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DE LA IMPOSTURA POLÍTICA

WILLIAM GODWIN

[Anarquismo en PDF]
D igitalizació n , e d ició n y re vis ió n :

La Congregación [ An a rqu is m o e n PD F]

Rebellionem facere Aude!


ÍNIDICE

PRESENTACIÓN ........................................................................ 7
WILLIAM GODWIN Y SU OBRA ACERCA
DE LA J USTICIA POLÍTICA .................................................11
WILLIAM GODWIN, ESCRITOR LITERARIO ....................... 27
WILLIAM GODWIN: BREVE ANTOLOGÍA ........................... 43
DE LA IMPOSTURA POLÍTICA............................................... 45
DE LAS CAUSAS DE LA GUERRA .......................................... 55
DE LA DISOLUCIÓN DEL GOBIERNO .................................. 63
EFECTOS GENERALES DE LA DIRECCIÓN POLÍTICA
DE LAS OPINIONES ............................................................ 67
DE LA SUPRESIÓN DE LAS OPINIONES ERRÓNEAS
EN MATERIA DE RELIGIÓN Y DE GOBIERNO ............... 83
DE LA DIFAMACIÓN ............................................................... 91
ESTUDIOS ACTUALES SOBRE GODWIN ............................ 10 3
EL ANARQUISMO INDIVIDUALISTA
DE WILLIAM GODWIN ...................................................... 10 5
EL PENSAMIENTO LIBERTARIO DE GODWIN:
UTILITARISMO Y RACIONALIDAD INSTRUMENTAL ... 133
WILLIAM GODWIN Y EL ANARQUISMO:
A PROPÓSITO DEL POLITICAL J USTICE ......................... 151
BIBLIOGRAFÍA ...................................................................... 169
NOTA EDITORIAL

Esta edición digital se basa en la que en su día hizo la Funda-


ción Anselm o Lorenzo: William Godwin, De la im postura polí-
tica, FAL, Madrid, 1993 (Colección Cuadernos Libertarios). Sin
em bargo, una vez transcrito el texto original (presentación de
Llorens, artículos de Abad de Santillán y Hem Day y los tres
prim eros capítulos de la antología), nos pareció buena idea
añadir algún capítulo m ás y aprovechar una serie de artículos
de especialistas que circulan por internet para profundizar en
el estudio de esta m uestra fundam ental del anarquism o filosó-
fico. Quizás sirva este esfuerzo para anim ar a las com pañeras a
leer a este clásico del anarquism o y, por otra parte, a que algu-
na de las editoriales libertarias se atreva a editar, com pleta,
esta joya del siglo XVIII .

LA CONGREGACIÓN.
PRESENTACIÓN

A unque suele considerarse a William Godwin com o el prim ero


de los principales teóricos anarquistas y a su obra Investiga-
ción acerca de la Justicia Política com o el prim er texto en el
que decididam ente se plantea la necesidad de disolución del
Estado com o condición para la existencia de una sociedad li-
bre, poco es el conocim iento profundo que se tiene del autor, y
escasos son los lectores de su obra.
Tras el inusitado éxito que tuvo la publicación originaria de
Investigación... en 1793, especialm ente entre los m edios inte-
lectuales británicos, pronto fue olvidado su autor y el m ism o
libro. Posteriorm ente, aunque puede rastrearse la influencia
del pensam iento de Godwin en la corriente liberal y federalista
anglosajona (Paine, J efferson, Madison...), hoy tam bién poco
recordada, lo cierto es que el librepensador y escritor inglés
quedó sepultado bajo la losa del olvido y la m arginación.
Pero si William Godwin resulta una figura central com o pre-
cursor del pensam iento libertario, no lo es m enos, asim ism o,
para el rom anticism o. La función que cum ple Rousseau res-
pecto de la ilustración francesa, la de trascender el ám bito del
racionalism o y situarse en el um bral de la nueva estética ro-
m ántica, ese m ism o rol, salvando las diferencias, lo desem peña
Godwin en el ám bito anglosajón.
En efecto, Rousseau adelanta el rom anticism o con su novela
La nueva Eloísa, m ientras Godwin hace lo propio con la suya
Caleb W illiam s, antecesora de la llam ada novela gótica y la
policíaca. Pero los paralelism os entre el pensador inglés y el
ginebrino no se quedan aquí. Am bos trascienden el m ovim ien-
to ilustrado, tam bién, en lo que hace referencia al proyecto
político. Rousseau anunciando, de algún m odo, el com unism o
en El Contrato Social; Godwin, com o ya se ha dicho, plantean-
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do el anarquism o, dos opciones llam adas a desarrollar un im -
portante papel histórico frente al proyecto político ilustrado y
liberal.
En am bos casos, tanto Rousseau com o Godwin, se trata de
figuras m uy com plejas y m uy interesantes que no adm iten el
análisis desde un único registro.
A Godwin la vida m ism a lo colocará en una situación de pre-
cursor indirecto, m ás o m enos próxim o de otras diversas co-
rrientes. Cierto, adem ás de anunciar el anarquism o y el ro-
m anticism o hay que considerar, si bien un tanto en escorzo, a
la hora de buscar las raíces contem poráneas del fem inism o,
que arrancan con la obra Vindicación de los derechos de la
m ujer, de Mary Wollstonecraft, que fuera su m ujer y la m adre
de su hija Mary, la cual, con el andar del tiem po, se casaría con
el poeta Shelley (que se proclam ó directo discípulo de Godwin)
y escribiría la conocida novela gótica Frankenstein.
En lo que hace referencia al m ovim iento libertario hispáni-
co, tam poco la pasión por leer a Godwin parece haberse des-
bordado nunca, todo y con conocer a la obra y al autor com o
m era referencia. En España, donde se traducían con celeridad
las obras de Bakunin, Kropotkin y Malatesta y eran leídas con
avidez, Godwin seguía siendo un desconocido. No tuvo un Pi y
Margall que lo tradujera y lo presentara, com o le sucedió a P.
J . Proudhon, y quienes por aquel entonces traducían en inglés,
Pedro Esteve, Ricardo Mella, Tarrida del Márm ol o el m ism o
Ferm ín Salvochea, no repararon en la obra de Godwin.
Hasta 1945, acabadas la guerra civil y la Segunda Guerra
Mundial, no se publicó la edición castellana de Investigación...
El m ovim iento libertario español no pudo, pues, conocer direc-
tam ente hasta entonces, diezm ado, perseguido y exiliado, en
plena postguerra y postrevolución, el texto del ilustrado britá-
nico que con tantos y tan buenos argum entos planteó la diso-
lución del Estado y la liberación social.

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Tardó en aparecer la versión castellana, pero tal vez com o
com pensación se hizo una excelente edición de Investigación...
El prólogo corrió a cargo de Diego Abad de Santillán y la tra-
ducción se debió al argentino J acobo Prince. El form ato fue
considerable (23 X 16) y m uy buena la calidad del papel y la
im presión, todo ello gracias al buen hacer de ediciones Am eri-
calee, de Buenos Aires. De hecho, hasta la llegada de las juntas
m ilitares de los años setenta, las m ejores ediciones de textos
libertarios en castellano se hicieron en la Argentina y algún día
habría que ponderar y rescatar los fondos de Am ericalee, Re-
construir y Proyección.
Investigación..., em pezó entonces a circular entre los m e-
dios libertarios españoles del exilio y fue así com o quien quiso
pudo iniciar el estudio de la obra del pensador ilustrado britá-
nico que consiguió racionalm ente plantear la necesaria y
deseable disolución del Estado y de todas las form as de coer-
ción, lo cual había de redundar en provecho de la vida social
libre. Im presionado por la im pecable argum entación de Wi-
lliam Godwin, el anarquista español exiliado en México, Ben-
jam ín Cano Ruiz (La Unión, Murcia, 190 8- México, 1988) hizo
el prim er estudio en detalle dentro de las letras libertarias his-
pánicas, de Godwin y su obra, y sigue siendo el único hasta la
fecha. Se trata del libro W . Godw in. Su vida y su obra, Edicio-
nes Ideas, México, 1972.
En 1986 las ediciones J úcar, de Gijón, hicieron una edición
facsím il de la de Am ericalee, sólo que reduciéndola a tam año
de bolsillo, con lo cual la lectura se hace m uy trabajosa. En
nuestra colección de «Cuadernos Libertarios», en la que nos
proponem os difundir textos representativos e interesantes
referentes al pensam iento y la historia del m ovim iento liberta-
rio, hem os querido detenernos en la prim era gran obra de teo-
ría política libertaria seleccionando tres capítulos com pletos de
Investigación... a m odo de breve antología. Asim ism o, van
com o prólogo o introducción dos interesantes textos: el ya alu-
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dido prólogo de Santillán y un artículo debido a la plum a del
anarquista belga Hem Day y que en su versión castellana fue
publicado por la revista Tierra y Libertad de México, en dos
entregas, en sus núm eros de m ayo y julio de 1964. Com o cierre
se ofrece una breve selección bibliográfica que confiam os re-
sulte útil a quienes quieran prolongar el estudio y análisis de la
figura y obra de William Godwin. En ello se cifra la ilusión de
los editores del presente folleto.

IGNACIO DE LLORENS.

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WILLIAM GODWIN Y SU OBRA
ACERCA DE LA JUSTICIA POLÍTICA

N i el nom bre ni la obra de William Godwin m erecen el olvido


relativo en que han caído poco después de su éxito clam oroso a
fines del siglo XVIII . «Lo que fueron las Reflections de Burke
para las clases superiores, los Rights of Man de Paine para las
m asas, eso fue la Enquiry Concerning of Political Justice de
Godwin para los intelectuales. Godwin despertó una m añana,
repentinam ente, com o el m ás fam oso filósofo social de su
tiem po», así escribió Max Beer en A History of British Socia-
lism (vol. I, pág. 114, Londres, 1921).
«Ninguna obra en nuestro tiem po —escribió Hazlitt en The
Spirit of the Age— dio tal im pulso al espíritu filosófico en el
país».
Lindsay Rogers escribió: «Efectivam ente, juzgada por su
efecto inm ediato, la Political Justice m erece figurar junto al
Em ilio de Rousseau y a la Areopagítica de Milton» (prefacio a
la edición abreviada am ericana de 1926).
Podríam os m ultiplicar los testim onios de autores contem po-
ráneos de Godwin y de investigaciones posteriores. Coleridge,
Southey, Wordsworth fueron profundam ente im presionados
por la gran obra sobre la justicia. «Ningún pensador contem -
poráneo ha negado el im perio de Godwin sobre el espíritu de
Shelley» —dice Brailsford en su libro Shelley , Godw in and
Their Circle—. Y Mark Twain ha acuñado esta frase bien suya:
«El infiel Shelley habría podido declarar que era m enos una
obra de Dios que de Godwin». Los prim eros tres actos de Pro-
m etheus Unbound, de Shelley, no son m ás que una traducción
artística m agnífica de la Political Justice; alguien ha dicho que
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es el m ineral de Godwin convertido allí en oro fino. Queen
Mab no sería com prensible sin tener presente la m ism a obra.
Toda la aspiración profética del gran poeta inglés tiene su ci-
m iento en las páginas de ese filósofo a quien se quiso olvidar
por m era reacción política hostil. Las huellas de Godwin se
perciben fácilm ente en los libros de Lam beth, y cuando se lee
con atención The Borderer y Guilt and Sorrow , de Words-
worth, el lector no puede m enos de com probar la influencia de
la argum entación de la Political Justice. El propio Coleridge,
que en cierta ocasión se perm itió algunas palabras despectivas
sobre Godwin, escribió al m argen de su ejem plar de ese libro:
«Recuerdo pocos pasajes de autores antiguos o m odernos que
contengan una filosofía m ás justa, en dicción m ás adecuada,
casta y bella que las finas páginas que sigue. Atestiguan igual
honor para la cabeza que para el corazón de Godwin. Aunque
le ataqué en el cenit de su reputación, siento todavía rem ordi-
m ientos por haber hablado inam istosam ente de tal hom bre».
El socialism o inglés tom ó luego otros rum bos, hasta llegar al
laborism o y al tradeunionism o contem poráneos, aunque no se
le ha visto renegar, com o en otros países, de libertad y de ideal
de la justicia social. Pero Godwin no ha desaparecido nunca
por com pleto de la tradición social británica, y da la im presión
de que revive en William Thom pson (1785-1844), un irlandés,
cuyo libro An Inquiry into the Principles of the Distribution of
W ealth m ost conducives to Hum an Happiness, Applied to the
new ly proposed Sy stem of Voluntary Equality of W ealth
(Londres, 1824) destruyó los sofism as de la propiedad con la
m ism a lógica que Godwin em pleó para dem oler los sofism as
del estatism o. Tam bién habría que m encionar com o continua-
dores a J ohn Gray y a Thom as Hodgskin.
¡Quién sabe hasta qué punto habrán podido repercutir los
razonam ientos de Godwin en un Herbert Spencer, antisocialis-
ta, pero que habla del derecho de ignorar el Estado (1850 ), en
J ohn Stuart Mill, cuando escribió el ensayo On Liberty (1859),
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y hasta en las críticas agudas al aparato gubernam ental que
hace Charles Dickens en la novela Little Dorrit (1855-57)!
Nació William Godwin el 3 de m arzo de 1756 en Wisbech,
Cam bridgeshire, el séptim o de los hijos del sacerdote disidente
de aquella com unidad. Fue educado en una severa tradición
calvinista y, después de hacer sus estudios en Londres, fue pas-
tor presbiteriano y predicó durante cinco años en Hertfordshi-
re y Suffolk. Gran lector de los filósofos franceses y hom bre
reflexivo, vio decaer poco a poco en sí m ism o su fe en los cre-
dos ortodoxos. Reconoce que debió m ucho a la inspiración de
D´ Holbach, autor del Sy stèm e de la Nature, a los escritos de
Rousseau, de Helvétius, y que llegó a considerar la form a m o-
nárquica de gobierno com o fundam entalm ente corrom pida
gracias a los escritos políticos de J onathan Swift y a los histo-
riadores rom anos. Abandonó en consecuencia su carrera ecle-
siástica y com enzó a expresar opiniones cada vez m ás liberales
en política y en religión y llegó a una concepción republicana
propia. Los acontecim ientos que se desarrollaban por entonces
en Francia, a partir de julio de 1789, dieron im pulso a esa
orientación de su pensam iento. Mucho antes de que se pusiese
a escribir su obra célebre, de redacción fácil, de lógica adm ira-
ble, habían m adurado en su espíritu sus concepciones sociales.
Eso explica la fluidez de su estilo y la contextura de su razona-
m iento. Las cuartillas iban de la plum a a la im prenta y los re-
toques de las nuevas ediciones no son en m anera alguna m odi-
ficaciones o alteraciones de su pensam iento central.
Com enzó a escribir la Political Justice en julio de 1791 y en
febrero de 1793 vio la ley en dos tom os. En 1791-92 form ó par-
te de un pequeño com ité de am igos que hizo posible la publi-
cación de los Rights of Man de Thom as Paine; trabajaba sin
parar en su obra, pero no se desinteresaba por eso de contactos
sociales contem poráneos avanzados, pensadores y escritores
que hoy llam aríam os de izquierda, com o aquel grupo que se

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reunía en casa del editor J ohnson, entre ellos: William Blake,
Mary Wollstonecraft, Thom as Paine, Holcroft.
La obra vio la luz, com o hem os dicho, en febrero de 1793,
con el título de An Enquiry concerning Political Justice and its
Influence on general Virtue and Happiness. En la segunda
edición el título fue m odificado así: An Enquiry concerning
Political Justice and its influence on Morals and Happiness.
La prim era edición consta de dos volúm enes en 4º , de XIII -
378 y 379 págs. (prefacio del 29 de octubre de 1795), está reto-
cada en varios lugares im portantes y apareció en 1796; la ter-
cera edición es de 1798 . La últim a reim presión, no del todo
com pleta, apareció en 1842 en Londres, en 12º . Hubo adem ás
ediciones fraudulentas, una en Dublín, 1793, otra en Filadelfia,
Estados Unidos, en 1796 ( XVI -362 y VIII -40 0 págs.) que re-
producen probablem ente el texto de la segunda edición.
Se vendieron, a pesar de su alto precio, tres guineas, cuatro
m il ejem plares de las ediciones autorizadas. En algunas locali-
dades se form aban asociaciones para com prar y leer el libro; lo
leyeron así gentes de todas las clases sociales, burlando la pre-
sunción de Pitt, que calculó que la obra de Godwin era dem a-
siado cara para ser peligrosa. Mary Godwin, la hija del filósofo,
escribió m uchos años después: «He oído decir frecuentem ente
a m i padre que la Political Justice escapó a la persecución por-
que apareció en una form a dem asiado costosa para la adquisi-
ción general. Pitt observó, cuando se discutió la cuestión en el
Consejo privado, que un libro de tres guineas no podía causar
m ucho daño entre aquellos que no podían ahorrar tres cheli-
nes».
Después de la publicación de la Political Justice, dio una no-
vela, Caleb W illiam s (1794), vigorosa, ingeniosa, hábilm ente
construida, donde sus ideas favoritas son llevadas al terreno de
la im aginación para m ostrar lo que puede sufrir el pobre bajo
las condiciones políticas y jurídicas vigentes y cóm o es perver-
tido el carácter del rico por falsos ideales de honor. Pero las
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condiciones com enzaron a em peorar para él a causa de la fu-
riosa reacción contra la revolución francesa, que dio la nota en
la política británica en lo sucesivo. Francia declaró la guerra a
Inglaterra el m es en que aparecía la Political Justice; en 1794,
fue suspendida por Pitt la Habeas Corpus Act, y la suspensión
duró siete años; toda opinión un tanto disidente de la del go-
bierno era considerada sediciosa y se procedía de inm ediato
contra sus gestores. Se estableció una censura rígida; las per-
secuciones políticas se pusieron a la orden del día, los espías
aparecían por todas partes. En 1794, Thom as Hardy, J ohn
Horne Tooke, Thom as Holcroft (uno de los am igos m ás ínti-
m os de Godwin) y otros fueron procesados por alta traición;
Thom as Hardy fue deportado a Botany Bay.
Escribió Godwin otras novelas: St. Leon (1799), Fleetw ood
(180 5), Mandeville (18 30 ) y Cloudesley (1830 ). Es autor de
dos tragedias, Antonio (180 0 ) y Faulkener (180 7), que resulta-
ron otros tantos fracasos. Escribió una History of the Com -
m onw ealth en cuatro volúm enes y una Life of Chaucer. Tam -
bién se dedicó a com poner cuentos para niños, con el
pseudónim o de Edward Baldwin, para evitar el fracaso a que se
exponía con su nom bre desde 18 0 0 , cuando com enzó a ser
m encionado con hostilidad creciente por la propaganda antija-
cobina, antiguo rem edo de la cam paña que realizaron las cla-
ses conservadoras inglesas contra los soviets rusos desde 1917
y contra los «rojos» españoles desde julio de 1936.
Dio a luz dos colecciones de ensayos, The Enquirer (1797) y
Thoughts on Man (publicados en 1831, pero escritos m ucho
antes), que son interesantes sobre todo para com probar cóm o
se m antuvo Godwin fiel a sus puntos de vista políticos, a pesar
de los suavizam ientos de la expresión.
El hom bre que había adquirido una fam a repentina tan
grande a fines del siglo XVIII , fue excluido en tal form a, desde
180 0 especialm ente, de la vida pública que en 1811, Shelley,

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que había leído con entusiasm o su obra, tuvo conocim iento,
«con inconcebible em oción», de que Godwin estaba vivo aún.
Las condiciones penosas de su hogar, las dificultades pecu-
niarias, el vacío que hizo alrededor de su nom bre y de su obra
la reacción, o su m ención hostil, hizo que este hom bre, pensa-
dor atrevido, pero de ningún m odo un hom bre de acción, deja-
se de ejercer en aquel período de la política británica toda la
influencia de que era capaz la lógica de sus razonam ientos.
En m arzo de 1797 se unió en m atrim onio con Mary Wollsto-
necraft, una de las m ujeres m ás interesantes de su época, auto-
ra de la obra A Vindication of the Rights of W om an (1792),
precursora de los m ovim ientos fem eninos del siglo XIX; m urió
esta m ujer en septiem bre de 1797, al dar a luz a su hija Mary, la
que luego habría de convertirse en esposa del poeta Shelley.
Godwin, con su hijita y con una hijastra, se volvió a casar en
180 1 con una viuda que tenía tam bién una hija. El nuevo m a-
trim onio no fue feliz y contribuyó a que Godwin quedase aisla-
do de los am igos. Más de una vez fue preciso recoger ayuda
para él entre las antiguas am istades. Se vio constreñido a pedir
préstam os que no podía devolver y de ahí surgió una leyenda
poco favorable para el gran pensador. Pero los que le conocie-
ron de cerca hablan de su generosidad, de su estím ulo a los
jóvenes que se le acercaban y de la ayuda m aterial que presta-
ba, cuando podía darla, a quienes la requerían. Entre los jóve-
nes que le rodearon m ás tarde, uno de ellos fue Shelley, hom -
bre adinerado, que fue frecuentem ente el m ecenas generoso
del hom bre a quien tanto adm iraba y que iba a ser su suegro.
Godwin m urió en abril de 1836.
La Political Justice fue producida en la pasión suscitada en
el m undo por la revolución francesa, aunque las ideas en ella
expuestas habían m adurado antes en la m ente del autor. Ed-
m und Burke había escrito en 1756 A Vindication of Natural
Society , un análisis dem oledor del estatism o, del gubernam en-
talism o, sim ilar a los que llevaban a cabo Denis Diderot y Syl-
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vain Maréchal en Francia y Lessing en Alem ania. Las ideas
antigubernam entalistas de Godwin no eran una m anifestación
aislada de pensam iento. La revolución francesa, que ha dado
m argen a tantos progresos, no fue beneficiosa para el desarro-
llo de la idea de la libertad; con ella surgió la idea de la nación,
de la dictadura, del bonapartism o, refuerzos todos de la auto-
ridad central absolutista. El pensam iento de Diderot y de Ma-
réchal, por ejem plo, fue interrum pido com o por un cataclism o
geológico hasta m ediados del siglo XIX, cuando reapareció con
Proudhon, y hasta el últim o tercio de ese siglo, cuando fue re-
anim ado por Eliseo Reclus. Adem ás tuvo efectos reaccionarios
en toda una generación de pensadores de los diversos países.
De la revolución surgió la reacción en Francia que llevó a Bo-
nald y De Maistre. En Inglaterra, país de vivas tradiciones libe-
rales, Edm und Burke encabezó la reacción de la aristocracia
contra la revolución francesa con sus Reflections on the French
Revolution (1790 ). Esta obra de Burke m otivó en pocos años
no m enos de 38 réplicas, según cuenta W.P. Hall en British
Radicalism , 1791-1797 (pág. 75, Colum bia University Studies,
1912). Una de las prim eras fue A Vindication of the Rights of
W om an de Mary Wollstonecraft, otra es el brillante panfleto
de Thom as Paine, The Rights of M an, aunque la m ás notable
de todas es la Political Justice de Godwin.
En 1791, escribió Godwin en su diario: «Sugerí a Robinson,
el librero, la idea de un tratado acerca de los principios políti-
cos y convino en ayudarm e a su ejecución. Mi concepción co-
m ienza con un sentim iento de las im perfecciones y errores de
Montesquieu y con un deseo de producir una obra m enos de-
fectuosa. En el prim er hervor de m i entusiasm o, m antuve la
vana fantasía de “tallar una piedra de la roca” que venciese y
aniquilase por su energía inherente y su peso toda oposición y
colocase los principios de la política sobre una base inconm o-
vible. Mi prim era decisión fue decir todo lo que yo había con-
cebido com o verdad, y todo lo que m e parecía que era la ver-
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dad, confiando que podrían esperarse los m ejores resultados
de esa m anera de obrar».
Paine, aconsejado por William Blake, al ver la luz The Rights
of Man en defensa de los principios franceses de libertad, fra-
ternidad e igualdad, cuyo editor fue perseguido, huyó a Francia
y luego a los Estados Unidos, donde se convirtió en un cam -
peón de la independencia. Godwin no escribía con el entu-
siasm o y la fe de Paine en la relación inm ediata de un reino
m ilenario; m ás bien se proponía echar las bases para llegar a él
por un progreso gradual, por el cam ino de la razón y de la edu-
cación. Esto, unido al alto precio de la obra, ha evitado al autor
la persecución directa y probablem ente la deportación.
La Political Justice fue traducida al alem án (prim er tom o)
en 18 0 3 (publicada por Würzburg) y algunos alem anes, entre
ellos Franz Baader, se entusiasm aron con su contenido. Ben-
jam in Constant habla en 1817 de varios com ienzos de una tra-
ducción francesa, entre ellos de uno propio, pero no se publicó
nada. En los Estados Unidos, después de la edición de Filadel-
fia de 1796, se hizo otra treinta años m ás tarde, abreviada
(New York, 1926, en dos tom os, 8º ., XXXIV-455 y 30 7 págs.),
que sirvió de base para esta prim era edición castellana.
Max Nettlau 1 resum e así el contenido de la obra:
«Godwin considera el estado m oral de los individuos y el
papel de los gobiernos, y su conclusión es que la influencia de
los gobiernos sobre los hom bres es, y no puede m enos de ser,
deletérea, desastrosa... ¿No puede ser el caso —dice en su m o-
do prudente, pero de razonam iento denso— que los grandes
m ales m orales que existen, las calam idades que nos oprim en
tan lam entablem ente, se refieran a sus defectos (los del go-
bierno) com o a una fuente, y que su supresión no pueda ser
esperada m ás que de su enm ienda (del gobierno)? No se po-

1 La anarquía a través de los tiem pos, Guilda de Am igos del Libro,

Barcelona, 1935, págs., 24-28. Edición posterior en J úcar, Gijón,


1978.
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dría hallar que la tentativa de cam biar la m oral de los hom bres
individualm ente y en detalles es una em presa errónea y fútil, y
que no se hará efectiva y decididam ente m ás que cuando, por
la regeneración de las instituciones políticas, hayam os cam -
biado sus m otivos y producido un cam bio en las influencias
que obran sobre ellos». Godwin se propone, pues, probar en
qué grado el gubernam entalism o hace desgraciados a los hom -
bres y perjudica su desarrollo m oral y se esfuerza por estable-
cer las condiciones de «justicia política» de un estado de justi-
cia social que sería el m ás apto para hacer a los hom bres
sociables (m orales) y dichosos. Los resultados, que no resum o
aquí, son tales y cuales condiciones en propiedad, vida pública,
etc., que perm iten al individuo la m ayor libertad, accesibilidad
a los m edios de existencia, grado de sociabilidad y de indivi-
dualización que le conviene, etc., el todo voluntariam ente, in-
m ediatam ente, si no de un m odo gradual, por la educación, el
razonam iento, la discusión y la persuasión, y ciertam ente no
por m edidas autoritarias de arriba abajo. Es ese cam ino el que
quería trazar a las revoluciones que se preparan en el género
hum ano. El libro fue enviado por él a la Convención Nacional
de Francia, de la que pasó el ejem plar al refugiado alem án pro-
fesor Georg Forster, que lo leyó con entusiasm o, pero m urió
algunos m eses después.
»Todavía hoy se siente uno tem plado por la lectura de Poli-
tical Justice en el antigubernam entalism o m ás lógicam ente
dem ostrado, pues el gubernam entalism o es disecado hasta la
últim a fibra. El libro fue durante cincuenta años y m ás un libro
de verdadero estudio de los radicales y de m uchos socialistas
ingleses, y el socialism o inglés le debe su larga independencia
del estatism o. Son la tendencia de las ideas de Mazzini, el bur-
guesism o del profesor Huxley, las am biciones electorales y el
profesionalism o de los jefes tradicionalistas, quienes hicieron
debilitar a m ediados del siglo XIX las enseñanzas de Godwin».

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Com o com plem ento al análisis anterior, citam os a continua-
ción la síntesis que hace un estudioso de Godwin, Raym ond A.
Preston (en la introducción a la edición am ericana de 1926):
«1. El espíritu no es libre, sino plástico, realizado de acuerdo
con circunstancias de herencia y am biente, con resultados se-
guros, aunque inescrutables. La doctrina del determ inism o
m aterialista fue afirm ada prim ero, probablem ente, en el espí-
ritu de Godwin por su tem prana form ación en el calvinism o.
Fue reforzada por su conocim iento ulterior de la Enquiry into
the Freedom of the W ill, de J onathan Edwards, de Hartley y
del Sy stèm e de la Nature de D’Holbach (1770 ). Com o Locke y
Hum e, Godwin niega la existencia de “principios e instintos
innatos”. Sostiene que las asociaciones y la experiencia pesan
m ucho m ás que las influencias de la herencia y del am biente o
que las im presiones prenatales, y en consecuencia sigue a Lo-
cke al considerar el goce del m ayor núm ero, el sum m um
bonum .
»2. La razón tiene poder ilim itado sobre las em ociones; de
ahí que los argum entos, no un llam ado a las em ociones, y no la
fuerza tam poco, sean los m otivos m ás efectivos. Sobre esta
doctrina psicológica, derivada en parte de Helvétius y en parte
del punto de vista de Locke de que la ley de la razón, a la que
todos deben obedecer, es la ley de la naturaleza, se funda la
doctrina de Godwin de la educación y del m odo de tratar a los
delincuentes. En su form a prim era, Godwin reduce la justicia
de las sim patías y de los afectos hum anos y de la fuerza a casi
nada. Explica nuestro fracaso frecuente al apelar a la razón
pura citando la doctrina de Hartley de las acciones voluntarias
e involuntarias. De esta proposición se deduce la condena de
Godwin de la resistencia a las leyes existentes com o una apela-
ción censurable a la violencia.»
«Puede parecer extraño —escribe la señora Shelley— que en
la sinceridad de su corazón alguien crea que no puede coexistir
el vicio con la libertad perfecta —pero m i padre lo creía— y era
| 20
la verdadera base de su sistem a, la verdadera clave de bóveda
del arco de la justicia, por el cual deseaba entrelazar a toda la
fam ilia hum ana. Hay que recordar, de cualquier m anera, que
nadie era defensor m ás enteram ente persuadido de que las
opiniones debían adelantarse a la acción. Quizá deseaba hasta
un grado discutible que no se hiciera nada sino por la m ayoría,
m ientras que buscaba ardientem ente por todos los m edios que
esa m ayoría se uniese a la parte m ejor».
«3. El hom bre es perfectible, esto es, el hom bre, aunque in-
capaz de perfección, es capaz de m ejorar indefinidam ente. Esta
creencia optim ista, y sin restricción alguna en el progreso hu-
m ano, está im plicada al m enos en Helvétius, en D’Holbach, en
Priestley, en Price. Fue m agníficam ente establecida en form a
razonada por Condorcet (Esquisse d’un tableau historique des
progrès de l’esprit hum ain, 1793), que parece haber tenido una
influencia notable en las revisiones que hizo Godwin en la ter-
cera edición de su obra.
»4. Un individuo, a los ojos de la razón, es igual a otro cual-
quiera. Ese principio dem ocrático es tan viejo al m enos com o
J esús de Nazaret, m ás recientem ente ha sido establecido en la
Declaración de independencia de Am érica, y antes aún había
sido prom ulgado por Helvétius. Godwin se retractó de él m ás
tarde.
«5. La m ayor fuerza para la perpetuación de la injusticia está
en las instituciones hum anas. Los predecesores de Godwin en
esta opinión son innum erables. Menciona en su prefacio a
Swift y tam bién a Mandeville y a los historiadores latinos (de
los cuales puede haber tom ado su m odelo del estoicism o
desapasionado). Price sostiene que el gobierno es un m al y que
cuanto m enos tengam os de él, tanto m ejor, Priestley, Hum e y
los utilitarios posteriores, pesando los buenos y los m alos efec-
tos de la ley, deciden que el balance es contrario a la ley y que
la interferencia del gobierno, excepto com o un freno donde la
libertad personal interfiere con la libertad de los dem ás, es
| 21
inconveniente. El derecho abstracto a ser libre conduce a
Godwin a sostener el derecho individual a la propiedad priva-
da.
»Godwin repudia la doctrina de Locke, adoptada por Rous-
seau y seguida por teóricos políticos ingleses y franceses del
siglo XVIII (excepto Hum e) de que el gobierno está basado en
un hipotético contrato social, y sigue a Hum e al considerar el
gobierno com o basado últim am ente en la opinión. Excepto en
el uso de ciertos argum entos relativos a la educación del Em i-
lio, al parafrasear en parte El Contrato Social sobre los oríge-
nes del gobierno, y al rechazar la teoría del “egoísm o” sosteni-
da por Helvétius, D’Holbach y Mandeville, Godwin no está casi
nunca de acuerdo con Rousseau».
Tal es la vinculación intelectual de Godwin con los pensado-
res contem poráneos o anteriores.
Este prim er filósofo del anarquism o, lo repetim os, no era un
hom bre de acción. La acción antijacobina lo intim idó un poco;
no se desdijo de sus ideas, aunque en ediciones sucesivas de su
obra m itigó algo las expresiones. Abandonó la propaganda
directa, pero no repudió el pensam iento básico de su libro m ás
notable. No se le ahorraron las virulencias personales de sus
enem igos, los ataques apasionados, el vocabulario grosero, las
desfiguraciones de sus ideas, Malthus intentó razonar en parte
contra el sistem a de Godwin y le atacó; Godwin refutó la teoría
m altusiana (Of Population, 18 20 ).
He aquí una de las rectificaciones: se apartó de la tesis de su
Political Justice que exaltaba la razón y m inim izaba el efecto
de la em oción com o guía de la conducta hum ana. «No sólo se
tiene una razón que com prende, sino un corazón que siente»
—dijo en The Enquirer—. Sin em bargo, aún sigue sosteniendo
que es la razón la que nos guía y que la pasión no hace m ás que
reforzar, vigorizar, anim ar, dar energía a la razón.

| 22
En su libro de notas relativas al año 1798, propone escribir
un libro titulado First Principles of Morals para corregir cier-
tos errores de la prim era parte de la Political Justice. Dice allí:
«La parte a que aludo es esencialm ente defectuosa por el he-
cho de que no presta una atención adecuada al im perio del
sentim iento. Las acciones voluntarias de los hom bres están
bajo la dirección de sus sentim ientos: nada puede tener una
tendencia a producir estar acciones, excepto en tanto que esté
conectado con ideas de futuro placer o dolor para nosotros o
para otros. La razón, hablando exactam ente, no tiene el m enor
grado de poder para poner un m iem bro cualquiera o una arti-
culación de nuestro cuerpo en m ovim iento. Su dom inio, es una
visión práctica, está enteram ente confinada a ajustar la com pa-
ración entre objetos diferentes del deseo, y a investigar los
m odos m ás adecuados para alcanzar esos objetos. Nace de la
presunción de su deseabilidad o lo contrario, y no acelera ni
retarda la vehem encia de su prosecución, sino que sim plem en-
te regula su dirección y señala el cam ino por el cual debem os
avanzar hacia nuestro objetivo.
»Pero todo hom bre quiere, por una necesidad de su natura-
leza, ser influido por m otivos que le son peculiares en tanto
que individuo. Com o todo hom bre quiere saber m ás de sus
parientes e íntim os que de los extraños, así pensará inevita-
blem ente m ás a m enudo, sentirá m ás agudam ente por ellos y
estará m ás ansioso acerca de su bienestar...
»Estoy deseoso de retractarm e de las opiniones que he ex-
presado favorables a las doctrinas de Helvétius de la igualdad
de los seres intelectuales, tal com o han nacido en el m undo, y
de suscribir la opinión de que, aunque la educación es un ins-
trum ento m ás poderoso, todavía, existen diferencias de la m a-
yor im portancia entre los seres hum anos desde el periodo de
su nacim iento.
»Estoy tan ansioso de llevar a cabo estas alteraciones y m o-
dificaciones porque m e darían ocasión para m ostrar que nin-
| 23
guna de las conclusiones por cuya causa fue escrito el libro
sobre la justicia política son afectadas por ellas».
Esa es la verdad. Ninguna de las conclusiones de la Political
Justice es afectada por el curso ulterior del pensam iento políti-
co godwiniano. El libro proyectado no llegó a escribirse. Hay
que recordar la influencia posible de Mackintosh (1756-1832),
de su teoría de los actos m orales que, según él, em anan del
sentim iento y no de la razón, para com prender el deseo de
Godwin de m itigar su posición diam etralm ente opuesta.
Algún crítico ha expresado que las m odificaciones introdu-
cidas por Godwin en la segunda edición de su obra significa-
ban una retractación de su pensam iento. Nada m ás gratuito.
Godwin suavizó algunas expresiones, rebajó el tono de algunas
frases, pero m antuvo íntegras sus condiciones básicas antigu-
bernam entalistas. Los cam bios de la tercera edición son m ayo-
res aún, pues algunos capítulos han sido escritos de nuevo,
pero no tocó en lo m ás m ínim o la esencia de su doctrina. Quiso
ser m enos dogm ático, m enos axiom ático para que sus ideas
fuesen m ás aceptables. Pero, a pesar del cam bio operado a su
alrededor, m antuvo hasta el fin su fe en la naturaleza hum ana
y su adhesión a los principios de la revolución francesa. Su
optim ism o quedó invariable. En el prefacio de The Enquirer
(1797) describe ese nuevo libro com o un com plem ento inducti-
vo de la Political Justice, aunque con espíritu m enos agresivo y
com bativo y con tono m ás blando. Y en Thoughts on Man si-
gue m editando en los m ism os asuntos y con una inspiración
central sem ejante.
El período histórico que inició en Gran Bretaña la reacción
conservadora, aristocrática, contra la revolución francesa, las
persecuciones por los tribunales, las deportaciones, inclinaron
a m uchos hom bres a una acción terrorista, y eso, unido al so-
cialism o autoritario que surgía de la Convención y de Babeuf,
privaron a Godwin del cam po del razonam iento libertario fe-
cundo con que había contado en los tiem pos de su concurren-
| 24
cia al salón del editor J ohnson. Murió oscuram ente, pero su
obra quedó com o expresión m áxim a del espíritu de libertad en
el pensam iento socialista. Su herencia fue tom ada por hom -
bres de otras lenguas y de otras razas y la antorcha no se ha
apagado desde entonces, ni siquiera en el período tenebroso de
la pesadilla totalitaria que duró una veintena de años. Al acla-
rarse de nuevo el horizonte de Europa y de Am érica, creem os
que la lectura de estas páginas no podrá m enos de hacer bien a
los individuos y a los pueblos com o contraveneno eficaz del
pecado m ortal de la sum isión abyecta a la tiranía del hom bre
sobre el hom bre.

