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EL DESTRUCTOR DE MUNDOS


JULIO 1, 2023
Paulina Gordillo Tejada
La película dirigida por Cristopher Nolan gira en torno al ascenso y caída de Robert J.
Oppenheimer, el hombre que guio el desarrollo y ejecución de la bombOppenheimer es una
producción que está catalogada como un imprescindible del cine. El guion es una
adaptación de Prometeo americano (2005), una monumental biografía a cuatro manos y
veinticinco años que a sus autores, Kai Bird y Martin J. Sherwin, les mereció el Pulitzer de
2006, entre otros galardones. Pese a la alabanza unánime que recibió tanto del público
como de la crítica especializada, la primera traducción al español no se publicó sino hasta
enero de 2023, bajo el sello editorial Debate.
Después de su lectura, le contamos aquí los detalles más apasionantes de la vida del
“destructor de mundos”, para que vaya al cine con los deberes hechos y disfrute, sin
complicaciones, de cada fotograma de esta promesa cinematográfica.
Camiseta de rayas
El 6 de agosto de 1945, a las 08:14, el bombardero estadounidense Enola Gay descendió a
seiscientos metros de altura y, antes de ser detectado por los radares japoneses, arrojó a
Little Boy, un artefacto nuclear de 4,4 toneladas de peso y tres metros de longitud, que hizo
diana en el corazón de la ciudad de Hiroshima.
En milésimas de segundo la temperatura se elevó a más de un millón de grados
centígrados, el aire ardiente generó una bola de fuego que superaba los doscientos metros
de diámetro y que incineró, en un parpadeo, a más de sesenta mil personas.
Prometeo americano recopila 30 años de investigaciones sobre el auge y caída de Robert J.
Oppenheimer, el padre de la bomba atómica y una de las figuras más emblemáticas del
siglo XX.
Todo aquel que se encontraba a un kilómetro y medio a la redonda sufrió quemaduras de
tercer grado solo por el calor de la bomba. A quien hubiese elegido ese día vestir una
camiseta de rayas, la piel se le quemó a rayas. Otras decenas de miles, que se
consideraron afortunados porque se encontraban lejos de la “zona cero”, murieron semanas
después a causa de la radiación.
Al día siguiente, en Estados Unidos, el general Leslie Groves, al mando de la misión, llamó
por teléfono a Robert Oppenheimer. “Estoy orgulloso de usted y de toda su gente”, le dijo.
“¿Ha ido bien?”, le preguntó Oppenheimer. “Por lo visto, pegó una explosión tremenda”,
respondió el general. “Ha sido un camino muy largo”, se despidió el físico.
Tenía razón. El camino de la creación de la bomba atómica fue largo y requirió de muchas
manos y muchas mentes: empezó en 1911, con el descubrimiento del núcleo atómico por
Ernest Rutherford, continuó con el modelo atómico de Niels Bohr, se allanó con el ciclotrón
de Ernest Lawrence y la fisión nuclear de uranio demostrada por Hahn y Strassmann, y se
encumbró con el reactor nuclear desarrollado por Enrico Fermi en 1942. Sin embargo,
ninguno de estos hombres ha sido llamado “padre de la bomba atómica”.
Este título le pertenece a Robert J. Oppenheimer, “un mocoso judío, rico y mimado de
Nueva York” —como lo llamaba su amigo Isidor Rabi—, nacido en 1904, que nunca hizo un
descubrimiento científico relevante, pero que será recordado como el genio que supo cotejar
y sintetizar el trabajo de muchos otros genios y dirigirlo hacia un solo objetivo: un arma tan
poderosa que, con la luz de miles de soles, pudiera arrasar no solo una ciudad, sino dejar a
la Tierra inhabitable.
La lectura de Prometeo americano exige cierta perseverancia para asimilar la colección
cronológica de episodios que Bird y Sherwin recogen, con gran rigor académico, en las
primeras doscientas páginas: su vida de niño que, como el mismo Oppie confesaba en una
carta, no lo preparó para saber que “el mundo estaba lleno de cosas crueles y amargas”.
Tampoco la secundaria en un instituto de élite, donde fue víctima del escarnio adolescente,
o sus pobres interacciones sociales y su comportamiento autoalienante en la Facultad de
Química de Harvard, que le colgaron la etiqueta de extraño, neurótico y deprimido.
