser posible que mandara a todo un
ejército?, se preguntó con furia. ¿Cómo era posible que una mujer estuviera al frente de un
ejército de hombres?
Bella se movió ligeramente y su cara se contrajo de dolor, haciendo que un suave
quejido saliera de sus labios. Edward avanzó de inmediato hacia ella y se arrodilló a su lado.
Su cabeza estaba inclinada a la derecha, y un mechón de pelo cobrizo caía sobre la mejilla
izquierda. El brazo herido adquiría poco a poco un color púrpura, y durante un momento se
preguntó si no estaría roto, pero recordó que ella lo había movido y comprendió que no lo
estaba. Tenía que ver la herida, calibrar su profundidad, la gravedad del daño.
Se le acercó todavía más. Su rodilla le rozó la cadera y Edward miró hacia ella. La
camisa se le había levantado en las piernas, dejando al descubierto la mayor parte de sus
sedosos muslos blancos. Un intenso deseo afloró dentro de él, y de repente se dio cuenta de
que no podía moverse. Despacio, levantó los ojos de nuevo. El delgado tirante se le había
escurrido brazo abajo y casi le llegaba a los codos. ¿Quién era esa mujer que evocaba en él
deseos tan poderosos? Sus ojos se movieron lentamente por su cintura, por sus senos y por
sus labios llenos… un trayecto que sus manos anhelaban recorrer. ¿Por qué le atribulaba el
pensamiento carnal ahora más que nunca?

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Como si algo lo hubiera sacudido de pronto, se alejó de ella. Huyó porque quería
tocarla. Quería ver cómo se arqueaba bajo el peso de su cuerpo, gritando de placer mientras
sus cuerpos desnudos se hermanaban entre las ansias de la pasión. Y sin embargo, sabía que
no podía hacerlo. Ella era una fruta prohibida, un enemigo. Nunca podría colmar de placer a
quien había matado a Alex. El pensamiento le parecía repulsivo, pero no era capaz de pensar
en nada más cuando ella estaba cerca. «No debo mirarla como mujer. Debo mirarla como mi
prisionera, como mi enemigo».
Se incorporó y caminó velozmente hasta la entrada de la cueva.
—Despierta —la llamó.
Los ojos de la mujer se abrieron y sus manos se dirigieron instintivamente al lugar
donde hubiera debido encontrar la funda de la espada, pero el aire fue todo lo que pudo
agarrar. Sus pupilas cafés se concentraron en él con una expresión alarmada.
—Levántate —le ordenó Edward.
Ella se puso de pie.
—¿Qué pasa? —preguntó—. ¿Sucede algo malo?
—Ha llegado la hora de que sigamos nuestro camino —contestó.
Bella se quedó pasmada, y luego Edward vio cómo la ira le subía hasta la cara. Lo miró
con una sonrisa de desprecio, tensó los hombros con indignación y luego se ajustó las
mangas de la camisa.
Edward luchó contra el deseo que lo impulsaba hacia ella, concentrándose en la idea
de que quería de verdad matarla, colocarle las manos en el cuello y luego estrangularla.
Dichos pensamientos no lograron apagar la lujuria que sentía entre las piernas. En realidad
sabía que jamás podría matarla.
—No trates de seducirme, ramera —le dijo entornando los ojos—, o tomaré lo que me
ofreces.
Ella abrió la boca.
—¿Me alcanzas la ropa que cayó de mi cuerpo? —preguntó, con ira contenida.
Una sonrisa oscura curvó los labios de Edward.
Ella levantó las cejas, y mientras se alejaba del hombre sintió que el dolor consumía su
cuerpo. Se pasó una mano por el brazo, dándole la espalda para ocultar su agonía.
Edward sabía que estaba sintiendo mucho dolor y una parte de él quiso acercarse y
ayudarla, pero no se movió de su sitio. Ella no quería su ayuda, como tantas veces se lo
había repetido. Esperó a que Bella se diera la vuelta cuando hubiera dominado el dolor.
—Eres una estúpida por no dejarme ver tu herida —le dijo entonces—. Bien podría
infectarse.
—¿Y a ti qué te importa?
Su pregunta lo asombró.
—No me gusta que mis prisioneros mueran —declaró—. Al revés de lo que te sucede a
ti.
—No soy tu prisionera —respondió casi sin fuerzas, y se sentó en una roca.
Los agudos ojos de Edward entendieron que apenas podía mover el brazo. Tal vez no
era aconsejable discutir con ella cuando estaba así de pálida… así de débil. Bella se sentó en
la oscuridad de la cueva con la cabeza apoyada sobre las rodillas y con los largos mechones
de su pelo colgándole sobre los hombros. Él vio cómo la maldita manga de la camisa se le
escurría por el brazo y deseó que sus ropas estuvieran secas. Aún estaban mojadas cuando
las había recogido del suelo unos minutos antes y las había dejado al sol, encima de una
roca, en los alrededores de la cueva. En el interior no habían podido secarse. Finalmente,
Bella levantó los ojos hacia él.

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—Necesitamos comida —le dijo—. ¿O es que planeas morir de hambre?
Sus palabras eran tan agudas como el filo de una espada.
—Yo ya he comido —contestó Edward, pensando en las bayas y raíces que había
recogido antes del amanecer.
Notó que una sombra de incredulidad pasaba por sus grandes ojos cafés y sonrió con
disimulo. Ella no tenía por qué saber que él había recogido suficientes bayas y raíces para
alimentarlos a ambos. Se levantó de la roca donde se había sentado y caminó hasta la salida
de la cueva, pero él la agarró por el brazo derecho.
—¿Adónde vas? —le preguntó.
—Quítame las manos de encima —le contestó con una crispación evidente.
—No tengo intención de perderte de vista.
La mujer sonrió con amargura.
—¿Crees que si quisiera no hubiera podido escapar? —argumentó, liberando su
brazo—. No eres nada más que un maldito perro inglés, y no siento por ti más que
desprecio.
—Si fueras un hombre, no me hablarías de esa manera.
—Entonces sólo has conocido a hombres cobardes —replicó ella.
¡Qué pequeña ramera tan valiente!, pensó, acordándose por un instante de la Jauría
de los Lobos, de la manera en que se plantaban delante de los caballeros enemigos en el
campo.
—Cobardes no es la palabra que yo utilizaría para describir a los hombres que he
conocido.
—¿No? ¿Y qué me dices de los cerdos, de los patanes, de los gusanos carcomidos por
las moscas?
Una risa ahogada se agitó en su garganta. Bella pasó a su lado, pero antes de que
saliera de la cueva él le dijo:
—Hay bayas y raíces en el rincón.
Bella se detuvo y lo miró. Edward vio cómo trataba de ocultar su vergüenza bajo un
manto de orgullo. La mayor parte de las mujeres que él conocía se hubieran puesto a llorar
hacía mucho tiempo, pero no Ángel. Ella devolvía insulto por insulto. Podía valerse por sí
misma con gran facilidad, pero lo que más impresionaba a Edward era que no se acobardaba
delante de él.
Por el contrario, otra vez enderezó los hombros, se colocó la manga de la camisa y
caminó hasta el rincón de la cueva donde él había depositado el alimento. Se arrodilló, se
llenó las manos de bayas rojas, y se llevó una a la boca, al tiempo que la maldita manga
medio rasgada se deslizó de nuevo hasta la altura del codo. Su cabellera se le había secado
en espirales rebeldes sobre la espalda. Edward cayó en la cuenta de que sus ojos seguían el
camino de las curvas de su espalda hasta encontrarse con la cintura, donde comenzaban
otras curvas. Sin la armadura, en efecto, se veía que se trataba de un bocado delicioso.
Como si leyera sus pensamientos, ella volvió la cabeza y lo miró por encima del
hombro.
Aquellos ojos cafés brillaban a la luz que se filtraba a través de la cascada, resaltándole
los labios sensuales y ligeramente abiertos. Edward apartó su mirada de ella. ¡Qué pequeña
arpía tan atrevida! ¿Cómo podía haber sido virgen, rodeada de tantos hombres, con unos
ojos tan sensuales? Salió rápidamente de la cueva.
No podía pensar en ella de esta manera, se recordó a sí mismo. Ella era su prisionera
francesa, y debía tratarla como tal.
Y sin embargo, la imagen de aquella mirada sensual se había grabado con fuego en su

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memoria. Aquellos labios… tan tentadores. Tan maduros para ser besados. Quería sentirlos
otra vez contra los suyos.
¡Con razón esos débiles franceses habían puesto a la pequeña ramera al frente de su
ejército! Ante aquellos ojos tan ardientes, necesitó reunir toda la fuerza de su voluntad para
no caer de rodillas a sus pies, entregarse y jurarle devoción eterna. Colocó las manos bajo la
catarata y las llenó de agua, lavándose la cara y sacudiendo la cabeza en un vano intento de
despejarse, de librarse de sus encantos.
—Edward…
Estaba justo detrás de él. Era su prisionera. Sólo su prisionera, se dijo. No debía
olvidarlo o estaría perdido.
—Creo que me rompí el brazo —dijo quedamente.
—¿Lo puedes mover? —preguntó con la voz tersa.
—Un poco. Emmett me lo puede arreglar. Le he visto hacerlo muchas veces.
La espalda de Edward se puso rígida. Escapar. Quería escapar. ¿Su mente siempre
estaba trabajando? Se volvió hacia ella. Sus ojos eran grandes y seductores.
—Ya veo —dijo él.
Bella se retiró hasta colocar su espalda contra las piedras que había a la entrada de la
cueva, y él sospechó, por su manera de moverse, que el brazo no estaba realmente roto.
Edward se le acercó. La miró durante un tiempo indefinido. Sus ojos eran de un café
oscuro, y sus labios despedían una sensualidad que hubiera querido disfrutar sin más
demora. Bajó la vista y notó que a través de su camisa, casi transparente, podía ver los
pezones oscuros y la forma de los senos. Trató de hacer pasar saliva por su garganta de
repente seca, y delicadamente le tocó el brazo con una mano. La sintió temblar y levantó sus
ojos verdes hacia ella. ¿Tendría frío?
Unos ojos cafés, anchos e inocentes, le devolvieron la mirada antes de caer sobre sus
labios. Cuidadosamente, sin quitarle los ojos de encima, Edward deslizó los dedos por la
manga de la camisa y tocó la piel de su brazo. El rugido de la cascada no podía compararse
con el de la pasión que sentía crecer en todo su cuerpo. Se acercó todavía más, tocando con
su ardiente cuerpo los hilos de su camisa, acariciando con sus duros músculos la suavidad de
la piel femenina. Sintió que ella inhalaba y presionó los senos contra su pecho. Un rizo de su
pelo flotaba a un lado de la cara de Edward. El brazo herido, al parecer, se le había olvidado
por completo. Sus dedos recorrieron la línea de sus mejillas y luego se enredaron en su pelo,
tan suave y transparente como la camisa, y lo peinaron hacia atrás.
Edward agarró un mechón de su cabello entre sus puños de hierro y acercó aún más su
cara a la de Bella.
Ella abrió la boca con delicadeza y su aliento dulce le calentó los labios. El hombre la
apretó, en un abrazo infinito.
Comenzó a besarla. Sus ardientes besos le succionaron los labios, pidieron libre
entrada, y la obligaron a rendirse. Cuando ella abrió la boca, la lengua penetró hasta lo más
profundo de la hembra. Era como saborear una baya muy dulce, y él quería más… mucho
más.
—Bella… —murmuró.
Era su pasión la que hablaba. Dios, ¡cuánto la deseaba!
—¡Bella! —oyó Edward, que pensó que estaba tan arrebatado que se escuchaba a sí
mismo, como si fuera otro. Pero era realmente otro quien pronunciaba el nombre de ella.
De pronto, Edward retiró sus labios de la boca amada, mirando por encima del
hombro. ¡Voces!
—Bella, ¿dónde estás?

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¡Una patrulla de búsqueda! ¿Los habían visto?
Edward se volvió hacia ella, que abrió la boca como si quisiera pedir ayuda, pero
Edward le selló los labios con la palma de su mano.
—Ni una sola palabra —susurró.
Su pasión, de pronto, se había enfriado. ¿Sería que ella los había visto acercarse y
había tratado de distraerlo con el cuento de que tenía el brazo roto, la seducción fingida y
todo eso? Le miró el brazo. Había visto muchos miembros rotos en el campo de batalla, pero
el de ella no se parecía a ninguno. Se trataba de una treta, estaba seguro. Dirigió los ojos
hacia la cascada, tratando de averiguar cuántos eran, pero no pudo ver a nadie. Volvió de
nuevo la cabeza hacia la causa de todos sus problemas, que lo miraba con aquellos grandes
ojos cafés que minutos antes lo habían seducido hasta el punto de haber querido él poseerla
de inmediato. Pero él se entendería con semejante seducción, ajustaría las cuentas después.
Por el momento, la empujó hasta la parte más oscura de la cueva.
—No me cogerán de nuevo —prometió—. Estos franceses no me cogerán de nuevo.
Algo brilló en aquellos grandes ojos cafés… algo suave y tierno.
—¡Bella!
Edward recordó sus anteriores intentos de escapar, pero ella permaneció sin moverse,
a su lado. Tras haberla llevado hasta el rincón más oscuro de la cueva, volvió a mirar hacia la
entrada. No podía ver ningún movimiento a través de la cascada, pero sabía que estaban allí.
Miró a Bella, que seguía contemplándolo en silencio y sin moverse. Arrugó la frente. Si él
fuera ella, estaba seguro de que haría cualquier cosa para liberarse. Tal vez se había dado
cuenta de que ante su fuerza superior era imposible escapar. Quizás era más lista de lo que
él pensaba. O tal vez, sólo tal vez, había disfrutado el beso tanto como él.
Maldiciendo, la obligó a darse la vuelta para que su espalda quedara aprisionada
contra su pecho, tapándole la boca con las manos. ¡Por la sangre de Cristo! No podía
dedicarse a besarla como había hecho sólo hacía un momento… Ella era su enemiga, y él
debía llevarla a Inglaterra.
—¡Bella! —decía la voz exterior.
Aunque la voz se acercaba cada vez más, Edward no temía ser descubierto. La cascada
lo ocultaba a la perfección, y los caballeros franceses no sabían dónde estaba. Pero luego
sintió que un nuevo pensamiento lo golpeaba. ¡La ropa! ¡Por Dios! Si encontraban la ropa
que había puesto a secar registrarían toda la zona palmo a palmo y acabarían con sus
posibilidades de escapar.
Empujó a Bella hasta la cascada, manteniéndola cerca, y se incorporó sobre la piedra
saliente que le había servido de punto de apoyo en otras ocasiones. Con cautela paseó la
vista desde la caída del agua hasta el lugar donde había puesto la ropa a secar al sol sobre
unas piedras. Sus ojos escudriñaron el bosque circundante. No había nadie cerca de la ropa.
Estaban a salvo.
Luego, las ramas de unos arbustos cercanos se rompieron cuando un caballero francés
que se aproximaba a la orilla del río tropezó contra ellas. Estaba mirando hacia abajo,
buscando algo en el suelo, y con la punta de su espada separaba las piedras pequeñas que
encontraba en su camino. Si levantaba la vista hacia la roca que tenía a su derecha, las
posibilidades de escapar habrían desaparecido. Edward contuvo el aliento. Nunca antes le
había rezado a Dios, pero ahora lo hizo. El caballero se acercó a la roca.
Bella cambió de posición en ese mismo momento y su pie golpeó una piedra pequeña,
que cayó sobre el saliente de la entrada y rebotó contra el rugido del agua.
Furibundo, Edward la volvió a colocar de espaldas a la pared de la cueva. Sus ojos se
volvieron raudos hacia el hombre. ¿Habría oído algo? El caballero estaba utilizando los

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tacones de sus botas para aplastar una pequeña planta que crecía entre las rocas. Edward
miró hacia la cascada, siguiendo el trayecto de la piedrecilla que Bella había empujado al
vacío involuntariamente, y entonces fue cuando notó que otras piedrecillas resbalaban
sobre la saliente. Elevó sus ojos hacia el caballero. Sin quitar la mano que había puesto
encima de la boca de Bella, Edward se agachó hasta el suelo y recogió una piedra de buen
tamaño con la otra mano. Arqueó su brazo por encima de la cabeza y lanzó la piedra, que
cayó detrás del caballero en el bosque, estrellándose contra el tronco de un árbol.
Ante el sonido, el caballero se volvió, al tiempo que desenvainaba la espada, y no dudó
un momento antes de internarse en el bosque.
Había estado cerca. Demasiado cerca. La furia reemplazó a la sensación de alivio que
había experimentado Edward. Llevó a Bella a la parte de atrás de la cueva y la soltó. Sus ojos
echaban chispas al pasear por ella la mirada.
—La próxima vez, no me la jugarás tan fácilmente.
La joven se volvió de espaldas. No podía confiar en ella, decidió. Tendría que vigilarla.
¿Pero podía vigilarla y, al mismo tiempo, mantenerse a distancia?
Se le hacía más y más difícil convencerse a sí mismo de que había sido ella quien había
matado a Alex. Ella no había iniciado el incendio. Pero él no habría estado en su
campamento si ella no le hubiera capturado, y si él no hubiera estado en el campamento,
Alex no habría ido a buscarlo. ¡De modo que era culpa suya! Sin embargo, si él no hubiera
permitido que lo capturaran… No le gustaba el giro que estaba tomando su argumentación.
Lleno de rabia, se alejó de ella y fue hacia el saliente que había a la entrada de la cueva.
Sus ojos observaron cuidadosamente el bosque. El caballero se había ido. No había
signos de que hubiera otros hombres en los alrededores, aunque él sabía que estaban allí.
Volvió al sitio donde había dejado a Bella y la agarró de los hombros.
Ella se hizo a un lado, gimiendo cuando su abrupto movimiento le lastimó el brazo
herido.
—No tienes por qué zarandearme como si fuera un animal —le dijo.
Sus ojos verdes se achicaron.
—No tengo cadenas para sujetarte como debería; por lo tanto, mis manos harán las
veces de grilletes.
Sus ojos de color café danzaron oscuramente a la luz que se reflejaba, temblorosa, a
través de la cascada.
—No te preocupes, Príncipe. Si decido escapar estoy segura de que a ti, único entre
todos los hombres, no te costará ningún trabajo impedirlo. Eres un ser superior, ¿verdad?
Pero, eso sí, no te autorizo a tocarme. No te dejaría tocarme aunque fuese la peor ramera
del mundo.
Las palabras que ella le lanzó a la cara eran hirientes, pero también excitantes. Sin
embargo, el sarcasmo con que las pronunció le produjo una extraña sensación de rabia. Se
estaba burlando de él. No obstante, por debajo del sarcasmo percibió un dolor oculto y
quiso suavizar las cosas. Confundido por las emociones que ella le inspiraba, se volvió hacia
la entrada.
—Entonces sígueme.

* * *
Sólo se habían detenido el tiempo suficiente para poder ponerse las botas y para que
Bella se cambiase la ropa mojada. Hacia el mediodía, su túnica se había secado por
completo, aunque el barro del bosque y algunos charcos ocasionales le habían empapado las

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botas y las medias. Tenía los pies fríos y las piernas le dolían. El orgullo de Bella no le
permitía pedir que aminoraran el paso, de manera que no tuvo más remedio que seguirlo
con dificultad.
Finalmente, y ya después de que el sol se hubiera ocultado tras la línea del horizonte,
Edward se detuvo. El cuerpo de Bella estaba entumecido. Agradeció la pausa y recostó su
espalda contra la fría corteza de un árbol. Cuando levantó la vista hacia Edward, lo divisó de
espaldas y notó que la luz blanca de la luna bañaba los músculos de sus hombros. Levantó su
cabeza hacia el cielo durante un rato largo. Su cobriza cabellera le caía sobre los fuertes
hombros. De pronto se dirigió a ella.
—Pasaremos aquí la noche —le dijo.
Esperó a que él se volviera de nuevo para luego deslizarse por la corteza del árbol y
acostarse en el suelo. En cuanto descansó un momento, sin embargo, todos los dolores
revivieron, culminando con uno muy fuerte en la cabeza, que apoyó sobre sus brazos
mientras se preguntaba qué estaría pensando aquel extraño y atractivo guerrero.
Al cabo de unos segundos, Bella levantó la cabeza y vio que Edward estaba en pie no
lejos de ella, mirando hacia el bosque. Parecía una estatua oscura, impenetrable y
absolutamente inmóvil. Se preguntó si alguna vez sería capaz de romper sus defensas. No
quería hacerlo, se dijo, pero se preguntaba si sería posible. Él era su enemigo, como tantas
veces se había encargado de recordarle. Lo único que Bella quería era que su padre la
admirara, que reconociera que era un guerrero magnífico, tanto que incluso había capturado
al Príncipe de las Tinieblas. Sólo eso. No estaba interesada en él…
Luego, Edward agachó la cabeza, mostrándose preocupado, y hubo algo en ese
movimiento que a ella le hizo verlo como un hombre y no como un soldado. La necesidad de
relajar aquel cansado ceño fruncido la hizo ponerse de pie. Sentía el impulso de hablar con
él, no como si fueran enemigos, sino como si fueran simplemente un hombre y una mujer. A
lo mejor había sido su negativa a hablar con ella durante todo el día lo que la había
impulsado finalmente a tratar de entablar una conversación. Era eso, a lo mejor, lo que lo
hacía parecer tan triste y lo que la había movido a ella a querer consolarlo. En cualquier
caso, de pronto se dio cuenta de que se le estaba acercando por la espalda y le había
colocado una mano sobre los hombros. Sintió que todos sus tendones estaban tensos, y que
sus puños se cerraban.
—¿Qué? —le preguntó con la voz tensa—. ¿Tienes una daga en la mano?
Bella se sintió ofendida, y ante aquel rechazo abierto, retiró la mano de su hombro.
—Si yo fuera un guerrero inglés, ¿me odiarías de la misma manera?
—Tú no eres un guerrero inglés —contestó sin volverse—, y nunca lo serás.
—¿Entonces por qué no me cortaste el cuello cuando estábamos solos en la tienda? —
preguntó.
—Porque no tenía un cuchillo a mano —respondió entonces, volviéndose al fin hacia
ella. Su blanca sonrisa brillaba a la luz de la luna, y sus ojos verdes parecían sombreados por
la ira.
—Entonces mátame ahora —dijo la mujer, levantando la cabeza con sensual descaro.
La sonrisa de Edward desapareció.
—Ahora no tengo por qué hacerlo, ya que eres mi prisionera —contestó acercándose a
ella hasta quedar a pocos centímetros de distancia—. Aunque me asistiría todo el derecho,
después de lo que has hecho.
—¡Yo nunca habría matado a un niño! —exclamó Bella con furia reprimida.
—Y sin embargo, el hecho es que Alex está muerto —apuntó Edward.
Bella miró aquellos ojos verdes y llenos de rabia. Era evidente que el muchacho había

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sido muy especial para él, alguien que se había ganado su cariño, lo que de pronto la hizo
sentirse confusamente celosa.
—¿Quién era Alex? —preguntó con reprimida impaciencia.
La pregunta pareció desconcertarlo. Su rostro se puso tenso de inmediato, obligándolo
a apretar los dientes, y una poderosa sensación de furia hizo que su cuerpo temblara de la
cabeza a los pies.
—Mi hijo —respondió.
Bella se quedó paralizada. Su hijo, repetía su mente. ¿Cómo había llegado el muchacho
a su campamento? ¿Qué diablos estaba haciendo en Francia? ¿Por qué no estaba en su casa
con su madre? Madre. Aunque compadecía a Edward por la pérdida, una pregunta
incómoda surgió en sus pensamientos: ¿tenía una esposa?
Tras reponerse de la sorpresa, Bella vio la intensa agonía que ardía en sus ojos, incluso
más allá de la ira.
—Edward, yo…
—¡No! —gruñó él, y se alejó de inmediato.
Sólo entonces comenzó a entender cuán profundamente la odiaba Edward. Al cabo de
unos minutos volvió al árbol debajo del cual había buscado refugio. Se sentó en el suelo,
doblando las rodillas contra el pecho y arropándoselas con los brazos. Lo observó durante un
tiempo largo, viendo cómo miraba el cielo a pocos metros de distancia. Si hubieran estado
separados por todo un continente, no se hubiera sentido tan lejos de él.
No sabía nada acerca de ese hombre, y sin embargo, sus besos la habían hecho
sentirse más indefensa que la más terrible de las armas.
Un hijo, pensó de nuevo. El Príncipe de las Tinieblas tenía un hijo. Un hijo que no
formaba parte de su leyenda, aunque de alguna manera lo hacía más humano, más digno de
ser acariciado. ¿Por qué había traído a su hijo, la más preciosa de todas sus posesiones, a un
país enemigo? Si ella tuviera hijos, los dejaría a salvo en el castillo de su padre.
Edward fue a sentarse a su lado, sin mirarla siquiera, y tras un momento de silencio,
Bella no pudo dejar de preguntarle:
—¿Qué estaba haciendo en Francia?
Edward volvió la cabeza hacia ella, molesto por la pregunta. Sus ojos la miraron
encendidos de ira, y ella recibió la mirada como una bofetada en la cara. Después el hombre
se levantó rápidamente y retornó al lugar desde el que había estado observando las
estrellas.
Bella lo siguió.
—Era tan joven —le dijo—. Tu idea, sin duda, no era…
Edward se encaró a ella con un gesto de desprecio en la cara.
—¿Qué es mejor para un hijo que estar al lado de su padre?
—¿En medio de una guerra? —preguntó Bella horrorizada.
Él se acercó, mirándola con ojos peligrosos.
—¿Y por qué crees que sabes tanto de mi vida? Dime, Ángel: ¿crees que mi hijo
hubiera sido más feliz soportando el ridículo, la tortura de ser un bastardo que hallándose al
lado de su padre? ¿Debía abandonar a mi hijo, mi única alegría, cuando el mejor lugar donde
podía estar era a mi lado?
Su voz se suavizó de repente y Bella habría jurado que había visto el brillo de una
lágrima en sus ojos a la luz de la luna.
—Él quería ser un caballero honorable —añadió—. Quería combatir a los dragones,
rescatar a las princesas y dirigir el ejército del rey.
Bella abrió la boca para contestar, pero Edward golpeó con sus puños el árbol que

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había detrás de él, sobresaltándola.
—¿Qué honor hay en estar muerto? —preguntó.
Ante la falta de palabras de consuelo, ella movió ligeramente la cabeza. El único honor
de la muerte era el que uno recibía por la manera de morir. Y él había muerto en un
incendio, sin gloria alguna.
—¿Qué estaba haciendo en mi campamento? —preguntó con la voz apagada.
—Tratando de salvarme —contestó Edward con amargura.
Bella se quedó mirando a Edward durante largo rato. El muchacho había tratado de
salvar la vida de su padre. Bella conocía a muchos hombres maduros que no se hubieran
atrevido a hacer lo mismo. Levantó la vista hacia las estrellas, tal como Edward lo había
hecho antes. Había honor en el comportamiento del muchacho, y Bella sintió que hubiera
deseado conocerlo.
—¿Cuál era su nombre? —preguntó.
—Alex —contestó Edward, dubitativo.
—Era un muchacho valiente —dijo ella—. Le enseñaste lo que tenías que enseñarle.
Hubo un largo silencio y, finalmente, Edward murmuró:
—Lo echaré de menos.
Bella deseó con todo su corazón poder compartir al menos parte de su dolor para que
él no tuviera que sentirlo entero. Deseó traer al muchacho a la vida de nuevo, y de repente,
una imagen surgió delante de sus ojos: la figura de un muchacho muy joven, con el pelo tan
oscuro como la noche, que blandía su espada de madera ante un dragón imaginario. El hijo
de Edward. Bella sintió que el dolor la devoraba. Quería borrar sus tormentos con una
caricia, tocarle la frente y aliviar su herido corazón. Le miró y vio que sus ojos la
contemplaban con tal intensidad que creyó que le atravesaban el alma. Levantó una mano
para colocarla encima de su brazo, y sintió que la piel ardía bajo su palma.
Edward tomó su mano y la puso entre las suyas, que la cubrían totalmente. Ella
observó su piel, maravillándose por el calor, por el sentimiento de seguridad que le
transmitía, y bajaba en espiral por todo el cuerpo. Cuando alzó la vista hacia sus ojos, su
corazón latió más de la cuenta y sus labios se abrieron para hablar, pero ninguna palabra
salió de ellos.
Él se inclinó hacia delante, y Bella pensó que la iba a besar. Sin embargo, lo que hizo
fue pasarle un brazo por la espalda y colocar su cabeza encima de su hombro.
Necesitaba que lo consolaran, no que lo amaran. Ella lo abrazó también, suspirando
suavemente, y apretó la mejilla contra su pelo, cerrando los ojos.
—¿No es una vista maravillosa? —preguntó una voz en francés.
Bella y Edward se separaron instantáneamente. De manera automática, el inglés se
llevó la mano a la cintura, y en ese momento se dio cuenta de que no tenía la espada al
cinto.
—Una cita de amantes —oyeron que decía una voz muy cerca.
El hombre salió de las sombras que proyectaban los árboles, vestido con una sucia
túnica de lana, andrajosos pantalones rojos y una capa negra. Parecía un noble que se
hubiera vuelto mendigo, pensó Bella, quien notó la confianza con que enderezaba los
hombros, la facilidad con que los había sorprendido… como si ya lo hubiera hecho muchas
veces antes. Era un ladrón. Lo supo instintivamente. Sus ojos miraron hacia el bosque en
busca de más hombres y, por supuesto, de una vía para escapar.
Percibió un movimiento a su derecha y vio que dos hombres más corrían hacia ellos. El
primero iba sin camisa, y el segundo era muy alto y tenía una espesa barba negra. Abrió la
boca para lanzar una señal de advertencia, pero Edward ya los había visto. En un solo

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movimiento, la empujó hacia la izquierda, desvió el ataque del descamisado que intentaba
agarrarlo y arrojó al suelo al de la barba.
Bella vio que una sombra cobraba vida a su lado, y cuando la sombra apareció bajo la
luz de la luna, pudo distinguir las cicatrices de su cara y vio que levantaba el puño y lo
clavaba en las costillas de Edward, quien se dobló sobre sí mismo cuando Bella se acercó
para ayudarlo.
El ladrón la agarró de los brazos cuando trató de abofetear la cara del hombre de las
cicatrices.
—¡Golpéalo en las costillas! —aconsejó una voz desde la oscuridad, y cuando Bella se
volvió a mirar quién era, vio que un quinto hombre emergía del bosque y se colocaba detrás
de Edward. Bajo la borrosa luz de la luna que brillaba a través de las ramas de los árboles,
sus ojos pequeños, redondos y encendidos parecían los de una rata.
El hombre de la barba la amenazó con el puño y Bella trató de luchar contra los brazos
que la mantenían cautiva, pero no pudo soltarse de ellos. Sin alcanzar a ayudarlo, por lo
tanto, tuvo que ver cómo los hombres golpeaban sin descanso a Edward y lo arrojaban al
suelo.
Tratando de asistir a Edward, Bella se retorció en los brazos del antiguo noble
disfrazado de mendigo, y vio cómo el hombre de la barba, el hombre sin camisa y el hombre
de las cicatrices se abalanzaban sobre él y lo molían a golpes. Bella contuvo la respiración
durante un momento, y luego vio que el hombre sin camisa volaba por encima del grupo y
aterrizaba con un ruido sordo en medio de la oscuridad, al tiempo que el de la barba recibía
un sonoro puñetazo en la mandíbula.
Edward se alzó delante del hombre de las cicatrices como una especie de demonio. Sus
ojos brillaban a la luz de la luna y su cobriza cabellera era una masa de furioso pelo
ensortijado que le cubría parte de la cara. El individuo de las cicatrices le lanzó un puñetazo,
pero Edward detuvo el golpe con la palma de su mano y se lo devolvió con increíble fuerza.
Su oponente tembló ante el golpe y se quedó mirando al Príncipe de las Tinieblas con los
ojos llenos de terror.
De pronto, a espaldas de Edward, el hombre de los ojos de rata arremetió contra él,
golpeándolo sin misericordia en las costillas. Edward estuvo a punto de desmayarse por los
terribles puñetazos, pero logró recuperarse velozmente y se enfrentó a él. El hombre le
lanzó otro golpe y Edward retrocedió, tocándose las doloridas costillas.
Bella alzó una bota y, con todas sus fuerzas, la dejó caer sobre los dedos de los pies del
hombre que parecía un noble disfrazado de mendigo, y cuando el hombre la soltó para
agarrarse el pie dolorido, ella corrió hacia Edward y lo apartó de los puños del ladrón de los
ojos de rata.
Un sexto hombre, temblando de miedo, salió de su refugio entre los árboles y se
plantó al lado del antiguo noble, ofreciéndole asistencia, pero el jefe de los ladrones lo
rechazó con brusquedad.
—Otra vez llegas demasiado tarde, Paloma —le dijo el de los ojos de rata al recién
llegado.
Aferrándose al brazo de Edward, Bella inspeccionó con cautela al grupo de hombres
que los rodeaba. Eran seis, y aunque ella y Edward eran guerreros bien entrenados, los
números no estaban de su lado.
—Ya es hora de que terminemos esta farsa —declaró el antiguo noble.
El sonido del metal rasgó el aire de la noche cuando el hombre de las cicatrices y el
hombre sin camisa sacaron sus espadas.
Esto tampoco ayudaba a los números, pensó Bella con tristeza, y se acercó aún más a

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Edward.

Pues como ven Alex era hijo de Edward

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Capítulo 14

Edward dio un paso atrás, y Bella junto a él, cuando el hombre de las cicatrices y el
hombre sin camisa se aproximaron a ellos con sus espadas brillando a la luz de la luna.
—Han luchado bien —les dijo el antiguo noble—, pero espero que sepan cuándo hay
que rendirse.
Edward se plantó firme donde estaba, negándose a que lo empujaran más hacia atrás.
Sabía que el tal Paloma se había movido a sus espaldas para unirse al hombre de la barba.
Cuando Edward se detuvo, se le aproximaron rápidamente, lo agarraron de los brazos y lo
hicieron prisionero.
Bella trató de intervenir en su ayuda, pero él la detuvo con un rotundo no. Los
hombres que los rodeaban no eran honorables. No eran caballeros, sino una simple banda
de ladrones. Rufianes.
Las costillas le dolían por los constantes golpes que había recibido, y cuando se inclinó
ligeramente hacia Bella, el dolor aumentó. Antes de que uno de los ladrones lo golpeara de
nuevo en la espalda, Edward oyó que unos pasos se aproximaban. El dolor explotó en sus
costillas y con un gruñido se dejó caer de bruces, arqueando su cuerpo hacia un costado. Los
otros ladrones rieron, y él apretó los dientes.
—¡Deteneos! —gritó Bella en francés.
Edward maldijo en silencio cuando los ojos del antiguo noble se volvieron hacia ella.
Ahora les diría la verdad, pensó. Les diría que ella era el Ángel de la Muerte y recabaría su
ayuda para capturar al Príncipe de las Tinieblas, quien sería hecho prisionero una vez más.
Por una comida caliente y una suma respetable de oro, los condenados ladrones harían
cualquier cosa. Apoyó la frente contra el suelo y se resignó a lo inevitable.
Sus siguientes palabras, sin embargo, hicieron que la levantara de nuevo.
—¿Qué queréis? —les preguntó—. Nosotros no tenemos oro. No tenemos joyas.
—Qué lástima —contestó el antiguo noble, mirándola con unos ojos que encendieron
en Edward el deseo de protegerla.
El ladrón la estudiaba atentamente, y sus pupilas hambrientas se pasearon por su cara.
Una sensación de indignación se apoderó de Edward como una ola irresistible, apagando el
resto de sus emociones. Todo su cuerpo se tensó.
—Nosotros no podemos permitirnos el lujo de perder el tiempo en conversaciones
inútiles. Si nos hubieras dicho la verdad desde el principio… —añadió encogiéndose de
hombros—. Algo tenemos que sacar de cada encuentro…
—No tenemos nada para darte —insistió Bella.
—Oh, no te subestimes a ti misma —le dijo con la voz ronca, y dio un paso hacia ella.
La luz de la luna lo cubría, arrojando sobre él un extraño brillo blanco. Sus ojos,
ensombrecidos por la oscuridad, destilaban maldad y lujuria.
Bella le dirigió a Edward una rápida mirada. En sus ojos iluminados por la luna había
alarma, desde luego, pero también había determinación.
Él apretó los dientes y miró al antiguo noble con los ojos llenos de odio.
—Si la tocas te mato —le dijo con desprecio.
Ante semejante declaración, un silencio prolongado acarició los árboles del bosque y

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luego se oyó el eco de sonoras carcajadas.
—Tendrías que ser un brujo —rió disimuladamente el de los ojos de rata.
Edward sintió que el filo de una espada se posaba sobre su hombro, pero no quitó sus
ojos del antiguo noble.
—¡O ser capaz de regresar del mundo de los muertos! —agregó el hombre sin camisa.
—Esta noche te has ganado un nuevo amigo, Royce —dijo con una sonrisita repelente
el de los ojos de rata.
—Supongo que nunca tengo suficientes —acotó el antiguo noble.
El instinto relajó los músculos de Edward mientras se preparaba para la acción. Sabía
exactamente, sin necesidad de mirarlos, dónde estaba cada hombre. El de la barba y Paloma
estaban a su lado, el de ojos de rata detrás, y el sin camisa y el de la cicatriz sostenían sus
espadas delante de él. A ninguno de estos hombres, sin embargo, los miraba. Sus ojos
estaban concentrados en Royce.
Entonces Edward oyó el crujido de unas ramas y vio que el de los ojos de rata se
aproximaba a Bella. Se levantó de inmediato, pero Paloma y el hombre de la barba lo
detuvieron.
—Vamos, muchacha, ríndete —silbó Royce—. Te aseguro que no te haremos mucho
daño.
Cuando se le acercaba, Bella le propinó un tremendo patadón en la ingle. Edward
sintió un momento de satisfacción cuando Royce cayó al suelo en medio de un gruñido. Bella
se volvió con gran agilidad, pero se encontró de frente con los brazos del tipo con ojos de
rata, quien trató de inmovilizarla. Antes de que lo lograra, ella aplastó los dedos de sus pies
con sus botas. El hombre gritó, agarrándose las piernas y cojeando alrededor de la joven.
Bella juntó las manos y con ellas le cruzó la cara, arrojándolo de espaldas encima de un
arbusto.
Edward saltó hacia delante, pero el hombre sin camisa aumentó la presión de la
espada contra su cuello y lo paralizó.
Paloma, viendo cómo el de los ojos de rata se revolcaba en el arbusto, soltó una
carcajada, y entonces fue cuando Royce logró ponerse de pie. Bella se alejó lo más que
pudo, pero el hombre la cogió del cabello y la atrajo hacia sí.
—¡Puta! —le dijo, apretando los dientes por el dolor que aún sentía en todo el cuerpo.
Todas las fibras del cuerpo de Edward se congelaron cuando Royce levantó la mano
para abofetearla, y cuando el golpe la derribó, Edward explotó. Empujó a Paloma, que le
agarraba el brazo derecho, hacia el hombre sin camisa, apartando la espada de su cuello, y
luego levantó por los aires al hombre de la barba y lo arrojó contra la espada del de las
cicatrices, atravesándolo. Edward se volvió justo a tiempo para esquivar el embate del
hombre sin camisa y, agarrándole el brazo, se lo torció rápidamente hacia arriba y hacia
abajo. Un sonoro crujido llenó el aire de la noche, y el hombre sin camisa chilló de dolor. La
espada se le cayó de las manos, y Edward la recogió y corrió hacia Bella. Le tendió la mano, y
cuando ella la tomó, le ayudó a ponerse de pie.
Paloma, sin embargo, también se levantó, blandiendo su espada en una mano. El
hombre de las cicatrices le quitó su arma al cuerpo que yacía en el suelo. El de los ojos de
rata se soltó de las espinas del arbusto y se llevó la mano a la cintura para sacar su espada.
Cuando los tres hombres se le acercaron, Edward se colocó delante de Bella,
protegiéndola con su cuerpo.
—Podemos agarrarlo —les gritó Royce a sus hombres.
Los ojos de Edward se concentraron en él. El instinto guiaba sus movimientos en la
oscuridad, y sus sentidos estaban a la altura de sus intuiciones. Sabía que Paloma y el

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hombre de las cicatrices se estaban preparando para atacarlo por el flanco derecho y por el
flanco izquierdo. Cretinos, pensó. No saben contra quién están peleando.
El descamisado gruñó de dolor justo antes de que Paloma y el hombre de las cicatrices
se le echaran encima a Edward, quien esquivó la espada de Paloma y lo frenó con la suya
hasta desgarrarle la carne. Antes de que el hombre cayera del todo, Edward se volvió apenas
a tiempo para resistir la arremetida del tipo de las cicatrices. Su espada se estrelló contra el
suelo y Edward levantó la suya, decidido a cortarlo en dos mitades, pero aquel ladrón era
más rápido de lo que él había pensado y logró saltar a un lado. Edward oyó el silbido de una
espada en el aire y se volvió a tiempo para ver que el de los ojos de rata le apuntaba al
pecho.
Edward esperó el impacto, levantando instintivamente su espada y a sabiendas de que
no había tiempo para bloquear el golpe. Y luego lo oyó: el sonido del metal contra el metal.
La espada ni siquiera le tocó la piel. ¡Alguien la había desviado de su curso!
Bella se colocó al lado de Edward, con una espada en la mano. Puso su cuerpo frente a
él con ánimo de detener la siguiente embestida de ojos de rata. La indignación de apoderó
de Edward. ¡Debería ser él quien la rescatara a ella, y no al revés!, pensó. Pero no tuvo
tiempo de regañar a Bella, ya que le tocó defenderse del ataque que se aproximaba. Cedió
ligeramente el terreno, protegiendo a Bella, y a pesar de que estaban en medio de una lucha
en la que se jugaban la vida, Edward sintió que un fuerte hormigueo recorría su cuerpo
cuando la espalda de Bella rozó la suya. Incluso en medio de una batalla, esa mujer le llegaba
a lo más profundo del corazón y lo conmovía como ninguna otra lo había hecho.
Cruzó espadas con el hombre de las cicatrices e interceptó una segunda arremetida
suya antes de clavar la punta de su arma en todo el centro del pecho enemigo. El de las
cicatrices cayó herido de muerte, y los ojos de Edward buscaron en las sombras al cobarde
de Royce, a quien vio huir por el camino del bosque con la espada en la mano.
Edward miró a Bella, quien luchaba con enorme bravura. El de los ojos de rata,
conteniendo la respiración, no hallaba cómo defenderse de sus constantes y expertos
embates.
Edward salió corriendo detrás del jefe de los ladrones. Se internó en el bosque como
un gran lobo, silenciosamente, al acecho, con los ojos fijos en la figura que tenía delante de
sí, cuyos pasos rastreaba con la ayuda de la luz de la luna. Pronto, Royce comenzó a cansarse
y una sonrisa de satisfacción apareció en los labios de Edward cuando lo sobrepasó,
haciendo un círculo entre los árboles del bosque, y se detuvo delante de él.
Cuando el ladrón llegó al lugar en donde Edward ya lo esperaba, el guerrero salió de
las sombras del bosque como un fantasma. Royce retrocedió, levantando la espada.
Una ira intensa, tan intensa que amenazaba con arrojarlo al suelo, fluyó por sus venas
cuando recordó una y otra vez la imagen del hombre que atacaba a golpes a Bella.
—¿Quién eres? —le preguntó Royce.
Mientras el hombre se retiraba, el caballero se le acercó muy lentamente. El ladrón
abrió la boca para hablar, pero antes de que pudiera pronunciar una palabra sintió que su
contrincante cerraba las manos alrededor de su garganta. Royce levantó el brazo de su
espada, pero Edward le agarró el puño y lo contuvo.
—¡Soy el Príncipe de las Tinieblas —gritó con furia ante la pálida cara de su enemigo—,
y por golpear al Ángel de la Muerte, perderás la vida en mis manos!

* * *
Bella se tocó el brazo izquierdo, que nuevamente sangraba, pero como tenía la mente

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puesta en Edward, ignoró el hecho por completo. Dirigió la mirada hacia la oscuridad del
bosque. Lo había perdido. Había huido mientras ella se defendía. Qué patán tan
despreciable. No obstante, sus ojos volvieron a concentrarse, nerviosamente, en las sombras
de los árboles y del follaje. ¿Dónde estaba? ¿Estaría herido?
Oyó el crujido de unas ramas detrás de ella y de inmediato se volvió, empuñando la
espada… ¡para encontrarse frente a Edward! Experimentó una grata sensación de alivio en
todo el cuerpo y suspiró visiblemente satisfecha. Luego frunció el ceño, y una furia irracional
se apoderó de ella, ahogando el alivio que había sentido unos segundos antes.
Él la miró sorprendido al ver que Bella apoyaba la punta de la espada contra su pecho,
y cuando a su cabeza saltó el pensamiento de que otra vez iba a caer prisionero, retiró el
acero con sus manos desnudas.
—¿Dónde has estado? —preguntó ella.
Una mirada divertida cruzó por su cara.
—No sabía que tenía que responder ante ti —replicó sin alejar la vista de la espada que
ella sostenía en la mano.
Bella miró el arma. «Me va a pedir que se la entregue, ¡pero va listo!», se dijo a sí
misma, preparándose para la batalla.
—Formamos un buen equipo —le dijo él—. Es una lástima que en esta guerra estemos
combatiendo en bandos opuestos —y pasó al lado de ella para inspeccionar el cuerpo del
ladrón de ojos de rata, que yacía despatarrado en el suelo.
Ella se sorprendió tanto de que no hiciera alusión a la espada, que no pudo moverse.
—Deberías quedarte con la espada —sugirió Edward al fin—. Si nos vuelven a asaltar
unos ladrones, conviene que estés en posición de defenderte por ti misma.
Bella miró la espada que tenía en su mano, enmudecida. ¿Ya no quería que ella fuera
su prisionera? ¿Era ésa su manera de pagarle por haberle salvado la vida, o se trataba de una
especie de prueba? Bella levantó la vista hacia él. La luz de la luna bañaba los tendones de su
cuello y los músculos de sus hombros. «Lo puedo capturar ahora», pensó. «Lo puedo golpear
en la cabeza y llevarlo a rastras al campamento. ¿Pero a quién estoy tratando de engañar?
No podría levantarlo».
«¡Y no podría hacerle daño!».
El último pensamiento la dejó anonadada.
Una oscura silueta, distinta del resto de las sombras que la rodeaban, pasó
rápidamente a su lado, y antes de que pudiera reaccionar, oyó un crujido sordo y pesado y
vio que Edward caía al suelo. Bella volvió la cabeza, levantando la espada, y distinguió la
silueta de un hombre armado que se le acercaba. Los rasgos de su cara apenas eran visibles.
Bella lo observó detenidamente, aferrándose a su espada.
—Buenas noches, mi señora —la saludó el hombre en francés.
Bella se quedó boquiabierta cuando lo reconoció. ¡Era uno de los soldados de su
ejército, el mismo que había capturado al espía inglés! Su piel blanca estaba oculta bajo una
capa de barro, y su ropa estaba negra de mugre. Brandy Vignon sonreía, y sus dientes
blancos brillaban a la luz de la luna.
—¿Cómo has podido…? —comenzó a decirle ella.
—He estado siguiendo tus huellas —contestó con sencillez.
Su inquebrantable mirada la enervaba, pero aun así dirigió la vista hacia Edward, que
estaba tirado en el suelo. Quiso arrodillarse a su lado para comprobar si se encontraba
herido de gravedad, pero no podía hacerlo delante de Vignon.
—No lejos de aquí tengo dos caballos —dijo el soldado.
Edward, nuevamente, era su prisionero. La idea hubiera debido despertar en ella una

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reconfortante sensación de alivio, pero lo que hacía en realidad era producirle un
sentimiento de ansiedad que… que lindaba con el pánico.
—Los hermanos de la señora estarán contentos de verla.
—Sí. Bien hecho —murmuró sin emoción alguna.

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Capítulo 15

Unos latidos constantes saludaron a Edward cuando abrió los ojos. Le llevó sólo un
instante darse cuenta de que los palpitos incesantes provenían del interior de su cabeza.
Trató de llevarse una mano hacia las sienes, para aliviar el dolor, pero su brazo no le
obedecía. Sus brazos estaban encadenados detrás de la espalda. Porfió por sentarse,
apoyándose en los codos, y escuchó la voz en medio de la oscuridad.
—Bienvenido.
Edward se volvió hacia la voz y vio que Emmett aparecía a la luz de un candelabro que
iluminaba cálidamente el interior de la tienda en la que, como ahora comprendía, estaba
preso. Entornó los ojos instantáneamente. «Soy de nuevo un prisionero», pensó. Por la
sangre de Dios, esta mujer no tiene moral. ¡Me golpeó en la cabeza en el instante mismo en
que yo miraba para otro lado! ¡Y yo mismo le entregué el arma! ¿Alguna vez aprenderé a no
subestimarla?». Se maldijo en silencio.
—Espero que ahora te des cuenta de lo inútil que resulta cualquier intento de
escapatoria.
Los ojos de Edward se posaron en Emmett. ¿Qué quería ese charlatán idiota? ¿Derribar
al caído? Apretó la mandíbula.
—No puedes escapar de los franceses. Somos mucho más inteligentes que tú.
—A vosotros os describiría de muchas maneras, pero la palabra inteligente nunca se
me hubiera ocurrido —murmuró Edward.
Vio cómo el odio y la ira le hacían fruncir el ceño y le apretaban los labios. Lentamente,
la cara de Emmett se iba poniendo roja. Edward sabía que lo más aconsejable era mantener
la boca cerrada, sobre todo porque estaba encadenado. Aquel hombre era como una fiera
lista para saltar sobre su víctima a la menor provocación.
—La primera palabra en que pensé fue estúpidos —no pudo dejar de añadir Edward.
—Es una lástima que no puedas regresar a Inglaterra para dar una visión tan
distorsionada de lo que son los franceses —dijo Emmett con una sonrisa despectiva—, ya
que serás llevado a la hoguera antes de que lleguemos al castillo de los De Swan.
Edward apretó los puños para contener su ira. Todo lo que tenía que hacer para que el
cretino lo agarrara del cuello era responder como debía hacerlo, dándole una paliza. Y él se
lo merecía. Sí, se lo merecía por haber confiado en la ramera. Una buena paliza le serviría de
lección para sentar la cabeza.
La imagen de Bella discutiendo con Emmett en el bosque le vino de inmediato a la
mente. Sabía que podía usarla a ella para poner a aquel perro fuera de sí.
—Yo no estaría tan seguro. Bella no permitirá que me quemes en la hoguera. Lo
impedirá a toda costa…
—¿Qué quieres decir con eso? —exclamó Emmett.
Edward podía ver llamas en los ojos azules de Emmett, sentir el calor de su rabia.
—Creo que lo sabes.
El primer golpe en la mandíbula lo arrojó de nuevo al suelo…

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* * *
—Has corrido un grave peligro —dijo Jacob, inclinándose sobre el brazo de su
hermana—. Fuiste una estúpida al seguirlo.
Bella estaba sentada en mitad de su tienda de campaña, al lado de una pequeña mesa
en la que había una palangana con agua. Jacob le suturaba cuidadosamente la herida. La luz
de un candelabro le bañaba la piel mientras su hermano trabajaba en medio de la oscuridad.
—No iba a dejar que escapara —insistió Bella, haciendo una mueca de dolor—. Sobre
todo después de lo que tuve que sufrir para capturarlo. ¿Sabes lo que hubiera dicho nuestro
padre?
Jacob la miró durante un largo rato.
—Tú no querías que él escapara.
—Claro que no. Él es el héroe más querido de Inglaterra. Me hubiera ganado la fama
de haber sido la mujer que dejó escapar al Príncipe de las Tinieblas.
—No me refería a eso. No querías dejarlo marchar por otras razones.
Bella lo miró confundida. Una sensación de inquietud la recorrió de arriba abajo.
Apartó la vista de su hermano.
—No sé qué quieres decir.
Jacob terminó de suturarle la herida.
—Yo creo que sí lo sabes —contestó—. ¡Por Dios, Bella! En lo que a él se refiere, has
perdido el sentido común. ¿Sabes qué te está pasando? —añadió alejándose de ella para
lavarse la sangre de las manos en la palangana de agua.
—Lo traje de vuelta, ¿no?
La cortina de la tienda se abrió y entró Emmett. Los rasgos de su cara denotaban
preocupación.
—¿Estás bien, Bella?
—Sí, estoy bien —respondió ella después de mirar a Jacob.
Faltó poco para que Emmett la levantara en sus brazos, pero se mantuvo cerca para
escudriñarle la cara, buscando cualquier signo de abuso.
—Estoy bien —insistió Bella.
—Nos tenías mortalmente preocupados —confesó Emmett.
Bella le sonrió y bajó los ojos.
—Yo… —comenzó a decir, pero se detuvo al notar una mancha roja en la túnica blanca
de su hermano—. ¿Qué es esto? —preguntó.
Emmett miró la mancha y se retiró rápidamente antes de que ella pudiera tocarla.
Bella trató de llegar a sus ojos azules, pero cuando vio que él no respondía, la verdad se filtró
a través de su ignorancia y la llenó de furia.
—No habrás cometido…
Salió desbocada de la tienda y corrió por el campamento. Sus caballeros dejaron de
discutir y de jugar ajedrez para verla pasar de largo. Revoloteó alrededor de las tiendas y
saltó por encima de los hombres que dormían en el suelo, hasta llegar al lugar de los
prisioneros. Se quedó mirando a dos guardias que vigilaban la entrada de una de las tiendas
e irrumpió en ella para ver que Edward yacía en el suelo con las manos atadas a la espalda.
Bella se dio cuenta de que sangraba por los labios y la nariz. El corazón le dolió al sentir una
desesperación que nunca había sufrido antes. Se arrodilló al lado suyo.
—¿Qué te han hecho? —murmuró.
Bella oyó que se abría la cortina de la tienda y se volvió. Emmett entró a la tienda. Ella
se puso de pie, apretando los puños.

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—¡Lárgate de aquí! —le gritó.
—Se merece mucho más que eso —gruñó Emmett.
—¡Que te largues de aquí! —volvió a gritarle Bella.
Los oscuros ojos azules de Emmett, que apretaba sus mandíbulas, la miraron fijamente
antes de darse la vuelta para estrellarse contra Jacob, que en ese momento entraba a la
tienda.
Bella miró a Edward de nuevo, se arrodilló otra vez a su lado y empezó a quitarle los
grilletes que atenazaban sus manos.
—¡Bella! —dijo Jacob—. ¡No deberías…!
—Me salvó la vida —replicó ella enfáticamente, tirando los grilletes a los pies de
Jacob—, y de algo ha de valer lo que hizo.
Acarició a Edward y, cuidadosamente, lo ayudó a recostarse sobre la espalda. Él se
quejó con suavidad, y al darse cuenta de que era ella quien lo estaba ayudando, sus labios se
curvaron en una sonrisa.
—¿No podías mantenerte lejos de mí? —le susurró con una voz insinuante.
—No hables —le dijo Bella—, y tú, Jacob, tráeme agua y una venda limpia —agregó
mientras volvía a mirar al caballero herido que tenía delante de ella. Sus manos rozaron el
estómago de Edward y luego sus costillas, ya bastante maltratadas, antes de recorrer sus
fuertes brazos y sus piernas. Nada. Nada se le había roto. Respiró profundamente, aliviada, y
luego se sentó sobre sus talones.
—No creo que le caiga bien a tu hermano —dijo Edward con una sonrisa.
La luz temblorosa del candelabro envolvió su cuerpo, dándole a ella la impresión de
que el fuego nacía del interior del guerrero. Se quedó mirándolo durante un rato largo antes
de desviar sus ojos.
Jacob regresó con una palangana y una venda limpia, que colocó a su lado.
—Puedes retirarte —le ordenó.
—Él es tu enemigo —le susurró Jacob—. Nunca lo olvides —y se marchó de la tienda,
dejándolos solos.
Bella humedeció la venda en el agua de la palangana, la acercó a la cara de Edward y…
y se quedó congelada. El impulso de aliviar su dolor había sido tan natural… Cuando era más
joven había atendido las heridas de su padre, y luego, mientras crecía, las de sus hermanos.
Pero éste, éste era Edward, no uno de los suyos, no uno de su familia. Era su prisionero.
Lentamente, le tocó la cara, limpiándole con sumo cuidado la sangre de los labios, y se
encontró con que su mano temblaba. Se dio a sí misma la orden de dejar de temblar, pero
sus dedos no la obedecían. Cuando pasó la venda húmeda por su boca y vio que debajo de
las costras de sangre emergían sus labios, se acordó del fuego que esos mismos labios
habían encendido dentro de ella. Pasó después la venda con delicadeza por la frente, y se
quedó contemplando su bella cara, una cara entristecida por las heridas que ella le había
causado: una contusión en la mejilla y otra lesión leve encima de una ceja. Su mirada cayó
sobre su pecho desnudo. Brillaba de sudor a la luz del candelabro, que iluminaba también los
tensos músculos del abdomen. Quería tocarlo, hacer que sus dedos corrieran sobre la
suavidad de su piel, una piel que escondía bajo su superficie las llamas del deseo. Incómoda
y al mismo tiempo asustada ante esas emociones prohibidas, involuntariamente bajó los
ojos hacia la parte de él que los había unido en el momento de hacer el amor. Aun cubierta
por los pantalones, era enorme. Su mirada se encontró con la del hombre. Bella se sintió
paralizada una vez más. ¿Sabía él lo que ella estaba pensando? No fue capaz de sostenerle la
mirada y, de inmediato, volvió a hundir la venda en el agua fría, pero al sacarla de nuevo, no
pudo borrar la sensación de inquietud que estremecía su cuerpo.

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«Se lo llevo a mi padre», pensó. «Por eso no pude abandonarlo en el bosque. Por eso
corrí detrás de él. Es por eso…».
Cuando lo miró de nuevo, vio cómo entornaba los ojos y cómo la expresión de su
rostro se volvía más tranquila y pensativa. Bella le pasó la venda por la contusión que tenía
en la mejilla y, al rozarla, vio que su mandíbula se apretaba y que le agarraba la mano,
alejándola de su cara.
Sus ojos quedaron fijos en sus verdes y misteriosas pupilas.
—Nunca te perdonaré. Tú causaste la muerte de mi hijo —declaró sosegadamente.
Bella bajó sus ojos. No había sido culpa suya, pero entendía que para él era necesario
tener un culpable. Si ello aminoraba su dolor, estaba dispuesta a asumir la responsabilidad.
—Lo sé.
Un manto de silencio cayó sobre la pequeña tienda. Bella conocía los sonidos del
campamento y sus alrededores: el murmullo distante de las conversaciones, el rítmico
golpeteo del martillo del herrero. Y sin embargo, lo único que oía era el latido de su corazón.
Después sintió que sus dedos apretaban los de Edward y comprendió que aún la tenía
agarrada de la mano. La fuerza con que la sujetaba se tornó dolorosa, y entonces levantó la
vista. Los ojos de él eran como un abismo que la atraía cada vez más cerca. Sintió que se
inclinaba hacia ella y cerró los ojos antes de que los labios de ambos entraran en contacto.
De repente, la cortina de la tienda se abrió y entró Emmett.
—Bella, creo que…
Bella se apartó bruscamente de Edward.
Durante un momento, Emmett permaneció inmóvil.
Bella no podía mirarlo. Sabía que vería la culpa en sus ojos.
—¿Sí? —preguntó.
Lentamente, Emmett desenvainó la espada, haciendo que el metal silbara como una
serpiente que de pronto emerge de su cueva protectora.
Bella se le acercó.
—¿Qué crees que estás haciendo?
Los turbulentos ojos azules de Emmett pasaron por encima de ella y enfocaron a
Edward.
—Hazte a un lado, Bella —musitó su hermano.
Se encontró atrapada entre los dos.
—¡Está desarmado! —gritó—. ¿Lo matarías sin darle la oportunidad de defenderse?
¡No sería honorable!
La mirada de su hermano se volvió hacia ella y Bella notó que había resentimiento en
sus ojos.
—¿Entonces vas a negarme que estaba tratando de violarte? —vociferó con las
cuerdas vocales hinchadas por la rabia.
Tardó un momento en entender el significado de aquellas palabras. Emmett se había
convencido a sí mismo de que ella nunca tocaría a un enemigo. ¡Estaba protegiendo su
reputación! Al querer matar a Edward estaba tratando de defender el nombre de la familia,
intentando evitar el escándalo. El pánico se apoderó de ella, obligándola a luchar para
recuperar el control tras la conmoción, tras aquella terrible sensación de alarma que la
atravesó por dentro.
—Sí. Lo niego.
—¿Te plantas delante de mí y me dices que estabas abrazando voluntariamente al
enemigo?
Bella levantó el mentón con un gesto desafiante. Sus ojos brillaban peligrosamente.

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—Y si hubiera llegado unos minutos más tarde, ¿te habría encontrado abriéndole las
piernas? —gruñó Emmett al tiempo que la empujaba bruscamente hacia un lado.
Bella cayó de rodillas al suelo y oyó hablar a Edward:
—No será tan fácil esta vez —le dijo a Emmett—. ¿Estás seguro de que no prefieres
atarme las manos antes de que te destroce esa cara bonita que tienes?
Bella escuchó un ruido sordo cuando los cuerpos de Edward y de Emmett cayeron al
suelo. Sus brazos se entrelazaban como los brazos de los amantes, pero sus caras se miraban
con odio. Edward agarró a Emmett la mano con que sostenía la espada en el momento de
rodar por el suelo.
Bella se levantó muy lentamente. Las rodillas le temblaban. Vio cómo Edward golpeaba
la mano de Emmett contra el suelo hasta lograr que soltara la espada, pero también vio que
Emmett le pegaba en la cabeza hasta dejarlo al borde de la inconsciencia.
Cuando su hermano se puso de pie, Bella se lanzó hacia él, saltó sobre su espalda y lo
agarró con los brazos alrededor del cuello. Emmett siempre había sido capaz de derrotarla
en las peleas de entrenamiento, y esta vez no fue una excepción. La agarró por la túnica, la
levantó por encima de su cabeza y la lanzó contra la lona de la pared de la tienda.
—¡Antes de verte entre sus brazos, preferiría matarte yo mismo! —gritó con voz ronca
y amenazadora.
Al intentar ponerse de pie, Edward se encontró con un puñetazo en la mandíbula que
volvió a tirarlo al suelo.
Bella sacudió la cabeza, tratando de aclarar su visión, y cuando Emmett se encaminó
hacia Edward se le echó encima, tratando de impedir que lo siguiera golpeando. Emmett, sin
embargo, se desembarazó de ella y la volvió a tirar al suelo. Sintió que caía, pero los brazos
de Edward la detuvieron en el aire, impidiendo que se hiciera daño.
Bella vio que Emmett se abalanzaba sobre Edward y apenas tuvo el tiempo suficiente
para soltar un grito de advertencia antes de que Emmett lo golpeara de nuevo y lo apartara
de ella. Edward recibió varios puñetazos en las costillas y uno en la mejilla antes de
propinarle a Emmett un certero golpe en el cuello. El hombre se derrumbó en medio de
gemidos y toses y Edward lo persiguió hasta el suelo, donde siguió cubriéndolo de
enloquecidos puñetazos.
Jacob intervino deprisa, flanqueado por dos caballeros que apartaron a Edward de
Emmett, quien yacía inconsciente en el suelo, con la cara cubierta por una máscara de
sangre. Todo el cuerpo de Edward temblaba. Tenía los puños apretados en los costados.
Luchó por liberarse de los caballeros que lo sujetaban por los brazos, pero dos caballeros
más entraron en escena para terminar de someter al Príncipe de las Tinieblas.
Bella se arrodilló al lado de Emmett. Pudo ver que su pecho se inflaba y desinflaba al
ritmo de la respiración. Gracias a Dios, pensó antes de volver sus ojos hacia Edward, quien
parecía un animal salvaje, forcejeando al máximo, torciendo y retorciendo sus fuertes
músculos para quitarse de encima a los hombres que lo inmovilizaban.
—Llevadlo a la otra tienda y encadenadlo bien —ordenó Jacob.
Con inocultable angustia, Bella vio cómo sacaban a Edward de la tienda y luego dejó
caer la cabeza sobre los brazos. «¡Estúpida!», se dijo. «¿En qué estaba pensando? ¿En qué
estaba pensando cuando quise que él me besara? ¡Aquí, en la tienda de los prisioneros!
Emmett sabe cómo hacerlo. Y hará todo lo que esté en su poder para herir y lastimar a
Edward. ¡O para matarlo!».

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Capítulo 16

Edward cabalgaba al lado de Bella, con las muñecas y los tobillos fuertemente atados
con cadenas metálicas, cuando las tropas francesas entraron en la ciudad. Los vítores lo
ensordecían. Parecía como si todos los parroquianos hubieran salido a la calle a darle la
bienvenida al ejército con voces estridentes y excitadas que llenaban el aire de una
barahúnda ininteligible. Las mujeres se abalanzaban sobre los caballeros sentados en sus
monturas y les ofrecían ramos de flores de colores brillantes. Los niños corrían delante de los
caballos, anunciando a gritos la llegada de uno u otro caballero, y el resto de la gente
atiborraba las calles para no perderse la procesión.
Y para admirar a Bella. Ella era el orgullo de todos los aldeanos, que le lanzaban
pétalos de rosas y miradas de adoración como si fuera una especie de divinidad celestial,
una especie de… ángel.
Edward estudiaba sus caras, veía el amor a ella que había en los ojos de los
campesinos, y el desprecio con que lo miraban a él. Le sorprendió lo limpia y pulcra que
parecía ser la gente. ¿Por qué, en la aldea de su Castillo Oscuro, había niños que apenas
podían caminar a causa de los pobres faldones, diez tallas más grandes que ellos, que tenían
que usar todos los días? ¿Y por qué no había en su aldea un solo hombre que no tuviera
gastadas las rodillas de los pantalones y los codos de las túnicas? Sus ojos escrutaron las
sombras de las calles. Toda aldea tenía mendigos y leprosos que acechaban en la penumbra
a la espera de una limosna. Frunció ligeramente el ceño, tratando de penetrar en cada
puerta junto a la que pasaban y de adivinar qué se escondía detrás de cada tonel, pero por
más de que buscó por uno y otro lado, ¡no pudo ver mendigos! ¡Ni uno solo! «Deben de
estar en alguna parte», pensó, y cuando sus ojos se fijaron de nuevo en la gente, notó algo
más. Todos parecían saludables, bien alimentados, pero no gordos. Se acordó entonces de
su propia gente: mujeres que de lo flacas que estaban apenas podían sostener las ropas
sobre sus cuerpos, ancianos que parecían esqueletos.
Edward recibió su porción de maldiciones y de burlas, y como lo que hacía era devolver
una mirada fría en dirección al ofensor, más burlas lo asaltaban desde una dirección
diferente. «Fui capturado por una mujer», se decía. «¡Dos veces! La gente debería reírse de
mí. Pero no se trata de una mujer común y corriente. Me traiciona dándome un golpe en la
cabeza. Todo lo que yo quería era mantenerla a salvo de los ladrones y de otros delincuentes
de su misma calaña. Sólo pensar en lo que aquellos hombres le hubieran podido hacer me
enferma. Y luego, ella me golpea desde atrás. Hubiera debido esperarlo. Me comporté como
un estúpido al confiar en ella».
La rabia se le subió a la garganta, como si fuera bilis. Quería descargarla contra algo,
contra alguien. Necesitaba deshacerse de ella, pero las frías cadenas que atenazaban sus
manos le impedían cualquier acción medianamente contundente. Estaba reducido a la
impotencia.
Sin que Edward lo notara, un muchacho pequeño, que estaba parado al borde de la
estrecha calle, no lejos de él, se agachó y recogió un puñado de barro.
Edward quería borrar la sonrisa afectada que brillaba en la cara de Bella. Ella no tenía
por qué disfrutar tanto con todas sus miserias. Vio el castillo que se levantaba delante de él.

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El puente levadizo había sido bajado. La entrada estaba ensombrecida. Se dijo que parecía la
boca de una bestia hambrienta, lista para devorarle.
El muchacho fabricó una bola de barro con las palmas de sus manos, pasándose la
mugre compacta de una mano a otra y apoyándose impacientemente en uno y otro pie.
Edward se movió con incomodidad en la montura. Sus pensamientos corrían de una
posible vía de escape a la otra. Debía tratar de huir antes de pasar bajo los dientes afilados
del gran enrejado de la boca del castillo, antes de internarse en aquellas sombras dentadas
que proyectaba, antes de ser atrapado una vez más, quizás definitivamente.
El niño sonrió con una mueca pícara, contento con su plan. Le iba a dar una lección al
hombre malo. Le iba a apuntar directamente a la cara. Había oído muchas historias acerca
del hombre malo, historias que lo hacían temblar en medio de la noche, historias que lo
llenaban de terror. Al muchacho no le gustaba sentirse atemorizado, y ésta era la
oportunidad de vengarse del hombre malo. Apretó y amasó todavía más la bola de barro.
Edward miró las calles, esperando el momento oportuno para huir, pero sólo veía
multitudes de personas que lo observaban con ojos maliciosos y encendidos de odio y de
desprecio.
El muchacho vio que los caballos se aproximaban y que encima de uno de ellos venía
montado el hombre malo. El miedo lo abrazó como un tornado, dando vueltas a su
alrededor, haciendo que sus dedos temblaran al apretar la bola de barro entre las palmas de
las manos. No podía hacerlo. El hombre malo lo perseguiría hasta quién sabe dónde.
Edward estaba rodeado por el enemigo. Nunca en su vida se había sentido tan
impotente. Nunca en su vida había sentido semejante desesperación.
De pronto, el muchacho se dio cuenta de que estaba rodeado por la gente y, lo que era
aún mejor, por guardias armados, lo que significaba que el hombre malo no podía
perseguirlo. Los guardias no se lo permitirían. Levantó el brazo, lo inclinó hacia atrás y lanzó
la bola de barro sobre el hombre malo. El amasijo de suciedad humedecida voló por el aire,
moviéndose rápidamente hacia su objetivo, pero se desvió de repente.
Bella se dio la vuelta instintivamente cuando sus ojos captaron un movimiento
repentino. No tuvo, sin embargo, tiempo para reaccionar: la bola de barro se dirigía
directamente a su cara, pero Edward también reaccionó con rapidez, alzó la mano e impidió
que el barro diera en el blanco.
La multitud se calló de pronto, pensando que el Príncipe de las Tinieblas estaba a
punto de golpear a su Ángel, y hasta un guardia, en movimiento reflejo, volvió su arma hacia
Edward.
La bola de barro se incrustó en todo el centro de la palma de su mano, golpeándola
con un resonante «¡chas!». Edward cerró los dedos alrededor de la bola y retiró su mano de
la cara de Bella.
Ella lo miró sorprendida cuando Edward le mostró la masa aplastada de barro que le
ensuciaba la mano.
—Estoy seguro de que iba dirigida a mí —le susurró, y luego dejó que los restos de la
bola de barro cayeran al suelo.
Edward percibió que ella luchaba contra sus emociones. Sus labios carnosos se
abrieron como para hablar, pero después volvieron a cerrarse. «Ni siquiera una sonrisa»,
pensó él con amargura. ¿Pero qué esperaba?
—No podemos permitir que te ensucies en este preciso momento, ¿no es cierto? —
añadió.
La mandíbula de Bella se puso rígida y espoleó al caballo, conduciendo a su ejército
hacia el castillo.

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Mientras se aproximaban, Edward se dio cuenta de que sus esperanzas de escapar se
habían esfumado por completo, ya que los guardias del castillo corrieron a saludarlos. Con
los guardias venían también las mujeres, que se apresuraban a abrazar a sus esposos o a sus
hijos. Un destacamento de hombres bien armados rodeó su caballo, separándolo de Bella.
El foso, como bien notó cuando cruzaban la tarima de madera, era hondo y de aguas
muy fangosas, por lo que se preguntó durante un instante si sería capaz de cruzarlo a nado.
Edward fue conducido a través del portalón, bajo la gran reja levantada, cuyos
barrotes en forma de espada pendieron sobre su cabeza cuando pasó. Parecía que
amenazaban con atravesarlo. Su caballo se detuvo en el centro de una amplia plazoleta y
Edward levantó la mirada. El castillo de ella era mucho más pequeño que el suyo. Aquellas
torres eran redondas, mientras que las suyas eran cuadradas, pero todo estaba
inmaculadamente cuidado. Se acordó de que alguna vez, al regresar a casa, había visto que
uno de los muros del patio interior de su castillo se encontraba próximo a desplomarse. No
es que no hubiera oro para repararlo; sino que su mayordomo se caracterizaba por ser un
hombre práctico, más preocupado por mantener el castillo adecuadamente armado y
provisto de comida, por si el enemigo lo sitiara, que por su apariencia.
Edward no opuso resistencia al notar que unas manos lo bajaban del caballo. Los
guardias lo rodearon y lo empujaron hacia el interior del castillo. Se detuvo ante la gran
puerta doble para mirar a Bella. Estaba palmoteando el cuello de su caballo de guerra.
Edward se preguntó dónde tendría lugar la fiesta de bienvenida. ¿No tenía a nadie que
acudiera a saludarla? Luego, la amargura reemplazó a la confusión. Ella ni siquiera se dio
cuenta de que él se había ido.

* * *
Bella acarició y abrazó el cuello de su caballo con afecto, enterrando la cara entre sus
crines blancas. El animal respondió relinchando, y al hacerlo hizo que a la joven se le
movieran los hombros. Entregó las riendas a uno de sus escuderos y buscó con la mirada a
Edward.
¡Su montura estaba vacía! Bella supo instintivamente a dónde lo habían conducido. A
las mazmorras. El solo pensamiento de que lo habían arrojado a una prisión oscura, húmeda
e infestada de roedores la crispaba. Comenzó a seguirlo, pensando en detener a los guardias
y en impedir que lo llevaran a un lugar tan horrible. Luego se detuvo en seco. Un acto de tal
naturaleza sería considerado una traición. Él era un prisionero y, por lo tanto, debía estar en
las mazmorras. Su corazón se hundió con él en las profundidades del castillo.
De repente se llevó un sobresalto. Casi cayó al suelo cuando un pequeño remolino
corrió hacia ella y saltó, jubiloso, a su cuello.
—¡Bella! —gritó una voz llena de alegría.
Bella se liberó del abrazo, dio un paso atrás y se quedó mirando aquellos grandes ojos
castaños.
—¡Dios mío! —gritó asombrada.
La muchacha soltó una risita nerviosa, cubriéndose enseguida la boca con su pequeña
mano.
—¡Por favor! No me saludes como si fuera una extraña. ¡No podría resistirlo!
Bella no podía creer lo que tenía delante de ella. ¿Podía ser Ángela aquella criatura?
¿Podía ser realmente su pequeña hermana? Había cambiado tanto en cinco años que no la
habría reconocido si la hubiera visto caminando por la calle. Ángela había crecido. Su pelo,
negro. Su piel era perfecta, casi luminiscente. ¿Era ésa la pequeña y revoltosa Ángela, la niña

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que solía burlarse de ella disfrazándose de muchacho?
—Cómo has cambiado —murmuró Bella.
—¡Así tiene que ser! —contestó Ángela en tono de niña consentida—. ¡Ha pasado
tanto tiempo! ¡Nunca te perdonaré que no asistieras a mi boda!
—Lo siento mucho, Ángela, pero no podía abandonar el sitio. Traté de terminar cuanto
antes, pero perdí veinte hombres en el asalto al castillo —declaró Bella.
—¡Bah! No me hables de guerras. Ya sabes que me aburren. Sin embargo, las sedas
que me enviaste de París me parecieron maravillosas. ¡No pude resistir la tentación de
hacerte un vestido!
Bella se tragó sus palabras. Los vestidos le parecían estúpidos y cargantes, e incluso se
sentía constreñida por ellos.
—Eran para ti, Ángela. No tendrías que haberte molestado…
—¡Pero si no fue ninguna molestia! Me he vuelto muy buena, ¿sabes? Y aunque creo
que exagera, Ben dice que soy la mejor costurera de Francia.
—¿Entonces eres feliz? —preguntó sinceramente Bella.
Ángela asintió con la cabeza y en sus labios apareció una sonrisa soñadora.
—Tuve la suerte de que nuestro padre me permitiera escoger. Algún día hará lo mismo
contigo.
—¿Y dónde está nuestro padre? —preguntó Bella, elevando la vista sobre la multitud.
—Oh, ya sabes cómo es nuestro padre. Tenía que ver a Jacob y a Emmett.
La burbuja de esperanza de Bella explotó.
—Sí, ya lo sé —contestó con aire decepcionado.
—¡Pero no te pongas triste! No merece la pena, en un día tan maravilloso como éste.
¡Has vuelto a casa! —exclamó Ángela, agarrándola del brazo y conduciéndola hacia el
castillo—. Ven. Tienes que conocer a Ben, y contarme todo lo relacionado con el Príncipe de
las Tinieblas.
Mientras Ángela la conducía al castillo, Bella sintió la corrosiva sensación de que ella
era una extraña en aquel lugar. Nada había cambiado. El corredor de la entrada era
exactamente el mismo, pero había pequeñas cosas que le demostraban que había estado
ausente durante bastante tiempo. Se detuvo ante el tapiz que colgaba de la pared y en
donde se veía a un caballero con el escudo de armas de los De Swan. Inspeccionó la tela
largo rato. Un inglés yacía muerto bajo las botas del caballero, y en su pecho había una
herida mortal de la que manaban chorros de sangre.
—¿Cuándo colgaron este tapiz gobelino? —preguntó Bella.
—Ha estado ahí desde siempre —contestó Ángela, apretándole el brazo y sin hacerle
demasiado caso.
Cruzaron una esquina y atravesaron las puertas que conducían al gran salón. Ángela
soltó el brazo de Bella y corrió por el amplio espacio para arrojarse en brazos de un hombre
alto y de pelo negro que estaba junto a la chimenea, bebiendo y hablando animadamente
con otro hombre.
Bella permitió que sus ojos se sorprendieran. El espacioso cuarto estaba en orden:
alfombras limpias en el suelo, jarrones de cerveza inglesa en las mesas. Una generosa
entrada en forma de arco confería al espacio carácter y elegancia. Había cinco entradas,
cada una iluminada por dos antorchas. Las dos entradas en forma de arco, ubicadas cerca de
la mesa del señor del lugar, conducían a las habitaciones de los niveles superiores. Las dos
opuestas llevaban a las cocinas. Los numerosos sirvientes entraban y salían incesantemente
y a Bella le llegó el aroma del pato asado. A algunos de ellos los reconoció y a otros no, pero
con cierta molestia notó que todos dirigían sus miradas hacia ella. Se quedó parada en la

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puerta, buscando un signo de la presencia de su padre, hasta que finalmente Ángela y Ben se
le acercaron.
Bella se tomó un momento para estudiarlos. Ambos iban vestidos a la última moda.
Ben llevaba un jubón con elaborados encajes de oro en el pecho. La chaqueta apenas le
cubría las caderas. Era más corta que su túnica, notó Bella asombrada. ¿Sería eso lo último
en vestimentas?
Ángela lucía una larga falda de terciopelo voluminoso, que caía hasta el suelo. La tela
verde se ajustaba debajo de sus senos con un cinturón rojo, y por primera vez en su vida,
Bella se sintió fuera de lugar con su rústica cota de malla.
Ben le tendió la mano en señal de bienvenida. Bella la estrechó con el saludo usual de
los guerreros y notó que una sombra de sorpresa pasaba por su cara durante una fracción de
segundo. Retiró la mano.
—Me siento muy complacido de conocerte al fin —le dijo el joven con cierta
incomodidad—. He oído hablar de tus valientes hazañas.
Bella forzó una sonrisa en sus labios y escudriñó el pasillo por encima del hombro,
mirando ansiosamente a ver si llegaba su padre. Pero el corredor seguía vacío.
Ben miró a Ángela, quien le pasó el brazo sobre sus hombros.
—Ben, no debes lisonjear a Bella. A ella no le gusta que la halaguen. Le he dicho
muchas veces que tiene un lindo pelo y que debería soltárselo. Al fin y al cabo, si una no se
arregla para estar bonita, no se casará con el hombre de sus sueños.
—No quiero casarme con nadie —contestó Bella con cierta sequedad. Se volvió hacia
Ángela y vio que su hermana miraba al marido. Durante un segundo, Bella se preguntó cómo
sería eso de vivir con un hombre al que amara. ¿Edward la miraría con la obvia adoración
con que Ben miraba a Ángela? Luego reaccionó. «¿De dónde ha salido este absurdo
pensamiento?», se preguntó un tanto avergonzada.
La sonrisa de Ángela fue instantánea.
—Siempre has dicho lo mismo, pero un día de estos conocerás al hombre indicado y no
serás capaz de imaginar la vida sin él. Como me ha sucedido a mí con Ben.
Bella miró de nuevo hacia el pasillo. Una sensación incómoda se aposentó en su
estómago. ¿Había encontrado ya al hombre con el cuál quería pasar el resto de su vida? No
podía olvidar lo que sintió cuando él la besaba, y sin embargo, al pensar en compartir la vida
con Edward, tal vez en un castillo que fuera de ellos dos, sabía que no era más que una
simple fantasía. Él la odiaba. No obstante…
—¿Dónde está nuestro padre? —preguntó, atribuyendo a su ausencia la sensación de
ansiedad que sufría.
—Ya llegará —dijo Ángela—. Ven, siéntate al lado del fuego.
Bella lanzó una última mirada hacia el pasillo. Aún podía escuchar las risas y los gritos
de alegría de las esposas, los maridos, los hijos y las hijas que se reencontraban, pero no veía
a su padre por ninguna parte. En fin, ya la encontraría. Si abandonaba el pasillo y se sentaba
junto al fuego, acabaría apareciendo. Bella se quitó los guantes de cuero y siguió a Ben y a
Ángela. Una muchacha joven apareció a su lado y le ofreció una copa de cerveza, y cuando
Bella rehusó con la cabeza, notó la reverencia, casi temor, que había en los grandes ojos
castaños de la joven antes de que agachara la cabeza y se retirase.
El gran salón se fue vaciando poco a poco, y Bella supo que era porque los sirvientes
habían salido al exterior del castillo. Sin embargo, cuando se acercaba al fuego de la
chimenea, oyó que su voz llenaba todo el espacio del recinto:
—¿Puede ser ésta mi pequeña Bella?
Ella sintió, al darse la vuelta, que una gran alegría estremecía su cuerpo. Charlie de

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Swan atravesaba el cuarto con los brazos abiertos. Aun cuando ella todavía llevaba su cota
de malla, pudo notar la fuerza de su padre al abrazarla. Le devolvió el abrazo con todo su
corazón, degustando el momento, y supo que el viejo se sentiría orgulloso de ella, que la
miraría a los ojos con el respeto que hasta ahora se había negado a mostrarle.
La echó hacia atrás y ella se quedó mirando las profundidades de aquellos grandes ojos
castaños. Aunque muchas cosas habían cambiado en el castillo, ¡él era el mismo! Aquellos
ojos cálidos eran los mismos que le habían sonreído durante tantos años; aquellos labios
eran los mismos que le habían susurrado palabras de consuelo cuando sufría un percance.
—¡Oh, padre! —exclamó Bella—. ¡Los cogimos por sorpresa! ¡Derrotamos al ejército
inglés completamente y…
Charlie le dio unas palmaditas a su hija en la cabeza, asintiendo con paciencia.
—No te preocupes ahora por los asuntos de la guerra —le dijo—. Estás en casa.
—Pero padre —contestó ella, sintiendo cómo la felicidad la abandonaba poco a poco—
. Capturamos al Príncipe de las Tinieblas.
—Sí, lo sé, niña, y espero verlo pronto.
—Lo hice hablar y me contó muchas cosas del rey Aro y del ejército inglés. ¡Van a
invadir Francia!
Ángela bostezó, hundiendo su cabeza en el pecho de Ben.
Charlie miró a Bella con el ceño fruncido.
—Estás asustando a tu hermana. Ya es suficiente. Ve a vestirte con la ropa apropiada
para la comida.
Bella sintió que un cálido rubor ascendía por su nuca y sus mejillas. Charlie era un
palmo más alto que la mayoría de los franceses, y a los ojos de Bella lo era aún más.
Decepcionada, no se movió y, finalmente, Charlie volvió sus ojos hacia Ángela.
—Ángela —le dijo con una serena sonrisa—, muéstrale a Bella las nuevas ropas. A lo
mejor le gustaría ponerse alguno de tus vestidos para la cena.
Ángela se relajó, dejando a un lado el miedo que le habían producido los augurios
guerreros de la hermana.
—Oh, sí. Puedes ponerte el vestido que te hice.
Bella se hundió en la desesperación, pero a pesar de ello permitió que Ángela la
condujera hacia las escaleras.
Cuando llegó a los fríos escalones de piedra, se detuvo para mirar de nuevo a su padre.
Su túnica de terciopelo azul brillaba suavemente a la luz del fuego de la chimenea. Emmett
entraba en ese momento al salón, y durante un instante Bella sintió un temor que la hizo
vacilar. ¿Le contaría Emmett a su padre lo ocurrido entre ella y Edward? Incluso desde la
distancia, podía ver los labios hinchados de Emmett y las contusiones que tenía en las
mejillas y las cejas.
Emmett miró alrededor de la habitación y sus ojos se detuvieron en ella. Enderezó la
espalda y la miró con furia.
La voz de su padre se oyó en todo el recinto:
—Emmett, ven a contarme cómo capturasteis al Príncipe de las Tinieblas.
Bella se volvió hacia ellos.
Emmett no diría nada. Si lo hiciera, le causaría un enorme dolor a su padre y, además,
mancharía el nombre de la familia con el escándalo.
—Me dicen que los ingleses se aproximan a Francia —continuó Charlie.
Bella subió las escaleras con el corazón partido.