DIEGO ABAD DE SANTILLÁN


(Agosto, 1945.)

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WILLIAM GODWIN, ESCRITOR LITERARIO

No pocas rosas han nacido para florecer sin ser vistas


y perder su dulce fragancia en el agua del desierto.

Shelley.

¿ No es por lo m enos paradójico com probar, cuando se consul-


tan las historias de la literatura inglesa redactadas por autores
franceses, que no hay traza alguna de William Godwin com o
escritor literario?
Sin em bargo, m ás de una veintena de volúm enes, entre los
cuales figuran Caleb W illiam s (o Las cosas com o son), Saint
Leon (historia del siglo XV) Fleetw ood-Mandeville (historia
inglesa del siglo XVII ), Cloudesley -Isabel Hastings (fábulas
antiguas y m odernas) atestiguan la im portancia de la obra lite-
raria de Godwin traducida al francés.
«Durante su estancia en el país de los Lagos, Shelley entró
en relaciones con un hom bre cuyo nom bre habría resplandeci-
do durante largo tiem po en los círculos literarios y políticos de
Inglaterra: William Godwin, el llam ado Rousseau inglés», es-
cribió Félix Rabbe en 18 87 en su estudio sobre Shelley, su vida
y sus obras.
¿Cóm o explicar entonces el silencio que se ha hecho alrede-
dor del nom bre de William Godwin, después de este panegíri-
co, expresión de la verdad, que m uchos com parten aún en
nuestros días?

| 27
Consultando algunas historias de la literatura inglesa, entre
otras, la de Mr. Taine, no salgo de m i asom bro al no encontrar
en ella la m enor traza de la obra de Godwin. Sin em bargo, Ca-
leb W illiam s fue traducida al francés cuando Taine publicó su
estudio. Él no podía ignorarla y la cosa es tanto m ás desconcer-
tante cuando le era im posible hablar del poeta Shelley sin evo-
car al m ism o tiem po a Godwin. Se sabe que la gran com pañera
del gran poeta fue la hija de este literato, autor de Political
Justice, libro que en la época de su aparición hizo gran ruido
en Inglaterra en los m edios conservadores.
¿Es preciso deducir que el pensam iento de Godwin espantó
a los autores de la historia literaria a tal punto que prefieren
escam otear el nom bre y los escritos de quien vino a anunciar la
desaparición de la injusticia y de la ignorancia por m edio de
una igualitaria y justa distribución de los bienes de la vida?
Es fácil suponerlo pensando que la obra esencial de Godwin
se publicó en 1763, es decir, cincuenta años antes de que P. J .
Proudhon lanzara a la sociedad esta form idable aserción: «¡La
propiedad es un robo!».
Es esta concepción del silencio extrañam ente orquestada, yo
quisiera señalar la excepción hecha por Mr. Mézières, que,
bien al contrario, juzgó el Caleb W illiam s de Godwin con m u-
cha claridad y vigor en su Historia crítica de la Literatura in-
glesa.
Pero, ¿cóm o com prender que los otros no se dignaran hacer
la m enor alusión al escritor? Esto es, por lo m enos, una m ane-
ra bien parcial de escribir la historia literaria. Es una falta de
honradez elem ental, de valor e independencia. ¿Acaso Mr.
Taine y sus cóm plices hubieran soportado fácilm ente que les
hicieran eso? Advirtam os, en fin, que la obra de Mr. Taine
com prende tres volúm enes de m ás de seiscientas páginas cada
uno, lo que agrava m ás su caso.
Sin duda alguna que Godwin tenía razón cuando escribía:
«En tanto que la hum anidad esté dividida en am os y esclavos,
| 28
las dos partes se corrom perán carentes de la verdad saluda-
ble».
La Revolución Francesa m arcó una etapa, y Raym ond Gourg
en su estudio sobre Godwin 1 revela el espíritu revolucionario
que predom inaba en Inglaterra después de 1789. Ya antes J .J .
Rousseau había sem brado algo.
«El espíritu revolucionario francés —dice— había penetrado
en la literatura inglesa a consecuencia de J .J . Rousseau.
Brown, discípulo directo del filósofo francés, en sus aprecia-
ciones sobre los principios y costum bres de aquellos tiem pos,
había atacado los vicios de todas las clases sociales; J ohn Wes-
ley, en su diario, Hannah More en sus Pensam ientos sobre la
im portancia de las costum bres entre la grandeza, no se reca-
taban de expresar sus deseos de que cesase el abuso de algunas
prácticas religiosas.
»Thom as Day, en Sandford y Merton exponía las doctrinas
de Em ilio, Cowper, en fin, el dulce poeta puritano, había abra-
zado la causa de la revolución por am or a la hum anidad y por
aversión a los convencionalism os sociales. Pero ninguno de
estos m oralistas o poetas reform adores adoptó con m ás fran-
queza y am plitud las nuevas doctrinas que William Godwin
(1756-1836)».
Pero la om isión del nom bre de Godwin, ¿es voluntaria o for-
tuita? ¿No es, m ás bien, que se ha querido, siguiendo la cos-
tum bre, ocultar con el olvido un escritor y pensador cuyos es-
critos eran considerados sediciosos? La m ojigatería de algunos
de estos pobres individuos es explicable. Es el resum en del
espíritu puritano de los ingleses que se soliviantan bastante
estúpidam ente contra los escritos de Godwin. Puede creerse,
pues, que el nom bre de Godwin, com o m ás tarde el de
Proudhon, representaron para aquellas personas el «coco» que

1 Raym ond Gourg, W illiam Godw in (1756-1836): sa vie, ses oeu-


vres principales, la "Justice politique", F. Alcan, París, 190 8.
| 29
les indujo a poner en cuarentena las obras de estos prim eros
teóricos de la anarquía.
Si se debiera sum ar este «olvido» al activo de la ignorancia,
sería necesario confesar, entonces, que ésta es profunda en
algunos que se jactan de enseñar cosas del m undo literario que
conocen m al o no conocen casi nada. Deseo hacer ahora abs-
tracción a lo que se refiere a los escritos filosóficos y sociológi-
cos de Godwin, para no m ezclarlos en estas páginas de análisis
literario, aunque sea difícil fijar una dem arcación com pleta y
precisa para ello. La obra literaria de Godwin está hoy casi
com pletam ente sum ergida en el olvido. Es verdad que la pri-
m era traducción francesa de Caleb W illiam s se rem onta a
1797. Esta dejaba m ucho que desear en no pocos puntos, ade-
m ás de haberse suprim ido m uchos párrafos. Fue en 18 46
cuando apareció una nueva traducción, y se reeditó en 1868 .
De la edición Bordas de 1945, tal vez sería m ejor ignorar la
adaptación francesa, en la cual sólo se conservaron veinticinco
capítulos de los cuarenta de que consta la obra, los quince res-
tantes fueron sacrificados por razones de ¡oportunidad litera-
ria!
Félix Rabbe, en su estudio ya citado, recuerda juiciosam ente
que «El libro fue para Inglaterra, lo que El Contrato Social de
Rousseau había sido para Francia». Toda la juventud de en-
tonces se volvió hacia este nuevo apóstol, que acababa de fun-
dar la filosofía política m oderna. Wordsworth, Southey y Cole-
ridge se inspiraron en ella y reconocieron a Godwin com o su
m aestro. Shelley heredó su entusiasm o y hubo de decir que no
sintió ni pensó verdaderam ente hasta el día que leyó Political
Justice.
Se ha escrito que Godwin debe haber sobrevivido a la poste-
ridad en su Caleb W illiam s. He aquí lo que parece original
tanto com o inesperado a quien conoce la m ala voluntad de los
editores para reim prim ir la traducción francesa de esta novela.
Caleb W illiam s es la obra literaria m ás conocida de Godwin y
| 30
la que ha asegurado al escritor el puesto elevado que ha ocu-
pado entre los novelistas ingleses.
Godwin frisaba los treinta y siete años cuando escribió su
notable obra, que con el curso del tiem po reafirm aría su valor
en m uchos puntos aunque no se puede subestim ar la im por-
tancia de Investigación acerca de la Justicia Política y su in-
fluencia sobre la virtud y la felicidad generales.
Son num erosos los críticos que com pararon esta obra con El
Contrato Social de J .J . Rousseau. Tal vez no carecían de razón,
pues Godwin ha bosquejado en su libro una sociedad ideal, en
donde serían elim inadas la injusticia y la opresión gracias a
una distribución igual y justa de los bienes de la vida.
Godwin sueña con una sociedad independiente y libre de
convencionalism os, de derechos y de privilegios, donde sus
m iem bros no obedecerán, según él, m ás que a los im perativos
de la razón y de la naturaleza.
Se vio entonces, cosa extraordinaria, a toda una juventud
entusiasm arse con sus ideas. Poco después, Godwin hacía apa-
recer Caleb W illiam s. El pensador, el escritor, el filósofo, iba a
radiar aún así m ás profundam ente su reputación y su popula-
ridad. Se afirm a que Wordsworth, ferviente adm irador de
Godwin, escribió a uno de sus am igos que estudiaba derecho
que debía abandonar los códigos y los tratados y desdeñar to-
das esas grandes palabras «que no son m ás que térm inos de
quím ica». Concluye su m isiva con estos consejos, que reflejan
un entusiasm o sin lím ites: «Lee a Godwin, estudia a Godwin;
sólo él es inm ortal».

Ca le b W illia m s

Esta obra de Godwin fue publicada en Londres en m ayo de


1794 y había de engrandecer su reputación ante el gran públi-
co. Lo que es bastante extraordinario es que aquellos m ism os
que se indignaron cuando apareció Political Justice adm iran
| 31
esta vez a Caleb W illiam s. ¡Curiosos efectos de esta transposi-
ción, de la cual Godwin nada esperaba, ya que las ideas genera-
les de Political Justice habían sido transcritas en Caleb W i-
lliam s! Tal vez este asom broso y nuevo juicio de sus contem -
poráneos fue debido al hecho de que el escritor ofrecía lo esen-
cial de sus ideas bajo una form a novelesca.
Godwin, cuya am bición intelectual era grande, había m ani-
festado en varias ocasiones el deseo de dar una obra definitiva
bajo esta form a im aginaria, donde la aventura estaría com bi-
nada con las ideas, a fin de interesar al lector. Su objeto era
facilitar la difusión de su pensam iento y hacer penetrar en ca-
pas populares las ideas que él consideraba. Esta intención de-
bía realizarla plenam ente, lo que confirm aba, por otra parte,
esta reflexión: «Yo no escribo m ás que cuando estoy inspirado.
Yo quiero escribir un relato que haga época en el espíritu del
lector. ¿Qué haría yo para ser eternam ente conocido e influir
en el siglo futuro?».
Si para algunos historiadores Godwin perm anece ignorado,
su Caleb W illiam s le ha ayudado a conservar su personalidad a
pesar de todo lo que se ha tram ado contra el hom bre. Gracias
tam bién a algunos eruditos y sabios que husm earon y exhum a-
ron sus escritos de tarde en tarde, obtuvo la reparación del
olvido a que le ha relegado la historia.
Enrique Roussin escribió en 1913 en un estudio sobre W.
Godwin que: «los críticos m odernos ingleses lo consideran
com o uno de los dos o tres m ejores novelistas de su país».
Después de eso dos guerras m undiales vinieron a trastornar
todos los valores hum anos y hacer escenario de los idealistas;
no obstante, es preciso señalar el hecho curioso de que los ser-
vicios de propaganda del gobierno de Gran Bretaña confiaron
en 1942, a Harry Roberts, la redacción de un cuaderno titulado
Rebeldes y reform adores ingleses. Este redactor no vaciló un
m om ento, no solam ente en hacer reproducir el bellísim o retra-
to de William Godwin, pintado al óleo por J am es Northcote
| 32
que se encuentra en la Galería Nacional de Retratos de Lon-
dres, sino en invocar incluso el nom bre de la obra de Godwin
en un capítulo relativo a la «Revolución industrial y las Refor-
m as políticas».
No m enos curioso es el hecho de que habiendo transcurrido
sólo un año después de la publicación de Political Justice —
libro que levantó tem pestades de protestas— se produjera lo
que es casi incom prensible entre los contem poráneos de God-
win: la aceptación de su Caleb W illiam s.
Sin em bargo, nadie ignoraba lo que era esto, pero la obra
novelesca eclipsó el m al sabor de Political Justice, que no tar-
dó en ser relegada; bajo su form a literaria, Caleb W illiam s
perm itió a los espíritus pusilánim es acreditar lo que decía
Godwin. La crítica tiene estas alternativas bizarras: aprueba o
desaprueba el desarrollo de una idea según la decoración que
lleva. El texto de Caleb W illiam s era aceptable, pero no era
igual el m ism o texto ordenado en una obra seria que no ofrecía
escapatoria.
Con un talento notable, donde se m ezclan la vivacidad del
espíritu y la im aginación desbordante, Godwin relata las aven-
turas de un joven del pueblo, al cual las circunstancias fortui-
tas han revelado el secreto del asesinato de su señor.
Esta yuxtaposición de situaciones, entretejidas a las refle-
xiones que el inteligente y joven personaje hace acerca de Lord
Falkland dan la ocasión al autor de señalar la opresión de los
pobres por los ricos, frecuentem ente deshonestos, ¡lo cual no
ha cam biado casi nada hasta nuestros días! Godwin denuncia
la im posibilidad de los oprim idos de hacerse entender y hacer-
se respetar en una sociedad donde todo se concierta contra
ellos, donde la fuerza de las arm as rige los juicios de una m a-
gistratura que se erige en defensora de los explotadores.
Godwin reprueba conjuntam ente a los gobernantes, a las le-
yes penales, a las elecciones a toda esa infernal organización

| 33
defensora de los intereses de los poderosos que dom inan este
m undo.
Las razones por las cuales se ha tejido ese telón de silencio
sobre Godwin no son extrañas al enjuiciam iento que él hizo
contra esa sociedad que denunció con vehem encia com o injus-
ta e inhum ana en Caleb W illiam s.
A pesar de la obstrucción sofocante de que fue objeto, Caleb
W illiam s popularizó las teorías sociales expuestas en Political
Justice, pero no escapó a la acción de aquellos m ism os que
tienen la m isión de salvaguardar los intereses de los am os y
señores que les recom pensan por esta tarea lacayuna.
Por otra parte, estos escritos de librea no han m enosprecia-
do las intenciones de Godwin, y, pasados los prim eros im pul-
sos, resum ieron todo lo necesario para hacer sufrir a Caleb
W illiam s la m ism a suerte que a Political Justice. Pero he aquí
la equivocación sobre el alcance de las ideas. No se detiene su
proyección en el espacio y en el tiem po. Lo que se trata de en-
cerrar escapa a la prim era ocasión.
Tarde o tem prano, la idea surge m ás vivaz, con el riesgo de
barrer a quienes querían obstruirle el cam ino, asesinarla o po-
nerla al servicio de fines inconfesables. Esta fue la suerte de las
ideas de Godwin. Com o ya lo expresó Max Nettlau, el libro
Political Justice fue la prim era obra de teoría anarquista pura.
Después de él, Bakunin, Proudhon, Reclus, Malatesta y tantos
otros, desarrollaron con fervor y talento la m ism a teoría.

St . Le o n ( 179 9 )

Cinco años después de Caleb W illiam s, Godwin publicó una


segunda novela intitulada St. Leon. Puede uno asom brarse que
un pensam iento tan racional com o el de Godwin se dejara cau-
tivar por este género literario. Puede ser, y esto parece confir-
m arse por los hechos, que tratara de atenuar el lado dem asiado
racional de su Caleb W illiam s, puede ser que sintiera dem a-
| 34
siado intensam ente la m ordacidad de un m undo que no cesaba
de atosigarlo.
Prem editación o cálculo, el hecho no nos im porta, ¿Hem os
de apenarnos porque el hom bre se defienda, porque se expli-
que ante las reacciones de esta m ultitud que le acorrala y trata
de llevarle a la desesperación, en una sociedad que se com place
en una beata concepción de una vida puritana, absurda e in-
hum ana?
El tem a de la novela se resum e a un St. Leon, noble francés,
en com pañía de su m ujer, Margarita, m odelo de todas las vir-
tudes, gozan de una felicidad conyugal perfecta. Pero un día el
hom bre se envicia en el juego y se arruina. Un extranjero le
confía dos secretos, el de la inm ortalidad, gracias a un elixir
letal, y el de la transm utación de los m etales.
St. Leon espera encontrar con estos m edios riqueza ilim itada
que le ayudará a rem ontar la pendiente. ¡Vanas ilusiones! En el
cam ino encuentra m ultitud de hum illaciones que le hunden
cada día m ás.
Puede com prenderse que ciertos criterios no hayan visto en
St. Leon m ás que una sátira contra la riqueza y la desgracia que
arrastra consigo la inm ortalidad terrestre. Sin em bargo, hay
algo m ás profundo en la exposición dram ática que confirm a la
evolución que se precisaba en The Enquirer, obra puente entre
Caleb W illiam s y St. Leon.
Estos «Ensayos» de Godwin revelan las tendencias del escri-
tor hacia una concepción m enos intransigente de la vida. Pa-
sada su im petuosidad, Godwin elogia ante todo la educación,
la elevación del espíritu «m oral», que exalta hasta la virtud.
Notem os de paso los reproches de Godwin referentes a la edu-
cación m ilitar, que hace del hom bre una m áquina. «Cuando se
gana una batalla —escribe— la verdad y la justicia no triun-
fan». ¿Se puede lam entar que no sea m ás explícito sobre el
m edio de suprim ir la guerra? Sin duda; pero este m edio está
en el hom bre m ism o.
| 35
Godwin se expresa con lum inosa claridad en el prefacio de
su novela St. Leon fechada el 24 de febrero de 1799:
«Algunos de los lectores de m is obras m ás serias al leer estos
pequeños volúm enes, m e acusarán tal vez de inconsecuencia.
Efectivam ente, los afectos y los sentim ientos dom ésticos, en
todas las partes de estas publicaciones, son objeto del m ás
grande elogio, m ientras que en Investigación sobre la Justicia
Política, no parecen ser casi nada previstos con indulgencia y
favor. En respuesta a estas objeciones, todo lo que yo creo ne-
cesario responder en este m om ento es que he buscado viva-
m ente, durante m ás de cuatro años, la ocasión y la oportuni-
dad de m odificar algunos de los prim eros capítulos de esta
obra conform e a los sentim ientos inculcados en esta novela.
No es que yo vea razones para cam biar sea lo que esto fuere en
el principio de justicia o toda otra idea fundam ental del siste-
m a expuesto, sino que yo supongo que los afectos dom ésticos y
privados son inseparables de la naturaleza del hom bre y de lo
que pudiera llam arse la cultura del corazón. Éstos, yo estoy
plenam ente convencido de ello, no son incom patibles en m a-
nera alguna con un profundo y activo sentim iento de la justicia
en aquel que los profesa.
»Es la verdadera prudencia la que nos recom ienda los enla-
ces particulares, pues, gracias a ellos, la vida y la actividad de
nuestro espíritu son m ás com pletos que en su ausencia. Es
m ejor que el hom bre sea un ser viviente que un zoquete o una
piedra. La verdadera virtud aprueba este precepto, porque el
objeto de la virtud es la felicidad, y porque el hom bre, viviendo
en el seno de la fam ilia, tiene m uchas ocasiones de conferir a
los otros, sin m olestar al bien general, una sum a de placeres,
ligeros sin duda, considerados separadam ente, pero no desde-
ñables en su conjunto. Despertando su sensibilidad, introdu-
ciendo alguna arm onía en su alm a, se puede esperar de estos
afectos, si se está dotado de un espíritu viril y am plio, que ellos
conduzcan al hom bre m ás atareado a servir a sus sem ejantes.»
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Es, sin duda, la m anera de presentar su segunda novela lo
que valió al autor ser saludado por su pensam iento m ás m ode-
rador. El Antijacobino de febrero de 180 0 esperaba para el
porvenir un viraje com pleto del pensam iento de aquel que ha-
bía lanzado en Political Justice tantas im precaciones contra el
orden social, la m oral establecida y las virtudes fam iliares.
Esta sinceridad en el diálogo con sus lectores parece que ha
sido, una vez m ás, explotada contra él. Sus enem igos espían
tesoneram ente sus m enores hechos y gestos para abusar de
ellos m alintencionadam ente.
¿Ha sido intención de Godwin rehabilitar la fam ilia al escri-
bir su libro St. Leon? Todo nos lleva a creerlo así. Sería poco
correcto encontrar en él otras razones; pero sería necesario
entenderse sobre lo que él quiere conceder, pues, en él im por-
ta, ante todo, probar la fuerza y necesidad del afecto individual
y el valor de los lazos fam iliares.
La exaltación de la filantropía, de la santa virtud que él se
im pone a sí m ism o, Godwin la explica con una profundidad de
análisis poco com ún: «Pero el afecto natural envuelve el cora-
zón con tantos pliegues y repliegues, hace nacer em ociones tan
variadas, tan com plejas, tan exquisitas, que quien tratara de
despojarse de ellas se encontraría con que se despojaba de lo
que m ás m erece ser buscado en la vida.»
Sí; estos gritos hum anos de un hom bre que se atrajo la ani-
m adversión y que fue escarnecido por sus contem poráneos;
este dram a interior doloroso y trágico de consecuencias, God-
win lo vivió plena y conscientem ente. ¿Quién de nosotros no lo
ha vivido un día, sentido el valor de confesarlo, de explicarlo
hasta revisar de nuevo ciertas afirm aciones anteriores, dem a-
siado enteras? No abrum em os con nuestra cobardía a quien
determ inó afrontar los sarcasm os de los que, ayer aún, le con-
sideraban destinado a los infiernos por haber osado conm over
las colum nas de la sociedad. ¡Ironías de los hechos...!
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«Yo estaba com pletam ente solo en el m undo y separado por
una barrera infranqueable de todos los seres de m i especie.
Ninguno podía com prenderm e, ninguno podía sim patizar
conm igo, ninguno podía tener la m ás vaga idea de lo que pasa-
ba en m i corazón. Yo tenía la facultad del discurso y yo podía
dirigir la palabra a m is sem ejantes; yo podía hablar de todo,
salvo de m is propios sentim ientos. Es aquí donde está la ver-
dadera soledad y no en la prisión de Bethlen Gabor».
El desaliento de Godwin, descrito en St. Leon, puede ser la
eterna reacción del idealism o en lucha con las realidades bru-
tales.
Indudablem ente, nada m ejor que la parodia de St. Leon, pu-
blicada el m ism o año bajo el título de Viaje de San Godw in, ha
puesto de relieve lo que había expresado Godwin. Si el autor ha
intentado ridiculizar estúpidam ente el pensam iento godwinia-
no, solam ente ha conseguido hacerle apreciar m ejor por los
que se han esforzado en com prenderle, y habiéndole com pren-
dido, se han dedicado a enseñarle.
«Godwin había hablado de cosas que nadie podía com pren-
der», se lee en esta parodia. Hubiera sido m ejor haber escrito:
«de cosas que nadie quería com prender».
Godwin atacó todas las instituciones políticas y todas las re-
glas m orales con el objeto de dem oler todos los sistem as que el
tiem po y la experiencia habían consagrado.
El que Godwin se decepcionase ante tanta incom prensión
nos da la explicación de su viraje, de sus rectificaciones.
Yo he vuelto a encontrar en la tragedia en cinco actos Anto-
nio, que se considera com o el canto del cisne en la producción
de Godwin, algunas notas que ayudarán al lector a hacerse una
idea de esta obra.
Tom o de Raym ond Gourg las líneas reveladoras de que An-
tonio fue «laboriosam ente escrito», pero, ¡ay!, «m al acogido»
por Kem ble, que aceptó de m uy m ala gana el papel del perso-
naje principal.
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Esta tragedia fue creada el 13 de diciem bre de 18 0 0 . He aquí
una síntesis del argum ento: En Zaragoza, en el siglo X, una
joven llam ada Elena, novia de Don Rodrigo, am igo de Antonio,
herm ano de Elena, se enam ora del señor Guzm án, en ausencia
del novio. Ya se dibuja la intriga. Antonio tiene arrebatos de ira
que le llevan a m atar a su herm ana. A pesar del carácter ex-
trem ista de esta situación, la pieza es m onótona y carece de
interés.
Algunas críticas am istosas com o la de Charles Lam b, no pu-
dieron salvar esta tragedia del fiasco m ás triste, y esto sería
para Godwin otro trago am argo.
El London Magazine de aquella época insertó estas líneas:
«La im pasibilidad deseada por Kem ble que, caprichoso, to-
talm ente inoportuno, paró en seco el com ienzo de las m anifes-
taciones de sim patía del auditorio, contribuyó al fracaso de la
tragedia».
Tal vez Godwin fue víctim a de ese género de cábala bien co-
nocido de los autores dram áticos desafortunados.
Todo parece justificar esta suposición, porque en una co-
rrespondencia de Holcroft a Godwin, encontram os algún eco:
«Yo leí el grito de alegría despreciable y ruin del Tim es. Éste
no es Alonso (uno de los principales personajes de la pieza) es
William Godwin, que era conducido al banquillo del tribunal,
no para ser juzgado, sino para ser condenado... Yo tenía la cer-
teza m oral de que si vuestro nom bre era solam ente balbucea-
do, vuestra tragedia estaba necesariam ente condenada... Kem -
ble lo sabía bien».
Sin em bargo, Godwin estim aba Antonio com o la m ejor de
sus obras, y esto es, por lo m enos, paradójico.
No se puede olvidar que Godwin tuvo siem pre adversarios
terribles. No se le han perdonado nunca sus ideas revoluciona-
rias. Muchos hom bres librepensadores que tuvieron el valor de
denunciar las iniquidades de su época, hubieron de sufrir su
inclusión en el índice.
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Godwin atraviesa un período penoso después de este fraca-
so. Declina. Su feliz actividad literaria parece encerrarse en el
olvido. El entusiasm o y la gloria no flam ean desgraciadam ente
m ucho tiem po en este m undo siem pre dispuesto a engolfarse
con los astros del día, que a fuerza de publicidad m achacona, y
m uy frecuentem ente escandalosa, llegan a m antener su nom -
bre.
Invocando la obra de Godwin, Cloudesley , Raym ond Gourg
escribe aún estas líneas: «Después de las aventuras en Rusia,
el joven Meadows entra al servicio de Lord Danvers, com o se-
cretario. Lord Danvers, cuenta sus cuitas a Meadows. Cloudes-
ley se hace cóm plice de Lord Danvers sustituyendo un niño
m uerto al nacer por un niño vivo de Irene, viuda de su her-
m ano. Este niño, desposeído por Lord Danvers, es criado y
educado por Cloudesley y resulta lleno de virtudes. Cloudesley
se propone dar acceso a su pupilo a sus bienes y honores, y este
propósito es favorecido por la desgracia del m ism o Lord Dan-
vers, que pierde uno a uno todos sus hijos, com o expiación de
su crim en. Cloudesley es la pintura del rem ordim iento, com o
Mandeville es la personificación del odio».
De todos los escritos literarios de William Godwin, Caleb
W illiam s y St. Leon son considerados com o los únicos intere-
santes. Leslie Stephen com parte esta opinión en un artículo de
National Review de 1962, en estos térm inos: «Si algún crítico
se decidiera a estudiar las otras obras de Godwin, tem o m ucho
que sufriría una decepción».
Puede com prenderse este punto de vista, sin participar ente-
ram ente de sus aprensiones y pensar, al contrario, que toda la
obra literaria de Godwin m erece m ás que nuestra atención.
He aquí la opinión de Benjam in Constant, en sus Mescolan-
zas de Literatura: «Godwin, el autor de Caleb W illiam s ha
gozado durante algún tiem po, en Inglaterra y en la m ism a
Francia, de una celebridad bastante grande. Sus dos novelas, la
que acabo de m encionar y otra titulada St. Leon, se han leído
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con curiosidad, y han sido traducidas a todas las lenguas. La
prim era, que es m uy superior a la segunda, pinta con m ucho
vigor y con los colores m ás som bríos la im posibilidad de ocul-
tar un crim en y la com binación de circunstancias, frecuente-
m ente bizarras, pero casi siem pre inevitables, gracias a la cual
lo que se cree haber sustraído a todas las m iradas aparece sú-
bitam ente a la luz del día. La segunda novela, aunque llena de
trucos atrevidos e ingeniosos, interesa m enos, porque el autor
ha introducido en ella lo sobrenatural, lo cual im pide inferir la
verdad de los caracteres y del conocim iento del corazón hu-
m ano que, sin esta m escolanza m al entendida de sortilegio y
m agia, colocarían esta obra en una categoría m uy elevada.
Com o quiera que sea, estas novelas han contribuido m enos a la
celebridad de Godwin que su tratado sobre la Political Justi-
ce».
Para Godwin, y basta referirse a ella en Political Justice, el
deber m oral está com prendido por entero en la justicia. «Esta
nos m anda —escribe Godwin— producir todo el bien que esté a
nuestro alcance». J usticia y deber están, pues, íntim am ente
unidos, y aún precisaría agregar la libertad, pues coacción,
lím ite y prom esa, no son aceptadas por Godwin. Y llega hasta
negar la gratitud y la piedad, frente a la razón de obrar que no
puede ser guiada m ás que por consideraciones de utilidad ge-
neral. Sin duda rectificaría algo de lo m uy absoluto de sus
afirm aciones. Y hasta puede ser que Godwin revisara este re-
troceso por ciertos juicios dem asiado estrictos. Esto exigiría un
exam en profundo, y no entra en el cuadro de nuestras preocu-
paciones actuales.
Es incuestionable el talento extraordinario de Godwin. Su
obra, de una im portancia innegable, ha sido un aporte de un
raro valor a la literatura inglesa, y es im posible silenciarla a
pesar de la oposición de algunos.
Hay en toda la obra literaria de Godwin un llam ado incesan-
te hacia la arm oniosa esperanza, una ansiedad intensa por una
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bella realización hum ana. Que este conjunto de pensam ientos
haya quedado incom prendido por num erosos individuos, que
haya sido objeto de controversias, nada restará a su valor, pero
puede afirm arse, cuando m enos, que, en sus libros, Godwin se
ha esforzado por despertar al m undo de sus lectores a una
realidad de m ás libertad y m ás dignidad.
El m undo pensador se ha encarnizado deform ando sistem á-
ticam ente lo esencial, hasta ridiculizando al autor y sus escri-
tos.
El m undo de hoy no es casi nada m ejor. Es por esto que
Godwin queda com o un eterno olvidado en esta sociedad que
se com place m ucho m ás glorificando a las estrellas y los astros
fugaces.
La vejez de Godwin fue de una tristeza sin par. Un infortunio
em ocional m arca los quince últim os años de su vida. Son los
am igos quienes le ayudan con suscripciones. Shelley acudió a
él con ayuda generosa. Godwin, que fue toda su vida un traba-
jador infatigable, no consiguió jam ás de sus escritos los benefi-
cios financieros que esperaba.
¿Quién le censurará por haber aceptado, al declinar su exis-
tencia, un trabajo asalariado de funcionario? Muchos otros
desdeñosos de los gobiernos, aun sin encontrarse en situación
verdaderam ente aprem iante, vacilaron m enos que él.
Por m i parte, yo saludo hoy a Godwin. Su pensam iento liber-
tario tan íntim am ente m ezclado en su obra literaria, nos lo
revela com o un precursor de las ideas recogidas y desarrolla-
das con fervor por num erosos teóricos y hom bres de acción
anarquistas en la segunda m itad del siglo XIX.

HEM DAY.

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WILLIAM GODWIN

BREVE ANTOLOGÍA
DE LA IMPOSTURA POLÍTICA 1

Todos los argum entos que se em plean para im pugnar la de-


m ocracia, parten de una m ism a raíz: la supuesta necesidad del
prejuicio y el engaño para reprim ir la natural turbulencia de
las pasiones hum anas. Sin la adm isión previa de tal prem isa,
aquellos argum entos no podrían sostenerse un m om ento.
Nuestra respuesta inm ediata y directa podría ser ésta: «¿Son
acaso los reyes y señores esencialm ente m ejores y m ás juicio-
sos que sus hum ildes súbditos? ¿Puede haber alguna base sóli-
da de distinción, excepto lo que se funda en el m érito perso-
nal? ¿No son los hom bres objetiva y estrictam ente iguales,
salvo en aquello en que los distinguen sus cualidades particu-
lares e inalterables?». A lo cual nuestros contrincantes podrán
replicar a su vez: «Tal sería efectivam ente el orden de la razón
y de la verdad absoluta, pero la felicidad colectiva requiere el
establecim iento de distinciones artificiales. Sin la am enaza y el
engaño no podría reprim irse la violencia de las pasiones». Vea-
m os el valor que contiene esta teoría; y lo ilustrarem os del m e-
jor m odo por un ejem plo.
Muchos teólogos y políticos han reconocido que la doctrina
según la cual los hom bres serán eternam ente atorm entados en
el otro m undo, a causa de los errores y pecados com etidos en
éste, «es absurda e irrazonable en sí m ism a, pero es necesaria
para infundir saludable terror a los hom bres». «¿No vem os

1Libro V, cap. XV. Hay una versión com pleta de Political Justice en
Antorcha.net
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acaso —dice— que a pesar de tan terribles am enazas el m undo
está invadido por el m al? ¿Qué sucedería, pues, si las m alas
pasiones de los hom bres estuvieran libres de sus actuales fre-
nos y si no tuvieran constantem ente ante sus ojos la visión de
la retribución futura?»
Sem ejante doctrina se funda en un extraño desconocim iento
de las enseñanzas de la historia y de la experiencia, así com o
de los dictados de la razón. Los antiguos griegos y rom anos no
conocían nada sem ejante a ese terrorífico aparato de torturas,
de azufre y fuego, «cuya hum areda se eleva hasta el infinito».
Su religión era m enos política que personal. Consideraban a
los dioses com o protectores del Estado, lo cual les com unicaba
invencible coraje. En épocas de calam idad pública, realizaban
sacrificios expiatorios, a fin de calm ar el enojo de los dioses. Se
suponía que la atención de estos seres extraordinarios estaba
concentrada en el cerem onial religioso y se preocupaban poco
de las virtudes o defectos m orales de sus creyentes, cuyos actos
eran regulados por la convicción de que su m ayor o m enor
felicidad dependía del grado de virtud contenida en la propia
conducta. Si bien su religión com prendía la doctrina de una
existencia futura, en cam bio atribuía m uy poca relación entre
la conducta m oral de los individuos en su vida presente y la
suerte que les reservaba la vida futura. Lo m ism o ocurría con
las religiones de los persas, los egipcios, los celtas, los judíos y
con todas las dem ás creencias que no proceden del cristianis-
m o. Si tuviéram os que juzgar a esos pueblos de acuerdo con la
doctrina arriba indicada, habríam os de suponer que cada uno
de sus m iem bros procuraba degollar a su vecino y que perpe-
traba horrores sin m edida ni rem ordim iento. En realidad, esos
pueblos eran tan am igos del orden de la sociedad y de las leyes
del gobierno com o aquellos otros cuya im aginación fue horro-
rizada por las am enazas de la futura retribución, y algunos de
ellos fueron m ás generosos, m ás decididos y estuvieron m ás
dispuestos al bien público.
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Nada puede ser m ás contrario a una justa estim ación de la
naturaleza hum ana que el suponer que m ediante esos dogm as
especulativos podría lograrse que los hom bres fuesen m ás vir-
tuosos de lo que serían sin la existencia de tales dogm as. Los
seres hum anos se hallan en m edio de un orden de cosas cuyas
partes integrantes están estrecham ente relacionadas, constitu-
yendo un todo arm ónico en virtud del cual se hacen inteligibles
y asequibles al espíritu. El respeto que yo obtengo y el goce de
que disfruto por la conservación de m i existencia, son realida-
des que m i conciencia capta plenam ente. Com prendo el valor
de la abundancia, de la libertad, de la verdad, para m í y para
m is sem ejantes. Com prendo que esos bienes y la conducta con-
form e con ellos se hallan vinculados al sistem a del m undo visi-
ble y no a la interposición sobrenatural de un invisible dem iur-
go. Todo cuanto se m e diga acerca de un m undo futuro, un
m undo extraterreno de espíritus o de cuerpos glorificados,
donde los actos son de orden espiritual, donde es preciso so-
m eterse a la percepción inm ediata, donde el espíritu, conde-
nado a eterna inactividad, será presa de eterno rem ordim iento
y sufrirá los sarcasm os de los dem onios, todo cuanto se m e
diga acerca de ello será tan extraño al orden de cosas del cual
tengo conciencia que m i m ente tratará en vano de creerlo o de
com prenderlo. Si doctrinas de esa índole em bargan la concien-
cia de alguien, no será ciertam ente la de los violentos, de los
desalm ados y los díscolos, sino la de los seres pacíficos y m o-
destos, a quienes inducen a som eterse pasivam ente al rigor del
despotism o y de la injusticia, a fin de que su m ansedum bre sea
recom pensada en el m ás allá.
Esa observación es igualm ente aplicable a cualquier otra for-
m a de engaño colectivo. Las fábulas pueden agradar a nuestra
im aginación, pero jam ás podrán ocupar el lugar que corres-
ponde al recto juicio y a la razón, com o guía de la conducta hu-
m ana. Veam os ahora otro caso.