El enfoque láser con el que los autores retratan sus primeros años —consultaron 256 libros
y entrevistaron a 112 personas— nos convierte en espectadores en primera fila de la lucidez
de una mente cuyos intereses iban más allá de la ciencia y abarcaban desde la poesía, la
filosofía y la historia, hasta asuntos de naturaleza críptica y mística. Aprendió sánscrito solo
para leer el Bhagavad-guitá, el texto sagrado hinduista que interiorizó durante toda su vida y
de donde extrajo el verso que, años más tarde, se volvería su marca personal: “Ahora me he
convertido en la muerte, el destructor de mundos”.
Cada detalle sirve para moldear la comprensión del personaje a su complejidad. Es brillante
e ingenuo, cautivador, prepotente, inflexible y brusco. Todo a la vez. Tan alto y delgado
como torpe para la física experimental, con esos ojos azules igual de profundos que su
comprensión de los entresijos de la física teórica, el punto fuerte de su erudición que se
reveló mientras cursaba el doctorado en la universidad alemana de Gotinga.
Su reputación como catedrático en la Universidad de California en Berkeley y en el Instituto
Caltech de Pasadena lo aupó como el candidato ideal para liderar el Laboratorio Nacional de
los Álamos, epicentro científico del Proyecto Manhattan que marcó dos puntos clave de la
historia: el punto final de la Segunda Guerra Mundial y el punto de partida para la era
nuclear.
Esa pobre gentecilla
A partir de aquí, la biografía se lee como un thriller. Oppenheimer pasó de ser un científico
prodigio de carácter difícil a un líder intelectual carismático y refinado que entendía a la
perfección la envergadura del cometido que se le había confiado.
Su debilidad por los parajes de Nuevo México lo llevó a proponer que el nuevo laboratorio se
ubicara en alguna zona rural y aislada de aquel estado situado al oeste del país. La idea
gustó a los altos mandos del proyecto, pues encajaba muy bien con la naturaleza secreta
del plan estadounidense de adelantar a los nazis en la producción de la primera bomba
atómica. Fue el mismo Oppie quien decidió instalar el centro de operaciones en un
destartalado colegio-rancho de un pueblo conocido como Los Álamos y que pronto pasó a
llamarse Zona Y.
En pocos meses, alrededor del laboratorio, se levantó una ciudad —“la ciudad que nunca
debió existir”— para ser habitada por las más de seis mil personas que, directa o
indirectamente, participarían en la liberación de una energía atroz, cuyo poder de
destrucción era hasta entonces desconocido.
Pese a que la autoridad que el físico ejercía en Los Álamos era casi absoluta, ninguno de
los científicos que lo acompañaban fueron vigilados con tanto celo por los servicios de
inteligencia. Había micrófonos en su despacho, escuchas en su teléfono y, en cierto
momento, el ejército apostó policía militar armada frente a su casa.
Su expediente tampoco ayudaba. Como otros intelectuales de los años treinta, había
participado en reuniones sindicalistas y apoyado a las facciones de izquierda durante la
guerra civil española, tenía un nutrido número de amigos “rojos” y su esposa, Kitty Puening,
con la que tuvo dos hijos, estuvo casada con un militante del Partido Comunista.
El bombardero Enola Gay desplegó el dispositivo sobre Hiroshima acabando con 70 000
personas en el acto y dejando afectada a más del doble de población por la radiación.
Explosión de la bomba Little Boy sobre Hiroshima el 6 de agosto de 1945. Oppenheimer y
Groves ante los restos de la prueba Trinity en septiembre de 1945, dos meses después de
la detonación y justo después del final de la Segunda Guerra Mundial. Los cubrecalzados
blancos evitaron que los restos se pegaran a las suelas de los zapatos. Fotografía:
Shutterstock.
Trinity, la primera prueba de la bomba, se llevó a cabo la madrugada del 16 de julio de 1945,
cuando la guerra ya estaba virtualmente ganada. Hitler se había suicidado el 30 de abril y
Alemania había declarado su rendición la primera semana de mayo.