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Capítulo 17

Ángela revoloteaba alrededor del cuarto como un pájaro, preparando sus ropas como
si estuviera construyendo un nido. Corrió hasta el armario, sacó un pañuelo y cogió un
espejo de mano que había sobre la mesa. Se puso el pañuelo alrededor del cuello y se miró
en el espejo, moviendo silenciosamente la cabeza. Volvió a colocar el espejo encima de la
mesa y se encaminó rápidamente hacia el armario para volver a guardar el pañuelo.
Comenzó a revolver entre montones de piezas de joyería, sacando de pronto una,
sosteniéndola delante de su cuello y luego, con el ceño fruncido, la volvió a depositar en su
lugar.
Bella, sentada al borde de su cama, se miraba las manos, cruzadas, que descansaban
apáticas sobre su regazo. ¿Por qué era él el único hombre al que nunca había sido capaz de
enfrentarse? ¿Por qué no podía ella exigir el respeto que se merecía? ¿Por qué había
permitido que la dejaran a un lado como si fuera una basura? Bella gimió y se pasó los dedos
por el pelo, enterrando su cara entre las manos. ¡Era su padre, y no la hacía caso!
—¿Por qué no has comenzado a quitarte la cota de malla, Bella? —dijo Ángela,
sentándose a su lado con un collar de zafiros entre los dedos.
Bella apartó la cara de Ángela. Hubiera querido que su hermana la dejara en paz al
menos durante un rato.
—Cuéntame cómo capturaste al Príncipe de las Tinieblas —añadió Ángela con un
toque de simpatía en la voz.
Bella levantó los ojos, suspiró y contempló a Ángela con incredulidad.
—Ni siquiera fuiste capaz de escuchar que los ingleses nos iban a invadir, Ángela. ¿Y
ahora quieres que te cuente cómo capturé a Edward?
—¿Edward?
Bella dejó caer las manos en medio de otro suspiro.
—El Príncipe de las Tinieblas.
Ángela permaneció en silencio durante un momento y Bella sintió que la miraba con
mucha atención. Finalmente, Ángela le dio unas palmaditas en la mano y se levantó de un
salto.
—Te mostraré el vestido. Te hará sentir mucho mejor.
Bella se levantó con la cara visiblemente tensa.
—No me importa el vestido.
Ángela se volvió hacia ella, y Bella vio que sus ojos expresivos estaban heridos. Se
arrepintió de inmediato de haber pronunciado unas palabras tan duras y continuó hablando
con mayor suavidad:
—Quiero decir ahora. Lo que quisiera saber en este momento es por qué nuestro
padre no escucha lo que tengo que decirle.
—Porque eres mujer —contestó Ángela con una franca sonrisa.
Bella suspiró. Era lo único que no podía cambiar en su vida.
—No te entristezcas, Bella. ¡Lo pasaremos muy bien! ¿Sabías que el duque de Le Mans
está aquí?
—No.

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—Tendremos buena compañía esta noche. El conde de Sens también está aquí. Vino a
conocer al Príncipe de las Tinieblas. Parece que el demonio tiene una reputación muy bien
ganada.
Bella arrugó la frente.
—¿Qué quieren de él?
Ángela encogió sus delicados hombros y volvió a revolver las ropas que colgaban en su
armario.
—Sólo sé que nuestro padre está planeando una… una especie de recepción para él.
Debo confesarte que espero con ansiedad el momento de verlo. Dicen que su sola mirada
condena al corazón de las mujeres a arder como si…
—¿Una recepción? —preguntó Bella con inquietud.
Ángela se volvió hacia Bella con los brazos en jarras.
—¿Sabes una cosa, Bella? Tienes que aprender a escuchar lo que dicen las demás
personas. Sí. Una recepción. Al parecer, nuestro padre le tiene preparada una sorpresa.
El Ángel de la Muerte sintió que un escalofrío de temor le subía por la columna
vertebral.

* * *
Bella parecía un milagro de feminidad cuando se detuvo en el escalón más bajo de las
escaleras que conducían desde las habitaciones hasta el gran salón. ¡Y odiaba tener
semejante aspecto! La blusa le apretaba los senos y los pesados terciopelos de la falda se le
enredaban en las piernas y le impedían caminar como quisiera. Se sentía ahogada por la faja
que Ángela había insistido en que se pusiera debajo de la blusa, para acentuar sus atributos
femeninos, según dijo. La faja le apretaba tanto que Bella sintió que no podía doblar el
cuerpo. Se la había puesto para complacer a Ángela. Después, su hermana la había ayudado
a embutirse en el largo traje azul oscuro. Se asombró por la forma en que se ajustaba a su
cuerpo, al contrario de las túnicas que usaba casi siempre. Y la amplia y abierta línea de su
cuello era tan… ¡tan reveladora!
Colgado de él llevaba un sobretodo de terciopelo cuyas aberturas llegaban hasta las
caderas. Ángela había sonreído cuando ella juró que aquella cosa se le iba a caer de un
momento a otro. Ángela fijó el sobretodo al traje con unos botones que estaban escondidos
debajo de las pieles que demarcaban el cuello y los brazos. Tranquilizó a Bella,
prometiéndole que los botones lo sostendrían.
El toque final fue el peinado. ¡Ángela había logrado armar una monstruosidad encima
de su cabeza, y además una monstruosidad con cuernos! Bella se había echado para atrás y
se había negado a llevarla, insistiendo en que el pelo le quedara suelto.
Con aquella pequeña y única victoria en su haber, Bella llegaba al peldaño más bajo de
las escaleras, deseando correr de vuelta hacia su cuarto para ponerse de nuevo su túnica y
sus pantalones. Un discreto empujón de su hermana en la espalda la empujó a entrar al gran
salón, donde ya se habían reunido todos los invitados, que apagaron sus voces para volver
los ojos hacia ella.
Cuanto más inmóvil permanecía Bella, más se prolongaba el silencio. Estaba segura de
que era su horrible vestimenta lo que les llamaba la atención, una vestimenta que la hacía
parecer débil y ridicula, a ella, el Ángel de la Muerte.
Finalmente, Jacob se le acercó.
—Hay un hombre al que quiero que conozcas, Bella —le dijo, y tomándola del brazo la
guió entre la multitud de personas que reanudaban sus conversaciones, aunque ya en un

- 101 -
tono más bajo.
Bella se detuvo y se inclinó sobre él.
—¿Parezco una estúpida con este traje?
Jacob hizo una pausa para mirarla, y luego levantó la cara. Había confusión en sus ojos.
—¿Qué otra cosa podrías llevar en una recepción el castillo de nuestro padre? —
preguntó.
Jacob vestía una túnica de terciopelo verde oscuro que caía en pliegues hasta el suelo
y que un cinturón negro recogía alrededor de la cintura. Bella sintió que la faja le apretaba
más que nunca y deseó no habérsela puesto. Finalmente, paseó la mirada alrededor de toda
la estancia.
—¿Por qué me están mirando? —preguntó.
—El hecho de que hayas capturado al Príncipe de las Tinieblas los tiene muy
impresionados.
—Creyeron que no podía hacerlo.
—Sí, pero debes admitir que la mayor parte de las mujeres se desmayarían del susto
ante la mera presencia de tu Señor de las Tinieblas.
Bella lo miró fijamente al notar el énfasis que había puesto en la palabra «tu». Se
preguntó si Emmett habría hablado con él, pero prefirió ignorar el asunto y dirigió la mirada
hacia Ángela, que en ese momento se inclinaba para oír el susurro de una mujer ya vieja que
vestía un impecable traje blanco. Ángela levantó la mirada y durante un instante creyó ver
algo de dolor en los ojos de su hermana. Luego giró la cabeza y le dijo algo a la mujer, que
pareció ruborizarse antes de alejarse rápidamente.
La odiaban. Bella estaba segura de ello. No era lo que ellos pensaban que debía ser una
mujer: débil, silenciosa, casada y obediente a las órdenes de su marido.
Bella contempló a la nobleza que la rodeaba, y mientras observaba a la gente que
llenaba el salón, alcanzó a captar la curiosa mirada ocasional de un observador que desvió la
vista de inmediato.
Se sentía desilusionada. ¡Había creído que esta vez sería diferente! Ella había
capturado al Príncipe de las Tinieblas, una hazaña que nadie había logrado antes, una hazaña
que causaba envidia a todo el mundo en Francia. Y sin embargo, todo el mundo la miraba
como si tuviera algún tipo de anomalía extraña. Y alguno hasta quería coquetear.
Jacob la empujó de nuevo a través del salón. Las mesas estaban dispuestas para la
comida y los invitados se congregaban en el centro del gran espacio alrededor de los condes
y los duques, que vestían sus más ricos ornamentos y a quienes no les hubiera gustado que
alguien los viera hablando con un hombre del común, con cualquier vulgar plebeyo.
Cuando Bella se acercó a los hombres reunidos alrededor del fuego de la chimenea,
reconoció a muchos de ellos. Formaban parte de su ejército. El capitán Navarre estaba allí,
envuelto en una túnica amarilla y en unos pantalones negros. La saludó con una respetuosa
inclinación de cabeza.
—Mi señora.
Bella le devolvió el saludo y, finalmente, su hermano la empujó hasta un hombre alto
que se encontraba de espaldas a ellos.
—Excúseme —le dijo Jacob, y el hombre se dio la vuelta. Tenía cara amable y ojos
comprensivos, aunque algunas líneas de dolor se le habían grabado en la frente. Parecía tan
viejo como su padre—. Me gustaría presentarle a mi hermana Bella.
—¡El Ángel de la Muerte! —contestó el hombre, entusiasmado—. Es un gran placer
conocerla —añadió tendiéndole la mano, con la palma hacia arriba, pero de pronto se quedó
frío, hasta el punto de que, por un momento, pareció que fuera presa del pánico.

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Bella reaccionó cogiéndole el brazo a la altura del codo, a la usanza de los soldados. Su
cara se relajó cuando le devolvió el apretón.
—A mí también me da mucho gusto conocerlo, lord Merle. Usted ha viajado desde
muy lejos.
—Sí. Apenas llevo aquí tres días. No podía perderme la oportunidad de conocer al
Príncipe de las Tinieblas —contestó.
Bella frunció el ceño, y el viejo, temiendo haberla insultado de alguna manera, se
apresuró a agregar:
—Naturalmente, también quería conocerla a usted, uno de los más grandes guerreros
de Francia. Me siento honrado de estar en su presencia —e inclinó ligeramente la cabeza.
Bella se olvidó de sus temores por lo que pudiera ocurrirle a Edward y respondió con la
mejor de sus sonrisas.
—Pero lord Merle —intervino Jacob— nos estaba hablando hace un rato de los
rumores que corren acerca de que el rey Aro de Inglaterra ha desembarcado en Francia.
—Sí, efectivamente —murmuró lord Merle. Su voz adquirió un tono bajo, conspirativo,
y su semblante se tornó aún más serio al añadir:
—Sé de fuentes buenas y fiables que, mientras estamos hablando, el rey inglés ha
puesto sitio a Harfleur.
—¿Está en Francia? —preguntó Bella.
Eso significaba que muy pronto habría nuevas batallas. Pensó que debería reunir a sus
hombres y dirigirse a Harfleur. No. Debía esperar a que los citaran. Era posible que se
requieran sus servicios muy pronto.
Alguien la agarró del brazo y ella lo retiró antes de volverse. Su padre se encontraba
detrás. Estaba vestido impecablemente, como siempre, con un brocado de seda rojo que
caía hasta el suelo, de cuello alto y de mangas adornadas con zafiros.
—Señores —dijo—, a mi hija la necesitan en otra parte. Les ruego que nos perdonen —
inclinó la cabeza a título de despedida, y la alejó tomándola del codo.
—¿Qué es tan importante, padre? —preguntó Bella—. ¿Ha llegado un emisario del
rey?
—Oh, no, querida —sonrió él—. Lo importante es que converses con las personas
apropiadas.
—Lord Merle parece ser un buen hombre —respondió Bella en el momento en que su
padre la acercaba a otro grupo de la nobleza.
—Si prefieres a la gente que tiene pocas tierras —anotó su padre, quien se detuvo y se
volvió a mirarla—. Tienes que ser vista con hombres más importantes. Tienes que pensar en
tu futuro, Bella.
Sí. ¡Su futuro! Para avanzar en su carrera debía asociarse con hombres de mucho
poder y riqueza, y los hombres de poder y de riqueza eran casi todos nobles, arrogantes,
pomposos fanfarrones que no sabían nada de la guerra y que, sin embargo, se deleitaban
con su grandeza. Eran los soldados los que ganaban las guerras, las batallas y los sitios para
ellos. Pero también comprendió que para ser un comandante eficaz, debía tener influencia
en ambos campos.
Su padre la condujo hasta un hombre pequeño que tenía el pelo del color rubio. Su
rico traje de terciopelo rojo se ensanchaba como una bandera al viento mientras hablaba
acompañándose de grandes gestos floridos de las manos. Cuando Bella se le acercó más vio
que llevaba puesta la cota de malla debajo de la ropa. La joven tuvo que reprimir una
sonrisa. Como le había enseñado la experiencia, los únicos que desplegaban de esta manera
sus prendas de armadura eran los que nunca se habían embarcado en nada más peligroso

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que ladrar órdenes desde su tienda, lejos del fragor de las batallas.
Se encontraba hablando con otro hombre, más alto, pero igual de flaco que él. Su
jubón adornado con brocados de seda le llegaba a las caderas. Bella miró hacia abajo y vio
que sus zapatos negros, terminados en punta, le quedaban más que grandes. Bella por poco
suelta una carcajada. Debía tener cuidado, para no pisarle.
Cuando vieron que Bella y su padre se acercaban, el primer hombre interrumpió la
conversación para saludarlos.
—¡Charlie! —exclamó—. ¡Qué maravilloso es verte de nuevo! ¿Y cómo se encuentra
esa encantadora niña tuya?
—Ángela está bien, afortunadamente. Está por aquí, ¿sabes? Tienes que buscarla para
conversar con ella —dijo—. Siempre te recuerda con mucho cariño.
—Igual que yo la recuerdo a ella —contestó el hombre, volviéndose a mirar a Bella.
Ella no pudo dejar de sentir cierta repulsión hacia la pequeña forma humana que tenía
ante sus ojos. Físicamente parecía débil y muy vulnerable, y había algo en sus pupilas que le
recordaba a un perro enfermo. De cualquier manera, sonrió.
—Bella —dijo su padre—, te presento a nuestro querido amigo el conde Crowley.
Tyler, te presento a mi otra hija, Bella.
Él le tendió la mano y Bella le agarró con fuerza el antebrazo, al modo militar.
La sorpresa y el disgusto bañaron su cara y, rápidamente, retiró la mano.
—Sí, bien… —murmuró, a todas luces ofendido por la manera en que ella lo había
saludado.
Su padre la miró con un gesto amenazador. Pero, ¿cómo esperaban que actuara?
¿Agachando la cabeza y haciendo aletear coquetamente las pestañas delante de ellos?
Cuando ya se había recompuesto y estaba lista para enderezar la situación, el conde
continuó hablando:
—Éste es el duque Armand Carón.
El duque sonrió cálidamente a Bella. La palidez de su cara pareció colorearse cuando la
reconoció.
—Sí, por supuesto —declaró enfáticamente—. El Ángel de la Muerte. Debo decirle que
el placer es mío.
No le tendió la mano, pero se inclinó ligeramente. Bella le quedó agradecida.
El conde Crowley asintió con la cabeza y elevó la nariz hacia el techo, aprovechando
para observar los esbeltos contornos de Bella.
—¡Ah, sí! —dijo—. Nuestro guerrero femenino.
Detrás de sus aires de altivez, Bella vio que algo parecido a la aprensión iluminaba sus
ojos oscuros. Conocía su leyenda. Todo lo que él había escuchado de ella se acumulaba en su
pequeño cerebro. La joven hubiera querido sonreír, pero no podía avergonzar a su padre con
una burla abierta.
Bella miró a su padre. Sus pesadas pestañas subían y bajaban en señal de
desaprobación.
—Y no sólo un guerrero —continuó diciendo el duque Armand Carón—, ¡sino el
caballero que nos trajo al Príncipe de las Tinieblas!
—Sí —suspiró el conde—. Al fin y al cabo, debe de ser un personaje lamentable.
Bella sintió que su sangre comenzaba a hervir ante aquel insulto a Edward.
—Le ruego que me perdone, señor —dijo con firmeza—, pero estoy segura de que a
usted no le gustaría encontrárselo cara a cara en el campo del honor. Me han contado que
en…
—Bella, por favor —la interrumpió Charlie—, estos señores no desean hablar ahora del

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Príncipe de las Tinieblas.
Bella se sorprendió. ¿No se suponía que debía impresionarlos con su condición de
caballero del reino, para dejarles claro que no incurrirían en dispendio al dar oro y hombres
para su ejército?
—Dígame, conde Crowley —continuó Charlie—. ¿No está usted buscando una esposa?
Bella se quedó sin respiración por un momento. ¡No podía creer que su padre la
hubiera llevado hasta allí para ofrecerla en subasta a aquellos nobles estirados, como si
fuera un semental de concurso ganadero!
—Al contrario —intervino el duque Carón—. Me encantaría oír hablar del Príncipe de
las Tinieblas. Después de todo, es por eso por lo que estamos aquí. Le ruego que continúe.
Bella vio con temor cómo su padre dejaba descansar un brazo en los hombros del
conde Crowley y se alejaba con él. Vio también cómo la miraba el conde y cómo asentía a las
palabras que su padre le decía.
Ella quería correr a su habitación, o a los establos, o al campo de entrenamiento,
quitarse el horrible traje que la sofocaba, ponerse su túnica y sus pantalones, empuñar su
espada y salir a cortarle a alguien la cabeza… o la nariz.
Y sin embargo, se volvió hacia el duque Carón con la más encantadora de sus sonrisas y
le relató los acontecimientos que habían conducido a la captura del Príncipe de las
Tinieblas…

* * *
Edward siguió a los guardias escaleras arriba. El destello rojo del sol del atardecer le
golpeó los ojos a través de las ventanas del corredor. Dos guardias marchaban delante de él
y otros dos lo seguían. Lo habían sacado de las oscuras mazmorras del castillo tras lo que él
juzgaba que habían sido dos días con sus respectivas noches, sin decirle una palabra acerca
de adonde lo llevaban. Sus heridas estaban sanando y las costillas ya no le dolían tanto como
antes, pero se sentía débil a causa de la escasísima alimentación que había recibido. Las
cadenas con que lo habían atado en aquella celda húmeda tampoco le habían permitido
mucho movimiento, por lo que sus músculos se hallaban rígidos y tensos. Casi agradecía la
salida, fuera cual fuese su propósito.
Edward creyó reconocer el tapiz gobelino que colgaba de la pared y pensó que lo
habían vuelto a llevar al pasillo original por el que había entrado la primera vez que fue
conducido al interior del castillo.
Los guardias se detuvieron al llegar a una pesada serie de puertas de roble y las
abrieron, dejando a la vista una habitación repleta de gente. Al parecer, Edward era un
hombre muy popular en Francia. Ojos expectantes cayeron sobre él y en la gran estancia se
hizo el silencio. Al igual que las estacas de una cerca, numerosos guardias armados estaban
plantados a lado y lado de un amplio pasillo abierto entre la gente y que se extendía desde
Edward hasta el extremo opuesto del salón. El prisionero contempló el pasillo humano. Los
ricos colores y texturas de la gente que había a su alrededor le indicaban que se encontraba
entre personas de la nobleza. En el extremo más lejano de la habitación, Edward vio a un
hombre vestido con finos terciopelos azules y acomodado en un regio asiento. Al lado de él
había una mujer envuelta en un traje de color marrón profundo que a Edward le recordó el
color de la sangre seca. Se sintió fascinado por los oscuros y rebeldes rizos que le caían sobre
los hombros y que apartaba de su cara con una simple, y hasta cierto punto ya pasada de
moda, diadema. De alguna manera, parecía que sus rizos esperaban saltar y ser libres. Su
figura era perfecta y Edward, pese a su apurado trance, se encontró a sí mismo

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imaginandose que ella calentaba su cama. Quedó después cautivo del café de sus
centelleantes ojos, que lo miraban a través del cuarto como grandes gemas encendidas. Sus
ojos verdes se ensancharon sorprendidos cuando comprendió quién era aquella mujer.
Bella había cambiado su túnica y sus pantalones —la ropa masculina, de guerrero—
por un vestido de terciopelo rojo. La tela colgaba deliciosamente de sus senos y de sus
caderas, acentuando una feminidad que él conocía demasiado bien. Y sin embargo, no lo
suficientemente bien. Sus ojos verdes se movieron hambrientos por las curvas de su cuerpo,
y notó que el deseo le inflamaba aún con más fuerza que en cualquier otra ocasión. Sabía
que debía poseer a esa mujer. Sabía que debía poseerla de nuevo. La próxima vez
encendería de verdad las llamas de la pasión en sus ojos, bebería la miel de sus labios y la
obligaría a pedir más.
Lo empujaron hacia delante por un guardia y por poco se tropieza con los grilletes que
le atenazaban los tobillos. Cuando luchó por enderezarse, oyó que unas risitas despectivas
salían de la multitud. Se irguió inmediatamente, lanzando agudos puñales de odio hacia todo
el que se atreviera a mirarlo a los ojos. Por supuesto que se reían. Él estaba encadenado y
ellos estaban a salvo. Estas gentes tenían en sus ojos la misma mirada que los villanos que
los recibieron a su regreso al castillo. Y estaba seguro de que se divertirían viendo cómo le
cortaban la cabeza.
Se detuvo a pocos pasos del hombre del asiento. Los ojos verdes de Edward lo
inspeccionaron de la cabeza a los pies. Era viejo. En la Jauría de los Lobos ya no sería el jefe.
Los hombres más jóvenes hubieran desafiado su autoridad desde hacía muchos años. Se dijo
que ésa debía ser una sociedad muy débil, si permitía que un hombre así continuara
gobernándola. La ropa que llevaba puesta sugería una vida suave, ociosa y consentida, pero
cuando levantó la vista hacia sus ojos, notó que había algo extraño en ellos. Una especie de
dureza. Una especie de reto. Edward supo que la apariencia del hombre era engañosa, y vio
que una sonrisa le arrugaba los labios.
—De manera que eres aquel del que hablan las leyendas —dijo el hombre—. No me
decepcionas.
Edward no respondió. Miró rápidamente a Bella, pero vio que su cara estaba
desprovista de emociones.
—Soy Charlie de Swan —le dijo el viejo—. El señor de este castillo y el padre de Bella.
¡No era el castillo de Bella, sino de su padre! Edward mantuvo su sorpresa escondida
detrás de una máscara de indiferencia. Su padre. Edward quedó intrigado. Le hubiera
gustado hablar con el hombre en privado, para preguntarle por qué permitía que su hija
fuera un guerrero, pero sabía que ello nunca sucedería.
—El rey Aro te envía sus saludos —dijo al fin Edward.
—Pongo en duda que sea cierto lo que dices. Aro apenas sabe quién soy yo.
—Al contrario. Eres el padre del Ángel de la Muerte. Su leyenda es casi tan fastuosa
como la mía.
—¡Qué arrogancia! Si yo estuviera en tus zapatos, me mostraría más dócil. Toda
Francia está a favor de mi hija, y tú estás en Francia, mi querido muchacho.
Edward le lanzó una dura mirada a Bella. ¿Cómo había podido echarlo a semejantes
buitres?
Bella le devolvió la mirada con el mentón levantado y sin mostrar el menor
remordimiento. Bajó los dos escalones de la tarima para colocarse frente a él, y cuando lo
hizo Edward sintió que su ira se aplacaba y que el deseo volvía a nacer en su interior. El
terciopelo colgaba de sus caderas como una segunda piel, y añoró el tiempo en que podía
pasar sus manos por encima de la suave tela para sentir sus curvas debajo.

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Edward oyó el silencio en el salón. Incluso los nobles habían cerrado la boca al ver que
el Ángel de la Muerte, ataviada con su vestido carmesí, se encaraba con el Príncipe de las
Tinieblas, encadenado de manos y de pies y desnudo hasta la cintura. Edward no podía
contrarrestar la malevolencia que había en ellos y que amenazaba con barrerlo del mapa. Y
sin embargo, más allá de las miradas interesadas de la gente que tenía a sus espaldas,
Edward sintió algo más. Había algo que lo unía a Bella, algo mucho más poderoso que el
odio.
Durante un momento, Edward creyó ver en sus ojos un brillo de remordimiento, pero
luego se tornaron duros otra vez, y erigieron un muro de piedra entre ambos.
—Arrodíllate —ordenó Charlie—. Arrodíllate delante de mí para que toda Francia sepa
lo leal que eres a este reino —añadió con palabras teñidas de burla.
Un murmullo se alzó en el salón antes de que un mortal silencio volviera a apoderarse
de todo el mundo
La cara de Edward se endureció. Su respuesta iba dirigida a Bella:
—Nunca.
Oyó un gran murmullo de gentes agitándose y vio cómo Charlie colocaba su mano
sobre el arma de Emmett, haciéndolo retroceder. Edward notó con satisfacción que el ojo
derecho de Emmett aún estaba coloreado por un moratón negro y un círculo azul. Los ojos
de Charlie enfocaron a Bella. Una sonrisa despectiva apareció en los labios de Edward, que
también miró a la joven con atención.
—Arrodíllate delante de él —le dijo ella con urgencia—. Por favor —y su voz sonó
como un beso en sus oídos, aunque sus palabras lo aturdieron.
Edward hubiera hecho cualquier cosa por ella, con la condición de que le hablara en
ese tono seductor. Cualquier cosa excepto jurarle fidelidad a un señor distinto a Aro.
—No puedo hacerlo. Ni siquiera puedo hacerlo por ti, Ángel.
Vio que un signo de desilusión pasaba por su cara y que en su interior estaba herida, lo
que lo enfureció. ¿Cómo podía pedirle que hiciera semejante cosa? ¿Se arrodillaría ella
delante de otro rey tan fácilmente?
Emmett apartó la mano de su padre y se plantó en el borde de la tarima. «¿Qué estará
planeando?», se preguntó Edward. «¿Matarme aquí mismo?». Emmett inclinó la cabeza
como si hiciera un gesto a alguien situado detrás de Edward. ¿Había llamado a alguien para
que le ayudara? Edward se dijo con satisfacción que aún le tenían miedo, aunque estuviera
encadenado. Giró la cabeza y vio que un hombre daba un paso hacia delante y lo miraba con
intensos ojos oscuros.
—¿Señor?
—Dígame, Pedro —replicó Charlie con algo parecido a un suspiro.
—Solicito autorización para retar a duelo a un enemigo de Francia.
Charlie asintió con la cabeza.
El desconocido se volvió hacia Edward.
—Queda usted retado a duelo.
Edward sonrió con cierta malicia, contento de poder al fin ejercitar sus resentidos
músculos.
—Acepto con el mayor gusto.
Nunca en su vida había perdido un duelo, y pensó que aquel cretino no sería un
adversario digno de tenerse en cuenta.
—¡Qué arrogancia! —exclamó Charlie.
La gente se hizo a un lado cuando un segundo hombre, en el extremo opuesto del
salón, dio asimismo un paso hacia delante.

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—Yo también lo reto, señor, si usted me lo permite.
Edward dudó por un momento, pero sólo por un momento. Se volvió hacia el segundo
retador, que parecía aún más fácil que el primero, y dijo riéndose a sus anchas:
—Si hubiera sabido que soy tan popular en Francia, habría venido por mis propios
medios. Me siento honrado, señor, y acepto su gentil oferta —añadió acompañándose de
una inclinación profunda y hasta un tanto exagerada.
El segundo hombre frunció el ceño, sintiéndose insultado, pero devolvió la reverencia
y el duelo quedó sellado.
Detrás de Edward, la voz de Emmett se impuso ante la concurrencia, silenciándola.
—Y yo —dijo—. Yo también lo reto. Lo reto a un duelo a muerte.
Edward borró la risa de su cara. Podía sentir el odio que emanaba del cuerpo de
Emmett como el calor de las llamas de la chimenea, pero como buen duelista experto
enmascaró su aprensión y se inclinó ante Emmett:
—Parece usted un hombre cansado de vivir.
El salón se quedó en silencio de nuevo mientras Edward notaba una sensación de
peligro inminente, un cosquilleo que le subía por la espalda.
—De todos tus valientes caballeros —dijo dirigiéndose a Charlie con una sonrisa
burlona—, ¿sólo hay tres marranos dispuestos a retar al Príncipe de las Tinieblas? Me
facilitas mucho las cosas.
El silencio y la tensión crecieron.
—¿Hay alguien más? —preguntó Charlie a la concurrencia.
Edward escuchó una sucesión de ruidos metálicos detrás de él y presintió que no debía
mirar qué era. Pero lo hizo. Y cuando lo hizo, deseó no haberlo hecho: todas las espadas del
salón se habían levantado en señal de reto.

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Capítulo 18

«Es ridículo», pensó Bella mientras se paseaba delante de la ventana de piedra de su


habitación, con los postigos abiertos al infinito cielo de la noche. No sintió el aire frío que
rozaba sus hombros desnudos; su cuerpo era una pura llamarada de cólera. El traje de noche
crujía con cada paso que daba. ¡Eso no era un duelo! ¡Eso era un asesinato! Los caballeros
no podían comportarse de una manera tan poco caballeresca. ¿Qué les había sucedido a sus
hombres? ¿Qué le había sucedido a su hermano? ¿La guerra los había vuelto bárbaros a
todos?
Bella se detuvo a mirar la oscuridad de la noche. Se preguntó cómo era posible que
hubiera llegado a ver las cosas de una manera tan diferente a la de Emmett. En otra época
todo había sido blanco o negro, justo o injusto, verdadero o falso, pero ya no. O tal vez sí. Sin
embargo, lo que era justo y verdadero para Emmett se volvió de pronto injusto y falso para
ella.
La asaltó un pensamiento prohibido: no sería difícil llegar hasta Edward… Cruzó sus
brazos sobre el pecho cuando un escalofrío la estremeció. ¿Qué había pasado con lo justo y
con lo injusto, con lo falso y con lo verdadero? ¡La vida era tan transparente antes! Inglaterra
era enemiga de Francia, pero ella no era Francia, al igual que Edward no era Inglaterra.
Edward era un hombre.
Un hombre que la hacía sentirse bella.
«Él es mi prisionero», argumentó para sí misma, «y no permitiré que haya un baño de
sangre». Se dirigió hacia la puerta, decidida a ir a buscar a su padre para poner fin a aquella
tragedia lunática. Abrió la puerta y se detuvo instantáneamente cuando vio que Emmett
estaba recostado casualmente contra el muro de piedra opuesto a su habitación, como un
león perezoso a la espera de su presa. Estaba jugueteando con un pequeño guijarro, que
hacía circular hábilmente entre los dedos de las manos.
Bella sintió que se crispaba. Apretó los puños. Hubiera matado a su hermano.
—Pensé que estarías despierta hasta tarde —le dijo tranquilamente, arrojando el
guijarro al suelo.
Ella sintió un extraño cosquilleo a lo largo de su columna vertebral y tuvo la molesta
sensación de que la estaban tendiendo una trampa. Cuando comenzó a caminar por el
pasillo, la opaca luz amarillenta de dos antorchas temblorosas iluminó los rasgos de su
rostro.
—¿Qué haces aquí? —le preguntó a Emmett.
—Darte una última oportunidad —contestó el hermano, con gesto levemente
sombrío—. Sabía que ibas a fallar.
La frente de ella se arrugó.
—¿Te acuerdas? —continuó hablando Emmett—. Yo sabía que cuando los duelos
fueron anunciados, reaccionarías como reaccionaste.
—Él es mi prisionero y no toleraré que… —empezó a decir Bella, pero se calló al ver
que Emmett daba un paso amenazante hacia ella.
—¡Ésa no es la razón por la cual protestas!
—No, protesto porque esto no es un duelo. ¡Es un asesinato! ¡Él no puede pelear

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contra toda Francia!
—¿No sientes preocupación alguna por tus caballeros? ¿No sientes preocupación
alguna por tu hermano? —replicó él con una voz extrañamente calmada, amenazadora por
su misma suavidad—. Al fin y al cabo, él es el caballero más poderoso de Inglaterra. Su mejor
guerrero.
—Estás loco —le espetó Bella, disgustada, demasiado iracunda para hacerle ver la
demencia de la situación por medio de palabras tranquilas—. No permitiré que te batas en
duelo con él. No permitiré que luches contra él.
—Pero si queremos hacerlo —dijo Emmett—, no hay nada que discutir. No puedes
negar nuestros derechos. No puedes vulnerar los códigos de la caballería.
—Cien caballeros contra uno: eso no está en ningún código caballeresco —gruñó ella.
—¿Por qué lo defiendes? Déjalo morir en el campo del honor.
—¡Lo haría si viera que no estamos delante de una vil carnicería! —replicó Bella con
los ojos encendidos de rabia y los dientes apretados.
—No creo que dejaras de defenderlo —la interrumpió Emmett—. No creo que puedas
sentarte en el palco a verlo morir. Lo amas, ¿no es cierto?
—No.
Emmett se le acercó.
—Lo amas. He visto cómo lo miras.
—No.
Se le acercó aún más.
—He visto cómo te enciendes cuando lo miras.
—No.
—Y he visto el dolor en tus ojos, porque sabes que está mal.
La verdad de sus palabras la dejó anonadada. Sí. Amaba a Edward. ¿Por qué no se
había dado cuenta? ¿Cómo había sucedido? Sus manos comenzaron a temblar y tuvo que
apartar sus ojos de su hermano. No podía permitir que viera lo ciertas que eran sus
acusaciones. Bella sabía que darse la vuelta implicaría darle la confirmación definitiva, y se
odió a sí misma por no ser capaz de devolverle la mirada.
—No permitiré que interfieras en el duelo, Bella, y puedes estar segura de que lo
mataré. Incluso por tu propio bien.
—Emmett, no… No debes…
Antes de que Bella se diera cuenta de lo que estaba sucediendo, Emmett le apretó las
muñecas con sus manos, que parecían grilletes de hierro, y la empujó hasta la mitad del
pasillo, de vuelta a su cuarto, sin dar tiempo a que ella recuperara los sentidos y se plantara
firmemente en el suelo. Intentó resistirse, no obstante, pero sus fuerzas eran excesivas para
ella, por lo que pudo hacerla regresar a la habitación y cerrar la puerta con un golpe
resonante.
Después de recobrar el equilibrio, Bella se quedó completamente quieta. Las imágenes
de la infancia asaltaron su mente. Vio a Emmett, que por aquel entonces era un muchacho
de no más de doce años, con el pelo del color oscuro, arrastrándola hasta su cuarto, y vio
también que ella, por aquel entonces una niña de apenas ocho años, lloraba y gritaba sin
saber cómo defenderse. Se acordó de la dureza de sus puños cuando la había lanzado a su
habitación como quien lanza a una muñeca de trapo al basurero, y por último, recordó el
sonido escalofriante de la puerta al cerrarse a sus espaldas.
Luego, Bella comprendió que el sonido escalofriante de la puerta al cerrarse no estaba
en su memoria lejana, sino en la reciente. Corrió hacia la puerta, tiró de su frío pomo
metálico y comprobó que no se abría. La incredulidad, seguida por un sentimiento de temor,

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la consumía mientras tiraba frenéticamente del pestillo. Golpeó la puerta de madera con sus
puños, gritando como una loca:
—¡Emmett! ¡Emmett! ¡Déjame salir!
Pero la puerta no cedió. Su corazón y su mente se llenaron de desesperación. El sudor
le brillaba en la frente. Corrió hasta la ventana, y a través de las sombras de la noche
iluminada por la luz de la luna, pudo ver que nada se movía. El foso del castillo estaba en
calma, y detrás del foso, el bosque respiraba un aire de tranquilidad inconcebible para ella.
La altura de la ventana no le permitía deslizarse por el muro, construido expresamente por
su padre para que ningún hombre lograra escalarlo y raptarla. Y no había forma de conseguir
una escalera.
Y sin embargo, tenía que salir de su habitación. La vida de Edward estaba en peligro. El
duelo iba a comenzar al mediodía y ella tenía que impedirlo, ya que ni siquiera querían
permitirle que sanara de sus heridas antes de asesinarlo.
Bella inspeccionó los contornos de su cuarto palmo a palmo, deteniéndose en los
impenetrables muros de piedra, en los inútiles arcos de las ventanas. Si en su infancia no
había encontrado la manera de salir, ¿por qué iba a ser distinto ahora?, se preguntó.
Respiraba inhalando angustiosas y rápidas bocanadas de aire, como devorándolo, y una
súbita sensación de asfixia la obligó a llevarse las manos a la garganta.
¡Tenía que salir! ¿Pero cómo? No había manera. Había mirado y vuelto a mirar por
todas partes. Pero eso había sido hacía muchos años, cuando sólo era una niña… ¡Y ahora
era una mujer, un guerrero! ¿Pero qué podía hacer? ¿Destrozar la puerta? ¿Cómo se
ganaban las batallas? ¿Con la fuerza de los músculos? No. Con la fuerza del cerebro. Debía
pensar…
Bella se paseó por el cuarto, de un lado para otro, como si estuviera en una jaula,
tratando de pensar un plan al tiempo que procuraba calmar la ansiedad que corría por sus
venas. Sus ojos volvieron a escrutar la habitación. Corrió hasta la ventana, como la niña de
ocho años que había sido alguna vez, y distinguió el muro desnudo del castillo. Como le
ocurre al suicida ante el abismo, sentía que la vertical caída al agua salobre del foso le hacía
guiños.
Bella escrutó los rincones del cuarto una vez más, hasta que sus ojos descansaron
sobre la cama con dosel de cuatro columnas. Aunque atara todas las sábanas, no le
alcanzarían para llegar abajo. El suelo estaba demasiado lejos, y si la caída no la mataba y,
por medio de un milagro, conseguía llegar al foso, no podría cruzarlo a nado. Desde luego,
Bella sabía esto, porque ya lo había pensado antes.
Se encaminó de nuevo hacia la puerta, siguiendo el camino que tantas veces había
recorrido, y la emprendió de nuevo a golpes, suplicando que la dejaran salir.
Pero nadie acudió en su ayuda.
Lágrimas propias de una pequeña niña asustada le llenaron los ojos. La dejarían allí
encerrada… No podría escapar… Se volvería vieja y moriría en ese cuarto, sin que nadie se
enterara.
No… no debía desesperar. Tenía que haber una manera… Sí… Había una manera de
salir de ese lugar, y no era prendiéndole fuego a la habitación, como había pensado en
aquellos años de su infancia, ni saltando al foso… Tenía que haber una manera… Sólo debía
pensar.
Bella se esforzó por serenar el ritmo de su respiración y caminó hasta la cama, donde
se sentó con la barbilla caída sobre el pecho.
«Tiene que haber una manera de salir de aquí. Tiene que haberla».
El infantil miedo ciego se transformó de pronto en una ira ardiente. ¿Cómo era posible

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que Emmett se hubiera atrevido a encerrarla? Saldría de allí. Sólo tenía que pensar.
Ya más calmada, Bella consideró las posibilidades que ofrecía la puerta. Era demasiado
gruesa para ser abatida a golpes, pero la puerta misma no era la clave del asunto. La clave
del asunto era la cerradura. Ella sabía cómo funcionaban las cerraduras. Tenía que romper la
cerradura.
Saltó como un resorte, corrió hasta el armario y hurgó entre los vestidos de seda y las
camisas de gasa como si se tratara de trapos viejos. Finalmente, después de buscar por todas
partes, lo encontró. Después de todos esos años, aún estaba ahí, profundamente enterrado
entre las prendas de seda española y terciopelo veneciano. La luz del candelabro iluminó su
larga y delgada superficie metálica. Era un cuchillo de caza, el orgullo y la alegría de Emmett.
Ella se lo había robado muchos años atrás, después de que una noche él escondiera a un pez
muerto debajo de su almohada. Sonrió. Se lo tenía merecido.
Corrió hasta la puerta y, con todo el cuidado del mundo, insertó el filo del cuchillo
entre el marco y el primer tablón de madera. Se mordió los labios al hacer girar el cuchillo.
Todo lo que tenía que hacer era echar la cerradura hacia atrás y empujar la puerta hacia
delante. «Sería una verdadera lástima que no pudieras vencer a esta maldita cerradura», se
dijo. Sintió una excesiva presión de la cerradura en la hoja del cuchillo y torció el arma hacia
ambos lados. El cuchillo resistió, pero la cerradura volvió a caer en su sitio con un golpe
sordo. Bella apretó los dientes. Si se ponía furiosa no lograría romper la cerradura. Tenía que
tranquilizarse, así que procuró relajarse y respiró profundamente antes de intentarlo de
nuevo. «Levanta la cerradura. Muévela hacia atrás. Hacia atrás. La tengo», pensó.
«¡Funciona!». Y luego, otra vez el mismo chirrido y el mismo golpe sordo. La cerradura
seguía en su lugar.
Silenciosamente, Bella maldijo su torpeza. Se limpió el sudor de la frente y trató de
imaginarse la forma de la cerradura. Sólo tenía que echarla hacia atrás y abrir la puerta. Era
muy sencillo. Bella volvió a morderse los labios cuando la cerradura pareció ceder.
«¡Adelante! ¡No la dejes caer! ¡Aún no!». Sus manos temblaron con el esfuerzo que estaba
haciendo para sostener la cerradura, y luego se apoyó sobre la puerta y la abrió de un solo
golpe. Una tremenda sensación de alegría le recorrió todo el cuerpo, como si hubiera
estallado un brillante amanecer en el cielo de la noche.
Bella besó la hoja del cuchillo y miró hacia el corredor, buscando la figura de Emmett;
pero el pasillo estaba vacío.
Volvió a mirar el cuchillo, observándolo con ternura, pensando que tenía que llevárselo
con ella. La imagen de su persona amenazando a su hermano con un cuchillo le parecía
ridicula. Ella nunca le haría daño, independientemente de lo que pasara, y él lo sabía.
Finalmente, dejó caer el arma al suelo.
Cerró la puerta tras de sí y volvió a poner la cerradura en su lugar, por si acaso a
Emmett se le ocurría seguir montando guardia. Creería que seguía encerrada. Con rapidez,
pero en silencio, atravesó el pasillo y llegó hasta la escalera sin hacer el menor ruido. Los
gélidos escalones le congelaron las plantas de los pies, pero ignoró el mordiente escalofrío y
se quedó a la espera de ver, o de oír, cualquier movimiento.
—¿Estás listo para el duelo? —dijo una voz.
Bella detuvo su sigiloso descenso de inmediato, aunque, debido al impulso que
llevaba, estuvo a punto de rodar escaleras abajo, hacia la fuente de la voz que había
escuchado. Se refugió entre sombras de la escalera, apoyando la espalda contra el muro.
—No puedo esperar a que llegue el momento de partirlo en dos.
—Pero debes dejarme algo a mí. No toda la diversión puede ser tuya.
Bella estaba segura de que la segunda voz pertenecía a Emmett y, por lo tanto, se

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apretó todavía más contra el muro, cuyas piedras le raspaban la piel. Sintió la superficie
áspera y helada en la espalda. No podía permitir que la encontraran, y mucho menos que
fuera Emmett quien lo hiciera.
Una risa ahogada ascendió desde abajo.
—Si tanto querías atravesarlo con tu lanza, ¿por qué no lo retaste primero?
Hubo un ruido de ropas rozando contra el suelo antes de que las palabras de Emmett,
susurrantes y furiosas, ascendieran hasta los oídos de Bella.
—Si lo matas antes de que yo tenga mi oportunidad, ordenaré que te corten la cabeza.
Después, se oyó el eco de unos pasos en el gran salón, al tiempo que uno de los
hombres se retiraba. Instantes después, el otro lo siguió. Muy despacio, escalón tras escalón,
Bella bajó las escaleras hasta ver el gran salón, que se extendía, vacío, ante sus ojos. Emmett
y el otro caballero se habían ido, y el recinto tenía un aspecto fantasmal, oscurecido y
animado a la vez por las sombras temblorosas que arrojaban las antorchas sobre las
paredes.
Bella atravesó el salón, dobló por una de sus esquinas, corrió por otro pasillo y, con el
corazón en la garganta, comenzó a bajar las escaleras que conducían a las húmedas y
malolientes mazmorras del castillo. Recorrió un pequeño y oscuro pasadizo hasta llegar a
una puerta cerrada, a la que se aproximó muy lentamente, pisando las frías piedras del suelo
con sus pies descalzos. ¿Dónde estaba el guardia?
Cuando empujó la puerta, se sorprendió de hallarla entreabierta. Se puso de puntillas
para mirar a través de los barrotes y vio que el espacio que había tras ellos estaba oscuro,
por lo que no se atrevió a hacer ningún movimiento. Un mal presentimiento serpenteó por
su cuerpo cuando presionó la puerta con las yemas de los dedos y la abrió ligeramente.
Cuando la presionó todavía más, los goznes rechinaron con un ruido tenebroso.
Penetró en la oscuridad de la celda y sintió que el dobladillo de su traje de noche se
enredaba con algo. Temiendo que fuera una rata, le propinó una fuerte patada, pero su pie
se estrelló contra la superficie de un metal frío. Era una cota de malla. Dio un paso atrás,
sorprendida por su descubrimiento. ¡El guardia!
De repente, Bella distinguió un movimiento entre las sombras, y antes de que pudiera
reaccionar, una mano le tapó la boca, ahogando su respiración. Instantáneamente, otra
mano la agarró por la cintura y la atrajo hacia una cárcel hecha de músculos. El corazón de
Bella se desbocó cuando se maldijo por ser tan estúpida. Sintió el filo de una daga contra su
mentón, matando cualquier intento de resistencia incluso antes de que comenzara.
—Ni una sola palabra —susurró una voz ronca en su nuca.
Una forma sombreada apareció delante de sus ojos y miró hacia el pasadizo. Otro
hombre.
—Está despejado —aseguró el segundo individuo al moverse a su lado.
Bella sintió que la empujaban por el oscuro pasadizo hasta las escaleras. El primer
hombre iba detrás de ella, y una voz familiar acarició sus oídos:
—¿Venías a fugarte conmigo, Ángel —le dijo acariciándole la piel de la cintura—, o sólo
a buscar otro retozo?
Edward. Una sensación de desconcierto y vergüenza invadió todo su cuerpo,
insuflándole coraje, y comenzó a luchar. Sin embargo, cuando la punta de la daga volvió a
rozarle el mentón, se contuvo.
—Oh, no, mi pequeño Ángel —exclamó la voz, golpeándole los oídos con su duro
sarcasmo—. No podemos permitir que llames la atención sobre nuestra aventura.
Una sensación de alivio y de rabia la invadió mientras él medio la llevaba y medio la
empujaba por las estrechas escaleras. Se hería los pies descalzos contra las protuberancias

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de las piedras. No era capaz de seguir sus pasos a la velocidad que él exigía. Cuando se
asomaron al espacio del gran salón, Edward se detuvo. Bella trató de recobrar el aliento,
pero era difícil, ya que la mano del prisionero todavía le tapaba la boca. Comenzaron a
cruzar el largo salón. Estúpidos, pensó Bella. ¿Cómo podían creer que iban a conseguir
escapar por el gran salón, que a esa hora aún estaba iluminado por la tenue luz de las
antorchas?
—Alguien se acerca —avisó el otro hombre.
Se escondieron tras las sombras de las escaleras que conducían a la habitación de
Bella, quien oyó el suave silbido que acompañaba el ruido de los pasos de la persona que se
aproximaba desde el pasillo, por donde Emmett había desaparecido. En ese momento, el
inconfundible crujido de una cota de malla les llegó desde la entrada, desde las mismas
puertas del castillo. Eran los guardias de la torre, y se dirigían hacia ellos.
Bella se agitó entre los brazos que la atenazaban, tratando desesperadamente de
moverse hacia las escaleras que conducían a su habitación, pero los brazos de Edward eran
como grandes grilletes, que le impedían dar un paso hacia delante. ¿Por qué no la dejaban
dirigirles? ¿Por qué no iba a ser él quien la siguiera a ella?
Bella logró apartarle la mano de la boca con un movimiento brusco de la cabeza, que
golpeó la mejilla de Edward, quien la maldijo en el momento de escuchar que ella decía:
—¡Las escaleras!
Tras un segundo de duda, Bella sintió que la liberaba y lo agarró del brazo, incitándolo
a seguir adelante. Trató de arrastrarlo, pero era como mover un muro. Él tenía que seguirla
por su propia voluntad. Era la única manera de ponerlo a salvo. En el suave brillo que
emanaba de la luz de las antorchas, le suplicó con los ojos.
Edward reanudó la marcha inesperadamente, atrepellándola a su paso. La agarró de
las manos y subió las escaleras a grandes zancadas, y cuando llegó al último escalón, se
volvió a mirar hacia el salón. Estaba vacío. Bella se apresuró a cruzar el pasillo hasta su
cuarto. Abrió la puerta dejándolos pasar antes de cerrarla a sus espaldas. Emitió un pequeño
suspiro de alivio. Edward estaba a salvo, al menos por el momento. Juntos, podían unir sus
pensamientos y formular un plan de acción.
—Es una trampa.
Bella se giró para enfrentarse al hombre que la acusaba. Era la primera vez que lo veía,
y su impresión fue de disgusto inmediato. Sus ojos la miraban llenos de desprecio y sus
labios se curvaban en una mueca burlona. Sus ropas, los harapos gastados de un mendigo
común, estaban manchadas de barro. Bella lo observó con más cuidado y descubrió que
detrás del desprecio que le brillaba en los ojos se escondía una aguda inteligencia en estado
de alerta. Ese hombre no era ningún mendigo.
—¿Dónde está la ruta de escape? —preguntó—. Esta bruja nos ha metido en una
trampa.
—Sí —contestó Bella con amargura—. ¿No has visto que miles de mis hombres salen
ya de debajo de mi cama para atraparte?
El hombre levantó la daga que tenía en la mano y avanzó amenazadoramente hacia
ella, pero el fuerte brazo de Edward lo detuvo.
Bella lo miró. La luz de las antorchas iluminaba los rasgos de la cara del guerrero,
bañándola con suaves destellos dorados. La cicatriz de la mejilla parecía una marca
fantasmal.
—No es una trampa, Jasper —murmuró Edward.
Bella vio que sus ojos se dirigían hacia la cama, invitadoramente cercana, y se ruborizó
al seguirlo con la mirada. La visión de aquellas pupilas oscuras y encendidas la estremecía de

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la cabeza a los pies. Bella cruzó los brazos sobre el pecho, consciente de pronto de lo
transparente que era su traje de noche.
—Ella debe morir —sentenció Jasper con severidad, acercándose a Edward, quien
apartó la vista de Bella—. En justa venganza por todos aquellos que ella misma ha matado
en los campos de batalla.
—Lo sé —contestó Edward.
Con las manos temblorosas, Bella se agarró al pomo de la puerta. ¡Tenía que escapar!
Pero una mano que apareció detrás de su cabeza mantuvo la puerta cerrada cuando ella
intentó abrirla. Lo intentó una vez más, pero la puerta no se movía ni siquiera un milímetro.
Bella cerró los ojos y apoyó la cabeza contra la puerta, preparada para sentir el
pinchazo mortal de la daga en su garganta.
Nunca llegó.
Por el contrario, una mano gentil se posó sobre su antebrazo y la incitó a alejarse de la
puerta. Confundida, no pudo levantar la cabeza para mirarlo, porque de repente
comprendió que estaba dispuesta a traicionar a su reino para ayudarle a escapar, incluso
sabiendo que él la mataría después. Sí. El Príncipe de las Tinieblas era capaz de cortarle el
cuello, ciertamente. Ella lo habría dado todo por él, y él le pagaría con la muerte.
Edward la levantó en vilo y la sentó encima de la cama.
—Aquí —dijo Jasper.
Cuando Edward se fue de su lado, Bella levantó la vista. Jasper estaba de pie, al borde
de la ventana, mirando hacia abajo. ¿Habían visto algo que a ella se le hubiera escapado? No
había forma de huir por allí. Sólo abismo, el lejano foso, la muerte.
—Bien —dijo Edward, asintiendo con la cabeza.
Los ojos de ambos hombres se dirigieron entonces a ella. Hubo un momento de
indecisión, y un tenso silencio envenenó el aire. Sin decir una palabra, Jasper levantó su
arma y avanzó hacia ella.
Bella enderezó los hombros y levantó la barbilla. Era un soldado, y no se acobardaría
ante la muerte.
—Yo lo haré —dijo Edward.
Jasper vaciló. No avanzó otro paso hacia ella, pero se sentó en la cama posando sus
ojos oscuros sobre Bella.
—Adelante, ve tu primero —ordenó Edward.
Jasper se levantó de la cama, fue a la ventana y volvió a meter la daga en su funda.
—Te seguiré en un momento —continuó diciendo Edward mientras la miraba
fijamente a ella.
Bella vio con incredulidad cómo Jasper se subía al borde de la ventana y se levantó
instintivamente para gritarle «¡cuidado, te estrellarás contra el suelo!», pero el hombre ya
había saltado. Corrió hasta el borde mismo de la ventana, miró hacia abajo y distinguió la
mancha del foso. Ni rastro. A la luz del amanecer, sus aguas grises parecían teñidas de rojo.
No había signos de Jasper.
Los ojos de Bella lo buscaron de un lado a otro, pero las orillas estaban vacías. Llena de
pánico, se volvió a mirar a Edward. Los músculos de su brazo derecho se habían contraído.
Los tendones de sus manos estaban tensos, y entre sus palmas jugaba una y otra vez con la
daga.
Quiso verle los ojos, esperando encontrar odio en ellos, pero de manera extraña, los
notó llenos de tristeza.
—Sabías que no me iba a arrodillar delante de tu padre —le dijo con tono resentido
mientras avanzaba hacia ella.

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Bella comenzó a retroceder. Notó que detrás de su tristeza se escondía una mirada
peligrosa, y sin embargo no podía decirle nada en su defensa. Se sentía desnuda ante sus
ojos inquisitivos, que la miraban como si quisieran llegar al fondo de su alma para descubrir
sus secretos más recónditos. Él continuó moviéndose hacia ella, hasta que la joven, en su
continuo retroceso, chocó contra el borde de la cama.
Los pechos de Bella subían y bajaban al ritmo de su respiración. ¿La iba a matar en ese
momento? Sus ojos cafés lo desafiaron, concentrándose en sus órbitas oscuras e
impenetrables.
De pronto, Edward echó a un lado la daga y la estrechó contra su cuerpo.
—Nunca podría matarte —susurró—. Nunca podría estropear esta piel casi perfecta —
y le acarició el cuello con los dedos, dibujando la línea que trazaría el puñal de un asesino.
Bella suspiró ante aquel contacto sutil que lanzó lenguas de fuego a través de todo su
cuerpo.
—¿Por qué fuiste a las mazmorras? —preguntó Edward—. ¿Dime por qué arriesgaste
tu vida para verme?
Su cercanía era una presencia abrumadora, y ella no podía pensar lógicamente. Todo
lo que quería era arrojar los brazos sobre sus hombros y besarlo.
—Maldita sea, ¡dímelo! —gruñó mientras la sacudía.
Él arrimó sus muslos a los de Bella y ésta percibió su erecta pasión a través de los
pantalones. Bella gimió suavemente: ¡él la deseaba!
Edward colocó la prueba de su deseo aún más cerca de ella.
—¿Por esto? —preguntó en un tono ronco, mirándola con unos ojos que por poco la
petrifican.
—No —le contestó, tratando de separarse de él, que no se lo permitió. Al contrario, le
acarició con suavidad la cara y la miró con expresión de estar luchando contra sus emociones
más profundas.
—Acompáñame —le dijo finalmente.
Bella se quedó sin habla. ¡Él quería que ella lo acompañara! ¿La amaba, como ella lo
amaba a él? ¿La deseaba tanto como ella lo deseaba a él? Su intenso regocijo se convirtió de
repente en duda. Sí, él la deseaba, pero la deseaba como quien desea a su prisionera. Bajó
los ojos y sacudió la cabeza. Podía sentir su lacerante mirada en la cabeza.
—Vendré a buscarte de nuevo.
Su voz estaba llena de confianza, de promesas.
Ella quería creerle. Con todo su corazón, quería ser víctima de su promesa, pero sabía
que la guerra era más poderosa que cualquiera de los dos, y que el odio entre sus reinos era
demasiado enconado. De pronto la sobrecogió una sensación de pérdida y se enfrentó a los
ojos verdes de Edward. La conmoción que sufrió al pensar que escaparía de un momento a
otro la golpeó con una fuerza brutal. Temía no volverlo a ver, temía que se apagara la
hoguera que él había encendido dentro de su corazón. La angustia colmó su alma entera.
Edward alzó la mano para acariciar la suavidad de sus mejillas y luego inclinó la cabeza,
dándole tiempo para retirarse.
Pero ella no se retiró.
Entonces los labios del inglés se movieron hacia los suyos y su lengua empezó a
explorar las cavidades de su boca. La francesa se sentía apresada entre sus brazos, y sabía
que no había forma de escapar de ellos.
El miedo, sin embargo, la hizo sacudir la cabeza frenéticamente. De repente se sintió
más atemorizada que nunca. Echó la cara hacia atrás y trató de rechazarlo empujándole en
el pecho. Había soñado que él la tocaba con la suavidad y la gentileza de un hombre que la

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amaba, y ahora que estaba haciendo justamente eso, su poderosa respuesta a sus caricias
era abrumadora. El éxtasis al que él la estaba llevando con cada movimiento de su lengua y
de sus manos era tan maravilloso que convirtió el dolor de su partida en una pena
demasiado difícil de soportar.
—Si tan sólo… —suspiró.
Pero la barrera que los separaba era demasiado grande. Infranqueable. No era la
barrera de un hombre. No era la barrera de un reino. Era la barrera del honor, la barrera de
la lealtad. Había cosas contra las cuales no podían combatir espada en mano. Alzó una
mirada triste hacia él, y él se la devolvió con una intensidad y con una angustia que le
atravesaron el corazón. Por poco se derrite con el fuego que salía de sus ojos. Quería
abrazarlo, quería besarlo, quería irse con él, pero sabía que no era posible. Sus corazones
latieron al unísono.
De pronto oyeron unos golpes en la puerta.
Edward retiró los brazos de la cintura de Bella y miró hacia la ventana con todos los
músculos del cuerpo puestos en tensión.
—Edward —susurró Bella, volviendo sus ojos hacia la puerta. Le cogió la mano.
Aceptaría cualquier acusación que se le hiciera a Edward como si ella misma fuera
responsable. La afrontarían juntos. Pero cuando dejó de sentir el calor de su mano, miró
hacia atrás y vio que Edward se había asomado al borde de la ventana y calculaba la altura
del foso con los ojos embelesados.
El pánico se apoderó salvajemente de Bella.
—¡No! —gritó, lanzándose hacia él—. ¡Te matarás!
Edward la miró con desconsuelo, y en sus ojos oscuros Bella percibió una suavidad y
una nostalgia que nunca había visto antes. Él le tendió la mano, invitándola a seguirlo, pero
de pronto se detuvo en seco. Miró su mano como se mira a un traidor, curvó la boca con una
sonrisa que denotaba pesadumbre y, antes de que ella alcanzara a llamarlo, ya se había ido.
Al borde de la desesperación, Bella corrió hasta la ventana. Las aguas del foso estaban
ligeramente rizadas, pero no había signos de Edward. Esperó un rato, aguantando la
respiración, pero, igual que su compañero, el guerrero amado no apareció por ninguna
parte.
—¡No! —gritó dirigiéndose al foso y golpeando con los puños las frías piedras del muro
donde estaba enclavada la ventana—. ¡No! ¡Maldita sea! —y sintió que un torrente de
lágrimas ardientes corría por sus mejillas.
Se había ido. El Príncipe de las Tinieblas se había ido.
Bella se llevó las manos a la cara y lloró inconsolablemente.
Edward estaba muerto.

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Capítulo 19

El golpe sonó otra vez en la puerta de madera, abriéndose paso como el eco, o como
un rugido distante, a través de la estremecida mente de Bella. Levantó la cabeza de las frías
piedras del saliente y volvió sus ojos llorosos hacia la puerta. Le costó un buen rato
recuperar la compostura. Se alzó despacio de su posición inclinada al borde de la ventana y,
limpiándose las lágrimas de las mejillas con manos temblorosas, se acercó a la puerta.
Otro golpe la sobresaltó de nuevo.
—¿Quién es? —preguntó inclinándose sobre la puerta con una especie de gemido.
—¿Bella? Soy Ángela.
¿Ángela? Durante un momento, la nublada mente de Bella se negó a reconocer el
nombre y luego, despacio, le puso cara. Su hermana.
—He estado despierta desde la madrugada. No podía dormir —dijo Ángela—. Y
después, cuando atravesaba el pasillo, oí ruidos en tu cuarto. ¿Estás bien?
Bella no pudo responder. Las lágrimas aparecieron otra vez en sus ojos.
—¿Bella? —la voz de Ángela atravesó la puerta de madera—. Me pareció oírte gritar.
—Fue sólo una pesadilla —murmuró Bella.
—¿Puedo entrar?
Bella no supo qué hacer. No podía permitir que Ángela la viera como estaba. Su
perezosa mente buscó una excusa y, para finalizar, dijo:
—Desearía… desearía dormir un poco más.
—¿Pero estás bien?
—Sí, Ángela —respondió Bella, y se retiró tambaleante de la puerta, con los ojos fijos
en el borde de la ventana donde Edward había estado unos minutos antes.
—Pasaré a verte más tarde.
La voz de Ángela se desvaneció en el aire. Bella dio una vuelta por la habitación y
regresó a la ventana. Se inclinó sobre el borde y miró hacia el foso, pero el agua estaba como
un espejo oscuro, ocultando todo lo que podía encontrarse bajo su superficie. Se había ido.
La luz del sol comenzaba a iluminar la negra fosa de las aguas. Una sensación de
entumecimiento se extendió por todo el cuerpo de Bella. Todo lo que pudo hacer fue mirar y
seguir mirando el foso, a la espera de que de él apareciera por alguna milagrosa
circunstancia.
No apareció.

* * *
Indiferente, Bella se dejó arrastrar por Ángela, que se abría paso entre la nobleza hasta
la plataforma reservada para la familia y los huéspedes de honor. El amplio espacio
embarrado que servía de campo de honor estaba atiborrado de gente. De la primitiva cerca
de madera que rodeaba el campo colgaba la gente común, los espectadores plebeyos,
ansiosos como niños esperando un convite. Los campesinos se habían sentado en las
pequeñas colinas adyacentes que había detrás de los espectadores vulgares. Una soga

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separaba al populacho de la nobleza local, acomodada en cojines de colores brillantes y
cuyos miembros compartían alegremente finos panecillos al tiempo que bebían cerveza.
Bella no podía apartar de su mente la imagen de Edward, que la perseguía en sus
pensamientos como un fantasma vengativo. El recuerdo de su rostro oscuro, de su largo
pelo cobrizo, de su piel bronceada por el sol y de sus ojos verdes, que siempre la dejaban
paralizada, la hizo temblar ante la pérdida de aquel hombre, que era para ella mucho más
que un hombre. Cada vez que cerraba los ojos, lo veía acercándose desde la oscuridad, y
cada vez que los abría para darse cuenta de que no estaba junto a ella, el dolor por su
muerte la golpeaba con fuerza inusitada.
Las trompetas sonaron, sacando a Bella de su ensimismamiento. Un rugido
ensordecedor salió de la multitud, y Bella levantó los ojos para ver la bandera de los De
Swan presidiendo el desfile de los caballeros vestidos con colores brillantes que cabalgaban
hacia el campo. Las armaduras reflejaron los destellos de la luz del sol y los jinetes galoparon
en sus bestias relinchantes alrededor del campo. El tronar de los cascos repicó en los oídos
de la joven, que sintió que el corazón le dolía. Edward habría estado espléndido en una de
esas armaduras, cabalgando en un magnífico corcel de batalla.
Ángela le tocó el brazo. Bella dirigió una mirada agonizante hacia la hermana, cuya
sonrisa alegre se congeló al ver su expresión. Bella le retiró el brazo y se volvió hacia los
vítores que salían de la multitud. Con el recuerdo de la muerte de Edward tan vivido en su
mente, no podía soportar la presencia de sus compatriotas, así que levantó las faldas
sedosas de su vestido hasta las rodillas y salió corriendo por las colinas llenas de hierba hasta
el bosque que rodeaba el castillo. Oyó vagamente que su hermana la llamaba, pero no le
prestó atención. Se internó en el follaje y sintió que las espinas y las ramas de los árboles le
destrozaban el vestido y le arañaban la piel. Los vítores de la multitud la siguieron hasta la
oscuridad del bosque, burlándose de su intento de escapar de los recuerdos. Finalmente se
derrumbó al lado de un roble, enterrando la cara entre sus brazos doblados. ¿Cómo era
posible que hubiera muerto el poderoso Príncipe de las Tinieblas?, se preguntó. ¿Cómo
puede morir una leyenda? El foso del castillo de los De Swan se había tragado a muchos,
¡pero nunca a alguien tan fuerte como Edward! No podía ser. No podía estar muerto… ¡Pero
ella lo había visto saltar con tus propios ojos! Ningún hombre podía sobrevivir a una caída
semejante.
—Lo dejaste escapar.
Bella levantó la cabeza y se volvió rápidamente. Emmett estaba a su lado. Sus doradas
cotas de malla brillaban en las sombras como una antorcha, amenazando con quemarla allí
donde yacía. Sostenía el yelmo con el brazo y su negra cabellera ondulada obedecía al vaivén
de la brisa. Dio un paso hacia delante y se arrodilló a su lado. Su rodilla, protegida por la
armadura, dejó en el suelo una huella profunda. Sus agudos ojos azules la miraban con
frialdad y en sus labios había una mueca de desprecio.
—¿Ya te estás arrepintiendo de lo que hiciste, hermana?
Sus palabras la conmocionaron, obligándola a levantarse y a limpiarse las lágrimas que
corrían por sus mejillas.
—¿Cómo lograste sacarlo del castillo?
—¿Qué? —dijo con la voz entrecortada.
—¿En qué dirección le dijiste que huyera? —preguntó Emmett, apretando los dientes.
Ella comenzó a negar con la cabeza.
—Emmett, tú no entiendes.
—Te entiendo perfectamente, hermana. Entiendo perfectamente que eres una
estúpida. Él te utilizó. Te usó para que le ayudaras a escapar.

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—No —insistió Bella.
—Y me dirás por dónde se fue.
—Saltó por la ventana, Emmett, y cayó en el foso —replicó tristemente, dejando al
desnudo su alma y su dolor.
—¡Mientes! —vociferó Emmett, y Bella se echó hacia atrás, como si sus palabras la
hubieran golpeado—. ¿Por qué lo proteges?
Su boca se abrió en señal de incredulidad.
—¡Está muerto! —gritó, sintiendo que su voz apenas le salía de la garganta—. ¡Ya no
puedo protegerlo de nada!
Despacio, Emmett se puso de pie y se quedó mirándola, desfigurado su labio inferior
en una mueca burlona.
—No necesito tu ayuda para encontrarlo. Simplemente, creí que querrías ofrecérmela.
Bella vio que se alejaba y sintió que el pánico comenzaba a invadirla por dentro. ¡No la
creía! Sus propios familiares pensaban que mentía. ¿Qué pensaría el resto de la gente?

* * *
Bella miró preocupada hacia el foso. Finas gotas de lluvia caían sobre el agua gris.
Incluso después de tres días, a veces aún no podía creer que Edward estuviera muerto. Otras
veces, sus apasionadas caricias le parecían un sueño procedente de otra vida, y ello le
permitía sobrellevar su dolor con más facilidad.
Pero también tenía una duda fastidiosa, una duda que revoloteaba en su mente una y
otra vez. ¿Por qué lo había conducido a su habitación? ¿Por qué sus pies habían tomado el
camino de la habitación tan instintivamente? ¿Qué planeaba hacer con él una vez que
llegaran allí? ¿En verdad había querido dejarlo escapar?
¡No!, gritaba la parte racional de su conciencia. Nunca. Lo que había querido era
esconderlo en su habitación para no permitir que lo asesinaran en un simulacro de duelo.
Si sus hermanos hubieran encontrado a Edward, habrían programado el duelo para el
día siguiente, o para la semana siguiente. La única manera de comportarse como un
auténtico caballero era dejarlo escapar.
Pero ella no podía haber hecho eso… «Yo sólo quería… ¡Yo no quería dejarlo escapar!».
Y aunque esto se lo decía a sí misma una y otra vez, era incapaz de creer en ello de
corazón.
Un golpe en la puerta la sacó de sus ensueños.
—Adelante —invitó a pasar al visitante.
Ángela abrió la puerta y se detuvo a pocos pasos de ella con gesto de disgusto en la
cara.
—Cada vez que entro a tu habitación te encuentro mirando por la ventana. Debes
decirme qué es lo que tanto miras —dijo, y se acomodó al lado de Bella, siguiendo la
dirección de sus ojos—. ¡Cielos! —añadió—, dime que no estás mirando el agua del foso. Es
una visión terrorífica, deprimente.
Como Bella no respondía, limitándose a retirarse de la ventana y sentarse sobre la
gruesa colcha de encajes que había encima de su cama, Ángela suspiró.
—De verdad, Bella. Durante estos últimos días te he visto muy desanimada. Me
gustaría que lo que vengo a decirte te hiciera sentirte mejor, pero temo que ocurra lo
contrario.
Bella levantó los ojos ardientes y preocupados hacia su hermana, que sacudió la
cabeza y se arrodilló a sus pies.

- 120 -
—¿Qué te pasa, Bella? Nunca te he visto tan abatida. ¿Es por nuestro padre?
—No —murmuró Bella—. No se trata de nuestro padre.
—¿Entonces qué te pasa? Dímelo, por favor.
Una triste sonrisa fue la única respuesta de Bella, que se encogió de hombros,
indefensa.
—Está bien. No me lo digas, pero piensa que no podrás mantenerlo en secreto para
siempre. Y además —añadió arreglándose nerviosamente los pliegues de la falda—, vengo a
contarte que Ben y yo nos vamos.
—¿Adonde os vais? —preguntó en un tono cercano al pánico.
—A casa, por supuesto, a nuestro castillo. Ben tiene aldeas que supervisar y deberes
que cumplir —dijo Ángela con una sonrisa tan sombría como la de Bella—. Y además, tú
tienes que dirigir a tu ejército. ¿No fuiste tú la que dijo que los ingleses estaban a un paso de
invadir a Francia?
—Pero si acabas de llegar…
—No. Hemos pasado aquí casi siete meses. Eres tú la que acaba de llegar.
—Lo siento mucho, Ángela. He estado bastante preocupada.
—Sí, lo sé.
—¿Y cuándo os vais?
—Mañana.
—¿Tan pronto?
—Me temo que sí.
Bella inclinó la cabeza y se quedó mirándose las manos, que descansaban sobre su
regazo. Ángela se levantó y le acarició las mejillas.
—Pobre Bella —murmuró—. No me gusta que estés triste. No puedo soportarlo.
Debemos estar felices. No nos quedan más que unas pocas horas de estar juntas. Cenaré
contigo esta noche —agregó, y terminó de levantarse cuidadosamente, para no arrugar el
terciopelo verde de su falda. Sus ojos castaños, usualmente tan alegres y despreocupados,
parecían inquietos—. Pero por ahora, debo decirte que nuestro padre te espera en sus
aposentos privados.

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Capítulo 20

Bella recordó que los aposentos privados de su padre eran una habitación pequeña y
cálida donde en otro tiempo él la sentaba encima de sus rodillas, al borde de la chimenea, y
le contaba historias. Ahora era todo menos cálida. Vio a su padre recostado contra el buitrón
de piedra, mirando los rescoldos a punto de apagarse y dándole la espalda. Se sorprendió al
ver a Jacob sentado en uno de los sillones de terciopelo rojo que rodeaban la pequeña mesa
de madera, y cuando sus ojos inquisitivos se encontraron con los suyos, él miró para otro
lado.
Había un tapiz gobelino en la pared más distante de la chimenea, en el que dos
caballeros con armaduras cazaban a un pequeño zorro, e instantáneamente se sintió
identificada con el zorro.
—Déjanos solos, Jacob —dijo Charlie con una voz calmada.
Jacob se levantó del sillón, vaciló durante un momento y finalmente pasó junto a Bella
con la cabeza agachada. Bella frunció el ceño al verlo pasar.
Cuando la puerta se cerró silenciosamente tras él, el mal presentimiento que la había
acompañado desde que bajaba las escaleras se aposentó en su corazón e hizo que su piel se
erizara. Aunque Jacob ya se había ido, se sentía más atrapada que antes. Un zorro sin
defensas enfrentado a un hombre poderoso.
—Siéntate, Bella —le dijo Charlie.
La tensión que se respiraba en la salita era como la de un arco a punto de romperse.
Bella no se atrevió a dar un paso, temiendo que él estallara de un momento a otro. Se quedó
en silencio mientras su padre contemplaba distraído las cenizas de la chimenea. Su chaqueta
de seda azul reflejó la luz que aún salía de los rescoldos. De pronto se volvió hacia ella. La
bufanda de piel blanca que tenía alrededor del cuello parecía roja por el reflejo de los
rescoldos, casi tan roja como sus mejillas. Los rasgos de su cara eran ilegibles, pero sus ojos,
usualmente expresivos, la miraban con dureza.
—Al principio tenías muchos pretendientes, a los que siempre ignoraste de acuerdo
con tus conveniencias.
Bella inclinó la cabeza. Su padre hubiera debido enarbolar un cartel de mercader para
ofrecer a su hija al mejor postor, pensó para sus adentros.
—Me temo que ahora queden pocos. La mayor parte de ellos ya retiraron sus ofertas
—dijo con una voz fuerte, aunque extrañamente triste.
Muy bien, pensó Bella. ¿Cómo podía dirigir un ejército siendo la esposa de alguien? Él,
sin embargo, parecía querer que se quedara en casa para engendrar herederos.
—Quiero oírlo con tus propias palabras —añadió de pronto Charlie—: dime que no
dejaste escapar al Príncipe de las Tinieblas.
Todos sus años de entrenamiento no podían protegerla contra esa acusación. No podía
eludir la rabia ni ocultar la angustia de su voz. La agonía, como si fuera el filo de una espada
de combate, la partió por dentro. ¿Dónde había escuchado su padre semejante mentira?
¿Cómo era capaz de creerla? Emmett. Abrió la boca para responder, para asegurarle que el
Príncipe de las Tinieblas estaba muerto, pero la cerró de repente. Si Emmett no la había
creído, ¿por qué habría de creerla su padre?

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Charlie miró fríamente a su hija.
Bella se irguió y se acercó a él con los ojos encendidos por el esfuerzo de controlar las
lágrimas. ¡Tenía que creerla! Le tendió las manos.
—Por favor, padre. Yo sólo quería traértelo. Yo sólo quería que se arrodillara ante ti y
te jurara…
—¿Cómo pudiste hacerlo? —la interrumpió con brusquedad, sin terminar de oír su
confesión y dándole la espalda—. Lo liberaste para que siguiera matando a nuestra gente.
¿No te das cuenta de lo que has hecho?
Despacio, Bella dejó caer los brazos. Sabía que Edward nunca volvería a empuñar una
espada, sabía que Edward nunca volvería a matar a nadie, ya que aquel hombre, su hombre,
estaba muerto. «Todo lo que yo quería era que te sintieras orgulloso de mí», pensó. «Eso es
todo lo que he querido siempre. Y que Edward me ame. Que me diga que soy bella. Pero
fallé de cabo a rabo: Edward no me amaba, y tú no te sientes orgulloso de mí. ¡Fracasé!».
Luchó por enderezar la espalda y por levantar su tembloroso mentón.
—No he hecho nada malo —se atrevió a musitar.
—¿Que no has hecho nada malo? —le gritó su padre—. Has traicionado a tu rey y a tu
reino.
Como lo había sospechado, su padre creía que ella había liberado a Edward. Nunca
creería que el Príncipe de las Tinieblas estaba muerto. Nunca creería que su hija era
inocente.
—Creo que he sido más que justo contigo, Bella. Durante mucho tiempo te he dejado
cumplir todos tus caprichos. Me apena tener que decirte lo que voy a decirte, pero…
La mente de Bella se desbocó. Su corazón latió con rapidez. Algo terrible estaba a
punto de ocurrir, y lo único que ella podía hacer era esperar.
—Padre…
—La única oferta de matrimonio que sigue vigente, y que me temo que tendré que
aceptar, es la del conde Newton.
—¡No! —gruñó Bella, avanzando a tropezones hacia su padre—. ¡No puedes…!
Todo lo que había oído acerca del conde Newton pasó por su mente. Era un ermitaño,
mayor de cincuenta años, que ansiaba tener un heredero que administrara sus propiedades.
Había estado casado con cinco mujeres, y se rumoreaba que a todas ellas las había
encerrado en la torre de su castillo y luego las había torturado por no ser capaces de
engendrar un hijo. ¡Era un monstruo!
—Lo siento mucho, Bella —dijo su padre—. De verdad que lo siento mucho, pero el
asunto ya está zanjado.
—¿Y por qué debes aceptar semejante ofrecimiento? —preguntó con impaciencia
Bella—. ¡Soy comandante del ejército francés! No estás obligado a…
—¿Crees que tus hombres seguirán a un traidor? —la interrumpió Charlie—. ¡Te estoy
salvando la vida! Si regresas a las filas del ejército, los soldados te enterrarán un puñal en la
espalda en cuanto tengan la oportunidad de hacerlo —y sus palabras sonaron aún más frías
que antes.
Bella se apartó de él, horrorizada. ¡Sus propios hombres nunca la apuñalarían por la
espalda! Ninguno de ellos creería las mentiras que creía su familia. Incluso Jacob…
—Padre…
Él le dio la espalda de nuevo, dejando caer los hombros, y ella sintió que las piernas se
le entumecían. Levantó la cabeza, luchando desesperadamente por controlar el miedo y
retener las lágrimas.
—¿Cuándo será la boda? —preguntó con voz débil.

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—Dentro de dos meses —dijo él con suavidad—. Tendrás tiempo suficiente para
preparar tus cosas y, desde luego, para prepararte a ti misma.
Dos meses, pensó. Noviembre. Una época perfecta para que el hielo se mantenga y se
asiente alrededor de mi corazón.
Se dio la vuelta y caminó despacio hasta la puerta, donde se detuvo con la mano en la
palanca de la cerradura. Quería decirle la verdad, contarle que no era cierto que hubiera
dejado escapar al Príncipe de las Tinieblas, pero sabía que no la creería. Igual que Emmett. Si
le decía a su padre la verdad sobre lo que pasó, temía que los sentimientos de culpa que se
escondían bajo sus pensamientos se pegaran a su voz y terminaran traicionándola. Además,
si le decía la verdad, habría preguntas que no sabría cómo responder de forma razonable, o
que su padre aceptara como razonable. Seguramente le preguntaría cómo había llegado
Edward a su alcoba y por qué no había dado ella la señal de alarma.
Su mano se aferró al pestillo de la puerta. Quería decirle que sentía mucho haberlo
herido, que sentía mucho haberle causado problemas y, por supuesto, quería decirle que lo
amaba. Pero no podía hacerlo. Su mano tembló con el esfuerzo de mantener sus emociones
a raya.
«Ya me ha dado la espalda más de una vez», pensó Bella. Cerró con suavidad la puerta
tras ella y salió al pasillo.

* * *
—Adelante —dijo Bella al oír los insistentes golpes. Estaba sentada en el suelo, en un
rincón de la habitación, y en un gesto de desafío se había puesto su túnica y sus pantalones.
Ángela abrió la puerta.
—¿Ya te olvidaste de que acordamos cenar juntas esta noche, Bella? —le preguntó.
—Perdóname, Ángela, pero no me siento bien y además no tengo hambre —contestó,
levantando la cabeza después de mirar un afilado trozo de madera que tenía en las manos.
Ángela sacudió la cabeza.
—¿Estas haciendo otra flecha? Creo que tú sola podrías encargarte de mantener
provisto el arsenal del castillo.
Bella esbozó una sonrisa descorazonada.
Ángela cerró la puerta tras ella. Miró preocupada a Bella, sentada con las piernas
cruzadas, un cuchillo en una mano y la pieza de madera en la otra.
—¿Es cierto? —preguntó Ángela—. ¿Es cierto que nuestro padre te comprometió con
ese horrible ermitaño?
Bella asintió con la cabeza y siguió cortando la madera con el cuchillo.
—Oh, Bella. ¿Y por qué habrá hecho semejante cosa?
—Porque cree que yo hice algo poco honorable —respondió Bella arqueando
ligeramente las cejas mientras se concentraba en el pedazo de madera.
—Tú no le permitiste escapar, ¿verdad?
Sorprendida, Bella miró a su hermana. Se sintió herida ante la duda que creyó percibir
en su voz. Estudió su cara infantil y sin embargo sincera, hasta que vio que la duda era
reemplazada por el malestar. Finalmente, dirigió la vista hacia la ventana, que ahora estaba
ensombrecida por la oscuridad. Ángela merecía oír la verdad. Era posible que su única
hermana sí la creyera.
—Saltó por la ventana hasta el foso —le dijo.
Su hermana respiró profundamente y luego se sentó a su lado.
—¿Por eso siempre estás mirando por la ventana?

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Bella se quedó esperando el reproche por haber permitido que Edward estuviera en su
alcoba.
—¿Te amaba? —preguntó Ángela.
Bella la miró desconcertada. No había condena en los ojos de Ángela. Sólo simpatía y
comprensión.
—No —admitió tranquilamente.
—¿Y qué harás?
—Supongo que casarme con el conde Newton.
—Quiero que vengas con Ben y conmigo.
—¿Desafiando a nuestro padre? —preguntó Bella horrorizada—. Ni pensarlo.
—Pero tú no puedes irte a vivir al castillo de los Newton. Se rumorea que su última
esposa murió al caer desde la ventana de la torre, y hay quienes dicen que saltó por su
propia voluntad, tratando de huir de ese hombre tan desagradable.
—Todavía puedo combatir por Francia, aunque haya gente que quiera impedirlo.
—Piénsalo, Bella, por favor. Ven con nosotros.
Bella miró a Ángela.
—¿Y Ben está de acuerdo?
—Aún no he hablado con él —dijo Ángela bajando los ojos—, pero lo haré.
Bella no podía irse con ella. No era capaz de interponerse entre Ángela y Ben, como
con toda certeza sucedería. No era capaz de arruinar la felicidad de Ángela. Negó con la
cabeza.
—Te agradezco la oferta, Ángela. Pero no.
—Si cambias de opinión, quiero que sepas que siempre serás bienvenida en mi casa.
Bella tomó entre las suyas la pequeña mano de Ángela. No toda su familia la había
abandonado. Su hermana aún creía en ella, y por eso Bella le estaría siempre agradecida.
Inclinó la cabeza, sintiendo que una primera chispa de esperanza se encendía en su alma. No
sabía que muy pronto, por desgracia, se apagaría.

