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Esta obra constituye una exploración de los orígenes de la humanidad por parte de

Richard Leakey, el paleoantropólogo que en 1984, con el hallazgo del "joven turkana" -el
primer esqueleto casi completo de Homo erectus, con una antigüedad de más de un millón
y medio de años-, realizó uno de los descubrimientos de homínidos fósiles más
extraordinarios de todos los tiempos. Para Leakey, que ha contado en esta obra con la
colaboración del bioquímico Roger Lewin, el estado actual a que ha llegado la
Paleoantropología después de descubrimientos tan fundamentales como el del joven
turkana indica que ya es posible la investigación de los componentes que configuran las
señas de identidad específicamente humanas en el marco de la historia evolutiva y más
allá de cualquier hipótesis creacionista.
El gran antropólogo Richard Leakey nos invita en este libro a una apasionante exploración.
Un viaje, en primer lugar, a las orillas del lago Turkana para compatir la emoción del
descubrimiento de un antepasado de más de un millón y medio de años de antigüedad. Un
recorrido, después, a lo largo de las interpretaciones y los debates sobre el origen del
hombre en los últimos veinte años. Y, finalmente, una indagación en busca de nuestra
propia identidad para comprender "cómo" nos hicimos humanos.

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Richard Leakey & Roger Lewin

Nuestros orígenes
En busca de lo que nos hace humanos

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sto es historia
e

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Las páginas de este libro representan años de trabajo y de continua interacción con
mis colegas. Citar sólo algunos nombres sería ofensivo, e injusto. Damos, pues, las
gracias a todos; ellos ya saben quiénes son. Pero hay dos nombres que no pueden
permanecer anónimos: Kamoya Kimeu y Alan Walker, viejos amigos y colegas.
Merecen mención especial el gobierno de Kenia y los directores del Museo Nacional
por autorizar y alentar nuestra investigación. Finalmente, agradecemos a nuestras
respectivas esposas su sólido y constante apoyo.

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PROLOGO
Durante más de dos años he vivido con la constante sensación de peligro: soldados
armados vigilaban mi casa, y unos guardaespaldas me acompañaban a todas partes en mi
Land Cruiser, y otro coche detrás, siguiéndonos. Me sorprende cuan rápidamente me he
acostumbrado a su presencia, como algo cotidiano. Pero nunca olvido que se trata de
personas que antes querrían verme muerto que vivo.
En abril de 1989 el presidente Daniel Arap Moi, jefe de Estado de Kenia, nos
sorprendió, a mí y a muchos otros, al nombrarme director del Kenya Wildlife Service.
Mi tarea consistía en evitar la creciente caza furtiva de elefantes y rinocerontes y
establecer una estructura administrativa de control de los animales salvajes, base de
nuestra industria turística. Esta industria es de vital importancia para Kenia porque atrae
divisas. Pero la lucha contra la caza furtiva del marfil implica enfrentarse a gente muy
poderosa que se ha enriquecido a manos llenas con la masacre de animales salvajes. De
ahí que quisieran librarse de mí.
Ahora estoy inmerso de lleno en un ambicioso programa cuyo objetivo es la
coexistencia entre los animales salvajes y las poblaciones humanas. El equilibrio será
difícil, dada la presión demográfica existente y la fragilidad de las mermadas comunidades
de la fauna salvaje. En muchos aspectos representa un microcosmos de la difícil situación
por la que atraviesa todo el planeta.
Cuando el presidente Moi me pidió que aceptara el trabajo, lo consideré un honor.
Era consciente de dónde me metía y de lo que dejaba. Durante veinte años había sido
director del Museo Nacional de Kenia y había pasado la mayor parte del tiempo visitando
el lago Turkana, al norte del país, en busca de fósiles de los primeros humanos. La
búsqueda de fósiles ha sido, y sigue siendo, mi primer amor.
Tengo la suerte de vivir y trabajar en el continente que Charles Darwin llamó «la cuna
de la humanidad». Y tengo la suerte, asimismo, de haberme criado en una tradición
familiar de independencia, de determinación, y de convicción de que ni aun el medio más
hostil tiene por qué ser necesariamente peligroso. La naturaleza salvaje me ha sido tan
familiar como el parvulario y la escuela lo son para tantos adolescentes.
Puedo sobrevivir allí donde muchos occidentales sucumbirían a la sed, al hambre o a
los depredadores. Lo aprendí de niño.
No hace falta ser un aventurero para buscar en zonas recónditas de la sabana restos
fósiles de nuestros antepasados. Pero saber cómo encontrar alimento, dónde dar con
agua, y cómo evitar el peligro en un paisaje árido y desnudo, me ha dado una sensación
de paz, de «comunión». Me siento unido a nuestros antepasados, percibo intimidad con
esa tierra que fue la suya. Y, evidentemente, está también la tradición Leakey. Mis padres,

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Louis y Mary, revolucionaron la investigación sobre los orígenes humanos con sus
famosos descubrimientos.
Pese a que de joven anhelaba profundamente mi independencia, y aunque luché
desesperadamente por salir de la sombra de mis padres, sin saber muy bien cómo, me vi
empujado a interrogarme sobre nuestros principios, sobre qué hizo que seamos como
somos. Aún hoy me resulta difícil explicar cómo la emoción subyacente a esa búsqueda
fue más fuerte que mi decisión intelectual -frecuentemente expresada- de desvincularme
del mundo de los fósiles. Tal vez fuera la aventura, el desafío de estar ahí en plena vida
salvaje. Louis murió repentinamente en 1972, y me satisface poder decir que habíamos
conciliado nuestras diferencias. Él había aceptado finalmente mi independencia, y yo la
realidad de sus grandes contribuciones científicas, cosa que hasta entonces no había
podido ver ni comprender.
Llevaba ya algún tiempo dedicado a la búsqueda de fósiles, las relaciones entre mi
padre y yo todavía tirantes, cuando di con el manuscrito de una conferencia que él había
dado en California, creo. Me llamó la atención una frase: «El pasado es la clave de nuestro
futuro». Sentí como si estuviera leyendo algo mío; expresaba enteramente mis propias
convicciones. ¿Habíamos llegado a esa conclusión separadamente? ¿O yo la había
incorporado de él de forma inconsciente? No creo que fuera esto último, porque de niño
nunca me interesé demasiado por lo que hacía mi padre. Él era religioso, aunque no de
una forma convencional. Yo no lo soy. Pero aparentemente habíamos llegado a compartir
el mismo punto de vista inmaterial. Aquellas palabras escritas por mi padre, «el pasado es
la clave de nuestro futuro», supusieron un momento clave para mí.
Durante los años que duró la búsqueda de fósiles en el lago Turkana era consciente de
que había algo más que la experiencia del descubrimiento: descubrí en mí mismo la
certeza de lo que todo aquello nos iba a deparar. Sentí que allí, en los áridos sedimentos
de aquel grandioso lago, íbamos a encontrar respuestas que trascenderían las preguntas
convencionales de la ciencia. Si podíamos entender nuestro pasado, comprender aquello
que nos había hecho como éramos, entonces tal vez pudiéramos obtener una visión fugaz
de nuestro futuro. Todos los humanos, en todo el mundo, pertenecen a una especie, Homo
sapiens, el producto de una determinada historia evolutiva. Estoy convencido de que la
comprensión de esa historia podrá inspirar nuestras futuras acciones en tanto que especie.
Y sobre todo nuestra relación con el resto del mundo natural.
Tras la búsqueda de los orígenes humanos hay una profunda motivación personal. Es
indudable que la paleoantropología puede desarrollar un enfoque técnico, igual que otras
muchas disciplinas científicas: desde el análisis estadístico hasta los misteriosos datos de
la biología molecular, la cuestión de los orígenes humanos es exigente y rigurosa
intelectualmente. Pero es más que eso. Dado que el objetivo último de la investigación
somos nosotros mismos, la tarea incorpora una dimensión que no está presente en otras
ciencias; una dimensión en cierto modo extracientífica, más filosófica y metafísica, que
aborda cuestiones que surgen de nuestra necesidad de comprender la naturaleza de la
humanidad y nuestro lugar en el mundo.
Cada vez que doy una conferencia, siempre hay alguien que me recuerda esta
necesidad de saber sobre nosotros mismos. Muy a menudo siento que el público que
viene a escucharme necesita sentirse seguro, reafirmado. Hablo de fósiles y de teorías
antropológicas, y la gente me pregunta qué pasará en el futuro. Una vez, hace diez años,
una señora mayor, visiblemente preocupada, me pidió que le dijera si era cierto, como le
habían dicho, que «los humanos son sólo un accidente histórico». Yo le hablé de la historia
de la Tierra y del registro fósil; del azar y de la evolución. Y le describí mundos
alternativos, sin humanos, mundos perfectamente plausibles. Pero lo que ella quería oír,

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evidentemente, era que los humanos no somos un accidente biológico, que el Homo
sapiens tenía que existir. Su «condición humana», su necesidad de dar sentido a su
mundo, parecía exigir que no podía ser de otra manera.
La paleoantropología es, por consiguiente, una mezcla de elementos científicos y de
elementos extracientíficos. Los profesionales solemos interesarnos por los huesos,
evidentemente: cómo relacionar una constelación anatómica de un cráneo con otra similar
en otro cráneo, ambos tal vez alejados entre sí por un millón de años de historia evolutiva.
Es una ocupación absorbente, que pone a prueba nuestra capacidad para reconocer
vínculos genéticos en la más exigua evidencia física. El elemento filosófico siempre está
presente, pero por lo general en tanto que impronta no explícita en nuestro trabajo.
Hace quince años decidí escribir un libro, junto con Roger Lewin, sobre el estado de la
paleoantropología, y también sobre algunas cuestiones filosóficas que entonces me
preocupaban. Hace poco, en uno de esos poquísimos momentos de tranquilidad, me senté
a leer de nuevo Origins[1] Y comprobé que su principal mensaje filosófico afirmaba,
contrariamente al saber popular, que la especie humana no es siempre agresiva, ni tiende
genéticamente a la violencia. Muchas figuras prominentes, entre ellas Konrad Lorenz,
afirmaban que la territorialidad y el combate ritual en los animales, extrapolados a la arena
humana, explicaban la belicosidad que tanto ha marcado nuestra historia reciente. Otros
autores, entre ellos Raymond Dart, sugirieron que en el registro fósil humano había
evidencia de combates sangrientos. Estas dos líneas argumentativas fueron recibidas
curiosamente con entusiasmo por parte de un público ávido de explicar, si no justificar, la
guerra.
Como demostrábamos en Origins, ambas líneas argumentativas eran imperfectas.
La territorialidad es un rasgo flexible del comportamiento en muchos animales, influido
en general por las circunstancias ecológicas. Y el comportamiento humano,
evidentemente, es flexible en extremo. Los humanos no cierran filas ante las exigencias de
los genes agresivos. Nuestro comportamiento como especie es complejo, siempre
matizado y modelado por el contexto cultural, y siempre sujeto a opción, al libre albedrío.
Afirmábamos que la voluntad de aceptar la idea de que Homo sapiens tiende al conflicto
violento por imperativo biológico es en sí misma una manifestación cultural. Sugerir que la
guerra es algo normal en la historia humana debido a nuestra herencia genética nos
absuelve de toda culpa, dado que no se puede luchar contra lo inevitable; más o menos
esa era la línea argumentativa. Pero nuestra postura en Origins -que el conflicto pertenece
al ámbito del libre albedrío- situaba la responsabilidad en la sociedad humana, un peso
que al parecer muchos preferirían no tener que soportar. Creo que sí tenemos que
soportar esa responsabilidad, tanto por lo que ha ocurrido en el pasado como por lo que
nos depara el futuro.
Cuando, en Origins, analizábamos la supuesta evidencia de violencia en la prehistoria,
la segunda línea argumentativa, muy popular en aquella época, no resistió a la penetrante
mirada de la investigación científica. La supuesta evidencia de golpes mortales en algunos
cráneos era en realidad producto de los daños producidos durante el proceso natural de
fosilización. Las supuestas armas resultaron ser tan sólo los restos del ágape de algunas
hienas. No hay evidencia de violencia regular o de conflicto armado en la prehistoria
humana hasta hace unos 10.000 años, cuando los humanos empezaron a producir
alimentos, a raíz de la llamada revolución agrícola.
Afirmábamos, en cambio, que la historia evolutiva ha dotado a nuestra especie de una
tendencia a la cooperación. Además, Homo sapiens posee una mayor flexibilidad de
comportamiento, una gama más amplia de opciones -y por lo tanto de responsabilidad-
que cualquier otra especie. Buena parte de los conflictos en el mundo se deben, en última

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instancia, al materialismo y a la desavenencia cultural, no a nuestra naturaleza biológica.
Cuando hay posesiones propias que defender y ajenas que codiciar, pueden encontrarse
ventajas materiales en un conflicto militar; de ello no hay duda. La historia lo ha
demostrado repetidas veces. Pero no existe ningún demonio interior que nos fuerce
inexorablemente a luchar unos contra otros, como creían Lorenz y Dart. Tenemos
opciones, y responsabilidades.
Por lo que se refiere al ámbito científico sobre todo, en Origins hay una serie de ideas e
interpretaciones antropológicas que se han demostrado equivocadas. Como no se cansan
de repetir los filósofos, aunque nosotros seguimos empeñados en descubrirlo por vías
mucho más intrincadas, la ciencia es experimental, y provisional: las percepciones de hoy
acaban siendo reemplazadas por otras nuevas. Y así seguirán las cosas en el futuro,
porque ese es el camino del progreso científico. Pero también confío en que quince años
de experiencia me hayan ayudado a ser menos proclive que antes a defender de forma
dogmática mis conclusiones, a insistir en que lo que creemos saber ahora es la Verdad. La
verdad absoluta es como un espejismo: tiende a desaparecer cuando más te acercas a
ella. Una de las lecciones más importantes para mí de estos años es que, por mucho que
se busquen apasionadamente ciertas respuestas, algunas, como el espejismo, quedarán
para siempre fuera de mi alcance.
La superación de algunas de las ideas e interpretaciones que aparecían en Origins se
debe, evidentemente, al descubrimiento de nuevos fósiles, algunos por mí, otros por mis
colegas. Los últimos quince años han sido enormemente productivos por lo que a
descubrimientos se refiere, casi siempre inesperados. En 1968 empecé a explorar los
vastos depósitos de arenisca de la margen oriental del lago Turkana. Tuve la inmensa
suerte de realizar descubrimientos que me catapultaron a la clase de fama de que disfrutó
mi padre, cosa que me produjo cierta satisfacción, lo admito. Solía mirar fijamente las
aguas de color verde-jade del lago Turkana pensando en los secretos que guardaban los
sedimentos de su margen occidental.
Pero mis planes para explorar aquella zona se vieron truncados por varios
acontecimientos, entre ellos el bloqueo total de mis riñones en 1979. Una infección viral
relativamente sencilla acaecida diez años antes había afectado a mis riñones y
desencadenado un lento proceso de deterioro. Mi médico me vaticinó que un día mis
riñones dejarían de funcionar, y que posiblemente moriría joven. Decidí que lo único que
podía hacer era sacármelo de la cabeza, no prestar atención al asunto, y no decírselo a
nadie. Pero finalmente la inexorable patología me alcanzó, y luché contra sus efectos,
contra todo cuanto me alejara de lo que yo tanto deseaba hacer. En julio de 1979, en las
fases finales del fallo renal -el característico frío profundo y glacial, las náuseas, la fatiga
mental- volé con Meave, mi esposa, a Londres para someterme a un tratamiento.
Abandoné Kenia llorando en silencio, pensando que tal vez nunca más volvería a ver mi
hogar, mis amigos, mi familia. Me preguntaba si volvería a ver el lago Turkana para
descubrir lo que me constaba que escondía en sus profundidades.
Tuve suerte. Un trasplante de mi hermano menor, Philip, me dio una segunda vida.
Sintiendo que los años que tenía por delante, los que fueran, eran años de más, inicié
la exploración de la margen occidental del lago. La espera había valido la pena, como
luego contaré. En nuestra primera tentativa hicimos notables descubrimientos, unos
técnicamente asombrosos, otros emocionantes.
En estos años se producían otros cambios en la paleoantropología, unos basados en la
evidencia arqueológica, otros en la biología molecular. Todos ellos afectaban a un tema
hoy central: el origen de los humanos modernos, de las gentes como nosotros.

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La historia evolutiva de los humanos incluye necesariamente la reconstrucción, en
ausencia de un término mejor, del árbol genealógico de la familia humana. A partir de ahí
empezamos a ver el origen, la transformación y la extinción de un grupo de especies
emparentadas con la especie humana a lo largo del tiempo, dejando al parecer tan sólo
una especie viva sobre el planeta, la de Homo sapiens. Todos los estadios de la historia
del árbol genealógico son fascinantes, pero el último estadio -el origen de los humanos
modernos- lo es especialmente. Estamos presenciando la emergencia final de seres de
nuestra misma clase, seres imbuidos de la misma condición humana que nosotros
experimentamos actualmente.
Para mí, la importancia del origen de los humanos modernos es estimulante, porque se
relaciona con los temas filosóficos subyacentes a nuestra profesión. Buena parte de la
evidencia radica en fragmentos de anatomía, conjuntos arqueológicos enigmáticos, en
coloides de ADN manipulados en los laboratorios de biología molecular. Pero cuando
aplicamos esta evidencia a las preguntas de cómo, dónde y cuándo aparecieron los
humanos modernos, surgen otras preguntas metafísicas. ¿Cuál es el origen de nuestra
condición humana? ¿Qué queremos decir con humanidad? Abordar el tema científico del
origen de los humanos modernos nos obliga a pensar nuestra existencia como individuos y
como especie concreta, especial.
Durante siglos los filósofos han indagado en aquellos aspectos que nos hacen
humanos, en la condición humana. Pero, sorprendentemente, no hay acuerdo en la
definición de la condición humana. No se creía necesario, en parte porque parecía ser algo
tan evidente: la condición humana es lo que nosotros sentimos acerca de nosotros
mismos. Los que intentaron definir la condición humana se encontraron con una especie
de materia resbaladiza entre las manos: se escurría entre los dedos. Pero si esta
sensación de humanidad ha aparecido durante la historia evolutiva, tiene que estar
compuesta de algo, que a su vez tiene que ser identificable. Creo que estamos
empezando a identificar esos componentes, que podemos ver la aparición gradual de la
condición humana en nuestra historia evolutiva. De ahí mi perplejidad, y mi impaciencia,
ante la aparición de una visión alternativa, y muy popular, liderada por varios estudiosos.
Estos sugieren que lo que llamamos condición humana surgió ya completamente
formada en el cerebro de Homo sapiens. La condición humana, según este punto de vista,
es algo reciente en nuestra historia, algo negado a nuestros antepasados, a todos ellos.
Desde el momento en que proponen que esta cualidad especial que experimentamos
como individuos apareció de la nada, por así decirlo, desconectada de nuestra herencia
evolutiva, estos autores efectivamente convierten la condición humana en una marca única
y científicamente inexplicable de la humanidad. Esta postura corre un velo de misterio
sobre lo que precisamente más y con mayor urgencia queremos saber, en lo que cabría
calificar de una especie de ofuscación creacionista.
Yo la rechazo de lleno. Creo que las cualidades de la mente humana, como la forma
del cuerpo humano, se han ido moldeando y formando a través de una fascinante historia
evolutiva. La tarea de los paleoantropólogos es reconstruir esa historia, no ocultarla.
Dadas todas estas tendencias en liza, a raíz de mis propias excavaciones y de la
nueva prioridad otorgada a los orígenes de los humanos modernos, llegué a la conclusión,
hace unos tres años, de que había llegado el momento de escribir un nuevo libro que
presentara la evidencia bajo una nueva perspectiva. Sobre todo había que reubicar dentro
de una perspectiva más amplia a esta especie tan especial de Homo sapiens, y su lugar
en el universo de las cosas. Sin sentirme en posesión de la Verdad, sentía que ahora era
posible una mirada más penetrante en esa dirección.

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Entonces llegó la petición del presidente Moi. Como mis energías y mi tiempo estaban
consagrados a las exigencias de salvar al elefante y a otros animales de Kenia, pensé que
el libro tendría que esperar; no podría concentrarme en mis ideas. Pero ocurrió que los
problemas de la conservación de la fauna salvaje arrojaron mayor claridad sobre las
cuestiones que me preocupaban. Samuel Johnson dijo una vez:
«Pierda cuidado, señor, que cuando un hombre sabe que va a ser colgado en quince
días, concentra perfectamente su mente». Pues bien, la presencia de los guardaespaldas
tuvo el mismo efecto en mí.
Pero más importante fue la naturaleza de mis propios intereses: comprender la
interacción de las poblaciones humanas con los animales salvajes. Era otra perspectiva
para comprender el lugar que ocupa nuestra especie. En vez de distraer mis
pensamientos, los agudizó. En vez de distraer mi atención, me proporcionó una lente para
focalizarla y analizarla. Decidí seguir adelante, consciente de mi doble privilegio: como
buscador de fósiles de nuestros antepasados y como persona implicada en la lucha por
reconciliar la presión de las poblaciones humanas sobre la fauna africana.
El presente volumen es un viaje personal de exploración. Trabajando con Roger Lewin
espero compartir parte de esta experiencia, empezando por los primeros azares en la zona
occidental del lago Turkana, con las primeras excavaciones extraordinarias que llevamos a
cabo allí. La experiencia alcanza a muchos ámbitos, el mundano y el sublime. Las
implicaciones prácticas, cotidianas, de encontrar el lugar adecuado para establecer
nuestro campamento, de localizar un punto de agua en un terreno seco, las frustraciones
de ver hallazgos fósiles prometedores convertidos en material estéril, son los principios de
la exploración, los poco atractivos pero inevitables primeros pasos de un largo viaje. Luego
están los propios hallazgos, motivo de fiesta en el campamento, objeto de titulares en los
periódicos, y finalmente, claro, los restos fragmentados de individuos con los que tenemos
vínculos genéticos, por débiles que sean: las partes de un rompecabezas evolutivo que
hay que reconstruir lentamente. Los descubrimientos de la margen occidental fueron todo
esto y mucho más.

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PRIMERA PARTE
EN BUSCA DEL JOVEN TURKANA

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Capítulo I
HACIA EL TURKANA OCCIDENTAL
La banda de seis individuos se ha puesto muy pronto en camino con una finalidad
determinada, atravesando a grandes zancadas el terreno resbaladizo, herbáceo, salpicado
aquí y allá por acacias de copa plana. Los colores del cielo oscilan entre los tonos grises y
los rosáceos a medida que el sol se levanta detrás de la cordillera montañosa por el este,
al otro lado de este gigantesco lago. Pronto las montañas del oeste reflejarán franjas de
luz con los colores de la mañana. La brisa del alba arrastra consigo el olor de las aguas
inmensas. Manadas de caballos triungulados y de gigantescos ñus abrevan ya en la arena
de las playas, con grandes sorbos de agua sedosa para saciar las necesidades del día.
Los pájaros vadean delicadamente las olas del lago, y pescan con pericia pequeños peces
y cangrejos en el agua de color verde jade. Encima, miles de flamencos revolotean
formando grandes bandadas de color rosa, saludando con exuberancia el nuevo día
africano.
Durante la noche, todos han oído los continuos gemidos guturales de los felinos
dientes de sable, clara señal de que han cazado una presa. Aunque la banda se siente
relativamente a salvo en su campamento ribereño, a un kilómetro y medio del lago,
siempre hay tensión cuando los dientes de sable están cerca. Hace sólo un año, un niño
fue atacado cuando estaba fuera del alcance de la mirada vigilante de su madre y de sus
compañeras. Al volver de la caza, el mismo grupo de hombres que hoy se prepara para ir
en busca de alimento llegó justo a tiempo para ahuyentar a los depredadores. Pero el niño
murió pocos días después a causa de la pérdida de sangre y de la infección galopante tan
letal en los trópicos. La discusión de esta mañana se ha centrado en la recomendación de
suma vigilancia sobre las mujeres y sus crías, que recogen tubérculos y nueces cerca del
campamento, recomendación también aplicable a los hombres en la caza. Estos hombres
también son depredadores.
El objetivo del día es una manada de antílopes, de piel marrón brillante y retorcidas
astas. Ayer se divisaron rastros de la manada, y si los cálculos son correctos, hoy tiene
que estar a unos veinticinco kilómetros hacia el norte, un paseo para estos cazadores,
porque sus cuerpos, robustos y atléticos, están hechos para cubrir fácilmente largas
distancias. Todos son hermanos y primos, hasta el más pequeño. Pese a su corta edad,
también es alto, ágil y musculoso, con un rostro grande, marcado por una frente corta,
inclinada, y unas cejas prominentes, como sus parientes. Va a ser su primera incursión en
el mundo de la caza. Y la última.
Los cazadores, expertos rastreadores, se dedican a detectar el rastro de su presa. Al
revés que las locuaces mujeres que se han quedado atrás, en el campamento, los
hombres apenas intercambian alguna que otra frase. Están atentos, hablan sólo lo

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necesario. La caza exige silencio, y habilidad para confundirse con el paisaje. La vida del
campamento y la búsqueda de alimento estimula la cháchara; el campamento es un sitio
seguro, un lugar para la libre comunicación, para el vasto aprendizaje de los jóvenes. Es
un lugar ruidoso, con socialización intensa entre los jóvenes y los ancianos, donde se
juega por puro placer y por sociabilidad.
Al mediodía ya se ha avistado la manada, que reposa tranquilamente bajo la sombra
de unos árboles, la estrategia animal para resguardarse del sol y del calor. No hay a la
vista ningún otro depredador activo a esta hora del día. Durante la marcha, los cazadores
han visto un grupo de grandes primates, bípedos como ellos, pero más voluminosos y
pesados, provistos de grandes mandíbulas. Estos primates bípedos no son cazadores,
recogen alimentos vegetales, frutos de árboles y arbustos de la pradera y de las zonas
boscosas. Se han escabullido al ver acercarse a la banda de cazadores.
Ellos no son cazadores, pero a veces son cazados, por eso huyen.
Más allá, la banda de cazadores ha divisado una compacta manada de elefantes, de
enormes colmillos. Los cazadores hubieran preferido descuartizar un cuerpo ya muerto,
pero no hay ninguno a la vista. Porque estos animales son demasiado grandes, una presa
demasiado arriesgada. Es mejor un antílope, más seguro. Uno joven para la caza de hoy,
o tal vez uno viejo y vulnerable. Compensan la falta de armas naturales a base de maña y
astucia. A su arsenal de piedras y de lanzas cortas y toscas los cazadores añaden
trampas simples pero eficaces y la habilidad para atraer la presa. Divisada la manada a
través de un bosquecillo de acacias que oculta a la banda de cazadores, se prepara una
estrategia. Alguien señala un escondrijo en las rocas cercanas, rocas muy adecuadas para
producir hojas y hachas de piedra necesarias para descuartizar el cuerpo del animal.
Se selecciona la presa, un antílope joven, y la banda se divide. Cada uno sabe lo que
tiene que hacer para intentar dispersar la manada y atraer la presa hacia la trampa, un
ingenio hecho a base de piel, tiras de corteza y ramas. Quizás porque la manada es mayor
de lo que los cazadores creían, o tal vez porque los antílopes, como los humanos, están
hoy alertas debido a la presencia invisible de los felinos dientes de sable en la zona; o
quizás porque el muchacho tenía mucho que aprender y no quería fracasar en su rol;
quizás por una combinación de todo ello, los planes no han salido como estaba previsto.
Sea por lo que fuere, el chico se ha encontrado de repente corriendo, corriendo a ciegas,
con un gran corte en el muslo y sangrando profusamente pero, curiosamente, no siente
dolor. Todavía no.
Débil a causa de la pérdida de sangre, el muchacho se asusta cuando cae la noche.
Ahora la herida le duele, siente palpitaciones. Recuerda que, hace un año, el niño que
fue atacado por los felinos dientes de sable tenía heridas parecidas, infligidas por los
dientes, largos y afilados, del depredador, y no, como él, por el tajo incidental producido
por el asta de un antílope. Recuerda que el niño se fue debilitando, adoptando actitudes
extrañas, agitando los brazos y gritando salvajemente. Y recuerda cómo el niño cesó de
moverse, y se quedó muy quieto. Y no volvió a verlo. El recuerdo le asusta, pero no sabe
muy bien por qué.
Ha pasado un día, y otro. ¿Dónde están los demás? ¿Por qué no vienen? Si al menos
pudiera llegar hasta el lago se sentiría mejor en sus refrescantes aguas. Todo su cuerpo
tiembla de fiebre. Si pudiera llegar al lago. No está lejos. Seguro que lo consigue, y
entonces lo encontrarán.
El joven consigue llegar hasta la orilla del lago, una laguna poco profunda rodeada de
frondosos arbustos, y cañizales emergiendo del fondo. Arrastra su maltrecho cuerpo hasta
el agua sedante, con la fiebre a punto de acabar con su víctima. Por un momento sí se
siente un poco mejor, más tranquilo, y tiene sueño, mucho sueño.

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Nunca lo encontraron en aquella laguna poco profunda de la margen occidental del
lago Turkana, hace algo más de 1,5 millones de años.
«Kilo Noviembre Mike, listo para despegar.» íbamos cargados hasta los topes, con el
tanque lleno de gasolina y hechas todas las comprobaciones necesarias, y el Cessna
monomotor estaba listo para despegar. Esperé la respuesta, feliz de emprender el vuelo.
Finalmente gruñó el OK, justo encima de mi cabeza. «Kilo noviembre Mike, despegue
inmediato.»
Abrí la válvula y sentí las vibraciones del fuselaje cuando la potencia del motor se
transmitió a las ruedas frenadas del avión parado. Una última inspección visual de los
agitados cielos del aeropuerto Wilson de Nairobi, y solté el freno. El 5Y-KNM se movió
hacia adelante como si también estuviera impaciente por emprender la marcha, y una vez
en la pista aceleró en dirección este, para lanzarse hacia aquel cielo de madrugada. Un
gran bancal a la derecha nos indicó la dirección hacia el lago Turkana, nuestro destino, a
unos 400 kilómetros al norte.
El vuelo hasta el lago dura unas dos horas y media. Pero en realidad es un viaje hacia
el pasado. Al final del viaje nos esperaban unos pocos fragmentos de un individuo que
vivió hace algo más de 1,5 millones de años: el joven turkana.
Pertenecía a la especie de nuestros antepasados, y el joven mismo nos deparaba una
gran sorpresa.
Ya ni recuerdo las veces que he realizado este vuelo, pero los hitos me son tan
familiares como el trayecto de cualquier peatón hasta su trabajo. La primera vez que yo
mismo piloté el avión fue en 1970, en las incipientes exploraciones de los antiguos
depósitos de las márgenes del lago Turkana, antes de que el descubrimiento de fósiles
humanos hiciera famosa la región. Y, salvo en la época de mi enfermedad, en 1980, con
operación y recuperación incluidas, he hecho el trayecto Nairobi-Turkana-Nairobi varias
veces al mes, a veces solo, pero casi siempre con colegas y visitantes. Pero siempre
pensando en los fósiles desenterrados pocos días antes y en la forma de localizar otros.
Arriba en el avión es un buen lugar para pensar.
En este vuelo concreto, del 23 de agosto de 1984, Alan Walker y yo íbamos a reunirnos
con varios equipos que estaban explorando el territorio fósil de la margen occidental del
lago Turkana. Alan y yo somos íntimos amigos y colegas desde 1969, cuando le invité a
describir los fósiles homínidos descubiertos en la primera gran expedición al lago Turkana.
Alan, un inglés alto y de complexión atlética -por lo menos, de tendencia atlética, según los
cánones actuales-, de carácter franco, es un brillante anatomista y un escultor de talento.
Y también goza, desde hace poco tiempo, de una de las becas de investigación más
prestigiosas, la MacArthur.
El día antes del viaje, cuando Alan estaba trabajando con los simios fósiles del Museo
Nacional de Nairobi, Kamoya Kimeu me llamó por radioteléfono para decirme que se
habían encontrado fragmentos de cráneo de homínido en dos yacimientos distintos.
«¿Querrás verlos?», bromeó Kamoya, sabiendo que sí, que estaría encantado. Kamoya
dirige el equipo de especialistas de buscadores de fósiles -la Banda Homínida- e informa
por radioteléfono cada dos o tres días cuando él y su equipo exploran el terreno. Es una
saludable práctica de seguridad, pero también ayuda a mantener en pie un campamento
tan alejado de cualquier fuente de suministro regular.
Cuando le pedí que me diera más detalles, Kamoya me describió los hallazgos: se
trataba de varios pequeños fragmentos de cráneo. No parecían aportar nada especial,
pero los homínidos fósiles son extremadamente raros. «Ponlos en lugar seguro, nos
veremos mañana.» Hablamos de los asuntos relacionados con el campamento, de

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suministros y del equipo que había que llevar al lago, y desconecté. Alan y yo hicimos los
preparativos para salir al día siguiente hacia el Turkana.
«Habrá que comprobar la toba de Lothagam», me recordó Alan al abandonar Nairobi.
Las tobas, o estratos de ceniza volcánica, es maná caído del cielo para los antropólogos,
porque por lo general es posible fecharlas mediante análisis geofísico.
Pero a veces son intransigentes, y la de Lothagam nos estaba creando problemas.
«Tenemos que conseguir que nos diga su edad.» Lothagam Hill está, cual león
pensante, al oeste del lago Turkana. Misteriosamente bella, salpicada de amarillos, rojos y
púrpuras espectaculares, Lothagam es un enigma, hace tiempo. El contorno inferior de la
colina, con su cresta elevada en un extremo -la cabeza y la melena del león- contiene una
complicada geología que hace difícil estimar la edad de algunas de sus rocas. Y la edad
es importante, porque en 1966 se encontró aquí una mandíbula de homínido, y la fecha de
las rocas nos ayudaría a calcular la edad de los fósiles que contienen. Veinte años
después aún no sabíamos con seguridad si el fósil tenía 5,5 millones de años, más bien 4
millones de años, o menos. Si la mandíbula tenía realmente más de cinco millones de
años, podía ser el homínido más antiguo jamás descubierto, próximo a los orígenes de la
prehistoria humana. Sí, teníamos que arrancarle la edad, de alguna manera. «Haremos un
par de tentativas, para ver hacia dónde va la toba», contesté a Alan. Pero todavía nos
quedaban dos horas de vuelo.
«Kilo noviembre Mike. Límite zona de despegue. Dejen libre para conectar con centro.
Cambio.» El viaje hacia el norte empezaba con una obligada verificación poniéndose en
contacto con la torre de control. «Roger, Kilo noviembre Mike. Cambio.»
Estábamos a diez minutos del aeropuerto Wilson, a más de dos mil metros de altura, y
seguíamos subiendo. Como era habitual en esta época del año, estaba muy nublado. Más
al norte dejaríamos atrás la masa de nubes, pero aquí podría dificultarnos bastante la
primera parte del viaje. Había que ganar altura, rápidamente, porque justo delante nuestro
estaba la cresta del gran valle del Rift. Estábamos a unos 50 kilómetros de Nairobi.
La ciudad de Nairobi está a unos 1.700 metros de altitud, y descansa sobre un vasto
domo geológico que hace quince millones de años levantó la corteza terrestre desde el
nivel del mar hasta más de 3.000 metros de altura en su punto más alto. Por presión de
profundos movimientos tectónicos, la placa continental se dilató y cedió, formando el
llamado Gregory Rift, una fractura geológica de más de 4.500 kilómetros, desde Israel al
norte, hasta Mozambique, al sur. La formación de la fractura, un accidente geológico de
proporciones gigantescas, desempeñó un rol vital en la evolución de nuestra especie. De
hecho, es posible que si el Gregory Rift no se hubiera formado cuando y donde lo hizo, la
especie humana tal vez nunca habría aparecido.
Pero el interés más inmediato es que la cresta del desfiladero que teníamos ahora ante
nosotros se eleva a casi 3.000 metros de altura. Todo piloto que vuela hacia el norte desde
Nairobi tiene que salvar ese obstáculo, y algunos no lo consiguieron. Yo era el piloto y
tenía que concentrarme en ello. Frecuentemente he notado que en este punto el pasajero
ocasional, nervioso, parece querer ayudar al avión a ganar altura.
Cosa que agradezco, claro, pues toda ayuda es poca.
Al este, granjas pequeñas y grandes, plantaciones de té y de café, forman un paisaje
diverso y fresco en los fértiles altiplanos alrededor de la ciudad de Limuru. La tierra
volcánica aquí es roja y fecunda. No es extraño que los británicos decidieran instalarse
aquí cuando colonizaron el país, hace un siglo. No muy lejos está Thika, el hogar de
Elspeth Huxley, que plasmó sus primeros años en Kenia en varios libros, entre ellos el
famoso Fíame Trees of Thika. Pero mi atención se centraba delante mío, porque la
avioneta tenía que abrirse paso entre los golpes de viento procedentes del valle.

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Superamos la cresta del desfiladero, y el sol brilló fugazmente a través de las nubes,
aunque presagiando lluvia. Al oeste, las paredes del valle del Rift desaparecieron de
repente. Bajo un cielo despejado es fácilmente discernible el espectáculo y el contraste
entre los verdes altiplanos y el valle reseco allá abajo. Pero aquel día, bajo un manto casi
constante de nubes, el valle estaba en la penumbra, bajo la niebla. Nunca es igual, cada
mes cambia, y me gusta.
Por lo general, a estas alturas del vuelo ya es posible relajarse un poco. Nunca del
todo, aunque sólo sea por el peligro de colisionar con las alas de los buitres, halcones, o
incluso pelícanos que vuelan a estas alturas. Un avión que choque con uno de estos
animales, que pueden llegar a pesar hasta quince kilos, y volar a 250 kilómetros por hora,
puede tener serios problemas: un agujero en el fuselaje o un propulsor roto. Un piloto que
se encuentre en medio de una bandada de pájaros se enfrenta a la casi imposible tarea de
esquivarlos. Una vez yo estuve a punto, y tuve la suerte de poderlos evitar. Tal vez
parezca extraño, pero los pájaros son el mayor peligro para la vida del piloto. Yo no veía
ninguna colisión potencial en este vuelo, pero las nubes bajas hacían el viaje difícil. Así
que intenté elevarme por encima de ellas, a unos 4.000 metros de altura, con el morro del
aparato hacia arriba -demasiado. El asiento empezó a vibrar -que suele ser motivo de
alarma para aquellos no habituados a volar en avioneta-, y tuve que volver a bajar el morro
del avión para ganar velocidad. De nuevo la estabilidad.
Al este, los picos de los montes Aberdares, por encima de las nubes. Alimentada por
abundante humedad, la frondosa vegetación de los Aberdares contiene una maravillosa
diversidad de animales salvajes, como los elegantes monos colobos, blanquinegros, y
también leopardos. En un tiempo hubo aquí miles de elefantes, pero lamentablemente hoy
ya no es así. Unas mil quinientas de estas majestuosas bestias viven actualmente en el
parque de los Aberdares, protegidos de la caza clandestina. Pasados los Aberdares, hacia
el este, está el monte Kenia, con su pico nevado de 6.000 metros de altura. Aquel día no
se dejaba ver, estaba cubierto de nubes. Aunque no podía verlo, ni tampoco sus fértiles
laderas, pensé de nuevo en los contrastes que me rodeaban: glaciares de alta montaña,
valles alpinos, y frondoso bosque templado en el monte Kenia a mi derecha, el desierto
reseco en el fondo del desfiladero, a mi izquierda, y un complejo y escalonado mosaico de
vegetación uniendo ambos paisajes. No hace falta ser un apasionado de la naturaleza
para quedar fatalmente impresionado por la vitalidad y la diversidad de todo ese paisaje.
A una hora ya de Nairobi, todavía intentando dar con una altura de vuelo más suave, a
veces por encima de las nubes, otras por debajo de ellas, ahora podíamos ver el lago
Baringo, al oeste. Uno de los muchos lagos diseminados por el gran valle del Rift, el
Baringo tiene un color marrón-lodo en esta época del año, resultado de las copiosas lluvias
estacionales que arrastran limos aluviales procedentes de los montes Tugen, al oeste del
lago. La isla volcánica en el centro del lago destaca en medio de las aguas marrones. Mi
hermano mayor, Jonathan, vive cerca del lago, en la margen occidental, donde cultiva
melones y hace tiempo también criaba serpientes. Geólogos y antropólogos han explorado
la zona en busca de fósiles durante años en varios yacimientos situados entre el lago y las
montañas, con notable éxito, y están reconstruyendo un cuadro exquisito de la vida animal
que abundó en la zona hace entre trece y cinco millones de años. Todavía nada
espectacular a nivel homínido, pero nunca se sabe. No se por qué, pero el Baringo nunca
me ha atraído: prefiero con mucho el paisaje más salvaje, al norte.
«Kilo noviembre Mike. Informando operaciones normal. Cambio.» Este era el último
control que haría con una torre de control aéreo; pronto estaríamos fuera de su alcance.
Ahora estábamos solos. Dentro de unos cuarenta y cinco minutos avistaríamos el extremo
sur del lago. «Roger, Kilo noviembre Mike. Corto.»

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Alan y yo no solemos hablar mucho durante el vuelo. Hay que gritar para hacerse oír
con el ruido del motor, y puede resultar muy incómodo. A mí no me importa el esfuerzo,
pero Alan, como casi todo el mundo, prefiere no gritar. Así que se pone a leer.
Siempre me ha gustado mirar desde el avión para ver lo que hay debajo: bosques,
afloramientos sedimentarios, evidencia de vida humana, este tipo de cosas. El viaje desde
Nairobi hasta el lago Turkana es especialmente interesante porque el terreno cambia de
sur a norte y de este a oeste, como un caleidoscopio geológico. Muchas veces, con un
determinado ángulo de luz, puede verse algo que no se ha visto antes, un rasgo geológico
o un nuevo torrente de agua. Siempre suelo mirar hacia abajo, pero en ocasiones me
dedico a observar los pájaros.
Hasta este punto del vuelo, el fondo del valle del Rift queda a nuestra izquierda cuando
se sobrevuela la meseta Laikipia. Pero ahora nuestra ruta nos lleva por el extremo de la
meseta, con el fondo del valle debajo de nosotros, un terreno árido desde aquí hasta
nuestro destino. Adoro el desierto. Desde aquí, y durante la última hora y media de vuelo,
vemos lavas y cráteres, cauces fluviales secos, sombras de borrosos cursos de agua
discurriendo en medio de tierra reseca. Para algunos, una tierra así puede parecer hostil.
Para mí, es como volver a casa, y me invade una sensación de paz. Por la mañana
temprano el vuelo puede resultar mágico, cuando los rayos del sol se abren camino, muy
bajos, a través del paisaje. A veces es tan hermoso que me entran ganas de parar el avión
en una nube para poderlo contemplar.
Siempre me han apasionado los lugares salvajes y remotos, y los animales que allí
habitan. En mi adolescencia lo único que deseaba era proteger la fauna salvaje de la
selva, atrapar animales peligrosos, llevar una vida de aventura. Y ahora soy director del
servicio de protección de la fauna salvaje. Soy el jefe de todos los guardas de caza de
Kenia. No es difícil explicar ese amor por la vida salvaje. Mis padres, Louis y Mary, no
quisieron que sus hijos interfirieran en sus expediciones, así que mis hermanos Jonathan y
Philip, y yo, íbamos a todas partes con ellos, casi siempre a lugares muy emocionantes y
peligrosos.
En el frescor del atardecer, cuando las excavaciones del día habían terminado, Louis
solía dar largos paseos, buscando nuevos yacimientos o verificando los viejos. Y solía
llevarnos a los tres con él, con la condición de que no le hiciéramos perder el tiempo.
Mi padre era un gran naturalista, y solía hablarnos de historia natural mientras
caminábamos. Los tres nos quedábamos subyugados, mientras interiorizábamos un
profundo conocimiento de la naturaleza. También aprendimos a defendernos: a encontrar
agua y comida en lo que parecía un árido desierto, a seguir el rastro de animales salvajes
y a atraparlos. Aprendimos a ser parte de la naturaleza, a respetarla y a no temerla.
No todo era de color de rosa. Los niños pueden aburrirse enormemente cuando sus
padres se pasan horas escarbando en tierra seca. Un día, cuando tenía seis años, harto
de lo que estaba pasando -o más bien, de lo que no estaba pasando, según mi visión de
las cosas entonces- empecé a quejarme de calor, de sed, y de incomodidad.
Finalmente Louis se hartó y me dijo: «¡Ve y busca tu propio hueso!».
Me marché de allí, y empecé a buscar posibles yacimientos -aunque ahora no estoy
seguro de lo que buscaba realmente- y vi un fragmento de hueso fosilizado de color
marrón que sobresalía del suelo, a unos diez metros de donde estaban trabajando mis
padres. Empecé a excavar ávidamente el hueso, y estaba tan absorto que mis padres
empezaron a preguntarse qué es lo que estaba haciendo. Cuando vieron lo que tenía, me
apartaron a un lado rápidamente para poder recuperar el fósil indemne. Resultó ser la
primera mandíbula completa de una especie extinguida de cerdo gigante, Notochoerus
andrewsi, que vivió hace medio millón de años. Pero ningún premio por mi descubrimiento

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podía compensarme de la furia que sentí por haberme quedado sin mi hueso. Ya entonces
era ferozmente independiente, tanto es así que no pasó mucho tiempo antes de decirme a
mí mismo que, hiciera la carrera que hiciese, no sería nunca un buscador de fósiles. No
seguiría los pasos de mis padres para vivir siempre a su sombra.
Los nombres de Louis y Mary quedarán para siempre asociados a la garganta de
Olduvai, en Tanzania, yacimiento de famosos descubrimientos que situó el África oriental
en el mapa antropológico. Desde 1925, Sudáfrica había sido el epicentro de la búsqueda
de antepasados humanos primitivos, y Raymond Dart y Robert Broom, nombres
legendarios en los anales de la antropología, lograron incontables éxitos. Pero en el África
oriental de aquella época no se había descubierto nada. Luego, tras años de búsqueda
infructuosa, Louis y Mary realizaron dos grandes hallazgos en poco tiempo, en 1959 y en
1960. Primero fue Zinjanthropus, una especie extinguida de enormes dientes, similar a
algunos de los fósiles descubiertos en Sudáfrica. Y luego Homo habilis, descubierto por
Jonathan. Era una nueva especie de humano fósil, un fabricante de útiles, con gran
cerebro, miembro de nuestro género y, según mi padre, el antepasado directo de los
futuros humanos. Homo habilis significa en realidad «hombre hábil», un nombre sugerido
por Raymond Dart.
El modelo de prehistoria humana que establecieron estos primeros descubrimientos
sigue aún vigente entre nosotros. Desde los tiempos más remotos, hubo simios bípedos,
de pequeño cerebro, incluidos Zinjanthropus y las criaturas surafricanas, varias especies
de Australopithecus. Todos ellos acabaron por extinguirse, y en algún momento surgió la
especie de gran cerebro que se convertiría en el género Homo, nosotros. Actualmente
tenemos una idea mucho más clara de los tiempos de nuestra prehistoria, cuando los
distintos protagonistas de nuestro pasado aparecieron por primera vez, para luego -la
mayoría de ellos- desaparecer. Pero en la época en que mis padres trabajaban en la
garganta de Olduvai sólo era visible una pequeña parcela de esta historia. Sin embargo,
ya era evidente que Zinjanthropus y otros seres de pequeño cerebro vivieron hace unos
dos millones de años, y tal vez incluso antes.
Hace un millón de años se extinguieron. Lo sorprendente es que Homo habilis, la
primera especie en la línea que conduce hasta nosotros, también se originó muy
tempranamente, tanto como Zinjanthropus.
Homo habilis era exactamente lo que Louis y Mary habían estado buscando, lo que
sabían que un día encontrarían: una prueba de que la humanidad -Homo- tenía profundas
raíces en la historia evolutiva. La idea constituía una verdadera tradición entre los círculos
antropológicos británicos de los años veinte y treinta, y Louis la había absorbido ya de sus
mentores. Su descubrimiento de un fósil espectacular contribuyó a poner carne y sangre a
aquella idea. Sin fósiles, ni la mejor de las ideas puede prosperar. Pero los fósiles
descubiertos -sobre todo su interpretación- pueden ser controvertidos. Así ocurrió con
Homo habilis. Y así ocurriría con un fósil similar que yo descubrí unos diez años más
tarde. En todo esto estaba pensando durante nuestro vuelo hacia el norte, y también en el
nuevo fósil descubierto por Kamoya.
Pese a hallarnos ahora a sólo dos horas de vuelo de Nairobi, parecía que estábamos
ya en otro mundo. Todo estaba seco, la alta meseta en el este, y debajo, al oeste, el
desierto. Este es mi paisaje. Habíamos llegado al extremo sur del lago Turkana, que ahora
quedaba a nuestra derecha, prolongándose hacia el norte; hacia el sur había quedado
obstruido por una erupción volcánica hace unos diez mil años. Desde la orilla meridional
del lago, a unos 25 kilómetros lago adentro, está South Island, la «Isla del Sur», sitio de
muchas leyendas locales. Alimentado por el gran río Orno, que drena las aguas de los
montes etíopes, el lago tiene una historia geológica fascinante, que sólo ahora empieza a

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aflorar. En el pasado reciente las gentes del lugar lo llamaban el lago Bussa; luego fue
bautizado con el nombre de lago Rodolfo por el conde Samuel Teleki, quien lo «descubrió»
en 1888; y finalmente lago Turkana, el nombre dado por el gobierno keniata tras la
independencia en 1963, en reconocimiento del pueblo turkana que vive en sus márgenes
occidentales.
El lago, que tiene la forma de una garra canina, mide de norte a sur unos 300
kilómetros, y tiene una anchura media de unos 40 Km. Es una masa de agua
impresionante, una poderosa presencia para las gentes que viven cerca e incluso para
aquellos que sólo están de visita, como los científicos que trabajan en la zona. No conozco
a nadie que haya pasado algún tiempo junto al lago que no se sienta, en cierto modo,
como en casa. Algo extraordinario, para un medio tan inhóspito. Y, en muchos aspectos
importantes, yo también me siento en casa.
Nuestra pista de aterrizaje está en la margen occidental del lago, a más de la mitad de
camino hacia el norte, a unos 120 Km. al norte de Lothagam Hill, así que nos quedaba
todavía una media hora de vuelo. Con el morro del Cessna apuntando hacia el norte, ya
podía ver, a lo lejos, en la margen oriental, la familiar lengua de arena adentrándose en el
lago. Es el bancal de arena de Koobi Fora, mi campamento base y hogar durante más de
quince años dedicados a la búsqueda de fósiles, que me situó precisamente en la vía que
había jurado no emprender nunca: seguir los pasos de mis padres. Pero no a su sombra,
creo.
No puedo explicar -ni a mí mismo- cómo acabé finalmente implicado en la búsqueda de
los orígenes humanos, siguiendo un camino que tan ferozmente había jurado no
emprender. Fue en parte algo accidental, como ocurre tantas veces. De joven era un buen
organizador, y lo sabía. Podía dirigir expediciones por aquellas difíciles tierras tan
frecuentemente asociadas a la búsqueda de fósiles en el África oriental. Lenta pero
inevitablemente me fui dedicando paulatinamente a gestionar el lado práctico de este tipo
de expediciones. Y lenta pero inevitablemente la fascinación por los fósiles acabó
imponiéndose. Si entonces hubiera sabido las amargas luchas académicas y personales
que me esperaban, tal vez hubiera abandonado la empresa para dedicarme a algo más
tranquilo, como ser general del ejército, por ejemplo. Pero llevaba los fósiles en la sangre,
y no pude escapar a su llamada.
Se experimenta una profunda sensación de temor y de respeto al ver, y sostener, un
fósil de homínido, un fragmento del propio pasado, del pasado de todos los Homo sapiens.
Siempre me conmueve, y sé que no soy el único en esta profesión en reaccionar así. Mis
colegas y yo no hablamos mucho sobre ello, porque no es «científico», pero es una parte
muy real de esta ciencia tan especial, la búsqueda de la identidad del género humano. Tal
vez fue esto lo que me arrastró a ella.
Mi decisión de explorar el potencial fósil de la margen oriental del lago Turkana fue una
apuesta salvaje, de esas que se hacen cuando la arrogancia de la juventud no deja ver la
posibilidad de que puedes perderla. Fue una tormenta lo que me impulsó a tomar la
decisión.
Era agosto de 1967; estaba a cargo del equipo de Kenia que formaba parte de una
expedición conjunta franco-norteamericano-keniata al sur del valle del Orno, justo al norte
del lago Turkana. Mi padre había ayudado a organizar la expedición, gracias a su amistad
con el emperador Haile Selassie de Etiopía. Así que yo era muy consciente de la
presencia de Louis, aunque no formara parte de la expedición.
Tras sobrevivir, durante nuestros primeros pasos, a un cocodrilo gigante que pretendía
comerse el equipo de Kenia y la frágil embarcación que nos llevaba a través del gran río
Orno, tuvimos bastante suerte. Encontramos fragmentos de dos cráneos humanos

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relativamente recientes, de unos 100.000 años de antigüedad, ejemplares ambos de los
primeros humanos modernos, que desde entonces han sido reconocidos como evidencia
en la historia humana. Pero en aquellos días todos estábamos mucho más interesados en
la parte más arcaica de la historia humana, y este golpe de suerte no parecía suficiente
para sentirse satisfecho. También me di cuenta de que el equipo de Kenia era el hermano
pobre de la expedición. A cada equipo le fueron asignadas regiones geográficas distintas
para operar, y la mayoría de los fósiles de mi zona eran claramente mucho más jóvenes
que los de las demás regiones. Era evidente que había muchas posibilidades de quedar
eclipsados por los descubrimientos de franceses y norteamericanos. No podía soportar la
idea de que los méritos paleontológicos fueran monopolizados por los otros dos equipos.
Finalmente, ni franceses ni norteamericanos encontraron nada de verdadera
importancia, salvo un fósil humano poco atractivo, una mandíbula inferior de 2,6 millones
de años de antigüedad que sus descubridores franceses llamaron Paraustralopithecus
aethiopicus. Casi veinte años más tarde esta pequeña mandíbula desempeñaría un rol
importante en mi vida, pero en aquel momento no despertó mi interés. Estaba demasiado
preocupado por los pobres resultados de mi equipo y, tal vez más aún, por mi propio
estatus. Sí, yo dirigía el equipo de Kenia, pero no tenía credenciales científicos ni
educación formal. Era un buen organizador, pero cuanto sabía de anatomía lo había
aprendido en mi negocio juvenil de venta de esqueletos a museos, y como colaborador de
colegas científicos. En realidad, el director científico del equipo de Kenia era mi padre, y
esto me molestaba.
Con la expedición al río Orno a punto de acabar, tuve que volar de regreso a Nairobi
para ocuparme de unos asuntos. A la vuelta, al llegar a nuestro destino, nos topamos con
una enorme tormenta en la parte occidental del lago, que obligó al piloto de nuestra
avioneta a cambiar de rumbo para volar por la parte oriental. Yo estaba familiarizado con
los mapas de la región, que mostraban la parte oriental cubierta de rocas volcánicas, así
que me quedé muy sorprendido al ver debajo lo que parecía ser un depósito sedimentario,
el tipo de formación susceptible de contener fósiles. Yo sabía, por varias razones, que
nadie había explorado la zona en busca de fósiles. Así que decidí hacerlo yo.
Unos días más tarde, en un helicóptero alquilado por el contingente norteamericano de
la expedición, sobrevolé la zona que había visto desde el avión. Le pedí al piloto que
aterrizara cerca de unos sedimentos concretos, y a los pocos minutos ya sostenía entre
mis manos fósiles y útiles de piedra. Exploramos otros yacimientos aquel día, y empecé a
vislumbrar el futuro. Supe enseguida lo que tenía que hacer, pero mantuve mis planes en
secreto.
Cuatro meses después, en la gran sala de juntas de la sede de la National Geographic
Society en Washington D.C., informé sobre los progresos de la expedición al río Orno. Y
luego avancé mi propuesta de una expedición exploratoria a Koobi Fora, en la margen
oriental del lago Turkana. Describí brevemente mi visita en helicóptero y expliqué al comité
lo que había encontrado. Estaba seguro, dije, de que allí había fósiles. El coste podía
elevarse a unos 25.000 dólares.
Mi padre se quedó atónito. Aunque conocía mi interés por investigar un día la zona del
lago Turkana, pensaba que mi presencia en la reunión obedecía a la necesidad de pedir
apoyo financiero para el equipo de Kenia en el proyecto conjunto del río Orno.
También el comité se mostró sorprendido, aunque sólo fuera por la audacia de un joven
de veintitrés años que pedía una generosa ayuda financiera para una expedición
independiente. Yo había abandonado la secundaria antes de hora, porque deseaba seguir
mi propio camino en el mundo. No tenía educación universitaria ni la necesaria paciencia
para ello. Pero a pesar de todo allí estaba yo, pidiendo ayuda para una exploración que

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podría haber ido a parar a un «verdadero» científico. Y pese a mi fanfarronada, de hecho
no tenía la menor idea de lo que podía dar de sí una expedición a la parte oriental del lago.
Pero sabía que tenía que intentarlo. La National Geographic decidió apoyar mi apuesta.
Alan Walker y yo estábamos a la altura del extremo sur del Turkana, ahora a nuestra
derecha. Delante, el lago se alargaba más y más, como un infinito resplandor,
mezclándose a lo lejos con la bruma de la mañana. Ahora Nairobi estaba realmente muy
lejos. Me sentía liberado de las tensiones de la ciudad, de las exigencias del museo. La
oleada de tranquilidad que me invade al llegar a este punto del viaje nunca falla. Volví a
mirar a mi derecha y vi la Isla del Sur asomando lentamente, y recordé por qué unos
depósitos fosilíferos tan ricos, en la zona oriental, habían permanecido inexplorados hasta
mi primera expedición en 1968. Tiene que ver con la muerte de dos jóvenes.
El geólogo y explorador británico Vivían Fuchs organizó una expedición al lago en
1934, con ambiciosos planes de exploraciones geológicas, paleontológicas y
arqueológicas extensivas. «El plan original de la expedición consistía en un viaje continuo
alrededor del lago -había dicho Fuchs en una reunión organizada por la Royal
Geographical Society de Londres el 15 de abril de 1935-. Tras la negativa del gobierno
etíope a concedernos autorización para entrar en territorio de Abisinia [Etiopía], el plan
tuvo que modificarse y obviar el extremo norte del lago, que está justo al otro lado de la
frontera. Por lo tanto, decidimos organizar el trabajo en dos fases, primero en la parte
occidental del lago y luego en el lado oriental.» Precisamente las dos áreas donde,
cuarenta años después, yo iría a explorar.
La margen occidental fue decepcionante para la expedición, como explicaría D. G.Mac
lnness, uno de los ayudantes de Fuchs, a los eminentes científicos y exploradores
reunidos en la Geographical Society. «Conocíamos la existencia de algunos depósitos
fosilíferos, presuntamente del Mioceno, en la parte occidental del lago, donde la
expedición francesa había descubierto fósiles dos años atrás. Encontramos de hecho
algunas de las excavaciones realizadas por los franceses, pero o se lo habían llevado
todo, o no había mucho que encontrar. No encontramos prácticamente nada.» Así que la
expedición se concentró en la margen oriental.
Uno de sus centros de atención fue la Isla del Sur, un volcán extinguido a unos seis
kilómetros de la orilla oriental, y a unos 25 Km. del extremo sur del lago.
Anteriormente había recibido el nombre de isla Hohnel, de acuerdo con el nombre del
teniente Ludwig von Hohnel, que llegó a la isla con la expedición del conde Teleki en 1888.
También se la ha llamado, incorrectamente, Isla Elmolo. El Molo es el nombre de un
pueblo que vive en la zona oriental del lago. Pero hay una isla Elmolo más al norte, mucho
más pequeña que la Isla del Sur. Independientemente del nombre que se le dé, la isla
siempre ha sido objeto de mitos y leyendas entre los pueblos del lago Turkana.
Hablan de fuegos que se vieron hace tiempo. Como la isla es de origen volcánico,
parecen leyendas muy lógicas.
El 25 de julio de 1934, Fuchs y W. R. H. Martin, un topógrafo, visitaron la isla tras una
travesía breve pero difícil. A la mañana siguiente ambos hombres exploraron partes de la
isla, en dirección hacia el pico más alto, de unos 600 metros de altura. «Al cabo de poco
rato vimos las pisadas de un animal cuadrúpedo: una verdadera sorpresa, porque
creíamos que la isla, a excepción de los pájaros, estaba deshabitada -contaba Fuchs. Las
pisadas resultaron ser de cabras, cabras inicialmente domesticadas pero devueltas a su
estado salvaje-. Más adelante encontramos trece esqueletos de cabra en diversas partes
de la isla, y también un fragmento de cerámica y huesos humanos.» Posiblemente esta
fuera la explicación de los fuegos que se habían visto en la isla, y no erupciones

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volcánicas. En todo caso, el descubrimiento iba a constituir un preludio siniestro de otro
misterio relacionado con la isla.
El 28 de julio, Fuchs volvió a tierra firme, dejando que Martin continuara su tarea de
inspección. Al día siguiente, el doctor W. S. Dyson, un médico norteamericano de la
expedición, se unió a Martin para lo que en principio iba a ser un trabajo científico, difícil
pero fascinante, de dos semanas. A estas alturas la expedición había terminado sus
exploraciones en la margen occidental del lago, y la excursión a la Isla del Sur formaba
parte de un trabajo similar en la zona oriental, donde se esperaba poder encontrar restos
fósiles y arqueológicos.
Se hicieron planes para la comunicación de emergencia entre la isla y los
campamentos continentales. Pero nunca llegó a establecerse ningún contacto. Llegó el día
previsto para el reencuentro, pero no hubo señal alguna. Si algo les había pasado a
aquellos dos hombres tenía que haber ocurrido en muy poco tiempo, puesto que
desaparecieron sin ninguna llamada de socorro. Pese a una búsqueda intensiva y
frustrante, con varios aviones y botes, no se pudo dar con ellos. Lo único que se encontró
de ellos y de su empresa fueron dos latas, dos remos, y el sombrero de Dyson, todo ello
arrojado en la orilla occidental, a unos 100 Km. al norte de la Isla del Sur. «Uno de los
aspectos más misteriosos de todo el asunto fue la desaparición de la embarcación y de los
dos recipientes de gasolina que había en ella», diría Fuchs más tarde.
Exactamente cuarenta años después, en el verano de 1974, la tragedia volvió a
golpear a una de mis expediciones, justo un poco más al norte, en la margen oriental.
Un joven estudiante estaba recogiendo muestras, solo, lo que suponía una peligrosa
contravención de las normas del campamento. Se perdió. De nuevo una impresionante
búsqueda aérea durante cuatro días, sin éxito. Al final se dio con él por puro azar, pero
estaba tan malherido, por el calor y la deshidratación, que deliraba, y nunca conseguimos
descubrir lo que pasó. Murió unos días más tarde en el hospital de Nairobi. Como en el
caso de Martin y Dyson, la pérdida del joven estudiante fue un recordatorio siniestro de
que el lago Turkana, ese lugar que tanto quiero, puede ser cruel e inclemente, y exige
respeto, como toda la naturaleza.
Por lo que puede inferirse a partir de informes y comentarios verbales, Fuchs y sus
colegas habían conseguido llegar hasta un punto situado justo al sur de Alia Bay cuando
las muertes de Martin y de Dyson acabaron con la expedición. El objetivo previsto de la
expedición -«encontrar restos de culturas humanas primitivas» -no se cumplió. Pero
estuvieron muy cerca, porque la zona a la que llegaron la conozco muy bien, precisamente
donde los estratos empiezan a ser interesantes. A veces sonrío cuando pienso en lo cerca
que estuvieron de encontrar fósiles.
Iniciamos el descenso a la altura de Lothagam Hill, y la temperatura de la cabina ya
empezaba a subir. Pronto podríamos percibir los olores familiares del lago Turkana, una
extraña mezcla de hierba quemada y tierra reseca. Alan estaba escudriñando una zona
denominada Karukongar, deseoso de localizar la toba, el estrato de ceniza volcánica que
aquí tiene un extraño color azulado. «¿Por dónde vas a sobrevolar, Leakey?» Lothagam
Hill es lo que un geólogo llamaría un horst, un amplio macizo rocoso que se eleva en el
extremo occidental del valle. No se sabe qué es lo que provocó la elevación de este
macizo rocoso, pero el efecto es idéntico a la estructura de los cañones y llanuras típicas
del Oeste norteamericano. Aquí, el horst adquiere la forma de una isla en medio de un
angosto valle aluvial al oeste del lago. Hace diez mil años, Lothaeam fue realmente una
isla, porque entonces el lago Turkana era enorme, y cubría un área por lo menos cuatro
veces mayor que la actual. No hace mucho se descubrieron yacimientos funerarios y

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ceremoniales de la misma época -hace diez mil años- en la cima de la colina. Resulta
intrigante imaginar una pequeña comunidad en la isla de Lothagam.
Una combinación de actividad volcánica, sedimentación y tiempo -unos cuatro millones
de años- transformaron Lothagam en un sueño para los paleontólogos y en una pesadilla
para los geólogos. Hay bolsas de sedimentos fosilíferos, y en un pequeño torrente la
erosión deja aflorar lentamente de la arenisca el esqueleto completo de un carnívoro. Pero
los elementos de la geología son difíciles de desentrañar, lo que complica la datación de
los fósiles que allí encontramos. Es el caso de la mandíbula del Australopithecus de
Lothagam, el fragmento de mandíbula inferior fosilizado que mencionaba antes. Su edad
sigue siendo un enigma.
«¡Mira, ahí está!», dijo Alan. A nuestra izquierda estaba la toba azulada, que desde
esta altura parecía una veta quebrada a lo largo del paisaje. En tierra es mucho más
impresionante, ya que en algunos punto puede llegar a alcanzar hasta tres metros de
grosor, como un río de piedra. «A ver si podemos seguir su rastro hasta Lothagam», dije,
al tiempo que inclinaba la avioneta hacia abajo, listo para planear a vuelo raso.
Por desgracia, la toba era demasiado fragmentaria y, por mucho que lo intentáramos,
no íbamos a poder seguir su trayectoria. Abandonamos la idea y decidimos que
volveríamos a intentarlo desde tierra, al cabo de un par de días, para recoger muestras
con que llevar a cabo un análisis químico.
Habíamos descubierto la toba tres años atrás, cuando Alan y yo realizábamos un safari
por Karukongar, con Kamoya y la Banda Homínida, abriéndonos camino desde el norte del
lago Baringo hasta este punto, justo al sur de Lothagam. Fue una excursión rápida, una
exploración para programar futuros proyectos interesantes, que fue memorable, en parte
porque el brazo de Alan se hinchó hasta alcanzar proporciones alarmantes a raíz de una
picada de avispa. Como era alérgico a las avispas, y por lo tanto corría el riesgo de shock
mortal, huelga decir que pasamos momentos difíciles, sobre todo en plena jungla, a
muchas horas de distancia del primer hospital. Pero por suerte se recuperó bastante
pronto.
El campamento final de aquel viaje estaba a unos quince kilómetros de Lothagam, por
un gran cauce de arena flanqueado de árboles que nos daban sombra. Pero no
estábamos solos, porque la margen occidental suele estar relativamente poblada.
Sabíamos que había pastores por allí, porque habíamos visto sus animales, cientos de
camellos y de cabras. Algunos hombres turkana vinieron al campamento a por té y tabaco,
pero no había jóvenes. Ojalá hubiéramos sido menos confiados. Poco después Alan y yo
tuvimos que volver a Nairobi, dejando que Kamoya y la Banda Homínida levantaran el
campamento al día siguiente. Pero tuvieron que hacerlo antes de lo previsto.
Tan pronto como el ruido del avión dejó de oírse, los jóvenes «ausentes» aparecieron
cargados de rifles para exigir mantas y otras cosas -bandidos locales, como supimos
luego. Kamoya consiguió convencerlos como pudo para que volvieran al día siguiente,
prometiéndoles que se les daría todo cuanto quisieran. Cuando los bandidos se
marcharon, Kamoya y sus hombres recogieron todo cuanto pudieron dentro de las tiendas
para evitar dar la sensación de que levantaban el campamento. Luego, cuatro horas
después de la puesta de sol, a una señal convenida, cortaron las cuerdas, lanzaron las
tiendas rápidamente a los Land Rovers, y el grupo huyó velozmente en la oscuridad de la
noche, sin luces. «Fue un poco difícil», me dijo Kamoya más tarde, restándole importancia.
Satisfechos de haber podido sacar el máximo de información del rompecabezas de
Lothagam gracias a nuestra exploración aérea, Alan y yo decidimos dirigirnos al
campamento. Kamoya estaría esperando. La pista de aterrizaje es corta. Yo lo prefiero así,
porque disuade a posibles visitas indeseadas. Con el lago detrás nuestro y con la pared

22
occidental del desfiladero delante, hicimos un descenso muy inclinado, y la temperatura
seguía subiendo. Mucha gente tiene miedo de los aterrizajes en plena naturaleza, sobre
todo de los míos. Pero yo no me arriesgo, ya no. Hubo un tiempo — era mucho más joven-
en que creía poder hacer cualquier cosa y salir airoso. Una vez me salvé de milagro, y
aprendí la lección. Prefiero seguir con vida.
El altímetro marcaba 500 metros. La pérdida de velocidad resonaba en los asientos.
Por fin las ruedas tocaron tierra y siguieron rodando por la superficie herbácea mientras
yo frenaba con fuerza. Abrí la cabina, y un soplo de ardiente aire turkana nos envolvió,
conteniendo el olor a lejanos rebaños de cabras y a vegetación reseca. Vimos un Land
Rover, y a Kamoya y Peter Nzube esperando, con una amplia sonrisa. «O.K.
Walker -dije a Alan-, veamos qué es lo que tienen para nosotros esta vez.»

23
Capítulo II
UN LAGO GIGANTE
«Kamoya ha encontrado un pequeño fragmento de un frontal de homínido, de unos 3,80
cm por 5 cm, en buen estado -anotó Alan en su diario de excavaciones el 23 de agosto de
1984-. Se hallaba en un talud del bancal frente al campamento. El propio talud está
cubierto de guijarros de lava negra. Nunca sabré cómo lo encontró.» La habilidad de
Kamoya para encontrar homínidos fósiles es legendaria. Un buscador de fósiles debe
tener ojos de lince y un patrón de búsqueda muy claro, un modelo mental que
inconscientemente sopese todo cuanto ve durante la exploración en busca de claves
reveladoras. Una especie de radar mental sigue funcionando aunque no se esté
profundamente concentrado. Un especialista en moluscos fósiles posee un patrón de
búsqueda de moluscos. Un especialista en antílopes fósiles posee un patrón de búsqueda
de antílopes. Kamoya es un experto en homínidos fósiles, y nadie le supera descubriendo
restos fosilizados de nuestros antepasados. Pero aun contando con un buen radar interno,
la búsqueda es mucho más difícil de lo que parece, no sólo porque los fósiles suelen tener
el mismo color que las rocas que los ocultan, mezclándose así con el paisaje, sino también
porque suelen aparecer rotos, y sus fragmentos a menudo presentan formas peculiares. El
patrón de búsqueda debe tener en cuenta esta dificultad.
En nuestro ámbito nadie confía realmente en encontrar un cráneo entero, ahí en el
suelo, mirándonos. El típico descubrimiento suele consistir en un pequeño fragmento de
hueso petrificado. Por lo tanto, el patrón de búsqueda del cazador de fósiles debe incluir
múltiples dimensiones, emparejando cualquier Posible ángulo de cada una de las formas
del fragmento de cada hueso del esqueleto humano. Kamoya es capaz de avistar un
fragmento de homínido fósil en un talud de arenisca a una docena de pasos; cualquier
otro, aun a gatas y mirando fijamente en dirección al fragmento, posiblemente ni lo vería.
Conocí a Kamoya en 1964, durante mi primera incursión seria en el mundo de los
homínidos fósiles. Él formaba parte de un equipo de trabajo en una expedición al lago
Natrón, justo al otro lado de la frontera sur occidental con Tanzania. Enseguida trabamos
amistad y fue el inicio de una relación profesional que hoy todavía dura. Ya entonces
demostró su habilidad al descubrir una mandíbula de homínido de la misma especie que
Zinjanthropus, descubierto cinco años antes por mi madre en la garganta de Olduvai. El
descubrimiento de Kamoya constituía el primer maxilar inferior conocido de esta especie
homínida, así que quedé muy impresionado. Sobre todo porque Kamoya lo descubrió
cuando el fósil apenas asomaba de un peñasco situado a medio metro de donde yo mismo
había estado buscando fósiles pocos momentos antes. Parte del secreto de Kamoya
reside en el hecho de que, pese a ser de constitución robusta e irradiar una gran
tranquilidad, siempre está en movimiento, inquieto, raramente ocioso. Así fue como

24
encontró el fragmento de cráneo homínido que nos había traído a Alan y a mí hasta el
Turkana occidental.
«Habíamos acampado junto al río Nariokotome -explica Kamoya-. Casi siempre está
seco, pero remontándolo unos cien metros desde el campamento se puede encontrar
agua a medio metro de profundidad si acaba de llover, y a unos tres metros en época
seca. Pero siempre se encuentra agua.» Kamoya y su equipo iban de la parte norte de la
margen occidental a ciertas zonas del sur, donde conocíamos la existencia de depósitos
fosilíferos bastante prometedores. El geólogo Frank Brown y el paleontólogo John Harris
formaban parte de este barrido de norte a sur, correspondiente a las fases finales de una
prospección de cuatro años en busca de posibles yacimientos en la margen occidental.
Habíamos decidido empezar el trabajo serio en busca de fósiles de homínido en 1984. Y
teníamos razones para sentirnos optimistas, porque en los inicios de la prospección se
habían descubierto un par de pequeños fragmentos.
Dado que el año anterior el campamento se había establecido en el Nariokotome,
Kamoya sabía que allí encontraríamos sombra y agua. «Llegamos alrededor del mediodía,
sucios y cansados -recuerda-. Lo primero que hicimos fue buscar agua. Si, ahí estaba,
igual que el año pasado, aunque esta vez tuvimos que cavar a mayor profundidad.» Una
vez con los cuerpos y la ropa limpios, y de haber comido, los hombres decidieron darse el
resto del día libre. Pero Kamoya no. Dijo que iba a echar un vistazo a un barranco al otro
lado del cauce seco del río, a unos trescientos metros del campamento.
«No sé muy bien qué es lo que vio Kamoya en ese barranco», dice Frank Brown, que
había coincidido con Kamoya en las tres anteriores temporadas de exploración de la
margen occidental. «Pasamos por ahí en 1981, el segundo año de la prospección, y ya
entonces se paró a mirar, pero no encontró nada. Al año siguiente lo mismo. Nada. Y
ahora este año, 1984, ¡bingo! Encuentra un homínido.» La explicación de Kamoya es
siempre enigmática: «Me pareció interesante». Me considero a mí mismo un buscador de
homínidos fósiles bastante experimentado, y a veces también siento -nada tangible- que
voy a descubrir algo, así que comprendo a Kamoya. Pero incluso a mí aquel barranco me
parecía poco prometedor, sólo un puñado de guijarros dispersos en un talud, un camino de
cabras serpenteando junto a un viejo arbusto espinoso, el cauce seco de un río
atravesando el barranco, y una sucia carretera local de norte a sur a pocos metros de
distancia.
«La tierra del barranco tiene un color claro -explica Kamoya-, y las piedras son negras,
trozos de lava. El fósil es algo más claro que la lava, y por lo tanto fácilmente visible.
Encontré lo que buscaba.» El fragmento no era mucho mayor que un par de sellos de
correos juntos, pero aun así fue significativo. Un trozo de hueso chato con una ligera
curvatura era indicio de cráneo, y un cráneo perteneciente a un animal con un cerebro de
gran tamaño. Además, la impronta del cerebro en la pared interna del cráneo era muy
borrosa. El conjunto de todas estas claves dispararon el patrón de búsqueda de Kamoya
para afirmar que se trataba de un cráneo de homínido. Un fragmento de hueso similar,
más delgado, con una curvatura más pronunciada y con improntas cerebrales más
profundas en la pared interior podría haber apuntado a un antílope, por ejemplo.
Aunque al principio no resultó inmediatamente evidente de qué parte del cráneo
homínido procedía el fragmento fósil de Kamoya, finalmente resultó ser de la región
frontal. Kamoya sí supo que el cráneo tenía más de un millón de años -1,6 millones de
años, según el cálculo de Frank Brown-, de modo que adivinó que había encontrado un
Homo erectas, la especie homínida directamente predecesora de Homo sapiens.
El miembro más antiguo de la familia homínida se desarrolló hace entre diez y cinco
millones de años, de acuerdo con las estimaciones actuales. Por lo tanto, podemos

25
avanzar una datación media de unos 7,5 millones de años para el origen de la primera
especie homínida. Una de las características definitorias de los homínidos es su modo de
desplazarse: tanto nosotros como todos nuestros antecesores inmediatos caminaban
erguidos sobre dos piernas, es decir, que eran bípedos. Si bien los primeros miembros de
la familia eran bípedos, lo que eximía a sus manos de la tarea inmediata de locomoción, la
producción de útiles de piedra y el desarrollo del cerebro se iniciaron relativamente tarde
en nuestra historia, hace unos 2,5 millones de años. La cuestión es controvertida, pero yo
estoy convencido de que la producción de útiles de piedra es una característica de nuestra
propia rama de la familia humana, el linaje Homo, y que está estrechamente relacionada
con el desarrollo del cerebro. Al principio, el desarrollo evolutivo en este sentido fue
pequeño, pero con la aparición de Homo erectus empieza a ser importante. Tal como
tendremos ocasión de ver a lo largo de este libro, el origen de Homo erectus representa un
momento crucial en la historia humana. Una mirada retrospectiva desde la posición
aventajada de hoy, nos habla del abandono de un pasado esencialmente simiesco para
emprender el camino hacia un futuro nítidamente humano. De ahí que el descubrimiento
de Kamoya fuera potencialmente muy importante.
«Llamé a mi gente -dice Kamoya-, e inspeccionamos toda la superficie. Encontramos
otra pieza, pero nada más. Así que pusimos un montón de piedras, un hito, para marcar
exactamente el lugar donde se habían encontrado los fósiles.» Era demasiado tarde
aquella noche para llamarme a Nairobi, así que Kamoya esperó a la mañana siguiente
para darme la noticia. De hecho se trataba de una doble buena noticia, puesto que poco
antes John Harris también había encontrado un fragmento de cráneo, que podía ser de
homínido, o tal vez de un gran mono. Tenía dos millones de años, según la estimación
inicial de Frank. Así que cuando Alan y yo vimos a Kamoya y a Peter en la pista de
aterrizaje, tuvimos muchas cosas de qué hablar y planes para un examen más profundo
de ambos fósiles y, también, claro está, ponernos al día de los chismes del campamento.
La pista de aterrizaje está en el lado sur del río Nariokotome, y el campamento en el
lado norte, a la sombra de Acacia tortilis que se levantan muy altas a lo largo de la lengua
de arena. El campamento, un puñado de tiendas de campaña de color verde, está
dispuesto de forma muy sencilla en torno a un punto central formado por la tienda
principal, una tienda-para-todo, donde comemos, analizamos fósiles y charlamos.
Desde allí no se divisa el lago, a unos cinco kilómetros al este, pero sentimos la brisa
que suele soplar de este a oeste cruzando la cuenca del Turkana. La hierba crece sólo
esporádicamente, y el paisaje, yermo casi todo él, aparece salpicado aquí y allá por la
forma arbustiva de las salvadoras, que con su frondoso follaje verde claro oscurecen la
abundancia de pequeños frutos picantes que tanto gustan a los primates -humanos y no
humanos- de la región. Acacias de varios tipos bordean los cursos fluviales, que suelen
abrir profundos cauces en los antiguos sedimentos. La margen occidental del lago tiene
mucha más vegetación que la margen oriental, sobre todo junto a los ríos, y habría mucha
más si no fuera por el pastoreo intensivo de los rebaños de cabras y de vacas escuálidas
de los turkana. En estos parajes las montañas imponen su presencia de modo palpable; la
silueta de la pared occidental del valle del Rift se proyecta contra el cielo. Es una tierra
mágica, atrapada entre un lago gigante y majestuosas cordilleras montañosas.
Los grandes lagos, al igual que las altas montañas, siempre han atraído a la gente:
exploradores en busca de descubrimientos, de realización personal o de fama. En la
literatura de los exploradores europeos de finales del siglo pasado, el lago Turkana,
entonces llamado lago Rodolfo, aparece en los primeros lugares, casi siempre como meta
de grandes expediciones. «Una y otra vez se encuentran referencias a los cambios de
nivel del lago: si ha experimentado "un descenso espectacular" o "una subida

26
espectacular" en pocos años -dice Frank, que posee un repertorio épico de relatos
históricos de la región-. Es lógico, pues, que la imagen de esta gran masa de agua en
constante fluctuación acabara por dominar nuestras mentes.» Sí, es lógico, porque yo
mismo he visto bajar el nivel más de diez metros en los últimos veinte años.
La inmensidad de la cuenca y la cantidad de flujo de agua resultan apenas
comprensibles. Frank calcula que, con los trescientos mil litros por segundo que vierte el
Orno, el lago podría llenarse desde cero hasta su nivel actual en sólo setenta años.
Lo cual implica un nivel inestable, es decir, que ligeras alteraciones -pérdidas o
crecidas- pueden tener un gran impacto. A veces resulta difícil comprender que el lago
haya podido llegar incluso a desaparecer del todo en ciertas épocas. Pero sabemos que
es cierto.
Los primeros indicios empezaron a vislumbrarse a principios de los ochenta, cuando
Frank empezó a trabajar por primera vez en la parte oriental del lago y luego en la
occidental. Antes había formado parte del equipo norteamericano dirigido por Clark Howell,
que trabajaba en el curso inferior del río Orno, una continuación de parte de la expedición
conjunta franco-norteamericana-keniata que yo había abandonado en 1967. El trabajo de
Frank consistía en recoger datos sobre la historia geológica de la región, y establecer un
registro de los cambios medioambientales sepultados en profundos sedimentos.
Los episodios de hiperpluviosidad, o los periodos de gran sequía, por ejemplo, dejan
huella en los sedimentos acumulados a lo largo de los siglos. La presencia de un lago, la
tierra de aluvión de un río cercano, también quedan inscritas en el registro geológico.
Donde hay sedimentos se puede indagar el pasado y leer el registro de un ambiente ya
desaparecido y de los cambios habidos en él. La interfoliación de los estratos de ceniza
volcánica proporciona una escala temporal de estos cambios. Los isótopos radiactivos, un
componente natural de la ceniza volcánica, nos permiten fijar con precisión la fecha de la
erupción que produjo la ceniza, porque la desintegración lenta pero gradual de los isótopos
actúa como un reloj atómico. La llamada datación por potasio-argón es uno de los
métodos más utilizados para reconstruir el registro de las erupciones volcánicas en el
África oriental. Frank había reconstruido meticulosamente un registro del bajo valle del
Orno, y luego hizo lo mismo con los sedimentos al este y al oeste del lago Turkana.
«Me di cuenta de que existían intervalos en los que no hubo lago en la cuenca —
explica Frank, recordando sus primeros trabajos-. Cuanto más analizaba los datos, tanto
más claros resultaban.» Pero el lago Turkana es tan vasto, su presencia tan
impresionante, y domina hasta tal punto nuestras vidas, que resulta difícil imaginar una
época sin él. Resulta impensable.
El lago todavía nos plantea enigmas, entre ellos las épocas en que el ancho no Orno
dejó de verter sus aguas en él. Frank cree que, por alguna razón, las aguas del Orno se
desviaron temporalmente para verter en el Nilo. Algún día conoceremos cada recoveco de
la historia de la región. Pero lo importante es que sabemos lo suficiente para aceptar que
todo cuanto vemos a nuestro alrededor hoy en día es tan sólo un breve momento en la
larga evolución de la historia, no necesariamente un hito preciso de cómo fueron las cosas
en el pasado ni, evidentemente, de cómo serán en el futuro.
Si queremos alcanzar una perspectiva de la historia humana, como es mi caso, esta es
una lección importante.

27
En busca del joven turkana

En los últimos años he llegado a creer que esta perspectiva es tal vez la lección más
importante que cabe aprender sobre nosotros mismos. Homo sapiens ocupa una
brevísima porción de tiempo en la historia de la Tierra, un breve, efímero momento.
Nuestro planeta tiene entre 4.000 y 5.000 millones de años. La vida primitiva empezó aquí
hace unos 4.000 millones de años; las primeras formas de vida en la Tierra aparecieron
hace unos 350 millones de años; el primer mamífero, hace 200 millones de años; los
primeros primates, hace algo más de 66 millones de años; los primeros simios hace 30
millones de años; los primeros homínidos, hace unos 7,5 millones de años; Homo sapiens,
tal vez hace 0,1 millones de años. Pese a la multiplicidad, la complejidad y la riqueza de
las cosas que hay en la historia de la Tierra capaces de cautivarnos, nosotros,
ineludiblemente, nos vemos abocados a interesarnos por nuestros propios orígenes.
Esta pasión por conocer, por saber cómo llegamos a ser y qué nos hizo ser lo que
somos, nos revela algo, evidentemente, acerca de nuestra propia naturaleza. Somos
criaturas de conocimiento, es cierto. Pero, más importante aún, somos criaturas abocadas
a saber. Esta pasión por saber es la que me ha traído a mí y a mis colegas a las orillas de
este antiguo lecho lacustre, donde durante cuatro millones de años nuestros antepasados
fueron parte del mundo de la naturaleza, un drama moldeado por las fuerzas del azar y de
la selección natural. Como el conde Teleki, llegamos al lago Turkana atraídos por la
perspectiva de un viaje de descubrimiento. Pero, al revés que el conde, nos damos cuenta
de que el objetivo de nuestro descubrimiento no es el lago, sino nosotros mismos.
«Tenemos muchos huesos que mostraros -prometió Kamoya cuando aterrizamos-. Os
gustarán los homínidos.» Supe que a mí sí me gustarían. «¿Esqueletos tal vez?», bromeé,
y todos reímos ante tal improbabilidad. Al atardecer bebimos cerveza en la tienda central;
pronto la oscuridad se cernió sobre nosotros, como ocurre siempre en estas latitudes
próximas al ecuador. Durante la cena discutimos nuestros planes, con la cabeza llena de
homínidos fósiles. Propuse que nuestra primera visita del día siguiente fuera al yacimiento
de John para ver el fragmento de un posible homínido o de un gran mono. Si el fósil era
realmente homínido, y si tenía realmente dos millones de años, podía ser muy importante.
La historia homínida de hace unos dos millones de años no está clara, pero es crucial para
conocer el origen de los seres de gran cerebro que, con el tiempo, seríamos nosotros, así
que todo nuevo fósil es potencialmente significativo. Tenía el presentimiento de que algún
día nos toparíamos con alguna verdadera sorpresa relacionada con esta porción de
nuestra prehistoria de hace dos millones de años. Tal vez el fósil de John fuera una. Por
otro lado, no era optimista acerca de las posibilidades del yacimiento de Homo erectus de
Kamoya. «Pocas veces he visto algo tan desesperante», escribí en mi diario antes de
acostarme aquella noche, cansado pero feliz de estar allí.