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Sostiene Rousseau en su tratado del contrato social que
«ningún legislador podrá jam ás establecer un gran sistem a
político, sin recurrir a la im postura religiosa. Lograr que un
pueblo que aún no ha com prendido los principios de la ciencia
política, adm ita las consecuencias prácticas que de aquéllos se
desprenden, equivale a convertir el efecto de la civilización en
causa de la m ism a. Así, pues, el legislador no debe em plear la
fuerza ni el raciocinio; deberá, por consiguiente, recurrir a una
autoridad de otra especie, que le perm ita arrastrar a los hom -
bres sin violencia y persuadir sin convencer.» 2
He ahí los sueños de una im aginación fértil, ocupada en eri-
gir sistem as im aginarios. Para una m ente racional, m enguados
beneficios cabe esperar com o consecuencia de sistem as basa-
dos en principios tan erróneos. Aterrorizar a los hom bres a fin
de hacerles aceptar un orden de cosas cuya razón intrínseca
son incapaces de com prender, es ciertam ente un m edio m uy
extraño de lograr que sean sobrios, juiciosos, intrépidos y feli-
ces.

2 Habiendo citado frecuentem ente a Rousseau en el curso de esta


obra, séanos perm itido decir algo sobre sus m éritos de escritor y de
m oralista. Se ha cubierto de eterno ridículo al form ular, en el princi-
pio de su carrera literaria, la teoría según la cual el estado de salva-
jism o era la natural y propia condición del hom bre. Sin embargo,
sólo un ligero error le im pidió llegar a la doctrina opuesta, cuya fun-
dam entación es precisamente el objeto de esta obra. Com o puede
observarse cuando describe la im petuosa convicción que decidió su
vocación moralista y de escritor político (en la segunda carta a Males-
herbes), no insiste tanto sobre sus fundam entales errores, sino sobre
los justos principios que, sin em bargo, lo llevaron a ellos. Fue el pri-
m ero en enseñar que los efectos del gobierno eran el principal origen
de los m ales que padece la hum anidad. Pero vio m ás lejos aún, soste-
niendo que las reform as del gobierno beneficiarían escasam ente a los
hom bres, si éstos no reform asen al m ism o tiem po su conducta. Este
principio ha sido posteriorm ente expresado con gran energía y pers-
picacia, aunque sin am plio desarrollo, en la prim era página del Com -
m on Sense de Tom as Paine, si bien éste, probablem ente, no debió ese
concepto a Rousseau.
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En realidad, ningún gran sistem a político fue jam ás estable-
cido del m odo que Rousseau pretende. Licurgo obtuvo, com o
aquel observa, la sanción del oráculo de Delfos para la consti-
tución que elaboró. ¿Pero acaso fue m ediante una invocación a
Apolo com o se logró convencer a los espartanos a que renun-
ciasen al uso de la m oneda, a que consintieran en un reparto
igualitario de las tierras y adoptaran m uchas otras leyes con-
trarias a sus prejuicios? No. Fue apelando a su com prensión, a
través de un largo debate en que triunfó la inflexible determ i-
nación y el coraje del legislador. Cuando el debate hubo con-
cluido, Licurgo creyó conveniente obtener la sanción del orá-
culo, considerando que no debía m enospreciar m edio alguno
que perm itiera afianzar los beneficios que había otorgado a sus
conciudadanos. Es im posible inducir a una colectividad a que
adopte un sistem a determ inado, sin convencer antes a sus
m iem bros de que ello redunda en su beneficio. Difícilm ente
puede concebirse una sociedad de seres tan torpes que acepten
un código sin preguntarse si es justo, sabio o razonable, por el
solo m otivo de que les haya sido conferido por los dioses. El
único m odo razonable e infinitam ente m ás eficaz de cam biar
las instituciones que rigen un pueblo, es el de crear en el seno
del m ism o una firm e opinión acerca de las insuficiencias y
errores que dichas instituciones contienen.
Pero, si fuera realm ente im posible inducir a los hom bres a
que adopten un sistem a determ inado, em pleando com o argu-
m ento esencial la bondad intrínseca del m ism o, ¿a qué otros
m edios habrá de acudir el que anhele prom over el m ejora-
m iento de los hom bres? ¿Habrá de enseñarles a razonar de un
m odo justo o erróneo? ¿Atrofiará su m ente con engaños o tra-
tará de inculcarles la verdad? ¿Cuántos y cuán nocivos artifi-
cios serán necesarios para lograr engañarlos con éxito? No sólo
deberem os detener su raciocinio en el presente, sino que habrá
que procurar inhibirlo para siem pre. Si los hom bres son m an-
tenidos hoy en el buen cam ino m ediante el engaño, ¿qué habrá
| 49
de suceder m añana, cuando, por intervención de algún factor
accidental, el engaño se desvanezca? Los descubrim ientos no
son siem pre el fruto de investigaciones sistem áticas, sino que
suelen efectuarse por algún esfuerzo solitario y fortuito o sur-
gir gracias al advenim iento de algún lum inoso rayo de razón,
en tanto la realidad am biente perm anece inalterada. Si im po-
nem os la m entira desde un principio y luego querem os m ante-
nerla incólum e en form a perm anente, tendrem os que em plear
m étodos penales, censura de la prensa y una cantidad de m er-
cenarios al servicio de la falsedad y de la im postura. ¡Adm ira-
bles m edios de propagar la virtud y la sabiduría!
Hay otro caso sem ejante al citado por Rousseau, sobre el
cual los escritores políticos suelen hacer hincapié. «La obe-
diencia —dicen— sólo puede ser obtenida por la persuasión o
por la fuerza. Debem os aprovechar sabiam ente los prejuicios y
la ignorancia de los hom bres; debem os explotar sus tem ores
para m antener el orden social o bien hacerlo solam ente m e-
diante el rigor del castigo. Para evitar la penosa necesidad que
esto últim o significa, debem os investir cuidadosam ente a la
autoridad de una especie de prestigio m ágico. Los ciudadanos
deber servir a su patria, no con el frío acatam iento de quien
pesa y m ide sus deberes, sino con un entusiasm o desbordante
que hace de la fidelidad sum isa un equivalente del honor. No
debe hablarse con ligereza de los jefes y gobernantes. Ellos
deben ser considerados, al m argen de su condición individual,
com o rodeados de una aureola sagrada, la que em ana de la
función que desem peñan. Se les debe rodear de esplendor y
veneración. Es preciso sacar provecho de las debilidades de los
hom bres. Hay que gobernar su juicio a través de sus sentidos,
sin perm itir que deriven conclusiones de los vacilantes dicta-
dos de una razón inm adura». 3

3 Este argum ento constituye el gran lugar com ún de Reflexiones


sobre la Revolución Francesa del señor Burke, de diversos trabajos
| 50
Se trata, com o puede verse, del m ism o argum ento bajo otra
form a. Tiénese por adm itido que la razón es incapaz de ense-
ñarnos el cam ino del deber. Por consiguiente, se aconseja el
em pleo de un m ecanism o equívoco, que puede usarse igual-
m ente al servicio de la justicia y de la injusticia, pero que esta-
rá m ás en su lugar, indudablem ente, sirviendo a la segunda.
Pues es la injusticia la que m ás necesita el apoyo de la supers-
tición y del m isterio y la que saldrá ganando con el m étodo
im positivo. Esa doctrina parte de la concepción que los jóvenes
suelen atribuir a sus padres y m aestros. Se basa en la afirm a-
ción de que «los hom bres deben ser m antenidos en la ignoran-
cia. Si conocieran el vicio, lo am arían dem asiado; si experi-
m entaran los encantos del error, no querrán volver jam ás a la
sencillez y a la verdad». Por extraño que ello parezca, argu-
m entos tan descarados e inconscientes han sido el fundam ento
de una doctrina que goza de general aceptación. Ella ha incul-
cado a m uchos políticos la creencia de que el pueblo no podrá
jam ás resurgir con vigor y pureza, una vez que, com o suele
decirse, haya caído en la decrepitud.
¿Es acaso verdad que no existe alternativa entre la im postu-
ra y la coacción im placable? ¿Es que nuestro sentido del deber
no contiene estím ulos inherentes al m ism o? ¿Quién ha de te-
ner m ás interés en que seam os sobrios y virtuosos que noso-
tros m ism os? Las instituciones políticas, com o se ha dem os-
trado am pliam ente en el curso de este libro y com o se dem os-
trará aún m ás adelante, han constituido, con harta frecuencia,
incitaciones al error y al vicio, bajo m il form as distintas. Sería
conveniente que los legisladores, en lugar de inventar nuevos
engaños y artificios, con el objeto de llevarnos al cum plim iento
de nuestro deber, procuraran elim inar las im posturas que ac-
tualm ente corrom pen los corazones, engendrando al m ism o
tiem po necesidades ficticias y una m iseria real. Habrá m enos

de Necker y de m uchas otras obras semejantes que tratan de la natu-


raleza del gobierno.
| 51
m aldad en un sistem a basado en la verdad sin tapujo, que en
aquel donde «al final de toda perspectiva se erige una horca»
(Reflexiones, de Burke).
¿Para qué habéis de engañarm e? Lo que m e pedís puede ser
justo o puede no serlo. Las razones que justifican vuestra de-
m anda pueden no ser suficientes. Si se trata de razones plausi-
bles, ¿por qué no habrán de ser ellas las que dirijan m i espíri-
tu? ¿Seré acaso m ejor cuando sea gobernado por artificios e
im posturas carentes en absoluto de valor? ¿O, por el contrario,
lo seré cuando m i pensam iento se expanda y vigorice, en con-
tacto perm anente con la verdad? Si las razones de lo que de-
m andáis no son suficientes, ¿por qué habría yo de cum plirlo?
Hay m otivos de sobra para suponer que las leyes que no se
fundam entan en razones equitativas, tienen por objeto benefi-
ciar a unos pocos, en detrim ento de la gran m ayoría. La im pos-
tura política fue creada, sin duda, por aquellos que ansiaban
obtener ventajas para ellos m ism os y no contribuir al bienestar
de la hum anidad. Lo que exigís de m í, sólo es justo en tanto
que es razonable. ¿Por qué tratáis de persuadirm e de que es
m ás justo de lo que es en realidad o de aducir razones que la
verdad rechaza? ¿Por qué dividir a los hom bres en dos clases,
la una con la m isión de pensar y razonar y la otra con el deber
de acatar ciegam ente las conclusiones de la prim era? Tal dife-
renciación es extraña a la naturaleza de las cosas. No existen
tantas diferencias naturales entre hom bre y hom bre, com o
suele creerse. Las razones que nos inducen a preferir la virtud
al vicio no son abstrusas ni com plicadas. Cuanto m enos se las
desvirtúe m ediante la arbitraria interferencia de las institucio-
nes políticas, m ás fácilm ente asequibles se harán al entendi-
m iento com ún y con m ás eficacia regirán el juicio de todos los
hom bres.
Aquella distinción no es m enos nociva que infundada. Las
dos clases que surgen de ella, vienen a ser, respectivam ente,
superior e inferior al hom bre m edio. Es esperar dem asiado de
| 52
la clase superior, a la que se confiere un m onopolio antinatu-
ral, que lo em plee precisam ente en bien del conjunto. Es inicuo
obligar a la clase inferior a que jam ás ejercite su inteligencia, a
que jam ás trate de penetrar en la esencia de las cosas, acatan-
do siem pre engañosas apariencias. Es inicuo que se le prive del
conocim iento de la verdad elem ental y que se procure perpe-
tuar sus infantiles errores. Vendrá un tiem po en que las ficcio-
nes serán disipadas, en que las im posturas de la m onarquía y
de la aristocracia perderán su fundam ento. Sobrevendrán en-
tonces cam bios auspiciosos, si difundim os hoy honestam ente
la verdad, seguros de que el espíritu de los hom bres habrá m a-
durado suficientem ente para realizar los cam bios en relación
directa con la com prensión de la teoría que les excita a exigir-
los.

| 53
DE LAS CAUSAS DE LA GUERRA 1

A dem ás de las objeciones que se han opuesto contra el sistem a


dem ocrático, referentes a su gestión de los asuntos internos de
una nación, se han presentado, con especial vehem encia, otras
que atañen a las relaciones de un Estado con poten-cias ex-
tranjeras; a las cuestiones de la guerra y de la paz, de los trata-
dos de com ercio y de alianza.
Existe ciertam ente en ese sentido una gran diferencia entre
el sistem a dem ocrático y los sistem as que le son opuestos. Difí-
cilm ente podrá señalarse una sola guerra en la historia que no
haya sido originada de un m odo o de otro por una de esas for-
m as de privilegio político que representan la m onarquía y la
aristocracia. Se trata aquí de un artículo adicional en la enu-
m eración de m ales que ya hem os citado y que son el resultado
de dichos sistem as. Un m al cuya trem enda gravedad sería vano
em peño exagerar.
¿Cuáles podrían ser los m otivos de conflicto entre Estados
en los que ni los individuos ni los grupos tuvieran incentivos
para la acum ulación de privilegios a costa de sus sem ejantes?
Un pueblo regido por el sistem a de la igualdad, hallaría la sa-
tisfacción de todas sus necesidades, desde el m om ento que
dispondría de los m edios para lograrlo. ¿Con qué objeto habría
de am bicionar m ayor territorio y riqueza? Éstos perderían su
valor por el m ism o hecho de convertirse en propiedad com ún.
Nadie puede cultivar m ás que cierta parcela de tierra. El dinero

1 Libro V, cap. XVI .


| 55
es signo del valor, pero no constituye un valor en sí. Si cada
m iem bro de la sociedad dispusiera de doble cantidad de dine-
ro, los alim entos y dem ás m edios necesarios a la existencia
adquirirían el doble de su valor y la situación relativa de cada
individuo sería exactam ente la m ism a que había sido antes. La
guerra y la conquista no pueden beneficiar a ninguna com uni-
dad. Su tendencia natural consiste en elevar a unos pocos en
detrim ento de los dem ás, y, en consecuencia, no serían em -
prendidas sino allí donde la gran m ayoría es instrum ento de
una m inoría. Pero eso no puede suceder en una dem ocracia, a
m enos que ésta sólo sea tal de nom bre. La guerra de agresión
se habría elim inado, si se establecieran m étodos adecuados
para m antener la form a dem ocrática de gobierno en estado de
pureza o si el perfeccionam iento del espíritu y del intelecto
hum ano pudiera hacer prevalecer siem pre la verdad sobre la
m entira. La aristocracia y la m onarquía, en cam bio, tienden a
la agresión, porque ésta constituye la esencia de su propia na-
turaleza. 2
Sin em bargo, aunque el espíritu de la dem ocracia sea in-
com patible con el principio de guerra ofensiva, puede ocurrir
que un Estado dem ocrático lim ite con otro cuyo régim en inte-
rior sea m ucho m enos igualitario. Veam os, pues, cuáles son las
supuestas desventajas que resultarían para la dem ocracia en
caso de producirse un conflicto. La única especie de guerra que
aquella puede consecuentem ente aceptar, es la que tuviera por

2 En este punto, el autor ha insertado el párrafo siguiente, en la

tercera edición: «Con esto no quiero insinuar que la dem ocracia no


haya dado lugar repetidas veces a la guerra. Ello ocurrió especial-
m ente en la antigua Roma, favoreciendo el juego de los aristócratas
en su em peño de desviar la atención del pueblo y de im ponerle un
yugo. Ello ha de ocurrir igualm ente donde el gobierno sea de natura-
leza com plicada y donde la nación sea susceptible de convertirse en
instrumento en m anos de una banda de aventureros. Pero la guerra
irá desapareciendo a medida que los pueblos aplican una form a sim -
plificada de dem ocracia, libre de im purezas».
| 56
objeto rechazar una invasión brutal. Esas invasiones serán
probablem ente poco frecuentes. ¿Con qué objeto habría de
atacar un Estado corrom pido a otro país que no tiene con él
ningún rasgo com ún susceptible de crear un conflicto y cuya
propia form a de gobierno constituye la m ejor garantía de neu-
tralidad y ausencia de propósitos agresivos? Agréguese que
este Estado, que no ofrece provocación alguna, habría de ser,
sin em bargo, un irreductible adversario para quienes osaran
atacarlo, a pesar de ello.
Uno de los principios esenciales de la justicia política es
diam etralm ente opuesto al que patriotas e im postores han
propiciado de consuno. «Am ad a la patria. Sum ergid la exis-
tencia personal de los individuos dentro del ser colectivo. Pro-
curad la riqueza, la prosperidad y la gloria de la nación, sacrifi-
cando, si fuera m enester, el bienestar de los individuos que la
integran. Purificad vuestro espíritu de las groseras im presiones
de los sentidos, para elevarlo a la contem plación del individuo
abstracto, del cual los hom bres reales son m anifestaciones
aisladas que sólo valen según la función que desem peñan en la
sociedad». 3
Las enseñanzas de la razón en este punto llevan a conclusio-
nes totalm ente opuestas. La sociedad es un ente abstracto y,
com o tal, no puede m erecer especial consideración. La riqueza,
la prosperidad y la gloria del ente colectivo son quim eras ab-
surdas. Utilicem os todos los m edios posibles para beneficiar al
hom bre real en sus diversas m anifestaciones, pero no nos de-
jem os engañar por la especiosa teoría que pretende som eter-
nos a un organism o abstracto ante el cual el individuo carece
de todo valor. La sociedad no fue creada para alcanzar la gloria
ni para sum inistrar m aterial brillante a los historiadores, sino
sim plem ente para beneficiar a los individuos que la integran.
El am or a la patria, estrictam ente hablando, es otra de las en-

3 Du Contrat Social.
| 57
gañosas ilusiones creadas por los im postores, con el objeto de
convertir a la m ultitud en instrum entos ciegos de sus aviesos
designios.
Sin em bargo, cuidém onos de caer de un extrem o en otro.
Mucho de lo que generalm ente se entiende por am or a la pa-
tria, es altam ente estim able y m eritorio, si bien ha de ser difícil
precisar el valor exacto de la expresión. Un hom bre sensato
jam ás dejará de ser partidario de la libertad y la igualdad. Por
consiguiente, se esforzará por acudir en su defensa, donde-
quiera las encuentre. No puede perm anecer indiferente cuando
está en juego su propia libertad y la de aquellos que lo rodean y
a quienes estim a. Su adhesión tiene entonces por objeto una
causa y no un país determ inado. Su patria estará dondequiera
que haya hom bres capaces de com prender y de afirm ar la jus-
ticia política. Y donde m ejor pueda contribuir a la difusión de
ese principio y a servir la causa de la felicidad hum ana. No
habrá de desear para ningún país beneficio superior al de la
justicia.
Apliquem os ese punto de vista al problem a de la guerra. Pe-
ro tratem os de puntualizar antes la exacta significación de este
térm ino.
El gobierno fue instituido debido a que los hom bres se sen-
tían propensos al m al y tem ían que la justicia fuera pervertida
por individuos sin escrúpulos en beneficio de los m ism os.
Siendo las naciones susceptibles de caer en idéntica debilidad y
no encontrando un árbitro a quien acudir en casos de conflicto,
surgió la guerra. Los hom bres fueron inducidos a arrebatarse
la vida m utuam ente y a resolver las controversias que surgían
entre ellos, no de acuerdo con los dictados de la razón y de la
justicia, sino según el m ayor éxito que cada bando pudiera
obtener, en actos de devastación y asesinato. Es indudable que
al com ienzo se debió eso a los arrebatos de la exasperación y
de la ira. Pero m ás tarde la guerra se convirtió en un oficio.
Una parte de la nación paga a la otra con el objeto de que m ate
| 58
o se haga m atar en su lugar. Y las causas m ás triviales, los im -
pulsos m ás irreflexivos de la am bición han sido a m enudo sufi-
cientes para inundar de sangre provincias enteras.
No podem os form arnos una idea adecuada del m al de la
guerra, sin contem plar, aunque sólo con la im aginación, un
cam po de batalla. He ahí a hom bres que se aniquilan m utua-
m ente por m illares, sin albergar resentim ientos entre sí y hasta
sin conocerse. Una vasta llanura es sem brada de m uerte y des-
trucción en sus variadas form as. Las ciudades son pasto de
incendio. Las naves son hundidas o estallan, arrojando m iem -
bros hum anos en todas direcciones. Los cam pos quedan arra-
sados. Mujeres y niños son expuestos a los m ás brutales atro-
pellos, al ham bre y a la desnudez. De m ás está recordar que,
junto con ese horror, que necesariam ente ha de producir una
subversión total de los conceptos de m oralidad y justicia en los
actores y espectadores, son inm ensas las riquezas que se m al-
gastan, arrancándolas en form a de im puestos a todos los habi-
tantes del país con el objeto de costear tanta destrucción.
Después de contem plar este cuadro, aventurém onos a inqui-
rir cuáles son las justificaciones y las reglas de la guerra.
No constituye una razón justificable la que se expresa di-
ciendo que «suponem os que nuestro propio pueblo se hará
m ás noble y m etódico si hallam os un vecino con quien com ba-
tir, lo que servirá adem ás de piedra de toque para probar la
capacidad y las disposiciones de nuestros conciudadanos». 4 No

4 El lector percibirá fácilm ente que se tuvo en cuenta, al trazar este

párrafo, los pretextos que sirvieron para arrastrar al pueblo de Fran-


cia a la guerra, en abril de 1792. No estará de m ás expresar, de paso,
el juicio que m erece a un observador im parcial, el desenfreno y la
facilidad con que se ha llegado allí a incurrir en actitudes extremas.
Si se invoca el factor político, sería dudoso que la confederación de
soberanos hubiera sido puesta en acción contra Francia, de no haber
m ediado su actitud precipitada. Quedaría por ver qué im presión
produjo en los dem ás pueblos su intem pestiva provocación de hosti-
lidades. En cuanto a las consideraciones de estricta justicia —junto a
| 59
tenem os derecho a em plear a m odo de experim ento el m ás
com plicado y atroz de todos los m ales.
Tam poco es justificación suficiente la afirm ación de que
«hem os sido objeto de num erosas afrentas; déspotas extranje-
ros se han com placido en hum illar a ciudadanos de nuestra
querida patria cuando visitaron sus dom inios». Los gobiernos
deben lim itarse a proteger la tranquilidad de quienes residen
dentro del radio de su jurisdicción. Pero si los ciudadanos de-
sean visitar países extranjeros, deben hacerlo bajo su propia
responsabilidad y confiando en el sentido general de la justicia.
Es preciso contem plar, adem ás la proporción que m edia entre
el m al del cual nos quejam os y los m ales infinitam ente m ayo-
res que inevitablem ente resultarán del rem edio que propone-
m os para com batirlo.
No es razón justificable la afirm ación de que «nuestro vecino
am enaza o se prepara para agredirnos». Si a nuestra vez nos
disponem os a la guerra, el peligro se habrá duplicado. Adem ás,
¿puede creerse que un Estado despótico sea capaz de realizar
m ayores esfuerzos que un país libre, cuando éste se encuentre
ante la necesidad de la indispensable defensa?
En algunas ocasiones se ha considerado com o razonam iento
justo el siguiente: «No debem os ceder en cuestiones que en sí
m ism as pueden ser de escaso valor, pues la disposición a ceder
incita a plantear nuevas exigencias a la parte contraria». 5
Muy por el contrario, un pueblo que no está dispuesto a lan-
zarse a la lucha por cosas insignificantes; que m antiene una
línea de conducta de serena justicia y que es capaz de entrar en
acción, cuando sea realm ente im prescindible, es un pueblo al

la cual las razones políticas no son dignas de ser tenidas en cuenta—,


está fuera de duda que se oponen a que el fiel de la balanza sea incli-
nado, mediante un gesto violento, hacia el lado de la destrucción y el
asesinato.
5 Esta pretensión es sostenida en Moral and Political Philosophy ,

Book VI . ch. XII , de Paley.


| 60
cual sus vecinos respetarán y no se dispondrán a llevarle hasta
los últim os extrem os.
«La vindicación del honor nacional» es otro m otivo insufi-
ciente para justificar la guerra. El verdadero honor sólo se ha-
lla en el derecho a la justicia. Es cosa discutible hasta dónde la
reputación personal en asuntos contingentes puede ser un fac-
tor decisivo para la regulación de la conducta del individuo.
Pero sea cual fuera la opinión que se sustente al respecto, ja-
m ás puede considerarse el concepto de reputación colectiva
com o justificativo de conflictos entre naciones. En casos parti-
culares puede ocurrir que una persona haya sido tan m al com -
prendida o calum niada que resulten vanos todos los esfuerzos
por rehabilitarse ante los dem ás. Pero esto no puede ocurrir
cuando se trata de naciones. La verdadera historia de éstas no
puede ser suprim ida ni fácilm ente alterada. El sentido de utili-
dad social y de espíritu público se expresan en la form a de re-
laciones que rigen entre los m iem bros de una nación, y la in-
fluencia que ésta pueda ejercer sobre naciones vecinas
depende en gran parte de su régim en interno. La cuestión rela-
tiva a las justificaciones de la guerra no ofrecería m uchas difi-
cultades si nos habituáram os a que cada térm ino evocara en
nuestra m ente el objeto preciso que a dicho térm ino corres-
ponda.
Estrictam ente hablando, sólo puede haber dos m otivos jus-
tos de guerra y uno de ellos es prescrito por la lógica de los
soberanos y por lo que se ha denom inado la ley de las nacio-
nes. Nos referim os a la defensa de nuestra propia libertad y de
la libertad de otros. Es bien conocida, en ese sentido, la obje-
ción de que ningún pueblo debe interferir en las cuestiones
internas de otro pueblo. Debem os ciertam ente extrañarnos
que m áxim a tan absurda sea aún m antenida. El principio jus-
to, tras el cual se ha introducido esa m áxim a errónea, es que
ningún pueblo, com o ningún individuo, puede m erecer la po-
sesión de un bien determ inado en tanto no com prenda el valor
| 61
del m ism o y no desee conservarlo. Sería una em presa descabe-
llada la de obligar por la fuerza a un pueblo a ser libre. Pero
cuando este pueblo anhela la libertad, la virtud y el deber or-
denan ayudarle a conquistarla. Este principio es susceptible de
ser tergiversado por individuos am biciosos e intrigantes. No
por eso deja de ser estrictam ente justo, pues el m ism o m otivo
que m e induce a defender la libertad en m i propio país, es
igualm ente válido respecto a la libertad de cualquiera otro,
dentro de los lím ites que los hechos y la posibilidad m aterial
im ponen. Pues la m oral que debe gobernar la conducta de los
individuos y la de las naciones es sustancialm ente la m ism a.

| 62
DE LA DISOLUCIÓN DEL GOBIERNO 1

N os queda por considerar el grado de autoridad que debe es-


tablecerse en ese tipo de asam blea nacional que hem os adm iti-
do en nuestro sistem a. ¿Deberán im partirse órdenes a los
m iem bros de la confederación? ¿O bien será suficiente invitar-
les a cooperar al bien com ún, convenciéndoles de la bondad de
las m edidas propuestas al efecto, m ediante la exposición de
argum entos y m ensajes explicativos? En un principio será pre-
ciso acudir a lo prim ero. Más tarde, bastará em plear el segun-
do m étodo. 2 El consejo anfictiónico de Grecia no dispuso ja-
m ás de otra autoridad que la que em anaba de su significación
m oral. A m edida que vaya desapareciendo el espíritu de parti-
do, que se calm e la inquietud pública y que el m ecanism o polí-
tico se vaya sim plificando, la voz de la razón se hará escuchar.
Un llam am iento dirigido por la asam blea a los distritos, ob-
tendrá la aprobación de todos los ciudadanos, salvo que se
tratase de algo tan dudoso que fuera aconsejable prom over su
fracaso.
Esta observación nos conduce un paso m ás allá. ¿Por qué no
habría de aplicarse la m ism a distinción entre órdenes y exhor-
taciones que hem os hecho en el caso de las asam bleas naciona-
les a las asam bleas particulares o de los jurados de los diversos
distritos? Adm itim os que al principio sea preciso cierto grado
de autoridad y violencia. Pero esta necesidad no surge de la
naturaleza hum ana, sino de las instituciones por las cuales el

1 Libro V, cap. XXIV.


2 Nota del autor en la segunda y tercera edición: «Tal es la idea del
autor de Viajes de Gulliver, el hombre que tuvo una visión m ás pro-
funda de los verdaderos principios de justicia política que cualquier
otro escritor anterior o contem poráneo...»
| 63
hom bre fue corrom pido. El hom bre no es originariam ente per-
verso. No dejaría de atender o de dejarse convencer por las
exhortaciones que se le hacen si no estuviera habituado a con-
siderarlas com o hipócritas, y si no sospechara que su vecino,
su am igo, su gobernante político, cuando dicen preocuparse de
sus intereses persiguen en realidad el propio beneficio. Tal es
la fatal consecuencia de la com plejidad y el m isterio en las ins-
tituciones políticas. Sim plificad el sistem a social, según lo re-
clam an todas las razones, m enos las de la am bición y la tiranía.
Poned los sencillos dictados de la justicia al alcance de todas
las m entes. Elim inad los casos de fe ciega. Toda la especie hu-
m ana llegará a ser entonces razonable y virtuosa. Será sufi-
ciente entonces que los jurados recom ienden ciertos m odos de
resolver los litigios, sin necesidad de usar la prerrogativa de
pronunciar fallos. Si tales exhortaciones resultaran ineficaces
en determ inados casos, el daño que resultaría de ello será
siem pre de m enor m agnitud que el que surge de la perpetua
violación de la conciencia individual. Pero en verdad no surgi-
rán grandes m ales, pues donde el im perio de la razón sea uni-
versalm ente adm itido, el delincuente o bien cederá a las exhor-
taciones de la autoridad o, si se negara a ello, habrá de sentirse
tan incóm odo bajo la inequívoca desaprobación y observación
vigilante del juicio público, que, aun sin sufrir ninguna m oles-
tia física, preferirá trasladarse a un régim en m ás acorde con
sus errores.
Probablem ente el lector se haya anticipado a la conclusión
final que se desprende de las precedentes consideraciones. Si
los tribunales dejaran de sentenciar para lim itarse a sugerir, si
la fuerza fuera gradualm ente elim inada y sólo prevaleciera la
razón, ¿no hallarem os un día que los propios jurados y las de-
m ás instituciones públicas, pueden ser dejados de lado por
innecesarios? ¿No será el razonam iento de un hom bre sensato
tan convincente com o el de una docena? La capacidad de un
ciudadano para aconsejar a sus vecinos, ¿no será m otivo sufi-
| 64
ciente de notoriedad, sin que se requiera la form alidad de una
elección? ¿Habrá acaso m uchos vicios que corregir y m ucha
obstinación que dom inar?
He ahí la m ás espléndida etapa del progreso hum ano. ¡Con
qué deleite ha de m irar hacia adelante todo am igo bien infor-
m ado de la hum anidad, para avizorar el glorioso m om ento que
señala la disolución del gobierno político, el fin de ese bárbaro
instrum ento de depravación, cuyos infinitos m ales, incorpora-
dos a su propia esencia, sólo pueden elim inarse m ediante su
com pleta destrucción!

| 65
EFECTOS GENERALES DE LA DIRECCIÓN POLÍTICA
DE LAS OPINIONES 1

M uchos tratadistas sobre cuestiones de derecho político han


sido profundam ente inspirados por la idea de que es deber
esencial del gobierno velar por las costum bres del pueblo. «El
gobierno —dicen— hace las veces de una severa m adrastra, no
el de una m adre afectuosa, cuando se lim ita a castigar riguro-
sam ente los delitos com etidos por sus súbditos, después de
haber descuidado en absoluto la enseñanza de los sanos prin-
cipios que habrían hecho innecesario el castigo. Es deber de
m agistrados sabios y patriotas observar con atención los sen-
tim ientos del pueblo, para alentar los que sean propicios a la
virtud y ahogar en germ en los que puedan ser causa de ulterior
corrupción y desorden. ¿Hasta cuándo se lim itará el gobierno a
am enazar con su violencia, sin recurrir jam ás a la persuasión y
a la bondad? ¿Hasta cuándo se ocupará sólo de hechos consu-
m ados, descuidando los rem edios preventivos?» Estos concep-
tos han sido en cierto m odo reforzados por los últim os adelan-
tos realizados en m ateria de doctrina política. Se está com -
prendiendo con m ás claridad que nunca que el gobierno, lejos
de ser un objeto de secundaria im portancia, ha sido el princi-
pal vehículo de un m al extensivo y perm anente para la hum a-
nidad. Es lógico, pues, que se piense: «Puesto que el gobierno
ha sido capaz de producir tantos m ales, es posible que tam bién
pueda hacer algún bien positivo para los hom bres». Estos con-
ceptos, por plausibles y lógicos que parezcan, están, sin em -

1 Libro VI , cap. I .
| 67
bargo, sujetos a m uy serias objeciones. Si no nos dejam os im-
presionar por una ilusión placentera, recordarem os nueva-
m ente los principios sobre los cuales tanto hem os insistido y
cuyos fundam entos hem os tratado de probar a través de la
presente obra, a saber: que el gobierno es siem pre un m al y
que es preciso utilizarlo con la m ayor parquedad posible. Es
incuestionable que las opiniones y las costum bres de los hom -
bres influyen directam ente en su bienestar colectivo. Pero de
ahí no se sigue necesariam ente que el gobierno sea el instru-
m ento m ás adecuado para conform ar las unas y las otras.
Una de las razones que nos llevan a dudar de la capacidad
del gobierno para el cum plim iento de tal m isión, es la que se
sustenta en el concepto que hem os desarrollado acerca de la
sociedad considerada com o un agente. 2 Podrá adm itirse con-
vencionalm ente que un conjunto de hom bres determ inado
constituye una individualidad, pero jam ás será así en realidad.
Los actos que se pretenden realizar en nom bre de la sociedad,
son en realidad actos cum plidos por tal o cual individuo. Los
individuos que usurpan sucesivam ente el nom bre del conjun-
to, obran siem pre bajo la inhibición de obstáculos que reducen
sus verdaderas facultades. Se sienten trabados por los prejui-
cios, los vicios y las debilidades de colaboradores y subordina-
dos. Después de haber rendido tributo a infinidad de intereses
despreciables, sus iniciativas resultan deform adas, abortivas y
m onstruosas. Por consiguiente, la sociedad no puede ser activa
e intrusiva con im punidad, pues sus actos tienen que ser defi-
cientes en sabiduría.
En segundo lugar, esos actos no serán m enos deficientes en
eficacia que en sabiduría. Se supone que deben tender a m ejo-
rar las opiniones y, por tanto, las costum bres de los hom bres.
Pero las costum bres no son otra cosa que las opiniones en ac-
ción. Tal com o sea el contenido de la fuente originaria, así se-

2 Libro V, cap. XXIII .


| 68
rán las corrientes que de ella se alim enten. ¿Sobre qué deben
fundarse las opiniones? Sin duda, sobre las nociones del cono-
cim iento, las percepciones y la evidencia. ¿Y acaso tiene la so-
ciedad, en su carácter colectivo, alguna facultad particular para
la ilustración del entendim iento? ¿Es que puede adm inistrar
por m edio de m ensajes y exhortaciones algún com puesto o
sublim ado de la inteligencia de sus m iem bros, superior en ca-
lidad a la inteligencia de cualquiera de ellos? Si así fuera, ¿por
qué no escriben las sociedades tratados de m oral, de filosofía
de la naturaleza o de filosofía del espíritu? ¿Por qué fueron to-
dos los grandes avances del progreso hum ano fruto de la labor
de los individuos?
Si, por consiguiente, la sociedad, considerada com o un agen-
te, no posee facultad especial para ilustrar nuestro conoci-
m iento, la verdadera diferencia entre el dictam en de la socie-
dad y el dictam en de los individuos, debe buscarse en el peso
de la autoridad. ¿Pero es la autoridad acaso un instrum ento
adecuado para la form ación de las opiniones y las costum bres
de los hom bres? Si las leyes fueran m edios eficaces para la co-
rrección del error y del vicio, es indudable que nuestro m undo
habría llegado a ser el asiento de todas las virtudes. Nada m ás
fácil que ordenar a los hom bres que sean buenos, que se am en
m utuam ente, que practiquen una sinceridad universal y que
resistan las tentaciones de la am bición y la avaricia. Pero no
basta em itir órdenes para lograr que el carácter de los hom bres
se m odifique, de acuerdo con determ inados principios. Tales
m andam ientos fueron lanzados hace ya m iles de años. Y si
esos m andam ientos se hubieran acom pañado con la am enaza
de llevar a la horca a todo aquel que no los cum pliera, es harto
dudoso que la influencia de esos preceptos fuera m ayor de lo
que ha sido.
Pero, se responderá: «Las leyes no deben ocuparse de prin-
cipios generales, sino referirse a hechos concretos para los cua-
les está prevista su aplicación. Dictarem os leyes suntuarias,
| 69
lim itando los gastos de los ciudadanos en vestidos y alim ento.
Establecerem os leyes agrarias prohibiéndoles disponer m ás de
cierta renta anual. Ofrecerem os prem ios a los actos de virtud,
de benevolencia y de justicia, que habrán de estim ularlos». Y
después de haber hecho todo eso, ¿cuánto habrem os adelanta-
do en nuestro cam ino? Si los hom bres se sienten inclinados a
la m oderación en los gastos, las leyes suntuarias serán cosa
superflua. Si no son inclinados a ella, ¿quién hará cum plir o
im pedirá la burla de esas leyes? La desgracia consiste, en este
caso, en que dichas disposiciones deben ser aplicadas por la
m ism a clase de individuos cuyos actos se trata de reprim ir. Si
la nación estuviera enteram ente contam inada por el vicio,
¿dónde hallaríam os un linaje de m agistrados inm unes al con-
tagio? Aun cuando lográram os superar esa dificultad, sería en
vano. El vicio es siem pre m ás ingenioso en burlar la ley que la
autoridad en descubrir el vicio. Es absurdo creer que pueda ser
cum plida una ley que contraríe abiertam ente el espíritu y las
tendencias de un pueblo. Si la vigilancia fuese apta para descu-
brir los subterfugios del vicio, los m agistrados pertinazm ente
adheridos al cum plim iento de su deber, probablem ente serían
destrozados.
Por otra parte, no puede haber nada m ás opuesto a los prin-
cipios m ás racionales de la convivencia hum ana que el espíritu
inquisitorial que tales regulaciones im plica. ¿Quién tiene dere-
cho a penetrar en m i casa, a exam inar m is gastos y a contar los
platos puestos en m i m esa? ¿Quién habrá de descubrir las tre-
tas que pondré en juego para ocultar una renta enorm e, en
tanto finja disponer de otra sum am ente m odesta? No es que
haya algo realm ente injusto o indecoroso en el hecho de que m i
vecino juzgue con la m ayor libertad m i conducta personal. 3
Pero eso es algo m uy distinto de la institución legal de un sis-
tem a de pequeño espionaje, donde la observación y censura de