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Capítulo 21

Todo comenzó con las murmuraciones de dos sirvientas. Cuando Bella se les acercó,
inmediatamente cortaron sus cuchicheos y la miraron con enojo, y cuando ella puso cara de
no entender lo que ocurría, se separaron y continuaron su camino. Además de con enojo, la
miraron con desprecio y con rabia. Antiguos amigos e incluso personas que no conocía
comenzaron a darle la espalda cuando se aproximaba. Bella descubrió de pronto que si ayer
había sido considerada un caballero de fama legendaria, hoy la trataban como a un leproso.
Evitó pasar por el gran salón y por el campo de entrenamiento, temerosa de que su padre
tuviera razón, temerosa de que sus hombres creyeran los rumores que circulaban sobre ella.
Bella miró hacia el camino que pasaba debajo de la ventana de la sala de espera.
Numerosos mercaderes y comerciantes se movían hacia la puerta del castillo en una larga
línea de vagones y de carros. El perfume del bosque que había más allá de la aldea llegaba a
sus sentidos a través de la brisa ligera que soplaba a esa hora, y sus ojos se detuvieron en los
grandes árboles que sobresalían por encima de los techos de paja. Oyó que detrás de ella se
abría una puerta, y se volvió. Jacob entró a la habitación con la cabeza agachada. El corazón
de Bella se iluminó. Hacía una semana que no veía a su hermano y lo echaba de menos. A lo
mejor podía convencerlo de que entrenara con ella.
—Jacob —dijo contenta, retirándose de la ventana.
Jacob la miró con atención y Bella vio que su boca se abría ligeramente y que un
destello de sorpresa aparecía en sus ojos. Frunció el ceño, apretó los labios, agachando aún
más la cabeza, y se alejó.
Bella se sintió físicamente rechazada. Una sensación de dolor invadió todo su cuerpo,
oprimiéndole el pecho, y al acercarse de nuevo a la ventana cayó dolorosamente en la
cuenta de que su hermano estaba avergonzado de ella, y de que tal cosa ocurría por lo que
creía que ella había hecho. Los rumores habían convencido incluso al fiel Jacob.
—¿Nuestro padre te citó aquí? —preguntó su hermano en un tono cortante.
Bella contestó de la misma manera:
—Sí.
El silencio se instaló entre ellos como un huésped no deseado. Bella siguió mirando por
la ventana. No vio a los mercaderes ni a los siervos de la gleba; sólo vio los árboles distantes
del bosque, que se mecían al vaivén de un viento invisible, como haciéndole señales de que
se acercara. Jacob y ella habían estado siempre muy unidos. Él siempre la había respetado.
Pero ahora, ante sus ojos, ella no era más que un ángel caído.
La puerta se abrió de nuevo. Bella volvió la cabeza y sus ojos se encontraron con los de
Emmett, que la miraba con rabia y con desprecio. Detrás de él entró su padre, que cerró la
puerta y juntó las manos a sus espaldas.
—Todos estamos al tanto de los acontecimientos que han tenido lugar durante esta
última semana, sucesos que han traído desgracia y deshonor a nuestro nombre —declaró
con seco pesar.
Las fantasías volvieron a asaltar a Bella: le diría a su padre que Edward estaba muerto y
que todos los rumores eran simples y llanas mentiras, y su padre la abrazaría sonriente y le
susurraría al oído: «Lo supe desde el principio». Sin embargo, tan pronto como la asaltaron,

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las fantasías se desvanecieron en el aire. Él nunca la creería de verdad. La gente quería creer
que una mujer era más débil que un hombre, y que no era apropiado que una mujer
levantara la espada para defender su reino. Por lo tanto, ¿qué importaba que lo que dijera
fuera cierto o falso? Bella no podía probar que Edward estaba muerto. Ningún cadáver había
sido encontrado en el foso.
—No obstante —continuó Charlie—, y gracias a Dios, el conde Newton está dispuesto
a pasar por encima de estos asuntos.
Bella miró por la ventana. El sol brillaba en el cielo, prometiendo un día caluroso. La
joven guerrera había planeado ir a la cañada para luego hacer sus prácticas. Necesitaba
sentir otra vez el peso de una espada. Necesitaba desahogar la tensión que torturaba todos
los músculos de su cuerpo.
—Naturalmente, y teniendo en cuenta que estás próxima a contraer matrimonio, será
imposible que sigas mandando el ejército.
Bella se quedó paralizada.
—Por consiguiente, y a partir de hoy, Emmett dirigirá a los hombres.
Bella no se movió. Su cuerpo estaba como muerto. La habían despojado de todo lo que
ella valoraba en la vida.
—¿Me has oído, Bella? —preguntó Charlie después de un prolongado silencio.
Su voz llegó hasta ella como si hubiera recorrido una gran distancia. Bella no podía
entender lo que ocurría. No podía encontrar la fuerza que antaño había fluido con tanta
energía dentro de su corazón. Era incapaz de hallar las palabras adecuadas para
contrarrestar todos los males que estaban cayendo sobre ella. No podía encontrar la
confianza necesaria para enfrentarse a sus acusadores. El Ángel de la Muerte se había ido, y
en su lugar imperaba la culpa.
—¿Bella? —repitió Charlie.
Como en sueños, vio que la puerta de la vida se cerraba. Y el imaginario portazo
explotó en su cabeza. Se apoyó en el borde de la ventana cuando la oscuridad invadió su
visión. El mundo comenzó a dar vueltas a su alrededor y pensó que se iba a desmayar. «Soy
el Ángel de la Muerte, temido por todos los enemigos de Francia», pensó. Los nudillos de sus
manos se volvieron blancos de tanto apoyarse en la ventana, que ahora era como el borde
de su conciencia. Luchaba por encontrar la rabia que sabía que podía sentir. Lentamente, la
oscuridad cubierta de manchas cedió, pero las llamas de su alma siguieron siendo rescoldos
moribundos.
—Sí, padre —respondió dócilmente.
—Bien —anotó Charlie—. El ejército es entonces tuyo, Emmett.
—Gracias, padre —dijo Emmett.
Bella abandonó la habitación con la cabeza agachada, como si fuera una sirvienta
complaciente cuyos servicios ya no son necesarios.

* * *
La tierra baldía cubierta por una interminable neblina blanca se extendía delante de
ella. Bella caminaba hacia delante, sin saber adónde iba ni de dónde venía. Sus pasos eran
lentos e inseguros. Un ruido detrás de ella la hizo detenerse. Al volverse a mirar vio que la
neblina blanca se había vuelto completamente roja, formando una cortina carmesí. Se
encogió de hombros al internarse aún más en la niebla. Dirigió su vista hacia sus pies y notó
que dejaban una huella roja en el suelo. Sintiéndose como una especie de fuente de veneno,
continuó su marcha hacia delante, infectando y manchando de rojo la pureza de la niebla

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blanca.
De repente se detuvo por completo. La sombra de una figura apareció delante de ella
entre una nube de vapores oscuros. Su brillante armadura de batalla se fundía con la
neblina, como si ésta fuera la cota de malla de un fantasma que flotara a su alrededor, con
las manos apoyadas sobre las caderas, inspeccionando el lugar con miras a conquistar un
nuevo territorio. Finalmente, la mirada del fantasma descansó sobre ella. Sus ojos verdes
brillaban como el aceite caliente, hipnotizándola con la fuerza de su presencia. Sus labios se
curvaron en una sonrisa y Bella se sintió atraída hacia él como el guerrero se siente atraído
por los gritos del campo de batalla. Él levantó una mano y la extendió para tomar posesión
de ella…
Bella reaccionó con rapidez, respirando profundamente. Está vivo, pensó. Lo sintió en
lo más hondo de su ser. ¡Está vivo! Su corazón latió salvajemente, con renovada esperanza.
Consciente del significado del sueño, la joven se levantó volando de la cama, abrió la
puerta de su alcoba y salió al corredor. Cuando llegó a la puerta de Jacob, la abrió de un solo
golpe y entró.
Su hermano se sentó en la cama, tratando de alcanzar el arma que guardaba debajo de
la almohada, pero la voz de ella lo detuvo.
—Jacob.
—Por todos los santos, vaya susto me has dado, Bella. ¿Quieres que te corten la
cabeza?
Bella no le hizo caso. Saltó sobre su cama y lo miró con ansiedad.
—Tienes que ayudarme a buscar en el foso, Jacob.
—¿Qué?
—Por favor. Tienes que ayudarme a buscar en el foso —repitió con desesperación.
—Por todos los santos, ¿para qué? —preguntó Jacob mientras se enderezaba para
verla mejor—. Ya estuvimos buscándolo en el foso.
—Edward está vivo.
—Por supuesto que está vivo —contestó su hermano—. Lo dejaste escapar.
Bella se sentó sobre sus talones y cruzó las manos sobre su regazo.
—Edward saltó de la ventana y cayó al foso.
Jacob se inclinó sobre su hermana y, gracias a la luz de la luna, ella pudo ver las
preguntas que pasaban por su mente como si estuvieran escritas en los rasgos de su cara.
—¿Y eso cómo lo sabes? —preguntó.
Bella bajó la vista hacia sus manos, sintiéndose como una prisionera en un
interrogatorio, y cuando se negó a responder, Jacob insistió:
—No me estás diciendo toda la verdad.
Bella hizo una nueva pausa, pero cuando levantó la vista, tuvo la sensación de que su
hermano se encontraba a punto de estrangularla.
—Saltó al foso desde mi ventana —dijo otra vez.
—¿Y qué estaba haciendo en tu alcoba?
—Fui a buscarlo a las mazmorras del castillo —explicó Bella—, pero al llegar descubrí
que la puerta de su celda estaba abierta y que Edward tenía un cómplice. Alguien lo ayudó a
escapar, y entre los dos me hicieron prisionera.
—¿Te hicieron daño? —preguntó Jacob, y cuando Bella negó con la cabeza, añadió—:
¿Y cómo consiguieron llegar hasta tu alcoba?
—Yo… yo los conduje hasta allí —declaró Bella, notando que la frente de Jacob se
encendía de indignación—. Nunca pensé que saltaría por mi ventana. Nunca.
—¿Tú misma le indicaste el camino hasta tu alcoba? ¿Por qué no llamaste a los

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guardias?
—Oh, Jacob —suspiró Bella jugando con sus manos—. No pude. Mi intención no era
dejarlo escapar, sino mantenerlo a salvo del vergonzoso duelo.
Jacob se quedó en silencio durante un rato largo y después dijo:
—La caída desde tu ventana lo hubiera matado.
—Pero tú mismo dijiste que no encontraron a nadie en el foso. Debemos buscar una
vez más. Tengo que estar segura.
Jacob se mantuvo en silencio bajo las sombras que proyectaba la pálida luz de la luna.
—Lo haría yo misma —murmuró—, pero los hombres ya no obedecerán mis órdenes.
—¿Y por qué no me contaste todo esto antes? —preguntó su hermano.
Bella apartó su vista de él por un momento, sintiéndose avergonzada de que Edward
hubiera pensado que lo había llevado a su alcoba para una última cita, sintiéndose asustada
de que Jacob pensara lo mismo.
—Ni siquiera pudiste mirarme a los ojos cuando estábamos en el salón de espera de
nuestro padre.
—Me sentía avergonzado —admitió tranquilamente.
Bella trató de que el dolor no se le notara en la cara, pero no tuvo éxito.
—¿Ves? Tú también creíste que yo lo había dejado escapar.
—Bella… —dijo Jacob con la voz tierna—. Quiero que sepas que sentí vergüenza de mí
mismo.
Bella, sorprendida, levantó los ojos hacía él.
—Yo sabía que nuestro padre estaba planeando casarte con el conde. Traté de
disuadirlo, pero no me escuchó. Sentí que te había fallado.
Bella se sintió envuelta en una tibia sensación de alivio.
—Perdóname —murmuró.
—No —insistió Jacob—. Soy yo quien debe pedirte perdón. Hubiera debido impedir
que te hiciera lo que te hizo: el matrimonio, el ejército…
Bella alzó su mano y le acarició las mejillas.
—Gracias.
—¿Y qué harás si todavía está vivo? —preguntó Jacob.
Despacio, Bella retiró la mano de sus mejillas y miró el cielo de la noche. La luna estaba
alta y las estrellas iluminaban los contornos exteriores del castillo con todo su esplendor.
—No lo sé —susurró.

* * *
Las antorchas iluminaron las lóbregas aguas negras, haciendo brillar el foso con un
repentino resplandor rojo. Dos hombres emergieron de las profundidades, arrastrando
detrás de ellos un objeto grande. Al aproximarse lentamente a la orilla, el objeto grande que
arrastraban se convirtió en la figura de un hombre.
Lo echaron al suelo, con la cara hacia abajo, a los pies de Jacob.
Jacob levantó la antorcha sobre el cuerpo, que tenía el pelo negro y una fuerte
contextura. Con el suave movimiento de una de sus piernas, le dio la vuelta al cuerpo. La
cara era una masa de huesos aplastados, rotos hasta hacer sus rasgos irreconocibles. Uno de
sus ojos estaba abierto, mirando gélidamente hacia lo que quedaba de la cabeza.
Jacob dirigió su vista hasta las lóbregas aguas del foso, hacia el lugar donde el cuerpo
había sido descubierto, y luego sus ojos escalaron los muros del castillo y se posaron en la
ventana de la alcoba de Bella.

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Jacob oyó un ruido detrás de él y se volvió. De la oscuridad del camino que bordeaba el
foso, emergió Emmett.
—¿Qué estás haciendo, hermano?

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Capítulo 22

—Era él, Bella —dijo Jacob con la voz firme.


La joven estaba sentada tranquilamente en la cama, pero de pronto sintió como si
hubieran aspirado todo el aire que tenía dentro de los pulmones. En lo más profundo de su
ser, había temido que el cuerpo de Edward apareciera entre las aguas oscuras del foso. Pero
ahora no podía creer que estuviera muerto.
—Quiero ver su cuerpo.
Jacob bajó los ojos, y como no respondió, Bella levantó la cabeza de inmediato.
—Emmett lo está exhibiendo en las calles —comentó Jacob—. No pude hacer nada
para impedirlo.
La terrible imagen del cuerpo de Edward, hinchado por el agua insana del foso y
arrastrado por el barro de las calles detrás del caballo de Emmett, la trastornó. Bella se
levantó de la cama como un rayo, con los puños cerrados. Quiso correr hacia la puerta, pero
Jacob se interpuso en su camino.
—No puedes, Bella. No puedes detenerlo.
—No sólo puedo detenerlo, sino que lo haré —contestó mientras trataba de
sobrepasarlo.
—¿Y qué vas a decirle?
—No permitiré que el cuerpo de Edward sea arrastrado por las calles.
—La gente ya piensa que fuiste tú quien lo dejó escapar. No empeores las cosas.
—¿Que no empeore las cosas? ¿Crees que puede haber algo peor?
—Dirán que estabas enamorada del Príncipe de las Tinieblas. No se te olvide que saltó
de tu ventana, Bella. ¡De la ventana de tu alcoba! ¿Qué otra cosa pueden pensar?
Jacob la sacudió por los hombros, tratando de hacerle entender la carga de traición
que había en sus actos.
—¡Lo escondiste en tu alcoba para que estuviera a salvo!
Bella soltó una exclamación de disgusto, liberándose de sus brazos y mirándolo de
frente a la cara.
—¡Él era mi prisionero! ¡Mi responsabilidad! ¿Hubiera podido vivir acorde conmigo
misma sabiendo que mis propios compañeros de armas lo habían asesinado en el campo del
honor?
—En el campo de justas le hubiera ido mejor que en las mazmorras y que en tu alcoba.
Bella se tragó sus palabras en silencio. No sabía si hubiera preferido abandonarlo en las
mazmorras del castillo para que lo despedazaran en el duelo. Todo lo que sabía era que
tenía que detener a Emmett. No podía permitir que arrastrara por las calles el cuerpo de
Edward como si fuera un trofeo. Debía detenerlo; pero primero, tenía que escapar de Jacob.
Agachó la cabeza y fingió haberse resignado.
—Tienes razón —le dijo con la voz contrita y triste—. Él es el enemigo. Y está muerto.
Jacob la miró con incredulidad.
—Te ruego que me disculpes —añadió su hermana—, pero habida cuenta de lo que
pasó entre los dos… a veces me resulta difícil verlo como mi enemigo.
Jacob asintió con la cabeza.

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—Tienes que olvidarlo, Bella. No te hará ningún bien seguir torturándote.
—Lo sé —murmuró ella.
Jacob caminó hasta la ventana, desde donde contempló los techos de las casas y los
campos de la aldea.
—Dale tiempo al tiempo, Bella. Emmett también lo olvidará, y todo volverá a ser como
antes —le dijo mientras inhalaba una profunda bocanada de aire—. ¿Ahora le dirás a
nuestro padre la verdad?
Hubo un prolongado silencio, y al notar que Bella no contestaba, Jacob se volvió hacia
ella.
La puerta estaba abierta y su hermana se había ido.

* * *
Cabalgaba como una loca, galopando por la aldea y dejando tras de sí una nube de
polvo. Las calles estaban extrañamente vacías y los talleres de los artesanos permanecían
cerrados. Le faltó poco para atropellar a un grupo de gallinas, que salieron volando y
cacareando en todas las direcciones, pero ella iba tras Emmett. Finalmente, se topó con un
campesino que regresaba a su casa con las herramientas al hombro. Frenó en seco al
caballo, para preguntarle al hombre si había visto a Emmett, y en ese momento distinguió
una nube de humo que se levantaba en la distancia, en las afueras de la aldea.
Bella espoleó a su animal, dirigiéndose hacia la gruesa columna de humo negro que
flotaba en el cielo rojizo del atardecer; cuando llegó a la última casa de la aldea, el olor a
carne quemada le erizó la piel e hizo que su corazón latiera asustado. Encaminó a su caballo
hacia el lugar, y el corazón dejó de latirle.
La mayor parte de los aldeanos —hombres, mujeres y niños— estaba reunida
alrededor de una gran hoguera. Las llamas lamían el cielo enrojecido, y en medio del fuego
yacía la forma carbonizada de un cuerpo humano. No se pudo mover durante varios
segundos, pegada a la silla del caballo por un dolor inhumano. «Oh, Dios mío, Edward».
La angustia oprimió su corazón. Se quedó mirando la porción del cuerpo quemado que
alguna vez había correspondido a la cara y que ahora no era más que una costra
ennegrecida. La imagen de Edward se irguió en su mente: su fuerte mentón, sus labios
sensuales, sus ojos misteriosos, y hasta el corte que ella misma le había hecho en la mejilla
con su espada. Los ojos se le llenaron de lágrimas. «Mira lo que le han hecho al rostro de
Edward», pensó con desesperación. Aquel rostro tan bello.
Desmontó, se abrió paso entre los campesinos que miraban el espectáculo y se colocó
frente a la multitud. Sin darse cuenta de lo que hacía, se encontró delante del intenso calor
que salía de la hoguera, un calor tan insoportable que la obligó a colocarse las manos en la
cara.
A través de los dedos distinguió las deslumbrantes chispas que lanzaban las llamas al
aire. El fuego había consumido por completo la piel del hombre, y a pesar de que lo intentó
varias veces, no logró reconocer a Edward en sus despojos. Nunca lo sabría con seguridad,
pensó con una desesperación que por poco la lleva a la locura. Las lágrimas le incendiaron
los ojos, y finalmente, el olor a carne chamuscada le produjo náuseas, obligándola a
retirarse.
Emmett se le acercó. Bella no vio en él a su hermano; vio en él a un torturador, al
hombre que la había condenado a una eternidad de incertidumbre. Se abalanzó sobre él con
los puños cerrados.
—¡Eres un hijo de puta! —gritó sobre el rugido de las llamas—. ¿Sabes lo que has

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hecho?
Emmett le agarró las manos antes de que ella lo abofeteara, pero su embestida fue tan
fuerte que lo obligó a retroceder. Su hermana luchaba salvajemente por liberarse de sus
garras, acusándolo de haber incinerado el cadáver de Edward, pero Emmett logró lanzarla al
suelo, inmovilizó su cuerpo y le sujetó los brazos por encima de la cabeza. Bella, sin
embargo, no se rindió: gritaba y pataleaba como una gata arrinconada.
—¡Ya basta, Bella, detente! —le ordenó sacudiéndole los hombros.
Ella torció los brazos procurando liberarse, y sólo dejó de oponer resistencia cuando
sintió que su hermano la golpeaba con dureza en el rostro. Las lágrimas brotaron entonces
de sus ojos como pequeños torrentes de agua.
Emmett la liberó y se apartó de ella. Bella se sentó en el suelo y enterró su cara entre
los brazos.
—Por el amor de Dios —le susurró Emmett—, compórtate con cierta dignidad.
Bella lo miró con los ojos enrojecidos y fuera de sus órbitas.
—Eres un bastardo —lo increpó.
—Era nuestro enemigo —contestó Emmett.
—Nunca lo sabré con seguridad —lo interrumpió ella—. Nunca sabré si era él.
—Era él… —dijo su hermano.
Bella lo miró durante largo rato. Era posible que Emmett estuviera seguro, pero ella
nunca podría estarlo. Siempre tendría dudas, y todo porque él, su hermano, había tenido
que destruir a quien consideraba un enemigo. Se levantó despacio.
—Te odio —gruñó apretando los dientes antes de volver a abrirse paso entre la
multitud. Caminó con altivo estoicismo hasta el caballo, se montó y regresó al castillo.
No miró hacia atrás.

* * *
A la mañana siguiente, la rabia que sentía en el corazón seguía siendo la misma. Buscó
solaz en los establos, cepillando vigorosamente a su caballo de guerra y arreglándole las
gruesas crines blancas. Había conseguido desenredárselas casi por completo, y ya se
disponía a continuar cepillándole el lomo, cuando oyó el sonido de unos cascos en el patio,
seguido por un grito de bienvenida.
Arrojó el cepillo a la tarima del establo, corrió hasta la puerta y divisó a un hombre que
desmontaba de un caballo negro. Bella notó que del hocico del caballo salía una espuma
blanca, lo que significaba que el pobre animal había recorrido un largo trecho. Vio que
Emmett se acercaba al hombre y lo abrazaba. Intercambiaron unas cuantas palabras,
Emmett asintió con la cabeza y después se dirigió al castillo. El hombre miró alrededor del
patio y fue entonces cuando Bella distinguió la insignia que adornaba su túnica. Era el
asistente del condestable Santiago d'Albret. Un cosquilleo de excitación pasó por la columna
vertebral de Bella. El hombre era un mensajero enviado por uno de los colaboradores más
cercanos del rey.
A hurtadillas, avanzó detrás del recién llegado y de Emmett y entró al gran salón en el
momento en que su padre aparecía. Bella se ocultó entre las sombras, apoyando su espalda
contra las frías piedras del muro. Podía oírlo todo perfectamente.
—El condestable os envía sus saludos —dijo el mensajero—, y traigo un correo para el
Ángel de la Muerte.
¡Un correo! ¡Un correo para ella! El condestable quería que combatiera a su lado…
Después de todos los días de dolor, de soledad y de desprecio que había pasado, alguien,

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finalmente, la quería, y ese alguien era, después del rey, la persona más poderosa de
Francia. Los pies de Bella se movieron instintivamente, y comenzó a salir de las sombras.
—Mi hija está próxima a contraer matrimonio —dijo Charlie—, y ya no peleará en más
campañas.
Se quedó paralizada. Se le había olvidado por completo que ya no mandaba el ejército.
La melancolía que la había abatido durante todos esos días la consumió de nuevo. Ya nunca
más podría combatir. Ya nunca más podría empuñar su espada. Su vida había sido reducida a
la rutina de engendrar y criar a los hijos del viejo ermitaño.
El mensajero dudó un momento antes de decir:
—Es una gran pérdida para Francia. Informaré al condestable sobre esta tragedia.
—¿Tragedia? —intervino una vez más Charlie, aunque a la defensiva—. Pero si ya está
en edad de casarse.
—Perdonadme, señor, no era mi intención insultaros. Sin embargo, es una tragedia
que perdamos a tan valiente y leal caballero. Francia necesita a todos sus guerreros, y
mucho más ahora, cuando Inglaterra se dispone a invadirnos.
—Yo soy el comandante del ejército ahora —dijo Emmett—, y mis hombres, por
supuesto, están a las órdenes del condestable.
—Pues el condestable ha dispuesto que todos los caballeros del reino, junto con sus
ejércitos, se reúnan en Rouen.
—Estaremos allí en tres días.
—Se lo diré al condestable —respondió el mensajero.
—Pero primero debes descansar un rato —agregó Charlie—. Ven, haré que te sirvan
algo de comer y de beber.
Sus voces se desvanecieron al salir del cuarto e internarse en la cocina. Bella corrió
escaleras arriba, hacia su alcoba, pero sus piernas parecían no responderle y tuvo que
sentarse en uno de los primeros escalones. Su ejército se iría sin ella. Su ejército tendría un
nuevo comandante. Ella no podría combatir por Francia nunca más. Tenía que hacer algo. No
podía quedarse sentada y permitir que el mundo siguiera su curso sin ella, una mujer de
acción. ¡Ella era una De Swan! ¿Cómo era posible que no fuera capaz de ponerse de pie y
enfrentarse a su padre?
Se incorporó y siguió subiendo las escaleras hacia su alcoba.

* * *
Bella estaba sentada en un pequeño nicho que había junto a la ventana, mirando la
espada que descansaba en su regazo. Como un espejo, el metal reflejaba su imagen. La larga
cabellera le caía sobre los hombros, y algunos de sus rizos, primorosamente desplegados,
llegaban hasta el filo del arma.
—No puedo imaginar que nunca más vaya a empuñarte. Que nunca más pueda
ponerme mi armadura. Que nunca más pueda sentir la emoción de entrar a un campo de
batalla —dijo en voz muy baja, dirigiéndose a su querida arma.
El frío metal descansaba en sus manos, calmándola extrañamente con su hipnótico
poder. De pronto oyó unos gritos en el patio y se acercó a la ventana, desde la cual pudo ver
que su ejército se preparaba para marchar hasta Rouen. Escrutó las filas de hombres hasta
llegar a la cabeza, cerca de las puertas del castillo.
Con la ayuda de su escudero, Emmett estaba montando en su caballo de guerra.
Un movimiento cerca de las puertas del castillo llamó su atención. Su padre descendía
las escaleras con el pecho inflado de orgullo.

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«¿Por qué se siente tan orgulloso de Emmett? ¿Por qué se despide de mi hermano con
una sonrisa, cuando a mí me despedía con una mueca de desprecio?», se dijo, desolada.
Cuando su padre se detuvo ante el caballo de Emmett, Bella se puso de pie.
«¿Por qué mira con tanta admiración a mi hermano, cuando a mí me miraba con un
gesto inocultable de desaprobación?».
Charlie pronunció unas palabras al oído de Emmett y éste sonrió. La mano de Bella se
aferró al puño de su espada.
«Algún día conoceré las respuestas a estas preguntas», se juró a sí misma.

* * *
Charlie de Swan miró con admiración a su hijo menor. Emmett estaba montado en su
alazán de guerra, y su armadura dorada resplandecía en el gris nebuloso de la mañana. Los
ojos de Charlie brillaron y su voz resonó con orgullo cuando dijo:
—Emmett, le haces justicia al apellido De Swan.
Jacob acercó su caballo al de Emmett.
—¿Dónde está Bella? —preguntó.
Ante la mención de su nombre, la alegría que había en la cara de Charlie se disipó.
—En su habitación —respondió encogiéndose de hombros.
Jacob volvió sus ojos oscuros hacia la ventana de su hermana, y Charlie notó la
desilusión escrita en su rostro cuando comprobó que el espacio estaba vacío. Jacob se dirigió
a Emmett:
—Los hombres están listos.
—Entonces nos vamos —afirmó Emmett, y se puso a la cabeza de la marcha hacia la
aldea, donde los campesinos esperaban en las calles para vitorear a los caballeros que
marchaban hacia la victoria.
Con un suspiro de satisfacción, Charlie dio la vuelta y entró a su castillo. Nunca en su
vida se había sentido tan complacido. Su hijo mandaba el ejército que iba a combatir a los
ingleses.
Atravesó con aire desenvuelto el salón de la entrada y ya estaba a punto de empezar a
subir las escaleras cuando oyó unos pasos suaves. Ella se le aproximaba con unos pantalones
de campaña y una túnica del color de la crema. Su espalda estaba recta; su pelo castaño se
arremolinaba alrededor de los hombros como una gloriosa floración guerrera; sus ojos cafés
brillaban a la luz de las antorchas colgadas de las paredes. Su mano descansaba sobre el
puño de la espada envainada. Él no reconoció a la mujer que se le aproximaba: nunca antes
había visto el fuego que la consumía por dentro.
—Padre —le dijo Bella—. Quisiera hablar contigo.
Charlie dudó un momento, pero terminó aceptando y le mostró el camino de su
biblioteca, un gran salón en donde había, contra la pared del fondo, cinco preciosos libros en
sus respectivos atriles. Charlie cerró la puerta detrás de Bella. La luz del sol entraba por las
dos altas ventanas que había frente a la puerta. El fuego había sido encendido en la
chimenea empotrada entre las dos ventanas.
—Te sientes muy orgulloso de él, ¿no es cierto? —preguntó la joven con suavidad,
aunque sin ocultar cierto resquemor en la voz.
Charlie no se volvió. Mantuvo su mano sobre la manija de la cerradura, como si
quisiera dejar abierta una posible vía de escape.
—¿Por qué, padre? Quiero saber por qué nunca me miras de esa manera.
—Ya no puedo sentirme orgulloso de ti —replicó con sequedad.

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—No estoy hablando de ahora. Estoy hablando de cuando recibí el título de caballero,
de cuando gané la batalla de Picardy, de cuando te traje al Príncipe de las Tinieblas.
Charlie volvió a vivir los acontecimientos que ella nombraba. Imágenes fragmentadas
pasaron otra vez por su mente, acompañadas de agudas y vividas emociones.
Desconcierto era la palabra. Una muchacha joven y bella, cubierta por una armadura y
plantada, desafiante, delante de sus vecinos y de sus amigos. ¿Cómo podía su hija, una
señorita, convertirse en un guerrero? Ella no debía rescatar; debía ¡ser rescatada!
Pesar. También ésa era la palabra. Un castillo envuelto en llamas, de cuyo interior
salían gruesas columnas de humo. Hombres armados sobre sus monturas gritando que
habían obtenido la victoria. Una mujer joven caminando hacia él, pasando cuidadosamente
sobre caballeros y caballos caídos. Ningún hombre querría a una mujer capaz de causar tanta
muerte y desolación.
Curiosidad. La tercera palabra. Un alto y oscuro caballero acercándose a él en medio
de un salón repleto de gente. Era la leyenda. Era el gran Príncipe de las Tinieblas. Y en las
sombras, en alguna parte, veía a su pequeña muchacha.
A través de todas estas imágenes, que se encendían y se apagaban de repente, le
llegaban también los murmullos de la gente: «¿Es cierto que tiene un corazón de hielo?»;
«¿es cierto que sus besos esclavizan a los hombres?»; «¿es cierto que es el Ángel de la
Muerte?».
—Yo también soy una De Swan, padre. Yo también soy un guerrero. Merezco el mismo
respeto que le muestras a Emmett, y no un simple saludo informal lleno de desaprobación
cuando regreso a casa —dijo Bella.
Charlie se volvió al fin hacia ella y contestó:
—Dios quiera que puedas ganarte el respeto de tu futuro esposo, pero yo no puedo
respetar a un miembro de mi familia que me traiciona.
Hubo un largo silencio durante el cual Charlie estuvo a punto de arrepentirse de las
palabras que había pronunciado, pero eran palabras en las que creía.
Bella miró con dureza a su padre y dijo finalmente:
—Durante toda mi vida he tratado de complacerte. Cuando era más joven, veía con
envidia cómo mirabas a Emmett y a Jacob, y siempre quise que me miraras de la misma
forma. Todo lo que he hecho en la vida lo he hecho por ti, padre. Es posible que te haya
decepcionado, pero tú también me has decepcionado a mí. Siento decírtelo —añadió—,
pero no me casaré con el conde.
—¿Qué?
Bella levantó ligeramente la barbilla, con aire retador.
—Soy el Ángel de la Muerte y…
—¡Eres mi hija! —vociferó Charlie.
—… y terminaré mis días en los campos de batalla —continuó implacablemente Bella.
—¡Te lo prohibo! —dijo Charlie en medio del arrebato de ira—. Te quedarás en el
castillo y te casarás con el conde Newton. Te he permitido cultivar tus fantasías durante
demasiado tiempo, Bella, y ha sido mi mayor error. Debí acabar con todas estas tonterías
cuando tenía la oportunidad de hacerlo.
Lo ojos de Bella lo miraron con amarga resolución y luego, con paso firme, se dirigió
hasta la puerta.
—¡Te lo prohibo, Bella! —gritó Charlie a sus espaldas—. ¿Me has escuchado? Por todo
lo sagrado que hay en este mundo, ¡te casarás con el conde Newton!
Bella cerró la puerta con un violento golpe y caminó por el pasillo hacia su habitación.
Charlie apretó las manos y, con un grito de furia, estrelló sus puños contra la mesa de

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madera que había al lado de la puerta. La madera crujió bajo sus golpes de rabia y la mesa se
rompió.

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Capítulo 23

El caballo de Emmett se sobresaltó y saltó hacia un lado, relinchando nerviosamente,


pero su jinete lo tranquilizó con un hábil tirón de riendas.
Un rayo partió el cielo en dos, y cayó en el campo baldío que había a su izquierda. Una
nube de polvo se levantó en el punto de impacto de la descarga eléctrica. Las nubes, antes
blancas, se habían oscurecido rápidamente, hasta convertirse en una cadena de algodón
sucio que serpenteaba hacia ellos desde la izquierda. El viento comenzó a soplar con fuerza,
y mientras sus silbidos crecían en intensidad, las tropas se aquietaron.
De repente, Jacob detuvo a su animal, esforzándose por otear la gran extensión de
tierra baldía.
Emmett siguió la mirada de su hermano. El campo vacío se extendía hasta el oscuro
horizonte gris. El fin de la tierra baldía no estaba a la vista por ninguna parte. Un trueno
resonó encima de sus cabezas y un punto oscuro apareció en el horizonte, claramente visible
contra el impoluto cielo gris.
Un rayo iluminó de nuevo el firmamento, esta vez en lo más alto, y el trueno que
siguió pareció un toque de alerta al ejército. El punto negro en el campo creció hasta que
pudieron ver que se trataba de un caballo, un caballo cuyo jinete lo obligaba a galopar sin
descanso.
El estallido de otro trueno hizo que algunos caballos levantaran las patas delanteras,
arremetiendo con ellas contra el aire turbulento.
El jinete continuaba galopando hacia ellos, acompañado por el brillo de los
relámpagos, saludado por truenos ensordecedores.
Emmett sacó su espada y, al salir de la vaina, el metal silbó en el aire como una
serpiente en el momento del ataque.
—Al demonio lo recibimos con la muerte.
—¡Espera! —dijo Jacob, agarrando las riendas del corcel de Emmett para impedir que
se moviera—. Conozco ese caballo.
Emmett volvió la vista hacia el jinete y, lentamente, los rasgos de su cara indicaron que
lo había reconocido.
—Dios mío —murmuró.
Un nuevo trueno resonó en el cielo cuando las primeras gotas de lluvia comenzaron a
aporrear la tierra.
El jinete se detuvo a menos de veinte pasos de Emmett. Su blanco caballo de guerra
piafaba en señal de desafío.
Durante un largo rato nadie se movió, hasta que Emmett volvió a envainar la espada,
parpadeó para quitarse la lluvia de los ojos y murmuró:
—Bienvenida, Ángel.

* * *
Bella se quitó el yelmo. Lo notó resbaladizo; el metal estaba frío y húmedo a causa de

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la lluvia, ahora intensa. Con reverencia, colocó el yelmo en el suelo, al lado de la estera que
le serviría para dormir. Jacob le había sugerido que, si al final iba, compartieran su tienda, y
ella había aceptado. Después de días de continuo cabalgar, le dolían hasta los más pequeños
huesos.
El ejército había llegado a Rouen poco antes del atardecer. Ella se quedó con los
hombres para levantar el campamento mientras sus dos hermanos iban a la aldea a buscar al
condestable Santiago d'Albret, el comandante del rey que dirigía la lucha contra los ingleses.
Bella se dispuso a desatar las correas de cuero que sostenían las protecciones
metálicas de sus hombreras.
Jacob no le había preguntado qué estaba haciendo allí, y Emmett ni siquiera le había
dirigido la palabra.
Tras quitarse las protecciones de los hombros, procedió a hacer lo mismo con las de
los brazos. Era difícil quitarse la armadura sin la ayuda de un escudero, pero no podía pedirle
ayuda a nadie. Su orgullo no se lo permitía. Y al no saber lo que el destino le tenía reservado,
había preferido dejar a Mel y a Colin en el castillo.
Finalmente, quitó la última capa de su armadura: la cota de malla.
Bella no había sido invitada a la reunión con el condestable y, en cierto sentido, se
alegraba de ello. Si él también sospechaba que ella era una traidora… Ya había sido
suficientemente duro cabalgar al lado de los hombres, a muchos de los cuales conocía desde
hacía muchos años, y ver que se burlaban de ella. Había percibido el continuo cambio de
posición en las filas, el constante apartarse cada vez que ella se les acercaba, y había visto
que la gente que solía respetarla ahora la miraba con amargo desprecio.
Bella desenvainó la espada y, al girarla, vio que su cara se reflejaba en la superficie del
frío metal. El pelo le caía hasta la cintura, enmarañado y lleno de sudor y de polvo. Alrededor
de sus ojos se dibujaban anillos de preocupación y el cutis parecía de lino. ¿Cómo podía
haber pensado Edward que ella era bonita? Recordó cómo sus fuertes brazos la estrechaban
y cómo su aliento masculino le calentaba las mejillas y el cuerpo entero. Y sus ojos. Cómo
brillaban de deseo al recorrerla, inflamándola de pasión con el resplandor de sus pupilas.
De repente, la recorrió un escalofrío. Sintió que unos ojos la miraban. Unos ojos
encendidos por el deseo. Suspiró y levantó la cabeza.
Pero la tienda estaba vacía.
Durante un momento, había creído que Edward…
Fantasmas.
Sacudiendo la cabeza tristemente, volvió a mirar su arma. La empuñadura estaba fría,
el filo agudo. No era, sin embargo, un consuelo. No podía amarla, y ella tampoco podía
devolverle amor. Ya no, porque ahora la imagen de un hombre se le había grabado en el
corazón. Su piel ansiaba sus caricias, su corazón ansiaba su presencia.
«¿Qué estoy pensando? ¡Está muerto! Nunca más lo veré».
Bella se recostó en la estera que le servía de cama e intentó dormir. Pero la cara del
Príncipe rondaba en la oscuridad, justo encima de ella, como lo había hecho desde que saltó
por la ventana. Esa noche, una inquietante sensación en la parte baja del abdomen le haría
imposible conciliar el sueño.

* * *
Un sonido amortiguado. Bella se apartó instintivamente de él. A través de la oscuridad,
vio los contornos ensombrecidos de un hombre y el resplandor de la hoja de una espada que
se clavaba en las mantas, a pocos centímetros de ella.

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Bella saltó del lecho, mirando cómo el hombre retiraba la espada de las mantas y se le
enfrentaba como una cobra dispuesta a morder en cualquier momento. Dirigió la vista hacia
la estera, en busca de la espada que yacía debajo. Dio un paso atrás, esperando que el
intruso se alejara de su arma. Aun en la oscuridad, Bella podía ver el odio que brillaba en
aquellos ojos. El hombre se enderezó y se puso de pie sobre la estera.
—Traidora.
El gruñido salió de la oscuridad como una flecha, perforando el corazón de Bella. Al
seguir retrocediendo, el hombre sacó una daga y la embistió. Ella pensó que estaba
preparada para esquivar la arremetida, pero el cuchillo logró hacerle un corte en la mano y
un dolor agudo le atravesó el brazo. Rápidamente apretó la mano contra la herida abierta y
continuó retirándose hacia atrás. Había subestimado los reflejos del intruso.
Debía olvidar el dolor, debía controlarlo, se dijo en silencio. Sólo tenía que llegar hasta
donde estaba su espada. Vaciló un momento ante la mirada del intruso y, como era
previsible, el hombre se le acercó para matarla. Ella golpeó el brazo que sujetaba la daga con
su puño ensangrentado y le enterró una rodilla en el estómago antes de darse la vuelta y
lanzarse sobre su espada.
Rozó con los dedos la empuñadura metálica de su arma. ¡La tenía! Entonces el hombre
la agarró del pelo, echándole la cabeza hacia atrás. Ella soltó un pequeño grito al ser alejada
de su espada, con la mano vacía.
Entre aguijonazos de dolor, oyó el crujido de la cortina de la tienda al abrirse. Luego
escuchó el choque del metal contra el metal y, de repente, el dolor se había ido. Bella saltó
hacia delante cuando el hombre le soltó el pelo, logró empuñar la espada. Se dio la vuelta y
se irguió con el arma en posición de combate.
Dos eran ahora las sombras que se recortaban contra la tienda blanca. El brazo con el
cual Emmett sostenía su arma estaba extendido, y la punta de su espada se alojaba en el
pecho del hombre desconocido.
El atacante se desplomó.
Una sensación de alivio la inundó de manera tan completa que por un momento se
olvidó de las dolorosas pulsaciones de su brazo, y sólo cuando el dolor volvió a hacerse
presente se acordó de que estaba herida. Soltó la espada, se agarró la mano y se sentó
pesadamente sobre la estera.
Emmett sacó su espada del pecho del intruso y miró a Bella.
—¿Por qué tuviste que venir aquí? ¿Por qué te has unido a mi ejército? —le preguntó
con rudeza.
Bella lo miró desconcertada.
—¡Sabías que esto iba a pasar! —continuó diciendo su hermano—. Los hombres ya no
confían en ti.
Había sido advertida por su padre, pero no había querido admitir que uno de sus
propios soldados pudiera querer matarla. El dolor era insoportable.
—Dime tú, ¿por qué permitiste que me uniera a tu ejército? ¿Por qué no me enviaste
de nuevo a casa?
Emmett encendió una vela y su pálida luz iluminó la tienda. No hizo caso a la pregunta
de su hermana.
—¿Por qué no te fuiste a un lugar seguro? ¿Por qué no te marchaste con Ángela y su
marido?
—¡Sabes muy bien que eso no podía hacerlo! —gritó ella—. ¿Cómo puedes pedirme
que me interponga entre Ángela y su marido? —gritó, apretándose la mano en medio de
una mueca de dolor.

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Emmett se le acercó.
—Estás herida, Bella.
Ella miró la mano y se alejó.
—No es nada —contestó con terquedad.
Emmett miró al hombre muerto, sacudió la cabeza y se dirigió a su hermana.
—Aquí no hay sitio para ti —dijo con la voz calmada.
—Eso ya me lo has dicho —contestó Bella.
Emmett fue hasta una mesa cercana, retiró una servilleta de lino que había sobre su
superficie y se la entregó a la joven.
—Si no hubiera pasado por aquí casualmente, estarías muerta.
Bella recibió la servilleta y distraídamente se limpió la sangre.
—Y si me caso con el conde Newton, el resultado será el mismo.
Los ojos azules de Emmett bailaban a la luz de la vela cuando la miró y le dijo:
—Preferiría que te unieras a mi ejército antes de casarte con ese viejo ermitaño.
Bella levantó los ojos, sorprendida, hacia su hermano, y cuando el desconcierto se
desvaneció, apartó la mirada.
—No iré al castillo de los De Swan, ni siquiera después de la guerra —anunció.
—¿Y qué harás, entonces? —preguntó Emmett con una mezcla de incredulidad y rabia
en la voz.
—No soy una inútil. Viviré de mi habilidad.
—¿Te volverás una mercenaria? —preguntó él con disgusto—. Nadie te contratará.
Nadie contratará a una traidora.
—¡No puedo regresar!
—No volveríamos a verte de nuevo —respondió él en voz baja.
Emmett tenía razón. Nunca más volvería a ver a su familia, a menos que, por alguna
casualidad, Jacob o Emmett entraran al servicio del mismo señor que la había contratado a
ella. Tragó saliva con dificultad.
—Debes decirle a Ángela que la echaré de menos. Y que no soy una traidora.
Emmett trató de mirarla a los ojos, pero ella lo esquivó.
—¿Crees que vas a morir en la batalla contra los ingleses?
—Si no me derriba un caballero inglés —sonrió Bella con tristeza—, uno de nuestros
propios hombres me apuñalará por la espalda.
—¡Entonces no luches, vete! —replicó Emmett con furia.
Bella se quedó mirándolo, extrañamente pensativa.
—Tengo que hacerlo —respondió—. Tengo que luchar como nunca antes he luchado.
Tengo que derribar a cuantos enemigos sea posible derribar. Es la única manera de recobrar
mi honor.
—No tienes que hacerlo —dijo Emmett, agachando la cabeza.
—Sólo desearía poder convencerte de que nunca he traicionado a nuestro reino.
Emmett apretó los dientes, pero cuando levantó los ojos hacia ella, Bella vio una cosa
extraña. Los ojos azules de su hermano, estaban llenos de lágrimas. Quedó tan sorprendida
que no pudo decir una palabra.
Emmett se irguió en toda su estatura, hasta quedar muy por encima de ella. Asintió
con la cabeza y se dio la vuelta, caminando hasta la entrada de la tienda. Salió, y sólo
después de que lo hiciera, Bella se preguntó si sus lágrimas eran de remordimiento, de culpa
o simplemente de amor y pena.

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* * *
Tres semanas después, Bella tenía al ejército francés a sus espaldas: cincuenta mil
hombres que bloqueaban el camino a Calais. Cuando los ingleses se aproximaron, los
caballeros franceses se pusieron sus relucientes armaduras y desplegaron sus banderas, que
rápidamente se inclinaban ante las arremetidas constantes del viento y de la lluvia.
Bella estaba montada en su blanco caballo de batalla, cuyos cascos, al salpicar en su
elegante marcha, le habían manchado de barro la capa. Los ingleses se desplegaban sobre la
planicie que tenía ante ella, igualmente empapados por el aguacero. Estimó que serían unos
diez mil hombres en armas. Durante un instante recordó a Edward sudando bajo los efectos
del polvo de la verdad…, cuando le había dicho que no había sino cinco mil de aquellos
soldados. Bella frunció el ceño. Un mal presagio se instaló, como un peso tremendo, en la
boca de su estómago. ¿El rey Aro había recibido refuerzos? Esa debía de ser la respuesta.
¿De dónde más podían venir los hombres adicionales? Sin embargo, en número de soldados
el ejército francés seguía siendo cuatro o cinco veces mayor.
—¡Los aplastaremos como a insectos! —anunció el conde de Alençon blandiendo el
puño amenazadoramente hacia los ingleses.
Sus palabras fueron seguidas por más amenazas de venganza, de muerte y de tortura.
Por el campo se extendió un auténtico clamor. Bella no se sumó a las voces guerreras.
Miraba silenciosamente al enemigo. Había algo en aquella situación que la inquietaba. Podía
ser la manera tan calmada en que los ingleses miraban a los franceses, o podía ser la actitud
arrogante de los soldados que la rodeaban, una excesiva confianza que fácilmente podía
conducirlos a la derrota. Una sensación de fatalidad se apoderó de ella. Era tan intensa como
el hedor de la guerra, y luchó por deshacerse del extraño sentimiento.
—Hoy no atacarán —le dijo Bella a Jacob. Jacob miró hacia la puesta del sol, oculto tras
nubes grises.
—Creo que tienes razón.
—Deberíamos acampar en Maisoncelles.
—Deja que los hombres duerman donde están —intervino Emmett—. Esperaremos las
primeras luces del día.
—Que así sea —replicó Jacob, y empezó a cabalgar por el campo, pasando la voz.
Mientras las banderas y demás enseñas eran enrolladas en sus respectivas lanzas y los
caballeros comenzaban a quitarse las armaduras empapadas por la lluvia, Jacob regresó al
lado de Bella, espoleando su caballo hasta quedar junto a ella.
—Estás temblando —le dijo—. Deberías quitarte esas ropas mojadas.
Bella apenas lo oyó. Sintió que su caballo se resbalaba y miró hacia abajo. Una gruesa
capa de lodo amenazaba con tragarse las patas del animal, cubriéndole los cascos.
Observó con atención el campo y vio que el suelo estaba en todas partes húmedo y
que los hombres y sus caballos, mientras iban de un lado para otro, creaban todavía más
barro. A sus costados se elevaban varias hileras de árboles gigantescos cuyas ramas más
altas parecían vigilar el campo como si estuvieran ansiosas de ver la batalla que iba a
comenzar tarde o temprano.
—Este campo no es apto para combatir a los ingleses. Deberíamos retirarnos hacia un
suelo más sólido —dijo Bella al tiempo que Jacob, en silencio, inspeccionaba los
alrededores—. El suelo está resbaladizo, y con el peso de nuestras armaduras, por no hablar
de nuestros caballos, me temo que tendremos problemas.
—Los hombres del rey Aro han recorrido un largo camino —contestó Jacob—. Están
cansados y lejos de sus casas. Serán fáciles de derrotar.

- 142 -
—El campo es demasiado estrecho y nuestros hombres están demasiado apretados los
unos contra los otros —musitó Bella—. Tendremos problemas para maniobrar y utilizar a
nuestros arqueros. No sé en qué está pensando el condestable al aceptar la batalla en este
sitio.
—Estoy en desacuerdo contigo. Con todos nuestros hombres, ¿cómo podemos
perder?
Su hermana lo miró con la frente arrugada.
—No te preocupes, Bella. El día de mañana nos traerá la victoria.
«Esta arrogancia será la perdición de los franceses», pensó Bella.

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Capítulo 24

Bella de Swan ya se había despertado cuando llegó la mañana de aquel fatídico día de
octubre del año 1415. Había salido de la tienda de su hermano y sus labios se curvaron
inmediatamente al ver que el amanecer despuntaba en el horizonte. Los apocados rayos
rojos del sol sólo traían consigo una fría humedad, un mojado escalofrío que le taladraba los
huesos.
Se volvió hacia el punto del que procedía el ruido de unos cascos y divisó a dos
mensajeros franceses que cabalgaban por el campo embarrado. Regresaban del
campamento inglés. Por un instante tuvo la tenue esperanza de que hubieran tenido éxito
en sus negociaciones, pero sabía que si los comandantes ingleses eran como Edward, nunca
se rendirían, aunque estuvieran en una desventaja de mil a uno. Y a juzgar por la solemne
expresión de sus rostros, intuía que tenía razón.
Apartó la vista de los mensajeros para estudiar las posiciones francesas. El condestable
había dispuesto que el ejército se ubicara entre Tramecourt, a la izquierda, y Agincourt, a la
derecha, cortando el paso del ejército inglés hacia Calais. Sin embargo, el campo que tenían
por delante estaba reducido a poco más o menos un kilómetro, por los bosques que
rodeaban las dos aldeas.
Frunció el ceño al notar que la mayor parte de la nobleza francesa, ansiosa de
participar en la derrota y liquidación de Aro y de su ejército, parecía haberse colocado en las
primeras filas del combate. Los duques, los condes y los barones habían reemplazado a
muchos de los humildes arqueros y ballesteros, que eran cruciales para la ejecución exitosa
del plan de batalla. ¿Cómo podían ser efectivos si se hallaban tan alejados de la línea de
ataque? Sacudió la cabeza.
—¿Sabes que el condestable ha prometido que cortará tres dedos de la mano derecha
a todos los arqueros que caigan prisioneros, para evitar así que puedan volver los arcos y
disparar sus flechas contra nosotros?
Bella vio que Jacob salía de la tienda. Fingió no haber oído su pregunta. La idea le
revolvía el estómago.
—Tengo un mal presentimiento, Jacob —le dijo a su hermano, mirando al enemigo en
la distancia.
—Tus malos presentimientos se deben a que tienes el estómago vacío —contestó él
asiéndola del brazo—. Ven, vamos a comer algo antes de que empiece la batalla.
Bella se resistió. Permaneció donde estaba, y miró a Jacob de reojo.
—No tengo hambre —respondió sin contarle que había tratado de beber una copa de
cerveza al despertar esa mañana y que, temerosa de marearse, había tomado sólo un sorbo.
Los hombres se pusieron nerviosos cuando pasó más de una hora y los ingleses
seguían inmóviles, sin atacar. Las banderas ondeaban al viento, y había tantas que el
condestable tuvo que ordenar que muchas de ellas fueran recogidas, para que todo el
mundo tuviera una buena visión de las tropas enemigas. En ese momento, Bella había
terminado de ponerse su armadura completa y ya se había subido a la silla de su blanco
caballo de guerra.
Acariciaba el cuello del brioso animal, susurrándole palabras de aliento, cuando un

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ruido intenso y una frenética actividad la indujeron a fijar su atención en el campo
embarrado que tenía delante de sí.
¡Los ingleses habían comenzado a avanzar!
El caballo corcoveó nerviosamente debajo de ella y una creciente tensión hizo que el
aire se volviera aún más denso. Vio que el ejército enemigo se aproximaba y sintió la
ansiedad de los hombres que se reunían a sus espaldas a la espera de que el condestable
diera la orden de enfrentarse al enemigo.
Tan repentinamente como habían comenzado a avanzar, los ingleses se detuvieron a
una distancia de cerca de doscientos metros, y empezaron a enterrar en el suelo embarrado
largas estacas de madera con las puntas mirando hacia el cielo. Se aglomeraron detrás de las
estacas y Bella vio que preparaban sus arcos.
¡Arqueros! ¡Muchos arqueros! Sin embargo, bajo los efectos del polvo de la verdad,
Edward le había contado que el ejército inglés tenía pocos arqueros y que los pocos que
había no se distinguían por su habilidad. ¿Se trataba entonces de una treta? ¿Era posible que
no fueran arqueros sino simples elementos de distracción para intimidar a los franceses?
El caballo de Bella siguió corcoveando, sintiendo la ansiedad de la amazona, y ésta
necesitó una mano firme para calmarlo. Mano firme que no le sirvió, sin embargo, para
calmarse a sí misma.
A la izquierda de Bella, el conde Clugnet exclamó:
—Tomaré algunos de mis hombres y daré un rodeo por el oeste para caer encima de
los arqueros. Y usted, conde William, tomará doscientos hombres y marchará hacia el este,
hacia Agincourt. ¡Les cortaremos la cabeza a estos arqueros ingleses antes de que puedan
hacernos daño!
Los dos caballeros se alejaron, seguidos por sus hombres, que gritaban palabras
desafiantes para que todos pudieran oírlas.
Los ingleses, por su parte, estallaron en vítores y comenzaron a moverse de nuevo.
Simultáneamente, Bella vio que una densa nube se levantaba de la tierra y venía hacia los
franceses como un enjambre de langostas. ¡Flechas! Bajó rápidamente la cabeza, sabiendo
que las flechas no penetrarían en su armadura, y le clavó las espuelas al caballo.
El animal corrió al encuentro de los ingleses, pero Bella sintió que sus cascos se
enterraban penosamente en el barro, un barro tan profundo que le resultaba difícil levantar
las patas. Poco a poco los franceses se fueron agrupando a sus espaldas, mas el lodo
retardaba sus movimientos y las flechas seguían lloviendo sobre ellos.
Bella se defendió con el escudo. Podía oír los gritos de sus compatriotas, y cuando
levantó la vista se sorprendió de lo efectivos y hábiles que eran los arqueros ingleses.
Muchos de sus hombres yacían muertos a su alrededor, con las flechas clavadas en las
carnes expuestas.
La rabia la sobrecogió. Edward había mentido. ¡Había mentido bajo los efectos del
polvo de la verdad! Los arqueros no se caracterizaban, precisamente, por su mala puntería.
¡Todo lo contrario!
No tuvo tiempo de considerar las consecuencias desastrosas de lo que había sucedido,
porque su caballo tropezó en el fango y la tiró de la silla. Por fortuna, y gracias a la agilidad
de sus piernas, logró incorporarse de inmediato. El caballo cayó de rodillas antes de recobrar
el equilibrio, y Bella alcanzó a espantarlo para que no lo lastimaran las flechas.
A su alrededor crecía la furia de la batalla. Los franceses se encontraban tan
densamente aglomerados que muchos de ellos apenas podían levantar las armas, y menos
aún podían controlar a sus animales. A ella casi la golpean en la cara los cascos de un caballo
que relinchaba de miedo al ver que sus congéneres se dispersaban en todas las direcciones.

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Bella empuñó la espada con las dos manos. Perderla en ese momento significaba la muerte.
Otro caballero chocó contra ella. «¡Esto es una locura!», pensó. «¡Aún no hemos salido al
encuentro del enemigo y ya estamos en plena guerra contra nosotros mismos!».
En medio de la confusión, oyó que alguien tocaba retirada. Trató de volverse y de
seguir la orden, pero no lo pudo hacer a causa de la caótica desbandada de sus hombres, a
quienes el barro les impedía moverse con la rapidez requerida.
De repente, los ingleses atacaron y Bella quedó inmersa en el torbellino de la batalla.
Se vio rodeada de espadas que chocaban las unas contra las otras, de lanzas que cortaban el
aire con aterradores silbidos y de innumerables gritos de muerte. El barro le succionaba los
pies, pero aun así consiguió neutralizar a los enemigos que se le echaban encima desde
todos los flancos.
Tras enfrentarse con arrojo al enésimo grupo de hombres que intentaba acribillarla,
levantó la cabeza y evaluó su posición rápidamente. Las espadas chocaban a su alrededor. El
campo estaba cubierto de cadáveres. Los caballeros se debatían entre el barro, lentos como
tortugas. El peso de sus armaduras los paralizaba. Bella se acercó a un soldado que intentaba
ponerse de pie, lo agarró del brazo, le ayudó a levantarse y volvió a inspeccionar el campo.
No pudo obedecer la orden de retirada porque los angustiados franceses que no se habían
replegado, en su afán de conquistar la fama y la gloria, la empujaban hacia delante.
Su única opción era lanzarse contra el enemigo. Su mirada se cruzó con la del caballero
que estaba junto a ella y vio que el miedo le abrasaba los ojos. Bella comprendió que era uno
de esos miembros de la nobleza que no conocían los rigores de la guerra y que seguramente
moriría si ella no le ayudaba.
—¡Mantente cerca de mí! —le ordenó con firmeza.
Bella tomaba aliento, preparándose para la refriega, cuando notó que dos soldados de
a pie miraban hacia un lado y hacia el otro en medio de la confusión y la desesperación. De
alguna manera habían sido separados de las tropas de su señor.
—¡Seguidme! —les gritó, y ellos la obedecieron.
Con los tres hombres detrás de ella, embistió con su proverbial furia contra las filas del
enemigo, abriéndose paso a espadazos y permitiendo que sus instintos de guerrero la
condujeran hacia delante. Podía sentir que los hombres combatían a su lado con renovada
confianza y oía sus armas chocar contra los ingleses con creciente vigor. Sonrió ferozmente,
con los dientes apretados, cuando la lucha se intensificó a su alrededor.
Luego, ensordecida por los lamentos de los heridos, sus ojos cayeron sobre Jacob.
Estaba sentado sobre su caballo, con la armadura cubierta de sangre, cuando de pronto lo
golpeó una flecha en la parte baja del estómago y lo tiró al fango.
—¡No! —vociferó Bella, y las piernas le dolieron con el esfuerzo que hizo para tratar de
sacar los pies del barro.
Corrió como pudo hacia su hermano. De repente, un caballero inglés le cortó el paso,
obligándola a ponerse en guardia. Un grito salvaje de frustración salió de su angustiada
garganta cuando blandió la espada hacia la cabeza de su enemigo, que se defendió con
presteza. Las dos armas chocaron en el aire, echando chispas azules por todos lados.
Bella lo embistió con toda la fortaleza que fue capaz de reunir en ese momento y, de
pronto, inexplicablemente, se congeló: no podía moverse, no podía respirar. Lo habían
delatado sus ojos. Sus grandes ojos verdes. Los reconoció a través del visor de su yelmo.
—Edward —exclamó con la voz entrecortada.
Bella alcanzó a distinguir que su contendiente también abría la boca, en señal de
reconocimiento. Sintió una conmoción absoluta, como si el mundo desapareciese a su
alrededor. Sintió una explosión de dolor en la cabeza y todo se volvió negro.

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Capítulo 25

—¡Bella!
Edward depuso la espada y estuvo a punto de alargar una mano hacia ella cuando de
repente vio que se desplomaba sobre sus rodillas y luego caía al suelo. Notó con horror que
la sangre se acumulaba en la base de su yelmo. Había caído encima de las armaduras de dos
caballeros que habían muerto antes que ella.
Muerta. A Edward se le erizaron los pelos de la nuca, y ante ese solo pensamiento, se
quedó helado. Oyó que alguien se movía detrás de él, y con una perfecta reacción instintiva
giró sobre sí mismo para detener el avance de un caballero francés. Su adversario lo atacó
con golpes certeros, que lo obligaron a retroceder varios pasos, pero Edward era un
guerrero bien entrenado, tan bien entrenado que sus habilidades innatas se habían
convertido en un hábito. Es más: se habían convertido en lo único que lo mantenía ahora
con vida. Luchaba como un autómata, sin pensar en la batalla, porque la única persona que
ahora existía en su mente era Bella.
De pronto, la espada de su adversario se estrelló contra su armadura y lo sacó de sus
pensamientos. La ira fluyó por todas las venas de su cuerpo y la fuerza retornó a sus piernas.
Gritando como un animal salvaje, Edward blandió la espada con una pericia y una fortaleza
respaldadas por sus muchos años de experiencia militar. Las hojas metálicas chocaron en el
aire una vez más y, aprovechando un descuido del francés, Edward se abalanzó sobre él y le
enterró el arma hasta la empuñadura.
Pero tenía que terminar la batalla. Tenía que llegar adonde estaba Bella. Luchó como
un hombre poseído por el demonio. Sus ojos verdes brillaban a través de la visera del yelmo,
y cuando abatía a un hombre se enfrentaba enseguida al siguiente. Su sed de sangre
francesa era insaciable.
Tras batirse contra un capitán como un tigre, se volvió para defenderse de un nuevo
enemigo, pero ya no había enemigos a su alcance. Los únicos que vio fueron sus propios
hombres: algunos empeñados en su último encuentro, otros a la espera de su próximo
adversario.
La batalla había terminado.
Edward comenzó a buscar desesperadamente a Bella entre los caídos, pero el campo
estaba cubierto de montones de cuerpos sobre montones de cuerpos. Después de algunos
minutos de andar buscándola por todas partes, vio que los siniestros mendigos saqueadores
de cadáveres, los buitres humanos que aparecían al final de todas las batallas, descendían de
las colinas adyacentes para entregarse al despojo de los muertos, y cuando se dio cuenta de
que uno de ellos le cortaba el cuello a un caballero francés, la sangre que brotó de la herida
tiñó de rojo el recuerdo de Bella. El mendigo hundió sus manos en la bolsa del caballero y le
robó todos los objetos de valor que pudo encontrar.
Edward no fue capaz de resistir el pensamiento de que uno de esos hombres pudiera
profanar el cuerpo de Bella. Tenía que encontrarla.

* * *

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—Vamos, perro sarnoso —le dijo Riley a su compañero. Vestido con una prenda sucia
de color castaño que le colgaba hasta las rodillas, vuelta a la altura de los codos y
deshilachada en los puños, Riley parecía ser uno de esos hombres para quienes la vida
entera no ha sido más que una batalla. Se tambaleó hasta el siguiente caballero con los pies
descalzos deslizándose en el barro.
—Creo que me he cortado un maldito dedo con una de las espadas —dijo Da Revin, su
compañero, tratando de agarrarse el pie metido en el fango. Era un hombre ya viejo y con la
cabeza llena de canas. Todo su cuerpo estaba lleno de costras de barro, con la piel apenas
oculta tras una túnica y unos pantalones de media pierna que caían de sus extremidades
como un trapo viejo que ya sobrepasó hace mucho su vida útil.
—Vamos, deja de quejarte. No hay tiempo para eso.
Riley se inclinó sobre el caballero y le quitó el yelmo de la cabeza. El caballero emitió
un gemido y Riley se quedó estupefacto.
—¡Está vivo! —le gritó a su compañero.
—Maldito cerdo —contestó Da Revin. Se arrodilló en el fango, se llevó una mano al
cinturón y extrajo una daga. Le destapó el cuello al caballero, exponiendo al sol sus carnes, y
acercó el filo de la daga a su cuello para cortar las cuerdas de cuero que sostenían la bolsa
del caballero.
—No te olvides de sus manos —dijo Riley mientras recibía la bolsa.
Da Revin dirigió los ojos hacia las manos del caballero. Le quitó el guante metálico de la
armadura y levantó su mano desnuda. Un anillo brilló en el primer dedo del caballero. Da
Revin se lo quitó y se lo entregó a Riley.
—¡Caray! —exclamó este último, llevándoselo a la boca para morderlo—. Creo que es
de oro macizo.
Su compañero le golpeó la pierna y Riley protestó antes de escupir el anillo en la palma
de su mano.
—¿Qué estás tratando de hacer? —dijo molesto—. ¿Asfixiarme? Casi me atraganto.
—Mira, compadre —respondió Da Revin mientras se agachaba sobre otro de los
caballeros caídos, esperando encontrar quién sabe qué riquezas, y le retiraba suavemente el
yelmo.
—¡Por todos los dioses del universo —lo interrumpió Riley—. ¡Es ella! ¡Es el Ángel de la
Muerte!
Da Revin empujó a Riley a un lado y se arrodilló junto a la cabeza del caballero,
tocándole el pelo con sus manos manchadas de sangre y de barro.
—Le cortaremos unos cuantos mechones para que nos sirvan de prueba —murmuró—
. Si no, nadie nos creerá —y volvió a empuñar la daga.
Riley se quedó boquiabierto cuando vio aparecer el demonio, surgido de quién sabe
dónde, y se dirigió hacia ellos. Sus ojos brillaban con un extraño destello rojo, como los ojos
del diablo en persona, y Riley supo de inmediato quién era.
—¡Da Revin! —gruñó.
—¿No ves que estoy ocupado? —preguntó Da Revin.
—Mira.
De repente, un peso tan intenso que amenazaba con aplastarlo cayó sobre los
hombros de Da Revin para luego levantarlo en el aire y dejarlo con los pies colgando. Sintió
un dolor muy fuerte en hombros y brazos y soltó la daga.
—¡Es mía! —le dijo Satanás.
Sus palabras parecían salir de las profundidades del infierno, ya que apenas movió los
labios.

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—Le ruego que nos perdone, señor… —intervino mansamente Riley, y cuando vio que
lo miraban unos ojos verdes que lo dejaban clavado al suelo, comenzó a tartamudear—. Su…
su Alteza… Su… su Reverencia… Pri… Príncipe de las… de las Tinieblas… Yo… yo creo que está
muerta.
Por primera vez, los ojos sombríos del Príncipe de las Tinieblas se posaron en la mujer.
Soltó a Da Revin, quien cayó como una piedra al suelo, y se inclinó sobre el Ángel de la
Muerte.
—Reza por estar equivocado —acotó sin demora el demonio.
Riley dio una vuelta nerviosa alrededor del cuerpo de la mujer y fue a parar al lado de
su compañero. Los dos mendigos intercambiaron un par de miradas y miraron al Príncipe de
las Tinieblas… para encontrar que sus arrebatados ojos verdes estaban fijos en ellos. El
diablo se irguió muy lentamente y Riley se percató de que sus rodillas temblaban.
—¡Largo de aquí! —les gritó el caballero inglés, cuyos ojos brillaban como si los fuegos
del infierno hubieran saltado a la vida dentro de su cuerpo.
Los dos mendigos trataron de huir aterrorizados. Da Revin resbaló y cayó entre el
barro y la sangre del campo de batalla, pero se levantó rápidamente y corrió detrás de Riley.

* * *
Edward esperó hasta perder de vista al par de carroñeros y luego se volvió hacia ella.
—Bella —dijo, arrodillándose de nuevo a su lado. Y luego, aún más tiernamente—:
Ángel.
Le deslizó la mano por detrás de la nuca e intentó levantarle la cabeza, tratando de
despertarla, pero al sentir humedad retiró la mano y vio que sus dedos estaban manchados
de sangre.
La angustia estremeció su cuerpo. Levantó a Bella en sus brazos, quitándole de encima
las piernas de otro caballero caído.
—Oh, Dios, Bella —susurró con infinita tristeza, deseando por enésima vez que ella no
fuera un caballero y, especialmente, un caballero enemigo.
A grandes zancadas, la llevó a su tienda.

* * *
Edward se concentró en la cara de Bella. Con toda la gentileza del mundo, le pasó la
tela sobre las mejillas, limpiándole el fango. Ya le había quitado la armadura y le había
vendado la herida que tenía en la nuca. Durante todo el proceso, ella no se había movido. Ni
siquiera se había quejado.
Edward sentía su estómago tan tenso que pensó que iba a estallar. No estaba seguro
de qué era lo que le dolía en el pecho, pero una intensa opresión le constreñía los pulmones
hasta el punto de que apenas podía respirar. Pensó que iba a caer enfermo, y notó que no
podía apartar los ojos del sombrío rostro de Bella, que parecía dormir: sus rasgos estaban
totalmente relajados, sus labios apenas abiertos.
Edward sintió una repentina necesidad de ella. Quería besarla. Quería introducir su
lengua en su boca. El recuerdo de sus besos lo había perseguido con su delicada fragancia de
rosas durante las últimas semanas, torturándolo en sus largas noches solitarias, y pensó en
el juramento que le había hecho en el momento en que se separó de ella: «Te volveré a
encontrar». Varias veces se había preguntado qué lo había impulsado a prometer tal cosa.

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Ninguna mujer podía ser como él la recordaba a ella: tan desafiante y testadura y, al mismo
tiempo, tan suave e inocente.
—Maldita sea —murmuró, pasándose las manos por el pelo. ¿Adónde se había ido el
odio? Sólo unas cuantas semanas antes había jurado volverla a encontrar para llevarla a
Inglaterra y encarcelarla en las mazmorras de su castillo por la muerte de Alex. Se había
convencido a sí mismo de que ése era el plan, y el odio le había ayudado a soportar, durante
sus largas noches pasadas en soledad, el vacío creado por la muerte de su hijo.
Después, en el campamento del rey Aro, le había llegado la noticia de su supuesta
«traición». Se acordó de aquel día con un pesado sentimiento de culpa. Había estado
cenando con el monarca, para discutir la estrategia a seguir con miras a llegar a Calais. Los
franceses maniobraban para bloquear los caminos y, por lo tanto, el ejército inglés no había
podido avanzar. En un momento dado, la conversación pasó a ocuparse de Bella.
—¿Cómo es? —quiso saber el rey Aro.
Edward pensó la respuesta durante un momento y luego respondió:
—Es… es un guerrero, señor.
—No, no. Me refiero a su aspecto de mujer. ¿Es fea?
—No —se apresuró a contestar—. Cuando no tiene puesta la armadura, es delicada y
suave, aunque pretenda no serlo. Y es también astuta, astuta como un zorro —añadió
mirando a Aro a los ojos—. Si hubiera nacido inglesa, toda Inglaterra estaría a sus pies.
—Nunca te había oído alabar a una mujer en esos términos. Debe de ser, entonces,
muy bella.
—La pequeña arpía me ha quitado el sueño en más de una ocasión.
Aro mordió una torta.
—¿Y qué tal es como guerrera?
—Inteligente, endemoniadamente lista.
—Y parece obvio que te sientes intrigado por la muchacha. ¿Qué piensa ella de ti?
Edward se acordó de la noche que había sido llamado a su tienda, de la manera como
ella había respondido a sus besos y a sus caricias. No contestó la pregunta, sino que hizo
todo lo posible por cambiar de tema:
—Estoy ansioso de enfrentarme al ejército francés.
El monarca achicó la vista y prosiguió con inquebrantable obstinación y franqueza.
—Puede que no esté entre las tropas —replicó—. Pero dime, Edward, ¿es cierto que
ella te ayudó a escapar?
A Edward se le pusieron los pelos de punta.
—No —dijo—. El que me ayudó a escapar fue Jasper.
—Y sin embargo, casi todo el mundo en Francia cree que ella también intervino —
comentó el rey Aro mientras se llevaba un pañuelo a la boca—, lo que le ha llevado
deshonor a su nombre.
La frente de Edward se arrugaba con cada una de las palabras que oía. Dejó los
cubiertos encima de la mesa, se levantó y caminó hasta la cortina de la tienda real, desde
donde divisó las tiendas de los caballeros ingleses sin verlas realmente.
—¿Te molesta que te diga estas cosas? —preguntó Aro con curiosidad.
Edward no pudo contestar, porque la rabia le paralizaba la garganta. Si hubiera alzado
la vista, se habría dado cuenta de que su señor lo miraba con ojos pensativos, a todas luces
intrigado por su reacción.
—Porque si te molesta —continuó diciendo—, sé de algo que te molestará todavía
más.
Edward sintió que los músculos de los hombros se le tensaban y, después de una larga

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pausa, el monarca habló de nuevo:
—Se ha prometido en matrimonio con otro hombre.
¡Prometida! Edward cerró los puños. La furia se extendió por todos los poros de su piel
y comenzó a inflamar sus venas. El pensamiento de que otro hombre pudiera estar entre sus
maravillosos muslos… Los nudillos de sus manos estuvieron a punto de romperse, pero logró
apartar la imagen de su mente. No… No estaba enfadado porque ella fuera a casarse, se
mintió. Lo único que quería era encontrarla para que pagara en la cárcel el haber sido la
causante de la muerte de Alex.
—Edward —lo llamó el rey.
Al volver en sí vio un destello de curiosidad en los ojos de Aro. No podía borrar de su
mente el pensamiento de que esos ridículos franceses se burlaran de ella y deshonraran su
nombre. Le dolió el mentón de tanto apretar los dientes, y su cabeza se encendió de fiebre
al imaginar las angustias y tormentos por los que Bella estaría pasando.
—Se trata de una vil calumnia, señor. Ella no me ayudó. Ha sido acusada sin ningún
fundamento.
—Pero nunca lo ha negado en público —concluyó el monarca.
Edward suspiró, confundido.

* * *
Incluso ahora, cuando miraba los rasgos serenos de su rostro, la confusión volvía una y
otra vez. ¿Por qué había permitido que el rumor se extendiera? ¿Y qué era ese asunto de su
compromiso de matrimonio? ¿Estaba enamorada del hombre en cuestión? Edward bufó de
cólera. Ella no se casaría con nadie.
—Príncipe. El rey ha ordenado que todos los prisioneros sean ejecutados.
Edward se percató de que Jasper estaba en la entrada de su tienda. Su brazo derecho
se encontraba inmovilizado en un cabestrillo, pero en la mano izquierda sostenía una
espada. La caída desde la ventana de Bella hasta las aguas del foso le había inutilizado para
siempre el brazo y, a lo mejor debido a su ansiedad, todavía no había visto a Bella.
Durante un momento, la idea de protegerla de la muerte, que Edward sintió que le
salía desde el fondo de su alma, cobró más fuerza que el sentido de lealtad hacia su amigo. Y
en efecto, Edward hubiera hecho cualquier cosa —¡cualquier cosa!— para impedir que él la
lastimara.
Las palabras de Jasper le conmocionaron. ¡El rey Aro había ordenado que todos los
prisioneros fueran ejecutados! ¿Pero por qué, si cobrar por su rescate llenaría las arcas del
reino con el oro suficiente para financiar la guerra un año más?
Edward se levantó despacio y, al volverse hacia Jasper, lo encontró plantado a menos
de medio metro de él. Sus ojos lo miraban llenos de amargura.
—Me dijiste que la matarías —murmuró.
—Te dije que me encargaría de ello —respondió Edward con una extraña calma.
—Pero salta a la vista que no lo hiciste.
—Ella me pertenece.
—¡Pertenece a Inglaterra!
—¡Me pertenece a mí! —repitió Edward mirando fijamente a su amigo.
Jasper dio un paso atrás.
—Aro ha ordenado que todos los prisioneros sean llevados al cadalso.
La siniestra idea volvió a golpear a Edward en el pecho. Frunció el ceño y miró
torvamente a Bella.

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—Hablaré con él.
—Edward —dijo Jasper, agarrándolo del brazo—. Ella es veneno para ti. No te traerá
sino problemas.
Los ojos pensativos de Edward miraron a su amigo con un dejo de ternura.
—No le hagas daño —le contestó, y salió de la tienda en busca del rey Aro.

* * *
Atravesó rápidamente el campamento, ignorando los gritos de dolor de los heridos y
de los prisioneros que aguardaban la muerte. Llegó a la tienda de Aro, entró y la encontró
vacía.
Se quedó perplejo, y cuando ya se disponía a salir vio que el monarca, acompañado
por un séquito de caballeros, se aproximaba.
—Edward —le dijo Aro al acercarse—. Esos bastardos franceses asaltaron nuestros
suministros.
Edward ignoró sus palabras.
—Señor, ¿es cierto que Su Majestad ha ordenado ejecutar a los prisioneros?
—Sí. ¡Nos están atacando por la retaguardia! Hay demasiados prisioneros. No
podemos vigilarlos a todos. Si se insubordinan, perderemos todo lo que hemos ganado hasta
ahora —proclamó Aro mientras entraba a su tienda.
Edward miró en dirección a la suya antes de seguir al monarca. El rey, en ese
momento, extendía los brazos y dos escuderos comenzaban a despojarlo de su armadura
manchada de sangre seca. Las voces roncas de los caballeros de su séquito resonaban
alrededor de él, que parecía escucharlos a todos, asintiendo ocasionalmente ante los
comentarios de uno o sacudiendo la cabeza ante los de otro. Finalmente, los escuderos
terminaron de quitarle la armadura y empezaron a sacarle brillo a su espada. Aro se asomó a
la entrada de la tienda.
—Señor —le dijo Edward con la voz conmocionada.
Todo el mundo se calló y Aro se volvió hacia Edward, quien trató de sopesar el estado
de ánimo del rey. Si se sentía jubiloso por la victoria, sería generoso. Si se sentía contrariado
por los asaltos franceses a los suministros, ordenaría la muerte de Bella. Un sentimiento de
indecisión, que ciertamente no le producía gozo alguno, paralizó el habla de Edward por un
segundo.
—¿Tienes algo que decirme? —le preguntó Aro.
Edward era consciente de que todas las miradas se concentraban en él.
—Me gustaría hablaros en privado, señor —dijo enderezando sus hombros.
El fantasma de la sorpresa pasó por la cara de Aro antes de que les pidiera a todos los
presentes que abandonaran su tienda, y cuando la cortina se cerró detrás del último de
ellos, miró a Edward.
—Espero que lo que tienes que decirme sea importante —gruñó de muy mal genio—.
Estoy en mitad de una guerra.
—He encontrado al Ángel de la Muerte, señor —confesó Edward.
—¿Y está viva? —preguntó con la mirada pensativa.
—Escasamente —repuso, y faltó poco para que la palabra se le enredara en la
garganta.
—Quiero ir a verla —exclamó el rey—. ¿Dónde está?
—Por aquí, señor —balbuceó Edward, indicándole el camino.
Con cada paso que daban por el campamento, sus esperanzas se acrecentaban. Si el

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monarca quería verla, era porque la consideraba importante, y si la consideraba importante,
era posible que le perdonara la vida.
Cuando entraron a su tienda, dejando afuera al resto de los caballeros del séquito real,
Jasper se inclinó ante el rey Aro y con un gesto de la mano señaló a Bella. Edward miró al
monarca cuidadosamente, y éste observó con la frente arrugada todas las curvas de su
cuerpo.
—No es lo que esperaba —declaró después de un rato—. Tenías toda la razón,
Edward. No se parece nada a Francia. No se parece para nada a nuestros enemigos.
—Pero es nuestro enemigo, señor —intervino rápidamente Jasper—. Ha matado a
centenares de nuestros hombres.
—Jasper… —le advirtió Edward.
Aro se detuvo de nuevo en la contemplación de los rasgos faciales de Bella y, después
de estudiarlos con detenimiento, como quien le abre las entrañas a un bicho raro, le dijo a
Jasper que quería estar a solas con Edward. Jasper, por supuesto, obedeció y salió.
—Tiene razón, ¿sabes? —admitió el rey Aro—. Tú mismo confesaste que era tan astuta
como un zorro.
—Pero también ha sido despreciada por su pueblo.
—Cierto —anotó Aro—. Sin embargo, ¿a quién crees que le echa ella la culpa?
Edward se sintió confundido. No había tenido en cuenta las consecuencias de sus
actos. Las afrontaría a medida que se fueran presentando.
Aro se pasó las manos por la cara, revelando así que estaba fatigado, y se sentó en un
asiento cercano.
—¿Cómo crees que me mirarían mis hombres si le perdono la vida? —preguntó en
tono de confianza—. Tú me has servido bien, Edward. Mi ejército ha ganado muchas batallas
gracias a tus maniobras estratégicas y a tu habilidad con la espada, pero pienso que un
castillo sería una recompensa más valiosa para ti que la vida de esta enemiga.
—Ya tengo un castillo, señor.
—Un hombre nunca tiene bastantes castillos.
—Soy un combatiente, señor. Rara vez estoy en el Castillo Oscuro.
—Eso se debe a que tal vez necesitas algo más.
Edward miró a Bella: sus tiernos labios entreabiertos, la blancura de su piel, sus ojos
dormidos, sus largas pestañas, que descansaban como una pluma al borde de sus párpados.
Vio cómo subían y bajaban serenamente los pechos. Era irónico: mientras muchos luchaban
por su muerte, él, el más enconado de todos sus enemigos, luchaba por su vida. Apartó de la
mente la imagen de aquella mujer gloriosa e invocó la imagen de Alex, para endurecerse. No
pudo.
—Os suplico que le perdonéis la vida, señor.
Aro se puso de pie.
—Maldita sea, Edward. No puedo hacer eso. Aunque ella no parezca mi enemigo, lo es.
Mi decisión está tomada —añadió, y se encaminó hacia la cortina de la tienda.
Edward se levantó lleno de pánico.
—¡Ella mató a mi hijo, señor!
El rey se quedó parado a mitad de camino. Las palabras de Edward habían penetrado
en su piel como una brisa helada. Se volvió despacio y, cuando lo miró a los ojos, notó que
estaban en blanco.
—Te suplico que le perdones la vida para que yo mismo pueda infligirle el dolor que
ella me ha causado.
—No debería permitírtelo, Edward, porque te harás daño a ti mismo —dijo Aro como

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si estuviera próximo a llegar a una conclusión evidente—. Sin embargo, y teniendo en cuenta
que me has servido con tanta fidelidad durante tantos años, te lo permitiré.
Edward se levantó de su asiento con el corazón en la mano.
—No os arrepentiréis, señor.
Aro sonrió.
—El brillo que hay en tus ojos no corresponde al de un hombre dispuesto a infligirle
dolor a esta mujer.
Edward apartó su mirada.
Aro se le acercó, levantando la cara antes de hablarle:
—No confundas mi bendición con una gentileza. Si, por medio de cualquier acto suyo,
mis subditos son lastimados, te haré personalmente responsable y serás tú, no ella, quien
recibirá el más severo de todos los castigos.
Edward se inclinó en señal de respeto.
—Sí, señor.
Aro asintió con la cabeza y abrió la cortina de la tienda. Pero antes de salir miró una
vez más a Edward.
—Eres un hombre obstinado —le dijo—. Cuídate. Tienes a la muerte alojada en tu
campo.