28
Un lago gigante

A la mañana siguiente nos levantamos a las cinco y media; té, pan y queso para
desayunar; y al alba, hacia las seis, nos pusimos en marcha. Condujimos lentamente,
veinte kilómetros hacia el sur hasta el yacimiento de John, junto al Laga Kangaki, otro
cauce fluvial seco. Sombras muy marcadas por el ángulo del sol naciente, un aire dulce y
fresco: era una maravillosa mañana turkana, realzada por un sentimiento de anticipación
respecto de lo que podía depararnos el yacimiento fósil.
Mientras yo conducía, John iba señalando lugares donde había encontrado otros
fósiles. El interés principal de John radica en los vertebrados no homínidos. Su rol en
nuestra expedición consistía en recoger información sobre la comunidad ecológica que
ocupó la región hace entre cuatro y un millón de años. Aunque los homínidos formaban
parte de esta comunidad, John quería reconstruir un retrato del antiguo ecosistema, que
incluía antílopes, cebras, elefantes, jirafas, hipopótamos, cerdos, hienas y diversos
primates. Este tipo de información es crucial para entender el marco ecológico en que
vivieron nuestros antepasados y su evolución en el tiempo.
Por fin llegamos, y John nos llevó al yacimiento, una pequeña ladera con unos pocos
fósiles, típico del Turkana occidental. Como Kamoya, John había marcado la localización
del fósil con un montón de piedras. El fragmento era más o menos del mismo tamaño que
el descubierto por Kamoya y, por suerte, procedía de la misma zona del cráneo, la región
frontal. Y, sí, era un homínido. «Tal vez sea tu gran descubrimiento, John», dije. Y me
contestó con una risa un tanto nerviosa: «¿No dijiste que querías algo especial?».
Cuando se descubre un homínido fósil es como si una descarga eléctrica recorriera la
espina dorsal. Sabemos por experiencia que los descubrimientos consisten, en su
inmensa mayoría, en simples fragmentos, un trozo de cráneo o alguna otra parte de la
anatomía, y prácticamente nada más. Así es la naturaleza del registro fósil:
lamentablemente incompleta, como ya observara Darwin. Pero también sabemos que
existe la posibilidad de que el siguiente descubrimiento, el próximo fragmento, sea el
principio de un descubrimiento importante. «Bien, echémosle un vistazo», dije, mientras
nos agachábamos en torno al montón de piedras, inspeccionando los alrededores en
busca de otros fragmentos.
Señalé los extremos del fragmento. «Roturas recientes.» Habitualmente, cuando un
animal muere en el tipo de terreno que durante millones de años ha rodeado el lago
Turkana, su esqueleto se fragmenta bajo el peso de las pisadas de las manadas de
animales que pasan por allí. Los fragmentos pueden Quedar sepultados y petrificarse
lentamente, hasta convertirse en parte del registro fósil, en cuyo caso los extremos del
fragmento quedan fosilizados como fracturas muy antiguas. Pero si es un cráneo entero el
que queda enterrado y con el tiempo se fosiliza, el resultado es distinto. En el mejor de los

29
casos, cuando la erosión deja lentamente a la intemperie el cráneo, millones de años
después, este caso no es frecuente. Lo habitual es que el cráneo vaya aflorando
paulatinamente por la acción de los elementos, y se rompa en fragmentos de varios
tamaños. Pero las roturas -los bordes de los fragmentos- serán recientes, frescas,
indicando que el resto del cráneo puede haber quedado diseminado en las inmediaciones.
Esto es lo que estábamos contemplando en el fragmento del homínido de John. «Parece
como si hubiéramos dado con algo», dije, y nuestra excitación creció cuando empezamos
a buscar lo que podía ser un descubrimiento importante.
Por desgracia, nuestra búsqueda inicial no dio resultado, así que decidimos cribar, pero
más tarde. La criba consiste en recoger el material suelto de la superficie donde se ha
encontrado el fósil y pasarlo lentamente a través de una trama. Esta criba separa los
granos minúsculos de tierra de los fragmentos de piedra y -si hay suerte- de fósil. Es una
tarea aburrida, que requiere tiempo, y todos nosotros intentamos encontrar cosas
importantes que hacer cuando llega el momento de la criba. Tenía que hacerse, pero aún
no era el momento.
Postergamos las operaciones de criba y nos dispersamos por los alrededores, en
busca de otros fósiles. John encontró el cráneo de un cocodrilo, y Alan y yo excavamos un
cráneo de mandril y más tarde un bovino, una especie de ñu o antílope salvaje. El ñu era
una joya de fósil, pero muy frágil y fragmentado. Le aplicamos bedacryl, una especie de
solución plástica para endurecer fósiles frágiles, y decidimos recoger el cráneo horas más
tarde, cuando la cola se hubiera secado.
El sol ya estaba alto y empezaba a hacer mucho calor, así que volvimos al
campamento. Después del almuerzo decidimos que el resto de la Banda Homínida
empezara las operaciones de criba en el yacimiento de Kamoya, no lejos del campamento.
Alan, John y yo nos unimos a ella. «Hemos estado cribando, durante dos horas -escribió
Alan en su diario de campaña aquella noche-, tamizando y separando los cantos rodados.
Hay mucho polvo y las piedras son negras.» No era agradable, y yo sabía que la cosa iría
a peor.
A pesar de todo, charlamos y bromeamos, y mirábamos a un grupo de niños turkana
jugando en una enorme salvadora frente al yacimiento. El árbol estaba dando ya frutos y
los pequeños podían trepar entre las ramas y comérselos. Las bayas tienen un gusto
parecido a las hojas de berro. El árbol se movía con el trajín de los niños ocultos entre el
follaje, y parecía animado o poseído, sobre todo cuando oíamos las risas y las bromas.
Tras dos horas de cribar tierra seca y de sacudirla a través del tamiz, sin encontrar
nada de interés, nuestro entusiasmo empezó a decaer, y Frank nos preguntó si queríamos
ver los estromatolitos fósiles que había encontrado. Era el pretexto que estábamos
esperando, y Alan y yo nos excusamos y nos fuimos. John también vino.
Todos estábamos convencidos de que de aquella criba no saldría nada.
Los estromatolitos son como animales básicos, «parecidos a un rebaño de
hipopótamos revolcándose en el fango», como dice Alan. En realidad son colonias de
algas unicelulares y otros microorganismos que se desarrollan en aguas tranquilas y poco
profundas. Las colonias son al principio muy pequeñas, centradas tal vez en torno a un
grano de arena, y crecen superponiendo estrato sobre estrato, produciendo así una
colonia en forma de esfera achatada. «Magníficas -dice Frank-, como la sombrilla de una
seta gigante.» Algunas pueden alcanzar hasta un metro o metro veinte de diámetro, el
tamaño de una mesa. Si bien son muy raros en el mundo actual -Shark Bay, en Australia
occidental, es uno de los pocos lugares donde pueden contemplarse ejemplares vivos-, los
estromatolitos son frecuentes en el registro fósil, y constituyen una de las primeras señales

30
de vida en la Tierra. Por ejemplo, la edad de algunos estromatolitos fósiles, en sus formas
más simples, puede remontarse a 3.500 millones de años.
Nos alejamos del lago hacia el oeste, un kilómetro más o menos, hasta un punto
próximo al lecho del río adyacente al Nariokotome. Pronto llegamos a la zona de los
estromatolitos de Frank. Los fósiles tenían sólo un millón de años aproximadamente, es
decir, jovencísimos, si nos atenemos al gran esquema de la evolución, pero aun así
impresionantes. Era la primera vez que veía una colonia así, alineada una sobre otra como
un camino empedrado en la llanura bajo una loma salpicada de fragmentos de lava. La
propia llanura era sumamente árida, a excepción de algunas plantas de color gris-verde
dispersas. Había una capa de fina gravilla volcánica. Parecía un jardín japonés. Algunos
estromatolitos estaban separados, y pudimos ver los sucesivos estratos del desarrollo de
la colonia, como los anillos de un árbol. Aparte de la fascinación que suscitan, estas
«criaturas» demuestran que hace un millón de años la orilla del lago llegaba hasta aquí,
donde hoy es un árido desierto, a cinco kilómetros de la orilla actual. Cuando volvimos a la
loma, me volví, miré hacia el lago e intenté imaginármelo hace un millón de años, con sus
aguas llegando hasta mis pies, justo donde se encontraban los estromatolitos vivos.
La laguna poco profunda que veía ante mí era una de las muchas que surcan los
sedimentos aluviales de la margen occidental, parte del sistema lacustre de la época,
entonces mucho menor. Las lagunas están rodeadas de junquillos y otras plantas
acuáticas capaces de tolerar las aguas salinas. Gran parte de las tierras aluviales están
cubiertas de una hierba espigada, formando una finísima alfombra de color verde claro
durante gran parte del año. Pero con las lluvias estacionales asoman pequeñas ñues, que
forman como un ribete púrpura cerca de la orilla y otro de color amarillo, algo más lejos.
Incluso las espinosas acacias se cubren de flores blancas, como una nube de minúsculas
flores que brotan poco antes de la llegada de las lluvias.
Hacia el sur y hacia el norte de la laguna, desde las montañas, torrentes estacionales
se abren camino hasta el lago, flanqueados por bosquecillos de acacias y algunas
higueras. Cerca del lago, estos estrechos refugios se convierten, aquí y allá, en juncias y
pantanos. Entre estos torrentes ribeteados de verde se abren zonas de pradera semiárida,
testigo y recuerdo de la naturaleza implacable de esta tierra, y recuerdo también de que
sin los flujos de agua procedentes del majestuoso Orno, todo sería tórrido, árido y yermo,
una cuenca de muerte y no de vida. En este extraordinario oasis abundan desde elegantes
monos colobo, que se alimentan de higos, hasta tres especies diferentes de hipopótamo,
que retozan en el lago; desde el jabalí gigante que hurga entre los matojos hasta una
curiosa criatura parecida a la jirafa, de cuello corto y enormes cuernos. En la orilla, miles
de pájaros se alimentan de las generosas aguas del lago: algunos pescan, otros se
infiltran en las aguas ricas en elementos nutritivos, o se posan en el hocico, sumamente
largo, de los cocodrilos, agarrando cuanto pueden. En las tierras aluviales, manadas de
cebras y de gacelas pacen en las escasas zonas verdes, y caballos enanos triangulados
agotan su existencia evolutiva.
Y los depredadores están al acecho, a la espera de asestar el golpe: dos especies de
leopardo, chacales, hienas y felinos dientes de sable, otra especie al borde de la
extinción.;Desde lejos, todo este paisaje se asemeja mucho a la comunidad actual: el lago
y sus afluentes alimentan una vasta gama de vida vegetal; una gran variedad de animales
merodean libremente en medio de un desierto reseco y árido; y los depredadores siempre
al acecho. Es una interacción entre formas de vida del momento, algo que reconocemos
como muy familiar. Aunque no del todo. El felino dientes de sable y la extraña jirafa ya no
existen; se han extinguido, al igual que el caballo triangulado. Incluso las especies que nos
parecen más características, como la gacela, el ñu, el cerdo, incluso la cebra, todos los

31
animales del paisaje africano actual, son hoy diferentes en varios aspectos, a veces con
diferencias muy sutiles. Diferencias en el tamaño corporal, en la forma de los cuernos, en
la configuración de la cabeza -todas ellas variaciones evolutivas sobre aspectos que
persisten.
Pero también hay algo completamente nuevo, al menos desde la óptica del ojo humano
que contempla un paisaje africano. Bandas de grandes primates merodean en busca de
alimento en las zonas boscosas y en la pradera, con sus ruidos característicos, pero se
desplazan sobre dos pies, lo que ya no es tan característico. Grandes primates bípedos,
como nosotros. Un grupo frecuenta un bancal arenoso cerca del curso de un río, como si
el lugar hiciera las veces de campamento base. Estos primates son altos, musculosos y
fuertes, y pueden correr ligera y continuadamente. Algunos de ellos traen alimentos en
forma de frutos y vegetales al campamento del río, otros cargan reses o aves muertas, los
restos de un pequeño antílope; y unos terceros transportan piedras, recuperadas de un
crestón lejano. Al sonido producido por su constante comunicación se suma ahora el ruido
del golpeo de unas piedras con otras, para producir lascas. Un individuo utiliza las lascas
para arrancar la corteza de una rama; otro como cuchilla para separar la carne del hueso.
Tanta actividad, tan familiar, pero al mismo tiempo tan extrañamente diferente. A pocos
kilómetros, entre la franja boscosa de otro río, otro grupo de primates bípedos hurga
ruidosamente en busca de comida, unos en los árboles, otros cerca, cavando en busca de
tubérculos y raíces. Pero aquí no existe un campamento base visible, no hay idas y
venidas con presas capturadas o montones de piedras. Sí, hay mucha vocalización, la
típica comunicación primate, pero de alguna forma es más limitada que la del primer
grupo, su articulación es menos rica. Son bípedos, no cabe duda. Pero sus tórax parecen
más grandes y pesados, sus piernas más cortas, y no se desplazan con la potencia y la
facilidad del primer grupo. Se trata claramente de animales distintos, de especies distintas
de primates bípedos. Son variaciones de un mismo esquema evolutivo.
Estos dos tipos de primates bípedos son parte de la comunidad ecológica de la cuenca
del lago Turkana, parte de la interacción de las distintas formas de vida que hay en él.
Pero mientras que uno de ellos vive como un típico primate, como un mandril, por ejemplo,
el otro está visiblemente trascendiendo los límites de lo que se entiende por primate. El
resultado es una innovación evolutiva emergente, cuyo futuro, hace un millón de años, no
podía predecirse; cuyo futuro somos nosotros.
Las llamadas de Frank y de Alan para seguir adelante me sacaron de mi ensoñación.
Volví a mirar los estromatolitos a mis pies, una vez más un instante petrificado de un
pasado desaparecido. Visitamos otros yacimientos fósiles mientras John nos contaba
cosas de sus descubrimientos de las semanas anteriores a nuestra llegada, y del contexto
medioambiental de nuestros antepasados. Regresamos al campamento sin apenas
acordarnos de la labor de criba que habíamos dejado atrás en el yacimiento de Kamoya.
Pero ya cerca del campamento del Nariokotome oímos gritar: «¡Hemos encontrado más
huesos. Muchos fragmentos de cráneo!».
Corrimos hacia Kamoya, que estaba exponiendo su tesoro ante él, como joyas
extraídas de la árida tierra: «El temporal derecho, parietales izquierdo y derecho, y
fragmentos de los frontales de un Homo erectus maravillosamente conservado (aunque
roto)»; así describe Alan el descubrimiento en su diario. «Es una lección — anoté yo más
tarde en el mío-. El yacimiento menos pro-metedor, como el de Kamoya, a veces puede
deparar sorpresas.» Yo estaba entusiasmado, como todo el mundo. Hubo gran excitación,
bromas y risas. Aquí, empezando a tomar forma ante nuestros ojos, había parte de la
frente y de las paredes laterales del cráneo de un antepasado humano, un Homo erectus,
un hombre erguido.

32
Capítulo III
EL JOVEN TURKANA
¿Un esqueleto? ¿Habíamos dado realmente con un esqueleto? Era el 30 de agosto de
1984; hacía exactamente una semana que Alan y yo habíamos llegado al campamento del
Nariokotome, pero tan sólo habíamos dedicado dos días completos a una excavación
extensiva en el yacimiento de Homo erectus de Kamoya. Apenas osábamos expresar en
voz alta nuestras sospechas -nuestra esperanza. Los paleontólogos, como todo el mundo,
creen que tentar al destino trae mala suerte. Pero nosotros ya teníamos un botín tentador:
buena parte del cráneo, parte de la mandíbula superior y de la cara, un fragmento del
pómulo, fragmentos de costilla, una pequeña parte del omóplato, una vértebra, y un
fragmento de la pelvis. Si, podía tratarse de un esqueleto, pero sabíamos que
necesitábamos tiempo y esfuerzo para descubrirlo. Se hacía necesaria una excavación en
extensión.
Hacía dos días que había regresado de la margen oriental del lago con mi mujer y mis
hijas, Meave, Louis y Samira, al Nariokotome. También llegaron David Brill, un fotógrafo de
la National Geographic, y dos escritoras, Virginia Morell y Harriet Heyman.
El campamento parecía abarrotado, y había en el aire como un sentimiento de
anticipación, porque al día siguiente habíamos decidido iniciar una excavación seria en el
yacimiento de Kamoya. Louise, de doce años, dos más que su hermana, estaba muy
emocionada; iba a aprender a conducir un Land Rover. Samira convino en ayudar en
diversas tareas de la excavación, pero sólo si prometíamos empaparla regularmente con
agua para mantenerla fresca. Ese era el trato.
Mientras estuve fuera del Nariokotome, Alan había estado trabajando con el material
recuperado en nuestra prospección inicial. «Vi que sería más fácil lavando todo el material
-recuerda-, porque debido al polvillo tan fino, todo -la piedra, los fósiles- parecían del
mismo color, negro. Pero una vez lavados, los fragmentos fósiles destacaban muy
claramente. Eran de un hermoso color marrón caoba.» Alan habilitó provisionalmente la
ducha del campamento para la tarea, y acarreó el material cribado hasta ella para lavarlo y
seleccionarlo. La utilización de la ducha del campamento iba a ser una medida temporal
hasta determinar la cantidad de material que había que lavar. En el caso de que la
operación tomara excesiva envergadura, tendríamos que transportar todo el montaje hasta
el lago.
Alan había empezado asimismo a intentar reensamblar la docena de fragmentos
craneanos que habíamos encontrado. Se necesita una habilidad especial para recomponer
este rompecabezas tridimensional. Las piezas tienen formas muy variopintas y extrañas, y
no siempre es seguro que encajen unas con otras, porque faltan varias partes del
rompecabezas. La reconstrucción exige una cierta familiaridad con la anatomía,

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evidentemente, pero sobre todo un sentido espacial altamente desarrollado. Alan lo tiene,
y también Meave. El talento de Alan también se expresa a través de la escultura, un
talento que he constatado en muchos buenos anatomistas. Y Meave tiene un evidente don
espacial desde que era niña. Le encantaban los rompecabezas, pero como los encontraba
demasiado fáciles, daba la vuelta a las piezas, con el dibujo debajo, y así los resolvía.
Alan y Meave solían trabajar juntos durante las expediciones al lago Turkana,
escudriñando fósiles fragmentados de diferentes tipos, reconstruyendo lentamente piezas
dispersas de anatomía. «Puedes pasarte horas intentando casar unos fragmentos con
otros -dice Meave-, y en un momento dado tienes que marcharte, hacer otra cosa, dejar
que otro lo intente. Luego, cuando vuelves, pareces saber exactamente qué es lo que
tienes que buscar, como si tu cabeza hubiera seguido trabajando en tu ausencia. Es
extraordinario.» Alan había estado pegando piezas del rompecabezas del Homo erectus
antes de la llegada de Meave. «A las seis de la tarde casi todas las piezas que tenemos se
han encajado -anotó Alan en su diario-. El parietal izquierdo está casi completo, el derecho
algo menos, y el frontal izquierdo va desde la línea media y hasta casi la sutura
parietoccipital.» En otras palabras, la parte superior del cráneo, hacia la frente, estaba
empezando a tomar forma, si bien había todavía muchos huecos en el rompecabezas.
Pero aunque no encontráramos nada más, podíamos darnos por satisfechos con lo que
teníamos. «Podemos montarlo en la arena, y empezará a parecer un verdadero cráneo»,
escribió Alan aquella noche.
En la mañana del 29 salimos temprano en dirección al yacimiento de Kamoya, unos
detrás de otros. No es frecuente que una excavación esté sólo a 300 metros de la mesa de
desayuno, y tiene sus ventajas. Cuando llegamos, David Brill ya había sondeado el
terreno, comprobado la luz, y todo estaba listo para hacer las fotos.
Empezó el trabajo, y pronto nos vimos recompensados. «Empezamos excavando el
estrato de grava y encontramos muchos fragmentos, entre otros› los cigomáticos [huesos
de la mejilla], el otro temporal, etc. Y otros muchos fragmentos identificables -anotó Alan-.
A la hora de comer ya teníamos una bandeja casi llena.» A la sombra del campamento,
Alan y Meave se ocupaban de ir pegando los fragmentos, que cada vez llegaban en mayor
cantidad: fragmentos de la parte posterior del cráneo, de las costillas, un fragmento de la
base del cráneo. «A la hora de la cena ya nos sentíamos muy satisfechos», dice el diario.
A pesar de todo manteníamos nuestras reservas. Todos los fragmentos procedían del
estrato revuelto de tierra de la superficie, y era muy posible que ya no quedara gran cosa
por descubrir. Tal vez se trataba de un esqueleto fósil intacto, que un lento proceso de
erosión pudo dejar al descubierto hace cien años, doscientos años, quién sabe, y que
desde entonces se había ido fragmentando en pedazos, dejando sólo los restos que
estábamos encontrando. A juzgar por la distribución de los fragmentos en la ladera, Alan y
yo pensamos que este podría ser el caso. Tratamos de no pensar en ello, pero éramos
realistas.
A la mañana siguiente estábamos de vuelta en el yacimiento y no encontramos gran
cosa, salvo un enorme escorpión amarillo. Empezamos a desanimarnos. Al cabo de unas
pocas horas señalé un pequeño arbusto espinoso en medio del yacimiento y dije:
«Walker, si no encontramos nada después de aquello, lo dejamos». El arbusto parecía
marcar el nivel de procedencia de los huesos encontrados, así que era un buen punto
final. También suponía un engorro, porque nuestras ropas no hacían más que
engancharse constantemente con sus afilados espinos (por algo se le llama el wait-a-bit
thorn [literalmente, 'espina espera-un-poco']). Entonces ocurrió algo extraordinario.
Peter Nzube estaba a mi lado, limpiando la superficie excavada. Yo estaba trabajando
entre las raíces del arbusto, removiendo entre los antiguos sedimentos que habían dado

34
vida a este joven árbol. De repente vi algo por el rabillo del ojo y me paré. Fue uno de esos
extraordinarios momentos en que nuestro cerebro registra algo segundos antes de que
seamos conscientes de ello; el acto reflejo me decía: «dientes, media mandíbula
superior». En lugar de utilizar un cepillo para limpiar los cascotes de la superficie, Peter la
estaba limpiando con la mano. No esperaba encontrar nada importante entre los
escombros, ni yo tampoco, pero allí estaba: media mandíbula superior perfecta, la mitad
de un maxilar.
Por un momento me enfadé con Peter, por su descuido, tan poco habitual en él, pero
fue la propia excitación del descubrimiento. Le di un codazo y le regañé de corazón, y él
respondió en el mismo sentido. Nuestro comportamiento extrañó a Kamoya, porque no
había visto lo que ocurría. La conmoción general atrajo a los demás, y nos dimos cuenta
de que estábamos contemplando un indicio seguro de que al menos parte del individuo
fósil estaba enterrado y seguro bajo el sedimento. Tal vez quedaban más restos del
esqueleto; justo debajo de nuestros pies podía estar esperando el descubrimiento de toda
una vida. Fue un momento sin igual, una mezcla de realización y de esperanza. Ahora
sabíamos que de allí no nos íbamos a marchar.
Alan y Meave estaban en el campamento recomponiendo el rompecabezas fósil.
Kamoya. Peter v yo hicimos una pausa para tomar café, nos tranquilizamos y ampliamos
el radio de la excavación. Samira vino corriendo desde el campamento con un palo
lobulado con una nota insertada en él, a modo de caricatura de la forma tradicional que
tienen en África para enviar mensajes. «El equipo de pegar, tan listo él, ha contado dientes
-decía la nota-. Falta el tercer premolar derecho. ¡Es un subadulto!» Alan y Meave,
trabajando en la mandíbula superior, se habían dado cuenta de que la pieza que tenían en
sus manos era clave para diagnosticar la edad del individuo. Si estuvieran todos los
molares, estaríamos en presencia de un adulto. Si todos los dientes hubieran sido de
leche, es decir, los que se pierden con el crecimiento, entonces habría sido un niño. Pero
los molares definitivos estaban empezando a crecer, el primero y el segundo ya en su sitio,
pero el tercero todavía no había aparecido. «Esto nos confirmó que el individuo había
muerto a la edad de once o doce años -explica Meave-. Louise tenía doce años en aquel
momento, así que teníamos un modelo humano con el que comparar nuestro fósil. Ella
también estaba mudando sus caninos de leche, como algunos de sus amigos. Y al
parecer, también como el joven turkana.» Nuestro fósil de Homo erectus pertenecía a un
muchacho, como pudimos deducir a partir de ciertas características de la pelvis. Y pronto
el resto de la anatomía del chico iba a depararnos una sorpresa, algo que se demostraría
conflictivo cuando anunciamos el descubrimiento meses más tarde.
Durante las tres semanas siguientes, la excavación continuó con regularidad, y cada
día el esqueleto se completaba un poco más. Fue una experiencia extraordinaria para mí,
para todos. Tres semanas de dicha paleontológica. Mi madre nos visitó durante unos días,
y se sentaba a la sombra haciendo comentarios sobre el estado caótico de nuestra
excavación, a la que comparaba con sus metódicas excavaciones en la garganta de
Olduvai. Circula un chiste entre paleontólogos y arqueólogos, según el cual los
«fosilólogos» practican agujeros redondos, mal hechos, mientras que los arqueólogos
realizan excavaciones limpias, cuadradas, delimitadas mediante una coordenada de
cuerdas. Pero, al igual que todo el mundo, mí madre estaba muy impresionada por lo que
veía. «Sólo en Europa, en las tumbas de Neanderthal, pueden verse esqueletos fósiles tan
completos como éste», afirmó.
Era cierto. De los muchos restos de Homo erectus descubiertos a lo largo de los años,
la mayoría correspondían a fragmentos del cráneo; muy pocas piezas del resto del
esqueleto. De ahí que cada hueso que encontrábamos fuera el primero de su clase

35
contemplado por unos ojos humanos. «Esta es la primera vértebra torácica de Homo
erectus que contempla la ciencia», oíamos decir a Alan desde la excavación. «Esta es la
primera vértebra lumbar de Homo erectus que contempla la ciencia», repetiría más tarde.
«Esta es la primera clavícula de Homo erectus que contempla la ciencia.» Se estaba
convirtiendo en una autentica letanía, y nos sentíamos defraudados si no la oíamos.
Cada día extraíamos una cantidad de fósiles que otros años habrían bastado para
justificar expediciones completas. Llegamos a considerar normal que el botín óseo
continuara, y nos volvimos un poco indiferentes. Incluso David Brill dejó de hacer
fotografías. «¡Es la primera vértebra torácica de Homo erectas que has visto en tu vida,
nadie más la ha visto, es la segunda pelvis nunca vista, y no las fotografías!», le increpaba
Alan. Aquella noche Alan escribió en su diario: «Demuestra que el yacimiento aturde la
mente».
La dicha paleontológica, no hay duda al respecto. Ante nuestros ojos estaba tomando
forma un individuo Homo erectus esencialmente completo, el primero desenterrado desde
que esta especie antepasada fuera descubierta hacía casi un siglo.
Homo erectus se sitúa en un punto crucial en la historia de la evolución humana; de
una forma muy real es el precursor de la humanidad. Todo lo anterior a Homo erectus fue
semejante al simio (a excepción del enigmático Homo habilis, de corta vida). Todo lo
posterior a Homo erectus fue claramente humano, tanto en su comportamiento como en su
forma. El inicio de una forma de vida cazadora-recolectora llegó con Homo erectus; por
primera vez los útiles de piedra dieron la impresión de poseer una cierta uniformidad, la
imposición de un patrón mental; por vez primera se controlaba y utilizaba el fuego; por
primera vez los homínidos se expandieron más allá del continente africano. Y sin duda un
cerebro con un espectacular desarrollo creó los rudimentos del lenguaje -y tal vez incluso
la conciencia. Sí, Homo erectus marca una clara mutación, desde el simio, en el pasado, al
humano, en el futuro. Si queremos comprender el origen de la humanidad, tenemos que
comprender a Homo erectus, su anatomía, su biología, su conducta. Es un reto difícil,
dada la fragmentación de los fósiles. Pero con un esqueleto se abre todo un nuevo mundo
antropológico.
Mientras avanzaba la excavación yo iba meditando sobre aquel mundo. Me preguntaba
qué nuevo saber nos depararía el joven turkana; saber que por primera vez nos permitiría
comprender el Homo erectus extinguido casi tan bien como si hubiéramos topado con uno
vivo. Por ejemplo, ¿cuánto y cómo de humana pudo ser la infancia del joven turkana? ¿Y
cuánto y cómo de humana habría sido su vida adulta si una muerte prematura no la
hubiera truncado? Todo este conocimiento dependía del futuro, o al menos eso es lo que
yo esperaba. Y no quedé defraudado.
La historia del descubrimiento de Homo erectus constituye uno de los cuentos épicos
de la paleoantropología, y contiene circunstancias tan inverosímiles que parece mentira
que haya incluso materia que contar. Una parte es realidad; la otra, ficción. La historia
empieza así. Un joven profesor de anatomía holandés, Eugéne Dubois, se dedicó con
pasión a buscar el verdadero antepasado humano, el «eslabón perdido», según los
términos de la época, en la década de 1880. Y lo encontró. La historia sigue contándonos
cómo Dubois, tras descubrir su tesoro paleontológico, quedó tan decepcionado ante la
reacción negativa de la comunidad antropológica, que volvió la espalda a la ciencia, cayó
en una especie de locura, y acabó creyendo que había encontrado no el eslabón perdido,
sino un gibón gigante.
En la época en que Dubois comenzó a obsesionarse por el eslabón perdido, se
conocían muy pocos fósiles humanos. Los famosos descubrimientos en el sur y el este de
África vendrían décadas más tarde. Los únicos fósiles de antepasados humanos arcaicos

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descubiertos en los años ochenta del siglo pasado eran los de Neanderthal, cuyos
primeros huesos habían aparecido en una cantera de piedra caliza en el valle del Neander,
cerca de Dusseldorf, en Alemania. Los fósiles de Neanderthal presentaban una forma
relativamente moderna de un humano extinguido hace unos 34.000 años.
Dubois se interesaba por una forma humana aún más arcaica -según él-, algo más
primitivo que el hombre de Neanderthal.
Sus pasiones antropológicas se inspiraron en las obras del zoólogo alemán Ernst
Haeckel, una autoridad en los círculos científicos europeos de finales del siglo xix,
defensor de las ideas de Charles Darwin sobre la evolución. Sus propias obras sobre el
tema fueron muy influyentes, y muy leídas en la época. Como Darwin, Haeckel reconocía
que los humanos y los simios tenían un origen común, y el vínculo entre ambos estaba
constituido por lo que él denominó los «Simios Humanos». «La prueba evidente de su
pasada existencia -escribió Haeckel- procede de la anatomía comparada de los Simios
humanoides (los grandes simios) y el Hombre.» Si bien los humanos y los simios estaban
estrechamente emparentados, tuvo que haber, según Haeckel, algún tipo de eslabón
intermedio entre ambos. Razonaba que la capacidad humana del habla requirió sin duda
algo más que un simple paso evolutivo para desarrollarse. Llamó a esta forma intermedia
«hombre mono»[2], o Pithecanthropus. Sugirió que esta criatura pudo parecer humana en
muchos aspectos, y tener características mentales humanas. Pero «no poseía la principal
y verdadera característica del hombre, esto es, el lenguaje humano articulado de las
palabras», escribió Haeckel en 1876. Por consiguiente, dio a este hombre mono el nombre
de la especie alalus, que significa mudo: Pithecanthropus alalus.
Según Haeckel, Pithecanthropus apareció en Lemuria, un continente que, según se
creía entonces, se había hundido en el océano índico. Desde Lemuria, los descendientes
evolutivos de este ser habrían migrado hacia el oeste, hasta África, hacia el noreste hasta
Europa y Próximo Oriente, hacia el norte hasta Asia, y cruzando el puente continental
hasta América, y hacia el este vía Java hasta Australasia y la Polinesia. Hoy esta
geografía global nos parece extraña, pero en tiempos de Haeckel no se conocían las
bases de la geología continental ni las placas tectónicas, y la idea de extensos puentes
terrestres y de continentes hundidos formaba parte del pensamiento científico
convencional.
Una vez completados sus estudios de medicina en 1884, Dubois se dedicó a buscar a
Pithecanthropus, pero primero tenía que llegar a las tierras donde había vivido el hombre
mono. Por suerte, las colonias holandesas incluían Indonesia, en la periferia del supuesto
continente perdido. Abandonó su carrera como profesor de anatomía en la Universidad de
Leiden y, aprovechando la presencia del ejército indo-holandés en Sumatra, consiguió un
puesto de oficial médico, a la espera de una ocasión que le permitiera organizar la
búsqueda de fósiles. En 1889, dos años después de llegar a Java, convenció a las
autoridades militares de la grandeza de su objetivo y consiguió autorización para dedicarse
a ello. Incluso recibió ayuda para organizar una exploración paleontológica, que incluía
grupos de convictos para realizar el trabajo de excavación.
La exploración se centró inicialmente en yacimientos de Java central, donde encontró
miles de animales fósiles. Sus excavaciones, comparadas con la moderación y el cuidado
que las caracterizan hoy en día, fueron monumentales y peligrosas, y podían llegar a
incluir hasta cincuenta «ayudantes forzosos». En agosto de 1891, Dubois ordenó trasladar
los trabajos a los antiguos depósitos fluviales del río Solo, cerca del pueblo de Trinil.
Durante los tres meses de excavación, antes de que las lluvias estacionales elevaran el
nivel de las aguas del río hasta cubrir el yacimiento, se descubrieron dos fósiles
fundamentales: un diente y el hueso frontal de un cráneo, ambos definitivamente primates.

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El descubrimiento convenció a Dubois de que estaba en el buen camino
paleontológico.
Decidió que los fósiles pertenecían a una especie de chimpancé con algunos rasgos
humanos, y lo llamó Anthropopithecus troglodytes. Pero los descubrimientos del año
siguiente le impulsaron a cambiar de idea. De nuevo empleando grupos de convictos,
desde 1891 Dubois trasladó la excavación río arriba. Esta vez encontró un fémur, o un
hueso del muslo, prácticamente idéntico al de un humano moderno. De hecho, muchos
antropólogos creen actualmente que se trata de un fémur de humano moderno. Dubois
creyó que el diente, el fragmento de cráneo y el fémur procedían del mismo individuo.
No convencido aún de haber encontrado el eslabón perdido de Haeckel, Dubois
bautizó a la criatura con el nombre de Anthropopithecus erectus, una especie de
chimpancé erguido, dijo, que «está más cerca del hombre que ningún otro antropoide».
Pero un año después, tras reflexionar sobre los fósiles, e impresionado por el gran
tamaño del cerebro y la posición erguida que el fémur permitía adivinar, Dubois cambió de
opinión. En 1893 denominó a su descubrimiento Pithecanthropus, el nombre del eslabón
perdido de Haeckel. Pero como no podía saber con certeza si esta forma primitiva de
humano pudo hablar, no utilizó el nombre de alalus dado por Haeckel a la especie, sino
que lo llamó Pithecanthropus erectus, porque era evidente que este hombre mono
caminaba erguido. Más tarde volvió de nuevo a cambiar el nombre por el de Homo
erectus, hombre erguido.
Dubois dijo que su hombre de Java constituía «la forma de transición que tuvo que
existir entre el hombre y los antropoides, según las doctrinas de la evolución». Muchos de
sus colegas no quedaron convencidos. Aunque el mismo Haeckel convino con Dubois en
que había encontrado su eslabón perdido, consideraba los restos de Java demasiado
fragmentarios como para dar suficiente información acerca de este ser extinguido. La
posición de Haeckel era minoritaria. Rudolf Virchow, el influyente científico alemán, dudaba
de que los fósiles fueran del mismo individuo, opinión que muchos compartían. Entre
aquellos convencidos de que sí procedían del mismo individuo, muchos decían que era
más humano de lo que Dubois decía; otros lo consideraron más simio que humano. De
una forma o de otra, Dubois llevaba las de perder.
Resulta interesante e instructivo el hecho de que un solo conjunto de fósiles pudiera
provocar tantas opiniones contradictorias en boca de los expertos. La anatomía fósil puede
ser muy difícil de interpretar, sobre todo cuando es fragmentaria, es decir, casi siempre.
Las expectativas de la gente, sus prejuicios científicos, influyen en sus juicios.
Todo científico trabaja de acuerdo con algún tipo de marco teórico, e interpreta la
evidencia a la luz de ese marco. Unos datos endebles pueden hacerse encajar con la
teoría independientemente de la forma que tengan. Es algo que he visto hacer muchas
veces en la paleoantropología actual.
Dubois se enfrentó a toda esta multiplicidad de interpretaciones fuera donde fuere, por
todas partes, y quedó profundamente frustrado al ver que no conseguía que otros
estudiosos aceptaran, con él, que Pithecanthropus era verdaderamente una forma de
transición entre el simio y el hombre. Si bien los estudiosos encomiaron su espíritu
emprendedor y su tenacidad, que le habían permitido descubrir unos fósiles tan
interesantes -aunque no humanos-, esa actitud no atenuó su amargura.
Sobre lo que ocurrió después en la vida de Dubois existen dos versiones. La primera,
un relato familiar en los anales de la paleoantropología, es apócrifa: molesto y desanimado
por la intransigencia de sus colegas, Dubois abandonó la comunidad científica, y durante
más de veinte años ocultó los fósiles para evitar que otros los estudiaran. (Existen varias
versiones sobre el lugar secreto, y se dijo incluso que los había escondido bajo las

38
baldosas de su comedor y en una caja en el desván. Estas diferencias tal vez indican que
se trata de un mito popular.) Luego, se dice, frustrado, colérico y un poco loco, Dubois
declaró que los fósiles eran sólo de un gibón gigante ya extinguido.
Una investigación reciente sobre la vida de Dubois, realizada por Bert Theunissen,
demuestra que este trágico relato carece de base. Aunque Dubois estuviera
profundamente irritado y molesto por la negativa de sus colegas a reconocer en su hombre
de Java el eslabón perdido, y aunque eludiera los debates paleoantropológicos desde
1900, no es cierto que abandonara la ciencia. Ni tampoco cambió de opinión sobre la
naturaleza de Pithecanthropus como un eslabón en la evolución humana. La historia real
es más interesante que la leyenda, más científica.
Como anatomista que era, el interés real de Dubois se centraba en el cerebro,
concretamente en la relación entre el tamaño del cerebro y el tamaño del cuerpo de una
especie. Hoy el tema es de profunda actualidad en biología evolutiva y conductista, pero
hace un siglo Dubois fue un pionero solitario. Theunissen ha demostrado que Dubois
publicó mucho más sobre la evolución del cerebro que sobre Pithecanthropus, aunque
deba su fama a este último. Pero ambos temas eran inseparables para él, porque el
conocimiento del tamaño del cerebro era crucial para determinar el estatus de
Pithecanthropus. «Para lograr una mejor comprensión de este nuevo organismo,
inmediatamente después del descubrimiento empecé a buscar leyes que regularan la
calidad cerebral de los mamíferos, un estudio que proporcionó evidencia sobre el lugar de
Pithecanthropus en el sistema zoológico», escribió en 1935, seis años antes de su muerte.
Según Dubois, con cada gran avance evolutivo, el cerebro dobla su tamaño en relación
con el tamaño del cuerpo, una idea que fundamentó en su conocimiento de la embriología.
El cerebro de los grandes simios es cuatro veces menor que el tamaño del cerebro
humano; el cerebro de los carnívoros y herbívoros ungulados es ocho veces menor; el
cerebro de los conejos dieciséis veces menor, etc. Dubois reconocía la existencia de un
hiato en este esquema: forzosamente tenía que haber algo a medio camino entre los
grandes simios y los humanos, algo con la mitad del cerebro humano.
Para que Pithecanthropus pudiera ser ese eslabón perdido, tenía que encajar entre
ambos y presentar un tamaño cerebral que fuera exactamente la mitad del tamaño
humano. Pero el cerebro de Pithecanthropus medía 855 centímetros cúbicos, es decir, dos
tercios menor que el tamaño cerebral de un humano moderno, no la mitad. Lo que ponía a
la criatura de Java fuera de la línea evolutiva que llevaba a Homo sapiens.
Dubois se entregó, pues, a un razonamiento que parecía un círculo vicioso que, según
su punto de vista, rescataba el estatus de Pithecanthropus como antepasado humano.
Si Pithecanthropus tenía un cuerpo como los humanos, entonces su cerebro era
evidentemente demasiado grande para un antepasado humano directo. Pero si su cuerpo
fue mucho mayor, digamos de unos 100 kilos, y no la media humana de 60 kilos, entonces
el tamaño de su cerebro en relación con el tamaño del cuerpo era pequeño. En cuyo caso
encajaba con aquella posición intermedia requerida, a medio camino entre los grandes
simios y los humanos, y podía suponer el punto de partida de la evolución de los
verdaderos humanos. Satisfecho de haber conseguido su objetivo, Dubois escribió en
1932: «Hoy, más que nunca, creo que Pithecanthropus de Trinil es el verdadero "eslabón
perdido"».
Como Dubois había denominado «gibón gigante» a su criatura, muchos pensaron que
con ello había dejado de considerar a su Pithecanthropus como un eslabón del pasado
humano. Aunque no fue así, el mito persiste. En realidad, no existe ninguna ley evolutiva
de la duplicación del tamaño del cerebro. Dubois cometió un error sencillo pero
fundamental al creerlo así. Si no hubiera cometido ese error, no habría tenido que

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enzarzarse en argumentos tortuosos, y la idea de un gibón gigante nunca hubiera visto la
luz. Pero así es la naturaleza de la ciencia y la historia.

Homo erectus fue la primera especie humana que salió de África, hace un millón de años, tal vez mucho
antes. El mapa muestra los principales yacimientos descubiertos con sus respectivas cronologías (en
millones de años)

Pero, con el tiempo, las pretensiones de Dubois acerca de su hombre de Java fueron
ganando gradualmente credibilidad, lo que estimuló a otro anatomista holandés, Ralph von
Koenigswald, a seguir sus pasos. En 1937 Von Koenigswald inició en Sangiran, otra zona
de Java, unas excavaciones -interrumpidas por la guerra- que proporcionaron fragmentos
fósiles de al menos cuarenta individuos de Homo erectus.
Mientras tanto, en China se había encontrado el hombre de Pekín (el hombre de
Beijing, dicho con propiedad): en 1926 un diente, luego en 1929 parte del cráneo, pero
incuestionablemente se trataba del mismo tipo de criatura que el eslabón perdido de
Dubois. Estos huesos fueron el principio de lo que sería un depósito sin precedentes de
fósiles de Homo erectus que finalmente fueron a parar a manos del gran analista y
anatomista alemán Franz Weidenreich. El trabajo de Von Koenigswald y de Weidenreich
sirvió para establecer el estatus ancestral de Homo erectus y validar el descubrimiento de
Dubois de este importante antepasado humano.
Muchos homínidos primitivos presentan claros vestigios de su linaje simio en su
estructura facial y craneana. Concretamente, el cerebro de los homínidos arcaicos es
pequeño y la cara tiende a proyectarse hacia adelante, como en el caso de los simios
actuales. Pero incluso en los homínidos más primitivos, los dientes están más diseñados
para masticar y triturar materiales vegetales duros que para partir y masticar hojas y frutas.
Con el origen de la estirpe Homo, la tendencia hacia unos molares mayores y más
potentes se invirtió, pero este giro no supuso una vuelta a unos dientes frugívoros, sino a
una dentadura omnívora, típica de los animales que incluían carne en su dieta. Es lo que
vemos en Homo erectus.
La característica más sobresaliente de esta especie, y que nos permite reconocerla a
partir de pequeños fragmentos fósiles, es su cráneo, largo y achatado, que alberga un
cerebro dos tercios menor que el cerebro humano moderno, y que presenta
protuberancias óseas encima de las órbitas del ojo, los llamados arcos superciliares. La
frente es lisa, y la parte posterior del cráneo tiene la curiosa forma de un moño. La cara es

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algo más prominente que la de los modernos humanos, pero menos que la de los primeros
homínidos y simios. Cuando sostengo un cráneo de Homo erectus en mis manos y lo miro
de frente, tengo la profunda impresión de hallarme en presencia de algo claramente
humano. Es el primer momento en la historia humana en que una verdadera condición
humana aparece marcada con tanta fuerza.
Es cierto, lo sé, que el probable predecesor inmediato de Homo erectus fue una
especie llamada Homo habilis, en muchos aspectos simplemente una versión menos
inteligente que aquél, es decir, con un cerebro más pequeño. Y es cierto que cuando miro
un cráneo de esta especie no puedo confundirlo ni con el cráneo de un simio ni con el
pequeño cráneo de los primeros homínidos. Pero en un sentido difícil de explicar, parece
que Homo erectus «llegó», alcanzó el umbral de algo extremadamente importante en
nuestra historia.
Incluso antes de que el joven turkana apareciera en el Nariokotome, la enorme
importancia de Homo erectus en la historia humana ya estaba bien establecida, aunque
fuera sólo a partir de una fracción conocida de su anatomía. La representación del
centenar de individuos conocidos procedentes de varias partes del mundo se reducía, en
gran parte, a fragmentos de cráneo y de mandíbula. Incluso en la famosa cueva del
hombre de Beijing se encontraron esencialmente fragmentos. Otra parte del esqueleto que
también suele aparecer, cuando aparece, es el hueso del muslo. Y ello es así porque el
fémur es un hueso robusto que tiene todas las posibilidades de sobrevivir a las vicisitudes
del enterramiento y la fosilización, primero, y a la erosión natural a la intemperie, y al
descubrimiento, después. Aunque muy similar a los fémures humanos modernos, este
hueso de Homo erectus evidencia su pertenencia a una especie físicamente activa: el
propio hueso está extremadamente reforzado y las cavidades de las articulaciones
musculares son muy anchas.
Aparte de fragmentos de cráneo, de huesos del muslo, y de algunas partes de la pelvis,
sólo se había podido descubrir una parte de la anatomía de Homo erectus — hasta que
apareció el joven turkana. El destino habitual de un individúo muerto en plena naturaleza
es servir de alimento a hienas, perros salvajes e incluso puerco espines, que desplazan
partes del esqueleto y dejan sus huellas dentales en otras. Lo que queda del esqueleto se
va secando, acaba pisoteado, pateado y finalmente dispersado por la acción de las
manadas de paso. A veces los huesos quedan sepultados, y si existen condiciones
químicas favorables, pueden convertirse en fósiles.
En general, la posibilidad de que el hueso de un solo individuo se fosilice es pequeña,
pero la posibilidad de que todo un esqueleto se fosilice es extremadamente minúscula.
El proceso clave en todo ello es el enterramiento: si los huesos quedan sepultados
inmediatamente después de la muerte, las posibilidades de fosilización son mayores. Y el
enterramiento depende, a su vez, de que allí se acumulen o no sedimentos, como ocurre
con las tierras aluviales de ríos y lagos. El agua lleva sedimentos finos que, en condiciones
muy favorables, pueden cubrir rápidamente un hueso fresco. Nosotros los antropólogos
rogamos para que un día pueda descubrirse una antigua Pompeya, con una familia de
homínidos cubiertos de ceniza volcánica tal como estaban en el momento de la erupción.
A falta de algo así, buscamos los restos de un individuo muerto cerca de un río o de un
lago. En el lago Turkana, y en otros lugares del África oriental, como la garganta de
Olduvai y la región del Hadar en Etiopía, los antropólogos disfrutan de un doble festín. No
sólo porque en estas zonas hubo sistemas lacustres y fluviales que proporcionan las
mejores posibilidades de fosilización de homínidos y otras criaturas de comunidades
ecológicas pretéritas, sino porque estos hábitats fueron también importantes en la
evolución de nuestra familia. Al este del valle del Rift, la frondosa jungla constituye el

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hábitat ideal para simios de la variedad cuadrúpeda. Y por lo que respecta a los simios
bípedos -la familia homínida-, los hábitats-mosaico creados por el sistema geológico
fueron cruciales tanto en su vida cotidiana como en su origen evolutivo.
Nuestra adaptación evolutiva primaria al bipedismo fue una respuesta a la necesidad
de obtener alimento en medios abiertos, donde los recursos estaban muy diseminados y
lejos unos de otros. Igualmente importante es el hecho de que los hábitats-mosaico -esa
mezcla abigarrada de semidesierto, sabana, jungla, bosque ribereño, llanura, altiplano, tan
característicos del gran valle del Rift- incrementan las posibilidades de que surjan nuevas
especies. El aislamiento de las poblaciones en regiones geográficas alejadas estimula las
revoluciones genéticas que pueden estar en el origen de nuevas especies y nuevas
adaptaciones.
Durante aquellas tres semanas del otoño de 1984 en el Nariokotome, hicimos historia
antropológica: pieza por pieza fuimos reconstruyendo el esqueleto de Homo erectus.
Nuestra excavación avanzaba aproximadamente de oeste a este, en dirección al lago y
haciendo cortes cada vez más profundos en la ladera. Los fósiles se hallaban en el nivel
correspondiente a la antigua superficie del suelo que ahora la excavación estaba dejando
al descubierto. Lo que significaba que por cada metro excavado en la ladera de la colina,
teníamos que sacar y trasladar más y más tierra, roca y desechos para lograr llegar a ese
antiguo nivel. Al final nos encontramos moviendo treinta metros cuadrados de tierra,
extrayendo mil quinientas toneladas de tierras digamos de más.
No toda la excavación fue coser y cantar. Gradualmente, a medida que afloraban los
huesos y la antigua superficie en que se hallaban, las circunstancias de la muerte del
muchacho se iban desvelando. Alan explica:
El fondo del lecho era duro, un lecho arenoso y duro donde crecieron cañas. Hubo
aguas poco profundas. En un determinado momento creímos que las aguas; habían
llegado hasta el borde del lago, pero había muy poca energía, poco movimiento de agua.
En la antigua superficie arenosa no se veían ondas, que aparecen cuando ha habido
oleaje. Ahora creemos que tuvo que tratarse bien de una laguna próxima a la orilla del
lago, bien de un recodo de un río.
Cuando descubrimos homínidos fósiles solemos encontrar también restos de otros
animales. Pero esta vez no. Tan sólo unos pocos peces, unos caracoles y un fragmento de
saurio. Pero en la arena había huellas del paso de otros animales. Alan continúa:
Tras su muerte, el cuerpo del muchacho estuvo flotando en las aguas, boca abajo, con
la cabeza asomando en el agua. Al cabo de pocos días, de una semana a lo sumo, la
carne empezó a pudrirse y los dientes a caer. Hipopótamos y otros animales empezaron a
descuartizar y a dispersar el esqueleto, y los trozos más ligeros fueron arrastrados hasta la
orilla. La pierna derecha tuvo que tener algo pegado a ella, porque el peroné se partió en
dos, y uno de los trozos fue arrastrado hasta la arena en posición vertical.
El cráneo, relativamente ligero, flotó o fue arrastrado más lejos que el resto, hasta tierra
firme. Un millón y medio de años después, un árbol crecería en aquel punto exacto: era el
espino que tantos problemas nos había causado al principio.
Hace unos veinte años, una semilla de aquel árbol arraigó en la tierra del interior del
cráneo del joven, que descansaba boca abajo a unos 30 centímetros de la superficie. El
joven volvía de nuevo al mundo, tras haber estado sepultado durante un millón y medio de
años bajo toneladas de sedimentos arrastrados por el lago, el río y el viento.
El agente directo de su progresiva afloración había sido el pequeño torrente que
surcaba los antiguos sedimentos. Cuanto más profundo el surco, tanto mayor la erosión de
la superficie terrestre. Ahora que el cráneo del chico estaba de nuevo cerca de la
superficie, la humedad podía volver a alcanzarle. Y el cráneo, boca abajo, había atraído la

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humedad, proporcionando un punto favorable para la germinación de la semilla. A medida
que el árbol crecía, sus raíces fueron penetrando en el suelo, y el cráneo se fue
fragmentando lentamente, pero los fragmentos se mantuvieron en su lugar, en el antiguo
sedimento.
En principio no me gusta talar árboles cuando hacemos trabajo de campo. Es el mismo
principio que hace que limitemos al máximo las huellas de nuestro Land Rover. El medio
aquí es tan frágil que toda pequeña alteración puede acelerar la erosión. Pero cuando
descubrimos que nuestro precioso cráneo estaba enredado entre las raíces del árbol, la
presión de la necesidad paleontológica fue más fuerte que el principio medioambiental
inmediato, y el árbol fue abatido.
¿Por qué murió el muchacho? No lo sabemos. La posición de su enterramiento inspiró
la historia que he relatado anteriormente. Pero, aparte del hecho evidente de que un joven
Homo erectus había muerto en una laguna, o cerca de ella, el resto de la historia era pura
especulación, basada en elementos que creemos conocer acerca de la vida de Homo
erectus.
Sí sabemos, en cambio, que no hay huellas de carnívoro en sus huesos, así que
posiblemente no fue presa de carnívoros, ni sirvió tampoco de carroña, puesto que estaba
en el agua. «El único indicio de enfermedad es un trocito de resorción de la encía, en la
mandíbula, donde el segundo molar de leche había caído -dice Alan-.
Muchas veces aparece una infección cuando el nuevo diente rompe la encía. Es
posible que tuviera una infección y muriera.» Puede que hoy nos parezca prácticamente
imposible, pero, como Alan descubrió cuando estaba investigando en los archivos del siglo
xvi en una parroquia de St. Martin's-in-the-Fields, en Londres, la vida y la muerte antes de
la era de los antibióticos eran muy distintas de ahora. La principal causa de mortalidad era
la peste, lo que quizá era de esperar. Pero la septicemia provocada por infecciones
dentales venía en segundo lugar. Interesante, pero no decisivo.
A mitad de la excavación tuve que ir a Nairobi durante un par de días por asuntos
relacionados con el museo, una interferencia molesta que hubiera preferido eludir, pero no
pude. Mientras estuve en la ciudad envié un telegrama a Pat Shipman, la mujer de Alan,
que estaba de vuelta en Baltimore: «Te comunico que estamos excavando un esqueleto
erectus. Es fantástico, y Walks (un mote que a veces doy a Alan) quiere que tú seas una
de las primeras en saberlo». Pero en aquel momento yo no tenía ni idea de que uno de los
visitantes del campamento ya estaba contando a la redacción del Nairobi Time nuestro
descubrimiento. Nuestro secreto iba a hacerse público antes de lo previsto.
El 18 de septiembre volví al Nariokotome, y Alan estaba impaciente por mostrarme lo
que tenía. Incluso a cincuenta metros de la excavación pude ver la razón de su excitación.
En el suelo había huesos de una pierna recién descubiertos, y ofrecían un maravilloso
espectáculo. Eran los huesos de la pierna derecha: el fémur y la tibia.
Enseguida nos dimos cuenta de que lo que habíamos empezado a intuir acerca del
muchacho era cierto. Era muy alto. «Me parece Que algunos tendrán que tragarse sus
palabras -comentó Alan-. Es indudable.» Una de las frustraciones de tratar con fragmentos
fósiles es que nunca podemos estar seguros del aspecto global del animal o individuo en
cuestión. Es una de las razones que convierten al joven turkana en un descubrimiento
espectacular. Antes de su aparición, los antropólogos habían tratado de estimar la altura
de Homo erectus en base a huesos aislados, a veces un fémur de un yacimiento, un
hueso del brazo de otro yacimiento, y así. Pero una verdadera estimación de la estatura
puede obtenerse sólo a partir de los huesos de la pierna de un solo individuo, el hueso del
muslo y el hueso de la espinilla. Comparándolas con los huesos del humano moderno, las
medidas de estos fósiles pueden ofrecer una buena indicación de la altura de un individuo

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Homo erectus. Las estimaciones de la estatura de Homo erectus realizadas a partir de
huesos aislados hallados antes de nuestro joven turkana, describían una criatura de
complexión pesada, muy musculosa, y no muy alta. Por ejemplo:
Eran gentes excepcionalmente fuertes, tanto los hombres como las mujeres, con
músculos acordes con la robustez de sus huesos -escribió Donald Johanson en su libro
Lucy[3]-. Aunque un macho Homo erectus fuera demasiado bajo para destacar como
jugador de fútbol, adecuadamente motivado habría podido destacar en el hockey o en el
lacrosse, dos de los deportes que hoy practican hombres de estatura media.
Era evidente que el joven turkana lo era todo menos de talla media, dada su corta
edad: los huesos de sus piernas revelaban claramente un individuo alto. Empezamos a
hacer estimaciones de su talla, y medimos los distintos segmentos de su cuerpo, teniendo
en cuenta que los frágiles extremos de los huesos, las epífisis no endurecidas, se habían
perdido en el proceso de fosilización. Obtuvimos una figura de entre un metro sesenta y un
metro setenta de altura. «Fue un joven muy esbelto -dijo Alan-, y de llegar a la edad adulta
habría podido alcanzar perfectamente un metro ochenta de altura.» Un joven esbelto. Me
gustó la frase, y pensé en lo que iba a decir en la conferencia de prensa.
Tal vez fuera una excepción, un joven anormalmente alto. Es posible, pero nada
probable. Los individuos que aparecen en un yacimiento fósil suelen ser los más
corrientes, la media de una distribución estadística. Para apoyar nuestro caso, podemos
referirnos al fósil 1808.
El número 1808 es el código dado por el museo a un extraño fósil que descubrimos
hace una década, en la zona oriental del lago Turkana. Descrito sencillamente como
«elementos asociados del esqueleto y del cráneo» en un manual de homínidos fósiles,
1808 nos da una idea de las últimas semanas de vida de un individuo Homo erectus,
posiblemente una hembra, que vivió más o menos en la misma época que nuestro joven
turkana, pero al otro lado del lago. Es posible inferir que un par de semanas antes de
morir, 1808 ingirió parte del hígado de un gran carnívoro, un león o una hiena tal vez. Las
señales están en sus largos huesos, destrozados, al igual que los demás restos fósiles de
su cuerpo.
La clave radica en que la superficie de los larguísimos huesos no es lisa, como cabría
esperar. Está cubierta por una fina capa irregular, resultado de un breve periodo de
desangramiento en la superficie del hueso, seguido de una rápida osificación y muerte
ulterior. Hace tiempo, Alan practicó una fina sección a través de estos huesos y la presentó
en forma de diapositiva a un grupo de médicos del Johns Hopkins Medical School de
Baltimore. Su diagnóstico fue inequívoco: hipervitaminosis A, es decir, el resultado de
ingerir excesiva vitamina A. Los médicos se quedaron boquiabiertos al saber que el hueso
que estaban contemplando tenía un millón y medio de años.
Dijeron que resultaba imposible distinguirlo de casos clínicos actuales. La
hipervitaminosis A puede desarrollarse si un individuo ingiere enormes cantidades o bien
de verduras ricas en esa vitamina, como zanahorias o, lo más probable, de hígado crudo
de carnívoro, la fuente de vitamina A más rica que se conoce.
Además de un deseo fatal de comer hígado de carnívoro, 1808 era alta, un metro
ochenta, en la medida en que es posible determinar su altura a partir de unos restos tan
destrozados. No es mera coincidencia que los dos individuos Homo erectus cuya altura es
posible estimar fueran altos. Ahora podíamos decir que, inesperadamente, habíamos dado
con una especie excepcionalmente alta.
Pero nuestra sorpresa sería aún mayor ante la reacción de nuestros colegas cuando,
meses más tarde, anunciamos el descubrimiento del joven y dijimos que «era un joven
corpulento y esbelto, lo cual es sorprendente… Homo erectus fue claramente más alto de

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lo que habíamos imaginado». «Pero esto ya lo sabíamos», fue la respuesta unánime,
incluido Don Johanson. «Tenemos fragmentos de China y de Java que sugieren que estos
individuos alcanzaban el metro ochenta de altura -comentó Johanson al New York Times-.
No creo que en este aspecto el descubrimiento sea tan original.» Al leer sus
declaraciones, Alan se puso a reír, sacó un ejemplar de Lucy, y envió una copia de la cita
sobre el hockey al periodista del Times que había escrito el artículo.
Estoy convencido de que la reacción ante nuestra afirmación relativa a la altura del
joven turkana significa que las ideas de la gente al respecto eran tan vagas que era fácil
creer lo que parecía ser verdad en aquellos años. A medida que iban descubriéndose más
huesos del esqueleto del joven, todas las dudas sobre la estatura de Homo erectus se
disiparon. Los fósiles de Java y de China citados por Don habían sido descubiertos años
atrás, así que no podía referirse a nuevas evidencias al afirmar que Homo erectus era alto.
Se estaba basando en antiguos datos, pero con una nueva perspectiva, claramente
influenciada por el esqueleto del joven turkana.
Como el periodo de excavaciones estaba tocando a su fin (por muchas razones, entre
ellas la financiera), nos vimos obligados a planificar detalladamente nuestros próximos
pasos. «Richard y yo miramos la planta del yacimiento después de comer y decidimos que
si el resto del esqueleto estaba allí, se hallaría disperso en un área bastante amplia -
escribió Alan la noche del 19 de septiembre, tres días antes de nuestra partida-. Por
consiguiente, tendremos que excavar toda la ladera.» No era una perspectiva demasiado
agradable. Aunque nos hubiera encantado dar con las piezas que faltaban -huesos del
brazo, algunos dientes, pero sobre todo con los huesos de las manos y los pies-,
sabíamos que podíamos perder mucho tiempo y dinero para al final no encontrar nada.
Nos temíamos que los frágiles huesos de pies y manos podían haber sido pisoteados y
arrastrados hasta el antiguo bancal, cerca de donde había estado el espino, allí donde la
superficie del suelo estaba sufriendo los efectos de la erosión por la acción del pequeño
torrente de agua. «Perdidos para siempre como arena arrastrada por la corriente hacia el
Nariokotome», así describió Alan el probable destino de aquellos huesos.
«Todos estamos algo tristes -escribí en mi diario el día antes de levantar el
campamento-. Teníamos grandes expectativas, pero por muy poco se nos ha escapado un
esqueleto completo.» Dos semanas más tarde, en Nairobi, nuestra tristeza se evaporó al
limpiar los huesos del individuo y ver la incipiente reconstrucción del esqueleto. «Ven a ver
esto -me dijo Alan un día-. Ven a ver a tu joven turkana.» Alan y Emma Mbua,
conservadora de los homínidos fósiles del museo, habían conseguido colocar erguido el
esqueleto del joven. Iba a ser fotografiado con un fondo oscuro para un artículo que Alan y
yo habíamos escrito para la National Geographic.
«Admirable -es todo lo que pude decir-. Admirable.» Allí, alto y erguido ante mí, había
un antepasado humano prácticamente completo, de más de un millón y medio de años de
edad. ¡Qué humano parecía en esa postura! Fue un momento emocionante para mí,
diferente de la excitación de la excavación de hacía unas pocas semanas. Ahora se
trataba de una emoción más profunda, que derivaba de la amplísima profundidad de la
prehistoria humana que tengo el privilegio de ver en mi trabajo. Fui consciente de que me
hallaba frente a un eslabón de la cadena que hoy me une a mis más primitivos
antepasados, criaturas simiescas que vivieron quizás hace 7,5 millones de años. Podía
sentir que, en nuestra búsqueda de los orígenes de la condición humana en aquella
enorme franja de la evolución histórica, el joven turkana poseía algunas de las respuestas
que buscábamos. La excavación de sus huesos había sido una dicha paleontológica. Si
conseguíamos arrancarle esas respuestas podía proporcionar una vía para adentrarnos en
la esencia misma de nuestra historia.

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Pasado el momento de emoción, se tomaron fotografías del muchacho, incluida una
junto a Emma, la más baja de los dos. Sí, el joven turkana es un chico esbelto y
corpulento.
No había transcurrido ni un mes desde el final de la campaña en el Nariokotome
cuando ya nos moríamos de ganas de hacer público nuestro descubrimiento.
Normalmente, los científicos prefieren completar al menos un análisis preliminar de
todo nuevo descubrimiento y presentarlo a sus colegas antes de hacerlo público. Pero esta
vez tuvimos que precipitar los acontecimientos porque la redacción del Nairobi
Time, informada bajo cuerda de nuestro descubrimiento, no podía esperar a publicar la
historia. Alan y yo organizamos conferencias de prensa simultáneas para el 18 de octubre,
la mía en Nairobi, en el museo, y la suya en Washington, en la National Geographic
Society.
Cuando me estaba preparando para la conferencia de prensa pensé una vez más en la
imagen del joven erguido ante mí dos semanas atrás. Los antropólogos suelen tratar los
fósiles como elementos de anatomía, como ramificaciones de un incierto árbol
genealógico. Pocas veces consideran los fósiles como animales, como individuos que
antaño tuvieron que enfrentarse a la dura lucha por la vida. Hecho comprensible, porque
por lo general los fósiles que encontramos son tan fragmentarios que poco puede hacerse
con ellos. Pero la impresión de «persona» que ofrece el joven turkana es tan fuerte, tan
intensa, que es imposible no pensar en cómo pudo ser su vida. ¿Qué altura habría
alcanzado como adulto? ¿Pasó su niñez con sus hermanos, aprendiendo las exigencias
de la vida de Homo erectus ¿Qué le habría deparado este tipo de vida? ¿Qué nivel de
capacidad lingüística pudo tener? ¿Tenía un sentido de sí mismo, una conciencia
introspectiva, como usted o como yo actualmente? ¿Cuan humano era? Con todas estas
preguntas en mi cabeza me senté frente a las cámaras de televisión y me preparé para
describir al mundo uno de los descubrimientos de homínido fósil más extraordinarios de
todos los tiempos.

46
SEGUNDA PARTE

47
Capítulo IV
DE MITOS Y MOLÉCULAS
Homo erectus, la especie del joven turkana, representaba un punto crucial en la evolución
humana. Más o menos todo cuanto había precedido a Homo erectus había sido
claramente simiesco en aspectos importantes: parte de su anatomía, su ciclo biológico, su
comportamiento. Y todo cuanto vino después de erectus fue ya clara y distintamente
humano. El joven turkana formaba parte de una mutación crucial en la evolución humana,
cuando las semillas de la condición humana que sentimos hoy dentro de nosotros
arraigaron firmemente. Además de cambios importantes en la forma global del cuerpo y en
las pautas de vida, Homo erectus estuvo en la vanguardia de un nuevo desarrollo del
tamaño del cerebro, un avance en la capacidad mental.
Estoy convencido de que estuvo en el verdadero origen del germen de la compasión, la
moralidad y la conciencia, que hoy consideramos señas de nuestra identidad. Hay que ver
este giro decisivo desde una perspectiva temporal y biológica, tomando en consideración
tanto la época en que apareció por primera vez la familia humana como los debates en
torno a la fecha de esos orígenes. El «relato» de los orígenes humanos es más o menos el
siguiente: Érase una vez, hace muchos, muchos años, una especie de simio un tanto
insólito de África que tuvo que abandonar su bosque tradicional porque un clima más frío
había reducido regular y sistemáticamente la capa forestal. Nuestro simio, pleno de
recursos, se aferró a esta oportunidad ecológica y en su nuevo habitat, ahora
completamente abierto, empezó enseguida a experimentar una serie de cambios
evolutivos. Poco a poco logró mantenerse erguido y desplazarse sobre dos Patas, en lugar
de cuatro; empezó a hacer y utilizar útiles y armas de piedra; A aducir el tamaño de sus
afilados dientes caninos y a aumentar el tamaño de su cerebro.
Se estableció un sistema de retroalimentación positiva, donde cada desarrollo llevaba
al siguiente: cuanto más erguido, más podía usar sus manos; cuanto más usaba sus
manos, más erguido tenía que mantenerse; cuanto más inteligente, tanto más podía
confiar en su tecnología lítica. Poco a poco llegó a convertirse en una versión primitiva de
nosotros, erguido e inteligente, un hábil fabricante de útiles, un experto cazador. Se erguía
triunfante en las llanuras de África, dejando que simios menos hábiles permaneciesen
escondidos en las mermadas zonas boscosas, en pleno retroceso.
Esta fue la fantasía -y utilizo la palabra con plena conciencia- que predominó en
antropología durante mucho tiempo, sobre todo porque parecía plausible. Los principales
elementos de la historia son dos: primero, alcanzar la condición humana requería iniciativa
y esfuerzo, y los simios siguieron siendo simios porque no se emplearon a fondo.
Segundo, la transformación evolutiva de simio a humano tuvo que ser instantánea, porque
las tres cualidades que, en nuestra opinión, nos separan de los simios -el bipedismo, la

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fabricación de útiles, y una gran inteligencia- empezaron a emerger desde el mismísimo
principio. En otras palabras, el primer miembro de nuestra familia ya fue semejante al
moderno ser humano, aunque con una forma primitiva. Estos dos elementos, creo, nos
dicen mucho sobre nosotros mismos, sobre lo que significa el tema de los orígenes
humanos para profesionales y no profesionales.
El primer elemento de la fantasía -la idea de la iniciativa y el esfuerzo en la evolución
humana- estaba explicitado en los libros de antropología de las primeras décadas de
nuestro siglo, pero por suerte hoy ya no es tan evidente. Aunque los antropólogos actuales
ya no piensan en términos de iniciativa y esfuerzo como parte del proceso evolutivo,
todavía persiste un cierto recelo a la hora de aceptar que todo el proceso estuvo regido por
el azar y la circunstancia. La desaparición del segundo elemento — que el primer
homínido ya era humano en aspectos fundamentales- es mucho más reciente. Sólo la
evidencia del registro prehistórico obligó finalmente a reconocer que ser homínido no
equivale automáticamente a ser humano, por muy primitivo que sea.
Un ensayo publicado en 1922 por el profesor de biología de la Universidad de
Princeton, Edward Grant Conklin, nos da una idea concisa y clara de lo que significaba
evolución en aquella época: «La lección del pasado evolutivo nos enseña que no puede
haber progreso de ningún tipo sin lucha». Grafton Elliot Smith, un eminente antropólogo
británico de la misma época, escribió que nuestros antepasados «se vieron obligados a
salir de sus bosques y a buscar nuevos recursos alimentarios y un nuevo medio abierto
donde poder obtener lo necesario para vivir». Elliot Smith también caracterizó la evolución
humana como «la incesante lucha del hombre por alcanzar su destino», sin dejar resquicio
de duda acerca del hecho de que llegar a ser humano era un premio a ganar por méritos;
e, incidentalmente, de que había un objetivo precioso -su destino- en juego.
Esto por lo que se refiere a los humanos, pero ¿qué hay de nuestros primos hermanos
los simios? Los antropólogos de la época no albergaban dudas acerca de las diferencias
con respecto a nosotros. «¿Por qué, entonces, el azar evolutivo ha tratado a ambos, al
hombre y al simio, de forma tan distinta? -preguntaba Arthur Keith, un contemporáneo de
Elliot Smith-. El uno se ha quedado en la oscuridad de su jungla nativa, en tanto que el
otro ha experimentado un glorioso éxodo hacia el dominio de la tierra, el mar y el cielo.» La
explicación de Elliot Smith era tan inequívoca y mordaz como un mal informe de final de
curso escolar: «Mientras el hombre evolucionaba a través de la lucha contra las
condiciones adversas, los antepasados del gorila y del chimpancé renunciaron a la lucha
por la supremacía mental porque estaban satisfechos con sus circunstancias». Es decir,
los simios tuvieron la misma oportunidad evolutiva que nosotros, pero la echaron a perder
por indolentes. ¡A quien madruga Dios le ayuda! Si bien estos sentimientos pueden
parecer hoy ridículos, no hay que olvidar que eran moneda corriente, y muy seria, entre los
más eminentes científicos de la época. Su postura se apoyaba en dos tipos de supuestos,
unos científicos, otros sociales. Los científicos se formaron a partir de un registro fósil
incompleto. Ahora sabemos que la mejor manera de describir la historia evolutiva de la
mayoría de los grupos -como los homínidos o los grandes mamíferos- es mediante un
árbol genealógico, con muchas ramas que terminan en puntos muertos. Estos puntos
muertos son las especies que se extinguieron en distintos momentos.
Lo importante a destacar aquí es que la probabilidad de que una especie determinada
se extinga viene determinada tanto por factores externos, por ejemplo por un cambio
cataclísmico de habitat, como por factores internos, por ejemplo su nivel de adaptación o
de complexión corporal. Asimismo, la posibilidad de que una especie concreta inicie una
divergencia evolutiva, produciendo dos especies-hijas, también viene determinada por las
circunstancias externas y por las propiedades de la especie madre.

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De ahí puede inferirse que la supervivencia y los cambios de una especie a lo largo del
tiempo vienen condicionados tanto por la buena suerte como por los buenos genes. Pero
aunque un paleontólogo consiguiera obtener muestras de, digamos, sólo un 10 por 100 de
las especies que realmente existieron dentro de un mismo grupo, obtendría una imagen
incompleta del árbol evolutivo, porque parecería como si hubiera habido tendencias
unívocas en el tiempo, tendencias como el aumento del tamaño del cuerpo, la longitud de
la dentadura, y el tamaño de las astas o cuernos. El ejemplo clásico es la historia evolutiva
del caballo, considerada durante muchísimo tiempo como el resultado de tendencias
unidireccionales hacia el aumento de su tamaño corporal, hacia la reducción del número
de uñas, el cambio de su estructura dental, etc. Actualmente, un registro fósil más
completo evidencia que la historia evolutiva del caballo no fue una tendencia inexorable,
sino el clásico árbol, una serie de especiaciones y extinciones fortuitas. No es infrecuente,
por ejemplo, que el tamaño corporal disminuya en algunas de las ramas, y éstas acaben,
también fortuitamente, por extinguirse.
Las tendencias, reales o imaginarias, poseen un poderoso y atractivo sentido de
inevitabilidad. Dan la impresión de que el rasgo anatómico en cuestión es conducido hacia
una dirección determinada. Si a ello añadimos la importancia que Elliot Smith y sus
colegas otorgaban al medio social en la evolución humana, resulta una perspectiva muy
particular. El contexto social, a finales del siglo pasado y principios de éste, en pleno auge
del expansionismo victoriano y eduardino, implicaba necesariamente el éxito mediante el
esfuerzo. Había grandes recompensas en la nueva era industrial, pero no para los
indolentes, sino sólo para aquellos que verdaderamente se lo ganaran a pulso. La misma
ética social se insinuaba en el pensamiento científico, especialmente en el campo de la
evolución.
William King Gregory, una de las figuras más importantes de la antropología en las
primeras décadas de este siglo, leyó con cierto escepticismo los escritos de Elliot Smith y
de otros sobre el supuesto lugar elevado que ocupaba el hombre en la naturaleza. En
1928 escribió:
La posición erecta que ha permitido al hombre mirar hacia el mundo inferior de los
cuadrúpedos bien pudiera ser una de las bases del colosal e inexpugnable complejo de
superioridad del hombre. La noción contraria, la de que el hombre es todavía un animal a
cuatro patas parcialmente readaptado, es hasta el momento considerada impía e incluso
blasfema por parte de muchos portavoces acreditados de millones de personas en Boston,
Dayton y algunos puntos en el oeste y en el sur.
Gregory, del Museo Norteamericano de Historia Natural, fue uno de los pensadores con
mayor visión de futuro de su tiempo y nunca se cansó de luchar contra su jefe en el
museo, Henry Fairfield Osborn, quien no podía aceptar que los simios tuvieran algo que
ver en la evolución humana. Los comentarios de Gregory sobre el origen de nuestro
complejo de superioridad -el hecho de andar sobre dos pies- tienen su mérito. Porque lo
que estaba en juego entonces era la intrusión de la ética victorianoeduardina del trabajo en
las teorías científicas. Pero poco a poco este concreto baño social que recubría la
explicación científica fue desapareciendo. Pero aunque la fraseología más florida de Elliot
Smith y sus contemporáneos desapareció de los textos antropológicos, algo quedó en
ellos de su esencia, como la sonrisa del gato de Cheshire.
Los simios ya no aparecían descritos como fracasos debido a la falta de esfuerzo, pero
se consideraba implícitamente que habían llegado a un punto y aparte en términos de
evolución. David Pilbeam, hoy en la Universidad de Harvard, lo explicaba así: «Todo el
mundo aceptaba que los grandes simios estaban estrechamente relacionados entre sí,
primitivos de alguna manera, y que los humanos habían hecho todo el camino evolutivo a

50
partir del último antepasado común, mientras que los simios apenas habrían cambiado».
En otras palabras, mira un chimpancé y verás una versión viviente de nuestro lejano y
remoto antecesor. Pero es una premisa incorrecta.
Lo primero que se aprende trabajando durante muchos años con fósiles es que las
especies cambian en el tiempo, unas veces mediante cambios sutiles, otras mediante
cambios espectaculares. Y lo segundo que se aprende es que las criaturas del pasado no
son simples versiones primitivas de especies existentes o supervivientes. Alan Walker
trabajó hace poco en una especie fósil que ilustra perfectamente este principio
paleobiológico. El fósil es el de Procónsul, una criatura parecida al simio que vivió en
África hace 18 millones de años. Mi madre encontró el espécimen original, un cráneo
exquisito, en 1948, en la isla Rusinga, en el lago Victoria. Desde entonces se han
recuperado muchas partes del esqueleto, y muchos esqueletos diferentes, y aquí radica el
interés de la historia. Dice Alan:
Tal vez Procónsul fuera un antepasado de los futuros simios de África, pero no es un
simio en el sentido habitual que damos hoy al término. Por ejemplo, algunos huesos del
tobillo son finos y típicamente de mono, pero el dedo gordo del pie es robusto y
típicamente de simio. La misma pauta híbrida se aprecia en la pelvis: el ilion, o parte
superior, es la de un mono del Viejo Mundo, mientras que el acetábulo [el lugar de la
articulación con la cabeza del fémur] es ancho y poco profundo, como en los grandes
simios. La muñeca es similar a las muñecas de los monos del Viejo Mundo, mientras que
el hombro y el codo son claramente simiescos.
En otras palabras, este animal presentaba un mosaico de rasgos que ahora
encontramos en dos grupos completamente separados -dos superfamilias diferentes, en
jerga biológica-, además de alguna que otra novedad anatómica que le era propia. La
implicación evidente, como señala Alan, es que «.Procónsul no encajaba en el molde
anatómico concreto de un simio moderno, ni tampoco su conducta fue la de éste».
La lección aquí es que, si queremos especular acerca de cómo fueron los antepasados
inmediatos de los humanos y de los grandes simios modernos, no podemos esperar a que
un día se encuentre un modelo viviente concreto, un fósil viviente. Dejarse guiar por la
anatomía moderna sí, pero sin que nos limite. Charles Darwin y su amigo y defensor
Thomas Henry Huxley reconocieron vínculos anatómicos entre los humanos y los simios
africanos, el chimpancé y el gorila. Estos son nuestros parientes más próximos, dijeron,
por lo tanto hay que empezar por ellos. Pero aun así, no es oro todo lo que reluce. Existen
matices en la formación de las estructuras anatómicas que sólo ahora empezamos a
comprender. Y sin una comprensión global de estas sutilezas, siempre cabrá la posibilidad
de error a la hora de inferir estrechas relaciones evolutivas entre especies que comparten
una misma estructura anatómica. Y es incontestablemente cierto, claro, que los
paleontólogos sólo pueden estudiar las estructuras anatómicas de «las partes duras» de
las especies, es decir, los esqueletos. Sabemos que la piel y el cabello, especialmente su
color y textura, suelen ser diferentes entre especies que poseen una estructura ósea
similar, o incluso idéntica. Es un hecho con el que nosotros, los que tratamos sólo con
huesos fosilizados, tenemos que convivir.
Una vez identificado un vínculo entre los simios africanos y los humanos, Darwin
aventuró la hipótesis de que la familia humana emergió en África. Tenía razón. Todas las
especies homínidas más antiguas se han descubierto en África, y sólo en África.
Sólo con Homo erectas nuestros antepasados fueron más allá del continente africano.
Una razón de más para considerar a Homo erectus como un hito importante en la historia
de la evolución humana. Darwin también formuló la noción de que un conjunto de
características de tipo humano -bipedismo, fabricación de útiles y un cerebro más grande-

51
evolucionaron a la vez y concertadamente. Este es el segundo de los dos elementos
primordiales de la fantasía antropológica de la última generación, según la cual desde el
mismísimo principio, los homínidos ya fueron esencialmente humanos en sus aspectos
fundamentales. En 1871 Darwin escribía en su Descent of Man and Selection in Relation
to Sex:
Si era una ventaja para el hombre tener las manos y los brazos libres y poder
sostenerse firmemente de pie, de lo cual no cabe duda alguna dado su éxito preeminente
en su lucha por la vida, entonces no veo razón para que no fuera igualmente ventajoso
para los progenitores del hombre desarrollar esa cualidad erguida. Las manos y los brazos
no habrían podido liberarse ni llegar a ser lo suficientemente perfectos para poder fabricar
armas, o útiles de piedra y venablos con una finalidad concreta, si hubieran tenido que
seguir cargando con todo el peso del cuerpo… o asegurando la vida en los árboles.
Nuestro pequeño antepasado bípedo, productor de armas y cazador de la sabana,
pudo desarrollar una mayor inteligencia gracias a una interacción social más intensa, dijo
Darwin. Y los grandes caninos también acabarían desapareciendo.
Los primitivos antepasados masculinos del hombre tuvieron probablemente… grandes
dientes caninos; pero a medida que fueron adquiriendo la costumbre de usar piedras,
palos u otras armas para luchar contra sus enemigos o rivales, utilizaron cada vez menos
sus mandíbulas y dientes. Y las mandíbulas y los dientes acabarían disminuyendo de
tamaño.
En ausencia casi completa de evidencia fósil, Darwin había elaborado unas líneas
generales plausibles, enfatizando los atributos principales de la humanidad como motores
fundamentales de la transición de simio a humano. «Para Darwin, el primer paso evolutivo
divergente de nuestros antepasados respecto del último antepasado común de hombres y
simios ya contenía todo lo que más tarde se identificaría -y valoraría- como "humano" -dice
David Pilbeam-. Resultaba tan plausible, la imagen era tan fuerte, que persistió hasta hace
muy pocos años.» La persistencia de este poderoso acervo evolutivo desempeñó un rol
importante en un debate, hoy famoso en los anales de la búsqueda del origen del hombre,
entre los antropólogos y los bioquímicos acerca del origen de la familia humana. David
estuvo muy implicado en este debate, al principio como uno de los antropólogos más
destacados, luego como paladín de los bioquímicos. Su cambio de posición tuvo
importantes consecuencias para nuestra disciplina, al legitimar lo que podríamos llamar la
antropología molecular.
Desde que se creó nuestra disciplina, los antropólogos nos hemos basado en la
evidencia fósil para reconstruir la historia de la evolución humana. Sabemos que la
evidencia fósil no siempre es fácil de interpretar. Existen problemas evidentes de
interpretación en nuestras teorías cambiantes sobre la historia humana y en nuestras
diferencias de opinión sobre fósiles concretos. Pero los fósiles han supuesto siempre
nuestro vínculo más directo con el pasado. Luego, en los años sesenta, se introdujo otra
línea de investigación: los datos moleculares de los genes y de las proteínas de criaturas
vivas, como nosotros o como nuestros parientes más próximos, los simios africanos.
La idea de utilizar evidencia molecular para verificar cuestiones de parentesco o
afinidad genéticos es básicamente honesta. Una vez que un antepasado común inicia una
divergencia, y se divide en dos especies hijas, su material genético irá acumulando
gradualmente errores, o mutaciones, y las especies se irán diferenciando gradualmente
cada vez más entre sí. Cuanto más lejana en el tiempo se halle la divergencia evolutiva
inicial, tanto mayor será la diferencia genética acumulada. Y como las mutaciones se
acumulan regularmente a lo largo del tiempo, aparece lo que los bioquímicos llaman un
reloj molecular: los cambios en el tiempo producidos por la acumulación de mutaciones.

52
Midiendo el grado de diferencia genética acumulada entre dos especies emparentadas,
puede calcularse el momento en que empezaron a divergir una de otra.
A principios de los años sesenta, Morris Goodman, de la Universidad Estatal de
Wayne, introdujo este tipo de evidencia molecular en la antropología al demostrar la
estrecha relación genética existente entre los humanos y los simios africanos, los
chimpancés y los gorilas, y la distancia entre los humanos y el gran simio asiático, el
orangután. Pero fueron los bioquímicos de Berkeley, Alian Wilson y Vincent Sarich,
quienes llamaron realmente la atención de la comunidad antropológica al sugerir en 1967
que la evidencia molecular mostraba que los humanos y los simios habían divergido unos
de otros hace unos cinco millones de años. En aquellos años, los antropólogos creían que
esta divergencia había tenido lugar mucho antes, al menos hace unos quince o hasta
incluso treinta millones de años.
Sarich dijo en un momento dado de forma un tanto provocadora: «Ya no es posible
considerar homínido a un espécimen fósil de más de ocho millones de años,
independientemente de su apariencia». Su lógica era tan sencilla como retadora: cualquier
parecido de un fósil con más de cinco millones de años (más un par de millones de años
como margen de seguridad) con rasgos anatómicos homínidos tiene que ser meramente
accidental. Un fósil de estas características podía parecer un homínido, pero no lo era,
afirmó, porque era demasiado arcaico.
A ningún científico le gusta que le digan que la opción de su enfoque científico es inútil,
y menos por alguien exterior a la profesión. Es lógico, por consiguiente, que las palabras
de Sarich fueran recibidas con muy poco entusiasmo por parte de la mayoría de
antropólogos. Durante más de una década se estableció una abierta hostilidad entre
ambas disciplinas científicas, durante la cual los antropólogos atacaron virulentamente el
trabajo de Sarich y de Wilson, y se negaron a incorporarlo a los modelos de los orígenes
humanos. «Durante todos aquellos años los paleoantropólogos hicieron como si no
existiéramos», se lamenta Wilson. «Fuimos desatendidos por casi todo el mundo -añade
Sarich-, o bien denigraron nuestros resultados y métodos.» La primera vez que oí hablar a
Vince Sarich fue en 1983, en una conferencia sobre dieta y evolución humanas impartida
en Oxnard, a unos cien kilómetros al norte de Los Ángeles. Todo lo que había oído sobre
él parecía ser verdad. Es un hombre enorme — en estatura, en voz, en ego. Y tiene una
habilidad especial para irritar a los paleontólogos como yo. «La clave del pasado es el
presente», espetó, lo que evidentemente era un guante lanzado directamente contra la
utilidad de los fósiles, mis indispensables útiles profesionales. «¿Cómo podemos pretender
comprender el pasado sin estudiar los fósiles?», quise saber. Sarich contestó con una
versión de uno de sus famosos aforismos: «Yo sé positivamente que mis moléculas
tuvieron antepasados, pero ustedes los paleontólogos sólo pueden hacer conjeturas
acerca de la posible y esperada descendencia de sus fósiles». Este es, en resumen, el
debate en el que Sarich, Wilson y la comunidad antropológica estaban enfrascados desde
hacía casi veinte años.
La cuestión fundamental que dividía a antropólogos y a bioquímicos -¿cuándo apareció
el primer miembro de la familia humana?- parece bastante simple. Pero la cuestión
práctica para los antropólogos era cómo reconocer este tipo de fósil en una excavación.
«Lo reconocíamos -o creíamos reconocerlo- cuando veíamos parte del acervo darwiniano -
explica David-. A partir de una evidencia fósil fragmentaria construimos un retrato completo
del primer homínido. Dijimos que probablemente fue bípedo, que probablemente fabricaba
útiles, que era social y que probablemente también cazaba.» El fósil en que se basaba
todo este discurso era un fragmento de la mandíbula superior de un primate. El rasgo

53
crucial era que los dientes caninos eran pequeños, claramente distintos de los de un simio,
pero semejantes a los humanos.
Había también otros rasgos que parecían vincular el fósil al pasado humano, tales
como la forma de los premolares, el grosor del esmalte de los dientes, y la supuesta forma
de la propia mandíbula.
«Cuanto se necesitaba en un fósil eran caninos pequeños y la convicción de que se
trataba de un homínido, v todo lo demás venía por añadidura -explica David ahora-. Esta
visión global reflejaba la creencia de que el primer homínido ya fue una criatura muy
especial, bien situado en el camino humano. Es sobre todo un animal cultural.» Esta
pequeña mandíbula fósil, llamada Ramapithecus, la encontró en 1932 un joven
investigador, G. Edward Lewis, en depósitos de quince millones de años de edad, en la
India. Pero hasta 1961 Ramapithecus no saltaría a la fama como el primer miembro
putativo de la familia humana. Elwyn Simons, entonces en la Universidad de Yale, volvió a
estudiar el fósil de Lewis, y concluyó que Ramapithecus era un homínido, y publicó un
artículo histórico en este sentido. Muy pronto David se unió a Elwyn en Yale y durante una
década sus nombres estuvieron inextricablemente unidos en la promoción del
Ramapithecus como el primer miembro de la familia humana que, decían, evolucionó hace
por lo menos quince millones de años, o tal vez treinta. La tesis Simons-Pilbeam pronto se
convirtió en ciencia infusa entre la profesión y, como la mayoría de mis colegas, yo la
apoyé. Luego Vince Sarich y Alllan Wilson entraron en escena y declararon que Simons y
Pilbeam y el resto de nosotros, los antropólogos, estábamos completamente equivocados.
El final de la historia es hoy de todos conocido. Los antropólogos nos vimos obligados
a admitir que nos habíamos equivocado y que Sarich y Wilson estaban más próximos a la
verdad de lo que cualquiera de nosotros había podido imaginar. Las estimaciones
genéticas practicadas en los años que siguieron a la famosa publicación de Wilson y
Sarich en 1967, a veces utilizando proteínas, otras veces con diversas formas de ácido
nucleico, apuntaban todas ellas a una divergencia de fecha reciente, próxima a los cinco
millones de años, tal vez un poco antes. Actualmente suele decirse que la fecha se sitúa
«en algún punto entre los cinco y los diez millones de años», con los 7,5 millones de años
de media. En 1980 y en 1982 importantes descubrimientos de simios fósiles procedentes
de Turquía y de Pakistán encajaban con los argumentos con que Sarich y Wilson nos
habían estado bombardeando durante trece años. Recuerdo haber dicho en una
conferencia en la Royal Institution de Londres: «Me asombra pensar que no hace ni un
año hice las afirmaciones que hice sobre la evidencia del reloj molecular». Yo no había
sido tan franco como mis colegas, pero había sido indudablemente negativo. «Creo que
los moleculares están más cerca de la verdad de lo que nosotros estábamos dispuestos a
reconocer», añadí, aún en un tono un tanto conservador.
Para David Pilbeam, la experiencia fue difícil pero también saludable. En 1983 escribió:
Soy menos optimista que antes acerca de la información que los fósiles pueden
proporcionar sobre la secuencia y cronología de la evolución de la divergencia [humano-
simio]. Uno se siente mucho más cómodo utilizando evidencia molecular si quiere estar
seguro de la localización y cronología de los puntos de divergencia. Y resulta difícil admitir
algo así para alguien que fue educado en la creencia de que todo cuanto necesitábamos
saber sobre la evolución podía encontrarse en los fósiles. La evidencia fósil es importante,
claro, pero sólo es útil para abordar algunas de las cuestiones que tenemos planteadas.
Lo que le indujo a error en Ramapithecus, dice David, fue la semejanza anatómica.
«Vimos unos pocos rasgos anatómicos que parecían implicar relación, y los aceptamos
acríticamente.» David y Elwyn cayeron en una trampa que nos amenaza a todos en
nuestra profesión: anatomía similar no siempre implica estrecha relación evolutiva. En la

54
evolución, una anatomía idéntica puede aparecer en dos grupos sin relación entre sí
cuando se adaptan a presiones idénticas de selección natural. El episodio de
Ramapithecus sirvió para que muchos de nosotros fuéramos mucho más conscientes de la
trampa. Pero al revés que David, yo todavía confío mucho en nuestra capacidad para
reconstruir acontecimientos evolutivos basados únicamente en los fósiles. Tal vez esta
actitud refleja la testarudez de alguien para quien la anatomía es mucho más familiar que
la biología molecular. Pero, aunque resulta difícil, estoy convencido de que podremos
identificar las relaciones genéticas invisibles contenidas en la anatomía que tenemos
delante. Vincent Sarich cree que el episodio nos dice mucho sobre la naturaleza de
nuestra meta -comprender el lugar de los humanos en el universo de las cosas- y también
sobre la metodología científica.
Tal como yo lo veo, el problema básico no tiene nada que ver con la evidencia, ya sea
molecular o paleontológica, sino con la dificultad que la mayoría de nosotros tenemos para
aceptar la realidad de nuestra propia evolución -dice Sarich-. Hemos desarrollado
suficiente madurez intelectual como para que un rechazo abierto de la realidad de la
evolución humana sea imposible. Su aceptación positiva, empero, es más fácil cuanto
mayor es la distancia en el tiempo que nos separa de nuestros supuestos antepasados.
Sospecho que el argumento tiene cierto valor. A pesar de la racionalidad que
caracteriza al ser humano, encontramos efectivamente difícil -emocionalmente, en todo
caso- vincularnos a nosotros mismos al mundo de los simios a través de una cadena
continua de herencia genética. En el marcado ambiente antievolucionista que prevalece en
gran parte de los Estados Unidos, sería sorprendente que los antropólogos profesionales
no se sintieran aludidos de alguna forma, o que al menos no intentaran inconscientemente
hacer más aceptable el hecho de nuestra evolución alargando la cadena el máximo
posible, alejando a los humanos del resto de la naturaleza.
El resultado de estos últimos veinticinco años de antropología biológica y molecular es
que contamos con un hito fundamental en la evolución humana: el origen de la familia
homínida, hace unos 7,5 millones de años, más o menos. Cuando el joven turkana
emergió a la vida hace 1,6 millones de años, la familia humana ya hacía tiempo que
poblaba aquellos parajes.