3 Libro II , cap. V.
| 70
m is actos no es libre ni ocasional, sino que constituye el oficio
de un hom bre, cuya m isión consiste en escudriñar perm anen-
tem ente en la vida de los dem ás, dependiendo el éxito de su
m isión de la form a sistem ática com o la realice; créase así una
perpetua lucha entre la im placable inquisición de uno y el as-
tuto ocultam iento de otro. ¿Por qué hacer que un ciudadano se
convierta en delator? Si han de invocarse razones de hum ani-
dad y de espíritu público, para incitarlo al cum plim iento de su
deber, desafiando el resentim iento y la difam ación, ¿créese
acaso que serán m enester leyes suntuarias en una sociedad
donde la virtud estuviera tan asentada com o para que sem e-
jante incitación obtenga éxito? Si en cam bio se apela a m óviles
m ás bajos e innobles, ¿no serán m ás peligrosos los vicios que
propaguen de ese m odo que aquellos otros que se pretende
reprim ir?
Eso ha de ocurrir especialm ente bajo gobiernos que abar-
quen una gran extensión territorial. En los Estados de exten-
sión reducida, la opinión pública será un instrum ento de por sí
eficaz. La vigilancia, exenta de m alicia, de cada uno sobre la
conducta de su vecino, será un freno de irresistible poder. Pero
su benéfica eficacia dependerá de que actúe librem ente, según
las sugestiones espontáneas de la conciencia y las im posiciones
de una ley.
De igual m odo, cuando se trate de otorgar recom pensas,
¿cóm o nos pondrem os a cubierto del error, de la parcialidad y
de la intriga, susceptibles de convertir el m edio destinado a
fom entar la virtud en un instrum ento apto para producir su
ruina? Sin considerar que los prem ios constituyen dudosos
alicientes para la generación del bien, siem pre expuestos a ser
otorgados a la apariencia engañosa, extraviando el juicio por la
introm isión de m óviles extraños, de vanidad y avaricia.
En realidad, todo ese sistem a de castigos y recom pensas, se
halla en perpetuo conflicto con las leyes de la necesidad y de la
naturaleza hum ana. El espíritu de los hom bres será siem pre
| 71
regido por sus propias visiones y sus tendencias. No puede
intentarse nada m ás absurdo que la reversión de esas tenden-
cias por la fuerza de la autoridad. El que pretende apagar un
incendio o calm ar una tem pestad m ediante sim ples órdenes
verbales, dem uestra ser m enos ignorante de las leyes del uni-
verso que el que se propone convertir a la tem planza y a la vir-
tud a un pueblo corrom pido, sólo con agitar a su vista un códi-
go de m inuciosas prescripciones elaboradas en un gabinete.
La fuerza de este argum ento sobre la ineficacia de las leyes,
ha sido sentida con frecuencia, llevando a m uchos a conclusio-
nes desalentadoras en alto grado. «El carácter de las naciones
—se ha dicho— es inalterable, al m enos una vez que ha caído
en la degradación no puede jam ás volver a la pureza. Las leyes
son letra m uerta cuando las costum bres han llegado a corrom -
perse. En vano tratará el legislador m ás sabio de reform ar a su
pueblo, cuando el torrente de vicio y libertinaje ha roto los di-
ques de la m oderación. No queda ya ningún m edio para res-
taurar la sobriedad y la frugalidad. Es inútil declam ar contra
los daños que em anan de las desigualdades de fortuna y del
rango, cuando tales desigualdades se han convertido en una
institución. Un espíritu generoso aplaudirá los esfuerzos de un
Catón o de un Bruto, pero otro m ás calculador los condenará
por haber causado un dolor inútil a un enferm o cuyo deceso
era fatal. Del conocim iento de esa realidad derivaron los poe-
tas sus creaciones im aginativas sobre la lejana historia de la
hum anidad, im buidos de la convicción de que, una vez que la
lujuria ha penetrado en los espíritus, haciendo saltar los resor-
tes de la conciencia, será vano em peño pretender volver a los
hom bres a la razón y hacerles preferir el trabajo a la m olicie».
Pero esta conclusión acerca de la ineficacia de las leyes está
aún lejos de su real significación.
Otra objeción valedera contra la intervención coercitiva de la
sociedad con el fin de im poner el im perio de la virtud, es que
tal intervención es absolutam ente innecesaria. La virtud, com o
| 72
la verdad, es capaz de ganar su propia batalla. No tiene necesi-
dad de ser alim entada ni protegida por la m ano de la autori-
dad.
Cabe señalar que a ese respecto se ha caído en el m ism o
error en que se incurriera respecto del com ercio y que ha sido
ya totalm ente rectificado. Durante m ucho tiem po fue creencia
general que era indispensable la intervención del gobierno,
estableciendo aranceles, derechos y m onopolios, para que un
país pudiera expandir su com ercio exterior. Hoy es perfecta-
m ente sabido que nunca florece tanto el com ercio com o cuan-
do se halla libre de la protección de legisladores y m inistros y
cuando no pretende obligar a un pueblo a pagar caras las m er-
cancías que encuentra en otra parte a m enor precio y m ejor
calidad, sino cuando logra im ponerlas en m érito a sus cualida-
des intrínsecas. Nada es m ás vano y absurdo que el tratar de
alterar m ediante una legislación artificiosa las leyes perennes
del universo.
El m ism o principio que ha dem ostrado su validez en el caso
del com ercio, ha contribuido considerablem ente al progreso de
la investigación intelectual. Antiguam ente se creía que la reli-
gión debía ser protegida por severas leyes y uno de los prim e-
ros deberes de la autoridad era el de im pedir la difusión de
herejías. Considerábase que entre el error y el vicio existía una
relación directa y que era preciso, a fin de evitar que los hom -
bres cayeran en el error, que el rigor de una inflexible autori-
dad frenara sus extravíos. Algunos autores, cuyas ideas políti-
cas fueron en otro sentido singularm ente am plias, llegaron a
afirm ar que «se debe perm itir a los hom bres que piensen com o
quieran, pero no debe perm itirse la difusión de ideas pernicio-
sas, del m ism o m odo que se perm ite guardar un veneno en una
habitación, pero no ponerlo en venta, bajo el rótulo de un cor-
dial». 4 Otros que no se atrevieron, por razones de hum anidad,

4 Viajes de Gulliver, parte II , cap. VI .


| 73
a recom endar la extirpación de las sectas ya arraigadas en un
país, aconsejaron seriam ente a las autoridades que no dieran
cuartel a ninguna otra creencia extravagante que pudiera in-
troducirse en el futuro. 5 Está a punto de tener fin el reinado de
tales errores, en lo referente al com ercio y a la especulación
intelectual. Esperem os que no tarde en ocurrir lo m ism o con la
pretensión de inculcar la virtud a fuerza de presión gubernati-
va.
Todo cuanto puede pedirse al gobierno en favor de la m oral
y de la virtud, es la garantía de un am biente de am plio y libre
desarrollo, donde éstas sean capaces de desplegar su íntim a
energía. Y quizá tam bién, en el presente, cierto freno inm edia-
to contra aquellos que violentam ente tratan de turbar la paz en
la sociedad. ¿Quién ha visto jam ás que sin la ayuda del poder
haya triunfado la m entira? ¿Quién será el insensato que crea
que en igualdad de condiciones la verdad puede ser derrotada
por la m entira? Hasta ahora se han em pleado todos los m edios
de la coerción y la am enaza para com batir la verdad. ¿Pero
acaso no ha progresado, a pesar de todo? ¿Quién dirá que el
espíritu del hom bre se inclina a aceptar la m entira y a rechazar
la verdad, cuando ésta se ofrece con clara evidencia? Cuando
ha sido presentada de tal m odo, no ha dejado de ir aum entan-
do constantem ente el núm ero de sus adeptos. A pesar de la
fatal interferencia gubernam ental y de las violentas irrupciones
de la barbarie que han intentado borrarla de la faz de la tierra,
la historia de la ciencia nos habla de los constantes triunfos de
la verdad.
Estas consideraciones no son m enos aplicables a la m oral y a
las costum bres de la hum anidad. Los hom bres obran siem pre
de acuerdo con lo que estim an m ás adecuado para su propio
interés o para el bien del conjunto. ¿Será posible escam otearles
la evidencia de lo m ejor y lo m ás beneficioso? El proceso de

5 Mably, De la Législation, lib. IV, cap. III ; Des États-Unis d'Am é-


rique.
| 74
transform ación de la conducta hum ana se desarrolla del si-
guiente m odo: La verdad se difunde durante cierto tiem po de
un m odo im perceptible. Los prim eros que abrazan sus princi-
pios suelen darse escasa cuenta de las extraordinarias conse-
cuencias que esos principios entrañan. Pero esos principios
continúan extendiéndose, se am plían en claridad y evidencia,
ensanchando incesantem ente el núm ero de sus adeptos. Pues-
to que el conocim iento de la verdad tiene relación con los in-
tereses m ateriales de los hom bres, enseñándoles que pueden
ser m il veces m ás felices y m ás libres de lo que son, ella se con-
vierte en irresistible im pulso para la acción y term inará por
destruir las ligaduras de la especulación.
Nada m ás absurdo que la opinión que durante tanto tiem po
ha prevalecido, según la cual «la justicia y la distribución equi-
tativa de los m edios necesarios para la felicidad hum ana serán
siem pre los fundam entos m ás razonables de la sociedad, pero
no existe probabilidad alguna de que esta concepción sea lle-
vada a la práctica; que la opresión y la m iseria son tóxicos de
tal naturaleza que, una vez habituados a sus efectos, no puede
prescindirse de ellos; que son tantas las ventajas que el vicio
tiene sobre la virtud que, por grande que sea el poder y la sabi-
duría de la últim a, jam ás prevalecerá sobre los atractivos de la
prim era».
En tanto denunciam os la inoperancia de las leyes en ese or-
den de cosas, estam os lejos de pretender desalentar la fe en el
progreso social. Nuestro razonam iento tiende, por el contrario,
a sugerir m étodos m ás eficaces para prom over dicho progreso.
La verdad es el único instrum ento para la realización de re-
form as políticas. Estudiém osla y propaguém osla incesante-
m ente y los benéficos resultados serán inevitables. No trate-
m os en vano de anticipar m ediante leyes y reglam entos los
futuros dictados de la conciencia pública, sino esperem os con
calm a que el fruto de la opinión general m adure. Cuidém onos
de introducir nuevas prácticas políticas y de elim inar las anti-
| 75
guas hasta tanto que la voz pública lo reclam e. La tarea que
hoy debe absorber por com pleto la atención de los am igos de la
hum anidad, es la investigación, la instrucción, la discusión.
Vendrá un tiem po en que la labor será de otra índole. Una vez
que el error sea com pletam ente develado, caerá en absoluto
olvido, sin que ninguno de sus adeptos procure sostenerlo. Tal
hubiera sido la realidad de no haber m ediado la excesiva im pe-
tuosidad e im paciencia de los hom bres. Pero las cosas pueden
producirse de otro m odo. Pueden producirse bruscos cam bios
políticos que, precipitando la crisis, den lugar a grandes ries-
gos y conm ociones. Hem os de velar para prevenir la catástrofe.
Hem os señalado ya que los m ales de la anarquía serán m enos
graves de lo que suele creerse. Pero sea cual fuera su m agnitud,
los am igos de la hum anidad no abandonarán jam ás, tem ero-
sos, sus puestos ante el peligro. Por el contrario, procurarán
em plear los conocim ientos que surgen de la sociedad para
guiar al pueblo por el cam ino de su dicha.
En cuarto lugar, la intervención de la sociedad organizada
con el propósito de influir en las opiniones y las costum bres de
los hom bres, no sólo es inútil, sino perniciosa. Hem os visto ya
que tal intervención es en ciertos aspectos inocua. Pero es ne-
cesario establecer una distinción. Ella es im potente cuando se
trata de introducir cam bios favorables en la convivencia hu-
m ana. Pero suele ser poderosa en el em peño de prolongar las
form as existentes. Esta propiedad de la legislación política es
tan im portante que podem os atribuirle la m ayor parte de las
calam idades que el gobierno ha infligido a la hum anidad.
Cuando las leyes coinciden con los hábitos y tendencias dom i-
nantes en el m om ento en que fueron establecidas, pueden
m antener inalterados esos hábitos y tendencias durante siglos
enteros. De ahí su carácter doblem ente pernicioso.
Para explicar esto m ejor, tom em os el caso de las recom pen-
sas, tópico favorito de los defensores de una legislación refor-
m ada. Se nos ha dicho m uchas veces que la virtud y el talento
| 76
habrán de surgir espontáneam ente, siendo uno de los objetos
de nuestra constitución política el de asegurarles una adecuada
recom pensa. Para juzgar acerca del valor de esta proposición,
tengam os en cuenta que el discernim iento acerca del m érito es
una facultad individual y no social. ¿No es acaso razonable que
cada cual juzgue por sí m ism o sobre el m érito de su vecino?
Tratar de establecer un juicio uniform e en nom bre de la co-
m unidad y de m ezclar todas las opiniones en una opinión co-
m ún, constituye una tentativa tan m onstruosa que nada bueno
puede augurarse de sus consecuencias. Ese juicio único, ¿será
justo, sabio, razonable? Dondequiera que el hom bre esté habi-
tuado a juzgar por sí m ism o, donde el m érito apele directa-
m ente a la opinión de sus contem poráneos, prescindiendo de
la parcialidad de la intervención oficial, existirá un genuino
im pulso creador, inspirador de grandes obras, anim ado por los
estím ulos de una opinión sincera y libre. El juicio de los hom -
bres m adurará m ediante su ejercicio y el espíritu, siem pre des-
pierto y ávido de im presiones, se acercará cada vez m ás a la
verdad. ¿Qué ganarem os, a cam bio de todo eso, estableciendo
una autoridad a m odo de oráculo, al cual el espíritu creador
deberá acudir para indagar acerca de las facultades que debe
esforzarse en desarrollar y de quien el público recibirá la indi-
cación del juicio que debe pronunciar sobre las obras de sus
contem poráneos? ¿Qué pensarem os de una ley del Parlam ento
que nom brase a determ inado individuo presidente del tribunal
de la crítica, con la facultad de juzgar en últim a instancia acer-
ca de los valores de una com posición dram ática? ¿Y qué razón
valedera existe para considerar de otro m odo a la autoridad
que se atribuyera el derecho de juzgar por todos en m ateria
política y m oral?
Nada m ás fuera de razón que la pretensión de im poner a los
hom bres una opinión com ún por los dictados de la autoridad.
Una opinión de ese m odo inculcada en la m ente del pueblo, no
es en realidad su opinión. Es sólo un m edio que se em plea para
| 77
im pedirle opinar. Siem pre que el gobierno pretende librar a los
ciudadanos de la m olestia de pensar por cuenta propia, el re-
sultado general que se produce es la torpeza y la im becilidad
colectivas. Cuando se introducen conceptos en nuestra m ente
sin el acom pañam iento de la prueba que los hace válidos, no
puede decirse que hem os captado la verdad. El espíritu será así
despojado de su valor esencial y de su genuina función y por lo
tanto perderá todo aquello que le perm ite alcanzar m agníficas
creaciones. O bien los hom bres resistirán las tentativas de la
autoridad para dirigir sus opiniones, en cuyo caso esas tentati-
vas sólo darán lugar a una estéril lucha; o bien se som eterán a
ellas, siendo entonces las consecuencias m ucho m ás lam enta-
bles. Quien delega de algún m odo en otros el esfuerzo para
form ar las propias opiniones y dirigir la propia conducta, deja-
rá de pensar por sí m ism o o sus pensam ientos se volverán lán-
guidos e inanim ados.
Las leyes pueden instituirse para favorecer la m entira o para
favorecer la verdad. En el prim er caso, ningún pensador racio-
nal alegará nada en apoyo de las m ism as. Pero aun cuando el
objeto de las leyes sea la defensa de la verdad, sólo habrán de
perjudicarla, pues es propio de su íntim a naturaleza el perjudi-
car la finalidad que se proponen alcanzar. Cuando la verdad
aparece por sí sola ante nuestro espíritu, la vem os plena de
vigor y evidencia; pero cuando viene im puesta por la presión
de una autoridad política, su aspecto es flácido y sin vida. La
verdad no oficializada, vigoriza y ensancha nuestro conoci-
m iento, pues en tal condición es aceptada sólo en virtud de sus
propios atributos. Im puesta por la autoridad, es aceptada con
convicción débil y vacilante. En tal caso, las opiniones que sos-
tengo no son en verdad m is opiniones. Las repito com o una
lección aprendida de m em oria, pero no las com prendo real-
m ente ni puedo exponer las razones sobre las cuales se funda-
m entan. Mi m ente es debilitada, en tanto que se pretende vigo-
rizarla. En lugar de habituarm e a la firm eza y la independen-
| 78
cia, se m e enseña a inclinarm e ante la autoridad, sin saber por
qué. Los individuos de tal m odo encadenados son incapaces,
estrictam ente hablando, de toda virtud. El prim er deber del
hom bre es no adm itir ninguna norm a de conducta bajo cau-
ción de terceros, no realizar nada sin la clara convicción perso-
nal de que es justo realizarlo. El que renuncia al libre ejercicio
de su entendim iento, respecto a un tópico determ inado, no
será capaz de ejercerlo ya, vigorosam ente, en ningún otro caso.
Si procede en algunas ocasiones de un m odo justo, será inad-
vertidam ente, por accidente. La conciencia de su degradación
lo perseguirá constantem ente. Sentirá la ausencia de ese esta-
do de espíritu, de esa intrépida perseverancia y la tranquila
autoaprobación, que sólo confiere la independencia de juicio.
Esa clase de seres llegan a ser un rem edio y una deform ación
del hom bre; sus esfuerzos son pusilánim es y su vigor para rea-
lizar sus propósitos es superficial y hueco.
Incapaces de una convicción, nunca podrán distinguir entre
la razón y el prejuicio. Pero no es esto lo peor. Aun cuando un
fugaz resplandor de la verdad los hiera, no se atreverán jam ás
a seguirla. ¿Para qué he de investigar, si la autoridad m e dice
de antem ano lo que debo creer y cuál deberá ser el resultado
de la investigación? Aun cuando la verdad se insinúe espontá-
neam ente en m i espíritu, estoy obligado, si difiere de la doctri-
na oficial, a cerrarm e ante las sugestiones de aquella y a profe-
sar ruidosam ente m i adhesión a los principios que m ás dudas
provocan en m i espíritu. La com pulsión puede m anifestarse en
diversos grados. Pero supongam os que consista sólo en una
ligera presión hacia la insinceridad, ¿qué juicio nos m erecerá,
desde el punto de vista m oral e intelectual, sem ejante proce-
dim iento? ¿Qué pensarem os de un sistem a que induce a los
hom bres a adoptar ciertas opiniones, bajo la prom esa de dádi-
vas o que los aparta del exam en de la justicia, m ediante la
am enaza de penas y castigos? Ese sistem a no se lim ita a des-
alentar perm anentem ente el espíritu de la gran m ayoría hu-
| 79
m ana —a través de los diversos rangos sociales—, sino que pro-
cura perpetuarse, aterrorizando o corrom piendo a los pocos
individuos que, en m edio de la castración general, m antienen
su espíritu crítico y su am or al riesgo. Para juzgar cuán perni-
ciosa es su acción, veam os com o ejem plo el largo reinado de la
tiranía papal a través de la som bría Edad Media, cuando tantas
tentativas de oposición fueron suprim idas, antes de la exitosa
rebelión de Lutero. Aun hoy, ¿cuántos son los que se atreven a
exam inar a fondo los fundam entos del cristianism o o del m a-
hom etism o, de la m onarquía o de la aristocracia, en aquellos
países donde aquellas religiones o estos regím enes políticos
están establecidos por la ley? Suponiendo que la oposición no
se castigara, la investigación no sería aún enteram ente im par-
cial, donde tantas añagazas oficiales se ponen en juego para
forzar la decisión en un sentido determ inado. A todas estas
consideraciones cabe agregar que aquello que en las presentes
circunstancias es justo, puede ser erróneo m añana, si las cir-
cunstancias resultan otras. Lo justo y lo injusto son fruto de
determ inado orden de relaciones y éstas se fundan en las res-
pectivas cualidades de los individuos que en ellas intervienen.
Cám biense las cualidades y el orden de relaciones llegará a ser
com pletam ente diferente. El trato que he de conceder a m i
sem ejante, depende de m i capacidad y de sus condiciones. Al-
térese lo uno o lo otro y nuestra situación respectiva habrá
cam biado. Me veo obligado actualm ente a em plear la coacción
con determ inado individuo porque no soy lo bastante sabio
para corregir con razones su m ala conducta. Desde el m om en-
to en que m e sienta capacitado en ese sentido, em plearé el se-
gundo procedim iento. Quizá sea conveniente que los negros de
las Indias Occidentales continúen bajo el régim en de esclavi-
tud, en tanto se les prepare gradualm ente para vivir en un ré-
gim en de libertad. Es un principio sano y universal de ciencia
política que una nación puede considerarse m adura para la
reform a de su sistem a de gobierno cuando ha com prendido las
| 80
ventajas que encierran dichas reform as y ha m anifestado ex-
presam ente su deseo de aplicarlas, en cuyo caso deben cum -
plirse sin dilaciones. Si adm itim os este principio, deberem os
condenar necesariam ente por absurda toda legislación que
tenga por objeto m antener inalterado un régim en cuya utilidad
ha desaparecido.
Para tener una noción aún m ás acabada del carácter perni-
cioso de las instituciones políticas, com parem os en últim o tér-
m ino explícitam ente la naturaleza del espíritu y la naturaleza
del gobierno. Es una de las propiedades m ás incuestionables
del espíritu, la de ser susceptible de indefinida perfección.
Tendencia inalienable de las instituciones políticas es la de
m antener inalterado el orden existente. ¿Es acaso la perfectibi-
lidad del conocim iento un atributo de secundaria im portancia?
¿Podem os considerar con frialdad e indiferencia las brillantes
prom esas que están im plícitas en ella para el porvenir de la
hum anidad? ¿Y cóm o habrán de cum plirse esas prom esas? Por
m edio de una labor incesante, de una curiosidad jam ás des-
alentada, de un lim itado e infatigable afán de investigación. El
principio más valioso que de ello se desprende, es que no po-
dem os perm anecer en la inm ovilidad, que todo cuanto afecta a
la felicidad de la especie hum ana, libre de toda especie de coer-
ción, ha de estar sujeto a perpetuo cam bio; cam bio lento, casi
im perceptible, pero continuo. Por consiguiente, no puede dar-
se nada m ás hostil para el bienestar general que una institu-
ción cuyo objeto esencial es m antener inalterado determ inado
sistem a de convivencia y de opiniones. Tales instituciones son
doblem ente perniciosas; en prim er lugar, lo que es m ás im por-
tante, porque hacen enorm em ente laborioso y difícil todo pro-
greso; en segundo lugar, porque trabando violentam ente el
avance del pensam iento y m anteniendo a la sociedad durante
cierto tiem po en un estado de estancam iento antinatural, pro-
vocan finalm ente im petuosos estallidos, los que a su vez cau-
san m ales que se habrían evitado en un sistem a de libertad. Si
| 81
no hubiera m ediado la interferencia de las instituciones políti-
cas, ¿habría sido tan lento el progreso hum ano en las épocas
pasadas, al punto de llevar la desesperación a los espíritus ávi-
dos e ingenuos? Los conocim ientos de Grecia y Rom a, acerca
de los problem as de justicia política eran en algunos aspectos
bastante rudim entarios. Sin em bargo, han tenido que transcu-
rrir m uchos siglos antes de que pudiéram os descubrirlos, pues
un sistem a de engaños y de castigos ha gravitado constante-
m ente sobre los espíritus, induciendo a los hom bres a descon-
fiar de los m ás claros veredictos del propio juicio.
La justa conclusión que se deriva de las razones expuestas,
no es otra que la ratificación de nuestro principio general de
que el gobierno es incapaz de proporcionar beneficios substan-
ciales a la hum anidad. Debem os, pues, lam entar, no su inacti-
vidad y apatía, sino su peligrosa actividad. Debem os buscar el
progreso m oral de la especie, no en la m ultiplicación de las
leyes, sino en su derogación. Recordem os que la verdad y la
virtud, lo m ism o que el com ercio, florecerán tanto m ás cuanto
m enos se encuentren som etidas a la equívoca protección de la
ley y la autoridad. Esta conclusión crecerá en im portancia a
m edida que la relacionem os con los diversos aspectos de la
justicia política a que es susceptible de ser aplicada. Cuanto
antes la adoptem os en la práctica de las relaciones hum anas,
antes contribuirá a librarnos de un peso que gravita de un m o-
do intolerable sobre el espíritu y que es en alto grado enem igo
de la verdad y el progreso.

| 82
DE LA SUPRESIÓN DE LAS OPINIONES ERRÓNEAS
EN MATERIA DE RELIGIÓN Y DE GOBIERNO 1

Las m ism as ideas que han determ inado la creación de institu-


ciones religiosas, han conducido inevitablem ente a la necesi-
dad de adoptar m edidas para la represión de la herejía. Los
m ism os argum entos que se aducen para justificar la tutela po-
lítica de la verdad, deben considerarse válidos para justificar
asim ism o la persecución política del error. Son argum entos
falsos, desde luego, en am bos casos. El error y el engaño son
enem igos inconciliables de la virtud; si la autoridad fuera el
m edio m ás adecuado para desarm arlos, no sería m enester
adoptar m edidas especiales para ayudar al triunfo de la ver-
dad. Esta proposición, sin duda lógica, tiene, sin em bargo, po-
cos adeptos. Los hom bres se inclinan m ás a abusar de la dis-
tribución de prem ios, que de la inflicción de castigos. No será
necesario insistir m ucho en la refutación de aquellos argum en-
tos. Su discusión es, sin em bargo, principalm ente necesaria
por razones de m étodo.
Se han alegado diversas consideraciones en defensa del
principio de la restricción de las opiniones. Es notoria e in-
cuestionable la im portancia que tienen las opiniones de los
hom bres en la sociedad. ¿No ha de tener, pues, la autoridad
política bajo su vigilancia esa fuente de la cual surgen nuestras
acciones? Las opiniones pueden ser de tan variada índole co-
m o la educación y el tem peram ento de los individuos que las
sustentan; ¿no debe el gobierno ejercer, por consiguiente, una
supervisión sobre ellas, con el fin de evitar que provoquen el
caos y la violencia? No hay idea, por absurda y contraria que

1 Libro VI , cap. III .


| 83
sea a la m oral y al bien público, que no logre conseguir adep-
tos; ¿perm itirem os acaso que sem ejante peligro se extienda sin
trabas y que todo m istificador de la verdad tenga libertad para
atraer tantos secuaces com o sea capaz de engañar? Es en ver-
dad tarea de éxito dudoso la de extirpar m ediante la violencia
errores ya arraigados; ¿pero no será deber del gobierno evitar
el nacim iento del error, im pedir su expansión y la introducción
de herejías aún desconocidas? Los hom bres a quienes se ha
encom endado velar por el bien público, que se consideran au-
torizados para dictar las leyes m ás adecuadas para la com uni-
dad, ¿pueden tolerar con indiferencia la difusión de ideas per-
niciosas y extravagantes, que atacan las propias raíces de la
m oral y del orden establecido? La sencillez de espíritu y la inte-
ligencia no corrom pida por sofisticaciones son los rasgos esen-
ciales que exige el florecim iento de la virtud. ¿No debe el go-
bierno esforzarse en im pedir la irrupción de cualidades contra-
rias a las m encionadas? Por esa razón, los am igos de la justicia
m oral han visto siem pre con horror el progreso de la infideli-
dad y de la am plitud de principios. Por eso Catón veía con do-
lor la introducción en su patria de la condescendiente y locuaz
filosofía que había corrom pido a los griegos. 2
Tales razonam ientos nos sugieren una serie de reflexiones
diversas. En prim er térm ino, destaquem os el error en que in-
currieron Catón y otros personajes respetables, que fueron ce-
losos pero equivocados defensores de la virtud. No es necesaria
la ignorancia para que el hom bre sea virtuoso. Si así fuera,
habríam os de convenir en que la virtud es una im postura y que
es nuestro deber librarnos de sus lazos. El cultivo de la inteli-
gencia no corrom pe el corazón. El que posea la ciencia de un
Newton y el genio de un Shakespeare, no será por eso una m a-

2 El lector considerará este lenguaje como propio de los objetores.

El m ás em inente de los filósofos griegos se distinguió en realidad de


todos los demás m aestros por la firm eza con que ajustó su conducta a
su doctrina.
| 84
la persona. La falta de conceptos am plios y com prensivos, pue-
de ser m otivo de decadencia, con m ayor razón que la liberali-
dad de costum bres. Supongam os que una m áquina im perfecta
es descom puesta en todas sus piezas, con objeto de proceder a
su m ejor reconstrucción. Un espectador tím ido y no inform ado
se sentirá presa de tem or ante la aparente tem eridad del arte-
sano y a la vista del m ontón de ruedas y palancas en confusión;
pensará sin duda que el artesano se proponía destruir la m á-
quina, lo que evidentem ente sería un grave error. Es así com o
a m enudo las extravagancias aparentes del espíritu suelen ser
el preludio de la m ás alta sabiduría y com o los sueños de Pto-
lom eo son precursores de los descubrim ientos de Newton.
El estudio siem pre dará resultado favorable. El espíritu nun-
ca perderá su cualidad esencial. Sería m ás propio sostener que
el incesante cultivo de la inteligencia llevará a la locura, antes
que afirm ar que desem bocará en el vicio. En tanto la investiga-
ción continúe y la ciencia progrese, nuestro conocim iento au-
m entará incesantem ente. ¿Hem os de saberlo todo acerca del
m undo exterior y nada sobre nosotros m ism os? ¿Hem os de ser
sabios y clarividentes en todas las m aterias, m enos en el cono-
cim iento del hom bre? ¿Es el vicio aliado de la sabiduría o de la
locura? ¿Puede acaso el hom bre progresar en el cam ino de la
sabiduría, sin ahondar en el conocim iento de los principios que
le perm itan orientar su propia conducta? ¿Es posible que un
hom bre dotado de claro discernim iento acerca de la acción
m ás noble y justa, la m ás acorde con la razón, con sus propios
intereses y con los intereses de los dem ás, la m ás placentera en
el instante de cum plirse y la m ás satisfactoria ante el exam en
ulterior, se niegue no obstante a realizada? Los sistem as m ito-
lógicos, construidos sobre la creencia en dioses y en seres so-
brenaturales, contenían en m edio de sus errores una enseñan-
za sana al adm itir que el aum ento del conocim iento y la sabi-
duría, lejos de conducir al m al y a la opresión, conducían a la
justicia y a la bondad.
| 85
En segundo lugar, es una equivocación creer que las diferen-
cias teóricas de opinión podían constituir una am enaza de per-
turbación para la paz social. Esas diferencias sólo pueden ser
peligrosas cuando se arm an del poder gubernam ental, cuando
constituyen partidos que luchan violentam ente por el predo-
m inio en el Estado, lo que generalm ente ocurre en oposición o
en apoyo de un credo particular. Allí donde el gobierno es sufi-
cientem ente sensato com o para guardar una rigurosa equidis-
tancia, las m ás opuestas sectas llegan a convivir en arm onía.
Los m ism os m edios que se em plean para preservar el orden
son las causas principales de perturbación. Cuando el gobierno
no im pone leyes opresivas a ningún partido, las controversias
se desarrollan en el plano de la razón, sin necesidad de acudir
al garrote o a la espada. Pero cuando el propio gobierno enar-
bola la insignia de una secta, se inicia la guerra religiosa, el
m undo se llena de inexpiables querellas y un diluvio de sangre
inunda la tierra.
En tercer lugar, la injusticia que significa castigar a los hom -
bres en razón de sus ideas y opiniones, será m ás com prensible
si reflexionam os acerca de la naturaleza del castigo. El castigo
constituye una form a de coerción que debe em plearse lo m e-
nos posible, lim itándolo a los casos en que una urgente necesi-
dad lo justifique. Existe esta necesidad, ante individuos que
han probado ser de carácter esencialm ente pernicioso para sus
sem ejantes, propensos a reincidir en la ejecución de actos da-
ñinos de naturaleza tal que no sea posible precaverse contra
ellos. Pero esto no ocurre en el caso de opiniones erróneas o de
falsos argum entos. ¿Que alguien afirm a una m entira? Nada
m ás adecuado, pues, que confrontarla con la verdad. ¿Pretende
em brollarnos con sofism as? Opóngase la luz de la razón y sus
patrañas se disiparán. Hay en este caso una clara línea de
orientación. El castigo, que es aplicación de la fuerza, sólo debe
ser em pleado allí donde la fuerza actuó previam ente, en form a
ofensiva. En cam bio, cuando se trata de afrontar conceptos
| 86
erróneos o falsos argum entos, sólo hay que acudir a las arm as
de la razón. No seríam os criaturas racionales si no creyéram os
en el triunfo final de la verdad sobre el error.
Para form arnos una idea justa sobre el valor de las leyes pu-
nitivas contra la herejía, im aginem os un país suficientem ente
dotado de tales leyes y considerem os el probable resultado de
las m ism as. Su objeto, en principio, consiste en im pedir que
los hom bres sustenten determ inadas opiniones o, en otras pa-
labras, que piensen de determ inada m anera. ¿No es ya preten-
sión absurda la de poner grilletes a la sutilidad del pensam ien-
to? ¿Cuántas veces tratam os en vano de expulsar una idea de
nuestra propia m ente? Tengam os en cuenta, adem ás, que las
am enazas y las prohibiciones sólo sirven para estim ular la cu-
riosidad en torno a la cosa prohibida. Se m e prohíbe adm itir la
posibilidad de que Dios no exista, de que los estupendos m ila-
gros atribuidos a Moisés o a Cristo jam ás tuvieron lugar, de
que los dogm as del credo de Anastasio eran erróneos. Debo
cerrar los ojos y seguir ciegam ente las opiniones políticas y
religiosas que m is antepasados creyeron sagradas. ¿Hasta
cuándo será esto posible?
Señalem os otra consideración, quizás trivial, pero no m enos
oportuna para reforzar nuestro punto de vista. Swift ha dicho:
«Perm ítase que los hom bres piensen com o quieran, pero pro-
híbase la difusión de ideas perniciosas». 3 A lo cual podría res-
ponderse, sencillam ente: Os agradecem os la buena voluntad;
¿pero cóm o podríais castigar nuestra herejía, aun queriendo
hacerlo, si la m antenem os oculta? La pretensión de castigar las
ideas es absurda; podem os callar las conclusiones a que nos
lleva nuestro pensam iento. Pero el curso m ism o del pensar que
nos ha llevado a dichas conclusiones, no puede ser suprim ido.
Pero si los ciudadanos no son castigados por sus ideas, pueden
ser castigados por la difusión de las m ism as. Eso no es m enos

3 Véase Libro VI , cap. I .


| 87
absurdo que lo anterior. ¿Con qué razones persuadiréis a cada
habitante de la nación a que se convierta en un delator? ¿Cóm o
convenceréis a m i íntim o am igo, con quien com parto m is m ás
recónditos pensam ientos, a que abandone m i com pañía para
correr ante un m agistrado y denunciarm e, con el objeto de que
se m e arroje en la prisión? En los países donde rige sem ejante
sistem a, ocurre una guerra perm anente. El gobierno trata de
inm iscuirse en las m ás íntim as relaciones hum anas y el pueblo
procura resistirlo, acudiendo para ese efecto a todas las argu-
cias im aginables.
Pero el argum ento m ás im portante que, a nuestro juicio, ca-
be aducir en este caso, es el siguiente. Supongam os que se apli-
can todas esas restricciones. ¿Cuál será la suerte del pueblo
que ha de sufrirlas? Aun cuando no puedan cum plirse total-
m ente, en su m ayor parte se cum plirán. Aunque el em brión no
sea destruido, pueden los obstáculos im pedir que se desarrolle
norm alm ente. Las razones que pretenden justificar el estable-
cim iento de un sistem a represivo de las opiniones, se suponen
inspiradas en la benéfica preocupación de preservar la virtud y
evitar la depravación de costum bres. ¿Pero son esos m edios
adecuados para tal objetivo? Com parem os una nación cuyos
ciudadanos, libres de toda presión y am enaza, no tem en expre-
sarse ni actuar de acuerdo con los principios que consideran
m ás justos, con otro país donde el pueblo se siente perm anen-
tem ente cohibido de hablar o de pensar acerca de las m ás
esenciales cuestiones relativas a su propia naturaleza. ¿Puede
haber nada m ás degradante que el espectáculo de ese pánico
colectivo? Un pueblo cuyo espíritu es de tal m odo deform ado,
¿será capaz de grandes acciones o nobles propósitos? ¿Puede
la m ás abyecta de las esclavitudes ser considerada com o el es-
tado m ás perfecto y ajustado a la naturaleza hum ana?
No está de m ás recordar aún otro argum ento, igualm ente
valioso. Los gobiernos, lo m ism o que los individuos, no son
infalibles. Los consejos de los príncipes y los parlam entos de
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los reinos, están a m enudo m ás expuestos a incurrir en error
que el pensador aislado en su gabinete. Pero, dejando a un
lado consideraciones de m ayor o m enor razón, cabe señalar,
según se desprende de la experiencia y de la observación de la
naturaleza, hum ana, que consejos y parlam entos están sujetos
a cam biar de opinión. ¿Qué form a de religión o de gobierno no
ha sido patrocinada alguna vez por una autoridad nacional?
Atribuyendo a los gobiernos el derecho de im poner una creen-
cia, les concedem os la facultad de im poner cualquier creencia.
¿Son el paganism o y el cristianism o, las religiones de Mahom a,
de Zoroastro y de Confucio, la m onarquía y la aristocracia,
sistem as igualm ente dignos de ser perpetuados entre los hom -
bres? ¿Habrem os de adm itir que el cam bio constituye la m ayor
desgracia de la hum anidad? ¿No tenem os derecho a confiar en
el progreso, en el m ejoram iento de nuestra especie? ¿Acaso las
revoluciones en m ateria política y las reform as en religión no
han traído m ás beneficios que daños a la hum anidad? Todos
los argum entos que se aducen en favor de la represión de las
herejías, pueden reducirse a la afirm ación im plícita y m ons-
truosa de que el conocim iento de la verdad y la adopción de
justos principios políticos son hechos totalm ente indiferentes
para el bienestar de la hum anidad.
Las razones expuestas contra la represión violenta de las he-
rejías religiosas son válidas en el caso de las herejías políticas.
La prim era reflexión que hará una persona razonable, será:
¿Qué constitución es esa que no perm ite jam ás que se le consi-
dere objeto de exam en, cuyas excelencias deben ser constan-
tem ente alabadas, sin que sea lícito inquirir en qué consisten?
¿Puede estar en el interés de una sociedad proscribir toda in-
vestigación acerca de la justicia de sus leyes? ¿Sólo hem os de
ocuparnos de insignificantes cuestiones de orden inm ediato,
en tanto nos está prohibido indagar si hay algo esencialm ente
erróneo en los fundam entos de la sociedad? La razón y el buen
sentido inducen a pensar m al de un sistem a dem asiado sagra-
| 89
do para perm itir el exam en de su contenido. Algún grave de-
fecto debe existir donde se tem e la introm isión de un observa-
dor curioso. Por otra parte, si cabe dudar de la utilidad de las
disputas religiosas, es innegable que la felicidad de los hom -
bres se halla íntim am ente ligada al progreso de la ciencia polí-
tica.
¿Pero no provocarán los dem agogos y declam adores la sub-
versión del orden, introduciendo las m ás espantosas calam i-
dades? ¿Qué régim en habrán de im poner los dem agogos? La
m onarquía y la aristocracia constituyen los m ás grandes y du-
raderos m ales que han afligido a la hum anidad. ¿Convencerán
aquellos al pueblo de la necesidad de instituir una nueva di-
nastía de déspotas hereditarios que lo oprim an? ¿Les propon-
drán la creación de un nuevo cuerpo de bandidos feudales para
im poner a sus sem ejantes una bárbara esclavitud? La m ás per-
suasiva elocuencia será incapaz de lograr tales designios. Los
argum entos de los dem agogos no ejercerán influencia aprecia-
ble en las opiniones políticas, a m enos que tengan por funda-
m ento verdades innegables. Aun cuando el pueblo fuera tan
irreflexivo que intentara llevar a la práctica las incitaciones de
los dem agogos, los m ales que de ahí pudieran resultar serán
insignificantes en relación con los que día a día com ete el m ás
frío despotism o. En realidad, el deber del gobierno, en tales
casos, es ser m oderado y equitativo. La sola fuerza de los ar-
gum entos no llevará al pueblo a com eter excesos si no lo em -
puja a ello la evidencia de la opresión. Los excesos no son nun-
ca fruto de la razón, ni tam poco únicam ente del engaño. Son
consecuencia de las insensatas tentativas de la autoridad, en-
cam inadas a contrariar y sofocar el buen sentido de la especie
hum ana.