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Capítulo 26

El castillo se elevaba en la llanura como una montaña de piedra, o acaso como un


volcán. Sus torres cuadradas y sus muros rectangulares, hechos por el hombre, contrastaban
con la redondez natural de la elevación de tierra. Edward cabalgaba por el puente levadizo a
la cabeza de su destacamento de siervos fatigados. Los rústicos tablones de madera crujían
bajo el peso de los guerreros que regresaban a casa. Atravesaron la puerta de entrada. El
patio exterior estaba tranquilo. Hacía ya bastante tiempo que los campesinos se habían
retirado a sus hogares. La luna se escondía detrás de las nubes, como si temiera arrojar su
luz sobre el Castillo Oscuro, dándole un tinte fantasmagórico a la pesada fortaleza cubierta
de sombras.
El rey Aro había concedido a Edward y a sus hombres un muy merecido descanso en la
interminable guerra con los franceses. Edward se había sorprendido a sí mismo al aceptar la
oferta de Aro sin mayor vacilación, y al aproximarse al castillo no se había sorprendido de
que los aldeanos no lo saludaran con banderas ni lo siguieran por las calles en medio de los
vítores de bienvenida. No sabían que él regresaría esa noche. Estaba agradecido por esa
circunstancia. No podía ser el legendario y temible señor que esperaban que fuera si se
plantaba estoicamente delante de ellos. No tenía ánimos para hacerlo. Cada hueso de su
cuerpo le dolía tras la marcha de tres días hasta el Castillo Oscuro. No había permitido que
sus caballeros descansaran, obligándolos a detenerse sólo para darles agua y heno a los
caballos. La mirada de Edward se dirigió a la carreta que venía detrás de él. Movió los
hombros, tratando de aliviar la tensión que sentía en ellos, y vio que Bella yacía en la
carreta, envuelta en mantas y pieles que apenas dejaban exhibir los rasgos tranquilos de su
cara.
Había obligado a su ejército a marchar sin demora porque quería llegar lo antes
posible al Castillo Oscuro. El clima había sido favorable, pero temía que si de pronto
cambiaba y empezaba a llover, ella se pusiera aún más grave. Durante todo el viaje de
regreso a Inglaterra, no se había despertado de su largo sueño.
Hubo una conmoción detrás de él y Edward se enderezó, llevando la mano a la
empuñadura de su espada. Uno de sus soldados, que había caído al suelo, procuraba
ponerse de pie, ayudado por dos compañeros. Un tercer caballero había cogido las riendas
del caballo encabritado para que no huyera. El exhausto soldado se frotaba los ojos y
bostezaba. Edward pensó que el hombre, agotado, debía de haberse quedado dormido en
su montura. Suspiró, intentando relajarse, pero sus hombros y su nuca continuaban tensos.
Corrían rumores acerca de que algunos nobles intrigantes se hallaban molestos con el rey
Aro por haberle perdonado la vida al Ángel de la Muerte, y se decía que habían jurado
vengarse. Edward estaba más que nervioso. Cada ruido, cada movimiento, lo hacía ponerse
en guardia o, mejor, en posición de batalla, y por lo tanto estaba agradecido de haber
llegado al final Castillo Oscuro, aunque fuera en medio de la noche. Sabía que allí Bella se
encontraría a salvo.
Cuando cruzaron el puesto de la guardia en el pabellón exterior, vio que el patio
estaba vacío. Sólo el muro de piedra del pabellón interior le dio la bienvenida. Edward
condujo a sus cansados hombres hasta el portón de entrada del patio interior. Sabía que los

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guardias del pabellón exterior difundirían la noticia de su regreso. Esperaba que dentro no
hubiera nadie para saludarlo, pero cuando el portón crujió al abrirse, vio que un pequeño
grupo de personas andrajosas holgazaneaba en medio de la plazuela.
Al fin, Edward sintió que la tensión caía de sus hombros como una capa recién
desabotonada, y al detener su caballo y bajarse de él, el grupo de cinco hombres y dos
mujeres se le aproximó. Una expresión de alivio se extendió por todos los rasgos de su cara
cuando oyó a sus espaldas el clamor de los suspiros, el crujido de los trajes y el estruendo de
las armaduras de sus hombres al desmontarse de sus caballos.
—Hace demasiado frío para andar vagabundeando por los campos —dijo Edward.
El grupo que parecía vagabundear formó un semicírculo alrededor de él.
—Buscábamos algo de cerveza —respondió uno de los hombres. Llevaba puestas unas
botas negras y unos pantalones de color castaño que le llegaban hasta las rodillas, y de su
túnica, demasiado grande para su tamaño, colgaba una piel. Se pasó una mano por la barba
blanca y miró al dueño del castillo.
—Me parece que os estáis volviendo demasiado exigentes —comentó Edward con
cálida amabilidad.
Un hombre más joven, de pelo castaño y barba rala, le tendió la mano.
—Me alegro mucho de verte, hermano —lo saludó.
Edward le estrechó la mano, asintiendo, y luego volvió sus ojos hacia el primer
hombre. Parecía más viejo de lo que Edward recordaba. La última vez que había visto a
Noche, como se llamaba, su barba no era canosa y aún tenía algunos mechones de pelo
negro sobre su cabeza. Lo miró a los ojos y vio que los signos de la edad lo habían
marchitado.
—Sí, ha pasado mucho tiempo —dijo Noche.
—Hemos estado aquí tres veces desde que te fuiste —apuntó el hombre más joven.
Edward se quedó observándolo. Diez pascuas menor que él, Seth había nacido en el
Castillo Oscuro. Ahora había crecido. La última vez que lo vio era apenas un muchacho
inquieto y enclenque, pero se había convertido en todo un hombre y, a no dudarlo, un
hombre fuerte y musculoso. Vestía una túnica de piel de carnero y unos pantalones que
Edward reconoció instantáneamente.
—Veo que has estado hurgando en mis baúles —le dijo.
Seth se encogió de hombros:
—Supuse que si no te los habías llevado contigo, era porque no los necesitabas.
—Estás autorizado a hurgar en todos los baúles del Castillo Oscuro —asintió Edward, y
sus ojos se posaron en el resto del grupo. Carlisle estaba al lado de Noche. Era de la edad de
Edward, pero parecía mayor, ya que las canas habían despuntado en su rebelde cabellera
desde hacía bastante tiempo. La cota de malla que llevaba encima de su túnica estaba a
punto de oxidarse por completo, y para darse algún calor se había echado encima una capa
de piel. Carlisle se inclinó ante Edward con una sonrisa maliciosa. Edward le devolvió el
saludo.
Hunter vestía una armadura de cuero debajo de su túnica harapienta. En la mejilla
izquierda tenía una cicatriz profunda, que le llegaba hasta el mentón; su pelo negro le
colgaba por encima de los hombros, recogido por detrás con un lazo de pellejo animal; sus
ojos oscuros se achicaron al ver que Edward le dedicaba una sonrisa de aprecio.
Breed permanecía en la parte de atrás del grupo. Una cicatriz reciente atravesaba una
de sus mejillas y tenía un ojo negro. Su temperamento exaltado le había causado problemas
otra vez, imaginó Edward. Se había puesto unos pantalones y una túnica que Edward sabía
que eran suyos. Sus ojos lo miraban desafiantes.

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Edward se alegró de verlo. Luego se volvió hacia las mujeres. Sólo conocía a una. Patch
era delgada y se mantenía en buena forma, pero estaba lejos de ser femenina. Su pelo rubio
resplandecía por la suciedad y por los gruesos nudos que se le formaban entre los mechones
grasientos. Se había vestido con unos ridículos calzones desflecados y una túnica de piel. En
sus ojos castaños, Edward adivinó el cariño que sentía por él, y sonrió agradecido.
A su lado había una nueva adquisición de la Jauría de los Lobos. Parecía un animal
perseguido. Sus ojos se movían constantemente, de un lado para otro, y su cuerpo enjuto
pero fuerte se inclinaba hacia delante, como si se estuviera preparando para huir de un
momento a otro. Su pelo negro se escondía tras los pliegues de una capucha de lana que
medio le tapaba la cabeza.
—Su nombre es Trap —dijo Noche.
Edward la saludó con respeto.
—¿Y dónde está Alex? —preguntó Patch al ver que la carreta de los suministros hacía
su entrada al patio interior.
Edward enderezó los hombros. Trató de reprimir sus dolorosas emociones, pero no
consiguió librarse de ninguna de ellas. La imagen del muchacho se alzó ante sus ojos: su pelo
rojizo, su mirada irreverente, los rizos que siempre le caían sobre sus claros ojos verdes. En
su mente oyó los alegres gritos de Alex cuando regresaba a casa y llamaba a su madre, pero
su visión agonizó para volver a ser el eco de una voz en su cabeza. El eco de un recuerdo.
Edward apretó los dientes y sintió que un fuego le quemaba el pecho.
—Murió en un incendio —contestó con voz lejana y fría.
Patch arrugó la frente, consternada, y Edward miró hacia la carreta en la que había
viajado Bella. Saltó por uno de sus costados, apoyándose sobre las ruedas, y se colocó al lado
de ella. Al observar su cara pálida y tranquila, que parecía dormir el sueño de los justos,
comprendió que su amor por Alex le había consumido el corazón. Bella debía ser castigada.
Fue en su campamento donde el muchacho murió. En territorio francés. Pero incluso
mientras pensaba todas esas cosas, el deseo de tocar sus suaves mejillas, de acariciar su pelo
sedoso y de besar sus labios entreabiertos lo dominó completamente, hasta el punto de que
tuvo que controlarse para no seguir la llamada de sus impulsos.
Finalmente se agachó, la alzó en sus brazos, le cubrió el pecho con la ropa, para
protegerla del frío de la noche, y descendió de la carreta.
—¿Quién es?—preguntó Carlisle.
Edward la abrazó de manera aún más estrecha, como si la fuerza de sus brazos tuviera
el poder de sacarla del sopor en que se hallaba, y notó que algunos rizos de su cabellera
ondeaban al vaivén de la brisa suave que comenzó a soplar de pronto.
—Es mi prisionera —replicó en un tono extrañamente posesivo, y empezó a caminar
hacia sus aposentos.
Entre desconcertado y curioso, Carlisle miró a Noche antes de seguir a Edward al
castillo.

* * *
Edward estaba sentado junto a Bella, con la cara entre las manos. Había estado a su
lado durante casi toda la noche, y no había permitido las visitas.
—No puedes quedarte aquí para siempre —dijo Jasper a sus espaldas.
Edward lo había oído entrar hacía un rato.
—No —contestó con la voz fatigada, acariciándose la barba incipiente—. Sólo hasta
que ella despierte.

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Sus ojos descansaron sobre Bella. A la luz del sol mañanero que entraba por la
ventana, Edward podía ver lo pálida que estaba, y con nostalgia recordó el saludable color
rosado que iluminaba sus mejillas la última vez que la había visto en Francia, antes de que
estallara la guerra.
—¿Y qué piensas hacer si no despierta? —preguntó Jasper—. ¿La seguirás hasta el
infierno?
Edward se puso tenso. Sólo su amigo se atrevía a hablarle de esa manera. Ella no
moriría. Ella no podía morir. Al menos de aquella forma. Ansiaba cogerle la mano y tocar su
piel, pero temía que al hacerlo la sintiera tan fría que sus últimos despojos de esperanza lo
abandonan. Jasper se inclinó con tristeza.
—¿Por qué te sientas todo el rato a su lado, amigo? Deberías despertar a Victoria y dar
una vuelta por el castillo, o al menos dormir un poco.
—No puedo —contestó Edward con estoicismo.
—¡Pero no conviene que te sientes ahí como un cachorro enfermo de amor! Piensa en
lo que dirá la gente. ¡Por el amor de Dios, Príncipe! ¡Ella es la responsable de la muerte de
centenares de caballeros ingleses que combatían bajo tus órdenes! ¿Cómo puedes dejarla
vivir?
—Ella es la responsable de la muerte de mi hijo —contestó Edward calmadamente—, y
por lo tanto debe vivir. Aunque sólo sea para pagar por ello.
Jasper soltó despacio el aire que se acumulaba en sus pulmones.
—Si ésa es la razón, ¿por qué no la enviaste a las mazmorras del castillo? ¿Por qué la
trajiste a tu propia alcoba? He sido leal contigo durante muchos años, Edward, pero también
debo ser leal con Inglaterra y con el rey Aro. Espero que no me obligues a escoger entre tú y
él.
Edward oyó cómo se apagaba el ruido de los pasos de Jasper al salir de la habitación.
¿Por qué la había llevado a su alcoba? «Para asegurar su recuperación», se respondió a sí
mismo en silencio. En las mazmorras podía morir a causa de la humedad y los mordiscos de
las ratas. Al menos aquí, en su alcoba, estaría bien atendida y podría descansar. La miró de
nuevo. No podía morir. Ese pensamiento se encendía en su mente una y otra vez: no dejaría
que muriera.
—Es demasiado bella para ser una simple prisionera —murmuró una voz a su lado.
Edward se quedó estupefacto.
—¿Se trata de la esposa de algún duque? —preguntó Carlisle.
—Es Bella de Swan —se apresuró a responder Edward.
—¿Francesa? —rió Carlisle entre dientes—. ¿Y ella es todo lo que tu magnífico ejército
se ha traído de Francia?
—Es el Ángel de la Muerte.
Carlisle se quedó en silencio durante un momento.
—¿Una mujer? —dijo—. Intrigante…
Edward dejó caer sus ojos cansados y agachó la cabeza. Sí, una mujer. Durante sus días
de cautiverio había pensado mucho en lo extravagante que resultaba semejante cosa. Se
levantó del asiento y alzó los brazos sobre la cabeza.
—Pareces la muerte misma —sonrió Carlisle—. Te sentaría bien salir a comer y a beber
con los amigos de los viejos tiempos.
Edward ansiaba dejar a un lado sus preocupaciones y, por lo tanto, le faltó muy poco
para aceptar la invitación. Después, sin embargo, miró por encima del hombro a la mujer
que estaba acostada en su cama. En el Castillo Oscuro se encontraba más a salvo que en la
carreta en la que había viajado desde Francia, ciertamente, pero incluso allí había personas

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que deseaban hacerle daño. No podía abandonarla.
Edward quiso decírselo a Carlisle, pero antes de que abriera la boca este último sonrió
una vez más, como adivinando sus más íntimos pensamientos.
—Patch la cuidará mientras tú comes con nosotros.
Los miembros de la Jauría de los Lobos tenían una extraña habilidad para explorar los
rincones más secretos de su alma, un don que nunca había dejado de asombrarlo.
Finalmente, Edward asintió con la cabeza. No necesitaba decir más.
Cuando llegaron a la puerta, Patch ya estaba allí, como si tuviese telepatía.
Intercambió con ellos una reverencia y entró a la alcoba. Carlisle cerró la puerta detrás de
ella y los dos hombres comenzaron a caminar por el largo corredor, cuyas paredes estaban
decoradas con los restos de dos armaduras vacías que sin duda alguna requerían una buena
mano de limpieza. Giraron a la derecha y empezaron a bajar las escaleras hacia el gran salón.
La Jauría de los Lobos ya se había sentado en la amplia mesa de madera que se
extendía debajo de los tres vitrales, cada uno de ellos decorado con un lobo rojo. El fuego de
la chimenea estaba encendido, y Edward sintió que las llamas calentaban su cuerpo y su
alma. Se hallaba, por fin, en su casa. Había pasado un tiempo largo, demasiado largo. Notó
que los listones del suelo debían ser cambiados y que la habitación olía a hollín y a carne
podrida. No a violetas y a cerveza, como en el gran salón de los De Swan.
Tres de sus perros de caza corrieron a saludarlo. Se detuvo a acariciarles el lomo y a
rascarles la parte de atrás de las orejas antes de seguir a Carlisle a la mesa.
Después de lanzarla por encima de la mesa para luego volverla a recoger, Carlisle colgó
su capa de piel de carnero del respaldo de una silla de madera y se sentó. Edward cayó en la
cuenta de que había un asiento vacío entre Noche y Carlisle, y supuso que era para él.
Pan en abundancia y rebosantes jarrones de cerveza estaban dispuestos encima de la
mesa. Edward notó que ninguno de los sirvientes se atrevía a mirarlo a los ojos y que todos
temblaban ante su presencia. Se había acostumbrado a Bella: a su mirada desafiante y a su
lengua incisiva. La mansedumbre de los criados le producía un molesto sentimiento de
repulsión.
Finalmente, una vieja sirvienta a quien él recordaba como Leah levantó los ojos para
luego volverlos a bajar con rapidez, haciéndole una reverencia respetuosa.
—Es bueno teneros en casa, señor —murmuró, y se retiró a toda prisa.
Edward se sorprendió de su osadía. Por lo general, los sirvientes no se atrevían a
mirarlo a los ojos ni a dirigirle la palabra. Sólo su mayordomo le llevaba noticias de las cosas
importantes que ocurrían en el castillo, y únicamente cuando era estrictamente necesario.
Los siervos de sus tierras le temían igual que los sirvientes, y como resultado de ello, la
mayor parte de las disputas se arreglaban antes de que él tuviera que escucharlas. Sólo
ocasionalmente tenía que emitir un juicio.
Edward vio que la sirvienta se escurría del salón tan rápido como su pequeña
contextura regordeta se lo permitía. Una sonrisa divertida asomó en su cara: haría que Leah
cuidara a Bella.
—Todo parece indicar que se te ha echado mucho de menos —dijo Noche, agachado
sobre su pedazo de pan, con los ojos fijos en la puerta por donde Leah había desaparecido.
—A lo mejor nadie pensó que volvería a verte de nuevo —acotó Hunter, dando
sonoros golpecitos con los dedos al respaldo de su asiento.
—Nos contaron que fuiste capturado —continuó diciendo Noche— por un supuesto
Ángel de la Muerte.
Edward dirigió una fugaz mirada a Carlisle y vio que una sonrisa maliciosa cubría su
cara. Partió un pedazo de pan y se lo llevó a la boca.

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—Y que fuiste capturado no una, sino tres veces —agregó Hunter masticando con
deleite.
—Creí que te había enseñado a comportarte mejor, Edward —refunfuñó Noche.
—Sólo dos veces —dijo Edward tímidamente.
Carlisle y Breed soltaron una carcajada.
—¡Príncipe! —gritó una voz cuyo eco resonó de muro a muro.
Edward no tuvo que levantar sus ojos para saber de quién era la voz. Había temido
encontrarse con Victoria. Oyó que sus pasos atravesaban el salón y se levantó de su asiento
para saludarla, y cuando ella dio la vuelta alrededor de la mesa, vio que había aumentado de
peso. Sus senos habían crecido, y se balanceaban de un lado para otro. Su rostro se había
vuelto más redondo, pero su pelo era tan largo y tan rojizo como él lo recordaba.
Victoria se abalanzó sobre él para abrazarlo, pero Edward la agarró de las muñecas.
Ella se sintió confundida. Olía a sudor, a cenizas y a pan quemado, no a la dulce fragancia de
las rosas. Se notaba que no se había pasado el cepillo por el pelo en días, y su cabellera, por
supuesto, no podía compararse con el pelo suave y sedoso de Bella.
Edward sintió instantánea repulsión y la obligó a bajar los brazos. ¿Había cambiado
tanto, o era él el que había cambiado?
Y sin embargo, había algo en sus ojos, algo familiar, que hizo que su corazón se
contrajera de dolor. Aguzó la vista, tratando de descubrir qué era, pero ella movió la cabeza
y un mechón de pelo rojizo cayó sobre sus ojos.
Alex. ¡Tenía los ojos de su madre!
Edward se apartó de ella con un nudo en la garganta.
—Alex murió —dijo.
—¡No! —respondió Victoria, torciendo el cuello y echándose hacia atrás.
—Murió durante un incendio en el campamento de los franceses —explicó Edward,
que se volvió hacia ella esperando que llorase o gritase de dolor. Todo lo que hizo, no
obstante, fue inclinar la cabeza y morderse los labios. No había lágrimas, ni manifestaciones
de pesar en sus rasgos.
—Se ha ido —repitió Edward.
Victoria lo miró y, tímidamente, trató de ponerle las manos encima de los hombros.
—Eso no significa que no pueda seguir siendo tuya.
Durante un momento, Edward no se movió. Ni siquiera respiró. De modo que Alex no
era para ella más que un medio de llegar a él, de reclamar un lugar en el Castillo Oscuro. La
furia fue repentina e intensa. Lo obligó a cerrar los puños y a endurecer su voluntad, y le
apartó las manos con la cara convertida en una máscara de disgusto.
—Aléjate de mí —gruñó.
Las lágrimas llenaron los ojos oscuros de Victoria. Edward se dio cuenta de que su
mente comenzaba a trabajar, a urdir alguna treta para regresar a su lado. Y en efecto, se
tapó la boca con las manos, trató de apoyarse contra su pecho y empezó a llorar:
—¡Mi hijo! ¡Mi hijo!
—Tu pena llega demasiado tarde —dijo Edward, y se dispuso a regresar a su asiento.
—¡Podemos tener otro muchacho! —insistió desesperadamente ella.
Edward trató de controlar la ira que corría por sus venas. Era inútil. Sus puños se
cerraron con tanta fuerza que los nudillos de sus manos se tornaron blancos.
—Ese muchacho no sería Alex —concluyó en tono amenazante.
Victoria se retiró poco a poco ante la explosión de rabia concentrada que creyó
adivinar en los ojos del padre de su hijo, y finalmente, cuando tomó asiento lejos de él, en el
extremo opuesto de la mesa, Edward se sentó de nuevo. La furia se reflejaba incluso en su

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manera de cortar el pan para llevárselo a la boca. Se quedó mirando sus manos y se
sorprendió de encontrarlas temblando. Dejó caer el pan a la mesa y cerró por enésima vez
los puños para procurar controlarse.
«Maldita sea. Ella nunca quiso al muchacho». Recordó que él, cuando era niño, se
había sentido avergonzado de que su padre fuera un hombre débil y enfermizo. Pero a pesar
de todo, su padre lo había querido. Edward no podía imaginarse lo que era no ser querido
por su propia madre.
La imagen de Alex muerto entre sus brazos resucitó en su mente. No hubiera podido
tener un hijo más leal. Y ahora se había ido. Nunca volvería a oírlo reír. Nunca volvería a
cepillar ese maldito pelo rebelde que siempre le caía sobre los ojos. Y él nunca tendría la
oportunidad de cumplir sus sueños de convertirse en un caballero.
Los ojos de Edward se dirigieron entonces a las escaleras que conducían al segundo
piso, donde se encontraba su alcoba, donde se encontraba su prisionera. Bella debía ser
castigada por la muerte de Alex, pensó, y en ese mismo momento notó que sus compañeros
de mesa lo miraban intrigados. Paseó la vista por el salón y se dio cuenta de que Carlisle
estaba recostado en su asiento, con una pierna cruzada sobre la otra, masticando un pedazo
de pan y observándolo con ojos perezosos. Sus otros amigos lo estudiaban también con
benigno y silencioso interés. Carlisle se tragó el pedazo de pan que estaba masticando y
bebió un largo trago de cerveza. Noche, finalmente, rompió la tensión.
—La prisionera —dijo—. ¿Qué piensas hacer con ella?
—Aún no lo he decidido —contestó Edward, captando que Noche miraba a Carlisle,
quien a su vez arqueó las cejas y se enderezó en su asiento.
—Es toda una mujer —sonrió Breed entre dientes—. Deberías entregárnosla —y
calibró la reacción de los demás miembros de la Jauría de los Lobos.
Hunter sonrió con lascivia.
Edward miró fijamente a Breed.
—Mientras ella esté en mi castillo —murmuró con la voz amenazante—, nadie la
tocará.
Todos los ojos se volvieron hacia él.
—¿Quién es en realidad esa mujer? —preguntó Hunter—. ¿Y por qué insistes en
protegerla?
—Es el Ángel de la Muerte —respondió Edward.
Un silencio estupefacto, lleno de curiosidad y de sorpresa, cayó sobre el salón, y
cuando Edward volvió a llevarse otro trozo de pan a la boca, con la mente concentrada en su
cautiva, no notó que Victoria se deslizaba de su asiento y se encaminaba hacia las escaleras.

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Capítulo 27

El grito atravesó la mente de Bella, nublada por el dolor, como el filo de un cuchillo.
Luchó por abrir los ojos, y cuando lo hizo vio que una mujer de pelo rojizo y largo venía hacia
ella con una daga en la mano y los ojos desorbitados por el odio. Bella trató de levantar las
manos para protegerse, pero las sintió demasiado pesadas. El dolor disminuyó y el alivio
selló aún más su mente, aislándola del resto del mundo.

* * *
El puñal se dirigía al corazón de Bella en el instante en que el pequeño torbellino
irrumpió al costado de Victoria y la derribó al suelo. Patch aullaba como un lobo y le
agarraba la mano que sostenía la daga. El grito de Victoria se superpuso al aullido de Patch
cuando esta última logró dominarla y se sentó a horcajadas sobre su cuerpo. Victoria opuso
cierta resistencia antes de recibir varias bofetadas en la cara. El arma se desprendió de su
mano y fue a caer a los pies de Edward, que estaba en la puerta contemplando la escena.
Patch se levantó, sin dejar de sujetar a Victoria, que braceó y empezó a chillar:
—¡Ella lo mató! ¡Ella mató a Alex!
Edward se agachó y recogió la daga. Al principio, su mente se negó a reconocer el
hecho de que una persona de su confianza había estado a punto de clavarle un puñal de
Bella en el corazón. Poco a poco se fué haciendo cargo de la situación. Victoria era quien
había tratado de acabar con la vida de Bella.
Lentamente acarició la daga entre sus manos, viendo cómo la luz del candelabro se
reflejaba en su brillante superficie. No era porque Bella hubiera matado a Alex. La mujer no
tenía sentimientos hacia su hijo, y eso era suficiente para que Edward la odiara. Dejó de
acariciar el cuchillo. Victoria había actuado así porque creía que Bella había eliminado la
seguridad que Alex representaba para ella.
Muy despacio levantó los ojos. El odio brillaba en ellos como un par de faros.
—¡Fue en su campamento! —aulló Victoria—. ¡Ella es la responsable!
—Gracias, Patch —murmuró Edward.
Patch inclinó la cabeza, pasó a su lado y abandonó la habitación. Edward se acercó a
Victoria y ésta se echó para atrás.
—¿Así que la ibas a matar mientras dormía y estaba indefensa?
Los ojos de Victoria saltaron de sus órbitas.
—¡Lo hice por nuestro hijo!
—¡Él no significaba nada para ti! —dijo Edward en voz baja y amenazadora.
—¡Claro que sí! ¡Él también era mi hijo!
—Para ti sólo era el heredero de mis propiedades.
—¡Eso no es verdad!
—Y ahora sientes que Bella representa un peligro para tu posición en el Castillo
Oscuro.
—¿No es tu prisionera? ¿No es acaso tu enemiga?

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Edward la miró con desprecio infinito y vio que los ojos verdes de Victoria estaban
clavados en la cama donde Bella dormía.
—Si levantas otra vez la mano contra ella, serás expulsada del Castillo Oscuro. ¿Me has
oído?
Edward comprendió de pronto, con absoluta certeza, que nunca había amado a
Victoria. Era cruel y manipuladora. Incluso en la cama, sus caricias no estaban calculadas
para producirle placer, sino para controlarlo. Él la había utilizado a ella para cubrir una
necesidad, y el hecho de que tuviera un hijo suyo no significaba nada. Le dio la espalda.
—Antes que conmigo, ¿prefieres estar con quien asesinó a tu hijo? —preguntó
Victoria—. Si tú no puedes matarla, lo haré yo.
El Príncipe de las Tinieblas se hallaba a dos pasos de ella. Alargó la mano, la agarró del
cuello y la alzó hasta la altura de sus ojos.
—¿No has oído lo que acabo de decirte, mujer?
—Vengaré la muerte de nuestro hijo.
—¡Ella no mató a Alex! —gritó Edward.
—¡Pero el incendio fue en su campamento! ¡Tú mismo lo dijiste! ¡Ella encendió el
fuego para matar a tu hijo!
—Ella no sabía que era mi hijo —continuó alegando Edward, más para sí mismo que
para Victoria, con la voz llena de agonía—. ¡Bella no mató a Alex! No hubiera incendiado la
mitad de su campamento para matar a un muchacho pequeño e insignificante.
Había sido un accidente. Un accidente. Soltó a Victoria, dejándola caer; inclinó la
cabeza y se quedó mirando el suelo.
—La culpa de que Alex estuviera en Francia es mía. Fue a buscarme a mí. Quería
ayudarme a escapar —añadió, y al hacerlo estrelló los puños contra el muro, al lado de la
cabeza de Victoria, que abandonó la habitación de inmediato—. Ella no mató a Alex —
murmuró para sí mismo.
—Lo sé —dijo Carlisle a sus espaldas—. Pero necesitas irte un tiempo, hermano. Vete.
La cuidaremos —indicó, señalando a Bella con la cabeza.
Edward alzó los ojos hacia Carlisle.
—Y la protegeremos, si hace falta.
Edward asintió con la cabeza. Lanzó una última mirada a Bella, deseando
desesperadamente que se despertara, y salió del cuarto.

* * *
El dolor se clavó hondo en la mente de Bella, y llevó con él borrosas visiones de
personas: una mujer de pelo rojizo, de ojos furiosos; una muchacha pequeña y delgada con
una cicatriz en la mejilla, y Edward, con los ojos febriles y hundidos por la falta de sueño y la
frente surcada por las preocupaciones…

* * *
Las voces llegaban a ella como flotando: bajas, apenas susurradas. Al principio, Bella
no podía entender lo que decían, pero después de un rato, los rumores se convirtieron en
palabras, y en palabras pronunciadas en inglés.
—Se va a morir. No creo que debamos esperar nada distinto —murmuró la voz de una
mujer.

- 163 -
—No digas eso —respondió una segunda voz, la de una muchacha—. El señor se
sentiría muy des… des… des…
—Descorazonado.
—Eso. Descorazonado. Ha hecho lo imposible por tratar de mantenerla con vida…
—Hace días que no se despierta, y está demasiado flaca.
Los ojos de Bella parpadearon cuando trató de abrirlos. Gimió por el esfuerzo.
—¡Se está moviendo de nuevo! —exclamó la muchacha.
Bella abrió los ojos. Una mujer joven, con una cicatriz en la cara, la miraba con suma
atención. Sus pacíficos ojos castaños se asustaron de pronto.
—¡Dios mío! —gritó—. ¡Está despierta! ¡Me ha visto! ¡Que mis labios se vuelvan de
piedra si no es cierto!
La muchacha se confundió con las sombras al alejarse de la cama, al alejarse del
pequeño círculo de luz que se desprendía de la única vela que había encima de la mesilla de
noche.
—No seas ridícula —dijo la otra mujer, moviéndose hacia el campo visual de Bella y
mirándola con indiferencia—. Lo que pasa es que está delirando. Ya te dije que la fiebre se la
llevará muy pronto y que saldrá de nuestras vidas de un momento a otro.
Bella trató de hablar, pero sus labios estaban secos y agrietados y las palabras se le
quedaron en la garganta. Al fin, a costa de un gran esfuerzo, se las arregló para murmurar:
—Agua…
La muchacha de los ojos castaños miró a la mujer más vieja como un niño aterrorizado
y preguntó:
—¿Qué dice?
La mayor encogió sus hombros carnosos y, no sin cierta dejadez ofensiva, se quitó un
mechón de pelo negro que le cubría los ojos.
—Me ha parecido oír una palabra en francés. Te repito que está delirando.
Deberíamos enterrarla ahora mismo.
—Mi madre me dijo que no puedes matar al Ángel de la Muerte.
Debo hablar en inglés, se recordó Bella a sí misma. ¿Cómo se dice agua en inglés? Le
dolió la cabeza cuando trató de pensar.
—No estamos matando a nadie, muchacha. Te repito que ella ya está muerta —dijo la
mujer.
—Pero está mirando nuestras caras. ¿No será que viene a por nosotras desde el otro
mundo?
—Agua —gimió Bella en inglés.
—¡Dios mío! —gritó la muchacha de nuevo, echándose hacia atrás.
La mujer se acercó a observar los ojos de Bella.
—Lo mejor es que llames a Jasper —le dijo a la muchacha, sin dejar de observar a
Bella.
—¿Quieres decir que puede vivir? ¡Leah! Me dijiste que podía quedarme con su yelmo
y yo ya le conté…
—¡Cállate! —la interrumpió Leah—. ¡Y ve a buscar a Jasper, Emily, si no quieres que te
deje sola aquí con ella.
Emily salió corriendo de la habitación y Leah se acercó aún más a Bella, a quien le puso
una mano fría en la frente antes de coger la copa que había encima de la mesa. La cabeza de
Bella se estremeció cuando Leah le colocó la otra mano debajo de la nuca y la levantó. Bella
sintió el frío del borde de la copa en sus labios, notó que el agua se deslizaba en cascada
bienhechora por su garganta y oyó que Leah murmuraba:

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—Eres una luchadora, debo admitirlo. De verdad pensé que morirías —agregó, y le
retiró la copa de los labios después de que bebiera un par de tragos—. No puedes beber
demasiado. Enfermarías todavía más.
Bella hubiera querido beber mucho más de aquel líquido maravilloso, pero vio que
Leah colocaba la copa encima de la mesa de madera y no tuvo fuerzas para protestar. Con
mucho trabajo, volvió la cabeza en la almohada para reconocer el lugar donde se hallaba.
Casi toda la habitación estaba a oscuras. Sus brazos descansaban en suaves cojines y cálidas
mantas de lana cubrían todo su cuerpo. Una ligera y diáfana cortina separaba la cama del
resto de la habitación, excepto por el lado de Leah, donde se encontraba recogida. Sobre la
mesilla de noche, al lado de la cama, había una sola vela, la única luz que brillaba en la
fúnebre oscuridad de la estancia.
—¿Dónde estoy? —preguntó Bella.
—Estás presa —dijo una voz que salía de la oscuridad.
Bella se contrajo. Una corriente de temor se apoderó de ella. «Conozco esa voz»,
pensó.
Leah se levantó.
—Creo que vivirá —dijo.
Silencio.
—Mi señor se sentirá muy complacido —añadió.
Bella vio que Leah se frotaba las manos una y otra vez.
—Sí —dijo finalmente la voz misteriosa.
Su corazón se detuvo cuando recordó la última cosa que había visto antes de que la
oscuridad cayera sobre ella: unos ojos verdes que la miraban a través del visor de un yelmo.
¡Edward!
Bella hizo un supremo esfuerzo y se enderezó en la cama. Sintió una punzada de dolor
en la cabeza y se llevó una mano a ella, a la base de su cráneo, donde palpó una herida
vendada. Alzó la cabeza lentamente y vio que la mujer se retiraba. Oyó el silbido del metal y
lo reconoció sin demora: alguien había sacado un arma.
La espada vino hacia ella desde la oscuridad, apuntándola directamente a la cara.
—No pienses en hacer nada sospechoso, Ángel.
La habitación comenzó a darle vueltas en la cabeza. Tomó aire con toda la fuerza de su
voluntad para impedir que la oscuridad que ya la amenazaba cayera sobre ella. Él dio un
paso hacia delante y Bella abrió aún más los ojos al reconocerlo. Supo quién era
inmediatamente. Su mirada llena de odio estaba concentrada en ella, tal como lo había
estado en la alcoba, cuando entró con Edward. Su brazo derecho descansaba sobre un
cabestrillo, pero aparte de eso, parecía sano y salvo. ¿Cómo era posible? Ambos habían
saltado desde su ventana al foso. ¡Ambos debían estar muertos!
—Edward —gimió, y sintió que la angustia acumulada durante meses en los que pensó
que estaba muerto subía por su garganta—. ¿Dónde está Edward? —preguntó, y su corazón
latió con esperanza al pronunciar su nombre.
—¡Eres una puta estúpida! —gruñó Jasper—. ¡Edward te abandonó y tú todavía lo
llamas por su nombre! Me contó cómo abriste las piernas, ramera despreciable. ¡No
significas nada para él!
Sus propias dudas, oídas en boca de otro, la hirieron más que si le hubieran pisoteado
el corazón. Se sentó desconcertada en la cama, incapaz de apartar su mirada de aquellos
ojos vengativos que amenazaban con fulminarla.
—¿No crees que estaría aquí contigo si significaras algo para él? —inquirió Jasper en
tono de burla.

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La oscuridad empezó a arrastrarse hacia ella desde el extremo opuesto de la
habitación.
—Y fíjate cómo es la vida —continuó diciendo Jasper—. En este preciso momento está
en los brazos de otra mujer.
La idea, la imagen de Edward, de su amado rostro suspendido sobre la mujer de pelo
rojizo que la había perseguido en sus sueños, cubriendo su cuerpo desnudo de besos —
besos que había imaginado que Edward le daba a ella—, hizo que Bella flotara de nuevo
hacia la oscuridad.

* * *
La voz llegó hasta ella a través de la neblina.
—Vamos, vamos. No puedes dormir toda la vida. Tengo órdenes de levantarte.
Deberías comer algo.
La luz asaltó los ojos cerrados de Bella y, mientras se quejaba, abrió uno y le echó un
vistazo al sol de la mañana.
Leah entró en su campo visual, con las manos sobre las caderas. Tapaba con su cuerpo
la luz del sol.
—Venga, mujer, no puedes quedarte para siempre en la cama. No es bueno para… —y
su voz se apagó.
Bella levantó los ojos hacia Leah y vio simpatía en su mirada antes de que se alejara.
Bella alzó una mano para mitigar los rayos del sol, pero su palma rozó una superficie
húmeda. Sorprendida, se pasó los dedos por las mejillas y comprobó que estaban mojadas.
Sin habla, se miró los dedos y, después de un momento, se los llevó a los labios. El sabor
salobre de las lágrimas impregnó la punta de su lengua. Se sintió más humillada que
pasmada. Se limpió las mejillas con las manos y luego con las mangas de su camisón.
¿Camisón? Miró la prenda de seda. Era la más bella que había visto en su vida. Tenía
un lazo a la altura de los pechos y estaba hecha del material más suave y delicado que jamás
había sentido entre sus dedos. ¿Quién se la había puesto? ¿Quién la había atendido mientras
se hallaba inconsciente?
—Esto te ayudará.
Bella alzó la vista y vio que una toalla colgaba de las manos de Leah.
Furiosa consigo misma a causa de su debilidad, Bella se dio la vuelta para enterrar su
cara en la almohada, y al poco tiempo sintió que la cama se hundía bajo el peso de la
sirvienta, que se había sentado junto a ella.
—No tienes que preocuparte por unas cuantas lágrimas derramadas —dijo Leah—. En
tu situación, muchas señoritas hubieran hecho lo mismo.
Pero ella no era una señorita, se dijo Bella, apretando la almohada hasta que le
dolieron los dedos.
—Fíjate que el otro día le estaba contando a Melinda que…
—¡Deja de charlar y vete de aquí! —la interrumpió Bella, volviéndose hacia ella.
Leah se levantó, abriendo los ojos sorprendida, y rápidamente se puso seria.
—Está bien —admitió—. Si eso es lo que quieres… —y volvió sobre sus pasos.
Bella la vio atravesar la habitación a grandes zancadas. «Estúpida mujer», pensó. ¿El
Ángel de la Muerte preocupado por unas cuantas lágrimas? ¿Por qué? Ni siquiera sabía por
qué las había derramado. ¿Sólo porque estaba presa en una tierra extranjera, encerrada en
el castillo de un hombre al que alguna vez había amado, aunque la hubiera utilizado, y que
ahora debía de odiarla?

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Bella dejó caer los hombros y elevó la cabeza para gritarle a Leah que esperara, pero la
puerta se cerró detrás de la sirvienta. Bella suspiró con tranquilidad. Cien preguntas se le
agolparon en la mente. ¿Qué le había sucedido? ¿Y por qué estaba en ese cuarto, como si
fuera un huésped, y no en las mazmorras del castillo?
La imagen de Edward se irguió delante de sus ojos. La estampa de su pelo cobrizo
alborotado por la brisa. La imagen de sus ojos verdes, que la convocaban con su hipnótico
poder; de las comisuras de sus labios en el momento de dibujar una sonrisa diabólica; de la
cicatriz de la mejilla, que parecía blanca contra la piel bronceada por el sol. La imagen, en fin,
de Edward recostado contra una pared, con la pierna derecha doblada hasta la altura de la
rodilla…
Había soñado con él. La imagen era tan familiar que Bella hubiera jurado que era real,
pero se le había olvidado cómo terminaba el sueño. Todo lo que podía recordar era que
estaba recostado contra la pared como si fuera un oscuro Dios.
Bella se incorporó en la cama. Estuvo a punto de desmayarse por el mareo que se
abatió sobre ella y que hizo que el cuarto comenzara a darle vueltas en la cabeza. Cerró los
ojos, procurando detener el remolino, y tuvo que esperar un rato antes de que el vértigo se
diluyera.
Ya sentada en la cama, observó el cuarto. Estaba escasamente decorado. Había un
asiento junto a la ventana, y una pequeña mesa de madera al lado de la cama con dosel de
cuatro columnas. Un tapiz colgado de la pared más lejana mostraba a un hombre con
cuernos que salía de la boca de una cueva. Alrededor de la gruta había un grupo de cuatro
lobos que echaban espuma por la boca y cuyos ojos brillaban con destellos rojos. Dos de
ellos miraban al hombre, sumisos, con las cabezas agachadas sobre el pecho, y los otros dos
aullaban a una multitud que se arrastraba hasta el individuo de los cuernos con las manos
extendidas; algunas vacías, otras con ofrendas. Detrás de él, una enorme luna rielaba
esparciendo sus rayos de plata.
Algo en la mirada del hombre de los cuernos le pareció angustiosamente familiar, pero
no pudo determinar qué era.
De pronto, la puerta chirrió y Bella observó que estaba medio abierta. La voz de un
hombre retumbó en el cuarto:
—Vamos. Te pagué un chelín. Dijiste que podía verla.
—Pero puede estar despierta. Yo… no creo que…
Bella reconoció la voz de la muchacha que había visto con Leah: Emily.
—Me podría ganar una azotaina, ¿sabes?
—Venga, no permitiré que eso suceda —murmuró el hombre.
—Está bien, pero deja de hablarme al oído. Me haces cosquillas en las orejas.
La puerta se abrió por completo. Bella sabía que debía enfadarse porque alguien se
atreviera a exhibirla como su fuera un animal salvaje, pero de alguna manera admiraba el
ingenio de la muchacha y sus labios sonrieron divertidos. Cuando enderezó la espalda, lista
para recibir a los recién llegados sentada al borde de la cama, sus pies tropezaron con algo.
Miró hacia abajo y vio que era un pequeño taburete que había al lado. Miró otra vez la
puerta abierta, por la que entraban dos figuras. Una sonrisa traviesa iluminó los rasgos de su
cara, y sin quitar la vista de sus víctimas, colocó el taburete debajo de sus pies.
La muchacha entró primero. Parecía tener joroba. El hombre la seguía de cerca. La
muchacha levantó la cabeza, cuando apenas había dado unos cuantos pasos en el cuarto,
para ver dónde estaba Bella.
—¡Dios mío! —chilló de repente, quedándose congelada—. ¡Está despierta!
Hizo amago de salir corriendo, pero se estrelló contra el hombre y le pisó los callos de

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los pies.
—¡Ay! —gritó el tipo, empujando a la joven con tanta fuerza que la tiró al suelo—.
¿Qué estás tratando de hacer, Emily? —agregó mientras se agarraba el pie herido. Y luego,
viendo que la muchacha gesticulaba nerviosamente hacia Bella, volvió la cabeza y se quedó
mirándola.
Bella enarcó las cejas y empezó a lloriquear, con la esperanza de parecer indefensa.
El hombre dejó de tocarse el pie dolorido y se enderezó..
—¿Es éste el Ángel de la Muerte? ¡Parece asustada! —y miró a Emily—. ¿Me estás
engañando con uno de tus consabidos trucos? —y levantó el puño para pegarle—. Debería…
El miedo agarrotó el corazón de Bella cuando vio que el hombre era violento.
—Yo soy Bella de Swan —dijo de pronto.
El tipo la miró con atención y dio un paso hacia ella, bajando la mano.
Bella le devolvió la mirada, teniendo buen cuidado de que su cara se mantuviera
inexpresiva.
El hombre se le acercó todavía más, paso a paso, con prudencia.
—¿Eres aquella cuya mirada puede convertir a un hombre en una piedra?
Más cerca.
—¿Eres aquella que puede convertir su sangre en hielo?
Aún más cerca.
—¿Eres el Ángel de la Muerte, aquel que sacrifica a nuestros hijos ante el altar de su
sombrío señor?
Estaba ya frente a Bella cuando se volvió a mirar a Emily.
—Tiene que ser otro —le dijo, pero al volver a mirar a Bella, ella se irguió sobre el
taburete, extendió los brazos, hizo resonar los dedos delante de su cara y lo miró con los
ojos desorbitados y la boca abierta, enseñando los dientes, como si pretendiera morderlo.
—¡Entrégame tu corazón! —gruñó con una voz inhumana—. ¡Quiero darme un
banquete!
Los gritos de pavor de Emily se unieron a los del hombre cuando Bella salió corriendo
detrás de él. Salieron y cerraron la puerta. Y entonces les llegó un extraño sonido y se
detuvieron para oírlo mejor.
¡Una carcajada!
Emily se movió despacio, volvió a abrir la puerta y vio que Bella se retorcía de risa en la
cama, cubriéndose el estómago con ambos brazos. Emily apoyó la espalda contra la puerta y
se quedó desconcertada, y cuando Bella la vio, se limpió las lágrimas de júbilo que le habían
producido sus sonoras carcajadas y regañó a la muchacha por creer tan ciegamente en las
leyendas que escuchaba.
—Era lo que querías, ¿no es cierto? Ver al terrorífico Ángel de la Muerte. Por eso le
cobraste un chelín.
Emily la miraba sin hablar.
Bella sonreía sin tapujos.
—Y recibiste tu chelín.
Emily no se movió de la puerta.
—¿No es cierto, Emily? —insistió Bella, levantándose de la cama y alargándole la
mano—. Encantada de conocerte. Soy Bella de Swan. Soy el caballero que la gente llama el
Ángel de la Muerte.
Emily no se movió para estrecharle la mano, y Bella la bajó.
—Soy la persona que ahora tienes delante de ti, Emily. Soy sólo una mujer como tú,
con mis propios sentimientos y temores. No adoro a Satanás, no soy una señorita de hielo y

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nunca, nunca en mi vida, he hecho daño a un niño.
—¿Entonces no devorarás mi corazón? —preguntó la sirvienta tragando saliva.
Bella sonrió, pero borró su sonrisa al ver el horror que todavía se reflejaba en la cara
de la muchacha.
—No —declaró con simpleza, conteniendo el impulso de añadir: «sólo devoro el
corazón de mis víctimas cuando hay luna llena».
Emily arrugó la frente y, asustada, se acercó aún más.
—Supongo que debería estar furiosa contigo —dijo Bella—. Después de todo, me
vendiste por un chelín.
Una preocupación diferente, sin embargo, inquietaba a Emily.
—No le dirás nada al señor, ¿verdad?
Bella abrió la boca para contestar, pero Emily continuó:
—No creí que hubiera nada malo en ello. Yo sólo quería que pudiera echarte un
vistazo.
Bella sonrió con generosidad.
—No…, no le diré absolutamente nada.
Emily suspiró de alivio, pero entonces, con la misma rapidez, frunció el ceño en señal
de duda.
—¿Y mi alma se podrá salvar del fuego del infierno?
En ese momento se abrió la puerta y Bella vio que Leah irrumpía en la habitación con
una bandeja en sus manos rechonchas. La vieja sirvienta lanzó una mirada sombría a Bella y
luego se volvió llena de ira hacia Emily.
—¿Qué estás haciendo aquí? —quiso saber.
—Yo…, yo… —tartamudeó Emily ante el tono airado de Leah.
—¡Vete! ¡Sal de aquí ahora mismo! —ordenó Leah mientras dejaba bruscamente la
bandeja encima de la mesa.
Emily corrió hacia la puerta, y Bella vio que antes de traspasarla le regalaba una última
mirada pensativa. Después le dio la espalda y se fue.
Tras dejar la bandeja, Leah también se dirigió a la puerta dispuesta a marcharse. Bella
abrió la boca con la intención de decirle que no se fuera, pero la puerta se cerró antes de
que pudiera hacerlo. Con un suspiro, Bella se recostó en la cama.
Sus ojos se posaron de nuevo en el tapiz. La mirada del hombre de los cuernos parecía
dirigirse a ella. Era una mirada oscura, como el cielo de medianoche, que reflejaba la luna en
sus misteriosas profundidades. Era una mirada familiar… una mirada como…
Carne de venado. El aroma llegó volando hasta sus sentidos y de inmediato se sentó en
la cama. El exquisito olor la llevó hasta la bandeja que había puesto Leah encima de la mesa,
y sólo cuando vio el tazón de sopa y el pedazo de pan tierno y crujiente comprendió que los
jugos gástricos alborotaban su necesitado estómago. Llevaba días y días sin comer.
Desde el día anterior a la batalla.
Se abalanzó sobre los alimentos como un crío a punto de morirse de hambre,
llevándose el pan a la boca con voracidad y mojándolo constantemente en la sopa. Cuando
ya se había comido más de la mitad, se dio cuenta de que su estómago podía explotar de un
momento a otro y se quedó, muy relajada, en el borde de la cama. Se frotó el estómago,
permitiendo que el maravilloso efecto de la comida se extendiera por todo su cuerpo. Alzó la
servilleta, se limpió la boca y se pasó la lengua por los labios. Gimió agradecida y, cuando le
echaba una última mirada al tazón medio vacío, la vio. Estaba escondida debajo de la
servilleta.
La hoja metálica brillaba a la luz de la mañana. Como en un sueño, Bella tendió la

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mano para alcanzarla. Sus dedos largos y esbeltos envolvieron el mango de madera de la
daga. La levantó, la colocó delante de sus ojos y trató de convencerse de que era real.
¡Una daga! Miró rápidamente hacia la puerta, que de pronto no le pareció tan grande
y tan pesada como antes; pero al ponerse de pie sintió que la habitación se ladeaba y tuvo
que agarrarse del borde de la mesa para recobrar el equilibrio. Todavía estaba débil, aún se
mareaba. Debería descansar, pensó, pero sus ansias de escapar eran demasiado fuertes.
En cuanto se le pasó el mareo, Bella atravesó la estancia con las piernas temblorosas y
los pies descalzos casi volando sobre las frías losas de piedra. Cuando llegó a la puerta
levantó la daga y la metió sin mayor dificultad entre el tablón de madera y el muro de
piedra. Se detuvo por un momento, buscó el mecanismo de la cerradura y confió en que
fuera igual a la de su alcoba, aquella habitación suya en la que Emmett la había encerrado
tantas veces cuando era niña.
Emmett. Se sintió paralizada. Todos sus músculos se habían entumecido. ¿Dónde
estarían sus hermanos? Si siguieran vivos, nunca habrían permitido que ella fuera capturada.
El pensamiento revoloteó por su mente antes de que pudiera detenerlo. Oleadas de frío
terror estremecieron su cuerpo y tuvo que sacar la daga del marco de la puerta, temerosa de
soltarla a causa de la angustia.
«No», pensó. «No debo pensar en eso ahora. Tengo que escapar. Debo huir antes de
que Edward… antes de verlo. Antes de que sus enigmáticos ojos verdes me aturdan todos los
sentidos, antes de que me toque y me marque con su calor animal, antes de que sus labios
se posen en los míos y borren todas las defensas racionales que me quedan. No puedo
pensar ahora en mis hermanos».
Hizo un último esfuerzo por calmarse y volvió a meter la daga en la pequeña apertura.
La movió hasta tocar la barra en la parte exterior de la puerta, el trozo de metal que le
impedía escapar. La movió otra vez, hacia delante y hacia atrás, buscando el punto de
apertura, pero no logró nada.
—¡Maldita sea! —murmuró, presionando la daga hacia arriba. Y de repente, ¡la barra
se alzó! Con un hábil movimiento logró correrla sin gran dificultad. La puerta se había
abierto.
Bella se quedó sorprendida ante la simplicidad de aquella cerradura. Despacio, empujó
la puerta y miró a través de la ranura.
El largo y frío pasillo estaba oscuro. Unos cuantos rayos de luz pálida entraban por las
ventanas para iluminar a medias el espacio que se abría ante sus ojos. No había un alma a la
vista cuando Bella salió de su prisión.

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Capítulo 28

La joven metió instintivamente la cabeza entre los hombros, como si quisiera hacerse
menos visible, y, con los pies descalzos, se deslizó cautelosamente por el corredor. Apretó el
arma que tenía en la mano, dispuesta a dar la batalla para escapar, para alejarse de Edward.
Su huida lo humillaría, tanto como él la había humillado a ella.
Con el camisón casi arrastrando por el suelo, cruzó una esquina y vio que en el salón
reinaba un extraño silencio. En el castillo de su infancia, las carcajadas de los niños, los
murmullos de las criadas y los bramidos de su padre podían escucharse a todas horas. Pero
aquí no había nada, excepto un raro silencio, como si se hallara en las entrañas de un
infierno abandonado.
De repente, sus sentidos se aguzaron. Tuvo malos presagios. Se le erizó el vello y se
quedó como congelada, escuchando con atención. Ningún ruido, ningún movimiento. ¿Era
una trampa? Puso en tensión todas las fibras de su cuerpo. Algo raro estaba ocurriendo.
Lenta, cautelosamente, reanudó la marcha.
Un latigazo en el estómago, seguido por un repentino acceso de náuseas, la hizo
tropezar con algo. Se apoyó en la pared con una mano y se inclinó hacia delante. La sopa,
cuyo sabor tanto había disfrutado, emergió violentamente por su garganta y el esfuerzo del
vómito estremeció su cuerpo. Lloraba sin quererlo. Se pasó la mano por los ojos y la boca.
Jadeante, se recostó contra las frías piedras del muro.
Oyó un ruido detrás de ella y, muy despacio, volvió la cabeza. Una niña no mayor de
doce años la estaba mirando ensimismada.
Bella se dio cuenta de que aquella cara joven la había reconocido. La niña dijo algo con
la voz entrecortada y salió corriendo. Bella sabía que debía moverse, que pronto darían la
alarma, pero de repente sintió que su cuerpo le pesaba demasiado y la dejaba clavada allí
mismo, en el frío suelo. Al retirarse del muro, sus músculos protestaron causándole un dolor
intenso. La cabeza le daba vueltas y cada hueso de su cuerpo protestó también cuando
decidió continuar bajando hacia el salón, tambaleándose. Finalmente, se detuvo y sacudió la
cabeza, tratando de aclararse.
—¡Es el Ángel de la Muerte!
Bella vio a dos caballeros. El de menos estatura llevaba un traje completo de cota de
malla, mientras que el alto, de pelo rojo y brillante y de espesa barba pelirroja, sólo vestía
una túnica y unos pantalones. Ambos la miraban con temor.
Los sentidos de Bella ya se habían recobrado lo suficiente, lo que le permitió reconocer
que ambos vacilaban. Levantó la daga y los amenazó.
—Retiraos u os cortaré el corazón en pedazos.
—Es sólo una mujer —dijo el del cabello rojo al cabo de un momento—. Nos la
podemos llevar con nosotros.
—Es el Ángel de la Muerte, Peter —susurró el segundo caballero, echándose hacia
atrás y cubriéndose el corazón con una mano.
Peter gruñó y se acercó a Bella, y entre las brumas del mareo que todavía la aquejaba,
Bella vio que guardaba una prudente distancia de la daga mientras la rodeaba por el lado
izquierdo.

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—Vamos, muchacha —la incitó.
El mareo cayó sobre ella como una manta y la hizo trastabillar, bajando la daga.
El desconocido se le echó encima y Bella reaccionó levantando instintivamente el
arma.
—¡Ayyyyy!
Bella dio un paso atrás y sacudió la cabeza para despejarse, y cuando se le pasó el
mareo, se quedó boquiabierta ante la escena que vio delante de sus ojos. Peter se había
desplomado y se agarraba un brazo. La daga había caído al suelo, y estaba manchada de
sangre.
Bella respiró profundamente y se volvió para seguir huyendo, pero con tan mala suerte
que se tropezó con Jasper. Su puño la golpeó en una mejilla y la fuerza del impacto la hizo
caer al suelo. La oscuridad se apoderó de ella y cerró los puños, tratando de reponerse
desesperadamente.
—¡Mi brazo!
—¿Cómo salió de su habitación? —retumbó la voz de Jasper en su cabeza como una
explosión de pólvora—. ¿De dónde sacó una daga?
Bella sintió el frío de las losas de piedra bajo la yema de los dedos al intentar agarrarse
a ellas en busca de un punto de apoyo. De repente, alguien la alzó tirándole del pelo y la
puso en pie delante de Jasper. La joven trató de sofocar el dolor que sentía en el cuero
cabelludo poniéndose de puntillas, y se agarró el pelo, allí donde Jasper lo sostenía, para
evitar otro tirón, otro estallido de agonía.
—¿De dónde sacaste el puñal? —tronó la voz de su captor.
Bella luchó contra los dolorosos latidos que le martilleaban la cabeza, pero cuando
Jasper la sacudió, tirando del pelo hasta casi arrancárselo del cráneo, los latidos explotaron
en millones de punzadas de dolor. Bella quería gritar por la tortura insoportable que sentía
con cada tirón, pero se contuvo con toda la fuerza de su voluntad y se juró a sí misma que
nunca mostraría debilidad ante aquellos ingleses.
—¿Quién te dio la daga? —vociferó otra vez Jasper.
A pesar de que el dolor la atormentaba, no abrió la boca. Su orgullo le mantenía los
labios sellados. De repente, las violentas sacudidas cesaron.
—A lo mejor un par de azotes le sueltan la lengua —comentó Peter.
Bella había asistido a muchas sesiones de flagelación, y el miedo le contrajo las
entrañas.
Peter mostró su brazo a Jasper. La sangre salía de la herida abierta.
—Es mi derecho —dijo.
Bella vio que Jasper asentía con la cabeza y Peter la agarró de un brazo, la arrastró por
el salón y la obligó a descender por unas escaleras. Apenas podía seguirle los pasos, y
cuando se detuvieron en la puerta exterior del castillo, Bella vio que un inmenso grupo de
personas los seguía. Algunos eran caballeros, otros eran sirvientes. Todos parecían furiosos.
Algunos abrían sus bocas, pero ella no podía oír lo que decían. Debatiéndose entre el miedo,
el dolor y el mareo, su mente se confundió y empezó a mezclar las voces que le llegaban de
uno y otro lado, impidiéndole entender las palabras.
La puerta se abrió delante de ella y un muchacho irrumpió en la pálida luz del sol y
corrió hacia el patio, en cuyo centro estaba levantada una pequeña plataforma encima de la
cual había dos postes de madera, cada uno con una cuerda.
Peter la empujó hacia la plataforma.
Una formación de nubes cargadas de lluvia apareció en el firmamento, tapando el sol.
Bella vio que un rayo estallaba en el cielo. Un rugido comenzó a sonar sobre su cabeza. Al

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principio pensó que eran los truenos que anunciaban la tormenta, pero después, al ver que
no cesaba, comprendió que provenía de la multitud. Volvió la cabeza y notó que una enorme
muchedumbre los seguía, saliendo del castillo como el cieno que se derramara de un cántaro
caído.
Peter le empujó hacia los dos escalones que llevaban a la plataforma. El camisón se le
enredaba en las piernas, y si no hubiera sido porque el caballero la sostenía del brazo, se
habría desplomado al suelo. Mientras la colocaba entre los dos postes de madera, las
primeras gotas de lluvia cayeron de las nubes, salpicando la plataforma bajo sus pies. El
caballero le ató con fuerza un brazo a uno de los postes, amarrándole la muñeca con varias
vueltas y enorme violencia, hasta que la sangre escurrió por la mano.
Bella permaneció quieta y en silencio, con la vista puesta en el camino que conducía al
patio, por donde entraban y entraban los aldeanos, una verdadera horda de ingleses
encolerizados.
Una gota de lluvia golpeó sus mejillas. Cuando Peter la ató al segundo poste, el primer
aldeano los alcanzó.
También llegó la primera piedra, que le pasó rozando y fue a estrellarse contra la
plataforma de madera.
Peter se giró hacia los aldeanos con los labios curvados por la ira y levantó su brazo
herido por la daga de Bella.
—Primera sangre. La reclamo. No habrá lapidación.
De pronto, Peter la agarró del pelo, la obligó a torcer el cuello y colocó su cara a un
milímetro de la de la joven.
—Cincuenta azotes, querida —le susurró al oído, antes de sacar su lengua serpentina y
pasársela por las mejillas. Después la soltó y pareció desaparecer detrás de ella, pero en ese
momento sintió que unas manos se enredaban en el cuello de su camisón y lo desgarraban.
El aguacero se desató, pesado y castigador, y lo que quedaba del camisón empezó a
humedecerse sobre su cuerpo.
La multitud cayó en un extraño silencio y Bella vio que los ojos de los hombres la
devoraban. Ninguno se movió para protegerse de la lluvia. Querían lastimarla. Querían
sangre. ¿Qué clase de personas eran? Los odió como nunca antes había odiado a los
ingleses. Su mente se abrió, y su mareo se fue con la lluvia bienhechora. Sintió que alguien
se arrimaba a sus espaldas y escuchó una voz.
—No, señor. Aún está enferma. No aguantará los cincuenta azotes.
—Apártate de mi camino, Leah —contestó Peter—. Hay un traidor en medio de
nosotros, y quiero averiguar quién le hizo llegar la daga.
—¡Pero todavía está enferma! —protestó la mujer—. Mi señor el Príncipe se pondrá
furioso.
—¡Que te apartes! —tronó la voz del caballero—. ¡O serás la siguiente!
Leah se retiró despacio, retorciéndose las manos.
Bella oyó el chasquido de un látigo detrás de ella. Instintivamente, se puso rígida,
preparándose para soportar el dolor.
La multitud gritaba y se agitaba con ansiedad.
—¡Azótala! —gritó una voz sin rostro.
Otro chasquido del látigo sonó detrás de ella. Alguien rió. La lluvia le escurría por la
frente y caía sobre sus ojos, sus mejillas, su boca. Bella parpadeó para quitársela de encima.
La multitud contuvo el aliento y ella se preparó para sentir el mordisco del látigo…

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Capítulo 29

El mordisco del látigo nunca llegó.


Al contrario, las cuerdas que la mantenían atada a los postes cedieron. Se quedó en el
sitio, temblando, y sus puños se cerraron cuando sintió que un repentino escalofrío le
recorría todo el cuerpo. Una manta cayó sobre sus hombros y unas manos pesadas la
colocaron en su lugar. Sintió que alguien la obligaba a volverse, levantó la vista hacia el
gigante que tenía delante de ella, parpadeó para quitarse el agua de los ojos y lo vio.
¡Edward!
Una repentina descarga de felicidad agitó todo su cuerpo. ¡No estaba muerto! Ella
había querido creerlo, desesperadamente había querido convencerse a sí misma de que
tenía que creerlo, pero hasta ese momento aún había albergado ciertas dudas. Quería
arrojar los brazos alrededor de su cuello y gritar de alivio y de alegría, pero no podía
moverse, casi no podía ni respirar. Cuando la tocó, una corriente de calor se desprendió de
sus dedos y la calentó de arriba abajo. Se estremeció, pero se trataba de un
estremecimiento que no tenía nada que ver con la lluvia.
Él le señaló el camino del castillo, como invitándola a seguir adelante, pero Peter le
cortó el paso y le mostró la herida que tenía en el brazo.
—Estoy en mi derecho —le dijo.
—Adentro —ordenó Edward.
Aquella voz tan controlada, tan impresionante, fue la mejor medicina para el
maltrecho ánimo de Bella. Renació y se llenó de esperanza.
Peter se resignó y se encaminó de muy mal genio hacia el castillo.
Edward la condujo hasta la puerta, donde ya se aglomeraba la muchedumbre que se
había reunido para ver el castigo. La agarró del brazo con mucha más delicadeza que el
caballero y aminoró sus grandes zancadas para que ella pudiera mantener el paso. Luego
retiró la mano, permitiendo que avanzara por su propia cuenta. Bella echó de menos aquel
querido contacto que tanto calor suministraba a su espíritu y a su cuerpo.
Una vez dentro, Edward se detuvo y buscó con la mirada al odioso caballero.
—¿Qué problema tienes con mi prisionera?
Ante sus frías palabras, el corazón de Bella se congeló. ¿Prisionera? «Pero yo pensé…»,
gritó su mente. «¡Estúpida! ¿Qué fue lo que pensaste? ¿Que tú enemigo, el hombre que te
mintió y te utilizó, te arrancaría del seno de tu pueblo y de tu reino para… para amarte?
¡Estúpida!».
—Ella me hirió en el brazo —declaró Peter mostrándole la herida a Edward—, y yo
tengo derecho a castigarla.
—¡Jasper!
La palabra salió con inmensa ira de la garganta de Edward. Jasper se abrió paso entre
la multitud y se presentó delante de él.
—¿Cómo sucedió todo esto?
—Ella escapó —contestó Jasper—. Un traidor le facilitó una daga.
Edward miró a Bella. Unos ojos duros y verdes la escrutaron, pero Bella se mantuvo
silenciosa y firme.

- 174 -
—¿Quién te dio la daga?
Bella levantó con altivez la cabeza.
—Era mía.
—Está hecha en Inglaterra, Edward —intervino Jasper.
La mirada de Edward no se apartó de Bella, quien, si no hubiera estado tan furiosa, se
habría derretido ante su penetrante y cautivadora intensidad.
—¡Exijo mi derecho de sangre! —gritó Peter.
Edward se volvió a mirarle.
—Soy tu señor —le dijo—, y tu deber es servirme. Por lo tanto, la primera sangre es
mía.
Edward agarró a Bella del brazo y la encaminó hacia las escaleras, pero la mujer se
resistió.
—¿Y dónde está la sangre, señor? —gritó de nuevo Peter.
—Yo le quité la virginidad —contestó Edward sin detenerse.

* * *
Edward cerró la puerta de la habitación detrás de Bella, e inmediatamente vio la terca
rigidez de su gesto al enfrentársele. Su pelo colgaba en rizos húmedos hasta los hombros.
Una especie de alivio lo recorrió. Bella había estado gravemente enferma durante dos
semanas y media, y él mismo había tenido que obligarla a tomar algunos sorbos de sopa,
tres veces al día, para que no se muriese de hambre.
Había cabalgado por las provincias del norte durante los dos últimos días, y ese
ejercicio había hecho milagros en su tenso cuerpo: le calmó los nervios y le aclaró la mente.
Estaba preparado, en consecuencia, para tomar una decisión con respecto a ella. Era
consciente de que le había prometido al rey Aro que la castigaría, pero al mismo tiempo
comprendió que nunca había tenido la intención de lastimarla. La única alternativa, pues, se
redujo a ponerse en contacto con el rey francés, pedir por ella un buen rescate y luego
entregarle el oro al rey Aro. Así lo había hecho y esperaba respuesta.
«¿Por qué la traje a Inglaterra?», se preguntó. «Porque quiero sentir cómo su cuerpo
tiembla de deseo. Porque quiero tocarla como nunca antes la ha tocado un hombre, y
cuando me canse de ella, la llevaré de vuelta a Francia. Y ciertamente me cansaré de ella,
como me he cansado de todas las mujeres que he conocido hasta ahora. Entonces mi gente
dirá que he domesticado al fiero Ángel de la Muerte».
Edward pensó de nuevo en el rescate y sonrió malévolamente: pediría por ella una
cantidad tan estrambótica de oro que, estaba seguro, su rey nunca la pagaría, ni aun para
salvarle el pellejo al Ángel de la Muerte. Al mismo tiempo, Aro tendría que reconocer que él
había hecho todo lo posible por engrosar las arcas de la tesorería real inglesa, y Edward
dispondría de todo el tiempo que quisiera para hacer con Bella lo que le diera la gana.
Mientras recorría el bosque, perdido en estos pensamientos, un jinete había llegado
hasta él, llevándole un mensaje urgente. ¡Bella se estaba reponiendo! La sensación de alivio
que corrió por sus venas casi le había hecho aullar de alegría. Había cabalgado como un
poseso, sintiéndose el hombre más feliz del mundo, conduciendo a su caballo hasta el borde
del agotamiento para llegar a su destino y encontrar que Bella estaba a punto de ser
flagelada por sus propios hombres. Después se enteraría de que había tratado de escapar.
«¡Dios mío! No sé si retorcerle el cuello o soltar una carcajada».
—¿Cómo te sientes? —le preguntó.
—¿Por qué no me dejaste morir? —fue su respuesta.

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Sus frías palabras disiparon la dicha de verla en buen estado y lo pusieron a la
defensiva.
—Eres más valiosa como prisionera que como cadáver —aseguró con cinismo.
Bella arrugó la frente.
—Creo que me has sobreestimado. No represento ningún valor para ti.
Él se quedó mirándola durante largo rato. Los rebeldes mechones de su pelo colgaban
húmedos sobre la manta que cubría el desgarrado camisón. Edward sonrió.
—Estoy seguro de que el Ángel de la Muerte, aquel infame comandante francés,
tendrá algún valor para su rey.
Bella estuvo a punto de replicar, pero no lo hizo. Edward vio cómo moría la respuesta
en sus labios y se preguntó si le contaría sus desgracias. Sabía, sin embargo, que su orgullo
no se lo permitiría.
Bella se alejó.
—Tal vez no me valoren tanto como tú crees —replicó al fin.
—Hablas como si hubieras caído en desgracia ante tu rey, Ángel —intervino Edward—.
¿Ya no eres la misma? ¿Has dejado de ser el ángel vengador francés? ¿Te han cortado las
alas?
La joven lo miró de frente.
—Mi rey pagará lo que le pidas —declaró con soberbia.
De modo que allí estaba, tan arrogante y tan segura de sí misma, en su castillo de
altanería irreductible. Quería tomarla entre sus brazos para que aprendiera a tenerle el
respeto que sus caballeros y sus campesinos le demostraban. No obstante, había algo en su
actitud desafiante que afectaba a sus sentidos. Le excitaba. El deseo de tocarla se apoderó
de él y lo llevó a cogerle la barbilla, obligándola a mirarlo a los ojos.
—Más vale que así sea. Porque cuanto más tiempo pases aquí, más peligro correrá tu
vida.
Bella movió la cabeza para liberar su barbilla y se quedó mirándolo.
—No te tengo miedo. Y si me matas, ¿cómo cobrarás el rescate?
—No estaba hablando de mí, sino de ellos —y señaló con un gesto a Jasper y la docena
de soldados que se aglomeraban en la puerta—. Ninguno tiene el corazón tan suave como
yo —dijo en voz baja, para que sólo ella pudiera oírlo.
Bella contempló, impasible, a los hombres que acechaban detrás de la puerta y
procuró ocultar su profunda tristeza en el momento de sentarse en la cama.
Edward quería abrazarla, acariciarla y luego asegurarle que no sufriría ningún daño
mientras estuviera en el Castillo Oscuro, pero se contuvo. ¡Sus hombres habían estado a
punto de flagelarla! ¡Qué vacías sonarían, en tales circunstancias, sus promesas de que podía
estar tranquila! Ya llegaría un tiempo en que podría caminar por los corredores de su castillo
sintiéndose segura y a salvo; pero ese tiempo aún estaba lejos.
Caminó hasta la puerta, despachó a los hombres reunidos afuera y volvió a sentarse al
lado de Bella.
—¿Quién te dio la daga? —preguntó con tono suave.
—Era mía —insistió con terquedad.
—Si no me lo dices —suspiró Edward—, tendré que encontrar la forma de hacer que
hables.
Bella lo miró con los ojos muy abiertos.
—Nunca has sido castigada, ¿verdad?
—¡Todo lo contrario! ¡Mi peor castigo ha sido vivir durante estos últimos meses!
Edward sonrió, alzando una mano para tocarle la mejilla.

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—¿Tanto me has echado de menos? —se jactó, a la espera de una dura respuesta.
Pero al ver que no había réplica, se sintió incapaz de resistir la tentación de pasarle los dedos
por los pómulos.
Ella retiró la cara y se irguió de inmediato.
—Si crees que voy a quedarme en este castillo para convertirme en una de tus
prostitutas, estás tristemente equivocado.
«En su alcoba, en el castillo de su padre, parecía llena de deseo hacia mí», pensó
Edward. «Fue ella quien en realidad me salvó la vida. Ahora, sin embargo, sólo veo frialdad
en sus ojos».
Se le acercó.
—Ya tengo dos prostitutas en mi casa y no tengo intención de adquirir otra —dijo
acercándose aún más, hasta arrinconarla contra la pared—. Y por tu propia seguridad,
métete en la cabeza que nunca volverás a lastimar a uno de mis hombres. ¿Me has
entendido? ¿Quién te dio la daga? —repitió, y al hacerlo cayó en la cuenta de que sus labios
estaban a poquísimos centímetros de la amada.
La única respuesta de Bella fue levantar de nuevo el mentón en señal de desafío, lo
que acercó sus labios aún más.
—No me subestimes. Éste es mi castillo, y en mi castillo mando yo —murmuró con la
voz ronca—. Aquí, mi querido Ángel de la Muerte, mis caprichos son ley de obligatorio
cumplimiento.
Se hallaba tan cerca de ella que las bocas alcanzaron a rozarse. Sintió una especie de
calambre, que enseguida se transformó en volcánico deseo. Bella abrió la boca para
responder, pero no pudo hilar las palabras. Su mirada se posó en los labios de Edward, y al
verlos, los suyos se encendieron.
Cuando el hombre se inclinó sobre ella, sintió que su cuerpo cedía para amoldarse al
de Edward. Todos los pensamientos tormentosos, todas las dudas desaparecieron bajo la
corriente de pasión que fluía por sus venas.
Edward pudo percibir el olor de la lluvia limpia sobre su piel todavía húmeda y palpar
la tibieza de su camisón cuando la manta se deslizó de sus hombros y cayó al suelo. Vio que
ella entornaba los párpados tapando sus grandes ojos cafés y él se acercó aún más para
besarla, para decirle que había soñado con amarla, para hacerle sentir placeres que nunca
había conocido.
Hubiera querido poseerla allí mismo, pero su honor se alzó de pronto como un muro.
No podía tocarla hasta que fuera negado el rescate. Incluso el Príncipe de las Tinieblas
estaba sujeto a los códigos de honor de la caballería.
Edward se puso rígido de pronto, alejándose de ella con un profundo gruñido de cólera
y remordimiento, y le dio la espalda. La lujuria que le carcomía las entrañas lo quemaba más
dolorosamente que cualquier herida que hubiera recibido en su vida. Se dirigió como un
torbellino hacia la puerta, con el deseo de abandonar el cuarto cuanto antes, pero se detuvo
al llegar a la puerta y la miró.
—Vístete y prepárate para la cena. Vendré a buscarte.
Cerró la puerta y la dejó sola.

* * *
Bella se quedó sin habla. Era sólo un juego. Se dijo que él estaba tratando de
sonsacarle alguna información, y cuando comprendió que ella nunca daría su brazo a torcer,
había salido del cuarto como un niño enfurruñado, consentido y malcriado.

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Jasper, por lo tanto, le había dicho la verdad, pensó Bella. Edward había simulado que
se sentía atraído por ella para así poder manipularla. Nada más. Habría estado con su
amante mientras ella se recuperaba, y no se había preocupado lo más mínimo por la
evolución de su enfermedad.
Se paseó furiosa por la habitación. «Nunca lo he amado», se dijo, pero incluso
mientras lo pensaba sabía que era una mentira. Una vieja herida que la lastimaba en lo más
profundo de su corazón se abrió de nuevo, estremeciéndole el pecho dolorosamente.
Frustrada, se arrojó sobre la cama. No podía soportar estar tan cerca de él. Debía escapar,
no había otra solución. «Pero primero debo recuperar mis fuerzas».

* * *
Bella se sintió indignada cuando una de las sirvientas le llevó un vestido de seda azul y
le dijo que debía ponérselo para la cena por deseo del señor del castillo. Terminó
obedeciendo en medio de sonoras protestas y maldiciones dirigidas más al hombre que la
mantenía encarcelada que a la abrumada sirvienta. Se estaba peinando cuando aparecieron
tres guardias para escoltarla hasta el gran salón. «Ni siquiera ha venido él mismo a
buscarme», pensó con amargura. Aunque mantenían las espadas envainadas, los guardias
estaban evidentemente alerta. La condujeron a través de pasillos de altos techos que la
hacían sentirse insignificante, poco más que una mosca. Cuando llegaron al gran salón, la
escena que se desarrollaba delante de sus ojos la hizo detenerse y abrir la boca con
incredulidad.
En el amplio salón atronaban risas decadentes y, al fondo, groseras carcajadas. Las
criadas tenían que repeler una y otra vez las manos que les acariciaban el trasero mientras
trataban de mantener llenas las garrafas de vino. Numerosos grupos de soldados, que a ella
le parecieron bárbaros, se hallaban sentados en las largas mesas de madera. Las mismas
mesas apenas podían soportar los golpes de los puños que exigían comida y que resonaban
por todo el recinto. Algunas bestias de cuatro patas descansaban al lado de las mesas.
Parecían más lobos que perros. Un eructo descarado, asqueroso, sonó en alguna parte.
El clamor de los comensales cesó cuando todos los ojos se posaron en su persona.
Sintió que el odio que había en sus miradas era como un cuchillo que le abría la piel, pero en
ese momento vio que Edward estaba sentado frente a ella. Los rasgos de su cara eran
indescifrables. Se encontraba recostado en un amplio asiento, con una pierna apoyada
negligentemente sobre el brazo del mismo. Los botones de su camisa blanca se abrían hasta
la altura del ombligo, y Bella recordó el calor que había sentido brotar de aquella piel al
entrar en contacto con su carne desnuda. Trató de apartar el lujurioso pensamiento de su
mente, pero el deseo persistía, como el aroma de una rosa recién cortada.
A la derecha de Edward había una silla vacía. ¿La habría reservado para ella? Bella
sintió que un cosquilleo de esperanza le acariciaba los senos, porque aun cuando se odiara a
sí misma por ello, tenía que reconocer que ansiaba que él la aceptara, que la poseyera. Al
lado de la silla vacía, una mujer de pelo rojizo le lanzaba miradas venenosas y rebosantes de
desprecio. Bella estaba segura de haberla visto en alguna parte, pero no fue capaz de
recordar dónde. A la izquierda de Edward había otra mujer, una rubia cuya cabellera parecía
haber sido cortada al rape a la altura de la nuca. Daba sorbos de su copa y miraba a Bella
mientras bebía. Junto a la mujer de pelo rojizo se congregaba un abigarrado grupo de
personas que, por las pieles que llevaban puestas, y por sus cabelleras sucias y sin peinar, se
le antojaron nómadas. La miraban con regocijo y curiosidad, pero sin animosidad. Se
preguntó quiénes serían aquellos vagabundos en realidad, para estar sentados nada menos

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que en la cabecera de la mesa.
Edward retiró la pierna del brazo del asiento y se levantó. Bella sintió que sus rodillas
se debilitaban cuando le dirigió una de esas sonrisas suyas, que a cualquier mujer le hubiera
derretido no las rodillas, sino el corazón. Caminó despacio a lo largo del salón, dejando a los
guardias en la puerta y sin quitar sus ojos de Edward.
—Acompáñanos —dijo a Bella.
«¿Soy una prisionera o una invitada?», se preguntó Bella. ¿Tenía derecho a negarse?
Dio la vuelta alrededor de la mesa, ignorando a los soldados ingleses y a sus mujeres, que la
observaban con ojos que le parecieron dementes, y se acomodó en el asiento que había a la
derecha de Edward, pero este último la cogió del brazo y la indujo a volver a ponerse de pie.
La mujer de pelo rojizo lanzó un silbido entre sus dientes apretados.
—Allí —dijo Edward, y la condujo con caballerosa suavidad hasta un asiento vacío, en
una mesa cercana a la chimenea.
Bella sabía que desafiarlo podía significar la muerte, y. aunque pretendió adoptar una
cierta actitud despectiva, se sentía desilusionada. Sobre todo de sí misma. Se reprendió en
silencio por haber caído víctima de la sonrisa de Edward, por haber llegado a creer que la
trataría como a una dama.
Era su prisionera.
Se dejó llevar hasta el sitio que le habían asignado y miró a los hombres que estaban a
su alrededor, entregados al festejo. A su derecha había uno que vestía una túnica gris sobre
unos pantalones descosidos. Su pelo castaño daba la impresión de no haber sido peinado
nunca, y parecía recién salido del bosque.
—Sírvele algo de vino —sugirió Jasper desde su asiento, frente a ella—. Le aflojará los
intestinos, que a juzgar por su desapacible mirada deben de estar taponados.
Los hombres soltaron una carcajada. Bella volvió la cabeza hacia Edward y vio que una
sonrisa aparecía en sus labios cuando le ordenó al sirviente que llenara su copa.
—Mi mirada desapacible obedece a la compañía en que estoy —dijo en tono
tranquilo—. No tiene nada que ver con mis intestinos.
Jasper la ignoró y levantó la copa, no sin derramar algo de vino sobre la mesa.
—Propongo un brindis. Un brindis por el temido y respetado Príncipe de las Tinieblas,
el hombre que capturó al infame Ángel de la Muerte.
Los hombres lo aclamaron y alzaron sus copas.
Edward levantó la suya, que era de oro, asintió con la cabeza, en señal de aceptación, y
bebió un largo trago.
Bella vio cómo pasaba el líquido por su garganta y cómo sus labios besaban el borde
del recipiente. Un impulso de rebeldía se arremolinó en la parte baja de su estómago, y no
tuvo más remedio que luchar contra él de la única manera en que sabía hacerlo: mediante el
desafío. Retiró la copa que le habían servido.
—Es posible que los vinos ingleses no le gusten —comentó un soldado que estaba
sentado a su izquierda.
—Aunque las espadas inglesas sí le gustan —intervino Peter mientras daba un codazo
a Jasper—. El Príncipe tuvo que enseñarle cómo había que manejarlas.
La mesa entera se sacudió con las carcajadas y los comentarios soeces de los
comensales.
Bella sintió que se ahogaba de pura indignación. Se volvió a mirar a Edward y lo
encontró hablando muy animadamente con la mujer de pelo rojizo. ¡Ni siquiera le estaba
prestando atención!
—Tu mirada, al parecer, no ha convertido nuestra sangre en hielo —murmuró Jasper.

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Bella vio su gesto contraído, desagradable, y comprendió que la odiaba con toda su
alma.
Peter se levantó, se inclinó sobre la mesa y acercó su cara a la de ella.
—Vamos, muchacha —le dijo—. Mírame. Quiero ver si es cierto que puedes convertir
mi sangre en hielo.
Bella alzó los ojos hacia él, sin decir una palabra, pero retándolo con la mirada. Si
hubiera tenido a su alcance los polvos de la verdad, le hubiera enseñado cómo se había
originado la leyenda. Con todo su corazón deseó tener un arma, ya que no le gustaba nada el
brillo que iluminaba los ojos de Peter. Vio que su brazo, allí donde ella lo había herido,
estaba vendado con un trapo sucio, y debajo de su brazo descubrió su salvación: una espada
envainada. Una sensación de confianza la calmó por dentro.
Bella notó que todo el mundo la miraba, incluido Edward, quien lo hacía con una
intensidad que le quemó el cuerpo. Miró de nuevo a Peter. Necesitaba acercarse a él para
quitarle la espada. Si por una vez pudiera utilizar su cuerpo como un arma seductora… ¿Pero
cómo hacerlo? No había sido entrenada para tales cosas.
Las prostitutas de su ejército, sin embargo, sí dominaban tal arte. Había visto cómo
seducían a los soldados. Una sonrisa dulce, una pequeña exhibición de carne femenina, una
caricia audaz. Sonrió tímidamente.
—La leyenda se equivoca —dijo tranquilamente, inclinándose también hacia él—. No
es en hielo en lo que soy capaz de convertir la sangre de los hombres —añadió mientras
bajaba las pestañas, acercándosele, y le mostraba el escote. Sobre la marcha se le ocurrió, a
pesar de la creciente sensación de náusea que sentía en el estómago, pasarse la lengua por
los labios.
—¿Entonces cuál es la verdad? —preguntó Peter con la voz ronca.
Cuando el silencio cayó sobre la concurrencia, Bella sonrió, saboreando el momento de
dominio que protagonizaba.
—Pregúntale a tu señor —contestó, y alzó la copa que antes había rechazado.
Peter saltó por encima de la mesa, la agarró por los codos y la obligó a ponerse de pie,
haciendo que ella soltara la copa y derramara el vino.
—No le estaba preguntando a él —gruñó furioso—. Te estaba preguntando a ti.
Su aliento, que apestaba a vino, le inundó la nariz; los dientes del grosero patán
rechinaban al pronunciar cada palabra.
—¿En qué puedes convertir, entonces, la sangre de los hombres? —insistió.
—En fuego —murmuró Bella provocadoramente y, acercándosele todavía más, trató
de agarrar el mango de su espada.
De pronto, alguien la separó de Peter y la lanzó al suelo, al que cayó entre un montón
de sedas azules. La cabeza le daba vueltas y cuando empezó a recobrarse vio que Edward le
propinaba un puñetazo a Peter.
Se quedó quieta mientras Jasper y Carlisle se interponían entre ellos.
Peter se pasó la mano por la mandíbula y levantó la cabeza. Arrugó la frente con
incredulidad y sus labios se contrajeron perplejos. Hizo un gesto hacia Bella.
—¡Es sólo una prisionera! —alegó con vehemencia.
—¡Es mía! —vociferó Edward echándosele encima, aunque Carlisle y otro soldado le
impidieron triturarlo.
—Siempre hemos tenido libre uso de los prisioneros —declaró Peter.
—No de aquellos cuyo rescate estamos negociando, y en todo caso, no de este
prisionero —contestó Edward—. Quédate con Victoria.
Peter hizo una pausa, miró a Bella y se retiró despacio.