55
Hachas de mano y cuchillas (derecha) características de los conjuntos hachelenses, fabricados hace entre
1,6 millones y 200.000 años (Nicholas Toth)

Los conjuntos del Paleolítico Superior contenían una amplia gama de útiles, muchos basados en hojas de
piedra, otras de hueso y de asta, como los arpones que aquí se aprecian (Nicholas Toth)

56
Donald Johanson muestra el esqueleto parcial de Lucy poco después de su
descubrimiento en 1974 (Museo de Historia Natural de Cleveland)

Lascas y choppers típicos de Olduwai, fabricados hace entre 23 y 1 millón de años


(Nicholas Toth)

57
El cráneo del niño de Taung, hallado en 1924, fue el primero y más primitivo
antepasado humano descubierto en África (Universidad de Witwaterstand)

58
El cráneo 3733, miembro de Homo Erectus, descubierto en Koobi Fora, Esta especie
apareció 1,7 millones de años y perduró hasta hace 300.000 años. Fue la primera
especie humana en salir de África (P.Kain/Sherma)

Un cráneo de Cro-magnon que representa


a los humanos modernos descubierto en la
Dordoña francesa (Milford Wolpoff)

59
Capítulo V
SIMIOS ERGUIDOS Y RELACIONES FAMILIARES
En mi opinión, la distinción fundamental entre nosotros y nuestros parientes más próximos
no es el lenguaje, ni la cultura, ni la tecnología. Es el hecho de andar erguidos, el uso de
nuestras extremidades inferiores para sostenernos y desplazarnos y liberar de esas
funciones a nuestras extremidades superiores. En esencia, los humanos son simios
bípedos que por alguna circunstancia desarrollaron todas esas cualidades que solemos
asociar con el ser humano. Y si pensamos en los datos moleculares, que nos vinculan tan
estrechamente al chimpancé y al gorila, entonces somos, sin asomo de duda, simios de
alguna especie, «simios africanos un tanto peculiares», como dijo David Pilbeam en una
ocasión.
El registro prehistórico de África es hoy muy amplio. Nada que ver con los rarísimos y
escasos fósiles que solían caber en una mesa. Según mis cuentas, hay fragmentos
fosilizados de unos mil individuos humanos de los primeros tiempos de nuestra evolución,
y son incontables los útiles líticos hoy existentes. Todo ello muestra claramente que los
primeros útiles de piedra aparecieron en el registro hace unos 2,5 millones de años, cinco
millones de años después del origen de la familia humana. Pero de una cosa podemos
estar seguros: el acervo darwiniano -bipedismo, fabricación de útiles e inteligencia-
concertado y simultáneo, al unísono, en el proceso evolutivo no es correcto.
La liberación de nuestras manos fue tan importante para nuestra historia evolutiva
posterior que yo prefiero utilizar el término de «humano» para caracterizar a los primeros
simios bípedos. Sé que las connotaciones de los calificativos perturban a mucha gente,
sobre todo cuando se refieren a nosotros, pero Para mí «humano» y «simio bípedo» son
sinónimos. Con ello no estoy diciendo que una vez el simio bípedo evolucionó, y usted y
yo fuimos inevitabilidades evolutivas, porque la evolución no funciona así. Tampoco estoy
sugiriendo que los primeros simios bípedos tuvieran la misma capacidad intelectual o la
misma apariencia que nosotros. ¡Claro que no! Lo único que digo es que el origen del
bipedismo fue un cambio tan fundamental, tan repleto de profundo potencial evolutivo, que
hay que reconocer las raíces de nuestra humanidad donde realmente se hallan. Pero me
gustaría hacer una distinción entre denominar humanos a los primeros simios bípedos y
esperar encontrar un comportamiento humano en estas criaturas. Cuando reconozcamos
en nuestra historia la importancia del origen del bipedismo, podremos empezar a identificar
en el proceso evolutivo el origen de ese sentido intangible, indefinible pero profundo en
nosotros que identificamos con la verdadera humanidad.
Para ello no cabe esperar demasiada ayuda del registro arqueológico, pero podemos
servirnos de él para saber algo acerca del origen del bipedismo. Si nos dejamos guiar por

60
la evidencia molecular, sabremos aproximadamente cuándo apareció: hace unos 7,5
millones de años. Lo que nos interesa realmente es por qué esta evolución.
¿Cuáles fueron las circunstancias que favorecieron su aparición? Y ¿cuáles fueron sus
consecuencias inmediatas? Los fósiles humanos más primitivos que se conocen tienen
como mucho cuatro o cinco millones de años de antigüedad. Entre otros, un hueso de una
pierna procedente de la región del Awash, en Etiopía, donde Don Johanson y sus colegas
trabajaron durante años, un hueso del brazo procedente de la orilla oriental del lago
Turkana, y varios dientes, mandíbulas, y un hueso de la muñeca de la misma zona. A
partir de estos huesos es evidente que las criaturas a las que pertenecieron ya habían
desarrollado un grado significativo de bipedismo. Lo cual no debe sorprendernos, dada la
cantidad de tiempo que probablemente los separa (hace cuatro millones de años) del
origen de la línea humana (hace 7,5 millones de años).
¿Por qué no hemos encontrado fósiles humanos de más de cuatro o cinco millones de
años? En gran parte porque el registro geológico de esta etapa histórica en África no ha
sido demasiado generoso con nosotros. Mucha gente se imagina que los buscadores de
fósiles pueden salir y contemplar cualquier momento histórico que les convenga.
Por desgracia no es así. Sólo podemos buscar entre los sedimentos -retazos del
pasado- que las caprichosas fuerzas de la erosión han dejado al descubierto. Cosa que
ocurre muy pocas veces. Espero que en el futuro podamos encontrar más.
Cuando encontremos situaciones favorables, confío en que podremos reconocer a
nuestros más antiguos antepasados. Los antropólogos que salen en busca de fósiles
suelen identificar a los primeros humanos gracias a sus dientes fosilizados, porque la dura
textura de los dientes soporta mucho mejor el proceso de fosilización que otras partes del
esqueleto. Por suerte, la dentadura humana primitiva es muy característica, aunque, como
comentábamos antes, uno puede a veces equivocarse. Pero en el caso de los humanos
más primitivos, de los primeros simios bípedos, sospecho que no será fácil reconocerlos
por sus dientes porque pueden muy bien asemejarse a los de otros simios. Quizás los
primeros humanos fueran indiferenciables de los simios, con la salvedad de que andaban
sobre dos pies, no sobre cuatro. Tendremos que reconocerlos por su adaptación
anatómica a la marcha bípeda, concretamente por sus piernas, pelvis y brazos.
La mutación evolutiva de la marcha cuadrúpeda a la bípeda necesitó de una amplia
remodelación de la arquitectura ósea y muscular del simio y en general de las
proporciones de la mitad inferior del cuerpo. Los mecanismos para desplazarse son
distintos, la mecánica del equilibrio es distinta, la función de los principales músculos es
distinta: tuvo que transformarse todo un conjunto funcional para posibilitar un
desplazamiento bípedo eficaz. El hecho de que esta transformación pudiera tener lugar
indica, en mi opinión, dos cosas: primera, que la presión en favor del cambio a través de la
selección natural fue intensa; y segunda, que la transformación misma fue, en la escala del
tiempo evolutivo, rápida. Es esta segunda la que, creo yo, nos permitirá identificar los
fósiles humanos más antiguos sin demasiada dificultad. Habrá que buscar un simio
bípedo.
¿Podemos precisar qué tipo de acontecimientos favorecieron la aparición de un simio
bípedo en la prehistoria? A lo largo de los años se han propuesto diversas hipótesis,
muchas de las cuales invocan cualidades humanas «modernas», tales como la fabricación
de útiles, la caza, la cultura. Y muchas, como vimos, sitúan el acontecimiento en la
sabana. ¿Cómo trazar la línea entre lo posible y lo improbable? Empecemos por el
contexto ecológico. Durante los últimos 25 millones de años el clima global se ha enfriado
considerablemente, con un descenso medio de la temperatura de unos 20 grados y un
cambio en la vegetación que incluye una reducción de la franja ecuatorial. Pero lo más

61
importante es que el continente africano experimentó otros cambios climáticos en ese
período de tiempo, cambios directamente provocados por acontecimientos geológicos en
el continente, más concretamente en su mitad oriental.
Los principales cambios fueron las circunstancias que rodearon el hundimiento del gran
valle del Rift, iniciado hace unos veinte millones de años. A resultas de la separación de
las placas tectónicas según un eje aproximado norte-sur en la parte inferior de la mitad
oriental del continente, la lava en erupción fue formando gradualmente protuberancias
irregulares en la corteza terrestre, creando el domo de Kenia y de Etiopía, ambos de más
de 2.700 metros de altura sobre el nivel del mar. Como ampollas gigantes en la piel
continental, ambos domos aportaron una topografía de gran escala al África oriental.
Paralelamente se implantó una densa franja boscosa que cruzaba todo el continente,
desde la costa atlántica hasta el océano índico, un hogar para una creciente diversidad de
especies de simios. Con la erupción de los dos grandes domos, y debido a la creciente
sombra pluvial resultante, las pautas de pluviosidad de la parte oriental quedaron
alteradas. Los bosques orientales empezaron a fragmentarse, abriendo grandes claros, y
produciendo un mosaico de microsistemas, desde la jungla hasta el monte bajo, desde los
arbustos y frutales hasta las praderas y pastizales.
Cuando, más tarde, hubo fallas masivas a lo largo de la línea de las placas tectónicas,
la fractura se hundió a varios miles de metros, dejando una profunda herida de unos cinco
mil kilómetros de longitud, desde el mar Rojo hasta Mozambique. Este profundo y
meándrico valle creó aún más barreras ecológicas y microsistemas. Hubo cambios
constantes, un periodo de inestabilidad, y con el paso del tiempo el mosaico
medioambiental se hizo aún más rico y diverso. Tierras altas muy frías y valles verdes,
frondoso bosque de montaña y sabana, lagos y ríos, y laderas volcánicas, toda una gama
impresionante de medioambientes diversos, tanto ayer como hoy, y se desarrollaron
múltiples especies en África: actuó como un motor de evolución. Esto, creo yo, es la clave
del origen de la familia humana. Nosotros somos un ejemplo de las muchas nuevas
especies que aparecieron como resultado de un medio dinámico donde, al menos para los
homínidos, los altiplanos fueron especialmente importantes.
Las imágenes que todos tenemos de las grandes llanuras de África, oscurecidas por
enormes manadas migratorias, son verdaderamente espectaculares. Son tan poderosas
que tendemos a proyectarlas al pasado, pensando que el paisaje tuvo que ser siempre así.
Una vez más, resulta demasiado fácil dejar que la fuerza de las imágenes actuales
distorsione nuestra idea del pasado. No hay duda de que las imágenes de las llanuras han
interferido en la idea tradicional del origen del hombre: nuestros antepasados saliendo y
cruzando la sabana abierta para convertirse en nobles cazadores. De hecho, las grandes
llanuras y las inmensas manadas que habitan en ellas son aspectos relativamente
recientes del medio africano, mucho más recientes que el origen de la familia humana.
Para este origen, tenemos que dirigirnos a los altiplanos creados por los movimientos
tectónicos, que representan ecosistemas de gran variedad vegetal que ofrecían
condiciones óptimas para que pudieran evolucionar nuevas especies.
Hace unos diez millones de años, con la nueva topografía en la parte oriental del
continente todavía en formación, hubo una gran diversidad de especies de simios, algo
que sólo ahora empezamos a comprender. Actualmente hay sólo tres especies de simios
en África: el chimpancé común, el chimpancé pigmeo, y el gorila. Pero entonces había al
menos veinte. Hace entre diez y cinco millones de años, esa maravillosa diversidad
empezó a declinar, en parte debido a la competencia de un creciente número de especies
de monos del Viejo Mundo, y en parte debido al habitat cambiante. Una de las especies de
simio experimentó la espectacular transformación evolutiva de convertirse en el primer

62
simio bípedo, que, por lo que sabemos, fue la única vez que esta forma de desplazamiento
aparecía entre primates. A resultas de ello, mientras que la diversidad de buena parte de
las distintas especies de simios empezó a declinar, entre los simios bípedos esa misma
diversidad empezó a florecer.
Comenzaba a desarrollarse un nuevo grupo evolutivo, variaciones de una novedad
evolutiva. La pregunta inmediata es ¿cómo prosperó esta nueva diversidad de simios
bípedos donde otros simios al parecer no lo lograron? Ya hemos descartado el principio de
la fabricación de útiles de piedra como motor del giro evolutivo: apareció mucho más tarde
en la historia de nuestra familia, demasiado para constituir un hito importante en la
aparición de la familia. Y la transformación en simios cazadores también puede
descartarse como explicación, por la misma razón. La hipótesis del simio cazador, una
explicación demasiado «antropocéntrica», no se apoya en la evidencia arqueológica, que
indica que la caza alcanzó importancia relativamente tarde en la carrera humana, y que
pudo originarse, probablemente, con el linaje Homo. No; para descubrir la naturaleza de
ese giro evolutivo hay que buscar razones más básicas, una biología más fundamental, no
aspectos de la cultura humana. De todas las hipótesis propuestas en estos últimos años,
dos me parecen interesantes. Una procede de Owen Lovejoy, la otra de Peter Rodman y
de Henry McHenry, de la Universidad de California, en Davis. La hipótesis de Lovejoy
disfrutó de una espléndida publicidad; la de Rodman y McHenry, no. La explicación es
sencilla.
Lovejoy es un anatomista notable, un especialista en la mecánica y el origen del
bipedismo. Decidió hace unos años intentar establecer si las diferencias biológicas entre
simios y humanos pudieron suministrar un estímulo competitivo para el desarrollo del
desplazamiento erguido. Su premisa básica era muy directa: «Los homínidos se
transformaron en bípedos por alguna razón biológica concreta — explicaba
recientemente-. No fue para desplazarse mejor, porque el bipedismo es una forma inferior
de desplazamiento. Tuvo que desarrollarse para llevar cosas». Como bípedos, los
humanos son ridículamente lentos en tierra y nada ágiles en los árboles.
También es cierto que las manos, liberadas de sus deberes locomotores, podían llevar
cosas. Pero hay dos formas de verlo. Primera, los homínidos se transformaron en bípedos
con el fin de liberar las manos para llevar cosas. Segunda, con la postura bípeda, erguida,
que se habría desarrollado por alguna otra razón, los homínidos podían llevar cosas.
Lovejoy prefiere la primera de ambas posibilidades.
Otro de los argumentos de Lovejoy es que, dado que se requiere una reestructuración
anatómica tan drástica para transformar a un cuadrúpedo en bípedo, un animal en pleno
cambio evolutivo, todavía incompleto, sería un bípedo ineficaz: «Durante este período,
tuvo que producirse una ventaja reproductiva en aquellos que, en cada generación,
caminaban erguidos con más frecuencia, a pesar de su ineficacia. Cuando un rasgo
demuestra ser una ventaja selectiva tan potente, casi siempre tiene alguna consecuencia
directa en la tasa e reproducción. Pero ¿en qué y cómo la postura erguida pudo facilitar
una mejor descendencia a nuestros antepasados?».
El argumento subsiguiente discurre más o menos así: los simios se reproducen
lentamente, los nacimientos son muy espaciados, una vez cada cuatro años. Si el simio
bípedo pudo incrementar su eficacia reproductiva, procreando con más frecuencia, se
encontraría con una ventaja selectiva global. Porque gran parte de la biología se debe al
suministro de energía, y un rendimiento reproductivo mayor exige mayor energía en la
hembra. ¿Cómo podía ésta conseguirlo? «Los machos representan un fondo inagotable de
energía reproductiva -concluía Lovejoy-. Si un macho suministra alimentos a una hembra,
ésta tiene más energía disponible para la maternidad, y puede producir más

63
descendencia.» Para aprovisionar a una hembra, un macho debe ser capaz de conseguir
alimento y llevárselo. De ahí la necesidad del bipedismo, que libera brazos y manos para
acarrear cosas.
Pero hay más. La hipótesis de Lovejoy parece explicarlo todo, quizás demasiado. Por
ejemplo, un macho no cometería la estupidez de abastecer a la hembra a menos de estar
seguro de que los hijos son suyos. Un macho no gozaría de ventajas genéticas si ayuda a
criar a los hijos de otro macho. Debe existir o crearse un vínculo entre macho y hembra,
donde la hembra cesa de anunciar públicamente su celo sexual para hacerse
constantemente atractiva a su pareja.
Al desarrollar esta línea argumentativa en un artículo de Science, Lovejoy dio pie a uno
de los mejores chistes encubiertos de la literatura científica. «Las hembras humanas son
constantemente receptivas sexualmente», afirmaba, y de acuerdo con las normas de todo
artículo científico, citaba una referencia en apoyo de su afirmación: «D. C.
Johanson, comunicación personal», rezaba; una sutileza que de alguna manera
escapó a la normalmente aburrida mirada de los editores de Science. Citando a Frank
Beach, un grupo de críticos del artículo de Lovejoy señalaban más tarde: «Ninguna
hembra humana es constantemente receptiva sexualmente". (El macho que alimente tal
ilusión tiene que ser un hombre muy viejo con memoria muy corta o un hombre muy joven
llamado a una amarga decepción)».
Volviendo al argumento de Lovejoy, destacaba que allí donde aparece la pareja
monógama en otras especies de primates, el tamaño de los dientes caninos de los
machos es muy reducido y similar al de las hembras. Es el caso de los simios menores
monógamos de Asia, los gibones y los siamangas. Y también de los primeros humanos,
decía Lovejoy. Y dijo que el tamaño del cerebro pudo empezar a crecer en un contexto
social seguro y compacto.
Se trataba de una descripción muy completa, que explicaba no sólo el origen del
bipedismo, sino también el aumento del tamaño cerebral y la aparición de la familia
nuclear. Era tan completa, tan ingeniosa que, según Sarah Hardy, la primatóloga de
Harvard, «tiene todos los ingredientes de un poderoso mito». Ciertamente atrajo la
atención de numeroso público, y su publicación en una revista científica sobria y muy
respetable le otorgó cierta autoridad. Cualquier manual de antropología actual menciona
«la hipótesis de Lovejoy» de forma destacada. Pero también recibió fuertes críticas.
Por ejemplo, mi amigo y colega Glynn Isaac avisaba que «el público lector de obras
científicas generales no familiarizado con los detalles del estado de la cuestión en el
estudio de la evolución humana debe saber que varias afirmaciones contenidas en el
argumento de Lovejoy son, de hecho, dudosas». Adrienne Zihlman, una antropóloga de la
Universidad de California en Santa Cruz, también advertía que «los puntos de vista de
Lovejoy van en contra de la evidencia sobre la reproducción y el comportamiento social de
los primates, y no representan, o malinterpretan, el comportamiento de los pueblos
cazadores-recolectores contemporáneos». Refiriéndose a la idea de una familia nuclear en
la más remota prehistoria humana, Alian Wilson y su colega Rebecca Cann dijeron:
«Advertimos contra la interpretación del registro fósil según criterios culturales
occidentales». De hecho, sólo un 20 por 100 de las sociedades humanas son monógamas,
y la familia nuclear es sobre todo un fenómeno de nuestra civilización occidental moderna.
En mi opinión, la crítica más aguda se refiere a las características de la pareja
monógama en los primates. Lovejoy señala que en estas parejas hay poca o ninguna
diferencia en el tamaño de los dientes caninos -no hay dimorfismo canino. Pero también es
cierto que en las parejas monógamas apenas existe diferencia de tamaño entre machos y
hembras -no hay dimorfismo en el tamaño corporal. Y, sin embargo, una de las cosas que

64
podemos inferir de los fósiles humanos más primitivos es que sí hubo un considerable
dimorfismo corporal: el tamaño de los machos prácticamente doblaba el tamaño de las
hembras, una diferencia que también aparece en los modernos gorilas. El dimorfismo del
tamaño del cuerpo en los primates siempre va asociado a la competición entre los machos
por el acceso a las hembras, y a algún tipo de poliginia, con un macho controlando el
acceso sexual a varias hembras. Esto no se da en ninguna especie monógama, donde
cada macho tiene acceso a una sola hembra.
Así pues, aunque la hipótesis de Lovejoy sea atractiva, parece saltarse las reglas
básicas de la biología que la inspiraron. Aplaudo el intento, pero creo que es erróneo.
La segunda hipótesis de base biológica sobre el origen de la marcha bípeda es muy
distinta de la de Lovejoy. Para empezar, se centra en la forma de desplazamiento, no en la
capacidad para llevar cosas, como ventaja inmediata. Y explica sólo la forma bípeda, y no
otras características humanas. En esta hipótesis, la liberación de las manos es
consecuencia, no causa, del desplazamiento bípedo.
Peter Rodman es un primatólogo y Henry McHenry es un antropólogo. Sus respectivos
despachos se encuentran a pocos pasos el uno del otro en el pasillo del edificio principal
de Biología en el campus universitario de Davis. Decidieron analizar la mutación bípeda
desde el punto de vista de un simio, preguntándose qué podía y qué no podía hacer. Y
recogieron datos sobre la energética del andar en humanos y en simios, trabajo ya iniciado
tiempo atrás por investigadores de Harvard. Rodman explica:
Analizamos los datos y vimos que los chimpancés consumían exactamente la misma
energía andando a cuatro patas que a dos. Por consiguiente, si imaginamos que los
homínidos evolucionaron a partir de algún tipo de simio cuadrúpedo, es evidente que no
existe barrera ni Rubicón de energía en el paso del cuadrupedismo al bipedismo.
Pero hay algo más, algo nuevo según nuestros conocimientos: la realidad de que el
humano bípedo es notablemente más eficaz que el actual simio cuadrúpedo.
Antes, la gente que estudiaba el andar en este contexto comparaba la marcha bípeda
humana con el desplazamiento cuadrúpedo de los cuadrúpedos convencionales, como
perros y caballos. Los humanos siempre quedaban segundos en términos de eficacia de la
energía utilizada para el desplazamiento. Pero como indican Rodman y McHenry, los
humanos evolucionaron a partir de simios, no de perros. No es que sea una observación
original, pero sí que suele pasarse por alto en este tipo de cálculos. Los chimpancés no
son muy buenos cuadrúpedos energéticamente hablando, sobre todo en largas distancias,
porque su estilo locomotor es un compromiso entre andar por el suelo y trepar por los
árboles.
«Si eres un simio y te encuentras en circunstancias ecológicas donde sería ventajoso
un modo locomotor más eficiente, la evolución hacia el bipedismo es una consecuencia
probable -dice Rodman-. ¿Y cuáles pudieron ser esas circunstancias ecológicas?» Ambos
autores mencionan la fragmentación de la capa forestal al este del valle del Rift hace diez
millones de años. Con el tiempo, «los alimentos se fueron dispersando más y más y
requerían trayectos más largos». En otras palabras, no hubo un cambio de dieta
alimentaria, sino sólo el hecho de que ahora la propia alimentación -en árboles y arbustos-
se hallaba muy dispersa en tierra abierta en lugar de hallarse en lugares densamente
compactos como en la capa forestal original. «La marcha bípeda proporcionó la posibilidad
de desplazarse más eficazmente modificando sólo las extremidades traseras y
conservando la estructura [de simio] de las extremidades delanteras liberadas para la
alimentación arbórea.» Así pues, concluyen, «la adaptación primaria de los Homínidos es
una forma de vida de simio allí donde un simio ya no podía vivir».

65
Si eso es cierto, significa que el primer humano fue simplemente un simio bípedo. Los
cambios en la dentadura y en la estructura de la mandíbula que asociamos con fósiles
humanos pudieron desarrollarse más tarde, en la medida en que otros cambios
medioambientales propiciaron un cambio gradual de la dieta. Claro que nunca podremos
estar seguros de cuál de las dos hipótesis es la correcta, porque, como ocurre con todo lo
que se refiere a la evolución, estamos tratando con un acontecimiento histórico singular.
Tenemos que pronunciarnos en favor de lo que nos parezca científicamente más
convincente. En mi opinión, la hipótesis de Rodman y McHenry es una de las más
persuasivas con que contamos. Como observa Sarah Hardy, «la hipótesis de Rodman y de
McHenry es práctica, lejos del mito».
Decía antes que la diferencia fundamental entre los humanos y los simios es que
nosotros andamos erguidos, con nuestras extremidades superiores libres. Y sin embargo
he sugerido que el primer humano fue un simio bípedo. Aunque pueda parecer
contradictorio, no lo es. Ambas afirmaciones se basan en perspectivas distintas: una, en la
historia tal como sabemos que se desarrolló; la segunda, en la biología del primer humano.
Si nuestros antepasados no hubieran liberado las manos de su función locomotora, no
habrían podido desarrollar muchas de las capacidades que contribuyeron a nuestra
humanidad, como la elaboración de una cultura material en el seno de un contexto social.
Pero la mejor manera de describir la primera especie humana es en tanto que simio
bípedo.
En un espacio temporal muy amplio de la historia, podemos ver el clima cambiante
desde hace diez millones de años en adelante; podemos ver los movimientos geológicos
que alteraron la topografía y la vegetación del África oriental; y podemos decir que sí, que
el primer humano evolucionó como una respuesta directa a estos cambios. Las
circunstancias ambientales eran favorables para que un antepasado cuadrúpedo
evolucionara hacia una posición erguida, consecuencia de una selección natural. Sé que
muchos preferirían imaginar un principio más solemne para la familia humana, algo más
sobrecogedor y respetable. Este sentimiento inspiró parte del tradicional mito popular
basado en el intrépido simio que atraviesa la sabana para triunfar contra las circunstancias
adversas.
También es cierto que algunos de nosotros creemos que el hecho mismo de ser
bípedos confiere una cierta nobleza a la primera especie humana. Siendo bípedos,
nuestros más antiguos antepasados tuvieron que obtener ciertas ventajas prácticas, como
la posibilidad de llevar cosas y tener una mejor visión del terreno. Pero presuponer su
nobleza a partir de ese hecho es contemplar la situación a través de nuestra propia
experiencia como humanos totalmente modernos, criaturas que han llegado a dominar el
mundo de tantas maneras. Habiendo experimentado qué supone ser humano en toda su
plenitud, nos resulta difícil, tal vez imposible, ver el mundo a través de los ojos de criaturas
diferentes a nosotros, a través de los ojos del primer simio bípedo. Así pues, tal como
muestra la evidencia molecular, nuestra relación genética con los simios de África es muy
estrecha. Cuando Goodman primero, y Sarich y Wilson después, demostraron esa
intimidad entre humanos y simios africanos, la sorpresa fue mayúscula. Pero cuando la
relación se estimó en cifras, la sorpresa fue aún mayor. Resulta que la diferencia entre
ambos, en el programa genético básico, el ADN, es inferior al 2 por 100; cantidad menor a
la existente entre un caballo y una cebra, capaces ambos de aparearse y de generar
descendencia, aunque descendencia estéril. Se ha especulado mucho acerca del posible
resultado de la unión sexual entre humanos y chimpancés, especulación alimentada
durante los primeros años de la antropología por la idea equivocada de que los simios
eran una forma de humanidad en regresión. Incluso en nuestros días de sofisticación

66
genética sigue habiendo rumores persistentes -y siempre infundados- de apareamientos
«experimentales» entre humanos y chimpancés. Tal como están las cosas, aunque los
programas genéticos de humanos y chimpancés sean similares, en algún punto de la
historia humana tuvo lugar un cambio en la composición del ADN. El ADN de los simios
está contenido en 24 pares de cromosomas, el de los humanos en 23 pares, una
diferencia que probablemente haría estéril una unión sexual entre ambas especies.
El grado de diferencia genética entre los humanos y los simios africanos es de la
misma magnitud que los genetistas suelen asociar a especies hermanas o estrechamente
emparentadas. Por ejemplo, los caballos y las cebras están situados en el mismo género,
Equus. En cambio los antropólogos siempre han situado a los humanos y a los simios en
dos familias biológicas separadas. No es de extrañar, por lo tanto, que Morris Goodman
quisiera cambiar las cosas en 1962, al proponer que los humanos y los simios fueran
clasificados dentro de la misma familia biológica.
Y ahora tiene más razón que nunca para cambiar las cosas, porque la evidencia
molecular acaba de ofrecer potencialmente la mayor de las sorpresas. Hasta hace poco,
los datos moleculares parecían indicar que la distancia genética entre los humanos y los
chimpancés era idéntica a su distancia genética con los gorilas. Se creía que chimpancés
y gorilas se separaron del último antepasado común en el mismo momento histórico,
produciendo, por un lado, el grupo de los simios africanos y, por otro, el grupo de los
humanos.
Pero ahora otras evidencias moleculares indican que los gorilas pudieron divergir del
tronco común dos millones de años antes que los chimpancés, hace 9,5 millones de años.
Chimpancés y humanos se separaron unos de otros hará unos 7,5 millones de años. Esto
nos lleva a la sorprendente conclusión de que el chimpancé está más cerca de nosotros
que el gorila. Goodman y sus colegas basan su conclusión en comparaciones de la
estructura real -la secuencia del ADN- de importantes genes de humanos y simios. Es
antropología molecular en su versión más exquisitamente minuciosa.
«Si las conclusiones de Morris Goodman son correctas, tendremos que volver a la
evidencia anatómica para buscar todo lo que nos hemos dejado en el tintero», dice
Lawrence Martin, un antropólogo de la Universidad Estatal de Nueva York, en Stony
Brook. A Martin le preocupa -como a todos nosotros- el hecho de que los chimpancés y los
gorilas sean anatómicamente similares, incluyendo esa forma única de desplazarse, ese
andar apoyando los nudillos en el suelo. Este tipo de andadores utilizan los dedos
prensiles, no la palma de la mano, para apoyar su peso sobre los miembros superiores.
«Si los chimpancés y los gorilas emergieron separadamente, significa que su semejanza
anatómica, incluida esa forma típica de andar con los nudillos, tuvo que evolucionar de
forma independiente -dice Martin-. Todo es posible en teoría, pero no probable.» Martin
acaba de completar un detallado estudio de rasgos anatómicos clave en chimpancés,
gorilas y humanos, en busca de signos de parentesco. Junto con Peter Andrews, un
colega del Museo de Historia Natural de Londres, concluye que, pese a que los tres
forman un grupo biológico natural, el chimpancé y el gorila son parientes muy próximos
entre sí, y los humanos ligeramente más distantes. «Sería admirable si pudiera
demostrarse que esto no es así», comenta Martin. De ahí su temor a tener que «volver a la
evidencia anatómica para buscar todo lo que nos hemos dejado en el tintero» en el caso
de que la última sugerencia de Goodman se demostrara correcta.
Supongamos por un momento que esta última conclusión a partir de la biología
molecular sea cierta (cosa que, incidentalmente, no todos los genetistas aceptan de forma
unánime). ¿Cuáles serían sus implicaciones, aparte del hecho de que estamos mucho
más íntimamente relacionados con los simios africanos de lo que creíamos? «Significa que

67
es más probable que improbable que el antepasado inmediato del hombre andará
apoyándose en los nudillos», sugiere David Pilbeam, y en respuesta a las palabras de
Martin sobre la probabilidad de que ese peculiar modo de andar evolucionara dos veces,
dice: «Es más tranquilizador suponer que este modo de andar evolucionó sólo una vez, y
que fue parte de la condición ancestral a partir de la cual evolucionaron los primeros
gorilas y luego los chimpancés y los humanos. En cuyo caso, los simios africanos
conservaron este modo ancestral de andar, y los humanos cambiaron el suyo».
¿Significa que Sherwood Washburn estaba en lo cierto cuando sugería, en los años
sesenta, que nuestros antepasados andaban apoyándose en los nudillos? No es del todo
seguro, se mire por donde se mire, pero sé que en los fósiles humanos más antiguos que
podían contener vestigios de ese modo de andar -los huesos del brazo del joven de la
orilla oriental del lago Turkana de hace cuatro millones de años- no hay rastro de esas
huellas. La anatomía de una muñeca puede ofrecer indicaciones sobre una adaptación
para trepar a los árboles, pero ninguna para esta forma peculiar de desplazarse. Tal vez
todos los vestigios se perdieron en el lapso de tiempo entre el origen de los homínidos y la
vida de este individuo, un lapso de unos 2,5 millones de años, lo suficientemente largo
para contener mucha evolución anatómica. No lo sabemos. Sólo lo sabremos cuando
encontremos evidencia de los primeros simios bípedos. Cosa que, espero, ocurrirá muy
pronto.
Tengan o no razón Goodman y sus colegas cuando dicen que el chimpancé es nuestro
primo hermano y el gorila un primo segundo más lejano, de lo que no hay duda es de
nuestro lugar en la naturaleza: somos un simio un tanto insólito, poco corriente. Y
Goodman ciertamente tiene razón cuando sugiere la revisión de al menos la clasificación
biológica formal: los dos andadores con nudillos y el simio bípedo pertenecen a una y la
misma familia, todos son -somos- simios africanos.

68
Capítulo VI
EL ÁRBOL DEL LINAJE HUMANO

«¿Qué crees que significa esto, Walker?» Le di a Alan un paquete urgente procedente del
Instituí of Human Origins, la organización de Don Johanson en Berkeley. El paquete contenía
una copia de las galeradas de un artículo de inmediata publicación en la revista británica
Nature. «Parte de un nuevo esqueleto de Homo habilis procedente de la garganta de
Olduvai, Tanzania», se titulaba, firmado por Don y otros nueve autores.
El nuevo fósil llevaba la identificación OH 62, u Homínido de Olduvai 62. Ninguna carta,
ninguna explicación. «Significa que Don ha pensado que te pedirían que confirmases los
méritos del manuscrito, pero que se va a publicar de todos modos», dijo Alan riéndose de su
broma nada sutil sobre las tirantes relaciones entre Don y yo. De hecho, era la primera vez
que Alan o yo veíamos el artículo, pero, como todo el mundo en la profesión, ya sabíamos
que estaba al llegar. La radio macuto antropológica es muy eficaz.
Don y yo tenemos la misma edad, ambos tuvimos suerte en la búsqueda de homínidos
fósiles, y ambos habíamos logrado un cierto grado de celebridad. Antaño fuimos buenos
colegas, incluso amigos, y a veces navegábamos juntos por la costa de Kenia.
En los años setenta, cuando Don y su equipo franco-norteamericano llevaron a cabo
descubrimientos fósiles espectaculares en la región de Hadar en Etiopía, solíamos
encontrarnos y charlar sobre los nuevos hallazgos y su posible significado. Don solía traer
sus fósiles recién excavados a Nairobi en su viaje de regreso a los Estados Unidos, y
hacíamos copias exactas de ellos en fibra de vidrio, por si acaso ocurría algún percance
durante el viaje.
Hace una década que nuestra relación personal y profesional empezó a resentirse, por
razones que considero mejor no discutir públicamente. Una manifestación del deterioro de la
relación fue que, cuando los periodistas veían una ocasión para una «buena historia
personalizada», solían establecer una especie de confrontación entre Don y yo, muchas
veces cuando ni siquiera existía tal confrontación. Yo intenté esquivar este tipo de tácticas,
pero no está claro que otros hicieran lo mismo. En cualquier caso, en periódicos y en revistas
nacionales empezaron a aparecer titulares como «Antropólogos rivales divididos ante un
hallazgo prehumano» o «Huesos y prima donnas».
Evidentemente, nuestras opiniones «divididas» se referían a la interpretación (de los
nuevos fósiles que Don había encontrado en Etiopía. Don consideraba ‹que estos fósiles
indicaban una simple pauta de la historia de la evolución humana. Creía que la línea que
llevaba al ser humano, el género Homo, era de aparición reciente. Por aquella época yo
sentía, y sigo sintiendo, que nuestra historia evolutiva es probablemente más compleja de lo
que muchos antropólogos; creen, y que Homo tenía raíces mucho más profundas de lo que
la interpretación de Don dejaba entrever.

69
Un día, en la primavera de 1981, me encontré, no sé cómo, manipulado en una
confrontación televisiva con Don sobre el tema: la cosa fue presentada como la versión
Leakey versus la versión Don, Homo muy antiguo versus Homo reciente. El programa era
«El universo de Cronkite» realizado en el Museo Norteamericano de Historia Natural. Tras un
extraño debate entre nosotros, cuando yo estaba deseando no haber venido, le dije a Walter
Cronkite que, como buen Leakey, estaba perfectamente acostumbrado a la controversia en
antropología. Luego me volví hacia Don y le dije que creía que futuros hallazgos
demostrarían su error. Creo que así ha sido; por ironías de la vida, el OH 62 de Don
desempeñó un papel importante en la historia.
Guando recibí aquel paquete urgente de Don en abril de 1987, leí rápidamente el artículo
antes de pasárselo a Alan y enseguida me formé una opinión: «Bueno, ¿qué te parece,
Walker?», le pregunté mientras él hojeaba las páginas fotocopiadas. No tuve que esperar
mucho; su respuesta fue contundente: «No es un habilis. Es demasiado pequeño».
Exactamente lo que yo pensaba. El artículo) de Don afirmaba que el esqueleto parcial que él
y sus colegas habían recuperado en Olduvai pertenecía a la especie Homo habilis, la primera
especie conocida en la línea que llevó al humano moderno. Alan y yo llegamos enseguida a
la conclusión, por los detalles mencionados en el artículo, que Don se había equivocado.
«Vamos a comer y hablaremos de ello», sugerí.
En su esfuerzo por comprender los orígenes humanos, los antropólogos se centran en
dos aspectos de la prehistoria. El primero es la pauta evolutiva global de la familia humana,
por ejemplo, cuándo aparecen nuevas especies u otras se extinguen.
Solemos llamarlo el árbol genealógico, el modelo de la existencia de las¡ especies a
través del tiempo. El segundo aspecto es la biología de las distintas especies, por ejemplo,
cómo lograron subsistir en tanto que grupo social, qué es lo que comían, y cómo
interaccionaban con otras especies, incluidas otras especies homínidas.
Evidentemente, existe mucha más especulación en el segundo aspecto que en el
primero, sobre todo en el ámbito de la interacción entre especies. En este capítulo nos
centraremos en la pauta evolutiva, en la forma del árbol genealógico a lo largo de nuestra
historia, sobre todo en su parte más arcaica, donde radican buena parte de las
incertidumbres y las dudas.
Tenemos una idea bastante completa acerca de los representantes homínidos que
aparecieron durante esta época arcaica, hace entre cuatro y un millón de años. La evidencia
se basa en más de seis décadas de búsqueda incesante por varias regiones de África.
Antes de 1925, toda la evidencia fósil de la historia humana procedía de Europa y de
Asia; y eran sobre todo neanderthales y Homo erectus (entonces llamado Pithecanthropus).
La mayoría de los expertos consideraban África poco o nada importante para el origen del
hombre. Así que cuando Raymond Dart anunció en Nature, en febrero de 1925, que había
descubierto en Sudáfrica un simio que era un antepasado del hombre, todo el mundo se
burló de él. Su descubrimiento, procedente de los vertederos de Taung, una cantera de
piedra calcárea en el suroeste del Transvaal, consistía en la cara y parte del cráneo
fosilizados de un joven al que bautizó con el nombre científico de Australopithecus africanus,
o simio austral africano. Pero a esta joya fósil se la conoce mejor con el nombre de niño de
Taung.
Dart reconoció que, junto a muchos rasgos típicamente simiescos, el niño de Taung
también presentaba indicios significativos de rasgos homínidos. El más importante era el
foramen magnum (agujero occipital), el orificio por donde la médula espinal sale del cerebro
y entra en la columna vertebral. Este importante hito craneano estaba situado debajo del
punto medio del cráneo, como en los humanos, y no hacia atrás, como en los simios. El niño
de Taung, pensaba correctamente Dart, era bípedo; por eso tenía que ser un homínido. La

70
estructura humana de la dentadura y de ciertos aspectos de la estructura cerebral (inferidos
a partir de un endocasto natural del interior del cráneo) fortalecían la conclusión de Dart.
Los simios tienen un modelo dental característico. Los incisivos tienden a ser anchos y
salientes; los caninos, largos y afilados, como dagas; los premolares tienen cúspides altas,
adaptadas para procesar hojas y frutas. En los homínidos, los incisivos son pequeños, al
igual que los caninos, y los premolares son relativamente lisos, adaptados para masticar
alimento. El modelo que vio Dart en su pequeño fósil encajaba muy bien con el modelo
homínido. El niño de Taung era el primer homínido primitivo encontrado en África; era el
homínido más primitivo que se había encontrado jamás.
Sin embargo, el prejuicio universal según el cual era Asia, y no África, la cuna de la
evolución humana, junto a una repulsión apenas contenida hacia la posibilidad de que algo
tan simiesco pudiera tener algo que ver con nuestra herencia, bloqueó la aceptación del niño
de Taung como parte integrante de la familia humana durante más de veinte años.
Finalmente, la comunidad antropológica reconoció que Dart había tenido razón: el niño de
Taung era parte de nuestro patrimonio. Lo que conllevó, a su vez, el reconocimiento de que
Darwin fue presciente cuando concluyó en 1871 que África había sido la cuna de la
humanidad.
A pesar de la poco entusiasta acogida dispensada al niño de Taung, Dart reanudó la
búsqueda de fósiles de los primeros humanos, y el enérgico paleontólogo escocés Robert
Broom se unió a él. Estos dos hombres admirables rescataron muchos homínidos fósiles
entre los años treinta y los cincuenta, en cuatro importantes cuevas de Sudáfrica. (Es
paradójico que nunca se encontrara nada más en la cantera de Taung.) Algunos fósiles eran
como el niño de Taung, es decir, una mezcla de características de simio y de humano, donde
la mandíbula inferior y los premolares eran grandes pero no enormes. En otros, la misma
mezcla de características simiescas y humanas aparecía acompañada de una mandíbula
inferior y premolares de grandes proporciones. Los molares eran como ruedas de molino
lisas, cinco veces la superficie de los molares humanos modernos.
Se trataba de dos clases de simio bípedo, cuya principal diferencia era la robustez de la
mandíbula inferior y el tamaño de los premolares. Durante un tiempo hubo una plétora de
nombres científicos para los diferentes especimenes. Más tarde esta nomenclatura fue
redefinida y se establecieron sólo dos nombres de especies: Australopithecus africanus, el
nombre que Dart había dado al niño de Taung, se aplicó al grupo de especimenes con
mandíbula y dentadura menos robustas. La segunda especie recibió, apropiadamente, el
nombre de Australopithecus robustus. Aunque era difícil determinar fechas precisas para
estos fósiles a partir de la mezcolanza de depósitos en las cuevas, parecía razonable que
africanus fuera anterior y antepasado de robustus.
La especie africanus también fue considerada como probable antepasada de la línea que
llegaba hasta nosotros, la de Homo. Se trataba, pues, de un simple modelo en Y: una sola
especie ancestral, africanus, y dos líneas descendientes, robustus en un lado y Homo en el
otro.
Luego, en julio de 1959, tras casi tres décadas de búsqueda de los primeros fósiles
humanos en la garganta de Olduvai, mi madre encontró el famoso cráneo de Zinjanthropus,
que acaparó la atención mundial y aseguró a Louis y a Mary más fondos para la
investigación. Zinjanthropus era como Australopithecus robustus: tenía rasgos simiescos y
humanos en el cráneo, con una mandíbula inferior enorme y premolares grandes como
ruedas de molino. Pero era más robusto, una exageración del modelo robustus. El cráneo
pronto fue apodado «hombre cascanueces». Zinjanthropus sería bautizado más tarde con el
nombre científico de Australopithecus boisei, considerado por muchos como una variante
geográfica de la especie robustus surafricana. Pero la importancia de Zinjanthropus en los

71
anales de la paleoantropología radica en haber sido el primer fósil humano encontrado en
África oriental.
Mis padres no tuvieron que esperar mucho para un segundo descubrimiento de gran
importancia, Homo habilis, cuyos primeros fragmentos fueron descubiertos por mi hermano
Jonathan en 1960.
Durante los tres años siguientes, Louis y Mary y sus ayudantes desenterraron muchos
fragmentos fósiles de lo que consideraron la misma especie. (Estos descubrimientos incluían
huesos de manos y pies, tesoros extremadamente raros en el registro de los homínidos
fósiles.)

Homo habilis es la primera especie de homínido conocido con un evidente desarrollo cerebral. Aquí en el
cráneo 1470 (Descubierto en la zona oriental del lago Turkana en 1972), se aprecia su formas más redondeada
(Por cortesía de A. Walker y R. Leakey/Scientific American, 1978, reservados todos los derechos).

72
Las características dentales de los humanos y de los simios son muy diferentes. Aquí vemos a Ramapithecus
(un simio fósil) y un chimpancé (un simio actual), con las mandíbulas proyectándose hacia afuera, con grandes
caninos, y con un hueco (diastema) entre el canino y el incisivo superiores. En los humanos, la mandíbula no se
proyecta hacia afuera, los caninos son pequeños y no hay diastema. Australopithecus, un miembro primitivo de
la familia humana representa una especie intermedia: si bien los caninos son relativamente pequeños, la
mandíbula se proyecta hacia afuera (en algunos casos) y aparece el diastema (Por cortesía del Museo Británico
de Historia Natural).

Muy parecido a Australopithecus en muchos aspectos, la cara de la nueva especie era


menos prominente, sus dientes más pequeños y, lo más importante de todo, poseía un
cerebro mayor. Homo habilis proporcionaba evidencia tangible de aquella segunda
bifurcación del modelo en Y.
La adaptación nueva en la familia humana era, evidentemente, nuestro modo de
desplazamiento: todas las especies humanas son variantes del tema de los simios bípedos.
Los descubrimientos de Dart, de Broom y de mis padres mostraban que estas variantes son
fundamentalmente de dos formas. En un extremo están las criaturas de cerebro pequeño con
grandes premolares: la especie Australopitecus. En el otro, las criaturas con un cerebro
mayor y premolares pequeños: la especie Homo. Estas descripciones ultracrípticas
establecen los límites externos de lo que vemos en el registro fósil. En Australopitecus se
aprecian indicios muy tempranos de su dieta vegetariana integral, de que procesan una gran
cantidad de alimentos vegetales con sus premolares. La especie Homo parece haber sido
mucho más omnívora, incluyendo carne en su dieta. En ambos casos, sus caras sobresalían
más que en los modernos humanos, pero no tanto como la de los simios actuales. Todos

73
fueron bípedos, como los modernos humanos, pero es probable que fueran todavía
apasionados trepadores.
Hasta hace poco, las proporciones y constituciones corporales globales de todo los
homínidos primitivos -Australopitecus y Homo- se consideraban similares.

74
Las distintas formas de la mandíbula del hombre y del simio son evidentes; la del simio tiene una marcada
forma en U, y la humana es más arqueada. Los especímenes de Laetoli-Hadar (llamados Australopithecus
afarensis presentan una forma similar a la del simio. Las flechas señalan los diastemas en el afarensis y en el
chimpancé, y su posición, ahora cerrada, en los humanos.

Por lo tanto, cuando empecé las exploraciones al este del lago Turkana, primero en 1968,
y luego al año siguiente durante diez años, ya existía un modelo de la historia evolutiva
humana. Australopithecus vivió en la misma época, y posiblemente en el mismo espacio, que

75
Homo. Los descubrimientos del lago Turkana lo confirmaban. Pero el modelo era demasiado
esquemático y faltaban dimensiones cronológicas claras. Los especimenes inequívocamente
más antiguos que teníamos no alcanzaban más de los dos millones de años de edad, y
necesitábamos saber qué había más allá, cómo se formó el modelo mismo.

76
Los australopithecus robustos (incluidos Australopithecus robustus y boisei) se diferencian de las especies
más estilizadas (Australopithecus africanus) principalmente por sus rasgos dentales y craneanos, no por la
estructura corporal.

Luego, a mediados de los años setenta, dos importantes descubrimientos permitieron a


los antropólogos adentrarse en un pasado más arcaico. Primero, en Laetoli, a unos 30 Km. al
suroeste de la garganta de Olduvai, una extraña concatenación de circunstancias geológicas
habían preservado un conjunto de huellas de pisadas de homínidos cercanas a los 3,6
millones de años de antigüedad. Mi madre había visitado el yacimiento muchos años antes
con mi padre, pero sólo a mediados de los setenta inició prospecciones sistemáticas. ¡Qué
tesoro paleontológico había estado esperando allí! Tres homínidos habían caminado hacia el
norte, y sus pies habían dejado huellas bien definidas en la ceniza volcánica recién caída del
cercano Sadiman, un volcán en suave erupción.
Menos espectacular que las huellas, pero más informativo para el modelo que
buscábamos, fue el descubrimiento de una docena de fragmentos de mandíbulas y dientes
homínidos de la misma edad, en el mismo yacimiento. Aunque de apariencia nítidamente
homínida, los dientes eran algo más primitivos, algo más simiescos que los últimos
especimenes del resto de África. Cosa que era de esperar, porque los homínidos de Laetoli
casi doblaban en edad a los de Olduvai y a los del lago Turkana;
un lapso temporal lo suficientemente largo para que se desarrollaran diferencias
evolutivas importantes. Un artículo publicado en Nature en 1976 identificaba los fósiles de

77
Laetoli como pertenecientes a la especie Homo, pero en una forma primitiva. Lo que parecía
indicar que el modelo Autralopithecus-Homo podía remontarse a épocas muy remotas de
nuestra historia, por lo menos hasta los 3,6 millones de años. Ciertamente reflejaba la clase
de modelo evolutivo que yo esperaba encontrar en nuestra historia.
En la época en que se publicaban en la prensa científica los hallazgos de las mandíbulas
y los dientes de Laetoli, Don Johanson y sus colegas anuncia ron sus primeras conclusiones
sobre los homínidos fósiles descubiertos en Etiopía desde 1973, muchos de los cuales
estaban en Nairobi. Entre ellos se encontraba el famoso esqueleto parcial de Lucy y la
llamada Primera Familia, una vasta colección de fragmentos fósiles pertenecientes quizás a
unos quince individuos diferentes.
Afirmaron que estos fósiles, de casi 3 millones de años, pertenecían a una especie
primitiva de Homo y a una, o tal vez dos, especies de Australopithecus. De nuevo aparecía el
modelo en forma de Y: Australopithecus en un lado, Homo en el otro.
No poseemos una idea clara de lo que realmente pasó hace más de cuatro millones de
años, en los orígenes de la familia homínida, porque falta evidencia fósil. Es necesario
encontrar depósitos fosilíferos que nos permitan obtener muestras de esta etapa de nuestra
historia. Pero si aceptamos que la familia homínida apareció por primera vez hace unos 7,5
millones de años, cabe suponer que poco después pudieron evolucionar otras especies
homínidas, descendientes de la especie fundadora, variantes del tema del simio bípedo.
Unos homínidos, al igual que otras grandes especies terrestres, habrían iniciado lo que los
biólogos llaman una radiación adaptativa.

Todos los descubrimientos de homínidos han tenido lugar en África, lo que confirma la predicción de Charles
Darwin de que debe considerarse como la «cuna de la humanidad». Los yacimientos de los descubrimientos
más importantes se encuentran en Sudáfrica, Tanzania y Etiopía, yaciminetos que mostramos aquí.

Las radiaciones adaptativas son la norma en la evolución. Una especie desarrolla una
nueva adaptación -en el caso de los humanos, el desplazamiento erguido- y deviene
efectivamente un miembro fundador de un nuevo experimento evolutivo. Pronto aparecen
nuevas especies a partir de este miembro fundador, y con el tiempo se desarrolla una serie
de nuevas especies descendientes. Por ejemplo, alcelaphini, una tribu de antílopes africanos
entre los que se incluye el ñu, el antílope surafricano y el caama, llegaron a ser poderosas
máquinas de pastar extremadamente efectivas, que se alimentaban de plantas forrajeras y

78
que cubrieron gran parte del África subsahariana. La tribu apareció por primera vez hace
algo más de unos 5 millones de años, representada por una especie, y ahora existen diez
ramificaciones en su árbol genealógico. La forma de la historia evolutiva de alcelaphini se
parece a una acacia con la punta cortada.
¿Y el árbol de la familia humana? La forma de nuestro árbol evolutivo, tal como lo he
presentado hasta ahora, es mucho más simple. También empezó con una sola especie, el
tronco del árbol. Luego el árbol se ramificó, con dos ramas principales, la especie
Australopitecus y la de Homo. Luego, ya más cerca del presente, la rama Australopitecus
quedó cercenada cuando la especie australopitecina se extinguió.
Finalmente, sólo sobrevivió una rama en la punta del árbol: nosotros, Homo sapiens.
El modelo del árbol humano es la radiación adaptativa inicial, seguida de una dramática
selección que desemboca en una sola especie final. Pero como modelo en Y, con dos
ramificaciones principales, parece demasiado simple, de alguna manera incompleta.
A mi padre no le gustaba demasiado este tipo de modelo, porque no creía que Homo
descendiera de Australopitecus, ni de ninguna especie australopitecina. Yo también
mantenía una actitud bastante indiferente al respecto, porque cuando empecé las
expediciones al lago Turkana a finales de los años sesenta descubrí signos de complejidad
en el árbol humano que indicaban raíces más profundas que las de un antepasado africanus.
Intuía que futuros descubrimientos de épocas más arcaicas acabarían por llenar muchos de
los vacíos de esa complejidad. Especies de entre tres y dos millones de años en nuestra
historia proporcionarían a nuestro árbol una apariencia más arbustiva y ramificada que la
forma en Y. Pero no podía predecir cuántas especies más podríamos encontrar.
En su conferencia presentada en el Huxley Memorial en 1958, titulada «Los huesos de la
discordia», el eminente antropólogo británico sir Wilfrid Le Gros Clark dijo: «Todo
descubrimiento de una reliquia fósil susceptible de arrojar alguna luz sobre las posibles
conexiones entre los antepasados del hombre siempre ha provocado, y seguirá provocando,
controversia». Su observación es doblemente relevante para Homo habilis, porque marca
una coyuntura crucial, un vínculo de conexión, en el pasado de la humanidad. Habilis
siempre ha sido controvertido en antropología. Lo fue para mi padre, lo fue para mí. Y a raíz
de la rápida lectura que hice de su artículo sobre el OH 62, supe que también lo iba a ser
para Don.
«¿Sabes?, dicen que se trata de un esqueleto parcial, pero en realidad es muy
fragmentario, quiero decir realmente muy fragmentario», dijo Alan al sentarnos en un
pequeño restaurante italiano a cinco minutos del museo. La lista de fragmentos fósiles era
larga, un total de 302 piezas, partes del cráneo, del hueso del brazo derecho, y de ambas
piernas, pero desesperadamente incompletos y muy erosionados. Se describía a la criatura
como extremadamente baja, de un metro escaso de altura, de brazos largos y piernas
relativamente cortas. «Bien mirado, y teniendo en cuenta el material disponible -como por
ejemplo el 1500, o el 3735-, cabe preguntarse por qué tanto bombo y platillo», dije, sintiendo
que mis instintos competitivos empezaban a aflorar.
(Los números como el 1500 y el 3735 son códigos de acceso a los especimenes fósiles
que hemos descubierto, y una conversación entre antropólogos puede parecer a veces un
tanto críptica para los no iniciados, porque suele estar repleta de cifras de este tipo y
desprovistas de nombres.) «De vuelta al museo, rescataremos algunos de nuestros
"esqueletos parciales" -dije-. Creo que podemos divertirnos.» Decidimos llevar a cabo
comparaciones entre algunos especimenes fósiles, esperando dar con algo interesante.
Sabíamos también que el episodio que se desarrollaba ante nosotros iba a reavivar el
viejo problema de Homo habilis, que ha perseguido a los antropólogos desde el
descubrimiento de la especie y ha obstaculizado todo intento por conocer la naturaleza del
modelo evolutivo que estábamos buscando. Cuando, en abril de 1964, mi padre, junto con

79
Phillip Tobías y John Napier, anunciaron en las páginas de Nature el descubrimiento de
Homo habilis, una nueva especie de homínido que describieron como productora de
herramientas de piedra y como el último antepasado de los modernos humanos, la reacción
fue inmediata, y profundamente crítica. La crítica estuvo encabezada, dicho sea de paso, por
Le Gros Clark, que así cumplía su pronóstico de hacía seis años al presentar «Los huesos
de la discordia».
Una de las razones de que cayera el oprobio sobre las cabezas de Louis y sus colegas
fue que, al convertir a su nuevo fósil en un miembro del género Homo, tenían que modificar
la definición de Homo. Otra de las razones fue que la serie de fósiles agrupados bajo el
nombre de Homo habilis era anatómicamente muy heterogénea, demasiado para representar
únicamente a una sola especie, según muchos antropólogos.
Poco a poco los decibelios del debate fueron disminuyendo, y Homo habilis acabó por ser
aceptado como una especie válida, como el precursor inmediato de Homo erectus.
Pero el tema de la extrema variabilidad anatómica de las muestras de la especie siguió, y
sigue, abierto, y el debate en torno a estos restos continúa hoy tan virulento como siempre, lo
que ha llevado a un eminente antropólogo a publicar recientemente un artículo titulado «La
credibilidad de Homo habilis». Lo que nos da una idea de la ambigüedad antropológica con
que los científicos abordamos este tema.
«Bueno, depende de qué espécimen quieras incluir» es la típica respuesta cuando se
pide una opinión sobre Homo habilis. De los aproximadamente doce especimenes que, en
una u otra coyuntura, se han considerado como miembros de esta especie, por lo menos la
mitad probablemente no lo son. Pero no hay consenso sobre qué 50 por 100 debería
excluirse. El 50 por 100 de un antropólogo no es nunca completamente idéntico al 50 por 100
de otro antropólogo. Es en el marco de este atolladero paleontológico -qué especimenes
merecen ser incluidos bajo la categoría Homo y cuáles no- en el que Don y sus colegas
presentaron sus conclusiones sobre su nuevo y diminuto fósil de Olduvai, OH 62.
Me embargó algo parecido al deja vu en todo este asunto; hacía quince años yo había
vivido una situación parecida. Tres años después de mi primera gran expedición a la orilla
este del lago Turkana, se encontró el cráneo 1470, un fósil que supuso para mí lo que Zinj
había supuesto para Louis: me hizo famoso, me elevó a la escena internacional. Fue en
agosto de 1972, tres meses antes de que Louis muriera. El cráneo que corresponde al hoy
ya famoso número 1470 pertenecía a un homínido con un cerebro bastante voluminoso y
premolares de pequeño tamaño. Con una capacidad craneana cercana a los 800 centímetros
cúbicos, el 1470 era evidentemente un buen candidato a Homo habilís, como me repetían
mis colegas. Pero yo insistí en publicarlo como Homo sp., lo que significaba que sí, que
estaba de acuerdo en que era Homo, pero que no estaba preparado para confirmar de qué
especie. El tema del Homo habilis era todavía tan conflictivo en aquella época que creí más
apropiado dejar el fósil en «suspenso».
Fui severamente criticado por mi reserva. Muchos colegas me sugirieron que afrontara la
evidencia y lo llamara Homo habilis, o que tuviera el valor de dar nombre a una nueva
especie. Me negué a ambas alternativas, y Homo habilis vino a identificarse, más por defecto
que por otra cosa, con 1470. Hoy creo que esa identificación es probablemente correcta,
pero sólo si el OH 62 no se acepta como Homo habilis. Y explicaré por qué.
En la época en que apareció el 1470 en Koobi Fora, también habíamos encontrado
especimenes de Autralopithecus boisei, el homínido de cerebro pequeño y grandes
premolares, como Zinj. Estos fósiles tenían casi dos millones de años de antigüedad, al igual
que los depósitos más antiguos de la garganta de Olduvai. Por lo tanto, Olduvai y Koobi Fora
ofrecían el mismo modelo: los dos extremos adaptativos, por un lado una especie de cerebro
pequeño y grandes premolares (Australopithecus boisei), y por otro una especie con mayor
cerebro y pequeños premolares (Homo habilis). También aparecieron en ambos yacimientos

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especimenes de Homo erectus, completando el modelo. Pero luego apareció el fósil número
1813, un cráneo descubierto en Koobi Fora un año después del 1470, aunque un poco más
joven geológicamente. Sus premolares eran pequeños y tenía una cara grande, como Homo.
Pero su cerebro era pequeño, como Australopithecus. Constituía una combinación
inesperada de rasgos, un enigma.
Mis colegas discutieron acaloradamente sobre el estatus de 1813. Unos estaban
convencidos de que se trataba de una hembra de Homo erectus. Otros dijeron que era una
hembra de Homo habilis. Otros lo consideraron un Australopithecus africanas del África
oriental. Yo estaba convencido de dos cosas. Primera, que no podíamos saber de manera
definitiva qué era 1813 exactamente. Y segunda, que había evidencia de que el modelo de la
evolución humana -el árbol- era probablemente más complejo de lo que muchos
antropólogos estaban dispuestos a admitir.
Alan y yo escribimos en agosto de 1978 un artículo en Scientific American en el que
tratábamos el problema de los fósiles de Koobi Fora y el modelo global de la evolución
humana. Estábamos convencidos de que aquel 1813 no era un Homo habilis, aunque
destacábamos que sus dientes superiores tenían «un parecido asombroso con los dientes de
uno de los especimenes de Homo habilis de Olduvai, el OH 13». También decíamos que «en
todas aquellas partes que son comparables -el paladar y los dientes, buena parte de la base
y de la parte posterior del cráneo- ambos especimenes son prácticamente idénticos». Esto
significaba una de dos: o bien nos equivocábamos al considerar que el 1813 no era un Homo
habilis, o bien muchos partidarios de Homo habilis se equivocaban al incluir al OH 13 entre
sus especimenes.
Nosotros nos mojamos y afirmábamos que el 1813 no era un Homo habilis, y que pronto
demostraría ser una pequeña especie homínida no identificada. Esta interpretación nos daba
tres ramas distintas y separadas en nuestro árbol de hace dos millones de años: Homo
habilis, Australopithecus robustus, y una tercera rama con 1813 y OH 13, fueran lo que
fuesen. Los descubrimientos de la región del Hadar en Etiopía hacían posible remontar esta
mayor complejidad a unos tres millones de años, un desarrollo satisfactorio desde mi punto
de vista. Seis meses después de la publicación de nuestro artículo en Scientific Amerícan,
Don Johanson y Tim White publicaron uno de los artículos antropológicos más comentados
de los últimos tiempos.
Aparecido en el número del 26 de enero de 1979 de Science, el artículo parecía
desmontar nuestro análisis y ofrecer una historia de la evolución humana totalmente distinta.
El nuevo modelo se inspiraba en la reconsideración que Don hacía de los fósiles de Hadar,
entre ellos el famoso esqueleto parcial de Lucy. Con el titular de «Deben revisarse todas las
teorías anteriores sobre el linaje que lleva al hombre moderno» saludaba The Times de
Londres el árbol genealógico propuesto por Don y Tim.
Cuando vi muchos de los fósiles etíopes en Nairobi, durante aquellos viajes que Don
hacía de regreso a los Estados Unidos en los años setenta, había quedado impresionado por
la variabilidad de su estatura. Algunos individuos medían más de un metro cincuenta de
estatura; otros, sobre todo Lucy, apenas superaban el metro.
También presentaban una gran variabilidad anatómica. Estas fueron las razones que
llevaron a Don a considerar inicialmente que los fósiles representaban a tres especies
distintas: un gran Australopithecus, otro pequeño y un primitivo Homo. Lo había anunciado
en marzo de 1976 en Nature, junto con su colega Maurice Taieb. Yo estuve de acuerdo con
ellos.
Ahora, tras la reconsideración de los fósiles llevada a cabo junto con Tim White, un
antropólogo de Berkeley, Don había cambiado de opinión. Ambos llegaban a la conclusión de
que los fósiles del Hadar representaban tan sólo variaciones de una misma especie, no tres
especies distintas. Decían, además, que los dientes y las mandíbulas fósiles procedentes del

81
yacimiento de mi madre, en Laetoli, pertenecían a la misma especie que los del Hadar. El
hecho de que los fósiles de Laetoli se hubieran descubierto a mil seiscientos kilómetros de
distancia, al sur, y fueran medio millón de años más viejos, no parecía preocuparles. El suyo
fue un cambio que hizo fruncir muchas cejas entre los biólogos evolucionistas.
Don y Tim dijeron que los fósiles del Hadar y de Laetoli pertenecían todos ellos a la recién
denominada especie de Australopithecus afarensis. Además, afirmaban que afarensis era el
tronco ancestral del que habían surgido todas las especies homínidas.
Tim describió la especie de la forma siguiente: «De cerebro pequeño, con grandes
dientes caninos, y los demás dientes primitivos en muchos aspectos. La forma de los arcos
dentales y del cráneo y la cara proyectada hacia adelante eran más simiescas que humanas.
Los machos eran bastante más corpulentos que las hembras, una condición similar a la de
los modernos simios africanos».
En su nueva versión del árbol humano, Don y Tim consideraban que el tronco, afarensis,
llevaba, por un lado, a africanus y a robustus-boisei y, por el otro, a Homo habilis, a erectus y
a sapiens. De nuevo un modelo en forma de Y, pero con un detalle curioso: en él no había
cabida para un homínido del tipo 1813-OH 13, una tercera rama en el árbol. Un modelo
demasiado simple para mi gusto. «Hemos reflexionado sobre este esquema y lo juzgamos
menos probable que otros», escribimos Alan y yo en una carta a Science. Y en ella
explicábamos que, dado que veíamos tres especies humanas en el lapso de tiempo de hacía
dos millones de años, creíamos probable que hubiera más de una especie extinguida en la
época en que vivió Lucy, menos de un millón de años antes.
«Hemos reconocido dos [hace dos millones de años] en nuestra estimación», contestaron
Don y Tim. Parecían querer encerrarse en el esquema que quince años más tarde acabaría
por condicionar efectivamente su interpretación del OH 62. Aunque también dijeron, en
respuesta a nuestra carta, que «somos conscientes de que toda hipótesis filogenética debe
ser revisada a la luz de toda nueva evidencia», más tarde se mostrarían curiosamente
reticentes a una tal revisión.
La comunidad antropológica se avalanzó como una marabunta sobre el artículo de Don y
Tim en Science, algunos apoyando su validez, otros rebatiéndola. Diez años de debate
convencieron a la mayoría de los antropólogos de que Don y Tim tenían razón después de
todo. Entre ellos Alan. Pero no a mí. Yo defendí tenazmente la posición minoritaria a lo largo
de los años, y un comunicado del Institute of Human Origins de Don realizado en marzo de
1991 me indica que tal vez pronto ya no me encuentre tan solo. Tras más de quince años sin
poder llevar a cabo trabajo de campo en Etiopía, Don y sus colegas volvieron en 1990, y
encontraron más fósiles de la misma etapa histórica que Lucy y la Primera Familia. «La
mayoría de especimenes siguen documentando la presencia de Australopithecus afarensis
en el Hadar -decía el comunicado-, pero algunos de los hallazgos presentan características
anatómicas jamás observadas en la colección homínida del Hadar.» El comunicado continúa
diciendo que los nuevos descubrimientos «pueden reavivar los argumentos que ven en A.
afarensis más de una especie».
No he visto los nuevos especimenes. Casi nadie los ha visto. Pero me sorprendería que
no constituyeran la base para una nueva reclasificación de los homínidos del Hadar. Y
espero que se acabará aceptando que varias especies homínidas ocuparon la región del
Hadar hace unos tres millones de años, al igual que ocuparon la región del lago Turkana un
millón de años más tarde, tal y como muestra la evidencia disponible.
Uno de los aspectos que se han evidenciado a raíz de este debate, y sobre el que todos
los antropólogos parecen estar de acuerdo, es que en la especie homínida primitiva — la de
Australopithecus- los machos doblaban en tamaño a las hembras. En Homo erectus, al igual
que en los modernos humanos, no hay mucha diferencia entre hombres y mujeres, tan sólo
entre un 10 por 100 y un 20 por 100. Es evidente que tuvo lugar un cambio importante entre

82
Australopithecus y Homo, un cambio que probablemente refleje una mutación espectacular
en la biología social humana.
Respecto a la menor diferencia en el tamaño corporal entre machos y hembras, Robert
Foley, un antropólogo de la Universidad de Cambridge, explica: «Normalmente se asocia a
una disminución de la competencia entre machos, y posiblemente también a un grado
importante de cooperación». Esto puede apreciarse en los chimpancés, donde los machos
suelen ser un 20 por 100 mayores que la hembras, semejante a los modernos humanos. «La
sociabilidad que caracteriza al chimpancé es excepcional entre los otros grandes primates;
los machos adultos suelen estar emparentados entre sí, y cooperan asiduamente unos con
otros para conseguir pareja y para defenderse contra otros grupos», dice Foley.
El importante giro que supone Homo erectus en la historia humana viene marcado por un
aumento sustancial del cerebro, una tecnología avanzada, el uso del fuego, el desarrollo de
la caza y la primera migración homínida fuera de África; en otras palabras, por muchos de los
aspectos más «humanos» de nuestra especie. A esta lista debe añadirse la aparición en
Homo erectus del dimorfismo en el tamaño corporal típicamente humano. Pero entonces
¿qué decir de Homo habilis? ¿Ya se había completado en esta especie la reducción del
dimorfismo del tamaño corporal? Para Tim White, la respuesta era inequívoca: la reducción
no había ni siquiera empezado, «porque al considerarse a Homo habilis como un intermedio
evolutivo entre Australopithecus afarensis relativamente pequeño y el relativamente
corpulento Homo erectus, todo el mundo daba por hecho que habilis sería de talla
intermedia. La gente ha mirado la evolución humana a través de las gafas del cambio
gradual. Bueno, el OH 62 ha desmontado esas gafas. El cambio tuvo que ser, obviamente,
repentino, con una profunda modificación de la forma corporal entre habilis y erectus».
¿Es posible que, tal como Don y Tim afirmaban, el dimorfismo sexual del tamaño del
cuerpo en Homo habilis fuera tan extremo como en afarensis, especie cuyos machos doblan
en corpulencia a las hembras? ¿Y que la adopción del dimorfismo humano se produjera de
golpe, con la aparición de Homo erectus? No lo creo. La clave está en los brazos.
Un factor clave en este tema lo constituye la comparación del tamaño del brazo superior
(el húmero) con la longitud del hueso de la pierna (el fémur). Esta comparación refleja el
llamado índice humero-femoral, que en los modernos humanos es de un 70 por 100, es
decir, que la longitud del húmero es sólo un 70 por 100 menor que la longitud del fémur. Los
brazos de los simios modernos son muchos más largos;
el índice humero-femoral de los chimpancés, por ejemplo, es del 100 por 100. El húmero
mide lo mismo que el fémur. Quien haya visitado un zoológico ha podido constatar la
diferencia entre los humanos y los chimpancés al respecto; sus brazos cuelgan por debajo
de sus rodillas.
¿Y los primeros humanos? En Lucy, el índice es del 85 por 100, en algún punto entre los
humanos y los chimpancés. Y ahora veamos el nuevo fósil de Don, el OH 62.
«Estimamos que la longitud del húmero de OH 62 es de 264 mm», rezaba el artículo de
Nature. Esto supone 27 mm más largo que el de Lucy, y Lucy fue un animal más alto que OH
62. Por consiguiente, escribían Don y sus colegas, OH 62 tiene un «índice humero-femoral
próximo al 95 por 100». Esta cifra coloca a OH 62 más cerca de los chimpancés que de
Lucy, lo que me parece sumamente extraño. También habría tenido que sorprender a Don y
a sus colegas.
«Se han metido en un embrollo intelectual -me dijo Alan cuando volvíamos al museo-. Si
tienen un esquema evolutivo que va desde afarensis a habilis y de ahí a erectus, entonces el
tamaño de las extremidades evoluciona desde lo menos simiesco, el afarensis de hace unos
tres millones de años, hasta lo más simiesco, el OH 62, hace unos 1,8 millones de años,
para luego retroceder de nuevo a formas menos simiescas, el erectus de hace 1,6 millones
de años.» A mí me parecía más un agujero evolutivo que un embrollo intelectual. «No es

83
muy probable», dije. «No es nada probable — contestó Alan-. Vamos, echemos un vistazo a
algunos huesos.» Los homínidos fósiles se guardan en una bóveda de seguridad en un
rincón del nuevo edificio del museo. Hay mesas acolchadas donde poder exponer los frágiles
fósiles sin miedo a romperlos. Decidimos centrarnos en un fósil concreto, el 3735, un
esqueleto parcial de 1,9 millones de años, cuya primera pieza se encontró en 1975. No es un
fósil muy bonito, pero servía perfectamente a nuestros propósitos, es decir, compararlo con
el OH 62. Había partes del cráneo, un fragmento del omóplato, la clavícula, algunos huesos
del brazo, de la mano, parte del sacro, y huesos de la pierna.
Decidimos rápidamente que sí, que haríamos los mismos cálculos que Don y sus colegas
habían realizado con el OH 62.
La primera evidencia respecto de 3735 fue que se trataba de una criatura de constitución
robusta en la parte superior del cuerpo, sobre todo en torno a sus hombros y brazos. Pero la
observación más importante fue constatar que sus brazos eran muy largos, como OH 62. Así
pues, unas proporciones igualmente simiescas en un cuerpo pequeño. ¿Estábamos ante el
esqueleto parcial de un miembro de la pequeña especie del tipo 1813? El hecho de que, en
nuestra opinión, el cráneo de 3735 fuera pequeño, como el de 1813, nos hizo pensar que así
era. Sospechamos que OH 62 también pudo tener un cráneo pequeño, como 1813.
Parecía que nuestras ideas de mediados de los setenta habían sido correctas: hace unos
dos millones de años, en el periodo inmediatamente pre-erectus, hubo dos especies
homínidas no robustas, una grande, como 1470, efectivamente Homo habilis;
y otra pequeña, como 1813 (y OH 62), con proporciones corporales sorprendentemente
simiescas y un cerebro pequeño. Pero necesitábamos alguna indicación del tamaño del
cuerpo del Homo habilis «real», es decir, del 1470, para nuestros fines. La obtuvimos a partir
de otros dos especimenes fósiles de nuestra colección, unos huesos de la pierna y parte de
la pelvis. Ambos pertenecían evidentemente a individuos corpulentos, como 1470. El modelo
se estaba completando de forma muy satisfactoria.
El estudio de algunos de nuestros propios fósiles, estimulado por las afirmaciones de Don
acerca del OH 62, había ayudado a clarificar ciertas cosas. Ahora estábamos convencidos
de que la evidencia apuntaba hacia tres especies distintas -tres ramas- en el periodo pre-
erectus inmediato: la especie robusta de Australopithecus, la de Homo habilis, y una tercera
especie con piernas y brazos de proporciones simiescas.
Este mismo modelo podía quizás remontarse hasta hace tres millones de años, tal vez
más. «Satisfactorio, muy satisfactorio», dijo Alan sonriendo cuando llegamos al final de
nuestro análisis. Yo coincidí con él. «Sí, vayamos a tomar una cerveza.» Así pues, ¿cómo
quedaba ahora el modelo global de la historia humana? Suponemos que el árbol humano
arraigó hace 7,5 millones de años, pero no hay evidencia fósil entre ese momento y hace 4
millones de años. Cuanto podemos decir es que una única especie de simio bípedo
estableció la familia e inició probablemente una radiación adaptativa. Podemos adivinar que
los simios bípedos en aquella época subsistieron a base de dietas típicamente simiescas,
pero que abarcaron áreas más vastas de pradera, lejos ya de la jungla y de la sabana.
Hace unos 3 millones de años los dientes de nuestros simios bípedos eran menos
simiescos, así que es probable que se hubiera iniciado ya un cambio dietético, aunque
todavía basado fundamentalmente en alimentos vegetales. La cantidad exacta de
ramificaciones existentes en el árbol genealógico en esa época es todavía materia de
debate: yo diría que como mínimo dos. Un millón de años más tarde el árbol presentaba ya
cambios visibles, con tres o cuatro ramas más. Algunos simios bípedos se convirtieron poco
a poco en herbívoros especializados, con cerebros más pequeños y premolares más
grandes; otros devinieron omnívoros, de gran cerebro y dientes más pequeños. Y con
algunas formas intermedias entre unos y otros.

84
Hace unos 1,7 millones de años -cuando aparece Homo erectus-, la adaptación cerebral
(mayor capacidad) y dental (menor tamaño) empezó a ser predominante;
llegaría a haber un único nicho ecológico ocupado por un simio bípedo. Nosotros fuimos
sus ocupantes. Una iniciación, una germinación, y un ajuste: así es el modelo del árbol
humano. Ahora se nos aparece más complejo que hace una década.
La llegada del Cráneo Negro haría todavía más complejo el modelo.

85
Capítulo VII
EL CRÁNEO NEGRO
«Esta cosa vuela como un hipopótamo -grité a Alan cuando el Cessna superó finalmente
la cresta del valle del Rift, a unos 45 Km. al norte de Nairobi-. Tal vez no hubiéramos
tenido que regresar a por carne.» Lo que, según Alan, nos hubiera hecho enormemente
impopulares. Tenía razón. Kamoya y su equipo habían acampado durante dos semanas en
la orilla occidental del lago Turkana, removiendo 15 toneladas de tierra, y preparando el
terreno para nuestra segunda campaña en el Nariokotome.
Necesitaban los suministros amontonados por todos los rincones posibles del
aeroplano, y pesaban tanto que el pobre aparato volaba -cosa poco corriente y un tanto
incómoda- con el morro ligeramente levantado. El peso también aminoraba la velocidad a
través del aire. Y llegamos con una hora de retraso, porque habíamos tenido que hacer un
viaje adicional para recoger la carne olvidada. No, no hubiéramos podido despegar sin
ella.
Estábamos a principios de agosto de 1985, sólo un año después del final de una
campaña de excavación de ensueño: el joven turkana, un esqueleto prácticamente
completo. «¿Qué posibilidades tenemos con las manos y los pies, Walter?», pregunté.
«Bueno, para averiguarlo vamos a tener que remover montones de basura», contestó.
Alan nunca da pie a una pregunta retórica, y esta era una, sin duda alguna. Nadie
podía saber si encontraríamos las manos y los pies, más algunos huesos del brazo, y
evidentemente los dientes. Esos eran nuestros objetivos.
A medida que pasaban las semanas, el trabajo de excavación parecía más tórrido y
más polvoriento que el año anterior, sin duda a causa de la ingente cantidad de terreno
que habíamos removido para excavar una gran área de tierra desnuda. Y, tal como nos
temíamos, el yacimiento era prácticamente estéril: un hueso de brazo, parte de una
costilla, poco más. «No me imagino otra campaña en este horrible agujero», escribiría Alan
en su diario. Para mí, un día tranquilo de excavación, aun inútil, suponía un anhelado
respiro lejos de las tribulaciones y de las tareas del museo de Nairobi.
Pero, un día tras otro, la falta de frutos puede acabar con cualquiera. Llevábamos casi
un mes de campaña infructuosa cuando -el 29 de agosto- nuestro artículo en Nature sobre
el joven turkana apareció publicado en Londres. Pero olvidamos completamente celebrar
el evento, dado que los acontecimientos de aquel día se convertirían en una confirmación
más de lo impredecible de nuestra especialidad. En aquellos momentos yo había
regresado a Nairobi para asuntos relacionados con el museo.
«Era un día típico de un documental de televisión de la National Geographic, tórrido y
sin una sola nube en el cielo azul -anotó Pat Shipman más tarde, en un artículo en la
revista Discover-. Sentados en una loma, podía imaginarme el paisaje panorámico captado

86
por una cámara en una toma que abarcaba kilómetros y kilómetros de tierras yermas, sin
árboles, seguido de un zoom enfocando a los científicos [nosotros] absorbidos en nuestro
trabajo y quemados por el sol». La descripción de Alan, escrita en su diario aquella noche,
sería más lacónica: «Un día loco».
El día empezó con una postergación del trabajo en el corte mientras el equipo removía
más tierras en la colina de la sección noreste. Alan decidió que era un buen momento para
trabajar en el cráneo de un magnífico hipopótamo cerca del campamento de John Harris, a
unos 30 Km. al sur del Nariokotome y 3 Km. al norte remontando el río Lomekwi. Pat se
unió a mí, mientras Meave, Mwongella y David continuaron excavando el esqueleto de un
carnívoro, no muy lejos. «El cráneo del hipopótamo yacía en arena muy fina, lo que
facilitaba la excavación -recuerda Alan-. A la hora de comer ya lo habíamos puesto en una
especie de pedestal y lo embadurnamos de bedacryl enseguida», rutina habitual en la
excavación de fósiles. Cavamos y despejamos la tierra alrededor del fósil, dejándolo
totalmente expuesto, a excepción de la lengua de tierra donde descansaba. En los fósiles
delicados, que se fragmentan fácilmente una vez excavados, aplicamos bedacryl para
endurecerlos. Cuando la pega ha hecho su trabajo, puede hacerse una protección de yeso
alrededor del fósil, cortar el soporte, y levantar todo el conjunto del suelo. El cráneo del
hipopótamo necesitaba una segunda capa de bedacryl, tarea que dejamos para después
de comer.
«John volvió con nosotros después de comer -explica Alan-, porque quería mostrarle el
húmero de primate que Kamoya había encontrado la semana anterior. Pat empezó a
trabajar de nuevo en el cráneo, y John y yo fuimos a ver el húmero. Buscamos en tres
puntos, pero yo no podía recordar exactamente dónde estaba, así que John dijo que se
volvía andando al campamento y dejaba el Land Rover con nosotros.» Si hubiera sido
Alan el primero en descubrir el primate fósil, no hay duda de que hubiera recordado el
lugar exacto. La memoria espacial en la búsqueda de fósiles funciona así, sobre todo en
este tipo de suelo, que para el ojo no familiarizado puede presentar una homogeneidad
decepcionante. Pero Alan sólo recordaba el lugar por habérselo mostrado Kamoya, así
que su memoria no lo había retenido.
«De regreso adonde estaba Pat, vi otro lugar muy parecido, así que me desvié del
camino para ver, pero tampoco era allí -cuenta Alan-. Decidí abandonar, pensando que
más hubiera valido volver a preguntar a Kamoya. Cuando caminaba por un saliente vi un
fragmento de fósil de color oscuro próximo a un pequeño montón de piedras.» Siempre
que un miembro de la Banda Homínida encuentra un fósil potencialmente interesante,
marca el lugar mediante un pequeño montón de piedras, para verificarlo más tarde con
John, Alan y yo mismo. Por lo que Alan sabía, nadie había verificado ese lugar. Lo recogió
y vio que era parte de una mandíbula superior con enormes cavidades dentales, tan
enormes que por un momento creyó que se trataba de algún tipo de bóvido. «Luego vi otra
pieza, procedente de la frente del cráneo, y pensé que era un gran mono. Pero entonces le
di la vuelta y vi un nasión frontal de ¡un homínido!» Porque los monos del Viejo Mundo no
tienen este sistema de cavidades en el hueso de encima de la nariz, pero los humanos sí.
Alan volvió a colocar los fósiles donde los había encontrado y se dirigió rápidamente al
lugar donde Pat estaba trabajando con el hipopótamo, a unos cien metros de distancia. Y
con un tono despreocupado dijo: «Cuando termines con el bedacryl, te mostraré un
homínido». «Muy bien. ¿Qué parte?», preguntó ella, creyendo que John le mostraría un
fragmento, un diente o un pedazo de mandíbula. «El cráneo», fue la lacónica respuesta. A
Alan le gusta jugar al inglés imperturbable, pero la excitación que se apoderó de todos
durante la media hora siguiente consiguió arrancarle una amplia sonrisa.