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DE LA DIFAMACIÓN 1

E n el exam en de la herejía política y religiosa 2 , hem os antici-


pado algunas consideraciones relacionadas con uno de los
principales aspectos de la ley contra los libelos; si los argum en-
tos allí expuestos son válidos, se deducirá de ellos la im posibi-
lidad de castigar en justicia ningún escrito o discurso que se
considere agraviante para la religión o el gobierno.
Es difícil establecer una base segura de distinción que per-
m ita precisar claram ente la naturaleza del libelo. Cuando estoy
penetrado por la m agnitud de un tem a, es im posible que se m e
diga que sea lógico, pero no elocuente. Ni que trate de com uni-
car a m is lectores la im presión de que determ inadas teorías o
instituciones son ridículas, cuando estoy plenam ente conven-
cido de que lo son ciertam ente. Mejor fuera prohibir que trate
el tem a en absoluto, que im pedirm e hacerlo en la form a, a m i
juicio, m ás adecuada a la índole del asunto. Sería en verdad
una tiranía harto candorosa la que proscribiera: «Podéis escri-
bir contra las instituciones que defendem os, siem pre que lo
hagáis en form a estúpida e ineficaz; podéis estudiar e investi-
gar cuanto os plazca, siem pre que frenéis vuestro ardor cuando
llegue el m om ento de publicar vuestras conclusiones, tom ando
especial cuidado en evitar que el público participe de las m is-
m as». Por otra parte, las norm as de discrim inación al respecto
serán siem pre arbitrarias y podrán significar un instrum ento
de persecución y de injusticia en m anos de un partido dom i-
nante. Ningún razonam iento parecerá lícito, a m enos que sea

1 Libro VI , cap. VI .
2 Libro VI , cap. III .
| 91
trivial. Si hablo en tono enérgico, se m e acusará de incendiario.
Si im pugno procedim ientos censurables, en lenguaje sencillo y
fam iliar, pero m ordaz, seré tachado de bufón.
Sería verdaderam ente lam entable que la verdad, favorecida
por la m ayoría y protegida por los poderosos, fuera dem asiado
débil para afrontar la lucha con la m entira. Es evidente que
una proposición que puede sostener la prueba de un atento
exam en, no requiere el apoyo de leyes penales. La clara y sim -
ple evidencia de la verdad prevalecerá sobre la elocuencia y los
artificios de sus detractores, siem pre que no intervenga la
fuerza para decidir la cuestión en algún sentido. El engaño se
desvanecerá aunque los am igos de la verdad sean la m itad de
lo perspicaces que suelen ser los abogados de la m entira. Es un
alegato bien triste el que se expresa de este m odo: «som os in-
capaces de discutir con vosotros; por lo tanto os harem os callar
por la fuerza». En tanto los enem igos de la justicia se lim iten a
lanzar exhortaciones, no hay m otivo serio de alarm a. Cuando
com iencen a em plear la violencia, siem pre estarem os a tiem po
para contestarles con la fuerza.
Hay, sin em bargo, una especie de libelos que requiere una
consideración especial. El libelo puede no tener por objeto
ilustración alguna en m ateria política, religiosa o de cualquier
otra índole. Su finalidad consistirá, por ejem plo, en lograr la
congregación de una gran m ultitud, com o prim er paso para la
realización de actos de violencia. En general, se considera libe-
lo público todo escrito que pone en tela de juicio la justicia de
un sistem a establecido. No puede negarse que una severa y
desapasionada dem ostración de la injusticia sobre la cual des-
cansan ciertas instituciones, tiende a producir la destrucción
de tales instituciones, no m enos que la m ás alarm ante insu-
rrección. No obstante, tengam os en cuenta que escritos y dis-
cursos son m edios adecuados y convenientes para prom over
cam bios en la sociedad, m ientras la violencia y el tum ulto son
m edios equívocos y peligrosos. En el caso de una específica
| 92
tentativa de insurrección, las fuerzas regulares de la sociedad
pueden intervenir legalm ente. Esta intervención puede ser de
dos tipos. O bien consistirá sólo en la adopción de m edidas
preventivas destinadas a disolver la m ultitud insurrecta o en
m edidas punitivas contra los individuos acusados de atentar
contra la paz de la com unidad. La prim era de esas form as es
aceptable y justa y, en caso de ser prudentem ente ejercida, será
adecuada para sus fines. La segunda ofrece algunas dificulta-
des. El libelo cuyo confesado propósito es la inm ediata provo-
cación de la violencia, es algo m uy distinto de una publicación
donde las cualidades esenciales de una institución son tratadas
con la m ayor libertad; por consiguiente han de aplicarse nor-
m as distintas para juzgar am bos casos. La m ayor dificultad
surge aquí del concepto general sobre la naturaleza del castigo,
el cual repugna a los principios norm ativos de la conciencia y
cuya práctica, si no puede elim inarse por com pleto, debe con-
finarse a los lím ites m ás estrechos posibles. El juicio y la expe-
riencia en los casos judiciales han llevado a establecer una dis-
tinción precisa entre crím enes que sólo existieron en la inten-
ción y los que se han m anifestado en actos concretos. En lo que
concierne exclusivam ente a la necesidad de prevención, los
prim eros son tan acreedores a la hostilidad social com o los
últim os. Pero la prueba de las intenciones reposa por lo gene-
ral sobre circunstancias inciertas y sutiles y los am igos de la
justicia se estrem ecerán ante la idea de fundar un procedi-
m iento sobre base tan dudosa. Puede adm itirse que quien ha
dicho que todo ciudadano honesto de Londres debe presentar-
se arm ado a St. George Field, sólo afirm ó algo que creía since-
ram ente que era lo m ejor que debía hacerse. Pero este argu-
m ento es de naturaleza general y es aplicable a todo lo que se
denom ina crim en, no sólo a la exhortación sediciosa en parti-
cular.
El que realiza una acción cum ple lo que supone lo m ejor, y si
la paz de la sociedad hace necesario que por eso sufra una
| 93
coacción, trátase ciertam ente de una necesidad de índole m uy
penosa. Estas consideraciones se basan en el supuesto de que
la insurrección es indeseable y que trae m ás m ales que benefi-
cios, lo cual indudablem ente ocurre con frecuencia, pero que
puede no ser siem pre cierto. Nunca se recordará dem asiado
que en ningún caso existe el derecho a ser injusto, a castigar
una acción m eritoria. Todo gobierno, com o todo individuo,
debe seguir sus propias nociones de la justicia, bajo riesgo de
equivocarse, de ser injusto y, por consiguiente, pernicioso. 3
Estos conceptos sobre incitaciones a la sublevación son aplica-
bles, con ligeras variantes, a las cartas injuriosas dirigidas a
particulares.
La ley de libelos, com o ya dijim os, se divide en dos partes:
libelos contra instituciones y m edidas públicas y libelos contra
personas privadas. Muchas personas que se oponen a que los
prim eros sean objeto de castigo, adm iten que los últim os de-
ben ser perseguidos y sancionados. El resto del presente capí-
tulo será dedicado a dem ostrar que esta últim a opinión es
igualm ente errónea.
Debem os reconocer, sin em bargo, que los argum entos en
que se funda esa opinión, son a la vez im presionantes y popu-
lares. «No hay bien m ás valioso que una honesta reputación.
Lo que poseo, en tierras y otras riquezas, sólo son bienes con-
vencionales. Su valor es generalm ente fruto de una im agina-
ción pervertida. Si yo fuera suficientem ente sabio y prudente,
el despojo de esos bienes m e afectaría escasam ente. En cam -
bio, quien daña m i reputación, m e produce un m al irreparable.
Es m uy grave que m is conciudadanos m e crean desprovisto de
principios y de honestidad. Si el daño se lim itara a eso, sería
im posible soportarlo con tranquilidad. Yo carecería de todo
sentido de justicia, si fuera insensible al desprecio de m is se-
m ejantes. Dejaría de ser hom bre si no m e sintiera afectado por

3 Libro II , cap. III .


| 94
la calum nia, que m e priva de am igos queridos y m e quita toda
posibilidad de expansión espiritual. Pero eso no es todo aún. El
m ism o golpe que destruye m i buen nom bre reduce grande-
m ente, cuando no aniquila por com pleto, m i valor en la socie-
dad. En vano trataré de probar m is buenas intenciones y de
ejercer m i talento en ayuda de otros, pues m is propósitos serán
siem pre m al interpretados. Los hom bres no escuchan las razo-
nes de aquel a quien desprecian. Tras haber sido vilipendiado
en vida, será execrado después de m uerto, en tanto perdure su
m em oria. ¿Qué conclusión habrem os de derivar de todo eso,
sino que un crim en peor que el robo, peor quizá que el asesina-
to, m erece un castigo ejem plar?»
La respuesta a todo eso será dada en form a de ilustración de
dos proposiciones: prim ero, que es necesario decir la verdad;
segundo, que es necesario que los hom bres aprendan a ser
sinceros.
Prim ero: es necesario decir la verdad. ¿Cóm o podrá cum -
plirse esta m áxim a, si se nos prohíbe hablar de ciertos aspectos
de un tem a? Se trata de un caso sim ilar al de las religiones y al
de las instituciones políticas. Si sólo hem os de escuchar elogios
a las cosas tales com o están, sin perm itir jam ás una objeción,
nos sentirem os arrullados en un plácido sopor, pero no alcan-
zarem os nunca la sabiduría.
Si un velo de parcialidad se extiende sobre los errores de los
hom bres, será fácil com prender que ello beneficiará al vicio y
no a la virtud. No hay nada que am edrente tanto el corazón del
culpable com o el tem or a verse expuesto a la observación pú-
blica. Por el contrario, no hay recom pensa m ás digna de ser
otorgada a las em inentes cualidades de un hom bre que el
pleno reconocim iento público de sus virtudes.
Si la investigación no restringida acerca de principios abs-
tractos se considera de extrem a im portancia para la hum ani-
dad, tam poco debe descuidarse el cultivo de la investigación
acerca del carácter individual. Si se dijera siem pre la verdad
| 95
acerca de las acciones hum anas, la rueda y la horca habrían
sido borradas ya de la faz de la tierra. El bribón desenm ascara-
do se vería obligado, en su propio interés, a volverse honesto.
Mejor dicho, nadie llegaría a ser un bribón. La verdad lo segui-
ría en sus prim eros ensayos irresolutos y la desaprobación pú-
blica lo detendría al com ienzo de la carrera.
Hay m uchas personas que pasan por virtuosas y que tiem -
blan ante la audacia de una proposición sem ejante. Tem en
sentirse descubiertas en su m olicie y su estolidez. Su torpeza es
el resultado del injustificable secreto que las costum bres y las
instituciones políticas han extendido sobre los actos individua-
les. Si la verdad fuera expresada sin reservas, no existirían per-
sonas de esa condición. Los hom bres obrarían con decisión y
claridad si no tuvieran el hábito del ocultam iento, si sintieran a
cada paso sobre ellos el ojo de la colectividad. ¿Cuál no sería la
rectitud del hom bre que estuviera siem pre seguro de ser ob-
servado, seguro de ser juzgado con discernim iento y tratado
con justicia? La debilidad de espíritu perdería de inm ediato su
influencia sobre aquellos que hoy la sufren. Los hom bres se
sentirían aprem iados por un poderoso im pulso a m ejorar su
conducta.
Podría quizá replicarse: «Este es un herm oso cuadro. Si la
verdad pudiera decirse universalm ente, el resultado sería, sin
duda, excelente; pero tal posibilidad no pasa de ser una fanta-
sía».
No. El descubrim iento de la verdad individual y personal
puede efectuarse por el m ism o m étodo que el descubrim iento
de una verdad general, es decir por el estudio y la discusión.
Del choque de opiniones opuestas, la razón y la justicia saldrán
gananciosas. Cuando los hom bres reflexionan detenidam ente
sobre un objeto, term inan por form arse acerca del m ism o una
idea justa.
Pero ¿puede suponerse que los hom bres tendrán suficiente
capacidad de discernim iento para rechazar espontáneam ente
| 96
la difam ación? Sí; la difam ación no engaña a nadie por su con-
tenido intrínseco, sino por la sugestión coercitiva que la rodea.
El hom bre que desde una som bría m azm orra es sacado a la
plena luz del día, no puede distinguir exactam ente, al princi-
pio, los colores, pero el que jam ás estuvo soterrado puede ha-
cerlo sin dificultad alguna. Tal es la situación de los hom bres
actualm ente; su discernim iento es pobre, porque no se hallan
habituados a la práctica del m ism o. Las historias m ás invero-
sím iles tienen hoy gran acogida, pero no ha de ocurrir lo m is-
m o cuando seam os capaces de discrim inar justam ente sobre
las acciones hum anas.
Es posible que al principio, si fueran elim inadas todas las
trabas para la palabra escrita y hablada y los hom bres se sin-
tieran alentados a expresar públicam ente todo cuanto piensen,
la prensa fuese inundada por torrentes de m aledicencia. Pero
las calum nias correspondientes perderían im portancia en ra-
zón de su m ultiplicidad. Nadie sería objeto de persecución,
aunque cundiera la m entira a su costa. En poco tiem po el lec-
tor, habituado a la disección del carácter, adquiriría un criterio
discrim inativo. O bien descubriría la im postura en el absurdo
intrínseco de la m ism a o no atribuirá finalm ente a ninguna
difam ación m ás valor que el que surja de su propia evidencia.
La difam ación, com o cualquier otro asunto hum ano, hallaría
rem edio adecuado si no m ediara la perniciosa intervención de
las instituciones políticas. El difam ador —el que difunde ca-
lum nias— o bien inventa las historias que relata o las cuenta
con un tono de seguridad que no corresponde de ningún m odo
a las pruebas que posee sobre su certeza. En am bos encontrará
su castigo en el juicio público. Las consecuencias de su m isera-
ble acción recaerán sobre él m ism o. Pasará por un m aligno
calum niador o por un criticón tem erario e irresponsable. La
m aledicencia anónim a será casi im posible en un am biente
donde nada se ocultase. Pero si alguien intentara practicarla,
com etería una torpeza, pues allí donde no existe una excusa
| 97
honesta y racional para la ocultación, el deseo de ocultarse
probaría la bajeza de sus m óviles.
La fuerza no debe intervenir en la represión de los libelos
privados, porque los hom bres deben aprender a ser sinceros.
No hay ram a de la virtud m ás esencial que aquella que nos
obliga a dotar de lenguaje a nuestros pensam ientos. El que está
acostum brado a decir lo que sabe que es falso y a callar lo que
sabe que es verdadero, vive en estado de perpetua degrada-
ción. Si yo tuviese la oportunidad de observar las m alas accio-
nes de alguien, m i sentido de justicia m e incitaría a am onestar-
lo y a prevenir a quienes esas acciones pudieran causar daño.
Puedo tener suficientes m otivos para presentar al individuo en
cuestión com o m ala persona, si bien no lo sean para probar su
culpabilidad ante un tribunal y para justificar una condena. No
puede ser de otro m odo; debo describir su carácter tal com o lo
veo: bueno, m alo o am biguo. La am bigüedad dejaría de existir
si cada cual confesara sinceram ente sus sentim ientos. Ocurre
aquí algo sem ejante a la relación am istosa. Una oportuna ex-
plicación evita siem pre conflictos. Los m alentendidos se disi-
parían fácilm ente si no tuviéram os el hábito de rum iar afrentas
im aginarias.
Las leyes represivas de la difam ación son, propiam ente ha-
blando, leyes que restringen la sinceridad en las relaciones
hum anas. Crean una lucha perm anente entre los dictados del
libre juicio personal y el aparente sentir de la com unidad, rele-
gan a la som bra los principios de la virtud y hacen indiferente
la práctica de los m ism os. Cuando chocan entre sí sistem as
contradictorios, disputándose la dirección de nuestra conduc-
ta, nos volvem os indiferentes a todos ellos. ¿Cóm o he de com -
penetrarm e del divino entusiasm o por el bien y la justicia,
cuando se m e prohíbe indagar en qué consisten? Hay leyes que
determ inan, contra el objeto de su hostilidad, sanciones de
escasa im portancia y poco frecuentes. Pero la ley de la difam a-
ción pretende usurpar la función de dirigirnos en nuestra con-
| 98
ducta cotidiana y, m ediante constantes am enazas de castigos,
tiende a convertim os en cobardes, gobernados por los m óviles
m ás bajos y disolutos.
El valor consiste en ese caso, m ás que en cualquier otro, en
atreverse a decir todo aquello cuyo conocim iento puede con-
ducir al bien. Raram ente se nos presentan oportunidades de
realizar acciones que requieren una extraordinaria determ ina-
ción, pero es nuestro deber perm anente adm inistrar sabia-
m ente nuestras palabras. Un m oralista podrá decirnos que la
m oralidad consiste en el gobierno de la lengua; pero ese aspec-
to de la m oral ha sido subvertido desde hace tiem po. En lugar
de aprender qué es lo que debem os decir, aprendem os a cono-
cer qué es lo que debe ocultarse. En lugar de educarnos en la
práctica de la virtud activa, que consiste en tratar de hacer el
bien, se nos inculca la creencia de que el fin esencial del hom -
bre es no hacer el m al. En vez de fortalecer nuestro espíritu, se
nos inculcan m áxim as de astucia y duplicidad, m al llam adas de
prudencia.
Com parem os el carácter de los hom bres así form ados, que
son los hom bres que nos rodean, con el de aquellos que ajus-
tan su espíritu a los m andatos de la sinceridad. Por un lado
vem os una perpetua cautela que rehúye la m irada observado-
ra, que oculta en m il repliegues las genuinas em ociones del
corazón, que tem e acercarse a quienes saben leer en el m ism o
y expresan lo que leen. Aunque dotados de cierta apariencia
exterior, esos seres son apenas som bras de hom bres, pues ca-
recen de alm a y de substancia. ¡Oh, cuándo vivirem os en un
m undo de realidades, donde los hom bres se revelen tales com o
son, según el vigor de su pensam iento y la intrepidez de sus
acciones! Lo que perm ite al hom bre superar halagos y am ena-
zas, extraer la propia felicidad del interior de sí m ism o, ayudar
y enseñar a los dem ás, es la fortaleza de espíritu. Todo lo que
concurre a aum entarla es digno de nuestra m ás alta estim a-

| 99
ción. Todo lo que tiende a inculcar la debilidad y el disim ulo en
las alm as m erece execración eterna.
Hay otro aspecto im portante relacionado con este problem a.
Se trata de los benéficos efectos que habrá de producir el hábi-
to de com batir el veneno de la m entira con el único antídoto
real: el de la verdad.
A pesar de los argum entos laboriosam ente reunidos para
justificar la ley que nos ocupa, una persona que reflexione con
detenim iento se dará fácilm ente cuenta de la deficiencia de
aquellos. Los m odos de reaccionar un culpable y un inocente
ante una acusación son distintos, pero la ley los confunde a
am bos. El que se sienta firm e en su honradez y no se halle co-
rrom pido por los m étodos gubernam entales, dirá a su adversa-
rio: «publica lo que quieras contra m í; la verdad está de m i
parte y confundirá tus patrañas». Su sentido de rectitud y de
justicia le im pedirá decir: «acudiré al único m edio congruente
con la culpabilidad: te obligaré a callar». Un hom bre im pulsa-
do por la indignación y la im paciencia puede iniciar una perse-
cución contra su acusador, pero difícilm ente logrará que su
actitud m erezca la sim patía de un observador im parcial. El
sentim iento de éste se expresaría con las siguientes palabras:
«¡Cóm o, no se atreve a perm itir que escuchem os lo que dicen
contra él!»
Las razones en favor de la justicia, por diferentes que sean
los m otivos concretos a que se refieren, siguen siem pre líneas
paralelas. En este caso son válidas las m ism as consideraciones
respecto a la generación de la fortaleza de espíritu. La tenden-
cia de todo falso sistem a político es adorm ecer y entorpecer las
conciencias. Si no estuviésem os habituados a recurrir a la fuer-
za, pública o individual, salvo en los casos absolutam ente justi-
ficados, llegaríam os a sentir m ás respeto por la razón, pues
conoceríam os su poder. ¡Cuán grande es la diferencia entre
quien m e responde con dem andas e intim aciones y el que no
em plea m ás arm a ni escudo que la verdad! Este últim o sabe
| 10 0
que sólo la fuerza debe oponerse a la fuerza y que al alegato
debe contestarse con el alegato. Desdeñará ocupar el lugar del
ofensor, siendo el prim ero en rom per la paz. No vacilará en
enfrentar con el sagrado escudo de la verdad al adversario que
em puña el arm a deleznable de la m entira, gesto que no sería
calificable de valeroso si no lo hicieran tal los hábitos de una
sociedad degenerada. Fuerte en su conciencia, no desesperará
de frustrar los ruines propósitos de la calum nia. Consciente de
su firm eza, sabrá que una explicación llana, cada una de cuyas
palabras lleve el énfasis de la sinceridad, infundirá la convic-
ción a todos los espíritus. Es absurdo creer que la verdad deba
cultivarse de tal m odo que nos habituem os a ver en ella un
estorbo. No la habrem os de subestim ar teniendo la noción de
que es tan im penetrable com o el diam ante y tan duradera co-
m o el m undo.

| 10 1
ESTUDIOS ACTUALES
SOBRE GODWIN
EL ANARQUISMO INDIVIDUALISTA
DE WILLIAM GODWIN 1

A pesar de que William Godwin m urió hace ya casi dos siglos,


sus obras pueden aún sum inistrarnos m ultitud de ideas con las
que alim entar la renovación de nuestro panoram a político.
Enredadas en otras m uchas reflexiones propias de su época,
hay en Godwin una serie de intereses que le convierten en un
pensador m oderno, preocupado por cuestiones de plena actua-
lidad. Entre ellas cabría destacar sobre todas las dem ás su ex-
trem ado individualism o que, en realidad, esconde el m iedo a
que el hom bre, cada hom bre, quede diluido en el conjunto de
la sociedad, perdido su potencial entre las convenciones socia-
les en las que nos vem os apresados, dispersas sus energías en
un intento de adaptación a las norm as im puestas por los pode-
rosos o por las instituciones. Al lado de esta preocupación fun-
dam ental, se hallan presentes en Godwin otros elem entos de
análisis com o su propuesta de transform ación gradual de la
sociedad por las vías de la reform a y la educación, su alarm a
ante la destrucción de la naturaleza o su interés por la igualdad
entre los sexos, al considerar el m atrim onio, según él m ism o
escribió, el peor de los m onopolios, por cuanto im plicaba el
som etim iento de la m ujer al hom bre.

1 Germ inal: revista de estudios libertarios, nº 4, octubre de 20 0 7.


| 10 5
Pro ce d e n cia y fo rm ació n

Godwin nació en la Inglaterra de m ediados del siglo XVIII


(1756) y m urió en el siglo siguiente, en 1836 2 . Su vida se en-
m arca, pues, en un m om ento especialm ente interesante para la
cultura europea, un m om ento en el que se consolidan los prin-
cipios de la m odernidad, en el que el discurso político abando-
na sus raíces teológicas y se vuelve hacia la reflexión sobre el
hom bre y su vida en sociedad. Una de las cuestiones que m ás
llam a la atención al acercarse a su pensam iento es precisam en-
te cóm o se conjugan en él (com o en tantos otros pensadores de
su generación) las herencias de siglos anteriores, especialm en-
te las herencias religiosas, con los argum entos racionalistas de
los ilustrados franceses, y se m ezclan con los planteam ientos
de los prim eros liberales británicos. Godwin se educó en el
seno de la disidencia religiosa de la Iglesia anglicana, la iglesia
oficial. Su fam ilia perteneció a una de las sectas protestantes
m ás rígidas, vinculada al calvinism o europeo. Pese a que con la
edad abandonó toda creencia espiritual, es indudable que su
educación quedó m arcada indefectiblem ente por ella en un
doble sentido. Por una parte, pudo estudiar en las escuelas que
los disidentes habían creado para educar a sus jóvenes, ya que
las universidades m ás prestigiosas estaban vedadas tanto para
protestantes disidentes, com o para católicos y judíos. Esto le
dio a Godwin la oportunidad de entrar en contacto con autores

2 Las principales biografías de Godwin son las siguientes: C. K.

Paul, W illiam Godw in: his friends and contem poraries (Henry S.
King and Co., Londres 1876); G. Woodcock, W illiam Godw in. A bio-
graphical study (The Porcupine Press, Londres 1946); F. K. Brown,
The life of W illiam Godw in (Folcrotf Library Editions, Folkroft
1972); P. H. Marshall, W illiam Godw in (Yale University Press, Lon-
dres 1984); D. Locke, A Fantasy of Reason: the life and thought of
W illiam Godw in (Routledge and Kegan Paul, Londres 1980 ). En la
colección The Pickering Masters (Pickering and Chatto, Londres
20 0 2) se ha publicado la biografía de Mary Shelley sobre su padre.
| 10 6
y obras que difícilm ente podría haber leído en Oxford o Cam -
bridge, así com o acceder a saberes que no eran los clásicos
para la form ación de un buen gentlem an y de desarrollar hábi-
tos de discusión intelectual que no eran frecuentes en las uni-
versidades anglicanas. Por otra parte, la rigidez del calvinism o
y del puritanism o im puso en su reflexión una gran frialdad en
la apreciación de las conductas hum anas, lo que a la larga re-
sultó un lastre para su obra, pues su im pasible juicio difícil-
m ente supo valorar la enorm e fuerza de elem entos com o la
violencia o el irracionalism o en el com portam iento social.
Su form ación en las escuelas disidentes le condujo a la orde-
nación com o pastor en Ware (Hertfordshire), aunque de form a
paralela le iban abandonando sus ya endebles creencias reli-
giosas, lo que a la larga se tradujo en una renuncia a su labor
clerical y en su m archa a Londres para dedicarse plenam ente a
la escritura. Por aquella época, finales del siglo XVIII , la socie-
dad londinense se hallaba en un m om ento de gran ebullición
intelectual, lo que creaba un clim a m uy propicio para los auto-
res que acudían a la capital en busca de una oportunidad en el
m undo de la escritura. En Londres se vinculó Godwin al círcu-
lo de escritores que pedían una reform a del sistem a político.
Allí se dedicó a la escritura de obras de tipo político e histórico
y tuvo su gran oportunidad al serle ofrecida la dirección del
periódico Political Herald, publicación m uy influyente enton-
ces y que defendía la posición política de la oposición liderada
por lord Rockingham . Pese a la tentadora oferta, Godwin se
negó a aceptar la colaboración en dicho periódico por razones
de tipo m oral, pues, según respondió, ni estaba dispuesto a
defender ideas que no com partía del todo y ni a vincularse a un
partido político que le hubiera restado libertad de opinión.
Tras desechar la oferta, continuó trabajando com o autor y pe-
riodista independiente, aceptando, eso sí, otros puestos m enos
com prom etidos políticam ente que adem ás le perm itían acer-

| 10 7
carse al m undo de los libros, com o fue el de bibliotecario del
British Museum .

La Re vo lu ció n fran ce s a

El estallido de la revolución en Francia trastocó com pleta-


m ente el m undo intelectual inglés, hasta tal punto que puede
decirse que condicionó su evolución y el panoram a de las ideas
con las que este país entró en el siglo siguiente. En países veci-
nos com o en España el im pacto no fue m enor, desde luego,
pues recordem os cóm o se im puso el llam ado «cordón sanita-
rio» de Floridablanca, que no fue otra cosa m ás que un m uro
de protección a la entrada de ideas del país de la revolución.
Para Gran Bretaña, la revolución supuso un recorte en las li-
bertades básicas que hasta el m om ento se habían ido afirm an-
do en el país, libertades que constituían el orgullo de los ingle-
ses y que les diferenciaban del resto de Europa. El im pacto fue
m ayor durante la dictadura de Robespierre y la ejecución del
rey Luis XVI en 1793, hasta el punto de que el gobierno inglés
decidió suspender derechos tan básicos com o el «habeas cor-
pus» (1794). Antes de que esto sucediera y de que se desatara
la represión política y la persecución de discrepantes políticos,
el am biente intelectual se había avivado considerablem ente
con el discurso del doctor Richard Price en una taberna londi-
nense.
En su discurso, titulado Discourse of the Love of Our Coun-
try , el doctor Price dem andaba una reform a política que hicie-
ra com patibles las garantías civiles y el derecho a resistir al
gobierno cuando éste sobrepasase sus atribuciones, derecho
fundam entado en la fiscalización que del poder político debe
tener su verdadera depositaria: la com unidad política. La res-
puesta de los sectores m ás conservadores no se hizo esperar y,
a pesar de que algunos de ellos habían m antenido posiciones
políticas cercanas a los radicales en la cuestión de la indepen-
| 10 8
dencia de las trece colonias norteam ericanas, se m ostraron
radicalm ente en contra de cualquier m anifestación que pudie-
ra ser entendida com o un apoyo a los revolucionarios france-
ses. El caso m ás conocido fue el de Edm und Burke con sus
Reflexiones sobre la revolución francesa, libro en el que con-
testaba al doctor Price y señalaba las diferencias entre los sis-
tem as políticos de am bos países, m ostrándose, com o es de
suponer, a favor del británico por su capacidad para m antener
los valores de la tradición.
Com o respuesta a Burke, los radicales orquestaron una
cam paña de respuesta destinada a defender la reform a políti-
ca. Los radicales contaron con la desventaja de que la exacer-
bación de las pasiones nacionalistas en el seno de Gran Breta-
ña iba asociada a la defensa de un sistem a político necesitado
de reform as, contra el que tanto habían luchado y que en ese
m om ento, la petición de tales reform as era entendida com o un
apoyo a las transform aciones que se estaban llevando a cabo
en Francia. La cuestión se agravó cuando, term inada la revolu-
ción y habiendo llegado Napoleón Bonaparte al gobierno, éste
decretó el bloqueo económ ico a Gran Bretaña con la intención
de hundirla económ icam ente.
Durante todo el período que duró la controversia revolucio-
naria, Godwin se m antuvo al lado de los radicales, participó
com o abogado en los juicios contra los encausados por discre-
par políticam ente y contra los m iem bros de la London Corres-
ponding Society, agrupación que se había creado para la defen-
sa de las libertades frente a los ataques gubernam entales. Por
otra parte, su gran contribución a dicha polém ica fue la que a
la larga se convertiría en su obra m ás fam osa: An Enquiry
Concerning Political Justice and its Influence on General Vir-
tue and Happiness, publicada en 1793, que tendría dos edicio-
nes m ás en 1796 y 1798. Este libro, m ás conocido com o Politi-
cal Justice, recoge la esencia del pensam iento de nuestro

| 10 9
autor 3 . Por lo que respecta a la controversia revolucionaria, el
libro resultaba de poca utilidad, pues al contrario que otros
escritos coyunturales, Godwin había escrito un libro de refle-
xión, un libro en que pretendía dem ostrar por m edio de la de-
ducción racional cóm o se había conform ado la sociedad políti-
ca y sus injusticias y cóm o se podrían dar los pasos para su
transform ación com pleta. De hecho, el gobierno no debió con-
siderarlo un libro dem asiado peligroso cuando dejó que circu-
lara sin censurarlo, aparte de que en ningún m om ento se per-
siguió a su autor por escribirlo. Únicam ente corrió peligro la
persona de Godwin cuando se difundió el rum or de que había
form ado parte del grupo de editores que habían publicado Los
derechos del hom bre, de Thom as Paine, cosa que aún está por
confirm ar. Se dice que el m inistro William Pitt com entó que
un libro tan abstracto y que costaba tres guineas, poco daño
iba a hacer entre quienes apenas sabían leer y que no dispo-
nían ni de tres chelines para gastar en lujos. Lo que probable-
m ente no previó Pitt fue que las agrupaciones de trabajadores
del norte de Inglaterra, así com o las de Escocia e Irlanda, hi-
cieran ediciones clandestinas de la obra y que organizaran
reuniones para su explicación entre los am bientes obreros.

Lín e as ge n e rale s d e l p e n s am ie n to d e W illiam


Go d w in

El pensam iento de William Godwin puede seguirse a través


de la m encionada Political Justice, así com o de otras obras de
reflexión e investigación com o Thoughts on Man, The Enqui-
rer, Of Population, y de novelas, entre las que destaca Things

3 En español contamos con la traducción, incom pleta, de D. Abad

de Santillán titulada Investigación acerca de la justicia política (J ú-


car, Madrid 1985).
| 110
as they are or the adventures of Caleb W illiam s 4 . En esencia,
sus ideas se orientan a la liberación del ser hum ano de los con-
dicionantes sociales que lo oprim en. El instrum ento para esta
liberación es el uso de la razón, la cual, en su desenvolvim ien-
to, m ostrará al individuo la verdadera causa de la esclavitud en
la que vive. Sin em bargo, este cam ino ha de hacerlo cada hom -
bre por sí solo, pues es su razón particular la que, por m edio de
la disciplina y el estudio de la sociedad, le dará las claves que
busca. De este m odo, y com o es fácil deducir, Godwin no ve
otra form a de transform ación social m ás que la reform a por
m edio de la aplicación de los dictados de la razón, proyectando
la consecución de una sociedad m ás justa en un futuro en el
que los individuos hayan desarrollado m ás atinadam ente su
capacidad de análisis. No presenta Godwin, sin em bargo,
m undos futuros en los que reinará la arm onía universal, com o
sucede con otras concepciones políticas, sino que, por el con-
trario, está convencido de que nunca la razón deja de ofrecer a
los hom bres nuevas claves y que, por tanto, nunca se detiene el
proceso de perfeccionam iento de los individuos. Por consi-
guiente, no existe un m odelo al que llegar, un objetivo que
cum plir, sino que en el cam ino está la clave de la reform a so-
cial, en el trabajo diario que realiza cada hom bre en su perfec-
cionam iento individual. A m ayor conocim iento, m ayor justicia.
De ahí se pueden deducir las grandes claves que vertebran el
pensam iento godwiniano: el racionalism o, el individualism o y
la transform ación social por m edio de la reform a y la educa-
ción. El racionalism o se desprende con facilidad de todo cuan-
to aquí se ha dicho y nos perm ite establecer la conexión entre
las lecturas que realizó Godwin de la filosofía ilustrada france-
sa y de su educación calvinista.