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Bella sintió que temblaba cuando Edward se volvió hacia ella. Los dos hombres lo
soltaron y él se aproximó, mirándola con una furia que aceleró los latidos de su corazón. La
cogió de las muñecas y la volvió a colocar en su asiento. Ella podía sentir el calor que
irradiaba su ira, podía sentir la fuerza de aquellas poderosas manos en sus muñecas. Se
aproximó todavía más y Bella tembló de nuevo.
—La próxima vez —le susurró al oído—, no los detendré.
Se estremeció ante la amenaza y su corazón latió frenéticamente. De pronto, la
oscuridad comenzó a cerrarse alrededor de ella. Trató de combatirla, pero avanzaba como
una lluvia de flechas.
Edward volvió a su asiento y, de repente, la miró y fue a decirle algo. Ella, sin embargo,
no lo oyó, porque al instante cayó bajo el impacto de aquella implacable lluvia de flechas…

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Capítulo 30

Edward miró a Bella, que estaba acostada en su cama. Admiró la suavidad de su piel,
su expresión pacífica, la graciosa forma en que las pestañas descansaban sobre el borde de
los ojos, los sensuales labios. Parecía un ángel dormido. Sonrió. Pensó que era una criatura
tan engañosa que podía seducirle incluso dormida.
Se levantó y comenzó a pasearse por la habitación. Se preguntó qué estaba haciendo.
La había defendido delante de sus soldados, delante de sus hombres, delante de la Jauría de
los Lobos. Les había dicho que era suya. La simple idea de que podía desear a semejante
asesina francesa le parecía escandalosa. Y sin embargo, cuando Peter se había atrevido a
tocarla, Edward había explotado de rabia, una rabia que jamás había experimentado, una
rabia que se había apoderado de sus sentidos y había nublado su entendimiento, haciéndole
perder por completo el control de sí mismo.
Ella se agitó en la cama y Edward se arrodilló a su lado. Con suma delicadeza le quitó
un mechón de pelo que había caído sobre sus mejillas y se le acercó cuanto era posible.
Sonrió, sin acabar de creer que había desafiado a sus hombres para defenderla. Estudió su
cara angelical. Había una extraña serenidad en sus rasgos, una rara calma que contrastaba
con los pesares y turbulencias de su alma. La sonrisa de Edward se desvaneció. «Podré ser su
protector ahora, pero llegará un día en que tendré que proteger a mi gente del Ángel de la
Muerte».
La puerta se abrió y Victoria entró a la habitación.
Edward se levantó y la miró, intrigado.
—¿Qué se te ofrece, mujer?
—Le dijiste a Peter delante de todos esos hombres que se quedara conmigo. Pensarán
que estoy aquí para divertirlos —dijo Victoria.
Edward volvió a mirar a Bella.
—Príncipe —gimió Victoria al acercársele—. Ella mató a nuestro hijo. Ella trató de
ocupar su asiento. Yo…
Edward la fulminó con la mirada.
—Ya te dije —gruñó— que no tuvo nada que ver con el incendio.
Victoria retrocedió en su empeño al ver aquellos ojos amenazantes y llegó a una fría
conclusión.
—Ella te ha cambiado —murmuró—. Ya no eres el Príncipe de las Tinieblas. El Príncipe
que yo conocí le hubiera cortado el cuello por matar a un niño.
—¿No oyes lo que te digo, Victoria? ¡Ella no inició el incendio! Nunca hubiera
sacrificado a sus propios hombres y a sus animales para matar a Alex.
—Mira cómo la defiendes —le reprochó Victoria—. Te ha convertido en una víctima de
sus trucos mágicos.
—Déjame. Quédate con Peter —dijo Edward con la voz extrañamente calmada,
aunque el odio que sentía por ella lo quemaba como las llamas que se habían llevado la vida
de su hijo.
Victoria frunció el ceño y, despacio, se retiró de la habitación.
Él esperó a que se cerrara la puerta para apretar los puños de sus manos y acercarse a

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la ventana. Estaba a punto de explotar, furioso. No toleraría su desobediencia. Miró hacia la
aldea, más allá de la ventana, y apretó aún más los puños.

* * *
Bella miró a Edward. Podía ver los duros músculos de su cuello y la rígida y poderosa
forma de su mentón recortándose sobre la luz de la ventana. Un vago recuerdo pasó por su
mente: el de Edward frente a la ventana de su alcoba en el castillo de su padre.
Repentinamente, sintió el impulso de abrazarle para impedir que saltara. Se sentó en la
cama…
Edward se volvió y durante un momento sus miradas se encontraron. Bella tembló
bajo la intensidad de la rabiosa mirada y vio que la llama de la vela se reflejaba en las verdes
profundidades de sus ojos.
El Príncipe se le acercó. El poder de cada uno de sus pasos, de cada uno de sus
movimientos, era abrumador. Se sintió mareada y calmada al mismo tiempo, y con los
sentidos fuera de control. Dolorosa y placenteramente fuera de control.
—Bella.
En la voz de Edward no había ningún eco de la rabia visible en sus ojos. El corazón de la
joven latió más violentamente al escuchar el timbre de aquella voz y al percibir el calor de
sus pupilas verdes.
—Tenemos algunos asuntos pendientes —comentó Edward.
Bella sentía que le faltaba el aire. No pudo reprimir el impulso de contemplar sus labios
antes de dirigir la mirada hacia sus ojos.
—El primero de ellos es el castigo —continuó—. Y no sólo por haber tratado de
escapar, sino porque te advertí que debías mantenerte alejada de mis hombres.
Recibió sus palabras como quien recibe un cubo de agua fría.
—¿Castigo? Créeme que sentarme entre esos salvajes que llamas tus soldados fue más
que suficiente castigo.
—¡Silencio! —gruñó Edward, moviéndose hacia el borde de la cama—. Me has
desafiado, Bella de Swan, y no toleraré ninguna clase de insolencia por parte de mis
prisioneros.
Una ira repentina y feroz sacudió a Bella. Sus ojos se agrandaron y se arrodilló en la
cama con la espalda erecta, firme como una tabla.
—Me ordenaste que me vistiera para la cena. ¿Acaso no esperabas algún tipo de
incidente? Tu gente me desprecia.
Los ojos enardecidos de Edward se oscurecieron aún más cuando levantó la mano para
sujetarle las muñecas.
Bella le esquivó sin mayor dificultad, y se movió hasta el otro lado de la cama.
Edward se enderezó despacio. Su pelo rozó la negra tela sedosa que colgaba de las
columnas del dosel. Sus ojos verdes parpadearon.
—Estás complicando las cosas innecesariamente, Ángel —le dijo con una sonrisa
agridulce, lo que dejó a la vista el destello de sus dientes blancos.
Estaba delante de él. La cama era la única barrera que se interponía entre los dos.
«Este hombre nunca pensó que yo soy bella. Usó la palabra para manipularme. Nunca se lo
perdonaré. No debo perdonárselo», se dijo con tristeza.
Pero su mirada transmitía un evidente calor. Trató de resistir el sentimiento que la
bañaba como un aguacero de verano y que impregnaba todo su cuerpo. Bella sintió que se
excitaba. Respiraba con dificultad y su pecho se estremecía en busca de aire. Los senos,

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agitados por la respiración agitada, rozaban la tela que los cubría.
Los ojos de Edward descendieron hasta encontrarse con aquellos pechos
Bella vio que su mirada enardecida comenzaba a transformarse poco a poco en algo
distinto, aunque su intensidad era igual y la quemaba de la misma manera. Él se acercó, y
ella no opuso resistencia. Todo lo contrario. Quería que la tocara. Necesitaba sentir las
caricias de sus labios y de sus manos. Un grato cosquilleo recorrió su cuerpo, subiendo y
bajando por los brazos, por las piernas. La totalidad de su ser se quedó a la vez inerte y en
ebullición, a la espera de sentir sus fuertes brazos alrededor de ella, a la espera de sentir el
calor de sus músculos, a la espera de sentir el aliento del amado en sus mejillas.
Pero él no la tocó.
—Tu castigo, Ángel —le dijo acariciándola con la voz mientras sus ojos la devoraban—
será que me acompañes a desayunar y a cenar. A lo largo del día permanecerás con mis
soldados y con mi gente, y les mostrarás respeto —añadió colocándole un dedo encima de
sus labios sensuales para evitar la respuesta—, el mismo respeto que me mostrarás a mí.
Bella abrió la boca al sentir el contacto de su dedo. Sus palabras se perdieron, sin ser
escuchadas, en alguna parte de su mente. La delicadeza de la caricia la dejó estupefacta,
como antes la habían dejado sin habla su perfecta sonrisa y la blancura de sus dientes. Él, no
obstante, se volvió y, para su sorpresa, se encaminó hacia la puerta.
Bella sintió una decepción que nunca había sufrido antes. Los labios le hacían
cosquillas donde él los había tocado. Tenía la piel erizada, quizás por el frío, tal vez por el
deseo. Repentina y rápidamente, la vergüenza la envolvió con un manto de culpa. Tomó aire
y se le encendió el rostro.
Él se detuvo en la puerta y la miró a los ojos.
A Bella le pareció que aquella mirada la desnudaba, y vio que en ella ardía un fondo de
pasión, como un rescoldo que se niega a morir.
—Prepárate para la mañana —le dijo antes de salir del cuarto—. Los salvajes esperan
tu compañía.

* * *
Al cerrar la puerta, Edward se detuvo pensativo, con la mano en el picaporte. El calor
de su cuerpo le abrasaba la piel. La deseaba. El fuego que le consumía el sexo así lo
demostraba. Durante un momento trató de contenerse. Sus curvas, escondidas bajo el
vestido, la hacían irresistible. Los rebeldes rizos castaños de su pelo lo llamaban. Sabía que
no sería honorable poseerla, a pesar de todo lo que la deseaba. Tenía que esperar hasta que
fuera negado el rescate. Entonces, en vez de ser la infame comandante francesa, sería sólo
una mujer rechazada por su reino, una mujer en peligro de ser encerrada en una mazmorra
durante el resto de su vida. Y no es que Edward pensara que podía meter en una celda la
atracción que sentía por ella. Cuando el rescate fuera negado, avivaría aquel fuego de
nuevo, aquel incendio que le hacía cerrar los párpados e invocar el sueño, aquel fuego que
abría sus exquisitos labios deseosos de placer. La oiría llamarlo por su nombre
apasionadamente, y haría de ella su mujer, tanto de cuerpo como de alma.
Retiró la mano del picaporte. Por ahora, esperaría. Confiaba en que el mensajero, que
había enviado al rey francés tras sus meditaciones en los paseos solitarios, regresara pronto,
aunque no sabía si era capaz de soportar la espera mucho tiempo más. Su sangre hervía ante
la sola mención del nombre de Bella.
—¡Príncipe!
Edward alzó los ojos y vio que Jasper se aproximaba.

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—Hay algo que creo que deberías ver.
Edward se apartó de la puerta y siguió a Jasper.

* * *
—Por favor, señor —murmuró el hombre al fijar sus grandes ojos redondos en Edward.
Los rayos de la luna creciente se filtraban por las ventanas. El gran salón estaba
iluminado por la chimenea recién encendida, pero la luz apenas les llegaba a los tres
hombres que esperaban en un rincón de la estancia, debajo de los vitrales.
Edward se paró con los brazos en jarras y los miró confundido. Uno de ellos se encogió
de hombros e inclinó la cabeza de una manera que le recordó a esos perros apaleados que
se acobardan delante de su amo.
—No tienes nada que temer —le dijo Jasper al hombre, y luego se volvió hacia
Edward—. Le oí contar la historia en la posada de la aldea —añadió, mirando de nuevo al
hombre acobardado—. Habla.
La forma de hablar de Jasper, que procuraba engatusar a aquel hombre, irritó
sobremanera a Edward. Sin duda, estaba tramando algo, y el Príncipe no sabía si creer lo que
aquel tipo iba a decirle o si decapitarlos a los dos.
—Habla —dijo Edward, y el eco de su voz retumbó, poderoso, en todo el salón.
El hombre habló con voz muy débil. «Parece un ratón, sólo le falta chillar», pensó
Edward.
—Yo… yo estuve en su cuarto —tartamudeó el tipo.
Edward sintió un acceso irracional de rabia, pero mantuvo su cuerpo absolutamente
quieto. Sabía instintivamente que se refería a la habitación de Bella.
—¿La tocaste?
Durante un momento, el hombre pareció desconcertado, y sus ojos miraron
suplicantes a Jasper antes de decir:
—No.
—¿Y entonces, qué estabas haciendo ahí?
—Yo… yo quería ver al Ángel de la Muerte.
—Sobornó a una de las sirvientas —añadió Jasper.
El hombre alzó las manos, aterrorizado.
—Por favor, señor. No me castigue. Yo sólo quería ver…
—Continúa —tronó la voz de Edward de nuevo.
Visiblemente tembloroso, el hombre tragó saliva y bajó las manos abrumado por el
vozarrón de su interlocutor.
—Es un demonio, señor. Tiene unos colmillos del tamaño de un becerro, brillantes ojos
rojos y unas garras que no se pueden describir.
—¿Y tú le viste los colmillos y las garras? —le preguntó Edward.
El hombre asintió con la cabeza.
—¡Y salió volando!
Edward le dio la espalda.
—Y luego se me vino encima como un maldito murciélago —siguió diciendo mientras
se hacía el signo de la cruz sobre la frente—. Que Dios nos proteja.
—Puedes retirarte —murmuró Edward.
—Al principio estaba dócil y tranquila, pero cuando me acerqué, ¡se lanzó en picado
sobre mí, gritando que me iba a sacar el corazón para beberse mi maldita sangre! —y dobló
las manos sobre el pecho, dirigiéndose a Jasper, que a su vez miraba a Edward.

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Los hombros de Edward temblaban, y Jasper se dio cuenta de que era a causa de la ira
que lo invadía.
—¡Vete! —ordenó Edward.
El hombre salió presuroso del salón, haciendo repetidas reverencias.
—¿Príncipe? —intervino Jasper con el ceño fruncido.
Edward echó la cabeza para atrás y soltó una sonora carcajada, cuyos ecos retumbaron
por toda la habitación y tal vez por el castillo entero. Un criado que casualmente pasaba por
el corredor hacia la cocina se detuvo para lanzarle una mirada llena de curiosidad. Un perro
que husmeaba en los rincones en busca de restos de comida alzó la cabeza y levantó las
orejas para oír mejor aquel extraño sonido. El solo pensamiento de que su Ángel, de piel tan
suave y labios tan sensuales, pudiera asemejarse a una bestia demoníaca le pareció sencilla y
llanamente ridículo. El único brillo que había visto en sus ojos era la luz del deseo.
Jasper abrió la boca.
—Yo…
—¿Crees lo que dice ese idiota? ¿Sabes lo que, en realidad, hace esa mujer? —le
preguntó Edward, poniéndose las manos sobre el abdomen, que aún le dolía por las
carcajadas.
—¿Aparte de aterrorizar a ese hombre, quieres decir? ¡Me sorprende que no haya
desplegado sus alas para marcharse hace tiempo!
—¡Qué barbaridad! Incluso hasta aquí, donde la tengo presa entre mis propios muros,
la persigue la leyenda. ¡Y yo pensé que eran sus hermanos los que habían difundido aquellas
mentiras!
—¿Entonces no crees que sea un demonio? —dijo Jasper, apartando la vista de su
señor
—Por todos los cielos, ¡no! —gritó Edward, cuyo genio se hizo más sombrío al ver la
seriedad que había en los ojos de Jasper—. Y no podrás decirme que tú, todo un guerrero,
todo un caballero del reino, ¡todavía crees en demonios!… Sea o no sea un demonio, tan
pronto regrese el mensajero de Francia con la noticia de que su rey le ha vuelto la espalda,
será mía. Y lo será en mis términos.

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Capítulo 31

Leah irrumpió en la alcoba de Bella antes de que amaneciera.


—Vamos a tener un lindo día —exclamó revoloteando alrededor de la joven como si
fuera una gallina.
Bella se desperezó y miró a Leah, que continuó su monólogo:
—Te lo puedo decir porque el granjero Naughton aún está dormido. Si fuera a llover, el
hombre ya estaría atendiendo a sus animales. Tiene un maldito sexto sentido para esas
cosas.
Bella gruñó y enterró la cabeza en la almohada. No quería abandonar el calor y la
calma del sueño. Y entonces, entre la neblina de sus sentidos aún adormilados, se dio cuenta
de que Leah ya no estaba hablando. Levantó los ojos hacia ella y vio que se encontraba en
pie al borde de su cama, con las manos cruzadas sobre el estómago.
—Yo… yo quería darte las gracias —dijo Leah algo contrita, mirando a Bella con tanto
aire de culpa que esta última sintió espontánea simpatía por la sirvienta—. Por poco te
flagelan —continuó diciendo cuando Bella se sentó en la cama—, y fui yo quien… fui yo
quien puso la daga en la bandeja. Lo hice porque… bien, lo hice porque el maldito pan de
aquí a veces es tan duro como una piedra. Y porque estabas enferma. Nunca pensé que…
—No te preocupes, Leah. No se lo diré a nadie —la tranquilizó Bella, sonriente.
—Gracias —contestó la criada, y en ese momento se oyeron unos golpes en la puerta.
Tres mujeres jóvenes entraron en la alcoba, llevando cada una un bello vestido.
Bella contempló los movimientos nerviosos de Leah al recibir los vestidos. Pensó que la
sirvienta no acababa de creerla.
Se incorporó y sintió una inexplicable angustia. Salió de la cama y se aproximó a la
compungida sirvienta. Pero no la veía a ella, sino otra cosa.
La viva imagen de su hermana Ángela, pequeña y bien vestida, plantada delante de su
guardarropa en el castillo de su padre, apareció en la mente de Bella. La vio revolver los
trajes que colgaban de su armario y oyó cómo su voz decepcionada le decía que no tenía
nada que ponerse.
Al cabo de unos instantes la hizo volver a la realidad Leah, que habló de nuevo,
frotándose nerviosamente las manos.
—Mi señor vendrá a por ti —dijo con la voz quebrada, dejando ver su ansiedad.
Bella dio un paso hacia ella y le cogió las manos, tratando de calmarla.
—Lo sé —le dijo tranquilamente.
Miró los vestidos y escogió el que tenía más cerca. Era un traje azul claro, adornado
con brocados de seda, con una capa de terciopelo azul oscuro. Bella vio de reojo que una de
las criadas se encogía de hombros cuando ella tomaba el vestido entre sus manos. Leah las
despachó, a ella y a sus compañeras, con un gesto impaciente y ayudó a Bella a quitarse el
camisón.
—Deberías ser más amable con él —le dijo con un tono suave, lleno de prudencia—.
Te salvó la vida.
Pero Bella no escuchó sus palabras. Se sentó en la cama, al lado del vestido, y bajó la
cabeza.

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—Tengo que hacerte una pregunta, Leah.
La nerviosa sirvienta se puso pálida.
—Es importante para mí. Si no lo fuera, no te lo preguntaría.
—No haré nada que vaya en contra de mi señor ni de mi reino —declaró con cierta
rigidez.
Bella arrugó la frente, confundida, y alzó la vista hacia la mujer.
—La batalla —dijo finalmente—. Debo saberlo. ¿Quién la ganó?
—Nosotros, por supuesto.
Bella y Leah oyeron una voz que se acercaba, e instantes después vieron que Jasper
entraba a la habitación. Mientras Bella, a medio vestir aún, buscaba casi a tientas una manta
de la cama para cubrirse, Leah dio un pasó hacia él.
—¡Fuera, granuja! —le gritó—. Mi señor dio órdenes estrictas de…
—De bañarla y vestirla —la interrumpió Jasper—, y no de contestar cada una de las
malditas preguntas que hace. De modo que ve a traer la bañera y ordénales a los sirvientes
que la llenen de agua —agregó acercándose a la cama.
Bella se irguió, orgullosa, y le desafió con la mirada.
Leah negó con la cabeza.
—No puedo dejarla sola con personas como tú.
—¡Ahora mismo! —estalló Jasper.
Leah protestó en voz baja, se dio la vuelta y se encaminó hacia la puerta.
Bella vio el odio latente en los ojos de Jasper y se preparó para el duelo verbal.
—Acabamos con tu precioso ejército francés, ya que tanto interés tienes por saber lo
ocurrido —gruñó Jasper.
Bella lo desafió más aún con la mirada, se dio cuenta de que estaba destapada y se
cubrió los pechos.
—No te creo.
—Puedes creer lo que quieras.
Bella había estado a punto de preguntarle a Leah por sus hermanos, pero ahora estaba
decidida a no hacerle la misma pregunta a Jasper, quien dio un paso más hacia ella. Acarició
con sus dedos el vestido de seda que había quedado encima de la cama, y Bella se sintió en
cierto modo violada. Se puso enormemente tensa.
—Tus malditos soldados, tan traicioneros como siempre, atacaron por la retaguardia.
Mataron a nuestros escuderos y quemaron nuestros suministros.
La indignación creció vertiginosamente en el interior de la joven guerrera. Hablaba con
sordo dolor, no podía evitarlo. Algo le decía que el inglés no mentía, pero su corazón se
negaba a reconocer que sus tropas hubieran cometido semejante atrocidad.
—En respuesta, el rey Aro ordenó ejecutar a todos los prisioneros franceses.
—¿Qué? —balbuceó ella, cada vez más conmocionada—. ¡No puede ser!
¡Sus hermanos! Estaba segura de que a Jacob lo habían capturado, ya que alcanzó a
ver con sus propios ojos que una flecha lo derribaba del caballo.
—¡Mentiroso! —gritó furiosa y asustada al mismo tiempo.
Jasper levantó la cabeza. Para sorpresa de Bella, sus ojos ahora estaban tristes, y
parecían rodeados de sombras de duda y confusión. Durante un momento, se quedó
ensimismado. Aún acariciaba el vestido, y ella seguía cubriéndose con la manta. Finalmente,
Jasper habló:
—Ningún guerrero debería morir así.
—No puede ser —repitió Bella, descorazonada—. De ser cierto lo que dices, yo
también estaría muerta.

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Los ojos de Jasper se endurecieron y el odio volvió a ellos.
—Deberías estarlo, en efecto.
Bella parpadeó, sintiendo que su corazón se desangraba en medio de la angustia.
Todos los prisioneros muertos. Los franceses derrotados. Toda aquella arrogancia de los
nobles había significado, finalmente, su caída.
Sin duda, tuvieron que capturar a Jacob. Pero no podían matarle, era imposible que
alguien hiciera eso… No podía estar muerto. Ella nunca lo creería. Sin embargo, la escena de
los cadáveres caídos en el campo de batalla y pisoteados por los cascos de los caballos volvió
a aparecer en su mente. Bella, siempre tapándose el pecho, dio la espalda a Jasper, con la
esperanza de ocultar su desazón y su miedo. La angustia se aferró a su corazón,
exprimiéndolo hasta amenazar con detener su latido.
Jacob… Y Emmett… Había sentido tanta ira hacia Emmett… ¡Nunca lo había perdonado
por la forma en que trató a Edward, y no era justo que hubiera muerto sin darle la
oportunidad de hacerlo!
La desesperación comenzó a dominarla. Notó que le flojeaban las piernas, sin poder
evitarlo, y sus hombros se desplomaron incluso cuando quiso mantenerlos derechos. Los
pensamientos se agolpaban en su cabeza, danzaban a una velocidad delirante. No era capaz
de discernir quiénes eran más bárbaros, si los ingleses o los franceses, y eso la
desconcertaba. ¿Cómo podía estar segura de que había sido el condestable quien dio la
orden de matar a los escuderos ingleses? ¿No sería más bien cosa de algunos caballeros que
querían vengarse?
Ya no tenía certezas de ninguna especie.
La puerta se abrió y entró Leah con un grupo de sirvientes que llevaban cubos de agua,
seguidos por otros dos que cargaban una tina de madera. Ella, presa de la angustia, se
encontraba sin aliento, como si hubiera corrido desde Francia y acabara de llegar.
Con una última mirada a Bella, Jasper se retiró de la habitación.
Bella ni siquiera se dio cuenta de que había salido. Levantó la cabeza y vio que los
sirvientes alzaban los cubos y echaban el agua a la tina. El vapor subió y llenó el aire, y las
nubéculas blancas llegaron enseguida hasta el techo.
Leah se le acercó. Abrió la boca, como si fuera a decir algo, pero al ver la tormenta
desatada en los ojos de Bella la cerró de inmediato y arrugó la frente.
—¿Te tocó ese maldito canalla? —preguntó atemorizada.
Bella negó con la cabeza.
—Lo siento, Leah —le dijo—, pero no permitiré que me bañes.
—¡Pero, Dios mío! —exclamó Leah, aunque sus palabras se desintegraron al ver de
nuevo la cara agonizante de Bella—. Estás pálida. ¿No será que la enfermedad te está
atacando de nuevo? Le diré al Príncipe que no podrás cenar con él.
Bella se sentó al borde de la cama, dejando caer sus manos en el regazo. Sus
hermanos… sus soldados… ¿Qué habría sido de ellos? Tenía que saberlo. Había visto la flecha
clavada en el estómago de Jacob, y la sangrienta escena pasaba por su mente una y otra vez.
Emmett lo habría salvado, sin duda. Seguro que lo había llevado a un lugar seguro, no
podía ser de otra manera… Aunque a ella no la había salvado, ni intentó tampoco llevarla a
un lugar seguro.
Oyó que Leah daba palmadas para ordenar a los sirvientes que abandonaran el cuarto.
Por fin estaba sola. El miedo devoraba su alma, e incluso su cuerpo, como si quisiera
dominarla del todo, pero trató de controlarse y se puso de pie, dejando a un lado los
terribles pensamientos. Caminó hasta la ventana y se quedó mirando los muros del castillo,
los techos de las casas de la aldea y, a lo lejos, los campos de labranza.

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Se acordó de que una vez, cuando era más joven, había ido a mirar a los hombres que
practicaban con sus espadas. Jacob estaba allí, joven y apuesto. De pronto se detuvo para
hablar con una de las mujeres solteras de la aldea, y Bella sintió rabia y celos por las
atenciones que le prodigaba. ¿Por qué su hermano ni siquiera había notado que ella estaba
allí, observando las prácticas militares? Bella se interpuso entre su hermano y la muchacha,
exigiéndole que reanudara el entrenamiento, y Jacob la había mirado con humor, tolerancia
y fraternal comprensión.
Ella había renunciado a casarse y a tener una familia para poder pelear a su lado.
Nunca tendría una familia propia. Le admiraba tanto. «No, no está muerto», pensó, y se
retiró de la ventana.
Pero las imágenes de la bella cara de Jacob pasaban y pasaban por sus ojos. ¿Y si lo
está?, preguntó una tenue voz dentro de ella. ¿Y qué habría sido de Emmett? Sintió una
terrible cólera hacia él, al pensar en el día en que había quemado en la hoguera el que todos
creían que era el cuerpo de Edward. No podía aceptar que hubiera muerto sin darle las
debidas explicaciones. Tenía que perdonarlo. Debían reconciliarse. Tenía que hablar con él
de nuevo. ¡No podía ser cierto! ¿Sería verdad que sus hermanos habían asesinado a traición
a los escuderos ingleses?
En cierto instante se dio cuenta de que estaba mirando el tapiz del hombre de los
cuernos; su sonrisa burlona, sus ojos de sabiondo. Era la viva imagen de Edward.
Él sabía lo ocurrido. Él tenía las respuestas.
Bella corrió hasta la puerta y la abrió, dispuesta a ir a buscarlo al gran salón, pero se
estrelló contra un muro de músculos que le cerraba el paso. Era el mismísimo Edward, que
estaba delante de ella. El temor y la angustia nublaban el entendimiento de la muchacha, y
tal vez por eso no pudo apreciar la expresión oscura y tormentosa que nublaba el rostro de
su amado enemigo.
—¿Tratando de escapar de nuevo? —le preguntó.
—No. Yo… iba a buscarte a ti —contestó volviendo al cuarto.
—¿Vestida de esa manera?
Bella se dio cuenta de que se había puesto una camisa estrecha y medio transparente
antes de acercarse a la ventana.
—Yo… yo… —y su voz murió al volver los ojos hacia él. Cruzó los brazos por encima de
los senos, comprendió que sus manos temblaban, sintió que su resolución se debilitaba y las
lágrimas salieron, incontenibles, de sus ojos.
Preocupado, Edward dio un paso hacia ella.
—¿Estás enferma?
—Edward… —dijo tragando pasando saliva—. Mis hermanos…
Edward se quedó paralizado al oír aquellas palabras.
—¿Dónde están?
Algo parecido al temor cruzó por la cara de Edward antes de que la rabia le arrugara la
frente.
—Están muertos —dijo al fin.
Sus palabras, pronunciadas en un tono frío, la hicieron retroceder espantada, con la
cara pálida, y se dejó caer sobre la cama como una flor marchita.
Edward se acercó a ella, pero Bella no lo notó. Muertos. Sus hermanos. Sintió que todo
su ser, físico y espiritual, empezaba a temblar.
—¿Lágrimas, Ángel? ¿Es así como los franceses afrontan la derrota?
Estupefacta, Bella lo miró como si él la hubiera abofeteado. Su sarcasmo la sacó de
quicio.

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—O tal vez lo aprendiste de tus hermanos —continuó diciendo Edward—. De otra
manera, ¿por qué permitían que fueras tú quien mandara el ejército? ¿Es que no eran lo
suficientemente hombres?
La boca de Bella se cerró despacio y la ira coloreó sus mejillas. Su vulnerabilidad
desapareció detrás de una máscara de desprecio.
Edward parecía satisfecho consigo mismo, y una ligera sonrisa curvaba sus labios.
—Y ahora, báñate y vístete.
Bella se quedó absolutamente quieta, mirándolo con ojos duros. Apretó los dientes y
le lanzó llamas abrasadoras con la mirada. Tomo aire despacio y replicó con temeraria
franqueza:
—No cenaría contigo aunque fueras el rey de Francia.
Edward dibujó una condescendiente y despectiva sonrisa.
—No lo soy. Y sin embargo, cenarás conmigo.
Bella abrió la boca para responder, pero él levantó una mano y la redujo al silencio.
—Aunque tenga que obligarte a comer, trozo a trozo, cenarás conmigo. No tengas la
menor duda.
Bella entornó los ojos, medio ciega de ira.
—Volveré a recogerte en media hora —le ordenó—. Espero que estés lista —dijo, y
caminó hasta la puerta.
Bella vio cómo se alejaba derrochando confianza y arrogancia. La rabia consumió su
cuerpo y tiñó sus emociones de dolor y de pena, e incluso de amor, hasta que todas ellas se
transformaron una sola: el odio. Quería vengarse de él por haber mostrado tanta frialdad
cuando lo que ella necesitaba era cariño. Su voz salió de su garganta con la suavidad del
terciopelo:
—Y pensar que alguna vez quise que me respaldaras y me dijeras que todo estaba
bien…
Edward se quedó frío.
—Y pensar que alguna vez quise que me abrazaras…
Lentamente, como impulsado por sus palabras suaves y delicadas, se volvió hacia ella.
Estaba sentada encima de la cama, su cama al fin y al cabo, y lo miraba con ojos luminosos,
del color del mar.
—Y pensar que alguna vez quise que me tocaras…
Edward, como hipnotizado por aquella letanía de reproches, dio un paso hacia ella.
—Todo aquello ahora me produce náuseas —concluyó Bella, y una sonrisa calculada
apareció en sus labios.
Al verla sonreír, Edward se puso en guardia. Sus ojos verdes ardían. Giró sobre sí
mismo y salió del cuarto, dando un violento portazo.

* * *
Edward se encontraba frente a la puerta de las mazmorras, mirando a través de la
ventana enrejada hacia la oscuridad que reinaba allí dentro. El pasillo estaba húmedo y la
ropa se le pegaba a la piel. Podía oír el rítmico y obsesivo golpeteo de las gotas de agua que
caían de las cavernosas bóvedas. Un insoportable olor a moho, a decadencia y a orines lo
asaltaba por todas partes. Pero el frío, la oscuridad, la hediondez, todo se desvaneció para él
cuando sus ojos verdes escrutaron la celda.
Vio que una sombra se movía sin descanso.
Se puso involuntariamente tenso. Trató de aliviar los calambres que sentía en los

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músculos, pero debían de originarlos sus sentimientos de culpa, y no podía controlarlos.
Pensó que debía decirle la verdad a ella.
No obstante, sabía que no podía contarle nada. Ni ahora ni nunca. El hombre, la
sombra que se movía dentro de la celda, parecía un salvaje, un loco. Un loco peligroso. No
quería que Bella lo viera así. Era mejor que lo recordara como había sido alguna vez.
La sombra dejó de pasearse de un lado para otro, y Edward vio que levantaba la
cabeza. La antorcha del corredor iluminó sus ojos enloquecidos. Los ojos de Edward se
achicaron cuando el prisionero lo llamó:
—¿Príncipe? ¿Eres tú?
Edward no se movió, ni siquiera cuando el prisionero se abalanzó sobre él, con las
manos extendidas hacia su garganta, hasta que se estrelló contra la puerta que los separaba.
—¡Te mataré! —le gritó—. ¡Aunque sea lo último que haga en la vida!
Edward se quedó quieto durante un momento, mirándolo con los ojos en blanco, y
luego dio la espalda a Emmett de Swan.

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Capítulo 32

El dolor que consumía las entrañas de Bella la dejó decaída. Se había puesto el traje
adornado con brocados de seda y se había preparado para desayunar. Ahora estaba
peinándose como un autómata las suaves ondulaciones de su pelo, que colgaban alrededor
de su cara como una enredadera.
Se levantó y caminó hasta la ventana. El cielo estaba azul y el sol le calentó las mejillas.
Afuera, la gente se movía en sus quehaceres cotidianos, entrando y saliendo del castillo.
Bella se inclinó hacia delante, con las palmas de las manos apoyadas en el borde, y vio que
un grupo de niños, allá abajo, corría de un lado para otro, en medio de sus juegos, y que un
hombre conducía un rebaño de ovejas hacia los portones. Después, todo volvió a la
tranquilidad de siempre. Bella estaba a punto de volver al interior de la habitación cuando
sus ojos creyeron captar un extraño movimiento, algo en las sombras del muro exterior del
castillo. Aguzó la vista, mirando con atención, pero los segundos pasaron y no distinguió
absolutamente nada.
Se enderezaba ya, decidida a seguir preparándose para el encuentro con Edward,
cuando un hombre salió de las sombras y se desplazó hasta la cegadora luz de la mañana.
Sorprendida, se retiró hacia la seguridad de su cuarto. Aquella piel de alabastro era
inconfundible. ¡Se trataba de Brandy Vignon, su explorador, el hombre que había vuelto a
capturar a Edward después del incendio! ¿Qué estaba haciendo allí?
Bella se recostó contra la pared, llevándose una mano al corazón. ¡Vignon! Después de
un momento, las dudas se atropellaron en su mente y bajó la mano. Tal vez no era él. Al fin y
al cabo, ¿qué podría estar haciendo en Inglaterra? ¿Había ido a rescatarla? Bella miró por la
ventana una vez más, pero el hombre había desaparecido. Presionó aún más con las palmas
de las manos sobre las piedras para soportar el peso de su cuerpo al inclinarse sobre la
ventana.
La puerta de la habitación se abrió.
Bella se volvió, llena de sorpresa y curiosidad, esperando irracionalmente que Vignon
caminara hacia ella y la saludara. El que entró, sin embargo, fue Edward.
Los latidos de su corazón se aceleraron. Lo odiaba. Era un perro inglés que no tenía
nada que ofrecerle, se había repetido una y otra vez, preparándose para ese momento. Pero
ahora, enfrentada a su mirada abrasadora, su sangre hervía, ciertamente, aunque tenía que
reconocer que no era de rabia…
Rompiendo cualquier convención, el Príncipe de las Tinieblas llevaba a aquella hora
temprana una amplia túnica de algodón blanco, abierta en el cuello para revelar sólo un
pedazo de su pecho amplio y bronceado, suficiente, sin embargo, para encender la
imaginación de Bella, cuya mirada viajó por el resto de su cuerpo. Los músculos de sus
fuertes piernas eran claramente visibles debajo de los pantalones. Sus pies calzaban unas
botas negras de cuero que le llegaban hasta las rodillas. Estaba impresionante.
Bella sintió que le temblaban las piernas. Trató de recuperar la rabia que había sentido
el día anterior, quiso recordar el veneno de las palabras del inglés cuando ella le habló de la
muerte de sus hermanos. Pero él la estaba mirando con aquellos ojos verdes que inflamaban
cada centímetro de su cuerpo.

- 193 -
Edward extendió una mano hacia ella, con la palma hacia arriba. Era una silenciosa
invitación abierta a aceptar lo que le ofrecía, incluidas sus disculpas.
Durante un momento, ella se fijó en la mano y comenzó a atar cabos. «¿Qué estoy
haciendo?», pensó, y bajó la suya, que ya iba a responder, con tanta fuerza que se golpeó el
muslo. Levantó la barbilla, desafiándolo. Los azules ojos lanzaron llamaradas, que
amenazaban con incinerar a Edward.
Él cruzó la habitación en tres zancadas, hasta que se plantó delante de ella.
Bella tuvo que alzar la cabeza para poder encontrar su mirada, pero ello le permitió
sentir el ardor que emanaba de su cuerpo y vio cómo sus ojos oscuros y rabiosos se
derretían. Pensó que más que ojos eran pozos de aceite hirviendo.
Luego, la mano del Príncipe se alzó. Bella, tan próxima a su cuerpo, pudo percibir el
movimiento de los músculos masculinos. Iba a tocarla, iba a poner su cálida mano sobre su
cuerpo. Esperó, sin apartar nunca la vista de sus ojos, la llegada de sus tiernas caricias.
Y esperó en vano.
Finalmente, le miró la mano. Estaba cerca de su hombro, con la palma hacia arriba,
esperando pacientemente la suya. Ella debía, pues, tomar la iniciativa, pues él no estaba
dispuesto a hacerlo.
Bella se separó de él, incapaz de resistir tanta arrogancia, y en cuanto le dio la espalda,
oyó su voz divertida:
—Bella…
Se negó a responder y, en vez de ello, se abrazó a sí misma, furiosa.
Un manto de silencio cayó sobre ellos durante largos segundos, y cuando la voz del
Príncipe volvió a sonar, a ella le pareció el más dulce y seductor de los susurros.
—Ángel…
Se volvió muy poco a poco, como si aún dudara. Su cuerpo cayó bajo el embrujo del
suave timbre de la voz de Edward, y ya no quiso romper el encanto. Esperaba encontrar
victoriosa soberbia y burla en sus ojos, pero su expresión la sorprendió. Era una expresión
cálida, delicada, cariñosa. Todo lo que ella siempre había amado en él. Allí brillaba todo lo
que ella siempre había necesitado de él… excepto, por supuesto, el amor. Confundida, Bella
se movió hacia lo que quería ver, hacia lo que necesitaba ver, en aquellas brumosas
profundidades. Le dio la mano.
El choque que sufrió su cuerpo al sentir el calor del hombre amado la estremeció de
pasión.
Edward vio que ella bajaba los ojos hasta las manos de ambos, ahora entrelazadas. El
gesto era simple, sobrio, recatado, inocente, y notó que el deseo le hacía viajar hasta alguna
región situada más allá de la razón. Sintió que aquella mano, la mano que él sostenía tan
cuidadosamente, tan frágil, comenzaba a temblar. Oh, Dios, cómo la deseaba… La estrechó
aún más, esforzándose por dominar el temblor que le asaltaba.
Alarmada, Bella levantó la mirada hacia él, interrogándolo con los ojos.
Edward miró hacia la puerta y, rápidamente, colocó la mano de ella debajo de su
brazo.
Cuando comenzaron a moverse, Bella sintió la sutil presión de sus músculos al hacer el
gesto de abrir la puerta. El pecho de Edward rozó sus manos y ella suspiró.
Él se detuvo un momento para mirarla, pero cuando vio que ella no le devolvía la
mirada, continuó el camino.
La puerta se abrió y una oleada de aire fresco, que olía vagamente a flores, envolvió a
Bella. Se detuvo en el umbral de la puerta, inhalando aquel estimulante perfume.
Edward volvió a mirarla. Creyó ver en sus ojos un rastro de agitación y la tranquilizó.

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—No debes preocuparte. Nadie te tocará mientras estés a mi lado.
Bella frunció el ceño. ¿Preocupación por si la tocaban? No había pensado en eso. Al
menos desde que Edward había entrado a su alcoba. Pero ahora, cuando sacaba a relucir el
tema, sabía que ciertamente debía estar preocupada. La última vez que había entrado en su
salón, había sido asaltada y ridiculizada.
De pronto, Bella perdió cualquier deseo de abandonar la seguridad que su cuarto le
ofrecía.
—Nadie te hará daño, Bella. Tienes mi palabra —le dijo Edward con suavidad.
Ante su tierna sinceridad, la joven sintió que algunas de sus dudas se desvanecían y se
dejó guiar por el pasillo.
Las puertas del gran salón estaban abiertas y un ruidoso alboroto se escuchaba en su
interior.
Bella miró de reojo a su acompañante y él le apretó la mano para darle ánimos.
Entraron juntos al enorme salón. Inglaterra y Francia, el Príncipe de las Tinieblas y el
Ángel de la Muerte. Inmediatamente, las conversaciones cesaron y todos los ojos se
dirigieron a ellos. Edward la condujo hasta el centro de la estancia para colocarla en el
asiento que había ocupado antes, entre sus hombres.
Cuando Bella levantó la mirada, vio que Jasper estaba sentado frente a ella. Se dio
cuenta de que en realidad no la veía a ella, sino a un enemigo, o mejor dicho, su enemigo.
Apartó la vista de él y entonces notó que el asiento de Peter estaba ocupado por…
¡Su boca se abrió y sus ojos quedaron fijos en los de Brandy Vignon! Se dejó caer,
estupefacta, en su asiento, cerrando rápidamente la boca, y desvió los ojos, incapaz de mirar
a su compatriota.
¡No había estado imaginando cosas raras! ¿Por qué se encontraba allí? ¿Era un espía?
¿Era un agente inglés?
Cuando Edward se fue de su lado, ella siguió sus movimientos hasta que lo vio llegar a
la mesa principal, al otro lado del salón. Bella miró a su alrededor y se dio cuenta de que a su
lado se sentaban las mismas dos mujeres que habían estado allí en la anterior ocasión. Su
ánimo se hundió. Las prostitutas de Edward aún ocupaban un puesto de honor. De pronto se
sintió el ser más miserable del mundo. Desvió su mirada de las mujeres y sus ojos se
encontraron con los de Jasper. Durante un momento, el dolor se reflejó claramente en su
cara, antes de que pudiera enmascararlo tras un manto de indiferencia.
Jasper frunció el ceño cuando Bella le devolvió la mirada con el mentón ligeramente
levantado y los hombros echados hacia atrás, con orgullo.
Bella podía sentir la terrible mirada de Jasper sobre ella. Sintió la presión del silencio
reinante y el peso del mudo odio de aquel caballero. La mirada de Bella se movió más allá de
Jasper para buscar a las personas que había a su alrededor. Aunque ignoraba a Vignon a
propósito, no podía dejar de preguntarse qué estaría haciendo allí. ¿Sería un traidor?
¿Habría depositado su confianza en un espía?
Entonces, cerca de la puerta trasera del salón, distinguió a Leah entre un grupo de
sirvientes que portaban bandejas y jarrones de cerveza. Cuando notó que Bella la miraba, los
labios de Leah sonrieron, como para darle ánimos, antes de desaparecer tras las grandes
puertas dobles.
El corazón de Bella cantó de alegría. Había hecho una amiga entre aquellas personas
que tanto la odiaban y tanto la despreciaban. Luego, como una piedra pesada que se estrella
contra la tierra, la culpa cayó sobre sus hombros. No pudo resistir más y volvió los ojos hacia
Vignon, quien sorbía cerveza de su copa. Su simple visión era para ella el recuerdo de
Francia. De sus hombres, de su deber, de su honor. Debía tratar, más decididamente que

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nunca, de escapar.
Repentinamente, algo la hizo inquietarse y prestar atención a la parte delantera del
gran salón.
La mirada de Edward estaba concentrada en ella. Parecía que la estaba estudiando con
atención. ¿Habría captado, por algún extraño sexto sentido, su reacción ante Vignon? ¿Era
Vignon, en efecto, inglés? ¿Había sido un espía en su propio campamento? ¿Era todo esto
una especie de prueba de su lealtad? Y si esto era así, ¿quién la estaba poniendo a prueba:
Edward o Francia? Sabía que su última pregunta permanecería sin respuesta y dirigió su
atención hacia la escena que tenía delante.
Bella echó un vistazo a la mesa y encontró que, extrañamente, se hallaba desprovista
de cubiertos. De nuevo alzó sus ojos hacia Edward. Todavía la miraba con atención, pero una
expresión divertida se reflejaba en sus rasgos. Notó movimiento en la parte de atrás del
salón y volvió la cabeza. Los sirvientes estaban comenzando a traer grandes cestas de pan.
Una muchacha se inclinó sobre Bella para colocar la cesta en el centro de la mesa. El
estómago de Bella rugió a la vista de las pequeñas rodajas que se apilaban las unas encima
de las otras. Tan pronto como la muchacha se retiró, Bella extendió la mano para coger un
pedazo de pan. No había llegado ni a la mitad del trayecto hacia la cesta cuando la
sorprendió un gruñido. Miró hacia el ruido y vio que un hombre de apariencia salvaje,
sentado a su derecha, se abalanzaba sobre el alimento.
Bella retiró la mano con rapidez, segundos antes de que otros hombres siguieran el
ejemplo del primero. Los asientos crujieron y muchos se cayeron al suelo, el salón se llenó
de gritos salvajes y ella se encogió, aislándose del espectáculo tanto como su asiento se lo
permitió. Luego los hombres volvieron a sus sitios, cada uno con un pedazo de pan. El
estómago de Bella la llamó de nuevo y, cuando la tempestad ya había pasado, acercó su
mano otra vez a la cesta.
¡Estaba vacía!
Se recostó en su asiento, estupefacta. Sólo unos segundos antes, la cesta estaba llena.
De no ser por las migas que quedaban encima de la mesa, Bella habría jurado que sus ojos la
estaban engañando. «Son unos despreciables bárbaros», pensó. Movió los dedos de ambas
manos, como en preparación del próximo asalto. Volvió a mirar a Edward. Aún tenía los ojos
fijos en ella, mientras masticaba con desgana un pedazo de pan. Bella le frunció el ceño. Su
estómago hambriento volvió a urgirla cuando sus ojos vieron cómo algunos pedazos de pan
caían de las bocas de los hombres hasta la mesa y, después, hasta el suelo, donde los perros
los devoraban y no dejaban ni las migajas.
Sus ojos se dirigieron entonces a Vignon. Sostenía un pedazo de pan en cada mano, y
comía con una tenacidad que la sorprendió. Obviamente, no era la primera vez que asistía a
una de estas grotescas ceremonias.
Su cabeza giró hacia un lado al escuchar otro gruñido similar al de un rato antes. Notó
que mientras miraba a Edward habían llevado más pan, esta vez en trozos grandes. Como un
perro a punto de morirse de hambre al que se le tira un hueso, el soldado que estaba a su
izquierda engullía el pan que tenía entre las crispadas manos y miraba asustado a uno y otro
lado. Bella no daba crédito a lo que veía; juraría que sostenía, no dos trozos, sino dos
hogazas en sus grandes manos. Entonces se fijó en las caras de los hombres que estaban
sentados a su alrededor, notando que todos ellos mostraban la misma expresión salvaje y
que todos tenían dos, cuando no tres, hogazas.
Luego miró a Jasper. Sólo tenía una hogaza, y su cuerpo se curvaba sobre ella,
protegiéndola con su brazo herido como mejor podía.
Bella abrió la boca con un gesto de alarma. ¿Se estaban muriendo de hambre todas

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estas personas?
Su cabeza giró alrededor del salón, viendo con asco los modales, o la falta de modales
de aquellos bárbaros. Hasta que su mirada cayó sobre la parte trasera del salón. Entre las
sombras había hombres y mujeres moviéndose, caminando de aquí para allá, de allá para
acá. No comían. Una muchacha joven estaba sentada desganadamente, con sus delgadas
piernas cruzadas y mirando al frente, como sin ver, con sus grandes ojos. Parecía débil, ida.
No era la única. Bella se sintió confundida. «¿Qué está pasando aquí?», se preguntó.
Miró nuevamente a Jasper. Acababa de terminar el pan. «Puede que me odie, pero
nunca me ha mentido», se dijo.
—¿Por qué no comen los campesinos? —preguntó ella.
—Comen cuando nosotros terminamos —contestó Jasper, pasándose la manga por la
boca.
Los ojos de Bella se posaron en la cesta vacía. Su estómago volvió a dar la alarma y se
lo frotó con las manos de manera inconsciente.
—Ya no queda comida.
—Se comen los restos —replicó.
Una muchacha joven se acercó a Bella por encima del hombro para llenarle la copa.
Cuando se enderezó, el estómago de la muchacha chocó contra su brazo. Bella miró hacia
arriba y notó que tenía el abdomen protuberante. «¡Dios mío, pensó, la pobre muchacha
está embarazada! Y a juzgar por las apariencias, ¡a punto de dar a luz! Su barriga apenas le
permite doblar el cuerpo sobre la mesa». Cuando la joven sirvienta se inclinó para llenarle la
copa, Bella se la acercó, para que no tuviera que hacer demasiados esfuerzos.
La muchacha se detuvo y miró a Bella. En sus ojos castaños podía verse la sombra del
miedo. El Ángel de la Muerte sintió pena y decidió ayudarla a llenar otras copas. Dejó la suya
y decidió coger otra, pero no había acabado de empuñarla cuando una enorme mano peluda
cayó sobre sus dedos.
Los ojos sorprendidos de Bella subieron rápidamente por el brazo hasta alcanzar una
cara gruñona y desagradable. El hombre de su izquierda aún sostenía el pan en una mano y
la miraba. Sus ojos se achicaron y su mano le apretó aún más el puño. Durante un momento
nadie se movió.
La rabia estremeció el cuerpo de Bella. ¡El individuo aquel pensaba que ella le iba a
robar su propiedad! Por Dios, ¿para qué iba ella a querer su copa, si no era para
estampársela contra la cabeza? Bella se soltó enérgicamente de la mano del hombre, se
volvió hacia la muchacha y le extendió la copa.
Temblando, la criada levantó la garrafa y escanció. Cuando la cerveza llenó la copa,
Bella pudo ver que la sombra del hombre se alzaba detrás de ella. Cuando la muchacha
terminó, Bella se volvió y le entregó la copa al hombre. Las cejas del malencarado se alzaron
sorprendidas y confundidas.
Por el rabillo del ojo, Bella vio que Edward también se levantaba. Ella ignoró a los dos
hombres y cogió la siguiente copa. El caballero no protestó, y Bella llenó y le devolvió la copa
a su dueño en menos de un segundo. Se levantó, se acercó a todos los comensales y les llenó
sus respectivas copas. Sintió una mano gentil sobre su brazo y levantó la vista para ver que
Leah estaba a su lado. La enorme mujer le quitó la copa de las manos y le dijo:
—Regresa a tu sitio. Éste no es trabajo para una dama.
Bella se quedó mirándola durante un momento hasta que Leah sonrió e insistió:
—Vamos, mi señora, haz lo que te digo.
Indecisa, Bella regresó a su asiento. Sintió que todos los ojos estaban sobre ella y que
había sospecha y confusión en cada mirada. La ira le quemaba las venas. ¡Estos bárbaros!

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¿Acaso no sabían que una mujer embarazada debía ser respetada y honrada? Tenía que
andar con cuidado para no perder la vida que llevaba en sus entrañas. Pero los muy cerdos la
obligaban a inclinarse sobre ellos para servirles la cerveza, y no movían un dedo para
ayudarla.
Bella miró a Edward. Se estaba sentando de nuevo, pero había cierto brillo en sus ojos.
¿Era orgullo, o se trataba más de bien preocupación y duda? No podía estar segura, de modo
que siguió mirando a los soldados. La mayor parte de ellos ya había terminado de comer y la
miraban con ojos llenos de preguntas.
No sabían cómo juzgarla. ¡Lo podía ver en sus ojos! Estaban sorprendidos de que
hubiera ayudado a la sirvienta. La mujer era inglesa, después de todo, pero era una inglesa
del vulgo, a quien no se la trataba mejor que a los perros que husmeaban a los pies de
Edward. Bella sacudió la cabeza con tristeza.
De repente, la invasión de los criados comenzó de nuevo, llevaban bandejas de frutas
que otra vez pusieron en el centro de la mesa. Ella ni siquiera hizo esta vez el intento de
alcanzar alguna apetitosa manzana. Si el castigo de Edward era matarla de hambre, pensó,
que así fuera.
Se encogió de hombros cuando los hombres se abalanzaron sobre los montones de
frutas, atropellándose desesperadamente, y de pronto oyó otro gruñido, algo distinto de los
anteriores. Al principio, pensó que eran los perros, pero cuando miró vio que dos hombres
se levantaban de sus asientos y el uno extendía las manos hacia la garganta del otro. La
mesa se despejó instantáneamente y Bella fue sacada del asiento por un hombre de aspecto
salvaje que le dio un empujón que por poco la derriba. Era aterrador. Contuvo el aliento
cuando un puño se estrelló contra una mandíbula. Se oyó un crujido Los aullidos y gruñidos
parecían provenir de dos animales, no de dos hombres.
Bella miró a Edward. Estaba sentado en su asiento con los ojos puestos en ella. Sus
soldados luchaban por la comida y él… ¿por qué no hacía nada?
Entonces Tanya, una de las prostitutas, se inclinó sobre Edward, con una mano sobre
su hombro, y le susurró algo al oído. Los dos se volvieron hacia ella de nuevo. Edward asintió
con la cabeza y Bella sintió ganas de cortarle la garganta a la mujer por atreverse a poner sus
manos sobre él. Se quedó mirando fijamente a la fulana y vio que le acariciaba el brazo con
los dedos. Cuando volvió a prestar atención a los hombres que luchaban, estaban rodando
por el suelo, ya lejos de la mesa. Uno a uno, los soldados que habían estado a su alrededor
empezaron a regresar a sus asientos, ignorando la refriega.
Por enésima vez, miró a Edward. Él seguía mirándola a ella, esta vez mordiendo una
manzana. En su rostro había ahora una expresión divertida. Como quien no quiere la cosa,
dejó caer un trozo de la fruta a un lado de la mesa, donde los perros aguardaban
expectantes. El más joven y ágil saltó y agarró el trozo y se lo tragó entero.
Bella se dio cuenta de que era la única que permanecía en pie y, despacio, regresó a su
asiento. El siguiente plato fue un enorme cerdo asado que los criados sirvieron sobre un
asador. Bella vio que Edward se levantaba y se movía alrededor de la mesa, hacia el cerdo.
Contempló su cuerpo mientras caminaba: el ligero balanceo de sus brazos musculosos, el
andar confiado de sus piernas, la estrechez de sus pantalones sobre la protuberancia de…
Él le dio la espalda y los ojos de ella se dirigieron a sus firmes nalgas. Era el hombre
más atractivo que había conocido. Sintió que le ardía el sexo; la rabia se disipó y fue
reemplazada por una sensación ardiente, de soñadora pasión, al ver la hermosa fortaleza de
su cuerpo.
Una sonrisa traviesa curvó su graciosa boca. Era tan bien parecido que hubiera podido
quedarse todo el día mirándolo… siempre y cuando no se enterara.

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Luego, él se volvió de repente y la miró cuando ella menos lo esperaba.
Bella se sintió como un niño pillado en falta, y se puso pálida. ¡La había pillado
mirándolo a hurtadillas! Vio que una sonrisa de satisfacción se extendía por el rostro de
Edward, siempre tan bien pagado de sí mismo, y deseó estar muerta. Deseó poder
desaparecer. Y también deseó pasar su mano por aquellos músculos redondeados. Se quedó
atónita. ¿De dónde había salido ese último pensamiento? Bajó rápidamente los ojos hacia la
mesa, y cuando los volvió a levantar con cautela, Edward caminaba hacia su asiento. Llevaba
un plato en la mano, y sobre el plato había un pedazo de cerdo asado. Bella vio que la
espalda de Victoria se enderezaba con vanidad cuando él se detuvo delante de ella y puso un
trozo de carne en su plato. Bella se sintió triste mientras Victoria le dirigía una arrogante y
victoriosa mirada.
Edward se movió después hacia Tanya, quien le sonreía tímidamente, y dejó caer un
buen pedazo de cerdo en su plato. Bella se sintió desilusionada al comprobar que el dolor la
atormentaba por dentro; se forzó a sí misma a cubrirse con una máscara impasible,
esperando revelar un total desinterés por todo aquello.
Edward se volvió finalmente hacia ella, y la dejó clavada en el asiento con sus ojos
verdes. La joven confiaba en que el dolor que sentía no se manifestara en los rasgos de su
cara, pero entonces la asaltaron terribles imágenes: la mano de Tanya acariciando el brazo
de Edward… «Es su amante», pensó sobresaltada. Estaba segura de que lo había consolado
mientras ella se recobraba de las heridas. Sintió que un infinito dolor le subía por la garganta
y luchó desesperadamente para que no se hiciese visible en su rostro. Se dijo a sí misma una
y otra vez que no le importaba. Pero sí le importaba.
Algo cruzó por la cara de Edward cuando se quedó mirándola, y luego vio que
caminaba hacia ella. Sus poderosas piernas lo conducían rápidamente a través del espacio
que los separaba. Cuando se paró delante de ella, Bella levantó la cabeza y lo miró con
altanera indiferencia.
Una sonrisa curvó sus labios y la joven sintió que su corazón se derretía. Él levantó una
respetable porción de carne y la sostuvo delante de ella.
Fuertes murmullos se extendieron como un incendio incontrolable a lo largo de las
mesas del salón.
A Bella se le hizo la boca agua, su estómago protestó. Edward esperó pacientemente a
que ella levantara las manos para llegar hasta el pedazo de cerdo. La chica casi no pudo
resistir el impulso de arrebatárselo. Se pasó la lengua por los labios y levantó los ojos hacia
él.
—Gracias —murmuró, tan suavemente que sólo los caballeros más cercanos pudieron
oírla.
Los ojos de Edward le sonrieron, brillando a la luz de las antorchas. Se volvió y se fue
para su asiento.
No había terminado de sentarse cuando una especie de explosión sacudió a todos los
presentes. Todos los hombres se abalanzaron sobre el centro del salón y comenzaron a
agarrar pedazos de carne que cortaban con sus dagas. Eran como hormigas luchando por
engullir una pequeña miga de pan.
Bella se sintió impresionada por el horrible espectáculo: los hombres se aglomeraban
alrededor del asador, los más fuertes delante, empujándose los unos a los otros. Cuando
uno terminaba y se apartaba, el siguiente más fuerte tomaba su lugar. Las peleas eran
constantes, pues nadie reconocía la fuerza del otro hasta que no era vencido.
Bella probó un pedazo de su carne y luego otro. Se sentía fuera de lugar, comiendo de
forma tan recatada, y cuando mordió el tercer trozo se fijó en los campesinos. Estaban como

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ocultos tras las sombras de la parte de atrás del salón, alrededor de los hombres y de lo que
iba quedando de la carne, esperando su oportunidad.
«Seguramente habrá otra comida, otras sobras para los campesinos», pensó. Pero
cuando aquellas pobres gentes se acercaron más y más, con los ojos ansiosos, en espera de
encontrar siquiera una migaja, Bella comprendió que ésta era su única comida. La rabia se
apoderó de ella y se levantó despacio. Vio que uno de los campesinos extendía la mano
hacia el cerdo para desgarrar un pedazo de carne. El soldado más cercano gruñó antes de
cruzarle la cara con una terrible bofetada.
Bella abrió la boca. No podía creer lo que veía.
—Se comen lo que queda. Así son nuestras costumbres —le dijo el hombre que, a su
izquierda, se llevaba un trozo de carne a la boca.
—¿Quieres decir que aquí los campesinos no viven mejor que los perros? —preguntó
Bella—. He visto que a estos últimos al menos les tiran algo de comer.
—El más fuerte sobrevive —dijo el hombre, pasándose la mano por la boca.
Bella se alejó de la mesa. No quería seguir viendo más. No entendía por qué actuaban
de esa manera. Caminó hasta las puertas, sintiéndose asqueada. Nadie debería sufrir a causa
del hambre, pensó. A menos que, por alguna razón, las tierras de Edward no fueran
prósperas.
Mientras se aproximaba a las gigantescas puertas de madera, captó un movimiento
por el rabillo del ojo y volvió la vista. Allí, entre las sombras, escondiéndose detrás de un
banco caído, había un muchacho. Su pelo era descolorido y sus ropas le quedaban
demasiado pequeñas. Miraba a Bella con hambre y con los ojos vacíos. Bella cayó en la
cuenta de lo que estaba mirando. Se sorprendió al comprobar que aún sostenía su pedazo
de cerdo en la mano, e inmediatamente le ofreció la carne al chico. El muchacho avanzó
hacia ella relamiéndose.
De repente, alguien la agarró del brazo. Levantó la vista y se encontró con la mirada
oscura de Edward. El muchacho saltó hacia atrás, buscando refugio detrás de la mesa.
—Esa es tu comida —le dijo Edward a ella—. Si la desprecias no habrá más.
Bella se soltó.
—Se está muriendo de hambre —contestó ella, y de nuevo alargó el brazo para
ofrecerle la carne al muchacho, quien vaciló esta vez, mirando a Edward con cara de
súplica—. Ven —lo tranquilizó Bella—. No hay problema.
El chico dio un tembloroso paso hacia delante. Sus ojos azorados miraban a Bella.
—Toma —añadió, y estiró la mano hacia el muchacho, quien le arrebató de pronto la
carne y corrió a esconderse detrás del banco, para comérsela antes de que alguien se la
quitase.
Bella se enderezó con una sonrisa en los labios. Miró al muchacho durante un
momento, hasta que estuvo segura de que había dado buena cuenta de su pedazo de cerdo
asado. Luego miró a Edward, que la contemplaba con un rostro desprovisto de expresión.
—¿Todos los niños de este castillo están así de desnutridos? —preguntó con suavidad.
Edward levantó ligeramente los hombros sin dejar de mirarla.
—Los más fuertes no —dijo.
—¿Pero por qué? ¿Acaso no dan fruto tus tierras?
—Hemos tenido la mejor cosecha en muchos años.
—Tus gentes viven como salvajes —murmuró con dureza, de manera que sólo él
pudiera escucharla—. ¿Cómo es posible que tengáis la costumbre de luchar por la comida?
Nunca había visto tanta barbarie.
El cuerpo de Edward se puso rígido. Apretó los dientes y entornó amenazadoramente

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los ojos.
—Si así piensas, tienes suerte —le contestó—, ya que te irás pronto.
Bella sintió una opresión en el pecho. Aquellas palabras la habían aturdido. No había
querido insultarlo. Y sin embargo, tampoco tenía derecho a sentirse herida. Ella no
significaba nada para él, no era más que una de sus muchas conquistas. Lo había dejado
claro desde el día que llegó al castillo, cuando proclamó a todo el mundo que él le había
quitado la virginidad.
Apartó la mirada de Edward y sus ojos se concentraron en el muchacho, que se estaba
chupando ahora los sucios dedos. El corazón le dio un vuelco. Antes de irse quizás pudiera
hacer al menos un cambio, intentar algo para que los campesinos y los sirvientes —¡y los
niños!— no pasaran tanta hambre. Había maneras de lograrlo, alimentos baratos y sencillos
que podrían satisfacerlos.
—Edward —le dijo—. Permíteme entrar a tu cocina. Hay un plato que…
Los ojos de su interlocutor se endurecieron y su mirada se volvió más sombría.
—¿Para que puedas envenenarnos a todos? No, Ángel.
Bella abrió la boca. No había pensado en envenenar a nadie, pero cuando se dio
cuenta de que él la miraba con aire de sospecha y con ojos acusadores, el pensamiento se
volvió atractivo para ella. Sus ojos brillaron.
—Eres el hombre más despreciable que he conocido. Yo nunca haría daño a un niño. Ni
siquiera a un niño como tu hijo, el pequeño espía que tú mismo llevaste a hurtadillas a mi
campamento.
Edward dio un paso hacia ella con los ojos encendidos por la furia. Bella retrocedió. No
podía apartar su mirada de los ojos del Príncipe, si no quería que la golpeara. Su voz, sin
embargo, le resultó extremadamente suave, hasta el punto de que apenas oyó lo que estaba
diciendo:
—Yo no lo llevé a hurtadillas a tu campamento. Él fue por su propia voluntad. Como
buen heredero de este Príncipe. Como buen lobo que era —y se alejó antes de que ella
pudiera volver a respirar.
«Edward debía de querer mucho a ese muchacho», pensó, y se preguntó qué lo había
llevado a quererlo tanto.
Siguió su camino, dudando que alguna vez llegara a saberlo.

* * *
Un par de ojos verdes vieron cómo el enemigo cruzaba la estancia. Victoria se ajustó el
corpiño, haciendo que sus voluminosos senos se inflaran aún más. No permitiría que
semejante puta francesa le quitara el puesto de favorita del Príncipe. No importaba lo que
dijera el propio Príncipe. Ella lo recuperaría.
—Ella le gusta —dijo una voz a su lado.
Victoria se volvió y vio que Tanya le sonreía. Victoria bufó de ira y le dio la espalda para
trinchar el cerdo que tenía delante de ella.
—No sé a qué te refieres.
—¿No? Me parece bastante bonita. Mucho más de lo que había supuesto —dijo Tanya,
mirando alternativamente a Bella y a su interlocutora—. ¿No estás de acuerdo?
—Es demasiado delgada. Y tiene un pelo demasiado rebelde. Mira a los hombres con
arrogancia, y aunque al Príncipe le debe la vida, ni siquiera trata de ser amable con él.
—¿Preferirías ser tú la que fuera amable con él? —preguntó Tanya.
—Preferiría que ella se fuese del castillo. Por su propio bien —continuó diciendo

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Victoria, y se detuvo al escuchar la risa de Tanya.
—Hablas como si el monstruo de los ojos verdes se hubiera apoderado de ti —siguió
diciendo Tanya, con evidente intención de provocarla—. ¿O es que estás asustada? Al fin y al
cabo, el Príncipe ya se la llevó a la cama. ¿Cuánto tiempo crees que pasará antes de que se la
lleve por segunda vez? Y tú, mientras tanto, insistes en mantener tu alta moral. Nunca
permites que otros hombres te toquen, reservándote para el Príncipe y despreciando, por
ejemplo, al pobre Peter. ¿No has pensado que puede que haya pasado tu hora?
—Cierra la boca —gruñó Victoria al tiempo que sus ojos se posaron en Bella—. Ya
verás qué pronto se cansa de ella, y entonces volverá a mi lado.
—¿Estás segura? ¿Y cómo puedes estar tan segura? —preguntó Tanya, riéndose a
carcajadas, mientras Victoria se encogía, furiosa, en el asiento.
Un rayo de maldad brilló en los ojos de Victoria mientras miraba a Bella. Sus labios se
curvaron hacia abajo. No iba a permitir que una arpía francesa la reemplazara. Haría
cualquier cosa para evitarlo. Cualquier cosa.

* * *
—Es hora de regresar.
Bella levantó la vista de la mesa, se volvió y vio que Jasper estaba en pie detrás de ella.
No hizo ningún esfuerzo por protestar o por oponerse. Al contrario, estaba ansiosa por
regresar al cuarto de Edward. El salvajismo de las personas que había a su alrededor la
disgustaba profundamente, y su absoluta desconsideración con los campesinos la
soliviantaba. Ver a los niños morirse de hambre era más de lo que podía tolerar.
Cuando ya se disponían a salir del gran salón, otro caballero fue corriendo hacia ellos.
—Señor —le dijo a Jasper—. Cooper y Darcy están peleando en los cuarteles.
Jasper hizo una mueca.
—¡Wells! ¡Pavia! Llevadla a la habitación del Príncipe —ordenó, señalando con la
cabeza hacia Bella.
El Ángel vio que un hombre fornido se le aproximaba, y cuando miró de nuevo a
Jasper, que ya se alejaba, se sintió alarmada al ver también a Vignon a su lado. Tragó saliva,
esperando algún comentario por su parte, pero Vignon permaneció en silencio, tratando de
evitar que sus ojos se encontraran.
El hombre fornido le indicó el camino hacia las puertas con un suave empujón de su
firme mano.
Silenciosamente, Vignon los siguió. ¿Qué estaba haciendo en el castillo de Edward?
¿Era de verdad inglés, o era un espía del rey Quil? «Si es un espía francés, ¿por qué no me ha
buscado para decírmelo?», se preguntó Bella. La respuesta le llegó de repente.
«Porque soy una traidora».
Bella sintió que los pies le pesaban como si fueran de plomo, y estuvo a punto de
tropezar y caer al suelo. Se enderezó. Doblaron una esquina. Seguía pensando. ¿No sería,
mas bien, que Vignon era un inglés que había estado espiando en el campamento de los
franceses?
Bella quería preguntárselo directamente, pero sabía que no podía.
Se le ocurrió entonces una idea. Wells y Pavia. Jasper había dicho que Wells y Pavia la
escoltarían hasta la habitación de Edward, de modo que Vignon debía estar usando otro
nombre. A menos, claro, que Wells o Pavia fuera su verdadero nombre.
Se detuvo ante la puerta de la habitación de Edward. Nunca había confiado
verdaderamente en aquel hombre. ¿Sus instintos habían estado en lo cierto?

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Vignon se adelantó para abrir la puerta.
Con estoicismo, atravesó el umbral. «¿Ha sido enviado para rescatarme, o para
matarme?», se preguntó antes de que la puerta se cerrara a sus espaldas. Cualquiera de las
dos posibilidades la ponía nerviosa. Muy nerviosa.

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Capítulo 33

El crepitante fuego calentaba la vasta habitación, proyectando grandes y danzantes


sombras sobre los muros de piedra. Edward, sentado con sus hombres cerca de la chimenea,
miraba cómo Bella hablaba con la sirvienta. Estaba vestida con un traje de color castaño; el
terciopelo se ajustaba a sus esbeltas caderas, escondiendo sus largas piernas; el pelo le caía
sobre los hombros, formando aquellos rizos rebeldes que Edward tanto ansiaba tocar.
Sin embargo, el guerrero inglés tenía un motivo de inquietud. Durante los últimos días,
había notado la creciente relación, casi amistad, entre Bella y aquella sirvienta. Al principio
no le había preocupado lo más mínimo, pero comenzó a preocuparse cuando un día la vio
riéndose con una criada distinta, más joven, y luego la vio hablando muy desenfadadamente
con el viejo Ben, el encargado del establo. La sospecha acabó anidando en él, y empezó a
invadir sus pensamientos. ¿Qué estaría tramando?, se preguntaba una y otra vez. ¿Por qué
parecía haberse hecho amiga de toda la servidumbre?
Habían pasado ya varios días desde que, al regreso de sus correrías por el norte, había
encontrado a Bella a punto de ser flagelada en el patio del castillo, y cada vez que la veía, le
sorprendía que su deseo fuera más y más intenso. En ese mismo momento, mientras la
miraba, y a pesar de todas sus sospechas, sentía que la pasión le abrasaba de nuevo. ¡Dios,
cómo la deseaba! Sentía que el amor inflamaba cada fibra de su cuerpo.
La sirvienta se alejó y Bella se volvió hacia él con expresión de cierta preocupación.
Edward la vio aproximarse y no pudo evitar que le invadiera una sensación de placer y
orgullo al ver el balanceo sensual de sus caderas. Cuando llegó hasta él, esperó unos
segundos antes de mirarla con aire inquisitivo. El pequeño rostro rebelde estaba levantado y
sus ojos cafés brillaban con llamas heladas. Algunos de los hombres que se encontraban
cerca de él sonrieron.
Bella dirigió una mirada asesina a uno de ellos. Luego se ocupó de Bella.
—¿Se te ofrece algo, Ángel?
Ella respondió con palabras cargadas de sorda indignación.
—Me gustaría hablar contigo —le dijo—. A solas —y lanzó una mirada de desprecio a
los demás hombres.
—Lo que tengas que decirme me lo puedes decir delante de mis hombres. No tengo
secretos con ellos —contestó Edward mientras se llevaba la copa a los labios.
La sorpresa, seguida de la rabia, iluminó aún más la cara de la joven. Después, una
extraña calma invadió su cuerpo y habló con inquietante énfasis.
—Entonces, Edward, debo suponer que ya les has contado todo lo relativo a tus
conquistas. Sabrán, pues, cómo ensartabas a tus víctimas indefensas con tu poderosa
espada.
Jasper casi se atragantó con la cerveza que se estaba tomando.
La cabeza de Edward se irguió hasta encontrar sus ojos burlones.
—Algunas no estaban indefensas, Ángel.
Los hombres se daban codazos unos a otros mientras hacían comentarios en voz baja.
—¡Sólo las vírgenes! —anotó Jasper.
Al oír las carcajadas que suscitó el comentario, Edward vio que las mejillas de Bella se

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volvían de un rojo profundo. La muchacha se dio cuenta de su error. Había tratado de hacer
un comentario degradante e insultante, pero debió imaginar que aquellos hombres lo
interpretarían a su manera. Trató de pensar. Respiró hondo y se acarició el pelo. Parecía a
punto de estallar.
Uno a uno, los hombres dejaron de reír y concentraron sus miradas en ella.
Edward la veía allí, tan furiosa, tan bella, y se sentía irremediablemente seducido.
Trató de controlar sus sentimientos. ¿Sabía lo que estaba haciendo? ¿Por qué no se había
deshecho de aquella mujer, de aquella feroz enemiga de Inglaterra? Pero en cuanto la miró
otra vez y vio con qué inocente aspecto se mordía el labio inferior, enrabietada, la sangre
volvió a correr por sus venas a golpe de tambor.
De repente, Edward se puso de pie y se acercó a ella. Al hacerlo, vio el miedo en sus
ojos. La joven trató de marcharse, pero la agarró del brazo y la atrajo hacia sí.
—No hagas demasiados alardes, Ángel —le susurró al oído.
Ella luchó por liberarse, pero Edward la sujetó aún más fuerte. Estaba a punto de
abrazarla.
—No sé a qué te refieres. No hay alardes que valgan —le dijo sin aliento y alzó sus ojos
hacia él.
De pronto, su lucha cesó y se quedó mirándolo con ojos casi llorosos. Las bocas
estaban peligrosamente cerca. Los pechos, los cuerpos enteros, también. Cada uno notaba
el aliento del otro.
«Voy a besarla», reconoció, y cerró los ojos a la espera de probar el sabor de aquellos
deliciosos labios.
—¡Edward!
Edward volvió en sí y vio a Jasper plantado detrás de él, con gesto de preocupación en
el rostro. Poco a poco, la realidad se hizo presente ante Edward con toda su crudeza. No se
oía absolutamente nada en el gran salón. Sus hombres estaban sentados en el mismo sitio
de antes, pero ahora todos lo miraban. A decir verdad, lo miraban a él, y también, o sobre
todo, a Bella.
Tras contemplar a todos los reunidos volvió su atención a la fuente de sus problemas.
Bella estaba medio abrazada a él, con los ojos ligeramente cerrados, pero así y todo pudo
ver en ellos un brillo soñador, amoroso. Se apartó, la agarró del brazo y la condujo hacia la
puerta. La larga falda de Bella se le enredaba en las piernas. Tropezó, y Edward tuvo que
ayudarla a recobrar el equilibrio. Ella luchaba por mantener la marcha, dando dos pasos por
cada uno de los del Príncipe, lo que la obligaba a levantarse la falda con la mano que tenía
libre. Doblaron una esquina y se dirigieron a la habitación de Edward.
—¡Edward! —gritó Jasper detrás de ellos, pero el Príncipe no aminoró su marcha. Más
que agarrarla, la atenazaba de forma brutal e inflexible mientras la arrastraba escaleras
arriba. Abrió de un golpe la puerta de madera y la lanzó al interior de la habitación. La
espalda de Bella se golpeó contra el borde del cabecero de la cama y cayó al suelo. Se
incorporó hasta sentarse en el suelo, confusa, indignada. Vio cómo Edward daba una patada
a la puerta para cerrarla.
Se le aproximó.
—La próxima vez que decidas seducirme, Ángel, escoge el lugar con más cuidado.
Ella abrió desmesuradamente los ojos.
La mano del Príncipe se dirigió al cinturón y lo desabrochó. Hacía días —y noches
enteras— que la deseaba, que sólo veía sus ojos y su cuerpo, y ahora intentaba poseerla.
Estaba fuera de sí. Toda mujer que se atreviera a provocarlo tendría que afrontar la crudeza
de su lujuria, especialmente si esa mujer era Bella de Swan.

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—Por favor… —susurró ella.
Edward se detuvo. Ella no se había movido. Sin embargo, la palabra sonó como una
campana en su oído y lentamente se abrió paso por todo su cuerpo. ¿Había deseo en su voz,
o miedo? Buscó su cara. Edward se preguntó qué estaba haciendo. La escena del primer
encuentro íntimo en su tienda resucitó en su mente. «¿Vas a poseerla para satisfacer una
necesidad de tu cuerpo?», le dijo una burlona voz interior. ¿O esperarás a que esté lista, a
que puedas enseñarle lo que es hacer el amor?
Sentada en el suelo, al borde de la cama, con el vestido desplegado alrededor de ella
como los pétalos de una delicada flor, su embrujo femenino lo estaba llevando al borde de la
locura. Hizo un esfuerzo supremo para controlarse.
«¡Es una prisionera!», se dijo para apagar el deseo, cada vez más intenso. «¡Una
prisionera cuyo rescate aún estoy esperando!».
Decidió mandar al diablo las buenas maneras. La deseaba, y nada más. Dio un paso
hacia ella, pero se detuvo. Incluso en la Jauría de los Lobos se respetaba una ley no escrita ni
hablada: nunca tomes lo que pertenece a otro hombre. «Cuando su rey se niegue a pagar el
rescate será mía. Antes no». Con un suspiro ronco, se alejó de ella.
—Querías hablarme a solas —dijo después.
Silencio.
Edward caminó hasta la ventana y se quedó mirando el atardecer. Al escuchar unos
gritos miró hacia su izquierda. Más allá del muro, justo antes de la arboleda, estaba el campo
de entrenamiento, donde a esa hora varios hombres practicaban con la espada. ¿Qué
pensarían de él si supieran que su única debilidad era su mayor enemigo, si supieran que una
sola mirada de aquellos ojos del color del zafiro podía obligar a su señor a arrodillarse?
Edward tamborileó con los dedos sobre el alféizar. «Maldita sea. En el gran salón debí de
parecer un loco. Si no hubiera sido por la advertencia de Jasper, cuando me dio aquella voz,
hubiera sucumbido a sus encantos y me habría arrojado a sus pies para jurarle devoción
eterna».
—Yo… yo quiero saber por qué tus campesinos pasan hambre —dijo al fin la suave voz
de Bella a sus espaldas.
—Son débiles —declaró Edward simplemente, sin atreverse a mirarla.
—¡Pero trabajan todo el día! Por favor, Edward, déjame entrar a la cocina. Tengo
ciertas ideas —dijo Bella.
Edward hizo una pausa larga y luego preguntó:
—¿Qué ideas?
—Puedo organizar la preparación de un plato barato y nutritivo.
—¿Y por qué querrías alimentar a mi gente, al fin y al cabo tus enemigos? —preguntó
Edward sin apartar la vista del campo de entrenamiento, y siempre tratando de ignorar la
llamada de la pasión sensual.
—Por los niños —replicó Bella angustiada.
Edward se volvió hacia ella. La joven estaba ahora en pie, al lado de la cama, con las
manos cruzadas sobre el estómago. Niños. Sí, niños como Alex. Pero su hijo había sido
fuerte.
—Se están muriendo de hambre —añadió ella.
¿Podía ella estar tratando de ayudar a los niños porque se sentía culpable por la
muerte de Alex? No. Edward se apartó de la ventana y se movió hacia ella.
—No te engañes a ti misma. Son mi gente. Ninguno dudará en clavarte un puñal en la
espalda si piensan que ello me es grato.
—¿De verdad?

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Edward miró una vez más sus profundos ojos cafés. ¡Era perfecta! ¡Dios, tan perfecta!
Tanto deseo tenía de tocarla que sintió que sus manos temblaban. Tuvo que darle la espalda
y apretar los puños. Estaba a punto de sucumbir.
—Te necesitamos para conseguir un buen dinero con el rescate.
No hubo ningún sonido, no hubo ningún movimiento.
Después de un momento, él miró hacia atrás, buscándola. Tenía la cabeza agachada y
su larga y ondulante cabellera le caía sobre los hombros como una maravillosa cortina. Con
aire ausente, repasaba con el dedo los contornos de un lobo grabado en una columna del
dosel de la cama.
El Príncipe se acercó a ella hasta que se quedaron hombro con hombro. Todo en ella le
volvía loco. Por ejemplo, el olor a lilas que impregnaban el aire que la rodeaba. Cuando Bella
levantó la vista hacia él, pudo ver que fruncía ligeramente el ceño y sintió un repentino
impulso de besarla, lo que lo enfureció. Se puso rígido. Todos los músculos de su cuerpo
lucharon contra el deseo. Apartó los ojos de ella.
—No puedes entrar a la cocina —dijo, y dio dos pasos hacia la puerta antes de que la
ira se reflejase en la cara de ella.
—Esos niños no tienen por qué pagar tu odio hacia mí —contestó, pero Edward no se
detuvo. Abandonó el cuarto y cerró la puerta detrás de él. Se sintió aliviado al verse solo,
lejos de aquellos ojos tan irresistibles, lejos de aquel cuerpo tan seductor.
Edward rechinó los dientes. La respuesta a la petición de rescate debería llegar en
menos de una semana. Podía esperar. Al fin y al cabo, no eran más que siete días. Había
pasado muchas veces mucho más de siete días en el agonizante aburrimiento de la corte.
Había pasado muchísimo más tiempo que ése marchando con su ejército bajo lluvias
torrenciales, en circunstancias penosas. Había pasado más de siete días sin quitarse la
armadura, apretando el sitio del castillo Moore. Edward suspiró.
Para qué engañarse. Iba a ser la semana más larga de su vida…

* * *
La luz del fuego proyectaba sombras temblorosas sobre las paredes de la habitación.
Leah estaba en un asiento delante del pequeño hogar, con las regordetas piernas estiradas.
Tenía un poco subida la falda de lana, para calentarse los rechonchos dedos de los pies.
—¡Dios! —dijo Emily al dejarse caer en el asiento vacío que había al lado de Leah—.
Estoy helada como el trasero de una rata —añadió mientras se subía también la falda para
calentarse los pies—. Me encantaría maldecir a esa tal Victoria. Es ella la que nos mantiene a
nosotros los pobres fuera del salón y lejos de la chimenea. Hasta los perros están más
calientes.
—Habla en voz baja. Si nos encuentran, nos costará trabajo explicar por qué estamos
aquí —susurró Leah.
Finalmente, Emily se recostó en el asiento y se quedó contemplando las llamas.
—Te apuesto lo que quieras a que si el Ángel fuera la señora de este castillo, las cosas
serían diferentes.
—Sin duda —asintió Leah—. Ella tiene buen corazón.
—¿Quién iba a pensar que tomaríamos este camino? No es que esperase odiarla, pero
esto… En fin, la verdad es que ella sigue haciendo cosas buenas. ¿Te enteraste de que le dio
su carne a Jimmy?
Leah asintió. Una perezosa sonrisa se dibujó en su cara.
—Las cosas serían diferentes —continuó Emily—. Incluso el señor sonreiría de vez en

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cuando.
—Y estaríamos bien alimentadas.
—Y tendríamos un lugar caliente para dormir, sin necesidad de escabullirnos a la
cocina. ¡Ah, esa maldita bruja de Victoria…!
—Tienes razón —dijo Leah—. Pero mientras el Príncipe no vea todas las cosas buenas
que la señora Bella puede hacer, tendremos que aguantar a la presumida Victoria.
Emily gruñó.
—¿Crees que alguna vez entrará en razón?
Leah se encogió de hombros.
—Y pensar que alguna vez creímos todas las cosas malas que decían de ella —agregó
Emily sacudiendo la cabeza, y con ella todos sus sucios mechones rojos—. Todavía no puedo
creer que Jasper quisiera azotarla.
La cara de Leah se puso pálida.
—Si alguna vez descubro quién le dio esa maldita daga… —siguió diciendo Emily
mientras miraba el fuego.
—Fui yo —la interrumpió Leah, con su pesado cuerpo ahora absolutamente quieto y
con los hombros caídos, llena de tristeza.
Emily volvió la cabeza hacia Leah.
—¿Qué has dicho?
—Que fui yo. Por eso hice cuanto pude para detenerlos —y los ojos de Leah se
llenaron de lágrimas ante aquel recuerdo—. La muchacha se hubiera dejado azotar antes de
revelar mi nombre.
—Oh, Leah, ¿y por qué lo hiciste?
—No quería que hiciera daño a nadie con la daga, ni que se escapara. Pero ya sabes
que el pan es muy duro y que ella estaba enferma y débil, sólo quería ayudarla a partirlo —
añadió Leah—. ¿Sabes lo que me hubieran hecho si se enteran?
Los ojos de Emily se abrieron.
—¡Las mazmorras!
Leah asintió.
—No debes decir nada.
—No lo haré —contestó Emily con solemnidad.
—Júralo —exigió Leah, inclinándose para estudiar su cara.
—Te lo juro por la tumba de mi madre, que en paz descanse.
Leah se recostó pesadamente en el asiento y se llevó una mano al pecho.
—Habértelo contado me alivia. Pensé que iba a explotar si seguía guardando el
secreto, pero ahora, al menos, ya puedo conversar contigo.
Se quedaron mirando las llamas que bailaban delante de sus ojos. Ambas se sentían
contentas y aliviadas. El calor del hogar ayudaba a endulzar su ánimo.
—Que Dios se apiade de mí —murmuró Leah en el silencio de la noche—. Le debo la
vida al Ángel de la Muerte.
Un destello se iluminó en las sombras que había detrás de ellas antes de desaparecer
en la oscuridad. La figura desapareció sigilosamente con una inquietante sonrisa.