87
Acompañó a Pat hasta el fósil, y luego fue a buscar a Peter Nzube y al equipo. Aila fue
en busca de John y de Meave, y pronto todos estaban arrodillados escrutando con cuidado
el suelo alrededor del pequeño montón de piedras. Se encontraron más piezas del fósil
oscuro, todos fragmentos del cráneo, todos muy interesantes.
«Si te enseño un cráneo de homínido de tres millones de años, ¿me traerás una
cerveza?», preguntó Alan a Kamoya cuando, polvorientos y contentos, los cazadores de
fósiles regresaron más tarde al campamento del Nariokotome. Kamoya había estado
trabajando todo el día en el yacimiento del joven turkana y no conocía el nuevo
descubrimiento. Fue a buscar un par de cervezas, pensando que Alan estaba bromeando.
Entonces Alan le dio a Kamoya la bolsa y la abrió con cuidado. Kamoya se dio cuenta
enseguida de que Alan estaba bromeando, pero de una manera diferente.
«Fíjate en la envergadura de las cavidades dentales -fue todo lo que Kamoya pudo
decir al ver la mandíbula superior-. Míralas». Eran grandes como nadie recordaba haber
visto nunca en un homínido. Al parecer, habíamos dado con un simio bípedo de pequeño
cerebro y grandes premolares, de al menos 2,5 millones de años de antigüedad. «Se trata
claramente de uno de los primeros robustus», escribió Alan en su diario aquella noche. Un
comentario un tanto lacónico, si pensamos que estaba llamado a convertirse en uno de los
especimenes más interesantes e importantes descubiertos en la última década. Nos iba a
obligar a estudiar de nuevo -y a revisar una vez más- el modelo de la historia de la
evolución.
La llamada por radio me llegó a la mañana siguiente, a través de una onda muy
deficiente, así que apenas pude oír lo que Kamoya me decía o, mejor dicho, me gritaba.
Pero logré entender lo más importante y rápidamente decidí que algunas de las reuniones
que me habían obligado a volver a Nairobi no eran tan importantes como todo eso. Si lo
que acababa de oír a través de la llamada de Kamoya demostraba ser cierto, me daba
cuenta de que el fósil de Alan iba a provocar polémica.
Cancelé reuniones, reorganicé mi agenda, y volé hacia el Nariokotome al día siguiente,
sábado. Dado que las circunstancias habían convertido el día anterior en una jornada muy
agitada, no había tenido demasiado tiempo para pensar en el nuevo homínido. Pero
durante el vuelo camino del lago, con las tareas del museo ya a muchos kilómetros de
distancia, empecé a meditar acerca de las implicaciones del fósil. Como Alan comentaría
más tarde a un periodista, «es muy divertido, porque remueve cosas justo cuando la gente
empezaba a sentirse satisfecha de sí misma».
Aunque las opiniones difieren respecto al modelo del árbol humano, en aquel momento
existía una práctica unanimidad acerca de la historia de los australopitecinos robustos,
tanto respecto de Australopithecus robustus como de Australopithecus boisei. Ambos son
versiones extremas del homínido de pequeño cerebro y grandes dientes, siendo boisei el
más extremo de los dos. Las poblaciones de robustus vivieron en Sudáfrica, mientras que
boisei fue un animal del África oriental. La variación geográfica era la explicación habitual
que solía avanzarse para dar cuenta de las diferencias anatómicas entre ambos. En
realidad, casi todos los árboles genealógicos relativos a los homínidos incluían una clara
progresión: de africanus a robustus y de éste a boisei, una tendencia evolutiva a través del
tiempo, marcada por el aumento progresivo del tamaño de los maxilares.
El nuevo fósil de Alan trastocaba ese esquema. Si la anatomía hiper-robusta ya estaba
presente desde el comienzo, hace por lo menos 2,5 millones de años, entonces tales
rasgos no podían ser el producto final de la evolución africanus-robustus-boisei. ¿Hubo
dos linajes de este tipo de australopitecino robusto, con uno de ellos evolucionando hacia
robustus, y el otro hacia boisei Esta posibilidad suponía un árbol genealógico humano
mucho más ramificado, y un modelo evolutivo mucho más complejo. ¿A qué especie

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pertenecía el homínido de Alan? ¿Existía ya boisei hace 2,5 millones de años, o el fósil
corresponde a una especie precursora? En todo esto estaba yo pensando aquella mañana
mientras volaba hacia el lago Turkana, verificando mentalmente los hitos familiares,
contento de volver y de ver por mí mismo lo que habían descubierto.
Cuando llegué al Nariokotome, Alan sonreía satisfecho, por él y por mí. Ya había
comenzado a pegar muchos de los fragmentos del cráneo. «¿Te gusta?», me preguntó,
como si se tratara de un regalo. «¿Si me gusta? Es fantástico, fascinante. Espera a que lo
vean», dije, anticipando la reacción de mis colegas. Estábamos en la tienda central, al
abrigo del sol matutino. Cogí con cuidado el cráneo parcialmente reconstruido,
emocionado de poder tocar un hallazgo tan especial. Sí, era un individuo enormemente
robusto; no cabía duda de que el árbol genealógico tendría que reconstruirse. «El nuevo
cráneo va a obligar a muchos a cambiar de opinión -anoté luego en mi diario-.
Estoy convencido de que los tres homínidos de 2 millones de años de edad podrán
llegar a remontarse hasta más allá de los 3 millones de años. Es posible que pueda
demostrarse asimismo que el esquema Johanson-White es erróneo. Veremos. Será
interesante para algunos.» Durante la semana siguiente trabajamos diariamente en el
yacimiento del homínido de Alan, y cada día recuperábamos piezas. Era evidente que
íbamos a conseguir reconstruir un cráneo casi completo -el Cráneo Negro, como se le
conocería más tarde. Las sales de manganeso que habían penetrado en el hueso durante
el proceso de fosilización habían producido un color negro-bronce, muy bello. Al tercer día
Pat encontró un gran fragmento de la bóveda del cráneo, más bien de su parte posterior.
Presentaba una enorme cresta sagital, la carina ósea que va desde la frente hasta la
parte posterior del cráneo y que hace las veces de colchón del gran músculo que articula
la mandíbula. Era la cresta sagital más grande que jamás había visto en un homínido. Muy
impresionante.
De regreso al campamento, Alan pudo ensamblar rápidamente las nuevas piezas. El
cráneo no presentaba problema alguno, pero la cara era singular, no se parecía a nada de
lo que habíamos visto hasta entonces. Ni Alan ni Meave -los magos del rompecabezas
paleontológico- fueron capaces de ensamblar los fragmentos de la cara con el cráneo.
Muy extraño. Tanto, que Alan anotó en su diario: «El cráneo no pertenece a ninguna de las
especies robustas conocidas, y lo llamaremos Australopithecus kamoyensis en honor de
Mack [Kamoya]».
El problema eran las órbitas, las cavidades de los ojos. «Algunos fragmentos de hueso
claramente atribuibles a la cara presentaban una ligera curva -recuerda Alan-. No
conseguía casarlos. Tampoco Meave. Nadie. Casi me convencí de que no pertenecían al
cráneo, aunque sabía que sí, porque no encontramos nada más en el yacimiento.
Resulta que el margen orbital lateral no tenía apenas ángulo.» Si te colocas el dedo
índice en la sien y lo mueves hacia el ojo, notas claramente un ángulo óseo al llegar al ojo.
Es el ángulo lateral de la órbita. Los gorilas no presentan esta protuberancia angular, tan
sólo una suave curva ósea. Esta pauta -aunque menos marcada- aparece en algunos de
los australopitecinos robustos de Sudáfrica, pero nunca se había encontrado en el África
oriental.
Hacía mucho tiempo que no había visto a Alan perplejo ante una reconstrucción
paleontológica. «No te preocupes, Walker -le dije-, sigue intentándolo. Lo conseguirás.»
Luego regresé a Nairobi junto con Meave, Samira y Louise. Dos días después lo había
conseguido. «Tuve que recurrir a las minúsculas esquirlas de hueso que se habían
desprendido de los laterales de la mandíbula -me dijo Alan-. Empecé a pegarlas, luego lo
dejé a un lado y de repente capté el esquema. Todas las piezas estaban allí, aunque rotas
en minúsculos fragmentos.» Con este avance, y la cara ensamblada cómodamente al

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cráneo, el Cráneo Negro parecía ahora mucho menos extraño, a pesar de la suavidad del
lateral exterior de las órbitas. Sin embargo, aquella extraordinaria criatura demostraba que
nuestras teorías habían sido demasiado simples. «Nadie habría podido predecir esta
combinación de rasgos -afirmó más tarde Henry McHenry al ver el cráneo-. Trastorna
muchas de nuestras ideas acerca de la secuencia de los cambios evolutivos de la cabeza
y acerca de quién está emparentado con quién.» La inesperada combinación de rasgos
mencionada por Henry era la siguiente: la cavidad craneana era muy primitiva, tanto en su
forma como en la disposición de las crestas, entre ellas la cresta sagital. Este tipo de
disposición aparece en afarensis y en los simios africanos, pero no en homínidos
posteriores. El cerebro era también muy pequeño, de 410 centímetros cúbicos, uno de los
más pequeños entre todos los homínidos conocidos. Y también estaban aquellos enormes
premolares. Todos estos rasgos típicos o próximos a boisei son altamente «derivados», es
decir, que han experimentado un gran proceso evolutivo desde el modelo ancestral básico.
Son el producto final del linaje de los australopitecinos robustos, ausente en sus orígenes.
Por lo tanto, la inesperada combinación de rasgos en el Cráneo Negro era una mezcla de
lo muy primitivo con lo muy evolucionado. El problema era cómo llamarlo. ¿A qué especie
pertenecía? Cuando volví al Nariokotome para la última visita de la temporada, el 13 de
septiembre, Alan y yo sabíamos que íbamos a tener que afrontar el tema. En aquellos
momentos el ritmo de la excavación ya perdía intensidad. «Hay dos opciones», dijo Alan
cuando ya no fue posible seguir eludiendo el problema. Ya era de noche; estábamos
sentados a la mesa de la tienda central. El color bronce del Cráneo Negro parecía aún
más manifiesto allí en la mesa, entre Alan y yo, reflejando la luz estridente de la siseante
lámpara de petróleo. «O lo llamamos boisei, en cuyo caso todos nos llamarán cobardes, o
decimos que se trata de una nueva especie, en cuyo caso ahí fuera ya hay un nombre
para él.» Para entonces nuestro entusiasmo inicial acerca de la posibilidad de una nueva
especie ya había menguado considerablemente; no hablábamos demasiado en serio
cuando le dimos el nombre de Australopitecus kamoyensis, pero reflejaba nuestras
inclinaciones durante aquellas semanas. «Creo que debemos ser conservadores -
contesté-. Hagamos lo que hagamos, se nos criticará.» Sabíamos que si decíamos que el
Cráneo Negro era un Australopithecus boisei, estaríamos hinchando el concepto de lo que
era boisei. Cierto, el Cráneo Negro poseía una cara boisei clásica en muchos aspectos,
pero era más prominente que en individuos más tardíos, y tenía aquellas extrañas órbitas.
También estaba el tema del cerebro primitivo. Nos enfrentábamos al clásico problema de
intentar dividir un linaje en el tiempo. En palabras de Alan: «Si tienes un proceso de
evolución gradual en marcha, que empieza con algo parecido al Cráneo Negro y acaba
con el último boisei, ¿dónde trazas la línea divisoria y dices que una especie se ha
convenido en otra?».
Los biólogos evolutivos han dado muchas vueltas a este problema durante mucho
tiempo, sin llegar a ninguna solución satisfactoria. Cronoespecie es la palabra que se
utiliza para denotar diferentes segmentos de un linaje en evolución que se divide
arbitrariamente en el tiempo. No me interesa el concepto, porque oscurece los
interesantes cambios biológicos, la evolución gradual de partes de la anatomía. Y los
cambios ocurren por alguna razón; son una respuesta a las presiones de la selección
natural.
En el caso del linaje Cráneo Negro-boisei, los cambios en el tiempo incluyeron un
aumento del tamaño del cerebro y de la forma de la parte posterior de la cavidad
craneana, una cara cada vez menos prominente, y una base craneana más curva.
Probablemente muchos de estos cambios fueron parte de un acervo funcional único,
muchos detalles distintos de la anatomía que evolucionaron concertada y conjuntamente.

90
La explicación más probable es un refinamiento del aparato maxilar. Cuando la cara se
acortó, los dientes se acercaron a la articulación de la mandíbula, que a su vez incrementó
la eficacia masticadora.
Esta misma secuencia de cambios también tuvo lugar en el linaje de africanus-robustus
y en el linaje de Homo habilis-erectus. En cada caso, la eficacia masticadora se vio
aumentada por el acortamiento de la cara. Fred Grine, de la Universidad Estatal de Nueva
York, dijo: «Es la convergencia funcional más increíble que he visto».
Cuando ves el mismo acervo evolutivo desarrollándose independientemente en tres
linajes distintos, sabes que algo muy potente está ocurriendo. No puede decirse qué fue
exactamente, porque en los dos linajes australopitecinos los cambios se vieron
acompañados por un aumento del tamaño de los premolares; en el linaje Homo, el tamaño
de los premolares fue disminuyendo. Cuando Frank Brown fijó finalmente la edad del fósil,
avanzó una cifra exacta: unos 2,50 ± 0,07 millones de años. Ocurre que 2,5 millones
encaja perfectamente con un período que un grupo de geólogos y paleontólogos han
identificado como de grandes cambios climáticos, de un enfriamiento global. La forma
moderna de la Antártida quedó establecida entonces, y se formó el casquete glaciar ártico.
En sí mismo, puede que no signifique mucho. Pero como ha demostrado Elisabeth Vrba
de la Universidad de Yale, 2,5 millones de años atrás representa también un momento de
gran actividad evolutiva entre los antílopes africanos, un grupo cuyo extenso registro fósil
ha estudiado en detalle.
«El cambio climático, al cambiar la corteza vegetal y la distribución demográfica, puede
accionar la evolución», dice. ¿Es posible que el linaje Cráneo Negro-boisei debiera su
origen al mismo tipo de influencias medioambientales que posibilitaron la aparición de
nuevas especies entre los antílopes? Y existe una tentadora evidencia fósil de que el linaje
Homo también se originó allí. Es pura especulación, claro, pero estos son el tipo de
fenómenos que me interesan en la prehistoria humana, estas incursiones en la biología de
nuestra especie, y no los nombres que damos a las cosas. Pero, por desgracia, no
tenemos más remedio que hacerlo.
«Sí, adelante con boisei -dije a Alan-. Ofrece la flexibilidad suficiente para pensar en la
variabilidad en el linaje a través del tiempo.» También acordamos que, en el artículo que
íbamos a publicar, reconoceríamos al menos la posibilidad de una nueva especie.
Estudiamos cuidadosamente la siguiente afirmación: «Si bien futuros hallazgos pueden
demostrar que el KNM-WT 17000 [el número de acceso al Cráneo Negro] entra dentro de
la gama de variación de A. boisei, también es posible que las diferencias se demuestren
suficientes para avalar una distinción específica». Es decir, si, con suerte, pudiéramos
encontrar algunos especimenes más de la misma edad que el Cráneo Negro y con
exactamente la misma combinación de rasgos, entonces tendríamos elementos suficientes
para decir que aquí existió efectivamente una nueva especie pre-boisei. Pero si los
contemporáneos hiper-robustos del Cráneo Negro resultaban anatómicamente variables -
algunos como el boisei clásico, otros como el Cráneo Negro, y unos terceros a mitad de
camino entre ambos-, entonces los argumentos a favor de dividir el linaje en diferentes
especies se verían muy debilitados. Decidimos que lo mejor era esperar y ver cómo se
desarrollaban los acontecimientos. «A Fred Grine no le gustará demasiado», predijo Alan.
Y en efecto, no le gustó. «Considerando sus diferencias respecto de otros
especimenes conocidos, si esto no es una nueva especie, la identificación de toda nueva
especie está en peligro», comentaría a un periodista de Science News. Fred no era el
único en exigirnos mayor coraje. Seis meses después del final de la campaña, Alan
participó en una reunión científica en San Francisco y se llevó un molde del Cráneo Negro.

91
«Obviamente despertó mucho interés», recuerda Alan, pero muchos le insistieron: «Si
no le dais el nombre de una nueva especie, otro lo hará en vuestro lugar». Esto ocurría en
abril, cuatro meses antes de que nuestra actitud conservadora apareciera reflejada en un
artículo de Nature.
Y sí, alguien acabó por darle el nombre de una nueva especie: Australopithecus
walkeri, «en honor a su descubridor», decía el creador del nombre, Walter Ferguson, un
especialista de la Universidad de Tel Aviv. «Vaya qué ironía -dijo Alan-. Ferguson siempre
hace cosas así. Si el Cráneo Negro es realmente una nueva especie, entonces tiene que
llamarse Australopithecus aethiopicus», que es lo que habíamos propuesto en nuestro
artículo de Nature.
El nombre de aethiopicus ha estado en el aire durante casi veinte años, y para mí es
una ironía interesante. Se remonta a la expedición conjunta franco-norteamericana-keniata
de 1967 al curso inferior del río Orno, en Etiopía; la expedición de la que me desvinculé
para incorporarme al proyecto de Koobi Fora. Durante la expedición al río Orno, el equipo
francés encontró una mandíbula inferior de un homínido, pero totalmente deshecha, sin
dientes. No mucho para fundamentar una nueva especie, pero sus descubridores no
tenían demasiadas opciones, porque no existía ningún paralelo o pieza similar
perteneciente a aquel período de hace 2,6 millones de años.

92
Camille Arambourg e Yves Coppens le dieron el nombre de aethiopicus, asociado al
género llamado Paraustralopilhecus (próximo a Australopithecus), dada la incertidumbre
que existía en aquella época sobre si era o no un Australopithecus.
Esta pequeña mandíbula es un buen ejemplo de los problemas que hay que afrontar a
la hora de intentar identificar unívocamente especies en el registro fósil, sobre todo cuando

93
los especimenes son fragmentarios. Por ejemplo, algunos especialistas eminentes,
incluidos Johanson y White, dicen desde entonces que no, que no es una nueva especie;
es simplemente un africanus etíope. Otras eminencias han dicho que no, que esto
tampoco es correcto, que se trata de un boisei. La pequeña mandíbula francesa ha
experimentado, pues, algo así como una crisis de identidad en los últimos años. Pero,
gracias a las reglas bizantinas de la nomenclatura zoológica, el Cráneo Negro puede
erigirse en salvador del aethiopicus.
La mandíbula pertenece a un individuo mucho más pequeño que el Cráneo Negro, así
que resulta difícil establecer una comparación directa entre ambos. En cualquier caso,
aparte de la forma y el tamaño en su conjunto, y del tamaño de los dientes, no hay
comparación directa posible. La época. Pero, por aquellos azares del destino, un par de
días antes del final de la campaña del Cráneo Negro, Mwongella encontró una mandíbula
inferior de homínido en Kangatukuseo, justo a unos tres kilómetros al sureste del
yacimiento del Cráneo Negro. La nueva mandíbula era más joven que el Cráneo Negro, y
de constitución maciza, robusta, como cabría esperar de un individuo del tipo Cráneo
Negro. El elemento clave, sin embargo, era que mientras la mandíbula era de un individuo
más alto que el espécimen aethiopicus, y con una frente más estrecha, la pauta anatómica
era esencialmente la misma. Esto, según opinión de Alan y mía, podía proporcionar un
eslabón entre el Cráneo Negro y el nombre ya existente de una especie, aethiopicus. Y las
normas dicen que si la anatomía de un nuevo hallazgo encaja con la de un fósil ya
existente, hay que utilizar el nombre de la especie existente. Así pues, si el Cráneo Negro
no es un Australopithecus boisei, tiene que ser un Australopithecus aethiopicus.
Cuando hicimos público nuestro descubrimiento -esta vez no teníamos escapatoria-
aparecieron fotografías del Cráneo Negro en los periódicos de todo el mundo, algunas con
Alan en un traje a rayas, algo poco habitual en él. Y sí, ocurrió. Como escribiría un
periodista del New York Times, «el asunto hizo tambalear algunas viejas ramas del árbol
genealógico del hombre primitivo». En nuestro artículo para Nature habíamos dicho lo
mismo, aunque de manera más formal: «Independientemente de la respuesta última, estos
nuevos especímenes sugieren que la filogenia de los primeros homínidos todavía no ha
sido establecida de forma definitiva, y que resulta mucho más compleja de lo que se ha
afirmado».
Queríamos decir con ello que el modelo de nuestra historia evolutiva había generado
otra ramificación en el período situado entre hace tres y dos millones de años. A las tres
ramas mencionadas anteriormente -la de Homo habilis, la de Australopithecus robustus, y
el tipo 1813-OH 13- había que añadir una cuarta, el tipo Cráneo Negro- boisei. Nuestro
árbol de familia se hacía algo más denso, y las expediciones al Turkana occidental habían
desempeñado un papel primordial en ello. Me sentía muy satisfecho.
Pero no, nunca pudimos encontrar las manos ni los pies del joven turkana.

94
TERCERA PARTE
EN BUSCA DE LA HUMANIDAD

95
Capítulo VIII
LOS ORÍGENES HUMANOS
Siempre he creído razonable imaginar la vida social de los primeros homínidos como
análoga, en diversos aspectos estrictamente acotados, a la vida social de los mandriles de
la sabana. Los mandriles viven en bandas, algunas pequeñas, otras pueden alcanzar
hasta cien individuos. En mi opinión, dado que los homínidos primitivos eran más
corpulentos que los mandriles, el tamaño de sus bandas tuvo que ser menor. Pero su
habitat habría sido el mismo: un mosaico, con zonas boscosas abiertas, y algunas franjas
de bosques, ofreciendo toda una gama de alimentos vegetales: nueces, frutas, tubérculos.
Seguramente se alimentaron de gusanos y de huevos de diversas aves, como hoy hacen
los mandriles. Y seguramente capturaban ocasionalmente jóvenes antílopes y crías de
monos, al igual que los mandriles modernos. No veo ninguna razón biológica para que, si
una banda de Australopithecus adultos se cruzaba con una cría de otra especie
australopitecina o incluso con crías de Homo, no las cazara y se las comiera. Pero no hay
evidencia de que la carne fuera un componente importante en la dieta de los primeros
homínidos o de los australopitecinos en general.
Las mañanas de los australopitecinos habrían empezado como suelen empezar las de
los mandriles. La banda australopitecina se despierta con la salida del sol, los individuos
en los árboles o en sitios altos para dormir, relativamente a salvo de los depredadores
nocturnos. Poco a poco ganan el suelo acompañados de vocalizaciones y escaramuzas
ocasionales, asuntos pendientes de las interacciones sociales del día anterior. Los pocos
machos adultos, sin parentesco entre ellos, cautelosos como de costumbre, buscan
comida sin plan ni ilación y miran con curiosidad el entorno, tanteando el nuevo día. Estos
machos, de complexión y musculatura robustas, son mucho más corpulentos que las
hembras de la banda, casi el doble. Uno de los machos adultos, recién llegado a la banda,
está un poco al margen, todavía sin ser aceptado completamente por los miembros de la
banda, en especial por los otros machos adultos.
Las hembras adultas -hermanas, medio hermanas con lazos familiares más distantes-
son más numerosas que los machos adultos. Como es costumbre por la mañana
temprano, esta banda de madres más o menos emparentadas entre sí se ocupa de
inspeccionar a sus crías, las más jóvenes ya empiezan a ocuparse de esa tarea tan seria
que es el juego: correr, atrapar, pelear, a veces gritar de miedo cuando las travesuras
parecen peligrosas. Una de las hembras está a punto de parir y busca un lugar adecuado.
Alertado por las señales, uno de los grandes machos la ha seguido durante días, tal vez
copulando con ella ocasionalmente, siempre listo para ahuyentar a otros machos que
también intentan copular. Una razón que explica la mayor corpulencia de los machos:
luchan entre sí por el acceso sexual a las hembras, y la fuerza física es importante. Las

96
hembras lo saben y favorecen a los machos más corpulentos. Es parte de su biología,
parte de su medio evolutivo.
Una vez totalmente despiertos y cumplida la rutina de la mañana, la banda empieza a
desplazarse hacia una zona arbolada que, en esta época del año, comienza a dar frutos.
Alerta frente a la amenaza de otras bandas vecinas, nuestra banda se abre camino
lentamente hacia su objetivo del día. Cerca hay un curso de agua y árboles para
resguardarse y descansar al mediodía. Al atardecer, cuando el día se desvanece, la banda
habrá recorrido unos diez kilómetros, no en línea recta, sino desviándose aquí y allá en
busca de comida, visitando lugares conocidos que garantizan el alimento, y verificando
otros para saber cuándo empezarán a dar frutos. Cuando cae la noche, la banda se
acomoda para descansar, esta vez en una zona de árboles-dormitorio diferente, una de
tantas de las que suelen visitar a lo largo del año. A veces surgen peleas ruidosas, y luego
a dormir.
Han podido ver varias bandas australopitecinas vecinas durante el día, lo que habrá
provocado gritos de alarma entre ellos. Algunos machos jóvenes otorgan un interés
especial a esos vecinos, porque cuando lleguen a la edad adulta tendrán que buscar otro
hogar: los grandes machos con los que han crecido y convivido hasta ahora los echarán
de la banda. Por eso los jóvenes ven las bandas vecinas no sólo como una fuente de
agresión posible, sino también como un potencial futuro hogar. Su traslado será un
momento difícil para ellos.
En este esquema, la diferencia principal entre este comportamiento homínido y el que
vemos en los actuales mandriles de la sabana es la forma de desplazamiento de los
homínidos: es bípeda, no cuadrúpeda. Imaginamos que todo lo demás es similar a
cualquier gran primate que busca alimento, fundamentalmente vegetariano, en campo
relativamente abierto. Aquí, recordemos, estamos describiendo la vida de los primeros
homínidos y de todos los australopitecinos posteriores. ¿En qué pudo cambiar todo esto
con la llegada del género Homo?
Desde lejos, una banda de Homo habilis o de Homo erectus primitivos se parece
mucho a una banda de cualquier especie australopitecina: unos veinte o treinta individuos,
machos y hembras, jóvenes y sexualmente adultos. Pero vistos de cerca, resultaría
patente su cerebro de mayor tamaño, así como una cara menos prominente, y una
constitución más estilizada, más humana. Pero lo más importante en el contexto de la
estructura social y en el comportamiento es el dimorfismo del tamaño corporal.
Los machos ya no doblan en envergadura a las hembras, como ocurre con las
especies australopitecinas: la diferencia entre unos y otras es de un 20 por 100. También
hay más machos adultos en la banda Homo en relación con las hembras adultas. Y un
detalle más sutil, pero que forma parte del mismo rasgo biológico: hay menos tensión entre
los machos adultos, menos confrontación, más interacción amistosa, más cooperación. La
razón subyacente es que los machos están emparentados entre sí: hermanos, medio
hermanos, etcétera. Proceden de un tronco genético común y tienen buenas razones
biológicas para trabajar en objetivos comunes.
Tal vez encontremos a nuestra primitiva banda Homo despertando al nuevo día a cielo
abierto en árboles o lugares elevados, como los australopitecinos. O quizás en tierra firme,
protegidos por un tosco abrigo, un círculo de piedras que sostiene una barrera de ramas.
El tamaño medio de la banda es menor que en los australopitecinos, otra indicación
biológica de que algo importante ha cambiado con la evolución de Homo.
Esa señal reaparece en la organización social y en el modo de subsistencia.
Como todos los grandes primates, los australopitecinos y Homo habrían sido criaturas
profundamente sociales. Los lazos familiares son fuertes, sobre todo entre las madres y

97
sus crías, y entre hermanos y medio hermanos. Pero también se dan profundas amistades
y alianzas, a veces entre parejas macho-hembra, pero sobre todo como alianzas
«políticas» en la lucha constante por el poder y el estatus. Cuando los machos Homo
alcanzan la madurez, ya no se trasladan fuera de su grupo, como los mandriles y como
pudo ser en los australopitecinos, sino que permanecen en su banda natal, viviendo junto
a sus hermanos y primos, cooperando unos con otros.
Otra diferencia importante es que el tejido de la estructura social es mucho más denso,
y no sólo porque los pequeños sean más dependientes y requieran más cuidado y
protección que los hijos de los australopitecinos, sino porque parte de esa trama más rica
radica en una infancia prolongada: parece que hay mucho más que aprender. Y, sí, el
término «vocalización» no hace justicia a lo que ahora oímos. Algo parecido a la
verbalización sería más adecuado. El proceso del despertar matinal es por consiguiente
más ruidoso que entre los australopitecinos, y más complejo.
En lugar de una divagación dilatoria de los miembros de la banda hacia el objetivo del
día, aquí vemos un grupo de hembras adultas y algunos de los pequeños más vivos
emprender camino en una dirección, y a tres o cuatro machos, sin jóvenes, encaminarse
en otra dirección. Un pequeño grupo permanece en la base, con algunos de los más
pequeños. Las hembras son más bulliciosas en sus quehaceres, los machos más atentos,
y uno de ellos señala unos buitres que vuelan en círculo a pocos kilómetros de distancia.
Las hembras confían en volver cargadas de raíces y frutos nutritivos. Los machos, si
tienen suerte, volverán con carne abundante, que se repartirá ruidosamente entre todos
los miembros de la banda.
Podría seguir con la escena, pero a estas alturas ya es evidente que con Homo
estamos ante un animal potencialmente muy diferente de Australopithecus. La dirección de
esa diferencia es el trampolín evolutivo en el que estuvimos en un principio, para utilizar
una analogía a la luz de una mirada retrospectiva. Los simios bípedos ya hacía mucho
tiempo que existían cuando apareció Homo. La familia humana apareció hace unos 7,5
millones de años; Homo evolucionó hace algo menos de 2 millones de años. Hubo un
enorme lapso evolutivo entre el origen de la primera especie homínida y el origen de
Homo, un lapso de nada menos que cinco millones de años.
Nos resulta difícil mirar hacia atrás y comprender un lapso de cinco millones de años
del tiempo evolutivo. Resulta especialmente difícil cuando ese periodo aparece poblado de
criaturas dotadas de características humanas. Pero el lazo que nos une con estos
primeros homínidos, la asociación que sentimos con tanta fuerza, es el desplazamiento
bípedo: el que caminaran erguidos como nosotros los asemeja a nosotros. Es cierto que
los modernos humanos son, en un cierto sentido, simios bípedos, pero los primeros
homínidos fueron sólo simios bípedos, y nada más. Sólo con Homo cambió la ecuación
evolutiva, y en una dirección espectacular. Los primeros Homo fueron incipientes
cazadores y recolectores, y ese modo de vida moldearía el cuerpo y la mente humanos
durante más de dos millones de años.
Pero ¿cómo saber que la ecuación cambió con la aparición de Homo? ¿Cuál es la
variable que estamos buscando? Y más concretamente, desearíamos saber cuándo y
dónde un grado de humanidad empezó a iluminar a nuestros antepasados. ¿Estuvo
presente desde el principio, y fue intensificándose cada vez con mayor fuerza? ¿O
apareció ex novo, y tarde en la historia humana? ¿Qué podemos decir acerca de por qué
ocurrió? ¿Y qué podemos decir acerca de la forma del árbol evolutivo, del que somos la
única rama superviviente? Creo que estamos empezando a encontrar algunas respuestas.
De una forma sorprendente y gratificante, el joven turkana nos dio las claves. La historia
empieza con sus dientes.

98
«Es una suerte para mí que el joven turkana muriera como murió», dice Holly Smith,
una antropóloga de la Universidad de Michigan y una especialista en dientes de homínidos
fósiles. Recordemos que el cuerpo del muchacho parecía haber flotado en aguas poco
profundas durante varias semanas después de su muerte, con lo que sus tejidos se
pudrieron y se desprendieron todos los dientes de la mandíbula. Por lo tanto, Alan pudo
realizar moldes maravillosos de los dientes antes de devolverlos a la mandíbula y de
ensamblar el esqueleto. «Son moldes muy bellos -dice Holly-. He obtenido toda la
información necesaria de las raíces y de las coronas.» Le pregunté a Holly si iba a
encargarse del estudio de los dientes del joven turkana, como parte de un equipo creciente
de investigadores que ayudaban en el análisis de este tesoro evolutivo tan extraordinario.
Yo estaba tan excitado como Holly por la excelente calidad de la información que iba a
poder extraer de los moldes de Alan. Pero yo no podía predecir el grado de información
que podía ofrecer.
Todos nosotros recordamos lo que significaba perder un diente de leche en nuestra
niñez -la esperanza de una monedita bajo la almohada- y el orgullo que se siente cuando
asoman los dientes definitivos. Pero a menos que haya una razón especial para
introducirnos en los detalles de la dentición, pocos somos conscientes de que existe una
pauta concreta para la erupción de los dientes definitivos: primer molar, primer incisivo,
segundo incisivo, primer premolar, canino, segundo premolar, segundo molar, tercer molar.
Hay variaciones entre unos individuos y otros, claro está, pero en general la pauta es muy
precisa.
Para los antropólogos resulta tanto o más importante el hecho de que esta pauta sea
como un reloj, donde la manecilla más importante es la erupción de los molares: el primer
molar a los seis años, el segundo molar a los once o doce, y el tercer molar a los dieciocho
a los veinte. Así pues, si me muestran una mandíbula humana con un segundo molar
recién salido, sabré que el individuo murió a los once o doce años. En la mandíbula del
joven turkana, el segundo molar empezaba apenas a asomar, razón por la cual estimamos
inicialmente su edad en torno a los doce años.
«Se puede conseguir una estimación más fiable de la edad analizando el estado de
desarrollo de las raíces y las coronas de varios dientes -dijo Holly-. Lo mejor es no tener
que basarse solamente en la erupción de los molares.» De ahí la suerte de que el chico
hubiera mudado sus dientes antes de morir, y la suerte aún mayor de que pudiéramos
encontrar todos los dientes. Holly pudo obtener información de todas las partes dentales.
¿Qué edad tenía cuando murió? Dado que contábamos con tanta información dental,
esperábamos una respuesta clara, directa e inequívoca. «Bueno, eso depende», contestó
Holly, para nuestra consternación.
La razón de la incertidumbre radicaba en la pregunta que intentábamos contestar: en
un sentido biológico ¿cuánto de humano tenía Homo erectus, hace 1,6 millones de años?
«Si el joven turkana siguió enteramente la trayectoria humana de desarrollo, entonces
tenía unos once años cuando murió», explicó Holly. Esa edad, algo inferior a nuestras
estimaciones originales, se basaba en la información detallada de todos los dientes, no
sólo del segundo molar. «Dado que sabemos que los adolescentes humanos
experimentan un salto de crecimiento repentino -entre los trece y los quince años en los
chicos-, podemos predecir que al muchacho le quedaba mucho potencial de crecimiento,
alrededor de un 23 por 100 de su tamaño actual, según los cánones humanos. Medía 1,60
metros cuando murió, lo que representa que de adulto habría alcanzado 1,98 metro de
altura.» Pero tal vez Homo erectus no siguió la trayectoria humana de desarrollo. Tal vez
su desarrollo fuera más parecido al de un simio. La diferencia entre el desarrollo del
hombre y el de un simio es notable, tanto en grado como en sociabilidad.

99
Barry Bogin, también de la Universidad de Michigan, ha realizado un estudio especial
del desarrollo humano comparado con otros mamíferos, sobre todo con otros primates.
«La pauta del crecimiento humano se caracteriza por un prolongado periodo de
dependencia infantil, por un extenso periodo de crecimiento infantil y juvenil, y una rápida
aceleración de la velocidad de crecimiento en la adolescencia que desemboca en la
madurez física y sexual. Esta pauta no es corriente en los mamíferos, porque la mayoría
de las especies mamíferas progresan desde el periodo del amamantamiento a la edad
adulta sin estados intermedios», explica.
Los primates apenas difieren del modelo general de los mamíferos, aunque el periodo
de la infancia es algo más prolongado. Pero en los primates no humanos no se da un salto
de crecimiento en la adolescencia. Es una característica humana, y todos los padres que
hayan visto a sus hijos pasar por ello saben lo drástico que puede llegar a ser. En un
momento determinado, el niño es sólo eso, un niño, y al minuto siguiente ya es un adulto,
una vez superado el primer estirón. Si fuéramos un padre chimpancé, no veríamos esta
transformación de un día para otro, sino que veríamos una transición más regular y
continua. ¿Por qué la adolescencia humana es tan especial? «Esa prolongada infancia en
los humanos es el resultado de un índice de crecimiento muy pobre durante ese periodo -
explica Bogin-. Pero el cerebro es una excepción en ese mismo periodo. Alcanza de hecho
el tamaño adulto cuando el crecimiento del cuerpo sólo se ha completado en un 40 por
100. -Ahí está la clave, dice-. Estas pautas de crecimiento establecen los roles de
maestro-alumno que permanecen estables durante más o menos una década, lo que
permite la aparición de muchas de las técnicas de aprendizaje, práctica y modificación de
las capacidades de supervivencia.» Los humanos devienen humanos a través de un
aprendizaje intenso — no sólo de las técnicas de supervivencia en el mundo real, sino de
las costumbres y usos sociales, de las normas sociales y del parentesco. En otras
palabras: la cultura.
Puede decirse que la cultura es la adaptación humana.
En las sociedades tradicionales, la infancia es el periodo en que se absorbe gran parte
de la cultura, por lo general a través de ritos de iniciación. Bogin sugiere que la eficacia del
proceso de aprendizaje puede incrementarse si se prolonga al máximo la niñez; de ahí la
prolongación de la infancia. Una vez este periodo toca a su fin, queda mucho camino por
recorrer en cuanto al crecimiento físico. Eso se consigue durante ese salto adolescente,
una breve explosión de rápido crecimiento que resitúa la trayectoria evolutiva en su
trayectoria original. Un adolescente humano a las puertas de ese salto cualitativo puede
muy bien esperar un aumento del 25 por 100 de altura. En cambio, un chimpancé
adolescente en una fase equivalente de su vida crecerá sólo un 14 por 100 hasta la vida
adulta, porque no existe en él ese salto de crecimiento.
«En el caso de que los primeros Homo erectus siguieran la trayectoria evolutiva del
chimpancé, y no la humana, entonces nuestro análisis del joven turkana sería diferente -
dice Holly-; para empezar, el desarrollo es mucho más rápido en los chimpancés, por lo
tanto la erupción del segundo molar está más próximo a los siete años que a los once.»
¿Qué implicaciones tiene esto para nuestro joven turkana, dada la trayectoria de
crecimiento del simio? Significaría que sólo tenía siete años cuando murió, y que sólo
hubiera podido crecer otro 14 por 100 más como adulto. Su altura adulta habría sido, pues,
de 1,82 metros. «Menor que en la trayectoria humana -comenta Holly-, pero sigue siendo
muy alto».
Estaba encantado viendo a Holly aplicar estas consideraciones biológicas precisas a
los fósiles humanos. Demasiadas veces los antropólogos avanzamos alegremente
presupuestos acerca del aspecto humano o simiesco de la especie humana primitiva.

100
Yo había incurrido en ese error, claro, al pensar que el joven turkana tenía doce años
cuando murió: había aplicado el modelo humano de desarrollo a su estatura y a su posible
crecimiento. Pero Holly insistía en que teníamos que ser capaces de sustituir
presuposiciones por deducciones. Si estaba en lo cierto, entonces podíamos llegar a ser
más precisos acerca de la aparición de elementos de humanidad durante nuestra historia
evolutiva, y no contentarnos con la aparición de elementos de biología humana.
Lo que necesitábamos saber, entonces, era si la trayectoria de crecimiento en el primer
Homo erectus siguió la pauta humana o la pauta del simio, o tal vez una pauta intermedia.
Nos sentiríamos sobre suelo analítico firme si pudiéramos decir que Homo erectus era
«exactamente como los humanos» o «exactamente como los chimpancés», porque
tenemos modelos precisos ante nosotros: podemos medir lo que hacen los humanos o lo
que hacen los chimpancés, y luego deducir a partir de ahí lo que hacían los primeros
Homo erectus. Pero así como hemos aprendido que la anatomía de las especies
extinguidas no es una copia exacta de las diversas formas de anatomía moderna, también
resulta más que probable que lo mismo pueda aplicarse a la fisiología. Si la pauta de
crecimiento del joven turkana no fue como la de los modernos humanos ni como la de los
simios modernos, ¿cómo saber cómo fue? Holly Smith puede haber dado con la respuesta
de la forma más inesperada.
En septiembre de 1986, Holly publicó un artículo en Nature sobre las pautas del
crecimiento dental de los homínidos. El artículo estimuló un vivo debate entre los
antropólogos; debate que se hizo público, en parte, en las páginas de Nature y de Science.
Holly envió una copia del original a David Pilbeam porque pensó que podía interesarle. Lo
estaba, y David la invitó a participar en un simposio sobre «Comportamiento de los
Primeros Homínidos» a celebrar en Suecia en marzo de 1988.
«Mi artículo de Nature versaba sobre desarrollo dental, no sobre comportamiento, así
que decidí empezar a reflexionar sobre las implicaciones en términos de comportamiento -
recuerda Holly-. Fui a la biblioteca, me hice con un artículo de Paul Harvey y de Tim
Clutton-Brock, y empecé a leer sobre el ciclo biológico.» También leyó un artículo titulado
«The Evolution of the Human Brain», una ponencia que el antropólogo británico Bob Martin
había leído hacía cuatro años en una conferencia organizada por el Museo
Norteamericano de Historia Natural. En aquel artículo, Bob analizaba la evolución del
cerebro no tanto en términos de «aumento de la inteligencia», como suele hacerse, sino
en el contexto de la biología básica, sobre cómo una especie es capaz metabólica y
ecológicamente de desarrollar un cerebro de un tamaño determinado. El análisis de Martin
se acercaba mucho al tipo de enfoque de Harvey y Clutton-Brock. «El artículo de Bob
Martin fue importante -dice Holly-. Me influyó muchísimo.» Empezaban a confluir varias
líneas de investigación, y Holly estaba en situación de sacarles brillantemente todo el jugo
posible. La clave radicaba en la noción de evolución del ciclo biológico.
He utilizado la expresión «ciclo biológico» varias veces, pero sin explicarlo del todo. En
esencia es una descripción de cómo vive un animal, no de lo que come o lo que hace
durante el día, sino la pauta de su vida y de su muerte. Entre los factores del ciclo
biológico figuran: la duración del destete, la edad de la madurez sexual, la duración de la
gestación, la cantidad de crías por carnada, el espaciamiento entre nacimientos, y la
longevidad. El estudio de cómo se relacionan entre sí todos estos factores en cada una de
las especies es hoy una de las áreas de investigación más apasionantes de la biología del
comportamiento.
Harvey y Clutton-Brock, dos ecologistas británicos de la evolución, encabezaban así el
artículo que Holly mencionaba: «G. Evelyn Hutchinson afirmó una vez que las prioridades
de la investigación ecológica deberían incluir cuestiones tales como "qué tamaño tiene y

101
con qué rapidez sucede"». Estas preguntas son pertinentes para todos los niveles del ciclo
biológico, pero también «se refieren a la pauta. En otras palabras, cuanto más corpulenta
es una especie, tanto más lentamente sucederán las cosas: gestación más larga, destete y
madurez más tardíos, mayor longevidad. Dicho de forma simple, las grandes especies
viven vidas lentas; las pequeñas viven vidas rápidas.
Por ejemplo, el gorila es una especie enorme dentro del mundo de los mamíferos; su
ciclo biológico es lento. Una hembra conocerá su primera gestación a los diez años, y su
esperanza de vida es de cuarenta años. En el otro extremo de la escala está el lémur, el
más pequeño de los primates, y cuyo peso una vez adulto es de unos 80 gramos, el peso
de una pluma. Las hembras tienen su primera carnada a los nueve meses y medio, y
tienen una esperanza de vida de quince años. Una consecuencia importante de esta gran
diferencia en el ritmo vital es el índice de fertilidad.
Imaginemos a una hembra gorila y a una lémur nacidas el mismo día. El lémur habrá
alcanzado la madurez, habrá parido y habrá muerto, y habrá dejado una descendencia
que se habrá multiplicado hasta los diez millones de individuos antes de que el gorila haya
tenido su primera carnada. Sin embargo, al final de sus vidas respectivas, el corazón de
ambos animales habrá latido aproximadamente el mismo número de veces.
Un segundo aspecto de la biología del ciclo biológico es el potencial reproductivo de la
especie o, lo que es lo mismo, cuántos hijos puede producir teóricamente a lo largo de
toda su vida. Algunas especies producen mucha prole, a la que dedican poca atención
maternal. El potencial reproductivo de cada hembra es alto, pero muchos recién nacidos
no llegan a la edad adulta. La hembra del salmón, por ejemplo, produce millones de
huevos (huevos fertilizados) y por lo tanto posee un enorme potencial reproductivo vital.
Pero la mayoría de esos huevos acaba en las fauces de algún depredador. En cambio,
otras especies producen pocas crías pero les prodigan mucha atención y cuidados: es el
caso de los gorilas, por ejemplo, cuyo potencial reproductivo a lo largo de toda su vida es
de unas seis camadas. Aunque las crías tengan en este caso más posibilidades de llegar a
la madurez, el potencial reproductivo de una hembra adulta no es nunca muy alto. Una
hembra de salmón y un gorila hembra, al final de sus vidas respectivas, se habrán más
que reemplazado a sí mismas: pero las estrategias para conseguirlo son muy diferentes.
Los ecólogos creen que un alto índice de potencial reproductivo es una adaptación a
medios inestables e impredecibles. En cambio, las especies con un bajo potencial
reproductivo están adaptadas a medios estables y predecibles. Los primates, en su
conjunto, se encuentran más bien en el extremo de bajo potencial reproductivo del
espectro, con los simios y los humanos en el alto. Cabe pensar que algo nos dice sobre
las circunstancias ecológicas en que evolucionaron los humanos, es decir, que tuvieron
que ser bastante estables y previsibles.
Pero con el registro fósil como única referencia, ¿cómo hacernos una idea de todos
estos aspectos en relación con nuestros antepasados humanos? ¿Podremos conocer
algún día la longevidad de los primeros Homo erectus, por ejemplo, o saber si el joven
turkana fue destetado a los tres años, igual que un niño humano? Holly estaba decidida a
averiguarlo. «Soy una persona dedicada a los dientes. Siempre he sido antropóloga
dental, así que quise comprobar si podía expresar parte de esa teoría del ciclo biológico en
términos dentales. Suponía un aliciente adicional para mí.» Pero sólo podía llevarse a
cabo si las fases del desarrollo dental reflejaban exactamente pautas del ciclo. Holly
señala:

La dentición tiene que estar estrechamente integrada en el plan general del


crecimiento y del desarrollo. Después de todo, los dientes procesan el alimento que

102
posibilita el crecimiento. Los dientes tienen que salir para que los bebés puedan ser
destetados, los dientes definitivos tienen que sustituir a los dientes de leche antes
de que éstos se caigan, y los molares no pueden salir antes de que la cara haya
alcanzado la suficiente longitud. Para la superviviencia del individuo, las diferentes
fases del desarrollo dental son cruciales.

Razón por la cual confiábamos en que el desarrollo de la dentición pudiera reflejar las
pautas del ciclo biológico.
Primero Holly se sumergió en el tratado de Harvey y Clutton-Brock, que hablaba de
longevidad, de edad y madurez sexual, de gestación, en fin, de todos los datos
existenciales disponibles sobre todos los primates estudiados hasta el momento. Y estaba
lista para verificar sus convicciones, para comprobar si los dientes podían proporcionar
una vía de conocimiento para cuantos tratamos con fósiles. Quería comprobar en qué
medida y grado la edad de la erupción del primer molar correspondía a ciertos factores del
ciclo biológico. Los primeros molares eran prometedores, porque son los primeros dientes
definitivos que salen en los primates y en muchos otros mamíferos, y permanecen
estables en muchos aspectos de su desarrollo. «Me sumergí en la bibliografía y encontré
datos relativos a la erupción del primer molar en veintiuna especies de primates, e
introduje toda esa información en mi ordenador, junto con los datos más relevantes de
Harvey y Clutton-Brock. Me senté y contemplé los resultados. Fueron sorprendentes.»
Holly contemplaba aquella sarta de números: 0,89, 0,85, 0,93, 0,82, 0,86, 0,85. Son
coeficientes de correlación entre la edad de la erupción del primer molar y los siguientes
factores del ciclo biológico: peso corporal, duración de la gestación, edad del destete,
espaciamiento entre nacimientos, madurez sexual y esperanza de vida. «Son muy buenos
resultados», comentó complacida. Un alto coeficiente de correlación significa que las dos
cosas que se comparan están estrechamente vinculadas entre sí.
El coeficiente de correlación más alto posible es 1,00, que significa que ambas cosas
caminan juntas, muy estrechamente ligadas. Las cifras de Holly demostraban claramente
que la dentición -algo visible en el registro fósil- sí nos permite captar, por ejemplo, el
proceso de gestación, la edad de destete, etc. Pero el coeficiente de correlación más alto
de todos se daba con el tamaño del cerebro: 0,98. «¡Fantástico!» El tamaño del cerebro
aparece como la piedra angular en la teoría del ciclo biológico.
Hace unos años, George Sacher, un zoólogo del Argonne National Laboratory, de
Illinois, dijo que el tamaño del cerebro de una especie determina muy estrechamente las
pautas de crecimiento de esa especie. El análisis de Harvey y Clutton-Brock avanzaba en
esa misma línea clave, demostrando que el peso del cerebro es un buen mecanismo de
predicción. Si se conoce el peso del cerebro de una especie, se puede, mediante cálculos
matemáticos adecuados, calcular cada una de las variables del ciclo biológico. Puede
conocerse su longevidad, la edad de destete, el espaciamiento entre nacimientos, y otras
cosas. Y ahora el trabajo de Holly había conseguido efectivamente articular y ensamblar
todo esto en el registro fósil a través de los dientes. Nos ofrecía una vía para hurgar en el
pasado, un método para ver criaturas reales, biología real, no sólo huesos petrificados.
Era emocionante ver a Holly entretejer y reunir todas aquellas líneas argumentativas
tan dispares. Por un lado, trabajaba con elementos de nuestro pasado que me son tan
familiares, los fósiles; por otro, investigaba en materias de las que me siento simple
espectador, como la teoría del ciclo biológico. Me daba cuenta de que el enfoque prometía
desvelar muchas cosas sobre la evolución humana hasta entonces inalcanzables.
«El enfoque es importante para nosotros, porque podemos obtener buenas
estimaciones del tamaño cerebral y, en menor medida, del tamaño corporal, a partir del

103
registro fósil -comenta Holly-. He analizado los datos del peso cerebral y corporal de
diversos homínidos fósiles, y he obtenido predicciones respecto de la edad de la aparición
del primer molar y también de la longevidad. Aparece una pauta muy interesante.» La
pauta incluía tres grados de homínido. El primero es lo que Holly denomina un «ciclo
biológico de grado chimpancé» aplicable a todos los australopitecinos. En el tercer grado,
el ciclo biológico se aproxima y luego alcanza el de los modernos humanos. En este grupo
están el último Homo erectus, los neanderthales y, evidentemente, Homo sapiens. Entre la
pauta propia del simio, en un extremo, y la pauta humana en el otro, se halla lo que Holly
describe como un «ciclo biológico intermedio». Aquí se encuentran las primeras especies
conocidas de Homo,Homo habilis y el primer Homo erectus, que incluye al joven turkana.
Comparado con los modernos humanos, para los que la erupción del primer molar
tiene lugar a los 5,9 años y la esperanza de vida es de unos sesenta y seis años, las cifras
para el primer erectus son de 4,6 años para su primer molar y cincuenta y dos años de
esperanza de vida. Para los australopitecinos, las cifras son algo más de los tres años
para el primer molar y una esperanza de vida de unos cuarenta años, como para los
chimpancés. Como dice Holly: «El primer Homo erectus está realmente en una posición
intermedia». Su especie no fue ni «como la del hombre» ni «como la del simio»; fue una
especie con su propia pauta existencial. Con esta información podemos calcular que el
joven turkana murió en realidad cuando tenía nueve años, no once (la predicción a partir
de la pauta humana), ni siete (la predicción a partir de la pauta del chimpancé). Habría
sido destetado un poco antes de los cuatro años, y alcanzaría su madurez sexual hacia los
catorce o quince años. Su madre pudo tener su primer hijo a los trece o catorce, tras
nueve meses de gestación. Después, pudo quedar embarazada cada tres o cuatro años.
Es admirable que podamos hablar con tanto detalle de la biología de una especie
humana extinguida. Si nuestras extrapolaciones son correctas, tenemos que revisar
nuestro enfoque, sobre todo por lo que respecta a los primeros homínidos, los
australopitecinos. Durante años, muchos hablaban del origen de la familia humana en
términos de características humanas -caza, tecnología, vida social. Es decir, que la
premisa según la cual todos los homínidos fueron hasta cierto punto humanos estaba muy
presente en antropología. Incluso cuando estas explicaciones concretas se sustituyen por
hipótesis que tienen más en cuenta la biología, la idea de que los homínidos -todos los
homínidos- siempre fueron «como nosotros» todavía persiste de alguna manera, aunque
menos explícitamente. En mi esquema, he presentado deliberadamente a los
australopitecinos como simios bípedos, y nada más; no como humanos en miniatura. Pero
también es cierto que el primer Homo empezaba a parecerse un poco a nosotros, al
menos por lo que respecta a su biología. Creo que esta división es probablemente
correcta. Podemos empezar a pensar en el emergente medio social humano del primer
Homo, el medio en que seguramente se empezó a formar nuestra condición humana.
Pero ¿hasta qué punto podemos confiar en que los cálculos realizados a partir de la
teoría del ciclo biológico sean válidos para los homínidos extinguidos? ¿Hasta qué punto
podemos estar seguros de que los australopitecinos fueron simios bípedos, o de que
Homo fuera un simio bípedo humanizado? Hasta ahora el análisis, aunque notable, sólo
había proporcionado una línea de información empírica. Una confirmación independiente
podía ayudar a crear confianza. Las cosas han sucedido de tal forma que ahora íbamos a
poder contar con al menos dos clases de evidencia; y una vez más los dientes iban a abrir
una ventana reveladora hacia el pasado.

104
Capítulo IX
POR AQUÍ SE VA A LA HUMANIDAD
Pocas veces se da el caso de que una investigación concreta llegue a influir profunda y
duraderamente en un ámbito científico. El análisis de Alan Mann sobre las pautas del
crecimiento dental en los homínidos, realizado a principios de los años setenta, es uno de
esos casos. «Su trabajo determinó el pensamiento convencional durante dos décadas -
comenta Christopher Dean, un antropólogo del University College de Londres-. Lo que dijo
fue importante, porque influyó en nuestra forma de pensar sobre los primeros homínidos,
sobre su grado de "humanidad".» Mann, un antropólogo de la Universidad de
Pennsylvania, había estudiado mandíbulas de jóvenes homínidos procedentes de la cueva
de Swartkrans, en el Transvaal surafricano, en busca de la pauta de desarrollo y de
erupción dentaria. Y había llegado a la conclusión de que la pauta era prácticamente
similar a la de los humanos modernos, no a la de los simios. «Esa conclusión reforzó
tremendamente la ya profunda creencia de que todos los homínidos fueron en muchos
aspectos semejantes a los humanos, incluso los más primitivos», dice Dean. Los modelos
aplicables a todos los primeros homínidos eran versiones a escala de los modernos
cazadoresrecolectores.
Por consiguiente, cuando en octubre de 1985 Chris Dean publicó un artículo en Nature
diciendo que Alan Mann estaba equivocado, estaba desafiando no sólo la opinión de una
persona, sino de hecho todo el saber paleo-antropológico dominante.
Desafiar el saber convencional, en cualquier campo científico, no es cuestión trivial;
suele desatar una virulenta repulsa, a veces también muy perjudicial. Este caso tampoco
sería una excepción. A veces, el desafío resiste a los ataques y, con el apoyo gradual
procedente de otros ámbitos, consigue eventualmente prevalecer sobre la antigua teoría.
Es en este contexto de sustitución de una visión por otra en el que había aparecido el
esqueleto del joven turkana. Él es parte de lo que, en mi opinión, se convertirá un día en el
nuevo saber convencional, que contiene algunos de los aspectos que ya hemos
vislumbrado.
El proceso de cambio de paradigma científico fue tan complejo como impredecible, y
obligó a aventurarse en aspectos de la anatomía de nuestros antepasados que a primera
vista parecían inconexos, pero que resultaron ser totalmente pertinentes para el nuevo
camino emprendido. Ese camino llevaba a la adaptación del recién aparecido homínido, a
los orígenes de una subsistencia cazadora-recolectora, a cerebros mayores, y a la
fabricación de herramientas como un todo armonioso. Si en ese camino hubiera un
indicador, diría: POR AQUÍ SE VA A LA HUMANIDAD.
Hemos visto cómo el descubrimiento de Holly Smith relativo a los tres grados en las
pautas del ciclo biológico de los homínidos indicaba que el saber antropológico

105
convencional podía estar equivocado. Había el grado humano, que es el que vemos en los
modernos humanos, en los neanderthales y en el último Homo erectus. Estaba igualmente
el grado simiesco, presente en todos los australopitecinos. Y había un grado intermedio,
que aparece con el primer Homo. El descubrimiento de Holly indicaba que no todos los
homínidos siguieron el grado humano, y también que en nuestra historia podíamos ahora
identificar el momento en que tuvo lugar la mutación del grado simiesco al grado humano.
Se trataba de un descubrimiento de grandes proporciones en antropología, y tenía que ser
corroborado. El trabajo de Chris Dean parecía ofrecer el tipo de ayuda que buscábamos.
Dean había publicado el artículo de 1985 en Nature en colaboración con su colega Tim
Bromage, un antropólogo del Hunter College de Nueva York. El avance principal del
artículo -titulado «Reevaluation of the Age at Death of Immature Fossil Hominids»- residía
en la afirmación de que el desarrollo dental no seguía una sola pauta, la pauta humana,
según sostenía Alan Mann, sino que la pauta humana de desarrollo sólo podía encontrarse
en los modernos humanos, en los neanderthales y en el último erectus. En los
australopitecinos prevalecía la pauta propia del simio; y en el primer erectus se daba una
pauta intermedia. Es sorprendente cómo este enunciado parece calcado del
descubrimiento de Holly. El hallazgo de Dean y de Bromage sobre la pauta del desarrollo
dental iba a influir, evidentemente, en el incipiente debate sobre el lugar de la condición
humana en la prehistoria humana.
Estos dos jóvenes investigadores necesitaban confirmar qué edad tenía un individuo
fósil concreto en el momento de su muerte. Los dientes proporcionaban la evidencia. Medir
la edad a partir de los dientes es como medir la edad de los árboles: hay que contar los
círculos. Bajo un microscopio, el esmalte de la parte superior de un diente incisivo
presenta una superficie ondulada, y las ondulaciones están separadas entre sí por unas
líneas -llamadas pericimatias. Si bien la naturaleza de estas líneas es un tanto ambigua e
incierta, se cree que una ondulación -el espacio entre una línea y otra- representa unos
siete días de crecimiento. Si se cuentan las líneas, y se hacen los ajustes necesarios,
puede calcularse la edad.
El espécimen más evidente para iniciar el análisis era el niño de Taung, al que se le
otorgaba una edad de unos siete años en el momento de su muerte, basada en una pauta
humana de desarrollo dental. «En la práctica, fue imposible calcular la edad del niño de
Taung -explica Bromage-, pero pudimos calcularla en otra mandíbula en idéntica fase de
desarrollo dental. La respuesta que obtuvimos fue de 3,3 años, exactamente lo que cabría
esperar de un simio cuyo primer molar empieza a asomar.
Pero definitivamente no es lo que cabe esperar en un niño humano con un primer
molar incipiente.» Una vez completados sus sorprendentes resultados sobre la edad del
niño de Taung, Bromage y Dean decidieron aplicar la técnica a otros especimenes
homínidos, incluido el Homo más primitivo. El mensaje era claro. Todos los
australopitecinos desarrollaron su dentición muy rápidamente, como los simios. Ni siquiera
el Homo primitivo presentaba una pauta significativamente más lenta, lo que demostraba
que la prolongación de la infancia no fue muy marcada en él. «Estos resultados reflejan un
avance espectacular en nuestra apreciación de la biología de estas especies», escribían
Bromage y Dean en su artículo. En otras palabras, si queríamos comprender a nuestros
primeros antepasados había que pensar en términos de «biología primate» y no de
«biología humana».
Bromage llegó al campo dental a partir de su interés por el análisis de la pauta de
crecimiento de las facciones de los primeros homínidos. Los humanos y los simios
construyen la arquitectura facial de forma diferente durante los primeros años de vida, lo
que supone un nuevo criterio potencial para juzgar el grado de condición humana o de

106
animalidad de los primeros homínidos. A tenor de la importancia de otras líneas de
investigación, Bromage encontró que la estructura de las facciones de los
australopitecinos es similar a la de los simios, no a la de los humanos. La pauta cambia
sólo con la evolución de Homo.
Así lo decían los datos del ciclo biológico. También lo decían los datos del desarrollo
dental, y los del desarrollo facial. Ese «lo» iba a revolucionar la antropología: con el origen
de Homo tuvo lugar una importante mutación biológica, no sólo anatómica. Es decir, que la
evolución de Homo implicó algo más que un simple cambio en el tamaño o en la forma del
cuerpo o de una parte del cuerpo homínido. La pauta de crecimiento, de longevidad, etc.,
sufrió un cambio con la llegada de Homo; un cambio que introdujo por primera vez una
biología de tipo humano entre nuestros antepasados. ¿Había otras líneas de evidencia
para confirmarlo? Tal vez, y de nuevo los dientes podían ser una fuente de información.
Bromage y Dean habían estudiado el índice de desarrollo dental: en los homínidos
primitivos, los dientes se desarrollan rápidamente, como en los simios; con Homo, el índice
de desarrollo se re-lentiza. Holly Smith también decidió estudiar el desarrollo dental, pero
centrándose en la pauta, no en el índice. Por pauta entendía el orden de la formación de
los dientes. Esa pauta, en los primeros homínidos, ¿fue como la de los humanos o como la
de los simios? La diferencia más notable en la secuencia de la aparición de los dientes es
que, en los simios, los caninos salen después del segundo molar; en los humanos, lo
preceden.
Además, los humanos han modificado completamente la relación entre el desarrollo de
los dientes anteriores y los posteriores. La tarea de Holly consistía en descubrir qué pauta
de desarrollo estaba más próxima a la detectada en las mandíbulas homínidas más
primitivas. «Lo realmente duro fue establecer buenos criterios, y descubrí que Chris Dean
y Bernard Wood ya lo habían conseguido en 1981 -dice aliviada-. Les estaba realmente
agradecida. Sólo tenía que introducir mis datos y obtener los resultados.
Parecía encajar a las mil maravillas.» Surgieron algunas complicaciones, pero el
mensaje, una vez más, era que los primeros homínidos se desarrollaron como los simios.
En Australopithecus afarensis y en Australopithecus africanas, la pauta de desarrollo
dental fue semejante a la del simio. Pero en el primer Homo erectus ya era discernible un
cambio hacia una pauta de tipo humano.
«Total y absolutamente equivocado»; con estas palabras Alan Mann describía el
análisis de Holly ante un periodista de Science, dando así la señal de partida para una
batalla intelectual que hoy todavía continúa. Bromage y Dean también se vieron afectados.
«Sus análisis son total y absolutamente erróneos -afirma Mann-. Es cierto que cuando yo
publiqué mi análisis original considerábamos a los australopitecinos como pequeños
humanos. Las cosas han cambiado, y mucho, pero decir que los australopitecinos fueron
semejantes a los simios me parece exagerado.» Hubo un intercambio de cartas en las
columnas de Nature. Alan Mann reiteraba su punto de vista según el cual «los actuales
datos revelan una pauta de tipo claramente humano» de desarrollo dental, y Holly Smith
insistía en el suyo para decir que «toda una serie de fósiles, que representan millones de
años, comparten una pauta de desarrollo típica del simio». La misma evidencia lleva a
interpretaciones diametralmente opuestas, y expresadas con mucha firmeza: algo no
encajaba. Tal vez nuevos interlocutores consiguieran esclarecer el debate.
Y así fue cuando Glenn Conroy y Michael Vannier, de la Universidad de Washington, en
St. Louis, entraron en el debate. Venían armados con un útil de alta tecnología llamado
tomografía axial computarizada, el escáner TAC. Habitualmente utilizado en hospitales
para obtener radiografías tridimensionales de los pacientes, el escáner TAC puede

107
emplearse para estudiar personas fallecidas hace tiempo. El objeto escogido por Conroy y
Vannier fue el niño de Taung, muerto probablemente hacía unos dos millones de años.
«El TAC nos brinda la oportunidad de analizar el interior de los fósiles de una forma sin
precedentes -dice Conroy, un antropólogo-. Pensamos que podríamos verificar la técnica
estudiando el cráneo de Taung y contribuir de este modo a cerrar el debate. Vannier un
pionero escáner de medicina clínica, se mostró encantado de poder aplicar sus
capacidades a sujetos fallecidos hacía millones de años.
«Las pautas del desarrollo dental que encontramos son muy parecidas a las que
encontramos en un gran simio de tres o cuatro años de edad», dice Conroy, describiendo
lo que él y sus colegas vieron en el pequeño fósil. En otras palabras, esta línea
independiente de investigación indicaba que los australopitecinos eran efectivamente más
parecidos a los simios que a los humanos por lo que respecta a su desarrollo dental. «La
evidencia empieza a demostrar de forma abrumadora que Smith, y también Bromage y
Dean, estaban en lo cierto. Los primeros homínidos parecen efectivamente haber tenido
un periodo de maduración dental semejante al de los simios.» La reestimación de las
características biológicas de los primeros homínidos venía claramente avalada por las
nuevas líneas de investigación. Pero para contrarrestar posibles reacciones fuera de lugar,
Conroy y Vannier advertían que «estos rasgos típicos del gran simio deben sopesarse en
relación con los rasgos indudablemente homínidos que Dart destacaba en su descripción
inicial del cráneo». Estos rasgos de homínido incluyen la ausencia de cejas prominentes
típicas de los simios, la forma de las órbitas oculares, la ausencia de espacio entre los
caninos y los dientes premolares, que es característico de los simios, la forma global del
cerebro, y la posición del foramen magnum, que une la cavidad craneana con la columna
vertebral. «Este complejo mosaico de rasgos cráneo-dentales muestra que el niño de
Taung no es un pequeño humano, pero tampoco es un pequeño simio.» Por consiguiente,
tenemos que pensar en los primeros homínidos como simios bípedos, con un ciclo
biológico típicamente simiesco, y con desarrollos faciales y dentales simiescos. Sólo con la
evolución del género Homo -que comportó un aumento del tamaño del cerebro y una
reducción del tamaño de los premolares, y un achatamiento de la cara- empezaron a
cambiar las pautas. De acuerdo con la pauta de desarrollo dental (el trabajo de Holly
Smith) y con el índice de desarrollo dental (el trabajo de Bromage y Dean), el periodo de la
infancia empezó a prolongarse en Homo. ¿Podemos decir por qué, en el joven turkana por
ejemplo, fue necesaria una infancia prolongada? ¿Hubo otros cambios en la biología del
primer Homo que desencadenaran estos cambios dentales y faciales? Tal como señala
Barry Bogin, sabemos que la prolongación de la infancia en los modernos humanos tiene
que ver con un periodo intenso y prolongado de aprendizaje, la base de la cultura humana.
En comparación con otros grandes primates, los humanos maduran lentamente y luego
alcanzan la edad adulta mediante un salto brusco de crecimiento al final de la
adolescencia. Pero la dependencia prolongada también es una necesidad biológica,
porque los bebés humanos vienen al mundo demasiado pronto.
Esto puede parecer anormal, pero tiene que ver con el cerebro extraordinariamente
grande del que estamos tan orgullosos. Un gran cerebro está asociado a una ralentización
y prolongación de los factores del ciclo biológico de nuestra especie, tales como la
madurez sexual y la longevidad. Si tuviéramos que calcular la duración de la gestación a
partir del tamaño de nuestro cerebro, llegaríamos a una cifra cercana a los veintiún meses,
y no los nueve meses de rigor. De ahí que durante casi todo el primer año de vida los
bebés humanos vivan prácticamente como embriones, creciendo muy deprisa pero
esencialmente dependientes. Es fácil captar las ventajas de una madurez tardía: permite
aprender a través de la cultura. Pero ¿cómo explicar esa anormal disposición biológica

108
que hace que pasemos nuestro primer año de vida en el relativamente peligroso mundo
exterior y no en la seguridad del útero? El tamaño de la abertura pélvica humana -el canal
del parto- ha experimentado un incremento durante la evolución humana, acomodándose
así al tamaño creciente del cerebro. Pero existen aspectos técnicos que limitan el tamaño
de ese conducto pélvico;
límites impuestos en aras de una mayor eficacia en el desplazamiento bípedo. En
algún momento, la expansión del conducto pélvico se detuvo, y la expansión del tamaño
del cerebro neonatal tuvo que adaptarse a la maduración fetal fuera del útero.
Si los humanos fueran como los simios por lo que al aumento del tamaño cerebral se
refiere, entonces un neonato humano podría ver como mínimo duplicado el tamaño de su
cerebro al alcanzar la madurez. Porque en los primates la duplicación del tamaño cerebral
entre el nacimiento y la madurez es normal. Dado que el cerebro humano adulto suele
medir un promedio de 1.350 cm3, si nos atuviéramos a la pauta típicamente primate, el
cerebro de un recién nacido debería ser de 725 cm3. Pero no es así. El tamaño medio del
cerebro en el momento de nacer es, de hecho, de 385 cm3, y aun así debe forzar la
mecánica del sistema con una frecuencia suficiente para que el parto resulte mucho más
arriesgado en los humanos que en los simios. A consecuencia de ello, el crecimiento del
cerebro en los bebés humanos continúa a un ritmo muy rápido durante el primer año de
vida, lo que completa efectivamente un periodo de gestación de veintiún meses. Al final, el
tamaño del cerebro se habrá más que triplicado entre el nacimiento y la madurez.
Dado que los bebés humanos se ven forzados a venir al mundo con un cerebro
relativamente poco formado, son mucho más desvalidos que los bebés simios. Ese solo
hecho efectivamente prolonga la infancia y exige una mayor dedicación por parte del
medio social. Y la necesidad de aprendizaje social, a su vez, prolonga aún más la infancia.
¿Qué puede decirse del primer Homo erectus?
Bob Martin, director del Instituto de Antropología de Zurich, planteó esta cuestión hace
unos años en estos términos: «Es muy posible que Homo erectus necesitara cuidados
maternos cada vez más elaborados, cosa que debió de acentuarse con Homo sapiens
para paliar la creciente desprotección e impotencia del bebé durante los primeros meses
de vida posnatal». Su razonamiento era más o menos este.
Supongamos que el tamaño del conducto pélvico del primer Homo erectus fuera
idéntico al del actual individuo humano y por lo tanto tuviera espacio para un recién nacido
con un cerebro de 385 cm3. Y supongamos que un bebé Homo erectus duplicara el
tamaño de su cerebro al alcanzar la edad adulta, como ocurre con los bebés simios.
Esa duplicación ¿produciría un volumen cerebral como el que sabemos poseía Homo
erectus? Si la respuesta es sí, entonces no sería necesaria una infancia prolongada para
posibilitar un crecimiento cerebral posnatal rápido. Pero la respuesta es no. Si se dobla el
tamaño de un cerebro de 385 cm3 de un neonato humano, se alcanza un cerebro de
aproximadamente unos 800 cm3, es decir, más pequeño que los 900 cm3 de media de un
primitivo Homo erectus adulto. El crecimiento posnatal del cerebro debería entonces
continuar a un ritmo muy acelerado durante un tiempo para alcanzar la capacidad cerebral
extra de un Homo erectus adulto. La indefensión infantil, y la infancia prolongada, ya se
habrían iniciado en el primer Homo erectus.
En sus cálculos, Bob había obviado deliberadamente el argumento contra Homo
erectus al presuponer que su conducto pélvico era tan grande como el de los modernos
humanos. Si el conducto pélvico era de hecho menor, entonces la conclusión sobre una
infancia prolongada se vería reforzada. Nuestro descubrimiento del joven turkana nos dio
la oportunidad de verificarlo, dado el perfecto estado de conservación de su pelvis. La
anchura de la abertura pélvica en los humanos es idéntica en machos y hembras. Tras

109
reconstruir la pelvis del muchacho, Alan pudo medir la anchura de la abertura pélvica: 10
centímetros, en lugar de los 12,5 cm de los modernos humanos. La diferencia era más que
suficiente para que la conclusión de Bob nos pareciera muy conservadora.
«Haciendo toda clase de presuposiciones y de ajustes, puede llegar a estimarse el
tamaño cerebral medio de los bebés del primer erectus -dijo Alan después de trabajar con
estas nuevas cifras-. Se alcanza una cifra de unos 275 cm3, lo que no es mucho más que
la mitad de la media moderna.» Pero lo más importante es que esta cifra implicaba que los
individuos erectus tenían que triplicar el tamaño del cerebro entre el nacimiento y la
madurez para alcanzar los 900 cm3 como adultos. La triplicación del tamaño del cerebro
después del nacimiento es la pauta del crecimiento humano, y está asociada a un periodo
prolongado de cuidados infantiles. En un artículo que Alan y yo escribimos sobre el
descubrimiento del joven turkana, concluíamos que «la suposición inicial de que tras el
nacimiento se siguieron dando índices de crecimiento fetal muy rápidos, produciendo una
creciente dependencia y una infancia prolongada, parece que fue correcta».
En otras palabras, empezamos a ver la aparición de la condición humana -un cierto
sentido real de un «igual que nosotros»- en la biología de Homo. Antes de la evolución de
nuestro propio género, los homínidos eran humanos sólo en su forma de estar y andar;
eran bípedos. Pero biológicamente eran simios bípedos, no como nosotros. Resulta
apasionante que análisis como los de Holly Smith, Tim Bromage y Chris Dean, y Bob
Martin, puedan reproducir pautas relativas a acontecimientos del pasado. Yo estaba
profundamente emocionado cuando la información del esqueleto del joven turkana fue
introducida en la ecuación, confirmando la pauta. A partir de la pelvis del muchacho,
pudimos ver que los bebés de los primeros Homo erectus nacían «demasiado pronto», lo
que tuvo que determinar una infancia prolongada, produciendo una ralentización del índice
de desarrollo dental. Pero la articulación de todos estos aspectos aparentemente dispares
de la biología de nuestros antepasados va todavía más allá.
Cuando describíamos los tipos de homínidos que vivieron entre hace tres y dos
millones de años, vimos que coexistieron varias especies, y que se produjo una mutación
anatómica fundamental. En los homínidos anteriores a Homo, y en los australopitecinos
que durante un tiempo fueron contemporáneos de nuestro género, los machos eran el
doble de corpulentos que las hembras. Pero los machos Homo sólo eran entre un 15 por
100 y un 20 por 100 más corpulentos. Un dimorfismo corporal amplio, como el de los
mandriles, suele ir asociado a una intensa competencia entre los machos por el acceso a
las hembras, y los machos de la banda suelen estar genéticamente disociados entre sí.
Una reducción de ese dimorfismo corporal, como en los chimpancés, suele ir asociado a
una menor competencia entre machos por el acceso a las hembras, y los machos suelen
estar genéticamente emparentados.
Mi mente no alberga la menor duda de que el cambio en el dimorfismo del tamaño del
cuerpo que vemos entre los australopitecinos y Homo indica una mutación significativa en
la historia humana. Algo muy importante tuvo lugar en la biología y en el comportamiento
de nuestros antepasados en aquella coyuntura. ¿Podemos asociar la reducción del
dimorfismo corporal con el cambio de pauta del ciclo biológico de simio a otro de tipo
humano? Yo creo que sí.
En esta asociación destaca sobre todo el aumento de la masa cerebral, un aumento
que evoluciona desde unos 500 cm3 en los australopitecinos hasta más de 700 cm3 en el
primer Homo. Un incremento de casi un 50 por 100 de la masa cerebral en criaturas de
aproximadamente el mismo tamaño corporal es un indicio biológico tan espectacular como
difícilmente imaginable. Pero igualmente importante para mí es la mutación concomitante
en el ciclo biológico. Y, como implica nuestro esquema anterior de la vida de los

110
australopitecinos y de Homo, también hubo un importante cambio en el modo de
subsistencia. Aquí, el nuevo componente es ahora la carne, ya no como algo excepcional
en la dieta, sino por primera vez como un componente sustancial. ¿Es mera coincidencia
que veamos aparecer útiles de piedra en el registro arqueológico en el mismo momento en
que parece que Homo empieza a evolucionar, hace unos 2,5 millones de años o más? No,
yo creo que no lo es. Creo que nos hallamos frente a los elementos de un acervo evolutivo
que con el tiempo dio lugar a Homo sapiens.
¿Qué fue lo que posibilitó esta aparición? ¿Fueron las exigencias de la tecnología, que
necesitaban más potencia cerebral? ¿Fue el origen del lenguaje hablado, un modo de
comunicación altamente refinado? ¿Se debió a un nexo social intelectualmente exigente?
¿O fue algo que nadie ha podido aún identificar? Sospecho que la fuerza motriz no fue un
solo elemento, sino una mezcla de ellos, que convergieron en una nueva adaptación.
La aparición inicial de la familia homínida hace 7,5 millones de años coincidió con un
enfriamiento climático del planeta y con acontecimientos geológicos locales que
fragmentaron y redujeron la capa forestal antes densa del África oriental. Digo que
«coincidió con», pero en realidad me refiero a una relación causal: el origen de la
generalización del simio bípedo fue una adaptación a nuevos medios-mosaicos, más
diversificados. Pero ¿qué hay del origen del género Homo? ¿«Coincide» con algún hecho
importante? Sí: con otro enfriamiento del planeta, mucho mayor que los anteriores. Hace
unos 2,6 millones de años emergieron enormes montañas de hielo en la Antártida, y por
primera vez se formaron grandes y cuantiosas masas de hielo en el Ártico. Aquella fuerza
fría produjo climas más fríos y secos en el resto del globo, incluyendo las diversas tierras
altas del África oriental.
Tales cambios climáticos conmocionan los distintos hábitats, y pueden llegar a
desencadenar oleadas de extinción en todo el mundo animal y vegetal. Pero también
pueden generar una evolución de las especies, el desarrollo de nuevas especies a partir
de poblaciones aisladas que consiguen adaptarse a las nuevas condiciones. Entre los
antílopes africanos, cuyo registro fósil es de los mejores por lo que a vertebrados
terrestres se refiere, puede apreciarse claramente esta oleada de extinción y de
generación de nuevas especies hace 2,6 millones de años. De repente, desaparecieron
toda una gama de especies existentes y aparecieron otras nuevas. Esta pauta también
puede apreciarse, aunque menos claramente, en otros mamíferos frugívoros y forrajeros
de África. Sugiero que lo mismo ocurrió con los homínidos, con la evolución de los
australopitecinos robustos y de Homo.
La fragmentación y sequía de los hábitats del África oriental iniciados hace algo más
de,6 millones de años fue un desafío y, en un sentido estrictamente darwiniano, una
oportunidad. Un desafío, en la medida en que una población animal suele intentar
permanecer en su habitat preferido, aunque tenga que realizar largas migraciones. En este
caso, la especie continúa existiendo. Pero a veces una población puede ser incapaz de
localizar su habitat favorito, y acabará muriendo. Sólo si todas las poblaciones de una
misma especie mueren, se extingue la especie. La «oportunidad» evolutiva aparece
cuando poblaciones aisladas subsisten en las nuevas circunstancias.
Las presiones en favor de una nueva selección pueden propiciar una nueva
adaptación, y, a la larga, una nueva especie. Las adaptaciones pueden emprender varias
direcciones: la adaptación de los homínidos hace 2,6 millones de años tomó, creo yo, al
menos dos.
Una fue una mayor exageración de la forma homínida básica. Ello dio lugar a los
australopitecinos robustos, como los individuos del Cráneo Negro. Estas criaturas podían
procesar gran cantidad de alimentos vegetales duros, que suelen encontrarse en medios

111
áridos. La segunda dirección implicó una especie de salto hacia adelante, que se conoce
con el nombre de Homo. Si bien la dieta homínida tradicional hacía mucho más difícil la
subsistencia, ofrecía al mismo tiempo la posibilidad de ampliarla y diversificarla, en lugar
de reducirla o especializarla, como hicieron los australopitecinos robustos. Esa ampliación
incluyó la carne como un recurso alimentario importante, no como un producto ocasional,
típico de la dieta de los primeros homínidos y de los actuales mandriles y chimpancés.
Algunos antropólogos afirman que la ingestión regular de carne fue un hecho
relativamente tardío en la historia humana, pero yo opino que se equivocan. Veo evidencia
de la ampliación de la dieta omnívora básica de los homínidos en el registro fósil, en el
registro arqueológico y, ya que estamos en ello, también en la biología teórica. En sus
análisis de la evolución del cerebro humano, Bob Martin destaca lo que todo buen biólogo
sabe: que el cerebro es un órgano caro de mantener. Constituye sólo el 2 por 100 de la
masa corporal, pero consume casi el 20 por 100 de la energía total. Bob va más allá y dice
que el cerebro es no sólo caro de mantener, sino también caro de formar. Es decir, durante
el desarrollo del embrión en el útero, se consume una parte desproporcionada de energía
en la formación del cerebro. ¿Qué interés podría tener una madre en consumir tanta
energía en un solo embrión pudiendo producir el doble de crías con menos masa cerebral?
«Porque el cerebro es un órgano muy potente -dice Bob, consciente de que afirma algo
evidente-. Lo que hace que una especie tenga el cerebro más grande posible.» Parece un
modo curioso de expresarlo, como si se tratara de comprar el coche más lujoso. Pero se
formula en el contexto del ciclo biológico, donde cada factor se articula estrechamente con
todos los demás. No es un accidente de la biología el hecho de que, a lo largo de la
historia evolutiva, los animales tengan hoy una mayor masa cerebral: los mamíferos mayor
que los reptiles y que los anfibios. Y, dentro de los mamíferos, los primates son los más
dotados de todos. Una pieza tan cara como el cerebro no presentaría esta pauta evolutiva
global si no extrajera de ello ventajas sustanciales. En los humanos, vemos desplegarse la
trayectoria hacia nuevas dimensiones, para acabar convirtiéndose en el centro de la
autoconciencia, mediante la cual todos podemos conocernos a nosotros mismos y el
mundo que nos rodea.
La expansión inicial de la masa cerebral en los homínidos, que estableció el género
Homo, fue más mundana. Tuvo que ver con una adaptación que requería
comportamientos más complejos: el modo de vida cazadora-recolectora en embrión.
Pero también se autoalimentó, en una especie de retroalimentación positiva. Parte de
la tesis de Bob Martin sobre la capacidad de una especie para «costear» un gran cerebro
es que tiene que contar con un medio estable, estable en términos de suministro de
alimento. Estable y rico desde un punto de vista nutritivo. Los australopitecinos robustos
consiguieron estabilizar el suministro de alimentos en el nuevo medio de hace 2,5 millones
de años, pero sus alimentos vegetales no eran suficientemente nutritivos. Al ampliar la
dieta e incorporar la carne, el primer Homo consiguió ambas cosas, estabilidad y poder
nutritivo. La carne representa alta concentración de calorías, grasa y proteínas. Este
cambio dietético en Homo impulsó el cambio de pauta en el desarrollo dental y facial. Los
eslabones de la cadena se unen aún más estrechamente. Nuestros antepasados lograron
este cambio dietético mediante la tecnología, abriendo así el camino al potencial -aunque
no inevitable, recordémoslo- desarrollo cerebral. Los primates tienen gran dificultad para
acceder a la carne de animales grandes y de piel dura. Pero con una lasca de piedra
afilada y puntiaguda no se resiste ni la piel más dura, lo que abre literalmente un nuevo
mundo nutritivo. En un sentido muy real, la posibilidad de sostener una piedra a modo de
martillo rudimentario y golpearla contra otra piedra para obtener una pequeña lasca

112
afilada, permitió a nuestro antepasado Homo empezar a controlar el mundo que le
rodeaba como ninguna otra criatura antes o después que él.
Hay una zona en la orilla occidental del lago Turkana, a unos cinco kilómetros al norte
del lugar donde se había encontrado el Cráneo Negro, y a unos ocho kilómetros hacia el
interior del actual nivel del agua, que nos da una idea de las primeras fases de esta
mutación. Hace un par de años, Peter Nzube, del equipo de Kamoya, encontró lo que
parecía ser un yacimiento arqueológico potencial. La arqueóloga francesa Héléne Roche
describe los artefactos encontrados por Peter como «núcleos muy toscos», simples trozos
de lava para alguien no experimentado. Héléne vio que las lascas eran un producto
deliberado, que habían sido golpeadas deliberadamente. «No da la sensación de una
producción sistemática de lascas -explica-, sino más bien de una fabricación ocasional,
torpe.» Los cantos de lava fueron extraídos de un suelo hace algo menos de 2,5 millones
de años, lo que convierte a estos artefactos en unos de los más antiguos que se conocen.
El yacimiento se conoce como Lokalelei, según el nombre de un curso de agua
cercano. Hace 2,5 millones de años también hubo allí una corriente de agua, un pequeño
afluente del río que cruzaba el valle del Turkana, cuando allí no había ningún lago. Los
núcleos de lava descubiertos por Peter se habían abierto camino, de alguna forma, hacia
esa antigua corriente fluvial, para acabar sepultados en el lecho arenoso durante casi 2,5
millones de años.
Cabe imaginar la escena siguiente: un pequeño grupo de homínidos da con el cuerpo
de un antílope u otro animal similar recién muerto, quizás atraídos por el peculiar vuelo de
los buitres sobre la pieza. Los homínidos tienen la suerte de encontrar un animal entero
para ellos solos; los chacales y las hienas ya estaban al acecho alertados también por el
vuelo de los buitres. Rápida y torpemente fabrican unas pocas lascas con los cantos que
han ido recogiendo al acercarse al animal, algunos ya preparados para descuartizarlo y
procurarse carne. Otros han estado tal vez ocupados ahuyentando temporalmente a los
depredadores más pequeños, pero lo suficiente para dar tiempo a los demás a
descuartizar una o dos extremidades del cadáver mediante tajos vigorosos y rápidos, que
atraviesan la piel, la carne y los tendones.
Recompensados con grandes pedazos de carne y parte de alguna extremidad, nuestro
grupo se retira enseguida, dejando que otros carnívoros limpien el esqueleto. Pronto las
poderosas mandíbulas de las hienas reducen los huesos a trizas. Estos grandes
carroñeros llevan consigo todos los útiles necesarios, sobre todo sus mandíbulas y sus
potentes dientes capaces de partir y triturar los huesos. Los homínidos han abandonado
sus útiles, que se convierten así en el principio del registro arqueológico. Este registro
marca la senda de la historia humana a lo largo de un vastísimo periodo de tiempo. Nos
ofrece la posibilidad de palpar nuestro pasado, un puñado de útiles de piedra, de
fabricación más o menos tosca, producto de las manos humanas. Soy muy consciente de
ello cuando sostengo entre mis manos un artefacto antiguo, y uno de los más primitivos si
procede de Lokalelei. Aquí tenemos los frutos de la inventiva, parte del acervo evolutivo.
Nuestros antepasados fabricaron estos útiles pero, en realidad, fueron estos útiles los que
hicieron a nuestros antepasados. Por la misma razón, hicieron que hoy seamos lo que
somos.
Cuando me preguntan, como suele ocurrir al final de una conferencia, cómo sé quién
hizo estos útiles, mi respuesta se basa en la historia y en la lógica, no en la evidencia
concreta. Suelo decir, por ejemplo, que, en nuestra opinión, los útiles de piedra aparecen
en el registro más o menos al mismo tiempo que el género Homo, hace algo más de 2,5
millones de años. Lo que, sugiero, no es ninguna coincidencia. También es cierto que los
australopitecinos robustos evolucionaron en este mismo momento. Tal vez fueran también

113
productores de herramientas. De hecho, un antropólogo, Randall Susman, de la
Universidad Estatal de Nueva York, en Stony Brook, afirma que las manos de los
australopitecinos robustos poseían todas las características anatómicas necesarias para la
fabricación de útiles. ¿Cómo saber si tiene razón? No estoy seguro, y creo que nadie
puede estarlo.
Pero podemos tener la certeza de que Homo fue un fabricante de útiles, porque desde
que las especies Homo fueron los únicos homínidos existentes, se siguieron fabricando
útiles. Reconozco que es un argumento por exclusión. También reconozco que los
chimpancés pueden utilizar artefactos, por ejemplo piedras para partir nueces. Pero existe
un gran salto conceptual entre utilizar piedras como simples martillos para romper o partir
cosas y utilizar piedras para obtener deliberadamente una lasca de otra piedra. El cerebro
de los australopitecinos no era mucho mayor que el de los grandes simios actuales,
incluido el chimpancé, teniendo en cuenta el tamaño del cuerpo. El cerebro de los
primeros Homo era bastante más grande, y esa potencia cerebral adicional significa algo.
La posición más prudente consiste en sugerir que la fabricación de útiles de piedra fue
incumbencia exclusiva de Homo, desde los tiempos más remotos del registro hasta el final.
Tal vez nunca podamos probarlo. Cuantos estamos implicados en el tema de los orígenes
humanos tenemos que aceptar que algunas preguntas, por muy pertinentes que sean,
quizá nunca obtengan respuesta.
Una de las preguntas emana de la evidencia de que mientras Homo abría un nuevo
nicho homínido, otros homínidos empezaron a caer en el olvido evolutivo, hasta
extinguirse. De las tres o más especies de homínidos que existieron hace entre 2,5 y 2
millones de años, sólo dos consiguieron sobrevivir hasta hace un millón de años: Homo
erectus y el australopitecino robusto. Y de los dos, sólo uno sobrevivió más allá: Homo.
¿Qué puede decirse al respecto, además de registrar que así fue como ocurrió? No
mucho, y nada con absoluta certeza. Pero nuestra profunda curiosidad sobre nuestros
antepasados nos anima a intentarlo.
Desde nuestra perspectiva, la perspectiva de una especie viva y superviviente,
tendemos a considerar la extinción como un fracaso. ¿Cuántas veces habremos oído la
palabra dinosaurio para calificar un proyecto condenado al fracaso? Muchas veces. Los
dinosaurios se extinguieron hace unos 65 millones de años, así que tuvieron que constituir
un clamoroso fracaso evolutivo, ¿no? Pues no, porque estuvieron sobre el planeta durante
unos 160 millones de años. Pero ocurre que una concatenación de circunstancias hace 65
millones de años -incluida tal vez el choque de la Tierra con un cometa- precipitaron la
extinción de todas las especies dinosaurias. En otras palabras, mala suerte. A lo largo de
la historia de la vida, la emergencia y la extinción de las especies ha sido una pauta
reiterativa. A consecuencia de ello, el 99 por 100 de todas las especies que han existido
están hoy extinguidas. Los australopitecinos entre ellas.
Pero creo que podemos ir un poco más allá de las frías, aunque necesarias,
estadísticas. Ante todo, el periodo desde hace diez millones de años hasta el presente ha
sido un desastre biológico para los simios. En una época determinada llegó a haber unas
veinte o treinta especies de los llamados simios del Mioceno en África, y sólo unas pocas
especies de monos del Viejo Mundo. En el transcurso de esos diez millones de años la
situación se invirtió, y muchas especies de simios se extinguieron, al tiempo que muchas
especies de monos se diversificaron y multiplicaron. Las causas son diversas, entre ellas
la pérdida del habitat del simio debida al cambio climático.
Además, parece que los monos ganaron a los simios en su propio terreno al
convertirse en devoradores de fruta más eficaces. ¿Y qué pasó con los homínidos? La
evolución inicial de los homínidos fue parte de la respuesta que dieron los simios del

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Mioceno al enfriamiento del clima: algunos se extinguieron, pero uno de ellos pudo
erguirse sobre dos pies, para sobrevivir allí donde un simio no podía vivir. Un posterior
enfriamiento climático, hace unos 2,6 millones de años, estimuló el proceso evolutivo en
dos ramas extremas: la especie robusta, con pequeño cerebro y grandes premolares, y la
especie con gran cerebro y pequeños premolares. Si en su momento no hubieran ocurrido
estas dos adaptaciones, es muy posible que la familia homínida se hubiera extinguido
completamente hace uno o dos millones de años. La extinción, después de todo, era el
destino de las especies como Australopitecus africanus que no lograron adaptarse a los
extremos.
No resulta demasiado difícil entender por qué Homo pudo sobrevivir, desde el momento
en que su adaptación fue distinta de la de los simios. Pero ¿por qué Australopitecus
robustus no pudo proseguir su éxito inicial? Después de todo, su especialización parecía
bien adaptada a climas más secos. Si hemos conseguido leer correctamente el registro
fósil, Homo erectus y los australopitecinos robustos ocuparon un territorio semejante:
cerca de cursos de agua, con un mosaico de campo abierto y bosque, más tolerante que
el medio árido de otros homínidos. Pero la dieta de Homo parece que fue tan amplia y
diversa que queda descartada la competencia directa. El componente cárnico de que
disfrutó Homo erectus lo diferenció claramente del homínido robusto.
No veo razón para que las bandas de Homo no mataran y se comieran a los
australopitecinos robustos, como hacían con los antílopes y otros animales de presa.
De hecho, es posible que el cráneo de Zinjanthropus descubierto por mi madre en la
garganta de Olduvai en 1959 fuera parte del menú de Homo habilis. Si el cráneo hubiera
pertenecido a un antílope encontrado en medio de un suelo evidente de habitación, no
habríamos dudado en calificarlo de alimento. ¿Por qué no el de otro gran primate? Pero no
hay evidencia -como por ejemplo huellas de cortes en el hueso- que permitan sugerir que
la cabeza de Zinjanthropus recibió cortes hechos por una herramienta de piedra. La
sugerencia debe permanecer en el ámbito de la lógica y de la especulación. Si hubiera
evidencia de descarnación, sospecho que podríamos llegar a conclusiones equivocadas.
No me cabe la menor duda de que se etiquetaría como «canibalismo», aunque
erróneamente, creo.
Según mi diccionario, un caníbal es aquel que se come a su propia especie. Por lo
tanto, por definición, un Homo erectus que se comiera un australopitecino robusto no sería
un caníbal. Más aún: un Homo erectus pudo ver en un australopitecino robusto tan sólo un
animal más. Es nuestra perspectiva antropomórfica que imputa pensamientos y
sentimientos humanos a todo aquello que parece humano, aunque sólo sea una
apariencia superficial. Creo que Homo erectus tenía un sentido muy desarrollado de sí
mismo y una capacidad lingüística considerable. Pero posiblemente estaba muy
acostumbrado a ver australopitecinos robustos a su alrededor, comportándose de una
manera muy diferente. Dudo de que, al matar a un australopitecino robusto, sintiera algo
distinto de cuando mataba antílopes o mandriles.
Sabemos que erectus fue una especie altamente eficaz y de éxito, capaz de ampliar su
territorio fuera de África hace un millón de años. Una expansión así significa crecimiento
demográfico, que tal vez pudo incluir un impulso hacia el habitat del australopitecino
robusto. Atrapado entre esto y la expansión simultánea de poblaciones de mandriles, los
australopitecinos robustos tal vez sucumbieron a la competencia por algo muy básico: el
acceso a los recursos alimentarios. Hace un millón de años, aquella lucha de doble filo se
hizo demasiado dura, y los australopitecinos robustos acabaron por extinguirse, rompiendo
para siempre el eslabón con nuestros antepasados.