4 Esta novela se ha traducido a nuestro idiom a con el título de Las

aventuras de Caleb W illiam s o Las cosas com o son (Valdem ar, Ma-
drid 1996).
| 111
Por lo que respecta a la transform ación social, se abundará
m ás en ello en estas páginas, aunque por el m om ento resulta-
ría interesante resaltar el hecho que uno de los pilares de la
filosofía godwiniana es su afirm ación de que el m ayor don del
que puede disponer el hom bre es el ocio. Esta afirm ación, so-
bre la que tantas brom as se hicieron en su tiem po, tiene m ás
contenido de lo que parece a prim era vista. Evidentem ente, y
cualquier persona interesada en su trayectoria biográfica podrá
com probarlo, no estam os ante un autor que predicase la indo-
lencia con el ejem plo, sino todo lo contrario. Para Godwin, el
trabajo físico que realiza el hom bre para pagar su superviven-
cia podría ser reducido al m ínim o pues, afirm a, una buena
parte de ese trabajo se dedica a sostener la holganza de otros
ya que el trabajador recibe una ínfim a parte del sueldo que
realm ente le pertenece, y adem ás, el hom bre necesita para
vivir m ucho m enos de lo que la sociedad exige. Con esto no
hace Godwin una apología del estado prim itivo sino que, sien-
do consciente de la buena influencia de las com odidades en la
vida de las personas, apela a una reorganización del sistem a
económ ico establecido, una reorganización que perm ita garan-
tizar la satisfacción de las necesidades m ínim as a toda la po-
blación. El trabajo de todos contribuiría a la disponibilidad de
una m ayor cantidad de tiem po para la realización del verdade-
ro trabajo que tiene encom endado el hom bre: su autoperfec-
cionam iento por m edio del desarrollo de la razón. Para ello ha
de tener tiem po para dedicarse al ocio, a un ocio constructivo
que le perm ita estudiar y debatir las ideas con otros seres hu-
m anos para ejercitarse en el uso de la razón.
El tercer pilar que sostiene el edificio del pensam iento de
Godwin es su exacerbado individualism o. Desde el punto de
vista de m uchos especialistas, éste es uno de los puntos m ás
débiles de su argum entación, pues anula la capacidad de m ovi-
lización de sus ideas; sin em bargo, el individualism o alcanza
pleno sentido en el conjunto de su obra. Dado que el perfec-
| 112
cionam iento hum ano es el objetivo a alcanzar, ésta se convierte
en una tarea que sólo puede realizar cada hom bre por sí m is-
m o. Ninguna instancia superior puede decirnos qué es lo que
dem anda la razón, pues todos los hom bres disponen de ella y,
dejados a su propia tarea de reflexión, llegarán a descubrirlo.
Con esto asesta Godwin un golpe a aquellas filosofías que obli-
gan a los individuos a aceptar los dictados de quienes han sido
ilum inados, ya sea por Dios, ya sea por algún gurú de la revo-
lución política. Evitando no caer en anacronism os, pero desta-
cando el avance que supuso el pensam iento godwiniano al res-
pecto, se observa en estas afirm aciones de nuestro autor una
vacuna contra las doctrinas totalitarias de todo pelaje que tan-
to han hecho sufrir a la hum anidad. El individualism o a ul-
tranza preconizado por Godwin no tiene com o contrapartida
un aislam iento del hom bre del entorno en el que vive. Godwin
afirm a que el individuo está inserto en un am biente lleno de
prejuicios que le condicionan, pero será a través del desbroza-
m iento de esos prejuicios com o llegue a conocer la razón. El
hom bre está obligado a desprenderse de los prejuicios sociales
viviendo dentro de ellos, conociéndolos y sabiendo cóm o ac-
túan sobre su derecho a la autonom ía. En últim a instancia, de
lo que se trata es que cada individuo sea consciente de que los
condicionam ientos sociales son im posturas, es decir, falacias
sobre las que se ha construido un sistem a de opresión que tie-
ne en los gobiernos su m áxim a expresión. De los gobiernos se
desprende todo un sistem a de leyes y de sujeciones políticas,
así com o de sanciones de las injusticias sociales. Por eso, desde
la perspectiva de Godwin todo gobierno es m alo, pues en reali-
dad no procede de los dictados de la razón sino de los deseos
de unos grupos sociales por im ponerse a otros m ediante la
fuerza. La expresión política de esa fuerza es el gobierno y la
autoridad que de él se deriva, cuyo designio se halla siem pre
encam inado a acabar con la independencia y autonom ía del ser
hum ano.
| 113
Id e as p o líticas d e Go d w in

El pensam iento político de Godwin está orientado com ple-


tam ente hacia la dim ensión ética. Su objetivo básico es desm i-
tificar el significado del sistem a de derechos y deberes estable-
cido por el liberalism o para ofrecer una perspectiva distinta,
basada en la m oralidad, cuyo fundam ento es, desde la óptica
godwiniana, la justicia. En esta cuestión juega un papel desta-
cado el com ponente utilitarista que contiene la reflexión de
Godwin, tal y com o ha sido señalado por algunos especialis-
tas 5. Sin em bargo, hay que hacer notar que si bien el utilita-
rism o es elem ento clave para entender las ideas godwinianas
sobre los conceptos de derecho y deber, sus propuestas no en-
troncan con el utilitarism o clásico, a la m anera de Bentham ,
pues la diferenciación estricta que establecerá Godwin entre
Estado y sociedad, hará innecesario el prim ero y, por tanto, su
expresión m áxim a: la ley, algo en que se desvía com pletam ente
del bentham ism o. Desde el punto de vista de nuestro autor, el
deber constituye un determ inism o ético que conduce a que
cada individuo haya de ser em pleado en la sociedad en función
de sus m ás elevadas disposiciones para la realización de una
determ inada tarea. El deber es, por tanto, una obligación m o-
ral: «El deber es la form a según la cual cada individuo puede
ser em pleado del m ejor m odo para el bien general» (Political
Justice).
Desde esta perspectiva, los derechos de los individuos no
pueden ser m ás que facultades discrecionales que el hom bre
puede desarrollar en sociedad, y que necesariam ente colisiona-

5 J . P. Clark, The Philosophical Anarchism of W illiam Godw in


(Princeton University Press, Princeton 1977); D. Locke, A Fantasy of
Reason, op. cit.; D. H. Monro, Godw in’s Moral Philosophy (O.U.P.,
Oxford 1953). Leer a Godwin desde el paradigm a utilitarista ha sido
rechazado, sin embargo, por otros autores, com o M. Philp, W illiam
Godw in’s Political Justice (O.U.P., Oxford 1983).
| 114
rán en la vida com unitaria m ientras los individuos no hayan
alcanzado un grado de desarrollo m oral lo suficientem ente
elevado com o para ser conscientes de que, en realidad, tales
facultades discrecionales de acción no existen. Lo que real-
m ente existe es el deber m oral que conoce cuál es el cam ino de
la justicia; y sólo hay un cam ino, que es el de la justicia m oral.
El hom bre consciente seguirá inevitablem ente ese cam ino, que
es el cam ino establecido por la razón. Por lo tanto, no existen
los derechos, sólo los deberes que m arca la justicia m oral. Este
párrafo de Political Justice puede contribuir a entender m ejor
las aseveraciones de Godwin: «La m oralidad no es nada m ás
que el sistem a que nos enseña a contribuir en toda ocasión a la
extensión de nuestro poder, al bienestar y a la felicidad de cada
existencia intelectual y sensible. No hay acción de nuestras
vidas que no afecte, en alguna m edida, a la felicidad. Nuestra
propiedad, nuestro tiem po, y nuestras facultades pueden con-
tribuir a este fin. Los períodos en los que la producción activa
no puede ser fom entada, pueden ser em pleados en su prepara-
ción. (...) Si, por tanto, cada una de nuestras acciones tiene
repercusiones m orales, se sigue que no tenem os derecho a ele-
girlas. Nadie puede m antener que tenem os un derecho a tras-
pasar los dictados de la m oralidad» (Political Justice).
Contem plando esta reflexión, puede afirm arse que para
Godwin la libertad com o derecho, no tiene ningún sentido.
Sólo existe la libertad de elegir el cam ino trazado por la razón o
de no elegirlo. La única libertad posible es la del conocim iento.
Quien no conoce los designios de la razón y la justicia, no pue-
de elegir nada. Quien conoce, puede elegir, pero sabiendo que
sólo hay un cam ino verdadero. Es lo que Godwin llam a la doc-
trina de la necesidad.
Partiendo de este punto, a Godwin le resulta fácil deslegiti-
m ar el origen del Estado y del gobierno según los principios del
liberalism o y, en particular, del contractualism o. Si no existen
los derechos, nadie puede ceder nada a instancias superiores
| 115
para que ejerzan el gobierno en su nom bre. Por otra parte, y
aquí entran en juego sus alegatos a favor del individuo, no
puede exigirse obediencia a quien no sancionó el pacto de ce-
sión de soberanía: «Si el gobierno está fundado en el consen-
tim iento del pueblo, no puede tener ningún poder sobre nin-
gún individuo que haya rechazado tal consentim iento» (Poli-
tical Justice). El debate acerca de las m ayorías y las m inorías,
que tam bién estuvo presente en los padres del pensam iento
liberal, com o Locke, alcanza en Godwin un sentido determ i-
nante para su rechazo del contractualism o. No es suficiente,
com o apuntó Rousseau tratando de justificar su teoría del con-
trato social, la renovación del pacto m ediante la celebración de
plebiscitos o m ediante la representación política. La acepta-
ción tácita de los fundam entos del pacto, y no sus m anifesta-
ciones externas, son la razón que para Godwin invalidan su
funcionam iento. La representación y la aceptación de las deci-
siones por m ayoría son falacias, pues «la verdad no puede ser
m ás verdadera en razón del núm ero de sus adeptos», dirá en
Political Justice. Su propuesta para la tom a de decisiones en la
com unidad pasa por lo que llam ó la «com m on deliberation»,
es decir, la deliberación colectiva, a m odo de asam blea, en la
que se discutieran las cuestiones de convivencia, siem pre en
función de los criterios de la justicia m oral y del ejercicio del
juicio privado de los individuos.
De aquí se desprende, obviam ente, que tanto el contractua-
lism o com o otras form as de regulación de la práctica del po-
der, no son m ás que form as de autoridad que legitim an el ejer-
cicio de la fuerza, por cuanto todas ellas restringen el m argen
de m aniobra de los hom bres concretos y, sobre todo, el proce-
so de desarrollo de la razón en cada individuo. Todo gobierno,
escribió Godwin, se basa en la fuerza, y no en el consentim ien-
to. El gobierno no se creó para proteger las vidas y las liberta-
des de los individuos, com o dice el liberalism o, sino para con-
trolarlos:
| 116
«El gobierno fue instituido porque los individuos eran sus-
ceptibles de caer en el error y tenían reticencias hacia la justi-
cia, decantándose en favor de sí m ism os. La guerra se introdu-
jo porque las naciones eran susceptibles de una debilidad
sim ilar y no pudieron encontrar un árbitro al que apelar. Los
hom bres fueron inducidos deliberadam ente a atacar las vidas
de los dem ás hom bres y a com portarse en las controversias
entre ellos, no de acuerdo con los dictados de la razón y la jus-
ticia, sino com o si cada uno quisiera aparecer ante los otros
com o el m ás hábil en la devastación y el asesinato» (Political
Justice).
De entre las form as de gobierno que analiza en su obra, sólo
salva Godwin la dem ocracia, pues en ella cada individuo es
considerado igual a los dem ás, y «restablece en el hom bre la
conciencia de su propio valor». Sin em bargo, presenta num e-
rosas desventajas a la hora de la relación entre las m ayorías y
las m inorías. El grado de evolución m oral de las personas es
diferente en la sociedad, por lo tanto, no conocen de la m ism a
form a el cam ino hacia la justicia política los m ás sabios y los
que están en un grado inferior de desarrollo ético. Pero com o
Godwin jam ás aceptaría la im posición de unos hom bres sobre
otros, los m ás sabios quedan relegados a tratar de influir en la
conducta ajena m ediante el ejem plo, y nunca m ediante la im -
posición. De hecho, constituye un rasgo característico de su
form a de entender el m undo de la política el rechazo de todo
tipo de asociaciones, grupos dirigentes o élites que pretendan
dirigir el pensam iento o la acción del resto de los individuos 6 .
Con estas prem isas, difícilm ente podía ofrecer Godwin una
estrategia de transform ación social radical. Ésa es la razón por
la que ha sido considerado por algunos especialistas com o un
filósofo poco operativo, utópico, sin opciones reales para la

6 Para J . P. Clark, en su The Philosophical Anarchism of W illiam

Godw in, nuestro autor se m uestra también aquí com o un crítico ade-
lantado de las teorías totalitarias del siglo XX.
| 117
acción. Incluso se le ha llegado a considerar un inm ovilista 7.
Sólo establece Godwin dos vías para el cam bio social: la refor-
m a y la educación. Dado el papel de esta últim a en el conjunto
de su pensam iento, será analizada de form a independiente.
Por lo que respecta a la reform a, habría que señalar que desde
la filosofía godwiniana, y tras lo que hasta aquí se ha ido vien-
do, no deja de tener su coherencia cualquier em pleo de la vio-
lencia para cam biar un régim en político por otro, no deja de
responder m ás que a un uso arbitrario del derecho a la resis-
tencia al poder. Huir de la violencia, dice Godwin, evita caer en
el despotism o que se quiere com batir. Toda revolución es obra
de dem agogos y pretende acelerar un proceso que ha de llevar
su propio ritm o, que es el ritm o de la transform ación de las
m entalidades individuales: «La revolución se engendra por
indignación contra la tiranía, pero ella m ism a está incluso m ás
cargada de tiranía» (Political Justice). De este m odo, no queda
m ás cam ino que la form ación integral de los ciudadanos y el
uso de la palabra, que es concebida por Godwin com o una es-
trategia de acción 8 . La sociedad en su evolución hacia el cono-
cim iento de la razón cam ina por las rutas del convencim iento y
del aprendizaje de los individuos que com ponen la sociedad
política. Se trata de una evolución que progresa continuam en-
te, y aunque a veces su cam ino parezca ralentizarse, los avan-
ces de la razón son im parables, se abren paso por sí m ism os.
No hay estatism o en la sociedad tal y com o la contem pla God-
win, pues ésta es cam biante, en progreso continuado, y ni si-
quiera puede detenerse en un punto concreto pues, com o se
decía al principio de estas páginas, el hom bre se halla en per-
petuo desarrollo. En esta cuestión Godwin difería enorm em en-

7 I. Kram nick, «On Anarchism and the Real World: William God-

win and Radical England»: Am erican Political Science Review 66


(m arzo 1972), p.114-128.
8 A. Ritter, Anarchism : A Theoretical Analy sis (Cam bridge Uni-

versity Press, Cam bridge 1980 ), p.90 .


| 118
te de m uchos de quienes eran sus com pañeros de tertulias o
quienes se habían situado en su m ism o bando en la controver-
sia sobre la Revolución francesa, com o Thom as Paine, Thom as
Spence o William Ogilvie.

Pe n s am ie n to e co n ó m ico

Los planteam ientos económ icos de William Godwin se con-


figuraron en un panoram a intelectual de gran riqueza, en el
que se m ezclaron las ideas del liberalism o económ ico, la fisio-
cracia francesa y el desarrollo de las ya antiguas ideas igualita-
rias que iban a dar lugar a nuevas form as de plantearse la
transform ación de la realidad económ ica. Entre estos últim os
pensadores destacan sobre todo, por su relación con nuestro
autor, Thom as Paine, precursor de lo que años después sería
conocido com o estado del bienestar; o Charles Hall, en cuyo
libro The Effects of Civilization on the People in European Sta-
tes (180 5) es posible encontrar análisis acerca del papel de la
plusvalía en la obtención de beneficios por parte de los patro-
nos. Todo este m ovim iento intelectual se halla inm erso en un
contexto histórico en el que el desarrollo de la revolución in-
dustrial se acelera en Gran Bretaña hasta convertir a este país
en el m otor económ ico del m undo.
En el caso de Godwin, vuelven a m ezclarse las reflexiones
m orales con las económ icas, para dar a la luz una form a de
entender la justicia política que ha de pasar necesariam ente
por la justicia económ ica. Disem inó sus reflexiones al respecto
a lo largo de toda su obra, aunque fue en Political Justice don-
de con m ás claridad quedaron expuestas sus ideas al respecto,
en particular en el capítulo titulado «Of Property». En efecto,
es la propiedad el elem ento sobre el que Godwin hace girar su
interpretación económ ica de la sociedad, y escribirá sobre ello
que «la revolución se engendra por indignación contra la tira-
nía, pero ella m ism a está incluso m ás cargada de tiranía» (Po-
| 119
litical Justice) 9 . Por lo tanto, no puede haber justicia política
sin justicia económ ica, y el fundam ento de la justicia económ i-
ca está en la propiedad. La distribución desigual de la propie-
dad y la existencia de individuos poseedores de bienes que no
se corresponden con su trabajo atacan directam ente al resto de
los individuos de la sociedad que no son poseedores a causa de
la desigualdad que im pone la propiedad porque les im piden
em prender el cam ino del perfeccionam iento y del conocim ien-
to de la razón, viéndose obligados a realizar un trabajo agota-
dor y m al pagado. Los hum anos que se hallan en estas condi-
ciones se ven forzados a perpetuar su condición de explotados
pues difícilm ente se encuentran en condiciones de ser ni si-
quiera conscientes de su situación, y m ucho m enos de salir de
ella. Godwin parece aquí preludiar, aunque en ningún m om en-
to utiliza la palabra, el concepto de alienación, que tan im por-
tante papel iba a desem peñar en años posteriores. El com po-
nente ético de la reflexión es, pues, evidente: la propiedad
im pide el desarrollo m oral de los individuos. De este m odo
para Godwin, com o otros tantos pensadores radicales de su
tiem po, la propiedad ni es un derecho natural, ni se constituye,
com o decía Adam Sm ith en La riqueza de las naciones, en
«sagrado derecho», en la extensión de la personalidad hum ana
y garante de los derechos de libertad y seguridad. La propiedad
aparece para Godwin com o una m era convención que se sos-
tiene por la fuerza em pleada por los gobiernos, quienes a su
vez se apoyan en la ley. No es, por tanto, un derecho natural.
La concepción godwiniana acerca de la propiedad no se que-
da en una sim ple condena, sino que trata de ir m ás allá, bus-
cando una m ayor precisión, pues nuestro autor, que, com o ya
se ha podido ver, es un férreo defensor de la individualidad, no
era partidario de la com unidad de bienes o propuestas de sim i-

9 Acerca de esta cuestión, puede consultarse el artículo de G.

Claeys, «The Effects of Property on Godwin’s Theory of J ustice»:


Journal of the History of Ideas 22 (1984), p.81-10 1.
| 120
lares características. Desde su punto de vista, el concepto de
propiedad, al ser dem asiado genérico, dificulta la com prensión
de los m atices. Detrás de esos m atices se esconden exigencias
que vienen m arcadas por la propia naturaleza hum ana. Es de-
cir, Godwin es consciente de que el hom bre tiene determ inadas
necesidades para el m antenim iento de su propia existencia, de
ahí que considere que los elem entos que pueden garantizar la
subsistencia han de form ar parte ineludible de lo que él llam a
posesiones. Dichas necesidades no son sólo físicas, sino que, al
contem plar al hom bre desde una perspectiva integral, el indi-
viduo ha de satisfacer tam bién unas necesidades m orales e
intelectuales que son las que le constituyen com o hom bre indi-
vidualizado, las que perm iten su desarrollo ético y las que le
significan com o individuo único con capacidad para aportar
una contribución distintiva al conjunto social. Por lo tanto, el
hom bre tendrá derecho a la propiedad que se derive del fruto
de su trabajo para desarrollarse com o persona física y m oral.
Toda propiedad que sobrepase estas necesidades, procede de
la usurpación del trabajo de otros, y así, la acum ulación de
capital, que acaba desem bocando en el lujo y en la herencia,
perpetúa la opresión y la condena a una existencia m oralm ente
infrahum ana de una buena parte de la población.
Pese a la m odernidad de algunas de sus aseveraciones, la
propuesta de Godwin para la transform ación social resulta
bastante arcaica, pues se sustenta en una sociedad de peque-
ños artesanos y productores, basada en la reciprocidad en el
intercam bio y en la participación colectiva en las tareas de la
com unidad (lo que no deja de entrar en contradicción con su
defensa acendrada del individualism o). En el contexto de la
transform ación económ ica de su tiem po, Godwin no parece
tener dem asiado en cuenta el papel del industrialism o y si bien
no se m anifestó nunca radicalm ente en contra de la m aquini-
zación, no vio en la m áquina un cam ino a la liberación del tra-
bajo hum ano. Lo que sí entró dentro de sus cavilaciones fue la
| 121
división del trabajo, elem ento clave dentro del pensam iento
liberal que perm ite m ayor eficiencia y, por tanto, unos benefi-
cios económ icos superiores.
Desde la perspectiva de Godwin, la división del trabajo es
censurable por dos razones: por ser expresión de la desigual-
dad social y por contribuir al desequilibrio m oral del ser hu-
m ano. La desigualdad reflejada en la división del trabajo es un
indicador de que en la sociedad hay individuos que trabajan
para otros, quienes se benefician del trabajo ajeno, contribu-
yendo de este m odo a incidir en los elem entos perjudiciales de
la organización social. Creer que la división del trabajo ha de
convertirse en un pilar del sistem a económ ico orientado a la
consecución del m áxim o beneficio im plica sancionar la injusti-
cia: «Es desde este punto donde la desigualdad de las fortunas
tiene su com ienzo. Aquí em piezan a exhibirse la insensata opu-
lencia de unos y la insaciable avaricia de otros» (The Enqui-
rer). Moralm ente, los m ales de la división del trabajo son aún
m ás perniciosos, pues la labor diaria, realizada m ecánicam en-
te, es, com o escribió en su libro Thoughts on M an, «the dead-
liest foe to all that is great and adm irable in the hum an m ind».
La degradación m oral a la que conduce afecta no sólo al traba-
jador, cuya capacidad para progresar en su racionalidad queda
em botada, sino tam bién al m ism o em presario, que, cautivado
por la consecución de m ás beneficios, se desvía del único ca-
m ino que tiene trazado la m ente hum ana: el conocim iento de
la ley racional. De ahí que Godwin afirm e que el sistem a eco-
nóm ico que estaba construyendo el industrialism o conducía al
hom bre a su m ínim a expresión: «El hom bre se ha transform a-
do desde su capacidad para una excelencia ilim itada hasta la
m ás vil y m ás despreciable cosa que la im aginación puede con-
cebir cuando es constreñido y no puede actuar en función de
los dictados de su entendim iento» (Political Justice).
Evidentem ente, Godwin no era un iluso, y sabía que en el
funcionam iento social se hace necesaria una m ínim a división
| 122
del trabajo, pero su extrem ado individualism o le im pedía ver
con buenos ojos el trabajo en cadena que em pezaba a im po-
nerse en las fábricas británicas. Por otra parte, discrepaba pro-
fundam ente de la santificación del trabajo que la m oral protes-
tante había im preso en las m entes de los ingleses decim o-
nónicos, pues, com o ya se dijo, consideraba que «the genuine
wealth of m an is leisure». No se trata, repetim os, de la vuelta
al estado salvaje, sino de que el trabajo m anual ocupe la m enor
parte del tiem po del hom bre para que éste pueda dedicarse a la
consecución de la felicidad, es decir, el conocim iento: «Cuando
el trabajo sea hecho voluntariam ente, cuando cese de interferir
en nuestro program a, es m ás, cuando entre a ser una parte de
él, o en el peor caso, se convierta en una fuente de diversión y
variedad, no será ya m ás una calam idad, sino un beneficio. De
ahí se deduce que un estado de igualdad no necesita de sim pli-
cidad estoica, sino que es com patible con un alto grado de co-
m odidad e, incluso, en cierto sentido, de esplendor; al m enos
si por esplendor entendem os una abundancia de com odidades
y una variedad de invenciones para tales propósitos» (Political
Justice).

La p o lé m ica m altu s ian a

Godwin participó en una de las grandes polém icas del m un-


do intelectual inglés de principios del siglo XIX: la llam ada
polém ica m altusiana 10 . En 1798, Thom as Malthus publicó su
libro Prim er ensay o sobre la población, en cuyo subtítulo ad-
vertía de las observaciones que pensaba hacer a «Mr. Godwin,
M. Condorcet and other writers». En efecto, en su obra Mal-
thus arrem etía contra el optim ism o de estos autores, que au-
guraban un autocontrol de la hum anidad que, según Malthus,

10 Sobre la polém ica en general: K. Sm ith, The Malthusian Contro-

versy (Routledge, Londres 1951); M. Turner, Malthus and his tim e


(Macm illan, Londres 1986).
| 123
poco tenía que ver con la realidad, pues la población crecía a
un ritm o geom étrico, m ientras que los alim entos lo hacían
aritm éticam ente 11. El libro tuvo un gran éxito y se reeditó en
180 3. En su segunda versión, Malthus incidía en los argum en-
tos de 1798 , am pliando las pruebas docum entales en las que se
apoyaba. Era necesario, afirm aba, controlar el crecim iento de
la población para evitar la m iseria y este control se hacía aún
m ás necesario en aquellas clases sociales incapaces de m ante-
ner a sus hijos, las clases bajas y los m enesterosos. A propósito
de este debate, algunos especialistas han incidido en el cam bio
de am biente que se había producido en Gran Bretaña en la
transición de un siglo a otro, pues al optim ism o del XVIII , pre-
sente no sólo en los filósofos franceses, sino tam bién en m u-
chos radicales ingleses, le había sucedido el pragm atism o y el
pesim ism o antropológico del XIX, con una desalentadora des-
confianza en el ser hum ano 12 .
Godwin fue objeto de las críticas de Malthus sobre todo en
las observaciones que sobre la cuestión de la población dejó
escritas entre los capítulos 10 a 14 de Political Justice. Para
Malthus, las ideas expuestas por Godwin presentaban un
m undo ilusorio, tanto por sus observaciones acerca de la posi-
bilidad de que el hom bre ocupara partes del globo terráqueo
hasta ese m om ento deshabitadas, com o por las previsiones
acerca de las m ejoras que se podían obtener en los sistem as de
trabajo de la tierra. Por otra parte, Malthus tam poco aceptaba
las ideas de Godwin acerca de la propiedad, pues consideraba
que la propiedad estaba intrínsecam ente unida al desarrollo
hum ano y que, por tanto, «en virtud de las ineludibles leyes de
nuestra naturaleza, algunos seres hum anos deben necesaria-

11 R. Malthus, Prim er ensay o sobre la población (Alianza, Madrid

1988), p.56.
12 J . Avery, Progress, poverty and population. Re-reading Con-

dorcet, Godw in and Malthus (Frank Cass, Londres 1997), p.63.


| 124
m ente sufrir escasez» 13 . Este debate acerca de la pobreza se
enm arcó, adem ás, en la gran polém ica acerca de las leyes de
pobres en Inglaterra, tan duram ente criticadas por los libera-
les, quienes pensaban que la ayuda estatal a los m ás desfavore-
cidos conducía a la desincentivación del trabajo y al increm en-
to de los m ás pobres, que eran, por otra parte, quienes m enos
m edios tenían para m antener a sus hijos.
Godwin se decidió a contestar a Malthus en su libro Of Po-
pulation. An Enquiry concerning the Pow er of Increase in the
Num bers of Mankind, Being an Answ er to M r. Malthus’s Es-
say on that Subject (Londres 1820 ). En él lleva a cabo un gran
trabajo de análisis y erudición para presentar ante su contrario
ideológico pruebas de la parcialidad de sus observaciones. El
argum ento que se encuentra detrás de la exposición de Godwin
gira alrededor de la idea de que Malthus ha tratado de dar una
explicación del com portam iento de la población en función de
dos únicos parám etros: el crecim iento de ésta y el de los ali-
m entos. En ese trabajo Malthus, dirá Godwin, ha dejado de
lado otras cuestiones que determ inan el com portam iento de la
población en su crecim iento o dism inución, com o son las em i-
graciones, las guerras, las ham bres, las enferm edades y las
condiciones de trabajo y hacinam iento en las que vive una
buena parte de la población, lo que reduce irrem ediablem ente
sus expectativas vitales. De este m odo, no es cierto que el cre-
cim iento de la población sea exponencial, sino que por el con-
trario «La población, si la consideram os históricam ente, apa-
rece com o un principio discontinuo, que opera de form a
interm itente y oscilante» (Of Population).
Partiendo de estas prem isas, desde el punto de vista de
Godwin, lo que se esconde detrás de los argum entos de
Malthus y de los dem ás econom istas liberales no es tanto la
explicación de una ley natural, sino la legitim ación de la injus-

13 R. Malthus, Prim er ensay o sobre la población, p.166.


| 125
ticia. Las tesis m altusianas no responden, por tanto, m ás que a
argum entos ideológicos que apoyan un sistem a de opresión del
que se beneficia una clase social determ inada: «El señor
Malthus ha dado aquí un gran paso (...) en favor de la parte
m ás favorecida de la com unidad» (Of Population). Por otra
parte, y aquí entran en juego sus concepciones acerca de la
naturaleza hum ana, pensaba Godwin que la filosofía m oral que
se esconde detrás de los planteam ientos m altusianos va enca-
m inada a subyugar la libertad y espontaneidad de las personas,
pues disfraza bajo el antifaz de la ciencia lo que en realidad no
es m ás que el deseo de control de los cuerpos y las m entes de
las personas para conseguir el conform ism o social: «La princi-
pal y m ás directa lección del Ensay o [Prim er ensayo sobre la
población, de Malthus] sobre la población es la pasividad. Las
criaturas hum anas deben pensar que son desafortunadas e
infelices, y así su sensatez les conduce a perm anecer quietos y
a soportar los problem as que tienen, en lugar de exponerse a
otros que les son desconocidos» (Of Population).

Ed u ca ció n pa ra e l ra cio n a lis m o y la be n e vo le n cia

Páginas atrás se decía que la educación, junto a la reform a,


constituían los dos pilares sobre los que Godwin construía la
transform ación social. La reform a, desde la perspectiva god-
winiana, siem pre es entendida com o el resultado de la educa-
ción, elem ento clave en todo el edificio intelectual del autor
inglés. Tanto interés tuvo Godwin por la educación que hasta
intentó poner en m archa una escuela para educar niños según
su criterio. Aunque no logró ningún cliente, ha quedado para la
posteridad un inform e en el que nos dejó sus ideas al respecto:
An Account Of The Sem inary That W ill Be Opened On Mon-
day The Fourth Day Of August, At Epsom In Surrey , For The
Instruction Of Tw elve Pupils In The Greek, Latin, French And
English Languages (T. Cadell, Londres 178 3). Tam bién refle-
| 126
xionó sobre la educación en su libro The Enquirer (Londres
1797).
Para Godwin, la educación no es sólo la instrucción, sino que
educar debe responder a un program a global que considere al
hom bre com o un ser integral en el que han de convivir el plano
m oral y el plano intelectual. No se debe educar a los niños en el
aprendizaje de las norm as de aclim atación social, sino que el
objetivo debe hallarse en desarrollar en los alum nos la capaci-
dad para ejercer su propio juicio por m edio de la razón. Para
ello, hay que fom entar en ellos los valores de la autonom ía y la
virtud que les perm itan discrim inar entre la m ultitud de op-
ciones m orales entre las que puede elegir cada individuo. Co-
m o elem entos para ejercitar estas facultades cuenta Godwin
con la literatura y la historia, y en particular la historia de la
Rom a republicana, en la que creía ver encarnados los ideales
de la virtud cívica que deben acom pañar siem pre a todo ciuda-
dano. Por lo que se refiere a la literatura, representaba para
nuestro autor no sólo un m edio de entretenim iento, sino un
estím ulo a la reflexión sobre los problem as m orales que plan-
tea el escritor. Godwin utilizó m uy a m enudo la novela com o
m ecanism o para la pedagogía de sus propósitos m orales y polí-
ticos. Su obra Caleb W illiam s es el m ejor ejem plo de ello.
Por otra parte, considera Godwin que cada persona ha naci-
do inserta en un entorno social determ inado, que lo condicio-
na, ciertam ente, pero no hasta tal punto que le prive de elegir
una conducta u otra. El determ inism o está presente en la obra
de Godwin, com o en la de m uchos contem poráneos de sim ilar
fam ilia ideológica, sin em bargo, el peso de este condicionante
no es tan fuerte com o para apagar los requerim ientos de la
razón. El contexto determ ina la enorm e variedad de enfoques
con los que los hom bres se enfrentan a los desafíos de la vida,
pero no los coartan com pletam ente, sobre todo si m ediante la
educación se ha desarrollado en los individuos su conciencia
de racionalidad. De hecho, y com o se titula el prim ero de los
| 127
ensayos del libro The Enquirer, la educación es el proceso de
despertar de la m ente («Of Awakening of Mind»).
Por lo tanto, y com o define claram ente este texto, la educa-
ción parte de un fin individual y tiene una proyección social:
«El verdadero objetivo de la educación, com o de cada proceso
m oral, es la producción de felicidad. Felicidad del individuo,
en prim er lugar. Si los individuos fueran universalm ente feli-
ces, la especie sería feliz. En la sociedad, los intereses de los
individuos están entrem ezclados y no pueden separarse» (The
Enquirer). Godwin se pregunta en qué consiste esa felicidad
que proporciona la educación. La respuesta es fácil de deducir
si tenem os en cuenta los com ponentes m orales que tiñen toda
su obra: la educación ha de convertir al hom bre en un ser vir-
tuoso, y «to m ake a m an virtuous we m ust m ake him wise»,
escribirá. Mediante la sabiduría, el hom bre se com prenderá a
sí m ism o y a los dem ás, respondiendo plenam ente a la noción
de benevolencia universal, tan propia del siglo XVIII . La bene-
volencia constituiría, por consiguiente, la conducta que facilita
al individuo el cam ino m ás beneficioso para el conjunto de los
dem ás hom bres en función de los criterios que se desprenden
de la virtud y de la justicia.
Obviam ente, la educación se convierte así en un instrum ento
dem asiado lento para la transform ación social. Sin em bargo, y
com o ya se dijo antes, Godwin jam ás adm itió que la presión de
las m inorías ilustradas o políticas acelerase un proceso que
sólo podía alcanzar sus m ás elevados frutos por m edio del len-
to despliegue de la racionalidad en cada individuo. La razón se
m anifestará gradualm ente, e incluso con retrocesos, pero
siem pre hacia adelante porque «la verdad es om nipotente. Los
vicios y la debilidad m oral del hom bre no son invencibles. El
hom bre es perfectible o, en otras palabras, susceptible de pro-
greso perpetuo» (Political Justice). Por eso el progreso de los
individuos no se detendrá nunca. No hay en Godwin, por tan-
to, paraísos futuros ni puntos de llegada, sino un continuado
| 128
proceso de perfeccionam iento en el que los individuos serán
cada vez m ás autónom os y virtuosos y com prenderán m ejor los
com portam ientos ajenos, así com o sabrán cuál es la decisión
m ás adecuada: “A este respecto, a m edida que la m ente avance
en su m ejora progresiva, estarem os cada vez m ás cerca unos de
otros. Pero hay asuntos en los que siem pre diferirem os, y te-
nem os que diferir. Las ideas, asociaciones y circunstancias de
cada hom bre son suyas; y es la existencia de un sistem a gene-
ral la que nos conducirá a requerir a todos los hom bres, cual-
quiera que sea su circunstancia, a actuar por una regla precisa
y general. J unto a esto, por la doctrina del progreso continua-
do, siem pre tendrem os errores, aunque cada vez m enos. El
m étodo m ás adecuado para acelerar el fin del error y producir
uniform idad de juicio no es la fuerza bruta, ni la ley o la inti-
m idación, sino, por el contrario, el im pulso a cada hom bre pa-
ra que piense por sí m ism o» (Political Justice).