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Capítulo 34

El ruido lejano de choque de metal contra el metal llamó la atención de Bella, que tiró
el peine a la cama y corrió a la ventana. ¿Estaban atacando el castillo? Aguzó la vista para
descubrir de dónde procedía aquel sonido para ella tan familiar. Localizó el sitio. Hacia la
izquierda, sobre el muro del castillo, podía ver un claro donde varios hombres con el torso
desnudo ejercitaban sus habilidades caballerescas. Gratos recuerdos fluyeron en su mente.
Casi se sintió como si estuviera en Francia, observando a sus propios soldados.
Edward… Cuando irrumpió en el campo de prácticas, lo identificó inmediatamente. Su
presencia llenaba el claro como podía esperarse de su legendaria fama de Príncipe de las
Tinieblas. Lo vio inclinarse y recoger su espada. Luego, sin misericordia, atacó al hombre que
tenía más cerca. Sus movimientos eran rápidos y mortíferos. No retrocedió ni una sola vez
hasta que su oponente cayó derrotado a sus pies. La cara de Bella se iluminó al inclinarse
sobre la ventana para observarlo mejor. Era magnífico, sin lugar a dudas. Su túnica yacía en
desorden sobre la hierba; los músculos de sus hombros se movían como olas bajo una fina
capa de sudor. Su pelo cobrizo reflejaba soberbiamente la luz del sol.
Bella sintió un estremecimiento dentro de ella. Quería tocarlo, quería acariciar su piel y
sentir la suavidad de su pelo, pero también había algo más. Se deleitaba viendo cómo se
imponía a los otros caballeros y sentía una inconfundible excitación erótica al ver cómo
derrotaba a quienes se atrevían a retarlo.
Después, Bella vio que Jasper se acercaba a Edward, con el brazo doblado haciendo un
extraño ángulo sobre su cadera. Hablaron durante un momento y la joven vio que los
hombros de Edward se enderezaban, poniéndose rígidos. De pronto, al mismo tiempo, los
dos hombres se volvieron y miraron hacia su ventana.
Bella metió la cabeza apresuradamente en el cuarto y, al hacerlo, se golpeó contra el
marco de piedra. Se frotó el cráneo lastimado y se sentó en la cama. En cierto modo,
esperaba que Edward subiera hasta su habitación para preguntarle qué era lo que estaba
mirando por la ventana, pero cuando pasaron y pasaron los minutos y la puerta no se abría,
Bella fue consciente de que no aparecería por allí.
«Me alegro, así es mejor», se dijo a sí misma, aun a sabiendas de que no era cierto.
Volvió a pensar en los hombres que había visto en el claro y en la forma en que entrenaban.
¡Cómo ansiaba poder blandir su espada de nuevo, poder sentir una vez más el paso del arma
en su mano! Notó que tenía el cuerpo entumecido y flojo. Se levantó y fingió que se batía, se
imaginó enfrentándose a un oponente que la obligaba a desviar el golpe de su espada, pero
su vestido se le enredó en los pies, tropezó y cayó al suelo.
Durante largo rato, se quedó tumbada de espaldas, aturdida, viendo desde el suelo el
techo del cuarto. «¿He perdido mi habilidad?», se preguntó. «¡No puedo practicar con esta
facha!». Se sentó y se quitó el vestido. Luego miró su combinación, que aún le llegaba hasta
los pies. No quería quitársela, pero sí recogerla de algún modo, para que no fuera un
estorbo. Su mirada se dirigió hacia la toalla que estaba junto a la palangana, sobre la mesa
que había cerca de la cama.
Bella dobló cuidadosamente la toalla, se la ató a la cintura y metió un pedazo de la
combinación por debajo, de modo que sólo le llegara hasta la altura de las rodillas. ¡Al fin

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podía moverse libremente!
Se puso a entrenar. Esquivó y contrarrestó varios golpes imaginarios. Una y otra vez.
Su cuerpo desentrenado le dolió, pero se sentía bien por hacer de nuevo los movimientos
que en tantas otras ocasiones había ejecutado. Sin embargo, aunque el ejercicio le ayudaba
a calentar el cuerpo, sabía que necesitaba un arma para que el entrenamiento fuese
verdaderamente útil.
Despacio, inspeccionó la habitación… y vio el tapiz. Se acercó al elaborado colgante y
se quedó mirando la cara del demonio. Sus ojos verdes parecían devolverle la mirada y su
pelo parecía balancearse al ritmo de una misteriosa brisa nocturna.
Edward. Su sombría sonrisa, tan pagada de sí misma. Los músculos que brillaban bajo
la luz de la luna. Siguió la pintura hasta el ángulo superior, donde estaba la luna, y vio la
fuerte varilla que sostenía el tapiz.
¡Una varilla de oro!
¡Una espada!
Se puso de puntillas y movió la varilla intentando desprenderla de las cuerdas que la
sostenían. Cuando lo logró, se sentó en el suelo, apoyó la varilla en su regazo y le quitó el
tapiz. Era un poco grande, pero podía servirle. Se incorporó sobre sus pies descalzos,
pasándose la varilla de una mano a otra, como calculando su peso. La blandió sobre la
cabeza e hizo toda clase de movimientos con ella, hacia delante y hacia atrás, a la izquierda y
a la derecha, hasta que se acostumbró a su peso y pudo manejarla más o menos a su antojo.
Embistiendo, esquivando, contraatacando.
De pronto, se quedó helada. Edward estaba en el umbral de la puerta.
Bella se quedó desconcertada cuando se encontró con su mirada oscura. Su pelo se le
había alborotado sobre los hombros y la falda de la combinación se le había soltado de la
toalla. Pensó por un momento amenazarlo con la varilla, pero la simple idea de tan ridículo
ataque la hizo sonreír. Era absurdo pensar que una varilla, por grande que fuera, pudiese
detenerlo. Se dio cuenta de que recorría todo su cuerpo con ávidos ojos, apreciando cada
detalle. Se sintió sofocada y excitada, y echó mano de una de las mantas de la cama para
cubrirse.
Edward entró a la habitación. Sus ojos se dirigieron a la varilla que ella sostenía en la
mano y, luego, hacia el lado derecho de la estancia.
Bella vio que apretaba los puños y que su gesto amenazaba tormenta. Miró el objeto
de tan repentina furia y sólo cuando sus ojos encontraron el arrugado tapiz se acordó de él.
Edward se aproximaba con el ceño fruncido y aire acusador en sus ojos turbulentos. De
forma instintiva, ella levantó la varilla como para mantenerlo alejado.
Edward se quedó mirando la varilla, como si no pudiera comprender cuál era su
propósito, y luego miró a Bella. La ira aumentaba en aquel poderoso rostro, y amenazaba
con llevársela a ella, como si fuera un huracán, con sus vientos y la arremetida de sus olas. Le
quitó la varilla con un golpe tan fuerte que las vibraciones le sacudieron el brazo, y luego la
agarró de los hombros con sus manos de hierro.
—Ángel… —le dijo apretando los dientes.
El contacto de aquellas manos sobre su piel le produjo cierto dolor, pero también una
desazón inconfundible, placentera, en los brazos y en los hombros. Bella apretó la manta
contra sus pechos. Sus delgados puños se cerraron cuanto pudieron sobre los pliegues de la
tela.
Él hizo una mueca de disgusto. Luego, su rabia explotó, y la sacudió por los hombros.
—Maldita sea, Bella. ¿Por qué tienes que ser…?
De repente, sin saber cómo, ella estaba apretada contra su cuerpo. Los labios del

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Príncipe la abrasaban de manera agonizante. Su lengua hambrienta la obligó a abrir la boca,
y cuando lo hizo, él se la introdujo hasta las más remotas profundidades, saboreando su
dulzura inconfundible. Luego la abrazó aún más estrechamente, atrayéndola más y más.
—Edward… —murmuró Bella, echando la cabeza hacia atrás para que él pudiera
besarle el cuello.
Edward, sin embargo, retrocedió repentinamente.
Bella levantó las cejas, presa de la mayor confusión. Procuró disimular el dolor que
sentía al verse rechazada.
—Bella… —murmuró Edward.
La mujer lo miró con sus grandes ojos, tan brillantes como los zafiros. La esperanza se
encendió en su corazón. Él iba a disculparse y a decirle que era lo más bello que había visto…
—Puedes usar la cocina para tus propósitos humanitarios —dijo.
Bella sintió que la decepción estaba a punto de matarla. ¿Eso era todo?
Edward se dio la vuelta y se encaminó a la puerta.
—¡Edward! —lo llamó desesperadamente.
Él se detuvo a menos de dos pasos de la salida, completamente rígido.
Bella se quedó mirándole la espalda. Mil preguntas se aglomeraban en su mente.
—¿Por qué me has besado? —inquirió al fin con suavidad.
Él no se movió durante largo rato. Finalmente, dio una respuesta evasiva.
—Jasper te escoltará en la cocina, y estará pendiente de todo lo que hagas.
«El beso fue un castigo por haber descolgado el tapiz», pensó Bella con el corazón
dolorido. Sabía el daño que le haría cuando la dejase probar sus maravillosos labios y luego,
de repente, la privara de ellos. Ése era el verdadero castigo. Vio cómo se cerraba la puerta
tras él. Hundida, se sentó en la cama.

* * *
Aquella noche, Bella cenó sola en su habitación.

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Capítulo 35

Leah, Emily y Jimmy estaban ante Bella en la parte de atrás del gran salón, mirándola
con ojos llenos de esperanza. La madre de Jimmy estaba al lado de su hijo. Sus ojos castaños
miraban a Bella con desconfianza. Su burdo vestido de algodón estaba sucio, y tenía los pies
descalzos. No tenía intención de disimular la hostilidad que sentía hacia ella, que le quemaba
los ojos.
Bella inspeccionó el salón. En las mesas cercanas al centro, los soldados atacaban el
pan que los sirvientes acababan de poner delante de ellos. Los campesinos dejaban pasar el
tiempo recostados contra la pared, no lejos de ella, a la espera de su oportunidad para
lanzarse sobre la comida. Todos miraban con sus caras impasibles, famélicas. Bella notó que
la madre de Jimmy miraba con angustia los alimentos. «Piensa que una vez más se quedará
con hambre», se dijo Bella antes de volverse hacia Emily.
—¿Dónde te sientas normalmente para comer? —preguntó Bella.
—¿Sentarme? —preguntó Emily, mirando confundida a Leah—. Nos sentamos donde
podamos encontrar un espacio, pero la mayoría de las veces comemos de pie.
—Así es —concordó Leah—. Resulta más práctico comer de pie.
—Un rincón oscuro es lo mejor —intervino Jimmy—. Donde nadie te pueda robar el
alimento.
Bella sintió una fuerte corriente de compasión y simpatía. Pobre niño. No era
necesario vivir de esa manera. Todo el mundo debería disfrutar de una comida al día, como
mínimo. No tan buena, a lo mejor, como la de los nobles, pero nutritiva y caliente al fin y al
cabo.
Bella condujo al grupo hasta una mesa medio rota que estaba en un rincón, entre las
sombras oscuras de la parte de atrás del salón.
—Aquí —dijo Bella mientras se inclinaba para colocar sus manos en el borde de la
mesa—. Ayudadme.
Leah y Emily se le acercaron, pero la madre de Jimmy se quedó quieta, con las manos
sobre las caderas, mirando a Bella.
—¿Qué estás tramando? —le preguntó—. ¿Por qué debemos trabajar para ti?
Bella estuvo a punto de contestarle, pero Leah explotó:
—Será mejor que no le hables de esa manera.
—¿Y por qué no? —preguntó la mujer.
—Está bien, Leah —dijo Bella después de enderezar la mesa de madera, que además
de rota estaba caída, con la ayuda de Emily.
Se volvió hacia la madre de Jimmy y la estudió. Su cara estaba llena de suciedad,
estaba despeinada y le faltaban dos dientes. Su vida podía ser mucho mejor.
—Porque si me ayudas —declaró Bella—, podrás comer hasta saciarte.
—¿Y por qué debería creerte? ¿Quién eres tú?
—No tienes nada que perder —contestó Bella, inclinándose para levantar un banco
caído. Se sintió contenta al ver que Emily levantaba otro banco y se sentaba en el lado
opuesto de la mesa.
—¿Que no tengo nada que perder? —replicó la mujer, pasándose una manga

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deshilachada por la sucia nariz—. ¡Lo que probablemente quieres es envenenarnos a todos!
—añadió, y agarró el brazo de Jimmy para llevárselo con ella.
Bella vio cómo se alejaban. Su corazón se conmovió por el muchacho. Que su madre
fuera terca no debía condenarlo a pasar hambre. Oyó los comentarios de la gente alrededor
del salón y miró a los hombres y mujeres sentados a la mesa, que la contemplaban mientras
se llenaban la boca. Bella levantó el mentón y les dio la espalda. No necesitaba su ayuda ni
su aprobación.
—Leah, tu trabajo consiste en asegurarte de que esta mesa esté limpia antes de cada
comida. Y a juzgar por esto —dijo mientras pasaba un dedo por la superficie de la mesa y le
mostraba la mugre que se le había pegado a él—, tu trabajo no será del todo fácil.
—Así es —contestó Leah, comenzando a limpiar la madera con su delantal.
—Y tu trabajo, Emily, consiste en traer las comidas. Cuando sea necesario, Leah te
ayudará.
Emily asintió con la cabeza.
—Habrá suficiente comida para llenar el estómago de todo el mundo, de modo que no
temas pedir más. Procura que siempre haya un cuenco dispuesto. Todo el mundo es
bienvenido a esta mesa —agregó mirando a Edward, que estaba sentado en su asiento de
costumbre al otro extremo del salón—. Todo el mundo.
Cuando terminaron de limpiar una pequeña porción de la mesa y se sentaron, Emily
llevó la comida: un cuenco de puré de guisantes para cada uno. Y cuando Emily se sentó al
lado de Bella y comenzó a comer, murmuró:
—¡Dios mío! ¡Está caliente! Nunca había probado una comida caliente. ¡Dios mío!
Emily hundió la mano en el puré y Bella se puso lívida.
—Emily —la regañó Leah. La muchacha levantó la vista, con una mancha de puré en la
nariz, Leah frunció el ceño y sacudió la cabeza antes de agarrar una cuchara y hundirla en el
cuenco.
Emily levantó su cuchara y se quedó mirándola un momento.
—Dios mío —dijo, y la sumergió en el cuenco.
Bella sonrió con orgullo, y cuando estaba a punto de empezar a comer, sintió que
alguien le tiraba de la manga. Miró hacia abajo y vio que Jimmy estaba a su lado, mirando
con avidez la comida.
Bella sonrió, le señaló un cuenco que había al lado de Leah y vio cómo el muchacho
corría hasta su asiento y comía, para contento de su corazón y de su estómago.

* * *
Y la gente fue llegando. Había más campesinos a la hora del almuerzo, y aún más a la
hora de la cena. La comida era buena. Había pan del día con cada comida. Y como se pudo
comprobar, Leah era una experta en los asuntos de la cocina. Por algo era la mayor de doce
hermanos.
Dos días más tarde, ya necesitaban otra mesa.

* * *
Edward se desplomó en el asiento que había frente a la chimenea. Habiendo fracasado
en su intento de ahogar la lujuria en las jarras de vino y de cerveza que no había dejado de
beber desde la hora del almuerzo hasta bien entrada la noche, ahora miraba el fuego con

- 213 -
una copa de vino en la mano… y sólo veía los ojos cafés de Bella en aquellas llamas
danzarinas.
—No puedes permitir que esto continúe —dijo Peter—. Conseguirá que tu gente se
vuelva contra ti —añadió el caballero de pelo rojo mientras miraba a su señor, y como
Edward no respondió, remató el comentario—: Los sirvientes me han dicho que, en realidad,
no es tan mala. Les está poniendo en tu contra.
—Ayer abofeteaste a uno de ellos por decir algo parecido —anotó otro caballero.
—Y lo abofetearía de nuevo si lo volviera a decir —concluyó Peter, golpeándose el
muslo con el puño—. ¡Ella es el Ángel de la Muerte! ¿Se puede ser peor? Y ahora envenena
las mentes de la servidumbre.
Edward bebió con avidez el vino que le quedaba. Después bajó la copa y continuó
mirando el fuego.
—¿Me has oído, Príncipe?
Y como Edward no respondió, Peter se desahogó con un gesto de la mano.
—Te sientas ahí y estás tan quieto como una verruga en el culo del rey.
—Te estoy oyendo —gruñó Edward amenazadoramente.
Peter palideció. El hombre que insultaba a Edward acababa ensartado en su espada
antes de que llegase el día siguiente.
—No te asustes. Sólo creo que estás equivocado —dijo Edward con calma.
Peter se retiró rápidamente y Edward notó que los asientos que había a su alrededor
estaban vacíos. Agachó la cabeza para mirar la copa vacía. Bella estaba haciendo estragos en
su hogar, en su castillo, entre su gente. Estaba enemistándolo con los campesinos, o al
menos eso afirmaba Peter. Sin embargo, aunque la había visto conversar con muchos de los
sirvientes y había notado que a todos los trataba bien, ninguno de ellos había manifestado
nunca un signo de rebelión contra Inglaterra o contra él.
Por lo tanto, ¿qué debía hacer? El único cambio que había visto era en el
comportamiento de sus hombres, que estaban furiosos porque temían su influencia sobre
Edward y sobre su gente. Pensaban que el Ángel de la Muerte, de alguna manera, se había
adueñado del castillo.
Pero eso era imposible. ¿Qué podía hacer ella, sin armas, contra semejante fortaleza?
No obstante… ya la había subestimado en ocasiones anteriores. ¿Sería cierto que lo estaba
enemistando con los campesinos?
—Parece que has asustado a tus hombres —declaró una voz.
Sin levantar la vista, Edward supo que era Carlisle, que se dejó caer en uno de los
asientos cercanos.
—¿Puedo ofrecerte algún consejo?
—No —replicó Edward.
Carlisle sonrió.
—Estás de muy mal genio, hermano, pero te lo daré de todas maneras.
Edward gruñó. Sabía que Carlisle le diría lo que pensaba, sin importar lo que él pudiera
pensar. Carlisle era uno de los pocos hombres que Edward respetaba y a quien consideraba
su igual. Era el único hombre al que nunca había podido derrotar en el campo de batalla,
aunque su amigo tampoco lo había vencido jamás a él.
—Eres muy terco —dijo Carlisle—. Tu Ángel es una mujer extraña. Es inteligente,
educada, para bien o para mal, y bella. Puede conquistar los corazones de sus enemigos con
sólo mirarlos. Y por encima de todo, es una guerrera.
—¿Y qué? —preguntó Edward con impaciencia.
Carlisle se inclinó hacia delante hasta colocar los brazos encima de sus rodillas y

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quedar casi pegado a Edward.
—He visto cómo te mira —dijo con calma—. He visto cómo te sigue con los ojos
cuando atraviesas el salón.
—Ella es mi enemiga —murmuró Edward.
—Oh, no, hermano. Es sólo tu contrincante, tu lado opuesto.
Edward miró los sabios ojos del amigo. En las arrugas de su frente se reflejaba la
confusión y en sus ojos bailaba la incredulidad.
—Olvídate del rescate. Hazla tuya —le aconsejó Carlisle con sinceridad.
—No puedo hacerlo —contestó Edward de muy mal genio, volviendo la cabeza hacia el
fuego—. No sería honorable que la llevara a la cama antes de que regrese el mensajero de
Francia.
Carlisle lo estudió en silencio durante un largo rato.
—¿Por qué te inventas alguna excusa? Tienes que hacerlo. Estás enamorado de ella.
—No —contestó Edward con firmeza—. La deseo, sí, pero no estoy enamorado de ella.
Carlisle movió la cabeza con tristeza.
—Eres un hombre terco, Edward Cullen. Contéstame a esta pregunta: cuando te
nieguen el rescate, ¿qué conducta te dictará el honor?
—Será mía. Podré hacer con ella lo que me plazca.
—¿La llevarás a la cama y luego la arrojarás a las mazmorras?
La imagen de Bella encadenada en una celda oscura, al lado de traidores y asesinos,
desató su furia.
—Eso no es asunto tuyo —dijo Edward, apretando los dientes.
—¿Y has considerado la posibilidad de que el rey acceda a pagar el rescate?
—Eso es imposible.
Carlisle sonrió tranquilamente. Ya iba a hablar de nuevo cuando vio que Jasper entraba
al gran salón y se dirigía hacia ellos. Jasper miró a Edward antes de anunciar solemnemente:
—El mensajero francés ha llegado.
El día, finalmente, había llegado. Bella sería suya.

* * *
Poco después, Edward Cullen estaba en pie en una almena de su castillo, mirando los
tejados de la aldea y, más allá, los campos sembrados. Sintió que su corazón levantaba el
vuelo. Quería dárselo todo a Bella. Quería hacerla feliz. Y ahora, finalmente, sería libre para
hacerlo.
Vio con satisfacción cómo el sol se levantaba. Por primera vez en su vida sabía lo que le
deparaba el futuro… y le gustaba.
Le dio la espalda al paisaje que tenía delante de él y descendió las escaleras. Abrió la
puerta de madera y entró al castillo.
El interior estaba calmado, más silencioso que el campo al amanecer antes de una
batalla. El salón de recepciones estaba siendo acondicionado para recibir y saludar al
emisario francés. Cuatro grandes columnas de soldados se alineaban en el salón vacío, cerca
del pasillo central. Una gran silla de terciopelo rojo estaba siendo colocada contra una de las
paredes… Era su asiento favorito. La silla de los juicios.
—Le ruego que me disculpe, señor.
Edward se dio la vuelta y encontró que la sirvienta amiga de Bella se frotaba las manos
delante de él. Su nombre era Leah, según recordaba. La mujer retorcía nerviosamente su
delantal. Ninguno de los sirvientes les había dirigido la palabra nunca, ni él a ellos. Era

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consciente de que su presencia los intimidaba y no podía soportar sus temblores y
vacilaciones. Volvió a mirar su silla favorita.
—¿Qué se te ofrece?
—Me estaba preguntando, señor, qué será de la señora Bella cuando nieguen el
rescate que se ha pedido por ella.
Edward la miró con el ceño fruncido.
—Eso no es asunto tuyo.
—Sí, señor, lo sé. Pero es sólo una niña, y no puede usted arrojarla a las mazmorras
ahora.
Los ojos de Edward se nublaron, como se nubla el día cuando se aproxima la tormenta,
pero Leah continuó:
—No sería cristiano, señor…
Edward gruñó. No creía en Dios. Creía que el hombre debía luchar para buscarse sus
propias oportunidades, pero nunca había expresado semejante opinión. La Iglesia ejercía
casi tanto poder como el mismo rey, y él no podía permitirse el lujo de enemistarse con
ninguno de los dos.
—Es una buena muchacha, señor. No merece que la encierren como a un vulgar
ladrón.
—Tu opinión, si es que así puede llamarse, será tenida en cuenta.
—Gracias, señor —contestó Leah, haciéndole una reverencia.
Edward vio cómo se tambaleaba al alejarse. ¿Qué les había hecho Bella a sus
sirvientes? ¿Desde cuándo se atrevía Leah a intercambiar dos palabras con él, por no hablar
del atrevimiento de decirle lo que verdaderamente pensaba? Edward se encogió de
hombros. Su mente volvió a Bella. ¿Qué cara pondría cuando se enterara de que el rey no
pagaría el rescate? ¿Se arrodillaría delante de él para implorar clemencia?
Su boca dejó escapar una ligera sonrisa. No. Jamás haría eso su Ángel. La hermosa
guerrera levantaría su pequeño mentón con arrogancia y le preguntaría qué pensaba hacer
con ella.
—¿Vas a desayunar? —preguntó Jasper al entrar al salón. Edward se sentó en su silla.
Sus ojos descansaron en los de su amigo.
—No hasta que sea mía. Dile al mensajero que entre.

* * *
Minutos después, el salón estaba lleno de curiosos. Los sirvientes se escondían detrás
de las puertas, esperando oír lo que el rey francés haría. Algunos de los hombres de Edward
atiborraban la estancia mientras los oficiales se colocaban detrás de su señor. La Jauría de
los Lobos, como siempre, vigilaba desde las sombras que el sol de la mañana proyectaba
detrás de las columnas.
El mensajero permanecía solo en medio del salón.
Edward lo miró con atención. El hombre era pequeño y delgado, ciertamente poco
digno de permanecer ante la figura imponente del Príncipe de las Tinieblas. Edward sentía
que su espíritu volaba, lleno de ilusión, deseoso de poseer a su dama. Vio que Jasper, detrás
de él, parecía cauto, pero antes de que pudiera reflexionar sobre ello, el mensajero sacó del
bolsillo de su túnica un pergamino. Lo desenrolló y habló en un inglés bastante deficiente:
—El poderoso rey de Francia invita al Príncipe de las Tinieblas a liberar a su más
valiosa…
—Déjate de prolegómenos —gruñó Edward—. ¿Pagará o no pagará el rescate?

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El mensajero se enderezó, indignado. Sus ojos oscuros miraron a Edward mientras sus
manos temblorosas enrollaban otra vez el pergamino y lo metían al bolsillo de su túnica.
—El rey de Francia no pagará el rescate.
Los murmullos se extendieron por todo el salón al difundirse la noticia.
Edward no pudo ocultar una sonrisa de satisfacción. Se puso de pie y palmeó, muy
contento, la espalda de Jasper. Era suya. Bella de Swan tendría que ajustarse a sus deseos.
Nunca se había sentido tan aliviado. Se volvió para encaminarse hacia la habitación de Bella,
a quien deseaba contarle cuanto antes el veredicto de su rey.
—El rescate lo pagará el conde Newton —añadió el mensajero.
Las palabras lo dejaron paralizado en el lugar donde estaba. El silencio se adueñó del
salón y todos los ojos se dirigieron a Edward.
Despacio, volvió su mortífera mirada hacia el mensajero.
—¿Qué has dicho?
Hubo un brillo de engreimiento en los ojos del mensajero cuando contestó:
—El prometido de Bella de Swan, el conde Newton, pagará el rescate que has pedido.
La ira se fue apoderando poco a poco de Edward, borrando todos los trazos de su
anterior alegría. Apretó los dientes y entornó los ojos antes de retirarse como un trueno del
salón de recepciones.

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Capítulo 36

La puerta se abrió intempestivamente y Bella se apartó de la ventana. Al volverse vio


que Edward se aproximaba como la nube de una tormenta, negra y ominosa. Antes de que
pudiera buscar refugio, sus manos la agarraron los brazos y la sacudieron como un vendaval.
Su voz temblaba de ira cuando preguntó:
—¿Lo amas?
Bella abrió la boca.
—Lo amas, ¿no es cierto? ¿Por qué? ¿Por qué a él? ¿Él te amó alguna vez, Ángel? —
preguntó Edward mientras la atraía brutalmente hacia su pecho. Su boca se cerró sobre los
labios de ella, besándola salvajemente.
Bella apartó la cara lo suficiente para poder murmurar:
—Detente, por favor.
Edward retiró la boca y sujetó la cara, obligándola a mirarlo a los ojos.
—¿Te tocó, Ángel? ¿Te tocó así? —le dijo, y al decirlo las palmas de sus manos se
posaron sobre los senos de la prisionera.
—¡Edward! —gritó Bella—. ¡Detente! ¡Detente!
Trató de quitarle las manos, pero eran como rocas, pétreas, inamovibles.
—¿Qué te pasa? ¿Acaso mis manos no son tan delicadas como las de tu amante?
La empujó con dureza y Bella fue a chocar de espaldas contra la pared.
La cara de Edward estaba transformada por la rabia, y por algo más.
—¿Qué estás diciendo? —preguntó Bella.
—Tu rescate será pagado. Tu amante, el conde Newton, lo pagará.
«¿El conde Newton?», se preguntó Bella, en un grito silencioso.
—No —dijo luego, suspirando.
Los ojos de Edward se endurecieron.
—¿No? ¿Crees que tus lindos muslos no valen la cantidad que he pedido? Pues te
equivocas, Ángel. Yo le pagaría lo que fuese al diablo mismo para tenerte de nuevo.
Aquel reconocimiento la sorprendió. Se irguió delante de él, sin habla. «Me desea»,
pensó. La deseaba con un hambre enloquecida, y eso era lo que explicaba su
comportamiento. Ella nunca había visto tanta cólera en los ojos de un hombre, excepto en el
campo de batalla.
Edward, por su parte, vio que se acumulaban las emociones en el rostro de la amada.
—Háblame de él —le ordenó.
Ella lo miró, sintiéndose incapaz de hablar, incapaz de decir cualquier cosa, de expresar
lo mucho que en ese momento pasaba por su cabeza. Su voz fría le había congelado la
sangre, al igual que el corazón. La había dejado muda.
—Vamos, Ángel. Dime si es viejo o es joven. Dime de qué color tiene el pelo y cómo
son sus ojos. Dime cómo te afectan sus besos. ¿Te hace humedecer por el deseo?
—¿Qué quieres que te diga? —preguntó Bella tranquilamente, entre avergonzada y
herida.
—¡Dímelo! ¡Maldita sea, Ángel! Dime que te hizo el amor. ¡Dímelo, para poder
estrangular libre de culpas ese perfecto cuello blanco que tienes!

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La cara de ella palideció y sus ojos se ensancharon hasta parecerse, en su luminoso
tono azul, a un cielo obsesivamente claro. Él se alejó y se detuvo delante de la mesilla de
noche, donde permaneció durante un momento interminable, aferrándose con los dedos al
borde del pequeño mueble. Su pelo cobrizo le caía sobre la cara, oscureciéndole el perfil e
impidiéndole a ella la visión completa del rostro.
Bella vio que el cuerpo del hombre se ponía tenso. De repente, Edward explotó. La
palangana de loza cayó de la mesa y se rompió en mil fragmentos que salieron volando en
todas las direcciones.
—Edward… —dijo Bella con suavidad—. El conde Newton es mi prometido, pero…
—Tus palabras llegan un poco tarde —gruñó Edward—. Debí dejarte morir en el
campo de batalla.
Los ojos de Bella se llenaron de lágrimas de humillación. Al cabo de unos instantes le
dio la espalda.
Sus lágrimas rompieron el manto de rabia que cubría a Edward como un cuchillo corta
un trozo de seda. Durante un momento, él estuvo a punto de acercarse a ella, pero no podía
impedir que la imagen de su Ángel en brazos de otro hombre se abriera paso hasta su
cabeza. Tenía el corazón destrozado, rabioso, mortalmente endurecido.
Su obligación para con su rey y el reino estaba bien clara tras el pago del rescate. Si
perderla era el precio del cumplimiento de su deber, así sería. Tenía que beber el más
amargo cáliz. El rescate de la pequeña arpía había sido pagado. ¿Qué podía hacer él?
Edward se alejó de ella.
—Prepárate —le dijo—. Serás devuelta dentro de una semana.

* * *
La cobriza cabellera ondeando en el vaivén de una brisa suave. Unos ojos verdes que la
miraban, llamándola con un hipnótico poder. Las comisuras de los labios sensuales se
torcieron hacia arriba en una mueca diabólica. La cicatriz de la mejilla parecía blanca, en
contraste con su piel bronceada. Estaba recostado contra una pared, con la pierna derecha
doblada. El viento alborotaba su pelo brillante y lustroso mientras sus ojos de ébano le
acariciaban la piel de la cara para luego descender despacio hasta sus senos, hasta sus
caderas, hasta sus piernas. Luego alzó la mirada hasta encontrar sus ojos. Vio que en
aquellas arrebatadoras pupilas se reflejaban las palabras susurradas un día: «Eres bella».
Bella.
Bella daba vueltas en su amplia cama. Las lágrimas salían a mares de sus ojos cerrados.
Algunos delicados lamentos se escapaban de sus labios.
Bella.
—¡Mi señora! —gritó Leah, entrando a la habitación con una bandeja.
Llegó corriendo hasta la cama, colocó la bandeja encima de la mesa, cogió a Bella por
los hombros y le gritó:
—¡Mi señora! Despertad. ¡Estáis soñando!
Entre confundida y asustada, Bella abrió los ojos y miró frenéticamente alrededor del
cuarto.
—Está bien —la tranquilizó Leah, cuyos rasgos preocupados se relajaron al ver que
Bella se calmaba. Leah sacudió la cabeza, ofreciéndole una toalla a la joven.
—Otro mal sueño…
Bella se apartó de ella, un poco avergonzada por su debilidad, y se limpió la cara con la
toalla. No podía recordar el final del sueño. Sabía que era doloroso, pero no podía

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recordarlo.
—Ya está bien, mi señora. Calmaos. Tranquila. Mi madre me dijo una vez que las
lágrimas no hay que esconderlas. Son la esencia del alma, que se derrama.
—No me llames así —dijo Bella con la cara entre la toalla.
—¿Cómo?
—Que no me llames «mi señora».
Leah la miró con atención.
—¿Y entonces cómo debo llamaros?
—Bella —contestó, y cuando miró a los ojos a Leah, la mujer la contemplaba con un
destello triste en los ojos.
—No puedo llamaros de esa manera —dijo Leah finalmente, sacudiendo la cabeza y
mirando para otro lado.
—Yo no soy tu señora, Leah —declaró Bella en voz baja, con un leve acento de
remordimiento en el tono—. Me iré del castillo dentro de unos cuantos días.
Leah asintió con la cabeza, estrujando su delantal.
—No puedo decir que esté contenta por ello.
—Algunos, por el contrario, sí estarán contentos. Jasper…
—No, pero el señor Jasper tiene buen corazón —la interrumpió Leah mientras
alcanzaba la bandeja y le ofrecía un sorbo de cerveza—. Lo que sucede es que aún no os
conoce. Eso es todo.
—Y Victoria…
Leah frunció el ceño y sacudió la cabeza, como si el nombre mismo le doliera en los
oídos.
—Ésa sí tiene mala sangre —admitió Leah al entregarle la copa—. Si hay algo que me
alegra de vuestra marcha, es que así estaréis lejos de ella.
Bella miró la copa.
—Y Edward.
—No, en eso os equivocáis —insistió Leah—. El Príncipe puede ser terco, pero os tiene
cariño.
—Cariño —repitió Bella con tono dolido.
—Y además, lo que él quiere es que os quedéis. ¿No veis lo mal que se siente por
vuestra marcha?
Bella sacudió la cabeza y ondas de pelo suave sobrevolaron sus hombros.
—Hace días que no lo veo.
—Se ha ido del castillo.
Bella levantó los ojos para mirar otra vez a Leah.
—Creo que fue por un asunto de ladrones de ovejas… o algo por el estilo.
—Oh —replicó Bella, suspirando significativamente. La vida allí, en poder del enemigo,
era mucho mejor que la que llevaría cuando se casara con el viejo ermitaño. Había
alimentado la esperanza de que Edward encontraría alguna solución para que ella
permaneciera en su castillo, por lo menos algún tiempo más. Para que así ella pudiera…
¿pudiera qué? ¿Convertirse en la concubina del Príncipe de las Tinieblas?
—Queréis quedaros, ¿verdad? —preguntó Leah.
Bella miró hacia la ventana, hacia el sol que ya se levantaba en el horizonte. La imagen
de Edward, poderosa y oscura, surgió de nuevo en su mente. Estar con él, eso era todo lo
que quería. Quería tocarlo, sentir el poder palpable por debajo de su piel bronceada; pero
cada vez que él la tocaba, cada vez que él la miraba, ella percibía rabia… y algo más. Sí,
debajo de su rabia había algo… algo más poderoso, aunque él mismo lo escondía

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cuidadosamente. Edward se negaba a reconocer el sentimiento que había debajo de su
constante rabia. Lo ocultaba. Ella quería, necesitaba tiempo para averiguar, precisamente,
qué era lo que guardaba con tanto celo.
Quería, con todo su corazón, permanecer a su lado.
Pero el honor no se lo permitía. Su maldita lealtad a Francia, al reino que además de
burlarse de ella la había tildado de traidora, no se lo permitía.
Aunque dejara a un lado el honor y la lealtad, ¿podía vivir con Edward en el mismo
castillo a sabiendas de que él sólo experimentaba ante ella rabia y quién sabe qué otro
oculto y extraño sentimiento?
—Cariño —susurró de nuevo, con despecho—. No podría, Leah. No podría aguantarlo.
La cara de Leah se entristeció y se alejó de la cama con las manos en las caderas.
—Jasper os está esperando afuera. Más vale que nos apresuremos.
Leah le ayudó a ponerse un sencillo vestido de terciopelo negro y luego le peinó la
cabellera en silencio. Cuando terminó de hacerlo, Bella juntó las manos y se levantó. Se
encaminó hacia la puerta, y cuando la abrió, vio que Jasper estaba en pie en el pasillo. Se
volvió hacia ella al notar que salía de la habitación y la miró fijamente, hasta que los ojos de
Bella lo esquivaron para tratar de ocultar la agonía que la torturaba.
Sin decirle una palabra, Jasper la escoltó hasta el gran salón.
La comida estaba servida, y Bella miró, siempre sorprendida, desde su asiento al lado
de los campesinos, a los soldados que atacaban su alimento como bárbaros. Nunca se
acostumbraría a semejante espectáculo.
Los ojos de Bella se posaron luego en el asiento vacío de Edward. La tristeza le arrugó y
le encorvó los hombros. Miró el plato que tenía delante y apenas notó la extraña calma que
reinaba alrededor de la mesa. Los campesinos la miraban embobados. Cogió un pedazo de
pan, lo partió en pequeños trozos y se los llevó a la boca.
De repente, Bella oyó un gruñido y un ruido sordo. Levantó la vista y vio que Peter se
alzaba junto a un asiento vacío y trataba de coger un cuenco. Una mujer estaba en el suelo,
alejándose de él a cuatro patas.
Peter inspeccionó el cuenco de Bella, lo lanzó a un lado, agarró más cuencos y copas y
los arrojó todos al suelo. Los campesinos se retiraron de la mesa, buscando dónde
protegerse, y Bella se levantó de un salto de su asiento.
—¡Detente! —gritó, agarrando del brazo a Peter.
Él le contestó con un puñetazo en plena cara. El golpe fue lo suficientemente fuerte
como para tumbarla al suelo. El dolor la dejó momentáneamente ciega, y cuando los puntos
blancos se desvanecieron y le permitieron volver a ver, el hombre arrancaba una tabla de la
mesa y la levantaba en el aire. Los platos, los cuchillos, los jarrones, la comida, todo cayó al
suelo. Bella lo miraba indefensa, dándose cuenta de que todos sus esfuerzos por impedir el
atropello habrían sido en vano.
Después, de repente, Peter giró hacia ella. Sus ojos estaban encendidos de furia.
Bella yacía aún en el suelo. La cara le dolía. Vio que el hombre daba un paso hacia ella
con el rostro lleno de desprecio y los ojos llenos de odio.
Edward se había ido y Bella no encontraba la manera de reunir la suficiente fuerza para
defenderse. Se cubrió la cabeza con los brazos.
—No le harás daño —proclamó con coraje una voz tenue.
Bella se obligó a sí misma a sentarse y vio que Jimmy estaba plantado delante de ella,
con los brazos en jarra, enfrentándose al brutal caballero.
La mirada de Peter se concentró en el muchacho, a quien ahora iba dirigida toda su
furia.

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Bella se puso de pie con una rapidez inaudita, arrimándose al muchacho para
protegerlo; Peter gruñó, con la boca torcida por la rabia, y se acercó a ellos.
El corazón de Bella se desbocó. Si fuera sólo ella… ¿Pero Jimmy? No podía permitir que
le hicieran daño por haber tratado de defenderla. Se plantó delante de él.
Entonces Jasper se interpuso entre ellos.
—Es suficiente, Peter.
—Apártate de mi camino, Jasper.
—Necesitas calmarte, hombre. Baja al patio y trata de tranquilizarte.
Peter dio un paso hacia delante.
El silbido del metal al desenfundarse se oyó en el salón, de pronto silencioso, cuando
Jasper sacó su espada y apuntó al pecho de Peter.
—Creo que has bebido demasiado desde muy temprano esta la mañana. Baja al patio
ahora mismo.
Los ojos de Peter se volvieron hacia Jasper, y durante un momento, la furia cedió.
Luego, su mirada retornó a Bella y el odio lo golpeó como si fuera un martillo.
Dio un paso atrás, se llevó la mano a la cintura y sacó su espada.
—No hagas eso, Peter —le advirtió Jasper—. Ya sabes que en ausencia del Príncipe mi
palabra es ley.
—Apártate —dijo el otro con sus ojos enrojecidos clavados en Bella—. Sólo quiero
darle una lección.
La punta de la espada de Jasper descendió una cuarta y Bella lo miró con incredulidad.
Efectivamente, ¡estaba a punto de permitir que Peter le diera una lección!
Después, la cara de Jasper se tensó y volvió a levantar su espada.
Peter se movió con rapidez, levantando la espada para luego dejarla caer en un
movimiento arrasador. Jasper neutralizó la arremetida con otro movimiento de su arma y el
eco del choque de las espadas retumbó por toda la inmensa estancia.
Mientras los hombres intercambiaban golpes, el ojo experto de Bella se dio cuenta de
los fallos que había en la técnica de Peter: sus ojos anunciaban la dirección de sus
embestidas y vacilaba una fracción de segundo antes de actuar. Pero Jasper estaba cediendo
terreno ante los ataques, aunque torpes, inflexibles, de Peter. Supo que Jasper no
aguantaría mucho más tiempo. No era zurdo y su brazo derecho no le respondía muy bien,
inutilizado para siempre a causa del salto al foso desde su ventana. Bella empujó a Jimmy
hacia la seguridad de los brazos de su madre y sus ojos inspeccionaron el salón.
Peter atacó con dureza inquebrantable. Hizo llover sobre Jasper, que ya se
derrumbaba en su defensa, una serie de golpes certeros, arrinconándolo con fiereza, hasta
que Jasper perdió el control de su arma y cayó al suelo. Peter miró a su víctima con la cara
desprovista de emoción. Luego, con una mueca, aulló como los lobos, levantó la espada y
dirigió su punta afilada hacia el pecho de Jasper.
Antes de que el mortífero instrumento se clavara en la carne de su oponente, los
brazos de Peter sintieron la embestida de una espada que chocó contra la suya, haciéndole
perder el rumbo y obligándolo a lanzarla contra el suelo de piedra. Jasper se echó a un lado,
y poniéndose de pie, intentó ver quién le había salvado la vida.
Bella estaba en pie, magnífica, delante de él, agarrando la espada con las dos manos, y
dirigiéndola al pecho de Peter.
Peter, lentamente, la rodeó por el flanco izquierdo, lejos de Jasper. Sus ojos miraban
con desprecio y su boca se curvaba en una mueca de odio.
—Tengo una cuenta que saldar contigo —gruñó.
Bella se notó insegura, pero trató de ocultar tal sensación en lo más profundo de su

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pecho. No era fácil. La espada le pesaba más de la cuenta y el vestido limitaba sus
movimientos. Sabía que tenía que deshacerse del vestido si no quería morir. Su corazón latió
con fuerza cuando vio que los ojos de su enemigo giraban hacia la izquierda.
Bella levantó la espada y paró el golpe, pero él la atacó una y otra vez. El impacto de
sus embestidas le desgarraba el brazo, pero la confianza y la costumbre guerrera
comenzaron a volver a su cuerpo con cada cruce de las armas. El viejo sentimiento de poder
regresó a ella con cada choque del metal contra el metal. Volvió a ser ella, volvió a hacer lo
que mejor hacía.
Neutralizó sin problemas una nueva arremetida. Se sentía cada vez más cómoda con la
espada de Jasper, pero era consciente de que, para derrotar a Peter, tenía que liberar sus
piernas.
Permitió que él la arrinconara contra la mesa caída. Por ahora, se estaba defendiendo
y renunciaba a la ofensiva. Peter se sintió seguro, y creyó que estaba jugando con ella como
si fuera uno de sus escuderos. «Deja que te subestime», pensó. Levantó un asiento caído y
se lo arrojó encima, tumbándolo pesadamente al suelo.
En vez de atacar, Bella huyó de su enemigo, buscando refugio, y al salir corriendo
aprovechó para atravesar con la pesada espada su vestido negro y cortarlo a la altura de las
rodillas. Lo arrastró mientras corría y, deteniéndose detrás de una silla caída, arrancó el
resto de la tela y liberó sus piernas. Mientras se quitaba el terciopelo negro, alzó los ojos y
vio que Peter se ponía de pie. Sonrió al pisar los pedazos de terciopelo que yacían en el
suelo.
Libre al fin, el Ángel de la Muerte se enderezó para saludar a Peter cuando éste la
embistió. Él se detuvo intempestivamente delante de un asiento y vio la sonrisa confiada, el
nuevo brillo de sus ojos. Ya no era la mujer a la que se había enfrentado unos segundos
antes.
Bella vio cierta preocupación en sus rasgos y saltó sobre el asiento. Cuando éste se
derrumbó, lo arrastró por el suelo a patadas y levantó su espada. Lo atacó, ansiando desde
lo más profundo de su corazón una auténtica pelea de guerreros.
Bajo sus golpes, Peter fue forzado a retroceder hasta el otro extremo del salón, cerca
del asiento de Edward.
Finalmente, Peter respondió con una serie de ataques peligrosos, pero Bella adivinaba
sus movimientos mirándole a los ojos, se anticipaba a ellos. Le permitió atacar, ahorrando
fuerzas, hasta que Peter comenzó a jadear por el cansancio. Levantó las cejas y sonrió
delante de su misma cara.
—¿Es esto lo mejor que puedes ofrecerme? —le preguntó con sorna inocultable.
Un gruñido de rabia salió de lo más profundo de la garganta del hombre, quien
arremetió contra ella con toda la furia que fue capaz de reunir en ese momento.
—Baila toda la noche, hasta que se te quemen los pies —cantó Bella, pasándose la
espada a la mano derecha para atacarlo por el flanco izquierdo.
Peter contuvo a duras penas su avance.
—Veintisiete señoritas cantaban una canción —siguió canturreando ella al embestirlo
por la izquierda.
Él paró otra vez el golpe.
—Cuando el canto había terminado las señoritas dijeron… —y lo embistió por la
derecha.
Peter la esquivó.
—Tu arma será un bello regalo para el príncipe —continuó cantando Bella antes de
herirlo en el puño, obligándolo a soltar la espada, que salió volando por el aire y fue a chocar

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contra una de las paredes del salón.
Bella alzó su arma hasta el cuello de Peter. Una sonrisa de triunfo iluminaba su cara.
—Me rindo —dijo él, alzando la voz para que todos los presentes lo oyeran.
—Eres un canalla —contestó Bella, ya sin una pizca de humor en su rostro—. Nunca
vuelvas a humillar a personas indefensas. ¿Entiendes? Si lo haces —añadió—, tendrás que
responder ante mí —y presionó la punta de la espada contra su piel.
—¡Me rindo! —gritó Peter.
Un momento de silencio se extendió por el salón mientras Bella saboreaba la dulce
sensación que le producía volver a ser el Ángel de la Muerte. Sintió que su corazón latía con
fuerza y que la excitación de la batalla, casi lujuriosa, corría por sus venas, y una
inconfundible sensación de victoria se apoderó de todo su cuerpo al ver que Peter se
doblegaba ante la punta de su arma.
—Entrégame la espada.
Volvió la cabeza al escuchar aquellas palabras y vio que Jasper estaba en pie junto a
ella. De pronto, notó también el silencio que había caído como un fardo a su alrededor.
Nadie se movía. Nadie parecía respirar siquiera. Todo el mundo la miraba, con miedo, pero
también con curiosidad. En las caras de los caballeros distinguió una imperturbable
incredulidad: incredulidad y cautela.
Una preocupada desconfianza flotaba alrededor de ella y Bella comprendió
súbitamente a qué obedecía la ansiedad de aquella gente: tenía un arma. ¿Creían
verdaderamente que ella trataría de abrirse camino para escapar? ¿Contra todas las
inmensas dificultades que la rodeaban? El Ángel de la Muerte no era tan estúpido.
Y ya había hecho honor a su leyenda.
Bella alzó la espada y colocó la lámina en la palma de su mano.
—Está mal equilibrada, habría que balancearla —comentó, y le entregó el arma a
Jasper.
Él la tomó muy cuidadosamente de las manos del Ángel de la Muerte.
—Lo sé —respondió con un gesto de severidad cuando sus ojos se encontraron con los
de ella.
—¡Señor!
Un muchacho joven corría hacia Jasper. Estaba sin aliento cuando se detuvo al lado de
su amo.
—¡Señor! —repitió—. ¡Han llegado los franceses!

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Capítulo 37

Bella estaba sentada, con la cabeza agachada, mirándose las manos, que reposaban
encima de su regazo. Se había puesto el bello vestido azul que Leah le había llevado —aquel
con el escote más abierto que pudo encontrar—, a la espera de que, al verla, Edward
proclamara su amor hacia ella y la estrechara entre sus brazos. O al menos, con la esperanza
de que hallara alguna razón para permitirle permanecer a su lado. Pero Edward no podía
hacer nada de eso si no regresaba al castillo.
Bella había estado pendiente de su llegada durante todo el día. Continuamente se
acercaba a la ventana de su habitación, ansiando su retorno, pero cuando el sol se ocultó
tras la línea del horizonte sin que hubiera señales suyas, sus esperanzas se apagaron como
se marchitan las rosas en ausencia de la luz del sol.
En realidad, ¿por qué iba a importarle a Edward? El rescate había sido pagado. El tenía
su oro.
Mujerzuela. Ahora, aquella palabra la perseguía. Ya tiene dos prostitutas y no piensa
mantener a otra. De modo que ella, indudablemente, se había estado engañando con sus
auténticos sentimientos. Sin embargo, ¿cómo explicar la rabia que había visto en su rostro,
la herida que había descubierto en sus ojos cuando le preguntó sobre el conde Newton? Se
entristecía al pensar en su prometido. ¿Por qué había pagado el rescate? ¿Qué esperaba
aquel viejo canalla de ella?
De pronto, la puerta se abrió a sus espaldas y Bella, en medio de su ansiedad, estuvo a
punto de saltar de su asiento.
Pero fue Leah quien entró a la habitación, y los deseos y las locas esperanzas de la
joven murieron de nuevo. Se recostó con desgana en el asiento y volvió a mirarse las manos
encima de su regazo, escuchando el roce del rústico delantal de Leah sobre las piedras del
suelo.
—Mi señora —dijo Leah con la voz calmada—, el mensajero os espera para escoltaros
hasta el castillo de vuestro conde Newton.
Bella sintió que la desesperación la embargaba. «Mi conde Newton», repitió
mentalmente.
—¿Señora?
—¿No ha regresado? —preguntó Bella sin levantar los ojos.
—No, señora —contestó Leah con mucha serenidad.
Todas las esperanzas desaparecieron con la puesta del sol. Las lágrimas brillaban en los
ojos de Bella como gotas de rocío. Adiós a la vida plena con Edward, se dijo a sí misma, y se
levantó. Sin apenas alzar la vista, pasó junto a Leah y ambas se dirigieron hacia la puerta.
Luchó contra el impulso de volver a mirar la habitación por última vez, pero aunque lo
quería, pensó que no podría soportar el recuerdo de haber estado allí tan cerca de él y, al
mismo tiempo, tan lejos…
Siguió a Leah por el pasillo, y junto a ella descendió las escaleras. Sabía que debía
tratar de escapar. Tal vez si le hablaba a Jasper de los rumores que corrían sobre la crueldad
del conde Newton… ¿Pero por qué iba a importarle a aquel caballero su futuro? ¿Por qué iba
a importarle a cualquiera de los ingleses? Todo lo que Bella significaba para ellos era dinero,

- 225 -
las bolsas de oro del rescate.
Se encaminaron al patio de las grandes puertas de madera que conducían al exterior
del castillo. La antecámara era grande, casi tanto como su habitación en el castillo de los De
Swan.
Dos hombres estaban en pie en el umbral de la puerta. Al primero lo reconoció de
inmediato: Jasper. Al segundo, sin embargo, nunca lo había visto antes, por lo que concluyó
que se trataba del emisario del conde Newton. Era un caballero ya entrado en años, con el
pelo negro encanecido alrededor de las sienes. Iba totalmente vestido de negro. Tanto la
túnica como los pantalones y la capa eran de ese color. Una bolsa gastada yacía a los pies de
Jasper, y Bella tuvo la certeza de que era el rescate. Una bolsa llena de oro.
Se volvieron hacia ella al unísono y Bella se estremeció ante la frialdad de los ojos del
extraño. La repulsión que sintió al mirarlo amenazaba con aplastarla como una ola
gigantesca y con hacerla gritar y huir en busca de ayuda. Pero ella era una De Swan. Ella era
el Ángel de la Muerte. No se acobardaría ante aquel hombre, ni ante el propio conde
Newton. Alzó orgullosamente la cabeza y se aproximó al emisario.
Jasper estaba entre ella y el hombre cuando se acercó. Bella leyó la confusión que
había en sus ojos, su indecisión. Sus oscuras cejas descendieron antes de que agachara la
cabeza y se hiciera a un lado. La mujer estaba sorprendida.
Los ojos de Bella descansaron nuevamente en el desconocido. Era flaco y tan alto
como un pequeño roble. Levantó los ojos hacia él y vio que su mirada viajaba despacio por
todo su cuerpo. Sus labios delgados se retorcieron en una especie de sonrisa y ella sintió un
escalofrío.
El caballero canoso alzó la mano para cogerla del brazo, y sus dedos le acariciaron la
piel con inconfundible lujuria.
Bella palideció y liberó su brazo de un tirón. La risa ahogada y cínica del emisario sonó
como un cristal que se rompe en medio de una estancia silenciosa.
El hombre volvió a levantar la mano para agarrarla otra vez del brazo, pero en ese
momento se abrió la puerta y una ráfaga de viento irrumpió en la antecámara, alzándole
ligeramente la falda.
Edward estaba allí, en el marco de la puerta abierta, como una sombra que resaltaba
sobre el fondo de la noche aún más oscura. Sus ojos se llenaron de rabia al contemplar la
escena. Apretando los puños, caminó rápidamente hasta la altura de Jasper, se agachó y
recogió la bolsa.
«El oro», pensó Bella en su agonía. «Es lo que le interesa».
De repente, Edward giró sobre sí mismo y le lanzó la bolsa al emisario.
—Toma tu oro y lárgate de aquí.
La bolsa golpeó el estómago del hombre y luego cayó al suelo. Las monedas de oro que
había en su interior se desparramaron y algunas salieron rodando por las baldosas de piedra,
iluminadas por la luz de las antorchas.
—Pero… —alcanzó a decir el hombre.
Edward dio un paso hacía él, con el cuerpo rígido y los dientes apretados.
—¡Es mía! —exclamó, y moviéndose hacia Bella, la agarró de la cintura y se la echó al
hombro.
Bella se quedó sin respiración cuando Edward comenzó a subir las escaleras,
sacudiéndola con cada paso. Su fuerte hombro se le clavaba en el estómago mientras
cruzaban el corredor. Él abrió la puerta de su alcoba y ambos entraron.
—Detente, Edward —le suplicó Bella, sintiendo que el estómago le dolía, pero no
había terminado de pronunciar dichas palabras cuando fue arrojada sin ninguna ceremonia

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encima de la cama.
Bella trató de incorporarse, luchando contra los pliegues de terciopelo y de seda de su
vestido, que la aprisionaban, pero al hacerlo vio que Edward se movía sobre la cama hacia
ella y la agarraba de los brazos.
—Me has embrujado, mujer —le dijo—. Tu imagen me persigue a donde quiera que
vaya. No puedo dormir, no puedo vivir por el deseo que siento por ti.
Bella lo miró confundida y notó que sus ojos angustiados le traspasaban el alma,
donde ya comenzaban a encenderse sus propios deseos y sus propias necesidades.
—Oh, Edward —susurró, y alzó las manos para colocarlas gentilmente sobre sus
mejillas. Tocó todos los rincones de su cara: la poderosa mandíbula, los hermosos pómulos,
la nariz, los párpados. Le acarició el pelo que le caía sobre la frente. Su corazón latió con
pasión cuando él bajó las manos hasta su cintura y apretó su cuerpo en un abrazo intenso.
—¿Te poseyó alguna vez? —le preguntó el Príncipe con la voz atormentada.
Los ojos de Bella se dirigieron hacia sus labios, extrañamente hipnotizados por sus
movimientos.
—No —murmuró delicadamente, incapaz de mentir, incapaz de formular un
pensamiento coherente—. Yo… ni siquiera lo conozco.
La necesidad física de besarle la boca la abrumó. Tragó saliva, esperando que él la
besara. La mano de Edward ascendió de nuevo por su brazo, despacio, hasta llegar a sus
mejillas y, luego, a su cuello. El contacto con sus dedos la abrasaba por dentro, iniciando una
corriente de fuego que iba de su labio inferior hasta lo más profundo de su garganta
Bella no pudo reprimir un gemido de placer cuando cerró los ojos y echó la cabeza
hacia atrás, ofreciéndole a aquel lobo la desnudez de su cuello. «¿Qué me está pasando?»,
se preguntó. Un hambre de amor insaciable la torturaba.
Edward pasó los labios por su cuello, saboreando su apetitosa piel. La acercó con una
mano y con la otra, gentilmente, le tocó la cadera por encima de los pliegues del terciopelo.
Bella le rodeó el cuello con sus brazos, y cuando sus mordisqueos apasionados se
deslizaron hacia abajo, hacia el borde mismo de los senos, lo estrechó aún más contra ella.
Sintió que la lengua del inglés lamía sus pezones y que sus manos la despojaban de la ropa
que le cubría los pechos. Perdió entonces todo contacto con la realidad. Todo su mundo se
concentraba en Edward y en sus enloquecedoras caricias.
Le quitó la falda y contempló sus piernas desnudas durante un momento interminable.
—Dios mío —susurró el hombre, y luego levantó una mano temblorosa para acariciar
con reverencia la suave piel femenina.
Edward la acercó a él, besándole los labios con urgencia mientras sus manos expertas
desabrochaban del todo el vestido. Sólo se alejó de ella para permitirle que alzara los brazos
y se lo quitara por encima de la cabeza. Cuando levantó los brazos, él la contempló con los
ojos encendidos de deseo. Se inclinó sobre ella y el peso de su cuerpo la tumbó en la cama.
El terciopelo y la seda de sus prendas flotaban a su alrededor como si fueran nubes.
Edward saboreó sus labios de nuevo, sorbiendo la miel que había en su boca, y luego le
acarició los pezones con toda la delicadeza del mundo. Bella comenzó a responder,
moviendo sus caderas inconscientemente, y Edward se volvió más atrevido. Amasó y
acarició los pechos y luego posó sus labios en los maravillosos montículos sonrosados.
Bella arrojó los brazos sobre su cabeza, manteniéndolo cerca de su corazón. Se sintió
flotar en el denso aire de su pasión, muy por encima del resto del mundo. Las excitadas
manos del Príncipe lanzaban impulsos mágicos sobre su cuerpo, calentándolo hasta el punto
de que pensó que moriría si no la penetraba enseguida. Pero él continuó su exploración,
llevándola hasta alturas que jamás había conocido.

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Las manos se deslizaron por su vientre hasta el lugar que más lo necesitaba, que lo
exigía, y cuando él hundió los dedos dentro de ella, Bella suspiró y cerró los ojos, arqueando
la espalda para recibir más caricias prohibidas, más besos lúbricos.
Edward se retiró de ella. Instintivamente, Bella extendió las manos para acercarlo una
vez más. El Príncipe se quitó la ropa con dedos temblorosos, desgarrándola, impaciente por
regresar al seno de su amada. El frío estremeció su cuerpo, pero el fuego que corría por sus
venas lo mantuvo caliente cuando miró a Bella y vio que su cabello se desplegaba sobre las
almohadas como un abanico, que sus labios estaban hinchados de pasión, que sus mejillas se
encendían de deseo carnal. Cayó sobre ella. Su cuerpo desnudo la cubrió por completo y,
con las rodillas, le abrió delicadamente las piernas.
Bella sintió la presión en su sexo. Miró los ojos oscuros del amante y vio que la luz de la
luna se reflejaba en sus profundidades de ébano. Acarició sus grandes hombros y lo atrajo
hacia ella.
—Por favor, Edward —murmuró.
La penetró profundamente.
Bella se quedó paralizada. El dolor calmó por un instante su pasión, pero él la besó con
locura, haciendo que los besos le inyectaran su propia excitación y la calentaran con
renovado deseo sexual. Cuando empezó a moverse otra vez, Bella se sorprendió ante el
hecho de que ya no sentía dolor: sólo una ansiedad irreprimible que la quemaba por dentro.
Se movió con él, a su ritmo, y sus cuerpos fueron uno.
Las caricias y los besos de Edward la bañaron con sus aguas cálidas hasta que el deseo
se volvió incontrolable. Era un sentimiento más fuerte que el afán de venganza, más
poderoso que la sed de sangre, distinto, superior en fuerza a cualquier sensación conocida.
Bella sintió que dicho sentimiento la llenaba hasta hacerla explotar, hasta que todo su
cuerpo se sacudió en un espasmo de infinito placer, y cuando el sentimiento la abandonó al
fin, se encontró exhausta y sin aliento. Miró a Edward y vio que sonreía. Su mirada estaba
llena de toda la ternura que siempre había soñado ver en sus ojos. Bella levantó los brazos y
lo estrechó con toda su fuerza.
Durante varios minutos yacieron juntos, exhaustos, saciados. Ella lo amaba. «Dios, este
calor, esta felicidad, esto era lo que significaba amar a alguien», pensó. Sonrió,
mordisqueándole amorosamente el cuello.
—¿Estás tratando de decirme que esta vez ha estado mejor? —preguntó él a media
voz.
—Claro —murmuró ella—. Mucho mejor.

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Capítulo 38

Bella estaba desnuda en brazos de Edward, con la cabeza apoyada contra su firme
pecho. Podía sentir los músculos de él bajo sus mejillas y escuchar el latido de su corazón.
Nunca se había sentido tan maravillosamente bien, tan cálida, tan querida, tan segura.
El pecho del Príncipe subía y bajaba lentamente, y su brazo descansaba sobre la
cintura del Ángel de la Muerte.
Bella acarició con los lánguidos dedos de su mano izquierda las planicies de su
estómago, maravillándose por su tersura y, al mismo tiempo, por su dureza. Con la otra
mano cogió un extremo de la sábana y cubrió hasta la mitad su cuerpo glorioso. Luego,
despacio, cuidadosamente, la levantó, deseando ver otra vez el miembro, aquella parte de
su cuerpo que tanto placer le había dado. El rumor de una risa recién salida de la garganta le
hizo soltar la sábana, como si de repente quemara.
—Mi pequeña arpía —dijo él, agarrándole la muñeca—. Anoche me rendí ante tus
insaciables apetitos. ¿No fue suficiente?
Bella vio que la sábana se levantaba, como por arte de magia, y que él la recostaba de
espaldas en la cama para despues cubrirla con su cuerpo. Sus ojos verdes la miraban
sonrientes, y ella pudo distinguir que en sus profundidades se reflejaba la luz del amanecer.
Bella sonrió. Los ojos hambrientos de Edward devoraban los bellos rasgos de su cara. Se
sorprendió al percatarse de que las llamas del deseo habían vuelto a apoderarse de su
cuerpo, después de toda una agotadora noche de amor maravilloso.
Edward la besó.

* * *
Más tarde, mientras Edward conducía a Bella hacia las escaleras, de la mano, ella le
preguntó quién había tejido el tapiz que colgaba en su alcoba.
—¿Te refieres al tapiz que decoraba mi alcoba antes de que una pequeña arpía
decidiera usar la varilla que lo sostenía a modo de espada? —comentó Edward con voz
ligera.
—Sí. Ése —sonrió Bella.
Edward se detuvo. Sus ojos parecían distanciarse, alejarse en el recuerdo.
—Mi madre —contestó después de una larga pausa—. Fue lo último que hizo en su
vida.
—Lo siento —murmuró Bella al contemplar la ansiedad reflejada en sus ojos y el dolor
que tensaba los músculos de su cuello. Decidió cambiar de tema.
—¿Y tienes hermanos o hermanas?
—No, de sangre no.
Aunque Bella esperó un rato, Edward no le dijo nada más, motivo por el cual la joven
se dedicó a mirar por una de las ventanas que iluminaban los últimos peldaños de las
escaleras. El día estaba magnífico. El sol brillaba sobre los tejados de las casas de la aldea, y
la risa de los niños llenaba el aire. Bella respiró profundamente, saboreando el fresco

- 229 -
perfume de un nuevo día.
—Desde que estoy aquí no te he pedido nada, Edward —declaró tranquilamente,
pensando en decirle que la llevara a disfrutar de ese glorioso día que se abría delante de sus
ojos.
—Excepto que te permita entrar a la cocina a mangonear a tus anchas —murmuró
Edward con una risa divertida.
Ante su comentario, la imagen de Peter golpeando la mesa mientras los campesinos se
dispersaban en todas las direcciones volvió a la mente de Bella. Tal pensamiento la
sobresaltó y se apartó de la ventana.
—¿Qué pasa? —le preguntó Edward, repentinamente preocupado por su semblante
entristecido.
Bella desvió la mirada, cruzando las manos delante de ella. ¿Estaba realmente
dispuesta a entrar al salón para comprobar que todo su trabajo no había servido para nada,
que no quedaba nada de lo que ella y los sirvientes habían construido? Era una locura.
Además, no creía que los caballeros de Edward la aceptaran como a una igual. No. Seguro
que la odiarían.
—Bella —susurró Edward, dando un paso hacia ella—. Dime qué te pasa —la urgió
mientras le retiraba de la frente un mechón de pelo cobrizo.
Ella quería hundirse de nuevo en el calor de su cuerpo, donde nadie pudiera tocar el
amor infinito que sentía por él, pero el pensamiento de su incierto futuro coartó sus
movimientos. ¿Cómo podía vivir con Edward, siendo una enemiga, y a sabiendas de que sus
hombres la odiaban? ¿Qué sorpresas les depararía el porvenir?
—¿Qué harás conmigo? —le preguntó.
—¿Qué haré contigo? —contestó él con una sonrisa—. Pues hacerte feliz. Y como
parece que donde más feliz estás es en la cama —agregó al tomarla entre sus brazos—, ¡te
permitiré que la uses cuantas veces quieras!
Bella no pudo reprimir la carcajada que salió de su garganta.
—Pero debes comer bien para mantenerte fuerte —le advirtió en tono serio al volver a
mirarle los ojos—. No toleraré que seas débil y apática cuando te encuentres debajo de mí.
—O encima de ti —replicó ella con coquetería, acariciándole la nuca.
—Mi pequeña arpía… Debería poseerte ahora mismo —dijo Edward atrayéndola hacia
él hasta tenerla cerca, muy cerca, tan cerca que pudo oler el perfume de su pelo y susurrarle
al oído—: Nunca en mi vida he sido tan feliz. No permitamos que esto se acabe.
Cuando ella se apartó para estudiar sus ojos, no podía decir si las palabras que habían
salido de su boca se las había imaginado o las había escuchado de verdad.
Él la tomó del brazo y continuó bajando las escaleras hacia el gran salón. Cuando
doblaron la esquina del pasillo, un grupo de sirvientes se dispersó. Bella miró a Edward y vio
que fruncía el ceño.
—Deberían estar pendientes de sus quehaceres —murmuró de muy mal genio, y le
estrechó la mano.
—¿Me llevarías a dar un paseo a caballo, Edward? —siguió diciendo ella—. Quiero ver
con la ayuda de tus ojos, señor, las tierras de Inglaterra.
—Si eso es lo que deseas… —respondió Edward arrugando ligeramente la frente, un
gesto en el que a Bella le pareció ver un rastro de sospecha.
Justo antes de entrar al salón, ella respiró profundamente, como si quisiera prepararse
para enfrentarse a la destrucción que Peter había provocado la noche anterior.
En cuanto atravesaron el marco de la puerta, miró hacia el lugar en el que había estado
comiendo con los campesinos y, sobrecogida por la felicidad, vio que éstos habían

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enderezado y reparado la mesa. Sus caras brillaban de orgullo.
¡Todo lo que se había roto había sido arreglado o reemplazado!
Una sonrisa de alegría iluminó la cara de Bella. Soltó el brazo de Edward y corrió hacia
donde estaba Leah, quien abrió sus brazos gordinflones para saludarla.
—¡Oh, mi señora! —dijo Leah, dándole la bienvenida—. ¿Qué milagro ha hecho
posible que aún estéis entre nosotros?
Bella contempló, admirada, las mesas.
—¿Qué ha pasado? ¿Quién ha arreglado todo esto?
—Nosotros, por supuesto —exclamó Emily, que se hallaba al lado de Leah.
—¡Es maravilloso!
Cuando todos comenzaron a sentarse, Bella vio que Edward aún estaba cerca de la
puerta, hablando con Jasper. Sus ojos verdes la miraban de manera inexpresiva. Bella esperó
a que él le indicara que debía sentarse al lado suyo, pero a medida que Jasper le hablaba, la
mirada de Edward se oscurecía.
«¿Qué he hecho para ponerlo así de furioso?», se preguntó. Dio un paso hacia él,
dispuesta a desmontar cualquier mentira que le estuvieran diciendo al oído, pero algo llamó
su atención al otro lado de la estancia.
A lo largo del gran espacio, pudo ver que las prostitutas ocupaban los asientos usuales
al lado de su silla vacía.
Bella sintió que se derrumbaba cuando las dudas comenzaron a acosarla, llevándose su
felicidad. ¿Y si Edward le ordenaba sentarse con sus hombres, en un lugar de menor rango
que el de sus concubinas? Se retiró hacia la mesa de los campesinos, mirando de reojo a
Edward.
Leah empezó a hablarle del pudin que había pensado hacer para el día siguiente.
Emily le hablaba de cómo habían trabajado toda la noche para reparar la mesa.
Se preguntaba si aceptaría sentarse con sus hombres si él así lo disponía, y cuando se
quedó mirándolo, su poderosa presencia la llenó por completo. Sí. Haré lo que sea necesario
para complacerlo, para lograr que me dirija una sonrisa. Se imaginó que él se le acercaba, la
tomaba del brazo y la conducía hasta el asiento que había al lado de su silla vacía,
desplazando a las prostitutas, pero cuando vio que se le acercaba de verdad, y no sólo en su
imaginación, sintió que un escalofrío de temor recorría su espalda. Empezó a temblar, pero
no por miedo a su ira, sino por la visión de su cuerpo, que parecía fluir por el salón como un
río, maravilloso en su simetría y su poder erótico. Bella notó que el deseo se encendía en su
interior. Inconscientemente, abrió la boca con un gesto sensual, como si quisiera devorarlo
según se acercaba. ¡Era tan fuerte! ¡Tan bien parecido! Era capaz de enloquecerla con una
simple mirada.
Se detuvo delante de ella. Bella balbuceó algo incoherente, sin saber qué hacer ni qué
decir.
De pronto, su intensa mirada viró hacia Leah.
—Has hecho un trabajo admirable; la mesa ha quedado perfecta —le dijo Edward.
—Gracias, señor —contestó Leah.
Los campesinos comenzaron a comer de nuevo, estudiándolo con los ojos bajos,
sumisos, pero con suma atención.
«¡Cómo los intimida!», pensó Bella, y se preguntó si él se daba cuenta del temor que
inspiraba entre su gente. Algo la inquietó al distinguir los contornos de su duro perfil. Un
impulso posesivo se apoderó de ella, y cuando Edward la miró, notó que sus ojos irradiaban
cierta suavidad, cierta amabilidad. De pronto, sin embargo, levantó las cejas.
—¿Qué estás mirando, muchacha? —preguntó con brusquedad.

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Bella vio que Emily lo observaba con sus grandes ojos curiosos.
—Dios —dijo la pobre chica, agachando la cabeza y metiéndose a la boca un pedazo de
pan. Edward se puso en guardia.
—¿Qué estabas mirando? —repitió con tono impaciente.
El timbre de su voz sacudió a Bella, que sintió que el miedo también se apoderaba de
ella.
La mirada de Edward barrió la mesa y su ánimo se oscureció al ver que los campesinos
lo observaban con los mismos ojos expectantes, y en silencio absoluto. Se volvió hacia Emily
y golpeó la mesa con el puño.
—¡Dímelo!
Los campesinos se miraron los unos a los otros, como esperando el momento
adecuado para salir corriendo.
—¿No sabes lo que pasó ayer aquí? —preguntó Bella, para desviar la atención de
Edward de la pobre muchacha—. ¿Jasper no te lo ha dicho?
—Acaba de contarme que Peter destruyó el trabajo que habías hecho y que luego
hubo una pelea. Necesitabas algo de ejercicio, ¿no es cierto, Ángel? Me alegra que no lo
mataras. Hubiera sido muy difícil reemplazar a un caballero tan experto con la espada.
—Ella hubiera debido matar a ese canalla —intervino Leah.
Edward la fulminó con su mirada.
—Golpeó muy duro a mi señora —agregó.
Edward se puso pálido, asaltado repentinamente por una ira incontrolable. Dio media
vuelta, levantó la vista hacia el salón y localizó a Peter en su asiento.
Bella, trató de detenerlo, pero en ese mismo instante, Edward cruzó el salón más
rápido que un lobo enfurecido, y sin que nadie pudiera detenerlo le saltó a Peter al cuello.
—¡Edward! —gritó Bella cuando logró agarrarlo de los brazos—. ¡No!
Edward apretó sus manos con más fuerza en la garganta del enemigo y Peter cayó al
suelo luchando por liberarse de las garras que lo ahogaban.
—¡Edward! —gritó Bella de nuevo—. ¡Detente! ¡Es mi derecho perdonarlo! ¡Fue a mí a
quien golpeó! ¡Por favor!
Las manos de Edward se aflojaron de pronto. Bella oyó que Peter se quejaba y
respiraba con dificultad, tratando de llenar sus pulmones de aire.
—Cierto —dijo entonces el hombre que tanto la había amado la noche anterior—. Es
tu derecho —y se levantó rígidamente.
Ella estaba de rodillas delante de él. Peter jadeaba a su lado y Bella podía sentir que la
ira de Edward se hallaba a punto de estallar otra vez en cualquier momento. Miró a Peter.
Edward lo hubiera matado —aún podía matarlo— por el simple hecho de haberla golpeado a
ella, lo que la hacía sentirse responsable de su vida. ¿A cuántos hombres había visto morir
en los campos de batalla? ¿Por qué debía importarle que otro caballero inglés muriera? Pero
le importaba. Le importaba porque algo había cambiado en ella. Le importaba la gente de
Edward como si fuera su propia gente, e incluso le importaban aquellos que la despreciaban.
Peter miró a Bella, quien podía ver las señales del miedo en sus ojos. Lo había
derrotado en la lucha y le había perdonado la vida, y ahora se encontraba en sus manos otra
vez.
Bella se incorporó y miró a Peter.
—Levántate —le dijo.
Él esquivó sus ojos, frotándose el cuello durante un momento, hasta que finalmente se
puso de pie.
Bella se dio cuenta de que era mucho más alto de lo que ella recordaba.

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—Les servirás a los campesinos durante la comida del mediodía.
Peter alzó las cejas.
—No puedes darme órdenes —le dijo—. Si quieres golpearme estás en tu derecho,
pero no puedes darme órdenes.
—Tengo derecho a castigarte —replicó Bella con confianza—. Y ahora arrodíllate.
Peter miró a Edward.
—No recibiré órdenes de ella.
—Que te arrodilles —repitió Bella.
—Harás lo que ella te ordena —apuntó Edward con dureza—, o te enfrentarás a mi
castigo.
Peter apretó los dientes y se arrodilló delante de Bella.
—Y ahora —proclamó ella con orgullo—, júrale lealtad a tu señor, Edward Cullen, más
conocido como el Príncipe de las Tinieblas.
Peter miró a Edward sorprendido.
—Señor —dijo con toda la solemnidad del caso—, bajo ni honor de caballero de este
reino te juro lealtad, devoción y admiración. Si de cualquier manera caes herido, en el
espíritu o en la carne, yo también caeré herido.
Un silencio pesado envolvió a toda la concurrencia cuando Edward tendió la mano a
Peter.
—Levántate —le ordenó.
Bella notó que el Príncipe al fin se relajaba y exhaló un imperceptible suspiro al ver que
los dos hombres se estrechaban la mano, pero en ese mismo momento se cerró el puño de
Edward y se estrelló contra la mandíbula de Peter, arrojándolo al suelo.
Bella se llevó las manos a la boca.
—Nunca te atrevas a insultarme de nuevo —gruñó Edward—, y agradece que el Ángel
sea más benevolente que yo —añadió mientras se retiraba del salón.
Bella se quedó boquiabierta frente a Peter y luego corrió detrás de Edward. Por poco
tropezó en el marco de la puerta, al mirar hacia la izquierda y hacia la derecha, y finalmente
lo encontró en la antesala.
—¡Edward! —lo llamó, y siguió corriendo tras él, que al fin se detuvo siempre muy
tieso.
—¿Por qué no me lo dijiste? —le preguntó.
Bella parpadeó sorprendida.
—Ya había pasado todo. No creí necesario…
Hubo un silencio prolongado antes de que él dijera:
—No te puedo llevar a cabalgar, Bella.
Sus palabras le parecieron tan frías como las piedras del suelo sobre el cual estaba, y
un gran peso aplastó su corazón. Los rígidos hombros de Edward eran como un muro que se
levantaba delante de ella, y el silencio abría un abismo infranqueable entre los dos.
—No permitiré que te hagan daño —dijo, y continuó su camino.
Bella vio como desaparecía tras la esquina y se quedó mirando en esa dirección
durante un rato largo. El pasillo se extendía delante de ella; los techos eran altos y la hacían
sentirse insignificante.
Bajó la cabeza. Tardó un momento en darse cuenta de que estaba sola. Por primera
vez desde que había llegado al Castillo Oscuro, era libre. Se había quitado un peso de
encima. El hecho de que él le permitiera andar sin vigilancia constituía una prueba
irrefutable de que confiaba en ella. Vio que en las paredes del corredor bailaban los reflejos
de la luz del sol, y fueron tantos sus deseos de salir al aire libre que corrió irreflexivamente

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hasta la puerta. Los muros de piedra que rodeaban el patio interior se alzaban sobre su
cabeza. Los guardias vigilaban desde las almenas y se paseaban por los terraplenes.
Bella salió al sol. El calor bañó todo su cuerpo al levantar la vista hacia el cielo. Inhaló el
aire fresco y, al proseguir su marcha, resbaló en el barro y estuvo a punto de caer, pero logró
recobrar el equilibrio. Se recogió cuidadosamente las faldas, para no ensuciarlas en los
charcos, y caminó por el patio interior hasta más allá de la cocina. Al aproximarse a lo que
parecía un pequeño callejón entre la cocina y un edificio que supuso que eran los cuarteles,
la llamó una voz desde las sombras.
—Mi señora.
Bella se detuvo. Un estremecimiento de alarma la dejó clavada en el sitio. Trató de
penetrar en las sombras para discernir los contornos del hombre que había hablado y, de
pronto, vio que Vignon salía a la luz del sol.
Sintió que todos los nervios de su cuerpo se erizaban. ¿Qué quería?
Vignon retrocedió a la oscuridad de las sombras y ella lo siguió por el callejón.
—¿Qué estás haciendo aquí? —le preguntó en un susurro.
—Llámame Jonathan Wells —murmuró—. Estoy aquí por órdenes expresas del rey
Quil.
Bella se quedó sin habla. Sus palabras no denotaban ningún acento francés. Tenían,
incluso, una inflexión típicamente inglesa, como si quien las pronunciaba hubiera nacido en
Inglaterra. Se acordó de su primera cena en el castillo de Edward, cuando Vignon se había
sentado frente a ella y había luchado por la comida con el mismo salvajismo de todos los
demás, confundiéndose con ellos a la perfección, con demasiada perfección incluso. No
confiaba en él.
—No podemos permitir que nos vean juntos.
—No entiendo —dijo ella.
Alzó la cabeza para mirar a los guardias de las almenas.
—No podemos hablar aquí. Más adelante me pondré en contacto con vos, mi señora.
Pero recordad: soy Jonathan Wells —le dijo.
Entonces Bella oyó algo así como un silbido. Miró en dirección al sitio del cual
provenía. Nada. Abrió la boca para hablar, pero al volverse hacia él, Vignon ya no estaba.

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Capítulo 39

Los pájaros cantaban alegremente, llenando con sus trinos joviales el cielo de la
mañana al volar de un árbol a otro en su constante busca de alimento. En la distancia, el
apagado rumor del agua que se estrellaba contra las piedras resonaba en todo el bosque. El
aire estaba cargado de humedad. Edward no notó nada de esto cuando fijó la vista en el
prado verde que tenía ante él. Se hallaba sentado, recostado en un enorme árbol que se
elevaba majestuosamente hacia el cielo. Había doblado las rodillas y había puesto a
descansar sus brazos sobre ellas. Las manos le colgaban de las piernas como si fueran las
largas ramas del árbol.
Una y otra vez su mente volvía a Bella: a sus grandes ojos cafés, a sus labios suaves y
sensuales, a su cuerpo de mujer. Era duro y doloroso imaginársela como un guerrero,
condición que estaba en el origen de todos sus problemas. Había visto con sus propios ojos
la muerte y la destrucción que ella era capaz de causar o, mejor, que había causado muchas
veces. ¿Habría cambiado? ¿Quería él, en verdad, que cambiara?
La noche anterior habían hecho el amor con una pasión exquisita, que nunca había
experimentado antes, y sólo pensar en ello fue suficiente para que por sus venas empezase a
circular una corriente de lujuria que amenazaba con arrastrarlo hasta más allá de toda razón.
Y sin embargo, sus caballeros la trataban con dureza. La idea de que Peter la hubiera
golpeado, causándole dolor, volvió a atormentarlo. Quería que Bella estuviera con él en el
Castillo Oscuro. ¿Pero no era pedirle demasiado? ¿Estaría él dispuesto a abandonar su
hogar, sus tierras, su reino y su rey para permanecer al lado de Bella? ¿No era eso lo que le
exigía a ella?
Agachó la cabeza y se pasó las manos por el pelo. «Sí», pensó. «Yo estaría dispuesto a
irme a vivir a Francia para estar con ella. Que Dios me perdone, pero estaría dispuesto
incluso a abandonarlo todo para disfrutar de la vida a su lado. ¿Haría ella lo mismo por mí?».
Ya lo había hecho. Por culpa suya, su propia gente la había acusado de traición. ¿Qué
le quedaba en Francia, para querer volver?
Su prometido. El pensamiento de que otro hombre pudiera besar sus labios lo
enardeció. «No tengo nada que temer», se dijo a sí mismo. «Por las razones que sean, ella
ha escogido mi cama y hasta ahora no me ha dicho que desee regresar a Francia y
entregarse a los brazos de su prometido».
Y ahora ella ya no era el problema; el problema eran sus soldados, que la miraban y
veían al Ángel de la Muerte donde sólo había una mujer apasionada, capaz de enseñarles
amabilidad y tolerancia. «¿Puedo someterla a su brutalidad y a su furia? ¿No hay un lugar en
donde todos podamos vivir en paz?», se preguntó sin muchas esperanzas de encontrar una
respuesta positiva.
Edward se puso en guardia al oír el crujido de unos pasos sobre las hojas caídas y,
despacio, se llevó la mano a la espada.
—Pensé que podía encontrarte aquí —dijo una voz a sus espaldas.
—Por lo general vengo a este lugar para estar solo —contestó Edward soltando el
arma al reconocer la voz.
Carlisle se sentó pesadamente junto a él, sonriendo.

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—¿Debo entender eso como una indirecta, hermano?
—Necesito pensar.
Carlisle levantó la nariz para inhalar el aire perfumado del bosque.
—Creo adivinar que tus problemas giran en torno a una mujer francesa que se
caracteriza por su terquedad —le dijo jovialmente.
—No se necesita ser un genio para adivinarlo —replicó Edward.
—Me alegra que no hayas perdido el sentido del humor.
—Pero mis hombres la desaprueban.
—¿Y qué?
—Y yo quiero que se quede a vivir conmigo en el Castillo Oscuro.
Carlisle cogió una hoja del suelo y empezó a jugar con ella, acariciándola con los dedos.
—Entonces creo que tendrás problemas.
Edward apretó los puños.
—Destruiré a cualquier hombre que se oponga a mis designios.
Carlisle sonrió de nuevo.
—La mayor parte de los hombres no se opondrá a tus designios. Tú eres un caballero
respetado y admirado y, al fin y al cabo, ella es una arpía muy atractiva. Cualquier hombre se
rendiría ante sus encantos. Casi todos te comprenden perfectamente.
Los ojos de Edward se iluminaron.
—El Príncipe de las Tinieblas no se rinde ante los encantos de nadie.
—¿Y qué pasa con Edward Cullen?
—No se trata simplemente de sus encantos —insistió Edward—. Lo que sucede es que
se me inflama el alma cuando estoy con ella.
—¿Y eso no se debe a que te encanta?
—Puede ser —gruñó Edward alzando los hombros—, pero la gente dirá que el Príncipe
de las Tinieblas domó al Ángel de la Muerte.
—Puede ser… —repitió Carlisle—, aunque también podría suceder lo contrario.
Edward se puso todavía más serio.
—Me estás haciendo perder la paciencia, Carlisle.
—Es posible que así sea —replicó este último con un gesto despectivo—, pero el
problema del que te hablaba hace un momento es otro. Mejor dicho: ¿qué piensas que hará
el conde Newton cuando crea que la estás reteniendo contra su voluntad?
Edward frunció el ceño y apretó los dientes.
—¡Nadie la está reteniendo contra su voluntad!
Carlisle continuó jugando con la hoja que tenía entre los dedos.
—Aceptemos que ella quiere quedarse.
—No es necesario que lo aceptes —respondió Edward con los nervios de punta—.
Puedes considerarlo un hecho, porque lo es.
—No obstante, tienes que ponerte en su lugar. Si se queda por su propia voluntad en
Inglaterra, probaría a todo el reino de Francia que es de verdad una traidora.
Edward se puso rígido.
—Y eso sería pedirle demasiado… —continuó diciendo Carlisle—, aunque esté
enamorada.
Edward lo miró con curiosidad. Las dudas descendían sobre él, abriéndole heridas
dolorosas, enconadas.