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Empezamos este análisis a partir de los dientes y seguimos con la anatomía facial, la
expansión cerebral, una importante mutación en la estructura social de nuestros
antepasados, una mutación igualmente importante en la dieta, y acabamos hablando del
olvido evolutivo hace un millón de años de la última especie australopitecina superviviente.
En el cerebro mayor, en la emergente nueva capacidad para fabricar herramientas, y en
los orígenes de una subsistencia basada en la caza-recolección, reconocemos elementos
de nosotros mismos, de nuestra humanidad. Lo que es, creo, importante.
Igualmente importante es la forma en que se demuestra aquí, con gran convicción, la
interconexión de las cosas. Me preguntan con frecuencia por qué ocurrió esto o lo otro en
nuestra historia, y sé que se espera de mí una respuesta directa y apabullante. Pero la
evolución pocas veces es simple causa y efecto. Existen muchas variables en una
coyuntura concreta: el clima, la geografía local, la herencia evolutiva de una especie, la
naturaleza de otras especies en la comunidad, y una cantidad nada despreciable de puro
azar. Así pues, cuando alguien me pregunta por qué el desarrollo dental se ralentizó en el
primer Homo, mi respuesta directa es porque el periodo de la infancia se prolongó. Pero la
verdadera respuesta es: «Por aquí se va a la humanidad».

116
Capítulo X
UN PÉNDULO DESBOCADO
Cuando se despega de Koobi Fora, en la parte oriental del lago Turkana, hacia el noreste,
se va dejando atrás la orilla para enfilar hacia una cordillera montañosa, a unos treinta
kilómetros de distancia. Estas montañas forman parte de la margen oriental de la cuenca
del Turkana, y aparecen surcadas aquí y allá por sistemas fluviales que drenan los
altiplanos etíopes del norte. Estos ríos han arrastrado millones de toneladas de limo, arena
y grava durante siglos, formando sedimentos que fueron atrapando retazos de tiempo en
sus estratos. Estos sedimentos encierran muchas de las claves relativas a nuestros
orígenes.
Por suerte para cuantos nos empeñamos en desenterrar esas claves, el ciclo geológico
de la cuenca del Turkana en esta región cambió de dirección hace un millón de años
aproximadamente, así que ahora, donde en tiempos hubo deposiciones, avanza la
erosión. De alguna forma, esta fase erosiva ha hecho retroceder el reloj geológico, en la
medida en que las corrientes de agua estacionales han ido surcando los antiguos
depósitos y dejando al descubierto lenta y gradualmente retazos de tiempos pasados y
enterrados. El efecto visual inmediato es un áspero paisaje de depresiones grises y
marrones que configuran contornos muchas veces intrincados y salvajes. Es un perfil
típico de tierras baldías, y el clima semiárido tolera sólo una capa vegetal muy dispersa.
Veinte minutos después de haber despegado del aeródromo de Koobi Fora la
topografía cambia y aparece, siguiendo una línea de norte a sur, el acantilado de Karari; se
formó porque los antiguos depósitos fluviales son más duros aquí que en el oeste. Justo
debajo del acantilado fluye un río estacional, el Sechinaboro laga, y su curso, de unos
veinte kilómetros, hacia el oeste, hacia el lago, aparece flanqueado por una frondosa franja
de arbustos y de altísimas Acacia tortilis. Aquel verde serpenteante, un paisaje típicamente
ribereño, contrasta profundamente con el terreno reseco del entorno.
Excepción hecha de la sombra que proyectan las acacias, el área de Karari no resulta
un lugar excesivamente acogedor. El agua potable escasea, y el lago está demasiado lejos
para disfrutar de los placeres del baño o el lavado. Pero el Karari es el paraíso de los
arqueólogos, porque de todas las zonas que rodean el lago Turkana, esta es una de las
más ricas en artefactos arcaicos. Así que a los arqueólogos no les importa conformarse
con una magra ración de agua, que sólo algunos jóvenes podrían considerar mínimamente
adecuada.
«Fantástico, sencillamente fantástico. Hay tanto que hacer aquí»; así describió una vez
mi amigo y colega Glynn Isaac la región de Karari. Su trágica y prematura muerte en 1985
terminó con sus planes, pero para sus estudiantes y asistentes la región de Karari será
siempre algo muy especial. Sintetiza uno de sus más ambiciosos proyectos colectivos,

117
inspirado por Glynn. El yacimiento, situado debajo del acantilado, y a un corto paseo del
curso de agua, rodeado de vegetación, se conoce técnicamente como FxJj50, que
corresponde a las coordenadas cartográficas, pero suele denominarse Yacimiento 50.
Cada verano, durante tres años, a finales de los setenta, Glynn y su equipo bajaban al
Yacimiento 50 y excavaban con cuidado una superficie que pisaron nuestros antepasados
hace 1,5 millones de años. «A veces se excavan yacimientos porque sencillamente están
ahí -decía Glynn-, pero el Yacimiento 50 es diferente. Nuestro objetivo era intentar dar
respuesta a cuestiones muy concretas, algunas relativas a la propia ciencia arqueológica,
aunque en última instancia se referían en realidad a la forma de vida de los primeros proto-
humanos.» En los años setenta se abría un debate entre los arqueólogos sobre la
interpretación de la evidencia, sobre cuánto se puede saber del pasado a partir de los
desechos acumulados. Tal vez suene como un excéntrico ejercicio académico, pero con
harta frecuencia derivó en agria confrontación. Sobre todo en lo referente a nuestra
percepción de nuestros antepasados. «El Yacimiento 50 iba a ayudar a zanjar la cuestión,
o al menos eso pretendíamos», decía Glynn. Yo no soy arqueólogo, pero se trataba de un
tema que tocaba la esencia de lo que yo busco en el pasado. Observaba y esperaba con
enorme interés los resultados del trabajo de Glynn y sus colaboradores, mientras hacían
retroceder los eones, devolviendo poco a poco a la vida un breve instante de la existencia
de nuestros antepasados de hace un millón y medio de años.
Desde la cima del montículo donde se halla el Yacimiento 50, la vista alcanza una
treintena de kilómetros hacia el oeste hasta el lago, una tierra sin agua y devastada por la
erosión. «No hay que olvidar que el paisaje moderno se parece muy poco al paisaje de
hace 1,5 millones de años -explicaba Glynn a un grupo de visitantes en 1980, en uno de
sus últimos viajes al yacimiento-. En aquel entonces se habrían podido contemplar tierras
de aluvión más o menos monótonas, a medio camino entre el lago, al oeste, y las colinas,
al este de la cuenca del Turkana. Con la excavación del Yacimiento 50 hemos abierto una
Pequeña ventana para vislumbrar aquellas antiguas tierras aluviales, las vidas de algunos
individuos de Homo erectus.»
Hace un millón y medio de años los meandros de un pequeño río estacional surcaban
este lugar, sus márgenes flanqueadas de arbustos y árboles, muy distinto del Sechinaboro
laga donde Glynn y sus colaboradores levantaban su campamento año tras año. Y, al igual
que Glynn y su equipo, el grupo de Homo erectus había escogido un recodo arenoso del
río como el lugar más acogedor. «La arena habría sido fina, cómoda para sentarse, a la
sombra de los árboles, y habría grandes cantidades de cantos de lava para la fabricación
de útiles -explicaba Glynn-. Estos protohumanos utilizaron estas orillas fluviales durante un
periodo relativamente breve, y dejaron tras ellos lo que a primera vista podría parecer un
revoltijo poco prometedor de huesos y piedras.» Unos doscientos fragmentos de hueso y
unos mil quinientos fragmentos de piedra, para ser exactos. Poco después de que el grupo
de Homo erectus usara el lugar por última vez, el nivel del agua subió e inundó lentamente
las márgenes, arrastrando consigo limo y arena. La evidencia de cuanto había ocurrido
durante la ocupación del lugar quedó rápidamente enterrada, hasta que la erosión natural
y el celo arqueológico permitieron desenterrarlo de nuevo.
La zona excavada mide más o menos unos veinte metros según un eje norte-sur, y
unos diez metros este-oeste, con ángulos muy nítidos aquí y allá, tal como les gusta a los
arqueólogos. A medida que la excavación avanzaba, durante tres años de paciente
trabajo, se iban excavando fragmentos de hueso y de piedra, marcando cuidadosamente
sus posiciones en un plano general del yacimiento. Una excavación así, una vez acabada,
deja al descubierto la antigua superficie de suelo tal y como la dejaron sus ocupantes. Y
por lo general, para entonces, ya se han metido en cajas todos los antiguos restos,

118
probablemente almacenados incluso en algún museo, así que hay que confiar en las
marcas, líneas y puntos trazados en la planta general de la excavación para poder
visualizar cómo era el yacimiento en el momento de la excavación. Pero a petición del
equipo de televisión de la BBC que filmaba el Yacimiento 50 en 1980, Glynn y su equipo
volvieron a colocar todos los fragmentos óseos y líticos en la antigua superficie,
exactamente en el punto donde se habían descubierto, con el fin de recrear una impresión
visual del antiguo lugar ribereño, tal como sus ocupantes lo dejaron. «Fue una experiencia
inolvidable para mí -decía Glynn-. Poder verlo completo. Admirable.» «Un revoltijo poco
prometedor de piedras y huesos», así es como Glynn había descrito aquella colección de
artefactos, pero incluso un lego en la materia podía darse cuenta de que los huesos y las
piedras no estaban distribuidos aleatoriamente. El ángulo noroeste conoció una mayor
actividad que el resto: parece que uno o dos individuos, sentados, habían fabricado útiles
de piedra, lascas y simples cantos desbastados o choppers. También había fragmentos de
hueso de hipopótamo, y partes de un animal parecido a la cebra, restos de jirafa, de un
antílope, y un fragmento de la cabeza de un barbo. Es muy probable que en la zona
sureste también hubiera fabricación de útiles y procesamiento de huesos, pero en menor
medida.
Con los ojos de mi imaginación podía vislumbrar lo que pudo pasar en este
campamento ribereño, bajo los árboles, hace 1,5 millones de años. Aquí, en el lado
opuesto del lago donde en la misma época vivieron el joven turkana y su familia, un grupo
de quizás una docena de Homo erectus adultos y niños deciden que esta playa fluvial
puede ser un buen campamento base para unos cuantos días. La arena fina es muy
cómoda para dormir. El lecho fluvial, a veces seco, está ahora cubierto por la corriente de
agua cargada de limo. La estación de las lluvias está al llegar, de hecho se divisan y se
oyen ya lejanas tormentas en las montañas del norte. Mientras, las esbeltas acacias que
se alinean a lo largo del curso fluvial hacen de abrigo, y los arbustos están cargados de
frutos dulces y suculentos que los niños recogen con placer. Las recientes lluvias han dado
a los aluviones secos una tonalidad brillante, con retazos de pequeñas flores amarillas y
púrpura que parecen fondos de color. Las acacias en flor parecen un manto de nubes
blancas, que ocultan sus perversos espinos.
Tres machos abandonan el campamento con los primeros rayos del sol para verificar
las trampas que han puesto el día anterior. De construcción sencilla, con trozos de corteza
y palos afilados, las trampas suelen ser muy eficaces, y consiguen atrapar la pata de un
animal que ha pisado sobre ellas. Los tres machos llevan largos palos afilados, tanto para
defenderse como para lanzarlos contra una presa que huye. No es fácil abatir animales a
distancia con estos artefactos. Las verdaderas armas de estos cazadores son la astucia y
la perseverancia.

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Hace un millón y medio de años un pequeño grupo de Homo erectus ocupó un campamento a orillas de un
lago. Reconstruido a partir de evidencia geológica, el campamento tenía el aspecto que aparece en la
ilustración; sería excavado por Glynn Isaac y sus colegas, y se conocía como el Yacimiento 50 (Por cortesía
de A. K. Behrensmeyer).

Mientras, algunas hembras adultas de la banda se preparan para recolectar durante


toda la mañana. Suaves pieles animales, trabajadas con destreza, penden de sus
espaldas a modo de cesta, cumpliendo una doble función: el transporte de niños y de
alimentos. Al cabo de unas pocas horas de trabajo las hembras ya van cargadas de frutas,
nueces y sabrosos tubérculos, suficientes para alimentar a la banda durante todo un día.
Al igual que los hombres, las mujeres también llevan estacas a modo de protección.
También llevan palos más cortos, cómodos de empuñar, para excavar tubérculos y raíces.
Su habilidad como recolectoras consiste en saber qué frutos están maduros, y en
reconocer qué tipo de hierbas son indicativas de la presencia de tubérculos nutritivos.
De regreso al campamento, un par de mujeres y un hombre se ponen a charlar
ociosamente, vigilando a los pequeños que no han ido ni a cazar ni a recolectar. Ayer,
mientras seguía la pista de un joven antílope, el hombre resbaló y se hizo un profundo
corte en la pierna con un canto dentado de lava. Sus hermanos interrumpieron la caza
temporalmente para suministrar los primeros auxilios. Uno de ellos buscó una zona de
sansevieria, una sabrosa planta que crece al borde del lago. Exprimió la savia de una
fronda quebrada, y dejó que el jugo gotease en la herida abierta. El hermano sabía que, de
no aplicar esta medicina natural, la herida se pondría muy roja y su hermano podría morir.
Mientras, otro arrancaba espinos de una acacia cercana y los colocaba alrededor de la
herida, atravesando ambos lados del corte. Con finas tiras de corteza improvisó una trama
pasándolas alternativamente por las puntas de los espinos para volver a juntar la carne.
Terminados los primeros auxilios, los hermanos siguieron su camino. Hoy, aunque
inflamada, la herida está limpia, con sólo un ligero color rosado. La sansevieria ha
funcionado, dice, dirigiéndose a las mujeres. Una de ellas, sentada en un rincón del
campamento, ha estado fabricando, con gran destreza, lascas de un canto de lava, los
desechos de talla están esparcidos a su alrededor. Ahora produce tiras de corteza, y las
ablanda para hacerlas más manejables y fuertes: un proceso necesario para fabricar
trampas y atar pieles. Otra utiliza lascas afiladas para cortar madera y producir palos

120
excavadores. Se preguntan qué traerán los buscadores de alimentos -los cazadores y las
recolectoras.
Como siempre, se puede confiar en que las mujeres traigan lo suficiente para paliar el
hambre; representan el elemento estable de la economía. Hoy su botín es variado y
abundante, incluso algunos huevos, probablemente de flamenco. Al rato ya se puede oír a
la banda de cazadores de regreso, y por el ruido que hacen todos saben que por la noche
habrá carne. Han cogido un gran antílope en una de las trampas, que había conseguido
escapar lastimándose una pata. El grupo de cazadores ha dedicado parte del día a
seguirle el rastro para finalmente dar con él y matarlo, exhausto, cuando estaba
descansando cerca de la orilla. Entretanto, unos lo descuartizaban, otro ha visto buitres
volando cerca del recodo del río, ha ido a investigar y ha encontrado restos de un
hipopótamo. Mañana la banda volverá para ver si queda algo aprovechable. Hoy el
antílope satisface todas sus necesidades.
Como siempre que hay carne en el campamento, hay mucha excitación: se anticipa el
festín y se escucha el relato de la caza, al que a veces se añaden algunos tonos
dramáticos. Uno de los hombres busca cantos de lava para tallar lascas muy afiladas, y
pronto ya tiene las suficientes para descuartizar la pierna del antílope. Entretanto, uno de
los niños ha pescado un barbo con un venablo en el riachuelo cercano. Mientras
comparten los frutos de los esfuerzos del día, deciden que es un buen lugar para quedarse
unos días. Cae la noche, y en las lejanas montañas se divisan los rayos de una tormenta
demasiado lejana para afectar al campamento.
Hay una conciencia constante de la existencia de otras bandas similares en la región,
algunas de ellas con parientes y potenciales parejas sexuales. Las jóvenes de nuestro
grupo, cuando alcancen la madurez, irán a vivir con esas otras bandas, y se creará una
red de parentescos y de alianzas. A veces, las bandas llegadas de otras regiones son
fuente de tensión y de temor; la agresión física es posible cuando no existen alianzas.
Tras pasar algunos días en el campamento, nuestra banda sabe que es el momento de
partir, en parte debido a que las tormentas empiezan a ser una amenaza real, muy fuertes
a veces, y la lluvia en las montañas ya empieza a reflejarse en un aumento del caudal del
río. Pronto inundará sus márgenes, y la banda ya no puede retrasar más la partida.
Abandonan el campamento, que ahora no es más que un conjunto disperso de huesos,
fragmentos de piedra, una cabeza de barbo, pieles y tendones de animales abandonados,
restos de tubérculos demasiado amargos para el paladar, tiras de corteza, y palos a medio
desbastar. La banda irá ahora en busca de tierras más altas.
Poco después de que la banda haya abandonado el lugar, la corriente de agua,
cargada de limo, inunda apaciblemente las márgenes, cubriendo lenta pero
inexorablemente los restos de vida de unos pocos días. Algunos de esos desechos -los
huesos y las piedras- se conservarán para convertirse en parte de un rico registro
arqueológico. Los componentes perecederos -pieles, tendones, vegetales- se
descompondrán, dejando un vacío en el registro arqueológico que nosotros intentamos
llenar a base de deducciones y de conjeturas más o menos bien fundadas.
Esta escena me parece una interpretación razonable de lo que pudo ocurrir en el
Yacimiento 50, de acuerdo con las formas de vida de los pueblos cazadoresrecolectores
actuales. Lo que aquí buscamos es algo muy humano, algo diferente de como viven los
simios. Para los humanos, la búsqueda de alimentos suele ser una tarea cooperativa,
puesto que llevan los frutos de su esfuerzo al campamento base para compartirlos con
toda la banda. En los simios no es así. Como dijo Glynn en una ocasión, «si pudiéramos
preguntarle a un chimpancé sobre las diferencias entre los humanos y los simios, incluida
la forma de andar, de comunicar y de subsistir, creo que diría: "vosotros los humanos sois

121
muy extraños; cuando conseguís algo de comer, en lugar de devorarlo enseguida como
cualquier simio normal, lo guardáis y lo compartís con otros"».
Compartir los alimentos en las bandas cazadoras-recolectoras es algo más que una
transacción económica. Es un foco complejo de interacción social, de formación de
alianzas, y de ritual. Si nos basamos en el ejemplo etnográfico, una de las fuentes más
sólidas para posibles interpretaciones, la nuestra sería una inferencia eminentemente
razonable, pese a las críticas de las modernas feministas occidentales. En todos los
pueblos cazadores-recolectores, tanto modernos como históricos, la división del trabajo
entre hombres y mujeres es importante; los hombres se dedican sobre todo a la caza y las
mujeres sobre todo a la recolección de alimentos vegetales.
En la vida colectiva de los primeros cazadores-recolectores también fue importante la
intensificación de lo que Glynn llamaba «el ajedrez social», una profunda comprensión y
control de las motivaciones y necesidades de otros individuos, la reciprocidad social.
La sensibilidad social e intelectual ha llegado a niveles inalcanzables en la vida
cotidiana de los simios. La comunicación es también más intensa y elaborada que la
vocalización de los simios. En tiempos de Homo erectas, la gama de sonidos y la
imposición de significado y entendimiento habrían llegado al punto de constituir los
rudimentos de un lenguaje hablado.
No hay duda de que la adopción del modo de vida cazadora-recolectora, con todos los
elementos de condición humana que ello implica, fue un acontecimiento clave en nuestra
evolución. ¿Existen indicios de ello en el Yacimiento 50, hace 1,5 millones de años?
Nuestra «interpretación razonable» ¿es válida? ¿Hasta qué punto fue ya humano el
comportamiento de Homo erectus -de nuestro joven turkana? Ya hemos visto los indicios a
partir del ciclo biológico, y también la evidencia evolutiva y anatómica. ¿Qué nos dice el
registro arqueológico? He descrito las actividades del Yacimiento 50 de acuerdo con el
modo de vida de los actuales cazadores-recolectores; eran más primitivos en muchos
aspectos, no cabe duda, pero fundamentalmente idénticos. Es bajo ese mismo prisma
como se interpretaban, hasta no hace mucho, la mayoría de los yacimientos arqueológicos
arcaicos, y esta interpretación se había convertido en el centro del debate arqueológico.
Rick Potts, un ayudante de Glynn, ahora en la Smithsonian Institution de Washington, dice:

Parecía una interpretación muy atractiva. La hipótesis del campamento base, de


la colectivización de los alimentos, integra muchos de los aspectos del
comportamiento humano y de la vida social que son cruciales para los
antropólogos: sistemas de reciprocidad, intercambio, parentesco, subsistencia,
división del trabajo, y el lenguaje. Viendo lo que parecían ser elementos de la vida
cazadorarecolectora en el registro, en los huesos y en las piedras, los arqueólogos
dedujeron que lo demás venía por añadidura. Era un retrato muy completo. Glynn
decía que «para la primera generación de investigadores, esta interpretación era
puro sentido común».

La idea de que la caza y la recolección -sobre todo la caza- fue importante en la


evolución humana tiene una larga tradición en antropología, y se remonta a Darwin, quien
en Descent of Man, de 1871, escribió: «Si es una ventaja para el hombre tener las manos
y los brazos libres y poder mantenerse firmemente erguido y de pie, cosa indudable dado
su preminente éxito en su lucha por la vida, entonces no veo razón para que no hubiera
sido igualmente ventajoso para los progenitores del hombre llegar a una posición erguida y
bípeda. Así habrían podido defenderse mejor con piedras o palos, o atacar a sus presas, u

122
obtener alimentos». Aquí, la caza de la presa se considera parte del acervo evolutivo que
nos moldeó físicamente, que abrió la brecha evolutiva inicial entre nosotros y los simios.
Una vez sembrada, la idea del hombre cazador, sobre todo la imagen del noble
cazador, echó raíces. Obedecía a la necesidad de ver a los humanos de alguna manera
como triunfadores frente a los simios en la ascendencia evolutiva, ya desde el principio. En
los años cincuenta, Raymond Dart, el descubridor del niño de Taung, describía a nuestros
ancestros como cazadores, pero con un carácter bastante menos «noble» que todo eso.
En un ensayo titulado «The Predatory Transition from Ape to Human», Dart caracterizaba
la carrera humana de la siguiente forma:

Los archivos de la historia humana, bañados de sangre y plagados de


masacres, desde los más antiguos registros egipcios y sumerios hasta las
atrocidades más recientes de la segunda guerra mundial, concuerdan, junto con el
primitivo canibalismo universal, con las prácticas del sacrificio humano y animal -o
sus sustitutos en las religiones formalizadas-, y con la escalpación, la caza de
cabezas, la mutilación corporal y las prácticas necrofílicas de la humanidad, en
proclamar ese rasgo diferencial, ese hábito depredador, esa marca de Caín, que
aleja dietéticamente al hombre de sus parientes antropoides, y que lo alia, más
bien, con los carnívoros más mortíferos.

Robert Ardrey popularizó las ideas de Dart. En The Hunting Hypothesis, sintetiza así su
idea central: «El hombre es hombre, no un chimpancé, porque durante millones y millones
de años ha matado para vivir». La expresión «la hipótesis de la caza», que no era de
Ardrey, sino del mundo académico, describía la teoría dominante sobre los orígenes
humanos. Aunque menos imbuida de descripciones «a lo Dart», también la literatura
antropológica de los sesenta y principios de los setenta consideraba la caza como la
fuerza formativa de la evolución humana.
«Afirmar la unidad biológica de la humanidad es afirmar la importancia del modo de
vida basado en la caza», dijeron Sherwood Washburn y C. S. Lancaster en 1966 en una
conferencia histórica titulada «El hombre cazador». El título del simposio era muy
significativo, dijeron, porque «comparada con la de los carnívoros, la caza humana,
cuando la practican los machos, se basa en la división del trabajo, y es una adaptación
social y técnica muy diferente de la de otros animales». El acento está puesto en el medio
social de la caza humana, un esfuerzo cooperativo donde la recolección de alimentos
vegetales y tubérculos es también importante.
La fuerza de la hipótesis de la caza era evidente. Ofrecía una explicación plausible de
las diferencias fundamentales entre los humanos y los simios. Y ofrecía a los antropólogos
analogías vivas -los actuales cazadores-recolectores- de las capacidades técnicas e
intelectuales de nuestros antepasados. A mediados de los años setenta nadie
cuestionaba, como sí había hecho Darwin, que la caza formara parte de la divergencia
evolutiva inicial entre humanos y simios. Por un lado, empezaba a vislumbrarse que
nuestros antepasados fueron completamente bípedos mucho antes de que empezaran a
fabricar herramientas de piedra. Pero la aparición de útiles líticos en el registro, que
coincidía con la evidencia del desarrollo del cerebro en el género Homo, se interpretó
como el origen del modo de vida cazador-recolector, el principio de la verdadera
humanidad.
A mediados de los años setenta, los conjuntos arqueológicos se interpretaban a partir
de este trasfondo intelectual. Cuando aparecían huesos y piedras asociados en antiguos
depósitos, los arqueólogos presuponían que se trataba de los restos de un asentamiento

123
de cazadores-recolectores. Un campamento primitivo, tal vez, pero explicable si tenía dos
millones de años de antigüedad. Un embrión del Hombre Cazador. Pero se estaba
gestando un cambio en la perspectiva intelectual, y la imagen primitiva del Hombre
Cazador no tardaría mucho en quedar eclipsada.
Primero, varias antropólogas rechazaron el machismo implícito en la hipótesis de la
caza y propusieron una hipótesis alternativa de la recolección. Esta hipótesis, que
otorgaba al ámbito social la misma importancia que la hipótesis de la caza, pero en
dirección contraria, afirmaba que era la tecnología asociada a la recolección, junto con los
lazos sociales de las hembras con sus crías, el elemento subyacente diferenciador entre
los humanos y los simios. Pese a que nunca llegó a alcanzar excesiva popularidad, la idea
sirvió, sin embargo, para alertar a los estudiosos contra la influencia que pueden ejercer
los valores sociales contemporáneos, feministas o machistas, en la interpretación
antropológica.
Glynn también se estaba alejando de la hipótesis de la caza entonces dominante, y
optó por priorizar la singularidad de la cooperación alimentaria entre los humanos. En sus
propias palabras, «las presiones de la selección física que propició un aumento del tamaño
cerebral, estimulando con ello la capacidad comunicativa del homínido, fue una
consecuencia del paso, hace unos dos millones de años, de la caza-recolección individual
a la caza-recolección compartida». La llamó la hipótesis colectivista (food sharing
hypothesis) y la publicó en 1978. Más tarde explicaría:
Incluye la división del trabajo entre machos y hembras, y un campamento-base como
foco social de intercambio y consumo de carne y alimentos vegetales. Fui absolutamente
explícito al afirmar que, aunque la carne fuera un componente importante de la dieta, pudo
obtenerse mediante la caza, pero también mediante la recuperación de animales ya
muertos. Sería difícil decir cuál de ellos prevaleció, dado el tipo de evidencia arqueológica
con la que contamos.
La nueva posición de Glynn resultó muy convincente, y yo escribí entonces: «La
hipótesis colectivista es una firme candidata para explicar qué es lo que situó a los
primeros humanos en el camino hacia el hombre moderno». La hipótesis combinaba
elementos de una economía mixta, tal como vemos en los modernos
cazadoresrecolectores, sin la imagen machista del Hombre Cazador. La hipótesis de Glynn
parecía coherente con lo que aparecía en el registro fósil, en el arqueológico, y con lo que
yo consideraba biológicamente razonable.
Por eso me alarmé -perplejidad es la palabra- cuando vi que el abandono de los
supuestos más radicales de la hipótesis de la caza en favor de la más moderada hipótesis
colectivista era tan sólo el presagio de un cambio en las percepciones intelectuales de la
comunidad arqueológica. A una velocidad acelerada, muchas de las ideas sobre el modo
de vida del Homo primitivo iban desprendiéndose de muchos de los elementos del acervo
cazador y recolector. Aquellos protohumanos no cazaban en absoluto; sólo recuperaban
carne de animales muertos, se decía. Y ni siquiera fueron carroñeros eficaces, sólo
gorrones marginales, que vivían del esfuerzo ajeno. Se descartaron los campamentos
base, y con ellos el medio social de la cooperación, de la división del trabajo y del intenso
ajedrez social.

A medida que tomaba cuerpo este proceso de deshumanización de nuestros


antepasados, sentía como si estuviera mirando un péndulo yendo de un extremo al
otro, inexorablemente. En opinión de algunos entusiastas de uno de los dos
extremos del péndulo, el Homo primitivo podía reconocerse como humano sólo en

124
su forma erguida, pero en nada más. Extraño.Para explicar el avance de este
proceso, Glynn dijo:

Empezamos a darnos cuenta de que nuestras interpretaciones estaban profundamente


influidas por una serie de presupuestos no verbalizados. Es más que probable que con la
fabricación y la utilización de herramientas de piedra, los primeros homínidos empezaran a
alejarse del comportamiento de simio tradicional.
Y el uso de esos útiles para obtener cantidades importantes de carne les habría alejado
aún más todavía. Pero nos dimos cuenta de que cuando hallábamos útiles y huesos
fragmentados asociados, presuponíamos que allí tuvo que existir una relación causal, que
los homínidos habían descuartizado y descarnado los huesos, quebrándolos para extraer
el tuétano, etcétera.
Así que Glynn buscó un nuevo yacimiento arqueológico para verificar estos
presupuestos.
Es posible que los huesos animales terminaran en un lugar determinado como
resultado de algún tipo de actividad carnívora. Y es posible que muchos huesos
fragmentados y muchos artefactos llegaran al mismo lugar por razones totalmente
independientes, sin relación alguna con los huesos animales. Teníamos que confirmar la
hipótesis de que los huesos y las piedras habían sido transportados al yacimiento por
homínidos. Y teníamos que contrastar la hipótesis de que las piedras se utilizaron para
separar la carne de los huesos.
El Yacimiento 50 era una oportunidad para comprobarlo.

125
Capítulo XI
EL MEDIO HUMANO
Mientras Glynn Isaac empezaba a revisar su interpretación del comportamiento del primer
Homo, Lewis Binford afilaba sus lápices para entrar a saco en la arqueología africana.
Binford, un arqueólogo de la Southern Methodist University de Dallas, es famoso tanto por
obligar a los arqueólogos a revisar sus métodos de análisis y de interpretación, como por
el tono ácido de sus críticas. Por ejemplo, acusó a cuantos interpretaban los conjuntos
arqueológicos más antiguos de África como antiguos asentamientos humanos, de
«inventar historias "fácticas" acerca de nuestro pasado homínido». Es un enfoque que
llamó la atención, pero que irritó a muchos estudiosos. A mí entre ellos.
Durante mucho tiempo, los arqueólogos habían más o menos supuesto que el primer
Homo tuvo que vivir como los actuales cazadores-recolectores o, al menos, que fue una
versión primitiva de ese modo de vida. Y daban por sentado que cuando encontraban
huesos y piedras asociados en el registro arqueológico, tenían que ser restos de
campamentos de cazadores-recolectores, con la diferencia de que tenían unos 1,5
millones de años de edad. Estoy convencido de que Glynn tenía científicamente razón al
decir que había que tomar cierta distancia e intentar distinguir entre presupuestos e
interpretaciones válidas. El Yacimiento 50, que sería parte de esa revisión, se vio inmerso,
hasta cierto punto, en lo que puede describirse como la campaña de celo iniciada por
Binford. Glynn, en su afán por depurar sus interpretaciones de cualquier premisa no
confirmada y de hablar sólo a partir de inferencias directas, se hizo excesivamente
prudente.
Binford se mostró escéptico con las conclusiones de sus colegas acerca de los
antiguos asentamientos, debido a su propia experiencia en el registro de los
neanderthales, miembros de la familia humana que vivieron en Eurasia hace entre 135.000
y 35.000 años. Comparó la evidencia de su modo de vida con la de los modernos
cazadores-recolectores. Lo que creyó ver le impresionó, sin duda. «Cuanta más
información recababa sobre la caza y los aspectos arqueológicos característicos de modos
de vida típicamente humanos, tanto más convencido estaba de que los primitivos seres
humanos -los neanderthales- fueron muy diferentes de nosotros. Si esto era cierto,
entonces el retrato afable y familiar de los primeros homínidos que nos transmiten Leakey
e Isaac para un periodo mucho más arcaico me parece cuanto menos paradójico.» Si las
estrategias de subsistencia de los neanderthales fueron tan torpes y desorganizadas como
supone Binford, no es extraño que tuviera dificultades en aceptar que, hace casi dos
millones de años, el primer Homo ya había desarrollado los rudimentos del modo de vida
cazador-recolector. Para Binford, la vida cazadora-recolectora es un desarrollo reciente de
la historia humana. «Hace entre 100.000 y.000 años aparecieron las primeras luces tenues

126
y vacilantes de un modo de vida basado en la caza. Nuestra especie había llegado, pero
no como resultado de procesos graduales y progresivos, sino repentinos y brutales en un
periodo relativamente corto de tiempo». Binford afirmaba que esta tardía y explosiva
llegada de gentes como nosotros fue el resultado de la repentina invención del lenguaje
hablado. Mi posición es muy diferente.
La vida de los cazadores-recolectores ha fascinado a los antropólogos desde hace más
de un siglo, y en las últimas décadas se han llevado a cabo estudios muy serios sobre los
últimos pueblos cazadores-recolectores, vertiginosamente diezmados. Es lógico que
muchos aspectos de la vida cazadora-recolectora difieran entre unos pueblos y otros,
sobre todo cuando el medio es diferente. Sería insólito que, por ejemplo, los esquimales
del norte helado organizaran su vida como los bosquimanos san del desierto de Kalahari.
Con todo, asoman unas pautas generales, y estas pautas implican un tipo de coherencia
interna respecto de las exigencias sociales y económicas asociadas a la caza y la
recolección. Por ejemplo, los pueblos cazadores-recolectores suelen establecer su
campamento base en un mismo lugar durante varios días, tal vez una o dos semanas. Se
procuran alimento en las inmediaciones, recolectando las plantas comestibles disponibles
y obteniendo carne como pueden. Luego, cuando los recursos empiezan a escasear, se
trasladan a otro lugar. Hay un constante control y explotación de los recursos, con
frecuentes traslados a nuevas áreas. Raramente se utiliza un campamento más de una
vez, a menos que sea particularmente rico en recursos, como ocurre con los recursos
marinos de los amerindios de la costa noroccidental.
También las primitivas bandas de Homo erectus tuvieron que utilizar el paisaje de
distintas formas. Por consiguiente, no cabe esperar que todos los conjuntos arqueológicos
de huesos y piedras correspondan a restos de antiguos campamentos base con idéntica
organización. Aunque, evidentemente, algunos de estos conjuntos sí que representan
campamentos base. Pero, según Binford, esto no es así. «Los famosos yacimientos de
Olduvai no son suelos de habitación -concluía en su libro Bones: Ancient Men and Modern
Myths. Ni uno solo-. La única imagen clara que se obtiene es la de unos homínidos que
aprovechan los lugares de caza y muerte de otros depredadores carroñeros en busca de
las partes anatómicas abandonadas de escaso contenido alimenticio, pero sobre todo para
extraer el tuétano.» De ahí que caracterice a los protohumanos como «gorrones
marginales». Los conjuntos arqueológicos, según Binford, son el resultado del abandono
de las piedras que los protohumanos llevaban consigo al lugar de matanza de los
carnívoros para, tras quebrar algunos huesos y extraer el tuétano, seguir su camino. Una
imagen muy poco humana.
Y la imagen es importante, tanto en el ámbito científico como en otros ámbitos, tal vez
más en antropología que en ninguna otra ciencia. La imagen influye en la manera de
interpretar la evidencia. En este caso, en la manera de interpretar el registro arqueológico:
podemos ver reminiscencias de la actividad de criaturas semejantes a los humanos, o de
criaturas muy alejadas de cualquier característica humana. Describir a los primeros Homo,
incluido Homo erectus, como «gorrones marginales» supone excluirlos de otros aspectos
de la humanidad. Pero si nuestros antepasados fueron cazadores mínimamente hábiles,
con complejas vidas sociales, entonces la consideración de otros aspectos de la
humanidad -el lenguaje, la moral, la consciencia- se hace más aceptable. Este es el quid
filosófico del llamado debate «carroñero versus cazador».
Para Glynn y sus colegas, uno de los focos de la investigación en este contexto seguía
centrado inevitablemente en los restos óseos de los conjuntos arqueológicos. Si se da por
supuesto, tal como sugiere la evidencia, que los homínidos transportaban realmente los
huesos a sus campamentos, cabe preguntarse si los animales eran resultado de la caza o

127
de la recuperación de carroña. Cuando un cazador mata un animal, puede llevarse al
campamento las partes que prefiera. Un carroñero suele acceder al cadáver después, en
segundo lugar, y sólo puede llevarse lo que el primer depredador no se ha comido o
llevado. La elección, pues, de las partes del cuerpo es más limitada para el carroñero. Por
consiguiente, las pautas de los conjuntos óseos en los campamentos base de unos y otros
tendrían que ser diferentes. Hasta aquí la teoría.
«En la práctica es muy difícil discriminar entre una pauta resultante de la caza y una
pauta resultante de la recuperación secundaria», dice Rick. A veces es imposible. «Si un
carroñero encuentra el cuerpo de un animal recién muerto por causas naturales, entonces
el carroñero puede disponer de todas las partes del cuerpo, y la pauta ósea resultante será
similar a la pauta de la caza. Y si el carroñero consigue ahuyentar a un depredador muy al
principio, la pauta también se parecerá a la de la caza. ¿Entonces?» Es un duro desafío,
un desafío que puede dar al traste con cualquier tentativa de solución. El antropólogo de
Chicago, Richard Klein, uno de los más experimentados y concienzudos arqueólogos
especializado en conjuntos óseos, no se muestra optimista al respecto: «Los huesos
pueden llegar a un yacimiento de tantas formas, y pueden haber sido sometidos a tantas
vicisitudes, que la cuestión cazador versus carroñero en los homínidos tal vez no se
resuelva nunca».
Pero hay tentativas alentadoras, como la que ofrece uno de los hallazgos más insólitos
de todo este episodio. Durante décadas se pensó que los homínidos eran carnívoros, y se
analizaron las piedras y los huesos recogidos en supuestos campamentos base. Todo el
mundo dio por sentado que los homínidos habían utilizado los afilados útiles de piedra
para descuartizar cuerpos de animales. Pero nadie había visto una sola evidencia directa
de esa actividad, ni rastro de la huella de una punta afilada contra el hueso, por ejemplo.
En cambio, sí pueden verse marcas de cortes en los desechos óseos de los modernos
cazadores-recolectores, independientemente de que hayan utilizado lajas de piedra o de
acero. Pero en el registro arqueológico no era así.
Más tarde, en el verano de 1979, tres investigadores diferentes descubrieron huellas de
cortes con independencia unos de otros, y con unos pocos meses de diferencia. Fue una
de esas admirables coincidencias que ocurren a veces, como si hubiera llegado el
momento adecuado para descubrir algo nuevo. Rick Potts encontró marcas de cortes. Pat
Shipman también. Y lo mismo le ocurrió a Henry Bunn, un miembro del equipo de Glynn.
Las huellas aparecían en forma de pequeñas muescas, con un perfil en forma de V,
hincadas en la superficie del hueso fósil, en Olduvai y en Koobi Fora, preservando así la
actividad de los primitivos matarifes del Pleistoceno. A veces los cortes estaban cerca del
extremo del hueso, producidos, posiblemente, al descuartizar un cuerpo.
Otras, las marcas aparecían en lugares del hueso donde sólo pudo haber piel y
tendones. «Por primera vez aparecía un vínculo sólido entre los útiles de piedra y al
menos algunos huesos fósiles muy primitivos», dijo Pat, haciéndose eco del suspiro de
alivio colectivo de toda la comunidad arqueológica. Fue un descubrimiento importante
porque, dado el enfoque mental minimalista de algunos investigadores, si no se conseguía
establecer un vínculo causal entre los huesos y las piedras, la interpretación de los
conjuntos arqueológicos no pasaría de ser mera suposición. Yo estaba encantado, aunque
no sorprendido, de ver evidencia material de matanza arcaica.
Aún más evocador fue el descubrimiento de que en algunos huesos con marcas de
cortes había señales de dientes carnívoros. A veces estas antiguas señales aparecían
superpuestas, una marca de corte que atravesaba una señal de dentellada, y viceversa.
«Cuando ves un corte encima de una huella de dentellada, puedes estar seguro de que se
trata de un homínido carroñero», dijo Pat. Es evidente que el carnívoro llegó al hueso

128
antes que el homínido carnicero. Y continuaba: «Por desgracia, cuando aparecen huellas
de dentellada encima de un corte, el resultado es equívoco. Puede que el homínido matara
al animal. Pero también puede que el animal ya estuviera muerto cuando llegó el
homínido, y que éste sólo arrambara con algunos pedazos. Luego tal vez llegara un
carnívoro e hincara los dientes en el animal. No se puede saber con certeza».
Ante esta ambigüedad, ¿qué puede decirse sobre los carnívoros en general que pueda
ser de utilidad? Primero, que existen muy pocos depredadores puros, como el leopardo, y
muy pocos carroñeros puros, como el buitre. La mayoría de carnívoros se alimenta de
animales muertos cuando les es posible, y cazan cuando no les queda más remedio. No
veo razón para que nuestros antepasados, una vez incorporada la carne a su dieta, no
encajaran en esta pauta. Sé por experiencia cuan fácil es conseguir carne cuando se es
cazador, y para ello no hace falta ir armado hasta los dientes. Los lazos y las trampas son
muy eficaces, a base de ramas armadas con tiras de corteza, todo ello invisible en el
registro arqueológico. De niño solía fabricar este tipo de trampas. Son fáciles de hacer y
eficaces. Me sorprendería que una técnica tan sencilla no pudiera remontarse muy atrás
en nuestra historia, probablemente iniciada con la expansión del cerebro en Homo.
¿Qué es lo que vemos con la aparición de Homo? Vemos un rápido crecimiento de la
capacidad craneana, lo que tuvo que coincidir más o menos con un aumento de la
inteligencia que, entre otras cosas, habría incrementado las capacidades técnicas.
Incluso los chimpancés son hábiles en la caza organizada y colectiva -por ejemplo,
cortando las posibles vías de escape de la presa en la caza colectiva de monos. Pero que
sepamos no saben hacer ni poner trampas ni lazos para atrapar la presa. Creo probable
que su mayor inteligencia pudo permitir a los primeros Homo organizar la caza de una
forma más cooperativa y eficaz que los chimpancés, y fabricar lazos y trampas sencillas.
Pero hay algo más en el primer Homo, algo que podría perfectamente ampliar nuestra
comprensión de la vida de estos antepasados. Se refiere a la forma del cuerpo, y procede
de dos investigadores con perspectivas muy distintas.
«Nos enviaron un molde del esqueleto de Lucy, y me pidieron que lo preparara para
exponerlo», recuerda Peter Schmid, un paleontólogo del Instituto de Antropología de
Zurich. Para los interesados en la anatomía del hombre y del simio, el Instituto es un
centro de mucho renombre. Allí, en los años cuarenta y cincuenta, Adolf Schultz creó una
de las mejores colecciones mundiales de esqueletos de simios. La obra de Schultz fue el
fundamento de gran parte de la anatomía comparativa contemporánea, y su Instituto
acoge un flujo constante de investigadores que necesitan comprender la anatomía del
simio. «Cuando empecé a reconstruir el esqueleto, esperaba que tuviera características
típicamente humanas. Todos hablaban de Lucy como una criatura muy moderna, muy
humana, así que me quedé muy sorprendido al ver lo que vi», dice Schmid. El problema
era el tórax. «Vi que las costillas eran más redondas vistas de perfil, más parecidas a las
de los simios -continúa Schmid-. El perfil de las costillas humanas es más liso. Pero la
mayor sorpresa de todas fue la forma de la caja torácica. La caja torácica humana se
parece a un barril, y yo no lograba dar a las costillas de Lucy esta forma. Pero en cambio
sí pude reconstruir una caja torácica con forma cónica, en forma de embudo, como la de
los simios.» Sabemos que Lucy tenía unos brazos anormalmente largos y piernas
relativamente cortas, pero se partía del supuesto de que, siendo bípeda, su cuerpo era
como el de los modernos humanos. Tras la experiencia con la caja torácica, Peter decidió
seguir investigando toda la anatomía de la parte superior del cuerpo. Estudió todo el
tronco, la región lumbar y los hombros. Quería saber cómo se desplazaba Lucy -
Australopithecus afarensis. Y concretamente, si podía correr erguida, como los humanos.

129
Los hombros, el tronco y la cintura son importantes para la acción de correr: los
hombros para el movimiento de los brazos y el equilibrio; el tronco para el equilibrio y la
respiración; y la cintura para la flexibilidad y el balanceo de las caderas. «Lo que se ve en
Australopithecus no es lo que cabe esperar en un animal bípedo de fácil y rápida carrera -
dice Peter-. Los hombros eran demasiado altos y, asociados a un tórax en forma de
embudo, no podían propiciar un adecuado balanceo de los brazos, en un sentido humano.
El individuo no habría podido elevar su tórax para poder respirar profundamente, que es lo
que hacemos cuando corremos. El abdomen era panzudo, y no había cintura, lo que
habría limitado la flexibilidad necesaria para correr.» Es decir, Lucy y otros
australopitecinos eran bípedos, pero no eran humanos, al menos por lo que se refiere a su
capacidad para correr.
Mientras Peter Schmid trabajaba con el esqueleto de Lucy en Zurich, Leslie Aiello se
sumergía en cifras en el University College de Londres. Unas de esas cifras eran el peso y
la altura de los miembros de un cuerpo militar especial de San Francisco. «Necesitaba
datos de algunos humanos altos, y cuando digo altos, quiero decir muy altos», explicaba.
No es fácil encontrar humanos más altos que aquéllos. Pero gran parte de sus datos eran
más convencionales: la talla y el peso de los simios modernos, y estimaciones del peso y
la altura de varios especimenes homínidos, como Lucy.
Encontró una pauta sorprendente. Comparados con los humanos, los simios tienen una
complexión muy robusta para su estatura. Por ejemplo, un chimpancé de 1,80 m de altura
puede llegar a pesar el doble que un humano moderno de la misma talla. Leslie quería
saber cómo encajaban nuestros antepasados en esta comparación. «No hay duda. Los
australopitecinos son como los simios, y el grupo Homo es como los humanos. Algo
esencial ocurrió con la evolución de Homo, y no sólo en el cerebro», dice.
Tal vez deslumhrados por el tamaño espectacular del cerebro humano -egotistas como
somos- hemos prestado menos atención a otros aspectos físicos de nuestros
antepasados. Muchos se han referido a la eficacia de los australopitecinos bípedos, pero
aquí había un análisis de carácter muy distinto: «El desarrollo del físico humano pudo
perfectamente ir asociado a un cambio fundamental en la adaptación homínida», concluye
Leslie. Fuera cual fuere la razón y el objetivo de los primeros homínidos para erguirse y
andar sobre dos pies, algún aspecto importante de la locomoción cambió con el origen de
Homo.

130
Las especies australopecinas no estaban adaptadas para dar grandes zancadas ni para correr, como los
humanos. Aquí se muestran las adaptaciones para trepar a los árboles en el Australopithecus afarensis. (Por
cortesía de John fleagle/Academic Press.)

Con menos corpulencia que los simios para una altura más o menos idéntica, los
humanos poseen una superficie corporal relativamente mayor para expulsar calor.
Unas extremidades inferiores largas nos permiten efectuar pasos más largos, y un
centro de gravedad más bajo (en la pelvis, y no en el tórax) reduce la inercia, o el lastre, al
andar o correr. Leslie sugiere que estos rasgos pudieron ser importantes para un homínido
bípedo en pleno proceso de adaptación a una mayor actividad en medios templados y
abiertos.

131
Esta conclusión evoca imágenes de humano, no de simio, y se basa en estudios
básicos de anatomía, no en una fantasía desenfrenada. Es importante. En el momento en
que se estaban desarrollando estos puntos de vista, empezó a asomar una tercera idea
relevante para el tema, gracias, en parte, a una visita a un mecánico de automóviles y a
una carta providencial de un colega. Dean Falk, una antropóloga de la Universidad Estatal
de Nueva York, en Albany, ha estudiado el interior de los cráneos homínidos fósiles
durante casi dos décadas, y está profundamente familiarizada con la información que
puede extraerse de ellos. Una de las cosas que aprendió fue que los vasos sanguíneos
que drenaban el cerebro de los homínidos podían corresponder a dos pautas. En los
homínidos más antiguos que se conocen y en la mayoría de los australopitecinos, la
sangre fluye por unos vasos sanguíneos, pocos pero básicos, que se hallan detrás del
cerebro y luego por las venas yugulares. En Homo es distinto. La sangre fluye por una red
mucho más amplia de vasos sanguíneos, una pauta que se hace más sofisticada a lo largo
de toda la evolución. Esta diferencia llevó a Dean a proponer su llamada teoría del
radiador.
La conversación que sostuvo con su mecánico, Walter Anwander, un experto que le
reconstruyó de arriba abajo su coche de 1970, acabó de perfilar su teoría. «Un día, cuando
me estaba contando lo que había hecho debajo del capó -recuerda Dean-, Walter me
indicó el radiador y me dijo que el tamaño del motor no puede ser mayor de lo que puede
enfriar.» Los homínidos son de alguna manera también como un motor, y el enfriamiento
es importante, sobre todo para el cerebro. Poco después de la instructiva observación de
Walter Anwander, Dean publicó algunos de sus resultados sobre los vasos sanguíneos
craneales en los homínidos. Michel Cabanac, un fisiólogo francés, vio el informe de Dean y
le escribió, señalando que la evacuación de calor pudo llegar a ser especialmente
importante a medida que se desarrollaba el cerebro en la historia humana. Tal vez las
pautas de drenaje descubiertas por Dean fueran pertinentes al respecto.
Efectivamente, pensó Dean, y pronto avanzó la idea de que la vasta red de venas
sanguíneas del cerebro del primer Homo pudo facilitar una prolongada actividad
productora de calor. Pero no en los primeros australopitecinos. Parece difícil, si no
imposible, verificar la teoría. Pero al menos es coherente con las inferencias basadas en la
estructura corporal de los australopitecinos y de Homo, y la coherencia es a veces lo único
posible en algunas teorías científicas, sobre todo en aquellas que tratan del acontecer
histórico.
Cuando me llegaron las primeras noticias de estas ideas y de los resultados de Leslie
Aiello y de Peter Schmid, me alegré. Me parecía que se cogía a los arqueólogos a
contrapié. El primer Homo se me aparece como una criatura adaptada a una dieta más
diversificada al hacerse parcialmente carnívoro de una manera físicamente activa.
Podía correr como nosotros si era necesario, y tenía muchísima resistencia, como
nosotros. Estas son las señas de los cazadores humanos. Los australopitecinos no
poseían ninguna de estas características. No eran cazadores.
Pero ¿qué hay de la idea según la cual, en tanto que carnívoros, los protohumanos
operaron desde campamentos base estacionales, y de que ya estaba emergiendo un
medio social e intelectual de tipo humano? Hemos visto que el periodo de la infancia en
Homo erectus tuvo que ser prolongado debido a la inmadurez del cerebro infantil al nacer.
¿El Yacimiento 50 es un ejemplo de este tipo de campamento base, o es tan sólo una
simple aglomeración de huesos y piedras de escaso interés antropológico, como sugería
Binford? Los tres años de paciente trabajo en el yacimiento dieron sus frutos, ofreciendo
datos interrelacionados de calidad y envergadura nunca alcanzados en un yacimiento
arqueológico primitivo. Al final, Glynn y sus ayudantes pudieron demostrar que los huesos

132
con restos de carne habían sido arrastrados hasta el yacimiento, muy probablemente por
los mismos protohumanos. Algunos de los huesos llevaban marcas de cortes; otros habían
sido quebrados con hachas. Los útiles de piedra fueron fabricados en el yacimiento por
uno o más individuos de la banda Homo erectus.
Sabemos todo esto porque Ellen Kroll pudo ensamblar en parte algunos de los cantos
rodados de los que procedían muchas de las lascas producidas. Y en una inteligente
investigación microscópica, Larry Keeley, de la Universidad de Illinois, y Nick Toth, de la
Universidad de Indiana, pudieron demostrar que algunas de las lascas de piedra habían
sido utilizadas para manipular carne, hierba y madera.
Estos diversos enfoques transforman nuestra imagen -mi imagen, al menos- del
Yacimiento 50, de un lugar esporádico de matanza, a un asentamiento de actividad
múltiple; es decir, un campamento estacional de cazadores-recolectores.
Glynn fue más cauto. El Yacimiento 50 demostró efectivamente lo que él sospechaba:
los homínidos de este periodo transportaban piedras y huesos a un lugar determinado,
escogido, y utilizaban herramientas de piedra para obtener carne. Pero dejó de llamar a
estos lugares «campamentos base» para referirse a ellos como «lugar central de
alimentación». En una conferencia que conmemoraba el centenario de la muerte de
Darwin, dijo: «Hoy creo que, de muchas formas, el sistema de comportamiento fue menos
humano de lo que creí al principio». Creo que Glynn estaba siendo demasiado cauto,
demasiado influido Por aquel péndulo. Y continuó: «Tengo la profunda sospecha de que si
estos homínidos vivieran actualmente, los colocaríamos en un zoológico, no en un medio
académico».
No estoy diciendo que el joven turkana fuera humano como nosotros lo somos
actualmente. Pero rechazo la idea de que la humanidad emergiera repentina y tardíamente
en nuestra evolución. Sospecho que esta posición extrema obedece a un deseo de ver
aceptadas las propias ideas en una atmósfera intelectual poco corriente, un proceso
inconsciente pero muy fuerte. Muchos creen que los humanos son tan diferentes del resto
del mundo animal que no pueden aceptar la idea de que seamos un producto de la
evolución, como una especie más. Tal vez algunos antropólogos reaccionan frente a esta
posición poco científica ensalzando las cualidades humanas especiales a la hora de
ofrecer explicaciones científicas de nuestros orígenes.
Me parece mucho más razonable, y mucho más coherente con la evidencia, la idea de
que esas cualidades tan complejas como son la conciencia, la moral, y la ética, se
desarrollaron a lo largo de un prolongado periodo de nuestra historia. Creo que el joven
turkana vivió en un medio social rico, cuyos elementos reconoceríamos como humanos. E
intuyo que cuando murió, su familia pudo sentir y compartir sentimientos de pesar mucho
más parecidos a los que experimentan los modernos humanos que a los que sienten los
chimpancés.

133
CUARTA PARTE
EN BUSCA DE LOS HUMANOS MODERNOS

134
Capítulo XII
EL MISTERIO DE LOS HUMANOS MODERNOS
El destino de los neanderthales constituye uno de los más viejos problemas de la
paleontología y uno de los más actuales. Los neanderthales evolucionaron por primera vez
hace unos 135.000 años, y al parecer ocuparon una gran franja de Eurasia, desde la
Europa occidental hasta el Próximo Oriente, y desaparecieron definitivamente hace 34.000
años. Desde que se descubrieron sus huesos extraordinariamente robustos en el valle del
Neander cerca de Dusseldorf, en 1856, el debate se ha centrado en torno al lugar de los
neanderthales en la historia humana. ¿Fueron un callejón sin salida extinguido, una rama
del árbol genealógico humano llamada a extinguirse? ¿O fueron, de alguna forma,
antepasados de los pueblos modernos de Europa? La anatomía del Neanderthal centró la
atención de aquel largo debate. Estas gentes primitivas fueron de complexión robusta, con
extremidades fuertes y muy musculosas. Su cerebro era grande, algo mayor que la media
de un cerebro humano moderno. Pero la anatomía de la cabeza era extraordinaria. El
cráneo era largo y bajo, con un «moño» detrás y cejas prominentes en la frente. Y la cara
era única en la historia humana.
Imaginemos un rostro humano moderno hecho de goma. Tiremos de la nariz unos
centímetros. El resultado es una parte central de la cara extrañamente proyectada hacia
afuera, pero todo su entorno, no sólo la nariz. Así es, a grandes rasgos, la cara del
neanderthal. La pregunta es la siguiente: ¿pudo una forma anatómica tan chocante formar
parte de la fisonomía de las modernas poblaciones europeas? Si antes la cuestión se
abordaba estrictamente en términos de anatomía, ahora se plantea, aunque
indirectamente, en términos de laboratorio de genética molecular, sobre todo en los
Estados Unidos. Y en enero de 1988 los resultados de la investigación merecieron la
portada de Newsweek, lo que da una idea del interés y de la espectacularidad de la nueva
perspectiva propuesta. El enfoque de la genética molecular consideró el problema del
neanderthal como parte de un problema más amplio, el del origen de los humanos
anatómicamente modernos en general. De ahí el título un tanto provocativo y equívoco
elegido por los editores de la revista para la historia: «The Search for Adam and Eve».
Según los datos de la genética molecular presentados en el artículo de Newsweek, los
humanos modernos evolucionaron por primera vez hace unos 150.000 años, en alguna
parte del África subsahariana. ¿Y los neanderthales? Había que dejarlos a un lado, una
especie humana extinguida que no aportó ninguna contribución a las poblaciones
modernas; ninguna cultura, ningún gene, nada. El efecto de estas afirmaciones de los
genetistas moleculares provocó una polarización desconocida en el debate sobre los
orígenes humanos -y, como parte central de ese debate, sobre la suerte de los
neanderthales. Tal vez la retórica fue tan ácida, tanto en público como en privado, porque

135
los datos tenían que ver con genes, no con huesos. El fuego prendió porque el
representante principal de los datos moleculares, el bioquímico de Berkeley Alian Wilson,
decidió no ocultar su desdén hacia algunas de las opiniones antropológicas. Vimos que
Wilson merecía confianza a raíz de su enfoque molecular: él y su colega Vincent Sarich
tuvieron razón una vez respecto de los datos genéticos, cuando afirmaron que los
humanos y los simios comenzaron a divergir hace 5 millones de años, y no hace 15
millones como nosotros los antropólogos veníamos proponiendo hacía tiempo. Las
conclusiones a que llegan Wilson y sus colegas ahora sobre el origen de los humanos
modernos son tan radicales hoy como lo fue en su día, en 1967, la fecha para la
divergencia simio-humano. ¿Vuelven a estar en lo cierto?
Antes de abordar todos los pormenores de esta compleja historia, hay que tomar una
cierta distancia y ver la totalidad del cuadro. Se trata del origen del hombre moderno, de la
aparición final de la humanidad. La tela del cuadro es grande y de variada textura. En
términos de tiempo evolutivo, abarca el periodo de nuestra historia desde hace dos
millones de años hasta el final de la última glaciación, hace unos diez mil años. En
términos de anatomía, reconstruye la mutación desde una criatura de complexión atlética,
musculosa, bípeda, y con un cerebro relativamente grande (el primer Homo y Homo
erectus), hasta una criatura ágil, bípeda, y también de gran cerebro (los humanos
anatómicamente modernos, Homo sapiens sapiens). En términos de tecnología, traza un
cambio desde un conjunto modesto y estable de una docena de útiles, rastrea un
caleidoscopio de ingenio, con cientos de diseños muy cualificados que van y vienen con
una rapidez vertiginosa y desconocida. En última instancia, y lo más significativo,
concierne a la evolución de la mente humana y, por consiguiente, al sentido estético, al
sentido moral, al sentido de la invención, y al de la curiosidad acerca de nuestro lugar en el
universo de las cosas.

136
Aunque el cerebro del neanderthal era más pequeño que el cerebro humano (moderno) medio, la forma del
cráneo era muy distinta, relativamente alargada y achatada. Uno de los rasgos más sorprendentes de los
neanderthales era la parte central de su cara proyectada hacia afuera, resgo que no aparece ni en Homo
erectus ni en Homo sapiens.

Algunos estudiosos han dicho que el origen de los humanos modernos fue tan
importante como la aparición del mismo género Homo. Dicen que somos el producto de un
repentino despertar cognitivo, que generó un nivel moderno de lenguaje hablado y de
conciencia. Si fue así, podría considerarse uno de los tres grandes avances en la historia
humana: el origen del bipedismo; el origen de un gran cerebro; y el origen de la conciencia
introspectiva. Esta progresión es convincente y atractiva. ¿Pero cómo saber si es

137
correcta? Científicamente, nos vemos confinados a la evidencia material -fósiles,
artefactos y otros objetos tangibles del registro- siendo como son tan escasos. También es
cierto que, en tanto que productos de aquel cambio -nosotros-, en tanto que seres curiosos
y poseídos de una necesidad tan profunda de comprender, nos vemos tentados -lo que
también es lógico- a ir más allá de esa evidencia. Cosa aceptable sólo si se reconoce
claramente dónde termina la inducción científica y dónde empieza la especulación. Si la
evolución transcurrió tal como se suele imaginar, entonces el cuadro basado en la
evidencia fósil y arqueológica sería simple y armonioso. Se habría dado una
«modernización» continua y gradual de la anatomía humana desde el primer Homo,
pasando por Homo erectus, hasta Homo sapiens sapiens -un esqueleto menos tosco, un
cerebro mayor, una cara menos prominente, huesos craneanos más delicados, y
premolares más pequeños. Y, paralelamente, habría evolucionado una tecnología y estilos
estéticos cada vez más sofisticados. En otras palabras, cabría esperar la eventualidad de
poder medir las fases del cambio y un progreso estable hacia una meta esperada. Pero la
evolución no funciona así; su ritmo y su forma varían en el espacio y en el tiempo. La tarea
del biólogo consiste en intentar comprender qué significan realmente las pautas en el
marco de cualquier historia evolutiva concreta.
¿Cuál es la pauta global de la historia humana de los últimos dos millones de años,
sobre todo en los últimos 1,6 millones de años, que fueron testigo de la evolución y
desaparición de Homo erectus y de la futura evolución de Homo sapiens! Por desgracia, el
registro fósil correspondiente al periodo comprendido entre los 1,6 millones de años y el
presente es mucho menos completo de lo que los antropólogos desearían y sospecho que
mucho más exiguo de lo que los no antropólogos creen. El mapa antropológico de este
periodo puede parecer densamente poblado de nombres famosos como el Hombre de
Java, el Hombre de Pekín, el Hombre de l'Aragó, el Hombre de Heidelberg, el Hombre de
Solo, el Hombre de Broken HUÍ, el Hombre de Steinheim, el Hombre de Bodo, y muchos
otros. Pero en realidad el registro de cualquier región geográfica concreta es muy desigual,
lo que dificulta la identificación del cambio evolutivo. No existe, por ejemplo, ningún
espécimen unívoco de Homo erectus en toda Europa, en ninguna parte. Este vacío en el
registro del Viejo Mundo contribuye, creo yo, al actual desacuerdo en torno al origen de los
humanos modernos.

138
El área sombreada muestra la extensión geográfica ocupada por los neanderthales clásicos, hace entre
100.000 y 35.000 años. Otros yacimientos muestran restos de los primeros humanos modernos: la
desembocadura del río Klaisies, en Suráfrica, y Qafzeh, en Oriente Próximo, y formas (arcaicas) de
transición, como lÁragò en Francia, Jebel Ighoud, en Marruecos, y el Awash, en Etiopía. (las cifras son
dataciones en miles de años).

Sí puede decirse, en cambio, que dondequiera que se encuentre un espécimen de


Homo de entre 1,6 millones y medio millón de años de antigüedad, puede etiquetarse
como Homo erectus: individuos altos, fuertes, con cerebros relativamente grandes, un
cráneo bastante alargado, huesos craneanos gruesos, cara y cejas prominentes. (En este
periodo no hay trazas de prominencia en la parte central de la cara tan característica de
los neanderthales.) Además, después de los 35.000 años, todo lo que se encuentra es
Homo sapiens sapiens, los humanos modernos. Por consiguiente, debemos dar razón de
ese periodo comprendido entre medio millón de años y 35.000 años, cosa nada fácil. Hay
muchos fósiles de este periodo escurridizo (incluidos, claro está, los neanderthales), pero
la pauta no es nada simple, y las interpretaciones son totalmente divergentes. Lo más
evidente -y menos satisfactorio- que puede decirse sobre estos fósiles es que no parecen
ser ni una cosa ni otra, ni Homo erectus ni Homo sapiens sapiens, sino que combinan
elementos de ambos. Los neanderthales entran en esta categoría: su gran cerebro

139
proclama su modernidad, pero su esqueleto robusto y su cráneo se acercan al legado de
un pasado más primitivo.
Prácticamente lo mismo puede decirse del Hombre de Petralona, un cráneo grande y
muy robusto descubierto hace más de veinte años en una cueva llena de estalactitas a
unos cincuenta kilómetros al sureste de Tesalónica, en Grecia, El Hombre de Petralona es
más viejo que cualquier neanderthal, y data posiblemente de hace unos 300.000 años.
Tiene un gran cerebro, de unos 1.250 cm3, es decir, unos 100 cm3 menos que la media
del humano moderno; su cara y sus cejas son menos prominentes que las de Homo
erectus, pero más que las de los humanos modernos; el hueso craneano es grueso. Una
perfecta mezcla de antiguo y nuevo, un aparente mosaico de rasgos.
Lo mismo ocurre con el Hombre de l'Aragó (Tautavel), una cara y un cráneo parcial
procedentes de una cueva en las estribaciones de los Pirineos franceses. Mis amigos
Henri y Marie-Antoinette de Lumley han venido organizando durante años excavaciones
extensivas en esta cueva, a unos pocos kilómetros del pueblecito de Tautavel. El Hombre
de l'Aragó, aunque de apariencia más primitiva que el neanderthal, posee también ese
mosaico de rasgos, mezcla de antiguo y moderno, cómputos de los flujos y reñujos
evolutivos de nuestra historia. Henri y MarieAntoinette tienen la impresión de que la cara
pudo arrancarse de un cadáver para ser utilizada como máscara en algún tipo de ritual. No
hay forma de saber si esto fue así, claro, pero por muy fascinante que pueda parecer la
idea, la prudencia científica me lleva a dudar de ello.
Una docena aproximada de especimenes despliegan el mismo tipo de mosaico que
aparece en el Hombre de l'Aragó y en el de Petralona, con variantes regionales en África,
Asia y Europa. Algunos de esos nombres nos resultan familiares, otros menos.
No hay duda de que algo estaba ocurriendo en este periodo, escarceos de actividad
evolutiva en todo el Viejo Mundo. Debido a los elementos de modernidad de estos
especimenes -especialmente el mayor tamaño cerebral y una cara menos prominente-, se
los conoce hace tiempo como «.sapiens arcaicos». Con ello se pretendía reconocer que
estaban en el umbral del género sapiens pero sin ser todavía plenamente sapiens.
lan Tattersall rechaza la expresión de sapiens arcaico y la tilda de «terminología
equívoca» porque, dice, «es una forma de eludir la verdadera cuestión». La cuestión a que
se refiere es la necesidad de decidir qué significa la mezcla de rasgos antiguos y
modernos en la historia evolutiva. «No tiene sentido meterlo todo en el mismo saco, sobre
todo si no hay realmente un nombre para ello -dice lan-. El término sapiens arcaico es tan
sólo un saco donde todo cabe y no tiene nada que ver con la realidad biológica. Cualquier
paleontólogo especializado en mamíferos que viera diferencias morfológicas que
distanciaran a los humanos modernos de sus precursores, y a estos últimos entre sí, no
tendría ninguna dificultad en reconocer varias especies distintas.» Tres especies, o tal vez
incluso cuatro, dice. Como ya dije antes, yo soy partidario de «cuantas más especies
homínidas, mejor». No tengo dificultad en aceptar la coexistencia de varias especies
homínidas, tal y como hacen los monos del Viejo Mundo en la actualidad. Y espero que,
hace entre dos y tres millones de años, hubiera incluso más homínidos de los que hoy
estamos dispuestos a reconocer. Pero debo admitir mi resistencia ante la idea de la
coexistencia de tres o cuatro especies humanas hace unos cientos de miles de años, en el
umbral de Homo sapiens sapiens.
Se trata aquí de humanos, gentes muy próximas a nosotros, que, si llegáramos a
conocerlos, serían espejos de nosotros mismos.
«La insistencia en incluir formas tan diversas como las de Petralona, Steinheim,
Neanderthal, y a ti y a mí en una única especie Homo sapiens tiene que ser de origen
sociológico», dice lan. «La única explicación racional para la asociación taxonómica

140
conjunta de estos fósiles tan enormemente dispares es la creación de un "Rubicón mental"
inconsciente, probablemente en torno a los 1.200 cm3. Hay que aplaudir ese generoso
sentimiento liberal que lleva a la inclusión en el género Homo sapiens de todos los
homínidos cuyo tamaño cerebral encaja cómodamente con la gama moderna», añade, con
un cierto tono sarcástico. ¿Seré yo uno de esos «generosos liberales» por creer que estos
fósiles de gran cerebro sí merecen la apelación de sapiens? No lo creo. Un gran cerebro
es el producto y el motor de la evolución en esta fase tardía de nuestra historia, e ignorar
su significación en esta serie de fósiles es conservador y poco generoso, para seguir con
la metáfora de lan.
Pero el tema dominante aquí es cómo encaja el tema de la forma anatómica en la
pauta más global, en la evolución de los humanos modernos. Hay dos interpretaciones.
En un extremo está la noción de una fuerte continuidad evolutiva en el tiempo y en el
espacio, una fuerza evolutiva inexorable que lleva de Homo erectus a sapiens arcaico y a
Homo sapiens sapiens. Dondequiera que se establecieran las poblaciones de Homo
erectus en el Viejo Mundo, afirma este modelo, Homo sapiens sapiens habría emergido
vía un sapiens arcaico intermedio (incluido los neanderthales en Europa), interactuando
unos con otros a través del contacto y del flujo genético.
Se conoce como el modelo multirregional, y hace quince años lo describí utilizando la
analogía siguiente: «Si cogemos un puñado de guijarros y los lanzamos a una balsa de
agua, cada guijarro formará ondas expansivas que más pronto o más tarde se toparán con
las ondas expansivas de los otros guijarros. La balsa representa el Viejo Mundo con su
población básicamente sapiens; el lugar donde cae cada guijarro es un punto de transición
hacia Homo sapiens sapiens; y las ondas expansivas son las migraciones de los humanos
realmente modernos». Es una ilustración gráfica de la idea, y hace poco he visto varias
versiones de ella, sobre todo desde que el debate se ha puesto al rojo vivo. Pero ya no
estoy tan seguro como entonces de que sea correcto.
Una de las razones de la atracción que ejerce este modelo, al menos para mi es que
contiene la idea de la inevitabilidad de la historia humana, un impulso evolutivo que, una
vez establecido, llevaba irrevocablemente a la humanidad que hoy conocemos.
Esto puede sonar a música de predestinación del genero humano, la convicción de que
el proceso estaba ya escrito. Sé que muchos lo creen así, pero no es mi caso. Me parece
razonable plantear si el desarrollo de una cultura material elaborada y de una comunión
social e intelectual extensiva pudieron o no cambiar de alguna forma las reglas de la
evolución en nuestros antepasados inmediatos.
Concretamente sospecho que pudo crearse una retroalimentación positiva, en la que
este tipo de medio social e intelectual pudiera propiciar su propio desarrollo futuro. En
otras palabras, la cultura tuvo que ser un componente activo de la selección natural,
intensificándola aún más. Mi padre solía decir que, a través de la cultura, los humanos se
domesticaron efectivamente a sí mismos. Como se sabe, la domesticación -de plantas y
animales- propicia un cambio evolutivo rápido. Por analogía, la emergencia de humanos
totalmente modernos pudo verse acelerada por los efectos de la cultura.
Si esto es correcto, entonces la evolución hacia el sapiens completamente moderno
habría ocurrido dondequiera que hubiera tenido lugar el impulso evolutivo mismo -es decir,
una evolución multirregional.
Pero nuevos fósiles y nuevas dataciones para los viejos fósiles han empezado a
convencer a muchos de mis colegas de que el modelo multirregional es incorrecto. No
creo que el registro fósil haya dado su última palabra, pero es lo suficientemente sugerente
como para obligar al más testarudo multirregionalista a considerar la segunda
interpretación alternativa. ¿Y qué es lo que ésta ofrece? La idea central es que, en lugar

141
de evolucionar dondequiera que se estableciera Homo erectus, Homo sapiens sapiens se
originó como un único acontecimiento evolutivo — una especiación- en una población
geográficamente aislada. A partir de ahí, los humanos ya completamente modernos se
expandieron desde esta región geográfica inicial, sustituyendo a las poblaciones
premodernas existentes (incluidos los neanderthales) por todo el Viejo Mundo. Hace
quince años, en un artículo ya clásico sobre el tema, William Howells, de la Universidad de
Harvard, llamó a este modelo la hipótesis del Arca de Noé.

Desde entonces también se la conoce como la hipótesis del Jardín del Edén y, con la
evidencia más reciente de la genética molecular, la hipótesis de la Eva Mitocondrial.
Ambos modelos -el multirregional y el del Arca de Noé- difícilmente podrían ser más
distintos, tanto por lo que se refiere a los mecanismos evolutivos subyacentes implicados
como a las predicciones relativas al registro fósil.
El modelo multirregional, por ejemplo, describe la transición evolutiva de una especie
reconocida a otra (de Homo erectus a Homo sapiens sapiens, pasando por fases
intermedias, los sapiens arcaicos) en África, Asia y Europa. ¿Hasta qué punto resulta
verosímil en términos, por ejemplo, de la actual genética poblacional? «Incluso en
condiciones ecológicas idénticas, cosa muy excepcional en la naturaleza, unas
poblaciones geográficamente aisladas divergirán entre sí y pueden volver a experimentar

142
un aislamiento reproductivo», observa Shahan Rouhani, una genetista del University
College de Londres. O sea que, dadas las distintas condiciones ecológicas que
prevalecieron en África, Asia y Europa en aquella época -y que siguen prevaleciendo aún
hoy-, el aislamiento reproductivo pudo ser una realidad entre las poblaciones de Homo
erectus y de sapiens arcaico en el Viejo Mundo. «Creo que el modelo multirregional de los
orígenes del humano moderno no es, por consiguiente, teóricamente plausible».
El antropólogo de la Universidad de Michigan Milford Wolpoff, el actual defensor de la
versión moderna del modelo multirregional, no está de acuerdo: «Hubo un considerable
flujo genético entre poblaciones -dice-; el flujo genético es el reticulado que conecta
poblaciones entre sí». Unidas de este modo, poblaciones geográficamente distantes
pueden entonces evolucionar de forma concertada, aunque no necesariamente de forma
simultánea, siguiendo una trayectoria común. Esa trayectoria, dice Milford, se urde
mediante la creciente elaboración de una cultura entre nuestros antepasados. En cierto
modo, la cultura protohumana es no sólo un producto del comportamiento de nuestros
ancestros, sino también parte de la presión selectiva que obliga a la evolución a avanzar.
Es una idea con la que me siento bastante identificado.
Pero debo admitir que la idea de una evolución multirregional por impulso cultural
queda fuera de lo que muchos genetistas entienden por biología poblacional. «Las
poblaciones muy extensas poseen una inercia genética -explica Luigi Lúea Cavallisforza,
un genetista de la Universidad de Stanford-. Las mutaciones tardarían muchísimo tiempo
en reproducirse en este tipo de poblaciones. No veo cómo podría funcionar el modelo
multirregional.» ¿Ofreció la cultura una comunalidad entre las poblaciones premodernas
que las unificó de forma que pudieran promover un cambio genético relativamente rápido
en una amplia área geográfica? Yo no podría asegurarlo, y creo que nadie puede
mostrarse dogmático al respecto, ni en un sentido ni en otro.
El modelo alternativo -la hipótesis del Arca de Noé- es diferente por lo que se refiere al
mecanismo evolutivo y, en gran parte, está mucho más en consonancia con las premisas
de la genética poblacional hoy aceptadas. Según este modelo, poblaciones
geográficamente aisladas de una especie habrían desarrollado con el tiempo una
diversidad genética entre ellas. Bajo estas circunstancias pudo darse un cambio genético -
por mutación- en una de esas poblaciones. En cuyo caso, pudo establecerse localmente,
en una zona restringida, una nueva especie, que estaría aislada en términos reproductivos
de la especie original. En la medida en que los biólogos pudieran determinarlo, podrían
entonces aparecer dos especies estrechamente emparentadas entre sí allí donde
originalmente sólo hubo una, y las dos podrían continuar viviendo una al lado de otra, o
llegar a ocupar territorios diferentes. La hipótesis del Arca de Noé es insólita, en el sentido
de que postula la extinción total y completa -en un área geográfica vastísima- de la
especie original, dejando a las dos nuevas especies en espléndido aislamiento.
Los mecanismos evolutivos subyacentes a ambos modelos difieren radicalmente entre
sí, al igual que las predicciones de lo que el registro fósil debería reflejar. Si el modelo
multirregional es correcto, entonces en cada región del mundo debería haber una serie de
fósiles mostrando rasgos cada vez más modernos, pero con claras diferencias locales
profundamente arraigadas. Es decir, que deberían poderse detectar algunas
características anatómicas de los modernos asiáticos en los individuos sapiens arcaicos, e
incluso en los Homo erectus, de la región. Lo mismo cabría decir para las características
africanas y europeas. En cambio, según la hipótesis del Arca de Noé, no cabe esperar una
continuidad de características regionales desde la época de Homo erectus hasta hoy, sino
la presencia de humanos anatómicamente modernos primero en una sola región del
mundo -el lugar del fenómeno de la especiación. Estas formas modernas podrían

143
encontrarse más tarde en otras partes del mundo a medida que fueron migrando desde el
lugar de origen, sustituyendo en ese proceso migratorio a las poblaciones existentes.
Considerado en su globalidad, habría pues un solo y único punto de origen, a partir del
cual una oleada de humanos modernos habría migrado en todas direcciones, relegando a
todas las poblaciones humanas preexistentes al olvido evolutivo.
Ambos modelos tienen asimismo distintas implicaciones por lo que se refiere a las
modernas características raciales. En el modelo multirregional, por ejemplo, el producto
final de una larga historia evolutiva serían diferencias raciales asociadas a los distintos
grupos geográficos. Diferencias profundamente arraigadas. En el modelo del Arca de Noé,
las diferencias raciales serían manifestaciones recientes, el producto de una diferenciación
genética reciente. Sus raíces serían poco profundas.
Mi amigo Stephen Jay Gould está convencido de que el modelo del Arca de Noé es
correcto, y aplaude sus implicaciones. «Todos los humanos modernos forman una entidad
unida por lazos físicos de descendencia de una raíz africana reciente», escribía hace un
par de años. Si algo hay que aprender del estudio de los orígenes humanos, es la unidad
de la humanidad. «Somos una sola especie, un solo pueblo», escribí hace unos quince
años en Origins. Entonces este era para mí uno de los mensajes más profundos que el
estudio de los orígenes humanos podía aportar a una visión moderna de nosotros mismos
y de nuestro futuro. Incluso desde una perspectiva multirregional, que entonces defendía,
el mensaje era inequívoco. Si el modelo del Arca de Noé es correcto, y todos los pueblos
modernos descienden de una población africana reciente, entonces, como dice Steve,
nuestros lazos físicos son aún más estrechos. Desde un punto de vista emocional, me
siento fuertemente atraído, como es lógico, por el modelo del Arca de Noé. Sus
implicaciones van a la par con mis convicciones -y mis esperanzas- sobre la humanidad.
¿Pero qué dice la evidencia material al respecto? Del estudio de esa evidencia cabría
esperar una respuesta nada ambigua, pero nada más lejos de la realidad. Mis colegas
antropólogos están divididos respecto al registro fósil, la mitad apoya una forma de modelo
multirregional, y la otra mitad una forma de la hipótesis del Arca de Noé.
Parte del problema radica en el propio registro fósil, tan incompleto. En gran parte de
las regiones del mundo existen enormes y largas lagunas temporales. Estas lagunas
hacen difícil, si no imposible, establecer vínculos evolutivos seguros entre las poblaciones
que vivieron hace un millón de años y las actuales. Además, no hay acuerdo sobre la
importancia regional de los elementos anatómicos individuales -el tamaño del pómulo, la
forma de la frente o del diente incisivo. Algunos estudiosos afirman que sí pueden
identificar verdaderas características regionales. Otros lo niegan.
Me complacería profundamente que el registro fósil apuntara firmemente hacia una
sola conclusión. Pero es evidente que mis colegas no lo creen así. Pero aunque lo intente,
tampoco yo estoy en posición de resolverlo: sencillamente no veo ningún indicio
irrefutable. En estas circunstancias, el propio esfuerzo científico debe concentrarse no sólo
en la caza de fósiles, sino en la búsqueda de evidencia independiente.
Adentrémonos en la Eva Mitocondrial.