Pro ye cció n d e l pe n s am ie n to d e W illiam Go d w in

No puede decirse que Godwin haya creado una escuela de-


trás de su pensam iento, ni tam poco un m ovim iento social. Su
huella es m ás bien difusa, poco nítida, aunque evidente en au-
tores y corrientes m uy distintas. Los prim eros interesados en
sus ideas, dejando al m argen a algunos de sus com pañeros del
círculo radical, hay que buscarlos entre los poetas del rom anti-
cism o inglés 14 . La prim era generación rom ántica, Southey,
Wordsworth y Coleridge, se vio tan atraída por la Revolución
francesa com o el propio Godwin y los poetas siguieron la po-
lém ica levantada en torno a ella con gran apasionam iento, has-
ta el punto de que alguno de ellos llegó a cruzar el canal para
presenciar los hechos de prim era m ano. Fue precisam ente a
partir de la obra que Godwin escribió en el seno de esta polé-

14 R. Sánchez, «La influencia de William Godwin en el rom anti-


cism o inglés»: EPOS. Revista de Filología XV (1999), p.365-378.
| 129
m ica, Political Justice, com o tuvieron conocim iento de su exis-
tencia. Southey y Coleridge, deseosos de im itar el ejem plo nor-
team ericano y seducidos por las ideas de Godwin, decidieron
fundar lo que se llam ó «pantisocracia». La pantisocracia fue el
intento de estos jóvenes poetas de crear una com unidad para
llevar una vida lo m ás natural posible, guiada por los princi-
pios de la virtud y benevolencia que habían bebido de la obra
de Godwin. Para ello com praron un terreno en el valle del río
Susquehanna, en los Estados Unidos, y se pusieron en contacto
con Godwin para que les asesorase en la m ateria. La propia
denom inación de la com unidad, pantisocracia, apelaba a la
idea godwiniana del gobierno de todos por m edio de la delibe-
ración com unitaria. Finalm ente, el proyecto no salió adelante,
aunque dejó alguna que otra huella poética. Wordsworth, por
su parte, m enos dado a las aventuras, se m anifestó interesado
por el pensam iento godwiniano por lo que éste tenía de recha-
zo al uso de la violencia com o form a de transform ación social.
Wordsworth se había quedado m uy im presionado de los años
del terror revolucionario francés y buscó en Godwin una salida
a su deseo de reform a social 15.
Sin em bargo, el poeta que m ás claram ente recoge la heren-
cia de Godwin es Percy B. Shelley. Perteneciente a la segunda
generación rom ántica inglesa y, por tanto, m ás joven que los
anteriorm ente m encionados, Shelley entró en contacto con
nuestro autor cuando éste ya había perdido toda la fam a de la
que había disfrutado en los años finales del siglo XVIII . Shelley
encontró en Godwin un guía para su poesía y para su form a-
ción ideológica, pues a pesar de los problem as que le ocasionó
y de las discrepancias que m antuvieron, el poeta siem pre reco-
noció al viejo Godwin el papel de m entor 16 . Se ha llegado a

15 N. Roe, W ordsw orth and Coleridge. The Radical Years (Claren-

don Press, Oxford 1988), p.197.


16 Shelley se enam oró de la hija de Godwin, Mary, y se fugó con ella

de la casa paterna en 1814. El problem a es que Shelley ya estaba ca-


| 130
decir incluso que sin conocer la obra de Godwin no puede en-
tenderse la poesía de Shelley 17. Esta apreciación que, obvia-
m ente, resulta algo exagerada, no deja de llam ar la atención
sobre el hecho de que el pensador influyera enorm em ente so-
bre el poeta. Mediante las lecturas de Political Justice Shelley
fue aceptando la idea de la transform ación progresiva de la
sociedad, aunque sus deseos de acción le condujeran en oca-
siones a sentirse m ás cerca de autores volcados a la actividad
política com o Thom as Paine o J am es Mackintosh, o que inclu-
so él m ism o se lanzara a la aventura irlandesa en los tiem pos
en que el nacionalista Daniel O’Connell clam aba por la igual-
dad de los católicos. El aspecto que m ás claram ente aparece en
la poesía de Shelley, y que m ás recuerda a su m aestro, es la
relación entre el individuo y la sociedad, en especial el conflic-
to que ello plantea, que en el caso del rom anticism o (pues lo
m ism o sucede con otro poeta com o fue J ohn Keats) se m ani-
fiesta en la dualidad entre poder y voluntad.
En el terreno de la literatura, por últim o, quien m ás clara-
m ente refleja no sólo las influencias de Godwin, sino incluso
sus contradicciones, es su propia hija Mary, autora de Fran-
kenstein o el m oderno Prom eteo. Esta novela, que tiene m últi-
ples lecturas, m uestra el reverso de la obra de su padre, la cri-
sis de la fe en el progreso y en la racionalidad del ser hum ano.
El protagonista, Victor Frankenstein, paradigm a de la razón,
será víctim a de su propia obra al haber creado un m onstruo
cuya prom esa de liberación es incapaz de cum plir.
De form a m enos clara es posible hallar rastros de Godwin en
autores del siglo XIX com o el filántropo y em presario Robert
Owen. Am bos pensadores se em pezaron a tratar a partir de

sado con otra m ujer. El disgusto que ello ocasionó a Godwin fue la
razón de que durante un tiem po m antuviera tantas reticencias hacia
quien habría de ser su yerno.
17 N. H. BRAISFOLD , Shelley , Godw in y su círculo ( F.C.E ., México

1986), p.168.
| 131
1813, m om ento en que Owen estaba redactando su obra A New
Vision of Society , or Essay s on the Principle of the Form ula-
tion of Hum an Character. En este libro, pese a que los rastros
godwinianos se com binan en el m ism o grado con los de otros
autores, se halla m uy presente la preocupación por la educa-
ción com o m edio para la liberación de los hom bres. Por lo que
se refiere a su huella en el anarquism o, habría que decir lo
m ism o. En el continente europeo, su influencia ha sido m uy
escasa y en todo caso, llegó de la m ano de Kropotkin, quien
divulgó sus principales ideas en el artículo que escribió para la
Enciclopedia Británica titulado «Anarquism o» 18 . Más fuerte
es su presencia, com o por otra parte resulta lógico, en el m o-
vim iento libertario británico y norteam ericano. J osiah Warren
(1798-1874) es, tal vez, su m ás directo heredero. Warren parti-
cipó en la com unidad New Harm ony, que Owen había fundado
en los Estados Unidos, así com o en otros experim entos com u-
nitaristas. Una de sus grandes preocupaciones fue la responsa-
bilidad de cada individuo para transform ar el m undo a partir
de su propio perfeccionam iento m oral, idea que recuerda a
Godwin plenam ente. Otros autores que m anifestaron rasgos,
ya no tan evidentes, de nuestro autor fueron Stephen Andrews
y Lysander Spooner, así com o Benjam in Tucker, el poeta J oel
Barlow o, m ás m odernam ente, Herbert Read 19 .

RAQUEL SÁNCHEZ GARCÍA.

18 P. Kropotkin, «Anarquismo», en Folletos revolucionarios (Tus-

quets, Barcelona 1977), edición, introducción y notas de R. N. Bald-


win. Sobre la presencia de Godwin en los clásicos del anarquism o: G.
Crowder, Classical Anarchism . The Political Thought of Godw in,
Proudhon, Bakunin and Kropotkin (Clarendon Press, Oxford 1991).
19 Sobre estos autores: P. Avrich, Anarchist voices: an oral history

of anarchism in Am erica (Princeton University Press, Princeton


1996); W. Bailie, Josiah W arren. The first Am erican Anarchist (Bos-
ton 190 6); D. De Leon, The Am erican as Anarchist: Reflections on
Indigenous Radicalism (J ohn Hopkins University Press, Baltimore
1978).
| 132
EL PENSAMIENTO LIBERTARIO DE GODWIN:
UTILITARISMO Y RACIONALIDAD INSTRUMENTAL 1

In tro d u cció n

F recuentem ente se ha em parentado el pensam iento de Wi-


lliam Godwin (1756-1836) al de J erem y Bentham (1748-18 32),
am bos ingleses han sido señalados com o padres teóricos del
Utilitarism o. Ciertam ente, el lenguaje de Godwin está plagado
de térm inos que abundan en las obras de los pensadores utili-
taristas del periodo. Algunos 2 han defendido el carácter utilita-
rista de Godwin pese a las posturas que lo señalaban com o
ajeno a dicha corriente. Otros, incluso, han sugerido la posibi-
lidad de una lectura libertaria de su utilitarism o. Es indudable
que a lo largo de la obra de Godwin se plantean cuestiones tí-
picam ente utilitaristas, tal com o el fam oso «fire case». 3 De
hecho, los debates en torno a su calidad de utilitarista discu-
rren acerca de si la variable cualitativa de los placeres lo des-
enm arca de dicha corriente, o si realm ente recogía la tradición

1 Publicado en Crítica Jurídica, nº 35, enero/ junio de 20 13.


2 Lamb, Robert, W as W illiam Godw in an Utilitarian? Journal of
the History of Ideas-Vol. 70 No.1- Enero de 20 0 9, pp. 119-141.
3 Godwin, William (1793), Investigación acerca de la justicia polí-

tica y su influencia en la virtud y la dicha generales. Ed. 1945, Bue-


nos Aires-Argentina. Editorial Tupac, p. 55. «Un hom bre es de m ás
valor que una bestia, porque en posesión de m ás altas facultades, es
capaz de una felicidad m ás refinada y genuina. Del m ism o m odo el
ilustre arzobispo Cam brai tiene m ás valor que su criada y hay po-
cos entre nosotros que vacilarían en fallar, si su palacio estuviera
en llam as y sólo la vida de uno de ellos pudiera ser salvada, sobre
cuál de ellos debería ser preferido».
| 133
hedonista —considerándola a ésta troncal para el Utilitarism o
Clásico.
Sin em bargo, m e interesa analizar si es posible una lectura
de su obra en térm inos utilitario-libertarios, o si, por el contra-
rio, el Utilitarism o es incom patible con una visión libertaria de
la sociedad, y, a su vez, si una lectura utilitarista es consistente
con una visión de la racionalidad no instrum ental, com o la
que, creo, sostiene Godwin. Para este propósito trabajaré sobre
algunos de los planteam ientos ético-políticos de Godwin con-
traponiéndolos con otros sim ilares de Bentham , este últim o
señalado com o exponente m ás representativo del Utilitarism o
Clásico.
Si en térm inos esquem áticos puede plantearse la existencia
de dos cam inos teóricos entre finales del siglo XVIII y princi-
pios del siglo XIX: un cam ino axiom ático, jurídico deductivo,
un discurso asociado a la Revolución Francesa, vinculado a la
noción de soberanía y otro cam ino referido estrictam ente a la
práctica gubernam ental y a los lím ites que de hecho pueden
ponérsele al gobierno —en térm inos de Utilidad—; en otras
palabras, el cam ino rousseauniano y el cam ino utilitarista, 4 la
tradición francesa y la anglosajona, advertim os lo problem áti-
co que resulta etiquetar o clasificar a W. Godwin en la m edida
en que se encuentra en m edio de am bas tradiciones. La in-
fluencia del pensam iento político de Rousseau en Godwin es
innegable, pero tam bién lo es la realidad del utilitarism o en
m uchos de sus planteos éticos.
Si el Utilitarism o nace, según Foucault, com o una tecnología
de poder, de la práctica gubernam ental, de los lím ites de la
intervención del gobierno y de la form ación de un Derecho
Público y Adm inistrativo, peca en su origen de aceptar la legi-

4 Así lo sugiere Foucault: Foucault, Michel (1979), Nacim iento de

la biopolítica (trad. De Pons Horacio). Buenos Aires, Argentina. Ed.


Fondo de Cultura Económ ica 20 0 8 - pp. 43-67, clase del 17 de enero
de 1979.
| 134
tim idad del gobierno y difícilm ente tendrá que ver con la tradi-
ción libertaria. Se desem baraza del problem a acerca de los
fundam entos de la soberanía. Particularm ente, el Utilitarism o
Clásico, especialm ente en la versión de J . Bentham , se preocu-
pa antes que del fundam ento de la obediencia 5 de las cuestio-
nes de la naturaleza y los requisitos del buen gobierno, dando
por sentada la posibilidad de que haya un buen gobierno.
Godwin, por su parte, se m ete de lleno en la cuestión de la
constitución política de la sociedad, sus bases, fundam ento y
naturaleza, y arrem ete contra el principio m ism o de autoridad.
Más allá de las condiciones históricas del surgim iento del
Utilitarism o, de la función que este tipo de discurso desem pe-
ñó en los hechos, quiero adentrarm e en la problem ática de la
consistencia interna que podría tener un utilitarism o liberta-
rio a partir de sus presupuestos m ás arraigados. Para tal fin
desarrollaré prim ero lo que entiendo por el Principio de Auto-
nom ía Radical en Godwin ligado a la idea de prim acía del jui-
cio propio.

Prin cipio d e Au to n o m ía In d ivid u al Rad ical

Según Godwin: «Para un ser racional sólo puede haber una


regla de conducta: la J usticia. Y sólo un m edio de practicar esa
regla: el ejercicio del juicio personal». 6 En esta afirm ación —
nodal para entender la propuesta godwiniana— el autor dice,
entre otras cosas, que la norm a de conducta es una sola, o di-
cho de otro m odo, no hace distinción entre norm as m orales y
norm as jurídicas. Los hom bres deben conducirse de acuerdo
con la J usticia, a pesar de otras norm as o reglas de conducta
que puedan estar vigentes en la sociedad en que viven. Y el

5 Cfr. Pocklington, Thomas C., Political Philosophy and Political

Obligation. Canadian J ournal of Political Science / Revue canadien-


ne de science politique, Vol. 8, No. 4 (Dec., 1975), pp. 495-50 9.
6 Godwin, William , La justicia política, p. 76.

| 135
juicio sobre lo justo y lo injusto recae en últim a instancia en
cada individuo.
En últim a instancia, porque la form ación del juicio práctico,
com o la de todo juicio —según Godwin—, tiene lugar intersub-
jetivam ente a través de la com unicación. En num erosas opor-
tunidades el autor destaca la calidad hum ana com o aquella que
se constituye a partir de esta interacción. El juicio personal no
es producto de la m editación solitaria ni del cálculo de m edios
y fines. No se m ueve el autor en el m arco de una concepción
instrum ental de la racionalidad, sino que entiende que la for-
m ación del juicio, esté referido al m undo de la Naturaleza, al
m undo de las relaciones interpersonales, o a sí m ism o, se lleva
a cabo a partir de la continua ilustración sobre tales asuntos, y
a partir, fundam entalm ente de la conversación, discusión y
deliberación con sus sem ejantes en condiciones de igualdad y
libertad.
En efecto, el autor ensalza la instrucción a través de la lectu-
ra, en el entendim iento de que a través de ella se da un diálogo
entre el autor y el lector. Al igual que el «cam aleón» 7 que asu-
m e el color de las sustancias sobre las que descansa, el lector se
posiciona en el lugar del otro, concede a sus argum entos, acep-
ta —aunque sea tem poralm ente— sus puntos de vista. El indi-
viduo vuelve su intelecto m ás dúctil, m ás com prensivo del otro
a través de la lectura, se convierte en alguna m edida en «cria-
tura» del autor de la obra leída.
Tam bién el juicio se form a a partir de la discusión «en tiem -
po real» con los sem ejantes. En el prefacio a The Enquirer
(1797), cuatro años m ás tarde de la prim era edición de Political
Justice, Godwin advierte que ha abandonado el m étodo de
investigación de la verdad utilizado en su prim er obra, que
consistía en form ular un principio y deducir a partir de él sus

7 Godwin William , 1797, The Enquirer, Reflections on Education,

Manners and Literature, Printed for G.G. and J . Robinson, Pater-


noster-Row, London, England, p. 33.
| 136
consecuencias para adoptar un nuevo m étodo de acceso a la
Verdad, cual es la discusión coloquial. Efectivam ente, presenta
sus ensayos com o resultado de conversaciones de las que él
m ism o ha participado a lo largo de los años.
Si el juicio personal se form a a través de la ilustración y la
conversación (o dicho de otro m odo, del diálogo diferido en el
tiem po y el diálogo actual) no nos puede resultar extraño que
el autor elogie, por ejem plo, la idoneidad de los viejos clubes
ingleses, donde se realizaban periódicas reuniones de círculos
pequeños e independientes para la form ación del propio juicio,
donde los m iem bros se encontraban en un plano de plena li-
bertad e igualdad para expresar sus opiniones. Rechaza de
lleno las grandes asam bleas donde la expresión del propio jui-
cio u opinión se ve coartada por la fuerza del núm ero. Confía
en el hábito de la «conversación am istosa», que nos habitúa a
escuchar diversidad de ideas y de opiniones, nos obliga a
ejercitar la atención y la paciencia (…) Si rem em ora su pro-
pia historia intelectual, todo hom bre pensante reconocerá que
debe las sugestiones m ás fecundas a ideas captadas en ani-
m ados coloquios. 8
En efecto, Godwin considera que la regla m oral por excelen-
cia es aquella por la cual el individuo se escapa de su propio
punto de vista, se coloca en lugar del otro respecto del cual
debe actuar o decidir. Señala el autor que el agente debe for-
m arse una adecuada idea de los placeres y desplaceres del otro,
entendiendo, claro, que pueden ser distintos de los propios.
Opera una especie de «transm igración» voluntaria entre los
individuos involucrados, que será m ás perfecta cuanto m ás
conozcam os las opiniones del otro. Tarde o tem prano siem pre
habrá tiem po para la deliberación, pero m ientras no sea posi-
ble, puede el agente «evocar» en su propia m ente las preocu-
paciones, sentim ientos, prejuicios, m otivos del otro para for-

8 Godwin, La Justicia Política, p. 129.


| 137
m arse el juicio personal y así proceder. No porque el Hom bre
pueda form arse juicios a priori sobre asuntos m orales, sino
porque en un buen hom bre, en un hom bre educado, ilustrado,
ya se encuentran los valores de la sociedad en que vive, valores
de los otros, opiniones de los otros, sentim ientos de los otros;
por ello, el buen hom bre avezado ya en esta transm igración
actúe probablem ente con rectitud aun en aquellos m om entos
en que la deliberación no sea posible —pero solam ente, cuando
no sea posible. 9
Por otra parte, sabido es que Godwin, al igual que sus con-
tem poráneos utilitaristas, hacía una defensa irrestricta a la
libertad de conciencia, de expresión y de pensam iento. Pero
m e interesa resaltar que, a diferencia de la m ás fam osa defensa
que se ha hecho de estas libertades desde el Utilitarism o, 10 la
defensa godwiniana se fundam enta no ya en la Utilidad de ga-
rantizarlas sino en la ilegitim idad intrínseca de toda acción
tendente a restringir, suprim ir o afectar la Voluntad del indivi-
duo por m edio alguno que im plique la utilización de cualquier
cosa distinta que la palabra. La única coerción válida contra la
opinión de un individuo, es la del m ejor argum ento:

Cuando descendem os al terreno de la lucha violenta, abando-


nam os de hecho el cam po de la verdad y libram os la decisión al
azar y al ciego capricho. La falange de la razón es invencible. Sus
avances son lentos pero incontenibles: nada puede resistirla. Pe-
ro cuando dejam os de lado los argum entos y echamos m ano a la
espada la situación cam bia por com pleto. 11

Pero si bien, el pensam iento hum ano, las ideas m orales, las
intuiciones y las inclinaciones distan m ucho de ser un produc-

9 Godwin, The Enquirer, p. 298 y ss.


10 Mill, J ohn Stuart, Sobre la Libertad (traducción de G. Cantera),
Madrid, España, Ed. Edaf 20 0 4 —sin m enospreciar la publicación de
Bentham On the Liberty of the Press and Public Discussion, de 1820 .
11 Godwin, William , La Justicia Política, p. 123.

| 138
to de una concepción solipsista del hom bre, independiente de
toda influencia externa ni perteneciente a un hom bre aislado;
tam bién es cierto que el autor está lejos de receptar una posi-
ción donde la individualidad sea suprim ida en su interacción
con los otros. El hom bre es, en todo caso y bajo cualquier cir-
cunstancia, un ser irreductible. Y su juicio, en cuanto expre-
sión de sí m ism o, tam bién lo es. Irreductible en el sentido de
que ninguna circunstancia extraordinaria legitim ará una inter-
vención coactiva sobre él, ni sobre sus opiniones, ideas, o pre-
ferencias. Su individualidad no debe ser suprim ida en nom bre
de un bien m ayor. Irreductible tam bién, porque tam poco será
legítim a introm isión alguna en sus acciones, y aquí reside la
radicalidad de la autonom ía individual tal com o él la entiende.
No hay intervención coactiva sobre lo que otros denom inarían
su fuero interno pero tam poco sobre su fuero externo. En efec-
to, sus reflexiones en torno al Martiricidio 12 y al Castigo así lo
confirm an: jam ás será legítim o el sacrificio forzado de un indi-
viduo para el bien del conjunto. La facultad de autodeterm ina-
ción del hom bre en los térm inos en los que lo plantea el propio
Godwin, una facultad insustituible e inalienable, es incom pati-
ble con toda autoridad de la sociedad sobre el individuo. 13
En contraste con la concepción liberal de autonom ía, God-
win no distingue dos órbitas de acción: una privada y una pú-
blica, donde una queda reservada a la conciencia sin que sea
posible la introm isión, y la segunda, donde el individuo debe

12 Godwin, William , An Enquiry Concerning Political Justice and

Its Influence on General Virtue and Happiness, Printed for GGJ and
J . Robinson, Paternoster– Row, London, England (Of Suicide, Ap-
pendix No. I. p. 87) p. 92. El Apéndice acerca del Suicidio no se en-
cuentra en la versión castellana citada previam ente, sino en la ver-
sión digitalizada de la prim era edición de la obra en idiom a original.
13 Godwin ensayará, sin embargo, un esquem a político provisorio

de dem ocracia representativa y deliberativa en territorios pequeños,


pero nunca dejará de im pugnar la base m ism a del poder político. La
dem ocracia, será en térm inos del propio Godwin, como el m al menor
en m ateria de Gobiernos.
| 139
dar cuenta de sus acciones a la sociedad o al gobierno. Pero
tam poco, com o podría suponerse, hay en Godwin una reduc-
ción del ám bito reservado a la conciencia junto a una am plia-
ción de la esfera susceptible de introm isión por parte de la so-
ciedad. Muy por el contrario, Godwin afirm a que no hay
ám bito de acción hum ana del que no se deba rendir cuentas a
la propia conciencia ni ám bito de acción en el que sea legítim a
la intervención coactiva de la sociedad. Godwin ni reduce ni
am plía las esferas de acción privada y pública, sino que disuel-
ve esa distinción y reclam a para el individuo la m áxim a liber-
tad. Libertad que no consiste en acción caprichosa y arbitraria
del individuo sino en acción racional, esto es, de acuerdo con la
regla de justicia a la que se accede por m edio de la ilustración,
la reflexión y la perpetua deliberación entre hom bres libres e
iguales. Es por ello que el fundam ento últim o de sem ejante
radicalidad en la concepción de la autonom ía, para Godwin
reside en la condición del hom bre en tanto ser racional:

¿Cuál es el fundamento de la m oral y del deber? La J usticia


(…) Pero las reglas de la justicia son a m enudo obscuras, dudosas
y contradictorias; ¿Qué criterio em pleam os para librarnos de la
incertidumbre? Sólo hay dos criterios posibles; la decisión por el
juicio ajeno y la decisión por nuestra propia conciencia (…) si ab-
dicam os de nuestro entendim iento habrem os renunciado a nues-
tra condición de seres racionales y por tanto habremos abando-
nado también la condición de seres m orales (…). 14

Esta concepción de autonom ía radical del hom bre se condi-


ce con la concepción de una racionalidad constituida, com o se
ha señalado, a partir de la interacción com unicativa entre seres
m orales. Es por ello que, aun cuando se pueda vislum brar en
Godwin visos de Utilitarism o, lo cierto es que este Principio de

14 Godwin, William , La Justicia Política. pp. 322/ 3.


| 140
Autonom ía Radical que atraviesa toda su obra im pide una lec-
tura lisa y llanam ente utilitarista.

Prin cipio d e U tilid a d y Racio n alid ad In s tru m e n tal

Tom em os una definición clásica de la Teoría Utilitarista: El


Utilitarism o com o la corriente ética y política que adopta por
fundam ento el Principio de la Mayor Felicidad del Mayor Nú-
m ero, según el cual

las acciones son correctas en la m edida en que tienden a pro-


m over la felicidad, incorrectas en cuanto tienden a producir lo
contrario a la felicidad. Por felicidad se entiende el placer y la au-
sencia de dolor; por infelicidad el dolor y la falta de placer (…) tal
criterio no lo constituye la felicidad del propio agente, sino de la
m ayor cantidad total de felicidad. 15

Para un utilitarista clásico, entonces, existe el deber m oral


de orientar la conducta de m odo tal que frente a un abanico de
posibilidades de acción, se realice aquella cuyas consecuencias
sean las m ayorm ente benéficas para la Felicidad General sin
consideración acerca de la distribución de ese cúm ulo de Feli-
cidad, ni tam poco de la distribución de algún eventual sacrifi-
cio (siem pre y cuando la sum a neta se conform e al Principio de
Mayor Felicidad) que algún o algunos individuos deban pade-
cer. Concibe, por tanto, la acción m oral com o un tipo especial
de acción: aquella que se realiza con arreglo a fines, una acción
que previo cálculo de m edios y consecuencias es llevada a cabo
con una finalidad determ inada. Supone, asim ism o, que la ac-
ción de afectar negativam ente a otro individuo —por ejem plo,
quitándole la vida, la libertad o los bienes— en pos de la Utili-
dad puede —y en su caso, debe— realizarse forzosam ente, es

15 Mill, J ohn Stuart (1863), El Utilitarism o (trad. Esperanza Gui-


sán, 1983), Madrid-España, Editorial Alianza-pp. 49-50 / 57.
| 141
decir, sin el consentim iento del afectado. El «otro» es incorpo-
rado al cálculo de Utilidad com o un dato m ás de la realidad.
Esto es válido no sólo para el Utilitarism o Clásico sino para el
Utilitarism o en cualquiera de sus form as, ya que sim plem ente
se deduce del Principio de Utilidad. 16
Para un utilitarista típico, entonces, no solam ente es posible,
sino encom iable, orientar las acciones de todos los hom bres
con arreglo al principio de utilidad sin otra consideración. La
institucionalización de ese principio no hará otra cosa que ga-
rantizar la reducción de las conductas que se consideran con-
trarias a él —a partir del castigo— y, por tanto, la cristalización
del Principio en Ley, en Norm a J urídica increm entará la Utili-
dad General. Lo que para Bentham eran instrum entos eficien-
tes para vehiculizar el progreso social —las leyes y las institu-
ciones—, para Godwin no eran otra cosa que resabios de la
barbarie hum ana que debían extinguirse. 17
Efectivam ente, si se exalta toda acción que procure el Bien
General —sea en térm inos hedonistas, de bienestar, etc. — in-
dependientem ente de la voluntad o consentim iento de los afec-
tados, y esto es lo que hace el Utilitarism o, entonces el Princi-

16 Es cierto que ha habido intentos de form ular un Utilitarism o

com patible con una Teoría de los derechos individuales, esto es una
especie de Utilitarism o restringido, en el que el Principio de Utilidad
encuentra un lím ite cuando se topa con derechos, com o el que for-
m ula M.D. Farrell en Utilitarism o, Ética y Política, Buenos Aires,
Argentina, Ed. Abeledo Perrot 1983, pp. 358 -372. Pero el propio au-
tor reconoce que cuando no existen alternativas disponibles en las
que un derecho prevalezca aun perdiendo cierto grado de utilidad,
entonces prevalece el cálculo utilitarista por sobre el derecho (p.
367). En la m ism a línea, Sm art señala cóm o todo utilitarism o res-
tringido, si es utilitarism o, colapsa en un utilitarism o extremo (en el
que prevalece siem pre el principio de utilidad), en definitiva el único
utilitarism o. Véase en J .J .C. Sm art, Extrem e and Restricted Utilita-
rianism , The Philosophical Quarterly, Vol. 6, No. 25. (Oct., 1956), pp.
344-354.
17 Cfr. Häyry Matti, Liberal Utilitarianism and Applied Ethics,

Londres, Inglaterra, Ed. Routledge, 1994, p. 42


| 142
pio de Utilidad está enteram ente im bricado con el Principio de
Autoridad. La cual es aquí entendida com o desplazam iento de
la autonom ía individual a favor de la potestad de un individuo
o conjunto de individuos de decidir por el otro, en nom bre del
otro, en lugar del otro.
No sólo una buena acción para un utilitarista, es decir, una
acción conform e al principio de utilidad, no precisa para ser tal
de la aprobación de los afectados, ni aun de una m ayoría de
ellos, ni tam poco de una potencial aprobación, sino que segui-
rá siendo buena cuando se realice a pesar y contrariam ente a
su voluntad. Tam poco requiere la regla bajo la cual cae una
buena acción de form a alguna que perm ita deducir su posible
aceptabilidad por los involucrados. El principio de utilidad
m anda a actuar estratégicam ente, a orientar la conducta con
arreglo a fines, a m axim izar beneficios, a actuar eficientem ente
una vez que se ha fijado el propósito deseado. El individuo, y el
gobierno, han de proceder estratégicam ente respecto de los
objetos que lo rodean, tam bién deben hacerlo de este m odo
respecto de los dem ás individuos com o si tam bién éstos fueran
objetos. Im pera la racionalidad instrum ental. El otro y los
otros se incorporan al cálculo de la utilidad com o un objeto
m ás de la realidad sobre la cual se debe actuar. La considera-
ción acerca de la m ay or felicidad o bienestar o placer de ese
colectivo no hace m ás que confirm ar su realidad com o sim ples
depositarios de placer y dolor, sin voz, sin opinión, sin auto-
nom ía. El otro, a los ojos del agente, no es m ás que un instru-
m ento para lograr fines, sea el agente un individuo o el go-
bierno m ism o. Tan ligada está con el utilitarism o clásico la
noción de acción estratégica que la definición m ism a de la
tarea del gobierno está expresada por Bentham en esos térm i-
nos: «La tarea del gobierno es prom over la felicidad de la
sociedad, por m edio de castigos y recom pensas». 18 El go-

18 Bentham , J erem y, Los Principios de la Moral y la Legislación


(trad. Margarita Costa); Buenos Aires, Argentina, Editorial Claridad,
| 143
bierno, ha de actuar respecto de los ciudadanos de la m ism a
m anera que el científico ha de actuar respecto de la naturaleza:
ha de disponer de ella, influir sobre ella, m anipularla y contro-
larla.
Bentham estaba tan interesado en el consentim iento del de-
tenido ubicado en una estructura arquitectónica panóptica
com o Godwin lo hubiera estado en aceptar el ingreso de al-
guien allí. «Facúltesem e a construir una prisión con ese m o-
delo y y o seré su carcelero», 19 reclam aba Bentham a un dipu-
tado de la Asam blea Nacional de Francia, renunciando a todo
salario. Pero no se trata de una especulación sobre la psicolo-
gía de cada uno de los autores, sino de com prender las conse-
cuencias en que derivan sus supuestos. Recuérdese la presen-
tación que del Panóptico hace Bentham :

Si fuéramos capaces de encontrar el modo de controlar todo lo


que a cierto núm ero de hom bres les puede suceder; de disponer
de todo lo que los rodea a fin de causar en cada uno de ellos la
im presión que quisiéram os producir; de cerciorarnos de sus m o-
vim ientos, de sus relaciones, de todas las circunstancias de su vi-
da, de m odo que nada pudiera escapar ni entorpecer el efecto
deseado, es indudable que un m edio de esta índole sería un ins-
trum ento m uy potente y ventajoso, que los gobiernos podrían
aplicar a diferentes propósitos, según su trascendencia. 20

Nada m ás gráfico de la racionalidad instrum ental, propia del


Utilitarism o Clásico, que la idea del Panóptico en el cual el
hom bre no es m ás que algo de lo que se dispone, se controla,

20 0 8. Capítulo VII «Acerca de las Acciones Hum anas en general», p.


73.
19 Carta de J erem y Bentham a J . Ph. Garran, diputado ante la

Asam blea Nacional, del 25 de noviembre de 1791: en Bentham , J e-


rem y, El Panóptico (trad. De Levit Fanny D.); Buenos Aires, Argenti-
na, Ed. Quadrata, 20 0 4.
20 Bentham , J . El Panóptico (trad. De Levit Fanny D.); Buenos Ai-

res, Argentina, Ed. Quadrata, 20 0 4, p. 15.


| 144
se vigila, se observa, se estudia, se m anipula. No hay posibili-
dad alguna de concebir al carcelero y al detenido en pie de
igualdad. Ya el diseño arquitectónico del panóptico, en cuanto
dispositivo de poder, presupone la m irada objetivante de un
sujeto que se ubica por encim a de otro, que no le presta oído
sino en la m edida en que pueda extraer de él algo útil para un
nuevo som etim iento, para perfeccionar el ejercicio m ism o de
poder, para hacerlo m ás eficientem ente.
No sólo en la concepción bentham iana de la tarea de todo
gobierno ni en la concepción del crim inal se evidencia el tipo
de racionalidad que está detrás del cálculo utilitarista. Tam -
bién en su concepción de la educación podem os advertirlo:
dice Bentham que «velar por la educación de un hom bre es
cuidar de todas sus acciones; es situarlo en una posición en la
que se pueda influir sobre él com o se desee, seleccionando los
objetos de los que se rodea y las ideas que en él se siem -
bran», 21 aquí el contraste con Godwin es abism al. En Teoría
Política, ha habido quien ha tom ado el m odelo de poder pa-
terno para legitim ar la autoridad o poder político (v. gr. Ro-
bert Film er), tam bién quien ha contrapuesto am bos m odelos
para legitim ar el poder político sobre un fundam ento distinto
(v. gr. Rousseau); pero Godwin, los ha equiparado para im -
pugnar el fundam ento de la autoridad tanto de uno com o del
otro a la vez. La educación paterna, según Godwin, retom a la
línea que veníam os viendo:

Los argum entos aducidos contra la coerción política son


igualm ente válidos contra la que se ejerce entre am o y esclavo o
entre padre o hijo (…) En sum a, podemos plantear este irresisti-
ble dilem a. El derecho del padre sobre el hijo reside o bien en su
m ayor fuerza o en la superioridad de su razón. Si reside en la
fuerza, hem os de aplicar ese derecho universalm ente, hasta eli-
m inar toda moralidad de la faz de la tierra. Si reside en la razón,

21 Ibíd.

| 145
confiem os en ella com o principio universal. Es harto lam entable
que no seamos capaces de hacer sentir y com prender la justicia
m ás que a fuerza de golpes. Considerem os la violencia sobre el
espíritu de quien la sufre. Com ienza causando una sensación de
dolor y una im presión de repugnancia. Aleja definitivam ente del
espíritu toda posibilidad de com prender los justos m otivos que
en principio justificaron el acto coercitivo, entrañando una confe-
sión tácita de inepcia. Si quien em plea contra m í la violencia,
dispusiera de otras razones para im ponerm e sus fines, sin duda
las haría valer. Pretende castigarm e porque posee una razón m uy
poderosa, pero en realidad lo hace sólo porque es m uy endeble. 22

Por su parte, en su obra The Enquirer, advierte que el objeto


de la educación es la felicidad. La del individuo, en prim er
térm ino, y luego (consecuentem ente) la de la especie hum ana.
El hom bre debe ser útil en su sociedad, pero no en los térmi-
nos en que lo piensa Bentham , sino que para Godwin, ser útil
significa ser virtuoso, hacer uso de las facultades m ás elevadas
del hom bre. 23
Queda en evidencia el abism o en la concepción del poder en-
tre Bentham y Godwin, así com o la incom patibilidad de am bos
sistem as. Para Godwin, ni siquiera el niño, en tanto ser capaz
de lenguaje, puede ser avasallado por la fuerza, sino que debe
ser tratado com o un interlocutor legítim o.

Co n clu s ió n

Hem os visto cóm o, en Godwin, aparece otro principio regu-


lativo adem ás del principio de utilidad: el principio de la auto-
nom ía individual, entendiéndola, radicalm ente, hasta sus úl-
tim as consecuencias. Una autonom ía por la cual el hom bre es
un ser m oral, capaz de autodeterm inarse, pero tam bién, capaz
de com prender la autonom ía de los dem ás hom bres y, junto

22 Godwin, William , La Justicia Política. p. 325.


23 Godwin, William , The Enquirer, p. 1.
| 146
con ellos, a partir de la m utua y recíproca acción, form arse el
propio juicio acerca de lo justo y lo injusto. Una autonom ía
irreductible, en la m edida en que no puede dejar de ser indivi-
dual, que no se funde en una autonom ía superior ni colectiva,
sino que siem pre persista. Irreductible, tam bién, porque no es
transigible. Está planteada en térm inos tan radicales que no
hay cálculo de utilidad alguno que habilite avasallar coactiva-
m ente la autonom ía del otro. 24 Radical, tam bién, porque asiste
al hom bre desde su niñez, en la m edida que se constituye com o
un ser capaz de lenguaje y sentim iento m oral, de com prender
razones y argum entos, de cuestionar y reflexionar.
Cabe preguntarse si la autonom ía, entendida en estos tér-
m inos, puede com patibilizarse con el principio de utilidad.
Sabem os ya que no se trata de un utilitarism o típico, por
cuanto la persecución de la m ayor utilidad encuentra un freno
insalvable en la autonom ía de los otros. Esto quiere decir que,
aun cuando m i juicio personal m e indique que es conform e a la
regla de utilidad —o justicia— actuar de determ inada m anera,
no podré proceder así si esto envuelve coerción sobre los otros.
Deberé, en su caso, intentar convencerlos de lo justo en m i
actuar, por m edio de una libre discusión y deliberación, de

24 En la hipótesis que plantea Godwin del Incendio —conocido co-


m o «fire case» por el Utilitarism o— donde indefectiblem ente debe
decidirse a quién salvar bajo un cálculo de utilidad, que ha sido re-
form ulado en diversas oportunidades por el autor, el supuesto es de
extrem a necesidad y urgencia, donde hay una situación fortuita, que
a m i entender no puede ser tom ada com o paradigma de una regla o
norm a de acción ya que el m ism o autor se encarga de im pugnar se-
m ejantes reglas de acción al discurrir, por ejem plo, sobre el m artiri-
cidio. Por su parte, Godwin adm ite casos de coacción legítim a para
evitar un m al m ayor, com o el caso de lim itar la libertad del crim inal
que ha com etido hom icidio, m ás no com o castigo sino com o medida
preventiva. Otros casos mencionados por el autor, son los casos de
peligro externo o interno, pero en todo caso quedará a consideración
del individuo decidir resistir a m andatos coactivos o actuar según
ellos.
| 147
m odo que no deba servirm e de la fuerza para lograr m i propó-
sito —el que de acuerdo con m i juicio, conform ado a partir de
la discusión m ism a, sea el m ás acorde a la Regla de J usticia— y
que, en su caso, variará tam bién en la m edida en que los de-
m ás hayan podido convencerm e, eventualm ente, de m i error.
Tam bién se trata, en todo caso, de un utilitarism o atípico, en
la m edida en que la utilidad no es producto de la razón ins-
trum ental-cognitiva de un sujeto que procede respecto de sus
sem ejantes estratégicam ente. Las acciones de los hom bres no
son concebidas por Godwin m ecánicam ente, esto es, com o
efecto de seres biológicos som etidos a sus dos am os: el placer y
el dolor, 25 frente a cuyo influjo respondem os com o por acto
reflejo. Godwin, aun receptando en algún punto presupuestos
hedonistas, concibe la utilidad, no ya desde esa racionalidad
instrum ental, sino com o aquel principio al que se accede inter-
subjetivam ente, por m edio de la ilustración, de la com unica-
ción, de la deliberación en condiciones de igualdad y libertad,
de la argum entación y de la contraargum entación. En todo
caso, com o hem os visto, la determ inación de su significado
últim o queda en la cabeza de cada hom bre individual, pero no
ya a partir de la reflexión solitaria sino a partir del libre debate
de ideas.
Tam bién atípico su utilitarism o, en la m edida en que es in-
com patible con el principio de autoridad, el cual estaba, com o
hem os visto m ás arriba, profundam ente im bricado con el prin-
cipio de utilidad.