* * *

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Una suave risa contenida sonó en los oídos de Bella. Se despertó de inmediato y buscó
rápidamente su espada. «¡Salteadores de caminos!», pensó. O algo todavía peor. Pero la
espada no estaba allí. Entonces recordó dónde se encontraba. Edward no había regresado
en todo el día y ella había seguido paseando por el castillo. Ya era tarde cuando, al caminar
por los establos, vio a los caballos y se sentó a mirar a un alazán bastante brioso, que la hizo
pensar en su bello corcel. Y allí debió de quedarse dormida.
Se levantó y empezó a caminar en la oscuridad, tratando de encontrar a ciegas la
pared. Sus manos tropezaron con los listones del establo. Dio un rodeo alrededor del caballo
alazán y llegó a la puerta. Sus dedos rozaron el marco de madera hasta toparse con la
cerradura. La empujó hacia arriba, abrió la puerta y salió.
Una vez fuera de los establos, cruzó el patio interior velozmente, pasó por la cocina, se
detuvo delante del portón de la entrada del castillo y vio que el gran enrejado ya estaba
bajado. Bostezó, se desperezó extendiendo los brazos por encima de la cabeza y miró el
cielo. Las estrellas parpadeaban en el firmamento y el ojo rasgado de la luna le devolvió la
mirada. La oscuridad —¡y qué oscuridad!— la rodeaba. Se preguntó cuánto tiempo había
dormido. ¿Estaba tan cansada? Seguramente, porque, pensándolo bien, Edward no le había
permitido descansar mucho la noche anterior. Cosas de la pasión.
Sonriendo por el recuerdo de la fogosa noche anterior, continuó su marcha. Con la
excepción de alguna que otra antorcha que brillaba aquí y allá, los pasillos apenas estaban
iluminados. Comenzó a subir las escaleras, y al llegar al segundo piso una especie de
murmullo llegó a sus oídos. Leah y Emily estaban ante la puerta de su habitación, frotándose
las manos y mirándola con ojos temerosos. Edward estaba allí; lo supo por la tensión que
adivinó en los rostros, en los cuerpos enteros de las sirvientas. Un segundo después oyó su
voz. Parecía furioso y algo más. ¿Asustado, quizás?
—¡Encuéntrala! —ordenaba iracundo—. ¡Y tráemela de vuelta lo antes posible!
—Pero Príncipe… —respondía Jasper—. La hemos buscado durante toda la noche y
aún no ha amanecido.
Bella pasó junto a Leah y Emily y abrió la puerta de su alcoba.
—¿Qué ocurre? —dijo al entrar—. ¿Estáis buscando a alguien?
—¡Bella! —exclamó Edward sorprendido—. ¿Te ha ocurrido algo? ¿Estás herida? —le
preguntó con una extraña ronquera en la voz, producto de la emoción.
—¿A mí? No —replicó ella, arrugando la frente y viendo cómo la cara de él se relajaba.
—Puedes retirarte —dijo entonces Edward a Jasper, quien se inclinó en señal de
respeto y despareció por el corredor, seguido de Leah y Emily.
Edward cerró la puerta. Aquellos pantalones negros eran como su segunda piel, una
segunda piel que resaltaba los músculos de sus piernas. Bella pudo ver la tensión que había
en su rostro.
—¿Dónde has estado? —le preguntó, y sus palabras sonaron extrañamente
temblorosas.
—En los establos —respondió Bella—. Tienes magníficos caballos.
—¿Y has estado allí todo el día?
Ella notó la silenciosa acusación que había en sus palabras. Le dolió el implícito
reproche.
—No. Quería conocer tu castillo, y tú no estabas aquí para acompañarme.
Edward se colocó delante de ella y se quedó mirándola a los ojos, como si buscara
algo. Después levantó la mano y empezó a acariciarle el pelo. Bella pensó que luego le
acariciaría el cuello, pero en ese momento sus dedos tropezaron con una brizna de paja que
había en su cabellera y ambos se miraron sorprendidos. De repente, sus brazos la apretaron,

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estrechándola con tanta fuerza que creyó que nunca más podría volver a respirar.
—Oh, Ángel —murmuró.
Bella hubiera podido jurar que su cuerpo temblaba, pero entonces él se retiró, le
acarició con dulzura el mentón y contempló su cara de cerca. Las rodillas del Ángel de la
Muerte se debilitaron ante la intensidad de sus ojos de ébano, que hicieron desparecer el
frío de la noche. La invadió una sensación de infinita ternura.
—Me estabas buscando… —le dijo, halagada.
—Se me había olvidado lo fría que puede ser una cama solitaria —contestó él.
Bella suspiró de pura felicidad al contemplar su rostro, su escultural belleza, sus ojos
profundos y misteriosos.
—Nos tenías preocupados, Bella. Nadie sabía dónde estabas.
—Lo siento. Nunca imaginé que estuviera tan cansada como para dormirme en un
establo.
—Llegué creer que te habías ido con el conde Newton.
Ella le acarició la mejilla y estudió sus insondables ojos.
—¿Y pensaste que me había ido voluntariamente con ese hombre?
Edward se alejó.
—No sé hasta qué punto añoras Francia.
Bella se le acercó. El fuego de los candelabros daba un tinte blanco a su túnica de color
marfil. Delicadamente, colocó una mano encima de su hombro y sintió todo el calor de su
cuerpo en la palma.
—Edward… —murmuró—. Es cierto que añoro Francia, la extraño mucho, pero si me
separan de ti, tu ausencia me resultaría infinitamente más insoportable.
Lentamente, Edward se inclinó hacia ella. Sus ojos brillaban de felicidad al abrazarla de
nuevo.
—Puedes tomar las riendas de mi castillo, Ángel. Todo lo mío es tuyo.
—Lo sé —contestó Bella sonriendo entre sus brazos.
—Con una condición —añadió Edward, y cuando Bella levantó la vista hacia él le dijo—
: Que nunca me abandones.
Bella sonrió, sintiendo que sus brazos le pesaban en los hombros.
—No es una promesa difícil de cumplir —le confesó—. Yo también recuerdo lo fría que
puede ser una cama solitaria.
Edward la apretó aún más entre sus brazos, ladeó la cabeza y la besó. Ella respondió
con un ardor nacido del amor y del deseo. Las manos de Edward se deslizaron hacia sus
senos y después acariciaron la redondez de su cintura. Y entonces la amó de nuevo, de
manera lenta y profunda, hasta que la tierra se abrió y ambos cabalgaron juntos sobre una
nube de pasión.

* * *
Bella oía la respiración pausada de Edward, gozando del confortable peso de sus
brazos alrededor de sus hombros desnudos. El olor de su hombre, el perfume del aire limpio
y una leve fragancia salvaje la rodearon. Aquel aroma estaba en las sábanas. En las
almohadas. A Bella le encantaba. Era el olor de la pasión.
Y sin embargo, ni siquiera en la seguridad de sus brazos el alma de Bella estaba en paz
consigo misma. Sus dulces pensamientos eran ahuyentados por las imágenes de Vignon. ¡Un
espía francés en el Castillo Oscuro! «Debo contárselo a Edward», pensó. «Puede que quiera
hacerle daño al Príncipe de las Tinieblas. Pero, Dios, ¿qué estoy pensando? ¿Estoy pensando

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en traicionar a Francia?».
Cuidadosamente, Bella se desprendió de los brazos de Edward, procurando no
despertarlo, y se acercó a la ventana. Debajo de ella, la tierra parecía oscura y baldía. Cruzó
los brazos contra el pecho para protegerse de la brisa helada que sopló de repente.
Sentía que su deber de caballero del reino le pesaba en los hombros y la apartaba de
Edward. Sin embargo, su gente la había despreciado y ridiculizado. Sus hermanos estaban
muertos y su padre le había dado la espalda. Y sin embargo, deseaba volver a ver a su padre,
hablar con él, decirle cuánto lo quería, mirarlo a los ojos e inspirarle el respeto que nunca
había sentido por ella.
Además, su honor de caballero del reino le exigía permanecer en silencio con respecto
a Vignon. Al fin y al cabo, Edward era el enemigo.
¿Pero lo era realmente?
La llama de la esperanza que con tanto mimo había encendido y cuidado dentro de su
corazón creció. «¿Me atrevo a confiar en él? ¿Será cierto que me ama? ¿Piensa
verdaderamente que soy bella, o me está engañando de nuevo?».
Las dudas volvieron a envolverla cuando pensó en la agonía que había experimentado
al creer que Edward estaba muerto. Lo vio otra vez plantado en el alféizar de la ventana de
su alcoba, en el castillo de su padre, y se estremeció.
—Ángel.
Bella se sobresaltó al escuchar su voz tan cerca. Podía sentir el calor y el poderío de su
cuerpo. Luego, los brazos del Príncipe rodearon su cintura y la apretaron contra su pecho.
Estaba desnudo. Su cuerpo vigoroso y ardiente irradiaba vitalidad. Él dejó escapar una risa
juguetona, que le salió de lo mas hondo de la garganta; ella se recostó con suavidad sobre su
pecho musculoso, que le transmitía un ardor indescriptible, y ambos se quedaron así,
mirando por la ventana durante un buen rato.
—No eres feliz aquí —dijo la voz de Edward, sonando entre la brisa.
Bella se liberó de sus brazos y lo miró a la cara.
—¿Por qué dices semejante cosa?
—Abandonas mi cama en mitad de la noche. ¿Es que no te gusto? ¿Es que no te
satisfago? —preguntó en un tono directo y sincero.
Bella sonrió y después se estiró para besarlo en la boca, mordiéndole los labios hasta
que sus lenguas se encontraron. La pasión volvió a inflamarse en ella, pero de pronto él dio
un paso atrás y frunció el ceño.
—¿Por qué te fuiste de mi lado? ¿Qué te atormenta, mi Ángel?
Un sentimiento de lealtad hacia su rey le impidió revelarle el secreto del espía.
—Es una tontería, de verdad. Pero ya que hablamos de lo que me atormenta, te diré
que siempre me he preguntado cómo hiciste para escapar del castillo de mi padre. Creí que
te habías ahogado en el foso.
Una risa delicada llegó a sus oídos cuando él la empujó con mucha suavidad hacia la
cama.
—Vístete —le ordenó.
—¿Qué? —balbuceó Bella.
—Saldremos a cabalgar —contestó mientras se iba poniendo los pantalones.

* * *
La oscuridad de la noche podía con la luz de la luna que se filtraba a través de las
nubes. La tierra parecía sembrada de senderos negros. Bella cabalgaba detrás del semental

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de Edward en uno de los ejemplares más bellos que tenía en sus establos: una yegua blanca
cuyo nombre no quiso revelarle. Pasaron al galope por la aldea aún dormida y por las tierras
de labranza, y se internaron en el bosque, donde Bella pudo admirar la destreza con que
Edward manejaba al animal, la fortaleza de sus muslos sobre el lomo del caballo y la manera
en que parecía dirigirlo sin siquiera usar las riendas.
La condujo hasta muy cerca un muro impenetrable de árboles, donde ambos
desmontaron. Sonriente, Edward la tomó de la mano y la llevó hasta la arboleda.
—Deja los caballos —le dijo.
Las ramas y las hojas parecían abrirse mágicamente a su paso, a medida que empezaba
a moverse entre el follaje. Bella oyó el canto de los grillos y, en alguna parte, el ulular de una
lechuza. Los arbustos y los árboles pequeños crecían tan cerca los unos de los otros que no
podía ver a más de cuatro o cinco metros en cualquier dirección. Finalmente salieron a un
claro y Bella se quedó atónita ante el espectáculo que la saludaba. Envuelta en una luz
mágica, una reluciente cascada caía desde un imponente acantilado de más de veinte
metros de altura hasta un lago de aguas blancas y agitadas.
—Oh, Edward… —murmuró Bella llena de asombro.
Él dio un paso hacia ella y levantó su largo brazo bronceado.
—¿Ves la roca de allá arriba?
Hacia la mitad del acantilado, Bella distinguió una especie de anaquel de piedra plana y
asintió con la cabeza.
—No la pierdas de vista —dijo Edward, y desapareció silenciosamente en el bosque.
Bella se acercó a la orilla del lago, levantó los ojos hacia el saliente de piedra plana que
Edward le había indicado y contempló embelesada la maravillosa belleza del agua que rugía
al caer. Recordó el día en que había estado a punto de ser arrastrada hasta el borde de una
catarata similar. Sin embargo, bajo la luz de la luna, ésta parecía diferente y, de alguna
manera, mágica. Se acordó también de cómo la primera había reclamado el cadáver de Alex
y de cómo Edward, a pesar de la muerte de su hijo, le había salvado la vida. ¿Por qué no se
había dado cuenta entonces de lo mucho que Edward significaba para ella?
Miró ansiosamente hacia el bosque silencioso que se extendía a sus espaldas. ¿Dónde
estaba Edward? Un movimiento captó luego la atención de sus ojos, obligándola a volverse
de nuevo hacia la catarata y fue entonces cuando lo vio. Estaba de pie encima del saliente de
la roca. Su espléndido cuerpo brillaba a la luz de la luna. Extendió los brazos hacia los
costados, como si hiciera una reverencia a la negrura del cielo, dobló las rodillas y saltó con
la gracia y la agilidad de un gato para luego sumergirse de cabeza, como una lanza, en las
aguas resplandecientes del lago.
—¡No! —gritó Bella al oír cómo su cuerpo perforaba las olas turbulentas—. ¡No!
Esperó a que saliera a la superficie, pero no apareció.
—¡Edward!
Bella corrió hacia la cascada. Se metió al agua, cortándola con su cuerpo mientras se
hundía. El líquido negro subió de sus tobillos a su cintura y luego a sus hombros. Comenzó a
nadar, buscando con sus ojos por todas partes. Apenas podía respirar a causa del terror que
le oprimía el pecho. Una y otra vez vio el foso de agua salobre que había debajo de la
ventana de su alcoba en el castillo de su padre, y una y otra vez recordó aquellas semanas de
incertidumbre, que se le habían grabado en la memoria, en las que rezaba para que Edward
estuviera vivo. Y ahora, temerosa de que el cuerpo de Edward se hubiera estrellado contra
alguna roca, comprobó que estaba rezando de nuevo.
Algo se deslizó por su cintura y durante un momento sintió pánico, luchando contra lo
que creyó que podían ser las garras de la muerte, aterrorizada ante la perspectiva de no

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poder llegar a encontrar a tiempo a Edward para salvarlo, y en ese mismo instante oyó que
alguien reía detrás de ella.
—¿No has aprendido todavía?
Edward atrajo su cuerpo tembloroso hacia él. Sus poderosas piernas, golpeando el
agua, los sostenían a ambos a flote.
Bella se abrazó a su cuello, queriendo besarlo y estrangularlo al mismo tiempo.
—He nadado en este lago desde que era un niño. Aprendí a tirarme desde las rocas
más altas del acantilado, y ejercité los pulmones para poder sumergirme en el agua durante
el tiempo necesario —murmuró Edward en tono alegre.
Bella sólo podía ver cómo sus labios acariciaban cada palabra y, de pronto, sintió el
fuego de su sólido cuerpo contra ella y experimentó la sensación de que la sangre le corría
por las venas convertida en fuego derretido.
—Si hubiera sabido que mi desaparición iba a producirte semejante angustia hubiera
regresado antes —le dijo rozándole el cuello con los labios y quitándole el pelo de los
hombros.
Los brazos de Bella caían lánguidamente sobre su espalda, anhelando su calor y su
fuerza.
Con un poderoso y repentino movimiento, Edward empezó a nadar hacia la orilla. Los
pies de Bella no habían alcanzado a tocar el fondo del lago cuando él la levantó en sus brazos
y la llevó rápidamente a tierra, la recostó sobre la arena, cubriéndola con su cuerpo, y la
miró fijamente a los ojos. Las miradas de ambos ardían de pasión, brillando como cuatro
estrellas.
Bella sintió el calor que erizaba su piel húmeda. Abrió la boca para suspirar de
felicidad, pero antes de que pudiera emitir cualquier sonido, la boca de Edward tomó
posesión de sus labios. Ella inclinó su cabeza hacia atrás, respondiendo con todo su ser a las
demandas de aquel dios de la oscuridad. Se apretaron los cuerpos y la mujer sintió de nuevo
su calor, algo así como la esencia del cielo y la tentación del infierno. Sintió que sus manos le
envolvían delicadamente la espalda, como si fueran la caricia de una pluma, y que una
corriente de deseo le inflamaba el cuerpo entero, la arrebataba, la humedecía, la llevaba al
borde de la locura.
Sus manos acariciaron cada músculo de la espalda del Príncipe, de su pecho, de su
estómago. Pero lo que más la sorprendió no fue su fuerza sino la luz que parecía irradiar su
cuerpo, como si hubiera robado el brillo de la luna y ésta hubiera formado un halo alrededor
de su figura. Era un dios.
Se inclinó hacia él, tan maravillosamente gentil y, al mismo tiempo, tan salvaje como
un torbellino de abril. Edward le quitó la túnica, que salió volando por encima de su cabeza,
y ella dejó al descubierto la gloria de sus senos, que a la pálida luz de la luna parecían de
cobre. Los labios masculinos descendieron ansiosos hacia sus pezones, y cuando comenzó a
besarlos, Bella vio un destello de sus dientes blancos y sintió que las manos sedosas y fuertes
se movían hacia sus caderas.
Apretó la cabeza contra su corazón, deseando más y más caricias, y luego inclinó los
labios sobre su pelo negro, cubriéndolo de besos. Sintió que era despojada de sus
pantalones, y cuando él se retiró para lanzarlos a un lado, vio que sus ojos no podían resistir
la tentación de contemplar la desnudez de su cuerpo.
Impaciente, Bella puso una mano sobre su pecho y lo empujó hacia atrás con gentileza.
Él se dejó llevar por el impulso y recostó su espalda contra el tronco de un árbol. La mujer se
le echó encima. Le agarró sus fuertes manos, se sentó a horcajadas sobre su cuerpo y lo besó
con un ardor que le sorprendió. En forma casi instantánea, sin embargo, la sorpresa se trocó

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en pasión y en deseo. La besó con una intensidad que en ella se tradujo en oleadas de
éxtasis. Sintió que sus senos se pegaban a su pecho y no pudo resistir la urgencia de lamerle
la barbilla y el cuello, y cuando su lengua círculo alrededor de uno de los pezones, lo oyó
suspirar desde lo más profundo de sus entrañas.
Más excitada que nunca, bajó la boca hacia su estómago, acariciándole a la vez las
nalgas, y se percató de que sus manos caían a sus costados y que gruñía de placer.
Suavemente fue cubriéndolo de besos y, al aproximarse a su masculinidad, se maravilló al
ver que crecía al tiempo que sus labios se acercaban. No había comenzado a tocar su carne
cálida cuando él la agarró de los brazos y la levantó hasta sus labios, que la zarandearon
como los vientos huracanados zarandean las ramas de los árboles antes de la tormenta.
El miembro se irguió firmemente en su bajo vientre y Bella suspiró, desplazando sus
caderas, deseando tenerlo dentro de ella, necesitándolo dentro de ella.
Edward alzó una de sus piernas y Bella sintió la presión del falo contra su feminidad. Se
agarró de sus hombros y, levantando la otra pierna, le colocó los delicados muslos encima. Él
aceptó la invitación, penetrándola profundamente, y ella gimió al saberse poseída. Se acopló
a la cadencia de sus movimientos y sintió que la pasión se levantaba en ella como un sol, un
sol que finalmente estalló en millones de estrellas brillantes que le permitieron, durante un
momento, contemplar el cielo.
Cuando abrió los ojos él la estaba observando. Una sonrisa se insinuó en las comisuras
de sus labios antes de que sus caderas empezaran a moverse de nuevo.
—Bella —suspiró de manera casi inaudible, atrayéndola hacia él—. Mi Ángel.

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Capítulo 40

A la mañana siguiente, regresaron al castillo. Ella iba ahora montada en el caballo de


Edward, delante de él, que la abrazaba para sostener las riendas. Detrás del semental
marchaba la yegua blanca. Cuando llegaron al patio interior, Edward saltó del caballo, agarró
a Bella de la cintura y la ayudó a bajarse del animal. Durante un momento, estuvieron cara a
cara, compartiendo los secretos de la noche anterior en sus encendidas expresiones. Los
labios de Bella, lentamente, esbozaron una sonrisa.
El rostro de él se iluminó con un calor impropio del Príncipe de las Tinieblas. La tomó
de la mano y comenzó a caminar hacia el castillo.
Un molinero de la aldea que descargaba los productos de su trabajo se detuvo para
seguirlos con los ojos, y dos caballeros que se dirigían a las escaleras de la entrada se
pararon para mirar a su señor y a su enemiga.
—¡Príncipe! —llamó Jasper al verlos entrar al castillo, y como Edward no se detuvo,
aceleró el paso para alcanzarlos—. Hay un asunto referente a la cosecha que creo que
deberías atender.
—Puede esperar —dijo Edward mientras miraba embelesado a Bella.
Jasper se quedó desconcertado. El Príncipe nunca había dejado de atender los asuntos
de su hacienda y de su gente. Y menos por una mujer.
Edward condujo a Bella hasta el gran salón, y cuando entraron, Bella titubeó. ¿Dónde
se iría a sentar? Los ojos de Bella localizaron la mesa donde estaban sentados los
campesinos y vio, con asombro, que la gente de aspecto bárbaro y salvaje también comía
allí. Había siete de ellos sentados en una fila. Se preguntó si sería una buena señal.
Sus ojos se dirigieron entonces hacia la silla vacía de Edward. Frunció el ceño. Victoria y
Tanya estaban sentadas a lado y lado de su asiento. ¿Se sentaría él entre ellas?
Finalmente, Edward avanzó. La esperanza y la desesperación lucharon en el corazón de
Bella. «¿Qué haré si decide sentarse al lado de sus prostitutas?», se preguntó, acariciándose
distraídamente el estómago hambriento. «¿Qué haré si decide colocar a Victoria en un sitial
superior al mío?».
Una oleada de murmullos se extendió por el salón cuando caminaron hacia la mesa de
los campesinos.
El corazón de Bella se aceleró al ver que él se detenía por un momento a mirar la
mesa. Ella se acomodó en su asiento habitual, junto a Leah, y Edward miró con atención a la
vieja sirvienta.
Inmediatamente, la mujer se levantó y se hizo a un lado. Bella la vio caminar a lo largo
de la mesa hasta el puesto adicional que siempre tenían preparado.
Cuando Bella miró a Edward, él se estaba sentando en el lugar que había dejado libre
Leah.
—Más tarde comerás en mi mesa, a mi lado —dijo.
Bella asintió tímidamente, petrificada de felicidad.
Edward miró la comida que había delante de él y giró sus ojos hacia el campesino que
tenía al lado.
—Ocupa otro asiento.

- 243 -
Inmediatamente, el hombre obedeció y Jasper, que los había seguido hasta el salón, se
sentó junto a Edward.
Contentos, los ojos de Edward recorrieron la mesa hasta llegar a Carlisle. Elevó una
ceja y sonrió para sus adentros, sacudiendo la cabeza.
Carlisle se encogió de hombros.
—La comida está mucho mejor.
Los cuencos fueron depositados delante de ellos y Edward cogió un cucharón.
—Mi señor… —dijo Jasper antes de que Edward se llevara el tenedor a la boca—. Ellos
no saben qué hacer.
Bella y Edward se volvieron al mismo tiempo, siguiendo la mirada de Jasper. Sus
soldados estaban sentados allí, susurrando entre ellos, lanzando miradas especulativas hacia
la mesa de Bella.
Edward miró a Bella.
—Haré que preparen otro caldero —ofreció Bella—. No tardará mucho.
Edward asintió y luego anunció:
—Que coman lo que nosotros comemos.
Bella le hizo una seña a Emily y la muchacha saltó y corrió hasta la cocina.
Edward alzó el cucharón, mirando a Carlisle.
—Hasta ahora no te has equivocado —le dijo, y se llevó el cubierto a la boca—.
¡Áuuuu! —gritó, y escupió el puré—. ¡Por la sangre de Cristo! ¡Está caliente!
—Desde luego, mi señor —contestó Bella, soltando una carcajada—. Permíteme —y le
quitó el cucharón de la mano para ensartarlo en un pedazo de pan que luego hundió en el
caldo. Al sacarlo limpió los bordes de masa del cuenco, sopló con delicadeza y movió el
cucharón hacia los labios de Edward.
Una sonrisa curvó la boca del Príncipe cuando la abrió para recibir el pedazo de pan, y
muy sutilmente y por sorpresa pasó la lengua por uno de los dedos de su amada.
Bella se puso pálida y miró a su alrededor para ver si alguien se había dado cuenta,
pero nadie lo había notado. Al volverse de nuevo hacia él, su sonrisa parecía tímida y
seductora a la vez.
—Príncipe —exclamó Jasper—. No había probado una comida tan sabrosa desde…
bueno, ¡desde que estoy a tu servicio!
—Así es —contestó Edward tranquilamente, sin despegar sus ojos de Bella—. La
mejor.

* * *
Después de la comida, Bella notó que Edward parecía preocupado. Estaba silencioso y
pensativo. La escoltó hasta el pasillo y se detuvo.
—Hay algo que hago cada mes, tal día como éste.
Bella se fijó en que sus hombros estaban caídos y en que procuraba no mirarla a los
ojos, y cuando finalmente lo hizo, se sorprendió ante la tristeza que vio en ellos, ante el
dolor que se escondía detrás de su frente arrugada, lo que le oprimió el corazón.
—¿De qué se trata?
Edward parecía estudiarla: cada detalle de su cara, cada aspecto de su alma.
Finalmente le dijo:
—Hace cuatro meses, un día como hoy, murió Alex. Le rindo homenaje a su memoria.
Aunque su voz hablaba con fortaleza, ella sintió la agonía que emanaba de su cuerpo.
Sabía que podía ayudarle con su mera presencia, sólo con acompañarle en sus recuerdos.

- 244 -
—Quiero ir contigo.
Él se puso pálido, como si ella hubiera dicho algo sacrílego. Bella presintió que iba a
decirle que no.
Entonces ocurrió algo. Su expresión cambió del horror, o de algo muy cercano al
horror, a la gratitud. Le tendió la mano.
Ella la cogió y silenciosamente se dejó llevar por un pasillo barrido por corrientes de
aire. Muchos de los sirvientes se apartaron para dejarles paso después de hacerle a Edward
una respetuosa reverencia. Era tranquilizador estar a su lado. Tenía un halo de poder que se
reflejaba en cada movimiento de los sirvientes.
Mientras caminaban, el corredor se iba volviendo cada vez más frío y vacío. La
oscuridad sólo era interrumpida aquí y allá por la luz de las antorchas que colgaban de los
muros. Edward avanzó hacia dos puertas de madera que estaban abiertas, como dándoles la
bienvenida.
Un enorme altar labrado en oro y plata se erguía al frente de la habitación. Una cruz
colgaba sobre él. Tres bancos de madera pulida se alineaban a cada lado de la capilla. Sólo
un hombre estaba sentado allí, dándoles la espalda, con la cabeza agachada. Además, un
monje encendía unas velas encima del altar.
Mientras Edward avanzaba hacia el centro de la nave, algo hizo que Bella mirase al
hombre reverente, que alzó sus ojos hacia ella, dejándola paralizada.
¡Era Vignon!
Apartó rápidamente la vista y se arrodilló para tratar de ocultar su incomodidad.
Edward sonrió sombríamente.
—No me dirás que éste es el dios al que le reza el Ángel de la Muerte.
Desconcertada, Bella alzó sus ojos hacia él, tratando desesperadamente de ocultar el
nerviosismo que la dominaba.
—Supongo que el Príncipe de las Tinieblas adora a otro dios distinto al mío.
La boca de Edward dibujó media sonrisa, pero no respondió.
Bella se dio cuenta de que sus manos temblaban. Las juntó cuando el monje se volvió
con la cara medio tapada por la capucha de su hábito, descendió los dos escalones del altar y
se aproximó a ellos.
—Todavía no está completo, señor —susurró.
—No importa —dijo Edward, y continuó avanzando hacia un lado de la capilla.
Bella lo siguió rápidamente hasta una puerta de madera. Edward la empujó y la
mantuvo abierta para ella, luego cogió una antorcha; entonces Bella vio una escalera muy
empinada, envuelta en una total oscuridad. Mientras bajaban, el círculo de luz ondulaba
alrededor de ellos. Miró hacia atrás, esperando encontrar a Vignon con una daga en la
mano, pero la puerta se cerró y la oscuridad borró la visión de Bella a sus espaldas. Se agarró
al brazo de Edward, temerosa de tropezar y caerse por los empinados escalones. Se
internaron en la oscuridad durante un tiempo largo hasta que los pies de Bella tocaron
terreno llano. Cuando miró el estrecho pasadizo que se extendía delante de ellos, se sintió
atrapada, como si los muros se fueran a cerrar sobre su cabeza. Era como un mausoleo. Las
antorchas iluminaban el recinto desde la pared, dándole un misterioso brillo a la tumba.
Edward siguió avanzando, y cuando Bella se movió detrás de él, vio pequeñas placas
conmemorativas en la pared. Vaciló ante una, una especie de lápida dorada con una
inscripción en inglés. Bella descifró las palabras: Aquí… descansa… lord Cullen.
Bella lo miró. Sus rasgos pasaron de la oscuridad a la luz en el momento en que elevó
la antorcha y ésta comenzó a despedir un brillo tembloroso por encima de su cabeza. Y
cuando él miró la placa, ella vio que sus ojos se achicaban. Quizás le asaltaba un recuerdo

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largamente olvidado.
—Es mi abuelo —declaró con voz tenue—. Murió defendiendo nuestras tierras.
Apuñalado por la espalda. Mi padre heredó sus posesiones cuando tenía doce años.
La mirada de Bella volvió a la placa dorada. Su familia estaba enterrada allí, pensó, y
repentinamente sintió frío y, además, tuvo la extraña sensación de que no era bienvenida.
Posó sus ojos en las paredes y creyó que comenzaban a moverse, como si de un momento a
otro se fueran a derrumbar sobre sus hombros. Dio un paso atrás, encogida, abrazándose.
Edward la tomó delicadamente de la mano.
—Les hubieras caído bien —le aseguró, y se internó aún más con ella en la penumbra,
en el silencio.
A menos de tres pasos de distancia, él se volvió hacia un nicho. En el suelo, delante de
ellos, había una roca del tamaño de un hombre. En la parte de debajo de la piedra, unas
manos expertas habían cincelado un par de piernas envueltas en una armadura, como si
fueran el comienzo de un fino traje de cota de malla.
Edward dio un paso hacia delante y se arrodilló ante la pequeña e inconclusa estatua.
¡Era para Alex! ¡Era una estatua en memoria de su hijo! Edward agachó la cabeza.
—Lo echo tanto de menos —murmuró tan quedamente que ella apenas pudo oírlo.
El corazón de Bella dio un brinco. Lanzó una mirada dubitativa sobre los fríos muros,
sobre el techo oscuro, sobre las tumbas marcadas por las placas.
—Oh, Edward —murmuró, y depositó su delicada mano encima de su hombro—.
Entonces rinde honor a su memoria, a su espíritu. No coloques este monumento en esta
oscuridad y en este silencio. Era un muchacho. Estoy segura de que jugaba en los establos y
correteaba por el patio metiendo los pies en los charcos. Siempre alegre, al aire libre.
Edward no habló ni se movió. Bajo la luz temblorosa de la antorcha, ella vio que
enderezaba la espalda y que su largo pelo cobrizo le caía sobre los hombros en mechones
ondulantes.
Ella era una intrusa allí, pensó. No podía decirle cómo honrar a su hijo.
—Lo siento, Edward. He hablado sin pensar. Él era tu hijo y tú deberías poner la
estatua donde sientas que debe estar.
—Tienes razón —dijo él, deteniéndose a su lado—. Él amaba los jardines.
Estas palabras hicieron que Bella lo mirara con interés.
—Solía faltar a las comidas —prosiguió— por andar jugando con su espada de madera,
derribando dragones imaginarios que resultaban ser las flores preferidas de Emily. En alguna
ocasión me trajo un sapo, del tamaño de mi puño, que había sacado del estanque. Los
sirvientes le habían advertido que a la hora de comer debía mantenerse lejos de los jardines,
lejos de las flores, lejos de los árboles y del estanque, pero él nunca les hacía caso.
Edward la miró y Bella vio un aire decidido en sus ojos oscuros.
—Nadie lo mantendrá alejado de los jardines de nuevo.
Pareció volver al presente y miró a Bella. Sus ojos resplandecían con amor, una clase
diferente de amor. Ella suspiró al reconocer aquella mirada. Era la mirada que había deseado
encontrar durante toda su vida, la que su padre concedía a sus hermanos. Amor paternal.
Edward le cogió una mano y se la besó con delicadeza.
—Gracias.

* * *
Al final de la mañana, Edward mostró a Bella la armería. Observaban el trabajo del
armero, que templaba con pericia el acero de una espada, cuando apareció Jasper para

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decirle que ya era hora de salir a inspeccionar las tierras.
—Estaré de vuelta muy pronto —le dijo.
—¿Puedo acompañarte? —preguntó ella.
Edward miró al armero. Aunque tenía la cabeza agachada, aparentemente
concentrado en su trabajo, sabía que el hombre podía muy bien oír todas y cada una de sus
palabras. Tomó a Bella de las manos y la condujo hacia la puerta.
—Sería mejor que te quedaras —murmuró, y al ver la mirada entristecida de Bella, se
llevó un dedo a los labios—. Tú sabes que nada me gustaría más que tenerte a mi lado, pero
esta vez debo negarme a mí mismo ese placer, ese privilegio.
Bella asintió con la cabeza, intentando disimular la decepción que sentía en ese
momento.
—Sólo estaré fuera cuatro días, y te prometo que a mi regreso te compensaré cada
minuto que haya estado ausente.
—¿Cuatro días? —susurró Bella angustiada.
Edward asintió, atrayéndola hacia él.
Ella pudo oír los latidos de su corazón cuando se recostó contra su pecho, y al levantar
la vista para mirarle a los ojos, vio que su angustia se reflejaba en ellos como en un espejo. Él
acercó la boca y se entregaron a un beso intenso, casi desesperado…
Entonces Edward se alejó de ella, sin soltarla aún. Finalmente, con una sonrisa
soñadora y angustiada, dejó caer sus manos y partió.

* * *
Bella contemplaba los bosques y las tierras recién aradas, pensando en la noche que
habían pasado juntos. Recordó sus ardorosas caricias, sus ojos nublados por el deseo, la
suavidad de su pelo. Suspiró, echándolo ya de menos, y se asomó a la ventana. Cuatro días,
¡cuán largos serán estos cuatro días sin él!, se dijo con tristeza. Sus pies se deslizaron sobre
el frío suelo de piedra y comenzó a desplazarse por el silencioso salón. No podía dejar de
pensar en su amado, en el poder que ejercía sobre ella. Lo buscaba detrás de todas las
esquinas, en todas las habitaciones. Incluso en aquellos pies que avanzaban mecánicamente.
Sin duda, estaba perdidamente enamorada. Una leve sonrisa iluminó su rostro.
Y entonces fue cuando lo oyó. Al principio pensó que se trataba de su imaginación.
Aquel eco de pasos en el corredor le pareció un sonido extraño, casi como si… como si
alguien la estuviera siguiendo. Bella se detuvo. Tenía todos los sentidos alerta, pendientes
de cualquier sonido, de cualquier sensación, cualquier movimiento. Un segundo después de
detenerse, sintió que alguien daba un paso más. Se detuvo, deseando volverse a mirar, pero
sabiendo que si lo hacía perdería una de sus ventajas. Quien fuese, no debía saber que ella lo
había descubierto. Así que continuó, doblando esquinas y paseándose despreocupadamente
por el castillo. Escuchando con suma atención, oyó de nuevo el sonido de pasos. Cuando se
paró delante de un tapiz, los pasos también se detuvieron.
Prosiguió la marcha, y empezó a sentir cierto respeto hacia su perseguidor.
Quienquiera que fuese, lo había hecho antes. Parecía un experto. Él, o ella, se acoplaba a sus
pasos con exactitud, sólo un fragmento de segundo detrás de cada uno de sus movimientos.
Y desde luego, era silencioso. Ni siquiera podía oír el roce de su ropa contra el suelo.
Evidentemente, el espía no llevaba armadura.
Bella se detuvo una vez más, fingiendo interés por una pintura que decoraba el pasillo.
Se preguntó brevemente si no se trataría de Vignon, que esperaba la oportunidad más
adecuada para acercarse a ella, pero no podía descartar que fuese alguno de los hombres de

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Edward, que la seguía para matarla. Durante un momento, su mente la transportó a la
tienda de Jacob y al soldado que había tratado de cortarle el cuello. Miró instintivamente su
brazo, donde la cicatriz producida por el ataque se escondía debajo de las largas mangas de
la túnica. Se juró a sí misma que nunca permitiría que algo similar le ocurriera de nuevo.
Irritada por aquel extraño juego, Bella dobló una esquina y rápidamente abrió y cerró
una puerta, y se pegó luego contra la pared, a la espera de que su perseguidor apareciera.
«Si lo que quiere es matarme, que lo intente». Oyó el ruido delicado de unos pasos
que se aproximaban a su escondite; luego se detuvieron. Sorprendida, se asomó para
descubrir quién era. Los segundos pasaron, pero nadie apareció a la vuelta de la esquina.
¿Se había estado imaginando cosas? Respiró profundamente, se apartó de la pared y
se asomó a la esquina.
¡Carlisle! Bella suspiró al verlo recostado despreocupadamente contra la pared, con las
manos cruzadas sobre el pecho. Retrocedió unos cuantos pasos y después, muy despacio, lo
miró a los ojos, y su ira creció.
—¿Por qué me estás siguiendo? —le preguntó.
Después de un momento, una suave sonrisa se pintó en su cara, lo que enfureció aún
más a Bella.
—Te he hecho una pregunta.
—Ya te he oído —replicó el hombre con cierta suficiencia.
Lo miró con atención, buscando alguna clase de arma. Sus pantalones negros estaban
manchados de barro y su túnica se hallaba en condiciones aún peores, ya que tenía los
bordes raídos. Alrededor del cuello llevaba una bufanda de piel de carnero. No pudo verle
arma alguna y eso la desconcertó. Le miró a los ojos y cruzaron sus miradas durante unos
instantes, estudiándose mutuamente. Ella, con ojos fríos y furiosos, él con ojos divertidos.
—Le estoy haciendo un favor a alguien —contestó finalmente.
—¿Estás tratando de matarme?
Su boca se entreabrió, mostrando al sonreír unos dientes manchados, pero sus
palabras no fueron tan risueñas como el gesto.
—Si estuviera tratando de matarte, ya estarías muerta.
De alguna manera, le creyó. Carlisle no tenía el poder ni la fuerza que corría por las
venas del cuerpo de Edward, pero había algo especial, inquietante, respetable incluso, en
torno a él.
Bella aguzó la vista para observarlo mejor.
—¿Y quién es ese alguien?
—No creo que quiera que lo sepas.
—¿No? Pues bien, a mí no me gusta que me espíen —respondió—, y creo que a
Edward tampoco le gustaría.
—Tienes razón. A él tampoco le gustaría.
Bella lo miró con ojos amenazantes. Estaba segura de que había un significado oculto
en sus palabras, pero no podía descifrarlo.
—Deja de seguirme —le ordenó, y atravesó el corredor como una tromba.

* * *
Un viento feroz abrió los postigos de la ventana y Bella corrió hasta ellos, cerrándolos
de nuevo. El viento frío la azotó sin piedad, colándose por las rendijas de la moldura.
Bella suspiró y se apoyó, casi se recostó, en el alféizar de madera. Había regresado a su
habitación para escoger las telas para unos vestidos que Leah insistía en hacerle y que ahora

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estaban esparcidas encima de la cama. Bella miró las telas de nuevo. Eran bellas, aunque no
se ajustaban a su estilo. Donde había seda para un elegante vestido, debería haber también
cuero para un par de botas guerreras. Bella suspiró. Sus únicas recompensas en la vida eran
ahora la cara de Edward al mirarla y el contacto de sus manos sobre su piel al quitarle la
ropa.
Se sentó en la cama, con las piernas cruzadas y cogió el recado de escribir que, por
solicitud suya, le había dejado Leah encima de la mesa. Cuando puso el pergamino encima
de la cama, alisando cuidadosamente los bordes, comenzó a componer en su mente la carta
que pensaba dirigirle al conde Newton para explicarle que se quedaba en el Castillo Oscuro
por su propia voluntad.
La pluma voló elegantemente sobre el papel. Empezó con una simple introducción y no
perdió tiempo para llegar al corazón del problema. Paró de escribir y se pasó la larga pluma
por la barbilla.
De pronto, le llamó la atención la imagen de Edward en el tapiz. Colocó la pluma y el
papel encima de la cama y caminó hasta aquel retrato de tela, observando la exactitud
precisa de los ojos bordados. El tapiz parecía captar perfectamente su mirada, su estado de
ánimo.
La puerta se abrió de golpe y Bella se volvió a ver quién entraba. La sonrisa que
empezó a asomar en su cara cuando pensó que era Edward se desvaneció. Se puso
inmediatamente en guardia. Era Victoria, y no podía estar allí sino para lastimarla.
—Vete —ordenó Bella. El odio, la tensión, los celos llenaron el aire de la
habitación.Victoria sonrió.
—Qué manera tan amable de saludar a una vista.
—Tú no eres una visita —contestó Bella. Al observar el cuarto, los ojos de Victoria se
volvieron soñadores.
—Las cosas que hubiera hecho en este cuarto… Hubiera cosido yo misma una colcha
más clara para la cama, habría colgado más tapices en las paredes y puesto espejos. Muchos
espejos.
Los ojos de Victoria se pasearon por todo el cuarto hasta llegar al tapiz.
—Y desde luego hubiera mandado a quitar eso —anotó.
—¿Qué quieres? —le pregunto Bella con el corazón indignado. A ella le gustaba el
tapiz, tejido con tan cuidadoso detalle que las imágenes parecían cobrar vida.
—¿Por qué me lo preguntas? ¿Es tan raro que venga a verte? Pensé que podíamos ser
amigas.
El rostro de Bella se tensó más todavía. «Nunca», gritó su mente. Había algo en aquella
mujer que le daba escalofríos.
Los ojos de Victoria se dirigieron a la cama y, muy despacio, se acercó a ella y acarició
las telas.
—Qué finas. Seda, ¿no es cierto?
Bella no contestó, pero vio cómo Victoria cogía una de las telas y se la frotaba contra
las mejillas.
—Suéltala —se apresuró a decirle Bella. La simple idea de que ella tocara la preciosa
seda le revolvía el estómago.
Victoria la dejó caer descuidadamente encima de la cama.
—Supongo que piensas que eres especial —le dijo—. Pues bien, no lo eres. Él me ha
poseído en todos los dormitorios de este castillo, incluido éste —y se inclinó sobre la cama.
Las mejillas de Bella se enrojecieron.
—Todas estas telas y todas estas joyas que te ha regalado no significan nada —agregó

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volviéndose hacia Bella con los ojos marcados por el desprecio—. Nunca tendrás su corazón,
porque tiene un corazón salvaje, tan salvaje como el de los lobos, y porque tú no eres
bastante mujer como para poder domesticar a un lobo.
—Vete —le ordenó Bella—. Vete antes de que te estrangule.
—¿No tienes ningún sentido de la lealtad? —le preguntó Victoria—. ¿Cómo puedes
gozar de los besos de tu enemigo sabiendo que tu propio hermano se pudre en las
mazmorras de este mismo castillo?
—¡Mis hermanos están muertos!
—¿Muertos?
Victoria miró a Bella, cuya frente ya empezaba a dar señales de confusión, y soltó una
carcajada.
—¿Quién te dijo semejante mentira? —insistió—. ¿El Príncipe?
El rostro de Bella se contrajo con una rabia feroz.
—No te rías de mí.
Inmediatamente, Victoria dejó la risa y le lanzó una mirada llena de odio.
—Eres una simple estúpida. Uno de tus hermanos sobrevivió a la batalla.
Desconcertada, Bella sólo pudo devolverle una mirada de similar odio. Finalmente,
anunció:
—No te creo —pero el temblor de su voz contradecía las palabras.
—Puedes comprobarlo por ti misma.
—¿Y qué debo hacer? —preguntó Bella sarcástica-mente—. ¿Pedirle al carcelero que
abra la puerta?
—Yo lo distraeré. Las llaves están colgadas de la pared que se encuentra antes de
llegar al corredor de las celdas —dijo Victoria, y cuando Bella la miró con desconfianza
continuó—: No me lo invento, es cierto. He estado allí otras veces. ¿Cómo crees que sé que
tu hermano está vivo?
Las dudas atormentaron a Bella. Sintió que debía dar la espalda a la vengativa mujer.
Lo que Victoria quería era destruir la relación que había entre Edward y ella. Sin embargo, si
Emmett o Jacob seguían vivos.
Una sonrisa pasó con velocidad de serpiente por los labios de Victoria.
—¿Quieres vivir, pues, sin saberlo a ciencia cierta?
La indecisión paralizaba a Bella. Estaba segura de que se trataba de una trampa. ¿Por
qué, si no, se habría inventado Victoria semejante historia? Pero… sentía también una
punzante duda. ¿Qué pasaría si…?
—Vamos —le dijo Bella a Victoria. Muy decidida, pasó a su lado, abrió la puerta, salió
al pasillo y empezó a caminar hacia las escaleras. Su corazón latía con más violencia que
nunca, retumbaba en sus oídos tapando todos los demás ruidos. ¿Por qué iba a mentirle
Edward? Era ridículo. No tenía razón alguna para mentirle. Ni Jacob ni Emmett podían estar
en las mazmorras. ¿Por qué estaba haciendo lo que hacía? Entonces se detuvo en seco.
¿Dónde estaban las mazmorras?
Victoria pasó a su lado y sonrió con un gesto de provocación:
—Tu hermano está en la octava celda.

* * *
Bella siguió a Victoria, escaleras abajo, hasta la oscuridad de las mazmorras. Se
escondió en las sombras del corredor, tapando con el cuenco de la mano su única luz: una
simple vela. Sus ojos trataban de penetrar en la negrura del pasillo en el cual se encontraban

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las celdas, pero todo estaba tan oscuro que no pudo ver nada. Oyó la suave voz de Victoria
arrullando al guardia, unos resoplidos y una maldición apenas audible. Todo quedó después
en silencio.
Bella avanzó con mucho cuidado y se asomó a la esquina. El guardia le daba la espalda
y tenía la cabeza inclinada. Bella vio la falda de Victoria entre las piernas abiertas del
hombre.
Bella pasó a su lado sin que el guardia se percatara de su presencia, y al llegar a la otra
esquina del pasillo levantó la mano y cogió las llaves, que tintinearon un poco. Las volvió a
poner su sitio, esperando la reacción del guardia, pero no hubo motivos de alarma, ningún
grito de alarma. El corazón estuvo a punto de salírsele del pecho cuando desprendió las
llaves de nuevo, llevándoselas rápidamente al pecho para apagar cualquier sonido.
Bella se quedó quieta un instante, esperando oír algo, pero lo único que podía
escuchar eran los susurros de una conversación entre amantes. Luego, esas voces también
se fueron apagando poco a poco, mientras Victoria se alejaba con el guardia por el pasillo.
Bella avanzó unos pasos, manteniéndose cerca de la pared, hasta llegar al corredor de
las mazmorras. El olor a orina y a excrementos la indujo a detenerse y llevarse la mano a la
nariz, pero notó que el olor desaparecía según avanzaba entre la oscuridad. Sus manos
rozaron, tentativas, las piedras húmedas y frías de los muros. Respiró profundamente,
apretó las llaves, que ahora le colgaban de los dedos de la mano derecha, y avanzó más.
Pasó por delante de siete puertas y se detuvo al aproximarse a la octava. Su corazón latió
con fuerza. Se paró delante de aquella celda, sintiéndose incapaz de ver lo que había detrás
de la puerta. ¿Cómo podía saber si… si uno de sus hermanos se hallaba detrás de esa puerta
o si… si todo era una trampa?
Sintió entonces un movimiento adentro. A través de los barrotes de la rejilla vio que
una sombra se acercaba a la puerta. Se puso tensa. ¿Quién era? Tenía que saberlo.
—¿Príncipe? ¿Eres tú, bastardo?
«Emmett. ¡Oh, Dios, es Emmett!», pensó, y empezó a buscar la llave. Sus manos
temblaban de manera incontrolable, pero finalmente la encontró y la metió en el ojo de la
cerradura.
«¡Está vivo!», se repetía en silencio.
—¿Quién está ahí?
Bella abrió la puerta y entró rápidamente a la celda.
—Soy yo —murmuró, buscando a su hermano en la oscuridad.
Una masa la golpeó en las costillas y la arrojó de espaldas al suelo húmedo y frío.
—De manera que… —gruñó Emmett tan cerca de ella que casi la hizo llorar de
alegría—, de manera que no eres un fantasma —y sus manos la agarraron de los brazos y le
tocaron los hombros—. ¿Carne suave? ¿Quién eres?
La vela se había caído al suelo. Ardiendo aún, proyectaba sobre sus ojos azules un
extraño brillo anaranjado. Antes de que pudiera contestar, Emmett continuó:
—¿Eres una de sus mujerzuelas?
—No —murmuró Bella.
—Ha pasado mucho tiempo desde que vi a la última mujer —respondió Emmett.
Bella sintió que sus piernas se movían sobre sus muslos, separándole las rodillas. El
horror y la indignación se apoderaron de ella al esforzarse por quitarse de encima el peso de
su hermano.
—¡No! —le gritó—. ¡Soy Bella!
Él le apretó el cuello con la mano.
—Mi hermana está muerta, arpía. ¡Cállate! Esto no nos llevará mucho tiempo.

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«No me reconoce», pensó Bella cuando empezó a revolcarse salvajemente para
quitárselo de encima. Ante su arremetida, Emmett enterró la cabeza entre sus hombros para
protegerse del ataque.
—Por la sangre de Cristo —comentó Emmett para sí mismo—, ciertamente peleas
como Bella —y trató de quitarle la falda.
Las lágrimas inundaron los ojos de Bella y dejó de pelear.
—Por favor, Emmett —susurró.
Emmett se quedó paralizado de inmediato. El llanto contenido de Bella resonaba en
toda la celda.
—Recuerdo la última vez que oí a mi hermana llorar. Ella tenía seis años. Nuestra
madre había muerto esa mañana.
—Lloré durante todo el día —murmuró Bella—. Recuerdo la nieve. Era la primera vez
que nevaba ese año.
Bella vio que los rasgos del rostro de su hermano cambiaban. El salvajismo desapareció
de sus ojos hundidos. La furia se desvaneció de su cara.
—Bella… —pronunció a duras penas su nombre y se sentó rápidamente, horrorizado
ante lo que había estado a punto de hacer—. Oh, Dios —y se tapó la cara con las manos.
—No, Emmett, por favor. Estoy segura de que no querías hacerme daño —lo
tranquilizó Bella, arrodillándose a su lado.
—¿Tienes idea de lo que he estado a punto de hacerte?
—Pero no lo has hecho —insistió Bella.
Emmett dio un puñetazo a la sucia pared.
—¡Maldito! Me dijo que estabas muerta.
Bella se sentó sobre los talones y trató de dominar el dolor que sintió crecer en su
corazón.
—Bella…
Miró hacia arriba y vio que Emmett estudiaba su cara.
—¿Te tocó?
Bella desvió la mirada hacia la vela temblorosa.
—Tenemos que salir de aquí.
—¡Voy a matar a ese bastardo! —juró Emmett.
—Baja la voz, Emmett —dijo Bella asomándose a la puerta y luego volviéndose hacia
su hermano. Sabía que el guardia regresaría en cualquier momento—. Encontraré alguna
manera de ayudarte a escapar.
—¿Ayudarme a escapar? —preguntó Emmett—. ¡Me iré contigo ahora mismo!
—No es posible. Tengo que llevarte a un lugar seguro en el castillo y luego…
—¡Sólo consígueme un arma!
—Emmett, por favor, ten calma —le rogó Bella, lanzando una mirada preocupada
hacia la puerta—. No tengo un arma, pero conseguiré una y regresaré.
—Le aplastaré la cabeza al guardia y tomaré su espada —dijo Emmett.
—Estás demasiado débil. Nunca podrías vencerle en esas condiciones.
Bella se decidió. Recogió la vela y se movió rápidamente hacia la puerta. Inspeccionó el
pasillo y luego miró a Emmett, que estaba arrodillado en el suelo húmedo y sucio de la celda,
con la cara entrando y saliendo de las sombras. El pelo, antaño magnífico, estaba enredado
en largos y mugrientos mechones.
—Déjame ir contigo —le rogó.
El corazón de ella se aceleró. A pesar de lo mucho que deseaba liberarlo, sabía que la
decisión más inteligente era encontrar una espada y regresar con ella a las mazmorras.

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—Volveré en cuanto me sea posible.
Bella salió de la celda cerrando la puerta a sus espaldas.

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Capítulo 41

En el pasillo que llevaba a su habitación, Bella hizo una pausa. Sus sentidos estaban
como embotados y su mente seguía repitiéndole las mismas palabras: «Está vivo, Emmett
está vivo». Fue entonces cuando de repente sintió que se le rompía el corazón: Edward le
había mentido, y le había mentido en lo más importante, justo en el momento en que ella
había comenzado a confiar en él.
«Eres bella».
Su voz, soñadora y cariñosa, llenaba su mente.
¿Por qué le había mentido? ¿Por qué? Bella se cubrió la boca con las manos y se
recostó contra la puerta de madera.
Cuando ya se disponía a abrir la cerradura, se dio cuenta de que sus manos temblaban.
¿Qué iba a hacer? Sabía que tenía que liberar a Emmett. No soportaba verlo encerrado en
las mazmorras. Una voz interior le dijo que había dado su palabra a Edward. «Le juré que
nunca lo abandonaría. ¡Pero él me mintió! ¿Qué voy a hacer?».
Bella se irguió, decidida. No podía incumplir la promesa que le había hecho a Edward,
pero tenía que liberar a Emmett y alejarlo del Príncipe y del Castillo Oscuro. Después se
enfrentaría a la ira de Edward. Y con la decisión ya tomada, sólo le faltaba una cosa: una
espada para Emmett.
Levantó la vista desde las frías piedras del suelo hasta la puerta de madera que se
alzaba delante de ella, y ya se disponía a presionar el pomo de la puerta cuando sus ojos
captaron un extraño destello. Volvió la cabeza y vio las dos armaduras decorativas, con sus
respectivas cotas de malla, que había al fondo del pasillo…

* * *
Desde el oscuro rincón del pasillo que llevaba a las mazmorras, miró al guardia. El
hombre se estaba limpiando las uñas con la punta de un cuchillo. Se balanceaba
precariamente sobre las dos patas traseras de la silla de madera en la que estaba sentado, y
sus pies descansaban confortablemente encima de una mesa. Bella observó atentamente el
lugar y el espacio oscuro que se extendía más allá, donde Emmett la esperaba. Su hermano
dependía de ella. Respiró con calma, llenándose los pulmones, escondió la espada que había
cogido de una de las armaduras entre los pliegues de su vestido azul y salió a la pálida luz de
la antorcha.
El guardia alzó la vista cuando ella se le aproximó. Sus pies tocaron el suelo al mismo
tiempo que las patas delanteras de la silla. Puso la daga encima de la mesa y se levantó.
—¿Qué deseas?
Bella vio que sus enormes manos descansaban encima de la mesa, con la daga entre
ellas. Su mirada se alzó del arma hacia sus ojos. Dio un paso hacia delante y forzó una
sonrisa en sus labios temblorosos.
—Yo… yo creo que tú tienes algo que yo busco… —respondió Bella.
Sus ojos la devoraron. Las largas y espesas cejas oscuras del guardia se arquearon

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sobre sus estrechos ojos.
—¿Quién eres?
Ella dio otro paso hacia delante. Cuando estuvo lo suficientemente cerca, sacó su
espada con velocidad endiablada y colocó el filo sobre la garganta del guardia.
—Aléjate de la mesa —le ordenó.
Los ojos oscuros del soldado pasaron de la divertida incredulidad a la rabia en un
instante.
—Yo no recibo órdenes de una mujer —le dijo, y movió una mano hacia la daga.
Antes de que su palma se cerrara sobre el mango, Bella apretó la punta de su espada
contra la nuez del hombre, que se detuvo en seco.
—Pues ésta será la primera vez que lo hagas —contestó ella—. Retírate de la mesa si
no quieres que te corte el cuello.
El guardia no vaciló esta vez, y poco a poco se fue alejando de la mesa.
—Abrirás la puerta de la celda de Emmett de Swan —le ordenó Bella.
El hombre dudó, con cara de pánico, como si estuviera debatiéndose entre la muerte y
la furia de Edward.
Bella lo golpeó en el brazo con la hoja de la espada.
—¡Muévete! —lo urgió—, o padecerás la más dolorosa de las muertes.
El guardia se resignó a obedecerla. Cogió las llaves de las celdas, retiró la antorcha de
la pared y se encaminó hacia el pasillo de las mazmorras. Bella mantuvo la punta de su
espada contra la espalda del hombre cuando se detuvieron delante de la octava celda. El
guardia metió la llave en la cerradura y, después de dirigirle una mirada mordaz, abrió la
puerta.
—¡Emmett!
Su hermano la miró con los ojos iluminados por la pálida luz de la antorcha y luego se
volvió hacia el guardia. Le quitó a Bella la espada de la mano para luego golpear al hombre,
que cayó al suelo junto con la antorcha.
—Arrástralo hasta la celda —ordenó Bella, pero Emmett arremetió contra él con furia
vengativa. A punto estuvo de romperle la cara a puñetazos y el estómago a patadas. Con
cada golpe, su rostro se crispaba más y más, en una terrible sonrisa, y su risa se convertía en
un aullido feroz. Lo agarró de la cabeza y le gritó cuanto quiso en la cara mientras
continuaba propinándole golpe tras golpe.
Desconcertada por el salvajismo irracional de su hermano, Bella lo agarró del brazo.
—¡Es suficiente! —le gritó—. ¡Déjalo tranquilo!
Emmett la rechazó con el codo antes de volverse hacia ella.
—¿Lo estás defendiendo?
Bella lo miró, pasmada por la furia de su hermano.
—¡No tenemos tiempo que perder! —le dijo, y corrió por el pasillo hacia la entrada de
las mazmorras.
Después de un momento oyó que los pasos de Emmett se le acercaban. Se detuvo ante
el primer peldaño de las escaleras con la temblorosa antorcha en la mano.
Emmett entró al pequeño círculo de luz y Bella sintió una sensación de alivio en el
corazón. Sin embargo, aunque la llenaba de alegría verlo de nuevo libre y lejos de la
humedad de las mazmorras, era consciente de que su salvajismo la hacía sentirse incómoda.
Sus oscuros ojos azules miraban ansiosamente hacia delante y hacia atrás. Sus dedos se
habían convertido en garras dispuestas a arañar a la menor provocación. Lanzaba rápidas y
furtivas miradas a todas partes mientras avanzaba como si fuera un animal de presa
huyendo de su cazador. «Sólo está siendo cauteloso», se dijo Bella, sin demasiado

- 255 -
convencimiento.
—Parece que conoces bien el castillo —comentó Emmett.
Bella encabezaba la marcha, escaleras arriba, pero su hermano la agarró del brazo y la
detuvo. Pasó él delante y, al subir unos cuantos escalones, hizo una pausa. Bella lo alcanzó.
—La única manera de salir es a través del patio interior —murmuró.
—¿Por dónde? —preguntó Emmett.
—Por el pasillo, hacia las puertas principales.
—¿No hay una entrada trasera?
—No, que yo sepa.
—Espérame aquí —dijo Emmett.
Bella abrió la boca para impedirlo, pero él ya se alejaba por el corredor. Sintió rabia.
¡Aún la trataba como a una niña! Aunque había sido ella, precisamente, la que lo había
sacado de la celda. Su hermano desapareció tras una esquina y Bella se recostó en la pared.
—No deberías estar haciendo esto —susurró una voz en medio de la oscuridad.
Bella se giró hacia las escaleras en penumbra que descendían detrás de ella. Sintió que
el pánico la dominaba y no faltó mucho para que soltara un grito de alarma.
—No deberías traicionar su confianza —continuó la voz.
Entonces Bella reconoció a su dueño. Carlisle. El viejo sabio de la Jauría de los Lobos
salió de la oscuridad del pasillo y entró al círculo de luz temblorosa que despedían las
antorchas. ¡Aún la estaba siguiendo! Aunque hubiera debido sentir rabia, Bella sólo tenía
miedo. Él haría lo que estuviera a su alcance para impedir que ella liberara a Emmett.
Carlisle estaba delante de ella, acusándola con sus ojos oscuros.
—No te metas en esto —le ordenó Bella, que no quería lastimarlo.
Los labios de Carlisle se torcieron en una sonrisa triste.
Bella dio un paso atrás para luego seguir las huellas de su hermano, pero antes de que
pudiera parpadear, una mano la agarró de los hombros.
—Te lo digo una vez más —murmuró Carlisle—. No deberías traicionar su confianza.
Bella se zafó de sus manos.
—¡Él me mintió! —dijo con rabia inocultable. Su agonizante e indecisa mirada se
encontró con la de Carlisle, y Bella sintió que sus emociones se reflejaban en los ojos del
guerrero.
Y de repente, aterrada, vio que el filo de una espada pendía sobre la cabeza de aquel
hombre.
—¡No! —gritó, pero Emmett ya lo había golpeado en la nuca.
Los ojos de Carlisle se quedaron un instante en blanco y cayó pesadamente al suelo.
Bella se inclinó para ayudarlo, pero Emmett la agarró de un brazo y la arrastró por el
pasillo.
Bella trató de liberarse. Emmett, sin embargo, pese a su aparente debilidad, tenía más
fuerza que ella. Miró hacia atrás y vio que Carlisle yacía en el suelo con las piernas abiertas,
pero apenas le había echado una ojeada cuando su hermano cruzó la esquina y se abrió paso
hasta la puerta principal.
Bella dejó de resistirse. Tenía que liberar a Emmett primero, y luego iría a auxiliar a
Carlisle. Emmett le soltó el brazo cuando se dio cuenta de que ella ya no intentaba
revolverse y ambos se detuvieron al lado de la puerta y observaron el patio.
El sol se ponía en la distancia, bañando el cielo con un tono rojo profundo. El corazón
de la joven amenazaba con salirse del pecho. Deseaba desesperadamente regresar junto a
Carlisle y asegurarse de que el hombre estaba bien, pero Emmett tenía que escapar. No
permitiría que su hermano se pudriera en las mazmorras. Observó con rapidez, pero con la

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máxima atención, el patio ya oscurecido. No había nadie a la vista y, en señal de
agradecimiento, pronunció una oración silenciosa. A través de la puerta del patio interior,
pudo ver que las del patio exterior estaban abiertas.
Un presentimiento, una especie de escalofrío de advertencia, puso en guardia a Bella.
Si todos los campesinos se habían ido, como parecía indicar el patio vacío, las puertas debían
de estar cerradas.
Emmett la agarró del brazo y la sacó al patio interior. Dos caballos estaban delante de
ellos, como esperando su llegada. A Bella le pareció sospechoso y detuvo a Emmett. Miró
alrededor de los silenciosos muros del castillo. Ningún centinela se paseaba por los
terraplenes que comunicaban las almenas. Sus ojos se volvieron hacia la caseta de los
guardias, junto a los portones de la entrada, que parecía extrañamente vacía.
—Es una trampa —anunció.
—¡Al diablo con sus trampas! —exclamó Emmett, urgiéndola a seguir adelante—. Nos
vamos de aquí ahora mismo —y la empujó hacia los caballos para montarse después en uno.
Bella se preparó para decirle adiós, y cuando él la miró, ella vio que en sus profundos
ojos azules había una indecible rabia.
—¿Qué estás esperando? Móntate —le susurró Emmett.
Bella se irguió con orgullo.
—No puedo irme.
—¿Qué? —gritó Emmett.
—Di mi palabra.
—¿Tu palabra? ¿A quién?
Bella trató de tragar saliva para aliviar su garganta seca.
—Le di mi palabra al Príncipe de las Tinieblas. Le prometí que no me iría.
—¿Cómo dices? —gruñó él—. Tu palabra no significa nada ante sus engaños.
—Mi palabra es mi honor. No puedo romperla.
El caballo de Emmett se encabritó al sentir la impaciencia del jinete. Los profundos
ojos azules de su hermano brillaban con una furia que Bella nunca había visto antes. Tiró de
las riendas del caballo y se enfrentó a ella.
—No me iré sin ti.
Bella suspiró. Había pensado que se iría sin discutir.
—¡Tienes que escapar ahora mismo! Es tu única oportunidad, Emmett.
—No te dejaré aquí con él.
—¡Te arrojarán a las mazmorras de nuevo! ¡Por favor, Emmett!
Emmett parecía cada vez más enfurecido.
—¡Me dijo que estabas muerta! —insistió, amenazándola con bajarse del caballo—.
Antes de irme lo haré pedazos.
—¡No! —gritó Bella, y de inmediato recogió su vestido y se subió al otro animal.
Emmett se enderezó en el suyo. Sus labios se curvaron en una sonrisa diabólica antes
de sacudir las riendas y empezar a galopar hacia las puertas.
Bella dedicó una última mirada al Castillo Oscuro. Esperaba y deseaba que alguien
encontrara a Carlisle rápidamente y que el viejo sabio no hubiera sufrido mayor daño.
Después pensó otra vez en su promesa. Le había dado a Edward su palabra. Pero más
importante que su palabra era el hecho de que Emmett estaba libre y a salvo, por supuesto.
Esa debía ser, necesariamente, su prioridad. A causa de su debilidad, su hermano no estaba
en condiciones de enfrentarse al Príncipe de las Tinieblas. Ella debía lealtad a sus hermanos
de sangre, y por encima de todo debía lealtad a Francia y al rey Quil. A Edward, en realidad,
no le debía lealtad alguna, pero su corazón le dolía cuando pensaba en él. «Confié en ti,

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Edward, pero tú me mentiste, y eso es algo que ya no te puedo perdonar».
Bella espoleó su caballo y galopó hacia la puesta del sol.

* * *
Parada en la caseta exterior de la guardia, mirando a través de la pequeña ventana
ovalada, Leah vio que dos jinetes salían huyendo del castillo y sacudió la cabeza mientras
acariciaba las bridas que sostenía con firmeza en las manos.
—No te sientas tan mal —dijo una voz burlona a sus espaldas—. Ahora ya tendrás una
preocupación menos, y menos trabajo.
Victoria pasó al lado de Leah y miró por la ventana.
—Todo está saliendo a la perfección.
Leah se dispuso a salir de la caseta.
—Una cosa —la llamó Victoria, y cuando Leah se detuvo, continuó—: Si te vuelvo a
encontrar en la cocina, calentándote ante el fuego, haré que te arranquen la piel a tiras.

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Capítulo 42

Edward no podía quitarse a Bella de la mente. Tras la corteza de cada árbol se escondía
su sonrisa; el azul del cielo no era sino un centelleo en sus ojos; la luz de la luna palidecía
ante el brillo de su mirada. Era tanto lo que deseaba verla que había regresado con dos días
de antelación. Había dejado a sus exhaustos hombres, incapaces ya de seguir su ritmo, en un
campamento improvisado en alguna parte lejana. Sólo Jasper había cabalgado con él.
Al aproximarse a las altas puertas del Castillo Oscuro, la imagen de Bella le prometía
calor en medio del frío de la noche. De pronto, sintió un escalofrío. Sólo algunos pocos
soldados vigilaban los terraplenes de los muros. Edward espoleó su caballo, galopando en el
cansado animal hasta el castillo. Cuando desmontó, uno de los guardias corrió hacia él.
—¿Qué ha pasado? —le preguntó Edward, reprimiendo un presentimiento funesto.
—Se trata de la señora —contestó el caballero—. Se ha ido.
Edward arrugó profundamente la frente.
—¿Que se ha ido? —preguntó Jasper, desmontando al lado de Edward.
—Así es —replicó el guardia—. No está en el castillo.
—¿Y cuánto hace que la echáis de menos? —inquirió Edward en un tono sosegado,
que ocultaba los latidos de su corazón.
El hombre movió los pies con nerviosismo.
—¡Contéstame, maldita sea! —gruñó Edward.
—Se fugó ayer por la tarde —confesó el caballero.
Edward se encaramó de nuevo a su montura.
—¡Y ayudó a que un prisionero escapara, señor!
Edward se quedó en el sitio, tenso como un resorte. Los nudillos de sus manos se
volvieron blancos cuando agarró las riendas del caballo. Volvió sus ojos verdes hacia Jasper y
le ordenó:
—Encuéntrala.

* * *
Las manos de Leah estrujaban el delantal. Estaba en pie delante de Edward, que
miraba distraídamente por la ventana hacia la oscuridad, con las manos recogidas a sus
espaldas.
—¿Cómo sucedió todo esto?
Su voz la sobresaltó.
—¿Cómo dice, señor? —preguntó con la voz temblorosa.
—No juegues conmigo, Leah —murmuró Edward—. Sé que vosotras dos os habíais
hecho muy amigas. Quiero saber qué te dijo antes de irse.
Leah vaciló. Sus manos comenzaron a temblar.
—Estaba muy trastornada, señor.
—¿Porqué?
—No lo sé, pero dijo que os odiaba y que prefería morir antes de volver a veros, mi

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señor.
Edward no se movió. Su cuerpo parecía de hielo.
—A Francia, señor. Creo que se fue a su hogar en Francia —añadió Leah. No quería
decir las próximas palabras, pero la promesa que le habían hecho sobre las mazmorras la
indujo a añadir—: Allí donde está su verdadero amor, el conde Newton.
Edward volvió su cara hacia ella, y por primera vez Leah vio la agonía que se reflejaba
en sus ojos. Cuando habló, su voz sonaba suave y cortada.
—¿Cómo descubrió lo de su hermano?
—No lo sé, señor —respondió Leah.
Él se irguió en toda su estatura, sobresaliendo por encima de la rechoncha sirvienta, y
luego pasó junto a ella y abandonó la habitación, dejando a Leah en medio de la soledad y
los remordimientos.
Todo el cuerpo de Leah se sacudió con temblores de terror. Debajo de su miedo se
escondía el desconsuelo. «¿Qué les estoy haciendo?», se preguntó por enésima vez. Luego
intentó engañarse, darse consuelo: «Eran enemigos. De ninguna manera podían seguir
viviendo juntos, y las mazmorras son un lugar muy frío».

* * *
Bella y Emmett cabalgaron sin dormir y sin probar bocado, y cuando al segundo día se
detuvieron para descansar un rato, Bella se sintió entumecida y débil. No oía los rugidos de
su estómago. Ni siquiera sentía el cansancio de su cuerpo tras incontables horas de duro
cabalgar.
Emmett y ella apenas habían intercambiado dos palabras durante el viaje. El Ángel de
la Muerte se preguntó incluso si su hermano sabía hacia dónde iba. Bella lo contempló, con
una mezcla de cariño y repulsión.
Aún llevaba con él la suciedad de las mazmorras. Iba impregnado de orina y de sudor, y
la joven se preguntó por qué no se había bañado en el arroyo por el que habían pasado la
víspera, pero enseguida la imagen del arroyo le trajo tiernos recuerdos del glorioso cuerpo
desnudo de Edward, brillando a la luz de la luna al saltar del acantilado.
Sus pechos se pusieron rígidos y las lágrimas aparecieron en sus ojos. Lo echaba de
menos, y se odiaba a sí misma por ser tan débil. ¡Él la había mentido! Bella cerró los ojos,
incapaz de soportar el tormento que su imagen representaba para su corazón.
El amor hacía que le doliese el corazón, pero también le dolía el alma. Le había dicho a
Edward que se quedaría en el Castillo Oscuro, y al decidirse a acompañar a Emmett había
renunciado a su honor. Luchó contra el impulso de regresar al Castillo Oscuro y mantener su
palabra, pero cuando lo vio sentado en el suelo, murmurando cosas incoherentes, se dio
cuenta de que su hermano la necesitaba.
Bella dejó caer la cabeza de nuevo. Su honor estaba en juego. Si no regresaba, ¿cómo
podía seguir considerándose a sí misma un caballero? Todas las horas de su vida tenía que
vivirlas de acuerdo con los códigos de la caballería, y ahora estaba destruyendo los mismos
fundamentos sobre los cuales se habían construido dichos códigos.
—Bella.
Se sobresaltó y miró a su hermano.
—Tenemos que conseguir algo de comer —anunció finalmente—. Y nuevos caballos.
Éstos están demasiado cansados —añadió al notar que Bella esquivaba su mirada y asentía
con la cabeza—. ¿Estás enferma? —le preguntó.
Bella miró hacia el camino que habían recorrido, hacia el Castillo Oscuro.

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—No —murmuró.
Después de un momento, Emmett la tomó de la mano, la ayudó a levantarse y la
condujo hasta los matorrales donde habían amarrado los caballos.

* * *
Edward entró galopando a la aldea con un pelotón de soldados. Desmontó antes de
que el animal se detuviera por completo y caminó hacia los establos, donde un hombre
vigilaba delante de la puerta de madera.
—¿Estás seguro de que era ella? —preguntó.
—Así es —contestó el hombre, ya viejo, mientras se rascaba el pecho—. Tomó un
pedazo de pan y dos caballos, y se fue por ese camino —dijo señalando con el brazo hacia el
sur.
Edward estudió la cara macilenta del hombre y sus agudos ojos distinguieron la ligera
protuberancia granate de un hematoma que tenía debajo de los párpados arrugados.
—Trataste de detenerla, ¿no es cierto?
El campesino bajó los ojos.
—Sí…
—Te advertí que debías apartarte de su camino. ¿Estaba herida?
—No, señor.
—Bien.
Edward se volvió y regresó a su caballo. Se montó de nuevo y miró en la dirección que
le había indicado el anciano. Era una zona muy extensa, en la que confluían muchos
caminos, pero él la encontraría. No permitiría que escapara sin darle explicaciones.
Miró a uno de los hombres de su pelotón.
—Galopa hasta el Castillo Oscuro y dile a la Jauría de los Lobos que los necesitamos
aquí tan pronto como sea posible.
—Sí, señor —contestó el hombre, y dio la vuelta a su caballo.
Si alguien podía seguirle las huellas, nadie mejor que sus viejos amigos.

* * *
La Jauría de los Lobos llegó al día siguiente, cuando ya estaba oscureciendo. Edward se
paseaba delante de la puerta del establo como un león enjaulado.
Noche desmontó, seguido por Carlisle. Se aproximaron a Edward y él se detuvo de
inmediato, con las manos sobre las caderas.
—¿Por qué habéis tardado tanto?
Una brisa ligera acarició la capa de Noche, pero ninguno de los dos hombres contestó.
Edward gruñó, pasándose una mano por su pelo negro, y comenzó a pasearse de
nuevo. Estaba tenso, febril, decidido. No había comido durante todo el día y no había
dormido la noche anterior.
—Necesito que me ayudéis —les dijo a sus dos amigos.
—¿Fue aquí donde la vieron por última vez? —preguntó Carlisle.
—Ayer —asintió Edward.
Noche miró el suelo, estudiando las huellas impresas en el barro de la calle.
—Un día es mucho tiempo —dijo—. Muchas huellas han cubierto las suyas, y ha
soplado mucho viento sobre todas.

- 261 -
—No me interesan tus lecciones —anotó Edward con furia—. Encuéntrala.
—Comenzaremos por aquí —replicó Carlisle.
Los dos hombres de la Jauría de los Lobos se alejaron hacia sus caballos.
Edward alzó una mano y la colocó sobre los hombros de Carlisle, quien giró sobre sí
mismo y vio la desesperación que había en los ojos del Príncipe.
—Te ruego que la encuentres.
—Haremos todo lo posible, hermano —respondió Carlisle—. Mi honor también está en
juego.
Cuando se montó al caballo, se echó atrás la capucha. La suya era, desde luego, la cara
de un lobo.

* * *
Bella tiritó de frío y se envolvió con sus brazos para calentarse. Emmett había hecho
galopar a los caballos durante dos días consecutivos, y ahora estaba acurrucado debajo de
un olmo, cerca de un arroyo de aguas apacibles. Bella lo miró con ojos preocupados. Él se
había negado a encender una hoguera, a pesar de que hacía tanto frío que el aliento se
congelaba en el aire.
Emmett estaba sobre una pequeña colina. Detrás de sus oscuros contornos se veían las
estrellas temblorosas. Durante todo el día había seguido murmurando, hablando consigo
mismo, con los ojos perdidos, y sólo había consentido detener la marcha cuando Bella le dijo
que estaba demasiado cansada para continuar.
Ella tiritó de nuevo y lo miró. Ahora parecía normal, pero su razón le indicaba que algo
estaba mal, terriblemente mal. Bella se sentó en el suelo, dobló las rodillas y las abrazó. Si no
encendían una hoguera, morirían congelados
De repente oyó un ruido. Levantó la cabeza y sus ojos escrutaron la oscuridad. Nada.
Ningún movimiento. Ningún sonido. Se volvió hacia Emmett. Él no se había movido. «Es
posible que se trate de mis nervios», pensó. Procuró relajarse, echando los hombros hacia
delante y hacia atrás.
Emmett se levantó y se dirigió hacia ella. Su mirada era dura, y exhibía una extraña
sonrisa. Cuando se aproximó, sus pasos resonaron firmes sobre la tierra.
Bella se puso de pie cuando él se detuvo a su lado.
—Hay algunas cosas que me preocupan, hermana —le dijo.
Bella captó la sequedad de su tono y no contestó.
—Encuentro extraño que no estuvieras en las mazmorras, como yo —continuó
elucubrando.
Bella miró sus ojos encendidos por el hambre y el cansancio, su cara demacrada, su
barbilla tiesa. Temía decir algo que pudiera inflamar aún más su rabia.
De pronto, él levantó una mano y acarició con ella el suave terciopelo de su falda.
—A ningún prisionero se le dan ropas tan finas.
Bella se apartó instintivamente, retirando la falda de sus manos.
Él apretó los dientes, y pareció masticar cada palabra.
—Dormiste con él, ¿no es cierto?
Su afirmación la impresionó hasta el punto de obligarla a alejarse de él.
—Ella me dijo que lo hiciste, pero yo no la creí. Es ahora cuando todo empieza a
cuadrar, a tener sentido. ¿Por qué estás vestida así? ¿Por qué no estabas en las mazmorras?
—insistió al acercársele—. ¿Por qué no querías escapar conmigo?
—Le di mi palabra —gritó Bella.

- 262 -
—Ella te acusó de ser una mujerzuela francesa.
Bella se alejó de Emmett un paso más y recostó su espalda contra un árbol. El miedo,
el miedo a aquello en que se había convertido, se elevó de nuevo en su mente. La
mujerzuela de Edward. Él la había llamado así durante la primera noche que pasaron juntos,
y ahora sus palabras sonaban verdaderas.
—¿Quién me acusó de ser su mujerzuela?
—Su prostituta, aquella de pelo rojizo —contestó Emmett con amargura—. Ella tiene
que saberlo.
Días de agonía y noches de soledad se irguieron delante de ella.
—Oh, Emmett… —suspiró con los ojos llenos de lágrimas—. Yo pensé que me amaba.
—¿Pensaste que te amaba? —preguntó escupiendo las palabras como si fueran
veneno—. ¿Y te entregaste a él de manera voluntaria?
La culpa y el remordimiento la atenazaban, por lo que le dio la espalda a su hermano.
—Sí —murmuró.
—Entonces es cierto que eres una traidora.
Había una calma en su voz que asustó a Bella, y cuando se volvió para mirarlo de
frente, oyó el silbido silencioso de una espada que salía de su vaina. Bella lo miró con
incredulidad, incapaz de moverse cuando su hermano apretó la punta del arma contra su
cuello.
—¡Mereces la muerte! —masculló.
Uno de los caballos relinchó nerviosamente, y todo el bosque pareció adquirir vida al
mismo tiempo.
Emmett retiró el brazo para darle la estocada mortal, pero ella se echó a un lado y la
espada se estrelló contra la corteza del olmo.
Algo parecido a una poderosa rama la agarró de los brazos. Las sombras cayeron sobre
su cabeza, como si estuvieran vivas. Emmett desapareció de su vista, como si un mar de
oscuridad se lo hubiera tragado.
Una mano había cubierto su boca, impidiendo que emitiera cualquier sonido.
Reaccionó y levantó con fuerza la rodilla, pillando a su captor desprevenido. Oyó un
aullido y, después, comprobó que le habían soltado la boca y los brazos. Buscó a Emmett en
el bosque. No lo encontraba. Oscuras sombras parecían bailar ante el reflejo de las estrellas
en el agua del arroyo.
Un rostro se irguió delante de ella y, boquiabierta, dio un paso atrás. A la luz endeble
de las estrellas vio una cara peluda, con los dientes afilados como colmillos y ojos rojos como
los del demonio. Bella se dio la vuelta y salió corriendo.
Detrás de ella escuchaba gritos furiosos. Se abalanzó sobre los matorrales del bosque
con el corazón latiéndole salvajemente y el viento bramando en sus oídos. Las ramas de los
árboles se estrellaban contra su cara y la oscuridad no le permitía ver más allá de sus narices.
Se orientaba medio a ciegas, tratando de adivinar lo que tenía por delante, para no caer en
alguno de los desniveles del terreno.
Lo que estaba ocurriendo no era real, se dijo, corriendo ya a menor velocidad. No
podía ser real. Luego, imponiéndose al redoble enloquecido de su corazón y al bramido de la
sangre en sus oídos, un aullido rompió el silencio de la noche. A sus espaldas oyó que unos
pasos se acercaban a ella, haciendo crujir los palos y las hojas desparramados por el suelo.
Decidió correr de nuevo, volviendo la cabeza a un lado y otro para mirar por encima de sus
hombros, pero no podía ver sino oscuridad. Hacia delante, distinguió la sombra del árbol
demasiado tarde. Sus pies resbalaron en las hojas y fue a dar contra la corteza, y al levantar
la cabeza para continuar la huida, su vestido se enredó en las ramas de unos matorrales.

- 263 -
Él se le echó encima como un demonio, agarrándola de la muñeca con su mano de
hierro. Bella luchó ciegamente contra su terrible poderío, pero él demostró ser demasiado
fuerte, ahogando su vana resistencia al agarrarla por la otra muñeca. Ella levantó la vista
hacia sus ojos, que estaban tan rojos como el fuego. Con un grito de asombro, tropezó y
cayó de espaldas sobre unos arbustos. Él echó la cabeza hacia atrás y un aullido salió de su
garganta.
El hombre que la había capturado no era un hombre ¡Era un animal! La conciencia de
tal hecho hizo que reuniera todas sus fuerzas para seguir corriendo, pero la bestia le agarró
un brazo, casi mordiéndole la carne con los dedos, y la detuvo.