144
Capítulo XIII
LA EVA MITOCONDRIAL Y LA VIOLENCIA HUMANA
«La madre de todos nosotros. Una teoría científica»: este titular del ejemplar del 24 de
marzo de 1986 del San Francisco Chronicle fue para mucha gente la primera noticia de
que todos nosotros podemos remontar parte de nuestra herencia genética hasta una
primera y única hembra que vivió en África hace unos 150.000 años. Lógicamente la
expresión «madre de todos nosotros» evocaba una especie de Eva bíblica africana, y el
nombre ha prevalecido, tanto en la literatura científica como en la no científica.
Eva nació a partir de elementos genéticos moleculares, concretamente del laboratorio
de Alian Wilson, en Berkeley. En principio ahí había, en todo caso, una línea independiente
de investigación sobre la cuestión de los orígenes del humano moderno, una línea
susceptible de imponerse allí donde la evidencia fósil había fracasado.
Seremos testigos del nacimiento de la Eva Mitocondrial y veremos qué recepción le
dispensaron aquellos que trabajan con fósiles. Y veremos cómo esta línea de investigación
se eleva a la altura de otras indicaciones tangibles del registro prehistórico: la arqueología,
el indicador del comportamiento de nuestros antepasados.
Empecemos por la Eva Mitocondrial. Gran parte de la investigación genética se centra
en los cromosomas del núcleo de las células, donde se almacena la mayor parte de la
información genética. Pero una pequeña cantidad de genes se encuentran en unas
estructuras llamadas mitocondrias, que tienen la función de producir energía en la célula.
Los ADN mitocondriales tienen dos propiedades interesantes que los hacen especialmente
útiles para seguir el rastro de la historia evolutiva de poblaciones recientes. Primera, el
ADN acumula mutaciones muy rápidamente, por lo que actúa como un reloj molecular
acelerado. Segunda, dado que las mitocondrias se heredan por vía materna -de madres a
hijos- ofrecen a los genetistas una vía relativamente sencilla para reconstruir
acontecimientos evolutivos de la población. En teoría, el análisis de las pautas de la
variación genética de los ADN mitocondriales entre las poblaciones humanas modernas
debería permitir a los antropólogos determinar cuándo y dónde evolucionaron los primeros
miembros de los humanos anatómicamente modernos. Esto sería, en efecto, el árbol
genealógico de Homo sapiens sapiens.
Varios laboratorios asumieron el reto a principios de los ochenta, entre ellos el de
Douglas Wallace y sus colegas de la Universidad Emory, en Atlanta, y el de Alian Wilson y
sus colegas de Berkeley. Ambos laboratorios habían producido unos modestos resultados
científicos hasta entonces, cuando finalmente en 1986 ocuparon los grandes titulares.
Apenas transcurrido un año desde la historia de «la madre de todos nosotros» del San
Francisco Chronicle, Wilson y sus colaboradores, Rebecca Cann y Mark Stoneking,
escribían en Nature que la evidencia de los ADN mitocondriales confirmaba una de las

145
teorías antropológicas: «La transformación de formas arcaicas en formas anatómicamente
modernas de Homo sapiens tuvo lugar en África hace unos 100.000-140.000 años». Todos
los actuales humanos son descendientes de aquella población africana, añadían.
En otras palabras, el equipo de Berkeley había confirmado que el grado global de
variación genética en los ADN mitocondriales de las poblaciones modernas es modesto, lo
que significaba un origen relativamente reciente de los humanos modernos. Pero de todas
las poblaciones existentes, las africanas tienen las raíces genéticas más profundas, lo que
sugiere que una población africana estuvo en el origen de todas las demás. Este modelo
encaja con la hipótesis del Arca de Noé.
Dada la dinámica inusual de la herencia mitocondrial, el rastro de los ADN
mitocondriales de cada humano viviente puede remontarse en la historia hasta una sola
hembra, que vivió en África hace más de 100.000 años, según el equipo de Berkeley. De
ahí el término popular de Eva Mitocondrial. De hecho, resulta un tanto equívoco, porque
esa única hembra de la que derivan todos nuestros ADN mitocondriales formaba parte de
una población de humanos de aquella época, así que no se trata de una única madre. Esta
población pudo incluso ser bastante importante cuantitativamente, tal vez contó con unos
diez mil individuos. La idea de Adán y Eva, padre y madre literales de todos nosotros, es
una extravagancia sensacionalista.
Cuando Wilson y los suyos publicaron estas conclusiones a principios de 1987,
poseían datos de sólo 145 individuos, que representaban a varias poblaciones del Viejo
Mundo -de África, Asia, Caucazo, Australia y Nueva Guinea. Actualmente, con más de
cuatro mil individuos contrastados, el mensaje sigue siendo el mismo. Una parte crucial de
las conclusiones es que cuando los humanos modernos se expandieron hacia otros
continentes, sustituyeron a las poblaciones existentes, sin mezcla genética, sin hibridación.
Formas arcaicas de Homo sapiens habrían estado ya presentes en Asia desde hace
muchísimo tiempo (en la época de Homo erectus), de modo que sus ADN mitocondriales
habrían acumulado gran cantidad de mutaciones. En el caso de que se hubiera dado una
mezcla genética por cruce, algunas, al menos, de estas mitocondrias se habrían
incorporado a las poblaciones migratorias de humanos anatómicamente modernos.
Entonces las antiguas mitocondrias asiáticas estarían presentes -y serían detectables- en
las poblaciones asiáticas modernas. «No hay evidencia de estos tipos de ADN
mitocondriales entre los asiáticos estudiados -según Wilson y sus colegas.
Así que proponemos que Homo erectus de Asia fue sustituido sin demasiados cruces
por el invasor, Homo sapiens de África.» Dada su adhesión al modelo del Arca de Noé
basado en la evidencia fósil, Christopher Stringer acogió la evidencia de los ADN
mitocondriales como una sólida confirmación de sus posiciones. Un año después de la
publicación del artículo de Wilson en Nature, >Chris y su colega en el Museo Británico,
Peter Andrews, publicaron un artículo en Science, presentando concertadamente la
evidencia fósil y la evidencia genética. >Parecía una combinación convincente. Y advertían
que «los paleoantropólogos no pueden seguir ignorando impunemente la creciente riqueza
de los datos genéticos implicados en las relaciones entre poblaciones humanas».
El artículo de Stringer-Andrews supuso un paso importante en el acalorado debate, e
impresionó a muchos, también a mí. Me hizo pensar que había que sopesar muy
seriamente la evidencia genética del laboratorio de Wilson. Un años después, en febrero
de 1989, tuve que presidir un congreso sobre evolución molecular en Lake Tahoe, en
California. Como en los años setenta me había mostrado más reticente que muchos a
aceptar la evidencia genética de Wilson y Sarich en favor de un origen reciente (hace
cinco millones de años) de los homínidos, pensé que ahora tenía la ocasión de reequilibrar
la balanza. En el transcurso de mi ponencia mencioné los ADN mitocondriales e indiqué

146
que «estaba dispuesto a dejarme persuadir por esa evidencia». Rodeado como estaba por
genetistas y biólogos moleculares, imaginé que era lo más conveniente, y también lo más
adecuado científicamente.
Así que me quedé muy sorprendido cuando, acabada mi conferencia, y ya en el bar,
varios participantes, incluido el organizador Stephen O'Brien, me acorralaron para
decirme: «No tiene por qué tragarse esa teoría de la Eva Mitocondrial. Nosotros no la
hemos aceptado». Steve y sus amigos me dieron sus razones para considerar incorrecta
aquella hipótesis. Wilson no estuvo en el congreso para defender su postura, así que salí
de Lake Tahoe con la mente repleta de los potenciales peligros de la historia mitocondrial:
tal vez Wilson había calculado mal el ritmo del reloj mitocondrial;
antiguas mitocondrias pudieron perderse por azar, impulsadas tal vez por irrupciones
ocasionales en el tamaño de poblaciones locales; tal vez la selección natural favoreciera
alguna variante mitocondrial de reciente evolución, eliminando así los linajes más antiguos.
Tal como me había dicho O'Brien, cualquiera de estas posibilidades podría dar la
impresión, equivocada, de una población aparecida recientemente.
Desde el congreso de Lake Tahoe este tipo de críticas se fueron abriendo camino, por
boca sobre todo de Milford Wolpoff. En febrero de 1990, Milford y una media docena de
colegas de la misma opinión organizaron un debate en la reunión anual de la American
Association for the Advancement of Science, en Nueva Orleans, con el objeto de
«condenar ese desatino de la Eva Mitocondrial». Uno tras otro, todos los conferenciantes
presentaron evidencias en favor de la continuidad regional y contra la especiación local; en
favor de interpretaciones alternativas de los ADN mitocondriales y en contra de la idea de
la Eva africana. Fue una presentación muy sólida, y atrajo a muchísimos medios de
comunicación, con titulares como «Científicos contra la teoría de una "Eva" en la evolución
humana» y «Los últimos avances demuestran que no todo se lo debemos a Eva». Chris
Stringer, que estaba dando una conferencia en otra sala, describió el seminario antiEva
como «un eficaz y poderoso arte de vender». Uno del equipo de asalto de Milford, David
Frayer, de la Universidad de Kansas, resumió la honda reacción contra la obra de Wilson
diciendo que «los fósiles son la verdadera evidencia». Yo mismo, como «persona de
fósiles», puedo simpatizar con ese sentimiento. Cuando se contemplan fósiles, puede
verse la anatomía, puede palparse la morfología y, si se tiene el ojo algo experimentado,
puede llegarse a identificar las relaciones evolutivas.
Los fósiles, después de todo, son los restos tangibles de lo que realmente ocurrió en
nuestra historia. Tengo la fe suficiente en nuestra capacidad de interpretar la anatomía fósil
como para creer -con la adecuada evidencia- que algún día podremos reconstruir la
historia del pasado. Pero también hemos aprendido del potencial de la evidencia genética.
Todo antropólogo que decida ignorarla o caracterizarla de evidencia marginal estará
adoptando una opción arriesgada, como advertían Chris Stringer y Peter Andrews. Al
mismo tiempo, la evidencia genética conoce todas las incertidumbres que caracterizan
toda disciplina científica. Y hasta que los propios genetistas no alcancen una unanimidad
acerca de la validez de los datos del ADN mitocondrial, como se evidenció en febrero de
1992, parece más prudente mostrarse cauteloso a la hora de aceptar una interpretación de
estos datos. Al final el tema quedará zanjado no por aquellos que más chillan o que más
publican, sino por la calidad de la propia evidencia. Y, dado que los investigadores van en
pos de la misma parcela histórica, la evidencia fósil y la evidencia genética deberán
finalmente ser coherentes entre sí.
Ocurre que la coherencia tal vez ya esté ahí, aunque es un poco pronto para decirlo.
Mientras que Wilson y sus colegas estudiaban los datos basados en los ADN
mitocondriales, algunos investigadores europeos estaban aplicando la técnica de la

147
datación por termoluminiscencia a veinte especimenes de sílex carbonizado procedentes
de una cueva de Israel. Los resultados dieron una edad aproximada de los restos óseos
de humanos anatómicamente modernos encontrados en la cueva de Jebel Qafzeh, cerca
de Nazaret, entre 1935 y 1975. Esos resultados fueron una sorpresa, y contribuyeron a
hacer más plausible la hipótesis de la Eva prehistórica.
Próximo Oriente es interesante geográficamente, situado como está en la intersección
entre África y el resto del Viejo Mundo. Los descendientes de una población africana
fundadora de los humanos anatómicamente modernos, si es que existió, habrían pasado a
través de este estrecho corredor terrestre para expandirse lentamente hacia el norte. Pero
tradicionalmente los individuos de Qafzeh no se habían interpretado en este contexto
supra-africano. Durante años se les había otorgado una edad aproximada de unos 40.000
años, con lo que encajan perfectamente con la idea de una evolución local a partir de
poblaciones más antiguas. Éstas eran neanderthales, cuyos restos se pueden encontrar
en varias cuevas de la zona, entre ellas en el yacimiento de Kebara. Los neanderthales de
Kebara tienen unos 60.000 años, así que tenía que ser una población que, milenios más
tarde, evolucionó hacia los rasgos más modernos de Homo sapiens sapiens presentes en
la población de Qafzeh. O al menos eso es lo que se creía.
La nueva datación de Qafzeh, publicada en febrero de 1988, hacía imposible esta
cronología. Según el grupo europeo, entre ellos Bernard Vandermeersch de la Universidad
de Burdeos, los humanos anatómicamente modernos de Qafzeh vivieron hace más de
90.000 años. Es decir, que estas gentes ya estaban en la región como mínimo treinta
milenios antes que los neanderthales de Kebara. Por consiguiente, los neanderthales no
pudieron evolucionar hacia formas humanas anatómicamente modernas, ni en Próximo
Oriente ni en el resto de Europa. Los neanderthales desaparecieron de Próximo Oriente
hace unos 45.000 años, unos 10.000 años antes de hacerlo en Europa occidental. La
interpretación más lógica de estos hechos parece ser la sustitución de los neanderthales
por poblaciones inmigrantes de humanos anatómicamente modernos. Pero no olvidemos
que estos argumentos se basan en la datación de fósiles, no en un análisis anatómico. Si
las fechas cambiaran, también cambiaría la progresión evolutiva.
Si es cierto que humanos anatómicamente modernos ocuparon el Próximo Oriente
hace 90.000 años, ¿de dónde procedían? «Hay varias candidaturas para identificar restos
de humanos modernos anteriores a los de Qafzeh en el África subsahariana — dice Chris
Stringer-. Está la cueva Border, con quizás 130.000 años, y también la desembocadura del
río Klasies (Klasies River Mouth), de casi 100.000 años, ambas en Sudáfrica. Estas fechas
son un tanto dudosas, sobre todo la de la cueva Border, pero yo creo que podríamos
buscar el origen de los humanos modernos en alguna parte del África oriental, con
migraciones hacia el norte y hacia el sur.» En el África oriental hay varios fósiles de
primitivos humanos modernos -en Kenia, Tanzania y Etiopía-, aunque por lo general no es
posible precisar su datación. Pero sí son potenciales candidatos a miembros de la
población fundadora de Chris.
Supongamos que los humanos modernos sí evolucionaron en el África oriental hace
más de 100.000 años. Y supongamos que llegaron al Próximo Oriente hace unos 90.000
años, donde coexistieron con neanderthales durante al menos 40.000 años, antes de
migrar hacia el norte. ¿Cómo explicar este periodo tan insólito de cuatro milenios de
coexistencia entre humanos modernos y neanderthales? (Hubo un periodo de coexistencia
mucho más breve en Europa occidental cuando los humanos modernos llegaron a esta
parte del continente.) Es difícil de imaginar.
Una posibilidad es que la coexistencia fuera más ilusoria que real. El clima durante este
periodo de la historia de la Tierra -el Pleistoceno superior- fue inestable, plagado de

148
glaciaciones. En algunas épocas, el Próximo Oriente habría experimentado un clima
templado, y en otros momentos, un clima más cambiante. Hay evidencia de cambio en la
flora, de bosque templado a pinares, y viceversa, todo en el espacio de dos mil años. Si
bien esto puede parecer largo para los criterios temporales a que estamos acostumbrados,
es un brevísimo intervalo en el tiempo geológico. ¿Cómo climas tan fluctuantes pudieron
crear, y en tan poco tiempo, la ilusión de muchos milenios de coexistencia entre
neanderthales y humanos modernos? Los neanderthales eran la quinta esencia de unas
gentes adaptadas a climas fríos, tal como puede apreciarse en su maciza anatomía y en
su ocupación de zonas septentrionales de Eurasia, incluso durante las fases más frías del
Pleistoceno superior.
Los primeros humanos modernos, en cambio, fueron gentes esencialmente adaptadas
a climas templados, cosa que se evidencia en una complexión más ágil. Quizás durante
los periodos más fríos migraran hacia el sur, y abandonaran el Próximo Oriente. Los
neanderthales, que también migraron hacia el sur, pudieron sentirse a gusto en el Próximo
Oriente. Durante fases climáticas más templadas, ambas poblaciones se habrían dirigido
hacia el norte, los neanderthales abandonando el Próximo Oriente, los humanos modernos
asentándose en él. Este juego de cambio de sillas climático, dicen algunos estudiosos,
pudo mantener a ambas poblaciones a distancia, separadas. Su único contacto habría
ocurrido, por lo tanto, cuando cada una de ellas encontraba restos de la ocupación de la
otra en su común radio de acción. Sólo cuando los humanos modernos aprendieron a
sobrevivir y a prosperar en climas más fríos pudieron dirigirse hacia el norte, al territorio de
los neanderthales, lo que empezaron a hacer hace menos de 50.000 años.
¿La coexistencia como ilusión o como realidad? Es una pregunta difícil de responder.
No existe evidencia unívoca de cruce, como podría ser la existencia de individuos
híbridos; no hay indicaciones de intercambio mediante contacto o comercio; ninguna
insinuación de violencia, como podría ser un trauma evidente o, por ejemplo, un individuo
neanderthal devorado en un campamento sapiens. Nuestra mejor respuesta radica tal vez
en la tecnología, en los útiles con que cada una de aquellas poblaciones canalizaron su
interacción con el medio, según diferentes adaptaciones y costumbres.
Hace un millón de años, poblaciones de Homo erectus empezaron a emigrar de África
para extenderse por varias regiones del Viejo Mundo, llevando consigo la tecnología
achelense, es decir, la capacidad para fabricar grandes útiles afilados, como hachas de
mano y raederas. Por consiguiente, en gran parte de Europa y de Asia, los conjuntos de
útiles que se encuentran en yacimientos de más de 250.000 años son típicamente
achelenses. Los conjuntos líticos del este asiático no presentaban útiles achelenses y se
parecían mucho a la técnica de los cantos trabajados de los tiempos preachelenses.
La primera gran innovación tecnológica sobrevino hace unos 200.000 años. Los
arqueólogos la llaman la técnica levallois; representa un salto en la capacidad cognitiva,
porque requiere la preparación de grandes núcleos lisos, es decir, que se requiere algo así
como «ver» en una roca determinada la forma deseada, y no simplemente producir unas
cuantas lascas a partir de un núcleo. Con el núcleo previamente preparado, pueden ahora
labrarse lascas de diferentes tamaños, y cada una puede sufrir todavía otras tallas y
retoques. El resultado es un conjunto de por lo menos unos veinte o treinta tipos distintos
de herramientas, con puntas y filos y curvas inéditas anteriormente.
Al contemplar una colección de estas nuevas herramientas, se intuye una disposición
mental distinta, una interacción cualitativamente diferente con el mundo. En general, los
útiles producidos con esta técnica levallois ofrecen la profunda impresión de imaginación y
de diseño. Cabe imaginar que la complejidad del diseño claramente impregnado en la
piedra, como evidencia la colección, fue también una manifestación de una mayor

149
complejidad de pensamiento, de lenguaje y de interacción social. Estas piedras mudas,
productos de la técnica levallois, revelan un cambio real en la senda de la historia humana.
De hecho, la ténica levallois formó parte de la industria musteriense, que surgió al
mismo tiempo en el norte de África, en Europa y en el Próximo Oriente. Los conjuntos
musterienses, que deben su nombre al yacimiento de Le Moustier, en la Dordoña francesa,
incluyen cuchillos de dorso rebajado, raspadores, hachas de mano, denticulados y puntas;
el conjunto puede alcanzar un total de sesenta tipos distintos. En su mayoría, los conjuntos
musterienses están asociados a los yacimientos neanderthales y probablemente son parte
de la adaptación global de los neanderthales. En todo el Viejo Mundo, sobre todo en el
África subsahariana y en partes de Asia, aparecieron tecnologías de similar destreza
producidas por poblaciones contemporáneas de los neanderthales. Estas tecnologías se
conocen con diferentes nombres locales demasiado difíciles para verlos ahora en detalle.
Todo esto puede parecer harto
complicado, sobre todo a medida que se va
entrando en detalles. Pero la pauta global
es simple: hubo una innovación tecnológica
hace unos 200.000 años, que se convirtió
en la parte central de un nuevo conjunto
lítico más sofisticado. Luego prevaleció la
estabilidad durante al menos otros 100.000
años. De nuevo otro periodo inimaginable -
para nosotros- sin innovaciones. Y cuando
la innovación se presentó, prendió un
fuego que ardió con una llama
Monos verdes en el parque nacional de Ambroseli de definitivamente humana.
Kenia, que utilizan una serie de señales verticales de
alerta específica, y desarrollan gran cantidad de
Lentamente, y primero en África,
vocalizaciones en situaciones sociales emergió la nueva tecnología, basada en
hojas estrechas, no en lascas anchas. Las
hojas se fabricaban a partir de un núcleo preparado para tal fin mediante la punta de un
asta o algo similar. Luego se seguían desbastando las hojas para producir útiles mucho
más finos. La nueva tecnología fue el inicio de un torrente de innovación estilística cuyos
periodos de cambio se calculan en milenios, ya no en cientos de miles de años.
La arqueología de este fascinante periodo es algo incierta en sus fases iniciales, sobre
todo debido a la escasez de yacimientos bien fechados en África. Aunque se encuentran
útiles de hoja en los conjuntos musterienses, de hecho son excepcionales. En esta nueva
fase que, por convención arqueológica, se llama Edad de la Piedra Tardía en África y
paleolítico superior en Europa, las hojas definen de hecho la tecnología. Son su misma
esencia. El primer indicio aparece primero en África, hace poco menos de 100.000 años,
pero su progresión es difícil de detectar en los pocos yacimientos arqueológicos que allí se
conocen. En la Europa occidental la tarea es más fácil, debido a su mayor tradición
científica y a la riqueza de sus yacimientos. La técnica se inició allí hace unos 40.000 años
y conoció una rápida aceleración.

150
En los humanos la laringe está en la parte baja de la garganta, dejando un amplio espacio en la faringe para
la producción de una variada gama de sonidos

151
En los simios la laringe está en la parte superior de la garganta y restringe la gama de posibles sonidos

152
Esta reconstrucción de Australopithecus muestra la laringe en la posición típicamente simiesca, lo que
implica una gama muy limitada de de sonidos en estos antepasados humanos (H. Thomas)

153
Mary leakey examina el paladar del joven
turkana, en compañía de Richard Leakey y
de Alan Walker (Virginia Morell).

Alan Walker excava fragmentos de


costillas y vértebras, entre algunos de los
muchos elementos anatómicos de Homo
erectus conocidos con el descubrimiento
del joven turkana (Virginia Morell).

Emma Mbua, conservadora de los homínidos fósiles


del Museo Nacional de Nairobi, junto al joven turkana.
Emma mide 1,60 m (Alan Walker).

Si bien la industria de hojas es la esencia del paleolítico superior, por primera vez se
explota el hueso y el asta como materia prima, lo que posibilita la fabricación de
implementos extremadamente finos, como agujas perforadas para confeccionar ropa.
Estas industrias también van asociadas a la talla de objetos personales y utilitarios, y a
grabados y pinturas en las paredes de las cuevas. A partir de este modelo global podemos
decir que el origen de Homo erectus coincide estrechamente con la innovación achelense;
y que la intensificación de la innovación del paleolítico superior y de la Edad de la Piedra
Tardía está asociada a los humanos modernos. Pero no existe un claro indicio

154
arqueológico que indique inequívocamente la aparición de los humanos anatómicamente
modernos más primitivos que se conocen, ni un cambio en el registro arqueológico que
coincida claramente con la llegada de Homo sapiens, tal como puede verse en el registro
fósil. Es cierto que en Europa occidental la aparición de técnicas modernas -el paleolítico
superior- coincide con la aparición de los humanos modernos, hace unos 40.000 años.
Pero casi con toda seguridad representa la llegada literal de estas gentes a la región, no
una transformación biológica in situ. Sí vemos aparecer el inicio de la técnica de hojas, que
ha acabado por definir la tecnología del humano moderno en África hace unos 100.000
años. Pero es un desarrollo lento, no una explosión técnica. En mi opinión no parece el
tipo de mutación que estamos buscando entre pre-sapiens y sapiens. Y sabemos, claro,
que en el Próximo Oriente existen humanos modernos, como los de Qafzeh, pero hay una
total ausencia de técnica e industria moderna.
Parece, pues, que hubo un desajuste entre la evolución de la forma humana moderna y
la llegada de la tecnología moderna. Lo que significa, creo, que es un error intentar
vincular rígidamente la anatomía humana al comportamiento humano. Lo único cierto
sobre el comportamiento humano es que es flexible, que depende de las circunstancias
físicas y las costumbres locales. Los primeros humanos modernos de una región pudieron
organizar su técnica de una forma, y los de otra zona de manera distinta. Diferente, pero
con el mismo grado de cognición humana subyacente.
Otro factor de confusión es que el registro arqueológico sólo puede proporcionar, por
definición, una mínima indicación de lo que realmente ocurrió. Una técnica tosca de útiles
de piedra, por ejemplo, pudo servir para una rudimentaria preparación de carnes y
vegetales, simplemente para consumo contra el hambre. Pero el mismo conjunto de útiles
pudo utilizarse para preparar alimentos en el marco de un ritual más elaborado. En
cambio, el registro arqueológico puede muy bien no distinguir ambas cosas. Gran parte de
lo que es importante en el comportamiento humano social y ritual resulta invisible en el
registro arqueológico.
Las ricas tradiciones sociales de los aborígenes australianos, por ejemplo, se expresan
visualmente a través de materiales tales como plumas, objetos de madera, dibujos de
arena pintada, y sangre: ninguno de ellos podría «congelarse» en el tiempo como parte de
un registro arqueológico. Lo mismo cabe decir de sus cantos, danzas, mitos y tatuajes
corporales rituales. Por lo tanto, tenemos que reconocer que el registro arqueológico es,
en el mejor de los casos, una guía mínima del pasado, especialmente de esa parte del
pasado que más nos interesa: las tareas de la mente.
La pregunta sobre la naturaleza del registro nos lleva a otra, que es prioritaria: ¿qué
tipo de cambio adaptativo pudo estar asociado al origen de los humanos completamente
modernos? Algunos de mis colegas afirman que las estrategias de caza se hacen en este
momento más complejas. Lewis Binford sugiere que los humanos premodernos fueron
cazadores incompetentes, en el mejor de los casos, sin ningún tipo de capacidad para la
planificación, la tecnología o la organización que necesitan los verdaderos cazadores. Los
caracteriza de carroñeros oportunistas. Es una postura excesivamente radical para mi
gusto, y la evidencia de Richard Klein me parece más convincente.
A través de su labor en la Universidad de Chicago y su trabajo de campo en Sudáfrica,
Klein muestra que las gentes premodernas fueron modestos aunque competentes
cazadores de caza mayor, pero no de animales de presa peligrosos, como podrían ser el
búfalo, el jabalí, el elefante o el rinoceronte. Los seres que él analizó procedentes de la
cueva del río Klasies, de la Edad de la Piedra Media, preferían concentrarse en el antílope,
más previsible. Pero en el yacimiento de la Edad de la Piedra Tardía de la cueva de
Nelson Bay hay evidencia de que los humanos anatómicamente modernos que allí vivieron

155
eran capaces de cazar animales más peligrosos, incluido el búfalo y el jabalí. Klein
describe este cambio en el tiempo como «un cambio importante de comportamiento». Por
desgracia tales cambios son, en su mayoría, imposibles de demostrar de forma
concluyente en este periodo fascinante de nuestra historia.
Otra explicación de la evolución del humano totalmente moderno, popularizada hace ya
tiempo, es la expansión final y decisiva de la capacidad lingüística. Alian Wilson alimentó
esta visión, y llegó incluso a sugerir que la mutación crucial estaba localizada en el
material genético de las mitocondrias, no en el núcleo, como muchos creían. Ya
analizaremos más adelante con mayor detalle la importancia de la evolución del lenguaje
hablado para la idea de humanidad, pero aquí quisiera hacer dos observaciones. Primero,
que me resulta inconcebible que el rápido incremento del tamaño del cerebro que vemos
en la evolución del género Homo no reflejara, de alguna forma, una capacidad creciente
para el lenguaje hablado. Y segundo, me resulta igualmente inconcebible pensar en una
especie humana con una capacidad lingüística idéntica a la nuestra, pero sin llegar a ser
completamente moderna, completamente humana. Por lo tanto, sí, una intensificación
incrementada e importante del lenguaje hablado pudo perfectamente ser parte de la
evolución final de los humanos modernos, ya sea en el marco del modelo multirregional o
a través de la especiación local.
Si consideramos que la evolución de los humanos totalmente modernos implica una
ventaja adaptativa para la cognición y el comportamiento, estamos obligados a tomar en
consideración aquel posible largo periodo de coexistencia con las poblaciones
neanderthales en el Próximo Oriente. Las capacidades de subsistencia de los
neanderthales tuvieron entonces que ser tanto o más eficaces que las de Qafzeh, porque,
de no ser así, se habrían enfrascado en una serie de luchas por el acceso a los recursos.
Dado que el hiato humano fue de hecho muy estrecho, todavía resulta más pertinente la
idea de que una posible vecindad entre estas dos poblaciones se produjera en un periodo
tan largo.
La falta de evidencia de una hibridación genética -cruzamiento genético- podría
también significar diferencias considerables entre las poblaciones. Tal vez unas diferencias
abismales de comportamiento impidieron efectivamente el cruce; o las uniones entre
ambas poblaciones tal vez fueran estériles. No tenemos evidencia directa. Pero sabemos
que, una vez acabada la coexistencia en el Próximo Oriente, las poblaciones de gentes
como nosotros se extendieron rápidamente por toda Europa y Asia. La coexistencia entre
poblaciones establecidas y las recién llegadas en ambos continentes fue breve, tal vez uno
o dos milenios. Pero tampoco existe evidencia sólida de cruce entre neanderthales
establecidos allí y los humanos modernos recién llegados. Pero sabemos que se
conocieron: la técnica chatelperroniense lo demuestra.
Durante años esta industria constituyó un misterio. Descubierta en el oeste de Francia,
es una mezcla curiosa de la técnica de lascas típicamente neanderthal y de la técnica
humana moderna de hojas, incluidos objetos de hueso y de marfil, razón por la cual se la
consideró una tecnología intermedia utilizada por gentes en transición evolutiva entre los
neanderthales y los humanos modernos. Esta interpretación se basaba en la tradición de
una continuidad evolutiva entre ambas especies. Pero el descubrimiento de Bernard
Vandermeersch y de Francois Lévéque en 1979 de dos individuos neanderthales
asociados a un conjunto chatelperroniense en la cueva de St. Césaire echó por tierra
aquella idea. Parece que los neanderthales habían adoptado algunas de las técnicas de
fabricación de útiles de las nuevas poblaciones recién llegadas a sus tierras.
Como no hay evidencia clara de mezcla genética, de cruce, entre neanderthales y
humanos anatómicamente modernos en esta zona de Europa occidental, yo creo que el

156
contacto -y el intercambio tecnológico- pudo tener lugar en un contexto comercial. El
comercio entre tribus tecnológicamente primitivas en el mundo moderno suele ir
acompañado del intercambio de mujeres, por lo general en el marco del establecimiento
de alianzas políticas. De hecho, este modelo de comercio dual de bienes y mujeres
también fue algo corriente en tiempos históricos entre comunidades postagrícolas. Pero no
es difícil imaginar transacciones comerciales de bienes sin intercambio de mujeres. Los
neanderthales y los cromagnones fueron tan diferentes físicamente entre sí que acaso
ninguno de los dos quisiera intimar físicamente con el otro, aun en el caso de que existiera
intercambio de bienes. Si, como sospecho, los humanos anatómicamente modernos
fueron lingüísticamente superiores a las poblaciones arcaicas, entonces la comunicación
entre neanderthales y cromagnones habría sido muy limitada, en el mejor de los casos.
Tal vez la comunicación se limitara a algún tipo de intercambio ritual de colgantes de
marfil y artefactos de lujo. Tal vez así los neanderthales conocieron una tecnología más
elaborada que la suya. Y quizás -casi seguro, creo yo- esta es una de esas cuestiones que
quedarán sin respuesta. En cualquier caso, la técnica chatelperroniense se divulgó por
toda la Francia central y suroccidental y por el norte de España, y duró unos pocos miles
de años. Fue como una llama agonizante, los últimos remanentes de una vida humana
premoderna antes de que el moderno Homo sapiens sapiens se hiciera dominante.
Esta breve coexistencia en Europa occidental plantea la cuestión de su final. ¿Los
neanderthales sucumbieron en la lucha por el acceso a los recursos o ante la violencia? Si
la hipótesis de la primera Eva es correcta, la misma pregunta -competencia o violencia-
sería pertinente para todo el territorio del Viejo Mundo ocupado por los humanos
modernos, un territorio donde encontraron poblaciones ya establecidas de humanos
arcaicos.
«Rambos africanos, matones, expandiéndose por toda Europa y Asia», es como
caracteriza -o caricaturiza- Milford Wolpoff esta posible situación. «No cabe imaginar la
sustitución de una población por otra si no es mediante la violencia», afirma. Dada la
historia lamentable de los últimos siglos -en toda América y en Australia, por ejemplo-, la
violencia perpetrada por poblaciones recién llegadas contra las poblaciones existentes o
nativas parece algo plausible. El genocidio casi total de los indios norteamericanos y de los
aborísenes australianos se situaba en la tradición de ocupaciones coloniales con una larga
historia de guerra establecida. ¿Es lógico inferir un genocidio similar en el pasado remoto?
No necesariamente.
La arqueología de la guerra hunde sus raíces en la historia humana, para desaparecer
rápidamente más allá del Neolítico, hace unos diez mil años, cuando la agricultura y la vida
sedentaria empezaron a desarrollarse. La arquitectura monumental de las primeras
civilizaciones aparece con frecuencia como un canto a la guerra, a las victorias sobre el
enemigo. Incluso antes, hace entre cinco y diez mil años, existen indicios -en pinturas y
grabados- de una preocupación por las contiendas militares.
Pero más allá de esta época, más allá del inicio de la revolución agrícola,
prácticamente desaparecen las representaciones de batallas. Opino que es un hecho
importante en la evolución de los asuntos humanos. Creo que la guerra hunde sus raíces
en la necesidad de posesión territorial cuando las poblaciones se han hecho agrícolas y
necesariamente sedentarias. La violencia, entonces, puede llegar a ser una obsesión,
cuando las poblaciones empiezan a crecer y a desarrollar su capacidad para organizar
grandes fuerzas militares. No creo que la violencia sea una característica innata del
género humano, sino meramente una adaptación desafortunada a unas circunstancias
determinadas.

157
La ausencia de indicios de violencia intergrupal antes de la revolución agrícola no
prueba, evidentemente, que nuestros antepasados cazadores-recolectores de hace más
de 10.000 años no fueran tan violentos e inclinados al genocidio como lo han sido
recientemente. Como siempre en la ciencia, la ausencia de evidencia no puede
considerarse evidencia de la ausencia. Pero la considero una deducción razonable. En
cambio, no encuentro nada razonable la afirmación de Milford Wolpoff de que si los
humanos han sido genocidas en tiempos recientes también tuvieron que serlo antes. Si
pudiera demostrarse que la violencia fue el único mecanismo posible para sustituir una
población por otra, entonces no nos quedaría más explicación que la de Milford. Pero este
no es el caso.
«Durante años he intentado explicar en términos demográficos la extinción de los
neanderthales», exponía Ezra Zubrow a un grupo de arqueólogos en la Universidad de
Cambridge. Zubrow, un antropólogo de la Universidad Estatal de Nueva York, participaba
en una importante conferencia sobre el origen de los humanos modernos, celebrada en el
verano de 1987. Utilizando modelos informáticos sobre dinámicas de población, investigó
la «interacción» entre poblaciones vecinas, ambas con distinto grado de capacidad
competitiva. Su mensaje fue tan claro como sorprendente: «Creo que puedo demostrar
que basta una pequeña ventaja demográfica para que las formas modernas crezcan
rápidamente y las arcaicas se extingan». En el contexto europeo, dijo, «los neanderthales
pudieron extinguirse en un solo milenio». Que es precisamente lo que observamos en el
registro.
Cuesta creer que una modesta diferencia en la capacidad de subsistencia -que supone
un margen de un 2 por 100 en el índice de mortalidad por generación- pueda llevar al éxito
de una población y a la extinción de otra. Pero en biología ocurre con frecuencia que
nuestras percepciones se basan en experiencias actuales, y no acabamos de captar la
influencia de una larga dimensión temporal. En este caso, un estrecho margen en el índice
de mortalidad a lo largo de un milenio se traduce en una gran diferencia en términos de
supervivencia.
Zubrow no dice, y tampoco yo concluyo, que los humanos modernos dejaran fuera de
competición a los neanderthales. Lo que muestra su obra es que la competencia entre
poblaciones por los recursos es una explicación plausible de la extinción del neanderthal
en el periodo de tiempo que estamos tratando. La posibilidad debe tenerse en cuenta. La
extinción a través de la violencia o a través de la lucha competitiva por los recursos siguen
siendo dos hipótesis distintas que sólo la futura evidencia directa podrá confirmar o
rechazar, o abrirse a una tercera vía. Es demasiado fácil estar en favor de una hipótesis
concreta sólo porque conviene a las propias esperanzas históricas o a nuestra conciencia
científica.
Si todo esto parece un cuadro incierto y confuso de los orígenes de los humanos
modernos, es precisamente debido a que ni los mismos antropólogos ni los arqueólogos
acaban de estar seguros de lo que realmente pasó. Por mucho que deseemos conocer las
respuestas a este importantísimo periodo de nuestra historia, sólo podemos estar seguros
de las preguntas. Pero incluso algunas de ellas son más fácilmente formulables que otras,
lo que probablemente significa que algunas podrán contestarse más fácilmente que otras.
Por ejemplo, cabe esperar razonablemente que una combinación de evidencia fósil y
genética pueda un día dar respuesta al cuándo y dónde evolucionaron por primera vez los
humanos anatómicamente modernos. Más difícil será determinar la relación entre éstos y
el comportamiento humano moderno, sobre todo en el marco de las industrias líticas y la
expresión artística. Lo más difícil será llegar a comprender el cambio evolutivo concreto en
que se fundan los humanos modernos, toda la esencia de la humanidad.

158
QUINTA PARTE
EN BUSCA DE LA MENTE HUMANA MODERNA

159
Capítulo XIV
EL TELAR DEL LENGUAJE
Cuando pensamos en nuestros orígenes, acabamos centrándonos automáticamente en el
lenguaje. Los cánones objetivos de nuestra unicidad como especie, tales como el
bipedismo y la gran capacidad cerebral, pueden llegar a medirse con relativa facilidad.
Pero en muchos sentidos lo que nos hace sentirnos realmente humanos es el lenguaje. El
nuestro es un mundo de palabras. Nuestros pensamientos, nuestra imaginación, nuestra
comunicación, nuestra riquísima cultura, todo se teje gracias a la máquina del lenguaje.
Con el lenguaje podemos evocar imágenes en nuestra mente, canalizar sentimientos,
como la tristeza, la alegría, el amor, el odio. A través del lenguaje podemos expresar
individualidad o exigir lealtad colectiva. El lenguaje es nuestro médium, ni más ni menos.
Thomas Henry Huxley, amigo y defensor de Darwin, otorgaba una gran importancia al
lenguaje humano, y en 1863 escribió lo siguiente: «Estoy más convencido que nadie del
profundo abismo que existe entre… el hombre y las bestias… porque sólo él posee el don
del habla racional e inteligible [y]… que nos eleva muy por encima del nivel de nuestros
humildes semejantes… transfigurada su naturaleza animal por el reflejo que de él emana
de la infinita fuente de la verdad». Probablemente, Huxley estaba en lo cierto acerca del
abismo -creado por el lenguaje- que separa a los humanos del resto de la naturaleza. La
capacidad de Homo sapiens para comunicarse rápida y detalladamente, su riqueza de
pensamiento, no tiene igual en el mundo actual. El reto que ello supone para los
antropólogos obliga a formular preguntas pertinentes sobre el origen de estas
capacidades.
Dos son las preguntas fundamentales a formular en relación con el origen del lenguaje.
La primera se refiere a la continuidad: ¿es el lenguaje hablado tan sólo una extensión y
una intensificación de las capacidades cognitivas de nuestros parientes antropomorfos?
¿O el lenguaje hablado es una característica humana única, completamente independiente
de la actividad cognitiva de los simios? La segunda pregunta se refiere a la función:
¿evolucionó el lenguaje como una forma mejor, y más intensificada, de comunicación? ¿O
la evolución seleccionó una capacidad menos evidente, mediatizada por el lenguaje?
Algunos lingüistas modernos prefieren explicar el lenguaje humano como una innovación
evolutiva peculiar de Homo sapiens, sin relación alguna con la comunicación entre los
grandes primates. Estos lingüistas destacan lo que se llama la estructura profunda del
lenguaje, sobre todo la gramática, como evidencia de la unicidad humana en esta forma de
comunicación. La forma como se desarrolla el aprendizaje del lenguaje en los niños revela
algún tipo de don del cerebro humano para aprenderlo. Noam Chomsky, el famoso
lingüista del Massachusetts Institute of Technology, es el principal exponente, desde los
años cincuenta, de esta visión hoy dominante del lenguaje.

160
A mí, como a todos los padres, me encantaban y me divertían los «errores» simples
que cometían mis hijos cuando aprendían a hablar: plurales incorrectos, como por ejemplo
sheeps en lugar de sheep, y mouses o mices en lugar de mice; o tiempos verbales
erróneos como taked o wented (En inglés, mice y sheep son formas plurales,
excepcionales, para mouse y sheep, pese a que, por regla general, el plural se forma
añadiendo una s; y el pretérito, irregular, de los verbos take y go es took y went
respectivamente, aunque la regla gramatical general para la formación de pretéritos es
mediante el sufijo -ed. Taked y wented no existen en lengua inglesa).
Estos errores son muy instructivos, porque demuestran que en el proceso de
aprendizaje del lenguaje, los niños no sólo aprenden a partir de lo que hablan los adultos,
sino que también son capaces de generalizar unas reglas, que asimilan mediante su
capacidad de aprendizaje. De ahí la idea de que si los humanos son una especie, la de
Homo sapiens, tiene que haber una estructura común subyacente a todas las lenguas. Y
las diferencias que observamos entre muchas de las lenguas del mundo -y la ingente
cantidad de lenguas que han tenido que existir a lo largo de la prehistoria- no son más que
variaciones de un mismo sustrato estructural básico.
Si los humanos poseen un aparato neurológico susceptible de favorecer la adquisición
del lenguaje, la estructura gramatical y la sintaxis, entonces la especie puede que sí sea
única. Lo cual sería cierto si la comunicación en los primates no estuviera relacionada en
absoluto con lo que nosotros los humanos llamamos lenguaje, y si sus capacidades
cognitivas no contuvieran ni rastro de competencia lingüística. ¿Qué evidencia tenemos al
respecto? Contamos con distintas fuentes: primero, la observación de los primates en su
medio natural, priorizando su comunicación natural; y en segundo lugar, los estudios que
se realizan en los centros de investigación de primates, los famosos estudios del lenguaje
de los simios.
La observación de campo llevada a cabo durante años sobre un grupo de monos
surafricanos, los monos verdes (vervets), ha puesto de manifiesto que producen tres
llamadas de alarma distintas, diferentes si se trata de alertar contra la presencia de
serpientes, de leopardos o de águilas. Cuando un mono verde ve uno de estos
depredadores y lanza el grito correspondiente, los demás miembros de la banda
responden instantánea y adecuadamente. Al grito de alarma que avisa de la presencia de
una serpiente, todos se yerguen sobre sus dos pies traseros, otean en la hierba a su
alrededor, y bien atacan a la serpiente, bien trepan a los árboles en busca de seguridad. Si
la llamada corresponde a la presencia de un águila, miran al cielo y corren a esconderse
entre los arbustos. Porque las águilas pueden capturarlos en campo abierto y también en
los árboles. Así que aquí tenemos una serie de llamadas concretas que evocan respuestas
y comportamientos específicos.
Pero los sonidos que emite el mono verde para alertar sobre la presencia de la
serpiente, no es un equivalente exacto de la palabra «serpiente» en el lenguaje humano.
Nosotros podemos utilizar la palabra «serpiente» en contextos y abstracciones muy
diferentes. Un mono verde, no. Por esto muchos lingüistas han afirmado que las llamadas
de los primates no pueden considerarse precursoras del lenguaje humano. Esta crítica
sería pertinente si el sistema de llamada-respuesta fuera absolutamente inflexible, pero
incluso esta posibilidad es discutible. Como han mostrado recientemente Dorothy Cheney
y Robert Seyfarth, las capacidades de los monos verdes son mucho mayores de lo que se
había pensado.
Estos investigadores de la Universidad de Pennsylvania, que durante más de una
década han estudiado los monos verdes del Parque Nacional de Amboseli, en Kenia, han
demostrado que estos monos son capaces de matizar sus llamadas de alerta, según las

161
circunstancias concretas. En una ocasión vieron un águila volando en círculos,
preparándose para atacar a uno de los suyos que estaba comiendo en el suelo. Y cuando
varios machos adultos vieron que el águila iniciaba el vuelo de ataque, en lugar de lanzar
la llamada de alerta «de águila», lo que hubiera obligado a la eventual víctima a mirar
hacia arriba y correr hacia los arbustos, lanzaron un grito de alerta «de leopardo». La
alerta «errónea» le hizo trepar a los árboles, como si realmente se hubiera tratado de un
leopardo. El animal sobrevivió al ataque, cosa que no habría sido posible si sus
congéneres hubieran lanzado la llamada convencional para el águila y él hubiera
respondido adecuadamente a ella.
Cheney y Seyfarth admiten que este tipo de hecho es excepcional, pero sugieren que
el sistema de alarma es más flexible de lo que pensamos. Además, los monos verdes
utilizan una serie de gruñidos y otros sonidos en sus interacciones sociales, intercambios
que aparentemente contienen gran cantidad de información sobre la circunstancia social
en cuestión. Cheney y Seyfarth dicen:

Si antes pensábamos que los monos verdes emitían un gruñido, los macacos
rhesus un grito, y los macacos japoneses una especie de arrullo, ahora sabemos
que los mismos monos perciben muchas variantes de estas señales, cada una con
un significado diferente. Indudablemente existe un límite máximo para los
repertorios vocales animales comparados con la cantidad infinita de mensajes que
pueden transmitirse a través del lenguaje humano. Pero el tamaño de los
repertorios vocales es considerablemente mayor de lo que se pensó en un principio
y la información transmitida en cada llamada es menos general de lo que cabía
esperar.

Es decir, que el «lenguaje» del mono verde no está tan remotamente alejado de un
lenguaje humano rudimentario. La mayoría de estudios de lenguaje realizados en
laboratorio con primates no humanos se han llevado a cabo con simios, evidentemente,
sobre todo con chimpancés.
Tomemos a Kanzi, por ejemplo.
Kanzi es un chimpancé pigmeo, macho, nacido en 1980 en el Language Research
Center de la Universidad Estatal de Georgia, en Atlanta. Mátala, la madre adoptiva de
Kanzi, fue seleccionada para aprender un lenguaje por señas, en el marco de uno de los
muchos estudios sobre la capacidad cognitiva de los chimpancés pigmeos en el centro.
Sue Savage-Rumbaugh, la investigadora a cargo del estudio, desarrolló un sistema a base
de cientos de lexigramas, cada cual con un significado concreto, como correr, leche, Kanzi.
Incorporó los lexigramas a la conversación, y los mostraba, pronunciando
simultáneamente su significado, con lo que esperaba poder enseñar a Matata a utilizarlos.
Parece como si un tupido velo académico se hubiera corrido durante años sobre los
estudios del lenguaje de los simios. En parte porque algunos investigadores fueron poco
rigurosos en sus interpretaciones, y en parte también porque las situaciones de
aprendizaje eran, por lo general, artificiales. Pero hoy se considera el trabajo de Atlanta
como uno de los mejores. Pero, tras muchos meses de paciencia con Matata, Savage-
Rumbaugh apenas conseguía avanzar. Un día alguien advirtió que Kanzi parecía entender
algunas de las preguntas e instrucciones dadas a Matata mediante lexigramas y también
oralmente.
«Al principio no creí que pudiera ser verdad -dice Sue-. Pero empezamos a estudiar
activamente a Kanzi y, sí, había aprendido muchas palabras; las había oído mientras
jugaba cuando nosotros estábamos trabajando con Matata.» Es formidable que Kanzi

162
pudiera aprender palabras sin instrucción formal, sólo escuchando y observando, como los
niños humanos. «Enseguida empezamos a trabajar con Kanzi y renunciamos a seguir con
su madre», añadió Sue.
Hoy por hoy, Kanzi posee un extenso vocabulario y puede responder a instrucciones
tan complejas como «Ve a tu habitación, coge la pelota y dásela a Rose [una colaboradora
de Savage-Rumbaugh]». Kanzi puede hacerlo, aunque haya otra pelota delante suyo en
aquel momento, lo que podría ser fuente de confusión para él respecto a qué pelota coger.
«Su comprensión se ha desarrollado bastante -dice SavageRumbaugh-, lo que revela un
aspecto importante de lo que el sustrato del lenguaje es para nosotros.» El grado de
comprensión de Kanzi es no sólo impresionante, sino que su producción de palabras
también está bastante desarrollada, aunque no al mismo nivel. «Hemos demostrado que
un chimpancé pigmeo -una especie apenas estudiada anteriormente desde el punto de
vista del lenguaje- no sólo ha aprendido, sino que también ha inventado reglas
gramaticales acaso tan complejas como las que usan los niños humanos a la edad de dos
años», dice Patricia Marks Greenfield, una colega de Savage-Rumbaugh, de la
Universidad de California, en Los Ángeles.
Savage-Rumbaugh cree que las críticas que se hicieron en su día a los anteriores
estudios del lenguaje de los simios proponían cánones poco realistas para valorar la
importancia del trabajo científico. Explica que «parecían decir que, si los simios no
conseguían hacer lo mismo que los humanos por lo que al lenguaje se refiere, entonces
los simios habían fallado el examen. Eran muy poco realistas. El lenguaje es un proceso
de comprensión y de producción de palabras. La gramática sale de ahí.
Sabemos que Kanzi entiende muchas cosas, y eso nos dice mucho». Nos dice que en
el cerebro de los simios, que tiene el mismo tamaño y el mismo tipo de organización que el
cerebro de nuestros antepasados Homo, ya estaban presentes las bases cognitivas sobre
las que se ha estructurado el lenguaje humano. Lo que no demuestra que aquellas
mismas bases estuvieran presentes en nuestros antepasados, pero en mi opinión es
altamente sugestivo. Nos dice que la «vastedad del abismo entre… el hombre y las
bestias» no es tan grande como se cree. El sentimiento de la especificidad de Homo
sapiens deriva, creo, del sentido de curiosidad que emana de la consciencia y de la
autoconsciencia humanas. Pero corremos peligro de quedar deslumbrados por su fuerza.
La evidencia que proporciona el estudio del lenguaje primate sugiere que no somos tan
especiales como todo eso. Para mí el tema de la continuidad está claro: nuestras
capacidades lingüísticas están profunda y sólidamente arraigadas en las capacidades
cognitivas del cerebro de los simios.
Y ahora abordaremos el segundo gran problema relacionado con el origen del
lenguaje: el tema de la función, y más concretamente, si el lenguaje hablado se desarrolló
o no como un instrumento para mejorar la comunicación, o si lo hizo en función de alguna
otra capacidad.
La comunicación humana a través del lenguaje no tiene paralelos ni precedentes en el
mundo natural, ni en el grado ni en el volumen de la información transmitida. El aparato
vocal humano puede producir unos cincuenta sonidos distintos, lo que, comparado con la
docena de sonidos de los animales más vocalizadores, no parece excesivamente
impresionante. Pero con esos cincuenta sonidos, o fonemas, el individuo medio puede
dotarse de un vocabulario de unas 100.000 palabras y una cantidad infinita de frases. No
existe argumento mas contundente para poder afirmar que, con la aparición del lenguaje
hablado, la evolución acabó de pulir su función principal, la comunicación. O al menos así
parece. Pero no siempre las respuestas más obvias son las correctas. Y en este caso, la
respuesta obvia ha sido fuertemente discutida.

163
Harry Jerison, de la Universidad de California, en Los Ángeles, ha realizado un estudio
especial sobre la evolución del cerebro en el mundo animal, también en el de los
humanos. Y llega a la conclusión de que fue la capacidad creciente del lenguaje la
responsable de la triplicación del tamaño del cerebro durante la evolución humana; y esa
mayor capacidad lingüística fue el resultado de nuestra necesidad de construir modelos
mentales, y no sólo un medio para comunicar mejor. Jerison sitúa su interpretación en el
marco de la evolución del cerebro en todo el reino animal.
En la historia de la vida, entendida en su globalidad, se observa una pauta interesante
en el desarrollo relativo del tamaño del cerebro, en el marco de la pauta evolutiva que
caracteriza a los nuevos grandes grupos, desde los anfibios y los reptiles hasta los
mamíferos. En cada paso evolutivo se aprecia un salto encefálico espectacular, un
aumento del tamaño del cerebro desproporcionado respecto del desarrollo del tamaño del
cuerpo. Por ejemplo, con el origen de los primeros mamíferos el tamaño de su cerebro
deviene cuatro o cinco veces mayor que el cerebro de sus antepasados; y se constata un
aumento similar en el origen de los mamíferos modernos, hace 50 millones de años. En
otras palabras, cada innovación evolutiva importante ha ido acompañada de un aumento
igualmente importante de la masa cerebral. Cabe suponer que esa potencia cerebral
incrementada estuvo de alguna manera asociada a la capacidad de supervivencia en los
nuevos nichos ecológicos.
Si nos guiamos por este progresivo aumento encefálico que observamos en la historia,
parece como si el medio hubiera planteado mayores exigencias a un mamífero arcaico que
a un reptil o a un anfibio. Y lo mismo puede decirse de los mamíferos modernos respecto
de los mamíferos arcaicos. Aunque todos los mamíferos modernos tienen un cerebro
relativamente más desarrollado que cualquier reptil, no todos los mamíferos tienen la
misma dotación cerebral. El encéfalo de los primates, por ejemplo, duplica en tamaño al de
un mamífero ordinario. Los monos y los simios también doblan la capacidad encefálica
media de los primates; y el tamaño cerebral medio de los humanos es tres veces mayor
que el tamaño cerebral medio de monos y simios. Por consiguiente, entre algunos
primates -los mamíferos- vemos una capacidad crecientemente cognitiva que, en
comparación con los anfibios y los reptiles, resulta ya altamente desarrollada. ¿Qué
significa? «La realidad es una creación del sistema nervioso -explica Jerison-. El mundo
"verdadero" o "real" es específico de una especie y depende de cómo funciona el cerebro
de esa especie. Esto es aplicable tanto a nuestro propio mundo real -el mundo tal como lo
conocemos- como al mundo de cualquier especie.» Por lo tanto, lo que produce el cerebro
es una especie de modelo mental del mundo, un sistema para manejar la información
recibida a través de los órganos sensoriales y poder generar las respuestas adecuadas. La
integración y articulación de los datos sensoriales es crucial para controlar el mundo
«exterior» y para crear un modelo de él «aquí dentro». Este «aquí dentro» se convierte en
el mundo real tal como un individuo animal lo experimenta.
Si el tamaño cerebral relativo es una medida de la capacidad cognitiva -cosa muy
probable-, entonces podemos decir no sólo que los mundos reales de anfibios, reptiles y
mamíferos son diferentes unos de otros, sino que existe entre estas tres subespecies una
diferencia en el desarrollo, o al menos en la complejidad, de sus respectivos mundos
mentales. Por la misma razón, el mundo real de los primates, por término medio, sería
más complejo que el de los mamíferos; el mundo real de los monos y de los simios más
complejo que el de los primates; y Homo sapiens ocuparía un mundo que le es
verdaderamente propio. Pero ¿por qué tantos mundos diferentes? La respuesta más
evidente es que toda gran innovación evolutiva, todo nuevo mundo real, ha permitido a la
especie ser, de alguna forma, mejor, quizás más eficaz, que la precedente. Después de

164
todo, tendemos a equiparar cerebro mayor con mayor inteligencia, y una mayor
inteligencia con una cierta e indefinible superioridad. Pero se trata de una visión
demasiado antropocéntrica. No hay evidencia de que los mamíferos actuales sean
capaces de explotar sus nichos ecológicos de forma más eficaz que, digamos, aquellos
grandes reptiles, los dinosaurios. Si los mamíferos fueran superiores a la hora de explotar
los nichos del mundo, entonces cabría esperar una mayor diversidad de formas de
explotación -tantas como diversidad de géneros. Pero la cantidad de géneros de
mamíferos que existen actualmente es más o menos la misma que en tiempos de los
dinosaurios. No hay indicios aquí de una inherente superioridad.
El espectro de nichos ocupados en ambas etapas históricas también es similar. El
progreso o la mejora, en su sentido más corriente, no explica el incremento cualitativo de
los modelos mentales. La respuesta, tal como sugiere Jerison, tiene que ver con la
formación de los conductos sensoriales y con la historia. En los anfibios, por ejemplo, la
vista es un conducto sensorial fundamental, mientras que para los reptiles lo es el olfato.
En los mamíferos, las facultades auditivas son agudas, al igual que la vista y el olfato. En
los primates, sobre todo en los grandes primates, la importancia del olfato disminuye,
mientras aumenta la de la vista, estereoscópica y en color.
Cuando varios órganos sensoriales se convierten en parte del repertorio cognitivo de
una especie -el olfato, la vista y el oído, por ejemplo- los diversos inputs tienen que
integrarse unos con otros; lo que exige inevitablemente una maquinaria mental mayor que
la que hubiera requerido un solo órgano sensorial. También es cierto que si la evolución
pudiera empezar desde la misma línea de partida cada vez que produjera una innovación
importante, el resultado final sería relativamente simple. Pero la evolución no funciona así;
parte de lo que ya existe. Y a partir de ahí algunos sistemas tienden, con el tiempo, a
hacerse más complejos. Esta supuesta tendencia es el efecto a largo plazo de la historia
sobre el cambio evolutivo. Con las grandes innovaciones evolutivas, el tamaño del cerebro
aumentó, en parte mediante el desarrollo de nuevos conductos sensoriales o la
modificación (y mayor integración) de los ya existentes, y en parte mediante el
perfeccionamiento de la maquinaria ya existente, como tirones evolutivos más o menos
repentinos.
Por consiguiente, un reptil en un pequeño nicho herbívoro puede ser igual de
competente y eficaz que un mamífero en el mismo nicho. Pero los modelos de sus
respectivos mundos serán distintos. El constante desarrollo del cerebro y de la capacidad
cognitiva que observarnos a lo largo de toda la evolución, significa para nosotros una
mayor inteligencia. «La inteligencia -dice Jerison- es una medida de la calidad del mundo
real específico creado por el cerebro de una especie determinada.» En todos los primates,
sobre todo en los grandes simios, el mundo real parece más vasto que el mundo del
mamífero medio. Es muy posible que la intensa sociabilidad y la compleja formación de
alianzas que se observa en los grandes primates expliquen la necesidad de este creciente
poder cognitivo. La capacidad de comparar el presente con el pasado y con el futuro es
esencial en este tipo de medio social. La producción del mundo real interior en los
primates -su modelo mental del mundo- depende, pues, en mayor medida que en otros
animales, del procesamiento de la información. Desentrañar las complejas normas
sociales de la vida de los primates, y comprender el lugar que uno ocupa en el cuadro,
requiere gran capacidad cerebral. Nos hallamos, pues, ante un cambio fundamental: el
cambio entre la simple recepción de información a través de los conductos sensoriales y la
valoración de esa información. Representa el nicho de los primates: la quintaesencia del
animal social.

165
¿Qué puede decirse de la maquinaria mental de los humanos, tres veces mayor que la
de los grandes primates? De nuevo, una explicación aparentemente obvia: la tecnología.
«Durante mucho tiempo se consideró la tecnología como la fuerza motor del desarrollo del
cerebro humano», dice Jerison. En efecto, uno de los conceptos más influyentes de este
siglo por lo que a los orígenes humanos se refiere apareció en un opúsculo escrito por
Kenneth Oakley en 1949 titulado Man the Tool-Maker. Oakley, durante años considerado
una de las principales autoridades en la materia del Museo Británico, y descubridor
asimismo del famoso fraude de Piltdown [4] afirmaba no sólo que el hombre fue un
fabricante de útiles, sino que, de hecho, los útiles fabricaron al hombre. En otras palabras,
en la medida en que la selección natural perfeccionaba la destreza y capacidad necesarias
para la fabricación de útiles, en esa misma medida se desarrollaba el cerebro,
haciéndonos más humanos. La imagen refleja una espiral evolutiva positiva: una mayor
capacidad creativa necesita de una mayor potencia cerebral, que a su vez posibilita una
tecnología más avanzada, y así sucesivamente. Parecía un argumento razonable, sobre
todo porque en muchos aspectos nos vemos a nosotros mismos como criaturas con una
altísima capacidad tecnológica.
Jerison añade una observación muy perspicaz al respecto. «Me parece una explicación
inadecuada, entre otras cosas porque la fabricación de útiles puede llevarse a cabo con
muy poco tejido cerebral -dice-. En cambio, la producción del habla, aun en su forma más
simple y utilitaria, requiere una masa cerebral bastante mayor.» Quiere decir que si para
algo necesitamos un gran cerebro es para hablar, para el lenguaje. Es indudable que a lo
largo de la historia humana la base neurológica para el desarrollo de la capacidad
tecnológica tuvo que mejorar a través de la selección natural. Pero también el lenguaje
reclama ese rol de elemento diferenciador fundamental respecto de nuestros primos
primates.
Si observamos la trayectoria del desarrollo cerebral a lo largo de la historia humana,
podríamos describirla como el resultado de un acervo evolutivo con tres componentes. En
primer lugar, un elemento de creciente capacidad de manipulación. En segundo lugar, un
mayor desarrollo de la sociabilidad, ya bastante desarrollada en los grandes primates. Y
en tercer lugar, una capacidad constantemente mejorada para hablar -o, más
concretamente, para pensar-, mediante un lenguaje complejo y articulado. Para mí este
tercer elemento es prioritario.
Con la evolución de Homo, y el principio de la vida cazadora-recolectora, cambiaron
muchas cosas. Una comunicación específica, más desarrollada -un lenguaje hablado- tuvo
que representar una ventaja para la superviviencia. De ello no hay duda. Pero, como dice
Jerison, «el rol del lenguaje en la comunicación se desarrolló inicialmente como un
subproducto de la construcción de la realidad». Así como el aparato visual fue crucial en
los anfibios para la creación de su mundo mental; y del mismo modo que los mecanismos
neurológicos para un sentido más agudo del olfato contribuyeron a la creación del mundo
mental de los reptiles; del mismo modo que los primeros mamíferos mejoraron sus
modelos mentales del mundo con un oído altamente desarrollado, y que la mente de los
primates creó modelos mentales elaborados mediante la integración y la selección de la
información sensorial; así también los humanos han incorporado un componente especial
a la maquinaria mental responsable de la creación de nuestra realidad específica. Este
componente, argumenta Jerison, es el lenguaje: «Puede decirse que el lenguaje es una
mera expresión de otra contribución neurológica a la construcción del imaginario mental,
análoga a las contribuciones de los sistemas encefálicos sensoriales y sus sistemas
asociados».

166
Equipadas con el lenguaje o, más concretamente, con el don del pensamiento
reflexivo, nuestras mentes crean un modelo mental del mundo unívocamente humano,
capaz de afrontar complejos retos prácticos y sociales. Este modelo mental fue el producto
de una incipiente vida cazadora-recolectora. Implicó una relación equilibrada con los
recursos del medio y un complejo y denso contrato social y económico entre los grupos
humanos. Aunque claramente primate en su origen, su grado de desarrollo no tenía
precedentes. Su principal producto fue la cultura humana, una mezcla de cosas materiales
y mitológicas, de cosas prácticas y espirituales: un único modelo mental humano del
mundo, urdido en el telar del lenguaje.

167
Capítulo XV
EVIDENCIA DE LA ACTIVIDAD MENTAL
Hace unos quince años, Ralph Holloway, un antropólogo de la Universidad de Columbia,
vino al museo de Nairobi para ver el 1470, el cráneo de gran cerebro encontrado en 1972
por Bernard Ngeneo, un miembro de mi equipo. Este cráneo de Homo habilis, de casi dos
millones de años de antigüedad, es el más antiguo y completo que tenemos de Homo.
Ralph estudiaba entonces el cerebro de los homínidos fósiles -es un paleoneurólogo-, más
concretamente la organización general del cerebro homínido en relación con la de los
simios. También buscaba el área de Broca, un pequeño lóbulo que se encuentra en el lado
izquierdo del cerebro humano moderno, cerca de la frente.
El área de Broca es un índice de la capacidad de lenguaje en el cerebro humano,
aunque bastante incierto. En la época en que Ralph visitó el museo por primera vez, yo
creía que el lenguaje se había desarrollado muy tempranamente en la evolución humana.
Admito que mi convicción se basaba fundamentalmente en la intuición, no en datos
materiales. La visita de Ralph marcó el principio de más de una década de líneas de
investigación múltiples que confirmaron esta creencia. Sé que estoy en desacuerdo con
muchos colegas, que prefieren ver en el lenguaje hablado una repentina innovación
evolutiva bastante reciente, tal vez de hace sólo unos 50.000 años.
La evidencia en favor de una temprana aparición del lenguaje hablado procede de tres
fuentes. La primera es la evidencia anatómica relativa a la organización del cerebro
humano y del sistema vocal. La segunda, y el más tangible de todos los productos de la
mente humana, son los útiles de piedra. Y la tercera se basa en algunos de los productos
más abstractos de la mente humana, como el arte y el comportamiento ritual.
La grande y pesada arquitectura cerebral de los mamíferos responde a un modelo
general. El cerebro aparece dividido verticalmente desde la frente a la Parte posterior,
separando los hemisferios izquierdo y derecho. Cada hemisferio está dividido en cuatro
secciones, o lóbulos, cada una responsable de una serie de funciones. El lóbulo frontal
controla el movimiento y algunos aspectos de las emociones; del lóbulo occipital, detrás,
dependen, entre otras, las funciones visuales; el lóbulo temporal, o lateral, es importante
para el almacenamiento de la memoria; y el lóbulo parietal, lateralsuperior, desempeña un
papel importante en la integración de la información que llega al cerebro a través de los
canales sensoriales del oído, la vista, el olfato y el tacto.
Aunque en el cerebro se localizan muchas funciones, uno de los rasgos más notables
de este órgano es que algunas de ellas, importantes además, se resisten a una
localización precisa. Es el caso de la conciencia. Nadie ha podido localizar una región del
cerebro y decir «Aquí está la conciencia». Tampoco la localización de los mecanismos del
lenguaje es 100 por 100 segura. Por ejemplo, un individuo puede perder partes

168
relativamente amplias del cerebro sin pérdida aparente de sus funciones cognitivas o
lingüísticas. Este hecho exige prudencia a la hora de valorar el enorme desarrollo del
tamaño cerebral a lo largo de nuestra historia evolutiva: la formación de un gran cerebro
no es, evidentemente, una mera acumulación de unidades funcionales aleatorias.
Si comparamos el cerebro humano con el cerebro de un simio, enseguida saltan a la
vista las grandes diferencias de estructura, sobre todo en el tamaño de los diferentes
lóbulos. Por ejemplo, en los humanos los lóbulos temporal y parietal son mayores, lo que
desplaza hacia atrás al lóbulo occipital. En los simios, el lóbulo occipital es mayor y el
frontal es menor que en los humanos. Por consiguiente, en términos generales, puede
hablarse de una organización global humana de los principales lóbulos del cerebro, y de
una organización más propiamente simiesca.
Los neurólogos han identificado dos centros responsables de la estructura del lenguaje
en el cerebro, el área de Wernicke y el área de Broca, de acuerdo con los nombres de los
investigadores del siglo pasado que las descubrieron. Como ocurre con frecuencia en este
tipo de investigaciones neurológicas, la información relativa a la localización de funciones
cerebrales concretas se obtiene a partir de víctimas de traumas, accidentes o patologías
cerebrales. Por ejemplo, Cari Wernicke descubrió que los pacientes con daños en la parte
superior posterior del lóbulo temporal izquierdo solían tener problemas relacionados con la
comprensión del lenguaje: podían hablar con fluidez, pero sin sentido. Paul Broca también
descubrió que cuando la parte inferior posterior del lóbulo frontal izquierdo (justo al lado de
la sien) estaba dañada, aparecían dificultades en el habla, pero se mantenía intacta la
capacidad de comprensión. Los investigadores modernos aún intentan comprender cómo
se organiza el lenguaje en el cerebro, y es evidente que el sistema no es nada simple.
Están implicadas múltiples áreas y vías, y una localización precisa se hace difícil.
Uno de los efectos de esa multiplicidad de órganos neurológicos dedicados a las
facultades del lenguaje es que el hemisferio izquierdo es bastante mayor que el derecho.
Incluso en los zurdos los centros del habla suelen estar situados -aunque no siempre- en
el hemisferio izquierdo. Este dominio del hemisferio izquierdo también está asociado a
ciertos aspectos psicomotores, como por ejemplo el hecho de ser diestro o zurdo. Los
simios también tienen un hemisferio mayor que el otro, pero el efecto no es tan marcado
como en los humanos, y entre ellos no hay predominio del uso de una mano sobre otra.
Los neurólogos creen que el predominio del hemisferio izquierdo en el ser humano es el
resultado de la evolución del lenguaje. La evolución de algunos aspectos de la
psicomotricidad, como el hecho de ser diestro o zurdo, fue paralela.
En los humanos, el área de Broca presenta una clara protuberancia, un bulto, un indicio
físico, un tanto incierto, de las capacidades lingüísticas contenidas en esta zona, pero
indicio al fin y al cabo. De ahí que Ralph Holloway estudiara el área de Broca del cráneo
1470. Si Homo habilis tuvo un área de Broca, cualquiera que fuese su tamaño, tuvo que
dejar su impronta en la parte interior del cráneo.
«Sí existe un área de Broca en el 1470 -dice Ralph-. Lo cual no demuestra que el
individuo poseyera un lenguaje, porque de hecho en paleoneurología no puede probarse
prácticamente nada. Pero creo que los orígenes del lenguaje se remontan a un pasado
paleontológico muy antiguo.» En sus fases más tempranas, el lenguaje humano pudo
producirse como una extensión de las capacidades vocales, con una cierta gama de
sonidos y tal vez algún tipo de estructura para expresarlos. «La forma del lenguaje tuvo
que ser indudablemente primitiva, pero tuvo que incluir un conjunto limitado de sonidos,
utilizados sistemáticamente, basado en un aspecto sobradamente demostrado de la
sociabilidad de los primates: la capacidad, si no la propensión, para producir sonidos
vocalizados.» Estoy totalmente de acuerdo con la valoración de Ralph.

169
Si quisiéramos hilar aún más fino en el juego deductivo, los primeros útiles de piedra
podrían facilitar la identificación de algunas de las claves de la organización del cerebro.
Durante muchos años, Nick Toth, ahora en la Universidad de Indiana, trabajó en los
yacimientos de Koobi Fora como miembro del equipo de Glynn Isaac. Más que excavar
antiguos útiles líticos, Nick prefería sobre todo comprender las tecnologías del pasado,
haciéndolas y utilizándolas él mismo. Es un arqueólogo de campo, y tiene un ojo muy
despierto para detectar oportunidades que le permitan verificar hipótesis. Un verano, por
ejemplo, en plena sesión de excavaciones en un yacimiento cerca del campamento
principal de Koobi Fora, las gentes del lugar organizaron una gran fiesta, y se sacrificó una
vaca. Nick vio allí una oportunidad para probar la eficacia de las lanzas de madera
endurecidas al calor. Talló rápidamente unas varas de madera, las templó en las brasas, y
se dispuso a atacar al animal muerto. Al calor de los aplausos del público, Nick lanzó el
arma contra el abdomen del animal desde no muy lejos. Pero el arma rebotó. Y
murmurando por lo bajo algo sobre lo ignominioso de la situación, Nick volvió a ocuparse
de quehaceres más ortodoxos.

170
Aunque la estructura global del cerebro sea la misma en los humanos que en los simios, las proporciones de
ambos hemisferios son diferentes. En los humanos, el lóbulo frontal es alargado y el occipital (detrás) es
pequeño. En el cerebro de los simios, al lóbulo occipital es bastante mayor, lo que empuja al surco semilunar
(la división entre el occipital y los otros lóbulos) hacia adelante. La posición del surco semilunar suele
considerarse como una «firma» de un cerebro de tipo humano, y es importante para establecer el estatus de
la capacidad cerebral del fósil. (Por cortesía de Ralph Holloway/Scientific American 1974, reservados todos
los derechos.)

Su quehacer más ortodoxo son los útiles de piedra. Y observó que la posición de un
desbastador de piedras, que se caracteriza por sostener un núcleo o canto rodado en una
mano para producir lascas con la otra, proporciona mucha información sobre los aspectos
psicomotores que regulan el predominio de una u otra mano. La clave radica en la forma
de las lascas y en la posición de los segmentos del córtex, o superficie exterior, del filo de
las piezas talladas. Nick descubrió que la pauta de las lascas descubiertas en los

171
yacimientos arqueológicos más primitivos del área de Koobi Fora es similar a la pauta que
él, como diestro que es, desarrolla cuando fabrica útiles con su mano derecha. Es decir,
que la mayoría de los primitivos desbastadores líticos — posiblemente Homo habilis-
fueron diestros. Esto implica que en aquella época ya predominaba el hemisferio izquierdo,
un dato significativo en la evolución del lenguaje.

Se reconocen dos grandes centros del lenguaje en el cerebro humano, el área de Wernicke y el áres de
Broca. Investigaciones recientes muestran, sin embargo que la organización del lenguaje es mucho más
compleja de lo que se había pensado. (Por cortesía de Norman Geshwind/Scientific American 1972,
reservados todos los derechos.)

Yo estaba encantado con su descubrimiento de un área de Broca en el cerebro de


1470, y con sus resultados menos directos, pero igualmente interesantes, de una
propensión primitiva hacia el dominio del hemisferio izquierdo. A un científico siempre le
gusta conocer datos que apoyen sus premisas. (Un lamentable corolario de esta actitud es
un grado notable de sordera hacia aquellos datos que van en sentido contrario.) La
presencia del área de Broca no puede considerarse como prueba definitiva de la
existencia de una cierta capacidad de lenguaje, porque en los humanos modernos la
maquinaria lingüística está enterrada debajo de esta protuberancia neurológica, no dentro
de ella. En el mejor de los casos, la presencia del área de Broca es indirectamente
indicadora de capacidad lingüística. En cualquier caso, la conclusión positiva de Ralph,
según la cual 1470 tuvo un grado de capacidad de habla considerablemente mayor que la
vocalización de los simios, era estimulante.

172
Pero ¿se trataba de un lenguaje hablado tan desarrollado como el nuestro? No. Creo
que la capacidad de lenguaje apareció gradualmente en la evolución humana y fue parte
de un acervo evolutivo que emergió en torno a la vida cazadora-recolectora, algo
totalmente nuevo en el mundo de los primates. Los primatólogos han desarrollado un
saludable respeto hacia el grado de conocimiento que pueden alcanzar los monos y los
simios acerca de sus mundos respectivos. Estos animales saben qué comer y, más
importante aún, dónde y cuándo encontrar comida. Sus paseos diarios por sus respectivos
territorios no nos parecen ahora tan aleatorios. A veces una banda de mandriles se dividirá
en dos por la mañana, y ambos grupos buscarán alimento en zonas distintas, dentro del
radio de acción de la banda, y al cabo del día volverán a encontrarse para dormir,
formando de nuevo una banda unida. Está claro, pues, que existe comunicación y
«acuerdo»: las actividades del día se planifican de alguna forma, aunque nos parezca
todavía inexplicable.
Con el cambio a una economía mixta de caza y recolección, donde son habituales las
escisiones diarias de la banda para buscar alimento por separado, la necesidad de
organización y de acuerdo se intensifica aún más. Un grado sofisticado de comunicación
es ahora imprescindible, sobre todo para una mejor socialidad general.
Si comparáramos una amplia zona habitada por muchas bandas de mandriles con un
lugar similar habitado por muchas bandas de cazadores-recolectores modernos, se
apreciaría una diferencia fundamental. Entre las bandas de mandriles existe un
intercambio intermitente de machos cuando los jóvenes se acercan a la madurez. Pero
nunca se da una gran coalición de todas las bandas, ni tampoco una congregación social
temporal. Entre los modernos cazadores-recolectores, en cambio, estas congregaciones o
reuniones temporales entre bandas son casi una característica definitoria. Las reuniones
son momentos de socialización intensa, de renovación y de valoración de las alianzas, de
búsqueda de pareja. Este tipo de congregaciones son parte de la estructura tribal, bandas
unidas por un lenguaje común y una cultura común.
¿Cabe esperar una organización social de este tipo entre los primeros Homo? Creo
que no. Hay que ser prudentes y evitar la tentación de imaginar que con la aparición de
algunas características humanas en nuestros antepasados, aparecieron todas a la vez.
Sospecho que en el Homo primitivo empezó a desarrollarse un rudimentario sistema de
caza y recolección, acompañado de un lenguaje rudimentario, pero que la pauta
típicamente primate de las bandas persistió durante un tiempo, acaso hasta la evolución
del primer Homo sapiens.
La pregunta siguiente es obvia. Si Homo habilis poseyó alguna forma de lenguaje
hablado, ¿qué puede decirse de los primeros homínidos? Aquí la evidencia es menos
clara y muy controvertida. Primero, no se ha detectado -todavía- un área de Broca, clara y
distinta, del tipo descubierto en el 1470, en un australopitecino. ¿Demuestra una ausencia
de lenguaje? Quizás. Pero desde que Ralph inició sus estudios con el cerebro homínido,
nunca ha dejado de afirmar que en todas las especies homínidas, tanto en los
australopitecinos como en Homo, ha tenido lugar una reorganización a partir de la forma
simia, y su forma global es claramente humana. «Desde el principio del linaje homínido, ya
se estableció un cierto grado de organización cerebral de tipo humano», dice. Si es así, el
circuito del cerebro pudo contener rudimentos de capacidad lingüística. Pero la
paleoneurología sólo puede estudiar rasgos superficiales.
La sugerencia de Ralph sobre la presencia muy temprana de una organización cerebral
humana ha sido puesta en entredicho recientemente por Dean Falk, de la Universidad
Estatal de Nueva York, en Albany. A partir de sus estudios con especimenes de África del
Sur y de Kenia, esta autora cree que la organización del cerebro de los australopitecinos

173
fue todavía básicamente simiesca, y que la organización humana del cerebro sólo
apareció con Homo.
No es la primera vez que dos expertos en la materia llegan a conclusiones opuestas
basándose en la misma evidencia. Yo no soy paleoneurólogo, y espero no serlo nunca.
Pero sé que el material que maneja esta gente -moldes naturales o en caucho de las
improntas de la superficie interior del cráneo- resulta muy, pero que muy difícil de
interpretar. Las impresiones suelen ser muy tenues y borrosas, y las falsas improntas son
moneda corriente. De ahí la eternización del debate entre Ralph y Dean en las revistas
científicas, casi una década. Una vez intenté organizar un debate cara a cara, cuando
ambos estaban trabajando en el museo de Nairobi, con la esperanza de que pudieran
solventar sus diferencias, pero sin éxito. Pero recientemente las tesis de Dean Falk han
empezado a recibir apoyo de otros neurólogos, entre ellos Harry Jerison.
Sería lógico, y también coherente con otros datos materiales, que la organización
humana del cerebro hubiera aparecido con el origen del género Homo. También cambiaron
otras muchas cosas en este momento de nuestra historia evolutiva, asociadas a un gran
cambio adaptativo hacia la caza y la recolección. Me sorprendería que un rudimentario
lenguaje humano no hubiera formado parte de este acervo Homo.
En mi opinión estuvo ausente en los australopitecinos, y su modo de comunicación
vocalizada tuvo que parecerse mucho a lo que hoy observamos en los grandes simios.
Podemos abordar ahora otros aspectos clave de la anatomía fósil relacionados con la
aparición del lenguaje, como por ejemplo, el propio sistema vocal: la laringe, la faringe, la
lengua, los labios. En la pauta básica de los mamíferos, la laringe está en la parte alta del
cuello, una posición que tiene dos consecuencias. Primera, la laringe está unida a la
nasofaringe -el espacio de aire junto a la «puerta trasera» de la cavidad nasal- para poder
respirar y beber simultáneamente. Segunda, la gama de sonidos que puede hacer un
animal es limitada, porque la cavidad de la faringe -la caja de resonancia- es
necesariamente pequeña. Por consiguiente, la vocalización depende en gran medida de la
forma de su cavidad bucal y de sus labios, para modificar los sonidos producidos en la
laringe.
En los humanos, la estructura es muy diferente y única en el mundo animal. La laringe
está mucho más abajo, por lo que los humanos no pueden respirar y beber al mismo
tiempo sin atragantarse. También somos mucho más vulnerables a la hora de tragar y
respirar simultáneamente, y a veces nos «atragantamos». Estos son resultados claros
aunque negativos del cambio anatómico, por lo que cabe suponer algún tipo de
contrapartida, alguna ventaja. Y la hay. La posición inferior de la laringe crea un espacio
laríngeo mucho mayor encima de las cuerdas vocales, que permite una gama muchísimo
mayor de sonidos. «Una faringe mayor es crucial para poder producir un habla
completamente articulada», dice Jeffrey Laitman, del Mount Sinai Hospital Medical School
de Nueva York.
Laitman llegó a estas cuestiones a raíz de su interés por el desarrollo del sistema vocal
humano en la infancia. Descubrió que, efectivamente, los niños humanos sintetizan un
segmento de nuestra historia evolutiva. Los bebés nacen con la laringe en la típica
posición mamífera, situada en la parte alta del cuello, y pueden beber y respirar
simultáneamente, como de hecho hacen durante la lactancia. Al año y medio, la laringe
empieza a descender hacia la parte inferior del cuello, para alcanzar la posición adulta
hacia los catorce años. Este desplazamiento de la laringe va acompañado de una
capacidad cada vez mayor para producir sonidos, como saben perfectamente los padres.
El trabajo de Laitman es no sólo fascinante en sí mismo, sino que también nos ofrece
una vía potencial para detectar el lenguaje en el registro fósil: una laringe alta en un

174
antepasado humano implica una capacidad lingüística de tipo simio, y una laringe baja,
una capacidad de tipo más humano. El problema, evidentemente, es que buena parte de
la estructura del sistema vocal está constituida por cartílagos, que casi siempre se
descomponen durante la fosilización. Pero no todo está perdido, como dice Laitman:
«Durante nuestras investigaciones, mis colaboradores y yo advertimos que la forma de
la base del cráneo está relacionada con la posición de la laringe. Lo que no es en absoluto
sorprendente, porque la base craneana sirve de techo al sistema respiratorio superior». O
dicho de forma más simple: en la pauta básica de los mamíferos, la base del cráneo — el
techo del sistema respiratorio- es fundamentalmente plano. En los humanos es claramente
curvo. Aquí tenemos, pues, una señal detectable en el registro fósil: la forma de la base
del cráneo de nuestros antepasados humanos.
«La pauta es muy interesante -dice Laitman-. «Primero, todos los australopitecinos que
he examinado presentaban una base craneana típicamente simiesca. Esto indica, en mi
opinión, su imposibilidad física para producir algunas de las vocales universales que
caracterizan las pautas humanas del habla. Segundo, la base craneana completamente
arqueada más antigua que se conoce en el registro fósil tiene entre 300.000 y 400.000
años de antigüedad, es decir, el llamado Homo sapiens arcaico.» Otra evidencia de que a
los australopitecinos les faltaba algo que nosotros consideramos humano. Los resultados
también indican que el sapiens arcaico tuvo una laringe humana moderna. Esto nos obliga
a preguntarnos qué es lo que cambió con la aparición de los humanos totalmente
modernos, hace unos 100.000 años.
Pero antes tenemos que saber qué pasó en medio de esta secuencia, entre los
australopitecinos y el sapiens arcaico, porque podría indicarnos cuándo empezó el
desarrollo de la vocalización. Laitman estudió el cráneo 3733, uno de los cráneos de Homo
erectus más antiguos que tenemos, y advirtió que la flexión de la base del cráneo ya había
empezado: «Este individuo pudo tener la capacidad de producir una gama mayor de
sonidos. Podría decirse que el lenguaje hablado humano ya había empezado a
evolucionar». El individuo 3733 murió hace unos 1,6 millones de años, en la misma época
en que murió el joven turkana, aunque al otro lado del lago.
Aunque le he rogado que sea más explícito, Laitman todavía no puede precisar qué
tipo de sonidos pudo producir 3733 y sus amigos los primeros Homo erectus. «No hemos
realizado el trabajo informático necesario -dice-. Es posible que no pudieran pronunciar
ciertas vocales, como la "u" y la "i" largas, por ejemplo.» Pero está claro que la laringe ya
no estaba en la parte alta del cuello. Laitman propone que la laringe de los erectus adultos
estuvo en una posición intermedia, entre la posición del simio y la del humano actual,
equivalente a la posición de un niño humano moderno de seis años.
«Sí, casi seguro que podían atragantarse al comer o al beber -dice Laitman
refiriéndose al primer erectus-. Y se trata de un indicio muy importante.» La ventaja de
tener la laringe en esta posición intermedia tuvo que ser considerable para compensar la
posibilidad de atragantarse. Esta ventaja fue seguramente una capacidad lingüística
parcialmente desarrollada. Lo cual no me sorprende.
Si el primer Homo erectus tuvo como mínimo un lenguaje hablado rudimentario, ¿qué
decir de Homo habilis, el miembro más primitivo que se conoce del linaje Homo?
Desgraciadamente nada podemos avanzar al respecto. Ninguno de los cráneos habilis
disponibles está suficientemente intacto. Si tuviera que pronunciarme diría que el día que
encontremos un cráneo intacto del primer Homo veremos el principio de la flexión en la
base, el principio del descenso de la laringe, y el principio del lenguaje hablado.
Por consiguiente, las dos áreas del registro fósil que pueden hablarnos de la capacidad
de lenguaje de nuestros antepasados se apoyan y se explican recíprocamente. Ambas

175
indican un desarrollo temprano del lenguaje hablado, que tuvo que empezar, casi con toda
seguridad, con el origen del género Homo. Pero la trayectoria de ese desarrollo, y su
elaboración final, son menos claras. Tenemos que explorar otros sectores del registro, los
productos de la mente de nuestros antepasados: no sus palabras, sino sus actos.
Hace quince años, Glynn Isaac fue invitado a disertar sobre el origen del lenguaje en
un importante congreso organizado por la Academia de las Ciencias de Nueva York.

Preguntarle a un arqueólogo sobre el lenguaje es como pedirle a un topo que


explique la vida en la copa de los árboles. Los materiales que el arqueólogo extrae
de la tierra no contienen vestigios directos de los múltiples fenómenos que debe
manejar en una consideración técnica de la naturaleza del lenguaje. No hay
fonemas petrificados, ni gramáticas fósiles. Las reliquias más antiguas que los
arqueólogos pueden llegar a palpar no van más allá de la primera invención de los
sistemas escritos, hace unos cinco o seis mil años. Y sin embargo, la intrincada
base fisiológica del lenguaje evidencia que esta capacidad humana tiene profundas
raíces, raíces que podrían remontarse incluso hasta los orígenes documentados de
la fabricación de útiles, hará unos 2,5 millones de años, o incluso antes.

Ingenioso como siempre, Glynn ponderaba el registro que le era más familiar -el
registro lítico- para buscar en él vías que pudieran demostrarse relevantes para la cuestión
del lenguaje. Decidió estudiar la complejidad cambiante de los conjuntos líticos a lo largo
del tiempo. Entre dos y cincuenta millones de años atrás, estos conjuntos vieron
incrementar el número de sus elementos y sus formas se hicieron más y más matizadas,
con la aparición brusca de importantes «mejoras» hace entre 1,6 millones y 250.000 años.
Estas fechas coinciden con la aparición de Homo erectus primero, y de sapiens arcaico
después. Con la evolución de la historia humana, los fabricantes de útiles fueron
mejorando su técnica hasta alcanzar formas más normalizadas. En otras palabras, los
cantos trabajados, los raspadores, etc., empezaron a parecer realmente como lo que eran.
Esta aparente mejora en la fabricación de útiles de piedra suele considerarse indicativa de
que nuestros antepasados ganaron en habilidad técnica y ampliaron la gama de posibles
aplicaciones. Pero Glynn cuestionó estos supuestos: «No es necesariamente cierto que el
aumento de la complejidad refleje un aumento de la cantidad de tareas llevadas a cabo
con útiles de piedra, como tampoco los útiles más elaborados son necesariamente más
eficaces en sentido técnico. Esto es algo de lo que apenas se habla».
Si unos útiles de piedra más perfeccionados no conllevan un incremento real de la
eficacia, ni incremento de las utilidades posibles, ¿qué implica esta pauta? ¿Por qué
esmerarse en producir artefactos más elaborados? Glynn dice:

En mi opinión, los útiles de piedra reflejan cambios que afectaron a la cultura


como un todo. Probablemente, parcelas cada vez mayores del comportamiento
global, y a menudo, aunque no siempre, también la fabricación de útiles, conocieron
sistemas normativos crecientemente complejos. En el ámbito de la comunicación,
esto implicó, probablemente, una sintaxis más elaborada y un vocabulario más rico;
en el de las relaciones sociales, tal vez mayor número de categorías, obligaciones y
prescripciones concretas; y en el ámbito de la subsistencia, un incremento de los
conocimientos técnicos comunicables.