Los científicos que accedieron a participar en el proyecto con el único deseo de hacer añicos
al nazismo, abrieron el debate sobre lo inútil que sería ejecutar el arma en una zona
poblada. Pero el ejército no quería quedarse con las ganas de probar el juguete nuevo y
apuntó la mira hacia Japón que, aunque no había emitido ningún comunicado oficial, se
había rendido técnicamente.
Cuentan que días después del éxito de Trinity, Oppenheimer se paseaba inquieto por Los
Álamos, lamentándose por los japoneses como “esa pobre gentecilla”. No obstante, aquella
misma semana estuvo trabajando duro para asegurarse de que la bomba le explotase
encima.
Científico llorón
Para entonces Oppie era una celebridad. Todas las revistas y periódicos querían ilustrar las
portadas con la foto del héroe que, en vez de capa, llevaba su eterno sombrero porkie y su
pipa.
Se sentía tan cómodo en el mullido sillón de la popularidad que hasta se atrevió a publicar
artículos y ofrecer discursos exponiendo sus opiniones. Dos meses habían sido suficientes
para moldear su reflexión sobre lo que había ocurrido en Hiroshima y Nagasaki: “Hemos
creado una cosa, un arma de lo más terrible —confesó en una de sus disertaciones— que
ha alterado de golpe y profundamente la naturaleza del mundo, una cosa malvada según los
valores con los que crecimos”.
El padre del Frankenstein atómico empezaba a repudiar a la criatura y utilizó su fama para
intentar influir en los pesos pesados de Washington y actuar de portavoz de los cerca de
quinientos miembros que habían fundado la Asociación de Científicos de Los Álamos, con el
fin de advertir sobre los peligros de la carrera armamentística nuclear y la necesidad de
crear un organismo de control internacional.
En octubre de 1945 presentó su dimisión como director del laboratorio. Su creciente
preocupación por una potencial guerra nuclear contra Rusia lo llevó hasta Washington para
entrevistarse con el presidente Truman. La incomprensión que el jefe de Estado demostró
sobre la catástrofe que se avecinaba desesperó de tal modo al científico que se atrevió a
decirle: “Señor presidente, siento que tengo las manos manchadas de sangre”. Truman,
enfurecido, dio por terminada la reunión. Más adelante se regodearía comentando en su
círculo que Oppenheimer no era más que un científico llorón.
Pese a su fracaso en este encuentro, el físico siguió insistiendo. Su urgencia por volver a
meter al genio nuclear en la botella se intensificó cuando, el 29 de agosto de 1949, la Unión
Soviética arrojó una bomba atómica en un punto aislado de Kazajistán. Estados Unidos no
iba a renunciar a su momentánea supremacía bélica y, en 1952, detonó el primer artefacto
termonuclear de 10,4 megatrones en una isla del Pacífico. Lo llamaron bomba H.
Los reclamos de Oppie por detener las pruebas nucleares le hicieron objeto de una brutal
campaña de desprestigio orquestada por Lewis Strauss, un banquero anticomunista que
presidía la Comisión de Energía Atómica y que veía rojos hasta en la sopa. Los escarceos
juveniles de Oppenheimer con el comunismo —había mucho material de espionaje para
tejer una trama en su contra— fue el subterfugio perfecto para fraguar un juicio que
arruinara su reputación y revocara
sus credenciales de seguridad.
Grandes voces de la ciencia, entre ellas, las de sus colegas del Instituto de Estudios
Avanzados de Princeton (lujos como Einstein, Dirac, Pauli, Bohr) se alzaron para denunciar
el carácter inquisitorial de la audiencia, que recordaba a las cacerías de brujas del siglo XVII.
Y aunque una parte de la prensa se cebó con él, otra lo pintó como el nuevo Galileo, un
mártir de la ciencia en los albores de la Guerra Fría.
Oppenheimer jamás se recuperó del golpe y, en los años sucesivos, procuró mantener un
perfil bajo, a la sombra de la autocensura. Continuó con sus actividades académicas en
Princeton hasta 1966. Un año después murió a causa de cáncer.
Su existencia dramática y errática, llena de giros y matices, ascensos meteóricos y caídas
apoteósicas sigue cautivando. Nolan lo sabe bien y por eso ha elegido a Cillian Murphy, la
estrella de Peaky Blinders, para fumar la pipa, ajustarse el porkie y revivir, por fin, al
Prometeo que le robó el fuego atómico a los dioses.

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