* * *
La hoguera se perfilaba justo detrás de los árboles a los cuales se aproximaban. Las
llamas temblorosas proyectaban extrañas sombras sobre el bosque.
El hombre que la había capturado la empujó a través del follaje y Bella sintió que una
rama le cortaba la piel. Sus muchos cortes y arañazos parecieron revivir de pronto y todo el
cuerpo le dolió. Estaba exhausta.
Alzó sus ojos hacia la bestia que le agarraba la mano cuando ésta emergió del bosque y
fue iluminada por la luz de la hoguera. Su cara estaba cubierta de pieles y su nariz tenía la
forma del hocico de un animal salvaje. Era un lobo, comprendió Bella. ¡Un lobo que
caminaba como un hombre! Había oído hablar de tales fábulas, pero nunca las había creído.
Trató de soltarse la mano, pero su movimiento sólo consiguió que la mirada del hombre-
lobo se volviera hacia ella.
—Tráela —dijo una voz cerca de la hoguera.
El hombre-lobo la empujó hacia el fuego, donde de pronto se encontró rodeada por
siete criaturas similares.
Una de ellas colocó su mano encima del hocico y lo levantó. La cara de lobo
desapareció y Bella dio un grito de asombro. Era el hombre con el cual había comido en la
mesa de Edward, ¡el que la había seguido aquel día en el castillo! ¡Estaba bien! Entonces
comprendió. «¡La Jauría de los Lobos!».Al mismo tiempo, fue consciente de que la habían
capturado para devolverla a Edward.
Bella se alejó rápidamente, pero enseguida fue a estrellarse contra una muralla de
carne. No pudo reprimir un suspiro cuando fue obligada a volverse de cara al hombre.
Edward estaba a menos de un palmo de distancia y el fuego se reflejaba en sus ojos,
que pasaron de su pelo salvaje a los jirones de su vestido cuando la miró con el ceño
fruncido.
Bella se negó a aceptar la pena que nacía dentro de ella ante su mirada llena de odio,
una mirada que después se dirigió a Carlisle. Los dos hombres se contemplaron en silencio
durante un rato largo, y finalmente Edward asintió con un movimiento de sus párpados.
—Lleva al hombre a mi castillo.
Carlisle inclinó ligeramente su cabeza.
Bella sintió que la mano de Edward le agarraba un brazo y la apartaba de la hoguera.
Sus pasos eran largos y seguros de sí mismos, y ella tenía que esforzarse para seguirlo. Los
dedos se enterraban en su carne mientras la arrastraba.
—¿Qué le harás a Emmett? —preguntó Bella.
—Deberías preocuparte por lo que te haré a ti —contestó Edward secamente.
—¿A mí? —se asombró en voz alta.
Edward se detuvo repentinamente y Bella tropezó contra su espalda. Ella se alejó y él

- 264 -
se volvió hacia su presa.
—Sí, a ti. ¿Pensaste que no te encontraría? ¿Pensaste que existe algún lugar en este
mundo a donde yo no iría a buscarte? ¿Creíste que podías escapar a Francia para entregarte
en brazos de tu amante, el conde Newton?
—¡No somos amantes! —declaró Bella.
—¡Ya es suficiente! —gritó Edward, mirándola con ojos dispuestos a matarla—. No
quiero volver a oír tus mentiras.
—¿Mis mentiras? —respondió Bella con la voz cargada de dolor y de frustración—. ¿Y
qué me dices de las tuyas?
Él enderezó los hombros.
—Nunca te he mentido, y sobre todo, ¡nunca te he inducido a creer en falsedades!
Las lágrimas inundaron los ojos de la joven.
—¿Y qué hay de las mentiras que me dijiste cuando estabas bajo los efectos de los
polvos de la verdad? Me dijiste que te parecía bella y me juraste que me amabas.
Edward la miró calmadamente, con una expresión parecida a la quietud que se
apodera del aire antes de las tormentas.
—Sí. En esa ocasión te mentí, pero entonces eras mi enemiga. Después, sin embargo,
nunca te volví a mentir.
Ella levantó su barbilla temblorosa.
—¡Me dijiste que Emmett estaba muerto!
—El Emmett que conociste está muerto —respondió él.
—¿Y cómo es que conoces tan bien a mi hermano? —replicó ella.
—He visto su mirada, la locura que hay en sus ojos y en sus palabras. Tuve miedo de
que pudiera hacer daño incluso a su hermana.
Sus palabras la asombraron, obligándola a callar, pero al mismo tiempo comprendió
que Edward tenía razón. Emmett había estado a punto de matarla. Sintió que su cuerpo
temblaba.
—Ángel… —dijo Edward al acercársele.
Ella se retiró con un gesto violento. ¡No! Él quería hacerle creer que estaba tratando de
protegerla. Otra mentira. Hubiera podido contarle la verdad, lo que habría permitido que
ella ayudara a Emmett. Y sin embargo, optó por manipularla. La había usado. Había utilizado
sus sentimientos y sus emociones en provecho propio.
Edward le había arrancado el corazón, para decirlo con pocas palabras, y lo había
partido por la mitad.
—No me toques —murmuró—. Si entonces éramos enemigos, ahora también lo
somos.
Edward dejó caer sus manos.
—Que así sea —dijo.

- 265 -
Capítulo 43

Viajaron durante la noche. Bella iba sentada delante de Edward, en su caballo de


guerra, ladeando la cabeza más y más, a medida que se iba quedando dormida.
Eran enemigos de nuevo. El pensamiento clavó una cuña en el corazón del Príncipe. De
alguna manera habían logrado construir un puente sobre el abismo de sus diferencias y de
sus lealtades, y habían sido felices. Él había visto cómo brillaban sus ojos cuando lo miraban,
cómo sonreían sus labios cuando lo besaban. Ahora, sin embargo, aquel puente, construido
sobre el goce y el compañerismo, había caído bajo el peso del orgullo y del honor.
Por primera vez en su vida, la palabra le sonaba hueca: honor. Él había matado por
menos. Ahora deseaba no haber oído nunca la dichosa palabra, no haber tomado nunca el
juramento de los códigos de caballería… y todo por una mujer.
Apretó los dientes. ¿Cómo se habría enterado? ¿Se había paseado por el castillo y de
buenas a primeras había decidido bajar a las mazmorras? Eso era ridículo. Las mazmorras
hubieran sido el último lugar que visitase, de modo que alguien le había dicho que su
hermano estaba allí. ¿Pero quién?
La pregunta le había rondado en la cabeza durante todo el viaje. Pararon a descansar y
Edward vio que Bella se lavaba la cara en un riachuelo. Hizo una mueca de dolor cuando sus
dedos rozaron un pequeño corte que tenía en la mejilla. Edward sintió el dolor de ella en
todo su cuerpo y se acercó a ayudarla, pero se detuvo de pronto. Jamás aceptaría su ayuda.
Ella no lo quería a él. Quería al conde Newton.
Al amanecer llegaron al Castillo Oscuro sin haber intercambiado una palabra entre
ellos. Los nacientes rayos de color rojo cubrieron sus espaldas y pintaron las altas y
rectangulares torres de la fortaleza de un sangriento tono carmesí.
Escoltó a Bella hasta su alcoba. Se detuvo en el umbral de la puerta y vio que ella
caminaba hasta el centro de la habitación. Alzó los hombros y pensó que iba a dirigirle la
palabra, pero no lo hizo, de modo que él tampoco dijo nada, limitándose a mantenerse
inmóvil al lado de la puerta.
Se quedó mirando la madera oscura durante un buen rato. Pensó que debía tomar el
oro del rescate y enviarla a Francia, donde la esperaba su amante. Sabía que eso era lo que
ella quería. Pero no podía hacerlo. No podía entregársela a otro hombre. Prefería que se
pudriera en las mazmorras.
Edward salió de la habitación y cerró la puerta.

* * *
Bella despertó de un sueño agitado por un crujido de las tablas del suelo. Se incorporó
en la cama rápidamente, abriendo bien los ojos, y buscó de inmediato su espada.
Una mano le tapó la boca.
—Silencio —murmuró una voz.
Los ojos de Bella subieron por el brazo, llegaron a los hombros y luego a la cara. Vignon
estaba sentado encima de su cama con una bandeja de frutas en el regazo.

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Un miedo irracional la asaltó. Mil preguntas parecían arremolinarse en su mente, pero
no podía formularlas.Vignon le retiró la mano de la boca y le dijo:
—Puede que no tengas mucho tiempo. Corre el rumor de que te mandará de regreso a
Francia.
Bella se sintió desconcertada. «Francia», repetía su mente una y otra vez.
Vignon puso un pequeño frasco en sus manos.
—No puedo acercarme lo suficiente al Príncipe. Es necesario que tú lo hagas.
Los ojos de Bella miraron el frío cilindro que descansaba en sus manos y el líquido claro
que tenía dentro.
—Derrámalo en su comida o échalo en su jarra de cerveza. Estará muerto después del
primer sorbo.
Un escalofrío le subió por la columna vertebral. El puño de Bella se cerró alrededor del
frasco, y de repente su mano comenzó a temblar.
Vignon se levantó y colocó la bandeja encima de la mesa.
—No aplaces el asunto. Puede que no estés aquí mañana.
Bella no podía apartar sus ojos del frasco de la muerte. Nunca había matado a un
hombre desarmado, sin que pudiera defenderse. No le parecía… correcto.
—No puedo —murmuró.
Los ojos de Vignon giraron hacia ella, no sin antes fruncir el ceño.
Un sentimiento de culpa cayó sobre Bella y de inmediato protestó:
—Él no vendrá a verme, y no creo que quiera comer conmigo.
Vignon se encogió de hombros.
—Hazlo cambiar de parecer. Al fin y al cabo eres mujer.
Bella se quedó boquiabierta y sintió que la rabia se le subía, incontenible, a la cabeza.
—Soy un caballero.
—Entonces encuentra una espada y atraviésalo con ella. Obtendremos el mismo
resultado —dijo secamente, y se encaminó hacia la puerta.
Bella miró el frasco que tenía en la mano. En él sólo había una muy pequeña cantidad
de líquido. Que una cantidad así de pequeña pudiera matar a un hombre como Edward le
parecía inconcebible.
Levantó su mirada hacia la puerta. Los ojos oscuros de Vignon parecían blancos a la luz
del candelabro.
—Recuerda que tienes deberes para con tu rey y tu reino. En una guerra, todo lo
demás es insignificante —le dijo antes de salir del cuarto.
La mirada de Bella cayó sobre sus puños cerrados. Por su rey y por su reino debía
matar a Edward. Debía envenenarlo.
La idea de que el cuerpo vibrante de Edward se revolcara sobre las frías piedras del
suelo, agonizante, atormentaba sus pensamientos. De repente, sintió vértigo y casi dejó caer
el frasco, que de inmediato se llevó al pecho
«Edward me utilizó», se dijo. «Me ocultó la verdad. Me mintió. Me protegió como si yo
fuera una mujer indefensa e incapaz de tomar mis propias decisiones. Le odio».
Donde antes tuvo el corazón, ahora sentía un doloroso vacío.
«Debe morir por lo que me ha hecho», pensó.
Se acercó al alféizar de la ventana y vio que el sol ya despuntaba en el horizonte. Una
ráfaga de viento frío la hizo tiritar un poco, pero no podía darle la espalda al nuevo día, lleno
de dolorosas obligaciones. El viento se metía entre los pliegues de su camisón de seda azul,
apartando la tela de su cuerpo y acariciándole la piel desnuda. Bella tembló ante los besos
de la brisa helada.

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—No te arrimes a la ventana.
Su voz la sobresaltó, pero no se movió de su sitio. «¿Cuánto hace que me está mirando
desde el umbral de la puerta?», se preguntó.
—¿Dónde está mi hermano? —dijo Bella sin apartar la vista del amanecer.
—Con los demás prisioneros.
—¿Y por qué no estoy yo también allí?
El silencio se interpuso entre ellos como un muro de piedra, una pared levantada sobre
la terquedad y el orgullo.
Otra ráfaga de brisa envolvió a Bella, levantando las puntas de su pelo para luego
dejarlas descansar encima de los hombros.
—Te dije que no te arrimaras a la ventana.
Bella levantó el mentón, dirigiéndolo de manera desafiante hacia la ventana, hacia el
reino luminoso del sol. Quería mirarlo, ver su reacción ante el desafío, pero no confiaba en
sus propios sentimientos. No se sentía fuerte en lo referente a Edward. Tenía miedo de que
su victoria se convirtiera en derrota y que su cuerpo la traicionara y deseara ser tocado.
De pronto, fue empujada de espaldas contra la pared. La mano de Edward la agarró
por el cuello. Sus ojos sorprendidos se encontraron con los ojos furiosos del Príncipe.
—¿Por qué me desafías? ¿Acaso no sabes que en cualquier momento podría
retorcerte el pescuezo?
Ella comprendió que había una manera de salir de su agonía interior, una salida que
hasta el momento no había tomado en consideración, que no había tenido el coraje de usar.
La cara de Bella se suavizó y sus líneas desafiantes se transformaron en un paisaje de
atormentado dolor.
—¿Y por qué no lo haces? ¿Por qué no me retuerces el pescuezo?
Bella vio que el terror desplazaba a la rabia que había en sus ojos, aquellos ojos que
miraban cada curva de su cara, cada sombra de sus mejillas. Sabía que necesitaba provocarlo
de nuevo para que la matara, pero de su boca seca ahora no podían salir palabras.
De repente, los labios de Edward se inclinaron hacia los de ella, que abrió la boca ante
el brutal y sensual asalto. La lengua penetró en su boca y Bella sintió que su pasión interior
se ahogaba en lágrimas. Se dijo que lo odiaba y sus manos le empujaron en el pecho. Pero
cuando las manos de él tocaron su rostro, moviéndose en suaves caricias sobre sus mejillas y
sobre su pelo, sintió que su resolución se debilitaba, y cuando abrió la boca para recibir sus
besos, supo que su derrota era completa. No lo odiaba, lo amaba. Lo amaba tanto que
prefería morir antes que separarse de él. Ante la falta de palabras, un suspiro salió de su
garganta.
Sintió que él se alejaba un poco, pero a causa de las lágrimas no pudo abrir los ojos.
Sentía aún su aliento en los labios. Estaba segura de que la engañaría, la utilizaría de nuevo.
De que le diría que era bella. Sabía todas esas cosas y, sin embargo, no le importaban.
Quería sentir aquellas manos cálidas sobre su piel, quería sentir sus besos. Quería
engañarse, pensar que era bella y, sobre todo, que él la amaba.
De pronto notó que él se retiraba. La brisa fría envolvió de nuevo su cuerpo
tembloroso.
Abrió por fin los ojos, aún llenos de lágrimas, y vio que estaba a su lado, cerrando los
postigos de la ventana para impedir que entrara el frío. No obstante, aunque dejó de soplar
el aire, su cuerpo siguió temblando.
Cuando él se volvió, en su cara ya no había el menor rastro de emoción. Sus ojos
verdes la miraban con calculada frialdad. Las rodillas de Bella temblaron y supo de inmediato
que no podría aguantar el peso de su mirada mucho tiempo más. Se recostó pesadamente

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contra la pared, y en silencio le imploró que se fuera.
—Prepárate para cenar —le ordenó, y se dirigió hacia la puerta—. Y no vuelvas a abrir
la ventana.
La puerta se cerró detrás de él y Bella se dejó deslizar por la pared hasta el suelo, y
enterró la cabeza entre los brazos. Su pelo la cubría como una manta.
El frasco que había guardado entre su camisón se le clavaba en la piel, apuñalándola
como una silenciosa acusación.
«Todo sea por el rey de Francia».

* * *
Durante largo tiempo, Edward miró la puerta sin verla realmente. Sus ojos estaban
fijos en la escena que esperaba encontrar en el interior. Una fiesta digna de un rey:
montañas de pan, tortas de carne, lampreas, tartas de pera y carnes de distintas clases: de
venado, de buey, de pollo, de ganso, lo mejor que podía preparar Leah.
Bella comería hasta que su estómago estuviera lleno. Se llevaría la comida a la boca
con sus delicadas manos. Él se uniría a ella, y los dos disfrutarían las delicias de la mesa. Su
mente ya había tomado una decisión: si era cierto que ella amaba a otro hombre y no estaba
contenta en el Castillo Oscuro, le permitiría irse.
Edward abrió la puerta.
La comida se apilaba encima de las mesas, tal como él había imaginado; su olor flotaba
en el festivo ambiente. Pero Bella no estaba allí. Frunció el ceño y la buscó por todo el salón.
Volvió a su alcoba y la encontró sentada en el suelo, cerca a la ventana, con la frente
arrugada y la cabeza inclinada sobre las rodillas.
Dio un paso hacia ella. Bella levantó la cabeza y Edward vio la tristeza que destilaban
sus melancólicos ojos cafés. Su corazón se aceleró. Sus ojos habían sido en otro tiempo tan
brillantes, tan llenos de vida, pero ahora se notaba que no resistían verlo cerca. Sus besos la
habían hecho sollozar. Ella hubiera preferido ser besada por Newton, pensó.
La ira se apoderó de él al imaginarse un hombre joven, alto, bien parecido, que
abrazaba a Bella. Edward le dio la espalda y apretó los puños. Llamó a varios de sus
sirvientes y les ordenó que llevaran la mesa a la habitación de Bella, y cuando ellos
cumplieron su orden, los despachó, se acercó a la mesa y se quedó mirando las delicias que
había sobre ella.
—Deberías comer algo —le dijo.
Durante un buen rato no oyó absolutamente nada, y luego, cuando ya se preparaba
para levantarla a la fuerza, vio que se incorporaba.
—¿Qué debo comer? —preguntó. Sus palabras eran tan indiferentes como sus ojos sin
brillo.
Edward la miró con detenimiento. Quería saber si estaba siendo sarcástica, pero se dio
cuenta de que ni siquiera lo miraba. Sus ojos estaban fijos en la mesa. Edward estudió su
perfil; la delicadeza de su pelo, agudizada por la luz fría del sol de la mañana; su piel sedosa;
sus pestañas, tan largas como plumas de ganso, y sus labios sensuales.
—A lo mejor te gustaría probar el pan —le dijo, y cogió un pedazo para ofrecérselo.
Bella lo tomó sin mirarlo. Edward vio que lo colocaba en su boca y comenzaba a
mascarlo distraída, casi ausente. Se alejó de ella, incapaz de contemplar su tristeza y sufrir la
puñalada de su frialdad.
—¿Y tú no vas a comer? —preguntó ella.
Sus palabras lo hicieron volverse para ver aquellos ojos cafés que penetraban en sus

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pensamientos y hurgaban dentro de su alma. Sintió que el pecho le dolía. «Utiliza la mirada
como los niños utilizan sus lágrimas», pensó.
Bella alzó un pedazo de pan y se lo ofreció.
Edward achicó los ojos.
—No, gracias, Ángel —contestó con frialdad.
Lentamente, ella bajó la mano y un gesto resignado cubrió su cara.
Edward se negó a enternecerse ante su semblante dolido y la miró con los ojos
cargados de rabia. Ella no significaba nada para él, se dijo, mientras su cuerpo se derretía de
deseo. Había hecho todo lo posible por engañarse, pero al ver el erótico brillo de su piel, no
pudo dejar de reconocerlo finalmente.

* * *
Bella se arrimó a la mesa, levantó la jarra y la llenó de cerveza. Oía sus suaves pisadas y
sabía que se había alejado de ella. Notó la presión del frasco de veneno entre el dobladillo
de su cintura. La imagen de Edward muerto llenó su mente, y su mano comenzó a temblar.
Miró por encima del hombro y vio que Edward le daba la espalda y contemplaba
distraídamente el tapiz. Cogió disimuladamente el frasco y le quitó el corcho.
El líquido llegó hasta el borde del recipiente cuando lo sostuvo encima de la jarra de
cerveza. Se mantuvo en esa misma posición durante un tiempo indefinido, con la cabeza
inclinada, pero antes de que cayera la primera gota retiró la mano, le puso el tapón al frasco
y lo volvió a esconder.
No podía hacerlo. «Que Dios me ayude, pero no soy capaz de hacerle daño, ni siquiera
por mi reino», se dijo. Bella suspiró, pensando en que de todas maneras él no se hubiera
dejado envenenar tan fácilmente.
La mujer cogió la jarra de cerveza y se aproximó, y cuando vio que él la miraba con
aquellos ojos verdes se sintió desamparada. Eran unos ojos acusadores y desconfiados.
—¿Cerveza? —le preguntó.
Sus ojos se achicaron ligeramente y ella sintió que le miraba todo el cuerpo. Y fue
entonces cuando aceptó la jarra, se la llevó a los labios y… ¡y se bebió hasta el último sorbo!
La cara de Bella palideció y se tambaleó, asombrada, «¡Lo hubiera podido matar!». El
pensamiento la revolvió el estómago, y durante varios segundos tuvo dificultades para
respirar.
Edward se irguió cuan alto era, y ella se sintió más impresionada que nunca.
—Tengo algo que contarte —le dijo Edward en un tono extrañamente sosegado y
dulce—. Creo que te hará muy feliz.
Bella sintió que su corazón se aceleraba.
—Te llevaré de regreso a Francia —le dijo.
Se quedó sin habla. La sorpresa se reflejó en sus ojos, más abiertos que nunca, y en sus
hombros, más caídos que nunca.
—Te llevaré de regreso a los brazos de tu prometido —concluyó Edward.
Su voz era fría y desprovista de sentimiento alguno. Se clavó como un cuchillo en el
corazón de Bella y le arrancó todas sus esperanzas. Al mirar sus ojos verdes se preguntó
cómo había sido posible que se dejara engañar por él de aquella manera. Incapaz de resistir
su mirada de ira y de desprecio, Bella bajó la suya, aunque no sin notar que él se volvía para
encaminarse hacia la puerta.
Bella se atrevió a lanzar una ojeada final a sus anchos hombros, al comprender que
estaba a punto de cerrar la puerta a sus espaldas. Estaba paralizada, como si en lugar de la

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espalda de Edward mirase el vacío. La iba a llevar de regreso a Francia… Edward no la
amaba… Igual que su padre… «Edward nunca me ha amado», se dijo. «Como mucho, sólo
me ha deseado…».
Sintió que una especie de bilis le subía por la garganta. Nunca había sido amada. Su
pecho se cerró, como si todo el aire hubiera sido succionado de sus pulmones.
Las noches que habían pasado juntos fueron maravillosas. Ella había sido muy feliz
entre sus brazos. Pero el recuerdo que tenía de aquellas noches de amor y de pasión
desbordada tenía ahora una mancha indeleble. Todo había sido una mentira. Él la había
usado. La había humillado. Y lo peor era que, aunque quisiera hacerle daño, aunque quisiera
transmitirle al menos una parte de la agonía que él le había infligido, sabía que no podía
matarlo.
Bella volvió a sacar el frasco que había guardado entre los pliegues del dobladillo de su
cintura, lo miró durante un tiempo largo y luego lo arrojó por la ventana.

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Capítulo 44

Saber que Bella estaba en su castillo era para él una agonía, y además una agonía muy
dolorosa. Una vez que comprobó que se encontraba a salvo, la furia que había
experimentado cuando le dijeron que había huido se desvaneció por completo, dejándolo
con un sentimiento de alivio tan grande que a punto estuvo de llorar. Pero ahora, sentado
solo detrás de la larga mesa, en el salón donde usualmente llevaba las cuentas de las
cosechas, sintió que su estado de ánimo decaía. Miraba distraído la pintura que
representaba un lobo colgada encima de la puerta. Si hubiera sido de la verdadera estirpe
salvaje de la Jauría de los Lobos, hace tiempo que le hubiera cortado el pescuezo a la
endemoniada mujer. De haber sido así, todo le hubiera resultado más fácil.
Pero ahora… El recuerdo de aquel cuello perfecto y blanco, de aquellas mejillas tan
tersas y de aquel mentón tan hermoso y a la vez terco, lo perseguía por todas partes. Nunca
sería capaz de lastimarla y, sin embargo, ya la había lastimado. La había mantenido a la
fuerza lejos del hombre que amaba.
Dejó caer la cabeza. Sólo quería que ella fuera feliz, aunque no lo hubiera logrado
hasta el momento. Tenía que dejarla ir.
Edward levantó sus ojos cansados y vio que Carlisle caminaba hacia él. Había dejado
sus pieles en alguna parte y llevaba puestos unos pantalones negros y una túnica blanca de
algodón. El Príncipe apartó la mirada de su amigo, sin darse cuenta siquiera del cambio de
ropa.
—¿Has tenido noticias del conde Newton desde que le devolvimos a su mensajero? —
preguntó Edward.
Carlisle entornó los ojos y se sentó en una esquina de la mesa, negando con la cabeza.
—Nada.
Edward se recostó en su asiento.
—Edward —dijo Carlisle con aplomo—, te conozco desde hace muchos años, y durante
todo ese tiempo nunca me has ocultado nada. Te lo pregunto, por lo tanto, de hermano a
hermano: ¿qué significa para ti esa mujer, ese Ángel de la Muerte?
Edward lo miró con cierta dureza. Se preguntó por qué le hacía preguntas tan difíciles
de contestar, por qué insistía en meterse en sus asuntos personales. Usualmente, la Jauría
de los Lobos lo sabía todo y preguntaba pocas cosas. Su mente dio vueltas a la pregunta de
Carlisle. Evocó la imagen de Bella, vio su gesto obstinado y los maravillosos ojos brillantes,
cargados de furia.
—Eso ya no importa —murmuró.
—¿Qué es lo que no importa? —preguntó Carlisle mientras, lentamente, aparecía una
sonrisa en sus labios—. ¿Lo que sientes? Si verdaderamente crees que no importa, estás más
ciego que el mendigo aquel que pide limosna en las puertas de tu castillo.
—El honor me obliga a devolverla a Francia.
—El honor… —dijo Carlisle, haciendo un gesto despectivo con la mano—. Tu gran
solución para todo. Déjame decirte algo importante: el honor no significa nada en asuntos
del corazón.
—Este no es un asunto del corazón —replicó Edward.

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—¿Todavía lo niegas? Entonces olvídate de ella —se atrevió a decir Carlisle—. Arrójala
a las mazmorras y no pienses más y se acabó el problema.
Edward gruñó. Como si fuera tan fácil. Como si pudiera olvidar sin más sus ojos como
zafiros, las curvas de sus labios y de sus caderas, el suave tacto de sus manos.
—No puedes devolverla a Francia, Edward. Ya no hay sitio para ella allí.
—Cualquier hueco que encuentre me parece preferible al que tendrá aquí.
—Entonces, quizás, lo mejor es que hagas lo que no pudo hacer Emmett.
—No me hables con palabras misteriosas, Carlisle. No estoy para adivinanzas
—Su hermano estaba a punto de matarla cuando nosotros llegamos.
La indignación se apoderó de Edward, haciéndolo incorporarse de inmediato.
—¿Estás seguro?
—Su espada estaba en su garganta —asintió Carlisle—. De eso estoy seguro.
Edward rodeó la mesa a tanta velocidad que la corriente de aire que produjeron sus
movimientos levantó las hojas de papel que había sobre la superficie y las mandó al suelo.
—Lo voy a matar —juró.
Carlisle se incorporó, lo agarró del hombro y lo detuvo.
—¿Y crees que con matarlo arreglas tus problemas?
Edward lo miró con furia, quitándole la mano de su hombro, y se dirigió hacia la
puerta. Estaba a punto de abrirla cuando pareció cambiar de opinión. Finalmente, giró sobre
sí mismo y empezó a pasearse por la habitación con las manos a la espalda.
—Estás enamorado de la arpía, Edward. Admítelo. Cuando lo reconozcas las cosas
serán mucho más fáciles.
—Ella me abandonó. Nunca admitiré que estoy enamorado.
—Te abandonó por su familia. Tú harías lo mismo por nosotros.
Edward le devolvió una oscura mirada.
—Su hermano es peligroso. ¡Yo estaba tratando de protegerla!
—Ella es todo un caballero. Un feroz guerrero. No necesita protección.
—¡Por la sangre de Cristo! —explotó Edward—. ¡Es también una mujer!
—Has conquistado a la mujer —contestó Carlisle muy suavemente—, pero aún te falta
conquistar al caballero.
—No he conquistado a la mujer —murmuró Edward—. Ella ama a otro.
—¿Entonces por qué escribió esta carta? —preguntó Carlisle mientras dejaba un
pergamino encima de la mesa.
Edward lo miró durante largo rato antes de recogerlo.
—Hice que uno de tus hombres la tradujera —dijo Carlisle encogiéndose de
hombros—. Ella iba a quedarse.
Edward frunció el ceño al mirar el pergamino. Era verdad. Había comenzado su carta a
Newton anunciándole que se quedaría en Inglaterra al lado de Edward. Pero si esto era así,
¿cómo era posible que aún amara al conde? Algo no cuadraba. Algo no tenía sentido.

* * *
Leah se puso contenta al saber que Bella, finalmente, iba a bajar a comer. Habían
corrido muchos rumores. Algunos decían que el Príncipe la había matado y que mantenía su
cadáver encerrado en su habitación; mientras que otros sostenían que no, que lo que estaba
haciendo era prohibirle que comiera para sonsacarle la verdad.
Leah la esperaba ansiosamente, cerca de las mesas, cuando la vio. Dio un paso hacia
ella, pero se detuvo al comprobar que a Bella la escoltaban dos guardias, uno delante y otro

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detrás. Estaba blanca como un fantasma, como si le hubieran succionado la vida. Fue
conducida hasta la mesa de los soldados, frente a Jasper.
Leah la observó durante la comida. Tenía los ojos agachados y se sentaba
silenciosamente en su puesto, sin comer. Cuando la sirvienta dirigió la mirada a Edward, se
dio cuenta de que él tampoco probaba la comida y de que estaba tan silencioso y taciturno
como ella. En su rostro duro y habitualmente desprovisto de emociones, Leah vio reflejados
el dolor y la angustia. No le engañaba su mueca burlona.
«¿Qué he hecho?», se preguntó Leah en silencio.
Fue en ese momento cuando vio que Carlisle se aproximaba a ella. Al principio, Leah
estaba segura de que simplemente pasaría a su lado, pero cuando sus pasos se acercaron
cada vez más, supo que se dirigía hacia ella, que ahora estaba pesadamente recostada en su
asiento. Carlisle, en efecto, se detuvo delante de Leah.
Cuando las conversaciones cesaron y se hizo un silencio absoluto, los ojos agudos de
Carlisle se pasearon por las caras de los campesinos que estaban a su alrededor y luego
miraron a Leah.
—El señor Cullen quiere verte
Leah se estremeció, lanzando una mirada furtiva hacia Edward, que la observaba con
aquellos penetrantes ojos verdes que parecían clavarse en su interior para llegar a las más
recónditas profundidades de su mente.
Él lo sabía. Estaba segura de que lo sabía.
—Después de la comida, en el salón de los juicios —concluyó Carlisle antes de tomar
asiento.
Leah supo que la sentencia había sido dictada, y que su única defensa posible era
esperar su misericordia.

* * *
Aquella misma tarde, Leah dejó a un lado su miedo y, después de algunas dudas, abrió
la puerta.
—¿Señor? —llamó.
El salón estaba envuelto en un extraño brillo rojo producido por el sol del atardecer,
que se colaba por las altas ventanas. Leah se asombró, ya que el sillón del juicio, donde
Edward estaba sentado, parecía despedir fuego.
Leah dio un paso hacia delante, cerrando cuidadosamente la puerta a sus espaldas.
—Señor —dijo, y ante su terrible mirada sintió ganas de salir corriendo—. Yo… yo
tengo que confesaros algo.
El silencio resonó en sus oídos tanto como el eco de su voz, hasta que se vio forzada a
hablar para aquietar su feroz angustia.
—Os mentí, señor.
Él no se movió, ni habló, y Leah se preguntó si la había oído. Se acercó aún más.
—Pero tuve que hacerlo, señor. Ella me estaba amenazando y yo no estaba segura de
que…
—¡Déjate de rodeos, mujer, y di lo que tienes que decir!
Su voz resonó en el salón como el redoble de un tambor.
—La señora Bella no iba a volver con su amante a Francia. Para ser honesta, señor,
nunca me habló de su amante.
Edward permaneció absolutamente quieto; Leah ni siquiera podía ver si estaba
respirando. Sintió pánico.

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—Os ruego que entendáis por qué lo hice, señor. Mi intención nunca fue heriros, y yo
nunca le lastimaría un pelo a la adorable cabeza de la señora Bella. Dejadme deciros que,
cualquiera que sea el precio que yo tenga que pagar, he de confesar… Desde el principio
supe que no podía separaros. Uno y otro os pertenecéis, señor.
Las manos de Leah retorcían el delantal que llevaba puesto. Edward seguía en silencio,
y la pobre mujer se vio forzada a continuar su relato.
—Y fui yo la que le dio la daga a la señora. El pan era tan duro como una piedra y ella
estaba muy débil y muy enferma. Nunca pensé que utilizaría el arma para escapar… Pero esa
bruja lo averiguó de alguna manera y me dijo que me mandaría a las mazmorras si…
—¿Fuiste tú quien le habló de la prisión de su hermano?
La voz de Edward la impresionó tanto que no pudo hablar, y cuando se dio cuenta de
que no encontraba las palabras para responder a su pregunta, él se levantó despacio de su
sillon. La luz del sol se derramó sobre su pelo y sobre sus hombros. Su cara aún estaba en la
sombra, pero Leah vio los curtidos músculos de sus tensos brazos. La furia parecía irradiar de
su cuerpo y la mujer pensó que la iba a matar. Cayó de rodillas.
—Por favor, señor —le imploró—. No quise hacerle daño a nadie.
—No pongas a prueba mi paciencia, mujer. ¿Fuiste tú quien le habló de su hermano?
—Yo no le dije nada de eso, señor —contestó Leah temblando—. Yo sólo traje los
caballos. Ella me obligó. Me dijo que…
Edward se le aproximó.
—Te podría matar ahora mismo por esto.
—Victoria me obligó. Me amenazó con que le iba a contar a Su Señoría lo de la daga.
—¿Victoria? —preguntó Edward levantando las cejas.
Leah alzó sus manos hacia Edward como si éste fuera un dios.
—Por favor, señor. ¡Dadme otra oportunidad! ¡Haré cualquier cosa! Yo nunca…
—¡Jasper!
Leah comenzó a llorar, incapaz de controlar su miedo.
—Os lo suplico, señor. Perdonadme la vida. Haré lo que sea necesario para compensar
lo que…
—¡Jasper! —gritó Edward de nuevo, antes de volver su mirada mortífera hacia Leah—.
¿Piensas que mis oídos permanecen sordos a lo que dice mi gente? ¿Creíste que no iba a
escucharte? ¿Temes que te haga daño?
—Mc… Peter —susurró Leah—. Su señoría por poco lo mata…
Edward cerró la boca con fuerza, controlando a duras penas su ira.
—Peter hizo daño a Bella, tú estás tratando de ayudarla.
La puerta se abrió y Jasper entró a la carrera, sin aliento.
—¿Qué deseas, Príncipe?
—Tráeme a Victoria —le ordenó Edward con una voz oscura—, cuanto antes.

* * *
La puerta se abrió lentamente. La luz del pasillo se proyectó sobre el suelo, cortando la
negrura del salón como una daga. Edward vio desde el sillón de los juicios cómo la figura de
Victoria, negra en contraste con la blanca luz, aparecía en el umbral.
—Príncipe —dijo en tono de arrullo, segura de que la había llamado para reconciliarse
con ella.
—Entra, Victoria —contestó calmadamente.
—Está tan oscuro… ¿Y si traigo una vela?

- 275 -
—No. Entra. Ahora.
Victoria vaciló. Una alarma silenciosa se encendió en su interior. Finalmente entró. La
puerta se cerró a sus espaldas y el salón quedó bajo la pálida luz azul de la noche. Pasó por
las sombras que proyectaban los muros y se acercó a Edward.
—Príncipe —dijo finalmente—. Sabía que me llamarías. Sabía que regresarías a mí.
Él permaneció en silencio y la ansiedad de Victoria creció. Algo iba mal. ¿La había
descubierto? «No», se dijo. «Eso es imposible. La situación está bajo control».
—Victoria —le dijo entonces en tono de burla—, ¿pensaste que si Bella se iba, yo
regresaría a tu lado?
La excitación se apoderó de Victoria.
—Oh, sí. Te he esperado demasiado tiempo, señor… Yo sabía que te cansarías de esa
mujerzuela francesa y que volverías a mis brazos. ¡Puedo darte otro hijo! Te puedo satisfacer
de muchas maneras. Juntos podríamos…
En su alocado entusiasmo, Victoria no notó la furia desbocada que hizo que Edward se
levantara lentamente de su silla con los puños apretados.
—Eres una estúpida. ¿Acaso no sabes que yo hubiera sido capaz de ir hasta las puertas
del infierno para traer a Bella de vuelta a mi lado? Tú nunca podrías ocupar su lugar en mi
corazón.
Victoria estaba tan asombrada que se quedó muda.
—Ninguno de tus planes y confabulaciones para sacar a Bella del Castillo Oscuro han
llegado a ninguna parte. He puesto al descubierto tus artimañas y he descubierto la verdad.
—¿La verdad? No creerás que…
—¡Silencio! —gritó con una voz que resonó por todo el salón de los juicios hasta el
punto de que parecieron tambalearse las vigas del techo—. Nunca más volverás a
interponerte entre los dos. ¡Nunca!
Victoria lo miró con incredulidad.
—No sabes lo que dices. Ella no te ama.
Su desesperación creció y dio un paso adelante.
—Te di la oportunidad de permanecer en el Castillo Oscuro, pero desobedeciste mis
órdenes y me causaste un dolor que nunca había experimentado antes.
—Yo nunca te haría daño, señor.
Edward se puso rígido. La ira tensaba todos los músculos de su cuerpo.
—Hoy mismo serás expulsada del Castillo Oscuro.
—¡No! —musitó Victoria con los ojos muy abiertos—. No puedes… Yo lo he hecho todo
por ti. Todo. Hasta te di un hijo.
Los ojos de Edward se encendieron ante la mención de Alex.
—Por eso no estás muerta —le contestó Edward—. ¡Jasper!
Jasper salió de las sombras, acompañado por Leah. Victoria abrió la boca al ver a Leah.
—¡Traidora! —le gritó—. ¿Cómo pudiste hacerme esto?
—Encárgate de que Victoria abandone el castillo —ordenó Edward.
—Así se hará, señor —contestó Jasper, colocándose a su lado.
—No, Príncipe. Yo te amo. ¡No! —rogó Victoria con las manos extendidas hacia él.
Jasper la agarró de un brazo y la arrastró hasta la puerta.
—No vuelvas a manchar el Castillo Oscuro con tu presencia. Y si eres vista en mis
tierras, serás descuartizada —dijo Edward.
—¡Nooooo! —sollozaba Victoria cuando Jasper la sacó del salón.

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Capítulo 45

Un pelo cobrizo, ondeando al capricho de una brisa suave, y unos ojos verdes, fijos en
ella, llamándola con su hipnótico poder. Las comisuras de sus labios sensuales desplegadas
hasta dibujar una sonrisa diabólica. La blanca cicatriz de su mejilla en contraste con su piel
bronceada. Recostado contra la pared, con su pierna derecha doblada por la rodilla y
cruzada sobre su tobillo izquierdo. El viento agitaba su lustroso pelo y sus ojos de ébano
acariciaban su piel, desplazándose lentamente hasta los senos, las caderas, las piernas.
Luego cambiaron de dirección, elevándose suavemente hasta sus propios ojos. Las palabras
susurradas se intuyeron antes en aquellos ojos amados.
—Eres bella.
Bella.
Él inclinó la cabeza hacia atrás, y una risa burlona salió de su boca abierta.
Bella se sentó en la cama con el cuerpo empapado de sudor y la cara humedecida por
las lágrimas. De pronto se dio cuenta de que estaba temblando y de que no podía evitarlo.
Una pesadilla.
Y una realidad: la mandaba de vuelta a Francia.
Bella levantó la manta y se envolvió en ella. Miró el tapiz. Edward había vuelto a colgar
el elaborado tejido antes de que ella se fuera. Contempló al hombre de los cuernos y vio en
él a Edward. ¿Por qué le había mentido acerca de su hermano? ¿Era una especie de juego
sádico? ¿Era un engaño? ¿También era un engaño decirle que era bella?
Se sintió atraída por la imagen del tapiz y se levantó de la cama para acercarse a ella.
En sus ojos oscuros le pareció descubrir una mirada fría e hipnotizadora que podía consumir
a la gente, haciéndole creer lo que él quería que creyera. Todo, sin embargo, era mentira. La
había seducido para inducirla a confiar en sus palabras de nuevo, para inducirla a creer que
la amaba, como lo había hecho en el castillo de los De Swan.
Ese pensamiento debería soliviantarla, pero Bella comprendió que le era imposible
sentir rabia. La tristeza le resultaba abrumadora. La tristeza y un dolor tan grande que
amenazaba con despedazarle el alma.
Con un gruñido, Bella agarró los bordes del tapiz, lo arrancó de la pared y lo tiró al
suelo para luego quedarse mirándolo durante largo rato. Podía ver sus ojos, sus atentas
pupilas, en la tela arrugada. Su corazón yacía en los pliegues del tapiz. Nunca volvería a ver a
Edward. Se dijo que era lo mejor, al tiempo que un sollozo le subía por la garganta. Nunca
volvería a reírse de ella.
Le dolió el corazón y su pecho se contrajo hasta que las lágrimas nublaron su visión.
Bella sacudió la cabeza, negándose a rendirse ante la agonía que la estaba destrozando por
dentro. Le dio la espalda al tapiz y se entretuvo poniéndose un sencillo vestido de seda roja.
Cuando terminó de vestirse oyó un golpe en la puerta. Se volvió y vio que Vignon estaba en
el umbral.
Sorprendida, Bella se protegió detrás de la cama. Él se introdujo en el cuarto y señaló
con la cabeza la bandeja de plata que llevaba en sus delgadas manos; pero a Bella le era
imposible apaciguar los latidos de su corazón o el sentimiento de terror frío que dominaba
todo su cuerpo.

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—Tu comida —le dijo, y se arrimó a la mesa que había junto a la cama para poner la
bandeja encima—. ¿Lo hiciste?
—No, no he tenido la oportunidad de hacerlo —mintió Bella mientras pensaba en la
jarra de cerveza que se había tomado Edward. Se sintió atribulada por la culpa y tuvo que
apartar sus ojos del hombre, que de pronto se volvió hacia ella y la miró con ojos fríos.
—Puedes estar tranquila —le dijo—. Ya está hecho.
Bella se quedó helada.
—¿Cómo? —preguntó alarmada.
—Sí. Su vino tendrá un sabor bastante amargo en la próxima comida —contestó
Vignon, riéndose en voz baja.
Bella se quedó absolutamente quieta.
—Bien —murmuró finalmente.
Vignon volvió a la puerta y se detuvo.
—Nuestro trabajo ha terminado, señora —dijo antes de salir del cuarto.
Bella tiritó ligeramente. Miró la bandeja, tratando de convencerse a sí misma de que
Vignon había estado realmente en su habitación. Sus oídos se negaron a reconocer sus
palabras. Sin embargo, Bella no podía quitarse de encima un sentimiento de fatalidad que la
envolvía como una mano gigantesca. Se sentó en la cabecera de la cama y por su mente
volvieron a pasar las palabras de Vignon. «Ya está hecho». La frase flotaba en el aire como la
premonición de la ruina.
Faltaban sólo unos minutos para que Edward bebiera el primer sorbo de vino, y luego
faltarían apenas unos cuantos segundos para que su vida terminara. El pánico hizo presa en
ella cuando se levantó de nuevo y se dio cuenta de que era incapaz de moverse. Finalmente,
se paseó repetidas veces entre la cama y la puerta, frotándose las manos con ansiedad. Era
posible que ya se hubiera tomado el primer sorbo y que estuviera al borde de la muerte.
—¡No! —gritó Bella, y corrió hacia la puerta, aunque de repente se detuvo, ya con la
mano encima del pomo. ¿Cómo podía traicionar a su rey y a su reino para salvar la vida de
Edward?
La imagen del hermoso, poderoso y misterioso cuerpo de Edward tendido sobre las
frías piedras del suelo surgió delante de sus ojos.
«No», se dijo a sí misma con un quejido.
Recordó que ya una vez había creído verlo morir, y se acordó de que el dolor que había
experimentado en aquella ocasión había sido insoportable. «Que Dios se apiade de mí, pero
lo cierto es que lo amo». Y era verdad. Lo amaba más que al honor, más que a la caballería,
más que a la desgracia y al odio que el acto de salvarlo traería sobre ella. No podía permitir
que muriera, y no podía permitirlo ni en nombre de Emmett ni en nombre de Francia.
Reprimió un sollozo y abrió la puerta de inmediato.

* * *
Jasper, que estaba agachado, amarrándose las botas, la miró con ojos llenos de
desconcierto, pero Bella no podía perder tiempo. No podía permitirse el lujo de llegar
demasiado tarde.
—¿Qué te pasa? —alcanzó a preguntarle Jasper, pero ella pasó junto él, casi
atropellándolo. Se levantó los bordes de las faldas y corrió por el pasillo hasta las escaleras,
rezando para poder llegar a tiempo donde estaba Edward.
Saltó los últimos dos escalones, llegó al primer piso, se enderezó cautelosamente, miró
hacia la izquierda, hacia el gran salón, y luego miró a la derecha. Y allí, a menos de diez

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pasos, vio a Vignon, que la contemplaba con ojos desconcertados.
«Tratará de detenerme». Las palabras pasaron por su mente y escapó hacia el gran
salón. Vignon intuyó lo que ocurría y la miró con incredulidad mientras se le acercaba, pero
Bella se levantó las faldas de nuevo y corrió como una loca por el pasillo de abajo. Oyó que él
la perseguía, aunque apartó de su mente el pensamiento de que podía ser capturada. Tenía
que salvar a Edward. ¡Edward no podía morir!
Con el corazón en la garganta entró al gran salón como una yegua desbocada y lo vio
inmediatamente. Estaba sentado en su asiento de siempre, una cabeza más alto que el
hombre con quien conversaba a su derecha, ¡y ya había comenzado a levantar la copa! «No.
¡Oh, Dios, no!», pensó.
Ya había llegado a la mitad del salón cuando Edward se giró hacia ella y se llevó la copa
a los labios. En la distancia, la joven oyó voces furiosas y el ruido de metal chocando contra
metal: ¡espadas!
En medio de la desesperación más apremiante se lanzó sobre la mesa, tomó impulso
con uno de sus brazos y le arrebató la copa de las manos. El recipiente cayó al suelo y salpicó
el asiento vacío de Alex. Miró a Edward. Sus ojos verdes estaban fijos en ella. La frente se
arrugó en señal de desaprobación, y un gesto de sorpresa se dibujó en su cara.
La realidad se estrelló contra ella cuando un coro de voces de indignación y de odio
explotó en todo el salón. Escuchó un grito desagradable a un lado y fue empujada lejos de
Edward, hacia unas manos que la agarraron y la sacudieron violentamente. Sintió el filo de
un cuchillo en su espalda y el de una espada debajo de su mentón. La presión de los cuerpos
que había a su alrededor la sofocaba. Aquella gente era como un muro que la ocultaba de la
vista de Edward. Alguien le ató los brazos a la espalda, y ella gimió de dolor.
—¡No!
El grito cortó en secó el clamor de las voces que la insultaban y el silencio volvió a caer
sobre el salón, donde ahora sólo se oían los ladridos esporádicos de algunos perros.
La presión de la espada sobre su mentón la obligó a levantar la cabeza. Cerró los
párpados con fuerza, luchando contra el pánico y la incertidumbre. ¿Habría llegado Edward a
beber algo de vino?
Cuando abrió los ojos, Edward estaba delante de ella. Sus pupilas verdes la miraban
confundidas, y una de sus manos se alzó para retirar la espada de su cuello. Bella bajó el
mentón en el momento en que volvieron a oírse los insultos.
—Trató de matarte —exclamó uno de sus hombres.
—No, no trató de matarme —dijo Edward con convicción.
Los labios de ella temblaron al pronunciar la palabra:
—Veneno.
Edward, conmocionado por semejante anuncio, giró hacia su asiento vacío. El vino se
había derramado debajo de la mesa, donde uno de los perros lo lamía con fruición. Un
segundo perro trataba de alejarse, pero sus patas traseras se quebraron y el pobre animal se
derrumbó con los ojos en blanco. El otro perro, repentinamente, comenzó a sufrir
convulsiones. Los murmullos se extendieron por todo el salón cuando el segundo perro
murió.
Edward miró a Bella.
—¿Bebiste? —dijo ella con la voz entrecortada.
Un silencio tenso llenó de nuevo el recinto del salón. Bella no podía respirar. Ni
siquiera se atrevía a tomar aliento.
—No —respondió.
Cuando sus labios pronunciaron la palabra por la que ella había rezado desde lo más

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profundo de su corazón, se derrumbó en los brazos del hombre que la sostenía. Una
sensación de alivio inundó todo su cuerpo. Era un alivio tan grande que le dieron ganas de
gritar de alegría, de echar sus brazos alrededor de Edward y de abrazarlo hasta que toda la
angustia se desvaneciera.
Los ojos de Edward la miraban con intensidad.
—¿Cómo supiste que había veneno en mi copa? —le preguntó finalmente.
La sensación de alivio desapareció. La cara de Bella se volvió cenicienta e ilegible. Su
única intención había sido salvar a Edward. No había pensado en las consecuencias. Ni
siquiera se había preocupado por ellas. Pero ahora tenía que hacer frente a los efectos de su
acción. Por mucho que amara a Edward, ahora que se había salvado, sabía que no podía
traicionar a Francia.
—No puedo contestar a esa pregunta.
Los ojos de Edward la miraron con incierta desconfianza. Uno de sus hombres no dudó
en condenarla.
—¡Fue ella! —gritó en tono de amenaza—. ¡Fue ella misma la que echó el veneno en
tu copa!
La mano de Edward la agarró brutalmente del brazo y, ante los ojos iracundos de su
gente, que la miraba con ganas de matarla, la sacó del salón, la empujó escaleras arriba,
arrastrándola por el corredor, y luego la condujo hasta su alcoba.

* * *
La puerta se cerró detrás de ellos y Edward se volvió para enfrentarse a ella.
La joven tenía los hombros caídos y los ojos muy abiertos. Parecía frágil y, de alguna
manera, vulnerable.
—Te lo pregunto por última vez —dijo tratando de que el deseo que ya comenzaba a
fluir por todo su cuerpo no alterara su voz—. ¿Cómo supiste que había veneno en mi copa?
Bella sacudió la cabeza, incapaz de hablar. Delicados rizos de pelo caían, rebeldes, de
su larga cabellera, y Edward sintió la urgente necesidad de acariciarlos. Se contuvo, sin
embargo, y frunciendo el ceño añadió:
—Me obligarás a castigarte si no me dices el nombre del traidor.
Bella lo miró con sus grandes ojos cafés y Edward pudo ver un brillo de incredulidad en
ellos.
—No —dijo él, furioso consigo mismo por haberse atrevido a hablar de un castigo para
ella, sabiendo que nunca podría lastimarla.
Y ese era su talón de Aquiles. Maldiciendo, le dio la espalda.
—Entonces dime, al menos, por qué me salvaste la vida. ¿Para humillarme después
con tu silencio?
—¿Y tú por qué me salvaste a mí la vida en Agincourt? —le preguntó ella con una voz
débil y suave.
Se aproximó a ella como un torbellino.
—Yo… yo… —y dejó de hablar de repente.
Había estado a punto de decírselo. Había estado a punto de decirle que la enfermedad
que carcomía su mente y su alma, atormentaba sus días y lo perseguía en sus noches
solitarias era el amor.
—¡No es lo mismo! ¿Cómo puedes… comparar? —y su voz se apagó al observarla bajo
una nueva luz—. Era lo que me dictaba el honor… —en su mente resonaron las palabras de
Carlisle: «Has conquistado a la mujer, pero aún te falta conquistar al caballero»—. De donde

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deduzco que a ti también te lo dictó el honor. Como yo te había salvado la vida, te sentiste
obligada…
—¡No! —objetó ella.
Edward se le acercó con los puños cerrados.
—Dime su nombre. Quiero su nombre.
Una rabia fría llenaba su voz. Se sentía desilusionado: ella no le había salvado la vida
por amor. Lo único que a ella le importaba era el honor.
Bella levantó aquel pequeño e insolente mentón que a él tanto le gustaba acariciar. La
luz que entraba por las ventanas se reflejaba en sus ojos y Edward vio las lágrimas que
nadaban en ellos como gemas preciosas.
—Dímelo —insistió.
El orgulloso mentón de Bella comenzó a temblar.
Edward alzó sus manos, y aunque otras mujeres se hubieran acobardado, ella
permaneció firme en su lugar. Él le colocó las manos sobre los hombros, incapaz de resistir el
deseo de tocarla. La arrinconó delicadamente contra la pared, y sus manos se deslizaron por
la piel de sus brazos hasta la cintura. Sintió en los labios su aliento cálido.
—Dímelo —susurró.
Cuando ella se negó a responder, él presionó su boca contra la de ella, urgiéndola a
abrir sus delicados labios con insistentes pero gentiles arremetidas de la lengua, que al cabo
de unos pocos segundos penetró en su boca y saboreó la dulce victoria. El deseo animal que
sentía entre sus piernas creció, y en ese mismo instante supo que si no le daba el nombre
que estaba buscando, la poseería gustosamente.
—Oh, Edward, Edward —murmuraba ella en medio de sus besos.
Él sintió que sus brazos le acariciaban la espalda.
—Dímelo —insistió mientras le besaba el cuello.
Al principio pensó que era un suspiro lo que estremecía la piel de su cuello, pero
después comprendió que todo su cuerpo temblaba. «Nuestros cuerpos todavía reaccionan
como si fueran uno solo», pensó.
Levantó la boca para reclamar sus labios de nuevo; y cuando sus mejillas se juntaron,
lamió con su lengua las lágrimas saladas.
Desconcertado, se alejó de ella para contemplar su cara, y su corazón estalló en mil
pedazos.
Los grandes ojos cafés de Bella estaban rojos e hinchados por las lágrimas, que le caían
por las mejillas en delgados arroyos.
Edward tocó delicadamente una de ellas. La gota brilló en la punta de su dedo índice
como una gema preciosa. Se quedó mirando, con una mezcla de fascinación y de miedo,
cómo desaparecía bajo su piel. Después levantó hacia ella sus ojos perplejos.
—No me obligues a decirte el nombre, por favor —suspiró Bella.
—Lo intentará de nuevo —dijo él con sequedad.
Bella enterró su cara entre las palmas de las manos. Sus hombros temblaban
aguadamente.
—No puedo —contestó llorando—. Quisiera hacerlo, y que Dios me perdone por ello,
pero no puedo. No puedo traicionar el juramento que hice.
De modo que otra vez se trataba de un asunto de honor. Sin embargo, cuando pensó
en ello, se dio cuenta de que no le importaba. Lo único que le importaba era mitigar su
dolor. Edward le colocó las manos encima de los hombros. «Hay un espía francés en el
Castillo Oscuro», pensó. Pero se dio cuenta de que no le importaba. Ella era lo único que le
importaba. Las caricias de sus manos en los hombros parecían haberla tranquilizado un

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poco, y sus sollozos se hicieron menos intensos.
—Bella… —le dijo con toda la amabilidad del mundo.
Ella levantó sus ojos estragados por las lágrimas.
—No puedo traicionar a mi reino para ser leal contigo —confesó en medio del llanto.
El remordimiento, la culpa y la angustia lo invadieron al mismo tiempo y, tímidamente,
se alejó de ella. «¿Cómo puedo pedirle que traicione a su reino?», pensó Edward. «Si yo
estuviera en su lugar, ¿no haría exactamente lo mismo? Debo ayudarla. ¿Pero cómo? Tiene
que haber una manera, tiene que haber una forma de satisfacer su honor sin que se aleje de
mí. Somos caballeros, por el amor de Dios. Deberíamos ser capaces de…».
De repente, los ojos de Edward se encendieron. Había tenido una idea, y creía haber
hallado la solución.
—Caballero Bella de Swan —proclamó con toda la solemnidad del caso—, me veo en la
obligación de retarte a un duelo. Si eres tú quien gana, quedarás libre para regresar a tu
querida Francia…
Ella abrió la boca, pero Edward, antes de que pudiese terciar, continuó rápidamente:
—No obstante, si soy yo quien gana, aceptarás de buen agrado quedarte en el Castillo
Oscuro y me jurarás lealtad al convertirte en mi esposa.
—¿Esposa? —preguntó Bella, asombrada.
—¿Aceptas los términos de mi propuesta?
Más que sorprendida, Bella ni se movió ni habló.
—¿Y bien?
Ella asintió con la cabeza y, al hacerlo, los suaves rizos cayeron sobre sus hombros.
—Debo advertirte, sin embargo, que haré todo lo que esté a mi alcance para
derrotarte —añadió.
Ella no contestó. Lo único que hizo fue mirarlo con los ojos llenos de lágrimas, aunque
extrañamente brillantes. Edward frunció el ceño, le volvió la espalda y salió de la habitación.
Jasper lo esperaba en el corredor, con los brazos cruzados sobre el pecho.
Edward vio en sus ojos una expresión de triunfo.
—¿Capturaste a Wells?—le preguntó.
—Por supuesto —asintió Jasper—. Como suele suceder, tus sospechas eran correctas.
Edward mostró su satisfacción con una leve inclinación de cabeza y siguió caminando
por el pasillo.
—Príncipe —lo llamó Jasper, deteniendo sus pasos—. Ella te salvó la vida
—Así parece.
—Wells estaba entre la gente que había en el gran salón. Le encontramos una daga. Se
hubiera podido deslizar entre los hombres y matarla. De modo que tú también le salvaste la
vida a ella.
La imagen de una daga clavada en la espalda de Bella lo estremeció.
—Con esa mujer tengo mucho más que una simple deuda de honor —dijo Edward
calmadamente—. Si no lo había visto antes, era porque estaba ciego.

- 282 -
Capítulo 46

El cielo estaba tan gris como una armadura gastada y un fino rocío blanqueaba el
suelo, llenando el aire de humedad. El campo se encontraba extrañamente silencioso
cuando Edward obligó a su caballo a trotar hacia fuera. El animal se movía con dificultad,
enterrando los cascos en la tierra húmeda. La zona cubierta de pasto que había alrededor
del campo estaba vacía. No se oían ni los vítores ni los silbidos que en otras ocasiones habían
llenado el aire.
Edward espoleó a su caballo hasta alcanzar a Jasper y se quedó mirando el campo.
Carlisle se hallaba recostado contra la cerca de madera, en el extremo más lejano del mismo.
Había consentido en servirle de escudero a Bella, y Edward se preguntaba si había aceptado
el encargo porque él se lo había pedido o porque quería ver de cerca quién vencía a quién en
el duelo.
Maldiciéndose a sí mismo, Edward bajó la malla protectora de su yelmo sobre los ojos
y comprobó que la lluvia le salpicaba la cara a través de una pequeña hendidura que había
en el visor. Oyó el monótono golpeteo de las gotas sobre la protección pectoral. «Si llego a
herirla, jamás me lo perdonaré, pero no puedo permitirme el lujo de perder». El caballo de
guerra, Hades, relinchó bajo sus piernas. El animal estaba nervioso y trató de calmarlo, pero
el semental se levantaba sobre sus patas traseras, mostrándose bastante inquieto, lo que
retrasó el comienzo y le dio a Edward el tiempo necesario para estudiar a Bella.
Ella se encontraba sentada sobre su caballo. Su escudero ya había terminado hacía
rato de ponerle las últimas piezas de la armadura. El animal estaba tan quieto y silencioso
como su jinete. Edward habría jurado que podía ver en la distancia el azul cegador de sus
ojos.
Trató de juzgarla como a otro caballero cualquiera, como a otro oponente cualquiera,
pero cada vez que trataba de hacerlo se le venía a la memoria la imagen de sus ojos llenos
de lágrimas y de su cuerpo sacudido por los sollozos. Las dudas comenzaron a atormentarle.
«Nunca he salido derrotado de un duelo como éste, y en el que me apresto a iniciar estoy
seguro de que puedo vencer sin mucho esfuerzo. Sin embargo, ¿está bien que la derrote
para luego obligarla a casarse conmigo? ¡Ella estuvo de acuerdo con los términos del duelo!
No obstante, ¿se mostró de acuerdo porque no quería dar la impresión de que se
acobardaba ante el reto? ¡La única manera de resolver el asunto es dirimiendo nuestras
diferencias en el terreno de las armas, en el campo del honor, en el ámbito de los ya
centenarios códigos de la caballería!», se decía febrilmente. Pero ella, aunque tratara de
convencerse de lo contrario, no era sólo un caballero. Era también una mujer…
Edward se acordó de la primera vez que la había visto. Recordó cómo brillaban sus
redondos ojos cafés entre la neblina blanca, como las llamas de una hoguera, y se acordó
también de lo asombrado que se había quedado cuando comprobó que su adversario era
una mujer. Ahora, cuando ella se disponía a enfrentarse a él desde el otro lado del campo, la
veía a través de la fina bruma producida por la lluvia, y aunque no llevaba cadenas alrededor
de sus brazos, sentía los hombros pesados. Tenía que ganar y, sin embargo, no podía
lastimarla. En otros tiempos, lo único que había querido era matarla. Ahora, todo lo que
quería era casarse con ella.

- 283 -
Molesto por no ser capaz de controlar sus erráticos pensamientos, agarró la lanza que
le alcanzó Jasper. Carlisle dio la señal de comenzar el duelo, y Edward soltó las riendas de su
semental y lo espoleó con fuerza. Se inclinó hacia delante en la silla, apuntando el extremo
de la lanza hacia el corazón de ella. Desde sus respectivos lugares del campo, los dos jinetes
empezaron a galopar furiosamente el uno hacia el otro, acercándose y acercándose cada vez
más. Sus caballos respiraban, iracundos, con el esfuerzo de la carrera y la carga que tenían
que soportar, y sus cascos levantaban grandes terrones de barro. Ambos contendientes
sostenían sus lanzas firmemente, apuntándolas al pecho del contrario.
De repente, Edward sintió que Hades tropezaba y tuvo que emplear ambas manos
para sujetarlo con las riendas. Durante una fracción de segundo, el miedo de apoderó de él.
La lanza de Bella venía directamente hacia su corazón y él estaba desequilibrado en su
montura, por lo que se convertía en un blanco fácil.
Se preparó para recibir el impacto… pero éste nunca llegó. En el último momento Bella
levantó la lanza, la desvió completamente hacia un costado y los dos caballeros se cruzaron y
tuvieron tiempo suficiente para enderezarse en sus sillas y frenar el desbocado galope de sus
caballos. «Con mi desventaja me hubiera podido derribar de un solo golpe», pensó Edward.
«¿Por qué no lo hizo?». Miró hacia atrás, justo a tiempo para ver que Bella le daba la vuelta
a su animal y galopaba de nuevo hacia él, con renovados bríos. Edward respondió de la
misma manera, y los dos caballos empezaron a correr de nuevo, el uno hacia el otro, como
dos bestias diabólicas. El niveló su lanza, inclinó el cuerpo sobre el cuello de Hades y al ver
que Bella se le venía encima apuntó a su estómago. De pronto, comprendió que el impulso
que habría detrás del impacto de su lanza sería excesivo para ella y que podría herirla de
muerte, como a tantos otros caballeros que habían tenido la osadía de desafiarlo. El pánico
se apoderó de él. Con un brazo desvió la lanza de Bella y con el otro echó a un costado la
suya. Los dos caballos se cruzaron rozándose y entonces él frenó a su bestia, que resoplaba
como un dragón, se volvió y clavó la lanza en el suelo, desafiante.
—¡Ríndete! —gritó desde su extremo del campo.
El pequeño mentón insolente de ella se levantó en respuesta a sus palabras. Lo miró
con ojos desconfiados y espoleó a su caballo para luego detenerlo al lado de Hades.
—¿Me retas a un duelo y luego te niegas a luchar? —preguntó Bella—. ¿Pretendes que
me rinda sin combatir?
A través de la abertura de su visor, Edward pudo ver que sus grandes ojos cafés
brillaban de furia.
—No soportaría verte herida —respondió él—. No valdría la pena. Ni por mi orgullo ni
por mi honor valdría la pena.
—¿Y qué me dices de mi honor? —insistió ella mientras su caballo relinchaba nervioso.
Edward trató de responder a la pregunta, pero lo único que pudo hacer fue
contemplar en silencio aquellos profundos ojos cafés, tan encantadoramente iluminados por
la pasión del combate.

* * *
Bella miraba a Edward con el doloroso sentimiento de haber sido traicionada por él.
—¡Me mentiste sobre mi hermano! —gritó.
—¡No podía hacer otra cosa! —contestó él, sintiéndose extrañamente indefenso.
Al interpretar sus palabras como una falta de confianza en ella, la tristeza la invadió de
nuevo.
—Recoge tu lanza —le dijo.

- 284 -
—¡Tu hermano estaba loco y era peligroso! Te hubiera podido hacer daño y hasta
matarte.
—Me dijiste que estaba muerto —respondió con una voz entrecortada por el dolor.
—Siento haberte mentido —murmuró Edward.
Ella lo miró durante largo tiempo. Lo que quería hacer —y en el fondo lo deseaba
desesperadamente— era arrojar el arma al suelo y correr hacia él para abrazarlo. Quería ser
su esposa, pero sabía que no podía casarse con él. Si lo hacía traicionaría a Emmett,
traicionaría a su rey, traicionaría a su reino y, lo que era todavía más importante, traicionaría
lo que ella era: un guerrero. ¿Cómo podía apartarse de todas esas cosas, por las que tanto
había luchado a lo largo de su vida? Si se apartaba de ellas no podría volver a respetarse a sí
misma y, aún peor, no podría pedirle a Edward que la respetara.
—¿Tienes miedo de pelear conmigo? ¿Tienes miedo de que te derrote? —le preguntó
con intención provocadora.
Los ojos de Edward se encontraron con los suyos.
—No hagas esto —le dijo.
Pero ella tenía que hacerlo; no le quedaba otra alternativa. No podía renunciar al
juramento que había hecho, al juramento de defender su honor a toda costa. Y si él la
ganaba, el juramento de su fidelidad sería aún más fuerte.
—¡Enfréntate a mí, Príncipe de las Tinieblas! —lo desafió—. ¡Atrévete a luchar contra
el Ángel de la Muerte —añadió—. ¿O es que eres un cobarde?

* * *
Edward sabía que era muchas cosas, pero «cobarde» no estaba entre ellas. Por
consiguiente, espoleó a su caballo hasta el otro extremo del campo, ocultando sus
sentimientos. Nunca había perdido un duelo, y éste no sería la excepción. Le arrebató la
lanza a Jasper de las manos, y con un movimiento nervioso de las riendas colocó a Hades en
posición de combate.
Aguzó la mirada cuando sus ojos descansaron en Bella. Se había quitado el yelmo. Su
pelo glorioso brillaba de manera vibrante y salvaje bajo la llovizna ligera que caía del cielo.
Sus grandes ojos cafés estudiaban las características del terreno, y aun en la distancia, le
inflamaban el alma. Sintió que el deseo carnal corría por sus venas y que todos sus músculos
se rebelaban. Un gemido salió de su garganta. Maldita sea, pensó. Intenta distraerme.
Entonces ella espoleó su caballo. Edward no tardó en hacer lo mismo. El trueno de los
cascos de los animales galopando desbocados resonó en sus oídos. La punta de la lanza de
Bella venía firme y segura hacia él.
Edward se obligó a concentrarse en la victoria. Tenía que golpearla en el estómago. Se
inclinó sobre el cuello de su montura, afirmando la lanza en la mano, y fijó sus ojos en el
blanco.
El pelo de Bella ondeaba hacia atrás a causa del viento, y durante una fracción de
segundo, se imaginó que extendía una mano para acariciarlo.
Cuando se dio cuenta de que el sutil truco había funcionado, comprendió que ya era
demasiado tarde. Su lanza rozó el brazo del Ángel de la Muerte en el mismo momento en
que sintió que un fuerte impacto le aplastaba las costillas. El dolor se le subió a la cabeza.
Salió volando de la silla y su cuerpo se estrelló contra la tierra. Desconcertado, se quedó
quieto durante un momento, mirando aturdido el cielo gris. ¡Él, el Príncipe de las Tinieblas,
había sido derribado de su caballo en un duelo! Se trataba de una horrible pesadilla. Una
punzada en las costillas lo devolvió a la realidad. Se dio la vuelta en el suelo hacia el costado

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que menos le dolía y, a duras penas, logró quitarse el yelmo.
«Ella ha ganado», pensó, atónito. Nadie, nunca, lo había derrotado en un duelo, pero
la pequeña arpía francesa lo había engañado con sus trucos y había conseguido lo que
ningún otro caballero, jamás, había conseguido antes. La victoria de ella, sin embargo, le
produjo una repentina sensación de serenidad. Se enderezó lentamente en el suelo,
esperando encontrarla sobre su montura, con la punta de su lanza dirigida hacia su pecho,
pero lo que vieron sus ojos le provocó un escalofrío que le estremeció todo el cuerpo.
Bella yacía sobre el pasto a pocos metros de él.
Edward logró levantarse, en medio del dolor que todavía le atenazaba las costillas, y
dio un paso vacilante hacia ella. Se dio cuenta de que no se movía, y las imágenes de su
cuerpo desfallecido sobre el campo embarrado de la batalla de Agincourt ocuparon su
mente.
—No —murmuró, y un susurro agonizante que escapó del nudo que repentinamente
se le había formado en la garganta.
Sus pasos crecieron en longitud y en urgencia hasta que, después de un tiempo que se
le hizo eterno, se arrodilló sobre la hierba húmeda, a su lado. «No puede estar herida. Nunca
me lo perdonaría», se dijo.
—Bella…
Un brillo de miedo apareció en sus ojos verdes cuando observó ansiosamente todo su
cuerpo. No había manchas de sangre, por fortuna, al contrario de lo que había sucedido en
Agincourt. Estaba bien. Lo supo en el momento en que sus grandes ojos cafés volvieron a
mirarlo. Lo supo en el momento en que le puso una daga en la garganta.
Se sorprendió tanto que no pudo ni moverse, ni siquiera respirar. «Qué pequeña arpía
tan traicionera», pensó. «Y yo, que estaba preocupado por ella. Afortunadamente, en todo
juego largo hay desquite…».
Fingiendo que le faltaba el aire, Edward se dejó caer sobre ella, llevándose una mano a
las costillas. Las sentía doloridas, por supuesto, pero una larga experiencia le indicaba que el
impacto de la lanza, a la hora de la verdad, no le había causado más que un par de
moratones.
La daga en su garganta fue reemplazada de inmediato por dos manos cariñosas que lo
acariciaban, y en ese mismo instante, Edward supo que había ganado el duelo. La agarró de
la mano con la que sostenía la daga, la acercó a él y la abrazó con una fuerza tan poderosa
que por poco le rompe las costillas.
—Aprendo rápido, Ángel —le susurró al oído.
El sintió que el cuerpo de Bella se estremecía de furia y que trataba de zafarse de su
abrazo, pero no lo permitió.
—Sabías que vendría en tu ayuda —le dijo con admiración en la voz—. Sabías que eras
mi única debilidad —y el imprudente silencio de ella fue una respuesta más que suficiente,
motivo por el cual sonrió cuando redobló la lucha por zafarse de sus brazos—. Y supuse que
yo también sería tu única debilidad…
—¡Eres un maldito arrogante! —dijo ella golpeándole en el pecho.
Cuando él la miró, había pesar en sus oscuros ojos.
—Nunca quise lastimarte, pero no podía arriesgarme a perderte.
De repente, ella logró soltarse. La incredulidad brillaba en sus ojos cafés, y luego la
sospecha.
—¡Mi espada! —gritó, guardándose la daga bajo el cinturón—. Me ibas a devolver a
Francia —gruñó fuera de sí, y entonces Carlisle le alcanzó la espada.
Edward trató de ignorar el brillo de regocijo que iluminaba la cara de Carlisle al

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retirarse a un lado.
—Si hubiera querido devolverte a Francia, habría aceptado el oro del conde Newton.
—¿Me hubieras vendido por una bolsa de oro? —preguntó Bella mientras lo embestía
con la espada.
Edward consiguió volverse a tiempo de esquivar el golpe y sonrió, creyendo haber
captado en su voz un tono de desilusión.
—No era sólo una bolsa, Ángel. En el patio había más de dos carretas llenas de oro.
El asombro brilló en sus ojos cuando lo miró, con la espada lista para embestirlo de
nuevo.
—No creerías que te iba a dejar libre por una simple bolsa de oro, ¿verdad?
Jasper se apresuró a llegar al lado de Edward y le entregó su espada. Edward la miró
durante largo rato antes de moverse.
—¿Dos carretas? —preguntó ella.
Edward no levantaba su espada.
—¿Acaso no sabes lo que significas para mí? —insistió él—. Mi vida era completa en
aquellos días que pasamos juntos, en aquellos días en que parecías feliz a mi lado. Lo que
quiero ahora es recobrar esa felicidad. Para ti y para mí. De alguna manera… que no sé cómo
explicar… te has convertido en algo muy importante para mí, mucho más importante que
todos mis enemigos, mucho más importante que Francia. Te has convertido en mi Ángel.
Edward se quedó mirando sus grandes y profundos ojos cafés. Se habían suavizado un
poco, y durante un momento se atrevió a abrigar esperanzas. «¿Lo dejará todo por mí?».
«¿Será capaz de bajar el arma para convertirse en mi esposa?».
Durante un tiempo indefinido, nada sucedió. Después, Edward vio que sus dedos
apretaban el mango de la espada, y sólo el instinto lo salvó.
Al chocar, las dos espadas resonaron en el campo del honor.
—No me obligues a luchar contra ti, Bella —le dijo entre las armas cruzadas—. No
quiero hacerlo. Lo que quiero es que me aceptes.
—¿Que te acepte? —vociferó ella.
—Que aceptes voluntariamente pasar el resto de tu vida conmigo. Que aceptes
voluntariamente ser mi esposa.
—¿Me quieres a mí? —preguntó ella, mirándolo con incredulidad y deponiendo el
arma.
—Te he querido desde el primer día en que te vi —contestó Edward.
La vio debatirse en medio del conflicto que surgía dentro de ella, hasta que sus cejas se
juntaron y él tuvo que bloquear con su espada una nueva arremetida.
—¡No me rendiré ante ti! —le dijo rechinando los dientes.
—Entonces no me dejas otra alternativa —contestó Edward.
La embistió con todas sus fuerzas, tratando de arrebatarle el mortífero instrumento,
pero Bella agarró su arma con las dos manos y contuvo los golpes. Las láminas metálicas
chocaron en el aire y los dos contendientes quedaron a pocos centímetros de distancia.
—Es imposible que resistas la superioridad de mis fuerzas —la amenazó Edward
mientras se le acercaba más y más, hasta casi rozarle los labios—. Créeme lo que te digo. Te
amo con todo mi corazón.
Ella fue cediendo poco a poco y él avanzó con más facilidad, rozándole la boca con su
boca. Hubiera podido terminar la lucha, sin duda alguna, pero era mucho más placentero el
calor de sus labios que el sabor de la victoria. Su cuerpo tembló de deseo, aunque de un
deseo que no era meramente físico, sino que encerraba la necesidad de tenerla para
siempre a su lado.

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Cuando se retiró ligeramente, vio que en sus ojos también se encendía el deseo.
—Si te rindes —le dijo Edward—, tendrás que jurarme fidelidad, lo que significa que
tendrás que renunciar a tu familia y a tu reino para permanecer a mi lado. Nunca podrás
volver a Francia. ¿Estás dispuesta a dejar todo eso por mí?
Sus labios se movieron y él hubiera podido jurar que habían susurrado una respuesta
afirmativa, pero al segundo siguiente ya lo estaba apartando con violencia. Edward cayó de
espaldas y apenas tuvo tiempo de escabullirse en el suelo antes de que ella lo atacara con la
espada.
—¿Piensas que yo traicionaría mis juramentos tan fácilmente?
Él se incorporó.
—Tendrás que derrotarme primero, Príncipe de las Tinieblas —lo retó—. ¡Sólo
entonces podré jurarte fidelidad!
—Como prefieras —contestó él, y levantó el brazo para blandir la espada.
Bella paró el golpe y contraatacó con un mandoble hacia sus costillas que estuvo a
punto de derribarlo, pero por fortuna lo esquivó a tiempo y pudo recomponerse para
arremeter de nuevo, lo que casi la pilló por sorpresa. «Es un oponente admirable», pensó
Edward. «Sin embargo, aunque suelo disfrutar con un buen encuentro entre dos caballeros
que luchan con su espada hasta la muerte, debo terminar con esto ahora mismo». La
embistió entonces sin misericordia y sin tregua, arrinconándola cada vez más mediante un
avance incontenible. Pero Bella era rápida y ágil, lo que le permitía esquivar sus ataques y
contrarrestar sus golpes.
Finalmente, con un poderoso gruñido de frustración, Edward blandió la espada en un
giro tan veloz y tan certero que logró despojarla de la suya, que salió volando por los aires
antes de caer al suelo. Al intentar recobrarla, Bella resbaló en el lodo, perdió el equilibrio y
cayó de rodillas.
Edward hizo una pausa larga, respirando pesadamente, y vio que ella agachaba la
cabeza. Su pelo largo y mojado por la lluvia descendía hasta el mismo suelo. Él se le acercó y
colocó la punta de su espada debajo de su encantador mentón, que tantas veces lo había
desafiado con sus gestos arrogantes, y presionándola con delicada cortesía la obligó a
levantar la cabeza y a mirarlo a la cara.
No pudo ver ninguna emoción en aquellos profundos ojos cafés.
—Ríndete, mi Ángel —le susurró.
Ella movió ligeramente el cuerpo pero no dijo una palabra. Luego, una pequeña sonrisa
apareció en sus labios cuando contestó:
—No puedo pensar en nadie mejor para pasar el resto de mi vida a su lado, en nadie a
quien pueda amar como te amo a ti.
La cara de Edward explotó con una alegría y una sonrisa que amenazaron con aclarar el
gris del cielo. Soltó la espada, le acarició el mentón y estudió cada detalle de su cara: su piel
mojada por la lluvia, sus labios besados por la niebla y aquellos espléndidos ojos del color
café que habían capturado su corazón.
—Eres todo lo que deseo —le dijo—, todo lo que podría desear. He sido un idiota al no
reconocer la felicidad que me invade cuando estoy contigo. Te amo, Ángel.
Sus dedos enguantados trazaron la línea de sus mejillas desde la base de la cabellera
hasta los labios.
—Y eres tan bella…
Bella se quedó boquiabierta.
—¿Piensas que soy bella?
—Más bella que toda Inglaterra.

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—¿Y entonces… cuando eras mi prisionero… cuando estabas bajo los efectos de
aquellos polvos de la verdad…?
Edward sonrió con un aire de adolescente tímido que llenó por completo el corazón de
Bella.
—Fue lo único cierto que te dije aquel día.
Se estaba acercando para besarla cuando sintió que algo le presionaba las costillas.
Miró hacia abajo y vio que ella tenía una daga en la mano, y que descansaba justamente
sobre una de las brechas abiertas en su armadura. Se apartó bruscamente y contempló sus
ojos de nuevo.
—Nunca lo sabremos —murmuró ella.
Él frunció el ceño y ella bajó el arma
—¿Sabremos qué? —preguntó.
—Cuál de los dos es el mejor guerrero —suspiró Bella, y se inclinó hacia delante, con
los ojos cerrados, para colocar los labios sobre los suyos.
Edward tomó su cabeza entre las manos y la levantó del suelo sin dejar de besarla. Ella
se había rendido… ¡y se había rendido por su propia voluntad! «Es el mejor guerrero»,
pensó. Pero el beso se hizo más hondo y la atrajo aún más hacia él. Luego la alzó en sus
brazos y empezó a girar bajo la lluvia brumosa. Una carcajada de alegría resonó en el campo
del honor.

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Epílogo

Francia

La oscuridad descendió sobre la colina, cubriéndola como si fuera una manta. Las luces
temblorosas de las hogueras punteaban la oscuridad. En un bosquecillo, no lejos del campo,
una figura encapuchada se acurrucó bajo las sombras de unos árboles gigantescos.
Charlie de Swan entró al bosquecillo bajo la mirada atenta de la figura silenciosa.
Dirigió su vista hacia el pequeño claro y se quedó parado allí, sin moverse, durante largo
rato.
Luego, la figura encapuchada pareció encaminarse hacia la luz de la luna, cuyo brillo
pálido bañó sus ropas, haciéndolas resplandecer. Charlie volvió la cabeza y miró fijamente a
la figura que se le aproximaba, examinándola desde la cabeza hasta los pies.
Despacio, una mano delgada emergió de los pliegues de la capa y echó la capucha
hacia atrás, liberando una cascada de pelo castaño. Bella de Swan, ahora Bella Cullen, estaba
orgullosamente erguida, aunque con cierta incertidumbre, delante de su padre, tratando de
leer en sus ojos impenetrables. No se movió, sino que esperó con cautela.
—¿Querías verme?
—Bella… —murmuró él, y ella captó el dolor que impregnaba su voz.
El corazón de Bella se encogió de pena.
—Hemos traído a Emmett de vuelta.
Charlie asintió.
—Sí. Ya se encuentra a salvo en el campamento —respondió—, y está decidido a
regresar a Inglaterra a por ti.
Bella sacudió la cabeza.
—No permitas que lo haga.
Charlie dirigió su mirada hacia la luna.
—Pensé que estabas muerta, Bella, y varias veces me maldije, me maldije a mí mismo
por…
La angustia destrozó el corazón de Bella.
—Padre…
Él negó con la cabeza.
—Luego vino el rescate de Newton. Oh, Bella, me equivoqué. Nunca debí
comprometerte con él, pero sólo me di cuenta de lo que había hecho cuando vi que te
habías ido.
Bella dio un paso hacia él.
—Por favor —dijo Charlie, agachando la cabeza y levantando la mano para que ella no
se le acercara—. Déjame terminar. Nunca te veré de nuevo. No podrás volver a Francia,
Bella, y yo debo renegar de ti.
Bella levantó su mentón.
—Entiendo.
Charlie sacudió la cabeza con tristeza.
—No veré crecer a mis nietos ni estaré presente cuando se conviertan en guerreros.

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Pero lo que más me duele, Bella, es que no veré tu felicidad.
Levantó la cabeza hacia ella y Bella vio que las lágrimas brillaban en sus ojos.
—Quiero que seas feliz, mi pequeña. Te he fallado.
—No, padre —contestó Bella—. Me has hecho fuerte.
—Te hice daño —insistió, y cuando Bella negó con la cabeza, añadió con rapidez—: No
le niegues. He visto la agonía en tus ojos.
—¿Y ahora también la ves? —preguntó ella.
—No —replicó con un suspiro y, vacilando, tomó su mano—. Hija mía…
Bella observó las emociones que se reflejaban en su rostro. El dolor trepaba por sus
cejas sombrías y el pesar arrugaba su frente. Por último, estas emociones se disolvieron y la
conformidad relajó la cara del hombre. De pronto le pareció un hombre viejo. Viejo y
cansado.
Las lágrimas se agolparon en sus ojos. Nunca lo vería de nuevo y había muchas cosas
que quería decirle. Quería decirle, por ejemplo, que lo iba a echar muchísimo de menos.
—¿Lo amas? —y su voz era mitad pregunta y mitad afirmación.
—Con todo mi corazón —respondió Bella.
—Como yo amé a tu madre —dijo Charlie.
El hombre asintió con la cabeza y una sonrisa triste torció las comisuras de sus labios.
Sus ojos se llenaron de nostalgia. Pero también había algo más. Debajo del dolor y de la
resignación, Bella lo descubrió. Era la misma mirada que en otros tiempos, en otras épocas,
les había dedicado a Emmett y a Jacob, y mientras él la miraba, sus ojos brillaron y una
sonrisa tenue apareció en sus labios, inflándole el pecho de orgullo.
—Eres un caballero magnífico —le dijo con sinceridad—. Siempre lo has sido.
Las lágrimas inundaron los ojos de Bella y ella arrojó los brazos sobre sus fuertes
hombros. Durante un momento, gozó con la sensación de su abrazo.
—Te quiero, padre —murmuró, y él la abrazó con más fuerza.
—Bella… —dijo una suave voz detrás de ella.
Se separó de su padre y se volvió. Otra figura encapuchada, más alta y más ancha que
ella, la estaba esperando en las sombras. Bella vio el brillo de una espada debajo de su ropa.
—Debemos irnos.
Bella asintió con la cabeza, pidiéndole a Edward que la aguardara, y regresó al lado de
su padre. Sus manos cayeron a los costados, pero ella le agarró una y la sostuvo con firmeza
entre las suyas. Cuando dio un paso atrás, él no soltó su mano. Sólo lo hizo al ver que daba
un paso más.
Bella miró por última vez a su padre, tratando de grabar aquella cara en su memoria, y
luego se dio la vuelta y caminó hacia las sombras donde la esperaba Edward. Mantuvo la
cabeza agachada durante largo rato, y cuando la levantó hacia él, su esposo le acarició una
mejilla, delicadamente, y le volvió a poner la capucha, tomándola de la mano.
—Nuestra guerra ha terminado —suspiró Edward.
Y el uno al lado del otro, el Ángel de la Muerte y el Príncipe de las Tinieblas
desaparecieron en las sombras de la noche…

* * *

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ENTRE DOS TIERRAS
Bella, el mejor guerrero de Francia y líder de su armada, es conocida como el Ángel de
la Muerte por sus increíbles victorias. Captura a Edward, el Príncipe de la Oscuridad, temido
líder de las fuerzas inglesas, para demostrar a su padre que ella, como caballero, es tan
capaz como sus hermanos. Las cosas se complican rápidamente cuando Bella descubre su
creciente atracción por su enemigo. En el castillo de su padre se da cuenta de que ha llevado
a Edward a su muerte y de que su padre no ha cambiado de opinión respecto a ella. No
obstante, su lealtad a Francia y su código de caballería entran en conflicto cuando los
caballeros del castillo retan a Edward en una justa. Queda en manos de Bella el encontrar
una manera de salvarle.
Edward escapa y en la batalla de Agincourt toma a Bella como prisionera y vuelve a
Inglaterra. Como toda Francia cree que Bella se ha convertido en una traidora no puede
volver a su hogar. Bella se rige por el código de caballería y lealtad, pero su amor por Edward
es innegable.

* * *

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© Laurel O'Donnell
Título original: The Angel and the Prince
© De la traducción: 2007, Emiliano Sarmiento

© 2008, Santillana Ediciones Generales, S. L.


Sello Manderley
Primera edición: abril de 2008
Ilustración de cubierta: Gabriel Molinari
Diseño de cubierta e interiores: Raquel Cané
ISBN: 978-84-8365-064-6
Depósito Legal: M-12.488-2008
Printed in Spain

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