176
En otras palabras, el orden que vemos emerger gradualmente en los útiles de piedra a
lo largo del registro arqueológico es un eco cultural de lo que está ocurriendo en el resto
de la sociedad, sugiere Glynn. El contrato social y económico que está en el corazón de la
vida cazadora-recolectora exige de los individuos una comprensión de sus roles, de su
lugar en la comunidad, del comportamiento que se espera de ellos. Entre los cazadores-
recolectores del mundo moderno, las relaciones de un individuo con los demás miembros
de su comunidad, con otros grupos, con sus antepasados, con sus dioses, vienen
definidas mediante sistemas de parentesco muy elaborados. Estos sistemas suelen dictar
quién puede casarse con quién, quién debe compartir comida con quién, y quién debe vivir
dónde. El orden se impone a la sociedad mediante normas que prescriben el
comportamiento aceptable.
El orden es una obsesión humana, una forma de comportamiento que requiere un
lenguaje hablado bastante sofisticado para su optimización. Puede argumentarse,
ciertamente, que los pájaros también imponen orden en su mundo cuando construyen
sofisticados nidos, siempre según una línea prescrita. Pero la característica definitoria de
los humanos es que los productos finales derivados de esa necesidad de orden son
enormemente individuales y, a su manera, únicos en las distintas sociedades. La
arbitrariedad es un elemento típico del orden humano, mientras que el pájaro siempre
construirá su nido de la misma forma. La obsesión por el orden en el mundo tuvo que
evolucionar durante nuestra historia, y sin duda es paralela a la evolución del lenguaje. Sin
lenguaje, la arbitrariedad del orden impuesto por el hombre habría sido imposible.
Encuentro interesante la forma en que se entretejen y articulan tecnología, lenguaje y
cultura en la hipótesis de Glynn, para producir un complejo tejido que reconocemos en
nosotros mismos y en nuestra sociedad actual. ¿Podemos introducir un sentido estético en
este tejido? No dudo de que los grabados y las imágenes pintadas en la Edad del Hielo
reflejan un cierto nivel estético, un gusto por determinadas formas. Pero se trata de
humanos modernos, de gente como nosotros. Por lo que se refiere a las poblaciones
anteriores, es difícil de decir. Pero las formas de algunas de las hachas de mano de África
y de Eurasia que he visto son exquisitas, producto de un gran esmero, mucha paciencia y,
posiblemente, orgullo. Sencillamente, están demasiado bien hechas para ser simples
desbastadores o martillos. Por lo tanto, sugiero que con Homo erectus ya empezó a
asomar un sentido estético, que se vio incrementado con el sapiens arcaico, entre ellos los
neanderthales. Tanto la imposición de un orden arbitrario como la estética emergente
tuvieron que contribuir a perfilar el mundo de nuestros ancestros, y ambos aspectos
requieren un cierto nivel de lenguaje hablado.
El registro arqueológico más moderno, sobre todo a partir del paleolítico superior,
muestra un cambio acelerado, una escalada de innovaciones. Aumenta la tipología de los
conjuntos líticos, y muchos de ellos presentan formas muy estilizadas, sin precedentes.
Los cambios de este periodo reflejan casi con toda certeza una continuación del proceso
identificado por Glynn en registros más antiguos: un tejido cultural cada vez más denso y
complejo. Además, en este periodo existe innovación real, producto de una inteligencia
técnica, y no sólo normas sociales tendentes a configurar un orden.
La complejidad que se evidencia entre los grupos humanos en esta parte tardía del
registro tuvo que ir acompañada de un lenguaje hablado bien desarrollado. La contribución
real de Glynn -el topo que explica la vida en la copa de los árboles- se refiere a la parte
más antigua del registro, donde identificó un medio cultural cada vez más extenso y rico,
cuyo motor fue el lenguaje. A falta de evidencia directa de lenguaje hablado, ¿en qué tipo
de evidencia podemos basarnos? Algunos antropólogos afirman que la evidencia de
abstracción sería suficiente. En efecto, una mente, sin lenguaje, queda encerrada en el

177
mundo mental en que vive, porque las palabras y el pensamiento reflexivo son las únicas
herramientas con que cuenta para explorar los rincones de ese mundo, para trascenderlo.
Las palabras pueden crear experiencias que no han ocurrido: son el motor de la
imaginación, de la conceptualización. Las imágenes visuales, me parece, son un producto
único de esa conceptualización, la evidencia de la abstracción que buscamos.
A pesar de un prolongado y paciente estímulo, los simios no han logrado, hasta ahora,
pintar imágenes que un observador objetivo pueda aceptar como representaciones. Cosa
que no me sorprende. El trazo de unas líneas dibujadas en una superficie o grabadas
sobre hueso o marfil con intención figurativa fue un acontecimiento de enorme magnitud
intelectual en la historia humana, similar a muchos de los grandes descubrimientos
científicos. Fue el producto de la exploración de un mundo mental más allá de sus límites
mediante el lenguaje. En ausencia de lenguaje, aún resulta más inimaginable la
conceptualización de imágenes simbólicas, figurativas o abstractas. La simple imagen de
una cruz, por ejemplo, o de un pastor con un cordero, tiene profundas connotaciones en la
cultura occidental; son símbolos de inocencia en toda la mitología religiosa. Sospecho que
algunas de las imágenes figurativas del registro arqueológico son parte de una mitología,
porque sin lenguaje no puede haber mitología.
Cuando descubrimos imágenes figurativas y abstractas de este tipo, que empiezan a
aparecer en África y en Europa hace unos 30.000 años, significa que nos hallamos ante
gentes dotadas de un lenguaje hablado articulado, completamente moderno. Pero ya no
estoy tan seguro de que la ausencia de tales imágenes en registros más antiguos implique
necesariamente una ausencia de algo parecido a un lenguaje moderno. Y no iría tan lejos
como el antropólogo de la Universidad de Nueva York, Randall White, que dice que hace
más de 100.000 años hubo «una total ausencia de eso que los humanos modernos
llamaríamos lenguaje». White se basa en los espectaculares cambios que ve aparecer a
principios del paleolítico superior, como el aumento del tamaño de los grupos sociales, la
evidencia de comercio, una innovación tecnológica sin precedentes y, evidentemente, el
arte.
Llama la atención el hecho de que la creación de imágenes aparezca de forma
repentina y reciente en el registro, hace tan sólo unos 30.000 años en África y en Europa.
(Las pinturas rupestres más famosas de Europa son más tardías, de sólo 20.000 años de
antigüedad.) Para épocas anteriores sólo hay indicaciones dispersas de algún tipo de
comportamiento simbólico: una costilla de buey grabada de forma muy simple procedente
del yacimiento de Péch de l'Azé, en el suroeste de Francia, de unos 300.000 años de
edad; o una pieza de ocre afilada de hace unos 250.000 años, descubierta en una cueva
cerca de Niza, en el sur de Francia. Pero poca cosa más.
El grabado en la costilla de buey consiste en una serie de arcos dobles festoneados,
una reminiscencia de grabados que se encuentran en la misma zona desde hace 30.000
años. ¿Es un indicio de continuidad de una tradición, a través de un vastísimo espacio
temporal, vacío de otros ejemplos? Lo dudo. Más bien parece que la pauta representa algo
básico en la psique humana. El fragmento de ocre, afilado como para colorear, huele a
ritual. Pero el vacío del registro anterior a los 30.000 años es preocupante.
Si es cierto que hace unos 100.000 años evolucionaron unos humanos ya
completamente modernos, lo que es muy probable, ¿por qué no encontramos evidencia de
expresión artística o simbólica hasta 70.000 años después? Es posible, pero poco
probable, que más allá de los 30.000 años toda manifestación de comportamiento
simbólico se practicara sobre materiales perecederos, como arena o corteza, que no han
sobrevivido. Y dado que las pinturas pueden sobrevivir en abrigos rocosos o en cuevas
durante 30.000 años, también pudieron sobrevivir 40.000 o 50.000 o incluso, por qué no,

178
100.000 años. La impronta en el registro de hace 30.000 años parece muy real, sea cual
sea su significado. El simbolismo puede reflejarse de otras muchas formas, no sólo a
través de imágenes. El enterramiento ritual es el ejemplo más relevante, y suele asociarse
a los neanderthales: es el caso del cuerpo de un cazador, descubierto en una tumba de la
cueva de La Chapelle-aux-Saints, en Francia, de 40.000 años de antigüedad, y que yace
junto a una pata de bisonte, huesos de otros animales y varios útiles de sílex; o el caso,
también, de una mujer enterrada en una exagerada posición fetal en la cueva de La
Ferrassie, en Francia, una de las seis tumbas del yacimiento. Y hay otros muchos
ejemplos en la literatura científica.
Tal vez el más famoso sea el viejo de Shanidar, en los montes Zagros, en el actual Irak.
Murió hace 60.000 años, y parece que fue colocado en un lecho de materia vegetal,
rodeado de flores: milenrama, acianos, cardos, hierba cana, jacintos, cola de caballo, y
una clase de malva. Las flores blancas, amarillas, rojas, azules y púrpura también poseen
propiedades medicinales. Por consiguiente, se dice que el viejo de Shanidar pudo ser un
chamán, o hechicero, y su enterramiento una ceremonia digna de un miembro tan
importante del grupo.
El interés y la preocupación por el mundo de los muertos que expresan estas
situaciones indican un lenguaje y una conciencia bien desarrollados. La conciencia de sí
mismo y la conciencia de la muerte van de la mano. ¿Se trata, aquí, de la continuación del
desarrollo del lenguaje que inferimos para periodos más antiguos del registro? Creo que
sí. Hace poco se han puesto en entredicho algunas supuestas evidencias de
enterramiento neanderthal, especialmente por parte de Robert Gargett, de la Universidad
de California, en Berkeley.
Gargett sugiere que todos estos supuestos enterramientos pueden explicarse
perfectamente como muertes naturales -causadas, por ejemplo, por el desprendimiento de
paredes y techos de una cueva sobre sus ocupantes, o simples cuerpos abandonados-
desprovistas de ritual. Posiblemente sea cierto en algunos casos, en los que tal vez ha
podido sobre-interpretarse la evidencia. Pero hay demasiados ejemplos en los que no es
posible invocar el azar para explicar la asociación de cuerpos y útiles de piedra, la
alineación de los cuerpos, etc. La evidencia de que los neanderthales, y tal vez también
los sapiens arcaicos, enterraban ocasionalmente a sus muertos con un cierto grado de
ritual que puede reconocerse como humano, sigue siendo convincente.
En este contexto, la cuestión de la capacidad lingüística de los neanderthales es
pertinente. Por desgracia no hay consenso entre los expertos. «Pobre Homo sapiens
neanderthalensis -se lamenta Ralph Holloway-. Seguro que ningún otro grupo étnico ha
sido objeto de tantas calumnias y oprobios como nuestros primos lejanos de hace 40.000
a 50.000 años. El golpe de gracia, basado en decisiones informáticas y en la ausencia de
obras de arte, ha sido la afirmación de que los pobres neanderthales también eran mudos
o que, como mucho, balbuceaban una serie de fonemas muy limitados.» Para Ralph, la
evidencia paleoneurológica muestra dos cosas: que el cerebro de los neanderthales es
totalmente Homo, sin diferencias significativas respecto del cerebro de los humanos
modernos; y que «los neanderthales poseían un lenguaje».
El «golpe de gracia» a que se refiere Ralph lo asestó Philip Lieberman, un lingüista de
la Universidad de Brown. Basado en un estudio de la anatomía de la base craneana del
viejo de La Chapelle-aux-Saints, Lieberman y su colaborador Edmund Crelin llegaron a la
conclusión de que el habla de los neanderthales tuvo que ser muy limitada. «La capacidad
lingüística y cognitiva de los homínidos neanderthales clásicos era deficiente. Como
mucho pudo existir un habla nasalizada y susceptible de errores de percepción;

179
probablemente se comunicaban vocalmente a un ritmo terriblemente lento y eran
incapaces de comprender frases complejas», ha dicho Lieberman recientemente.
La base del cráneo del viejo de La Chapelle no es ni más ni menos arqueada que la
que vemos en 3733, un Homo erectus de hace un millón y medio de años. ¿Significa que
la laringe de los neanderthales se halla a la misma altura que en los primeros erectus; y
que el lenguaje de los neanderthales era similar al de hace 1,5 millones de años? ¿O bien
que la capacidad lingüística de los neanderthales sufrió una regresión respecto de lo ya
conseguido por otros sapiens arcaicos? La conclusión de Lieberman y sus colegas fue que
la deficiencia lingüística desempeñó un papel fundamental en la desaparición de los
neanderthales. Pero el tema, al parecer, no está zanjado. Aunque sólo sea porque el viejo
de La Chapelle es un esqueleto extremadamente deformado en muchos sentidos, y es
muy posible que el grado de flexión de la base craneana fuera más pronunciada de lo que
parece. Pero, según Jeffrey Laitman, que ha trabajado con Lieberman y Crelin, la flexión
del cráneo de algunos neanderthales no es tan moderna como la que presentan muchos
de los individuos sapiens arcaicos. Otros neanderthales sí encajan en la gama de lo que
llamaríamos moderno. «Creo que son aspectos muy complicados», dice Laitman con
cautela.
Le pedí que «escalonara» a los neanderthales según su supuesto sistema vocal, en
base a una escala arbitraria del 1 al 10, donde 1 representaría el grado simio y 10 el nivel
del humano moderno. Y me dijo que el viejo de La Chapelle estaría alrededor del 5, y otros
neanderthales entre el 7 y el 8. Recordemos que los primeros sapiens arcaicos, con
300.000 años de antigüedad, corresponden a un 10 de la escala, es decir, al nivel de la
plenitud humana. Lo cual significa que los neanderthales pudieron experimentar una
regresión hacia la condición de los simios, hasta por lo menos la mitad de la escala. De
hecho, se habrían podido comparar al 3733, el espécimen de erectus primitivo, que según
Laitman se sitúa en torno al 6 de la escala. Pero una regresión de estas dimensiones en
una función tan fundamental en la evolución humana me resulta difícilmente concebible.
El cuadro se complica -o confunde- todavía más con el importante descubrimiento de
un huesecillo procedente de un neanderthal de 60.000 años de antigüedad en la cueva de
Kebara en el monte Carmelo, en Israel. El esqueleto parcial fue descubierto en 1983 por
una expedición franco-israelí, y ha suministrado información interesante sobre la anatomía
del neanderthal. Pero lo más importante de todo es el hueso hioides, un huesecillo en
forma de U que alberga los músculos de la mandíbula, la laringe y la lengua. Debido a su
posición central en el aparato vocal, el hioides es vital para producir la voz. El hioides de
Kebara es el primero que se recupera de un antepasado humano, el primer indicio de esta
pieza crucial de la anatomía.
«Llegamos a la conclusión de que la base morfológica de la capacidad humana del
habla parecía plenamente desarrollada», dijeron los arqueólogos, bajo la dirección de
Baruch Arensburg, de la Universidad de Tel Aviv, y de Bernard Vandermeersch. La
anatomía del hioides de Kebara era idéntica a la de los humanos modernos. «Parece que
las presuntas limitaciones lingüísticas de los neanderthales, hasta ahora basadas
fundamentalmente en estudios de morfología craneana, tendrán que revisarse», añadieron
con estudiada modestia.
Philip Lieberman no quedó convencido. «No hay base para establecer una
comparación, puesto que no disponemos de otros hioides de homínido -dijo a un periodista
de Science News-. En este contexto, el hioides de Kebara nada nos dice sobre la
evolución del habla y del lenguaje». Jeffrey Laitman también se muestra prudente. «La
anatomía del hioides no ofrece suficiente información para reconstruir la estructura del
sistema vocal», dice.

180
Es evidente que mis colegas todavía están lejos de lograr un consenso en torno a esta
cuestión. A mí me parece que existe un factor de complicación que todavía no se ha
asimilado plenamente. Antes he descrito la anatomía insólita de la cara del neanderthal:
una protuberancia en mitad de la cara, como si la hubieran estirado por la nariz. Esta
configuración produce amplios espacios de aire en el sistema respiratorio superior, que se
han interpretado como estructuras para calentar el aire helado inhalado y para condensar
el vapor de agua del aire que se espira. Los neanderthales fueron esencialmente gentes
adaptadas al frío, y estas funciones pudieron ser un aspecto importante de aquella
adaptación.
Ciertamente parece posible que esa estructura poco habitual de la parte superior del
sistema respiratorio afectara a la forma de la base del cráneo, tal vez sin alterar la posición
de la laringe. Nadie puede saberlo a ciencia cierta, pero a mí esta me parece más
plausible que la otra explicación alternativa: que los cambios en la estructura del sistema
respiratorio superior necesarios para su adaptación al frío comprometieron seriamente la
capacidad del neanderthal para producir una amplia gama de sonidos, reduciendo así sus
capacidades lingüísticas. Me cuesta imaginar que los neanderthales, con un cerebro algo
mayor que el cerebro medio de los humanos modernos, fueran imbéciles lingüísticos. Su
tecnología estaba tanto o más desarrollada que la de otros sapiens arcaicos. Y la
expresión de su autoconciencia, a través del enterramiento ritual, poseía el mismo nivel de
desarrollo. Los neanderthales tuvieron que estar tan bien dotados lingüísticamente como
cualquier otra población de sapiens arcaicos. Aunque no tanto como los humanos
modernos.
El acontecimiento más importante en el origen del humano moderno tuvo que ser la
adquisición definitiva de un lenguaje hablado plenamente articulado. La evidencia que
hemos presentado apoya esta idea. Sugerir lo contrario -imaginar una especie humana
equipada con un lenguaje como el nuestro pero sin ser como nosotros- me parece
imposible. Creo que el paso evolutivo final fue un cambio gradual, no una revolución
puntual y repentina. Aunque el avance fundamental no tuvo por qué ser la capacidad o el
grado para producir sonidos, sino que pudo radicar también en la percepción de esos
sonidos, en la maquinaria mental capaz de descodificarlos. Porque la capacidad de
lenguaje, despues de todo, contiene componentes de producción y de percepción, que
evolucionan más o menos concertada y simultáneamente. El habla humana se construye a
partir de cincuenta sonidos, frente a una docena en otros grandes primates. Ese avance,
esa cuadruplicación, es el resultado de un sistema vocal modificado, aspectos del cual
pueden detectarse en el registro fósil. Pero el avance en la amplitud y el grado de
comunicación que acompañó aquellos cambios en el sistema vocal es mucho mayor, más
que cuatro veces mayor: es un avance infinito en relación con nuestros primos primates.
Tuvo que ser, casi con certeza, el resultado de la reestructuración de la maquinaria mental
en el cerebro, cuyos indicios son prácticamente invisibles en el registro fósil.
El origen de los humanos modernos supuso un gran florecimiento lingüístico en el
mundo: a partir de una única lengua surgieron otras muchas, que evolucionaron de forma
análoga a la evolución de las especies, pero a un ritmo mucho más rápido. Quizás unos
100.000 años más tarde ya existieran unas cinco mil lenguas, la cantidad documentada en
los más antiguos tiempos históricos. Cinco mil lenguas, todas ellas con raíces en una
lengua madre original, a través de una compleja relación evolutiva. Cinco mil lenguas,
todas pertenecientes a una de las cerca de doce familias lingüísticas, sombras de aquella
primera relación más profunda. Cinco mil lenguas, cada una de ellas expresión de una
capacidad que une a todo el género humano. Pero, paradójicamente, la capacidad
cognitiva que une a todos los Homo sapiens, también los divide. Porque cinco mil lenguas

181
significan cinco mil culturas, y cada una de ellas un medio social y espiritual que las
diferencia y, con demasiada frecuencia, las separa.
Todos nosotros nacemos con la capacidad para hablar cualquiera de estas cinco mil
lenguas -en realidad, cualquiera de la infinidad de lenguas humanas-, pero en
circunstancias normales aprendemos sólo una. Tal como lo expresa el antropólogo de
Princeton, Clifford Geertz, «uno de los aspectos más significativos acerca de nosotros tal
vez sea, finalmente, el hecho de que todos empezamos con un bagaje natural que nos
permitiría vivir un millar de vidas distintas, pero al final acabamos viviendo sólo una». Pero
lo paradójico es que, a través del lenguaje, los individuos llegan a comprenderse a sí
mismos, su sociedad y su cultura, pero permanecen extraños a los individuos de otras
culturas. El medio para comprender puede ser también una barrera para la comprensión,
un resultado del poder, y no de la limitación, del lenguaje.
A lo largo de la historia humana, los humanos fueron creando progresivamente su
propio medio, la cultura. Este aspecto único es una fuerza tan dominante en nuestras
vidas que en última instancia acabamos dependiendo de ella. Como dice Geertz de forma
harto elocuente: «Un ser humano sin cultura acabaría seguramente convertido no ya en un
simio intrínsecamente inteligente aunque incompleto, sino en una monstruosidad sin
mente, impracticable. Al igual que el repollo al que tanto se parece, el cerebro de Homo
sapiens, nacido en el marco de la cultura, no sería viable fuera de él». No existe ser
viviente tan limitado o tan liberado por su herencia.
Esta afirmación se parece mucho a una versión distinta del valor que Thomas Huxley
otorga a la importancia del lenguaje humano: «Nos eleva muy por encima del nivel de
nuestros humildes semejantes». En cierto modo es verdad. El lenguaje humano, y cuanto
deriva de su realidad, convierte a Homo sapiens en una especie especialmente inteligente.
Y muy probablemente podemos justificar la pretensión de ser más que «especialmente
inteligentes». Nuestro sentido moral, la ética, y la visión trascendental, son únicos en el
mundo actual.
¿Y qué decir del «profundo abismo entre el hombre y las bestias» identificado por
Huxley? He sugerido que algunos trabajos recientes sobre la capacidad cognitiva —
especialmente la capacidad del lenguaje- de los grandes primates han reducido de alguna
forma ese abismo en el extremo no humano de las cosas. También sostengo que lo que
aprendemos de la prehistoria humana sirve para reducirlo todavía más. Tal vez nos
sintamos especiales en el mundo actual, y lo somos en muchos sentidos, pero somos tan
sólo el producto final de un linaje evolutivo que llega hasta nosotros a través de vínculos
indisociables con el resto del mundo natural. Si supiéramos, gracias al registro fósil y
arqueológico, que la capacidad de lenguaje emergió sólo con el origen de los humanos
modernos, entonces podríamos decir con toda justicia que Homo sapiens se separó
efectivamente de «las bestias» de alguna forma importante. Pero lo que nos dicen esos
registros es que la capacidad de lenguaje -y con ella, la cultura y la conciencia humanas-
emergió gradualmente a lo largo de la historia. Cada una de las especies de Homo
antecesoras de Homo sapiens poseía algún componente del género humano, de condición
humana, no sólo por lo que respecta a su tamaño y conducta, sino también al
funcionamiento de la mente. El faro de la condición humana fue brillando cada vez más
con el paso del tiempo, hasta que iluminó el mundo con la deslumbrante intensidad que
hoy experimentamos. Si, por algún azar de la naturaleza, Homo erectus y Homo habilis
todavía existieran, el Homo sapiens aparecería mucho menos especial de lo que
pensamos. El abismo entre el género humano y «las bestias» se vería colmado por
erectus y habilis, y nuestra relación con el resto del mundo natural resultaría mucho más
evidente. Estas especies -erectus y habilis- no existen, claro, excepto como elementos de

182
un registro evolutivo. De ahí que una comprensión del registro fósil humano sea a la vez
vivo e instructivo, puesto que nos revela nuestro verdadero lugar en el mundo, y sitúa
nuestra indudable «diferencia» dentro de una perspectiva histórica.

183
Capítulo XVI
ASESINADO EN UN ZOOLÓGICO
Durante cinco años Luit estuvo maquinando para hacerse con el liderazgo de la colonia de
chimpancés del zoológico Burgers, de Arnhem, en Holanda. De una edad intermedia entre
Yeroen y Nikkie, sus principales rivales para el puesto dominante, Luit era un espécimen
físico elegante, musculoso, de pelaje negro y suave. Pero para conseguir su objetivo Luit
explotaba su ingenio, no su fuerza. Sopesando el equilibrio de poder primero con Yeroen,
y luego con Nikkie, a veces en franca competición entre sí, Luit consiguió finalmente la
posición de primer macho, y con ella el acceso privilegiado a las hembras de la colonia.
Pero el éxito acabó en desastre, y esta vez se impuso no el cerebro, sino la fuerza: Yeroen
y Nikkie unieron sus fuerzas y atacaron brutalmente a Luit.
«Yo estaba trabajando en casa -recuerda Frans de Waal, que había estudiado la
colonia de Arnhem durante años-. Era un sábado por la mañana. Sonó el teléfono y la
noticia no pudo ser peor.» Rápidamente, y muy angustiada, la ayudante de De Waal
describió cómo había encontrado a Luit, apenas consciente y cubierto de sangre, con toda
su carne desgarrada. Con profundos desgarrones en la cabeza, costados, manos y pies,
Luit parecía agonizar. Y la mayor de las injurias: Yeroen y Nikkie le habían arrancado los
testículos. «Haz lo que puedas por él -gritó De Waal en el teléfono- enseguida estoy
contigo.» Las emociones se agolparon en su pecho mientras recorría la corta distancia
entre su casa y el zoo, sentimientos de desesperación y de tristeza. Y acusación: «Yeroen
tiene la culpa», pensaba. La condición de Luit era peor de lo que De Waal esperaba, y a
pesar de unas tres horas de operación, Luit murió, por una combinación de shock y
pérdida de sangre. Aún hoy, una década después del incidente, De Waal dice: «No puedo
mirar a Yeroen sin ver a un asesino. Nikkie, diez años más joven que Yeroen, sólo fue un
peón en el juego de Yeroen».
Pero ¿qué clase de juego pudo acabar en asesinato? «Cuestión política, lucha por el
poder», explica De Waal. Hace dos milenios, Aristóteles calificó al ser humano de zoon
politikon, animal político. «No podía imaginarse lo cerca que estaba de la realidad — dice
De Waal-. Nuestra actividad política parece formar parte de una herencia evolutiva que
compartimos con nuestros parientes más próximos.» El asesinato como resolución de las
luchas por el poder no es algo infrecuente en las páginas de la historia humana, como
último resorte cuando los demás medios políticos han fracasado. Así fue para Luit. «Lo
que he aprendido de mi trabajo en Arnhem -dice De Waal- es que las raíces de la política
son más viejas que la humanidad.» Aunque mucha gente no sea consciente del hecho, mi
padre creía firmemente que en la medida en que lográsemos comprender más cosas
sobre el comportamiento de los grandes simios -nuestros parientes vivos más próximos-
podríamos entendernos mejor a nosotros mismos y nuestra historia evolutiva. Dedicó

184
considerable energía a organizar lo que más tarde se convertiría en los dos trabajos de
campo sobre primates más famosos e influyentes: el de Jane Goodall con chimpancés, en
Tanzania, y el de Diane Fossey con gorilas, en Ruanda. La información obtenida a raíz del
estudio del comportamiento social de los simios africanos podría complementar lo que
pudiéramos obtener del registro fósil, decía mi padre. ¡Cuánta razón tenía! Estos estudios,
y otros muchos, no sólo nos han abierto vías concretas para conocer la estructura social
de nuestros antepasados (especialmente en relación con factores tales como el tamaño
del cuerpo, la ecología y el dimorfismo sexual), sino que han deparado información sobre
la mente de los primates. Nos han proporcionado indicios de la evolución de la conciencia,
el fenómeno que experimentamos como introspección y autoconciencia.
Sólo en los últimos años los primatólogos y fisiólogos han podido darse cuenta de lo
bizantina que llega a ser una mente primate. Desde el manejo y manipulación de
complejas redes de relaciones, hasta la perpetración de astutos trucos de engaño,
nuestros primos primates habitan mundos sociales e intelectuales más complejos de lo
que cabía imaginar. El título de un libro reciente sobre el tema reza: Inteligencia
maquiavélica.
El que los fisiólogos británicos Richard Byrne y Andrews Whiten, editores del libro,
consideraran este título apropiado para un texto académico sobre la experiencia social de
los primates, resulta indicativo del respeto que ahora se concede a la mente primate no
humana. Aquí nos ocupamos del tema como una vía para comprender algo de la mente
humana, concretamente, la aparición de la conciencia introspectiva durante nuestra
historia evolutiva.
El tema de la naturaleza de la mente, más que cualquier otro, ha embarazado, tentado
y escapado a filósofos y a fisiólogos. Las definiciones de tipo operativo, como «la
capacidad para controlar tus propios estados mentales, y la subsiguiente capacidad de
usar tu propia experiencia para inferir la experiencia de otros», tal vez sean pertinentes
objetivamente, pero no captan la esencia de lo que cada uno de nosotros siente sobre
cómo y qué debe ser la mente. La mente es la fuente del sentido de uno mismo, el mundo
privado en que habita, un mundo que a veces se comparte con otros; es fuente de
esperanzas y temores, del bien y del mal; es el medio de experimentar mundos más allá
de lo tangible y el medio de transformar lo intangible en algo real.
«Pocas cuestiones han perdurado tanto o han conocido una historia más compleja que
el problema de la conciencia y su lugar en la naturaleza», dice Julián Jaynes, un fisiólogo
de Princeton. Este «problema» está en el corazón de nuestra lucha por comprender
nuestra condición humana. E, inesperadamente, es donde muchos estudios sobre
primates -entre ellos, el que estudia las circunstancias de la muerte de Luit- empiezan a
arrojar alguna luz. La misma luz acabará diciéndonos alguna cosa sobre la mente de
Homo habilis y de Homo erectus y, en última instancia, de Homo sapiens.
Hace dos siglos, Descartes proponía que la mente y el cuerpo eran entidades
completamente separadas, un dualismo que configuraba un todo. «Era una visión de la
conciencia parecida a un espíritu que posee y controla un cuerpo, como tú y yo poseemos
y controlamos el coche», observa el filósofo Daniel Dennett, de la Universidad de Tufts.
Los filósofos lo llaman el dualismo mente-cuerpo. «Más recientemente, tras el rechazo del
dualismo y con el auge del materialismo -la idea de que la mente es el cerebro-, nos
hemos ido al otro extremo, a la idea de que la conciencia tiene que ser un nódulo del
cerebro, el Cuartel General responsable de organizar y dirigir todos los accesorios que
mantienen unida la vida y el cuerpo», añade Dennett.
Adopto el punto de vista materialista de que la conciencia es el producto de la actividad
del cerebro, y no un sutil anexo externo al órgano, como sugería recientemente el famoso

185
neurólogo sir John Eccles. «Me veo obligado a atribuir la unicidad de la conciencia o del
alma a una creación espiritual sobrenatural», escribía en su último libro, Evolution of the
Brain. Aunque rechazo una intervención externa tipo Eccles, simpatizo, no obstante, con
los sentimientos expresados en un reciente ensayo por Colin McGinn, un filósofo de la
Universidad de Rutgers:

¿Cómo es posible que los estados de conciencia dependan de los estados del
cerebro? ¿Cómo puede surgir la fenomenología tecnicolor de una viscosa materia
gris? ¿Qué hace que el órgano corporal que llamamos cerebro se diferencie tan
radicalmente de otros órganos corporales, como por ejemplo los riñones, partes del
cuerpo sin el más mínimo indicio de conciencia? ¿Cómo la agregación de millones
de neuronas inanimadas individuales pudo generar la conciencia subjetiva?… Nos
parece milagroso, misterioso, e incluso un tanto cómico. Sentimos, de alguna forma,
que el agua del cerebro físico se convierte en el vino de la conciencia, pero
seguimos en blanco acerca de la naturaleza de esta conversión.

Al decir que la conciencia es el producto singular y único del cerebro, McGinn refuerza
el argumento de Dennett: la mente es el cerebro. También está diciendo que la conciencia
es del cerebro y de ningún otro órgano, de ninguna otra materia en el mundo. Pero
también sé que algunos estudiosos afirman ahora que la materia no cerebral también
puede ser consciente: otros órganos del cuerpo, las plantas, incluso las piedras y, en
última instancia, las partículas fundamentales de la materia. Esto me parece un ejercicio
filosófico de escasa relevancia para cuanto observamos en la experiencia real en tanto
que humanos. A mi me interesa el sentido inmaterial de la propia conciencia, innegable
pero indefinible. Por eso apoyo con entusiasmo los sentimientos de McGinn, tanto por lo
que se refiere a la fuente de nuestra conciencia como a su frustrante naturaleza
evanescente.
McGinn no está diciendo que, dado que no podemos explicar el proceso físico por el
cual la materia inanimada genera conciencia, el proceso tiene que ser milagroso, más allá
de las leyes físicas. Lo que sugiere es que, aunque nos parezca difícil de aceptar, puede
haber límites a la comprensión humana de la naturaleza; el cerebro humano puede no
estar equipado finalmente para entenderse a sí mismo. «Nos parece oneroso concebir la
existencia de una propiedad real, aunque estuviera bajo nuestras propias narices, para
cuya comprensión no estamos capacitados -dice-; una propiedad que es responsable de
fenómenos que observamos de forma totalmente indirecta [nuestra propia experiencia].»
Tres grandes revoluciones biológicas marcan la historia de la vida en el mundo. La primera
es el origen de la vida misma; la segunda es el origen de las células eucarióticas, las
células con núcleos; y la tercera es el origen de los organismos multicelulares. Cada una
de estas revoluciones transformó el mundo de forma drástica y espectacular. No es
exagerado añadir una cuarta revolución: el origen de la conciencia humana. Representa
una nueva dimensión en la experiencia biológica.
Nuestra pregunta ahora, similar a la que planteábamos para el origen del lenguaje, es
si la conciencia tal como la experimentamos emergió rápida y recientemente en nuestra
historia. ¿O se fue construyendo poco a poco, quedándose en los fundamentos cognitivos
en nuestros antepasados simiescos? Para buscar las raíces de la conciencia humana
exploraremos los mundos sociales de los primates no humanos; preguntaremos por qué
los primates parecen ser más inteligentes de lo estrictamente necesario; buscaremos
indicios de cierto sentido de sí mismos, de conciencia, en estos animales, incluyendo su

186
inclinación a engañarse unos a otros; analizaremos los escasos indicios de conciencia en
el registro prehistórico; y trataremos del origen de la mitología y de la religión.
La primera pregunta que se plantea no es tanto el qué de la conciencia, sino el porqué.
¿Por qué tuvo que darse el fenómeno de la conciencia? La capacidad para la
introspección que experimentan los humanos podría ser un epifenómeno de ese cerebro
grande y complejo, el subproducto de otras funciones neurológicas, «el chirrido de los
engranajes neurológicos, la chispa del circuito neurológico», como explicaba el fisiólogo
Horace Barlow de la Universidad de Cambridge. Pero de acuerdo con mi aproximación a la
especie humana, debemos considerar la conciencia igual que consideramos otros
aspectos de nosotros mismos: el producto directo de la selección natural. En cuyo caso
debemos preguntarnos qué beneficio selectivo obtuvieron nuestros antepasados y
nosotros con la conciencia. Para contestar a esta pregunta tomaré una vía que puede
parecer un círculo vicioso. La vía empieza preguntando por qué los primates parecen ser
más inteligentes de «lo necesario».
En el Language Research Center de la Universidad Estatal de Georgia, en Atlanta, hay
un mono que, armado de una pequeña palanca de mando, puede anticipar el complejo
movimiento de un objeto en una pantalla de ordenador y, finalmente, «capturar» el objeto.
La tarea no es fácil ni siquiera para un humano. Requiere concentración y capacidad de
anticipación o predicción respecto a la posible trayectoria de los objetos del videojuego, así
como un buen control de la palanca de mando. Sin olvidar que el mono no está
especialmente entrenado para ello, ni tampoco posee un talento especial. Cualquiera de
los monos del centro puede hacerlo, una vez familiarizados con el sistema. En otra zona
del centro hay chimpancés que pueden resolver problemas intelectuales aún más
complejos, para los que se precisa, por lo general, una capacidad para anticipar tres o
cuatro movimientos. Se necesita capacidad analítica, razonamiento y anticipación. Y
tampoco estos animales están especialmente adiestrados ni son particularmente
ingeniosos. Tan sólo despliegan los talentos naturales de los grandes primates.
Esto plantea una cuestión espinosa, porque ¿qué tienen de natural las capacidades
que acabo de describir? Los psicólogos que estudian las capacidades cognitivas de monos
y simios en laboratorio convienen en que los animales parecen ser mucho más listos de lo
que requieren sus exigencias naturales. «Me he pasado dos meses observando a los
gorilas de los montes Virunga, en Ruanda -dice otro fisiólogo de la Universidad de
Cambridge, Nicholas Humphrey-, y no salía de mi asombro al constatar que, de todos los
animales de la selva, los gorilas parecían llevar la existencia más simple -alimento
abundante y fácil de conseguir (si sabían dónde encontrarlo), escasez o ausencia de
depredadores (si sabían cómo evitarlos)… poca cosa que hacer (y poca hecha) excepto
comer, dormir y jugar.» Las capacidades cognitivas que presentan los grandes primates en
el laboratorio parecen sobrepasar, de lejos, las demandas prácticas de su mundo natural.
¿Se ha mostrado derrochadora la selección natural al hacerlos más listos de lo realmente
necesario? Hace pocos años, durante una visita de Nick Humphrey a Kenia, fuimos a
Koobi Fora, y discutimos sus ideas. Yo quise saber qué tenían que ver estas
observaciones con la evolución de la mente humana. «Cuanto puede decirse sobre la vida
cotidiana de los gorilas -que el mundo de las cosas prácticas no parece demasiado
exigente intelectualmente- es aplicable también a los humanos -contestó-. Los estudios
sobre las sociedades cazadoras-recolectoras muestran la modestia de las exigencias de
su vida cotidiana. Las técnicas de caza no son muy superiores a las de otros carnívoros
sociales. Y las estrategias de la recolección son similares a las que se observan en los
chimpancés o en los mandriles, por ejemplo.» Acepté su explicación y pregunté qué es lo
que en la historia de la evolución ha permitido al cerebro humano crear una sinfonía de

187
Mozart o la teoría de la relatividad de Einstein. «La respuesta -me dijo Nick- es la vida
social. Los primates tienen vidas sociales complejas. Esto es lo que los hace -y nos ha
hecho- tan inteligentes.» Debo admitir que me mostré un tanto escéptico ante su
sugerencia, durante nuestro viaje a Koobi Fora. La idea de que las exigencias de la
interacción social, tales como la creación de alianzas o el engaño a potenciales rivales,
pudieran ser responsables de la agudización de la inteligencia humana, me parecía un
tanto insustancial. Tal vez porque el nexo social es algo tan natural en la existencia
humana que llega a hacerse invisible para nuestra mente. Pero diez años de investigación
con primates no humanos ha permitido visualizar ese nexo social y, sobre todo, destacar
su importancia. Hoy, la hipótesis de Nick parece muy plausible.
Durante mucho tiempo, los antropólogos aceptaron la idea de que la tecnología, y no la
interacción social, fue la fuerza motriz de la evolución del intelecto humano. Dado que
nuestro mundo físico está dominado por los frutos de la invención, es lógico que estemos
impresionados por la capacidad tecnológica humana. Y es natural que se creyera que
estas capacidades fueron el producto directo de la selección natural. Pero, como ha
afirmado Harry Jerison, parece más plausible que estas capacidades sean el subproducto
de un intelecto agudizado por otras fuerzas que operan en la selección natural. Jerison lo
describía como «la construcción de una realidad mejor». Pero estudiándolos más de
cerca, puede verse que, en los grandes primates, los componentes más importantes -y los
más estimulantes intelectualmente- en la realidad de un individuo son otros individuos.
Un mandril o un chimpancé requieren un cierto nivel de capacidad intelectual y de
memoria para explotar los recursos alimentarios durante todo el año. Necesitan poseer
una especie de mapa mental de su radio de acción. Necesitan saber, y ser capaces de
reconocer, cuándo tales árboles dan sus frutos, cuándo aquellos tubérculos están
maduros, y cuándo hay agua en tal o cual charca. Pero hay un cierto grado de
predecibilidad en todo ello, una pauta a seguir. Cosa que no es posible, por ejemplo, con
los demás individuos de la propia banda, que pueden ser impredecibles, sobre todo en su
posible respuesta al comportamiento de uno. Un árbol lleno de fruta puede ser difícil de
encontrar, pero una vez localizado, no desaparece repentinamente ni su fruta se hace
incomestible. Estas transformaciones tipo Alicia en el País de las Maravillas en un frutal
serían el equivalente a la gama de respuestas que un individuo de una banda puede
esperar cuando conoce a otro, a un rival, por ejemplo.
Comparemos los gorilas con las cebras, aunque pueda parecer un tanto exótico.
Ambas especies habitan mundos ecológicos similares, en el sentido de que ambos se
nutren de recursos muy abundantes y bien distribuidos (hojas de bosques de alta montaña
para los gorilas, hierba de las praderas para las cebras). Y en ambas especies, las
hembras abandonan sus grupos familiares de origen para vivir con un solo macho
dominante y un grupo de hembras sin lazos de parentesco con ella. Puesto que sus
mundos ecológicos y estructuras sociales poseen el mismo marco, podría deducirse que
sus capacidades mentales podrían ser también similares. Pero no es así. En términos
relativos, los gorilas son cuatro veces más inteligentes (tienen un cerebro cuatro veces
mayor) que las cebras, una diferencia que se correlaciona con una vida social mucho más
compleja y exigente que la de las cebras.
«Corno en el ajedrez, una interacción social es fundamentalmente una transacción
entre miembros de una comunidad -dice Nick Humphrey-. Exige un cierto nivel de
inteligencia que no tiene paralelos en otras esferas de la vida. Claro que puede haber
jugadores fuertes y débiles, pero, veteranos o novatos, nosotros y la mayoría de los demás
miembros de las complejas sociedades primates hemos jugado a este juego desde el
momento de nacer.» Nick ha venido desarrollando esta línea argumentativa desde

188
principios de los años setenta, y sus ideas sirvieron para cristalizar pensamientos similares
entre otros investigadores. Hoy por hoy, la idea de una inteligencia social -o mejor dicho,
las agudas exigencias intelectuales de una compleja vida social- se ha convertido en uno
de los principales paradigmas entre los antropólogos.
Un reciente compendio del estudio de los primates, realizado por Dorothy Cheney,
Robert Seyfarth y Barbara Smuts, confirma el ascenso de este paradigma. «El uso de
útiles en primates no humanos, que ha merecido una considerable atención dada su
relevancia para la evolución humana, es sorprendente, en parte porque es relativamente
raro. En cambio, los primatólogos destacan insistentemente la capacidad de los sujetos
para utilizar a otros individuos como "útiles sociales" para lograr determinados resultados»,
dicen, y llegan a la conclusión de que «entre los primates no humanos, se evidencian
capacidades cognitivas bastante sofisticadas durante las interacciones sociales».
¿Qué es lo que hace tan compleja la vida social de los primates para que se den en
ellos «capacidades cognitivas sofisticadas»? En una palabra, fundamentalmente las
alianzas. Como en todos los grupos animales, el factor motor del comportamiento
individual es, en última instancia, el éxito reproductivo. En términos antropomórficos, las
hembras procuran criar hasta la madurez el máximo de crías posible; los machos,
engendrarlas. En las hembras, el éxito reproductivo se basa en su capacidad para cuidar y
proteger a su descendencia; en los machos, el éxito reproductivo depende del máximo de
oportunidades posibles para copular. Tanto los machos como las hembras ven facilitados
sus objetivos si cuentan con la ayuda de otros miembros, amigos y familiares. Buena Parte
de la vida de los primates transcurre, pues, alimentando estas alianzas en beneficio propio
y valorando las alianzas de los rivales.
Pasemos a considerar las relaciones entre Alex y Thalia, mandriles jóvenes ya adultos,
miembros de una banda que vive cerca de Eburru Cliffs, a 160 kilómetros al noroeste de
Nairobi, en el gran valle del Rift. Barbara Smuts, una primatóloga de la Universidad de
Michigan, estudió la vida social de esta banda durante varios años, dedicando especial
atención a la creación de lo que ella llama «amistades», alianzas a largo plazo entre
machos y hembras. Alex era un recién llegado al grupo y necesitaba establecer una sólida
alianza con una hembra. Y escogió a Thalia. Barbara dice:

Fue como ver a dos neófitos en un bar para solteros. Alex miró a Thalia hasta
que ella se volvió y casi le sorprendió mirándola. Él miró rápidamente a otra parte, y
entonces ella le miró hasta que la cabeza de él empezó a volverse hacia ella.
Entonces ella empezó a acicalarse las uñas, como si estuviera absorta en la tarea.
Pero tan pronto como Alex giró la cara, la mirada de ella volvió a posarse en él.
Continuaron así durante más de un cuarto de hora, siempre con ese mismo
«desajuste» de milésimas de segundo. Finalmente, Alex consiguió captar la mirada
de Thalia. Puso la típica cara amistosa (ojitos pequeños y orejas hacia atrás) y
chasqueó los dientes rítmicamente. Thalia se quedó inmóvil, y durante un segundo
le miró a los ojos. Alex se acercó a ella y Thalia, todavía nerviosa, inició un gesto
cariñoso hacia él y se calmó enseguida, y a la mañana siguiente los vi juntos por los
acantilados.

Seis años más tarde, en otra visita a Eburru Cliffs, Barbara comprobó que la amistad
formada durante aquel escarceo inicial aún duraba. «Dado que la amistad entre mandriles
se inscribe en una red de relaciones de amistad y de rivalidad, inevitablemente tienen
repercusiones más allá de la pareja», explica Barbara. Por ejemplo, una vez observó a
Cyclops con un trozo de carne, parte de un antílope que había cazado. Tritón, el macho

189
adulto dominante de la banda, vio la presa y empezó a desafiar a Cyclops. «Éste se puso
tenso y parecía a punto de abandonar la presa. Pero entonces apareció Phoebe, la amiga
de Cyclops, con su hijo Phyllis, y se acercó a Cyclops. Él la atrajo inmediatamente hacia sí
y ahuyentó a Tritón lejos de la presa.» Fue un movimiento muy inteligente, porque
amenazando a Cyclops, Tritón estaba también amenazando a Phyllis, el hijo de Phoebe.
Por lo que «Tritón corría el riesgo de tener que habérselas con Phoebe y con todos sus
parientes y amigos -explica Barbara. Ante esa eventualidad, lo más prudente para Tritón
era retroceder, cosa que hizo-. Así, la amistad implica tanto costes como beneficios,
porque convierte a los protagonistas en individuos vulnerables a las convenciones sociales
o a la agresión interpuesta de otros».
La red de alianzas mantiene unidas a las bandas de primates, y controla las
interacciones entre individuos. Dorothy Cheney y Robert Seyfarth describen otro ejemplo,
esta vez con monos verdes, a los que estudiaron en el Parque Nacional de Amboseli, en
Kenia. «En un típico encuentro, una hembra, Newton, puede atacar a otra, Tycho, para
hacerse con un fruto. Cuando Tycho se aparta, la hermana de Newton, Charing Cross, se
acerca para ayudar en la caza. Mientras, Wormwood Scrubs, otra hermana de Newton, va
hacia la hermana de Tycho, Holborn, que está amamantando a su pequeño a pocos
metros del lugar, y la golpea en la cabeza.» Lo que para un observador de paso podría
parecer una agresión gratuita entre un grupo de individuos irascibles, es en realidad la
representación de un conflicto que incumbe a vastas e intrincadas redes de alianzas,
alianzas tanto de amistad como de sangre.
«La hostilidad entre dos animales suele ampliarse hasta incluir a familias enteras, así
que los monos no sólo necesitan predecir el comportamiento de cada cual, sino que deben
valorar la relación de unos con otros -explican Dorothy y Robert-. Un mono confrontado
con todo este intrincado nudo nada aleatorio no puede contentarse con aprender
simplemente quién ostenta una posición dominante y quién subordinada respecto a él;
también tiene que aprender quién está aliado con quién y quién puede ponerse al lado del
rival en un momento determinado.» A través de una serie de experimentos muy
ingeniosos, con cintas grabadas de vocalizaciones concretas, Dorothy y Robert pudieron
determinar, por las reacciones de los otros monos, que los animales conocen
perfectamente los códigos que rigen las relaciones y alianzas de la banda.
Si las redes de alianzas fueran estructuras permanentes en el seno de una banda,
sería difícil para los individuos manejar todas esas intrincadas conexiones. Pero no son en
absoluto permanentes. A los individuos, que siempre miran por su propio interés y por el
interés de sus parientes más próximos, les conviene a veces romper alianzas existentes y
formar otras nuevas, tal vez incluso con anteriores rivales. Por consiguiente, los miembros
de la banda están inmersos en una red de alianzas con pautas cambiantes, lo que exige
una inteligencia social aún más aguda para poder jugar al juego cambiante del ajedrez
social.
Luit, Yeroen y Nikkie eran piezas de una de estas partidas de ajedrez social, en la
medida en que sus estrategias les llevaron hacia aquel ataque fatal en septiembre de
1980. Frans de Waal, que observaba el juego, lo registró con pelos y señales.
Al principio, en 1975, Yeroen, el mayor de los tres, era el incuestionable macho
dominante. Luit y Nikkie se sometían normalmente a Yeroen, y éste disfrutaba del favor de
todas las hembras de la banda. Luego, en el verano de 1976, Luit cesó de mostrar
sumisión a Yeroen, y empezó a desafiarlo con actitudes muy patentes y ruidosas. El más
joven, Nikkie, se puso de parte de Luit, pero sólo cuando Luit se enfrentaba a las mujeres,
las aliadas de Yeroen. Al cabo de unos meses, Luit ganó su desafío frente a Yeroen y se
convirtió en el macho dominante de la banda.

190
Durante el primer año de la nueva era, tanto Luit como Nikkie solicitaron el apoyo de
Yeroen, el líder caído. Como si Luit supiera que estaría mejor y más tranquilo teniendo a
Yeroen como amigo y no como enemigo. Nikkie parecía buscar una alianza con Yeroen,
quizás para intentar derrocar a Luit. En todo caso, al final del año, Nikkie consiguió su
propósito formando con Yeroen una alianza contra Luit. A estas alturas, Luit se había
ganado la lealtad de todas las hembras de la banda, una situación que iba a propiciar su
caída, sugiere De Waal.
«El destino de Luit evoca la paradoja del equilibrio de poder que afirma que "la fuerza
es debilidad". Significa que la más fuerte de las tres partes en litigio provoca casi
automáticamente la coalición de las demás contra él, porque para las partes más débiles
es mejor unir fuerzas y compartir la recompensa que aliarse con la parte más fuerte, que
monopolizará los beneficios», explica De Waal. Así pues, con la ayuda de Yeroen, Nikkie
se convirtió en el nuevo líder. Pero al revés que su predecesor, el estatus de Nikkie
dependía completamente de su alianza con Yeroen. Y aunque éste no era el macho
dominante, todavía gozaba de un considerable éxito reproductivo, porque Nikkie toleraba
su acceso a las hembras como parte del trato.
Nikkie consiguió consolidar su posición durante un año más, con Yeroen practicando
un doble juego. Podía acceder a varias hembras en celo a veces con el apoyo de Nikkie
contra Luit, otras con el apoyo de Luit contra Nikkie. Este doble juego empezó a estallar en
pedazos hacia finales de 1978, cuando Nikkie y Luit establecieron lo que De Waal llama un
«tratado de no intervención». El resultado fue que aquella relación especial entre Nikkie y
Luit, que aparecía en periodos de competencia sexual, se vio fortalecida durante los
meses siguientes.
A principios de 1980, la situación de los tres machos parecía estable. Nikkie era el
individuo dominante, con la ayuda de Yeroen, y Luit estaba excluido, aunque fuera más
fuerte que los otros dos. Pero con el paso del tiempo, Nikkie pareció ir relajando su parte
del compromiso adquirido con Yeroen. Por ejemplo, ya no apoyaba su acercamiento a las
hembras en celo, ni impedía que Luit accediera a las hembras. Dos días más tarde, en la
noche del 6 de julio, hubo una lucha en la que Nikkie y Yeroen quedaron malheridos:
dedos y uñas arrancados o desaparecidos, típico de las peleas entre chimpancés.
«Aunque, por las heridas, no pudo determinarse quién salió ganador o quién perdedor,
el comportamiento de Nikkie era claramente el de un perdedor. Y pese a que Luit no
pareció demasiado implicado en la batalla física, emergió de ella como el nuevo macho
dominante.» Lo que había pasado, dice De Waal, es que como Nikkie no había mantenido
su trato con Yeroen, éste dio por finalizada la alianza de una forma muy violenta. Rota la
alianza, Luit ocupó el vacío de poder, de nuevo como macho dominante.
Durante las semanas siguientes se palpaba la tensión en la banda, dada la fragilidad
del orden surgido a raíz de la lucha. Luit, Nikkie y Yeroen parecían tantear continuamente
nuevas alianzas. Pero «para Yeroen, el restablecimiento de la coalición con Nikkie parecía
prioritaria sobre cualquier otra -dice De Waal-. Yeroen podía gritar de aparente frustración
y seguir a Luit y a Nikkie siempre que ambos andaban juntos. Y el mismo Yeroen intentó
muchas veces sentarse y congraciarse con Nikkie». Era una situación claramente
inestable. Entonces se produjo el ataque fatal. Yeroen y Nikkie decidieron, al parecer, que
sus intereses mutuos reclamaban una nueva alianza entre ambos. De Waal cree que
Yeroen inició el ataque, llevando a Nikkie con él. Y recordemos que la castración sufrida
por Luit no es algo insólito en este tipo de luchas jerárquicas.
En esta lucha por el poder en la colonia de Arnhem hubo grandes dosis de
manipulación y de astucia políticas, pero acabó con la conquista del poder, fruto de una
alianza sobre un rival, en su forma más extrema: la muerte. Aparte de sus elementos

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trágicos, la historia de Yeroen, Nikkie y Luit me parece sobrecogedora. No he cesado de
afirmar que el mundo de los grandes primates -monos, simios y humanos- es
fundamentalmente una partida de ajedrez social, un inteligente desafío intelectual. Más
inteligente aún que el antiguo juego de ajedrez, porque las piezas no sólo cambiaban de
identidad sin previo aviso -los caballos se convertían en alfiles, los peones en torres, etc.-,
sino que en ocasiones cambiaban de color para pasarse al enemigo. Para poder ganar en
el juego, el jugador debía mantenerse constantemente alerta, buscando siempre una
perspectiva ganadora, evitando siempre colocarse en desventaja. El ajedrez es una
metáfora pertinente, porque capta con precisión la complejidad dinámica con que se
enfrentan los grandes primates a la hora de moverse en su propio mundo. Pertinente, pero
algo abstracto, y menos emotivo.
Yo no estaba en el zoológico de Arnhem cuando tuvo lugar la batalla por el poder que
provocó la muerte de Luit, pero a través de la descripción de los hechos puedo sentir la
profunda y viva emoción de toda la historia. Cuando De Waal habla de aquella lucha,
revive la experiencia personal de sus protagonistas y es evidente que no se siente
emocionalmente indiferente. Admite que cuando llama «asesino» a Yeroen le está
otorgando motivaciones humanas. Entiendo por qué. A otro nivel, también resulta
comprensible el altercado entre Tycho y Newton por un pedazo de fruta; y podemos
aplaudir a Charing Cross, la hermana de Newton, por venir a echar una mano; y entender
por qué Wormwood Scrubs, la otra hermana de Newton, aprovecha la oportunidad para
incordiar a Holborn, la hermana de Tycho. Todas estas historias tienen un sentido lógico y
emocional. ¿Y cómo no sonreír ante los tímidos y pacientes avances de Alex, el joven
mandril, para acercarse a Thalia? El juego del ajedrez social en la vida de los grandes
primates está protagonizado por individuos que desempeñan sus roles lo mejor que saben,
expresando una gama de emociones que podemos identificar como humanas.
Lo que todo individuo busca, evidentemente, es el éxito reproductivo: producir el
máximo posible de hijos sanos y socialmente aptos. En los pavos reales, el mayor éxito
reproductivo (en los machos) corresponde a aquellos que poseen el plumaje más
elaborado y que despliegan la mejor exhibición. En el ciervo rojo, el éxito reproductivo
(también en los machos) es para aquellos que poseen un cuerpo mayor y más fuerte, con
el que poder derribar a sus rivales, incluso físicamente. En los grandes primates, el éxito
reproductivo (en machos Y en hembras) depende mucho más de los elementos sociales
que de los elementos físicos, de fuerza o de aspecto. Las complejas interacciones del
nexo social de los primates hacen de sistema selectivo, donde la astucia para pactar
alianzas y controlar las alianzas de los demás permite acumular muchos más puntos en la
carrera hacia el éxito reproductivo.
Estoy describiendo un mundo configurado por la selección natural darwiniana, donde
ningún jugador tiene como objetivo inmediato y consciente en la vida el máximo éxito
reproductivo. La selección natural ha agudizado las capacidades sociales, que llevan al
éxito reproductivo. Estas capacidades se estructuran a partir de una aguda inteligencia
analítica. En otras palabras, la selección natural ha extremado la inteligencia en los
primates, de la misma forma y en el mismo contexto evolutivo que ha potenciado la fuerza
y el aspecto físico de otros animales.
Empezábamos nuestra exploración del origen de la conciencia humana
preguntándonos por qué los grandes primates son más inteligentes de lo estrictamente
necesario para la cotidianidad de sus asuntos prácticos. Sugiero que la respuesta está en
las intensas exigencias intelectuales de sus interacciones sociales, que generan una
constante necesidad de comprender y superar a otros en la lucha por el éxito reproductivo.
Nuestro cerebro es extraordinariamente grande, debido, en parte, a las exigencias de la

192
interacción social, exigencias que alcanzaron niveles mucho más ricos y complejos que las
de otros grandes primates.

193
Capítulo XVII
LA CONCIENCIA, ESPEJO DE LA MENTE
El programa informático llamado Deep Thought suele considerarse un magnífico logro del
ingenio tecnológico humano. Resultado de medio siglo de continuo esfuerzo, y de la
aplicación de las mentes más agudas al mundo de la informática, Deep Thought ha
alcanzado el nivel de gran maestro del ajedrez. Es cierto, el campeón mundial Gary
Kasparov ganó a Deep Thought con contundencia -dos a cero- en un minicampeonato
celebrado en octubre de 1989, pero los creadores del programa confían en que, afinándolo
un poco más, Deep Thought será pronto candidato al número uno mundial, antes de
finales de siglo.
Un ordenador puede abordar con éxito los infinitos movimientos y estrategias de lo que
tal vez sea el juego intelectual más completo y duro del mundo; ¿y el juego del ajedrez
social? Deep Thought ha conseguido su estatus de gran maestro a base de fuerza bruta -o
mejor dicho, de rapidez. Ayudado por un chip especial desarrollado por el creador del
sistema, Feng-hsiung Hsu, Deep Thought puede leer 700.000 posibles movimientos por
segundo. En cinco minutos puede analizar más de 200 millones de posibilidades, que,
dicho sea de paso, son tan sólo una diminuta fracción de todos los movimientos posibles
del ajedrez. Finalmente escoge la mejor, anticipando una media docena de movimientos
posibles. Hsu espera que Deep Thought pueda ganar al campeón del mundo cuando el
nuevo chip en el que está trabajando pueda computar a una velocidad diez veces mayor, e
incorporar siete millones de movimientos posibles cada segundo. Al final, la fuerza bruta
informática triunfará sobre el cerebro humano, al menos en el tablero de ajedrez.
Pero ni el cerebro de Kasparov ni el de Yeroen funcionan como el chip de Deep
Thought. Ningún cerebro. Este tipo de computación consumiría demasiado espacio y, lo
que es más, demasiado tiempo en el lento tejido nervioso que constituye la materia gris de
nuestro cerebro. El funcionamiento exacto del cerebro del ser humano, del simio, o del
mono, sigue siendo un misterio. Pero es evidente que el cerebro humano emplea múltiples
trucos inteligentes para obtener soluciones razonablemente buenas a problemas
complejos sin tener que analizar cada posibilidad. Uno de estos trucos, desarrollado
especialmente para manejar las interacciones sociales, es, creo yo, la conciencia.
La mejor manera de comprender y, sobre todo, de predecir el comportamiento ajeno en
determinadas circunstancias consiste en saber lo que uno haría en las mismas
circunstancias. Hace casi tres siglos y medio el filósofo Thomas Hobbes afirmaba lo
siguiente: «Dada la semejanza de los pensamientos y las pasiones de un hombre con los
pensamientos y pasiones de otro, quien mire dentro de sí mismo y analice qué es lo que
ocurre cuando piensa, opina, razona, espera, teme, etc., y en qué se basa, podrá leer y

194
conocer los pensamientos y pasiones de todos los demás hombres en circunstancias
similares». Significa utilizar la intuición a partir de la propia experiencia.
El Ojo Interior, como Nick Humphrey llama a este modelo mental, también debe
generar inevitable e inexorablemente un sentido de uno mismo, el fenómeno que
conocemos como conciencia: el «yo» interior. «En términos evolutivos tuvo que ser un hito
crucial -observa Nick-. Pensemos en los beneficios biológicos que supuso para el primero
de nuestros antepasados el desarrollo de la capacidad de realizar predicciones realistas
acerca de la vida interior de sus rivales; ser capaz de representarse lo que otro pensaba y
decidía; ser capaz de leer las mentes de los demás leyendo en la propia.» Si el modelo
mental producido por el Ojo Interior confiere una ventaja a los individuos en el complejo de
las interacciones sociales, cuya finalidad última es el éxito reproductivo, entonces se verá
favorecido por la evolución. Una vez establecido, no hay vuelta atrás, porque los individuos
menos favorecidos estarán en desventaja. Y aquellos con una ligera ventaja se verán aún
más favorecidos. «Se crearía un retén evolutivo -dice Nick- que actuaría como un reloj que
se da cuerda a sí mismo incrementando el nivel intelectual general de la especie. En
principio este proceso habría continuado hasta que toda la cuerda del principal muelle
fisiológico se hubiera agotado completamente o bien hasta que la inteligencia misma se
convirtiera en un lastre.» Como humanos, experimentamos la expresión última de esta
dimensión de la inteligencia: la capacidad de prever y controlar, la posibilidad de imaginar,
el sentido de uno mismo. Y lo mismo hacemos con los sentimientos, con la simpatía y la
empatía, con la atribución y la afección. Esta dimensión sensitiva es lo que convierte la
conciencia en una experiencia tan subjetiva. Un observador puede experimentar dolor al
ver -u oír- que alguien sufre. Y puede experimentar un sentimiento de profunda pena
cuando oye, por ejemplo, que un padre ha perdido a su hijo. La empatía con las
emociones de otras personas a través de la experiencia de las propias emociones es parte
de la conciencia humana. También implica la tendencia generalizada a antropomorfizar, a
atribuir sentimientos humanos a los animales no humanos. El perro «echa en falta» a su
amo ausente. El mono está «celoso» de su rival. El gato es un animal «egoísta». Dotados
de este profundo sentido de conciencia, y con nuestras vidas marcadas por las emociones,
encontramos prácticamente imposible imaginar otras vidas -otras formas de vida- sin
sentimientos similares a los nuestros.
Pero, aun siendo tan poderosa nuestra experiencia subjetiva de la conciencia, resulta
extremadamente difícil demostrar que existe. Como individuos, ¿cómo podemos saber que
los demás sienten como nosotros? ¿Cómo sé, con absoluta certeza, que mi vecino es
consciente de la misma forma que sé que yo lo soy? Para los filósofos y los fisiólogos
constituye un duro desafío, si bien la conversación y la empatia que de ella emana pueden
suponer un paso en la vía de su resolución. Pero ¿qué pasa con los primates no
humanos? ¿Cómo podemos verificar que también ellos experimentan un determinado
grado de conciencia? Hace unos veinte años el psicólogo Gordon Gallup, hoy en la
Universidad Estatal de Nueva York, en Albany, ideó un simple, aunque controvertido, test
de autoconciencia: el test del espejo. Como saben todos aquellos que tienen animales
domésticos, un espejo puede resultar una novedad para un gato o un perro durante un
tiempo, pero desde el momento en que el animal se da cuenta de que el reflejo es, como
mucho, un compañero aburrido, enseguida deja de mirar el espejo. El test de Gallup
pretendía determinar si un animal puede reconocer el reflejo como «su yo» en lugar de ver
en él a otro individuo.
El test es la simplicidad misma. Implica primero familiarizar al animal con el espejo,
luego marcar la cabeza del animal con un punto rojo. Si el animal toca el punto tras mirar
de nuevo su reflejo en el espejo, entonces, dice Gallup, es que el animal sí reconoce la

195
imagen de sí mismo. «La primera vez que lo probamos con chimpancés funcionó»,
recuerda Gallup. «Estos datos parecen constituir la primera demostración experimental del
concepto del propio yo en una forma subhumana», escribió en Science en enero de 1970.
En el mismo artículo informaba que ni el macaco de cola cortada ni el mono rhesus
«aprobaron» el test. Desde entonces, muchos grandes primates han pasado por el test, y
hasta ahora sólo dos han mostrado resultados positivos: el chimpancé, como en el test
original, y el orangután. Parece que el gorila, el tercero de los grandes simios, no consigue
pasarlo, un resultado que muchos observadores consideran anormal. Aunque hay quien
afirma haber visto comportamientos reveladores de autoconciencia en gorilas frente al
espejo, lo que indicaría, dicen, la presencia de un sentido del yo en estos animales.
Supongamos, por un momento, que los gorilas sí poseen esa autoconciencia, que, por
alguna razón, el test del espejo no puede reflejar. Si esto es así, existiría una clara línea
divisoria entre los grandes simios y el resto de los grandes primates: por encima de la
línea, un sentido del yo; por debajo de ella, nada. Esta demarcación tan rígida ha
preocupado a los primatólogos durante mucho tiempo, especialmente porque constatan un
comportamiento social complejo en sus sujetos no simios, sobre todo en los monos. ¿Qué
otro criterio puede utilizarse? Hay uno de reciente aparición: el engaño. Hace unos seis
años, cuando Richard Byrne y Andrew Whiten estudiaban los mandriles chacma del África
oriental, observaron el siguiente incidente:

Paul, un joven mandril, se acercó a una hembra adulta, Mel, para mirar cómo
escarbaba en una tierra dura y seca en busca de un bulbo para comer. Paul miró a
su alrededor. No había mandriles a la vista en aquel habitat de monte bajo, aunque
no podían estar muy lejos. Entonces gritó muy fuerte, cosa que los mandriles no
suelen hacer a menos que se sientan amenazados. En cuestión de segundos la
madre de Paul, en posición dominante con respecto a Mel, apareció corriendo en
escena y la ahuyentó, y ambas desaparecieron de la vista. Paul se acercó al hoyo y
se comió el bulbo.

Los dos psicólogos, intrigados, pensaron que acababan de presenciar una escena de
verdadero engaño. Paul «sabía» que si gritaba, su madre vendría, y «supondría» que Mel
había atacado a Paul y la ahuyentaría. Él «sabía» que lo dejarían en paz para comerse el
bulbo que Mel había desenterrado tan laboriosamente. «Cabían otras interpretaciones,
claro -dicen Byrne y Whiten-. Pudo ser pura coincidencia, y el ataque de la madre tal vez
no tuviera relación con el grito. O Paul pudo sentirse amenazado realmente por una
hembra adulta que nosotros no vimos.» Pero la idea del engaño premeditado era
tentadora, sobre todo desde que ambos psicólogos presenciaron otras ocasiones en que
algunos mandriles estaban aparentemente haciendo «economías con la verdad».
Tras el trabajo de campo, Byrne y Whiten llevaron a cabo rápidas consultas
bibliográficas y descubrieron varios informes sobre «engaños tácticos», como ellos lo
llaman. Los supuestos «tramposos» eran casi siempre chimpancés. «Debido a su gran
reputación de gran inteligencia, la práctica del engaño con fines concretos parecía encajar
más con los chimpancés que con los simples monos -informan Byrne y Whiten-. Pero
cuando, entusiasmados, presentamos una descripción de nuestros precoces animales a
otros primatólogos, no hubo apenas exclamaciones de sorpresa. Respondieron con
anécdotas similares procedentes de sus propios estudios.» Las anécdotas no suelen
constituir materia científica, y en este caso las historias eran susceptibles de interpretación
múltiple. Para que el engaño funcione en un medio social, debe estar muy próximo al límite
de la verdad para dificultar su detección.

196
Tampoco puede ser práctica corriente, porque si gritas constantemente «que viene el
lobo» acaban por desenmascararte. Pero cuando Byrne y Whiten analizaron
detenidamente las observaciones de sus colegas, descubrieron muchos ejemplos de
presuntos engaños, incluso tácticas como el disimulo, la distracción, indicaciones
equívocas respecto a las propias intenciones, y la manipulación de espectadores
inocentes. Y no sólo se citaba como impostores empedernidos a los simios, sino a varias
especies de monos del Viejo Mundo (en su mayoría mandriles).
El engaño es más que un simple instrumento social. El autor del engaño debe tener
una idea de la respuesta posible que su acción puede provocar en el otro. También debe
ser capaz de ponerse en el lugar de ese otro. En otras palabras, para llevar a cabo el
engaño, un individuo tiene que tener un sentido claramente desarrollado de sí mismo. En
una de las muchas maniobras de los chimpancés machos del zoológico de Arnhem, Frans
de Waal advirtió un día que Nikkie estaba encima de un árbol mientras que Luit estaba
sentado debajo. Ambos habían tenido enfrentamientos aquella mañana, y «Nikkie parecía
a punto de realizar una nueva exhibición -recuerda De Waal-. Vi que Luit enseñaba sus
dientes, en señal de temor. Luego lo vi elevar sus labios por encima de los dientes, para
disimular su mueca de miedo. Lo repitió varias veces. En confrontaciones de intimidación
mutua entre machos, se suelen esconder los signos de nerviosismo. Es lo que Luit parecía
estar haciendo». Lo importante aquí es que Luit, al parecer, fue capaz de ponerse en el
lugar de Nikkie y conocer lo que Nikkie podía pensar al verle a él, a Luit, con una mueca
de temor.
La investigación sobre el engaño entre los primates no humanos no es en absoluto
definitiva. Pero el mensaje del estudio de Byrne y Whiten es que los chimpancés y, en
menor medida, los gorilas, conocen el engaño táctico. Cosa que no ha podido detectarse
ni en orangutanes ni en gibones, mucho más difíciles de estudiar en estado salvaje. Los
mandriles son buenos tramposos. Y con ellos empieza a trazarse la línea. No se ha
constatado ni un solo ejemplo de engaño táctico entre los galagos ni entre sus parientes,
los prosimios, por lo que el fenómeno parece ser real, y asociable hasta cierto punto con el
tamaño del cerebro y con la complejidad de la vida social Es evidente que nos hallamos
ante los cimientos cognitivos de la conciencia en nuestros primos primates, incluidos los
monos del Viejo Mundo. Encuentro interesante que los cimientos no sean ni profundos ni
muy grandes, aunque habría que decir que los chimpancés presentan una conciencia más
elevada que los monos del Viejo Mundo.
¿En qué medida son los humanos más conscientes que los chimpancés? Es difícil de
determinar, por no decir imposible. Objetivamente parece que el nivel de conciencia del
chimpancé incluye un sentido de sí mismo suficientemente desarrollado para posibilitar
intrincadas maniobras políticas. Permite a un individuo situarse en el lugar (en la mente)
de otro para jugar al ajedrez social con considerable pericia, incluido el engaño
intencionado. Los chimpancés construyen modelos del comportamiento ajeno basados en
su propia experiencia, de ello no hay duda. Saben qué acciones pueden provocar una
respuesta colérica, qué puede evocar miedo o amistad. Pero tal vez estemos
deslizándonos por las arenas movedizas de los límites de la conciencia chimpancé, porque
no sabemos en qué grado y hasta qué punto experimentan sus propias toscas emociones.
Un berrinche no es lo mismo que un ataque de furia. Dar o recibir caricias y besos
amistosos no es lo mismo que sentir felicidad o amor. Las muecas de sumisión o de temor
frente al peligro no son lo mismo que tener miedo. Todos los animales manifiestan lo que
describimos como emociones básicas, pero probablemente muy pocos las experimentan
subjetivamente, en realidad. Los animales tendrían que ser conscientes, como los
humanos, para poder generar simpatía hacia los propios amigos. En la medida en que es

197
posible discernirla, la simpatía -la experiencia indirecta de emociones- no está demasiado
desarrollada en los chimpancés, y menos todavía en los primates inferiores.
La experiencia indirecta última, evidentemente, es el miedo a la muerte, o simplemente
la conciencia de la muerte. En todas las sociedades humanas, la conciencia de la muerte
ha desempeñado un papel importante en la construcción de la mitología y la religión. Pero
no parece que exista conciencia de la muerte en los chimpancés. Se sabe que las
hembras pueden cargar con el cuerpo de una cría muerta durante días después de su
muerte, pero parecen sentir más rabia que pena, según nuestra propia experiencia. Y lo
que es más, no parece que otros individuos adultos ofrezcan sus condolencias a la
desconsolada madre. No parece que los demás aprecien ni compartan la experiencia
emocional. Y nadie, hasta ahora, ha observado indicios fiables de que los chimpancés
tengan conciencia de la inevitabilidad de su propia muerte, de la extinción de su yo.
¿Y qué decir de los antepasados directos de los homínidos, de los antepasados
comunes de todos nosotros y de los simios africanos? El chimpancé moderno es el
producto de cinco o seis millones de años de evolución a partir de aquel antepasado
común, evidentemente, de modo que equiparar las capacidades cognitivas del chimpancé
con las de todos los simios africanos, incluidos los de hace cinco millones de años, sería
un error. Pero yo me permito sugerir, con la debida prudencia, que los simios de gran
cerebro con vidas sociales complejas pueden desarrollar un nivel de conciencia similar al
de los chimpancés. El antepasado común de los simios africanos y de los homínidos
encaja en esta categoría, o en una muy próxima. Si partimos de un nivel de conciencia
chimpancé en el umbral del linaje humano, podemos empezar a analizar la trayectoria de
su desarrollo a lo largo de la historia humana. El reto es idéntico al que se plantea con la
aparición de una capacidad lingüística en nuestros antepasados, aunque más difícil. Los
indicios de conciencia en el registro arqueológico son mucho menos tangibles que los del
lenguaje. Mucho de lo que digamos es mera especulación, aunque documentada.
Por suerte, a partir de un momento dado, aparece un elemento crucial de la conciencia
-la conciencia de la muerte- que imprime a veces su huella en el registro prehistórico:
algún tipo de ritual, algún procedimiento formalizado que identifica y acota un evento o una
experiencia concreta. Gracias a la etnografía sabemos que esta realidad puede oscilar
entre una prolongada atención a los muertos, que puede incluir el traslado de un lugar
especial a otro al cabo de un año o más, hasta una mínima atención al cuerpo, mientras se
centra todo el esfuerzo en los temas espirituales. A veces el ritual incluye enterramiento,
una cuestión que los prehistoriadores agradecen infinitamente.
La evidencia más antigua de enterramiento deliberado en el registro arqueológico
aparece muy tarde en nuestra historia. Llega con los neanderthales, y probablemente
también con otras poblaciones sapiens arcaicas, hace 100.000 años o incluso menos. Si
los neanderthales y otros sapiens arcaicos tuvieron conciencia de la muerte, como yo creo,
¿qué nos dice esa conciencia acerca de su estado de ánimo y de la trayectoria evolutiva
de la conciencia en la historia humana? ¿Tienen los humanos modernos una mayor
conciencia que aquellos primeros miembros de la familia humana? Por inducción, cabe
inferir la posibilidad de que con el origen del moderno Homo sapiens, la conciencia
subjetiva fuera más aguda que en el sapiens arcaico, incluidos los neanderthales. La
inferencia se basa en el lenguaje, y con ello empieza a completarse la compleja pauta de
relaciones que introducíamos anteriormente entre inteligencia, lenguaje y conciencia.
Muchos psicólogos y lingüistas afirman ahora que el lenguaje hablado es el telar en el
que se tejen algunos de los tejidos más finos de la conciencia. Lenguaje y conciencia
están indisolublemente tramados entre sí en la mente humana. Si, como yo creo, una
intensificación de la capacidad lingüística fue un elemento crucial de la evolución de los

198
humanos modernos, entonces cabe esperar un cambio concomitante en la calidad de la
conciencia. Dado que la conciencia de la muerte es relativamente tardía en nuestro
desarrollo mental, ¿qué decir de la conciencia anterior en nuestra historia? ¿Y de la mente
de Homo erectus y de Homo habilis? ¿Y la de los australopitecinos? Ante todo, no veo
razón convincente para afirmar que el nivel de conciencia chimpancé que presuponemos
para el inicio de la historia homínida pudo experimentar un aumento sustancial en las
especies pre-Homo. Y no creo que la estructura social de estas especies fuera más
compleja que la que observamos entre los chimpancés modernos. El modelo mental del
mundo producido por el nivel de conciencia chimpancé en el cerebro de los
australopitecinos habría sido suficiente. El retén evolutivo de la conciencia apenas iniciaba
su imparable ascensión.
Con el advenimiento de Homo y la aparición de la vida cazadora-recolectora, el juego
del ajedrez social tuvo que plantear mayores exigencias. Y la presencia de un modelo
mental más avanzado, gracias a un mayor grado de conciencia, habría implicado ventajas
reproductivas adicionales. La selección natural pudo entonces posibilitar niveles de
conciencia cada vez más elevados, lo que acabaría configurando una nueva clase de
realidad en nuestras mentes, transformándonos en un animal de nuevo cuño. La herencia
de dos millones de años de vida cazadora-recolectora, al principio muy rudimentaria pero
extraordinariamente refinada al final, dejó su huella en nuestra mente y en nuestro cuerpo.
Además de la capacidad técnica para la planificación, la coordinación y la tecnología, se
intensificó asimismo la capacidad social para la cooperación. La cooperación, el sentido de
unos objetivos y de unos valores comunes, el deseo de avanzar hacía el bien común, fue
algo más que la mera suma de individualidades. Se plasmó en un conjunto de normas de
conducta, de moral, en una comprensión del bien y del mal dentro de un sistema social
complejo. Sin cooperación -dentro de la banda, entre diferentes bandas, entre grupos
tribales-, nuestras capacidades técnicas se habrían visto severamente mermadas.
Aparecieron las normas sociales y las reglas de comportamiento. El gran biólogo británico
Conrad Waddington lo resume así: «A través de la evolución el ser humano se ha
convertido en un animal ético».
Puesto que no conocemos con certeza la envergadura del hiato existente entre el nivel
de conciencia chimpancé y el humano -el nuestro-, no podemos determinar el nivel de
conciencia de un Homo habilis o el de un Homo erectus. Sólo podemos conjeturar que
algunos elementos de la conciencia -el sentido del propio yo, la tendencia a atribuir
sentimientos a otros, la capacidad de conocer mejor el mundo, y un sentimiento primario
de compasión- pudieron intensificarse gradualmente con el tiempo en la misma medida
que el propio retén evolutivo. Sospecho que cuando el joven turkana murió, sus padres
sintieron dolor y tuvieron alguna palabra para verbalizar la muerte, alguna forma de
expresar la pena, y tal vez recibieron las condolencias de otros miembros de la banda.
Pero dudo de que entendieran la muerte como la entendemos nosotros, como el destino
de todos nosotros. La aparente ausencia de conciencia de la muerte en Homo erectus
implicaría sólo una capacidad limitada de autoconciencia. Por eso dudo de que los padres
del joven turkana se sintieran conmovidos por el sinsentido de su temprana muerte o se
preguntaran sobre el sentido de la vida.
Pero de algo podemos estar seguros: de que una vez traspasado el umbral de la
autoconciencia y de la conciencia de la muerte, tuvo que asomar en la mente humana la
Gran Pregunta del ¿por qué? Ello no implica la necesidad de una respuesta; sólo la
búsqueda de sentido en medio de la incertidumbre. ¿Qué sentido tiene mi vida? ¿Qué
sentido tiene el mundo en que me encuentro? ¿Cómo se originó el universo? La sensación
de que la Verdad no es congnoscible, ni hecha para ser conocida, es algo casi

199
consustancial al hombre. Dostoievski lo dijo de la siguiente manera: «El hombre necesita
lo inconmensurable y lo infinito tanto como el pequeño planeta en que vive».
De ahí que la mitología y la religión formen parte de toda la historia humana e, incluso
en esta era de la ciencia, que sigan formando parte de ella. Nadie ha reflexionado ni
escrito más sobre mitología que el malogrado Joseph Campbell. La lección de la mitología,
decía, es tan poderosa como simple. Los elementos de la mitología, en el espacio y en el
tiempo, confirman «la unidad de la raza humana, no sólo de su biología, sino también de
su historia espiritual». Tal vez la adaptación más importante del comportamiento de Homo
sapiens sea la transmisión, de una generación a otra, de los elementos de la cultura, del
conocimiento acumulado por su especie sobre los medios de supervivencia. Parte de este
legado cultural es la profunda necesidad de comprender el mundo. La mitología de un
pueblo son sus medios para manejar esta necesidad, pues la mitología es un corpus
hermenéutico, una personificación de la Verdad.
Es interesante comprobar que toda sociedad humana ha sentido la necesidad de
generar un cuerpo de mitos, una explicación de cómo surgió la sociedad y de su lugar en
el mundo. Aún más interesantes son los lugares comunes entre las distintas mitologías.
«El estudio comparado de las mitologías del mundo nos permite comprender la historia
cultural del género humano como una unidad -observaba Campbell-. Constatamos que
temas como el robo del fuego, el diluvio, el país de los muertos, el nacimiento virginal y el
héroe resucitado son universales: en todas partes aparecen los mismos elementos
centrales, pocos, aunque con distintas combinaciones, como elementos de un
caleidoscopio.» La forma de obtener respuestas sobre el mundo es la misma que opera en
los individuos para conocerse unos a otros. Todas las mitologías conocidas y, por
extrapolación, todas las mitologías ya hace tiempo extinguidas, presentan fuerzas
animales y físicas dotadas de sentimientos y motivos humanos. La mente que desarrolló la
conciencia subjetiva como un útil para comprender las complejidades del ajedrez social
utilizó la misma fórmula para comprender las complejidades del universo. Es la
antropomorfización a escala cósmica.
En los primeros Homo sapiens, y en las sociedades de gran parte de la historia
humana, la vida se desarrolló a partir de una profunda interacción con otros poderes del
mundo. La interacción otorgó a estos poderes, si no cualidades humanas plenas, al menos
algunas. Había que tratar a la manada trashumante con respeto, para propiciar que
volviera el año siguiente. Había que ofrecer al sol suficientes ofrendas, para evitar que,
furioso, dejara de salir cada día. Había que celebrar siempre la primavera, para que no
floreciera en otra parte.
Por lo tanto, la explicación obedecía y se atenía a las necesidades de la gente, no
como un hecho demostrado, sino como historia autorizada, la base del mito. La definición
de mito, según Alan Dundes, un antropólogo de Berkeley, es «una narración sagrada que
explica cómo el mundo o los humanos alcanzaron su forma presente». El mito de los
orígenes es la historia más fundamental de todas las sociedades, y toda sociedad tiene
uno. El mito de los orígenes no sirve sólo para explicar cómo nace una sociedad
determinada, sino que explica asimismo, y por lo tanto justifica, la naturaleza de esa
sociedad. Para los indios yanomamo, por ejemplo, cuyo territorio linda con la frontera entre
el sur de Venezuela y el norte de Brasil, la guerra y la violencia son una forma de vida.
Napoleón Chagnon, un antropólogo de la Universidad Northwestern que ha estudiado a los
yanomamo durante años, los llama «el pueblo feroz». El mito de los orígenes de los
yanomamo contiene este aspecto de su vida. Los viejos del pueblo contaron a Chagnon el
mito de su origen, y él lo cuenta como sigue:

200
Después del diluvio, quedaron muy pocos. Periboriwa (el Espíritu de la Luna) fue
uno de ellos. Solía descender a la tierra para comerse el alma de los niños. En su
primer descenso, devoró un niño y colocó su alma entre dos trozos de pan de
mandioca, y se lo comió. Volvió una segunda vez para devorar otro niño, asimismo
con pan de mandioca. Por último, en su tercer viaje, Uhudima y Suhirina, dos
hermanos, enfurecidos, decidieron matarlo. Uhudima, el peor tirador de los dos,
empezó a lanzar sus flechas. Disparó contra Periboriwa muchas veces cuando éste
ascendía al hedu, pero falló. Dicen que era muy mal tirador. Entonces Suhirina
cogió un arco de bambú y disparó contra Periboriwa, que estaba encima de él, y le
alcanzó en el abdomen. La punta de la flecha apenas había penetrado en la carne
de Periboriwa, pero la herida sangró profusamente. La sangre se derramó alrededor
de una aldea llamada Hoo-teri, cerca del monte Maiyo. Del contacto de la sangre
con la tierra nacieron hombres, una gran población. Todos varones; la sangre de
Periboriwa no se convirtió en mujeres. Casi todos los yanomamo que viven
actualmente descienden de la sangre de Periboriwa. Y porque han nacido de la
sangre, son feroces y belicosos.

La historia sigue para explicar que las mujeres, en origen, surgieron ya completamente
formadas del cuerpo de uno de los hombres. Pero, dice Chagnon, el aspecto esencial es
que «este mito parecer ser la "carta constitucional" de la sociedad yanomamo». El pueblo
es feroz debido a sus orígenes. La misma pauta se encuentra en todos los mitos relativos
al origen: describen tanto el origen del pueblo como la naturaleza de su mundo. La
explicación es descriptiva y prescriptiva. Ofrece un marco para la vida. La presencia de un
diluvio devastador en el mito de los orígenes yanomamo es, por cierto, uno de los muchos
ejemplos en que un diluvio aparece como agente fundamental del nacimiento de una
sociedad. Ha habido diluvios e inundaciones reales en el mundo de muchos pueblos, y a
menudo pueden haber sido una auténtica amenaza para su seguridad. Pero la ubicuidad
del mito del diluvio -presente en los cinco continentes- ha convencido a los antropólogos
de la naturaleza fundamental, no tangible, de su origen. «Yo atribuiría estos mitos a ese
anhelo básico y claramente universal del género humano -que se manifiesta con menos
dramatismo cuando un hombre cambia de trabajo o de casa- por deshacerse de un
pasado poco satisfactorio para comenzar de nuevo desde cero -sugiere la antropóloga
Penelope Farmer-. Sólo un mundo así, postdiluviano, puede reencontrar la inocencia, un
nuevo Edén, olvidando las amargas experiencias del pasado, y la historia del género
humano empieza de nuevo, diferente.» Los animales están muy presentes en las
mitologías, cosa lógica, dado que los cazadores-recolectores dependen enormemente de
ellos como fuente de recursos.
Fueron antropomorfizados en términos de «sus intenciones», y con frecuencia
asumieron roles especiales en la interacción de los pueblos con «los mundos espirituales»,
representando a veces fuentes de poder. Por lo general, la imagen de los animales
aparece distorsionada, mitad humana mitad animal, que expresa la ambigüedad de la vida,
una elisión de mundos humanos, animales y espirituales. La expresión última de este
antropomorfismo, evidentemente, es la creación de dioses.
«El Antiguo Testamento afirma que Dios creó al hombre a su imagen y semejanza —
recuerdan Gordon Gallup y Jack Maser-. Nosotros diríamos que ha ocurrido lo contrario.
Dada nuestra capacidad para utilizar experiencias personales como un medio para
comprender la experiencia ajena, y dado el fenómeno muy bien estudiado de la
generalización, los humanos crean a Dios (dioses) a su imagen y semejanza, y no a la
inversa.» Maser, un investigador del Instituto Nacional de Salud, en Bethesda, fue coautor,

201
con Gallup, de un ensayo titulado Theism as a Byproduct of Natural Selection, donde
desarrollaban las ideas de Gallup sobre la conciencia humana para alcanzar el producto
de la atribución humana. «Invirtiendo otra de esas ideas tan familiares, cabría interpretar la
autoconciencia como una abstracción de muy alto nivel; Dios se convierte así en una
extensión, bastante concreta, del propio yo».
Iniciábamos nuestro análisis de la conciencia con la muerte de un chimpancé; para
luego pasar por un ordenador capaz de jugar al ajedrez al más alto nivel, y acabamos aquí
con un concepto de Dios como creación de la mente humana. La conciencia, en tanto que
cualidad de la mente, nos hace sentirnos especiales como individuos, porque el sentido de
sí mismo, por definición, excluye a los demás. La misma cualidad nos ha llevado -a
nosotros, a Homo sapiens- a sentirnos especiales en el mundo, distintos y separados, y en
cierto modo, por encima del resto de la naturaleza.
La evolución de la conciencia humana constituyó la cuarta gran revolución biológica en
el mundo, una nueva dimensión de la experiencia biológica: el propio yo deviene
consciente de sí mismo. Con el nacimiento de la conciencia también nació la necesidad de
conocer, tanto en el ámbito tangible como en el intangible. Basta con mirar a nuestro
alrededor, el mundo material en que vivimos -un mundo que hemos creado- para constatar
el impacto de la conciencia humana en el mundo. Gran ciencia, gran arte, y gran
compasión, todas ellas producto de la conciencia. Y mucha arrogancia.
Seducidos por la convicción de que sí somos especiales, hemos acabado por adoptar
un punto de vista antropocéntrico del mundo -y, para muchos, también del universo. Un
crítico antiantropocéntrico -acaso un observador de una civilización mucho más avanzada
que la nuestra- tal vez advertiría que la cualidad de la conciencia de la que tan orgullosos
estamos es de hecho una entidad frágil, una ilusión cognitiva creada por unos cuantos
elementos neurológicos en medio de la materia gris. No quiero perderme en este
resbaladizo terreno filosófico, pero merece la pena tener en cuenta la advertencia de Colín
McGinn. Sugiere que, aunque no nos guste la idea, la mente humana tiene que tener
límites respecto a lo que puede y no puede llegar a aprehender, y su propia conciencia
puede ser una de esas cosas que trascienden estos límites. Puede que también haya
otras. «Resulta deplorablemente antropocéntrico repetir insistentemente que la realidad
debe abarcar sólo lo que la mente humana puede concebir -dice McGinn-. Los límites de
nuestra mente no son los límites de la realidad.» Tiene que haber realidades más allá de
nuestro propio universo, un fenómeno que posiblemente las futuras generaciones deberán
afrontar. Mientras, aquí en la Tierra, la paleoantropología nos enseña que nuestra realidad
hunde sus raíces en nuestra historia, unida a un pasado inconsciente mediante otras
realidades distintas, a través de una cadena continua de antepasados.

202
Capítulo XVIII
VENTANAS A OTROS MUNDOS
El olor de la lámpara de petróleo encendida evocó un mortecino recuerdo en mi memoria,
un recuerdo fugaz de mi infancia, cuando a la edad de cinco o seis años visitamos
Lascaux, la cueva donde se hallan las pinturas rupestres más espectaculares de la Edad
del Hielo. Recuerdo los breves comentarios, mitigados por un profundo respeto, que
intercambiaban mi madre, mi padre y el abate Breuil, el arqueólogo más famoso de
Francia, sobre las imágenes que había en las paredes de la cueva. Mis padres habían
trabajado en las pinturas rupestres prehistóricas del África oriental y estaban
entusiasmados de poder contemplar las de Europa y discutirlas con el abate. Esta visita a
Lascaux fue una experiencia intensa para todos nosotros. Yo sabía que estaba en
presencia de algo muy importante, pero no sabía el qué. No recuerdo lo que se dijo. Ni
siquiera recuerdo las pinturas. Sólo recuerdo la sensación de profundo respeto, la
veneración que amortiguaba sus voces. Y el olor a petróleo quemado.
Volví a Francia en 1980, treinta años después de aquella visita de mi infancia, para
trabajar en una serie documental de la BBC. La serie, llamada The Making of Mankind,
incluía un episodio sobre el arte de la Edad del Hielo, así que iba a tener una nueva
oportunidad de ver algunas de las reliquias más notables y más impresionantes de la
prehistoria humana. Graham Massey, el productor de la serie de la BBC, había previsto
rodar en varias cuevas, algunas en la Dordoña y otras en los Pirineos franceses, una
hermosísima región de Europa. En la primera cueva, en La Mouthe, cerca de la localidad
de Les Eyzies en la Dordoña, se unió a nosotros monsieur Lapeyre, el propietario de la
cueva, que había aceptado ser nuestro guía. Nos llevó a la boca de la cueva, y la brillante
luz del sol producía austeras sombras y débiles reflejos en la superficie rocosa. Enseguida
la luz se hizo más débil y pronto nos encontramos en la penumbra. Y fue entonces cuando
monsieur Lapeyre encendió su vieja lámpara de petróleo. Nos adentramos por una
estrecha galería, con la luz vacilante de la lámpara reflejada en las paredes y el techo de
la antigua caverna. De pronto nos detuvimos, y Lapeyre exclamó «voilá!». Ante nosotros
se erguía la figura hermosamente grabada de un bisonte, con sus astas grandes y curvas.
Parecía como si mis padres y el abate Breuil estuvieran allí, a mi lado, tan fuertes eran las
sensaciones evocadas por aquellos recuerdos. Y la sensación de temor y respeto que
sentí ante aquella imagen tan impresionante fue tan fuerte como la que había sentido
treinta años atrás. Aquí, hace diecisiete mil años, alguien había transferido algo de su
mente a esta pared. El suceso tuvo que constituir, de algún modo, algo extraordinario, es
evidente: ¡está tan imbuido de significado! Si La Mouthe causaba un impacto tan profundo
en mí, me dije, ¿qué pasaría cuando viera de nuevo Lascaux? Pronto iba a saberlo.