25 Bentham , J ., Los principios de la m oral y la legislación (trad.

Margarita Costa); Buenos Aires, Argentina, Editorial Claridad, 20 0 8.


Capítulo I «Acerca del Principio de Utilidad», p. 11. «La naturaleza
ha puesto a la hum anidad bajo el gobierno de dos am os soberanos:
el dolor y el placer. Sólo ellos nos indican lo que debem os hacer, así
com o determ inan lo que harem os (…) El principio de Utilidad reco-
noce esta sujeción y la asum e para el fundam ento de ese sistem a,
cuy o objeto es erigir la estructura de la felicidad por obra de la ra-
zón y la ley ».
| 148
La pregunta sobre el utilitarism o de Godwin, reside entonces
en la delim itación de lo que se considera Utilitarism o. Si por
tal entendem os la definición citada de Mill, o bien, los rasgos
m ás salientes de la obra bentham iana, según hem os descrito,
entonces, Godwin difícilm ente podrá ser tildado de utilitarista
y deberem os inclinarnos por situarlo com o un verdadero here-
dero de esa tradición a caballo de finales del siglo XVIII y prin-
cipios del siglo XIX que Foucault llam aba, axiom ática, revolu-
cionaria, rousseauniana.

MARÍA EMILIA BARREYRO.

| 149
WILLIAM GODWIN Y EL ANARQUISMO
A PROPÓSITO DEL POLITICAL JUSTICE 1

E n el pasado m es de Febrero, se cum plieron doscientos años


de la publicación del m ás fam oso libro de William Godwin, En-
quiry Concerning Political Justice (1793), sobre el que Hazlitt
(citado por Brailsford 2 ) dice que

«ninguna obra de nuestra época causó sem ejante conm oción


en el pensamiento filosófico del país... En aquel entonces, en re-
lación con Godwin, se consideraba a Tom Paine como un bufón; a
Paley, com o una vieja loca; a Edm und Burke, com o un sofista re-
lum brón».

Por su parte, Benjam in Constant, en 180 4, considera al Poli-


tical Justice com o una de las obras m aestras de la época. No
quisiera pues, dejar pasar la ocasión de recordar —en la pe-
queña m edida de m is posibilidades— tal efem érides.
Para el objetivo que m e propongo, nada m ejor que recordar
aquí las palabras que dos estudiosos del anarquism o, Ángel J .
Cappelletti y Félix García Moriyón, dedican a propósito de la
obra y de la figura de William Godwin. Es Cappelletti quien
nos dice que:

«si fuese necesario grabar un nombre en la antesala del anar-


quism o, tendríam os que traer a la luz el de William Godwin... Así

1 Τέλος Vol. II nº 2, Diciembre 1993.


2 H.N. BRAILSFORD: Shelley , Godw in, and their Circle, London,
1913. Versión castellana de Margarita Villegas de Robles (Shelley ,
Godw in y su círculo, México , F.C.E ., 1942), por la que citaré.
| 151
com o en el terreno de la filosofía teórica el siglo XVIII presenciara
en las ideas británicas, la radicalización del fenóm eno, y la diso-
lución de los conceptos de sustancia y de causa, con el paso de
Locke a Berkeley y de Berkeley a Hum e, así en el terreno de la fi-
losofía política, tuvo que asistir a la radicalización del liberalis-
m o (cursivas m ías) y a la —cada día m ayor— exigencia de libertad
e igualdad hasta llegar a la abolición del Estado, con el paso de
Locke a Paine y de Paine a Godwin. (. .. ). Lo esencial de la filoso-
fía política del anarquismo lo podemos encontrar en su Enquiry
Concerning Political J ustice, y aunque su crítica del capitalismo
es aún rudimentaria, com o corresponde al carácter del m ism o, su
crítica del Estado llega ya a las raíces del poder político».

Godwin, —sigue diciendo A. Cappelletti—

«se sitúa en una línea de continuidad con Proudhon, Bakunin,


Kropotkin y Malatesta. Aunque cronológicam ente anterior a toda
organización anarquista y a todo m ovim iento obrero que pudiese
reivindicar tal denom inación, su pensam iento preanuncia lo que
será, pese a todas las discrepancias, el cam ino real del anarquis-
m o. Podem os decir que constituye su punto de partida o, por lo
m enos, su obligado atri0 » 3 .

Por su parte, en su trabajo titulado Del socialism o utópico al


anarquism o, Félix García Moriyón nos dice, a propósito del
autor, que Godwin «supone una radicalización del liberalism o
(cursivas m ías) que lo sitúa ya en posiciones casi com pleta-
m ente anarquistas… al añadirle al liberalism o una fuerte críti-
ca económ ica, propia de todo m ovim iento socialista» 4 .
Muchos son los autores que, al revisar los fundam entos de la
ideología libertaria en general, consideran al anarquism o —por

3 A.J . CAPPELLETTI : Prehistoria del Anarquism o, Madrid, Quei-

m ada, 1983; pp. 87-88.


4 F. GARCÍA MORIYÓN : Del socialism o utópico al anarquism o,

Madrid, Cincel, 1986; pp. 45-46.


| 152
em plear palabras de J .A. Álvarez J unco 5— com o la «culm ina-
ción de la ideología liberal». La figura y la obra de William
Godwin —creo yo— nos será de gran utilidad a la hora de po-
der com prender y señalar las posibles relaciones a establecer
entre una y otra ideología. Con este objetivo haré un recorrido
a través de las ideas y principios fundam entales del Political
Justice para así poder ir delim itando aquellas sem ejanzas y/ o
diferencias que nos perm itan trazar la línea divisoria o de con-
tinuidad entre el liberalism o clásico 6 y el —posiblem ente—
incipiente «anarquism o» de Godwin.
De form a m uy general, podem os iniciar nuestro recorrido
señalando que Godwin concibe la política «com o el vehículo
apropiado de una m oralidad liberal» 7. Sus conclusiones, por lo
m ism o, se derivan de principios éticos, basados —a su vez— en
una visión «particular» 8 de la naturaleza hum ana. Godwin

5 J .A. ÁLVAREZ J UNCO : La ideología política del anarquism o es-

pañol (1868-1910 ), Madrid, Siglo XXI; pág. 19.


6 Querem os indicar que, el problem a que aquí pretendo atajar na-

da tiene que ver con los motivos que, en los tiem pos que corren, pro-
vocan las discusiones sobre el tem a de las relaciones entre liberalis-
m o y anarquism o; es decir, los comentarios al Anarchy , State and
Utopia, de Robert Nozick, o al In defense of Anarchism de Robert
Paul Wolff.
7 «Another argum ent in favour of the utility of such a work was

frequently in the author's m ind, and therefore ought to be m entio-


ned. He conceived politics to be the proper vehicle of a liberal m orali-
ty», (...). Véase: W. GODWIN : «Preface to» Enquiry Concerning Poli-
tical Justice (1973). Por m i parte, todas las referencias al Political
Justice están basadas en la edición hecha por I. Kram nick (Har-
m ondsworth, Penguin Books, 1976; pág. 67-68).
8 Subrayo lo de «particular», ya que —com o escribe F.L. Baumer:

«Godwin fundam entó su utopía en una concepción de la naturaleza


hum ana mucho m ás optimista de lo que estaban dispuestos a aceptar
los liberales, fuesen franceses o ingleses». F.L. BAUMER: Modern
European Thought. Continuity and Change in Ideas. 160 0 -1950 ,
New York, Macm illan Publishing Co., Inc., 1977. Hay traducción
castellana (por la que citam os) de J uan J osé Utrilla: El pensam iento
| 153
afirm a de form a insistente la existencia de una indisoluble
conexión entre la política y ética. Para él, la política no es otra
cosa que una sección de la ciencia de la ética:

«De lo dicho parece que el asunto de la presente investigación


es, estrictamente hablando, una parte de la (ciencia de las cos-
tum bres) ética. La m oralidad es la fuente de la que se deben de-
ducir sus axiom as fundam entales…» 9

Godwin, com o ya se indicó, cree firm em ente en la posibili-


dad de establecer una ciencia de la política sobre principios
«Optim istas» de la naturaleza hum ana y, a partir de ellos, de-
ducir la m ejor form a de existencia social. Su objetivo funda-
m ental será, por lo tanto, el establecim iento del tipo de socie-
dad que m ejor se adapte al hom bre m oral aunque, —com o
verem os— su ideal de una sociedad justa, no incluye al go-
bierno. En este sentido, creem os necesario decir que Godwin
distingue cuidadosam ente entre gobierno y sociedad; o, —co-
m o diría Álvarez J unco 10 — entre «la sociedad com o im pres-
cindible elem ento en el que se desenvuelve la vida individual y
la sociedad com o conjunto de reglas, escritas o no, defendidas
por las instituciones dotadas de poder de coacción, que lim itan
la libertad individual». En este sentido, el autor del Political
Justice, afirm a que am bos —sociedad y gobierno— tienen orí-
genes y propósitos distintos:

«... es necesario, antes de entrar en el asunto, distinguir cuida-


dosam ente entre sociedad y gobierno. Los hombres se asociaron

europeo m oderno. Continuidad y cam bio en las ideas. 160 0 -1950 ,


México, F.C.E ., 1985; pág. 227.
9 «From what has said it appears that the subject of our present

Enquiry is strictly speaking a departm ent of the science of m orals.


Morality is the source from which its fundamental axiom s m ust be
drawn…». (P.J .; pág. 168).
10 J .A. ÁLVAREZ J UNCO : Opus cit.; pág. 23.

| 154
al principio a causa de la asistencia m utua. No previeron que ha-
ría falta ninguna restricción para reglam entar la conducta de los
m iembros individuales de la sociedad entre sí o en relación con el
todo. La necesidad de restricción nació de los errores y m aldades
de unos pocos» 11.

Y, un poco m ás adelante, retom ando palabras del Com m on


Sense de Thom as Paine, concluye que la sociedad, en cualquier
condición, es siem pre una bendición; m ientras que el go-
bierno, aún en el m ejor de los casos, es solam ente un m al ne-
cesario 12 .
De alguna form a, y para esquem atizar el contenido del Poli-
tical Justice, podem os retom ar la clásica fórm ula (tan querida
de los anarquistas) «destruam et aedificabo», que nos perm iti-
rá señalar la existencia de —al m enos— dos grandes partes en
dicha obra: una, de sentido crítico o negativo; otra, de sentido
positivo o reconstructivo; aunque, com o señala el profesor
Kram nick en la «Introducción» a su edición del Political Justi-
ce (London, Penguin Books, 1976), cabe señalar dos fases en la
parte crítica o negativa; fases entre las que, por otra parte, se
establece cierta tensión, por no decir contradicción 13 .

11 «It m ay be proper in this place to state the fundam ental dis-

tinction which exists between these topics of enquiry. Man associated


at first for the sake of m utual assistance. They did not foresee that
any restraint would be necessary to regulate the conduct of individual
m em bers of the society towards each other, or towards the whole.
The necessity of restraint grew out of errors and perverseness of a
few». (P.J .; pp. 167-168).
12 Dice Godwin, refiriéndose a Thom as Paine: «An acute writer has

expressed this idea with peculiar felicity. “Society and government”


says he, “are different in them selves, and have different origins. So-
ciety is produced by our wants, and governm ent by our wickedness.
Society is in every state a blessing; governm ent even in its best state
but a necessary evil”». (P.J .; pág. 168).
13 «Godwin's anarchism is epitom ized most sim ply in his plea in

Political Justice for the dissolution of political governm ent, of that


brute engine, which has been the only perennial cause of the vices of
| 155
Siguiendo esta división, hay que indicar que, en la prim era
fase de la parte crítica o negativa, Godwin rechaza de form a
clara la tradición de los derechos naturales de Locke. Para él,
los hom bres no tienen derechos inalienables en sentido discre-
cional (o, com o él les llam a, «derechos activos»): sólo el deber
de practicar la virtud y decir la verdad. Los derechos, en su
sentido básico liberal, «Son anulados y reem plazados por la
superior exigencia de la justicia» 14 . Y podem os afirm ar que
Godwin rechaza tal tradición por ser dem asiado egoísta; ya
que, para él, el deber, la justicia y la preocupación por el bien
com ún son sacrificados en este tipo de m undo.
Com o señala P.H. Marzhall 15, Godwin es firm e en este pun-
to, y rechaza el derecho a la propiedad de Locke y el derecho a
elegir gobierno de Paine, desm arcándose de esta form a de la
tradición de la época, en la que toda lista típica de derechos
individuales incluía el derecho a la propiedad. Lejos, pues, de
esta tradición, el hom bre sólo tiene derechos y poderes discre-

m ankind. But the doctrines of this, one of the m ost sacred texts in the
anarchist tradition, are by no m eans so generally obvious and strai-
ght-forward. It is useful, therefore, so schem atize the developm ent of
the argument in Political Justice, in the following m anner. Two sta-
ges of destruction are followed by one of visionary reconstruction.
The first negative stages involves an assault on the liberal tradition,
carried out prim arily by invoking Rousseau. Then follows the attack
on law and political authority in the nam e of the liberal values of
private judgem ent and individuality. There is, to be sure, sorne ten-
sion, incom patibility and even contradiction between these two des-
tructive aspects of the argum ent, sorne of which rem ains and cannot
be reasoned away. But m uch of this tension is resolved in the positive
vision of anarchist society». I. KRAMNICK: «Introduction» to En-
quiry Concerning Political Justice. London, Penguin Books, 1976;
pp. 16-17.
14 «So m uch for the active rights of m an, which, if there be any co-

gency in the preceding argum ents, are all of them superseded and
rendered null by the superior claim s of justice». (P.J .; pág. 197).
15 P.H. MARSHALL: W illiam Godw in. London, Yale University

Press, 1984; pág. 10 0 .


| 156
cionales en cuestiones totalm ente indiferentes. Por lo dem ás,
está obligado por la justicia a cum plir su deber; a em plear su
propiedad y su persona en la producción de la m ayor cantidad
de bien general. El deber de cada uno es ver que cada acto suyo
está unido al bienestar general; esto es, al beneficio de los indi-
viduos de los que se com pone el todo:

«Supóngase —escribe— que un hombre posea una parte m ayor


de propiedad que otro (…), la justicia le obliga a considerar esa
propiedad com o un depósito (...). —Por lo tanto— no tiene dere-
cho a disponer de un chelín de ella, según su capricho…» 16 .

Pero no sólo esto, Godwin está dispuesto a prescindir del


m ás fundam ental de los derechos liberales, y así afirm a: «el
hom bre no tiene derecho a la vida, cuando el deber le llam a a
renunciar a ella» 17. Nosotros, a decir verdad, no tenem os nada
que sea nuestro; estrictam ente hablando no tenem os nada que
no tenga su destino establecido por la voz de la razón y de la
justicia:

«… Del mismo m odo que m i propiedad, poseo mi persona co-


m o depósito a favor del género hum ano. Estoy obligado a em -
plear m i talento, mi entendim iento, m i fuerza y m i tiem po en la
producción de la m ayor cantidad de bien general. Tales son las

16 «Suppose, for exam ple, that it is right for one m an to posses a

greater portion of property than another, whether as the fruit of his


industry, or the inheritance of this ancestors. J ustice obliges him to
regard this property as a trust, (…). He has no right to dispose of a
shilling of it at the suggestion of his caprice». (P.J .; pág. 175).
17 «In the first place he is said to have a right to life and personal li-

berty. This proposition, if adm ited, m ust be admitted with great lim i-
tation. He has no right to his life when his duty calls him to resigo it».
(P.J .; pág. 197).
| 157
m anifestaciones de la justicia, tan grande es la m agnitud de m i
deber». 18

Hasta aquí las ideas de Godwin correspondientes a la prim e-


ra de las fases críticas de su Political Justice, centradas en el
rechazo de la tradición liberal de los derechos naturales. Pasa-
rem os ahora a las ideas correspondientes a la segunda de estas
fases críticas, relativas a su ataque a la ley y al castigo, y a la
autoridad política, —curiosam ente— ahora en nom bre de los
valores «liberales» del juicio privado y de la individualidad.
Com o señala Isaac Kram nick 19 , a través de su preocupación
por dichos valores, puntas de lanza de su ataque a la ley y a la
autoridad política, Godwin entra de lleno dentro del ám bito de
la preocupación por la libertad individual propia de la tradi-
ción liberal. En este sentido, hem os de señalar que, para este
autor, la autodeterm inación y la independencia son algo básico
para la naturaleza hum ana:

«… el hombre es una clase de ser cuya excelencia se basa en su


individualidad y, por lo tanto, no puede ser considerado ni gran-
de ni sabio sino en la m edida de su independencia.» 20 .

El hom bre, por lo tanto, sólo puede ser estim ado en la m edi-
da en que es independiente; tiene el deber de consultar ante

18 «In the same m anner as m y property. I hold m y person as a

trust in behalf of m ankind. I am bound to em ploy m y talents, m y un-


derstanding, m y strenght and m y tim e, for the production of the gre-
atest quantity of general good. Such are the declarations of justice, so
great is the extent of m y duty». (P.J .; pág. 175). Los principios e ideas
expresadas aquí por Godwin presentan —com o en m uchas otras co-
sas— una gran influencia del serm ón sobre la Sum isión m utua de
J onathan Swift, el autor de Viajes de Gulliver.
19 I. KRAMNICK: Op. cit.; pág. 18.
20 «Man is a species of being whose excellence depends upon his

individuality; and who can be neither great nor wise but in propor-
tion as he is independent». (P.J .; pág. 556).
| 158
todo su propia razón y extraer sus propias conclusiones. Pue-
de, pues, parecer que, al referirse a la individualidad com o la
«esencia m ism a de la excelencia hum ana» Godwin está afir-
m ando la quintaesencia del liberalism o. Y puede parecer que
es esta coincidencia o acuerdo con el liberalism o el punto de
apoyo m ás firm e para afirm ar la reducción del anarquism o a
un sim ple apéndice de esta ideología. O, por decirlo de otra
form a, este acuerdo sería el que le perm ite a Agnes Heller 21
caracterizar adecuadam ente a los anarquistas com o «liberales
con bom bas», pero —en definitiva— liberales. Así pues, ya que
anarquistas y liberales com parten este valor básico, sus teorías
—parece argum entarse— deben ser consideradas com o fun-
dam entalm ente la m ism a. Sin em bargo, creem os necesario
decir que esta valoración de la individualidad por parte de
Godwin, (y sobre todo por parte del anarquism o posterior a él),
no se puede traducir de form a lineal com o la afirm ación de un
individualism o anti-social.
Es a partir de este punto donde, para m í radica la dificultad
a la hora de afirm ar tal tesis reduccionista; por lo m enos en su
sentido m ás fuerte. Com o señala Alan Ritter 22 , sólo es posible
m antener tal tesis si pasam os por alto la diferencia en el «Sta-
tus» norm ativo asignado por las dos ideologías (la anarquista y

21 En el libro, Anatom ía de la izquierda occidental, Agnes Heller y


F. Feher recogen: «la famosa percepción de Asev (…), según la cual
los anarquistas em barcados en actividades terroristas son liberales
con bombas», y afirm an que «no es sim plem ente una brom a: es una
caracterización adecuada». A. HELLER y F. FEHER : Anatom ía de la
izquierda occidental, Barcelona, Península, 1985; pág. 144. Por nues-
tra parte, quisiéram os dejar claro que no nos parece una afirm ación
adecuada, dado que, después de los estudios hechos en este sentido
por la m ayoría de los autores que se dedicaron a analizar el fenó-
m eno anarquista y su relación con el terrorism o, está bastante claro
que el fenómeno terrorista no es algo inherente al movim iento anar-
quista, por lo m enos en lo que se refiere al anarquism o clásico.
22 A. RITTER : Anarchism . A Theorical Analisis. Cam bridge, Cam -

bridge University Press, 1980 ; págs. 113 y ss.


| 159
la liberal) al polo opuesto de la individualidad; o lo que es lo
m ism o, a la com unidad. A partir de aquí, Ritter considera que
los anarquistas, lejos de ser una clase especial de liberales, son
una clase totalm ente diferente.
Por nuestra parte direm os que, si bien creem os que no es
posible afirm ar la tesis reduccionista; no es m enos cierto que, a
esta altura de nuestra investigación, y por lo que a Godwin se
refiere, tam poco se puede afirm ar tan rotundam ente la tesis de
Ritter, ya que el papel que Godwin le asigna a la com unidad no
es tan claro com o el que le asignan los anarquistas posteriores.
Volviendo a las ideas del Political J ustice, y centrándonos ya
en su crítica a la ley y a la autoridad política, creem os que es
posible establecer que es en esta crítica donde reside, por de-
cirlo de alguna form a, la fuerza que, en cierto sentido, em puja
a su «liberalism o», (desprendido de la afirm ación de la indivi-
dualidad y del juicio privado), hacia el extrem o de su «inci-
piente» anarquism o. O lo que es lo m ism o, em pleando pala-
bras de I. Kram nick, «Su pensam iento se verá arrinconado a
extrem os anarquistas a través de su crítica a la ley, al castigo y
a la autoridad política» 23 .
Al revisar las ideas de Godwin sobre la ley, vem os que parte
de la idea de que todas las leyes son arbitrarias. La ley, m ás
que proteger la libertad hum ana, es su peor am enaza. Al igual
que el lecho de Procusto, intenta en todo m om ento reducir las
m últiples acciones de los hom bres a un m odelo universal. El
punto central del que parte Godwin es la consideración de que
la

23 «This turn in the argum ent introduces Godwin's second destruc-


tive stage, his assault on law and political authority in the name of
private judgem ent and individuality. The m ood shifts decisively and
one finds the traditional liberal preocupation whith individual free-
dom pushed to extremes —to anarchists extremes—». I. KRAMNICK:
Op. cit.; pág. 19.
| 160
«diversidad de la experiencia hum ana desafía cualquier inten-
to de generalización, una de cuyas form as m ás im portantes es la
ley abstracta. Ella fija a la m ente hum ana en una condición de es-
tancam iento y sustituye al progreso por la perm anencia; en defi-
nitiva, pretende reducir las acciones de los hom bres a un m odelo
único» 24 .

Com o señala M.H. Scrivener 25, filosóficam ente, una ley tiene
el m ism o status que una opinión, ya que la ley, —desm itificada
en Godwin— no constituye m ás que una serie de opiniones
sobre cuál es la conducta social apropiada. Pero la ley hiposta-
sia a la opinión, la transform a en una verdad universal. De esta
form a, la ley es percibida com o una agencia de estancam iento
en conflicto con la creatividad de la m ente, y —por lo tanto—
com o una fuerza perjudicial. Al im poner el estancam iento,
genera una dialéctica de la sin-razón en am bas direcciones, ya
que —com o indica Godwin—«aniquila el entendim iento del
sujeto sobre el que se ejerce y, después, el de quien la ejerce» 26 .
En sus críticas al sistem a, Godwin se basa en Cesare Bone-
sana —m arqués de Beccaria— y en su concepción de la reform a
penal; aunque no acepta su justificación del castigo, por consti-
tuir éste una de las m ás im portantes justificaciones de la ac-
tuación del gobierno. Por otra parte, se ha de señalar aquí que
Godwin se opone tam bién a la clasificación bentham ita del cri-

24 «(Law). In defiance of the great principle of natural philosophy,

that there are not so m uch as two atoms of m atter of the sam e form
thrught the whole universe, it endeavours to reduce the actions of
m en, which are com posed of a thousand evanescent elem ents, to one
standard». (…). …«From all these considerations we can scarcely
hesitate to conclude universally that law is an institution of the most
pernicious tendency». (P.J .; págs. 688-689).
25 M.H. SCRIVENER : «Godwin's Philosophy: A revaluation». Jour-

nal of the History of Ideas. Vol. XXXIX, (1978); pp. 619-620 .


26 «Coercion first annihilates the understanding of the subject

upon whon it is exercised, and then of him who employs it». (P.J .;
pág. 639).
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m en y del castigo. Es m ás, al afirm ar que tanto la delincuencia
com o el castigo son inconm ensurables, está rechazando la
esencia m ism a de la filosofía de Bentham y su prem isa central
de que el crim en y el castigo, com o el dolor y el placer, son
cuantificables. Para el autor del Political Justice, «no existen ni
siquiera dos crím enes parecidos; intentar clasificarlos y orde-
narlos es absurdo» 27. En definitiva, pues, la pretensión del
autor en este punto no es otra que la de buscar la gradual susti-
tución de todas las leyes hechas por el hom bre, por las leyes de
la razón, «único legislador» 28 .
A la hora de centrarnos en su crítica a la autoridad política,
em pezaré por decir que Godwin distingue tres form as de auto-
ridad. En la prim era, la autoridad de la razón, el individuo se
obedece únicam ente a sí m ism o y, por lo tanto, representa la
ausencia de gobierno; o lo que es lo m ism o, representa el auto-
gobierno, (lo que constituye el ideal godwiniano). De las dos
form as de autoridad externa o heterónom a; la prim era, (la
confianza o el respeto a alguna figura estim ada y a sus decisio-
nes) es claram ente preferible a la segunda; en especial, cuando
el individuo tiene buenas razones para creer que la otra perso-
na sabe m ejor que él lo que debe hacerse 29 . Pero nada puede
justificar la tercera form a de autoridad, totalm ente contraria a
la razón: la autoridad política.

27 «A further consideration, calculated to show not only the absur-

dity of punishm ent for exam ple, but the iniquity of punishm ent in
general, is that delinquency and punishm ent are, in all cases, inco-
m ensurable. No standard of delinquency ever has been, or ever can
be, discovered. No two crim es were ever alike; and therefore the re-
ducing them , explitly, to general classes, which the very idea of exam -
ple im plies, is absurd». (P.J .; pág. 649).
28 «Inm utable reason is the true legislator, (…)». (P.J .; pág. 236).
29 Ésta es una idea que podem os encontrar después en Dios y el

Estado de M. Bakunin y en otros anarquistas. Decir tam bién que esta


es una idea no del todo desagradable para los filósofos del siglo XVIII ,
enam orados de la visión del despotism o ilustrado.
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Para Godwin, —y en esto coinciden los anarquistas posterio-
res— cualquier cosa que m ueva al individuo a la acción, distin-
ta de su propio juicio, es —por definición— fuerza o coacción.
De este m odo, el gobierno, al establecer a otros hom bres com o
árbitros perm anentes de las acciones de los individuos, no es
nada m ás que fuerza regulada y, por lo m ism o, contrapuesta al
desarrollo de la m ente de los individuos. En sus propias pala-
bras, «toda institución política, por su propia naturaleza, tien-
de a producir rigidez e inm ovilidad» 30 . El gobierno no era,
para él, otra cosa que un sistem a por m edio del cual un hom -
bre, o un grupo de hom bres, im ponen por la violencia sus opi-
niones sobre los dem ás. Y —com o dice Godwin— cuando se m e
obliga por la fuerza, dejo de ser una persona para convertirm e
en una cosa. El gobierno, pues, aún en su m ejor form a, es un
m al, y —por lo m ism o— el progreso hum ano debe prescindir
de él tan pronto com o le sea posible.
Creem os im portante señalar aquí la idea de H.N. Brails-
ford 31 de que, «aunque la opinión de que todo gobierno es un
m al, —aunque un m al necesario— fue un punto de vista de los
individualistas del siglo XVIII , a Godwin no le afectó esta
idea», ya que —para él— la idea de gobierno era radicalm ente
equivocada y ningún bien positivo se podía aguardar del m is-
m o. Él no veía, —com o harán los anarquistas en general— que
sem ejante institución fuese útil. No creía en sus beneficios, y
estaba convencido de que, en una com unidad sin organizar, se
alcanzarían m ás ventajas con la libertad de opinión que las que
pudiera producir el m ejor de los gobiernos; de ahí que propug-
ne una verdadera «eutanasia» del gobierno; es decir, su total
erradicación.

30 «(…). By its very nature positive institution has a tendency to

suspend the elasticity and progress of m ind». (P.J .; pág. 253).


31 H.N. BRAILSFORD : Shelley , Godw in y su círculo. México, F.C.E .,

1986; pág. 91.


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En su recorrido por las distintas form as de gobierno, God-
win analiza fundam entalm ente tres de ellas: la m onarquía, la
aristocracia y la dem ocracia. A las dos prim eras las rechaza de
un plum azo. De una y de la otra afirm a que son instituciones
antinaturales, arbitrarias y perniciosas 32 . Por lo que a la dem o-
cracia se refiere, Godwin hace, en un prim er m om ento, una
defensa del sistem a dem ocrático, aunque va a ser una defensa
de tipo negativo. En resum en, podem os decir que, para él, la
dem ocracia no es un ideal ni un fin en sí m ism o, sino tan sólo
un sistem a preferible a otros sistem as políticos existentes.
Entrando un poco m ás en sus ideas sobre la dem ocracia,
vem os que se opone con fuerza a la dem ocracia representativa;
idea ésta que va a constituir uno de los puntos fundam entales
de todo el anarquism o posterior 33 , y que tiene un claro prece-
dente en el pensam iento de J .J . Rousseau 34 . Godwin se opone
a la dem ocracia representativa porque, para él, dada la unidad
de los seres hum anos, nadie puede ser verdaderam ente repre-

32 Con respecto a la m onarquía afirm a Godwin: «Monarchy is, in


reality, so unnatural an institution that m ankind have, at all times,
strongly suspected it was unfriendly to their Happiness». (P.J .; pág.
425).
33 De todos son conocidas las abundantes publicaciones que exis-

ten sobre el anarquism o y, en concreto, sobre el tem a del tratamiento


anarquista respecto de la dem ocracia representativa y su oposición a
ella. Por eso aquí sólo resum iré su postura de una form a m uy general
diciendo que los anarquistas se opusieron siem pre a la dem ocracia
representativa y al parlam entarism o porque consideran que toda
delegación del poder por parte del pueblo lleva infaliblemente a la
constitución de un poder separado y dirigido contra el propio pueblo.
Quizás una de las obras m ás conocidas, en este sentido, sea la del
vigués Ricardo Mella, titulada La ley del núm ero. Contra el parla-
m ento burgués. (Madrid, Zero/ ZYX, 1976).
34 Por lo que respecta a la relación existente, en este punto, entre

las ideas de Rousseau y Godwin, se puede consultar el libro de D.H.


MONRO: Godw in's Moral Philosophy . An interpretation of W illiam
Godw in. Oxford University Press; 1953. (Especialm ente, Cap. 5: The
Depravity of Virtue; pp. 10 9-132).
| 164
sentado. Y sobre todo, porque la propia práctica de la votación
tiene inevitables consecuencias perniciosas, ya que crea una
unanim idad ficticia y una uniform idad antinatural, al lim itar el
debate y reducir las disputas a sim ples fórm ulas que fom entan
la dem agogia. Pero aquello que le lleva a oponerse m ás a esta
form a de gobierno es el hecho de que todo term ina en ese, para
él —entre otros—, «intolerable agravio a la razón y a la justicia
que significa decidir sobre la verdad por la fuerza del núm e-
ro» 35.
Por todo lo dicho hasta aquí referente a la autoridad política,
es fácil entender que, para Godwin, el fin últim o debe ser la
total disolución del gobierno, ya que «el final de los infinitos
m ales incorporados a su propia sustancia, sólo se puede lograr
m ediante su com pleta destrucción» 36 .
Podría alegarse que, a pesar de lo indicado por Isaac Kram -
nick, la crítica godwiniana a la ley y a la autoridad del gobierno
tiene tam bién su paralelism o en la crítica liberal a la coacción
de la ley y del gobierno; sin em bargo, creem os poder afirm ar
que la crítica liberal se refiere m ás bien a una m era «lim ita-
ción» que a un rechazo en sentido global com o el que hace
Godwin y luego harán todos los anarquistas. Por lo tanto, aun-
que el principio im pulsor (es decir, la defensa de la individua-
lidad) es coincidente, y aunque am bas ideologías parten de la
consideración de la coacción legal y de la autoridad política
com o causantes de efectos perniciosos, la evaluación godwi-

35 «The whole is then wound up, with that flagrant insult upon all

Reason and justice, the deciding upon truth by the casting up of


numbers». (P.J .; pág. 549).
36 «(…). With what delight m ust every well informed friend of

m ankind look forward to the auspicious period, the dissolution of


political governm ent, of that brute engine which has been the only
perennial cause of the vices of m ankind, and which, as has abun-
dantly appeared in the progress of the present work, has m ischiefs of
various sorts incorporated with its substance, and no otherwise re-
m ovable than by its utter annihilation». (P.J .; pág. 554).
| 165
niana —y con él la de todos los anarquistas— de dichos efectos
es tan negativa que le lleva, com o vim os, a rechazar toda form a
de gobierno. Frente a esto, la evaluación m ás positiva de los
liberales, les anim a a adm itir la necesidad de un gobierno, por
m uy lim itado que éste sea.
Con respecto a este problem a de las relaciones del anar-
quism o godwiniano con el liberalism o, y antes de extraer cual-
quier conclusión, creem os necesario exam inar su concepción
del sistem a distributivo de la propiedad. En este aspecto dire-
m os que, para Godwin, «por m uy graves y extensos que sean
los m ales causados por los gobiernos e instituciones políticas,
por la legislación crim inal u otro tipo de instituciones, resulta-
rán, en conjunto, insignificantes en relación con las calam ida-
des que produce el actual sistem a de propiedad» 37. La injusta
distribución de la propiedad (es decir, el hecho de que unos
pocos posean en exceso aquello de lo que otros carecen) consti-
tuye —según Godwin— la principal fuente de los m ales existen-
tes.
Por m i parte considero que la cuestión de la distribución de
la propiedad es la clave que posibilita a Godwin para el esta-
blecim iento de una «form a sencilla de sociedad sin gobierno»;
ya que, para él, parece claro que «el m om ento que le pondrá
fin al régim en de la coacción y del castigo depende estrecha-
m ente de una distribución equitativa de la propiedad» 38 . Pen-

37 «... here with grief it m ust be confessed that, however great and

extensive are the evils that are produced by m onarchies and courts,
by the im posture of priests and the iniquity of crim inal laws, all these
are im becile and im potent com pared with the evils that arise out of
the established adm inistration of property». (P.J .; pág. 725).
38 «The subject of property is the key-stone that com plets the fa-

bric of political justice. According as our ideas respecting it are crude


or correct, they will enlighten us as to the consequences of a sim ple
form of society without government, (…). Finally, the period that
m ust put and end to the system of coerción and punishm ent is inti-
m ately connected whith the circunstance of property's being placed
upon an equitable basis». (P.J .; pág. 70 1).
| 166
sam os, pues, que es a partir de esta crítica al sistem a económ i-
co vigente en donde Godwin se desm arca realm ente y con cla-
ridad de la ideología liberal. Com o decía antes al recordar las
palabras de Félix García Moriyón, el hecho que im plica «una
radicalización del liberalism o en Godwin, que le sitúa ya en
posiciones casi com pletam ente anarquistas» no es otro que el
de «añadirle al liberalism o una fuerte crítica económ ica, pro-
pia de todo m ovim iento socialista» 39 .
De lo dicho anteriorm ente parece desprenderse que lo que
acabo de hacer es llevar a Godwin (y con él, al anarquism o) a
un nuevo callejón sin salida, convirtiéndolo ahora en un apén-
dice del socialism o. Pero no entraré aquí y ahora en un análisis
de esta nueva situación. Sim plem ente diré para finalizar que,
de lo expuesto se sigue que parece fácil encontrar en el pensa-
m iento de Godwin elem entos claros indicándonos dos direc-
ciones a seguir: la del liberalism o y la del socialism o. Con todo,
por lo de ahora —y por lo que a m í respecta— m e siento incli-
nado a afirm ar (aunque esto no constituya novedad alguna) la
existencia de un «tenso» intento de equilibrio entre un lado y
otro de la balanza: entre liberalism o y socialism o. O, por decir-
lo de otra form a, la existencia de un tenso equilibrio entre su
defensa a ultranza de la individualidad, frente a la fuerza coac-
tiva de la ley y de la autoridad política, y su petición de princi-
pio de un —por así llam arle— «com unism o voluntario» com o
solución al injusto sistem a distributivo de la propiedad.

ANTÓN FERNANDEZ ÁLVAREZ.

39 F. GARCÍA MORIYÓN : Op. cit.; págs. 45-46.


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