203
Estas imágenes prehistóricas nos dicen más cosas que cualquier otro elemento del
registro arqueológico: pinturas vibrantes, llenas de color, que representan caballos,
bisontes, una panoplia de animales y humanos que parecen vivos y en movimiento. A
pesar de todo, desprenden un halo de irrealidad, porque de hecho no son escenas de la
Edad del Hielo. Las imágenes parecen arrancadas de la vida, para convertirse en parte de
las paredes de la cueva, por lo general dispuestas de una forma que nosotros
consideraríamos caótica, muchas veces grabadas unas sobre otras, y a veces incluso
incompletas. Algunas parecen monstruos, mitad animal mitad humanas. Hay un misterio
en ellas, un profundo desafío para la comprensión de nuestro pasado.
Desde que se descubrió por primera vez a finales del siglo pasado, el arte rupestre ha
fascinado a los arqueólogos: el intento de descifrar el significado de las pinturas ha sido
constante. Hasta el momento se han descubierto más de doscientas cuevas con pinturas
en Europa, en su mayoría en Francia y en España. Además de las imágenes pintadas,
encontramos en ellas, aunque menos evidentes y en menor cantidad, imágenes grabadas
y talladas. Pero es evidente que fueron un componente importante de aquella cultura de
hace 35.000 a 10.000 años, la era que en Europa se conoce como el paleolítico superior.
Como también lo fueron otros objetos grabados y tallados con evidente habilidad, como es
el caso de los propulsores y los raspadores para limpiar pieles, conocidos bajo el nombre
colectivo de arte mueble. Las gentes del paleolítico superior también fabricaron colgantes
y abalorios, que utilizaban para decorar sus cuerpos y sus ropas. Para un occidental, las
pinturas son el componente más destacado de este Corpus de expresión artística. Ese
tamiz occidental, ese sesgo esencialmente eurocéntrico, ha sido penetrante y profundo.
Ha nutrido las perspectivas europeas inconscientes con que hoy se aborda el significado
del arte prehistórico en Europa, lo que ha fomentado un desinterés por el arte prehistórico,
de idéntica o mayor antigüedad, del África oriental y austral.
Mis padres dedicaron muchos años a buscar y copiar pinturas grabadas en los abrigos
rocosos de Tanzania. Me siento orgulloso de poder decir que hace poco ayudé a Mary a
publicar algunos de los mejores ejemplares de estas pinturas, un registro vivo de una parte
de nuestra historia en África que está desapareciendo vertiginosamente. En el sur de
África se está ahora registrando y estudiando detalladamente gran parte del arte rupestre
de los san, también muy frágil. Porque el arte prehistórico africano se encuentra en abrigos
rocosos, no en cuevas profundas como en Europa, por lo que los estragos del tiempo ya
han erosionado buena parte de esta rica expresión artística. Hoy vemos tan sólo un atisbo
de lo que hubo en las mentes de aquella gente. Antes de explorar parte de la historia de
este importante aspecto del registro humano, unas palabras de advertencia. Cada
sociedad teje su propia cultura, un complejo tejido de múltiples elementos donde cada uno
de ellos da sentido a los demás. Para alguien ajeno a una determinada cultura resulta
difícil captarla como un todo. Diferentes lenguas, valores, mitologías, crean barreras para
la comprensión. Y si ese observador, ese extraño, estira de un cabo de ese tejido, su
significado todavía se le hará más incomprensible. Las imágenes pintadas, grabadas y
talladas en la prehistoria son cabos de culturas del pasado, y nosotros somos los extraños
que intentamos interpretar su significado. Tal vez el arte, más que cualquier otro aspecto,
sólo resulte totalmente inteligible en el contexto de la cultura que lo ha producido.
El primer gran descubrimiento del arte prehistórico fue la cueva de Altamira, que, al
igual que Lascaux, es uno de los ejemplos más espectaculares del arte del paleolítico
superior. Como suele ocurrir en prehistoria, la pretensión de Altamira de ser parte de
nuestro pasado despertó inicialmente bastante escepticismo. La vieja finca de Altamira,
con una amplia vista, como su nombre indica, está en una vega elevada y de pendientes
suaves, situada a unos cinco kilómetros de la costa cantábrica, en el norte de España. Al

204
sur, la cordillera cantábrica domina el horizonte, y los Picos de Europa, casi siempre
nevados, alcanzan alturas próximas a los 3.000 metros. Es un paraje impresionante.
Debajo de la finca, cavernas y pasos estrechos serpentean cruzando la blanda piedra
caliza. Que la zona estaba repleta de cuevas era un secreto a voces, pero hasta 1868 la
cueva de Altamira era desconocida para el propietario del terreno, don Marcelino de
Sautuola. Aquel año, un cazador dio con la entrada de la cueva tratando de rescatar a su
perro, que había caído entre las rocas mientras perseguía un zorro.
Sautuola tenía algo de arqueólogo aficionado, así que, al enterarse del descubrimiento,
exploró superficialmente la nueva cueva, y encontró poca cosa de interés. Diez años más
tarde, cuando estuvo en París, tuvo ocasión de hablar con el famoso prehistoriador francés
Édouard Piette acerca de la vida durante la Edad del Hielo. Piette le orientó en la
exploración eficaz de cuevas prehistóricas. Así que en 1878, Sautuola volvió con más
entusiasmo y mayor experiencia a Altamira. Y descubrió un sistema cavernoso muy
profundo de más de 300 metros de longitud. Pero aquel recorrido arqueológico fue aún
muy magro, sólo unos pocos útiles de piedra. El tesoro de Altamira pudo quedar olvidado y
enterrado para siempre de no ser por la hija menor de Sautuola, María. Un día de 1879,
María acompañó a su padre a la cueva y llegó hasta una especie de cámara de techo muy
bajo que Sautuola ya había explorado previamente. Mientras su padre tenía que andar a
gatas, María cabía perfectamente de pie. Miró hacia el techo y, bajo la luz parpadeante de
una lámpara de aceite, vio imágenes de dos docenas de bisontes agrupados en círculo,
con dos caballos, un lobo, tres verracos y tres cérvidos hembras alrededor del círculo,
imágenes en rojo, amarillo y negro, tan frescas que parecían acabadas de pintar. El padre
de María se quedó atónito al contemplar lo que no había sabido ver anteriormente y que
su hija acababa de descubrir. Sabía que se trataba de un gran descubrimiento.
En su visita a París, Sautuola había visto en la Gran Exposición Universal una
colección de piedras grabadas procedentes de varias cuevas francesas, que la comunidad
académica había aceptado como prehistóricas. Y ahora veía en las imágenes de Altamira
ecos de aquellos grabados. Podemos imaginar la alegría y la emoción que tuvo que
embargarle, y también su decepción cuando los entendidos menospreciaron las pinturas
por considerarlas obra de un artista moderno. Eran demasiado buenas, demasiado
realistas, demasiado artísticas para ser obra de mentes primitivas. Un estudioso francés
llegó incluso a sugerir el nombre del artista que había vivido en casa de Sautuola durante
un tiempo. Consternado por la reacción de los expertos, con más de una insinuación de
posible fraude, Sautuola cerró la cueva. Murió en 1888.
Pero también tuvo algunos partidarios, sobre todo Piette, que le había animado a
explorar. Un año antes de la muerte de Sautuola, Piette escribió a Émile Cartailhac, el líder
de la oposición a la autenticidad de Altamira, pidiéndole que reconsiderara su postura. La
petición cayó en saco roto, y Altamira tuvo que esperar todavía otros quince años para su
reconocimiento. La aceptación de Altamira fue posible gracias a una acumulación
progresiva de descubrimientos similares, aunque de menor impacto. Primero se descubrió
en la Dordoña, en 1895, en La Mouthe, una cueva con un bisonte pintado y grabado, y un
excelente ejemplar de una lámpara de piedra, que databa incontestablemente de la Edad
del Hielo. (Fue la primera cueva que visité en 1980.) Siguieron más hallazgos, en Font-de-
Gaume y en Les Combarelles, ambas en la Dordoña. El peso de la evidencia fue
aumentando hasta que logró imponerse. Cartailhac admitió su error en un famoso ensayo,
Mea culpa d'un sceptique, que publicó en 1902.
Una vez que el establishment arqueológico hubo aceptado la posibilidad de expresión
artística en el paleolítico superior, toda la energía intelectual se volcó para desentrañar el
significado de las imágenes, su interpretación. Una de las primeras ideas, que llegó a ser

205
bastante popular, afirmaba que eran tan sólo el arte por el arte. John Halverson, un
antropólogo de la Universidad de California, en Santa Cruz, ha revisado hace poco esta
hipótesis y sugiere que las imágenes son productos de la «mente primigenia», la
«conciencia humana en proceso de crecimiento». En uno de sus argumentos,
paradójicamente, afirma que las imágenes son claras representaciones de animales de la
época. «La representación paleolítica es naturalista porque no esta mediatizada por la
reflexión cognitiva -dice-. Es posible que en esta primera fase del desarrollo mental,
percepción y concepción fueran indisolubles.» Las imágenes, dice, son simples, no
reproducen escenas, y no muestran «nada que pueda atribuirse, mínimamente, a
motivaciones religiosas.»

Louis y Mary Leakey muestran el paladar Holly Smith, que busco las claves de los factores del
de Zinjanthropus poco después de su ciclo biológico en el análisis de los dientes del joven
hallazgo en 1959 (Des Barttlet). turkana. Smith dice: «Fue una suerte para mí que el
joven turkana muriera como murió» (Universidad de
Michigan).

Sobre este último punto, y sin olvidar el ya mencionado eurocentrismo predominante en


la consideración del arte prehistórico, cabe preguntarse cómo es posible saber si tal o cual
serie de imágenes obedece o no a motivaciones religiosas. Dado que la religión y la
mitología del paleolítico superior fueron, posiblemente, muy diferentes de cuanto hoy
observamos, no es fácil reconocer la importancia de algo que para las gentes del
paleolítico tal vez pudo incluso plasmar todo un mito de los orígenes. Lo más pertinente de
todo es que las imágenes no son tan simples como supone Halverson.
Es cierto que, salvo raras excepciones,
los grabados y las pinturas no reproducen
escenas de la vida del paleolítico superior.
Apenas aparecen elementos vegetales, lo
que significa que no son retratos de un
paisaje real. Y tampoco hay muchas
escenas de animales que sean realmente
reales, naturales. Pero existe una pauta. Si
se hace un recuento de las imágenes de
caballos y bisontes, son aplastantemente
mayoritarias. Si añadimos los toros,
representan un 60 por 100 de todas las
imágenes. También aparecen el mamut, el
Dean Falk estudia la estructura de cerebros fósiles y ciervo, la cabra montes, el rinoceronte y la
afirma que la organización del cerebro humano
apareció con Homo, no con Australopithecus (Dean
cabra, pero en menor medida. Así como
Falk). los peces y las aves. Los carnívoros, como
leones, hienas, zorros y lobos, son

206
excepcionales. No cabe duda de que las imágenes, tal como aparecen en las paredes, no
representaban a los animales tal como aparecían en la naturaleza: parece que algunos,
por su fuerza numérica, eran más importantes.
Por estas y otras razones, la primitiva idea del arte por el arte pronto fue abandonada,
para ser reemplazada por la hipótesis de la magia simpática, o magia para la caza. Con el
cambio de siglo, los antropólogos que trabajaban en Australia empezaron a darse cuenta
de que las pinturas aborígenes formaban parte de los rituales mágicos y totémicos. Lo
mismo podía decirse del arte rupestre europeo, diría Salomón Reinach en 1903. Los
aborígenes australianos y las gentes del paleolítico superior eran sociedades cazadoras-
recolectoras, dijo. Ambas sociedades producían pinturas con una clara
sobrerrepresentación de algunas especies en relación con el medio natural. Y afirmó que
las gentes del paleolítico superior pintaban para garantizar mayor abundancia de animales
totémicos y de caza, como hacían, al parecer, los australianos.
Reinach no fue el primero en invocar la
magia como motivo subyacente al arte
rupestre, ni tampoco su nombre sería el
más famoso asociado a esta idea. El abate
Breuil, convencido de las ideas de
Reinach, las desarrolló y promocionó
durante su larga e influyente carrera.
Cartailhac invitó a Breuil a Altamira un año
después de publicar su Mea culpa, y Breuil,
con veintiséis años en aquella época, y ya
todo un experto en la última fase de la
Edad del Hielo, quedó fascinado por la
Edad del Arte que la precedió. Durante casi
sesenta años, Breuil registró, dibujó, copió
y contó imágenes de las cuevas de toda Raymond Dart (derecha) examina el cráneo de Taung
Europa. También desarrolló una cronología en compañía de Philip Tobias (izquierda) y Fred Grine
durante la exposición de «Ancestros» del Museo
para la evolución del arte del paleolítico Norteamericano de Historia Ntural, en 1984 (Museo
superior. Y durante todo ese tiempo Breuil Norteamericano de Historia Natural).
continuó interpretando aquel arte como
magia para la caza. Al igual que la mayoría del mundo académico.
El abate Breuil murió en 1961, y con él murió la hipótesis omniabarcadora de la magia
para la caza. Pero para entonces otro arqueólogo francés, André Leroi-Gourhan, ya había
desarrollado su propia interpretación, basada en las nuevas ideas del estructuralismo. Allí
donde Breuil había visto el caos -o, por lo menos, aleatoriedad- en el arte rupestre, Leroi-
Gourhan buscó y encontró el orden. Lo primero que llama la atención de un estudioso del
arte paleolítico es precisamente su coherencia. En la pintura, en el grabado y en la
escultura, ya sea en las paredes de una cueva o sobre marfil, asta, hueso o piedra, y en
base a los más diversos estilos, los artistas del paleolítico superior representaron
reiteradamente el mismo inventario de animales, las mismas actitudes. Una vez
reconocida esta unidad, sólo le resta al estudioso buscar vías para ordenar las
subdivisiones espaciales y temporales de una forma sistemática. Este orden, sugirió,
contenía las ideas acerca de la sociedad del paleolítico superior.
Uno de los problemas de la hipótesis de la magia para la caza era que las imágenes
pintadas no reflejaban la dieta alimentaria sugerida por los restos fósiles. El reno fue un
componente muy importante de la dieta, y sin embargo las pinturas de renos eran
escasas. Con el caballo ocurría lo contrario. Como observó una vez Claude Lévi-Strauss

207
sobre el arte de los san y de los
aborígenes australianos, algunos animales
se pintaban con mayor frecuencia no
porque «fueran buenos para comer», sino
porque eran «buenos para pensar». La
cuestión es saber sobre qué versaba ese
pensar. LeroiGourhan respondió que tenía
que ver con la estructuración de la
sociedad, con la división sexual del trabajo,
con la masculinidad y la feminidad. La
Foto aérea de la zona oriental del lago Turnana. Puede imagen del caballo representaba la
verse el campamento de Kaobi Fora, una serie de
masculinidad, según el esquema de
cobertizos con techo de paja (bandas), en la base de
la lengua de arena de Kaobi Fora (P. Cain/Sherma). LeroiGourhan, y el bisonte, la feminidad. La
cabra montes y el ciervo también eran
masculinos, pero el mamut y el toro eran femeninos. Leroi-Gourhan estudió más de
sesenta cuevas y constató un orden en la distribución de sus respectivas imágenes. El
reno, por ejemplo, solía aparecer en las vías de entrada, pero casi nunca en la cámara
principal, donde en cambio predominaban el caballo, el bisonte y el toro. Los carnívoros
aparecían, por lo general, en lo más profundo de la caverna. Aunque más tarde modificó
detalles de su sistema dual masculino-femenino, Leroi-Gourhan siempre consideró la
estructura como un elemento importante del arte, algo que ha persistido en el espacio y en
el tiempo.
Otra arqueóloga francesa, Annette Laming-
Emperaire, también veía una estructura en la
distribución de las imágenes, y asimismo en el
marco de la dualidad masculinofemenino. Por
desgracia, lo que un prehistoriador consideraba
como masculinidad en algunos casos, otro lo
consideraba feminidad. Y viceversa. Estas
diferencias de opinión «fue una baza en manos de
los críticos de esta nueva visión del arte rupestre»,
dijo Laming-Emperaire. Pero en última instancia no
fueron estos los problemas que desacreditaron la Parte de las famosas huellas de pisadas de
hipótesis de Leroi-Gourhan, sino el hecho de su primitivos homínidos de Laetoli, en
Tanzania, de 3,6 millones de años de
excesiva globalidad, su exagerado monolitismo. antigüedad (Andrea Hill).
«Los arqueólogos empezaron a defender la
diversidad en el arte -explica Margaret Conkey, de la Universidad de Berkeley-. Se
concentraron en una diversidad de significados y se interesaron por el contexto del arte;
menos por lo que significaban las imágenes y más por aquello que les daba sentido.»
Leroi-Gourhan murió en 1986, cuando el enfoque basado en la diversidad empezaba a
desplazar sus ideas. Con su muerte, la segunda gran era del estudio del arte rupestre
había llegado a su fin. Desde entonces no ha aparecido ninguna figura que pueda
considerarse dominante al estilo de Breuil o Leroi-Gourhan. Por ejemplo, para Denis
Vialou, del Instituto de Paleontología Humana de París, existe un orden en la distribución
de las imágenes, pero no el orden global postulado por Leroi-Gourhan.
«Cada cueva debe verse como una expresión distinta, aparte», dice. Mientras, Henri
Delporte, del Musée des Antiquités Nationales, cerca de París, se centra en las diferencias
entre el arte rupestre y el arte mueble. Conkey prefiere estudiar las claves del contexto
social de la producción pictórica. Etcétera. Es un tiempo de cambios en el estudio del arte

208
rupestre, de búsqueda de nuevas formas de
penetrar en la mente paleolítica a través de aquella
ventana.
Antes de desarrollar con más detalle algunas de
estas ideas, convendría trazar un cuadro global del
arte del paleolítico superior. El periodo cubre desde
35.000 a 10.000 años atrás, y su final coincide con
el final de la Edad del Hielo. En Europa, en este
periodo se han identificado cuatro estadios
culturales, basados principalmente en los cambios
tecnológicos: el auriñaciense (hace entre 35.000 y
30.000 años); el gravetiense (entre 30.000 y 22.000
años); el solutrense (entre 22.000 y 18.000 años); y
el magdaleniense (18.000 a 10.000 años). Si bien
estas fases culturales se basan fundamentalmente
en las innovaciones y características tecnológicas,
también suponen cambios en la expresión artística.
La expresión «arte del paleolítico superior»
parece implicar una uniformidad, tanto en el estilo
como en el tiempo. Pero no es así. Aunque se
Este esqueleto de Neardenthal fue
aprecia cierta coherencia en el estilo, como por
excavado recientemente en la cueva de ejemplo la importancia del caballo y del bisonte en
Kebarra, en Israel, por un equipo franco-
las imágenes pintadas durante todo el periodo,
Israelí (O. Bar-Yosef y B. Vandermeersch).
también existe una gran diversidad, tanto en el
espacio como en el tiempo. Y las imágenes más
famosas, las pinturas de Lascaux y de Altamira, por ejemplo, y los propulsores finamente
grabados de La Madelaine, proceden, todos ellos, del último estadio, el magdaleniense. En
términos cuantitativos, alrededor del 80 por 100 de todo el arte paleolítico procede del
mismo periodo.
El arte del magdaleniense es tan impresionante que tal vez sea inevitable considerarlo
como el momento culminante del arte del paleolítico superior, como si hubiera existido una
escuela de arte durante 25.000 años, en un afán por superarse constantemente a sí
mismo. Pero el magdaleniense también resulta impresionante porque se aproxima más al
concepto occidental de «arte». Leroi-Gourhan explícito este vínculo calificando el
magdaleniense como el «origen del arte occidental». Pero evidentemente no es así,
porque al final del magdaleniense desaparecen los grabados y las pinturas figurativas, en
el llamado periodo aziliense, para ser reemplazados por imágenes esquemáticas y pautas
geométricas. Muchas de las técnicas presentes en Lascaux, como pueden ser la
perspectiva y el sentido del movimiento, tuvieron que reinventarse en el arte occidental con
el Renacimiento.
El primer estadio del paleolítico superior, el auriñaciense, es notable por varias
razones, entre ellas la ausencia de arte rupestre. La fabricación de abalorios de marfil
como adorno corporal fue importante, así como la manufactura y la talla de pequeñas
figuras humanas y animales. Del yacimiento de Vogelherd, en Alemania, proceden media
docena de minúsculas figuras de mamuts y caballos esculpidas en marfil. Una de ellas, un
bellísimo caballo, refleja una técnica admirable, sin paralelo ni precedentes en todo el
paleolítico superior. Hay fragmentos de hueso y placas de marfil adornadas con incisiones
regulares, tal vez como simple decoración, o quizás, como ha sugerido Alexander
Marshack, como sistema de anotación. Una de las piezas más evocadoras de esta fase,

209
procedente del Abri Blanchard, en el suroeste de Francia, es una flauta. Parece que
también la música fue parte integrante de la vida del paleolítico superior.
Durante el periodo gravetiense, el segundo estadio del paleolítico superior, la expresión
artística ya incorpora más medios. Es el caso, por ejemplo, de las figurillas de barro -
animales, pero también seres humanos- de un yacimiento de Checoslovaquia. En la pared
de algunas cuevas se ha descubierto la impresión negativa de unas manos: tal vez
soplando pintura sobre el contorno de la mano apoyada en la pared. En el yacimiento de
Gargas, en los Pirineos franceses, se han contado más de doscientas huellas, casi todas
ellas de dedos mutilados. Pero la innovación más característica de esta fase son las
figurillas femeninas, en su mayoría sin rasgos faciales ni extremidades inferiores. Hechas
de barro, de marfil y de calcita, se encuentran prácticamente por toda Europa, y reciben el
nombre de Venus -de nuevo la proyección occidental-, y se ha creído que representaba un
culto a la fertilidad femenina extendido por todo el continente. De hecho, como algunos
estudiosos han observado recientemente, existe una gran diversidad formal entre estas
figuras en toda Europa, y pocos apoyarían hoy la idea del culto a la fertilidad.

La garganta de Olduwai, en Tanzania, donde Louis y Mary Leakey pasaron muchos años buscando fósiles y
artefactos de los primeros humanos. El Zinjanthropus descubierto aquí en 1959 fue el priner australopitecino
conocido fuera del África Austral. Con su análisis de los antiguos útiles de piedra (conjuntos achelenses y
olduvayense) Mary sentaría las bases de la arqueología paleolítica moderna (Universidad de California).

La pintura rupestre sólo empieza a asomar en la tercera fase, en el solutrense pero


todavía de un tanto secundaria. Mucho más significativo fue el desarrollo del grabado:
grandes e impresionantes bajorrelieves, a menudo situados en lugares de habitación. Uno
de los más excepcionales se encontró en el yacimiento de Roe de Sers, en la Charente
francesa. En el fondo del abrigo rocoso se alinean grandes figuras que representan

210
caballos, bisontes, renos, gatos monteses y un humano, algunas de ellas con hasta quince
centímetros de relieve. Y finalmente el magdaleniense, el estadio del arte rupestre, que se
encuentra en profundas cuevas, como las de Altamira y Lascaux; también ahora aparecen
objetos exquisitamente tallados y grabados en marfil, algunos de tipo utilitario, como los
propulsores, otros de utilidad menos evidente, como los bastones de mando; esta fase
conoce una explosión de la representación pictórica de facciones humanas, como en la
cueva de La Marche, donde aparece grabada en bloques de piedra calcárea una
verdadera pinacoteca de más de cien individuos.
¿Qué puede decirnos todo ese arte sobre el paleolítico superior, entendido como un
todo? Primero, que la persistencia y la gran producción de imágenes especialmente
destacadas -sobre todo el caballo y el bisonte- en las pinturas rupestres tiene que tener
algún significado. Me sugiere una comunidad de bandas en constante interacción,
vinculadas entre sí a partir del comercio y de una tradición común. Para Randall White, la
evidencia de comercio es sólida. «Muchos creen que las sociedades del paleolítico
superior fueron unidades pequeñas, autosuficientes -dice White, de la Universidad de
Nueva York-. Pero hay mucha evidencia de intercambio de ítems a larga distancia. En
algunos yacimientos de Ucrania, por ejemplo, se encuentran conchas marinas que sólo
pueden proceder del Mediterráneo. Encontramos ámbar en yacimientos de la Europa
meridional, que sólo puede venir de la Europa septentrional, junto al mar Báltico.» Y como
estos, otros muchos ejemplos, dice White, y la mejor interpretación posible es en tanto que
intercambio de ítems entre diferentes grupos.
«En el mundo moderno, tendemos a pensar que el intercambio, o el comercio, es una
pura transacción comercial. Pero en la mayoría de las sociedades pequeñas, el comercio
opera como vehículo de obligaciones sociales… Las obligaciones son lazos sociales
capaces de unir grupos sociales diferentes», explica. Esta forma de alianza entre grupos
sociales, tan importante entre las bandas de cazadores-recolectores, es la expresión más
sofisticada del ajedrez social que veíamos en los primates no humanos, donde las alianzas
se establecen fundamentalmente entre individuos.
Las alianzas entre las bandas cazadoras-recolectoras modernas se mantienen y se
refuerzan con ocasión de las congregaciones esporádicas que organizan las bandas; a
veces se reúnen muchas de ellas, y suelen tener diferentes razones para congregarse en
determinados días del año. Por ejemplo, las bandas de los ¡kung san del África meridional
se reúnen durante la estación de las lluvias, con la aparición de nuevas charcas. Sus
vecinos, los g/wi san se reúnen en la estación seca, cuando apenas quedan unas pocas
charcas. Diferentes razones, pero en cada caso la congregación constituye una ocasión
para renovar amistades, fortalecer alianzas políticas y concertar matrimonios. Esta pauta,
común entre las modernas sociedades cazadorasrecolectoras, pudo estar presente
también en el paleolítico superior.
Margaret Conkey ha sugerido que Altamira pudo ser un sitio de reunión, un lugar de
convergencia de las bandas vecinas durante el otoño, cuando hay abundancia de ciervos y
de moluscos. Pero el beneficio real de la congregación habría sido social y político, no
económico. El orden de los grupos animales en las paredes de Altamira tal vez reflejara
incluso las distintas bandas reunidas allí fuera, piensa Conkey. Lo que explicaría que los
útiles encontrados en Altamira correspondan a la gama de útiles descubiertos en
diferentes zonas de la región. Por desgracia, no hay evidencia arqueológica que avale a
Lascaux como un lugar de reunión importante. Pero digamos también que la prospección
en busca de yacimientos al aire libre en la región no ha sido excesiva.
Jacques Marsal era alguien en Lascaux, del Lascaux de la era moderna, claro. Marsal,
uno de los cuatro muchachos que descubrieron accidentalmente la cueva en 1940, fue

211
guía durante muchos años. Le gustaba guiar a sus pequeños grupos de visitantes a través
de la oscuridad de la cueva, con la luz de una linterna y un pasamanos como única
indicación del camino a seguir. Marsal exageraba el momento, trabajaba la anticipación. El
truco surtió efecto conmigo. ¿Cómo podía fallar, estando como estaba a escasos
segundos de poder contemplar el mayor tesoro de la Edad del Hielo? Marsal solía esperar
a que se hiciera completo silencio y entonces manipulaba el interruptor, y la luz inundaba
aquella gigantesca cámara. En verdad no resulta nada fácil describir la impresión de ese
momento, en medio de aquella explosión visual de caótica actividad. Las imágenes tienen
tal presencia y energía que el sonido de sus cascos o pezuñas y el olor de su piel penetran
en el silencio de la cueva. En la pared de la izquierda, la estampida de animales
prehistóricos se precipita hacia las profundidades de la cueva. Cuatro toros blancos,
gigantescos, perfilados en negro, dominan la larga caverna allí donde se ensancha para
formar una especie de rotonda: la Sala de los Toros. Un jardín zoológico de animales más
pequeños forcejean entre las patas de las grandes bestias. Caballos al galope, ciervos
tensos, jóvenes ponies retozones parecen salir de las paredes y techo en negro, rojo y
amarillo, pinturas a veces muy vivas, otras tan sólo insinuadas. Algunas imágenes se
superponen a otras; algunas son enormes, otras diminutas. Un caballo rojo púrpura con su
preciosa crin negra ondeante se halla cerca de dos grandes toros enfrentados,
desafiantes. De pie en la Sala de los Toros, en medio de esta escena salvaje, que resuma
tanta vitalidad y poder, uno se siente sobrecogido, con la sensación de estar en otra
época.
En mi carrera he tenido el privilegio de contemplar muchas de las reliquias más
importantes de la prehistoria humana, y he tenido la suerte incluso de excavar algunas de
ellas. La sensación de «comunión» que siempre despiertan en mí es muy profunda, son
vínculos preciosos con nuestro pasado. Aquí, en Lascaux, la carga emocional que sentí
fue incluso mayor. Junto con el descubrimiento del joven turkana, la visita a Lascaux ha
sido uno de los grandes momentos de mi vida.
La Sala de los Toros tiene dos salidas, ambas extraordinarias. La primera conduce a la
Galería Axial, un pasadizo angosto ricamente decorado por todas partes: una gran vaca
roja de cabeza negra, un cérvido que brama, unos graciosos caballos amarillos y,
finalmente, un gran caballo galopando hacia el final de la galería, donde el techo de calcita
se inclina hacia el suelo, formando un pilar. Allí, enroscado alrededor del pilar, con el lomo
en el suelo y las patas agitándose en el aire, con la boca abierta como si estuviera
gimiendo, un caballo. Para ver la imagen, tuve que retorcerme en aquel angosto espacio.
Imaginemos la razón para pintarlo allí y en esa posición.
Imaginemos la llama amarillenta producida por los aleteos de la lámpara de aceite en el
frío, la quietud de este rincón de la gigantesca cueva, un joven sosteniendo la lámpara que
intenta en vano alumbrar la superficie del pilar. Por la galería se oye el eco rítmico de los
pasos y de las canciones repetitivas, urgentes. El ambiente cargado, todos ya cansados
aunque tensos de expectación. Saben que el evento está llegando a su fin. Durante una
hora, se han dejado arrastrar por la oscilante intensidad de sus danzas, sus canciones,
sus emociones… viendo con ojos invidentes cómo el chamán iba entrando en un profundo
trance, en un mundo prohibido a todos los demás.
Temblando, gimiendo como de dolor, con los ojos vueltos hacia adentro, hacia ese otro
mundo, el chamán, revestido con una piel de caballo, ha abandonado su círculo, y se
dirige hacia el estrecho pasadizo para embeberse del poder de las imágenes en las
paredes, volviéndose hacia ellas, tocándolas, convirtiéndose en ellas; para hacer una vez
más de médium del espíritu equino. Se agacha junto al pilar, toma las pinturas que le
ofrece el joven, y el chamán trabaja en la imagen con un fervor que procede de otro

212
mundo, el mundo de la energía equina. El espíritu sabe cuál es la imagen requerida; el
chamán es tan sólo el instrumento, la retorcida superficie rocosa no es sólo una alegoría
de desesperación, sino la experiencia misma de la desesperación. El final de la galería ya
no es una mera formación rocosa, ahora se ha transformado en el Lugar de la
Desesperación. El espíritu equino sabe por qué. La gente tiene apenas una vaga idea, y
murmura. Pero aunque pudiera recordar la experiencia del trance, recordar que fue él
mismo un caballo gimiente enfrentado al desastre, clave que encierra todos los temores
para el próximo año, no hablaría de ello. Los chamanes no hablan de ello.
Todo esto es producto de mi fantasía. Pero en estas cuevas pintadas, sobre todo en
Lascaux, las imágenes y la situación con frecuencia inexplicable hacen volar la
imaginación. Hay un poder tangible en estos lugares que habla de su importancia en las
vidas de nuestros antepasados. La segunda salida de la Sala de los Toros lleva a un
Lascaux distinto, aunque igualmente enigmático. Una larga y serpenteante caverna se
prolonga unos 75 metros, con lugares que dificultan el paso, y toda ella con una
decoración extraordinaria. Al principio, una larga sección con múltiples grabados, algunos
diminutos, otros gigantescos, que suelen aprovechar rasgos de la superficie rocosa a
modo de efecto visual. En uno, por ejemplo, una pequeña protuberancia forma el ojo, en
otra se aprovecha un abombamiento para hacer las veces de abdomen de un ciervo, lo
que produce un efecto tridimensional. El lugar más recóndito de la cueva, y el menos
accesible, es la Cámara de los Felinos, un lugar que se visita raras veces. Su
inaccesibilidad habla de un respeto muy especial hacia los animales allí pintados, los
leones. En este contexto resulta significativo el uso de dientes de carnívoro -leones,
hienas, lobos- a modo de colgantes por parte de las poblaciones del paleolítico superior.
La descripción de Lascaux no sería completa sin la historia del Pozo. Saliendo del
ábside, en medio del pasadizo en dirección a la Cámara de los Felinos, hay un pozo de
unos seis metros de profundidad, con cabida suficientemente holgada para una persona,
pero no mucho más. Para bajar hay una escalera metálica, y una linterna eléctrica que
ilumina la escena. Entre los brillantes cristales de calcita amarillos y blancos de la pared,
puede verse un gran bisonte negro en posición de ataque, con sus patas delanteras
avanzadas como para atacar, el rabo dando coletazos. El animal parece muy malherido,
atravesado con lo que parece ser una lanza barbada. Se le salen las entrañas,
desparramadas por el suelo. Un hombre yace delante del bisonte, y no es una figura
pintada con la fidelidad de las otras imágenes de Lascaux, sino un tosco garabato sin vida,
que lleva tal vez una máscara en forma de pájaro. Cerca, una vara, tal vez un propulsor,
con un pájaro atravesado en su extremo, y un rinoceronte. Todo en negro, y tan enigmático
como el resto del interior de la cueva de Lascaux. La interpretación más evidente de la
escena del Pozo es su asociación con la magia de la caza: tal vez la reconstrucción de un
accidente de caza. Pero la explicación más evidente puede no ser la correcta, puesto que
tres pares de puntos separan al rinoceronte del resto de la escena. Los puntos, muy
simples, y tal vez sin significado alguno, son tan sólo un ejemplo de un elemento del arte
de Lascaux, y de todo el arte rupestre, que todavía no he mencionado. Se trata de la
profusión de pautas geométricas no figurativas. Además de los puntos, aparecen cabrios y
cuadrículas, curvas y zig-zags, y más figuras. Hay gran cantidad de pautas, a veces
pintadas sobre las propias imágenes animales. La coincidencia de estos motivos
geométricos con las imágenes figurativas es uno de los aspectos más controvertidos del
arte del paleolítico superior.
El abate Breuil creía que estas pautas geométricas, o signos, como se les llama,
formaban parte de la parafernalia de la caza: trampas, cepos, e incluso armas.
LeroiGourhan las incluyó en su dualismo estructural. Los puntos y las rayas eran signos

213
masculinos, decía; los triángulos, los óvalos y los rectángulos, signos femeninos. Hace
poco, un arqueólogo surafricano, David Lewis-Williams, ha sugerido que ninguna de estas
dos interpretaciones es correcta. Son, dice, imágenes procedentes de una mente en
estado de alucinación, un claro indicio de arte chamánico. Su argumento se basa en un
estudio del arte san, del África austral, y en un modelo neuropsicológico que puede ser
fundamental para interpretar gran parte del arte figurativo de las sociedades cazadoras-
recolectoras, incluidas las del paleolítico superior.
Cuando Lewis-Williams empezó a estudiar el arte san, hace cuarenta años, todo el
mundo estaba convencido de que representaba simples imágenes esquemáticas de la
vida cotidiana de los san. Pero Lewis-Williams se dio cuenta de que las imágenes no eran
realistas en ese sentido, sino que eran arte chamánico, que tiene otro tipo de realidad, la
realidad de otro mundo. El enfoque fundamental aquí tiene que ver con las alucinaciones
que experimentan los chamanes en estado de trance, en el transcurso de alguna
ceremonia ritual. Establecido el vínculo entre el arte, los chamanes y las alucinaciones,
Lewis-Williams recurrió a la literatura neuropsicológica en busca de claves para esa
conexión.
«Encontré informes de alucinaciones visuales, descripciones muy precisas -dice-. La
investigación muestra que, en las primeras fases, se ven formas geométricas, como
cuadrículas, zig-zags, puntos, espirales y curvas.» Estas imágenes, en total seis distintas,
son resplandecientes, incandescentes, vivas y poderosas. Llamadas imágenes entópticas
-que significa «dentro del campo visual»-, estos fenómenos son producto del sistema
neurológico básico del cerebro humano. «Dado que derivan del sistema nervioso humano,
todos aquellos que entran en estados alterados de conciencia, independientemente de su
trasfondo cultural, son susceptibles de percibirlos», dice Lewis-Williams.
En una fase más profunda de alucinación, en la fase dos, la gente intenta dar sentido a
estas imágenes. Los resultados dependen de la cultura y de los intereses reales de un
individuo. En una serie de curvas, el sujeto puede ver montañas, si piensa en el campo,
por ejemplo, u olas del mar, si tiene alguna relación con la navegación. Los chamanes san
suelen convertir las curvas en panales, puesto que las abejas son potentes símbolos de
poder sobrenatural que estas gentes utilizan cuando entran en trance.
Aquellos que pasan de la fase dos de alucinación a la tres suelen experimentar una
sensación de vorágine o de túnel giratorio a su alrededor, y enseguida tienen
alucinaciones llenas de imágenes cónicas, no sólo de signos. «Mientras que los
occidentales alucinan aviones, motos, perros y otros animales que les son familiares -dice
Lewis-Williams al describir los experimentos de laboratorio-, los chamanes san alucinan
antílopes, felinos y circunstancias que, aunque extrañas y terroríficas, derivan en última
instancia de la vida san.» En esta fase final, los sujetos llegan «no sólo a ver, sino a
habitar realmente un extraño mundo alucinante». Es aquí cuando aparecen los
«monstruos», mitad humanos, mitad bestias, que se conocen con el nombre de
theriántropos.
A partir de este modelo neuropsicológico en tres fases, Lewis-Williams, junto con su
colega Thomas Dowson, analizó de nuevo al arte san para comprobar si encajaba. «Lo
primero que descubrimos fue que en el arte san están presentes los seis signos
entópticos. Ello nos animó a pensar que el modelo era válido, porque sabíamos que el
chamanismo era importante en la vida de los san.» Es cierto que había sólida evidencia
etnográfica de que el arte san era arte chamánico. Además, Lewis-Williams conoció una
vez a una anciana, probablemente la última superviviente de los san del sur, cuyo padre
había sido un chamán. «Me demostró cómo en sus danzas de invocación se volvían hacia

214
las pinturas de la pared de un abrigo rocoso y cómo algunos colocaban sus manos sobre
antílopes pintados para obtener poder», dice Lewis-Williams.
El antílope africano, de gran tamaño, es a los san lo que el caballo y el bisonte tuvieron
que ser para las gentes del paleolítico superior, al menos por lo que al arte se refiere. El
antílope africano es el animal que con mayor frecuencia aparece pintado en el arte san. Es
fuerte, dicen los san, y adopta muchas formas y cualidades. Tal vez el caballo y el bisonte
tuvieron el mismo significado para las gentes del paleolítico superior, imágenes que se
invocaban y se tocaban para obtener energía espiritual. La cuestión es, en efecto, si en el
arte rupestre existen indicios del modelo neuropsicológico de Lewis-Williams, y si pudo ser,
por consiguiente, arte chamánico.
«El arte rupestre incluye muchos de los signos geométricos incluidos en la gama de
elementos entópticos determinados por la investigación en laboratorio -dice-. A veces,
estos motivos aparecen pintados sobre animales, pero otras, como las cuadrículas de
Lascaux, se pintan aislada y separadamente. Además, el arte rupestre presenta una gama
de figuras equivalente a la fase tres de alucinación: theriántropos, monstruos y animales
realistas.» El modelo neuropsicológico es aplicable tanto al arte rupestre como al arte san.
De toda la gama de imágenes del arte rupestre, las más impresionantes son los
theriántropos. No hay muchas de estas figuras humano-animales, pero estimulan la
imaginación. El ejemplo más famoso es el supuesto hechicero de la cueva de Trois Fréres,
en los Pirineos franceses. A mucha profundidad, en una caverna muy angosta, el
hechicero domina el espacio. Denis Vialou, que ha estudiado la cueva con detalle,
describe la imagen: «El cuerpo es borroso, pero se trata de una gran bestia. Sus patas
traseras son humanas, hasta por encima de las rodillas. El rabo es de una especie de
cánido, un lobo o un zorro. Las patas delanteras son anormales, y acaban en manos
humanas. Tiene la cara de un pájaro, misteriosa, pero con astas de reno». Y, algo insólito
en el arte rupestre, la mirada del hechicero, fija, penetrante, sale de la pared; es una nítida
mirada frontal que transfigura al observador.
Debajo del hechicero hay varias franjas grabadas, un montón de figuras animales sin
orden ni concierto aparentes. En medio del tumulto hay otra figura humano-animal, de
nuevo con las patas traseras humanas. Los animales con patas traseras humanas son
corrientes en el arte rupestre, al igual que las pezuñas en figuras humanas. Este
theriántropo, erguido, tiene cuerpo, cabeza y astas de bisonte, pero sus facciones son un
tanto humanas. Las patas delanteras son extrañas, como las del hechicero. Este individuo
sostiene lo que parece ser un arco o un instrumento musical. «Justo delante de esta
imagen hay un animal -explica Vialou- con la parte y las patas traseras de reno, y un
destacado sexo femenino, el único que se conoce en el arte rupestre. El resto del cuerpo
es un bisonte, la cabeza vuelta mirando hacia atrás, por encima de la espalda, al primer
individuo. Algo pasa entre ambos, estoy seguro.» En Lascaux se observa algo similar. La
primera bestia de la estampida de la Sala de los Toros es un enigma. Conocido como el
Unicornio -aunque erróneamente, porque tiene dos cuernos muy rectos-, esta bestia tiene
un cuerpo hinchado y patas muy gruesas, y la cabeza no corresponde a ningún animal
conocido. Hay seis marcas circulares en el cuerpo y el perfil parcial de un caballo. Y si se
mira de nuevo la cabeza, torcida, su perfil se parece al de un hombre con barba.

215
El llamado hechicero de la cueva de Trois Frères, en los Pirineos franceses combina elementos humanos y
animales. A veces se ha creído ver un hombre vestido con pieles aninales, pero podría tratarse del tipo de
quimera humano-animal de la experiencia chamánica.

Estos theriántropos de las pinturas rupestres fueron considerados hace tiempo como el
producto de «una mentalidad primitiva incapaz de establecer límites claros entre los
humanos y los animales». Yo no lo creo así. Resultan más convincentes aquellos que
prefieren ver en ellas chamanes o cazadores vestidos con pieles animales, y llevando a
veces astas o cuernos. En el marco del arte chamánico, sin embargo, se explican como el
resultado de la fase tres de alucinación, tan real para el artista como un caballo o un
bisonte.

Para los san del Kalahari, el antílope connota la fuerza del mundo del espíritu, un
símbolo de múltiples facetas del cosmos de aquella gente. Cuando un chamán san entra
en trance, personifica ese poder, se convierte en parte de otro mundo, se hace invisible
para cuantos cantan y bailan a su alrededor, y dibuja imágenes en la superficie de la roca.
Preguntad a los san quién realizó las imágenes y os dirán que han sido los espíritus. El
chamán es un mero instrumento de los espíritus. Y la superficie de la roca es algo más
que una superficie para pintar; es el límite entre este mundo y el otro. Con frecuencia, en
las pinturas san «desaparece» una línea por una hendidura, para volver a asomar un poco
más allá, atravesando el mundo del espíritu.
La superficie rocosa, pues, se convierte en parte del significado de todo ese mundo, y
el abrigo rocoso mismo asume un estatus especial, un lugar de veneración.

216
Debajo del hechicero de la cueva de Trois Frères hay una confusión de pequeños grabados (arriba). Entre
ellos, el arqueólogo francés Denis Vialou ha identificado una pequeña escena (abajo), que pdría representar
algún tipo de mitología, tal vez incluso un mito de los orígenes. La figura de tipo humano de la escena es
medio humana y medio animal, una imagen muy potente en muchas de las mitologías del mundo.

No me cabe duda de que las cuevas y las superficies rocosas con pinturas rupestres,
tanto en África como en Europa, también fueron especiales. Algunas tal vez fueran lugares
de reunión de las bandas, debido a la abundancia estacional de ciertos alimentos. En ese
caso, los rituales celebrados allí fuera, de los que atisbamos retazos a través de sus
pinturas, construían el significado mitológico. Otras pudieron asumir el estatus de lugar de
reunión porque allí tuvo lugar un acontecimiento mitológico. No cabe duda de que todo el
paisaje quedó imbuido de elementos mitológicos, explicaciones del origen de un pueblo y
de su lugar en el mundo.Por desgracia, nosotros, seres extraños a todo ello, tal vez nunca
conozcamos el verdadero significado de las imágenes de las cuevas. Estoy convencido de
que en alguna parte de Lascaux se halla toda la historia de cómo estos pueblos
magdalenienses, hace 17.000 años, entendían sus orígenes. En alguna parte -en todas
partes- de la cueva hay mensajes crípticos acerca de cómo se veían a sí mismos en su
mundo. El lugar está imbuido de significado, pero nosotros no podemos descifrar lo que
nos están diciendo. La fuerza es palpable, pero somos culturalmente ciegos a su
contenido. En pos de nuestros orígenes, salimos de un lugar como Lascaux con una
profunda sensación de «comunión», y también de humildad por lo que al poder de la
mente humana se refiere.

217
SEXTA PARTE
EN BUSCA DEL FUTURO

218
Capítulo XIX
NUESTROS ORÍGENES: UNA REVISIÓN
En mis conferencias sobre los orígenes de la humanidad, la pregunta más frecuente que
suelen plantearme es «¿y mañana?». La pregunta ya es, en sí misma, tan significativa
como la posible respuesta. El futuro, por definición, es incierto, y nadie es capaz de hacer
predicciones mínimamente fundadas. Pero la pregunta también emana directamente del
espíritu mismo de la condición humana que intentamos aprehender.
«¿Y mañana?» Hace tres siglos, Pascal expresaba así esta inquietud humana sobre
nuestro lugar en el mundo:

Cuando pienso en la brevedad de mi vida, perdida entre el eterno antes y


después, el pequeño espacio que ocupo, y que incluso veo, inmerso en la infinita
inmensidad de espacios que ignoro, y que a su vez me ignoran, tengo miedo, y me
asombra estar aquí y no allá; porque no hay ninguna razón para que esté aquí y no
allá, ahora y no entonces… Tengo miedo del silencio eterno de estos espacios
infinitos.

No es necesario un elevado grado de espiritualidad para experimentar sobrecogimiento


ante la infinidad de galaxias que vemos en la noche. Nuestra conciencia humana no sólo
posibilita la pregunta del ¿por qué?, sino que insiste en que la pregunta se plantee. La
necesidad de conocer es un rasgo definitorio de la humanidad: conocer el pasado;
comprender el presente; vislumbrar lo que puede depararnos el futuro. Como decía Arnold
Toynbee refiriéndose al impacto de la conciencia subjetiva en Homo sapiens, «este don
espiritual que posee le condena a luchar toda su vida para reconciliarse con el universo en
el que ha nacido». El cielo de la noche está lleno de preguntas sin respuesta.
En muchos casos, la necesidad de conocer trasciende lo potencialmente cognoscible;
preguntas sin respuestas. Para muchos resulta inaceptable, y se consuelan con
explicaciones míticas. Tan programada está la mente humana para buscar y encontrar
respuestas que a veces hasta encuentra sentido donde no lo hay: en el rostro de un
anciano, en una bruja, o en la imagen de un monstruo, que aparecen en una mancha de
tinta; en el portento psíquico que se atribuye a la mera coincidencia; en el grito de «¿por
qué yo?» cuando ocurre un desastre natural, como si el agente del desastre escogiera a
sus víctimas; en la percepción de la ira sobrenatural expresada a través de la violencia de
un terremoto. La conciencia humana exige explicaciones sobre el mundo y está llena de
recursos para crear explicaciones donde no las hay.

219
Insisto en este punto porque la pasión por conocer, siendo como es un elemento
definitorio de la humanidad, puede llevarnos fácilmente por derroteros
equivocados.Cuando el público me pregunta sobre los fósiles humanos, soy consciente de
que lo que realmente les preocupa es ellos mismos, como miembros de la especie
humana. Es lógico, porque la paleoantropología es una de las pocas ciencias que puede
penetrar en algunos de estos temas. Pero también soy consciente de que muchas de las
respuestas que yo pueda ofrecer no están a la altura de sus expectativas, no por falta de
contenido, sino porque el contenido es mucho más innoble de lo que se espera.
El físico Steven Weinberg decía hace poco que «cuanto más comprehensible se nos
hace el universo, tanto más carente de sentido parece». Con ello quería decir que no veía
ninguna mano divina que guiara el destino del universo, y que el universo funciona según
sus propias leyes físicas, sin finalidad última. Algo similar puede decirse de Homo sapiens,
cuanto más aprehendemos nuestra historia, tanto más evidente resulta nuestra
«comunión» con la naturaleza, nuestra pertenencia a ella, indiferenciados de ella. Al igual
que Weinberg, cuya visión del universo sigue dominada por un profundo respeto, yo creo
que la comprensión de Homo sapiens no menoscaba la realidad prodigiosa de nuestra
especie. Aunque sí seamos especiales en muchos aspectos, no es necesario recurrir a
explicaciones especiales para comprender nuestro origen y nuestro lugar en el universo.
Nuestra herencia biológica es real y tangible, y hunde sus raíces en el proceder de la
selección natural. «Hay una grandeza en esta visión de la vida», observaba Darwin al final
de El origen de las especies, refiriéndose al poder y a la creatividad de la evolución. Esta
es mi perspectiva de la evolución humana.
Como decía en el prólogo, me siento doblemente privilegiado en esta exploración del
lugar de Homo sapiens en el universo de las cosas. Primero, porque mi trabajo de
búsqueda y de estudio de fósiles humanos en Kenia ha sido para mí una experiencia
profesionalmente satisfactoria y personalmente emocionante. Pocos tienen la oportunidad
de implicarse directamente en esa exploración, de retroceder a través de las páginas de la
historia, de contemplar indicios de nuestro pasado que ningún otro ojo humano ha visto
jamás. La historia que emerge de esas páginas ofrece una visión de la humanidad que
provoca, a veces, humildad, otras exaltación, pero siempre luz y conocimiento. Es la
perspectiva del tiempo y del cambio. Y en segundo lugar, porque mi implicación en la
preservación de la vida salvaje de Kenia me aproxima a nuestra historia, me aporta una
perspectiva diferente. Veo la extinción de las especies a través de la codicia y la ignorancia
humanas. Pero también veo la maravillosa diversidad del mundo natural. Es una
perspectiva del poder de la humanidad y, al mismo tiempo, de su insignificancia última.
Puede que el lector vea aquí conclusiones y sentimientos contradictorios -incluso
inquietantes. Me explicaré.
Desde que escribí Origins, hace quince años, se han realizado muchos
descubrimientos que han abierto el camino a nuevos enfoques sobre nuestro pasado.
Siento que hoy poseo una visión más clara del lugar que ocupa nuestra especie. Quisiera
mencionar al respecto tres áreas de interés, tres temas que yo caracterizo como la
Inevitabilidad, el Hiato y la Sexta Extinción. Todas ellas tienen que ver con cosas tangibles
e intangibles.
Albert Einstein dijo una vez, no sin cierta ironía, que le gustaría saber «si Dios pudo
haber creado un universo distinto de como lo hizo». En la misma vena, yo lo expresaría
diciendo que mi pretensión es descubrir qué planes tenía Dios, si es que los tuvo, para
Homo sapiens.
Empecemos por la Inevitabilidad. Me refiero a la común convicción de que la llegada de
Homo sapiens estaba predestinada. El hecho de que estemos aquí contribuye, creo, a

220
este sentimiento. Parece demostrar que estamos aquí por algo; si no, tendríamos que
conceder que estamos aquí por azar, por un capricho de la naturaleza. Para muchos esta
conclusión es inaceptable.
La inaceptabilidad de una existencia debida al puro azar suele expresarse básicamente
de tres formas. Primero, a través de la literatura antropológica misma, donde las
cualidades especiales de Homo sapiens implicarían, para muchos, que estamos aquí con
un objetivo y un designio. Segundo, mediante el principio antrópico, según el cual el
universo (y nosotros en él) es como es porque no podía ser de otra manera. Y tercero,
caracterizando la evolución como el despliegue progresivo de la vida en la Tierra hacia el
progreso y la predecibilidad.
La idea de la Inevitabilidad se incorporó a la literatura antropológica de muchas formas,
unas espectaculares, otras más sutiles. Por ejemplo, Robert Broom, quien en los años
cuarenta y cincuenta descubrió gran cantidad de fósiles humanos en Sudáfrica, fue muy
explícito al respecto: «Parece como si buena parte de la evolución hubiera estado
planificada y pensada para desembocar en el hombre, y en otros animales y plantas, para
hacer del mundo un lugar adecuado para que el hombre pudiera vivir en él -escribía en
1933-. Resulta difícil creer que el simio pensante, de enorme cerebro, fue un mero
accidente.» Broom era un darwiniano convencido, pero estaba tan impresionado por las
cualidades «especiales» del género humano que, opinaba, tuvo que existir algún tipo de
entidad espiritual que guiara la evolución, en primer lugar preparando el camino a Homo
sapiens, y luego configurando la especie.
Alfred Russel Wallace, coinventor, con Charles Darwin, de la teoría de la selección
natural, llegó a conclusiones similares. Aunque convencido del enorme poder creativo de
la selección natural, Wallace consideraba que la mente humana tenía un intelecto tan
elevado, tan imbuido de sentido moral, que trascendía el mundo de los asuntos prácticos
en que opera la evolución. Lo mismo cabía decir de «la piel humana, suave, desnuda,
sensible», y consideraba que «la estructura de los pies y de las manos humanos parece
innecesariamente perfecta para las exigencias del hombre salvaje». Y concluía que «una
inteligencia superior tuvo que encauzar el desarrollo del hombre en una dirección y con
una finalidad concretas.» Los argumentos de Broom y de Wallace son similares a los de la
escuela de la teología natural que, aunque anterior en el tiempo, también afirmaba que la
complejidad y la belleza del mundo natural eran evidencia de Su presencia y guía.
También se conoce como el argumento del Designio: el hecho de que algo funcione bien
implica que ha sido designado para ser como es. William Paley, el mayor exponente de la
teología natural, elaboró la famosa analogía del reloj: «Creemos que la comparación es
inevitable; el reloj tiene que tener un hacedor; ha tenido que existir, en algún momento y en
algún lugar, un artífice o artífices que lo crearon con la finalidad que nosotros hoy
constatamos; y que comprendieron su construcción y designaron su uso». Para cada reloj
hay un relojero. Y lo mismo sucede con la perfección de una flor, con la elegancia y la
velocidad del caballo, y con la trascendencia de la mente humana.
Los enunciados de la teología natural son hoy parte de la historia de la ciencia, no de la
teoría científica actual, pero su atractivo es evidente. Como los argumentos de Wallace y
de Broom. En ellos se inspiraron los respetables escritos de Fierre Teilhard de Chardin,
teólogo y antropólogo francés. «La vida, aprehendida en su totalidad, no es un capricho
del universo, como tampoco el hombre es un capricho de la vida — escribió hace cuarenta
años-. Por el contrario, la vida culmina físicamente en el hombre, como la energía culmina
físicamente en la vida.» Esta última afirmación se aproxima mucho a la idea, más
moderna, del principio antrópico. «El fenómeno del Hombre» decía Teilhard de Chardin,
fue «esencialmente predestinado desde el principio».

221
La segunda expresión de la idea de la inevitabilidad, el principio antrópico, aparece en
el ámbito de la física, pero creo que tras esta formulación subyacen muchos de los
sentimientos descritos anteriormente. En pocas palabras, los cosmólogos comprueban,
impresionados -y cada vez con mayor asombro-, la estrechez de márgenes con que
operan las leyes del universo respecto de nuestra existencia. Alteremos, un ápice siquiera,
las fuerzas físicas fundamentales, y el universo -y la vida- tal como lo conocemos no
existiría. Todo se mantiene por un equilibrio precario, justo el indispensable para que
podamos existir. ¿Para que existamos? Pocos exponentes del principio antrópico llegan
tan lejos como para sugerir explícitamente, como hizo Teilhard de Chardin, que el hombre
fue «esencialmente predestinado desde el principio». Pero algunos no están muy lejos de
ello. Por ejemplo, el físico teórico de Princeton, Freeman Dyson, cree que «estamos aquí
con alguna finalidad, y que esta finalidad tiene que ver con el futuro, y que trasciende
completamente los límites de nuestro conocimiento y comprensión actuales». Otros son
más prudentes. «Sin ir tan lejos como algunos -dice Martin Rees, un cosmólogo británico-
sugiero que hay algo especial en el tiempo y en el espacio que ha producido vida
inteligente.» El principio antrópico puede llegar a convertirse, en su forma más
simplificada, en el siguiente argumento: desde el momento que estamos aquí para
observar las leyes fundamentales, éstas tienen que ser tal como son. Pero ¿qué decir de
la existencia de otros universos, con otras leyes? Son impensables. Aunque haya sin duda
cabos filosóficos interesantes en el tejido del principio antrópico, sospecho que, entre ellos,
hay algunos que derivan en un «estamos aquí, y de alguna forma así estaba
programado».
Los sentimientos de inevitabilidad explicitados por Teilhard de Chardin, e implícitos en
otros, fueron sustituidos por la idea del progreso y de la predecibilidad de la evolución, la
tercera vía para expresar la Inevitabilidad. Por progreso entiendo la evolución considerada
como una lucha constante por mejorar el mundo biológico, produciendo organismos cada
vez más eficaces y perfectos. La idea de predecibilidad implica que la pauta de vida
creada por la evolución fue más o menos inevitable, y que si el proceso volviera a empezar
desde el principio, resultaría una pauta muy similar.
La importancia de la idea de progreso deriva seguramente de los valores sociales,
sobre todo de los de la sociedad occidental, que consideran una virtud la constante mejora
mediante el esfuerzo. En la naturaleza, el progreso significa evolución hacia formas «más
elevadas», un concepto con un enorme peso ideológico. La humana, la más «elevada» de
todas las formas, es el producto último de la evolución.
Si bien es verdad que, a lo largo del proceso evolutivo, fueron apareciendo formas
cada vez más complejas superficialmente, el registro fósil, en cambio, no evidencia una
tendencia general hacia «formas mejores», ni un progreso inexorable en el sentido que se
le suele dar. Dado que la complejidad se construye sobre la complejidad misma, la
aparición en el tiempo de formas más elaboradas es una inevitabilidad mecánica, un retén
evolutivo. Pero no es una progresión general. En vez de ello, el registro muestra un
cambio aleatorio constante en muchas direcciones, una adaptación al momento. Nuestro
eurocentrismo hace que nos fijemos en los efectos del retén, ignorando la pauta general.
La noción de predecibilidad, estrechamente asociada al progreso, es más pertinente
para nuestra visión de la historia humana. Opera a dos niveles. El primero se manifiesta en
la descripción de la evolución de una especie o grupo de especies. Con un registro fósil
adecuado, como el que existe para los humanos, se puede trazar un esquema de los
cambios que han ocurrido en el tiempo. Así resulta más fácil identificar estas innovaciones
evolutivas de la historia de una especie como pasos en la dirección de esa especie. Como

222
conocemos el final de la historia, la contamos como si los pasos intermedios estuvieran
escritos en el guión.
La adopción de la marcha erguida, la modificación de la dentición, el origen de un
cerebro mayor, la capacidad de ampliar el radio de acción, la aparición de un complejo
lenguaje hablado, todo ello puede verse como parte de un progreso acumulativo y
predecible hacia el presente, Homo sapiens. Por ejemplo, en las obras antropológicos más
técnicas. En efecto, en un informe de reciente publicación en el American Journal of
Physical Anthropology sobre el estatus de Lucy, Australopitecus afarensis, los autores
escribían: «En nuestra opinión, A. afarensis está muy próximo a un "eslabón perdido".
Posee una combinación de rasgos altamente apropiada para un animal que ha recorrido
todo el trayecto hasta el bipedismo completo». La idea de que el afarensis iba en una
dirección, hacia alguna parte, es válida sólo desde una visión retrospectiva.
Considerado en su momento, cuando realmente existió, el afarensis fue tan sólo una
especie estable, de éxito, en dirección hacia ninguna parte.
También yo soy culpable de utilizar un lenguaje así, un lenguaje que da por sentado
que la evolución es una trayectoria programada. «Fue la sofisticación del comportamiento
la que empujó, en gran medida, a este antepasado humano por el camino de la humanidad
-escribí en Origins, hace quince años, refiriéndome a Homo habilis-. En términos
evolutivos, este viaje se llevó a cabo a una velocidad vertiginosa: se alcanzaban y
superaban hitos biológicos con gran rapidez… Esta criatura iba en la dirección de los
humanos modernos, Homo sapiens sapiens.» El lenguaje del viaje es, en sí mismo, una
trampa. Si queremos llegar realmente a comprendernos a nosotros mismos y nuestro lugar
en el mundo, tenemos que desembarazarnos de ella.
He narrado la historia de la familia humana con un telón de fondo de cambio climático y
medioambiental. He sugerido que algunos de estos cambios propiciaron innovaciones
evolutivas entre nuestros antepasados. A modo de ejercicio mental, podemos
preguntarnos qué habría pasado si estos cambios medioambientales no hubieran ocurrido,
o si hubieran ocurrido en otro momento. ¿Qué habría pasado, por ejemplo, si el drástico
enfriamiento global de hace unos 2,6 millones de años no se hubiera producido?
Recordemos que este enfriamiento se asocia con el origen de nuevas especies
australopitecinas (el robusto boisei) y con el desarrollo del tamaño del cerebro, con el
origen de Homo. Sin enfriamiento y sin las modificaciones ecológicas subsiguientes, tal
vez Homo no habría aparecido entonces; o tal vez nunca.
¿Y qué decir de los cambios medioambientales y climáticos asociados a la formación
del gran valle del Rift, hace unos 10 millones de años? Para empezar, creo que los
altiplanos, mosaicos medioambientales generados por aquellos acontecimientos, pudieron
desempeñar un papel importante en el origen de los homínidos. Si entonces no hubieran
tenido lugar estos sucesos tectónicos en el África oriental y, por consiguiente, el bosque
hubiera permanecido intacto, tal vez los homínidos no habrían evolucionado en aquel
momento, y tal vez nunca.
Es erróneo imaginar que una especie determinada, en el tiempo, cuenta con
oportunidades evolutivas ilimitadas; los cambios potenciales se ven hasta cierto punto
limitados por la arquitectura anatómica existente, por su herencia histórica. Es altamente
improbable que Australopitecus afarensis pudiera transformarse evolutivamente en un
granívoro, por ejemplo. Pero resultaría asimismo incorrecto presuponer que los cambios
ocurridos fueron los únicos posibles. En condiciones adecuadas de selección natural,
afarensis pudo convertirse en un cuadrúpedo recolector de fruta, por ejemplo. Pero no fue
así, eso es todo. Lo que ocurrió con esta especie es un hecho contingente de la historia,
no una trayectoria irreversible según un proceso evolutivo predestinado. Resulta vano

223
especular con lo que habría podido ocurrir si tal o cual circunstancia hubiera sido diferente,
pero hay que comprender que lo que ocurrió en la historia fue sólo una de tantas
posibilidades en la evolución del grupo homínido, no un producto inevitable de ese
proceso. En la medida en que captemos la verdadera naturaleza de nuestra historia, con
todas sus incertidumbres, contaremos con un sentido más nítido de lo que supone ser un
miembro de la especie Homo sapiens.
A un nivel más global, sólo tenemos que retroceder unos 65 millones de años para
encontrar otro recordatorio de nuestra contingencia en la historia, de nuestra no
inevitabilidad. Como es sabido, hace 65 millones de años la edad de los dinosaurios llegó
a su fin debido a algún tipo de catástrofe natural, casi con certeza por la colisión de la
Tierra con un gran asteroide o cometa. Durante 150 millones de años, los dinosaurios
fueron el grupo terrestre más importante, ocupando nichos que, en naturaleza y en
número, fueron tan importantes como los que ocupan los mamíferos hoy en día. La
extinción masiva que terminó con este grupo también tuvo efectos devastadores en otros
grupos, entre ellos muchas clases de mamíferos. En total, entre un 60 y un 80 por 100 de
todas las especies terrestres desaparecieron con la extinción de los dinosaurios.
Los mamíferos habían existido casi tanto tiempo como los dinosaurios, pero siguieron
siendo una parte relativamente insignificante de la vida en la Tierra, ocupando un nicho
pequeño, insectívoro. Por su pequeño tamaño, los mamíferos tenían más posibilidades de
sobrevivir a la extinción masiva (una regla general de la historia de la vida), y muchos lo
consiguieron, entre ellos un primate primitivo, antepasado de las seis mil especies de
primates que han existido desde entonces (hoy viven unas 183 especies). Una de las
características de la extinción masiva es que muchas de las reglas biológicas normales
quedan en suspenso durante un tiempo, sobre todo las relativas a la lucha y supervivencia
cotidianas. Las especies que sobreviven a la extinción masiva lo hacen por razones que
tienen que ver con la distribución geográfica, el tamaño del cuerpo y el puro azar. Nada
que ver con la superioridad o la adaptación. Si, a raíz de la extinción cretácea, aquel
primate primitivo hubiera tenido menos suerte, es lógico pensar que muchos otros no
habrían evolucionado nunca más: no habría prosimios, ni simios, ni humanos.
Se trata, pues, de un mensaje importante legado por el registro fósil. No cambia el
hecho de que estemos aquí para afirmar que si las circunstancias hubieran sido algo
diferentes en la historia de la vida, nosotros no existiríamos. Pero sí es significativo, sin
duda, a la hora de vernos a nosotros mismos aceptar que nuestra existencia aquí no fue
en absoluto inevitable, por mucho que nuestra condición humana se rebele contra esta
idea. Y para contestar a mi pregunta anterior: es evidente que Dios no tenía planes para
Homo sapiens, y ni siquiera pudo predecir que una tal especie pudiera emerger.
La segunda de mis tres preocupaciones fundamentales es el Hiato: la idea de que esas
características tan especiales de nuestra especie humana nos alejan del mundo de la
naturaleza. O, en palabras de Henry Huxley, «el profundo abismo entre… el hombre y las
bestias». Nuestra habilidad tecnológica, nuestra capacidad para modificar el medio,
nuestras culturas, nuestra sensibilidad ética y estética, todo nos distingue y nos separa de
las demás especies con las que compartimos nuestro mundo. El abismo parece enorme.
Desde que, en 1758, Cari Linneo clasificó a Homo sapiens con el resto del mundo
viviente, en su Systema Naturae, estudiosos y teólogos han intentado poner el máximo de
distancia posible entre nosotros y las bestias. La razón es obvia: somos especiales en
muchos aspectos y formas, y nos sentimos especiales en un sentido muy concreto.
Desde el inicio de la evolución del primer Homo sapiens, y tal vez incluso antes, los
humanos se han sentido en contacto no sólo con el mundo tangible, sino también con algo
más trascendente, la esencia misma de la naturaleza, el mundo espiritual de sus

224
antepasados, el poder de los dioses. A partir de la tendencia a atribuir motivos humanos a
cosas no humanas, como decía en un capítulo anterior, la búsqueda de significado en
cada cosa, incluso allí donde no existe, es el producto de nuestra conciencia subjetiva.
El resultado ha sido la creación de mitologías para contener y explicar el mundo,
religiones con múltiples formas. Un antropólogo ha calculado que, desde el origen de la
verdadera humanidad, han aparecido más de 100.000 religiones diferentes, aunque la
mayoría perecieron con sus creadores. «La predisposición a la creencia religiosa es la
fuerza más compleja y poderosa de la mente humana y, con toda probabilidad, una parte
indisoluble de la naturaleza humana -comenta el biólogo de Harvard, Edward O.
Wilson-. Es uno de los universales del comportamiento social, que adopta una forma
visible en cada sociedad, desde las bandas cazadoras-recolectoras hasta las repúblicas
socialistas.» El impulso religioso obedece a la necesidad de explicar lo que no se puede
conocer, por lo general a través de relatos míticos y de la fe. En palabras de Wilson:
«Parece que los hombres prefieren creer antes que conocer. Prefieren vivir en el
sinsentido… antes que aceptar un sinsentido». Entre las muchas características que
supuestamente nos separan del resto de la naturaleza, la religión es, ciertamente, única en
la especie humana.
No soy religioso, al menos no en un sentido formal. En mi infancia adopté una especie
de ateísmo personal, lo que me colocaba en una situación ridícula porque, en aquella
época, mi tío era arzobispo del África oriental. Se organizó una campaña para «salvarme»,
y yo reaccioné radicalizando mi ateísmo. Llegué a ser muy crítico con la religión formal,
sobre todo por el daño que los misioneros estaban causando a las culturas en Kenia. No
me fue difícil convencerme de que puede haber criterios éticos y morales sin necesidad de
religión. Y ahora creo que tales criterios son un producto inevitable -y predecible- de la
evolución humana: el altruismo es parte del repertorio de los animales sociales, así que
cabe esperar que alcance mayores cotas en animales inteligentes e intensamente
sociales, como nuestros antepasados humanos. Esta es la posición humanística.
Hace unos años, en una ciudad de Minnesota, di una conferencia sobre el origen
humano. Una vez acabada, un señor mayor, creo que un granjero, se levantó y me
preguntó: «Ha visto usted alguna vez un mono que conociera el significado del pecado,
doctor Leakey?». Comprendí la importancia de la pregunta para aquel caballero, porque la
idea del pecado forma parte, y muy arraigada, de la cultura occidental. Es un concepto
mental que nos ayuda a orientarnos a nosotros mismos y, a través nuestro, a la sociedad
en una determinada dirección. El pecado es una palabra humana para distinguir el mal del
bien. Estoy convencido de que los monos, y también los simios, bajo determinadas
circunstancias, saben que algunas cosas pueden ser inaceptables en la interacción social.
Pero los monos y los simios no conocen el peso de este elevado concepto mental, el
pecado. Pero estoy seguro de que nuestros antepasados más recientes, sí; es el producto
de la evolución en el intenso medio social de la vida humana.
Así pues, aunque no sea religioso, sé de dónde procede esa urgente predisposición
hacia lo religioso. Una comprensión de la historia humana debe tomar en consideración
este aspecto, y creo que podemos hacerlo de manera satisfactoria. La necesidad de
explicar, cualquiera que sea su manifestación -religiosa, filosófica, científica-, establece
ciertamente una gran distancia entre los humanos y las demás especies del actual planeta
Tierra.
Lo mismo hace la cultura. Homo sapiens es una criatura cultural, en un grado y de una
forma sin precedentes en ninguna otra especie. Esta dimensión suplementaria del
comportamiento crea en esencia otro mundo, un mundo que puede remodelarse
constantemente. La transmisión de una generación a otra de ideas y conocimientos

225
significa que todos nosotros somos partícipes de una expresión acumulativa de nuestra
especie. Nuestra visión del mundo, y los aderezos materiales de que disfrutamos en él,
dependen muy directamente de lo que ha hecho la generación inmediatamente anterior,
pero también de lo que han hecho diez generaciones atrás, o cien. Hoy somos los
beneficiarios de nuestros lejanos antepasados de una forma sin paralelo ni precedente en
ninguna otra especie.
Durante tal vez 100.000 años, los Homo sapiens fueron buenos cazadores-recolectores
que vivieron en pequeñas bandas, parte a su vez de alianzas sociales y políticas más
amplias. Su mundo material fue seguramente limitado, pero su mundo mítico tuvo que ser
muy rico, y esta riqueza fue pasando de una generación a otra. Más tarde, hace entre
20.000 y 10.000 años, la gente empezó a organizar su vida práctica de otra manera, a
veces explotando múltiples recursos alimentarios, lo que implicó menor movilidad, mayor
estabilidad, y tal vez mayores posesiones. Finalmente, desde hace 10.000 años, la
producción de alimentos -algo distinto a la recolección- se convirtió en una práctica más
corriente, las aldeas crecieron, para convertirse primero en pequeños pueblos, luego en
ciudades, en ciudades-estado, y finalmente en estadosnación. Se había alcanzado lo que
nosotros llamamos la civilización, fundada en generaciones de lentos cambios culturales.
La gama de posibilidades prácticas, intelectuales y espirituales alimentada por la
civilización es la expresión última del poder de la cultura. Ciertamente, nos separa de
todas las demás especies del mundo.
Parece como si estuviera abordando la cuestión del Hiato en términos positivos,
citando razones para justificar su existencia. En un sentido muy real, Huxley tenía razón
cuando decía que entre nosotros y las bestias existe «un profundo abismo». Los productos
de la conciencia subjetiva y los productos de la cultura parecen confirmarlo.
Y Julián Huxley, el nieto de Thomas Henry, percibía una brecha tan abismal entre los
humanos y el resto del mundo animado que sugirió que Homo sapiens fuera clasificado en
una categoría completamente nueva, el Psicozoo. «La nueva categoría es muy amplia,
como mínimo equivalente en magnitud a todo el resto del reino animal — sugirió en 1958-,
aunque prefiero creer que abarca un sector totalmente nuevo del proceso evolutivo, el
sector psicosocial, por oposición a todo el sector biológico no humano.» Convertir a los
humanos en el único miembro de un tercer reino, distinto del mundo de la naturaleza -
Animales, Plantas y Psicozoos- equivale a extremar al máximo la diferencia entre nosotros
y el resto de la naturaleza. Pero una de las lecciones más pertinentes para nuestra
especie que aprendemos de nuestro pasado es que este hiato, este supuesto abismo, es
una ilusión, un accidente de la historia. Nos sentimos especiales y separados porque
ninguna otra especie ha conseguido emular nuestros logros. Aun así, si observamos el
registro fósil, veremos los eslabones de la cadena que nos une al resto de la naturaleza.
Y esos eslabones no son sólo nominales; son las especies de homínido a través de las
cuales puede identificarse todo nuestro linaje, hasta llegar finalmente a un antepasado
común que compartimos con los simios, un vínculo genético sin discontinuidad con el
mundo no humano de la naturaleza. He afirmado que las cualidades que identificamos
como definitorias de la humanidad -la conciencia, la compasión, la moralidad, el lenguaje-
aparecieron gradualmente a lo largo de nuestra historia. No surgieron ni repentina ni
tardíamente. Si el cerebro humano hubiera producido conciencia, compasión, moralidad,
lenguaje, sólo con el origen de Homo sapiens, y si nuestros primeros antepasados
hubieran sido simios erectos, o poco más, entonces la pretensión de que los humanos
somos algo aparte en la naturaleza tendría cierto valor.
Pero en la medida en que la emergencia fue gradual, otras muchas especies pueden
equipararse, hasta cierto punto, a nosotros. Pero ocurre que estas especies ya no están

226
entre nosotros; de nuevo, un hecho contingente de la historia. El Hiato no es tan profundo
como creían los Huxley -abuelo y nieto. De hecho se ha cerrado.
Y ahora abordaré mi tercer punto de interés: la Sexta Extinción. Aquí quisiera referirme
a nuestro comportamiento a corto plazo y a nuestros objetivos a largo plazo.
Uno es incierto; los otros, no.
En mi trabajo diario como director del Kenya Wildlife Service, trato con los temas
prácticos relacionados con la prevención de la extinción de las especies. A veces la tarea
exige el despliegue de una patrulla fuertemente armada contra los cazadores furtivos para
evitar la matanza de elefantes y rinocerontes. Otras consisten en defender unas tierras
contra la intrusión de los granjeros con el fin de preservar el habitat de aves exóticas. La
presión que ejercen los deseos y las necesidades humanos sobre un mundo natural en
regresión es constante; una población humana en aumento contra una fauna salvaje al
borde de la extinción.
En casi todo el mundo, el proceso es el mismo; se sacrifica el medio natural en aras de
la expansión de las poblaciones humanas y del voraz apetito del desarrollo económico.
Y, claro, como el proceso ya está prácticamente completado en gran parte de Europa y
de Norteamérica, el foco de interés se ha desplazado a las regiones menos desarrolladas.
La biodiversidad existente en el mundo sufre una constante erosión; se aboca a las
especies al borde de la extinción a una velocidad cada vez más acelerada.
Según algunas estimaciones, dentro de tres décadas al menos un 50 por 100 de las
especies del mundo se habrán extinguido. Es una cifra importante, no sólo
cuantitativamente, sino también históricamente, en términos de la historia global de la vida
en la Tierra.
Desde que aparecieron formas complejas de vida en la Tierra, ha habido cinco
extinciones masivas, que diezmaron a niveles realmente catastróficos la cantidad de
especies vivas existentes. Fueron el Ordovícico, hace 430 millones de años; el Devónico,
hace 350 millones de años; el Pérmico, hace 225 millones de años; el Triásico, hace 200
millones de años; y el Cretácico, hace 65 millones de años.
(También hubo varios acontecimientos menores diseminados durante y después de
estas cinco grandes convulsiones, lo que nos da una periodicidad aproximada de una
extinción a gran escala cada 26 millones de años.) Con cada una de estas extinciones
masivas (que los paleontólogos llaman las Cinco Grandes), cambiaron los fundamentos de
la biota de la Tierra. El Pérmico, por ejemplo, acabó con el 96 por 100 de todas las
especies, es decir, que casi acabó con la vida en el planeta.
Por lo tanto, las extinciones masivas periódicas caracterizan la historia de la Tierra, al
igual que la rápida recuperación después de cada uno de estos acontecimientos.
Después de cada cataclismo, emergen oportunidades ecológicas para los
supervivientes, y la historia nos dice que explotaron estas oportunidades concienzuda y
rápidamente. Transcurridos unos veinte o treinta millones de años, la diversidad global
volvía a alcanzar, e incluso superar, los niveles anteriores a la extinción. Y, hasta tiempos
recientes, después de la extinción cretácica, el nivel de diversidad fue mayor que en
cualquier otra época de la historia de la Tierra. Por consiguiente, cabe hablar de una pauta
en forma de sierra: un pronunciado descenso de la curva (extinción), seguido de una curva
ascendente (recuperación), una y otra vez.
Aunque a nivel subjetivo resulta difícil de discernir, ahora estamos a medio camino de
la Sexta Extinción. La pérdida del 50 por 100 de las especies justifica el concepto. Esta
vez no se trata de choques de meteoritos, ni de erupciones volcánicas a gran escala, ni de
desastres globales de origen natural, sino sólo del crecimiento inexorable de las
poblaciones humanas, que alcanza y destruye el habitat de los demás organismos

227
vivientes. Una extinción masiva de origen insólito, único, pero con efectos de sobra
conocidos: la cantidad de especies supervivientes decrece vertiginosamente, y nosotros
somos sus agentes.
Algunos paleontólogos, tranquilizados por el registro fósil, afirman que a nosotros todo
esto no nos incumbe; las extinciones masivas ocurrieron hace ya mucho tiempo, y la biota
siempre ha acabado por recuperarse. Y volverá a hacerlo, dicen. Otros discrepan.
Las causas de las extinciones anteriores siempre fueron transitorias, de forma que la
recuperación fue posible. Pero esta vez no. Esta vez el agente destructor está aquí, y ha
venido para quedarse; la recuperación no será posible. Para valorar y sopesar ambos
puntos de vista tenemos que situar a Homo sapiens en una perspectiva mucho más
amplia: ¿cuánto tiempo podrá sobrevivir? «¿Y mañana?» Si algo nos dice el registro fósil
es que, por lo general, las especies no duran mucho.
Las especies invertebradas tienen un promedio de vida sobre la Tierra de entre cinco y
diez millones de años, por ejemplo, y la cifra para los vertebrados es de unos dos millones
de años. De ahí que más del 99 por 100 de todas las especies que han vivido en la Tierra
estén hoy extinguidas. Las especies se extinguen, generalmente, no porque sean, de
alguna forma, inferiores, sino porque sucumben a los caprichos de la extinción masiva. ¿Y
qué hay de Homo sapiens?
Nuestra especie es relativamente joven, no tiene más de 100.000 años de antigüedad.
Y si la periodicidad de la pauta de extinción se mantiene, la próxima gran convulsión
tendrá que esperar otros doce millones de años. Las perspectivas, pues, parecen buenas.
¿O no? Aunque nuestra especie sea capaz de evitar la autodestrucción, ya sea en su
forma más espectacular -la conflagración militar-, ya sea en su forma más lenta -por
estrangulamiento medioambiental-, y viviéramos más allá de la longevidad media de los
vertebrados, seguiría presente el hecho de que nos enfrentamos a la perspectiva de una
Tierra sin Homo sapiens.
No todas las especies han conocido el destino de la extinción, claro. Algunas se han
transformado con la evolución para producir especies distintas, descendientes. ¿Podría
ser esta la perspectiva para Homo sapiens, como predecesor de Homo technologicus, por
ejemplo? ¿Cómo saberlo, si la historia es tan caprichosa? Pero yo opino que no.
La cultura, que tanto ha transformado y enriquecido la vida de Homo sapiens, también
puede bloquear su futura evolución. El cambio evolutivo por selección natural opera
basándose en la supervivencia diferencial de individuos genéticamente más favorecidos.
La cultura elimina efectivamente este proceso, y hace que la supervivencia dependa de
otros muchos factores no genéticos. A menos que haya una intervención genética vía la
nueva tecnología o vía programas de inseminación artificial durante muchos miles de años
-y ambas opciones están haciendo sonar ya la voz de alarma ética en nuestra sociedad-,
una evolución ulterior de Homo sapiens es seguramente imposible.
Sin embargo, la idea de una posible evolución ulterior de Homo sapiens debe
contemplarse desde una perspectiva temporal mucho más amplia. En nuestra historia
reciente, dos revoluciones intelectuales han hecho tambalear la percepción que la
humanidad tenía de sí misma. La primera fue la revolución copernicana, a principios del
siglo XVI, que desplazó a la Tierra, y por lo tanto también a los humanos, del centro del
universo visible a la categoría de un pequeño planeta que, junto con otros, daba vueltas
alrededor del Sol. La segunda fue la revolución darwiniana, que situó a los humanos bajo
las mismas reglas biológicas que el resto de las especies de la Tierra. Y a estos dos
insultos contra la percepción que la humanidad tenía de sí misma en el universo de las
cosas se ha añadido, recientemente, un tercero: la dimensión del universo mismo.

228
Tras veinte mil millones de años luz de existencia, sólo ahora empieza a captarse la
infinita vastedad del universo, y nuestro sistema solar y su galaxia, la Vía Láctea, aparece
ahora como un punto insignificante en medio de un espacio y un tiempo infinitos. Una tal
perspectiva desafía, sin lugar a dudas, la fuerza del espíritu humano en su percepción de
sí mismo. Se calcula que nuestro propio Sol durará otros cinco o diez mil millones de años,
durante los cuales seguirá produciendo calor y luz suficientes para preservar la vida en la
Tierra. Cifras así escapan a cualquier intento de la mente por comprenderlas. Pero se
adivina que, mucho antes de que la energía solar se extinga, Homo sapiens ya habrá
dejado de existir: no será más que una de las muchas especies extinguidas en la historia
de las convulsiones y recuperaciones bióticas de la Tierra. Nuestro planeta continuará sin
nosotros, sin Homo sapiens, y la evolución y la extinción seguirán rivalizando durante otros
pocos miles de millones de años. Tal vez la extinción masiva que tendrá lugar 700 millones
de años después del principio de la vida compleja en la Tierra, la Sexta Extinción, sea
considerada algún día (¿por quienes?) como algo aberrante en la historia de la Tierra,
como una reducción temporal de la riqueza de la especie, como un desajuste en el tiempo.
Por eso, estoy de acuerdo con los paleontólogos que afirman que, al final, la biota de
nuestro planeta se recuperará del colapso infligido por los humanos, es decir, tras la Sexta
Extinción. Los continentes seguirán a la deriva en el planeta como hasta ahora, hasta que
colisionen y se vuelvan a separar por la acción de gigantescas fuerzas tectónicas. Los
organismos de tierra, mar y aire experimentarán fases alternativas de extinción y de
recuperación a gran escala, y la innovación evolutiva producirá nuevas clases que hoy ni
siquiera podemos imaginar: anfibios, reptiles, mamíferos… ¿y qué más? Una continúa
variación de los temas ecológicos establecidos; así es como opera la evolución en el
tiempo.
Es posible, e incluso probable, que a lo largo de los eones del tiempo evolutivo, vuelva
a aparecer la vida inteligente, que vuelva a renacer la conciencia en la Tierra. Un
organismo así intentaría, sin duda, dar sentido a la civilización anterior, y recomponer, a
partir de las piezas dispersas de los restos arqueológicos, la forma de vida de aquella
civilización y la causa de su ocaso.
Es pura fantasía, evidentemente, pero resulta útil para forjar una perspectiva real
respecto de Homo sapiens. Se ha dicho que nosotros los humanos, con nuestra
inteligencia, con nuestra tecnología y nuestro poder, somos los administradores del
planeta Tierra, que su futuro está en nuestras manos. Como nos resulta imposible,
individual y colectivamente, imaginar un futuro sin nosotros, equiparamos el futuro de
Homo sapiens con el futuro del planeta. Pero la lógica del registro fósil, y la lógica de una
verdadera comprensión de Homo sapiens en tanto que una especie más entre otras
muchas, nos obliga a aceptar que este no es el caso. No somos los eternos
administradores de la Tierra, somos tan sólo sus inquilinos temporales, y muy destructivos
e indisciplinados.
Ahora bien, pese a coincidir con los paleontólogos en que la biota podrá recuperarse
tras la Sexta Extinción, de ahí no deduzco que da igual lo que hagamos aquí mientras
estemos en este planeta. La comprensión de los orígenes humanos nos dice que Homo
sapiens es una parte del mundo natural en la Tierra, una especie más. Pero poseemos la
inteligencia para comprender el impacto de nuestras acciones sobre el resto de las
especies que nos rodean.
El ecosistema al que pertenece Homo sapiens es una entidad compleja, muy fuerte,
pero también muy frágil. Si una catástrofe natural -un huracán, un incendio, o una erupción
volcánica, por ejemplo- la perturba, el resultado inmediato es la devastación. Pero en poco

229
tiempo reacciona. Recordemos cómo rebrotó la hierba entre las cenizas del incendio del
parque Yellowstone, en la primavera posterior a la guerra.
O cómo la vida volvía a asomar en las laderas del monte Santa Elena, pocos años
después de su trágica erupción. Y el registro fósil evidencia la misma elasticidad biótica
después de una destrucción a gran escala, como las extinciones masivas. La escala para
poder juzgar el impacto global de Homo sapiens sobre las demás especies -una escala
que nos permita constatar nuestras responsabilidades como inquilinos de la Tierra- se
asemeja más a la erupción del monte Santa Elena que a la extinción masiva o a las
recuperaciones subsiguientes. Pero a pesar de todo, estamos alimentando velozmente los
motores de la Sexta Extinción.
¿Cuál es, entonces, nuestro principal interés? Creo que las cualidades de la condición
humana -la conciencia, la compasión, la moralidad, el lenguaje- aparecieron gradualmente
en nuestra historia como productos del proceso evolutivo que configuró nuestra especie.
Estas cualidades son, evidentemente, muy adecuadas para la interacción entre los
individuos humanos; son los hilos que mantienen unido el tejido social. Pero también
forman parte, junto con nuestra mente creativa, de nuestra percepción del resto del mundo
natural. No estoy sugiriendo, como hacen algunos, que cada especie vegetal o animal
tenga los mismos derechos en la sociedad que los humanos. Es justo reconocer el valor
especial de la vida humana. Pero también es justo reconocer su lugar en la naturaleza, el
lugar de la especie Homo sapiens, una especie entre otras muchas. Esto es lo que
realmente nos dicen nuestros orígenes.
No importa en absoluto que ninguna otra especie posea un grado de conciencia como
la nuestra, o que no experimente sentimientos como nosotros. Las demás especies son
parte de nuestro mundo, y nosotros somos parte de su mundo. Nuestro mayor intelecto tal
vez nos confiera una mayor capacidad para explotar los recursos naturales del mundo.
Pero -y esto lo creo firmemente- también recae sobre nosotros una mayor responsabilidad
a la hora de economizar esos recursos, de sensibilizarnos respecto del hecho de que una
especie, una vez extinguida, queda destruida para siempre. Empobreciendo el medio,
empobrecemos nuestras vidas durante ese inquilinato temporal de que gozamos en el
planeta Tierra.
«¿Y mañana?» Cuando Homo sapiens se haya extinguido, el mundo seguirá adelante
sin nosotros, de esto no cabe duda. Pero eso no me concierne, ni a mí, ni a mis hijos, ni al
resto de la especie humana. Para entonces ya no quedará nadie de nosotros. Pero el
momento histórico del que somos responsables, el momento por el que sentimos interés
como especie, el momento en que podemos establecer la diferencia, es ahora.
Tenemos que ser muy claros al respecto, acerca de nosotros mismos, como una
especie entre varias. Tenemos que ser mejores huéspedes. Espero que la respuesta a la
pregunta sea que, colectivamente, optemos por ser mejores inquilinos.
Nuestros orígenes, el título de este capítulo y también del libro, ha supuesto una odisea
personal para mí, un viaje de exploración que puede estar tocando a su fin. El privilegio y
la responsabilidad que supone implicarse en la búsqueda de claves de nuestro pasado, el
privilegio y la responsabilidad de batallar por la preservación de la fauna salvaje, se han
combinado para ofrecerme una experiencia personal tan profunda como había esperado.
Espero poder seguir dedicándome a la preservación de la fauna salvaje durante algunos
años, pero tal vez nunca más vuelva a implicarme tan profundamente como en el pasado
en la cuestión de nuestros antepasados humanos.
El viaje de exploración me ha llevado a nuevos ámbitos, desde los cuales se percibe
mejor y más claramente el lugar de Homo sapiens en el universo de las cosas.
He aprendido que nuestro futuro está aquí, y ahora. Ya lo estamos viviendo.

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RICHARD LEAKEY, paleontólogo keniata, hijo de los ingleses Louis Leakey y Mary Nicol,
descubridores de restos homínidos de extraordinaria importancia en el este de África
(Austrolopithecus robustus, Homo habilis). Decidido a independizarse y no seguir el
camino de sus progenitores, Richard opta a la edad de dieciséis años por dejar la escuela
secundaria y trabajar en diversas actividades, como vendedor de animales y esqueletos a
instituciones de investigación, como fotógrafo de safaris y más tarde entrenándose como
piloto de avión. Sin embargo, redescrubrirá paulatinamente lo que él llama su amor por la
paleontología, actividad que lo acompañaba en su entorno familiar desde su infancia.
Trabajando en la recolección de fósiles con Kamoya Kimeu, Leakey aprenderá a
distinguirlos y clasificarlos, adquiriendo así toda su formación profesional de lo que
observaba y oía en las excavaciones. Habiendo conocido en una expedición en Kenya a
Margaret Cropper, Richard viaja a Inglaterra cuando ella retorna, completando allí sus
estudios secundarios. Sin embargo, ambos decidirán casarse y regresar a Kenya sin
proseguir estudios universitarios.

ROGER LEWIN, tras doctorarse en bioquímica en la Universidad de Liverpool, trabajó


durante nueve años para la revista New Scientist en Londres y durante otros nueve para
Science en Washington. Autor de varios libros de divulgación científica, Lewin ha escrito
junto con el conocido antropólogo Richard Leakey tres obras, la última de las cuales fue
Interpretación de los fósiles. En 1989 recibió el Lewis Thomas Award for Excellence in
Communicating Life Science.

231
Notas

232
[1]Origins,publicado en 1977, fue un best-seller. Le siguió The Making of Mankind
(traducción castellana: La formación de la humanidad, Ediciones del Serbal, Barcelona,
1981), escrita a partir de una serie de televisión para la BBC. (N. de la t.)<<

233
[2]
Así se popularizó en castellano en la época, aunque su traducción correcta debería ser
en realidad «hombre simio». (N. de la t.) <<

234
[3]
Traducción castellana: D. Johanson y M. Edey, Lucy. El primer antepasado del hombre,
Barcelona, 1990. (N. de la t.) <<

235
[4]
El «descubrimiento», en Piltdown, Inglaterra, de un cráneo antropomorfo en 1912 por
Charles Dawson resultó ser un montaje, que no se descubrió hasta 1955. (N. de la t.)" <<

236

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